ACEVEDO I Paquete de Fe - Cuentos - 2020
ACEVEDO I Paquete de Fe - Cuentos - 2020
ACEVEDO I Paquete de Fe - Cuentos - 2020
I Acevedo
Índice
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Nota a esta edición
Queridxs lectorxs:
Un abrazo,
I
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Nota a a la reedición de Una idea genial
(Editorial La Libre, y La flor azul, 2020)
Querides lectorxs:
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vida sigue igual. Tu libro lo leerán tus amigues, tu familia, habrá alguna reseña… y
ya está. Quizás se active la fantasía de perdurar en el tiempo de alguna manera.
¿Pero cómo? Al tiempo que vivimos, si no nos incendiamos o inundamos, le
seguirán varios siglos. ¿Quién sabe qué destino pueda tener un escrito que hoy es,
y seguramente siga siendo, ignoto? Y menos que nadie lo sabe quien lo escribió. La
escritura es de todes y de nadie, y la voluntad que menos cuenta es la de quien
planteó el relato. Yo amo esa gratuidad que se expande, colonizando la mágica
conjunción de espacio-tiempo que es un texto.
Todo esto cuenta también para esta novela, que fue escrita en el año 2008. En ese
momento yo tenía un blog, es decir que estaba inserto en una red de personas que
escribíamos y nos leíamos todos los días. De vez en cuando, alguien me
comentaba en mi blog: “Deberías escribir un libro con todo esto”. O a veces alguien
me preguntaba: “¿Estás escribiendo?”. Mi respuesta a ambas preguntas: “Sí, estoy
escribiendo. Mi blog tiene millones de caracteres. Y allí se quedarán”. Por años me
planté en esa escritura de intercambio y fui, fuimos, plenamente felices. Un día,
Francisco Garamona y Laura Crespi, editores de Mansalva, me propusieron que
escribiera una novela para el Premio Indio Rico, que organizaban César Aira y
Arturo Carrera. Ese año era la segunda edición y el género era autobiografía. El
concurso estaba abierto solo a personas nacidas en provincia de Buenos Aires; el
ganador del concurso publicaría la novela en Mansalva. Francisco estaba
convencido de que yo tenía muchas chances de escribir algo lindo y que él lo
pudiera publicar. Con el ejercicio de escribir muy activado por la práctica de mi blog,
e inspirado en Memorias póstumas de Bras Cubas, de Machado de Assis, un libro
que me había recomendado un amigo, escribí muy rápido la novela. Francisco la
leyó y le gustó muchísimo. Me dijo que aunque no ganara el concurso, la publicaría
igual. El concurso lo ganó Diego Meret, con la novela En la pausa. Yo obtuve el
segundo lugar. Fueron pasando los meses. Pasaron dos años. Alguna gente ya
había leído la novela o sabía de ella, y cada tanto me preguntaban cuándo se
publicaría. Mi respuesta: “No lo sé… Lo sabrá Francisco”. Yo sabía que era muy
común aportar dinero a la editorial para solventar el costo de un libro, en especial
en una primera edición. De hecho nos presentamos a algún subsidio, pero no lo
ganamos. Pero cuando alguien me sugería la idea de poner plata para acelerar la
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publicación, yo le manifestaba que no tenía pensado poner un solo peso. Mi deseo
estaba volcado a la escritura (yo ya tenía un blog), y publicar un libro no estaba
dentro de mi campo de acción. Javier Barilaro, el diseñador, también estaba
entusiasmado con la novela, y venía pensando una tapa posible. Creo que él
también quiso apurar el trámite. Diseñó una tapa y la compartió en Facebook junto
con otros futuros títulos de Mansalva. Mucha gente vio la publicación y pensó que el
libro ya había salido a la venta. A mí me alegró mucho ver que la novela era
esperada con tanto cariño.
Y ahora viene otra anécdota que también habla del deseo que circula alrededor de
ese artefacto tan particular que es un libro. Hace un tiempo, disentí con una editora
a causa de la sintaxis de un texto mío y otras cuestiones editoriales. La discusión
escaló, y yo detecté que ella ponía en juego una distancia entre su lugar, más alto,
como editora y mi lugar, más bajo, como “autor” (ella usó esta palabra, que fue
como poner el dedo en la llaga de mi desprecio por esa cultura del libro como
objeto de prestigio). La idea de estar participando de una relación de poder
asimétrico me sublevó. Y mientras, para dejar bien clara la línea de poder que nos
conectaba, le recordé que la idea de que yo publicara un libro en su editorial había
sido suya y no mía, y que por lo tanto no había ninguna razón para que yo
aguantara el más sutil abuso de poder, me encontré literalmente gritándole en un
audio de Whatsapp una frase por demás coloquial compuesta por siete palabras:
“Me chupa un huevo publicar un libro”. Mientras gritaba esa frase, y la repetía, y la
veía tan clara como si estuviera graficada con letras enormes en un cartel
publicitario, entendí que esto tenía que ver con la resistencia a participar de una
relación asimétrica de poder. Cuando yo gritaba “No quiero publicar un libro”, lo que
quería decir era que esa editora no tenía ningún poder sobre mí. Sin libro, yo me
vería libre. Como si esto no fuera poco, la editora tuvo el mal tino de sugerir que mi
tratamiento hormonal afectaba mi temperamento. Mediaron mi respeto a un
compromiso de palabra (es decir, oral), y la intervención de les cariñoses amigues y
lectorxs del libro, que ya estaba listo para ir a la imprenta, para que ese libro
existiera. Pero la intensidad con la que dije esa frase me desveló por mucho tiempo.
Y hoy me toca decir esto dentro de un libro. Pero también lo he venido diciendo en
otros espacios: si bien los libros son vehículos de literatura, no son el único
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vehículo, ni suficiente, ni el más justo. A lo largo de la historia ha existido y existe la
literatura oral, las canciones; también hay personas analfabetas, que no están en
países remotos sino aquí nomás, en esta misma ciudad, que no saben leer. Y
también hay personas que le escriben un poema a su gate en Facebook, mal que le
pese a la gente fascista que repudia esas expresiones. Lamentablemente, aún no
está de más recordar que la gente hace literatura sea donde sea con los recursos
que tiene a mano: en las paredes de las cárceles, en las charlas de Whatsapp o en
discursos presidenciales. El lenguaje es nuestro y la literatura también. Somos sus
soberanes y también sus súbdites. Somos sujetes del lenguaje, y en ese espacio de
poder no daremos un solo paso atrás ni permitiremos que ninguna persona o
institución ponga en cuestión uno solo de nuestros mensajes, en cualquier formato
o bajo la norma que estén. Por cada palabra publicada en un libro formalmente
redactado de acuerdo a normas de instituciones europeas que lucran
transnacionalmente con una lengua colonizadora, hay millones y millones de
palabras a lo ancho del mundo hispanohablante con que la literatura dice presente
y hace la diferencia cuando se difunden nuestras voces, desde las más tímidas y
susurrantes hasta las más portentosas, en todos los espacios.
Dicho esto, me toca ahora hablar justamente del espacio, un tema central a la hora
de pensar una novela, ya que las novelas suelen narrar desplazamientos. Al releer
esta novela se me ocurre que lo que se cuenta es el desplazamiento de una
persona del campo que pasa a vivir a una pequeña ciudad, y luego va a la capital.
La aventura, según una definición clásica, es el relato de alguien que sale de su
origen, vive un suceso y vuelve para contarlo. ¿A quién? A las personas que
habitan el lugar de donde procede. Pero hoy en día no se vuelve a ningún lado: al
contrario, se escapa de un origen en busca de un nuevo lugar. ¿Cuántas veces nos
preguntamos cuál es “nuestro lugar”? Una posible respuesta es que nuestro lugar
es aquel donde se encuentran las personas que valen la pena, personas a las que
tiene sentido que les contemos algo. Ojalá todes pudiéramos habitar nuestro lugar
en paz. Hoy, a la luz de la voluntad popular volcada en las urnas el día de las
elecciones presidenciales del 26 de octubre de 2019, nuestro lugar parece haberse
ensanchado grandemente, siendo depositario también de los sueños democráticos
y de justicia social de un campo popular plurinacional que excede ampliamente el
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territorio de Argentina. Y si me cabe el privilegio de poder publicar un libro, con la
ventaja que representa esta milenaria tecnología capaz de atravesar las fronteras,
también me toca la responsabilidad de tener presentes esos sueños de justicia
social que compartimos junto a tantas personas desposeídas.
Durante los años noventa pude ver cómo muchas familias tuvieron que abandonar
el campo e irse a vivir a la ciudad a raíz de la concentración de capitales. Una mujer
(cis) que era ama de casa y trabajadora rural se convertía en barrendera de la
terminal de ómnibus. Mis compañeras de escuela comenzaron tempranamente a
trabajar limpiando casas de barrios residenciales. En mi familia, mi madre empezó a
trabajar en la ciudad, y yo a los diez años empecé a realizar el trabajo doméstico
que antes hacía ella, trabajo no pago, obviamente. Como se sabe, muchísimas
personas sufren el desarraigo que significa tener que abandonar un lugar y
trasladarse a otro por necesidades básicas, como superviviencia, trabajo o libertad
para vivir su identidad y gustos sexuales… Migrar, querer hacerlo, haberlo hecho,
que son derechos humanos y obviamente no constituyen delito, son experiencias
que hacen a nuestra identidad. Siento que esta novela se refiere bastante a eso, y
me siento feliz de poder expresar la satisfacción de vivir en un país que, en el duro
concierto actual de países latinoamericanos que están siendo ocupados por la
derecha necroliberal y pro yanqui, goza de un gobierno peronista que vela y velará
por las seguridades más básicas de las personas, especialmente las de aquellas
que por su clase social, identidad sexogenérica u origen geográfico deben resistir
las constantes afrentas de quienes pretenden desplazarlas.
Resta ahora comentar los detalles de esta edición, publicada por primera vez en
octubre del año 2010. Diez años es bastante tiempo teniendo en cuenta los
sucesos que ocurrieron desde aquel año, desde la Ley de Identidad de Género
hasta la lucha por el aborto legal, libre, seguro y gratuito, los paros internacionales
por el 8M junto a los debates por la definición de les sujetes del feminismo que la
popularización de esta lucha desató, junto con la irreversible tendencia del lenguaje
inclusivo a normalizarse y las reacciones retrógradas que todo esto genera. Como
siempre, pero tal vez un poco más que antes, lo que escribimos y pensamos hoy, al
día siguiente resulta obsoleto. Y si bien descubrí con sorpresa que esta novela no
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estaba tan obsoleta como hubiera imaginado, hubo algunas decisiones que tomar
de acuerdo a las necesidades del presente.
La decisión que tomamos, conversada con amigues, colegas y compañeres, fue
conservar la novela tal cual fue publicada en la primera edición, con muy pocas
modificaciones. (La segunda edición, en 2011, fue publicada en Barcelona y sufrió
innumerables cambios sintácticos y lexicales; por ejemplo, se me solicitó modificar
la palabra “leña” por la palabra ”leño”. A ello no ofrecí ninguna resistencia, pues si el
texto perdía riqueza lingüística a causa de las preferencias comerciales de la
editorial, serían les lectorxs españoles quienes resultaran damnificados y, como “al
César lo que es del César”, me pareció que a les lectorxs de una potencia colonial
europea bien les cabía beberse su propia medicina. Por lo tanto, esa edición no
cuenta a los efectos editoriales).
¿Por qué no modifiqué el texto al lenguaje inclusivo, por qué no usé la desinencia
masculina en los adjetivos para que coincidieran con el género masculino con el
que me designo en la actualidad? Por tres razones importantes: productividad,
honestidad y memoria.
Hacer esas abundantes modificaciones para poner la novela a tono con el presente,
saciando las expectativas de muches lectorxs, habría sido el camino obvio, un
camino que hubiera generado menos preguntas e inquietudes, tal vez. Un camino
que, al borrar los desarreglos que el tiempo produce en un texto, hubiera borrado
también la información sensible acerca de nuestras experiencias de diez años a
esta parte. Hubiera sido un texto menos valioso, en el sentido en que una reedición
es productiva porque habilita nuevas lecturas de acuerdo al contexto geográfico,
lingüístico e histórico en que se reinserta en comparación con sus ediciones
anteriores.
En segundo lugar, consideré que el respeto al texto original era una forma de
honestidad y acuerdo con la memoria. Yo no puedo dejar de hacerme cargo de lo
que escribí en aquel tiempo al que pertenecí, cuando desafortunadamente no era
consciente del cisexismo y la gordofobia internalizada que me atravesaban, por
poner los dos ejemplos que más se destacan. Pero sí soy consciente de la
gravedad de esa realidad hoy y la repudio, por eso, en lugar de borrar y reemplazar
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palabras, inserté en el texto algunas modificaciones que se pueden leer entre
corchetes.
Por último, sé que es posible que alguna persona espere zambullirse con morbo en
e mi masculinidad. A elles les digo que, ya que buscan
busca de un origen d
información ligada a un origen, seguramente la encontrarán. ¿Por qué? Por la
simple razón de que, con el diario del lunes, es muy fácil rastrear un origen.
También porque la literatura suele referirse a cosas que se consideran verdaderas,
y seguro les parecerá, en algunos capítulos, que este libro predice mi transición. Sin
embargo, la identidad nunca es del todo la suma de las partes, y siempre habrá
alguna astilla que se escape. Como dije antes, “al César lo que es del César”. Cada
une encontrará lo que le haga falta. Ojalá todes pudieran leer cualquier texto con
“mirada estrábica”: con un ojo en el pasado y otro en el futuro. Pero estoy
convencido de que este deseo no es necesario, ya que creo firmemente, junto a
muchas otras personas, que, tal como lo muestra la historia, la literatura siempre
nos lanza hacia el futuro para traernos algo que antes no había.
Y ya que en este espacio puedo contarles algo sobre mi presente, si tuviera que
pensar algún origen, algún núcleo blando de mi vida, repetiría lo que ya he dicho en
otros textos: todo lo que soy y lo que tengo, mucho más allá de mi identidad de
género, y mucho más allá del futuro que pueda imaginar, pues nuestra imaginación
es limitada, y la vida nos depara afectos y aventuras inimaginables e incalculables
sobre los que muchas veces no tenemos tanta decisión como nos gustaría, todo lo
pasado y todo lo porvenir me lo ha dado la literatura. Esta novela cuenta esa
historia también, y es en sí misma parte de eso, por eso me siento feliz y
agradecido de compartirla nuevamente con ustedes.
Bio
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Un nuevo día en el planeta Tierra
Eran las siete de la tarde del domingo 29 de marzo del año 2020 en la ciudad de
Buenos Aires, en la república Argentina, localizada en el extremo sur del Continente
Americano, al lado oeste del planeta Tierra. Era el fin de un caluroso día de otoño.
Hacían 27.2 grados, lo cual era mucho para la hora del día en que se pone el Sol,
estrella alrededor de la cual giran los planetas del Sistema Solar en esa galaxia
llamada Vía Láctea.
Poco a poco, la temperatura descendía a lo largo de la superficie terrestre. La fina
brisa del Río de la Plata se derramaba de este a oeste y entraba por la ventana de
un departamento situado en el barrio del Microcentro, muy cerca del Senado de la
Nación y de la Casa de Gobierno, que a esas horas del domingo permanecía
totalmente vacía, a excepción de algunxs guardias.
El departamento en cuestión era el lugar donde vivían Ismael y su hijo, Gregory, de
seis años recién cumplidos. Y el tiempo en que ocurrió esta historia fue el primer
mes de la Cuarentena, el prolongado aislamiento social impuesto por el gobierno
con el fin de evitar un contagio masivo debido a una pandemia provocada por un
virus de neumonía.
