Discípulos en Tiempos de Crisis Extenso

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DISCÍPULOS EN TIEMPOS DE CRISIS

Oportunidad para robustecer nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra misión

ILUMINACIÓN BÍBLICA: Lc 21,25-28

Habrá signos prodigiosos en sol y luna y estrellas; y en la tierra angustia de las gentes,
perplejas ante el estruendo del oleaje del mar, mientras que los hombres enloquecerán
esperando aterrorizados lo que va a venir sobre el orbe, pues las fuerzas de los cielos se
tambalearán.
Y entonces verán al Hijo del hombre que llega en una nube, con gran poder y esplendor.
Cuando comience a suceder esto, pónganse en pie y levanten la cabeza, porque ha llegado su
liberación.

Ser discípulos significa estar en una vigilante actitud de preparació n. Es caminar por el sendero
seguro propuesto por Jesú s a sus seguidores.

Ante los acontecimientos que hoy hacen sufrir a la gente ¿me desespero? ¿Cuá l es la fuente de mi
esperanza?

Estad siempre despiertos


Los discursos apocalípticos recogidos en los evangelios reflejan los miedos y la incertidumbre de
aquellas primeras comunidades cristianas, frá giles y vulnerables, que vivían en medio del vasto
Imperio romano entre conflictos y persecuciones, con un futuro incierto, sin saber cuá ndo llegaría
Jesú s, su amado Señ or.

También las exhortaciones de esos discursos representan en buena parte las exhortaciones que se
hacían unos a otros aquellos cristianos recordando el mensaje de Jesú s. Esa llamada a vivir
despiertos cuidando la oració n y la confianza es un rasgo original y característico del Profeta de
Galilea.

«Levantaos», anímense unos a otros. «Alzad la cabeza» con confianza. No miréis al futuro solo
desde vuestros cá lculos y previsiones. «Se acerca vuestra liberació n». Un día ya no viviréis
encorvados, oprimidos ni tentados por el desaliento. Jesucristo es vuestro Liberador.

Pero hay maneras de vivir que nos impiden caminar con la cabeza levantada confiando en esa
liberació n definitiva. Por eso «tened cuidado de que no se os embote la mente». No os
acostumbréis a vivir con un corazó n insensible y endurecido, buscando llenar su vida de bienestar
y dinero, de espaldas al Padre del cielo y a sus hijos que sufren en la tierra. Ese estilo de vida os
hará cada vez menos humanos.

«Estad siempre despiertos». Despertad la fe en el seno de vuestras comunidades. Estad má s


atentos a mi Evangelio. Cuidad mejor mi presencia en medio de vosotros. No seá is comunidades
dormidas. Vivid «pidiendo fuerza». ¿Có mo seguiremos los pasos de Jesú s si el Padre no nos
sostiene? ¿Có mo podremos «mantenernos en pie ante el Hijo del hombre»?

¿Qué es vivir despiertos?

Jesú s no se dedicó a explicar una doctrina religiosa para que sus discípulos la aprendieran
correctamente y la difundieran luego por todas partes. No era este su objetivo. É l les hablaba de un
«acontecimiento» que estaba ya sucediendo: «Dios se está introduciendo en el mundo. Quiere que
las cosas cambien. Solo busca que la vida sea má s digna y feliz para todos».

Jesú s llamaba a esto el «reino de Dios». Hemos de estar muy atentos a su venida. Hemos de vivir
despiertos: abrir bien los ojos del corazó n; desear ardientemente que el mundo cambie; creer en
esta buena noticia que tarda tanto en hacerse realidad plena; cambiar de manera de pensar y de
actuar; vivir buscando y acogiendo el «reino de Dios».

No es extrañ o que, a lo largo del evangelio, escuchemos tantas veces su llamada insistente:
«vigilad», «estad atentos a su venida», «vivid despiertos». Es la primera actitud del que se decide a
vivir la vida como la vivió Jesú s. Lo primero que hemos de cuidar para seguir sus pasos.

«Vivir despiertos» significa no caer en el escepticismo y la indiferencia ante la marcha del mundo.
No dejar que nuestro corazó n se endurezca. No quedarnos solo en quejas, críticas y condenas.
Despertar activamente la esperanza.

«Vivir despiertos» significa vivir de manera má s lú cida, sin dejarnos arrastrar por la insensatez
que a veces parece invadirlo todo. Atrevernos a ser diferentes. No dejar que se apague en nosotros
el deseo de buscar el bien para todos.

«Vivir despiertos» significa vivir con pasió n la pequeñ a aventura de cada día. No desentendernos
de quien nos necesita. Seguir haciendo esos «pequeñ os gestos» que aparentemente no sirven para
nada, pero que sostienen la esperanza de las personas y hacen la vida un poco má s amable.

«Vivir despiertos» significa despertar nuestra fe. Buscar a Dios en la vida y desde la vida. Intuirlo
muy cerca de cada persona. Descubrirlo atrayéndonos a todos hacia la felicidad. Vivir no solo de
nuestros pequeñ os proyectos, sino atentos al proyecto de Dios.

Cuidar la esperanza

Todos vivimos con la mirada puesta en el futuro. Siempre pensando en lo que nos espera. No solo
eso. En el fondo, casi todos andamos buscando «algo mejor», una seguridad, un bienestar mayor.
Queremos que todo nos salga bien y, si es posible, que nos vaya mejor. Es esa confianza bá sica la
que nos sostiene en el trabajo y los esfuerzos de cada día.
Por eso, cuando la esperanza se apaga, se apaga también la vida. La persona ya no crece, no busca,
no lucha. Al contrario, se empequeñ ece, se hunde, se deja llevar por los acontecimientos. Si se
pierde la esperanza, se pierde todo. Por eso, lo primero que hay que cuidar en el corazó n de la
persona, en el seno de la sociedad o en la relació n con Dios es la esperanza.

La esperanza no consiste en la reacció n optimista de un momento. Es má s bien un estilo de vida,


una manera de afrontar el futuro de forma positiva y confiada, sin dejarnos atrapar por el
derrotismo. El futuro puede ser má s o menos favorable, pero lo propio del que vive con esperanza
es su actitud positiva, su deseo de vivir y de luchar, su postura decidida y confiada. No siempre es
fá cil. La esperanza hay que trabajarla.

Lo primero es mirar hacia adelante. No quedarnos en lo que ya pasó . No vivir de recuerdos o


nostalgias. No quedarnos añ orando un pasado tal vez má s dichoso, má s seguro o menos
problemá tico. Es ahora cuando hemos de vivir afrontando el futuro de manera positiva.

La esperanza no es una actitud pasiva, es un estímulo que impulsa a la acció n. Quien vive animado
por la esperanza no cae en la inercia. Al contrario, se esfuerza por cambiar la realidad y hacerla
mejor. Quien vive con esperanza es realista, asume los problemas y las dificultades, pero lo hace
de manera creativa, dando pasos, buscando soluciones y contagiando confianza.

La esperanza no se sostiene en el aire. Tiene sus raíces en la vida. Por lo general, las personas
viven de «pequeñ as esperanzas» que se van cumpliendo o se van frustrando. Hemos de valorar y
cuidar esas pequeñ as esperanzas, pero el ser humano necesita una esperanza má s radical e
indestructible, que se pueda sostener cuando toda otra esperanza se hunde. Así es la esperanza en
Dios, ú ltimo salvador del ser humano. Cuando caminamos cabizbajos y con el corazó n
desalentado, hemos de escuchar esas inolvidables palabras de Jesú s: «Alzad vuestra cabeza, pues
se acerca vuestra liberació n».

Sin matar la esperanza

Jesú s fue un creador incansable de esperanza. Toda su existencia consistió en contagiar a los
demá s la esperanza que él mismo vivía desde lo má s hondo de su ser. Hoy escuchamos su grito de
alerta: «Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberació n. Pero tened cuidado: no se os
embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupació n del dinero».

Las palabras de Jesú s no han perdido actualidad, pues también hoy seguimos matando la
esperanza y estropeando la vida de muchas maneras. No pensemos en los que, al margen de toda
fe, viven segú n aquello de «comamos y bebamos, que mañ ana moriremos», sino en quienes,
llamá ndonos cristianos, podemos caer en una actitud no muy diferente: «Comamos y bebamos,
que mañ ana vendrá el Mesías».

Cuando en una sociedad se tiene como objetivo casi ú nico de la vida la satisfacció n ciega de las
apetencias y se encierra cada uno en su propio disfrute, allí muere la esperanza.

Los satisfechos no buscan nada realmente nuevo. No trabajan por cambiar el mundo. No les
interesa un futuro mejor. No se rebelan frente a las injusticias, sufrimientos y absurdos del mundo
presente. En realidad, este mundo es para ellos «el cielo» al que se apuntarían para siempre.
Pueden permitirse el lujo de no esperar nada mejor.

Qué tentador resulta siempre adaptarnos a la situació n, instalarnos confortablemente en nuestro


pequeñ o mundo y vivir tranquilos, sin mayores aspiraciones. Casi inconscientemente anida en
nosotros la ilusió n de poder conseguir la propia felicidad sin cambiar para nada el mundo. Pero no
lo olvidemos: «Solamente aquellos que cierran sus ojos y sus oídos, solamente aquellos que se han
insensibilizado, pueden sentirse a gusto en un mundo como este» (R. A. Alves).

Quien ama de verdad la vida y se siente solidario de todos los seres humanos sufre al ver que
todavía una inmensa mayoría no puede vivir de manera digna. Este sufrimiento es signo de que
aú n seguimos vivos y somos conscientes de que algo va mal. Hemos de seguir buscando el reino de
Dios y su justicia.

¡Por favor, que haya Dios!

Muchas veces había pensado en la importancia que tiene el contexto socio-político en nuestra
manera de leer el Evangelio, pero solo tomé conciencia viva de ello cuando estuve viviendo una
temporada un poco má s larga en Ruanda.

Todavía recuerdo bien la sensació n que tuve al leer este texto del evangelio de Lucas. No es lo
mismo escuchar este discurso apocalíptico desde el bienestar de Europa o desde la miseria y el
sufrimiento de Á frica.

A pesar de todas las crisis y problemas, en Europa se sigue pensando que el mundo irá siempre a
mejor. Nadie espera ni quiere el fin de la historia. Nadie desea que cambien mucho las cosas. En el
fondo nos va bastante bien. Desde esta perspectiva, oír hablar de que un día todo puede
desaparecer «suena» a «visiones apocalípticas» nacidas del desvarío de mentes tenebrosas.

Todo cambia cuando el mismo Evangelio es leído desde el sufrimiento del Tercer Mundo. Cuando
la miseria es ya insoportable y el momento presente es vivido solo como sufrimiento destructor,
es fá cil sentir exactamente lo contrario. «Gracias a Dios esto no durará para siempre».

Los ú ltimos de la Tierra son quienes mejor pueden comprender el mensaje de Jesú s: «Dichosos los
que lloran, porque de ellos es el reino de Dios». Estos hombres y mujeres, cuya existencia es
hambre y miseria, está n esperando algo nuevo y diferente que responda a sus anhelos má s hondos
de vida y de paz.
Un día «el sol, la luna y las estrellas temblará n», es decir, todo aquello en que creíamos poder
confiar para siempre se hundirá . Nuestras ideas de poder, seguridad y progreso se tambaleará n.
Todo aquello que no conduce al ser humano a la verdad, la justicia y la fraternidad se derrumbará ,
y «en la tierra habrá angustia de las gentes».

