Horkheimer 1973 Medios y Fines
Horkheimer 1973 Medios y Fines
Horkheimer 1973 Medios y Fines
de la razón
instrumental
Max
Horkheimer
Versión castellana de
H. A. MURENA y
D. J. VOGELMANN
-1-
ESTUDIOS ALEMANES
Colección dirigida por Victoria Ocampo,
Helmut Arntz, Hans Bayer, Ernesto
Garzón Valdés,
Rafael Gutiérrez Girardot
y H. A. Murena
Printed in Argentina
Impreso en Argentina
Impreso y terminado en
GRÁFICA GUADALUPE,
Rafael CALZADA, (Bs. Aires), Argentina
en el mes de abril de 1973
-2-
Nota:
Se han eliminado las páginas en blanco
y alterado la numeración de las páginas.
Biblioteca Virtual
OMEGAFA
-3-
I
MEDIOS Y FINES
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les, para dedicarse a reflexiones sobre el orden social contemplado
como un todo.
Por más ingenua o superficial que pueda parecer esta definición de
la razón, ella constituye un importante síntoma de un cambio de pro-
fundos alcances en el modo de concebir, que se produjo en el pensa-
miento occidental a lo largo de los últimos siglos. Durante mucho
tiempo predominó una visión de la razón diametralmente opuesta. Tal
visión afirmaba la existencia de la razón como fuerza contenida no
sólo en la conciencia individual, sino también en el mundo objetivo:
en las relaciones entre los hombres y entre clases sociales, en institu-
ciones sociales, en la naturaleza y sus manifestaciones. Grandes sis-
temas filosóficos, tales como los de Platón y Aristóteles, la escolástica
y el idealismo alemán, se basaban sobre una teoría objetiva de la ra-
zón. Esta aspiraba a desarrollar un sistema vasto o una jerarquía de
todo lo que es, incluido el hombre y sus fines. El grado de racionali-
dad de la vida de un hombre podía determinarse conforme a su armo-
nía con esa totalidad. La estructura objetiva de ésta —y no sólo el
hombre y sus fines— debía servir de pauta para los pensamientos y las
acciones individuales. Tal concepto de la razón no excluía jamás a la
razón subjetiva, sino que la consideraba una expresión limitada y par-
cial de una racionalidad abarcadora, vasta, de la cual se deducían cri-
terios aplicables a todas las cosas y a todos los seres vivientes. El én-
fasis recaía más en los fines que en los medios. La ambición más alta
de este modo de pensar consistía en conciliar el orden objetivo de lo
“racional” tal como lo entendía la filosofía, con la existencia humana,
incluyendo el interés y la autoconservación: Así Platón, en su Repú-
blica, quiere demostrar que el que vive bajo la luz de la razón objetiva
es también afortunado y feliz en su vida. En el foco central de la teoría
de la razón objetiva no se situaba la correspondencia entre conducta y
meta, sino las nociones —por mitológicas que puedan antojársenos
hoy— que trataban de la idea del bien supremo, del problema del de-
signio humano y de la manera de cómo realizar las metas supremas.
Hay una diferencia fundamental entre esta teoría, conforme a la cual
la razón es un principio inherente a la realidad, y la enseñanza que nos
dice que es una capacidad subjetiva del intelecto. Según esta última,
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únicamente el sujeto puede poseer razón en un sentido genuino; cuan-
do decimos que una institución o alguna otra realidad es racional,
usualmente queremos dar a entender que los hombres la han organiza-
do de un modo racional, que han aplicado en su caso, de manera más o
menos técnica, su facultad lógica, calculadora. En última instancia la
razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular probabilidades y de
adecuar así los medios correctos a un fin dado. Esta definición parece
coincidir con las ideas de muchos filósofos eminentes, en especial de
los pensadores ingleses desde los días de John Locke. Desde luego,
Locke no pasó por alto otras funciones intelectivas que podrían entrar
en la misma categoría, por ejemplo la facultad discriminatoria y la re-
flexión. Pero también estas funciones ayudan sin lugar a dudas en la
adecuación de medios a fines, la que, al fin y al cabo, constituye el
interés social de la ciencia y, en cierto modo, la raison d’être de toda
teoría dentro del proceso de producción social.
En la concepción subjetivista, en la cual “razón” se utiliza más bien
para designar una cosa o un pensamiento y no un acto, ella se refiere
exclusivamente a la relación que tal objeto o concepto guarda con un
fin, y no al propio objeto o concepto. Esto significa que la cosa o el
pensamiento sirve para alguna otra cosa. No existe ninguna meta ra-
cional en sí, y no tiene sentido entonces discutir la superioridad de una
meta frente a otras con referencia a la razón. Desde el punto de partida
subjetivo, semejante discusión sólo es posible cuando ambas metas se
ven puestas al servicio de otra tercera y superior, vale decir, cuando
son medios y no fines. 1
1
La diferencia entre este significado de la razón y la concepción objetivista se asemeja hasta
cierto punto a la diferencia entre racionalidad funcional y substancial, tal como se usan estas
palabras en la escuela de Max Weber. Sin embargo, Max Weber se adhirió tan
decididamente a la tendencia subjetivista que no imaginaba ninguna clase de racionalidad —
ni siquiera una racionalidad “substancial”— gracias a la cual el hombre fuese capaz de
discernir entre un fin y otro. Si nuestros impulsos, nuestras intenciones y finalmente nuestras
decisiones últimas han de ser irracionales a priori, entonces la razón substancial se convierte
en un instrumento de correlación y es por lo tanto esencialmente “funcional”. A pesar de que
las descripciones del propio Weber y las de sus discípulos referentes a la burocratización y
monopolización del conocimiento esclarecieron en gran medida el aspecto social de la
transición de la razón objetiva a la subjetiva (cf. especialmente los análisis de Karl Mannheim
en Man and Society, Londres 1940; íd. Mensch und Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus,
Darmstadt 1958), el pesimismo de Max Weber acerca de la posibilidad de una comprensión
racional y una actuación racional, tal como se expresa en su filosofía (cf. p. ej. “Wissenschaft
als Beruf”, en: Gesammelte Aufsátze Zur Wissenschaftslehre, Tübingen 1922), constituye en
- 11 -
La relación entre estos dos conceptos de la razón no es sólo una re-
lación de antagonismo. Vistos históricamente, ambos aspectos de la
razón, tanto el subjetivo como el objetivo, han existido desde un prin-
cipio, y el predominio del primero sobre el segundo fue estableciéndo-
se en el transcurso de un largo proceso. La razón en su sentido estric-
to, en cuanto logos o ratio, se refería siempre esencialmente al sujeto,
a su facultad de pensar. Todos los términos que la designan fueron
alguna vez expresiones subjetivas; así el término griego deriva del
λέγεLν, “decir”, y designaba la facultad subjetiva del habla. La facul-
tad de pensar subjetiva era el agente crítico que disolvía la supersti-
ción. Pero al denunciar la mitología como falsa objetividad, esto es,
como producto del sujeto, tuvo que utilizar conceptos que reconocía
como adecuados. De este modo fue desarrollando siempre su propia
objetividad. En el platonismo, la doctrina pitagórica de los números
que procedía de la mitología astral fue transformada en la doctrina de
las ideas que intenta definir el contenido más alto del pensar como una
objetividad absoluta, aun cuando ésta, si bien unida a ese contenido,
se sitúa en última instancia más allá de la facultad de pensar. La actual
crisis de la razón consiste fundamentalmente en el hecho de que el
pensamiento, llegado a cierta etapa, o bien ha perdido la facultad de
concebir, en general, una objetividad semejante o bien comenzó a
combatirla como ilusión. Este proceso se extendió paulatinamente,
abarcando el contenido objetivo de todo concepto racional. Finalmen-
te, ninguna realidad en particular puede aparecer per se como racio-
nal; vaciadas de su contenido, todas las nociones fundamentales se
han convertido en meros envoltorios formales. Al subjetivizarse, la
razón también se formaliza.2
La formalización de la razón tiene consecuencias teóricas y prácticas
de vasto alcance. Si la concepción subjetivista es fundada y válida,
entonces el pensar no sirve para determinar si algún objetivo es de por
sí deseable. La aceptabilidad de ideales, los criterios para nuestros ac-
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tos y nuestras convicciones, los principios conductores de la ética y de
la política, todas nuestras decisiones últimas, llegan a depender de
otros factores que no son la razón. Han de ser asunto de elección y de
predilección, y pierde sentido el hablar de la verdad cuando se trata de
decisiones prácticas, morales o estéticas. “Un juicio de hechos —dice
Rusell,3 uno de los pensadores más objetivistas entre los subjetivis-
tas— es capaz de poseer un atributo que se llama „verdad‟ y que éste
le pertenezca o no le pertenezca, de un modo totalmente independiente
de lo que uno pueda pensar al respecto... Empero… yo no veo ningún
atributo análogo a la „verdad‟ que formara parte o no de un juicio éti-
co. Debe concederse que la ética atribuye esto a una categoría distinta
de la ciencia.” Pero Russell conoce mejor que otros las dificultades
con las que necesariamente tropieza semejante teoría. “Un sistema in-
consecuente puede sin duda contener menos falsedades que uno con-
secuente.”4 A pesar de su filosofía, que afirma que “los valores mora-
les supremos son subjetivos”,5 parece distinguir las cualidades mora-
les objetivas de los actos humanos y nuestra manera de percibirlos: “lo
que es terrible, quiero verlo como terrible”. Tiene el coraje de asumir
la inconsecuencia y así, desviándose de ciertos aspectos de su lógica
antidialéctica, sigue siendo de hecho al mismo tiempo filósofo y hu-
manista. Si quisiera aferrarse consecuentemente a su teoría cientificis-
ta, tendría que admitir que no existen ni actos terribles ni condiciones
inhumanas y que los males que ve son pura imaginación.
Según tales teorías, el pensamiento sirve a cualquier aspiración par-
ticular, ya sea buena o mala. Es un instrumento para todas las empre-
sas de la sociedad, pero no ha de intentar determinar las estructuras de
la vida social e individual, que deben ser determinadas por otras fuer-
zas. En la discusión, tanto en la científica como en la profana, se ha
llegado al punto de ver por lo general en la razón, una facultad intelec-
tual de coordinación, cuya eficiencia puede ser aumentada mediante el
uso metódico y la exclusión de factores no intelectuales, tales como
emociones conscientes e inconscientes. La razón jamás dirigió verda-
3
“Reply to Criticisms”, en: The Philosophy of Bertrand Russell, Chicago, 1944, pág, 723
4
Ibid., pág. 720.
5
Ibid.
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deramente la realidad social, pero en la actualidad se la ha limpiado
tan a fondo, quitándosele toda tendencia o inclinación específica que,
finalmente, hasta ha renunciado a su tarea de juzgar los actos y el mo-
do de vivir del hombre. La razón ha dejado estas cosas, para su defini-
tiva sanción, a merced de los intereses contradictorios: un conflicto al
que de hecho nuestro mundo parece enteramente entregado.
Atribuirle así a la razón una posición subordinada es cosa que se
opone en forma aguda a las ideas de los adalides de la civilización
burguesa, de los representantes espirituales y políticos de la ascenden-
te clase media, que unánimemente habían declarado que la razón
desempeña un papel directivo en el comportamiento humano, acaso
hasta el papel preeminente, protagónico. Tales adalides consideraron
sabia toda legislación cuyas leyes coincidieran con la razón; las políti-
cas nacionales e internacionales se juzgaban según la medida en que
seguían las pautas indicadas por la razón. La razón había de regular
nuestras decisiones y nuestras relaciones con los otros hombres y con
la naturaleza. Se la concebía como a un ente, como una potencia espi-
ritual que mora en cada hombre. Se declaró que esa potencia era ins-
tancia suprema, más aun, que era la fuerza creadora que regía las ideas
y las cosas a las cuales debíamos dedicar nuestra vida.
Si en nuestros días citan a alguien a un juzgado por una cuestión de
tránsito y el juez le pregunta si ha manejado de un modo razonable, lo
que quiere decir es esto: ¿hizo usted todo lo que estuvo en su poder a
fin de proteger su vida y su propiedad y la de otros, y a fin de obede-
cer la ley? El juez supone tácitamente que estos valores deben ser res-
petados. De lo que duda es simplemente de si el comportamiento ha
correspondido a tales pautas reconocidas en general.
En la mayoría de los casos, ser razonable significa no ser testarudo,
lo cual señala nuevamente una coincidencia con la realidad tal cual es.
El principio de la adaptación se considera como cosa obvia. Cuando se
concibió la idea de razón, ésta había de cumplir mucho más que una
mera regulación de la relación entre medios y fines: se la consideraba
como el instrumento destinado a comprender los fines, a determinar-
los. Sócrates murió por el hecho de subordinar las ideas más sagradas
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y familiares de su comunidad y de su tierra a la crítica del daimon, o
pensamiento dialéctico, como lo llamaba Platón. Con ello luchó tanto
contra el conservadorismo ideológico como contra el relativismo que
se disfrazaba de progreso, pero que en verdad se subordinaba a intere-
ses personales y de clase. Dicho con otras palabras: luchaba contra la
razón subjetiva, formalista, en cuyo nombre hablaban los demás sofis-
tas. Sócrates socavó la sagrada tradición de Grecia, el estilo de vivir
ateniense, y preparó así el terreno para formas radicalmente distintas
de la vida individual y social. Sócrates tenía por cierto que la razón,
entendida como comprensión universal, debía determinar las convic-
ciones y regular las relaciones entre los hombres y entre el hombre y
la naturaleza.
