Quien Teme A La Muerte - Nnedi Okorafor

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África

postapocalíptica. El mundo ha cambiado drásticamente y, aun así, en


una región de este continente dos pueblos siguen regando la tierra con sangre.
Tras años esclavizando a la tribu okeke, los nurus han decidido seguir las
indicaciones del Gran Libro y exterminarlos a todos. Una mujer okeke,
superviviente de una terrible violación por parte de un general nuru, deambula
por el desierto esperando a la muerte. En lugar de morir, da a luz a una niña
con la piel y el pelo del color de la arena. Con la certeza de que su hija es
especial, le da el nombre de Onyesonwu, que significa: «¿Quién teme a la
muerte?».
Criada bajo la tutela de un tradicional y misterioso hechicero, Onyesonwu
descubre su destino mágico, y su rebeldía le empujará a dejar su hogar en una
aventura donde encontrará peligros que no podía imaginarse. Un viaje en el
que deberá lidiar con la naturaleza, la tradición, la historia, el amor y su
cultura, y aprender por qué su madre le dio ese nombre.

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Nnedi Okorafor

Quién teme a la muerte


ePub r1.1
Titivillus 11.09.2019

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Título original: Who Fears Death
Nnedi Okorafor, 2010
Traducción: Carla Bataller Estruch

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Para mi maravilloso padre, el doctor Godwin Sunday Daniel Okorafor,
médico y miembro del Colegio Estadounidense de Cirujanos.
(1940-2004)

«Queridos amigos, ¿teméis a la muerte?».


Patrice Lumumba, primer y único primer ministro electo de la República
Democrática del Congo.

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CAPÍTULO UNO

EL ROSTRO DE MI PADRE

Mi vida se hizo añicos cuando tenía dieciséis años. Papá murió. Tenía un
corazón muy fuerte, pero murió. ¿Fue por el calor y el humo de su herrería?
Lo cierto es que nada podía apartarlo del trabajo, de su arte. Le encantaba
doblegar el metal, hacer que le obedeciera. Pero su trabajo solo parecía
fortalecerlo; era tan feliz en el taller. Así pues, ¿qué lo mató? Ni siquiera hoy
lo sé a ciencia cierta. Espero que no tuviera nada que ver conmigo o con lo
que hice en aquella época.
Inmediatamente después de su muerte, mi madre salió corriendo de su
dormitorio, llorando y lanzándose contra la pared. Entonces supe que yo sería
distinta. Supe en aquel momento que nunca podría tener pleno control del
fuego en mi interior. Aquel día me transformé en una criatura diferente, no
del todo humana. Ese es el inicio de los hechos que sucedieron después; ahora
lo entiendo.
La ceremonia tuvo lugar en las afueras de la ciudad, cerca de las dunas de
arena. Era mediodía y hacía un calor horrible. Su cuerpo yacía sobre un
grueso paño blanco, rodeado por una guirnalda de palmas trenzadas. Me
arrodillé en la arena, junto a su cuerpo, para despedirme por última vez.
Nunca olvidaré su rostro. Ya no parecía papá. La piel de papá era de un
marrón oscuro, y sus labios, carnosos. Esa cara tenía las mejillas hundidas, los
labios desinflados y la piel como papel de color marrón grisáceo. El espíritu
de papá se había ido a otra parte.
Sentí un hormigueo en la nuca. Mi velo blanco me protegía poco de las
miradas ignorantes y temerosas de la gente. Ya por aquel entonces me
observaban a todas horas. Tensé la mandíbula. A mi alrededor, las mujeres,
de rodillas, lloraban y se lamentaban. Papá había sido muy querido, a pesar de
que se había casado con mi madre, una mujer con una hija como yo: una hija
ewu. Ya hacía tiempo que se lo habían perdonado con la excusa de que hasta
el mejor de los hombres puede cometer ese tipo de error. Por encima de los
plañidos, oí el suave gemido de mi madre. Ella había sufrido la pérdida más
grande.

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Le llegó el turno a mi madre de tener su último momento. Después se lo
llevarían para incinerarlo. Bajé la mirada hacia su rostro por última vez. «No
volveré a verte nunca», pensé. No estaba preparada. Parpadeé y me toqué el
pecho. Ahí es cuando ocurrió… cuando me toqué el pecho. Al principio noté
una quemazón que no tardó en convertirse en algo más grande.
Cuanto más me esforzaba por ponerme de pie, más intenso se volvía y
más se expandía mi pena. «No pueden llevárselo», pensé con desesperación.
«Aún queda mucho metal en el taller. ¡No ha terminado su trabajo!». La
sensación me llenó el pecho y se propagó por el resto de mi cuerpo. Arqueé
los hombros para retenerla dentro. Y entonces empecé a extraerla de la gente
que me rodeaba. Temblé y rechiné los dientes. La rabia bullía en mi interior.
«¡Ay, no, aquí no!», pensé. «¡En el funeral de papá no!». La vida no me
dejaba en paz durante el tiempo suficiente como para llorar a mi padre.
A mi espalda, los lamentos cesaron. Lo único que podía oír era la brisa
suave. Resultaba muy sobrecogedor. Había algo debajo de mí, en el suelo, o
quizá en otra parte. De repente, el dolor que todas esas personas sentían por
papá me golpeó.
Fruto del instinto, puse la mano encima de su brazo. La gente empezó a
gritar. No me di la vuelta. Estaba demasiado centrada en lo que debía hacer.
Nadie intentó apartarme. Nadie me tocó. Al tío de mi amiga Luyu le cayó un
rayo durante una extraña tormenta ungwa durante la temporada seca.
Sobrevivió, pero no podía dejar de hablar de lo que sintió al ser taladrado con
violencia de dentro hacia fuera. Así me sentía yo en ese momento.
Jadeé de miedo. No podía apartar la mano del brazo de papá. Se había
fusionado a él. Mi piel del color de la arena fluía dentro de la suya, de un
marrón grisáceo. Un montículo de carne mezclada.
Me eché a gritar.
El alarido se me atascó en la garganta y tosí. Me quedé mirando el pecho
de papá, que subía y bajaba despacio, subía y bajaba… ¡Estaba respirando!
Sentí asco y, a la vez, una esperanza desesperada. Tomé una profunda
bocanada de aire.
—¡Vive, papá! ¡Vive! —grité.
Un par de manos me agarraron por las muñecas. Sabía exactamente a
quién pertenecían. Tenía un dedo roto y vendado. Si no me quitaba las manos
de encima, le infligiría mucho más daño del que le había causado cinco días
antes.
—Onyesonwu —me susurró Aro al oído. Retiró con rapidez sus dedos de
mis muñecas. Oh, cuánto lo odiaba. Pero le escuché—. Se ha ido. Déjalo

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marchar, libéranos.
No sé cómo… Lo hice. Dejé que papá se fuera.
Todo quedó sumido en un silencio sepulcral.
Como si el mundo, durante un instante, estuviera sumergido en agua.
Y el poder que había reunido en mi interior estalló. Mi velo salió volando
y mis trenzas, liberadas, restallaron frenéticas. Todo, personas y cosas, fue
lanzado hacia atrás: Aro, mi madre, familia, amigos, conocidos,
desconocidos, la mesa de la comida, cincuenta ñames, trece frutos enormes de
baobab, cinco vacas, diez cabras, treinta gallinas y mucha arena. En la ciudad,
la luz se apagó durante treinta segundos; habría que barrer las casas y revisar
los ordenadores por si la arena había causado daños.
Y, de nuevo, aquel silencio subacuático.
Me miré la mano. Cuando intenté quitarla del brazo frío, inerte y muerto
de papá, sonó como si estuviera pelando algo, como despegar un pegamento
endeble. Mi mano dejó una silueta de mucosa seca en el brazo de papá. Me
froté los dedos. La sustancia crujió y se descamó de ellos. Miré otra vez a
papá. Y entonces caí sobre el costado y me desmayé.

Eso fue hace cuatro años. Mírame ahora. Aquí, la gente sabe que yo he sido
la causante de todo. Quieren ver mi sangre, quieren hacerme sufrir, y luego
quieren matarme. Pase lo que pase… detenme.
Esta noche querías saber cómo me he convertido en lo que soy. Quieres
saber cómo he llegado hasta aquí… Es una larga historia. Pero te la
contaré… Sí, te la contaré. Eres tonto si crees lo que otros dicen de mí. Te
contaré mi historia para evitar esas mentiras. Por suerte, incluso mi larga
historia cabrá en ese portátil tuyo.
Dispongo de dos días. Espero que sea suficiente. Todo llegará, pronto. Mi
madre me llamó Onyesonwu. Significa: «¿Quién teme a la muerte?». Acertó
con el nombre. Nací hace veinte años, durante tiempos difíciles. Resulta
irónico, pero crecí lejos de las matanzas…

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CAPÍTULO DOS

PAPÁ

Solo con mirarme, todo el mundo sabe que soy hija de una violación. Pero
cuando papá me vio por primera vez, lo pasó por alto. Es la única persona,
aparte de mi madre, que sé que me quiso nada más verme. Por eso, en parte,
me resultó tan duro dejarlo marchar cuando murió.
Yo fui quien, con seis años, eligió a mi padre para mi madre.
Mamá y yo acabábamos de llegar a Jwahir. Antes habíamos sido nómadas
del desierto. Un día, mientras vagábamos entre dunas, se detuvo, como si
escuchara otra voz. A veces se comportaba de esa forma tan extraña y parecía
conversar con otra persona que no era yo.
—Ya es hora de que vayas a la escuela —dijo.
Yo era demasiado joven para entender sus verdaderos motivos. En el
desierto era bastante feliz pero, tras llegar a la ciudad de Jwahir, el mercado
no tardó en convertirse en mi terreno de juego.
Durante esos primeros días, para ganar dinero rápido, mi madre vendió
gran parte de sus golosinas de cactus. En Jwahir eran más valiosas que el
dinero y se las consideraba un manjar delicioso. Mi madre había aprendido
ella sola a cultivarlas. Al parecer, siempre tuvo la intención de regresar a la
civilización.
A lo largo de esas semanas, mi madre plantó los esquejes de cactus que
conservaba y montó un puesto. Yo la ayudaba lo mejor que podía. Cargaba y
arreglaba cosas y atraía a los clientes. A cambio, ella me permitía una hora de
tiempo libre cada día para deambular por ahí. En el desierto, solía alejarme un
kilómetro y medio de donde estaba mi madre si el día era claro. Nunca me
perdía. Así pues, el mercado me parecía pequeño, pero siempre había mucho
que ver y la posibilidad de hallar problemas aguardaba detrás de cada esquina.
Era una niña feliz. La gente chasqueaba la lengua, se quejaba y apartaba la
vista a mi paso. Pero me daba igual. Había gallinas y zorros que perseguir,
otros niños a los que mirar descaradamente y peleas que presenciar. En
ocasiones, la arena del suelo estaba húmeda por la leche de camella
derramada; otras, parecía aceitosa y perfumada por lo que se derramaba de las

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botellas rebosantes de aceites aromáticos tras mezclarse con las cenizas del
incienso y, a menudo, estaba apelmazada con excrementos de camello, vaca o
zorro. Allí la arena estaba muy alterada, mientras que en el desierto
permanecía intacta.
Llevábamos unos pocos meses en Jwahir cuando encontré a papá. Aquel
día trascendental fue cálido y soleado. Cuando dejé a mi madre, me llevé un
vaso de agua conmigo. Mi primer impulso fue ir a la construcción más
extraña en Jwahir: la Casa de Osugbo. Me sentía atraída hacia aquel edificio
cuadrado y decorado con formas y símbolos extraños. Era el más alto de
Jwahir, y el único hecho solo de piedra.
—Algún día entraré —dije mientras lo observaba—. Pero hoy no.
Me alejé del mercado para adentrarme en una zona que no había
explorado. Una tienda de electrónica vendía unos feos ordenadores
restaurados. Eran unas cosas de color gris y negro con la placa madre
expuesta y las carcasas rotas. Me pregunté si al tacto también serían tan feos
como lo eran a la vista. Nunca había tocado un ordenador. Estiré el brazo para
hacerlo.
—¡Ta! —exclamó el propietario desde detrás del mostrador—. ¡No se
toca!
Bebí un sorbo de agua y seguí mi camino.
Al final, mis piernas me llevaron a una cueva llena de fuego y ruido. La
parte delantera del edificio de adobe blanco estaba abierta. La habitación
permanecía a oscuras, con alguna ráfaga ocasional de intensa luz. Un calor
más abrasador que la brisa flotaba desde su interior como el aliento de la boca
abierta de un monstruo. En la fachada, un cartel rezaba:

OGUNDIMU, HERRERO
LAS HORMIGAS BLANCAS NUNCA DEVORAN EL
BRONCE, LAS LOMBRICES NO COMEN HIERRO

Eché un vistazo dentro y distinguí a un hombre musculoso. Su brillante


piel oscura estaba ennegrecida con hollín. «Como uno de los héroes del Gran
Libro», pensé. Llevaba unos guantes tejidos con finos hilos de metal y unas
gafas negras ceñidas a la cara. Tenía las aletas de la nariz ensanchadas
mientras golpeaba sobre el fuego con un gran martillo. Sus grandes brazos se
flexionaban con cada golpe. Podría haber sido el hijo de Ogun, la diosa del

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metal. Sus movimientos contenían una alegría inmensa. «Pero parece tener
mucha sed», pensé. Me imaginé su garganta ardiendo y llena de ceniza. Aún
llevaba mi vaso de agua. Estaba medio lleno. Entré en el taller.
Dentro hacía más calor. Pero yo había crecido en el desierto, así que
estaba acostumbrada al frío y al calor extremos. Observé con cautela las
chispas que saltaban del metal cuando él golpeaba.
—Oga, le traigo agua —dije con todo el respeto que pude.
Mi voz lo sobresaltó. Ver a una niña larguirucha, una ewu, como la
llamaba la gente, en medio de su taller lo sobresaltó incluso más. Se subió las
gafas. La zona que rodeaba sus ojos, donde no había caído hollín, era del
mismo marrón que la piel de mi madre. «La parte blanca de sus ojos es
demasiado blanca para alguien que se pasa el día mirando al fuego», pensé.
—Niña, no deberías estar aquí —dijo. Retrocedí un paso. Su voz era muy
sonora. Llena. Ese hombre podría hablar en el desierto y los animales lo
oirían a kilómetros de distancia.
—No hace tanto calor —repuse, y alcé el vaso—. Tome.
Me acerqué más, muy consciente de quién era. Llevaba el vestido verde
que mi madre me había cosido, hecho de un material ligero que cubría cada
centímetro de mi piel, hasta los tobillos y las muñecas. Me habría obligado a
llevar un velo sobre el rostro, pero no tuvo valor para hacerlo.
Era raro. En general, la gente me rechazaba por ser ewu. Pero a veces las
mujeres me rodeaban.
—Y su piel —se decían entre ellas, nunca directamente a mí—. Es muy
suave y delicada. Casi parece leche de camella.
—Tiene el cabello espeso y extraño, como un matojo de hierba seca.
—Sus ojos son como los de un gato de las arenas.
—Ani hace bello y peculiar aquello que es feo.
—Será guapa para cuando pase su Rito del Undécimo.
—¿Y para qué va a pasarlo? Nadie querrá casarse con ella.
Y luego, risas.
En el mercado, algunos hombres intentaban agarrarme, pero yo siempre
era más rápida y sabía arañar. Había aprendido de los gatos de las arenas.
Todo eso resultaba confuso para mi mente de seis años. Ahora, delante del
herrero, temí que mis rasgos feos también le parecieran extrañamente
encantadores.
Alcé el vaso hacia él. Lo cogió y tomó un sorbo largo y profundo, hasta
apurar la última gota. Yo era alta para mi edad, pero él era alto para la suya.

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Tuve que echar la cabeza hacia atrás para ver la sonrisa en su rostro. Soltó un
gran suspiro de alivio y me devolvió el vaso.
—Un agua muy buena —dijo, y regresó a su yunque—. Eres demasiado
alta y demasiado descarada para ser un espíritu de agua.
—Me llamo Onyesonwu Ubaid —dije con una sonrisa—. ¿Y usted, Oga?
—Fadil Ogundimu —respondió y, acto seguido, se observó las manos—.
Te daría la mano, Onyesonwu, pero los guantes están calientes.
—No pasa nada, Oga —dije—. ¡Es usted un herrero!
—Igual que mi padre y su padre y el padre de este y así sucesivamente —
explicó.
—Mi madre y yo llegamos aquí hace unos meses —solté, y entonces me
acordé de que se estaba haciendo tarde—. Oh. ¡Tengo que irme, Oga
Ogundimu!
—Gracias por el agua. Tenías razón, estaba sediento.
Después de eso, lo visité a menudo. Se convirtió en mi único y mejor
amigo. Si mi madre hubiese sabido que me juntaba con un hombre
desconocido, me habría dado una paliza y me habría quitado mi tiempo libre
durante semanas. El aprendiz del herrero, un hombre llamado Ji, me odiaba y
me lo hacía saber al mirarme con desprecio cada vez que me veía, como si yo
fuera un animal salvaje y enfermo.
—No le hagas caso a Ji —me dijo el herrero—. Se le da bien el metal,
pero le falta imaginación. Perdónalo. Es burdo.
—¿Tú crees que soy maligna? —pregunté.
—Eres encantadora —sonrió—. La forma en la que un niño es concebido
no es culpa suya ni un peso que deba cargar.
No sabía lo que significaba «concebido» y no pregunté. Había dicho que
era encantadora y no quería que lo retirara. Por suerte, Ji solía llegar tarde,
durante las horas más frescas del día.
No tardé en contarle al herrero cómo fue mi vida en el desierto. Era
demasiado joven para saber que debía guardarme esas cuestiones tan
delicadas para mí misma. No entendía que mi pasado, mi propia experiencia,
era un conflicto. A cambio, él me enseñó unas cuantas cosas sobre el metal,
como cuáles cedían ante el calor con más facilidad y cuáles no.
—¿Cómo era tu esposa? —le pregunté un día. Solo hablaba por hablar.
Me interesaba más el pequeño montón de pan que el herrero me había
comprado.
—Njeri. Tenía la piel muy oscura —dijo. Se rodeó el muslo con las dos
manos—. Y tenía unas piernas muy fuertes. Participaba en carreras de

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camellos.
Tragué el pan que estaba masticando.
—¿En serio? —exclamé.
—La gente decía que se mantenía sobre el camello gracias a sus piernas,
pero yo sé la verdad. También tenía una especie de don.
—¿Don para qué? —pregunté, inclinándome hacia delante—. ¿Podía
atravesar paredes? ¿Volar? ¿Comer vidrio? ¿Transformarse en escarabajo?
El herrero soltó una carcajada.
—Lees mucho —dijo.
—¡He leído dos veces el Gran Libro! —alardeé.
—Impresionante. Bueno, mi Njeri podía hablar con los camellos, y como
eso es un trabajo de hombres, se decantó por competir en carreras. Y no solo
competía… Njeri las ganaba. Nos conocimos cuando éramos adolescentes y
nos casamos con veinte años.
—¿Cómo era su voz? —pregunté.
—Oh, exasperante y hermosa. —Fruncí el ceño, desconcertada—. Gritaba
más que hablaba —explicó mientras me cogía un trozo de pan—. Se reía
mucho cuando estaba contenta y gritaba mucho cuando se enfadaba.
¿Entiendes? —Asentí—. Durante un tiempo, fuimos felices.
Calló. Esperé a que continuara. Sabía que ahora venía la parte mala. Pero
decidí intervenir cuando se quedó mirando el trozo de pan.
—¿Y bien? ¿Qué pasó? ¿Te hizo daño?
Me alegré de ver que se reía, aunque mi pregunta iba en serio.
—No, no. El día que compitió en la carrera más rápida de su vida, ocurrió
algo terrible. Tendrías que haberlo visto, Onyesonwu. Era la final del Festival
Pluvial de Carreras. Ya había ganado esa competición antes, pero aquel día
estaba a punto de batir el récord de velocidad en ochocientos metros. —Hizo
una pausa—. Yo estaba en la meta. Todo el mundo estaba allí. El suelo seguía
resbaladizo por las fuertes lluvias de la noche anterior. Tendrían que haber
cambiado la carrera a otro día. Su camello se acercaba, con su trote
patizambo. Corría más rápido de lo que jamás ha corrido ningún camello. —
Cerró los ojos—. Dio un paso en falso y… cayó. —Le falló la voz—. Al final,
las fuertes piernas de Njeri fueron su perdición. Aguantaron y, cuando el
camello cayó, quedó aplastada bajo su peso.
Sofoqué un grito con las manos sobre la boca.
—Si hubiese saltado, habría sobrevivido. Solo llevábamos casados tres
meses. —Suspiró—. El camello que montaba se negó a apartarse de su lado.
La acompañó a todas partes. Unos días después de que incinerasen su cuerpo,

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el camello murió de pena. Todos los camellos de la zona se pasaron semanas
escupiendo y gimiendo.
Se puso los guantes de nuevo y regresó al yunque. La conversación había
terminado.
Transcurrieron unos meses. Seguí visitándolo cada pocos días. Sabía que
estaba tentando a la suerte con mi madre, pero creía que valía la pena correr
ese riesgo. Un día, el herrero me preguntó qué tal iba mi jornada.
—Bien —contesté—. Una mujer hablaba de ti ayer. Dijo que eras el
mejor herrero que ha habido nunca y que alguien llamado Osugbo te paga
bien. ¿Es el propietario de la Casa de Osugbo? Siempre he querido entrar.
—Osugbo no es un hombre —dijo mientras examinaba un trozo de hierro
forjado—. Son los ancianos de Jwahir, los que se dedican a mantener el
orden, los dirigentes del gobierno.
—Ah —dije, aunque no sabía lo que significaba «gobierno», ni tampoco
me importaba.
—¿Qué tal está tu madre? —preguntó.
—Bien.
—Quiero conocerla.
Contuve el aliento, con el ceño fruncido. Si mi madre se enteraba,
recibiría la paliza del siglo y perdería a mi único amigo. «¿Para qué quiere
conocerla?», pensé, sintiéndome de repente muy posesiva con mi madre. Pero
¿podía evitar que la conociera? Me mordí el labio y, un poco a regañadientes,
accedí:
—Vale.
Muy a mi pesar, el herrero vino a nuestra tienda esa misma noche. Estaba
espectacular con sus largos pantalones anchos y su caftán blanco. También
llevaba un velo blanco sobre la cabeza. Ir vestido todo de blanco es
presentarse con gran humildad. Son las mujeres las que suelen hacerlo. Que lo
haga un hombre es muy especial. Él sabía que debía acercarse a mi madre con
cuidado.
Mi madre sintió miedo y se enfadó con él al principio. Cuando el herrero
le contó lo de nuestra amistad, me dio una torta en el culo tan fuerte que salí
corriendo y me pasé horas llorando. Aun así, al cabo de un mes, papá y mamá
estaban casados. Un día después de la boda, nos mudamos a su casa. Todo
tendría que haber sido perfecto a partir de entonces. Y la cosa fue bien
durante cinco años. Hasta que empezó lo extraño.

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CAPÍTULO TRES

CONVERSACIÓN INTERRUMPIDA

Papá nos ancló a mamá y a mí a Jwahir. Aunque siguiese vivo, sé que yo


habría acabado aquí. Mi destino nunca ha sido quedarme en Jwahir. Era
demasiado volátil, y otras cosas dirigían mi camino. Traje problemas desde el
momento en que me concibieron. Era una mancha negra. Un veneno. Lo
descubrí con once años. Cuando me ocurrió algo extraño. El incidente obligó
a mi madre a contarme al fin mi propia historia repugnante.

Era por la tarde y una tormenta se aproximaba rápidamente. Me hallaba en la


puerta trasera, viendo cómo se acercaba, cuando, justo ante mis ojos, un
águila enorme atacó a un gorrión en el huerto de mi madre. El águila estampó
el gorrión contra el suelo y salió volando con él. Tres plumas marrones
impregnadas de sangre cayeron del cuerpo del gorrión. Aterrizaron entre los
tomates de mi madre. Resonó un trueno cuando fui a coger una de las plumas.
Me restregué la sangre entre los dedos. No sé por qué lo hice.
Estaba pegajosa. Y su olor a cobre me picaba en la nariz, como si la
tuviera empapada de sangre. Ladeé la cabeza, por alguna extraña razón,
escuchando, sintiendo. «Algo pasa», pensé. El cielo se oscureció. El viento
cobró fuerza y trajo… otro olor. Un olor extraño que reconozco desde
entonces, pero nunca seré capaz de describir.
Cuanto más lo inhalaba, más cosas ocurrían en mi cabeza. Me planteé
correr hacia el interior de la casa, pero no quería atraer nada dentro. Y luego

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no pude moverme ni aunque quisiera. Hubo un zumbido, seguido de dolor.
Cerré los ojos.
Aparecieron unas puertas en mi cabeza, puertas hechas de metal, madera y
piedra. El dolor provenía de las puertas abriéndose. Un aire caliente salió de
ellas. Notaba el cuerpo extraño, como si con cada movimiento fuera a
romperme algo. Caí de rodillas y tuve arcadas. Cada músculo de mi cuerpo se
agarrotó. Y entonces dejé de existir. No recuerdo nada. Ni siquiera oscuridad.
Fue horrible.

Lo siguiente que recuerdo es que estaba en lo alto del iroco gigante que crecía
en el centro de la ciudad. Estaba desnuda. Llovía. La humillación y la
confusión fueron constantes en mi infancia. ¿A que no es de extrañar que la
ira siempre estuviera cerca?
Contuve la respiración para no sollozar de la impresión y el miedo. La
gran rama a la que me agarraba estaba resbaladiza. Y no podía quitarme de
encima la sensación de que acababa de morir de forma espontánea y luego
había resucitado. Pero, en ese momento, aquello no importaba. ¿Cómo iba a
bajar de allí?
—¡Tienes que saltar! —gritó alguien.
Abajo estaban mi padre y un chaval que sostenía una cesta sobre su
cabeza. Rechiné los dientes y me aferré a la rama con más fuerza, enfadada y
avergonzada.
—¡Salta! —gritó papá, con los brazos extendidos.
Dudé, pensativa. «No quiero morir otra vez». Gimoteé. Para no tener que
dudar más, salté. Papá y yo nos desplomamos sobre el suelo mojado y
cubierto con el fruto del iroco. Gateé y me apreté contra él para intentar
esconderme mientras se quitaba la camisa. Me la puse con rapidez. El olor de
los frutos machacados era fuerte y amargo bajo la lluvia. Necesitaríamos un
buen baño para quitarnos ese olor y las manchas púrpuras de la piel. La ropa
de papá se había echado a perder. Miré a mi alrededor. El chico había
desaparecido.

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Papá me agarró de la mano y nos fuimos andando a casa en un silencio
estupefacto. Me esforzaba por mantener los ojos abiertos mientras
recorríamos las calles bajo la lluvia. Estaba tan cansada… Tardamos una
eternidad en llegar a casa. «¿Tan lejos he ido?», me pregunté. «Pero…
¿cómo?». Cuando llegamos, detuve a papá en la puerta.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté al fin—. ¿Cómo has sabido dónde
encontrarme?
—Por ahora, vamos a secarte —dijo con ternura.
Al abrir la puerta, mi madre vino corriendo. Le insistí en que estaba bien,
pero no era cierto. Caía de nuevo en la inconsciencia. Me encaminé hacia mi
habitación.
—Déjala —le dijo papá a mamá.
Me arrastré hasta la cama y esa vez me sumí en un sueño normal y
profundo.

—Levántate —dijo mi madre con su voz susurrante. Habían pasado unas


horas. Tenía los ojos pegajosos y me dolía todo el cuerpo. Me enderecé poco
a poco, restregándome la cara. Mi madre acercó la silla a la cama—. No sé
qué te ha pasado.
Eso fue lo que dijo, pero apartó la mirada. Ya entonces me pregunté si
estaría diciendo la verdad.
—Yo tampoco lo sé, mamá —dije con un suspiro. Me masajeé las piernas
y los brazos doloridos. Aún podía oler el fruto del iroco en mi piel.
Mamá me cogió las manos.
—Esta es la única vez que te lo voy a contar. —Dudó y sacudió la cabeza
antes de decir para sí misma—: Oh, Ani, solo tiene once años.
Ladeó entonces la cabeza y me fijé en que tenía esa mirada que conocía
tan bien. La mirada de escuchar. Chasqueó la lengua y asintió.
—Mamá, ¿qué…?
—El sol estaba en su cénit —dijo con su suave voz—. Lo iluminaba todo.
Y entonces vinieron. Cuando muchas mujeres, las mayores de quince años,

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estábamos Conversando en el desierto. Yo tendría unos veinte años…

Los milicianos nurus esperaron hasta el retiro, cuando las mujeres okekes se
adentraron en el desierto durante siete días para mostrar respeto a la diosa
Ani. «Okeke» significa «los creados». Los okekes tienen la piel del color de
la noche porque fueron creados antes que el día. Fueron los primeros. Más
tarde, mucho después de eso, llegaron los nurus. Proceden de las estrellas, y
por eso su piel es del color del sol.
Esos nombres debieron de pactarse en tiempos de paz, porque es bien
sabido que los okekes nacieron para ser esclavos de los nurus. Hace mucho
tiempo, durante la época de la Vieja África, habían hecho algo tan terrible que
Ani les impuso esa obligación sobre sus espaldas. Así está escrito en el Gran
Libro.
Aunque Najeeba vivía con su marido en un pequeño pueblo okeke, donde
no había esclavos, sabía cuál era su lugar. Como todo el mundo en su pueblo,
si hubiese vivido en el reino de los Siete Ríos, a tan solo veinticinco
kilómetros al este, donde abundaban los recursos, se habría pasado la vida
sirviendo a los nurus.
Muchos seguían el viejo dicho: «Insensata es la serpiente que sueña con
ser lagarto». Pero un día, hacía treinta años, un grupo de hombres y mujeres
okekes de la ciudad de Zin rechazaron ese precepto. Ya habían soportado
bastante. Se amotinaron, exigieron, se negaron. Su pasión se extendió por los
pueblos y las ciudades colindantes en los Siete Ríos. Esos okekes pagaron
caro tener ambición. Todos recibieron el mismo castigo, como suele pasar en
los genocidios. Y, desde entonces, ocurren cosas así. Expulsaron al este a los
okekes rebeldes que no fueron exterminados.
Najeeba tenía la cabeza sobre la arena, los ojos cerrados y la atención
centrada en su interior. Sonreía mientras conversaba con Ani. Cuando tenía
diez años, se unió a los viajes por los caminos de sal con su padre y sus
hermanos para comerciar con sal. Amaba el desierto abierto desde entonces.
Y siempre le había gustado viajar. Su sonrisa se ensanchó y su cabeza se

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introdujo más en la arena. No prestaba atención a los murmullos de las otras
mujeres al rezar.
Najeeba le estaba contando a Ani que, unas noches antes, su marido y ella
se habían sentado al fresco y habían visto cinco estrellas fugaces. Dicen que
el número de estrellas que una esposa y un esposo ven caer del cielo son los
hijos que tendrán. Najeeba rio para sí misma. No sabía que esa sería la última
vez que reiría en mucho tiempo.
—No tenemos gran cosa, pero mi padre estaría orgulloso —dijo Najeeba
con su potente voz—. Tenemos una casa en la que siempre está entrando
arena. Nuestro ordenador ya era viejo cuando lo compramos. Nuestra estación
de recogida solo recolecta la mitad de agua de las nubes de lo que debería.
Las matanzas han empezado de nuevo y no demasiado lejos. Aún no tenemos
hijos. Pero somos felices. Y gracias…
El ronroneo de las motocicletas. Alzó la mirada. Un desfile, todos con una
bandera naranja en la parte trasera. Habría al menos cuarenta. Najeeba y su
grupo estaban a kilómetros de distancia del pueblo. Habían salido cuatro días
antes, durante los cuales bebieron agua y solo comieron pan. Además de estar
solas, se sentían débiles. Sabía exactamente quién era esa gente. «¿Cómo nos
han encontrado?», se preguntó. El desierto habría borrado sus huellas hacía
días.
El odio había llegado al fin a su hogar. Su pueblo era un lugar tranquilo
con casas diminutas pero bien construidas, un mercado pequeño pero bien
abastecido, donde la mayor celebración eran las bodas. Un lugar agradable,
pacífico, escondido por palmeras perezosas. Hasta ahora.
A medida que las motos daban vueltas alrededor de las mujeres, Najeeba
se giró para mirar su pueblo. Gruñó como si le hubieran propinado un
puñetazo en el estómago. En el cielo se alzaba una columna de humo negro.
La diosa Ani no se había molestado en avisar a las mujeres de que estaban
muriendo. Mientras ellas tenían la cabeza metida en la arena, sus hijos,
maridos y parientes estaban siendo asesinados y sus casas, quemadas.
En cada moto iba un hombre y muchos llevaban a una mujer como
acompañante. Se tapaban sus rostros de sol con velos naranjas. Su caro
atuendo militar (pantalones, camisetas y botas de piel del color de la arena)
seguramente habría sido tratado con gel impermeable para refrescarlo bajo el
sol. Mientras Najeeba observaba el humo con la boca abierta, recordó que su
marido siempre había querido gel impermeable para su ropa, ya que trabajaba
en las palmeras. Nunca pudo permitírselo. «Ahora nunca podrá permitírselo»,
pensó.

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Las mujeres okekes gritaron y salieron corriendo en desbandada. Najeeba
gritó tan fuerte que el aire abandonó sus pulmones y algo en el fondo de su
garganta se rompió. Más tarde se daría cuenta de que había sido su voz,
dejándola para siempre. Corrió en dirección contraria al pueblo. Pero los
nurus habían formado un círculo amplio a su alrededor para juntarlas como un
rebaño de camellos salvajes. Mientras las mujeres okekes se encogían de
miedo, sus largas vestiduras de azul bígaro aleteaban con la brisa. Los
hombres nurus bajaron de las motos, con sus mujeres a la zaga. Se acercaron.
Y dieron comienzo las violaciones.
Todas las mujeres okekes, las jóvenes, las que estaban en plena forma, las
viejas, fueron violadas. Varias veces. Aquellos hombres no se cansaban;
parecían embrujados. Aunque hubieran eyaculado dentro de una mujer, aún
tenían mucho para dar a la siguiente, y a la siguiente. Cantaban mientras
violaban. Las mujeres nurus que los acompañaban reían, las señalaban y
también cantaban. Cantaban en sipo, el idioma común, para que las mujeres
okekes lo entendieran.

La sangre okeke fluye como el agua en un arroyo


Sus dioses nos quedamos, su progenie deshonramos
Con mano férrea los atizamos
Y sin su hogar se han quedado
El poder de Ani nos pertenece
Y os haremos polvo, mequetrefes
Feos esclavos, sucios esclavos. ¡Ani os ha matado!

Najeeba se llevó la peor parte. Las otras mujeres okekes recibieron


palizas, fueron violadas y sus agresores siguieron adelante, y así les daban un
momento para respirar. Sin embargo, el hombre que apresó a Najeeba se
quedó con ella. Ni siquiera acudió una mujer nuru para reírse y observar. El
hombre era alto y fuerte como un toro. Un animal. El velo le cubría la cara,
pero no la rabia.
La agarró por sus gruesas trenzas negras y la arrastró a varios metros de
distancia de los demás. Najeeba intentó levantarse y correr, pero él la alcanzó
demasiado rápido. Dejó de luchar cuando vio su cuchillo… brillante y afilado.
El hombre rio y lo usó para rajarle la ropa. Najeeba lo miró a los ojos, la única
parte de su cara que podía ver. Dorados, marrones, enfadados y con un tic en
las comisuras.

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Mientras la retenía, sacó del bolsillo un aparato del tamaño de una
moneda y lo puso a un lado. La gente los usaba para ver la hora y el tiempo y
llevar una copia del Gran Libro. Ese en concreto tenía un mecanismo de
grabación. El objetivo negro de la minúscula cámara se alzó con chasquidos y
zumbidos y empezó a grabar. El hombre se puso a cantar y clavó el cuchillo
en la arena junto a la cabeza de Najeeba. Dos enormes escarabajos negros
aterrizaron en el mango.
La abrió de piernas y siguió cantando mientras la taladraba. Entre canción
y canción, decía palabras en nuru que ella no podía entender. Palabras como
gruñidos intensos y cortantes. Al cabo de un rato, la rabia hirvió en Najeeba;
le escupió y le bufó. El hombre la agarró por el cuello, recuperó el cuchillo y
acercó la punta a su ojo izquierdo hasta que ella volvió a permanecer quieta.
Él siguió cantando con más fuerza y se introdujo más en ella.
En algún momento, Najeeba se quedó fría, luego entumecida y, al fin,
inmóvil. Se convirtió en dos ojos que observaban lo que ocurría. Siempre
había sido así en cierta medida. De niña, se había caído de un árbol y se había
roto el brazo. Aunque le dolía, se había levantado con toda la tranquilidad del
mundo, dejó a sus amigos presas del pánico, fue a su casa y buscó a su madre,
quien la llevó a una amiga que sabía cómo arreglar huesos rotos. El
comportamiento peculiar de Najeeba solía enfadar a su padre cuando ella se
portaba mal y recibía una zurra. Daba igual cuánto le pegaran: no le
sonsacaban ni un sonido.
—¡Esta alusi que tengo por hija no respeta nada! —le decía siempre su
padre a su madre. Pero cuando estaba en su buen humor habitual, solía alabar
esa parte de Najeeba—: Deja que tu parte alusi viaje, hija. ¡A ver qué puedes
encontrar!
Y su etérea parte alusi, la capacidad de silenciar el dolor y observar,
apareció entonces. Su mente grababa los acontecimientos igual que el aparato
del hombre. Cada detalle. Su mente se fijó en que, cuando cantaba, a pesar de
las palabras de la canción, su voz era hermosa.
Duró unas dos horas, aunque a Najeeba le pareció un día y medio. En su
memoria, vio el sol cruzar el cielo, ponerse y volver a salir. Fue mucho
tiempo, eso es lo que importa. Los nurus cantaron, se rieron, violaron y, en
ocasiones, mataron. Y luego se marcharon. Najeeba se quedó tumbada
bocarriba, con la ropa rota y el abdomen, golpeado y amoratado, expuesto al
sol. Prestó atención por si oía a alguien respirar, quejarse o llorar y, durante
un rato, no escuchó nada. Se alegró.

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—¡Levantaos! —oyó entonces que gritaba Amalea, que tenía veinte años
más que Najeeba. Era fuerte y solía ser la voz de las mujeres del pueblo—.
¡Levantaos todas! —gritó de nuevo, tropezando—. ¡Arriba! —Fue donde
estaba cada mujer para propinarles una patada—. Estamos muertas, pero las
que seguimos respirando no moriremos aquí fuera.
Najeeba escuchó sin moverse cómo Amalea pateaba muslos y tiraba de
brazos. Tenía la esperanza de que pudiera hacerse la muerta el tiempo
suficiente como para engañar a Amalea. Sabía que su marido estaba muerto y,
de no ser así, no volvería a tocarla nunca.
Los hombres nurus, y sus mujeres, habían hecho algo más que torturar y
avergonzar. Querían crear niños ewus, niños que no nacen del amor prohibido
entre nurus y okekes, ni que tampoco son noahs, niños okekes que nacen sin
color. Los ewus son hijos de la violencia.
Una mujer okeke nunca mataría a un niño engendrado en su interior.
Incluso se opondría a su marido para mantener al niño vivo en su útero. Sin
embargo, la costumbre dicta que ese mismo niño es hijo de su padre. Los
nurus habían sembrado veneno. Una mujer okeke que da a luz a un niño ewu
está ligada a los nurus a través de su hijo. Los nurus buscaban destruir
familias okekes desde la raíz. A Najeeba le daba igual su cruel plan. En su
interior no había arraigado ningún niño. Lo único que quería era morir.
Cuando Amalea la alcanzó, solo le costó una patada hacerla toser.
—A mí no me engañas, Najeeba. Levántate —dijo Amaka. Tenía el lado
izquierdo de la cara azul purpúreo y su ojo izquierdo estaba cerrado por la
hinchazón.
—¿Por qué? —preguntó Najeeba con su nueva muda voz.
—Porque es lo que hacemos. —Amaka le ofreció una mano.
—Quiero terminar de morir —dijo Najeeba dándose la vuelta—. No tengo
hijos. Es lo mejor.
Sintió el peso de su útero. Si se levantaba, todo el semen que le habían
metido en su interior se derramaría. Le vinieron arcadas al pensarlo; giró la
cabeza hacia un lado, sin vomitar nada. Cuando su estómago se calmó,
Amaka seguía allí. Escupió en el suelo junto a Najeeba. La saliva estaba
manchada de sangre. Intentó levantarla. El dolor de su abdomen estalló, pero
su cuerpo siguió débil y pesado. Frustrada, Amaka le soltó el brazo, volvió a
escupir y prosiguió.
Las mujeres que decidieron vivir se arrastraron hasta ponerse de pie y se
dirigieron hacia el pueblo. Najeeba cerró los ojos y sintió que le goteaba

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sangre de un corte en la frente. El silencio no tardó en caer de nuevo. «Será
fácil dejar este cuerpo», pensó. Siempre le había gustado viajar.
Se quedó tumbada hasta que la cara le ardió por el sol. La muerte llegaba
con más lentitud de la que ella quería. Se sentó y abrió los ojos, que tardaron
un minuto en acostumbrarse al resplandor del sol. Cuando lo hicieron, vio
cadáveres y charcos de sangre que alimentaban la arena como si las mujeres
hubieran sido sacrificadas al desierto. Se levantó despacio, se acercó a su
morral y lo recogió.
—Déjame —se quejó Teka unos minutos después, cuando Najeeba la
sacudió. Teka era la única que quedaba viva entre los cinco cadáveres.
Najeeba se dejó caer a su lado. Se frotó el cuero cabelludo en el punto donde
su asaltante le había tirado del pelo con una fuerza brutal. Miró a Teka. Tenía
arena incrustada en sus cornrows y su rostro se contraía con cada respiración.
Najeeba se levantó lentamente e intentó alzarla—. Déjame —repitió Teka,
con cara de enfado. Y Najeeba obedeció.
Con dificultad, se encaminó hacia el pueblo por costumbre. Le rogó a Ani
que enviara algo para matarla, un león o más nurus. Pero esa no era la
voluntad de Ani.
Su pueblo ardía. Las casas humeaban, los huertos habían sido destruidos,
las motocicletas estaban en llamas. Había cadáveres en la calle. Muchos
estaban calcinados, irreconocibles. Durante esos ataques, los soldados nurus
cogían a los hombres okekes más fuertes, los ataban y los empapaban con
queroseno para prenderles fuego.
Najeeba no vio a ningún hombre o mujer nuru vivo o muerto. Les había
resultado fácil conquistar el pueblo desprevenido, ignorante, que negaba la
realidad. «Idiotas», pensó. Las mujeres se lamentaban en la calle. Los
hombres lloraban delante de sus casas. Los niños vagaban confusos. El calor
era asfixiante: irradiaba del sol, de las casas, las motos y las personas que
ardían. Al anochecer se produciría un nuevo éxodo hacia el este.
Najeeba pronunció en voz baja el nombre de su marido cuando llegó a su
casa. Y se meó encima. La orina le escoció y recorrió sus piernas magulladas.
Media casa ardía. Su jardín estaba destruido. Su moto estaba en llamas. Pero
Idris, su marido, se hallaba sentado en el suelo con la cabeza entre las manos.
—Idris —repitió Najeeba en voz baja. «Estoy viendo un fantasma»,
pensó. «Soplará el viento y él saldrá volando». No le goteaba sangre por el
rostro. Y aunque las rodilleras de sus pantalones azules estaban cubiertas de
arena y las axilas de su caftán azul se habían oscurecido por el sudor, estaba
ileso. Era él, no su fantasma. Najeeba quiso decir: «Ani es misericordiosa»,

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pero no lo era. Para nada. Aunque su marido estaba a salvo, Ani había matado
a Najeeba y la había dejado con vida.
Idris gritó de alegría cuando la vio. Fueron corriendo a los brazos del otro
y se abrazaron durante varios minutos. Idris olía a sudor, ansiedad, miedo y
destrucción. Najeeba no se atrevió a preguntarse a qué olería ella.
—Soy un hombre, pero lo único que pude hacer fue esconderme como un
niño —le dijo su marido al oído. La besó en el cuello. Najeeba cerró los ojos
y deseó que Ani la castigara con la muerte en ese momento.
—Fue lo mejor —respondió.
Entonces él la apartó y Najeeba lo supo.
—¡Mujer! —dijo, mirando su ropa abierta. Su vello púbico quedaba
expuesto, sus muslos magullados, su vientre—. ¡Tápate! —le ordenó,
cerrándole la parte inferior de su vestido. Se le humedecieron los ojos—. ¡T-t-
tápate, O! —Su mirada se llenó de pánico y se llevó la mano al costado. Dio
un paso atrás. Examinó a Najeeba de nuevo, con los ojos entrecerrados, y
luego sacudió la cabeza como si intentara quitarse algo de encima—. No. —
Najeeba se quedó allí de pie mientras su marido retrocedía, con las manos por
delante—. No —repitió. Lloraba, pero su semblante se endureció.
Con el rostro inexpresivo, observó a Najeeba entrar en la casa en llamas.
Dentro, la mujer ignoró el calor y los chasquidos y explosiones que hacía la
casa al morir. Fue recogiendo metódicamente unas cuantas cosas: el dinero
que tenía escondido, una cazuela, su estación de recogida, un juego de mano
que le había regalado su hermana hacía unos años, una foto de su marido
sonriendo y un saco de tela lleno de sal. Era conveniente llevar sal en el
desierto. La única foto que tenía de sus difuntos padres estaba ardiendo.
Najeeba no iba a vivir mucho más. Se convirtió en la alusi que, según su
padre, vivía en su interior, ese espíritu del desierto al que le gustaba pasear
por lugares lejanos. Al llegar al pueblo, había esperado que su marido siguiera
con vida. Al encontrarlo, había esperado que él fuera distinto. Pero ella era
una mujer okeke. ¿Por qué tenía esperanzas?
Podía sobrevivir en el desierto. Sus retiros anuales con las mujeres y sus
viajes por los caminos de sal con su padre y sus hermanos le habían enseñado
cómo hacerlo. Sabía cómo usar su estación de recogida para que recolectara la
condensación del cielo y obtener así agua potable. Sabía cómo atrapar zorros
y liebres. Sabía dónde encontrar huevos de tortuga, lagarto y serpiente. Sabía
qué cactus eran comestibles. Y, como ya estaba muerta, no tenía miedo.
Najeeba caminó y caminó, en busca de un sitio donde su cuerpo pudiera
morir. «Dentro de una semana», pensó mientras acampaba. «Mañana», pensó

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mientras seguía andando con dificultad. Cuando se dio cuenta de que estaba
embarazada, la muerte dejó de ser una opción. Pero en su mente, Najeeba
permaneció alusi para controlar y mantener su cuerpo como alguien que
maneja un ordenador. Viajó hacia el este, lejos de las ciudades nurus, hacia
los terrenos baldíos que ocupaban los okekes en el exilio. Por las noches,
cuando se tumbaba en su tienda, oía a las mujeres nurus riéndose y cantando
en el exterior. Con su voz muda, les gritaba que entraran y acabaran con ella
si podían.
—¡Os arrancaré las tetas! —decía—. ¡Beberé vuestra sangre y alimentaré
con ella al retoño que crece en mi interior!
Cuando dormía, solía ver a su marido Idris allí de pie, inquieto y triste.
Idris la había amado mucho durante dos años. Al levantarse, miraba su foto
para recordar cómo era antes. Al cabo de un tiempo, aquello no ayudó.
Durante meses, Najeeba vivió en un limbo mientras su vientre crecía y el
día del nacimiento se acercaba. Cuando no tenía nada más que hacer, se
sentaba y miraba al vacío. A veces jugaba a su juego de mano, el Sombras
Oscuras, y ganaba una y otra vez, con puntuaciones cada vez más altas. En
otras ocasiones, hablaba con el niño de su interior.
—El mundo humano es duro —decía—. Pero el desierto es encantador.
Alusi, mmuo, todos los espíritus pueden vivir aquí en paz. Te encantará
cuando vengas.
Era nómada: viajaba cuando refrescaba y evitaba las ciudades y los
pueblos. Al cabo de unos cuatro meses de viaje, un escorpión le picó el talón
mientras andaba. El pie hinchado le dolía y tuvo que descansar durante dos
días. Pero pudo levantarse y seguir su camino.
Cuando al fin se puso de parto, se vio obligada a admitir que todo lo que
había estado diciéndose a lo largo de esos meses había sido un error. No era
una alusi a punto de dar a luz a un niño alusi. Era una mujer en el desierto,
completamente sola. Aterrada, se tumbó dentro de la tienda sobre la fina
estera, con su camisón maltratado por las inclemencias del desierto, lo único
que le venía bien a su cuerpo hinchado.
El cuerpo que, finalmente, había reconocido como suyo, conspiraba en su
contra. Empujaba y tiraba con violencia, como si estuviera batiéndose contra
un monstruo invisible. Maldijo, gritó y se forzó al límite. «Si muero aquí
fuera, el bebé morirá solo», pensó desesperada. «Ningún bebé se merece
morir solo». Aguantó. Se concentró.
Tras una hora de terribles contracciones, su parte alusi tomó las riendas.
Najeeba se relajó, se retiró y observó cómo su cuerpo hacía lo que debía

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hacer. Horas más tarde, el bebé emergió. Najeeba podría haber jurado que ya
gritaba incluso antes de salir. Cuánta cólera. Desde el momento en que nació,
Najeeba supo que no le gustarían las sorpresas y tendría poca paciencia. Cortó
el cordón umbilical, le ató el ombligo y puso al bebé sobre su pecho. Una
niña.
Najeeba la acunó y observó aterrorizada cómo ella sangraba sin cesar. Su
mente se veía asaltada por las imágenes de cuando estuvo tumbada en la arena
con semen goteando de su interior. Ahora que volvía a ser humana, ya no era
inmune a esos recuerdos. Se obligó a apartarlos y se centró en la niña
enfadada que tenía en brazos.
Una hora después, mientras se preguntaba, débil, si podía morir
desangrada, la hemorragia se ralentizó hasta detenerse. Durmió abrazada a la
niña. Al despertarse, pudo mantenerse en pie. Tenía la sensación de que sus
entrañas caerían de entre sus piernas, pero estar plantada no resultaba
imposible. Examinó a la niña. Tenía los mismos labios gruesos y los pómulos
altos de Najeeba, pero la nariz estrecha provenía de alguien a quien ella no
conocía.
Y sus ojos, oh, sus ojos. Eran de ese marrón dorado, eran los ojos de él.
Como si él la estuviera observando a través de los ojos de la niña. La piel y el
pelo del bebé tenían una extraña tonalidad, igual que la arena. Najeeba
conocía ese fenómeno, propio de niños concebidos con violencia. «¿El Gran
Libro habla de esto?». No estaba segura. No lo había leído mucho.
Los nurus tenían la piel de un tono marrón amarillento, la nariz estrecha,
los labios finos y el cabello marrón o negro como la crin bien cuidada de un
caballo. Los okekes tenían la piel de un marrón más oscuro, la nariz ancha,
los labios gruesos y un cabello negro y espeso como el pellejo de una oveja.
Nadie sabe por qué los ewus tienen el aspecto que tienen. No se parecen ni a
los okekes ni a los nurus; son más como espíritus del desierto. Aún faltaban
unos meses para que las pecas distintivas de los ewus aparecieran en las
mejillas de la niña. Najeeba la miró a los ojos. Y, acto seguido, le acercó los
labios a la oreja y pronunció el nombre de su hija.
—Onyesonwu —repitió. Era el apropiado. Quería gritarle al cielo:
«¿Quién teme a la muerte?». Pero, por desgracia, Najeeba no tenía voz y solo
podía murmurar. «Algún día, Onyesonwu dirá su nombre correctamente»,
pensó.
Despacio, Najeeba se acercó a su estación de recogida y conectó la gran
bolsa de agua. La encendió. La máquina produjo un zumbido y creó su
repentina frescura habitual. Onyesonwu se revolvió despierta y se echó a

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llorar. Najeeba sonrió. Lavó primero a su hija y luego se aseó ella. Bebió y
comió, aunque tuvo cierta dificultad para dar de mamar a Onyesonwu. La
niña no entendía cómo tenía que agarrarse. Era hora de partir. La sangre del
parto atraería animales salvajes.
Durante esos primeros meses, Najeeba se centró en Onyesonwu. Y así se
obligó a cuidar de sí misma. Pero había algo más. «Brilla como una estrella.
Ella es mi esperanza», pensaba Najeeba al mirar a su hija. Onyesonwu era
ruidosa y quisquillosa cuando estaba despierta, pero dormía con la misma
ferocidad; Najeeba disfrutaba así de tiempo para acabar de hacer cosas y
descansar. Fueron días tranquilos para madre e hija.
Cuando Onyesonwu enfermó con fiebre y ninguno de los remedios de
Najeeba funcionó, llegó el momento de buscar a un sanador. Onyesonwu
tenía cuatro meses. No hacía mucho que habían pasado de largo una ciudad
okeke llamada Diliza. Tenían que regresar. Sería la primera vez, después de
un año, que Najeeba estaba con otras personas. El mercado de la ciudad se
hallaba a las afueras. En su espalda, Onyesonwu se revolvía y ardía.
—No te preocupes —le dijo su madre mientras bajaban por una duna de
arena.
Najeeba se esforzó por no saltar ante cada sonido o cuando alguien le
rozaba el brazo. Agachaba la cabeza si la saludaban. Había pirámides de
tomates, barriles de dátiles, pilas de estaciones de recogida usadas, botellas de
aceite para cocinar, cajas de clavos, objetos de un mundo al que ni ella ni su
hija pertenecían. Aún conservaba el dinero que se había llevado de su casa;
allí usaban la misma moneda. Tenía miedo de pedir señas, así que tardó una
hora en encontrar a un sanador.
El hombre era de estatura baja y tenía la piel tersa. Debajo de su pequeña
carpa había viales marrones, negros, amarillos y rojos con líquidos y polvos;
diversos matojos de plantas y cestas con hojas. El incienso que había
encendido endulzaba el ambiente. En su espalda, Onyesonwu echó un débil
vistazo.
—Buenas tardes —dijo el sanador inclinándose ante Najeeba.
—Mi… mi bebé está enfermo —respondió esta con cautela.
—Hable más alto, por favor —gruñó el hombre. Ella se dio unas
palmaditas en la garganta. El sanador asintió, acercándose—. ¿Cómo perdió
su…?
—No es para mí —le interrumpió—. Es para mi hija.
Desenvolvió a Onyesonwu y la abrazó con fuerza mientras el sanador las
observaba. Cuando este dio un paso atrás, Najeeba casi se echó a llorar. La

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reacción del hombre ante su hija se parecía mucho a la de su marido ante ella.
—¿Es…?
—Sí —respondió Najeeba.
—¿Son nómadas?
—Sí.
—¿Solas?
Najeeba apretó los labios.
—Rápido, déjeme verla —dijo el sanador, mirando detrás de ella.
Inspeccionó a Onyesonwu y le preguntó a Najeeba cuánto había comido, ya
que ninguna de las dos estaba desnutrida. Le dio un vial tapado que contenía
una sustancia rosa—. Dele tres gotas cada ocho horas. La niña es fuerte, pero
si no le da esto, morirá.
Najeeba lo destapó para olerlo. Tenía un olor dulzón. Fuera lo que fuera,
estaba mezclado con savia fresca de palmera. La medicina le costó un tercio
del dinero que llevaba. Le dio a Onyesonwu las tres gotas, la niña chupó el
líquido y se durmió de nuevo.
Se gastó el resto del dinero en suministros. El dialecto de la ciudad era
distinto, pero aún podía comunicarse tanto en sipo como en okeke. Mientras
compraba frenéticamente, empezó a atraer público. Solo su determinación le
impidió regresar corriendo al desierto justo después de comprar la medicina.
La niña necesitaba biberones y ropa. Najeeba necesitaba una brújula, un mapa
y un cuchillo nuevo para cortar la carne. Después de comprar una bolsita de
dátiles, se dio la vuelta y se encontró ante un muro de gente. La mayoría eran
hombres, algunos viejos y otros jóvenes. Muchos tendrían la misma edad que
su marido. La escena se repetía, pero, esta vez, estaba sola y los hombres que
la amenazaban eran okekes.
—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja. Notó que Onyesonwu se revolvía
en su espalda.
—¿De quién es esa niña, madre? —preguntó un chico joven de unos
dieciocho años.
Sintió que Onyesonwu volvía a agitarse y, de repente, la invadió la ira.
—¡No soy tu madre! —exclamó Najeeba. Ojalá le funcionara la voz.
—¿Esa niña es tuya, mujer? —preguntó un viejo con una voz que sonaba
como si no hubiera bebido agua fresca en décadas.
—Sí —respondió—. ¡Es mía! Y de nadie más.
—¿Es que no puedes hablar? —preguntó otro, y luego se volvió hacia el
hombre que tenía al lado—. Mueve la boca, pero no sale ningún sonido. Ani
le ha arrebatado su sucia lengua.

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—¡Ese bebé es nuru! —dijo alguien.
—¡Es mía! —murmuró Najeeba lo más alto que pudo. Le dolían las
cuerdas vocales y su boca sabía a sangre.
—¡Concubina de nurus! ¡Tffya! ¡Ve a buscar a tu marido!
—¡Esclava!
—¡Portadora de ewu!
Para esa gente, las masacres de okekes en el oeste no eran más que
historias en vez de hechos. Najeeba había viajado más lejos de lo que creía.
Aquellas personas no querían saber la verdad, así que observaron cómo la
madre y la hija se movían por el mercado. Y, mientras observaban, se
detuvieron para hablar con sus amigos y dijeron feas palabras que crecían en
magnitud cada vez que alguien las compartía. Se fueron enfadando y
alterando cada vez más. Hasta que finalmente abordaron a Najeeba y a su hija
ewu. Se volvieron atrevidos y moralistas. Y, al fin, atacaron.
Cuando la primera piedra le dio en el pecho, Najeeba estaba demasiado
sorprendida como para echar a correr. Le dolió. No era una advertencia. Al
impactarle la segunda en el muslo, le vinieron recuerdos de hacía un año,
cuando murió. Cuando, en vez de piedras, el cuerpo de un hombre se había
estampado contra el suyo. La tercera le dio en la mejilla. Y supo entonces
que, si no huía, su hija moriría.
Echó a correr, como debería haber hecho cuando los nurus atacaron aquel
día. Las piedras le impactaron en los omóplatos, la nuca y las piernas. Oyó
que Onyesonwu chillaba y lloraba. Corrió hasta que dejó atrás el mercado y
se refugió en la seguridad del desierto. No redujo el ritmo hasta que escaló la
tercera duna. Aquella gente a lo mejor pensó que la habían conducido a la
muerte. Una mujer y una niña no podían sobrevivir solas en el desierto.
En cuanto estuvieron lejos de Diliza, Najeeba desenvolvió a Onyesonwu.
Jadeó y sollozó. La sangre brotaba justo encima de la ceja de su hija, allí
donde había impactado una piedra. El bebé se frotó sin fuerzas la cara y
restregó la sangre. Onyesonwu se resistió cuando Najeeba le bajó sus manitas.
La herida era superficial. Aquella noche, aunque Onyesonwu durmió bien y la
medicina le había bajado la fiebre, Najeeba lloró y lloró.
Crio a Onyesonwu durante seis años, las dos solas en el desierto. Su hija
se convirtió en una niña fuerte y resuelta. Adoraba la arena, los vientos y las
criaturas del desierto. Aunque Najeeba solo podía susurrar, reía y sonreía
cuando Onyesonwu chillaba. Y cuando la pequeña gritaba las palabras que su
madre le enseñaba, Najeeba la besaba y abrazaba. Así fue como Onyesonwu
aprendió a usar su voz sin haber oído nunca una.

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Y qué voz tan bonita tenía. Aprendió a cantar escuchando al viento. Solía
plantarse de cara al desierto abierto y cantar para él. A veces, si cantaba por la
noche, atraía a búhos lejanos que aterrizaban en la arena para escuchar. Para
Najeeba, aquella fue la primera señal de que su hija no solo era ewu, sino muy
especial, excepcional.
En ese sexto año, Najeeba se dio cuenta de una cosa. Su hija necesitaba a
otras personas. En el fondo, sabía que Onyesonwu solo podría convertirse en
lo que estaba destinada a ser dentro de la civilización. Así que usó el mapa, la
brújula y las estrellas para llevar a su hija hasta allí. ¿Qué otro lugar sonaba
más prometedor para su hija del color de la arena sino Jwahir, cuyo nombre
significaba «hogar de la Dama Dorada»?
Según una leyenda jwahiriana, hacía setecientos años, vivió allí una okeke
gigante. Su padre la llevó a la cabaña de engorde y, tras unas semanas, salió
de allí oronda y preciosa. Se casó con un joven rico y los dos decidieron
mudarse a una gran ciudad. Sin embargo, por el camino, la mujer se cansó
debido a su inmenso peso, pues estaba muy gorda y hecha de oro. Tan
cansada estaba que tuvo que tumbarse.
La Dama Dorada no pudo levantarse, así que la pareja se asentó en aquel
lugar. Y por eso al terreno aplanado que ella dejó lo llamaron Jwahir, y
quienes vivieron allí prosperaron. La ciudad fue construida por algunos de los
primeros okekes que huyeron del oeste. De hecho, los antepasados de los
jwahirianos pertenecían a una estirpe especial.
Najeeba rezó para que nunca tuviera que contarle a su extraña hija la
historia de su concepción. Pero también era realista. La vida no era fácil.

Podría haber matado a alguien cuando mi madre me contó esa historia.


—Lo siento —dijo—. Eres muy joven. Pero me prometí a mí misma que,
en cuanto te empezara a pasar cualquier cosa, te lo contaría. Puede que te sea
de provecho saberlo. Lo que te ha pasado hoy… en el árbol… es solo el
principio, creo. Estaba temblando y sudando. Notaba la garganta en carne
viva.

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—Yo… me acuerdo del primer día —dije, limpiándome el sudor de la
frente—. Elegiste un sitio en el mercado para vender golosinas de cactus. —
Callé, con el ceño fruncido mientras recordaba—. Y aquel vendedor de pan
nos obligó a movernos. Te gritó. Y a mí me miró como… —Me apreté la
pequeña cicatriz que tenía en la frente. «Voy a quemar un ejemplar del Gran
Libro», pensé. «Todo esto es culpa suya». Quería arrodillarme y rogarle a Ani
que quemara el oeste por completo.
Sabía poco sobre sexo. Hasta sentía un poco de curiosidad… Bueno, más
recelo que curiosidad. Pero no sabía nada sobre eso… Sexo como violencia,
violencia para producir niños… Para producirme; eso fue lo que le ocurrió a
mi madre. Reprimí las ganas de vomitar y luego el impulso de arrancarme la
piel. Quería abrazar a mi madre, pero al mismo tiempo tampoco quería
tocarla. Yo era veneno. No tenía derecho. No podía llegar a entender qué le
había hecho aquel… hombre, aquel monstruo. Con once años no podía
entenderlo.
El hombre de la foto, el único hombre que había visto durante los
primeros seis años de mi vida, no era mi padre. Ni siquiera era una buena
persona. «Cabrón traidor», pensé con lágrimas en los ojos. «Si alguna vez te
encuentro, te cortaré la polla». Me estremecí al pensar que quería hacerle
cosas peores al hombre que había violado a mi madre.
Hasta ese momento, había creído que era noah. Los noahs tienen dos
padres okekes, aunque también son del color de la arena. Pasé por alto que
mis ojos no eran de color rojo ni sensibles a la luz del sol. Y, aparte del color
de la piel, los noahs tienen el mismo aspecto que los okekes. Pasé por alto que
otros noahs no tienen ningún problema a la hora de trabar amistad con niños
«normales». No son parias como yo. Y los noahs me miraban con el mismo
miedo y asco que los okekes de piel oscura. Incluso para ellos, yo era
diferente. ¿Por qué mi madre no había quemado la foto de su marido Idris? La
había traicionado para proteger su estúpido honor. Ella me había contado que
había muerto… Debería haber muerto. ¡Tendrían que haberlo ASESINADO
brutalmente!
—¿Papá lo sabe? —Odiaba el sonido de mi voz. «Cuando canto, ¿qué voz
escucha mi madre?», me pregunté. Mi padre biológico también cantaba muy
bien.
—Sí.
«Papá lo sabe desde el momento en que me vio. Todo el mundo lo sabía
excepto yo».
—Ewu —dije despacio—. ¿Qué significa?

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Nunca lo había preguntado.
—Nacido del dolor —respondió mi madre—. La gente cree que los ewus
se vuelven violentos con el tiempo. Creen que un acto de violencia solo trae
más violencia. Yo sé que no es cierto, y tú también deberías.
La miré. Parecía saber tantas cosas…
—Mamá, lo que me ha pasado en el árbol, ¿te ha pasado a ti alguna vez?
—Cariño, no lo pienses demasiado —dijo sin más—. Ven aquí.
Se levantó y me envolvió con sus brazos. Lloramos y sollozamos y nos
lamentamos y derramamos lágrimas. Pero, cuando terminamos, lo único que
podíamos hacer era seguir viviendo.

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CAPÍTULO CUATRO

EL RITO DEL UNDÉCIMO AÑO

Sí, el undécimo año de mi vida fue duro.


Mi cuerpo se desarrolló pronto, así que para ese entonces ya tenía pechos,
menstruación y una silueta femenina. También tenía que lidiar con imbéciles,
chicos y hombres, que me miraban con lascivia y me agarraban. Luego vino
aquel extraño día lluvioso en el que acabé misteriosamente desnuda en el
iroco, cuando mi madre se alteró tanto que creyó conveniente contarme la
repulsiva verdad sobre mis orígenes. Una semana más tarde, llegó la hora del
Rito de mi Undécimo Año. La vida no me suele conceder muchos descansos.
El Rito del Undécimo es una tradición de dos mil años de antigüedad que
se lleva a cabo en el primer día de la temporada de lluvias. Concierne a las
niñas que tienen once años. Mi madre creía que esa práctica era primitiva e
inútil. No quería que me viera implicada en ella. En su pueblo, el Rito del
Undécimo había sido prohibido años antes de que ella naciera. Así que yo
crecí convencida de que la ablación era algo que les ocurriría a otras niñas,
niñas nacidas en Jwahir.
Tras pasar el Rito del Undécimo, una niña se merece que le hablen como a
una adulta. Los niños no consiguen este privilegio hasta los trece años. Así
pues, la época entre los once y los dieciséis años es la más feliz para una
muchacha, porque es tanto niña como adulta. La información sobre el rito no
se mantenía oculta. Había muchos libros sobre el proceso en la biblioteca de
la escuela. Aun así, no era obligatorio ni nos animaban a leerlos.
Las chicas sabíamos que nos cortaban un trozo de carne de entre nuestras
piernas y que esa ablación no nos cambiaba literalmente ni tampoco nos hacía
mejores personas. Pero no sabíamos qué función tenía ese pedazo de carne. Y,
como era una práctica antigua, nadie recordaba por qué se hacía. La tradición
se aceptaba, se esperaba y se llevaba a cabo.
No quería hacerlo. No se usaba ninguna medicina anestesiante. Eso
formaba parte del ritual. En el curso anterior, había visto a dos niñas recién
circuncidadas y recordaba cómo andaban. Y no me gustaba la idea de que me
cortaran una parte de mi cuerpo. Ni siquiera me gustaba cortarme el pelo, de

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ahí mis largas trenzas. Y tampoco era alguien que se dejase llevar por la
tradición. Mis orígenes no eran así.
Pero, sentada en el suelo mirando a la nada, supe que algo había cambiado
en mí la semana pasada, cuando acabé en aquel árbol. Fuera lo que fuese,
había provocado un ligero temblor en mi andar que solo yo notaba. Había
oído más cosas de mi madre además de la historia sobre mi concepción. No
había dicho nada de la esperanza que depositaba en mí. La esperanza de que
vengara su sufrimiento. Tampoco había dado detalles sobre la violación. Todo
eso podía leerlo entre líneas.
Tenía muchas preguntas cuya respuesta no podía obtener. Pero sabía lo
que debía hacer con mi Rito del Undécimo. Aquel año solo éramos cuatro las
niñas que cumplíamos once años. Había quince niños. No cabía duda de que
las otras tres chicas de mi grupo contarían a todo el mundo que no me había
presentado al rito. En Jwahir, no estar circuncidada tras cumplir los once años
traía mala suerte y vergüenza a la familia. A nadie le importaba si habías
nacido en Jwahir o no. Tú, la niña que crecía en Jwahir, tenías que pasar el
rito.
Deshonraba a mi madre solo con mi existencia. Papá se vio metido en un
escándalo porque entré en su vida. Antes había sido un viudo respetado y apto
para matrimonio; ahora, la gente decía entre risas que había sido hechizado
por una mujer okeke que venía del maldito oeste, una mujer que había sido
usada por un hombre nuru. Mis padres ya cargaban suficiente vergüenza
sobre sus hombros.
Y, sobre todo, a los once años yo aún tenía esperanzas. Creía que podría
ser normal. Que podrían volverme normal. El Rito del Undécimo era antiguo
y respetado. Poderoso. El rito podría detener las rarezas que me estaban
ocurriendo. Al día siguiente, después de la escuela, acudí a la casa del Ada, la
sacerdotisa que llevaría a cabo el Rito del Undécimo.
—Buenos días, Ada-m —dije con respeto cuando abrió la puerta.
Me miró a los ojos con el ceño fruncido. Podría tener diez años más que
mi madre, quizá veinte. Medían más o menos lo mismo. Su largo vestido
verde era elegante y su corto peinado afro estaba perfectamente moldeado.
Olía a incienso.
—¿Qué pasa, ewu?
Me estremecí al oír esa palabra.
—Lo siento —dije, dando un paso atrás—. ¿La molesto?
—Eso lo decidiré yo —replicó, con los brazos cruzados sobre su reducido
pecho—. Entra.

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Avancé, apenas consciente de que llegaría tarde a la escuela. «Voy a
hacerlo de verdad», pensé.
Por fuera, su casa era una vivienda hecha con pequeños ladrillos de arena,
y el interior seguía siendo pequeño. Pero, de alguna manera, escondía una
obra de arte con un poder visual gigantesco. El mural que se extendía por las
paredes no estaba terminado, pero la habitación ya parecía sumergida en uno
de los Siete Ríos. Cerca de la puerta había pintado un hombre pez del tamaño
de una persona con una cara sorprendentemente viva. Sus ojos vetustos
estaban llenos de una sabiduría primordial.
Los libros hablaban de grandes masas de agua. Pero yo no había visto
nunca el dibujo de una, y menos en una pintura gigante y colorida. «Esto no
puede existir de verdad», pensé. Cuánta agua. En ella había insectos
plateados, tortugas con caparazones y patas achatadas y verdes, plantas de
agua y peces dorados, negros y rojos. No dejaba de mirar a mi alrededor. La
habitación olía a pintura fresca. Las manos del Ada también estaban
manchadas de pintura. La había interrumpido.
—¿Te gusta?
—Nunca había visto nada parecido —dije en voz baja, sin dejar de mirar.
—Mi reacción favorita —respondió. Parecía complacida de verdad.
Me senté y ella se sentó enfrente, a la espera.
—Yo… me gustaría poner mi nombre en la lista, Ada-m —dije. Me mordí
el labio. Formular esa petición en voz alta la hacía auténtica, sobre todo al
hablar con esa mujer.
—Me preguntaba cuándo vendrías —dijo, asintiendo con la cabeza.
El Ada sabía lo que ocurría a todos los habitantes de Jwahir. Era la
encargada de asegurarse de que las tradiciones apropiadas se llevaban a cabo
en rituales como fallecimientos, nacimientos, celebraciones menstruales,
fiestas por el cambio de voz, Rito del Undécimo, Rito del Decimotercero…
Todos los hitos de la vida. Fue ella la que planeó la boda de mis padres. Yo
me escondía cada vez que venía a casa. Tenía la esperanza de que no se
acordase de mí.
—Añadiré tu nombre. La lista será entregada al Osugbo —dijo.
—Gracias.
—Ven aquí a las dos de la madrugada dentro de una semana. Lleva ropa
vieja. Ven sola. —Me miró detenidamente—. Tu pelo… Quítate las trenzas,
péinate y hazte unas trenzas sueltas.

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Una semana más tarde, me escabullí por la ventana de mi dormitorio a las dos
menos veinte de la madrugada.
La puerta de la casa del Ada estaba abierta cuando llegué. Entré despacio.
Habían decorado el salón con velas y apartado todos los muebles. El mural
del Ada, casi terminado, parecía más vivo que nunca a la luz de las velas.
Las otras tres chicas ya estaban allí. Me apresuré a unirme a ellas. Me
miraron con sorpresa y un poco de alivio. Otra persona más con la que
compartir su miedo. No hablamos, ni siquiera para saludarnos, pero nos
acercamos las unas a las otras.
Además del Ada, había otras cinco mujeres presentes. Una de ellas era mi
tía abuela, Abeo Ogundimu. No le caía bien. Cuando se diera cuenta de que
estaba allí sin el consentimiento de papá, su sobrino, me vería en serios
problemas. No conocía a las otras cuatro mujeres, pero una era muy anciana y
su presencia exigía respeto. Temblé de culpa, insegura de repente de si debía
estar allí.
Eché un vistazo a la mesilla que había en el centro de la habitación.
Encima había gasas, botellas de alcohol, yodo, cuatro bisturís y otros objetos
que no reconocí. El estómago me dio un vuelco y sentí náuseas. Un minuto
más tarde, el Ada empezó. Me estarían esperando.
—Somos las mujeres del Rito del Undécimo —dijo—. Nosotras seis
protegemos la encrucijada entre la edad adulta y la niñez. Solo a través de
nosotras podréis moveros con total libertad entre estas dos etapas. Yo soy el
Ada.
—Yo soy Lady Abadie, la sanadora de la ciudad —intervino la mujer de
baja estatura que había a su lado. Mantenía las manos cerca de su fluido
vestido amarillo.
—Yo soy Ochi Naka —dijo otra. Tenía la piel muy oscura y presumía de
figura voluptuosa con su elegante vestido morado—. Costurera del mercado.
—Yo soy Zuni Whan —dijo otra. Debajo de su amplio vestido corto y
azul llevaba pantalones, algo bastante inusual entre las mujeres de Jwahir—.
Arquitecta.
—Yo soy Abeo Ogundimu —dijo mi tía abuela con una sonrisa de
satisfacción—. Madre de quince hijos.

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Las mujeres se rieron. Todas lo hicimos. Ser madre de quince hijos sí que
es una profesión exigente.
—Y yo soy Nana la Sabia —dijo la imponente anciana. Nos miró a todas
fijamente con su ojo bueno. Su espalda encorvada la empujaba siempre hacia
delante. Mi tía abuela era mayor pero, comparada con esta mujer, parecía
joven. La voz de Nana la Sabia era clara y seca. Me miró a los ojos más
tiempo del que había dedicado a las demás—. Ahora bien, ¿cómo os llamáis
vosotras? Así ya nos conocemos.
—Luyu Chiki —dijo la chica que tenía al lado.
—Diti Goitsemedime.
—Binta Keita.
—Onyesonwu Ubaid-Ogundimu.
—Esta de aquí —intervino Nana la Sabia, señalándome. Contuve el
aliento.
—Da un paso adelante —me ordenó el Ada.
Había dedicado demasiado tiempo a prepararme mentalmente para ese
día. Toda la semana. No pude comer ni dormir por miedo al dolor y a la
sangre. A esas alturas, ya lo había aceptado todo. Pero ahora la anciana se
interponía en mi camino.
Nana la Sabia me miró de arriba abajo. Me rodeó despacio,
examinándome con su único ojo, como una tortuga desde su caparazón.
—Suéltate el pelo —gruñó. Era la única que llevaba el pelo tan largo
como para trenzárselo. Las mujeres jwahirianas llevaban el pelo corto con
elegancia; he ahí otra diferencia entre el pueblo de mi madre y Jwahir—. Es
su día. Debe estar libre.
Me ruboricé de alivio. Mientras me deshacía la trenza floja, el Ada habló.
—¿Quién viene sin tocar? —Fui la única que alzó la mano. Oí que la
chica llamada Luyu reía disimuladamente. Se calló enseguida, cuando el Ada
siguió hablando—. ¿Quién, Diti?
Diti soltó una carcajada breve e incómoda.
—Un… un compañero de clase —respondió en voz baja.
—¿Cómo se llama?
—Fanasi.
—¿Habéis mantenido relaciones sexuales?
Boqueé asombrada. Aquello me parecía inimaginable. Éramos muy
jóvenes.
—No —dijo Diti, negando con la cabeza.
—¿Quién, Luyu? —prosiguió el Ada.

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Cuando Luyu solo le devolvió una mirada desafiante, el Ada dio una
zancada tan rápida que pensé que iba a abofetearla. Pero la chica no se movió.
Alzó más la barbilla, retando al Ada. Impresionante. Me fijé en la ropa de
Luyu, hecha con una tela extraordinaria. Brillaba, como si nunca la hubieran
lavado. Luyu provenía de una familia adinerada, y resultaba evidente que no
creía que debía responder ni siquiera ante el Ada.
—No sé su nombre —respondió al fin.
—Nada sale de este lugar.
Percibí la amenaza en la voz del Ada. Luyu también debió sentirla.
—Wokike.
—¿Habéis mantenido relaciones sexuales?
Antes de responder, Luyu dirigió la mirada al hombre pez de la pared.
—Sí.
Me quedé boquiabierta.
—¿Cuántas veces?
—Muchas.
—¿Por qué?
—No lo sé —respondió Luyu con el ceño fruncido.
El Ada la observó con dureza.
—Después de esta noche, te abstendrás hasta que estés casada. Después
de esta noche, sabrás lo que te conviene. —Avanzó hasta donde estaba Binta,
que se había pasado todo el rato llorando—. ¿Quién? —Los hombros de Binta
se encogieron. Lloró con más fuerza—. Binta, ¿quién? —volvió a preguntar
el Ada. Miró a las cinco mujeres y todas se acercaron más a Binta, tan cerca
que Luyu, Diti y yo tuvimos que inclinarlos para verla. Era la más pequeña de
las cuatro—. Aquí estás a salvo.
Las otras mujeres le acariciaron los hombros, las mejillas y el cuello a
Binta mientras entonaban:
—Estás a salvo, estás a salvo, aquí estás a salvo.
Nana la Sabia ahuecó la mano sobre la mejilla de Binta.
—Después de esta noche, se creará un vínculo en esta habitación —dijo
con su seca voz—. Tú, Diti, Onyesonwu y Luyu os protegeréis entre vosotras,
incluso después del matrimonio. Y nosotras, las Ancianas, os protegeremos a
todas. Pero solo con la verdad podremos crear ese vínculo.
—¿Quién? —preguntó el Ada por tercera vez.
Binta se dejó caer y apoyó la cabeza en los muslos de las mujeres.
—Mi padre.

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Luyu, Diti y yo ahogamos un grito. Las otras mujeres no parecían nada
sorprendidas.
—¿Ha habido relaciones sexuales? —preguntó Nana la Sabia con el rostro
endurecido.
—Sí —murmuró Binta.
Algunas de las mujeres maldijeron, chasquearon la lengua y susurraron
enfadadas. Cerré los ojos y me masajeé las sienes. El dolor de Binta era el
mismo que el de mi madre.
—¿Cuántas veces? —preguntó Nana la Sabia.
—Muchas —dijo Binta, en voz más alta, y entonces soltó—: Y-y-yo
quiero matarlo. —Se llevó las manos a la boca—. ¡Lo siento! —Pero sus
manos ahogaron sus palabras.
Nana la Sabia se las apartó.
—Aquí estás a salvo —dijo. Parecía asqueada cuando sacudió la cabeza
—. Ahora por fin podremos hacer algo al respecto.
La verdad es que ese grupo de mujeres sabía desde hacía un tiempo cómo
se comportaba el padre de Binta. Pero no tenían poder para intervenir hasta
que Binta no pasara por su Rito del Undécimo.
Binta negó firmemente con la cabeza.
—No. Se lo llevarán y…
Las mujeres sisearon y chasquearon la lengua.
—No te preocupes —dijo Nana la Sabia—. Os protegeremos, a ti y a tu
felicidad.
—Mi madre no…
—Chist —la interrumpió la anciana—. Aún serás una niña, pero después
de esta noche, también serás adulta. Tus palabras al fin importarán.
El Ada y Nana la Sabia apenas me miraron. Para mí no había preguntas.
—Hoy —nos dijo el Ada a todas—, os convertiréis en niñas y adultas.
Seréis poderosas y no tendréis poder. Seréis ignoradas y oídas. ¿Aceptáis?
—Sí —respondimos.
—No gritaréis —dijo la sanadora.
—No patalearéis —dijo la costurera.
—Sangraréis —dijo la arquitecta.
—Ani es grande —dijo mi tía abuela.
—Ya habéis dado el primer paso hacia la edad adulta al dejar vuestros
hogares y adentraros solas en la peligrosa noche —dijo el Ada—. Cada una
recibirá un pequeño saco de hierbas, gasa, yodo y sales corporales. Volveréis
solas a casa. Dentro de tres noches, os daréis un largo baño.

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Nos indicaron que nos quitásemos la ropa y nos entregaron unos trozos de
tela roja con los que envolvernos. Se llevarían nuestras camisas y las
quemarían en la parte trasera de la casa. Nos darían una nueva, blanca, y un
velo: los símbolos de nuestra adultez. Llevaríamos nuestras rapas a casa, el
símbolo de nuestra niñez.
Binta fue la primera, ya que su rito era el más urgente. Luego Luyu, Diti
y, al fin, yo. Habían extendido una tela roja en el suelo. Binta se echó a llorar
de nuevo cuando se tumbó con la cabeza recostada en una almohada roja. Las
luces estaban encendidas y lo volvían todo más escalofriante. «¿Qué estoy
haciendo?», pensé mientras observaba a Binta. «¡Esto es una locura! ¡No
tengo por qué hacerlo! Debería salir por la puerta, ir corriendo a casa,
meterme en la cama y fingir que nada de esto ha ocurrido». Di un paso hacia
la puerta. Sabía que no estaría cerrada. El rito era a elección de la niña. Solo
en el pasado había sido una obligación. Di otro paso. Nadie me miraba. Todos
los ojos estaban fijos en Binta.
Hacía calor dentro de la habitación y fuera parecía una noche normal. Mis
padres estaban durmiendo, como cualquier otra noche. Pero Binta estaba
tumbada sobre la tela roja, con las piernas separadas por la sanadora y la
arquitecta. El Ada desinfectó el bisturí y luego lo calentó sobre una llama.
Dejó que se enfriara. Los sanadores suelen usar una cuchilla láser en cirugía.
Hacen unos cortes muy limpios y pueden cauterizar de inmediato en caso
necesario. Me pregunté por qué el Ada estaba usando un primitivo bisturí.
—Contén la respiración —dijo el Ada—. No grites.
Antes de que Binta pudiera respirar hondo, el Ada le acercó el bisturí. Fue
a por un trocito perturbador de carne de un rosado oscuro que había cerca de
la parte superior de la yeye de Binta. Cuando el bisturí cortó, la sangre salió a
borbotones. Me dio un vuelco el estómago. Binta no gritó, pero se mordió el
labio con tanta fuerza que le goteó sangre por un lado de la boca. Su cuerpo se
sacudió, pero las mujeres la sujetaron.
La sanadora cubrió la herida con hielo envuelto en gasa. Durante unos
momentos, nos quedamos todas paralizadas, excepto Binta, que respiraba con
dificultad. Luego una de las mujeres la ayudó a ponerse de pie y desplazarse
hasta el otro lado de la habitación. Binta se sentó, con las piernas separadas, la
gasa en su sitio y una mirada estupefacta en el rostro. Era el turno de Luyu.
—No puedo hacerlo —balbuceó—. ¡No puedo!
Aun así, dejó que la llevaran junto a la sanadora y la arquitecta. La
costurera y mi tía abuela le sujetaron los brazos por si acaso, mientras el Ada
cogía otro bisturí y lo desinfectaba. Luyu no gritó, pero soltó un chillido

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agudo. Se le escaparon unas lágrimas mientras luchaba contra el dolor. Era el
turno de Diti.
Diti se tumbó despacio y respiró hondo. Dijo algo en voz tan baja que no
pude oírla. En cuanto el Ada acercó un nuevo bisturí a su carne, Diti saltó y la
sangre le chorreó por los muslos. Su cara era una máscara de terror cuando
intentó alejarse en silencio. Las mujeres habrían visto esa reacción a menudo
porque, sin decir nada, la cogieron y la sujetaron enseguida. El Ada terminó el
corte, rápido y limpio.
Llegó mi turno. Apenas podía mantener los ojos abiertos. El dolor de las
otras chicas se arremolinaba a mi alrededor como enjambres de avispas y
tábanos, desgarrándome como pinchos de cactus.
—Ven, Onyesonwu —dijo el Ada.
Era un animal atrapado. No por las mujeres, la casa o la tradición. La vida
me atrapaba como si hubiera sido un espíritu libre durante milenios hasta que,
un día, algo me aprisionó, algo violento, enojado y vengativo, que me arrastró
al cuerpo en el que ahora residía. A su merced, acatando sus reglas. Pero me
acordé de mi madre. Conservó la cordura por mí. Vivió por mí. Yo podía
hacer esto por ella.
Me tumbé sobre la tela, intentando ignorar los ojos de las otras tres chicas
fijos en mi cuerpo ewu. Me habría gustado abofetearlas. No merecía sufrir ese
escrutinio durante un momento tan espeluznante. La sanadora y la arquitecta
me agarraron las piernas. La costurera y mi tía abuela me sujetaron los brazos.
El Ada cogió el bisturí.
—Tranquila —susurró Nana la Sabia.
Noté que el Ada apartaba los labios de mi yeye.
—Contén la respiración —dijo—. No grites.
Cortó cuando aún estaba cogiendo aire. El dolor fue una explosión. Lo
sentí en cada parte de mi cuerpo y casi me desmayé. Entonces me eché a
gritar. No sabía que era capaz de producir un chillido así. Sentí vagamente
que las mujeres me sujetaban. Me sorprendió que no me soltaran y salieran
corriendo. Seguía gritando cuando me di cuenta de que todo había
desaparecido. De que estaba en un sitio de color bígaro y amarillo y, sobre
todo, verde.
Habría jadeado de miedo si tuviera una boca con la que jadear. Habría
gritado un poco más, golpeado, arañado, escupido. Lo único en lo que podía
pensar era que había muerto… otra vez. Cuando vi que seguía siendo yo
misma, me tranquilicé. Me miré. Era una mera bruma azul, como la niebla
que permanece después de una tormenta rápida y fuerte. A mi alrededor podía

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ver a otros. Algunos eran rojos, verdes o dorados. Las cosas se enfocaron y
también pude ver la habitación. Las niñas y las mujeres. Cada una de su
bruma coloreada. No quería ver mi cuerpo allí tendido.
Y entonces lo vi. Rojo y ovalado, con otro óvalo blanco en el centro,
como el ojo gigante de un jinni. Chisporroteaba y siseaba; la parte blanca se
expandía, se acercaba. Me heló la sangre hasta la médula. «¡Tengo que salir
de aquí!», pensé. «¡Ahora! ¡Me está mirando!». Pero no sabía cómo
moverme. ¿Con qué iba a moverme, si no tenía cuerpo? El rojo era un amargo
veneno. El blanco, como el ardor más intenso del sol. Grité y lloré de nuevo.
Y entonces abrí los ojos para encontrarme con un vaso de agua. Las caras de
todas las mujeres mostraron una sonrisa.
—Oh, bendita sea Ani —dijo el Ada.
Sentí el dolor y di un brinco, dispuesta a levantarme y correr. Tenía que
huir. Del ojo. Estaba tan confundida que, durante un momento, tuve la certeza
de que aquella visión era la causante del dolor.
—No te muevas —me indicó la sanadora. Presionaba un trozo de hielo
envuelto en gasa entre mis piernas. No estaba segura de qué dolía más, si el
corte o el frío del hielo. Mis ojos inspeccionaron la habitación, buscando.
Cuando mis ojos se posaban en cualquier cosa blanca o roja, el corazón me
daba un vuelco y se me crispaban las manos.
Empecé a relajarme al cabo de unos minutos. Me dije que aquello solo
había sido una pesadilla inducida por el dolor. Abrí la boca y el aire me secó
el labio superior. Ahora era una ana m-bobi. No recaería más vergüenza sobre
mis padres, al menos por no haber pasado por la ablación con once años. Mi
alivio duró un minuto. No había sido ninguna pesadilla. De eso estaba segura.
Y, aunque no sabía exactamente qué era, tenía la certeza de que algo terrible
acababa de pasar.
—Cuando te cortó, te dormiste sin más —dijo Luyu, tumbada bocarriba.
Me miraba con mucho respeto. Fruncí el ceño.
—Sí, ¡y te volviste transparente! —se apresuró a añadir Diti. Parecía que
ya se había recuperado de su propia conmoción.
—¿Q-qué? —pregunté.
—¡Chist! —le siseó enfadada Luyu a Diti.
—¡Lo ha hecho!
Quería arañar el suelo con las uñas. «¿Qué ha pasado?», me pregunté.
Podía oler la tensión en mi piel. Y me di cuenta de que también olía algo más.
Algo que había percibido por primera vez en el incidente del árbol.
—Debería hablar con Aro —le dijo el Ada a Nana la Sabia.

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Nana la Sabia solo gruñó y le dedicó un ceño fruncido. El Ada apartó con
miedo la mirada.
—¿Quién? —pregunté. No me respondió nadie. Ninguna de las mujeres
me miraba—. ¿Quién es Naro? —pregunté de nuevo, girándome hacia Diti,
Luyu y Binta. Las tres se encogieron de hombros.
—No sé —respondió Luyu.
Como ninguna de las mujeres profundizó en lo de ese Naro, ignoré sus
palabras. Tenía otras cosas de las que preocuparme. Como ese lugar de luz y
colores. O el ojo ovalado. O la hemorragia y el escozor entre mis piernas. O
contarles a mis padres lo que había hecho.
Las cuatro chicas nos quedamos tumbadas, juntas y doloridas, durante
media hora. Nos dieron una cadena hecha de oro fino y delicado que
deberíamos llevar siempre. Las ancianas se alzaron las camisas por encima
del ombligo para enseñarnos las suyas.
—Han sido bendecidas en el séptimo de los Siete Ríos —dijo el Ada—.
Durarán hasta después de nuestra muerte.
También nos entregaron una piedra para llevarla debajo de la lengua,
llamada talembe etanou. Mi madre aprobaba esa tradición, aunque su
propósito se había olvidado hacía tiempo. La suya era una piedra muy
pequeña, suave y de color naranja. Las piedras varían en cada grupo de
okekes. Las nuestras eran diamantes, pero yo nunca había oído hablar de
ellos. Parecían óvalos de hielo diminutos. Mantuve el mío debajo de la lengua
con facilidad. Solo debíamos sacarlo para comer o dormir. Y al principio
teníamos que ir con cuidado de no tragárnoslo. Hacerlo daba mala suerte. Me
pregunté cómo mi madre no se había tragado su piedra cuando fui concebida.
—Con el tiempo, vuestra boca trabará amistad con la piedra —dijo Nana
la Sabia.
Las cuatro nos vestimos, con una gasa en la ropa interior apretada contra
nuestra carne y los velos envolviéndonos las cabezas. Nos marchamos juntas.
—Lo hemos hecho bien —dijo Binta mientras andábamos. Pronunciaba
un poco mal las palabras por su labio partido e hinchado. Nos movíamos con
lentitud, cada paso lleno de dolor.
—Sí. Ninguna ha gritado —confirmó Luyu. Fruncí el ceño, porque yo sí
que había gritado—. Mi madre me contó que, en su grupo, cinco de las ocho
chicas gritaron.
—A Onyesonwu le ha sentado tan bien que se ha echado una siestecita —
bromeó Diti.
—Y-yo creo que he gritado —repliqué, masajeándome la frente.

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—No, te desmayaste enseguida —dijo Diti—. Y luego…
—Diti, que te calles. ¡De esas cosas no se habla! —siseó Luyu.
Nos quedamos calladas durante un momento y ralentizamos el ritmo
incluso más. Un búho ululó cerca y un hombre montado a camello nos
adelantó trotando.
—No lo contaremos nunca, ¿verdad? —dijo Luyu, mirando a Binta y a
Didi. Las dos asintieron. Se giró entonces hacia mí con ojos curiosos—.
Bueno… ¿qué ha pasado?
No las conocía. Pero deduje que a Diti le gustaba cotillear. A Luyu
también, aunque intentaba aparentar que no. Binta era callada, pero me
generaba curiosidad. No confiaba en ellas.
—Fue como si durmiese —mentí—. ¿Qué… qué visteis vosotras?
—Te dormiste —respondió Luyu.
—Parecías hecha de cristal —añadió Diti con los ojos abiertos de par en
par—. Podíamos ver a través de ti.
—Solo duró unos segundos. Todas estábamos conmocionadas, pero las
mujeres no te soltaron —dijo Binta. Se tocó el labio e hizo una mueca.
Me acerqué el velo a la cara.
—¿Alguien te ha echado una maldición? —preguntó Luyu—. Como
eres…
—No lo sé —me apresuré a decir.
Nos separamos cuando alcanzamos la carretera. Colarme de nuevo en mi
dormitorio fue bastante fácil. Mientras me acomodaba en la cama, no pude
quitarme de encima la sensación de que algo seguía observándome.

A la mañana siguiente, cuando aparté las sábanas, descubrí que la sangre


había traspasado la gasa hasta manchar la cama. Había empezado a menstruar
un año antes, así que no me molestó demasiado ver todo el panorama. Pero la
pérdida de sangre me había dejado mareada. Me envolví en mi rapa y me
encaminé despacio hacia la cocina. Mis padres se reían de algo que había
dicho papá.

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—Buenos días, Onyesonwu —dijo él, aún riéndose.
La sonrisa de mi madre se derritió en cuanto me vio la cara.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó con su susurrante voz.
—E-estoy bien —respondí, sin intención de moverme de donde estaba—.
Es que…
Notaba cómo la sangre me chorreaba por la pierna. Necesitaba una gasa
nueva. Y un té de hoja de sauce para el dolor. «Y algo para las náuseas»,
pensé justo antes de vomitar en el suelo. Mis padres vinieron corriendo y me
ayudaron a sentarme en una silla. Vi la sangre cuando me senté. Mi madre
salió en silencio de la habitación. Papá me limpió el vómito de los labios con
la mano. Mi madre regresó con una toalla.
—Onyesonwu, ¿es la regla? —preguntó mientras me limpiaba la pierna.
Detuve su mano cuando llegó a la parte superior de mi muslo.
—No, mamá —dije, mirándola a los ojos—. No es eso.
Papá frunció el ceño. Mi madre me observaba con intensidad. Me
mentalicé. Ella se levantó poco a poco. No me atreví a moverme ni un
milímetro cuando me abofeteó. El diamante casi me salió disparado de la
boca.
—¡Eh, eh, esposa! —exclamó papá, agarrándole la mano—. ¡Detente! ¡La
niña está herida!
—¿Por qué? —me preguntó mi madre. Su mirada se centró en papá, que
aún seguía sujetándole las manos para que no me pegara—. Lo hizo anoche.
Fue a que le hicieran la ablación.
Papá me miró conmocionado, pero también vi asombro en él. Esa fue la
misma mirada que me dedicó cuando me vio en el árbol.
—¡Lo hice por ti, mamá! —grité.
Intentó apartar las manos de papá para abofetearme de nuevo.
—¡No me culpes a mí! ¡Niña tonta y estúpida! —dijo al no poder liberar
las manos.
—No te culpo… —Sentí que volvía a sangrar, esta vez más rápido—.
Mamá, papá, os he deshonrado —dije, echándome a llorar—. ¡Mi existencia
es una deshonra! Solo te he traído dolor, mamá… Desde que fui concebida.
—No, no —dijo mi madre, negando enérgicamente con la cabeza—. No
te lo dije por eso. —Su mirada se centró en papá—. ¡Ves, Fadil! ¿Ves por qué
no se lo había dicho hasta ahora?
Papá aún la agarraba, pero ahora parecía que lo hacía para sostenerse.
—Todas las chicas lo han hecho —argumenté—. Papá, tú eres un herrero
muy apreciado. Mamá, tú eres su esposa. Los dos sois respetados. Yo soy

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ewu. —Hice una pausa—. No hacerlo significaba traer más deshonra.
—¡Onyesonwu! —dijo papá—. ¡Me da igual lo que piense la gente!
¿Cómo es que aún no lo sabes? ¿Eh? ¡Tendrías que haber acudido a nosotros!
¡No debiste hacerlo solo por inseguridad!
Eso me dolió en lo más profundo, pero aún creía que había tomado la
decisión correcta. Él nos había aceptado a mi madre y a mí tal como éramos,
pero no vivíamos aislados en el vacío.
—En mi pueblo, nadie esperaba que ninguna mujer fuera mutilada de esa
forma —siseó mi madre—. ¿Qué clase de bárbaros…? —Se alejó de mí. Ya
estaba hecho. Dio una palmada y prosiguió—: ¡Mi propia hija! —Se masajeó
la frente como si pudiera suavizar su ceño fruncido y me agarró por el brazo
—. Levanta.
En vez de ir a la escuela ese día, mi madre me ayudó a limpiar y
vendarme la herida con gasa nueva. Me preparó té con hojas de sauce y pulpa
dulce de cactus para aliviar el dolor. Me pasé el día tumbada en la cama,
leyendo. Mi madre se cogió el día libre para estar sentada junto a mi cama,
pero eso me hacía sentir un poco incómoda. No quería que viera lo que estaba
leyendo. Al día siguiente de contarme la historia de mi concepción, había ido
a la biblioteca. Me llevé una sorpresa cuando encontré lo que buscaba, un
libro sobre nuru, el idioma de mi padre biológico. Estaba aprendiendo lo
básico. Aquello habría enfadado muchísimo a mi madre, así que, cuando se
sentó junto a mi cama, escondí el libro dentro de otro libro.
Estuvo todo el día sentada en aquella silla; solo se levantó para comer
algo rápido o ir al baño. En una ocasión fue a su huerto para Conversar con
Ani. Me pregunté qué le estaría contando a la Todopoderosa y Omnipresente
Diosa. Después de lo que le había pasado, no sabía qué tipo de relación podría
mantener mi madre con Ani.
Cuando regresó, me dedique a leer el libro sobre el idioma nuru, a rodar la
piedra en mi boca y a preguntarme en qué estaría pensando mi madre, que
miraba fijamente la pared.

