Las Neuronas Espejo-Eduardo Pavez Goye
Las Neuronas Espejo-Eduardo Pavez Goye
Las Neuronas Espejo-Eduardo Pavez Goye
1
El cielo es diferente en este hemisferio. No se parece en nada al que está suspendido
sobre nuestras cabezas en Santiago. Aquí las nubes son grandes. Aquí viajan más rápido
y no tienen cerros que detengan su camino. Levanto mi cabeza y miro hacia arriba. El sol
lastima mis ojos. Los entrecierro y respiro profundo. El aire limpio. Los colores tristes de
un continente viejo. Viejas memorias sepultadas. Viejos duelos. Y las preguntas de rigor.
¿Dónde está Camila? Miro la hora en mi celular. Doce y media. Debería haber llegado.
Sobre mi cabeza, los aviones viajan a toda velocidad. Se despiden de esta tierra y saben
que volverán dentro de poco. Yo no lo sé. Los observo en silencio, con la calma de las
piedras. El corazón pesado y los ojos luchando contra el sol. Una mano toca mi hombro.
¿Vamos?, pregunta. Ni siquiera me volteo. Reconozco la voz. Camila. La sangre tira de
maneras inesperadas. Usa el mismo perfume que yo. Compartimos casi la misma historia,
pero somos tan distintas como los dos hemisferios del mismo mundo. Nuestros climas
avanzan a velocidades diferentes. Mis nubes se deforman con tristeza. Las suyas viajan
siempre en línea recta, como si jamás fueran a chocar. En la geografía de mi hermana no
llueve nunca. La mía se parece a ese Santiago que ahora está del otro lado del Atlántico:
me inundo, me matan de a poco, me olvidan y me olvido yo también. Escondo mis
heridas. Pienso en el progreso. Construyo mis propios rascacielos. Me contamino por
dentro, y contamino con ello a todos los que me habitan el corazón. Y, a pesar de todo,
siempre vuelvo a ser yo cuando abro los ojos por la mañana. Aún si cambio la piel. Y aún
si el paisaje es diferente. Ya no miro al cielo. Tengo en mis manos una maleta que no es
mía. La cortesía elemental. Las pequeñas conversaciones. Hablar del clima. Del sol. De
las nubes. Evitar lo que importa. Las difusas memorias de duelos en un triste continente
viejo.
2
No voy a decir que te extraño. No voy a decir que he pensado en ti. No voy a decir que
tenía ganas de verte. No voy a hacerlo porque no voy a mentirte. Sería contaminar aún
más lo poco que nos queda. Estamos sentadas en un bus y miro por la ventana. Viajamos
en silencio desde Tegel. ¿Cómo te puedo decir que no vine porque lo deseaba, sino
porque no tenía más opciones? Me encantaría mentir con soltura. Inventar historias. Decir
que estoy feliz de verte. Preguntarte por tu familia. Hacer como si me importara.
Intentarlo. Debería preguntarte por tu hija, mi sobrina. Debería recordar su nombre, pero
ni siquiera soy capaz de hacer eso. Me he dedicado a borrarte. Sacudir tu polvo de mis
muebles. Higienizar mi niñez para limpiarla de cualquier rastro tuyo, y de ella. Y sin
embargo, ahora estamos juntas, por estos días, con la misión de escuchar un poco acerca
de ella, un vez más. Algunas personas tienen cualidades envidiables. Inician
conversaciones de la nada. Se interesan por las cosas que vives. Te hacen sentir
importante. Algunas personas son encantadoras, y otras somos honestas. Incapaces de
inventar mentiras a semejante velocidad. Que se parece mucho a la verdad, pero tiene
otro color. Es más oscura. O más gris, que es el color que toman los colores cuando
quieren dejar de ser colores. Quizás, simplemente, no estamos hechas para jugar con las
mismas reglas. ¿Cómo se llamaba tu hija? ¿Dónde estudia? No la veo hace tanto tiempo.
¿Se parece a ti, o a la mamá? ¿Cómo se llamaba tu marido? ¿Dónde vives? ¿Es bonita
tu casa? ¿Hace cuánto que no lloras? ¿Y tu hija? ¿Al igual que tú, también llora cuando
se apaga la luz, de noche, y queda a oscuras, a merced de sus fantasías? De noche,
recuerdo que llorabas de miedo. De día te recuerdo siempre tan compuesta.
Impenetrable. ¿Qué hay detrás de ese clima adverso? Quiero saber quién eres, hermana,
pero no te pregunto nada y seguimos en silencio, alejándonos de Tegel e ingresando al
centro de la ciudad. Debería preguntarte dónde voy a dormir. Pero no lo hago. Continuaré
jugando a ser inocente. La dulce tranquilidad de la ignorancia.
3
En la mañana me desperté queriendo una poesía. Una imagen. Ahora son las doce del
día y camino por la Alameda. No por la acera. Uso la calle. No pasan buses ni autos ni
colectivos buscando pasajeros, sólo peatones que se han tomado el camino a la fuerza.
Intervenimos estos espacios porque no tenemos más formas de avanzar. Un anciano en
bicicleta pasa al lado mío. Tiene una radio en la canasta y suena “El pueblo unido”. Es un
recuerdo encapsulado, sonando desde unos parlantes viejos, con una tristeza
descarnada. Una canción vieja en una radio vieja puesta por un viejo con viejas
esperanzas que ahora deposita en nosotros, porque él, ahora, ya no tiene a nadie. La
canción rebota en las grises paredes del centro de Santiago y se cuela por las ventanas
de los edificios que observan con desdén cómo nos movemos, viaja hasta las grises
nubes y suspira, contaminada con el aire. La canción se disuelve y se eleva al cielo de lo
que ya no importa. Las aves nos miran, extrañadas. Los perros juguetean a nuestro lado.
Se persiguen, siendo parte de una ilusoria festividad. Y nosotros, cientos de miles, ya no
contamos para nadie. No tenemos más que nuestro cuerpo para reclamar lo que
deseamos. Somos tus números, siempre obedientes, siempre en mayoría. Una chica se
acerca a mí. Me pide fuego. Le enciendo un cigarro y comenzamos a hablar. Bárbara, se
llama. Le digo que me llamo Carlos y me sonríe. Intento hilar alguna conversación que no
me deje como un idiota, pero comienzan a sonar las sirenas y sé que no me queda
mucho. Va a empezar el baile. Todos sabemos la coreografía. Los gritos, el agua, los
gases y el absurdo ritual de correr hasta que la furia se convierta en cansancio. Luego la
vuelta a casa y la tristeza. Los patrones habituales. La insulsa topografía de las ilusiones.
¿Qué vas a lograr con eso? Me preguntan mis padres. Y es lo mismo que me pregunta mi
corazón cansado. No tengo una respuesta concreta, pero sé que no puedo quedarme
quieto. Porque va a alcanzarme el tiempo y la culpa y el irrefrenable avance de la adultez.
Y cuando mire hacia el lado, voy a tener demasiadas responsabilidades como para seguir
caminando por la calle a rostro descubierto a las doce del día. Las sirenas se aproximan.
No me sueltes. Bárbara me sonríe y se aleja entre la masa. Intento buscarla con los ojos,
pero el tumulto se abre y llega el primer chorro de agua. Nos separa, con violencia
inusitada. La pedante sonrisa de la hegemonía. El mar humano arremete con furia y los
gritos ahogados se cuelan entre los edificios que continúan observándonos. El
espectáculo conocido. Ya no suena la tonada proveniente de la bicicleta. Las sirenas y los
disparos y los gases se han tragado la música. El baile de siempre comenzó sin mí. Ese
baile macabro cuyos compases son marcados por los gritos. Doy vueltas, buscándola. Mis
ojos recorren miles de rostros, pero ninguno es el suyo. Somos cientos de miles. Bárbara
se perdió entre las personas. Entre esos números, siempre obedientes, ahora
desesperados. Mi corazón cansado me sonríe con desaire. Quería una imagen. Una
poesía. Pero somos números. Y los números solo producimos resultados.
4
Sé que debería mandarte un correo, pero no me gusta escribir. No soy bueno en eso.
Busco las palabras tropezando, como un cazador ciego. Así que te dejo este mensaje de
voz. Estuve pensando. El otro día me preguntaste si le tenía miedo a algo. No supe qué
responderte así que, como siempre, me quedé callado. Pero hoy abrí los ojos en la
mañana y creo que al fin lo sé: tengo miedo de morir ahogado. Soñé con eso. Soñé que
abría los ojos y estaba bajo el agua, en el fondo, sumergido en la suciedad. Los peces me
miraban, sin entender. Y yo tenía los pies en un bloque de cemento. Es una imagen que,
supongo, has visto en las películas de mafiosos. Pero nunca había imaginado,
verdaderamente, qué siente un hombre con pies de cemento arrojado de noche al fondo
de un río, o un lago, o un estanque profundo. Sumergido varios metros en tan sólo unos
segundos. La presión en los oídos. La oscuridad. El frío. Saber que te queda un minuto de
vida y que nadie en el mundo te puede ayudar. Es el fin. La cuenta regresiva inevitable,
frente a tus ojos. O, en la oscuridad, frente a ti mismo. Que es la soledad más absoluta y
la que importa de verdad. No desear que tu vida se termine, pero estar, al mismo tiempo,
viviendo una completa desesperación. No querer morir, pero esperar que todo esto se
termine pronto. Soñar, por unos segundos, que puede haber un milagro. Pero la
esperanza se muere antes que tú, al fondo del estanque. Porque a los pocos segundos de
intentar sacar los pies del bloque de cemento, con todas tus fuerzas, te das cuenta que no
es cierto. En ese momento, sabes, tienes la absoluta e irrevocable convicción de que vas
a morir. La completa seguridad que dentro de unos segundos más, cuando tu cuerpo se
rinda, vas a tragar agua, y vas a llenar tus pulmones de líquido. Y desearás toser, pero no
podrás, porque te convertiste en un pez. Morir así. Ahogado. En la oscuridad, al fondo de
un estanque. Le tengo miedo a eso. A seguridad de ver la muerte próxima, si lo podemos
llamar así. Saber que existe. Que tiene un tiempo definido. Y que no hay nada que
podamos hacer. No puedes sumergirte en la ignorancia, porque estás sumergido en el
agua en tus últimos momentos. La claridad de los finales inevitables. Desperté empapado
y llorando. Me levanté de la cama y me detuve unos momentos. Pensé que los peces
deben sentir exactamente lo mismo cuando son capturados y tirados al suelo del bote de
pesca. Puedes ver cómo se retuercen de dolor, desesperados, con un gancho que les
atraviesa la mandíbula y los hace sangrar, sin misericordia. No pueden gritar, así como
nosotros tampoco podemos hacerlo cuando nos sumergimos al fondo del estanque. ¿Qué
significa ese sueño? Querías saber a qué le tengo miedo. Ahí está. Discúlpame. No
debería contarte esto. ¿Cómo estuvo el viaje, mi amor? ¿Te encontraste con tu hermana?
¿Te dijo algo? Déjame un mensaje, Camila. Llámame. No me escribas. No me gusta leer.
Se me escapan las palabras. Me pierdo sin piedad. Cuando no entiendo lo que quieres
decir, es como caer en la oscuridad. Ahogarme en ella. Y ahora sabes que eso es,
posiblemente, lo único que me da miedo en esta vida.
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Revuelvo el café y te miro de reojo, como si en verdad tuviera cosas más importantes que
hacer, y éstas se encontraran allá, en el infinito. En la calle del frente. En el semáforo que
titila. En un lugar lejos de esta mesa que ahora compartimos en silencio. Se supone que
dos hermanas deberían conversar y solucionar sus problemas, pero es evidente que
ninguna de las dos tiene demasiadas ganas de jugar a eso. Te digo que me enteré hace
unos días y asientes. Te digo Camila, yo no sabía que ella estaba aquí. Te digo Camila, la
oficina del Estado me llamó para avisarme. Te digo Camila, esa no es la única sorpresa.
Saco la cuchara del café y te miro, haciendo una pausa quizás demasiado dramática, al
punto que me observo desde afuera y siento un poco de vergüenza por mi excesiva
teatralidad. Levanto la taza, bebo un poco. Está caliente. Finjo que está todo bien aunque
me quemo un poco el labio. Dejo la taza ocultando el dolor, estoica, y vuelvo a mirarte.
Voy a decir algo, pero me interrumpes. Me dices que no te importa, que vienes a
solucionar esto y ya. Me dices Florencia... lo que haya pasado o no, en verdad, no va a
cambiar nada. Asiento y pienso en el dolor de mis labios. En lo que no digo. El mozo se
acerca y nos pregunta si queremos algo más. Le respondo en alemán que no y tú le
respondes en inglés que quieres agua. Te pregunto si estás bien y me preguntas si de
verdad me importa. Niego con la cabeza y el silencio definitivo se apodera de la situación.
Nos cae encima como un manto gris, que es el color sin colores. Soplo mi café y lo tomo
de a sorbos cortos. Llega tu agua y la bebes, sin decir una palabra. Frente a nosotras, un
grupo de músicos callejeros pide monedas mientras tocan en medio de Alexanderplatz.
Suspiro y miro al cielo. Estoy quieta y herida. Sobre mi cabeza, las nubes se mueven a
toda velocidad. Las cruzan, sin cariño, los aviones que se dirigen a Tegel. Las hieren,
atravesándolas de lado a lado y abandonándolas a sus espaldas. Sin voltearse a observar
el desastre. Las nubes prosiguen su marcha, vaporosas, heridas, livianas. Se
recomponen y siguen adelante, a la parsimoniosa velocidad del clima. Son una fuerza
indetenible. Una lenta herida suspendida en el cielo. Las observo. Casi puedo escuchar la
voz de mi hija cuando nos tendíamos en el pasto del Tiergarten y mirábamos pasar las
nubes con una sonrisa. Nos reíamos del mundo y le hacíamos cosquillas a la vida. Me
duelen los labios. Bajo la vista hacia mi hermana y en ese momento, la escena completa
se oscurece un poco. Una enorme masa de agua nos tapa el sol. Pequeños recuerdos
ahogados. Pequeños crímenes de la vida. Pequeños milagros de colosal tamaño.
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Mi padre era cirujano, así que nunca me faltaron cosas cuando niña. Si quería una
muñeca, me la compraba. Si quería un helado, lo tenía. Fui hija única, así que toda la
atención de mis padres estaba puesta en mí. Yo era Bárbara, la hija consentida. La niña
bonita que siempre disfrazaban de princesa en su cumpleaños. A mi mamá nunca la sentí
realmente cercana, pero ella era así. Distante. Perdida. Miraba al horizonte todo el tiempo.
Buscando algo que no tengo idea si existía. ¿Te molesta si fumo? Permiso. Entonces…
claro, ser la hija de papá y la consentida y todo eso te arruina un poco. Obviamente.
Terminas pensando que el mundo gira alrededor tuyo. Que todos están pendientes de tus
deseos y tus caprichos. Puedes hacer y deshacer a voluntad, porque eres la estrellita más
brillante del cielo. Y esa sensación dura hasta que un día, de la nada, tu mamá se va de la
casa. En ese momento, te das cuenta que no eras el centro del mundo. Ni siquiera el
centro de su vida. Eras un accesorio. No muy distinta de un reloj o un oso de peluche.
Una tarde cualquiera llegas del colegio y no hay nadie y tu mamá no está en su pieza ni
en la cocina ni regando el patio ni viendo televisión. El closet está abierto y no están ni su
ropa ni sus zapatos, pero dejó todas las fotos sobre el velador. No se llevó consigo los
recuerdos de las vacaciones que pasaron en familia. No se llevó tus imágenes de cuando
eras un bebé. No se llevó esa foto donde sales, abrazada a ella y dándole un beso. Esa
foto donde tu madre sonríe, torpe, sin saber cómo retribuir el cariño de esa pequeña
bebita que quiere ser el centro de su mundo. Esa niña que desea convertirse en el sol
alrededor del cual orbite su cariño. Las fotos están ahí, enmarcadas, como detrás de unas
rejas, puestas en vitrina. Un museo de recuerdos que nadie quiere ver. Las dejó ahí,
abandonadas. Y te dejó a ti de la misma forma. Tu madre se fue una tarde, como si jamás
hubiese sido parte de tu vida, e hizo un corte. Un corte tan fino que no sangra. Una
separación perfecta entre el antes de tener una familia y el después de ver a tu padre
llorar por las noches y guardar las fotos en una caja y quemar los recuerdos y decirte que
nunca se va a recuperar. Mi padre era cirujano. Ahora es un hombre triste. Yo era
Bárbara, la niña consentida, la princesa. Y ahora me tienes aquí, contándote esto, y
pareciendo que me dedico a mendigar cariño. Perdona. No tenías por qué escuchar todo
esto. Cuando tomo me pongo triste. ¿Carlos, te llamabas, no?
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Sí, Carlos. Me llamo Carlos. Nos conocimos en la marcha. Por eso te vine a saludar y me
senté en tu mesa. No lo hago con todo el mundo. De hecho, creo que es la primera vez
que me animo a hacer esto. No soy de esas personas tan seguras de su encanto que son
capaces de sentarse en la mesa de un extraño y conversar de lo que sea. De hecho, no
confío en esa gente. Las personas con demasiada seguridad me producen rechazo. ¿Y a
ti? Bárbara, ¿no? ¿Qué piensas de esas personas, Bárbara? Pero en serio, ¿qué piensas
cuando te hablan? Perdona lo sincero, pero estoy seguro que te pasa a menudo. Eres
bonita y sonríes todo el tiempo. El blanco perfecto para las tipos con exceso de juventud,
confianza y malas intenciones. ¿Estás esperando a alguien? ¿Sales a tomar sola? Yo lo
hago de vez en cuando. Salgo a dar una vuelta y entro a un bar y me tomo algo y a veces
tengo suerte y me encuentro con gente interesante. A veces no hay nadie que valga la
pena y termino bebiendo solo, en la barra. Es una imagen que suena más triste de lo que
es. La sociedad nos obliga a hacer cosas en pareja o en grupo. Pero si bebes solo eres
un borracho. Si vas solo al cine, eres un pobre tipo. Si sales a comer solo, tienes una
depresión. Yo disfruto de mi soledad. No siempre. A veces la destruyo y me río de ella,
como ahora. Te vi, aquí, sentada, y no pude me aguantar las ganas de saludarte. Porque
me pediste fuego en la marcha y luego nos separaron los gases y los gritos y el exceso de
juventud y malas intenciones. Mis papás me criaron con mucho cariño, pero nunca
hablamos de lo que realmente importa. Tu madre te dejó, pero quizás eso no es del todo
malo. Los abandonos forman carácter. Se arman solos, a pulso, porque la estructura que
los protegía los dejó de lado. Se construyen libremente, con intuición pura. Y de esa
libertad a veces nacen personas increíbles. Casi todos mis amigos. Por lo demás, estoy
seguro que tú también has abandonado. Las mujeres lindas hacen mucho daño cuando
se van. Destruyen todo a su paso, llevándose las conversaciones y el cariño y las
promesas. Arrasan con todo, como un tren ciego de ira. Los abandonados por las mujeres
hermosas quedan malheridos porque duele y porque no importa cuánto tiempo pasaron
juntos, uno nunca guarda suficientes recuerdos de ellas. Cuando desaparecen, la vida
pareciera quedar suspendida. Los afectos quedan boca abajo, colgados, desangrándose,
como animales de campo: tratados con sumo cariño en un momento y luego, un día, sin
previo aviso, terminan abiertos en dos, balanceándose cabeza abajo, contemplando cómo
sus propias entrañas los abandonan con desprecio. Las mujeres hermosas abandonan sin
misericordia. Es la tragedia de los finales inevitables. Las promesas invisibles. Y el
problema es que uno acaba extrañando siempre. El estar despierto se convierte en una
permanente vigilia de tristeza. Al final, es eso: la sensación de extrañar. Estar extrañado.
Que extraño, ¿o no? ¿Quieres otro más? Algo me dice que esta noche durará más de lo
habitual.
8
Florencia está sentada al lado mío y yo solo puedo pensar que no desayuné. Miro la hora.
Se supone que aquí la gente es puntual, pero nos citaron a las once y son las once y
cuarto y seguimos sentadas en la sala de espera. Una señora de lentes contesta un
teléfono que suena cada dos minutos. Habla un poco, toma notas en el computador y
corta. No sé qué dice. Florencia ojea una revista. Intento hacer eso, así que tomo una
cualquiera. Veo la portada: la fotografía de una famosa actriz de Hollywood en la playa, y
sobre ésta, unas palabras que no entiendo, seguidas de muchos signos de exclamación.
No sé si dicen que está gorda, o flaca o qué. Suspiro y dejo la revista de lado. Ni siquiera
tengo ánimos de ver las fotos y fingir que entiendo algo. Mi estómago suena fuerte porque
no desayuné. Miro con sutileza a mi hermana, quien no se voltea y continúa leyendo.
Observo mi reloj, como si fuese un ancla a la realidad. Once dieciséis. Un minuto. Es todo
lo que ha pasado. Un tiempo infinito de aburrimiento cabe en ese minuto. Me pongo de
pie y miro por la ventana. Estamos en un cuarto piso, pero acá cuentan diferente y dicen
que es un tercero. Por la calle, abajo, camina una pareja, tomados de la mano. Pienso en
Franco. Pienso en qué estará haciendo. No he respondido el mensaje que me dejó sobre
su sueño. Pienso que soy la peor pareja del mundo y vuelvo a suspirar y me vuelve a
sonar el estómago y vuelvo a ver si mi hermana me miró por el ruido y vuelvo a darme
cuenta que no y vuelvo a mirar la hora y este ritual me parece cada vez más absurdo.
Once diecisiete. Un minuto. No sé qué hacer. No tengo ganas de suspirar, pero lo hago
una tercera vez. Por deporte. En ese momento, se abre la puerta de la oficina central y un
tipo mayor, de metro noventa, se queda inmóvil, en el marco de la puerta, mirándonos.
Florencia se pone de pie y se acerca a él. Hago lo mismo. Camina hacia el sujeto, le da la
mano, le dice algo en alemán e ingresan a la oficina. Hago lo mismo. El sujeto tiene unos
cincuenta, y da la mano con sutileza pero seguridad. Tiene puesta una chaqueta gris
oscura, impecable, una camisa blanca inmaculada y da la impresión que tuviera todos los
movimientos calculados con precisión quirúrgica. Cuando estoy adentro, me dice algo que
no entiendo, pero hace un gesto que interpreto como que debo cerrar la puerta y eso
hago y nadie me dice que hice algo malo, así que supongo que está bien. Florencia se
sienta en una de las dos sillas que están frente al gran escritorio. Hago lo mismo. El
hombre se sienta del otro lado, con toda calma, y abre una carpeta de cuero. No sonríe,
pero intenta verse amable. Es un intento de cercanía que se parece mucho a la lástima.
Suena mi estómago, pero nadie parece notarlo. El hombre comienza a hablar en un inglés
duro, con fuerte acento alemán. Nos mira con calma, mientras dice:
9
Primero que todo, permítanme decirles que lamento mucho su pérdida. Nos gustaría
haberles avisado antes de todo esto, pero fue imposible localizarlas. Somos una oficina
de abogados, no tenemos la logística de la policía. Su madre no tenía a nadie. Llegó
como un fantasma y se quedó de ilegal en este país desde el dos mil cinco. Nunca abrió
una cuenta de banco, nunca se registró como residente de su departamento y nunca
cruzó la frontera. Llegó a Berlín y jamás salió de Alemania. Como no estaba en nuestros
registros, no teníamos idea qué debíamos hacer. Una amiga de ella, la señora Grösse, se
encargó del entierro y de sus pertenencias. La señora Grösse es la única amiga que su
madre tuvo aquí. A la señora Grösse pueden encontrarla en esta dirección, que es un
pueblo pequeño. Quizás deseen conocer el lugar donde fue enterrada su madre. No
queda lejos. Aquí está la dirección del cementerio, por si desean visitarla. Su amiga viajó
a verla el fin de semana, y cuando llegó y nadie abrió la puerta, nos llamó. La señora
Grösse estuvo presente en todo el proceso y fue de gran ayuda para nosotros. Los bienes
de su madre, a pesar de ser pocos, los tiene su amiga. Ella puede ayudarles. Para cerrar
el proceso legal, deben firmar estos documentos. Una aquí, y la otra firma aquí. Gracias.
No me siento cómodo haciendo esto. Haciéndolas firmar un papel como si despedirse de
su madre se tratara de esto. Yo… De verdad, lamento mucho su pérdida… Sé lo que es
ver partir a un ser amado. Mi padre murió hace un par de meses. Fue un proceso muy
doloroso. Cáncer. Lo vimos perder la fuerza. Dejó de comer y, un día, el médico nos dijo
que ya no podía continuar el tratamiento. Estuvo casi dos meses en casa con un tumor
negro que se lo comía por dentro. Un día me llamaron. Yo estaba con un cliente, aquí,
como están ustedes ahora, y me dijeron “su padre ha muerto”. Así. Como si fuese un
proceso burocrático. Algo simple. Higiénico. La muerte más limpia por teléfono y la más
sucia en el cuerpo de mi padre. Lo enterramos y nos despedimos y aunque sé que no lo
volveré a ver, tengo la ridícula esperanza que un día va a llamarme a la oficina y me va a
decir que me extraña. Y yo voy a sonreír y voy a llorar y le voy a decir que lo extraño
mucho, también. Y le diré que tengo fotos de suyas, enmarcadas, y que sus fotos no las
puedo sacar de mi oficina porque sería como sacarlo de mi vida. Qué tontería, ¿no?
Pensar que los seres amados viven en los objetos que dejaron a su paso. Creer que vivirá
con mayor intensidad en la memoria si me esfuerzo por guardar sus ropas o sus libros o
los papeles que tenían sus bolsillos. Las entiendo tanto. Yo ahora me observo en las
mañanas y me miro al espejo y lo veo. Soy yo, pero no soy yo. Me saluda desde los
rasgos parecidos, desde mis propios ojos. Créame que las entiendo. Perdón. Este asunto
me quiebra, todavía. Aún no logro recuperarme del todo.
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Se están amontonando. Ese es el problema. Si fuese una o dos, si fuesen una cantidad
manejable, no sería tan agobiante. Al comienzo fue así. Llegó la primera, luego la
segunda, y después continuaron viniendo como si ésta fuese la única dirección del
mundo. Ya ni siquiera me molesto en recogerlas. Observo cómo se apilan en la entrada.
Construyen una trinchera. Casi puedo verlas cobrar vida, reírse a mis espaldas, clamar
por justicia. Las cartas. Me exigen que pague. No las abro. Dejo que se organicen entre
ellas. Que conversen. Armen planes. Que me odien. No las leo. Leer es como meterse en
la cabeza de alguien. Entender qué piensa. Entender cómo piensa. Mi abuelo leía mucho
y siempre me decía lo mismo: leer es lo más cercano a estar en la mente de otra persona.
No las abro y no las leo porque no quiero meterme en la mente de quienes envían las
cartas. ¿Qué piensa de mí el banco? ¿Que soy un criminal? ¿Un vago? ¿Valgo la pena, o
para ellos soy un número? ¿Qué piensan los números de ellos mismos? ¿Qué miran
cuando observan su reflejo? ¿Qué siente un número? ¿Sufren, acaso, al ver uno mayor o
uno menor? ¿Cómo cambian al mezclarse, al sumarse, cómo se restan entre ellos? Se
apilan las cartas. Se están amontonando, y ese es el problema. Estoy pensando en
escribirte. Pero también pienso que si lo hago, quizás podrás leer lo que tengo adentro.
Ya no miro el montón que se apila en la entrada. Doy vueltas por el departamento, como
un león encerrado. Camino tanto los mismos espacios, que mi cuerpo los recorre sin
prestar atención. No puedo seguir así. Debo salir de esto. De las deudas. Del encierro. La
tristeza. No veo la salida, pero estoy seguro que esto recién empieza. Estoy pensando
soluciones. ¿Se te ocurre alguna? Llámame.
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¿No vas a contestar tu celular?, le pregunto, pero sólo niega con la cabeza. ¿Quién te
llama?, le pregunto, pero no responde y se limita a suspirar y sacar una cajetilla. Dos
pasajes en mis manos. El techo de vidrio y acero deja entrar la poca luz que se cuela
entre las nubes. Nos ilumina, pero no mitiga el frío. Camila enciende su cigarro, ajusta su
bufanda y yo me soplo las manos, arrepentida de haber salido sin guantes. A nuestro
lado, una pareja se besa mientras llora. Hablan en un alemán joven. Se despiden como si
fuesen los últimos seres del mundo. Los escucho despedirse hasta la próxima semana.
Dicen que se echarán de menos. El romance adolescente. Las lágrimas honestas.
Separaciones de distancias cortas. El fin del mundo. Reviso mi libreta de anotaciones y
vuelvo a verificar la dirección de la señora Grösse, aunque no lo necesito. Lo hago por
hacer algo. Camila mira el techo de la estación, mientras fuma. Una luz le llega al rostro y,
por un segundo, es como ver a la mamá. Le pregunto que si durante todo este tiempo
habló alguna vez con ella. Me niega con la cabeza. Le pregunto si durante este tiempo
supo algo más del papá. Vuelve a negar. Le pregunto si va a responderme con palabras y
niega otra vez, dándose media vuelta y encaminándose a una máquina de bebidas.
Pienso en mi padre, o en la memoria de mi padre. En las historias que me contaban mis
tías. Que se escapaba de noche para salir a bailar con mi mamá. Que siempre sonreía.
Que se unió al partido porque creía que era capaz de cambiar al mundo. Mi padre, un
hombre del cual sólo tengo historias. Recuerdos que no son míos. Miro al cielo, iluminado
por ese sol frío. Un avión cruza ese azul apagado, formando una cicatriz. Pienso en qué
pensarán las personas que viajan en ese vuelo. A dónde irán. Quiénes los esperan del
otro lado. Sus familias. Sus amigos. Sus hijos. Mi hija. Vuelvo a soplar mis manos, y
vuelvo a pensar que tengo frío. Pero quizás es sólo la costumbre. Camila vuelve con una
bebida. No sé qué decirle. Un silencio se arma entre las dos. Las paredes invisibles. Los
mutuos acuerdos. Camila suspira otra vez, me mira con una seriedad infinita y dice:
12
No vuelvas a hablar de la mamá. No la conociste de verdad. Ninguna de las dos. No la
conocimos y ya no existe. Nos dedicamos a borrarla de nuestra memoria porque algunos
recuerdos se quedan juntando polvo en los rincones y terminan interrumpiendo el camino.
Ella nos dejó. Nos abandonó. Y quizás lo hizo porque somos su reflejo. ¿Qué podía sacar
en limpio de sus hijas, que no son capaces de quererse entre ellas? ¿Qué podía
enseñarnos sobre el afecto, ella, que era incapaz de decirnos “te quiero”? Ella, que nunca
nos besó con afecto. Fuimos sus mascotas. Una costumbre. Espejos. Algo que le
recordaba al pasado. Que marcaba el tiempo. Éramos relojes. Objetos. Señales en su
vida. Y los objetos que no se quieren, no se cuidan. Míranos. Somos un reflejo de sus
problemas porque no supimos solucionarlos a tiempo. Nadie nos enseñó cómo se escapa
del mundo, y cuando quisimos ser felices ya era demasiado tarde Incapaces de
desparramar cariño. Nacimos mal. Con los genes incorrectos. Déjame hablar. No me
interrumpas. Escúchame. No me hables de la mamá. No de nuevo. Ella nos dejó. Esa es
toda la historia. Nos olvidó. Cuando cumplí diez y se fue con ese otro tipo, con el médico.