La luz del sol se había retirado de la sala dejando el rostro del pequeño Gregory
iluminado solo por la luz de la consola manual de los videojuegos. Estaba sentado
en el sofá del living. Estaba recién bañado y se había perfumado el pelo castaño
claro, y se había peinado prolijamente por su cuenta, aunque solo se había puesto
la remera y le faltaban los calzoncillos. Ismael lo miró con ternura. Le recordaba a
Luke, de La Guerra de las Galaxias, saga que estaban mirando desde hacía trece
días, noche a noche. Ismael prendió la computadora, abrió una lata de cerveza y se
sentó en su escritorio, de espaldas a su hijo. Tenía trabajo para hacer, y no había
demasiado tiempo.
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–Me pondré los auriculares. Voy a escuchar música un rato para aislarme–le
anunció a su hijo–. Ponete los calzoncillos, Greg.
–No –respondió el niño, sin prestarle atención.
–Ponete los calzoncillos ahora. No me des más trabajo del que ya tengo, por
favor–respondió Ismael severamente.
El niño caminó hasta su cuarto de mal humor, y el enojo rápidamente se volvió
miedo, porque la casa se había vuelto oscura. Intentando dominar su miedo, quiso
prender la luz del pasillo para llegar a su cuarto, pero no tuvo valor, así que se
quedó en silencio un rato cerca del pasillo y esperó que su padre se distrajera.
Luego, volvió al sillón donde estaba antes, y comprobó que, efectivamente, su padre
ya estaba con los auriculares puestos escribiendo en la computadora y no se había
dado cuenta de que él no lo había obedecido y seguía sin calzoncillos. Con escenas
así transcurría la vida en los días de Cuarentena para Gregory y su padre. El padre
le daba órdenes; Gregory cumplía solo algunas, a regañadientes; Gregory, por su
parte, pedía jugar a los videojuegos y solo a veces su padre aceptaba, también a
regañadientes, dejándolo jugar solamente cuando a él le tocaba trabajar en la
computadora y precisaba concentrarse. Un balance de auriculares se iba
desplegando a lo largo del día entre el padre y el hijo, un rato con auriculares cada
uno, otro rato aguantando el barullo mutuo. Luego, el padre jugaba videojuegos con
su hijo un rato. Luego, bailaban con canciones y saltaban en los muebles para hacer
ejercicio. Luego, un poco antes de la noche, alguna tarea escolar. Luego, el baño;
luego el insecticida en cada ambiente para evitar el dengue; luego la comida, viendo
Star Wars. Luego, algún caramelo, algún flan, con suerte. Luego, el niño se dormía
y el padre lo dejaba en la cama bañado en repelente de insectos. Con el niño
dormían lxs dos gatxs, inseparables. Entonces el padre abría la segunda lata de
cerveza y volvía a instalarse en la computadora.
Pero todavía eran las siete. Y esa noche, Ismael tenía un trabajo importante qué
hacer. Del resultado de ese trabajo, se decidiría si rompería o no la cuarentena,
luego de tres semanas de un encierro solo interrumpido para ir de compras.
También decidiría si volverse un espía o abandonar para siempre su misión.
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Ismael había tenido tres semanas difíciles intentando combinar su trabajo en una
editorial con su intensa actividad como informante de la Defensoría de los Derechos
Humanos de las Personas, y también las tareas domésticas y de cuidado de su hijo,
que, durante la cuarentena, debido a sus condiciones respiratorias, requería
aislamiento estricto. Ismael detestaba la figura del padre que puede solo con todo,
porque nada le parecía más erróneo que creer que una persona puede sola con
todo, sin embargo no le había quedado más remedio que seguir adelante con todo,
y ese error le estaba costando mucho esfuerzo. Además, Ismael no era de piedra, y
poco antes de la cuarentena había comenzado una relación a distancia con una
hermosa terrícola, una relación construida a base de chats, fotos y videos. Por lo
tanto, la naturaleza de sus noches era más que compleja. Y si decidía volverse
espía full time, seguramente querría despedirse de ella antes de pasar a la
clandestinidad.
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Ese día, Ismael se encontraba en el delicado momento de decidir si quería y podía
ser espía. En el fondo, ya sabía que luego de la Cuarentena, los atributos de su
identidad ya no serían los mismos. Hacía dos días había sufrido el intento de robo
de sus cuadernos. Esos cuadernos contenían información clasificada que aún no
cumplía las condiciones necesarias para ser registrada en los llamados ficheros, los
reportes que estaban en los documentos compartidos con los que Ismael trabajaba
diariamente. Ismael, por ser una de las personas con menos visibilidad en la zona,
era el encargado de guardar esos cuadernos. Pero hacía dos días se había
confirmado que su casa ya no era segura.
Ismael y su hijo habían vuelto de las compras y habían sorprendido a un hombre
intentando robar los cuadernos. Esa persona estaba, de hecho, guardándolos en su
mochila, en el medio de su propia habitación. Al verlos, el hombre huyó, y sin saber
por qué lo hacía, Ismael lo persiguió, con tanta energía y tanta fuerza que logró
detenerlo, justo cuando el hombre llegó a la calle. Era un hombre de alrededor de
treinta y cinco años. Pudo sentir el perfume de su desodorante y hasta el perfume
de su ropa limpia. También pudo sentir algún olor relacionado con condimentos en
su ropa. La idea de que ese ladrón de documentos tenía ropa recién lavada, usaba
desodorante y cocinaba comida, lo sorprendió. Lo derribó, y tironeó de su bolso y se
lo sacó. El tipo, decidido a soltarse, le pegó un golpe en el estómago. Fue todo
rápido, y por suerte su hijo había quedado del lado de adentro de la puerta, sin
llegar a ver lo que había pasado. Entonces un policía se acercó corriendo desde la
esquina e intentó detener el enfrentamiento, y una moto apareció de la nada, y el
hombre se zafó, se subió a la moto y desapareció. Cuando se incorporó, Ismael se
abrazó al bolso de ese hombre, y fue como si se quemara con fuego el pecho.
A instancias del policía, y por no ofrecer demasiada resistencia, Ismael había tenido
que dar testimonio del intento de robo, y para eso, esa noche debía redactar un
escrito de lo sucedido, y debía enviarlo por correo electrónico a un juzgado al día
siguiente, para poder refrendarlo en persona cuando terminara la cuarentena. Eran
las siete de la tarde, e Ismael estaba creando ese documento en blanco para
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escribir su testimonio. Aunque no la veía, sabía que la luna había empezado a brillar
del otro lado de la ventana.
Ismael comprendió que estaba solo en ese documento. Entendió que, a diferencia
de lo que le pasaba cada día cuando trabajaba en los documentos compartidos,
estaba vez estaba escribiendo en un documento que no compartiría con nadie más.
Sin embargo, ambos documentos tenían algo en común: la violación de un derecho.
Pensó en al menos, tres instancias donde el incumplimiento de la ley, la ilegalidad y
el crimen se habían cruzado en su camino durante esa cuarentena. La falta de
respeto a la reciente ley laboral por parte de sus jefes, les dueñes de la editorial que
trabajaba, que se había negado a atender el Decreto de Necesidad y Urgencia que
dictaba el posible pedido de licencia por parte de las personas a cargo de niñes para
que pudieran ausentarse de sus compromisos laborales durante la cuarentena con
el fin de poder dedicarse al cuidado de sus hijes. La prohibición de ingresar a un
supermercado de que había sido objeto junto con su hijo, por parte del guardia de la
cadena de supermercados, recibiendo como información la única razón de que “por
seguridad, les niñes no tenían permitido el ingreso al local”. Por último, las brutales
agresiones que había sufrido una vecina por parte de su pareja, y que habían
terminado en un llamado de Ismael al 911 en la madrugada del 24 de marzo. Todas
violencias más o menos graves contra los derechos básicos de las personas que él
había contemplado cada día, en persona, mientras por la noche, en ese documento
compartido veía muchas más violencias, a las que había llegado a habituarse. La
bronca ante sus jefes, la bronca ante el guardia y el supermercado que pretendía
impedir su paso, la bronca ante ese vecino, y el temor, lo habían puesto en un
estado de mal humor que sumado al encierro generaban un caldo de cultivo que
hacía difícil concentrarse y siquiera pensar. ¿Cómo narrar ese intento de robo sin
que algo de esto se filtrara?, se preguntó. Ese intento de robo no importaba. Lo que
contaría, en ese testimonio que se había visto obligado a escribir, no era nada. Y sin
embargo, debía escribirlo. Describir a ese hombre, y dar algún tipo de información
sobre lo ocurrido. Como si no supiera lo que había detrás de ese intento de robo.
Como si no supiera que, por una clara razón, ese hombre había dejado que él
supiera, en persona, cara a cara y cuerpo a cuerpo, que él había llegado hasta su
propio cuarto, donde él dormía, donde él amaba, para robarle material confidencial.
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Como si no supiera que una persona entrenada para tal caso, una persona que se
deja atrapar como se había dejado atrapar ese ladrón, sin duda había recibido
instrucciones específicas de mostrarse en el momento mismo del hurto. Y así,
desafiar su reacción.
Debo atenerme a las coordenadas del espacio tiempo, pensó. La hora, y el lugar. La
persona. La acción.
Pero mientras miraba el teclado, y miraba la luna de reojo, mientras escuchaba los
apagados ruidos de los videojuegos de Gregory atrás de su silla, sus manos no
lograban accionar una sola tecla.
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que, resignado, levantó el trapo de piso y lo enjuagó en el baño y lo retiró de la
cocina. Así, sin la presión del trapo, la parte húmeda del piso pudo por fin secarse.
Entonces Ismael comprendió que, lo que al principio había sido una solución, pues
remediaba el primer problema (el trapo de piso absorbía el agua), en una segunda
instancia había sido un problema, pues al retener el agua en su densa trama, el
trapo no permitía que el suelo se secara, reproduciendo así, aunque en menor
medida, el problema basal que transportaba el agua: su pegajosa humedad. Es
necesario entonces, pensó, tener en cuenta que a veces no hay una sola solución a
una cosa, y es preciso, muchas veces, dar seguimiento a los problemas, no en
búsqueda de contemplar que una solución posible se haya aplicado sino en la
búsqueda de que el problema principal se haya resuelto. Y eso implica, en algunos
casos muy especiales, que la primera solución deba ser modificada a poco de ser
implementada, para ser reemplazada por una nueva. Una primera solución paliativa
no siempre implicará la resolución del problema. Al pensar esto, recordó entonces
otro refrán que le era muy familiar: “lo atamos con alambre”. Un refrán muy gráfico
que enseñaba que solucionar algo temporariamente no siempre implicaba la mejor
de las soluciones. Al contrario, hasta podría ser desatinada en tanto no dejaba el
estado de las cosas no tan seguro como había sido el comienzo.
¿Qué significa todo esto para mí?, se preguntó. Y al mover su pie, en un gesto de
impaciencia, la suela de su pantufla zapatilla hizo un ruido de pegamento, pues
tanto las cintas adhesivas con que pegaba su teléfono para sacarse nudes y
compartirlas con su cuarenchica como las cintas adhesivas que Gregory había
pegado por toda la casa en un intento de emular las trampas de Mi pobre angelito
se habían quedado adheridas a la superficie del piso, incluso, hasta abajo del
escritorio.
Miró la hora. Eran ya las ocho, y lo único que había hecho hasta el momento era
entretenerse en pensamientos.
El mensaje era claro. Su tarea había sido descubierta y ahora debía tomar una
decisión. O dejar de ser un simple colaborador y convertirse en un espía, en cuyo
caso viajaría a China para recibir el entrenamiento necesario, o abandonar su
misión para siempre.
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Ismael sabía desde hacía un tiempo que había cámaras y micrófonos rodeando su
casa, que sus movimientos eran vigilados y sus conversaciones telefónicas eran
grabadas y que muy posiblemente sus correos electrónicos eran leídos. ¿Por
quiénes? Por poderes transnacionales, poderes del narcotráfico y la trata de
personas. Pero instruido en estos temas, y sabiendo que los documentos
compartidos en que trabajaba eran documentos de máxima seguridad, no había
hecho nada, no había generado ningún cambio en sus rutinas, que de hecho, eran
las de una persona común, y lo había dejado pasar. Lo que no había esperado de
ninguna manera, era que alguien intentara entrar en su casa y robar sus cuadernos.
Y menos aún durante la cuarentena. El mensaje era claro. Ellxs sabían de su trabajo
como analista informante.
Por primera vez, Ismael se preguntó acerca de la estrecha relación entre su vida y la
de su hijo. Amaba a su hijo y le había enseñado que lo más valioso que podía tener
una persona era su conciencia social. Pero se preguntaba seriamente si, en el caso
de que él muriera a causa de su compromiso con la justicia, su hijo al crecer sería
capaz de comprender que su muerte, aunque injusta, inevitable y lamentable, había
ocurrido por el mismo motivo que su lucha en vida. Se preguntaba si su muerte, a
causa del trauma que podría generar en su hijo, no podría devaluar la estricta
educación basada en la justicia social que le había dado.
Ser espía implicaba aceptar una residencia de escritura en China, (la coartada
común de muchxs espías a lo largo y a lo ancho del mundo: ONGs, caridad,
actividades de arte y curaduría de arte); recibir un entrenamiento en técnicas de
espionaje que duraría tres años, y luego desaparecer de la escena pública durante
cinco años más en algún país remoto hasta volver a entrar en acción, esta vez, con
otro nombre… Estaba descontado que, de tomar esa decisión debería decirle adiós
a su cuarenchica.
En busca de una simple evasión, imaginó cómo sería el libro que podría escribir
estando en China, país en el cual, vaya paradoja, pensó con una carcajada, había
comenzado el virus que hoy les mantenía en cuarentena, país en el cual, con el
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correr del tiempo, el virus se había retirado, lo cual le permitiría viajar, pues nada es
para siempre. Entonces sin pensarlo, escribió:
Vivir en peligro nunca había sido mi costumbre, pero aquella, tarde algo en mi vida
cambió, y me vi metido de lleno, en alma, corazón y cuerpo en la creación de un
plan conspirativo que incluía el derrumbe de lxs enemigxs del gobierno. ¿El objetivo
a corto plazo? Obtener información. La herramienta: la seducción. ¿El objetivo a
largo plazo? Escribir un libro, revelar una trama secreta. Dar el batacazo, ¿por qué
no?
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Mínimas consecuencias afortunadas
Hoy comprendí que una razón de mi vida es poder contar cómo me hice peronista.
¿Un tanto oportunista? Sí, lo soy. ¿Qué mejor tiempo y lugar que este escenario en
el Centro Cultural Kirchner para contar una historia como esta? Sin embargo, hoy no
puedo contarla. Porque es una historia que no está terminada; porque es una
historia que es parte de una historia mayor. Porque no tengo tiempo, porque es la
una de la noche y este cuento lo leeré mañana. Porque no puedo quedarme
despierto toda la noche, porque ya me quedé despierto hace una semana. Pero
quiero contar algo actual, algo que me pasa por la cabeza en estos días. Quiero
contar algo que tengo ganas de contar. Les contaré algo que pasó hace ya casi un
año.
