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TEORÍAS CRÍTICAS y pensamiento CONTEMPORÁNEo

Autores Compiladores:
Alejandra Castillo
Federico Galende

Edición:
Federico Galende
Berenice Ojeda

Diseño y Diagramación:
Sandra Gaete Z.

Registro de Propiedad Intelectual Nº 144.500


I.S.B.N. 956-8114-49-1

* Sólo uso con fines educativos

Libertad 53 / Santiago / Chile


fono: (56-2) 386 6422
fax: (56-2) 386 6424
e-mail: meculturales@uarcis.cl
www.uarcis.cl
ÍNDICE

I Programa de la Asignatura 6

1.1. Descripción General 6


1.2. Objetivos 7
1.3. Fundamentación de las Unidades y Bibliografía 7
1.3.1. Unidad I: Trazas Iniciales de la Crítica 7
1.3.2. Unidad II: La Crítica Hospitalaria: Re-Configuraciones de la Teoría Crítica 16
1.3.3. Unidad III: Espacios de Subalternidad 18
1.3.4. Unidad IV: La (Im)Posibilidad de la Crítica 20
1.4. Bibliografía Complementaria 23

II Bibliografía Fundamental Organizada por Unidad 27

Unidad I: Trazas Iniciales de la Crítica 27


Lectura Nº1
Williams, Raymond, “Cultura”, en Marxismo y Literatura 27
Lectura Nº2
Williams, Raymond, “Literatura”, en Marxismo y Literatura 35
Lectura Nº3
Adorno, Theodor y Horkheimer, Max, “Concepto de Ilustración”, en Dialéctica de la
Ilustración 43
Lectura Nº4
Adorno, Theodor y Horkheimer, Max, “La Industria Cultural”, en Dialéctica de la Ilustración 70
Lectura Nº5
Derrida, Jacques, “La Différance”, en Márgenes de la Filosofía 105
Lectura Nº 6
Derrida, Jacques, “La Estructura, el Signo y el Juego en el Discurso de las Ciencias
Humanas”, en La Escritura y la Diferencia 124

Unidad II: La Crítica Hospitalaria: Re-Configuraciones de la Teoría Crítica 137


Lectura Nº1
De Man, Paul, “Resistencia a la Teoría”, en La Resistencia a la Teoría 137
Lectura Nº2
Hillis Miller, Joseph, “El Crítico como Huésped”, en VV.AA., Deconstrucción y Crítica 152
Lectura Nº3
Bhabha, Homi, “El Compromiso con la Teoría” (Cap. I), en El lugar de la Cultura 179
Lectura Nº4
Spivak, Gayatri Chakravorty, “Feminism as Critical Theory”, en In Other Worlds.
Essays in Cultural Politics 197
Lectura Nº5
García Canclini, Néstor, “Contradicciones Latinoamericanas: ¿Modernismo sin
Modernización?”, en Culturas Híbridas. Estrategias Para Entrar y Salir de la Modernidad 213
Lectura Nº6
Mier, Raymundo et al., “Figuraciones Sobre Culturas y Políticas. Conversación con
Néstor García Canclini”, en García Canclini, Néstor. Culturas Híbridas. Estrategias 233
para Entrar y Salir de la Modernidad
Lectura Nº7
Richard, Nelly, “La Desidentidad Latinoamericana”, en La Estratificación de los Márgenes 254
Lectura Nº8
Moreiras, Alberto, “Localización Intermedia y Regionalismo Crítico”, en Tercer Espacio:
Literatura y Duelo en América Latina 268

Unidad III: Espacios de la Subalternidad 276


Lectura Nº1
Bhabha, Homi. “Lo Poscolonial y lo Posmoderno”(Cap. IX), en El Lugar de la Cultura 276
Lectura Nº2
Spivak, Gayatri Chakravorty, “¿Puede Hablar el Sujeto Subalterno?”, en Revista Orbis Tertius 301
Lectura Nº3
Rivera Cusicanqui, Silvia y Barragán, Rossana, “Debates Post Coloniales: Una
Introducción a los Estudios de la Subalternidad”, en Revista Crítica Cultural 334
Lectura Nº4
Richard, Nelly, “La Política de los Espacios; Crítica Cultural y Debate
Feminista”, en Masculino/Femenino. Prácticas de la Diferencia y Cultura Democrática 342

Unidad IV: La (Im)Posibilidad de la Crítica 354


Lectura Nº1
Jameson, Fredric, “Sobre los ‘Estudios Culturales’”, en Jameson, Fredric y Zizek,
Slavoj, Estudios Culturales. Reflexiones sobre el Multiculturalismo 354
Lectura Nº2
Zizek, Slavoj, “Multiculturalismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Multinacional”,
en Jameson, Fredric y Zizek, Slavoj (Eds.), Estudios Culturales. Reflexiones sobre el
Multiculturalismo 387
Lectura Nº3
Grüner, Eduardo, ¿Estudios Culturales o Teoría Crítica de la Cultura?, en El Fin de las
Pequeñas Historias: De los Estudios Culturales al Retorno (Imposible) de lo Trágico 411
Lectura Nº4
Rojo, Grinor, “9”, en Diez Tesis sobre la Crítica 428
I Programa de la Asignatura

