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Historia de la Iglesia
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La historia del cristianismo interesa al lector católico, pues es su historia de familia; pero debe interesar también a cualquier persona culta, porque constituye una parte esencial de la historia de la humanidad en los dos últimos milenios.
El autor encuadra esa historia en el contexto histórico general, teniendo presente el momento social, cultural y político en que vivieron los cristianos en cada época, hasta nuestros días.
LanguageEspañol
PublisherEdiciones Rialp, S.A.
Release dateJan 2, 2002
ISBN9788432139529
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    Historia de la Iglesia - José Orlandis

    Portada

    HISTORIA DE LA IGLESIA

    © 2001 by JOSÉ ORLANDIS

    © By Ediciones RIALP, S.A., 2014

    Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

    www.rialp.com

    ediciones@rialp.com

    Ilustración cubierta: Anónimo s. XVIII, pintura al fresco. Abanassi (Bulgaria)

    ISBN eBook: 978-84-321-3952-9

    ePub: Digitt.es

    Todos los derechos reservados.

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. El editor está a disposición de los titulares de derechos de autor con los que no haya podido ponerse en contacto.

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN

    Primera parte: LA IGLESIA DE CRISTO EN LA ANTIGÜEDAD PAGANA

    Capítulo I LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

    Capítulo II LA SINAGOGA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

    Capítulo III EL IMPERIO PAGANO Y EL CRISTIANISMO: LAS PERSECUCIONES

    Capítulo IV LA VIDA DE LA PRIMITIVA CRISTIANDAD

    Capítulo V LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO-CRISTIANO

    Segunda parte: LA ÉPOCA DE LOS PADRES

    Capítulo I LA PRIMERA LITERATURA CRISTIANA: LOS PADRES APOSTÓLICOS

    Capítulo II LA FORMULACIÓN DOGMÁTICA DE LA FE CRISTIANA: LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS

    Capítulo III LOS PADRES DE LA IGLESIA: SU IMPORTANCIA PARA LA TRADICIÓN LA PATRÍSTICA ORIENTAL Y LA OCCIDENTAL

    Capítulo IV LA VIDA ASCÉTICA Y EL MONACATO

    Tercera parte: LA CONVERSIÓN DE LOS PUEBLOS BÁRBAROS

    Capítulo I LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO DE OCCIDENTE Y LA CONVERSIÓN DE LOS PUEBLOS BÁRBAROS

    Capítulo II EL CRISTIANISMO EN LA EUROPA FEUDAL

    Capítulo III EL CISMA DE ORIENTE

    Capítulo IV LAS RELACIONES ENTRE PONTIFICADO E IMPERIO

    Capítulo V EL APOGEO DE LA CRISTIANDAD

    Capítulo VI LA HEREJÍA MEDIEVAL

    Cuarta Parte: LA IGLESIA EN LA EDAD MODERNA

    Capítulo I LA CRISIS DE LA CRISTIANDAD EL PONTIFICADO DE AVIÑÓN

    Capítulo II EL CISMA DE OCCIDENTE Y EL CONCILIARISMO

    Capítulo III LA REFORMA PROTESTANTE

    Capítulo IV LA REFORMA CATÓLICA

    Capítulo V JANSENISMO, REGALISMO E ILUSTRACIÓN ANTICRISTIANA

    Quinta parte: LA IGLESIA EN LA EDAD CONTEMPORÁNEA

    Capítulo I LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y LA RESTAURACIÓN