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CAPÍTULO CINCO

EL QUE LLAMA

No se lo contamos a nadie. Esa fue la primera señal de que nuestro vínculo


por el Rito del Undécimo era auténtico. Y así, cuando regresé a la escuela una
semana más tarde, nadie me acosó. Todo el mundo sabía que ahora era adulta
y niña. Era ana m-bobi. Tenían que concederme ese respeto, al menos. Y,
claro está, tampoco dijimos nada sobre los abusos sexuales que sufría Binta.
Más tarde nos contó que, al día siguiente de nuestro rito, su padre tuvo que
reunirse con los ancianos de Osugbo.
—Cuando regresó a casa, parecía… roto —dijo Binta—. Creo que lo
azotaron.
Deberían haber hecho algo más aparte de eso. Ya lo pensaba por aquel
entonces. La madre de Binta también se reunió con los ancianos. Ordenaron a
los dos padres que recibieran terapia del Ada durante tres años, al igual que
Binta y sus hermanos.
Algo más dio comienzo a la par que mi amistad con Binta, Luyu y Diti
florecía. Empezó indirectamente durante mi segundo día de vuelta a la
escuela. Me apoyé en una pared del edificio mientras los alumnos jugaban al
fútbol y socializaban a mi alrededor. Aún me escocía, pero me curaba rápido.
—¡Onyesonwu! —me llamó alguien. Di un salto y me giré, nerviosa; los
recuerdos de aquel ojo rojo me asaltaron. Luyu se rio mientras ella y Binta se
acercaban despacio hacia mí. Durante un breve momento, nos observamos.
Aquel instante contenía tantas cosas: juicio, miedo, incertidumbre.
—Buenos días —dije al fin.
—Buenos días —respondió Binta, adelantándose para darme la mano y
luego soltarla con un golpe de nuestros dedos—. ¿Has vuelto hoy? Nosotras
sí.
—No. Volví ayer.
—Tienes buen aspecto —dijo Luyu, con otro apretón de manos de la
amistad.
—Vosotras también.
Hubo un silencio incómodo.

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—Todo el mundo lo sabe —intervino Binta.
—¿Eh? —dije en voz demasiado alta—. ¿El qué? ¿Qué saben?
—Que somos ana m-bobi —respondió Luyu con orgullo—. Y que
ninguna gritó.
—Ah —dije aliviada—. ¿Y Diti?
—No ha salido de la cama desde esa noche —rio Luyu—. Qué floja.
—No, solo se aprovecha para perder días de clase —dijo Binta—. De
todas formas, Diti sabe que es demasiado guapa y no necesita venir a la
escuela.
—Eso debe de ser estupendo —gruñí, aunque no me gustaba faltar a
clase.
—¡Oh! —exclamó Luyu con los ojos abiertos de par en par—. ¿Sabes lo
del chico nuevo?
Negué con la cabeza. Luyu y Binta compartieron una mirada y rieron.
—¿Qué? —pregunté—. ¿No habéis vuelto hoy?
—Las noticias vuelan —dijo Binta.
—Para algunas, al menos —añadió Luyu con prepotencia.
—Decidme lo que queráis decirme de una vez —repliqué irritada.
—Se llama Mwita —dijo Luyu emocionada—. Llegó mientras no
estábamos. Nadie sabe dónde vive o si tiene padres siquiera. Al parecer, es
muy listo, pero se niega a venir a la escuela. Hace cuatro días, vino y se burló
de los profesores, ¡y dijo que él podría enseñarles a ellos! No es una buena
forma de causar una primera impresión.
—¿Y por qué debería importarme? —objeté, encogiéndome de hombros.
Luyu sonrió con satisfacción, ladeó la cabeza y dijo:
—¡Porque me han dicho que es ewu!
El resto del día fue como un borrón. En el aula, busqué una cara del
mismo color que la piel de un camello, con pecas coloreadas como un
pimiento marrón y ojos que no fueran noahs. Durante el descanso de
mediodía, lo busqué en el patio. Después de clase, de camino a casa con Binta
y Luyu, seguí buscándolo. Quería hablarle de él a mi madre cuando llegase
allí, pero decidí no hacerlo. ¿De verdad querría conocer otro resultado más de
la violencia?
El día siguiente fue igual. No podía dejar de buscarlo. Al cabo de dos días,
Diti regresó a la escuela.
—Mi madre al final me ha arrastrado fuera de la cama —admitió. Luego
cambió su voz y la volvió grave—. «No eres la primera que pasa por esto».
Además, ya se había enterado de que vosotras habíais vuelto.

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Me echó un vistazo, pero cuando apartó la mirada, supe que a sus padres
no les gustaba que yo estuviera en el grupo ritual de su hija. Como si me
importara lo que pensaran.
Daba igual. Estaba claro que las cuatro compartíamos un vínculo. Los
amigos que Luyu, Binta y Diti tuvieran antes ya no eran importantes. Yo no
tenía amigos que abandonar. Muchas de las chicas que pasaban juntas el Rito
del Undécimo, aunque estaban «vinculadas», no duraban mucho así. Pero
para nosotras el cambio fue natural. Ya teníamos secretos. Y aquellos solo
serían los primeros.
Aunque ninguna era la «líder», a Luyu le gustaba dirigir. Era rápida y
descarada. Descubrimos que había mantenido relaciones sexuales con otros
dos chicos.
—¿Quién se cree el Ada que es? —espetó—. No tenía por qué contárselo
todo.
Binta siempre lucía una mirada alicaída en el rostro y hablaba poco
cuando había más gente. Los abusos de su padre habían causado una herida
profunda. Pero, cuando estaba sola con nosotras, hablaba y sonreía mucho. Si
Binta no hubiera nacido llena de vida, no creo que hubiese sobrevivido al
enfermo de su padre.
Diti era la princesa, la que se pasaba el día tumbada en la cama mientras
sus sirvientes le traían la comida. Era rolliza y guapa, y todo le salía a pedir
de boca. A su alrededor solían pasar cosas buenas. Un vendedor de pan nos
vendió su mercancía a mitad de precio porque tenía prisa por irse a casa. O, al
pasar debajo de un cocotero, un coco aterrizó a los pies de Diti. La Diosa Ani
amaba a Diti. Que Ani te quiera. ¿Cómo debe de ser eso? Aún no lo sé.
Después de la escuela, estudiábamos debajo del iroco. Al principio, eso
me ponía nerviosa. Tenía miedo de que la criatura roja y blanca que había
visto estuviera relacionada con el incidente del árbol. Sentarme debajo de sus
ramas podría ser una invitación a que el ojo viniera de nuevo. Pero, al cabo de
un tiempo, nada ocurrió, así que me relajé un poco. A veces hasta iba allí sola,
para pensar.
Pero me estoy adelantando. Voy a retroceder un poco.
Habían pasado once días desde mi Rito del Undécimo, cuatro días desde
que había regresado a la escuela, tres desde que me había dado cuenta de que
estaba unida a tres chicas de mi edad y un día desde que Diti volvió a la
escuela, cuando ocurrió otra cosa. Regresaba despacio a casa. Me latía la
herida. Dos veces al día sentía un dolor profundo sin motivo alguno.
—Aún piensan que tienes maldad —dijo alguien a mi espalda.

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—¿Eh? ¿Qué? —exclamé, dándome la vuelta lentamente. Me quedé
paralizada.
Fue como mirarse a un espejo si nunca has visto tu reflejo. Por primera
vez, entendí por qué la gente se detenía, dejaba lo que tuviera entre manos y
me observaba al verme. Tenía el mismo tono de piel que yo, mis pecas y el
cabello dorado tan rapado que su cabeza parecía cubierta de arena. Sería un
poco más alto, quizá tendría unos años más que yo. Mis ojos eran marrones y
dorados, igual que los ojos de los gatos de las arenas; los suyos, grises como
los de un chacal.
Supe enseguida quién era, aunque solo lo había visto brevemente cuando
me hallaba en un estado de sobresalto. A diferencia de lo que Luyu me había
contado, llevaba en Jwahir más tiempo, no solo unos días. Era el chico que
me había visto desnuda en el iroco. El que me dijo que saltara. Aquel día
llovía mucho y cargaba con una cesta sobre su cabeza, pero supe que era él.
—Eres…
—Como tú —dijo.
—Sí. Yo nunca… Quiero decir, nunca había oído hablar de otros.
—Yo he visto a otros —comentó despreocupado.
—¿De dónde eres? —preguntamos los dos a la vez.
—Del oeste —respondimos, también al mismo tiempo. Asentimos con la
cabeza. Todos los ewus provenían del oeste.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¿Eh?
—Caminas raro —dijo. Noté que me sonrojaba. Él sonrió de nuevo y
sacudió la cabeza—. No debería ser tan atrevido. —Silencio—. Pero, créeme,
siempre nos van a ver como los malos. Aunque te hayas… mutilado. —Fruncí
el ceño—. ¿Por qué lo has hecho? No eres de aquí.
—Pero vivo aquí —dije a la defensiva.
—¿Y qué?
—¿Quién eres tú? —pregunté, irritada.
—Te llamas Onyesonwu Ubaid-Ogundimu. Eres la hija del herrero. —Me
mordí el labio y me esforcé por seguir irritada. Se había referido a mí como
«la hija del herrero» en vez de hijastra, y me dieron ganas de sonreír. Él soltó
una risita—. Y eres la que acaba desnuda en los árboles.
—¿Quién eres tú? —repetí. Menuda escena estaríamos montando los dos
allí, junto a la carretera.
—Mwita —respondió.
—¿Y tu apellido?

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—No tengo —respondió con frialdad.
—Oh… Vale. —Examiné su ropa. Llevaba el típico atuendo de chico:
unos pantalones de un azul apagado y una camisa verde. Sus sandalias
estaban gastadas, pero eran de piel. Cargaba con un morral lleno de viejos
libros de texto—. Bueno… ¿dónde vives?
—No te preocupes por eso —respondió. La frialdad ya se había derretido
en su voz.
—¿Por qué no vienes a la escuela?
—Voy a la escuela. A una mejor que la tuya. —Se metió la mano en el
bolsillo y sacó un sobre—. Esto es para tu padre. Iba hacia tu casa, pero tú
puedes llevárselo.

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CAPÍTULO SEIS

ESHU

Después de aquel día, me parecía ver a Mwita en todas partes. Venía a


menudo a nuestra casa con mensajes. Y unas cuantas veces me lo encontré de
camino al taller de papá.
—¿Por qué no me habéis hablado antes de él? —pregunté a mis padres
una noche durante la cena. Papá se embutía arroz especiado en la boca con la
diestra. Se enderezó, masticando, con la mano sobre la comida. Mi madre le
sirvió en el plato otro trozo de cabra.
—Pensé que ya lo sabías —respondió.
—No quería que te disgustaras —dijo mi madre a la vez.
Mis padres sabían muchas cosas por aquel entonces. También deberían
haber sabido que no podrían protegerme siempre. Lo que tenía que llegar,
llegaría.
Mwita y yo hablábamos siempre que nos veíamos. Solo durante un rato
corto. Él siempre iba con prisas.
—¿Dónde vas? —le pregunté un día que entregó otro sobre de los
ancianos para papá, porque les estaba fabricando una gran mesa para la Casa
de Osugbo y los grabados debían ser perfectos. El sobre que Mwita había
traído contenía más dibujos de esos símbolos.
—A otra parte —respondió con una sonrisa.
—¿Por qué siempre tienes prisa? Venga. Solo una cosa.
Se dio la vuelta para marcharse, pero entonces regresó.
—Muy bien —concedió. Nos sentamos en los escalones de la casa. Al
cabo de un minuto, dijo—: Si pasas el tiempo suficiente en el desierto, lo
oirás hablar.
—Pues claro. Habla con más fuerza gracias al viento.
—Exacto. Las mariposas entienden bien al desierto. Por eso se mueven
con un vaivén. Siempre están Conversando con la tierra. Hablan en la misma
medida que escuchan. Hay que llamar a las mariposas con el idioma del
desierto.

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Alzó la barbilla, respiró hondo y exhaló. Yo conocía esa canción. El
desierto la cantaba cuando todo iba bien. En nuestra época de nómadas, mi
madre y yo cazábamos escarabajos que volaban lentos los días que el desierto
cantaba así. Quítales el caparazón y las alas, seca la carne al sol, añade
especias… Deliciosos. La canción de Mwita atrajo a tres mariposas: una
pequeña blanca y tres grandes negras y amarillas.
—Déjame probar —dije emocionada. Pensé en mi primer hogar. Abrí la
boca y canté la canción de paz del desierto. Atraje a dos colibríes, que
revolotearon alrededor de nuestras cabezas antes de marcharse. Mwita se
alejó de mí, sorprendido.
—Cantas como… Tienes una voz preciosa —dijo. Aparté la mirada, con
los labios apretados. Mi voz era un regalo de un hombre malvado—. Más —
pidió—. Canta más.
Le canté una canción que me había inventado cuando era feliz y libre y
tenía cinco años. Mis recuerdos de aquella época eran confusos, pero
recordaba con claridad esas canciones.
Mis encuentros con Mwita siempre eran así. Me enseñaba un poco de
hechicería sencilla y luego se sorprendía al ver con cuánta facilidad la
entendía. Fue el tercero en verlo en mí (mi madre fue la primera y mi padre,
el segundo), seguramente porque él también poseía ese don. Me pregunté
dónde había aprendido lo que sabía. ¿Quiénes eran sus padres? ¿Dónde vivía?
Mwita era tan misterioso… y muy guapo.
Binta, Diti y Luyu lo conocieron en la escuela. Mwita estaba esperándome
en el patio, algo que nunca antes había hecho. No se sorprendió al verme salir
con mis amigas. Le había hablado mucho de ellas. Todo el mundo nos
miraba. Estoy segura de que se contaron muchas historias de nosotros dos a
partir de aquel día.
—Buenas tardes —dijo con un gesto educado de la cabeza.
La sonrisa de Luyu era demasiado amplia.
—Mwita —me apresuré a decir—. Estas son Luyu, Diti y Binta, mis
amigas. Luyu, Diti, Binta, este es Mwita, mi amigo.
Diti soltó una risita al oír aquello.
—¿Onyesonwu sí que es una buena razón para venir aquí? —preguntó
Luyu.
—Ella es la única razón —respondió Mwita.
Me ruboricé cuando los ojos de las cuatro se volvieron hacia mí.
—Toma —dijo, y me entregó un libro—. Pensaba que lo había perdido,
pero no.

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Era un folleto sobre anatomía humana. La última vez que hablamos, se
había preocupado por lo poco que sabía yo sobre los múltiples músculos del
cuerpo.
—Gracias —dije, molesta por la presencia de mis amigas. Quería
repetirles que Mwita y yo solo éramos amigos. El único tipo de interacciones
que Luyu y Diti tenían con chicos eran sexuales o de coqueteo.
Mwita me observó y yo le devolví una mirada para indicarle que estaba de
acuerdo. A partir de entonces solo se acercó a mí cuando creía que estaría
sola. La mayor parte de las veces acertó, pero otras tuvo que tratar con mis
amigas. Y le fue bien.

Siempre me alegraba de ver a Mwita. Pero un día, meses después, me puse


eufórica por verlo. Aliviada. Cuando lo vi en la carretera, con un sobre en la
mano, di un salto. Había estado sentada en los escalones de la casa mirando a
la nada, confundida y enfadada, esperándolo. Algo había pasado.
—¡Mwita! —grité y eché a correr. Pero cuando lo alcancé, las palabras
me abandonaron y me quedé de pie, sin más. Él me agarró de la mano. Nos
sentamos de nuevo en los escalones—. Y-y-yo no sé… —balbucí. Callé,
porque un gran sollozo empezaba a brotarme del pecho—. Es imposible que
haya pasado, Mwita. Pero no sé si esto ya ha ocurrido antes. Me pasa algo.
¡Algo me persigue! Necesito ir a un sanador. Yo…
—Dime lo que ha pasado, Onyesonwu —dijo él, impaciente.
—¡Lo intento!
—Bueno, pues inténtalo más.
Lo observé y él me devolvió la mirada con un gesto de la mano para que
siguiera hablando.
—Estaba en la parte de atrás, observando el huerto de mi madre —dije—.
Todo era normal y… y luego todo se volvió rojo. Miles de matices de rojo…
Me detuve. No podía contarle que una gigantesca cobra marrón con los
ojos rojos se había arrastrado hasta donde yo estaba y se había alzado hasta
mi cara. Y que entonces me había inundado un odio tan profundo y hondo

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hacia mí misma que había empezado a alzar las manos ¡para sacarme los ojos!
Para rasgarme la garganta con las uñas. «Soy horrible. Soy malvada. Estoy
sucia. ¡No debería existir!». En mi mente, ese mantra era rojo y blanco, igual
que el ojo ovalado. No le conté que, un momento después, un buitre tan negro
como el petróleo había descendido de los cielos, chillando, para picotear a la
serpiente hasta espantarla. Salí del trance justo a tiempo. Omití todo esto.
—Había un buitre —dije—. Mirándome. Estaba lo bastante cerca como
para verle los ojos. Le tiré una piedra y salió volando, pero le cayó una pluma.
Una pluma grande y negra. Yo… fui a recogerla. Me quedé allí de pie,
deseando poder volar como él. Y entonces… no sé…
—Cambiaste —intervino Mwita. Me observaba muy de cerca.
—¡Sí! Me convertí en el buitre. ¡Te lo juro! No me lo estoy inventando…
—Te creo. Acaba.
—Yo… tuve que salir brincando de mi ropa —dije con los brazos
extendidos—. Podía oírlo todo. Podía ver… como si el mundo se abriese ante
mí. Me asusté. Y luego estaba tumbada allí, era otra vez yo misma, desnuda,
con la ropa a mi lado. No tenía el diamante en la boca. Lo encontré a unos
metros de distancia y… —suspiré.
—Eres una eshu —dijo.
—¿Una qué?
Esa palabra parecía un estornudo.
—Una eshu. Puedes cambiar de forma, entre otras cosas. Lo supe desde el
día en que te transformaste en gorrión y volaste hasta aquel árbol.
—¿Qué? —grité, alejándome de él.
—Sabes lo que sabes, Onyesonwu —dijo con toda la naturalidad del
mundo.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Cerré mis puños temblorosos.
—Los eshus no se creen lo que son hasta que se dan cuenta por sí mismos.
—¿Y qué hago? ¿Qué…? ¿Cómo sabes tú todo esto?
—Pues igual que sé el resto de cosas.
—¿Y cómo es eso?
—Es una larga historia. Oye, tú no vayas a decirles a tus amigas nada de
esto.
—No pensaba hacerlo.
—Las primeras veces son importantes. Los gorriones son supervivientes.
Los buitres son pájaros nobles.

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—¿Qué tiene de noble comer cadáveres y robar carne de las tablas de
cortar?
—Todos tenemos que comer.
—Mwita. Tienes que enseñarme más. Tengo que aprender a protegerme.
—¿De qué?
Las lágrimas caían de mis ojos.
—Creo que algo quiere matarme.
Él se quedó quieto, con los ojos fijos en mí cuando dijo:
—No dejaré que eso ocurra.
Según mi madre, todas las cosas ya están fijas. Según ella, hay una razón
para todo, desde las masacres en el oeste hasta el amor que encontró en el
este. Pero la mente oculta detrás de todo, a la que yo llamo Destino, es fría y
dura. Es tan lógica que nadie puede decir que es una buena persona si se
inclina ante ese sino. El Destino es tan inamovible como un cristal quebradizo
en medio de la oscuridad. Aun así, me inclino ante el Destino y le doy las
gracias por traerme a Mwita.

Nos reuníamos dos veces a la semana, después de la escuela. Las lecciones de


Mwita eran justo lo que necesitaba para refrenar mi miedo al ojo rojo. Soy
una luchadora nata, y solo con tener armas para luchar, por muy inadecuadas
que sean, me bastaba para mitigar mi ansiedad paralizante. Durante esos días,
al menos.
El propio Mwita era también una buena distracción. Hablaba y vestía
bien, e inspiraba respeto. Y no tenía la misma reputación de paria que yo.
Luyu y Diti envidiaban el tiempo que pasaba con él. Disfrutaban contándome
rumores sobre él, como que le gustaban las chicas mayores ya casadas. Chicas
que habían terminado la escuela y podían ofrecerle más cosas
intelectualmente.
Nadie supo descifrar el misterio de Mwita. Algunos decían que era
autodidacta y vivía con una anciana a quien le leía libros a cambio de una
habitación y dinero para gastos. Otros decían que tenía su propia casa. Yo no

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pregunté. Sabía que no me lo diría. Aun así, era ewu y, de vez en cuando, oía
a la gente mencionar su piel «enfermiza» y su olor «nauseabundo» y que daba
igual cuántos libros leyera, porque solo podría acabar mal.

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CAPÍTULO SIETE

LECCIONES APRENDIDAS

Me saqué el diamante de la boca y se lo entregué a Mwita, con el corazón a


mil por hora. Si un hombre tocaba mi piedra, tendría la capacidad de
causarme mucho daño o bien. Aunque Mwita no respetase las tradiciones de
Jwahir, sabía que yo sí, por lo que tuvo cuidado al cogerlo.
Era la mañana de un fin de semana. El sol acababa de salir. Mis padres
dormían. Estábamos en el jardín, justo donde quería estar.
—Por lo que sé, siempre conservarás el conocimiento de aquello en lo que
te hayas convertido —me explicó—. ¿Tiene sentido lo que digo?
Asentí. Cuando me concentraba en la idea, percibía al buitre y al gorrión
justo bajo mi piel.
—Está ahí, debajo de la superficie —prosiguió Mwita despacio—. Siente
la pluma entre los dedos. Frótala, amásala. Cierra los ojos. Recuerda.
Extráelo. Y transfórmate.
Entre mis manos, la pluma era suave, delicada. Sabía el lugar exacto en el
que iría encajada. En el hueco vacío de mi ala. Esta vez estaba consciente y al
mando. No sería como derretirme en una charca de algo amorfo para luego
adquirir otra forma. Siempre era algo. Mis huesos cedieron con suavidad, se
rajaron y encogieron. No dolió. Los tejidos de mi cuerpo ondularon y
cambiaron. Mi mente se enfocó de una forma distinta. Seguía siendo yo, pero
desde otra perspectiva. Oí estallidos y sonidos suaves de succión y percibí el
rico aroma que solo olía durante esos momentos de rareza.
Volé alto. Mi sentido del tacto había disminuido, ya que mi piel estaba
protegida por plumas. Pero lo veía todo. Tenía el oído tan agudizado que
escuchaba a la tierra respirar. Cuando regresé, estaba cansada y a punto de
llorar. Incluso después de transformarme de nuevo mis sentidos zumbaban.
Me daba igual estar desnuda. Mwita tuvo que envolverme con la rapa
mientras lloraba sobre su hombro. Por primera vez en mi vida, podía escapar.
Cuando las cosas apretaran demasiado, encorsetándome, podría retirarme al
cielo. Desde allí arriba, vería con facilidad el desierto expandiéndose más allá
de Jwahir. Volaría tan alto que ni siquiera el ojo ovalado podría verme.

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Esa tarde, sentados en el huerto de mi madre, le relaté a Mwita toda mi
vida. Le conté la historia de mi madre. Le hablé de cuando estuvimos en el
desierto. Le describí cómo había ido a otro lugar cuando me circuncidaron. Y,
finalmente, le hablé con detalle del ojo rojo. Mwita no se dejó sorprender ni
siquiera por esa revelación. Aquello debería haberme dado algo en lo que
pensar, pero estaba demasiado colada por él como para que me importara.
Fue idea mía ir al desierto. Fue idea suya ir esa misma noche. Era la
segunda vez que me escabullía de casa. Caminamos por la arena durante
varios kilómetros. Cuando nos detuvimos, encendimos una hoguera. A
nuestro alrededor, todo era oscuridad. El desierto no había cambiado desde
que me marché seis años antes. Estábamos tan en paz en aquella fría
tranquilidad que enmudecimos durante diez minutos.
—No soy como tú —dijo entonces Mwita mientras atizaba el fuego—. No
del todo.
—¿Eh? ¿A qué te refieres?
—Suelo dejar que la gente piense lo que quiera. Para mí, tú eras como
ellos. Incluso después de conocerte más. Ha pasado casi un año desde que te
vi en aquel árbol.
—Ve al grano —le pedí con impaciencia.
—No —me espetó—. Te lo voy a contar como yo quiera, Onyesonwu. —
Apartó la mirada, molesto—. Tienes que aprender a estar callada a veces.
—No, no tengo que aprender nada.
—Debes hacerlo.
Me mordí el labio inferior en un intento de guardar silencio.
—No soy igual que tú —dijo Mwita al fin—. Escúchame, ¿vale?
—Que sí.
—A tu madre… la agredieron. A mi madre no. Todo el mundo cree que
los ewus son como tú, que sus madres fueron agredidas por un hombre nuru
que tuvo la suerte de dejarla embarazada. Pues bien, mi madre se enamoró de
un hombre nuru.
—No deberías bromear sobre estas cosas —bufé.
—Ocurre —insistió—. Y sí, tenemos el mismo aspecto que los hijos de…
de la violación. No deberías creer todo lo que oigas y leas.
—Vale —dije en voz baja—. Si… sigue.
—Mi tía me contó que mi madre trabajaba para una familia nuru y su hijo
solía hablar con ella en secreto. Se enamoraron y, un año después, mi madre
se quedó embarazada. Cuando nací, la noticia de que era ewu se propagó. No
se habían producido ataques en la zona, así que la gente estaba perpleja por

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mis orígenes. El amor entre mis padres no tardó en salir a la luz. Mi tía me
contó que alguien los vio juntos después de mi nacimiento, porque mi padre
se había colado en su tienda. Nunca sabré si fue un nuru o un okeke quien nos
traicionó.
»Se formó una turba y tampoco sé si era de nurus u okekes. Fueron a por
mi madre con piedras. Fueron a por mi padre con puños. Se olvidaron de mí.
Mi tía, la hermana de mi padre, me puso a salvo. Su marido y ella me
cuidaron. La muerte de mi padre fue como si exonerara mi existencia.
»Si el padre es nuru, entonces el hijo también lo es. Así que me criaron
como si fuera nuru en la casa de mis tíos. A los seis años, mi tío logró que me
convirtiera en el aprendiz de un hechicero llamado Daib. Supongo que
debería sentirme agradecido. Daib era conocido por exhibirse. Mi tío me
contó que había sido militar. También sabía de literatura. Tenía tantos
libros… y todos acabarían siendo destruidos.
Mwita hizo una pausa y yo esperé a que prosiguiera.
—Mi tío le rogó y le pagó a Daib para que me enseñara… porque era ewu.
Estaba presente cuando se lo suplicó. —Mwita parecía asqueado—. Suplicó
de rodillas, con las manos en el suelo. Daib le escupió y dijo que solo le hacía
el favor porque conocía a mi abuela. Mi odio hacia Daib impulsó mi
aprendizaje Era joven, pero odiaba igual que un hombre de mediana edad tras
pasar la flor de la vida.
»Mi tío le suplicó de aquella forma, se humilló, por una razón. Quería que
fuera capaz de protegerme. Sabía que mi vida sería dura. Pero seguimos
adelante y pasaron los años plácidamente. Hasta que cumplí los once. De eso
hace cuatro años. Las masacres empezaron de nuevo en las ciudades y se
extendieron con rapidez hasta nuestro pueblo.
»Los okekes se resistieron. Y, de nuevo, igual que ocurrió en el pasado,
los nurus eran más numerosos y llevaban más armas. Pero en mi pueblo, los
okekes ardían de rabia. Asaltaron nuestra casa, mataron a mi tía y a mi tío.
Más tarde descubrí que buscaban a Daib y a cualquiera que estuviera
relacionado con él. Te he dicho que Daib había sido militar… Bueno, era algo
más. Al parecer, era conocido por su crueldad. Mis tíos murieron por su
culpa, porque me estaba enseñando.
»De él había aprendido a hacerme «ignorable». Así escapé. Hui al
desierto, donde me pasé un día encogido de miedo. Los disturbios fueron
erradicados al fin y todos los okekes del pueblo acabaron asesinados. Luego
fui a la casa de Daib, con la esperanza de encontrar su cadáver, y descubrí
otra cosa. En su casa medio quemada, encontré la ropa que llevaba la última

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vez que lo había visto, desperdigada por el suelo como si se hubiera
evaporado. Y la ventana estaba abierta.
»Empaqué lo que pude y viajé hacia el este. Sabía cómo me tratarían.
Esperaba encontrar al Pueblo Escarlata, una tribu que no es ni okeke ni nuru y
que vive en el desierto, en medio de una tormenta gigante de arena. Se dice
que el Pueblo Escarlata conoce jujus imposibles. Era joven y estaba
desesperado. Pero el Pueblo Escarlata es solo un mito.
»Gané dinero por el camino con trucos tontos de magia, como hacer que
bailen muñecas o que los niños leviten. La gente, nurus y okekes, se siente
más cómoda con los ewus que hacen el tonto, bailando o con trucos, siempre
y cuando evites el contacto visual y sigas tu camino cuando hayas terminado
de entretenerlos. Acabé aquí por pura casualidad.
Cuando Mwita dejó de hablar, me quedé sentada sin decir nada. Me
pregunté cómo de lejos quedaba el pueblo de Mwita de las ruinas donde vivió
mi madre.
—Lo siento —dije—. Lo siento por todos nosotros.
—No lo sientas —dijo negando con la cabeza—. Es como decir que
sientes existir.
—Y lo hago.
—No menosprecies los sufrimientos y éxitos de tu madre —respondió
Mwita con aire sombrío. Chasqueé la lengua y aparté la mirada, con los
brazos cruzados sobre el pecho—. Entonces, ¿no quieres estar aquí?
No respondí. «Al menos su padre no es un monstruo», pensé.
—La vida no es fácil —dijo él con una sonrisa—. Sobre todo para los
eshus.
—Tú no eres eshu.
—Pues entonces no es fácil para ninguno de nosotros.

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CAPÍTULO OCHO

MENTIRAS

Un año y medio más tarde, oí por casualidad lo que decían dos chicos que
pasaban a mi lado. Tendrían unos diecisiete años. Uno llevaba el rostro
magullado y el brazo vendado. Yo estaba leyendo un libro debajo del iroco.
—Es como si alguien te hubiera pisado la cara —dijo el chico ileso.
—Lo sé —respondió el otro—. Apenas puedo andar.
—Mira lo que te digo: ese hombre es perverso, no un hechicero de verdad.
—Oh, Aro es un hechicero con todas las de la ley —repuso el chico
herido—. Perverso, pero auténtico.
Agucé el oído ante ese nombre, que había sido mencionado casi de pasada
la noche de mi Rito del Undécimo.
—Supongo que ese chico ewu es el único lo bastante bueno para aprender
los Grandes Saberes Místicos —comentó el chico lastimado, con los ojos
húmedos y abiertos de par en par—. No tiene sentido. Se supone que la
sangre debe ser limpia para…
Me levanté para alejarme, con los pensamientos empañados por la rabia.
Enfadada, busqué en el mercado, en la biblioteca, incluso en mi casa. Ni
rastro de Mwita. No sabía dónde vivía. Me enfadé más. A.1 salir de mi casa,
lo vi acercándose por la carretera. Acorté la distancia entre nosotros a
zancadas y tuve que contenerme para no darle un puñetazo en la cara.
—¿Por qué no me lo has dicho? —grité.
—No me vengas con esa actitud —gruñó cuando lo alcancé—. Sé más
sensata.
Solté una carcajada amarga.
—No sé nada sobre ti.
—Va en serio, Onyesonwu —me avisó.
—Me da igual —grité.
—¿Qué mosca te ha picado, mujer?
—¿Qué sabes de los Grandes Saberes Místicos? ¿Eh? —Yo no tenía ni
idea de qué eran esos Saberes Místicos, pero me los había ocultado y quería
saberlos enseguida—. Y… ¿y Aro? ¿Por qué no…? —Estaba tan enfadada

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que empecé a atragantarme con el aire. Me detuve, jadeando—. Tú… ¡eres un
mentiroso! —chillé—. ¿Cómo voy a confiar en ti?
Mwita dio un paso atrás ante esa acusación. Me había pasado de la raya.
—¡Se lo he oído por casualidad a dos chicos! ¡Dos chicos normales,
ineptos y tontos! ¡No volveré a confiar en ti nunca más!
—Él no te enseñará —dijo Mwita con amargura y los brazos extendidos.
—¿Qué? —pregunté con un hilo de voz—. ¿Por qué no?
—¿Quieres saberlo? Vale, te lo diré. Espero que así te quedes contenta.
No te enseñará porque eres una chica, ¡una mujer! —gritó. En sus ojos había
lágrimas de rabia. Me dio una palmada en la barriga—. ¡Por lo que llevas
dentro! ¡Puedes dar vida y, cuando seas vieja, esa habilidad se convertirá en
algo más grande, más peligroso e inestable!
—¿Qué? —repetí.
Mwita profirió una carcajada rabiosa y empezó a alejarse.
—Me presionas demasiado —dijo—. Ah, no me haces ningún bien.
—¡No te alejes de mí! —exigí.
—¿O qué? —dijo, deteniéndose y dándose la vuelta—. ¿Me estás
amenazando?
—Es posible.
Nos quedamos allí de pie. No me acuerdo de si había alguien a nuestro
alrededor. Seguramente. A la gente le suele gustar una buena discusión. Y una
entre dos adolescentes ewus, un chico y una chica, no tenía precio.
—Onyesonwu —dijo Mwita—. Él no te enseñará. Naciste en el cuerpo
equivocado.
—Ya, bueno, puedo remediarlo —repliqué.
—No, eso no podrás cambiarlo nunca.
Daba igual en qué me convirtiera, solo me transformaba en la versión
femenina. Esa norma de mi don siempre me había parecido trivial.
—A ti sí que te enseña —dije.
—Y te he estado enseñando lo que sé —asintió.
—Pero… —dije con la cabeza ladeada—. No te enseña esos… esos
Saberes, ¿verdad? —Mwita no respondió—. Porque eres ewu, ¿no? —Sin
respuesta—. Mwita…
—Lo que yo te enseñe tendrá que ser suficiente.
—¿Y si no lo es?
Él apartó la mirada.
—Omitir información es mentir —dije, negando con la cabeza.

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—Si te miento, es solo para protegerte. Eres mi… Para mí eres especial,
Onyesonwu —soltó. Se limpió más lágrimas de rabia de la mejilla—. Nadie,
nadie, debería hacerte daño.
—¡Algo lo ha intentado! ¡Ese… ese ojo horrible, rojo y blanco! ¡Es
maligno! Creo que a veces me vigila mientras duermo…
—¡Se lo he pedido! —estalló—. ¿Vale? Se lo he pedido. Te miro y sé…
Lo sé. Le he hablado de ti. Le conté cómo acabaste en ese árbol. Se lo volví a
pedir después de que descubrieras que eres eshu. No te enseñará.
—¿Le has hablado del ojo rojo?
—Sí.
Silencio.
—Pues entonces iré a pedírselo yo misma —dije rotundamente.
—No.
—Que me rechace a la cara.
La rabia refulgió en los ojos de Mwita, que dio un paso atrás.
—No debería amar a una chica como tú —dijo entre dientes en voz baja.
Y entonces se dio la vuelta y se alejó.
Esperé hasta que Mwita estuviera lo bastante lejos. Luego me aparté a un
lado de la carretera y me concentré. No tenía la pluma y antes que nada debía
calmarme. La discusión con Mwita me había dejado temblorosa por las
emociones, así que tardé varios minutos en estar tranquila. A esas alturas,
Mwita ya se había marchado. Pero, como ya he dicho, cuando me
transformaba en buitre, el mundo se abría ante mí. Lo localicé con facilidad.
Lo seguí hacia el sur desde mi casa, a través de las granjas de palmeras
que había en el límite meridional de Jwahir, hasta que llegó a una cabaña
robusta pero sencilla. Cuatro cabras merodeaban por sus inmediaciones.
Mwita entró en una choza más pequeña situada junto a la principal. Detrás de
las dos cabañas se abría el desierto.
Al día siguiente fui hasta allí a pie. Dejé la ventana de mi habitación
abierta por si acaso regresaba como buitre. Una puerta de cactus crecía
delante de la cabaña de Aro. Me armé de valor para atravesar la abertura
flanqueada por los dos cactus enormes. Intenté evitar las espinas, pero una me
arañó el brazo al pasar. «Da igual», pensé.
La cabaña principal era grande y estaba hecha de adobe y ladrillos de
arena apilados y rematada con un tejado de paja. Vi a Mwita sentado cerca,
apoyado en el único árbol lo bastante valiente como para crecer cerca de la
casa. Sonreí con picardía para mí misma. Si esa era la cabaña de Aro, podía
colarme antes de que Mwita me viera.

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Un hombre me salió al paso antes de que pudiera cruzar por completo la
entrada de la cabaña. Lo primero que noté fue la bruma azul que lo rodeaba,
aunque se evaporó al acercarse. Tendría unos veinte años más que mi padre.
Llevaba la cabeza afeitada y su piel resplandecía bajo el calor seco. Lucía
varios amuletos de cristal y cuarzo sobre su caftán blanco. Caminaba
despacio, examinándome. No me cayó bien.
—¿Qué? —dijo.
—Esto, eh… —tartamudeé—. ¿Es usted Aro, el hechicero? —Me fulminó
con la mirada, pero seguí hablando—. Me llamo Onyesonwu
UbaidOgundimu, hija… hijastra de Fadil Ogundimu, hija de Najeeba
UbaidOgundimu…
—Sé quién eres —dijo con frialdad. Sacó un palo de mascar del bolsillo y
se lo metió en la boca—. Eres la niña que, según el Ada, puede volverse
transparente y, según Mwita, puede convertirse en gorrión.
Me fijé en que no había mencionado al buitre.
—Sí, me han estado pasando cosas —dije—. Y creo que estoy en peligro.
Algo intentó matarme una vez, hará cosa de un año. Un gran ojo ovalado de
color rojo. Y creo que sigue vigilándome. Necesito protegerme. ¡Me
convertiré en la mejor estudiante que ha tenido nunca, Oga Aro! Lo sé. Lo
noto. Casi… casi puedo tocarlo.
Con lágrimas en los ojos, dejé de hablar. No me había dado cuenta hasta
ese momento de lo decidida que estaba. Él me miraba con tanta sorpresa que
me pregunté si habría dicho algo malo. No parecía el tipo de persona que se
dejase conmover con facilidad. Su rostro volvió a adquirir lo que supuse que
era su expresión habitual. Detrás de él, vi que Mwita se acercaba con rapidez.
—Estás llena de fuego —dijo Aro—. Pero no te enseñaré. —Movió la
mano arriba y abajo, señalando mi cuerpo—. Tu padre era nuru, un pueblo
asqueroso y sucio. Los Grandes Saberes Místicos son un arte okeke pensado
solo para los puros de espíritu.
—P-pero le está enseñando a Mwita —dije, esforzándome para controlar
mi desesperación.
—No le enseño los Saberes Místicos, sino cosas más limitadas. Es un
hombre. Y tú, una mujer. No estás a la altura, ni siquiera para habilidades
más… amables.
—¿Cómo puede decir algo así? —grité, y el diamante casi salió volando
de mi boca.
—Y, encima, mientras hablamos estás sucia con la sangre femenina.
¿Cómo te atreves a venir aquí en ese estado?

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Parpadeé, sin saber de qué hablaba. Más tarde me daría cuenta de que se
refería a que acababa de bajarme la regla. Aún faltaba un día y solo soltaba
unas gotitas. Aro hablaba como si estuviera empapada en sangre.
Señaló entonces mi cintura, asqueado.
—Y eso solo debería verlo tu marido.
Me sentí confundida de nuevo. Pero entonces bajé la mirada y vi un
destello de la cadena que llevaba en el ombligo, que sobresalía por encima de
mi rapa. La guardé de inmediato.
—Ojalá acabe contigo aquello que te persigue. Es mejor así —concluyó
Aro.
—Por favor —intervino Mwita, adelantándose—. No la insulte, Oga. Le
tengo aprecio.
—Sí, siempre vais juntos, lo sé.
—¡No le he dicho que viniera! —dijo Mwita con firmeza—. No escucha a
nadie.
Lo miré fijamente, sorprendida e insultada.
—Me da igual quién la ha enviado —respondió Aro con un gesto de su
enorme mano.
Mwita bajó la mirada y casi me eché a gritar. «Es como si fuera el esclavo
de Aro», pensé. «Como un okeke ante un nuru. Pero lo criaron como nuru.
¡Es al revés!».
Aro se alejó. Yo me apresuré a darme la vuelta para regresar por la puerta
de cactus.
—Esto te lo has ganado tú sólita —refunfuñó Mwita, siguiéndome—. Te
dije que no…
—Tú a mí no me dices nada —repliqué y aceleré el paso—. ¡Vives con él!
¡Ya has visto lo que piensa de nuestra gente y tú TE QUEDAS EN SU
CASA! ¡Seguro que hasta cocinas y limpias para él! Me sorprende que se
atreva a comer lo que le preparas.
—Las cosas no son así.
—¡Lo son! —grité. Habíamos atravesado la puerta de cactus—. Al
parecer no tengo suficiente con ser ewu y con que me persiga una cosa. Ahora
encima soy mujer. Ese loco con el que vives te quiere y te odia, ¡pero a mí
solo me odia! ¡Todo el mundo me odia!
—Ni tus padres ni yo te odiamos. Tus amigas no te odian.
No lo estaba escuchando. Eché a correr. Corrí hasta que estuve segura de
que no me seguía. Rebusqué el recuerdo de unas plumas de color negro
aceitoso recubriendo unas alas robustas, un pico fuerte, una cabeza con un

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cerebro que poseía una inteligencia que solo yo y ese pollacabra de Aro
entendíamos. Volé alto y lejos, pensando y pensando. Y, cuando al fin llegué
a casa, salté por la ventana de mi habitación y me convertí de nuevo en lo que
era: una chica de trece años que pronto cumpliría catorce. Me arrastré
desnuda hasta la cama, goteando sangre y todo, y me tapé con las sábanas.

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CAPÍTULO NUEVE

PESADILLA

Dejé de hablarle a Mwita y él dejó de venir a verme. Pasaron tres semanas. Le


echaba de menos, pero la ira que sentía hacia él se había fortalecido. Binta,
Luyu y Diti ocupaban mi tiempo sobrante. Una mañana, mientras las esperaba
enfurruñada en el patio de la escuela, Luyu pasó justo a mi lado. Al principio
creí que no me había visto, pero luego me fijé en que parecía alterada. Tenía
los ojos rojos e hinchados, como si hubiera estado llorando o no hubiera
dormido nada. Corrí tras ella.
—¿Luyu? ¿Estás bien? —Se volvió hacia mí, con el rostro en blanco. Y
entonces sonrió y pareció más ella misma—. Pareces… cansada.
—Tienes razón, he dormido fatal —rio.
Luyu y sus declaraciones cargadas de intención. Esa era sin duda una de
ellas. Pero conocía a Luyu. Si quería contarte algo, lo haría a su debido
tiempo. Llegaron entonces Binta y Diti, y Luyu se alejó de mí cuando las
cuatro nos sentamos.
—Qué día más bonito —dijo Diti.
—Si tú lo dices —gruñó Luyu.
—Ojalá pudiera estar siempre tan feliz como tú, Diti —dije.
—Solo estás de malhumor porque Mwita y tú os habéis peleado —añadió
Diti.
—¿Qué? ¿C-cómo lo sabes?
Me enderecé, desesperada. Si sabían lo de la pelea, entonces se habrían
enterado del porqué.
—Te conocemos —explicó Diti. Luyu y Binta gruñeron, conformes—.
Estas dos últimas semanas te hemos visto el doble.
—No somos tontas —intervino Binta. Dio un bocado al sándwich de
huevo que había sacado de su morral. Como había quedado aplastado entre
los libros, parecía muy fino.
—Bueno, ¿qué ha pasado? —preguntó Luyu, masajeándose la frente.
Me encogí de hombros.
—¿Tus padres se oponen? —dijo Binta. Las tres se acercaron más a mí.

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—Dejadlo estar —espeté.
—¿Le has dado tu virginidad? —preguntó Luyu.
—¡Luyu! —exclamé.
—Solo preguntaba.
—¿La cadena del ombligo se te ha vuelto verde? —preguntó Binta. Lo
dijo casi desesperada—. Me han dicho que eso ocurre cuando mantienes
relaciones sexuales después del Rito del Undécimo.
—Dudo mucho que haya mantenido relaciones con él —concluyó Diti
con frialdad.

Antes de irme a la cama, me senté en el suelo a meditar. Me costó mucho


esfuerzo tranquilizarme. Cuando terminé, tenía la cara mojada de sudor y
lágrimas. Sudaba profusamente siempre que meditaba (y era raro, ya que
suelo sudar muy poco) y también acababa llorando. Según Mwita, como
estaba acostumbrada a estar bajo un estrés constante, cuando lo soltaba todo
lloraba de alivio, literalmente. Me duché y deseé buenas noches a mis padres.
Ya en la cama, me dormí y soñé con arena relajante. Seca, suave, intacta y
cálida. Yo era el viento que soplaba sobre las dunas. Luego atravesé tierras
llenas y rotas. Las hojas de los tercos árboles y los arbustos secos cantaban a
mi paso. Luego vi un camino de tierra, más caminos, pavimentados y
cubiertos de arena, rebosantes de gente que viajaba con fardos pesados, en
moto, camello, caballo. Los caminos eran negros y lisos y brillaban como si
sudaran. Las personas que los recorrían no llevaban equipaje. No eran
viajeros. Estaban cerca de casa. A lo largo del camino había tiendas y
edificios grandes.
En Jwahir, la gente no Conversa junto a los caminos ni en los mercados.
Y solo hay un puñado de personas con la piel clara, y ninguno de ellos es
nuru. El viento me había llevado lejos.
Allí, la mayoría eran nurus. Intenté echar un vistazo más de cerca. Cuanto
más me esforzaba, más desenfocados se volvían. Todos, excepto uno. Estaba
de espaldas. Podía oír cómo se reía a kilómetros de distancia. Era muy alto y

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estaba de pie en medio de un grupo de hombres nurus. Hablaba
apasionadamente con palabras que no podía entender. Sus carcajadas
vibraban en mi cabeza. Llevaba un caftán azul. Se estaba dando la vuelta… y
solo pude verle los ojos. Eran rojos con dos centros de un ondulante blanco
abrasador. Se fusionaron en un único ojo gigante. El miedo atravesó mi mente
como el veneno. Entendí perfectamente las palabras que el hombre dijo a
continuación.
«Deja de respirar», gruñó. «¡DEJA DE RESPIRAR!».
Me desperté con una sacudida, incapaz de respirar. Aparté las sábanas,
resollando. Me enderecé y me agarré el cuello dolorido. Si cerraba los ojos,
podía ver ese ojo rojo detrás de los párpados. Resollé con más fuerza y me
incliné hacia delante. Unos puntos negros me nublaron la vista. Lo admito:
una parte de mí se sintió aliviada. Prefería la muerte antes que vivir con
miedo a esa cosa. Pasaron unos segundos y mi pecho se fue relajando. Mi
garganta dejó entrar unas bocanadas de aire. Tosí. Esperé, masajeándome el
cuello. Ya era por la mañana. Había alguien en la cocina friendo el desayuno.
Y entonces me acordé del sueño, de todos los detalles. Salté de la cama
con las piernas temblorosas. Estaba a medio camino del pasillo cuando me
detuve. Regresé de inmediato a mi dormitorio y en el espejo me miré los
moratones rabiosos del cuello. Me senté en el suelo y apoyé la cabeza entre
las manos. El ojo rojo oval pertenecía a un violador: mi padre biológico. Y
había intentado asfixiarme mientras dormía.

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CAPÍTULO DIEZ

NDIICHE

Si el fotógrafo loco no hubiese llegado, me habría quedado en la cama todo el


día, demasiado asustada como para salir. Por la tarde, mi madre vino a casa
hablando sobre él. Parecía que no podía estarse quieta.
—Iba todo sucio y despeinado —dijo—. Llegó al mercado directamente
desde el desierto. ¡Ni siquiera intentó asearse antes!
Mi madre contó que el hombre tendría unos veinte años, pero era difícil
saberlo por todo el pelo apelmazado de su rostro. Se le habían caído la mayor
parte de los dientes, tenía los ojos amarillos y su piel oscurecida por el sol
estaba cenicienta por la desnutrición y el polvo. Nadie sabía cómo había
sobrevivido viajando desde tan lejos y en su estado mental.
Pero lo que llevaba fue suficiente para hacer que todo Jwahir entrara en
pánico. Su álbum de fotos digital. Había perdido su cámara hacía mucho
tiempo, pero guardaba las fotos en un dispositivo tan grande como la palma
de la mano. Fotos del oeste, de okekes muertos, carbonizados, mutilados. De
mujeres okekes siendo violadas. De niños okekes a los que les faltaban
extremidades y tenían las barrigas hinchadas. De hombres okekes colgados de
edificios o tan podridos hasta ser casi polvo en el desierto. Bebés con la
cabeza aplastada. Con los estómagos rajados. Hombres castrados. Mujeres
con los pechos cortados.
—Ya viene —despotricaba el fotógrafo escupiendo saliva por entre sus
labios cortados, mientras dejaba que la gente viera su álbum—. Traerá diez
mil hombres. Nadie está a salvo. ¡Empacad vuestras cosas, huid, volad, volad,
insensatos!
Uno por uno, grupo por grupo, dejó que la gente cliqueara su álbum. Mi
madre vio dos veces las fotos. Lloró durante todo el proceso. La gente
vomitaba, lloraba, gritaba; nadie ponía en duda lo que veían. Al final
acabaron arrestando al hombre. Por lo que me contaron, después de darle una
copiosa comida, un baño, un corte de pelo y suministros, le pidieron
educadamente que abandonara Jwahir. Como ocurría siempre, la gente
hablaba y la noticia se propagó. El hombre había causado tanta angustia que

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se convocó un Ndiichie, la asamblea pública más acuciante, para esa misma
noche.
En cuanto papá llegó a casa, nos marchamos los tres para allá.
—¿Estás bien? —le preguntó a mi madre. Le dio un beso y le agarró la
mano.
—Viviré —respondió ella.
—Vale. Venga, rápido —nos apremió, acelerando el paso—. Los Ndiichis
no suelen durar más de cinco minutos.
La plaza de la ciudad ya estaba a rebosar. Habían montado un escenario y
sobre él habían dispuesto cuatro asientos. Unos minutos más tarde, cuatro
personas subieron los escalones. La multitud guardó silencio. Solo los bebés
entre el público siguieron conversando. Me puse de puntillas, emocionada por
poder ver al fin a los Ancianos de Osugbo, de los que tanto había oído hablar.
Cuando los vi, me di cuenta de que ya conocía a dos. Una llevaba una rapa
azul con la parte superior a juego.
—Esa es Nana la Sabia —me dijo papá al oído. Asentí sin más. No quería
mencionar mi Rito del Undécimo.
La anciana avanzó despacio por el escenario y ocupó su asiento. Detrás de
ella iba un hombre ciego con un bastón de madera. Tuvieron que ayudarlo a
subir los escalones. Una vez sentado, miró al público como si pudiera ver
cómo éramos en realidad. Papá me dijo que era Dika el Vidente. A
continuación subió Aro el Trabajador. Qué mal me caía ese hombre que tanto
me había negado, que me negaba a mí. Al parecer, pocos sabían que era un
mago, porque papá lo describió como una de las personas que organizaban el
gobierno.
—Ese hombre ha creado el sistema más justo que ha tenido Jwahir —
murmuró.
El cuarto era Oyó el Caviloso. Era un hombre bajo y flaco, con nubes de
cabello fino y blanco en las sienes. Tenía un bigote espeso y una larga barba
entrecana. Papá dijo que era conocido por su escepticismo. Si una idea
lograba superar la barrera que suponía Oyó, entonces funcionaría.
—¡Jwahir, kwenu! —dijeron todos los ancianos con el puño al aire.
—¡Yah! —respondió la multitud. Papá nos dio un codazo a mamá y a mí
para que hiciéramos lo mismo.
—¡Jwahir, kwenu!
—¡Yah!
—¡Jwahir, kwenu!
—¡Yah!

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—Buenas tardes, Jwahir —dijo Nana la Sabia, levantándose—. El nombre
del fotógrafo es Ababuo. Vino de Gadi, una de las ciudades de los Siete Ríos.
Ha trabajado mucho y viajado desde lejos para traernos noticias. Le dimos la
bienvenida y lo felicitamos.
Se sentó. Oyó el Caviloso se levantó y habló.
—He considerado las probabilidades, margen de error, diferencias.
Aunque nuestra gente en el oeste vive una situación trágica, es improbable
que estas penurias nos afecten. Rogad a Ani para que nos provea con cosas
mejores. No hay necesidad alguna de que empaquéis.
Se sentó. Observé a la multitud. La gente parecía convencida por sus
palabras. Yo no estaba segura de cómo sentirme. «¿Solo van a hablar de
nuestra seguridad?», me pregunté. Aro se levantó para hablar. Aunque
formaba parte de los Ancianos de Osugbo, no era viejo. Aun así, consideré su
edad y su aspecto. Quizás fuera mayor de lo que aparentaba.
—Abaduo trae realidad. Asimiladla, pero que no cunda el pánico. ¿Qué
somos, mujeres? —preguntó. Bufé y puse los ojos en blanco—. El pánico no
es bueno. Si queréis aprender a empuñar un cuchillo, Obi os puede enseñar.
—Señaló a un hombre fornido que estaba cerca del escenario—. También os
puede entrenar para correr largas distancias sin cansaros. Pero somos un
pueblo fuerte. El miedo es para los débiles. Animaos. Disfrutad de la vida.
Se sentó. Dika el Vidente se levantó despacio ayudándose de su bastón.
Tuve que esforzarme para oírlo hablar.
—Lo que veo… Sí, el periodista enseña la verdad, aunque esa verdad ha
desquiciado su mente —dijo el oráculo—. Pero ¡fe! ¡Debemos tener fe!
Se sentó. Durante un momento, reinó el silencio.
—Eso es todo —declaró Nana la Sabia.
En cuanto los ancianos abandonaron el escenario y la plaza, todo el
mundo se puso a hablar a la vez. Estallaron discusiones y consensos sobre el
fotógrafo y su salud mental, sus fotos y su viaje. Sin embargo, el Ndiichie
había funcionado: la gente ya no tenía miedo. Pensaban con mucho ahínco.
Mi padre se unió a la discusión y mi madre se dedicó a escuchar en silencio.
—Os veo en casa —les dije.
—Ve —respondió mi madre con una palmadita en mi mejilla.
Con dificultad, me abrí paso para salir de la plaza. Detestaba los lugares
abarrotados. Justo acababa de emerger de entre la multitud cuando localicé a
Mwita. Él me había visto antes.
—Hola —saludé.
—Buenas noches, Onyesonwu.

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Y, solo con eso, nuestra conexión se estableció. Habíamos sido amigos,
habíamos peleado, aprendido y reído juntos, pero en ese momento nos dimos
cuenta de que estábamos enamorados. Fue como encender la luz. Pero la ira
que sentía hacia él no se había disipado. Cambié el peso de un pie a otro, sin
preocuparme demasiado por que unas cuantas personas nos observasen. Eché
a andar hacia casa y fue un alivio ver que Mwita me seguía.
—¿Qué tal todo? —preguntó con vacilación.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
—Te dije que no fueras.
—¡Que me digas algo no es sinónimo de que vaya a escucharte!
—Tendría que haber evitado de algún modo que cruzaras la puerta de
cactus —masculló.
—Habría encontrado una forma de entrar. Era mi decisión y deberías
haberla respetado. Pero, en vez de eso, te quedaste plantado diciéndole a Aro
que no era culpa tuya que yo estuviera allí. Bien que te cubriste las espaldas.
Me dieron ganas de matarte.
—¡Precisamente por eso no te va a enseñar! ¡Te comportas como una
mujer! Te dejas llevar por las emociones. Eres peligrosa.
Tuve que esforzarme para no demostrarle que él tenía razón.
—¿Eso es lo que tú crees? —pregunté. Mwita apartó la mirada. Me limpié
una lágrima—. Entonces no podemos…
—No, no es lo que creo —me interrumpió—. Eres irracional a veces, más
que cualquier mujer u hombre. Pero no por lo que tienes entre las piernas —
sonrió, y añadió con sarcasmo—: Además, ¿no has pasado por el Rito del
Undécimo? Incluso los nurus saben que ese rito alineará la inteligencia de una
mujer con sus emociones.
—No estoy de broma —dije.
—Eres diferente. Tienes más pasión que nadie —respondió Mwita tras un
breve silencio.
—Entonces ¿por qué…?
—Aro tenía que saber que venías voluntariamente. La gente que se deja
llevar por los demás… Créeme, nunca los acepta. Ven, tenemos que hablar.
Cuando llegamos a mi casa, nos sentamos en los escalones de la parte
trasera que daban al huerto de mi madre.
—¿Mi padre sabe quién es Aro en realidad?
—Hasta cierto punto, sí —respondió—. Lo sabe bastante gente, si quieren
saberlo.
—Pero no la mayoría.

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—Exacto.
—Sobre todo los hombres, supongo.
—Y algunos chicos más mayores.
—Enseña a otros, ¿no? —pregunté molesta—. Además de a ti.
—Lo intenta. Hay que superar una prueba para aprender los Saberes
Místicos. Solo tienes una oportunidad. Suspender es horrible. Cuanto más
cerca estás de aprobar, más duele el fracaso. Los chicos a los que oíste se
habían examinado. Todos regresan a sus casas magullados y derrotados. Sus
padres creen que han superado la iniciación para ser aprendices de Aro. Pero,
en realidad, han fracasado. Aro enseña a esos chicos cosas insignificantes
para que tengan alguna habilidad.
—¿Y qué son los Saberes Místicos?
Mwita se acercó más a mí, lo suficiente para que pudiera oír su suave
murmullo.
—No lo sé —sonrió—. Sé que una persona debe estar destinada a
aprenderlos. Debe desearlo para que así sea, para que lo SEA.
—Mwita, tengo que aprenderlos. ¡Es mi padre! No sé cómo…
Y fue entonces cuando se inclinó y me besó. Me olvidé de mi padre
biológico. Me olvidé del desierto. Me olvidé de todas mis preguntas. No fue
un beso inocente. Fue profundo y húmedo. Yo tenía casi catorce años y él
puede que diecisiete. Los dos habíamos perdido nuestra inocencia hacía años.
No pensé en mi madre ni en el hombre que la violó, aunque siempre creí que
pensaría en eso si intimaba con un chico.
Sus manos no duraron a la hora de colarse debajo de mi camisa. No lo
detuve, dejé que me masajeara los pechos. Él no me detuvo, dejó que le
besara el cuello y le desabrochara la camisa. Me dolía la entrepierna; era un
dolor agudo, desesperado. Tan fuerte que mi cuerpo dio una sacudida. Mwita
se apartó y se levanto con rapidez.
—Me voy —dijo.
—¡No! —exclamé poniéndome de pie. El dolor se extendía por todo mi
cuerpo y apenas pude enderezarme.
—Si no me voy…
Se inclinó para tocarme la cadena del ombligo que había salido mientras
él tanteaba debajo de mi camisa. Las palabras de Aro me cruzaron la mente:
«Y eso solo debería verlo tu marido». Me estremecí. Mwita rebuscó en su
boca y me dio el diamante. Sonreí débilmente al cogerlo para ponérmelo de
nuevo bajo la lengua.
—Me acabo de prometer contigo sin querer —dije.

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—¿Quién se cree ese mito? Es demasiado fácil. Vendré a verte dentro de
dos días.
—Mwita.
—Es mejor que permanezcas intacta… por ahora. —Suspiré—. Tus
padres regresarán pronto.
Me levantó la camisa y me besó el pezón con ternura. Me estremecí por la
ráfaga de dolor que llegó desde mi entrepierna. Apreté los muslos. Mwita me
miró con tristeza. Su mano aún me acariciaba el pecho.
—Duele —dijo a modo de disculpa. Asentí con la cabeza y con los labios
cerrados. Dolía tanto que se me oscureció la vista. Las lágrimas se
derramaban por mi rostro—. Te recuperarás dentro de unos minutos. Ojalá te
hubiera conocido antes de que lo hicieras. El bisturí que usan está tratado por
Aro. Lleva juju con el objetivo de que la mujer sienta dolor cuando se excita
demasiado… hasta que se casa.

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CAPÍTULO DIEZ

LA DETERMINACIÓN DE LUYU

Cuando se marchó, me fui a mi dormitorio y lloré. Fue lo único que pude


hacer para dominar mi rabia. Entendí por qué usaban un bisturí en vez de un
cuchillo láser. El bisturí, al tener un diseño más sencillo, era más fácil de
hechizar. Aro. Siempre Aro. Me pasé gran parte de la noche pensando en
formas de hacerle daño.
Me planteé arrancarme la cadena de oro de la cintura y tirar la piedra a la
basura, pero no me atreví a hacerlo. En algún momento, esos dos objetos
habían pasado a formar parte de mi identidad. Me habría sentido muy
avergonzada sin ellos. No pegué ojo esa noche. Estaba demasiado enfadada
con Aro y demasiado asustada por si me visitaba de nuevo mi padre biológico
mientras dormía.
Esa noche solo dormí por puro cansancio. Por suerte, no apareció el ojo
rojo. Para cuando me reuní con Binta y Diti al día siguiente, después del
colegio, ya me sentía un poco mejor.
—¿Sabes lo de ese fotógrafo? Me han dicho que se le han caído todas las
uñas —comentó Diti mientras jugueteaba con el diamante de su boca.
—¿Y? —pregunté, apoyada en la pared de la escuela.
—¡Pues que eso es asqueroso! —exclamó Binta—. ¿Qué clase de hombre
es ese?
—¿Dónde está Luyu? —dije para cambiar de tema.
—Seguramente está con Kasie. O Gwan —respondió Diti con una risita.
—En serio, Luyu va a conseguir la dote más cara —dijo Binta.
¿Habría intentado alguno de esos chicos tocar a Luyu?
—¿Y Calculus? —pregunté.
Calculus era el favorito de Luyu. También era el chico que más nota
sacaba en matemáticas. Mis tres amigas tenían varios pretendientes, Luyu la
que más, seguida de Diti. Binta se negaba a hablar de los suyos. Aún
seguíamos charlando cuando Luyu dobló la esquina. Tenía ojeras bajo los
ojos y caminaba inclinada hacia delante.
—¡Luyu! —gritó Diti—. ¿Qué te ha pasado?

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Binta se echó a llorar y agarró la mano de Luyu.
—¡Sentadla! —grité.
A Luyu le temblaban las manos al cerrarlas y abrirlas. Su rostro se
contrajo y chilló de dolor.
—Voy a buscar ayuda —dijo Binta dando un brinco.
—¡No! —consiguió decir Luyu—. ¡No!
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Las tres nos pusimos en cuclillas a su alrededor. Luyu me observó con la
mirada vacía.
—Tú… puede que lo sepas —me dijo—. Me pasa algo malo. Creo que
estoy maldita.
—¿Qué…?
—Estaba con Calculus. —Hizo una pausa—. En el árbol rodeado de
arbustos.
Todas asentimos. Los estudiantes iban a aquel sitio a buscar intimidad.
Luyu sonrió a su pesar.
—No soy como vosotras tres. Bueno, puede que Diti lo entienda. —Binta
rebuscó en su morral y le ofreció una botella de agua a Luyu, que tomó un
trago. Cuando habló, lo hizo con una rabia de la que no la creía capaz—. Lo
intenté, pero disfrutaba de eso. ¡Siempre lo he disfrutado! ¿Por qué no debería
hacerlo?
—Luyu, ¿qué…? —empezó a decir Diti.
—Besar, tocar, follar —la interrumpió Luyu, mirándola—. Tú lo sabes. Es
bueno. Ya lo sabíamos de antes. —Su mirada pasó a Binta—. Es bueno
cuando es correcto. Sé que ningún hombre debería tocarnos ahora, ¡y lo he
intentado! —Le cogí la mano, pero la apartó—. Llevo tres años intentándolo.
Hasta que Gwan vino un día y dejé que me besara. Estuvo bien, pero entonces
se volvió horrible. Me… ¡me dolió! ¿Quién me ha hecho algo así? Nadie
puede… —Su respiración se aceleró—. ¡Pronto cumpliremos dieciocho años
y seremos adultas con plenos derechos! ¡Por qué tengo que esperar hasta el
matrimonio para disfrutar de lo que me ha dado Ani! Quiero romper esta
maldición. Lo he intentado… Hoy sentía que me iba a morir. Calculus se
negó a seguir… —Miró detrás de mí y gritó—: ¡Miradlo!
Todas nos giramos para ver a Calculus detrás de la valla del patio. Echó a
andar con rapidez para alejarse.
—¡No pienso ser el que te mate! —gritó.
—¡Ani hará que se te arrugue la polla! —chilló Luyu.
—¡Luyu! —la recriminó Diti.

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—Me da igual —respondió apartando la mirada.
—Pasará —dije—. En unos minutos te sentirás mejor.
No era la primera vez que la veía así. «Como aquel día, cuando pasó a mi
lado con aspecto enfermizo», pensé.
—No volveré a sentirme bien.
—¿Es una maldición? —me preguntó Binta.
—No lo creo —respondí, molesta por que creyesen que lo sabía todo
sobre maldiciones.
—Lo es —dijo Diti—. Hace dos años, dejé que Fanasi… me tocara.
Estábamos besándonos y… me dolía tanto que empecé a gritar. Se ofendió y
aún no me habla.
—No es una maldición —añadió Binta de repente—. Es Ani
protegiéndonos.
—¿De qué? —exclamó Luyu—. ¿De disfrutar de los chicos? ¡Yo no
quiero ese tipo de protección!
—¡Yo sí! —replicó Binta—. No sabes lo que es bueno para ti. ¡Tienes
suerte de no haberte quedado embarazada! Ani te protege. Me protege. Mi
padre… —Se tapó la boca con la mano.
—Tu padre ¿qué? —preguntó Luyu con el ceño fruncido.
—Binta, habla —dije con un gruñido grave—. Ah, ah, Binta, ¿qué pasa?
—¿Lo ha vuelto a intentar? —preguntó Diti cuando Binta se negó a hablar
—. Lo ha hecho, ¿verdad?
—¿No pudo hacerlo porque te retorcías de dolor? —dije.
—Ani me protege —insistió, con lágrimas cayendo por sus mejillas.
Todas guardamos silencio.
—Él… él lo entiende ahora. No volverá a tocarme.
—Me da igual —dijo Luyu—. Deberían castrarlo como a los otros
violadores.
—Chist, no digas eso —murmuró Binta.
—¡Diré y haré lo que quiera! —gritó Luyu.
—No, no lo harás —dije, rodeando a Binta con un brazo. Elegí con
cuidado mis palabras—. Creo que en nuestro Rito del Undécimo nos echaron
juju. Y seguramente… se rompa con el matrimonio. —Miré fijamente a Luyu
—. Creo que, si te fuerzas a mantener relaciones sexuales, morirás.
—Se rompe con el matrimonio —asintió Diti—. Mi prima siempre dice
que solo una mujer pura atrae a un hombre lo bastante puro como para darle
placer en la cama matrimonial. Para ella, su marido es el hombre más puro…
Y lo más seguro es que sea porque fue el primero que no le causó dolor.

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—Uf —resopló Luyu enfadada—. Nos engañan para que creamos que
nuestros maridos son dioses.

De camino a casa, me encontré con Mwita. Estaba leyendo debajo del iroco.
Me senté a su lado y suspiré ruidosamente. Él cerró el libro.
—¿Sabías que el Ada y Aro estuvieron enamorados? —preguntó.
Alcé las cejas.
—¿Y qué ocurrió?
Mwita se reclinó.
—Cuando Aro vino aquí hace años, la Sociedad de Osugbo lo convocó a
una reunión enseguida. Supongo que el Vidente vería que Aro era un
hechicero. Poco después, lo invitaron a trabajar con los Ancianos de Osugbo.
Tras resolver pacíficamente un desacuerdo entre dos importantes
comerciantes de Jwahir, le pidieron que se convirtiera en un miembro de
pleno derecho. Es el primer anciano en Jwahir que no es tan anciano. Aro
parece tener cuarenta años justos, ni un día más. A nadie le importó, porque
Jwahir se beneficiaba de él. ¿Conoces la Casa de Osugbo? —Asentí—. Fue
construida con juju. Ya existía antes que Jwahir. Bueno, resulta que tiene una
forma de hacer que las cosas… ocurran. Un día, Nana la Sabia le pidió a Yere
(así se llamaba el Ada de joven) que se reuniera con ella allí. Resulta que Aro
también estaba en la Casa ese día. Los dos giraron por donde no debían y se
encontraron cara a cara. No se llevaron bien desde el momento en el que se
conocieron.
»El amor a veces se confunde con odio. Pero la gente suele aprender de
sus errores, como hicieron enseguida esos dos. Nana la Sabia le había echado
el ojo a Yere para que fuera la siguiente Ada. Así que Yere tenía que acudir
muchas veces a la Casa, por un motivo o por otro. Aro se pasaba gran parte
del tiempo allí. La Casa de Osugbo seguía juntándolos.
»Aro pedía y Yere aceptaba. Él hablaba y ella escuchaba. Ella aguardaba
y él acudía a su lado. Sentían que entendían cómo debían ser las cosas. Al
cabo de un tiempo, Yere fue nombrada Ada cuando la anterior falleció. Aro se

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estableció como el Trabajador. Se complementaban a la perfección. —Hizo
una pausa—. A Aro se le ocurrió la idea de poner juju en el bisturí, pero fue el
Ada quien aceptó. Creyeron que era algo bueno para las chicas.
Reí con amargura y negué con la cabeza.
—¿Lo sabe Nana la Sabia?
—Sí. Para ella, eso también tiene sentido. Es vieja.
—¿Por qué no se casaron Aro y el Ada?
—¿Quién ha dicho que no lo hicieran? —sonrió Mwita.

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CAPÍTULO DOCE

LA ARROGANCIA DE UN BUITRE

El sol acababa de salir. Me hallaba encaramada en el árbol, encorvada hacia


delante.
Me había despertado hacía quince minutos para verlo delante de mi cama.
Mirándome. Una cortina roja e insustancial con un óvalo de vapor blanco en
el centro. El ojo siseó con enfado y desapareció.
Y fue entonces cuando descubrí al brillante escorpión marrón y negro
trepando por mis sábanas. Era de los que podían matar con una picadura. De
no despertarme, habría alcanzado mi cara en cuestión de segundos. Agité las
sábanas y salió volando. Aterrizó con un ruido casi metálico. Agarré el libro
más cercano y lo aplasté con él. Pateé el libro una y otra vez, hasta que dejé
de temblar. Me quité la ropa y salí volando por la ventana, llena de rabia.
El aspecto de enfado natural del buitre encajaba con mis sentimientos.
Desde el árbol observé cómo los dos chavales atravesaban la puerta de cactus.
Regresé volando a mi dormitorio y me transformé en mí misma. Permanecer
como buitre durante demasiado tiempo siempre me distanciaba de lo que solo
podría definir como ser humana. Como buitre, me sentía condescendiente al
mirar Jwahir, como si conociera lugares mejores. Lo único que quería era ir
con el viento, buscar carroña y no regresar a casa. Transformarme siempre
tenía un precio.
También me convertía en otras criaturas. Había intentado atrapar a un
lagarto pequeño, pero me quedé con su cola. La usé para transformarme en
uno. Para mi sorpresa, fue casi tan fácil como transformarme en pájaro. Más
tarde, leí en un libro antiguo que los reptiles y los pájaros eran parientes
lejanos. Incluso había existido un pájaro con escamas hacía millones de años.
Aun así, cuando me transformaba, me pasaba días en los que me costaba
mucho calentarme por las noches.
Usé las alas de una mosca para convertirme en una. El proceso fue
horroroso… Sentí que implosionaba. Y, como mi cuerpo había sufrido un
cambio tan drástico, no podía sentirme mareada. Imagínate querer vomitar y
no poder. Como mosca, mi mente, rápida y alerta, se centraba en la comida.

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No tenía ninguna de las emociones complejas que sentía cuando era buitre. Lo
más inquietante de ser una mosca fue la sensación de que mi mortalidad
terminaría en cuestión de días. Para una mosca, aquellos días serían como
toda una vida. Para mí, una humana convertida en mosca, me hacían ser muy
consciente tanto de la lentitud como de la celeridad del tiempo. Cuando me
transformé de nuevo, me alegré de aparentar la edad que tenía en realidad.
La emoción predominante durante mi transformación en ratona fue el
miedo. Miedo de ser aplastada, comida, encontrada, víctima del hambre.
Cuando regresé a mi cuerpo, la paranoia residual fue tan intensa que tardé
horas en salir de mi dormitorio.
Aquel día, tras pasar media hora como buitre, la sensación de poder
seguía en mí cuando regresé a la cabaña de Aro siendo yo misma. Conocía a
esos dos chicos. Eran chavales tontos, irritantes, privilegiados. Como buitre,
había oído a uno de ellos decir que preferiría pasarse toda la mañana
durmiendo en la cama. El otro se había reído, conforme. Rechiné los dientes
al cruzar la puerta de cactus por segunda vez en mi vida. Y, de nuevo, una de
las plantas me arañó. «Enséñales lo peor de ti», pensé, sin dejar de avanzar.
Cuando me acerqué a la cabaña de Aro, lo encontré sentado en el suelo
delante de los dos chicos. Detrás de ellos se extendía el desierto, amplio y
encantador. Unas lágrimas de frustración me humedecieron los ojos.
Necesitaba lo que Aro pudiera enseñarme. Mientras me caían las lágrimas,
Aro alzó la mirada. En ese momento me habría abofeteado a mí misma. No
debía ver mi debilidad. Los dos chicos se dieron la vuelta y sus miradas
vacías, bobas y estúpidas me enfadaron más aún. Aro y yo nos observábamos.
Quería abalanzarme sobre él, desgarrarle la garganta, morder su espíritu.
—Lárgate —me dijo en voz baja y calmada.
La inexorabilidad de su tono hizo añicos todas mis esperanzas. Me di la
vuelta y salí corriendo. Hui. Pero no de Jwahir. Aún no.

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CAPÍTULO TRECE

LA LUZ DE ANI

Aquella misma tarde, aporreé su puerta con más fuerza de la que pretendía.
Seguía dolida. Durante las clases, había permanecido en un silencio enfadado.
Binta, Luyu y Diti sabían que debían darme espacio. Tendría que haber
faltado a clase por la mañana después de acudir a la cabaña de Aro. Pero mis
padres estaban trabajando y no me sentía segura sola. Cuando salí de la
escuela, fui directa a la casa del Ada.
La mujer abrió despacio la puerta y frunció el ceño. Iba vestida con tanta
elegancia como siempre. Llevaba una rapa verde ceñida alrededor de la
cadera y las piernas, y una camisa a juego con unas hombreras tan abultadas
que no podría pasar por la puerta si daba un paso adelante.
—Has vuelto a ir, ¿verdad? —preguntó.
Estaba demasiado alterada como para plantearme cómo lo sabía.
—Es un cabrón —espeté.
El Ada me agarró del brazo y me hizo entrar.
—Te he estado observando —dijo, mientras me ofrecía una taza de té
caliente y se sentaba delante de mí—. Desde que organicé la boda de tus
padres.
—¿Y qué?
—¿Por qué has venido?
—Tiene que ayudarme. Aro tiene que enseñarme. ¿Puede convencerlo? Es
su marido —comenté con desprecio—. ¿O eso es otra mentira como la del
Rito del Undécimo?
Se levantó de un salto y me abofeteó con la mano abierta. Me ardió ese
lado de la cara y saboreé sangre. El Ada se quedó observándome con odio.
Volvió a sentarse.
—Bébete el té. Limpiará la sangre.
Tomé un sorbo. Casi solté la taza.
—L-lo siento —murmuré.
—¿Cuántos años tienes ahora?
—Quince.

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Asintió.
—¿Qué crees que pasará si acudes a él? —Me quedé en silencio durante
un momento, temerosa de hablar. Observé el mural inacabado—. Puedes
hablar.
—N-no lo he pensado —dije en voz baja—. Yo solo… —¿Cómo podía
explicarlo? En vez de hacerlo, formulé la pregunta que me había llevado hasta
allí—. Es su marido. Usted debe de saber lo mismo que sabe él. Así son las
cosas entre dos esposos. ¿Puede enseñarme los Saberes Místicos, por favor?
Puse mi cara más humilde. Seguro que parecía medio loca.
—¿Cómo sabes lo nuestro?
—Me lo contó Mwita.
El Ada asintió y chasqueó la lengua con fuerza.
—Ese. Tendría que pintarlo en mi mural. Haré que sea uno de los
hombres pez. Es fuerte, sabio y poco de fiar.
—Estamos muy unidos —dije con frialdad—. Y, por tanto, compartimos
secretos.
—Nuestro matrimonio no es un secreto. Los más ancianos lo saben.
Acudieron todos.
—Ada-m, ¿qué ocurrió entre ustedes dos?
—Aro es mucho más viejo de lo que aparenta. Es sabio y solo tiene un
puñado de coetáneos. Onyesonwu, si quisiera, podría arrebatarte la vida y
hacer que todo el mundo, tu madre incluida, olvidara tu existencia. Ve con
cuidado. —Hizo una pausa—. Sé todo esto desde el momento en que lo
conocí. Por eso lo odié al principio. Nadie debería poseer ese tipo de poder.
Pero, al parecer, él seguía encontrándome. Algo encajaba cada vez que
discutíamos.
»Y, cuanto más lo conocía, más me daba cuenta de que no era cuestión de
poder. Era demasiado viejo para que fuera por eso. O eso creía. Nos casamos
por amor. Él me amaba porque lo tranquilizaba y le hacía pensar con más
claridad. Yo lo amaba porque, cuando conseguía traspasar su arrogancia, me
trataba bien y… bueno, quería aprender todo lo que pudiera enseñarme. Mi
madre me educó para que me casara con un hombre que pudiera proveer y,
además, aumentar mi conocimiento. Nuestro matrimonio tendría que haber
sido fuerte. Durante un tiempo lo fue… —Guardó silencio un momento—.
Trabajábamos juntos cuando era necesario. El juju del Rito del Undécimo
ayuda a las niñas a proteger su honor. Yo misma sé lo difícil que es eso.
Calló e, inconscientemente, echó un vistazo a la puerta principal, que
estaba cerrada.

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—Para hacerte sentir mejor, Onyesonwu… Te contaré un secreto que ni
siquiera Aro conoce.
—De acuerdo —dije, aunque no estaba segura de si quería oírlo.
—Cuando tenía quince años, amé a un chico con el que solía mantener
relaciones sexuales. En realidad yo no quería hacerlo, pero él lo exigía y, si no
accedía, dejaba de hablarme. La cosa siguió así durante un mes. Cuando se
cansó de mí y no volvió a hablarme más, me sentí desconsolada, pero esa fue
la menor de mis preocupaciones. Estaba embarazada. Cuando se lo conté a
mis padres, mi madre gritó y me dijo que era una vergüenza, mi padre gritó y
se agarró el pecho. Me enviaron a vivir con la hermana de mi madre y su
marido. Era un mes de viaje en camello. La ciudad se llamaba Banza.
»No me permitieron salir hasta que di a luz. Era una niña flacucha y
durante el embarazo seguí igual, excepto por la barriga. A mi tío aquello le
parecía gracioso. Decía que el niño que llevaba en mi interior debía ser
descendiente de la gigantesca dama gorda de Jwahir. Si sonreí durante esa
época, fue gracias a él.
»Pero, en general, era infeliz. Me pasaba todo el día paseando por la casa,
ansiosa por salir al exterior. El peso de mi cuerpo me hacía sentir muy rara.
Mi tía, que se compadecía de mí, me trajo un día unas pinturas del mercado,
un pincel y cinco hojas de palma secas. Nunca había intentado pintar.
Aprendía que podía trazar el sol y los árboles, el exterior. ¡Mis tíos acabaron
vendiendo algunos de mis cuadros en el mercado! Onyesonwu, soy madre de
gemelos.
—¡Ani ha sido buena con usted! —exclamé asombrada.
—Después de quedarme embarazada de gemelos a los quince años, lo
dudo —dijo, aunque con una sonrisa.
Los gemelos son una firme señal del amor de Ani. A menudo se paga a
los gemelos para que vivan en una ciudad. Si algo va mal, siempre se dice
que, de no tener gemelos, las cosas habrían ido peor. Que yo sepa, no había
gemelos en Jwahir.
—Llamé a la niña Fanta y al niño, Nuumu —prosiguió el Ada—. Cuando
cumplieron un año, regresé aquí. Los bebés se quedaron con mis tíos. Banza
está lo bastante lejos como para que no pudiera regresar por mero capricho.
Mis hijos tendrán ahora unos treinta años. Nunca han venido a verme. Fanta y
Nuumu. —Calló—. ¿Lo entiendes ahora? Las niñas necesitan que las
protejamos de su propia estupidez para que no padezcan la estupidez de los
niños. Ese juju las obliga a poner freno cuando es necesario.
«Pero a veces siguen abusando de una niña», pensé, sin olvidar a Binta.

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—Aro no quiso enseñarme nada —dijo el Ada—. Le pregunté sobre los
Saberes Místicos y solo se rio de mí. Eso no me importó, pero cuando le
preguntaba por cosas pequeñas, como ayudar a crecer a las plantas, mantener
alejadas a las hormigas de la cocina, evitar que la arena entrara en el
ordenador… siempre estaba demasiado ocupado. ¡Hasta le puso juju a los
bisturís del Rito del Undécimo cuando yo no estaba! Aquello me pareció…
mal.
»Tienes razón, Onyesonwu. No debería haber secretos entre esposos. Aro
está lleno de secretos y no tiene excusa alguna para guardárselos. Le dije que
me marchaba. Él me pidió que me quedara. Gritó y amenazó. Dijo que yo era
la mujer y él, el hombre. Cierto. Al dejarlo, fui en contra de todo lo que me
habían enseñado. Fue más duro que abandonar a mis hijos.
»Aro me compró esta casa. Viene a menudo. Sigue siendo mi marido. Fue
él quien me describió el lago de los Siete Ríos.
—Oh —exclamé.
—Siempre me ha inspirado para pintar. Pero no me dice nada sobre
cuestiones más profundas.
—¿Por ser mujer? —pregunté sin esperanza y con los hombros hundidos.
—Sí.
—Por favor, Ada-m —dije. Me planteé arrodillarme, pero entonces me
acordé del tío de Mwita suplicándole al hechicero Daib—. Pídale que cambie
de opinión. En mi Rito del Undécimo, usted misma dijo que fuera a verle.
—Fui tonta, igual que tus peticiones —respondió molesta—. Deja de
ponerte en ridículo yendo a su casa. Le gusta decir que no.
Di un sorbo a mi té.
—Oh —suspiré, y entonces me di cuenta—. El hombre pez junto a la
puerta, el anciano con los ojos penetrantes. Ese es Aro, ¿verdad?
—Pues claro que lo es.

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CAPÍTULO CATORCE

LA NARRADORA DE HISTORIAS

El hombre que hacía malabares con una sola mano usaba unas bolas de piedra
azul enormes. Se manejaba con tanta facilidad que me planteé si estaría
usando juju. «Es un hombre, así que es posible», pensé resentida. Habían
pasado tres meses desde el segundo rechazo de Aro. No sé cómo superé
aquellos días. A saber cuándo volvería a atacar mi padre biológico.
Luyu, Binta y Diti no se dejaron impresionar tanto por el malabarista. Era
Día de Descanso. Estaban más interesadas en cotillear.
—He oído que Sihu se ha prometido —dijo Diti.
—Sus padres quieren usar la dote para invertir en su negocio —informó
Luyu—. ¿Os imagináis casadas a los doce años?
—Puede —respondió Binta en voz baja y apartando la mirada.
—Yo sí —dijo Diti—. Y no me importaría tener un marido mucho mayor
que yo. Cuidaría bien de mí, como debe ser.
—Tu marido será Fanasi —intervino Luyu.
Diti puso los ojos en blanco, molesta. Fanasi seguía sin hablarle.
—Mira y verás que estoy en lo cierto —rio Luyu.
—No voy a mirar nada —gruñó Diti.
—Yo quiero casarme lo más pronto posible —añadió Luyu con una
sonrisa taimada.
—Esa no es una razón para casarse —le recriminó Diti.
—¿Quién lo dice? La gente se casa por motivos más absurdos.
—Yo no quiero casarme —musitó Binta.
Lo último en lo que pensaba era en el matrimonio. Además, los niños
ewus no eran casaderos. Sería un insulto para mi familia. Y Mwita no tenía
familia que nos casara. Pero encima me preguntaba cómo sería el sexo si
estuviéramos casados. En la escuela nos enseñaron anatomía femenina. Nos
centramos sobre todo en cómo dar a luz a un niño si no había un sanador
disponible. Aprendimos formas de evitar el embarazo, aunque ninguna de
nosotras entendíamos por qué íbamos a querer prevenirlo. Aprendimos cómo

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funcionaba el pene de un hombre. Pero nos saltamos la parte sobre cómo se
excitaba una mujer.
Ese capítulo lo leí por mi cuenta y descubrí que mi Rito del Undécimo me
había arrebatado algo más aparte de intimidad física de verdad. No hay
palabra en okeke para el trozo de carne que me cortaron. El término médico,
derivado del inglés, es «clítoris». Era lo que producía gran parte del placer de
la mujer durante el sexo. «¿Por qué en el nombre de Ani nos quitan esto?»,
me pregunté, perpleja. ¿A quién podía preguntárselo? ¿A la sanadora? ¡Estaba
presente la noche en la que me circuncidaron! Me acordé de la sensación
desbordante y arrebatadora que Mwita me provocaba con un beso, justo antes
de que llegase el dolor. ¿Me habrían estropeado? Ni siquiera me hacía falta
eso para mantener relaciones sexuales.
Me desentendí de la conversación entre Luyu y Diti sobre el matrimonio y
observé al malabarista lanzar las bolas al aire, dar una voltereta y recogerlas.
Aplaudí y el hombre me sonrió. Le devolví la sonrisa. Cuando me vio por
primera vez, tardó en reaccionar y en apartar la mirada. Ahora era su público
más preciado.
—¡Los okekes y los nurus! —anunció alguien. Di un salto. La mujer era
muy muy alta y fornida. Llevaba un vestido blanco, largo y ceñido en la parte
superior para acentuar su generoso pecho. Su voz sobrepasó con facilidad el
alboroto del mercado—. Traigo historias del oeste. —Hizo un guiño—. Para
aquellos que quieran saber, regresad aquí cuando el sol se ponga.
Dio entonces un giro dramático y abandonó la plaza del mercado.
Seguramente haría ese anuncio cada media hora.
—Bah, ¿quién querrá oír más malas noticias? —refunfuñó Luyu—. Ya
tuvimos bastante con el fotógrafo.
—Cierto —convino Diti—. Cielos, que es Día de Descanso.
—Es que encima no podemos solucionar los problemas de por allá —
añadió Binta.
Y eso fue todo lo que tenían que decir mis amigas sobre el asunto. Se
olvidaron de mí o simplemente soslayaron quién era. «Pues iré con Mwita»,
decidí.

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Corría el rumor de que, al igual que el fotógrafo, la narradora venía del oeste.
Mi madre no quiso ir. Lo entendí. Estaba relajada en el sofá, entre los brazos
de papá, mientras jugaban al warri. Sentí una punzada de soledad al
prepararme para salir.
—¿Estará Mwita? —preguntó mi madre.
—Eso espero. Se suponía que debía venir aquí esta noche.
—Cuando termine, vuelve directa a casa —me indicó papá.
Unas linternas de aceite de palma iluminaban la plaza del mercado. Había
unos tambores situados delante del iroco. Acudió poca gente, y la mayoría
fueron hombres mayores. Uno de los más jóvenes era Mwita. Pude
reconocerlo con facilidad incluso bajo la tenue luz. Estaba sentado en el
extremo izquierdo, apoyado contra una valla de rafia que separaba los puestos
del mercado de los transeúntes No había nadie más sentado cerca de él. Me
acomodé a su lado y él me rodeó la cintura con un brazo.
—Habíamos quedado en mi casa —dije.
—Tenía otro compromiso —respondió con una sonrisa discreta.
Me quedé inmóvil, sorprendida.
—Me da igual.
—No es cierto.
—Que me da igual.
—Crees que es otra mujer.
—Me da igual.
Pues claro que no me daba igual.
Un hombre con una calva reluciente se sentó detrás de los tambores. Sus
manos produjeron un ritmo suave. Todo el mundo dejó de hablar.
—Buenas noches —dijo la narradora, situándose debajo de la luz de las
linternas.
La gente aplaudió. Abrí los ojos de par en par. Alrededor del cuello
llevaba una cadena de la que colgaba una concha de cangrejo, pequeña y
delicada. Su color blanco resplandecía por la luz y destacaba sobre su piel.
Seguro que provenía de uno de los Siete Ríos. En Jwahir, su valor sería
incalculable.
—Soy una mujer pobre —prosiguió, observando a su público reducido.
Señaló una calabaza decorada con cuentas de cristal naranja—. A esto me

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dedicaba, a intercambiar historias, cuando estaba en Gadi, una comunidad
okeke junto al Cuarto Río. He viajado muy lejos, gente. Pero cuanto más me
adentro en el este, más pobre me vuelvo. Pocos quieren oír mis historias más
potentes, y esas son las que quiero contar.
Se sentó con dificultad y cruzó sus gruesas piernas. Luego se ajustó el
amplio vestido para que le cubriera las rodillas.
—No pretendo ser rica, pero por favor, dejad algo al marcharos, lo que
podáis: oro, metal, plata, sal… Lo que sea que tenga más valor que la arena.
Algo por algo. ¿Me oís?
Todos respondimos con firmeza:
Sí.
—Con gusto.
—Lo que necesites, mujer.
Ella nos dedicó una amplia sonrisa y le hizo señas al músico. Este empezó
a tocar más alto, pero disminuyó el ritmo para atraernos. El brazo de Mwita se
apretó más a mí.
—Vosotros estáis lejos del centro del conflicto —dijo la mujer con la
cabeza ladeada en un gesto de complicidad—. Eso se refleja en cuántos
habéis venido hoy. Pero sois lo que esta ciudad necesita. —El músico aceleró
el ritmo—. Hoy os contaré fragmentos del pasado, del presente y del futuro.
Espero que los compartáis con vuestra familia y amigos. No os olvidéis de los
niños cuando sean mayores. La primera historia la conocemos del Gran Libro.
La relatamos una y otra vez cuando el mundo carece de sentido.
»Hace miles de años, cuando esta región solo era arena y árboles secos,
Ani observó sus tierras. Se acarició la garganta seca. Y luego creó los Siete
Ríos e hizo que confluyeran en un lago profundo. Y de ese lago tomó un gran
trago. Dijo: «Un día crearé la luz del sol. Ahora no tengo ganas». Se dio la
vuelta y durmió. A sus espaldas, mientras descansaba, los okekes manaron de
los dulces ríos.
»Fueron agresivos como los turbulentos ríos, siempre con deseos de
avanzar. A medida que transcurrían los siglos, se propagaron por todas las
tierras de Ani y crearon, usaron, cambiaron, alteraron, expandieron,
consumieron y multiplicaron. Estaban por todas partes. Construyeron torres
con la esperanza de que fueran lo bastante altas como para pinchar a Ani y
llamar su atención. Construyeron máquinas que funcionaban con juju.
Lucharon entre ellos y se inventaron a sí mismos. Doblegaron y retorcieron la
arena, el agua, el cielo y el aire de Ani, cogieron a sus criaturas y las
cambiaron.

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»Cuando Ani hubo descansado lo suficiente para crear la luz del sol, se
dio la vuelta. Y lo que vio la dejó horrorizada. Se irguió, alta e imposible,
furiosa. Estiró el brazo hacia las estrellas y tiró un sol a la tierra. Los okekes
se acobardaron. Del sol, Ani arrancó a los nurus y los depositó sobre su tierra.
Ese mismo día, las flores se dieron cuenta de que podían florecer. Los árboles
entendieron que podían crecer. Y Ani lanzó una maldición sobre los okekes.
«Esclavos», dictaminó.
»Bajo el nuevo sol, casi todo lo que habían construido los okekes se
derrumbó. Aún conservamos algunas cosas: los ordenadores, chismes,
artilugios y objetos en el cielo que a veces nos hablan. Hasta la fecha, los
nurus señalan a los okekes y dicen: «Esclavos», y los okekes deben inclinar la
cabeza conformes. Eso fue en el pasado.
Cuando el ritmo del tambor se redujo, varias personas, entre ellas Mwita,
dejaron dinero en el cuenco. Yo me quedé donde estaba. Había leído el Gran
Libro muchas veces. Había aprendido a leer con esa misma historia. Para
cuando pude leerla con facilidad, también la odiaba.
—Las noticias que traigo del oeste son bastante recientes —prosiguió la
mujer—. Mis padres, también narradores al igual que sus padres, me
formaron. Mi memoria almacena miles de relatos. Puedo contaros de primera
mano cómo fue la matanza en Gadi, mi pueblo. Nadie sabía que estallaría de
aquella forma. Tenía ocho años cuando mi familia murió. Y escapé.
»Mataron a mi padre y a mis hermanos con machetes. Me las apañé para
esconderme en un armario durante tres días —dijo, bajando la voz—.
Mientras permanecía escondida, en aquella misma habitación, unos hombres
nurus violaron repetidamente a mi madre. Querían producir un niño ewu. —
Nos miró a Mwita y a mí—. Mientras aquello sucedía, la mente de mi madre
se resquebrajó y todas las historias que llevaba dentro se desparramaron.
Escondida en el armario, escuché cómo narraba todos los cuentos que me
habían reconfortado de pequeña. Cuentos que se sacudían al ritmo de los
hombres entrando a la fuerza en ella.
»Cuando terminaron, se la llevaron. No volví a verla jamás. No recuerdo
haber recogido mis cosas y salir corriendo, pero lo hice. Al cabo de un
tiempo, conocí a otros. Me llevaron con ellos. Eso fue hace muchos años. No
tengo hijos. El linaje de narradores morirá conmigo. No soporto las manos de
un hombre sobre mí.
Calló durante un momento.
—Las matanzas continúan. Pero quedan pocos okekes allá donde solían
haber muchos. En cuestión de décadas, nos habrán extinguido de su tierra.

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Esa que también era nuestra tierra. Así que, decidme, ¿veis correcto vivir aquí
mientras todo esto ocurre? Aquí estáis a salvo. Quizá. Quizá, un día, los nurus
cambien de parecer y vengan al este a terminar lo que empezaron en el oeste.
Podéis huir de mis historias y mis palabras o…
—¿O qué? —preguntó un hombre—. Está escrito en el Gran Libro.
Somos lo que somos. ¡No deberíamos habernos rebelado para empezar! ¡Que
mueran quienes lo intentaron!
—¿Quién lo escribió? —preguntó a su vez la narradora—. Mis padres no
estaban involucrados en el movimiento. Ni yo tampoco.
Me sentía ardiente y enfadada. La mujer había contado la historia de
nuestra supuesta creación. Y no creía en ella. ¿Qué pensaría ese hombre de
Mwita y de mí? ¿Que nos merecíamos aquello? ¿Que los padres de Mwita se
merecían morir? ¿Que mi madre se merecía ser violada? Mwita me acarició
los hombros. Si no hubiese estado conmigo, le habría gritado a aquel hombre
y a cualquiera que lo defendiera. Estaba llena de aquello… De daño, como no
tardaría en descubrir.
—No he terminado —dijo la narradora.
El músico prosiguió con un ritmo moderado. Sudaba, pero sus ojos no se
apartaban de ella. Se veía que estaba enamorado de la mujer. Y, debido a su
pasado, su amor estaba condenado. La única forma que tenía de tocarla sería,
probablemente, mediante el ritmo de su tambor.
—Aunque fuimos condenados en el pasado y estamos condenados en el
presente, en el futuro nos salvaremos. Existe una profecía, vaticinada por el
oráculo nuru que habita en una isla minúscula en el Lago Sin Nombre, según
la cual llegará un hombre nuru que obligará a que se reescriba el Gran Libro.
Será muy alto y tendrá una larga barba. Sus gestos serán gentiles, pero será
astuto y estará lleno de vigor y furia. Un hechicero. Cuando llegue, se
producirá un gran cambio para los nurus y los okekes. Cuando me marché,
buscaban a este hombre. Mataban a todos los nurus altos con barba y gestos
gentiles. Todos esos hombres resultaron ser sanadores, no rebeldes. Así que
tened fe, porque hay esperanza.
No hubo aplauso, pero la calabaza de la narradora se llenó enseguida.
Nadie se quedó a hablar con ella. Nadie la miró siquiera. El público se
adentró en la noche, callado y pensativo, moviéndose con rapidez. Yo
también quería irme a casa. Sus historias me habían hecho sentir enferma y
culpable.
Pero Mwita quería hablar con ella. Al acercarnos, nos dedicó una amplia
sonrisa. Admiré la concha de cangrejo. Parecía una espiral de masa de pan

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endurecida.
—Buenas noches, niños ewus. Os ofrezco mi amor y mi respeto —saludó
con amabilidad.
—Gracias —respondió Mwita—. Yo soy Mwita y esta es mi compañera,
Onyesonwu. Sus historias nos han conmovido.
«¿Compañera?», pensé con un cosquilleo.
—La profecía, ¿dónde la ha oído? —preguntó Mwita.
—Estaba en boca de todos en el oeste, Mwita —respondió la mujer con
seriedad—. El oráculo que la vaticinó odia con toda su alma a los okekes. Si
él dice algo así, debe de ser cierto.
—Pero ¿por qué propagó la noticia?
—Es un oráculo y, por tanto, no puede mentir. Omitir la verdad es mentir.
Me pregunté si ese oráculo también quería incitar una persecución. Mwita
parecía preocupado cuando me acompañó a casa.
—¿Qué? —pregunté al fin.
—Estaba pensando en Aro —dijo—. Debe enseñarte.
—¿Por qué estás pensando en él ahora? —repliqué, molesta.
—Llevo mucho tiempo pensándolo. No es lo correcto, Onyesonwu. Eres
demasiado… No está bien. Se lo pediré hoy. Incluso le suplicaré.
Volví a ver a Mwita al día siguiente. Como no mencionó lo que había
ocurrido al «suplicar» a Aro, supe que me había rechazado de nuevo.

