Los Avatares Del Concepto de Identidad Personal

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Los avatares del concepto de identidad personal: tensiones entre la

permanencia y el cambio

Cristina Bosso
(Publicado en el libro Temas de Antropología Filosófica”, Cristina Bosso y Raúl Nader
compiladores, Ediciones Humanitas, Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán,
2018)
Introducción:

Las raíces etimológicas del término “identidad” nos remontan al latín Idem, que significa
“lo mismo”. En su sentido ontológico, que es el que nos interesa abordar, sostiene que toda cosa es
igual a sí misma. La identidad se concibe, así, como aquello que permanece, que se mantiene a lo
largo del tiempo, como un sustrato que subyace inmune a los cambios. Hablamos, así, por ejemplo
de la identidad nacional para hacer referencia a un núcleo de valores y tradiciones que se mantienen
a lo largo del tiempo.

El concepto de identidad personal opera de manera similar; a lo largo de la historia de la


filosofía el racionalismo ha apostado a la búsqueda de un yo sustancial, que permanezca idéntico a
través de sus diferentes manifestaciones. Descartes es, sin lugar a dudas, el representante por
excelencia de esta concepción solidaria con el sustancialismo, que postula al sujeto como un
sustrato de naturaleza metafísica que se mantiene idéntico a pesar de los cambios. Esta concepción
se encuentra en consonancia con algunos presupuestos que asumimos desde el sentido
común, en el que asociamos el concepto de identidad con el de permanencia,
presuponiendo la existencia de un núcleo firme que permanece inmune a los cambios. El
tono acusatorio o la sorpresa que suele acompañar expresiones como “Vos has cambiado”,
“no sos el mismo” o “antes no pensabas así” revela la profunda convicción de que existe un
núcleo fundamental que no puede (¿ o no debe?) cambiar. Pensemos, sino, en el escándalo
que implicaría cambiar nuestras preferencias con respecto a nuestro equipo de fútbol,
cambiar de religión o de ideas políticas, y las justificaciones que en cada caso deberíamos
ensayar.

Nuestra experiencia nos muestra, sin embargo, que estamos sometidos


inevitablemente a procesos de cambio; en el aspecto físico no somos los mismos a los cinco
años, a los quince, a los cuarenta y cinco. Tampoco nuestras ideas, creencias y sentimientos
son los mismos, lo que sin lugar a dudas, en general, resulta bastante positivo. La
permanencia no parece ser entonces una característica de nuestra identidad personal sino
más bien una irrealizable exigencia que nos imponemos (¿o nos impone la sociedad?). A
diferencia de lo que pensó Descartes, nuestro yo no parece constituir una unidad sin fisuras.
Nuestra experiencia contradice la esperanzada seguridad de Descartes, para quien nada es
tan fácil de conocer como mi espíritu. Muy por el contrario, la experiencia nos muestra que
no hay nada tan difícil de conocer, tan complejo, tan inasible, tan esquivo, como nuestro
propio yo; éste no se nos revela de modo claro y distinto. No hay introspección capaz de
develar quienes somos y qué queremos, tal vez porque no hay un yo sustancial que
podamos conocer con certeza y claridad. Es por ello que, a mi juicio, la concepción
esencialista no ofrece una respuesta satisfactoria a la complejidad de la pregunta por la
identidad personal; esta constituye un auténtico núcleo problemático, lo que hace necesario
buscar una concepción de la identidad que permita dar cuenta de la tensión entre la
permanencia y el cambio y de la presión de las estructuras sociales en el proceso de
configuración de la identidad. Por ello, a lo largo de este trabajo proponemos abordar
diferentes propuestas que nos permitirán elaborar un concepto de identidad entendida como
un campo de tensiones, por un lado entre lo que permanece y lo que cambia, por el otro,
entre nosotros y los otros.

I - Lo que permanece y lo que cambia.

Liberándose de categorías un tanto estáticas que la filosofía proponía para pensar