    Capítulo II CATOLICISMO Y LIBERALISMO

    Capítulo III LA IGLESIA ANTE LAS NUEVAS REALIDADES SOCIALES

    Capítulo IV EL PONTIFICADO EN EL SIGLO XX

    Capítulo V LAS GUERRAS MUNDIALES Y LOS TOTALITARISMOS

    Capítulo VI EL CONCILIO VATICANO II

    Capítulo VII LA IGLESIA DEL CAMBIO DE MILENIO

    TABLA CRONOLÓGICA

    BIBLIOGRAFÍA

    ÍNDICE ALFABÉTICO

    INTRODUCCIÓN

    La historia del Cristianismo interesa al lector católico porque viene a ser como su historia de familia; pero ha de interesar también a cualquier persona culta, porque constituye una parte esencial de la historia de la humanidad en los dos últimos milenios, aquellos, precisamente, que han configurado de modo más decisivo nuestra civilización y forman la Era que llamamos cristiana. pensando en todos esos lectores se ha incorporado a la Biblioteca de Iniciación Teológica esta breve «Historia de la Iglesia», elaborada con la intención de que su lectura resulte asequible a un público amplio, que difícilmente podría acceder a otro tipo de obra más extensa. Ha hecho falta no poco esfuerzo para intentar conjugar la sencillez y la profundidad, de tal suerte que —dejando de lado un sinfín de cuestiones y acontecimientos— la exposición se ciña a seguir fielmente aquello que cabría denominar sin impropiedad el hilo conductor de la historia cristiana. Tal ha sido, al menos, nuestro deseo.

    El libro lleva a la cabeza de cada uno de los capítulos un corto sumario que puede servir para orientar al lector sobre las principales cuestiones que allí van a examinarse. Esta «Historia de la Iglesia», por razón de su temática, es primordialmente un libro de historia religiosa; pero se ha tratado siempre de encuadrar esa historia en un contexto general y tener bien presente el momento social, cultural y político en que vivieron los cristianos de cada época: aquellos que, desde los orígenes hasta hoy, han integrado la Iglesia, el Pueblo de Dios que peregrina en la tierra a través de los tiempos. La tabla cronológica que figura al final del volumen podrá ayudar a situar los acontecimientos en el marco que les corresponde.

    Todo libro se escribe con un determinado propósito: también éste. El propósito que ha tenido el autor —y que se ha esforzado por alcanzar— es simple, pero no deja de ser ambicioso: que cualquier persona con el nivel cultural común a los hombres de hoy, al terminar la lectura de estas páginas, haya podido formarse una idea clara de cómo han sido y de lo que han representado veinte siglos de historia del Cristianismo.

    José Orlandis

    PRIMERA PARTE

    LA IGLESIA DE CRISTO EN LA ANTIGÜEDAD PAGANA

    Capítulo I

    LOS ORÍGENES DEL CRISTIANISMO

    El Cristianismo es la religión fundada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Los cristianos —discípulos de Cristo— se incorporan por el bautismo a la comunidad visible de salvación, que recibe el nombre de Iglesia.

    1.    Entendemos por Cristianismo la religión fundada por Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. La persona y las enseñanzas de Jesús son las bases sobre las que se asienta la religión cristiana. Los cristianos consideran a Jesucristo su Redentor y su Maestro: le reconocen como su Dios y Señor y se adhieren a su doctrina.

    2.    En una hora precisa del tiempo y en lugar determinado de la tierra, el Hijo de Dios se hizo hombre e irrumpió en la historia humana. El lugar de nacimiento de Jesús fue Belén de Judá; la hora, cuando reinaba en Judea Herodes el Grande y Quirino era gobernador de Siria, bajo la autoridad suprema del emperador de Roma, César Augusto (cfr. Mt II, 1; Lc II, 1-2). La vida de Cristo entre los hombres se prolongó hasta otro momento de la historia, bien preciso también: la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo tuvieron lugar en Jerusalén, a partir del día 14 del mes de Nisán del año 30 de la Era cristiana. Caifás desempeñaba el cargo de Sumo Sacerdote, gobernaba Judea el «procurador» Poncio Pilato y reinaba en Roma el emperador Tiberio.

    3.    Jesucristo se presentó a sí mismo como el Cristo, el Mesías anunciado por los Profetas y esperado ansiosamente por el Pueblo de Israel. En Cesarea de Filipo, ante la diversidad de opiniones que corrían sobre su persona, el Señor preguntó a los Apóstoles: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» La respuesta de Pedro fue rotunda: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Jesús no sólo no enmendó en un ápice estas palabras, sino que las confirmó de modo inequívoco: «No te han revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos» (cfr. Mt XVI, 13-17). En la noche de la Pasión, ante los príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín, Jesús declararía abiertamente que era el Hijo de Dios, el Mesías. A la solemne pregunta del Sumo Sacerdote, la suprema autoridad religiosa de Israel: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?», Jesús respondió: «Yo soy» (Mc XIV, 61-62).

