La Vida de San Pio de Pietrelcina
La Vida de San Pio de Pietrelcina
La Vida de San Pio de Pietrelcina
Padres: Horacio Forgione y Maria Giuseppa di Nunzio, familia humilde y religiosa, ambos agricultores.
Nacimiento
El Padre Pío fue encomendado por su padres a San Francisco de Asís en el momento de su nacimiento y por eso el día
siguiente a su nacimiento lo bautizaron con el nombre de Francisco.
Infancia
Su vida de infancia transcurre alrededor de la Iglesia de Santa María de los Ángeles, aquí fue bautizado, hizo su primera
comunión y esta se convirtió en una especie de hogar para él. A los cinco años de edad, tuvo una aparición del Sagrado
Corazón de Jesús. El Señor posó Su mano sobre la cabeza de Francisco y este prometió a San Francisco que sería un fiel
seguidor suyo.
Este año marcaría la vida de Francisco para siempre; empieza a tener apariciones de la Santísima Virgen, que
continuarían por el resto de su vida. También tenía trato familiar con su ángel guardián, con el que tuvo la gracia de
comunicarse toda su vida y el cual sirvió grandemente en la misión que él recibiría de Dios. Los Éxtasis y las apariciones
fueron tan frecuentes que al niño le pareció que eran absolutamente normales.
Fue un niño callado, diferente y tímido, muchos dicen que a tan corta edad ya mostraba signos de una profunda
espiritualidad. Era piadoso, permanecía largas horas en la iglesia después de Misa. Hizo hasta arreglos con el sacristán
para que le permitiera visitar al Señor en la Eucaristía, en los momentos en los cuales la iglesia permaneciera cerrada.
Francisco aprendió una lección importante a corta edad: El poder de la oración y la intercesión de los santos. Vió un
milagro durante una peregrinación al Santuario de San Peregrino: Una mujer con un niño deforme en los brazos rezaba
ante la imagen del santo, Francisco miraba e intercedía profundamente por el niño. La madre dijo en un arrebato de
desesperación: "Cura a mi hijo, si no lo quieres curar, tómalo, yo no lo quiero" y diciendo esto, arrojó al niño en el altar.
En el preciso momento en que el niño tocó el altar, éste sanó por completo. Esta experiencia del poder de la oración,
afianzó grandemente la confianza de Francisco en el poder de la intercesión de los Santos.
Primeros estudios
En su aldea no había escuelas y unos granjeros se ofrecieron de voluntarios para enseñar a los niños a leer, buscando
que los mas destacados aprendan también a escribir. Se estudiaba por la noche, porque los niños y los adultos
trabajaban durante el día; Otros niños preferían jugar, pero Francisco se dedicaba a estudiar durante el tiempo de
estudio y prefería dedicar la mayor parte de su tiempo a la oración.
Mamá Peppa contó - "no cometió nunca ninguna falta, no hizo caprichos, siempre obedeció a mí y a su padre, cada
mañana y cada tarde iba a la iglesia a visitar a Jesús y a la Virgen. Durante el día no salió nunca con los compañeros. A
veces le dije: "Francì sal un poco a jugar. Él se negó diciendo: no quiero ir porque ellos blasfeman". Esto demuestra que
Francisco no era un niño mimado de Jesús que percibía crecimiento espiritual sin ningún tipo de temor de Dios, sino que
temía ofender a Dios verdaderamente.
Francisco había manifestado su deseo de ser religioso, sus padres hicieron grandes sacrificios para ver esto logrado, pues
en la villa no había muchas oportunidades. Su padre emigró a USA y a Jamaica para solventar mejor económicamente los
estudios de su hijo y su madre le buscó un maestro que lo preparara para entrar al seminario, maestro junto al cual
Francisco avanzó rápidamente. A lo 15 años ya había adelantado lo suficiente para entrar al seminario, el 6 de enero de
1903, a los dieciséis años, entró como clérigo en la orden de los Capuchinos.
