El Pecado
El Pecado
El Pecado
“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la
muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos
5.12).
1. El pecado de Adán
Un solo pecado destruyó la pureza, perfección, santidad y la vida del hombre. Este
pecado no consistió solamente en extender la mano y tomar el fruto del árbol prohibido;
tomar el fruto fue sólo el resultado del hecho de dejar a Dios y seguir a Satanás. El
pecado, por lo tanto, fue la condición del alma y no sólo la acción de la mano que cogió
el fruto. El hombre perdió su relación con Dios y por eso llegó a ser pecaminoso. Del
pecado de Adán recibimos la corrupción de la naturaleza humana, la mortalidad y la
separación de Dios. Esta condición se ha trasmitido de generación en generación y
conduce a cada persona al pecado propio. Solamente la sangre de Jesucristo puede
quitar esta mancha. (Lea Salmo 51.5; Hechos 17.26; Romanos 3.9–23; 5.12–19; 2
Corintios 5.14 y Efesios 2.3.)
A veces escuchamos la pregunta: ¿Soy yo responsable por el pecado de Adán? No. Pero el
pecado de Adán, o mejor dicho la naturaleza pecaminosa que heredé de Adán, me hará
pecar. Y eso sí me condenará delante de Dios.
Esto es cuando no hacemos las cosas que sabemos que debemos hacer. Dios, por medio
de Santiago, nos dice: “Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”
(Santiago 4.17). Si sabemos que Dios quiere que hagamos algo, y no lo hacemos,
pecamos.
El pecado imperdonable
Este tema fue debatido varias veces por Cristo y los apóstoles, y la seriedad del mismo
exige que lo volvamos a revisar. A continuación citamos algunos versículos de la Biblia
sobre el tema:
“Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la
blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. A cualquiera que dijere alguna
palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el
Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero” (Mateo 12.31–
32).
“Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial,
y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra
de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para
arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a
vituperio” (Hebreos 6.4–6).
Nuestro Salvador dio la solemne advertencia contra el pecado imperdonable porque los
fariseos lo acusaron de echar fuera a los demonios “por Beelzebú, príncipe de los
demonios,” atribuyéndole así a Satanás el poder que sólo Dios posee (Mateo 12.24). Con
relación a la blasfemia contra el Espíritu Santo bien se ha dicho que no es por falta
alguna del poder de la sangre de Cristo que jamás se perdona este pecado ni por falta de
la misericordia perdonadora de Dios. Más bien, es porque los que cometen el pecado
imperdonable desprecian y rechazan el único remedio para el pecado, el poder del
Espíritu Santo que aplica al alma del hombre la redención por medio de la sangre de
Cristo.
Algunas personas temen haber cometido el pecado imperdonable. A ellos se les puede
hacer una pregunta: ¿Desea usted arrepentirse y dejar el pecado? Si la respuesta es “sí”,
entonces no ha cometido el pecado imperdonable, pues una verdadera angustia y
arrepentimiento por los pecados es la mejor evidencia que no se ha cometido el pecado
imperdonable. La Biblia dice que para los que cometen el pecado imperdonable “es
imposible que (...) sean otra vez renovados para arrepentimiento” (Hebreos 6.4–6).
Hay personas que, teniendo en cuenta estos versículos, declaran que cuando un cristiano
cae en pecado nunca puede arrepentirse. Pasan por alto versículos como Santiago 5.19–
20; 2 Pedro 3.9 y 2 Corintios 7.9.
Las dos lecciones prácticas que podemos aprender de la enseñanza bíblica sobre el
pecado imperdonable son:
1. “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10.12).
2. El hecho de que pecar contra el Espíritu Santo es el único pecado que pone al hombre
más allá del arrepentimiento destaca la gracia y la bondad de Dios.
1. La depravación heredada
Como dice Pablo, somos “por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2.3). Es decir, hemos
heredado de Adán la tendencia hacia el pecado por medio de nuestros antepasados. Los
hijos tienen la inclinación a pecar porque la han heredado de sus padres que también
son pecadores. De manera que, sobre los padres descansa una gran responsabilidad de
enseñarles a los hijos a refrenar su naturaleza pecaminosa y luego a encontrar en Cristo
el remedio para su pecado.