Pese a que su doctrina podría considerarse como origen filosófico de
la noción del sujeto como juez supremo respecto al bien y el mal, Só-
crates no hablaba de la razón y sus juicios como de meros nombres o
convenciones, sino como si reflejasen la verdadera naturaleza de las
cosas. Por negativistas que pudieran haber sido sus enseñanzas, impli-
caban la noción de verdad absoluta y se presentaban como intuiciones
objetivas, casi como revelaciones. Su daimon era un dios espiritual,
mas no era menos real que los otros dioses, tal como se los concebía.
Su nombre había de designar una fuerza viviente. En la filosofía de
Platón, la potencia socrática del conocimiento inmediato o de la con-
ciencia moral, el nuevo dios dentro del sujeto individual, destronó a
sus rivales de la mitología griega o por lo menos los transformó. Se
convirtieron en ideas. De ningún modo podría decirse que son sim-
plemente criaturas, productos o contenidos humanos similares a las
impresiones sensoriales del sujeto, tal como lo enseña la teoría del
idealismo subjetivo. Por el contrario, conservan todavía algunas de las
prerrogativas de los antiguos dioses: conforman una esfera superior y
más noble que la de los seres humanos, son modelos, sin inmortales.
El daimon a su vez se ha transformado en el alma, y el alma en el ojo
capaz de percibir las ideas. El alma se manifiesta como contemplación
de la verdad o como capacidad del sujeto individual de advertir hon-
damente el orden eterno de las cosas y, por lo tanto, como pauta direc-
tiva del actuar, que ha de seguirse dentro del orden temporal.
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El concepto “razón objetiva” denuncia así que su esencia es por un
lado una estructura inherente a la realidad, que requiere por sí misma
un determinado comportamiento práctico o teórico en cada caso dado.
Esta estructura es accesible a todo el que asume el esfuerzo del pensar
dialéctico o —lo que es lo mismo— a todo aquel capaz de asumir el
Eros. Por otro lado, el concepto “razón objetiva” puede caracterizar
precisamente ese esfuerzo y esa capacidad de reflejar semejante orden
objetivo. Todos conocen situaciones que por sí mismas, indepen-
dientemente de los intereses del sujeto, imponen una determinada pau-
ta al actuar; por ejemplo, un niño o un animal en peligro de ahogarse,
un pueblo que sufre hambre, o una enfermedad individual. Cada una
de esas situaciones habla, por así decirlo, su propio idioma. Pero pues-
to que sólo son segmentos de la realidad, es posible que se haga nece-
sario descuidar a cada una de ellas, por el hecho de que existan estruc-
turas más amplias que exigen pautas de actuación diferentes y asi-
mismo independientes de los deseos e intereses personales.
Los sistemas filosóficos de la razón objetiva implicaban la convic-
ción de que es posible descubrir una estructura del ser fundamental o
universal y deducir de ella una concepción del designio humano. En-
tendían que la ciencia, si era digna de ese nombre, hacía de esa refle-
xión o especulación su tarea. Se oponían a toda teoría epistemológica
que redujera la base objetiva de nuestra comprensión a un caos de da-
tos descoordinados y que convirtiese el trabajo científico en mera or-
ganización, clasificación o cálculo de tales datos. Según los sistemas
clásicos, esas tareas —en las que la razón subjetiva tiende a ver la
función principal de la ciencia— se subordinan a la razón objetiva de
la especulación. La razón objetiva aspira a sustituir la religión tradi-
cional por el pensar filosófico metódico y por la comprensión y a con-
vertirse así en fuente de la tradición. Puede que su ataque a la mitolo-
gía sea más serio que el de la razón subjetiva, la cual —abstracta y
formalista tal como se concibe a sí misma— se inclina a desistir de la
lucha con la religión, estableciendo dos rubros diferentes, uno desti-
nado a la ciencia y a la filosofía y otro a la mitología institucionaliza-
da, con lo que reconoce a ambos. Para la filosofía de la razón objetiva
no es posible una salida semejante. Puesto que se aferra al concepto de
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verdad objetiva, se ve obligada a tomar una posición, positiva o nega-
tiva, respecto al contenido de la religión establecida. Por eso la crítica
acerca de opiniones sociales hecha en nombre de la razón objetiva al-
canza una repercusión mucho más penetrante —aun cuando a veces es
menos directa y agresiva— que aquella que se pronuncia en nombre
de la razón subjetiva. En los tiempos modernos la razón ha desarrolla-
do la tendencia a disolver su propio contenido objetivo. Cierto es que
en la Francia del siglo XVI volvió a hacer progresos la noción de una
vida dominada por la razón como ideal supremo. Montaigne adaptó
esa noción a la vida individual, Bodin a la de los pueblos y De
l‟Hôpital la puso en práctica en la política. Pese a ciertas declaraciones
escépticas, la obra de estos pensadores estimuló la abdicación de la
religión en favor de la razón como suprema autoridad espiritual. Pero
en aquellos tiempos la razón cobró un nuevo significado que halló su
más alta expresión en la literatura francesa y que en cierta medida to-
davía puede encontrarse en el lenguaje coloquial moderno: poco a po-
co el término vino a designar una actitud conciliatoria. Ya no se toma-
ban en serio las divergencias de opinión en materia religiosa —que
con el ocaso de la iglesia medieval se habían convertido en campo
predilecto para las disputas de tendencias políticas contrarias— y se
creía que ninguna fe, ninguna ideología merecía ser defendida hasta la
muerte. Este concepto de razón era sin duda más humano, pero al
mismo tiempo más débil que el concepto religioso de la verdad; era
más condescendiente ante los intereses dominantes, más dócil y adap-
table a la realidad tal cual es, y corría por lo tanto el riesgo, desde un
comienzo, de capitular ante lo “irracional”. El término “razón” desig-
naba ahora el punto de vista de sabios, estadistas y humanistas que
consideraban los conflictos dentro del dogmatismo religioso en sí co-
mo cuestiones más o menos insignificantes, simples manifestaciones
de consignas y recursos de propaganda de diferentes partidismos polí-
ticos. Para los humanistas no había contradicción alguna en el hecho
de que diversos hombres que vivían bajo un mismo gobierno, dentro
de las mismas fronteras profesasen sin embargo diferentes religiones.
A un gobierno semejante le incumbían fines puramente seculares. No
era su deber, como pensaba Lutero, disciplinar y domesticar a la bestia
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humana, sino crear condiciones favorables para el comercio y la in-
dustria, afirmar la ley y el orden y asegurar a sus ciudadanos la paz
dentro de su territorio y la protección fuera de él. En lo referente al
individuo, la razón desempeñó entonces el mismo papel que le corres-
pondía al Estado soberano, encargado del bienestar del pueblo y de
combatir el fanatismo y la guerra civil.
La separación entre la razón y la religión señaló un paso más en el
debilitamiento del aspecto objetivo de ésta y un grado mayor de su
formalización, tal como se hizo patente luego, durante el periodo del
iluminismo. Pero en el siglo XVII aún prevalecía el aspecto objetivo
de la razón, ya que la aspiración principal de la filosofía racionalista
consistió en formular una doctrina del hombre y la naturaleza capaz de
cumplir esa función espiritual —al menos para el sector privilegiado
de la sociedad— que anteriormente cumplía la religión. Desde el Re-
nacimiento los hombres trataron de idear una doctrina autónomamente
humana tan amplia como la teología, en lugar de aceptar metas y valo-
res que les imponla una autoridad espiritual. La filosofía empeñó todo
su orgullo en ser el instrumento de la deducción, explicación y revela-
ción del contenido de la razón en cuanto imagen refleja de la verdade-
ra naturaleza de las cosas y de la recta conducción de la vida. Spinoza,
por ejemplo, pensaba que la percepción de la esencia de la realidad, de
la estructura armoniosa del universo eterno, engendraba necesaria-
mente amor por ese universo. Para Spinoza la conducta moral se ve
enteramente determinada por semejante percepción de la naturaleza,
así como nuestra dedicación a una persona puede ser determinada por
la percepción de su grandeza o de su genio. Según Spinoza, las angus-
tias y las pequeñas pasiones, ajenas al gran amor hacia el universo que
es el logos mismo, desaparecerán no bien sea suficientemente profun-
da nuestra comprensión de la realidad.
También los otros grandes sistemas racionalistas del pasado hacen
hincapié en el principio de que la razón se reconoce a sí misma en la
naturaleza de las cosas y en que la correcta conducta humana surge de
tal reconocimiento. Esa conducta no es necesariamente la misma para
cada individuo, ya que la situación de cada uno es singular y única.
Hay diferencias geográficas e históricas, diferencias de edad, de sexo,
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de aptitud, de estado social y cosas por el estilo. Sin embargo, ese en-
tendimiento es general por cuanto su nexo lógico con la actitud moral
resulta evidente a todo sujeto imaginable dotado de inteligencia. Así,
por ejemplo, para la filosofía de la razón, el reconocimiento de la gra-
ve situación de un pueblo esclavizado podría mover a un hombre jo-
ven a luchar por su liberación, pero permitiría a su padre permanecer
en su casa y cultivar la tierra. A pesar de tales diferencias en sus con-
secuencias, la naturaleza lógica de ese entendimiento se siente como
generalmente accesible a todos los hombres. Aun cuando estos siste-
mas filosóficos racionalistas no exigían una sumisión tan vasta como
la que había pretendido la religión, fueron apreciados como esfuerzos
para registrar el significado y los requerimientos de la realidad y para
exponer verdades válidas para todos. Sus autores creían que el lumen
naturale, el entendimiento natural o la luz de la razón, bastaba para
penetrar tan hondamente en la creación que de ello surgiese una clave
que sirviera para armonizar la vida humana con la naturaleza tanto en
el mundo externo como en el ser del hombre en sí. Conservaron a
Dios, pero no así la Gracia; abrigaban la creencia de que el hombre
podía prescindir de lumen supernaturale de cualquier índole para to-
dos los fines del conocimiento teórico y de la decisión práctica. Sus
reconstrucciones especulativas del universo, aunque no sus teorías
epistemológicas sensualistas —Giordano Bruno y no Telesio, Spinoza
y no Locke—, chocaban directamente con la religión tradicional,
puesto que los esfuerzos intelectuales de los metafísicos tenían que
habérselas mucho más que las teorías de los empiristas con las hipóte-
sis acerca de Dios, la creación y el sentido de la vida.
En los sistemas filosóficos y políticos del racionalismo la ética cris-
tiana fue secularizada. Los objetivos perseguidos a través de las tareas
individuales y sociales eran deducidos de la convicción respecto a la
existencia de determinadas ideas innatas o de conocimientos inmedia-
tamente evidentes, y se los relacionaba así con el concepto de verdad
objetiva, aun cuando esa verdad ya no era considerada algo garantiza-
do por un dogma ajeno a las exigencias del pensamiento. Ni la Iglesia
ni los sistemas filosóficos surgentes establecían separación entre la
sabiduría, la ética, la religión y la política. Pero la unidad fundamental
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de todas las convicciones humanas, arraigada en una ontología cristia-
na común a todas, se vio paulatinamente destrozada, y las tendencias
relativistas que se habían destacado nítidamente en los paladines de la
ideología burguesa, tales como Montaigne —pero que luego se habían
visto temporariamente eclipsadas por la metafísica racionalista—, lo-
graron triunfar en todas las actividades culturales.
Desde luego, al comenzar a suplantar la religión, la filosofía no tenía
el propósito —como se señaló anteriormente— de eliminar la verdad
objetiva; intentaba sólo darle una nueva base racional. La polémica
respecto a la naturaleza de lo absoluto no fue el motivo principal por
el que se acosó y rechazó a los metafísicos. En realidad, se trataba de
establecer si la revelación o la razón, la teología o la filosofía consti-
tuían el medio de determinar y de expresar la verdad suprema. Así
como la Iglesia defendía el poder, el derecho y el deber de la religión
de enseñar al pueblo cómo había sido creado el mundo, en qué consis-
tía su finalidad y cómo había que comportarse, la filosofía defendía el
poder, el derecho y el deber del espíritu de revelar la naturaleza de las
cosas y de deducir de tal entendimiento las maneras del recto actuar.
El catolicismo y la filosofía racionalista europea concordaban plena-
mente respecto a la existencia de una realidad acerca de la cual podía
obtenerse semejante entendimiento; es más, la suposición de esa reali-
dad era el terreno común sobre el cual libraban sus conflictos.
Las dos fuerzas espirituales que no estaban de acuerdo con esta
premisa especial eran el calvinismo, con su doctrina del deus abscon-
ditus, y el empirismo con su opinión, primero implícita y luego explí-
cita, de que la metafísica se ocupaba exclusivamente de pseudopro-
blemas. Pero la Iglesia católica se oponía a la filosofía precisamente
porque los nuevos sistemas metafísicos afirmaban la posibilidad de
una comprensión que autónomamente había de determinar las decisio-
nes morales y religiosas del hombre.