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CAPÍTULO QUINCE

La casa de Osugbo

Tres días después, fui a ver a Nana la Sabia a la Casa de Osugbo. O aprendía
de ella o me marchaba de Jwahir. Cualquier cosa era mejor que quedarme
sentada esperando a que mi padre biológico intentara matarme de nuevo.
Como estaba construida con juju, la Casa de Osugbo podía hacer que
ocurrieran cosas. Y los gobernantes de Jwahir, como Nana la Sabia, se
reunían y trabajaban allí. Valía la pena intentarlo.
Fui por la mañana, ya que opté por saltarme las clases. Solo sentí una leve
punzada de culpa. La Casa de Osugbo, construida con una piedra tosca de
color amarillo, era la más alta y amplia de Jwahir. Sus paredes se notaban
frías al tacto, incluso bajo el sol. Cada losa estaba decorada con símbolos;
ahora sé que pertenecían al alfabeto nsibidi. Mwita me contó que el nsibidi,
además de ser un sistema antiguo de escritura, también era mágico.
—Si sabes nsibidi, puedes borrar los ancestros de un hombre con solo
escribirlo en la arena —me dijo. Pero no sabía nada más sobre el tema, por lo
que solo pude leer las inscripciones que había encima de las cuatro entradas:

LA CASA DE OSUGBO

Al acercarme, vi que la gente rodeaba y pasaba junto a la Casa sin mirarla.


No entró nadie. Era como si fuese invisible. «Qué raro», pensé. El camino de
cada entrada estaba repleto de pequeños cactus en flor que me recordaron a la
cabaña de Aro. Las entradas no tenían puertas. Me aventuré en uno de los
cuatro caminos y lo recorrí entero. Estaba segura de que alguien me detendría
para preguntarme qué hacía allí y echarme. Pero conseguí entrar y me
encontré con un largo pasillo iluminado con lámparas de color rosa.
Dentro hacía fresco. Sonaba una música proveniente de alguna parte, una
guitarra juguetona y unos tambores. Mis sandalias crujían sobre el suelo de

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piedra por la arena que traían. El sonido producía eco en las paredes
desnudas. Toqué la que tenía a la izquierda y que daba al interior del edificio.
—Es cierto —murmuré, con la mano sobre la abultada superficie marrón.
La Casa de Osugbo se había construido alrededor de un grueso baobab.
«Será muy viejo», pensé. Me estremecí. Mientras estaba allí, con una mano
sobre el inmenso tronco, oí una carcajada. Di un salto y seguí andando.
Delante de mí, dos hombres muy ancianos giraban por un recodo. Llevaban
caftanes largos, uno rojo oscuro y el otro de color canela. Sus sonrisas
desaparecieron al verme.
—Buenos días, Oga. Buenos días, Oga —dije.
—¿Sabes dónde estás, niña ewu? —preguntó el de rojo. La gente siempre
tenía que recordarme lo que era.
—Me llamo Onyesonwu.
—No tienes permitido entrar. Este lugar es solo para los ancianos, a
menos que seas una aprendiza, algo que tú nunca llegarás a ser.
Me mordí la lengua con mucho esfuerzo.
—¿Por qué estás aquí, Onyesonwu? —preguntó el de color canela con
más amabilidad—. Efu tiene razón, ¿sabes? No es un insulto, lo dice por tu
seguridad.
—Solo quiero hablar con Nana la Sabia.
—Podemos llevarle un mensaje de tu parte —ofreció el de color canela.
Lo medité. El aire se había impregnado con el aroma a nuez del fruto del
baobab y tenía la sensación de que la Casa me observaba. Resultaba
espeluznante.
—Bueno —dije—. ¿Pueden…?
—Lo cierto es —intervino el de rojo, Efu, con una sonrisita— que esta
mañana debería estar en sus habitaciones, como siempre. No pasará nada si
vas directa a verla.
Los dos hombres intercambiaron una mirada rápida. El de color canela
parecía incómodo. Apartó sus ojos del otro.
—Tú decides.
Eché un vistazo nervioso al pasillo.
—¿Por dónde debo ir?
Después de girar la esquina, debía recorrer la mitad del pasillo, torcer a la
derecha, luego a la izquierda y subir unas escaleras. Esas fueron las
indicaciones de Efu. Bien podría haberse reído mientras me las daba. En la
Casa de Osugbo, nadie elige por dónde ir o qué hacer. La Casa elige por ti.
Eso lo aprendí unos minutos más tarde.

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Seguí sus indicaciones, pero no encontré ninguna escalera. Por fuera, la
Casa parecía grande, pero no tan grande como era por dentro. Recorrí pasillos
y salas. No sabía que había tantos ancianos en Jwahir. Oí diversos dialectos
de lengua okeke. Algunas salas estaban repletas de libros, pero la mayoría
contenían sillas de hierro con gente mayor sentada en ellas.
Busqué la mesa especial de bronce que mi padre había fabricado para la
Casa hacía unos años. Arrugué el ceño al pensar que seguramente habría
estado hablando sobre todo con Aro para ese proyecto. No vi la mesa en
ninguna parte. Pero sospeché que todas las sillas eran obra de mi padre. Solo
él podía hacer que el hierro se asemejara al encaje de esa forma. Mientras
andaba, la gente se fijó en mí. Algunos se rieron o parecieron enfadados.
Encontré un túnel hecho de raíces. Me apoyé en una, frustrada. Maldije y
golpeé la raíz.
—Este sitio es un laberinto rarísimo —refunfuñé. Me estaba preguntando
cómo iba a encontrar la salida cuando dos hombres jóvenes con barbas largas
y trenzadas se acercaron.
—Aquí está, Kona —dijo uno. Llevaba una bolsa de dátiles y se metió
uno en la boca.
El otro se rio y se apoyó en la raíz, a mi lado. Los dos tendrían
veintipocos años, aunque parecían mayores por las barbas.
—¿Qué haces aquí, Onyesonwu? —preguntó el de los dátiles. Me ofreció
uno y lo acepté. Me moría de hambre.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Solo Kona tiene permitido responder a una pregunta con más preguntas
—dijo—. Soy Titi, aprendiz de Dika el Vidente. Kona es aprendiz de Oyo el
Caviloso. Y tú estás perdida.
Me dio otro dátil y los dos se quedaron observando cómo me lo comía
—Él tiene razón —le dijo a Kona, y Kona asintió.
—¿Cuánto tiempo crees? —preguntó.
—No soy lo bastante bueno para verlo —respondió Titi—. Le preguntaré
a Oga Dika.
—¿No se enfadará Mwita con ella también? —rio Kona.
Alcé la mirada, lleno de curiosidad.
—¿Eh?
—Nada que no sabrás —dijo Titi
—¿Mwita está aquí?
—¿Tú lo ves aquí? —me preguntó Kona.
—No. No, hoy no está aquí. Ve y busca a Nana la Sabia.

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Me dio otro dátil.
—¿Podéis mostrarme dónde está?
—No —respondió Titi.
—¿Estás segura de que has venido aquí para eso? —preguntó Kona
—Tenemos que irnos —dijo Titi—. No te preocupes, no estás perdida
para siempre, preciosa chica ewu.
Y me dio la bolsa de dátiles.
—Aquí eres bienvenida —dijo Kona, y fue la primera afirmación que me
dirigió.
Y, tan rápido como llegaron, prosiguiereon su camino por el túnel de
raíces. Me comí unos cuantos dátiles más y seguí adelante. Una hora más
tarde, aún estaba perdida. Cansada, recorrí un pasillo con ventanas tan altas
que no me permitían ver el exterior. No recordaba que la Casa tuviera
ventanas por fuera. Llegué a una escalera que se rizaba en una espiral de
piedra.
—¡Al fin! —dije en voz alta. La escalera era muy estrecha y, cuanto más
subía, más deseaba no encontrarme con nadie. Conté cincuenta y dos
escalones y seguía sin haber señales de una segunda planta. Olía a cerrado y
hacía un calor asfixiante. Las luces de la pared eran tenues, de color naranja.
Diez peldaños más tarde, oí pasos y voces. Miré hacia abajo. Sería absurdo
regresar.
Las voces se volvieron más fuertes. Vi sombras y contuve la respiración.
Y, de repente, me encontré cara a cara con Aro. Jadeé y bajé la mirada,
aplastándome contra la pared. No me dijo nada al pasar. Tuvo que apretar su
cuerpo contra el mío. Olía a humo y flores. Me pisó el pie. Detrás de él venían
tres hombres más. Ninguno dijo: «Disculpa». Cuando desaparecieron, me
senté en un escalón y lloré. Kona se equivocaba. Allí no era bienvenida en
absoluto, a menos que «bienvenida» significara hacerme quedar en ridículo.
Me limpié las manos en el vestido, me levanté y seguí adelante.
Las escaleras desembocaron al fin en el extremo de otro pasillo. La
primera sala en la que eché un vistazo pertenecía a Nana la Sabia.
—Buenas, eh, tardes —dije.
—Buenas tardes —saludó, reclinándose en su silla de mimbre y con una
taza de té en la mano.
Di un precavido paso atrás, pero mi espalda se topó con una puerta
cerrada. Me di la vuelta, confundida. ¿Cuándo había entrado en la habitación?
—Así es la Casa —dijo Nana, mirándome con su ojo bueno.
—Creo que odio este sitio —refunfuñé.

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—La gente odia lo que no entiende. Estaba a punto de salir al mercado a
por la comida, pero entonces mi aprendiz me trajo esto. —Sostuvo en alto un
envase de sopa de pimiento picante. Quitó la tapa y lo depositó en la mesilla
de mimbre que tenía al lado—. Así que aquí estoy. Debería haber sabido que
esperaba visita.
Me indicó por señas que me sentara en el suelo y, durante un minuto,
observé cómo se comía la sopa. Olía de maravilla. Me rugió el estómago.
—¿Qué tal están tus padres? —preguntó.
—Bien.
—¿Por qué has venido?
—Q-quería preguntar… —dejé de hablar.
Nana la Sabia esperó mientras comía.
—Los… los Grandes Saberes Místicos —dije al fin—. Por favor…
Acuérdese de lo que ocurrió en mi Rito del Undécimo, Ada-m. —La miré a
los ojos, pero ella solo me observaba esperando a que terminara—. Usted es
sabia. Tan sabia como Aro, o incluso más.
—No nos compares —dijo con seriedad—. Los dos somos ancianos.
—Lo siento —me apresuré a disculparme—. Pero usted sabe muchas
cosas. Debe de saber cuánto necesito aprender los Grandes Saberes Místicos.
—Eso es obra de hombres y mujeres locos —espetó.
—¿Eh?
Con la cuchara pescó un gran trozo de carne y se lo comió.
—No, Onyesonwu, esto es entre Aro y tú.
—Pero ¿usted no puede…?
—No.
—¿Por favor? —supliqué—. ¡Por favor!
—Aunque supiera los Saberes, no me metería entre dos espíritus como los
vuestros. —Me hundí en el suelo—. Escucha bien, niña ewu.
—Ada-m, por favor, no me llame así.
—¿Y por qué no? ¿No es lo que eres?
—Detesto esa palabra.
—¿Ewu o niña?
—Ewu, claro.
—¿Y no es lo que eres?
—No —repliqué—. No en ese sentido.
La mujer observó el cuenco vacío y juntó las manos. Tenía las uñas cortas
y finas, con las puntas de sus dedos índice y pulgar amarillentas. Nana la
Sabia fumaba.

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—Un consejo: deja a Aro en paz, te lo ruego. Es superior a ti y es
cabezota. —Fruncí los labios. Aro no era el único cabezota—. Puede que
haya otra forma de aprender lo que buscas. La Casa está llena de libros. Nadie
los ha leído todos, así que nunca se sabe lo que te puedes encontrar en ellos,
¿eh?
—Pero la gente aquí no…
—Somos ancianos y sabios. También podemos ser imbéciles. Recuerda
las palabras de Titi. —Cuando mis cejas se alzaron por la sorpresa, añadió—:
Aquí las paredes son finas. Ven.
La sala que había en el otro extremo del pasillo era pequeña, pero las
paredes estaban abarrotadas con libros viejos, rotos y malolientes.
—Tienes libertad para mirar aquí o en las otras salas llenas de libros. Solo
los ancianos de Osugbo cuentan con habitaciones privadas. El resto de la Casa
pertenece a todo el mundo. Podrás irte cuando estés lista para marcharte.
Me dio unas palmadas en la cabeza y me dejó allí. Estuve investigando
durante dos horas, yendo de sala en sala. Había libros sobre pájaros que
habitaban lugares que no existían; sobre cómo tener un buen matrimonio con
dos esposas que se odiaban; sobre las costumbres de las termitas hembras;
sobre la biología de unos lagartos gigantes voladores, sacados de la mitología,
que se llamaban kponyungo, sobre las hierbas que debían tomar las mujeres
para aumentar el tamaño de sus pechos; sobre los usos del aceite de palma. Mi
rabia, intensificada por mi estómago rugiente, aumentaba con cada libro inútil
que encontraba. Las miradas molestas y a veces temerosas de los ancianos no
ayudaban.
La Casa se burlaba de mí otra vez. Casi podía oír cómo se reía mientras
me mostraba un estúpido libro tras otro. Cuando saqué un volumen lleno de
mujeres que posaban desnudas de forma provocativa, lo tiré al suelo y me fui
a buscar una salida. Tardé una hora en encontrarla. La puerta que daba al
exterior era sencilla y estrecha; no se parecía en nada a las elaboradas
entradas que había visto desde fuera. Salí a trompicones al sol del atardecer y
me di la vuelta. La entrada era una de las grandes puertas que llevaba viendo
desde que tenía seis años.
Escupí y alcé el puño hacia la Casa de Osugbo. Me daba igual si me veía
alguien.
—¡Irritante, pestilente, estúpido, presuntuoso y horrible lugar! —grité—.
¡No pienso volver a poner un pie en ti nunca más!

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CAPÍTULO DIECISÉIS

EWU

Rechazo.
Este tipo de cosas se van acumulando sin que te des cuenta. Hasta que un
día, te sientes preparada para destruirlo todo. Durante cinco años, viví con la
amenaza de mi padre biológico. Durante tres años, Aro me rechazó, se negó a
ayudarme. Dos veces me lo dijo a la cara y bastantes más a Mwita, puede que
incluso al Ada y a Nana la Sabia. Sabía que Aro era el único que podía
responder a mis preguntas. Por eso no me marché de Jwahir tras mi
experiencia en la Casa de Osugbo. ¿Dónde habría ido?
El día anterior, papá había llegado a casa montado en el camello de su
hermano, aquejado de dolores en el pecho. Llamaron a un sanador. Aquella
fue una noche larga. Por eso me pasé toda la noche llorando. No dejaba de
pensar en que si Aro me hubiese enseñado, podría haber curado a papá. Aún
era muy joven y estaba sano; no debería tener problemas de corazón.
Sentía como si me hubieran exprimido la cabeza. Lo oía todo
amortiguado. Me vestí para escabullirme de casa. Solo tenía un plan:
conseguir lo que quería. Dejé la carretera principal y me adentré en el camino
que conducía a la cabaña de Aro. Oí un aleteo. Por encima de mi cabeza, en
una palmera, un buitre negro me fulminaba con ojos penetrantes. Fruncí el
ceño y entonces me detuve en seco al darme cuenta. Aparté la mirada para
esconder mis pensamientos. Ese buitre no era un buitre, como tampoco lo era
cuando lo había visto cinco años antes. Oh, cómo podía ser que Aro no
supiera que conocía todas sus facetas, igual que conocía todas las facetas de
cualquier criatura en la que me transformaba. Aquella pluma que cayó de su
cuerpo había sido un gran error por su parte.
Por esa razón sentía un torrente de poder cada vez que me transformaba
en buitre. Me había estado convirtiendo en Aro el buitre. ¿Por eso me
resultaba tan fácil aprender de Mwita? Pero ya de antes poseía el don eshu.
Busqué en mi mente los Grandes Saberes Místicos. No pude alcanzar nada.
Daba igual. El buitre salió volando. «Allá voy», pensé.

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Al fin, llegué a la cabaña de Aro. Noté una punzada de hambre y el
mundo a mi alrededor adquirió viveza. Unos cúmulos de luz brillante
danzaban sobre la cabaña y en el aire. El monstruo apareció ante mí cuando
me acerqué a la puerta de cactus. Una mascarada custodiaba la cabaña de Aro,
una mascarada auténtica. Al parecer, Aro presentía que ese día necesitaba
protección. Las mascaradas suelen aparecer durante las celebraciones pero, en
esos casos, solo son hombres con elaborados disfraces de rafia y tela que
bailan al son de un tambor.
Se oyó el toc, toc, toc de un tambor pequeño mientras la mascarada de
verdad se abalanzaba sobre mí, rociándome con una ola de arena tan grande
como mi casa y tan ancha como tres camellos. La mascarada sacudió sus
faldas coloridas de tela y rafia. Su cara de madera se curvaba en una mueca de
desprecio. Danzaba con violencia, intentaba golpearme y luego retrocedía.
Me mantuve firme incluso mientras acuchillaba el aire con sus dedos como
agujas a pocos centímetros de mi rostro.
Como no salí corriendo, el espíritu se detuvo y se quedó muy quieto. Nos
observamos, yo con la cabeza inclinada hacia arriba, la mascarada con la
cabeza inclinada hacia abajo. Mis ojos enojados miraban fijamente sus ojos
de madera. Se oyó un chasquido que resonó en lo más hondo de mis huesos.
Me estremecí, pero sin moverme. Tres veces lo hizo. A la tercera, sentí que
algo cedía en mi interior, como al chasquear un nudillo. La mascarada se dio
la vuelta y me condujo a la cabaña de Aro. Con cada movimiento fue
desapareciendo poco a poco.
Aro, plantado en el umbral, lucía esa mirada que un hombre dirige a una
mujer embarazada cuando se la encuentra por error cagando en el baño.
—Oga Aro —dije—. He venido a pedirle que me acepte como su
estudiante. —Ensanchó las aletas de la nariz como si oliera algo putrefacto—.
Por favor. Ya tengo dieciséis años. No se arrepentirá.
Seguía sin decir nada. Se me sonrojaron las mejillas y sentí como si
alguien me hubiera metido el dedo en el ojo.
—Aro —dije en voz baja—. Me enseñarás. —No respondió—. Me
ENSEÑARÁS. —Mi diamante salió volando de la boca. Grité todo lo fuerte
que pude—. ¡ENSÉÑAME! ¿POR QUÉ NO ME ENSEÑAS? ¿QUÉ
PROBLEMA TIENES? ¿QUÉ PROBLEMA TIENE TODO EL MUNDO?
El desierto absorbió rápidamente mis gritos y eso fue todo. Caí de
rodillas. Y, al mismo tiempo, caí en ese lugar que había visitado durante mi
ablación. Lo hice sin pensar. Me oí gritar a mí misma a lo lejos, pero no me
preocupé por ello. En ese lugar espiritual, yo era la depredadora. Por instinto,

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me lancé hacia Aro. Sabía cómo y dónde atacarle porque lo conocía. Yo era
una luz abrasadora decidida a quemarle el alma de dentro hacia fuera. Sentí su
turbación.
Me olvidé de por qué había acudido allí. Rasgaba, arañaba y abrasaba. El
olor a pelo chamuscado. La satisfacción de oír a Aro gruñir de dolor. Y luego
la fuerte patada en el pecho. Abrí los ojos. Estaba de nuevo en mi cuerpo
físico y volaba hacia atrás. Aterricé con fuerza y me deslicé unos cuantos
metros más. La arena me arañó la piel de las palmas y la parte trasera de los
tobillos. Se me desató la rapa y mis piernas quedaron expuestas.
Me quedé tumbada bocarriba, mirando el cielo. Durante un momento,
tuve una visión que no podría haber tenido. Yo era mi madre, a ciento
cincuenta kilómetros en el oeste, hacía diecisiete años. Esperando a morir. Mi
cuerpo, el de ella, era un nudo de dolor. Lleno de semen. Pero vivo.
Regresé entonces sobre la arena. Cerca, una de las cabras de Aro baló, un
pollo cloqueó. Estaba viva. «Protegerme a mí misma es un esfuerzo inútil»,
pensé. Tenía que encontrar de algún modo al hombre que le había hecho daño
a mi madre, el hombre que me perseguía. Tenía que cazarlo. «Y, cuando lo
encuentre, lo mataré». Me enderecé. Aro yacía en el suelo delante de su
cabaña.
—Ahora lo entiendo —dije en voz alta. No sé cómo, pero divisé mi
diamante. Lo recogí y, sin pensarlo ni quitarle la arena, lo metí debajo de la
lengua—. ¡Tú… tú no quieres enseñar a niñas ni a mujeres porque nos tienes
miedo! T-t-temes nuestras emociones —solté una risotada histérica y luego
me puse seria—. ¡Pero esa razón no es lo bastante buena!
Me levanté. Aro solo gimió. Ni moribundo quería hablarme.
—¡Maldigo a tu madre! ¡Maldigo a todo tu linaje! —dije. Me giré de lado
y escupí. La saliva salió roja por la sangre—. ¡Prefiero morir a dejar que me
enseñes!
De repente, sentí un nudo doloroso en la garganta. Me estremecí. La culpa
había llegado. No quería matarlo. Quería que me enseñara. Pero ya había
agotado todas mis posibilidades. Me até la rapa y me encaminé hacia casa.
Mwita lo encontró una hora más tarde, aún en el suelo, donde yo lo había
dejado. Mwita corrió a la Casa de Osugbo para llamar a los ancianos. Debido
a las «paredes finas» de la Casa, en cuestión de horas la noticia de lo que le
había hecho a Aro ya se había propagado por todo Jwahir. Mis padres estaban
en su habitación cuando oí que llamaban a la puerta. Sabía que era Mwita.
Vacilé sobre si abrirle o no. Cuando le dejé entrar, me agarró de la mano y
tiró de mí hasta la parte trasera.

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—¿Qué has hecho, mujer? —siseó.
Antes de que pudiera responder, me empujó con fuerza contra la pared y
me mantuvo allí.
—¡Cállate! —murmuró con dureza—. Puede que Aro muera. —Cuando
ahogué un grito, él asintió—. Sí, siente esa culpa. ¿Por qué eres tan tonta?
¿Qué diantres te pasa? ¡Eres un peligro para ti misma, para todos nosotros! ¡A
veces me pregunto si no deberías quitarte la vida! —Me soltó y dio un paso
atrás—. ¿Cómo has podido?
Me quedé allí sin más, restregándome la pequeña cicatriz que tenía en la
frente.
—Es lo más parecido a un padre que tengo —añadió Mwita.
—¿Cómo puedes llamar «padre» a ese hombre? —repliqué.
—¿Qué sabrás tú sobre padres de verdad? —exclamó—. ¡Nunca has
tenido uno! Solo un vigilante. —Se giró para marcharse—. ¿Sabes lo que nos
harán si muere? —preguntó por encima del hombro—. Vendrán a por
nosotros. Lo mismo que les ocurrió a mis padres.
Esa noche, a las once en punto, el ojo rojo apareció. Lo miré desafiante,
retándole a que intentara algo. Estuvo rondando por encima de mí durante un
minuto, observando. Y entonces desapareció. La noche siguiente ocurrió lo
mismo. Y la siguiente. Los rumores abundaban. Luyu me contó que Mwita y
yo éramos sospechosos de darle una paliza a Aro.
—Dicen que te vieron yendo hacia allá aquella mañana —dijo—. Que
parecías enfadada y dispuesta a matar.
Papá se había cogido unos días libres para recuperarse de sus achaques, y
mi madre no le contó ni una palabra de lo que había hecho. Mi madre y sus
secretos. Se le daba demasiado bien guardarlos. Así pues, él no supo nada de
los rumores, por suerte. Pero mi madre sí que me preguntó si contenían
alguna verdad.
—No soy irracional —le dije—. Aro es más de lo que la gente cree que
es.
Se lo repetían los unos a los otros: los niños ewus nacen de la violencia y,
por tanto, es inevitable que se vuelvan violentos. Pasaron unos días. Aro
seguía en estado grave. Me preparé para una caza de brujas. «Ocurrirá el día
en que Aro muera», pensé. Empaqué unas cosas en un pequeño morral, con el
que resultaba más fácil correr. Y, cuando papá murió cinco días después, la
gente ya me observaba con recelo.

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CAPÍTULO DIECISIETE

PUNTO DE PARTIDA

Volvimos al punto de partida. Cuando hice que el cuerpo de mi padre


respirara en su funeral, mi reputación se hundió hasta límites insospechados.
Después de que mi madre me llevara a casa, Mwita se hizo ignorable y espió
a los miembros de mi familia.
—Tendríamos que haberla lapidado después de que intentase matar a Aro.
—Mi hija ya tiene pesadillas por su culpa todas las noches. ¡Y ahora esto!
—Cuanto antes la hagamos ceniza, mejor.
En casa, dormí con más tranquilidad de la que había disfrutado en años.
Me desperté por el mísero dolor de mi cuerpo. Fue entonces cuando caí en la
cuenta: papá era ceniza. Me acurruqué y lloré. Sentí que me rompía de nuevo.
La pena me llevó a su silencioso y oscuro hogar durante varias horas. Al cabo
de un tiempo, me devolvió de nuevo a mi cama. Me limpié la nariz con la
sábana y examiné mi ropa. Mi madre me había cambiado el vestido blanco
por una rapa azul. Alcé la mano izquierda, la que se había fusionado con el
cuerpo de papá. Quedaba una costra entre el dedo índice y el corazón.
—Podría convertirme en buitre y salir volando ahora mismo —murmuré.
Pero si permanecía como un animal durante demasiado tiempo, me
volvería loca. «¿Tan malo sería?», me pregunté. «Mwita tiene razón, soy
peligrosa». Me decanté por escabullirme de la casa de noche, antes de que
vinieran a buscarme. Sobre todo por el bien de mi madre. Ahora que era
viuda, su reputación cobraba más importancia que nunca. Alguien llamó a la
puerta.
—¿Qué queréis? —dije.
La puerta se abrió y se estrelló con fuerza contra la pared. Salí con
dificultad de la cama, lista para enfrentarme a una masa enfurecida. Era Aro.
Mi madre estaba detrás de él. Me miró a los ojos y se alejó. Aro cerró de un
portazo. Encima del ojo tenía un cardenal reciente. Sabía que su ropa blanca
de funeral escondía otros moretones y cicatrices, heridas de hacía cinco días.
—¿Tienes idea de lo que has hecho?
—¿Y a ti qué te importa? —espeté.

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—¡No piensas! ¡Eres una ignorante descontrolada, igual que un animal!
—Chasqueó la lengua—. Déjame verte la mano.
Contuve la respiración cuando se acercó. No quería que me tocara. Era un
eshu, igual que yo. A cualquier persona que dominara esa habilidad solo le
haría falta una célula de mi piel para vengarse de mí. Pero algo hizo que me
quedara quieta, y así él pudo agarrarme. Culpa, pena, cansancio, elige. Me
giró las manos hacia un lado y hacia el otro, las apretó y juntó con suavidad
mis nudillos. Las soltó, riéndose y sacudiendo la cabeza.
—Vale, sha —musitó para sí mismo—. Onyesonwu, te enseñaré.
—¿Qué?
—Te enseñaré los Grandes Saberes Místicos, si el destino lo quiere —
declaró—. Supones un peligro para todos si no te enseño. Eres un peligro si lo
hago, pero al menos seré tu maestro.
No pude evitar sonreír, pero vacilé.
—A lo mejor vienen a por mí esta noche.
—Me aseguraré de que eso no ocurra —dijo Aro sin más—. No he
muerto, así que no debería ser complicado. De quien tienes que preocuparte
es de tu padre biológico. Por si no lo has adivinado ya, es un hechicero, igual
que yo. Si, como una tonta, no hubieses pasado por el Rito del Undécimo, él
no habría sabido de tu existencia. Dame las gracias por protegerte durante
todos estos años, o hace tiempo que estarías muerta.
Fruncí el ceño. Aro me había protegido. Aquel fue un trago amargo. Me
planteé preguntarle cómo lo había hecho, pero me decanté por otra cuestión.
—¿Por qué quiere matarme?
—Porque eres un error —respondió Aro con una sonrisa de satisfacción
—. Tendrías que haber sido un niño. —Me estremecí—. Bueno, haría que te
mudaras a mi cabaña, pero tu misteriosa madre te necesita. Y luego está el
tema de Mwita. Durante el aprendizaje, el contacto sexual te entorpecerá. —
Me sonrojé y aparté la mirada—. Por cierto, habría sido muy egoísta por tu
parte huir y abandonar a tu madre.
Dejó que la frase calara durante un momento y me pregunté si podía
leerme la mente.
—No puedo. Pero conozco a los de tu calaña.
—¿Por qué debería confiar en ti?
—¿No puedes defenderte? ¿No me conoces y, por tanto, sabes lo que se
necesita para destruirme?
—Sí, pero ahora tú también me conoces. Me has tocado la mano.
Una sonrisa se extendió por su rostro.

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—Ahora ya nos conocemos los dos. Un buen comienzo.
—Pero tú eres el maestro.
—¿Y no es prudente convertirte en uno? ¿Por tu propio bien?
—Solo si puedo fiarme de que puedas convertirme en maestra.
—Sí, la confianza se gana, ¿no?
Lo pensé.
—De acuerdo.
—¿Crees en Ani?
—No —declaré con sinceridad. Se suponía que Ani debía ser
misericordiosa y bondadosa. Ani no habría permitido mi existencia. Nunca he
creído en Ani. Solo era una expresión que usaba cuando algo me sorprendía o
enfadaba.
—¿Y en algún creador?
—Sí, es impasible y rige con lógica.
—¿Permitirás que otras personas tengan el mismo derecho a profesar sus
creencias?
—Mientras sus creencias no perjudiquen a otras personas y yo pueda
maldecirlos en mi mente siempre que lo necesite, entonces sí.
—¿Crees que tienes la responsabilidad de dejar el mundo en mejor estado
que cuando llegaste a él?
—Sí.
Aro calló y me observó con más intensidad.
—¿Es mejor dar o recibir?
—Son lo mismo —respondí—. Una cosa no puede existir sin la otra. Pero
si alguien da sin recibir, entonces es tonto.
Se rio por la respuesta, pero siguió preguntando.
—¿Puedes olerlo?
Supe de inmediato a qué se refería.
—Sí. Mucho.
Fuego, hielo, hierro, carne, madera y flores. El sudor de la vida. La mayor
parte del tiempo no recordaba el olor, pero siempre era consciente de él
cuando ocurrían cosas extrañas.
—¿Puedes saborearlo?
—Sí. Si lo intento.
—¿Lo elegiste?
—No, me eligió hace tiempo.
Aro asintió.

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—Bienvenida, pues. —Se encaminó hacia la puerta y, por encima del
hombro, añadió—: Y quítate esa maldita piedra de la boca. Está pensada para
mantenerte con los pies en la tierra. A ti no te sirve de nada.

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CAPÍTULO DIECIOCHO

VISITA CORTÉS A LA CABAÑA DE ARO

Pasaron veintiocho días antes de que me decidiera a ir a su cabaña. Tenía


demasiado miedo.
Durante esos días, no pude dormir ninguna noche entera. Me despertaba
en medio de la oscuridad, segura de que había alguien en la habitación
conmigo, que no era ni papá ni su esposa, Njeri, la jinete de camellos. Me
habría alegrado de ver a cualquiera de los dos. Pero o era el ojo rojo a punto
de matarme, o Aro a punto de decretar su venganza contra mí. Sin embargo,
como me prometió Aro, ninguna turba enfurecida vino en mi busca. Incluso
regresé a la escuela al décimo día.
En su testamento, papá le había dejado el taller a mi madre y le pedía a Ji,
su aprendiz convertido ahora en maestro, que lo dirigiera. Se dividirían los
beneficios: el ochenta por ciento iría para mi madre y el veinte por ciento
restante, para Ji. Era un buen acuerdo para ambos, sobre todo para Ji, que
provenía de una familia pobre y ahora ostentaba el título de «herrero instruido
por el gran Fadil Ogundimu». Además, mi madre contaba con las golosinas
de cactus y otras plantas. El Ada, Nana la Sabia y dos de sus amigas iban cada
día a visitarla. Mi madre estaba bien.
Ni una sola vez me visitaron Luyu, Diti o Binta, y juré que nunca las
perdonaría por aquello. Mwita tampoco vino. Pero sus actos los entendía.
Estaba esperando a que yo fuera a él, a la cabaña de Aro. Así que pasé esas
cuatro semanas sola con mi miedo y mi pérdida. Regresé a la escuela porque
necesitaba distraerme.
Me trataron igual que a una persona con una enfermedad sumamente
contagiosa. En el patio, la gente se apartaba de mí. Nadie me decía nada, ni
malo ni bueno. ¿Qué había hecho Aro para evitar que me hicieran pedazos?
Fuera lo que fuese, mi reputación de infame chica ewu no había cambiado.
Binta, Luyu y Diti me evitaban. No me miraban mientras se alejaban de mí.
Ignoraban mis saludos. Aquello me enfurecía mucho.
Al cabo de unos días así, llegó la hora del enfrentamiento. Las vi en su
lugar habitual, junto a la pared de la escuela. Me acerqué descaradamente.

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Diti me observaba los pies, Luyu apartó la mirada a un lado y Binta me
miraba de frente. Mi confianza mermó. Fui muy consciente del brillo de mi
piel; de mis llamativas pecas, sobre todo las de mis mejillas; del color arenoso
de las trenzas que me caían por la espalda.
Luyu se fijó en Binta y le propinó un golpe en el hombro. Binta apartó la
mirada de inmediato. Me mantuve firme. Yo, por lo menos, quería discutir.
Binta se echó a llorar. Diti aplastó irritada una mosca. Luyu me miró a la cara
con tanta intensidad que creí que iba a pegarme.
—Ven —dijo, examinando el patio. Me agarró de la mano—. Ya está bien
de esto.
Diti y Binta nos seguían de cerca mientras nos apresurábamos hacia la
carretera. Me senté en el recodo, con Luyu a un lado, Binta al otro y Diti junto
a Luyu. Observamos a la gente y a los camellos pasar.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó de repente Diti.
—Calla —le recriminó Luyu.
—¡Quiero preguntar lo que me dé la gana!
—Pues haz preguntas con sentido. Le hemos hecho daño. No estamos
en…
—Mi madre me ha dicho… —la interrumpió Diti moviendo con brío la
cabeza.
—¿Tú has intentado ir a verla? —preguntó Luyu. Luego se giró hacia mí,
llorando—. Onyesonwu, ¿qué ha pasado? Recuerdo… cuando teníamos once
años, pero… No sé…
—¿Tu padre te ha dicho que no te juntes conmigo? —siseé—. ¿Ya no
quiere que vean a su preciosa hija con su fea amiga la mala?
Luyu se apartó de mí. Había dado en el clavo.
—Lo siento —me apresuré a decir con un suspiro.
—¿Es algo malévolo? —preguntó Diti—. ¿No puedes acudir a una
sacerdotisa de Ani y…?
—¡No soy mala! —grité, agitando los puños en el aire—. ¡Entended eso
al menos! —Apreté los dientes y me golpeé el pecho con el puño, como solía
hacer Mwita cuando se enfadaba—. ¡Soy lo que soy, pero no soy MALA!
Sentí que le gritaba a todo Jwahir. «Papá nunca creyó que hubiera maldad
en mí», pensé. Me eché a llorar al sentir de nuevo su ausencia. Binta me pasó
el brazo por encima del hombro y me abrazó.
—De acuerdo —murmuró.
—De acuerdo —convino Luyu.
—Bien —dijo Diti.

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Y así desapareció la tensión entre mis amigas y yo. Así de simple. Lo
sentí incluso en ese momento. Menos peso. Las cuatro debimos de sentirlo.
Pero aún tenía que lidiar con mi miedo. Y la única forma de hacerlo era
afrontarlo. Fui allí una semana después, durante un Día de Descanso. Me
levanté temprano, me duché, preparé el desayuno, me puse mi vestido azul
favorito y me envolví la cabeza con un grueso velo amarillo.
—Mamá —dije. Me asomé al dormitorio de mis padres. Mi madre estaba
espatarrada en la cama, dormida profundamente por una vez. Lamenté tener
que despertarla.
—¿Eh? —musitó. Tenía los ojos limpios. No había llorado por la noche.
—Te he preparado ñame frito con revuelto de huevos y té para desayunar.
Se sentó para estirarse.
—¿Adonde vas?
—A la cabaña de Aro, mamá.
Volvió a tumbarse.
—Bien. Tu padre lo habría aprobado.
—¿Tú crees? —pregunté. Me acerqué a la cama para oírla mejor.
—Aro le fascinaba. Con todas esas cosas misteriosas que hacía. Incluidas
nosotras dos… Aunque no le gustaba demasiado la Casa de Osugbo. —Nos
reímos—. Onyesonwu, tu padre te quería. Y, aunque no lo sabía con tanta
seguridad como yo, sabía que eras especial.
—T-tendría que haberos contado lo de mi disputa con Aro.
—Tal vez. Pero tampoco podríamos haber hecho nada.

Me tomé mi tiempo. Era una mañana fría. La gente empezaba a salir para
hacer sus recados matutinos. Nadie me saludó al pasar. Pensé en papá y me
dolió el corazón. En los últimos días, mi pena se había vuelto tan intensa que
notaba cómo el mundo que me rodeaba ondulaba de la misma forma que en
su funeral. Aquello no podía volver a ocurrir. Constituía una de las razones
por las que, al fin, me decidí a acudir a Aro. No quería hacer daño a nadie
más.

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Mwita se reunió conmigo en la puerta de cactus. Antes de que pudiera
decir nada, me rodeó con sus brazos.
—Bienvenida.
Me abrazó hasta que me relajé y le devolví el abrazo.
—Ves —dijo una voz detrás de nosotros. Nos apartamos el uno de la otra
con un salto. Aro estaba tras la puerta de cactus con los brazos cruzados sobre
el pecho. Llevaba un largo caftán negro hecho de una tela ligera que
revoloteaba alrededor de sus pies con la brisa matutina—. Por eso no puedes
vivir aquí.
—Lo siento —se disculpó Mwita.
—¿Por qué lo sientes? Eres un hombre y esta mujer es tuya.
—Lo siento —dije, con la mirada fija en mis pies, a sabiendas de que era
lo que esperaba.
—Deberías sentirlo. En cuanto empecemos, tendrás que mantenerlo
alejado de ti. Si te quedas embarazada durante el aprendizaje, podrías
matarnos a todos.
—Sí, Oga.
—Deduzco que soportas bien el dolor.
Asentí.
—Eso al menos es algo bueno. Pasa por la puerta —dijo Aro.
Al atravesarla, uno de los cactus me arañó la pierna. Siseé, irritada, y me
aparté de un salto. Aro se rio. Mwita me siguió, ileso. Se dirigió a su cabaña y
yo seguí a Aro a la suya. Dentro había una silla y una esterilla de rafia para
dormir. Aparte de un pequeño cuaderno calculadora rayado y un lagarto en la
pared, no había nada más. Atravesamos la puerta trasera, donde el desierto se
abría ante nosotros.
—Siéntate —me indicó Aro. Señaló las esterillas de rafia en el suelo y me
imitó.
Nos quedamos sentados observándonos durante un momento.
—Tienes ojos de tigre —comentó—. Y esos llevan décadas extintos.
—Tú tienes ojos de viejo. Y los viejos no viven mucho tiempo.
—Soy viejo —dijo, levantándose. Entró en su cabaña y regresó con una
espina de cactus entre los dientes. Volvió a sentarse. Y, entonces, me dejó
totalmente anonadada—: Onyesonwu, lo siento.
Parpadeé.
—He sido un arrogante. Me dejé llevar por las inseguridades. He sido un
necio.
No dije nada. Estaba muy de acuerdo.

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—Me espanté al ver que me habían dado una chica, una mujer. Pero serás
alta, que ya es algo. ¿Qué sabes de los Grandes Saberes Místicos?
—Nada, Oga. Mwita no pudo contarme gran cosa porque… tú no querías
enseñarle. —No pude esconder la rabia de mi voz. Ya que admitía que se
había equivocado, quería que lo admitiera todo. Los hombres como Aro solo
reconocen sus errores una sola vez.
—No quise enseñarle a Mwita porque no superó la iniciación —replicó
Aro con firmeza—. Sí, es ewu, y eso no me gustó. Los ewus venís a este
mundo con el alma mancillada.
—¡No! —grité, con un dedo delante de sus narices—. De mí puedes
decirlo, pero de él, no. ¿No te has molestado en preguntarle sobre su vida?
¿Su historia?
—Baja ese dedo, niña —ordenó Aro con el cuerpo recto y rígido—. Te
falta disciplina, está claro. ¿Quieres aprenderla hoy? Se me da bien enseñarla.
Con mucho esfuerzo, me tranquilicé.
—Conozco su historia —reconoció Aro.
—Entonces sabes que es fruto del amor.
Las aletas de la nariz de Aro se ensancharon.
—En cualquier caso, vi más allá de su… sangre mestiza. Dejé que lo
intentara con la iniciación. Pregúntale lo que ocurrió. Lo único que diré yo es
que, al igual que los demás, fracasó.
—Mwita me dijo que no le dejaste intentarlo.
—Mintió. Pregúntale.
—Lo haré.
—Por estos lares hay pocos hechiceros auténticos —explicó Aro—. Y
nadie se convierte en uno por elección propia. Por eso estamos plagados de
muerte, dolor y furia. Primero se da una tristeza inmensa y, a continuación,
alguien que nos ama pide que nos convirtamos en quien debemos ser. Lo más
probable es que tu madre te pusiera en este camino. Hay mucho en ella, sha.
—Calló, quizá para considerarlo—. Lo pediría el día en que fuiste concebida.
No cabe duda de que sus peticiones derrotaron a las de tu padre. Si hubieras
sido un niño, él habría conseguido un aliado en vez de una enemiga.
»Los Grandes Saberes Místicos son solo medios para alcanzar un fin.
Cada hechicero tiene su propio fin. Pero no puedo enseñarte a menos que
superes la iniciación. Mañana. Ninguno de los muchachos que ha acudido a
mí lo ha conseguido. Vuelven a casa apaleados, rotos, maltrechos, enfermos.
—¿Qué ocurre durante… la iniciación? —pregunté.

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—Tu propio ser es puesto a prueba. Tienes que ser la persona adecuada
para aprender los Saberes, es lo único que puedo decirte. ¿Has tirado el
diamante?
—Sí.
—Te han mutilado. Puede que eso sea un problema. Pero ya no hay nada
que hacer. —Se levantó—. Después de que el sol se ponga, nada de comer ni
beber, a menos que sea agua. Tu periodo es dentro de dos días. Puede que eso
sea un problema.
—¿Cómo sabes cuándo es mi… cuándo es?
Aro se rio sin más.
—No se puede hacer nada. Esta noche, antes de irte a dormir, medita
durante una hora. No hables con tu madre después de la puesta de sol. Pero
puedes hablar con Fadil, tu padre. Ven aquí a las cinco de la madrugada.
Báñate bien y lleva ropa oscura.
Lo observé detenidamente. ¿Cómo iba a recordar todas esas
instrucciones?
—Habla con Mwita. Él te repetirá mis directrices si necesitas oírlas de
nuevo.

Al acercarme a la cabaña de Mwita, olí a salvia quemada. Mwita estaba


sentado tranquilamente, en una amplia esterilla, meditando de espaldas a mí.
Me quedé en la puerta y eché un vistazo. Así que ahí era donde vivía. Había
objetos de mimbre trenzado colgando de las paredes y amontonados por la
cabaña. Cestas, esteras, platos e incluso media docena de sillas.
—Siéntate —me indicó sin volverse.
Me acomodé en la esterilla junto a él, pero de cara a la puerta.
—No me habías dicho que sabías tejer mimbre.
—No es relevante.
—Me habría gustado aprender. —Mwita se llevó las rodillas al pecho,
pero no dijo nada—. No me lo has contado todo.
—¿Esperas que lo haga?

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—Cuando es importante, sí.
—¿Importante para quién? —Mwita se levantó para estirarse y luego se
apoyó en la pared—. ¿Has comido?
—No.
—Lo mejor es que comas bien antes del anochecer.
—¿Qué sabes sobre la iniciación esta?
—¿Por qué voy a contarte el mayor fracaso de mi vida?
—No es justo —repliqué, levantándome—. No te pido que te humilles.
Era vital que me contaras qué te ocurrió.
—¿Por qué? ¿De qué te habría servido?
—¡Da igual! ¡Me mentiste! Entre nosotros no debería haber secretos.
Supe, mientras me observaba, que estaba repasando nuestra relación.
Buscaba una verdad o un secreto que pudiera exigirme. Debió de darse cuenta
de que no le había ocultado nada, porque entonces dijo:
—Solo te asustaría.
Negué con la cabeza.
—Temo más lo que no sé —dije.
—De acuerdo. Casi morí. Lo hice… no, casi. Cuanto más cerca estás de
completar la iniciación, más cerca estás de morir. La iniciación es muerte.
Yo… estuve a punto.
—¿Qué pas…?
—Es distinto para cada persona. Hay dolor y miedo… y son absolutos. No
sé por qué Aro permite que los chavales del pueblo lo intenten. Es su faceta
malévola.
—¿Cuándo lo…?
—Poco después de llegar aquí —contestó. Respiró hondo, me miró con
intensidad y negó con la cabeza—. No.
—¿Por qué? Voy a hacerla mañana, ¡quiero saberlo!
—No.
Eso fue todo lo que me dijo, y no había más que hablar. Mwita podía
caminar por las granjas de palmas en plena noche. Lo había hecho varias
veces tras pasar horas conmigo. En una ocasión, sentados en el huerto de mi
madre, había una tarántula trepando cerca de mi pierna. Él la aplastó con la
mano. Pero ahora, al mencionar el fracaso de su iniciación, parecía
aterrorizado.
Antes de irme a casa, Mwita repasó conmigo los requisitos de la
iniciación. Me acabé exasperando y le pedí que los escribiera.

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Me arrodillé junto a mi madre. Estaba en el jardín, removiendo con las manos
la tierra alrededor de las plantas.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó.
—Pues como cabría esperar de ese chalado.
—Aro y tú os parecéis demasiado —dijo mi madre. Guardó silencio
durante un momento—. He hablado con Nana la Sabia. Comentó algo de una
iniciación… —Su voz se apagó cuando me vio la cara. Fue todo lo que
necesitaba ver—. ¿Cuándo?
—Mañana por la mañana. —Saqué la lista—. Esto es todo lo que debo
hacer para prepararme.
La leyó.
—Te cocinaré una gran cena más temprano. ¿Pollo al curri y golosinas de
cactus?
Sonreí con ganas.
Tomé un gran baño y, durante un rato, estuve tranquila. Pero, a medida
que la noche avanzaba, mi miedo a lo desconocido regresó. A medianoche, la
deliciosa cena que había ingerido borboteaba inquieta en mi estómago. «Si
muero durante la iniciación, mamá se quedará sola», pensé. «Pobre mamá».
No dormí. Pero, por primera vez desde que cumplí los once años, no tenía
miedo de ver el ojo rojo. Los gallos empezaron a cacarear sobre las tres de la
madrugada. Me bañé otra vez y me puse un largo vestido granate. No tenía
hambre y sentía un latido sordo en mi abdomen, síntomas de que mi
menstruación estaba cerca. No desperté a mi madre antes de irme.
Seguramente ya estaría despierta.

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CAPÍTULO DIECINUEVE

EL HOMBRE DE NEGRO

—Papá, por favor, guíame —dije mientras caminaba—. Porque necesito que
alguien me guíe.
Para ser sincera, no creía que estuviera allí. Siempre he pensado que,
cuando una persona muere, su espíritu se mantiene cerca o a veces va de
visita. Aún sigo creyéndolo, porque así ocurría con la primera esposa de papá,
Njeri. La sentía a menudo en la casa. Pero en aquel momento no percibía a
papá a mi alrededor. Solo la fría brisa y los ruidos de los grillos me
acompañaban.
Mwita y Aro me esperaban en la parte trasera de la cabaña. Aro me
ofreció una taza de té para que lo bebiera. Estaba templado y sabía a flores.
Tras apurarlo, los calambres leves que sentía desaparecieron.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunté.
—Adéntrate en el desierto —me indicó Aro, envolviéndose en sus
vestiduras marrones. Me giré hacia Mwita—. Lo único que debe importarte es
lo que tienes delante.
—Ve, Onyesonwu —masculló Mwita.
Aro me empujó hacia el desierto. Por primera vez en mi vida, me sentí
reacia a adentrarme en él. El sol estaba saliendo justo en ese momento. Eché a
andar. Pasaron unos minutos. Empecé a notarme el pulso en los oídos. «Algo
en el té», pensé. «Un brebaje de chamán, quizá». Cuando soplaba la brisa, oía
claramente a los granos de arena entrechocar unos sobre otros. Me tapé las
orejas con las manos. Seguí andando. La brisa arreció y se convirtió en un
viento lleno de arena y polvo.
—¿Qué es esto? —grité, esforzándome para mantenerme en pie.
El sol quedó oculto enseguida. Mi madre y yo habíamos sobrevivido a tres
grandes tormentas de arena cuando éramos nómadas. Excavábamos un
agujero, nos tumbábamos en él y usábamos la tienda a modo de protección.
Tuvimos suerte: no salimos volando ni acabamos enterradas vivas. Y ahora
me encontraba en medio de una tormenta de ese calibre sin nada que se
interpusiera entre ella y yo excepto mi vestido.

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Decidí regresar a la cabaña de Aro. Pero no podía ver nada a mi espalda.
Me protegí la cara con el brazo para mirar a mi alrededor. El azote de la arena
me hizo sangrar. Se me incrustaba en los párpados y los granos me dañaban
los ojos. Escupí arena solo para que me entrara más en la boca.
De repente, el viento cambió y se puso a mi espalda. Me guio hacia una
lucecita naranja. Al acercarme, vi que era una tienda hecha con un material
fino y azul. En su interior ardía un pequeño fuego.
—¿Un fuego en medio de una tormenta de arena? —grité con una
carcajada histérica. Me dolían los brazos y la cara, y las piernas me temblaban
al intentar evitar que el viento se me llevara.
Me tiré dentro de la tienda y el silencio me golpeó. Ni siquiera las paredes
temblaban con el viento. Nada la mantenía sujeta. El suelo era de arena. Rodé
sobre mi costado, tosiendo. A través de mis doloridos ojos llorosos, distinguí
al hombre más blanco que había visto nunca. Llevaba un pesado manto negro
y una capucha le cubría la parte superior del rostro. Pero la parte inferior
podía verla con claridad. Su piel arrugada era blanca como la leche.
—Onyesonwu —dijo de repente el hombre de negro.
Me sobresalté. Había algo repulsivo en él. Casi esperaba que correteara
alrededor del fuego con la velocidad y la agilidad de una araña. Pero
permaneció sentado, con las largas piernas estiradas ante él. Sus uñas afiladas
estaban estriadas y amarillentas. Se inclinó hacia delante apoyado sobre un
codo.
—¿Es así como te llamas? —preguntó.
—Sí.
—Aro te envía —dijo, con sus labios rosados, húmedos y flácidos,
torcidos en una sonrisa de satisfacción.
—Sí.
—¿Quién te envía?
—Aro.
—¿Y qué eres?
—¿Disculpe?
—¿Qué eres?
—Humana —respondí.
—¿Eso es todo?
—Y eshu también.
—¿Y entonces eres humana?
—Sí.

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Rebuscó entre sus ropas y sacó una pequeña vasija azul. La agitó y la dejó
en el suelo.
—Aro me llama para que venga y una hembra se sienta ante mí —dijo,
con las aletas de la nariz dilatadas—. Una que sangrará pronto. Muy muy
pronto. Este lugar es sagrado, ¿lo sabías?
Me miró como si esperase una respuesta. Me sentí aliviada cuando
recogió el recipiente. Lo agitó y lo dejó de golpe en el suelo. Quería frotarme
los ojos de lo mucho que me dolían. El hombre me miró con tanta rabia que el
corazón me dio un vuelco.
—¡Te han cortado! —exclamó—. ¡No podrás culminar! ¿Quién ha
permitido que esto ocurra?
—Fue un… —tartamudeé—. Quería complacer a… Yo no…
—Calla —dijo. Guardó silencio un momento y, cuando habló, su voz se
había tornado fría—. A lo mejor puede evitarse. —Lo decía más para sí
mismo que para mí. Murmuró algo y entonces añadió—: Puede que hoy
mueras. Espero que estés preparada. No encontrarán tu cuerpo.
Pensé en mi madre, pero aparté su imagen de mi mente.
El hombre de negro tiró el contenido del recipiente… Huesos. Huesos
diminutos y finos, quizá de un lagarto o de otra bestia pequeña. Estaban
descoloridos, blancos y secos, y muchos se desmenuzaban en los extremos y
dejaban ver la vieja médula porosa. Salieron volando del recipiente y
aterrizaron como si nunca fueran a moverse de nuevo. Como si estuvieran
seguros. Mis ojos se volvieron pesados mientras observaba los huesos
esparcidos. Atraían mi mirada. El hombre los estudió durante un rato largo. Y
entonces me miró, con la boca formando una «o» sorprendida. Me habría
gustado verle los ojos. Pero entonces enmascaró su semblante con un aspecto
más controlado.
—Aquí es donde suele empezar el dolor. Donde oigo gritar a los
muchachos —dijo el hombre de negro. Calló, con los ojos fijos en los huesos
—. Pero tú… —Sonrió y asintió—. A ti tengo que matarte.
Alzó la mano izquierda y giró la muñeca. Noté un crujido en el cuello
cuando mi cabeza rotó completamente por sí sola. Solté un gruñido. Todo se
volvió negro.

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Abrí los ojos y supe al instante que no era yo misma. La sensación resultaba
más peculiar que aterradora. Era una pasajera en la cabeza de otra persona y,
aun así, seguía siendo capaz de notar cómo el sudor caía por su rostro y cómo
los insectos le picaban la piel. Intenté marcharme, pero no tenía un cuerpo con
el que irme. Mi mente estaba atrapada allí dentro. Los ojos por los que veía
observaban una pared de hormigón.
Aquel hombre estaba sentado en un bloque de cemento frío y duro. No
había tejado alguno. La luz del sol brillaba en el interior y hacía que la
habitación, ya caliente de por sí, fuera más incómoda aún. Oí a mucha gente
cerca, pero no pude distinguir qué estaban diciendo exactamente. La persona
cuyo cuerpo ocupaba murmuró algo y entonces se rio… para sí misma. Era la
voz de una mujer.
—Pues que vengan —dijo. Bajó la mirada y se frotó los muslos con
nerviosismo. Llevaba un áspero vestido blanco. Su piel no era tan clara como
la mía, pero tampoco oscura como la de mi madre. Me fijé en sus manos.
Había leído sobre esas cosas en los cuentos. Marcas tribales. La mujer tenía
las manos cubiertas de ellas. Los círculos, remolinos y líneas tejían complejos
diseños que serpenteaban hasta sus muñecas.
La mujer recostó la cabeza contra la pared y, bajo la luz del sol, cerró los
ojos y el mundo se volvió rojo por un instante. Pero alguien la agarró —nos
agarró— con tanta brusquedad que grité en silencio. Sus ojos se abrieron. No
hizo ningún sonido. No se resistió. Yo quería hacerlo, desesperada. Y,
entonces, miles de personas aparecieron ante nosotras, gritando, chillando,
bramando, hablando, señalando, riendo, mirando.
La gente se mantenía alejada, como si una fuerza invisible los mantuviera
a seis metros del agujero hacia el que nos arrastraban. Junto al hoyo había un
montón de arena. Los hombres nos condujeron hasta allí y nos metieron
dentro. Sentí que todo el cuerpo de la mujer se estremecía al tocar el fondo. El
suelo quedaba justo por encima de nuestros hombros. Miró a nuestro
alrededor y vi con claridad la gran turba que aguardaba la ejecución.
Los hombres empezaron a echar arena en el agujero y no tardamos en
estar enterradas hasta el cuello. En ese momento, el miedo de la mujer debió
de infectarme, porque de repente me sentí rota en dos. Si tuviera un cuerpo,

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habría creído que mil hombres me sujetaban un brazo y mil más sujetaban el
otro y los dos grupos tiraban de ellos. Detrás de mí, oí que un hombre gritaba:
—¿Quién tirará la primera piedra a este problema?
La primera nos dio en la nuca. El dolor fue una explosión. Muchas más
llegaron después de esa. Al cabo de un rato, el dolor de nuestra cabeza al ser
lapidada retrocedió y la sensación de estar dividiéndonos avanzó. Gritaba.
Moría. Alguien lanzó otra piedra y noté que algo se rompía. Conocí la muerte
en cuanto me tocó. Hice todo lo que pude, aunque poco podía hacer, para
intentar mantenerme unida.
«Mamá». Iba a dejarla sola. «Tengo que seguir adelante», pensé con
desesperación. «Mamá querría que así fuera. ¡Ella lo querría!». Dejaba
demasiadas cosas por hacer. Sentí que papá me agarraba y sujetaba. Olía a
hierro caliente y su tacto, como siempre, era fuerte. Me mantuvo durante un
rato largo en ese lugar espiritual donde todo era luz colorida, sonido, olor y
calor.
Papá se mantenía cerca. El apretón de un abrazo. Y entonces me soltó y
desapareció. Pronto, el mundo espiritual, el lugar que aprendería a llamar «la
vasta selva», empezó a fundirse y mezclarse con una oscuridad salpicada de
estrellas. Pude ver el desierto. Allí estaba, medio enterrada en la arena. Había
un camello parado sobre mí, con una mujer en su grupa. Iba vestida con
camisa y pantalones verdes y se sentaba entre las dos jorobas peludas del
animal. Supongo que me movería, porque de repente el camello se sobresaltó.
La mujer lo tranquilizó con una palmadita.
Volé por puro instinto y me tumbé sobre mi cuerpo. Mientras lo hacía, la
mujer habló:
—¿Sabes quién soy?
Intenté responder, pero no tenía boca, aún no.
—Soy Njeri. —Alzó la mirada y sonrió abiertamente. Las comisuras de
sus ojos se arrugaron—. Era la esposa de Fadil Ogundimu. —Habló entonces
con otra persona. Se volvió hacia mí y rio—. Tu padre aún tiene mucho que
aprender de la vasta selva.
Qué ganas tenía de sonreír.
—Conozco a tu gente. Yo era como tú, aunque no me dieron la
oportunidad de aprender mi don. Podía hablar con los camellos. Mi madre fue
a ver a Aro. Él me rechazó. No habría superado la iniciación. Pero podría
haberme enseñado otras cosas útiles. Camina siempre por tu propio camino,
Onyesonwu. —Calló, al parecer para escuchar a otra persona—. Tu padre te
desea todo lo mejor.

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Mientras observaba cómo se alejaba sobre el camello, me noté cambiar.
De repente, podía percibir el aire en mi piel y los latidos de mi corazón. Me
sentía rara, como si me anclaran, como si me hubieran puesto un peso en cada
miembro, pesos que no eran molestos ahora pero que, al cabo del tiempo, lo
serían. Mi mortalidad. Estaba agotada. Me dolía el cuerpo entero: las piernas,
los brazos, el cuello y, sobre todo, la cabeza. Me refugié en un sueño inquieto
e inevitable.
Me desperté con el canturreo de Mwita mientras masajeaba aceite sobre
mi piel. Una energía estática me llenaba el cuerpo como el monitor de un
ordenador. Sus caricias la disiparon. Se detuvo al darse cuenta de que estaba
despierta. Me echó mi rapa por encima. La agarré, sin fuerzas, sobre mi
pecho.
—Has aprobado —dijo Mwita con una voz rara llena de preocupación,
pero también de algo más.
—Lo sé —respondí. Giré la cabeza y me eché a llorar. Él no intentó
abrazarme y me alegré. «¿Por qué no se defendió?», pensé. «Yo habría
peleado aunque fuera en vano. Cualquier cosa con tal de permanecer fuera de
ese agujero un poco más».
Recordé vívidamente la sensación de mi frente hundiéndose bajo una
piedra grande. No dolió tanto como debería. Solo sentí que, de repente, me
hallaba… expuesta. Una piedra me destrozó la nariz, me cortó la oreja y se
enterró en mi mejilla. Estuve consciente durante gran parte de la lapidación.
La mujer también. Tuve arcadas. No vomité nada, porque estaba con el
estómago vacío. Me recosté para masajearme las sienes. Mwita me dio una
toalla caliente para secarme y aliviar los ojos. Estaba empapada de aceite.
—¿Qué es esto? —pregunté con la voz ronca—. No irá a…
—No —dijo Mwita—. Te ayudará a purgarlo de tu sistema. Lávate la cara
con eso también. Ya te lo he frotado por todo el cuerpo. Pronto te sentirás
mejor.
—¿Dónde estamos? —pregunté mientras me frotaba los ojos con el aceite.
Me sentó bien.
—En mi cabaña.
—Morí, Mwita —susurré.
—Tenía que pasar.
—Estaba en la cabeza de una mujer y sentí…
—No pienses en ello —dijo, levantándose. Cogió un plato de comida que
había sobre su mesa—. Ahora mismo tienes que comer.
—No tengo hambre.

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—Esto lo ha preparado tu madre.
—¿Mi madre?
—Vino aquí. Ayer.
—Eh, pero no la vi…
—Han pasado dos días, Onyesonwu.
—Oh. —Me enderecé despacio, cogí el plato de Mwita y comí. Era pollo
al curri con judías verdes. Al cabo de unos minutos, el plato estaba limpio.
Me sentía mucho mejor—. ¿Dónde está Aro? —pregunté, frotándome la
frente y la nuca.
—No lo sé —suspiró Mwita.
Y entonces entendí lo que había notado en él. Me sorprendió. Le agarré la
mano. Si no lo afrontábamos ahora, nuestra amistad moriría. Ya por aquel
entonces sabía que, si los celos se ignoraban, acabarían convirtiéndose en
veneno.
—Mwita, no te sientas así.
Él apartó la mano.
—No sé cómo sentirme, Onyesonwu.
—Bueno, pues no te sientas así —repliqué con aspereza—. Hemos vivido
demasiadas cosas. Y, además, estás por encima de todo eso.
—¿Lo estoy?
—Que hayas nacido varón no implica que lo merezcas más que yo —dije
indignada—. No te comportes como Aro.
Mwita no respondió, pero tampoco quiso mirarme a los ojos.
—Bueno —suspiré—, aunque te sientas así, no voy a dejar de…
Me cubrió la boca con la mano.
—Ya está bien de hablar —murmuró, con su cara cerca de la mía.
Se puso sobre mí; el aceite que me cubría suavizaba sus movimientos. El
cuerpo me dolía y la cabeza me palpitaba, pero por primera vez en mi vida
solo sentía placer. El juju de mi Rito del Undécimo se había roto. Tiré de
Mwita para acercarlo más a mí. La sensación resultó ser tan suculenta que me
hizo llorar. Fue tan arrolladora que, en algún momento, dejé de respirar.
Cuando Mwita se dio cuenta, se detuvo en seco.
—¡Onyesonwu! —exclamó—. ¡Respira!
Cada parte de mi cuerpo era una punta afilada de felicidad. Aquella era la
sensación más hermosa que había sentido nunca. Cuando lo miré perpleja, él
abrió la boca y respiró con fuerza para mostrármelo. Empecé a ver
explosiones de rojo y azul plateado a medida que mis pulmones exigían aire.

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Como acababa de experimentar la muerte, me resultaba sencillo olvidarme de
respirar. Inhalé, con mis ojos fijos en los de Mwita. Y exhalé.
—Lo siento —dijo—. No debería…
—Termina —susurré, atrayéndolo hacia mí. Notaba un zumbido en la
cabeza.
Cuando nuestros cuerpos se encontraron, completa y plenamente al fin,
Mwita me recordó que debía respirar. Cuando entró dentro de mí, siguió
recordándomelo, pero en esa ocasión no le estaba escuchando. Fue exquisito.
Estaba tan caliente que me puse a temblar. Pasaron unos minutos. La
sensación empezó a hervir y luego a agitarse. No podía sentir alivio. Me
habían circuncidado.
—Mwita —dije. Estábamos los dos resbaladizos por el sudor.
—¿Eh? —exclamó sin aliento.
—Yo… algo va mal en mí. Yo… —Arrugué el rostro—. No puedo.
Mwita dejó de moverse y la terrible sensación de mis entrañas disminuyó.
Me miró y unas gotas de sudor aterrizaron sobre mi pecho. Me sorprendió con
una sonrisa.
—Pues haz algo al respecto, mujer eshu.
Parpadeé al darme cuenta de a qué se estaba refiriendo. Me concentré.
Mwita empezó a moverse de nuevo dentro de mí y, de inmediato, sentí como
si liberara todo mi ser.
—Ooooooooooooooooh —gemí. De lejos pude oír a Mwita riéndose
mientras yo me dormía con un suspiro.
Ese trozo diminuto de carne marcaba toda la diferencia. Hacerlo crecer de
nuevo no había sido duro y, por una vez en mi vida, me complacía que
conseguir algo importante resultase ser fácil.

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CAPÍTULO VEINTE

HOMBRES

Regresé a casa ese día. El sol empezaba a pasearse despacio por el cielo y el
aire y la arena se estaban calentando. Mi madre gritó mi nombre al verme. Se
había sentado en los escalones de la entrada a esperarme. Había ojeras debajo
de sus ojos y tendría que rehacerse las trenzas. Fue la primera vez que oí la
voz de mi madre sobrepasar el volumen de un susurro. Y ese sonido hizo que
se me aflojaran las piernas.
—Mamá —grité desde la carretera.
A nuestro alrededor, el vecindario seguía con sus asuntos. Nadie era
consciente de lo que mi madre y yo habíamos vivido. La gente solo alzó la
mirada con una leve curiosidad. Seguramente la voz de mi madre sería lo más
comentado aquella noche. A ninguna de las dos nos importaba lo que
pensaran.

Aro no solicitó mi presencia hasta una semana después. Y, durante esa


semana, me vi acosada por las pesadillas. Una y otra vez, noche tras noche,
me lapidaban hasta morir. La muerte de otra persona me atormentaba.
Durante el día, me asolaban terribles dolores de cabeza. Cuando Binta, Diti y
Luyu vinieron a mi dormitorio tres días después de mi iniciación, estaba
hecha una mierda insufrible llorando debajo de las sábanas.
—¿Qué te pasa? —preguntó Luyu. Aparté las sábanas de mi cabeza,
sorprendida de oír su voz. Vi que Diti se daba la vuelta y se iba.

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—¿Estás bien? ¿Es por tu padre? —dijo Binta, sentándose en la cama a mi
lado.
Me quité los mocos de la nariz. Estaba desorientada y mi confusión me
hizo pensar en mi padre biológico en vez de en papá. «Sí, él es mi problema»,
pensé. Más lágrimas se derramaron por mi rostro. Llevaba días sin ver a mis
amigas. Había dejado la escuela dos días antes de la iniciación y no les había
dicho nada. Diti regresó y me dio una toalla mojada con agua caliente.
—Tu madre nos ha pedido que viniéramos —dijo Luyu.
Diti apartó las cortinas y abrió la ventana. La habitación se llenó de luz y
aire fresco. Me limpié la cara y me soné la nariz con la toalla. Me volví a
tumbar, enfadada con mi madre por pedirles que vinieran. ¿Cómo les iba a
explicar mi estado? Me había vuelto a crecer el clítoris y ya no llevaba el
diamante en la boca. Hasta era posible que la cadena de mi ombligo se
hubiera vuelto verde.
Se quedaron allí sentadas durante un rato mientras yo lloriqueaba. Si no
fuera por ellas, habría dejado que los mocos fluyeran libremente por la cara
hasta que se acumularan sobre las sábanas. «¿Y qué más da?», pensé. Mi
ánimo se ensombreció y alcancé la sábana para cubrirme la cabeza de nuevo.
«Pasaré de ellas. Tarde o temprano se marcharán».
—Onyesonwu, dínoslo —dijo Luyu con suavidad—. Te escucharemos.
—Te ayudaremos —intervino Binta—. Recuerda cómo me ayudaron las
mujeres durante nuestro Rito del Undécimo. Si no lo hubieran hecho, lo
habría matado.
—¡Binta! —exclamó Diti.
—¿En serio? —preguntó Luyu.
Binta había captado toda mi atención.
—Sí. Pensaba envenenarlo… justo al día siguiente. Se emborracha casi
todas las noches. Fuma en pipa mientras lo hace. No habría notado el sabor.
Me volví a limpiar la cara.
—Mi madre me dijo una vez que el miedo es como un hombre que, una
vez quemado, teme a las luciérnagas —dije distraída. Se lo conté todo
excepto los detalles de mi iniciación. Desde el día en que me concibieron
hasta el día en que me arrastré a la cama y no quise salir. Sus rostros se
volvieron distantes en la parte sobre la violación de mi madre. Me deleité un
poco al obligarlas a conocer los detalles. Cuando terminé, estaban tan calladas
que pude oír unos pasos suaves junto a la puerta. Se alejaban por el pasillo.
Mi madre lo había oído todo.

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—No me puedo creer que nos lo hayas ocultado durante todo este tiempo
—dijo Luyu al fin.
—¿En serio puedes transformarte en pájaro? —preguntó Diti.
—Venga —dijo Binta tirándome del brazo—. Vamos a sacarte de aquí.
Luyu asintió y me agarró el otro brazo. Intenté apartarlos.
—¿Por qué?
—Necesitas luz del sol —explicó Binta.
—Yo… no estoy vestida como es debido —dije, y aparté los brazos. Sentí
que las lágrimas regresaban. La vida estaba ahí fuera, igual que la muerte.
Ahora las temía a las dos. Mis amigas me sacaron de la cama, me desataron la
rapa de noche y me pusieron un vestido verde por la cabeza. Salimos y nos
sentamos en los escalones de la entrada. El sol era cálido sobre mi rostro. No
había ninguna bruma roja bloqueándolo, ni un enfermizo moho peludo en el
suelo, ni humo en el aire, ni muerte acechante. Al cabo de un rato, dije en voz
baja—: Gracias.
—Tienes mejor aspecto —comentó Binta—. El sol cura. Mi madre dice
que debemos abrir las cortinas todos los días porque la luz del sol mata
bacterias y esas cosas.
—Hiciste que tu padre respirara —intervino Luyu, con el codo apoyado
sobre mi rodilla.
—No —respondí gravemente—. Papá ya había muerto. Solo hice que su
cuerpo respirase.
—Pues eso —concluyó Luyu.
Chasqueé la lengua y aparte la mirada, irritada.
—Oh —dijo Diti con un cabeceo—. Aro le enseñará.
—Exacto —convino Luyu—. Ya puede hacerlo. Pero no sabe cómo.
—¿Eh? —exclamó Binta, confundida.
—Onyesonwu, ¿sabes si puedes hacerlo? —preguntó Luyu.
—No lo sé —espeté.
—Sí que puede —dijo Diti—. Y creo que tu madre tiene razón. Por eso se
esforzó tanto en mantenerte con vida. La intuición de una madre. Vas a ser
famosa.
Me reí ante su comentario. Sospechaba que tendría más mala fama que
otra cosa.
—¿Así que creéis que mi madre nos habría dejado morir a las dos en el
desierto si no pensara que yo era especial?
—Sí —respondió Diti con seriedad.

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—O si hubieras sido niño —añadió Luyu—. Tu padre biológico es
malvado y, si hubieses nacido niño, tú también lo serías, creo. Eso es lo que él
quería.
Nos quedamos de nuevo en silencio.
—Entonces, ¿dejarás de ir la escuela? —dijo Diti.
Me encogí de hombros.
—Es probable.
—¿Y qué tal fue con Mwita? —preguntó Luyu con una sonrisa.
Fue como si, al pronunciar su nombre, lo invocásemos, pues se acercaba
por el camino. Luyu y Diti soltaron una risita. Binta me dio una palmada en el
hombro. Mwita llevaba unos pantalones finos de color canela y un caftán
largo a conjunto. Su ropa combinaba tan bien con su piel que se asemejaba
más a un espíritu que a una persona. Yo siempre evitaba vestirme con ese
color por esa misma razón.
—Buenas tardes —saludó.
—No tan buenas como para ti y Onyesonwu hace unas noches, según me
han contado —comentó Luyu entre dientes. Diti y Binta se rieron como tontas
y Mwita me miró.
—Buenas tardes, Mwita —dije—. S-se lo he contado todo.
—No me pediste permiso.
—¿Debería haberlo hecho?
—Me prometiste que no lo contarías.
En eso tenía razón.
—Lo siento —me disculpé. Mwita observó a mis tres amigas y preguntó
—: ¿Son de fiar?
—Claro —respondió Binta.
—Onyesonwu es nuestra compañera del Rito del Undécimo. No debería
haber secretos entre nosotras, Mwita —replicó Luyu.
—No respeto el Rito del Undécimo.
Luyu se enfureció y Diti gritó de sorpresa.
—¿Cómo puedes…?
Luyu alzó una mano para acallarla. Se giró hacia Mwita con el semblante
endurecido.
—Igual que nosotras te guardamos los secretos, esperamos que tú respetes
a Onyesonwu como mujer de Jwahir que es. Me da igual el tipo de jujus que
seas capaz de hacer.
Mwita puso los ojos en blanco.
—Hecho —accedió—. Onyesonwu, ¿cuánto les has…?

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—Todo —dije—. Si no hubieran venido hoy, me habrías encontrado en la
cama… perdiéndome a mí misma.
—De acuerdo —asintió él—. Entonces todas tenéis que entender que
estáis conectada a ella. No por un rito primitivo, sino por algo auténtico.
Luyu puso los ojos en blanco, Diti lo miró con el ceño fruncido y Binta
me observó sorprendida.
—Mwita, deja de ser tan joropollas —repliqué, molesta.
—Las mujeres siempre necesitan acompañantes —meditó Mwita.
—Y los hombres siempre tienen una falsa sensación de privilegio —dije.
Mwita me dirigió una mirada sombría y yo se la devolví, pero entonces
me agarró la mano para masajearla.
—Aro quiere que vayas esta noche. Llegó la hora.

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CAPÍTULO VEINTIUNO

GADI

—¿Se lo has contado a tus amigas? —preguntó Aro—. ¿Por qué?


Me masajeé la frente. De camino a la cabaña de Aro, me había dado uno
de mis dolores de cabeza y tuve que apoyarme en un árbol durante quince
minutos hasta que amainó. El dolor había desaparecido casi por completo.
—Me ayudaron, Oga. Y luego me lo pidieron, así que se lo conté.
—Espero que sepas que ahora forman parte de esto.
—¿De qué?
—Ya lo verás.
—No tendría que habérselo contado —suspiré.
—Qué le vamos a hacer —dijo Aro—. A ver, respuestas. Esta noche
entenderás mucho más. Pero antes, Onyesonwu, he hablado con Mwita sobre
esto y ahora es tu turno, aunque no sé si estaré malgastando saliva. Sé lo que
habéis hecho.
Noté que me ardía el rostro.
—Posees ambas cosas, belleza y fealdad. Resultas confusa incluso a mis
ojos. Mwita solo puede ver tu belleza. Así que no puede contenerse. Pero tú
sí.
—Oga —dije, intentando mantener la calma—. No soy diferente a Mwita.
Los dos somos humanos, los dos deberíamos hacer ese esfuerzo.
—No te engañes.
—Yo no…
—Y no me interrumpas.
—¡Pues entonces deja de hacer esas suposiciones! ¡No quiero oír nada
sobre eso si vas a enseñarme! No tendré más relaciones sexuales con Mwita.
Vale. Me disculpo. Pero tanto él como yo haremos el esfuerzo de abstenernos.
¡Como dos humanos! —dije, gritando esta vez—. ¡Dos criaturas imperfectas
con defectos! ¡Eso es lo que los dos somos, Oga! ¡Es lo que TODOS somos!
Aro se levantó. Yo no me moví; el corazón me martilleaba en el pecho.
—De acuerdo —dijo con una sonrisa—. Lo intentaré.
—Bien.

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—Sin embargo, no volverás a hablarme como has hecho ahora. Vas a
aprender de mí. Soy tu superior. —Hizo una pausa—. Puede que me conozcas
y me entiendas, pero si llegamos a las manos otra vez, te mataré antes… con
facilidad y sin dudar. —Volvió a sentarse—. Mwita y tú no vais a mantener
relaciones sexuales. Si te quedas embarazada, además de interrumpir tu
aprendizaje, pondrás en peligro mucho más que tu vida y la del bebé.
»Eso es lo que le ocurrió hace mucho tiempo a una mujer que estaba
aprendiendo los Saberes. Aún se hallaba en las primeras etapas de su
embarazo y su maestro no lo notó. Cuando intentó hacer un ejercicio sencillo,
toda su ciudad fue aniquilada. Desapareció como si nunca hubiera existido. —
Aro parecía satisfecho con mi semblante conmocionado—. Has emprendido
un camino hacia algo muy poderoso pero inestable. ¿Has visto el ojo de tu
padre biológico desde que fuiste iniciada?
—No —respondí.
Aro asintió con la cabeza.
—Ahora no intentará vigilarte. Así de potente es tu camino. Estarás a
salvo si evitas encontrarte con él cara a cara. —Calló un momento—.
Empecemos. Por dónde comencemos depende de ti. Pregúntame lo que
quieras saber.
—Quiero saber los Grandes Saberes Místicos.
—Antes hay que crear una base. No sabes nada sobre los Saberes, por lo
que ni siquiera estás preparada para preguntar sobre ellos. Para obtener
respuestas, debes formular las preguntas adecuadas.
Me paré a pensar durante un instante y, entonces, hallé mi pregunta.
—La primera esposa de papá. ¿Por qué no le diste clase?
—También quieres que me disculpe por mis errores del pasado —dijo
Aro.
—Así es —dije, aunque no era lo que quería.
—Las mujeres son complicadas. Njeri era como tú. Salvaje y arrogante.
Su madre era igual —suspiró—. La rechacé por la misma razón que a ti.
Cometí un error en negarme a enseñarle al menos jujus de poca importancia.
No habría superado la iniciación.
Esperaba que Njeri oyera sus palabras. Creo que lo hizo.
—Bueno… De acuerdo. Supongo que mi siguiente pregunta es… ¿Quién
era?
No me sorprendió ver que Aro entendió que me refería a la mujer cuya
muerte me había obligado a vivir el hombre vestido de negro.
—Pregúntale a Sola —espetó.

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—¿El hombre que me inició? —pregunté. Aro asintió—. Pues entonces,
¿quién es Sola?
—Un hechicero como yo, pero mayor. Ha tenido más tiempo para
recopilar, absorber y dar.
—¿Por qué tiene la piel tan blanca? ¿Es humano?
Aro se rio con ganas ante mi comentario, como si se acordara de un
chiste.
—Sí. Tira los huesos y lee el futuro. Si eres digno, te muestra la muerte.
Tienes que vivirla para superar la iniciación, pero vivirla no implica que
pases. Eso se decide después. Casi todos los que han vivido la muerte
aprueban. Hay unos pocos… como Mwita, que son desestimados por alguna
razón.
—¿Por qué no aprobó Mwita?
—No estoy seguro. Ni Sola tampoco.
—¿Y tú, Aro? ¿Cómo fue para ti? ¿Cuál es tu historia?
Me miró de nuevo de esa forma, como si no fuera digna. Aro no se daba
cuenta de que me miraba así. No podía controlarlo. «Mi madre tenía razón.
Los hombres son portadores de estupidez», pensé. Ahora me rio de esos
pensamientos. Las mujeres también poseen esa capacidad.
—¿Por qué me miras así? —exclamé antes de poder evitarlo.
Aro se levantó y se dirigió hacia el desierto, un lugar que ahora también
contenía misterios para mí. Me puse en pie y lo seguí. Caminamos hasta que
su cabaña apenas quedó a la vista.
—Soy de Gadi, un pueblo en el cuarto de los Siete Ríos —dijo.
—De ahí provenía la narradora.
—Sí, pero yo soy más viejo que ella. Lo sé desde antes de que los okekes
empezaran a rebelarse. Mis padres eran pescadores. —Se giró hacia mí y
sonrió—. ¿Debería llamar a mi madre «pescadora»? ¿Eso te complace?
—Sí, mucho —dije, devolviéndole la sonrisa.
Aro carraspeó.
—Soy el décimo de once hijos. Todos pescábamos. Mi abuelo por parte
de padre era hechicero. Me propinó una paliza el día que me vio
transformarme en una comadreja de agua. Tenía diez años. Y entonces me
enseñó todo lo que sabía.
»Llevo cambiando de forma desde los nueve. La primera vez que lo hice,
estaba sentado junto al río, con una caña de pescar en las manos, cuando una
comadreja de agua se acercó. Me clavó su mirada y no me soltó. No recuerdo
nada de ese momento, solo que volví a ser yo mismo en medio del río. Me

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habría ahogado de no ser por una de mis hermanas, que se hallaba por allí
cerca en una barca y me vio patalear.
»Superé la iniciación a los trece años. Mi abuelo sabía mucho, pero seguía
siendo un esclavo, como todos nosotros. No, no todos. Al cabo de un tiempo,
rechacé el destino que el Gran Libro me había impuesto. Un día, vi cómo mi
madre recibía una paliza brutal por reírse de un hombre nuru que se había
caído al tropezar. Corrí a ayudarla, pero antes de que pudiera alcanzarla, mi
padre me agarró y me pegó con tanta fuerza que perdí el conocimiento.
»Al despertar, en ese mismo lugar, me transformé en un águila y salí
volando. No sé cuánto tiempo pasé como águila. Muchos años. Cuando al fin
decidí transformarme de nuevo, ya no era un niño. Me había convertido en un
hombre llamado Aro, que viajaba, escuchaba y observaba. Ese soy yo. ¿Lo
entiendes?
Lo entendía. Pero había partes sobre sí mismo que no había contado.
Como su relación con el Ada.
—Tu iniciación. ¿Cómo…?
—Vi la muerte, igual que tú. Te recuperarás con el tiempo, Onyesonwu.
Era algo que tenías que ver. A todos nos pasa. Tememos lo que
desconocemos.
—Pero esa pobre mujer…
—Nos pasa a todos. No llores por ella. Ahora está en la vasta selva.
Deberías felicitarla.
—¿La vasta selva?
—Después de la muerte, el camino lleva hasta allí —dijo con una sonrisa
—. A veces incluso antes de la muerte. Te viste obligada a ir allí la primera
vez. Cuando el clítoris o el pene se someten a ese tipo de trauma, los más
sensibles acaban allí. Por eso me preocupé cuando te hicieron la ablación.
Debías adentrarte en la vasta selva durante la iniciación. Te salvaste por ser
eshu, porque todo lo que se le arrebate a un cuerpo eshu no desaparece de
forma permanente hasta la muerte.
Paseamos durante unos minutos mientras rumiaba todo aquello. Quería
alejarme de él, para sentarme y pensar. Lo que Aro insinuaba era que me
había vuelto a crecer el clítoris durante la iniciación y que luego me lo había
quitado de nuevo, ya que yo lo había hecho crecer con Mwita. Me pregunté
por qué lo hice. ¿Para qué quitarlo otra vez? Tenía las tradiciones de Jwahir
más metidas bajo la piel de lo que creía.
—¿Qué te ocurrió el primer día con la comadreja? El día que casi te
ahogaste. ¿Por qué ocurre así?

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—Fui visitado. Como todos.
—¿Por quién?
—Por quien sea que deba visitarnos para enseñarnos a usar lo que
podemos hacer —dijo con un encogimiento de hombros.
—Hay demasiadas cosas que no tienen sentido. Hay agujeros en…
—¿Qué te hace pensar que debes entenderlo todo? —preguntó—. Esta es
una lección que debes aprender en vez de estar enfadada todo el tiempo.
Nunca sabremos por qué existimos exactamente, ni qué somos ni nada de eso.
Lo único que puedes hacer es seguir tu camino hasta llegar a la vasta selva y a
partir de ahí seguir adelante, porque así es como debemos ser.
Seguimos nuestras propias huellas de vuelta a la cabaña. Estaba contenta.
Ya había tenido bastante por un día. Poco sabía yo que ese día fue el más
flojo de todos. Aquello no fue nada.

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CAPÍTULO VEINTIDÓS

PAZ

Durante este último año, he pensado mucho en aquel día para recordar que la
vida también es buena. Fue un Día de Descanso. El Festival Pluvial dura
cuatro jornadas y durante ese tiempo nadie trabaja. Por todo el mercado se
colocan aspersores hechos a partir de estaciones de recogida. La gente puede
apiñarse debajo de un paraguas para ver acróbatas cantando y comprar ñame
hervido, estofado, sopa de curri y vino de palma.
El primer día del festival fue memorable, cuando no ocurría gran cosa más
allá de que la gente quedaba para ponerse al día. Mi madre estaba pasando la
tarde con el Ada y Nana la Sabia.
Me preparé una taza de té y me senté en los escalones de la entrada para
ver pasar a la gente. Había dormido bien por una vez. Sin pesadillas ni
dolores de cabeza. Disfrutaba del sol en mi rostro. El té sabía fuerte y estaba
delicioso. Ese fue justo el día anterior a que empezara a aprender los Saberes.
Cuando aún era capaz de relajarme.
Al otro lado de la carretera, una pareja joven presumía de su nuevo bebé
ante unos amigos. Cerca, dos ancianos se concentraban en una partida de
warri. A un lado de la carretera, una niña y dos niños dibujaban con arena de
colores. La niña parecía tener casi once años… Sacudí la cabeza. No, no iba a
pensar en nada de eso. Miré hacia la carretera y sonreí. Mwita me devolvió la
sonrisa, con su caftán canela hinchándose con la brisa. «¿Por qué se empeña
en vestirse de ese color?», pensé, aunque me gustaba un poco. Mwita se sentó
a mi lado.
—¿Qué tal estás? —preguntó.
Me encogí de hombros. No quería pensar en cómo estaba. Me tocó una de
mis largas trenzas y la apartó a un lado para besarme en la mejilla. Luego me
ofreció una caja que llevaba debajo del brazo.
—Toma, unos bocados de coco.
Nos quedamos allí sentados, lo bastante cerca como para que nuestros
hombros se tocaran, mientras comíamos los suaves pastelitos cuadrados.
Mwita siempre olía bien, a menta y salvia. Siempre llevaba las uñas bien

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cortadas. Aquello se debía a su educación en una familia nuru rica. Los
hombres okekes se bañaban varias veces al día, pero solo las mujeres
cuidaban tanto de su piel, uñas y cabello.
Unos minutos más tarde, Binta, Luyu y Diti llegaron sobre el camello de
Luyu. Eran un remolino de vestiduras coloridas y aceites perfumados. Mis
amigas. Me sorprendió no ver un desfile de hombres detrás del camello.
Aunque claro, a Luyu le gustaba conducir rápido.
—Llegáis pronto —dije. No las esperaba hasta dentro de tres horas.
—No tenía nada mejor que hacer —respondió Luyu, restándole
importancia. Me ofreció dos botellas de vino de palma—. Así que he ido a
casa de Diti y ella no tenía nada mejor que hacer. Y hemos ido a ver a Binta y
tampoco tenía nada mejor que hacer. ¿Vosotros tenéis algo mejor que hacer?
Todas nos reímos. Mwita les ofreció la caja de bocados de coco y cada
una tomó unos cuantos con gusto. Jugamos una partida de warri. Para cuando
terminamos, el vino de Luyu ya nos había puesto alegres. Canté y me
aplaudieron. Luyu, Diti y Binta nunca me habían oído cantar. Estaban
impresionadas y, por una vez, me sentí orgullosa. El día fue avanzando y
pasamos al interior de la casa. Bien entrada la noche, solo hablábamos de
cosas nimias. Insignificantes. Cosas maravillosas y sin importancia.
Tienes que vernos así y recordarlo. Habíamos perdido gran parte de
nuestra inocencia, sin duda. En mi caso, en el de Mwita y en el de Binta, la
habíamos perdido por completo. Pero aquel día fuimos felices y estábamos
bien. Aquello no tardaría en cambiar. Me atrevería a decir que justo después
del Festival Pluvial, cuando regresé a la cabaña de Aro, el resto de mi historia,
aunque abarca unos cuatro años, empieza a transcurrir con rapidez.

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CAPÍTULO VEINTITRÉS

ARBUSTOMANCIA

—Bricoleur, el que usa todo lo que posee para hacer lo que tiene que hacer —
dijo Aro—. En eso debes convertirte. Todos contamos con nuestras propias
herramientas. Una de las tuyas es la energía, y por eso te enfadas con tanta
facilidad. Una herramienta siempre suplica que la usen. El truco está en
aprender a usarla.
Yo iba tomando notas con un carboncillo afilado sobre un trozo de papel.
Al principio, Aro me había exigido que memorizase las lecciones, pero
aprendía mejor si escribía.
—Otra de tus herramientas es que puedes cambiar de forma. Así que ya
tienes cosas con las que trabajar dos de los cuatro Saberes. Y, ahora que lo
pienso, también posees una para trabajar el tercero. Sabes cantar.
Comunicación. —Asintió, con el ceño fruncido para sí mismo—. Sí, sha.
»Hemos llegado lejos para esto, así que escucha. —Silencio—. Y deja el
carboncillo. No se te permite escribir esto. No puedes enseñárselo nunca a
nadie, a menos que haya superado la iniciación.
—No lo haré —dije nerviosa.
Aunque, claro, al contarte todo esto, sabes que mentí. Aquel día dije la
verdad. Pero desde entonces han pasado muchas cosas. Los secretos, ahora,
tienen menos valor para mí. Sé por qué esas lecciones no se pueden encontrar
en ninguna parte, ni siquiera en la Casa de Osugbo, un lugar que, ahora lo sé,
me empujó al exterior con sus irritantes trucos. La Casa sabía que solo Aro
podría enseñarme.
—Ni siquiera a Mwita —me ordenó Aro.
—De acuerdo.
Aro se arremangó.
—Posees este conocimiento desde que… me conoces. Eso puede ayudar,
o a lo mejor no. Ya lo veremos.
Asentí.
—Todo está basado en el equilibrio.
Me miró para asegurarse de que estuviera escuchando.

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Asentí.
—La Regla de Oro es dejar que el águila y el halcón se posen. Dejar que
el camello y el zorro beban. Todos los lugares funcionan a partir de esta
norma elástica pero duradera. El equilibrio no puede romperse, pero puede
estirarse. Ahí es cuando las cosas empiezan a ir mal. Habla para que sepa que
me escuchas.
—Sí —dije. Aro quería que confirmara constantemente que lo entendía.
—Los Saberes Místicos son aspectos de todo. Un hechicero puede
manipularlos con sus herramientas para hacer que ocurran cosas. No es la
«magia» de las historias para niños. Trabajar los Saberes va más allá de
cualquier juju.
—Entiendo.
—Pero hay lógica en ello, una lógica sosegada y despiadada. No hay nada
en lo que un hombre deba creer que no pueda ser visto, tocado o sentido. No
estamos tan muertos a las cosas de nuestro alrededor o de nuestro interior,
Onyesonwu. Si prestas atención, puedes saberlo.
—Vale.
Aro hizo una pausa.
—Es difícil. Nunca lo he dicho en voz alta. Es raro.
Esperé.
—Hay cuatro puntos —dijo con energía—. Okike, Alusi, Mmuo, Uwa.
—¿Okike? —pregunté antes de poder evitarlo—. Pero…
—Son solo nombres. Según el Gran Libro, los okekes fueron los primeros
en habitar la tierra. Los Saberes Místicos se conocen desde mucho antes de
que esa desgracia de libro existiera. Un hechicero que se creía profeta escribió
el Gran Libro. Nombres, nombres, nombres —dijo agitando las manos—. No
siempre son lo mismo.
—Entiendo.
—El Saber Uwa representa el mundo físico, el cuerpo —prosiguió Aro—.
Cambio, muerte, vida, conexión. Eres eshu. Esa es tu herramienta para
manipularlo.
Asentí con el ceño fruncido.
—El Saber Mmuo es la vasta selva —dijo. Hizo un gesto con la mano,
como si viajara sobre ondas de agua—. Tu gran energía te permite deslizarte
por la vasta selva mientras llevas el equipaje de tu vida. La vida es muy
pesada. Has estado dos veces en la vasta selva. Sospecho que ha habido otras
ocasiones en las que te has adentrado en ella.
—Pero…

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—No me interrumpas. El Saber Alusi representa las fuerzas, deidades,
espíritus, los seres que no son Uwa. La mascarada con la que te encontraste el
otro día cuando viniste aquí es un alusi. La vasta selva está llena de alusis. El
mundo Uwa también está controlado por el Alusi. Los magos bobos y los
adivinos creen que es al revés.
Soltó una carcajada cargada de ironía.
—Y, por último, el Saber Okike representa a Artífice. Este Saber no
puede tocarse. Ninguna herramienta puede hacer que Artífice dé la espalda a
lo que ha creado. —Extendió las manos—. A esa caja de herramientas del
hechicero que contiene sus herramientas la llamamos arbustomancia.
Dejó de hablar y esperó. Acepté la invitación para formular mis preguntas.
—¿Cómo pude…? Si estuve en la vasta selva, ¿eso quiere decir que morí?
Aro simplemente se encogió de hombros.
—Palabras, nombres, palabras, nombres. A veces no importan. —Dio una
palmada y se levantó—. Voy a enseñarte algo que hará que te marees. Mwita
tiene clase hoy con la sanadora, pero qué le vamos a hacer. Regresará dentro
de poco y podrá ocuparse de ti si es necesario. Venga. Vamos a cuidar de mis
cabras.
Una cabra negra y otra marrón estaban acomodadas bajo la sombra de un
cobertizo que había cerca de la cabaña de Aro. Al acercarnos, la cabra de
color negro se alzó y se dio la vuelta. Disfrutamos de unas vistas preciosas de
su ano abriéndose para expulsar unas bolitas negras de heces. Aquello hizo
que el sitio oliera mucho más a cabra, a almizcle acre bajo el calor seco.
Fruncí el ceño y ensanché las aletas de la nariz, asqueada. Nunca me había
gustado el olor a cabra, aunque me comía su carne.
—Ah, una voluntaria —rio Aro. Agarró a la cabra por sus pequeños
cuernos y la condujo hasta la parte trasera de la cabaña—. Cógela.
Me puso la mano sobre el cuerno. Luego se marchó al interior de la
cabaña. Bajé la mirada hacia la cabra cuando intentó apartar la cabeza. Me di
la vuelta y vi a Aro saliendo con un cuchillo enorme.
Alcé la mano para esquivarlo. Él me rodeó, agarró el cuerno de la cabra,
le giró la cabeza y le abrió el cuello de un tajo. Me había preparado tanto para
defenderme que la sangre y los balidos de miedo y dolor de la cabra bien
podrían haber sido míos. Antes de saber lo que estaba haciendo, me arrodillé
ante el aterrorizado animal, presioné la mano sobre su cuello ensangrentado y
cerré los ojos.
—¡Aún no! —gritó Aro, agarrándome del brazo para apartarme. Aterricé
en la arena. «¿Qué acaba de pasar?», fue lo único que pude pensar mientras la

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cabra se desangraba delante de mí. Sus ojos se volvieron soñolientos. Se
apoyó sobre sus rodillas protuberantes y lanzó una mirada acusatoria a Aro.
—Nunca he visto a nadie que no conozca los Saberes hacerlo —dijo Aro
para sí mismo.
—¿Eh? —exclamé sin aliento mientras observaba cómo desaparecía la
vida de la cabra. Me picaban las manos.
Aro se tocó la barbilla.
—Y ella lo habría hecho, también. Estoy seguro, sha.
—¿Qué?
—Calla —me ordenó, aún pensativo.
La cabra recostó la cabeza sobre las pezuñas, cerró los ojos y no se movió.
—¿Por qué…? —empecé a decir.
—¿Te acuerdas de lo que le hiciste a tu padre?
—S-sí.
—Hazlo ahora. Su mmuo-a sigue por aquí, confundida. Tráela de vuelta y
cúrale la herida como pretendías.
—Pero no sé hacerlo. La otra vez… lo hice sin más.
—Pues hazlo de nuevo —dijo, más inquieto—. ¿Qué voy a hacer con
tantas dudas, sha? Ah, ah. —Me alzó y me empujó hacia el cadáver de la
cabra—. ¡Hazlo!
Me arrodillé y posé la mano sobre su cuello ensangrentado. Temblé de
asco, no por la cabra muerta, sino ante la idea de que hubiera muerto hacía
unos minutos. Me quedé quieta. Podía sentir su mmuo-a moviéndose a mi
alrededor. Era un ligero desplazamiento en el aire, un suave roce de arena
cercano.
—Está corriendo —dije en voz baja.
—Eso es bueno —comentó Aro a mi espalda. La frustración había
desaparecido de su voz.
La pobre criatura se sentía asustada y desconcertada. Miré a Aro.
—¿Por qué la has matado así? Ha sido cruel.
—¿Qué os pasa a las mujeres? —espetó Aro—. ¿Lloráis por todo?
La rabia estalló en mi interior y noté que el suelo se calentaba. Luego
sentí como si estuviera arrodillada sobre cientos de hormigas con cuerpos
metálicos. Se movían por debajo de mí y me traían algo. Lo entendí. Lo saqué
del suelo y lo empujé con las manos. Más y más… Había una reserva infinita
de aquello. Lo saqué de mi rabia hacia Aro y de mi propio poder. Lo saqué
también de la fuerza de Aro. Si Mwita hubiera estado allí, también lo habría
usado.

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—Ahora —dijo Aro en voz baja—. Lo ves.
Lo veía.
—Contrólalo esta vez.
Lo único que percibían mis ojos era el cuerpo de la cabra muerta. Pero su
mmuo-a corría en círculos a mi alrededor. La sentí a mi lado, su pezuña sobre
mi pierna mientras observaba lo que estaba haciendo. Bajo mi mano, el tajo
de su cuello se… agitaba. Los bordes del corte se estaban cerrando por sí
solos. Me mareé al verlo.
—Ve —le dije a la mmuo-a. Un minuto después, aparté la mano, giré la
cabeza y vomité con brusquedad. No vi a la cabra levantarse y sacudir la
testa. Estaba vomitando con demasiada fuerza como para oír su grito de
alegría o sentir su cabeza sobre mi muslo a modo de agradecimiento. Aro me
ayudó a levantarme. En el corto trecho hasta la casa de Mwita, volví a
vomitar. El vómito estaba compuesto principalmente de heno y hierba. El
aliento me olía a cabra viva y aquello hizo que vomitase de nuevo.
—La próxima vez te encontrarás mejor —dijo Aro—. Dentro de poco,
devolver una vida tendrá poquísimas consecuencias físicas en ti.
Mwita regresó tarde. Aro no era un buen cuidador. Se aseguró de que no
me ahogara en mi propio vómito, pero no tenía palabras tranquilizadoras. No
era ese tipo de hombre. Esa tarde, Mwita me afeitó los pelos de cabra que me
crecían en el dorso de la mano. Se aseguró de que no volvieran a crecer, pero
a mí qué más me daba. Estaba demasiado mareada. No preguntó por qué me
sentía tan mal. Mwita sabía, desde el día que empezó mi aprendizaje, que
habría una parte de mí a la que él no tendría acceso.
Mwita sabía más que el mejor sanador de Jwahir. Incluso la Casa de
Osugbo lo creía digno de sus libros, ya que solía leer muchos manuales de
medicina que encontraba allí. Como era un experto en el cuerpo humano, fue
capaz de calmar mi organismo. Pero hubo cosas que me hacían sufrir y que
provenían de la vasta selva. Él no podía hacer nada sobre eso. Así que sufrí
mucho aquella noche, pero podría haber sido peor.
Así nos fue durante tres años y medio. Conocimiento, sacrificio y dolores
de cabeza. Aro me enseñó a conversar con mascaradas. Eso me dejó oyendo
voces y cantando extrañas canciones. El día en que aprendí a deslizarme a la
vasta selva, me pasé una semana ignorable. Mi madre apenas podía verme.
Algunas personas seguramente se creerían que había muerto, porque lo que
veían era mi fantasma. Incluso después de aquello, fui propensa a
experimentar momentos en los que no estaba ni aquí ni allá.

