El Custodio
El Custodio
El Custodio
Robert Stewart había terminado de hacer su equipaje en la lujosa habitación del hotel
‘Caribbean Hilton, enclavado en la arteria más céntrica de la capital de una pequeña y
pintoresca isla del Caribe hispano parlante. Echó una mirada a su reloj de pulsera y
determinó que aún tenía tiempo para tomarse un whisky y fumarse un cigarrillo
tranquilamente. El avión que lo conduciría de regreso a Nueva York saldría a las 12 y
50 de la mañana y eran apenas las once. El recorrido hasta el Aeropuerto
Internacional no consumiría más de veinte minutos en un taxi.
Fumó y bebió pensativamente, sin prisas. Robert Stewart era un hombre joven, de
elevada estatura, esbelto, pero de fuerte constitución física. Era un tipo muy atractivo,
de abundantes cabellos rubios, cortados en forma de cepillo, hacia arriba, pero tan
finos y suaves que se le desgranaban sobre la frente formando una especie de
flequillo, que siempre venía a ocupar el mismo lugar aunque los peinara hacia atrás y
que le daban un aire demasiado juvenil y engañosamente blando.
Tenía ojos, cejas y pestañas color castaño claro, dientes sólidos, blancos y un poco
irregulares y una nariz correcta, instalada sobre una boca de labios firmes, apretados y
muy viriles. Su rostro, a pesar de su atractivo, resultaba duro, serio e inexpresivo, su
mirada fría, desdeñosa y altanera, y su sonrisa irónica, mordaz y despectiva. Era una
persona insultantemente segura de si misma, que no intentaba disimular su forma de
ser, ni le interesaba buscar elogios. Era un tipo solitario y de poco hablar, aunque a
veces su mirada se iluminaba esporádicamente con súbitos e inesperados chispazos de
buen humor, que suavizaban la adustez de su expresión habitual, relajaban las
varoniles líneas de su rostro, y entonces, podía parecer simpático y agradable,
echando por tierra la mala impresión que solía causar con su actitud arrogante. Esta
última fase de su personalidad salía a relucir según su conveniencia, cuando quería
lograr un efecto determinado o se proponía llevar a cabo un propósito para viabilizar
sus planes, u otras cosas de su interés personal o profesional.
El timbre del teléfono sonó estridente; Robert alargó el brazo que tenía libre y
descolgó el auricular. La voz del empleado recepcionista del hotel llegó hasta sus
oídos un poco distorsionada, no por la distancia, que era poca, sino porque intentaba
hablar en inglés y resultaba una mezcla casi ininteligible de mal inglés y peor español.
Robert sonrió condescendiente al escuchar sus esfuerzos por hacerse entender en un
idioma que no era el suyo.
--- Mr. Stewart, hay un hombre aquí, en el lobby del hotel, que insiste en ser recibido
por Usted.
--- ¿Es posible?- replicó con voz grave y seca-. No conozco a nadie en este país. Debe
estar equivocado.
--- No, Mr. Stewart, me ha dicho su nombre completo; no hay error posible.
--- Curioso, creí que nadie me conocía en este país. Llevo aquí sólo 48 horas y ya casi
me marcho.
--- ¿Qué hago, Mr?
--- ¿Quién es? ¿Qué desea?
--- Es Charles Rivera, Mr.
--- ¿Charles Rivera?- y Robert elevó una ceja, pensando: «por la forma en que lo dice
yo debería saber quién es; seguramente debe ser alguna celebridad local. Estos nativos
se creen que todo el mundo tienen la obligación de conocerlos»; pero en voz alta, solo
dijo:
--- No lo conozco, y, además...
--- ¿Que no conoce Usted a Charles Rivera?- preguntó el mozo casi escandalizado por
su confesa ignorancia.
--- ¿Tendría que conocerlo?- preguntó irónico Stewart-. ¿Es algún ministro o un
miembro del parlamento insular?
--- Oh, no, Mr. Es el agente de prensa, el representante artístico de nuestra Meche.
--- No me imagino para qué quiere hablar conmigo ese señor. No tengo nada que ver
con él ni con su Meche.
--- ¿No va a recibirlo? El insiste en que es algo muy importante para Ud.
--- ¿Para mí? Lo dudo. No puedo recibirlo; mi avión sale en un par de horas.
--- Please, Mr. Stewart; recíbalo. No le robará mucho tiempo y le aseguro que no
perderá su avión.