Los días antes de entrar al seminario fueron días de visiones del Señor, que le prepararían para grandes luchas. Jesús le
permitió ver a Francisco el campo de batalla, los obstáculos y enemigos. A un lado habían hombres radiantes, con
vestiduras blancas, al otro lado, inmensas bestias espantosas de color oscuro. Era una escena aterradora y las rodillas
del joven Francisco comenzaron a temblar. Jesús le dice que se tiene que enfrentar con la horrenda criatura, a lo que
Francisco responde temeroso, rogándole al Señor que no le pidiera cosa semejante de la cual no podría salir victorioso.
Jesús vuelve a repetir su petición dejándole saber que estaría a su lado. Francisco entonces entra en un feroz combate,
los dolores infligidos en su cuerpo eran intolerables, pero salió triunfante. Jesús alertó a Francisco de que entraría en
combate nuevamente con este demonio a lo largo de toda su vida, que no temiera: “Yo estaré protegiéndote,
ayudándote, siempre a tu lado hasta el fin del mundo”. Esta visión particular petrificó a Padre Pío por 20 años.
El día antes de entrar al Seminario, Francisco tuvo una visión de Jesús con su Santísima Madre. En esta visión, Jesús posa
Su mano en el hombro de Francisco, dándole valor y fortaleza para seguir adelante. La Virgen María, por su parte, le
habla suavemente, sutil y maternalmente penetrando en lo más profundo de su alma.
La Fraternidad Capuchina en la cual ingresó era una de las más austeras de la Orden Franciscana y una de las más fieles a
la regla original de San Francisco de Asís. El ayuno y la penitencia eran prácticas habituales. El Fraile Pío abrazó todas las
formas de autoprivación, comiendo siempre muy poco, en una ocasión se alimentó únicamente de la Eucaristía por 20
días y aunque débil físicamente se presentaba a clases con preclara alegría. Fue una de las mejores épocas de su vida:
"Soy inmensamente feliz cuando sufro, y si consintiera los impulsos de mi corazón, le pediría a que Jesús me diera todo
el sufrimiento de los hombres".
En 1905, solo dos años después de haber entrado al Seminario, el Fraile Pío experimenta por primera vez la bilocación.
Rezando acompañado de otro fraile en el coro, una noche fría de enero, alrededor de las 11:00 de la noche, se encontró
a sí mismo muy lejos, en una casa muy elegante en la cual un padre de familia agonizaba en el mismo momento que su
hija nacía. Nuestra Santísima Madre se le apareció al Fraile Pío diciéndole: “Encomiendo esta criatura a tus cuidados; es
una piedra preciosa sin pulir. Trabaja en ella, lústrala, hazla brillar lo más posible, porque un día me quiero adornar con
ella”. A lo que él contestó: “¿Cómo puede ser esto posible si soy un pobre estudiante, y todavía ni siquiera sé si tendré la
fortuna de llegar a ser sacerdote? Y si no llegara a ser sacerdote, ¿cómo podría ocuparme de esta niña estando tan
lejos?”. La Virgen le contestó: “No dudes. Será ella quien venga a ti, pero la conocerás de antemano en la Basílica de San
Pedro”. Inmediatamente se encontró de nuevo en el coro donde había estado rezando minutos antes.
Dieciocho años más tarde esta niña se presentó en la Basílica de San Pedro, agobiada y buscando a un sacerdote con
quien pudiera confesarse y recibir dirección espiritual. Ya era tarde y la Basílica iba a cerrar, miró a su alrededor y vio a
un fraile entrar en el confesionario y cerrar la puerta. La joven se le acercó y comenzó a compartirle sus problemas. El
sacerdote absolvió sus pecados y le dio la bendición. La joven en agradecimiento quiso besarle la mano, pero al abrir el
confesionario solo encontró una silla vacía.
