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A finales de 2000, Wendy, una adolescente hondureña, fue violada en grupo por
pandilleros de la Mara
Salvatrucha. Tras el ritual conocido como “el trencito”, los mareros decidieron hacer
negocio y corrieron la voz de que cobraban cincuenta lempiras a quien quisiera tener
relaciones con la muchacha.
El pasado diciembre la policía detuvo en Málaga a una rumana que había firmado un
contrato para vender sus dos hijas a unos proxenetas. Por 5.000 euros aceptó que fueran
llevadas a España a prostituirse.
Luisa, universitaria bogotana, empezó en un videochat. Le pagaban por desnudarse ante la
cámara. De allí pasó a concertar citas vía celular y ya con clientes se enroló en un lujoso
burdel: “Si estoy con un man que me gusta porque sí, ¿por qué no voy a estar con otro por
plata?”. (…)
La Valeska vive en función de la plata. Ejerce la prostitución desde los 17 años, cuando
aburrida del maltrato de su padre dejó la comodidad del barrio Laureles para ofrecerse en
Bogotá. (…)
Poca gente pasa el umbral, pero son varias las vías para llegar al sexo pago. A pesar de
esta verdad de a puño, muchos se resisten a la evidencia disponible y enfatizan una
doctrina cada vez más terca e improcedente para la prevención: la prostitución siempre es
forzada. Sin embargo, ¿cuántas personas venden su cuerpo empujadas por la miseria,
cuántas obligadas por proxenetas, cuántas seducidas y abandonadas, cuántas huyendo del
abuso, cuántas por morbo o curiosidad, cuántas por arribistas, cuántas por la adrenalina,
cuántas por hipersexuales? ¿Cuántas Wendys por cada Valeska o cada Luisa?
Nadie sabe, las respuestas no son obvias e incluso la disponibilidad de testimonios puede
estar sesgada. Además de los antecedentes familiares o las experiencias individuales, el
entorno y la época influyen. En Colombia, aunque tenemos indicios de que el negocio de
las prepagos está en franca expansión, no conocemos el tamaño de la actividad ni su
composición. Nadie comprende bien por qué se inician, por qué se mantienen o por qué
dejan la actividad, y cada vez es mayor la influencia de quienes no están interesados en
que se sepa.
La industria del rescate es ya una poderosa alianza multinacional de burócratas,
periodistas y oenegés (ONG) que logró simplificar hasta el absurdo el diagnóstico,
demostrando de paso que no solo tiene más prejuicios que la Iglesia, los viejos
criminólogos o los médicos higienistas sino que carece de cualquier vocación para
entender lo que ocurre, lo que piensan o lo que quieren las víctimas. Esa alianza pretende
intervenir un mercado sobre el que se sabe no solo poco, sino cada vez menos. (…) “No
me arrepiento absolutamente de nada”, dice una prostituta. Los momentos en el burdel
“fueron unos de los mejores de mi vida, por el simple hecho de haber conocido a Giovanni
y haber encontrado esa mujer nueva que soy ahora… Utilizar el sexo como medio para
encontrar lo que todo el mundo busca: reconocimiento, placer, autoestima y, en
definitiva, amor y cariño... ¿Qué hay de patológico en eso?”.
Rubio, M. (2012, junio). Wendy, Valérie y todas las demás. El malpensante, vol. 131. Tomado y adaptado de:
http://www.elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=2573
A finales del 2000 Wendy, una adolescente hondureña, fue violada en grupo por pandilleros de
la Mara Salvatrucha. Tras el ritual conocido como el trencito los mareros decidieron hacer
negocio y corrieron la voz que cobraban cincuenta lempiras a quien quisiera tener relaciones con
la muchacha.
El pasado diciembre la policía detuvo en Málaga a una rumana que había firmado un contrato
para venderle sus dos hijas a unos proxenetas. Por cinco mil euros aceptó que fueran llevadas a
España a prostituirse.
La Veterana se graduó en un colegio de monjas. Joven y virgen se casó con un señor bastante
mayor que resultó bígamo, le dejó un hijo y, ya separados, la seguía golpeando. Salió de Cali
por tierra hacia el pueblo donde trabajaba su hermana con el cura. En Medellín Amparo -bonita,
joven y puta curtida- se subió al bus y se le sentó al lado. Tras veintitantas horas de charla, la
decisión estuvo tomada. "El primer día fue lo duro. Después no". Al hacerse al alcalde, al juez,
dos médicos, un comerciante y unos cultivadores supo que estaría en esas por el resto de su
vida.
Paula trabajó un tiempo como mula. Novia de un traqueto, le perdió el susto a todo, se metió en
“la cultura de ganarse la plata fácil” y comenzó a “tomarle gusto a los juegos de sexo”. Una
compañera le presentó unos tipos chéveres, de esos manes que le regalan plata a las amigas.
Para uno de ellos, congresista, trabajó como asistente. “Me come, pero porque yo quiero que me
coma. Porque no me choca. Porque es inteligente y tiene poder, y porque es mi amigo. Pero no
es que hagamos el amor e inmediatamente me pague”.