--- De eso yo también estoy seguro- replicó. Miró de nuevo su reloj y se decidió a dar
por terminada la fastidiosa charla con el mozo.
--- All rigth. Dígale que suba, pero adviértale que debe ser breve y que no dispongo de
mucho tiempo. Y colgó.
--- «¿qué rayos querrá ese tipo?»- se preguntó ligeramente curioso. Terminó con el
whisky, dio dos chupadas al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero. El timbre de la
puerta sonó y Robert, sin apresurarse, con movimientos indolentes, se cerró un poco
la camisa que tenía abierta a medio pecho y se aproximó a la puerta con pasos largos
y firmes. Abrió. Ante él había detenido un hombrecillo- Robert era tan alto que
consideraba así, despectivamente, a todo hombre que no le llegara a la altura del
pecho- de edad incierta, grueso, muy moreno, de rostro ancho, ojillos negros y
astutos, corto bigotico cuadrado y cabello negro y rizado, brillante de vaselina y
vestido de una forma llamativa, pantalón un poco estrecho y camisa muy amplia y
larga, llena de abigarrados colorines que resultaban en su conjunto un poco chillones
y que no armonizaban entre sí, como si se dispusiera a asistir a un baile de disfraces o
a un carnaval. Eran quizás detalles, figurillas de corte folclórico de la cultura
indigenista, feos y baratos, que no entendía ni le interesaban.
--- Charles Rivera- dijo, haciendo una reverencia que Robert juzgó ridícula. Hablaba
un inglés afectado. A Robert no le resultó agradable ni simpático aquel hombre, a
pesar de sus muestras de cortesía un tanto extravagantes, que le parecieron rebuscadas
y excesivamente confianzudas. Con el semblante serio, casi adusto, Robert le invitó a
pasar, mientras le decía, cerrando la puerta:
--- Le advierto que tengo los minutos contados; que el avión en que he reservado
pasaje sale dentro de casi dos horas y que...
--- Oh, Míster Stewart, después que hablemos no tendrá Ud necesidad de marcharse y
se olvidará de su pasaje de avión y de su regreso a Nueva York.
--- Qué pretensión más estúpida- y Robert sonrió desdeñosamente, pensando que
aquel tipo estaba rematadamente loco.
--- No lo crea, Míster Stewart. Vengo a proponerle algo que le va a interesar.
--- ¿ Quizás alguna mina de oro o un yacimiento de petróleo sin explotar?
--- Oh, ¡No se burle Ud, Míster Stewart!- exclamó Rivera, fingiendo, pésimamente,
un aire compungido.
--- Abreviemos- dijo Robert, cortante y frunciendo el ceño- ¿Quién es Ud y qué
diablos se trae entre manos?
--- ¿Me permite que me siente? Uff, estoy un poco cansado.
--- Oh, sí, disculpe- repuso a regañadientes.
--- Contestaré ahora a sus preguntas- dijo aclarándose la garganta con un afectado
carraspeo-; soy Charles Rivera, el representante artístico de Meche Duval.
--- Eso ya lo sé; me lo informó el recepcionista. Pero, casualmente, señor Rivera, no
sé quién es Meche Duval, ni lo que pretende Usted de mí.
--- Oh, Usted es extranjero, por eso no sabe quién es Meche Duval. Es una artista, una
cantante famosa de esta Isla y en otras tantas adyacentes, a la que me honro en
representar.
Sus movimientos eran exagerados, ampulosos. A Robert le desagradaba cada vez más.
Sonreía constantemente de una forma aduladora, casi servil, con sus labios gruesos y
sanguíneos, mostrándole un deslumbrante diente de oro, contrastante entre el resto de
su blanca dentadura.
--- ¡Ah, vamos! ¿Y qué tengo que ver yo con usted y con... con esa artista tan famosa?
Y pensó que el hombrecito exageraba su importancia para darse tono, y que aquella
Meche Duval no debía ser tan famosa como el otro alardeaba cuando él no la había
oído mencionar antes de ahora. Seguramente se trataba de una coristilla de poca
monta, aupada a la popularidad dentro del estrecho ámbito farandulero insular, por
algún mecanismo publicitario, donde el señor Rivera, como su agente de prensa,
debió desempeñar un papel protagónico.
--- Habla Usted demasiado. La Prensa es una gran charlatana en cualquier país del
mundo- exclamó Stewart disgustado, con aspereza.