Un año después, la joven fue en peregrinación a San Giovanni Rotondo. Padre Pío caminaba por los pasillos de las celdas
repletos de peregrinos y al ver a la joven entre ellos, la señaló diciendo: “Yo te conozco, tu naciste el día que tu padre
murió”, la joven, sorprendida, esperó largo rato para poderse confesar con el Padre y aclarar sus inquietudes. Padre Pío
le recibe en el confesionario con estas palabras: "Mi hija, has venido finalmente; he esperando tantos años por ti!". La
joven aún más sorprendida le manifestó que él estaba equivocado, siendo ésta la primera vez que ella visitaba San
Giovanni. A lo que Padre Pío contestó: "Ya tú me conoces, viniste a mí el año pasado en la Basílica de San Pedro". La
joven se convirtió en su hija espiritual, obedeciendo siempre a sus consejos. Se casó y formó una sólida y ejemplar
familia cristiana.
Durante su primer año de ministerio sacerdotal, en 1910, el Padre Pío manifiesta los primeros síntomas de los estigmas.
En una carta que escribe a su director espiritual los describe así: “En medio de las manos apareció una mancha roja, del
tamaño de un centavo, acompañada de un intenso dolor. También debajo de los pies siento dolor”. Estos dolores en la
manos y los pies del Padre Pío, son los primeros recuentos de las estigmas que fueron invisibles hasta el año 1918.
El día 12 de agosto de 1912 experimentó por primera vez la “llaga del amor”. El Padre Pío le escribió a su director
espiritual explicándole lo sucedido: “Estaba en la Iglesia haciendo mi acción de gracias después de la Santa Misa, cuando
de repente sentí mi corazón herido por un dardo de fuego hirviendo en llamas y yo pensé que me iba a morir”.
Durante siete años, el Padre Pío permaneció fuera del Convento por motivos de salud, en Pietrelcina. Naturalmente,
esta vida estaba en contraste con la regla franciscana y algunos hermanos frailes se quejaron de esto. Fue entonces
cuando el Superior General de la Orden pidió a la Sagrada Congregación de los Religiosos la exclaustración del Padre Pío.
Fue un golpe muy duro para él y en un éxtasis se quejó a San Francisco de Asís. La Congregación de los Religiosos no
escuchó la solicitud del Superior General y concedió que el Padre Pío siguiera viviendo fuera del convento, hasta que
estuviera completamente restablecida su salud.
El Padre Pío sirvió como padre espiritual de los jóvenes que formaban parte del seminario seráfico menor, que en ese
momento estaba en San Giovanni Rotondo. Él se encargaba de proveerles con meditaciones, de confesarlos y de tener
conversaciones espirituales con ellos. Oraba mucho y seguía de cerca su avance espiritual y hasta llegó a pedir permiso
para ofrecerse como víctima al Señor por la perfección de este grupo a quienes como él mismo decía "amaba con
ternura".
Un día en que daba un paseo con los jóvenes les dijo: "Uno de ustedes me traspasó el corazón". Los jóvenes quedaron
perplejos ante este comentario, pero no se atrevían a preguntar quién había sido el culpable. "Uno de ustedes esta
mañana hizo una Comunión sacrílega. Y saber que fui yo el que se la dio hoy durante la Misa". El joven culpable se arrojó
a sus pies y confesó ser él el culpable. El Padre hizo seña a los demás para que se retiraran un poco y ahí mismo en la
calle escuchó su confesión y lo restauró a la gracia de Dios.
Estigmas
"Era la mañana del 20 de septiembre de 1918. Yo estaba en el coro haciendo la oración de acción de gracias de la Misa y
sentí poco a poco que me elevaba a una oración siempre más suave, de pronto una gran luz me deslumbró y se me
apareció Cristo que sangraba por todas partes. De su cuerpo llagado salían rayos de luz que más bien parecían flechas
que me herían los pies, las manos y el costado.
Cuando volví en mí, me encontré en el suelo y llagado. Las manos, los pies y el costado me sangraban y me dolían hasta
hacerme perder todas las fuerzas para levantarme. Me sentía morir, y hubiera muerto si el Señor no hubiera venido a
sostenerme el corazón que sentía palpitar fuertemente en mi pecho. A gatas me arrastré hasta la celda. Me recosté y
recé, miré otra vez mis llagas y lloré, elevando himnos de agradecimiento a Dios".
