Antología de Cuentos

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 40

Antología de cuentos

BORGES, Jorge Luis (1974) Obras completas. 1923-1972. EMECÉ, Bs. As.

Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)

I'm looking for the face I had


Before the world was made.

-Yeats: The Winding Stair

El seis de febrero de 1829, los montoneros que, hostigados ya por Lavalle, marchaban desde el
Sur para incorporarse a las divisiones de López, hicieron alto en una estancia cuyo nombre
ignoraban, a tres o cuatro leguas del Pergamino; hacia el alba, uno de los hombres tuvo una
pesadilla tenaz: en la penumbra del galpón, el confuso grito despertó a la mujer que dormía con
él. Nadie sabe lo que soñó, pues al otro día, a las cuatro, los montoneros fueron desbaratados
por la caballería de Suárez y la persecución duró nueve leguas, hasta los pajonales ya
lóbregos, y el hombre pereció en una zanja, partido el cráneo por un sable de las guerras del
Perú y del Brasil. La mujer se llamaba Isidora Cruz; el hijo que tuvo recibió el nombre de Tadeo
Isidoro.
Mi propósito no es repetir su historia. De los días y noches que la componen, solo me interesa
una noche; del resto no referiré sino lo indispensable para que esa noche se entienda. La
aventura consta en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo para
todos (1 Corintios 9:22), pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones,
perversiones. Quienes han comentado, y son muchos, la historia de Tadeo Isidoro, destacan el
influjo de la llanura sobre su formación, pero gauchos idénticos a él nacieron y murieron en las
selváticas riberas del Paraná y en las cuchillas orientales. Vivió, eso sí, en un mundo de
barbarie monótona. Cuando, en 1874, murió de una viruela negra, no había visto jamás una
montaña ni un pico de gas ni un molino. Tampoco una ciudad. En 1849, fue a Buenos Aires con
una tropa del establecimiento de Francisco Xavier Acevedo; los troperos entraron en la ciudad
para vaciar el cinto: Cruz, receloso, no salió de una fonda en el vecindario de los corrales. Pasó
ahí muchos días, taciturno, durmiendo en la tierra, mateando, levantándose al alba y
recogiéndose a la oración. Comprendió (más allá de las palabras y aun del entendimiento) que
nada tenía que ver con él la ciudad. Uno de los peones, borracho, se burló de él. Cruz no le
replicó, pero en las noches del regreso, junto al fogón, el otro menudeaba las burlas, y
entonces Cruz (que antes no había demostrado rencor, ni siquiera disgusto) lo tendió de una
puñalada. Prófugo, hubo de guarecerse en un fachinal: noches después, el grito de un chajá le
advirtió que lo había cercado la policía. Probó el cuchillo en una mata: para que no le
estorbaran en la de a pie, se quitó las espuelas. Prefirió pelear a entregarse. Fue herido en el
antebrazo, en el hombro, en la mano izquierda; malhirió a los más bravos de la partida; cuando
la sangre le corrió entre los dedos, peleó con más coraje que nunca; hacia el alba, mareado por
la pérdida de sangre, lo desarmaron. El ejército, entonces, desempeñaba una función penal;
Cruz fue destinado a un fortín de la frontera Norte. Como soldado raso, participó en las guerras
civiles; a veces combatió por su provincia natal, a veces en contra. El veintitrés de enero de
1856, en las Lagunas de Cardoso, fue uno de los treinta cristianos que, al mando del sargento
mayor Eusebio Laprida, pelearon contra doscientos indios. En esa acción recibió una herida de
lanza.
En su oscura y valerosa historia abundan los hiatos. Hacia 1868 lo sabemos de nuevo en el
Pergamino: casado o amancebado, padre de un hijo, dueño de una fracción de campo. En
1869 fue nombrado sargento de la policía rural. Había corregido el pasado; en aquel tiempo
debió de considerarse feliz, aunque profundamente no lo era. (Lo esperaba, secreta en el
porvenir, una lúcida noche fundamental: la noche en que por fin vio su propia cara, la noche
que por fin oyó su nombre. Bien entendida, esa noche agota su historia; mejor dicho, un
instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.) Cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento
en que el hombre sabe para siempre quién es. Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio
reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de
Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un
libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre. Los hechos ocurrieron así:
En los últimos días del mes de junio de 1870, recibió la orden de apresar a un malevo, que
debía dos muertes a la justicia. Era este un desertor de las fuerzas que en la frontera Sur
mandaba el coronel Benito Machado; en una borrachera, había asesinado a un moreno en un
lupanar; en otra, a un vecino del partido de Rojas; el informe agregaba que procedía de la
Laguna Colorada. En este lugar, hacía cuarenta años, habíanse congregado los montoneros
para la desventura que dio sus carnes a los pájaros y a los perros; de ahí salió Manuel Mesa,
que fue ejecutado en la plaza de la Victoria, mientras los tambores sonaban para que no se
oyera su ira; de ahí, el desconocido que engendró a Cruz y que pereció en una zanja, partido el
cráneo por un sable de las batallas del Perú y del Brasil. Cruz había olvidado el nombre del
lugar; con leve pero inexplicable inquietud lo reconoció… El criminal, acosado por los soldados,
urdió a caballo un largo laberinto de idas y de venidas; estos, sin embargo lo acorralaron la
noche del doce de julio. Se había guarecido en un pajonal. La tiniebla era casi indescifrable;
Cruz y los suyos, cautelosos y a pie, avanzaron hacia las matas en cuya hondura trémula
acechaba o dormía el hombre secreto. Gritó un chajá; Tadeo Isidoro Cruz tuvo la impresión de
haber vivido ya ese momento. El criminal salió de la guarida para pelearlos. Cruz lo entrevió,
terrible; la crecida melena y la barba gris parecían comerle la cara. Un motivo notorio me veda
referir la pelea. Básteme recordar que el desertor malhirió o mató a varios de los hombres de
Cruz. Este, mientras combatía en la oscuridad (mientras su cuerpo combatía en la oscuridad),
empezó a comprender. Comprendió que un destino no es mejor que otro, pero que todo
hombre debe acatar el que lleva adentro. Comprendió que las jinetas y el uniforme ya lo
estorbaban. Comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario; comprendió que el
otro era él. Amanecía en la desaforada llanura; Cruz arrojó por tierra el quepis, gritó que no iba
a consentir el delito de que se matara a un valiente y se puso a pelear contra los soldados junto
al desertor Martín Fierro.

KOHAN, Martín (2015) Cuerpo a tierra. Eterna Cadencia, CABA.

El amor

Con el borde de la mano se despeja el lagrimón, y toda la tristeza se le va tan pronto


como esa mojadura. No le queda ni rastro en la mejilla o en el alma. El paso por la llanura,
resignado en un principio, va ganando poco a poco en decisión. Ya no va con los pies como
pegados a las estrías invisibles de la pampa, empastados por un resto de barro que en verdad
no existe, porque no hay ni hubo lluvia en este tiempo. Ya no: ahora se afirman poco menos
que en un apuro, como si esta huida, que en efecto lo es, se hiciera bajo la acuciante
inminencia de una partida de perseguidores, cuando lo cierto es que nadie viene a sus
espaldas, nadie acecha, nadie acosa.

A lo lejos, nada se ve, pero se sabe: están los indios. Esa borrosa manada de indóciles
son, cuando vienen, una amenaza, la peor de las amenazas, la más terrible. Pero ahora, que
no vienen, sino que aguardan, son un anhelo y una esperanza. Una esperanza para Fierro, una
esperanza para Cruz. Esas magras tolderías donde casi no hay cosa alguna que no sea lijosa y
marrón, vale ahora por una promesa –una promesa de libertad: así la sienten– para estos dos
que hasta hace poco fueran malhechor y autoridad, el forajido y la ley, dos mundos en guerra,
dos formas de mundo; pero que ahora se emparejan en un mismo rencor y en un mismo
anhelo.

Van los dos en completo silencio: silencio total. En parte porque la parquedad forma parte
de la naturaleza de sus respectivos temperamentos; es raro que haya locuaces en el fuera de
la ley y es raro también que los haya, por el contrario, o por eso mismo, entre los agentes del
orden y las buenas costumbres. En parte es por eso que no se hablan para nada, y en parte
por otra cosa. En un viaje es el paisaje lo que motiva la conversación: lo que se ve, lo que
sucede, lo que pueda ofrecerse a la vista del que viaja. ¿Qué van a decirse estos dos en la
pampa argentina tan lisa y tan hueca, en el desierto constante donde nada existe y nada pasa?

Son esas las razones más notorias del silencio y la compenetración que exhiben mientras
andan. Pero en el fondo, y ellos lo saben, es otra la causa y es otra la explicación. Hay algo
que ha pasado y que los dejó pensativos. Apenas si pueden, por el momento, rumiar para sí
mismos, en el secreto del mundo interior, los trazos esquemáticos de sus cavilaciones. Mal
podrían por ahora pronunciar palabra alguna, y de hecho no lo hacen.

Las tolderías se presentan a sus ojos de repente, sin prólogos, sin anunciarse. Es
cualidad muy propia del indio ese aparecer por sorpresa. En estas condiciones resulta
inofensivo y hasta simpático que así sea; en los malones, sin embargo, es lo que asegura al
atacante la fiereza y el terror. Los colgajos mal zurcidos de cueros y parantes se despegan tan
poco del suelo de la pampa, y es tan semejante su color y su textura al entorno rural donde
existen, que es poco menos que imposible divisarlos a la distancia.