Por último, la activa controversia entre la religión y la filosofía ter-
minó en un callejón sin salida, porque se consideró a ambas como
dominios culturales separados. Los hombres se reconciliaron poco a
poco con la idea de que ambas llevan su vida propia entre las paredes
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de su celda cultural y se toleran mutuamente. La neutralización de la
religión, reducida ahora al status de un bien cultural entre otros, se
opuso a su pretensión “totalitaria” de encarnar la verdad objetiva, y al
mismo tiempo la debilita. A pesar de que la religión haya continuado
siendo superficialmente estimada, su neutralización allanó el camino
para que fuese eliminada como medio de objetividad espiritual y para
que finalmente dejase de existir la noción de tal objetividad, que de
por si se guiaba por el modelo de la idea de lo absoluto de la revela-
ción religiosa.
En realidad, tanto el contenido de la filosofía como el de la religión
se vieron profundamente perjudicados por este arreglo aparentemente
pacífico de su conflicto original. Los filósofos de la Ilustración ataca-
ron a la religión en nombre de la razón; en última instancia a quien
vencieron no fue a la Iglesia, sino a la metafísica y al concepto objeti-
vo de razón mismo: la fuente de poder de sus propios esfuerzos. Por
último la razón, en cuanto órgano para la comprensión de la verdadera
naturaleza de las cosas y para el establecimiento de los principios di-
rectivos de nuestra vida, terminó por ser considerada anacrónica. Es-
peculación es sinónimo de metafísica, y metafísica lo es de mitología
y superstición. Bien podría decirse que la historia de la razón y del
iluminismo, desde sus comienzos en Grecia hasta la actualidad, ha
conducido a un estado en que se desconfía incluso de la palabra razón,
pues se le atribuye la posibilidad de designar al mismo tiempo a algún
ente mitológico. La razón se autoliquidó en cuanto medio de com-
prensión ética, moral y religiosa. El obispo Berkeley —hijo legítimo
del nominalismo, protestante entusiasta y esclarecedor positivista en
una sola persona— dirigió hace doscientos años un ataque contra tales
nociones generales, incluso contra la noción de noción general. Tal
campaña ha triunfado en la práctica totalmente, Berkeley, en parcial
contradicción con su propia teoría, conservó unas pocas nociones ge-
nerales, como ser espíritu, alma, y causa. Pero éstas fueron eliminadas
a fondo por Hume, el padre del positivismo moderno.
La religión sacó de esa evolución una aparente ventaja. La formali-
zación de la razón la preservó de todo ataque serio por parte de la me-
tafísica o teoría filosófica, y esa seguridad parecería hacer de ella un
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instrumento social sumamente práctico. Pero al mismo tiempo su neu-
tralidad significa que va desvaneciéndose su verdadero espíritu, es de-
cir, la convicción de su estar relacionado con ser la depositaria de una
verdad a la que antaño se atribuía vigencia sobre la ciencia, el arte y la
política y toda la humanidad. La muerte de la razón especulativa, pri-
mero servidora de la religión y luego su contrincante, puede resultar
funesta para la religión misma.
Todas estas consecuencias se hallaban ya contenidas en germen en
la idea burguesa de tolerancia, idea ambivalente. Por un lado, toleran-
cia significa libertad frente al dominio de la autoridad dogmática; por
el otro, fomenta una posición de neutralidad frente a cualquier conte-
nido espiritual y, por consiguiente, fomenta el relativismo. Todo do-
minio cultural conserva su “soberanía” con relación a la verdad gene-
ral. El sistema de la división social del trabajo se transfiere automáti-
camente a la vida del intelecto, y esta subdivisión de la esfera cultural
surge del hecho de que la verdad general, objetiva, se ve reemplazada
por la razón formalizada, profundamente relativista.
Las implicaciones políticas de la metafísica racionalista se destaca-
ron en el siglo XV cuando, a raíz de las revoluciones norteamericana y
francesa, el concepto de nación se tomó principio directivo. En la his-
toria moderna esta noción tendió a desplazar a la religión en cuanto
motivo supremo, supraindividual, de la vida humana. La nación extrae
su autoridad más de la razón que de la revelación, extendiéndose aquí
razón como conglomerado de intelecciones fundamentales, ya sean
innatas o desarrolladas mediante la especulación, y no como capaci-
dad que sólo tiene que habérselas con los medios destinados a produ-
cir el efecto de tales intelecciones.
El interés egoísta en el que hacían hincapié determinadas doctrinas
de derecho natural y filosofías hedonistas constituía sólo una de tales
intelecciones y se lo consideró como algo arraigado en la estructura
objetiva del universo que así formaba parte de todo el sistema de cate-
gorías. En la edad industrial la idea del interés egoísta fue ganando
paulatinamente supremacía absoluta y terminó por sofocar a los otros
motivos, antaño considerados fundamentales para el funcionamiento
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de la sociedad; esta actitud prevaleció en las principales escuelas del
pensamiento y, durante el período liberal, también en la conciencia
pública. Pero el mismo proceso reveló las contradicciones entre la teo-
ría del interés egoísta y la idea de nación. La filosofía enfrentó enton-
ces la alternativa de aceptar las consecuencias anarquistas de esta teo-
ría o caer víctima de un nacionalismo irracional y mucho más conta-
giado de romanticismo que las teorías de las ideas innatas que predo-
minaban durante el período mercantilista.
El imperialismo intelectual del principio abstracto del interés egoísta
—núcleo central de la ideología oficial del liberalismo— puso de ma-
nifiesto la creciente discrepancia entre esta ideología y las condiciones
sociales reinantes en las naciones industrializadas. Una vez que se
afirma esta escisión de la conciencia pública no queda ningún princi-
pio racional eficaz para sostener la cohesión social. La idea de la co-
munidad popular * nacional, erigida al principio como ídolo, sólo pue-
de luego ser sostenida mediante el terror. Esto explica la tendencia del
liberalismo a transformarse en fascismo, y la de los representantes es-
pirituales y políticos del liberalismo a hacer las paces con sus adversa-
rios. Esta tendencia, que tan frecuentemente ha surgido en la historia
europea más reciente, puede deberse, aparte de sus causas económi-
cas, a la contradicción interna entre el principio subjetivista del interés
egoísta y la idea de la razón que presuntamente lo expresa. Origina-
riamente la constitución política se concebía como expresión de prin-
cipios concretos fundados en la razón objetiva; las ideas de justicia,
igualdad, felicidad, democracia, propiedad, todas ellas debían estar en
concordancia con la razón, debían emanar de la razón.
Más tarde el contenido de la razón se ve voluntariamente reducido al
contorno de sólo una parte de ese contenido, al marco de uno solo de
sus principios; lo particular viene a ocupar el sitio de lo general. Se-
mejante tour de force en el ámbito intelectual va preparando el terreno
para el dominio de la violencia en el ámbito de lo político. Al abando-
nar su autonomía, la razón se ha convertido en instrumento. En el as-
*
Volksgemeinschaft: expresión de los teóricos racistas, popularizada durante el nazismo. (N
de los T)
- 23 -
pecto formalista de la razón subjetiva, tal como lo destaca el positi-
vismo, se ve acentuada su falta de relación con un contenido objetivo;
en su aspecto instrumental, tal como lo destaca el pragmatismo, se ve
acentuada su capitulación ante contenidos heterónomos. La razón apa-
rece totalmente sujeta al proceso social. Su valor operativo, el papel
que desempeña en el dominio sobre los hombres y la naturaleza, ha
sido convertido en criterio exclusivo. Las nociones se redujeron a sín-
tesis de síntomas comunes a varios ejemplares. Al caracterizar una
similitud, las nociones liberan del esfuerzo de enumerar las cualidades
y sirven así a una mejor organización del material del conocimiento.
Vemos en ellas meras abreviaturas de los objetos particulares a los
que se refieren. Todo uso que va más allá de la sintetización técnica de
datos fácticos, que sirve de ayuda, se ve extirpado como una huella
última de la superstición. Las nociones se han convertido en medios
racionalizados, que no ofrecen resistencia, que ahorran trabajo. Es
como si el pensar mismo se hubiese reducido al nivel de los procesos
industriales sometiéndose a un plan exacto; dicho brevemente, como
si se hubiese convertido en un componente fijo de la producción.
Toynee6 ha señalado algunas de las consecuencias de este proceso con
miras a la historiografía. Habla de la “tendencia del alfarero a conver-
tirse en esclavo de su arcilla... En el mundo de la acción sabemos que
resulta funesto tratar a animales o a seres humanos como si fuesen
troncos o piedras. ¿Por qué habríamos de considerar como menos
erróneo semejante tratamiento en el mundo de las ideas?”
Cuanto más automáticas y cuanto más instrumentalizadas se vuelven
las ideas, tanto menos descubre uno en ellas la subsistencia de pensa-
mientos con sentido propio. Se las tiene por cosas, por máquinas. El
lenguaje, en el gigantesco aparato de producción de la sociedad mo-
derna, se redujo a un instrumento entre otros. Toda frase que no cons-
tituye el equivalente de una operación dentro de ese aparato, se pre-
senta ante el profano tan desprovista de significado como efectiva-
mente debe serlo de acuerdo con los semánticos contemporáneos, se-
gún los cuales es la frase puramente simbólica y operacional, vale de-
6
A Study of History, vol. 1, 2da Ed., Londres 1935, pág 7.
- 24 -
cir enteramente desprovista de sentido, la que denota un sentido. La
significación aparece desplazada por la función o el efecto que tienen
en el mundo las cosas y los sucesos. Las palabras, en la medida en que
no se utilizan de un modo evidente con el fin de valorar probabilida-
des técnicamente relevantes o al servicio de otros fines prácticos, entre
los que debe incluirse hasta el recreo, corren el peligro de hacerse sos-
pechosas de ser pura cháchara, pues la verdad no es un fin en sí mis-
ma.
En la edad del relativismo, cuando hasta los niños conciben las ideas
como anuncios publicitarios o como racionalizaciones, el miedo preci-
samente de que la lengua pudiera dar todavía albergue subrepticio a
restos mitológicos ha otorgado a las palabras un nuevo carácter mito-
lógico. Es cierto que las ideas han sido radicalmente funcionalizadas y
que se considera al lenguaje como mero instrumento, ya para el alma-
cenamiento y la comunicación de elementos intelectuales de la pro-
ducción, ya para la conducción de las masas. Al mismo tiempo el len-
guaje, por así decirlo, toma su venganza al recaer en su etapa mágica.
Como en los días de la magia, cada palabra es considerada una peli-
grosa potencia capaz de destruir la sociedad, hecho por el cual debe
responsabilizarse a quien la pronuncia. Por consiguiente, bajo el con-
trol social se ve muy menguada la aspiración a la verdad. Se declara
nula la diferencia entre pensamiento y acción. Por lo tanto, se ve un
acto en cada pensamiento; toda reflexión es una tesis y toda tesis una
consigna. Cada cual debe responder de lo que dice o no dice. Cada
cosa y cada uno de los hombres se presenta clasificado y provisto de
un rótulo. La cualidad de ser humano, que excluye la identificación
del individuo con una clase, es “metafísica” y no tiene lugar en la teo-
ría epistemológica empirista. La gaveta en que un hombre es introdu-
cido circunscribe su destino. No bien un pensamiento o una palabra se
hace instrumento, puede uno renunciar a “pensar” realmente algo al
respecto, esto es, a ejecutar de conformidad los actos lógicos conteni-
dos en su formulación verbal. Tal como a menudo y con justicia se ha
sostenido, la ventaja de la matemática —el modelo de todo pensa-
miento neopositivista— consiste precisamente en esta “economía de
pensamiento”. Se realizan complejas operaciones lógicas sin que
- 25 -
realmente se efectúen todos los actos mentales en que se basan los
símbolos matemáticos y lógicos. Semejante mecanización es un efecto
esencial para la expansión de la industria; pero cuando se vuelve rasgo
característico del intelecto, cuando la misma razón se instrumentaliza,
adopta una especie de materialidad y ceguera, se torna fetiche, entidad
mágica, más aceptada que experimentada espiritualmente. ¿Cuáles son
las consecuencias de la formalización de la razón? Nociones como las
de justicia, igualdad, felicidad, tolerancia que, según dijimos, en siglos
anteriores son consideradas inherentes a la razón o de pendientes de
ella, han perdido sus raíces espirituales. Son todavía metas y fines,
pero no hay ninguna instancia racional autorizada a otorgarles un va-
lor y a vincularlas con una realidad objetiva. Aprobadas por venera-
bles documentos históricos, pueden disfrutar todavía de cierto presti-
gio y algunas de ellas están contenidas en la leyes fundamentales de
los países más grandes. Carecen, no obstante, de una confirmación por
parte de la razón en su sentido moderno. ¿Quién podrá decir que al-
guno de estos ideales guarda un vínculo más estrecho con la verdad
que contrario? Según la filosofía del intelectual moderno promedio,
existe una sola autoridad, es decir, la ciencia, concebida como clasifi-
cación de hechos y cálculo de probabilidades. La afirmación de que la
justicia y la libertad son de por sí mejores que la injusticia y la opre-
sión, no es científicamente verificable y, por lo tanto, resulta inútil. En
sí misma, suena tan desprovista de sentido como la afirmación de que
el rojo es más bello que el azul o el huevo mejor que la leche.