Ella hizo lo que le pareció mejor y nos borró de su vida. Nunca volvió a mirar atrás. ¿Para
qué recordarla, ahora? ¿Qué preguntas queremos resolver? ¿Fue mejor su vida? ¿Por
qué terminó acá, al otro lado del Atlántico? No tengo idea. Y tampoco me interesa. Ella
nos abandonó sin dar explicaciones. Toda su vida fue un misterio para nosotras. No nos
incluyó en su biografía. Nos dio sus genes y pareciera que, para ella, eso era suficiente.
¿Qué clase de mujer deja a sus niñas en la casa de la hermana de su marido y nunca
más las pasa a buscar? Dime, de verdad, ¿qué clase de ser humano es capaz de olvidar
a sus crías? Los animales limpian a sus cachorros. Les lamen las heridas o los ayudan a
volar. Los protegen de los cazadores. Los abrigan con su cuerpo en las noches heladas.
Les dan afecto. Les enseñan a comportarse en el grupo. Los guían por la vida. Se
sacrifican. Les dan algo muy parecido al amor. ¿Y qué hizo ella por nosotras, aparte de
despedirse diciendo que nos veríamos luego? ¿Qué bonitos recuerdos guardas? Por
favor, compártelos, porque a mí no me queda ninguno. No sé quién era ella y no tengo
idea en quién se convirtió. O si alguna vez fue diferente. ¿Tú? ¿De verdad te interesa?
¿La llamaste? ¿Trataste de contactarla? Yo no lo hice, pero si me estás preguntando,
asumo que tú tampoco. Y ese es el problema, que nos hacemos preguntas aunque
sabemos las respuestas. Las hacemos por costumbre, porque no tenemos nada en
común salvo ese silencio que se colgó de nuestras vidas y nos tiene ahora a punto de
subir a este tren a buscar no tengo idea qué. De verdad. No sé qué esperamos encontrar.
Es todo demasiado absurdo. Yo no hablé con ella y tú tampoco. Ninguna de las dos se
interesó por seguir siendo parte de la vida de una mujer incapaz de dar amor. Entonces, si
no hicimos nada por encontrarla durante todos estos años, si no fuimos capaces de
querernos entre nosotras y seguir en contacto cuando nos fuimos de esa casa, mejor
guardemos silencio y no finjamos que nos interesa. Porque ya no soporto las palabras
hipócritas. Los abandonos. Los recuerdos tirados en un rincón, que de tanto juntar polvo,
hacen estornudar el alma cuando se sacuden. Heridas que jamás cerraron. Trenes que
nunca dejaron la estación.
13
Fue la primera vez que vi a Camila llorar.
14
¿Qué se hace ahora? ¿Nos contamos algo? ¿Nos decimos lo que queremos de la vida?
No soy bueno armando temas de la nada. Sonríes. Eres preciosa, pero eso ya lo sabes.
Te lo dije la primera vez que nos conocimos. No, la segunda. La primera te perdiste en el
tumulto. Permiso, ¿te molesta si fumo? Es un cliché, pero me gusta. ¿Habías hecho esto,
antes? Yo nunca. Me tomo tiempo para todo. Me gusta avanzar más lento que las
palabras. Darles ventaja. Pero no puedo esperar que siempre las cosas resulten a un
ritmo determinado. Esta vez todo iba demasiado rápido y no tuve la fuerza de voluntad
para negarme. Porque podría esfumarse esta posibilidad. Y si eso ocurría, yo no me lo iba
a perdonar. Nunca había hecho esto antes. Todo esto. Una locura. No me interesa si lo
haces habitualmente o es la primera vez que te aventuras en algo así. La verdad, no me
importa nada más que este momento. Este segundo. No lo habría planeado. Parecía
imposible. Casi no nos conocemos. Para mí, sólo con escucharte era suficiente. Darte un
beso ya era fantasear demasiado lejos. Pero… ¿esto? ¿Cómo se acostumbra uno? Lo
pregunto en serio. ¿Cómo se vive siendo tan bonita? ¿Cómo se ve el mundo? ¿Qué se
siente ser hermosa y comparar, inevitablemente, toda la belleza del mundo, contigo
misma? No lo digo por hablar cosas lindas, lo pregunto de verdad. Observo esto desde
afuera, y esa interrogante me golpea con locura. Ahora estoy desnudo, fumando en tu
cama, en una pieza decorada con extremo buen gusto, en un departamento precioso, en
mi barrio favorito de la ciudad y no puedo evitar cuestionarme qué sientes tú al despertar
y ser tú misma, todos los días. ¿No te decepciona la fealdad del resto del mundo? Esta
ciudad me parece horrible, a mí, que no miro lo que tú ves diariamente en el espejo. ¿En
qué punto te acostumbras a ser tú? ¿No te produce tristeza ver que el resto de lo que te
rodea no se compara contigo? Debe ser devastador observar la vida desde tu propia
belleza. Te separa del resto, supongo. La soledad de lo atractivo. Los espejos que
programan. Los juicios sobre el mundo. No sé qué se supone debería decirte ahora, pero
me basta con estar aquí. Ahora. Eres lo más hermoso que he visto en mucho tiempo.
Espero que no te moleste si no me canso de mirarte. Voy a dejar de hablar, ahora. Voy a
guardar silencio. Voy a abrir los ojos y el corazón. Pero no demasiado. Espero perdones
mi cautela. Nunca se sabe quién ni cuándo puede hacerte sangrar, hasta que el daño ya
está hecho. Y no podría soportar que la tristeza acabe sobrepasando a lo bello.
15
Duermes a mi lado y pienso en lo que te dije antes que cerraras los ojos. “Tienes el
privilegio de estar en mi cama”. Me miraste confundido. No sabías si reír o preguntarme.
Dejaste pasar el momento y cambiaste el tema, saltando la incomodidad con elegante
maestría. Ahora te veo, durmiendo, y me pregunto si lo entendiste. Si lo dije de mala
forma o si interpretaste algo que no era. También me pregunto si valía la pena que lo
supieras. Y es que no me refería al privilegio de estar conmigo. Me refería al pequeño
privilegio de entrar en este lugar. Compartir este sitio. Entrar en mi vida. No a todos los
hombres con quienes he estado les he permitido dormir aquí. Hay ciertos límites para la
intimidad. Éste es uno de ellos. Mi cama. Me gusta mantenerla limpia. Con pocas huellas.
Un lugar seguro, donde sólo entra la gente que me importa. Mis parejas estables.
Aquellos hombres en quienes confío, aún si no tengo todas las herramientas para saber si
luego terminarán haciéndome daño y tan solo contándome como una más, así como yo,
por despecho, los convierto luego, también, en una cifra. Una historia privada de derrota
que nunca sale de mis labios. No podría mentir y decirte que nunca he tenido sexo casual.
No diré que jamás he conocido a alguien en una fiesta y luego de un par de tragos he
terminado teniendo sexo en el baño. Ha pasado. Pero ese hombre no ha entrado en mi
cama. Son historias que mi cuerpo conoce, mi mente casi no recuerda y mi cama ignora
por completo. Mi corazón olvida demasiado rápido. Cuando dije que tenías el privilegio de
estar aquí, entonces, también lo dije porque debía delatarme a mi misma. Necesito que
entiendas que no soy perfecta, que veo que eres honesto cuando dices que soy hermosa,
pero también debes entender que puedes cambiar de opinión en poco tiempo. Quizás un
día te despiertes y te preguntes quién es esta persona que está a tu lado. Y ya no seré
hermosa. Y ya no querrás decirme palabras bonitas antes de cerrar los ojos y apagar tu
cigarrillo y suspirar como si hubieses sobrevivido a un campo de guerra donde tu corazón
estaba en peligro. Quizás pueda pasarte eso, y por lo mismo prefiero advertirte quién soy,
y darte pistas de con quiénes he estado. Porque mi cama cree que no hago esto nunca, y
no quiero engañarte a ti, también.
16
No tengo ganas de hablar, hermana. No voy a decir nada y tú tampoco porque aprendiste
a no insistir. Me eres tan ajena como este paisaje que ahora desfila a toda velocidad
frente a mis ojos. Veo las casas que se pierden en el verde del camino. Las fugaz
existencia de los otros. Avanzamos tan rápido que ni siquiera puedo imaginar las vidas de
esas personas. Hogares que nunca conoceré. Seres humanos que hablan idiomas que
jamás escucharé. Las conversaciones suspendidas. Amistades inexistentes. Recuerdos
sin dueño. No tengo idea a qué le tienen miedo los habitantes de esa casa. O de esa otra.
No sé si duermen tranquilas por la noche. No sé si han visto morir a un ser querido.
Desconozco sus historias de abandonos, pero sospecho que no son tan diferentes de las
nuestras. Me pregunto si tienen hermanas. Si guardan silencio, como nosotras. Estás
ahora sentada frente a mí, observando el mismo paisaje y aún así no encuentro un punto
de contacto entre las dos. Miras al infinito, tranquila, calmada. Con la normalidad de un
viaje de vacaciones. ¿Quién eres, Florencia? Pero en serio. No te conozco. Nos dejamos
de ver y te fuiste del país y te convertiste en esta especie de chilena alemana que no sé
de dónde viene. Una mezcla extraña. Un cuerpo sin nación. No sé en qué idioma piensas
y eso me produce desconfianza. Alguien que no piensa en español no puede entender
cómo siente alguien que sí lo hace. Tu idioma me es tan ajeno como tus ideas. No nos
hablábamos mucho, antes. Y no hablamos mucho, ahora. Estoy tan acostumbrada a
ignorarte que ya no duele. Nuestra madre nunca nos enseñó a querernos, quizás porque
ella misma no sabía cómo hacerlo. Y ahora que somos mayores me pregunto si has
logrado querer a alguien. Si sabes hacerlo. Me pregunto si cuando miras por la ventana y
ves que avanza el paisaje a esta absurda velocidad, te preguntas si serías capaz de
amar, verdaderamente, a alguien que viva en alguna de esas casitas que ahora parecen
un decorado y se pierden en el verde del camino. Recorremos con locura pequeños
pueblos, estaciones de trenes y calles que llevan a sitios que nunca voy a conocer. Vidas
que no son parte de la mía. Avanzamos tan rápido que pareciera que no nos movemos.
Creo que guardo silencio pero en verdad me giro para verte y nuestras miradas se
encuentran. Junto fuerzas y te pregunto qué pasa. Y me sorprendo porque,
verdaderamente, creo que comienza a importarme.
17
No pretendo que nos llevemos bien, Camila. No va a ocurrir un milagro. Pero tampoco
quiero sentir que somos enemigas. Que nos cuidamos las espaldas todo el tiempo porque
la otra puede apuñalarnos por sorpresa apenas le quitemos la vista de encima. No
tenemos que fingir cariño, pero tampoco es necesario que hagamos de esto una guerra
de mentira. Pretender que nos odiamos. Dispararnos sin piedad salvas que sólo hacen
ruido. Arrojar con fuerza aviones de papel que bombardean ciudades imaginarias.
Tanques de juguete que pasan por encima de los restos de una calle dinamitada con falta
de cariño. Refugiados sin hogar que vagan por enormes campos de papel lustre. Ejércitos
completos de soldados plásticos invadiendo nuestra maltrecha relación. No tengo fuerzas
de jugar a la pelea. Prefiero pensar que nunca aprendimos a estar juntas. Como si el
alemán que ahora hablo y el español con que te haces entender, no fuesen capaces de
convivir en el mismo espacio. Dos idiomas que se repelen con violencia. Me da la
impresión que hemos siempre sido así. Nunca me preguntaste por qué me fui del país.
Nunca supiste con quién me casé. No sabes si tengo mascotas. No sabes cómo se llama
mi hija. No sabes su edad. No tienes idea en qué trabajo ni por qué lo hago. No sabes
nada de mi. Y está bien. No pido que te importe. Mi vida es tan poco interesante, incluso
para mi misma, que no espero que sea emocionante para otros. Pero eso no significa que
debas odiarme. Tú no sabes decir en alemán que no me conoces, y yo he olvidado casi
todos los sinónimos para la tristeza que hay en español. Esta guerra de juguete no va a
cobrar víctimas verdaderas, pero hasta en los juegos más limpios puede haber heridos, y
no quiero sentirme responsable. No quiero tener soportar mucho más y terminar
gritándote en la cara todo lo que me pasa, porque no somos capaces de entendernos y
porque jamás guardamos los cuchillos frente a la otra. Ya desenvainadas nuestras armas,
vemos con escepticismo las demás familias. Esas que tienen hermanos que se abrazan.
Madres que besan a sus hijas. Padres que no mueren en la dictadura.
18
Cuando niño, en el colegio, me obligaban a usar corbata. Cuando salía al recreo, me la
sacaba y la guardaba en el bolsillo. Usar una corbata siempre me pareció lo más parecido
a usar una correa. O una cadena. Algo que te amarras alrededor del cuello y se supone
dice cuánto te encuentras inserto en la sociedad. Me pongo de pie, me sirvo agua del
dispensador con un vaso plástico y me siento, con mi carpeta en las manos. Espero mi
turno. Cuatro tipos más en la sala, además de la secretaria. Me tomo el vaso de agua y
me pongo nervioso así que me pongo de pie y sirvo otro y me vuelvo a sentar. Reviso mi
currículum. Una página. Miro a los lados y los otros tipos tienen varias. ¿Qué pusieron
ahí? ¿Por qué necesitan tanta experiencia para postular a un trabajo que se trata de
mover papeles dentro de una oficina? Me ajusto la corbata y suspiro, ahogado. Tres de
los otros cuatro tipos miran hacia la nada, y uno de ellos habla por teléfono con su mujer,
diciéndole que todo va a estar bien. Comienza a faltarme el aire. Me levanto y voy al baño
y me encierro y me apoyo contra la puerta y respiro hondo porque me ahogo y no puedo
evitar imaginarme que si logro conseguir este trabajo voy a ser el tipo de los papeles y me
angustio porque ahora que está cerca, no estoy seguro de querer esta vida. ¿Qué estoy
haciendo? Me miro en el espejo. Pálido. Triste. Soy un animal encerrado bajo la fría luz
del tubo flourescente. Estoy esperando que hagan experimentos sobre mí. Que inyecten
sustancias, me abran el estómago. Estoy esperando que me torturen. ¿Quién es ese
hombre, Franco? Ese que está en el espejo, ¿cómo se llama? Porque no eres tú. Eso es
imposible. Tú no te disfrazas de animal doméstico. No te sientas en una sala de espera a
tomar agua y esperar tu turno y hacer tus trucos de perro cuando alguien te llame a una
entrevista para ver si estás con tus vacunas al día y no tienes pulgas. Sabes que no das
la pata a cambio de una galleta y no ruedas cuando tocan un silbato. Sabes también que
no quieres pasar el resto de tus días dando vuelta por una oficina de cubículos,
esperando el final de cada mes para que llegue el cheque de un sueldo mediocre y
aliviane un poco tus deudas. ¿Quién es ese hombre en el espejo, Franco? Lo pregunto en
serio. ¿Qué pasó con lo que querías lograr de verdad, con ese joven que tenía tanta
fuerza que era capaz de partir la historia de la humanidad en dos? ¿Qué pasó con ese
niño de puños duros que se vino a Santiago a probar suerte? ¿Dónde está ese niño que
nunca sangraba a pesar de los golpes? ¿No fuiste tu quien le dijo a su hermano: “Voy a
romper la historia de Chile con mis manos”? ¿Qué pasó con eso, Franco? ¿Te
escondiste? ¿Cuándo te empezaron a dar tanto miedo las nubes, que asumiste la
estrategia del caracol? Respiro, agitado. Intento calmarme. No sé quién es este hombre
asustado, vestido con una camisa recién planchada. Ese tipo que tiene miedo de hacerse
viejo y tiene miedo de despertar un día y encontrarse en lo más profundo de un estanque
lleno de agua, que en el fondo no es más que el miedo a la muerte. ¿En qué momento y
cómo fracasó ese hombre frente a mí? Cuando niño, en el colegio, me obligaban a usar
corbata. Ahora nadie me fuerza. Soy yo mismo quien lo hace. Mi propio carcelero. Me
puse la corbata antes de salir de casa, para jugar al juego. Conseguir un trabajo. Ser
parte del resto. Y ahora, frente a mi mismo, en el espejo, me doy cuenta que he tenido las
llaves de mi celda colgadas al cuello por tanto tiempo que olvidé dónde estaban. Tenía
tanto miedo de jugar contra las reglas, que comencé a disfrazarme. Hacer como que creo
en esto. Fingir que soy parte del grupo. Me tiraron al suelo un par de veces y, como un
animal entrenado, pensé que volverían a hacerlo y dejé de jugar al juego de los hombres.
No estaba acostumbrado a perder. Y para alguien que no sabe enfrentar la derrota,
perder una pelea es igual que perder la vida. Pero yo no soy esto. Este sujeto. Esta
corbata. Debo dejar de fingir que estoy domesticado, que no soy un animal salvaje. No
hace falta seguir mintiendo. Sal de aquí, me dice la voz. Vuelve a tu casa y empieza de
nuevo. Puedes hacerlo, me dice. Y estoy seguro que, esta vez, no está equivocada. Salgo
del baño y boto el vaso plástico a la basura y me llama la secretaria y me dice que pase y
le digo que no quiero y le dejo la carpeta y le digo que ninguno en esta sala de espera,
verdaderamente, quiere esta mierda de trabajo. Ella me mira extrañada y le pregunto si
acaso no siente vergüenza de levantarse todos los días a hacer pasar gente a una
reunión que decidirá si se mueren de hambre o no. ¿No te da asco pedalear a favor de un
sistema económico que nos revienta? ¿No te da asco verte a ti misma, cuando te sacas el
maquillaje por la noche y te vas a acostar? ¿No te da asco mirarte en el espejo y observar
la cara de aquel traidor que trabaja para continuar esclavizando a los demás? El guardián
de las puertas del infierno. Un perro tan bien entrenado, que no sabe que es un perro.
Animales temerosos de sangrar. Domesticados a sangre y fuego. Yo no soy como
ustedes. No voy a entrar en esa habitación donde está tu jefe, porque no somos iguales.
Antiguamente, los nativos eran parte de los zoológicos humanos y a los negros los tenían,
sangrando y con cadenas, cortando algodones en plantaciones que más parecían campos
de concentración. Los paseaban, los mostraban, los torturaban, y ellos entendían que era
injusto. Comprendían que para ellos no había más esperanzas que morir ahí, encerrados
en el olvido y la miseria. Eran esclavos, pero al menos lo sabían. Ustedes no tienen idea.
Su esclavitud es voluntaria. Y eso me parece vergonzoso. Delirante. Se supone que
cuando no tenemos nada, al menos podemos escudarnos en nuestra dignidad. Pero para
ustedes eso no existe. La dignidad se pierde cuando aceptan las reglas del juego. Pero no
cuenten conmigo. No voy a jugar con ustedes. Haga pasar a ese hombre, le digo, ese tipo
gordito del rincón que ha estado hablando con su mujer todo el tiempo y prometiéndole
que logrará obtener este trabajo. Él lo necesita. Quizás más que yo. Está tan desesperado
que está dispuesto a vender su libertad, su vida entera, por una paga de mierda a final de
mes. Yo no estoy dispuesto. Si quieren encerrarme aquí, si quieren chuparme la sangre,
tienen que darme algo tan grande como mis sueños más absurdos. Si voy a vender mi
alma, el precio será impagable. Y eso no lo permite este sistema. No me mire así. Mírese
a usted misma. Es un buen ejercicio. Llegue a su casa, sáquese el maquillaje, límpiese la
cara y observe en lo que se ha convertido. Yo no soy su enemigo. El verdadero enemigo
es el que está llamando a estos hombres a que le hagan gracias en su oficina. A que le
muestren lealtad a un amo que no conocen. Yo no voy a jugar a esta mierda. Abra la
puerta. Voy a salir. Si no me abre voy a golpear la puerta de vidrio y la voy a romper. Es
mi última advertencia. Abra la puerta. Ahora. Gracias. Que tenga un buen día.
19
Las nubes cuelgan sobre nuestras cabezas, observando con risas escondidas cómo
buscamos la dirección. Somos apenas dos puntos en la gran topografía. Pequeños seres
vivos atrapados en pequeñas preocupaciones con un pequeño corazón acorralado.
Avanzamos a tientas, ciegas. Adivinando según el viento. Camila me dice que es a la
izquierda y yo creo que es a la derecha y al final probamos primero hacia un lado y resulta
que ella tenía razón. Ninguna conoce este pueblo. Casitas de madera con tejas y colores
que se pierden con el paisaje verde. Aquí la gente habla un dialecto que casi no entiendo.
No soy buena guía ni buena traductora y me pregunto si sirvo para algo en este momento.
Y me pregunto cómo mi madre terminó aquí. Y me pregunto qué estamos haciendo,
verdaderamente. En las calles, pasa gente que nunca hemos visto, y quizás nunca
volvamos a ver. Nos saludan con calma. Gente que pareciera tener todo el tiempo del
mundo. Gente que sigue el parsimonioso ritmo de los lugares pequeños. Ciudades que no
son más que puntos en un mapa. Sitios donde habitan pequeños seres con pequeños
problemas. Y nosotras, ahora. Dos corazones acorralados que intentan recoger los
recuerdos de una mujer que nunca fue parte de sus vidas. Avanzamos mirando al cielo de
vez en cuando, y es que las nubes colapsan en las alturas y nos arrojan, a veces, una o
dos gotas encima, a modo de saludo o de broma o quizás un poco de ambas. Nos
alejamos lentamente de la estación de trenes y damos una pequeña vuelta al pequeño
pueblo. Encontramos la dirección que nos dio el abogado y nos quedamos frente a la
puerta, como si debiésemos guardarle respeto al destino. Como si el destino nos guardara
algún respeto a nosotras, que no somos más que dos pequeños puntos tristes, y que las
nubes escupen con una sonrisa. Observamos el timbre, los contornos del botón de
bronce, la oscura madera de la puerta. El aire húmedo. Cierro los ojos un segundo y veo a
mi madre sentada en el patio de nuestra casa en La Reina, mirando al cielo, oliendo el
pasto mojado en invierno. El único año que pasamos con ella y en que casi nunca nos
habló. Aún con los ojos cerrados veo a mi hija, mirando por la ventana abierta en nuestro
departamento en Charlotemburg, sintiendo la brisa de finales de otoño y preguntándome
si para las nubes el acarrear agua significa un esfuerzo o si acaso la llevan sin sentirla,
así como nosotros cargamos encima con nuestra ropa. Abro los ojos. No sé cuánto
tiempo ha pasado, pero las gotas están cayendo sobre mi, lo cual me alegra. En parte
porque el frío y el agua me recuerdan que verdaderamente estamos aquí, y en parte
porque necesitaba esperar a que la lluvia mojara un poco mi cabeza y el agua se
deslizara por mi rostro. Solo así soy capaz esconder las lágrimas y puedo culpar de ello al
clima.
20
Florencia toca el timbre. Hay un silencio y en ese momento quiero preguntarle si está
llorando o es la lluvia o es sólo mi imaginación, pero antes que logre abrir la boca, una
señora de unos setenta años abre la puerta. Es una mujer delgada, sonriente. Nos mira
con la compasión con que se observa a una mascota herida. Y quizás no somos más que
eso. Mascotas que fueron amadas un tiempo, pero abandonadas demasiado pronto,
antes de ser capaces de defenderse. Antes de entender cómo funciona el mundo. Nos
dice algo que no entiendo pero supongo debe ser un cumplido y nos hace pasar. Habla en
Alemán. Al parecer, se esfuerza por hablar lento y que mi hermana le entienda. Loables
intentos por acortar distancias. Terrenos desconocidos. Animales que se huelen,
extrañados. Florencia me dice que me irá diciendo en español lo que la señora nos
cuenta. Asiento con la cabeza y la mujer de ojos grandes y azules nos invita a pasar. Es
una casa de dos pisos. Nos sentamos en el living, junto a una chimenea encendida. Nos
trae un café y la cálida luz y la agradable temperatura y el olor a madera y el crujir de la
chimenea y su rostro de amabilidad convierten toda esta escena en algo acogedor y
extraño. La señora Grösse sonríe con cariño infinito y nosotras nos miramos, confundidas.
Sin saber cómo reaccionar. Somos dos seres no acostumbradas al cariño de los extraños.
Animales domésticos arrojados a la calle. Desamparadas, sobrevivimos sólo de suerte.
Cuando nos acarician, sospechamos, mordemos o nos paralizamos de miedo. Y eso
último es lo que acaba de pasar. Ella son sonríe y ninguna le sonríe de vuelta. Un silencio
se instala junto a la chimenea y nos observa, extrañado. La señora Grösse suspira y
comienza a hablar. Florencia me traduce.
21
Son tan parecidas a su madre. Ustedes. Quizás no les guste lo que les estoy diciendo,
pero es verdad. Hablo de los rasgos. Los contornos de la boca. Los ojos. Algo en el rostro
de ambas, que si bien son diferentes, permite deducir que comparten la misma sangre.
Lamento que hayan tenido que viajar hasta acá. Yo no puedo moverme de aquí. Mi
marido está enfermo y alguien debe cuidarlo. Alzheimer. Es triste porque al comienzo era
los pequeños detalles aquellos que se le olvidaban. Al principio era la chaqueta o el
paraguas. Con el tiempo comenzó a dejar de reconocer elementos más importantes. No
recordaba cómo llegar al baño. No recordaba qué día era. Y así, una mañana, llegó el día
en que no pudo ya recordar quién era yo. Para él, soy una persona nueva cada vez que
ingreso en la habitación. Pero, al mismo tiempo, soy todo lo que tiene. Aunque él no lo
sepa. Quizás es suficiente. Les cuento esto no para que sientan compasión de mí, cosa
que no me interesa, sino para decirles que quizás no es necesario que juzguen a su
madre con severidad. Su recuerdo es ahora todo lo que tienen de ella. Puede que no sea
mucho, pero es algo. Yo la conocí en Berlín. Hace años. Había viajado con mi marido un
verano. Ella estaba perdida. Daba vueltas y no entendía el idioma. Yo no hablaba español
y ella no hablaba alemán, pero nos dimos a entender. Ella quería llegar a la estación de
Rosa Luxemburg y yo acababa de estar ahí. Mi marido y yo la acompañamos hasta el
metro. Sonrió, agradecida, y me dejó anotada una dirección. Tiempo después, sólo por
probar, le envié una carta. Ella me respondió en un precario pero sincero alemán.
Seguimos escribiéndonos por mucho tiempo. A veces venía de vacaciones y a veces la
íbamos a visitar nosotros. Cuando Hermann se enfermó ya no pudimos viajar a verla, pero
ella venía todos los años. Nos traía dulces y libros y discos que escuchábamos mirando
cómo la luz de la tarde se convertía en noche y sofocábamos la oscuridad con las llamas
de esta chimenea. Conversábamos hasta que nos vencía el sueño. Tomábamos mucho té
y nos reíamos de la vida. Era una mujer sola. Una mujer con una cantidad muy limitada de
amor en su corazón, y que lo distribuía con una mesura absoluta. Creo que fui una de las
pocas personas a las que ella quiso durante su vida en este país. Cuando dejó de
responder mis cartas, di aviso a las autoridades. Era evidente que algo le había pasado.
Me dejó todo en el testamento, esperando que sus hijas llegaran a buscarme. Y no se
equivocó. Ella pensaba en ustedes, sus niñas. No con el cariño con que una madre
debería pensar en sus crías, sino con un aprecio que se parece mucho al respeto. El
cariño que se le tiene a los parientes lejanos que se comportan educadamente, como
corresponde, cuando vienen de visita. Un cariño que no involucra responsabilidad. Un
cariño que se sabe incapaz de formar un compromiso. Ella no deseaba cargar con la
responsabilidad de querer a alguien. Siempre decía que amaba al padre de ustedes, a su
primer marido. Y quizás todo ese amor que distribuía con precisión milimétrica, se había
ido con él, y para todo el resto quedaban los resabios de ese afecto. Migajas insuficientes.
Un cariño que parecía una parodia. No es culpa de ustedes. Su madre no sabía dar amor.
No sabía generarlo y a veces pienso que no era capaz de sentirlo de verdad. Pero al
menos pensaba en ustedes. A menudo. Y me dijo, claramente: “Déjales la llave de mi
hogar. Ellas van a llegar y van a encontrarlo todo”. No sé a qué se refería con “encontrarlo
todo”, pero cumplo con la promesa que le hice. Aquí tienen. Esta es la llave. Queda en las
afueras de Köln. Nunca pisé ese sitio. Siempre que viajábamos a verla, nos encontramos
en cafés o en restaurantes. Con Hermann alojábamos en hostales y luego paseábamos
junto a ella, por la orilla del río o mirando la catedral. Hoy, él no lo recuerda, pero fue en
una de esas visitas que le confesé, llorando, que no podía tener hijos. Y fue en esa misma
visita que él me dijo que no importaba. Que nos teníamos el uno al otro. Y que a veces el
afecto entre dos personas es suficiente. Aún si luego es sólo una la que está ahí para
ayudar. Aún si terminamos olvidando el rostro de quien juramos amar para siempre. Y aún
si la pena de no tener hijos nos hace preguntarnos qué se supone es lo que vale la pena
en esta vida, porque no dejamos a nadie parecido a nosotros a nuestras espaldas, y
porque de ese amor ya no nos quedan ni los recuerdos, pues sólo vive en la cabeza de
uno de los dos. No puedo entender eso de su madre. Ella tuvo hijos y no los quería. Yo
nunca los tuve y a veces siento que no tengo dónde dejar todo este cariño que me hace
llorar por las noches y me quema un poco el pecho. Yo no sé cómo vivía su madre. Tengo
la impresión que nunca nadie entró a su hogar. Era alguien que tenía muy poco afecto. Y
yo pude sentir algo de ese poco que le quedaba. Desearía, de todo corazón, que ustedes
hubiesen recibido lo que me dio a mí. Porque yo no lo merecía. Yo soy solo una extraña
que cruzó su vida por casualidad, y entró en ella porque no pedí permiso. Yo no merecía
ese cariño, como ahora tampoco merezco que alguien me olvide de esta manera tan
cruel. Ustedes tienen otra oportunidad. No hagan lo mismo. Entren. Irrumpan en la vida de
su madre sin pedir permiso y recuperen lo que sea posible. Lo que quede de afecto para
ustedes, aún si son solo recuerdos. Vayan a ese hogar y entren. Es su derecho. No sé
cómo es ni tengo idea de qué hay dentro, pero espero, sinceramente, que encuentren ahí
las respuestas que buscan.
22
No salió. Postulé. Fui a hablar con el dueño de la editorial. Dije todo lo que se supone
tenía que hacer. Dije todo lo que tenía que decir en la entrevista. Me mostré motivada,
porque lo estoy. Me mostré capaz de trabajar en equipo, porque lo soy. Me mostré con el
conocimiento suficiente para poder hacer el trabajo de la mejor manera posible. Pero no.