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Aprendí a usar mi habilidad como eshu no solo para transformarme en
otros animales, sino también para crecer y cambiar partes de mi cuerpo. Me di
cuenta de que podía cambiar un poco mi rostro, alterar mis labios y pómulos
y, si me cortaba, podía sanar la herida. Luyu, Binta y Diti me observaban
mientras aprendía. Temían por mí. Y a veces guardaban las distancias, por
miedo a sufrir ellas.
Mwita estaba a la vez más cerca y más lejos de mí. Era mi sanador. Era
mi compañero, porque aunque no podíamos mantener relaciones sexuales, sí
que podíamos tumbarnos abrazados, besarnos en los labios, amarnos mucho.
Aun así, tenía prohibido entender qué era lo que me estaba transformando en
algo que le maravillaba y envidiaba a la vez.
Mi madre dejaba que fuera lo que debía ser. Mi padre biológico esperaba.
Mi mente evolucionó y creció. Pero todo aquello tenía una razón de ser.
El destino me preparaba para la siguiente fase. Cuando te lo cuente, tendrás
que decidir por ti mismo si estás preparado para ella.

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CAPÍTULO VEINTICUATRO

ONYESONWU EN EL MERCADO

Puede que fuera por la posición del sol. O quizá por la forma con la que aquel
hombre inspeccionaba un ñame. O quizá por cómo aquella mujer consideraba
un tomate. O quizá fue por las mujeres que se reían de mí. O por el viejo que
me observaba. Como si no tuvieran nada por lo que preocuparse. O quizá fue
por la posición del sol, alto en el cielo, brillante, fulminante.
Fuera lo que fuese, me dejó pensando en mi última clase con Aro. Aquella
lección había sido especialmente exasperante. Su propósito era que
aprendiese a ver lugares lejanos. Como estábamos en la estación húmeda,
recoger agua de lluvia no fue demasiado complicado. Llevé el agua al interior
de la cabaña de Aro y me concentré en ella, centrándome en lo que deseaba
ver. Tenía en mente las noticias que nos había traído la narradora hacía unos
años.
Esperaba ver a okekes esclavizados por los nurus. Esperaba ver a nurus
siguiendo con sus asuntos como si aquello fuera normal. Debí sintonizar la
peor zona del oeste. El agua de lluvia me enseñó carne desgarrada y
supurante, penes erectos y ensangrentados, tendones, intestinos, fuego, torsos
arrastrándose, cuerpos sollozando en plena maldad. Sin pensar, aparté de un
manotazo el cuenco de arcilla, que dio contra la pared y se rompió en dos.
—¡Aún está pasando! —le grité a Aro, que estaba fuera atendiendo a sus
cabras.
—¿Creías que había parado? —preguntó.
Sí que lo había creído. Al menos durante un tiempo. Incluso yo hacía uso
de cierta negación para seguir con mi vida.
—Va y viene —prosiguió Aro.
—Pero ¿por qué? ¿Qué es…?
—Ninguna criatura o bestia es feliz esclavizada —me interrumpió Aro—.
Los nurus y los okekes intentan vivir juntos, pero luchan, luego intentan vivir
juntos, pero luchan. Ahora el número de okekes es reducido. Recuerda la
profecía de la que habló la narradora.

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Asentí. Las palabras de la mujer llevaban años conmigo. Nos dijo que, en
el oeste, un oráculo nuru vaticinó la llegada de un hechicero nuru que
cambiaría lo que está escrito.
—Ocurrirá —dijo Aro.
Iba por el mercado, masajeándome la frente, con el sol cayendo con
fuerza como si quisiera provocarme, cuando las mujeres rieron. Me di la
vuelta. Las carcajadas provenían de un grupo de chicas jóvenes. Mujeres de
mi edad, de unos veinte años. De mi vieja escuela. Las conocía.
—Miradla —dijo una—. Demasiado horrible para casarse.
Sentí que algo se quebraba en mi interior, en mi mente. La última gota. Ya
había tenido suficiente. Suficiente de Jwahir, cuya gente estaba tan henchida y
era tan arrogante como la Dama Dorada.
—¿Tenéis algún problema? —les pregunté en voz alta a las mujeres.
Me miraron como si yo las estuviera molestando a ellas.
—Baja la voz —dijo una—. ¿Es que no te educaron como es debido?
—Pero si apenas la educaron, ¿no te acuerdas? —comentó otra.
Varias personas detuvieron sus transacciones para escucharnos. Un viejo
me miró.
—¿Qué os pasa a todos? —dije mientras me giraba para dirigirme a
quienes me rodeaban—. ¡Nada de esto es importante! ¿Es que no lo veis? —
Me callé para tomar aire, con la esperanza de reunir público—. Sí, estoy
hablando, venid a escuchar. ¡Dejad que responda a todas las preguntas que os
habéis planteado durante tanto tiempo!
Reí. Ya había más gente que la escasa audiencia que vino a escuchar a la
narradora aquella noche.
—¡A tan solo ciento sesenta kilómetros de aquí, los okekes están siendo
masacrados por miles! —grité, y sentí que me subía la sangre—. Pero aquí
estamos, viviendo cómodamente. Jwahir le da su espalda gorda e insensible a
todo. Puede que hasta esperéis que nuestra gente muera al fin para que así
dejéis de oír hablar de aquello. ¿Dónde está vuestra rabia?
Me había echado a llorar, pero seguía sola. Siempre había sido así. Por
eso decidí pronunciar las palabras que Aro me había enseñado. Me había
advertido que no las usara. Dijo que no era lo bastante mayor para decirlas.
«Os abriré vuestros malditos ojos», pensé mientras las palabras rodaban por
mis labios, suaves y fluidas como la miel.
No te las diré. Solo tienes que saber que las pronuncié. Ensanché las aletas
de la nariz y usé la ansiedad, la rabia, la culpa y el miedo que pululaban a mi
alrededor. Lo había hecho inconscientemente en el funeral de papá y,

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conscientemente, con la cabra. Crucé al otro lado. «¿Qué verán?», me
pregunté, temerosa de repente. «Bueno, ya no se puede hacer nada». Cavé
hasta las profundidades de mi esencia y les llevé hasta lo que había vivido mi
madre.
No tendría que haberlo hecho nunca.
Estábamos todos allí, solo ojos, observando. Seríamos unas cuarenta
personas y éramos tanto mi madre como el hombre que contribuyó a crearme.
El hombre que me había estado observando desde que tenía once años. Vimos
cómo bajaba de su moto y miraba a su alrededor. Vimos cómo divisaba a mi
madre. Llevaba la cara cubierta por un velo. Tenía ojos de tigre. Como los
míos.
Lo observamos mientras desfiguraba y destruía a mi madre. Ella
permaneció inerte bajo su cuerpo. Se había retirado a la vasta selva y allí
esperó mientras observaba. Siempre observaba. Tenía alusi en su interior.
Percibimos el momento en el que mi madre se rompería. Percibimos el
momento de duda y asco de su atacante hacia sí mismo. Pero entonces la rabia
que provenía de su gente lo tomó de nuevo y llenó su cuerpo de una fuerza
antinatural.
La sentí también en mi interior. Como un demonio enterrado bajo mi piel
desde que me concibieron. Un regalo de mi padre, de sus genes corruptos. El
potencial y el gusto por una crueldad asombrosa. Los llevaba en mis huesos,
firmes, fijos, inamovibles. Oh, tenía que encontrar a ese hombre y matarlo.
Los gritos procedían de todas partes, de todo el mundo. Los hombres
nurus y sus mujeres, con su piel como el día. Y las mujeres okekes con la piel
como la noche. El alboroto era horrible. Algunos de los hombres lloraban y
reían y rezaban a Ani mientras violaban. Las mujeres llamaban a Ani en
busca de ayuda; unas cuantas eran nurus. La arena estaba grumosa por la
sangre, la saliva, las lágrimas y el semen.
Estaba tan paralizada por los gritos que tardé unos segundos en darme
cuenta de que provenía de la gente en el mercado. Aparté la visión como
quien pliega un mapa. A mi alrededor, la gente lloraba. Un hombre se
desmayó. Los niños corrían en círculos. «¡No he pensado en los niños!», me
dije. Alguien me agarró del brazo.
—¿Qué has hecho? —gritó Mwita. Me arrastraba a tanta velocidad que no
pude responder enseguida. La gente a nuestro alrededor estaba demasiado
aturdida y perturbada como para detenernos.
—¡Tienen que saberlo! —grité cuando al fin pude recuperar el aliento.
Habíamos dejado el mercado y avanzábamos por la carretera.

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—¡Por mucho que nos duela a nosotros, eso no significa que deba dolerles
a otros! —dijo Mwita.
—¡Debería! —grité—. ¡A todos nos duele, tanto si lo sabemos como si
no! ¡Tiene que parar!
—¡Lo sé! —gritó a su vez Mwita—. ¡Lo sé más que tú!
—¡Tu padre no violó a tu madre para crearte! ¿Qué vas a saber tú?
Dejó de andar y me agarró del brazo.
—¡Estás descontrolada! —siseó, soltándome—. ¡Solo sabes lo que tú has
visto!
Me quedé allí quieta. Me sentía demasiado desafiante y reacia a reconocer
la estupidez de mi comentario y mi falta de autocontrol.
—Pues yo te lo diré —dijo Mwita, bajando la voz.
—¿El qué?
—Muévete —me ordenó—. Te lo contaré mientras andamos. Aquí hay
demasiados ojos. —Avanzamos durante dos minutos antes de que siguiera
hablando—. A veces puedes ser muy tonta.
—Y tú… —Pero cerré la boca.
—Crees que conoces toda la historia, pero no es así.
Miró hacia atrás y yo le imité. Nadie nos seguía. Todavía.
—Escucha. Es cierto que viajé solo hacia el este hasta que conocí a Aro.
Pero hubo una época, justo después… Cuando los okekes y los nurus estaban
peleando y me volví ignorable para escapar, no sabía cómo permanecer en ese
estado durante mucho tiempo. Aún no. Solo podía estar así durante unos
minutos, la verdad. Ya sabes cómo es.
Lo sabía. Tardé un mes en mantenerme así durante diez minutos. Requería
mucha concentración. Mwita era muy joven entonces; me sorprendió que
pudiera incluso volverse ignorable.
—Conseguí salir de la casa, del pueblo, lejos de la lucha de verdad. Pero
en el desierto, me capturaron unos rebeldes okekes. Tenían machetes, arcos y
flechas, algunas pistolas. Me encerraron en una chabola con niños okekes.
Teníamos que luchar en el bando de los okekes. Mataban a cualquiera que
intentase escapar.
»Aquel primer día, vi cómo uno de los hombres violaba a una niña. Las
chicas se llevaban la peor parte porque no solo les pegaban para que
obedecieran, como a todos. A ellas también las violaban. La noche siguiente,
vi que disparaban a un chico cuando intentaba escapar. Una semana más
tarde, a unos cuantos nos obligaron a matar a golpes a un niño porque había
intentado huir. —Hizo una pausa y ensanchó las aletas de la nariz—. Yo era

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ewu, así que me golpeaban más a menudo y me vigilaban más de cerca.
Incluso con toda la hechicería que sabía, tenía demasiado miedo como para
intentar escabullirme.
»Nos enseñaron a disparar flechas y usar machetes. A unos cuantos, los
que teníamos buena vista, también nos enseñaron a disparar pistolas. A mí se
me daban muy bien. Pero en dos ocasiones intenté suicidarme con una que me
habían dado. Y en dos ocasiones me dieron una paliza para que no lo hiciera.
Unos meses después, nos llevaron a luchar contra los nurus, la raza con la que
me había criado y que consideraba mi familia.
»Maté a muchos. —Mwita suspiró y prosiguió—: Un día, me puse
enfermo. Estábamos acampados en el desierto. Los hombres cavaron fosas
comunes para los que moriríamos esa noche. Éramos tantos, Onyesonwu…
Me tiraron dentro con los cadáveres cuando vieron que no podía levantarme.
»Fui enterrado vivo. Ellos siguieron adelante. Al cabo de unas horas, la
fiebre que me asolaba disminuyó y cavé para salir de allí. Fui a buscar de
inmediato plantas medicinales con las que curarme. Y gracias a eso fui capaz
de viajar hacia el este. Pasé dos meses con aquellos rebeldes. Estoy seguro de
que, si no hubiera parecido muerto, ahora lo estaría. Esos son tus inocentes
okekes, las «víctimas».
Dejamos de andar.
—No es tan sencillo como te piensas —dijo Mwita—. Hay mal en los dos
bandos. Ve con cuidado. Tu padre también ve las cosas en blanco y negro.
Los okekes son malos y los nurus, buenos.
—¡Pero es culpa de los nurus! —repliqué en voz baja—. Si no trataran a
los okekes como la mierda, entonces los okekes no se comportarían como tal.
—¿Es que los okekes no pueden pensar por sí mismos? Son los que mejor
saben lo que se siente al ser esclavos, ¡pero mira cómo tratan a sus propios
hijos! ¡Mi tía y mi tío no eran asesinos, Onyesonwu! ¡Pero los mataron unos
asesinos!
Me sentía sumamente avergonzada.
—Vamos —dijo Mwita, ofreciéndome una mano. La miré y me fijé, por
primera vez, en que en el índice derecho tenía una cicatriz pálida. «¿Del
gatillo de una pistola caliente?», me pregunté.
Media hora después, me hallaba de pie delante de la cabaña de Aro. Me
había negado a entrar.
—Pues quédate aquí —me dijo Mwita—. Yo se lo contaré.
Mientras Mwita y Aro hablaban, me alegré de quedarme sola, porque…
estaba sola. Pateé la pared de la cabaña con el talón y me senté. Recogí un

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poco de arena y dejé que se filtrara por entre mis dedos. Un grillo negro saltó
encima de mi pierna y un halcón chilló en alguna parte del cielo. Miré hacia
el oeste, por donde se pondría el sol y se alzarían las estrellas vespertinas.
Respiré hondo, muy hondo, y mantuve los ojos bien abiertos. Me quedé muy
quieta. Se me secaron los ojos. Las lágrimas me sentaron bien cuando
llegaron.
Me puse en pie, me quité la ropa para transformarme en buitre y surqué el
cálido aire de la tarde hacia el cielo.

Regresé una hora más tarde. Me sentía mejor, más tranquila. Mientras me
vestía, Mwita asomó la cabeza desde la cabaña de Aro.
—Date prisa —dijo.
—Iré cuando me plazca —mascullé. Me alisé la ropa.
Mientras los tres hablábamos, me sentí alterada de nuevo.
—¿Quién va a ponerle fin? —pregunté—. Esto no parará hasta que los
nurus hayan matado a todos los okekes en lo que presuntamente es su tierra,
¿verdad que no, Aro?
—Es poco probable —respondió.
—Bien, he decidido una cosa. Esa profecía se hará realidad y yo quiero
estar allí cuando eso ocurra. Quiero verle y ayudarle a lograr lo que sea que
vaya a hacer.
—¿Y tu otra razón para ir? —preguntó Aro.
—Matar a mi padre —dije con franqueza.
Aro asintió.
—Bueno, de todos modos, aquí no puedes quedarte. Ya evité que la gente
fuera a por ti antes, pero esta vez has metido tú misma el espolón en la llaga
de la psique de Jwahir. Además, tu padre te está esperando.
Mwita se levantó y se marchó sin decir ni una palabra. Aro y yo lo
observamos salir.
—Onyesonwu —dijo Aro—, será un viaje duro. Tienes que estar
preparada para…

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No oí el resto de lo que dijo, ya que uno de mis dolores de cabeza empezó
a martillearme en las sienes; aumentaba de intensidad con cada latido. En
cuestión de segundos, se pareció a lo mismo de siempre, como piedras
estrellándose en mi cabeza. Aquello fue una mezcla de Mwita saliendo de la
cabaña, tras saber que debía marcharme de Jwahir; de las imágenes llenas de
violencia que aún remolineaban en mi mente y de la cara de mi padre
biológico. Todas esas cosas derivaron en una súbita sospecha.
Di un salto y me quedé mirando a Aro. Estaba tan afligida, tan atónita,
que por segunda vez en mi vida me olvidé de respirar. El dolor de cabeza se
intensificó y todo se tiñó de un rojo plateado. La mirada en el rostro de Aro
me asustó más aún. Era tranquila y paciente.
—Abre la boca y coge aire antes de que te desmayes —dijo—. Y siéntate.
Tras sentarme al fin, me eché a llorar.
—¡No puede ser, Aro!
—Todos los iniciados tienen que verlo —dijo con una sonrisa triste—. La
gente teme a lo desconocido. ¿Qué mejor forma hay de quitarles el miedo a la
muerte que mostrándosela?
Me presioné las sienes.
—¿Por qué me odiarán tanto?
De alguna forma, terminaría encerrada en la cárcel y lapidada hasta morir,
y mucha gente se alegraría por ello.
—Ya lo averiguarás, ¿no? —dijo Aro con solemnidad—. ¿Para qué vas a
estropear la sorpresa?
Fui a ver a Mwita. Aro me había dado instrucciones para varias cosas,
incluso hasta para cuándo creía él que debía marcharme. Disponía de dos
días. Mwita estaba sentado en su cama con la espalda apoyada contra la
pared.
—No piensas, Onyesonwu —dijo, mirando al frente.
—¿Lo sabías? —pregunté—. ¿Sabías que aquello que vi era mi propia
muerte?
Mwita abrió la boca, pero la cerró.
—¿Lo sabías? —repetí.
Se levantó y me rodeó con los brazos para abrazarme con fuerza. Cerré
los ojos.
—¿Por qué te lo ha dicho? —dijo con los labios junto a mi oreja.
—Mwita, se me olvidó respirar. Estaba muy aturdida.
—Aro no debería habértelo dicho.
—No lo hizo. Yo… lo averigüé.

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—Pues tendría que haberte mentido.
Nos quedamos así un rato. Inhalé el aroma de Mwita, a sabiendas de que
sería una de las últimas veces que lo haría. Lo aparté para agarrarle las manos.
—Voy contigo —dijo él antes de que pudiera hablar.
—No. Conozco el desierto. Puedo transformarme en buitre cuando quiera
y…
—Yo lo conozco tan bien como tú, o más. Y también conozco el oeste.
—Mwita, ¿qué viste tú? —pregunté, sin hacer caso de sus palabras
durante un momento—. Viste… Viste la tuya, ¿verdad?
—Onyesonwu, mi final es mío y no hay más que hablar. No irás sola. Ni
por asomo. Vete a casa. Iré a por ti mañana por la tarde.

Llegué a casa cerca de la medianoche. Mis planes no sorprendieron a mi


madre. Ya le habían contado lo que había hecho en el mercado. Todo Jwahir
comentaba la noticia. El cotilleo no contenía detalles, solo el sentimiento
habitual de que estaba llena de maldad y debían encerrarme.
—Mwita viene conmigo, mamá —dije.
—Bien —respondió al cabo de un momento.
Al girarme para irme a mi habitación, mi madre sorbió por la nariz. Me di
la vuelta.
—Mamá, yo…
Alzó una mano.
—Soy humana, pero no tonta, Onyesonwu. Vete a dormir.
Regresé a su lado y le di un largo abrazo. Ella me empujó hacia mi cuarto.
—Vete a la cama —dijo, limpiándose los ojos.
Para mi sorpresa, dormí profundamente durante dos horas. Sin pesadillas.
Más tarde, esa misma noche (o al día siguiente, mejor dicho) sobre las cuatro,
Luyu, Binta y Diti aparecieron ante mi ventana. Las ayudé a subir a mi
dormitorio. Una vez dentro, las tres se quedaron allí plantadas. Me tuve que
reír. Era lo más gracioso que había visto en todo el día.
—¿Estás bien? —preguntó Diti.

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—¿Qué ha pasado? —dijo Binta—. Queremos que nos lo cuentes tú.
Me senté en la cama. No sabía por dónde empezar. Me encogí de hombros
y suspiré. Luyu se sentó a mi lado. Olí su aceite perfumado y una pizca de
sudor. Por regla general, Luyu nunca dejaba que el olor del sudor llegase a su
piel. Se pasó tanto rato mirándome un lado de la cara que me giré hacia ella,
irritada.
—¿Qué?
—Hoy estaba allí, en el mercado. Vi… lo vi todo. —Unas lágrimas
brotaron de sus ojos—. ¿Por qué no me lo dijiste? —Bajó la mirada—. Pero
nos lo has dicho, ¿verdad? ¿Esa mujer era… tu madre?
—Sí.
—Muéstranoslo —dijo Diti en voz baja—. Queremos… verlo también.
Me quedé quieta.
—De acuerdo.
Esa segunda vez no fue tan chocante para mí. Escuché atentamente las
palabras nurus que él le gruñó a mi madre, pero no importaba cuánto lo
intentase: no podía entenderlas. Aunque yo sabía un poco de nuru, mi madre
no, y la visión la había obtenido a partir de su experiencia. «Hombre infame y
cruel», pensé. «Le arrebataré el aliento». Después de aquello, Binta y Diti
permanecieron aturdidas y en silencio. Luyu, sin embargo, solo parecía más
cansada.
—Me voy de Jwahir —les informé.
—Pues quiero ir contigo —dijo Binta de repente.
Me apresuré a negar con la cabeza.
—No. Solo Mwita viene conmigo. Vuestro lugar está aquí.
—Por favor —suplicó—. Quiero ver lo que hay ahí fuera. Este lugar…
Tengo que huir de mi padre.
Todas lo sabíamos. Incluso después de las intervenciones, el padre de
Binta seguía sin poder controlarse. Aunque procuraba esconderlo, Binta se
ponía enferma bastante a menudo. Todo se debía a sus abusos, al dolor que
ella soportaba. Fruncí el ceño al darme cuenta de una cosa inquietante: si el
dolor se daba únicamente cuando una mujer estaba excitada, ¿significaba
aquello que el roce de su padre la excitaba? Me estremecí. Pobre Binta.
Además, a Binta se la señalaba como «esa chica tan encantadora a la que ni
siquiera su padre puede resistirse». Mwita me contó que los chavales jóvenes
se peleaban cada vez más por ella precisamente por esto.
—Yo también quiero ir —intervino Luyu—. Quiero formar parte de esto.
—Ni siquiera sé lo que vamos a hacer —tartamudeé—. Ni siquiera…

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—Yo también iré —dijo Diti.
—Pero si estás prometida —replicó Luyu.
—¿Eh? —exclamé, mirando a Diti.
—El mes pasado, el padre le pidió la mano de parte de su hijo —informó
Luyu.
—¿El padre de quién?
—De Fanasi, claro —dijo Luyu.
Fanasi había sido el amor de Diti desde que éramos muy jóvenes.
También era el que se había sentido tan insultado por los gritos de dolor de
Diti cuando él la tocaba, que se pasó años sin querer hablar con ella. Supongo
que esos años le sirvieron para convertirse en un hombre y aprender que podía
coger lo que se le antojase.
—Diti, ¿por qué no me lo contaste? —pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—No parecía importante, no para ti. Y quizá no lo sea, no ahora.
—Pues claro que es importante —objeté.
—Bueno… —dijo Diti—. ¿Estás dispuesta a hablar con Fanasi?
Y así fue como Mwita, Luyu, Binta, Diti, Fanasi y yo terminamos en la
habitación principal de mi casa al día siguiente mientras mi madre estaba en
el mercado comprándome suministros. Diti, Luyu, Binta y yo teníamos
diecinueve años. Mwita tenía veintidós y Fanasi, veintiuno. Todos éramos
muy ingenuos y nos estábamos metiendo en lo que más tarde descubriría que
era una ilusión.
Fanasi había crecido durante esos años. De pie, medía media cabeza más
que Mwita y que yo, toda una cabeza más que Luyu y Diti y era mucho más
alto que Binta, la más pequeña de todas. Era un joven de hombros anchos con
una piel lisa y oscura, ojos penetrantes y brazos fuertes. Me miró con mucha
desconfianza. Diti le contó su plan. Él la miró y luego me miró a mí y,
sorprendentemente, no dijo nada. Buena señal.
—No soy como dicen que soy —dije.
—Sé lo que Diti me cuenta —respondió con su voz grave—. Pero solo
eso.
—¿Vendrás con nosotras? —pregunté.
Diti había insistido en que Fanasi era un librepensador. Nos dijo que había
estado entre el público de la narradora hacía unos años. Pero también era un
hombre okeke, por lo que no confiaba en mí.
—Mi padre tiene una panadería y voy a heredarla —dijo.

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Entrecerré los ojos, preguntándome si su padre sería aquel hombre
mezquino que le había contestado con brusquedad a mi madre tras nuestra
llegada a Jwahir. Tenía ganas de gritarle: «¡Pues entonces vendrán los nurus,
te abrirán en canal, violarán a tu esposa y crearán a otra persona como yo!
¡Pardillo!». A mi lado, noté que Mwita quería que guardase silencio.
—Deja que te lo enseñe —dijo Diti en voz baja—. Y luego decides.
—Esperaré fuera —intervino Luyu antes de que Fanasi respondiera. Se
levantó con rapidez. Binta la siguió pisándole los talones. Diti tomó la mano
de Fanasi y cerró los ojos con fuerza. Mwita se quedó a mi lado. Nos llevé al
pasado por tercera vez. Fanasi reaccionó con un gimoteo en voz alta y Diti
tuvo que tranquilizarlo. Mwita me tocó el hombro y salimos de la habitación.
A medida que Fanasi se iba tranquilizando, su dolor se vio reemplazado por
rabia. Una rabia violenta. Sonreí.
Fanasi se golpeó el muslo con el puño.
—¡Cómo puede ser! Yo… No… ¡No puedo…!
—Jwahir está muy apartada —dije.
—Onye. —Era la primera vez que Fanasi me llamaba así—. Lo siento
mucho. De verdad. Aquí, la gente… ¡No teníamos ni idea!
—No pasa nada —dije—. ¿Vendrás?
Asintió. Y así fuimos seis.

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CAPÍTULO VEINTICINCO

Y QUEDÓ DECIDIDO

Nos marcharíamos al cabo de tres horas. Y, como la gente lo sabía, me


dejaron en paz. Solo sus miradas, al pasar a su lado, revelaban el ansia que
sentían por que me marchara, el ansia por olvidar de nuevo. Me situé junto a
Aro delante del desierto. Desde allí, nos dirigiríamos hacia el suroeste,
rodearíamos Jwahir y luego seguiríamos hacia el oeste. A pie, no en camello.
No monto en camello. Cuando mi madre y yo vivíamos en el desierto, conocí
camellos salvajes. Eran criaturas nobles cuya fuerza me negué a explotar.
Aro y yo subimos por una duna. Una fuerte brisa me apartó las trenzas.
—¿Por qué quiere verme? —pregunté.
—Deberías dejar de hacer esa pregunta —contestó Aro.
Y, de nuevo, apareció la tormenta de arena. Esa ocasión, sin embargo, no
fue tan dolorosa. Una vez en la tienda, me senté frente a Sola. Igual que la vez
anterior, su capucha negra le cubría el rostro blanco hasta su estrecha nariz.
Aro se sentó a su lado y le dio un peculiar apretón de manos que incluía
entrelazar sus dedos.
—Buen día, Oga Sola —dije.
—Has crecido —comentó con su voz como el papel.
—Pertenece a Mwita —dijo Aro. Me miró y añadió—: Eso si perteneciera
a algún hombre.
Sola asintió en señal de aprobación.
—Ya sabes cómo acabará esto —dijo.
—Sí.
—Las personas que van contigo. ¿Entiendes que algunas pueden caer por
el camino?
Me quedé en silencio. Esa idea sí que se me había pasado por la cabeza.
—¿Y que todo esto es responsabilidad tuya? —añadió Aro.
—¿Puede… evitarse? —le pregunté.
—Es posible.
—¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo… encontrarle?
—¿A quién? —preguntó Sola, inclinando la cabeza—. ¿A tu padre?

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—No —dije. Sospechaba que él y yo nos acabaríamos encontrando—. El
hombre de la profecía. ¿Quién es?
Guardaron silencio durante un momento. Sentí que intercambiaban
palabras sin mover los labios.
—Hazlo, pues, sha —musitó Aro en voz alta. Parecía agotado.
—¿Qué sabes de ese hombre nuru? —preguntó Sola.
—Solo sé que un oráculo nuru vaticinó que un hombre nuru alto, un
hechicero, llegaría y cambiaría las cosas de alguna forma, que reescribiría el
libro.
—Conozco al oráculo —asintió Sola—. Debes perdonarnos por nuestras
debilidades, a mí, a Aro, a todos los ancianos. Hemos aprendido de esto. Aro
se negó a enseñarte porque eras una hembra ewu. Yo casi hice lo mismo. Ese
oráculo, Rana, custodia un documento muy valioso. Por eso le dieron la
profecía. Le dijeron una cosa y no pudo aceptarla. Su estupidez te dará una
oportunidad, creo.
Suspiré y alcé las manos.
—No sé a qué se refiere, Oga.
—Rana no pudo creer lo que le dijeron, al parecer. No le informaron de
que buscase a un hombre nuru. Era una mujer ewu —rio—. Al menos fue
sincero con una cosa. Alta sí que eres.
Regresé a casa aturdida. No quise que Mwita me acompañara de vuelta.
Lloré durante todo el camino. ¿Y qué si alguien me veía? Me quedaba menos
de una hora en Jwahir. Al llegar, mi madre me esperaba en la sala principal.
Me dio una taza de té cuando me senté a su lado en el sofá. El té era muy
fuerte, justo lo que necesitaba.

Ya está bien por hoy. Dentro de dos días, sé lo que ocurrirá aquí… Quizá.
Puedo tener esperanza, ¿no? ¿Qué otra cosa nos queda a mí y al retoño que
crece en mi interior? No me mires con tanta sorpresa.
Basta. Me alegro de que los guardias te dejen entrar y espero que tus
dedos fueran lo bastante rápidos. Si te quitan ese ordenador y lo estampan

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contra el suelo, espero que tu memoria sea buena. No sé si te dejarán volver
mañana aquí.
¿Oyes a todos esos de ahí fuera? ¿Ya se están juntando para mirar?
Esperan lapidar a quien ha puesto patas arriba su pequeño mundo. Qué
primitivos. Son muy distintos a las gentes de Jwahir, tan apáticos a la par que
civilizados.
Justo fuera de esta celda, dos guardias han estado escuchando. Al menos
lo han intentado. Por suerte, no saben okeke. Si puedes regresar, si consigues
cruzar la barrera de esos arrogantes, despreciables, tristes y confundidos
cabrones de nuevo, te contaré el resto. Y, cuando haya terminado, veremos
qué ocurre conmigo, ¿no?
No te preocupes por mí ni por el frío que hace aquí de noche. Hay
muchas piedras, conozco una forma de permanecer caliente. Y también de
permanecer viva. Al salir, protege ese ordenador. Si no vuelves, lo entenderé.
Haz lo que puedas y deja todo lo demás en manos de los gélidos brazos del
Destino. Cuídate.

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He pasado una mala noche.
Y otro hombre morirá por mí. Bueno, por él mismo. Vino a mi celda esta
mañana, antes de que saliera el sol. Esperaba hacerse famoso. En ese
sentido, no soy como mi madre. No pude quedarme tumbada sin más. Era un
hombre nuru con el nombre de su padre. Tenía esposa, cinco hijos y era un
pescador de río con talento. Ha irrumpido aquí con la audacia de un idiota.
No ha llegado a tocarme. Soy cruel. Le puse en su mente la visión más
horrenda que he encontrado y salió corriendo, tan silencioso como un
fantasma y tan roto como un esclavo okeke.
Desconecté todos los circuitos importantes de su cerebro. Estará bien
durante dos días, demasiado avergonzado como para hablar de su intento de
violación. Y luego morirá de repente. No compadezco a su esposa ni a sus
hijos. Cada cual ha de recoger las tempestades que siembra. Una mujer elige
a su marido e incluso un hijo escoge a sus padres.
En fin, me alegro de verte, pero ¿por qué te has arriesgado a venir?
Tienes un motivo, ¿verdad? Ningún hombre nuru haría algo así sin un motivo
que vaya más allá de la curiosidad. No hace falta que me lo digas. No hace
falta que me digas nada.
Me lapidarán mañana. Hoy te daré, por tanto, el resto de mi vida. La niña
que crece en mi interior se llama Enuigwe; es una palabra antigua para «los
cielos», el hogar de todas las cosas, incluso de los okekes y los nurus. Os
cuento esta historia a los dos, a ti y a ella. Tiene que conocer a su madre.
Tiene que entender. Y tiene que ser valiente. ¿Quien teme a la muerte? Yo
no,y ella tampoco lo hará. Teclea rápido, porque así es como hablaré.

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CAPÍTULO VEINTISÉIS

El dolor de las piedras y la ira por lo que aún tenía que hacer amenazaron con
tirarme bajo tierra. Sentí la primera palpitación mientras cruzábamos los
límites de Jwahir. Solo llevábamos unos grandes fardos en nuestras espaldas e
ideas en nuestras cabezas.
«Id directos al oeste». Esas fueron las instrucciones de Aro y Sola. El
mundo no tardó en abrirse ante nosotras: dunas con el ocasional cúmulo de
palmeras y trozos de hierba seca.
—¿Nos dirigimos hacia allí y ya está? —preguntó Binta bizqueando
mientras caminaba. Estaba muy tranquila para ser una chica que había
envenenado a su padre hacía apenas unas horas. Solo me contó a mí cómo
había puesto el extracto de raíz de corazón de efecto lento en el té matutino de
su padre. Se había quedado observándolo mientras se lo bebía y luego se
había escabullido de casa, sin dejar ni una nota. El hombre estaría muerto al
anochecer. «Se lo tenía merecido», me había susurrado Binta con una sonrisa.
«Pero no se lo digas a las demás». La había mirado, sorprendida por su osadía
y pensando: «Puede que esté preparada para este viaje».
—Al oeste, sí —dijo Luyu, haciendo rodar su talembe etanou en la boca
—. Vamos en esa dirección durante… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro, cinco meses?
—Depende —respondí, masajeándome las sienes.
—Bueno, no importa cuánto tardemos. Vamos a llegar —dijo Binta.
—En camellos habríamos ido quinientas veces más rápido —se quejó de
nuevo Luyu.
Puse los ojos en blanco y miré hacia atrás. Mwita y Fanasi caminaban a
varios metros de distancia, callados y pensativos.
—Cada paso que doy es lo más lejos que he estado nunca de casa —dijo
Binta. Se rio y corrió hacia adelante, con los brazos extendidos como si
intentase volar y la mochila balanceándose contra su espalda.
—Al menos una de nosotras comienza feliz el viaje —mascullé.

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En cuanto a las demás, la partida había sido difícil. El padre de Fanasi
resultó ser el panadero que nos había gritado a mi madre y a mí en nuestro
primer día en Jwahir. La madre de Fanasi y él habían ido corriendo a la
cabaña de Aro, donde nos habíamos reunido para partir. Pero no pudieron
cruzar su puerta. Fanasi y Diti tuvieron que ir hasta allí.
—¡Una bruja se lleva a mi hijo! —se lamentó en voz alta la madre de
Fanasi.
Su padre intentó intimidarlo para que se quedara, bajo amenaza de
desterrarlo y una posible paliza. Cuando Fanasi y Diti regresaron, el chico
parecía tan disgustado que se alejó para estar solo. Diti se había echado a
llorar. Antes, ese mismo día, ya había pasado por esa situación con sus
padres.
Los de Luyu también la amenazaron con el destierro. Pero si había una
forma de hacer que Luyu hiciera lo contrario a lo que tú querías, era
amenazándola. Luyu siempre estaba dispuesta a pelear. Aun así, después de
partir, también se quedó en silencio.
Descubrí una nueva faceta de Mwita cuando tuvo que despedirse de Aro.
Mientras las demás echábamos a andar hacia el desierto, él se quedó quieto.
Sin palabras, sin gestos.
—Venga —dije. Le agarré la mano e intenté arrastrarlo. No se movió—.
Mwita.
—Seguid —intervino Aro—. Dejadme hablar con mi muchacho.
Recorrimos un kilómetro y medio sin Mwita. Me negué a mirar hacia
atrás para ver si venía. No tardé en escuchar unos pasos no muy lejanos que
se fueron acercando cada vez más hasta que Mwita llegó y se puso a mi lado.
Tenía los ojos rojos. Supe que debía dejarlo tranquilo un rato.
Para mí, dejar mi casa era casi insoportable. Hasta entonces, había sido
inevitable. Todos los sucesos de mi vida conducían a ese viaje. Hacia el oeste,
sin giros, sin curvas, una línea recta. No estaba destinada a vivir el resto de
mis días como una mujer jwahiriana. Pero tampoco estaba preparada para
dejar a mi madre. Hablamos mientras apurábamos juntas una taza de té fuerte.
Nos abrazamos. Bajé los escalones. Cuando me di la vuelta, volví a subir
corriendo y me lancé a sus brazos. Ella me abrazó, tranquila y en silencio.
—No puedo dejarte sola —dije.
—Lo harás —respondió con su voz susurrante. Me dio otro abrazo—. No
me trates como si fuera una debilucha. Has llegado muy lejos ya. Termínalo.
Y cuando lo encuentres… —Enseñó los dientes—. Si no hay ninguna otra
razón para ir, ve por esa. Por lo que me hizo. —No había hablado de aquello

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desde que yo tenía once años—. Tú y yo. Somos una. No importa lo lejos que
vayas, siempre será así.
Dejé a mi madre. Bueno, ella me dejó antes. Se dio la vuelta sin más,
entró en la casa y cerró la puerta. Al cabo de diez minutos, como seguía sin
abrirla, fui a casa de Aro a reunirme con las demás.

Mientras caminaba, me masajeaba las sienes palpitantes y luego la nuca. El


dolor de cabeza, tan pronto después de salir de Jwahir… Aquello no parecía
augurar nada bueno. Dos días después, el dolor estaba en pleno apogeo.
Tuvimos que parar durante dos días y durante la primera jornada no fui ni
siquiera consciente de que nos habíamos detenido. Lo único que sé de aquel
día es lo que me contaron las demás. Mientras me hallaba en mi tienda
retorciéndome de dolor y gritando a fantasmas, el resto se sentían nerviosas.
Binta, Luyu y Diti se quedaron a mi lado para intentar tranquilizarme. Mwita
se pasó gran parte del tiempo con Fanasi.
—Ya los ha tenido antes —le dijo a Fanasi. Estaban sentados fuera de la
tienda. Mwita había preparado un fuego de rocas, un montón de piedras
calientes. Es juju sencillo. Me contó que Fanasi se había sentido tan fascinado
por el fuego que se había quemado por accidente al intentar hacerse una idea
de cómo el calor irradiaba de aquella pila de piedras que brillaban con
suavidad.
—¿Cómo puede viajar si está tan enferma? —le preguntó Fanasi.
—No está enferma —respondió Mwita. Él sabía que mis dolores de
cabeza guardaban relación con mi muerte, pero no le había contado los
detalles.
—La curarás, ¿no?
—Haré lo que pueda.
Al día siguiente, el dolor de cabeza había disminuido. No había comido
nada desde que paramos. El hambre hizo que mi cerebro se abriese en una
extraña claridad.

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—Estás despierta —dijo Binta cuando entró en mi tienda con un plato de
carne ahumada y pan. Sonrió—. ¡Tienes mejor aspecto!
—Aún duele, pero el dolor está regresando allá de donde vino.
—Come. Se lo diré a las demás.
Sonreí cuando se marchó gritando de alegría. Me examiné. Necesitaba
lavarme. Casi podía ver el olor a sucio emanando de mi cuerpo. La claridad
que estaba experimentando hacía el mundo muy fresco y límpido. Todos los
sonidos del exterior parecían sonar junto a mi oreja. Oí a un fénec ladrando
cerca y a un halcón chillando. Casi pude escuchar los pensamientos de Mwita
cuando entró.
—Onyesonwu —dijo. Tenía las mejillas pecosas sonrojadas y sus ojos
castaños absorbieron y juzgaron todas mis particularidades—. Estás mejor.
Me besó.
—Seguiremos pasado mañana —dije.
—¿Estás segura? —preguntó—. Te conozco. Aún te molesta la cabeza.
—Ya lo habré ahuyentado cuando estemos listos para partir.
—¿Ahuyentar el qué, Onyesonwu?
Nuestros ojos se encontraron.
—Mwita, aún tenemos un largo camino por delante. No es importante.
Un poco más tarde, me levanté y salí en busca de aire fresco. Solo había
comido un poco de pan y había bebido agua, ya que quería mantener aquella
extraña claridad un poco más. Encontré a Mwita sentado en el suelo junto a
nuestra tienda, de cara al desierto y con las piernas cruzadas. Me acerqué
hasta él, pero me detuve. Di la vuelta de regreso a la tienda.
—No —dijo, aún dándome la espalda—. Siéntate. Me has interrumpido
solo con acercarte.
Sonreí.
—Lo siento. —Me senté—. Estás mejorando.
—Sí. ¿Te sientes mejor?
—Mucho. —Se giró para mirarme y observó mi ropa—. Aquí no.
—¿Por qué no?
—Aún estoy en formación.
—Y siempre lo estarás. Estamos en medio de la nada.
Alargó el brazo y se puso a aflojar mi rapa. Le agarré la mano.
—Mwita. No podemos.
Él me cogió con suavidad las manos y las apartó. Dejé que me desatara la
rapa. Noté el maravilloso aire fresco del desierto sobre mi piel. Miré para
asegurarme de que las demás permanecían en sus tiendas. Nos habíamos

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alejado unos metros, en una ligera pendiente, y estaba oscuro, pero seguía
suponiendo un riesgo. Uno que estaba dispuesta a correr. Me dejé caer en el
placer puro y completo de sus labios sobre mi cuello, pezones, vientre. Mwita
rio cuando intenté desvestirlo.
—Aún no —dijo mientras me apartaba las manos.
—Ah, que solo pretendías quitarme la ropa a mí —protesté.
—Es posible. Quiero hablar contigo. Prestas más atención cuando estás
relajada.
—No estoy relajada en absoluto.
Mwita sonrió, satisfecho.
—Lo sé. Culpa mía.
Volvió a atarme la rapa y me senté. Sin decir ni una palabra, nos giramos
hacia el desierto y nos permitimos entrar en meditación. En cuanto mi cuerpo
dejó de gritar por Mwita, se me calmó la sangre, el corazón se acompasó, la
piel se enfrió. Me tranquilicé. Sentí que podía hacerlo y verlo todo, propiciar
que ocurrieran cosas, si no me movía. La voz de Mwita fue como una suave
onda en la más inmóvil de las aguas.
—Cuando volvamos a nuestra tienda, Onyesonwu, no te preocupes por lo
que pueda pasar.
Digerí esa información y solo asentí con la cabeza.
—No acaba con lo que Aro te enseñó —dijo.
—Lo sé.
—Pues deja de estar tan asustada.
—Aro nos contó lo que ocurre cuando las mujeres hechiceras conciben
antes de terminar el aprendizaje.
Mwita se rio en voz baja y sacudió la cabeza.
—Ya sabes cómo acabará. No me has contado nada al respecto, pero por
alguna razón dudo que tu útero henchido cause la aniquilación de toda una
ciudad como hizo el de Sanchi.
—¿Así se llamaba?
—Mi primer maestro, Daib, también me habló de ella.
—Y no tienes miedo de que eso me pase a mí.
—Como ya he dicho, sabes que no acabará así. Además, tienes
muchísimo más talento que Sanchi. Con veinte años ya puedes resucitar a los
muertos.
—No siempre y no sin consecuencias.
—No hay nada que no tenga consecuencias.
—Y por eso creo que debemos evitar mantener relaciones sexuales.

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—Pero no lo haremos.
Aparté los ojos de la oscuridad del desierto y los posé en Mwita. Bajo la
tenue luz que provenía del fuego de rocas en el centro de las tiendas, la cara
amarillenta de Mwita brillaba y sus ojos de lobo centelleaban.
—Alguna vez te has preguntado… ¿qué aspecto tendría nuestro bebé? —
dije.
—El mismo que nosotros.
—¿Y en qué lo convertiría?
—En ewu.
Nos quedamos en silencio durante unos minutos. La tranquilidad limó las
asperezas de nuevo.
—Deja la tienda abierta para mí —dije.
Nos agarramos las manos, las deslizamos unos centímetros y
chasqueamos los dedos del otro con fuerza: un apretón de la amistad. Me
levanté, me desaté la rapa y dejé que cayera en el suelo mientras bajaba la
mirada hacia él. A lo largo de los años me he convertido en varios tipos de
animales, pero mi favorito siempre será el buitre.
—Es de noche —dijo Mwita—. El viento no estará tan manso.
Mis carcajadas se perdieron a medida que mi garganta cambió y se
estrechó y en mi piel brotaron plumas. Se me daba bien transformarme, pero
todas las veces aquello suponía un esfuerzo. No es algo que dejas que pase.
Tu cuerpo sabe cómo hacerlo, pero aun así tienes que hacerlo. Sin embargo,
al igual que ocurre cuando a alguien se le da bien una cosa, disfruté del
esfuerzo porque, en muchos sentidos, aquel esfuerzo era natural. Estiré las
alas y me lancé al cielo. Nadie supo de mí durante una hora.

Entré volando en nuestra tienda y me quedé con las alas extendidas. Mwita
trenzaba una cesta a la luz de una vela. Siempre lo hacía cuando algo le
preocupaba.
—Luyu te estaba buscando —dijo. Depositó la cesta en el suelo y me
tendió mi rapa cuando me transformé de nuevo.

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—¿Eh? ¿Por qué? Es tarde.
—Creo que solo quiere hablar. Ha estado leyendo el Gran Libro.
—Todas lo han hecho.
—Pero ella empieza a entender más.
Asentí. Bien.
—Hablaré con Luyu mañana.
Me senté junto a Mwita en nuestra esterilla para dormir.
—¿Quieres que vaya a lavarme? —pregunté.
—No.
—Si concebimos, estamos…
—Onyesonwu, algunas veces tienes que aceptar lo que te ofrecen. Con
nosotros siempre habrá algún riesgo. Tú eres un riesgo.
Me incliné hacia delante y lo besé. Luego lo besé de nuevo. Y, después de
aquello, nada podría habernos detenido. Ni siquiera el fin del mundo.

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CAPÍTULO VEINTISIETE

Nos quedamos durmiendo hasta tarde. Y, cuando me desperté, el dolor de


cabeza había desaparecido casi por completo. Parpadeé ante la nitidez del
mundo que me rodeaba. Me rugió el estómago.
—Onye —dijo Fanasi en el exterior—. ¿Podemos entrar?
—¿Estáis decentes? —preguntó Luyu. Luego soltó una risa tonta y la
oímos murmurar—: Seguro que él le está dando un buen repaso de nuevo. —
Hubo más risitas.
—Entrad —dije con una sonrisa—. Pero apesto. Tengo que lavarme.
Todas se amontonaron dentro. Había poco espacio. Después de muchas
risas, quejas (sobre todo por parte de Mwita) y cambios de sitio, las cosas se
calmaron. Me lo tomé como una indirecta para hablar.
—Estoy bien. Los dolores de cabeza son algo con lo que tengo que
aprender a vivir. Yo… los sufro desde mi iniciación.
—Solo tiene que adaptarse a irse de casa —añadió Mwita.
—Mañana seguiremos —dije, y le agarré la mano.
Después de que todo el mundo saliera de mi tienda, me enderecé despacio
y bostecé.
—Tienes que comer —dijo Mwita.
—Aún no. Antes quiero hacer una cosa.
Envuelta solo con mi rapa y con la ayuda de Mwita, me levanté. El
mundo giró a mi alrededor y luego se asentó. Sentí que una piedra muy lejana
me golpeaba la sien.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Mwita.
—¿Comiste ayer?
—No. No pienso comer hasta que lo hagas tú.
—Así que crees que lo mejor es que estemos los dos débiles.
—¿Estás débil?
—No —sonreí.
—Pues vamos.

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La primera vez que fui capaz de deslizarme en la vasta selva a propósito
fue después de pasarme tres días sin comer y solo bebiendo agua. Me pasé
esos días en la cabaña de Aro y él se aseguró de que no estuviera ociosa.
Limpié el corral de sus cabras, le lavé los platos, barrí su casa y cociné para
él. Cada día que pasaba sin comer, me sentía más preocupada por si me
encontraba con mi padre en la vasta selva.
—Ahora ya no irá a por ti —me aseguró Aro—. Yo estoy aquí y has sido
iniciada. Ya no le resulta tan fácil alcanzarte. Relájate. Cuando estés lista, lo
sabrás.
Me estaba tomando un descanso junto al corral de las cabras cuando la
claridad descendió sobre mí. Me costaba estar cerca de las cabras de Aro. Su
olor era más acre de lo normal y sus ojos marrones parecían ver demasiado en
mi interior. La que había salvado seguía acercándose a mí para mirarme. Un
momento después, me di cuenta de que estaban esperando. La sensación, una
vibración cálida, empezó entre mis piernas. Y luego vino el entumecimiento.
Cuando me miré el abdomen, casi grité. Parecía como si hubiera empezado a
convertirme en gelatina transparente. Nada más verlo, aquello se extendió
rápidamente hacia arriba y hacia abajo por el resto de mi cuerpo.
Me levanté, esforzándome por permanecer tranquila. Lo único que veía
por arriba eran colores. Millones y millones de colores, pero sobre todo,
verde. Se juntaban, amontonaban, estiraban, contraían, arracimaban,
ondeaban. Todo aquello estaba yuxtapuesto con el mundo que conocía. La
vasta selva. Cuando miré las cabras, vi que hacían cabriolas y balaban con
alegría. Sus movimientos felices desprendían bocanadas de un rico azul que
flotaban hacia mí. Inhalé y olió… de maravilla. Y me di cuenta de que todo
aquel sitio olía a muchas cosas, pero a una en concreto. A aquel olor
indescriptible.
Permanecí en la vasta selva durante unos minutos más. Pero entonces la
cabra que había salvado se acercó y me mordió. Sentí que caía varios metros
y daba contra el suelo. Aturdida, regresé a la cabaña de Aro, donde lo
encontré esperándome con mucha comida.
—Come —fue lo único que dijo.
Mwita y yo salimos del campamento. Las demás nos observaron sin
preguntar a dónde íbamos. Al cabo de quinientos metros, nos sentamos. Solo
llevaba día y medio de ayuno, pero el mundo a mi alrededor ya empezaba a
cambiar con ese extraño nivel de claridad.
—Es por el viaje, creo —dijo Mwita.
—¿Lo has hecho antes? —pregunté.

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—Hace mucho tiempo. De… de niño. Justo después de huir de esos
soldados okekes.
—Oh. ¿Pasaste hambre?
—Durante días.
Quería preguntarle lo que vio, pero no era el momento. Observé el seco
desierto. Ni un trozo de hierba. Aro me contó que, tiempo atrás, la tierra no
había sido así. «No rechaces por completo el Gran Libro», dijo. «Ocurrió algo
que lo derribó todo. Que cambió lo verde por arena. Antes, estas tierras se
parecían mucho más a la vasta selva».
Aun así, el Gran Libro, en mi opinión, estaba plagado de mentiras astutas
y acertijos. Temblé y el mundo tembló a mi alrededor.
—¿Has visto eso? —preguntó Mwita.
Asentí.
—En cualquier minuto —dije, sin saber de qué estaba hablando, pero
segura de ello—. Déjame a mí guiarla.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —añadió con una sonrisa—. No tengo ni
idea de cómo se guía una visión, doña hechicera en formación.
—Llámame hechicera sin más. Hacemos lo mismo, hombre o mujer. Y
siempre estamos en formación. —El mundo volvió a temblar y lo agarré—.
Rápido, cógelo, Mwita.
Me miró confundido y luego hizo algo que se asemejó a lo que yo quería
que hiciera. Se agarró.
—¿Qué…? ¿Qué es…?
—No lo sé —dije.
Fue como si el aire se solidificara debajo de nosotros. Veloz y fuerte, nos
llevó a una velocidad imposible hacia un destino que solo él conocía. Nos
desplazamos lejos, pero también seguíamos quietos. Estábamos en dos sitios a
la vez o puede que en ninguno. En palabras de Aro: no todas las preguntas
pueden ser respondidas. A saber lo que Luyu, Binta, Fanasi o Diti habrían
visto de mirar hacia donde estábamos. Según la ubicación del sol, la visión se
movió sobre todo al oeste, pero a veces serpenteaba hacia el noroeste y luego
hacia el suroeste de una forma que solo puedo describir como juguetona.
Abajo, el desierto pasaba volando. De repente, tuve un terrible
presentimiento. Ya había tenido un sueño como ese. Y me había mostrado a
mi padre biológico.
—Ahora estamos en las ciudades —dijo Mwita al cabo de un rato. Parecía
tranquilo, pero seguramente no lo estaría.

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Nos movíamos a tanta velocidad sobre las ciudades y los pueblos
limítrofes que no podía ver gran cosa. Pero mis fosas nasales se llenaron del
olor a carne asada y fuego.
—Sigue ocurriendo —dije. Mwita asintió.
Giramos hacia el suroeste, donde había edificios de arenisca construidos
muy próximos entre sí y que a veces se alzaban hasta tres pisos de altura. No
vi ni a una persona okeke. Aquello era territorio nuru. Si había okekes, eran
esclavos de confianza. Los que resultaban útiles.
Las carreteras eran llanas y estaban asfaltadas. Palmeras, arbustos y
demás vegetación crecían en abundancia allí. No se parecía en nada a Jwahir,
donde había plantas y árboles que, aunque vivían, estaban secos y crecían
hacia arriba y no hacia fuera. Allí había arena, pero también parcelas de un
extraño terreno oscurecido. Y entonces vi por qué. Nunca había visto tanta
agua. Tenía la forma de una serpiente gigante azul oscuro. Cientos de
personas podrían nadar en ella y no le habría importado.
—Ese es uno de los Siete Ríos —dijo Mwita—. Puede que el tercero o el
cuarto.
Redujimos la velocidad cuando pasamos sobre él. Distinguí a unos peces
blancos nadando cerca de la superficie. Estiré el brazo y acaricié el agua.
Estaba fría. Me llevé la mano a los labios. Sabía dulce, casi como agua de
lluvia. No era agua de una estación de recogida sacada a la fuerza del cielo, ni
agua subterránea. Aquella visión era algo nuevo de verdad. Mwita y yo
estábamos los dos allí. Podíamos vernos. Podíamos saborear y sentir. A
medida que nos acercábamos a otro río, Mwita parecía preocupado.
—Onye —dijo—. Yo nunca… ¿Pueden vernos?
—No lo sé.
Nos cruzamos con unas personas que iban en vehículos flotantes. Barcas.
Nadie pareció vernos, aunque una mujer miró a su alrededor como si notase
algo. En cuanto estuvimos sobre tierra, aceleramos y volamos muy alto sobre
pueblos pequeños, hasta que llegamos a una ciudad grande. Estaba situada en
el extremo del río y en el principio de una gran masa de agua. Al otro lado de
los edificios, vislumbré… ¿un campo de plantas verdes?
—¿Has visto eso? —pregunté.
—¿La masa de agua de por allá? Ese es el lago sin nombre.
—No, eso no.
Pasamos por entre unos edificios de arenisca donde los vendedores
ambulantes nurus vendían su mercancía junto al camino. Pasamos sobre un
pequeño restaurante abierto. Olí pimientos, pescado seco, arroz, incienso. Un

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bebé lloraba en alguna parte. Un hombre y una mujer discutían. La gente
hacía trueques. Vi unos pocos rostros oscuros: todos cargaban con cosas y
todos caminaban con rapidez y determinación. Esclavos.
Los nurus que había allí no eran los más ricos, pero tampoco los más
pobres. Llegamos a una carretera bloqueada por una multitud situada ante un
escenario de madera con banderas naranja colgando por la parte delantera. La
visión nos llevó a primera fila y nos soltó. Fue muy raro. Al principio pareció
como si nos sentásemos en el suelo, entre las piernas y los pies de los
espectadores. Distraídos, se apartaban de nosotros, con la atención centrada
en las personas sobre el escenario. Y entonces algo nos puso de pie. Miramos
a nuestro alrededor, muertos de miedo por si nos veían. Mwita se acercó más
a mí y con un brazo me rodeó la cintura con firmeza.
Miré a los ojos al hombre nuru que tenía al lado. Él me devolvió la
mirada. Nos observamos. Medía unos centímetros menos que Mwita y que yo
y parecía tener unos veinte años, o quizá unos cuantos más. Entrecerró los
ojos. Por suerte, el hombre sobre el escenario captó su atención.
—¿A quién vais a creer? —gritó. Luego sonrió y rio, bajando la voz—.
Hacemos lo que tenemos que hacer. Seguimos el Libro. Siempre hemos sido
un pueblo piadoso y leal. Pero ¿qué haremos ahora?
—¡Dínoslo! ¡Tú sabes la respuesta! —chilló alguien.
—Cuando los hayamos exterminado, ¿qué haremos? ¡Haremos que el
Gran Libro esté orgulloso! ¡Haremos que Ani se sienta orgullosa!
¡Construiremos un imperio que sea lo mejor de lo mejor!
Me sentí mareada. Sabía quién era, al igual que tú lo sabías desde el
momento en que arrancó esa visión. Despacio, alcé la mirada hacia sus ojos,
asimilando primero su alta estatura de espalda amplia, la barba negra que le
colgaba sobre el pecho. No quería mirar. Pero lo hice. Él me vio. Sus ojos se
abrieron de par en par y se volvieron rojos durante un segundo. Dio un paso
hacia mí.
—¡Tú! —gritó Mwita al saltar sobre el escenario.
Mi padre biológico seguía mirándome conmocionado cuando Mwita se
lanzó contra él. Cayeron al suelo y la multitud bramó y se abalanzó hacia
delante.
—¡Mwita! —chillé—. ¿Qué haces?
Dos guardias estaban a punto de agarrarlo. Me bloqueaban el paso. Trepé
al escenario. Juraría que oí una carcajada. Pero antes de que pudiera averiguar
de quién era, nos vimos arrastrados de vuelta. Mwita voló hacia mí y atravesó
a los dos hombres. Mi padre biológico los apartó a un lado.

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—Cuando estés listo, Mwita, ven a buscarme. Acabaremos con esto —
dijo. Le sangraba la nariz, pero sonreía. Sus ojos se encontraron con los míos.
Me señaló con un dedo largo y fino—. Y tú, niña, tus días están contados.
Debajo de nosotros, se desató el caos entre la multitud y estallaron unas
cuantas peleas. La gente empujaba, apartaba e hizo que el escenario se
tambalease sobre su base. Unos hombres vestidos de amarillo saltaron al
escenario desde los laterales. Bajaron a patadas y sin piedad a la gente. Nadie,
aparte de mi padre biológico, parecía vernos. Se quedó allí un minuto más y
luego miró a la multitud y alzó las manos, sonriendo. Todo el mundo se
tranquilizó de inmediato. Fue espeluznante.
Retrocedíamos a gran velocidad. A tanta, que no podía hablar ni girar la
cabeza hacia Mwita. Volamos sobre la ciudad, el río, otra ciudad. Todo era un
borrón hasta que nos aproximamos al campamento. Fue como si una mano
gigante nos depositara sobre la arena. Nos quedamos unos minutos respirando
con dificultad. Miré a Mwita. Un gran moratón le crecía en un lado de la cara.
—Mwita —dije, estirándome para tocarlo.
Me apartó la mano de un manotazo y se levantó, con rabia en los ojos. Me
alejé. De repente, le temía.
—Ten miedo —dijo. Había lágrimas en sus ojos, pero su rostro
permanecía impertérrito. Regresó al campamento. Lo observé mientras
entraba en nuestra tienda, pero me quedé allí sentada. Una leve ráfaga de
dolor estalló en mi frente. Aún me duraba el dolor de cabeza.
«¿Cómo es que conoce a mi padre biológico?», me pregunté. No lo
entendía. Yo no me parecía a él. «¿Y por qué ha estado a punto de
pegarme?». Aquel pensamiento dolió más que la pregunta. De entre todas las
personas del mundo, mi madre y Mwita eran las únicas en quienes podía
confiar por completo para que nunca me hicieran daño. Pero había dejado a
mi madre y Mwita… Algo en su mente había enloquecido.
Y luego estaba la pregunta sobre lo que, literalmente había pasado.
Habíamos estado allí. Mwita había asestado un golpe y había recibido otro a
cambio. La gente pudo vernos, pero ¿qué vieron? Cogí un puñado de arena y
lo tiré.

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CAPÍTULO VEINTIOCHO

Mwita y yo fuimos discretos con nuestros problemas. Fue una tarea fácil,
pues al día siguiente Mwita se llevó a Fanasi a buscar huevos de lagarto.
—El pan se está poniendo duro. ¡Puaj! —se quejó Binta tras dar un
mordisco al pan plano amarillo—. Necesito comida de verdad.
—No seas tan princesita —dije.
—Qué ganas tengo de llegar a un pueblo —prosiguió ella.
Me encogí de hombros. No esperaba que nos encontrásemos con otros
pueblos o ciudades por el camino. Tenía una cicatriz en la frente para
demostrar que la gente podía ser hostil.
—Tenemos que aprender a vivir en el desierto —dije—. Aún nos queda
mucho camino por delante.
—Ya —intervino Luyu—. Pero solo encontraremos hombres frescos en
las ciudades y los pueblos. Puede que a Diti y a ti no os importe manteneros
alejadas de esos sitios, pero Binta y yo también tenemos necesidades.
Diti refunfuñó algo. La miré.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
Ella solo apartó la mirada.
—Onye —dijo Binta—. Nos contaste que, cuando eras pequeña, cantabas
y los búhos acudían. ¿Aún puedes hacerlo?
—Es posible. Hace mucho tiempo que no lo intento.
—Prueba ahora —dijo Luyu, animándose.
—Si queréis oír cantar, encended el reproductor de música de Binta —
dije.
—Le queda poca batería —protestó Luyu.
—Es solar, ¿no? —reí.
—Venga, no seas tan estirada —dijo Luyu.
—En serio —añadió Diti en voz baja y molesta—. El mundo no gira a tu
alrededor.
—Nunca he visto a un búho de cerca —dijo Binta.

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—Yo sí —comentó Luyu—. Mi madre solía dar de comer a uno todas las
noches en su ventana. Era… —Se calló. Todas lo hicimos, pensando en
nuestras madres.
Me puse a cantar enseguida la canción del desierto en una noche fría. Los
búhos son nocturnos. Aquella era una canción que les gustaba. Mientras la
cantaba, me llenó de alegría, una emoción poco frecuente en mí. Los restos
del dolor de cabeza desaparecieron al fin. Me puse en pie y alcé más la voz,
con los brazos extendidos y los ojos cerrados.
Oí el aleteo de unas alas. Mis amigas ahogaron un grito, rieron y
suspiraron. Abrí los ojos y seguí cantando. Uno de los búhos se posó sobre la
tienda de Binta. Era marrón oscuro y tenía unos ojos amarillos enormes. Otro
aterrizó en la tienda de Luyu. Ese era lo bastante pequeño para que cupiera en
la palma de mi mano. Cuando terminé de cantar, los dos búhos ulularon a
modo de agradecimiento y echaron a volar. El más grande dejó un pegote de
heces en la tienda de Binta.
—Hay consecuencias para todo —reí. Binta gruñó de disgusto.
Aquella noche, me quedé tumbada en nuestra tienda esperando a Mwita,
que estaba fuera, bañándose en el agua de la estación de recogida. Fanasi y él
habían regresado con varios huevos de lagarto, una tortuga (que nadie, ni
siquiera Fanasi, se animó a matar y comer) y cuatro liebres del desierto que
habían matado entre las dunas. Sospechaba que Mwita había usado juju
sencillo para atrapar las liebres y encontrar los huevos. Como no me hablaba,
no lo sabía a ciencia cierta.
Tumbada allí, envuelta en mi rapa, el miedo ocupó mis pensamientos.
Tenía la esperanza de que aquel sentimiento solo fuera temporal, un extraño
efecto secundario de la visión. No podía dejar de temblar. Estaba segura de
que Mwita me daría una paliza esa noche, o incluso me mataría. Cuando
Fanasi y él regresaron y nos mostraron sus presas, Mwita me examinó con
discreción. Me dio un beso ligero en los labios. Y luego me miró a los ojos.
La rabia que vi allí era aterradora. Pero me negaba a evitar a Mwita.
Conocía formas de defenderme mediante los Saberes Místicos. Podía
transformarme en un animal diez veces más fuerte que Mwita. Podía acceder
a la vasta selva, donde él apenas podría tocarme. Podía atacar y desgarrar su
espíritu, igual que había hecho con Aro cuando solo tenía dieciséis años. Pero
no pensaba usar nada de eso aquella noche. Mwita era lo único que tenía.
La abertura de la tienda se abrió. Mwita se detuvo. Sentí un aleteo en el
pecho. Se pensaba que me quedaría con Luyu o Binta. Quería que me fuera.
Me enderecé. Él solo llevaba puestos unos pantalones hechos con el mismo

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material que mi rapa. Estaba tan oscuro que no podía verle la cara con
claridad. Soltó la abertura y cerró la cremallera. Pensé que yo no había hecho
nada malo. «Si me mata esta noche, no será por mi culpa», me dije. «Puedo
soportarlo». Pero ¿podía de verdad? Si yo era la que, según la profecía,
arreglaría las cosas en el oeste, ¿de qué serviría que estuviera muerta?
—Mwita —dije con suavidad.
—No deberías estar aquí. Esta noche no, Onyesonwu.
—¿Por qué? —pregunté con firmeza—. ¿Qué es lo que ha ocurrido
que…?
—No me mires. Te veo.
Sacudió la cabeza y encorvó los hombros.
Dudé, pero decidí adelantarme y lo tomé entre mis brazos. Se tensó. Lo
abracé con fuerza.
—¿Qué ocurre? —murmuré, porque no quería que nos oyeran las demás
—. ¡Dímelo!
Hubo un largo silencio en el que él frunció el ceño y me observó. No me
atreví a moverme.
—Túmbate —dijo al fin—. Quítate esto y túmbate.
Me desaté la rapa, él se tumbó a mi lado y me abrazó. Algo muy malo le
pasaba. Pero dejé que me recordase. Me recorrió el cuerpo con las manos,
tomó mis trenzas con sus manos e inhaló, besó y besó y besó. Mientras tanto,
me cayeron tantas lágrimas encima que terminé empapada.
—Átatela de nuevo —dijo, incorporándose, y así lo hice.
Se acarició el cabello áspero. Aunque se lo había rapado cuando salimos
de Jwahir, seguía creciéndole, igual que el vello sobre su rostro. Todo en
Mwita empezaba a volverse áspero.
—Te he oído cantar desde lejos —dijo, apartando la mirada—. Estaríamos
a kilómetros de distancia y aun así he podido oír tu voz. Vimos a un gran
pájaro que pasó volando. Supongo que iba hacia ti.
—Canté para Luyu, Binta y Diti. Querían ver búhos.
—Deberías hacerlo más. Tu voz te cura. Ahora estás… mejor.
—Mwita, dime qué…
—Lo estoy intentando. Calla. No estés tan segura de que quieres oírlo,
Onye.
Esperé.
—No sé en qué te convertirás —dijo—. Nunca he sabido de nadie que
pudiera hacer lo que tú haces. Estábamos allí de verdad. Mira mi rostro. ¡Esto
es de su puño! Creo que no viste los pueblos en los límites del reino de los

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Siete Ríos, pero yo sí. Sobrevolamos a unos okekes rebeldes luchando contra
los nurus. Los nurus los superaban en cien a uno. También atacaron a los
okekes civiles. Todo estaba ardiendo.
—Olí el humo —dije en voz baja.
—Tu visión te protegía a ti, pero no a mí. ¡Yo lo vi! —prosiguió con los
ojos abiertos de par en par—. No sé qué clase de hechicería era aquella, pero
me asustaste. Todo esto me da miedo.
—A mí también —intervine con cuidado.
—En general, te pareces a tu madre, excepto en el color y puede que en la
nariz. A veces te comportas como ella… También hay otras cosas —dijo—.
Pero ahora puedo verlo en los ojos. Tienes los mismos ojos que él.
—Sí. Eso es lo único que tenemos en común.
«Y nuestra capacidad para cantar», pensé.
—Tu padre fue mi maestro —continuó Mwita—. Es Daib. Te he hablado
de él. Por su culpa, mi tío y mi tía, los que me salvaron y me criaron, fueron
asesinados.
La noticia me impactó tanto como una bofetada de mi madre, como un
golpe de Aro, como si Mwita me estrangulara. Abrí la boca para respirar.
«Tanto mi madre como el hombre al que amo tienen razones para odiarme»,
pensé desconsolada. «Lo único que tienen que hacer es mirarme a los ojos».
Me masajeé la nuca a la espera de que volviera el dolor de cabeza, pero no lo
hizo. Mwita alzó el rostro hacia mí.
—¿Cuánto sabías sobre esto, Onye?
Fruncí el ceño por su pregunta, pero también por cómo la formuló.
—Nada, Mwita.
—Ese Sola del que me hablaste, ¿planeaba…?
—No hay ninguna conspiración contra ti, Mwita. ¿En serio te crees que
soy una falsa…?
—Daib es un hechicero muy poderoso. Puede doblegar el tiempo, hacer
que aparezcan cosas donde no deberían estar, obligar a la gente a creer algo
que no es cierto… Tiene el corazón lleno de maldad. Lo conozco bien. —
Acercó más el rostro—. Ni Aro podría evitar que Daib te matara.
—Pues de alguna forma lo hizo.
Mwita volvió a sentarse, frustrado.
—Vale —dijo al cabo de un rato—. Vale. Pero… Aun así, seguimos
siendo prácticamente hermanos.
Supe a qué se refería. Mi padre biológico, Daib, había sido su primer
maestro, el que le había enseñado. Aunque Daib no le había dejado intentar

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iniciarse, Mwita había sido su aprendiz durante años. Y en la hechicería, ser
alumno de alguien conllevaba una relación muy estrecha: en muchos sentidos,
era más íntima que la mantenida con los padres. Aro, a pesar de todos mis
conflictos con él, era como un segundo padre para mí (papá era el primero, no
Daib). Aro me había dado a luz a través de otro canal de vida. Me estremecí y
Mwita asintió.
—Daib cantaba mientras me pegaba —dijo—. Mi disciplina y mi
capacidad para aprender con tanta rapidez se deben a la mano dura de tu
padre. Cuando hacía algo mal o era demasiado lento o impreciso, llegaba a
oírlo cantar. Su voz siempre atraía lagartos y escarabajos.
Me miró intensamente a los ojos y supe que estaba tomando una decisión.
Yo también me tomé un momento para decidir. Para decidir si me estaban
manipulando. Si todos lo estábamos. Desde los once años me ocurrían cosas
que me empujaban hacia un camino concreto. No era complicado imaginar
que alguien con un gran poder místico manipulaba mi vida. Excepto por una
cuestión: la mirada sorprendida y casi temerosa en el rostro de Daib al verme.
Alguien como Daib nunca habría fingido miedo y escasa preparación. Aquella
mirada fue real y cierta. No, Daib tenía tanto control sobre todo esto como yo.
Aquella noche, Mwita no me soltó y yo no tuve que aferrarme a él.

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CAPÍTULO VEINTINUEVE

Al día siguiente, emprendimos la marcha antes del amanecer. Hacia el oeste.


Recto hacia el oeste. Llevábamos una brújula y el sol no era demasiado
inclemente. Luyu, Fanasi, Diti y Binta empezaron a jugar a un juego de
adivinanzas. Yo no estaba de humor, así que me quedé rezagada. Mwita
caminaba por delante de todas. No había dicho gran cosa desde que nos
habíamos levantado, aparte del «buenos días» que me había dirigido. Luyu
dejó el juego y se puso a andar conmigo.
—Qué juego más tonto —dijo mientras alzaba su mochila.
—Estoy de acuerdo —convine.
Al cabo de un momento, me puso la mano en el hombro para detenerme.
—Bueno, ¿qué os pasa a vosotros dos?
Miré a las demás mientras avanzaban y sacudí la cabeza.
Luyu frunció el ceño, molesta.
—No me cuentas nada. No pienso dar ni un paso más hasta que me digas
algo.
—Tú misma.
Y seguí andando. Ella me siguió.
—Onye, soy tu amiga. Déjame echar una mano con esto. Mwita y tú os
vais a destrozar el uno a la otra si no compartes un poco de esa carga. Estoy
segura de que Mwita se lo cuenta a Fanasi.
La miré.
—Hablan —explicó—. Ya ves que a veces se van por ahí. Tú puedes
hablar conmigo.
Seguramente sería cierto. Los dos eran distintos: Fanasi, tradicional por su
educación y Mwita, no convencional por nacimiento. Pero a veces las
diferencias concluyen en semejanzas.
—No quiero que Diti y Binta sepan esto —dije al cabo de un momento.
—Claro.

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—Yo… —De repente me dieron ganas de llorar. Tragué saliva—. Soy la
alumna de Aro.
—Lo sé —dijo con cara contrariada—. Fuiste iniciada y…
—Y… Eso tiene consecuencias.
—El dolor de cabeza.
Asentí.
—Eso lo sabemos todas —dijo Luyu.
—Pero no es así de simple. Los dolores tienen una razón de ser. Son…
fantasmas del futuro.
Dejamos de andar.
—¿De qué?
—De cómo muero. Parte de la iniciación es enfrentarte a tu propia muerte.
—¿Y cómo mueres?
—Me llevan ante una muchedumbre de nurus, me entierran hasta el cuello
y me lapidan hasta que muero.
Luyu ensanchó las aletas de la nariz.
—¿Cuántos… cuántos años tienes cuando ocurre?
—No lo sé. No pude verme la cara.
—¿Tus dolores de cabeza son como piedras que te golpean?
Asentí.
—Oh, Ani —dijo. Me rodeó con un brazo.
—Hay algo más —proseguí al cabo de un momento—. La profecía no era
correcta…
—Será una mujer ewu.
—¿Cómo…?
—Lo he adivinado. Ahora tiene más sentido —rio—. Voy con una
leyenda.
—Aún no —respondí con una sonrisa triste.

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CAPÍTULO TREINTA

Durante las siguientes semanas, a Mwita y a mí nos costaba hablar entre


nosotros. Pero cuando nos retirábamos, no podíamos apartar las manos del
otro. Aún seguía con miedo de quedarme embarazada, pero nuestras
necesidades físicas eran más acuciantes. Había mucho amor entre nosotros,
aunque no podíamos hablar. Era el único modo. Intentamos no hacer ruido,
pero todo el mundo nos oía. Aquello no nos preocupaba, ya que durante las
noches estábamos muy absortos en nosotros y durante el día, en nuestros
oscuros pensamientos. No fue hasta que Diti me abordó una fría tarde cuando
me di cuenta de que había cierto encono entre nosotras.
Habló con voz baja, pero parecía lista para saltar sobre mí.
—¿A ti qué te pasa? —dijo mientras se arrodillaba a mi lado.
Alcé la mirada del estofado de liebre y cactus que estaba removiendo,
irritada por su tono.
—Estás invadiendo mi espacio, Diti.
Se acercó más.
—¡Os oíamos todas las noches! Parecíais dos liebres del desierto. Si no
vas con cuidado, cuando lleguemos al oeste seremos más de seis. Nadie
aceptará a un bebé ewu de padres ewus.
Tuve que armarme de todo mi poder para no cruzarle la cara con la
cuchara de madera.
—Apártate de mí —avisé.
—No —dijo, pero parecía asustada—. Lo-lo siento. —Me tocó el hombro
y le miré la mano. La apartó—. No tienes que alardear de ello, Onye.
—¿De qué…?
—Si has dominado toda esa hechicería, ¿por qué no nos curas? ¿O eres la
única mujer que tiene derecho a disfrutar del sexo?
Antes de que pudiera decir algo, Luyu llegó corriendo.
—¡Eh! —exclamó, señalando a nuestras espaldas—. ¡Eh! ¿Qué es eso?

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Nos dimos la vuelta. ¿Me engañaban mis ojos? Una manada de licaones
del color de la arena corría tan rápido hacia nosotras que alzaban una estela de
arena. Flanqueando a los licaones había dos dromedarios peludos y cinco
gacelas con largos cuernos en espiral. Por encima volaban siete halcones.
—¡Dejadlo todo! —grité—. ¡Corred!
Diti, Fanasi y Luyu echaron a correr y, por el camino, arrastraron a una
estupefacta Binta.
—¡Mwita, vamos! —chillé cuando vi que no salía de su tienda, donde
sabía que estaba durmiendo. Abrí la cremallera. Seguía durmiendo
profundamente—. ¡Mwita! —bramé mientras el martilleo de las pezuñas lo
ahogaban todo.
Abrió los ojos un resquicio. Luego de par en par. Me agarró cuando se
acercaron los animales. Nos enroscamos el uno en la otra tan fuerte como
pudimos mientras las grandes fieras asaltaban el campamento. Los perros
fueron a por mi estofado y sacaron la cazuela del fuego a pesar del calor. Las
gacelas y los dromedarios husmearon en nuestras tiendas. Mwita y yo
permanecimos en silencio cuando metieron la cabeza en la nuestra y tomaron
lo que quisieron. Uno de los dromedarios encontró mi reserva de golosinas de
cactus. Se nos quedó mirando mientras masticaba la fruta con algo que solo
podría haber sido placer. Solté una palabrota.
Otro dromedario metió el hocico en un cubo y se bebió a lengüetazos toda
el agua. Los halcones cayeron en picado y cogieron la carne de liebre que Diti
y Binta estaban secando. Cuando terminaron, los animales unidos se fueron
trotando.
—Regla número uno de las normas del desierto —dije mientras salía
arrastrándome de la tienda—. No rechaces nunca a un compañero de viaje a
menos que planee comerte. Me pregunto cuánto tiempo llevan esos animales
trabajando juntos de esa forma.
—Fanasi y yo tendremos que ir a cazar esta noche —dijo Mwita.
Luyu, Diti, Binta y Fanasi regresaron andando con cara de enfado.
—Deberíamos matarlos y comérnoslos a todos —dijo Binta.
—Si atacas a uno, todos te atacarán —avisé.
Recuperamos la comida que pudimos, que no era mucha. Al atardecer,
Fanasi, Mwita y Luyu, quien había insistido en acompañarlos, se fueron a
cazar y recolectar. Diti me evitó jugando una partida de warri con Binta.
Calenté algo de agua para un baño más que necesario. Mientras me hallaba
detrás de mi tienda en la oscuridad, echándome agua caliente sobre el cuerpo,
una mosca me picó en el brazo. Una función del juju del fuego de rocas era

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mantener alejados a los insectos que picaban, pero de vez en cuando alguno
se colaba. La aplasté sobre mi tobillo. Explotó y dejó un manchurrón de
sangre.
—Puaj —exclamé mientras lo lavaba. La picadura ya se estaba volviendo
de un rojo brillante. El más ligero de los golpes o una picadura de insecto
siempre me enrojecían la piel más de lo normal. A Mwita le pasaba lo mismo.
La piel ewu es así de sensible. Terminé de lavarme rápido.
Aquella noche, me fijé en que Diti durmió en la tienda de Binta. Fanasi y
ella ya no podían dormir en los brazos del otro. Así de mal estaba la cosa.

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CAPÍTULO TREINTA Y UNO

Supe de la ciudad horas antes de que la alcanzásemos. Mientras todo el


mundo dormía, había salido a volar en forma de buitre. Recorrí unos
kilómetros, montando el frío viento. Necesitaba pensar en la petición de Diti.
Debería saber cómo romper el juju del Rito del Undécimo. Eso era lo más
frustrante. No se me ocurría ningún canto, combinación de hierbas o uso de
objetos que pudieran funcionar. Aro se habría reído de mí e insultado mi
lentitud. Pero no quería hacer daño a mis amigas por culpa de un error.
Los vientos me llevaron hacia el oeste y así encontré la ciudad. Vi
edificios sólidos de arena que brillaban con luces eléctricas y fuegos para
cocinar. Una carretera asfaltada recorría la ciudad de sur a norte y en ambas
direcciones desaparecía en la oscuridad. El norte se arrugaba en pequeñas
colinas, donde había una más grande con una casa iluminada por dentro en la
cima. Cuando regresé al campamento, desperté a Mwita y le hablé de la
ciudad.
—No debería haber una población aquí —dijo mirando el mapa.
Me encogí de hombros.
—A lo mejor el mapa es demasiado antiguo.
—Parece una ciudad asentada. El mapa no puede tener tanto tiempo. —
Soltó una maldición—. Creo que nos hemos desviado. Tenemos que
averiguar el nombre. ¿Cómo de lejos está?
—Llegaremos a última hora del día.
Él asintió.
—No estamos listas, Mwita.
—Una jauría de animales nos acaba de robar toda la comida.
—Tú sabes lo peligroso que puede ser. —Me toqué la cicatriz que tenía en
la frente—. Deberíamos rodearla y no mencionarlo nunca. Podemos encontrar
comida por el camino.
—Te entiendo. Pero no estoy de acuerdo.
Chasqueé la lengua y aparté la mirada.

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—No me parece bien no contárselo a los demás —dijo.
—¿Cuánto le has contado a Fanasi?
Ladeó la cabeza y sonrió.
—Luyu lo sospechaba —dije.
Él asintió.
—Esa muchacha tiene una vista y un oído muy finos. —Se apoyó sobre
los codos—. Fanasi hace preguntas. Las respondo cuando quiero.
—¿Qué preguntas?
—Ten fe. Y haz que confíen en ti. Estamos todos metidos en esto.

Al final de la jornada, nos hallábamos a kilómetro y medio de la ciudad.


Mwita recogió unas piedras para hacer un fuego. Nos limpiamos y comimos,
y luego nos sentamos ante la hoguera hasta guardar silencio. Fanasi y Diti
estaban sentados muy cerca el uno de la otra, pero Diti seguía apartando el
brazo de él de su cintura. Luyu fue la primera en hablar.
—No tenemos que ir. Eso es lo que todas pensamos, ¿no?
Mwita me miró.
—Ya llevamos semanas viajando —prosiguió Luyu—. Eso no es
demasiado tiempo. No sé cuánto tardaremos en llegar a… la parte mala.
Decíamos que unos cinco meses, más o menos, pero por el camino puede
pasar cualquier cosa que nos retrase. Yo digo que tenemos que curtirnos.
Sigamos adelante.
—Yo quiero algo de comida de verdad —dijo Binta con rabia—. ¡Algo
como fufu, sopa de egusi o de pimiento picante con pimientos de verdad en
vez de esa especia tan rara de cactus! Ya nos «curtiremos» más adelante. Por
la mañana compraremos lo que necesitemos y seguiremos.
—Yo estoy de acuerdo con Binta —dijo Diti—. No quiero ofender a
nadie, pero no me importaría ver caras nuevas, aunque sea durante unas horas.
Fanasi la miró.
—Deberíamos seguir adelante —dijo—. Aquí podría haber problemas y
no tenemos ninguna necesidad acuciante como para arriesgarnos.

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Luyu asintió con fuerza a Fanasi y compartieron una sonrisa. Diti se alejó
de Fanasi, mascullando algo. Él puso los ojos en blanco.
—A mí no me importaría ver una ciudad nueva —dijo Mwita. Le dediqué
una mirada contrariada—. Pero tendremos muchas oportunidades para hacerlo
en el futuro. Y sí, podría ser peligroso. Sobre todo para Onye y para mí.
Pronto estaremos tan alejados de casa que el mismo aire que respiremos será
nuevo. La situación se volverá más peligrosa… para todos nosotros. Pero una
cosa os digo: mi mapa no menciona que haya ninguna ciudad aquí, así que o
nos hemos desviado o el mapa está mal. Propongo que Fanasi y yo entremos
para averiguar el nombre de la ciudad y volvamos enseguida.
—¿Y por qué vosotros? —preguntó Diti—. Atraeríais demasiada
atención. Iremos Fanasi y yo.
—No parece que os llevéis demasiado bien —dije.
Diti puso cara de querer morderme.
—Vale, pues Luyu y Fanasi —propuso Mwita.
—Yo digo que vayamos TODAS —exigió Diti.
—Sería una tontería no hacerlo —añadió Binta.
Todas me miraron. Si votaba por la ciudad, quedaríamos en empate.
—Voto por que pasemos de largo la ciudad.
—Cómo no —siseó Diti—. Estás acostumbrada a vivir como un animal
en la arena. Y tú puedes dejar que Mwita te caliente por las noches.
Me sentí enrojecer. Me pregunté cuándo se había vuelto Diti tan tonta.
Estaba acostumbrada a que Luyu, Diti y Binta tuvieran, no algo parecido al
respeto, sino una especie de miedo hacia mí. Eran mis amigas y me querían,
pero había algo en mí que las hacía callar cuando reparaban en ello.
—Diti —dije con cautela—. Estás pisando terreno…
Saltó sobre mí, agarrando un puñado de arena y tirándomelo a la cara.
Alcé las manos justo a tiempo para protegerme los ojos. Mwita me había
enseñado a calmar mis emociones. Aro me había enseñado a controlarlas y
focalizarlas. Notaba la rabia e incluso la furia, pero nunca usaría a ciegas lo
que había aprendido de Aro. Al menos, eso era lo que me había enseñado.
Seguía en formación. Sin pensar, y antes de que Mwita pudiera cogerme, me
lancé contra Diti. La agarré por la espalda justo cuando se giró para echar a
correr. Solo usé mi fuerza física para pegar a mi amiga. Aro y Mwita me
habían enseñado bien.
Gritó y siguió intentado huir a gatas, pero la sujeté con fuerza. Le di la
vuelta. Volvió a chillar y me abofeteó. Le devolví una bofetada más fuerte

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aún. La agarré de las manos, sentándome sobre su pecho. Las sostuve con la
mano derecha y luego procedí a abofetearla una y otra vez con la izquierda.
—¡Zorra insulsa! ¡Pollacabra enferma! ¡Niñata tonta, idiota y plana!
Las lágrimas me salían volando de los ojos. A mi alrededor, el mundo
flotaba. Y entonces Fanasi me apartó de Diti.
—¡Para! ¡Para! —gritó. Mi atención se centró en él. Era más alto y más
fuerte, pero yo también era alta y fuerte. En lo físico no éramos tan dispares.
La rabia se me enroscó en el pecho, lista para volver a golpear. Estaba
harta de esos sentimientos que salían incluso de mis seres queridos. Lo único
que hacía falta era enfadarles. Eso es lo que diferenciaba a mi madre y a
Mwita del resto del mundo, incluso de Aro. Aunque estuvieran muy
enfadados, insultos de esa calaña no salían nunca de sus labios. Nunca.
Fanasi me tiró al suelo. Mwita me agarró del brazo antes de que pudiera
saltar hacia Fanasi. Me arrastró lejos. Le dejé hacerlo. Su mano me había
arrebatado el resorte. Cuánto necesitaba a Mwita en ese viaje.
—Contrólate —me dijo, mirándome con disgusto.
Respirando aún con dificultad, me giré y escupí arena.
—¿Qué pasa si no quiero? —jadeé—. ¿Qué pasa si eso no sirve de nada?
Mwita se arrodilló ante mí.
—Pues entonces sigue haciéndolo —dijo. Guardó silencio un momento—.
Eso es lo que nos hace diferentes. Diferentes del mito de los ewus, diferentes
de todos a quienes nos vamos a enfrentar en el oeste. Control, consideración y
comprensión.
Escupí más arena y dejé que me alzara. Fanasi se llevó a Diti a su tienda.
La oía a ella sollozar y a Fanasi hablar en voz baja. Binta estaba sentada
fuera, escuchando y observándose con tristeza las manos sobre su regazo.
—Ya sabes por qué Diti está tan enfadada —dijo Luyu al acercarse.
—Me da igual —respondí, pero aparté la mirada—. ¡Hay cosas más
importantes!
—Debería importarte, si quieres que lleguemos a nuestro destino —
replicó enfadada.
—Luyu —dijo Mwita—. Tu clítoris es insignificante comparado con esto.
—Se señaló el rostro—. Imagínate estar marcada de esta forma. Da igual a
dónde vayamos ella y yo, esa tontería que Diti ha vomitado sobre que
Onyesonwu está acostumbrada a «vivir como un animal» es algo que piensa
todo el mundo, okeke o nuru. Nos odian tanto como al desierto.
Luyu bajó la mirada.
—Lo sé —murmuró.

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—Pues actúa en consecuencia —le espetó Mwita.
Durante el resto del día, reinó la tensión. Hubo tanta que Fanasi y Luyu
creyeron que lo mejor sería que ellos dos fueran a la ciudad a la mañana
siguiente. No era el mejor momento para dejarme a mí, a Diti y a Binta a
solas con Mwita allí para detener una pelea. Pero era el mejor plan.
Pasó una hora. Diti y Binta se mantuvieron juntas, lavando y cosiendo
ropa. Fanasi y Mwita se sentaron en el centro de las tiendas, con un ojo puesto
en nosotras, las locas de las mujeres. Mwita le enseñaba a Fanasi el idioma
nuru. También se había ofrecido a enseñar a Diti, Binta y Luyu. Al final, solo
Luyu accedió a aprender. Luyu no se había separado de mí desde la pelea.
—Tienes que practicar —dije. Estábamos junto a mi tienda, de cara a la
ciudad. Intentaba enseñarle a meditar.
—Creo que nunca seré capaz de despejar mi mente de todo pensamiento.
—Eso es lo que yo pensaba. ¿No te has despertado alguna vez y, durante
unos segundos, no has sabido dónde estabas?
—Sí. Eso siempre me ha dado miedo.
—No te acuerdas porque estás en un estado temporal donde lo has
apartado todo y lo único que queda eres tú. Piensa en lo que haces para
recordar quién eres cuando ocurre eso.
—Me pongo a recordar cosas. Como lo que debo o quiero hacer ese día.
—Sí —asentí—. Te llenas la cabeza de pensamientos. Eso sí que da
miedo: si no te reconoces a ti misma, ¿quién es la persona que te recuerda
quién eres?
Luyu me miró sin comprender y frunció el ceño.
—Sí, ¿quién es?
—Me pasé una semana sin dormir después de que Mwita me lo señalara
—sonreí.
—¿Alguna idea sobre cómo curarnos de nuestra castidad forzada?
—No.
Volvimos a quedarnos en silencio.
—Lo siento —dijo Luyu al cabo de un rato—. Soy una egoísta.
—No. No lo eres —suspiré y sacudí la cabeza—. Todo esto es importante.
—Onye, lo siento. Siento lo que ha dicho Diti. Siento lo que tu padre…
—Me niego a llamarlo padre —repliqué, mirándola.
—Tienes razón. Lo siento —dijo Luyu con cuidado. Guardó silencio un
momento—. Él… lo grabó. La habrá guardado.
Asentí. No dudaba de que la tuviese. Nunca lo había dudado.

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Cenamos en silencio y nos acostamos cuando el sol aún se estaba poniendo.
Mwita me observaba mientras me deshacía las trenzas con las que me recogía
el largo pelo espeso. Estaba salteado de arena por el episodio de estupidez de
Diti. Quería cepillármelo y hacerme una trenza grande y gruesa hasta que
pudiera volver a peinármelo en las diminutas trencitas que me gustaban más.
—¿Te lo cortarás algún día? —preguntó Mwita mientras me lo cepillaba.
—No. No te cortes el tuyo tampoco.
—Ya veremos —dijo, mientras se tiraba del vello del rostro—. La barba
me gusta.
—A mí también. Todos los hombres sabios se dejan barba.
No pude dormir. «Estás acostumbrada a vivir como un animal en la
arena», había dicho Diti. Sus palabras me quemaban como bilis regurgitada.
Y la forma en la que Binta se había arrastrado tras ella. Binta no me había
hablado desde la pelea. Con delicadeza, aparté el brazo de Mwita que me
rodeaba la cintura y me alejé de él. Volví a atarme la rapa y salí de la tienda.
Oía los ronquidos de Luyu en su tienda y la profunda respiración de Fanasi en
la suya. No oí nada cuando me acerqué a la de Diti y Binta. Miré dentro. Se
habían ido. Solté una palabrota.

—Dejemos las cosas aquí mientras vamos a buscarlas —dijo Luyu.


Pensativa, me agaché junto a las rocas que se enfriaban. ¿En serio habían
pensado que podrían escabullirse y regresar antes de que las echásemos en
falta? O puede que no tuviesen ninguna intención de regresar. «Tontas, tontas,
mujeres idiotas», pensé.
Fanasi nos daba la espalda. Si yo estaba enfadada, Fanasi se sentía
afligido. Había renunciado a muchas cosas por Diti y ella ni siquiera lo había

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llevado consigo.
—Fanasi —dije, levantándome—. La encontraremos.
—Aún es pronto —comentó Mwita—. Lo guardaremos todo, incluso las
cosas de Diti y Binta, e iremos a buscarlas. En cuanto las localicemos,
seguiremos adelante, da igual la hora que sea.
Fanasi insistió en llevar gran parte de las cosas de Diti, al menos lo que
había dejado. Se había llevado su mochila y algunos objetos pequeños. Mwita
cargó con la tienda enrollada de Binta. Usamos la luz de la ciudad para
abrirnos paso por las colinas bajas. Mientras caminábamos, canté en voz baja
para la brisa. Dejé de cantar.
—Chist —dije, con una mano alzada.
—¿Qué? —susurró Luyu.
—Espera.
—Tengo mi fanal de palma a mano —dijo Mwita.
—No, esperad. —Guardé silencio—. Nos siguen. No hagáis ruido.
Tranquilos. —Volví a oírlo. Unos pasos suaves. Justo detrás de mí—. Mwita,
el fanal.
En cuanto lo encendió, Luyu chilló y salió corriendo hacia mí. Tropezó y
chocó conmigo con tanta fuerza que me tiró.
—Es… es… —balbuceó mientras se revolvía sobre mí y miraba hacia
atrás.
—Solo son camellos salvajes —dije. La aparté y me puse de pie.
—¡Me ha lamido la oreja! —gritó. Se puso a restregarse con energía la
oreja y el cabello, que estaban muy mojados.
—Ya, eso es porque sudas todo el tiempo y necesitas un baño —dije—.
Les gusta la sal.
Había tres. El más cercano soltó un gruñido profundo. Luyu se refugió
cerca de mí. No podía culparla después del ataque que acabábamos de sufrir
por parte de una tribu de animales.
—Sujeta alto la luz —le pedí a Mwita.
Cada uno tenía dos grandes jorobas y un pelaje grueso y cubierto de
polvo. Estaban sanos. El más cercano gruñó algo más y dio tres pasos
beligerantes hacia mí. Luyu ululó y se revolvió. Yo me mantuve firme. Mi
canción los había atraído.
—¿Qué quieren? —preguntó Fanasi.
—Chist —dije.
Despacio, Mwita se situó delante de mí. El camello se le acercó, situó su
rostro suave ante el suyo y lo olfateó. Los otros hicieron lo mismo. Mwita

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acababa de establecer su relación conmigo ante los camellos y lo entendieron:
el macho protege a la hembra. Con él debían negociar. Reconozco que estuvo
bien tener a alguien un paso por delante de mí, para variar.
—Quieren viajar un trecho con nosotros —informó Mwita.
—Ya me lo imaginaba —dije.
—¡Pero miradlos! —exclamó Luyu—. Están sucios y son… salvajes.
Oí que Fanasi gruñía conforme.
Solté una carcajada de burla.
—Y por eso creo que no estamos listas para ir a una ciudad. En el
desierto, hay que estar en el desierto. Aceptas tener arena en la ropa, pero no
en el pelo. No te importa lavarte al aire libre. Dejas un cubo del agua que
haya sobrado de la estación de recogida para otras criaturas que puedan
quererla. Y si alguien, sea quien sea, quiere viajar contigo, no le rechazas a
menos que sea cruel.
Seguimos adelante, esta vez con un trío de camellos a cuestas. Llegamos a
la carretera pavimentada antes que a la ciudad. Me detuve con un leve déjá
vu.
—Tenía seis años cuando vi por primera vez una carretera asfaltada —dije
—. Pensé que unos gigantes la habían construido. Como las del Gran Libro.
—A lo mejor lo hicieron —respondió Mwita, adelantándome.
A los camellos no pareció interesarles en lo más mínimo. Pero en cuanto
la atravesamos, se detuvieron. Avanzamos unos cuantos pasos antes de darnos
cuenta de que no nos seguían. Los camellos gruñeron con fuerza y se
sentaron.
—Venga —les dije—. Solo vamos a buscar a nuestras compañeras.
No cedieron.
—¿Crees que presienten algo malo? —preguntó Mwita.
Me encogí de hombros. Me encantaban los camellos, pero no siempre
entendía su comportamiento.
—A lo mejor nos esperan —dijo Fanasi.
—Yo espero que no —intervino Luyu.
—Es posible —convino Mwita. Cuando se acercó a un camello, los tres le
rugieron. Mwita dio un salto hacia atrás.
—Vamos —dije—. Si no están aquí cuando regresemos, pues que así sea.

