Analisis La RR

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En este capítulo se hace un análisis que se realiza a través de la presentación de tres aspectos:

a) Una semblanza del autor, que tiene como fin dar a conocer detalles biográficos de Soto
Aparicio que dan cuenta de su prolífico recorrido en el mundo literario, de su laureada labor y
de su tendencia literaria realista
b) Una cuidadosa diégesis de la novela, en la que se entera al lector del argumento de la
narración.
c) Una contextualización histórica, en la que se visualiza la novela como una manifestación
literaria del periodo de auge industrial vivido en Colombia en la década de los 40 y los 50, que
suscitó transformaciones comerciales, sociales y culturales en diversas zonas del país, entre
ellas, el departamento de Boyacá (tierra natal del autor).

1.1. Semblanza de Soto Aparicio


Fernando Soto Aparicio es hijo de la tierra boyacense. Nació en Socha el 11 de octubre de 1933
y, al mes de nacido, se mudó con sus padres a Santa Rosa de Viterbo en donde vivió hasta
1960, para luego trasladarse a la ciudad de Bogotá (lugar donde reside actualmente). Desde
niño descubrió el encanto de la lectura y la escritura, el mismo que aún vive con intensidad y
que lo ha llevado a publicar 60 libros que responden a géneros literarios disímiles: novelas,
cuentos, poemas, ensayos, libretos y relatos, en los que la paz, el amor, la realidad del ser
humano, la violencia, la verdad no contada de América, la muerte, la migración, el desarraigo,
la esencia de Dios y la esperanza, destacan como temas principales.
Aunque sólo cursó formalmente hasta cuarto de primaria, su talento literario ha sido
homenajeado a nivel nacional e internacional: Doctor Honoris Causa Laureatus in literature, de
la Universidad Philo Bizantina de Miami, florida; Doctor Honoris Causa en Humanidades, de la
Universidad Interamericana de Ciencias Humanísticas, de Buenos Aires, Argentina; Doctor
Honoris Causa, de la Universidad Simón Bolívar, de Barranquilla; Professor Emeritus in
Literatura, de la Universidad ASAM, de Roma, Italia; y recientemente, el 28 de julio del año
2013, recibió el doctorado Honoris Causa en Educación y Humanidades de la Universidad
Militar Nueva Granada, de Bogotá. Asimismo, es reconocido como Miembro de la Academia
Nazionale di Lettere, Arti e Scienze “Ruggero II di Sicilia”, Palermo, Italia; Miembro
correspondiente de la Academia Boyacense de Historia, Tunja; y Miembro correspondiente de
la Academia Colombiana de la Lengua, Bogotá.
Estos títulos reconocen la labor de un escritor que, siendo consciente de la inexorabilidad de los
efectos del tiempo en la persona humana, se ha preocupado porque sus libros no envejezcan,
que permanezcan siempre combativos y beligerantes, conservando su testimonio personal sobre
la tierra; libros, unos, que narran el drama de la violencia colombiana, y otros, que son toda una
suma de ternura. Su personalidad tranquila, fraterna y tolerante se antepone a la rigurosidad de
muchos de los discursos que elabora su pluma, en los que denuncia tanto la inequidad como la
injusticia que han debido padecer los habitantes de los sectores marginales de la sociedad
colombiana. Estas situaciones son las que más le han dolido de la Colombia en la que vive, la
Colombia del exabrupto y del atropello.
Su vida literaria no ha sido del todo expedita, por el contrario, su encuentro con la censura y la
incredulidad del mundo editorial le ha exigido crecer en la perseverancia, la lucha y la
convicción personal. Terminó su primera novela, Los Bienaventurados (1960), cuando cumplió
21 años, y tuvo que batallar durante cuatro años con las editoriales y las Secretarías de
Educación de algunos Departamentos para que se la publicaran. En el comienzo de su carrera
de escritor (que se desarrolló en España para sus seis primeras novelas), tropezó de frente con
la implacable censura del General Franco en la década del 60, que le significó la prohibición de
publicaciones como La rebelión de las ratas (1962), El espejo sombrío (1967), Después
empezará la madrugada (1970) y Puerto Silencio (1974); las tres primeras salieron a la luz
pública luego de aunar muchos esfuerzos, pero la última no gozó de autorización. En 1998,
cuando publica Y el hombre creó a Dios, vuelve a enfrentar las críticas de las entidades
editoriales y de muchos lectores quienes llegaron a considerarlo ateo.