la identidad, Nietzsche se propone diluir la confianza en la solidez de un sujeto-sustancia
que permanece, abriendo caminos para pensar de un modo diferente. Nietzsche se propone
recuperar el mundo sensible, sujeto a las variaciones y los cambios, a lo perecedero y
mutable, a la caducidad y a la finitud, que ha caído en el olvido para la filosofía,
deslumbrada por la búsqueda de esencias y principios inmutables. Por eso Heidegger lo
llama “el filósofo de la vida”; lejos de buscar lo que permanece, Nietzsche piensa al ser
como devenir, y nos libera de la infructuosa búsqueda de un sustrato inmutable para dar
cuenta de nuestra experiencia de seres inestables y cambiantes.
Sin un sustrato metafísico, sin metas prefijadas de antemano, la identidad puede
ser entendida como un proceso; podemos decir entonces que somos seres en permanente
construcción. Este es el camino que elige Heidegger, para quién la sustancia del hombre es
la existencia.1 Este concepto resulta muy interesante para pensar la identidad; la existencia,
a diferencia de la esencia, da cuenta del devenir; es un proceso en el que vamos
haciéndonos, vamos construyendo quiénes somos. Desde este punto de vista somos un
proyecto nunca acabado, y por lo tanto, siempre abierto a nuevas posibilidades. Sometidos
a los avatares del tiempo, a elecciones que nos transforman, a las marcas que la experiencia
va dejando en nosotros, sólo con la muerte puede acabar con nuestro destino de constantes
mutaciones. Heidegger retoma la apuesta de Nietzsche y la redobla: la temporalidad resulta
para él un elemento fundamental para pensarnos como seres humanos, porque el ser se hace
en el transcurrir. Nuestra existencia es temporalidad en tanto en ella se configura y se va
plasmando nuestra identidad.

La propuesta de Rorty resulta muy afín con este modo de pensar. También Rorty
descree de la esencias; para él no hay una naturaleza humana ni un destino prefijado hacia
el cual nos dirigimos inexorablemente sino un repertorio de descripciones alternativas en el
que no hay una única descripción correcta. Para él la contingencia es la marca de nuestra
identidad, de nuestro lenguaje, de nuestra sociedad. Desde este punto de vista somos seres
plásticos, nos modelamos y modelamos nuestro mundo a partir de las descripciones que
hacemos de él y de nosotros mismos. Y estas descripciones están sujetas al cambio. Nuestro
yo se nos aparece como un tejido de consistencias antes que un sistema que posee una
estructura estable.

Una mirada atenta nos revela que también las inconsistencias forman parte del
tejido de nuestro yo. Freud nos muestra –dice Rorty- que en algunos casos deploramos la
crueldad y en otros hallamos placer en ella, que en algunos casos acontecimientos
insignificantes generan sentimientos de culpa y otros mucho más relevantes no lo hacen. 2
Esto nos lleva a advertir nuestras propias inconsistencias y las variaciones de nuestro yo,
que se manifiesta cambiante no sólo en el transcurrir del tiempo sino también en un mismo

1
“Pues la sustancia del hombre o es el espíritu, como síntesis del alma y cuerpo, sino la existencia “.
Martín Heidegger, El Ser y el Tiempo, Mexico, Fondo de Cultura Económica, 2007, pág. 133.
2
Richard Rorty, Contingencia, Ironía y Solidaridad, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1996, pág. 52.
momento. No somos siempre iguales ni reaccionamos de la misma manera: con algunas
personas somos pacientes y con otras intolerantes, con algunas solidarios y con otros no. El
lenguaje cotidiano así lo demuestra: “esa persona saca lo peor de mí”, o “con él me siento
una persona mejor”. Y ¿cuántas veces nos ha pasado que aquello de lo que estábamos
seguros un día al otro nos parece tan descabellado como absurdo? “¿Cómo pude hacer
eso?” “¿Cómo pude decir eso?” Nuestra identidad se revela tan flexible que no
encontramos ni rastros de la permanencia tan deseada por la filosofía y el sentido común a.
La contingencia y el cambio parecen ser nuestro inexorable destino.

Vincent Descombes habla de “identidad plural” para señalar que cada uno de
nosotros posee varias definiciones de sí mismo; toda identidad es compuesta, ya que la
identidad de alguien se presenta como una lista de atributos variados, como la nacionalidad,
los orígenes, la profesión, la afiliación religiosa, las opiniones, los compromisos, las
preferencias éticas. Sostiene así que podemos hacer un inventario heteróclito de las
diferentes cualidades que reconocemos en nosotros mismos, por eso, para él, el concepto de
identidad descansa en un sofisma que nos lleva a creer que podríamos descubrir una única
identidad social. Él, en cambio, nos invita a concebir nuestras “identidades” bajo el ángulo
de la diversidad con nosotros mismos, ya que nunca somos reductibles a una única
cualidad. Esto, sin embargo, no resuelve la complejidad del problema de la identidad
puesto que, como él mismo lo señala, es necesario combinar esta pluralidad con el hecho de
que somos un único individuo. 3

En efecto, podemos advertir que hay un sustrato que nos permite reconocernos
como nosotros mismos, una continuidad que opera como telón de fondo de la pluralidad y
de los cambios. A mi juicio, tampoco resulta satisfactoria la respuesta de Hume, en la que
su oposición a la concepción metafísica de un yo que permanece invariable lo lleva a
conclusiones un tanto extremas. Se manifiesta así en contra de un yo estable, sosteniendo
que no existe ninguna impresión que sea constante e invariable; no encontramos, así un yo
que pueda ser percibido y conocido con independencia de las sensaciones que estamos
experimentando en un determinado momento. Hume postula, así al yo como un haz de
percepciones asociadas por la acción asociativa de la imaginación, y propone diferentes

3
Vincent Descombes, El idioma de la identidad, Editorial Eterna Cadencia, Bs, As., 2015
metáforas. Pero tampoco estas descripciones responden a nuestra experiencia, puesto que,
salvo casos patológicos, podemos dar cuenta de la continuidad de nuestro yo, somos
capaces de reconocemos a nosotros mismos, nos identificamos a pesar de los cambios.
Nuestro yo no parece ser el desordenado flujo de impresiones, ni el teatro con actores y
escenarios siempre cambiantes como lo imaginó Hume.