Pero el mensaje de Jesú s no es de desesperanza para nadie: Aun entonces, en el momento de la


verdad ú ltima, no desesperéis, estad despiertos, «manteneos en pie», poned vuestra confianza en
Dios. Viendo de cerca el sufrimiento cruel de aquellas gentes de Á frica me sorprendí a mí mismo
sintiendo algo que puede parecer extrañ o en un cristiano. No es propiamente una oració n a Dios.
Es un deseo ardiente y una invocació n ante el misterio del dolor humano. Es esto lo que me salía
de dentro: «¡Por favor, que haya Dios!».

b) Contexto histó rico y cultural


Los discípulos de Jesú s se han admirado con la majestuosidad del Templo de Jerusalén; Jesú s
aprovecha la ocasió n para hablarles del final del Templo, del final de Jerusalén y del final de los
tiempos, exhortá ndoles a estar atentos.
2. Meditació n (para leer lenta y pausadamente; deteniéndose a meditar y saborear cada palabra,
cada verso y cada estrofa, relacioná ndolos con el Evangelio del día y con nuestra vida)

3. Oració n

Ansiedad

Esta ansiedad es por ti,


pero alerta, sin temor
aguardando tu amor
que ya viene hacia mí;

has prometido un festín,


Señ or, y hambriento ya estoy;
ven pronto, Jesú s, ven hoy,
a esta espera ponle fin.

Amén.

4. Contemplació n (en un profundo silencio interior nos abandonamos por unos minutos de un
modo contemplativo en el amor del Padre y en la gracia del Hijo, permitiendo que el Espíritu Santo
nos inunde. En resumen, intentamos prolongar en el tiempo este momento de paz en la presencia
de Dios).

5. Acció n

A la espera confiada en el Señ or


se me invita en este día.
¡Ven pronto, ven hoy;
te esperamos, Señ or!
Amén.

Los tiempos malos son una gran bendició n para todos, pero no todos lo entienden así. Vale la pena
que vengan tiempos malos; sin estos careceríamos de perspectiva.

Es en la angustia cuando la esperanza ilumina nuestro camino, y no es sin esfuerzo. En la angustia


es cuando echamos manos de los recursos que teniamos desterrados en el desvan. Es en la
angustia, después de probar la futilidad de lo humano, que volvemos nuestros ojos en la correcta
direcció n ... a Dios.

En los tiempos de crisis es cuando inventamos, descubrimos y planeamos nuevas estrategias.


Quien no supera una crisis, fracasa, y quien culpa a otros o las circunstancias, tiene un camino de
dolor delante de si, le queda mucho por sufrir. En el sufrimiento se aderezan los mejores
ingredientes del espíritu; en el sufrimiento hay medicina para el corazó n, pero estas razones son
comprensibles lejos de la altaneria y el odio que nacen de la frustració n.

Es bueno ver nuestra incompetencia, nuestra pereza, la poco diligencia de nuestros pasos; eso es
pan para hoy y mañ ana.

En estos dias de crisis es cuando podemos, con la ayuda de Dios, encontrar un camino mejor,
renovar nuestro espíritu de lucha. El huir de los problemas hará que estos queden atrá s
temporalmente, pero vamos al encuentro de problemas aú n mayores, pues si no aprobamos el
curso uno, saltar la verja para entrar en el dos no ayudará .

FERNANDO CHOMALI
«Vivir el Evangelio en tiempos de crisis»
"No está n los tiempos para ser cató lico. Está n los tiempos para ser un gran cató lico"
Este tiempo, ha sido de mucho dolor, pero ha abierto el camino hacia la verdad. El ambiente
generado por el Santo Padre con sus palabras, gestos y acciones ha hecho que muchas personas se
atrevan a contar y denunciar las experiencias negativas que en su momento tuvieron al interior de
la Iglesia con personas consagradas. Es por ello que esta Carta Pastoral la escribo con tristeza,
dolor y vergü enza, pero al mismo tiempo con la convicció n que las medidas a corto, mediano y
largo plazo que el Papa está tomando, y nos está ayudando a tomar, logrará n alcanzar lo que la
Iglesia siempre debió haber sido: un lugar donde reine la cultura del cuidado, especialmente de los
má s vulnerables, del crecimiento en la fe y la esperanza, y del amor a Dios y al pró jimo.
En esta tarea, o nos alineamos todos con las enseñ anzas de Jesú s y lo demostramos en obras
concretas, o sencillamente dejaremos de ser la Iglesia de los primeros apó stoles. La crisis que
estamos viviendo no es superficial, sino profunda, porque atraviesa muchas estructuras eclesiales.
El cambio al que se nos invita es radical, o sencillamente no será .
Frente a la tentació n de mirar para el lado y decir: «son los otros, los demá s, pero no yo», el Señ or
nos recuerda que no hay que fijarse tanto en la paja en el ojo ajeno, sino en la viga que tenemos en
nuestro propio ojo.
Ello exige mirar la realidad tal cual es. No se trata aquí de una estrategia de marketing o
comunicacional. Se trata de preguntarnos de cara a Dios si aspiramos a vivir los valores
evangélicos a los que nos invita Jesú s, a ser discípulos y misioneros suyos, y santos como el mismo
Dios es santo. Si no lo hacemos, nuestra vida será cualquier cosa menos la que quiere Jesú s y en
vez de manifestar el Reino de Dios y su justicia haremos mucho dañ o. Esto vale para todos,
especialmente para quienes tenemos responsabilidades ministeriales al interior de la Iglesia.
Dicho con palabras de Francisco: «Seremos fecundos en la medida que potenciemos comunidades
abiertas desde su interior y así se liberen pensamientos cerrados y auto-referenciales llenos de
promesas y espejismos que prometen vida, pero que en definitiva favorecen la cultura del abuso».

Cristo es nuestra esperanza


También hemos de mirar, apoyar y cuidar má s y mejor, a los cientos de laicos, diá conos, religiosos
y religiosas, sacerdotes y obispos que prestan un valioso servicio a la comunidad. Es hora de
agradecerles pú blicamente su esfuerzo y dedicació n. Muchos han dejado su patria para dar a
conocer entre nosotros el rostro misericordioso de Dios. Es mucho el bien que hace la Iglesia en
nombre de Cristo, especialmente entre las personas má s pobres y postergadas de la sociedad.
Obviamente que no justifica, bajo ningú n punto de vista, el mal hecho. Pero ese bien ahí está , es luz
para la sociedad y fuente de esperanza en el futuro. Francisco nos dice: «seríamos injustos si al
lado de nuestro dolor y de nuestra vergü enza por esas estructuras de abuso y encubrimiento que
tanto se han perpetuado y tanto mal han hecho, no reconociéramos a muchos fieles laicos,
consagrados, sacerdotes, obispos que dan la vida por amor en las zonas má s recó nditas de la
querida tierra chilena». El mismo Señ or nos dijo que el trigo y la cizañ a crecerá n juntos.
Nos interesa perseverar en el camino que nos trazó Jesú s. Mirar má s su vida y su obra, y tratar de
imitarlo en nuestras vidas. Quienes tenemos ministerio de conducció n en la Iglesia, hemos de
renunciar decididamente a toda clase de autoritarismo, y a comprender, con má s fuerza que
nunca, que la tarea encomendada a todos los cató licos es un servicio. Ello implica fortalecer
instancias de diá logo como lo fue el Sínodo de la Arquidió cesis de Concepció n iniciado el añ o 2013
y cuyas conclusiones y lineamientos nos llenan de esperanza.
Invito a los cató licos a que nos unamos decididamente a la invitació n que nos hace Francisco de
construir entre todos una Iglesia má s atenta a las necesidades de los demá s, donde no dejemos
espacio para los abusos, donde preparemos a las futuras generaciones a comprender la vida como
un gran don que está llamado a convertirse en un don para los demá s. La vida, la obra y las
enseñ anzas de Jesú s son muy hermosas y las debemos mostrar de manera renovada. En
consecuencia, y pensando en el bien de la Iglesia y la necesidad de una renovació n de cara a lo que
nos está pidiendo el Santo Padre, él tendrá la sabiduría para discernir, a la luz del bien de la
Iglesia, los cambios que se requieren para fortalecer la vida pastoral y comunitaria.
He tratado de dar lo mejor de mí mismo, junto a quienes colaboran directamente en la tarea
encomendada. Ciertamente me he equivocado, pido perdó n humildemente. A veces no es fá cil
discernir qué hacer. Espero que lo aprendido nos permita evitar que situaciones que dañ en a otros
ocurran al interior de la Iglesia y de la sociedad. Hemos de ser protagonistas de estos cambios que
la misma sociedad exige en los má s amplios campos de la vida social. Lo podemos hacer porque
nos asiste el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es en É l en quien tenemos que poner nuestra
confianza. É l hará el milagro de desenmascarar la mentira y hacer resplandecer la verdad, de
terminar con los abusos y vivir con má s seguridad, y de convertir la tristeza en alegría. Hemos de
volver a hacer de la vida eclesial una gran boda de Caná donde la Virgen María nos vuelva a
señ alar que debemos hacer lo que el Señ or nos diga, y veamos el milagro de transformar el agua
en vino.

Conclusió n
La Iglesia está llagada, usando las palabras del Papa Francisco. Ello nos debiese llevar a ser má s
humildes y sencillos, y a comprender y acompañ ar mejor los dolores de los demá s. Una vez que la
verdad surja y se haga justicia respecto de aquellos que han sufrido abusos, y se vuelva a repetir
con claridad que no hay espacio para quienes abusan en la vida consagrada, podremos mirar el
futuro con esperanza. Será el tiempo de poner má s atenció n en el Resucitado que en nosotros
mismos y no dejarle espacio a una vida que nos aleje de Jesú s y de sus mandamientos. Para ello es
importante tener claro que «la penitencia y la oració n nos ayudará n a sensibilizar nuestros ojos y
nuestro corazó n ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afá n de dominio y posesió n que muchas
veces se vuelve raíz de estos males».
Estoy cierto que meditar la vida de la Virgen María puede ser de gran ayuda, así como de los
primeros apó stoles. María, desde su sencillez, comprendió que el sentido de su vida era hacer la
voluntad de Dios. Esta disposició n de ponerse en Sus manos la llevó a tener una actitud de
servicio: visitó a su prima Isabel y fue fuente de gran alegría; estaba atenta a las necesidades de los
invitados a la boda en Caná ; y acompañ ó hasta la cruz a su hijo, Jesú s.
También, los primeros apó stoles nos ayudan a comprender que nuestra vocació n, como discípulos
y misioneros de Jesú s, es llevar una vida de oració n, de servicio, de compartir el pan con los
demá s, de celebrar al Señ or que se hace presente en la eucaristía. Fue esa vida, y no otra, la que los
llevó a ganarse la simpatía de todo el pueblo, como nos relata los Hechos de los Apó stoles.
Volver a las raíces mismas de la vida evangélica segú n el estilo y el querer de Jesú s, estar cerca de
los pobres y vivir con alegría la fe recibida, generará una corriente nueva al interior de la Iglesia.
La invitació n es a vivir con renovado ardor las Bienaventuranzas. Para ello es fundamental pedirle
a Dios la gracia de ser mansos y humildes de corazó n. Só lo así veremos a Dios y todo lo que ello
significa.
+Fernando Chomali G.
Arzobispo de Concepció n, Chile.
Septiembre, 2018