Con la agudeza del tono que emplea en sus novelas y su forma de representar la realidad de su
país natal, Soto Aparicio no deja de escribir y de reinventarse en cada nueva publicación, como
lo deja ver con los más de 60 libros que tiene en el mercado y con su última producción El
duende de la guarda (2013), a la edad de ochenta años.
A pesar de este cuantioso número de obras publicadas, a la pregunta ¿Quién es Fernando Soto
Aparicio?, la respuesta siempre será: el autor de La rebelión de las ratas; obra realista con la
que recibió en Barcelona, en 1961, el Premio Selecciones Lengua Española, y que lo consagró
por su forma dramática de novelar aspectos del fenómeno social que vivió Colombia en el
periodo del auge de la industrialización.
Para escribir esta novela trabajó durante 15 días como minero en una de las trece minas de
carbón más importantes de Paz de Río: La Chapa. Armado de casco, piqueta y linterna vivió la
vida de los mineros y fue testigo de la presencia dominante de los extranjeros en la región. De
su experiencia en Paz de Río y en La Chapa, nacieron, respectivamente, el valle de Timbalí y la
mina La Pintada en la que trabajará Rudecindo Cristancho (protagonista de la historia).
Por ese estilo narrativo en el que retrata aspectos reales de la sociedad colombiana, Ayala
Poveda (1994) lo clasifica dentro de la corriente literaria denominada Realismo Crítico, en la
que los autores se caracterizan por “su visión crítica, humanizada y firme de la sociedad. No
hacen una denuncia abierta, antiimperialista, política. Mas bien ubican sus obras literarias en el
vórtice de la angustia, la violencia, las guerras secretas y familiares.

1.2. Diégesis de la novela


En La rebelión de las ratas, Fernando Soto Aparicio narra la historia de Rudecindo Cristancho,
su esposa Pastora y sus dos hijos: María Helena de Nuestra Señora de las Mercedes (Mariena),
de 14 años, y Francisco José de la Santa Cruz (Pacho), de 12 años, en la ciudad de Timbalí; una
familia campesina que llega a esta ciudad movida por el afán del progreso, de la riqueza fácil,
de una mejor calidad de vida.
La historia se desarrolla en 20 días, desde el sábado 10 de febrero hasta el jueves 29 del mismo
mes. Comienza indicando que el valle ha sufrido una transformación generada por la irrupción
del progreso, de la industria minera y de la explotación de carbón a gran escala que trae consigo
la presencia de migrantes tanto extranjeros como nativos, motivados todos por la sed de
fortuna. Ese valle es Timbalí, “el que estaba llamado a ser, sin duda, el principal centro minero
del país” (Soto Aparicio, 1981, p. 9).
Ese 10 de febrero, la familia de Rudecindo Cristancho llega a Timbalí a las 9:00 A.M., divisan
la ciudad y distinguen desde lo alto el barrio de los ricos y el barrio de los pobres, recorren las
calles buscando un lugar donde alojarse, pero se encuentran con la falta de solidaridad de los
habitantes que les expresan cualquier tipo de disculpas con tal de no ayudarles. Es así como
después de caminar una hora, llegan al límite del pueblo, al basurero de la ciudad, y allí
encuentran dos chozas, una de ellas ocupada por Cándida (una prostituta que había llegado sola
a Timbalí impulsada por el vértigo) y su hijo Neco (un pequeño pálido, delgado, débil y blando,
hijo del Diablo), y la otra, vacía, sin dueño, en condiciones precarias, pero destinada a
recibirlos
Mientras Pastora y sus dos hijos se acomodan en su nueva casa, Rudecindo Cristancho (hombre
de cuarenta años, alto, enjuto, resignado, trabajador, temeroso, analfabeta, de personalidad
pasiva y casado hace 15 años), se lanza otra vez a caminar por las calles de la ciudad con sus
pies descalzos y en medio de un calor sofocante, ahora en dirección a las oficinas de la
Compañía Carbonera del Oriente, con el ánimo de pedir trabajo en el oficio que resulte y así
poder comenzar a devengar el salario que le permita abandonar su vida de pobreza. Mientras
está haciendo la fila para ser atendido, escucha el ruido de la sirena central que anuncia que ha
llegado la hora de descansar, que, por ese día, no se atiende más en las oficinas, y que debe
esperar hasta el lunes para volver a intentar pedir trabajo.