Al llegar, son bienvenidos. Parece un regreso, y no una llegada: hasta tal punto es cordial
la recepción, aun en la modestia obligada de los menesterosos. Curiosamente, tan sólo las
cautivas recelan. Justo esas mujeres, las únicas que habilitaban la chance de un pelo rubio o
una mirada clara en medio del imperio del marrón y del marrón. Son ellas las esquivas. ¿Por
qué será? Será porque no terminan de ver a dos iguales en Fierro y en Cruz, por más que
vengan del lado civilizado. O será justo al revés: que los sienten así, sus semejantes, dos
visitantes de su misma especie, y es eso mismo justamente lo que les provoca esta rara
mortificación a la que sólo puede llamarse pudor (pudor de que las vean así, desgreñadas y
percudidas, o peor que eso, tan adaptadas, tan integradas, tan hechas a esta vida entre indios
y con indios).

No saben los motivos, y en definitiva no importan. No le importan a Fierro, no le importan


a Cruz. Las cautivas se asoman, pispean, reculan, se esconden; a ellos no les interesa, y en
definitiva no les prestan demasiada atención. Es otra su prioridad: hacerse un lugar en esta
nueva vida, empezar a respirar este aire que, aunque hediondo en más de un sector del
precario asentamiento, libre está para Fierro de la opresión y la injusticia que signaron sin
clemencia sus últimos años de vida.
Les dan una carpita chica, algo apartada de las fogatas del medio. Pero qué puede
afectarles esta leve marginación, cuando lo cierto es que visiblemente los reciben y los
aceptan. Con esmero de recienvenido, empiezan a acomodarse en su flamante sitio. Despejan
el suelo de astillas y piedritas que, aunque ahora no se noten, a la noche, con las horas,
lastimarían la espalda. Estiran un poncho aquí, acomodan lumbre allá. Hacen bulto en una
manta, para que sirva de almohada. Se hacen dueños del lugar.

–Prefiero dormir, Tadeo, más cerquita de la puerta, para dar pronta respuesta si en un
peligro me veo.

Cruz escucha con atención estas palabras de Fierro, y se acongoja. Le da pena ver hasta
qué punto el pobre no logra desprenderse todavía de los reflejos del perseguido. No le contesta
nada, le parece preferible. A cambio le hace ver que, por las rendijas generosas de los cueros
que los cobijan, la luz del atardecer va menguando. Es el comienzo de la noche.

Martín Fierro, mientras tanto, se va sacando las botas. Los pies los tiene llagados por las
largas caminatas. Enrojecidos, como con furia, se le hincharon en la parte de los dedos y en las
plantas exhiben los globos amarillentos de unas ampollas turgentes. Cruz los mira y frunce el
ceño. Fierro se sopla los empeines, buscando darse alivio. Quizá convenga remojarlos más
tarde.

No cruzan palabra alguna los dos hombres entre sí. Están metidos otra vez cada uno en
sus pensamientos. No obstante esos pensamientos, y puede que ellos lo sepan, son los
mismos exactamente, o en su defecto muy semejantes. Piensan, evocan, sopesan, dirimen: los
dos sobre lo mismo. Sobre el beso que se dieron hace horas en la pampa. Un beso de
hombres, según quedó aclarado. Se dieron un beso de hombres. ¿Y de qué otra clase se iban
a dar, si al fin de cuentas hombres son? Se besaron en la boca, entreverando las barbas,
ayudando a la apretura de los labios con una mano apoyada en la nuca del otro, una mano que
muda decía: vení para acá. Se besaron, sí, en la llanura. En la llanura y en la boca. Beso de
hombres: así tal cual se consignó. El vuelo de un chajá fue testigo de ese hecho.

Ahora se aflojan los dos, se acomodan para el descanso. El rezongo de las ranas les
hace saber que hay agua cerca, y también que se han apagado los últimos destellos de sol en
el cielo. Cruz se inclina sobre el cuenco que alberga una llama y enciende con la vista fija esa
viruta entubada en papel que va a fumarse mientras cavila. El olor oscuro del humo se mezcla
con la acidez que despiden en el aire los pies desnudos de Fierro. Fierro se calla, se calla Cruz.
Los ojos se ven muy abiertos a la pobre luz del fueguito.

De pronto irrumpe en la carpa la cara de una india vieja. Asoma la cabeza por la abertura
del frente, las tetas le cuelgan tanto que el suelo parece llamarlas. Lo que dice no se entiende,
pero el gesto que les hace sí. Después se va, posiblemente tosiendo, sin esperar la respuesta.
Cruz se incorpora con ademanes lentos, como si hubiese alcanzado a dormirse y ahora se
despertara. Fierro amaga con ponerse las botas y descubre en un instante, con emoción podría
decirse, que ya no hay necesidad de hacerlo, que ya no tiene por qué.

Los indios están comiendo alrededor de las brasas, a esto se debía el llamado de la vieja.
Fierro se arrima, con expresión agradecida, y unos pasos más atrás lo viene acompañando
Cruz. Se acuclillan a la par y les arriman unos platos de barro con algo espeso volcado encima.
No se sabe muy bien qué es, pero nada ganarían con averiguarlo. Es turbio y lo cruzan
manchas, el menjunje en la boca no quema pero tarda un poco en diluirse para ser tragado.
Muy cerca de ellos, una cautiva parece interesarse, mientras se lleva a la boca la misma
pasta que los demás. Le caen sobre los hombros unas crenchas deslucidas, pero en el color de
sus ojos persiste una especie de atractivo que no quiere extinguirse del todo. Mira con alguna
insistencia al lugar donde se encuentran tanto Fierro como Cruz; pero a quien mira no es a
Cruz, es solamente a Fierro. Lo mira, sin embargo, con una expresión que Cruz, atento a la
circunstancia, distingue perfectamente bien. La distingue bien, y además la reconoce, porque
sabe que él miró también así, y al que miró también así no era otro sino Fierro. El acero de los
brazos, las manos invencibles, la espalda venturosa, la boca de varón. Lo miró también así,
apenas lo distinguió, cuando él era todavía un sargento y comandaba todavía una partida
policial. No toleró no estar del lado de ese hombre, al lado de ese hombre; no consintió que
pudiendo juntarse con él debiese plantársele enfrente. Profirió entonces una excusa sonora que
los demás ni siquiera escucharon. Se pasó con dos trancos seguros de un lado del mundo
hacia el otro.

Ahora le sube a la boca el gusto amargo del sufrimiento. Muele entre los dientes ese
guiso que no le ofrece resistencia, pero estira el maceramiento cuando advierte que no lo va a
poder tragar. Un rencor desconocido lo sofoca en la garganta. La mujer no para de insinuarse y
a él se le cae el plato de las manos. La comida se derrama, revelando su evidente parecido con
la tierra. Se le ven las rodillas a la cautiva astuta, el comienzo de los muslos se le ve. A Cruz le
tiemblan las manos.

Junta como puede la comida sobre el plato, no vaya a ocurrir que se piense que hay
desprecio o negligencia de su parte. Pero seguir comiendo ya no puede. Empuja lo que tiene
todavía en la boca con un trago de aguardiente, hace un gesto difuso que ni él mismo entiende
del todo, se para, se incorpora, se va. Se mete entre los trapos que ahora le sirven de casa y
se acuesta solo a morder la rabia que le está raspando las muelas. Aprieta los puños no menos
que los dientes. Quisiera poder dormirse del todo y ya mismo, pero de pronto quisiera también
quedarse despierto siempre y no volver a dormirse jamás.

En eso está, casi lloroso, cuando sin más aparece Fierro. A Cruz le parece adivinar que
se apuró a venir, que se apuró a volver. Lo siente llegar, agacharse para entrar, lo siente pisar
el suelo compacto y volcar su cuerpo gaucho en dirección al descanso. El sosiego más infinito
lo invade como por milagro. Martín Fierro está de vuelta, se ha acostado junto a él. Boca arriba,
lo mismo que él, con la respiración vidriosa del que tanto ha trajinado.

–Nada mejor que dormir con la panza bien llenita. Cuando el hambre se me quita, es que
puedo discernir.

Cruz se pregunta si tendrá que tomar estas palabras como una despedida hacia el sueño,
pero nota que Fierro no se duerme todavía. Le gusta comprobar que se prolonga este preludio
compartido de lo que será una noche juntos. Van a dormir, pero no duermen. Una mano de
Cruz, una mano de Cruz más que Cruz, se mueve como por reflejo hacia el lado donde está
Fierro. Y en ese breve trayecto se encuentra, no ya con Fierro, sino con la mano de Fierro, con
una mano de Fierro. Una mano que por algún motivo está con la palma vuelta hacia arriba,
como si estuviese por caso pidiendo algo, o más bien esperando algo. Por ejemplo, esto que
llega: la mano de Cruz.

Los dedos se entrelazan con una fuerte presión al principio, pero muy pronto se aflojan
para empezar a acariciarse. En medio de tanta aspereza se descubren suavidades. Entre los
callos costrosos del trabajo y el trato severo, hay atajos casi secretos por donde deslizarse en
lo blando. Así se entienden en la noche las manos de Fierro y de Cruz. Hasta que la mano de
Fierro se resuelve, como si pudiese tener paciencia y por lo tanto perderla, a adueñarse de la
mano de Cruz y a convertirse en su tutora y su guía.