Cuanto más pierde su fuerza el concepto de razón, tanto más fácil-
mente queda a merced de manejos ideo lógicos y de la difusión de las
mentiras más descaradas. El iluminismo disuelve la idea de razón ob-
jetiva, disipa el dogmatismo y la superstición; pero a menudo la reac-
ción y el oscurantismo sacan ventajas máximas de esta evolución. In-
tereses creados, opuestos a los valores humanitarios tradicionales, sue-
len respaldarse, en nombre del “sano sentido común”, en la razón im-
potente, neutralizada. Puede seguirse esta desubstancialización de los
conceptos fundamentales a lo largo de la historia política. En la Cons-
titutional Convention americana de 1787, John Dickinson, de Pensil-
vania, opuso a la razón la experiencia, cuando dijo: “La experiencia
- 26 -
debe ser nuestro único indicador de caminos. La razón puede hacer
que nos extraviemos.”7 Su intención era formular una advertencia ante
un idealismo excesivamente radical. Luego las nociones quedaron a
tal punto desprovistas de toda substancia que podía usárselas al mismo
tiempo para abogar por la opresión. Charles O‟Conor, famoso juris-
consulto del período anterior a la Guerra Civil, proclamado en una
oportunidad por un sector del Partido Demócrata como candidato a la
presidencia, pronunció (luego de esbozar las bendiciones de la esclavi-
tud forzosa) la siguiente argumentación: “Insisto en que la esclavitud
de los negros no es injusta; es justa, sabia y benéfica... Insisto en que
la esclavitud de los negros… está prescrita por la naturaleza… Al in-
clinarnos ante el evidente decreto de la naturaleza y el mandamiento
de una sana filosofía, hemos de declarar que esa institución es justa,
benéfica, legal y adecuada.”8 Aun cuando O‟Conor emplea todavía las
palabras naturaleza, filosofía y justicia, éstas se hallan enteramente
formalizadas y no pueden mantenerse frente a lo que él considera co-
mo experiencia y como hechos. La razón subjetiva se somete a todo.
Se entrega tanto a los fines de los adversarios de los valores humanita-
rios tradicionales como a sus defensores. Es proveedora, como en el
caso de O‟Conor, tanto de la ideología de la reacción y el provecho
como de la ideología del progreso y la revolución.
Otro portavoz de la esclavitud, Fitzhugh, autor de Sociology for the
South, parecería acordarse de que la filosofía había nacido otrora des-
tinada a ideas y principios concretos, y los ataca por lo tanto en nom-
bre del buen sentido común. Expresa así, si bien de un modo defor-
mado, el antagonismo entre los conceptos subjetivo y objetivo de la
razón.
“Las personas con buen criterio aducen por lo común motivos falsos
en apoyo de sus opiniones porque no son pensadores abstractos,.. En
la argumentación la filosofía los derrota con toda facilidad; sin embar-
7
Cf. Morrison and Commager, The Growth of the American Republic, New York 1942, vol I,
pág. 281.
8
A Speech at the Union Meeting — at the Academy of Music, New York City, el 19 de
diciembre de 1859, bajo el título “Negro Slavery Not Unjust” reproducido en el “New York
Herald Tribune”.
- 27 -
go, tienen razón el instinto y el buen sentido común, y no tiene razón
la filosofía. La filosofía carece de razón siempre, el instinto y el senti-
do común tienen siempre razón, puesto que la filosofía es negligente y
deduce sus conclusiones partiendo de premisas estrechas e insuficien-
tes”.9
Por miedo a los principios idealistas, por miedo al pensar como tal, a
los intelectuales y a los utopistas, el autor enarbola con orgullo su
buen sentido común, que no ve injusticia alguna en la esclavitud.
Los ideales y conceptos fundamentales de la metafísica racionalista
arraigaban en la noción de lo humano en general, de la humanidad: su
formalización implica la pérdida de su contenido humano. El punto
hasta el cual esta deshumanización del pensar perjudica los fundamen-
tos más hondos de nuestra civilización puede ponerse de manifiesto
mediante un análisis del principio de mayoría, inseparable del princi-
pio de democracia. A los ojos del hombre medio el principio de mayo-
ría constituye a menudo no sólo un sustituto de la razón objetiva sino
hasta un progreso frente a ésta: puesto que los hombres, al fin y al ca-
bo, son los que mejor pueden juzgar sus propios intereses, las resolu-
ciones de una mayoría —así se piensa— son con toda seguridad tan
valiosas para una comunidad como las instituciones de una así llama-
da razón superior. Pero la antítesis entre la institución y el principio
democrático, cuando se la formula en conceptos tan crudos, es sólo
imaginaria. Pues ¿qué significa en verdad que “un hombre conoce me-
jor sus propios intereses”?; ¿cómo obtiene ese saber, qué demuestra
que su saber es correcto? La afirmación de que “un hombre es quien
conoce mejor… “contiene implícitamente la referencia a una instancia
que no es totalmente arbitraria y forma parte de una especie de razón
que existe no sólo como medio sino también como fin. Si esta instan-
cia resultara ser, una vez más, meramente la mayoría, todo el argu-
mento constituiría una tautología.
La gran tradición filosófica que contribuyó al establecimiento de la
democracia moderna no incurrió en esa tautología; tal tradición fun-
9
George Fitihugh, Sociology for the South or the Failure of Free Society , Richmoud, Va.
1854, p 118 y sig.
- 28 -
damentó los principios de gobierno sobre supuestos más o menos es-
peculativos, así, por ejemplo, el supuesto de que la misma substancia
intelectual o la misma conciencia moral se halla presente en todo ser
humano. Dicho con otras palabras, la estimación de la mayoría se ba-
saba en una convicción que no dependía a su vez de resoluciones de la
mayoría. Locke, todavía afirmaba que la razón natural coincidía con la
revelación, en cuanto se refiere a los derechos humanos.10 Su teoría
del gobierno se relaciona tanto con los enunciados de la razón como
con los de la revelación. Éstos deben enseñar que los hombres son to-
dos “libres, iguales e independientes por naturaleza”.11
La teoría del conocimiento de Locke es un ejemplo de esa engañosa
lucidez de estilo que concilia los contrarios borrando sencillamente los
matices. Locke no se tomó el trabajo de discriminar con demasiado
rigor entre la experiencia sensual y la racional, entre la atomista y la
estructurada; tampoco indicó si el estado natural del que derivaba el
derecho natural, se deducía de procesos lógicos o bien se percibía in-
tuitivamente. Pero parece suficientemente claro que la libertad “por
naturaleza” no es idéntica a la libertad real. Su doctrina política se
funda más en la intelección racional y en deducciones que en la inves-
tigación empírica.
Lo mismo puede afirmarse del discípulo de Locke, Rousseau. Cuan-
do éste declaró que renunciar a la libertad era algo que se oponía a la
naturaleza del hombre, puesto que con ello se privaba “a sus actos de
toda moralidad, a su voluntad de toda libertad”,12 sabía perfectamente
que el renunciar a la libertad no se contradecía con la naturaleza empí-
rica del hombre; él mismo criticaba duramente a individuos, grupos o
pueblos por haber renunciado a su libertad. Se refería más a la subs-
tancia espiritual del hombre que a un comportamiento psicológico. Su
teoría del contrato social se deriva de una teoría filosófica del hombre
según la cual el principio de mayoría corresponde más a la naturaleza
humana que el principio de poder, tal como describe esa naturaleza el
10
Locke, On Civil Government. Second Treatise, Cap. V, Everyman’s Library, pág. 129.
11
Ibid., Cap. VIII, pág. 164.
12
Contrat social, vol. 1, pág. 4. En la traducción de Kurt Weigand, en: Jean Jacques
Rousseau, Staat und Gesellschaft, Munich 1959, pág. 14.
- 29 -
pensamiento especulativo. En la historia de la filosofía social, incluso
el término “buen sentido común” se ve inseparablemente unido a la
idea de la verdad evidente en sí misma. Fue Thomas Reid quien, doce
años antes del famoso volante de Paine y de la Declaración de la In-
dependencia, identificó los principios del buen sentido común con las
verdades autoevidentes, reconciliando así el empirismo con la metafí-
sica racionalista.
Desposeído de su fundamento racional, el principio democrático se
hace exclusivamente dependiente de los así llamados intereses del
pueblo, y éstos son funciones de potencias económicas ciegas o dema-
siado conscientes. No ofrecen garantía alguna contra la tiranía.13 En el
período del sistema del mercado libre, por ejemplo, las instituciones
basadas en la idea de los Derechos Humanos eran aceptadas por mu-
chos como instrumento adecuado para controlar al gobierno y preser-
var la paz. Pero cuando la situación se modifica, cuando poderosos
grupos económicos encuentran que es útil establecer una dictadura y
destituyen al gobierno de la mayoría, ningún reparo fundado en la ra-
zón puede oponerse a su acción. Si tienen una verdadera posibilidad
de triunfo serían sin duda necios en caso de no aprovecharla. La única
consideración que podría disuadirnos sería la de la posibilidad de ries-
go para sus propios intereses, y no el temor a lesionar una verdad o la
razón. Una vez derrumbada la base de la democracia, la afirmación de
que la dictadura es mala sólo tiene validez para quienes no la usufruc-
túan, y no existe obstáculo teórico alguno capaz de convertir esta
afirmación en su contrario.
Los hombres que crearon la Constitución de los Estados Unidos
consideraban “la lex maioris partis como la ley fundamental de toda
13
El temor del editor de Tocqueville de hablar acerca de los aspectos negativos del principio
de mayoría era superfluo (cf. Democracy in American, New York 1898, vol. 1, pág. 334 y
sigs., nota al pie). El editor declara que sólo se trata de “un modo de decir, cuando se afirma
que la mayoría del pueblo hace las leyes”, y nos recuerda entre otras cosas que esto se
cumple en la práctica por medio de delegados. Podría haber agregado que, si Tocqueville
hablaba de la tiranía de la mayoría, Jefferson, en una carta citada por Tocqueville, habla de
la “tiranía de las asambleas legislativas”. En: The Writings of Thomas Jefferson, Definitive
Edition, Washington, D. C 1905, vol. VII, pág. 312. Jefferson desconfiaba tanto de cualquier
poder gubernamental en una democracia, “ya fue se legislativo o ejecutivo”, que se oponía al
mantenimiento de un ejército permanente. Cf. ibid., pág. 323.
- 30 -
sociedad”,14 pero estaban muy lejos de reemplazar mediante decisio-
nes de la mayoría las de la razón. Al dejar anclado dentro de la estruc-
tura del gobierno un sistema de controles inteligentemente dispuestos,
opinaban, tal como lo expresa Noah Webster, que “los poderes confe-
ridos al Congreso son amplios, pero se supone que no son demasiado
amplios”.15 Webster habló del principio de mayoría como de “una
doctrina tan generalmente reconocida como toda verdad intuitiva”16 y
vio en esta doctrina una idea entre otras ideas naturales de similar dig-
nidad. Para esos hombres no existía ningún principio que no debiese
su autoridad a alguna fuente metafísica o religiosa. Dickinson conside-
raba que el gobierno y su mandato “se fundaban en la naturaleza del
hombre, vale decir en la voluntad de su creador... y son por lo tanto
sagrados. Constituye, pues, un delito contra el cielo lesionar este man-
dato”.17
No cabe duda que no se consideraba que el principio de mayoría im-
plicase alguna garantía de justicia. “La mayoría —dice John Adams—
18
ha triunfado por toda la eternidad y sin excepción alguna sobre los
derechos de la minoría.” Tales derechos y todos los demás principios
fundamentales se tenían por verdades intuitivas, Se los heredaba direc-
ta o indirectamente de una tradición filosófica que en aquella época
aún permanecía viva. Es posible seguir sus huellas, a través de la his-
toria del pensamiento occidental, hasta sus raíces religiosas y mitoló-
gicas, y en virtud de esos orígenes habían conservado la “venerabili-
dad” que menciona Dickinson.
La razón subjetiva no encuentra aplicación alguna para semejante
herencia. Tal razón manifiesta que la verdad es la costumbre y la des-
poja con ello de su autoridad espiritual. Hoy la idea de mayoría, des-
pojada de sus fundamentos racionales, ha cobrado un sentido entera-
14
Ibid., pag. 324.
15
“An Examination into the Leading Principles of the Federal Constitution…” en: Pamphlets on
the Constitution of the United States. Edit. por Paul L Ford, Brooklyn, New York 1888, pag.
45.
16
Ibid., pág 30.
17
Ibid., “Letters of Fabius”, pág. 181.
18
Citado por Charles Beard, en Economic Origins of Jeffersoman Democracy, New York 1915,
pág. 305
- 31 -
mente irracional. Toda idea filosófica, ética o política —cortado el
lazo que la unía a sus orígenes históricos— muestra una tendencia a
convertirse en núcleo de una nueva mitología, y esta es una de las cau-
sas por las cuales en determinadas etapas el avance progresivo de la
Ilustración tiende a dar un salto hacia atrás, cayendo en la superstición
y la locura. El principio de mayoría, al adoptar la forma de juicios ge-
nerales sobre todo y todas las cosas, tal como entran en funcionamien-
to mediante toda clase de votaciones y de técnicas modernas de co-
municación, se ha convertido en un poder soberano ante el cual el
pensamiento debe inclinarse. Es un nuevo dios, no en el sentido en
que lo concibieron los heraldos de las grandes revoluciones, es decir
como una fuerza de resistencia contra la injusticia existente, sino co-
mo una fuerza que se resiste a todo lo que no manifiesta su conformi-
dad. El juicio de los hombres, cuanto más manejado se ve por toda
clase de intereses, tanto más acude a la mayoría como árbitro en la
vida cultural. La mayoría tiene la misión de justificar los sustitutos de
la cultura en todas sus ramas hasta descender a los productos de enga-
ño masivo del arte popular y la literatura popular. Cuanto mayor es la
medida en que la propaganda científica hace de la opinión pública un
mero instrumento de poderes tenebrosos, tanto más se presenta la opi-
nión pública como un sustituto de la razón. Este aparente triunfo del
progreso democrático va devorando la substancia espiritual que dio
sustento a la democracia.
