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Toda su vida en la tierra, había andado en la presencia de Dios.

Mientras se hallaba en conflicto con


hombres animados por el mismo espíritu de Satanás, pudo decir: “El que me envió, conmigo está; no me
ha dejado solo el Padre; porque yo, lo que a él agrada, hago siempre.” [1] Pero ahora le parecía estar
excluido de la luz de la presencia sostenedora de Dios. Ahora se contaba con los transgresores. Debía
llevar la culpabilidad de la humanidad caída. Sobre el que no conoció pecado, debía ponerse la iniquidad
de todos nosotros. Tan terrible le parece el pecado, tan grande el peso de la culpabilidad que debe llevar,
que está tentado a temer que quedará privado para siempre del amor de su Padre. Sintiendo cuán terrible
es la ira de Dios contra la transgresión, exclama: “Mi alma está muy triste hasta la muerte.” – {DTG
636.2}

Sentía que el pecado le estaba separando de su Padre. La sima era tan ancha, negra y profunda que su
espíritu se estremecía ante ella. No debía ejercer su poder divino para escapar de esa agonía. Como
hombre, debía sufrir las consecuencias del pecado del hombre. Como hombre, debía soportar la ira de
Dios contra la transgresión. – {DTG 637.3}

Como substituto y garante del hombre pecaminoso, Cristo estaba sufriendo bajo la justicia divina. Veía lo
que significaba la justicia. Hasta entonces había obrado como intercesor por otros; ahora anhelaba tener
un intercesor para sí. – {DTG 637.4}

Satanás le decía que si se hacía garante de un mundo pecaminoso, la separación sería eterna. Quedaría
identificado con el reino de Satanás, y nunca más sería uno con Dios. – {DTG 637.5}

Los pecados de los hombres descansaban pesadamente sobre Cristo, y el sentimiento de la ira de Dios
contra el pecado abrumaba su vida. – {DTG 638.2}

Había llegado el momento pavoroso, el momento que había de decidir el destino del mundo. La suerte de
la humanidad pendía de un hilo. Cristo podía aun ahora negarse a beber la copa destinada al hombre
culpable. Todavía no era demasiado tarde. Podía enjugar el sangriento sudor de su frente y dejar que el
hombre pereciese en su iniquidad. Podía decir: Reciba el transgresor la penalidad de su pecado, y yo
volveré a mi Padre. ¿Beberá el Hijo de Dios la amarga copa de la humillación y la agonía? ¿Sufrirá el
inocente las consecuencias de la maldición del pecado, para salvar a los culpables? Las palabras caen
temblorosamente de los pálidos labios de Jesús: “Padre mío, si no puede este vaso pasar de mí sin que yo
lo beba, hágase tu voluntad.” – {DTG 641.2}

En esta terrible crisis, cuando todo estaba en juego, cuando la copa misteriosa temblaba en la mano del
Doliente, los cielos se abrieron, una luz resplandeció de en medio de la tempestuosa obscuridad de esa
hora crítica, y el poderoso ángel que está en la presencia de Dios ocupando el lugar del cual cayó Satanás,
vino al lado de Cristo. No vino para quitar de su mano la copa, sino para fortalecerle a fin de que pudiese
beberla, asegurado del amor de su Padre. Vino para dar poder al suplicante divino-humano. Le mostró los
cielos abiertos y le habló de las almas que se salvarían como resultado de sus sufrimientos. Le aseguró
que su Padre es mayor y más poderoso que Satanás, que su muerte ocasionaría la derrota completa de
Satanás, y que el reino de este mundo sería dado a los santos del Altísimo. Le dijo que vería el trabajo de
su alma y quedaría satisfecho, porque vería una multitud de seres humanos salvados, eternamente salvos.
– {DTG 642.4}

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