Cruz intuye lo que pasa, y por eso se deja llevar. Fierro le arrastra la mano hasta hacerla
reposar justo ahí donde quería (justo ahí donde quería quién: donde quería Fierro, donde
quería Cruz). Una emoción desconocida y rara, una especie de ebriedad nunca antes
alcanzada, se adueña de Cruz cuando aferra entre sus dedos el socotroco de Fierro. Fierro en
sus manos: eso que tanto quiso. Es suya por fin esa parte que ávido conjeturó, sable en mano
todavía y en plena redada policial. La atesora con fervor entre los dedos, y le pica de pronto la
curiosidad de saber si en su boca cabrá eso que en la mano del todo no cabe. Porque el
socotroco de Fierro asomó ya muy despierto, y Cruz ahora se entiende directamente con él.
Soba, prueba, saborea. ¿Se ahoga? ¿No se ahoga? ¿De pronto será su campanilla, ahí en el
fondo del gañote, parte de este mismo asunto?

La noche se puebla de resoplidos de Fierro. La cabeza de Cruz sube y baja, pero con
lentitud, como si alguno le estuviese explicando alguna cosa y él asintiera de continuo para
hacerle ver que comprende. Lo crecido crece todavía más, y Cruz ya no da crédito. Su propio
entresijo se enciende y pide libre paso, una leve brisa mueve no poco los cueros, pero es tanto
el calor que se siente que ellos dos ni se dan cuenta.

–Vos date vuelta, Tadeo, que me voy a acomodar, con tantas ganas de entrar que la hora
ya no veo.

Bastan esas pocas palabras para decir el deseo de Fierro, pero al sonar han dicho
también, en gozosa coincidencia, justo el deseo de Cruz: lo mismo que él estaba esperando.
Gira de una sola vez para estar ya boca abajo. Sus manos gauchas han atinado a despejarle el
camino a Fierro: no existe para él más obstrucción de calzones o bombachas. Es un convite
neto y lindo, una delicia. Se oye claro que Fierro escupe, pero ¿qué es lo que escupe
exactamente? ¿Sus dedos lubricantes, el socotroco, el culo redondo de Cruz? Lo que sea, y
acaso todo a la vez; da lo mismo, a decir verdad. Lo que cuenta es que ya se desploma sobre
la ansiedad del compañero, que acomete sin resuello, embate recto, rompe y raja, entra por fin.

¿Es pura idea de Cruz, o las ranas se han callado? Lo único que ahora se escucha en la
noche entre los indios son sus dos respiraciones. Se diría por su sonido marcado que el aire
primero no quiere entrar y después no quiere salir, que todo hay que hacerlo con esfuerzo y
con ahogo. Martín Fierro se sacude sobre Cruz, sacude a Cruz, presiente que nunca estuvo en
su vida tan cerca y tan dentro de nadie. Un desparramo indoloro de chambergos y botas en
torno se produce porque los hombres se agitan ya sin control.

Los dos al tiempo y juntitos, como hechos de un mismo palo. Fierro se derrama en Cruz,
y Cruz en la llanura pampeana. Las simientes casi en hervor van adonde mejor les toca: a lo
más hondo del culo o al polvo que es destino del hombre. Después de tanto curvarse, es un
aflojamiento general lo que sucede en la carpa prieta. Fierro con toda ternura, encima de Cruz
todavía, deja que la respiración se sosiegue junto al pelo y la oreja y la boca del otro. Le juega
con un dedo en los rulos endurecidos de la nuca. Le dice cosas.

–Tadeo, lindo Tadeo: qué manera de quererte. Es el goce de tenerte el solo dios en que
creo.
Se echan mansos el uno junto al otro. Se pasan de mano en mano el cigarro que Cruz ha
encendido. Ven los humos que cada uno sopla mezclarse en el aire y hacerse uno. Sonríen
satisfechos: son felices y lo saben. Han descubierto el amor.

WOOLF, Virginia.(2015) Cuentos completos. Godot, Bs. As.

(Publicado por primera vez en Two stories, en 1917. Publicado en Monday or Tuesday, por The Hogarth
Press, en 1921)

La marca en la pared

Quizá fue a mediados de enero del presente año cuando levanté la vista y vi por primera vez la mancha
en la pared. A fin de concretar el día es preciso recordar lo que una vio. Por esto, ahora, pienso en el
fuego, la constante película de luz amarilla sobre la página del libro, los tres crisantemos en el
redondeado cuenco de vidrio sobre la repisa de la chimenea. Sí, seguramente era invierno, y
acabábamos de tomar el té, por cuanto recuerdo que fumaba un cigarrillo, cuando levanté la vista y vi
la mancha en la pared por primera vez.

Levanté la vista, a través del humo del cigarrillo, y mi vista se fijó durante unos instantes en los carbones
ardiendo, y a la mente me vino aquella vieja fantasía de la bandera roja ondeando en lo alto de la torre
del castillo, y pensé en ja cabalgata de los caballeros rojos ascendiendo por la ladera de la negra roca.
Con cierto alivio por mi parte, la visión de la mancha interrumpió mi fantasía, ya que se trata de una
fantasía vieja, mecánica, quizá nacida en mi infancia. La mancha era pequeña y redonda, negra sobre el
blanco de la pared, situada seis o siete pulgadas más arriba de la repisa de la chimenea.

Con cuánta rapidez se arremolinan nuestros pensamientos alrededor de un objeto nuevo, levantándolo
un poco, de la misma manera en que las hormigas transportan una pajilla muy febrilmente, y luego la
abandonan... Si aquella mancha era una marca dejada por un clavo, el clavo no pudo ser colocado allí
para colgar un cuadro, sino para una miniatura, la miniatura representando a una señora de blancos
rizos empolvados, empolvadas mejillas y labios como claveles rojos. Una falsificación, desde luego, por
cuanto la gente que vivía en esta casa antes que nosotros hubiera escogido pinturas así, una vieja
pintura para una vieja estancia.

Era gente así, gente muy interesante, y si pienso en ella tan a menudo y en tan extraños lugares, ello se
debe a que jamás la volveré a ver, ni sabré qué fue de ella. Dejaron esta casa porque querían cambiar el
estilo de sus muebles, eso fue lo que él dijo, y estaba, él, en trance de decir que, a su parecer, el arte
debe tener ideas detrás, cuando fuimos separados, tal como se queda separado de la vieja dama en
trance de verter el té y del joven a punto de golpear la pelota de tenis en el jardín trasero de la villa en el
barrio residencial, cuando se pasa rápidamente en tren.

Pero, en lo referente a la mancha, realmente no estoy segura. A fin de cuentas, no creo que fuera una
marca dejada por un clavo; era demasiado grande, demasiado redondeada. Hubiera podido levantarme,
pero si me levantaba y la miraba, había diez probabilidades contra una de que no supiera averiguarlo
con certeza; debido a que, cuando se hace una cosa, una nunca sabe cómo ocurrió. Oh, sí, el misterio de
la vida, la inexactitud del pensamiento... La ignorancia de la humanidad... Para demostrar cuan poco
dominio tenemos sobre nuestras posesiones —cuan accidental es nuestro vivir, después de tanta
civilización—, séame permitido enumerar unas pocas cosas entre todas las que perdemos a lo largo de
nuestra vida, comenzando por la pérdida que siempre me ha parecido la más misteriosa entre todas:
¿qué gato es capaz de masticar o qué ratón es capaz de roer, tres estuches azul pálido de herramientas
para encuadernar libros?

Luego vinieron los casos de las jaulas de pájaros, de los aros, de hierro, de los patines metálicos, del
recipiente para carbón estilo Reina Ana, del tablero de bagatela, del organillo... todo ello desaparecido,
y también las joyas. Ópalos y esmeraldas, enterrados están entre las raíces de los nabos. ¡Qué difícil e
irritante asunto es la certeza! Lo increíble es que lleve ropas puestas y esté rodeada de sólidos muebles
en este instante. En realidad, si se quiere comparar la vida a algo, debe compararse a que la lancen a
una por el túnel del metro a cincuenta millas por hora, para acabar en el otro extremo, sin siquiera una
horquilla en el pelo.

¡Que la lancen a una a los pies de Dios totalmente desnuda! ¡Cruzar, rodando los prados de asfódelo
igual que los paquetes de papel castaño son lanzados por el tobogán en correos! Con el cabello al
viento, como la cola de un caballo de carreras. Sí, esto parece expresar la rapidez de la vida, el perpetuo
destrozo y reparación, todo tan al azar, tan sin sentido...

Pero después de la vida. El lento arrancar gruesos tallos verdes, de manera que el cáliz de la flor, al
inclinarse, no arroje sobre una un diluvio de luz roja y morada. A fin de cuentas, ¿por qué no habría una
de nacer allá, tal como nació aquí, indefensa, sin habla, incapaz de centrar la vista, a tientas entre las
raíces del césped, entre los dedos de los pies de los Gigantes? Y en lo tocante a decir lo que son árboles,
lo que son hombres y mujeres, o si semejantes entes existen, no se estará en condiciones de hacerlo en
el curso de cincuenta años aproximadamente. No habrá nada, salvo espacios de luz y de tinieblas,
cruzados por recias vallas, y quizá, bastante arriba, manchas en forma de rosa de confuso color —
oscuros rosados y azules— que, al paso del tiempo, se harán menos confusas, se convertirán en... No sé
en qué.