Con Jesú s en medio de la crisis

Antes de que se ponga en camino, un desconocido se acerca a Jesú s corriendo. Al parecer tiene
prisa para resolver su problema: «¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?». No le preocupan
los problemas de esta vida. Es rico. Todo lo tienen resuelto.
Jesú s lo pone ante la Ley de Moisés. Curiosamente, no le recuerda los diez mandamientos, sino
solo los que prohíben actuar contra el pró jimo. El joven es un hombre bueno, observante fiel de la
religió n judía: «Todo eso lo he cumplido desde joven».
Jesú s se le queda mirando con cariñ o. Es admirable la vida de una persona que no ha hecho dañ o a
nadie. Jesú s lo quiere atraer ahora para que colabore con él en su proyecto de hacer un mundo
má s humano, y le hace una propuesta sorprendente: «Una cosa te falta: anda, vende todo lo que
tienes, dale el dinero a los pobres… y luego ven y sígueme».
El rico posee muchas cosas, pero le falta lo ú nico que permite seguir a Jesú s de verdad. Es bueno,
pero vive apegado a su dinero. Jesú s le pide que renuncie a su riqueza y la ponga al servicio de los
pobres. Solo compartiendo lo suyo con los necesitados podrá seguir a Jesú s colaborando en su
proyecto.
El hombre se siente incapaz. Necesita bienestar. No tiene fuerzas para vivir sin su riqueza. Su
dinero está por encima de todo. Renuncia a seguir a Jesú s. Había venido corriendo entusiasmado
hacia él. Ahora se aleja triste. No conocerá nunca la alegría de colaborar con Jesú s.
La crisis econó mica nos está invitando a los seguidores de Jesú s a dar pasos hacia una vida má s
sobria, para compartir con los necesitados lo que tenemos y sencillamente no necesitamos para
vivir con dignidad. Hemos de hacernos preguntas muy concretas si queremos seguir a Jesú s en
estos momentos.
Lo primero es revisar nuestra relació n con el dinero: ¿qué hacer con nuestro dinero? ¿Para qué
ahorrar? ¿En qué invertir? ¿Con quiénes compartir lo que no necesitamos? Luego revisar nuestro
consumo para hacerlo má s responsable y menos compulsivo y superfluo: ¿qué compramos?
¿Dó nde compramos? ¿Para qué compramos? ¿A quiénes podemos ayudar a comprar lo que
necesitan?
Son preguntas que hemos de hacernos en el fondo de nuestra conciencia y también en nuestras
familias, comunidades cristianas e instituciones de Iglesia. No haremos gestos heroicos, pero, si
damos pequeñ os pasos en esta direcció n, conoceremos la alegría de seguir a Jesú s contribuyendo
a hacer la crisis de algunos un poco má s humana y llevadera. Si no es así, nos sentiremos buenos
cristianos, pero a nuestra religió n le faltará alegría.

LAS CRISIS DE LOS APÓ STOLES EN EL EVANGELIO DE MARCOS

En el evangelio de Marcos se percibe con claridad el itinerario que siguen los Doce en compañ ía de
Jesú s. Después de una primera oleada de entusiasmo (3,7), la euforia desciende. Muchos siguen
esperando de Jesú s signos llamativos y se vuelven atrá s cuando su mensaje pretende, má s bien,
llegar al fondo de sus vidas. También los apó stoles acusan esta decepció n, que experimentan casi
como un timo: Jesú s parece defraudar sus expectativas. Su falta de entendimiento provoca algunas
reacciones por parte de Jesú s (8,17-21). Pedro personaliza el descontento del grupo, su
desacuerdo con la forma con que se está n desenvolviendo las cosas. Pero ya antes, en el capítulo 4,
aparecen esbozadas las tres crisis de los discípulos, a las que Jesú s da respuesta mediante tres
pará bolas. Por esa razó n, este capítulo 4 se conoce como «el capítulo de las crisis».
– Crisis de eficacia. La palabra de Dios es eficaz, pero no produce un fruto automá tico (4,1-9). La
semilla no fructifica si es comida por los pá jaros (deseo de triunfo y de ser má s), si no echa raíces
(aceptació n puramente exterior, estética y esnobista) o si es ahogada (por las preocupaciones de
la vida presente, por el atractivo del dinero o del poder).
– Crisis de responsabilidad. Aunque la semilla se adapta a las diversas condiciones del terreno,
también es verdad -contrapunto necesario- que crece sola (4,26- 29). De esta manera Jesú s quiere
enseñ ar a los suyos que la palabra da fruto a su tiempo, que no se desanimen, que es necesario
sembrar con confianza, que ella sola dará su fruto.
– Crisis de relevancia. La pará bola de la semilla de mostaza (4,30-32) pretende ser la respuesta a
otra situació n del grupo. Los apó stoles comprueban que poco a poco el grupo de seguidores se
reduce, que mucha gente no toma en serio al Maestro. Jesú s educa su confianza, les pide firmar
una letra en blanco. El Reino de Dios desarrollará una inmensidad a partir de algo minú sculo. Esa
es su extrañ a ló gica de crecimiento.
LAS CRISIS DE LOS APÓ STOLES EN EL EVANGELIO DE MARCOS
En el evangelio de Marcos se percibe con claridad el itinerario que siguen los Doce en compañ ía de
Jesú s. Después de una primera oleada de entusiasmo (3,7), la euforia desciende. Muchos siguen
esperando de Jesú s signos llamativos y se vuelven atrá s cuando su mensaje pretende, má s bien,
llegar al fondo de sus vidas. También los apó stoles acusan esta decepció n, que experimentan casi
como un timo: Jesú s parece defraudar sus expectativas. Su falta de entendimiento provoca algunas
reacciones por parte de Jesú s (8,17-21). Pedro personaliza el descontento del grupo, su
desacuerdo con la forma con que se está n desenvolviendo las cosas. Pero ya antes, en el capítulo 4,
aparecen esbozadas las tres crisis de los discípulos, a las que Jesú s da respuesta mediante tres
pará bolas. Por esa razó n, este capítulo 4 se conoce como «el capítulo de las crisis».
– Crisis de eficacia. La palabra de Dios es eficaz, pero no produce un fruto automá tico (4,1-9). La
semilla no fructifica si es comida por los pá jaros (deseo de triunfo y de ser má s), si no echa raíces
(aceptació n puramente exterior, estética y esnobista) o si es ahogada (por las preocupaciones de
la vida presente, por el atractivo del dinero o del poder).
– Crisis de responsabilidad. Aunque la semilla se adapta a las diversas condiciones del terreno,
también es verdad -contrapunto necesario- que crece sola (4,26- 29). De esta manera Jesú s quiere
enseñ ar a los suyos que la palabra da fruto a su tiempo, que no se desanimen, que es necesario
sembrar con confianza, que ella sola dará su fruto.
– Crisis de relevancia. La pará bola de la semilla de mostaza (4,30-32) pretende ser la respuesta a
otra situació n del grupo. Los apó stoles comprueban que poco a poco el grupo de seguidores se
reduce, que mucha gente no toma en serio al Maestro. Jesú s educa su confianza, les pide firmar
una letra en blanco. El Reino de Dios desarrollará una inmensidad a partir de algo minú sculo. Esa
es su extrañ a ló gica de crecimiento.

Los momentos de crisis, oportunidades en Dios

«20 Entonces Job se levantó , y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y