Sucedió algo que no entiendo y me dijeron que ya habían escogido a otra persona. Lo
cual me deja con la clara sensación que no tengo idea qué estaban buscando. No sé qué
me faltó. Si dije algo mal o leyeron algo distinto o no nos pudimos entender o,
simplemente, tuve mala suerte. Y esa, Carlos, es la opción que más me aterra. Porque la
suerte no la puedo medir, no puedo trabajar en ella y no puedo tener más de la que ya
poseo. Se alza como una sombra indeterminada en el horizonte del camino. Una fuerza
misteriosa, invisible, replegada fuera de mi control. Una fuerza que te relega a no ser más
que una mísera espectadora de tu propio destino. Indecorosa desigualdad. Tormentas
que se cruzan y destruyen, ciegas de ira, lo que se encuentre a su paso. Y tú, en medio
del viento y el agua y el fango, observando los trozos de tu propia vida que vuelan por los
aires como una ciudad azotada por los climas iracundos. Una mujer sola, testigo del caos
impávido. El miedo ante esa destrucción que opera lejos de ti, que mueve engranajes y
máquinas detrás de una cortina. El misterio absoluto. Los paisajes invisibles. Todas las
pequeñas historias de ciudades arrasadas en el mundo. Bombardeos. Víctimas seculares
de una destrucción descontrolada. Y yo, ahora, agazapada detrás de una pared cortada
en dos por una explosión, en medio de las ruinas humeantes. Me han bombardeado el
alma, Carlos. Una tormenta de balas me ha perforado por dentro y ahora mi corazón está
lleno de agujeros. Las palabras salen de mi boca como flotadores en este mar de
escombros. Porque si dejo de escuchar mi voz, me hundo. Y si me hundo, tengo miedo de
terminar ahogada bajo el peso de mi tristeza. ¿Qué se hace ahora? ¿Cómo voy a pagar
un arriendo? ¿Cómo sobreviven los adultos? Hay algo en esta etapa de la vida que no
comprendo. ¿Cuál es la red de seguridad que se supone debería existir? Porque si no
consigo juntar el dinero, ¿qué? ¿Me espera la calle? ¿Qué ocurre si me sucede algo
grave, ahora? ¿Si, de pronto, me da cáncer o una aneurisma o me atropella un sujeto
borracho? ¿Es así esto? ¿Acaso estamos a una enfermedad terminal, a un accidente
grave, de la indigencia? ¿Cuán delgada es la seguridad sobre la cual caminamos a
ciegas? Porque ahora no tengo trabajo, no tengo ahorros y debo pagar arriendo y comer y
movilizarme y no tengo idea cómo lo hacen los demás cuando la suerte les pasa por
encima y destroza su paisaje de manera tan violenta. Sé que me vas a decir que voy a
salir de esta, pero compréndeme. No es tan fácil asentir y volver a creer en la suerte,
cuando fue ella misma quien comandó este bombardeo. ¿Por qué me miras así? Carlos,
¿qué pasa?
23
“Vente a vivir conmigo”, le dije.
24
Adelante. ¿Un café? No tomo café pero siempre que voy a una casa me ofrecen, así que
decidí tener, para cuando viniera alguien a la mía. Toma asiento, por favor. Te llamé
porque necesito que aclaremos un par de cosas. La primera es pedirte perdón.
Desaparecí de un día para otro y eso no se hace. Por respeto a tu persona, al trato que
teníamos, a nuestra amistad de años y a lo que se supone estábamos armando juntos.
Perdóname. Disculpa, pero tuve que dejarlo. De un día para otro. Justo al darme cuenta
que estaba chocando contra los bordes de mi propia vida. Tuve una experiencia
reveladora esa noche. Al final de noche. Vi ahí, en medio del cuadrilátero, sangrando,
mientras los números que avanzaban, un cuerpo tirado, desconectado de su cerebro; una
máquina de la cual abusaron tanto que decidió apagarse antes de partirse en dos. Lo vi y
me dije, ¿quién es ese viejo? ¿Quién es ese hombre que debería estar en su casa,
cuidando niños? ¿Qué hace ahí, tirado, ese sujeto que debería usar sus manos para
acariciar criaturas delicadas en vez de golpear hombres por dinero? Sus rasgos, sus
arrugas, su nariz quebrada tantas veces. Se me hacía tan familiar. Era yo mismo. Volví a
mi cuerpo cuando llegó la cuenta a diez y mi alma sufrió una sacudida: había perdido,
estaba sangrando, estaba viejo y ya no quería seguir mintiéndome. Los bordes de mi
propia vida me dijeron que ya no era joven, que no podía soportar lo mismo de antes, que
tarde o temprano todas las peleas terminarían conmigo sintiendo el olor de un suelo lleno
de transpiración y que más valía retirarme antes que ocurriera todo eso que ya era
inevitable. Al final del camino, en esto, sólo quedan perdedores. Es la consecuencia de
avanzar en el tiempo. El contrato que firmamos al convertirnos en seres vivos. La biología
del trabajo. Entonces, eso es lo primero que necesitaba dejar en claro. Explicar el por qué
de todo lo que hice. Quizás debí decirlo antes, pero es difícil de entender y yo aún no
comprendo del todo qué es lo que me ocurrió. Lo segundo es mirar con detenimiento
hacia adelante, porque ya estoy cansado de vivir en un presente que parece detenido.
Necesito volver. No quiero seguir observando mi vida desde lejos, convirtiéndome en algo
que no soy. Despertando tarde, soñando con que me ahogo, que mis pulmones se llenan
de agua y no puedo ni siquiera gritar. Quiero volver. Volver en serio. Quiero que me
ayudes. Quiero volver y tener mi pelea de revancha y demostrarle a todo el mundo que
sigo aquí, que no me retiré, y que tengo la fuerza suficiente para partir en dos la historia
del mundo. ¿Estás conmigo? Necesito una respuesta honesta. ¿Estás conmigo?
25
El aire frío nos corta en dos los ojos al salir. Camila se despide de la señora mediante
gestos y yo levanto la vista. No pasan aviones. No hay cicatrices en el cielo. Azul oscuro.
Las primeras estrellas titilan sobre las casas de este pueblo pequeño. Pequeñas
esperanzas arraigadas en medio del frío. Pequeñas escalas manejables. Vidas a
velocidades diferentes. Mi hermana se acerca a mí y apenas logro distinguirla entre las
sombras que se apoderan de la calle; aquella oscuridad que intenta ser mitigada con unas
pocas luminarias públicas. Me doy cuenta que es tarde. Me doy cuenta que no podemos
viajar ahora mismo. Me doy cuenta, también, que deseo conversar con Camila. Y, al notar
eso, un pequeño escalofrío me ataca por la espalda. Endurezco el rostro y le digo que
busquenos un hostal. Le digo que tengo sueño. No le digo que quiero abrazarla ni que
estoy triste. No le digo que la señora Grösse me perforó el corazón con su honestidad. No
voy a decirle nunca que algo en mí extraña a esa madre que nos abandonó sin
misericordia. Y la extraño aún si no lo merece. Esa madre que nos dejó porque no
soportaba vivir sin el amor de su vida. Ese amor casi infantil. Puro. Honesto. La imagino
claramente. Era más joven que yo cuando vino con mi padre de luna de miel a Europa,
hace tanto tiempo. Dos niños jugando a ser adultos. Sacando fotografías y tragándose la
vida por los ojos. Lugares que sangran historia. Bancas de plaza que tienen la edad de mi
país natal. Dos jóvenes cuyo cariño ocupaba tanto espacio dentro de ellos, que ya no
cabía nadie ahí. Y nosotras, subproductos de eso, ahora reconstruyendo los pasos. Dos
niñas acostumbradas a las migajas. Comiendo del suelo de los afectos. Reconstruyendo
nuestra historia a pedazos. Caminamos en silencio, buscando un lugar para comer algo y
dormir. Mientras avanzamos, reconozco en el andar de mi hermana mi propia manera de
mover los brazos. Gestos involuntarios. Espejos sin marco. Los sobrevivientes de una
guerra no deberían luchar entre sí. Tampoco deberían olvidar la catástrofe. Deseo abrir la
boca pero no voy a decirle a Camila nada de esto. Vamos a caminar por el frío anochecer.
Vamos a guardar silencio y vamos a dejar que la oscuridad de esta pequeña calle mal
iluminada se trague nuestros pensamientos con locura.
26
Florencia me señala una casa de dos pisos, que asumo es un hostal. Sale vaho de mi
boca al respirar y apenas se puede ver del otro lado de la calle, pero distingo a un hombre
junto a su perro, afuera de una casa. Me miran en silencio, desde las penumbras. No
siento miedo, sino curiosidad. Florencia entra a lo que supongo es el hostal y yo me
separo de ella y me encamino hacia el hombre y su perro. Observan cómo me acerco.
Levanto la mano, saludando y, en un momento, estoy frente a ambos. Es un sujeto mayor,
de unos setenta y tantos. Me mira, extrañado, como si fuese un animal exótico. Su perro
me huele y luego salta para que lo acaricie. Lo miro como preguntándole si puedo
acariciar a su mascota y me hace un gesto de aprobación. El pelaje del perro es muy
suave. Es de raza pequeña. Pelo blanco con gris. Hocico achatado. Le cuesta respirar.
Sonrío por los ruidos que hace este pequeño ser y lo acaricio. Respira, nervioso, y se
mueve, buscando amor. Le acaricio el lomo y hace sonidos graciosos y saca la lengua y
me lame la mano como si fuese un torrente de afecto irrefrenable. Le quito la mano y lo
acaricio en el lomo. Mueve la cola, en éxtasis, se tira al piso, me mira, agradecido. Me
ama. Ese perro no sabe quién soy. Sin embargo, me ama. Aún si me olvida en diez
minutos, y aún si jamás volvemos a cruzar caminos. De pronto, siento como si mi cuerpo
se quebrara en dos. Una pena tan honda que me parte adentro. Me doblo y comienzo a
temblar. El hombre no reacciona. Me observa como un animal exótico haciendo trucos
desconocidos para él. Mis ojos duelen, como si fuese a llorar, pero no lo hago. Me
contengo. Mi amigo canino me observa con tristeza infinita, y deja de mover su cola. Me
pongo de pie y me despido con torpeza. Cruzo la calle, tambaleando, y veo que Florencia
me mira desde el umbral, extrañada. ¿Qué pasó?, me pregunta. Me dolió, le respondo
mientras saco mi celular, que ha comenzado a sonar. Es Franco. ¿Qué cosa?, me
pregunta, aún más extrañada. La capacidad de sentir verdadero cariño por un extraño.
27
Cuando niño tenía dos perros. El Astro y el Pelícano. Astro era un pastor alemán, grande.
El Pelícano era un perro poodle, pequeño. Ambos jugaban todo el tiempo. Eran dos
machos castrados. Dos angelitos. Jugaban a morderse y a correr. Y jugaban todo el
tiempo porque es lo que hacen los animales cuando no tienen que preocuparse de buscar
comida. Usas sus garras para jugar con tierra y sus dientes para morder pelotas. No
abren animales por la mitad ni comen pájaros crudos. Dos perros jugando a ser felices.
Un día, en la noche, un tipo se metió a la casa. Yo tenía once o doce años, y vi una
sombra en el patio. Mis perros se despertaron y comenzaron a ladrar. El sujeto le dio una
patada al Astro, que era más grande, y le rompió la nariz y el hocico, luego le dio un
balazo. Mi papá se despertó con los llantos de mi perro y sacó la escopeta antigua, que
era de mi abuelo. El sujeto salió corriendo y se escapó de los disparos al aire que dio mi
papá. En el patio, en las baldosas de cemento, Astro sangraba, mirándome a los ojos. Mi
mamá me dijo que me entrara a la casa, que no viera, pero estaba como hipnotizado. Los
ojos de mi regalón, suplicándome que lo ayudara. La sangre brotando de su pecho, al
ritmo de los latidos de su pequeño corazón que nunca supo lo que era una pelea, que
sólo se dedicó a cavar agujeros, correr y perseguir pelotas. Mi papá llamó a un veterinario
de urgencia, pero cuando llegó, Astro ya estaba muerto. Mi amigo agonizó en las frías
baldosas del patio, esa noche de verano. El Pelícano lloraba a su lado, le lamía las orejas.
Lo acompañó hasta que su compañero de juegos dejó de respirar. Cuando se lo llevaron,
Pelícano me miraba, sin entender del todo. Éramos dos seres contemplando la muerte por
primera vez. Astro nunca se defendió. No sabía pelear. Al darme cuenta de eso, me metí
a boxear. No quería que la muerte me encontrara jugando en el patio, cavando agujeros,
mordiendo pelotas o corriendo con mis amigos. La muerte me encontraría de pie, listo.
Firme. Te estoy llamando porque decidí volver. Y decidí hacerlo porque en un momento
me di cuenta que la muerte me encontraría en mi casa, volviendo cansado de un trabajo
que realmente no quiero. Y me di cuenta que no quiero eso. Voy a volver a pelear,
Camila. Y te estoy llamando para que lo sepas, para que tengas claro que no estoy
ocultando nada. Me voy a poner los guantes y me voy a subir al ring y voy a volver. Te
llamo porque necesito decírtelo en persona. Porque si me llega a pasar algo, no quiero
que te tome de sorpresa. No quiero dejarte como el Pelícano: solo, oliendo una pelota
antigua, ajada, corriendo y mirando constantemente hacia atrás, para ver si su amigo
aparecía de sorpresa. La peor soledad es aquella que no sabe que existe. Que ignora su
condición porque no cree que pueda existir tanta pena en el mundo y nadie haga de ella
el centro de la atención. Pero la soledad funciona bajo esos términos. Porque es posible
sufrir toda una vida. Y porque es posible no sacar nada en limpio de todo eso. Quiero
prepararte. Quiero que lo sepas. Y quiero, también, que sepas que te amo.
28
Yo también te amo, le dije, aunque sentía a mi cuerpo hablar, pero estoy segura que mi
alma se encontraba paseando, lejos.
29
Marcos y Emilio están en la cocina discutiendo sobre anarco sindicalismo. En el living, dos
chicas que no conocía, Natalia y Renata, escuchan la música y cantan. Matías, Camilo,
Felipe, Elisa y Fernanda están sentados en el living, tomando cerveza y escuchan la
historia de Matías en sus vacaciones en India. Bárbara está en el balcón, fumando, junto
a Ignacia y Domingo. Me acerco a ellos. Buena fiesta, me dice Domingo, con una sonrisa.
Le digo que sí, que todo el mundo está muy animado. Ignacia enciende un pito y lo
fumamos entre los cuatro y les digo que estoy nervioso porque tengo que entregar mi
tesis. Bárbara me abraza y a pesar del calor que hace esta noche, no me molesta sentir
un cuerpo a mi lado. Le sonrío y la beso en la frente. El pito da otra vuelta y Domingo
empieza a contar una historia de una vez que estaba en Amsterdam, pero no logro seguir
el hilo de la narración y me distraigo por un momento, mirando las luces del cerro San
Cristóbal, a lo lejos. Cuando vuelvo a poner atención, Domingo termina su historia y todos
ríen. Río también, a pesar de no entender nada, y me imagino si esto sentirá la gente
cuando escucha a los demás hablar en otro idioma. Bárbara me sugiere que entremos.
Natalia y Renata tomaron el equipo de música por asalto y han comenzado a poner
cumbias. Marcos y Emilio salen de la cocina y comienzan a bailar con las dos chicas. De
pronto, todos se ponen de pie y apagan las luces y estamos bailando en el living, a
oscuras, golpeándonos, acalorados, borrachos, divertidos. Bárbara me mira mientras
baila, con una sonrisa insinuante. Le sonrío de vuelta y nos besamos. Estoy muy contento
de que te hayas venido a vivir conmigo, le digo. Estoy muy contenta que me lo hayas
ofrecido, me responde. Me siento feliz. Pleno. En este momento podría morir. Si me diera
un ataque al corazón o un derrame, o algo, tendría que ser ahora. Es mejor que todo se
acabe en medio de una felicidad que sumergido en la tristeza. Quiero desaparecer con
una fiesta. Pero nos besamos y bailamos y seguimos tomando y riendo y nadie muere esa
noche. Le digo que la amo y me responde que ella también. Y antes de caer dormido, a
las cinco y media de la mañana, observo el techo. Ya no hay música. No hay amigos.
Sólo nosotros. Los vasos sucios descansan en la cocina, el reloj despertador titila con sus
números rojos, anunciando que para muchos ya empezó un nuevo día, pero para mí
recién se está terminando. Escucho algunos pájaros cantar desde el otro lado de la
ventana. No los veo. Cerré las cortinas para que no molestaran los primeros rayos de la
mañana. Bárbara está desnuda, a mi lado. Se quedó dormida después de hacer el amor,
y yo, como un tonto, no puedo despegar mis ojos del techo. Sonrío. No tengo sueño.
Estamos viviendo juntos. No sabía que la vida podía contener tanta felicidad. Quiero vivir
para siempre.
30
Siempre es lo mismo. Ahí está otra vez. El mismo lugar. La misma niña. No es mi hija,
pero se parece. No soy yo, pero tenemos los mismos ojos. Es una niña extraña,
desconocida. Nos encontramos de nuevo en esa cafetería con piso de madera. Me
espera sentada, sonriente. Sus pies cuelgan en la silla de madera. Me siento a su lado y
observo mi reflejo en el café. Ella toma chocolate y le pregunto cuánto tiempo me ha
estado esperando. Me doy cuenta que le hablo en un alemán con marcado acento
berlinés y ella me responde en español, con toda naturalidad, que desde hace unos diez
minutos. Nos miramos a los ojos y algo en ella me hace quitar la mirada. Me giro para ver
la decoración del lugar, que no es una cafetería, sino una piscina pública. Observo reflejo
en el agua cristalina y la niña ahora está jugando con otros pequeños, en la parte baja de
la piscina. Un pájaro grazna desde el trampolín. Es un cuervo negro, grande. Casi del
tamaño de un cóndor. Pero es un cuervo. Hace ruidos, buscando a alguien y no puedo
evitar pensar que me llama a mí. Antonio está en la parte honda de la piscina y es solo en
ese momento que me doy cuenta que estoy nadando. Voy hacia él. El cuervo bate sus
alas con fuerza y se posa sobre la cabeza de Antonio, quien me mira, sonriendo. Ahora
me sumerjo en la piscina y al salir, Antonio y el cuervo son una misma persona. El
hombrecuervo estira sus brazos de plumas y dice mi nombre con graznidos. Algo me da
terror, pero al mismo tiempo pienso que estoy protegida en el agua. Me giro para ir a jugar
con los niños, porque tengo cinco años y mi hermana me está llamando. La niña
desconocida mi hermana son buenas amigas. Me dicen Florencia ven a jugar con
nosotras. Me pregunta qué quieres ser, princesa o payaso. A mí me gustan los payasos y
a mi hermana le gustan las princesas y a la niña no alcanzo a preguntarle qué le gusta
ser, porque el hombrecuervo sobrevuela nuestras cabezas y entierra sus garras en los
hombros de la pequeña, sacándola del agua. La niña grita, mientras se eleva por los
cielos. El hombrecuervo no tiene remordimientos. El hombrecuervo va a volver. Y sé que
la próxima víctima puedo ser yo. Observo al hombrecuervo soltar a la pequeña desde una
altura escalofriante. Veo su vestido flamear como una bandera, zurcando el cielo. Puedo
ver sus pelo largo, sus brazos que se mueven, desesperados. Entonces, el sonido. El
pequeño cuerpo, golpeando el suelo, quebrando sus huesos, reventando sus órganos
contra el techo de un auto, cuyos vidrios se trizan con el impacto. El sonido de una vida
finalizando de golpe. Un grito que se corta antes de finalizar. El auxilio incompleto. Las
muertes súbitas. Todos los recuerdos que marcan la biografía. Despierto, asustada.
Siempre es lo mismo. El sueño que se repite y luego ese despertar súbito. Tiemblo. Corro
las cortinas e intento mirar por la ventana. Afuera está oscuro. La noche se ha tragado la
tierra completa. Siempre es lo mismo. Observo mi reflejo en el vidrio. Pobre, pienso al ver
la figura de esa mujer sentada en su cama. Debe ser triste despertarse llorando en la
mitad de la noche.
31
Abro los ojos. Un sonido me despierta. Me giro hacia el velador y tomo mi celular. Un
correo nuevo. Son las tres de la mañana. ¿Quién escribe a esta hora? Giro mi cabeza y
veo a Carlos dormir con absoluta tranquilidad. Mi última semana, en cambio, ha sido una
constante lucha por permanecer a flote en este naufragio anímico. Él me dice que son
etapas. Me dice que pasan. Que dejan de estar y se transforman. Se vuelven vaporosas.
Recuerdos. No me gustan las etapas en la vida. Me parecen estructuras enormes, del
tamaño de países enteros. Deciden por nosotros cómo viviremos durante el período que
nos encontremos en ellas. Y, al igual que la suerte, operan fuera de nuestro alcance.
Situaciones incontrolables. Decisiones foráneas. Amores promedio, que obedecen a leyes
promedio de causas y efectos. Carlos me abraza en las noches antes de dormir y me
calma y me dice que no tenga miedo, que debo seguir buscando. Y a pesar de ello la
mañana me recibe semidormida y sin fuerzas para continuar buscando. Si estas etapas
operan mediante fuerzas misteriosas de las cuales no soy parte, no tiene sentido
preocuparme en salir de ellas. Prefiero flotar en ellas. Dejar de nadar en contra y seguirle
la corriente al destino. Acabaré en una playa o un acantilado. Situaciones incontrolables.
Decisiones foráneas. Meras excusas para dejar pasar el tiempo. A veces sueño que soy
un cometa y puedo vivir para siempre. Me pierdo en el espacio o en la noche estrellada,
que es lo mismo, y viajo sin rumbo y sin esfuerzo. Floto en el océano oscuro del cielo y
observo los confines de lo existente. Los bordes de Dios. Le sonrío a las estrellas y
conozco los planetas, mientras pienso en mi padre y en Carlos y el teléfono encendido en
mis manos que me devuelve a las tres de la mañana, a mi cama y a mi vida. Soy yo.
Sentada y sin flotar. Yo. Inexorablemente, yo. No confío en los milagros pero cuando abro
el correo en mi teléfono, iluminando la habitación completa, abro los ojos. Me siento, de
golpe, en la cama. Sin poder creerlo, vuelvo a leer el mensaje.
32
Florencia desayuna en silencio. Ambas miramos por la ventana. Ha comenzado a nevar.
Le digo que deberíamos viajar a Colonia y asiente. Le pregunto qué le pasa. Le pregunto
por qué mira fijamente la ventana y pareciera estar hipnotizada con su propio reflejo.
Florencia niega con la cabeza y responde que no es nada, pero continua mirando hacia
fuera, en busca de algo que no sé. El paisaje comienza a tornarse blanco. Las calles se
cubren lentamente y pienso en mi Santiago que no conoce este clima. Imagino el centro
de mi ciudad, ese coloso gris, que le drenaron la vida a balazos, donde hoy viven sólo
oficinas de cielos falsos y perros vagos que mueren durante el invierno. Pienso en los
liceos, en los niños que corren por sus pasillos. Mis estudiantes, ahora de vacaciones.
Pienso en cuántos de esos niños saldrán del colegio y recorrerán esas calles con sus
currículos en mano, buscando un trabajo que no va a llegar. Aplanando las calles de ese
Santiago con olor a polvo, tierra y suciedad, que no conoce la nieve salvo cuando llega de
visita una vez cada veinte años. Mi tierra sabe de temblores, pero no conoce el amor de
los climas tristes. El respeto a los días soleados. Los espacios abiertos y las nubes
veloces. Amores imposibles y poesías escritas en callejones vacíos. Luminarias públicas
de ampolletas quemadas. Las ideas que pasan al olvido cuando se pierde una vida.
Observo las calles blancas e imagino mi Santiago cubierto. No las casas grandes, de
ricos, alejadas de la contaminación que ellos mismos crearon. Imagino el centro. La Plaza
de Armas. La Catedral. Los jubilados y los desempleados y los escolares y los turistas
mirando al cielo mientras una capa blanca comienza a cubrir el mugriento corazón de mi
país. La imagino de blanco, inmaculada. Y luego imagino que la nieve se derrite y se
convierte en barro, y se pega a los zapatos, inclemente. Veo las ventanas de los edificios
del centro de mi ciudad, edificios que parecen espejos, llenos de oficinistas que tienen un
ojo puesto en el reloj de salida, porque nadie quiere pasar su vida bajo un cielo falso, en
una calle donde los perros mueren de frío en invierno y donde todos saben de temblores
pero no de días despejados y nubes a toda velocidad. Y en una de esas ventanas,
mientras la nieve azota con furia, distingo el rostro de mi hermana, que está sentada al
frente mío, mirando y pensando en algo que no sé. Le digo que deberíamos viajar a
Colonia hoy mismo y asiente. Mientras tanto, la nieve sigue recordándome que mi ciudad
no tiene arreglo y se dedica, con toda calma, a pintar de blanco un pequeño pueblo al otro
lado del mundo.
33
Mi entrenador me dice que no debo sobre-exigirme. Hay que tener cuidado, dice. Es
importante medirse, saber cuánto puede el cuerpo. Mi cuerpo y yo. Mi cuerpo que me
acompaña a golpear sacos. Mis manos que saludan extraños, acarician perros callejeros
y luego azotan sin piedad rostros de hombres que no odio. Mi cuerpo, con kilos de más y
pretendiendo abandonarme cuando entreno, que se niega a hacer lo mismo que hacía
cuando joven. Mis arterias, llenas de grasa y fritura y cigarrillos y cerveza. Descuidé esta
máquina, la olvidé sin esfuerzo, como me olvido que estoy respirando. Ahora mi cuerpo
me pide tiempo. Pero tiempo es lo que no tengo. Necesito estar de vuelta. Volver a ese yo
de antes, de hace cinco años. Ese yo que no se cansaba de correr y golpear y saltar la
cuerda. Ese yo que existe dentro de este cuerpo de cuarenta y un años. Mi entrenador me
dice que no debo sobre-exigirme. Que puede traer problemas. Pero el temor a perder, a
que me corten la respiración o me quiebren una costilla es lo que realmente me traería
problemas. Pedirle demasiado a mi cuerpo no me preocupa. Él y yo sabemos que
estamos juntos, y lo que le pido es lo que me pido a mi mismo. Sin embargo, lo que no
deseo es enviarlo a la batalla sin prepararlo de verdad. Arrojarlo a una masacre sin
precedentes, y arrojarme a mí con él. En el campo de batalla, sólo tengo mis manos,
estos objetos que están pegados a mí. Mis manos, que tomaron vasos en bares,
acariciaron los cabellos de mujeres que me amaron, cerraron tratos al apretarse con otras
manos, fueron capaces de abrirme camino a golpes en la vida, y hoy, ajadas, heridas,
vendadas, vuelvo a esconderlas tras unos guantes y a prepararlas para castigar a mi
enemigo. Mis manos. Cuarenta y un años pegadas a mi cuerpo. Mis manos. Parecidas a
las de mi padre. Estas no son las manos de un hombre con educación, me dijo. Estas son
las manos de un hombre que sabe usar las herramientas. Mi padre. Un hombre formado
en la tierra, en el barro, nacido y criado en la pobreza porque las oportunidades no caen
por igual en todos lados. Mi padre, que a los cuarenta lo apuñalaron y él mismo mató a
sus asaltantes a mano limpia y sangrando profusamente. Mi padre, en la cárcel. Y yo, en
la cárcel de mi cuerpo. Mis manos y yo. El suelo. Mi cuerpo y yo. El barro. Mis memorias.
Mis cachorros muertos y toda la tristeza de la tierra.
34
No siento envidia. Y es extraño, porque aunque no lo admita, los logros de otros me
obligan a hacerme la pregunta de ¿por qué no a mí? Pero en este caso, no siendo
envidia. Sólo estoy feliz. Me alegro por ti. Me alegro porque no todo estaba perdido, como
creías. Y el bombardeo en tu corazón no era más que un simulacro para medir las
consecuencias. Pero no resultó tan espantoso como creías. Ahora te llamaron. O te
mandaron un mail, en verdad. Pero te necesitan. Vieron tu currículum de nuevo y se
dieron cuenta que te necesitan. Que estás motivada y quieres ser parte de la editorial. Lo
lograste. Te llamaron. Tenías un objetivo y lo cumpliste. No tengo envidia. Estoy alegre. Y
es extraño porque no conozco este sentimiento de sentir felicidad por otro. Digo, de
manera genuina. Es mi primera vez. ¿Qué vas a hacer? ¿Cuándo partes? ¿Mañana?
¿Qué va a pasar? No, no lo pregunto con tu trabajo, lo pregunto con esto. Con nosotros.
¿Qué va pasar, ahora que ya no necesitas ahorrar y no es imperativo que vivamos
juntos? ¿Seguirás aquí, o vas a buscar otro lugar? Fue una semana muy breve. No
alcancé a acostumbrarme a tus rutinas y ya quizás debo hacerme el ánimo de sacarlas
del lugar. Entiendo si prefieres irte. Este departamento no queda en un lugar muy bonito.
Ahora tenemos suerte porque es otoño, pero cuando llega el invierno hay que abrigarse
para estar adentro. Es frío y pequeño, pero barato y eso es lo que cuenta. Sé que no es el
lugar perfecto para ti, que estás acostumbrada a las cosas hermosas, pero es el único
lugar que tengo y es todo lo que puedo ofrecer por ahora. Desearía tener un
departamento de esos modernos, con cocina americana grande, muebles retro y
lámparas redondas antiguas. Un lugar de grandes espacios, cálido. Un clima que no fuese
tan cruel y un departamento que soportara con dignidad. Decoraciones caras. Luces
suaves. Una colección de discos y un living enorme para poder bailar en él aún cuando
seamos solo nosotros dos. Sin embargo, la realidad es esta. Un living pequeño, una
habitación fría y unas paredes delgadas. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? ¿Dije algo
divertido?
35
No me voy a ir, tonto. Te amo.
36
No me digas lo que tengo que hacer, porque ya lo sé. Voy a ir a buscar un auto y lo voy a
arrendar y nos vamos a Köln ahora mismo. No, no vamos a esperar un tren. No vamos a
dejar que siga pasando el tiempo y se amontone a una velocidad que pareciera ser menor
a la rotación de la tierra. ¿Qué conseguimos con eso? ¿Seguir mirándonos como si
fuésemos a cambiar la manera en que nos sonreímos? ¿Crees, verdaderamente, que
vamos a encontrar un milagro en este viaje cuya duración ha cobrado tal magnitud que
pareciera extenderse en el horizonte hasta fundirse con el cielo, impidiendo que logremos
saber, con certeza, dónde comienza uno y termina el otro? Es como si hubiésemos
estado aquí durante meses. Han sido solo un par de días, pero no quiero más. No me
interesa vivir aventuras. No quiero seguir recorriendo pueblos y tomando trenes y
escuchando historias y sentándome frente a ti esperando que en algún momento
tengamos algo que contarnos. No quiero seguir pensando en lo que tengo y no tengo y lo
que hice y en nuestra historia y continuar sintiendo pena porque la suerte en la vida opera
bajo leyes arbitrarias, caprichosas, que han hecho que dos hermanas pierdan a su madre
dos veces en una misma vida, e impidieron a su padre abrazarlas antes que cumplieran
los cinco años, pues desapareció en manos de los militares. Esa suerte que ha jugado
con nosotras con esa crueldad es la suerte que nos tiene ahora, agotadas, en este pueblo
en la mitad del invierno. Así que no me digas lo que tengo que hacer. Voy a arrendar un
auto y vamos a viajar a Köln y vamos a solucionar esto antes que el viaje termine
pasándonos por encima como si no fuésemos más que pasto. Vegetación humana.