Esta disociación de las aspiraciones y potencialidades humanas res-
pecto a la idea de verdad objetiva afecta no sólo a las nociones con-
ductoras de la ética y la política, tales como las de libertad, igualdad y
justicia, sino también a todos los fines y objetivos específicos en todos
los terrenos de la vida. Conforme a las pautas corrientes, los buenos
artistas no le son más útiles a la verdad que los buenos carceleros o
banqueros o criadas. Si intentáramos aducir que la profesión de un ar-
tista es más noble, se nos diría que tal disputa carece de sentido: mien-
tras que la eficiencia de una criada puede compararse con la de otra
sobre la base de su eventual limpieza, honradez, habilidad, etc., no
existe ninguna posibilidad de establecer la comparación entre una
criada y un artista. Sin embargo, un análisis escrupuloso demostraría
- 32 -
que en la sociedad moderna existe una pauta implícita para el arte tan-
to como para la labor no aprendida, y que esta pauta es el tiempo; pues
la bondad, en el sentido del resultado de un trabajo específico, es una
función del tiempo.
Del mismo modo, puede carecer de sentido afirmar que determinada
manera de vivir, determinada religión o filosofía es mejor o superior o
más verdadera que otras. Puesto que los fines ya no se determinan a la
luz de la razón, resulta también imposible afirmar que un sistema eco-
nómico o político, por cruel y despótico que resulte, es menos racional
que otro. De acuerdo con la razón formalizada, el despotismo, la
crueldad, la opresión, no son malos en sí mismos; ninguna instancia
sensata aprobaría un veredicto contra la dictadura si éste pudiese ser-
vir para que se aprovecharan de él los propulsores de la dictadura.
Modos de decir tales como “la dignidad del hombre” implican un
avance dialéctico con el cual se conserva y se trasciende la idea del
derecho divino o se convierten en consignas trilladas cuya vacuidad se
revelará no bien se intente escrutar su significado específico. La vida
de tales consignas depende, por así decirlo, de recuerdos inconscien-
tes. Aun si un grupo de hombres esclarecidos se dispusiera a luchar
contra el mayor mal imaginable, la razón subjetiva tornaría casi impo-
sible señalar la naturaleza del mal y la naturaleza de la humanidad que
exigen perentoriamente la lucha. Muchos preguntarían inmediatamen-
te cuáles son los verdaderos motivos. Habría que aseverar que los mo-
tivos son realistas, esto es, que responden a los intereses personales,
aun cuando éstos sean más difíciles de captar por la masa del pueblo
que el tácito llamado de la situación misma.
El hecho de que el hombre medio aún parezca estar atado a los vie-
jos ideales podría ser aportado como dato que contradice este análisis.
Si se formulase la objeción en términos generales, se podría alegar que
existe un poder que compensa los efectos destructivos de la razón
formalizada: la conformidad respecto a valores y comportamientos
generalmente aceptados. Al fin y al cabo, hay muchísimas ideas que
deben respetarse y enaltecerse, como nos han enseñado desde nuestra
más temprana infancia. Puesto que tales ideas y todas las concepcio-
nes teóricas que con ellas se vinculan, no sólo se justifican por la ra-
- 33 -
zón sino también por una aprobación casi universal, parecería que no
puede afectarlas la transformación de la razón en mero instrumento.
Esas ideas sacan su fuerza de nuestra veneración por la comunidad en
la que vivimos, de hombres que han dado su vida por ellas, del respeto
que debemos a los fundadores de las pocas naciones esclarecidas de
nuestro tiempo. Pero de hecho este reparo expresa la debilidad de la
justificación, de un contenido presuntamente objetivo, mediante el
prestigio pasado y presente de tales ideas. Cuando en la historia cientí-
fica y política moderna se invoca ahora una tradición —de las que tan
a menudo han sido denunciadas— como medida de alguna verdad éti-
ca o religiosa, esa verdad ya se ve lacerada y condenada a sufrir una
disminución de verosimilitud, no menos agudamente que el principio
que ella debería justificar. Durante los siglos en que a la tradición le
cabía toda vía el papel de recurso probatorio, la fe en ella misma deri-
vaba de la fe en la verdad objetiva. En cambio hoy remitirse a la tradi-
ción parece haber conservado una sola de las funciones que esa apela-
ción amplía en los viejos tiempos: indica que el consenso posee —tras
el principio que trata de confirmar una vez más poder económico y
político. Quien comete una transgresión contra él queda de antemano
advertido.
Durante el siglo XVII la convicción de que al hombre le correspon-
dían determinados derechos no constituía una repetición de dogmas
heredados de los antepasados. Por el contrario, esa convicción refleja-
ba la situación de los hombres que proclamaron tales derechos; era
expresión de una crítica de condiciones que reclamaban perentoria-
mente un cambio, y esta exigencia era comprendida por el pensamien-
to filosófico y por las acciones históricas, y se convertía en éstas. Los
promotores del pensamiento moderno no deducían lo que es bueno de
la ley —hasta infringían la ley—, sino que intentaban reconciliar la
ley con el bien. Su papel en la historia no consistió en adaptar sus pa-
labras y sus actos al texto de antiguos documentos o de doctrinas ge-
neralmente aceptadas, sino que crearon ellos mismos los documentos
y consiguieron que sus teorías fuesen aceptadas. Quienes aprecian hoy
esas enseñanzas y están desprovistos de una filosofía adecuada pueden
considerarlas expresión de deseos puramente subjetivos o un modelo
- 34 -
establecido que debe su autoridad a una cantidad de hombres que
creen en él y en la perduración inconmovible de su existencia. Preci-
samente el hecho de que sea hoy necesario invocar la tradición, prueba
que esta ha perdido su poder sobre los hombres. No es extraño enton-
ces que naciones enteras —ciertamente Alemania no es en este sentido
un caso aislado— despierten un buen día para descubrir que los idea-
les que en mayor estima habían tenido no eran más que pompas de
jabón.
Es cierto que hasta hoy la sociedad civilizada se ha nutrido de los
restos de esas ideas, aun cuando el progreso de la razón subjetiva des-
truía la base teórica de las ideas mitológicas, religiosas y racionalistas.
Y éstas tienden a convertirse más que nunca en mero saldo y pierden
así paulatinamente su poder de convicción. Cuando estaban vivas las
grandes concepciones religiosas y filosóficas, los hombres pensantes
alababan la humanidad y el amor fraterno, la justicia y el sentimiento
humanitario, no porque fuese realista mantener tales principios, y en
cambio riesgoso y desacertado desviarse de ellos, o porque tales má-
ximas coincidieran mejor con su gusto, presuntamente libre. Se ate-
nían a tales ideas porque percibían en ellas elementos de la verdad,
porque las hacían armonizar con la idea del logos, bajo la forma de
Dios, de espíritu trascendente o de la naturaleza como principio
eterno. No sólo se entendía así a las metas supremas, atribuyéndoles
un sentido objetivo, una significación inmanente, sino que hasta las
ocupaciones e inclinaciones más modestas dependían de una creencia
en la deseabilidad general y en el valor inherente de sus objetos o te-
mas.
Los orígenes mitológicos, objetivos, que la razón subjetiva va des-
truyendo, no sólo se refieren a los grandes conceptos generales, sino
que evidentemente forman también la base de comportamientos y ac-
tos personales y enteramente psicológicos. Todos ellos —hasta llegar
a los sentimientos más oscuros— se desvanecen al verse despojados
de ese contenido objetivo, de ese vínculo con la verdad supuestamente
objetiva. Así como los juegos de los niños y las quimeras de los adul-
tos tienen su origen en la mitología, toda alegría vejase otrora ligada a
la creencia en una verdad suprema.
- 35 -
Thorstein Veblen develó los deformados motivos medievales de la
arquitectura del siglo XIX.19 En la búsqueda de pompa y ornamenta-
ción vio un remanente de actitudes feudales. El análisis del así llama-
do honorifie waste conduce, empero, al descubrimiento no sólo de
ciertos aspectos de opresión bárbara preservados en la vida social mo-
derna y en la psicología individual, sino también de aspectos de la
continuada acción de comportamientos de veneración, temor y supers-
tición olvidados hace tiempo. Se manifiestan en preferencias y antipa-
tías “naturalísimas” y la civilización los presupone como obvios. De-
bido a la evidente carencia de una motivación racional, se los raciona-
liza de acuerdo con la razón subjetiva. El hecho de que en cualquier
cultura moderna haya una diferencia de jerarquía entre “alto” y “ba-
jo”, de que lo limpio resulte atractivo y lo sucio repulsivo, de que se
experimenten determinados olores como buenos y otros como repelen-
tes, de que se tenga en gran estima a ciertos manjares y se deteste a
otros, debe atribuirse más a antiguos tabúes, mitos y devociones y al
destino de éstos en el transcurso de la historia, que a los motivos hi-
giénicos o a otras causas pragmáticas que puedan tratar de exponer
algunos individuos ilustrados o religiones liberales.
Estas antiguas formas de vivir que arden lentamente debajo de la su-
perficie de la civilización moderna proporcionan aun en muchos casos
el calor inherente a todo encantamiento, a toda manifestación de amor
hacia alguna cosa por la cosa misma y no corno medio para obtener
otra. El placer de cultivar un jardín se remonta a épocas antiguas en
que los jardines pertenecían a los dioses y se cultivaban para ellos. La
sensibilidad ante la belleza, tanto en la naturaleza como en el arte, se
anuda mediante mil tenues hilos a esas representaciones supersticio-
sas.20 Cuando el hombre moderno corta esos hilos, ya sea burlándose
19
Cf. Th. W. Adorno: "Veblens Angriff auf die Kultur" en; Prismen, Frankfuit del Main 1955,
pags. 82-111.
20
Aun la tendencia a la pulcritud, gusto moderno por excelencia, parece estar arraigado en
creencias mágicas. Sir James Frazer (The Golden Bough, vol. I, parte I, pág. 175) cita un
informe sobre los nativos de Nueva Bretaña, que concluye diciendo que "la limpieza usual en
las casas, que consiste en el cuidadoso barrido diario del piso, no se basa de ningún modo
en un deseo de limpieza y orden, sino exclusivamente en el afán de eliminar todo lo que
pudiese seivir para un hechizo a alguien que le deseara a uno el mal"
- 36 -
de ellos, ya sea ostentándolos, podrá conservar todavía por un rato el
placer, pero su vida interior se habrá extinguido.
La alegría que sentirnos en presencia de una flor o por la atmósfera
de un cuarto, no podemos atribuirla a un instinto estético autónomo.
La receptividad estética del hombre se ve ligada en su prehistoria con
diversas formas de idolatría; la creencia en la bondad o santidad de
una cosa precede a la alegría por su belleza. Esto no vale menos res-
pecto a nociones tales como las de libertad y humanidad. Lo que diji-
mos acerca de la noción de la dignidad humana es sin duda aplicable a
las nociones de justicia e igualdad. Semejantes ideas deben conservar
el elemento negativo, en cuanto negación de la antigua etapa de injus-
ticia o desigualdad, y preservar al mismo tiempo la significación ori-
ginaria, absoluta, arraigada en sus tenebrosos orígenes. De otro modo,
no sólo se tornan indiferentes, sino también falaces.
Todas estas ideas veneradas, todas las fuerzas que, agregadas al po-
der físico y al interés material, mantienen la cohesión de la sociedad,
existen todavía, pero han sido socavadas por la formalización de la
razón. Como hemos visto, este proceso aparece unido a la convicción
de que nuestras metas, sean cuales fueren, dependen de predilecciones
y aversiones que de por sí carecen de sentido. Supongamos que esta
convicción penetre realmente en los detalles de la vida cotidiana; lo
cierto es que ya ha penetrado más hondo de lo que pueda tener con-
ciencia la mayor parte de nosotros. Cada vez hacemos menos una cosa
por amor a ella misma. Una caminata destinada a conducir a un hom-
bre desde la ciudad hasta las orillas de un río o a la cima de una mon-
taña, si la juzgamos conforme a pautas de utilidad, sería contraria a la
razón e idiota; la gente se dedica a distracciones necias o destructivas.
En opinión de la razón formalizada, una actividad es racional única-
mente cuando sirve a otra finalidad, por ejemplo a la salud o al rela-
jamiento que ayudan a refrescar nuevamente la energía de trabajo. Di-
cho con otras palabras, la actividad no es más que una herramienta,
pues sólo cobra sentido mediante su vinculación con otros fines.