2. La tentación
3. La ignorancia
Por falta de entendimiento muchas personas han caído en pecados graves que han
afectado toda su vida. Pero lo que necesita la humanidad no es el conocimiento del
pecado, sino el entendimiento acerca del pecado. Este entendimiento debe ir
acompañado junto con las instrucciones de cómo alejarnos de las garras mortíferas del
pecado. (Lea Levítico 4.2–3; Salmo 79.6; Jeremías 9.3; Lucas 12.48; Hechos 17.29–30;
Efesios 4.18.)
4. La ociosidad
Muchos jóvenes se han olvidado de los proverbios antiguos: “La ociosidad es la madre de
todos los vicios” y “Una mente ociosa es el taller del diablo”. Ocúpese haciendo algo
útil, algo que pueda hacerse para la gloria de Dios y escapará de muchos lazos en los
cuales han caído los ociosos. Una de las maldiciones más grandes del tiempo moderno es
que hay muchos padres que crían a los jóvenes sin enseñarles cómo trabajar. Dé trabajo
a los ociosos del pueblo y limpie los lugares de ociosidad, y muchas de las maldades
desaparecerán. (Lea Proverbios 10.4; 12.24; 13.4; 24.30–34; 26.15; 2 Tesalonicenses
3.10–12; 1 Timoteo 5.13.)
5. La indiferencia
Nuestro peor enemigo, fuera de nuestra carne, es la persona que pretende ser nuestro
amigo, pero nos insta a pecar. “Hijo mío, si los pecadores te quisieren engañar, no
consientas” (Proverbios 1.10). ¿Ha visto usted lo que le pasa a una naranja buena
después de haber estado entre naranjas podridas?
7. La avaricia
Hay gente que hacen ganancias por medio de negocios fraudulentos y no se dan cuenta
que al sacrificar su integridad pierden algo de más valor que el dinero. Por tratar de
mantener una posición alta en la sociedad, algunos han sacrificado una conciencia tierna
sin darse cuenta que ellos salieron más bien perdiendo que ganando. Con el objetivo de
ganar una posición alta anhelada algunos hombres se han envilecido renunciando a su
integridad a cambio de ganancia o fama mundana. Cuando se sacrifican la piedad y la
pureza a cambio de los tesoros mundanos (Proverbios 23.5) hay contaminación de
pecado y la pérdida no puede ser recobrada con nada que este mundo ofrezca. Lea la
historia del hombre rico y Lázaro (Lucas 16.19–31) y también la del rico insensato (Lucas
12.15–21).
8. La lisonja
Esto es algo que es más difícil resistir que la oposición abierta y directa. Es cierto que
hoy, así como en los días de Salomón, “la boca lisonjera hace resbalar” (Proverbios
26.28).
Detrás de todo esto está la influencia y la obra del “padre de mentira” (Juan 8.44), el
gran engañador de las almas que conoce las debilidades y las flaquezas de los hombres.
Él no pierde ninguna oportunidad para conducirlos a la perdición. En resumen, todo
pecador puede decir verdaderamente: “La serpiente me engañó, y comí” (Génesis 3.13).
El resultado del pecado se resume en esta advertencia a Adán: “Porque el día que de él
comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2.17). Y todas las citas que mostramos a
continuación testifican que la muerte corporal y espiritual son la paga del pecado: “El
alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18.4); “La paga del pecado es muerte”
(Romanos 6.23); “La muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron”
(Romanos 5.12); “El pecado (...) da a luz la muerte” (Santiago 1.15); “Muertos en (...)
delitos y pecados” (Efesios 2.l); “La que se entrega a los placeres, viviendo está muerta”
(1 Timoteo 5.6).
2. La corrupción
El pecado es un proceso que corrompe la persona haciéndola vil ante los ojos de Dios y
vergonzosa a la luz de la justicia y santidad verdadera. Es algo que no se puede eliminar
ni por medio de la civilización, ni de las buenas costumbres, ni de la cultura. Pues al
fijarnos en los países que pretenden ser más civilizados también encontramos que los
mismos son parte de los medios más vergonzosos de inmundicia. ¿Adónde se puede ir en
este mundo sin que la corrupción sea tan evidente? En todas partes se nota que los
hombres son “amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos,
desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables,
calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores,
impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios” (2 Timoteo 3.2–4). El
pecado es una enfermedad mortal que primero corrompe, y por último destruye alma y
cuerpo (Romanos 1.20–32).