Con treinta centavos en el bolsillo, la familia de Rudecindo debe pasar el fin de semana, pero es
Cándida la que les ofrece compartir algo de sopa para disfrazar el hambre. Ella misma les habla
de la tienda de Joseto adonde pueden ir a comprar los alimentos que necesiten, de la mina La
Pintada en la que están necesitando trabajadores, de algunas costumbres de los hombres del
pueblo, del oficio de lavandera que puede desempeñar Pastora aún con sus siete meses de
embarazo, y de cómo reparar las goteras de la casa para que su estadía sea menos incómoda.

De esa forma comienza a tejerse una amistad entre Cándida y la familia de Rudecindo
Cristancho, la misma que viene a consolidarse aquella noche del martes 13 de febrero cuando el
Diablo incendia la casa de su amante (Cándida) y la deja sin dónde vivir. Rudecindo, después
de auxiliarla, le ofrece su humilde hogar y la compañía de su familia.
Rudecindo Cristancho logra emplearse en La Compañía Carbonera del Oriente. Es contratado
por Míster Brown como minero en la mina La Pintada y su misión consiste en reconstruir el
túnel de la mina, la cual dejó de operar después de un derrumbe ocurrido el 29 de diciembre del
año anterior, en el que perecieron cuatro mineros cuyos cadáveres aún no han sido extraídos.
Ese lunes 12 de febrero en el que Rudecindo ingresa a la nómina de la Compañía, escucha las
palabras que más lo marcan durante su estancia en Timbalí: El horario de trabajo en el socavón
de La Pintada es de 9 horas diarias: comienza a las 7:00 A.M., sale a las 12:00 M.; regresa a la
1: 30 P.M. y sale a las 5:30 P.M. Allí trabaja Rudecindo Cristancho con nueve obreros más:
Paco Espinel (el 22066. Hombre líder, amable, solidario y con un excelente dominio de la
palabra), Lechuza (el 22104), Grimaldos (el 22110), Cándido Cipagauta (el 22009), el 22984,
el 22576, el 22999, el 22030 y el 22232; todos bajo el mando del capataz: un hombre alto,
fornido, de su misma condición social, altanero, despiadado, que gana doce pesos diarios y que
tiene la confianza de los jefes de la Compañía.
Rudecindo pasa sus días en el socavón de La Pinta recibiendo los insultos y las órdenes
inclementes del capataz, enterrado en la tierra, encerrado en un túnel. Antes de llegar a Timbalí,
había sido jornalero, vaquero, peón, sembrador y hasta mecánico, pero ahora es un minero más
que profana el vientre de las montañas.
De la misma forma que va creciendo el principio de rebelión en el interior de Rudecindo al
padecer la injusticia, la inequidad, el abuso, el dolor y la angustia, va aumentando también en
silencio su atracción por Cándida, su gusto por ella como hembra.
En la mañana del miércoles 14 de febrero, mientras Rudecindo se encuentra en la mina,
Mariena tiene un encuentro que le será definitivo. Al tiempo que Pastora, Mariena, Pacho y
Neco van a acompañar a Cándida al hospital para que le hagan las curaciones de las heridas que
le quedaron en el cuerpo (producto del incendio), Mariena se dirige a la tienda de Joseto con la
intención de comprar una libra de sal para la mazamorra. En su recorrido se encuentra con el
Diablo, hombre que trabaja conduciendo uno de los camiones de la Compañía Carbonera del
Oriente que transporta obreros y materiales, de porte imponente, mujeriego, rudo y temido
entre los habitantes de Timbalí. Él la ve, desciende del camión para preguntarle cómo se llama,
le dice lo linda que es y le expresa su deseo de tenerla. Mariena sólo corre, asustada con las
palabras del Diablo, pero a partir de ese momento no deja de pensar en él.