    4.    «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron» (Io I, 10). Estas palabras del capítulo primero del Evangelio de San Juan anuncian el drama del rechazo del Salvador por parte del Pueblo elegido. Dominaba en éste por aquel tiempo una concepción político-nacional acerca del esperado Mesías, al que se consideraba como un caudillo terrenal que habría de libertar la nación del yugo de los opresores romanos y restaurar en todo su esplendor el Reino de Israel. Jesús no respondía a esta imagen, porque su Reino no era de este mundo (cfr. Io XVIII, 36). Por eso no fue reconocido, sino rechazado por los jefes del pueblo y condenado a morir en la Cruz.

    5.    Los milagros obrados por Jesús durante los años de su vida pública constituyen el refrendo de su Mesianidad y confirmaron la doctrina que anunciaba. Esas razones, unidas a la personalidad incomparable del Señor, motivaron decisivamente la adhesión de sus discípulos, y en primer término de los doce Apóstoles. Una adhesión todavía defectuosa al principio, por parte de hombres que compartían muchos de los prejuicios de sus contemporáneos; unos hombres cuya mentalidad les hacía difícil comprender la verdadera naturaleza de la misión redentora de Jesús, lo que explica el tremendo desconcierto que les causó la Pasión y Muerte de su Maestro.

    6.    La Resurrección de Jesucristo es el dogma central del Cristianismo y constituye la prueba decisiva de la verdad de su doctrina. «Si Cristo no resucitó —escribió San Pablo—, vana es nuestra predicación y vana es vuestra fe» (I Cor XV, 14). La realidad de la Resurrección —tan lejos de las expectativas de los Apóstoles y los discípulos— se les impuso a éstos con el argumento irrebatible de la evidencia: «pero Cristo ha resucitado y ha venido a ser como las primicias de los difuntos» (I Cor XV, 20; cfr. Lc XXIV, 27-44; Io XX, 24-28). Desde entonces los Apóstoles se presentarían a sí mismos como «testigos» de Jesucristo resucitado (cfr. Act II, 22; III, 15), lo anunciarían por el mundo entero y resellarían su testimonio con la propia sangre. Los discípulos de Jesucristo reconocieron su divinidad, creyeron en la eficacia redentora de su Muerte y recibieron la plenitud de la Revelación, transmitida por el Maestro y recogida por la Escritura y la Tradición.

    7.    Pero Jesucristo no sólo fundó una religión —el Cristianismo—, sino también una Iglesia. La Iglesia —el nuevo Pueblo de Dios— fue constituida bajo la forma de una comunidad visible de salvación, a la que se incorporan los hombres por el bautismo. La Iglesia está cimentada sobre el Apóstol Pedro, a quien Cristo prometió el Primado —«y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt XVI, 18)— y se lo confirmó y confirió después de la Resurrección: «apacienta mis corderos», «apacienta mis ovejas» (cfr. Io XXI, 15-17). La Iglesia de Jesucristo existirá hasta el fin de los tiempos, mientras perdure el mundo y haya hombres sobre la tierra: «y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt XVI, 18). La constitución de la Iglesia se consumó el día de Pentecostés, y a partir de entonces comienza propiamente su historia.

    Capítulo II

    LA SINAGOGA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

    Los cristianos, perseguidos por el Sanedrín, se desvincularon muy pronto de la Sinagoga. El Cristianismo, desde sus orígenes, fue universal, abierto a los gentiles, y éstos fueron declarados libres de las prescripciones de la Ley mosaica.

    1.    «No es el discípulo más que el Maestro» (Mt X, 24), había advertido Jesús a los suyos, cuando aún permanecía con ellos en la tierra. El Sanedrín declaró a Jesús reo de muerte por proclamar que Él era el Mesías, el Hijo de Dios. La hostilidad de las autoridades de Israel, que habían condenado a Cristo, debía dirigirse luego contra los Apóstoles, que anunciaban a Jesucristo Resucitado y confirmaban su predicación con milagros obrados ante todo el pueblo. El Sanedrín intentó silenciar a los Apóstoles, pero Pedro respondería al Sumo Sacerdote que «es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act V, 29). Los Apóstoles fueron azotados, pero ni las amenazas ni la violencia lograron acallarlos, y salieron gozosos «por haber sido hallados dignos de sufrir oprobio» por el nombre de Jesús. La muerte del diácono San Esteban, lapidado por los judíos, señaló el principio de una gran persecución contra los discípulos de Jesús. La separación entre Cristianismo y Judaísmo se hizo cada vez más profunda y patente.