3. La miseria
Hay muchos que se engañan con la idea de que la religión sólo vale a la hora de la
muerte; pero mientras viven prefieren la vida de pecado, suponiendo que sacan mayor
satisfacción y placer del pecado. Pero, “no os engañéis” (Gálatas 6.7). ¿Por qué hay
tanta miseria, pobreza, aflicción, dolor, enfermedades y plagas en el mundo? Es por
causa del pecado. ¿Por qué hay cárceles, penitenciarías y escuelas de reformación de la
conducta? ¿Por qué las peleas, las disputas, el asesinato, las persecuciones, las guerras y
los otros pesares de la vida? ¿Por qué existen esas chozas miserables de prostitución en
nuestras ciudades, el remordimiento de la conciencia, la angustia del alma y las
esperanzas arruinadas? A causa del pecado. “¿Para quién será el ay? ¿Para quién el dolor?
¿Para quién las rencillas? ¿Para quién las quejas? ¿Para quién las heridas en balde? ¿Para
quién lo amoratado de los ojos? Para los que se detienen mucho en el vino” (Proverbios
23.29–30). Esta lista de miserias y aflicciones es típica de lo que produce cualquier
pecado. ¡Las palabras no bastan para describir los lamentos, los pesares y las
desolaciones causadas por el pecado!
Es cierto que muchas veces el pecado trae lo que los hombres llaman placer. Como las
drogas, el pecado da una sensación de placer momentáneo. Los que están bajo la
influencia de este engañoso “jarabe que calma” miran con lástima o desprecio a los que
andan en pasos de justicia y santidad verdadera. Pero tales placeres sólo son pasajeros.
El que se toma un trago de vez en cuando corre el riesgo de llegar a ser el borracho que
tambalea por las calles. El joven que fuma cigarrillos finalmente llega a convertirse en
un esclavo enfermo. El jugador de suerte corre el riesgo de caer bancarrota y un
libertino entregado a los vicios llega a ser un destructor de hogares. Como un “jarabe
que calma” el pecado puede tranquilizar por un tiempo, pero sólo adormece a la víctima
y le asegura el terrible día de la ira y de la retribución.
4. La condenación eterna
Los peores resultados del pecado no se experimentan en esta vida, sino en la eternidad.
Cualquier cosa que se experimente en este mundo será muy ligera en comparación con
lo que ha de venir. El edicto está escrito: “Todo lo que el hombre sembrare, eso
también segará” (Gálatas 6.7). Aquí sembramos, allá segamos. Si en esta vida
sembramos para la carne, en el mundo venidero segaremos corrupción (Gálatas 6.8). Si
aquí sembramos para el Espíritu, más allá segaremos vida eterna. Si los resultados del
pecado aquí, manifestados claramente al hombre, son indescriptibles por la lengua y la
pluma humana, ¡qué angustia y miseria habrá cuando se junten los lamentos y gemidos
de las almas condenadas con los del diablo y sus ángeles, en medio de las llamas del
infierno donde “el humo de su tormento sube por los siglos de los siglos”! (Apocalipsis
14.1 l).
· Por medio de la sangre del Señor Jesucristo: “Y ellos le han vencido por medio de la
sangre del Cordero” (Apocalipsis 12.11).
· Por medio de la fe: “Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan
5.4).
· Por medio de la palabra: “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra
ti” (Salmo 119.11).
Nuestra lucha contra el pecado significa una batalla continua contra los poderes del
maligno. Pero tenemos que recordar que “las armas de nuestra milicia no son carnales,
sino poderosas en Dios” (2 Corintios 10.4). Confiemos en Dios; su poder es infinito, su
amor es infalible y él promete que nunca dejará ni abandonará a los suyos. Es nuestro
privilegio experimentar continua y diariamente lo descrito por Pablo: “Antes, en todas
estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó” (Romanos
8.37).