La llegada a Timbalí no trae a Rudecindo ni a su familia la felicidad que habían venido
buscando, al contrario, el hambre, la miseria y la necesidad, se convierten en estados constantes
de cada uno de los integrantes, y van generando situaciones delicadas: Joseto quiere
aprovecharse de Mariena la mañana del jueves 15 de febrero cuando ella va a su tienda a
pedirle que le fíe un poco de pan; Pacho (niño alegre, emprendedor, violento y decidido, que
carga en su interior una chispa de rebelión producto de las amarguras que ha tenido que sufrir)
roba la alcancía de la iglesia (doce pesos con cuarenta y tres centavos) para llevar a su casa
panela, sal, harina y hasta carne, desesperado especialmente por el llanto de Neco causado por
el hambre insaciable; el mismo Pacho es encerrado en la cárcel por clavar su cuchillo en la
pierna del Diablo aquella tarde del sábado 17 de febrero cuando aquel hombre trata de besar a
su hermana; y Don Ricardo García, alcalde de Timbalí, les recuerda a Rudecindo, a Pastora, a
Mariena y a Cándida lo miserables que son, al volverles la espalda cuando van a buscarlo al
barrio de los ricos para pedirle que deje salir a Pacho de la cárcel, y él los echa porque está
tomando vino con míster Kite, el pagador y el jefe de la estación.

Llega el día de pago, y con él la ilusión de ver representado en dinero el esfuerzo de ocho días
de trabajo. Ese martes 20 de febrero Rudecindo se dirige a la mina con alegría porque en la
tarde tendrá en sus manos la razón de ser de su estadía en Timbalí; pero las cosas no salen
como lo planeaba. Rudecindo espera recibir cuarenta y cinco pesos de salario en su primera
década de trabajo, pero es Paco Espinel (el 22066) quien le dice que, durante el primer mes, les
quitan veinte pesos por década para formar la cuota de afiliación a la Caja de Previsión Social,
noticia que derrumba las ilusiones del protagonista. Efectivamente, su pago es de Dieciséis
pesos, cifra irrisoria si piensa satisfacer con ella sus necesidades actuales y las de su familia.
De esa forma, el descontento crece entre los obreros de la Compañía Carbonera del Oriente por
varias razones: la injusticia del salario devengado, ese descuento obligado, las inclemencias del
trabajo, la desigualdad salarial, la explotación de la que son víctimas y la negativa a la petición
de que se les otorgue un seguro de vida que los auxilie en caso de accidente. Es así como
comienza a develarse la idea de formar un sindicato que los represente y que tenga el derecho
de exigir a los dirigentes la solución a las problemáticas de los empleados de las distintas
dependencias de la Compañía; de no ser escuchada su voz, vendría entonces la huelga, la
rebelión.
El viernes 23 de febrero, después de que suena la sirena de las doce, Rudecindo va a su casa y
se encuentra con dos hechos fatales: el primero es que su esposa se ha caído en la quebrada y
producto de ese accidente está siendo atendida en casa por un médico que le anuncia que ha
tenido un aborto. Y la segunda es que debe pagarle al médico treinta pesos por los servicios
prestados, y sólo tiene doce pesos en total, que es lo único que le queda del salario recibido, los
mismos que le son exigidos por el doctor Pérez. Esa mañana pierde al hijo que esperaba y
pierde su único capital; pero lo primero lo alegra porque su hijo ya no tendrá que ver el hambre,
la corrupción y la miseria. En la tarde de ese mismo día, Mariena presencia la muerte de Joseto
a manos del Diablo, quien llega inesperadamente a la tienda y logra defenderla de las caricias
descaradas que el primero le propina como modo de pago de los cincuenta centavos de pan que
ella ha ido a fiar.
Rudecindo, cansado de las injusticias y desilusionado de su vida, comienza a parecerse en su
comportamiento a uno más de los trabajadores de Timbalí y a dejar atrás su carácter asustadizo:
visita con frecuencia la cantina de Ramiro Cabrera en la que se reúnen los obreros a beber y a
actualizarse respecto a los planes del sindicato, se emborracha, apuesta a los gallos con la
intención de tratar de multiplicar el poco dinero que le resta, maldice a los dirigentes de la
Compañía Carbonera del Oriente, apoya la idea del sindicato y hasta, en la noche del sábado 24
de febrero, se atreve a animar a la masa subiéndose en una mesa de la cantina para hablar a
todos los presentes acerca de la inequidad, la desigualdad y el abuso al que están sometidos.
La intención de sindicalizarse continúa creciendo con furor. Los trabajadores conforman un
grupo integrado por cinco personas: Herrera y Martínez (ferroviarios), Álvarez, Camargo y
Avendaño (mineros), que asume la misión de ir a la oficina de personal y entrevistarse con
míster Brown para exponerle las miserias y los peligros a los que están expuestos los
trabajadores de las minas.