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CAPÍTULO TREINTA Y DOS

Como ya había visto mientras la sobrevolaba la noche anterior, a un lado de la


ciudad, el terreno era montañoso. Entramos por el flanco más llano, donde
había tiendas que vendían cuadros, esculturas, brazaletes y vidrio soplado,
junto con los objetos más habituales.
—Onyesonwu, ponte el velo —dijo Mwita. Se había envuelto la cabeza
con el suyo sobre la cabeza y dejaba que la gruesa tela verde cayese sobre su
rostro.
—Espero que no piensen que estamos enfermos —comenté, haciendo lo
mismo con mi velo amarillo.
—Mientras se mantengan alejados de nosotros… —respondió. Cuando
me vio con cara de molesta, añadió—: Diremos que somos gente santa.
Nos acercamos a un cúmulo de edificios grandes. Miré dentro y vi
estanterías.
—Esto debe de ser su biblioteca —le dije a Luyu.
—Ya, bueno; si lo es, entonces tienen dos.
El edificio de nuestra izquierda también estaba lleno de libros.
—Ah, ah —dijo Mwita en voz baja y con los ojos abiertos en par en par
—. Hay gente ahí dentro, incluso tan tarde. ¿Creéis que están abiertas al
público?
La ciudad se llamaba Banza, un nombre que me resultaba vagamente
familiar. Y aparecía en el mapa de Mwita. Nos habíamos desviado: habíamos
ido hacia el noroeste en vez de directamente hacia el oeste.
—Tenemos que prestar más atención —dijo Mwita mientras mirábamos
su mapa.
—Eso es más fácil decirlo que hacerlo —replicó Luyu—. Andar se vuelve
tan monótono que nos quedamos dormidos. Entiendo cómo ha podido pasar.
Unas cuantas personas nos miraron con un poco de curiosidad cuando
pasaron a nuestro lado, pero eso fue todo. Me relajé un tanto. Sin embargo,
saltaba a la vista que no éramos de por allí. Llevábamos ropa larga con

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pantalones, vestidos y velos amplios, mientras que esa gente se vestía con
prendas más ajustadas y se ataban unas telas alrededor de la cabeza.
Las mujeres llevaban aros plateados en la nariz y largos semivestidos
ceñidos con la parte inferior acampanada que recibían el nombre de «faldas».
También vestían con camisas sin mangas, enseñando los brazos y hombros.
La mayoría de las faldas, camisas y turbantes de las mujeres eran de colores y
estampados llamativos. Los hombres llevaban pantalones igual de apretados y
vistosos y caftanes ajustados. Nos pasamos una hora buscando y acabamos en
el mercado central. Estaba a rebosar, aunque pasaban de las diez de la noche.
Banza era una ciudad okeke impulsada por el arte y la cultura. No era tan
antigua como Jwahir. Las heridas de Banza eran recientes. Con los años,
Banza había aprendido a usar lo malo para crear cosas buenas. Los
fundadores de la ciudad transformaron su dolor en arte, cuya elaboración y
venta se había convertido en el centro de la cultura de Banza.
—¿Esta ciudad duerme? —había preguntado Luyu.
—Sus mentes están demasiado activas —respondí.
—Creo que aquí todo el mundo está loco —dijo Mwita.
Preguntamos por Diti y Binta. Bueno, Fanasi y Luyu hicieron las
preguntas. Mwita y yo permanecimos detrás, intentando esconder nuestros
rostros ewus.
—¿Muy guapas y vestidas como mujeres santas? —le preguntó un
hombre a Fanasi—. Las he visto. Estaban por aquí.
—Chicas tontas —le dijo una mujer a Fanasi, y luego se rio—. Me
compraron vino de palma. Había unos diez hombres siguiéndolas.
Al parecer, Diti y Binta se lo estaban pasando bien. Compramos algo de
pan, especias, jabón y carne seca. Le pedí a Luyu que me comprara un saco
de sal para mí.
—¿Para qué es? —preguntó—. Tenemos mucha.
—Para los camellos, si es que siguen ahí.
Luyu puso los ojos en blanco.
—Es poco probable —respondió.
—Lo sé.
También le pedí que comprase dos manojos de hoja amarga. A los
camellos les gustan las cosas amargas y saladas. Mwita hizo que Fanasi me
comprara una rapa azul. Y Fanasi le compró a Diti un palillo hecho con el
hueso de alguna criatura. Luyu se compró una cosa que me provocó
escalofríos. Me acerqué justo cuando terminaba de regatear con la anciana

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que vendía aquel objeto diminuto y plateado. La mujer tenía una cesta llena
de esas cosas.
—Te lo he vendido a ese precio solo porque me caes bien —dijo la mujer.
—Gracias —respondió Luyu con una sonrisa.
—No eres de por aquí, ¿verdad?
—No. Somos de más al este. De Jwahir.
La mujer asintió.
—Un sitio bonito, por lo que me han contado. Pero lleváis demasiada
ropa.
Luyu rio.
—¿Sabes cómo funciona un portátil? —preguntó la mujer.
Luyu negó con la cabeza.
—Enséñeme, por favor.
Las observé mientras la mujer explicaba cómo reproducir el archivo de
audio del Gran Libro y cómo hacer que el aparato anunciase el tiempo. Pero
cuando pulsó un botón en la parte inferior y apareció el ojo de una cámara,
tuve que preguntárselo.
—¿Para qué lo estás comprando, Luyu?
—Un segundo —respondió, y me dio una palmadita en la mejilla.
La anciana me lanzó una mirada llena de desconfianza.
—¿Ha visto a dos chicas vestidas como nosotras? —se apresuró a
preguntarle Luyu.
Los ojos de la mujer permanecieron sobre mí un poco más.
—¿Esa viaja contigo? —preguntó, señalándome.
—Sí —respondió Luyu, dedicándome una sonrisa—. Es mi mejor amiga.
El semblante de la mujer se oscureció.
—Rezaré a Ani por ti. Por las dos. A ella no la conozco, pero tú pareces
una chica buena e inocente.
—Por favor —insistió Luyu—. ¿Dónde ha visto a esas dos chicas?
—Tendría que haberlo sabido. Esas dos atraían a los hombres como
imanes. —Me miró y puso cara de querer escupir. Le sostuve la mirada—.
Probad en la taberna de La Nube Blanca.

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—Una mujer tan anciana debería tener más juicio —le susurré a Luyu
mientras seguíamos a Fanasi y a Mwita a través de los últimos puestos de
mercado que quedaban hacia un edificio pequeño cuyo interior resplandecía
de luz.
—Olvídala —dijo Luyu. Sacó su portátil—. Mira esto. —Pulsó un botón
del lateral y el cacharro pitó con suavidad. Le dio la vuelta y una puertecita en
la parte inferior se abrió para revelar una pantalla—. Mapa —indicó. El
portátil pitó de nuevo—. Mira.
Lo sostuvo sobre la palma de la mano, donde brillaba la imagen blanca de
un mapa. Rotaba para mantener la dirección correcta cada vez que Luyu se
movía. Si ese mapa era preciso, y eso creía yo, entonces era mucho más
detallado que el de Mwita.
—¿Ves la línea naranja? —preguntó Luyu—. La mujer lo ha programado
para que el mapa muestre el camino desde Jwahir hacia el oeste si hubiésemos
ido directas hacia allí. Nos hemos desviado cinco kilómetros. ¿Y ves esto? Si
pulsas ese botón, empieza a seguirnos. Pitará cuando nos desviemos
demasiado.
La línea alcanzaba el reino de los Siete Ríos, en concreto, una ciudad en el
quinto río llamada Durfa. Fruncí el ceño. El pueblo de mi madre no estaba
muy lejos de allí. ¿Sabía ella que había viajado tan en línea recta hacia el
este?
—¿Quién crees que hizo el mapa? —pregunté.
—La mujer no lo sabía —respondió Luyu con un encogimiento de
hombros.
—Bueno, espero que no fuera un nuru. ¿Te imaginas que tuvieran la
localización exacta de tantas ciudades okekes?
—Nunca abandonarán sus preciados ríos. Ni siquiera para esclavizar,
violar y matar más okekes.
«No estoy segura de que eso sea cierto», pensé.
Las vimos nada más entrar en la taberna. Binta estaba sentada en el regazo
de un joven, con una copa roja de vino de palma en una mano y la parte
superior de su vestido entreabierta. El hombre le susurraba algo al oído y con
una mano le pellizcaba el pezón izquierdo expuesto. Binta le apartó la mano,
pero luego cambió de idea y la atrajo de nuevo. Otro hombre con una guitarra

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le dedicaba una serenata apasionada. Sí, a la tímida Binta. Diti estaba sentada
en medio de siete hombres que no se perdían detalle de sus palabras. También
sujetaba una copa de vino de palma.
—Venimos de lejos e iremos más lejos —decía Diti, arrastrando las
palabras—. No permitiremos que nuestra gente siga muriendo. Vamos a
pararlo. Somos hábiles en combate.
—¿Tú y qué ejército? —dijo un hombre. Todos se rieron—. Vosotras dos,
bellas criaturas, ¿tenéis acaso un líder?
Diti sonrió. Se balanceaba ligeramente.
—Una fea ewu. —Y soltó una áspera carcajada.
—Así que sois dos chicas que seguís a una prostituta hacia el oeste para
salvar al pueblo okeke —rio uno de los hombres—. ¡Ah, ah, estas jwahirianas
son mejores que esa narradora tetona!
—¡Diti! —gritó Fanasi, entrando de una zancada.
Ella intentó levantarse, pero acabó trastabillando y cayendo en los brazos
de un hombre, que la ayudó a ponerse de pie y se la ofreció a Fanasi.
—¿Es tuya? —le preguntó el hombre.
Fanasi agarró el brazo de Diti.
—¡¿Qué estás haciendo?!
—¡Pasándolo bien! —gritó ella, apartando el brazo.
—Pensábamos regresar por la mañana —dijo Binta, que se apresuró a
cerrarse la parte superior de su vestido. Me sentía tan enfadada que me giré y
salí por la puerta.
—No te alejes —dijo Mwita detrás de mí. Sabía que no debía seguirme.
Me adentré en la noche y la brisa me apartó el velo justo delante de un
grupo de hombres jóvenes. Fumaban algo que olía como fuego dulce.
Cigarros de savia de cactus marrón. En Jwahir, estaban muy mal vistos. Te
relajaban la moral, te aceleraban los pies y te apestaban el aliento. Cogí el
velo y lo puse en su sitio.
—Giganta ewu —dijo uno de los que más cerca estaba de mí. Era el más
alto de los cuatro y medía casi lo mismo que yo—. No te he visto antes.
—No soy de por aquí —respondí.
—¿Por qué escondes el rostro? —preguntó otro, arreglándose. Sus
pantalones parecían demasiado apretados para sus gordas piernas. Los cuatro
se acercaron, curiosos. El alto, el que me había llamado «giganta», se apoyó
en el edificio a mi lado, interponiéndose entre la puerta de la taberna y yo.
—Prefiero vestirme así —dije.

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—Pensaba que las mujeres ewus preferían no ponerse nada. —El que dijo
eso llevaba el pelo recogido en largas trenzas negras—. Que sois hermanas
del sol.
—Ven y entretenme —dijo el alto, agarrándome del brazo—. Eres la
mujer más alta que he visto nunca.
Parpadeé y fruncí el ceño.
—¿Qué?
—Te pagaré, claro está. No hace falta ni que preguntes. Conocemos a las
de tu gremio.
—A mí puedes entretenerme después de él. —Ese no parecía tener más de
dieciséis años.
—Yo estaba aquí antes que vosotros dos —dijo el gordo—. Me va a
entretener a mí primero. —Me miró—. Y yo tengo más dinero.
—Se lo diré a tu mujer si no me dejas ser el primero —dijo el más joven.
—Pues díselo —vociferó con rabia el gordo.
En Jwahir, los ewus eran parias. En Banza, las mujeres ewus eran
prostitutas. La situación no era halagüeña en ningún sitio.
—Soy una mujer santa —les aseguré con voz firme—. No voy a
entretener a nadie. Soy pura y así seguiré.
—Eso lo respetaremos, señora —dijo el alto—. No tiene por qué haber
penetración. Puedes usar la boca y dejar que te toquemos los pechos. Te
pagaremos bien por…
—Cállate —exclamé—. No soy de aquí. No soy una prostituta. Dejadme
en paz.
Intercambiaron una serie de palabras en silencio. Establecieron contacto
visual entre ellos y sus labios se curvaron en unas sonrisas malintencionadas.
Sacaron las manos de los bolsillos, donde estaba su dinero. «Oh, Ani,
protégeme», pensé.
Saltaron a la vez. Peleé, le di una patada a uno en la cara, le agarré los
testículos a otro y apreté lo más fuerte que pude. Solo tenía que llegar a la
puerta para que las demás pudieran verme.
El más alto me agarró. Dentro de la taberna había demasiado ruido y me
dejaron sin aliento antes de que pudiera gritar. Golpeé, arañé y di patadas.
Cada vez que entraba en contacto con alguno, me recompensaban con
gruñidos y maldiciones. Pero eran cuatro. El de las trenzas me agarró por mi
trenza gruesa y caí hacia atrás. Y entonces se pusieron a arrastrarme lejos de
la puerta. Sí, incluso el joven. Angustiada, miré a mi alrededor. Había gente
cerca.

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—¡Eh! —le grité a una mujer que permanecía de pie mirándonos—.
¡Socorro! ¡Ayúdeme, o!
Pero no lo hizo. Había más personas haciendo lo mismo, quietas y
mirando. En esa encantadora ciudad de arte y cultura, la gente no hacía nada
cuando arrastraban y violaban a una mujer ewu en un callejón oscuro.
«Esto es lo que le ocurrió a mi madre», pensé. «Y a Binta. Y a
innumerables mujeres okekes. Mujeres. Las muertas andantes». Y empecé a
cabrearme.
Yo era bricoleur, la que usa lo que tiene para hacer lo que debe hacer, y
eso hice. En mi mente, abrí mi bolsa de hechicera con la arbustomancia y
consideré los Saberes Místicos. El saber Uwa, el mundo físico. Hubo una
suave brisa.
Me sujetaron la cara contra el suelo, me rasgaron la ropa y liberaron sus
penes. Me concentré. El viento arreció. «Hay consecuencias para los cambios
de clima», me había enseñado Aro. «Incluso en sitios reducidos». Pero en ese
momento, aquello no importaba. Cuando me enfado de verdad, me lleno de
violencia y todas las cosas se vuelven fáciles y sencillas.
Los hombres se dieron cuenta del viento y me soltaron. El muchacho
gritó, el más alto se quedó con la mirada fija, el gordo intentó cavar un
agujero en el que meterse y el de las trenzas se tiró del pelo muerto de miedo.
El viento los aplastó contra el suelo. Lo único que me hizo a mí fue agitarme
la trenza y la ropa suelta. Me levanté, mirándolos. Recogí el viento, gris y
negro, con las manos y lo presioné todo junto, alargándolo en un embudo.
Quería clavárselo a cada uno de esos hombres, igual que ellos habían querido
clavarme sus penes.
—¡Onyesonwu! ¡No! —La voz de Mwita reverberó como si me la hubiera
lanzado.
Alcé la mirada.
—¡Mírame! —grité—. ¡Mira lo que querían hacerme!
El viento mantuvo a Mwita alejado.
—Recuerda —voceó—. Nosotros no somos así. ¡Sin violencia! ¡Eso es lo
que nos distingue!
Me eché a temblar a medida que mi furia se retiraba y la claridad se
asentaba. Sin la ceguera de la rabia, entendí claramente que quería matar a
esos hombres. Estaban encogidos en el suelo. Me temían. Miré a la gente que
se había reunido. Miré a Binta, Luyu, Diti y Fanasi allí de pie. Me negué a
mirar a Mwita. Apunté la rugiente lanza negra de viento hacia el más joven.

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—Onyesonwu —suplicó Mwita—. Confía en mí. Tú confía en mí. ¡Por
favor!
Apreté los labios. Pensé en la primera vez que vi a Mwita. Cuando me
dijo que tenía que saltar del árbol después de transformarme
inconscientemente en pájaro. No pude verle la cara, no sabía quién era, pero
incluso entonces confié en él. Arrojé la lanza, que abrió un gran agujero junto
al chico joven. Y se me ocurrió una idea. Me transformé. En el Gran Libro
hay una criatura espantosa. Solo habla en acertijos y, en las historias, aunque
nunca mata, la gente la teme más que a la muerte.
Me convertí en una esfinge. Tenía el cuerpo de un gato de las arenas
gigante y robusto, pero mi cabeza seguía siendo la mía. Era la primera vez
que usaba una forma que conocía, alteraba su tamaño y conservaba una parte
de mí misma exactamente igual. Los hombres alzaron la mirada y gritaron. Se
postraron más en el suelo. Los espectadores también gritaron y salieron
corriendo en desbandada.
—La próxima vez que queráis atacar a una mujer ewu, pensad en mi
nombre: Onyesonwu —rugí, atizándoles con mi gruesa cola—. Y temed por
vuestra vida.
—¿Onyesonwu? —preguntó uno de los hombres con los ojos como platos
—. ¡Eeee! ¿La hechicera de Jwahir que puede resucitar a los muertos? ¡Lo
sentimos! ¡Lo sentimos!
Apretó el rostro contra el suelo. El joven se echó a llorar. Los otros
farfullaron disculpas.
—No lo sabíamos.
—Hemos fumado demasiado.
—¡Por favor!
Fruncí el ceño, transformándome de nuevo.
—¿Cómo es que sabéis de mí?
—Los viajeros hablan de ti, Ada-m —dijo uno.
Mwita dio un paso adelante.
—¡Vosotros, marchaos antes de que os mate yo mismo! —Temblaba igual
que yo. Cuando salieron huyendo, Mwita se acercó corriendo—. ¿Estás
herida?
Permanecí quieta mientras Mwita juntaba mi ropa y me tocaba el rostro.
Las demás se reunieron discretamente a mi alrededor.
—Perdonad —dijo una mujer. Tendría mi edad y, como muchas mujeres
de allí, llevaba un aro de plata en la nariz. Me sonaba de algo.
—¿Qué? —dije rotundamente.

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La mujer dio un paso atrás y sentí una profunda satisfacción.
—Yo… bueno, quería… quería disculparme por… por eso.
—¿Por qué? —Fruncí el ceño al percatarme de dónde la había visto—. Te
has quedado ahí quieta como los demás. Te he visto.
Dio otro paso atrás. Quería escupirle y luego arañarle la cara. Mwita
apretó más el brazo con el que me rodeaba la cintura. Luyu chasqueó la
lengua con fuerza y masculló algo, oí que Fanasi decía «vámonos» y Binta
eructaba.
—Lo siento —dijo la mujer—. No sabía que eras Onyesonwu.
—Y si fuera otra mujer ewu, ¿te habría parecido bien?
—Las mujeres ewus son prostitutas —dijo con total naturalidad—. Tienen
un burdel en Pueblo llamado Pelo de Cabra. Pueblo es la parte residencial de
Banza, donde vivimos todos. Las ewus vinieron del oeste. ¿Nunca habéis oído
hablar de Banza?
—No —dije. Guardé silencio, otra vez con la sensación de que había oído
el nombre de Banza antes. Suspiré, asqueada por el lugar.
—Os lo ruego. Id a la casa de la colina —dijo la mujer, mirándome a mí y
luego a Mwita—. Por favor. No quiero que recordéis Banza por esto.
—Nos da igual lo que tú quieras —replicó Mwita.
La mujer bajó la mirada y siguió suplicando.
—Por favor. Onyesonwu es respetada aquí. Id a la casa de la colina.
Pueden curar sus heridas y…
—Yo puedo curarle las heridas —dijo Mwita.
—¿En la colina? —pregunté, mirando hacia allí. La cara de la mujer se
iluminó.
—Sí, en la cima. Se alegrarán mucho de verte.

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CAPÍTULO TREINTA Y TRES

—No tenemos que hacerlo —dijo Diti.


—Cállate —exclamé. Por lo que a mí respectaba, lo que había ocurrido
era tanto culpa suya y de Binta como de esos hombres.
Regresamos al mercado. Era casi la una de la madrugada y la gente al fin
empezaba a guardar sus mercancías. Por suerte, había una mujer con una
tienda de rapas que seguía abierta. Las noticias de lo que había ocurrido
viajaron rápido. Para cuando llegué al mercado, todo el mundo sabía quién
era y lo que había hecho a los hombres que habían tratado de «proponer» que
les «entretuviera».
La mujer de las rapas me dio una gruesa y multicolor tratada con gel
impermeable para que permaneciera fresca al calor. Rechazó mi dinero e
insistió en que no quería problemas. También me dio la parte superior a juego
hecha con el mismo material. Me vestí con aquella indumentaria tan elegante
y tiré mi ropa rasgada. Como estaban confeccionadas según la moda de
Banza, las dos prendas eran ceñidas y me acentuaban los pechos y las caderas.
¿Cómo sabía esa gente que podía resucitar criaturas? Diti, Luyu y Binta
podrían haber adivinado que tenía el potencial para hacerlo, pero no sabían
los detalles. Ni siquiera le había hablado a Mwita sobre aquel día, cuando
había resucitado a la cabra. Ni le había contado cómo Aro me había hecho
reanimar a un camello que acababa de morir.
Después de aquello, Aro me llevó a la cabaña de Mwita. Estaba en un
coma parcial. El camello llevaba muerto una hora, lo que significaba que
había recorrido un gran trecho para traer de vuelta a su espíritu. Mwita nunca
me contó lo que le había dicho a Aro después de verme o qué hizo para
reanimarme. Pero, cuando me recuperé, se pasó un mes sin hablarle a Aro.
Desde entonces, había resucitado a un ratón, dos pájaros y un perro. Cada
vez me resultaba más fácil. En cualquiera de esas situaciones, alguien podría
haberme visto, sobre todo en la del perro. Lo encontré tirado en la carretera:
era una cosita con el pelaje marrón. Seguía caliente, así que no tuve tiempo de

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llevarlo a algún sitio apartado. Lo curé allí mismo. Se levantó, me lamió la
mano y salió corriendo, supongo que a su casa. Luego me fui yo a la mía y
vomité pelo de perro y sangre.
Estábamos agotados para cuando llegamos a la cima de la colina más alta.
La casa de dos pisos era grande y sencilla. Al acercarnos, olí incienso y oí a
alguien cantar.
—Gente santa —dijo Fanasi.
Llamó a la puerta. La voz de dentro se interrumpió y hubo pasos. La
puerta se abrió. Recordé dónde había oído el nombre de Banza en cuanto le vi
la cara. Luyu, Binta y Diti también debieron de darse cuenta, porque ahogaron
un grito.
Era alto y tenía la piel oscura, como el Ada. Era la mitad del secreto más
oscuro del Ada. «Nunca vienen a verme», me había contado.
—Fanta —dije. Ah, sí, aún me acordaba del nombre de los gemelos del
Ada—. ¿Dónde está tu hermana, Nuumu?
Él me observó durante un largo rato.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Me llamo Onyesonwu.
Sus ojos se abrieron de par en par y, sin dudar, me cogió de la mano y tiró
de mí.
—Está por aquí.

La mujer que nos había dicho que fuésemos a la casa de la colina era una
cabra egoísta. No nos dirigió hacia allí por compasión. Como sabrás, los
gemelos traen buena suerte. Banza era pequeña e imperfecta, pero era
relativamente feliz y próspera. Y ahora una de sus gemelos estaba enferma.
Fanta nos condujo a través de la sala principal, que olía a pan dulce y a los
niños que habían comido allí.
—Damos clases a niños —explicó Fanta con energía—. Les encanta este
sitio, pero quieren más a mi hermana. —Nos condujo por un tramo de
escaleras y por un pasillo, hasta que nos detuvimos delante de una puerta

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cerrada con árboles pintados. Un espeso bosque místico. Era precioso. Entre
los árboles había ojos: pequeños, grandes, azules, marrones, amarillos—. Solo
ella —le indicó Fanta a Mwita.
—Esperaremos aquí fuera —asintió.
—Hay una habitación al final del pasillo —dijo Fanta—. La que tiene la
luz encendida, ¿la veis?
Fanta y yo los observamos entrar en la habitación. Mwita se detuvo un
momento y me miró a los ojos. Asentí.
—No te preocupes —le dije.
—No lo hago —respondió—. Fanta, ven a buscarme si me necesitas.
Entrar en la casa del Ada era como zambullirse en el fondo de un lago.
Entrar en la habitación de la hija del Ada era como internarse en un bosque…
un lugar que nunca había visto en mis visiones. Al igual que la puerta, las
paredes estaban pintadas desde el techo hasta el suelo con árboles, arbustos y
plantas. Fruncí el ceño al acercarme a la cama. Había algo raro en cómo
estaba tumbada. Oía su respiración: superficial, áspera, trabajosa.
—Hermana, esta es Onyesonwu, la hechicera del este —dijo Fanta.
Nuumu abrió los ojos y su respiración se volvió más pesada.
—Es tarde —dije—. Lo siento.
La mujer hizo un gesto con una mano temblorosa.
—Me llamo… —resolló—. Nuumu.
Me acerqué un paso más. Se parecía más al Ada que su hermano. Pero
algo muy malo le pasaba. Como si ella estuviera en un sitio y sus caderas, en
otro. Sonrió ante mi escrutinio, respirando con fuerza.
—Ven.
Lo comprendí al acercarme. Tenía la columna torcida. Torcida como una
serpiente en pleno serpenteo. No podía respirar bien porque la insidiosa
curvatura de su columna le aplastaba los pulmones.
—No siempre… he estado… así —dijo Nuumu.
—Ve a buscar a Mwita —le pedí a Fanta.
—¿Por qué?
—Es mejor sanador que yo —espeté.
Me giré hacia Nuumu cuando él se marchó.
—Llegamos a tu ciudad hace unas horas. Buscábamos a dos de nuestras
compañeras. Las encontramos en una taberna donde cuatro hombres
intentaron violarme porque soy ewu. Una mujer nos suplicó que viniéramos
aquí. Esperábamos comida, descanso y cortesía a modo de disculpa. No he
venido a curarte a ti.

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—¿Te he pedido… que… me cures?
—No con tantas palabras —dije. Me masajeé la frente. Todo era un lío.
Yo estaba hecha un lío.
—Lo… lo siento… Todos… nacemos con… responsabilidades. A-
algunas… con más que… otras.
Mwita y Fanta entraron. Mwita miró las paredes y luego a Nnumu.
—Este es Mwita —dije.
—¿Puedo? —le preguntó a Nuumu. Ella asintió. Mwita la ayudó a
sentarse con cuidado, le auscultó el pecho y le miró la espalda—. ¿Te sientes
los pies?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo llevas así?
—Desde… los trece. Pero ha… empeorado… con el tiempo.
—Siempre ha andado con bastón —dijo Fanta—. La gente sabía que iba
encorvada, pero hace poco que tuvo que quedarse en cama.
—Escoliosis —declaró Mwita—. Curvatura de la columna. Es hereditaria,
pero no siempre se debe a eso. Es más común en mujeres, pero los hombres
también la padecen. Nuumu, ¿siempre has sido delgada?
—Sí.
—Suele agravarse más en personas de constitución delgada. Respiras así
porque tienes los pulmones comprimidos.
Miré a Mwita y supe todo lo que debía saber. Moriría. Pronto.
—Quiero hablar con Onyesonwu —pidió Mwita. Me cogió de la mano y
me condujo fuera. En el pasillo, dijo en voz baja—: Está condenada.
—A menos…
—No sabes qué consecuencias acarreará. Y, a todo esto, ¿quiénes son?
Nos quedamos allí quietos un momento.
—Tú siempre me dices que tenga fe —dije al cabo de un rato—. ¿No
crees que hemos sido guiados hasta aquí? Son los hijos del Ada.
Mwita frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Nunca tuvo hijos con Aro.
Reí con sorna.
—¿Qué te dicen los ojos? Son igualitos a ella. Sí que tuvo hijos. A los
quince años, con un chaval estúpido que la dejó embarazada. Me lo contó.
Sus padres la enviaron a Banza para tenerlos. Gemelos.
Volví a entrar.
—Fanta, tenemos que sacarla fuera para esto.
Me dirigió una mirada ceñuda.

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—¿Qué estás…?
—Ya sabes quién soy. No hagas preguntas. Solo puedo hacerlo fuera.
Mwita y Fanasi le ayudaron, con Diti, Luyu y Binta a la zaga, temerosas
de preguntar qué estaba ocurriendo. Solo el hecho de ver a la mujer torcida
bastó para mantenerlas calladas.
—Tumbadla aquí —dije, indicándoles por señas un sitio junto a una
palmera—. En el suelo.
Nuumu gimió cuando la dejaron. Me arrodillé a su lado. Ya podía sentirlo.
—Alejaos —indiqué a las demás. A Nuumu le dije—: Esto puede doler.
Empecé a empujar hacia dentro toda la energía de mi alrededor. Estaba
bien tener a las demás tan cerca y tan asustadas. Estaba bien tener a su
hermano tan preocupado y tan henchido de amor. Estaba bien tener a Mwita
allí, centrado solo en mi bienestar. Tomé de todo aquello. Reuní lo que pude
de la ciudad durmiente. Había unos hermanos discutiendo cerca. Había cinco
parejas haciendo el amor, y una de ellas eran dos mujeres que se amaban y se
odiaban. Había un bebé que se acababa de despertar hambriento y llorón.
«¿Puedo hacerlo?», me pregunté. «Debo».
Cuando tuve suficiente, lo usé para extraer tanta energía del suelo como
pude. Siempre había más que reemplazaría la que había tomado. Noté que el
calor empezaba a propagarse por mi cuerpo, mis manos. Las situé sobre el
pecho de Nuumu. Gritó y yo gruñí, mordiéndome el labio inferior mientras
peleaba por mantener las manos quietas. Su cuerpo empezó a cambiar
lentamente. Sentí su dolor en mi propia columna. Se me humedecieron los
ojos. «¡Aguanta!», pensé. «¡Hasta que termine!». Noté que mi columna se
curvaba por un lado y por otro. Me quedé sin aliento. Y, en aquel momento,
tuve una revelación. «¡Ya sé cómo romper exactamente el juju del Rito del
Undécimo de Diti, Luyu y Binta!». Archivé la idea en el fondo de mi mente.
—Aguanta —me susurré a mí misma. Si apartaba las manos, surgiría una
onda expansiva de mí y su columna permanecería curvada. Se me enfriaron
las manos. Llegó el momento de apartarlas. Estaba a punto de hacerlo. Y
entonces Nuumu me habló. No usando su voz. No lo necesitábamos.
Estábamos conectadas como en un único cuerpo. Necesitó mucho valor para
reconocer lo que admitió para sí misma, para mí. Bajé la mirada hacia ella.
Tenía los labios secos, agrietados, los ojos inyectados en sangre y el brillo de
su piel oscura había desaparecido.
—No sé cómo —dije. Las lágrimas me empapaban el rostro. Pero sí que
lo sabía. Si sabía dar vida, sabía arrebatarla. Le sostuve la mirada un poco
más. Y luego lo hice. Usé mis manos espirituales para introducirme en ella,

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en vez de en la tierra. «¡Verde verde verde verde!», fue lo único que pensé
mientras le quitaba su verdor. «¡Verde!».
—¿Qué está haciendo? —gritó el hermano de Nuumu. Pero no se acercó.
No sé qué habría ocurrido si lo hubiera hecho. Tiré con más fuerza hasta que
sentí un chasquido y algo más empezó a romperse. Su espíritu acabó cediendo
al fin. Salió disparado de mis manos hacia el aire con un grito agudo de
alegría. Fanta se puso a gritar de nuevo. Esta vez sí que vino corriendo.
El cielo era un remolino de colores, sobre todo de verde. La vasta selva.
El espíritu de Nuumu viajó directamente hacia ella. Me pregunté si regresaría.
A veces lo hacían y a veces no. Mi padre nos dejó a mi madre y a mí durante
semanas antes de regresar para guiarme durante mi iniciación. Entonces
tampoco se quedó mucho tiempo. Sin moverme, usé mi fuerza de voluntad
para salir de la vasta selva y volver al mundo físico justo a tiempo para sentir
cómo el puño de Fanta se enlazaba con mi pecho y me tiraba. Mwita apartó a
Fanta. Arranqué la mano del pecho de Nuumu, donde dejé una huella de
mucosa seca.
—¡La has matado! —gritó Fanta. Miró el cuerpo de Nuumu y sollozó con
tanta fuerza que pensé que mi cuerpo se rompería en pedazos. Diti, Binta y
Luyu me ayudaron a incorporarme.
—Podría haberla curado —dije, llorando y temblando—. Podría.
—¡Y por qué no lo hiciste! —bramó Fanta, apartando el brazo de Mwita.
—No soy nada —lloré—. Me daba igual lo que me hubiera hecho. ¿Para
qué otra cosa sirvo? ¡Podría haberla curado!
Me palpitaron las sienes cuando unas piedras fantasmales me golpearon la
cabeza. Mis amigas eran lo único que evitaban que me revolcase por el suelo
como la cosa inmunda que me sentía. Tan inmunda como los escarabajos
grises de enfermedad y muerte en el Gran Libro, que fueron a por los niños
pequeños de aquellos que habían cometido errores terribles.
—¿Y por qué no lo hiciste? —preguntó Fanta de nuevo. Se había cansado
y Mwita lo soltó. Se echó sobre su hermana, flácida y fría.
—No me habría… no me habría dejado —susurré, restregándome el
pecho—. La habría curado de todos modos, pero no me dio la posibilidad de
pensar en ello. Fue su decisión. Eso es todo.
Mis actos fueron una abominación del orden natural de las cosas, aunque
ahora entiendo, semanas después, que aquello fue lo mejor. La consecuencia
inmediata de mis actos fue un manto casi insoportable de pena. Me dieron
ganas de arañarme la piel, de sacarme los ojos, de suicidarme. Lloré y lloré,
avergonzada de mi madre, asqueada conmigo misma, deseando que mi padre

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biológico eliminara al fin mi cuerpo, mi memoria y mi espíritu. Cuando pasó,
fue como si se levantara un oscuro velo espeso y maloliente.
Nos quedamos allí sentados durante unos minutos: Fanta lloraba sobre su
hermana, Mwita le daba unas palmaditas en el hombro, yo estaba tirada en el
suelo y el resto observaba. Poco a poco, Fanta alzó la cabeza y me miró con
sus ojos hinchados.
—Eres ruin —dijo—. Que Ani maldiga todo lo que aprecias.
No nos pidió que nos marchásemos. Y, aunque no lo hablamos entre
nosotras, decidimos quedarnos una noche. Mwita y Fanasi ayudaron a Fanta a
llevar el cuerpo dentro. Fanta se echó a llorar de nuevo cuando vio que su
columna estaba enderezada. Lo único que Nuumu tuvo que hacer fue
convencerme de que la dejara marchar. Habría vivido. Me mantuve lo más
alejada posible de Fanta. También me negué a entrar en la casa. Prefería
dormir bajo las estrellas.
—No —le dije a Luyu, que quería dormir fuera conmigo—. Necesito estar
sola.
Binta y Diti prepararon una gran cena en la cocina y, mientras tanto, Luyu
barrió toda la casa. Mwita y Fanasi se quedaron con Fanta, por temor a que
hiciera algo imprudente. Oí que Mwita les enseñaba a salmodiar. No sé si
percibí la voz de Fanta en el canto, pero no hacía falta participar para que el
canto surtiera efecto.
Desenrollé mi esterilla para dormir debajo de una palmera seca. Había dos
palomas anidadas en la copa del árbol. Me miraron con sus ojos naranja
cuando enfoqué un fanal de palma hacia arriba. Normalmente, aquello me
habría encantado.
Aparté la esterilla. No quería que me bombardearan con sus heces durante
la noche. Me dolía el cuerpo y el dolor de cabeza había regresado. Aunque no
estaba a máxima potencia, era lo bastante fuerte como para enfocar mis
pensamientos hacia el oeste. ¿En qué me habría convertido cuando
llegásemos? En una misma noche, había perdonado la vida de unos hombres
que habían intentado violarme y le había arrebatado la suya a la hija del Ada.
«A veces, lo bueno ha de morir y lo terrible ha de vivir», me había
enseñado Aro. En aquella época, había desechado la idea con un: «No si yo
puedo evitarlo».
Me masajeé las sienes cuando una piedra fantasmal especialmente fuerte
se estampó en un lado de mi cabeza. Casi pude oír cómo se me desmenuzaba
el cráneo. Arrugó el ceño. Ese sonido no estaba en mi mente. Sandalias sobre

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la arena. Me di la vuelta. Fanta estaba de pie a mi lado. Me levanté, lista para
pelear. Él se sentó en mi esterilla.
—Siéntate —dijo.
—No. ¿Mwita? —llamé en voz alta.
—Saben que estoy aquí.
Miré hacia la casa. Mwita nos observaba desde una de las ventanas del
piso superior. Me senté junto a Fanta.
—Te he dicho la verdad —expliqué cuando ya no pude soportar más el
silencio.
Él asintió mientras agarraba un puñado de arena y dejaba que fluyese
entre sus dedos. Se oía el fuerte zumbido de una estación de recogida,
proveniente de algún punto cercano. Fanta chasqueó la lengua.
—Ese hombre —dijo—. La gente se lo reprocha, pero sigue actuando sin
respeto. No sé para qué necesita agua a estas horas.
—A lo mejor le gusta recibir esa atención.
—Es posible —respondió. Observamos la fina columna blanca que se
extendía por el cielo—. Hace frío aquí fuera. ¿Por qué no entras?
—Porque me odias.
—¿Cómo te lo pidió?
—Lo hizo sin más. No, no lo pidió. Pedir implica tener elección.
Fanta apretó los labios, recogió otro puñado de arena y lo tiró.
—Me lo dijo una vez. Hace meses, después de que se quedase postrada en
la cama. Dijo que estaba lista para morir. Pensaba que eso me haría sentir
mejor. —Guardó silencio—. Me contó que su cuerpo hacía…
—Sufrir a su espíritu —terminé la frase por él.
Fanta me miró.
—¿Te ha dicho eso?
—Fue como si yo estuviera en su mente. No tenía que decirme nada. Ella
no creía que yo pudiera curarla. Tenía que ser libre de su cuerpo.
—Yo… yo… Onye, lo siento… Por mis palabras, por mis actos.
Se llevó las piernas al pecho y bajó la mirada. Temblaba al intentar
controlar su pena.
—No lo hagas —dije—. Desahógate.
Lo abracé mientras se desmoronaba. Cuando pudo hablar, estaba sin
aliento, como su hermana.
—Mis padres están muertos. No mantenemos relación con ningún
pariente —suspiró—. Ahora estoy solo.

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Alzó la mirada hacia el cielo. Me acordé del espíritu verde de Nuumu
alejándose con alegría.
—¿Por qué no os casasteis con alguien? —pregunté—. ¿No queríais tener
hijos?
—Los gemelos no deben llevar una vida normal.
Arrugué el ceño, pensando: «¿Y eso quién lo dice?». La tradición. Oh,
cuánto limitan y marginan las tradiciones a aquellas personas que no somos
normales.
—No estás… no estás solo —dije sin pensar—. Te hemos reconocido
nada más verte. Conocíamos tu rostro. Y también el de tu hermana.
—Sí. ¿Por qué? —preguntó, contrariado.
—Conocemos a tu madre.
—¿La conocisteis? ¿Estabais por aquí hace años? Yo no…
—Escucha —dije. Respiré hondo—. Conocemos a tu madre. Está viva.
Fanta sacudió la cabeza.
—No, está muerta. La mordió una serpiente.
—Tu madre es en realidad tu tía abuela.
—¡Qué! Pero eso… —Calló y frunció el ceño. Al cabo de un largo rato,
dijo—: Nuumu lo sabía. En la habitación que compartíamos de niños había un
agujerito en la pared. Una vez encontramos un dibujo enrollado, de una
mujer. En la parte de detrás decía: «Para mi hijo y mi hija, con amor». No
pudimos leer la firma. Tendríamos ocho años. No le di más importancia, pero
Nuumu creyó que significaba algo. Nunca se lo enseñó a nuestros padres. Mi
madre no pintaba, ni tampoco mi padre. Ese dibujo fue lo que hizo que
Nuumu se interesase en pintar. Se le daba muy bien. Sus obras se vendían por
un alto precio en el mercado… —Su voz se desvaneció y en su rostro
apareció una mirada de desconcierto.
—Vuestra madre es el Ada de Jwahir —dije—. Es muy respetada y pinta
a todas horas. Se llama Yere y está casada con Aro, el hechicero que es mi
maestro. ¿Quieres saber más?
—¡Sí! ¡Claro!
Sonreí, contenta al fin de darle algo bueno.
—A los quince años, un chico se interesó por ella…
Le conté la historia de su madre y todo lo que sabía sobre ella. Omití la
parte sobre el juju del Rito del Undécimo que le había pedido a Aro que
echase sobre las niñas.
Aquella noche, los dos dormimos bien allí fuera, Fanta rodeándome con
los brazos. Me pregunté cómo se sentiría Mwita al respecto, pero algunas

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cosas son más importantes que el ego de un hombre. Mwita envió a Diti y a
Luyu a la casa de los ancianos de Banza para dar la noticia de la muerte de
Nuumu. La casa se llenaría enseguida de plañideras y de gente para ayudar a
Fanta. Era hora de irnos.
Fanta también planeaba marcharse. Tras el funeral y la incineración de su
hermana, dijo que vendería la casa y viajaría a Jwahir para encontrar a su
madre.
—Aquí ya no me queda nada —dijo.
Sin su gemela, Banza no tardaría en dejar de financiarle. Cuando moría un
gemelo, el restante traía mala suerte. Nos despedimos de Fanta mientras la
casa se llenaba. Muchas personas nos echaron miradas asesinas y temí por
nosotros. Habíamos llegado a la ciudad el día anterior y ahora una de sus
preciados gemelos estaba muerta.
Tomamos un camino distinto al bajar la colina. Conducía directamente
fuera de la ciudad. También nos hizo pasar junto al burdel Pelo de Cabra. Fue
un espectáculo que nunca olvidaré. Aunque era temprano, las mujeres ya
habían salido. Estaban sentadas en el balcón de la casa de tres pisos. Su piel
brillaba y llevaban una ropa que las hacía brillar más aún. Mwita y yo
estábamos más morenos por viajar al sol, así que a mis ojos prácticamente
resplandecían. Ganduleaban en sillas y sus delicados pies colgaban por el
balcón. Algunas llevaban blusas tan cortas que mostraban sus pezones.
—¿Dónde crees que están sus madres? —le pregunté a Mwita.
—O sus padres —susurró.
—Mwita, dudo mucho que alguna sea como tú. No tienen padres.
Una de las chicas saludó. Le devolví el saludo.
—Son hasta un poco guapas, a su manera, quizás —le dijo Diti a Luyu.
—Si tú lo dices —respondió esta, no muy convencida.
Mientras pasábamos junto al último edificio, oímos unos inquietantes
lamentos que aumentaban de volumen. Las mujeres de Banza habían llegado
a la casa de sus gemelos. Fanta estaría bien cuidado, por lo menos de
momento. En cuanto incinerasen a su hermana, desaparecería durante la
noche. Lo sentía por Fanta. Su otra mitad lo había dejado y se había alegrado
de hacerlo. Pero lo mejor sería que se marchase de Banza. En el fondo, la
ciudad era buena, pero había partes podridas. Y ahora Fanta podría tener una
vida en vez de ser una idea que proporcionaba una esperanza egoísta a otra
gente.
Mientras caminábamos, con aquel burdel no muy lejos, sentí una oleada
de rabia. Ser anormal equivalía a servir a lo normal. Y, si te negabas, te

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odiaban… y a veces lo normal te odiaba incluso aunque lo sirvieras. Mira a
esas chicas y mujeres ewus. Mira a Fanta y a Nuumu. Míranos a Mwita y a
mí.
No por última vez, tuve la sospecha de que mis actos en el oeste serían
violentos. Pese a lo que Mwita decía y creía. Mira cómo reaccionó al ver a
Daib. Esa era la realidad. Al ser yo ewu, ¿quién me iba a escuchar sin la
amenaza de la violencia? Lo mismo había ocurrido con esos repugnantes
hombres en la taberna. No me escucharon hasta que me temieron.
Justo cuando llegamos a la carretera, nos encontramos con los tres
camellos. A la izquierda había una enorme montaña de excrementos y parecía
que alguno de los animales se había ido para traer matas de hierba seca que
saborear.
—Nos habéis esperado —dije con una sonrisa. Sin pensar, corrí hacia el
que me había amenazado y le abracé el cuello peludo y cubierto de polvo.
—Por el amor de Ani, ¿qué haces? —gritó Fanasi.
El camello gruñó, pero aceptó mi abrazo. Di un paso atrás. El animal era
enorme y, seguramente, hembra. Ladeé la cabeza. Otro de los camellos no era
demasiado grande. Un bebé que pronto dejaría de serlo. Lo habrían destetado
hacía poco. Me pregunté si la hembra nos dejaría ordeñarla. La leche de
camella contiene vitamina C. Mi madre me contó que había hecho aquello en
varias ocasiones cuando yo era muy pequeña.
—¿Cómo debo llamaros? —pregunté—. ¿Qué te parece Sandi?
Mwita se rio y sacudió la cabeza. Luyu nos observaba atentamente. Fanasi
sacó la daga que había comprado en Banza. Binta parecía asqueada. Y Diti
molesta.
—Lo más seguro es que te hayas llenado de piojos, ¿sabes? —dijo Diti—.
Espero que tengas que cortarte ese pelo tan precioso.
—Solo los camellos domésticos tienen ese problema —respondí con
desdén.
—Esa cosa podría haberte arrancado la cabeza de un mordisco —dijo
Fanasi, aún con la daga en la mano.
—Pero no lo ha hecho —suspiré—. ¿Quieres apartar eso?
—No.
Los camellos no eran tontos. Nos observaban con atención. Solo era
cuestión de tiempo que uno de ellos escupiera o mordiera a Fanasi. Me giré
hacia la camella líder.
—Me llamo Onyesonwu Ubaid-Ogundimu. Nací en el desierto y me crie
en Jwahir. Tengo veinte años y soy hechicera, aprendiza del hechicero Aro y

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aconsejada por el hechicero Sola. Mwita, dile quién eres.
Dio un paso hacia los camellos.
—Soy Mwita, compañero de vida de Onyesonwu.
Fanasi chasqueó la lengua con fuerza.
—¿Por qué no les dices simplemente que eres su marido?
—Porque soy más que eso —dijo Mwita. Fanasi le echó una mirada
asesina, masculló algo en voz baja y procedió a no hacer caso a nadie. Mwita
se giró de nuevo hacia la camella—. Nací en Mawu y me crie en Durfa. Soy
un prehechicero. No me permitieron superar la iniciación por ciertos…
motivos. —Me miró—. También soy un sanador, aprendiz aprobado por la
sanadora Abadie.
Los tres camellos permanecieron sentados sin más y nos miraron a los
dos.
—Dale un abrazo —dije.
—¿Qué?
Diti, Luyu y Binta soltaron una risita tonta.
—Ani nos libre —refunfuñó Fanasi, poniendo los ojos en blanco.
Empujé a Mwita hacia delante. Se quedó quieto ante el gran animal.
Luego alzó los brazos y, despacio, rodeó el cuello de la camella, que gruñó
por lo bajo. Hizo lo mismo con los otros. También parecieron complacidos
por ese gesto, porque gruñeron y empujaron a Mwita con tanta fuerza que
hicieron que se tambaleara.
Luyu dio un paso adelante.
—Soy Luyu Chiki, nacida y criada en Jwahir. —Calló, mirándome a mí y
luego al suelo—. Yo… no tengo título. No fui aprendiza de nadie. Viajo para
ver lo que pueda y aprender de qué estoy hecha… y para qué.
Abrazó lentamente a la camella líder. Sonreí. Salió corriendo para
refugiarse detrás de mí en vez de abrazar a los demás.
—Huelen a sudor —susurró—. ¡Como el sudor de un hombre gordo!
Reí.
—¿Ves las jorobas? Están hechas de grasa. Pueden pasarse días sin
comer.
No miré a Diti ni a Binta. Solo con verlas me daban ganas de saltar sobre
ellas y empezar a propinarles bofetada tras bofetada tras bofetada como ya
hice antes.
—Soy Binta Keita —dijo en voz alta desde donde estaba—. Dejé Jwahir,
mi hogar, para encontrar una nueva vida… Fui marcada. ¡Pero lo arreglé y ya
no lo estoy!

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—Me llamo Diti Goitsemedime —dijo, también quedándose en su sitio—.
Y este es mi marido Fanasi. Somos de Jwahir. Vamos al oeste para hacer lo
que podamos.
—Yo sigo a mi mujer —añadió Fanasi, echándole una mirada amarga a
Diti.

Nos dirigimos hacia el suroeste, usando el mapa de Luyu para mantenernos


por el camino correcto. Hacía calor y teníamos que andar cubiertas con los
velos. Los camellos lideraban la marcha e iban en la dirección exacta. Esto
sorprendió a todo el mundo, excepto a Mwita y a mí. Viajamos hasta bien
entrada la noche y, cuando montamos el campamento, nos sentíamos
demasiado cansadas para cocinar. En cuestión de minutos, todas nos
habíamos retirado a nuestras respectivas tiendas.
—¿Cómo estás? —preguntó Mwita, abrazándome con fuerza.
Sus palabras fueron como una llave. Todas las emociones que había
contenido de repente estuvieron listas para estallarme en el pecho. Enterré la
cabeza en su torso y lloré. Pasaron unos minutos y mi pena se convirtió en
furia. Sentí una urgencia en el pecho. Ansiaba tanto matar a mi padre. Habría
sido como matar a mil de esos hombres que me atacaron. Vengaría a mi
madre, me vengaría a mí misma.
—Respira —susurró Mwita.
Abrí la boca e inhalé su aliento. Él me besó de nuevo y despacio, con
cuidado, con suavidad, pronunció una palabra que pocas mujeres han oído en
boca de un hombre:
—Ifunanya.
Es una palabra antigua. Ya no existe en ningún otro grupo de personas.
No hay una traducción directa al nuru, inglés, sipo o vah. Esa palabra solo
cobra significado cuando un hombre la dice a la persona que ama. Una mujer
no puede pronunciarla a menos que sea estéril. No es juju. No en la forma que
yo conozco. Pero esa palabra tiene fuerza. Solo es vinculante por completo si
es cierta y la emoción es correspondida. No es como la palabra «amor». Un

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hombre puede decirle a una mujer que la ama todos los días. Ifunanya solo se
dice una vez en la vida del hombre. Ifu significa «mirar en», n es «los» y anya
quiere decir «ojos». Los ojos son la ventana al alma.
Casi muero cuando me lo dijo, porque nunca creí que ningún hombre me
la diría, ni siquiera Mwita. Toda la suciedad de esos hombres que se había
acumulado sobre mí por culpa de sus actos sucios y sus palabras sucias y sus
sucias ideas ya no importaba. Mwita, Mwita, Mwita, de nuevo, Destino, te
doy las gracias.

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CAPÍTULO TREINTA Y CUATRO

Viajamos durante dos semanas antes de que Mwita decidiera que deberíamos
parar unos días. Algo más había ocurrido en Banza. Empezó cuando partimos
de Jwahir, pero ahora se había vuelto más pronunciado. El grupo se rompía de
muchas formas. Había una división entre hombres y mujeres. Mwita y Fanasi
solían pasear juntos a menudo y se pasaban horas hablando. Pero una escisión
entre los sexos parecía normal. La separación entre Binta y Diti, por una
parte, y Luyu y yo, por otra, era más problemática. Y luego estaba la
separación más problemática de todas, entre Fanasi y Diti.
Seguía pensando en lo que Fanasi les había dicho a los camellos, que nos
acompañaba sobre todo por seguir a Diti. Pensé que la visión que le había
mostrado sobre lo que estaba ocurriendo en realidad en el oeste era su mayor
motivación para venir. Había olvidado que Fanasi y Diti se amaban desde
niños. Habían querido casarse desde que supieron lo que era el matrimonio.
Fanasi se había sentido desconsolado cuando tocó a Diti y esta gritó. Durante
años, había padecido por ella hasta que se armó del valor suficiente para pedir
su mano en matrimonio.
No quiso permitir que se marchase sin él. Pero, al dejar Jwahir, Diti y
Binta descubrieron la vida como mujeres libres. A medida que pasaban los
días, si Diti y Fanasi no discutían, se ignoraban mutuamente. Diti se mudó de
forma definitiva a la tienda de Binta, que no puso reparos. Mwita y yo las
oíamos hablar y reír en voz baja, a veces bien entrada la noche.
Estaba segura de que podía arreglar las cosas. Esa noche, encendí un
fuego de rocas y cociné un abundante estofado con dos liebres. Luego
convoqué una reunión. Cuando todo el mundo se sentó, serví la comida en
cuencos de porcelana rotos y los repartí, empezando con Fanasi y Diti y
terminando con Mwita. Observé cómo comían durante un rato. Había usado
sal, hierbas, suculenta y leche de camella. El estofado estaba bueno.
—He notado tensión —dije al fin. Solo se oía el ruido de las cucharas
golpeando la porcelana y el de las demás sorbiendo y masticando—.

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Llevamos tres meses viajando. Estamos muy lejos de casa. Y nos dirigimos a
un sitio lleno de maldad. —Hice una pausa—. Pero el mayor problema aquí,
ahora, es con vosotros dos. —Señalé a Fanasi y a Diti. Se observaron y luego
apartaron la mirada—. Solo sobrevivimos gracias a las demás. Estáis
disfrutando de un estofado hecho con la leche de Sandi.
—¿Qué? —exclamó Diti.
—¡Puaj! —chilló Binta. Fanasi soltó una palabrota y dejó el cuenco.
Mwita se rio mientras seguía comiendo. Luyu miraba desconfiada su bol.
—El caso es —dije— que vosotros dos os consideráis marido y mujer,
pero no dormís en la misma tienda.
—Fue ella la que huyó —dijo Fanasi de repente—. Y se comportó como
una fea prostituta ewu en la taberna.
Ya estábamos otra vez. Apreté los labios y me centré en lo que intentaba
decir.
—Cállate —le espetó Diti—. Los hombres siempre creen que cuando una
mujer disfruta es porque debe ser una prostituta.
—¡Cualquiera podría haberte tomado! —dijo Fanasi.
—Es posible, pero, en cambio, ¿a por quién fueron? —replicó Diti,
dirigiéndome una sonrisa diabólica.
—Oh, Ani nos asista —se lamentó Binta, mirándome. Me levanté.
—Venga —dijo Diti, y me imitó—. Sobreviví a tu otra paliza muy bien.
—¡Eh! —exclamó Luyu, interponiéndose entre Diti y yo—. ¿Qué os pasa
a todas?
Mwita se quedó sentado y esa vez solo observó.
—¿Qué me pasa a mí? ¿Has dicho que qué me pasa a mí? —Me reí con
ganas. No me senté.
—Diti, ¿tienes algo que decirle a Onye? —preguntó Luyu.
—Nada —respondió, pero apartó la mirada.
—Sé cómo romperlo —dije en voz alta, casi sin respirar por lo enfadada
que estaba—. ¡Quiero ayudarte, zopenca insípida! Me di cuenta de cómo se
hacía mientras curaba a Nuumu.
Diti se me quedó mirando sin más.
Respiré hondo.
—Luyu, Binta, no hay nadie aquí, pero puede que en una de las aldeas o
ciudades por las que estemos de paso… No lo sé. Pero puedo romper el juju.
Me di la vuelta y entré en mi tienda. Tendrían que venir a mí.
Mwita se presentó una hora más tarde con un cuenco de estofado.

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—¿Cómo lo harás? —preguntó. Cogí el cuenco. Estaba famélica, pero era
demasiado orgullosa como para salir a por el estofado que había preparado.
—No les va a gustar —dije mientras mordía un trozo carne—. Pero
funcionará.
Mwita lo consideró durante un minuto. Luego sonrió.
—Exacto —dije.
—Luyu te dejará, pero Binta y Diti… Hará falta algo de persuasión.
—O lo que queda del vino de palma —dije—. Ya está tan fermentado que
no distinguirán su cabeza de sus yeyes después de dos copas, eso si accedo a
hacerlo. A Binta puede, pero a Diti… no sin mil disculpas. —Miré
detenidamente a Mwita mientras se giraba para marcharse—. Asegúrate de
decírselo a Fanasi con esas mismas palabras —añadí con una sonrisa de
suficiencia.
—Pensaba hacerlo.
Fanasi acudió a mí esa noche. Me acababa de acomodar en los brazos de
Mwita después de pasarme una hora volando como buitre.
—Siento molestaros —dijo Fanasi, entrando a gatas.
Me enderecé y me envolví con la rapa. Mwita me cubrió los hombros con
la sábana. Apenas podía ver a Fanasi bajo el resplandor del fuego de rocas
que había fuera.
—Diti quiere que…
—Pues entonces tiene que venir y pedirlo —dije.
Fanasi frunció el ceño.
—No se trata solo de ella, ¿sabes?
—Pero ella va antes —dije. Guardé silencio un momento y entonces
suspiré—. Dile que salga y que hable conmigo.
Miré a Mwita antes de salir. Estaba sin camiseta y yo me llevaba la
sábana. Agitó una mano en mi dirección y dijo:
—No tardes demasiado.
Fuera hacía incluso más frío. Me ajusté más la sábana y me acerqué al
fuego menguante. Alcé una mano y giré el aire a su alrededor hasta que se
calentó de nuevo. Eché un poco de ese aire cálido hacia mi tienda.
Fanasi me puso una mano en el hombro.
—Controla ese genio —dijo. Fue a la tienda de Binta y Diti.
—Mientras ella lo haga… —mascullé. Me quedé observando las piedras
brillantes mientras Diti salía. Fanasi se metió en su tienda y cerró. Como si
Diti y yo tuviéramos algo de privacidad.
—Mira —dijo—. Solo quiero…

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Alcé la mano y negué con la cabeza.
—Antes, la disculpa. Si no, me vuelvo directa a mi tienda a echarme un
sueñecito libre de culpa.
Me dirigió una mirada contrariada durante demasiado tiempo.
—Yo…
—Y quítate esa mirada de la cara —la interrumpí—. Si tanto asco te doy,
entonces deberías haberte quedado en casa. Te merecías esa paliza. Estás
tonta si vas provocando a alguien que puede partirte en dos. Soy más alta,
más grande y estoy mucho más cabreada.
—¡Lo siento! —gritó.
Vi que Luyu echaba un vistazo desde su tienda.
—Yo… este viaje… —dijo Diti—. No es lo que esperaba. Yo no soy
quien esperaba. —Se limpió la frente. Ahora hacía calor por el fuego, algo
muy apropiado para la conversación—. Nunca había salido de Jwahir. Estoy
acostumbrada a comer bien, al pan caliente y recién hecho y al pollo
especiado, ¡y no a la liebre del desierto estofada y a la leche de camella! La
leche de camella es para bebés y… ¡camellos bebé!
—No eres la única que nunca ha salido de Jwahir, Diti. Pero eres la única
que se comporta como una idiota.
—¡Nos lo mostraste! Nos mostraste el oeste. ¿Quién podría quedarse
sentada después de ver aquello? No podía quedarme allí viviendo feliz con
Fanasi. Tú lo cambiaste todo.
—¡Oh, no me culpes a mí! —espeté—. ¡No os atreváis a culparme a mí!
¡Culpaos a vosotras mismas por vuestra ignorancia y vuestro conformismo!
—Tienes razón —dijo Diti en voz baja—. Yo… no sé qué me ha pasado.
—Negó con la cabeza—. No te odio… pero odio lo que eres. Odio que
cuando te veo… Es difícil para nosotras, Onye. Once años creyendo que los
ewus son sucios, inferiores y violentos. Luego os conocimos a ti y a Mwita.
Sois las dos personas más raras que hemos conocido nunca.
—Pronto, a ti también te verán como inferior. Pronto entenderás cómo me
siento yo vaya donde vaya. —Pero tenía un dilema. Diti y Binta también
estaban pasando por una situación difícil, como el resto. Y debía respetarlo. A
pesar de todo—. ¿Has venido a pedirme algo?
Diti miró en dirección a la tienda de Fanasi.
—Quítamelo. Si puedes. ¿Lo harás?
—No te gustará lo que tengo que hacer. Y a mí tampoco.
Diti frunció el ceño y luego su rostro dio paso a una mirada de asco.
—No.

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—Sí.
—¡Puaj!
—Lo sé.
—¿Dolerá lo mismo? —preguntó.
—No lo sé. Pero en materia de hechicería, no se recibe nada sin dar.
Luyu salió de su tienda.
—Yo también quiero —dijo—. Me da igual que me pongas las manos
encima. Lo que sea por disfrutar de nuevo del sexo. No tengo tiempo para
matrimonios.
Binta salió fuera con dificultad.
—¡Y yo! —dijo.
Lo único que sentía yo eran dudas.
—De acuerdo —accedí—. Mañana por la noche.
—¿Sabes exactamente lo que tienes que hacer? —preguntó Luyu.
—Eso creo. O sea, nunca lo he hecho antes, claro.
—¿Qué crees que… harás? —insistió Luyu.
Lo consideré.
—Bueno, nada puede salir de nada. Ni siquiera un trocito de carne. Una
vez, Aro le arrancó una pata a un bicho, la tiró a un lado y dijo: «Haz que
vuelva a andar». Pude hacerlo, pero no sé cómo. Hay un punto en el que yo
dejo de funcionar y algo actúa a través de mí para hacer lo que sea necesario.
Arrugué el ceño al pensarlo. Cuando curaba, yo no lo hacía todo. Y si no
lo hacía yo, ¿quién más había ahí? Aquello se parecía a lo que le había
contado a Luyu, cuando te despiertas y no sabes quién eres.
—En una ocasión le pregunté a Aro qué creía que pasaba al curar, y dijo
que tenía que ver con el tiempo —expliqué—. Se manipula para traer de
vuelta la carne.
Las tres se me quedaron mirando. Me encogí de hombros y renuncié a
seguir explicando.
—Onye —dijo Binta de repente—. Lo siento mucho, muchísimo. No
deberíamos haber ido. —Se abalanzó sobre mí, tirándome al suelo—. ¡No
tendrías que haber estado allí!
—No pasa nada —respondí mientras intentaba enderezarme. Binta seguía
aferrada a mí y ahora lloraba con fuerza. La rodeé con los brazos y susurré—:
No pasa nada, Binta. Estoy bien.
El pelo le olía a jabón y aceite perfumado. El día anterior a nuestra partida
de Jwahir, se había peinado su afro en muchas trencitas. Desde entonces, las
trenzas habían crecido y aún no se las había deshecho. Me pregunté si habría

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decidido dejárselo dada. Dos de los camellos gruñeron detrás de la tienda de
Luyu, donde intentaban descansar.
—Por el amor de Ani —dijo Fanasi mientras salía de su tienda—.
Mujeres.
Mwita también salió de la suya. Me fijé en que Luyu miraba su pecho
descubierto, pero no supe si fue por la típica curiosidad que la gente sentía
sobre los cuerpos de los ewus o algo más carnal.
—Pues queda decidido —dijo Mwita—. Eso está bien.
—Así es —exclamó Fanasi con alegría.
Diti le lanzó una mirada furibunda.

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CAPÍTULO TREINTA Y CINCO

Me pasé gran parte del día siguiente como buitre, planeando, relajándome.
Luego regresé al campamento, me vestí y recorrí kilómetro y medio hasta un
sitio que había divisado mientras volaba. Me senté debajo de la palmera, me
envolví la cabeza con el velo y metí las manos en la ropa para protegerlas del
sol. Despejé la mente de todo pensamiento. No me moví durante tres horas.
Volví al campamento justo antes del atardecer. Los camellos fueron los
primeros en saludarme. Estaban bebiendo de una bolsa de agua que Mwita les
sostenía. Me empujaron con sus hocicos mojados. Sandi hasta me lamió la
mejilla para oler y saborear el viento y el cielo en mi piel.
Mwita me dio un beso.
—Diti y Binta te han preparado un banquete.
Disfruté mucho de la liebre del desierto asada. Hacían bien en darme de
comer. Necesitaba esa fuerza. Después, cogí un cubo de agua, me refugié
detrás de nuestra tienda y me lavé a conciencia. Mientras me tiraba agua por
la cabeza, oí a Diti gritar.
—¡No!
Me detuve a escuchar. No podía percibir nada por culpa del ruido del agua
goteando. Sentí un escalofrío y terminé el baño. Me vestí con una camisa
amplia y mi vieja rapa amarilla. El sol ya se había puesto por completo. Oí
que las demás se reunían. Había llegado la hora.
—He elegido un sitio —dije—. Está a kilómetro y medio de distancia.
Hay un árbol. Mwita, Fanasi, quedaos aquí. Veréis nuestra hoguera.
Miré a Mwita a los ojos, con la esperanza de que entendiera mis palabras
implícitas: «Ten la oreja puesta».
Tras coger un morral lleno de piedras, las cuatro nos marchamos. Cuando
llegamos al árbol, saqué las piedras y las calenté hasta que mis articulaciones
se relajaron. Era una noche muy fría. Nos habíamos alejado lo suficiente
como para que el clima cambiase. Aunque los días seguían siendo cálidos, las

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noches se habían vuelto sumamente glaciales. En Jwahir, casi nunca hacía ese
frío por la noche.
—¿Quién quiere ser la primera? —pregunté.
Intercambiaron una mirada.
—¿Por qué no lo hacemos en el mismo orden que nuestro rito? —dijo
Luyu.
—¿Binta, tú y luego Diti?
—Esta vez hagámoslo a la inversa —insistió Binta.
—Vale —accedió Diti—. No he venido aquí a asustarme. —Le temblaba
la voz.
—Escupid vuestras piedras talembe etanou —indiqué.
—¿Por qué? —preguntó Luyu.
—Creo que también están hechizadas, pero no estoy segura de cómo.
Luyu escupió la suya en la mano y se la guardó en un pliegue de su rapa.
Diti la escupió en la oscuridad. Binta dudó.
—¿Estás segura? —preguntó.
—Haz lo que quieras —le dije con un gesto de la mano.
No escupió la suya.
—Muy bien —proseguí—. Ah, Diti, tienes que…
—Lo sé —respondió quitándose la rapa. Luyu y Binta apartaron la
mirada.
Me sentí mareada. No por miedo, sino por una profunda sensación de
incomodidad. Diti tendría que abrir las piernas. Pero, peor aún, yo debía
colocar la mano en la cicatriz que quedaba del corte producido nueve años
antes.
—No hace falta que pongas esa cara —dijo Diti.
—¿Y qué cara esperas que ponga? —pregunté molesta.
—Nosotras, eh, estaremos por ahí —dijo Luyu de repente. Agarró a Binta
de la mano y se alejó—. Llamadnos cuando estéis listas.
—¿El fuego calienta lo suficiente? —le pregunté a Diti.
—¿Puedes avivarlo más?
Lo hice.
—Vas a tener que… hacer lo que… hiciste antes —dije.
Me arrodillé junto a las rocas. Miré el cielo mientras ella se tumbaba junto
a mí y abría las piernas. Respiré hondo y situé mis manos sobre ella. Me
concentré enseguida, sin hacer caso a la sensación de humedad en la yeye de
mi amiga. Me centré en sacar un puñado tras otro de lo que abundaba. Tomé
fuerza del fuego y emoción de Luyu y Binta. Extraje de la agitación de los

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camellos, de la leve preocupación de Mwita en el campamento y de la
confusa ansiedad y entusiasmo de Fanasi.
Notaba su cicatriz, pero no tardé en sentir calor y una brisa que soplaba
detrás de mí. Diti gimoteaba. Luego se echó a llorar. Y luego a gritar.
Aguanté con los ojos cerrados, aunque experimentaba la misma sensación de
ardor, de algo desgarrándose y tejiéndose entre mis piernas. Seguro que
Mwita y Fanasi oyeron sus gritos. Aguanté. Llegó el momento. Aparté las
manos. Por instinto, las hundí en la arena. Me las restregué como si la arena
fuera agua. Usé la rapa de Diti para limpiármelas.
—Ya está —dije con la voz ronca. Me picaban las manos—. ¿Cómo te
sientes?
Se limpió las lágrimas de la cara y me echó una mirada asesina.
—¿Qué me has hecho? —dijo con la voz tomada.
—Cállate —espeté—. Te dije que podría doler.
—¿Quieres que compruebe si funciona? —preguntó con sarcasmo.
—Me da igual lo que hagas. Ve a por Luyu.
Una vez de pie, Diti pareció sentirse mejor. Bajó la mirada hacia mí
durante un momento y luego se alejó despacio. Me froté más arena en las
manos que tanto me picaban.
—Todo tiene consecuencias —mascullé para mí misma.
Las tres gritaron.
—Dejadme aquí —dije cuando terminé con Binta. Estaba sin aliento,
sudaba y no dejaba de restregarme las manos con la arena. Podía olerlas a las
tres en mí y me sentía inquieta. Froté con más fuerza—. Regresad al
campamento.
Ni ellas ni yo necesitábamos comprobar si había funcionado. Había salido
bien. Ahora entiendo que no tenía motivos para dudar de mí con algo tan
simple.
—Puedo hacer mucho más —me dije a mí misma—. Pero ¿qué padeceré?
—reí. Me escocían tanto las manos que quería meterlas en las rocas calientes.
Las mantuve sobre la luz del fuego y murmuré—: Oh, Ani, ¿qué hiciste
cuando me creaste?
Tenía la piel irritada. Me pellizqué un trocito. Una franja del tamaño de
todo el dorso de mi mano se desprendió. La dejé caer sobre la arena. Justo
ante mis ojos, vi que la siguiente capa de piel se empezaba a secar e irritar.
También se pelaría. La restregué con arena. Fui soltando una capa tras otra. El
picor continuaba. Había acumulado una montaña de piel en el suelo y aún
seguía pelando cuando Mwita habló a mi espalda.

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—Enhorabuena —dijo. Se apoyó en la palmera y cruzó los brazos sobre el
pecho—. Has hecho felices a tus amigas.
—No… no puedo pararlo —exclamé frenética.
Mwita frunció el ceño y me examinó de cerca bajo la tenue luz.
—¿Eso es piel? —preguntó. Asentí y se arrodilló a mi lado—. Déjame
ver.
Negué con la cabeza y refugié las manos en la espalda.
—No. Es horrible.
—¿Cómo las sientes?
—Espantosas. Calientes, irritadas.
—Tienes que comer —dijo. Sacó un trozo de golosina roja de cactus
envuelta en tela. Estaba justo como a mí me gustaba: pegajosa y madura.
—No tengo hambre.
—Da igual. Toda esa piel requiere energía y producción de tu parte, con
juju o sin él. Tienes que comer para reemplazarla.
—No quiero tocarla. No quiero tocar nada con ellas.
Depositó la golosina a un lado.
—Déjame ver, Onyesonwu.
Solté una palabrota y le ofrecí las manos. Aquello siempre resultaba muy
humillante. Yo hacía algo y necesitaba la ayuda de Mwita para arreglarme.
Como si no tuviera control de mis habilidades, mis facultades, mi cuerpo.
Me examinó las manos durante un rato largo. Tocó la piel. Peló un poco,
observó cómo la nueva piel se volvía vieja y se pelaba de nuevo. Me sujetó
las manos entre las suyas.
—Están calientes —dijo.
Lo envidiaba. Yo era la hechicera, pero él entendía mucho más. Le habían
prohibido aprender los Saberes Místicos, pero se comportaba como un
hechicero.
—Vale —dijo para sí mismo al cabo de un rato.
Cuando no añadió nada más, pregunté:
—Vale, ¿qué?
—Chist —ordenó, y eso me recordó a Aro. A Sola también. Los tres
tenían la costumbre de escuchar una o varias voces que yo no podía oír—.
Vale —repitió. Esta vez me hablaba a mí—. No puedo curarlo.
—¿Qué?
—Pero tú sí.
—¿Cómo?
Mwita parecía enfadado.

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—Deberías saberlo.
—Bueno, pues está claro que no lo sé —espeté.
—Deberías —dijo con una carcajada amarga—. Ah, deberías saber cómo
hacerlo. Tienes que practicar más, Onye. Empezar a aprender por ti misma.
—Lo sé —dije molesta—. Por eso te dije que debíamos ir con cuidado
cuando nos acostemos. No soy…
—En eso es mejor arriesgarse —me interrumpió. Hizo una pausa,
mirando el cielo—. Solo Ani sabe por qué te hizo a ti hechicera en vez de a
mí.
—Mwita, dime de una vez lo que tengo que hacer —insistí mientras me
restregaba las manos en la arena.
—Lo único que tienes que hacer es lavarte las manos en la vasta selva.
Las has usado para manipular el tiempo y la carne y ahora están llenas de
carne y tiempo. Llévalas a la vasta selva, donde no hay tiempo ni carne, y
parará. —Se levantó—. Hazlo para que podamos regresar.
Tenía razón, no había estado escuchando ni practicando. Desde que nos
fuimos, solo había usado mis habilidades cuando las necesitábamos o cuando
yo las necesitaba. Intenté deslizarme en la vasta selva. No ocurrió nada. Me
faltaba práctica y no había ayunado. Me esforcé más y siguió sin pasar nada.
Me tranquilicé y me concentré en mi interior. Dejé que mis pensamientos se
desprendieran, como la piel de mis manos. Poco a poco, el mundo a mi
alrededor cambió y onduló. Observé los colores durante un rato mientras unas
brumas rosas giraban alrededor de mi cabeza.
Y entonces, a lo lejos, lo vi: el ojo rojo. No lo había visto desde que tenía
dieciséis años, desde la iniciación. Me levanté con rapidez. Como era eshu,
podía transformarme en los cuerpos de otras criaturas y espíritus. Allí era
azul. A excepción de mis manos, que eran de un marrón apagado. Miré
desafiante el ojo.
—Cuando quieras —le dije. Daib no respondió. Fingí ignorarlo. Alcé las
manos. De inmediato, varios espíritus libres y felices se sintieron atraídos
hacia ellas. Dos rosas y uno verde las atravesaron. Cuando bajé las manos,
eran de un vivo azul como el resto de mi ser. Me senté y, aliviada, regresé al
mundo físico. Me examiné las manos. Seguían recubiertas de piel descamada.
Pero cuando la quité, debajo solo había piel estable y abundante. Miré a
Mwita. Estaba sentado a los pies del árbol, observando el cielo.
—Daib me estaba vigilando allí —dije.
Se dio la vuelta.
—Oh, has regresado. —Hizo una pausa—. ¿Ha intentado algo?

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—No. Solo era ese ojo rojo vigilante —suspiré—. Pero tengo las manos
mejor, aunque siguen calientes, como si tuviera fiebre, y la piel está tierna.
Él las cogió para examinarlas.
—Eso puedo arreglarlo. Regresemos.
Cuando nos acercamos al campamento, oímos gritos. Aceleramos el paso.
—¿Eso es en lo único que piensas, Fanasi? —chillaba Diti.
—¿Qué clase de esposa eres? Ni siquiera he dicho nada sobre…
—¡No me quedaré contigo esta noche!
—¡Queréis callaros! —gritó Luyu.
—¿Qué ocurre? —le pregunté a Binta, que estaba quieta llorando.
—Pregúntaselo a ellos —sollozó.
Fanasi me dio la espalda.
—No es asunto tuyo —gruñó Diti, cruzándose de brazos.
Me dirigí hacia mi tienda, asqueada.
—Nunca debería haber venido contigo —le dijo Fanasi a Diti—. Tendría
que haber dejado que te fueras y asunto arreglado.
—¿Cuándo te he pedido yo que vinieras por mí? —replicó Diti—. ¡Qué
egoísta eres!
Aparté de un manotazo la abertura de la tienda y entré a gatas. Ojalá solo
nos hubiésemos ido Mwita y yo, ojalá el resto se hubiese quedado en casa.
«¿Qué harán cuando lleguemos al oeste?», me pregunté. Mwita entró.
—Se suponía que iba a arreglar las cosas —siseé.
—No puedes solucionarlo todo —dijo. Me ofreció un cuenco—. Toma,
come.
—No —respondí, apartándolo.
Me miró enfadado y se marchó. Nos estábamos desmoronando, vale.
Llevábamos así desde que habíamos salido, pero cuando rompí el juju, las
grietas se volvieron más permanentes. No fue culpa mía, lo sé, pero por aquel
entonces sentí que todo lo era. Yo era la elegida.
Todo era culpa mía.

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CAPÍTULO TREINTA Y SEIS

Aquella noche caí enferma. Estaba tan cabreada y decepcionada con todas las
discusiones que me negué a comer y me acosté con el estómago vacío. Mwita
se había pasado gran parte de la noche fuera, intentando que Fanasi entrara en
razón. De haber estado conmigo, me habría obligado a comer antes de dormir.
Cuando regresó, justo antes del amanecer, me encontró enroscada en una bola
apretada, temblando y gruñendo cosas sin sentido. Tuvo que darme
cucharadas de sal y luego caldo del estofado de la noche anterior. Ni siquiera
podía sujetar la cuchara.
—La próxima vez no seas cabezota ni desconsiderada —me dijo
enfadado.
Me sentía demasiado débil para viajar, pero pronto pude sentarme y
comer sola. Había tensión en el campamento. Binta y Diti se quedaron en su
tienda. Fanasi y Mwita salieron para hablar. Luyu se quedó conmigo. Nos
tumbamos en mi tienda para practicar nuru juntas.
—¿Qué problema crees es Diti? —preguntó Luyu en un nuru pésimo.
—Es tonta —respondí en la misma lengua.
—Yo… —Calló. En okeke, preguntó—: ¿Cómo se dice «libertad» en
nuru?
Se lo dije.
Se quedó pensando un segundo y luego dijo en nuru:
—Creo yo… Diti saborea libertad y ahora no puede sin.
—Yo creo que es tonta sin más —repetí en nuru.
Luyu cambió a okeke.
—Ya viste lo feliz que estaba en la taberna. Algunos de esos hombres
eran encantadores… Ninguna de nosotras teníamos permitido ser así de libres
en Jwahir.
—Tú sí que lo eras —reí.
Ella también se rio.
—Porque aprendí a tomar lo que no me daban.

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Aquella noche, tumbada junto a Mwita, seguía pensando en la estupidez
de Diti. Mwita respiraba con suavidad, profundamente dormido. Oí unos
pasos ligeros en el exterior. Estaba acostumbrada al movimiento de los
camellos, pues por la noche a veces salían a buscar comida o se apareaban.
Pero esos pasos no eran pesados ni múltiples. Cerré los ojos y escuché con
más atención. «No es un fénec», pensé. «Ni una gacela». Contuve la
respiración, esforzándome más en escuchar. «Humanos». Los pasos se
dirigían a la tienda de Fanasi. Oí susurros. Me relajé. Diti al fin había entrado
en razón.
Pues claro que seguí escuchando. ¿Tú no lo harías? Oí que Fanasi
murmuraba algo. Y luego… fruncí el ceño. Presté más atención. Hubo un
suspiro seguido de un movimiento suave y un gemido ahogado. Casi desperté
a Mwita. Debería haberlo hecho. Aquello era malo. Pero ¿qué derecho tenía
yo a impedir que Luyu acudiera a la tienda de Fanasi? Podía oír sus
respiraciones rítmicas. Estuvieron así durante una hora. Al final me dormí, así
que no sé a qué hora regresó Luyu a su tienda.
Empacamos nuestras cosas antes del amanecer. Diti y Fanasi no se
hablaban. Fanasi intentó no mirar a Luyu. Luyu actuó con completa
normalidad. Me reí para mí misma cuando echamos a andar. ¿Quién iba a
decir que podía haber tanto teatro entre un grupo tan pequeño situado en
medio de la nada?

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CAPÍTULO TREINTA Y SIETE

Entre la arrogancia ignorante de Diti, el atrevimiento de Luyu y las emociones


confusas de Fanasi, las siguientes dos semanas fueron de todo menos
aburridas. Las demás me distraían de pensamientos más oscuros. Luyu
montaba la tienda junto a la de Fanasi y se escabullía a altas horas de la noche
cada pocos días. A la mañana siguiente, los dos estaban agotados y se pasaban
el día sin mirarse. Debo reconocer que actuaban muy bien.
Mientras tanto, yo practicaba cómo entrar y deslizarme por la vasta selva.
Cada vez que lo hacía, veía el ojo rojo a lo lejos, observándome. Sorprendía a
Mwita acercándome a él tan sigilosa como un fénec. Cortaba y curaba mi piel
una y otra vez, hasta que cortarme y curarme resultó fácil. Incluso empecé un
ayuno de tres días para intentar provocar una visión de viaje. Si Daib quería
espiarme, yo también podía espiarlo a él.
—¿Por qué no te has comido el desayuno? —preguntó Mwita.
—Estoy intentando conseguir una visión. Creo que esta vez puedo
controlarla. Quiero ver qué trama.
—Es una mala idea —dijo, negando con la cabeza—. Te matará.
Salió y regresó con un plato de gachas. Comí sin hacer preguntas.
Me preparaba para lo que estaba por venir. Aun así, no podía pasar por
alto la bomba de relojería que estaba a punto de estallar en nuestro
campamento. Una tarde, abordé a Luyu, que estaba lavando ropa en su cubo.
—Tenemos que hablar —dije.
—Habla, pues —respondió mientras escurría su rapa.
Me acerqué más, sin prestar atención a las gotas de agua que me cayeron
en la cara.
—Lo sé.
—¿El qué?
—Lo tuyo con Fanasi.
Se quedó quieta, con las manos metidas en el cubo de agua.
—¿Solo tú?

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—Por lo que sé, sí.
—¿Cómo?
—Os oí.
—Oh, no somos tan escandalosos como Mwita y tú.
—¿Por qué lo estás haciendo? ¿No sabes que…?
—Los dos lo queremos. Y no es como si a Diti le importara.
—¿Y entonces a qué viene tanto secretismo?
Luyu no respondió.
—Si Diti se entera…
—No lo hará —espetó, mirándome fijamente.
—Oh, yo no se lo voy a decir. Lo harás tú. Luyu, vivimos lo más juntas
que podemos sin ponernos unas encima de otras. Fanasi y Mwita hablan. Si
Mwita no lo sabe, pronto lo hará. O Diti o Binta te pillarán. ¿Y si te quedas
embarazada? Aquí solo hay dos hombres que podrían ser el padre.
Intercambiamos una mirada y luego nos echamos a reír.
—¿Cómo hemos acabado así? —pregunté en cuanto nos controlamos.
—No lo sé. Él es maravilloso, Onye. Puede que sea porque soy mayor,
pero oh, cómo me hace sentir.
—Luyu, escúchate. Es el marido de Diti.
Chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco. Esa noche me desperté un
momento para oír cómo Luyu se colaba en la tienda de Fanasi. No tardaron en
ponerse manos a la obra de nuevo.

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CAPÍTULO TREINTA Y OCHO

Llegamos a otra ciudad y decidimos entrar a por provisiones


—¿Papa Shee? ¿Qué clase de nombre es ese? —preguntó Luyu. Estaba
demasiado cerca de Fanasi. O puede que Fanasi estuviera demasiado cerca de
ella. Por esa época, él siempre parecía encontrarse a pocos pasos de mi amiga.
Se estaban relajando.
—Recuerdo esta ciudad —dijo Mwita. No tenía pinta de que su recuerdo
fuera bueno. Miró el mapa de Luyu mientras ella sujetaba el portátil sobre la
mano. Resultaba complicado ver a la luz del sol—. No estamos lejos del
comienzo del reino de los Siete Ríos. Esta es una de las últimas poblaciones
que encontraremos que no será… hostil con los okekes.
No muy lejos de nosotros, una caravana de gente también accedía a la
ciudad. Varias veces a lo largo de ese día habíamos oído motocicletas. En una
ocasión, los camellos se habían inquietado mucho y se habían puesto a rugir y
a sacudir sus pellejos llenos de arena. Últimamente se habían comportado de
forma extraña. La noche anterior, nos despertaron cuando empezaron a
gruñirse los unos a los otros. Seguían arrodillados, pero parecían enfadados.
Discutían. Cuando llegamos a la ciudad, se negaron a acercarse más. Tuvimos
que dejarlos a un kilómetro y medio de distancia mientras íbamos al mercado.
—Que sea rápido —dije. Me eché el velo sobre la cabeza. Mwita me
imitó.
Allí había diferentes estilos a la hora de vestir y oí diversos dialectos de
sipo, okeke y sí, incluso de nuru. No había muchos nurus, pero sí los
suficientes. No podía evitar mirarlos por su pelo negro y liso, su piel de un
tono marrón amarillento y sus narices estrechas. Nada de mejillas pecosas,
labios gruesos u ojos de colores extraños, como teníamos Mwita y yo. Estaba
un poco desconcertada. Nunca había imaginado que los nurus podían caminar
entre okekes libres de forma pacífica.
—¿Esos son nurus? —dijo Binta en voz un poco demasiado alta. Una
mujer que iba con el que supuse que era su hijo adolescente le echó un

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vistazo, frunció el ceño y se alejó. Luyu le dio un codazo a Binta para que se
callara.
—¿Qué piensas? —me preguntó Mwita, inclinado cerca de mi oreja.
—Vamos a por lo que necesitamos y salgamos de aquí. Esos hombres me
están mirando.
—Lo sé. Mantente cerca. —Mwita y yo estábamos atrayendo público.
Un saco de semillas de calabaza, pan, sal, una botella de vino de palma,
un nuevo cubo de metal… Conseguimos comprar todo lo que necesitábamos
antes de que empezaran los problemas. Había bastantes nómadas, así que no
fue por nuestra forma de vestir o de hablar. Fue por lo de siempre. Estábamos
mirando la carne seca cuando oímos un grito salvaje por detrás. Mwita nos
agarró a Luyu, que estaba a su lado, y a mí por instinto.
—Eeeeeewuuuuu —gritó un hombre okeke con una voz muy muy
profunda—. ¡Eeeewuuuuuu!
Su voz vibraba en mi cabeza de una forma antinatural. El hombre vestía
con pantalones negros y un caftán largo del mismo color. De su cabello dada
abundante y espeso colgaban varias plumas de águila marrones y blancas. Su
piel oscura brillaba por sudor o aceite. A su alrededor, la gente se apartaba a
un lado.
—Dejadlo pasar —dijo un hombre.
—Abrid paso —gritó una mujer.
Ya sabes lo que pasó después. Lo sabes porque me has oído narrar un
incidente similar. Aún tengo la cicatriz en la frente. ¿Fue en la misma ciudad?
No, pero bien podría haberlo sido. Poca cosa había cambiado desde que mi
madre tuvo que huir conmigo, un bebé, de una muchedumbre de gente que
nos tiraba piedras.
No sé cuándo empezaron a arrojarnos piedras a Mwita y a mí. Vivía
demasiado el momento, observando al hombre salvaje que podía introducir su
voz en mi cabeza. Una piedra me dio en el pecho. Concentré toda mi rabia
como respuesta en ese hombre, en ese chamán que había tenido la desfachatez
de no reconocerme como una auténtica hechicera. Lo ataqué de la misma
forma que había atacado a Aro años antes. Desgarrando y rajando. Oí que la
multitud ahogaba un grito y alguien chilló. Me mantuve centrada en el
hombre que había empezado aquello. Ni siquiera él se hacía una idea de lo
que le estaba ocurriendo, porque no conocía los Saberes Místicos. Lo único
que sabía eran jujus infantiles, trucos de bebé. Mwita podría haber acabado
con él sin parpadear.

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—¿Qué estáis haciendo? —oí que gritaba Binta. Eso me devolvió a mí
misma. Caí de rodillas—. ¡Sabéis acaso quién es! —chilló a la multitud.
Delante de nosotras, el chamán se desmoronó. Una mujer a su lado aulló.
—¡Han matado a nuestro sacerdote! —gritó un hombre, escupiendo
saliva.
Lo vi surcar el aire. Estaba atónita. ¿Quién tenía el descaro de tirar un
ladrillo a una chica tan hermosa que ni su padre podía resistirse a ella? ¿Con
tan buena puntería? El ladrillo impactó en la frente de Binta. Vi blanco. Se le
había hundido el cráneo, revelando el tejido cerebral. Cayó. Grité y eché a
correr hacia ella. No estaba lo bastante cerca. La muchedumbre se movió.
Gente corriendo, tirando más ladrillos, piedras. Un hombre se me acercó, le
propiné una patada, lo agarré del cuello y empecé a apretar. Y luego Mwita
tiró de mí y me arrastró.
—¡Binta! —grité. Incluso desde donde me hallaba, pude ver cómo la
gente pateaba su cuerpo caído y luego vi que un hombre cogía otro ladrillo
y… Ay, es demasiado horrible para describirlo. Grité las palabras que había
pronunciado en el mercado de Jwahir. Pero no quería mostrarles lo peor del
oeste. Quería mostrarles oscuridad. Estaban todos ciegos y en eso les
convertí. Toda la ciudad. Hombres, mujeres, niños. Les arrebaté la misma
capacidad que habían elegido no usar. La mayoría se calló. Algunos se
arañaron los ojos. Otros aún estiraron el brazo para intentar infligir violencia
sobre cualquiera que tuvieran a mano. Los niños gimotearon. Algunas
personas gritaron cosas como: «¿Qué es esta maldad?» o «¡Que Ani me
salve!».
Cabrones. Que se queden ahí, tropezando en la oscuridad.
Nos abrimos paso con dificultad entre las personas desconcertadas y
ciegas hasta Binta. Estaba muerta. Le habían roto el cráneo, perforado el
pecho, aplastado el cuello y las piernas. Me arrodillé y deposité las manos
sobre ella. Busqué, escuché.
—¡Binta! —grité. Algunas de esas personas idiotas y ciegas me
respondieron mientras se dirigían a trompicones hacia mi voz. No les hice
caso—. ¿Dónde estás, Binta?
Escuché con más atención en busca de su espíritu desorientado y
asustado.
—¿Dónde está? —bramé. El sudor me goteaba por la cara. Seguí
buscando.
Se había marchado. ¿Por qué se fue cuando sabía que podía traerla de
vuelta? Me pregunté si entendía que resucitarla y curarla seguramente me

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habría matado.
Al final, Fanasi me apartó para cogerla y Mwita le ayudó a cargar con su
peso. Dejamos la ciudad ciega como siempre lo había sido. Habrás oído
rumores de la famosa Ciudad de los Invidentes. No es una leyenda. Ve a Papa
Shee. Míralo por ti mismo.
Cuando los camellos nos vieron llevando el cadáver de Binta, gruñeron y
estamparon los pies contra el suelo. La dejamos y los animales la rodearon en
un círculo protector. Los siguientes días fueron un borrón confuso. Sé que, de
alguna forma, conseguimos recomponernos lo suficiente como para alejarnos
de Papa Shee. Sandi accedió a llevar el cuerpo de Binta. Sé que, en algún
momento, nos pasamos un día cavando un agujero de dos metros de
profundidad en la arena. Usamos las cazuelas y las sartenes. Enterramos a
nuestra querida amiga allí, en el desierto. Luyu leyó una plegaria del archivo
electrónico del Gran Libro en su portátil. Luego nos turnamos para decir unas
palabras sobre Binta.
—¿Sabéis? —dije en mi turno—. Antes de irse, envenenó a su padre. Le
echó raíz de corazón en el té y vio cómo se lo bebía. Se liberó antes de
marcharse de casa. Ah, Binta. Cuando regreses a estos lares, dominarás el
mundo.
Todas me miraron, conmocionadas aún por su muerte.
Mis dolores de cabeza regresaron después de enterrarla, pero ¿qué más
daba? Binta había sufrido el mismo destino: había muerto lapidada. ¿Qué
tenía yo de especial? Mientras caminábamos, me acostumbré a volar y a
regresar con las demás cuando decidíamos parar. Sandi llevaba mis cosas. Lo
único en lo que podía pensar era en que Binta nunca había conocido el roce
tierno de un hombre. Lo más cerca que había estado de eso fue aquella noche
en la taberna de Banza, cuando se había comportado de esa forma tan
descarada. Y, por mi culpa, murió defendiéndome.

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CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE

Hay una historia en el Gran Libro sobre un chico destinado a ser el líder
supremo de Suntown. La conoces bien. Está entre las favoritas de los nurus,
¿no? Se la contáis a vuestros hijos cuando son demasiado jóvenes para ver lo
fea que es esa historia. Esperáis que las niñas quieran ser como Tia, la
muchacha buena, y los chicos como Zoubeir el Grande. En el Gran Libro, su
historia habla de triunfo y de sacrificio. Su intención es haceros sentir a salvo.
Se supone que debe recordaros que las grandes cosas siempre permanecerán
protegidas y la gente destinada a la grandeza siempre lo está. Todo eso es
mentira. Así es como ocurrió la historia en realidad:
Tia y Zoubeir nacieron el mismo día en el mismo pueblo. El nacimiento
de Tia no fue secreto y, cuando vieron que era una niña, el acontecimiento no
tuvo nada de especial. Hija de dos campesinos, le dieron un baño caliente,
muchos besos y una ceremonia del nombre. Era el segundo retoño de la
familia, pero el primero había sido un niño sano, así que la acogieron con
alegría.
Zoubeir, en cambio, nació en secreto. Once meses antes, el líder de
Suntown se fijó en una mujer que bailaba en una fiesta. Esa noche, la tuvo
para él. Ni ese líder, que tenía cuatro esposas, podía cansarse de una mujer
así, por lo que la buscó y la tuvo una y otra vez hasta que se quedó
embarazada. El líder ordenó entonces a sus soldados que la mataran. Según
una ley, el primer hijo nacido fuera del matrimonio del líder debía sucederlo.
El padre del líder había evitado ese precepto casándose con cada mujer con la
que se acostaba. Cuando murió, tenía unas trescientas esposas.
Sin embargo, su hijo, el líder actual, era arrogante. Si quería una mujer,
¿por qué tenía que casarse antes con ella? En serio, ¿a que ese líder era el
hombre más tonto sobre la faz del planeta? ¿Por qué no podía contentarse con
lo que tenía? ¿Por qué no podía centrarse en otras cosas que no fueran sus
necesidades carnales? Era el líder, ¿no? Debería estar ocupado. Bien, pues esa
mujer estaba embarazada de tres meses cuando escapó de los soldados que

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iban a matarla. Al final, llegó a un pequeño pueblo donde dio a luz a un hijo
al que llamó Zoubeir.
El día del nacimiento de Zoubeir y Tia, la comadrona corrió de acá para
allá entre las cabañas de sus madres. Nacieron en el mismo momento exacto,
pero la comadrona decidió quedarse con la madre de Zoubeir porque tenía el
presentimiento de que el bebé de esa mujer era un niño y el de la otra, una
niña.
Nadie excepto Zoubeir y su madre sabía quién era. Pero la gente presentía
algo en él. Se volvió alto como su madre y gritón como su padre. Zoubeir era
un líder innato. Incluso a tan corta edad, sus compañeros de clase lo
obedecían con gusto. Tia, en cambio, vivía una vida sosegada y triste. Su
padre solía propinarle palizas a menudo. Al crecer, se volvió más hermosa y
su padre empezó a tener ojos para ella también. Así que Tia se convirtió en lo
contrario de Zoubeir: bajita y silenciosa.
Los dos se conocían, pues vivían en la misma calle. Desde el día que se
vieron, hubo una química extraña. No fue amor a primera vista. Yo ni siquiera
lo llamaría amor. Solo química. Zoubeir compartía su comida con Tia si
después del colegio regresaban juntos a casa. Ella le tejía camisas y le
trenzaba anillos a partir de fibra de palma de colores. A veces se sentaban y
leían juntos. Zoubeir solo estaba callado y quieto cuando se encontraba con
Tia.
Cuando tenían dieciséis años, llegaron noticias de que el líder de Suntown
estaba muy enfermo. La madre de Zoubeir sabía que habría problemas. A la
gente le gustaba chismorrear y especular cuando se producía un posible
cambio en el poder. El rumor de que Zoubeir podría ser el hijo bastardo del
líder pronto llegó a oídos del enfermo. Si Zoubeir hubiera bajado la cabeza un
poco o no hubiera llamado la atención, podría haber regresado a Suntown en
son de paz cuando el jefe muriera. Le habría resultado fácil reclamar el trono.
Los soldados llegaron antes de que la madre de Zoubeir pudiera avisarlo.
Cuando lo encontraron, estaba sentado debajo de un árbol junto a Tia. Los
soldados eran unos cobardes. Se escondieron a unos metros de distancia y uno
sacó el arma. Tia presintió algo. Y, justo en ese momento, alzó la mirada y
detectó a los hombres detrás de los árboles. Y entonces lo supo. «Él no»,
pensó. «Él es especial. Mejorará las cosas para todos nosotros».
—¡Abajo! —gritó, tirándose sobre él. Cómo no, fue ella quien recibió la
bala y no Zoubeir. La vida de Tia se apagó tras cinco balas más mientras
Zoubeir se escondía detrás de su cadáver. La apartó y corrió, veloz al igual

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que había sido su madre, con sus largas piernas, hacía diecisiete años. En
cuanto echaba a correr, ni las balas podían alcanzarlo.
Ya sabes cómo acaba la historia. Escapó y se convirtió en el mejor líder
en toda la historia de Suntown. Nunca construyó un altar o un templo, ni
siquiera una choza, en nombre de Tia. El nombre de la chica no vuelve a
mencionarse en el Gran Libro. Él nunca pensó en ella ni preguntó dónde la
habían enterrado. Tia era virgen. Era hermosa. Era pobre. Y era una niña. Era
su deber sacrificar su vida por la de él.
Nunca me ha gustado esta historia. Y desde la muerte de Binta, he llegado
a odiarla.