No es posible afirmar que el placer que un hombre experimenta al
contemplar, por ejemplo, un paisaje, duraría mucho tiempo si a priori
- 37 -
estuviese persuadido de que las formas y los colores que ve no son
más que formas y colores; que todas las estructuras en que formas y
colores desempeñan algún papel son puramente subjetivas y no guar-
dan relación alguna con un orden o una totalidad cualquiera plena de
sentido; que, sencilla y necesariamente, no expresan nada. Si tales
placeres se han hecho costumbre, podrá uno seguir sintiéndolos por el
resto de su vida o bien jamás podrá cobrar conciencia plena de la falta
de significación de las cosas que le son muy queridas. Las inclinacio-
nes de nuestro gusto van formándose en la temprana infancia; lo que
aprendemos luego influye menos en nosotros. Acaso los hijos imiten
al padre que tenía propensión a dar largos paseos, pero una vez sufi-
cientemente avanzada la formalización de la razón, pensarán haber
cumplido con el deber para con su cuerpo al seguir un curso de gim-
nasia obedeciendo los comandos de una voz radiofónica. Un paseo a
través del paisaje ya no será necesario; y así la noción misma de paisa-
je como puede experimentarla el caminante, se vuelve absurda y arbi-
traria. El paisaje se pierde totalmente en una experiencia de touring.
Los simbolistas franceses disponían de una noción particular para
expresar su amor a las cosas que habían perdido su significación obje-
tiva: la palabra spleen. La arbitrariedad consciente, desafiante, en la
elección de los objetos, su “absurdo”, su “perversidad”, descubre con
gesto silencioso, por así decirlo, la irracionalidad de la lógica utilita-
rista a la que golpea en pleno rostro a fin de demostrar su inadecua-
ción a la experiencia humana. Y, al traer ese gesto a la conciencia,
gracias a ese choque, el hecho de que aquella lógica olvida al sujeto
expresa al mismo tiempo el dolor del sujeto por su incapacidad de lo-
grar un orden objetivo.
La sociedad del siglo XX ya no se inquieta a causa de semejantes
incongruencias. Para ella existe una sola manera de alcanzar un senti-
do: servir a un fin. Las predilecciones y las aversiones que en la cultu-
ra de las masas han perdido su significado son puestas en el rubro de
esparcimientos, recreo para horas libres, contactos sociales etc., o
abandonadas al destino de una paulatina extinción. El spleen, la pro-
testa del no conformismo, del individuo, también quedó reglamenta-
do: la obsesión del dandy transformándose en el hobby de Babbitt, El
- 38 -
sentido del hobby: de que a uno le “va bien”, de que uno “se divierte”,
no deja surgir ningún pesar frente al desvanecimiento de la razón ob-
jetiva y a la desaparición de todo “sentido” interior de la realidad. La
persona que se dedica a un hobby ya ni siquiera pretende hacer creer
que éste conserva alguna relación con la verdad suprema. Cuando en
el cuestionario de una en- cuesta se pide a alguien que indique su
hobby, anota: golf, libros, fotografías o cosas por el estilo, sin pensar-
lo dos veces, tal como si anotara su peso. En carácter de predileccio-
nes racionalizadas reconocidas, que se consideran necesarias para
mantener a la gente de buen humor, los hobbies se han convertido en
una institución. Aun el buen humor estereotipado, que no es otra cosa
que una condición psicológica previa para la capacidad productora,
puede desvanecerse junto con todas las otras emociones si perdemos
el último vestigio del recuerdo de que otrora el buen humor estaba li-
gado a la idea de divinidad. La gente del “keep smiling” comienza a
presentar un aspecto triste y acaso hasta desesperado.
Lo que queda dicho respecto a las alegrías menores vale asimismo
en cuanto a las aspiraciones más elevadas de alcanzar lo bueno y lo
bello. Una rápida percepción de hechos reemplaza a la penetración
espiritual de los fenómenos de la experiencia. El niño que reconoce en
Papá Noel a un empleado de la tienda y percibe la relación entre la
Navidad y el monto de las ventas, puede considerar como cosa sobre-
entendida la existencia, en general, de un efecto recíproco entre reli-
gión y negocio. Ya en su tiempo Emerson observó con gran amargura
ese efecto recíproco: “Las instituciones religiosas... ya han alcanzado
un valor de mercado en cuanto protectoras de la propiedad; si los sa-
cerdotes y los feligreses no estuviesen en condiciones de sostenerlas,
las Cámaras de Comercio y los presidentes de bancos, hasta los pro-
pietarios de tabernas y los latifundistas organizarían con diligencia
una colecta para subvencionarlas”.21 Hoy día se aceptan como obvias
tales relaciones recíprocas, al igual que la diversidad entre verdad y
religión. El niño aprende temprano a no ser un aguafiestas; puede que
siga desempeñando su papel de niño ingenuo, pero desde luego, al
21
The Complete Works of Ralph Waldo Emerson, Centenary Edition, Boston y New York 1903,
vol I, pág. 321.
- 39 -
mismo tiempo, pondrá en evidencia su comprensión más perspicaz al
hallarse a solas con otros chicos. Esta especie de pluralismo, tal como
resulta de la educación moderna referente a todos los principios idea-
les democráticos o religiosos, introduce un rasgo esquizofrénico en la
vida moderna, debido a que tales principios se adaptan rigurosamente
a ocasiones específicas, por universal que pueda ser su significado.
Otrora una obra de arte aspiraba a decir al mundo cómo es el mun-
do: aspiraba a pronunciar un juicio definitivo. Hoy se ve enteramente
neutralizada. Tómese, por ejemplo, la Heroica de Beethoven. El oyen-
te medio de conciertos es incapaz de experimentar hoy su significado
objetivo. La escucha como si se la hubiese compuesto para ilustrar las
observaciones del comentarista del programa. Ahí todo está dicho con
letras de imprenta: la tensión entre el postulado moral y la realidad
social, el hecho de que contrariamente a lo que ocurría en Francia, la
vida intelectual no podía manifestarse políticamente en Alemania,
sino que debía buscar una salida en el arte y en la música. La compo-
sición ha sido cosificada, convertida en una pieza de museo, y su re-
presentación se ha vuelto una ocupación de recreo, un acontecimiento,
una oportunidad favorable para la presentación de estrellas, o para una
reunión social a la que debe acudirse cuando se forma parte de deter-
minado grupo. Pero ya no queda ninguna relación viviente con la
obra, ninguna comprensión directa, espontánea, de su función en
cuanto expresión, ninguna vivencia de su totalidad en cuanto imagen
de aquello que alguna vez se llamaba Verdad. Tal cosificación es típi-
ca de la subjetivación y formalización de la razón. Ella transmuta
obras de arte en mercancías culturales y su consumo es una serie de
sensaciones casuales separadas de nuestras intenciones y aspiraciones
verdaderas. El arte se ve tan disociado de la verdad como la política o
la religión.
La cosificación es un proceso que puede ser observado remontándo-
se hasta los comienzos de la sociedad organizada o del empleo de he-
rramientas. Sin embargo, la transmutación de todos los productos de
la actividad humana en mercancías sólo puede llevarse a cabo con el
advenimiento de la sociedad industrial. Las funciones ejercidas otrora
por la razón objetiva, por la religión autoritaria o por la metafísica han
- 40 -
sido adoptadas por los mecanismos cosificantes del aparato económi-
co anónimo. Lo que determina la colocabilidad de la mercancía co-
mercial es el precio que se paga en el mercado y así se determina tam-
bién la productividad de una forma específica de trabajo. Se estigma-
tiza como carentes de sentido o superfluas, como lujo, a las activida-
des que no son útiles o no contribuyen, como en tiempos de guerra, al
mantenimiento y la seguridad de las condiciones generales necesarias
para que prospere la industria. El trabajo productivo, ya sea manual o
intelectual, se ha vuelto honorable, de hecho se ha convertido en la
única manera aceptada de pasar la vida, y toda ocupación, la persecu-
ción de todo objetivo que finalmente arroja algún ingreso, es designa-
da como productiva.
Los grandes teóricos de la sociedad burguesa, Maquiavelo, Hobbes
y otros, llamaron parásitos a los barones feudales y a los clérigos me-
dievales porque su modo de vivir no contribuía inmediatamente a la
producción de la que ellos dependían. El clero y los aristócratas de-
bían dedicar su vida a Dios, a la caballerosidad o a los amoríos. Con
su mera existencia y sus actividades crearon símbolos que las masas
admiraban y respetaban. Maquiavelo y sus discípulos advirtieron que
los tiempos habían cambiado y mostraron cuán ilusorio era el valor de
las cosas a las que los viejos señores habían dedicado su tiempo. Las
adhesiones que logró Maquiavelo llegan incluso hasta la teoría de
Veblen. El lujo no está hoy mal visto, por lo menos por parte de los
productores de artículos de lujo. Pero ya no encuentra justificación en
sí mismo, sino en las posibilidades que crea para el comercio y la in-
dustria, Los artículos de lujo son adquiridos por las masas por necesi-
dad o se los considera recursos de recreo. Nada, ni siquiera el bienes-
tar material que presuntamente ha reemplazado la salvación del alma
como meta suprema del hombre, tiene valor en sí mismo y por sí
mismo; ninguna meta es por si mejor que otra.
El pensamiento moderno ha intentado convertir este modo de ver las
cosas en una filosofía, tal como la presenta el pragmatismo.22 Consti-
22
El pragmatismo ha sido críticamente examinado por muchas escuelas filosóficas, por
ejemplo desde el punto de vista del '"voluntarismo" de Hugo Münsterberg en su Filosofía de
los valores (Philosophie der Werte, Leipzig 1921); desde el punto de vista de la
- 41 -
tuye el núcleo de esta filosofía la opinión de que una idea, un concepto
o una teoría no son más que un esquema o un plan para la acción, y de
que por lo tanto la verdad no es sino el éxito de la idea.
En un análisis de Pragmatismo, de William James, John Dewey co-
menta los conceptos de verdad y significado. Cita a James y dice:
“Las ideas verdaderas nos conducen en direcciones verbales y concep-
tuales útiles, así como directamente hacia términos útiles y razonables.
Conducen a la consecuencia, la estabilidad y el tráfico fluido.” Una
idea, explica Dewey, “es un bosquejo de las cosas existentes y una
intención de actuar de tal modo que queden dispuestas en una forma
determinar. De lo cual surge que la idea es verdadera cuando se honra
al bosquejo, cuando las realidades que siguen a los actos se reordenan
tal como fue la intención de la idea”.23 Si no existiese el fundador de
la escuela, Charles S. Peirce, quien nos comunicó que aprendió “filo-
sofía estudiando a Kant”24 nos sentiríamos tentados a negar toda pro-
cedencia filosófica a una doctrina que afirma no que nuestras esperan-
zas se ven cumplidas y nuestras acciones obtienen éxito porque nues-
tras ideas son verdaderas, sino que nuestras ideas son verdaderas por-
que se cumplen nuestras esperanzas y nuestras acciones son exitosas.
En verdad sería cometer una injusticia con Kant si se lo quisiera hacer
responsable de semejante evolución. Kant hacía depender la intelec-
ción científica de funciones trascendentales y no de funciones empíri-
cas. No liquidó a la verdad equiparándola a las acciones prácticas de
la verificación, ni tampoco enseñando que significado y efecto son
idénticos. En última instancia, intentó establecer la validez absoluta de
determinadas ideas per se, por sí mismas El estrechamiento pragmáti-
co del campo de visión redujo el significado de toda idea a la de un
plano o bosquejo. Desde sus comienzos, el pragmatismo justificó im-
- 42 -
plícitamente la sustitución de la lógica de la verdad por la de la proba-
bilidad, que desde entonces se ha convertido en la que prevalece. Pues
si un concepto o una idea son significativos sólo en razón de sus con-
secuencias, todo enunciado expresa una esperanza con mayor o menor
grado de probabilidad. En enunciados relativos al pasado, los sucesos
esperados consisten en el proceso de la confirmación, en el aporte de
pruebas procedentes de testimonios humanos o de documentos. La
diferencia entre la confirmación de un juicio dada, por una parte, por
los hechos que predice y, por otra parte, por los pasos de la investiga-
ción que puede requerir, se hunde en el concepto de verificación. La
dimensión del pasado, absorbida por el futuro, se ve expulsada de la
lógica. “El conocimiento —dice Dewey—25 es siempre asunto del uso
que se haga de los acontecimientos naturales que se experimentan; un
uso en el cual las cosas dadas se toman como índices de aquello que se
experimentará bajo condiciones distintas”.26
Para esta clase de filosofía la predicción es lo esencial no sólo del
cálculo sino de todo pensar. No discrimina suficientemente entre jui-
cios que en efecto expresan un pronóstico —verbigracia “mañana llo-
verá”—, y aquellos que sólo pueden verificarse luego de haber sido
formulados, cosa que naturalmente es válida respecto a cualquier jui-
cio. El significado actual y la verificación futura de una sentencia no
son la misma cosa. El juicio que dice que un hombre está enfermo o
que la humanidad se debate en angustias mortales, no constituye un
pronóstico, aun cuando sea verificable en un proceso que sigue a su
formulación. Tal juicio no es pragmático, ni siquiera si es capaz de
provocar un restablecimiento.
El pragmatismo refleja una sociedad que no tiene tiempo de recordar
ni de reflexionar.
The world is weary of the past,
25
"The Need for a Recovery of Philosophy", en CreativeIntelligence Essays in the Pragmatic
Attitude, New York 1947, pág. 47.
26
Yo diría cuando menos bajo condiciones iguales o similares.