adoró , 21 y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá . Jehová dio, y Jehová
quitó ; sea el nombre de Jehová bendito. 22 En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios
despropó sito alguno».  Job 1.20-22
El libro de Job es un documento maravilloso, que tiene como propó sito el que podamos mirar los
eventos fortuitos o de crisis como unos para que nosotros podamos crecer y depurarnos en
nuestra vida.  Forma nuestro cará cter y nos permite buscar respuesta desde una visió n diferente a
la que tradicionalmente usamos.  Este libro, considerado como uno poético, se ha interpretado por
algunos como el intento de explicar el sufrimiento humano.  Lo que no hay duda es que es un libro
extraordinario que nos permite sondear por sendas de profunda sabiduría y a la misma vez ver la
relació n de Dios con el ser humano y la del ser humano con Dios.
Hay quien piensa que los momentos difíciles no deben tocarnos o que no debemos pasar por ello si
estamos en la voluntad de Dios.  Perecería ser que se nos vacunó contra los problemas,
enfermedades y conflictos.  Permítame decirle lo siguiente, luego de una vida de servicio en el
ministerio, hemos visto, vivido y acompañ ado muchos momentos difíciles, de crisis mayores, de
enfermedades y de dolor de gente buena, consagrada y dedicada que, literalmente, han pasado por
el valle de la sombra y de la muerte.
Conocí a un extraordinario hombre de Dios que había consagrado toda su vida al ministerio, el
Señ or le había bendecido en su labor ministerial, una pastoral de grandes éxitos, una hermosa
familia, en fin, todo lo que aspiramos ser en las manos de Dios.  Enfermó de una condició n
terminal en su mejor momento en el ministerio, fue un tiempo difícil y complicado para él y su
familia.  Finalmente, luego de una gran batalla, el Señ or lo llamó a Su presencia.  La pregunta es
dó nde estaba Dios en ese momento complicado, se había olvidado de su siervo, estaría en una
condició n de pecado.  Saben, es posible que mucha gente asumió la postura de juzgar, el por qué
tenía esa enfermedad tan terrible, o no lo sanaba porque no tenía fe.  No tengo la menor duda que
vivió de forma íntegra para Su Señ or y aun en sus momentos má s críticos le vi orar, cantar y
adorar.  Sé que está en la presencia del Señ or.
Job vivió momentos difíciles y complicados, lo perdió todo en un abrir y cerrar de ojos, toda su
seguridad, aquello por lo que había luchado y se había guardado en toda su vida se fue como agua
entre sus manos.  Cuando leemos el relato bíblico, no hay dudas que era un hombre altamente
piadoso, se distinguía por hacer todo bien para él y para su familia.  Ante todo este desastre
econó mico y familiar, Job se reafirma en su fe, “Jehová dio y Jehová quitó , sea el nombre de Dios
glorificado”.  Se ha dicho que el verdadero cará cter de los seres humanos se demuestra en los
momentos difíciles.  Cuando las circunstancias se vuelven complicadas, sale el verdadero yo, lo
que eres realmente, lo que crees y cuá l es tu verdadera esperanza.
Hoy te invito a confiar plenamente en el Señ or, no importa la crisis que puedas estar viviendo o lo
complejo de tu momento, el Señ or está contigo como poderoso gigante para caminar junto a ti este
momento.
Oració n
Señ or y Dios nuestro, Te invitamos para que nos ayudes y fortalezcas en este momento difícil,
sabemos que en nuestra limitada capacidad no podremos sostenernos.  Creemos que Tu Espíritu
no da las fuerzas para vencer, en el nombre de Jesú s oramos.  Amén.
1.- Adviento, tiempo de esperanza.
El Adviento es tiempo de esperanza. Desde la memoria agradecida del Señ or que vino en carne,
nacido de mujer en la Palestina de hace ya veinte siglos, el Adviento nos sitú a ante ese mismo
Señ or que, resucitado de entre los muertos, vendrá para hacer definitivamente presente su Reino
de salvació n. Y nos sitú a ante ese final escatoló gico, ante el “telos” o meta de la historia, ante el
Reino que vendrá , compartiendo con todos nuestros hermanos y hermanas de la tierra la
tribulació n presente -especialmente la de los pobres y excluidos- y en particular con la comunidad
creyente la espera paciente y activa del Reino que viene, que está viniendo ya (cf. Ap 1,9; Sant 5, 7-
10).
Celebrar el Adviento es participar en la vieja esperanza del pueblo de Israel, personificada en
Isaías y en los grandes profetas, en Juan el Bautista y María, para abrirnos confiada y
agradecidamente al Señ or y su Reino que vino, viene y vendrá .
Puesto que el Señ or Jesú s vino y, después de terminar su vida en la cruz, fue resucitado de entre
los muertos por el amor poderoso de Dios y está vivo, también sigue viniendo hoy por medio de su
Espíritu para seguir haciendo presente su Reino, con la mediació n de nuestro compromiso. Y
puesto que vino y viene, también vendrá para que ese Reino se haga definitiva y plenamente
presente y se cumpla la gran Promesa: “Pondrá su morada entre ellos y ellos será n su pueblo y él,
Dios-con-ellos, será su Dios. Y enjugará toda lá grima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá
llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 3b-4).
Esta es la esperanza ante la que somos situados los creyentes al celebrar el Adviento.
  2.- ¿Es hoy posible la esperanza?
Pero, ¿es posible la esperanza en este mundo nuestro? Má s concretamente: ¿es posible la
esperanza hoy, en este conflictivo y difícil comienzo de milenio?
A través de la historia no han faltado los que han cuestionado la posibilidad real de la esperanza.
No han sido pocos los que han puesto en duda el poder vivir con esperanza de forma fundada. No
han visto claro, confrontados con la dureza de la realidad, que sea posible otorgar razonablemente
sentido a la propia vida personal y tampoco a la creació n y a la historia. La esperanza, han pensado
incluso algunos, es un lujo que só lo puede brotar de la falta de lucidez. Se ha situado así la
esperanza en el á mbito de la ilusió n proyectiva que nos infantiliza al arrojarnos irremisiblemente
en el mundo de lo irreal.
Tal vez la dificultad para abrirse a la esperanza y dar crédito a un mensaje que se presenta como
Buena Noticia de salvació n se ha hecho mayor en nuestro siglo, testigo horrorizado de dos guerras
mundiales, del holocausto judío (y también de otros holocaustos), de tantos crueles genocidios y,
por otra parte, testigo igualmente de una toma creciente de conciencia del cará cter intolerable de
la situació n existente de injusticia y desigualdad y de la fuerza aterradora del mal que se impone.
¿Y sería exagerado decir que la crisis de esperanza se ha hecho especialmente aguda en nuestro
momento presente, en el hoy que nos sitú a ante el fin de este milenio, en donde a la conciencia de
los males referidos parece añ adirse la convicció n de que su superació n es imposible y que, en
consecuencia, ni siquiera vale la pena intentarlo? ¿No es cierto que parece extenderse la creencia
de que es un hecho real la falta de perspectivas para cientos de millones de personas, aquellas
mismas a las que la ló gica del poder dominante declara olímpicamente sobrantes o indignas de
participar en el banquete de la vida? Algunos llegan a afirmar que la realidad en la que estamos
“arrojados” es una “chapuza” de tal envergadura que hablar de esperanza es una ingenuidad o
incluso roza lo ridículo, cuando no lo obsceno.
A partir de estas consideraciones brota esta cuestió n de fondo: la esperanza teologal que los
cristianos confesamos y celebramos de manera especial en Adviento, ¿tiene alguna posibilidad de
conectar con la experiencia humana actual de la realidad o habrá que considerarla como una
oferta de valor que só lo puede ser aceptada si se ignora o se niega lo que esa misma experiencia
permite vislumbrar? Está aquí en juego, como es fá cil adivinar, la credibilidad y significació n de
nuestra esperanza, tal vez su condició n misma de posibilidad. Está en juego, entonces, la
posibilidad misma de celebrar razonablemente el Adviento.
Es claro que desde mi punto de vista creyente sí hay lugar para la celebració n razonable del
Adviento. Pero -como diría el Obispo Robinson- no lo demos fá cilmente por supuesto.
3.- ¿En qué consiste propiamente la esperanza que celebramos en Adviento?
Veamos antes de nada y con mayor precisió n en qué consiste propiamente la esperanza que
celebramos en Adviento para ver seguidamente la posibilidad de vivirla con realismo y
honestidad.
Para comprender la identidad y el alcance de la esperanza cristiana conviene situarse ante su
fuente y raíz, es decir, ante el amor de Dios que ha resucitado a Jesú s de Nazaret de entre los
muertos como promesa de resurrecció n para todos nosotros y de plenitud lograda para la
creació n entera (cf. 1 Cor 12-19;  Rom 8, 20-22).
En la resurrecció n de Jesú s se nos ha revelado, al ser proféticamente anticipado, el destino ú ltimo
de plenitud al que nos ha destinado el amor creador de Dios: el hombre nuevo, los cielos y la tierra
nuevos. Todas las promesas bíblicas, que orientaron durante siglos el caminar esperanzado del
pueblo de Israel, encuentran en Jesú s resucitado su amén o definitiva confirmació n (cf. 2 Cor 1,20).
Vista desde esta dimensió n de futuro ú ltimo, la resurrecció n puede considerarse como profecía
anticipada del triunfo definitivo de la historia. El círculo infernal del tiempo cerrado sobre sí
mismo queda roto y abierto a una meta final de plenitud y realizació n definitivas. La pesadilla del
eterno retorno -que tanto ha preocupado al pensamiento moderno- o la espantosa posibilidad de
una historia vana y sin sentido -un paréntesis entre dos nadas, en la expresió n pesimista de
Cioran- quedan eliminadas. En la resurrecció n la esperanza cristiana ve “anunciado el futuro de la
justicia y la destrucció n de las fuerzas del mal, el futuro de la vida y la destrucció n de la muerte, el
futuro de la libertad y la destrucció n de la opresió n, el futuro del verdadero ser humano y la
destrucció n de lo inhumano” (Moltmann).
Pero esta dimensió n ú ltima de la esperanza cristiana, siendo sin duda elemento esencial de la
misma, no totaliza la esperanza que genera la fe en la resurrecció n. Es preciso igualmente recordar
que la esperanza tiene también una dimensió n de “mundanidad” o “terrenalidad” que la refiere al
hoy que vivimos, a su dimensió n salvífico-liberadora en el momento presente.
Esa es, segú n creo, la esperanza que somos invitados a celebrar en Adviento. La esperanza, por
una parte, que nos sitú a ante su dimensió n de futuro ú ltimo. El Señ or que vendrá tiene la ú ltima
palabra y ésta será de vida. Los verdugos de este mundo só lo tienen palabras penú ltimas. Pero que