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CAPÍTULO CUARENTA

Su muerte mantuvo a Luyu alejada de la tienda de Fanasi durante dos


semanas. Luego, una noche, los oí disfrutándose de nuevo.
—Mwita —dije sin casi alzar la voz. Me giré hacia él—. Mwita,
despierta.
—¿Mmh? —articuló con los ojos aún cerrados.
—¿Oyes eso?
Escuchó y luego asintió.
—¿Sabes quiénes son? —pregunté.
Asintió.
—¿Desde cuándo hace que lo sabes?
—¿Acaso importa?
Suspiré.
—Es un hombre, Onye.
Fruncí el ceño.
—¿Y? ¿Qué pasa con Diti?
—¿Qué pasa con ella? No veo que vaya allí a hurtadillas.
—No es tan sencillo. Ya ha habido suficiente dolor.
—El dolor no ha hecho más que comenzar —dijo Mwita con seriedad—.
Deja que Luyu y Fanasi encuentren alegría mientras puedan.
Me agarró la trenza con una mano.
—Si tú y yo nos peleáramos —dije—. ¿Te…?
—Con nosotros es distinto.
Nos quedamos escuchando un rato más y luego oímos otra cosa. Solté una
palabrota. Mwita y yo nos enderezamos. Salimos a gatas justo a tiempo para
ver cómo ocurrió. Diti se subía la rapa roja, atándose el nudo a un lado,
mientras avanzaba dando zancadas hacia la tienda de Fanasi. Caminaba con
rapidez. Con tanta, que ni Mwita ni yo pudimos cogerla y menos aún evitar
que viera un primer plano de Luyu, sudada y desnuda, sentada a horcajadas

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sobre un Fanasi, igual de sudado y desnudo, que se agarraba a ella mientras le
chupaba un pezón.
Cuando Fanasi vio a Diti por encima del hombro de Luyu, se quedó tan
pasmado que apretó los dientes alrededor de su pezón. Luyu gritó y Fanasi
apartó enseguida la boca, temeroso de que le hubiese hecho daño y
horrorizado al ver a Diti allí de pie observando. El semblante de Diti se
retorció de una forma como nunca antes había visto. Luego se agarró el
rostro, clavándose las uñas en las mejillas, y soltó un grito espantoso. Nunca
había contemplado a un camello levantarse con tanta rapidez como lo hicieron
los nuestros, que salieron huyendo.
—¿Qué…? ¡Miraos! ¡Binta está muerta! Yo estoy muerta… Vamos a
morir todas, ¿y os ponéis a hacer esto? —chilló Diti. Cayó de rodillas
llorando. Fanasi le dio con cuidado a Luyu una rapa para que se cubriera y le
tocó el pecho un momento para ver el daño que había causado. Se envolvió la
cintura con una rapa y observó con cautela a Diti mientras salía de la tienda.
Luyu lo siguió enseguida. Le eché una mirada furibunda. Ayudé a Diti a
levantarse y la alejé del resto.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó al cabo de un rato.
—Semanas. Antes de… Papa Shee.
—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Eh? —Se sentó en la arena y sollozó.
—Así es la vida. No siempre va por la dirección que tú crees.
—¡Ah! ¿Los has visto? ¿Los has olido? —Se levantó—. Regresemos.
—Espera un poco. Tranquilízate.
—No quiero estar tranquila. ¿A ti te ha parecido que ellos estaban
tranquilos? —dijo, fulminándome con la mirada.
Al ver en sus ojos lo que estaba pensando, alcé un dedo.
—Cuidado con lo que dices —la avisé con firmeza—. No vayas
repartiendo culpas, ¿eh?
Cuando las cosas se volvían insoportables, siempre me culpaba a mí. Me
latían las sienes. Me levanté. Justo delante de ella, sin importar lo que viera,
me transformé en un buitre. Salí dando saltitos de mi ropa, alcé la mirada
hacia el semblante estupefacto de Diti, le grazné y eché a volar. El viento
soplaba fuerte desde el oeste. Lo cabalgué, eufórica. Hacía tanto viento que,
por un momento, me pregunté si se acercaba una tormenta de arena.
Adelanté a un búho. Volaba con tanta rapidez hacia el sureste, luchando
contra el viento, que apenas me dedicó una mirada. Abajo, distinguí a los
camellos. Me planteé bajar volando para saludarlos, pero parecían estar en
plena discusión privada. Volé durante tres horas. Nunca pregunté qué se

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dijeron exactamente cuando Diti se reunió con el resto. No me importaba.
Aterricé donde había dejado mi ropa, contenta de que Diti no se la hubiera
llevado con ella. Había volado a varios metros de distancia.
Lo primero que noté cuando regresé al campamento fue que solo uno de
los camellos había regresado. Sandi.
—¿Dónde están los demás? —le pregunté, pero ella solo me miró. Los
humanos estaban sentados alrededor del fuego de rocas, excepto Mwita, que
se hallaba de pie con cara de molesto. Los ojos de Diti estaban rojos y
vidriosos. Luyu parecía altiva. Fanasi, sentado cerca de Luyu, tenía un paño
mojado sobre un lado de la cara. Fruncí el ceño.
—¿Lo habéis arreglado? —pregunté.
—Yo soy testigo —dijo Mwita—. Dili ha pronunciado las palabras de
divorcio ante Fanasi… después de intentar arañarle la cara.
—Si fuera un hombre, ya estarías muerto —le gruñó Diti a Fanasi.
—Si fueras un hombre, no estarías en esta situación —replicó Fanasi.
—A lo mejor… a lo mejor no debería haber permitido que vinierais —
dije. Se giraron hacia mí—. A lo mejor deberíamos haber sido solo Mwita y
yo. Ninguno tenemos nada que perder. Pero vosotras… Binta…
—Ya, bueno, es demasiado tarde, ¿no crees? —espetó Diti.
Apreté los labios, pero no aparté la mirada.
—Diti… —dijo Mwita, pero se tragó sus palabras y miró hacia otro lado.
—¿Qué? —exclamó Diti—. Venga, di lo que querías decir de una vez.
—¡Cierra la boca! —gritó Mwita por encima del gemido del viento. Diti
sofocó un grito, completamente impresionada—. ¿Qué diantres te pasa? Este
hombre te ha seguido… ¡hasta aquí! Y yo no tengo ni idea de por qué. Eres
una niña. Estás malcriada y mimada. ¡Para ti, ninguno de sus actos es
especial! Y tienes la desfachatez de esperar los. Muy bien. Pero luego
decidiste rechazarlo. Incluso te las apañas te, no sé cómo, para tirarle otros
hombres a la cara.
—¡Yo soy la que ha sido traicionada! —Me echó una mirada furiosa
mientras lo decía.
—Sí, sí, ya llevamos horas escuchándote llorar sobre traición. Mira lo que
le has hecho a Fanasi en la cara. Si sus heridas se infectan, culparás a
Onyesonwu o a Luyu. Cuánta riña infantil estúpida y más que estúpida.
Vamos de camino al sitio más espantoso del mundo.
»Ya hemos experimentado esa fealdad. ¡Perdimos a Binta! Viste lo que le
hicieron. ¡Mantén la perspectiva! Diti, si quieres a Fanasi y Fanasi te quiere,
id y disfrutad del sexo en paz. Hacedlo a menudo y con pasión y alegría.

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Luyu, tú igual. Si quieres disfrutar de Fanasi, hazlo, ¡por el amor de Ani!
¡Arregladlo mientras podáis!
»A1 romper ese juju, Onyesonwu intentaba ayudar. Sufrió para ayudaros.
¡Sed agradecidas! Y vale, para vosotras somos feos, os criaron para que
pensarais así. Vuestras mentes se dividen entre vernos como vuestros amigos
y vernos como algo antinatural. Así son las cosas. Pero aprended a refrenar
vuestras lenguas. Y recordad, recordad, recordad por qué estamos aquí.
Se dio la vuelta y se alejó, con la respiración acelerada. Ninguna tenía
nada más que añadir.
Esa noche, Diti se acostó sola, aunque no creo que durmiera. Y Luyu y
Fanasi pasaron juntos su primera noche entera pero silenciosa en la tienda de
Fanasi. Y Mwita y yo buscamos consuelo en nuestros cuerpos bien entrada la
noche. Por la mañana, el sol había desaparecido tras el muro de arena que se
aproximaba.

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CAPÍTULO CUARENTA Y UNO

Fui la primera en levantarme. Cuando salí gateando de la tienda, Sandi estaba


allí esperándome. Soltó un gruñido grave cuando me arrimé a ella para inhalar
la frescura de su pelaje.
—Has dejado a tu gente para estar con nosotras, ¿verdad? —le pregunté.
Bostecé y miré hacia el oeste. Se me encogió el estómago—. ¡Mwita! ¡Sal
ahora mismo!
Salió con dificultad y miró el cielo.
—Tendría que haberlo sabido —dijo—. Lo sabía, pero estaba distraído.
—Todas lo estábamos.
Empacamos, aseguramos nuestras cosas y usamos las tiendas y las rapas
para protegernos la piel. Nos atamos unos paños alrededor de la cara y velos
sobre los ojos. Luego hicimos un agujero en la arena y nos acurrucamos
juntas con la espalda contra el viento y los brazos unidos, agarrándonos al
pelaje de Sandi. La tormenta de arena llegó con tanta fuerza que no supe en
qué dirección se movía el viento. Fue como si, desde el ciclo, se cayera sobre
nosotras.
La arena nos golpeaba y mordía la ropa. Envolví el morro y los ojos de
Sandi con un trozo de tela gruesa de rapa, pero me preocupaba su piel. A mi
lado, Diti lloraba y Fanasi intentaba consolarla. Mwita y yo nos acercamos
más el uno a la otra.
—¿Has oído hablar del Pueblo Escarlata? —me dijo al oído.
Sacudí la cabeza.
—Gente de la arena. Solo son historias… Viajan en una tormenta de arena
gigantesca.
Él hizo un gesto con la cabeza. Había demasiado ruido para hablar.
Pasó una hora. La tormenta se mantuvo. Empecé a sentir calambres en los
músculos por el esfuerzo de estar agarrándome. Ruido, viento punzante y sin
final a la vista. Cuando viajaba con mi madre, las tormentas no solían durar

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tanto. Llegaban veloces e intensas y se iban con la misma rapidez. Pero
transcurrió otra media hora.
Y entonces, al fin, el viento y la arena murieron. Así sin más. Tosimos y
maldecimos en el silencio repentino. Rodé de lado, con la piel expuesta
irritada y los músculos agotados. Sandi gruñó y se levantó despacio. Se
sacudió la arena del pelaje y la repartió por doquier. Todas nos quejamos sin
fuerzas. El sol brillaba a través de un gigantesco embudo marrón de arena y
viento. El ojo de la tormenta. Mediría kilómetros de ancho.
Llegaron por todas partes, envueltos de la cabeza a los pies en ropajes de
un rojo oscuro, al igual que sus camellos. Solo les veía los ojos. Uno se
acercó montado a camello. Delante llevaba a una niña pequeña, que se rio.
—Onyesonwu —dijo la persona con una voz sonora. Una mujer.
Alcé el mentón.
—Soy yo. —Me levanté poco a poco.
—¿Quién de vosotros es su marido, Mwita? —preguntó en sipo.
—Yo —respondió Mwita, sin molestarse en rebatirle el título.
La niña dijo algo que podía ser otro idioma o balbuceos de bebé.
—¿Sabéis quiénes somos? —preguntó la mujer.
—Sois el Pueblo Escarlata, los vah. He oído muchas historias sobre
vosotros en el oeste —dijo Mwita.
—Hablas más como alguien del este.
—Crecí en el oeste y luego en el este. Ahora nos dirigimos de vuelta al
oeste.
—Sí, eso me han dicho —dijo la mujer, girándose hacia mí.
Detrás de ella, un hombre habló en un idioma que no pude entender. La
mujer respondió y el resto se puso en marcha, alejándose, bajando de los
camellos y descargando sus fardos. Se quitaron los velos. Vi por qué los
llamaban el Pueblo Escarlata. Su piel era tan roja como el aceite de palma.
Llevaban el cabello castaño rojizo bien rasurado, excepto los niños, que se lo
recogían en rastas largas y tupidas.
La mujer se quitó el velo. A diferencia de los otros, llevaba un aro de oro
en la nariz, dos más en las orejas y otro en la ceja. La niña saltó del camello
con una agilidad inesperada. Se apartó el velo y reveló sus rastas. Me fijé en
que ella también llevaba un aro en la ceja.
—¿Quiénes sois vosotras? —preguntó la mujer a las demás mientras
desmontaba del camello.
—Fanasi.
—Diti.

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—Luyu.
La mujer asintió y miró a Sandi.
—A ti te conozco —sonrió.
Sandi hizo un ruido que nunca le había oído antes. Una especie de
ronroneo gutural. Con el morro rozó la mejilla de la mujer y esta se rio.
—Tú también tienes buen aspecto —dijo.
—¿Quiénes sois? —preguntó Luyu—. Mwita ha oído hablar de vosotros,
pero yo no.
La mujer la examinó de arriba abajo y Luyu le devolvió la mirada. Me
recordó a cómo se enfrentó al Ada durante nuestro Rito del Undécimo. Luyu
nunca había respetado a la autoridad.
—Luyu —dijo la mujer—. Soy Líder Sessa. Ese de allí es el otro, Líder
Usson. —Señaló a un hombre, igual de engalanado con aros, que estaba junto
a su camello.
—¿El otro qué? —preguntó Luyu.
—Haces las preguntas erróneas —dijo Líder Sessa—. Nos habéis
encontrado en un buen momento. Nos quedaremos aquí hasta que la luna esté
embarazada. —Miró la pared de arena y sonrió—. Os invitamos a quedaros…
si queréis.
Se alejó para dejar que decidiéramos. A nuestro alrededor, los vah
montaban unas tiendas más acogedoras que las nuestras. Estaban hechas con
piel de cabra estirada y brillante y eran mucho más grandes y altas. Vi
estaciones de recogida, pero ningún ordenador.
—¡La siguiente «luna embarazada» es dentro de tres semanas! —dijo
Luyu.
—¿Qué le pasa a esta gente? —preguntó Fanasi—. ¿Por qué tienen esa
pinta? Es como si comieran, bebieran y se bañaran en aceite de palma y
golosina de cactus. Es raro.
Mwita chasqueó la lengua, molesto.
—A saber —dijo Luyu—. ¿Y su «amiga», la tormenta de arena?
—Viaja con ellos —dijo Mwita.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—¿Por qué son de color rojo?
Luyu gritó y dio un salto cuando un gorrión marrón y blanco se estampó
en su nuca. El pájaro cayó al suelo, se enderezó y se quedó allí,
desconcertado.
—Dejadlo tranquilo —dijo Mwita—. Se pondrá bien.

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—No pensaba hacer nada —replicó Luyu, mirando el pájaro.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Diti.
—¿Tenemos elección? —le espeté—. ¿Quieres intentar atravesar la
tormenta?
Montamos las tiendas donde estaban antes de que llegase la tormenta.
Salvo la de Luyu. Se quedaría con Fanasi.
Durante las primeras horas, los vah construyeron sus hogares, como los
nómadas expertos que eran. El sol se estaba poniendo y el desierto, incluso en
el ojo de la tormenta, se enfriaba, pero me abstuve de encender un fuego de
rocas. No sabía cómo reaccionaría esa gente ante un juju.
Nos mantuvimos apartados de ellos, pero también entre nosotros. Diti se
escondió en su tienda, igual que Fanasi y Luyu. Mwita y yo, en cambio,
permanecimos sentados fuera delante de nuestra tienda, sin querer parecer
demasiado antisociales. Pero mientras los vah montaban, hasta los niños
pasaron de nosotros.
Cuando llegó la oscuridad, la gente empezó a socializar. Me sentí como
una tonta. Todas las tiendas que podía ver brillaban con la luz de un fuego de
rocas. Líder Sessa, Líder Usson y un anciano vinieron a saludarnos. El rostro
del anciano estaba surcado con el tipo de arrugas que llegan con la edad y el
viento. No me habría sorprendido que tuviera granos de arena atrapados para
siempre dentro de esas arrugas. Me examinó con la mirada. Él me ponía más
nerviosa que Líder Usson con su pinta de enfadado y su silencio.
—¿No puedes mirarme a los ojos, niña? —preguntó el anciano en voz
baja y áspera.
Había algo en él que me parecía inquietante. Antes de que pudiera
responder, Líder Sessa intervino.
—Hemos venido a invitaros a nuestro banquete de asentamiento.
—Es una invitación y una orden —añadió el anciano con firmeza.
Líder Sessa siguió hablando.
—Llevad vuestras mejores galas, si las tenéis. —Hizo una pausa y señaló
al anciano—. Este es Ssaiku. No me cabe duda de que llegaréis a conocerlo
bien con el paso de los días. Bienvenidas a Ssolu, nuestra aldea ambulante.
Líder Usson nos dedicó una prolongada mirada furiosa y el anciano
Ssaiku me observó detenidamente a mí y luego a Mwita antes de marcharse
de nuestro campamento.
—Esta gente es muy rara —dijo Fanasi cuando se fueron los tres.
—No tengo nada bueno que ponerme —se quejó Diti.
Luyu puso los ojos en blanco.

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—¿Todos sus nombres tienen que empezar con ese o incluir una ese?
Cualquiera diría que son descendientes de las serpientes —dijo Fanasi.
—Ese es el sonido que mejor viaja, el ssss. Viven en medio de todo este
ruido de la tormenta de arena, así que tiene sentido —dijo Mwita. Luego se
marchó a nuestra tienda.
—Mwita, ¿te has fijado en el anciano? —le pregunté, reuniéndome con él
—. No me acuerdo de su nombre.
—Ssaiku. Deberías tenerlo en cuenta.
—¿Por qué? ¿Crees que causará problemas? —pregunté—. No me ha
caído nada bien.
—¿Y Líder Usson? Parecía bastante cabreado.
Sacudí la cabeza.
—Seguramente esté siempre con el ceño fruncido. Es el viejo el que me
disgusta.
—Eso te pasa porque es un hechicero como tú, Onye —dijo Mwita. Se rio
con amargura y masculló algo.
—¿Eh? —dije con cara de contrariada—. ¿Qué has dicho?
Se giró hacia mí y ladeó la cabeza.
—¿Por qué, en nombre de Ani, lo sé yo y tú no? —Hizo otra pausa—.
¿Cómo es que…? —Soltó una palabrota y se dio la vuelta.
—Mwita —dije en voz alta, agarrándole del brazo. Él no lo apartó, porque
le estaba apretando las uñas en la piel a propósito—. Termina tu pensamiento.
Mwita acercó su rostro al mío.
—Yo debería ser el hechicero, tú deberías ser la sanadora. Así es como
han sido las cosas desde siempre entre un hombre y una mujer.
—Bueno, pues tú no lo eres —siseé, intentando mantener la voz baja—.
No fue tu madre la que, en un páramo de desesperación, pidió a todos los
poderes del mundo que convirtieran a su hija en hechicera. Tú no naciste de la
violación. Procedes del amor, ¿recuerdas? ¡TÚ no eres el que, según la
profecía de un oráculo nuru, hará algo tan drástico que será arrastrada ante
una multitud de nurus gritando, enterrada hasta el cuello y lapidada a muerte!
Mwita me agarró por los hombros. Tenía un tic en el ojo izquierdo.
—¿Qué? —murmuró—. Tú…
Nos observamos.
—Ese es… mi destino —dije. No tenía la intención de decírselo así. Para
nada—. ¿Por qué iba yo a elegir eso? Llevo luchando desde el día que nací.
Pero hablas como si te hubiera arrebatado algo valioso para ti.

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—Eh, ¿Onye? —gritó Luyu desde su tienda—. Deberías llevar la rapa y
el top que te dio aquella mujer en Banza.
—Esa es una idea estupenda —le dije, aún frente a Mwita.
—Ven aquí —dijo Fanasi de forma juguetona.
Luyu soltó una risita.
Mwita salió de la tienda. Saqué la cabeza para llamarlo. Pero caminaba
rápido. Adelantó a unas personas sin saludarlas. Iba con la cabeza descubierta
y la barbilla sobre el pecho.
Las viejas creencias sobre el valor y el destino de los hombres y las
mujeres. Eso era lo único que no me gustaba de Mwita. ¿Quién era él para
creerse con el derecho de ser el centro de todo solo por ser hombre? Aquel
había sido un problema entre nosotros desde que nos conocimos. Me acordé
de nuevo de la historia de Tia y Zoubeir. Detesto esa historia.

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CAPÍTULO CUARENTA Y DOS

Me desperté dos horas más tarde con lágrimas secas en el rostro. Sonaba
música procedente de alguna parte.
—Levántate —dijo Luyu, zarandeándome—. ¿Qué te pasa?
—Nada —musité atontada—. Cansada.
—Es la hora del banquete.
Iba vestida con su mejor rapa morada y una blusa azul. La ropa estaba un
poco maltrecha, pero Luyu se había vuelto a trenzar sus cornrows en espiral y
se había puesto pendientes. Olía a ese aceite perfumado que Diti, Binta y ella
usaban en casa para remojarse. Me mordí el labio al pensar en Binta.
—¡No estás vestida! —dijo—. Iré a por agua y un trozo de tela. No sé
dónde se baña esta gente… Pero siempre hay alguien cerca.
Me enderecé despacio, intentando quitarme de encima el sueño profundo
en el que había estado. Me toqué la trenza larga. Se había llenado de arena por
la tormenta. Estaba deshaciéndola cuando Luyu regresó con una cazuela de
agua caliente.
—¿Vas a dejarte el pelo suelto? —preguntó.
—Pues podría —mascullé—. No hay tiempo para lavarlo.
—Despierta —dijo, y me dio una suave palmada en la mejilla—. Va a ser
divertido.
—¿Has visto a Mwita?
—No.
Me puse la ropa de Banza, plenamente consciente de que su variedad de
colores atraería una atención para la que no estaba de humor. Me cepillé el
pelo largo y abundante con un poco del agua caliente para asentarlo. Cuando
salí de la tienda, Luyu me esperaba para rociarme con aceite perfumado.
—Eso es —dijo—. Estás preciosa y hueles de maravilla.
Pero me fijé en cómo miraba mi rostro y mi piel del color de la arena. Una
persona nacida ewu siempre será ewu.

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Fanasi llevaba pantalones marrones y una camisa blanca manchada que se
la había visto puesta casi todos los días, pero se había afeitado la cara y la
cabeza. Eso resaltaba sus pómulos altos y su largo cuello. Diti vestía con una
rapa azul y una blusa que no le había visto nunca. A lo mejor se la había
comprado Fanasi en Banza. Se había peinado su abundante pelo afro y ahora
formaba un círculo perfecto. Chasqueé la lengua cuando vi que Fanasi se
esforzaba por no dirigir la mirada hacia Diti mientras observaba con avidez a
Luyu. Era el hombre más confundido que había visto nunca.
—Vale —dijo Luyu, tomando la iniciativa—. Vamos.
Mientras caminábamos, me pregunté cuánto tiempo llevaba esa gente
siendo una tribu nómada. Suponía que mucho, muchísimo tiempo. Habían
montado sus tiendas en cuestión de horas y no eran menos cómodas que
casas; incluso tenían suelos hechos con la piel peluda de algún animal marrón.
Llevaban sus plantas en grandes sacos repletos de un tipo de sustancia
aromática llamada «tierra». Y usaban jujus básicos para encender fuegos,
mantener a los insectos alejados y ese tipo de cosas. Los vah también tenían
una escuela. Aunque no poseían muchos libros. Pesaban demasiado. Pero
tenían unos pocos para aprender a leer. Vi algo de aquello de camino al
banquete. La mayor parte lo descubrí durante nuestra estancia allí.
Era una gran reunión, con un festín abundante en el centro. Una banda
tocaba unas guitarras y cantaba. Todo el mundo iba con sus mejores galas. Su
estilo era sencillo: pantalones y camisas rojas para los hombres y una
variedad de vestidos rojos para las mujeres. Algunos de esos vestidos
llevaban abalorios cosidos en los dobladillos y los puños, otros estaban
cortados para que parecieran desiguales y cosas así.
En esa época de mi vida, me veía a través de los ojos de Mwita. Era
hermosa. Ese fue uno de los mayores regalos que Mwita me dio. Nunca
podría haberme considerado hermosa sin su ayuda. Sin embargo, sabía que
cuando veía a aquella gente, jóvenes, viejos, hombres, mujeres y niños, con su
piel marrón rojizo, sus ojos castaños y sus movimientos elegantes, me
parecían el pueblo más hermoso que había visto nunca. Se movían como
gacelas, incluso los ancianos. Y los hombres no eran tímidos. Establecían
contacto visual enseguida y sonreían con facilidad. Una gente muy muy bella.
—Bienvenidas —dijo un joven, y le cogió la mano a Diti. Ella le dedicó
una sonrisa muy amplia.
—Bienvenidas —dijo otro, abriéndose paso hacia Luyu.
Las dos fueron recibidas por muchos hombres. A Fanasi le dieron la
bienvenida mujeres jóvenes, pero estaba demasiado ocupado observando a

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Diti y a Luyu. Cuando la gente me dedicó un cabeceo sin más, manteniendo
las distancias, me pregunté si incluso en aquel pueblo aislado y protegido
demonizaban a los ewus.
Me vi obligada a desechar esa idea cuando llegamos a nuestros asientos.
Allí estaba Mwita, junto a una mujer vah. Estaban sentados demasiado cerca
para mi gusto. Ella le dijo algo y él sonrió. Incluso sentada, pude ver que la
mujer tenía las piernas más largas que había visto nunca, piernas largas y
musculosas de correr, como la madre de Zoubeir en la vieja historia. Me dio
un vuelco el corazón. En casa, había oído rumores sobre Mwita
relacionándose con mujeres más mayores. Nunca le había preguntado si eran
ciertos, pero sospechaba que había algo de verdad en ellos. Esa mujer tendría
unos treinta y cinco años. Y, como el resto de mujeres vah, era
despampanante. Me sonrió y unos hoyuelos profundos atravesaron sus dos
mejillas. Al levantarse, vi que era más alta que yo. Mwita se levantó con ella.
—Bienvenida, Onyesonwu —dijo la mujer, dándose unas palmaditas en el
pecho. Me examinó. Yo también la observé. Sentí el mismo tipo de irritación
que había percibido con Ssaiku. Aquella mujer también era una hechicera.
«Pero es una aprendiza», me fijé. Llevaba un vestido sin mangas que
mostraba sus brazos musculosos. El escote era muy bajo y lucía su abundante
pecho. Llevaba símbolos grabados en los dos bíceps y en la prominencia de
sus senos.
—Gracias —dije. Detrás de mí, a las demás les dieron la bienvenida y les
dijeron que se sentaran.
—Soy Ting —dijo la mujer.
Líder Usson entró en el círculo y la música se detuvo de inmediato.
—Ahora que nuestros invitados han llegado, pongámonos cómodos —
dijo. Sin el ceño fruncido, Líder Usson era bastante atractivo. Tenía una de
esas voces que hacía que la gente escuchase.
Ting me agarró de la mano.
—Siéntate —dijo. Me rozó la palma de la mano con la uña de su dedo
pulgar. Medía casi tres centímetros y estaba afilada como un cuchillo, con la
punta pintada de un negro azulado. Se sentó junto a mí y Mwita se quedó a mi
lado.
—Por favor, dad la bienvenida a nuestros invitados: Diti, Fanasi, Luyu,
Mwita y Onyesonwu. —Los murmullos volaron entre los reunidos—. Sí, sí,
todos conocemos a esta mujer, la ella-brujo, y a su hombre. —Líder Usson
nos indicó por señas que nos levantásemos. Ante tantos ojos, mi rostro se
ruborizó. «¿Ella-brujo?», pensé. «¿Qué clase de título es ese?».

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—Bienvenidos —dijo Líder Usson con pomposidad.
—Bienvenidos —murmuró todo el mundo. Y, desde algún sitio, alguien
empezó a sisear. El siseo se extendió por la multitud. Miré a Ting,
preocupada.
—No pasa nada —dijo.
Era algún tipo de ritual. La gente sonreía mientras siseaba. Me relajé.
Líder Sessa se levantó y se situó junto a Líder Usson. Juntos recitaron algo en
un idioma que no entendí. Las palabras contenían muchas eses y muchas aes.
Fanasi estaba en lo cierto. Si una serpiente pudiera hablar, sonaría así. Cuando
terminaron de recitar, la gente se puso en pie de un salto, con unos paños en la
mano.
—Tomad —dijo un chico joven, y nos ofreció cinco trozos de tela
parecidos. Eran finos, pero tiesos por el gel impermeable. La banda empezó a
tocar.
—Venid —dijo Ting, agarrándonos a Mwita y a mí de la mano. Dos
hombres jóvenes se acercaron a Diti y otros dos, a Luyu, y tiraron de ellas
para acercarlas al enorme banquete de comida. Dos mujeres también
agarraron a Fanasi de las manos. Aquello era un caos feliz; la gente empujaba
y agarraba y llenaba sus paños con comida. Parecía algún tipo de juego, pues
había muchas risas.
Una mujer pasó a mi lado y me rozó el brazo por accidente. Una diminuta
chispa azul salió de mi cuerpo y la mujer chilló y se alejó de un salto. Unas
cuantas personas se detuvieron para mirarnos.
—Lo siento, Onyesonwu. Lo siento. —Mientras lo decía, la mujer no
parecía enfadada, pero tampoco quiso mirarme a la cara. Se alejó a toda prisa.
Observé a Ting con los ojos abiertos de par en par.
—¿Qué…?
—Déjame a mí —dijo, y me quitó el paño.
—No, yo puedo…
—Tú espera aquí —dijo con firmeza—. ¿Comes carne?
—Claro.
Asintió y se dirigió al banquete con Mwita. Mientras esperaba, dos
hombres pasaron demasiado cerca de mí. De nuevo, hubo chispas y los dos
hombres parecieron experimentar breves sacudidas de dolor.
—Lo siento —dije con las manos alzadas.
—No —respondió uno de ellos, retrocediendo como si me dispusiera a
tocarlo de nuevo—. Nosotros lo sentimos. —Aquello era tan raro como
molesto.

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Para cuando regresamos a nuestro sitio, Diti y Luyu habían acumulado
más hombres. Todos eran tan encantadores, que la cara de Luyu parecía a
punto de romperse por el tamaño de su sonrisa. Un hombre con unos labios
exuberantes le daba a comer a Diti un trozo de conejo asado. Fanasi también
estaba rodeado. Las mujeres competían por su atención. Estaba tan ocupado
respondiendo a sus miles de preguntas que no podía comer o ver lo que Diti y
Luyu estaban haciendo.
Aunque ninguna se sentó con Mwita, varias mujeres, jóvenes y mayores,
lo miraron sin tapujos e incluso le abrieron paso de camino al banquete.
Todos los hombres lo detuvieron y lo saludaron con calidez, algunos hasta le
dieron la mano. Fíombres y muchachos solo me echaban un vistazo cuando
creían que no estaba mirando. Y las mujeres y las muchachas me evitaban sin
más. Pero hubo alguien que no pudo resistirse.
—Esa es Eyess —dijo Ting con una sonrisa cuando la niña llegó
corriendo hacia mí e intentó agarrarme la mano. Intenté apartarla antes de que
pudiera tocarme, pero fue demasiado rápida. Me la atrapó y casi me hizo
soltar el paño de comida. Saltaron unas chispas grandes. Pero ella solo se rio.
Esa niña, que había ido montada con Líder Sessa, parecía inmune a lo que
fuera que yo padecía. Me dijo algo en el idioma vah.
—No conoce el ssufi, Eyess —le dijo Ting—. Háblale en sipo o en okeke.
—Tienes una pinta rara —dijo la niña en okeke.
—Lo sé —reí.
—Me gusta —dijo—. ¿Tu madre es una camella?
—No, mi madre es humana.
—Entonces, ¿por qué tu camella me dice que cuida de ti?
—Eyess puede oírlos —explicó Ting—. Nació con esa habilidad. Por eso
habla tan bien para tener tres años. Lleva toda su vida hablando con todo.
Algo llamó la atención de la niña.
—¡Enseguida vuelvo! —dijo echando a correr.
—¿De quién es? —pregunté.
—De Líder Sessa y Líder Usson.
—¿Están casados?
—Cielos, no —dijo Ting—. Dos líderes no pueden estar casados. Ese de
allí es el marido de Líder Sessa.
Señaló a un hombre que le estaba dando un pequeño fardo de comida a
Eyess. La niña lo cogió, le dio un beso en las rodillas y desapareció de nuevo
entre las piernas de la gente.
—Oh —dije.

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—Esa es la esposa de Líder Usson. —Señaló a una mujer rolliza sentada
con otras mujeres.
Nos sentamos y desenvolvimos nuestra comida. Mwita ya estaba
comiendo. Parecía haber asimilado los modales de los vah sobre cómo comer,
porque se metía comida en la boca con las manos y masticaba con la boca
abierta. Desenvolví mi paño y miré lo que Ting había recogido. Todo estaba
mezclado y, al verlo, perdí el apetito. Nunca me había gustado que la comida
se mezclase. Cogí un trozo de huevo de lagarto frito mientras apartaba una
rodaja de cactus verde con el dedo.
—Bueno, ¿dónde está… tu maestro? ¿No come? —pregunté al cabo de un
rato.
—¿Y tú comes? —dijo al mirar mi paño aún lleno de comida.
—No tengo mucha hambre.
—Mwita parece cómodo.
Las dos lo observamos. Se había terminado todo el paño y se estaba
levantando a por más. Me miró a los ojos.
—¿Quieres que te traiga algo? —preguntó.
Negué con la cabeza. Eyess vino y se colocó rápidamente a mi lado.
Sonrió, desenrolló su cena y empezó a comer con voracidad.
—Así pues, ¿es cierto? —preguntó Ting.
—¿El qué?
—Mwita no ha querido contarme nada. Ha dicho que te pregunte a ti.
Corre el rumor de que has cubierto una ciudad con una bruma negra después
de que intentasen hacerte daño. Dicen que has convertido su agua en bilis. Y
que en realidad eres un fantasma enviado a estos lares para llevarte a nuestros
demonios.
—¿Dónde has oído Lodo eso? —reí.
—Viajeros. En los pueblos que visitamos para comprar provisiones. En el
viento.
—Todo el mundo lo sabe —añadió Eyess.
—¿Tú qué crees, Ting? —pregunté.
—Creo que son tonterías… en su mayor parte. —Me guiñó un ojo.
—Ting, ¿por qué aquí la gente no puede tocarme? —sonreí—. Aparte de
Eyess y tú.
—No te ofendas —dijo, apartando la mirada.
No dejé de observarla, por si decía algo más. Cuando no lo hizo, me
encogí de hombros sin más. No me había ofendido. No mucho.

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—¿Qué es eso? —dije para cambiar de tema. Señalé los símbolos en su
bíceps y en la prominencia de sus senos. Esos últimos eran círculos con una
serie de bucles y remolinos en el interior. El de su bíceps izquierdo era algo
parecido a la sombra de algún ave de rapiña. El de la derecha era una cruz
rodeada por pequeños círculos y cuadrados.
—¿No sabes leer vai, bassa, menda y nsibidi? —preguntó.
Negué con la cabeza.
—Conozco el nsibidi. Un edificio en Jwahir está decorado con sus
símbolos.
—La Casa de Osugbo —asintió—. Ssaiku me habló de ella. Eso no son
decoraciones. Lo sabrías si hubieses estado de aprendiza más tiempo.
—Bueno, ya no hay nada que hacer, ¿no? —repliqué molesta.
—Supongo que no. Me di estos símbolos a mí misma. Los alfabetos
escritos son mi centro.
—¿Tu centro?
—Lo que mejor se me da —respondió—. El centro se vuelve más
evidente cuando cumples los treinta. No puedo decirte exactamente qué
significan mis símbolos, no con palabras. Cambiaron mi vida, cada uno a su
manera necesaria. Este de aquí es un buitre, eso sí que puedo decírtelo. —Me
miró a los ojos mientras roía un hueso de conejo.
Decidí cambiar de tema.
—¿Cuánto tiempo llevas de aprendiza?
La banda empezó a tocar una canción que al parecer le encantaba a Eyess.
La niña se levantó de un saltó y corrió hacia los músicos, zigzagueando entre
la gente con la agilidad de una gacela. Cuando llegó junto a la banda, se echó
a bailar con alegría. Ting y yo la observamos durante un momento, sonriendo.
—Desde los ocho años —respondió, volviéndose hacia mí.
—¿Superaste la iniciación tan joven?
Ella asintió.
—Así que sabes cómo…
—Moriré siendo una anciana satisfecha, no muy lejos de aquí.
La envidia es una emoción dolorosa.
—Lo siento —dijo—. No pretendía regodearme.
—Lo sé —respondí con voz tensa.
—El destino es frío y cruel.
Asentí.
—Tu destino está en el oeste, lo sé. Ssaiku sabe más —dijo—. No suele
venir al banquete. Te llevaré con él cuando Mwita y tú hayáis terminado.

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Mwita regresó con tres paños. Me ofreció uno. Lo desenvolví. Era conejo
asado. Me dio otro lleno de golosina de cactus. Le sonreí.
—Siempre —dijo. Se sentó a mi lado, su hombro acariciando el mío.
—Ah, qué rara eres —comentó Ting cuando empecé a comer.
—Oh, aún no has visto nada —dije con la boca llena.
Su mirada pasó de mí a Mwita y luego entrecerró los ojos.
—¿Aún no has terminado el aprendizaje?
Sacudí la cabeza, sin querer mirarla directamente.
—No te preocupes por tu campamento —dijo Mwita al fin.
—¿Cómo puedo estar segura? —preguntó Ting—. Ssaiku ni siquiera me
deja estar sola con un hombre. Supongo que sabéis lo de esa mujer que…
—Lo sabemos —dijimos a la vez.
Después de comer, dejamos a Diti, Luyu y Fanasi allí. No se dieron
cuenta. La tienda de Ssaiku era grande y espaciosa, hecha de un material
negro que dejaba entrar la brisa. El hombre estaba sentado en una silla de
mimbre con un libro pequeño en las manos.
—Ting, tráeles vino de palma —dijo mientras dejaba el libro—. Mwita,
¿a que tenía yo razón? —preguntó. Mediante señas nos indicó que nos
sentásemos.
—Mucha —respondió. Fue a una esquina de la tienda y trajo dos esterillas
redondas—. Ha sido la comida más deliciosa que he tomado nunca.
Miré a Mwita y fruncí el ceño, sentándome en la esterilla que me había
preparado.
—Dormirás bien esta noche —dijo Ssaiku.
—Os agradecemos vuestra hospitalidad.
—Como ya te he dicho, es lo menos que podemos hacer.
Ting regresó con unos vasos de vino de palma sobre una bandeja. Le dio
el primero a Ssaiku, luego otro a Mwita y, al fin, me sirvió a mí. Solo tocó los
vasos con la mano derecha. Casi me eché a reír. Ting era la última persona
que habría tomado por tradicional. Pero, por otra parte, Ssaiku era su maestro
y, si se parecía en algo a Aro, esperaría un trato así. Ting se sentó a mi lado,
con una sonrisita en el rostro, como si previera una charla interesante.
—Mírame, Onyesonwu —dijo Ssaiku—. Quiero echar un buen vistazo a
tu rostro.
—¿Por qué? —pregunté, pero lo miré. Él no respondió. Soporté la
inspección.
—¿Sueles trenzarte el pelo?
Asentí.

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—Deja de hacerlo —dijo—. Átatelo con un trozo de fibra de palma o una
cuerda, pero a partir de ahora no lo trences más. —Se recostó—. Sois los dos
muy extraños a la vista. Conozco a los nurus y conozco a los okekes. A mis
ojos, los ewus carecéis de sentido. Ah, Ani vuelve a ponerme a prueba.
Ting se rio y Ssaiku le echó una mirada afilada.
—Lo siento, Ogasse —dijo, aún sonriendo—. Estás haciéndolo de nuevo.
Ssaiku parecía muy molesto. A Ting aquello no le asustaba. Como ya he
dicho, un aprendiz mantiene una relación más estrecha con su maestro que
con su padre. Si no hay un tira y afloja, si no se ponen a prueba los nervios
por ambas partes, no es un aprendizaje de verdad.
—Me dijiste que te avisara cuando lo hicieras, Ogasse —prosiguió Ting.
Ssaiku respiró hondo.
—Mi estudiante tiene razón —dijo al fin—. Entendedme, nunca había
creído que la persona a quien enseñaría sería esta chica… de patas largas.
Pero estaba escrito. Desde entonces prometí reducir mis conjeturas. Nunca ha
habido un hechicero ewu. Pero ha sido pedido. No es porque Ani nos ponga a
prueba, sino porque es así sin más.
—Bien dicho —dijo Ting, complacida.
—Lo que tiene sentido ya no es, necesariamente, lo que debe ser —
intervino Mwita, terminándose el vino de palma y mirándome. Me esforcé
mucho por no poner los ojos en blanco.
—Exacto. Mwita, tú me entiendes mejor —dijo Ssaiku—. Bien, no estáis
aquí por accidente. Me dijeron que os buscase y os acogiese. Soy un
hechicero mucho más anciano de lo que aparento. Provengo de una larga
estirpe de guardianes elegidos, los guardianes de esta aldea ambulante, Ssolu.
Yo mantengo la tormenta de arena que la protege.
—¿La estás manteniendo ahora mismo? —pregunté.
—Para mí es juju sencillo, y también lo será para Ting. Bien, como he
dicho, me dijeron que os encontrara. Hay una parte de tu aprendizaje que
debes completar. Necesitarás ayuda.
Fruncí el ceño.
—¿Quién… quién te dijo que me encontraras?
—Sola.
Abrí los ojos de par en par. Sola, el hombre de piel blanca que vestía de
negro con el que me había reunido dos veces en una tormenta de arena. Aún
podía oír sus palabras cuando nos conocimos para mi iniciación. «A ti tengo
que matarte». Y luego me había mostrado mi muerte.
Sentí un escalofrío.

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—¿Lo conoces? —pregunté.
—Claro.
Nunca se me había ocurrido que estuviesen todos conectados. Todos los
ancianos. Me acordé de la última vez que me había reunido con Sola, justo
antes de partir de Jwahir. Aro se había sentado junto a él y no a mi lado, como
si Sola fuera su hermano y yo, la hija de Aro.
—¿Y a Aro? —pregunté.
—Conozco bien a Aro. Lo conozco desde hace mucho mucho tiempo.
—¿Te ha hablado de mí? —pregunté. Se me aceleró el corazón.
—No. No te mencionó. ¿Es tu maestro?
—Sí —respondí, decepcionada. No me había dado cuenta de lo mucho
que echaba de menos a Aro.
—Ah, ahora lo veo —asintió—. Me costaba identificar lo que era. —Miró
a Mwita. Ting también observó a Mwita, como si intentara dilucidar en qué se
había fijado su maestro—. Y tú eres su otro hijo.
—Supongo que se puede decir así —respondió Mwita—. Pero antes fui
aprendiz de otro.
—¿Aro no ha preguntado por nosotros? ¿No ha dicho nada? —pregunté
confundida.
—No.
Hubo un aleteo en la habitación cuando un gran loro marrón entró
volando en la tienda y aterrizó en una silla. Graznó y sacudió la cabeza.
—Pájaros mareados —dijo Ting—. Siempre caen en Ssolu.
—Regresad a la celebración —nos indicó Ssaiku—. Disfrutad. Dentro de
diez días, las mujeres Conversarán con Ani. Onyesonwu, tú irás con ellas.
Casi me eché a reír. No había Conversado con Ani desde que era niña. No
creía en Ani. Pero refrené mi cinismo. En realidad no importaba. Cuando nos
unimos de nuevo a la celebración, la cosa empezaba a caldearse. La banda
tocaba una canción de la que todo el mundo conocía la letra. Eyess bailaba
para todos mientras cantaba a grito pelado. Creo que yo habría sido igual que
ella si no hubiera nacido paria.
—¿Qué crees que ocurrirá? —me preguntó Mwita de pie entre toda esa
gente cantando. Vislumbré a Luyu al otro lado del círculo con dos hombres.
Ambos le rodeaban la cintura. No vi a Diti ni a Fanasi.
—Ni idea. Pero iba a preguntarte lo mismo, ya que al parecer tú lo sabes
todo.
Mwita suspiró con fuerza y puso los ojos en blanco.
—No escuchas —dijo.

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—¡Onyesonwu! —gritó Eyess. Di un salto al oír mi nombre. Todo el
mundo se giró—. ¡Ven a cantar con nosotros!
Sonreí incómoda y, negando con la cabeza, alcé las manos.
—No pasa nada —dije retrocediendo—. Y-yo no conozco ninguna de
vuestras canciones.
—Ven a cantar, por favor —rogó Eyess.
—Pues canta una de las tuyas —dijo Mwita en voz alta.
Le eché una mirada furibunda y él sonrió con suficiencia.
—¡Sí! —exclamó Eyess—. ¡Canta para nosotros!
Todo el mundo guardó silencio mientras la niña me conducía al centro del
círculo. La gente evitaba tocarme cuando pasaba a su lado. Allí plantada, fui
consciente de que todos los ojos estaban puestos en mí.
—Cántanos una canción de tu hogar —dijo Eyess.
—Me crie en Jwahir —comenté tras darme cuenta de que no podía
escaquearme—. Pero soy del desierto. Ese es mi hogar. —Hice una pausa—.
Canto esto cuando el desierto está contento.
Abrí la boca, cerré los ojos y canté la canción que, con tres años, había
aprendido del desierto. Todo el mundo exclamó «oh» y «ah» cuando el gran
loro marrón que había visto en la tienda de Ssaiku vino y aterrizó en mi
hombro. Seguí cantando. El dulce sonido y la vibración de mi garganta
irradiaban a través del resto de mi cuerpo. Aquello suavizó mis ansiedades y
mi tristeza. De momento. Cuando terminé, todo el mundo guardaba silencio.
Y entonces la gente empezó a sisear y a aplaudir a modo de alabanza. El
ruido espantó al pájaro sobre mi hombro y salió volando. Eyess me rodeó la
pierna con los brazos y me miró con admiración. Unas chispas saltaron de sus
brazos y varias personas retrocedieron de un salto, entre afables
exclamaciones susurradas. Los músicos se pusieron a tocar de nuevo y me
apresuré a abandonar el centro del círculo.
—Precioso —decía la gente al pasar.
—¡Dormiré bien esta noche!
—Que Ani te bendiga mil veces.
Si me tocaban, experimentaban dolor, pero se amontonaron para alabarme
como si fuera la hija perdida de sus jefes.
—¡Oh! —exclamó Eyess cuando oyó que la banda arrancaba con otra
pieza a la que no podía resistirse. Regresó corriendo al círculo, donde se
contoneó en una danza que hizo reír a todo el mundo. Mwita me rodeó la
cintura con un brazo. Aquella sensación nunca había sido tan exquisita.
—Ha sido… divertido —dije de camino a nuestra tienda.

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—Funciona siempre —comentó Mwita. Me tocó el pelo espeso—. Este
pelo…
—Lo sé. Voy a usar un trozo largo de fibra de palma para enrollármelo
hasta abajo. No será tan distinto a la trenza.
—No es eso —dijo. Esperé, pero no añadió nada más, lo cual estaba bien.
No hacía falta. Yo también lo sentía. Lo había notado en cuanto Ssaiku me
dijo lo que quería que hiciera. Como si estuviera… cargada. Algo iba a
ocurrir en ese retiro.

Cuando llegamos al campamento, solo encontramos a Fanasi. Estaba sentado


ante el menguante fuego de rocas con la mirada fija en la piedra
resplandeciente. Una botella de vino de palma descansaba entre sus piernas.
—¿Dónde…?
—No tengo ni idea, Onye —dijo, arrastrando las palabras—. Las dos me
han abandonado.
Mwita le dio una palmada en el hombro y entró en nuestra tienda. Me
senté junto a Fanasi. Apestaba a vino.
—Volverán, estoy segura —dije.
—Mwita y tú —dijo al cabo de un rato—. Sois lo auténtico. Yo nunca
tendré algo así. Solo quería tener a Diti, terrenos, bebés. Mírame ahora. Mi
padre escupiría.
—Volverán —repetí.
—No puedo tenerlas a las dos. Y parece que ni siquiera puedo tener a una.
Tonto. No debería haber venido. Quiero irme a casa.
Lo miré, molesta.
—Este sitio está lleno de mujeres hermosas que te tomarían con ganas —
dije, levantándome—. Vete a buscar a una, acuéstate con ella y deja de
lloriquear.
Cuando entré en la tienda, Mwita estaba tumbado bocarriba.
—Buen consejo —dijo—. Lo único que necesita es a otra mujer que lo líe
más.

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Chasqueé la lengua.
—No tendría que haber elegido a Luyu —espeté—. ¿A que ya lo dije? A
Luyu le gustan los hombres, no un solo hombre. Esto no podría haber sido
más previsible.
—¿Ahora lo culpas a él? Diti lo rechazó incluso después de que rompieras
el juju.
—¿A qué te refieres con lo de «incluso después»? ¿Sabes cómo es el
dolor de ese juju? ¡Es horrible! Y nos han educado para creer que está mal
abrirnos de piernas aunque queramos. No nos criaron para que fuésemos tan
libres como… como tú. —Hice una pausa—. Cuando estabas con todas esas
mujeres más mayores, mujeres como Ting, ¿quién te criticaba?
Mwita me miró con los ojos entrecerrados.
—Aquella primera vez, con gusto te habrías abierto de piernas para mí de
no haber sido por el juju. No hay ninguna ley en Jwahir para las mujeres que
te impidiera hacerlo.
—No cambies de tema.
Mwita rio.
—¿Has mantenido relaciones con Ting?
—¿Qué?
—Te conozco y creo que la conozco a ella.
Mwita solo negó con la cabeza, tumbándose con las manos detrás de la
nuca. Me quité el atuendo de celebración y me envolví con mi vieja rapa
amarilla. Estaba saliendo de la tienda cuando noté un tirón en la rapa que casi
me la quitó.
—Espera —dijo Mwita—. ¿Dónde vas?
—A lavarme —respondí. Habíamos establecido la tienda de Luyu como
lugar para lavarnos. No nos habíamos hecho el ánimo de usar la de Binta—.
¿Lo hiciste? —pregunté al fin—. Con otras mujeres, antes que conmigo.
—¿Por qué importa?
—Porque sí. ¿Lo hiciste?
—No eres la primera mujer con la que me he acostado.
Suspiré. Lo sabía. Pero eso no cambiaba nada. Me preocupaba lo de Ting.
—¿Dónde has ido cuando has salido de aquí? —pregunté.
—A dar un paseo. La gente me ha dado la bienvenida en sus casas. Un
grupo de hombres me pidió que me sentara con ellos para que les contase
cosas sobre nosotros y nuestros viajes. Les dije algo, pero no todo. Conocí a
Ting y me llevó a la tienda de Ssaiku, donde estuvimos hablando. —Hizo una
pausa—. Ting es, como todas las personas de aquí, hermosa, pero es como si

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la pobre tuviera el juju del Rito del Undécimo. Le han prohibido mantener
intimidad con un hombre. Y… Onye, ya sabes qué palabra te dije.
Ifunanya.
—Se aplica al alma y al cuerpo —dijo Mwita, dando otro tirón a mi rapa
hasta que quedó por debajo de mis pechos. Tiré de ella hacia arriba.
—Lo siento —dije.
—Deberías sentirlo —respondió Mwita con un gesto de la mano—. Ve y
lávate.

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CAPÍTULO CUARENTA Y TRES

Ni Diti ni Luyu regresaron esa noche. Fanasi se pasó toda la noche mirando
los restos del fuego de rocas. Seguía allí cuando me levanté a la mañana
siguiente para preparar té.
—Fanasi —dije. Mi voz lo asustó. A lo mejor estaba dormido con los ojos
abiertos—. Vete a dormir.
—No han regresado.
—Están bien. Ve a dormir.
Se tambaleó hacia su tienda, donde entró a gatas y dejó de moverse, con
las piernas aún asomando por fuera. Me hallaba en la tienda del baño, en
plena tarea de enjuagarme el jabón del cuerpo, cuando oí que una de ellas
regresaba. Me detuve.
—Me alegro de que hayas vuelto —decía Mwita.
—Ah, calla —respondió Diti.
Silencio.
—No intentes hacerme sentir culpable —añadió Diti.
—¿Cuándo te he dicho yo que no disfrutes? —preguntó Mwita.
—¿Se ha pasado la noche aquí? —gruñó Diti.
—Os ha esperado a las dos durante toda la noche. Se acaba de acostar.
—¿A las dos? —dijo con desdén.
—Diti…
Oí que mi amiga regresaba a su tienda.
—Déjame en paz. Estoy cansada.
—Tú misma.
Luyu regresó tres horas más tarde. Diti estaba durmiendo la mona por lo
que fuera; seguramente una combinación de sexo con vino de palma. Luyu,
acompañada de un hombre de nuestra edad, parecía fresca.
—Buenos días —dijo.
—Tardes —la corregí. Me había pasado la mañana meditando. Mwita se
había ido a alguna parte, supuse que a buscar a Ssailcu o a Ting.

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—Este es Ssun —dijo Luyu.
—Buenas tardes —saludé.
—Bienvenida —dijo el chico—. Anoche, tu canción me dio buenos
sueños.
—Cuando al fin te fuiste a dormir —añadió Luyu. Compartieron una
sonrisa.
—Te ha estado esperando —dije, señalando a Fanasi.
—¿Es el marido de Diti? —preguntó Ssun, con la cabeza ladeada
intentando verlo.
Casi me eché a reír.
—Espero que no le importe que mi hermano tomase a Diti anoche —dijo
el chico.
—Puede que un poco —respondió Luyu.
Fruncí el ceño. «¿Qué clase de normas y reglas tiene esta gente?», me
pregunté. Todos parecían mantener relaciones sexuales con todos. Incluso
Eyess no era de la sangre del marido de Líder Sessa. Mientras Luyu y Ssun
hablaban, me acerqué a Fanasi y le propiné una fuerte patada. Él gruñó y se
giró.
—Eh, ¿qué pasa? —dijo—. Estaba durmiendo que daba gusto.
Luyu me echó una mirada asesina. Le sonreí.
—Fanasi —dijo Ssun, acercándose a él—. Tomé a tu Luyu durante la
noche. Me ha dicho que a lo mejor te has ofendido.
Fanasi se levantó rápidamente. Se tambaleó un poco pero, completamente
derecho, era más alto y más imponente que Ssun. Ssun dio un paso atrás por
instinto. Diti echó un vistazo desde su tienda con una sonrisa en la cara.
—Tómala siempre que quieras —dijo Fanasi.
—Ssun —intervine. Estaba a punto de estirar el brazo para cogerle la
mano, pero me lo pensé mejor—. Ha sido un placer conocerte. Ven.
Lo acompañé hasta las afueras de nuestro campamento. El chico se
mantuvo a unos centímetros de distancia.
—¿Mi hermano y yo hemos causado problemas? —preguntó.
—Nada que no existiera ya.
—En Ssolu, seguimos nuestros impulsos. Siento si hemos sido
descuidados al no considerar que no sois de aquí.
—No pasa nada —dije—. A lo mejor habéis arreglado las cosas entre
nosotros.
Aquella noche, Luyu regresó a su tienda y nos vimos obligados a usar la
de Binta para bañarnos.

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Esos días previos al retiro fueron los peores para los cinco. Diti, Luyu y
Fanasi no se hablaban. Y tanto Luyu como Diti desaparecían continuamente
durante las tardes y las noches.
Fanasi se hizo amigo de unos hombres con quienes pasaba las tardes
hablando, bebiendo, dando de comer a los camellos y, sobre todo, cocinando
pan. No sabía que la panadería se le diese tan bien. Tendría que haberlo
sabido. Era hijo de un panadero. Fanasi preparaba diversos tipos de pan y las
mujeres no tardaron en pedírselo y que les enseñase a hacerlo. Pero, en
nuestro campamento, se encerraba en sí mismo. Me pregunté qué pasaba por
su mente. Y lo mismo con las demás. Por fuera, parecían estar bien, pero
presentía que la única que estaba bien de verdad era Luyu.
Vivir con los vah era raro. Aparte del hecho de que nadie me tocaba,
adoraba a esa gente. Allí era bienvenida. Y llegué a conocer sus nombres y
caracteres. Había una pareja viviendo en una tienda cercana a la nuestra,
Ssaqua y Essop, con cinco hijos, dos de los cuales eran de distintos padres.
Ssaqua y Essop eran una pareja muy alegre que discutía y hablaba sobre cada
tema. A menudo nos llamaban a Mwita y a mí para resolver sus polémicas.
Una vez me llamaron para aclarar si en el desierto había más zonas
endurecidas o dunas de arena.
—¿Quién podría responder algo así? —dije—. Nadie ha estado en todas
partes. Hasta nuestros mapas son limitados y están desactualizados. ¿Y quién
dice que todo es desierto?
—¡Ja! —exclamó Essop, pinchándole con un dedo a su mujer en la
barriga—. ¿Ves? ¡Yo tenía razón! ¡He ganado!
Los niños en la aldea de Ssolu corrían descontrolados, en el buen sentido.
Siempre estaban por ahí ayudando o aprendiendo de alguien. Todo el mundo
les daba la bienvenida. Incluso a los que eran muy pequeños. Siempre y
cuando un bebé pudiera caminar, era responsabilidad de todos. Una vez vi a
una niña de unos dos años a la que su madre dio de comer y luego salió
corriendo a explorar. Unas horas más tarde, vi que se sentaba a comer con
otra familia en el otro extremo de la aldea. Y luego, esa noche, ¡la encontré
cenando con Ssaqua y Essop y dos de sus hijos!
Y, cómo no, Eyess me visitaba a menudo. Compartíamos muchas
comidas. Le gustaba cómo cocinaba, porque decía que usaba «mucha
especia». Era agradable tener una pequeña sombra, pero Eyess siempre se
molestaba cuando venía Mwita y acaparaba algo de mi atención.
Lo que convertía a Ssolu en el lugar más cómodo para mí era lo mismo
que lo diferenciaba de cualquier sociedad que conocía. Allí todo el mundo

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podía encender un fuego de rocas. Sabían hacerlo, así sin más. Y cuando
canté, a la gente le gustó y le hizo gracia que un pájaro aterrizase en mi
hombro. La idea de que mi canción tuviera un efecto tan relajante en ellos no
les molestó.
Los vah no eran hechiceros. Solo Ssaiku y Ting conocían los Saberes
Místicos. Pero el juju formaba parte de su modo de vida. Era tan normal que
no sentían la necesidad de entenderlo por completo. Nunca les pregunté si
sabían esos sencillos jujus por instinto o si los habían aprendido. Me pareció
una pregunta maleducada, igual que preguntar a alguien cómo aprendió a
controlar su orina.
Mi madre había sido como los vah en su forma de aceptar lo místico y
aquello que carecía de respuesta. Pero cuando llegamos a Jwahir, a la
civilización, eso se convirtió en algo que esconder. En Jwahir, solo se
consideraba aceptable que los ancianos como Aro, el Ada o Nana la Sabia
supieran juju. Para los demás, el juju era una abominación.
«¿En qué me habría convertido si hubiese crecido aquí?», me pregunté.
No tenían ningún problema con los ewus. Aceptaron a Mwita como si fuera
uno de los suyos. Lo abrazaban y le estrechaban la mano, le daban palmaditas
en la espalda, dejaban que sus hijos estuvieran con él. Lo aceptaron con los
brazos abiertos.
Aun así, no podían tocarme a mí. Incluso en Jwahir la gente se rozaba
conmigo en el mercado. Cuando era joven, siempre había alguien que me
tiraba o tocaba el pelo y había tenido mi ración de peleas con otros niños.
Aquel era el único problema que tenía con la aldea nómada de Ssolu.

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CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO

Cuando no avanzo hacia mi destino, él acude a mí. Esos días previos al retiro
fueron en realidad el comienzo del proceso que había insinuado Ssaiku. Solo
llevábamos con el Pueblo Escarlata tres cortos días. Faltaban cuatro para el
retiro. No dio tiempo a descansar.
Aun así, me desperté relajada, contenta, descansada. Mwita me rodeaba la
cintura con un brazo. Fuera se oía el zumbido de la tormenta de Ssaiku. Por
encima del ruido pude oír a gente charlando mientras empezaban el día, el
balido de las cabras y el llanto de un bebé. Suspiré. Ssolu se parecía al hogar
en muchos sentidos.
Cerré los ojos, pensando en mi madre. Estaría fuera de la casa, atendiendo
el jardín. Puede que más tarde visitase al Ada o pasase por el taller de mi
padre para ver cómo le iba a Ji. La echaba mucho de menos. Echaba de menos
no tener que… viajar. Me enderecé y aparté mi largo cabello. La fibra de
palma que usaba para atármelo se había deshecho. Con las manos me puse a
trenzarlo de forma automática, como solía hacer cuando lo tenía de por
medio. Pero entonces me acordé de las palabras de Ssaiku sobre que debía
mantenerlo sin trenzar.
—Menuda ridiculez —murmuré mientras buscaba la fibra.
—¿Qué? —masculló Mwita con la cara contra la esterilla.
—Nada, he perdido la…
Una cabecita blanca con una barbilla roja colgando de su pico se asomó al
interior de nuestra tienda. Cloqueó bajito. Reí. Una pintada. En Ssolu, esos
pájaros dóciles y regordetes deambulaban con la misma libertad que los niños
y sabían que no debían acercarse nunca a la tormenta. Me envolví con la rapa
y me senté. Me quedé quieta. Percibí ese extraño olor, el que siempre llega
cuando ocurre algo mágico. El ave sacó la cabeza de la tienda.
—Mwita —susurré.
Se levantó con rapidez, se envolvió la cintura con la rapa y me agarró la
mano. Parecía que él también lo olía. O, al menos, presentía que había algo

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raro.
—¡Onye! —gritó Diti desde fuera—. ¡Será mejor que salgas!
—Hazlo despacio —dijo Luyu. Las dos parecían estar a varios metros de
distancia de la tienda.
Olfateé el aire y el extraño aroma del otro mundo me llenó la nariz. No
quería salir de la tienda, pero Mwita me empujó, apretándose a mí.
—Vamos —susurró—. Enfréntate a lo que sea. Es lo único que puedes
hacer.
Fruncí el ceño y lo empujé hacia atrás.
—Yo no tengo que hacer nada.
—No seas cobarde —espetó Mwita.
—¿O qué?
—No nos fuimos de casa para esto. ¿Recuerdas?
Chasqueé la lengua, con el miedo oprimiéndome los pulmones.
—No sé por qué me fui de casa. Y no sé qué hay ahí fuera…
esperándome.
—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo Mwita con desdén.
No estaba segura de a qué pensamiento me estaba respondiendo.
—Vamos —repitió, y me empujó de nuevo.
Seguía pensando en el retiro, en que algo pasaría allí. Nuestra tienda
ofrecía seguridad; en ella estaban Mwita y nuestras escasas posesiones, era un
escudo contra el mundo. «Oh, Ani, quiero quedarme aquí», pensé. Pero
entonces la imagen de Binta apareció en mi mente. El corazón empezó a
latirme con más fuerza. Seguí adelante. Cuando aparté la abertura y salí a
gatas, casi me tropecé con aquella cosa. Alcé la mirada más y más hacia
arriba.
Estaba justo delante de nuestra tienda y medía tanto como un árbol de
mediana edad. De anchura sería como nuestras tres tiendas juntas. Una
mascarada, un espíritu de la vasta selva. A diferencia de aquella violenta con
garras como agujas que había protegido la cabaña de Aro el día que lo ataqué,
esa permanecía quieta como una piedra. Estaba hecha de hojas mojadas
apretadas entre sí y miles de pinchos metálicos protuberantes. En la cabeza de
madera tenía grabado un rostro con el ceño fruncido. De la parte de arriba
borboteaba un humo blanco espeso, el origen del olor. A su alrededor se
pavoneaban unas diez pintadas. Miraban a la mascarada de vez en cuando,
con la cabeza ladeada y cloqueando de forma inquisitiva. Había dos sentadas
a su derecha y una a su izquierda. «Un monstruo que atrae a unos pájaros
preciosos e inofensivos», pensé. «¿Y qué más?».

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La mascarada bajó los ojos para mirarme cuando me levanté despacio,
con Mwita justo detrás de mí. A unos metros de distancia estaban Diti y
Fanasi y un gentío creciente de observadores. Fanasi tenía a Diti agarrada por
la cintura con un brazo y ella se aferraba a él con todas sus fuerzas. A mi
derecha, una Luyu muy asustada se escondía detrás de su tienda. Me dieron
ganas de echarme a reír. Luyu se quedó, Diti y Fanasi se acobardaron.
—¿Qué crees que quiere? —susurró Luyu demasiado alto, como si la
criatura no se hallase allí mismo. Mi amiga se acercó más—. A lo mejor, si le
damos lo que quiere, se marchará.
«Eso depende de lo que quiera», pensé.
De repente, la criatura empezó a descender al suelo, su cuerpo de rafia
replegándose sobre sí mismo. Las pintadas sentadas a su lado se apartaron
treinta centímetros a un lado antes de aposentarse de nuevo. La mascarada
dejó de bajar. Se había sentado. Me acomodé delante de ella, con Mwita
detrás de mí. Luyu también permaneció cerca. No tenía ni una pizca de magia
en su cuerpo y aquello convertía su valentía frente a lo misterioso en algo
mucho más asombroso.
Con la cara más cerca del suelo, el humo de olor extraño se volvió más
denso a nuestro alrededor. Se me contrajeron los pulmones y me esforcé por
no toser. Aquello habría sido maleducado, lo sabía. Varias pintadas, de hecho,
tosieron. A la mascarada no pareció importarle. Le eché un vistazo a Luyu y
asentí. Ella me devolvió el gesto.
—Diles que se alejen —le dije.
Sin ningún asomo de vacilación, se acercó a la gente.
—Dice que os apartéis —les indicó.
—Eso es una mascarada —respondió impasible una mujer.
—No sé lo que es —dijo Luyu—. Pero…
—Ha venido a hablar con ella —intervino un hombre—. Solo queremos
mirar.
Luyu se giró hacia mí. Al menos ahora sabía lo que la mascarada quería.
El Pueblo Escarlata seguía sorprendiéndome con su conocimiento instintivo
de lo místico.
—Da igual, apartaos —dije rotundamente—. Es una conversación
privada.
Se alejaron a una distancia que parecía segura. Vi que Fanasi y Diti se
adentraban en la multitud y desaparecían. Y entonces la mascarada empezó a
hablar.

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«Onyesonwu», dijo. «Mwita». La voz provenía de todo su ser, se
arrastraba desde su cuerpo al igual que el humo. Viajando hacia todas partes.
Las pintadas dejaron de cloquear con suavidad y las que estaban de pie se
sentaron. «Os saludo. Saludo a vuestros ancestros, espíritus y chis». Mientras
hablaba, la vasta selva apareció a nuestro alrededor. Me pregunté si Mwita
podría verla. Colores brillantes, túbulos ondulantes que se extendían desde el
suelo físico. Parecían árboles, si es que había árboles en la vasta selva.
Árboles selváticos.
Eché un vistazo en busca del ojo de mi padre. Distinguí su brillo, pero el
bulto de la mascarada lo bloqueaba. Ese fue el único indicio de que podía
confiar en aquella mascarada poderosa.
—Te saludamos, Oga —dijimos Mwita y yo.
«Extiende la mano, Onyesonwu».
Me volví hacia Mwita. Tenía los ojos entrecerrados y llenos de intensidad,
la mandíbula tensa, los labios apretados, la nariz dilatada, el ceño arrugado.
Se levantó de repente.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó a la mascarada.
«Siéntate, Mwita», dijo. «No puedes ocupar su lugar. No puedes salvarla.
Tienes tu propio cometido que desempeñar». Mwita se sentó. Como si nada,
le había leído la mente y había saltado por encima de sus preguntas y
argumentos para abordar el problema exacto que se hallaba en el centro del
corazón de Mwita. «Tócala si quieres, pero no interfieras».
Mwita se aferró a mi hombro.
—Te seguiré, hagas lo que hagas —me susurró al oído.
Oí la súplica en su voz. Suplicaba que me negase. Que actuase. Que
huyese. Me acordé de mi Rito del Undécimo, de cuando tuve una oportunidad
similar. Si hubiese huido, mi padre no me habría visto tan pronto. No estaría
aquí. Pero allí estaba. Y, pasase lo que pasase, algo iba a ocurrir dentro de
cuatro días, cuando acudiese a aquel retiro. El destino es frío. Es frágil.
Despacio, extendí la mano. Mantuve los ojos abiertos. Mwita me agarró el
hombro con más fuerza y se acercó. No sabía lo que debía esperar, pero no
estaba preparada para lo que ocurrió después. La capa de hojas mojadas de la
mascarada se alzó al unísono y dejó al descubierto todas sus agujas. La
mascarada se echó hacia atrás y entonces se adelantó con un suave ¡zas! Me
aparté y parpadeé. Cuando abrí los ojos, vi que estaba cubierta de gotas de
agua y… de las agujas de la mascarada.
Toda la cara, los brazos, el pecho, la barriga y las piernas. ¡Y habían
conseguido llegar hasta la espalda! Solo las partes tapadas por el cuerpo de

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Mwita permanecían sin agujas. Mwita gritó; quería tocarme y, al mismo
tiempo, no quería.
—¿Estás…? —Se levantó de un salto, me miró y luego examinó las
agujas—. ¿Qué es…? ¿Onye? ¿Qué…?
Solté un gemido cuando me observé, a punto de chillar, aunque
sorprendida por seguir consciente y sentirme bien. ¡Parecía un alfiletero! ¿Por
qué no sangraba? ¿Dónde estaba el dolor? ¿Y por qué me había dicho la
mascarada que extendiera la mano si pensaba hacerme eso? ¿Era algún tipo
de broma macabra?
La mascarada se echó a reír. Con una risotada profunda y gutural que
sacudió sus hojas mojadas. Sí, era lo que aquella criatura entendía por broma.
Se levantó y nos roció con humedad y humo. Se dio la vuelta y empezó a
alejarse hacia la tienda de Ssaiku mientras iba dejando un reguero de humo
selvático. Las pintadas la siguieron en fila india. Unas cuantas personas
también fueron a la zaga. Alguien sacó una flauta, luego un pequeño tambor.
Tocaron para la mascarada mientras caminaba, aún riéndose.
Cuando quedó fuera de nuestra vista, Mwita y yo nos observamos.
—¿Estás… bien? —preguntó.
Empezaba a sentirme… rara. Mal. Pero no quería asustarlo.
—Estoy bien.
Al cabo de un momento, los dos sonreímos y nos echamos a reír. Cayó
una aguja. Mwita la señaló y soltó una carcajada más fuerte, que me hizo reír
más. Se desprendieron más agujas. Luyu vino corriendo. Gritó cuando me vio
de cerca. Mwita y yo reímos con más ganas. Ya estaba mudando todas las
agujas.
—¿Qué os pasa a vosotros dos? —preguntó Luyu, más tranquila cuando
vio que las agujas iban cayendo—. ¿Qué os ha hecho esa cosa?
Sacudí la cabeza, aún riéndome entre dientes.
—No sé.
—¿Era…? —Se arrodilló para observar las agujas que me quedaban en la
espalda—. ¿Era una mascarada de verdad?
Asentí y una ola de náusea me recorrió entera. Suspiré y me senté.
Cuando Luyu intentó tocar una de las agujas restantes que sobresalía en mi
mejilla, una chispa del tamaño de una nuez de cola salió disparada de mí.
Luyu se alejó de un salto, sujetándose la mano y siseando de dolor.
Ahora era una paria para todo el mundo, excepto para Mwita.

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CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO

Al día siguiente, me sentía muy enferma. Ver comida, aunque fuera solo
cabra al curri, me revolvía el estómago. Cuando conseguí embutirme algo en
la boca, me supo a metálico y produjo chispas contra mis dientes. Fue una
sensación muy desagradable. Solo podía beber agua y comer trozos de pan
plano sin problemas. Dos días después, seguía enferma.
La mascarada había introducido algo en mi cuerpo. Esas agujas estaban
infectadas con veneno. ¿O sería medicina? O puede que las dos cosas. O
ninguna. Sea veneno o medicina, algo así conlleva que tiene algo que ver
conmigo. Y no que yo sea parte de un gran plan.
Además de estar siempre mareada, sin poder comer y con alergia a todo el
mundo excepto a Mwita (aunque resultó que tampoco era alérgica ni a Ssaiku
ni a Ting), de vez en cuando me inundaba una horrible hipersensibilidad.
Podía oír a una mosca respirar o ver un grano de arena rodar hasta el suelo
como un canto rodado. De repente, adquiría fuerza o vista de halcón, o casi
podía oler la mortalidad de todo el mundo. La mortalidad olía a fango y a
mojado y yo apestaba a ella.
Sabía qué era esa claridad inducida por el hambre. Era una versión más
fuerte de aquello que nos había llevado a Mwita y a mí cara a cara con mi
padre hacía unos meses. Pero esa vez pensaba controlarlo. Tenía que hacerlo;
de lo contrario, a lo mejor me volvía peligrosa. Para colmo, la vasta selva
intentaba invadir mi espacio.
—Estoy viva —murmuré mientras caminaba por las afueras de Ssolu—.
Así que déjame en paz.
Pero la vasta selva no lo hacía, claro. Miré a mi alrededor, con el corazón
a mil por hora. Quería echarme a reír. Me latía el corazón mientras tenía un
pie en el mundo espiritual y otro en el mundo físico. Absurdo. Una parte de
mí era de una energía azul y la otra, un cuerpo físico. Medio viva y medio
algo más. Era la quinta vez que aquello ocurría y, como antes, me giré para
observar el ojo enfadado de mi padre. Le escupí, ignorando el escalofrío de

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temor que me recorría cuando lo veía. Siempre estaba allí, mirando,
esperando… pero ¿el qué?
Me hallaba cerca de la tienda de una familia. Una madre, un padre, dos
niños y tres niñas. O puede que alguno de los vástagos fuera de otros padres.
Puede que los dos «padres» fueran amantes o amigos. Nunca se sabía con los
vah. Pero una familia seguía siendo una familia y envidié lo que vi y, de
nuevo, eché de menos a mi madre.
Estaban cenando. Olí la sopa de olera y fufu como si la tuviera delante de
mis narices. Vi el destello en los ojos del hombre cuando miró a la mujer y
supe que la deseaba, pero no la amaba. Casi podía sentir la aspereza de las
rastas largas de los niños. Si alguno de ellos mirase en mi dirección, ¿qué
verían? Puede que una versión de mí que parecía moldeada en agua. Puede
que nada. Me apoyé contra la energía azul de un árbol selvático para
protegerme de la fiera mirada de mi padre. Notaba el árbol suave y frío. Me
hundí y esperé hasta deslizarme por completo al mundo físico.
En cuanto cerré los ojos, algo me agarró. Todo mi cuerpo se entumeció
cuando dos de las ramas de los árboles selváticos me envolvieron con fuerza
el brazo izquierdo y el cuello. Arañé el que tenía alrededor del cuello y tiré.
Resollé con mucho esfuerzo cuando aumentó la presión. La rama era muy
fuerte.
Pero yo lo era más. Mucho más. Cuando la rabia me recorrió entera, mi
energía azul resplandeció. Agarré la rama del cuello y la arranqué. El árbol
profirió un grito agudo, pero aquello no me detuvo. Rompí la otra del brazo,
estiré la mano y partí la que intentaba cogerme por la pierna. Entonces me
enderecé, lista para rugir, con los puños apretados, las piernas ligeramente
separadas, los ojos abiertos de par en par. Quería destrozar todo el árbol… y
justo en ese momento la vasta selva se retiró. En cuanto mi ser y mi cuerpo se
asentaron por completo en el mundo físico, todas mis fuerzas me
abandonaron. Me dejé caer con dureza en el suelo, jadeando quedamente,
temerosa de tocarme el cuello dolorido.
Una de las niñas que estaba cenando con la familia se dio la vuelta. Me
vio y saludó. Le devolví el gesto sin fuerzas e intenté sonreír. Me levanté
despacio, como si nada hubiera pasado.
—¿Quieres comer con nosotros? —preguntó con su vocecita inocente de
niña pequeña. Todos me estaban mirando ahora y me hacían señas.
Sonreí y negué con la cabeza.
—Gracias, pero no tengo hambre —dije. Me alejé todo lo rápido que mi
cuerpo apaleado me permitió. Esa gente parecía muy normal, pura,

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inmaculada. Era imposible sentarme a su mesa.
Cuando regresé a mi tienda, encontré a Fanasi sentado delante de la suya,
enfurruñado. Yo no estaba de humor, así que no me molesté en preguntarle
qué le pasaba. Pero era obvio. No veía a Diti ni a Luyu por ninguna parte. Ni
tampoco a Mwita y, mientras me tumbaba en la tienda, me alegré de que no
estuviera. No quería que supiera que estaba tan… enferma. No quería que
nadie lo supiera. Los vah ya me trataban como si padeciera algo. Y, en cierto
modo, eso era lo que me pasaba. No podía acercarme a ninguno de ellos sin
provocar chispas y una inyección de un dolor agudo. Ya me sentía lo bastante
marginada sin anunciar que, encima, no me sentía bien.

A Luyu se lo conté todo. Pero solo porque fue la que entró en mi tienda una
hora más tarde, cuando estaba de nuevo entre la vasta selva y el mundo físico.
Me sentía demasiado agotada como para hacer nada que no fuera estar allí
sentada. Cuando la vasta selva al fin se retrajo, allí estaba mi amiga, en la
entrada de la tienda, mirándome.
Esperaba que se marchase corriendo a gatas de inmediato, pero Luyu me
sorprendió de nuevo. Entró, se sentó y solo me miró fijamente. Me tumbé y
aguardé sus preguntas.
—¿Qué ha sido eso? —dijo al fin.
—¿El qué? —suspiré.
—Eras como… agua. Estabas hecha de agua sólida… Pero agua que fuese
como piedra, pero agua.
—¿Lo era? —reí entre dientes.
Luyu asintió.
—Fue justo lo que pasó aquel día durante el Rito del Undécimo. —Ladeó
la cabeza—. ¿Ocurre cuando te vas al… mundo de los muertos?
—No con los muertos, sino a la vasta selva. El mundo espiritual.
—Pero allí no puedes estar viva. Así que es el mundo de los muertos.
—Yo… —Volví a suspirar y recité una de las lecciones de Aro—. Solo
porque algo no esté vivo, no quiere decir que esté muerto. Para estar muerto

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antes tienes que estar vivo. —Cerré los ojos y me recosté—. La vasta selva es
otro sitio. Sin carne ni tiempo.
—¿Y por qué te pasó durante nuestro rito?
—Es una larga historia —reí.
—Onye, ¿qué te ocurre? —preguntó al cabo de un momento—. No tienes
buen aspecto desde… desde que esa mascarada te hizo algo. —Al no recibir
respuesta, se acercó—. ¿Recuerdas de lo que hablamos hace tiempo, cuando
nos marchamos de casa?
La observé sin más.
—Acordamos que compartiríamos la carga, tú y yo —dijo. Me cogió la
mano y brotó una chispa enorme. Una mirada de dolor cruzó su rostro
mientras dejaba lentamente mi mano. Sonrió, pero no intentó agarrarme de
nuevo—. Habla. Dímelo.
Aparté la mirada, suprimiendo las ganas de llorar. No quería echarle a
nadie el peso de aquello. Me giré hacia ella y me fijé en su piel marrón
oscuro, perfecta incluso después de todo por lo que habíamos pasado. Tenía
los labios gruesos apretados con firmeza. Sus ojos almendrados miraban
fijamente los míos, sin inmutarse. Me enderecé.
—De acuerdo —dije—. Ven a dar un paseo conmigo.

Paseamos por las afueras de Ssolu, en el kilómetro que había entre la


tormenta y la última tienda. Allí solo se congregaban corros de ganado. Las
pintadas y las gallinas mantenían las distancias. Así que, entre camellos y
cabras, hablé y Luyu escuchó.
—Deberías decírselo a Mwita —dijo cuando terminé. Tuve que
detenerme e inclinarme hacia delante cuando me recorrió una ola de
cansancio inducida por el hambre.
—No quiero…
—Todo no gira a tu alrededor —dijo. Avanzó un paso para ayudar a
levantarme. Enseguida retrocedió—. ¿Estás bien?
—No.

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—¿Puedo…?
—No. —Poco a poco, me enderecé—. Adelante. Di lo que ibas a decir.
—Bueno, es que… —Se detuvo y me miró a los ojos—. Dentro de unos
días tendrás el retiro ese. Creo, bueno, que ya lo sabes.
Asentí.
—Va a ocurrir algo, pero no sé el qué.
—Creo que Mwita puede hacer que mejore.
—Es posible —murmuré.
Cayó justo a mis pies. Un lagarto amarillo con una gran cabeza escamosa.
Giró para enderezarse y empezó a alejarse con parsimonia. Me reí, porque
asumí que había sido absorbido por la tormenta, que lo había lanzado a Ssolu
como muchas otras criaturas. Lo único que quería era sentarme en el suelo
arenoso y ver cómo se alejaba.
Me inundó otra extraña ola de hipersensibilidad. Miré a Luyu, que me
observaba con atención. Distinguí todas las células de su rostro.
—¿Lo has visto? —pregunté. Señalé sin fuerzas al lagarto justo cuando
giraba la cabeza hacia nosotras. Quería desviar la atención de Luyu. Estaba a
punto de salir a por Mwita, lo sabía.
—¿El qué? —dijo con el ceño fruncido.
Sacudí la cabeza, siguiendo al lagarto con la mirada. Me hundí en la
arena. Estaba muy débil.
Llegó otra ola de sensibilidad y oí un gemido trémulo. No estaba segura
de si provenía de mí o de la vasta selva que brotaba de nuevo a mi alrededor.
Había un árbol selvático junto a Luyu. Luego todo parpadeó y se convirtió
solo en el mundo físico de nuevo. Quería vomitar.
—Quédate aquí. Voy a por Mwita —dijo Luyu—. Acabas de volverte
transparente de nuevo.
Estaba demasiado débil para responder. El lagarto se acercaba lentamente
y me centré en él cuando Luyu salió corriendo.
—Deja que se vaya —dijo una voz. Era femenina, pero grave y fuerte
como la de un hombre. Provenía del lagarto que se aproximaba. Había algo en
esa voz que me resultaba familiar.
—No pensaba detenerla —respondí con una risa débil—. ¿Quién eres?
Me pregunté si me estaría imaginando la voz. Sabía que no. Padecía una
enfermedad contagiada por un gran espíritu de la vasta selva. Había acudido a
mí justo con esa intención. Luego se había reunido con Ssailcu, según me
contó Ting más tarde. Nada de lo que me ocurriese después del encuentro con
la mascarada sería producto de mi imaginación.

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—Has llegado lejos —dijo el lagarto, obviando mi pregunta—. Yo te
llevaré más lejos aún.
—¿Estás aquí de verdad?
—Bastante.
—¿Me traerás de vuelta?
—¿Alguien podría separarte de Mwita?
—No. ¿Dónde me llevarás? —Ahora hablaba por hablar. No estaba
demasiado interesada en las respuestas. Necesitaba algo que me mantuviera
tranquila mientras el lagarto crecía y cambiaba de color.
—Te llevaré donde necesitas ir —dijo. Su voz se volvió más sonora y
plena a medida que crecía. Sonaba como tres voces en una sola—. Te
mostraré lo que tienes que ver, Onyesonwu.
Así que me conocía. Entrecerré los ojos.
—¿Qué sabes sobre mi destino? —pregunté.
—Sé lo que tú sabes.
—¿Y sobre mi padre biológico?
—Que es un hombre muy muy malvado.
Olvidé el resto de preguntas. Lo olvidé todo. Ante mí se hallaba una
criatura que solo podía llamar kponyungo, un escupefuegos. Era del tamaño
de cuatro camellos y del brillante color de todos los tonos del fuego. Tenía el
cuerpo enjuto y fuerte como el de una serpiente; en su cabeza redonda había
largos cuernos enrollados y una mandíbula espléndida llena de dientes
afilados. Sus ojos eran como soles pequeños. Exudaba un ligero humo y olía a
arena asándose y a vapor.
Cuando mi madre y yo éramos nómadas, durante los períodos más
calurosos del día, nos sentábamos en la tienda y ella me contaba historias
sobre esas criaturas. «A los kponyungos les gusta hacerse amigos de los
viajeros», decía. «Cobran vida durante el momento más caluroso del día,
como este. Se alzan de la sal de los océanos que llevan mucho tiempo
muertos. Si alguno traba amistad contigo, nunca estarás sola».
Mi madre fue una de las pocas personas que conocí que hablaba de los
océanos como si existiesen de verdad. Siempre me contaba historias sobre
ellos si algo me asustaba, como cuando veía un camello putrefacto o cuando
el cielo se nublaba demasiado. Para ella, los kponyungos eran seres amables y
majestuosos. Pero, a menudo, encontrarse con algo en la vida real resulta ser
muy distinto a cómo lo cuentan en las historias. Como ahora.
No tenía palabras. Sabía que estaba allí. Delante de mí, mientras todas las
personas en Ssolu se encargaban de sus asuntos a un kilómetro de distancia.

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Algún transeúnte podría haberse fijado en que estaba allí de pie, mirando
algo, pero no se habría detenido. Para ellos, era intocable, una desconocida,
una hechicera, aunque les cayese bien. ¿Podrían ver a la kponyungo que tenía
delante? Quizá. O quizá no. Si la veían, a lo mejor su tradición dictaba que
debían dejarme con mi destino.
Noté una sensación conocida, como si me distanciase y luego me
desplazara en lo más hondo. «Viajaba» de nuevo. Esta vez ocurría cerca de
una aldea llena de gente, sin Mwita a mi lado. Estaba sola y esa criatura me
llevaba. Mientras ascendía flotando, la kponyungo volaba a mi lado. Sentí su
calor.
—Una criatura como yo no es tan diferente a un pájaro —dijo con esa voz
tan extraña—. Transfórmate.
¿Podía cambiar cuando estaba «viajando» así? Nunca me lo había
planteado. Pero ella tenía razón. Me había convertido en un lagarto en una
ocasión y no fue tan distinto a transformarme en gorrión o incluso en buitre.
Estiré el brazo para tocar la dura piel de la kponyungo. La aparté enseguida,
llena de un miedo repentino.
—Adelante —dijo.
—¿Quemas?
—Averígualo —respondió. Su rostro no expresaba nada, pero sabía que se
lo estaba pasando bien. Despacio, estiré el brazo y le toqué una escama. De
hecho, oí y olí cómo mi piel chisporroteaba.
—¡Ah! —grité, sacudiendo la mano. Pero la criatura siguió llevándome
más y más arriba. Estábamos a quince metros sobre Ssolu—. ¿Me he…? —
Me miré la mano. No parecía quemada ni dolía tanto como debería.
—Tú eres tú incluso en la vasta selva. Pero tus habilidades y las mías nos
protegen.
—¿Puedo morir así?
—Sí, en cierta forma. Pero no lo harás.
—Pero no lo haré —dije al mismo tiempo—. Vale.
Estiré el brazo otra vez. En esa ocasión, soporté el dolor, el chisporroteo y
el olor de mi piel quemándose. Rompí una de sus escamas. De mi mano salió
humo y quise gritar, pero incluso a través del humo vi que estaba ilesa.
Como íbamos ascendiendo cada vez más, resultaba difícil concentrarse.
Aun así, con la escama en la mano, transformarse en kponyungo solo fue
moderadamente complicado. Estiré mi nuevo cuerpo liso, disfrutando de mi
propio calor. Resistí el repentino impulso de volar hacia abajo, enterrarme
bien hondo en la arena y calentar mi cuerpo con tanta intensidad que la arena

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se fundiese en cristal. Reí. Aunque quisiera, no podría hacerlo. Yo no
controlaba aquel viaje, lo hacía la kponyungo. Me pregunté si por eso
tampoco podía alcanzar el mismo tamaño que su cuerpo. Solo me estiraba tres
cuartas partes de su envergadura.
—Bien hecho —dijo cuando terminé—. Ahora deja que te lleve a un lugar
que nunca antes has visto.
Zumbamos hacia la tormenta y nos hundimos en ella. Salimos por el otro
lado en menos de un segundo. Por la posición del sol, volábamos hacia el
oeste. Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia el este.
—Ahí está Papa Shee —dijo, un minuto después.
Apenas le eché un vistazo a aquel vil lugar cuya gente le había arrebatado
brutalmente la vida a Binta y donde siempre sufrirían ceguera. Generación
tras generación. Había maldecido a Papa Shee y a todos los que nacieran allí.
La maldije otra vez cuando la sobrevolamos.
—Allí está tu Jwahir —dijo.
Intenté reducir la velocidad para echar un vistazo, pero ella me arrastró.
No vi nada más que un borrón de edificios distantes. Pero, incluso aunque la
sobrevolamos en un parpadeo, noté cómo mi hogar me llamaba, cómo
intentaba atraerme de vuelta. Mi madre. Aro. Nana la Sabia. El Ada. ¿Ya
habría llegado su hijo Fanta a Jwahir para sorprenderla?
La kponyungo y yo volamos sobre vastos parajes, esa aridez que conocía
de siempre. Arena. Zonas duras. Árboles raquíticos. Nos movíamos
demasiado rápido como para detectar a los camellos, fénecs o halcones
esporádicos que seguramente nos cruzaríamos. Me pregunté a dónde íbamos.
Y me pregunté si debería estar asustada. Resultaba imposible decir cuánto
tiempo había pasado o cuánto nos habíamos alejado. No sentía hambre ni sed.
Ni ganas de orinar ni de defecar. Ni de dormir. Ya no era ni humana ni bestia
física.
De vez en cuando, la miraba a los ojos. Era un lagarto gigante de calor y
luz. Pero también era más. Tenía un presentimiento. ¿Quién era? Me devolvió
la mirada, como si supiera lo que me estaba preguntando. Pero no dijo nada.
Mucho tiempo y mucha distancia después, el terreno de abajo cambió de
repente. Los árboles que sobrevolábamos eran más altos, íbamos a más
velocidad. A tanta, que solo podía distinguir un marrón claro. Luego otro más
oscuro. Y luego… verde.
—Mira —dijo la criatura, reduciendo la velocidad.
¡Verdeeeee! Verde como nunca antes lo había visto. Como nunca antes lo
había imaginado. Aquello hacía que el campo de verde que había visto al

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«viajar» con Mwita aquella primera vez fuese minúsculo. De horizonte a
horizonte, el suelo estaba vivo con árboles altos y muy frondosos. «¿Es esto
posible?», me pregunté. «¿Existe este lugar de verdad?».
Me encontré con la mirada de la kponyungo y vi que sus ojos brillaban
con un naranja amarillento más intenso.
—Existe —dijo.
Me dolía el pecho, pero era un dolor bueno. Un dolor de… hogar. Ese
lugar estaba demasiado lejos como para alcanzarlo. Pero puede que algún día
no lo estuviera. Algún día. Su inmensidad empequeñecía la violencia y el
odio entre okekes y nurus. Aquel sitio no dejaba de extenderse. Volamos a tan
poca altura que tocamos las copas de los árboles. Acaricié la hoja de una
extraña palmera.
Un pájaro parecido a un águila de gran tamaño salió volando de un árbol
cercano. Otro árbol, con unas flores enormes de un rosa brillante, estaba
repleto de unas mariposas grandes de color azul y amarillo. En otras copas, vi
criaturas peludas con brazos largos y ojos curiosos. Nos observaron cuando
pasamos volando. Una brisa envió ondas por los árboles, igual que hace el
viento en un charco de agua. Produjo un sonido susurrante que nunca
olvidaré. ¡Tanto verde, vivo y cargado de agua!
La kponyungo nos detuvo y nos cernimos sobre un árbol grande y amplio.
Sonreí. Un iroco. Justo como aquel en el que me vi encaramada la primera
vez que mis habilidades eshu se manifestaron, cuando me transformé en un
gorrión. Ese árbol también tenía frutos de olor amargo. Aterrizamos en una de
sus inmensas ramas que, de algún modo, soportó nuestro peso.
Una familia de esos animales peludos se hallaba sentada en la lejana copa
del árbol, observándonos sin moverse. Casi resultaba gracioso. ¿Qué habrían
entendido? ¿Habían visto alguna vez a dos lagartos enjutos que brillaban
como el sol y olían a humo y a vapor? Lo dudo.
—Te enviaré de vuelta dentro de un momento —dijo la kponyungo, sin
prestar atención a las criaturas peludas como monos, que seguían sin moverse
—. Por ahora, asimila este lugar, mantenlo cerca. Recuérdalo.
Lo que más recuerdo de él es la profunda sensación de esperanza que
insufló en mi corazón. Si un bosque, un vasto bosque de verdad, aún existía
en alguna parte, aunque fuera tan tan lejos, entonces todo no tenía por qué
acabar mal. Había vida fuera del Gran Libro. Aquello fue como si me
bendijeran, me purificaran.
Sin embargo, cuando la kponyungo me devolvió a Ssolu, después de
convertir mi cuerpo en humano de nuevo, tuve que esforzarme para recordar

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algo de aquello. En cuanto regresé a mi propia piel, la enfermedad cayó sobre
mí como mil escorpiones enviados por mi padre.

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CAPÍTULO CUARENTA Y SEIS

Pero aquello no tenía nada que ver con mi padre y sí con la visita de la
mascarada. O eso había dicho el hechicero Ssaiku. Cuando regresé a mí
misma después de ver aquel lugar verde, Ssaiku, Ting y Mwita me esperaban.
Estábamos en mi tienda. Había incienso encendido. Ssaiku tarareaba una
melodía triste y Mwita me observaba. En cuanto me tumbé sobre mi cuerpo,
sonrió y asintió.
—Ha regresado —dijo.
Le devolví la sonrisa, pero enseguida me estremecí al darme cuenta de
que todos los músculos de mi cuerpo se tensaban.
—Bébete esto —me indicó Mwita, llevándome una taza a los labios.
Fuera lo que fuese aquel brebaje, me relajó los músculos en un minuto. Solo
cuando Mwita y yo nos quedamos a solas, le conté lo que había visto. Nunca
llegué a oír lo que pensaba al respecto, porque en cuanto terminé de contarle
la historia, me deslicé en la vasta selva, lo que para él fue como si casi
desapareciese. Cuando regresé al mundo físico, sentí de nuevo los músculos
agarrotados y doloridos.
No era el tipo de enfermedad que te hacía vomitar, arder con fiebre o tener
episodios de diarrea. Era espiritual. La comida me repugnaba. La vasta selva
y el mundo físico competían por tener un lugar prominente a mi alrededor. Mi
sensibilidad fluctuaba entre agudizada y embotada. Durante los días previos al
retiro, me quedé la mayor parte del tiempo en mi tienda.
Fanasi y Diti venían a echar un vistazo de vez en cuando. Fanasi me trajo
un pan que no comí. Diti intentó iniciar conversaciones que no pude terminar.
Parecían ratones esperando el momento adecuado para huir. Ver la mascarada
les habría dejado muy claro que yo no era una simple hechicera, sino que,
además, estaba conectada a fuerzas misteriosas y peligrosas.
Luyu se quedaba conmigo cuando Mwita no podía. Se sentaba a mi lado
cuando yo desaparecía y, cuando volvía a aparecer, aún seguía allí. Tenía cara
de estar muerta de miedo, pero persistía. No me hizo ninguna pregunta y,

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cuando charlábamos, me hablaba sobre los hombres con los que se acostaba o
sobre otras trivialidades. Era la única que podía hacerme reír.

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CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE

La mañana del décimo día, Mwita tuvo que despertarme. No me había


dormido hasta una hora antes. Seguía incapaz de comer y estaba demasiado
hambrienta como para dormir. Mwita hacía lo que podía para cansarme.
Incluso en mi estado, su roce era más calmante que la comida o el agua. Aun
así, no dejaba de pensar en cuánta gente moriría si me quedaba embarazada.
Tampoco podía sacarme de la cabeza que algo malo iba a ocurrir si acudía al
retiro.
—Las he oído cantar —dijo Mwita—. Ya se han reunido.
—Mmh —musité, con los ojos aún cerrados. Llevaba una hora
escuchándolas. Su canción me recordaba a la de mi madre. Solía cantarla a
menudo, aunque se negaba a ir con las mujeres de Jwahir a Conversar—. Ella
no ha ido desde que fui concebida —murmuré, abriendo los ojos—. ¿Por qué
debería ir yo?
—Levántate —me dijo con suavidad. Me besó el hombro desnudo. Él se
levantó, se envolvió la cintura con la rapa verde y salió. Regresó con un vaso
de agua. Rebuscó en mi pila de ropa y cogió la blusa azul—. Ponte esto. Y…
—Encontró la rapa azul—. Y esto.
Me enderecé y la sábana cayó. La sensibilidad me inundó cuando la fría
brisa tocó mi cuerpo. Quería echarme a llorar. Me envolví con la rapa azul.
Mwita me dio el agua.
—Sé fuerte —dijo—. Levántate.
Al salir, me sorprendió ver a Diti, Luyu y Fanasi allí sentadas, bien
vestidas y comiendo pan recién hecho. Me rugió el estómago por el olor del
pan.
—Empezábamos a pensar que los dos estabais demasiado… cansados
para ir —dijo Luyu guiñando un ojo.
—¿Estabais en el campamento para oírnos? —pregunté.
Fanasi soltó una carcajada amarga y Diti apartó la mirada.
—He llegado tarde, pero sí —respondió Luyu con una sonrisita.

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Para cuando estuve lavada y vestida, el grupo de mujeres ya estaba
saliendo. Se movían con lentitud. Fue fácil alcanzarlas. Nadie prestó atención
a Mwita y a Fanasi, los únicos hombres del grupo. Ting también estaba allí.
—En representación de Ssaiku —dijo. Me fijé en que Mwita y ella
compartían una mirada rápida.
La caminata hasta el borde de la tormenta, en el lado oeste, no fue larga,
unos dos kilómetros y medio. Pero caminábamos a un ritmo tan lento que nos
costó casi una hora llegar. Cantábamos canciones a Ani, algunas las conocía,
muchas otras no. Cuando nos detuvimos, me sentía mareada por el hambre,
pero contenta por sentarme. Allí hacía viento, ruido y daba un poco de miedo.
A tan solo unos metros de distancia, se veía el punto donde el viento se
convertía en tormenta.
—Suéltale el pelo —le indicó Ting a Mwita, que me quitó la hebra de
fibra de palma del pelo y dejó que saliera volando. Las mujeres guardaron
silencio. Rezaban. Muchas se arrodillaron, con la cabeza contra la arena. Diti,
Luyu y Fanasi permanecieron de pie, observando la tormenta de arena. Luyu
y Diti provenían de familias que solo rezaban a Ani de vez en cuando. Sus
madres nunca habían ido a un retiro ni ellas tampoco. No podía alejar mis
pensamientos de mi propia madre y de cómo le ocurrió todo aquello, de que
había estado rezando, igual que esas mujeres, cuando llegaron las motos. Ting
estaba detrás de mí. Noté que me hacía algo en la nuca. Me sentía demasiado
débil como para detenerla.
—¿Qué haces? —pregunté.
Se acercó a mi oreja.
—Es una mezcla de aceite de palma, lágrimas de una anciana moribunda,
lágrimas de un bebé, sangre menstrual, leche de hombre, piel de la pata de
una tortuga y arena.
Me estremecí, asqueada.
—No sabes nsibidi —dijo—. Es juju escrito. Marcar algo con esto es
decretar un cambio. Habla directamente con el espíritu. Te he marcado con el
símbolo de la encrucijada, donde tus yoes se encontrarán. Arrodíllate. Pídele a
Ani. Ella proveerá.
—No creo en Ani.
—Pues arrodíllate y reza de todas formas —dijo, empujándome.
Apreté la frente contra la arena, con el sonido del viento en mis oídos.
Pasaron unos minutos. «Qué hambre tengo», pensé. Empecé a sentir que algo
me sujetaba. Giré la cabeza y miré el cielo. Vi que se ponía el sol, volvía a
subir y bajaba de nuevo. Pasó mucho tiempo, eso es lo que importa.

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De repente, caí en la arena. Me tragó como la boca de una bestia. Lo
último que recuerdo antes de que el mundo estallase fue que una chica decía:
«No pasa nada, Mwita. Se está liberando. Estábamos esperando a que esto
ocurriera desde que llegó».