A mi juicio, resulta más fecunda la metáfora del lecho del río que propone
Wittgenstein en Sobre la certeza, ya que esta permite dar cuenta de la continuidad de
nuestro yo, que permite identificarnos y de los procesos de cambio que constantemente se
producen en nuestra identidad personal. Dice Wittgenstein: “Si, el margen de aquel río es,
en parte de roca que no está sometida a ninguna alteración, o que está sometida sólo a
cambios imperceptibles, y, en parte, de arena que la corriente de agua arrastra y deposita en
lugares diversos”.4 Él la usa para mostrar las transformaciones que se producen en el
lenguaje, pero a mi juicio resulta útil también para pensar un concepto de identidad capaz
de dar cuenta de nuestra experiencia de permanencia y de cambio.

Lo interesante de esta metáfora es el hecho de que Wittgenstein no se enfoca en el


fluir del agua sino en el cauce de rio, lo que permite mostrar la compleja relación entre lo
que se mantiene y lo que se transforma, ya que da cuenta de que nuestra identidad personal
posee aspectos más flexibles, que se van modificando imperceptiblemente pero pueden, sin
embargo, producir con el tiempo grandes transformaciones, y otros más firmes, a los que
sólo una violenta arremetida de la corriente lograría modificar Rehusándose como siempre,
a las descripciones simplificadoras, Wittgenstein permite dar cuenta así de la tensión entre
lo que permanece y lo que cambia y nos permite esbozar una concepción de la identidad
más cercana a nuestra propia experiencia.

II - Nosotros y los otros

Asumir que el hombre no posee una esencia como lo hace Nietzsche, Heidegger y
Rorty, nos enfrenta a la tarea de hacernos a nosotros mismos; si el hombre no posee un
destino prefijado, tiene que crear sus propios caminos y encontrar el sentido de su vida.

4
Ludwig Wittgenstein, Sobre la certeza, Editorial Gedisa, Barcelona, 2003, parágrafo 99.
Esta es la opción que proponen estos pensadores. Conciben al hombre como un hacedor de
sí mismo y artífice de su propio destino, capaz de construirse y reconstruirse a sí mismo.

Nietzsche; siempre el más radical, concibe como al hombre como un artista, como
un creador de sentidos, y pone el acento en la libertad del sujeto para crearse a sí mismo.
Se interesa por ello por la individualidad, por los aspectos personales de la construcción de
la identidad, por la posibilidad de dar sentido a nuestra vida desde lo personal.
Paradójicamente, el gran pesimista muestra aquí una confianza ilimitada en la capacidad
del ser humano de construirse sí mismo.

Nietzsche piensa la identidad poniendo el acento en el individuo: en el


superhombre que se da sus propias reglas, que se separa del rebaño para construir su propio
sentido de la vida: el ermitaño Zarathustra, alejado de los otros hombres y la sociedad,
construyendo en soledad su propia moral. “Fracasar como poeta –dice Rorty– y por lo
tanto, para Nietzsche, fracasar como ser humano es aceptar la descripción que otro ha
hecho de sí mismo, ejecutar un programa previamente preparado, escribir, en el mejor de
los casos, elegantes variaciones de poemas ya escritos”. 5 Pero, como señala Rorty, no hay
vidas plenamente nietzscheanas: su proyecto de una vida en constante autocreación resulta
inviable para el ser humano, puesto que en mayor o menor medida no podemos escapar a la
reproducción de modelos y condicionamientos que impone la sociedad; en el proceso de
construir nuestro propio yo inevitablemente incorporamos las marcas que los otros van
dejando en nosotros.