En su intento de diálogo, son despedidos por el jefe de personal y, tras esta negativa, acuden a
la gerencia para hablar con mesié Randó y el doctor Holguín quienes los atienden
amablemente. Luego de deliberar los tres jefes, la respuesta que reciben es que no están
dispuestos a incrementar los jornales, pero sí la jornada laboral en una hora más, que no se les
permitirá formar un sindicato y que la miseria de la que se quejan es consecuencia de que se
beban todo el salario que reciben.
Ya no esperarán más. Los trabajadores deciden dar inicio a la huelga, abandonar las minas,
parar los motores y detener el ferrocarril en la estación.
El lunes 26 de febrero Timbalí vive una tranquilidad siniestra, tan siniestra como la suerte que
se le avecina a Mariena. Los obreros no se presentan a sus puestos de trabajo y los dirigentes,
temerosos de lo que pueda pasar, solicitan a la capital del departamento la presencia de
trescientos policías, los cuales se distribuyen por toda la ciudad y generan temor en la
población. Asimismo, Mariena es citada por el Diablo junto a la quebrada y allí, este último, le
propone que se vayan juntos, que huyan de Timbalí. La partida será al día siguiente a las ocho
de la noche. La decisión se cierra con un encuentro sexual en el que Mariena queda
aparentemente preñada.

La rebelión sólo dura ese lunes, porque al día siguiente los policías llegan temprano a cada casa
o casucha y amenazan a los hombres para que vayan a los socavones a cumplir con su trabajo.
Los mil ochocientos obreros trabajan de mala gana porque la huelga ha fracasado, y
atemorizados porque son vigilados no sólo por los agentes sino también por los capataces
(cincuenta hombres de su misma condición social, vendidos a los intereses de los extranjeros)
que han sido armados por la Empresa. Los maltratos van en ascenso y las arbitrariedades no
cesan.
Ese martes 27 de febrero, Rudecindo y sus compañeros de La Pintada hallan en el túnel uno de
los cadáveres de los mineros que padecieron el accidente, el del 11330, y aunque no soportan el
hedor nauseabundo y quieren abandonar su tarea para no ser víctimas de una infección, son
obligados por los uniformados a soportar el olor y sacar el cuerpo. Al final de la jornada,
Espinel y Rudecindo toman una decisión: no volver a trabajar a la mina La Pintada.
Con la angustia que le genera el hambre propia y el de su familia, con la tristeza de saber que su
hija se ha fugado con el Diablo, y con el recuerdo del cadáver del 11330, Rudecindo Cristancho
se dirige aquel fatídico jueves 29 de febrero a la cantina de Ramiro Cabrera. Allí se queda hasta
el anochecer esperando que llegue la hora de la reunión en la que cuentan lo que está
ocurriendo con las diversas dependencias de la Compañía. Luego de escuchar las atrocidades
que vienen presentándose en las distintas minas, Álvarez, Espinel y Martínez insisten en hacer
una manifestación pacífica para pedir una solución a los problemas, pero los demás hombres ya
están cansados de tanta injusticia y sólo quieren tomar venganza, así que arengados por
Cifuentes y por otros en estado de ebriedad, comienzan a gritar “abajo” a la policía y a los
dirigentes de la Compañía. Diez uniformados ingresan a la cantina para establecer el orden, y
comienza una lucha que llega a las calles de Timbalí.
Trescientos hombres salen de la cantina de Ramiro Cabrera y se riegan por las calles de
Timbalí. La paciencia llega a su tope y ya no esperan más a ser escuchados por medios
pacíficos. A los trescientos se van uniendo más hombres hasta que son ochocientos los que
hacen frente a la policía, los que abren las puertas enrejadas de la cárcel, los que se dirigen al
barrio de los ricos, los que atacan las residencias de los extranjeros, los que penetran en la casa
de don Ricardo García y los que le ven morir cuando uno de los obreros que marcha al lado de
Rudecindo Cristancho, le secciona la cabeza de un machetazo.
Muchos obreros caen en medio de la lucha, y cuando la turba intenta tomar el edificio de la
Compañía Carbonera del Oriente, es recibida con más disparos que vienen de los fusiles de los
agentes que lo defienden. Una de las balas se clava en el pecho de Rudecindo Cristancho y le
quita la vida, mientras los demás pasan por encima de su cuerpo sin darse cuenta de que se trata
del 22048.