Cuerpos enverdecidos a la orilla de camino intransitado. ¿No tienes la sensación de estar
estancada en un tiempo constante? Es la molestia de las visitas inesperadas. Esas
compañías incómodas que retardan el avance de las horas. Escúchame, Camila, puede
que no estemos de acuerdo en lo que pensamos ni en lo que creemos ni en cómo
debieran ser las cosas, pero estoy segura que si en algo congeniamos es en las ganas de
terminar esto cuanto antes. Por ello, voy a arrendar un auto. Nos subiremos al vehículo,
dejaremos atrás este pueblo y sus perros y sus señoras y los llantos que tragamos para
evitar decirnos lo que nos ocurre, dejaremos atrás las preguntas sin respuestas y
viajaremos a cerrar el ciclo. Llegar a buen puerto. Y es que somos dos cuerpos distintos.
Árboles separados, que no conocen los códigos del abrazo ni la cercanía del resto.
Ramas firmes, inflexibles. Árboles tan alejados entre sí que creen ser los únicos en la
tierra. Vegetaciones distantes. Seres que prefieren el silencio a la complicidad.
37
Usted no me entiende. No porque no quiera. Simplemente nacimos en dos lugares
opuestos del planeta y no podemos cambiar eso. Usted tiene setenta, ya no desea
aprender mi idioma. Y yo estoy demasiado cansada para aprender el suyo. Así que
dejaremos esta barrera alzada, inmóvil. La observaremos y nos encogeremos de hombros
porque no nos gusta, pero tampoco haremos nada para derribarla. Nunca seremos
amigos. No porque no lo deseemos, sino porque no podemos serlo. No le puedo contar
que mi hermana está buscando un auto para arrendar e irnos a buscar la herencia de mi
madre en un pequeño pueblo cercano a Köln. No le puedo decir cómo han sido para mí
estos días. No puedo comentarle la diferencia en las pequeñas cosas que he descubierto.
La velocidad de las nubes. La luz que para ustedes es de mediodía y para mí tiene el
color de las seis de la tarde. Respirar aire puro en la mitad de la urbe. Desde la ciudad
donde vengo, esos son milagros. Para usted, es la forma en que el mundo siempre ha
sido. Porque nacimos en dos lugares opuestos del planeta y no somos capaces de
contarnos estas diferencias. Me gustaría decirle que soy profesora. Que me llamo Camila.
Que tengo un novio y que es boxeador y que está a punto de tener su primera pelea luego
de unos años de retirarse. Me gustaría contarle de mis alumnos. Decirle que soy
profesora. Que enseño mi lengua materna, porque nací en un lugar que no entiendo, y he
dedicado toda mi vida a tratar de darle un sentido. Me gustaría contarle la historia de mi
familia, pero puede que se aburra. Y aunque esta no sea más que una relación de
amistad imaginaria, y aunque nuestro cariño exista únicamente en mi cabeza, no deseo
arruinarlo contándole desgracias. No le he dirigido la palabra, no porque no lo desee, sino
porque no puedo. No sé desearle un buen día en su idioma y de seguro usted tampoco
sabe cómo despedirse en el mío. Los gestos son nuestra moneda de cambio, porque no
le pertenecen a ningún país. Entro al hall y lo veo en la recepción, llevando las cuentas.
Muevo mi mano para saludarlo. Usted me mira y agita su mano también, y ambos
sentimos que logramos algo. Pequeñas victorias cotidianas. Yo a usted no lo conozco. Sé
que es el dueño del hostal, pero no sé si tiene hijos mayores, si ha perdido a un ser
querido, o si su vida no ha tenido sobresaltos. No sabe que mi madre nos abandonó, que
mi padre forma parte de los desparecidos en dictadura. Que es la forma higiénica de
referirnos a los cuerpos muertos que nunca entregaron. ¿Usted ha perdido a alguien que
ama? Yo no supe lo que había pasado hasta que me hice más grande. Aún así,
comprendí. Mi padre no era un santo. Él nos dejó. Su causa era más importante. Así
como para mi madre, él era más importante que nosotras. Y eso nos dejó relegadas al
último lugar de los afectos. ¿Le molesta que le cuente esto? No hablo con nadie en este
sitio. Vine desde Chile a buscar lo que nos dejó de herencia y me he dedicado a escarbar
los restos. Perdóneme. Sé que debe ser agotador escuchar a una extraña, pero me
consuela saber que no me entiende, y que no estamos, verdaderamente, hablando. Todo
esto habita en mi cabeza y no se convierte en sonidos porque no vale la pena. Porque me
encuentro tan cansada que no puedo hacer más que mover mi mano cuando lo veo, y
porque usted ya no está en edad de aprender un idioma sólo para escuchar mis lamentos.
38
Dos días. Cuarenta y ocho horas. He hecho todo lo que me pidieron. A veces no soy
bueno obedeciendo y la mayoría del tiempo cruzo la calle sin mirar hacia ambos lados.
Pero esta vez seguí las indicaciones al pie de la letra. He comido lo que me recomendó el
médico. Hice los ejercicios, me tomé los exámenes, ajusté mi peso y mis músculos y mi
mente ya no tiene tantos espacios manchados con tinta como antes. Hace unos meses
me despertaba sin saber, exactamente, qué me estaba pasando. Camila se iba a trabajar
y yo me quedaba mirando la ventana, viendo cómo el resto seguía con sus vidas mientras
mis días juntaban polvo en un rincón. Mientras mi cuerpo mudaba la piel. Me hacía viejo.
Hoy, a dos días de la pelea, no espero demasiado. Mi padre me decía “no esperes
mucho”. También me decía “no tengas tus expectativas demasiado altas”, y es que la
gente que sólo avanza mirando al cielo, termina dándose contra los muros. Yo no soy un
hombre correcto. No le sonrío a los extraños y no tengo idea cómo se trabaja con las
manos si no es golpeando al resto, pero sí sé cómo se espera. Sí sé de paciencia. Sé de
fallos. Y sé cómo sangrar con dignidad y sin ella. Dentro de cuarenta y ocho horas, sabré
si será mi sangre la que tocará el suelo o no. Y sabré si estoy demasiado viejo para jugar
a los golpes, o mi cuerpo aún no ha decidido abandonarme. Dos días. Mantener la calma.
Estar concentrado. Perderle el miedo a las alturas.
39
El señor Zimmerman me dijo que estaban buscando transporte. ¿Van al norte? Me
vendría bien un poco de compañía. Las carreteras se llevan parte de uno. Son esos
largos espacios de tiempo en que uno pasa demasiado solo, los que hacen daño. Con el
tiempo, mirar el paisaje termina siendo igual que observar una pared en blanco. Hago el
mismo recorrido, todas las semanas. Y sin embargo, no lo recuerdo. Algunas cosas se me
quedan en la memoria. Algunas casas grandes. Algunos pueblos coloridos. A veces veo
animales arrollados en la carretera y lloro durante largos tramos, porque a nadie le
importa. Quizás me veo reflejado en esos animales arrojados a su suerte. Conejos
aplastados, perros abandonados por sus dueños, hombres sobre camiones manejando
distancias infinitas. El camino al norte es solitario. A veces cortan la monotonía del paisaje
las turbinas eólicas, otras veces hay un incendio a lo lejos. Cuando eso pasa me imagino
a los bomberos, apagando un incendio en medio de la nada. Arriesgando su vida.
Exponiéndose a la muerte. Conejos aplastados que nadie recuerda. Camioneros
cruzando la mitad de Alemania para ir a dejar un montón de manzanas que alguien
comprará en algún supermercado. Quizás usted ha comido de mis manzanas. ¿A qué
saben? Nunca las he probado. Me imagino que cuando lloro le traspaso mi pena a las
manzanas y no quiero tragarme el llanto. Quizás por eso derramo lágrimas cuando viajo
solo. Ahora me vendría bien un poco de compañía. El señor Zimmerman me dijo que
están buscando transporte. Yo las puedo llevar. Crucemos juntos el país. Perdámonos en
el paisaje infinito. Si las soledades se acompañan, dejan de ser soledades. Quizás
podemos conocernos. Podemos interesarnos en las vidas del otro, aún si nunca cruzamos
caminos nuevamente. ¿Qué pasa? ¿No está interesada? No me entiende. ¿Por qué
sonríe? Usted no habla alemán, ¿verdad? Lo siento. Debí pensar en esto. Que soledad
más irremediable, ¿no? No se preocupe. Estoy acostumbrado. Un verdadero hombre
siempre es capaz de adaptarse.
40
Conseguí un auto. Lo arrendé. Nos vamos a Köln. Vamos a viajar y vamos a terminar con
eso y puedes estar tranquila que no estaremos obligadas a vernos las caras otra vez.
Cuanto antes salgamos, antes se acabará esto. Porque eso es lo que quieres, ¿verdad?
Eso es lo que tú quieres y lo que yo quiero y lo que ambas necesitamos, ¿cierto? Cerrar
este viaje y volver a lo que eran nuestras vidas antes de la llamada del abogado avisando
la muerte de la mamá. Yo debo volver a mi departamento y a mi hija y a mi marido y tú
debes volver a Chile y a hacer lo que sea que haces. ¿Qué haces? No me digas. No
quiero saber. Vas a volver a Chile a seguir haciendo eso y te vas a olvidar de mí y yo me
voy a olvidar de ti y vamos a tomar rumbos tan distintos que pareciera que nunca nos
cruzamos en la vida. No te preocupes, haremos este último viaje juntas, en auto, y luego
nos olvidaremos la una de la otra. Lo hicimos de manera impecable durante más de diez
años. Podemos volver a hacerlo. Si realmente lo queremos, somos capaces de borrar
nuestra historia. Ven. Sígueme. Se hace tarde.
41
Me llamo Bárbara, mucho gusto. ¿Don Esteban, dijo? Mucho gusto, don Esteban. Perdón.
¿No le gusta el “don”? No estoy acostumbrada a las relaciones de oficina. Pensé que al
jefe siempre se le trataba de “don”. Esteban, entonces. Mucho gusto, Esteban. La verdad
es que me tomó por sorpresa el llamado. Pensé que ya no estaban interesados en mí.
Pero voy a trabajar y voy a demostrarles que no tendrán motivos para arrepentirse de
escogerme para el puesto. No los voy a decepcionar. ¿Sabe? Desde que tengo memoria
que quiero ser editora. Corregir textos, escoger autores. Leer todo el día. No hacía lo que
hacían las demás niñas en el colegio. No era buena para los deportes, no me gustaban
los niños que tocaban en bandas. Me gustaban los niños que leían, que podían conversar
de temas que otros niños no alcanzaban a pensar. Los niños solitarios, de almas
pequeñas y con sueños más grandes que sus cuerpos. Siempre he creído que la gente
que lee es mejor persona. Sé que suena pésimo y quizás pensará mal de mí, pero la
gente que lee desarrolla la paciencia. No espera que le den algo rápido. Sabe que las
cosas toman tiempo. Y sabe también que el tiempo de los mensajes no es el mismo
tiempo de nuestras ganas de captar las palabras. Éstas avanzan a otro ritmo. Quizás
porque soy impaciente, me gusta leer. Para ponerme a prueba. Desentrañar las cosas de
a poco. Soy impulsiva. Me enojo con facilidad, me enamoro con facilidad y soy capaz de
dejar mi vida entera con facilidad. Por eso me dedico a leer, para no tener que salir al
mundo a vivir todas las experiencias posibles. Espero que alguien me las cuente con
paciencia, me guíe. Me gusta imaginar que alguien me toma de la mano y me explica lo
que está mal y lo que hace daño. Evita que pise las trampas que hacen sangrar los pies.
Alguien desde otro tiempo se preocupa por mí. Porque, a menudo, yo misma no lo hago, y
necesito que alguien me cuide, antes que termine estrellándome contra una pared de
soledad. Eso son los libros para mí. En parte un escape, en parte una red de seguridad y
en parte una forma de sentirme protegida. ¿Y para ti, Esteban? ¿Qué son los libros?
42
Hoy venía de vuelta del trabajo cuando me detuve en una tienda de libros antiguos. Era
una de esas tiendas típicas tiendas del centro, con olor a polvo ya libros viejos y a lecturas
no terminadas. No sé por qué, pero entré a la librería y comencé a buscar como si una
voz me estuviese llamando. O quizás lo estoy describiendo de una manera más mágica
de lo que verdaderamente era. Entré a una tienda, sin saber por qué, y me compré un
libro sin tener idea de qué se trataba. Era un libro barato, de esas ediciones antiguas que
nadie recuerda. “Las neuronas espejo”, se llama. Es éste. Me gustan los libros. Sé que a ti
también, por eso te cuento todo esto. No sé de qué se trata, pero leí a la rápida un par de
páginas y me parecieron interesantes. ¿Y a ti, como te fue en tu primer día? ¿Cómo son
tus compañeros de trabajo? ¿Cómo es tu jefe? ¿Tienes un escritorio? ¿Te llega el sol?
¿Hay una cafetería o almuerzan en la calle? A veces pienso que muchos de mis
problemas se arreglarían si mi trabajo tuviese una cafetería. Pero también pienso que
aparecerían otros problemas. Correr en la rueda interminable de las excusas. Te extrañé.
Es una locura, pero cuando no te veo durante el día me haces falta. Y no me atrevo a
marcar tu número para que no pienses que estoy marcando tu territorio. Es bueno dejar
aire. Es sólo que a veces tragar tanto aire me ahoga. Te extraño. Te pienso. Hoy venía de
vuelta del trabajo y entré a una librería sin tener un motivo. Quizás te estaba buscando.
Quizás esperaba que, mediante un milagro, fueses tú quien estaba adentro de esa tienda,
revolviendo entre libros viejos, jugando a explorar montañas de palabras. Pero no
estabas. Me encontré con un libro y lo compré para hacerme compañía, y ahora que estás
a mi lado, leer un libro me parece algo tan absurdo. ¿Cómo podría alguien cambiar un
momento contigo por cualquier otra cosa?
43
Lo conocí en un viaje a Polonia. En navidad. Me fui en tren conversando con este hombre.
Tobias. Hablaba un alemán muy articulado, complejo. Era estudiante avanzado de
filología y me comentaba que quería comprar fuegos artificiales. Le dije que yo estaba
haciendo el viaje por lo mismo. Nos reímos y hablamos de anécdotas navideñas. Él con
sus navidades cerca de la frontera con Suiza, yo con mis navidades familiares, esas que
conoces. Las navidades en que la abuela nos hacía unas galletas y le cantábamos al tata
antes que se quedara dormido. Nos daban una copa de champaña y a la cama. Le conté
sobre el día siguiente. Todos los vecinos con juguetes nuevos, y nosotras ya nos
habíamos comido las galletas porque éramos niñas y porque no manejábamos el
concepto de la espera. Nunca tuve un regalo en navidad. No hasta que conocí a Tobias.
Nos reímos y conversamos y hablamos todo el viaje hasta Frankfurt der Oder, caminamos
hasta Slubice, compramos fuegos artificiales y terminamos quedándonos una noche. Una
noche se volvieron dos. Y dos se convirtieron en una semana. Pasamos la navidad en
Slubice y el año nuevo en Berlin. Estábamos obsesionados de amor. No podía concebir la
idea de estar sin él, aunque fuese un minuto. Lo amaba con una voracidad que llegaba a
doler. Y él me amaba de vuelta con su calma, su buena educación y su alemán articulado.
Bebíamos vino blanco alemán, escuchábamos canciones en su tocadiscos, me escribía
poemas en una máquina de escribir que era de su abuelo, que tenía cambiadas la Y por
la Z. Lo cual no me molestaba porque ni su nombre ni el mío usas esas letras, y si podía
escribir nuestros nombres sin dificultades, el resto de las palabras podían solucionarse.
Esa fue mi historia de amor. Tobias. Me encantaría saber tu historia de amor, Camila,
pero para saberla debería preguntarte y, verdaderamente, prefiero no hablar. Podría
terminar haciendo algo estúpido, como contarte todo esto de verdad y quedar expuesta,
sin capas con las cuales cubrirme. Lo cual no puede traerme más que problemas. Porque
ambas sabemos que acá el clima es cruel, y ambas sabemos que esta tierra favorece a
quienes se cubren.
44
Estoy listo. Mañana es el día. Miro el techo de mi habitación y me gustaría que estuvieras
aquí. Que me miraras con cariño y me tocaras los puños y me dijeras que no voy a
fracasar. Que no es tarde para lograrlo. No sé si sea verdad, pero necesito que me lo
digas. Intento llamarte, pero no estás. Tomaría algo para calmarme, pero sé que si me
tomo una cerveza voy a pasarme luego a un vodka y luego a otro y terminaré borracho y
mañana me harán pedazos. Los guerreros no escapan antes de la batalla. Los guerreros
se preparan. Anticipan el ajedrez de golpes que vendrá en unas horas más y le avisan a
su cuerpo que no tenga miedo, que están juntos. Mañana es el día y pareciera que fue
hace sólo un par de tardes que te dije que me habían aceptado la pelea. Me voy a
enfrentar a un chico. Bertoni, un cabro que viene de familia de inmigrantes italianos y
parece un tanque. Rápido, fuerte, con la voluntad que caracteriza a los niños que quieren
conquistar el mundo a golpes. Y yo, para su manager, soy un símbolo. Si me derrota,
habrá demostrado que puede contra un antiguo campeón. Su manager quiere que me
haga pedazos. Así, levanta la fama de Bertoni y yo me retiro con una derrota digna. Los
viejos no pueden ganar para siempre. El cuerpo los abandona. Pero no estoy tan viejo y
mi cuerpo aún no ha levantado la bandera blanca. Mañana voy a subirme al escenario y a
mirarlos a los ojos y hacerles saber que estoy de vuelta. Que no voy a dejarme aplastar
por un niño. No en este punto de mi vida. Una vez me preguntaste qué se siente golpear a
gente que no odio. Te respondí que es un deporte, pero en el fondo es otra cosa. Es una
prueba a uno mismo. Es decirle a tu cuerpo que estás curtido, que no importa lo que
ocurra, que puedes soportarlo y salir adelante. No voy a golpear a Bertoni pensando que
es mi enemigo. Tampoco voy a evitar golpearlo imaginando que es el hijo que no
tenemos. Voy a darle todo lo que tengo porque él hará lo mismo. El juego de los hombres
es violento. En el juego de los hombres no hay dudas. No se piensa. Llevo tres meses
imaginando esta pelea. Ya no hay nada más que pensar. Lo que viene ahora es ponerme
los guantes y permanecer de pie. Mis puños y yo. Dos hombres solos, enfrentados. El
cielo es mi testigo. He vuelto a rezar. No lo hacía hace años, pero me siento demasiado
solo. Anoche leí la Biblia y aunque no seguí la lectura con demasiada atención, me
acompañó hasta que cerré los ojos. Me contó la historia de unos hermanos que
cosecharon en arena, en roca y en tierra firme. Sólo la semilla arrojada a la tierra pudo
germinar. La historia no me gustó mucho, la verdad, pero me quedé dormido soñando que
yo era una semilla plantada en roca por un imbécil. Mi vida era la de una planta contra
todas las posibilidades del mundo. A pesar de ello, me convertí en un árbol gigante y
miraba Santiago desde las alturas. Era una planta enorme. Crecía tanto, que mis ramas
hacían sombra, cubriendo barrios enteros. Nadie podía derribarme y me miraban,
perplejos. Dios decía que eso era imposible, pero yo no creo en Dios. Sé que tú tampoco
le crees, pero anoche necesitaba que alguien me acompañara.
45
Me dicen el gringo, aunque no vengo de Estados Unidos y no tengo nada que ver con ese
país. Es por mi pelo. Es lo que llaman la “discriminación positiva”. Me dicen el gringo en
broma y a veces me molesta porque siento excluido en los grupos donde todos se llaman
por el nombre y a mí por un apodo… pero a veces tiene cosas buenas, porque este país
es profundamente discriminador y me tratan mejor cuando hago papeleos, cuando voy al
banco o cuando compro algo en el mall. Es horrible y no debería sentirme afortunado,
pero supongo que la discriminación camina por ambas vías de la calzada. Mi familia se
vino de Alemania. De Leipzig. Llegaron acá cuando yo todavía no había nacido. Mi
abuelos se quedaron allá y los voy a ver una vez cada dos o tres años. No los conozco
mucho, pero también pienso que si viviera allá los vería todavía menos. No tenemos casi
nada en común, salvo el idioma, que me lo enseñaron en mi casa para dejarme un legado
de palabras que no sirven en esta tierra. Un idioma que no puedo usar con mis amigos.
Nunca he usado con mis parejas. Un idioma que sólo contiene la carga familiar. Es un
poco eso. Un lenguaje que es para la casa y un lenguaje que es para la vida. A veces
sueño en español y a veces sueño en alemán y a veces sueño que no hablo ninguno de
los dos idiomas y estoy limpio y soy nuevo y no soy rubio y vivo en otro lugar, donde nadie
me conoce y donde no tengo familia. Nací del aire, de la nada. Mi abuela tiene Alzheimer
y dicen que es hereditario. Supongo que algunos cargamos con nuestros parientes en la
espalda. Por eso a este gringo te vio entrar y no pudo evitar saludarte. Porque puede que
a este gringo lo intenten hacer idiota cuando toma un taxi, puede que a este gringo lo
intentan estafar cobrándole más en la feria, pero este gringo sabe reconocer a alguien
que no está donde pertenece y cuando te vi entrar a la oficina supe que íbamos a
tomarnos algo en la cafetería y terminaríamos contándonos trozos de nuestras vidas. ¿Y
a ti, Bárbara, con tu pelo claro y los ojos verdes? ¿No te dicen nada?
46
¿Qué quieres que te diga? ¿Que lo estoy pasando bien? ¿Que me gusta la idea de irnos
juntas y recorrer un camino que parece eterno para encontrarnos con un montón de
recuerdos de alguien que no queremos? No, no me gusta la idea. No, no lo estoy pasando
bien. Y no, no necesito que me recuerdes que tienes ganas de irte a Santiago, de vuelta.
Yo también quiero volver a Berlín. Extraño mi calle, mis puentes. Extraño el Spree y el
olor del metro, que es diferente del olor del metro en Santiago. Extraño mi departamento,
mi calefacción, que en Chile es un lujo y acá es una norma. Extraño mi ciudad caótica,
llena de inmigrantes. Extraño las voces de sus habitantes, que hablan en un alemán mal
declinado, con ese acento que no viene de ningún país de habla alemana, sino de las
entrañas de esa ciudad que espera mi regreso. Extraño mi cama. Extraño a mi hija.
Extraño tanto a mi hija. Echo de menos también mi Berlín con turcos y polacos y
españoles y sudamericanos intentando llegar a fin de mes en una ciudad que no quiere
más gente encima y las sacude como pulgas. Una ciudad con poco trabajo y mal pagado
y mucha gente y artistas y niños y parejas formando familia y jóvenes borrachos y gente
que vomita en los trenes y bicicletas encadenadas a postes olvidados y multitiendas de
precios absurdos y borrachos que coleccionan botellas para canjearlas por comida y
mujeres con el corazón roto, que tratan de olvidar sus penas bailando solas en clubes
nocturnos y acaban- cuando termina la noche y el primer cielo tiene un color celeste
blanquecino -tambaleándose rumbo a sus casas, esperando cerrar los ojos y despertar en
un lugar mejor. Extraño mi vida antes que la tuya irrumpiera en la mía. Extraño mi vida
antes que la de nuestra madre se terminara y nos sumiera en este viaje interminable.
¿Eso quieres escuchar? ¿Qué— ¿Qué está pasando? No. No me digas que el auto se—
Perfecto. Perfecto. Ahora no enciende. Esto es. Perfecto. Es lo único que nos faltaba.
47
No la extraño. No se trata de eso. Ni siquiera pienso en ella. No la recuerdo. Olvidé la
mayoría de sus gestos. No puedo recordar su cuerpo entero. Sólo trozos. Pedacitos. El
lunar en su mejilla. Unos aros celestes que solía usar. La forma de su nariz. Su espalda.
Curiosamente, me acuerdo de los detalles a los que menos atención le puse cuando
estábamos juntos. Y no la extraño, para nada. Es otro el sentimiento. Es la ausencia. Lo
que ya no está y en un momento era la vida entera. Te cuento esto porque hoy vi una foto
de ella vestida de novia. No tenía idea. Un amigo me envió una foto y me dijo “adivina
quién se casó”. En la imagen (una captura de pantalla) se encontraba su foto y los
comentarios que habían dejado sus amigos. Ahí estaba ella, vestida de blanco, sonriente.
Feliz. Con ese brillo en los ojos del que yo mismo fui testigo. Y a su lado, un sujeto,
igualmente feliz. Un tipo que se ve buena persona. Alguien con quien de seguro no tengo
nada en común, pero una buena persona, al final del día. Un tipo de esos que te
encuentras en una fiesta y puede que no terminen siendo amigos, pero le deseas que
llegue a salvo a casa. Vi la fotografía y recordé las veces que soñé con ser yo ese hombre
de la foto. Las noches hablando de planes, de vida, de lo que nos esperaba con el tiempo.
Y luego, ahora, verla ahí, estática. Sonriente. Infinita. ¿Quién es esa novia que sonríe? No
es la adolescente que me vio llorar cuando mi hermano tuvo un accidente. No es la chica
que tomó mi mano esa noche cubierta por una niebla tan densa que apenas podíamos
encontrar las luminarias de las calles. No es la joven que me dijo “esto se siente muy
parecido a hacer lo correcto” y me besó, poniéndose de puntillas. Es otra persona. Es una
novia, en el sentido más general de la palabra. La novia de otro. Un sujeto que no
conozco, pero tiene los ojos claros y de seguro tiene historias interesantes. Un tipo de
rasgos cuadrados, sonrisa impecable y que vive en un buen barrio de Santiago. Esa
novia, que fue mi novia pero ya no; que sonreímos juntos, pero ahora le sonríe a otro; que
me confesó secretos que ahora otro conoce; esa novia que ahora está vestida de novia y
es, verdaderamente, la novia de alguien más, sonríe en la fotografía que veo en la
pantalla, mientras sus amigos, gente que nunca he visto, le dejan saludos y felicitaciones.
¿Quiénes son esas personas? ¿Hace cuánto se conocen? Miro aquella novia desde una
pantalla y pienso que me convertí, oficialmente, en un recuerdo. Y no la extraño. No se
trata de eso. No pienso en ella. No la recuerdo y ya olvidé la mayoría de sus gestos. Aún
si me concentro lo suficiente, no soy capaz de recordar su olor. Todos los detalles que la
componían se perdieron en mi memoria, así como, de seguro, yo me perdí en la suya. Te
cuento todo esto no porque quiera hablarte de ella, sino de nosotros. No se trata de las
memorias que no me interesan, sino del futuro que quiero cuidar. El de ambos. Porque no
quiero que esto sea solo un recuerdo difuso. Y porque te amo tanto que no creo que
podría soportar verte vestida de novia y no reconocer a quienes te sonríen en esa
fotografía, no saber dónde estás, y no ser el hombre que toma tu mano con amor infinito
en ese instante capturado el tiempo.
48
Nos miramos. En silencio. Nos medimos. Quiero decirte que no tengo miedo. Que he
estado incontables veces en esta misma situación. Quiero decirte que estoy listo. Y quiero
decirte que no tengo problemas con sangrar, si es necesario, por lo que espero que estés
listo para ello, también. Bertoni, eres joven. Tienes una vida por delante. Si fallas, nadie te
lo restregará en el rostro. Pero, ¿qué hay de mí? Soy un animal viejo. No me queda
mucho tiempo jugando con las reglas de los hombres. Veo como poco a poco mi cuerpo
deja de ser como antes, pero no permitiré que se lleven mi reino. No seré un león sin
dientes, abandonado por una manada que avanza sin remordimiento. No me quedaré a
observar cómo saquean mis sueños, cómo se llevan mis esperanzas, cómo pisan mi vida
sin cuidado y sin mirar atrás. Tú eres parte de la nueva generación, Bertoni. Eres un chico
nuevo. Recién llegado a este mundo. Lo veo en tus ojos. Tienes miedo, pero quieres
hacerte hombre. Y crees que tienes todo lo necesario. Estamos en un punto de inflexión
para ambos. Con esta pelea te harás un hombre y yo con esta misma pelea debo probar
que soy más que un recuerdo. Nos medimos en silencio, observándonos. Quiero decirte
que no tengo miedo. Que estoy listo. Espero que tú también lo estés. Suena la campana.
Va a empezar. Está empezando. No te contengas. Vamos. Dame tu mejor golpe.
49
¿Estás leyendo? ¿Cómo va ese libro? Mi día estuvo tranquilo. Van pasando las semanas
y me siento cada vez más cómoda en el trabajo. ¿No te quieres venir a dormir? Hace frío
y no hay nada peor que irse a dormir sola temblando. Anoche soñé que iba a la piscina.
¿No te conté? Era extraño. Soñé con mi madre, hace mucho que no la soñaba. Soñé que
me tomaba en brazos y me ayudaba a aprender a nadar. Yo sé nadar, pero por alguna
razón, en el sueño era una niña y no sabía y ella me tomaba en sus brazos. Después no
me acuerdo cómo, estaba en una tina y ella ya no estaba y la tina era gigante y todavía no
sabía nadar y trataba de llegar a las orillas y no podía. ¿Te has ahogado en un sueño
alguna vez? Es desesperante. A veces sueño con agua y con mar y con mi madre y me
despierto con una sensación de haber viajado tanto. Estoy cansada. No quiero seguir de
pie. Quiero dormir. Voy a dormir.
50
Son espejos enfrentados. Un reflejo de lo que pasa. La imagen del problema que rebota
hasta perder el sentido. Tú me dices que estoy exagerando, que no es tan terrible, pero
no me digas cómo debo sentirme. Nos abandonaron cuando niñas, nos abandonamos
nosotras y ahora nos abandona el vehículo en medio de la carretera. No me enseñes
cómo debo mirar el mundo, Florencia, porque no tienes idea. No tienes la más puta idea
de lo que pasa en mi vida. Estamos en este país, en tu nueva tierra, al otro lado del
planeta, y aunque he disfrutado no viéndote la cara durante años, nos cruzamos los
caminos, ¿y te crees capaz de enseñarme a sentir? No tienes derecho a tratar de
colonizar mis afectos. No por estar en un país que funciona, significa que funciona tu vida.
La mía es un desastre, pero no arrojo lecciones en la cara de los demás. Eso es mala
educación. Es falta de respeto. Y yo tengo respeto por los demás. ¿Sabes qué más
tengo? Tengo casi treinta y cinco. Y no los siento en mi cuerpo. Me pasaron por el
costado, sonriendo. Un día era una niña y ahora no puedo subir corriendo las escaleras. Y
podrás decir que no tengo hijos, como tú. No tengo un marido. No tengo nada de lo que
se supone debería tener a mi edad. Sólo tengo un novio que se gana la vida golpeando
personas y amaso tantas deudas que apenas logro llegar a fin de mes. Tengo también
niños a los cuales debo enseñarles, darles valores. ¿Crees que tengo la autoridad para
hacerlo? ¿Puedo, yo, enseñarle el valor del cariño y la confianza a los niños? ¿Sabes lo
difícil que es mirar a un niño a los ojos y decirles, sin temblar, que deben querer y respetar
a su familia? No. No tienes idea. Ahora estamos viviendo esta carrera absurda porque
queremos recuperar un pedazo de nuestra madre. Un trozo de esa historia que nunca nos
dejó participar. Pero es solo la mitad del problema. Nuestro padre desapareció. Fue
asesinado. Y tú siempre lo recuerdas como un héroe, aunque no tienes idea quién fue.