Pero esa mancha en la pared no es un agujero, ni mucho menos. Puede haber sido causada por una
sustancia redonda y negra, como un pequeño pétalo de rosa, resto del pasado verano, ya que no soy un
ama de casa muy esmerada —y, como demostración, basta mirar, por ejemplo, el polvo en la repisa del
hogar, polvo que, según dicen, enterró a Troya tres veces, y sólo algunos fragmentos de cerámica se
resistieron a ser aniquilados, lo cual parece cierto.
El árbol junto a la ventana golpea muy levemente el vidrio... Quiero pensar tranquilamente, en calma,
anchamente, sin ser jamás interrumpida, sin tenerme que levantar jamás del sillón, deslizarme
fácilmente de una cosa a otra, sin sensación de hostilidad, de obstáculos. Quiero hundirme más y más,
lejos de la superficie, con sus duros y separados hechos. Para tranquilizarme, voy a fijarme en la primera
idea que se me ocurra... Shakespeare... Importa tanto como cualquier otro. Un hombre que se sentaba
firmemente en un sillón, y contemplaba el fuego, de modo que... un diluvio de ideas caía
perpetuamente desde un cielo muy alto sobre su mente. Apoyaba la frente en la palma de la mano, y la
gente miraba por la puerta abierta, ya que esta escena ocurre, supuestamente, en una noche de
invierno... Pero cuan aburrido es esto, esta novela histórica... No me interesa nada.

Me gustaría encontrar unos pensamientos agradables, unos pensamientos que fueran un camino que
indirectamente me reportara prestigio, ya que éstos son los pensamientos más agradables, y se
encuentran muy a menudo incluso en la mente de la gente de modesto color ratonil, que sinceramente
cree que no le gusta oír que les canten alabanzas. No son pensamientos que la alaben a una
directamente; esto es lo bueno. Todos ellos son pensamientos como el siguiente:

Entonces entré en el cuarto. Estaban hablando de botánica. Dije que había visto una flor que crecía en
un montón de tierra, en el solar de una vieja casa de Kingsway. La semilla, dije, seguramente fue
sembrada durante el reinado de Carlos I. ¿Qué flores había en el reinado de Carlos I?» Esta fue mi
pregunta. (Pero no recuerdo la contestación.) Altas flores con bolas moradas quizás. Y así
sucesivamente. Todo el tiempo no hago más que evocar mi figura en mi mente, amorosamente,
furtivamente, sin adorarla a las claras, ya que, si lo hiciera, me reprimiría, e inmediatamente alargaría la
mano en busca de un libro para protegerme a mí misma. De hecho, es curioso ver cuan instintivamente
una protege de la idolatría a la propia imagen, así como de cualquier otro tratamiento que pudiera
ponerla en ridículo, o que la alejara tanto del original que no se pudiera creer en ella. ¿O quizá no sea
tan curioso, a fin de cuentas?

Desde luego, es asunto de gran importancia. Cuando el espejo se rompe, la imagen desaparece, y la
romántica figura, rodeada de un bosque de verdes profundidades, deja de existir, y sólo queda la
cascara de aquella persona que es lo que los demás ven, ¡y cuan sofocante, superficial, pelado y abrupto
se vuelve el mundo! Un mundo en el que no se puede vivir. Cuando nos miramos los unos a los otros en
los autobuses o en los vagones del metro, miramos el espejo; y esto explica la vaguedad y el vidriado
brillo de nuestros ojos. Y en el futuro los novelistas se darán más y más clara cuenta de la importancia
de estos reflejos, por cuanto, desde luego, no hay un solo reflejo, sino un número infinito de ellos. Estas
son las profundidades que explorarán, éstos son los fantasmas que perseguirán, apartándose más y más
de la descripción de la realidad, en sus historias, dando por supuesto el conocimiento de ellas, tal como
hacían los griegos y quizá Shakespeare.

Pero estas generalizaciones carecen de todo valor. Traen a la memoria artículos de fondo, ministros del
gobierno; en realidad, toda una clase de cosas que, en la infancia, pensábamos eran la cosa en sí misma,
la cosa clásica, la cosa real, de la que una no se podía apartar sin riesgo de una condena sin nombre. No
sé por qué razón, las generalizaciones evocan los domingos en Londres, los paseos de la tarde del
domingo, los almuerzos del domingo, y también maneras de hablar de los muertos, así como las ropas y
las costumbres, como la costumbre de estar todos reunidos en una estancia, sentados, hasta cierta
hora, a pesar de que a nadie le gustaba. Para todo había una norma. La norma referente a los manteles,
en aquel período determinado, decía que debían ser bordados, con pequeños compartimentos
amarillos, como los que se ven en las fotografías de las alfombras que cubren los pasillos de los palacios
reales. Los manteles de diferente especie no eran manteles verdaderos.

Cuan sorprendente y, al mismo tiempo, cuan maravilloso fue descubrir que esas cosas verdaderas, los
almuerzos del domingo, los paseos del domingo, las casas de campo y los manteles no eran totalmente
reales, que en el fondo eran medio fantasmales, y que la condena que recaía sobre el que se mostraba
incrédulo ante ellas sólo consistía en una sensación de libertad ilegítima. Y me pregunto qué es lo que
ahora ocupa el lugar de aquellas cosas, aquellas cosas corrientes, reales. Un hombre quizá debiera ser
una mujer; el masculino punto de vista que gobierna nuestro vivir, que ha sentado la norma, que ha
establecido la Tabla de Precedencia del Whitaker, que se ha convertido, a mi parecer, después de la
guerra, en su mitad fantasmal para los hombres y para las mujeres, que pronto, cabe esperar, será
arrojada entre risas al cubo de la basura al que van a parar los fantasmas, los aparadores de caoba, los
grabados de Landseer, los dioses y los demonios, etcétera, dejándonos con un ilegítimo sentido de
libertad. Si es que la libertad existe...

Bajo ciertas luces, la mancha en la pared parece surgir de la pared. No es totalmente circular. No estoy
segura, pero parece proyectar una visible sombra, de manera que, si pasara el dedo por esta parte de la
pared, el dedo ascendería y descendería sobre un pequeño promontorio, como aquellos que se ven en
los South Downs y que son, según se dice, cementerios o castros. De entre una cosa y otra, preferiría
que fueran tumbas, por cuanto me gusta la melancolía al igual que a la mayoría de los ingleses, y me
parece natural, al término de una paseata, pensar en los huesos enterrados bajo la hierba...
Seguramente hay un libro que trata del asunto. Algún anticuario habrá desenterrado esos huesos y les
habrá dado nombre...

¿Y qué clase de hombre es un anticuario? Me atrevería a decir que, en su mayoría, son coroneles
retirados, al mando de ancianos obreros allí, arriba, que examinan piedras y grumos de tierra, y que
entablan correspondencia con los clérigos de la vecindad, lo cual, debido a que abren las cartas a la hora
del desayuno, les da sensación de importancia, y la comparación de puntas de flecha exige efectuar
viajes a través de los contornos para ir a las poblaciones cabezas de partido, agradable necesidad, tanto
para los clérigos como para sus esposas ya entradas en años que desean hacer jalea de ciruela o limpiar
el estudio, y tienen muy buenas razones para mantener en estado de perpetua duda la cuestión de si es
cementerio o castro, mientras el coronel se siente placenteramente filosófico, al acumular pruebas en
uno y otro sentido.

Cierto es que, a fin de cuentas, el coronel prefiere creer que se trata de un castro. Y, al ser su tesis
contradicha, el coronel pergeña un folleto que se dispone a leer en la reunión trimestral de la sociedad
local, cuando la apoplejía le ataca, y su último pensamiento consciente no se centra en su mujer, ni en
sus hijos, sino en el castro y en la punta de flecha, que ahora se encuentra en una vitrina del museo de la
localidad, juntamente con el pie de una asesina china, un puñado de clavos de los tiempos de Isabel I,
gran número de pipas de barro Tudor, una jarra romana y el vaso en que Nelson bebió... algo que no sé.

No, no, nada está demostrado, nada se sabe. Y si ahora me levantara, en este mismo instante, y
comprobara que la marca en la pared es realmente —¿qué voy a decir?— la cabeza de un viejo y
gigantesco clavo, clavado hace doscientos años, que ahora, gracias al paciente desgaste producido por
largas generaciones de criadas, ha asomado la cabeza por la capa de pintura, y tiene la primera
impresión de la vida moderna, en esta estancia de paredes pintadas de blanco e iluminada por el fuego
del hogar, ¿qué ganaría, yo, con ello? ¿Conocimientos? ¿Más posibilidades de elaborar hipótesis?
Sentada, soy tan capaz de pensar como en pie. ¿Y qué es el conocimiento? ¿Qué son nuestros hombres
eruditos sino los descendientes de brujas y ermitaños que vivían agachados en cuevas y bosques,
cociendo hierbas e interrogando a ratones campestres, y consignando el lenguaje de las estrellas?

Y además menos honores les rendimos, a medida que nuestras supersticiones menguan, y que nuestro
respeto por la belleza y la salud de la mente aumenta... Sí, cabe imaginar un mundo muy agradable. Un
mundo tranquilo y amplio, con flores muy rojas y azules en los campos bajo el cielo. Un mundo sin
profesores ni especialistas ni caseros con perfil de policía, un mundo que se pudiera cortar con el
pensamiento tal como el pez corta el agua con sus aletas, rozando los tallos de los nenúfares, quedando
suspendido sobre conglomerados de blancos huevos marinos... De cuanta paz se goza en este fondo,
enraizados en el centro del mundo, y mirando hacia lo alto, a través de las aguas grises, con sus bruscos
rayos de luz, y con sus reflejos... ¡si no fuera por el Almanaque de Whitaker!, ¡si no fuera por su Tabla de
Precedencias!