Hace casi un año, a principios de abril, le grité a una persona por Whatsapp, por
primera vez en mi vida. Unos días más tarde, el nueve de abril, el día de mi
cumpleaños, el día en que habló Judith Butler en la universidad de San Martín, yo
seguía tan enojado que imaginé que escribiría un cuento. Ese cuento sería una
carta, y se la dirigiría a esa persona con la que estaba indignado. Se me vino a la
cabeza una frase, y la anoté en un chat privado que uso para tomar notas. La frase
estaba compuesta por tres palabras: “Arruinaste mi cumpleaños”. Al rato de
escribirla me crucé a una amiga de un amigo, que yo solo conocía de vista porque
nos habíamos cruzado en el recital de Bad Gyal. Era una chica a quien solo había
saludado esa vez. Estábamos en el inmenso polideportivo de la universidad de San
Martín. Yo había ido con amigas en plan viaje de egresades. Ya habíamos
incorporado la idea de que en el panel de personas que entrevistaban a Butler no
habría una trava ni una trans ni ninguna referente lesbiana. Habíamos decidido
hacer la excursión en tren, salir de Buenos Aires era la aventura. Creo que solo
avanzamos dos o tres estaciones de tren, pero para nosotres, acostumbrades a
circular por las cuatro avenidas, era como ser Alicias en el País de las Maravillas,
yendo a tomar el té con el conejo de la galera, o sea, con Judith Butler. Mis amigas
me habían entregado un regalo de cumpleaños hermoso: una campera de tela
deportiva, blanca, y negra, roja y amarilla. Habíamos fumado porro y nos estábamos
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riendo a carcajadas de cada mosquito que volaba. Era un día de otoño perfecto,
como lo ha sido desde que nací, el día de mi cumpleaños: el mejor sol de los
primeros días de otoño. Habíamos hecho una larga cola para entrar, y eso nos
había hecho sentir la emoción de que nuestra entrada al evento no estaba
garantizada. Tomar sol fumando porro tirades en la vereda y la posibilidad de
quedar afuera. Sentí como si tuviera quince años, difícil de decirlo porque es una
edad que nunca tuve. Después, entramos al polideportivo, y fue obvio que el lugar
era enorme y que no había posibilidad de que nadie se quedara afuera. Por lo tanto,
el único drama posible de ese evento se había diluido, y solo nos quedaba escuchar
a Judith. Estábamos abajo, y arriba, en las plateas superiores, infinidad de chicas
hermosas nos miraban. Yo no podía verlas bien, pero me imaginaba que eran
hermosas. Yo me acababa de enamorar perdidamente de una chica, y me puse a
ver sus stories a ver si eso me daba la pauta de que ella estaba en el lugar. Como
estaba fumado, creí que por efecto de una corriente telepática podríamos
encontrarnos en ese inmenso lugar. Deseé intensamente que así sucediera, lo
deseé tanto que me empecé a convencer de que realmente pasaría. De lejos creía
verla de vez en cuando. Y cada vez tenía un poco de miedo y alivio cuando no era.
Acorde a la edad mental que había asumido, los quince años, y como si
estuviéramos en un acto escolar, muy pronto me empecé a aburrir. Una de nuestras
amigas, como era una intelectual seguidora de Judith de pronto se dio cuenta de
que nuestro grupo era muy bochinchero y decidió sentarse sola para no pasar
vergüenza. Actos de las amistades que pueden ser el comienzo de una discreta
decepción. No me quedó más remedio que entretenerme poniéndome mi regalo, la
nueva campera. Detesto probarme ropa. Me gusta ponerme la ropa o sacarme la
ropa: no probármela. Enamorado de la hermosa campera, me la puse, descartando
en el acto cualquier cambio posible, aunque evidentemente me quedaba enorme de
mangas. Creyendo tal vez que esa prenda me hacía inmune a los papelones, me
acosté arriba de mis amigas, y me mandé un par de payasadas más. Ya no me
quedaba más nada para hacer que escuchar a Butler, que justo en ese momento
comenzó a charlarnos en inglés. Me pasó algo que me suele suceder en general, y
es que cuando no estoy seguro de entender algo, invento una parte de lo que no me
quedó claro, de manera que al rato de escuchar a Judith me pareció que todo lo que
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estaba diciendo era súper obvio, y me pareció que si eso era lo que sentía,
seguramente era una señal de que no estaba entendiendo nada. ¿Para qué
escucharla si puedo leerla? me pregunté. La cara que puse al sentir eso seguro hizo
que mi amiga que más sabe inglés me preguntara, con piedad: ¿Estás
entendiendo? Y se lamentara de que la traducción no fuera muy buena. No sé qué
respondí. Pero en ese momento, me di vuelta, y en la gradas de arriba divisé a esta
amiga de un amigo que me había cruzado en el recital de Bad Gyal. Decidí ir a
saludarla, porque sí, o mejor dicho, porque me caía bien. Bien drogado, empiezo a
caminar hacia las escaleras que me llevan a esas gradas, y para eso tengo que dar
un rodeo y alejarme del sonido de la voz amplificada de Judith. Mientras subo las
escaleras, el porro se me sube a la cabeza, la escalera está vacía por completo y
es de color gris y de cemento. En esa especie de tubo siento que la voz de Judith
retumba cerca de mí y empiezo a tener la certeza de que cuando llegue al final de
esas escaleras voy a desembocar exactamente en el escenario iluminado donde
está Judith. Que voy a sentarme y que me va a tocar hacerle una pregunta frente a
las mil personas que están ahí, entre las cuales podría estar la chica que me gusta.
Le preguntaré lo que deseo preguntarle desde hace tiempo: si cree que la
imaginación sirve para algo o es un gran engaño del capitalismo. Siento un calor
inmenso que me recorre el cuerpo, es la adrenalina (droga natural que les
recomiendo fervientemente), y cuando piso el último escalón y me impulso para ir a
confirmar con Judith que la imaginación es un engaño del capitalismo, termino de
comprender que tuve un flash, que no estoy en el escenario, que sigo del lado del
público. Con bastante energía, camino hacia donde está la chica a la que quiero
saludar. Camino tan rápido que me paso de largo. Después que la paso de largo,
empiezo a darme cuenta de que estoy despistado, giro y miro para atrás, y veo que
ella asoma la cabeza mirándome con curiosidad, y eso me da risa. Vivir vale la
pena, pienso. Vuelvo atrás, me siento al lado de ella y la saludo. Y nomás al
sentarme, ya vuelve a mí el odio insoportable que siento contra la persona con la
que me acabo de pelear por Whatsapp. Le explico a mi nueva amiga que estoy
furioso, que acabo de pelearme a muerte con mi editora. Saco el celular del bolsillo
y le señalo la frase que escribí, diciéndole: “Tanto es así que acabo de escribir esta
frase: Arruinaste mi cumpleaños”, le leo. Ella se ríe y enseguida le aclaro que no es
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cierto: que esa persona es una infeliz y que es imposible que una persona infeliz
arruine mi cumpleaños. “Pero tengo mi audio guardado, el audio en que le grité”, le
aclaro. “Y un día voy a hacer una obra de teatro y lo voy a amplificar para que todo
el público lo escuche”, dije. Yo estaba orgulloso de haberme peleado con alguien
por primera vez en mi vida. Estaba sacado e inquieto, y fue claro que no había más
aventuras posibles, o mejor dicho, sí: mi aventura sería abandonar el polideportivo
antes que nadie, volver a Buenos Aires e ir a buscar a Gregorio. Así que nunca le
conté a mi amiga lo que me había pasado con mi editora para enojarme tanto. De
hecho, ella no es mi amiga, pero nos seguimos cruzando y nos saludamos. Y de
hecho, nunca creí que realmente usaría esa frase en un cuento o en una carta
dirigida a mi editora. La escribí porque me parecía una frase potente y me gustaba
imaginar que un cuento así podía existir. Sin embargo, la imaginación era una mera
prótesis a la que yo no me sometí. Porque en realidad, era claro que no podía
dedicarle un relato a una persona tan vana como esa editora, que había cometido
una serie de faltas de respeto encadenadas, en primer lugar, no habiéndome
pagado la cerveza cuando me citó por primera vez para pedirme un texto, habiendo
dejado que su socia se presentara tarde y se fuera a los veinte minutos de llegar a
mi casa con la excusa de que su madre le había enviado un taxi para pasarla a
buscar, en la segunda y última reunión que tuvimos para acordar la edición de libro;
habiéndose resistido al uso del control de cambios para editar el texto, proponiendo
en lugar de eso hacer todos los cambios sin que yo tuviera acceso a ellos;
habiendo, luego de leer el mail que le envié con un instructivo para usar el control de
cambios, puesto su lugar de editora por sobre mi lugar de escritor sugiriéndome
usar comas en lugar de puntos y comas en una abundante cantidad de oraciones en
las que la coma no era de uso obligatorio, promoviendo así derribar la diversidad de
signos de puntuación de mis cuentos, una de las claves de mi estilo; habiéndose
montado en el rol de editora cuando le señalé semejante error de criterio,
respondiéndome que era necesario que yo aceptara cualquier corrección sintáctica
bien hecha, pues la calidad de ese libro corría, en última instancia, a cuenta de la
editorial, “editorial” dicho como si estuviera escrito con mayúscula, a lo cual, por
supuesto, respondí educadamente de manera afirmativa; habiendo ella compartido
la edición del manuscrito en un documento compartido con su otra socia sin
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habérmelo avisado, socia que, en la mitad del texto había comenzado a meter
errores, es decir, a tomar palabras bien escritas y cambiarlas por palabras mal
o tuviera acento;
escritas, proponiendo, por ejemplo, que la palabra náusea n
habiéndose luego negado a aceptar el error y a pedir disculpas por poner a una
extraña editora a corregir un texto sin que yo lo supiera y negándose a aceptar que
todo ese proceso no lograba más que hacernos perder tiempo a todas y entorpercer
el proceso editorial; habiendo afirmado que yo no tenía derecho a decir nada ni a
exigir nada ni a enojarme porque la socia en cuestión era “su amiga”; habiendo
callado durante cuatro días sin responder a mi audio por whatsapp en el que yo le
gritaba: “Me chupa un huevo publicar un libro”; habiendo enviado a la socia mala
correctora a pedir disculpas por su error por mail en lugar de afrontar mi reclamo;
habiéndose negado a tener una conversación en persona aduciendo que nunca
“ningún autor” la había tratado así; mostrándose incapaz de comprender que antes
que un autor yo era una persona y que antes que ser una editora con su pequeño
poder ella era en realidad, una editora que me había venido a pedir a mí que yo le
entregara un texto para publicar en su editorial, y que por lo tanto no podía montarse
en un tobogán de abuso de poder porque ese tobogán no tenía ningún basamento
con la realidad; habiéndose negado a darse cuenta de lo risible de ese planteo, ya
que, como editora, ella había publicado solamente cuatro libros en su vida, y por lo
tanto, si yo la había tratado mal, el porcentaje de autoras que la habían tratado mal
en toda su vida era de un veinticinco por ciento, cifra que me parecía bastante alta
de por sí, y que luego, mediante una simple encuesta al resto de las autoras terminó
por arrojar que si ellas hubieran tenido ganas de mandarla a callar, el porcentaje de
autoras que la hubieran tratado mal hubiera sido de un cien por ciento; habiendo,
por fin, manifestado que mi tratamiento hormonal era la causa de que yo le hubiera
expresado con firmeza en alta voz que me chupaba un huevo publicar un libro; y por
último, luego de la pelea, habiendo manifestado que no había entendido nada de lo
que yo le había dicho, pues cuando le comenté que respetaría la palabra dada de
editar con ella ese libro pero que era necesario tomarnos un tiempo para descansar
del mal trago, ella me respondió: Volvé a escribirme cuando quieras; y cuando yo le
respondí: “No: Vos me vas a volver a escribir a mí. Porque la que quiere publicar
este libro sos vos. No yo. Y este es el quid de la cuestión”, y ella me respondió:
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“Hubiera sido mejor haberlo sabido antes”, asumiendo, sin darse cuenta, su deseo
de poder asfixiante, sin ser consciente de él. No. No puedo hablarle a ella. Pues
¿cómo es posible hablarle a una persona que no es capaz de verte o escucharte?
Me preguntaba, mientras escribía esto, qué intención había tenido Lemebel cuando
escribió su famoso poema “Yo hablo por mi diferencia”, hablándoles a los
compañeros de izquierda acerca de lo que significa ser una marika. Intervino en un
acto de la izquierda con ese poema en que les tira en la cara lo infausto de su
ideología. Siempre recuerdo una pregunta que me hizo una profesora en un examen
final de Literatura Argentina I. Me preguntó a quién le hablaba Sarmiento en el
Facundo. Le respondí que a Rosas. La profesora me dijo: Sarmiento le habla a
Europa.
¿Quién es el interlocutor en un texto? Esa es una buena pregunta. Se supone que
en un texto, los interlocutores son infinitos. Se supone que esa es la diferencia con
la palabra oral. Pero si bien teóricamente lxs interlocutorxs son infinitos, existe, para
cada contexto, un interlocutor dado. Entiendo que un texto es la memoria en
contexto con fe en un contexto futuro. Dudo que Lemebel haya confiado en que esa
gente de la izquierda pudiera entender algo. Pero intervino y nos dejó ese mensaje
a les que vinimos después, o a aquelles contemporánees que sí podrían hacer algo
con ese extraordinario poema: reproducirlo, tenerlo en sus vidas para sentir el apoyo
de la poesía en medio de un mundo absolutamente adverso donde un partido
político que se cree justo, es en realidad, tan opresor como el imperialismo yanqui al
que critica. ¿Será tal vez que había alguna coincidencia, entre Lemebel y la
izquierda y que por eso se dignó a dirigirse a elles? Había habido, claramente, la
coincidencia de ser antiderechas, sin embargo el poema señala que esa
coincidencia ya no era suficiente, y la alianza se rompía por el hilo fino de la
existencia marica. Alguien que sepa historia y política de Chile podría analizarlo
mejor. Me pregunto qué pensaría Judith de este poema; supongo que la respuesta
ya está escrita en El beso de la mujer araña: algunas alianzas, como las de una
marika y un montonero duran lo que dura el tiempo en que una opresión mayor las
condensa. Y mientras pienso en esto, observo esos libros, Cuerpos aliados y lucha
política y El beso de la mujer araña, libro con el que anoche, mientras charlaba por
teléfono con una amiga, maté un mosquito, libro que tal vez me salvó de
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contagiarme el dengue, como le pasó a Paula. Gracias Judith Butler y Manuel Puig
por mi buena salud. Mínimas consecuencias afortunadas e inesperadas,
inimaginables, producto de la publicación de sus libros.
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blanco, tenía una existencia menor. En esas tres ocasiones no podía hablar, pero le
escribí a la gente que tenía más poder que yo.