Dices que era un revolucionario, un valiente. Pero no tienes la más remota idea. No tienes
ningún recuerdo. No sabes. Deja de mentirte. Nuestro padre no es un padre. Nuestro
padre es la foto de un desaparecido. Es una canción de Víctor Jara. Un mural clandestino.
Un cartel con un nombre colgado al pecho. Un grito en las manifestaciones. Una memoria
que nuestras tías contaban. Pero nuestro padre, nuestro verdadero padre, no existe. Fue
real, claro, pero para nosotras es tan ficticio como el amor de nuestra madre. No me digas
cómo debo sentirme y yo no te diré cómo debes mirar al resto. No me digas que nuestra
madre fue la peor y nuestro padre fue un héroe, porque yo no pedí un héroe, yo quería un
hombre que me cuidara, que me dijera que todo iba a estar bien, que aprobara o
rechazara a mis novios y me dijera que soy hermosa y que no importaba si me acababa
de tirar a alguien en un baño público o no, siempre iba a ser hermosa y limpia y pura y
perfecta y que era, por sobre todas las cosas, única. Así como él, para mí, sería único. Yo
no pedí un monumento en una plaza. No pedí una fiesta en conmemoración. No pedí que
un grupo de músicos que nadie escucha le hicieran una canción que cantan en las
reuniones del partido. Yo pedí un padre y me dieron una memoria. Yo pedí un adulto que
me quisiera y me dieron abrazos y cartas e informes de tortura para poner en un museo y
mantener la memoria de alguien que nunca conocí. Dime, honestamente, ¿cómo voy a
amar a alguien que no existe? ¿Cómo se inventa un padre y una madre, para tener una
familia como el resto? ¿De qué se trata esta imbecilidad que estamos haciendo al otro
lado del mundo? No me digas cómo debo sentirme, porque yo no te diré nada más.
Nuestro padre imaginario. Nuestra madre que desapareció. Huellas antiguas. Marcas en
la nieve. Tormentas a la distancia. El silencio en la carretera abandonada. Dime algo. No
te quedes así. Dime en qué estás pensando. Se honesta por una vez en tu vida.
51
Cuando iba en el colegio, tenía un compañero. El guatón Vergara. No era un mal tipo. Era
gordo, tímido, tenía una voz demasiado aguda y le llegó la pubertad un poco antes que al
resto, así que olía mal a veces, porque olvidaba ponerse desodorante, cuando nadie más
necesitaba usarlo. Esas cuatro cosas fueron suficientes para que el guatón Vergara
sufriera en el colegio las penas del infierno. Yo siempre digo que no le he hecho daño a
nadie, pero si soy completamente honesto, no estoy diciendo la verdad. Recuerdo mi
época de colegio. Me decían “Carlos, vamos a pegarle al guatón”, y yo iba. Lo hacía
porque me hacía sentir poderoso, porque me hacía sentir que tenía el control. Pero
también lo hacía porque si me ponía del lado de la víctima, el próximo podía ser yo. Yo
era parte esencial de la máquina del miedo. La máquina giraba gracias a mí, y yo le
obedecía porque la hacía girar y estaba aterrado que me aplastara. Al guatón Vergara le
hicimos la vida imposible. Le tirábamos chicles en el pelo, le reventábamos yogures en la
mochila, le pegábamos patadas cuando nos daba la espalda. El guatón Vergara tenía una
hermana deficiente mental y nos reíamos de eso. Le decíamos que era más tonto que su
hermana. La imitábamos frente a él y nos reíamos. Éramos despreciables. He intentado
contactarme con el guatón Vergara, pero no he podido. Me encantaría decirle que lo
siento. Que tenía tanto miedo, que sólo podía solucionarlo causándole daño a alguien. Y
le tocó a él porque yo no sabía qué hacer. Me encantaría decirle que siempre pensé que
él era un buen tipo. Le gustaban las historietas. Coleccionaba Batman. Nos reíamos de él
por eso y una vez le rompimos un comic. Nunca le dije que yo también lo coleccionaba y
me encantaría haber hablado con él sobre ese tema. Pero no lo hice. Me dediqué a
dañarlo tanto como fuera posible. ¿Cómo puede alguien, que cree ser buena persona,
causarle un daño tan innecesario a otra? En mi vida adulta me he comportado de la
manera más ética que he podido, pero el recuerdo de quien era en el colegio me persigue
a veces. Me gustaría pedirle perdón, tomarme un café, conversar de su familia,
preguntarle por sus padres, por su hermana. Sé que su madre era profesora de historia
en un colegio municipal y su papá era músico. Me gustaría saber si la vida le tendió la
mano o también se dedicó a darle la espalda. Me gustaría poder abrazarlo y pedirle que
me perdone. No hay nada que pueda hacer para reparar el daño, pero a veces lo imagino
sentado conmigo en la banca de la plaza afuera del colegio, ya adultos, y el me mira con
una sonrisa herida diciendo está todo bien, diciendo no te preocupes, diciendo no me
importa lo que hiciste. Diciendo deja de llorar. Pero no puedo. Cada vez que lo recuerdo,
me desarmo por completo. Querías conversar. Conversemos, pero no sobre esto. No
quiero recordar quién era, porque tengo miedo que ese ser horrible pueda volver a
convertirse en mi.
52
Mírame. Mírame a los ojos, cobarde. Un hombre que golpea es un hombre que mira de
frente. No me quites los ojos de encima. Acertaste un par de golpes. Bajé mi guardia, me
desconcentré por un segundo y entraste, sin piedad. Pero no es suficiente. Tienes
demasiada confianza. Te crees capaz de partir la historia de la humanidad a golpes. Te
crees capaz de lograr todo lo que desees. Pero esta noche te voy a enseñar una lección
de humildad. Conmigo y con el resto. Me contaron lo que decías de mí. A ese viejo,
decías, a ese viejo lo voy a llevar a piso en tres rounds. Vamos por el quinto y apenas
puedes cerrar los ojos. ¿Te duele? Estoy seguro que si vuelvo a acertar otro golpe de
frente, voy a romperte la nariz. ¿Dónde estás ahora? Porque aquí veo tu cuerpo, pero tus
ojos brillan diferente. No estás. Tienes tanto miedo de perder, que estás abandonando tu
propio cuerpo. Estás dejando que otro se encargue, porque tú no quieres ver este
espectáculo. Yo estoy en primera fila. Es algo que se aprende con los años. No importa si
vas ganando o no, retirarse en la mitad del combate es la mayor expresión de cobardía.
Un hombre que sangra por deporte no se mide por las veces que gana, sino por cómo
enfrenta las pérdidas. Me diste un par de golpes fuertes. Pero no me verás caer. Así mi
vida dependa de mantener esta promesa. La única forma en que podrás arrojarme al
suelo será muerto. Mírame. Mírame a los ojos, cobarde. Quiero saber dónde estás. Dónde
estás de verdad.
53
No es la primera vez que veo algo así. Una vez me fui de viaje con mis tres hermanos. No
nos llevábamos bien, pero queríamos cambiar eso. Mi hermano mayor arrendó un auto. El
plan era ir juntos. Conocernos. Pasarlo bien los tres por una vez. Queríamos llegar a
Valencia, en España. No alcanzamos a salir de Alemania cuando el auto se quedó parado
en la mitad de la carretera. Tres hombres sin idea de cómo funciona un auto, en una
carretera en medio de la nada. No es un panorama muy alentador. Comenzamos a
culparnos entre nosotros. Son los permisos que da la sangre. Gritas cuando te enojas.
Abrazas cuando te alegras. La cercanía de los cuerpos y la distancia de los afectos. Las
acciones involuntarias. Así que no se preocupen, no es la primera vez que veo algo así. Si
mis hermanos y yo sobrevivimos a nuestro viaje sin matarnos, ustedes estarán bien. Es
obvio que se quieren. No se miran con desprecio, sino con la curiosidad de los animales
que se huelen por primera vez. Nosotros intentamos solucionar nuestras diferencias, pero
fracasamos porque no supimos darnos aire para despreciarnos con calma. Primero se
debe odiar para luego volver a querer. Intentar quererse todo el tiempo es una condena.
El afecto es pendular. Oscila entre la estadía y su ausencia. Ya no hablo con mis
hermanos. Ahogamos nuestros afectos, oprimidos por la urgencia de sentirnos queridos.
Los juegos del ego. Hace años que no tengo noticias de ellos. No sé en qué están. A
veces pienso que tienen vidas maravillosas, que sus familias los aman y sólo tienen con
sus parejas el acuerdo de no hablar acerca de sus hermanos. A veces, también, pienso
que fracasaron y se dedican a ver televisión, emborracharse frente a la pantalla y esperar
que el cuerpo se rinda, reventándolos de un infarto en el living de su casa. Hay noches en
que, antes de dormir, me imagino si se preguntan qué será se mí. Si sabrán que mi mujer
se pegó un tiro cuando descubrió que tenía cáncer. Si sabrán que nunca tuve hijos. Me
pregunto si saben que trabajo como camionero en esta carretera hacia Berlin y que a
veces recojo gente que abandonada en la ruta, como nosotros nos quedamos cuando
éramos jóvenes y nunca llegamos a España. Valencia debe ser un lugar hermoso, con
niños corriendo en la playa. Ancianos tomados de la mano, contemplando el mar, viendo
el rostro de lo infinito. Amantes sonrientes, humedecidos por la brisa. Hermanos
abrazados, bebiendo cerveza, tumbados en la arena. Hermanos que se quieren y nunca
cortan sus vidas con precisión quirúrgica. Un corte tan perfecto que la herida ni siquiera
sangra. La libertad de los afectos. Las separaciones permanentes. Los sueños
incompletos.
54
Hablemos en español para que este hombre no nos entienda. Hagamos un pequeño
paréntesis en nuestras vidas. Florencia, escúchame. No es necesario correr a solucionar
esto. Descansemos un día. Viajemos con este hombre hasta llegar Berlín. Muéstrame la
ciudad. Descansemos ahí un día o dos, luego viajemos otra vez. Démonos un tiempo.
Quizás él tiene razón. No vale la pena correr, frenéticamente, intentando solucionar esto.
Si lo hacemos, acabaremos ahogando estos falsos afectos viejos. Tan pequeños, que
pueden morir en nuestras manos. Viajemos. Muéstrame tu ciudad. Quiero conocer Berlín.
Quiero ser testigo de tu fragmentada. Quiero ver qué tenemos en común tú, yo, mi
Santiago natal y esas calles que sangran la historia de un continente viejo.
55
Cuando niño creía que había un fantasma en el living de mi casa. Todas las noches, al
irme a acostar, apagaba la luz y me quedaba mirando el marco de la puerta. Esperando.
Aguantaba la respiración, atento cualquier sonido. Cualquier movimiento que delatara una
presencia extraña. No sé en qué momento me obsesioné con la idea de un fantasma
vagando por el living, pero me persiguió durante años. Me costaba dormir. Encendía mi
lámpara y leía hasta que mis ojos no podían enfocar, incapaces de seguir recorriendo las
líneas. Entonces, apagaba la luz y me dormía, sin tener tiempo de pensar en el fantasma.
Lo ahogaba con letras. El ritual de leer hasta agotarme me acompañó hasta que una
noche, a los doce años, ya con la luz apagada y en silencio, escuché un ruido en el living.
Era tarde y mis padres estaban durmiendo. No había nadie despierto en casa. Me puse
de pie y caminé lentamente hacia la puerta. En el marco, la oscuridad de la sala de estar
vacía, me succionaba el alma del miedo. Caminé con cuidado hasta quedar de pie en la
mitad del living, esperando que el ruido volviera a suceder. Esperé que se cayera algo,
que se rompiera algo, que alguien me dijera alguna frase al oído. Que la muerte me
tomara por sorpresa. Estaba preparado para lo que fuera. Un niño de doce años, cansado
de huir, estaba preparado para ver el rostro de la muerte. Pero nada ocurrió. Permanecí
de pie durante unos diez o quince minutos y luego me devolví a mi cama, en la más
absoluta tranquilidad. Tenía solo doce años, en ese entonces no tenía idea lo que había
hecho. Hoy, de adulto, lo sé. El miedo, la oscuridad y yo hicimos un trato. Realizamos un
pacto de convivencia pacífica. Sabemos que el otro está ahí y no cruzamos los límites.
Nos mantenemos en nuestros territorios. Desde entonces, no he sentido verdadero
miedo, y desde entonces, cada vez que me encuentro en un lugar a oscuras, se siente
igual que un sitio iluminado. Son ese tipo de tratos los que cierran etapas, y son esos
mismos tratos los que permiten que avancemos de frente por la vida. Nosotros, ahora,
tenemos un trato. Un trato en el cual yo no voy a tocar el suelo y tú vas a caer en los
próximos segundos. No soy un niño. Ya no tengo miedo. Cierro los ojos, pero no hay
oscuridad. Bajo mis párpados, toda la luz del mundo. Esquivo tu golpe. Estás abierto,
bajaste el brazo izquierdo. Voy a entrar con un gancho de derecha. No te preocupes. La
humillación no dura para siempre. Es igual que el miedo. Temporal. Finito. Pasajero.
Como la fama, la tristeza y los delirios de los enamorados.
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¿Bárbara? ¿Te vas a casa? Estaba pensando que podríamos ir a tomar algo. Una
cerveza. O comer alguna cosa. ¿Qué pasa? No me mires así, no es una cita romántica.
Sólo te estoy invitando a tomar algo y conversar. Nadie sale herido. Además, de seguro
nos vamos a reír más de lo que nos reímos en el trabajo. ¿Te animas? Voy a ir al bar de
la esquina. Siempre me siento en la mesa que da al ventanal. Me gusta tener rutinas fijas.
De esa manera, puedo saber cuándo me sorprende la vida. Si te animas, puedes
acompañarme al bar y nos sentamos en la ventana y vemos pasar los autos y la gente y
nos reímos del resto del mundo, como si los viésemos por una pantalla gigante. ¿No
quieres beber? Yo voy por una cerveza. Te invito. De verdad, yo pago. Va a ser chistoso y
nadie saldrá herido. Vamos.
57
Camila, los zapatos se dejan en la entrada. Es una costumbre. Es por la nieve y el
invierno y porque llegar a casa y sacarse los zapatos te hace sentir que ingresas a un
lugar de descanso. Toma, usa estas pantuflas. Siempre tengo algunas para las visitas.
¿Quieres algo de tomar? No sé qué hay en el refrigerador. Tengo agua. ¿Quieres agua?
Ven, pasa. Esta es la pieza que tenemos con Antonio, mi marido. Esta es la de mi hija,
Anette. Ella no está ahora, pero preferiría que entraras para no desordenar su habitación.
Puedes dormir en el living. Ven. Este es el living. Es una pieza. Con puerta y todo. Es
diferente que en Chile. La sala de estar sirve como lugar de reunión y pieza de invitados.
Va a ser tu dormitorio por esta noche. El techo es alto pero no hace frío gracias a la
calefacción central y las ventanas dobles. Mañana nos vamos a Köln, temprano. Apenas
nos despertemos. ¿Tienes hambre? Voy a ir a comprar algo para cocinar. No hay muchas
opciones aquí. Charlottemburg es un barrio caro y prácticamente hay solo restaurantes.
No es buena idea comprar acá… a menos que quieras salir a comer a fuera. De hecho,
puede que sea una buena idea. Ven. Salgamos. Deja tu maleta y bajemos las escaleras y
vamos a tomarnos una copa de vino o dos. Hemos estado midiendo nuestras fuerzas
demasiado tiempo y no quiero seguir jugando a los enemigos. Quiero sacarme la
armadura. Escucharla cómo se golpea contra el suelo y sentirme liviana por primera vez
en mucho tiempo. Deseo reírme de nosotras y de esta competencia sin sentido. De los
golpes que esquivamos, las peleas, las víctimas y sus victimarios. Vamos. Salgamos a
recorrer mi ciudad que no me pertenece. Quizás sea divertido. Puede ser chistoso. Sólo
prométeme que nadie saldrá herida.
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Quería llamarte para decir que la pelea terminó. Quería contarte cómo fueron los últimos
segundos. Decirte que conecté de sorpresa y el chico éste cayó al suelo e intentó
levantarse, pero no pudo. Fue el peso de su cuerpo y los golpes y el ego malherido, que
es lo que más duele. No se levantó y sonó la campana y así terminó todo. Me felicitaron y
estaba en el camarín, cuando tomé el celular e intenté llamarte, pero recordé que no
estabas acá. Así que me revisaron las heridas, el doctor dijo que estaba todo en orden,
me vestí, me tomé una micro y me vine a casa. Ahora estoy en el living, tendido en el
sillón rojo que compramos en esa venta de garaje y estoy dejándote un mensaje. No sé
muy bien por qué hago ciertas cosas. No sé por qué golpeo gente. Es decir, lo entiendo y
puedo justificarlo, pero no lo sé con certeza absoluta. No sé por qué te extraño tanto y no
sé por qué siento que el tiempo avanza de manera extraña, como una masa informe. Con
zonas delgadas y otras infinitamente gruesas. A veces siento que han pasado años desde
que te fuiste de viaje a ver a tu hermana y a veces tengo la impresión que han sido sólo
unas horas. ¿Cómo va todo por allá? ¿Tienes noticias? Yo sigo esperándote. Ya no soy el
hombre arruinado del que te despediste y quedó sentado en este mismo sillón. Me puse
de pie. Estoy ordenando mi vida, armándome un camino a golpes; la única manera que
conozco de avanzar. Vuelve. Vuelve pronto. Cuando regreses, saldremos a tomar algo y
celebraremos. Voy a invitarte a un restaurant y voy a besarte y te daré las gracias por
soportar mi mal humor y los días en que no tengo fuerzas para levantarme de la cama.
Vuelve cuando quieras. Estaré aquí, donde me dejaste antes de partir. Y recordaré lo
nuestro, aún si ahora mismo no estás, y aún si tu ausencia me duele más que los golpes
que hoy marcaron mi cuerpo.
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Terminamos dos copas y luego fueron tres. El vino se convirtió en Vodka y luego en
coqueteo y acabó transformado en un taxi. La puerta abierta del vehículo se convirtió en
una sonrisa y luego en una mano sobre otra y terminó siendo un beso al borde de la
puerta del auto. Y ese beso se deformó en una invitación a pasar. Y debí haber dicho que
no, pero tenía ya la sensación de estar tan dentro de un problema, que en cierto punto
daba lo mismo si dejaba de avanzar o me arrojaba por completo. La falta ya está hecha.
Nos besamos en su pieza y me quitó la polera y desabotoné los pantalones y nos
besamos el cuerpo y transpiramos juntos y grité como hace tiempo que no lo hacía. Era
como ver una película porno, como si no fuese yo quien estaba ahí. Mi cuerpo reclinado
sobre aquel sujeto rubio, frotándose y moviéndose y yo miraba como desde afuera,
sentada en el borde de la cama, contemplando las luces de la ciudad, imaginando si
estabas durmiendo o despierto y sabiendo, en el fondo, que al volver a casa debería
decirte dónde había estado. Ahora estamos en silencio y el gringo me acaricia el
estómago con la punta de sus dedos y yo miro al techo y fumo sin pensar en nada,
realmente. En mi cabeza que ahora da vueltas no cabes tú, ni quepo yo. No tengo
espacio para nadie más que para este instante. Acabo de romper algo sin misericordia y
nadie más lo sabe. Arrojé una bomba a una ciudad que no había hecho daño alguno y sus
habitantes no tuvieron tiempo de correr por sus vidas. Ahora las calles están regadas de
cuerpos mutilados. Sangre en las escaleras. Miembros lejos de sus cuerpos. Humo que
cubre las plazas públicas. Juegos donde antes corrían niños, ahora convertidos en
agujeros en el suelo, impregnados de pólvora. Nadie me pidió hacerlo. Reaccioné de
manera voluntaria porque pude y porque tenía ganas. Y me pregunto cuántas veces
seguiré repitiendo esto. Los patrones que cobran víctimas. Me abro paso en el mundo
destrozando todo lo que conozco. Rompo cuanto llega a mis manos porque no sé
detenerme, y porque la culpa nunca es más grande que el placer del momento. Ahora
boto el humo del cigarro, vacío mis pulmones y observo aquella pequeña nube chocar
contra el techo y pienso que tú haces lo mismo y te imagino en casa, esperándome llegar,
fumando y mirando al techo y pensando si está todo bien o te han bombardeado el
corazón sin que lo sepas. Debo decirte algo cuando entre a la puerta. Quizás no me
preguntes nada, pero no deseo mentir. No soy buena en eso. Si puedo atestiguar a mi
favor, diré que soy honesta. Aún si la honestidad cobra más víctimas que el bombardeo. Y
aún si la honestidad tiene el olor de mi cuerpo bañado en la transpiración de otro hombre.
60
Nos compramos unas cervezas y las vamos bebiendo por la calle. Le pregunto si tiene
destapador y se ríe y abre una botella con la tapa de otra y me explica que si eres de acá,
es parte de la cultura el saber destapar botellas con todo lo que encuentres. Bebemos y
caminamos y tomamos el tren y luego el metro y llegamos a una destilería de cerveza
abandonada que transformaron en una especie de centro cultural. Y en su interior hay
teatros y cines y tiendas de ropa y museos y un par de locales para bailar, que es a donde
nos dirigimos. En la fila le pregunto Florencia, ¿qué se siente vivir aquí? y me responde
que es lo mismo que en Chile, pero sé que no es cierto. Y me dice que tiene que ver con
volverse insensible. Como cuando te pones un reloj y lo sientes los primeros minutos,
pero luego tu cuerpo se acostumbra y acabas olvidando que lo tienes. La ciudad opera
similar, me dice. Para ti todo esto es nuevo, pero para mí es el lugar donde voy a bailar.
Nada más. Y si vivieras acá el suficiente tiempo, acabarías acostumbrándote también,
porque así somos. Estamos programados para ordenar y volver lógico lo inabarcable. El
cerebro funciona sobre incertidumbres, me dice, está siempre en estado de alerta para no
morir, y cuando reconoce patrones o comportamientos, termina asimilándolos y los vuelve
parte de su zona segura. Florencia le da un trago más a su cerveza mientras esperamos
en la fila, antes de entrar al local. Yo no tengo patria, dice riendo, tengo rutinas.
61
Dejo el libro de lado y miro la hora. Dos y cuarto de la mañana. Llamé a Bárbara hace
media hora, pero no contestó. Antes de eso le había enviado un mensaje de texto, sin
respuesta. No seguiré insistiendo. Dejaré que el tiempo avance, cauteloso. Si no llega,
llamaré a la policía y me desesperaré. Antes de eso, la calma. Vuelvo a tomar el libro
aunque no tengo ánimos de leer, y paso por la misma línea cuatro veces sin darme
cuenta. No estoy aquí. Mi cuerpo está aquí, pero este no soy yo. Tengo un libro en mis
manos, pero nada me garantiza que soy yo. Soy un espectador. Espero, pacientemente,
que ocurra algo y el destino me marque el paso. Si no llega, voy a preocuparme. Antes de
eso, respirar, pensar en otra cosa. Estoy suspendido en el aire. Los minutos pasan por
encima mío y la sensación de incertidumbre es casi peor que morir. Bárbara ronda en mi
cabeza y me pregunto si estará pensando en mí. Después, un pensamiento más oscuro:
¿qué estará pensando de mí? Imagino que me recuerda como uno memoriza la lista del
supermercado. Luego: ¿es posible recordar sin afecto? Más cerca: ¿es posible recordar
únicamente con lástima? Dejo el libro de lado y miro la hora. Dos veinte de la mañana. Mi
reloj de pulsera marca el paso. No me dejes atrás. Suspiro. Si no aparece en unas horas,
saldré a buscarla y me desesperaré. Pero antes de eso, la calma: una puerta que se abre.
No hay una sonrisa en el rostro. No estoy aquí. Este no soy yo. Y esa que acaba de entrar
tampoco eres tú.
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Salimos de la fiesta y Camila se ríe. Me dice hace tiempo que no salía a bailar. Me dice
creo que nunca lo hicimos juntas. Asiento mientas digo que no, que es la primera vez. Y
nos reímos y ella me dice “ven” y la sigo por Schönhauser Alle mientras ella cree que
llegaremos a algún lugar interesante, aunque yo sé que para allá no hay nada pero no
quiero arruinarle la ilusión. Y ella encuentra una cabina de fotos y me pregunta para qué
sirve y le digo que es un Photoautomat, que la gente se saca fotos en estas máquinas, a
veces como recuerdo, a veces para fotos oficiales. Inserta una moneda y me empuja
adentro de la cabina y nos fotografiamos. Estamos borrachas y nos da risa y luego
tenemos que esperar cinco minutos. Ella enciende un cigarro y me pregunta si no tengo la
sensación de extrañar algo, permanentemente. Una especie de tristeza subterránea. Le
digo que no, pero no estoy segura y luego le digo que a veces, pero no extraño Santiago
ni las calles ni el olor. No siento nostalgia por el gris ni los inviernos sin nieve. Le digo que
a veces me siento sola, pero que eso ha ocurrido siempre. Es inevitable pensar en ciertas
cosas, como en la soledad. O en la muerte, me dice ella mientras exhala el humo de su
cigarro y cuando dice esto en voz alta pienso en nuestra madre, que murió en la más
absoluta soledad. Y pienso en nuestra abuela, que también murió sin nadie que la viera
en sus últimos momentos y pienso que yo también tengo miedo de morir sola. La
fotografía sale de la máquina y estamos abrazadas, sonriendo. Soy yo y no soy yo. Esa
mujer que abraza a su hermana me parece tan lejana que es como si me viese desde
afuera. Camila me pregunta si se puede quedar con la foto y asiento, divertida.
Compramos unas cervezas más en un Spätkauf, que son unos pequeños locales abiertos
toda la noche, y nos marchamos caminando por la ciudad. Le digo que podemos llegar a
casa caminando, pero será un buen rato. Me dice que no tiene prisa, que los problemas y
la realidad y las responsabilidades nos van a golpear mañana. Ahora no tenemos tiempo
de eso. Camila me dice esta noche es eterna. Camila me dice cantemos mientras
avanzamos por la calle. Le sonrío y le digo que está bien. Y así, ambas avanzamos por la
acera, dejando que la noche de Berlín nos trague con la agitada tristeza de un carnaval de
dos personas.
63
Me llamaron. Arreglaron un encuentro. Es un tipo de mi edad. Un sujeto que está
buscando sus últimos logros antes de retirarse del boxeo. Les dije que sí. No acepté
porque esté confiado, sino porque estoy buscando un enemigo digno. Alguien que sea
capaz de derribarme y ponga los clavos en mi ataúd. Quería saber cómo has estado, qué
has hecho, pero supongo que no tienes tiempo de hablar. No logro imaginar tu viaje,
como de seguro tú tampoco logras concebir el mío. Quisiera sentir que estás aquí. Aún si
se trata solamente de una ilusión. Espejos de paisajes a miles de kilómetros. La distancia
no es enemiga de la compañía. Quisiera escuchar tus gritos cuando estoy entre las cuatro
esquinas del mundo, transpirado, cansado, luchando por seguir de pie, por mantener mi
cuerpo funcionando. Pero en aquella masa de voces no está la tuya. No te pido que estés
todo el tiempo a mi lado, pero tampoco se trata de dejar los afectos descuidados como si
fuesen ropa que siempre quedará bien aún si nunca se viste en las fiestas que importan.
Y es que tengo miedo de cansarme. Tengo miedo de caer inconsciente y sangrando y al
despertar sentir que no valió la pena esperarte durante tanto tiempo. Volver a tener un
encuentro con la muerte y en ese encuentro darme cuenta que tú no tienes cabida. No
puedo esperar permanentemente. Necesito algo. Un gesto. Una llamada. Algo que me
haga compañía, porque me estoy agotando de dar vuelta en mi cabeza. Sacar a relucir
mis recuerdos. Mis mascotas muertas. Aquellos amores que se me escaparon de las
manos.
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No me digas nada. No me preguntes nada. Voy a hablar. Voy a decirlo todo, pero no me
interrumpas hasta que termine. No es una exigencia, es una petición. Tengo pocos
derechos en este momento, y pedir que me escuches hasta terminar es uno de ellos.
Estuve con otro hombre. Vengo de su departamento. Estuvimos teniendo sexo desde las
diez de la noche hasta media hora atrás. No lo conoces. No sabes quién es. Pero eso no
significa mucho porque yo tampoco lo conozco de verdad. Sé su nombre, sé lo que hace,
pero no lo conozco. Y eso es, quizás, el motivo por el cual terminé enfrascada en esto. No
sé qué piensa sobre política, sobre educación. No sé si tortura a sus mascotas o cree que
hay razas superiores a otras. No lo sé. Y prefiero la ignorancia. Me he dado cuenta que a
medida que me pongo barreras morales, esas barreras terminan haciendo añicos los
afectos con el resto. Sé lo que piensas, sé lo que crees. Sé de tu compromiso político y lo
que consideras que no debiera ser aceptado. Y compartimos lo mismo. Pero, ¿de qué
sirve? Son mecanismos para alejarnos del resto. Ponernos en un pedestal moral que a
nadie salvo a nosotros mismos nos importa. Masturbaciones emocionales. Premios entre
náufragos. Yo no sé en qué cree este hombre. Y no le pregunté. Hablamos del clima y de
otras cosas que no importan. Mencionamos los viajes que hemos tenido y me preocupé
de no llegar a ninguna zona que pudiese producir asperezas. No quería arruinar la
seducción con moralidad. El poder es un juego político, pero la seducción podemos
reducirla a estrategia, a estética. Lo bello nos salva de lo peligroso, aunque no siempre.
Me emborraché y se emborrachó le di una mamada tan larga que se me comenzó a
adormecer la mandíbula. Tuvimos sexo en su cama y en el living y en la cocina. No voy a
esconderte nada. Me presionó contra la pared y me lo metía y yo me quejaba de placer y
él se reía cada vez que eyaculaba. A momentos pensaba en qué estarías, pero sabía que
de seguro te encontrabas en casa, leyendo un libro, porque confiabas que yo no estaría
haciendo lo que estaba haciendo. No podrías creer que la persona que te dice “te amo”
por la mañana, sea capaz de darle sexo oral a un desconocido, por la noche. Sé que esto
te parte el corazón y no es para menos, pero no puedo esconder lo que soy. No estoy
hecha para esto. Para una relación donde somos únicos. Donde debo fingir que no me
siento atraída por nadie más. Donde tú me dices cosas lindas y yo debo sonreír y
mantener el juego de la seducción dormida. Gigantes que se tendieron en grandes
páramos y hoy se convierten en montañas desoladas. Un sitio frío, sin bordes peligrosos
en que podamos dañar nuestros afectos. El terreno, aquella superficie donde construimos
esta relación, es tan plano que carece de aventura. Resistencia. Rabia. No tenemos para
el otro más que buenos deseos y eso termina cansando a cualquiera. Sí, fui irresponsable
y sí, te hice daño. Pero prefiero hacerte daño en vez de mantener algo incierto, una
especie de ficción de alegría que se parece a la estabilidad y acaba siendo hermana de la
rutina más agobiante. Lo peor de todo es que te amo. Y esto no es mi forma de terminar
lo que tenemos, es mi manera de decirte que no puedes confiar en mí a ojos cerrados,
porque voy a hacer esto cuando lo necesite y cuando no me veas. Voy a perderme y voy
a confundir mi cuerpo con otros cuerpos y voy a volver a casa a contártelo para que no
creas que te guardo secretos. No estoy arrepentida, sólo estoy preocupada por ti. Ya he
terminado. Eso era todo. Puedes decirme lo que quieras. Carlos, por favor. Dime algo.