Después de minuciosas investigaciones, la Santa Sede quiso intervenir directamente. En aquel entonces era una gran
celebridad en materia de psicología experimental, el Padre Agustín Gimelli, franciscano, doctor en medicina, fundador
de la Universidad Católica de Milán y gran amigo del Papa Pío XI.
El Padre Gimelli fue a visitar al Padre Pío, pero como no llevaba permiso escrito para examinar sus llagas, este rehusó a
mostrárselas. El Padre Gimelli se fue de San Giovanni con la idea de que los estigmas eran falsos, de naturaleza neurótica
y publicó su pensamiento en un artículo publicado en una revista muy popular. El Santo Oficio se valió de la opinión de
este gran psicólogo e hizo público un decreto el cual declaraba la poca constancia de la sobrenaturalidad de los hechos.
En los años siguientes hubo otros tres decretos y el último fue condenatorio, prohibiendo las visitas al Padre Pío o
mantener alguna relación con él, incluso epistolar. Como consecuencia, el Padre Pío pasó 10 años -de 1923 a 1933-
aislado completamente del mundo exterior, entre la paredes de su celda. Durante estos años no solo sufría los dolores
de la Pasión del Señor en su cuerpo, también sentía en su alma el dolor del aislamiento y el peso de la sospecha. Su
humildad, obediencia y caridad no se desmintieron nunca.
El Padre decía: «Dulce es la mano de la Iglesia también cuando golpea, porque es la mano de una madre.»
Su celebración de la Misa
El Padre Pío vive la Santa Misa, sufriendo los dolores del Crucificado y dando profundo sentido a las oraciones litúrgicas
de la Iglesia.
Celebraba la Santa Misa en las mañanas acompañado de dos religiosos. Todos querían verlo y hasta tocarlo, pero su
presencia inspiraba tanto respeto que nadie se atrevía a moverse en lo más mínimo. La Misa duraba casi dos horas y
todos los presentes se sumergían de forma particular en el misterio del sacrificio de Cristo, multitudes se volcaban
apretadas alrededor del altar deteniendo la respiración.
En los anales de la Iglesia, Padre Pío es el primer sacerdote estigmatizado; él fue esencialmente sacerdote, y su santidad
fue esencialmente sacerdotal. Toda su vida giraba alrededor de esta realidad en la cual prestaba su boca a Cristo, sus
manos y sus ojos. Cuando decía: "Esto es mi Cuerpo...Esta es mi Sangre", su rostro se transfiguraba. Olas de emoción lo
sacudían, todo su cuerpo se proyectaba en una muda imploración.
Una vez se le preguntó al Padre cómo podía pasar tanto tiempo de pie en sus llagas durante toda la Santa Misa, a lo que
él respondió: "Hija mía, durante la Misa no estoy de pie: estoy suspendido con Jesús en la cruz".
"El mundo, solía decir el Padre Pío, puede subsistir sin el sol, pero nunca sin la Misa".
La Confesión era el principal trabajo diario del Padre Pío, duraba hasta 16 horas diarias en el confesionario. Él hacía este
trabajo mirando dentro de los penitentes. Por ello, no era posible mentirle al Padre Pío durante una confesión. El veía
dentro del corazón de los hombres. A menudo, cuando los pecadores eran tímidos, el Padre Pío enumeraba sus pecados
durante la confesión.
El Padre Pío invitaba a todos los fieles a confesarse al menos una vez por semana. Él decía: "Aunque una habitación
quede cerrada, es necesario quitarle el polvo después de una semana."
En el sacramento de la confesión, el Padre Pío era muy exigente. Él no soportaba a los que iban a él sólo por curiosidad.