también nos sitú a ante su dimensió n encarnada e histó rica. El Señ or y su Reino está n viniendo ya
como salvació n liberadora que ha de hacerse presente hoy entre nosotros. Celebrar el Adviento
supone entonces renovar la esperanza en el Reino que vendrá como salvació n definitiva y plena y
en el Reino que ya está viniendo como vista para los ciegos, andar para los tullidos,
bienaventuranza para los pobres, asiento en el banquete de la vida para los excluidos.
Desde esta visió n integradora surgen de nuevo las preguntas: ¿es posible y razonable mantener y
renovar nuestra esperanza en la referida fuerza salvífico-liberadora del Reino de Dios cuando
Jesú s, su primer servidor y anunciador, terminó en el fracaso de la cruz y cuando nosotros, que
podemos revisar la historia de lo sucedido en los muchos siglos que nos separan del Gó lgota,
somos testigos de que el fracaso de entonces se prolongó y prolonga en tantas cruces actuales?
¿No será ese Reino el anuncio de una salvació n imposible, que no llega nunca, que se demora
indefinidamente? ¿Será entonces nuestra esperanza un sueñ o hermoso e intensamente deseado,
pero ilusorio, que por realismo histó rico, al ser duramente confrontados con la irredenció n del
mundo presente, deberíamos abandonar? ¿Tendría razó n Camus, cuando afirmaba que el pensar
con lucidez conduce a no esperar ya? En definitiva: ¿podemos seguir hoy celebrando
razonablemente el Adviento? ¿Qué esperanza podemos seguir manteniendo y confesando con
honestidad los creyentes cristianos?
A mi entender las preguntas formuladas ni son retó ricas ni tienen respuesta fá cil. En realidad con
ellas se nos plantean tal vez las má s serias de las objeciones que se alzan contra nuestra fe y
nuestra esperanza.
Desde luego no me parece legítima la respuesta que pretenda reducir el alcance de la esperanza
espiritualizá ndola falsamente, es decir, negando su referencia a la historia y proyectá ndola con
exclusividad hacia su término final, hacia el “má s allá ” del tiempo y el espacio. Así  parecen
sortearse las dificultades pero a costa de falsear la identidad propia de la esperanza cristiana.
Nunca deberíamos olvidar que nuestra esperanza, que hunde sus raíces en la esperanza de Israel,
tiene una irrenunciable dimensió n terrenal e histó rica. Es oportuno recordar el nº 39 de la
Constitució n Pastoral “Gaudium et Spes”, del Concilio Vaticano II, tantas veces invocado: “...La
espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino má s bien avivar, la preocupació n por
perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de
alguna manera, anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir
cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en
cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de
Dios”. La espera de la Parusía ni nos paraliza, ni nos proyecta ilusoriamente fuera de la historia. Al
contrario, nos sitú a en ella y nos responsabiliza decisivamente de su marcha.
Como ya decíamos al comienzo no es legítimo situarse ante el final escatoló gico, el “telos” o meta
de la historia finalizada en la acogida amorosa y definitivamente liberadora de Dios, sin compartir
con nuestros hermanos y hermanas la tribulació n presente, especialmente la que se abate sobre
los pobres y excluidos de la tierra. Sin ese compartir solidario y comprometido la esperanza puede
convertirse en opio, droga evasiva o proyecció n ilusoria. Como afirmaba Bonhoeffer la esperanza
cristiana “se diferencia de la esperanza mitoló gica por el hecho de que remite al ser humano, de un
modo totalmente nuevo y aú n má s tajante que en el Antiguo Testamento, a su vida en la tierra”. No
es legítimo caminar por el falso atajo. No es honesto eludir el aquí y ahora -que tantas veces nos
sitú a ante campos sembrados de cadá veres- ignorando el lado oscuro de la realidad y caminando
gloriosamente hacia la resurrecció n final con una rosa en la mano. Del aquí y ahora, como decía
Leó n Felipe, mientras existan cabezas rotas de niñ os de Vallecas, no se puede ir nadie: “De aquí no
se va nadie. NADIE. Ni el místico ni el suicida. Antes hay que deshacer este entuerto, antes hay que
resolver este enigma. Y hay que resolverlo entre todos, y hay que resolverlo sin cobardía, sin huir
con unas alas de percalina o haciendo un agujero en la tarima. De aquí no se va nadie. NADIE. Ni el
místico ni el suicida. Y es inú til, inú til toda huida (ni por abajo ni por arriba)”.   
 La resurrecció n de Jesú s no debe considerarse al margen de la cruz, al igual que la cruz no puede
considerarse al margen de la vida entregada de Jesú s y de la conflictividad por ella generada. Es en
el seno del seguimiento del crucificado, compartiendo la tribulació n con los crucificados de hoy y
asumiendo la conflictividad que tal compartir pueda generar, desde donde se puede seguir
esperando. Só lo percibiendo el dolor de lo negativo puede la esperanza cristiana actuar de forma
liberadora. La memoria de los sufrimientos y la solidaridad con los que sufren es lo que legitima la
esperanza en un mundo nuevo, totalmente liberado. El Adviento nos vincula entonces a una
esperanza real, pero crucificada. La cruz, afirma Moltmann, es su vecina.
 Desde ahí, y só lo desde ahí, sin buscar falsos atajos, sin los riesgos de la evasió n, sin huidas hacia
arriba, experimentando nuestra vida como ganada cuando somos capaces de perderla al
compartir la tribulació n con los crucificados de la tierra, compartiendo la experiencia de los que
no se resignan ante la realidad existente y siguen generando utopías contra el fin de la historia,
podremos elevar honradamente nuestra mirada esperanzada y confesar que Jesú s vendrá al fin de
los tiempos y que, con su venida, el ú ltimo enemigo, la muerte, será destruido y Dios será todo en
todas las cosas.
En realidad, la esperanza só lo es realmente cristiana cuando va acompañ ada de la vigilancia, es
decir, cuando se vive en el seguimiento del crucificado que implica hoy solidaridad con los
crucificados, compromiso transformador de la realidad. La lucha por la transformació n social, dice
Moltmann, es el reverso inmanente de la esperanza teologal. Si aprendemos a ser solidarios,
compartiendo la tribulació n del mundo presente, si hacemos lo posible para que la justicia y la
bienaventuranza lleguen a los pobres, si trabajamos para bajar de la cruz a los que siguen siendo
crucificados en este mundo, experimentaremos como ellos nos acogen y nos otorgan vida y
verdad, sentido y esperanza. Y así se irá haciendo realidad la llegada del Reino, el cumplimiento de
la Promesa de Dios.
Seguimos apostando por el Reino prometido, ya que sabemos, desde la experiencia de la fe, que es
Buena Noticia de salvació n, fuente de belleza, bondad, verdad y vida cuando es acogido. Pero
sabemos también que el Reino no se hace presente de forma triunfal, imponiéndose de forma
arrolladora, coaccionando nuestra libertad o prescindiendo de ella. Puede ser libremente acogido
y entonces hoy, como ya sucedió también en tiempos de Jesú s, los ciegos empiezan a ver, los cojos
pueden caminar, los prisioneros recobran la libertad y los pobres se sienten bienaventurados y se
sientan en el banquete igualitario y fraternal. Pero puede también ser rechazado y entonces el
mundo permanece en la irredenció n, en la injusticia y en la desigualdad y el que lo anuncia puede
correr la misma suerte que corrió Jesú s y ser crucificado.
No vinculamos nuestra esperanza al optimismo histó rico, aunque tampoco necesariamente al
pesimismo. La historia permanece abierta. En ocasiones el Reino se hará má s perceptible, sus
“signos” podrá n descubrirse con relativa facilidad y las utopías intrahistó ricas capaces de mediar
nuestra esperanza brotará n sin mayor esfuerzo. En otras permanecerá má s oculto, como la semilla
enterrada bajo tierra, y hasta será preciso mantener la esperanza “contra spem”. No sabemos
có mo se vincula la marcha del Reino en la historia con su llegada en plenitud ni cuá ndo esta
plenitud advendrá definitivamente. Esto se lo reservamos a Dios. A nosotros nos corresponde
estar a su servicio, anunciá ndolo con toda nuestra vida, con palabra y “signos”, siendo sus testigos
activos “hasta los confines de la tierra” (Cf. Hch 1, 6-8).
A mi entender vivimos hoy tiempos de invierno, tiempos de crisis honda, de exilio y cautividad.
Tiempos de resultados magros, menores que los soñ ados en décadas anteriores. Pero esto no
quiere decir que sean tiempos que hacen imposible la esperanza. Má s bien reclaman una
esperanza paciente, templada en la oscuridad, probada en el compromiso tantas veces
confrontado con el fracaso histó rico, recibida como don puramente gratuito. ¿No fue así la
esperanza de Abraham que supo esperar contra toda esperanza y la del mismo Jesú s que siguió
confiando en su causa del Reino desde la  cruz? ¿No fue acaso en la oscuridad de unas expectativas
inmediatas rotas donde se consumó la entrega esperanzada de Jesú s al Padre? ¿No es ésta la
esperanza que ha rebrotado vigorosa en el pueblo creyente en tiempos de crisis y de tribulació n,
en el seno mismo del peligro, que sabe aguantar el sufrimiento y que es paciente y perseverante,
gratuita y activa, como acredita la Apocalíptica? Digá moslo, pues, con claridad: la esperanza del
cristiano puede afirmarse incluso allí donde ronda el fracaso y los pronó sticos hablan de
derrumbes má s que de vías de salida. Su posibilidad no está siempre alimentada por experiencias
de triunfo. Radica ú ltimamente en la promesa del Dios de Jesucristo que se cumplió
anticipadamente en la resurrecció n del crucificado.
Activemos nuestra esperanza en este tiempo de Adviento. Profundicemos sin miedo en su
razonabilidad y, sobre todo, en su belleza y en su bondad. Pidamos la fuerza del Espíritu para que
esa activació n sea real y se traduzca en renovació n y fortalecimiento de nuestros mejores
compromisos al servicio del Reino. No nos contentemos con la mera contemplació n anticipada del
triunfo final que aguardamos. Busquemos las utopías intrahistó ricas que sean capaces de
mediarla, así como las estrategias que conduzcan a su realizació n en el presente que nos sido
dado. Sepamos templar nuestra esperanza, llegado el caso, desde las ilusiones rotas, desde la
experiencia de la decepció n histó rica. Y no dejemos de seguir suplicando con todo el pueblo de
Dios, recobrando la tensió n apocalíptica que nunca debimos perder, que se interrumpa este
tiempo de dolor, que el Señ or venga ya y que las Promesas de Dios, que en Jesú s recibieron su
amén, sean final y plenamente realizadas.
Una confesió n de fe en tiempos de crisis
07ABR2018Deja un comentario
de evangelizadorasdelosapostoles en Cristianismo, Derechos Humanos, Ecumenismo-Dialogo
Interreligioso, Paz
 