1.3. Contexto histórico
La modernidad es un periodo histórico que encuentra sus bases en la postura antropocéntrica
del siglo XV, pero que especialmente durante los siglos XVIII, XIX y principios del XX,
encuentra en la razón, en el cientificismo y en el individualismo una forma de entender y de
explicar la realidad circundante. La ciencia y los procesos de industrialización son sus grandes
aliados en la pretensión de ofrecer al mundo la libertad como bien supremo, la igualdad para
todos, avances científicos y tecnológicos que mejoren la calidad de vida, y el progreso al
alcance de todos; pero, a su vez, ambos aliados crearon una cultura en la que la aceleración, la
productividad, el capitalismo salvaje, el materialismo y la dominación de la tierra se
convirtieron en un estilo de vida.
Ese fenómeno de la expansión está directamente unido al proceso de industrialización que,
además de solicitar el servicio de la ciencia para la construcción de infraestructura y la
implementación de maquinaria necesaria para el cumplimiento de su objetivo empresarial, y de
generar la movilización de las personas que representan la mano de obra, permite el
establecimiento de un tejido comercial que rompe fronteras y ensancha el espacio.
Colombia no estuvo exenta de asumir ese proyecto de la modernización, y al hacerlo,
experimentó cómo, lentamente, pasó de ser un país agrario y tradicional para convertirse en una
nación acelerada con ilusiones de progreso. La explotación de la riqueza que crece en su tierra
y de la que subyace en ella, fue el trampolín de su aventura en ese proceso de industrialización
que acercará el país al resto del mundo.
Finalizada la cruenta Guerra de los Mil Días (1899-1902), Colombia experimentó en su
economía, en su orden social y en su demografía las consecuencias devastadoras de este
conflicto armado, por lo que consideró necesario apostarle a un cambio estructural basado en
dos principios: el primero, la toma de medidas políticas que sentaran unas condiciones de
sosiego entre los partidos militantes y el segundo, el desarrollo capitalista a partir de la
consolidación de industrias. Éstas fueron las premisas básicas del gobierno del General Rafael
Reyes, quien estuvo en el poder en el periodo 1905-1909, y fueron, a su vez, los fundamentos
de la inscripción de Colombia en la modernización.
Este ingreso definitivo le significó a Colombia que pasara de ser un país de haciendas y
campesinos, a uno industrial y urbano. En este proceso, las ciudades comenzaron a
transformarse a nivel de su infraestructura, nuevos edificios se construyeron como centros de la
actividad empresarial, las migraciones de la población campesina a la ciudad en busca de
oportunidades laborales se dieron de forma acelerada, se cayó en la dinámica de aumentar la
producción para obtener mejores dividendos (lo que redundó en contratación de mano de obra,
largas jornadas de trabajo y costos salariales reducidos), se permitió el ingreso de capital
extranjero, se potenció la comunicación comercial interna y externa a través del sistema
portuario y de la construcción del ferrocarril, entre otros.
Esta transformación es la que revela el narrador omnisciente que emplea Soto Aparicio en RR,
cuando hace referencia al paisaje y a la población del valle Timbalí; un valle antaño dedicado a
la agricultura, a proveer a sus pobladores de la riqueza que nace de la tierra, pero en el que
luego los habitantes se dedican a las actividades mineras, a excavar en el vientre de la misma
tierra que antes era cultivada, para extraer sus riquezas. Esa transformación no tuvo otra causa
que la búsqueda de un bienestar económico, y así lo declara el narrador:
Es cierto que Timbalí es una ciudad ficticia, pero también es verdad que, respondiendo a la
corriente literaria realista en la que se encuentra circunscrito Soto Aparicio, está inspirada en
una región y en un momento histórico real en el que vivió el autor y del que extrajo la
información que luego literaturiza6. Esa región es Paz de Río (municipio ubicado en el Norte
del Departamento de Boyacá) en la década de los años cincuenta y sesenta.
No todas las ciudades de Colombia recorrieron con el mismo ímpetu el camino del crecimiento
industrial, de hecho, fueron especialmente la región de Antioquia y ciudades como Barranquilla
y Bogotá las que lograron ir a la vanguardia. La industria textil, pero sobre todo el mercado del
café, fueron decisivos en el ingreso del país a ese proceso de modernización e industrialización
comparable con el de otros países de Centro y Sur América. La minería no fue una industria
fuerte en ese proceso, sin embargo, también comenzó a dar sus frutos y a aportar abiertamente
al objetivo de la reestructuración económica del país, y como toda industria, suscitó cambios
socio-culturales.