Un fraile contó: Un día el Padre Pío no dio la absolución a un penitente y luego le dijo: "Si tú vas a confesarte con otro
sacerdote, tú te vas al infierno junto con el otro que te de la absolución". El entendía que el Sacramento de la Confesión
era profanado por los hombres que no querían cambiar de vida. Ellos se hallan culpables frente Dios.
Son muchos los impresionantes testimonios y las emotivas conversiones generadas a través de las Confesiones con el
Padre Pío. Severo con los curiosos, hipócritas y mentirosos, y amoroso y compasivo con los verdaderamente
arrepentidos. Uno de los dones que más impresionaba a la gente era que podía leer los corazones.
Una vez se le preguntó al Padre por qué echaba a los penitentes del confesionario sin darles la absolución, a lo que él
respondió: "Los echo, pero los acompaño con la oración y el sufrimiento, y regresarán". El enojo era solamente
superficial. A un hermano le explicó una vez: "Hijo mío, sólo en lo exterior he asumido una forma distinta. Lo interior no
se ha movido para nada. Si no lo hago así, no se convierten a Dios. Es mejor ser reprochado por un hombre en este
mundo, que ser reprochado por Dios en el otro".
Era un muy buen conversador y con un profundo sentido del humor, gustaba de hacer chistes , y esto era una especie de
apostolado, el de la alegría.
Se cuenta que en una ocasión se le vió levitar, caminando sobre las personas hacia el confesionario.
La sangre que salía de sus llagas emanaba una fragancia de flores, a veces tan fuerte que inundo lugares como el
consultorio de un medico que tenía una benda con su sangre.
La profecía
Vivía su sufrimiento como una entrega a Dios por la salvación del mundo, completando en su carne los sufrimientos de
Cristo por su Iglesia: "El Señor me hace ver como en un espejo, que toda mi vida será un martirio". Desde que ingresó a
la vida religiosa hasta que recibió los estigmas, la vida del Padre Pío fue un vía crucis. En 1912 escribe: "Sufro, sufro
mucho pero no deseo para nada que mi cruz sea aliviada, porque sufrir con Jesús es muy agradable". A una hija
espiritual le dijo un día: "El sufrimiento es mi pan de cada día. Sufro cuando no sufro. Las cruces son las joyas del Esposo,
y de ellas soy celoso. ¡Ay de aquel que quiera meterse entre las cruces y yo!".
El Padre Pío tenía entre aquellos que se lo solicitaban, un grupo de hijos espirituales a quienes prometía asistir con sus
oraciones y cuidados a cambio de llevar una vida fervorosa de oración, virtud y obras de caridad. Entre este grupo de
devotos hay un sinnúmero de anécdotas en las que el cuidado real y oportuno del Padre se manifestó de forma
extraordinaria. Entre estas anécdotas está la de un joven cuya madre lo llevaba a donde el Padre desde que este era
muy pequeño y un día
Un día se le preguntó al Padre: “¿Jesús le mostró los lugares de sus hijos espirituales en el paraíso?”. “Claro, un lugar
para todos los hijos que Dios me confiará hasta el fin del mundo, si son constantes en el camino que lleva al cielo. Es la
promesa que Dios hizo a este miserable”. “Y en el paraíso, ¿estaremos cerca de usted?”. “Ah tontita, ¿y qué paraíso
sería para mí si no tuviera cerca de mí a todos mis hijos?”. “Pero yo le tengo miedo a la muerte”. “El amor excluye el
temor. La llamamos muerte, pero en realidad es el inicio de la verdadera vida. Y luego, si yo les asisto durante la vida,
¡cuánto más los ayudaré en la batalla decisiva!”.
Final de su vida
El 23 de septiembre de 1968 el Padre Pio murió, 3 días antes había celebrado los 50 años de sus estigmas, los cuales
desaparecieron misteriosamente y milagrosamente sin dejar rastro de 50 años de sangre y dolor y a despedirlo se
calcula que fueron 100 mil personas y que su cuerpo tuvo que ser expuesto por eso de 4 días.
Fue beatificado y canonizado por el Papa Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999 y el 16 de junio de 2002, respectivamente.