Pero hubo otra vez, hace un tiempo, en que yo me peleé con una persona por
Whatsapp y le escribí una cantidad de cosas terribles, que me dejaron herido por
haber herido. Y hoy creo que es una buena oportunidad para dirigirme a ella en voz
alta. Para vos, Bianca. Te voy a contar lo que me pasó esa vez en que éramos tres
encargadas de redactar la versión final de un documento que incluía
reivindicaciones de diferentes colectivos feministas. Quizás te diste cuenta: yo
estaba convencido de que, de las tres, yo era la persona que más inodoros había
limpiado en su vida, por decirlo de alguna manera. Sabés que yo había decidido
quedarme hasta el final de la redacción de ese documento en defensa de varios
párrafos que quería cuidar, referidos a personas travestis, trans, no binaries,
lesbianas, gordes, sordes, personas con discapacidad y afrodescendientes. Esa
vez, tan tarde en la noche, trabajamos las tres cada una desde su casa, con ese
extenso documento compartido, que tratábamos de acortar dentro de lo posible. Y ni
bien empezamos la redacción, noté que vos, que pertenecía a una organización
peronista, agregabas abundantes párrafos e insertaba consignas que claramente
buscaban movilizar a las grandes masas de jóvenes que habían luchado por el
aborto legal. Y mientras yo trataba de reducir el documento, vos, absolutamente
imbuida de representar esas demandas, te despachabas con frases como: “Somos
las hijas de todas las brujas que nunca pudiste quemar”, a pesar de que yo te había
señalado la matriz heterosexual que implicaba basar una lucha compartida en
meros lazos de sangre, con el agravante, además, de insertar semejante frase en
un documento donde se pedía por el aborto legal. Pero vos me ignorabas, y seguías
con firuletes de esta calaña: viva las jóvenes históricas, viva nuestra danza
alrededor de las ollas populares, las luchas históricas (todo repetido, sí) para pedir
viandas estudiantiles, aquellas jóvenes que empuñaron el pañuelo verde.... Yo te
preguntaba de qué danza estabas hablando y te pedía que por favor blanquearas
tus intenciones. Vos negabas que esos párrafos los acababas de crear, y afirmabas
que esos párrafos ya estaban previamente en el documento, a lo que yo te
respondía: Bianca, si esos párrafos con palabras tan mal usadas y tan horribles
hubieran estado previamente en este documento, yo, que vengo leyéndolo desde
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hace varios días, te juro que me acordaría. Y en ese tire y afloje, decidí esperar,
pero en un momento dado, Bianca, junto con la otra redactora, de manera temeraria
eliminaron un párrafo donde las sordas pedían por la lengua de señas en
instituciones del Estado, y eso fue el acabose. Al ver esto, la sangre se me subió a
la cabeza, y cursor contra cursor te comuniqué que yo no había nacido para policía
y que no me retiraba de la edición de un documento tan ilegítimo porque estaba al
cuidado de ciertos contenidos, pero que te estabas equivocando gravemente. A
partir de ese momento, reconozco, te traté bastante mal. No dejé de presionarte
párrafo a párrafo, obligándote a limitar tu espantosa jeringoza en lo que, para vos,
en tu sincero corazón blanco de clase media y zapatillas all star, representaba al
feminismo popular. Te dije cosas como: “Bianca, ese párrafo es intragable. Ese
párrafo es horrible. Bianca, hay que mejorar eso; esto una sopa imposible de tomar”.
Más tarde, hablando con una amiga, intenté recomponer la razón por la cual yo me
había quedado en ese espacio, más allá de la necesidad de proteger esas
consignas. La respuesta es doble. Por un lado, la escritura es mi lugar, es un
escenario del cual no me voy a bajar. Es un lugar muy valioso, como ya he contado
en otras ocasiones, es estar ausente y presente al mismo tiempo…. Por otro lado, lo
mismo que le pasó a Lemebel con la izquierda, me pasa a mí con vos, Bianca. Y
creo que todo esto lo sabés. Pero lo que no te dije nunca es algo que pude decirle a
un amigo con mi voz en una conversación telefónica. Y hoy me gustaría decírtelo,
estés donde estés, compañera. Quiero decirte a vos y a todas las personas que,
como vos y como yo están convencidas de que el peronismo es justicia social: yo
también soy peronista, compañera. Y habemos muches trans, travas, lesbianas, no
binaries, sordes, gordes, que estamos enlazados en una conversación que también
es política. Quiero cerrar esta historia, Bianca, con un mensaje para vos y para
todes les compañeres. Y esta es una de las últimas frases que te escribí en ese
grupo de Whatsapp, después de haberte dirigido aquellas palabras ofensivas, pero
es una frase a la que me respondiste con un corazón: Nosotres también somos
peronistas. Y el peronismo nos merece.
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El ligero y dulce sonido del placer
A Marian
Todavía me caen de la cabeza granos de arena de la playa y también veo por acá
granos de arroz derramados en cascada sobre el piso de madera. Lunes, once y
cuarenta y uno de la noche... Qué alegría estar acá. Tenía que estudiar para la
clase del jueves, pero me desvié de la tarea. Di vueltas dos horas hasta ponerme a
escribirte, porque tenía distracciones. ¿La principal? Que nos pasamos como una
hora chusmeando. Cuando corté el teléfono, te dije: “Corto ahora, o este teléfono
caliente me va a explotar en la oreja”. Hacen cuarenta grados, y la brisa del río no
se atreve a mostrarse. “Me va a explotar en la oreja el teléfono, Marian”, te dije. “Y
aparte, voy a cortar, porque que me tengo que poner a escribir el cuento sobre vos”.
la publicación donde
Y mientras chusmeábamos, me dijiste que le ibas a dar like a
yo comentaba que el viernes en Brandon iba a leer un cuento dedicado a explicar
por qué sos tan genial. Y me dijiste que estabas escribiendo: “Honor. Espero estar a
la altura de la ficción”. Me lo dijiste por teléfono, a mí, en el momento en que
escribías un mensaje dedicado a mí. Como si una sola vía para comunicarnos no
fuera suficiente. Me sentí doblemente tocado por esas palabras. Y me dio risa. Reír:
una función primordial de nuestra amistad… Y ahora me tengo que poner a escribir.
¿Qué puedo decir? Te diría que yo también espero estar a la altura… Igual tuve
que dejar pasar largo rato, dejar que las cosas del mundo, que las personas de las
que hablamos, casi todas amigas, o chicas muy lindas y buenas, se alejaran, por
simple efecto del tiempo. Un poco de birra, hojear alguna tapa de revista Viva,
alguna nota acerca del feminismo, descubrir que la última novedad de Planeta es
una crónica escrita por una chica trans, guardar en un tupper la comida que sobró,
hacer como que me tiro a dormir y levantarme por temor a que la computadora se
apague sola y no la pueda volver a prender.. Y así, de a poco, conectarme con esto.
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Y casi casi, casi, pero casi no recordaba las cosas que pensé hoy al volver a casa
en bicicleta, pedaleando como un rey en el asfalto caliente, después de que
charlamos por teléfono de asuntos importantes, mucho antes, al comienzo de la
tarde, cuando salí de la psicóloga. Y en medio de la charla me preguntaste: ¿Estás
en tu casa, ya? Y te respondí: “No, hace veinte minutos que estoy acá sentado en la
bici, apoyado contra un poste, en la esquina de mi psicóloga”. Y al rato corté, porque
me pareció que no daba seguir plantado en esa esquina y que mi psicóloga saliera y
me viera que había estado en esa esquina, hablando por teléfono durante una hora.
“Pasa que quiero tomar aire un rato, antes de volver a casa”, te dije. Y al cortar, y
agarrar velocidad en la bici, venía ilusionado con el panorama despejado de este
documento en blanco.
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La otra noche, en Mar Azul, mientras le comentaba a tu novia lo genial que sos,
también le dije que no era justa esa descripción, que mejor sería escribir un largo
cuento para desarrollar esta idea, y la promesa me lanzó a esta aventura que hace
tiempo venía deseando. Y para no olvidarme de lo que estuve pensando, anoto por
acá: hablaré de tu voz y de tu piel aterciopelada, de cómo en tu garganta la saliva
diamante, diluida en una pastilla de menta para remediar la ronquera, suena como
un arroyo de cristal; diré que tan central como una perla es la cadena que la
transforma en gargantilla, y por último, me preguntaré cómo será posible que una
persona pueda hablar dulcemente, aún cuando no esté enamorada.
A veces les digo a otras amigas que tu existencia debería estar subvencionada por
el Estado. El Estado debería pagarte una pensión graciable, o como se llame, una
AUM: asignación universal para Marian, porque tu existencia beneficia a mucha
gente, a muchas más de lo que ninguna persona que conozco beneficia, incluyendo
cualquier ídolx de rock. Beneficios claros, concretos, tangibles, contantes, sonantes,
efectivos, eso es lo que aporta tu ser en la vida de muchas personas… Como
soberana del Palacio Milberg, sos la persona que está en el centro de grandes
banquetes y agasajos, rodeada de comidas bebidas exóticas, elixires, gualichos,
delicadas y perfumadas flores de cerezo natural; como dueña de la pelopincho, sos
la anfitriona de las fiestas de lesbianas que de verdad cogen en la pelopincho, sin
un gesto de videoclip de Gancia … Sos la que se sienta en una mesa de
negociación sin negociar ninguna deuda, dejando que otres lo hagan, y al retirarte
de la sala, el polvo de linyera que trajiste se volvió oro. Sos la que conecta a la
tatuadora con el vendedor de viandas veganas, la que presta el equipo de música
para los cumpleaños, la que consigue la casa donde quedarse en el encontrolazo; la
que tiene el número del remís, estemos en el pueblo en que estemos; sos la que
festeja el cumple con el amigo trolo antes de que la palabra trolo esté en una gorrita
de purpurina, sos la que mete la pata y nunca lo reconocerá, o mejor dicho, primero
lo reconocerá y a los dos minutos se hará la distraída mientras afirma que reconoce
su papelón plenamente pero que no lo es tal y no piensa hacerse cargo de él. Sos la
persona gracias a cuyos desmadres la gente debe ponerse a conversar acerca de lo
que está bien y lo que está mal sin que sea necesaria tu participación en esos
quehaceres que te incumben al tiempo que parecen derramarse sobre tu piel
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aterciopelada sin dejar rastros… Le conseguís trabajo, pieza y novias a las amigas.
Pintás murales de fútbol en las plazas, te disfrazás de almohadón para un videoclip,
y aunque detestás a tu gata, y a Polpot, el perro oloriento y sucio que vive en tu
casa, le hablás con dulzura, incluso cuando le gritás y manifestás que no lo
aguantás más, se lo decís de manera dulce. Me han dicho que tu voz es muy sexi
en los audios. En lo personal, arreglaste mi computadora, lo cual es un montón. Y
organizaste el evento al que fui dispuesto a convertirme en lesbiana, y lo logré. Y
cuando me separé de mi primera novia y creía que me iba a morir, pasé muchas
noches de verano en tu terraza escribiendo una serie de youtube sobre amigas
lesbianas que juegan al fútbol. ¿La verdad? Nos reímos mucho, muchísimo, con
muuuuchas carcajadas, en especial cuando describo a alguna chica con
características exageradas; una vez te dije que una chica tenía la cara de un pollito
que fue aplastado en su huevo antes de nacer, y te reíste a carcajadas, y me dijiste:
“hijo de yuta”, pero bien que te reías, y bueno, a esa chica la queremos un montón,
y con el tiempo, del brazo con ella, circulamos por los bailes mirando chicas y
riéndonos, lo cual no quita que entre vos y yo, por graficar en detalle la manera de
ser y de lucir de las personas, a veces nos preguntemos, o mejor dicho, te
preguntes, che, pero qué dirá la gente de nosotras, y en ese momento aparece una
risa muy fuerte, que se distingue en mayúsculas en WA, la risa más fuerte que leí en
mi vida, al toque decimos: qué importa lo que digan: JA JA JA.
No te llamo hermana porque creo que los lazos de sangre son mera casualidad del
pasado, mientras que la amistad es un amor del futuro. Gracias a estos desbordes y
te digo muy seguido que te quiero. Hoy es el momento afinar la puntería y decirte
que te amo. Tal vez, abrazar y acariciar y decir te amo sea algo que debamos
practicar con más frecuencia.
Pero todo esto es vago y abstracto, y no explica ni un poco lo que quiero decir.
Quizás deba contar lo que pasó en las vacaciones. Acabamos de volver de Mar
Azul. No fuimos juntas. Vos fuiste con Ana y sus amigas, y yo fui con Gregorio. Por
total casualidad, viajamos la misma semana a ese pueblo de calles de arena y
toyotas que ruedan día y noche en cámara lenta, como orugas sin ninguna
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experiencia de la vida. Al principio te alegraste mucho de que coincidiéramos: Nos
cruzaremos en la playa, dijiste. No, no no, dije yo. No nos cruzaremos. Yo voy en
plan familiar, Gregorio jugará en la playa y yo leeré un libro. Qué divertido, afirmaste
otra vez. Seguro nos vamos a cruzar. “No, Marian! dije yo. No tengo ganas. Cruzar
diálogos con la gente, incluyendo preguntas y respuestas, guitarras, cantos y hasta
tal vez algún perro, no está calculado en mi viaje, afirmé. “Dale”, insististe… No seas
amargo. “No, no y no… Tenés que entenderlo! ¿No ves que estoy re bajón?”
Ya de por sí era malo tener que irme de Buenos Aires, no tener computadora, ni mis
cosas, ni mi casa, mi barrio ni mi pc. Sin mi pc, porque no tengo notebook, y encima
hacía como tres semanas que me tocaba ponerme la inyección de Nebido y no lo
había hecho, a propósito, a ver si lograba aprender a hacerlo por mi cuenta y estaba
andando con las jeringas y el paquete de Nebido de acá para allá sin animarme a
pincharme. Bueno, bueno, dijiste. Está bien. Y yo sabía que lo que te había dicho te
estaba entrando por un oído y te salía por el otro. No porque no te importe mi
opinión sino porque pensabas que tu manera de pensar era más adecuada a mis
necesidades vitales. O sea, pensabas que vos tenías razón, y no yo… Nada nuevo
bajo el sol.
Así fue que el primer y el segundo día ni nos escribimos. Creo que fue el tercer día
que intercambiamos mensajes. Creyendo que era cortés preguntarte por tu estadía,
(la estadía de mi amiga que paraba en la misma ciudad que yo), te pregunté, por
Whatsapp: ¿Cómo va amiga, estás acá, en Mar azul? A lo que inmediatamente
(velocidad por Whatsapp, otra de las grandes virtudes de tu persona) contestaste:
Sí, estoy acá, ¿vos dónde estás?” En la playa y la 37, dije yo. Ah, yo estoy en la 36,
dijiste. ¿Estamos a una cuadra de distancia? Y a continuación compartiste ubicación
y yo, con gran resignación, apreté click y te compartí la mía. No estábamos a una
cuadra: estábamos a diez pasos de distancia. El mal ya está hecho, pensé. Ahora,
una verdadera legión de lesbianas se aproximará a mí, justo en el momento en que
Gre se acaba de hacer un amiguito y yo por fin puedo leer un rato! A los pocos
minutos apareciste para saludarme. Un fuerte abrazo, mucha felicidad de vernos…
breves intercambios por un rato. Luego, discretamente, volviste a tu sombrilla azul.
Al pasar diez minutos me pareció desconsiderado no ir a saludar a tu novia y a la
legión lesbiana que las acompañaba. Me acerqué y vi que solo había dos lesbianas
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bajo la sombrilla: Ana y Mariana. Tan solo dos.... Saludé y volví corriendo sobre la
arena caliente a reencontrarme con mi libro y con la reposera. Literalmente, diez
pasos nos separaban. “Chicas”, mandé un mensaje al grupo, recuento queer de la
playa: tres lesbianas, dos pibes trans (pues Moyi andaba por ahí, me habían dicho),
travas, ninguna y maricas tampoco. Y así pasó otro día. Te fuiste a Gesell, a intentar
convencer a Ruana de que la soledad no vale la pena y que es más divertido
juntarse con gente. Pero aún no lo lograbas. El miércoles estuvo nublado. El frío, el
hecho de que en cas de cortó internet y las ganas de tomar mate hicieron que te
escribiera desde el bosque en que nos habíamos refugiado, y con Gregorio fuimos a
visitarte. Ahora el grupo de amigas había aumentado y desayunaban muy panchas.
La mala suerte quiso que le hicieras un chiste desafortunado a Gregorio. Cuando
quiso tocar la alarma, le dijiste: No toques la alarma, o si no, te atamos. Eso provocó
una ofensa terrible y tuvimos que volver a casa. Caminamos por la calle junto a
Marian la amiga de Ana, que iba al mercado, y a la que Gregorio le dijo que la
detestaba simplemente porque se llamaba igual que vos. Y mientras ella nos
contaba que iba a comprar para una torta, intentó convencer a Gregorio de almorzar
pasta con tuco. Y Gre no sabía lo que era el tuco. Entonces me inquieté y me
pregunté: ¿Qué educación le estoy dando a mi hijo? Le dije con orgullo que el tuco
era lo mismo que la salsa, pero con carne. Y cruzando por el bosque, Gregorio y yo
volvimos a casa.