 
 
 
 
 
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Estamos viviendo tiempos peligrosos y polarizadores como nació n, con una peligrosa crisis de
liderazgo moral y político en los má s altos niveles de nuestro gobierno y en nuestras
iglesias. Creemos que el alma de la nació n y la integridad de la fe está n en juego.
Es hora de ser seguidores de Jesú s antes que cualquier otra cosa -nacionalidad, partido político,
raza, etnia, género, geografía- nuestra identidad en Cristo precede a cualquier otra
identidad. Oramos para que nuestra nació n vea las palabras de Jesú s en nosotros. “En esto
conocerá n todos que son mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Juan 13:35).
Cuando la política socava nuestra teología, debemos examinar esa política. El papel de la iglesia es
cambiar el mundo a través de la vida y el amor de Jesucristo. El papel del gobierno es servir al bien
comú n protegiendo la justicia y la paz, recompensando el buen comportamiento mientras se
restringe el mal comportamiento (Romanos 13). Cuando ese rol es socavado por el liderazgo
político, los líderes religiosos deben ponerse de pie y hablar. El reverendo Dr. Martin Luther King
Jr. dijo: “Debe recordarse a la iglesia que no es el amo o el servidor del estado, sino la conciencia
del estado”.
A menudo es deber de los líderes cristianos, especialmente los ancianos, decir la verdad con amor
a nuestras iglesias y nombrar y advertir contra las tentaciones, cautividades raciales y culturales,
falsas doctrinas e idolatrías políticas, e incluso nuestra complicidad en ellas. Aquí lo hacemos con
humildad, oració n y una profunda dependencia de la gracia y el Espíritu Santo de Dios.
Esta carta proviene de un retiro el Miércoles de Ceniza de 2018. En esta temporada de Cuaresma,
sentimos lamentos profundos por el estado de nuestra nació n, y nuestros propios corazones está n
llenos de confesió n por los pecados que sentimos llamados a enfrentar. El verdadero significado
de la palabra arrepentimiento es dar la vuelta. Es hora de lamentarse, confesarse, arrepentirse y
volverse. En tiempos de crisis, la iglesia histó ricamente ha aprendido a regresar a Jesucristo.
Jesus es el Señ or. Esa es nuestra confesió n fundamental. Fue central para la iglesia primitiva y
necesita volver a ser central para nosotros. Si Jesú s es el Señ or, entonces César no lo era, ni
tampoco ningú n otro gobernante político desde entonces. Si Jesú s es Señ or, ninguna otra
autoridad es absoluta. Jesucristo, y el reino de Dios que anunció , es la primera lealtad del cristiano,
por encima de todos los demá s. Oramos, “Venga a nosotros tu reino, há gase tu voluntad, así en la
tierra como en el cielo” (Mateo 6:10). Nuestra fe es personal pero nunca privada, significada no
solo para el cielo, sino para esta tierra.
La pregunta que enfrentamos es esta: ¿Quién es Jesucristo para nosotros hoy? ¿Qué requiere
nuestra lealtad a Cristo, como discípulos, en este momento de nuestra historia? Creemos que es
hora de renovar nuestra teología del discipulado pú blico y el testimonio. La aplicació n de lo que
“Jesú s es el Señ or” significa hoy es el mensaje que encomendamos como ancianos a nuestras
iglesias.
Lo que creemos nos lleva a lo que debemos rechazar. Nuestro “Sí” es la base de nuestro “No”. Lo
que confesamos es que nuestra fe nos lleva a lo que enfrentamos. Por lo tanto, ofrecemos las
siguientes seis afirmaciones de lo que creemos, y los rechazos resultantes de prá cticas y políticas
por parte de los líderes políticos que corroen peligrosamente el alma de la nació n y amenazan
profundamente la integridad pú blica de nuestra fe. Oramos para que nosotros, como seguidores
de Jesú s, encontremos la profundidad de la fe para que coincida con el peligro de nuestra crisis
política.
I. CREEMOS que cada ser humano está hecho a la imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:26). Esa
imagen y semejanza confiere a todos nosotros, como hijos del ú nico Dios que es el Creador de
todas las cosas, una dignidad, valor y dignidad divinamente decretada. El fanatismo racial es una
negació n brutal de la imagen de Dios (la imago dei) en algunos de los hijos de Dios. Nuestra
participació n en la comunidad global de Cristo impide absolutamente cualquier tolerancia al
fanatismo racial. La justicia racial y la curació n son cuestiones bíblicas y teoló gicas para nosotros,
y son fundamentales para la misió n del cuerpo de Cristo en el mundo. Damos gracias por el papel
profético de las iglesias negras histó ricas en América cuando han pedido un evangelio má s fiel.
POR LO TANTO, RECHAZAMOS el resurgimiento del nacionalismo blanco y el racismo en nuestra
nació n en muchos frentes, incluidos los niveles má s altos de liderazgo político. Nosotros, como
seguidores de Jesú s, debemos rechazar claramente el uso del fanatismo racial con fines políticos
que hemos visto. En vista de tal intolerancia, el silencio es complicidad. En particular, rechazamos
la supremacía blanca y nos comprometemos a ayudar a desmantelar los sistemas y estructuras
que perpetú an la preferencia y la ventaja de los blancos. Ademá s, cualquier doctrina o estrategia
política que use resentimientos, temores o lenguaje racista debe ser nombrada como pecado
pú blico, una que se remonta a los cimientos de nuestra nació n y persiste. El fanatismo racial debe
ser antitético para aquellos que pertenecen al cuerpo de Cristo, porque niega la verdad del
evangelio que profesamos.
II. CREEMOS que somos un solo cuerpo. En Cristo, no habrá opresió n basada en raza, género,
identidad o clase (Gá latas 3:28). El cuerpo de Cristo, donde se superará n esas grandes divisiones
humanas, debe ser un ejemplo para el resto de la sociedad. Cuando no superamos estos obstá culos
opresivos, e incluso los perpetuamos, hemos fallado en nuestra vocació n al mundo: proclamar y
vivir el evangelio reconciliador de Cristo.
POR LO TANTO, RECHAZAMOS la misoginia, el maltrato, el abuso violento, el acoso sexual y el
asalto a mujeres que se han revelado aú n má s en nuestra cultura y política, incluidas nuestras
iglesias, y la opresió n de cualquier otro hijo de Dios. Nos lamentamos cuando tales prá cticas
parecen ignoradas pú blicamente, y por lo tanto toleradas en privado, por aquellos en altos cargos
de liderazgo. Defendemos el respeto, la protecció n y la afirmació n de las mujeres en nuestras
familias, comunidades, lugares de trabajo, política e iglesias. Apoyamos las valientes voces de
mujeres que dicen la verdad y que han ayudado a la nació n a reconocer estos abusos. Confesamos
el sexismo como un pecado, que requiere nuestro arrepentimiento y resistencia.
III. CREEMOS có mo tratamos a los hambrientos, a los sedientos, a los desnudos, a los extrañ os, a
los enfermos, y al prisionero es la forma en que tratamos a Cristo mismo. (Mateo 25: 31-46) “En
verdad te digo, así como lo hiciste con uno de los má s pequeñ os que son miembros de mi familia,
me lo hiciste a mí.” Dios nos llama a proteger y buscar justicia para aquellos quienes son pobres y
vulnerables, y nuestro tratamiento de las personas que son “oprimidas”, “extrañ as”, “forasteras” o
consideradas de otra manera como “marginales” es una prueba de nuestra relació n con Dios, que
nos hizo a todos iguales en dignidad divina y amor . Nuestra proclamació n del señ orío de
Jesucristo está en juego en nuestra solidaridad con los má s vulnerables. Si nuestro evangelio no es
“buenas noticias para los pobres”, no es el evangelio de Jesucristo (Lucas 4:18).
POR LO TANTO, RECHAZAMOSel lenguaje y las políticas de los líderes políticos que degradarían y
abandonarían a los hijos má s vulnerables de Dios. Deploramos con fuerza los crecientes ataques
contra inmigrantes y refugiados, que se está n convirtiendo en objetivos culturales y políticos, y
debemos recordarles a nuestras iglesias que Dios hace que el tratamiento de los “extrañ os” entre
nosotros sea una prueba de fe (Levítico 19: 33- 34). No aceptaremos el descuido del bienestar de
las familias y niñ os de bajos ingresos, y nos resistiremos a los reiterados intentos de denegar
atenció n médica a quienes má s lo necesitan. Confesamos nuestro creciente pecado nacional de
poner a los ricos sobre los pobres. Rechazamos la ló gica inmoral de recortar servicios y programas
para los pobres y, a la vez, recortar los impuestos para los ricos. Los presupuestos son documentos
morales. Nos comprometemos a oponernos e invertir esas políticas y encontrar soluciones que
reflejen la sabiduría de personas de diferentes partidos políticos y filosofías para buscar el bien
comú n. Proteger a los pobres es un compromiso central del discipulado cristiano, al cual
atestiguan 2.000 versículos de la Biblia.
IV. CREEMOS que la verdad es moralmente central para nuestra vida personal y pú blica. La
narració n de la verdad es fundamental para la tradició n bíblica profética, cuya vocació n incluye
hablar la Palabra de Dios en sus sociedades y decir la verdad al poder. Un compromiso de decir la
verdad, el noveno mandamiento del Decá logo, “No dará s falso testimonio” (É xodo 20:16), es
fundamental para la confianza compartida en la sociedad. La falsedad puede esclavizarnos, pero
Jesú s promete: “Conocerá n la verdad, y la verdad los hará libres” (Juan 8:32). La bú squeda y el
respeto por la verdad es crucial para cualquiera que siga a Cristo.
POR LO TANTO, RECHAZAMOS la prá ctica y el patró n de mentira que está invadiendo nuestra vida
política y civil. Los políticos, como el resto de nosotros, somos humanos, falibles, pecaminosos y
mortales. Pero cuando la mentira pú blica se vuelve tan persistente que deliberadamente trata de
cambiar los hechos para beneficio ideoló gico, político o personal, la responsabilidad pú blica hacia
la verdad se ve socavada. La entrega regular de falsedades y mentiras consistentes por parte de los
líderes má s altos de la nació n pueden cambiar las expectativas morales dentro de una cultura, la
responsabilidad de una sociedad civil e incluso el comportamiento de las familias y los niñ os. La
normalizació n de la mentira presenta un profundo peligro moral para el tejido de la
sociedad. Frente a las mentiras que traen la oscuridad, Jesú s es nuestra verdad y nuestra luz.
V. CREEMOS que el camino de liderazgo de Cristo es el servicio, no la dominació n. Jesú s dijo:
“Sabes que los gobernantes de los gentiles (el mundo) se enseñ orean de ellos, y sus grandes son
tiranos sobre ellos. No será así entre ustedes; pero el que quiera hacerse grande entre ustedes,
será su servidor “(Mateo 20: 25-26). Creemos que nuestros funcionarios electos está n llamados al
servicio pú blico, no a la tiranía pú blica, por lo que debemos proteger los límites, controles y
equilibrios de la democracia y alentar la humildad y la cortesía de parte de los funcionarios
electos. Apoyamos la democracia, no porque creemos en la perfecció n humana, sino porque no lo
hacemos. La autoridad del gobierno es instituida por Dios para ordenar una sociedad no redimida
por el bien de la justicia y la paz, pero la autoridad final pertenece solo a Dios.
POR LO TANTO, RECHAZAMOS cualquier movimiento hacia el liderazgo político autocrá tico y el
gobierno autoritario. Creemos que el liderazgo político autoritario es un peligro teoló gico que
amenaza la democracia y el bien comú n, y lo resistiremos. La falta de respeto por el estado de
derecho, el no reconocer la igual importancia de nuestras tres ramas del gobierno y el reemplazo
de la civilidad por una hostilidad deshumanizante hacia los oponentes son de gran preocupació n
para nosotros. Descuidar la ética del servicio pú blico y la rendició n de cuentas, a favor del
reconocimiento y la ganancia personal a menudo caracterizado por una arrogancia ofensiva, no
son solo cuestiones políticas para nosotros. Plantean preocupaciones má s profundas sobre la
idolatría política, acompañ adas de nociones falsas e inconstitucionales de autoridad.
VI. CREEMOS a Jesú s cuando nos dice que vayamos a todas las naciones haciendo discípulos
(Mateo 28:18). Nuestras iglesias y nuestras naciones son parte de una comunidad internacional
cuyos intereses siempre superan las fronteras nacionales. El verso má s conocido en el Nuevo
Testamento comienza con “Porque tanto amó Dios al mundo” (Juan 3:16). Nosotros, a su vez,
debemos amar y servir al mundo y a todos sus habitantes, en lugar de buscar primero estrechas
prerrogativas nacionalistas.
POR LO TANTO, RECHAZAMOS “América primero” como una herejía teoló gica para los seguidores
de Cristo. Si bien compartimos un amor patrió tico por nuestro país, rechazamos el nacionalismo
xenó fobo o étnico que coloca a una nació n sobre otras como un objetivo político. Rechazamos la
dominació n en lugar de la administració n de los recursos de la tierra, hacia el desarrollo global
genuino que trae florecimiento humano para todos los hijos de Dios. Servir a nuestras propias
comunidades es esencial, pero las conexiones globales entre nosotros son innegables. La pobreza
global, el dañ o ambiental, los conflictos violentos, las armas de destrucció n masiva y las
enfermedades mortales en algunos lugares afectan finalmente a todos los lugares, y necesitamos
un liderazgo político sensato para tratar con cada uno de estos.
ESTAMOS PROFUNDAMENTE PREOCUPADOS por el alma de nuestra nació n, pero también por
nuestras iglesias y la integridad de nuestra fe. La crisis actual nos llama a profundizar má s
profundamente en nuestra relació n con Dios; má s profundo en nuestras relaciones con los demá s,
especialmente a través de líneas raciales, étnicas y nacionales; má s profundo en nuestras
relaciones con los má s vulnerables, que está n en mayor riesgo.
La iglesia siempre está sujeta a tentaciones de poder, conformidad cultural y divisiones raciales,
de clase y de género, como nos enseñ a Gá latas 3:28. Pero nuestra respuesta es estar “en Cristo” y
“no conformarse a este mundo, sino ser transformados por la renovació n de sus mentes, para que
puedan discernir cuá l es la voluntad de Dios, lo que es bueno y aceptable, y perfecto. “(Romanos
12: 1-2)
La mejor respuesta a nuestras idolatrías políticas, materiales, culturales, raciales o nacionales es el
Primer Mandamiento: “No tendrá s dioses ajenos delante de mí” (É xodo 20: 3). Jesú s resume el
Mandamiento má s grandioso: “Amará s al Señ or tu Dios con todo tu corazó n, tu alma y tu
mente”. Este es el primer mandamiento. Y el segundo es similar a eso. Amará s a tu pró jimo como a
ti mismo. De estos mandamientos depende toda la ley y los profetas “(Mateo 22:38). En cuanto a
amar a nuestros vecinos, agregaríamos “sin excepciones”.
Encomendamos esta carta a pastores, iglesias locales y jó venes que está n observando y esperando
para ver qué dirá n y hará n las iglesias en un momento como este.
Nuestra necesidad urgente, en un momento de crisis moral y política, es recuperar el poder de
confesar nuestra fe. Lamentar, arrepentirse y luego reparar. Si Jesú s es el Señ or, siempre hay
espacio para la gracia. Creemos que es hora de hablar y actuar con fe y conciencia, no debido a la
política, sino porque somos discípulos de Jesucristo, a quienes seremos toda autoridad, honor y
gloria. Es hora de una nueva confesió n de fe. Jesus es el Señ or. É l es la luz en nuestra
oscuridad. “Soy la luz del mundo. El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de
la vida “(Juan 8:12).