Necesito escuchar una voz que no sea la mía.
65
Camila me dice y le digo qué quieres y me dice vamos a tomar otra cerveza o no y le digo
que no puedo pero destapa una y tomamos otra y Florencia me dice y le digo no sé ni
dónde estoy y sonreímos y bebemos un poco más y hablamos del papá y de la foto que la
mamá siempre guardaba y nos preguntamos dónde estará esa foto pero ninguna lo
recuerda y quizás se la llevó ella y asentimos y Camila me dice y le digo tengo miedo de
morir sola y Florencia me dice y le digo yo también pero no hay que decirlo en voz alta y
nos abrazamos y nos decimos te quiero en esa forma borracha en que es mitad en serio y
mitad broma pero es más en serio que otra cosa y tratamos de ponernos de pie pero el
alcohol y la caminata y el baile y todo el viaje nos ha destruido y es imposible salir del sofá
y no sé quién soy, ahora, no tengo idea cuál es mi cuerpo ni dónde empiezo o termino,
por lo que le digo vámonos a dormir a la cama porque no sé cómo armar el sillón y me
dice a mi cama y me doy cuenta que no es mi casa y me dice da lo mismo y nos reímos y
por un segundo y la propiedad privada no existe y estoy pensando en eso cuando caigo
sobre la cama e intento desvestirme pero no lo consigo y suena un celular pero ninguna
contesta y nos reímos de no poder hacer más que reírnos y querer dormir y nuestras risas
se funden porque comienza a irse la realidad. Primero cerramos los ojos. Luego el
silencio. Y luego, negro.
66
Siempre es lo mismo. Ahí está otra vez. El mismo lugar. La misma niña. No es mi hija,
pero se parece. No soy yo, pero tenemos los mismos ojos. Es una niña extraña,
desconocida. Me sonríe y me dice que no ha llamado nadie. Me señala un teléfono que no
es el de mi departamento, sino el que teníamos en la casa de mi abuela, en La Reina: un
teléfono negro con el signo de CTC. Me pide que llame yo y no sé a qué se refiere, pero
tomo el teléfono y marco el número de mi hogar en Charlottemburg. Me contesto yo
misma, o quizás no soy yo, pero es mi voz y me pregunto qué quiero y le digo que estoy
llamando porque la niña me lo pidió y me pregunto a mi misma por qué no he llamado
antes. La voz me responde no puedo llamar porque hay alguien en la pieza y me está
vigilando. Corto el teléfono y me encuentro en mi sala de estar mientras una figura
enorme, de dos metros, está de pie en el living, con una carta. No se mueve y sus ojos
negros, infinitos, escondidos entre las plumas, me miran aún sin mirarme con atención. Su
vista está clavada en el techo a mis espaldas, pero sé que me ve por el rabillo de sus ojos
eternos. Apenas cuelgo el teléfono doy un paso hacia atrás, pero el hombrecuervo da un
paso hacia mí y ambos nos quedamos quietos. Estoy jugando su juego. Soy la víctima de
esta idea macabra. Antonio me habla desde la cocina y entra a la sala de estar y al
parecer no lo ve porque me pregunta qué estoy haciendo. Me giro con sumo cuidado para
no alterar a la figura emplumada y al ver a Antonio, veo que tiene su rostro cubierto de
lágrimas. Está llorando sin parar, mojando el suelo. Le digo que se detenga, que va a
arruinar el piso de madera y se larga a reír y el hombrecuervo se ríe también con unas
carcajadas profundas, ruidos similares a graznidos de tamaño colosal. Entonces, suena el
teléfono y no quiero contestar porque no quiero que la niña me vea llorar de miedo, pues
estoy asustada por las risas de Antonio y las animalescas carcajadas del hombrecuervo.
De modo que no contesto y me quedo quieta, llorando, hasta que mis lágrimas y las de
Antonio inundan el departamento y comenzamos a flotar. La alfombra se levanta y los
muebles se convierten en pequeños barcos. La niña que es mi hija pero no es mi hija me
mira desde el sillón y me pregunta por qué no la he llamado. No puedo hacer nada, quiero
decirle. No estoy aquí. Pero ella mira por la ventana y la abre y se arroja y quiero correr
detrás de ella pero el agua me vuelve demasiado lenta y mis pies avanzan en cámara
lenta y termino gritando, desesperada. Le digo que no se vaya. Le pido que me perdone.
Le grito porque creo que haciéndolo lograré evitar que se arroje, pero su figura cae al
vacío desde la ventana del departamento y comienzo a dar alaridos desesperados,
sintiendo que me voy a volver loca. Entonces, una mano me toma con fuerza y me sacude
y abro los ojos y estoy en mi departamento y Camila me dice está todo bien, y me dice es
un sueño, y me dice no pasa nada. Y me toma con cuidado y yo sólo lloro y cierro los ojos
y dejo que me tome con cuidado, dejándome inundar por un abrazo que parece infinito.
67
Estás dormida a mi lado y no nos despedimos de un beso. No me lo ofreciste y no te lo
pedí. No podría. Miro por la ventana. La noche se extiende más allá del borde de los
edificios. Continúa en el horizonte y da la impresión de ser infinita. Pienso. ¿Cómo poder
describir el lento avance del tiempo? Las nubes se mueven con tanta calma que
parecieran estar dibujadas sobre nuestras cabezas, mientras las pocas estrellas visibles
saludan desde el otro lado de la contaminación. Se ríen de nuestros problemas.
Pequeños seres desesperados, dicen. Pasan sus días engañándose. Aman, rompen
promesas y sufren. En la gran escala -dicen las estrellas- sus desgracias son ínfimas. Las
observo titilar y pienso en sus palabras. Mis penurias son infinitamente pequeñas. Mis
lamentos, casi inexistentes. Todo esto lo comprendo en la gran escala, pero no
pertenezco a los inmensos cuerpos celestes. Si soy del tamaño de los hombres, del
tamaño de los pequeños seres y sus tribulaciones, ¿cómo, entonces, puedo quitarme este
dolor que tengo adentro?
68
Flo, despierta. Nos tenemos que ir. A mí también me duele la cabeza. Tengo la misma
sensación. El cuerpo aplastado. Los pensamientos confusos. Jugamos a ser jóvenes pero
nuestro organismo ya no tiene veinte años. El peso del tiempo se nota en pequeñas
situaciones, como estas. Una vez me fui de fiesta con Franco, mi novio, y salimos y
tomamos y nos largamos en una locura de dos noches. Al volver a casa, caí en cama y
me sentía tan mal que pensé que iba a morir. Franco estaba tan preocupado que llamó a
un doctor. Yo apenas podía abrir los ojos. El hombre vino a la casa y luego de hacerme
un chequeo se rió y me dijo que era normal, que el cuerpo no podía soportar infinitamente
los embates del alcohol y los químicos que le había metido esa noche. El doctor me dijo
que si quería evitar sentirme así, debía dejar de beber y tomar pastillas y empezar a
buscar maneras menos destructivas de pasarlo bien. El doctor me sonrió y se fue, pero no
se dio cuenta que al marcharse, me dejó un agujero en el alma y una marca imborrable en
la biografía. Fue la primera vez que debí hacerle frente a un hecho aterrador: el tiempo
avanzaba y no me había dado cuenta. No importa cuántas ganas tenía de seguir
haciendo lo mismo, bebiendo lo mismo y bailando en los mismos lugares. Al cuerpo no le
importaba lo que yo quería, él velaba por su seguridad. Lo estaba destruyendo antes de
tiempo, pero no deseaba aceptarlo. Y es que yo, al igual que todo el mundo, sabía que en
algún momento el cuerpo comenzaría a rendirse, pero nunca esperé que llegara. Siempre
era algo del futuro. Algún día. En algún momento no podré beber y en algún momento
comenzaré a quedar calva y en algún momento perderé los dientes. Algún día tendré que
morir. Pero no hoy. No ahora. Cuando el doctor se fue, esa mañana, dejó a sus espaldas
la seguridad que iba a morir algún día, que mi cuerpo se estaba destruyendo. Esa idea
ridícula y secreta idea que, milagrosamente, de alguna manera lograría escapar de la
muerte, se disolvió sin piedad. Desde entonces que casi no salgo como anoche lo
hicimos. Y desde entonces que, cada vez que despierto como ahora, lo tomo como si mi
cuerpo se despidiera un poco más. Eventualmente, me va a dejar. Como a nuestros
padres. Pero no ahora. No hoy. Hoy nos vamos a Köln. Arma tu maleta. Los recuerdos de
nuestra madre nos están esperando.
69
No sé qué palabras caben en este momento. Me miras y preguntas si estoy bien y te digo
que sí, pero no estoy segura que sea del todo cierto. Cuando volví anoche, Carlos, no
pensaba que me ibas a dejar dormir acá. Pensé que me dirías que me fuera de la casa.
Que me dirías que me odiabas. Fingí que dormía, pero la verdad es que me quedé de
ojos cerrados y te escuchaba mover y murmurar y fumar y casi podía oír tus
pensamientos girando a gran velocidad. Tienes todo el derecho a despreciarme,
¿entonces, por qué no lo haces? ¿Por qué soportas estos embates y dejas que te haga
daño con libertad irrefrenable? Estamos tomando desayuno y me dices que no quieres
dejarme, que si las reglas del juego son continuar y cerrar los ojos a veces, serás capaz
de soportarlo, pero me pides que no te dé los detalles, que es el exceso de información lo
que perfora adentro y que una cosa es no tener cuidado, pero otra muy distinta es ser
cruel. Me dices “no me hagas más daño del necesario”. Me dices “te amo, todo va a estar
bien”. Y luego, “¿por qué estás llorando?”.
70
Al salir del Hauptbahnhof, lo primero que golpea los ojos es el Dom, esa iglesia enorme
de color grisáceo que vigila el caminar de los visitantes a la izquierda de quienes pisan la
ciudad por primera vez. Köln está templado. El clima es menos duro que en Berlín y
aunque no vengo seguido, siempre me da la sensación de tener el aire de pueblo
pequeño, sin ser pueblo. Es una ciudad. Una ciudad ciudad pequeña, magullada por la
historia. Una ciudad que se levantó de las ruinas. Cuando dejamos la estación, tomamos
un taxi y le digo la dirección al conductor del vehículo. Camila me pregunta si es muy lejos
y le digo que no sé, pero el taxi gira en una pequeña rotonda y se pierde entre calles que
parecieran no seguir ninguna lógica. Nos perdemos en las serpenteantes callejuelas de
Köln y Camila mira por la ventana de taxi mientras avanzamos por pequeñas y confusas
avenidas. Cruzamos el río y poco a poco nos alejamos del borde de la ciudad. Sabemos a
dónde vamos y nos hemos estado preparando durante todo el viaje, pero ahora que
estamos acá, esta última parte del trayecto pareciera ocurrir demasiado pronto y dejarnos
con la sensación que nos faltó tiempo para enfrentar lo que se viene. Y es que en un
pestañeo, nos encontramos frente a una cuadra de pequeñas casas con patio frontal y
rejas negras. El taxista se detiene delante de una con el número catorce en la puerta de
metal de la entrada y me dice aquí estamos y le dejo una propina y nos bajamos y de
pronto pareciera que el tiempo se detiene cuando estamos ante la puerta. Con la lentitud
de un pesado ritual, busco en mi cartera y extraigo el llavero. Es un pequeño manojo de
tres llaves: dos grandes y una muy pequeña. La más grande es, claramente, la de la reja
exterior. Abro la puerta y el metal cruje con un chillido agudo. Del otro lado, el pasto ha
crecido, descontrolado, y el abandono de la casa se evidencia porque tiene las ventanas
cerradas. Nadie ha pisado este lugar en meses, pienso. Caminamos muy lento hasta la
puerta de la casa y tomo la otra llave. La inserto en la chapa y ésta cruje con dureza. Está
abierta. Estamos aquí. Entonces, nos inunda aquella memoria tan cercana y, a la vez, tan
distante. No lo noto al comienzo, pero la sensación de un cosquilleo recorriendo mis
mejillas, indica que tengo lágrimas cayendo de los ojos. Es el olor de la mamá, susurra
Camila, ¿por qué no puedo dejar de llorar?
71
¿A qué le tienes miedo? No es bueno avanzar mirando al piso. El camino está adelante.
Los pies recuerdan mejor que tú cómo moverse. El cuerpo hace lo que mejor sabe, lo que
más repites. Si pasas la vida escondiéndote, el cuerpo se va a ocultar, aterrado. Si
avanzas mirando de frente, el cuerpo no bajará los ojos cuando esté confundido. Yo no
tengo miedo, entonces, ¿a qué le temes tú? Dejemos de cuidarnos las espaldas
permanentemente. No es necesario ir contando los días para saber que van a terminarse.
No viviremos para siempre. Ninguno de nosotros. Somos seres que terminan y es mejor
así. Yo no quiero pasar una eternidad en este cuerpo. No va a durarme mucho más. Lo he
castigado porque quiero sentir que lo usé de verdad, que lo aproveché al máximo. No me
interesa ganar para llamar la atención del resto ni que me adoren ni hacerme famoso ni
sentir que le importo al resto. Estúpidas metas que obsesionan a los débiles. Yo quiero
sentir el borde de la vida. Llegar hasta mis límites, ser testigo de las limitaciones de mi
cuerpo. ¿Por qué debería interesarme lo que piensen los demás? En cien años, ninguno
de ellos estará vivo. ¿A quién le importa, entonces? Yo no tengo miedo. Voy a
enfrentarme a la pelea como si fuese mi última tarea en la vida. Y al terminar, quizás mi
cuerpo me sonría y diga ya has tenido suficiente, lograste lo que querías, déjame
descansar. Y me iré a casa con el dinero y esperaré a que regrese mi novia y haré algo
distinto a lo que he hecho toda mi vida. No golpearé a nadie y no me sentaré a
emborracharme. Jugaré bajo otras reglas. Entrenaré el cuerpo en tareas nuevas. Y las
repetiré, hasta acostumbrarlo. Cuando termine esta pelea, le enseñaré a mi cuerpo a
bailar. A besar. A tener un trabajo que permita llegar a fin de mes. Aquellas cosas que
volverán orgullosa a la mujer que amo. Le diré a mis manos que no necesitan continuar
abriéndose paso a golpes. Les enseñaré a acariciar, agregándole nuevas palabras al
diccionario de los afectos. No tengo miedo, amigo. Gracias por confiar en mí, por
conseguirme este encuentro. Vamos a dar la última pelea, mirando de frente, que es la
manera en que se enfrentan los miedos. Aunque aquí no hay nada que temer. Es la última
vez. Lo prometo. Esta será la última. Hagamos que valga la pena.
72
Es como si el living estuviera suspendido en el tiempo. El lugar ha estado tanto tiempo
encerrado, que cuesta respirar. Florencia abre las ventanas para que entre el aire limpio
y, como una niña asustada, tengo un primer impulso de decirle que no, que cierre todo.
Pero me controlo y guardo silencio. Tengo vergüenza de decirlo en voz alta, pero no
quiero que el mundo exterior se robe el olor de mi madre. La luz entra por las ventanas
abiertas y ahora vemos con claridad: alguien ordenó la casa antes de cerrar. ¿Una
empleada? ¿Quién le pagó, entonces? En el living, sobre la única mesa, hay una caja de
cartón que dice “Camila y Florencia”. En la pieza, dos maletas con su ropa. El resto de la
casa está vacía. No hay platos en la cocina. No hay adornos en los muebles. No hay
cuadros, aunque las paredes tienen marcas de haberlos tenido colgando. Vendieron y
ordenaron todo lo que había dentro. ¿Quiénes? Me acerco a la caja de cartón y la abro.
Dentro de ella, hay un álbum de fotos antiguo y una vieja grabadora de audio, enorme, del
tamaño de un libro. En su interior, una cinta rotulada como “mensaje a mis hijas”. Le digo
a Florencia que venga, que deje la maleta de la pieza, que no me abandone en este
momento, que no puedo sola. La cinta está desde el comienzo, lista para ser escuchada.
Florencia se acerca y me abraza y trae un par de sillas y nos sentamos con la calma de
las bombas sin estallar. La miro, nerviosa, como ella me miró al abrir la puerta, y presiono
el botón de reproducir. Entonces escuchamos, por primera vez en veintitrés años, la voz
de nuestra madre.
73
En mil novecientos setenta y dos, cuando yo cursaba tercer año de biología, nos
presentaron. Martín. Un joven encantador. Un filósofo que prefirió estudiar leyes,
caminando por el lado seguro de la acera, evitando saltar al vacío. Nunca me había
enamorado antes. Cuando nos besamos, tuve la sensación de estar viva por primera vez.
Nos hicimos novios. Andábamos juntos todo el tiempo. Nos escribíamos cartas de amor,
pues eso hacen los enamorados. Era imposible cansarnos el uno del otro. No discutíamos
nunca y nos reíamos de la vida con tanta fuerza que parecíamos hacer temblar la tierra.
Todo momento juntos era perfecto. El setenta y tres llegó la dictadura, pero Martín, con el
ánimo de siempre, sonreía diciendo que íbamos a estar bien mientras no nos metiéramos
en política. Hay que jugar al inocente, hacer que no sabemos nada, no escuchamos nada
y no tenemos idea de nada, me decía. Jugar a los tontos. Cerrar los ojos. Cuando los abrí,
estaba arrodillado y con un anillo en las manos. Nos casamos el setenta y cinco. Mis
padres hicieron un esfuerzo enorme y nos regalaron una luna de miel en Europa.
Conocimos París. Recorrimos Venecia. Viajamos en trenes donde no podíamos leer los
nombres de las estaciones. Y entonces, cuando pasamos por Alemania, conocimos esta
ciudad. Köln. No sé qué fue, exactamente, pero ambos sentimos que en este lugar
éramos las personas más afortunadas de la tierra. Martín me abrazó frente al río y me
prometió que algún día viviríamos aquí. Ambos teníamos el pasaporte y las ganas, pero
Chile estaba sangrando y no podíamos dejar a nuestras familias abandonadas a nuestras
espaldas. Volvimos del viaje y seguimos con nuestras vidas, pensando en completar los
planes. Vamos a volver, pensaba yo. Y vamos a ser felices. Nosotros dos. Pero al par de
años, Florencia llegó al mundo. ¿Cómo puedo describirte? Eras una niña de ojos
pequeños pero firmes. Penetrantes. Yo no quería tener hijos, pero todo el mundo nos
decía que debíamos tener una parejita, así que eso hicimos. Cumplimos lo que el resto
esperaba de nosotros. Así, el setenta y nueve, naciste tú, Camila, y aunque tu padre
quería un niño, cuando te tuvo en sus brazos comenzó a llorar y te besó con tanto
cuidado que daba la impresión que tenía miedo de desarmarte. Para él, eras lo más
hermoso de la tierra. Supongo que es la manera que tienen los hombres de pedir perdón.
El diccionario de los gestos. Las disculpas inaudibles. Una noche de Febrero de mil
novecientos ochenta, Martín llegó al departamento, llorando, desesperado. Me pidió que
nos sentáramos en la cocina y, en voz baja, me contó una historia increíble. Me confesó
que era miembro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, que había afirmado lazos
con otras células extranjeras y ahora estaban planeando el robo de la bandera de la
independencia. Estaba nervioso y me dijo que yo tenía que saberlo, por si algo salía mal.
Le dije que se fuera de ahí, que no valía la pena, que pensara en su familia, pero en
verdad quería que pensara en mí. Me dijo que me amaba y yo le dije que no lo hiciera
pero sabía que era en vano. Nos besamos y lloramos y tuve miedo por primera vez en mi
vida. Así, una noche, a finales de Marzo, salió a una reunión clandestina y no regresó
jamás. Pasó una noche y luego dos y una semana y un mes y a los cuatro meses ya no
pude más y pensé que me iba a volver loca. No era capaz de dormir, de bañarme, de
dejar de llorar. Su nombre apareció en El Mercurio. Lo habían matado. Ya no tenía a
quien escribirle cartas de amor, entonces, ¿qué se supone que hacen los enamorados,
cuando sólo queda uno? Caí en lo más oscuro. No podía cuidarme a mi misma, menos
era capaz de cuidarlas a ustedes. Las fui a dejar a la casa de la mamá de Martín, su tía, y
esperaba poder ir a buscarlas cuando me recuperara, pero el tiempo continuó avanzando
y la pena se había incrustado ya demasiado profundo para sacudirla. Sin Martín, no
encontraba motivos para seguir viva. Las iba a visitar, pero no estaba realmente ahí. Fui
la mejor madre que pude ser en aquel período, lo cual no es decir mucho. Tuvieron que
pasar ocho años tan largos que parecieron demorarse una vida entera. Durante ese
tiempo, desarrollé los músculos necesarios en el corazón para cargar con el peso de la
tristeza. Yo sé que no les di el amor que ustedes querían, pero yo tampoco tuve el amor
que necesitaba con locura. Supongo, hijas mías, que de alguna extraña manera, estamos
a mano. Y así, después de ocho años, un día me desperté y decidí cambiar. Mejorar lo
que me quedaba de vida. Lentamente, comencé a hacer las cosas que me gustaban.
Volví a leer mis libros de biología. Comencé a preocuparme por mi cuerpo. Y fue ahí que
conocí a Alberto. En una visita al dentista. Estábamos los dos esperando en la consulta y
empezamos a conversar. Él era médico cirujano, un poco más joven que yo. Simpático.
Guapo. Comenzamos una relación, y en el ochenta y nueve nos fuimos a vivir juntos.
Decidí que la única forma de comenzar una nueva vida era cortando con todo mi pasado.
Nunca más las volví a ver. No por ustedes, sino por lo que significaban. Intenté empezar
de cero, ser nueva. Pero no era lo mismo que con su padre. No nos escribíamos cartas de
amor, pero yo estaba desesperada de cariño y Alberto me adoraba como si fuese la
última mujer en la tierra. El noventa nació Bárbara, su hermana, y me casé por segunda
vez. A estas alturas, mi vida y la de ustedes estaban tan separadas que no parecieran ser
parte del mismo mundo. Éramos tres extrañas que compartían sangre, pero fuera de eso,
no teníamos nada que decirnos. A veces pienso que tampoco habría tenido sentido que
nos conociéramos. ¿Qué podía decirles? Yo era una mujer adulta que seguía llorando la
pérdida de su primer amor. Soñaba con disparos y a veces me despertaba en la noche y
otras tenía pesadillas horribles donde veía a Martín sangrando y arrastrándose por una
zanja en Pudahuel. Incontables veces tomé el auto en la mitad de la noche y manejé
hasta donde lo veía en mis sueños, pero no encontraba sus restos. Por su lado, Bárbara
seguía creciendo y yo trataba de estar con ella, compensando así todo lo que nunca
estuve con ustedes. Pero todo cambió esa tarde del dos mil cinco. Mientras Bárbara
estaba en el colegio y Alberto en la consulta, sonó el timbre de la casa. Vi por el
intercomunicador y ahí estaba: Martín, de pie. Al principio grité del susto. Pensé que de
tanto dibujarme su figura en los ojos, se había quedado pegado y ahora no reconocía la
verdad del simulacro. Pero no. Era real. Ahí estaba, visible a través de la pantalla en
blanco y negro. Estaba mayor, un poco calvo y mirando a la cámara del intercomunicador
con sus ojos de niño curioso. Abrí la reja y corrí a la entrada de la casa. Lo abracé y nos
besamos. No le pregunté dónde había estado todos esos años, no me enojé por no
enviarme señales de vida y una vez en sus brazos no pude hacer otra cosa que ponerme
a llorar con desesperación. Era un milagro. Nos besamos y lloramos y reímos y era como
haber terminado una carrera que nos parecía infinita. Esa misma tarde tomé mis cosas,
armé una maleta, compramos un pasaje y nos vinimos a Köln. Sin pensarlo dos veces.
Sin darle espacio a las dudas. Llevamos aquí ocho años juntos y han sido los mejores
ocho años de mi vida. Nos escribimos cartas de amor, aunque somos adultos, porque eso
es lo que hacen los enamorados. Nos miramos cada mañana y pareciera que somos los
testigos de un milagro. Pero todo milagro tiene fecha de caducidad. A veces el cuerpo y el
corazón corren en direcciones contrarias, y no queda más que aceptarlo. Cuando ustedes
escuchen esta cinta, seguramente ya habrán hablado con la señora Grösse y el cáncer
que tengo habrá terminado de hacer su trabajo. No tengo miedo. Si esperé toda mi vida
para estos últimos ocho años, entonces mi vida valió la pena. Lamento haberlas traído al
mundo sin prestarles la atención que necesitaban, pero mi corazón es demasiado
pequeño. No hay cupo para mucha gente, y cuando estaba triste, ni siquiera tenía espacio
para mí misma. Su padre tiene un departamento en Rosa-Luxemburg, en Berlín. Pasamos
estos años la mitad del tiempo allá y la otra mitad acá, en esta casa en la ciudad que
prometimos nos vería llegar a viejos. Sorprendentemente, lo cumplimos. Vayan a visitarlo.
La dirección está anotada en el álbum de fotografías. Él les va a entregar unas cajitas con
regalos que dejaré para ustedes. Avísenle a Bárbara, su hermana. La forma de
contactarla está anotada ahí, también. Invítenla. Hay tres regalos para mis tres hijas. No
puedo pedir perdón para siempre por no estar con ustedes, pero espero que mis palabras
y lo que les deje con su padre sirvan para aplacar la tristeza. No sé despedirme y no
tengo ganas de llorar. Voy a cortar, ahora. Voy a cortar.
74
No me duché. No fui a la oficina. Hoy abrí los ojos, caminé al baño, y cuando estaba
frente al espejo no pude reconocerme. Me parecía una persona extraña. No pude evitar
mirarla con lástima. Frente a mí, una mujer que pelea incesantemente por quedar sola,
por destruir lo que llega a sus manos. Pienso en esto mientras me siento en la mesa del
living, donde están las copias de los libros de los cuales debería haber enviado los
reportes para la editorial, pero no hice. No aún. No puedo. No tengo fuerzas. Dos
llamadas perdidas en mi celular, una del gringo y otra de la oficina. Carlos se fue a
trabajar y yo, ahora, me preparo el desayuno en silencio, escuchando los ruidos de las
micros que se cuelan, indignadas, por las ventanas de este ruidoso departamento. Estoy
sirviéndome un café cuando suena mi teléfono. Número desconocido, desde el extranjero.
Dejo la taza sobre la mesa y contesto. Una voz, al otro lado, comienza a disparar sin
misericordia. Me dice que mi madre está muerta. Me dice soy Florencia, tu hermana. Me
dice perdona que te lo diga así, tan directo, pero no podemos hablar demasiado. La voz
me explica que debo viajar a Berlín, que mi madre nos dejó unos regalos y que los tiene
mi padrastro. Le pregunto si es una broma y me dice no, Bárbara, esto es en serio. La
mamá nos dejó un mensaje y nos pidió que te llamáramos. ¿Vas a venir?
75
Tienes que salir, me dicen. Corta el teléfono. Le hago caso y dejo el aparato, molesto.
Quería escuchar tu voz antes de empezar. Pero no contestas así que guardo el celular en
la mochila y camino hacia el ring. Pareciera que hay universos enteros de distancia entre
el camarín y el cuadrilátero, a pesar de no estar realmente lejos. Cuando salgo, veo la
escena completa. No es como en las películas. No estamos en un estadio enorme, repleto
de gente. Es solo un gimnasio. Quienes son parte del público, usualmente son gente que
sabe de boxeo. La gran mayoría, peleadores aficionados. Suena una música espantosa
por los parlantes y continúa bombardeando nuestros oídos hasta que subimos al ring. Te
busco entre el público, aunque sé que no estás. Radiografía de la soledad. Esperanzas
absurdas. En mi esquina, mi viejo amigo y entrenador. La única cara que reconozco. El
resto, testigos. Gente. Personas que no guardo en el corazón. Y tú, inexistente, pues
entre nosotros hay miles de kilómetros. Incluso más que entre el camarín y donde ahora
me encuentro. Entremedio de nosotros pende un océano completo. Una distancia tan
enorme que en nada parece diferenciarse de la muerte. Estoy transpirando. Mi cuerpo
está listo, pero mi mente aún intenta buscarte bajo los párpados. Pienso en tu nombre,
Camila. Pienso en cuándo vas a volver. Luego recuerdo que no me gusta que me veas
sangrar y algo dentro de mí se alegra que no estés presente esta noche. Me digo a mi
mismo “no dejes que tu cuerpo te abandone”, y luego “ábrete paso a golpes”, y luego “no
tengas miedo”. Me acerco a él. Es un sujeto de mi edad. Somos como un espejo. Imagino
que piensa lo mismo de mí. No somos más que reflejos, repeticiones, quiero decirle.
Vidas paralelas que se encuentran y atacan porque no conocen otras reglas. Hombres
solitarios que golpean por amor. Figuras que observan su reflejo repetirse infinitamente
dentro del cuerpo del otro. En alguna parte, dentro tuyo, estoy yo. No tengo miedo. No
puedo tener miedo. Somos iguales. Mi enemigo es como yo. Es lo más parecido a contra
mi propia persona, y hace años que dejé de tener piedad conmigo mismo.
76
Tengo miedo. Se trata de eso. Tengo tanto miedo de dejarte ir porque no sé qué puede
pasar. No sé si seguirás pensando en mí o si vas a desecharme sin misericordia. Lo que
más me angustia es que no puedo decirte. No puedo confesarte mis temores. Estoy
paralizado. Me preguntas si estoy bien y me sonríes y me besas y yo digo que no pasa
nada, pero la verdad es que no quiero que viajes. No quiero sentir que te marcharás en un
avión al otro lado del mundo a solucionar tu biografía mientras yo me quedo en el
departamento, pensando si estás compartiendo tu cuerpo con extraños. Sé que no eres
mía. No somos propiedad de nadie, pero es la absoluta falta de certeza lo que me
carcome. No sé qué puede pasar. Quizás un día, a la distancia, decidas que no quieres
seguir conmigo y yo termine tirado en cama durante meses, pensando qué me faltó. Qué
no tenía. Qué no fue suficiente. Pensando en qué te fallé para que decidieras alejarte sin
mirar atrás. Tengo miedo de que te vayas y quede yo aterrado de volver a intentarlo otra
vez. Incapaz de ponerme de pie. Yo sé que eres demasiado hermosa y no puedo
pretender que estés conmigo todo el tiempo. Pero si no basto para ti, no puedo evitar
preguntarme si le basto a alguna otra persona. Me dices que debes entrar a policía
internacional y te dejo en la puerta automática de vidrio que nos separa y cuando ésta se
cierra alzo mi brazo para despedirme pero te das vuelta con una sonrisa y ya no me
puedes ver y me giro y empiezo a caminar hacia la salida de aeropuerto y siento que me
ahogo y mi pecho se contrae y apresuro el paso pero las paredes parecieran estar a
punto de caer encima mío e intento correr y casi tropiezo y una señora me grita algo pero
no la escucho y acelero y es como si la puerta de salida quedara infinitamente lejos y ya
no me quedan fuerzas y pienso que voy a caer al suelo y desaparecer, perderme en una
muerte negra, infinita, y entonces, sin darme cuenta, estoy frente a las puertas
automáticas de la salida y se abren frente a mí y estoy afuera y respiro el aire libre y creo
que se me va a pasar esta angustia y trato de oxigenar mi cuerpo, lento, profundo, pero la
sensación no se marcha y mi pecho sigue apretado y el segundo piso del aeropuerto
pareciera que se me va a caer encima y tengo miedo que lo haga y me borre para
siempre y ahí está la muerte negra otra vez, sonriéndome y diciendo que no puedo hacer
más que dejarme llevar. Me voy a morir de angustia. Me voy a morir de pena. Te vas y no
quiero que sea para siempre. Cierro los ojos. Quiero borrarme. Caigo al suelo. Me cubro.