--- Sin duda- se apresuró a asentir Rivera, con ánimo de congraciarse con su
interlocutor-. Pero sé que usted se dedica..., que tiene como profesión custodiar
personalidades políticas o financieras, que es un especialista, una especie de detective
privado y que son muchos los que solicitan sus servicios profesionales. Yo he venido
a pedirle...a hacerle una proposición... en fin, ¿Me entiende?
--- No- dijo Robert lacónicamente.
--- Quiero contratarlo- exclamó el hombrecito de un tirón.
Robert elevó una ceja interrogativo; luego lanzó una carcajada seca, irónica, casi
ofensiva. Sus altivos ojos tenían una mirada casi divertida.
--- No estoy para perder el tiempo, ni mucho menos para escuchar las bromas de un
tipo a quien no conozco. Lárguese.
El hombrecito no se movió.
--- No estoy bromeando- afirmó con toda formalidad.
Robert Stewart lo observó de un modo extraño, con estática y fría premeditación.
Y pensó: «De modo que una chica encantadora... Ya me imagino cómo debe ser la tal
Meche. Estos nativos tienen un concepto muy particular sobre lo que es o puede ser
encantador.. ¿cómo confiar en el criterio de un tipo tan extravagante y que para colmo
usa chancletas como una mujer?»
--- ¿Bromas, eh? ¿No sabe Ud que en los dos últimos recitales en que actuó
explotaron dos bombas cerca del escenario?
--- Bien, supongamos que es en serio, ¿por qué no acudió a la policía?
--- Todos conocemos los métodos de la policía...; no, necesitamos alguien discreto,
que sepa hacer su trabajo con idoneidad y que logre descubrir a los terroristas. La
policía lo echaría todo a perder y el escándalo perjudicaría la carrera de Meche.
--- Y detectives, «privados» como Usted los llama, ¿no los hay en este país?
--- Los hay, pero ineptos, chapuceros y que copian los métodos de ustedes con escasa
inteligencia y peores resultados. No arriesgaría así la vida de Meche; además, ¿por
qué conformarnos con una copia si podemos adquirir el original? Yo tuve una idea
brillante: contratarlo a Usted para que sea el cuidador de Meche, para que la proteja
de los peligros que arrostrará durante los dos meses que durará su contrato con la
firma discográfica XW Capitol.
--- Una especie de guardaespaldas- dijo Robert con tono despectivo.
--- Si prefiere llamarlo así... Espero que en ese tiempo Usted pueda descubrir a sus
agresores; pero más que eso, nos interesa que la preserve de algún atentado en que
pueda peligrar su vida. Al comenzar le dije que lo busqué a Usted porque es el mejor;
Meche se merece lo mejor. A una estrella de su categoría no podía rebajarla
asignándole un patán cualquiera; pero además, con esto persigo también un golpe de
efecto. Cuando esos que la amenazan o la agreden conozcan que es Ud su celador, se
guardarán mucho de acercarse a ella con malas intenciones. Le aseguro, Mr. Stewart
que podemos pagar.
--- ¿Cuánto?- preguntó con dureza, haciendo un significativo gesto con los dedos.
--- ¿Qué le parecerían cincuenta mil dólares?
--- No me parece mal si los pueden pagar. Me está ofreciendo medio millón de dólares
por dos meses de trabajo. No creo que puedan darse un gusto... tan costoso.
--- Podemos. Ya le dije que Meche cobra contratos millonarios. Si firmamos el
contrato, ahora mismo le daría un cheque por 25, 000 dólares y los restantes 25, 000
cuando termine felizmente su trabajo.
--- No sé, no acaba de seducirme esa oferta, a pesar de que la considero buena. Pero
con una cantante, con una mujer... Las mujeres son muy quisquillosas y molestas y a
veces, histéricas. No tengo vocación de niñera, ni de loquero. Además, hablo muy
poco español y bastante mal, y lo entiendo todavía peor.
--- Eso no importa; me tendría a mí como intérprete, además, Meche también entiende
algo de inglés.
--- Me gustaría ver ese dinero y comprobar que no es una fanfarronería suya.
--- Si se molestara n ir conmigo hasta el banco...
--- Hay muchas cosas que no sé y que considero imprescindibles para llevar a cabo mi
trabajo.
--- Oh, ella y yo le contaremos todo cuanto necesite saber. ¿Se decide, Mr. Stewart?