Debo ponerme en pie de un salto y ver por mí misma qué es realmente esta marca en la pared, ¿un
clavo, un pétalo de rosa, una grieta en la madera? Y aquí tenemos a la naturaleza jugando una vez más
al viejo juego de la autoconservación. La naturaleza se da cuenta de que esta clase de pensamiento no
hace más que amenazar con un derroche de energías, incluso con cierta colisión con la realidad, por
cuanto, ¿quién se atreverá jamás a alzar un dedo contra la Tabla de Precedencias de Whitaker? Detrás
del Arzobispo de Canterbury va el Lord Presidente de la Cámara de los Lores; y el Lord Presidente de la
Cámara de los Lores va seguido por el Arzobispo de York. Siempre hay alguien que va detrás de alguien,
según la filosofía de Whitaker; y lo más importante es saber quién va detrás de quién. Whitaker sabe, y
tú deja, aconseja la naturaleza, que esto te consuele, en vez de enfurecerte; y si no puedes quedar
consolada, si tienes que destruir esta hora de paz, piensa en la mancha en la pared.

Comprendo el juego de la naturaleza, su invitación a actuar, a fin de poner término a todo pensamiento
que amenace con excitar o causar dolor. De ahí, supongo, surge nuestro desprecio por los hombres de
acción: hombres, presumimos, que no piensan. De todas maneras, nada malo hay en poner punto final a
los pensamientos desagradables, por el medio de mirar una mancha en la pared. Realmente, ahora que
he fijado la vista en la mancha, tengo la sensación de haberme asido a una tabla en el mar, siento una
satisfactoria impresión de realidad que inmediatamente convierte a los dos arzobispos y al Lord
Presidente de la Cámara de los Lores en proyecciones de sombras.
Aquí hay algo definido, algo real. De la misma manera, al despertar a medianoche de una pesadilla
horrorosa, una enciende apresuradamente la luz, y yace pasivamente, adorando la cómoda, adorando la
solidez, adorando la realidad, adorando el mundo impersonal que es demostración de una existencia
que no es la nuestra. Esto es aquello de lo que una quiere tener certeza... Es agradable pensar en
madera. Procede de un árbol; y los árboles crecen, y no sabemos cómo crecen. Crecen durante años y
años, sin prestarnos la más leve atención, en prados, en bosques, en las riberas de los ríos... Todo ello
cosas en las que a una le gusta pensar. Bajo los árboles, las vacas agitan la cola en las tardes calurosas;
los árboles pintan a los ríos tan verdes que, cuando una cerceta se lanza a las aguas, una espera verla
salir con las plumas teñidas de verde.

Me gusta pensar en los peces, en equilibrio contra la corriente, como una bandera tensada por el viento;
y los escarabajos peloteros levantando despacio cúpulas con el barro del río. Me gusta pensar en el
árbol en sí mismo: primero la inmediata y seca sensación de ser madera, después su movimiento en la
tormenta, después el lento y delicioso correr de la savia. También me gusta pensar en el árbol, alzado en
las noches invernales en un campo solitario, con todas sus hojas prietamente enroscadas, sin que nada
tierno de él quede expuesto a las balas de hierro de la luna, un mástil desnudo sobre la tierra que cae y
cae durante toda la noche. El canto de los pájaros forzosamente ha de tener un sonido muy alto y raro
en el mes de junio; y qué sensación de frío causarán las patas de los insectos sobre el árbol, a medida
que avanzan trabajosamente por las hendiduras de la corteza, o toman el sol en la delgada y verde
cúpula de las hojas, y miran rectamente al frente con sus ojos rojos tallados como diamantes.

Una tras otra, las fibras se quiebran bajo la inmensa y fría presión de la tierra, y entonces llega la última
tormenta, y las más altas ramas, al caer, penetran de nuevo profundamente en la tierra. A pesar de
todo, la vida no ha terminado; quedan millones de pacientes y vigilantes vidas para un árbol, a lo largo y
ancho del mundo, en dormitorios, en buques, en pavimentos, en cuartos de estar donde hombres y
mujeres se reúnen después de tomar el té y fuman cigarrillos. Rebosa pensamientos de paz,
pensamientos felices, este árbol. Me gustaría considerar por separado cada árbol, pero hay un obstáculo
que lo impide... ¿Dónde estaba? ¿De qué trataba? ¿Un árbol? ¿Un río? ¿Colinas? ¿El Almanaque de
Whitaker? ¿Campos de asfódelo? Nada recuerdo. Todo se mueve, cae, resbala, se desvanece... Hay una
vasta conmoción de la materia. Alguien se encuentra en pie junto a mí, y dice:

«Salgo a comprar el periódico.»

«¿Sí?»

«Aunque no vale la pena comprar el periódico. Nunca pasa nada. Maldita guerra; que Dios la maldiga...
De todas maneras, no veo por qué hemos de tener un caracol en la pared.»
¡Ah, la mancha en la pared! Era un caracol.
Virginia Woolf (1882-1941)
PIZARNIK, Alejandra. (2016). Prosa completa. Edición a cargo de Ana Becciu. Ed. Lumen. Bs. As.

El poema y su lector

Si me preguntan para quién escribo me preguntan por el destinatario de mis poemas. La


pregunta garantiza, tácitamente, la existencia del personaje.

De modo que somos tres: yo; el poema; el destinatario. Este triángulo en acusativo precisa un
pequeño examen.

Cuando termino un poema, no lo he terminado. En verdad lo abandono, y el poema ya no es


mío o, más exactamente, el poema existe apenas.

A partir de ese momento, el triángulo ideal depende del destinatario o lector. Únicamente el
lector puede terminar el poema inacabado, rescatar sus múltiples sentidos, agregarle otros nuevos.
Terminar equivale, aquí, a dar vida nuevamente, a re-crear.

Cuando escribo, jamás evoco a un lector. Tampoco se me ocurre pensar en el destino de lo que
estoy escribiendo. Nunca he buscado al lector, ni antes, ni después del poema. Es por esto, creo, que he
tenido encuentros imprevistos con verdaderos lectores inesperados, los que me dieron la alegría, la
emoción, de saberme comprendida en profundidad. A lo que agrego una frase propicia de Gastón
Bachelard:

El poeta debe crear su lector y de ninguna manera expresar ideas comunes.

Buenos Aires, 1967

Cuando nada pasa

−Me estoy alargando como un poema dedicado al océano −dijo−. Ignoro adónde van mis

pies (los vio alejarse hasta perderse de vista).

Simultáneamente, su cabeza rompió el techo y tropezó con la copa de un árbol. Ya medía tres
metros. Fiel a su deseo más profundo, se adueñó de la llave y abrió la puerta verde. Pero todo lo que
pudo hacer fue mirar el pasillo. En cuanto a atravesarlo ¿qué mád difícil para una giganta? De nuevo se
echó a llorar. (Lloro porque no puedo satisfacer mi pasión…, recordó.) Prosiguió derramando lágrimas
hasta que a su alrededor se formó una laguna.

−Puesto que se formó por culpa de mi falta de armonía con el suceder de las cosas, la
llamaré Laguna de la Disonancia.

Dijo, y se le ocurrió este poema:


Tendremos un buque fantasma

Para ir al campo

Y tendremos un sueño para el invierno

Y otro para el verano

Lo cual suma dos sueños.

Nadie escuchaba sus versos.

−Sucede que una se cansa de estar sola −dijo−. Quisiera ver otras personas, aunque

fuera gente sin cara.

A tiempo y no

a Enrique Pezzoni

−No he visto aún a la reina loca –dijo la niña.

−Pues acompáñame, y ella te contará su historia –dijo la muerte.

Mientras se alejaban, la niña oyó que la muerte decía, dirigiéndose a un grupo de gente que
esperaba: «Hoy están perdonados porque estoy ocupada», cosa que la alegró, pues el saber que eran
tantos los que iban a morir la ponía algo triste.

Al poco rato vieron, a lo lejos, a la reina loca que estaba sentada muy sola y triste sobre una
roca.

−¿Qué le pasa? –preguntó la niña a la muerte.

−Todo es imaginación –replicó la muerte−, en realidad no tiene la menor tristeza.

−Pero sufre igual, entonces no hay ninguna diferencia –dijo la niña.

−Vamos –dijo la muerte.


Se acercaron, pues, a la reina loca, que las miró en silencio.

−Esta niña desea conocer tu historia –dijo la muerte.

−Yo también quisiera conocer mi historia si yo fuera ella y ella yo –dijo la reina loca. Y

agregó−: Siéntense los dos y no digan una sola palabra hasta que haya terminado.

La muerte y la niña se sentaron y, durante unos minutos, nadie pronunció una sola palabra. La
muñeca cerró los ojos.

−No veo cómo podrá terminar si no empieza –dijo la niña.

Se hizo un gran silencio.

−Una vez fui reina –empezó al fin la reina loca.

A estas palabras el silencio se volvió a unificar y se hizo denso como una caverna o cualquier
otro abrigo de piedra: dentro, entre las paredes milenarias, la joven reina rodeada de unicornios sonríe
a su espejo mágico. La niña sentía deseos de prosternarse ante la narradora en harapos y decirle:
«Muchas gracias por su interesante historia, señora», pero algo le hacía suponer que la historia de la
reina loca aún no estaba terminada y por lo tanto permaneció quieta y callada.

La reina loca suspiró profundamente. La muñeca abrió los ojos.

−«Hijo mío, tráeme la preciosa sangre de tu hija, su cabeza y sus entrañas, sus fémures
y sus brazos que te dije encerraras en la olla nueva y la taparas, enséñamelo, tengo deseos de
mirar todo eso; hace tiempo te lo di, cuando ante mí gemiste, cuando ante mí estalló tu llanto»

−dijo la reina loca.

−No le hagas caso –dijo la muerte−, está loca.