Cada parte de mí que era yo. Mi cuerpo ewu y alto. Mi mal genio. Mi mente
impulsiva. Mis recuerdos. Mi pasado. Mi futuro. Mi muerte. Mi vida. Mi
espíritu. Mi destino. Mi fracaso. Todo mi ser quedó destruido. Estaba muerta,
rota, dispersa y absorbida. Aquello era mil veces peor que cuando me
transformé por primera vez en pájaro. No recordaba nada porque yo era nada.
Y entonces fui algo.
Podía notarlo. Volvía a juntarme, trozo a trozo. ¿Qué lo estaba haciendo?
No, no era Ani. No era una diosa. Era algo frío, si es que podía serlo. Y
quebradizo, si es que podía serlo. Lógico. Controlado. ¿Me atrevería a decir
que era Artífice? ¿Quien No Puede Alcanzarse? ¿A quien le da igual que le
toquen? ¿El cuarto saber que ningún hechicero puede considerar? No, no
puedo afirmarlo, porque es una blasfemia muy grave. O, al menos, eso es lo
que diría Aro.
Pero mi espíritu y mi cuerpo habían sido completa y totalmente
destruidos… ¿No dijo Aro que ocurriría aquello a cualquier criatura que se
encontrase con Artífice? Cuando me acopló de nuevo, lo hizo en un nuevo
orden. Uno que tenía más sentido. Recuerdo el momento en el que regresó la
última pieza de mi ser.
—Ahhhhhhhhhhhhhhhhh —respiré. Alivio, mi primera emoción. Me
acordé, de nuevo, de aquella ocasión en el árbol iroco. Cuando mi cabeza fue
como una casa. Por aquel entonces, sentí como si las puertas de la casa se
abriesen: puertas de acero, de madera, de piedra. Esta vez, todas las puertas y
ventanas reventaron.
Caía de nuevo. Me estampé contra el suelo con fuerza. Viento en mi piel.
Estaba helada. Mojada. «¿Quién soy?», me pregunté. No abrí los ojos. No me

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acordaba de cómo hacerlo. Algo me golpeó la cabeza. Y algo más. Abrí los
ojos por instinto. Me hallaba en una tienda.
—¿Cómo puede estar muerta? —gritaba Diti—. ¿Qué ha pasado?
Y entonces todo me entró de golpe. Quién era, por qué era, cómo era,
cuándo. Cerré los ojos.
—No la toques —dijo Ssaiku—. Mwita, háblale. Está regresando.
Ayúdala a completar su viaje.
Silencio.
—Onyesonwu. —Su voz sonaba extraña—. Vuelve. Has estado fuera
siete días. Luego caíste del cielo, como uno de los niños perdidos de Ani en el
Gran Libro. Si vives otra vez, abre los ojos, mujer.
Los abrí. Estaba tumbada bocarriba. Me dolía el cuerpo. Él me cogió la
mano. Yo le agarré la suya. Más me llegó en aquel momento. Más sobre
quién era ahora. Sonreí y luego solté una carcajada.
Aquel fue un momento de locura y arrogancia del que no puedo decir que
no fuera solo mi culpa. El poder y la capacidad que ahora formaban parte de
mí resultaban irresistibles. Era más fuerte y tenía más control de lo que nunca
podría haberme imaginado. En cuanto regresé, me marché de nuevo. No había
comido en siete días. Tenía la mente despejada. Era extremadamente fuerte.
Pensé en dónde quería ir. Fui allí. Un minuto estaba en la esterilla en la tienda
y, al siguiente, volaba, siendo yo misma, con la forma de mi espíritu azul.
Iba a por mi padre.
Atravesé directamente la tormenta de arena. Sentí su roce punzante. Salí
al sol caliente por la pared. Era por la mañana. Volé sobre kilómetros de
arena, pueblos, dunas, una ciudad, árboles secos y más dunas. Volé sobre un
pequeño campo de verde, pero estaba demasiado concentrada como para que
me importase. A Durfa. Directa a una gran casa con la puerta azul. A través
de la puerta hacia una habitación que olía a flores, incienso y libros
polvorientos.
Estaba en un escritorio, dándome la espalda. Me adentré más en la vasta
selva. Se lo había hecho a Aro después de que me rechazara demasiadas
veces. Y se lo había hecho al chamán en Papa Shee. Esta vez era incluso más
fuerte. Sabía dónde desgarrar y morder y destruir, dónde atacar. Vi su espíritu
apilado sobre su espalda girada. Era azul oscuro, como el mío. Aquello me
sorprendió durante un momento, pero no me detuvo.
Me abalancé de la misma forma que un tigre hambriento del pasado
habría hecho al encontrarse con su presa. Estaba demasiado ansiosa como
para darme cuenta de que, aunque él me daba la espalda, su espíritu no lo

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hacía. Había estado esperando. Aro nunca me contó cómo se había sentido
cuando lo ataqué. El chamán en Papa Shee murió sin más, sin ninguna marca
física cuando se desplomó. En ese momento con mi padre, aprendí lo que se
sentía.
Fue un tipo de dolor que la muerte no detendría. Mi padre me lo echó con
todas sus fuerzas. Cantaba mientras desgarraba, reventaba, apuñalaba y
retorcía partes de mi ser que no sabía que existían. Estaba sentado en el
escritorio, de espaldas. Cantaba en nuru, pero no podía entender las palabras.
Soy como mi madre, pero no del todo. No puedo escuchar y recordar mientras
sufro.
Algo en mí se activó. Un instinto de supervivencia, una responsabilidad y
un recuerdo. «Este no es mi fin», pensé. Aparté de inmediato lo que quedaba
de mí. Mientras me retiraba, mi padre se levantó y se dio la vuelta. Fijó su
mirada en lo que serían mis ojos y me agarró lo que sería mi brazo. Intenté
alejarme. Él era demasiado fuerte. Me giró bocarriba la mano derecha y me
clavó la uña de su dedo pulgar para grabar un símbolo. Me soltó.
—Ve a morirte entre las arenas de las que te has alzado —dijo.
Viajé de vuelta durante lo que pareció una eternidad, llorando, dolorida,
desvaneciéndome. A medida que me acercaba a la pared de arena, el mundo
se volvió más brillante con espíritus, y del desierto brotaron árboles con los
extraños colores de la vasta selva. Me desvanecí por completo y ya no
recuerdo nada.

Mwita me contó más tarde que morí una segunda vez. Que me volví
transparente y luego desaparecí por completo. Cuando reaparecí en el mismo
sitio, volvía a ser de carne; sangraba por todo el cuerpo y mi ropa estaba
empapada de sangre. No pudo despertarme. No tuve pulso durante tres
minutos. Mwita me insufló aire en el pecho y usó juju bienintencionado.
Cuando nada de aquello funcionó, se quedó allí sentado, esperando.
Durante el tercer minuto, empecé a respirar. Mwita echó a todo el mundo
fuera de la tienda y pidió a dos chicas que pasaban por allí que le trajeran un

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cubo de agua caliente. Me bañó de la cabeza a los pies, enjuagó la sangre,
vendó heridas, me masajeó para que la circulación regresara a mi cuerpo y
envió buenos pensamientos.
—Tenemos que hablar —decía una y otra vez—. Despierta.
Me desperté dos días después para ver a Mwita sentado a mi lado
tarareando para sí mismo mientras tejía una cesta. Me senté poco a poco. Lo
miré y no pude recordar quién era. «Me gusta», pensé. «¿Qué es?». Me dolía
el cuerpo. Gemí. Me rugió el estómago.
—No querías comer —dijo Mwita, dejando la cesta a un lado—. Pero sí
que bebías. Si no, estarías muerta… otra vez.
«Lo conozco», pensé. Y entonces, como si los vientos de fuera la
susurrasen, oí la palabra que me había dicho: Ifunanya.
—¿Mwita?
—El único e inigualable —dijo, acercándose a mí. A pensar de los dolores
que sentía por todo el cuerpo y de la limitación de los vendajes en las piernas
y el torso, lo envolví con los brazos.
—Binta —dije contra su hombro—. ¡Ah! ¡Daib! —Me aferré a él con más
fuerza y cerré los ojos—. ¡Ese hombre no es un hombre! Él… —Los
recuerdos inundaron mis sentidos. Mi viaje al oeste, ver su cara, su espíritu.
¡Cuánto dolor! Derrota. Me cayó el alma a los pies. Había fracasado.
—Chist.
—Tendría que haberme matado —murmuré. No podía derrotarlo ni
siquiera después de haber sido recreada por Ani.
—No —dijo Mwita. Me agarró el rostro entre sus manos. Intenté apartar
mi cara despreciable, pero él me retuvo allí. Entonces me u dio un beso, largo
y completo. La voz de mi cabeza que gritaba fracaso y derrota se aquietó,
aunque no cejó en su mantra. Mwita se apartó y nos miramos a los ojos.
—Mi mano —susurré. La levanté. El símbolo era un gusano enrollado
sobre sí mismo. Estaba negro y reseco y dolía cuando intentaba cerrar la
mano en un puño. «Fracaso», musitó la voz en mi cabeza. «Derrota. Muerte».
—No me había fijado —dijo Mwita. Frunció el ceño cuando se lo acercó
a la cara. Al tocarlo con el dedo índice, apartó la mano y siseó.
—¿Qué? —pregunté sin fuerzas.
—Parece cargado. Ha sido como meter el dedo en un enchufe —
respondió mientras se masajeaba la mano—. La noto entumecida.
—Él lo ha puesto ahí.
—¿Daib?
Asentí. El semblante de Mwita se ensombreció.

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—Por lo demás, ¿te sientes bien?
—Mírame —dije, aunque no quería que me mirase—. ¿Cómo podría…?
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó, sin poder contenerse.
—Porque…
—Porque no eras feliz estando viva. ¡Ni siquiera te sentiste aliviada de
vernos de nuevo! ¡Ah, cómo te pega tu nombre, o!
¿Cómo podía decir aquello? No lo había pensado. Fue instinto. «Y aun así
fracasaste», susurró la voz en mi cabeza.
Ssaiku entró. Iba vestido con ropas de viaje: un caftán largo y pantalones
enrollados por completo con una larga túnica gruesa y verde. En cuanto vio
que estaba despierta, su semblante solemne se volvió cálido. Abrió los brazos
de manera grandilocuente.
—Eeeeeh, ha despertado para honrarnos con su magnificencia.
Bienvenida de nuevo. Te hemos echado de menos.
Intenté sonreír. Mwita bufó con desdén.
—Mwita, ¿qué tal está? —preguntó Ssailcu—. Informa.
—Está… bastante hecha polvo. Se han curado gran parte de las heridas
abiertas, pero no puede sanarlo todo con sus habilidades eshu. Tendrá algo
que ver con cómo fueron infligidas. Hay muchos moratones profundos.
Parece como si algo le hubiera rastrillado el pecho. Tiene quemaduras en la
espalda… O así se han manifestado, al menos. Tiene un tobillo y una muñeca
torcidos. Ningún hueso roto. Por lo que me ha contado, sospecho que le
dolerá al respirar. Y cuando le llegue la menstruación, también será dolorosa.
Ssaiku asintió y Mwita prosiguió.
—Lo he tratado todo con tres tipos de ungüentos distintos. Onyesonwu no
debería usar el tobillo ni la muñeca durante unos días. Tendrá que seguir una
dieta a base de riñones de liebre durante una semana cuando empiece su
menstruación porque sangrará mucho. Le vendrá esta noche por el
traumatismo. Ya le he dicho a Ting que pida a las mujeres que recojan los
hígados y preparen un estofado.
Me fijé por primera vez en lo cansado que parecía Mwita.
—Hay otra cosa —añadió. Me cogió la mano derecha y la puso bocarriba
—. Esto.
Ssaiku me agarró la mano para examinar de cerca la marca. Chasqueó la
lengua, disgustado.
—Ah, se la ha puesto él.
—¿C-cómo sabes que ha sido… él? —pregunté.
—¿A qué otro sitio te habrías ido con tanta prisa? —dijo. Se levantó.

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—¿Qué es? —preguntó Mwita.
—Puede que Ting lo sepa. Con dos años, la niña sabía leer okeke, vah y
sipo. Podrá leer esto. —Le dio una palmada a Mwita en el hombro—. Ojalá
tuviéramos a alguien como tú aquí. Estar tan bien versado en lo físico y en lo
espiritual es un don escaso.
Mwita negó con la cabeza.
—No sé tanto sobre lo espiritual, Oga.
Ssaiku rio entre dientes y volvió a darle otra palmada en el hombro.
—Volveré —dijo—. Mwita, descansa un poco. Está viva. Ahora ve y
cuídate como si tú también lo estuvieras.
Unos segundos después de que Ssaiku se marchase, Diti, Luyu y Fanasi
entraron corriendo. Diti gritó y me besó la frente. Luyu se echó a llorar y
Fanasi se quedó allí de pie, mirando.
—¡Ani es grande! —dijo Diti lloriqueando—. Cuánto debe de quererte.
Me habría echado a reír ante tal sentimentalismo.
—Nosotras también te queremos —dijo Luyu.
Sin decir ni una palabra, Fanasi se dio la vuelta y se marchó de la tienda.
Al salir, casi tropezó con Ting. La chica lo esquivó y vino derecha hacia mí.
—Déjame verlo —pidió, apartando a Luyu y a Diti.
—¿El qué? —preguntó Luyu. Intentaba mirar por encima del hombro de
Ting.
—Chist —la regañó Ting, agarrándome la mano—. Necesito silencio.
Acercó el rostro a mi palma y estuvo examinándola durante mucho
tiempo. Tocó el símbolo y apartó la mano siseando y mirando a Mwita.
—¿Qué es? —preguntamos Mwita y yo a la vez.
—Un símbolo nsibidi. Apenas. Aunque es muy muy antiguo. Significa
«veneno lento y cruel». Mirad, las líneas ya han comenzado. Viajarán por el
brazo hasta llegar al corazón, donde lo apretarán hasta matarlo.
Mwita y yo examinamos la mano. El símbolo grabado estaba tan negro
como antes, pero ahora le habían crecido unos filamentos minúsculos en los
bordes.
—¿Y si probamos con raíz de agu y moho de penicilina? —preguntó
Mwita—. Si actúa como una infección, a lo mejor…
—Piensa, Mwita —dijo Ting—. Esto es juju. —Hizo una pausa—. Onye,
intenta transformarte.
A pesar de todas mis heridas, la idea era tentadora. Podía sentirlo. No
sería capaz de convertirme en más criaturas que antes, pero sí que podría
transformarme, por ejemplo, en un buitre sin el riesgo de perderme en mí

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misma por mucho tiempo que permaneciera en esa forma. Cambié. La
transformación vino sin problemas, con facilidad… hasta que alcanzó la mano
marcada con el símbolo. No cambiaba. Me esforcé con más ahínco. ¿Qué
pinta tendría para Diti y, sobre todo, para Luyu, que nunca había visto ese
proceso?
Fui dando saltitos entre las vendas caídas, convertida por completo en un
buitre excepto por un ala, que era una mano. Grazné con rabia y de un salto
salí de mi ropa. No podía volar con una mano. Sentí un pánico claustrofóbico
y probé con otro cuerpo, el de una serpiente. Mi cola era una mano. Ni
siquiera pude transformarme parcialmente en ratón. Intenté con un búho, un
halcón, un fénec. Cuantas más formas probaba, más se me calentaba la mano.
Desistí y regresé a mi cuerpo. La mano desprendía un humo fétido. Me cubrí
con la rapa.
—No pruebes nada más —se apresuró a decir Ting—. No sabemos las
consecuencias. Sospecho que disponemos de veinticuatro horas. Dadme dos
para consultarlo con Ssaiku. —Se levantó.
—¿Veinticuatro horas antes de qué? —pregunté.
—Antes de que te mate —respondió Ting, alejándose.
Temblé de odio.
—Viva o muerta, destruiré a ese hombre.
«Volverás a fracasar», murmuró la voz de mi cabeza.
—Mira lo que ha pasado cuando lo has intentado —me recordó Mwita.
—No pensé. A la próxima…
—Tienes razón. No pensabas. Luyu, Diti, traedle algo de comer.
Se levantaron de un salto, contentas de tener algo que hacer.
—No mezcléis nada —les indicó Mwita.
—Lo sabemos —respondió Luyu—. Tú no eres su único amigo.
—¿Cómo puedo hacerlo? —le pregunté a Mwita en cuanto se marcharon
—. Aro nunca mencionó nada de esta habilidad para viajar.
Mwita suspiró y olvidó la rabia que sentía hacia mí.
—Creo que sé el porqué —dijo, y aquello me sorprendió.
—¿Eh? ¿En serio?
—No es el momento.
—Me quedan veinticuatro horas de vida —dije enfadada—. ¿Cuándo
piensas decírmelo?
—Dentro de veinticinco.

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CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO

Ting tardó tres horas en regresar. Durante ese tiempo, las líneas de veneno se
extendieron ocho centímetros y la mano había empezado a escocerme de una
forma horrible. Líder Usson y Líder Sessa pasaron a vernos con su hija Eyess,
que saltó a mi regazo. Escondí el dolor y dejé que me diera un gran beso en
los labios.
—¡No vas a morirte nunca! —exclamó.
También vinieron a verme más personas y trajeron comida y aceites. Me
abrazaron con fuerza y me estrecharon la mano, la que no tenía el símbolo,
claro. Sí, ahora que había «soltado» aquello que había estado acumulándose
en mi interior, aunque algo causado por mi padre biológico me estuviera
envenenando lentamente, ya no era intocable. Además, trajeron unas figuritas
humanas minúsculas hechas de arena. Si te las acercabas a la oreja, podías
escuchar una música suave y dulce.
Lo que ocurrió cuando morí por primera vez empezaba a asentarse de
verdad. El mundo a mi alrededor estaba más vivo. Cuando Mwita me tocaba,
me estremecía. Y cuando la gente me abrazaba, oía el latido de sus corazones.
Un anciano me abrazó y su corazón sonaba como si estuviera lleno de viento.
Sentí el arrollador impulso de tocarlo. Podía curarlo sin sufrir demasiado,
pero hice caso a las advertencias de Ting de no intentar nada. Me costaba
quedarme quieta. «Incluso con todas estas herramientas, Daib sigue vivo y yo
me estoy muriendo», pensé.
—Dale unas cuantas horas más —dijo Mwita—. Si te levantas ahora, no
te harás ningún bien.
—Bueno, nos tendremos que arriesgar —dijo Ssaiku al entrar. Detrás de
él venía Ting, seguida, a juzgar por sus atuendos, por la sacerdotisa y el
sacerdote de Ani en la aldea.
—Es posible que pueda detener el veneno —dijo Ting.
Mwita y yo nos cogimos de la mano. Pero él apartó la suya al momento.
—Ah, odio esa cosa —dijo, mirando con furia la mano del símbolo.

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—Lo siento.
—No será fácil —prosiguió Ting—. Y, pase lo que pase, será permanente.
De repente, me dieron ganas de reírme a grito pelado. Al decir Ting
«permanente», todo encajó. Entendí una parte del puzle. Cuando había estado
con mi yo futura en aquella celda de hormigón esperando la ejecución, me
había mirado las manos. Estaban recubiertas de símbolos tribales… nsibidi.
—Lo vas a hacer tú, ¿no? —le pregunté a Ting.
Ella asintió.
—Me supervisará Ssaiku. El sacerdote y la sacerdotisa rezarán durante el
proceso. Palabras para combatir palabras. —Hizo una pausa—. Tu padre es
muy poderoso.
—No es mi padre —repliqué. Ting me dio unas palmaditas en el hombro.
—Lo es. Pero no podría haberte criado.
Para prepararme para el proceso, tenía que darme un baño purificador.
Mwita consiguió una gran bañera de fibra de palma. Estaba tratada con gel
impermeable, por lo que era tan buena como cualquier bañera de metal o
piedra. Mwita y otras personas reunieron agua de las estaciones de recogida,
la hirvieron y la vertieron en la bañera para mí. Me escocieron las heridas
cuando me introduje poco a poco en el agua humeante. El símbolo de mi
mano picó con tanta intensidad que tuve que resistir el impulso de arrancarme
la piel.
—¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí? —me quejé. El agua tenía el olor
dulzón de las hierbas que Ting me había dado.
—Media hora más —dijo Mwita.
Cuando salí de la bañera, tenía el cuerpo rojo por el calor. Me miré los
tres arañazos profundos del pecho. Justo entre los senos. Como si Daib
quisiera recordarle a Mwita su presencia. «Eso si sobrevivo», pensé.
Odiaba a Daib.
Cuando Mwita y yo regresamos a la tienda de Ssaiku, todo el mundo
estaba listo. El sacerdote y la sacerdotisa ya se habían puesto a suplicarle a
Ani. Me sentí molesta al pensar en Artífice, que me había recreado, y ante el
hecho de que Ani era una frágil idea humana. Me mordí la lengua y recordé la
Regla de Oro de la Arbustomancia: deja que el águila y el halcón se posen.
Ssaiku cerró la abertura de la tienda detrás de nosotros y pasó la mano sobre
ella. Al instante, todo el ruido del exterior cesó. Ting estaba sentada en una
esterilla con un cuenco de una pasta muy oscura a su lado. Había también dos
esterillas con símbolos dibujados.

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—Siéntate aquí —dijo Ting—. Onye, no te levantarás hasta que esté
terminado.
Fue como sentarse sobre arañas de metal caliente. Quise gritar y, de no
haber sido por Mwita, lo habría hecho.
—Son los símbolos. Están vivos, como todo lo demás —explicó Ting—.
Dame la mano. —La examinó de cerca—. Se extiende. Ogasse, necesito dos
horas de protección.
—Las tendrás —respondió Ssaiku.
—¿Protección contra qué? —pregunté.
—La infección —dijo Ting—. Para cuando te marque.
—Si no puedo aguantar más, lo diré —intervino Ssaiku—. Ya he avisado
a todo el mundo. Creo que algunos se alegrarán de tener tiempo para explorar
un poco sin la tormenta.
Ssaiku no podía protegerme y mantener la tormenta de arena a la vez.
—Dolerá —advirtió Ting. Guardó silencio un momento, con cara de estar
nerviosa—. Si funciona, no podrás volver a curar nunca más con la mano
derecha.
—¿Qué? —chillé.
—Tendrás que usar siempre la izquierda para curar —prosiguió—. N-no
sé qué pasará si usas la derecha. Está llena de su odio. —Le agarró la mano a
Mwita—. Sujétala.
Mwita me cogió la muñeca con el brazo derecho y colocó su mano
derecha sobre mi hombro. Me besó la oreja. Me preparé. Ya había pasado por
muchas cosas. Pero me mantuve firme. Ting me agarró la mano derecha y en
el dorso me clavó la larga uña de su dedo pulgar. Hubo una violenta erupción
de dolor. Grité y, al mismo tiempo, me obligué a concentrarme en su rostro.
Ting mojó su uña en la pasta y empezó a dibujar.
Fue como si Ting entrara en trance y otra persona la dirigiera. Sonreía
mientras trabajaba, disfrutando de cada bucle y espiral, cada línea, sin hacer
caso de mis gruñidos y jadeos. El sudor perlaba y caía por su frente. La tienda
empezó a oler a flores quemadas a medida que se alzaba humo de mi mano.
Luego vino el escozor. El símbolo se defendía.
Ting me giró la mano, puso la palma bocarriba y empezó a dibujar cerca
del símbolo. Bajé la vista y me quedé horrorizada. Aquella cosa temblaba, se
enroscaba y se alejaba lentamente de los dibujos de Ting. Era asqueroso. Pero
no tenía escapatoria. A medida que los dibujos fueron rodeándolo, el símbolo
empezó a desvanecerse. Cada recoveco de mi mano estaba ocupado. El
símbolo de Daib desapareció. Ting dibujó un último símbolo donde había

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estado el otro: un círculo con un punto en el centro. Sus ojos se aclararon y se
relajó.
—¿Ssaiku? —preguntó, secándose la cara con el dorso de la mano.
Él no respondió. Tenía los ojos cerrados con fuerza. Su rostro estaba tenso
y sudaba copiosamente. Se le habían formado unas manchas oscuras en las
axilas de su caftán.
El escozor empezó en mi mano izquierda. Ting soltó una palabrota en voz
baja cuando vio el pánico en mi rostro. El sacerdote y la sacerdotisa
interrumpieron sus plegarias.
—¿Ha funcionado? —preguntó la sacerdotisa.
Ting me giró la mano izquierda. El símbolo estaba allí.
—Ha saltado, como una araña —dijo—. Dadme tres minutos. Mwita,
tráeme vino de palma.
Se levantó rápidamente y trajo una botella y un vaso. Ting cogió la botella
y dio un gran trago. Le temblaban las manos.
—Hombre ruin —susurró, y luego dio otro trago—. Esta cosa que te ha
puesto… Eh, no puedes entenderlo. —Me agarró la mano—. Mwita, sujétala
fuerte. No dejes que salga corriendo. Ahora tengo que perseguirlo.
Se puso a dibujar de nuevo. Apreté los dientes. Cuando cazó y atrapó el
símbolo en el centro de mi palma, aquella cosa hizo algo que me dio ganas de
levantarme de un salto y arrancar la tienda como si mi vida dependiera de
ello. El símbolo se hundió en la mano y emitió una descarga eléctrica tan
potente que, durante un momento, no pude controlar mis músculos. Todos los
nervios de mi cuerpo llamearon. Grité.
—Sujétala —dijo Ting, agarrándome la mano con todas sus fuerzas y con
los ojos abiertos de par en par mientras dibujaba. Mwita me retuvo mientras
me sacudía y chillaba. No sé cómo, pero Ting se las apañó para completar el
último círculo. El símbolo, repelido, saltó de mi mano y aterrizó con un ruido
seco en el suelo. Le brotaron un montón de patas negras y salió corriendo.
—¡Sacerdote! —gritó Ssaiku. Se dejó caer con fuerza en el suelo y
suspiró, cansado en extremo. La abertura de la tienda se abrió sola. El ruido
del exterior entró de golpe.
El sacerdote dio un salto hacia delante y echó a correr detrás del símbolo,
que fue saltando de allá para acá. Y, al fin, «¡pum!». El hombre usó su
sandalia para aplastarlo con fuerza. Cuando apartó el pie, solo quedaba una
mancha de carbón.
—¡Ja! —exclamó con aire triunfal Ssaiku, aún respirando con dificultad.
Ting se relajó, agotada. Yo resollaba en el suelo; la esterilla que tenía debajo

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todavía parecía llena de arañas de metal. Rodé para salir de ella y me quedé
mirando el techo.
—Intenta cambiar la mano —dijo Ting.
Pude transformarla en el ala de un buitre. Ya no tenía solo plumas negras,
ahora estaba salpicada de negras y rojas. Reí y me tumbé de nuevo en el
suelo.

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CAPÍTULO CUARENTA Y NUEVE

Mwita y yo pasamos la noche en la tienda de Ssaiku, quien tenía una reunión


importante y no regresaría hasta por la mañana.
—¿Y la tormenta de arena? —le preguntó Mwita a Ting—. ¿Sigue…?
—Paraos a escuchar —dijo. Oí el rugido distante del viento—. Puede
controlarla cuando viaja. Para él no es nada. Pero creo que la gente se lo pasó
bien sin la tormenta. Siempre le estoy diciendo que debería quitarla de vez en
cuando. —Se puso en marcha para irse—. Alguien os traerá comida en
abundancia.
—Oh, no podría comer nada —me quejé.
—Tú también tienes que comer, Mwita. —Ting me miró—. La última vez
que comió algo fue cuando tú comiste, Onye.
Miré a Mwita, sorprendida. Él solo se encogió de hombros.
—Estaba ocupado —dijo.
Nos quedamos dormidos unos minutos después de que Ting se marchara.
Pasaba de medianoche cuando Luyu nos despertó.
—Ting ha dicho que tenéis que comer —explicó. Me dio otra palmadita
suave en la mejilla. Había desplegado un gran banquete compuesto de liebre
asada, un gran bol de hígados de liebre estofados, golosinas de cactus, guiso
de curri, una botella de vino de palma, té caliente y algo que no había comido
desde que estaba en el desierto con mi madre.
—¿Dónde has encontrado aku? —preguntó Mwita. Cogió uno de los
insectos fritos y se lo metió en la boca. Sonreí y lo imité.
Luyu se encogió de hombros.
—Unas mujeres me dieron todos los platos, pero ese me perturba.
Parece…
—Lo es —dije—. Aku son termitas. Se fríen en aceite de palma.
—Puaj.
Mwita y yo comimos con voracidad. Él se aseguró de que me terminase el
estofado de hígados de liebre.

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—Ha sido una tontería comer tanto —me quejé cuando al fin terminamos
de comer.
—Es posible, pero es un buen riesgo que asumir.
Luyu estaba sentada con las piernas estiradas mientras nos observaba y
bebía de una copa de vino de palma. Me tumbé en el suelo.
—¿Dónde están Diti y Fanasi? —pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—Por ahí, supongo. —Se arrastró hacia mí—. Déjame verte las manos.
Se las tendí. Parecían obras de arte hechas por el Ada. Los dibujos eran
perfectos. Círculos perfectos, líneas rectas, vaivenes gráciles. Mis manos eran
como páginas de algún libro antiguo. Los símbolos de la derecha parecían
más pequeños y juntos que los de la izquierda. Más urgentes. Flexioné la
mano derecha. No dolía. Como no había dolor, no había infección. Sonreí,
muy muy contenta.
—Me pasaría el día mirándolas —dijo Mwita.
—Pero esta mano se ha quedado inútil —dije, cerrando el puño de la
derecha—. No sé si debería decir «peligrosa».
—¿Cuándo creéis que seguiremos, bueno, adelante? —preguntó Luyu.
—Luyu, apenas puedo andar —dije.
—Pero no tardarás en hacerlo. Te conozco. En realidad no tengo prisa.
Aquí se está bien. Aunque, en cierto modo, sí que la tengo. Yo… he hablado
con unos hombres. Me han contado cosas sobre cómo está el oeste. —Hizo
una pausa—. Sé que te ha pasado algo. —Respiró hondo y se tranquilizó—.
Rezo, le rezo a Ani, maldigo a Ani, porque más vale que seas la verdadera.
Tienes que ser la de la profecía. —Calló y, con los ojos abiertos de par en par,
miró a Mwita y luego me miró a mí—. ¡Lo siento! No pretendía…
—No pasa nada —dije—. Se lo he contado.
Mwita ladeó la cabeza y me miró.
—¿Se lo contaste a ella antes que a mí?
—Eso da igual —dijo Luyu—. Lo importante es que tiene que ser cierto
porque lo que está ocurriendo allá, lo que te está esperando para que le pongas
fin, es uno de los males más viejos del mundo. Creía que era cosa de los
nurus. Que habían nacido feos y superiores… Pero es algo más profundo que
los humanos. —Se secó los ojos—. No podemos quedarnos aquí demasiado
tiempo. ¡Tenemos cosas que hacer!
Mwita le cogió la mano a Luyu y la apretó.
—Ni yo podría haberlo dicho mejor.

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La tienda de Ssaiku era cálida y cómoda. Había platos vacíos a nuestro
alrededor. Estábamos vivos. Estábamos donde debíamos estar en ese
momento. Aparté mis dudas cada vez mayores y estiré la mano para coger las
de Mwita y Luyu. Con las cabezas gachas, compartimos una plegaria fruto del
instinto.
Luyu nos soltó la mano.
—Voy a ir a… socializar. Si me necesitáis, venid a la tienda de Ssun y
Yaoss. —Esbozó una sonrisa satisfecha—. Pero llamad antes de entrar.
No tardé en sumirme en un sueño cálido, oscuro y reconfortante. Me
desperté con el sol que entraba por la abertura de la tienda en los ojos. Mi
cuerpo me saludó con dolor. Mwita me rodeaba con un brazo. Roncaba con
suavidad. Cuando intenté apartarlo, me sujetó con más fuerza. Bostecé y alcé
la mano derecha. La mantuve en la luz del sol y deseé que le brotaran plumas.
Con suma facilidad, lo hizo. Me giré hacia Mwita y me encontré con sus ojos
abiertos.
—¿Han pasado ya veinticinco horas? —pregunté.
—¿Puedes esperar una hora más? —dijo. Metió la mano entre mis
piernas. Se quedó decepcionado cuando vio que sus dedos salían
ensangrentados. Me había bajado la regla. Como si así se hubiera dado
cuenta, el dolor de útero descendió sobre mí y, de repente, me sentí mareada.
—Túmbate —me indicó Mwita. Se levantó de un salto y se envolvió la
cintura con la rapa. Salió y regresó con un montón de ropa y una rapa limpia
—. Toma. —Me metió una hoja pequeña en la boca—. Una de las mujeres me
dio un saquito.
Estaba amarga, pero me las apañé para masticarla y tragarla. Me levanté,
me aseé y luego me tumbé de nuevo. El mareo ya estaba disminuyendo.
Mwita me sirvió un vaso del vino de palma que quedaba. Estaba agrio, pero
mi cuerpo lo aceptó.
—¿Mejor?
Asentí.
—Ahora, cuéntame una historia.
—Antes de decir nada, ten en cuenta que los dos hemos estado guardando
secretos —dijo.
—Lo sé.
—Vale. —Hizo una pausa y se tiró de su corta barba—. Puedes viajar de
esa forma porque tienes la habilidad de alu. Eres…
—¿Alu? —La palabra tenía una sonoridad que me resultaba familiar—.
¿Como el Alusi?

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—Tú escucha, Onyesonwu.
—¿Desde cuándo lo sabes? —pregunté, desesperada.
—¿El qué? No sabes ni lo que estás preguntando.
Fruncí el ceño, pero mantuve la boca cerrada, observándome las manos.
«Así que lo de “viajar” se llama alu», pensé.
—Tu madre es amiga del Ada —prosiguió Mwita.
—¿Y? —pregunté contrariada.
Mwita me agarró por los hombros.
—Onyesonwu, calla. Déjame hablar. Tú escucha.
—Pero…
—Chist.
Suspiré y me llevé las manos a la cara.
—Tu madre es amiga del Ada —continuó Mwita con tranquilidad—.
Hablan. El Ada es la esposa de Aro. Hablan. Y ya sabes lo que es Aro para
mí. Hablamos. Por eso sé lo de tu madre. Está bien que haya ocurrido así,
porque te lo puedo contar a ti.
—¿Por qué no me lo has contado antes? —pregunté—. ¿Por qué no me lo
contó mi madre?
—¿Onyesonwu?
—Pues habla más rápido.
—Lo he pensado —dijo, sin hacerme caso—. Tu madre sabía
exactamente lo que estaba haciendo al pedir que fueras una hechicera cuando
vio que eras niña. Fue su venganza. —Me miró—. Tu padre puede viajar,
puede alu. La palabra para la criatura mítica que conocemos como alusi
proviene en realidad del término mágico «alu», «viajar». Ella…
Alcé una mano.
—Espera —dije. El corazón me latía con fuerza. Ahora todo encajaba. Me
acordé de la kponyungo que me había llevado a alu. Su voz me sonaba, pero
no sabía por qué. Porque era la voz de mi madre, una voz que nunca había
escuchado en realidad. «Adoraba a los kponyungos», pensé. «¿Cómo es que
no lo sabía?». ¿La kponyungo era mi madre? —susurré para mí misma.
Mwita asintió. Otra idea se me pasó por la cabeza: «Por eso no podía tener
el mismo tamaño que ella cuando me llevó a alu. A lo mejor, al alu no puedes
crecer más que tu madre».
—¿He heredado esa habilidad de ella?
—Exacto —corroboró Mwita—. Y… eso puede haber causado… —
Sacudió la cabeza—. No, esa no es la mejor forma de decirlo.
—No lo simplifiques —insistí—. Dímelo sin más. Cuéntamelo todo.

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—No quiero hacerte daño —dijo en voz alta.
—Por si no lo has notado —repuse con tono burlón—, aguanto el dolor
bastante bien.
—De acuerdo. Bueno, la cuestión es que tu madre habría superado la
iniciación. Eso es lo que Aro cree después de hablar con las dos y con el Ada.
Tiene algo que ver con tu abuela. ¿Sabes algo de tus abuelos?
—Poca cosa —respondí. Me restregué la cara. Lo que me estaba contando
parecía muy irreal, pero tenía sentido—. Nada relacionado con algo así.
—Bueno, eso es lo que Aro cree. ¿Recuerdas cómo te sentiste cuando
conociste a Ting y a Ssaiku, la repulsión y la atracción? Siempre se da esa
energía entre los de tu clase. —Hizo una pausa—. Por eso tu madre decidió
vivir cuando supo que estaba embarazada de ti. Por eso, en parte, tu madre y
tú estáis tan unidas. Y seguramente por eso Daib eligió a tu madre para
fecundarla. Tu madre puede convertirse en dos seres, en ella misma y en un
alusi. Puede dividirse.
»Aro no te lo contó porque creía que no necesitabas más sorpresas.
Además, por aquel entonces no habías mostrado ni el menor indicio de poder
alu. Dudo que Aro creyese que la habilidad se manifestaría con tanta fuerza
en ti.
Me recosté, con la boca abierta de par en par.
—Ya que te he dicho todo esto —añadió Mwita—, bien podría contarte
todo lo que sé sobre tu madre.
Ojalá mi madre me hubiese contado lo que Mwita siguió relatándome. Me
habría encantado enterarme por ella. Pero mi madre siempre ha estado llena
de secretos. Esa era su parte alusi, supongo. Incluso cuando me mostró el
lugar verde, prefirió hacerlo sin que supiera que era ella. Mi madre tampoco
me había hablado mucho de su infancia.
Lo único que sabía en realidad era que estaba muy unida a sus hermanos y
a su padre, Xabief. Pero no tanto a su madre, Sa’eeda. Mi madre pertenecía al
Pueblo de Sal. Su ocupación principal era vender sal extraída de una fosa
gigante que en el pasado fue un lago de agua salada. El pueblo de mi madre
era el único que sabía cómo llegar hasta allí. Su padre solía llevarla a ella y a
sus hermanos mayores en un viaje que duraba dos semanas para recoger y
traer sal. A ella le encantaba el camino, porque no soportaba estar lejos de su
padre.
Según Mwita, la madre de mi madre, Sa’eeda, también era un espíritu
libre. Y aunque quería a sus hijos, la maternidad le resultaba complicada.
Tener a sus hijos fuera de la casa durante esos meses le iba bien. Y también le

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iba bien a su marido, porque a él la paternidad sí que le resultaba fácil y
amaba y entendía a su esposa.
En el camino de sal, mi madre aprendió a querer el desierto, los senderos,
el aire libre. Bebía té con leche y mantenía conversaciones estridentes con sus
hermanos y su padre. Pero había algo más en esos viajes. Cuando se hallaba
en el desierto, su padre la animaba a ayunar.
—¿Para qué? —le había preguntado ella la primera vez.
—Ya verás —respondió su padre.
Me pregunté si también conoció a un kponyungo allí, si lo vio elevándose
de los lechos de sal.
Mantuve los ojos cerrados mientras Mwita me contaba esas historias que
mi madre le había contado al Ada y que nunca me contó a mí.
—¿Así que ya entonces tenía un dominio perfecto de su habilidad? —
pregunté.
—Hasta Aro parecía celoso cuando me habló de cuántos lugares había
visitado tu madre —dijo Mwita—. Sobre todo los bosques.
—Oh, Mwita, eran preciosos.
—No me lo puedo ni imaginar. Tanta vida… Tu madre… Todo eso la
habrá afectado.
—Mamá es… Nunca lo supe —susurré—. Pero ¿quién pidió que ella
fuera así? Para que superase la iniciación, alguien tendría que haberlo pedido.
Mwita se encogió de hombros.
—Mi teoría es que fue su padre.
—Algo terrible debió pasarle para que lo pidiera.
—Es posible. —Me agarró la mano—. Una última cosa. Cuando salimos
de Jwahir, Aro se estaba planteando aceptar a tu madre como alumna.
—¿Qué?
Me enderecé. Los cortes que se estaban curando en mi pecho y los
moratones de mis piernas palpitaron.
—Y sabes que aceptará —dijo Mwita.

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CAPÍTULO CINCUENTA

Me pasé toda la mañana sintiéndome extraña en mi piel. Me dolía horrores el


cuerpo tras la diabólica paliza de Daib. Me asaltaban dudas sobre mis propias
habilidades y mi propósito. La regla hacía que me ardiese el útero como una
piedra de fuego. Tenía las manos cubiertas de dibujos juju. La mano derecha
era peligrosa. Mi madre era más de lo que había imaginado y su esencia
estaba en mi interior. Y lo mismo ocurría con mi padre. Pero la vida nunca se
detiene.
—Volveré pronto —dijo Mwita—. ¿Te las apañarás?
—Sí —respondí. Me sentía fatal, pero también quería pasar tiempo a
solas.
Unos minutos después, mientras estiraba despacio las piernas, Luyu entró
corriendo.
—¡Se han ido! —chilló.
—¿Eh?
—Se marcharon cuando paró la tormenta —balbuceó—. Se llevaron a
Sandi.
—Para, espera, ¡¿quién?!
—Diti, Fanasi —gritó—. Sus cosas han desaparecido. He encontrado esto.
La carta estaba escrita con la letra serpenteante de Diti sobre un trozo de
tela blanca desgarrado.

Onyesonwu, amiga mía:


Te quiero mucho, pero no quiero ser parte de esto. Llevo
sintiéndome así desde que mataron a Binta. Fanasi tampoco quiere
seguir. La tormenta ha cesado y lo hemos interpretado como una
señal para huir. No queremos morir como Binta. Fanasi y yo nos
hemos dado cuenta de nuestro amor. Y, Luyu, sí, hemos consumado
nuestro matrimonio. Regresaremos a Jwahir, si Ani quiere, y
tendremos la vida que estábamos destinados a tener. Onye, gracias.

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Este viaje nos ha cambiado para siempre, para mejor. Solo queremos
vivir, no morir como Binta. Llevaremos noticias tuyas a Jwahir. Y
esperamos oír grandes historias sobre ti. Mwita, cuida de Onye.
Tus amigos,
Diti y Fanasi

—Sandi sintió que ellos la necesitaban más que nosotras —susurré, con
lágrimas derramándose por mi rostro—. Qué camella más dulce. No le caen
demasiado bien.
Alcé la mirada hacia Luyu.
—Estoy contigo hasta el final. Por eso vine. —Hizo una pausa—. Y por
eso vino Binta.
Ting entró corriendo.
—Ssaiku ha vuelto —informó—. ¿Estás vestida? Bien.
Salió. Un momento más tarde, regresó con Ssaiku y un nervioso Mwita.
Lo seguía un hombre envuelto en una túnica negra. Me temblaron las piernas.

Página 304
CAPÍTULO CINCUENTA Y UNO

Luyu se escabulló cuando Sola entró con pomposidad. Era mucho más alto de
lo que esperaba. Las dos veces que lo había visto, durante mi iniciación y
justo antes de partir de Jwahir, había estado sentado. Ahora parecía una torre
cerniéndose sobre mí. No sabía a ciencia cierta, porque su pesada túnica lo
ocultaba, si tenía las piernas tan largas como Ting, ya que esta también
parecía de menor estatura cuando se sentaba.
—Onyesonwu, tráenos vino de palma —ordenó Sola, acomodándose.
—Está justo fuera —dijo Ssaiku—. Lo verás.
Me alegré de tener un motivo para salir fuera. Diti y Fanasi se habían
marchado. Hacía un día. Llevaban a Sandi con ellos, pero no sabía si, aun con
todo, ella podría mantenerlos con vida. Si uno de los dos caía enfermo…
Aparté el pensamiento de mi mente. Tanto si sobrevivían como si morían, se
habían ido. Me negué a pensar en si volvería a verlos de nuevo.
El vino de palma estaba junto a los camellos de Ssaiku, empacado con
otras provisiones. Saqué dos de las botellas verdes. Cuando entré de nuevo en
la tienda. Ting se levantó para coger unas copas.
—Sígueme —murmuró al pasar a mi lado. Le dio una copa a Sola y yo le
serví el vino, luego Ssaiku y luego Mwita. A continuación, me acercó una
copa y le serví a ella y, por último, a mí. Nos sentamos en esterillas formando
un círculo y con las piernas cruzadas. Mwita a mi izquierda, Ting a mi
derecha y Ssaiku y Sola delante. Durante un rato largo, estuvimos allí
sentados bebiendo y observándonos. Sola bebía su vino a sorbos muy
pequeños. Al igual que antes, la capucha de su túnica le caía sobre la cabeza y
tapaba la parte superior de su rostro.
—Déjame verte las manos —dijo Sola al fin con su fina voz. Me cogió la
izquierda y dudó un poco antes de tomar la derecha. Recorrió mi piel cubierta
de símbolos con la yema del pulgar; mantuvo la uña amarillenta alzada para
no arañarme—. Tu alumna tiene talento —le dijo a Ssaiku.
—Tú lo sabías antes que yo —respondió este.

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Sola sonrió. Tenía los dientes blancos y perfectos.
—Cierto. Conozco a Ting desde antes que naciera. —Me miró—. Dime
cómo ocurrió.
—¿Eh? —exclamé, confundida—. Oh… bueno, estábamos cerca del
borde de la tormenta y… —Me detuve—. Oga Sola, ¿puedo hacerte una
pregunta antes?
—Puedes hacer dos, ya que acabas de formular una.
—¿Por qué no ha venido Aro?
—¿Por qué te importa?
—Es mi maestro y yo…
—¿Por qué no preguntas más bien por qué tu madre no ha podido venir?
Es más lógico, ¿no?
No sabía qué responder ante esto.
—Aro no posee esa habilidad —prosiguió Sola—. No puede cubrir
distancias con rapidez. Ese no es su centro. Tiene otras aptitudes. Así que
anímate. Deja de lloriquear. Háblame de tus actos estúpidos. —Chasqueó sus
dedos resecos para que siguiera hablando.
Fruncí el ceño. Es difícil contar algo que alguien ya ha calificado de
estúpido. Les conté todo lo que recordaba, excepto mis sospechas sobre que
en realidad había sido Artífice quien me había traído de vuelta la primera vez.
—¿Desde cuándo sabes que Daib es tu padre? —preguntó Sola.
—Desde hace meses. Mwita y yo… Ocurrió algo. Ya lo vimos antes. Es
la tercera vez que viajo así.
—En esa primera vez, fui yo quien lo atacó —dijo Mwita—. Ese hombre
es… era mi maestro.
—¿Qué? —exclamó Ssaiku en voz alta—. ¿Cómo es posible?
—Sha —susurró Sola—. Ahora todo cobra sentido. —Rio entre dientes
—. Estos dos comparten el mismo «padre». Una es la descendiente biológica
de Daib y el otro es su alumno. Esto es como un incesto metafórico. ¿Hay
algo que no sea inmoral en ellos dos? —Volvió a reír.
Ting nos miraba a Mwita y a mí con fascinación.
—¿En qué se ha convertido Daib? —preguntó Mwita—. Pasé años con él.
Es tan ambicioso como poderoso. Un hombre así siempre crece.
—Ha crecido como un cáncer, como un tumor —dijo Sola—. Es como el
vino de palma para el borracho del Gran Libro, salvo porque la intoxicación
que crea Daib provoca que los hombres ejerzan una violencia antinatural.
Nurus y okekes son iguales que sus ancestros. Si pudiera borraros de la faz de

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la tierra y dejar que el Pueblo Escarlata campase a sus anchas y se
multiplicase, lo haría.
Me pregunté a qué pueblo pertenecía Sola y si sería mejor que los okekes
y los nurus. Lo dudaba mucho. Ni el Pueblo Escarlata era perfecto.
—Dejad que os hable sobre vuestro… «padre» —prosiguió Sola—. Él es
quien traerá la muerte a vuestro preciado este. Reúne a miles de hombres,
locos aún por lo fácil que fue eliminar a tantos okekes en el oeste. Está
convenciéndolos de que la grandeza reside en la expansión. Daib, el gigante
militar. Madres y padres ponen su nombre a sus primogénitos. Es, además, un
hechicero poderoso. Es un problema muy grave.
»Sus palabras no son bravuconadas. Lo logrará y sus seguidores verán los
frutos de su trabajo. Primero acabará con los rebeldes okekes que quedan.
Estos, antes de morir, estarán demasiado corrompidos. Morirán malvados.
Mwita puede corroborar que ya está pasando,¿no?
»Algunas de esas aldeas son valiosas. A otras se les ha permitido cultivar
cosas como maíz y palmeras. Los capataces okekes de esos campos han
reunido algo de poder gracias a su buen trabajo. Lo perderán todo al morir o
al huir. Daib ya está haciendo esto mientras hablamos. Poco a poco,
eliminarán por completo a los okekes de su reino. Solo conservarán a los
esclavos más rotos. Muy pronto, puede que dentro de dos semanas o incluso
menos, Daib empezará a liderar el ejército nuru hacia el este para buscar y
destruir a los exiliados.
»Habrá, sencillamente, una revolución. Lo he visto en los huesos. Cuando
empiece, una vez esos grupos de muchachos y hombres nurus armados salgan
de su reino, no podréis detenerla. Llegaréis demasiado tarde.
«Como si pudiera detenerlo de todas formas», pensé. Casi acababa de
morir intentándolo, ¿no?
Sola miró a Ssaiku.
—Por aquí parecéis haber captado la idea correcta. No dejéis de moveros
y de esconderos.
Ssaiku frunció el ceño ante el insulto, pero no dijo nada. Ting parecía
enfadada.
—Sé muchas cosas sobre Daib —dijo Sola, pellizcándosela barbilla—.
¿Debería contároslas?
—Sí —respondió Mwita con la voz crispada.
—Nació en la ciudad de los Siete Ríos de Durfa, de una mujer llamada
Bisi. Ella era nuru, aunque nació dada; pensadlo. Inaudito. Tenía el pelo tan
largo que, a los dieciocho años, ya lo arrastraba por el suelo. Era un alma

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creativa, así que le gustaba decorarse las rastas con cuentas de cristal. Era alta
como una jirafa y chillona como un león. Siempre estaba gritando sobre lo
mal que trataban a las mujeres.
»Gracias a Bisi, las mujeres en Durfa reciben hoy en día una educación.
Bisi fundó una escuela a la que todo el mundo quiere asistir. En secreto,
ayudó a muchos okekes a escapar durante una ola de motines okekes. Era una
de las pocas personas que rechazaba el Gran Libro. Vivía a la altura de las
rastas de su cabeza. Las personas que nacen dada suelen ser librepensadoras.
»Nadie sabe quién fue su padre, porque nadie vio en realidad a Bisi con
ningún hombre en concreto. Se rumorea que tenía muchos muchos amantes,
pero también que no tenía ninguno. Aun así, un día le empezó a crecer la
barriga. Daib nació un día normal. No hubo una gran tormenta, ni impactó un
rayo ni ardieron mazorcas en el horizonte. Sé todo esto porque ese hombre
fue y siempre será mi alumno.
Salté como si me hubiesen propinado una patada en el espinazo. A mi
lado, Mwita soltó un improperio en voz alta.
—Bisi me lo trajo cuando tenía diez años. Sospecho que ella pudo ponerse
en contacto conmigo porque nació con habilidades de localización. Nunca se
lo pregunté. También sospecho que, cuando dio a luz, estaría pensando con
intensidad en el estado del reino de los Siete Ríos. Aquello la indignaría. Y
deseó con todo su corazón que su hijo cambiase la situación. Pidió que fuera
un hechicero.
»El caso es que me contó que había visto cómo se transformaba en águila,
que las cabras lo seguían y lo obedecían. Minucias así. Daib y yo conectamos
enseguida. En cuanto lo vi, supe que sería mi alumno. Durante veinte años,
fue mi niño, mi hijo. No entraré en detalles. Pero sabed que aquello fue bien,
hasta que empezó a ir mal. Ahora lo veis. Tu padre, el maestro de Mwita y mi
alumno —dijo Sola, y entonces entonó—: Tres es un número mágico. Sí que
lo es. Es el número mágico. —Sonrió con suficiencia—. Conocí bien a la
madre de Daib. Tenía unas caderas encantadoras y una sonrisa traviesa.
Me estremecí ante la idea de Sola acostándose con mi abuela. Me
pregunté otra vez cuán humano era.
—Entonces, ¿qué debo hacer, Oga Sola? —pregunté.
—Reescribir el Gran Libro. ¿No lo sabías?
—Pero ¿cómo lo hago, Oga Sola? ¡Esa idea no tiene ni el más mínimo
sentido! ¿Y dices que solo tenemos dos semanas? No se puede reescribir un
libro que ya está escrito y que miles de personas conocen. Y ni siquiera es
culpa del libro que la gente se comporte de esta forma.

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—¿Estás segura de eso? —preguntó Sola con frialdad—. ¿Lo has leído?
—Pues claro que sí, Oga.
—Pues, entonces, ¿has entendido las imágenes de luz y oscuridad?
¿Belleza y fealdad? ¿Limpio y sucio? ¿Bueno y malo? ¿Noche y día? ¿Okeke
y nuru? ¿Ves?
Asentí, pero me dio la sensación de que debía repasar el libro de nuevo
para atar más cabos. A lo mejor encontraba algo que necesitaba para acabar
con mi padre.
—No —dijo Sola—, deja el libro por ahora. Sabes lo que debes hacer.
Pero ni te lo has planteado. Por eso él pudo humillarte como lo hizo. Aunque
será mejor que lo resuelvas pronto. Mi único consejo es el siguiente: Mwita,
no dejes que vaya a alu. La llevará directamente a Daib de nuevo. Y entonces
la matará con rapidez. Si antes no lo hizo, fue porque quería que sufriera. Pase
lo que pase entre Daib y ella, es algo que debe ocurrir a su debido tiempo, no
al tiempo de alu.
—Pero ¿cómo la detengo? —preguntó Mwita—. Cuando se va, lo hace y
ya está.
—Tú le perteneces, apáñatelas —dijo Sola.
Ting me dio un codazo para que mantuviera la boca cerrada.
—Y ahora, mujer —prosiguió Sola con un mohín—, has superado un gran
obstáculo. Has sido liberada. Muchos envidian lo que podemos hacer, pero si
supieran lo que cuesta ser lo que somos, pocos querrían unirse a nuestras filas.
—Miró a Mwita—. Pocos. —Miró a Ting—. Esta mujer lleva aprendiendo
durante casi treinta años. Tú, Onyesonwu, no llevas ni una década en esto.
Eres un bebé, pero, aun así, te han encomendado esta tarea. Sé consciente de
tu ignorancia.
»Ting fue precoz a la hora de conocer su centro. Está en esas escrituras
juju. Tú, sospecho, te centrarás en tu parte eshu, cambiando y viajando. Pero
careces de control. Nadie puede ayudarte con eso. —Chasqueó los dedos y
pareció que le susurraba a alguien. Luego dijo—: Ya está bien de tanta
palabrería. —Mostró una amplia sonrisa—. No tengo hambre, pero quiero
probar la cocina vah, Ssaiku. Y ¿dónde están las ancianas de tu aldea?
¡Traedlas, traedlas!
Soltó una carcajada estridente y Ssaiku lo imitó. Hasta a Mwita aquello
pareció hacerle gracia.
—Onyesonwu, Ting, id a la tienda de Líder Sessa y traednos la comida
que ha preparado —indicó Ssaiku—. Y decidles a las que están allí esperando
que se requiere su compañía con impaciencia.

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Ting y yo nos apresuramos a salir de la tienda. Me dio igual cuánto
protestó mi cuerpo por el movimiento rápido; habría hecho cualquier cosa por
salir de allí. Una vez fuera, caminamos despacio e intenté esconder mi leve
cojera.
—Creo que quieren hablar a solas con Mwita —dijo Ting.
—Ya.
—Lo sé. Son viejos y tienen el mismo problema. Pero eso está
cambiando.
Gruñí.
—Sola se rio de mí cuando acudí a él por primera vez… hasta que tiró los
huesos y se llevó la sorpresa de su vida —contó Ting—. Luego Sola tuvo que
convencer a Ssaiku.
—¿Cómo… encontraste a Sola?
—Me desperté un día, supe lo que quería y dónde encontrarlo, y eso hice.
Solo tenía ocho años. —Se encogió de hombros—. Tendrías que haberle visto
la cara cuando entré en su tienda. Como si yo fuera un montón de caca de
cabra podrida.
—Creo que conozco esa mirada. Es muy blanco. ¿Es… es humano?
—A saber —rio.
—¿Crees… crees que cuando llegue el momento, sabré lo que debo
hacer? ¿Igual que te ocurrió a ti?
—Pronto lo averiguarás. —Me miró el tobillo—. A lo mejor deberías
sentarte. Yo cargaré con la comida.
Negué con la cabeza.
—Estoy bien. Pero lleva tú los platos más pesados.
Mwita, Ting y yo no comimos con Sola y Ssaiku. Menudo alivio. Sola no
alzó la mirada cuando tuvo la comida delante. Montones de todo, incluso de
sopa de egusi, algo que no había comido desde que salimos de Jwahir. Los
tres hicimos una salida rápida en cuanto los dos hombres empezaron a comer
y a hablar sobre los pechos y las historias de las ancianas que estaban a punto
de llegar.
Tardamos cerca de media hora en regresar a nuestro campamento por
culpa de mi tobillo. Me negué a apoyarme en Mwita o en Ting. Al llegar nos
encontramos a Luyu sentada a solas. Se había destrenzado y cepillado su afro.
Estaba hermosa hasta ahogada en pena. Me detuve y miré a Mwita, que
observaba los dos huecos donde habían estado las tiendas de Diti y Fanasi.
Una mirada de un asco total y absoluto le recorrió el rostro.
—Esto no puede ser verdad —dijo—. ¿Se han ido?

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Luyu asintió.
—¡¿Cuándo?! Durante… ¿Mientras Ting le estaba salvando la vida a
Onyesonwu? ¿Se fueron?
—Yo me he enterado justo cuando te marchaste —dije—. Y entonces ha
venido Sola…
—¿Cómo ha podido? —gritó Mwita—. Él sabía… Le había contado
tantas cosas… ¿Y aun así sale huyendo? ¿Por Diti? ¿Por esa chica?
—¡Mwita! —exclamó Luyu, levantándose. Ting se rio entre dientes.
—Tú no sabes nada —dijo Mwita—. Solo te has acostado con él, con
hombres, tú y Diti, como conejos.
—¡Eh! Hace falta una mujer y un hombre para…
—Él y yo hablábamos como hermanos —prosiguió Mwita, sin hacerle
caso a Luyu—. Dijo que lo entendía.
—A lo mejor lo hacía —intervine—. Pero eso no hace que sea igual que
tú.
—Tenía pesadillas con las matanzas, las torturas, las violaciones. Dijo que
tenía un deber. Que valía la pena morir por un cambio. ¿Y ahora va y se
escapa por una mujer?
—¿Tú no lo harías? —pregunté.
Me miró directamente a la cara, con los ojos mojados y rojos.
—No.
—Has venido por mí.
—No nos metas en esto. Tú estás atada a ello, morirás por ello. Yo moriré
por ti. No se trata solo de nosotros.
Me quedé de piedra.
—Mwita, ¿a qué te refieres con lo de…?
—No —intervino Ting—. Cerrad el pico. Todos. Parad.
Ting me sujetó las mejillas entre sus cálidas manos.
—Escúchame —dijo. Miré sus ojos marrones mientras las lágrimas se
derramaban con rapidez de los míos—. Ya está bien de respuestas. No es el
momento, Onye. Estás cansada y abrumada. Descansa. Deja el tema en paz.
—Se volvió hacia Mwita—. Quedáis tres. Es lo correcto. Dejadlo estar.
No sé cómo dormí esa noche. El cuerpo de Mwita se apretaba al mío y yo
tenía el estómago lleno del pequeño banquete que Ting nos había traído. Aun
así, fue entonces cuando empezaron los sueños. De Mwita, que se marchaba
volando. En el sueño, Mwita y yo teníamos una casita en una isla pequeña. A
nuestro alrededor había mucha agua. El suelo estaba blando por el agua y
cubierto por unas plantitas verdes. A Mwita le salieron alas con plumas

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marrones. Sin ni siquiera darme un beso, alzó el vuelo y se marchó, sin mirar
atrás.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS

Nos marchamos de Ssolu en la profundidad más absoluta de la noche. Líder


Sessa, Líder Usson, Ssaiku y Ting nos acompañaron.
—Disponéis de una hora, así que avanzad con rapidez —nos indicó
Ssaiku mientras atravesábamos las tiendas por última vez—. Si la tormenta os
pilla cuando la reanude, aguantad y seguid adelante.
Oí unos pasos pequeños.
—¡Eyess! —siseó Líder Sessa—. ¡Vuelve a la cama!
—Pero mamá, ¡se va! —gritó Eyess entre lágrimas. Su voz chillona
despertó a varias personas en las tiendas cercanas. Ting maldijo para sí
misma.
—Volved a la cama, por favor —dijo Líder Usson.
La gente salió de todos modos.
—¿No podemos despedirnos, líder? —preguntó un hombre. Líder Usson
suspiró y asintió a regañadientes. Hubo más murmullos y concurrencia. En
cuestión de un minuto, se había reunido una gran multitud.
—Sabemos a dónde se dirigen —dijo una mujer—. Dejadnos al menos
ver cómo se marchan.
—Hemos disfrutado de la estancia de Onyesonwu —añadió otra mujer—,
por muy rara que sea.
La gente se rio. Acudieron más personas. Sus pies descalzos susurraban
sobre la arena.
—También hemos disfrutado de su preciosa amiga Luyu —dijo un
hombre. Varios estuvieron de acuerdo y todo el mundo rio de nuevo. Alguien
encendió incienso. Al cabo de unos minutos, como si alguien hubiera dado
alguna indicación, se pusieron a cantar en vah. La canción parecía un coro de
serpientes y se sobrepuso con facilidad por encima del ruido de la tormenta.
No sonreían mientras cantaban. Sentí un escalofrío.
Eyess se aferró con fuerza a mi pierna. Lloró y al final enterró la cabeza
en mi cadera. Si no llevase peso en la espalda, la habría cogido. Le puse la

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mano en sus omóplatos y me la acerqué más. Cuando la canción terminó,
Líder Sessa tuvo que arrancarme a Eyess. Le permitió darme un abrazo y un
beso lleno de babas en el cuello antes de enviarla lejos. Luego Líder Sessa nos
besó a todas en la mejilla. Líder Usson le estrechó la mano a Mwita y nos
besó a Luyu y a mí en la frente. Ssaiku y Ting nos acompañaron hasta el
borde de la tormenta.
—Observa con atención —le indicó Ssaiku a Ting cuando llegamos—. Es
diferente cuando estás cerca. Arrodillaos, todos.
Alzó las manos y volvió las palmas hacia la tormenta. Dijo algo en vah y
puso las palmas bocabajo. El suelo se estremeció cuando el hechicero
presionó la fuerza de la tormenta en el suelo. Las manos de Ssaiku se tensaron
y vi cómo se le contraían los músculos del cuello debajo de las arrugas. Toda
la arena del aire descendió. El sonido me recordó al que hacían a menudo los
vah cuando hablaban su idioma. Sssssssss. Nos cubrimos la cara para que no
nos entrara arena. Ssaiku empujó. Una ráfaga de viento la disipó y despejó el
ambiente. El cielo nocturno rebosaba de estrellas. Estaba tan acostumbrada al
sonido constante de fondo de la tormenta que el silencio fue profundo.
Ssaiku se volvió hacia Ting.
—En vez de pronunciar las palabras como yo, tú las escribirás en el aire.
—Lo sé —respondió su alumna.
—Apréndelo una vez. Y luego otra. —Miró a Mwita y le agarró la mano
—. Cuida de Onyesonwu.
—Siempre —respondió él.
Se giró hacia Luyu.
—Ting me ha hablado de ti. En muchos sentidos, eres como un hombre,
por tu valentía y tus… otros apetitos. De nuevo me pregunto si Ani me pone a
prueba al mostrarme a una mujer como tú. ¿Comprendes dónde te estás
metiendo?
—Bastante, sí —respondió Luyu.
—Pues entonces cuida de estos dos. Te necesitan.
—Lo sé. Y gracias. —Luyu miró a Ting—. Gracias a los dos y gracias
también a vuestra aldea. Por todo. —Le estrechó la mano a Ssaiku y estrechó
con fuerza a Ting entre sus brazos. Luego la hechicera se acercó a Mwita para
darle un abrazo y un beso en la mejilla. Ni Ting ni Ssaiku me abrazaron, ni
siquiera me tocaron.
—Ten cuidado con tus manos —me advirtió Ting—. Y tenias en cuenta.
—Calló, con las lágrimas inundándole los ojos. Sacudió la cabeza y dio un
paso atrás.

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—Ya conocéis el camino —dijo Ssaiku—. No os detengáis hasta que
lleguéis.
Nos habíamos alejado cerca de un kilómetro y medio cuando la tormenta
se avivó a nuestras espaldas. Se agitó y rodó como una nube viva arañando el
cielo despejado. No cabe duda de que los hechiceros somos gente poderosa.
La ferocidad y la potencia de esa tormenta eran buena prueba de ello. Mwita,
Luyu y yo nos giramos hacia el oeste y echamos a andar.
—Hay agua cerca —dijo Mwita.
En cuanto el sol se alzó, me cubrí la cara con el velo. Mwita y Luyu me
imitaron. El calor era asfixiante, pero distinto. Más pesado, más húmedo.
Mwita tenía razón. Había agua cerca.

Durante los días siguientes, empezamos a llevar los velos en todo momento
para mantenernos frescas. Pero las noches eran agradables. Nadie hablaba
demasiado. Nuestras mentes pesaban demasiado. Eso me dio tiempo y
silencio para meditar de verdad todo lo que había pasado en Ssolu.
Había muerto, me habían reconstruido y traído de vuelta. Mis manos me
seguían pareciendo extrañas por los símbolos negros que las cubrían y su
tenue olor a flores quemadas. Mientras Mwita y Luyu dormían, me escabullía
para transformarme en buitre y cabalgar el viento. Era la única forma de
mantener la oscuridad de las dudas bajo control.
Como buitre, el buitre que era Aro, mi mente se volvía excepcional,
perspicaz y segura. Sabía que, si me concentraba y era audaz, podía vencer a
Daib. Entendía que ahora era extremadamente poderosa, que podía hacer más
que lo imposible. Pero, como Onyesonwu la hechicera ewu moldeada por la
propia Ani, lo único en lo que podía pensar era en la paliza que me había
propinado Daib. No era rival para él ni siquiera en mi estado reconstruido.
Debería estar muerta. Y, cuantos más días transcurrían, más ansiaba
arrastrarme a una cueva y darme por vencida. No sospechaba que pronto
tendría la oportunidad de hacer justo eso mismo.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES

Cuatro días después de salir de Ssolu, la tierra seguía agrietada, seca y


descolorida. Los únicos animales que vimos fueron algún escarabajo
ocasional por el suelo y algún halcón de paso por el cielo. Por suerte, de
momento contábamos con suficiente comida, así que no tuvimos que comer
escarabajo ni halcón. El extraño calor húmedo lo volvía todo confuso e irreal.
—Mirad eso —dijo Luyu. Iba delante, con el portátil en la mano para no
desviarnos.
Yo iba con la cabeza gacha, sumida en mis pensamientos sombríos sobre
Daib y la muerte hacia la que me dirigía de forma voluntaria. Alcé la vista y
bizqueé. De lejos parecían unos gigantes altos y delgados celebrando una
reunión.
—¿Qué es? —pregunté.
—Pronto lo veremos —respondió Mwita.
Era un conjunto de árboles muertos. Estaban a un kilómetro de distancia
de la línea recta que habíamos trazado hasta el reino de los Siete Ríos. Como
era mediodía y necesitábamos sombra, nos encaminamos hacia los árboles.
De cerca eran incluso más raros. Además de ser tan anchos como una casa, al
tacto no parecían ni de piedra ni de madera. Luyu golpeó un tronco marrón
grisáceo y yo extendí mi esterilla en la sombra que proporcionaba la base de
otro árbol.
—Qué sólido —comentó Luyu.
—Conozco este sitio —dijo Mwita con un suspiro.
—¿En serio? —preguntó Luyu—. ¿Cómo?
Pero Mwita solo negó con la cabeza y se alejó despacio.
—Hoy está de mal humor —dijo Luyu, sentándose a mi lado en la
esterilla.
Me encogí de hombros.
—Seguramente pasaría por aquí cuando huyó del oeste.

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—Oh —exclamó Luyu. Miró hacia donde estaba Mwita. No le había
contado gran cosa sobre su pasado. Tenía la sensación de que Mwita no
quería que le hablase a nadie del asesinato de sus padres, su aprendizaje con
Daib o sus días como niño soldado.
—No puedo ni imaginarme cómo se sentirá al volver aquí —dije.
Tras dos tranquilas horas de descanso, seguimos nuestro camino. Aquello
llegó unas cinco horas más tarde. Y vino con venganza. Nubes de un gris
oscuro se amontonaron e hincharon en el cielo.
—Esto no puede estar pasando —murmuró Mwita mientras observábamos
el oeste. Se dirigía hacia el este, directa hacia nosotras. No era una tormenta
de arena, sino una tormenta ungwa, un temporal peligroso de rayos y truenos
terribles y diluvios intermitentes. Hasta entonces habíamos tenido suerte, pues
cuando salimos de Jwahir era la estación seca y esas tormentas solo ocurrían
durante la breve temporada de lluvias. Llevábamos poco menos de cinco
meses viajando. En Jwahir, era el momento exacto. Supongo que allí también
lo sería. Si te alcanzaba una tormenta ungwa, te arriesgabas a morir partida
por un rayo.
Esas fueron las únicas épocas en las que mi madre y yo corrimos peligro
durante nuestros días de nómadas. Según mi madre, solo gracias a la voluntad
de Ani habíamos sobrevivido a las diez tormentas ungwa que nos
encontramos.
Aquella no estaba lejos y se acercaba con rapidez. A nuestro alrededor
solo había terreno seco y llano. Ni un árbol muerto a la vista, aunque los
árboles no ayudarían. Habríamos corrido más peligro si la tormenta nos
hubiera alcanzado en aquellos árboles de piedra. El viento arreció y casi se
llevó mi velo. Disponíamos de media hora.
—Conozco… un sitio donde podemos refugiarnos —dijo Mwita de
repente.
—¿Dónde? —pregunté.
Él calló un momento.
—Una cueva. No muy lejos de aquí. —Le arrancó el portátil a Luyu de la
mano y apretó un botón lateral para que emitiera luz. Las nubes acababan de
engullir el sol. Eran las tres de la tarde, pero parecía estar anocheciendo—. A
unos diez minutos… si corremos.
—Vale, ¿hacia dónde? —chilló Luyu—. ¿Por qué estamos…?
—O podemos intentar dejarla atrás —dijo él de repente—. Podemos
dirigirnos hacia el noroeste y…
—¿Estás loco? —espeté—. ¡No se puede dejar atrás una tormenta ungwa!

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Mwita masculló algo que no pude oír por el estruendo de los rayos.
—¿Qué?
Me dirigió un ceño fruncido. Un rayo partió el cielo. Alzamos la mirada.
—¿Hacia dónde está tu cueva? —exigí.
Mwita seguía sin decir nada. Luyu parecía a punto de explotar. Con cada
segundo que permanecíamos allí estábamos más cerca de que un rayo nos
matase.
—No… no sé si deberíamos ir —dijo al cabo de un momento.
—¿Deberíamos quedarnos aquí y morir? —grité—. ¿Sabes lo que…?
—¡Sí! —exclamó—. ¡Yo también he pasado por esto! Pero el refugio…
Ese sitio no está bien…
—Mwita —dijo Luyu—. Vámonos, no hay tiempo para esto. Ya veremos
con qué nos encontramos allí. —Miró el cielo con temor—. No tenemos
elección.
Lo observé con atención. Era raro ver miedo en Mwita, pero allí estaba.
—Así que tú puedes empujarme hacia una mascarada cubierta de agujas y
exigirme que afronte mis miedos, pero ¿no puedes enfrentarte a una maldita
cueva? —grité haciendo aspavientos con los brazos—. ¿Prefieres que
muramos todas? Pensaba que tú eras el hombre y yo la mujer.
Mis palabras le escocieron en lo más hondo, pero me daba igual. Había
empezado a llover y seguían cayendo rayos y truenos. Mwita me amenazó
con un dedo y yo lo miré con fiereza. Luyu gritó cuando retumbó un trueno
especialmente fuerte. Se apretó contra mi espalda.
—Te has pasado —dijo Mwita.
—¡Puedo seguir! —grité, derramando lágrimas de rabia que se mezclaban
con la lluvia.
En medio de la nada, con una tormenta ungwa a punto de asaltarnos, nos
quedamos allí fulminándonos con la mirada. Mwita me agarró la mano y
empezó a arrastrarme.
—¿Luyu? —bramó por encima del hombro.
—¡Voy justo detrás de ti!
No echamos a correr. No me importó. No estaba asustada… sino
demasiado enfadada. Mwita tiraba de mí a un ritmo constante; Luyu, agarrada
a mi hombro, iba con la cabeza gacha. No sé cómo Mwita podía ver por
dónde iba con aquella lluvia torrencial.
No nos alcanzó ningún rayo. Supongo que fue la voluntad de Ani. O
puede que fuera la nuestra. Tardamos quince minutos. Cuando llegamos a la

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enorme formación de granito con el abismo de una cueva en la base, nos
detuvimos. Luyu y yo vimos enseguida por qué Mwita no quería ir allí.
La lluvia caía con fuerza y creaba torrentes de agua que cubrían la
abertura de la cueva, pero con cada rayo los podíamos ver con claridad. Se
balanceaban con el viento de la tormenta. Los cadáveres de dos seres
humanos colgaban en la entrada. Cadáveres tan viejos que estaban secos y
marchitos por el calor y el sol, más hueso que carne.
—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —susurré. Ni Luyu ni Mwita me oyeron.
Hubo una explosión cuando un rayo dio contra el suelo, no muy lejos de
nosotras. El fuerte viento nos empujaba hacia la cueva. Mwita iba delante,
pero no me soltó la mano. Yo había exigido que entrásemos en la cueva, así
que allí íbamos todas.
Al entrar, el agua que caía por encima de la entrada me empapó la cabeza
y los hombros. Mi atención estaba puesta en los cuerpos que oscilaban a mi
derecha. Habían sido una mujer y un hombre, al menos según sus ropas
harapientas y descoloridas por el sol. La mujer llevaba un largo vestido y un
velo, y el hombre, un caftán y pantalones. No sabía si eran okekes, nurus u
otra cosa. Colgaban de gruesas cuerdas atadas alrededor de unos aros de cobre
incrustados en el techo de la cueva. Tuvimos que apretarnos contra el lateral
de la entrada para evitar tocarlos. Dentro estaba demasiado oscuro como para
ver la profundidad de la cueva.
—No es demasiado profunda —dijo Mwita mientras reunía unas cuantas
rocas. Lo ayudé e intenté ignorar el olor penetrante, casi metálico, de la
cueva. Necesitábamos encender un buen fuego de rocas, más por la luz que
por la calidez. Luyu se quedó mirando los dos cadáveres. No me molesté en
pedirle que viniera a ayudar. Mwita y yo habíamos padecido nuestras propias
muertes. Luyu no.
—Mwita —dije en voz baja.
Él me lanzó una mirada candente.
La soporté, desafiante.
—Mantengo lo que he dicho —mascullé.
—Por supuesto que sí.
—Tú también tienes que enfrentarte a tus propios miedos. Y casi morimos
por tu culpa.
Al cabo de un momento, su semblante se suavizó.
—Vale —dijo. Calló un momento y entonces añadió—: No habríais
muerto. Solo necesitaba un momento para pensar.

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Empezó a darse la vuelta, pero le cogí la mano y lo giré de nuevo hacia
mí.
—¿Estaban aquí cuando tú…?
—Sí —respondió, evitando mi mirada—. Aunque estaban mucho más…
frescos por aquel entonces.
Así que esas personas llevaban más de una década colgando allí. Quería
preguntarle si sabía lo que habían hecho. Quería preguntarle muchas cosas,
pero no era el momento.
—Luyu —dijo unos minutos más tarde, después de que hubiésemos
reunido un buen montón de rocas—. Ven aquí. Deja de mirarlos.
Regresó despacio, como si saliera de un trance. Tenía el rostro mojado.
—Siéntate —le indicó Mwita. Me acerqué a ella y le cogí la mano.
—Deberíamos enterrarlos —dijo mientras yo la sentaba delante del
montón de rocas frías.
—Lo intenté —dijo Mwita—. No sé por qué los pusieron ahí arriba, pero
no se pueden bajar y sus huesos no caen.
Me miró y lo entendí. Algún juju los mantenía allí. ¿Quiénes habían sido?
—¿Ni siquiera vamos a intentarlo? —preguntó Luyu—. O sea, solo es
cuerda y cuando estuviste aquí, ¿qué eras? ¿Un niño? Deberían caer
enseguida.
Mwita no le hizo caso mientras se ponía a encender el fuego. Lo que su
luz alumbró fue suficiente para alejar la atención de Luyu de los cadáveres.
Yo ya me sentía inquieta también, pero en ese momento quise salir corriendo
hacia la lluvia y arriesgarme a los rayos. En el fondo de la cueva, medio
cubiertos por la arena que se había colado allí a lo largo de los años, había
quizá cientos de ordenadores, monitores, portátiles y libros electrónicos. Ya
sabía de dónde procedía el olor a metálico.
Los monitores antiguos tendrían un centímetro y medio de grosor, nada
parecido a los monitores que se usan hoy en día, mucho más finos, y la
mayoría estaban rotos o agrietados. Los ordenadores de sobremesa eran
demasiado grandes para cogerlos con una mano. Cosas antiguas y
sorprendentes amontonadas en una cueva en medio de la nada y caídas en el
olvido. Miré a Mwita, horrorizada.
El Gran Libro hablaba de lugares así, de cuevas repletas de ordenadores.
Unos okekes asustados los pusieron allí al intentar huir de la ira de Ani
cuando esta regresó al mundo y vio los estragos que habían causado los
okekes. Eso fue justo antes de que sacara a los nurus de las estrellas para
esclavizar a los okekes… o eso decía el libro. ¿Significaba aquello que había

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fragmentos del Gran Libro que eran ciertos? ¿Los okekes habían amontonado
la tecnología en cuevas para esconderla de una diosa enojada?
—Este sitio está encantado —susurró Luyu.
—Exacto —convino Mwita.
No había nada que decir. Estábamos en una tumba de humanos, máquinas
e ideas, mientras una tormenta mortal causaba estragos en el exterior.
—¿Cómo encontraste este sitio? —pregunté—. ¿Cómo terminaste aquí?
—¿Y cómo recordabas el camino tan bien? —añadió Luyu.
Mwita se acercó a los cuerpos oscilantes. Luyu y yo nos unimos a él.
—Mirad allá arriba —dijo. Señalaba los aros de cobre—. ¿Quién los
clavaría así en la piedra? —Suspiró—. Nunca sabré lo que ocurrió aquí o
quiénes eran estas personas. Cuando llegué, sería justo después de que los
colgaran. Aún tenían… carne. Diría que eran de nuestra edad.
—¿Okeke o nuru? —preguntó Luyu. Me fijé en que no consideró que
podrían haber sido ewus o del Pueblo Escarlata.
—Nuru —respondió Mwita. Miró los cuerpos—. No me puedo creer que
sigan aquí… Pero, por otra parte, me lo creo. —Al cabo de un momento,
prosiguió—: Me encontré con esta cueva días después de huir de los rebeldes
okekes, cuando me dieron por muerto. —Señaló a su izquierda—. Me senté
apoyado en esa pared y me comí unas hierbas medicinales y le recé a Ani para
que funcionasen.
Luyu parecía estar muriéndose por saber la historia de Mwita sobre cómo
lo dieron por muerto. Por suerte, tuvo tacto y no preguntó. La mejor forma de
lidiar con un Mwita malhumorado era dejándole hablar.
—Estaba medio loco, la verdad —continuó. Estiró el brazo y, con
cuidado, le tocó la pierna al hombre muerto. Me estremecí—. Había perdido a
la única familia que conocía. Había perdido a mi maestro, aunque era una
persona horrible. Había visto cosas terribles cuando me obligaron a luchar por
los okekes, había hecho cosas terribles. Era ewu. Y solo tenía once años.
»Llevaba provisiones. Comida y agua. No me moría de hambre ni de sed
y sabía encontrar comida. Fue el calor lo que me condujo aquí. Estaban los
dos muy muertos, pero no olían… —Se acercó a la mujer—. Unas arañas
blancas, parecidas a cangrejos, la cubrían a ella, toda excepto la cara y las
manos. Se amontonaban unas encima de otras, pero si mirabas el tiempo
suficiente, y yo lo hice, se veía que estaban siguiendo una pauta por todo su
cuerpo. Recuerdo que tenía la punta de los dedos azul. Como si los hubiera
metido en índigo.
Hizo otra pausa.

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—Incluso entonces, entendí que las arañas la estaban protegiendo. La
pauta en la que se movían me recordaba a uno de los pocos símbolos nsibidi
que Daib me enseñó. El símbolo de la propiedad. Creo que estuve allí de pie
unos veinte minutos, solo mirando. Solo podía pensar en mis padres, a
quienes nunca había conocido. No los habían colgado, pero sí ejecutado… por
crearme a mí. Mientras estaba allí de pie, las arañas empezaron, poco a poco,
a desprenderse de ella y se refugiaron en los laterales de la cueva. Cuando
bajaron todas, permanecieron allí sin más. Como si esperasen a que yo hiciera
algo.
»Lo intenté todo. Intenté tirar de los cuerpos para bajarlos. Intenté cortar
la cuerda. Intenté quemarla. Incinerar sus cuerpos con una hoguera enorme
debajo. Incluso intenté usar juju. Cuando nada funcionó, pasé a su lado, me
senté dando la espalda a los ordenadores y lloré. Al cabo de un rato, las
arañas… se arrastraron de nuevo sobre ella. Estuve aquí dos días fingiendo
que no veía los cadáveres ni las arañas sobre la mujer. Me volví más fuerte,
me puse mejor y luego me marché.
—¿Y el hombre? —preguntó Luyu—. ¿Había algo extraño en él?
Mwita negó con la cabeza, con la mano aún en la pierna polvorienta del
hombre muerto.
—No necesitáis saberlo todo.
Silencio. Quería preguntar y estoy segura de que Luyu también lo ansiaba.
¿Saberlo todo sobre qué?
—¿Crees que eran hechiceros? —preguntó mi amiga.
Mwita asintió.
—Y es obvio que sus asesinos también. —Hizo una pausa y frunció el
ceño—. Ahora son solo huesos.
De repente, agarró la pierna del hombre y dio un fuerte tirón. La cuerda
protestó y del cuerpo se desprendieron nubes de polvo, pero eso fue todo. El
cuasi esqueleto permaneció intacto. Me pregunté dónde habrían ido las arañas
de la mujer.

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Esa noche, se posó sobre mí un manto de muerte, tristeza y desesperación que
se volvía más pesado a medida que la lluvia y los rayos empapaban y
bombardeaban la tierra. Luyu eligió un sitio al otro lado de la cueva, lo más
lejos posible de los cadáveres y los ordenadores. Mwita le había encendido un
pequeño fuego de rocas. No sabía si ella quería intimidad o si quería dárnosla
a nosotros, pero funcionó.
Mwita y yo nos tumbamos sobre nuestra esterilla debajo de su rapa y con
nuestra ropa plegada al lado. El fuego de rocas proporcionaba suficiente
calidez, pero no era eso ni sexo lo que yo necesitaba. Por una vez, no me
importó lo fuerte que Mwita me agarró mientras dormía. Detestaba estar en
esa cueva. Oía las salpicaduras de la lluvia fuera, el resonar de los truenos, los
crujidos de los cuerpos cuando el viento de la tormenta los mecía.
Tanto Mwita como Luyu durmieron, a pesar de todo. Estábamos agotados.
Yo no dormí nada, aunque tenía los ojos cerrados. Me estremecí, pese a
contar con el calor de Mwita y el del gran fuego de rocas. Los hechos pasaban
volando por mi mente como murciélagos: era imposible que pudiera vencer a
mi padre. Haría que nos matasen a las tres. «Me estaba esperando», pensé, y
recordé que me daba la espalda cuando fui a por él.
—Onyesonwu —dijo Mwita.
No me apetecía responder. No quería abrir ni la boca ni los ojos. No
quería respirar aire ni hablar. Solo quería revolcarme en mi miseria.
—Onyesonwu —repitió en voz baja. Su brazo se tensó—. Abre los ojos.
Pero no te muevas.
Sus palabras enviaron un chute de adrenalina por todo mi ser. Mi mente se
centró. Mi cuerpo dejó de temblar. Abrí los ojos. Puede que fuera mi miseria
o una necesidad de demostrar mi valía, pero cuando miré a los múltiples ojos
de cientos de arañas blancas amontonadas delante de mí, además de un miedo
profundo, me sentí… preparada. Una de las arañas que había al frente alzó
despacio una pata y la mantuvo allí.
—Así que siguen aquí —dije sin moverme.
Estábamos los dos quietos, como si nos leyéramos la mente. Escuchamos
con atención para ver si Luyu se había despertado. Pero la tormenta era muy
ruidosa.
—Las tengo por todas partes —dijo Mwita. Su voz flaqueó solo un poco
—. En la espalda, las piernas, la nuca… —En todas las zonas que no me
estaban tocando.
—Mwita —dije en voz baja—. ¿Qué es lo que no nos has contado sobre el
hombre?

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No respondió de inmediato. Empecé a sentirme muy muy asustada.
—Estaba cubierto de mordeduras de araña —dijo—. Tenía el rostro
retorcido de dolor.
Me pregunté si habían empezado a morder al hombre antes de que los
asesinos lo colgaran.
Tenía la mejilla contra la esterilla. La araña seguía con la pata alzada. Mil
cosas pasaron volando por mi mente. Sospechaba que querían a Mwita.
Nunca les dejaría tenerlo. La araña con la pata alzada aguardaba. Bien, yo
también estaba aguardando.
Bajó la pata. Las sentí detrás de mí, precipitándose sobre Mwita. Vi cómo
arremetían contra mí de frente. Podía olerías: un hedor fermentado, como a
vino de palma fuerte. Hasta con el ruido de la tormenta, oía claramente los
golpecitos de sus múltiples patas. ¿Desde cuándo las patas de las arañas sohre
la arena sonaban tan fuertes, como metal contra metal? Eso era lo único que
necesitaba saber. Por primera vez, usé el nuevo control de mis habilidades,
me rodeé de la vasta selva y me levanté de un salto.
En la vasta selva y en el mundo físico, parecían arañas, pero en la vasta
selva eran mucho más grandes y estaban hechas de un humo blanco. Pasaban
unas a través de otras como si intentaran apiñarse sobre mi forma azul. Les
hice lo mismo que le hice a Aro el día que ya se negó a enseñarme
demasiadas veces. Arañé, desgarré, destrocé, descuarticé. Me convertí en una
bestia. Despedacé a esas criaturas.
De vuelta al mundo físico, di un pisotón y aplasté un puñado de las arañas
que huían. Vi los ojos abiertos de par en par de Mwita. Seguía en la esterilla,
desnudo y cubierto por arañas blancas desafiantes. A su alrededor, había
cientos de cuerpos arácnidos esparcidos por el suelo de la cueva. Si una lo
mordía, buscaría y mataría a todas y cada una de esas criaturas y luego las
perseguiría por el mundo espiritual y las destruiría de nuevo. A todas y cada
una.
Miré hacia donde se hallaba Luyu. Se estaba levantando, al otro lado de su
hoguera. Negué con la cabeza, ella asintió. Bien. Fuera, resplandeció un rayo.
Mi estado mental era muy agudo. Ya no era la Onyesonwu que está aquí
sentada hablando contigo. No puedo ni imaginar qué aspecto tendría a la luz
del fuego, completamente desnuda, enfadada, salvaje; con la persona a la que
amaba, amenazada. «Creen que preferiré que se lleven a Mwita en vez de
arriesgarme a que muera», pensé. Sonreí con maldad.
Un rayo refulgió de nuevo, el trueno vino un segundo después. La lluvia
arreció. El olor a ozono era intenso. Notaba el aire cargado. Esperé, lo deseé,

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mientras repetía mi nombre en mi mente como un mantra. El rayo cayó justo
fuera de la cueva con un gran ¡BUM! Una ráfaga de llamas se estampó contra
el suelo. Salté hacia Mwita, le agarré la pierna y alcé lo que la tormenta había
tirado. Lo dirigí hacia Mwita. Todas las arañas que tenía encima estallaron
como nueces de palma en un fuego. La cueva se llenó con el olor a plumas
quemadas.
Las arañas que sobrevivieron se escabulleron por entre las llamas en la
entrada de la cueva. Nunca sabré si fue un suicidio en masa o decidieron
volver allá de donde vinieron. Me había retirado de la vasta selva por
completo cuando el rayo impactó, así que no vi si regresaron allí.
—¿Mwita? —susurré. Ignoré los cadáveres arácnidos que había a su lado.
Tenía el cuerpo empapado de sudor, pero me estremecí de frío. Luyu vino
corriendo y nos echó una rapa por encima.
—Estoy bien —dijo, acariciándome la mejilla.
—Lo he guiado.
—Lo sé —rio—. No he sentido nada.
—¿Qué eran esas cosas? —preguntó Luyu.
—No tengo ni idea —respondí.
Algo llamó la atención de Mwita. Me giré hacia donde estaba mirando.
Luyu me imitó.
—Oh —dijo.
Los cadáveres habían caído y la explosión había chamuscado las cuerdas.
Y ahora los restos secos ardían resplandecientes. La hechicera y el hechicero
ejecutados misteriosamente habían recibido la pira funeraria que se merecían.

La tormenta seguía cuando llegó la mañana. Solo supimos que era de mañana
cuando miramos la hora en el portátil de Luyu. Mientras Luyu hervía algo de
arroz para mezclarlo con carne de cabra desecada y especias, Mwita usó una
sartén para excavar una tumba en un lateral de la cueva. Insistió en hacerlo
solo.

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Me acerqué a los aparatos electrónicos que había al fondo. Los habíamos
evitado más que a los cadáveres. Eran cacharros antiguos de un pueblo
maldito. Después de lo ocurrido la noche anterior, estaba de humor para mirar
la maldición a la cara.
—¿Qué haces? —preguntó Luyu mientras removía el arroz—. ¿No has
tenido suficiente…?
—Déjala —le dijo Mwita, haciendo una pausa en su tarea—. Alguien
debería ir a mirar.
Luyu se encogió de hombros.
—Vale, pero yo no pienso acercarme a esa basura maldita.
Me reí para mí misma. Entendía su inquietud y creo que Mwita se sentía
igual. En cuanto a mí, bueno, aquello era una página sacada directamente del
Gran Libro. Si, de algún modo, iba a reescribirlo, entonces tenía sentido que
echase un vistazo.
El olor metálico a cables viejos y placas base muertas era más intenso de
cerca. Esparcidas por la arena había teclas de teclados y piezas de un plástico
fino que provenían de las pantallas rotas y las carcasas. Algunos de los
ordenadores tenían dibujos por fuera: mariposas desvaídas, bucles y
remolinos, formas geométricas. La mayoría eran de un negro uniforme.
Un aparato semejante a un libro negro pequeño y muy fino llamó mi
atención. Estaba encajado entre dos ordenadores y, tras sacarlo y abrirlo, me
sorprendió ver que tenía una pantalla. Parecía hecho polvo pero, a diferencia
del resto de aparatos, no era antiguo. Tenía más o menos el tamaño de mi
palma. La parte de atrás estaba hecha de una sustancia muy dura que,
curiosamente, se parecía a una hoja negra. La pantalla permanecía intacta.
Todos los botones de la parte frontal estaban en blanco; las palabras se
habían borrado tiempo atrás. Apreté uno. No ocurrió nada. Toqué otro y
aquella cosa produjo un sonido parecido al agua.
—¡Oh! —exclamé, y casi lo solté.
La pantalla se encendió y mostró un lugar con plantas, árboles y arbustos.
Suspiré en voz baja. «Igual que el sitio que me enseñó mi madre», pensé. «El
lugar de esperanza». Hinché el pecho y me senté justo allí, junto a la pila de
hardware inútil y decadente de otra época.
La imagen rodó y se movió, como si alguien estuviera andando y yo
mirase a través de sus ojos. Por los diminutos altavoces salió el sonido de
pájaros e insectos cantando y de pasos que pisaban y apartaban hierba, plantas
y hojas. Luego el título apareció poco a poco por la parte inferior de la
pantalla y entendí que aquello era un portátil grande con un libro. El título era

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La guía de campo a la jungla verde prohibida, escrito por algún grupo
llamado Los Grandes Exploradores Del Conocimiento Y De La Organización
De Aventuras.
De repente, la imagen se congeló y el sonido paró. Pulsé más botones,
pero no sirvió de nada. El aparato se apagó y, por mucho que apretara los
botones, no ocurrió nada más.
Daba igual. Lo tiré a un lado. Me enderecé. Sonreí. Unas horas después, el
cielo también sonrió. La tormenta había pasado al fin. Salimos de la cueva
antes del amanecer.

Durante los dos días siguientes de viaje, el terreno se volvió más montañoso.
El suelo pasó a ser una mezcla de arena y zonas con una especie de hierba
seca. Allí encontramos lagartos y conejos para comer, y justo a tiempo,
porque nos estábamos quedando sin carne seca. Nos topamos con árboles de
troncos gruesos cuyo nombre desconocía y más y más palmeras. El clima
siguió siendo frío por la noche y relativamente cálido durante el día. Y, por
suerte, no nos volvimos a topar con otra tormenta ungwa. Pero claro, hay
cosas peores.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO

Hay un fragmento del Gran Libro que gran parte de las versiones omite. Los
Papeles Perdidos. Aro tenía una copia. Los Papeles Perdidos abordan en
detalle cómo los okekes, durante sus siglos supurando en la oscuridad, eran
científicos locos. En los Papeles Perdidos se explica cómo inventaron
tecnología antigua, como ordenadores, estaciones de recogida y portátiles.
Idearon formas de duplicarse y mantenerse jóvenes hasta que morían.
Hicieron que la comida creciera en campos yermos, curaron todas las
enfermedades. En la oscuridad, esos increíbles okekes rebosaban de una
creatividad incontrolable.
Los okekes que conocen los Papeles Perdidos se avergüenzan de ellos. A
los nurus les gusta citarlos cuando pretenden señalar alguna falta intrínseca de
los okekes. En los tiempos oscuros, los okekes habían sido problemáticos,
pero ahora eran peores.
«Panda de inconscientes, miserables y tristes», pensé mientras nos
acercábamos a la primera de las múltiples aldeas que había en la frontera del
reino de los Siete Ríos. Entendía cómo se sentían. Solo unos días antes, me
había sentido de la misma forma. Desesperada hasta decir basta. Si no
hubiéramos encontrado aquella cueva de cadáveres, arañas y ordenadores
putrefactos, seguramente habría querido unirme a ellos.
Esas aldeas estaban compuestas de okekes demasiado asustados como
para luchar o huir. Eran personas de mirada furtiva que serían fáciles de
exterminar cuando mi padre viniera hacia el este con su ejército. Caminaban
cabizbajos, temerosos de su propia sombra. Plantaban cebollas y tomates
tristes y flácidos en una tierra que habían traído de la ribera. En la parte
delantera y trasera de sus cabañas de ladrillos de arcilla cultivaban una planta
cerosa de color granate que luego secaban y fumaban para olvidar. Les volvía
los ojos rojos; los dientes, marrones; hacía que les oliese la piel a heces y no
tenía ningún valor nutricional. Por supuesto, de entre todas las cosas, esa
hierba crecía con facilidad en todo el suelo de por allí.

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Los niños tenían las barrigas hinchadas y los rostros aturdidos. Unos
perros sarnosos trotaban por la zona con un aspecto igual de patético que el de
las personas; vimos a uno comiéndose sus excrementos. Y, en ocasiones,
cuando el viento cambiaba, oíamos gritos a lo lejos. Esas aldeas no tenían
nombre. Aquello era repugnante.
Todo el mundo, incluso los niños, llevaba colgando un pendiente con
cuentas negras y azules en la parte superior de la oreja izquierda. Era el único
indicio de cultura y belleza que esa gente poseía.
Dejamos atrás el primer grupo de cabañas sin llamar la atención. A
nuestro alrededor, los okekes caminaban penosamente, discutían, dormían en
las calles o lloraban. Vi a hombres a los que les faltaban extremidades.
Algunos se apoyaban en las cabañas, con sus heridas supurantes, moribundos
o muertos. Vi a una mujer embarazada riéndose histéricamente para sí misma
sentada delante de su cabaña mientras amontonaba tierra. Me picaban las
manos y me sentía inquieta.
—¿Cómo te sientes, Onyesonwu? —preguntó Mwita en cuanto dejamos
atrás la última cabaña. A menos de un kilómetro había otra aldea.
—El impulso no es tan fuerte aquí —respondí—. No creo que estas
personas quieran que las cure.
—¿No podemos rodear estos sitios? —dijo Luyu.
Negué con la cabeza, sin ofrecer ninguna explicación. No la tenía. El
siguiente conjunto de cabañas estaba en las mismas condiciones. Personas
tristes, muy tristes. Pero ese lugar estaba en los pies de una colina y pudimos
verlo al completo mientras bajábamos. Cuando dejamos atrás la primera
cabaña, una anciana con muchos cortes sin curar en su rostro se detuvo y me
observó. Miró a Mwita y su semblante se abrió en una amplia sonrisa
desdentada. Luego su sonrisa decayó.
—Pero ¿dónde están los demás? —preguntó.
Intercambiamos una mirada.
—Tú —dijo la mujer, señalándome. Retrocedí—. Te cubres la cara, pero
yo lo sé. Oh, lo sé. —Luego se dio la vuelta y gritó—: ¡Onyesonwuuuuuuu!
Retrocedí y me agaché, lista para luchar. Mwita me agarró y tiró para que
estuviera cerca de él. Luyu corrió para situarse delante de mí y sacó un
cuchillo. Llegaron corriendo de todas partes. Rostros oscuros. Almas heridas.
Vestidos con rapas harapientas y pantalones desgarrados. Mientras se reunían,
nos alcanzó también el olor a sangre, orina, pus y sudor.
—¡Está aquí, o!
—¿La chica que acabará con las matanzas?