7 maneras de orar en los momentos de crisis como Jesú s en Getsemaní


Podemos aprender de Jesú s y de có mo él oró la noche antes de su muerte en el Huerto de
Getsemaní, en su hora má s oscura

¿Có mo podemos elevar hacia Dios nuestros momentos má s oscuros, má s deprimidos y solitarios?
¿Có mo podemos orar cuando nos sentimos tan profundamente solos, desamparados, y todo
nuestro mundo parece estar derrumbá ndose?
Podemos aprender de Jesú s y de có mo él oró la noche antes de su muerte en el Huerto de
Getsemaní, en su hora má s oscura: Era tarde en la noche, acababa de tener su ú ltima cena con sus
amigos má s cercanos, y tenía una hora para prepararse para enfrentar a su muerte. Su humanidad
se abre paso y Jesú s se encuentra postrado en el suelo, pidiendo una vía de escape. Así es como los
Evangelios lo describen:

Jesú s se retiró de sus discípulos, aproximadamente a un tiro de piedra de distancia, y se tiró al


suelo y oró :

"Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti, si quieres, pasa de mí esta copa. Sin embargo,
que se haga tu voluntad y no la mía".
Y al regreso encontró a sus discípulos durmiendo. Así que se retiró otra vez y oraba con una
angustia aú n má s intensa, y su sudor caía a tierra como grandes gotas de sangre. Cuando se
levantó de la oració n, fue a donde estaban los discípulos y los encontró dormidos por pura
tristeza. Y él les dijo: "¿Por qué está n durmiendo? Levantaos y orad para que no sean puestos a
prueba." Y él oró por tercera vez, y un á ngel vino y lo fortaleció , y se levantó para enfrentar con
fuerza lo que le esperaba.
Esta oració n de Jesú s en Getsemanípuede servir como un modelo de có mo podemos orar cuando
estamos en crisis. En cuanto a la oració n, podemos destacar siete elementos, cada uno de los
cuales tiene algo que enseñ arnos en términos de có mo orar en nuestros momentos má s oscuros:
1. Los temas de la oració n nacen en la soledad:

Los Evangelios destacan esto, tanto en términos de que la oració n tiene lugar en un jardín (el lugar
arquetípico para el amor) y en que Jesú s esta "a la distancia de un tiro de piedra" de sus seres
queridos quienes no pueden estar presentes ante lo que él está pasando. En nuestras má s
profundas crisis, siempre estamos dolorosamente solos, a dos pasos de distancia de los demá s.
Una profunda oració n se debe hacer desde ese lugar.
2. La oració n es de una gran familiaridad:

Comienza la oració n llamando a su padre "Abba", el término má s familiar posible, la frase que un
niñ o usaría sentado en su regazo o el de su padre. En nuestros momentos má s oscuros, tenemos
que estar con mayor familiaridad con Dios.
3. La oració n es de una total honestidad:

Clá sicamente oració n se define como " la elevació n de la mente y el corazó n hacia Dios". Jesú s hace
esto, radicalmente, siendo completamente honesto. Le pide a Dios que le quite el sufrimiento, que
le dé una salida. Su humanidad se estremece ante el deber y pide una vía de escape. Esa es oració n
sincera, verdadera oració n.
4. La oració n es de una total impotencia:

É l cae al suelo, postrado, sin convicció n sobre su propia fuerza. Su oració n contiene la petició n de
que si Dios va a hacer esto a través de él, Dios necesita darle la fuerza para ello.
5. La oració n es de apertura, a pesar de la resistencia personal:

A pesar de que él se encoge ante lo que se le está pidiendo que se someta y pide un escape, él
todavía le da a Dios el permiso radical para entrar en su libertad. Su oració n le abre a la voluntad
de Dios, si eso es lo que en ú ltima instancia se pide de él.
6. La oració n es de repetició n:

Repite la oració n varias veces, cada vez con má s insistencia, sudando sangre, y no só lo una vez,
sino varias veces.
7. La oració n es de transformació n:

Finalmente un á ngel (fuerza divina) va y le fortalece y él se entrega a lo que se le pidió que se


sometiera en base a ésta nueva fuerza que viene de fuera de él. Sin embargo esa fuerza só lo puede
fluir en él después de que, a través del desamparo, deja a un lado su propia fuerza. Es só lo después
de que el desierto ha hecho su obra en nosotros que estamos dispuestos a dejar que la fuerza de
Dios fluya en nosotros.
En su libro "Paso Hacia la libertad", Martin Luther King relata có mo una noche, después de recibir
una amenaza de muerte, él se asustó , se entregó al miedo, y, no muy diferente a Jesú s en
Getsemaní, literalmente, se derrumbó en el suelo con miedo, con soledad, con impotencia – y en
oració n. El confesó que su oració n esa noche fue toda una sú plica a Dios para que le permitiera
encontrar una forma honorable de escapar, sin embargo Dios pidió algo má s de él. He aquí sus
palabras finales a Dios en oració n:

"Aunque ahora tengo miedo. Las personas me está n buscando por liderazgo, y si me presento ante
ellos sin fuerza y valor, ellos también se tambaleará n. Estoy al final de mis poderes. No me queda
nada. He llegado hasta el punto donde no puedo afrontarlo solo." Luego añ ade: "En ese momento
sentí la presencia de Dios como nunca lo había experimentado antes." Un á ngel le encontró .
Cuando oramos sinceramente, cualquiera que sea nuestro dolor, un á ngel de Dios siempre nos
encontrará .

Para san vicente

En el lenguaje de Vicente de Paú l es la palabra “prueba”, la que contiene lo que actualmente


nosotros definimos como “crisis”.

Quiero referir algunos textos de nuestro fundador:


Repetición de oración del 16.03.1656
“El padre Vicente dijo luego que tenía también miedo de que algunos de la compañ ía fuesen
demasiado amigos de desear y querer tener todas las comodidades y que no les faltase nada: bien
vestidos, bien alimentados, buen pan, buen vino, y así todo lo demá s; esta situació n es muy
peligrosa. Porque decidme, padres, ¿qué razó n da el evangelio de la perdició n de aquel rico
malvado, sino que estaba bien vestido, comía bien y no daba limosna a los pobres? (Cfr. Lc 16,19-
22). Esa es la razó n que da el evangelio de por qué se condenó . El pobre Lá zaro estaba pidiendo
limosna a su puerta, y no le daba nada, pensando só lo en comer bien y en vestir con toda
suntuosidad. Esa era la situació n de aquel pobre miserable. Y nosotros, padres y hermanos míos,
que hemos de trabajar en el campo por la salvació n de los pobres aldeanos, a quienes tenemos que
mirar y considerar como nuestros dueñ os y señ ores, dado que la compañ ía ha sido llamada para
servirles, ¿queremos sin embargo que no nos falte nada y disponer de todo abundantemente?
¿Qué le contestaremos a Dios? ¿Qué excusa podremos presentar? ¡Ay, miserable de mí, que no
carezco de nada, qué cuentas tendré que dar a Dios!

Repetición de la oración del 15 de noviembre de 1656:


Naufragio del barco que llevaba a Madagascar a Francisco Herbron, a Carlos Boussordec y al
hermano Cristó bal Delaunay. Lecciones que hay que sacar de este accidente.
El padre Vicente dio la señ al para que se le acercaran todos, como si se tratara de hacer la
repetició n habitual de la oració n, y les dijo: Os ruego que os acerquéis, no para repetir la oració n,
sino para hablaros de una gracia que Dios, con su bondad infinita, acaba de conceder a algunos de
la compañ ía, para que se lo agradezcá is; y ademá s para comunicaros el desastre que les ha
ocurrido a otras personas. Ya sabéis el gran viento que se levantó el ú ltimo día de todos los santos,
tan intenso que rompió hasta una de las ventanas de este edificio y derrumbó parte de la chimenea
del edificio nuevo. Al día siguiente, día de los difuntos, aumentó la tempestad; y para evitar el
peligro, hicieron bajar el barco frente a San Nazario, en la ría de Nantes. Viendo todo esto y que la
tempestad seguía durante todo el día, se volvieron a San Nazario, donde durmieron.
Y he aquí que durante la noche, a eso de las once, el temporal se hizo aú n má s recio y empujó el
barco hacia un banco de arena, donde quedó destrozado. Pero Dios inspiró a algunos la idea
instintiva de hacer una especie de balsa con maderos ligados entre sí. …lo cierto es que subieron
allá dieciséis o diecisiete personas a merced de las aguas y bajo la misericordia de Dios. Entre esas
dieciséis o diecisiete personas estaba nuestro pobre hermano Cristó bal Delaunay que, con un
crucifijo en la mano, empezó a animar a sus compañ eros. «¡Animo!, les decía, ¡tengamos mucha fe
y confianza en Dios, esperemos en nuestro Señ or y él nos sacará del peligro!». Y empezó a
desplegar su manto para que sirviese de vela. No sé si los demá s tendrían también alguno; el caso
es que él desplegó el suyo, dá ndole quizá s a uno que lo tomara por un lado y a otro por el otro; y
de esta manera lograron llegar a tierra, librá ndoles Dios del peligro en que estaban por su bondad
y especial protecció n; llegaron a tierra todos con vida, excepto uno que murió de frío y del. miedo
que pasó en aquel peligro.
¿Qué diremos de todo esto, padres y hermanos míos? Solamente que son incomprensibles los
caminos de Dios y ocultos a los ojos de los hombres, incapaces de comprenderlos. ¡Señ or, parecía
que tú querías establecer tu imperio en aquellos países, en las almas de aquellos pobres infieles, y
ahora sin embargo permites que perezca y caiga en ruinas en el mismo puerto todo lo que parecía
iba a contribuir a ello! Luego, dirigiéndose a la compañ ía, siguió diciendo: No, padres y hermanos
míos, no debe extrañ arnos todo esto. Y que no se desanime por este accidente ninguno de aquellos
a los que nuestro Señ or les ha dado el deseo de ir a aquellos países, ya que los designios de Dios
son tan ocultos que nunca los vemos. Y esto no quiere decir que él no quiera la conversió n de
aquellas pobres gentes. Si ha permitido este desastre, lo ha hecho por razones que ignoramos. En
fin, ¿qué sabemos nosotros de la razó n de ese accidente? Por ello no hemos de acusar ni a éste ni al
otro; lo que hemos de hacer es adorar la voluntad de Dios.
Y si las cosas han sucedido de este modo, ¿será razonable que a los que han recibido de Dios el
deseo de marchar a aquellas tierras se les ponga la carne de gallina, por haber perecido un barco?
No quiero creer que haya gente así en la compañ ía. Mirad, los grandes proyectos siempre se ven
atravesados por diversas peripecias y dificultades, que surgen porque Dios las permite. Entonces,
¿es que no quiere que la compañ ía prosiga esta obra que él ha comenzado? Sí, padres, Dios quiere
que la compañ ía la lleve adelante. Entonces, ¿có mo es que echa por tierra precisamente lo que
podía contribuir a ello? No, no penséis de este modo. Al contrario, ¿no os decía anteayer, al hablar
de la Iglesia, có mo hasta treinta y cinco papas habían sido martirizados, uno tras otro? ¿Y para qué
esto, sino para hacer ver que tenía que cumplirse lo que Dios había decidido y que la Iglesia
seguiría en pie a pesar de todas las calamidades, a pesar de todas las persecuciones, que eran tan
grandes que los cristianos no se atrevían a salir a la luz del sol y se ocultaban en las cavernas, unos
por un lado y otros por otro? Al ver esto, parecería como si Dios no quisiese que siguiera en pie la
Iglesia; pero fue todo lo contrario, porque las gotas de sangre de todos aquellos má rtires
asesinados eran otras tantas semillas que servían para el robustecimiento de su iglesia.
Fijaos, Dios no cambia nunca en lo que una vez ha decidido; aunque suceda todo lo que sea que a
nosotros nos parezca contrario. Podemos verlo en Abraham: Dios le había prometido a Abraham
que multiplicaría su descendencia como las estrellas del cielo. Abraham no tenía má s que un hijo,
pero Dios mandó que lo sacrificara, que le cortase la cabeza, a aquel de cuya semilla habría de
tomar nacimiento la madre de su propio Hijo. ¿No tenía motivos Abraham para decir: «¿Pues qué,
Señ or? Tú me has prometido que mi descendencia se multiplicaría como las estrellas del cielo; sin
embargo, sabes que no tengo má s que un hijo, ¡y me mandas que lo sacrifique!». Pero Abraham
espera contra toda esperanza; Y Dios, como acabo de decir, que no cambia jamá s de resolució n en
los designios que ha decidido una vez, detuvo el golpe.
Del mismo modo, hermanos míos, Dios quiere también probar nuestra fe, nuestra esperanza y
nuestro celo con este accidente que acaba de suceder. Dios quiere castigar a todo el mundo; envía
el diluvio universal para castigar los horribles pecados que se cometían; pero ¿qué hace? Le
inspira a Noé el pensamiento de construir un arca, y Noé estuvo construyéndola durante cien
añ os. ¿Por qué creéis que quiso Dios que se tardara tanto tiempo en construir aquel arca, sino para
ver si el mundo se convertía, si hacía penitencia y se aprovechaba de lo que Noé les decía por la
ventana de su arca, gritando a pleno pulmó n, segú n algunos autores: «Haced penitencia, pedid
perdó n a Dios»? Esto nos hace ver una vez má s có mo, aunque parecía que Dios deseaba que todo
el mundo quedase ahogado bajo las aguas, sus designios eran distintos, ya que quiso que Noé y
toda su familia quedasen libres del naufragio, a fin de repoblar el mundo y para que se llevase a
cabo lo que él había decidido desde toda la eternidad a propó sito del nacimiento de su Hijo. ¿Y no
vemos también có mo el Padre eterno, al enviar a su Hijo a la tierra para que fuera la luz del
mundo, no quiso sin embargo que apareciera má s que como un niñ o pequeñ o, como uno de esos
pobrecillos que vienen a pedir limosna a esta puerta? ¡Padre eterno, tú enviaste a tu Hijo a
iluminar y enseñ ar a todo el mundo, pero ahora lo vemos aparecer de esa manera! Pero esperad
un poco y veréis los designios de Dios; como ha decidido que el mundo no se pierda, por eso, en su
compasió n, ese mismo Hijo dará su vida por ellos. Pero, padres y hermanos míos, si consideramos
por otra parte la gracia que les ha concedido a los de la compañ ía de librarse de este naufragio,
¿verdad que estaréis de acuerdo en que Dios protege de una manera especial a esta pobre,
pequeñ a y miserable compañ ía? Esto es, padres, lo que má s debe animarla a que se entregue cada
vez má s a su divina Majestad de la mejor manera que le sea posible, para llevar a cabo su gran
obra: la obra de Madagascar. ¿Quién pensaba antes en ello? ¿Habríamos tenido la temeridad de
querer emprender por nosotros mismos esta gran obra, o incluso de pensar que Dios se dirigiría
para esta finalidad a la compañ ía má s pobre y miserable que había en la Iglesia? No, padres; no,
hermanos míos; nosotros no pensá bamos en ello; jamá s pedimos ir a Madagascar; fue el señ or
nuncio del papa el que primero nos habló de este asunto y nos pidió que le proporcioná semos
algunos sacerdotes de la compañ ía para enviarlos allá , atendiendo a las sú plicas que para ello le
hicieron algunos de los señ ores interesados y mercaderes que allí trabajan, creyendo dichos
señ ores que a ningú n otro podrían dirigirse mejor para tener sacerdotes, tal como se necesitaban
en aquellas tierras, que el señ or nuncio del papa, que puso en nosotros sus ojos; y así fue como
enviamos a los padres Nacquart y Gondrée. ¿No admirá is la fuerza del espíritu de Dios en ese
muchacho, nuestro buen hermano Cristó bal, que es un joven tímido,. humilde y manso? Sí, es el
joven má s humilde y má s manso que conozco. Y helo allí, con el crucifijo en la mano, gritando a sus
compañ eros para animarles: «Animo; esperemos en la bondad y en la misericordia de Dios, que
nos sacará de este peligro». Les. diré de pasada, hermanos míos, que esto debe enseñ aros que
nunca debéis estar sin crucifijo. No fue él, hermanos míos, el que hizo esto; el que lo hizo fue
solamente Dios, actuando por medio de él. Pero, después de todo, aunque ellos hubieran muerto a
la cabeza de todos cuantos iban en aquel barco, hay motivos para creer que se hubieran sentido
muy felices de morir sirviendo a Dios a la cabeza de sus ovejas, ya que todas aquellas personas
habían sido encomendadas a ellos, en lo espiritual, durante toda la navegació n. A propó sito de
esto, me acuerdo de lo que me ha contado ya varias veces hace quince o dieciocho añ os, el padre
de la señ orita Poulallion, el señ or Lumague, que era de Tívoli, en Lombardía, donde murió su
esposa; este señ or me decía que, cuando Dios quiso destruir aquella ciudad, que estaba situada en
la
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ladera de una montañ a, hubo algú n tiempo antes un gran terremoto, que sacudió toda aquella
montañ a y derribó muchos á rboles. Esto les inspiró a algunos el pensamiento de que Dios estaba
irritado contra aquella ciudad por los desó rdenes y pecados que se cometían y entre otros, a un
pá rroco de aquel lugar, hombre muy sabio y piadoso, que hizo sonar la campana para llamar a sus
feligreses. Oyeron la campana, vinieron a la iglesia; aquel buen pá rroco subió al pú lpito, les
predicó y les movió a convertirse y a pedir perdó n a Dios. Entre los que estaban en aquella
predicació n había un hombre de bien, al que, durante el sermó n Dios le inspiró la idea de salir de
la ciudad y de retirarse para evitar el peligro que la amenazaba. Salió , fue a su casa, tomó en una
diligencia a su mujer y a sus hijos, llevá ndose también las cosas má s valiosas que tenían; salieron y
se marcharon. Cuando estaban ya un poco lejos de la ciudad, se acordó de que no había dejado
bien cerrada su tienda y le dijo a un hijo suyo que iba con él: «Mira, ve y cierra bien la tienda, pues
me he olvidado de cerrarla». El muchacho se volvió y se encontró con toda la ciudad desolada en
un momento; todo estaba derrumbado en un gran desorden. Todo esto, padres y hermanos míos,
nos hace ver có mo Dios tiene cuidado de los hombres y que, si los castiga, lo hace só lo en ú ltimo
extremo y después de haberlos incitado por diversos medios a convertirse a él, y có mo tiene un
cuidado especial de quienes le sirven, como veis que lo hizo con ese hombre, al que mandó , como
antiguamente a Lot cuando quiso destruir a Sodoma y a Gomorra, que saliera de la ciudad 7. Bien,
vamos a terminar. Me parece que tenemos que hacer dos cosas: la primera, dar gracias a Dios por
la protecció n que ha tenido de nuestros misioneros, así como también de las demá s personas que
ha librado de este peligro; para ello, les ruego a todos los sacerdotes que no tengan otra obligació n
que ofrezcan hoy el santo sacrificio de la misa por esta intenció n. La otra cosa que debemos hacer,
segú n creo, es decir una misa solemne de difuntos por el descanso de las almas de los que se han
ahogado, que son unos ciento veinte, entre quienes está n el lugarteniente del capitá n y otra
persona importante. Ex
________
7 Cfr. Gén 19.
265
ceptuando a los dieciséis de que he hablado y a otros dieciocho que había en tierra, todos los
demá s han muerto. Celebraremos mañ ana esa misa, si Dios quiere. Estamos tanto má s obligados a
ello cuanto que parece que Dios los había puesto bajo la direcció n de los sacerdotes de la
compañ ía, que debían servirles como pá rrocos durante todo el viaje y después de haber llegado
allá . Creo que así será mejor, que vaya por delante nuestra gratitud.
Nota: He sabido también por una persona de la compañ ía que de este peligro se salvaron 34
personas, esto es, 16 por medio de aquella balsa o tablado del que se habló anteriormente, entre
quienes estaba nuestro hermano Cristó bal; y 18 que estaban en tierra, entre ellos los padres
Herbron y Boussordec, sacerdotes de la Misió n, junto con el capitá n del barco; y que todos los
demá s, 130 personas en total, perecieron con el barco.
Conferencia del 6 de junio de 1659
Hasta ahora no hemos sufrido má s que cosas de poca importancia. Dios nos ha ahorrado el
sufrimiento por el conocimiento que tiene de nuestra debilidad. ¡Ojalá nos haga dignos de sufrir
algo por su servicio! ¡Ojalá nos pruebe y nos cribe! Porque me parece que es preciso que haya
alguna sangría para que disminuyan estos calores que advierto en la compañ ía; casi todo sale a
nuestro gusto; tenemos necesidad de alguna contrariedad que nos afirme en la confianza en Dios,
en el despego de nosotros mismos y en esa plenitud de gozo que acompañ a a todos los que sufren.
¿Quién nos afianzará en este gozo perfecto, esto es, en la fuente de la verdadera alegría? Quiere
decir esto que todos los motivos de alegría está n acumulados y encerrados en un alma afligida y
perseguida, poniéndola en un estado bienaventurado.

¡Oh Salvador de nuestras almas, que nos has llamado al seguimiento de tus má ximas y a la
imitació n de tu vida humilde y despreciada! Pon en nosotros las disposiciones necesarias para
sufrir, de la manera que tú deseas, las persecuciones que tengas a bien enviarnos. Afírmanos en
ese estado bienaventurado que has prometido a las personas afligidas y perseguidas. Haz que nos
mantengamos firmes en la persecució n, sin huir ni doblegarnos ante los ataques del mundo. Te lo
pido por el mérito de tus sufrimientos.
Conferencia de 1659, sobre las privaciones que impone a la comunidad la helada de los
trigales y de las viñas
El padre Vicente pone el ejemplo de las ciudades sitiadas y de los barcos en apuros, donde se
reduce el alimento y la bebida. Anuncia a la comunidad que la ració n de vino se reducirá a un
cuarto de litro y la invita a someterse a la voluntad de la providencia.
Un día, habiéndose helado los trigos y las viñ as con los fríos tardíos, el santo habló a los suyos y
terminó su discurso con estas palabras: Hemos de gemir bajo la carga de los pobres y sufrir con los
que sufren; si no, no somos discípulos de Jesucristo. ¿Qué vamos a hacer? Los habitantes de una
ciudad asediada miran de vez en cuando los víveres de que disponen. ¿Cuá nto trigo tenemos?
Tanto. ¿Cuá ntas bocas? Tantas. Y segú n esto tasan el pan que debe tener cada uno y dicen: “Con
dos libras por día, podemos tirar hasta tal fecha”. Y cuando ven que el asedio puede durar má s y
que los víveres van disminuyendo, se limitan a una libra de pan, a diez onzas, a seis o a cuatro
onzas para resistir má s tiempo e impedir ser conquistados por el hambre. Y en el mar, ¿qué es lo
que hacen cuando un barco ha sido arrojado por la tempestad y detenido mucho tiempo en algú n
rincó n? Cuentan las galletas, toman nota del agua que queda y, si hay poco para poder llegar
adonde desean ir, disminuyen la ració n; y cuanto má s tardan, má s la racionan. Pues bien, si los
gobernadores de las ciudades y los capitanes de los barcos obran de ese modo, y si la prudencia
misma requiere que obren con esa precaució n, ya que de otra forma podrían perecer, ¿por qué no
vamos a hacer nosotros lo mismo? ¿Acaso los demá s ciudadanos no recortan también su
presupuesto y las mejores casas no miden también su vino, al ver que este añ o no se podrá
vendimiar y quizá s resulte difícil encontrar vino el añ o que viene?
Todo esto, hermanos míos, nos ha hecho pensar en lo que teníamos que hacer; ayer reuní a los
sacerdotes antiguos de la compañ ía para pedirles su parecer; hemos creído conveniente reducir el
vino a un cuarto de litro por comida, por este añ o. Esto les disgustará a algunos que creen
necesitar un poco má s; pero como está n acostumbrados a someterse a las ó rdenes de la
providencia y a superar sus apetitos, sabrá n aceptar este contratiempo, lo mismo que hacen
cuando se trata de otra clase de mortificació n, que no se quejan. Quizá s algunos se quejen por
estar apegados a sus propias satisfacciones: espíritus carnales, hombres sensuales e inclinados a
sus placeres, que no quieren perder ninguno y que murmuran de todo lo que no les sale a su gusto.
¡Oh Salvador, líbranos de este espíritu de sensualidad!

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