Como señala Vincent Descombes, en el pensamiento contemporáneo el concepto de


identidad comienza a desprenderse de su sentido de lo idéntico para adquirir el sentido de
identitario, esto es, el vínculo el de pertenencia de un individuo a una clase o conjunto que
poseen un mismo atributo o pertenecen a una misma comunidad. Desde este punto de vista
el concepto de identidad personal integra dos elementos: por un lado la autoafirmación del
individuo, por el otro el hecho mismo de la vida social y la demanda de reconocimiento,
que resulta un elemento imprescindible para pensar en la identidad personal.6

5
Richard Rorty, Contingencia, Ironía y Solidaridad, Buenos Aires, Editorial Paidós, 1996, pág. 48.
6
Vincent Descombes, El idioma de la identidad, Editorial Eterna Cadencia, Bs, As., 2015
En efecto, no podemos desconocer ya que es en el trato con el otro dónde se
configura nuestra identidad. Por ser seres sociales “el otro” constituye un elemento
fundamental en el proceso de conformación de nuestra contingente identidad. Esta se
construye en la tensión entre lo individual y lo social. Tanto Heidegger como Rorty, si bien
apuestan a la posibilidad del sujeto de construirse a sí mismos, reconocen el peso de la
estructura social en la que nos movemos, la presencia de “el otro” como fuerza constitutiva
de nuestra identidad, que pone límites a nuestra libertad para la autocreación.

La categoría de ser-con-los-otros que propone Heidegger, a mi juicio resulta


imprescindible a la hora de pensar en la identidad personal. Como él, creo que somos seres-
en-el mundo, abiertos y en permanente intercambio con nuestro entorno. La identidad se
configura a partir de las relaciones con el mundo -entendido como un conjunto de
significados- y con los otros, en un proceso incesante de interacción y retroalimentación. El
ser con los otros condiciona nuestra existencia y la constituye; no es algo que pueda darse o
no. A diferencia de Nietzsche que pone todo el énfasis en el sujeto individual, Heidegger
propone un equilibrio entre lo individual y lo social, marcando la relación con el otro, para
mostrar de qué modo somos seres abiertos.7

En este proceso el lenguaje cumple un rol fundamental, puesto que por su


intermedio ingresamos en un mundo de significados compartidos. El lenguaje hace posible
el proceso de la comprensión, y esto es, para Heidegger, lo que caracteriza nuestro modo
humano de estar en el mundo, que constituye nuestro modo más propio de ser.

Podemos decir, entonces, que en la tensión con el otro vamos construyendo nuestra
identidad. Como señala Marc Augé, toda definición de identidad remite a la alteridad para
diferenciarse; la alteridad permite captar el fenómeno humano de manera particular: configura un
“nosotros”, y nos hace miembros de un grupo, de una cultura, una tradición. 8
La identidad personal se nos aparece así como el producto de la tensión entre la
individualidad y lo social. Como señala Rorty, en el plano de lo social nos encontramos
con un ideal de comunidad que busca eliminar las diferencias, mostrar que todos somos
iguales, que compartimos una naturaleza humana en común. Como contrapartida, en el

7
Martín Heidegger, El Ser y el Tiempo, Mexico, Fondo de Cultura Económica, 2007.
8
Augé, Marc, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, Editorial Gedisa, Barcelona, 1995.
plano de lo individual nos encontramos con la apuesta a la construcción de una identidad
propia. Para compatibilizar estas dos direcciones que se contraponen, propone distinguir
dos ámbitos: el de lo público, en el que se encuentran las obligaciones morales y las leyes,
y el de lo privado, en el cuál poseemos una mayor libertad para nuestras elecciones
personales. Encuentra, así, un equilibrio entre la apuesta a la libertad de crearnos a nosotros
mismos y la posibilidad de construir una ética compartida, entre lo particular y lo universal,
un punto intermedio entre Nietzsche y Kant, que atienda a lo subjetivo y personal tanto
como lo intersubjetivo y social.
Comienza a perfilarse así, a partir de estas líneas que se abren en el pensamiento
contemporáneo una concepción de la identidad personal más compleja, que permite dar
cuenta de que ésta se desarrolla en un interjuego de tensiones entre lo que permanece y
lo cambia, en un proceso de configuración en el que lo único permanente parece ser la
posibilidad de cambio. Da cuenta, a la vez, de la tensión entre lo individual y lo social
como marco en cuál se desenvuelve nuestra vida y se construye la identidad de cada
uno.

Bibliografía:
- Augé, Marc, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, Editorial
Gedisa, Barcelona, 1995.
- Descombes, Vincent El idioma de la identidad, Editorial Eterna Cadencia, Buenos
Aires, 2015.
- Heidegger, Martín, El Ser y el Tiempo, Mexico, Fondo de Cultura Económica, 2007
- Hume, David, Tratado sobre la naturaleza humana, Buenos Aires, Hyspamérica,
1984.
- Nietzsche, Friedrich, Textos cardinales, Barcelona, Península, 1988.
- Nietzsche, Friedrich, Así habló Zarathustra, Madrid, Alianza, 1988.
- Rorty, Richard, Contingencia, Ironía y Solidaridad, Buenos Aires, Editorial Paidós,
1996.
- Rorty, Richard, Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Editorial Paidós,
1996.
- Wittgenstein, Ludwig, Sobre la certeza, Editorial Gedisa, Barcelona, 2003, pág. 99

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