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—La mujer susurró la verdad —prosiguió la anciana—. ¡Venid a verla,
venid a verla! ¡¡¡Oooooooonyesonwuuuuuuuu!!! ¡Ewu, ewu, ewu!
Estábamos rodeadas.
—Quítatelo —dijo la anciana, plantada delante de mí—. Déjanos verte la
cara.
Miré a Mwita. Su rostro no me reveló nada. Me picaban las manos. Me
quité el velo y un grito ahogado recorrió la multitud.
—¡Ewu, ewu, ewu! —entonaron. A mi derecha, un grupo de hombres se
tambaleó hacia delante.
—¡Ah, ah! —gritó la anciana, conteniéndolos—. ¡No estamos acabados!
¡El general seguro que estará asustado! ¡Ja! ¡Ya ha llegado la competencia!
—Ese de ahí —dijo una mujer. Se acercó y señaló a Mwita. Tenía un lado
de la cara hinchado y estaba muy embarazada—. Ese es su marido. ¿No es lo
que dijo la mujer? Que Onyesonwu vendría y veríamos el amor más
verdadero. ¿Qué puede ser más auténtico que dos ewus que pueden amarse?
¿Que son capaces de amar?
—Cierra la boca, concubina nuru, que estás a punto de explotar con
podredumbre humana —espetó de repente un hombre—. ¡Tendríamos que
colgarte y arrancarte el mal que crece en ti!
La gente se calló. Varias personas gritaron conformes y la multitud se
agitó de acá para allá.
Aparté a Mwita y a Luyu a un lado y me acerqué hacia la voz. Todos los
que estaban delante de mí dieron un salto hacia atrás, incluida la anciana.
—¡El que acaba de hablar! —grité—. Ven aquí. ¡Muéstrate!
Silencio. Pero lo empujaron hacia delante. Un hombre de unos treinta
años, puede que más viejo, o más joven. No sabría decirlo, porque tenía la
mitad de la cara destrozada. Me examinó de arriba abajo.
—Eres la maldición de una mujer okeke. Ojalá Ani ayude a tu madre
quitándote la vida.
Todo mi cuerpo se tensó. Mwita me cogió la mano.
—Contrólate —me dijo al oído.
Me tragué el instinto de arrancar lo que quedaba de la cabeza del hombre.
Me tembló la voz al hablar.
—¿Cuál es tu historia?
—Vengo de allá —dijo, señalando al oeste—. Han vuelto a empezar y
esta vez acabarán con nosotros. Cinco de ellos violaron a mi mujer. Luego me
rajaron así. En vez de rematarme, nos dejaron marchar a mi mujer y a mí.
Riéndose, nos dijeron que ya me atraparían pronto. Más tarde, descubrí que

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mi mujer llevaba a uno de esos. A uno de los tuyos. Las maté, a ella y a la
maldad que crecía en su interior. Esa cosa estaba mal hasta muerta. —Se
acercó más—. No somos nada a los ojos del general. Escuchadme todo el
mundo. —Alzó las manos bien alto y se volvió hacia la multitud—. Estamos
en el fin de nuestros días. ¡Miradnos ahora, mirad a esta prole del mal que
viene a salvarnos! Deberíamos…
Me solté de Mwita, agarré la mano del hombre con mi mano izquierda y
lo sujeté con fuerza. Él forcejeó, rechinó los dientes, maldijo. Pero ni una sola
vez intentó hacerme daño. Me concentré en lo que estaba sintiendo. Aquello
no era lo mismo que cuando resucitaba criaturas. Tomaba y tomaba y tomaba,
como hace un gusano con la carne podrida de una pierna putrefacta pero viva.
Sentí picazón, dolor y… asombro.
—Aleja… a todo… el mundo —murmuré con los dientes apretados.
—¡Atrás, atrás! ¡Moveos! —gritó Mwita, empujando a la gente.
Luyu lo imitó.
—Si apreciáis vuestra vida, ¡alejaos! —gritó.
Relajé el cuerpo y me arrodillé cuando el hombre se desplomó en el suelo.
Entonces lo solté y contuve la respiración. Cuando no ocurrió nada, exhalé.
—Mwita —dije sin fuerzas y con el brazo estirado. Me ayudó a
levantarme. La gente volvió a apiñarse para ver al hombre. Una mujer se
arrodilló a su lado y le tocó el rostro curado. Él se enderezó.
Silencio.
—¿Veis cómo sonríe Oduwu ahora? —dijo una mujer—. Nunca lo había
visto sonreír.
Hubo más susurros cuando Oduwu se levantó poco a poco. Me miró.
—Gracias —susurró. Un hombre dejó que Oduwu se apoyara en él y
empezó a alejarse.
—Ha venido —dijo otra persona—. Y el general huirá.
Todo el mundo se echó a vitorear.
Me rodearon y di lo que pude. Si hubiera intentado curar a tanta gente,
hombres, mujeres, niños, de las enfermedades, la angustia, el miedo, las
heridas… Si hubiera intentado hacer una fracción de lo que hice en ese
momento antes de lo ocurrido con el Pueblo Escarlata, habría muerto. Ayudé
a todas y cada una de las personas que acudieron a mí a lo largo de esas horas.
Sí, era una mujer distinta de aquella que volvió ciegos a los habitantes de
Papa Shee. Pero nunca me arrepentiré de su castigo por lo que le hicieron a
Binta.

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Mwita preparó medicinas a base de hierbas para la gente y comprobó las
barrigas de las mujeres embarazadas para asegurarse de que todo iba bien.
Incluso Luyu ayudó, sentándose con las personas curadas y contándoles
historias de nuestro viaje. Esa gente estaba bastante preparada para difundir la
palabra de la hechicera Onyesonwu, el sanador Mwita y la encantadora Luyu
de los Exiliados del Este.
Un hombre corrió a mi encuentro cuando nos marchábamos. Estaba
entero, pero cojeaba bastante al andar. No me pidió que lo curase. No se lo
ofrecí.
—Por allá —dijo, señalando al oeste—. Si tú eres esa mujer, han
empezado de nuevo en las aldeas de maíz. Gadi es la siguiente, por lo que
parece.

Acampamos en un trozo seco de tierra árida, no muy lejos de Gadi.


—Dicen que una mujer okeke que nunca comía, pero que parecía bien
alimentada, ha estado yendo por ahí «susurrando la noticia» —dijo Luyu
mientras nos sentábamos en la oscuridad—. Predice que una hechicera ewu
acabará con su sufrimiento. —Hacía frío, pero no queríamos llamar la
atención con un fuego de rocas—. Dicen que habla en voz baja y en un
dialecto extraño.
—¡Mi madre! —dije, pero luego callé—. De no ser por eso, nos habrían
matado. —Mi madre iba alu, se enviaba aquí y les hablaba a los okekes de mí,
para que me esperasen y se alegrasen. Aro sí que le estaba enseñando.
Permanecimos en silencio un momento, considerándolo. Oí a un búho
ulular por allí cerca.
—Estaban muy heridos —dijo Luyu—. Pero ¿podéis culparlos?
—Sí —respondió Mwita.
Coincidí con él.
—No dejaban de hablar del general —prosiguió Luyu—. Decían que era
el que está detrás de todo esto, al menos durante los diez últimos años. Lo
llaman la Escoba del Consejo porque es el encargado de limpiar los okekes.

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—Menudo éxito ha cosechado desde que fui su alumno —comentó Mwita
con amargura—. No entiendo por qué me aceptó si podía hacer cosas así.
—La gente cambia —dijo Luyu.
Mwita negó con la cabeza.
—Siempre ha odiado a los okekes.
—A lo mejor su odio no era tan grande por aquel entonces —comentó
Luyu.
—Ya era bastante grande, unos años antes, como para violar a mi madre
—dije—. La forma en la que… Nunca se cansaban. Daib les habría echado
algún juju.
—Mirad a los vah —dijo Luyu—. Son gente que acepta abiertamente los
jujus. Eyess creció en una comunidad que pensaba así, por lo que, aunque
nunca será una hechicera, no temerá la hechicería. Pero mirad ahora a Daib,
nacido y crecido en Durfa, donde lo único que ve y aprende es que los okekes
son esclavos y deben tratarse peor que los camellos.
—No —dije, sacudiendo con la cabeza—. ¿Y su madre, Bisi? También
nació y creció en Durfa. Y, aun así, ayudó a okekes a escapar.
—Cierto —convino Luyu con el ceño fruncido—. Y Sola enseñó a Daib.
—Hay gente que nace malvada —dijo Mwita.
—Pero no siempre fue así —replicó Luyu—. ¿Recordáis lo que dijo Sola?
—Todo esto me da igual —dijo Mwita, con las manos apretadas en puños
—. Lo único que importa es cómo es ahora y el hecho de que hay que
detenerlo.
Luyu y yo tuvimos que darle la razón.
Aquella noche, volví a soñar que estaba en una isla y veía a Mwita
alejarse volando. Me desperté y lo observé mientras dormía a mi lado. Le di
palmaditas en la cara hasta que se despertó. No tuve que pedirle lo que quería.
Me lo dio con gusto.
Por la mañana, cuando salí de la tienda, casi caí encima de todas las
cestas. Cestas con tomates deformados, sal granulosa, una botella de perfume,
aceites, huevos duros de lagarto y otras cosas.
—Nos han dado lo que han podido —dijo Luyu. Alguien debió de darle
un lápiz de ojos, porque se los había delineado de azul brillante y se había
pintado un lunar azul en la mejilla. También se había adornado con dos
pulseras de cuentas verdes, una en cada muñeca. Cogí la botella de aceite y lo
olí. Tenía un potente aroma a flores del desierto. Me restregué un poco por el
cuello y fui hacia la estación de recogida. La encendí.
—Espero que esto no atraiga a nadie —dije.

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—Seguramente lo hará —comentó Luyu—. Pero todos los de por aquí, y
puede que hasta en las ciudades de los Siete Ríos, saben lo que hiciste ayer.
Una versión u otra.
Asentí y observé cómo se llenaba la bolsa de agua fría.
—¿Eso es malo?
Luyu se encogió de hombros.
—Es el menor de nuestros problemas. Además, tu madre ya puso las
cosas en marcha.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y CINCO

El reino de los Siete Ríos y sus siete grandes ciudades, Chassa, Durfa,
Suntown, Sahara, Ronsi, Wawa y Zin; nombres muy poéticos para un lugar
tan corrupto. Cada una abraza un río y los ríos se juntan en el centro para
formar un gran lago, como una araña a la que le falta una pata. El lago carece
de nombre porque nadie sabe lo que habitó en su fondo. En Jwahir, nadie
creía que una masa de agua tan grande fuera posible. Durfa, la ciudad de mi
padre, era la que más cerca se hallaba de ese lago misterioso. Según el mapa
de Luyu, sería la primera ciudad de los Siete Ríos con la que nos cruzaríamos.
Las fronteras del reino no estaban bloqueadas por paredes ni juju, ni
estaban definidas. Sabías que te hallabas en él cuando ya estabas dentro.
Enseguida te percatabas de los escrutinios, los ojos. No por soldados ni nada
parecido, sino por los nurus. Unos oficiales patrullaban la zona, pero la gente
vigilaba.
Hubo una vez pequeñas aldeas okekes entre las ciudades y a lo largo de
los ríos. Cuando llegamos, esas aldeas estaban casi vacías. A los pocos okekes
que seguían allí los estaban expulsando. En la zona oeste de los Siete Ríos,
todas esas aldeas habían sido conquistadas. El éxodo lento se daba en la zona
oriental, justo al este de Chassa y Durfa, las dos ciudades más ricas y
prestigiosas. Resulta irónico que esas ciudades fueran las que más necesitaban
mano de obra okeke. Sin los okekes, los trabajadores nurus de las ciudades
más pobres, como Zin y Ronsi, harían el trabajo.
Oímos lo que estaba ocurriendo antes de verlo, porque tuvimos que subir
una colina. Gadi, la ciudad natal de Aro, estaba siendo destruida. Echamos un
vistazo por encima de la hierba seca y vimos cosas horribles. A nuestra
derecha, una mujer peleaba con los dos hombres nurus que le propinaban
patadas y le desgarraban la ropa. Lo mismo ocurría a la izquierda. Hubo un
fuerte estallido y un okeke que corría cayó. Un nuru y un okeke rodaban por
el suelo, luchando. Allí los nurus controlaban las cosas. Estaba claro.

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Nos miramos, con los ojos abiertos de par en par, la nariz dilatada, la boca
abierta.
Soltamos todo lo que llevábamos y corrimos hacia el caos. Sí, incluso
Luyu. Hay vacíos en mi memoria de lo que pasó luego. Recuerdo a Mwita
corriendo y a un nuru apuntándole a la espalda con una pistola. Me lancé
hacia el hombre. Soltó el arma. Intentó agarrarme. Le di una patada y me
deslicé en la vasta selva como si fuese agua. Vi que él asestaba golpes a
donde había estado mi cuerpo. Mwita salió huyendo. Salté detrás de él, aún en
la vasta selva. A ese hombre, que podría haber matado a Mwita, no lo maté.
Mwita y yo habíamos hablado sobre que nunca sucumbiríamos por
completo a lo que creían tanto nurus como okekes: que los ewus, por
naturaleza, eran propensos a la violencia. En esa ocasión fuimos en contra de
nuestros principios. Nos convertimos exactamente en lo que la gente creía que
éramos. Pero nuestros motivos para usar la violencia no se basaban en el
hecho de ser ewu. Y Luyu compartía ese mismo propósito. Ella era una mujer
okeke pura de la sangre más dócil, según el Gran Libro.
Recuerdo que le di mi ropa a Mwita y luego cambié y me transformé en
cosas, me crecieron garras y dientes de tigre. Recuerdo zigzaguear entre el
mundo físico y la vasta selva como si fueran tierra y agua. Aparté hombres de
mujeres, con los penes aún erectos y resbaladizos por la sangre y la humedad.
Luché contra hombres que llevaban cuchillos y pistolas. Había muchos
soldados nurus y pocos okekes, pero luché contra todos y ayudé a quienes
estaban desarmados. Recibí balas, las expulsé y seguí adelante. Cerré mis
propias puñaladas y mordiscos. Olí sangre, sudor, semen, saliva, lágrimas,
orina, heces, arena y humo con la nariz de varias bestias. Eso es lo poco que
recuerdo.
No detuvimos lo que estaba ocurriendo allí, pero permitimos que varios
okekes escapasen. Y extraje del suelo y curé a todas las personas nurus que
pude someter. Esos hombres se encogían en las esquinas, horrorizados por lo
que habían estado haciendo solo un momento antes. Al cabo de unos minutos,
empezaban a ayudar a los heridos, nurus y okekes. Apagaban los incendios.
Luego intentarían detener a los otros nurus que mataban alegremente a los
okekes. Y esos nurus curados acabarían muertos a manos de su propia gente
sedienta de sangre.
Cuando regresé a mí misma, estaba empujando a Luyu dentro de una
cabaña. Su techo de paja ardía. Unos segundos después, Mwita se arrojó
dentro con nosotras. Me dio mi ropa y me apresuré a vestirme. Tanto él como

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Luyu llevaban pistolas. No muy lejos, aquello proseguía: los gritos, la lucha,
la matanza. Nos miramos, respirando con dificultad.
—No podemos detenerlo —dijo Mwita al fin.
—Tenemos que detenerlo —dijo Luyu a la vez.
Cerré los ojos y suspiré.
Cerca, un hombre gritó y luego otro lo imitó. Sobre nosotras, el fuego del
tejado se extendía.
—En cuanto encontremos a Daib, creo que sabremos qué hacer —dije.
A partir de entonces, nos escondimos. Fue difícil hacerlo. Los nurus
habían reprimido la endeble rebelión y ahora se dedicaban simplemente a
torturar gente. Los alaridos mezclados con las risas y los gruñidos de los
torturadores me revolvieron el estómago. Pero, de algún modo, lo dejamos
todo atrás y nos encontramos ante una vista espectacular.
Justo detrás del último conjunto de cabañas había unos tallos altos y
verdes de maíz. Cientos y cientos, un campo entero lleno de tallos. No era, ni
de cerca, tan sobrecogedor como el lugar que mi madre me había enseñado,
pero seguía siendo impresionante para mis ojos criados en el desierto. Mi
madre plantaba maíz cuando estábamos en el desierto y había huertos de esa
planta en Jwahir, pero nunca tan abundantes. Una brisa envió un susurro por
las plantas. Fue un sonido precioso. Sonaba a paz, crecimiento, abundancia y
a una pizca de esperanza. Cada planta estaba cargada con mazorcas, listas
para cosechar. Qué momento más oportuno para que los nurus se
entrometieran. Todo planeado por el general Daib, sin duda.
Habíamos dejado todo nuestro equipaje atrás. Por suerte, Luyu guardaba
su portátil en el bolsillo. Usamos el mapa para abrirnos paso por el maizal.
Durfa estaba al otro lado. Nos movimos con rapidez y solo nos detuvimos en
una ocasión para arrancar y comer un poco de maíz. Después de andar
durante media hora, oímos voces. Nos echamos al suelo.
—Iré a ver —dije, quitándome la ropa.
Mwita me agarró del brazo.
—Ve con cuidado. Será difícil localizarnos en el maizal.
—Pon mi rapa sobre los tallos —le indiqué. Me apresuré a transformarme
en buitre y alcé el vuelo. El maizal era enorme, pero fue fácil ubicar el origen
de las voces. A menos de un kilómetro de distancia, en medio del maizal,
había una cabaña.
Aterricé con toda la discreción que pude en el borde de su tejado de paja.
Conté ocho hombres okekes vestidos con andrajos. Dos llevaban unas pistolas
negras largas y aceitosas en la espalda.

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—Deberíamos ir de todas formas —decía uno.
—Esas no son nuestras órdenes —insistió otro con cara de frustración.
Eché a volar y me elevé bien alto para ver la disposición del campo. El
maizal estaba flanqueado por las ciudades de Durfa al oeste, por Gadi al este
y por el lago sin nombre al sur. Me cercioré de ver lo que quería ver antes de
volar más alto. No había más colinas. A partir de ahí, el terreno era llano.
Con la rapa en lo alto de los tallos de maíz, resultó fácil localizar a Luyu
y a Mwita.
—Rebeldes —les dije mientras volvía a vestirme—. No muy lejos. A lo
mejor pueden decirnos dónde está Daib.
Mwita observó a Luyu. Luego me lanzó a mí una mirada cargada de
preocupación.
—¿Qué? —preguntó mi amiga.
—Deberíamos intentar llegar solos —me dijo Mwita sin prestar atención a
la pregunta de Luyu—. Confío en los rebeldes tanto como en los nurus.
—Oh. —Me acordé de la experiencia de Mwita con los rebeldes okekes
—. Cierto. No… no estaba pensando.
—¿Y yo? —intervino Luyu—. Podría…
—No —dijo Mwita—. Demasiado peligroso. Nosotros podemos hacer
cosas, pero tú…
—Tengo una pistola.
—Ellos tienen dos —dije—. Y saben cómo usarlas.
Nos quedamos allí, pensando.
—No quiero matar a nadie más a menos que sea necesario —suspiró
Mwita. Se restregó su rostro sudoroso y, de repente, tiró la pistola al maizal
—. Odio matar. Prefiero morir a seguir haciéndolo.
—Pero esto va más allá de ti y de cualquiera de nosotras —dijo Luyu,
consternada. Fue a recuperar el arma.
—Déjala —dijo Mwita con firmeza.
Luyu se quedó quieta. Y luego tiró también su pistola.
—A ver qué os parece esto —dije—. Mwita, nos hacemos ignorables. Así
Luyu puede acercarse a ellos y, si intentan algo, tenemos el factor sorpresa.
Diles… diles que traes buenas noticias de la llegada de Onyesonwu, o algo
así. Si son rebeldes, entonces aún tendrán algo de esperanza.
Nos acercamos lentamente a la cabaña, Mwita a la izquierda de Luyu y yo
a su derecha. Recuerdo que miré el semblante de Luyu. Tenía la mandíbula
tensa, su piel oscura brillaba por el sudor y en sus mejillas había gotitas de

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sangre. Su afro estaba torcido. Parecía muy distinta a la chica que había sido
en Jwahir. Pero había algo en ella que seguía igual: su audacia.
Algunos rebeldes estaban sentados en el suelo y tres jugaban al warri.
Otros permanecían de pie o apoyados en la cabaña. Todos habían usado una
pasta roja para pintarse unas rayas rojas en la cara. Ninguno parecía tener más
de treinta años. Cuando vieron a Luyu, los dos con pistolas la apuntaron de
inmediato. Ella ni se inmutó.
—Eh, ¿quién es esa? —preguntó un soldado en voz baja, tras levantarse
de la partida de warri. Sacó un cuchillo con pinta de estar romo del bolsillo—.
¡Guardias, ta! ¡No disparéis! —dijo, con una mano alzada. Miró detrás de
Luyu—. Comprobad los alrededores de la cabaña. —Todos los hombres,
excepto uno de los soldados armados, corrieron hacia el maizal. El soldado
siguió apuntando a Luyu. El cabecilla la examinó de arriba abajo—. ¿Cuántas
personas van contigo?
—Os traigo buenas nuevas.
—Eso ya lo veremos.
—Me llamo Luyu —dijo, sosteniéndole la mirada al hombre—. Soy de
Jwahir. ¿Has oído hablar de la hechicera Onyesonwu?
—Sí —respondió el cabecilla con un gesto de la cabeza.
—Está conmigo. Al igual que su compañero, Mwita. Acabamos de salir
de aquella aldea de allá. —Señaló a su espalda. Cuando se movió, el hombre
con la pistola se sobresaltó.
—¿La hemos perdido? —preguntó el cabecilla.
—Sí.
—¿Y dónde está ella? ¿Dónde está él?
Algunos de los hombres habían regresado e informaron de que estaba
despejado.
—¿Nos haréis daño? —preguntó Luyu.
El hombre miró a Luyu a los ojos.
—No. —Su control de sí mismo se quebró y derramó una lágrima—.
Nunca os haríamos daño. —Alzó una mano y, en voz baja, dijo—: Bájala.
El soldado bajó el arma. Mwita y yo nos revelamos. Cuatro de los
hombres gritaron y echaron a correr, uno se desmayó y tres cayeron de
rodillas.
—Estamos a vuestro servicio —dijo el cabecilla.

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Solo tres de los hombres nos hablaban: el líder del grupo, que se llamaba
Anai, y dos soldados, Bunk y Tamer. Los demás guardaron las distancias.
—Hace diez días empezaron de nuevo, y esta vez están reuniendo
ejércitos enteros en Durfa —nos explicó Anai. Se dio la vuelta y escupió—.
Otro empujón. Puede que sea el último. Envié por fin a mi esposa, mis hijos y
mi suegra al este.
Yo había encendido un fuego normal y estábamos tostando mazorcas de
maíz.
—Pero ¿no has visto pasar ejércitos de verdad? —preguntó Luyu.
Anai negó con la cabeza.
—Nos dijeron que esperásemos aquí. Llevamos dos días sin oír nada de
nadie.
—No creo que tengáis noticias —dijo Mwita.
Anai asintió.
—¿Cómo escapasteis?
—Suerte —respondió Luyu. Anai no insistió.
—¿Cómo habéis llegado tan lejos sin camellos? —preguntó Bunk.
—Teníamos camellos, pero eran salvajes y tenían sus propios planes —
contesté.
—¿Eh? —exclamó él.
Anai y Tamer se rieron entre dientes.
—Qué raro —dijo Anai—. Sois gente rara.
—Creo que llevamos cinco meses viajando —dijo Mwita.
—Te aplaudo —le felicitó Anai con una palmada en el hombro—. Vienes
de tan lejos para llevar a dos mujeres hacia esto.
Luyu y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco, pero no dijimos
nada.
—Parecéis estar sanos —dijo Bunk—. Estáis bendecidos.
—Lo estamos —corroboró Mwita—. Lo estamos.
—¿Qué sabéis del general? —pregunté.
Algunos de los hombres que había cerca escuchando nuestra conversación
me miraron temerosos.
—Llombre malvado —dijo Bunk—. Ya es casi de noche. No hables de él.

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—Solo es un hombre —replicó Tamer con cara de fastidio—. ¿Qué
quieres saber?
—¿Dónde podemos encontrarlo?
—¡Eh! ¿Estás loca? —dijo Bunk, horrorizado.
—¿Por qué quieres saberlo? —preguntó Anai, frunciendo el ceño e
inclinándose hacia delante.
—No preguntes lo que no quieres saber en realidad —dijo Mwita.
—Decidnos dónde podemos encontrarlo, por favor —les pedí.
—Nadie sabe dónde vive el general o si tiene siquiera una casa en este
mundo —dijo Anai—. Pero hay un edificio que usa para trabajar. Nunca está
vigilado. No necesita protección. —Guardó silencio para darle interés al
asunto—. Es un edificio sencillo. Id al Espacio de Conversación, una
explanada en el centro de Durfa, y lo veréis en el lado norte. La puerta
principal es azul. —Se levantó—. Mañana iremos a Gadi, con órdenes o sin
ellas. Quedaos con nosotros esta noche. Os protegeremos. Durfa está cerca,
justo al otro lado del maíz.
—¿Podemos entrar allí sin más? —preguntó Luyu—. ¿O nos atacarán?
—Vosotros dos no podréis —dijo Anai, señalándonos a Mwita y a mí—.
Verán vuestros rostros ewus y os matarán en cuestión de segundos. A menos
que os volváis… invisibles de nuevo. —Se giró hacia Luyu—. A ti podemos
darte mañana todo lo que necesites para moverte por Durfa con pocos
problemas.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y SEIS

Insistieron en dejarnos la cabaña para pasar la noche. Incluso los soldados que
se negaban a hablar con nosotras accedieron a dormir al aire libre. Con
guardias, nos sentimos lo bastante a salvo para, de hecho, dormir. Bueno:
Luyu durmió. Se puso a roncar pocos segundos después de acurrucarse en el
suelo. Mwita y yo no dormimos por dos razones. La primera ocurrió poco
después de que me tumbara. Estaba pensando en Daib. «Lo único que hace
falta es matarlo. Cortar la cabeza de la serpiente».
Justo cuando Mwita se estiró a mi lado y me rodeó la cintura, empecé a
elevarme. Traspasé su brazo con mi cuerpo insustancial.
—¿Eh? —exclamó él, estupefacto—. ¡Oh, no, no lo hagas!
Se estiró y me envolvió la cintura con un brazo para empujarme hacia
abajo. Volví a elevarme, con la mente centrada en Daib. Y él, con un fuerte
gruñido, volvió a arrastrarme al suelo, de vuelta a mi cuerpo. Salí de mi
enojado trance.
—¿Cómo…? —exhalé. Daib me habría matado. Y todo habría terminado
como si nada—. No eres un hechicero. ¿Cómo puedes…?
—¡Qué diantres te pasa! —exclamó él, esforzándose por mantener su voz
en un susurro—. ¡Recuerda lo que dijo Sola!
—No pretendía hacerlo.
Nos quedamos mirándonos, los dos horrorizados sin saber bien por qué.
—¿Qué clase de pareja somos? —masculló Mwita, y se puso bocarriba.
—No sé. —Me enderecé—. Pero ¿cómo lo has hecho? No eres…
—Ni lo sé ni me importa —respondió, molesto—. Deja de recordarme lo
que no soy.
Chasqueé la lengua con fuerza y me alejé de él. Fuera, oí que uno de los
soldados susurraba y otro se reía.
—Lo… lo siento —dije, y guardé silencio un momento—. Gracias. Me
has salvado de nuevo.
Lo oí suspirar. Me giró para que estuviera de cara a él.

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—Para eso estoy aquí. Para salvarte.
Le agarré el rostro y me lo acerqué al mío. Era como un hambre que
ninguno de los dos podía saciar. Para cuando amaneció, tenía los pezones en
carne viva por los labios de Mwita; él tenía arañazos en la espalda y marcas
de mordiscos en el cuello. Nuestro dolor era dulce. Y nos dio energía, en vez
de cansarnos. Mwita me abrazó y me miró a los ojos.
—Ojalá tuviéramos más tiempo. No he terminado contigo —dijo con una
sonrisa.
—Yo tampoco he terminado contigo. —Le devolví la sonrisa.
—Una casa bonita. En el desierto, lejos de todo. Dos pisos, muchas
ventanas. Sin electricidad. Cuatro hijos. Tres niños, una niña.
—¿Solo una niña?
—Dará más problemas que los tres niños juntos, créeme —dijo él.
Oímos unos pasos fuera de la cabaña. Se asomó una cara. Me ceñí más la
rapa.
—Solo he venido a ver cómo estabais —dijo el soldado. Mwita se
envolvió la cintura con su rapa y salió a hablar con él. Me quedé allí tumbada
mirando el techo negro chamuscado que, en la luz previa al amanecer, parecía
un abismo.
Mwita volvió a entrar.
—Tienen que hacerle una cosa a Luyu antes de irnos —dijo.
—¿El qué? —preguntó Luyu aturdida, recién despierta.
—Nada grave —respondió Mwita—. Vestíos.

Mwita estaba de pie detrás de Anai, que se había arrodillado delante del fuego
y sujetaba un atizador de metal entre las llamas. Los otros se dedicaban a
empacar las cosas. Le agarré la mano a Luyu y se la apreté. Una suave brisa
hacía que los tallos de maíz se inclinasen hacia el oeste.
—¿Qué es eso? —preguntó Luyu.
—Ven y siéntate —dijo Mwita.

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Luyu me arrastró con ella. Mwita nos dio a las dos un pequeño plato con
pan, maíz tostado y algo que no había comido desde que dejamos Jwahir:
pollo asado. Estaba soso, pero delicioso. Cuando terminamos de comer, dos
de los soldados que no hablaban con nosotras se llevaron los platos.
—Aquí los okekes son esclavos, eso ya lo sabéis —dijo Anai—. Tenemos
libertad, pero debemos responder ante cualquier nuru. La mayoría nos
pasamos el día trabajando para los nurus y parte de la noche trabajando para
nosotros mismos. —Se rio—. Aunque es evidente que tenemos un aspecto
distinto a los nurus, creen que es importante marcarnos.
Alzó el fino atizador al rojo vivo.
—¡Ah, no! —exclamó Luyu.
—¡Qué! —dije—. ¿En serio esto es necesario?
—Así es —respondió Mwita con tranquilidad.
—Cuanto antes lo hagas, menos tiempo tendrás para pensarlo —le dijo
Anai a Luyu.
Bunk alzó un diminuto aro de metal con una cadena de cuentas negras y
azules.
—Antes era mío —dijo.
Luyu echó un vistazo al atizador y respiró hondo.
—¡Vale, hazlo! ¡Hazlo!
Me apretó tanto la mano que me hizo daño.
—Relájate —susurré.
—No puedo. ¡No puedo! —Pero se quedó quieta. Anai se movió con
rapidez y le clavó el atizador afilado en el cartílago superior de su oreja
derecha. Luyu soltó un chillido agudo, pero nada más. Casi me eché a reír.
Fue la misma reacción que había tenido durante la ablación en su Rito del
Undécimo.
Anai le insertó el pendiente. Mwita le dio una hoja para que se la comiera.
—Mastícala —le indicó. La observamos masticar, con la cara retorcida de
dolor—. ¿Estás bien?
—Creo que voy a…
Se giró a un lado y vomitó.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y SIETE

Nuestras despedidas fueron rápidas.


—Hemos cambiado de plan —dijo Anai—. Rodearemos Gadi. Allí ya no
nos queda nada. Y luego esperaremos.
—¿A qué? —preguntó Mwita.
—A recibir noticias vuestras.
Y, con eso, nos separamos. Ellos se marcharon hacia el este y nosotros,
hacia el oeste, hacia la ciudad de mi padre: Durfa. Echamos a andar entre las
filas de exuberante maíz verde.
—¿Qué te parece? —preguntó Luyu, con la cabeza inclinada hacia mí
para enseñarme el pendiente.
—Pues la verdad es que te queda bien.
Mwita chasqueó la lengua, pero no dijo nada; caminaba a unos pasos por
delante de nosotras. No llevábamos nada, excepto la ropa sobre nuestros
cuerpos y el portátil de Luyu. Sentaba bien, era casi liberador. El polvo había
ensuciado nuestra ropa. Anai dijo que los okekes iban por ahí con prendas
andrajosas y sucias, así que aquello ayudaría a que Luyu pasase
desapercibida.
Cuando el maizal terminó, apareció una carretera negra asfaltada y
abarrotada de gente, camellos y motos. Muchas motos. Según los rebeldes, en
las ciudades de los Siete Ríos las llamaban «oleadas». Algunas de las oleadas
llevaban mujeres como pasajeras, pero no vi ninguna con una mujer
conductora; en Jwahir ocurría lo mismo. Al otro lado de la carretera,
empezaba Durfa. Los edificios eran robustos y viejos como la Casa de
Osugbo, pero ni por asomo tan vivos.
—¿Y si alguien me pide que trabaje para él? —preguntó Luyu. Seguíamos
escondidas en el maíz.
—Dices que lo harás y sigues andando —le indiqué—. Si insiste, entonces
no tendrás elección hasta que puedas escaquearte.
Luyu asintió. Respiró hondo, cerró los ojos y se acuclilló.

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—¿Estás bien? —pregunté, colocándome a su lado.
—Asustada —dijo con el ceño muy fruncido.
Le toqué el hombro.
—Estaremos justo a tu lado. Si alguien intenta hacerte daño, se
arrepentirá. Ya sabes de lo que soy capaz.
—No puedes enfrentarte a toda una ciudad.
—Ya lo he hecho antes.
—No hablo nuru muy bien.
—Bueno, se pensarán que eres una ignorante, de todas formas. Te irá
bien.
Nos levantamos a la vez. Mwita le dio un beso a Luyu en la mejilla.
—Acuérdate de que solo puedo hacerlo durante una hora —me dijo
Mwita.
—Vale —respondí. Yo podía hacerme ignorable durante casi tres horas.
—Luyu: cuando pasen cuarenta y cinco minutos, busca un sitio donde
podamos escondernos.
—Vale. ¿Listos?
Mwita y yo nos tapamos la cabeza con los velos y nos preparamos.
Observé cómo Mwita se hacía difícil de ver. Mirar a alguien que se ha vuelto
ignorable hace que te duelan los ojos por la sequedad, hasta el punto de que
ves borroso. Tienes que apartar la vista y no quieres volver a mirar. Mwita y
yo no podríamos vernos.
Entramos en la carretera y fue como si nos succionaran dentro de la panza
de una bestia. Durfa era una ciudad que iba a gran velocidad. Comprendí por
qué era el centro de la cultura y la sociedad nurus. La gente de Durfa era
trabajadora y animada. Claro está, gran parte de eso se debía a los okekes que
llegaban todas las mañanas de sus aldeas; personas okekes que desempeñaban
todo el trabajo que los nurus no querían y creían que no debían hacer.
Pero las cosas estaban cambiando. Había en marcha una revolución. Los
nurus estaban aprendiendo a sobrevivir por su cuenta… después de que los
okekes los hubieran puesto en un lugar bastante cómodo como para hacerlo.
Toda la fealdad residía en las afueras del reino de los Siete Ríos y la gente de
Durfa era bastante indiferente a ella. Aunque a escasos kilómetros de allí se
estaba cometiendo un genocidio, esas personas eran ajenas a eso. Lo único
que veían era que el número de okekes había descendido considerablemente.
Empezó antes de que Luyu alcanzara siquiera el primer edificio de la
ciudad. Iba por la carretera cuando un nuru gordo y calvo le propinó un
manotazo en la espalda.

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—Ve a mi casa —dijo, señalando a su espalda—. Es en esa calle, donde
hay un hombre de pie. ¡Ve y cocina el desayuno para mi mujer y mis hijos!
Durante un momento, Luyu se lo quedó mirando. Contuve la respiración
con la esperanza de que, en vez de seguir sus órdenes, no abofetease al
hombre.
—Sí… señor —dijo al fin de forma sumisa.
Él agitó su mano rechoncha con impaciencia.
—¡Pues ve para allá, mujer!
Se dio la vuelta y se alejó. Estaba tan convencido de que ella acataría sus
órdenes que no vio cómo Luyu seguía su camino. Aceleró el paso.
—Lo mejor será que haga como si tuviera que ir a alguna parte —dijo en
voz alta.
—Ayúdame con esto —dijo una mujer. Agarró a Luyu con brusquedad
por el brazo y, esta vez, mi amiga tuvo que ayudarla a cargar sus telas hasta
un mercado cercano. Era una mujer nuru alta y larguirucha con un cabello
negro que le caía por la espalda. Llevaba una rapa y la parte superior a
conjunto como las de Luyu, aunque su ropa era del amarillo chillón propio de
una prenda que solo se ha usado una vez. Luyu cargó con los pesados rollos
de tela en la espalda. Eso, al menos, nos ayudó a entrar sin ningún percance y
con discreción en Durfa.
—Qué día más bonito, ¿eh? —preguntó la mujer mientras avanzaban.
Luyu gruñó un asentimiento vago. Después de eso, fue como si Luyu no
estuviera allí. La mujer saludó a varias personas por el camino, todas bien
vestidas, pero ninguna se fijó en la presencia de mi amiga. Cuando la mujer
no estaba charlando con otra gente, hablaba por un aparato negro y cuadrado
que se acercaba a la boca. Aquel cacharro producía mucha estática cuando
ella o la otra persona hablaban.
Descubrí que la hija de la vecina de esa mujer era la víctima de una
muerte de honor para tranquilizar a la familia de un hombre a quien el
hermano mayor de la chica había robado.
—¿En qué nos ha convertido el general? —preguntó la mujer, negando
con la cabeza—. Ese hombre va demasiado lejos.
También averigüé que el precio de la gasolina para las motos okadas,
hecha a partir de maíz, estaba bajando, mientras que el combustible de caña
de azúcar subía. ¿Te lo puedes creer? Y que la mujer tenía una rodilla mala,
adoraba a su nieta y era una segunda esposa. Esa mujer hablaba por los codos.
Mwita y yo nos vimos obligados a abrirnos paso zigzagueando para
mantenernos cerca de Luyu. Pero no podíamos pegarnos demasiado a ella

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para no chocarnos con demasiada gente, algo que le habría causado
problemas a Luyu. Era difícil, pero lo que estaba haciendo ella lo era mucho
más.
La mujer se detuvo ante un vendedor y le compró a Luyu un anillo hecho
de arena derretida.
—Eres una chica guapa. Te quedará bien —dijo antes de volver a
chismorrear por su aparato. Luyu aceptó el anillo, murmuró un «gracias» en
nuru y se lo puso. Lo alzó y lo giró bajo la luz del sol.
Veinte minutos más tarde llegamos al fin al enorme puesto de la mujer en
el mercado.
—Ponlas ahí —indicó. Luyu lo hizo y la mujer agitó la mano—. Vete.
Y, así sin más, Luyu quedó libre. En cuestión de minutos, le pidieron que
cargara con un fardo de fibra de palma, que barriera la caseta de una persona,
que se probara un vestido y que amontonara heces de camello. Mwita y yo
tomábamos descansos cuando podíamos, escondiéndonos debajo de mesas o
entre los puestos del mercado para reaparecer durante unos minutos antes de
volvernos ignorables de nuevo.
Cuando a Luyu le pidieron que vertiera gasolina de oleada en unos
recipientes, se desmayó por los vapores y el cansancio. Mwita tuvo que darle
una bofetada para que se despertase. La parte buena fue que aquel trabajo
tuvo que hacerlo sola en una tienda, por lo que Mwita y yo pudimos ayudar y
descansar.
A esas alturas, el sol estaba en medio del cielo. Llevábamos en Durfa tres
horas. Luyu tuvo su oportunidad cuando terminó de echar el combustible de
oleada. Tan rápido como pudo, entró corriendo en un callejón entre dos
edificios grandes. Había ropa tendida y oí a un bebé llorar por una de las
ventanas. Eran edificios residenciales.
—Bendita sea Ani —murmuró Luyu.
Mwita y yo reaparecimos.
—Ah, estoy agotado —dijo Mwita, con las manos apoyadas en las
rodillas.
Me masajeé las sienes y luego un lado de la cabeza. El dolor de cabeza
había regresado. Estábamos sudando.
—Luyu, te admiro —dije, y le di un abrazo.
—Odio este sitio —respondió casi llorando contra mi hombro.
—Ya.
Yo también lo odiaba. Solo con ver a los okekes arrastrando los pies. Solo
con ver a Luyu tener que hacer lo mismo. Algo malo le ocurría… a toda esa

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gente. Los okekes no parecían demasiado molestos mientras trabajaban. Y los
nurus no eran claramente crueles con ellos. No vi a nadie a quien hubieran
molido a golpes. Aquella mujer había dicho que Luyu era guapa y le había
comprado un anillo. Era desconcertante y raro.
—Onyesonwu, vuela a ver si puedes ver el Espacio de Conversación —
dijo Mwita.
—¿Cómo os encontraré?
—Puedes resucitar a gente —dijo Luyu—. Piensa en algo.
—Ve —apremió Mwita—. Rápido.
—A lo mejor no estamos aquí cuando vuelvas.
Me quité la ropa. Luyu la enrolló y la puso contra la pared del callejón.
Mwita me abrazó con fuerza y yo le besé la nariz. Luego me transformé en
buitre y alcé el vuelo.

La corriente de aire cálido del mediodía me tentaba para que volase más alto,
pero me mantuve por lo bajo, cerca de los edificios y las copas de las
palmeras. Como buitre, podía de hecho sentir a mi padre. Sí que estaba en
Durfa. Me elevé un momento, con los ojos cerrados. Los abrí y miré hacia
donde sentía su presencia. Allí estaba el Espacio de Conversación. Mis ojos
se vieron atraídos hacia un edificio justo al norte. Sabía que tendría una puerta
azul.
Di unas vueltas para memorizar el camino. Un pájaro sabe dónde está en
todo momento. Solté una carcajada que fue un graznido. «¿Por qué creía que
no podría encontrar a Mwita y a Luyu?», pensé. Mientras volaba de vuelta a
la callejuela, un destello dorado atrajo mi atención. Giré y volé hacia el este, a
una calle más ancha, donde se celebraba un desfile. Aterricé en lo alto de un
edificio y me encorvé como un buitre.
Miré para abajo y no vi solo un destello dorado, sino los cientos de
láminas redondas y doradas cosidas en uniformes militares de un marrón
amarillento. Cada hombre cargaba con una mochila grande de un color
similar. Estaban listos para cualquier cosa. La gente animaba mientras los

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soldados marchaban. Se estaban congregando en un lugar que no podía ver.
«Hemos llegado tarde», pensé al recordar la advertencia de Sola. Esos
ejércitos no podían salir antes de que cumpliera con mi cometido, fuera el que
fuese.
Volé sobre los soldados, lo bastante bajo para que se fijaran en mí.
Necesitaba seguir sus filas. Distinguí sus caras: hombres jóvenes llenos de
determinación, con una piel dorada muy distinta al marrón oscuro de mi
madre. Desfilaban hacia el interior de un edificio enorme hecho de metal y
ladrillo. No capté el nombre que había en un cartel del edificio. Ya había visto
suficiente. Aún no iban a salir. Pronto. Puede que al cabo de unas horas, pero
todavía no.
Regresé volando al callejón. Mwita y Luyu se habían ido. Maldición.
Volví a transformarme. Sudaba a mares y me temblaban las manos mientras
me vestía. Justo después de ponerme la camisa por la cabeza, me encontré con
la mirada de un hombre nuru plantado en la entrada del callejón. Tenía los
ojos abiertos de par en par, porque acababa de verme los pechos y ahora me
veía el rostro. Me cubrí con el velo, me volví ignorable y lo rodeé. Cuando lo
miré de nuevo, seguía allí de pie observando el callejón. «Deja que crea que
ha visto a un fantasma», pensé. «Que se vuelva loco».
Busqué durante varios minutos. Sin suerte. Me quedé quieta allí, en medio
de una gran multitud de nurus y algún okeke ocasional. Cómo odiaba aquel
lugar. Solté un improperio y un hombre nuru que pasaba a mi lado frunció el
ceño y miró a su alrededor. «¿Cómo voy a encontrarlos?», me pregunté
desesperada. Me costaba concentrarme por el pánico que sentía. Cerré los
ojos e hice algo que nunca antes había hecho de verdad. Recé a Ani, a
Artífice, a papá, a Binta, a cualquiera que escuchase. «Por favor. No puedo
hacerlo sola. No puedo estar sola. Cuidad de Luyu. Necesito a Mwita. Binta
debería estar viva. Aro, ¿me oyes? Ojalá tuviera cinco años, mamá».
No estaba siendo lógica, solo rezaba, si es que aquello se podía considerar
rezar. Lo que sea que fuera, me tranquilizó. Mi mente me mostró la primera
lección de Aro sobre los Saberes Místicos.
—Bricoleur —dije en voz alta, mientras seguía en aquel sitio—. El que
usa todo lo que posee para hacer lo que tiene que hacer.
Repasé tres de los cuatro saberes. «El Saber Mmuo mueve y da forma a la
vasta selva. El Saber Alusi habla con los espíritus. El Saber Uwa mueve y da
forma al mundo físico, el cuerpo». Tenía que encontrar los cuerpos de Mwita
y Luyu. «Puedo encontrar a Mwita», me percaté. Llevaba una parte de él
conmigo. Sus espermatozoides. Conexión. Me quedé muy quieta y me retraje

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hacia mi interior. A través de la piel, grasa, músculo, hasta mi útero. Allí
estaban, retorciéndose. «¿Dónde está?», les pregunté. Me lo dijeron.
—¡Ewu! —gritó alguien—. ¡Mirad!
Unas cuantas personas ahogaron un grito. De repente, toda la gente del
mercado me miró y se alejó de mí. Me había centrado tanto en mi interior que
me había vuelto visible. Alguien agarró mi brazo. Lo aparté, me volví
ignorable y me abrí paso entre la imperiosa muchedumbre. Me pregunté, una
vez más, por qué esa gente que parecía tan contenta y pacífica se convertía en
un monstruo cuando su entorno nuru esterilizado se veía ligeramente
comprometido. Se desató el caos mientras me buscaban frenéticos. La noticia
se propagaría, sobre todo en un sitio así donde había muchas personas con
dispositivos de comunicación.
Nos quedábamos sin tiempo.
Eché a correr, sin mirar con los ojos, sino mediante otra cosa en mi
interior. Localicé a Luyu fuera del gran Espacio de Conversación. Se hallaba
junto a otra mujer okeke. Estaban vigilando a un grupo de niños nurus
mientras sus padres entraban en el espacio a rezar. Luyu parecía abatida.
—Estoy aquí —dije, situándome a su lado.
Ella dio un salto y miró a su alrededor.
—¿Onye? —preguntó.
La okeke que había a su lado la miró.
—Chist.
Luyu sonrió.
—¿Mwita? —llamé.
—Estoy aquí —respondió él.
—He visto a unos soldados preparándose para partir. No tenemos mucho
tiempo —susurré.
Una niña nuru de unos dos años le tiró a Luyu de la manga.
—¿Pan? —preguntó—. ¿Pan?
Luyu metió la mano en el morral que tenía a un lado y arrancó un trozo de
pan para dárselo a la niña.
—Gracias —dijo la pequeña sonriendo.
Luyu le devolvió la sonrisa.
—Tenemos que irnos. Ahora mismo —insistí, intentando mantener la voz
baja.
—¡Chist! —susurró Luyu—. Esa mujer de ahí dará la alarma si me voy
así como así. No sé qué les pasa a estos okekes.
—Son esclavos.

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—Intenta convencerla aunque sea —intervino Mwita en voz baja—. ¡Date
prisa!
Luyu se giró hacia la mujer.
—¿Conoces a la hechicera Onyesonwu?
La mujer miró a Luyu sin comprender, pero luego me sorprendió cuando
echó un vistazo a su alrededor y se acercó a mi amiga.
—Sí.
Luyu también estaba sorprendida.
—Bueno, ¿qué… qué piensas?
—Por mucho que se desee algo, no se vuelve realidad —susurró.
—Pues vuelve a desearlo —le dije.
La mujer profirió un gañido con la mirada fija en Luyu. Dio un paso atrás,
los ojos abiertos de par en par, las manos aferradas a su pecho. No gritó ni dio
la alarma mientras Luyu se alejaba. No dijo nada. Se quedó allí, con las
manos sobre el pecho.
Me volví visible y me tapé el rostro con el velo. Luyu y Mwita tenían que
poder verme. Yo era la única que sabía llegar al edificio con la puerta azul.
Corrimos durante quince minutos. Por el color claro de mis manos, a simple
vista la gente creía que yo era nuru y que Luyu era mi esclava. Y, como
íbamos corriendo, desaparecía antes de que les diera tiempo a pararse a
considerarlo. Esquivamos okadas que iban a toda velocidad y camellos
gruñones y pasamos junto a niños nurus vestidos con el uniforme del colegio,
okekes tristes trabajando y nurus ocupados. Y entonces llegamos allí, a la
puerta azul.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y OCHO

Aquel edificio me recordaba muchísimo a la Casa de Osugbo. Estaba hecho


de piedra, con símbolos tallados en sus paredes exteriores gruesas, y exudaba
una misteriosa autoridad. La puerta azul era, de hecho, un cuadro de olas
azules con los bordes blancos de una masa de agua. ¿El lago sin nombre? En
la parte delantera del edificio había un cartel de piedra y una bandera naranja
que ondeaba en la punta de un poste. Las siguientes palabras estaban grabadas
profundamente en la piedra:

CUARTEL DEL GENERAL


DAIB YAGOUB
CONSEJO DEL REINO DE LOS SIETE RÍOS

—Yo entraré primero —dijo Luyu—. Pensarán que solo soy una esclava
ignorante.
Antes de que alguno de los dos pudiera responder, Luyu subió corriendo
los escalones y abrió la puerta azul, que se cerró de un portazo a su espalda.
Mwita me agarró la mano. Él la tenía fría, y la mía seguramente también lo
estaba. Quería mirarlo, pero aún nos manteníamos ignorables. Pasaron varios
minutos. Detrás de nosotros, la gente pasaba a camello, a pie y en moto.
Nadie vino ni se acercó al edificio. Me atrevería a decir que nadie miró
siquiera en su dirección. Sí, se parecía mucho a la Casa de Osugbo.
—Si no sale dentro de un minuto, lo más seguro es que esté muerta —dijo
Mwita.
—Vendrá —musité.
Pasó otro minuto.
—¿Crees que fue Daib el que colgó a esas dos personas en la cueva? —
preguntó.

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No lo había pensado. Y no quería hacerlo ahora. Pero era propio de Daib
matar a alguien y luego asegurarse de que su cuerpo no se pudriese.
—¿Y quiénes eran las arañas? —pregunté.
—No lo sé —rio.
Yo también me reí. Apretando su mano. La puerta azul se abrió con un
fuerte golpe. Salió Luyu, sin respiración.
—Está vacío —dijo—. Si está aquí, estará en la segunda planta.
Sin mirar atrás, Mwita y yo nos volvimos visibles.
—Nos está esperando —dijo él. Entramos.
Dentro se estaba fresco, como si cerca hubiera una estación de recogida
encendida. En algún lugar zumbaba una máquina. Había escritorios con la
parte superior azul oscuro y sillas del mismo color. Espacios de oficina. Cada
escritorio tenía un ordenador viejo y polvoriento. Nunca había visto tanto
papel: amontonado en el suelo, en las basuras y también en muchos libros.
Era un lugar lleno de derroche. En el extremo más alejado de la habitación,
una escalera se enroscaba hacia arriba.
—No he subido —dijo Luyu.
—Bien hecho —respondí.
—Quédate aquí —le indicó Mwita—. Grita si viene alguien.
Luyu asintió y apoyó una mano en uno de los escritorios para
estabilizarse. En sus ojos, abiertos de par en par, brillaban las lágrimas.
—Id con cuidado —graznó.
Mwita y yo nos volvimos ignorables y subimos. Nos detuvimos en la
entrada. Aquella sala enorme era muy distinta a la de abajo. Estaba tal como
la recordaba. Las paredes eran azules. El suelo era azul. Olía a incienso y a
libros polvorientos. Y reinaba un silencio inquietante.
Él estaba sentado en su escritorio, mirándonos fijamente. Había una gran
ventana a su espalda por la que entraba la luz del sol, que proyectaba una
sombra sobre su cara y creaba reflejos en los discos pequeños que había en
una cesta sobre su escritorio. Era luz y oscuridad… Pero, sobre todo,
oscuridad. Sus grandes manos aferraban con rabia los reposabrazos de la silla.
Llevaba un caftán blanco brillante con el cuello bordado y un fino collar de
oro. Su barba negra como el granito colgaba por encima de su pecho y una
gorra blanca cubría su cabello negro y de textura parecida a la lana. Como se
nos quedó mirando sin más, Mwita y yo nos dimos por aludidos y nos
volvimos visibles.
—Mwita, mi feo aprendiz —dijo. Me miró y, de inmediato, sentí un
escalofrío de miedo al recordar el dolor que me había infligido justo antes de

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que clavase el símbolo del veneno lento y cruel en mi mano. Mi confianza
empezó a mermar. Era patética. Daib se rio, como si supiera que acababa de
perder los nervios—. Y tú deberías haber seguido desaparecida, muerta o
como fuera que estabas.
Mwita entró a zancadas en la habitación.
—Mwita, ¿qué… qué estás haciendo? —siseé.
No me hizo caso, sino que fue directo a Daib y agarró la cesta con esos
discos tan extraños.
—Tienes una mente enferma —dijo, agitando la cesta ante la cara de Daib
—. ¡En tu casa quedó todo destruido! Pero ¿te las apañaste para salvar esto?
¡Crees que no sé lo de tu colección enfermiza! Estaba limpiándote el
escritorio cuando los encontré. Antes de los disturbios, puse uno en tu portátil
y vi cómo le dabas una paliza de muerte a un hombre. ¡Te reías y… te
excitaste mientras lo hacías!
Daib se recostó y se rio entre dientes.
—Me hago viejo. A veces un hombre necesita una ayudita. Y la memoria
también me falla. Perderlas habría sido como perder una parte de mi mente.
—Ladeó la cabeza—. Así pues, ¿eso es lo que has venido a decir? ¿Por eso
me estás molestando con tus payasadas infantiles? —Le arrebató la cesta a
Mwita y metió la mano dentro. Todos los discos parecían iguales, pero él
pudo encontrar el que buscaba en cuestión de segundos. Lo alzó—. ¿Por esto?
¿El honor de tu mujer?
Se lo lanzó a Mwita. No acertó y rodó cerca de mis pies. Lo recogí. Era un
poco más grande que mi uña. Mwita me miró y luego se giró hacia Daib.
—Largaos —espetó Daib—. Tengo un plan que completar. Debo cumplir
con la profecía de Rana… «Un hechicero nuru, alto y con barba, vendrá y
forzará la reescritura del Gran Libro». Qué libro más distinto quedará una vez
extermine al resto de okekes. —Se levantó: un hombre nuru alto y con barba.
Un hechicero con habilidades de curación. Justo como había vaticinado la
profecía de Rana. Fruncí el ceño, cuestionando todo por lo que había viajado.
¿Rana el Oráculo podría estar diciendo la verdad? La persona de la profecía,
¿era hombre y no mujer? A lo mejor la «paz» equivalía a la muerte de todos
los okekes.
—Oh, que Ani nos salve —susurré.
—Pero a ti, niña, a ti también debo exterminarte —prosiguió Daib—. Me
acuerdo de tu madre. —Frunció el ceño—. Tendría que haberla matado. Dejé
que mis hombres se salieran con la suya y dejaron a gran parte de esas okekes
con vida. Soltarlas es como enviar un virus a todas las comunidades del este.

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Las mujeres deshonradas corren allí para dar a luz a sus bebés ewus. Informé
de esa parte del plan a la mismísima presidenta del consejo de los Siete Ríos.
Soy su mejor general y mi plan era brillante. Y, claro, lo escuchó. Es una
pelele debilucha —sonrió, disfrutando de sus palabras.
»Es un juju fácil de aplicar a los soldados. Se convierten en vacas que no
dejan de producir leche. ¿En cuanto a mí? Prefiero aplastar la cabeza de la
mujer okeke después de poseerla. Excepto a tu madre. —Su sonrisa flaqueó.
Su mirada se volvió distante—. La disfruté. No quería matarla. Tendría que
haberme dado un gran, gran hijo. ¿Por qué eres una niña?
—Yo… —suspiré.
—Porque está escrito —dijo Mwita.
Daib se giró despacio hacia él, viéndolo de verdad por primera vez. Sus
movimientos fueron instantáneos. Estaba de pie detrás de su escritorio y, un
segundo después, se hallaba sobre Mwita, rodeándole el cuello con sus fuertes
manos. Mil cosas intentaron ocurrir en mi cuerpo a la vez, pero ninguna de
ellas me permitió moverme. Algo me retenía. Y luego me apretaba. Resollé y,
de no ser por la cosa que me sujetaba, habría caído hacia delante.
Parpadeé. Podía verlo. Un túbulo azul se había enrollado a mi alrededor
como una serpiente. Un árbol selvático. Estaba frío, áspero y tenía una fuerza
apabullante, aunque podía ver a través de él. Cuanto más me resistía, más
fuerte apretaba. Me estaba exprimiendo el aire.
—Siempre tan irrespetuoso —dijo Daib. Enseñó los dientes mientras
estrangulaba a Mwita—. Es tu sangre sucia. Naciste mal. —Apretó más—.
¿Por qué Ani dio a un niño así unos dones como estos? Tendría que haberte
rajado el cuello, reducirte a cenizas para que Ani pudiera hacerte bien a la
segunda.
Tiró a Mwita al suelo y le escupió. Mwita tosió, farfulló e intentó
levantarse. Cayó de nuevo.
Daib se giró hacia mí. Cuando la planta espiritual me soltó, tenía la cara
empapada de lágrimas y sudor. El mundo a mi alrededor se desvaneció y
luego se iluminó. Abrí la boca todo lo que pude, inhalé y, temblando, me puse
en pie.
—Mi única descendiente y esto es lo que Ani me da —dijo,
examinándome de arriba abajo.
La vasta selva se alzó a nuestro alrededor. Más árboles selváticos nos
rodearon como espectadores boquiabiertos. Detrás de Daib vi a Mwita, con su
espíritu amarillo resplandeciendo con fuerza.

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—Te he estado observando —gruñó Daib—. Mwita morirá hoy. Tú
morirás hoy. Y yo no me detendré ahí. Buscaré tu espíritu. Intentarás
esconderte. Te encontraré. Volveré a destruirte. Y después de dirigir los
ejércitos nurus y cumplir con la profecía, encontraré a tu madre. Dará a luz a
mi hijo.
Perdí partes de mí misma con cada una de sus palabras. En cuanto mi
confianza en la profecía empezó a desmoronarse, mi valor fue detrás. Me
costaba respirar. Quería implorarle. Suplicarle. Llorar. Me arrastraría hasta
sus pies para que no hiciera daño ni a mi madre ni a Mwita. Mi viaje había
sido una pérdida de tiempo. Yo no era nada.
—¿Nada que decir? —dijo él.
Caí de rodillas.
Victorioso, Daib siguió hablando.
—No esperaba…
Mwita chilló cuando se lanzó contra Daib. Y luego gritó algo que parecía
vah. Estampó la mano en el cuello de Daib, que aulló y dio 42Q vueltas.
Fuera lo que fuese aquello, estaba funcionando. Mwita retrocedió
tambaleándose.
—¿Qué has hecho? —gritó Daib, mientras intentaba alcanzar lo que tenía
detrás y se arañaba el cuello—. ¡No puedes hacer…! —Sentí que el aire en la
sala cambiaba y la presión disminuía.
—Venga —dijo Mwita. Su mirada rodeó a Daib y se centró en mí—.
Onyesonwu, tú sabes exactamente qué es verdad y qué es mentira.
—¡Mwita! —grité, con tanta fuerza que sentí cómo la sangre inundaba mi
garganta. Eché a correr hacia ellos, apenas consciente de los profundos
moratones y laceraciones que el árbol selvático había infligido a mi cuerpo.
Antes de que pudiera alcanzarlos, Daib se lanzó sobre Mwita como un gato.
Al caer los dos al suelo, la ropa de Daib se rasgó, su cuerpo onduló y apareció
un pelaje más grueso, naranja y negro, unos dientes largos y unas garras
afiladas. Con el cuerpo de un tigre, desgarró la ropa de Mwita, rajó el pecho
de Mwita y hundió los dientes en el cuello de Mwita. Luego Daib perdió su
fuerza y cayó, resollando y temblando.
—¡APÁRTATE de él! —grité, y agarré a Daib por el pellejo. Lo aparté de
Mwita. Cuánta sangre. Tenía el cuello medio desgarrado. De su pecho
gorgoteaba sangre. Puse la mano izquierda sobre él. Tembló e intentó hablar.
—Mwita, chist, chist —dije—. Yo… haré que te pongas mejor.
—N-no, Onyesonwu —se negó. Me agarró sin fuerzas la mano. ¿Cómo
podía hablar?—. Es…

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—¡Lo sabías! ¡ESTO es lo que viste cuando intentaste superar la
iniciación! —grité entre sollozos—. ¡Oh, Ani! ¡Lo sabías!
—¿Sí? —preguntó. Con cada latido de su corazón, salía un borbotón de
sangre—. ¿O… sabiéndolo… hice que… ocurriera?
Sollocé.
—Encuéntralo —susurró—. Acaba con esto. —Se esforzó por respirar
hondo y las palabras que pronunció estaban llenas de dolor—. Yo sé… quién
eres… y tú deberías saberlo.
Cuando se quedó inerte en mis brazos, mi corazón también tendría que
haberse detenido. Me aferré a él con fuerza. Me daba igual lo que dijera. Lo
traería de vuelta.
Busqué y busqué su espíritu. Se había ido.
—¡Mamá! —grité. Me temblaba el cuerpo al sollozar. Notaba la boca
muy seca—. ¡Mamá, ayúdame!
Luyu entró y, al ver a Mwita, cayó de rodillas.
—¡Mamá! —chillé—. ¡No puede dejarme aquí!
Oí que Luyu se levantaba y bajaba corriendo las escaleras. No me
importaba. Todo había terminado.
Daib estaba allí tirado, un ser humano desnudo, babeante y tembloroso.
Aún tenía pegado en el cuello un trozo de tela con símbolos garabateados.
Ting le habría dado ese juju a Mwita. Debió usar el Saber Uwa, el del mundo
físico, el cuerpo. El saber más útil y peligroso para los eshu. Mientras
abrazaba el cuerpo de Mwita, me vino una idea. La aferré y actué de
inmediato. No consideré las consecuencias, las posibilidades, los peligros.
Mwita y yo no habíamos dormido la noche anterior. Recordé cómo se
había movido en mi interior y había eyaculado. Seguía dentro de mí. Seguía
vivo. Los sentí conmigo, nadando, retorciéndose. No estaba en mi momento
lunar, pero lo cambié. Moví mi óvulo para que se reuniese con lo que pude
encontrar de la vida de Mwita. Pero yo no los uní. Solo pude hacer que fuera
posible. Otra fuerza decidió hacer el resto. Algo que era completamente
externo e indiferente a la humanidad. En el momento de la concepción, una
onda expansiva gigante salió de mí: una onda parecida a la que se había
producido, tiempo atrás, durante el funeral de mi padre. Reventó las paredes a
mi alrededor y el techo sobre mi cabeza.
Me quedé allí con el cuerpo de Mwita, entre el polvo y los escombros, con
la esperanza de que algo cayese sobre mí y acabase con mi vida. Pero nada lo
hizo. Las cosas no tardaron en calmarse. Solo la escalera permanecía intacta.

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Pude oír gritos y chillidos en las calles y los edificios. Todas eran voces
agudas. Voces de mujeres. Me estremecí.
—¡Despierta! —gritó una mujer—. ¡Despierta!
—¡Que Ani me mate a mí también, o! —bramó otra.
Me acordé de Sanchi, la aprendiza mujer que destruyó toda una ciudad
cuando se quedó embarazada siendo estudiante. Me acordé de las reservas de
Aro sobre enseñar a niñas y mujeres. Y, entre mis brazos, estaba Mwita.
Muerto. Quería echar la cabeza hacia atrás y reírme a grito pelado. ¿Aquello
se debía al pensar en nuestro bebé en mi vientre? Tal vez. ¿Era por la
profunda conmoción que sentía ante las consecuencias de lo que acababa de
hacer? Era posible. ¿La claridad mental por haber comido y descansado muy
poco y por sufrir tanta angustia? Tal vez. Fuera lo que fuese, las nubes en mi
mente se despejaron y me mostraron el sueño sobre Mwita. La isla.
Alguien subía corriendo las escaleras.
—¡Onye! —gritó Luyu. Saltó sobre un trozo de arenisca y una estantería
que había caído encima de Daib—. Onye, ¿qué ha pasado? Oh, bendita sea
Ani, estás bien.
—Sé lo que debemos hacer —dije en un tono monocorde.
—¿El qué?
—Encontrar al Oráculo. Al que hizo la profecía sobre mí. —Parpadeé
mientras lo recordaba—. Rana, se llama Rana.
Sola había hablado de Rana justo antes de que partiéramos de Jwahir.
«Ese Oráculo, Rana, custodia un documento muy valioso. Por eso le dieron la
profecía», dijo.
Fuera, las mujeres seguían llorando y lamentándose.
—Pues… pues despídete y vámonos —dijo Luyu, con la mano sobre mi
hombro—. Se ha ido.
La miré, y luego miré a Mwita.
—Levántate —prosiguió Luyu—. Tenemos que irnos.
Besé sus preciosos labios por última vez. Observé el cuerpo desnudo y
tembloroso de Daib e hice una mueca de desprecio. No le escupí porque no
me quedaba saliva en la boca. No lo maté. Lo dejé allí. Mwita se habría
sentido orgulloso de mí.
¿Te crees que los ladrillos de arena no pueden arder? Pues pueden. Nunca
habría dejado el cuerpo de Mwita allí para que lo encontraran y lo profanaran.
Nunca. Todas las cosas pueden arder, pues deben volver a ser polvo. Hice que
el edificio del general brillara con intensidad. ¿Fue culpa mía que Daib
siguiera allí? No creo que Mwita se hubiera enfadado conmigo por quemar el

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edificio mientras daba la casualidad de que Daib estaba dentro, tirado e
impotente.
El edificio del general Daib no dejaría de arder hasta convertirse en
ceniza. Aun así, mientras estábamos delante de él, vi un gran murciélago salir
volando del resplandor con dificultad, como un trozo de escombro
carbonizado. Voló unos cuantos metros, cayó varios centímetros, volvió a
remontar y siguió volando. Mi padre estaba lisiado, pero vivo. Me dio igual.
Si conseguía cumplir con mi cometido, ya me encargaría de él a su debido
tiempo.
Recorrimos con rapidez la calle mientras las mujeres corrían
desesperadas. Nadie nos miró dos veces. Nos abrimos paso hasta el lago sin
nombre.

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CAPÍTULO CINCUENTA Y NUEVE

—Me siento rara —dijo Luyu. Se acercó al borde del río y vomitó por
segunda vez en lo que llevábamos de día.
Me quedé allí, con la cara descubierta, esperando a que Luyu terminase.
Nadie se fijaba en mí. Puede que la gente hubiese oído cosas sobre una mujer
ewu loca, pero lo que estaba ocurriendo en la ciudad de Durfa había
desbancado aquello. Por ahora.
Todo ser humano varón en la ciudad central de Durfa que fuese capaz de
fecundar a una mujer estaba muerto. Mis actos los habían matado. En los
ejércitos que había visto, todos y cada uno de esos hombres habían muerto al
instante. De camino al río vimos cadáveres de hombres en la calle, oímos
gritos en las casas, pasamos junto a niñas y mujeres conmocionadas. Me
estremecí otra vez, pensando, desesperada, en Daib… «Es mi padre y yo soy
su hija. Los dos dejamos cadáveres a nuestro paso. Campos de cadáveres».
—¿Has terminado? —pregunté. Sentía la cara caliente y notaba que estaba
a punto de vomitar.
Luyu gruñó y se levantó poco a poco.
—Tengo el vientre… No sé.
—Estás embarazada —dije.
—¿Qué?
—Y yo también.
Me miró fijamente.
—¿Cómo…?
—Me hice concebir yo sola. Y algo ha pasado por culpa de eso. Algo…
terrible. —Me observé las manos—. Sola dijo que mi mayor problema sería
mi falta de control.
Luyu se limpió la boca con el dorso de las manos y se tocó el vientre.
—Así que… No soy solo yo. Sino todas las mujeres.
—No sé cómo de lejos ha llegado. No creo que haya alcanzado otras
ciudades. Pero donde hay hombres muertos, hay mujeres embarazadas.

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—¿Q-qué ha pasado? ¿Por qué están los hombres muertos?
Negué con la cabeza y miré el río. Lo mejor sería que no lo supiera. Una
mujer gritó en algún lugar cercano. A mí también me dieron ganas de gritar.
—Mi Mwita —susurré. Me ardían los ojos. No quería alzar la mirada y
ver mujeres afligidas corriendo descontroladas por las calles.
—Tuvo una buena muerte —dijo Luyu.
—Un hijo mata al padre —reflexioné. «Pero Daib no está muerto», pensé.
—Un alumno mata a su maestro —rectificó Luyu, cansada—. Daib te
odiaba, Mwita te amaba. Mwita y Daib, a lo mejor uno no puede crecer sin el
otro.
—Hablas como una hechicera —mascullé.
—Llevo bastante tiempo rodeada de hechiceros.
—Mi Mwita —repetí. Luego me acordé y metí la mano entre los pliegues
de mi rapa. Tenía la esperanza de que no estuviera ahí. Pero lo estaba. Alcé el
pequeño disco de metal—. Luyu, ¿aún tienes tu portátil?
Al otro lado de la carretera, en el interior de un edificio, una mujer gritó
hasta que se le resquebrajó la voz. Luyu se estremeció.
—Sí —respondió, echándole un vistazo al objeto—. ¿De dónde has
sacado ese disco?
Me arrimé a ella mientras deslizaba el disco dentro. Me latía el corazón a
tanta velocidad que me agarré el pecho. Luyu arrugó el semblante y me
acercó más a ella. La diminuta pantalla produjo un suave zumbido al alzarse
desde la parte inferior. Luyu le dio la vuelta.
Mi madre nos miraba directamente tumbada en la arena. Mi padre clavó el
cuchillo de plata junto a su cabeza. Me fijé en que su empuñadura estaba
decorada con símbolos muy parecidos a los que yo llevaba grabados en las
manos. Ting habría sabido lo que significaban. Daib separó las piernas de mi
madre y entonces llegaron los gruñidos, los jadeos, la canción y las palabras
masculladas entre los versos. Pero, en esa ocasión, estaba viendo una
grabación, no una visión de mi madre. Oía sus palabras en nuru desde fuera
de la perspectiva de mi madre. Pude entenderlas.
—Te he encontrado. Eres la elegida. Hechicera. ¡Hechicera! —Se puso a
cantar—. Darás a luz a mi hijo. Será magnífico. —Otra canción—. Yo lo
criaré y será lo más maravilloso que esta tierra haya visto nunca. —Irrumpió
en una canción—. ¡Está escrito! ¡Lo he visto!
Algo hecho de cristal salió volando por una ventana de una casa al otro
lado de la carretera. Se estrelló contra el suelo. Seguido del llanto de un niño.
Yo era insensible a todo eso; las imágenes de mi madre siendo violada por un

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hechicero nuru me quemaban los ojos, y mis pensamientos se volvieron
sombríos. Pensé en las mujeres, niños y ancianos afligidos que me rodeaban,
lamentándose de dolor y llorando; habían permitido que aquello le ocurriera a
mi madre. No la habrían ayudado.
¿Qué habría pasado si mi madre hubiera sido la hechicera que su padre
había pedido que fuera cuando Daib la atacó aquel día? No habría habido
pelea. Pero lo único con lo que contaba para protegerse era su parte alusi.
—Basta —dijo Luyu al fin, arrancándome el portátil.
La gente llenaba las calles. Corrían, se arrastraban, iban de aquí para allá,
de un extremo de la carretera al otro, se dirigían hacia lugares que a mí no me
importaban. Fantasmas de lo que eran antes, sus vidas cambiadas para
siempre. Me quedé allí, sin centrar la mirada en nada. Para mi padre, aquel
disco era tan preciado que lo había conservado durante veinte años.
—Tenemos que seguir moviéndonos —dijo Luyu, arrastrándome. Pero,
mientras caminábamos, sus ojos también derramaban lágrimas—. Espera —
indicó, aún aferrada a mi brazo. Soltó el portátil—. Písalo. Con todo lo que
tengas. Machácalo contra el suelo.
Lo miré durante un momento y luego lo pisé con todas mis fuerzas. Me
sentí mucho mejor al oír el sonido que hizo al romperse. Lo recogí y saqué el
disco. Lo partí con los dientes y lo tiré al río.
—Vamos —dije.

Cuando llegamos al lago, nos tomamos un momento de descanso. Ya lo había


visto antes, sí, pero durante mi visión no había tenido la oportunidad de
pararme y asimilarlo de verdad. En algún sitio de ese lago había una isla.
A nuestra espalda reinaba el caos. Las calles estaban atestadas de mujeres,
niños y ancianos que corrían, tropezaban y se lamentaban.
—¡Cómo puede estar pasando esto!
Estallaron peleas. Las mujeres se desgarraban la ropa. Muchas cayeron de
rodillas y gritaron para que Ani las salvara. Estaba segura de que, en algún
lugar, las pocas mujeres okekes que quedaban habían sido arrastradas a la

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calle y despedazadas. Durfa estaba enferma y yo había provocado que su
enfermedad se alzase como una cobra febril.
Dimos la espalda a todo aquello. Cuánta agua. Bajo la resplandeciente luz
del sol, era de un azul claro, su superficie serena. Hasta el aire parecía
húmedo, y me pregunté si los peces y otras criaturas acuáticas olerían a eso.
Un aroma dulce y metálico que era música para mis sentidos doloridos. En
Jwahir, ni Luyu ni yo podríamos habernos imaginado algo así.
Unos cuantos vehículos acuáticos se detuvieron al borde del lago.
Cortaban e interrumpían la tranquilidad del agua. Ocho barcas. Todas hechas
de una madera pulida de color amarillo y con una insignia cuadrada y azul
pintada en la parte delantera. Nos apresuramos a bajar la colina.
—¡Vosotras! ¡Esperad! —gritó una mujer a nuestra espalda.
Avanzamos más rápido.
—¡Esa es la chica ewu! —dijo la mujer.
—¡Coged al demonio! —chilló otra.
Echamos a correr.
Las barcas eran pequeñas, apenas había espacio para llevar a cuatro
personas. Tenían unos motores que soltaban humo y sonaban como un
regüeldo a medida que agitaban el agua. Luyu corrió hacia una barca dirigida
por un hombre nuru joven. Comprendí por qué lo había elegido: tenía un
aspecto distinto a los otros barqueros. Parecía sorprendido, mientras que los
demás me observaban con espanto. Cuando lo alcanzamos, la expresión de su
rostro no mutó. Abrió la puerta de su barca. Subimos.
—Tú… eres…
—Sí, lo soy —dije.
—¡Mueve esta cosa! —le gritó Luyu.
—¡Esa mujer ha matado a todos los hombres en Durfa! —chilló una
mujer que bajaba corriendo la colina—. ¡Cogedla, matadla!
El hombre arrancó la barca justo a tiempo. Salió humo y hubo un ruido
seco. Agarró una palanca y la barca salió disparada hacia delante. Los otros
barqueros corrieron hacia el borde de sus embarcaciones. Estaban demasiado
lejos como para saltar a la nuestra.
—¡Shukwu! —gritó uno—. ¿Qué estás haciendo?
—Eh, ya lo han hechizado —comentó otro.
Una turba de mujeres bajaba a toda prisa por la colina. Una piedra
impactó contra la barca y luego otra me golpeó en la espalda cuando me di la
vuelta.
—¿Hacia dónde? —preguntó el barquero llamado Shukwu.

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—A la isla de Rana —dije—. ¿Sabes dónde está?
—Sí —respondió. Giró la barca hacia el sur, hacia el vientre del agua.
Detrás de nosotras, las mujeres hablaron enseguida con los hombres, que
encendieron los motores y se apresuraron a perseguirnos.
—¡Parad la barca! —gritó un hombre. Estaban a medio kilómetro de
distancia.
—¡Shukwu, no te haremos daño! —vociferó otro—. Solo queremos a la
chica.
Shukwu se giró hacia mí.
—No detengas la barca —dije, mirándolo a los ojos.
Seguimos adelante.
—Bueno, ¿son ciertos los rumores? —preguntó—. ¿Todos los
hombres…? ¿Qué ha pasado en Durfa? —Venía del otro lado del lago,
seguramente de Suntown o Chassa. Las noticias volaban. Se había arriesgado
mucho al cruzar el lago. ¿Qué iba a decirle?
—¿Por qué nos estás ayudando? —dijo Luyu con recelo.
—Yo… no creo en Daib. Muchos no lo hacemos. Los que rezamos cinco
veces al día, amamos el Gran Libro y somos gente piadosa sabemos que esto
no es la voluntad de Ani. —Me miró para examinarme el rostro. Se
estremeció y apartó la mirada—. Y la he visto. A la mujer okeke a quien
nadie podía tocar. ¿Quién podría odiarla? Su hija nunca haría ninguna
maldad.
Se refería a mi madre yendo alu e intentando ayudarme hablándole a la
gente sobre mí. Se estaba apareciendo también a los nurus. Le contaba a todo
el mundo lo buena persona que era. Casi me eché a reír ante esa idea. Casi.
A pesar de lo cargadas que iban, no pudimos aventajar a las otras barcas.
Detrás de ellas, vi otras cinco más llenas de hombres.
—Os matarán —dijo Shukwu. Señaló hacia la derecha—. Acabamos de
llegar de Chassa y todo iba bien. Por favor. ¿Podéis decirme lo que ha
ocurrido en Durfa?
Yo negué con la cabeza sin más.
—Tú solo llévanos hasta allí —dijo Luyu.
—Espero estar haciendo lo correcto —murmuró él.
Los otros hombres nos gritaban maldiciones y amenazas mientras se
acercaban.
—¿Está muy lejos? —preguntó Luyu, desesperada.
—Mirad allí.

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Podía verla: una isla con una cabaña de arenisca y un tejado de paja. Pero
el motor de la barca tenía dificultades y se puso a escupir más cantidad de ese
humo negro grasiento. Empezó a oírse un traqueteo que no podía ser bueno.
Shukwu soltó un improperio.
—Casi se ha acabado el combustible —dijo. Luego cogió una vasija
pequeña—. Puedo rellenarlo…
—¡No hay tiempo! Vete —exclamó Luyu, agarrándome por el hombro—.
Transfórmate y vuela a la isla. Déjame aquí. Pelearé contra ellos.
Negué con la cabeza.
—No pienso dejarte. Lo conseguiremos.
—¡No llegaremos!
—¡Que sí! —grité. Me arrodillé y me incliné a un lado—. ¡Ayudad! —Y
empecé a remar con el brazo. Luyu se inclinó hacia el otro lado y me imitó.
—Usad esto —dijo Shukwu, y nos ofreció unos remos grandes. Aceleró el
motor a máxima velocidad, aunque no tuvo nada de potencia. Poco a poco,
nos fuimos acercando a la isla. No pensaba en nada, solo en: «Llega,
¡LLEGA!». Tenía la rapa azul y la camisa blanca empapadas de sudor y de la
fría agua del lago sin nombre. Encima de nosotras brillaba el sol. Oí una
bandada de pájaros pequeños que pasó volando. Remé por nuestras vidas.
—¡Vamos! —grité cuando nos acercamos lo suficiente.
Luyu y yo bajamos de un salto, cruzamos chapoteando el agua y llegamos
corriendo a la diminuta isla en la que apenas cabía la cabaña y dos árboles
achaparrados. Estábamos a tan solo unos metros de la cabaña. Me detuve para
ver cómo Shukwu alejaba su barca remando lleno de desesperación.
—¡Gracias! —grité.
—Si… Ani… quiere —vociferó sin aliento. Las barcas de los nurus se
aproximaban. Me di la vuelta y corrí hacia la cabaña.
Me detuve junto a Luyu en el umbral. No había puerta. Dentro yacía el
cuerpo sin vida de Rana. En un rincón había un gran libro polvoriento. No sé
lo que le pasó a Rana. Podría haber sido una de mis víctimas, pero ¿tan lejos
llegó la muerte que causé por accidente? Nunca lo sabré. Luyu se giró y
corrió hacia donde habíamos venido.
—¡Hazlo! —gritó por encima del hombro—. ¡Yo los detendré!
Mientras yo estaba fuera de la cabaña, esos hombres que nos perseguían la
vieron salir. Luyu era hermosa y fuerte. No sintió miedo al verlos bajar de sus
barcas, mientras se tomaban su tiempo ahora que sabían que estábamos
atrapadas. Creo que la oí reír y decir: «¡Vamos, venid!».

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Esos hombres nurus vieron a una preciosa mujer okeke protegida solo por
su sentido del deber y sus dos manos, que se habían vuelto ásperas por el uso
durante los últimos meses. Y se abalanzaron sobre ella. Le arrancaron su rapa
verde, su ahora sucia blusa amarilla, las pulseras de cuentas que había cogido
de las cestas de regalo ayer mismo, hacía una eternidad. No recuerdo oírla
gritar. Estaba ocupada.
Me sentí atraída directamente hacia el libro. Me arrodillé junto a él. La
cubierta era fina pero dura, hecha de un material duradero para el que no
tengo nombre. Me recordó a la cubierta negra del libro electrónico que
encontré en aquella cueva. No tenía ni título ni ningún dibujo. Estiré el brazo,
pero dudé. «¿Qué es…?». No, había llegado demasiado lejos como para
preguntarlo.
Cuando toqué el libro, lo noté caliente. Febril. Posé la mano sobre la tapa
dura. Estaba áspera, como papel de lija. Quise pararme a considerar aquello,
pero sabía que no disponía de tiempo. Lo arrastré hasta mi regazo y lo abrí.
De inmediato, sentí como si alguien me golpease con fuerza en la cabeza y
me afectase a la vista. Apenas podía mirar lo que había escrito en las páginas,
porque me irritaba los ojos y la cabeza. Ya estaba concentrada. Había ido allí
con un único propósito, un propósito que había sido vaticinado en aquella
misma cabaña.
Pasé las páginas del libro y me detuve en una que parecía más candente
que el resto. Apoyé la mano izquierda en ella. Para mí, aquel gesto carecía de
sentido, pero me sentí incitada a hacerlo, por lo enfermo que notaba el libro.
Me detuve. «No», pensé. Cambié de mano al recordar las palabras de Ting:
«No sabemos cuáles serán las consecuencias». Ese libro estaba repleto de
odio y era lo que causaba su enfermedad. Mi mano derecha supuraba el odio
de Daib.
—No te odio —susurré—. Prefiero morir.
Y entonces me puse a cantar la canción que me había inventado con
cuatro años, cuando vivía con mi madre en el desierto. Durante el momento
más feliz de mi vida. Había cantado esa canción al desierto cuando este estaba
contento, en paz, estable. La canté ahora para el misterioso libro sobre mi
regazo.
Se me calentó la mano y vi que los símbolos de la derecha se dividían.
Los duplicados gotearon en el libro, donde se acomodaron entre los otros
símbolos en un alfabeto que aún no sabía leer. Notaba que el libro chupaba de
mí, como un bebé del pecho de su madre. Tomaba y tomaba. Sentí que algo
encajaba en mi útero. Dejé de cantar. Mientras observaba, el libro se volvió

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cada vez más tenue. Pero no tanto como para no verlo. Lo escondí en el
rincón mientras los hombres irrumpían en la cabaña y me encontraban.

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CAPÍTULO SESENTA

¿QUIÉN TEME A LA MUERTE?

Los cambios requieren tiempo, y yo me había quedado sin él.


Nada más terminar con aquel libro, algo empezó a ocurrir. Y, mientras
ocurría, me levanté para salir corriendo y me di cuenta de que me habían
atrapado. Lo que puedo decirte es que el libro y todo lo que tocó, y luego todo
lo que había tocado, y así sucesivamente, todo lo que había en aquella
pequeña cabaña de arenisca empezó a cambiar. No a la vasta selva, eso no me
habría asustado. Sino a otro lugar. Me atrevería a decir que a un pliegue en el
tiempo, una ranura en el tiempo y en el espacio. A un lugar donde todo era
gris, blanco y negro. Me habría encantado quedarme a mirar. Pero para
entonces ya me estaban arrastrando por el pelo, pasamos junto a lo que
quedaba del cuerpo de Luyu y nos dirigimos hacia una de las barcas. Estaban
demasiado ciegos como para ver lo que no había hecho más que empezar.

Y aquí estoy. Vendrán y se me llevarán. No tengo ningún motivo para


resistirme. Ninguna razón para vivir. Mwita, Luyu y Binta han muerto. Mi
madre está demasiado lejos. No, no vendrá a verme. Sabe lo que se hace.
Sabe que el destino debe cumplirse. La niña en mi interior, mi hija y la de
Mwita, está condenada. Pero vivir, aunque sea durante tres días, es vivir. Lo
entenderá. No tendría que haberla creado. Fui egoísta. Pero lo entenderá. Su
tiempo llegará de nuevo, igual que el mío, cuando sea el momento adecuado.

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Pero este sitio que conoces, este reino, cambiará después de hoy. Léelo en tu
Gran Libro. No notarás que está reescrito. Aún no. Pero lo está. Todo lo está.
La maldición sobre los okekes ha terminado. Nunca existió, sha

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EPÍLOGO

Estuve allí sentado con ella todas esas horas, tecleando y escuchando, pero
sobre todo escuchando. Onyesonwu. Se miró los símbolos de sus manos luego
se las llevó a la cara. Al final, lloró.
—Ya ha terminado —dijo entre sollozos—. Y, ahora, déjame.
Al principio me negué, pero luego vi que su rostro cambiaba. Vi que se
convertía en la cara de un tigre, rayas y pelaje y dientes afilados. Salí
corriendo de allí aferrando mi ordenador portátil. No dormí aquella noche. No
dejaba de pensar en ella. Onyesonwu podría haber escapado, salir volando,
volverse invisible, transportarse al mundo astral y escapar o «deslizarse»,
como solía decir ella. Pero no pensaba hacer nada de eso. Por culpa de lo que
había visto durante su iniciación. Igual que un personaje atrapado en una
historia. Era horrible.
Volví a verla cuando la arrastraron a aquel agujero en el suelo y la
enterraron hasta el cuello. Le habían cortado su cabello largo y espeso, y lo
que le quedaba de él se le ponía en punta, tan desafiante como ella. Me uní a
la multitud de hombres y de escasas mujeres. Todos gritaban pidiendo sangre
y venganza. «¡Matad a la ewu!», «¡Descuartizadla, o!», «¡Demonio ewu!». La
gente reía y abucheaba. «¡La salvadora de los okekes es más fea que un
okeke!», «Pues menuda hechicera, que lo único que puede hacer es dañarnos
la vista», «¡Asesina ewu!».
Me fijé en un hombre alto, con barba y con una parte del rostro quemada,
que parecía tener una pierna gravemente destrozada y solo un brazo. Estaba
situado cerca de la parte delantera y se apoyaba en un cayado. Como el resto
de la multitud, era nuru. A diferencia de los demás, estaba tranquilo, atento.
Nunca había visto a Daib, pero Onyesonwu lo había descrito con claridad.
Estoy seguro de que era él.
¿Qué ocurrió cuando esas piedras impactaron en su cabeza? Aún me lo
pregunto. De ella surgió una luz, una mezcla de azul y verde. La arena que

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rodeaba su cuerpo enterrado empezó a derretirse. Ocurrieron más cosas, pero
no me atrevo a decirlas. Son solo para quienes estuvimos allí, los testigos.
Luego la tierra tembló y la gente echó a correr. Creo que, en ese
momento, todo el mundo, todos nosotros, los nurus, entendimos que
habíamos errado. Puede que su reescritura finalmente surtiera efecto.
Estábamos seguros de que Ani había venido a convertirnos en polvo. Ya
habían ocurrido muchas cosas. Onyesonwu dijo la verdad. En la ciudad de
Durfa, todos los hombres fértiles habían muerto y todas las mujeres fértiles
estaban vomitando y embarazadas.
Los niños jóvenes no sabían qué hacer. Reinaba el caos en las calles por
todos los Siete Reinos. Muchos de los okekes restantes se negaban a trabajar,
lo que causaba más caos y violencia. El Oráculo Rana, que había predicho
que algo ocurriría, había muerto. El edificio de Daib había ardido hasta los
cimientos. Estábamos seguros de que ese era el fin.
Así que la dejamos allí. En aquel agujero. Muerta.
Pero mi hermana y yo no nos alejamos demasiado. Regresamos al cabo de
quince minutos. Mi hermana… Sí, soy gemelo. Mi hermana, mi gemela, usa
mi ordenador. Y ha estado leyendo la historia de Onyesonwu. Vino conmigo
a la ejecución. Y, cuando todo terminó, fuimos los únicos que regresamos.
Y, como mi hermana conocía la historia de Onyesonwu y es mi gemela,
no tenía miedo. Como gemelos, siempre hemos sentido la responsabilidad de
hacer el bien en el mundo. Mi condición como uno de los gemelos de Chassa
fue lo que me permitió verla en la cárcel. Fue lo que me llevó a anotar su
historia. Y es lo que me ayudará a pelear por publicarla y a mantenernos a mi
hermana y a mí a salvo durante la posterior reacción violenta. Mis padres eran
dos de los pocos nurus que creían que todo estaba mal: cómo vivíamos, cómo
nos comportábamos, el Gran Libro. No creían en Ani. Así que a mi hermana y
a mí nos educaron para no ser creyentes.
Mientras regresábamos al cuerpo de Onyesonwu, mi hermana chilló.
Cuando la miré, flotaba a una pulgada del suelo. Mi hermana puede volar.
Más tarde supimos que no era la única. Todas las mujeres, okekes y nurus,
descubrirían que algo había cambiado en ellas. Algunas podían transformar el
vino en agua fresca potable, otras brillaban en la oscuridad de la noche, otras
podían oír a los muertos. Otras recordaban el pasado, antes del Gran Libro.
Otras podían recorrer el mundo espiritual y seguir viviendo en el físico. Miles
de habilidades. Todas concedidas a las mujeres. Ahí estaba. El regalo de
Onye. Con su muerte y la de su hija, Onye nos dio a luz a todos nosotros. Este
lugar nunca será el mismo. Aquí ya no hay más esclavitud.

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Sacamos su cuerpo de aquel agujero. No fue sencillo, porque a su
alrededor había arena derretida: vidrio. Tuvimos que romperlo para sacarla.
Mi hermana lloró todo el tiempo; sus pies apenas tocaban el suelo. Yo
también lloré. Pero nos la llevamos. Mi hermana se quitó el velo y cubrió la
cabeza rota de Onye con él. Usamos un camello para trasladar su cuerpo al
desierto, al este de aquí. Llevamos otro camello con nosotros para cargar la
leña. Quemamos el cuerpo de Onyesonwu en la pira funeraria que se merecía
y enterramos sus cenizas cerca de dos palmeras. Mientras llenábamos el
agujero, un buitre aterrizó en el árbol y nos observó. Cuando terminamos, se
marchó volando. Dije unas palabras por Onyesonwu y regresamos a casa.
Fue todo lo que pudimos hacer por la mujer que había salvado a la gente
del reino de los Siete Ríos, un lugar que solía formar parte del reino de Sudán.

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CAPÍTULO SESENTA Y UNO

Página 374
CAPÍTULO SESENTA Y DOS

SOLA HABLA

Ah, pero el Gran Libro ha sido reescrito. En nsibidi, además.


Durante aquellos primeros días en Durfa, hubo cambios. Algunas mujeres
empezaron a encontrarse con los fantasmas de los hombres aniquilados por
las… acciones impulsivas de Onyesonwu. Algunos fantasmas se volvieron
hombres vivos de nuevo. Nadie se atrevía a preguntar cómo era aquello
posible. Bien pensado. Otros fantasmas se desvanecieron con el tiempo.
Onyesonwu podría haberse interesado un poco por esto. Pero, claro, ella tenía
otras preocupaciones.
Recordad que la hija de mi alumno echado a perder era eshu, una
cambiaformas fundamental. La esencia misma de Onyesonwu era cambio y
desafío. Daib tuvo que saberlo incluso mientras salía volando de su cuartel en
llamas, donde el cuerpo del amor difunto de Onyesonwu, Mwita, se convertía
en cenizas. Daib, que estaba lisiado y ya no podía ver el color o la obra de los
Saberes Místicos sin sufrir un dolor inaudito. No cabe duda de que hay cosas
peores que la muerte.
De hecho, Onyesonwu sí que murió, pues para que algo se reescriba antes
debe estar escrito. Pero, ahora, mirad el símbolo del pavo real. Onyesonwu lo
dejó en el suelo de su celda. Es un símbolo que un hechicero escribe cuando
cree que ha sido agraviado. De vez en cuando, también lo escribe una
hechicera. Significa: «Persona que tomará medidas». ¿No es comprensible
que quisiera vivir en el mismo mundo que había ayudado a rehacer? Ese es,
de hecho, un destino más lógico.

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CAPÍTULO UNO

REESCRITA

—Pues que vengan —dijo Onyesonwu, mirando el símbolo que había


rasguñado en la arena. El pavo real orgulloso. El símbolo que era una
denuncia. Discusión. Insistencia. Se examinó y se restregó las manos en los
muslos. Le habían puesto un vestido largo, blanco y basto. Parecía otra cárcel.
Le habían cortado el pelo. Habían osado cortarle el pelo. Se miró las manos:
los círculos, remolinos y líneas estaban entretejidos en un diseño complejo
que serpenteaba hasta sus muñecas.
Apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos bajo la luz del sol. El mundo
se volvió rojo. Ya llegaban. En cualquier momento. Lo sabía. Lo había visto.
Años atrás, lo había visto.
Alguien la agarró con tanta brusquedad que se le escapó un gruñido.
Abrió los ojos de par en par y una rabia amarga inundó su cuerpo y su
espíritu. Rojo vivo en la ardiente luz. Ella, que todo lo había curado, pero en
el proceso habían muerto sus amigas, su Mwita… Oh, su querido Mwita, su
vida, su muerte. La furia la llenó. También oía a su hija furiosa. Su hija tenía
el rugido de un león.
Seis jóvenes bien armados la rodearon para sacarla de su celda. Tres
llevaban machetes. A lo mejor los otros tres eran tan arrogantes que creían
que no necesitaban armas para manejarla. A lo mejor todos pensaban que la
malvada hechicera llamada Onyesonwu se había resignado a su destino. Ella
podía entender por qué habían cometido ese error. Lo entendía muy bien.
Sin embargo, ¿qué podrían haber hecho cuando una extraña fuerza los
apartó a todos? Tres cayeron fuera de la celda. Permanecieron allí sentados,
tirados o de pie observando, boquiabiertos y aterrorizados mientras
Onyesonwu se arrancaba su horrible vestido y… cambiaba. Transformó,
afloró, replegó, estiró y aumentó su cuerpo. Onyesonwu era una experta. Era
eshu. Se convirtió en una kponyungo, una escupefuegos.

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¡FUUUUUM! Lanzó una bola de fuego tan intensa que la arena a su
alrededor se fundió en vidrio. Los tres hombres que quedaban en su celda
fueron abrasados hasta quedar en carne viva, como si hubieran estado bajo el
sol del desierto durante días a la espera de morir. Luego se lanzó al cielo
como una estrella fugaz lista para volver a casa.
No, ella no iba a ser sacrificada para el bien de hombres y mujeres, okekes
o nurus por igual. Ella era Onyesonwu. Había reescrito el Gran Libro. Todo
había terminado. Y nunca podría haber permitido que su bebé, esa parte de
Mwita que seguía viva, muriese. Ifunanya. Él le había dicho esa palabra
antigua y mística a ella, una palabra más cierta y pura que el amor. Lo que
compartían bastaba para cambiar el destino.
Se acordó del borracho de vino de palma del Gran Libro. Lo único para lo
que vivía era para beber su vino dulce y espumoso. Cuando un día, su experto
recolector de vino de palma cayó de un árbol y murió, se sintió afligido. Pero
luego se dio cuenta de que su recolector, muerto y enterrado, tendría que estar
en otro lugar. Y así empezó la misión del borracho.
Onyesonwu reflexionó sobre esto mientras pensaba en su Mwita. De
repente, supo dónde lo encontraría. Estaría en un lugar tan lleno de vida que
la muerte huiría de él… durante un tiempo. El lugar verde que le había
enseñado su madre. Más allá del desierto, donde la tierra estaba poblada de
árboles frondosos, arbustos, plantas y las criaturas que vivían en ellos. Mwita
estaría esperando en el iroco. Onyesonwu casi gritó de alegría y voló más
rápido. ¿Podían los kponyungo derramar lágrimas de verdad? Esta sí que
podía.
«Pero ¿qué pasa con Binta y Luyu?», se preguntó con un destello de
esperanza. «¿También estarán allí?». Ah, pero el destino es frío y frágil.
Los tres, Sola, Aro y Najeeba, nos reímos. Nosotros (mentor, maestro y
madre) lo vimos del modo en que los hechiceros, experimentados y en
formación, suelen ver las cosas a las que están conectados profundamente.
Nos preguntamos si volveríamos a verla de nuevo. ¿En qué se convertiría?
Cuando Mwita y ella se unieran, y lo harían, ¿qué pasaría con su hija, que se
reía con tanta alegría en el interior del vientre de Onyesonwu, de camino al
lugar verde?
Si Onyesonwu hubiese mirado por última vez hacia abajo con su
agudizada vista de kponyungo, al sur habría visto niños nurus, okekes y dos
ewus vestidos con un uniforme escolar jugando en el patio de una escuela. Al
este, alargándose en la distancia, habría visto carreteras negras asfaltadas
llenas de hombres y mujeres, okekes y nurus, sobre motos y carros tirados por

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camellos. En el centro de Durfa, habría divisado a una mujer volando que se
reunía discretamente con un hombre que volaba sobre el tejado del edificio
más alto.
Pero la ola de cambio aún tenía que llegar justo debajo de ella. Allí, miles
de nurus aún aguardaban a Onyesonwu, todos ellos gritando, chillando,
bramando, riendo, odiando… Esperan mojarse las lenguas con la sangre de
Onyesonwu. Dejad que esperen. Pasarán mucho, muchísimo tiempo
esperando.

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AGRADECIMIENTOS

A los ancestros, espíritus y a ese lugar al que tan a menudo se le llama


«África». A mi padre, cuyo fallecimiento me llevó a preguntarme: «¿Quién
teme a la muerte?». A mi madre. A mi hija Anyaugo, a mi sobrina Onyedika
y a mi sobrino Obioma por animarme mientras escribía las partes de esta
novela que me deprimían. A mis hermanos (Ife, Ngozi y Emezie) por su
apoyo constante. A mi gran familia, siempre mi base. A Pat Rothfuss, por leer
y criticar Quien teme a la muerte en su fase inicial allá por 2004. A Jennifer
Stevenson, por tener pesadillas a partir de esta novela. A mi agente Don
Maass, por su imaginación y sus consejos. A mi editora Betsy Wollheim por
pensar, ver y salirse de lo convencional. A David Anthony Durham, Amaka
Mbanugo, Tara Krubsaclc y al profesor Gene Wildman por sus excelentes
comentarios por el camino. Y a la noticia de Associated Press de 2004, escrita
por Emily Wax, titulada «Queremos crear un bebé de color claro». Ese
artículo sobre la violación como arma en Sudán creó el pasadizo por el que
Onyesonwu entró en mi mundo.

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Nnedi Okorafor nació en Cincinnati, Ohio, el 8 de Abril de 1974. Escritora de
fantasía, ciencia ficción y ficción especulativa, ha publicado obras tanto para
lectores adultos como para jóvenes. De ascendencia igbo de Nigeria, sus
raíces africanas quedan constantemente reflejadas en sus libros.
Okorafor fue una tenista estrella y una gran estudiosa de ciencias, que se
tomaba el trabajo académico como un hobby interesante más que como una
tarea. Cuando le diagnosticaron escoliosis, la cirugía a la que la sometieron
para resolverlo acabó con su carrera atlética estudiantil y perdió la capacidad
de caminar. Fue en esos momentos en que se redefinió a sí misma, ya que su
condición la alejó de la carrera atlética y ya no pudo recuperarla hasta que no
mejoró. Por ello, durante esa fase de recuperación, pasó el tiempo escribiendo
como hobby.
Ha recibido numerosos premios literarios, destacando el World Fantasy
Award por mejor novela para Who Fears Death y los premios Hugo y Nébula
por la novela corta Binti. Quedó cuatro veces finalista del premio Tiptree Jr.
por varias de sus obras, demostrando así la importancia del género en los
personajes que crea.
Recientemente se ha conocido que se va a llevar a una serie de televisión la
novela Who Fears Death, con George R. R. Martin como productor.

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