    2.    El universalismo cristiano se puso pronto de manifiesto, en contraste con el carácter nacional de la religión judía. A Antioquía de Siria, una de las grandes metrópolis de Oriente, llegaron discípulos de Jesús fugitivos de Jerusalén. Algunos de ellos eran helenistas, con mentalidad más abierta que la de los judíos palestinos, y comenzaron a anunciar el Evangelio a los gentiles. En la cosmopolita Antioquía, el universalismo de la Igl esia se hizo realidad y allí fue, precisamente, donde los seguidores de Cristo comenzaron a llamarse cristianos.

    3.    La universalidad de la Redención y de la Iglesia de Jesucristo fue confirmada de modo solemne por una milagrosa acción divina, que tuvo al Apóstol Pedro por protagonista y testigo. A Pedro —como una prueba más de su Primado— le fue reservada la suerte de abrir a los gentiles las puertas de la Iglesia. Los signos extraordinarios que acompañaron a la conversión en Cesarea del centurión Cornelio y su familia tuvieron para Pedro valor decisivo. «Ahora reconozco —fueron sus palabras— que no hay para Dios acepción de personas, sino que en toda nación el que teme a Dios y practica la justicia es acepto a Él» (Act X, 34-35). En Jerusalén, la noticia de que Pedro había otorgado el bautismo a gentiles incircuncisos produjo estupor. Fue preciso que el Apóstol relatara puntualmente lo ocurrido para que los judeo-cristianos de la Ciudad Santa mudaran de mente y superasen inveterados prejuicios. Comenzaban a comprender que la Redención de Cristo era universal y que la Iglesia estaba abierta a todos: «Al oír estas cosas callaron y glorificaron a Dios diciendo: luego Dios ha concedido también a los gentiles la penitencia para la vida» (Act XI, 18).

    4.    Pero la definitiva victoria del universalismo cristiano necesitaba todavía superar un último obstáculo. La admisión de los gentiles en la Iglesia había sido una novedad difícil de comprender para muchos judeo-cristianos, aferrados a sus viejas tradiciones. Estos cristianos de origen judío consideraban que los conversos gentiles, para poder ser salvos, necesitaban cuando menos circuncidarse y observar las prescripciones de la Ley de Moisés. Estas pretensiones, que conturbaron vivamente a los cristianos procedentes de la gentilidad, tuvieron sin embargo la virtud de obligar a plantear abiertamente la cuestión de las relaciones entre la Vieja y la Nueva Ley, y sentar de modo inequívoco la independencia de la Iglesia con respecto a la Sinagoga.

    5.    Para tratar de problemas tan fundamentales se reunió en el año 49 el denominado «concilio» de Jerusalén. En la asamblea, Pablo y Bernabé llevaron la voz de las iglesias de la gentilidad y dieron testimonio de las maravillas que Dios había obrado en ellas. El Apóstol Pedro, una vez más, habló con autoridad en defensa de la libertad de los cristianos, en relación con las observancias legales de los judíos. El «concilio», a propuesta de Santiago, obispo de Jerusalén, acordó no imponer cargas superfluas a los conversos gentiles; bastaría que éstos se atuvieran a unos sencillos preceptos: guardarse de la fornicación y, por respeto a la Vieja Ley, abstenerse de comer carnes no sangradas o sacrificadas a los ídolos (Act XV, 1-33). De este modo quedó resuelto de forma definitiva el problema de las relaciones entre Cristianismo y Ley mosaica. Los judeo-cristianos siguieron existiendo todavía durante cierto tiempo en Palestina, pero como un fenómeno minoritario y residual, dentro de una Iglesia cristiana, cada vez más extendida por el mundo gentil.

    6.    Los grandes propulsores de la expansión del Cristianismo fueron los Apóstoles, obedientes

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