- 43 -
Oh, might it die or rest at last.*
Al igual que la ciencia, la filosofía misma se convierte “no en una
visión contemplativa del existir o un análisis de lo que pasó y está li-
quidado, sino en una perspectiva de posibilidades futuras que tiende al
logro de lo mejor y a la prevención de lo peor”.27 La probabilidad o,
mejor dicho, la calculabilidad sustituye a la verdad, y el proceso histó-
rico que dentro de la sociedad tiende a convertir la verdad en una frase
huera recoge, por así decirlo, la bendición del pragmatismo que hace
de ella una frase huera dentro de la filosofía.
Dewey explica qué es según James el sentido de un objeto, o sea, el
significado que debiera contener nuestra representación de una defini-
ción. “Para obtener plena claridad en nuestros pensamientos respecto a
un objeto, sólo hemos de ponderar cuáles son los efectos imaginables
de orden práctico que el objeto puede involucrar, cuáles son las per-
cepciones que hemos de esperar de él y las reacciones que hemos de
preparar” o, dicho más brevemente, como lo expresa Wilhelm Os-
twald: “todas las realidades influyen en nuestra praxis, y en ese influjo
consiste para nosotros su significado”.
Dewey no entiende cómo alguien puede poner en duda el alcance de
esta teoría “o. . . acusarla de subjetivismo o idealismo… puesto que se
presupone la existencia del objeto con su poder de provocar efec-
tos”.28 No obstante, el subjetivismo de esta escuela radica en el papel
que atribuye a “nuestras” prácticas, acciones e intereses en su teoría
del conocimiento y no en su suposición de una teoría fenomenalista.29
Si los juicios verdaderos sobre los objetos y con ello el concepto del
objeto mismo consisten únicamente en “efectos” ejercidos sobre la
actuación del sujeto, es difícil comprender qué significado podría atri-
buírsele todavía al concepto “objeto”. De acuerdo con el pragmatismo,
*
Al mundo lo fatiga el pasado / Oh, si muriera o descansase por fin. (N de los T.)
27
Ibid., pág. 53.
28
Ibid., pág. 308 y sigs.
29
El positivismo y el pragmatismo identifican la filosofía con el cientificismo. Por tal motivo
consideramos al pragmatismo en el presente contexto como una expresión genuina del
movimiento positivista. Ambas filosofías se diferencian únicamente en que el positivismo de
la primera época era representante de un fenomenalismo, esto es, de un idealismo
sensualista.
- 44 -
la verdad es deseable no por ella misma, sino en la medida en que
funciona mejor, en que nos conduce a algo ajeno a la verdad o al me-
nos diferente a ella.
Cuando James se quejaba de que los críticos del pragmatismo supo-
nen “sencillamente que ningún pragmatista es capaz de admitir un in-
terés verdaderamente teórico”,30 tenía sin duda razón respecto de la
existencia psicológica de un interés semejante, pero cuando se sigue
su consejo —“de atenerse más al espíritu que a la letra”—31 resulta
claro que el pragmatismo, tanto como la tecnocracia, contribuyó sin
duda alguna en gran medida al desprestigio de aquella “contemplación
sedentaria”32 en que consistió otrora la aspiración más alta del hom-
bre. Toda idea acerca de la verdad, e incluso de la totalidad dialéctica
del pensamiento, podría ser llamada “contemplación sedentaria” en la
medida en que se la procura como fin en sí misma y no como medio
para lograr “consecuencia, estabilidad y tráfico fluido”. Tanto el ata-
que a la contemplación como el elogio del trabajador manual expresan
el triunfo del medio sobre el fin.
Aun mucho después de la época de Platón la noción de las ideas en-
carnó el ensimismamiento, la independencia, y en cierto sentido hasta
incluso la libertad; avaló una objetividad no sometida a “nuestros” in-
tereses. La filosofía, al aferrarse a la idea de verdad objetiva bajo el
nombre de absoluto o en alguna otra forma espiritualizada, logró la
relativización de la subjetividad. La filosofía insistía en la diferencia
de principio entre el mundus sensibilis y el mundus intelligibilis, entre
la imagen de la realidad tal como la estructuran los instrumentos de
gobierno intelectuales y físicos del hombre, sus intereses y actos, o
una organización técnica cualquiera, y el concepto de un orden o je-
rarquía, de estructura estática o dinámica, que hiciera plena justicia a
la naturaleza. En el pragmatismo, por pluralista que pueda aparecer,
todo se convierte en mero objeto y por ello en última instancia en una
sola y la misma cosa, en un elemento en la cadena de medios y efec-
30
The Meaning of Truth, New York 1910, pág. 208.
31
Ibid, pág. 180.
32
James, Some Problems of Philosophy, New York 1924, pag. 59.
- 45 -
tos. “Examínese cada concepto mediante la pregunta: ¿su verdad sig-
nificará una modificación sensible para alguien? y se estará en óptima
situación para comprender qué significa ese concepto, y para discutir
su importancia”.33 Aun haciendo caso omiso de los problemas que en-
cierra la expresión “alguien”, se sigue de esta regla que es la actitud de
hombres lo que decide acerca del significado de un concepto. El senti-
do de conceptos tales como Dios, causa, número, substancia o alma no
consiste en otra cosa, según asevera James, que en la tendencia de la
noción dada a inducirnos a actuar o a pensar. Si el mundo llegara a
una etapa en la que no sólo dejase de preocuparse por tales entidades
metafísicas, sino también por los asesinatos que se cometieran tras de
fronteras cerradas o simplemente bajo la protección de la oscuridad,
habría de concluir que los conceptos acerca de tales asesinatos no sig-
nifican nada, que no representan “ideas definidas” o verdades, puesto
que “no modifican sensiblemente” nada para nadie. ¿Cómo habría de
reaccionar alguien notoriamente contra tales conceptos si diera por
establecido que su único significado consistiría en esa reacción suya?
Lo que el pragmatista tiene por reacción es algo que prácticamente
ha sido transferido del dominio de las ciencias naturales a la filosofía.
Empeña su orgullo en “pensarlo todo tal como se piensa en el labora-
torio, vale decir como un problema de experimentación”.34
Peirce, que fue quien acuñó el nombre de la escuela, declara que el
procedimiento del pragmatista “no es otro sino aquel método experi-
mental por el que todas las ciencias exitosas (entre las que, en su con-
cepto, nadie incluiría la metafísica) alcanzaron los grados de certi-
dumbre que hoy les son propias en lo particular; no siendo ese método
experimental en sí otra cosa sino una aplicación especial de una regla
lógica más antigua: „por sus frutos los reconoceréis‟ ”.35
Esta declaración se torna más complicada cuando Peirce afirma que
“una concepción, es decir, el sentido racional de una palabra o de otra
expresión reside exclusivamente en su influjo imaginable sobre la
33
Ibid., pág. 82.
34
Peirce, ibid., pág. 272.
35
Ibid., pág. 317.
- 46 -
conducta” y que “nada que no pudiese ser resultado de un experi-
mento puede tener influencia directa alguna sobre el comportamiento,
siempre que puedan determinarse con exactitud todos los fenómenos
experimentales imaginables implicados por la afirmación o la nega-
ción de un concepto”. El procedimiento por él recomendado rendirá
“una plena definición del concepto y no hay absolutamente nada más
en él”.36 Trata de resolver la paradoja contenida en la aseveración pre-
suntamente cierta de que sólo los resultados posibles de experimentos
pueden ejercer un influjo directo sobre la conducta humana, mediante
la sentencia condicional que hace depender esa opinión, en cada caso
particular, de la definición exacta “de todos los fenómenos experimen-
tales imaginables”. Pero puesto que la pregunta ¿en qué pueden con-
sistir los fenómenos imaginables? debe ser nuevamente respondida
por el experimento, esas terminantes comprobaciones acerca de la me-
todología parecerían hacernos caer en serias dificultades lógicas.
¿Cómo es posible subordinar la experimentación al criterio de “ser
imaginable”, si todo concepto —vale decir todo lo que pudiese ser
imaginable— depende esencialmente de la experimentación?
Mientras que la filosofía, en su etapa objetivista, aspiraba a ser aque-
lla fuerza que conduciría la conducta humana, incluyendo sus empre-
sas científicas, a la más alta comprensión de su propio fondo y de su
justificación, el pragmatismo trata de retraducir toda comprensión a
mero comportamiento. Empeña su amor propio en no ser en sí mismo
nada más que una actividad práctica que se diferencia de la intelección
teórica, la cual, según las enseñanzas pragmatistas, o es sólo un nom-
bre dado a sucesos físicos o no significa sencillamente nada. Pero una
doctrina que emprende seriamente la tarea de disolver las categorías
espirituales —como ser verdad, sentido o concepciones— en modos
de comportamiento prácticos, no puede esperar que se la conciba a
ella misma en el sentido espiritual de la palabra; sólo puede tratar de
funcionar a fuer de mecanismo que pone en movimiento determinadas
series de sucesos. Según Dewey, cuya filosofía representa la forma
más radical y consecuente del pragmatismo, su propia teoría significa
36
Ibid., pág. 273.
- 47 -
“que el saber es literalmente algo que hacemos; que el análisis es en
última instancia algo físico y activo; que los significados son, confor-
me a su calidad lógica, puntos de vista, actitudes y métodos de com-
portamiento frente a hechos, y que la experimentación activa es esen-
cial para la verificación”.37 Esto por lo menos es consecuente, pero
destituye al pensar filosófico mientras sigue siendo pensar filosófico.
El filósofo pragmatista ideal sería, según lo define el proverbio latino,
aquel que callara.
De acuerdo con la veneración del pragmatista por las ciencias natu-
rales, existe una sola clase de experiencia que cuenta, vale decir, el
experimento. El proceso que tiende a sustituir los diversos caminos
teóricos hacia la verdad objetiva con la poderosa maquinaria de la in-
vestigación organizada, es sancionado por la filosofía o más bien iden-
tificado con ella. Todas las cosas en la naturaleza llegan a identificarse
con los fenómenos que representan cuando se las somete a las prácti-
cas de nuestros laboratorios cuyos problemas expresan a su vez, no
menos que sus aparatos, los problemas e intereses de la [60] sociedad
tal cual es. Esta opinión puede compararse con la de un criminólogo
que afirmara que el conocimiento fidedigno de una persona sólo puede
obtenerse mediante los métodos de investigación modernos y perfec-
tamente probados que se emplean para con un sospechoso en poder de
la policía urbana. Francis Bacon, el gran precursor del experimenta-
lismo, describió este método con su juvenil franqueza: “Quemadmo-
dum enim ingeniumalicuius haud bene norís aut probaris, nisi eum
irritaveris; ñeque Proteus se in varias rerum fades verteresolitus est,
nisi manicis arete comprehensus; similiter etiam Natura arte irritata
et vexata se clarius prodit, quam cum sibi libera permittitur.”38
El “experimentar activo” produce efectivamente respuestas concre-
tas para preguntas concretas, tal como las plantean los intereses de in-
37
Essays in Experimental Logic, pág 330.
38
"De augmentis scientiarum". lib. 11, Cap. II, en: The Works of Francis Bacon, Edit, por Basil
Montague, Londres 1827, tomo VIII, pág. 96. [Así como ciertamente no puede conocerse o
probarse bien la mentalidad de nadie sin irritarlo —Proteo siempre adoptaba figuras
diferentes sólo cuando era firmemente cogido con los brazos— también la Naturaleza
artificialmente irritada y maltratada se exhibe con mayor claridad que cuando puede
brindarse libremente]
- 48 -
dividuos, grupos o la comunidad. No siempre el físico se adhiere a esa
identificación subjetivista por la cual las respuestas, condicionadas por
la división social del trabajo, se convierten en verdades en sí mismas,
El papel reconocido del físico en la sociedad moderna consiste en tra-
tar todas las cosas como si fuesen objetos. No le incumbe a él decidir
acerca del significado de ese papel que desempeña. No está obligado a
interpretar los llamados conceptos espirituales como sucesos pura-
mente físicos ni a hipostasiar su propio método como único compor-
tamiento intelectual lícito. Incluso puede abrigar la esperanza de que
sus propios descubrimientos sean parte de una verdad que no se define
en el laboratorio. Por otra parte, puede dudar de que la experimenta-
ción sea la parte esencial de su empeño. Es más bien el profesor de
filosofía —que trata de imitar al físico a fin de encuadrar el dominio
de su actividad dentro de “todas esas ciencias de éxito”—, quien pro-
cede con los pensamientos como si fuesen cosas y elimina toda idea
acerca de la verdad, salvo aquella que pueda deducirse de los métodos
que hacen posible en la actualidad el dominio sobre la naturaleza.
El pragmatismo, al intentar la conversión de la física experimental
en el prototipo de toda ciencia y el modelamiento de todas las esferas
de la vida espiritual según las técnicas de laboratorio, forma pareja
con el industrialismo moderno, para el que la fábrica es el prototipo
del existir humano, y que modela todos los ámbitos culturales según el
ejemplo de la producción en cadena sobre una cinta sin fin o según
una organización oficinesca racionalizada. Todo pensamiento, para
demostrar que se lo piensa con razón, debe tener su coartada, debe po-
der garantizar su utilidad respecto de un fin. Aun cuando su uso direc-
to sea “teórico”, es sometido en última instancia a un examen median-
te la aplicación práctica de la teoría en la cual funciona. El pensar de-
be medirse con algo que no es pensar; por su efecto sobre la produc-
ción o por su influjo sobre el comportamiento social, así como hoy día
el arte se mide, en última instancia y en todos sus detalles, por algo
que no es arte, ya se trate del bordereaux, o de su valor propa-
gandístico. Hay sin embargo, una diferencia notable entre el compor-
tamiento del científico y el del artista por una parte, y el del filósofo
por otra. Aquéllos todavía rechazan a veces los extraños “frutos” de
- 49 -
sus afanes, por los cuales se los juzga en la sociedad industrial y rom-
pen con el conformismo. El filósofo se ha dedicado a justificar los cri-
terios fácticos, sosteniéndolos como superiores. Personalmente, a fuer
de reformista social o político, de hombre de buen gusto, puede opo-
nerse a las consecuencias prácticas de organizaciones científicas, artís-
ticas o religiosas en el mundo tal cual es; pero su filosofía destruye
cualquier otro principio al que podría apelar.