No puedo. No puedo más. Tengo miedo. Es eso. Nunca he tenido tanto miedo en toda mi
vida.
77
Soplo mi café y te miro. Me cuesta creer que estoy a punto de contarte algo de mi vida.
Compartir espacios inexplorados por el resto. Repito tu pregunta. ¿Cómo nos conocimos?
No fue algo mágico. Estaba en un bar. Había salido con unas compañeras de trabajo, del
liceo. Era un viernes. Habíamos ordenado los libro de clase. Estábamos en las últimas
semanas de Diciembre. Salimos a tomar algo y lo vi sentado en una mesa, solo, con una
cerveza. Lo primero que me pregunté fue qué hace un hombre solo en un bar. Me pareció
algo triste. Pero luego me dije que seguramente hacía lo mismo que yo con estas chicas,
sólo que él no necesitaba a otros para justificarse. Escuché las historias de mis
compañeras y cada cinco minutos me volteaba a mirarlo. En un momento les dije lo
siento, tengo que hacer algo o sino me voy a arrepentir. Me puse de pie, tomé mis cartera
y me senté a su lado. Él me sonrió. No se mostró sorprendido. Sólo me sonrió. El que no
hiciera un gran alarde del gesto que acababa de tener, me dio confianza. Si me creía
capaz de eso, que nunca había hecho en mi vida, entonces me creía capaz de cosas que
yo ni siquiera soñaba. Franco me creía capaz de conquistar el mundo, y eso me dio la
fuerza para comenzar a creer lo mismo acerca de mí. Empezamos a salir y después de un
año nos fuimos a vivir juntos. Él estaba entrenando para una pelea grande y lo fui a ver.
Casi me vuelvo loca gritando. Ver sangrar a tu pareja y no poder hacer nada es el dibujo
perfecto de la impotencia. Ni siquiera puedo describirlo. Existe más allá, en un lugar
negro, muerto. En el miedo. Esa noche lo derribaron, y por primera le llegó de verdad. Se
sentó en el living, llamó a su amigo, que era su entrenador y agente, y le dijo que se
acabó, que no seguiría peleando. Que no estaba dispuesto a volver a vivir lo mismo. Yo
pensaba que se refería a vivir la humillación de perder, pero con el tiempo creo haber
entendido que hablaba de algo más profundo. Cuando me vine, estaba en casa, solo,
dando vueltas, perdido. No sé lo que es el amor, le digo mientras soplo mi café. No sé si
es un sentimiento parecido al afecto, porque durante demasiados años esas palabras han
pertenecido a un reino efímero, pequeño, indefinido. Sé que me preocupa que esté bien.
Quiero verlo feliz. Quiero que gane, que sepa que a pesar de que no estoy con él, no me
he ido permanentemente. Hay muchas cosas de las que no tengo idea. Lo cual es
curioso, porque me dedico a enseñarle a muchos niños sobre cosas que ellos no saben. Y
algunas de las cosas sobre las que no tengo idea es la capacidad para definir
sentimientos. No sé si lo amo. Sólo sé que me preocupo por él. Que me atrae. Que quiero
estar con él y compartir mi tiempo junto al suyo hasta que se nos agoten los calendarios y
estemos tan viejos que dejemos de ser nosotros, para convertirnos en una copia gastada
de nuestros cuerpos. Quiero abrazarlo. Sentir que no vamos a estar lejos nuevamente. No
sé si todo el mundo siente lo mismo, quizás esto no es más que una emoción promedio
para los demás. Sólo tengo la certeza que lo extraño y lo pienso y daría casi todo por
verlo ahora mismo. No tengo idea lo que es el amor, pero espero sea algo parecido a
esto.
78
Segundo round y ninguno ha recibido un verdadero golpe. Es fuerte y decidido y no tiene
nada que perder. Me veo en él porque sé que cuando baja la guardia no lo hace de
verdad. Quiere que yo piense que está desprevenido y trate de entrar y me conecte un
gancho para tirarme al suelo. La verdad es que ninguno de los dos va a ceder. Ambos
sabemos lo que está en juego. No es una pelea entre nosotros. Es una lucha de nuestros
puños contra el destino. El otro no es un enemigo, sino un mensajero. No podemos ganar
todo el tiempo, pero tampoco se trata de perder permanentemente, arrastrando una
montaña de fracasos en la espalda. Se trata de nuestra vida, nuestra breve existencia. Se
trata de las memorias que nos mantienen de pie y de eso que insistimos en llamar “yo”.
Se trata de cómo queremos vernos en el espejo al final del día. ¿Esa persona que se
refleja es capaz de irse a dormir tranquilo esta noche? ¿Esa persona puede decir que
intentó cumplir sus metas, o se acobardó en el camino? Yo no voy a quedarme de brazos
cruzados mientras la vida me pasa por el costado, ebria, a toda velocidad. No puedo vivir
ignorante del resto mientras no se crucen en mi camino. No puedo mirar mi reflejo y dejar
que otro se lleve lo que he construido durante tantos años. No soy un animal que agoniza.
Soy un hombre que pelea. Y un hombre que pelea sigue adelante. Porque no tiene nada
que perder. Porque su reflejo es un efecto pasajero. Un efecto que depende de la luz. Y
un hombre verdaderamente decidido ya no tiene miedo de pelear a oscuras.
79
Trece horas hasta Madrid y luego tres horas hasta Berlín. Toda la noche (que luego se
convirtió en mañana) y luego toda la tarde, miré por la ventana sin poder dormir. Era mi
primera vez en un avión. La noche negra. Las nubes silenciosas. Las casas. Dios mío, las
casas. Llegamos cuando estaba amaneciendo y pude ver las casas de la gente.
Mansiones enormes con piscinas del tamaño de dos propiedades enteras. ¿Quién puede
necesitar tanta agua? ¿Quién puede necesitar tanto espacio? Mientras volaba, pensaba
en estas cosas. Pensaba en quién vivía dentro de esas propiedades. Pensaba en qué
pensará esa persona. En un pestañeo de tiempo pasamos del lugar más lujoso al más
pobre de la ciudad. Un respiro de seiscientos kilómetros por hora. Casas miserables.
Suciedad. Enfermedades. Densidad de población. Soy una mujer sensible y lloro a veces.
Miraba hacia abajo y sólo podía imaginar a las personas. Tratando de sobrevivir.
Llegando a sus casas. Saludando a sus hijos. Besando sus mujeres. Personas en
enormes mansiones y personas compartiendo su cama con niños sucios, que jamás han
usado ropa nueva en toda su vida. Personas repartidas de manera diferente, como
repartimos los afectos en el corazón. Y es que entre ciudad y ciudad hay grandes
espacios vacíos. Cualquiera que vuelve sobre algún terreno el suficiente tiempo logra
darse cuenta. Los humanos ocupamos muy poco espacio, verdaderamente. Nuestros
pequeños destinos y nuestras pequeñas miserias. Y yo, con mis temores, cruzando la
tierra a seiscientos kilómetros por hora, atravesando el cielo para llegar a los restos de mi
familia. Mi madre. Las hermanas que nunca he visto. Los recuerdos de algo que pareció
nunca haber existido. Casi no recuerdo la voz de mi madre. Ni sus manos. No sé si son
parecidas a las mías. ¿Soy como ella? ¿Abandono mis afectos, incapaz de devolver el
cariño que me ofrecen? No sé qué estoy haciendo, en este momento. Soy solo una mujer
sensible. Lloro, a veces. Vi casas de ricos. De pobres. Edificios abandonados y terrenos
en construcción. Vi ciudades enteras desaparecer bajo las nubes. Y vi un amargo océano
de trece horas que nos separa a los unos de los otros.
80
Conocí a Antonio en la Universidad Libre de Berlín. Mis compañeros del master de
economía hicieron una fiesta y se sumó gente de otras carreras. Antonio estaba
terminando un master en bioquímica. Nos conocimos en la barra. Estábamos esperando
unas cervezas y él me dijo que yo no era alemana. Yo no me puedo ver de afuera, pero
sé que no soy rubia, no soy alta y no tengo los ojos azules. Se me olvida lo diferente que
soy. La forma en que me lo dijo me hizo sentir como si fuera algo malo, así que decidí
ignorarlo. Pero luego me lo repitió diciendo que yo era diferente, que era muy bonita, y me
preguntó de dónde era. Le dije de Chile. Me dijo soy italiano. Llegaron nuestros tragos y
nos sentamos a conversar en la escalera de la entrada de a universidad, lejos de la fiesta.
Conversamos bajo el verano de Berlín, ese tiempo de luz que pareciera permanente,
cuando oscurece a las once de la noche y amanece a las tres de la mañana. Ninguno de
los dos tenía frío y nos dedicamos a contarnos nuestras vidas. Y eso hicimos durante
años. Cuando nació Anette, mi hija, comenzaron los problemas. Primero eran detalles.
¿En qué idioma le hablamos? ¿Cómo nos comunicaremos entre nosotros? Y se hizo
evidente que si bien ambos hablábamos alemán, criar un hijo en un idioma que no es el
tuyo lo convierte en una tarea casi foránea. Yo lloro en español. Pienso en español.
Cuando grito de alegría, mi corazón celebra en español. Antonio lo hacía en italiano.
Anette, en alemán. Éramos tres lenguas compartiendo un mismo espacio, donde nuestra
hija era el resultado de la lengua que compartíamos. Y ya que ella entendía el único
idioma que teníamos en común con Antonio, se nos hizo imposible discutir en casa, frente
a ella. Esperábamos que no estuviera para arrojarnos la artillería. Las armas que afilamos
en secreto. Aunque no ocurrían a menudo, era durante esas peleas que sentía la soledad
más absoluta. Sabía que, fuera de mi familia, no tenía a nadie. Y no podía hablar el
idioma que quería. La llaman lengua madre, aunque no recuerdo que la mamá nos
enseñara a hablar. Supongo que la llaman así porque es el lugar donde estás cómodo,
seguro. Algo parecido a la patria, pero intangible. Hecho de ideas. Palabras intraducibles
y las incontables formas de hablar de afecto y tristeza en la soledad de nuestro idioma.
Con Antonio las cosas se perdieron con el tiempo. Preferiría no hablar más de esto. ¿Qué
hora es? Deberíamos ir saliendo a buscarla, ¿no?
81
Son las ocho de la noche. Estoy en el living y acabo de destapar un vino y me sentaré a
beber un poco. No sé cuántas copas beberé, porque siempre dices que no es bueno
armar demasiados planes. Compré Merlot porque te gusta, aunque me siento idiota por
ello, pues no estás. Me di cuenta de lo que hice cuando ya me estaba sirviendo. Recordé
que siempre compramos Merlot porque es tu favorito y a mí, francamente, me da lo
mismo. De esta manera, y sin planearlo, te apoderaste de algo en mi vida. Raptaste algo
y lo llevaste a tu territorio, convirtiendo el vino en algo inmaterial, pero que te pertenece.
No sólo este, sino todos los vinos de la tierra. Tienen tu nombre y rostro marcados
encima. Me sirvo una copa. Siguen siendo las ocho en punto y pareciera que cuando no
hay otra persona con quien comparar el avance del tiempo, las horas y días se mueven a
una velocidad distinta. Foránea. A veces tan acelerada, que el mundo pareciera correr
peligro de derrumbarse ante los vientos huracanados. En otros momentos, con una
lentitud insoportable, como la triste existencia de las rocas. Bebo de mi copa. Sé que
dices que no es bueno armar demasiados planes todo el tiempo, pero tampoco se trata de
avanzar a ciegas, chocando contra las paredes, colisionando el corazón contra lo que
haya en el camino. Quizás si me escucharas te reirías de mí y dirías que lo estoy viendo
de la forma incorrecta. Y puede ser. Pero si bien no tengo todo solucionado, al menos
cuento con un par de certidumbres: estoy solo, bebo un vino y no me atrevo a imaginar
qué estarás haciendo ahora. Prefiero la ceguera. La oscuridad abarrotada de objetos. La
ignorante y triste vida de las rocas.
82
Miro a Florencia, quien está comprando una bebida en la máquina dispensadora. En mis
manos, un cartel que dice “Bárbara”. ¿Tampoco la has visto antes?, le pregunto cuando
llega a mi lado y niega con la cabeza mientras abre la lata y vuelvo a mirar el cartel como
si su nombre fuese lo mismo que una fotografía codificada. Tengo demasiadas las
preguntas. ¿Qué enfrentaremos al verla en persona? ¿Será parecida a nosotras?
¿Tendrá algo de la mamá? Me río de mí misma, porque son preguntas infantiles y no
debería importarme si es igual a nosotras o no se parece en absoluto. Es nuestra
hermana, pienso. Pero no sé qué es una hermana ni para qué podría querer otra en mi
vida, si hasta hace un tiempo estaba perfectamente bien sin ninguna. Florencia bebe y me
pregunta si creo que se parecerá a nosotras. Y es ahí que me pregunto qué significa
parecerse a nosotras. Somos morenas, como nuestro padre. Tenemos el pelo negro,
como la mamá. Los ojos café, como ambos. Yo tengo la nariz de nuestra madre y
Florencia los ojos del papá. Somos una versión de ellos. Una adaptación libre. Ellos,
nuestros padres, son el origen de nuestra identidad. En cambio, Bárbara es el espejo de
otra persona y nosotras seremos similares a algo antiguo. Un experimento olvidado en el
tiempo. Florencia me pregunta si será parecida a nosotras, que es lo mismo que
preguntarme si será parecida a nuestros padres y sé que la respuesta es no, pero guardo
silencio y hago un gesto de no saber y me conformo pensando que ambas estamos
preocupadas de lo mismo. Una hermana. Una persona con rasgos como los tuyos, que no
eres tú. Similar. Parecida. Imágenes difusas. Las formas primordiales. Todos los
recuerdos que olvidas cuando aprendes a hablar.
83
Cada cierto tiempo bajo la guardia para que intente entrar y conectarle un gancho, pero
no cae. Sabe lo que estoy haciendo. Me entiende. Acorto distancia y golpeo y se cubre y
luego arroja combinaciones y me cubro y volvemos a punto cero. Ambos estamos
agotados. Mantener los brazos arriba es una tarea de la más pura voluntad. Los dos
medimos distancia, arrojamos jabs y a veces cruzamos un golpe sólo para probar suerte,
pero el otro sabe de lo que se trata el juego. Es el sexto round y mi cuerpo me grita que
terminemos. Que no es posible empujar montañas. Le digo cuerpo tú no sabes. Le digo
no me dejes ahora. Y mi cuerpo intenta recuperarse y respira y la el motor de mi pecho
empuja sangre por mis venas con furia descarnada. Esto es lo que mejor hago en la vida.
Hay personas que crean vacunas u operan niños enfermos. Hay personas que crean arte.
Hay personas que salvan animales. Yo hago esto. No es mucho, pero es lo que mejor sé
hacer. No puedo rendirme. No ahora. Tengo una tarea. Mi único trabajo es ganar.
Conectar una buena combinación. Un upper cuando no lo espere. Al pecho. Cortarle la
respiración. Vuelvo a cubrirme porque ahora viene su ataque y mis guantes tiemblan bajo
el impacto de los golpes. No puedo ver lo que está al frente mío. Son un par de segundos
de oscuridad. Los golpes dejan de venir y me abro y arrojo un golpe cruzado sin saber si
llegará o no. Aterrizo el golpe en su frente. Si lo hubiese arrojado más abajo, podría
haberlo knockeado. Pero él sólo retrocede, sacude su cabeza y vuelve a atacarme.
Entonces, llega el miedo. Me doy cuenta de lo que pasa. Si él me conecta un golpe así,
no creo que pueda seguir de pie. Mi cuerpo me dice te lo advierto, pero le grito que no me
amenace. Mi cuerpo me dice piensa en el futuro, pero sólo existe el presente. Mi cuerpo
me dice que va a apagarse si continúo empujando, pero no le creo. El cuerpo miente,
como los hombres. Como los amantes distanciados. Sé que es imposible mover
montañas, pero él es un hombre, no una fuerza permanente. No voy a detenerme, le digo
a mi cuerpo, y me arrojo con furia una vez más. Se cubre, bloqueando todos mis golpes y
me siento cansado y estúpido y mi cuerpo suspira diciéndome impaciente, diciéndome
ese no es el campeón que yo conozco. Entonces suena la campana y el sexto round ha
terminado. Camino hacia mi esquina, intentando no tambalear, respirando lento para bajar
el ritmo del corazón. El sudor me entra por los ojos. Mi visión comienza a volverse púrpura
y negra. Me está bajando la presión. No me abandones. No ahora. Marcaré el paso.
Vamos a seguir, cuerpo. Vamos a seguir. Tenemos que seguir.
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¿Bárbara, no? Yo soy Camila. Ella es Florencia. ¿Fue muy pesado el viaje? ¿Te ayudo
con algo? Ven, hay que tomar el bus. Yo estoy de visita, también. Florencia vive aquí.
Compra el ticket. Subamos. ¿Todo bien? Es pesado el viaje, ¿cierto? Son muchas horas.
Ahora nos vamos mirando la ventana y no tengo más lugares comunes para intentar
generar conversaciones. Bárbara mira por la ventana y Florencia suspira y termina su lata
de bebida y pienso en cuán diferentes somos. Bárbara tiene la piel más clara y el pelo
castaño claro, casi rubio. Pienso que no parece nuestra hermana y pienso que eso es
bueno. Es otra persona, no un reflejo. Afuera, la gente en las calles camina con toda
tranquilidad. Avanzan, en sus mundos, y yo, desde el mío, los observo. Somos tantas
soledades compartiendo el mismo espacio, pienso. Bárbara tiene la forma de los ojos de
la mamá. Pero el resto pertenece a un hombre que no conocemos. Alguien abandonado
por su esposa. Un hombre enamorado que estaba destinado a perder, porque el único
amor que ha tenido su mujer regresó desde la tumba para llevársela. No se puede
competir contra algo así. Peleas injustas. Pienso que mi madre no sabía,
verdaderamente, lo que estaba haciendo cuando dejó su vida. Dos veces. Me pregunto
por qué no nos fue a buscar. Pero luego pienso que no nos necesitaba. Nunca nos quiso
en su vida, así que no teníamos cabida en ella. Me pregunto si le enseñó a leer a Bárbara,
si le dijo que la quería, si la acompañó en su primer día de colegio y le dio algún consejo
que se le quedó grabado para siempre. Yo casi no tengo recuerdos de mi infancia. ¿Y
ella? Quizás conoce partes de nuestra mamá que no podemos ni imaginar. Una madre
cariñosa, que limpia el rostro de su hija después de comer chocolates. Una madre que
alecciona, que enseña a vivir. Esa misma madre que un día desaparece. De seguro fue
doloroso para ella el verla desaparecer y no tener idea los motivos. Pero también pienso
que es mejor tener algo, por pequeño que sea, que carecer de ello absolutamente. Si voy
a vivir en la ceguera, prefiero tener recuerdos de cuando podía ver. Porque existen.
Fueron reales. No son imágenes inventadas. Colores imposibles. Formas que el ser
humano no ha descubierto todavía.
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Suena la campana. Décimo round. Sólo dos mas y los jueces deciden el resultado. No
tengo que knockearlo, solo demostrar fuerza. Fingir que estoy despierto, que no tiemblo
de agotamiento, que tengo todo bajo control. Pero mi cuerpo ha dejado de hablarme. No
tengo fuerzas ni para pensar. Intento concentrar la atención en lo que ocurre al frente de
mí, pero este sujeto se mueve y arroja golpes y mi cuerpo ya no tiene fuerza para
esquivarlos, así que me cubro. Y mis guantes y mi cabeza protegen mi espíritu y recibo
golpes pero no puedo hacer más que apretar los dientes y esperar que los segundos se
arrastren con fuerza, dejando marcas en mi piel. La montaña continúa ahí. Inmutable. A
veces le asesto un golpe, pero es solo eso. Un golpe. Y es que una montaña no sangra.
No cae. No retrocede. ¿Y qué soy yo?, le pregunto a mi cuerpo, pero éste no responde.
No habla. No es capaz de decir palabra alguna. Agotó sus fuerzas al punto del mutismo.
Estoy solo. Finalmente. Miro mi cuerpo y sólo veo una negrura interminable. Mis ojos se
cierran, confundiéndose con la oscuridad que tengo dentro. Mi cuerpo comienza a irse sin
mí. Mi mente está quedando sola. Mi conciencia. ¿Dónde estoy, ahora? Siento que bajo
los brazos, pero no lo veo. Ni siquiera lo siento. Creo que ocurre, pero ya no puedo estar
seguro. En la oscuridad, los sonidos se pierden, como si una almohada me cubriera los
oídos. No hay gritos. No escucho a nadie. Está oscuro y mi cabeza se agita, tiembla. ¿Me
están golpeando? Creo que he caído, pero no tengo cómo saberlo. No sé dónde es arriba
ni abajo ni si estoy flotando o en el suelo o de pie o en ninguna parte. Quizás estoy de pie.
¿Sabré cuándo toquen la campana? Quizás no la podré escuchar y van a descalificarme.
¿Dónde estoy? No estoy de pie, de eso estoy seguro. Momento. Siento algo. Me muevo.
Mi cuerpo se mueve, solo. Tiembla. Como si un rayo eléctrico me atravesara en dos.
Siento los espasmos. ¿Estoy en el suelo? Abro los ojos. No. Ya los tengo abiertos, pero
no veo. Hay sólo oscuridad. Igual que adentro mío. Mi cuerpo guarda silencio y mis ojos, a
pesar de encontrarse abiertos, los tengo tan cerrados como el corazón.
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Miro por la ventana, pero en realidad no lo hago. Me muestro distraída pero no lo estoy.
Me veo tranquila pero pienso en Carlos y en mis nuevas hermanas y todo lo que llega sin
pedirlo. Parece una ficción, una película, un invento. Algo que no pertenece al mundo
cotidiano y su regularidad. Tomar un avión, viajar al otro lado del Atlántico y conocer a
estas mujeres que me hablan de mi madre. Me pregunto cómo fue mi madre con ellas. Si
les habrá entregado amor. Si era cariñosa como no lo era conmigo. Cuando nos
abandonó, de un día para otro, quise pensar que no tenía corazón, que lo hizo porque no
existía en ella la capacidad de sentir emociones por alguien que no fuese ella misma.
Camila me cuenta lo que su madre les dijo en una cinta. Me habla de su padre, que está
vivo, que mi mamá nos dejó para volver con él, para venirse a Alemania. Y no puedo
evitar pensar que ahora las tres tenemos familias a medio armar, mezcladas a pesar de
nosotras. Me imagino a mi madre armando su maleta, dejándonos a mí y a mi papá
tirados como un mal recuerdo, un error disfrazado de familia. ¿A quién le importan esas
dos víctimas, después de todo? Ella dejó a sus espaldas una niña que lloraba por las
noches y un adulto destrozado. Pero en la gran escala, comparado con todas las víctimas
del mundo, ¿qué importan dos personas más o menos? Somos ínfimos. Y ahora,
nosotras, tres pedacitos de una historia sin amor, vamos a buscar las sobras, los restos
de la piel mudada. Animales de carroña del afecto. Comemos los restos y herimos al
resto, porque las sobras se defienden con la vida. Son todo cuanto nos queda. Miro por la
ventana y pienso en Carlos y en cómo es lo único que no me ha hecho daño. Me muestro
distraída pero no lo estoy. Miro la ciudad baja. Los edificios pequeños. Los grandes
espacios abiertos. Berlín me saluda desde el paisaje que se mueve del otro lado de la
ventana del bus y yo lo saludo de vuelta, con cierto miedo, porque no estoy acostumbrada
a los afectos, y porque todos saben que una ciudad bombardeada tiene el corazón hecho
pedazos.
87
¿Aló? ¿Qué pasó? Papá, habla lento. No te entiendo nada. ¿Qué le pasó al tío Franco?
¿Cómo? ¿Desde cuándo que está peleando de nuevo? ¿Tú sabías? ¿Cómo no? ¿Qué
clase de familia somos? No, lo pregunto en serio. ¿Qué clase de familia somos que no
tenemos idea si uno de nosotros se está reventando el cuerpo? Sí, tienes razón. No vale
la pena discutirlo ahora. Voy para allá. Te llamo cuando esté ahí. Voy saliendo. Te dejo.
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Nos bajamos del metro y caminamos hasta Max-Beer-Straße. En el primer edificio, nos
acercamos a los timbre y ahí estaba. El mismo apellido de Camila y mío. Toco el timbre y
el tiempo parece durar una eternidad. Camila me pregunta qué hacemos si no está en el
departamento. Le digo que tiene que estar. Bárbara observa el cielo. Las nubes son
diferentes aquí, le digo. Asiente, como si estuviésemos hablando de alguna especie de
verdad muy profunda. Entonces, escuchamos una voz por el comunicador. Nos dice,
simplemente, “suban”. Al escucharla, es como oír a un fantasma. Es él. Camila me mira,
nerviosa. Ella prácticamente no lo recuerda. Era demasiado pequeña. Yo apenas tengo
memorias de ese tiempo, pero su voz está guardada en algún pliegue de mi corazón.
Subimos las escaleras y Bárbara va al final, dándonos espacio no sé si por respeto o
porque no sabe bien qué se supone deberíamos hacer. Subimos tres pisos y la puerta
está abierta. Por algún motivo, tenía la esperanza que se encontraría en el marco de la
puerta, esperándonos, sonriendo, diciéndonos ya se terminó. Diciéndonos nunca me fui,
verdaderamente. La muerte es temporal. Una ilusión que nos fabricamos para convertir la
vida en destino. Pero la puerta está abierta y se escucha un televisor encendido desde
adentro. Empujo la puerta y lo veo, sentado en el living, al final del pasillo. Entramos, nos
sacamos los zapatos y realizamos un peregrinaje por el departamento, atravesando
paredes con cuadros de gente que nunca hemos visto, una pieza desordenada con una
cama deshecha, un baño con el espejo empañado y, finalmente, la sala de estar. Mi papá.
Nuestro papá. Está sentado en el sillón. Hay tres sillas más, frente a él. Asumo que sabe
perfectamente a qué vinimos. Nos sentamos en silencio. Nadie dice “hola”. Nadie
pregunta. Nos miramos con la desconfianza de los animales que pertenecen a distintas
manadas. No sé quién es él. Se parece a mi padre, pero mi padre lleva tantos años
muerto que no logro imaginarlo de otra manera. Apenas lo reconozco, bajo el peso del
avance del tiempo. Tiene canas y arrugas y no sonríe como en las fotos que conozco de
él, fotografías que me inventaron un padre alegre. Un hombre distinto al anciano
silencioso, cabizbajo, que se encuentra delante de nosotras. Nos miramos con extrañeza,
reconociéndonos, durante un par de minutos que parecen durar años y finalmente, dice:
“Tenía muchas ganas de verlas”. Es su voz. Tal como la recuerdo. No puedo ponerme a
llorar, no ahora.
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Cuando tenía veinticinco, un amigo consiguió un par de dosis de DMT, para que
fumáramos. Me dijo es la última droga. Me dijo es lo que libera tu cerebro cuando te estás
muriendo. La fumamos en una pipa pequeña y me pegó como no pensé que fuera
posible. De un momento a otro, en vez de estar en el living de mi amigo, mis ojos
olvidaron dónde se encontraba mi cuerpo y pudieron ver todas las conciencias del mundo.
Mis palabras. Mis ideas. Todo lo que decía, pensaba y sentía. Todo era materia y, a su
vez, algo espiritual. Eran conceptos claros, visibles. Pensamientos hechos objeto. Y podía
ver toda esta información a la que estábamos expuestos. La fumamos en mi
departamento y en un momento en que volví a la realidad, miré hacia la televisión. Era
una masa de palabras e información, al igual que los libros y mi teléfono y mi amigo quien
me observaba y me cuidaba mientras sentía que, por unos momentos, entendí de qué se
trataba todo esto. Esto de estar vivos y correr contra el mundo y tratar de ganarle a algo
que no vemos en esta enorme carrera en la cual no nos preguntaron si queríamos
participar. Había luces y colores y el mundo era un lugar mágico y triste, porque éramos
inconscientes y autómatas y no sabíamos cómo formarnos un alma. Vi un halcón que me
dijo que debía formar voluntad o me comería la luna. Por algún motivo inexplicable, sentí
que eso era lo más cierto que había escuchado en toda mi vida y le dije que estaría listo
cuando llegara el momento. El efecto comenzó a diluirse con los minutos y finalmente la
realidad volvió a imponerse. Le dije a mi amigo: si esto es morirse, no le temo a la muerte.
Conversamos toda la noche sobre el tema, si acaso el cerebro había desarrollado,
evolutivamente, un proceso para hacer del momento final, algo menos doloroso. Una
experiencia placentera. Y pensamos qué habría pasado, entonces, con las primeras
criaturas, aquellas que no producían DMT al momento de morir. ¿A qué se enfrentaban?
¿Cómo era el oscuro final que veían antes de olvidarse de si mismas? Ese pensamiento
me conmovió profundamente. Cuando me fui a dormir esa noche cerré los ojos y no pude
evitar sentir miedo a la oscuridad. Miedo a morirme y ser una de aquellas criaturas
antiguas, que no ven colores ni tienen epifanías ni comprenden el sentido de la vida
cuando es demasiado tarde. Me abrazó un terror escalofriante de imaginar qué ocurriría si
yo fuese una criatura intermedia, un paso previo a lo que somos. Nacido y muerto en los
procesos cambiantes de la gran escala. Ahora, en la oscuridad, recuerdo esto y pienso en
mis perros, mis amigos de cuando era niño. Pienso en el Pelícano, que nunca se recuperó
de la muerte de su amigo. Y pienso en el Astro, que nunca se defendió, porque no sabía
pelear, y murió preguntándose en qué le había fallado a la vida. Yo empecé a boxear para
que la muerte no me encontrara jugando, cavando agujeros y corriendo con mis amigos.
Empecé a boxear para que la muerte me encontrara de pie. Sin miedo. Ahora estoy en
una oscuridad inexplicable, y sé que no estoy muerto porque no hay colores. No estoy
descubriendo mi vida ni los secretos del universo. Sin embargo, también puede ser que mi
mayor miedo sea verdad y mi cerebro no realice un show pirotécnico antes de apagarse.
No haya un espectáculo maravilloso. Quizás tenía algo preparado, pero me lo gasté a los
veinticinco años. Lo experimenté antes de tiempo y ahora sólo me depara una
interminable oscuridad. Y puede ser que mi cuerpo, ahora, se rinda sin más, dejando que
el negro se convierta en lo único permanente. En algún momento, no seré más que
oscuridad. Profunda negrura. El miedo al vacío. Camila, ¿dónde estás? Me aterraba el
pensar que, al final, quizás no valía la pena pensar tu nombre si no estuviste cuando te
necesité. Sin embargo, ahora te llamo con locura, aún si no importa, pues aunque
estuvieras a mi lado, no tengo cómo saberlo. En este momento, da igual. No me importa
si estás o no. Yo te necesito. Y puedo imaginarte, aquí. A mi lado. Es suficiente. Aún si no
es cierto. Te veo. Es suficiente.