En la década de los años cuarenta y cincuenta, la industria en Colombia tuvo un desarrollo
acelerado debido a que no sólo se potenciaron los mercados que ya habían avanzado a pasos
agigantados, sino que se procuró la exploración de nuevos campos empresariales que fueran
proveedores del resto de industrias, que facilitaran materias primas, que cubrieran las
necesidades de la construcción de la nueva infraestructura y que se convirtieran en nuevas
fuentes generadoras de empleo y en promesas económicas para el país.
El mercado colombiano referido a productos de hierro y acero, particularmente considerado
dentro del espectro temporal de la Primera y Segunda Guerra Mundial, corroboró la necesidad
que tenía el país de planear, organizar y promover el establecimiento de un proyecto
siderúrgico integrado que aprovechase la existencia de recursos minerales en carbón, caliza y
minerales de hierro para establecer la producción en territorio colombiano en condiciones y
volúmenes tales que pudiese hablarse de la sustitución de importaciones y dar origen al
autoabastecimiento en productos estratégicos como lo son el hierro y el acero .
Esta nueva intención industrial sumada al crecimiento en general de la industria en Colombia,
dio origen a la creación del Instituto de Fomento Industrial (IFI) en 1940, “entidad oficial que
promovió la creación de la Empresa Nacional de Paz de Río, S.A., con el fin de aprovechar
industrialmente las riquezas minerales localizadas en el departamento de Boyacá, cerca de la
población de Paz de Río, que está representada en los minerales de hierro, carbón y caliza,
esenciales para la producción de hierro y acero. De esa forma el Departamento de Boyacá
experimentó el proceso de industrialización que vivía Colombia y comenzó a vivir también, al
igual que otras ciudades del país, cambios en su actividad comercial, inmigraciones, la
presencia de máquinas sobre sus campos, personal extranjero y alteraciones en su orden social.
Hoy la minería para Boyacá representa el 17% de su PIB (Jiménez Jaramillo, 2014), cifra que
deja ver la importancia de esta actividad en la región.
En 1948 nace la Empresa Siderúrgica Nacional de Paz de Río y comienza sus trabajos de
explotación de las minas de carbón y de hierro en el Departamento de Boyacá, pero será en
1954 cuando se solidifica y pasa a llamarse Acerías Paz del Río, S.A.
Paz de Río es un reconocido municipio minero ubicado en el Norte del Departamento de
Boyacá, cuyos orígenes se remontan hacia el año 1824, que fue inicialmente ocupado por
aborígenes de la familia Chibcha quienes hicieron frente a los conquistadores españoles, y que
para 1830 tenía como nombre oficial La Paz. Fue en 1936 que se le otorgó el nombre de Paz de
Río (para recordar el tratado de Paz firmado en Río de Janeiro el 24 de mayo de 1934, entre
Colombia y Perú), tras convertirse en el nuevo sitio de residencia de los pobladores del
municipio de La Paz, el cual fue declarado como zona de desastre después del deslizamiento de
tierra ocasionado por un fuerte periodo invernal que afectó a la población en 1933. Su
reconocimiento se vio ligado al descubrimiento de su riqueza mineral, especialmente la que
representa el carbón térmico y el coquízale, el primero empleado para la generación de energía,
y el segundo para la elaboración del acero. Paralelo al crecimiento y desarrollo de Paz de Río,
creció y se desarrolló en su interior la industria siderúrgica, tras la exitosa explotación de minas
de hierro y de carbón (Blanco, 2005).
El fomento de la explotación de las minas de hierro en el Departamento de Boyacá y la llegada
de la entonces Empresa Siderúrgica Nacional de Paz de Río.
De esa manera, el espacio geográfico en el que se desarrolla la novela encuentra asiento en el
plano real, lo que permite estudiar su dinámica y todo lo que en él sucede a partir de la teoría
sociocrítica de Edmond Cros, la cual pretende descubrir las relaciones que el texto mantiene
con la sociedad de la que emerge.
Luego de estimulada la industria nacional y con la pretensión de que se aprovecharan los
recursos propios del país en el bienestar económico del mismo, un proyecto como la Empresa
Siderúrgica Nacional de Paz de Río, trajo consigo ideas de progreso a la población boyacense
que redundaron en la necesidad de modificar sus rutinas y, específicamente, acarreó cambios en
las regiones en las que se llevaron a cabo las construcciones y las excavaciones.

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