Por suerte volvió internet, Gregorio y yo pasamos largo rato viendo Clarence, y
luego entre nosotras chateamos: qué desastre. “Gregorio sigue ofendido”, te
expliqué. “Démosle un tiempo”. Y al rato, súbitamente inspirado, recordé el paquete
de Nebido y te pregunte: “Che, por allá hay alguien que sepa poner inyecciones?”
Instantánemente respondiste. “Sí, Marian, sabe”. Bingo. “Listo. Mañana le diré a
Gregorio que precisamos ir a verte para que Marian la enfermera me coloque la
inyección, y con esa excusa más el permiso de jugar videojuegos, se irá
reconciliando”. Así fue que al otro día fuimos a tu casa, pero no estabas. Te habías
ido a Gesell nuevamente a buscar a Ruana para atraerla al grupo. Eso me dio la
oportunidad de charlar un rato a solas con tu novia, e irle transmitiendo a mi manera
que su flamante novia era un ser excepcional. Allí pasó algo lindo, que fue que
vimos un gato subido al árbol muy, muy alto. Mientras, Marian la enfermera, que ese
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día haría asado, dormía en un colchón con el perro pitbull de otra de otra de las
amigas. Al rato llegaste con Ruana, y cuando Marian la enfermera se levantó de la
siesta, sacó de la heladera una torta de manzana y enseguida me ofreció ponerme
la inyección, pero yo le dije, Dejá, tomemos unos mates, y comamos esta torta de
manzana. Luego, mientras ella atizaba las brasas del fuego, le pregunté: Así que
vos sabés poner inyecciones… Cómo es que aprendiste? Y ella me respondió: Yo
les pongo inyecciones a mis perros.... Si eso te sirve”. Yo no dije una palabra, y me
empecé a imaginar la diferencia que podría haber entre ponerle una inyección a su
perro y ponérmela a mí y me dio risa. A lo peor, pensé, me inyecta la droga en el
torrente sanguíneo en vez de en el músculo. Qué puede pasar. Seguro sabe hacerlo
muy bien, pero es tan humilde que no me lo dice, pensé. Otra cosa que podría
pasar, pensé, es que como hace tres semanas ando con esta droga de acá para
allá, y hace mucho calor, y la expuse a más de 25 grados, se haya echado a perder,
y me termine muriendo, pero bueno, qué tan mala suerte puedo tener. Probemos.
A los minutos Gregorio se hartó, le dio sueño y no le gustó la guitarreada folclórica y
nos tuvimos que volver a casa. Yo, agradecido, porque tampoco soy fan de la
guitarreada. Eso sí, Marian, me fui con la impresión de que el folclore lo cantás y lo
bailás como nadie. Cuando nos fuimos, Marian la enfermera nos invitó al otro día a
comer pastas. Al volver a casa, no guardé la droga en la heladera sino que la dejé
en la mochila. Mañana este paquete estará lleno de arena, pensé. Miré el tubito… El
largo prospecto, que luego de chequear el dato de la temperatura había dejado todo
abollado así nomás… Esta botellita con este largo mensaje, pensé me salvará del
naufragio.
Al otro día, volviste a Gesell en busca de Ruana. Abnegada amiga si las hay. Por la
noche, fuimos a tu casa. La tercera es la vencida, pensé. Gregorio, uy satisfecho
con su performance en videojuegos, probó tarta. Un amigo, un puto hermoso de
origen italiano amasaba pastas caseras; el resto cantaba a Ricky Martin a todos lo
que daba. Y si bien una de las amigas tenía un pitbull, un perro que me da pánico, el
pitbull no nos había devorado, lo cual daba la pauta de que todo estaba bien. Marian
la enfermera, en medio del living, me dijo: “Bueno. Ahora es el momento”. Mientras
las chicas cantaban: Vente pa acá, subimos las escaleras y me acosté en la cama
matrimonial. Marian preparó la inyección. Le comenté que no había respetado la
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temperatura. Acordamos que nada grave podía pasar. Quizás, acepté mentalmente,
esta inyección sea muy diferente a como me las da Neu. La primera casi ni la sentí;
la segunda casi que tampoco. Debo confesar que por timidez, por no conocer tanto
a Marian la enfermera, le iba a decir que me la diera en la pierna y no en el culo
pero lo cierto es que en las nalgas duele menos, o al menos eso se dice, así que me
resigné y me bajé los calzoncillos. Y luego de un rato bastante largo en que María
iba pasando la espesa droga a la inyección, por fin… me pinchó. La aguja se sintió
ancha como si fuera un punzón y mi culo un cartón. Pero la droga, indudablemente,
estaba entrando en mi cuerpo. Todo estaba bien. Comprendí que el pitbull no se
comería a mi hijo mientras yo me daba la inyección, que Gregorio no se caería de la
ventana del baño a la que había tomado la costumbre de treparse, que la tv no se le
caeria en la cabeza mientras saltaba en el colchón al ritmo de Ricky Martin, que una
chispa del fuego de la parrilla que habían prendido las chicas por diversión no
quemaría su cara, que vos ibas a dejarlo jugar videojuegos en paz sin motivarlo a
ningún tipo de intercambio que le provocara el llanto. Todo eso no lo comprendí, en
realidad… No lo pensé. En realidad solo respiré muy profundo, abandonando la
vaga pesadilla nocturna de estar sin cobertura, de haberme olvidado de colocarme
la droga, de estar a la deriva. “Me da mucho placer que la droga entre en mi
cuerpo”, le comenté a Marian la enfermera. Hablé muy dulcemente, no digo
afeminado porque se entiende que la dulzura no puede ser atributo privativo de un
género, digo “dulcemente”, sin otro adjetivo que el adjetivo mismo. Y me sorprendió
hablar así. Me puse a pensar que tal vez pudiera replicar esa manera de hablar, y
lograr que con mi nuevo tono de voz amable que Gregorio aceptara por fin ponerse
el protector solar y evitar así que su piel se caiga, hecha harapos a causa de los
dañinos rayos ultravioletas, pero en realidad, como digo, no lo pensé, sino que
respiré, y mis pulmones se expandieron y con ese aire que salió de mi pecho se
escuchó el ligero y dulce sonido del placer. Recuerdo ahora una escena que ya
conté un día, de cuando nació Gregorio y lo llevaron a lavarlo, y el obstetra se fue
corriendo a otro parto, y todos se fueron, excepto una dulce enfermera, bañada de
luz, solo ella se quedó conmigo, me agarró la mano, me acarició la frente; la caricia
más dulce que recibí en toda mi vida, bajo el cálido efecto de la anestesia, sentí que
yo nacía a partir de esa caricia, me di cuenta de que era era la primera caricia que
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yo recibía luego de haber acariciado yo mismo, con mis labios, apenas, a ese ser,
mi hijo, que acababa de aparecer desde adentro mío, entonces Marian la enfermera
dijo: “Ya está”. Y un dolor dulce e intenso como el de un aguijón se empezó a
derramar por adentro del músculo. Entonces Marian tiró la aguja y yo le dije que me
iba a guardar la caja del remedio, a lo que ella me preguntó si quería guardar
también el algodón, y le dije que no, y dicho esto me abracé a la caja, que estaba
sobre mi pecho, y le dije que me iba a quedar un rato tirado en la
cama,descansando hasta que se me pasara el dolor, entonces ella prendió el
ventilador, y me preguntó suavemente si el aire estaba bien así, y yo respondí que
sí, y ella cerró la puerta y se fue, y recuerdo que pensé, la enfermera Marian se
llama Marian, igual que Marian. Y aferrado a esa caja de cartón vacía con una
botellita vacía en mi pecho, pensé: gracias Dios por todo esto, gracias por hacer que
exista Marian.
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Hacia Constitución
Quiero contarte algo. ¿Por dónde empezar? Este cuento corre el peligro de
interrumpirse si respondés mi mensaje. Hace un rato me lancé de lleno hacia vos,
con tres frases por Whatsapp: “Hola, Violeta. En un rato estaré por Constitución.
¿Nos vemos?” Estaba medio en pedo, viajando en el subte, exactamente tal como
lo había imaginado mientras tomaba sol en el parque con María. “Llegaré al vagón,
me encerraré en la oscuridad subterránea, y amontonado con la gente y subsumido
entre vapores alcohólicos, le escribiré un mensaje a Violeta para ir a tomar algo. Si
tengo suerte, para cuando el viaje en subte haya terminado, me habrá respondido.
Llegaré a casa, me ducharé e iré hacia Constitución”.
Así, recostado en el asiento, con los pies apoyados en una caja navideña y el brazo
acodado en el paraguas que me gané en el sorteo en la oficina, como un rey, te
escribí ese mensaje. Qué rey. Y qué inventor. Porque no era cien por ciento verdad
que en un rato estaría por Constitución. Pero bueno, eso es otra parte de la historia.
Como te decía, este cuento corre el peligro de interrumpirse si respondés mi
mensaje. Entonces, antes que nada, tengo que decirte lo importante. Cuando nos
vimos el sábado en la entrega de diplomas, antes de besarnos, yo pensé: no tengo
nada de qué hablar con Violeta. ¿Qué le puedo contar? Contrasté que vos, ese
inolvidable martes diez de diciembre en Plaza de Mayo, con un puñado de frases
me habías hecho ingresar a la historia de tu vida. La personalidad de tu abuela. Su
vida en Ucrania. Tu viaje para reencontrarte con ella después de que abandonara
Argentina cuando tu tío murió en Malvinas. Tu descubrimiento, durante las siestas
compartidas en aquel helado pueblo, de que ella había sido trabajadora sexual. La
cara de Evita, testiga del relato, enmarcada en cartón en su mesita de luz.
No. Lo sé con certeza. Nunca voy a conocer a alguien que en tan breves palabras
me contara cosas tan bellas e importantes. Pocos días después, te encontré por
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casualidad en la entrega de diplomas en la Ctep. Me contaste que habías estado en
La Matanza, que habías escuchado el discurso de Cristina. Otra vez, caer a fuego al
ritmo de tu pasión militante. Yo la noche anterior había leído un libro. Pero ni
siquiera era una novela peronista, como Señorita, de Hebe Uhart, esa novela que
narra el puente que lleva a una niña blanca, de clase media y de origen radical a
convertirse al peronismo por solidaridad de género con su vecina. No. Eran unos
cuentos olvidables, de una confundida escritora que no viene al caso nombrar, a la
que le parece acertado escribir con el viejo método del iceberg; una escritora que
piensa que contar sin contar tiene algún tipo de valor… Solo le di la oportunidad a
ese infausto libro para poder escuchar qué tenían para decir las personas a la que
les había gustado y convencerles de que esa literatura no sirve para nada. Y ni
siquiera lo logré. ¿Qué podría contarte yo?, pensaba. Nada. Y mientras íbamos al
chino a buscar más papas fritas, ibas haciéndome comentarios, que a veces, a
duras penas yo lograba entender, entre cantos senegaleses, porque una niña
acababa de nacer, y la comunidad le cantaba; vos me agarrabas del brazo para no
caerte, y yo reaccionaba físicamente con alegría, sujetando tu brazo para acercarme
a esas palabras, riendo, con gran desgano de pedirte que me las repitieras cuando
no las entendía, conforme solo con el lugar nominal de ser tu interlocutor, el
depositario de tus ocurrencias. Un sordo atrapado por breves palabras claras en la
noche de Constitución. Después nos besamos.
El no recordar tu voz. El querer atrapar la manera mágica en que te surge alguna
idea viva. El volver a escuchar tu voz y las palabras que salen de tu cuerpo. Porque
ya me olvidé de tu cara, pero no del contenido de tus palabras.
Perdido estoy, perdido. Me pierdo… Debo volver con fuerza al hilo del relato. Te
quería decir que si bien esa noche sentí que no podía decirte nada, que era una
cantera vacía, hace un rato cambié de opinión, y me di cuenta de que tenía algunas
cosas para contarte. Esas cosas que te contaría en la mesa de un bar, entre
cerveza y cerveza, son cosas que no se pueden escribir. Contarte que tomé sol en
la plaza esta tarde con María, y lo complejo de lo que sentí al charlar con ella
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después de dos años de habernos separado; que antes había habido un almuerzo
del trabajo, que les jefes nos regalaron baratijas de bazar, que una era un peluche
para bajar llaves del balcón y adentro traía una tuca, lo cual nos hizo sospechar que
el regalo no era comprado, que era un objeto que habían rescatado de algún lado
para no gastar cien pesos más… Todo eso nos haría reír, y tal vez, dentro del
panorama de temas, podría reflexionar acerca de por qué le di un abrazo tan fuerte
a mi jefe al despedirme frente a todes en el almuerzo, y lo raro que fue que lo
abrazara después de lo tortuoso del sorteo de baratijas, y cómo le dije: ¡gracias,
gracias, como siempre!, apretando su cuerpo bien fuerte, y cómo más tarde, por
chat, traté de explicarles a mis compañerxs, indignadxs de que yo hubiera saludado
a mi jefe todo sudado, siendo él el autor de la idea de sortear baratijas tales como
una lucecita de inodoro y un altavoz de plástico que venía sin pilas, que aquel
abrazo era un acto ridículo, arrojado, que era algo lisa y llanamente imposible de
explicar, algo que la razón no entiende, un plus de locura, una pura entrega al
desvarío.
Debo confesarte otra verdad: que quiero seguir escribiéndote, y ya no quiero que
respondas mi mensaje diciendo de vernos en Consti. Me costó mucho llegar hasta
acá, arrastrar la caja navideña frente a decenas de personas pobres en la calle,
bañarme, acostarme y casi quedarme dormido, que el gato me despierte, salir al
balcón a cuidar la babosa que me regaló Guillermina para Gregorio, y que está
adentro del frasco hasta que él vuelva y la podamos poner en una maceta; llamar a
Gre por videollamada, mostrarle la babosa rogando que siga viva, darme cuenta de
que está viva y muy babosa y quiere salir del frasco, esconderla en el baño para que
no se la coma el gato, y por fin, sentarme a escribirte. Y ahora que lo logré, ahora
que me amigué con la casa y los gatos, con la babosa, con la oscuridad, con el
viento de la ventana, hasta con la música… ahora que se hizo silencio en el barrio,
ahora que comprendo que me he sentado a valorar tu persona, ahora que
comprendo que me enamoré de tus palabras, y también de las mías, ya no quiero
irme a Consti. Comprender que al labrar este relato me sujeto a un lugar, lo ocupo y
no me muevo de aquí, que de aquí nada ni nadie podrá separarme, que ocupo un
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lugar por estar ocupado en la tarea nocturna de pensarte, en esta querida
oscuridad, me hace sentir pleno.
Sí, había más cosas para contarte. Pero para variar, no serán dichas en una mesa
de bar, y su destino será este texto.
¡Oh! ¿Por qué no anoté ese poema que me vino a la mente esta mañana al pensar
en vos? Hoy me desperté con alivio, pensando: hoy te quiero un poquito menos. Tu
recuerdo era difuso. Pero entonces volvió tu imagen, que es la cara de Apolonia, la
novia del protagonista de El Padrino, con su vestido morado, bajando de una sierra,
rodeada de niñes y ovejas; su gesto serio cuando él le da un regalo y ella abre el
paquete y encuentra un collar; su media sonrisa cuando, durante un almuerzo, lo
mira de lejos y se lleva una mano al pecho para mostrarle que lo tiene puesto. Una
compañera del trabajo me preguntó: ¿Quién te gusta ahora?, y le mostré la foto de
Apolonia, porque no tenía a mano ninguna foto tuya, y ella se murió de risa.
Entonces me di cuenta de lo ridículo de mi fantasía. Esta mañana, la imagen de
Apolonia se superpuso con firmeza a la actual realidad, que fue que anoche, dos
días después de que nos besáramos bajo el árbol del huerto en la Ctep, no viniste a
la cena de profes, donde esperaba verte.