−¿Y cómo no va a estarlo si es la reina loca? –dijo la niña.

−Siempre divaga sobre lo que no tuvo. Lo que no tuvo la atraganta como un hueso –dijo

la muerte.

Con ojos llenos de lágrimas prosiguió la reina loca:


−Niña, tú que no has tenido un reino, no puedes saber por qué voy bajo la lluvia con mi
corona de papel dorado y la protejo…

−Para que no se moje− dijo la niña. Y empezó a contar: Una vez mi primo y yo… Pero

se contuvo pues la muerte mordía con impaciencia un pétalo de la rosa que tenía en la boca.

−No, no puedo saber –dijo la niña.

−Pues cuenta tu historia de una vez y basta –dijo la muerte consultando su reloj que en

ese momento se abrió e hizo aparecer a un pequeño caballero con una pistola en la mano que

disparó seis tiros al aire: eran las seis en punto de la tarde y el crepúsculo no dejaba de
revelarse algo siniestro, sobre todo por la fugaz aparición del caballerito del reloj y por la
presencia de la muerte, aún si esta jugaba con una rosa que lamía y mordía. A lo lejos,

cantaban acompañándose de aullidos y tambores. Alguien cantaba una canción en alabanza


de las florecitas del campo, del cielito blanco y azul, del arroyuelo que mana agüita pura. Pero
otra voz cantaba otra cosa:

Et en bas, comme au bas de la pente amère,

cruellement dédespéré du cœur,

s’ouvre le cercle des six croix,

très en bas

comme encastré dans la terre mère,

desencastré de l’entreinte inmonde de la mère

qui bave.

La reina loca suspiró.

−Me he acostado con mi madre. Me he acostado con mi padre. Me he acostado con mi

hijo. Me he acostado con mi caballo –dijo. Y agregó−: ¿Y qué?

La muerte escupió otro pétalo y bostezó.


−Qué interesante –dijo la niña con temor de que su muñeca hubiese escuchado. Pero la
muñeca sonreía, aunque tal vez con demasiado candor.

−Podría contarte mi historia a partir de la e de ¿Y qué?, que fue la última frase que dije

aunque ya no es más la última –dijo la reina loca−. Pero es inútil contarte mi historia desde el

principio de nuestra conversación, porque yo era otra persona que no está más.

La muerte bostezó. La muñeca abrió los ojos.

−Qé vida! –dijo la muñera, que aún no sabía hablar sin faltas de ortografía.

Todo el mundo sonrió y tomó el té sobre la roca, en el funesto crepúsculo, mientras aguardaban
a Maldoror que había prometido venir con su nuevo perro. Entretanto, la muerte cerró los ojos, y
tuvieron que reconocer que dormida quedaba hermosa.

Diálogos

−Esa de negro que sonríe desde la pequeña ventana del tranvía se asemeja a Mme. Lamort –

dijo.

−No es posible, pues en París no hay tranvías. Además, esa de negro del tranvía en nada se
asemeja a Mme. Lamort. Todo lo contrario: es Mme. Lamort quien se asemeja a esa de negro.

Resumiendo: no sólo no hay tranvías en París, sino que nunca en mi vida he visto a Mme.
Lamort, ni siquiera en retrato.

−Usted coincide conmigo −dijo− porque tampoco yo conozco a Mme. Lamort.

−¿Quién es usted? Deberíamos presentarnos.

−Mme. Lamort −dijo−. ¿Y usted?

−Mme. Lamort.

−Su nombre no deja de recordarme algo –dijo.


−Trate de recordar antes de que llegue el tranvía.

−Pero si acaba de decir que no hay tranvías en París –dijo.

−No los había cuando lo dije pero nunca se sabe qué va a pasar.

−Entonces esperémoslo puesto que estamos esperando –dijo.

OCAMPO, Silvina. (1959) La furia. EN: 17 cuentos fantásticos argentinos. Ed. Plus Ultra. (1986) Bs. As.

La casa de azúcar

Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una mancha de tinta, la
luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un
cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió
usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le
sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir esas manías absurdas. Le hice notar que tenía un
espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la insistencia de tirar los espejos rotos al
agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la
casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con
tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que
nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía
comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa con peces
rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, ciertos
cinematógrafos que no podíamos frecuentar. Al principio de nuestra relación, estas supersticiones me
parecieron encantadoras, pero después empezaron a fastidiarme y a preocuparme seriamente. Cuando
nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino
de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el
peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los
barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie
hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por fin encontré una casita en la calle Montes de
Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el
frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la
había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos
arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa
de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó:

−¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio.
Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del
dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a poco. Yo temía que,
por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y
jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la
tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi
ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una
oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se
trataba de la inquilina anterior. Si Cristina se enteraba de que yo la había engañado, nuestra felicidad
seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos
tendríamos que dejar la casa para vivir, tal vez a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en
alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura,
pues con mejores materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo
tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué el
buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas.

Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto oí que
mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un
vestido de terciopelo entre los brazos.

−Acaban de traerme este vestido –me dijo con entusiasmo.

Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.

−¿Cuándo te lo mandaste hacer?

−Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te
parece?

−¿Con qué dinero lo pagaste?

−Mamá me regaló unos pesos.

Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla.

Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a
Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de
comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos
postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba
periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en
los armarios, en todas partes, como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té,
ni tenía ganas de ir al teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de
regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le
dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del pelo, declaró que le daría
hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de
verdadero amor. El perro tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza.

Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada
en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de la puerta y oí la voz de Cristina.

−¿Qué quiere? –repitió dos veces.

−Vengo a buscar a mi perro –decía la voz de una muchacha−. Pasó tantas veces frente
a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron,
llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color
rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me
gustaba de ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como
cornetas amarillas, el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde

aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete.

−Los barriletes son juegos de varones.

−Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes

pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese
barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de
espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su

cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me
hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace

una semana estoy de nuevo aquí.

−Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted
estará confundida.

−Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la

casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.


−No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?

−Bruto.

−Lléveselo, por favor, antes que me encariñe con él.

−Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se morirá. No lo puedo cuidar. Vivimos

en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a


pasear.

−No me llamo Violeta. ¿Qué edad tiene?

−¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando,
porque lo quiero mucho.

−A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro

de regalo.

−No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza

Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o sino la esperaré donde usted
quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el parque
Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él?

−Bueno. Me quedaré con él.

−Gracias, Violeta.

−No me llamo violeta.

−¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es violeta. Siempre la misma misteriosa


violeta.

Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir
de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del
diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había
presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había
sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina
descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en ese barrio. Yo pasaba todas las
tardes por la plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había
acudido a la cita. Cristina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado.
Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

−¿Te gustaría que me llamara Violeta?

−No me gusta el nombre de las flores.

−Pero Violeta es lindo. Es un color.

−Prefiero tu nombre.

Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de Constitución, asomada sobre el parapeto


de fierro. Me acerqué y no se inmutó.

−¿Qué haces aquí?

−Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba.

−Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola.

−No me parece tan lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola?

−¿Te gusta el humo negro de las locomotoras?

−Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con
quedar partirse.”

Volvimos a casa. Enloquecido de celos (¿celos de qué? De todo), durante el trayecto apenas le
hablé.

−Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o el Olivos, es tan

desagradable este barrio –le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos
lugares.

−No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.


−Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles
apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.

−No me fijo en esas cosas.

−Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.

−He cambiado mucho.

−Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ese. Ya sé que

tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia,

pero eso no quiere decir nada.

−No te comprendo –me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un


desprecio que podía conducirla al odio.

Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las
tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución.
Un día me aventuré a decir a Cristina:

−Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías,
Cristina? ¿Te irías de aquí?

−Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas
figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce
como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me
infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no

tendríamos a dónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.

No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las
cosas.

Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina.
Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta
las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír.
−Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta.

−No sé quién es Daniel, y no me llamo Violeta –respondió mi mujer.

−Usted está mintiendo.

−No miento. No tengo nada que ver con Daniel.

−Yo quiero que usted sepa las cosas como son.

−No quiero escucharla.

Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De
cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces advertí que era un hombre disfrazado de mujer.
No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta
entreabierta tras de sí.

No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros
labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras
inútiles.

En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable, pero me
exasperaba, porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por qué, si nunca había
cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!

Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático:

−Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las
equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada –fingí no oír esa frase atormentadora. Sin

embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos
los detalles de su vida.

A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel,
cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me
pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de
comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo.
No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente
quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:

−¿No vivía una tal Violeta?


Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de averiguar en el
almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron
la dirección.

−Canto con una voz que no es mía –Me dijo Cristina, renovando su aire misterioso−.

Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.

Fingí de nuevo no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario.

De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina.

Fui al sanatorio fenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la
dirección de Arsenia López, su profesora de canto.

Tuve que tomar el tren a Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita
em entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia López, se me caían las
lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras
con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo.

Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la
mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.

−¿Usted es el marido?

−No, soy un pariente –le respondí secándome los ojos con un pañuelo.

−Usted será uno de sus innumerables admiradores –me dijo, entornando los ojos y

tomándome la mano−. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos
días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta forzosamente haya
sido pura, fiel, buena.

−Quiere consolarme –le dije.

Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:

−Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se

disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía
engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de
envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré
mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de
mujer para entrar a mi casa sino en la de ella; perderé la voz que transmitiré a esa otra
garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con

un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes

alejarse.”

Arsenia López me miró a los ojos y me dijo:

−No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa

¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?

Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al
despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.

Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas
horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una
extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.

Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar, que ahora está deshabitada.

SCHWEBLIN, Samanta. (2018) Pájaros en la boca y otros cuentos. Ed. Literatura Random House. CABA.

Mariposas

Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderón a Gorriti, le queda tan bien con esos ojos
almendrados, por el color, viste; y esos piecitos… Están junto al resto de los padres, esperan ansiosos la
salida de sus hijos. Calderón habla, Gorriti mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderón,
quedate acá, hay que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo cómo va? El otro hace un gesto de
dolor y se señala los dientes. No me digas, dice Calderón. ¿Y le hiciste el cuento de los ratones…? Ah, no,
con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira el reloj. En cualquier momento se abren
las puertas y los chicos salen disparados, riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados
de témpera, o de chocolate. Por alguna razón, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una mariposa se
posa en el brazo de Calderón, que se apura a atraparla. La mariposa lucha por escapar, él une las alas y
la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para que no se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a
Gorriti sacudiéndola, le va a encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se
empastan. Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta soltarse,
se sacude, y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderón lo lamenta, cuando intenta
inmovilizarla para ver bien los daños termina por quedarse con parte del ala pegada a uno de los dedos.
Gorriti lo mira con asco y niega, le hace un gesto para que la tire. Calderón la suelta. La mariposa cae al
piso. Se mueve con torpeza, intenta volar pero no puede. Al fin se queda quiera, sacude cada tanto una
de sus alas, y ya no intenta nada más. Gorriti le dice que termine con eso de una vez y él, por el propio
bien de la mariposa por supuesto, la pisa con firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que
algo extraño sucede. Mira hacia las puertas y, como si un viento repentino hubiese violado las
cerraduras, estas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamaños se abalanzan sobre los
padres que esperan. Piensa si irán a atacarlo, tal vez piensa que va a morir. Los otros padres no parecen
asustarse; las mariposas solo revolotean entre ellos. Una última cruza rezagada y se une al resto.
Calderón se queda mirando las puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas.
Algunos padres todavía se amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos. Entonces
las mariposas, todas ellas en pocos segundos, se alejan volando en distintas direcciones. Los padres
intentan atraparlas. Calderón, en cambio, permanece inmóvil. No se anima a apartar el pie de la que ha
matado, teme, quizá, reconocer en sus alas muertas los colores de la suya.

Pájaros en la boca

Apagué el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las
balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de no atender, pero el timbre volvió a sonar: ella
sabía que yo estaba en casa. Fui hasta la puerta y abrí.

−Silvia.

−Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada−. Tenemos que hablar.

Señaló el sillón y obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace
cuatro años, sigo siendo un imbécil.

−No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj−. Es sobre Sara.

−Siempre es sobre Sara.

−Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo.
Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.

−¿Qué pasa?

−Además le dije a Sara que ibas a ir, así que te espera.


Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que Silvia
frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.

Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando
sobre los balcones del primer piso. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba en el
sillón. Aunque por ese año ya había terminado las clases, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que
le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba sentada con la espalda recta, las rodillas
juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, una postura
que me recordaba a los ejercicios de yoga de la madre. Siempre había sido más bien pálida y flaca, y
ahora en cambio se la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si
hubiera estado haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los
cachetes. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:

−Hola, papá.

Aunque mi nena era realmente una dulzura, dos palabras alcanzaban para entender
que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso
que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros
del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula de pájaros –de unos setenta,
ochenta centímetros−; colgaba del techo, vacía.

−¿Qué es eso?

−Una jaula –dijo Sara, y sonrió.

Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió
para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si
nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.

−Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.

−Dejame de joder. ¿Qué pasa?

−La tengo sin comer desde ayer.

−¿Me estás cargando?


−Para que lo veas con tus propios ojos,

−Ahá… ¿Estás loca?

Dijo que regresáramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la
casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.

−¿Qué le pasa a tu madre?

Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio estaba atado
en una cola de caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió con una caja de
zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la
abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la
jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez similares
que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y
otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un salto de por medio, como hacen las chicas que tienen
cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el
pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó
escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no
estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchados de sangre. Sonrió avergonzada, su
boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta
el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y empezaría con las culpas y las
directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé
escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron algunas veces
la puerta de entrada. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Silvia contestó que sí, su
voz ya estaba lejos. Salí del baño tratando de no hacer ruido y me asomé al pasillo. La puerta principal
estaba abierta de par en par. Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con
la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y
me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del
acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.

−¿Qué mierda…?

−Te la llevas.

Fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.

−¡Dios santo, Silvia, tu hija come pájaros!

−No puedo más.


−¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?

Silvia se quedó mirándome, desconcertada.

−Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… −dijo, y se quedó mirándome.

−No puedo llevármela.

−Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.

−¡Come pájaros!

Silvia fue hasta el baño, y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó
alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos
torpes hacia la puerta, rezando por que ese tiempo alcanzara para volver a ser un humano común y
corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado frente
a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas.
Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no
estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el
social más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí
repitiéndome come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.

Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su
jaula, su valija –que habían guardado en el baúl−, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia
había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera

y viniera con todo. Después de indicarle que podía usar el cuarto de arriba, y de darle unos
minutos para que se instalara, la hice bajar y sentarse frente a mí en la mesa del comedor.
Preparé dos cafés. Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.

−Comés pájaros, Sara –dije.

−Sí, papá.

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:

−Vos también.

−Comés pájaros vivos, Sara.


−Sí, papá.

Me acordé de Sara a los cinco años, sentada a la mesa con nosotros, devorando fanáticamente
una calabaza, y pensé que encontraríamos la forma de resolver este problema. Pero cuando la Sara que
tenía frente a mí volvió a sonreír, y me pregunté qué se sentiría al tragar algo caliente y en movimiento,
algo lleno de plumas y patas en la boca, me tapé con la mano, como hacía Silvia, y la dejé sola frente a
los dos cafés, intactos.

Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el tiempo en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y
las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me aguantaba las horas consultando en
Internet las infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo
que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor
de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca
y me daban ganas de salir y dejarla dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos
que cazaba de chico y guardaba en frascos de vidrio hasta que el aire se acababa. ¿Podría hacerlo? De
chico, una vez, vi en el circo una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los retenía un rato,
caminaba frente al público con los labios cerrados y sonrientes, y dirigía los ojos hacia arriba, como si
eso le diera un gran placer. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, dando vueltas en la cama
sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría
visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en los que los
médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá era una
buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En
cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.

Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapato que dejó junto a la puerta, del lado
de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba.
Después bajó, sola. Le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y a veces las manos
le temblaban y hacía tintinear la taza sobre el plato. Cada uno sabía lo que pensaba el otro. Yo podía
decir «Esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «Esto pasa
porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.

−Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos.

No dije nada, aunque se lo agradecí profundamente.

En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras, carnes y lácteos. Yo me
limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba dos o tres veces por semana. A veces, sin nada
que comprar, pasaba de todas formas antes de regresar a casa. Tomaba un chango y recorría las
góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la
televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, y yo en la otra punta, espiándola cada tanto
para ver si seguía la programación o ya estaba de nuevo con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba
comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Ella esperaba a que yo empiece a comer, y
entonces decía:

−Permiso, papá.

Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el
volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después
las canillas del baño y el agua corriendo. A veces, luego de unos minutos, bajaba perfectamente peinada
y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.

Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de
agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil.
Conservaba, sin embargo, una piel radiante de energía, y se la veía cada vez más hermosa como si se
pasara el día haciendo ejercicios bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En
el piso junto a la puerta del comedor, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la
pileta del baño. Las recogía, cuando ella no me viera hacerlo, y las tiraba por el inodoro. A veces me
quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba de
nuevo, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario regresar al supermercado, en si
se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos.
Me preguntó si me arreglaría sin ella y entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer
más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente
ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí.
Miramos televisión. Traje mi comida y Sara no se levantó para ir a su cuarto. Se concentró en el jardín
hasta que terminé de comer, y solo entonces regresó al programa de televisión.

Al día siguiente, antes de regresar a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi
chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por
primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos,
pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué se trataban. Leí con qué estaban hechos, las
calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a
la sección de jardinería, donde solo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví a la
sección de mascotas y me quedé ahí pensando en qué iba a hacer después. La gente llenaba sus changos
y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el Día de la
Madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su
primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y regresé a la sección de enlatados.

Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo y la escuché en el techo
caminar nerviosa, acostarse y levantarse varias veces. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto,
no había subido desde que ella había llegado; quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de
mugre y plumas.

La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de
pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en
la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un
vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna
manera, que solo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después
entendió que realmente no compraría nada y volvió al mostrador.

En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.

−Hola, Sara.

−Hola, papá.

Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores.
Preparé mi comida, me senté en el sillón y encendí el televisor. Después de un rato Sara dijo:

−Papi…

Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen, dudando de que realmente me hubiera
hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.

−¿Qué? –dije.

−¿Me querés?

Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba


que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aun así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi
exmujer hubiera considerado «lo correcto», dije:

−Sí, mi amor. Claro.

Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto del programa.

Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado a otro de la habitación, yo dando vueltas en mi
cama hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente llamé a Silvia, Era sábado, pero no atendía el
teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje. Sara estuvo toda la mañana
sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan
erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
−Sí, papá.

−¿Por qué no salís un poco al jardín?

−No, papá.

Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me


quería, aunque enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz
baja, cuidando de que Sara no me escuchara, dije en el contestador:

−Es urgente, por favor.

Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde
Sara dijo:

−Permiso, papá.

Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo ningún ruido.
Decidí que llamaría a Silvia una vez más. Levanté el tubo y, cuando escuché el tono, corté. Fui con el
auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que
tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de
una especie a otra.

−¿Le gustan los exóticos o prefiere algo más hogareño?

Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el
vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un
lado a otro de la jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de
cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un
folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.

Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa,

subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró. Ninguno
de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y

ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas veinte cajas de zapatos sobre el escritorio,
desarmadas –de modo que no ocuparan tanto espacio− y apiladas prolijamente unas sobre
otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el
portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se
escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin
decir nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien.
Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía

llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos

de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos


cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos

posibles. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua
empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las arreglaría para
bajar las escaleras.

El hombre sirena

Estoy sentada en el bar del puerto, esperando a Daniel, cuando veo al hombre sirena mirarme
desde el muelle. Está sobre la primera columna de hormigón, donde el agua todavía no llega a
la playa, a unos cincuenta metros. Tardo en reconocerlo, en entender qué es exactamente, tan

hombre de la cintura para arriba, tan sirena de la cintura para abajo. Mira hacia un lado,
después tranquilamente hacia el otro, y al fin vuelve a mirar hacia acá. Mi primer impulso es
pararme, pero sé que el Tano, el dueño del bar, es amigo de Daniel, y me vigila desde la barra.

Disimulo buscando entre las cosas de la mesa la cuenta del café. El tano se acerca para ver
que todo esté bien, insiste en que Daniel ya debe estar por llegar, que debo esperar. Le digo

que se quede tranquilo, que enseguida vuelvo. Dejo cinco pesos sobre la mesa, tomo mi

cartera y salgo. No tengo un plan para el hombre sirena, simplemente dejo el bar y camino en
su dirección. Contra la idea que se tiene de las sirenas, hermosas y bronceadas, este no solo
es del otro sexo sino que es bastante pálido. Pero macizo, musculoso. Cuando me ve se cruza
de brazos –las manos bajo las axilas, los pulgares hacia arriba−, y sonríe. Me parece un gesto
demasiado canchero para un hombre sirena y me arrepiento de estar caminando hacia él con
tanta seguridad, con tantas ganas de hablarle, y me siento estúpida. Él espera que yo me
acerque –ya es tarde para volver− y entonces dice:

−Hola.

Me detengo.

−¿Qué hace una morocha tan sola, en el muelle?

−Pensé que quizá… −no sé qué decir. Dejo caer la cartera, la sostengo con ambas

manos, colgando frente a mis rodillas−, pensé que quizá él necesitaba algo, como usted…

−Tuteame, preciosa –dice, y me tiende la mano en un gesto que me invita a subir.

Miro sus piernas o, mejor dicho, su cola brillante que cuelga sobre el hormigón. Le paso

la cartera. La toma, la deja junto a él. Trabo un pie contra el muelle y tomo la mano que vuelve
a ofrecerme. Tiene la piel helada, como pescado de congelador. Pero el sol está alto y fuerte, y
el cielo es de un azul intenso, y el aire huele a limpio, y para cuando me acomodo junto a él
siento que la frescura de su cuerpo me llena de una felicidad vital. Me da vergüenza y me

suelto. No sé qué hacer con las manos. Sonrío. Él se arregla el pelo –tiene un jopo muy a lo
americano− y me pregunta si traigo cigarrillos. Digo que no fumo. Tiene la piel lisa, ni un solo
pelo en todo el cuerpo, y llena de pequeñas aureolas de polvillo blanco, apenas visibles, quizá

formadas por la sal del mar. Ve que lo miro y se las sacude un poco de los brazos. Tiene los
abdominales marcados, nunca vi una panza así.

−Podés tocarme –dice, acariciándose los abdominales−: no hay así en el centro, ¿o sí?

Acerco mi mano, él se adelanta, la aprisiona entre la suya y sus abdominales también helados.
Me tiene así algunos segundos, y después dice:

−Contame de vos. –Y me suelta con suavidad−: ¿Cómo va todo?

−Mamá está enferma, los médicos no creen que aguante mucho más.

Miramos juntos el mar.


−Qué mal… −dice él.

−Pero ese no es el problema −digo−, el que me preocupa es Daniel. Daniel está mal y
eso no ayuda.

−¿Le cuesta asumir lo de su madre?

Asiento.

−¿Son dos hermanos?

−Sí.

−Al menos pueden dividirse las cosas. Yo soy hijo único y mi madre es muy absorbente.

−Somos dos pero lo hace todo él. Yo necesito estar descansada, no puedo permitirme

emociones fuertes. Tengo un problema, acá, en el corazón. Así que mantengo distancia. Por mi
salud…

−¿Y dónde está Daniel ahora?

−Es impuntual. Está todo el día corriendo de acá para allá. Tiene un gran problema con
la organización de sus tiempos.

−¿De qué signo es? ¿Piscis?

−Tauro.

−¡Uff! Qué signo.

−Tengo pastillas de menta −digo−, ¿querés?

Dice que sí y me pasa la cartera, que quedó de su lado.

−Está todo el día pensando de dónde va a sacar dinero para pagar esto, de dónde para
lo otro. Todo el tiempo queriendo saber qué estoy haciendo, dónde voy a estar, con quién…
−¿Vive con tu madre?

−No. Mamá es como yo, somos mujeres independientes y necesitamos nuestro espacio.
Él considera que es peligroso que yo viva sola. Así nomás me lo dice: «Yo creo que es

peligroso que una chica como vos viva sola». Quiere pagarle a una mujer para que esté todo el día
detrás de mí. Por supuesto que nunca acepté.

Le paso una pastilla y tomo otra para mí.

−¿Vivís por acá?

−Me alquila una casita a unas cuadras: cree que este barrio es mucho más seguro. Y se
hace amigos por acá, habla con los vecinos, con el Tano, quiere saber todo, controlar todo, es
realmente insoportable.

−Mi padre era así.

−Sí, pero él no es papá. Papá está muerto, ¿por qué tengo que soportar un papá-
hermano si papá está muerto?

−Bueno, quizá solo intenta cuidarte.

Me río sarcásticamente, en realidad, el comentario casi arruina mi humor, y creo que él alcanza
a darse cuenta.

−No, no. No se trata de cuidarme, es más complicado de lo que pensás.

Se queda mirándome. Tiene ojos celestes, muy claros.

−Contame.

−Ah, no. Creeme, no vale la pena: es un día hermoso.

−Por favor.

Une las palmas de las manos, y me ruega con una mueca graciosa, como un ángel a punto de
llorar. A veces, cuando me habla, la aleta plateada se ondula un poco en las puntas y me roza los
tobillos. Aunque son ásperas, las escamas no me lastiman, es una sensación agradable. Yo no digo nada,
y las aletas se acercan cada vez más.

−Contame…

−Es que mamá… Ella no solo está enferma: la verdad es que la pobre está totalmente

loca…

Suspiro y miro el cielo. El cielo celeste, absoluto. Después nos miramos. Por primera vez reparo
en sus labios. ¿Serán también helados? Me toma de las manos, las besa, y dice:

−¿Creés que podríamos salir? Vos y yo, un día de estos… Podríamos ir a cenar, o al
cine, me encanta el cine.

Le doy un beso y siento el frío de su boca despertar cada célula de mi cuerpo, como una bebida
helada en pleno verano. No es solo una sensación, es una experiencia reveladora, porque siento que ya
nada puede ser igual. Aunque no puedo decirle que lo amo: no todavía, debe pasar más tiempo,
debemos hacer las cosas paso a paso. Primero él al cine, después yo al fondo del mar. Pero la decisión
está tomada, es irrevocable. Yo, que toda la vida creí que se vive por un único amor, encontré al mío en
el muelle, junto al mar, y me toma ahora francamente de la mano, y me mira con sus ojos
transparentes, y me dice:

−No sufras más, morocha, ya nadie va a hacerte daño.

Una bocina suena a lo lejos, desde la calle. La identifico enseguida, es el auto de Daniel. Miro por
sobre el hombro de mi hombre sirena. Daniel baja apurado y va directo hacia el bar. No parece haberme
visto.

−Ahora vuelvo –digo.

Me abraza, vuelve a besarme; «Te espero», dice, me presta su brazo como soga para que pueda
bajar más cómoda y me alcanza la cartera.

Corro hasta el bar. Daniel está hablando con el Tano y me ve.

−¿Dónde estabas? Quedamos en tu casa, no en el bar.

No es cierto, pero no le digo nada, eso no importa ahora.

−Necesito hablarte –digo.


−Vamos al auto, hablamos en el auto.

Me toma del brazo, con delicadeza, pero con esa actitud paternal que tanto me enerva, y
salimos. El auto está a unos metros, pero me detengo.

−Soltame.

Me suelta pero sigue hacia el auto y abre la puerta.

−Vamos, es tarde. El médico va a matarnos.

−No voy a ningún lado, Daniel.

Daniel se detiene.

−Voy a quedarme acá −digo−, con el hombre sirena.

Se queda mirándome un momento. Me doy vuelta hacia el mar. Él, hermoso y plateado sobre el
muelle, levanta su brazo para saludarnos. Y aun así, Daniel entra en el auto y abre la puerta de mi lado.
Entonces no sé qué hacer, y cuando no sé qué hacer, el mundo me parece un lugar terrible para alguien
como yo, y me siento muy triste. Por eso pienso: es solo un hombre sirena, es solo un hombre sirena,
mientras subo al auto y trato de tranquilizarme. Puede estar ahí otra vez mañana, esperándome.

También podría gustarte