Esto se pone en evidencia en muchas discusiones éticas o religiosas
que presentan los escritos pragmatistas: se muestran liberales, toleran-
tes, optimistas y enteramente incapaces de ocuparse del desastre cultu-
ral de nuestros días. Refiriéndose a una secta de su época que designa
como “movimiento destinado a la curación espiritual” (mind-cure mo-
vement), James dice:
“Constituye un resultado evidente de toda nuestra experiencia el que
se pueda manejar el mundo según múltiples sistemas de pensamiento,
y así es como diversos hombres lo tratan; y en cada caso brindarán a
quien lo maneje un beneficio característico que mucho le importa,
mientras que al mismo tiempo necesariamente se pierden o se poster-
gan beneficios de otra clase. La ciencia nos da, a todos nosotros, la
telegrafía, la luz eléctrica y los diagnósticos, y hasta cierto punto logra
la profilaxis y la curación de enfermedades. La religión, en su forma
de cura espiritual, brinda a algunos de nosotros serenidad, equilibrio
moral y felicidad y logra prevenir, exactamente como la ciencia o aun
mejor, determinadas formas de enfermedad en determinada clase de
gente. Por lo visto ambas, la ciencia y la religión, constituyen para
quien sepa servirse prácticamente de ambas, verdaderas llaves para
abrir la cámara de tesoros del mundo”.39
En vista de la idea de que la verdad puede brindar lo contrario de sa-
tisfacción y de que incluso en un momento histórico dado podría re-
sultar intolerable y ser rechazada por todos, los padres del pragma-
tismo convirtieron la satisfacción del sujeto en criterio de verdad. Para
semejante doctrina no existe posibilidad alguna de rechazar o aun tan
sólo de criticar cualquier especie de creencia con la cual sus adeptos
39
The Varieties of Religious Experience, New York 1902, pág. 120.
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pudieran regocijarse. El pragmatismo puede ser utilizado con todo de-
recho como defensa aun por aquellas sectas que tratan de emplear tan-
to la ciencia como la religión, en un sentido más literal que lo que
puede haber imaginado James, en calidad de “verdaderas llaves para
abrir la cámara de tesoros del mundo”.
Tanto Peirce como James escribían en una época en que parecían
aseguradas la prosperidad y la armonía entre los diferentes grupos so-
ciales y entre los pueblos y en que no se esperaban catástrofes mayo-
res. Su filosofía refleja —con sinceridad que casi nos desarma— el
espíritu de la cultura mercantil, de esa actitud precisamente que reco-
mendaba “ser práctico”, respecto a la que la meditación filosófica co-
mo tal era considerada la fuerza adversa. Desde las alturas de los éxi-
tos contemporáneos de la ciencia, podían reírse de Platón que, luego
de la exposición de su teoría de los colores, continúa diciendo: “Em-
pero, si alguien quisiera probar esto mediante ensayos prácticos, des-
conocería la diferencia entre la naturaleza humana y la divina: pues
Dios posee el conocimiento y el poder para reunir lo mucho en lo Uno
y volver a disolver lo Uno en lo mucho, y en cambio el hombre es in-
capaz de realizar ninguna de estas dos cosas y nunca podrá hacerlo”.40
No puede concebirse una refutación de una predicción más drástica
producida por la historia que esta que sufrió Platón. Sin embargo, el
triunfo del experimento no es más que un aspecto del proceso. El
pragmatismo que adjudica a todos y cada cosa el papel de instrumento
—no en nombre de Dios o de una verdad objetiva, sino en nombre de
aquello que en cada caso se logra así prácticamente— pregunta en
tono despectivo qué significan en realidad expresiones tales como la
“verdad misma” o el bien, que Platón y sus seguidores objetivistas de-
jaron sin definición. Podría contestarse que tales expresiones conser-
varon, por lo menos, la conciencia de distinciones para cuya negación
fue lucubrado el pragmatismo: la distinción entre el pensamiento de
laboratorio y el de la filosofía y, por consiguiente, la distinción entre
el destino de la humanidad y su camino actual.
40
Timaios, 68, Ed Diedenchs, Jena 1925, pág. 90.
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Dewey identifica el cumplimiento de los deseos de los hombres tales
como son con las más altas aspiraciones de la humanidad:
“La confianza en el poder de la inteligencia capaz de representarse
un porvenir que sea la proyección de lo actualmente deseable y de en-
contrar los medios para su realización, es nuestra salvación. Y se trata
de una confianza que debe ser alimentada y claramente pronunciada;
he ahí sin duda una tarea suficientemente amplia para nuestra filoso-
fía”.41
La “proyección de lo actualmente deseable” no es una solución. Dos
interpretaciones del concepto son posibles. En primer lugar puede ser
comprendido como refiriéndose a los deseos de los hombres tales co-
mo estos realmente son, condicionados por el sistema social bajo el
cual viven, sistema que admite muy fuertes dudas acerca de si sus de-
seos son realmente los de ellos. Si tales deseos se aceptan de un modo
no crítico y sin trasponer su alcance inmediato y subjetivo, las investi-
gaciones de mercado y las encuestas Gallup serían medios más ade-
cuados que la filosofía para establecer cuáles son. O bien, en segundo
lugar, Dewey está de algún modo de acuerdo en que se acepte una es-
pecie de distinción entre deseo subjetivo y deseabilidad objetiva. Se-
mejante concesión sólo señalaría el comienzo de un análisis filosófico
crítico, siempre que el pragmatismo —al enfrentarse con esta crisis—
no esté dispuesto a capitular y a recaer en la razón objetiva y la mito-
logía.
La reducción de la razón a mero instrumento perjudica en último ca-
so incluso su mismo carácter instrumental. El espíritu antifilosófico
que no puede ser separado de la noción subjetiva de razón y que cul-
minó en Europa con las persecuciones del totalitarismo a los intelec-
tuales, ya fuesen sus pioneros o no, es sintomático de la degradación
de la razón. Los críticos tradicionalistas, conservadores, de la civiliza-
ción cometen un error fundamental al atacar la intelectualización mo-
derna, sin atacar al mismo tiempo también la estupidización, que es
sólo otro aspecto del mismo proceso. El intelecto humano, que tiene
orígenes biológicos y sociales, no es una entidad absoluta, aislada e
41
"The Need for a Recovery of Philosophy", en ibid., pág. 68 y sigs.
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independiente. Sólo fue declarado como tal a raíz de la división social
del trabajo, a fin de justificar esta división sobre la base de la constitu-
ción natural del hombre. Las funciones directivas de la producción —
dar órdenes, planificar, organizar— fueron colocadas como intelecto
puro frente a las funciones manuales de la producción como forma
más impura, más baja del trabajo, un trabajo de esclavos. No es una
casualidad que la llamada psicología platónica, en la que el intelecto
se enfrentó por vez primera con otras “capacidades” humanas, espe-
cialmente con la vida instintiva, haya sido concebida según el modelo
de la división de poderes en un Estado rigurosamente jerárquico. De-
wey42 tiene plena conciencia de este origen sospechoso de la noción
del intelecto puro, pero acepta la consecuencia que le hace reinterpre-
tar el trabajo intelectual como trabajo práctico, elevando así al trabajo
físico y rehabilitando los instintos. Toda facultad especulativa de la
razón lo tiene sin cuidado cuando disiente con la ciencia establecida.
En realidad, la emancipación del intelecto de la vida instintiva no mo-
dificó en absoluto el hecho de que su riqueza y su fuerza sigan depen-
diendo de su contenido concreto, y de que se atrofia y se extingue
cuando corta sus relaciones con ese contenido. Un hombre inteligente
no es aquel que sólo sabe sacar conclusiones correctas, sino aquel cu-
yo espíritu se halla abierto a la percepción de contenidos objetivos,
aquel que es capaz de dejar que actúen sobre él sus estructuras esen-
ciales y de conferirles un lenguaje humano; esto vale también en cuan-
to a la naturaleza del pensar como tal y de su contenido de verdad. La
neutralización de la razón, que la priva de toda relación con los conte-
nidos objetivos y de la fuerza de juzgarlos y la degrada a una capaci-
dad ejecutiva que se ocupa más del cómo que del qué, va transfor-
mándola en medida siempre creciente en un mero aparato estólido,
destinado a registrar hechos. La razón subjetiva pierde toda esponta-
neidad, toda productividad, toda fuerza para descubrir contenidos de
una especie nueva y de hacerlos valer: pierde lo que comporta su sub-
jetividad. Al igual que una hoja de afeitar afilada con demasiada fre-
cuencia, este “instrumento” se torna demasiado delgado y finalmente
hasta se vuelve incapaz de afrontar con éxito las tareas puramente
42
Human Nature or Conduct, New York 1938, pág. 58 y sigs.
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formalistas a las que se ve reducido. Esto marcha paralelamente a la
tendencia social generalizada hacia la destrucción de las fuerzas pro-
ductoras, precisamente en un período de crecimiento enorme de tales
fuerzas.
La utopía negativa de Aldous Huxley ilustra este aspecto de la for-
malización de la razón, vale decir, su transformación en estupidez. En
ella se presentan las técnicas del “nuevo mundo feliz” y los procesos
intelectuales que van unidos a ellas, como extremadamente refinados.
Pero los objetivos a los que sirven —los estúpidos “cinematógrafos
sensoriales”, que le permiten a uno “sentir” un abrigo de pieles pro-
yectado sobre la pantalla; la “hipnopedia” que inculca a niños dormi-
dos las consignas todopoderosas; los métodos artificiales de reproduc-
ción que homogeneizan y clasifican a los seres humanos aun antes de
que nazcan— son reflejo de un proceso que tiene lugar en el pensar
mismo, y conduce a un sistema de prohibición del pensamiento que
finalmente ha de terminar en la estupidez subjetiva cuyo modelo es la
imbecilidad objetiva de todo contenido vital. El pensar en sí tiende a
ser reemplazado por ideas estereotipadas. Éstas, por un lado, son tra-
tadas como instrumentos puramente utilitarios que se toman o se dejan
en su oportunidad y, por otro, se las trata como objetos de devoción
fanática.
Huxley ataca una organización universal monopolista, de capitalis-
mo estatal, puesta bajo la égida de una razón [subjetiva en proceso de
autodisolución, a la que se concibe como algo absoluto. Pero al mismo
tiempo, esta novela pareciera oponer al ideal de este sistema que va
imbecilizándose, un individualismo metafísico heroico, que condena
sin discriminación el fascismo y la ilustración, el psicoanálisis y los
films espectaculares, la desmitologización y las crudas mitologías, y
alaba ante todo al hombre cultivado que permanece inmaculado al
margen de la civilización totalitaria y seguro de sus instintos, o acaso
al escéptico. Con ello Huxley se une involuntariamente al conservado-
rismo cultural reaccionario que en todas partes —y especialmente en
Alemania— vino a allanar el camino para ese mismo colectivismo
monopolista al que critica en nombre del alma, opuesta al intelecto.
Con otras palabras: mientras que el aferrarse ingenuamente a la razón
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subjetiva ha producido realmente síntomas43 que no dejan de aseme-
jarse a los que describe Huxley, el rechazo ingenuo de esa razón en
nombre de una noción ilusoria de cultura e individualidad, histórica-
mente anticuada, conduce al desprecio de las masas, al cinismo, a la
confianza en el poder ciego; y estos factores a su vez sirven a la ten-
dencia repudiada. La filosofía debe hoy enfrentarse con la pregunta
sobre si en ese dilema el pensar puede conservar su autonomía y pre-
parar así su solución teórica, o si ha de conformarse con desempeñar
el papel de una [68] hueca metodología, de una apologética que se nu-
tre de ilusiones, o el de una receta garantizada como la que ofrece la
novísima mística popular de Huxley, tan adecuada para el “nuevo
mundo feliz” como cualquier ideología lista para el uso.
43
Daremos un ejemplo extremo. Huxley inventó la death conditioning, esto quiere decir que los
niños son traídos a presencia de personas agonizantes, se les dan golosinas y se los induce
a jugar sus juegos mientras observan el proceso de la muerte. Así son llevados a asociar con
la muerte pensamientos agradables y a perder el terror ante ella. La entrega de Octubre de
1944 de Parents' Magazine contiene un artículo titulado "Interview with a Skeleton". Describe
cómo niños de cinco años jugaban con un esqueleto "a fin de trabar conocimiento con el
funcionamiento interno del cuerpo humano" "—Los huesos son necesarios para sostener la
piel —dijo Johnny examinando el esqueleto. —Él no sabe que está muerto —dijo Martudi."
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