Esperaba verte. Esperaba verte. Con retraso repito esa verdad y celebro el
desfasaje mental del lenguaje cuando repite las palabras por fuera de las
convenciones para señalar lo que debe quedar claro: esperaba verte. Ahora no
debo preocuparme por haber olvidado el poema, menos aún por no haberlo
anotado. Cómo voy a anotar algo si lo estoy sintiendo. Yo sé que lo verdadero
permanece. Tengo fe en las garantías de la memoria. Y es verdad, aún recuerdo lo
que quería decir, y aunque no tenga forma poética, puedo pronunciarlo. Surgió
porque Marian dijo que tu nombre no coincidía con tu cara, y que deberías llamarte
Florencia en vez de Violeta. Y eso motivó un poema mental que hablaba del color
azul de las venas de tus manos, del gris de tus párpados, que besé esa noche, del
oscuro petróleo de tus ojeras, de tu pantalón azul, ajustado por una pequeña y
económica riñonera negra, y tu manera de andar de acá para allá fluidamente en los
ángulos de la noche, como esa noche de Año Nuevo, hace dos años, cuando te vi
merodear por la cocina con otra amiga, decidida a sobrevivir indemne al sueño de
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todas. Yo estaba abrazado a una amiga en el sofá, entrando tiernamente en el
mundo de los sueños, y antes de cerrar los ojos, te vi, con una campera amarilla,
abriendo y cerrando una heladera, cuchicheando con un abrelatas en la mano,
atravesando el comedor en dirección al escueto fuego exterior que algunas
lesbianas aún mantenían vivo en un patio estrellado.
La verdad, pasaron seis horas y no parece que ni siquiera hayas clavado un visto en
mi mensaje. O lo viste y no quisiste responder, o me dieron un número equivocado.
Prefiero pensar lo segundo, que una confusión provocó nuestra incomunicación. Lo
contrario sería imposible de elaborar. Cualquiera de las dos alternativas conducen a
que no habrá encuentro. Ya que es casi la una de la mañana, y hay pocas chances
de que un mensaje tuyo interrumpa el fluir del texto, en este, otro documento sin
título cortajeado por el ir y venir de una persona alcoholizada, puedo pasar a
contarte algunos detalles que, no por menos importantes pero sí por menos
urgentes, tuvieron que quedar relegados a un segundo lugar. Y va siendo hora de
terminar con esta escritura solemne que parece un discurso, lo cual me genera un
terrible mal humor... Cuando te mandé el mensaje diciéndote que en un rato iría
hacia Consti, no era tan así. Había quedado con Eve, mi amiga francesa, esposa de
un terrateniente dueño de un tambo, que está acá de visita, para verla en Consti,
antes de que se fuera a una cena familiar, pero finalmente le di prioridad a mi
encuentro con María, para tomar sol en el parque, y por eso cuando llegué a casa,
ya era tarde para ver a Eve. A Eve, que dicho sea de paso odia a Cristina, y a quien
le había comentado lo que dijo Kicillof, que 515 tambos de la provincia de Buenos
Aires cerraron durante el macrismo, pero no le importó, a Eve no le confesé que
vería a mi ex, le dije: me encuentro con una amiga. Me respondió: eso huele a sexo.
Me reí y le dije que para nada. Yo en el encuentro con María me contuve de sentir
nada, pero el deseo se filtró por otro lado, y estando en medio del parque bajo el sol,
pensé en escribirte para verte. Pero claro, nunca fui a Consti, y terminé en mi casa,
solo, escribiendo.
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Otro cuento de fantasía que solo servirá para entretener a unxs pocxcs en Casa
Brandon la semana que viene. Más de lo mismo: fumando y tomando cerveza...
Debería estar grabando el video que me encargó Leónidas. Es un video en el que
hablo de la novela Señorita, de Hebe Uhart, donde explico por qué es una novela
peronista y feminista, y rescato la lección que nos deja Hebe acerca de las
microalianzas que podemos hacer con otras personas a partir de opresiones
compartidas. Es decir: tener la capacidad de entender lo importante que es el
peronismo para otra persona a pesar de que no compartamos nuestra identidad de
clase. Porque no todes tenemos un apellido peronista, como Naty Laclau, o una
abuelita a la que Evita le dio una casa, como Julia, o un mediocre padre radical del
cual diferenciarnos, como le pasa a la protagonista de la novela de Hebe. Nos dice
que no se trata de valorar lo que tenemos en común, porque eso es muy fácil, hasta
una mesa de hombres cis recalcitrantes en un bodegón puede simpatizar con una
mesa de lesbianas cuando, después de reivindicar el lesbianismo a los gritos, las
tortas cantan el feliz cumpleaños peronista, esto lo sabemos bien, pero se trata de
entender cómo podemos construir un puente a pesar de nuestras diferencias, o
mejor aún, cómo se puede ver la cara de otre que está tan o más enajenade que
une y querer abrazarlo y no darle la espalda y sepultarlo para siempre. Porque,
claro, a todes nos gustaría que nuestre amante sea un poco más peronista que
nostroxs. Y eso está bien. Está bien idealizar el peronismo. Está bien aspirar a que
tu cama contenga el máximo de peronismo posible, ¿pero y la construcción? ¿Y el
mozo Manolo, el de collar de cruz dorada, hijo de diaguitas y españoles, nieto de
italianxs, proveniente de Santiago del Estero, que es radical “por tradición” pero que
acaba de convertirse al peronismo a causa del gusano de Macri? ¿Cómo charlamos
con él? ¿Qué hacemos, en fin, con las lesbianas que dejan comentarios
angustiados quejándose del extractivismo minero por debajo de un post de la cuenta
de dylanferdezok?
Yo por honestidad debo decirte que esta carta acaba de pasar a la ficción. Nada en
ella es real ahora: nombres, lugares, circunstancias, todo es falso aquí, y qué mejor
que lo sea, en esta ciudad rodeada de espías. Por una vez, que la ficción se ponga
al servicio de algo, sin importar la forma informe que tenga esa promesa. Estoy acá.
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Es una pena no tener línea directa a tu corazón. Pero me pongo de pie. Igual que
aquella vez que una linda chica me besó y luego me dijo que le gustaría irnos juntas
pero que tenía que ir a encontrarse con su ex, y me dejó pagando en la mesa de un
bar, igual que esa vez, que volví a casa en bicicleta, ebrio de felicidad y solo,
amando el viento de la noche y feliz por desear algo, aun cuando ese deseo
estuviera insatisfecho, feliz de vivir la vida con pasión, como solía decir Néstor, y
llegué a mi casa y llegué a mi cama y le escribí a esa chica un mensaje claro por
Whatsapp: “Es mejor que no nos hayamos ido juntas”, le dije. “Ahora estoy en mi
cama, escribiendo mi diario”. Y le mandé una selfie. Ella también me mandó. Yo
tenía puesta la ropa de ella, ella tenía puesta mi ropa, nos la habíamos
intercambiado con el único motivo de encontrarnos a solas en un baño , nos
habíamos cambiado nuestra ropa antes de que yo la besara en la oscuridad
automática de ese baño, mientras ella se ataba los cordones, en una de las escenas
más románticas de mi vida: besarse de rodillas y luego ponerse de pie, que por esas
coincidencias de la vida, ocurrió en la planta baja del hotel donde pasé las horas de
amor más apasionadas de mi vida; y al igual que aquella vez, y al ritmo de esta
música de cuarta que escucho, un tema de Yo la tengo, “I´ll be around” (como en mi
mensaje, qué casualidad), agradezco que la escritura me mantenga de pie.
Mis amigas me comentan que el texto que te mandé por WA era un verdadero
papelón. Que ni siquiera me presenté ni te expliqué quién me había dado tu número.
Me dijeron que aún estaba a tiempo de aclarar mi error. Y eso hice, obediente como
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un caballo. Y después de seis horas, como no me respondiste, me di cuenta, por
señales tecnológicas, que el número de celular que me habían dado no era el
correcto. Como siempre, tuve buena suerte. Nunca leíste mi mensaje. Y ahora estoy
aquí, con dolores en todo el cuerpo, otra vez junto a una lata de cerveza, resistiendo
la tentación de volver a escribir el comienzo de esta historia que empecé ayer. Esa
tentación de creer que desde el presente tengo una idea más clara de lo que estoy
tratando de decir. Pero no. Me someto a lo que escribí. Me someto al pasado y lo
respeto. No se puede contar todo en un cuento. Unx trata de no ir presx. Pero la
verdad es que cualquiera, con mayores o menores posibilidades, de acuerdo a su
identidad, condición social y creencias políticas, podría terminar en la cárcel. Por
eso siento que no hay tanto tiempo para enlazar temas y crear una totalidad.
Mañana podría estar preso, y lo importante es dejar anotado lo que pasa. Quizás es
hora de aceptar que la totalidad de sentido de un cuento no depende de mí, y que si
ahora quiero traer una nueva perspectiva a esta historia, el tiempo y lugar en que la
conexión de lo nuevo con lo viejo se logre no me pertenecen; quizás es el momento
de reivindicar el derecho a tomar la palabra por ser simplemente un ser que tiene
algo para decir, aunque lo que digo esté fuera de lugar. Entender por fin que estoy
fuera de lugar, que el lugar de la escritura es un charco de arenas movedizas. Sé
que pongo en duda el lugar de la ficción. Y me hago cargo con total humildad.
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alas de cerveza. Voy ablandando la lengua y me recuerdo que merezco poder decir
las cosas que anduvieron dando vueltas por ahí, entre las sábanas.
Hoy cuando me desperté, nuestra conexión era lejana. Me pregunté por el estatuto
de la fantasía. Considero que las fantasías son parte de lo real. Y no estoy
celebrando que la gente sueñe o imagine un futuro mejor. Al contrario: las fantasías
no son imaginación, son entrecortadas, no tienen estamento concreto ni eje, como
lo tienen los sueños. De ahí su importancia. La imaginación crea cuerpos, y los
cuerpos conllevan en sí el potencial riesgo de ser atrapados. La fantasía, en cambio,
trabaja las esquirlas de lo real, y lo destruye con paso atómico. Voy por eso.
La imposibilidad de comunicarme con vos trajo este resultado tan querido por mí.
Escribirte de manera atrevida, sin permiso, con atribuciones inventadas. Escribirte
fuera de lugar, como una paria; como esas personas desplazadas que se instalan
para asumir un lugar que les era ajeno, y se ven borrosos en la mirada de desprecio
de les que piensan que elles no tienen derecho a ocupar ese lugar. Para mí fue un
desastre con suerte. Yo no puedo darme el lujo de perder.
Necesitaría una energía poderosa que cierre el mundo en una total oscuridad. Esa
energía no viene, pero tengo que seguir. Poca energía ya para tocar estas teclas.
Escasa claridad mental. Pero me quedaré en esta compu hasta que me salga.
Nunca pensé que esto iba a terminar así. Un cuento fracasado y solitario. Me agarro
la cabeza. Sopla el viento y abro la ventana para que llegue el sonido de tu voz.
Pensaba que este cuento era una reflexión sobre un amor justicialista. Pensé algo
sobre la justicia social, sobre la justicial sexual. ¿Por qué? Simplemente porque el
presente me lo pedía. Y porque me pareció que hacía falta asumir mi peronismo en
un cuento, urgido por la inquietud que me genera el origen de mi peronismo atado
con alambres. Y esto tiene que ver con mi historia personal, con mi conformación de
clase. E, increíblemente, algo nuevo: me lo guardo. Sí. He decidido esperar a
nuestro encuentro para contarte cómo me hice peronista. Me asistan las cervezas y
el espíritu de Evita. La próxima vez que te vea, si algún día respondés mi mensaje,
tendré algo que contarte.
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El lugar de la escritura
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Además no quiero leer en un recital solo porque Patti es famosa. Me parece re
careta. Algunas amigas me explicaron quién era Patti Smith, cosa que más o menos
yo ya sabía. Yo sé quién es Patti Smith en teoría, pero nunca me tocaron sus
canciones, porque no me interesa la música. Perdón. No es que no la valore, pero
no me llegó. Y además, no quiero pararme solo en el escenario. Nadie debería estar
solo en la vida, y mucho menos en un escenario. ¿Qué voy a decir frente a tanta
gente? Me parece desubicado. No es mi lugar.
Mis amigas intentaron convencerme. Pero yo también sentía que por ser una
persona trans iba a llamar demasiado la atención. Que nada que ver, me dijeron mis
amigas, que ni en pedo me llamaron por ser trans, que bla bla bla… Yo pensé
bueno, ya que soy trans, tal vez puedo leer un poema sobre el faltante de
hormonas. ¿Pero qué voy a hacer ahí, hablando solo? Además no sé escribir
poemas. Entonces pensé: si me llaman, puedo proponer que hagamos un poema
colectivo, podemor ir con la gente de la asamblea del faltante de hormonas. Decir
basta de travesticidios y transfemicidios, y que queremos salud digna y manejada
por gente trans, que queremos hormonas, y decirles a bayer y beta que se pongan a
pensar en bajar el precio de la patente de las hormonas porque estamos pensando
en un anteproyecto para producción pública de hormonas. Me empecé a motivar.
Pensé que era una buena oportunidad. Imaginé que antes de arrancar el poema
cantábamos: Macri no es puto, es liberal. Hacete cargo él es heterosexual. Y fuera
milicos de América Latina. Imaginaba la cara de Patti. ¡Lo que le hace Hollywood a
la imaginación! Y empecé a esperar el llamado. Pero nadie me llamó, y aquí estoy.
Recién fuimos al cine con Gregorio a ver Los locos Adams. Comimos un pancho. No
le quise comprar palomitas porque son carísimas y en casa yo las hago por dos
pesos. Tomamos agua de la botella. Y cuando empezó la película, el cine se
rompió: el audio de la peli sonaba, pero en la pantalla no se veía nada. La gente
empezó a quejarse, y en la cabina, del otro lado del vidrio, nadie nos escuchaba. Le
fui a avisar al señor de la boletería, y él fue a fijarse qué pasaba. Así estuvimos
largo rato, la gente gritando, la pantalla en blanco…. y yo pensaba en ese poema de
las hormonas, y pensé: qué complejo escribir un poema colectivo. El viernes vamos
a protestar al Ministerio nuevamente, por quinta vez. Tal vez podemos aprovechar la
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juntada y hacer un cadáver exquisito. Pero pensé: cortar la calle y hacer un poema,
qué complicado. Tal vez mejor lo escribo a la noche, aunque sea lo boceto, para
tener algo con qué arrancar. Pero yo ni siquiera sé hacer un poema.
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encaja… como Los locos Adams. Pero no vean la peli porque los locos se
reconcilian con los normales y además son una familia tradicional, pero bueno.
Antes de que la pantalla del cine se arreglara, chequeé por última vez mi celular y
nadie me había llamado para leer en el recital de Patti Smith, y me empecé a
tranquilizar; empecé a abrazar la realidad. La abrazo mucho. Especialmente cuando
no estoy seguro de qué quiero que suceda. Mejor que no me llamaron, pensé. La
exposición y la masividad son un riesgo. Mejor mantener un perfil bajo, dedicarse a
escribir un anteproyecto de ley de producción pública de hormonas, y no un cadáver
exquisito. Aunque un anteproyecto de ley, pensé, tiene grandes posibilidades
poéticas a explotar. El hermoso vocabulario, pensé, el recogido en los últimos días:
petitorio, temores fundados, y otras palabras que anduvieron dando vueltas en los
documentos compartidos, que son, como siempre, los que más amo, los que me
emocionan y motivan; entre ellos, estuve trabajando en el doc compartido del
prólogo a la novela de Lea Uría García: Clara, una novela que se lanza el 7 de
diciembre por Editorial puntos suspensivos y que les recomiendo que estén atentxs
para leerla, comprarla y asistir a la presentación, porque Lea es una autora trans
muy genial que se suma a nuestra creciente biblioteca trans. Seguro veinte años
atrás, ese libro lo podría haber publicado BYF.