A los travestis de élite La Chama los llama las europeas. Viajan por el mundo y van a Medellín a
darle vuelta a sus familias y “a amarse con sus maridos”. Cual señora de clase alta, La Cris es
educado y sensible. Ya no hace parte de las profesionales ni va a Europa. Es peluquero y sigue
queriendo a su esposo. Pero no deja de tener relaciones furtivas con hombres que le gustan y
pagan bien. “Es que el amor va por un lado y el dinero por otro”. La Valeska sí vive en función
del billete. Ejerce la prostitución desde los 17 años cuando aburrido del maltrato de su padre
dejó la comodidad del barrio Laureles para ofrecerse en Bogotá. Viajó por varios países
acostándose con hombres. Regresó a Medellín ignorado por la familia. Sólo su madre intentó
redimirlo montándole un salón de belleza con tal que dejara de avergonzarla vistiéndose de
mujer. Fue inútil. Comprendió que su hijo, sin remedio, “pertenecía en cuerpo y alma al bando
de la noche y la vagabundería”.
Decepcionada “por falta de recursos y creo que por un poquito de falta de amor” de personas
como el papá de su hija, María debutó en el Copacabana. Una mujer muy hermosa se le acercó
en un parque. “¿Quiere trabajar en un casino?”. Al llegar, se dio cuenta que era un night club.
Pero “me senté en la barra a pensar, a mirar a todas las niñas … No era tan depravante como lo
ví en el primer momento. No me pareció cosa del otro mundo”.
Michelle, una rent girl de Boston, sufría abusos del padrastro. Se fue a vivir con su novia Steph,
a quien habia conocido en una contra protesta ante una clínica de abortos. La cautivó la manera
como insultaba a los católicos. “No pasó mucho tiempo entre que Steph me contara que era
prostituta y yo la siguiera. Quería probar cosas, de todo, especialmente cosas ilegales con un
tinte de glamour”. Pudo dejar sus dos trabajos. “Tenía tanto dinero y odiaba tanto a los
hombres. Sólo podía ser de esa manera, tenerles compasión me hubiera matado”.
En su Diario de una ninfómana, Valérie Thasso, ejecutiva francesa, cuenta cómo luego de perder
la virginidad a los quince, para mitigar la culpabilidad quiso experimentar, “no porque tuviera
muchos deseos prematuros” sino por pura curiosidad. Al final de la universidad, sabía que tenía
algo especial con los hombres. “Yo era una hechicera y me puse a buscar Merlines encantadores
en todos los rincones de la ciudad”. Creyendo que esa insaciable exploración era un problema de
comunicación decidió escribir su diario. “Hoy he visto a un tipo en la calle, y sólo con dos
miradas, decidimos hacer el amor … Ya no tengo control sobre mi cuerpo. Me siento de repente
perturbada, mi cuerpo pide a gritos que le arranquen la piel para poder fundirse con este
desconocido … Repetir no me interesa. Prefiero encontrar a otro en la calle”. Entró a un burdel a
los treinta años, a raiz de su ruptura con Jaime. No le perdonaba haberla dejado llena de deudas
y “con una tripita que nunca llegó a crecer”. Quiso descubrir ese mundo que había imaginado
tantas veces. “Todavía no sé muy bien si he venido por venganza, por asco hacia los hombres o
más bien por falta de cariño y autoestima y mis problemones económicos. Es una mezcla de
todas esas razones … A pesar de los nervios antes de encontrarme con el primer cliente, tengo
la sensación de haber hecho esto toda la vida”.
Poca gente pasa el umbral, pero son varias las vías para llegar al sexo pago. A pesar de esta
verdad de a puño, la doctrina es cada vez más terca y descarada promoviendo una visión tan
inverosímil como improcedente: la prostitución siempre es forzada. ¿Cuántas personas venden
su cuerpo empujadas por la miseria, cuántas obligadas por proxenetas, cuántas seducidas y
abandonadas, cuántas huyendo del abuso, cuántas por morbo o curiosidad, cuántas por
arribistas, cuántas por la adrenalina, cuántas por hipersexuales? ¿Cuántas Wendys por cada
Valeska o cada Valérie? Nadie sabe, y las respuestas no son obvias. Además de los antecedentes
familiares o las experiencias individuales, el entorno y la época influyen. No es lo mismo la
frontera de colonización o la cercanía a una base militar que una región azotada por el conflicto
o un centro fabril al que migran sólo mujeres.
La prostitución masculina no dispara las alarmas de auxilio. Hay quienes defienden el derecho de
un travesti a ejercer libremente su sexualidad, incluso cobrando, y declaran imposible que una
mujer haga lo mismo sin atentar contra su dignidad y la de sus congéneres. Cual patriarca
victoriano, consideran que las prostitutas necesitan alguien -chulo perverso o redentor ilustrado-
que piense y decida por ellas; que les indique cómo es que deben abordar esa delicada y
trascendental cuestión de con quien, con qué frecuencia y bajo qué condiciones pueden tener
relaciones sexuales.
“No me arrepiento absolutamente de nada”, afirma Valérie. Los momentos en el burdel “fueron
unos de los mejores de mi vida, por el simple hecho de haber conocido a Giovanni y haber
encontrado esa mujer nueva que soy ahora … Utilizar el sexo como medio para encontrar lo que
todo el mundo busca: reconocimiento, placer, autoestima y, en definitiva, amor y cariño. ¿Qué
hay de patológico en eso?”
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