90
El médico dice que es normal, que es el resultado de los años de abuso y de los golpes y
del alcoholismo y de una vida mal llevada a cabo. El médico me explica que el cuerpo se
rinde, que es un proceso natural, que esto que nos soporta en el mundo, no dura para
siempre. Es igual que una máquina. Él médico no lo sabe pero yo creo que se trata de
algo más. Creo que es la soledad la que nos hace volcarnos a la negrura. No hablábamos
hace tiempo, pero recuerdo nuestras conversaciones. Siento un nudo adentro. Es tan
absurdo. Yo y mis pequeños dramas. Tengo problemas con mi novia, pero ahora estoy
contigo y te veo en este estado donde no pareces estar vivo aunque la máquina que
suena a tu lado así me lo hace saber, y al verte así pienso que mis problemas son tan
ínfimos. Minúsculos. Prácticamente invisibles. Y se me forma un nudo adentro, tío, porque
siento pena pero cada vez que lo comparo con los problemas de otros, o cambio la
escala, me siento idiota. Malagradecido. Pienso, quizás debería dejar de quejarme.
Pienso, no sé, verdaderamente, lo que es sufrir en esta vida. Y pienso, ¿quién decide
cuánto sufres a lo largo de tu vida? Cuando digo que no creo en un dios, me responden
que cuando esté al borde de la muerte, voy a creer. Y me pregunto si tú crees, ahora. Si
estás pensando en eso mientras te hablo. Si antes de partir le perdonarás todos los
abusos a aquel ser enorme, que pensó que lo mejor para ti era sufrir de forma
desproporcionada. El médico dice que no sientes. El médico dice que es cosa de esperar,
que quizás podamos ver una mejoría. Pero yo sé que lo dice porque es su trabajo. Nadie
puede ganar todo el tiempo. Sobrevivir es una proeza más parecida a la suerte que a la
voluntad, y ninguno de nosotros es un hombre que se pueda jactar de tener la buena
fortuna de su lado. La suerte no puede trabajarse. Es algo que está con nosotros o no. Se
escapa de nuestras fuerzas, no conoce nuestra voluntad ni tampoco le interesa. ¿Dónde
escuché todo esto, antes? Lloro, pero no quiero que te des cuenta. La extraño y te
extraño y es tan extraño. Todo esto. Estos días que has pasado conectado a la máquina.
Tus amigos boxeadores esperan en el pasillo y dejan flores al borde de tu cama, como si
fueses una figurita sagrada de yeso. Una estatua, una copia impasible de quien solías ser.
Tu rival llegó triste, porque sus manos se mancharon de sangre. Es la suerte, tío. O la
falta de ella. Se trata de sobreponerse. Es eso. El triste juego de los hombres que pierden.
91
Nunca pensé que iba a llegar este momento. Debía ocurrir, claro, pero siempre lo vi como
parte de un futuro lejano. Algo con lo que tendría que lidiar, eventualmente. Paro ahora
que lo estoy viviendo, me doy cuenta que no estaba realmente preparado. Aunque
también me pregunto cómo se prepara uno para enfrentar algo así. Me pregunté mucho
qué debía decirles. Cómo contarles la historia. En Marzo del ochenta, el partido me dio la
orden de desaparecer de Chile y largarme a Europa. Estaba bajo riesgo de muerte y la
única forma de dejarlas a salvo a su madre y a ustedes era fingir mi muerte. Eso hicieron.
Desaparecí. Me hicieron desaparecer. Me vine a Alemania y terminé en Berlín y tuve que
aprender este idioma para seguir vivo. El muro todavía estaba arriba y pasarían nueve
años hasta que lo desarmaran y se uniera el país. Durante ese tiempo intenté
comunicarme con su madre, pero fue imposible. Hice mis mejores esfuerzos, pero luego
de cinco años, fue el momento de comenzar de cero. O de intentarlo, por lo menos. Hice
lo mejor que pude para armar otra vida acá. Así conocí a Silke. Una chica de buena
familia, con dinero. Tenía una bonita sonrisa y una vida aburrida. Yo, exiliado en
anonimato y con nueva identidad, era un sujeto misterioso. Mi vida era una interrogante, y
me dediqué a cultivar esa faceta con ella. Traté de ser interesante por todo el tiempo que
me fue posible. Cuando nos casamos, sus padres nos regalaron este departamento y
vivimos aquí durante años. Silke no quería tener hijos y eso me pareció bien. El tiempo
avanzó con la calma del clima y ella murió el dos mil cuatro, de un ataque al corazón. Fue
triste y lloré y sentí un pequeño duelo, pero para ese tiempo ya no estaba el cariño que
nos había unido en un comienzo y a esas alturas casi no cruzábamos palabras. Durante
los casi veinte años que estuvimos juntos, no pasó un solo día en que no pensara en la
mujer que había dejado en Chile. Y cuando Silke ya no estuvo más, cuando la soledad y
la vejez y el arrepentimiento de haberme ido golpeó con toda la fuerza de la distancia que
brinda el tiempo, decidí volver a Chile. Tenía que encontrarla. Crucé el Atlántico para
buscarla. Ella me vio y fue como si se rompiera una pausa que en un momento parecía
interminable. El motivo por el cual están las tres aquí es porque su madre y yo
conversamos largamente sobre esto y sabíamos que nuestras acciones habían cortado
sus familias en dos. Dejamos a nuestras dos hijas abandonadas y luego yo fui el
responsable de separar a tu familia, Bárbara, pero no lo sabía. Cuando viajé a verla, no
sabía que sucedería todo esto. De todos modos, no voy a mentir. Aún si hubiese sabido
las consecuencias, lo habría hecho de todos modos. Porque hay sentimientos
irrefrenables. Su madre y yo nos amamos. De manera tan intensa y durante tanto tiempo,
que parecía ser algo infinito. Pero las cosas infinitas pueden ser también inmensamente
pequeñas, y en esta historia de amor, no cabía nadie más. Somos dos enamorados, no
una familia entera. Cuando volví a buscarla, nunca le propuse decirles la verdad a
ustedes. Ella tampoco me lo sugirió. Ambos sabíamos que las niñas que habíamos tenido,
aquella la familia que habíamos formado y que la dictadura nos cortó por la mitad, ya no
existía, así que no íbamos a tratar de recuperar eso. Tú sabes de familia, Florencia.
Tienes una familia, ¿no? Sé que vives acá. No te imaginas lo difícil que es perder al amor
de tu vida y tus hijas, sin poder hacer nada al respecto.
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No me hables de familia ni me digas que la dictadura cortó nuestras vidas por la mitad
porque el único que hizo eso fuiste tú y el partido y el egoísmo de los hombres que
avanzan por la vida pisoteando todo, como rinocerontes ciegos. ¿Qué clase de hombre
puede dejar dos niñas abandonadas y largarse, sin dar señales de vida? ¿Sabes a
cuántas marchas fuimos? ¿Sabes cuántas veces nos dijeron “su padre fue un verdadero
revolucionario” y nos colgábamos fotos tuyas, en blanco y negro, al pecho, y cantábamos
en la calle, pidiendo nos mostraran tus restos? Incontables horas perdidas, aplanando
calles, gritando en vano. No. No me hables de familia, como si ese concepto fuera algo
que manejas. No sabes. No tienes idea. Sí, tengo una hija: Anette; y sí, tengo un marido:
Antonio; pero ninguno de ellos forma parte de esto, ahora. Hace un año y medio, Anette
fue a un viaje de paseo de curso, a la piscina. Ella era divertida, una niña sonriente,
bromista. Les dijo a sus compañeros que ella sabía nadar, que había tomado clases, a
pesar de que, claramente, no era cierto. Le dijeron que lo demostrara y se arrojó al agua.
Tomó impulso, corrió hacia la piscina y tropezó justo antes de saltar, reventando su
pequeña cabecita contra el borde y cayendo al agua, manchando de rojo la piscina,
arruinando el paseo y dejándonos a Antonio y a mí llorando frente a un ataúd en
miniatura. Una pareja que se enfrenta a algo así no espera salir adelante sin heridas. Te
culpas de cosas que no hiciste. Palabras que no dijiste. Me he despertado pensando que
tengo que ordenar su pieza porque viene en camino del colegio. Y para cuando me doy
cuenta, estoy mudando las sábanas, a pesar que nadie ha dormido en esa pequeña cama
en más de un año y medio. El departamento se siente tan vacío sin las risas torpes de
una niña que está cambiando los dientes. Las peleas retumban con mayor fuerza cuando
no hay pequeños cerca y, sin quererlo, dos adultos no son capaces de seguir juntos.
Antonio se fue a los seis meses. Llevo un año sola, pensando cuándo se me va a quitar la
negrura que tengo pegada aquí dentro, ¿y ahora tú vienes y me dices que no me imagino
lo que se siente perder a la persona que amo y a mi hija? No, señor. Usted no tiene idea.
Y le digo “señor” porque usted no es mi padre. Mi padre murió en una zanja en Pudahuel,
arrastrándose, sangrando, herido de balas, huyendo del fuego enemigo. Lo mataron los
militares. Lo encontraron y le dispararon en la cabeza y se lo llevaron y lo tiraron al mar.
Lo torturaron en una casa abandonada pero él nunca dijo los nombres de sus
compañeros. Murió sin gritar, porque nunca dejó que la dignidad se le escapara de los
labios. Mi padre, mi verdadero padre, fue un hombre que luchó por la revolución de mi
país. Murió tantas veces y de tantas formas que necesitó miles de cuerpos distintos, pero
todos eran él. No sobrevivió, pero si acaso lo hubiese hecho, nos habría ido a buscar.
Porque nos amaba. Porque por la mente de mi padre, de mi verdadero padre, lo último
que apareció fue una imagen de nosotras junto a mi mamá, una imagen donde las tres
estamos en el patio de la casa, ese patio de baldosas que en verano se calentaba tanto
que debíamos tirarle agua para enfriarlo y terminábamos jugando a mojarnos con la
manguera. Mi padre, antes de morir, cerró los ojos y nos recordó así, pequeñas, en
aquella tarde de verano jugando en ese patio. La imagen de nosotras sonriendo se le
quedó grabada debajo de los párpados. Mi padre, nuestro padre, nos llevó consigo
porque no imaginaba un mundo sin nosotras. No sé quién es usted, pero tiene razón:
algunas personas no tienen un corazón suficientemente grande para albergar a más
gente. Yo soy así, también. En mi corazón tengo el recuerdo de una hija, el recuerdo de
un padre y ahora guardo a mis hermanas. Tiene razón en sus palabras, señor, pues no
tengo espacio para guardarlo a usted, sea quien sea.
93
Voy saliendo del hospital. Afuera, un señor de unos setenta años está pidiendo dinero. Me
sonríe y trato de sonreírle de vuelta pero no lo logro. Me siento a su lado. Me pregunta
qué me pasa. Me dice que soy muy joven para estar triste. Me dice que él se llama
Guillermo, que era profesor de filosofía. Yo daba la cátedra de fenomenología en la
Universidad de Chile, me dice. Me mujer y yo vivíamos en un departamento en
Providencia. Salíamos a bailar y nos gustaban las películas en blanco y negro. Un día
estábamos cruzando la calle Lyon, camino al supermercado, cuando un auto atropelló a
mi mujer. La vi dar vueltas, enganchada en la rueda delantera, me dice. El sujeto intentó
darse a la fuga, pero justo tocó un semáforo en rojo y la gente se puso delante del
vehículo y lo impidieron. Elsa, mi mujer, estuvo tres meses en el hospital, inconsciente. Yo
la fui a ver todos los días. Dormía a su lado. Hablaba con los médicos. Compraba el diario
en la mañana y se lo leía casi entero, salvo la sección de deportes, porque odiaba el
fútbol. Le pedí a la universidad que me dieran vacaciones, les expliqué mi situación. Me
las negaron. Renuncié. Y así, para sumar desgracias, a pesar de los esfuerzos médicos y
mis esperanzas, Elsa murió un viernes santo. Comenzó mi desesperación ante la vida.
Lloré de rabia porque existía la muerte y porque le había tocado a ella y porque yo seguía
vivo. Las partidas dejan un vacío ontológico, ¿verdad? Luego, el enfrentamiento a los
problemas del hombre mundano: llegó la cuenta del hospital y el sujeto del vehículo dijo
que él no tenía la culpa, así que comenzamos un juicio. Dos homo economis, enfrentados
en la blanda moral semántica de las leyes. Dígame, amigo, ¿qué puede hacer un sujeto
común y corriente contra un tipo con dinero, cuya familia tiene una oficina de abogados?
Casi tres años de juicio y me quedé sin nada. Tuve que vender el departamento en
Providencia para pagar las cuentas del hospital y los gastos del juicio. Y ahora, aquí me
ves. Esto es lo que queda de una vida arrasada por la competición de los cobardes. Por
las leyes de los hombres sin ética. Yo no nací indigente. A mí me arrojó a la calle la mala
suerte y la falsa moral. La ausencia de cariño de un país que ve sangrar a sus hijos y gira
la cabeza con desprecio. Usted es joven, no tiene por qué estar triste, me dice, ¿o se le
murió alguien? Suspiro y lo miro a los ojos. Acaba de morir mi tío, le digo. ¿Y qué hacía
su tío, amigo mío? Era boxeador. Guillermo sonríe. Entonces no se preocupe, me dice,
los hombres valientes, los que atacan a la vida de frente, tienen ganado el cielo a golpes.
94
Tienes razón. No soy su padre. Un padre es una persona que está presente, que da
consejos. Un padre guía y da cariño y ayuda a salir adelante. El padre que ustedes tenían
no está muerto, sino que jamás existió. El luchador revolucionario que murió defendiendo
sus ideales es una bonita historia de amor universal, pero yo no amaba una tierra, yo
amaba una mujer. Lo siento si no soy la persona que esperaban. Perdónenme por no
haber muerto en un enfrentamiento, o torturado, o fusilado contra una muralla marcada de
agujeros de bala y sangre. Perdónenme por no ver morir a mis amigos frente a mí, por no
gritar de dolor mientras arrancaban mis uñas. Perdónenme por no gritar, desesperado, en
una celda en un centro de detención. Lamento defraudarlas. Espero sepan perdonarme
por estar vivo, por ser un hombre mayor, que vive solo, al cual le quedan pocos años de
vida y de quien heredarán este departamento cuando ya no esté. Si debo pedir perdón
por algo, es por no cumplir sus fantasías, por no estar a la altura de sus expectativas.
Pero también pienso que no está en mis manos cumplir lo que desean de mí. Somos un
grupo de extraños. Naciones con idiomas distintos y un océano de distancia entre medio.
No podemos desplegar afecto, porque no comenzamos a hacerlo antes y porque ninguno
de nosotros está interesado en hacerlo ahora que el tiempo corre en contra. Ahorrémonos
los problemas y hagamos de esto una despedida que no sangre. Vinieron a verme para
que les entregara algo. Aquí está. Su madre les dejó esto. No sé qué hay dentro. Son tres
cajas de cartón, cerradas, del porte de una lata de conservas. Tomen. Me pidió que se las
diera. Cumplo con mi parte. Por favor, déjenme solo. Es mejor así. Dividamos nuestros
caminos, como lo estaban antes. Sabrán de mí cuando ya no exista, cuando la profecía
del padre muerto se cumpla de una buena vez y puedan estar orgullosos de un cadáver.
No quiero más. No puedo. Suerte.
95
Salimos del departamento y las miro. No sé qué decir. Tengo en mis manos la caja de mi
madre, y descendemos las escaleras a una velocidad en que los pies parecieran ser
capaces de echar raíces por los peldaños. Ya en la calle, y bajo la mirada de la nubes que
cruzan el cielo a toda velocidad, nos quedamos quietas y en silencio. Pienso en mi padre,
en Santiago, que jamás se recuperó de perder a nuestra madre, y pude ver en este
hombre que acabo de conocer, esos mismos ojos. La mirada de alguien solo, esperando
se acabe el tiempo. El hogar desordenado. El encierro. Esa manera de extrañar que
tienen los adultos. ¿Y yo? Tengo la caja en mis manos y pienso que, quizás, heredé de mi
madre algo más que sus rasgos y algunos gestos. Pienso en Carlos e imagino el dolor
que le he causado. Bombardeé el territorio de quien me interesaba. Arrojé químicos
incendiarios y reduje a cenizas sus afectos. Cuando nos despedimos, no me lo dijo, pero
sé en qué estaba pensando. Si acaso volvería a pasar lo mismo, acá, lejos de él. Si
cuando sus ojos se giran hacia otro lado, la historia ocurrirá repetidas veces. Si acaso
cuando se va la vigilancia, me pierdo, mezclada, con los cuerpos de desconocidos. Mi
madre fue capaz de dejar a sus espaldas a dos hombres esperando la muerte, a tres hijas
sin cariño, y las parejas de esas niñas viven sus afectos con la misma incertidumbre que
ellas. ¿Cómo podríamos ser capaces de hablar de amor, de cariño, si nadie nos enseño a
hacerlo? Yo fui la más afortunada. Al menos tengo recuerdos de algo parecido al cariño.
Pero cuando una madre desaparece así, los recuerdos acaban pareciéndose a los sueños
y se vuelven vaporosos. Débiles. Terminan siendo como las palabras que repetimos
demasiadas veces, hasta que dejan de ser palabras y se convierten en ideas, sin forma.
Conceptos hechos nubes. Nubes que no vuelven a la tierra. Mi madre, nuestra madre,
mira desde aquella nube hacia abajo. Se ha transformado en una palabra repetida hasta
dejar de ser ella misma. Nuestra madrenube está hecha de vapor y viaja sobre nuestras
cabezas, distante, como solía serlo. Camila comienza a caminar, decidida. Dice: aunque
no conozco la ciudad, sé a dónde debemos ir. Florencia y yo nos miramos, extrañadas, y
la seguimos. Cruzamos calles. Atravesamos semáforos. Doblamos en esquinas y
llevamos nuestras cajas en la mano. No quiero abrirla. No me atrevo. La contengo en mis
manos y me aferro a ella con locura.
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Yo no vine acá esperando sacar algo en limpio. No pedí un regalo. No crucé el Atlántico
para tener en mis manos un objeto y decir “mi madre me lo dio”. Los objetos pesan y ya
no quiero más cargas. No me interesa qué es ni lo que significa. Franco me dijo una vez
que su mayor miedo era caer al agua y morir ahogado, hundido bajo su propio peso,
incapaz de flotar hacia la superficie. Esta caja es otro peso más, otro problema que nos
deja nuestra madre y que tengo miedo acabe hundiéndome. Ahora que lo tenemos,
debemos cuidarlo, sea lo que sea. Debemos tenerlo en algún lugar visible, recordando a
esa persona que ya no existe. Una vigilia permanente que nunca pedimos. Debemos
cuidarlo y quitarle el polvo y mirarlo para pensar que, al menos, nuestra madre nos dejó
algo. Un objeto. No sólo se conformó con pisotearnos el corazón, sino también, en sus
últimos momentos, decidió darnos el golpe de gracia y clavarnos algo material para
arrastrar su memoria. Y es que este regalo, lo que sea que haya dentro de estas cajas, es
todo lo que nos queda. Es su legado, su recordatorio. No sé ustedes, pero yo no vine
hasta acá esperando sacar algo en limpio. No pedí un regalo, ni un objeto que observe mi
rutina para recordarme a una mujer que nunca fue capaz de decirme un te quiero, hija. Me
gusta tu sonrisa, hija. ¿Hace cuánto que no dejas de pensar en mí, hija? Perdóname por
abandonarte. Dame un abrazo, hija. Tu padre está vivo y yo estoy bien. Vivimos felices, al
otro lado del mundo, miramos pasar las estaciones porque somos suficientes el uno para
el otro. ¿Y, sabes qué? Esta es sólo una pequeña historia de amor, hija. Perdóname por
haberte dejado tirada, por usar tu cariño como objeto desechable. Esto es todo cuanto
tengo para compensar los años de abandono. Un regalo. Un objeto en una caja. Espero
que sea suficiente, hija. Espero sepas perdonar a tu madre quien, distraída, al final de sus
días, reemplazó todo el amor por un objeto. No. No es suficiente. Yo vine acá a cerrar
algo. A terminar con esta sensación de pérdida. Yo tomé un avión y viajé para sentir que
hice un gesto por mi madre, que di mi mejor esfuerzo para llegar a perdonarla
definitivamente, lo cual es casi lo mismo que olvidar. Y si me llevo esto, no voy a olvidarla.
No sé ustedes, pero yo ahora me despido de esta caja y de lo que contiene y de la mamá
y de mi padre que no existe más que en mi cabeza. Cierro esto. Me olvido. Los borro. Y
que se los trague el agua. Que el peso de los recuerdos se lleve esto al fondo del Spree.
Así, arrojo mi caja y ésta se sumerge en las frías aguas del río y luego dos cajas más, sin
abrir, se le suman. Caen al agua y se despiden con sus misterios intactos. Nos olvidamos.
Se pierden. Se hunden. Y, por primera vez en mucho tiempo, una gran sonrisa me cruza
el rostro.
97
Bárbara, necesito hablar contigo. Sé que estás ocupada y quizás estás en un momento
importante, pero escúchame. No me interrumpas y escúchame, así como yo te dejé
hablar cuando me lo pediste. Hoy me desperté y fui a comprar una tarjeta telefónica para
llamarte. Quería contarte de mi vida. Quería contarte que han sido días muy tristes. Mi tío
Franco murió en una pelea de boxeo. Se le reventó una arteria del cerebro y estuvo
inconsciente tres días. Murió anoche y lloré tanto que pensé que me iba a explotar la
cabeza. No éramos cercanos. No lo veía desde hace tiempo. Y sin embargo, estar con él
en sus últimos minutos me afectó como si fuésemos mejores amigos. Pensé mucho por
qué me afectó de esta manera. Por qué no podía quitarme su imagen de estar conectado
al respirador artificial. Por qué no podía dejar de ver cómo se inflaba su cuerpo al
mecánico ritmo de los extraños aparatos de hospital, que siempre me han dan la
impresión de ser una enorme sala de espera a algo aterrador. Y, entonces, lo descubrí.
Tiene que ver con las escalas diferentes y las neuronas espejo y la forma en la que
establecimos esta relación que ahora no soy capaz de cargar encima. Porque debo
acostarme borracho para lograr dormir. Y porque cuando cierro los ojos te veo, sonriendo,
amarrada en los brazos de alguien más. Sé que son imágenes y quizás nada de esto es
verdad, pero para mí cuentan y hieren con la misma intensidad que si lo fueran, porque en
un punto la imaginación y la fe y la verdad se parecen demasiado, y no soy capaz de
separar realidad de simulacro. Entonces, levanto los ojos y miro alrededor, pero toda la
miseria de los otros parece más importante. En comparación, mi escala es pequeña y mis
dolores son pequeños, pero los siento tan grandes que no me caben dentro. Porque la
escala con que se miden los planetas no es la escala de los hombres. Y la escala de los
problemas del mundo no es la escala de mi propio corazón. Sentir empatía tiene ese
doble filo, porque comienzas a medir. Tercerizas tu percepción y acabas alienándote.
Necesito regresar a mí, porque tú no fuiste capaz de cruzarte a mi lado. Te regalé tanto
espacio y tanta tierra, que ahora estoy parado sin ser capaz de moverme para no invadir
tu territorio. Mi patria se han vuelto mis zapatos. Y tengo miedo que si seguimos con lo
nuestro, termine si poder contar con que mis pies sean parte de mí. Y así, cuando no
tenga dónde estar de pie, porque todo te pertenece, no puedo evitar preguntarme si me
cargarás en los hombros o me expulsarás de tu territorio. Y me aterra el hecho de no
saber con certeza. Nunca me había pasado esto. Ya no puedo. Ya no te puedo. Mi tío
murió solo, porque su novia está en Europa, como tú, y me di cuenta que no quiero eso
para mí. Quiero morir de la mano de alguien. No estar permanentemente solo. Necesito
compañía y es hora de afrontar que no puedes dármela, porque no sabes lo que significa.
Esta será la última vez que hablaremos. Dejaré tus cosas en la casa de tu padre. No
toques mi puerta. No me llames. Yo no existo. Imagina que me hundí, que me arrojé al
agua y me he perdido en lo profundo, descendiendo lento, perdido en la oscuridad de un
río en la mitad de la ciudad en la que ahora estás de visita. Espero que estés bien. Espero
que me entiendas. No quiero, siquiera, escuchar tu voz. No soy capaz. Voy a cortar,
ahora. Necesito cortar. Adiós.
98
Le pregunto a Florencia si puedo quedarme en su hogar. No quiero volver a Chile por
ahora. No tengo ninguna razón para hacerlo. Me dice no hay problema. Me dice tengo
una pieza de sobra. Me dice somos hermanas.
99
Tengo puestos lentes oscuros. Mis ojos están hinchados. Anoche intenté dormir, pero me
dediqué a llorar y mirar por la ventana. No pude quitarme de encima las imágenes de
quienes ya no existen. Franco. Mi padre. Yo misma. La Camila que llegó es diferente de la
que ahora tomará el avión. Abrazo a mis hermanas y les digo que fue un gusto y pienso
que es lo más honesto que he dicho en un buen tiempo. Tengo puestos unos lentes
oscuros, que es la manera en que los testigos, temerosos, observan sin comprometerse
demasiado. Los aviones rugen sobre nosotros y es hora de irme de vuelta a mis clases y
mis niños del liceo y a despedirme de Franco, que nunca disfruté de verlo pelear. Siempre
le decía, tengo miedo que un día termine sucediendo algo que lamentes. Quizás la única
que lo lamenta, en realidad, soy yo, porque ahora observo desde la orilla, incapaz de
aceptar la partida de los barcos y sólo me queda mirar sus formas desaparecer en la
curvatura de la tierra. Abrazo a mis hermanas y siento que estamos intentando dejar de
repetir algo. Somos espejos, quiero decirles. Tres soledades. En una hora más, estaré
cruzando el cielo, atravesando el mundo, de regreso a mi Santiago. A esa ciudad de
corazón sucio, sobrepoblada. Tierra de policías violentos, de pueblos enteros arrasados
por la minería. Tierra de enormes edificios, monumentos a los millonarios. Tierra de
ladrones profesionales, crímenes a gran escala, muertos olvidados en el tiempo. En ese
país habita el espíritu de mi padre y el recuerdo de mi novio y los niños que me
preguntarán cómo estuvieron mis vacaciones. Y les pediré que dibujen las suyas y me
mostrarán imágenes pintadas con sus manos torpes. Figuras que representan a sus
padres, hermanos y familia. Personajes sonriendo, tomados de la mano. Soles amarillos
que brillan con locura. Nubes sonrientes, que viajan cruzando un cielo celeste, rabioso.
Ninguno de ellos dibujará la nube de smog que corona la ciudad. Nadie dibujará los
ancianos muriendo en los consultorios, los niños apuñalándose por pasta base en la
periferia de la capital. Sólo existirán sus familias sonrientes, perfectas, inmunes a las
injusticias del mundo que habitan. Quisiera pedirles que dibujen mis vacaciones. Que
tomen un papel enorme, del tamaño del mundo, y pinten mi viaje en tren. El perrito que
me amó por un instante. La señora Grösse, extrañando a su marido. La soledad del hogar
abandonado. El olor de mi madre al interior de esa casa. El camionero y sus hermanos,
reunidos al fin, abrazados en una playa del otro lado del océano. Franco, knockeando a
su adversario, sonriendo, ganando la última pelea y diciéndome que no había motivos
para tener miedo, que si avanzamos mirando de frente, el resto no importa. Desearía que
los niños dibujaran a mi padre verdadero, sonriente, abrazando a sus niñas con amor
infinito. Vidas eternas en dibujos pequeños pintados con manos igualmente diminutas.
Las diversas escalas del cariño. Entonces, me saco los lentes oscuros, les sonrío por
última vez y me giro, caminando con mi maleta hacia el interior del aeropuerto. Detrás
mío, los restos de una familia. Amores imposibles. Espejos caprichosos, egoístas, que
gastaron todo su tiempo observándose a si mismos. Borrachos de placer, incapaces de
darse cuenta de cuántos milagros germinaban a su lado. Delante mío, el regreso.
Santiago. La vida formada y la que debo reformular. Los viajes que terminan y los que
comienzan. Las pocas palabras que tenemos para describir la soledad.
100
La bóveda azul que pende sobre nuestras cabezas. Colosales masas de agua
desgajándose en el cielo, avanzando a velocidades imposibles. Cerros que detienen el
camino. El sol que se oculta tras las cimas. Del otro lado, un océano y una cordillera y un
Santiago gris, triste, que olvida nuestros nombres porque está enfermo de la memoria.
Sobre nosotros, los aviones que escapan, despidiéndose de Berlín, divertidos, rebosantes
de pasajeros que volverán a su ritmo habitual. Para ellos, termina el viaje, la fantasía de
vivir una vida ajena. Regresan a su tierra pensando ésta es mi patria. Pensando aquí es
donde pertenezco. Aquí sé dónde pisar y cómo debo guardar silencio. Se alejan, y los
observo sin poder ocultar una sonrisa. Pienso, la patria es un espejo. Pienso, nos vemos,
nos sentimos cómodos, seguros. Pienso, los pasajeros que hacen sangrar el cielo
llegarán a su tierra y se verán reflejados en la gente que cruza su camino diciendo, una
vez más, estoy entre los míos. Y serán capaces de reconocerse y descifrar el idioma a la
perfección. Y cantarán las canciones antiguas y bailarán las danzas clásicas y contarán
los chistes de siempre y sabrán todas las historias. Y las personas que conocerán no
serán, a su vez, más que sus propios reflejos, repeticiones de sus costumbres, su propia
vida puesta en otro cuerpo, en otra biografía de similares características, con amigos
parecidos. Familias semejantes. La patria no son más que repeticiones de una misma
familia. Y la familia no es sino un espejo. Y para quienes no tenemos superficies sobre las
cuales reflejarnos, sólo nos cabe dedicarnos a ver, con curiosidad, a todos aquellos que
no imaginan su vida sin verse replicados en otros. Dicen, ésta soy yo. Dicen, esto es parte
de mí. Y ríen y beben y olvidan y se vuelven amigos mientras disfrutan viendo sus propias
imágenes colisionando, reflejándose en un pasillo infinito de espejos enfrentados. Yo
existo porque me veo en ti, dicen en secreto, desesperados ante el vacío, y tú existes
porque estoy contigo. Somos dependientes porque los espejos no son capaces de
mirarse a si mismos. Nos necesitamos para entender de qué estamos hechos, se dicen
unos a otros. Y cuando se observan, aparece aquella tierra imaginaria, ese túnel infinito y
gris. El avión lleno de espejos viaja para encontrarse con otros espejos que los esperan
del otro lado, más allá de las cordillera, espejos que les dirán eres de los nuestros. Los
acogerán como uno más. Y quienes permanecemos, quienes no tenemos superficies
sobre las cuales mirarnos, casi hemos olvidado aquella sensación. Así que me limito a
mirar el cielo, buscando el avión de mi hermana por última vez. Observo cómo cruzan las
nubes, dejando cicatrices de vapor. Marcas que desaparecen. Las heridas del cielo sanan
demasiado pronto. Bárbara me pregunta si acaso deberíamos irnos y asiento con la
cabeza. Comenzamos a caminar. Nos subimos al bus. Me siento al lado del ventanal y
observo hacia afuera. El tiempo avanza distinto cuando existe compañía. Las nubes
grises. La gente abrigada. Hace frío. Va a llegar el invierno. La nieve convertirá la ciudad
en una tela en blanco. Volveremos a empezar.
Nuevos.
Limpios.
Infinitos.