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que encontrarán cualquier hueco, (igual que cuando andamos en bicicleta en el
tráfico), encontrarán cualquier hueco, pues son necesidades que fluyen… Ese
hueco es este escenario. Este es nuestro público y este es nuestro lugar: aquí y
ahora, en Casa Brandon, recordando ese espacio de BYF que fuera tanto para
nosotrxs, un espacio al que, en lo personal, tuve la suerte de llegar en mi primer día
en Buenos Aires, cuando tenía diecisiete años y vine a anotarme en el CBC, y caí
aquí (digo aquí porque hoy estamos, en cierta manera, en BYF), mi novio me había
dicho que trajera unos cuentos, y me había contactado con Roberto Jacoby, y ya en
la casa de Roberto, en el baño, vi un cuadro de Fernanda, porque ella había hecho
una muestra en esa casa, y ya me contacté con ese corazón de brillantina que
estaba colgado en la pared. Me senté en el living de Belleza y Felicidad. Cecilia
había pedido ua tarta de ricota en el Mercado de las Flores. Y de esta manera fluida,
que trato de explicar, a Fernanda y a Cecilia les gustó uno de los cuentos y al poco
tiempo me lo publicaron. Sí. No fue solo “buena suerte” ni fue “magia”: fue llegar a
un lugar donde las cosas que necesitábamos decir fluían, porque importaban, y por
eso se comunicaban sin demora. No podría explicarle eso yo a Patti Smith, ni
tampoco a ese público del Gran Rex, sí puedo decirlo aquí.
Me alivia que el pasado y el presente puedan conectarse a través de la memoria,
recordando y reactuando de qué manera el pasado puede ser presente, y cómo
podemos entender que hoy hay una energía de la resistencia que se enlaza con la
energía de mucha gente que nos precede, y que está aquí hoy también: y muches
en ausencia presencial, pues algunos ya no están físicamente, como Ioshua, recién
homenajeado aquí, como Jor, que fundó Brandon, como Jorge Di Paola (mi ex
novio), con su risa y su inteligencia únicas para la charla y la escritura, como Ariel
Lavogue, con su presencia mágica en la pista de baile. Elles también entenderían
esto, y por eso los sentimos presentes.
Tal vez si Patti hubiera estado en Buenos Aires, hubiera pasado por BYF, pero no
tuvo esa suerte, ni tampoco la suerte de esta aquí ahora, ni tampoco la suerte de
hablar español, ni tantas otras suertes….
Ahora me doy cuenta de por qué me sentí desubicado al imaginarme leyendo un
poema en ese recital. Porque sentí que a Patti Smith le cabía el Gran rex, y a mí me
cabía Brandon.
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¿Cuál es nuestro lugar, y cuál es el lugar de la escritura?
El lugar de la escritura es ser un lazo entre el presente y el pasado, un lazo que
contiene nuestras experiencias compartidas.
Belleza y Felicidad fue nuestro lugar en aquellos años. Brandon lo es ahora, en esta
celebración. Y mañana viernes, será la calle: el Ministerio de Desarrollo Social, en
Av. 9 de Julio y Moreno, a las once de la mañana. Allí seguiremos protestando,
porque no precisamos un DNU que diga que las obras sociales deben cubrir el
tratamiento y solo mencionen algunas hormonas: la ley de identidad de género
indica claramente que todas las hormonas que sean necesarias deben estar
cubiertas por los sistemas de salud públicos y privados… Y hay mucho más para
protestar. Allí esperamos a todes les que quieran sumarse a nuestra lucha por la
salud integral trans, que incluye, en primer lugar, la vida de las personas trans.
La calle nos encontrará unides, igual que hoy, ayer, y siempre.
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Querida bicicleta
Querida bicicleta: hace veinte años que quiero contar lo que siento, y ese momento
por fin ha llegado. No encontraba la manera, hasta que se me ocurrió escribirte esta
carta. Es una carta difícil y falsa, porque está dirigida a vos y también al mundo, y no
sé cómo sonará. Sos, has sido y serás una parte de mí, e iré tanteando qué pasa si
te miro de lejos, como si estuvieras en un lugar que no es entre mis piernas. Ojalá
se me cumpla el deseo de poder escribir lo que quiero.
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trabajo, que entre despacio; y en el garage de mi casa, que ate la bicicleta con
candado por si me la roban. Y esto último me lo hizo saber ayer Gustavo (que fue el
emisario). Me dijo, textual, que ese mensaje “me lo mandaba decir el encargado
nocturno”. Hoy a la mañana me di cuenta de que tu rueda de atrás estaba rara, y a
la tarde ya estabas desinflada. Y el bicicletero te sacó un alfiler entero. Le pregunté
qué opinaba y pareció inclinado a pensar lo peor.
Son las once de la noche. Estás ahora en un garage. Hoy, a las diez y media de la
noche, cuando me fui del garage, saludé al encargado nocturno y me respondió con
un murmullo y sin mirarme a los ojos. Me di cuenta de que de ahí podía venir la
cuestión. ¿Paranoia? Esa no es la pregunta, ya que lo posible es tan real como lo
real. Y es más que posible que a ese encargado no le guste mi cara y te haya
clavado un alfiler. Como tampoco le gustó mi cara al policía que me detuvo hace
tres meses, en un viaje en uber, volviendo de ponerme mi primera inyección de
testosterona, y nos hizo bajar, al chofer del uber y a mí, para revisar el auto y
cuestionar mi documento. Un rato antes, yo lo había mirado por la ventana. El
policía iba en moto, y me miró a través de la ventanilla del auto, en la avenida San
Martín. Le hice una sonrisa de imbécil, de “está todo bien”, y cuando giramos en una
calle, nos detuvo y nos hizo bajar del auto. Y al bajar, yo para mis adentros
pensaba: “Esto en la bici no me pasaba”.
Aquí está mi inquietud, ahora. La cuestión de que estés estacionada, varada, en ese
garage oscuro, la vivo como un problema. Ahora entiendo que andando con vos
sentí que se cumplía lo que para mí tiene sentido: que nada ni nadie, ni cosa ni
planta, ni persona, animal o máquina pueda detenernos. Ni siquiera un tren podría
detenernos: es tan simple como hacer marcha atrás e irse a otra calle, una calle que
esté liberada del tren, y cruzarla. Sí, un obstáculo puede demorarte...pero no
detenerte. Pues no hay vagón de tren cuya trayectoria sea más larga que el
mariposeo de una bicicleta, ni locomotora cuyo paso dure más que el abandono
otoñal de una bicicleta en una loma, abandono que, como la hoja seca que se
amontona a los costados de las vías, se derramará por la calle, esperando que pase
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el tren, para finalmente volar sobre las vías calientes y perderse a la distancia de la
tarde.
¡Es tan simple! Tan simple como cruzar en rojo la avenida Pueyrredón.
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Solo el peligro se parece a la verdad, pues en él está la certeza de que la vida vale
la pena.
Pero claro. No todas las bicicletas tienen la suerte que vos tuviste de andar
conmigo, ni todas las personas tienen la suerte que yo tuve, de aprender de la vida,
en la calle, andando con vos.
Aquella primera vez, cuando tenía cuatro años y quería ser diferente de mi hermana
melliza… Ella usaba un triciclo dorado. Fuiste ese modelo azul eléctrico de pedales
amarillos, y chocamos contra un árbol. Después, fuiste un modelo verde de ruedas
enormes. Eras la bicicleta de mi papá, y yo quería ser como él. Me subía a la mesa
del galpón, y saltaba a tu asiento. Apenas me daban las piernas para llegar al pedal.
A los diez, nos escapamos de casa. Anduvimos diez kilómetros bajo la lluvia, hasta
llegar a la casa de unas amigas, para escaparme de las tareas domésticas que me
había dejado mi madre, que estaban escritas en un pizarrón. Después, cuando a los
trece años nos mudamos a la ciudad, fuiste esa bicicleta que se rompió, y como no
le podía pedir plata a mi papá, gané los primeros ocho pesos de mi vida escribiendo
un artículo de opinión para un diario. Hablaba de qué carreras universitarias
esperaban estudiar les adolescentes frente a la crisis. Yo solo esperaba estudiar
una carrera que me llevara fuera de mi ciudad, pero no lo dije. A los quince,
trabajamos como cadetes por las calles de Tandil. Ahorraba para mudarme a
Buenos Aires. A los diecisiete, en la fiesta de egresades, como no quería entrar
acompañado del brazo de un chico al salón de fiestas, te pedí que entraras conmigo
al baile. Eras un modelo negro grafiteado de rojo, y me parece que te decoré con
algunas cintas para que estuvieras a tono con la ocasión. Después terminé en pedo,
tirado abajo de una mesa, y no me acuerdo más. Después me mudé a Buenos
Aires, y seguimos de cadetes. Así conocimos las calles de esta ciudad, que más
que ciudad, es el aire que respiro.
Esas es la ley de una bicicleta: la garantía de estar lejos de casa, y que nadie te
detenga. Por eso la bronca por parte de la gente que anda “encasillada” en sus
autos: elles siguen “encerrades en casas”. Porque nuestra fluidez es un poder que
no daña ni lastima. Entonces se preguntan: ¿cómo este indefenso puede más que
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yo? ¿Cómo el menos veloz puede pasar delante de mí? Porque comparan lo que
una bici y un auto pueden hacer en condiciones ideales para elles: una avenida
abierta, la Patagonia vacía. Pero esas condiciones no son reales: lo real es el tráfico
en la avenida Córdoba, a la hora en que les oficinistas pretenden regresar a su
casa, y la Patagonia no está vacía ni le pertenece al dueño de una camioneta Ford,
porque la ruta está cortada por docentes, y les dueñes de la tierra son lxs indixs a
lxs que se las robaron. Esa es la realidad que la propaganda del auto no les contó.
Pues somos unx débil que se filtra en los huecos. Unx débil sin permiso de conducir,
sin seguro ni patente. Unx débil que no respeta el semáforo, que anda por arriba de
l vereda. Unx débil que en vez de hacer control de alcoholemia es un borrachx que
lo pasa genial dejándose llevar por Julián Álvarez cuesta abajo. Unx débil que no
usa combustible, no hace ruido, no deja huellas. Unx débil que no se detiene a
comprar giladas en el kiosco. Unx débil que transpira y tiene a olor a débil. Unx débil
que come pizza Uggis mientras toma sol. Unx débil que llora libremente sin cuidado
a que le pregunten ¿estás bien? y le hagan reprimir su llanto. Unx débil que se
suena los mocos de la nariz tapàndose un agujero y soplando por el otro, unx débil
que, cuando un basurero lo mira con deseo o simpatía desde la caja de un camión
de basura, lo saluda y le guiña un ojo; unx débil que, si lo insultan, escupe la
ventanilla de un auto. Unx débil que cuando se encuentra con un cono, con un
golpecito lo aparta de su camino; unx débil que deja un desastre a su paso, unx
débil que atraviesa la brea caliente en medio de una calle en construcción mientras
los de espacio público quedan con el no en la boca. Lx débil anónimo que un veinte
de diciembre, en medio del caos, lanza su bicicleta por encima de un
embotellamiento, trepa, salta, la recoge, y sigue por Avenida de Mayo rumbo a la
multitud que tira piedras a la Casa Rosada. Unx débil que, a la hora de pasar entre
un tacho de basura y un espejo retrovisor, sabe que va a lograrlo, aunque el espacio
sea igual de ancho que una lata de cerveza.
Yendo juntas por las calles pensé cosas que sería imposible relatar. Hoy acepto que
no puedo acordarme de todas. Pero puedo explicar mi conexión con el mundo: una
parte de mi cabeza, a la izquierda, está pendiente de las puertas de los autos que
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podrían abrirse y matarme. Otra parte, a la derecha, está escuchando los autos que
pasan. Por arriba,en la tapa de mis sesos, me distraigo con alguna fantasía, siendo
una de las pricipales que me voy a cruzar por la calle con la persona que me gusta,
pero como estoy tan concentrado en no tener un accidente no la voy a ver, pero esa
persona sí me verá a mí, y solamente espero que no me mire justo cuando estoy
haciendo alguna locura... Desde el centro de mi cabeza, bajando por el cuello hasta
mi pecho, pasando por mi ombligo y llegando al centro de mi pelvis, está el deseo
de ser llevadas, por mí, por vos, por alguna pendiente, ir hacia adelante sin que
nada ni nadie se interponga en mi manera de vivir, que es fantasear mucho y no
razonar demasiado, disfrutar que estoy vivo, de la manera en que he aprendido qué
significa estarlo, que es yendo hacia adelante.
Volví a valorar mi mano derecha. Es la mano que dejo libre y con ella me conecto
con el mundo: agarro el espejo retrovisor: al mismo tiempo le advierto al conductor
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que se corra y también me apoyo en el espejo para no perder el equilibrio; golpeo
con un toc toc la ventana de un conductorx que no me ve; me apoyo, canchero, en
el costado de un inmenso colectivo, mientras espero que el semáforo cambie de
color, para no tener que apoyar los pies en el suelo; o me voy comiendo una
mandarina. Y también ¡también!, un día, mientras pedaleaba, apoyé la mano en mi
muslo, la abrí bien ancha, la hice descansar en el lugar exacto del muslo que hacía
la fuerza que nos conducía, y noté con satisfacción que mi mano, por más ancha
que la abriera, ya no alcanzaba para abarcar ese músculo que había crecido tanto,
alimentado por la testosterona. ¡Qué hermoso músculo, qué ancho es!, pensé. Noto
que es muy fuerte, parece inmortal, es más mío y más salvaje, y seguro nos
conducirá muy lejos. Después, chequeé otros músculos: ¡qué bíceps! ¡qué
abdominales! Más tarde me miré en el espejo: ¡qué glúteos! Y en el viento de la
primavera, constaté: ¡cuánto sudor produzco! Mi mano derecha toca mi cuerpo, que
dice: acá estoy, como aquella vez, cuando un mediocre sempai de karate me golpeó
la cabeza con una vara de madera y pensé: a este pibe lo voy destrozar con mis
propias manos, y unos chorros de transpiración me corrieron por la frente y la cara,
tantas gotas que el profesor pensó que yo estaba llorando, y después una
compañera me explicó que cuantos más músculos uno desarrolla, más transpira…
Curiosas ideas sobre el cuerpo, curiosos recuerdos que solo podrían caber en esta
carta, o en un viaje en bicicleta. Quería dejar registradas las cosas peregrinas que
se me vienen a la cabeza cuando andamos juntas. Lo cual me sirve para constatar,
una vez más, que tarde o temprano uno siempre llega a poder decir lo que quiere,
aunque sea de manera diferida. Tengo entre manos una carta que habla de lo que
tengo entre mis piernas.
Sí. Quise escribirte, querida bicicleta, porque nunca te hablo, pero te pienso. Ahora,
sola en el garage, a tan solo una cuadra, siento que estás en mi cuerpo.
¿Pero qué hay de vos? ¡Pasaron cinco años desde que nos conocemos! Siempre
imaginé que éramos dos. Nunca pensé que mis deseos eran solo míos. Hoy me di
cuenta de que varias partes de tus fierros están oxidadas. Con Gregorio se nos
ocurrió pintarte de verde y azul. Él quería verde; yo, azul. Me di cuenta de que no
soy la única persona a la que le importa tu existencia. Él también viaja en el asiento
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de atrás a veces, y se siente seguro de opinar sobre el color que podrías tener. Y
me doy cuenta de que te hablo a vos sola, y no a todas las bicis de mi vida. Un día,
hace cinco años, un motochorro se robó del canasto un termo con mi leche paterna.
Y yo le grité: ¡que te aproveche! Solo vos sabés esto. Cinco años estuvimos juntas,
cinco años donde pasaron las cosas más importantes de mi vida.
Quisiera preguntarte si estás de acuerdo en que te pintemos. Y en ese caso, de qué
color te gustaría ser.
Esta noche me iré a dormir imaginando que hacemos nuestra gloriosa peinadita:
encontramos el hueco por atrás de un auto, y seguimos su recorrido para colarnos
con el semáforo en rojo, con el exacto compás dictado por el auto, saliéndonos con
la nuestra, pasando, siempre pasando, describiendo un arcoiris perfecto, en tres
colores, tal vez, verde, azul, ¿y cuál más te gustaría?
Espero tu respuesta.
Te quiere,
I
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Carta a Gre
Querido Gre:
Estoy en un café cerca del Monumento a la Bandera, hay mucho sol, te gustaría
mucho. Anoche pasé largo rato antes de dormir pensando en cuántas cosas quería
decirte, pero claro, ahora que me senté y esto tiene que cobrar forma, se complica
organizar el discurso…Veamos...
Lo primero que quiero decirte es que te agradezco mucho el poco caso que me
hacés cuando te digo que hagas algo o dejes de hacer algo. De corazón te
agradezco cuando una vez más te abalanzás en las entradas del estacionamiento,
sin mirar la luz verde o roja del semáforo; cuando cruzás la calle sin mirar si atrás
del colectivo viene una moto que te puede atropellar; cuando no te das cuenta de
que con un codazo podés tirarte encima el termo con agua caliente, y te agradezco
que sigas saltado por las escaleras, a pesar de que un día clavaste la punta de una
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escalera de mármol en la frente y te encontré que te habían llevado las chicas del
museo y estabas en el baño bañado en sangre hasta la cintura. Todo eso lo podes
seguir haciendo, y perdón cuando te digo: Gregorio, no corras, porque no estoy por
llevarte al hospital, pero gracias por seguir haciendo todo eso, porque lastimarse es
una pavada, realmente: es difícil explicar el miedo irracional que me da eso. Yo
quisiera decirte que cuando seas papá vas a entender el sufrimiento que implica ver
frente a tus ojos el peligro que corre la integridad física de tu hijo, pero la verdad es
que no sé si tendrás hijos y si los tuvieras, quién sabe si lo sentirías así, pero hoy te
lo puedo decir de esta manera: para mí es insoportable verte llorar o sufrir, no sé
cómo hacen algunes xadres que no parecen conmoverse mucho o que lo
encuentran hasta un poco gracioso, yo no lo sé. La verdad, todo esto empezó
cuando naciste. Yo me di cuenta enseguida de que todo este infierno estaba por
ocurrir cuando entré por casualidad al hospital una semana antes del parto y por
error me acerqué a una sala de parto, yo entendí que estaba muy mal ese lugar, y
que yo por nada del mundo quería entrar ahí. Desde el principio, toda la gente
quería que nacieras, y siempre me preguntaban cuál era la fecha de parto. Cuando
finalmente estuve en esa sala de parto haciendo fuerza, me di cuenta de que la
fuerza que hacía no era para que nacieras, era para retenerte. Es cierto, naciste por
tu cuenta y con la ayuda de algún doctor, que, literalmente, te arrancó y cortó de mí,
para luego irse a otro parto, y dejarme solo con una enfermera dulcísima que me
acarició dulcemente la frente y me miró con tanta luz y paz como nunca una mujer
me miró. Vos ya te habías ido con tu padre a una serie de trámites médicos que te
dieron la bienvenida a este mundo, pero antes, tu papá acercó tu cuerpo a mi
cuerpo y hundí mi nariz en tu cachete derecha, sintiendo un olor a carne recién
nacida que no me olvidaré nunca. A partir de ese día, cada vez que, aún crecido te
besaba en ese cachete, mis ojos veían a tus ojos, y eran los mismos ojos de recién
nacido que ese dia. Cuando, aún con cinco anios te hago upa cuando cruzamos la
avenida corrientes los domingos al volver de la casa de Martín, hundo mi cara en tu
cachete y veo esa misma cara, entonces te digo: mamá te va a hacer upa siempre,
siempre. Siempre voy a estar cerca tuyo.
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Hijo, era tanto más fácil tenerte adentro mío, entonces nadie opinaba, nadie me
preguntaba, ni siquiera tenía que hablar o responder preguntas de nadie. Sabés que
me cuesta mucho la interacción, que siempre tengo un poco de cara de culo, que
me da fiaca charlar. Una vez, mirando una película me dijiste: hablame, mamá. Yo
estaba sumergido en la historia de la peli, y tu voz me sacudió con este pedido, que
traté de cumplir, pero fue muy difícil porque a mí me cuesta mucho conversar.
Quisiera estar tirado leyendo un libro todo el día, sin hablar. Pero a cambio, me lo
paso trabajando, en la oficina y en todas las changas que me la paso haciendo, por
una necesidad ridícula de trabajar, bueno, no tan ridícula, resulta que a mí el trabajo
me ha significado muchas posibilidades: irme bien pronto de mi casa, y muchas
cosas más que otro día te las cuento. No he sabido relajarme, y es poco probable
que lo aprenda, eso sí, por vos, empecé con duro esfuerzo a cultivar alguna cultura
de las vacaciones, fuimos a Mar del Plata, y este año iremos a la selva, a las
cataratas, si Dios quiere.
Bueno, Gre, con esto también quiero decirte que me encantaría que me gustaran los
mismos juegos que a vos, pero no me sale mucho correr, las escondidas, jugar a las
espadas, al quemado, un poco, sí, pero justo no a vos no te gustan los
rompecabezas, pintar, y esas cosas que se hacen sentades y en paz, en fin. Sí me
quedo tranquilo que nos gusta acostarnos por la noche y te cuento un cuento, eso lo
podemos compartir. También nuestros juegos de rol en la baniadera, donde yo te
digo un reto y vos me tiras agua en la cara con una pistola de agua, por ejemplo te
digo: Gregorio, vestite! y vos me tirás agua en la cara con la pistola, y así. O cuando
te apoyas en el borde de la bañadera y yo te digo: Gregorio, te vas a caer!! Y vos te
resbalás y caés en el agua salpicando todo.
Gre, yo te quiero contar tres momentos en que fuiste un chico tan valiente, por si te
los olvidás, aunque me parece que no, porque tenes una gran memoria. Un día, en
el parque de Agronomía, salvaste a un chico de ser pisado por un tren. Te
adelantaste de un grupo que iba caminando, y te diste cuenta de que el chiquitín
estaba en el medio de la vía y lo salvaste. Otro dia, en la playa, te diste cuenta de
que Taiel, el amiguito que te habías hecho, se había despistado y no encontraba a
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su mamá. Lo agarraste de la mano y encontramos enseguida a su madre. Y por
último, el otro día, en la pileta, un chico se quedó encerrado en el banio, y como
eras el más chiquito te metiste por abajo de la puerta y le enseñaste al chiquitín a
salir por abajo. Creo que en esas tres ocasiones encontraste un hueco, el mismo
hueco, creo, que encuentran todes les chiques y que se mandan por ahí para nacer.
Hijito querido, es muy estresante que sea tu último año de jardín, y aunque hacer
primer grado es divertido porque vas a aprender muchas cosas y tener nuevos
amigues, y una nueva señorita también, a mi me cuestan muchos los cambios y
temo y creo que te pasa lo mismo y estás un poco triste de que sea tu último año de
jardín. Yo al pensar esto siento muchas ganas de llorar, porque detesto perder
cosas, me duele, porque no puedo saber, no hay manera de asegurarle a una
persona que el futuro será mejor, me parece hasta casi deshonesto prometer algo
así, porque cómo podríamos saberlo? Sin embargo, más o menos me puedo
imaginar, que aprender a leer y a escribir es algo hermoso, algo que, seguramente,
te dará tanta y tanta libertad, la misma que tenés cuando vas caminando delante
mio en la calle y algún extraño me mira como diciendo: usted es el padre de este
niño que camina solito? Y vos notás la mirada rara de esa gente y yo te digo, bueno,
hijo, porque no es tan común que un chico por el microcentro ande solito, pasa que
vos te criaste acá, ya conocés, es tu barrio.
Quisiera decirte mil cosas más, pero ya va siendo hora de terminar esta carta, y
además, como esta es una lectura de poesía, y no de cuentos, no puedo
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extenderme demasiado. Seguiré esta carta en otra ocasión. Te amo hasta el cielo,
hijito.
Tu papá.
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Querida araña
Querida amiga:
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enaltecerte, buscar la forma de convertirme en alguien capaz de hablarte frente a
frente.
Tenía algo más para decirte, sin embargo, y lo pensé recién, mientras lavaba
los platos con agua fría, fueron grandes cosas, como una nube, que se elevaron
atrás mío, un telón arriba de la cabeza del gato que me hace compañía mientras
lavo los platos, a mi lado derecho, en diagonal a mi pie derecho, esperando que me
desocupe para ir a la computadora y echarse a tomar el calor de la lámpara del
escritorio; y las cosas de la nube, tan grandes, sutiles y ciertas las olvidé al llegar
aquí. ¡Lo lamento tanto, querida amiga! Y es una de las cosas que más lamento en
mi vida, en verdad, que el tiempo lleno de altibajos y tareas no me permitan abordar
esta tarea con constancia y por ese motivo olvidar tantas cosas, sin saber cuáles y
cuántas de ellas se podrán perfilar aún en el futuro. Y que la única parte cierta de
esta frase sea el futuro es tremendo, pues de esto no puedo hablarte, sería
inoportuno esta noche. ¿Pero por qué tendrá que ser oportuno hablar de algo para
poder decirlo? ¡Qué injusticia, querida amiga! Qué injusta y cuán amarga es esta
experiencia compartida por las dos.
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anticipándote la verdad. Partamos de la base, pensé entonces, de que sos un
animal lleno de recursos, de que tejerás tu tela sea como sea, y aunque te la
rompan, lo seguirás haciendo hasta el fin, y se perfila entonces mi humilde lugar,
que es el de existir tan solo breves minutos en la vida de esta, tu noche eterna.
Querida amiga:
He debido continuar esta carta un par de días después. Tal vez sea un poco
vano citarme, pero acabo de recordar que en mi novela Una idea genial me refiero a
vos cuando hablo de la fe en Dios que sentí de niña, la intuición de que algo me
trascendía en el más allá. Dice allí que sentía la fe de la siguiente manera: “Dios es
un hilo muy fino que está frente a mis ojos, pero es el único, y aunque parezca débil,
como el camino de una arañita que vio destruido su hogar, puedo hacer equilibrio
por ahí sin romperlo, directo al cielo”. No le hubiera prestado tanta atención a esto si
no hubiera sido porque Francisco, mi editor, me dijo que le encantaba. Y debe ser
porque lo que dije es cierto: la araña siempre tejerá. La limpiarán del mundo y tejerá.
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pero antes que yo, antes de que yo heredara esa casa, volví a pensar que yo había
dormido ahí en mi infancia y que ese cuarto y su contenido mobiliario eran míos,
entonces vi una densa pared de telarañas, aún más espesas que en el resto de la
casa, como si el abandono recubriera el viejo espejo. Y fui, como un príncipe fuerte,
abrí los brazos, y fui rompiendo esas paredes de tela hasta llegar al espejo y
mirarme aparecer entre las redes. Mirar mi cara, y allí mi fortaleza. Y luego, al
descolgar el espejo y mirar hacia la fina puerta de madera pintada de color gris
brillante, ver el camino que yo mismo había abierto en la maleza (siempre habrá
maleza; la huella es solo el espacio en que la pisada ha evitado que crezca la
naturaleza, la huella es lo negativo, lo positivo es la maleza, pensé), y ese camino
era un túnel en el tiempo, un túnel donde el futuro estaba de mi lado. Arranqué al
espejo del pasado, y para poder sacarlo tuve que destruir esa cosa natural que lo
rodeaba.
Más tarde escribí acerca del particular estatuto del objeto abandonado:
¿Qué significa estar abandonado? Esto es crucial. Cuando algo está abandonado,
se encuentra en un espacio que no reconoce, un lugar donde no debería estar,
aunque creyendo que conoce su entorno se da cuenta, por el paso del tiempo, de
que en realidad no sucede lo que debería suceder.
Sentarse con las piernas. Y no con la cabeza, los brazos o los ojos. Las piernas y la
cola, y el resto del cuerpo continúa ahí, emergiendo de una silla abandonada”.
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Buenos Aires, 29 de julio de 2017
Querida araña:
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cuando cocinaba, me lamentaba de que la presión de gas de la cocina era muy
mala, que las cosas tardaban mucho en calentarse y lo cansador que era ir y venir.
Antes, yo podía, con un solo giro, cortar una papa y echarla a freír. Ahora eran
procesiones frustradas y una sartén de aceite tibio. En aquel tiempo, Paula me retó
por plancharle las camisas a mi marido, yo enseguida recapacité y dejé de hacerlo.
Además, mi hijo dejó la guardería y tuvo una niñera, y yo le pedí a ella que cocinara.
Hizo tartas de verdura y guiso de lentejas. Yo ya no daba la teta, comer no me
importaba, por fin estaba libre de la esclavitud de almorzar dos platos de pasta y
estofado con queso. Emprendí nuevamente el camino del ascetismo. Llevaba las
viandas al trabajo y repartía la comida entre mis compañeras. Yo no comía mucho.
Y ellas me decían: qué bien cocina la niñera. Y yo respondía: sí, la tarta se la
enseñé a hacer yo, con masa casera. Y seguía lamentándome más, más, cada vez
más, vivía amargada, hasta que mi hijo creció y un día, a poco de pasar los dos
años me dijo que estaba rezongando. Así fue que empecé a tener ganas de dejar
de rezongar, quise ser feliz, quise enamorarme de alguien con el cuerpo y el
corazón. Poco después, me enamoré y me separé. Entonces tuve que hacer de mi
casa algo mío. El living dejó de ser formal, y donde antes estaba el sillón, puse mi
colchón de dos plazas, y con mi hijo contemplamos con interés cómo la inmensa
tela de araña rodeaba la lámpara del living y se perfilaba cada día un poco más con
sol. Por fin, vino un gasista y puso la cocina en la cocina. Ahora, mi hijo va algunos
días con su padre, y yo me hallo libre para escribir y amar. ¿Qué hago ahora
entonces, además de escribirte y esperar a mi amada? Cocino mousse de
chocolate, pollo con cebollas al curry, y también una torta de vainilla para Eva, la
señorita de mi hijo que cumple cuarenta y siete años, y que un día, al verme
enamorada y vestida con ropa deportiva me preguntó si era bailarina.
Ahora veo claro. El primer paso fue dejar de planchar. Yo había pensado que
mi ex marido debía ir al trabajo con la camisa planchada. Qué ridícula. Pero yo me
crié de esa manera, limpiando, fregando, cocinando, lavando, planchando, matando
arañas. Yo no me daba cuenta, pero hace poco tiempo encontré mi diario íntimo de
los quince y descubrí que mi adolescencia se trató de eso: de tareas domésticas. Yo
nunca tomaba cerveza. Pero ahora que estoy enamorada y tomo cerveza y no
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plancho ni mato arañas, lo primero que quise hacer fue traer la cocina al lugar que le
correspondía. ¿Será posible?, pienso. Y comento en mi diario que esto debe ser
algo que me trasciende, algo oculto en mi propia noche eterna, que es querer dar
comida cuando estoy feliz. Vos tejés, araña, yo cocino, y escribo con un delantal.
Me siento feliz de sentir mi corazón en su lugar y las arañas en el suyo.
Te quiere,
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