1.1. Descripción General

El propósito de este curso es realizar una introducción a las teorías críticas contemporáneas en
América Latina. Bajo esta nominación de “teorías críticas” entendemos, por un lado, una crítica inmanente
al modo de producción de las formas de racionalidad, de percepción y de sensibilidad que el capitalismo
tardío genera; pero por otro, y por sobre todo, entenderemos a la teoría crítica en tanto lugar de sospe-
cha e hibridez que en América Latina ha tomado los signos de lo poscolonial y lo subalterno.
Para llevar a cabo dicho propósito inicial, se seguirá el siguiente derrotero: Primero, presentare-
mos un conjunto de influencias que posibilitan la configuración de cierta escena crítica latinoamerica-
na. Para ello evidenciaremos tres trazas: (1) el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Uni-
versidad de Birmingham, fundado en 1964 y dirigido, primero, por Richard Hoggart y, más tarde, por
Stuart Hall; (2) la Escuela de Frankfurt. Aquí nos centraremos especialmente en el texto Dialéctica de la
Ilustración de Max Horkheimer y Theodor Adorno; (3) finalmente, señalaremos ciertos elementos de lo
que se ha llamado filosofía de la deconstrucción, relevando especialmente los conceptos de Différance
y de signo (en esto seguiremos especialmente al filósofo Jacques Derrida).
En segundo lugar, se presentará la re-configuración de esta primera escena en lo que en América
Latina ha tomado los nombres de hibridez, pastiche o tercer espacio. En este punto trabajaremos prin-
cipalmente con Culturas Híbridas de Néstor García Canclini, La estratificación de los márgenes de Nelly
Richard y El lugar de la cultura de Homi Bhabha.
En tercer lugar, examinaremos algunas de las formas que ha tomado la teoría crítica —entendi-
da como tercer espacio— en cierto debate cultural latinoamericano. En este punto se estudiarán tres
momentos de la teoría crítica: lo poscolonial, lo subalterno, y la crítica cultural.
Y por último, se evidenciarán las tensiones, no resueltas, que animan el discurso crítico latino-
americano. Aquí se privilegiará cierta crítica “radical” a la escena de los estudios culturales. En especial
aquí, aunque no exclusivamente, se presentarán las críticas de Fredric Jameson, Slavoj Zizek y Eduar-
do Grüner.

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1.2. Objetivos

Los objetivos de este curso son:

I) Redescribir la teoría crítica en tanto tercer espacio. Se espera que los estudiantes sean capaces de
identificar el concepto de teoría crítica con la re-configuración del pensamiento latinoamericano
posibilitado por los estudios culturales.

II) Presentar la escena de las teorías críticas latinoamericanas bajo lo que hemos denominado “espa-
cios de la subalternidad” (con esto hacemos alusión a lo poscolonial, lo subalterno y a la crítica cul-
tural). Se espera que los estudiantes sean capaces de reconocer dichos campos argumentales.

III) Señalar algunas de las críticas que ha recibido la escena de los estudios culturales desde lo que
se podría denominar el “pensamiento crítico radical” (Zizek, Jameson, Grüner). Se espera que los
alumnos sean capaces de conocer algunos de los argumentos críticos de la escena de los estu-
dios culturales.

1.3. Fundamentación de las Unidades

1.3.1. Unidad I: Trazas Iniciales de la Crítica

En esta primera unidad, que ahora introducimos, hemos incorporado tres de las tradiciones más
importantes de la teoría crítica. Dicha incorporación fue realizada a partir de los criterios de objetiva-
ción que estas teorías hallaron en el propio campo de la reflexión latinoamericana. Se trata de la teoría
crítica desarrollada por Horkheimer y Adorno en la Dialéctica de la ilustración, la tradición culturalista,
cuyos inicios se remontan a Raymond Williams y la escuela de Birmingham, y la tradición deconstruc-
tivista, tal como ésta fue desarrollada por Derrida a partir del pensamiento posestructuralista francés.
Es, insistamos, desde un conjunto de obras articuladas en Latinoamérica en torno a la relación entre
teoría y crítica que se ha optado por esta selección. ¿En qué consistirán, entonces, estas obras y tradicio-
nes que se presentan con tanta relevancia a la hora de articular en América Latina la compleja relación
entre teoría y crítica? Veamos.
A principios del año 1923 se funda en la ciudad de Frankfurt, Alemania, un Instituto de investigacio-
nes sociales y culturales que será luego conocido como Instituto de Frankfurt. El mismo resulta de una
asociación de intelectuales de izquierda vinculados a la obra de Marx que no se desempañaban, sin
embargo, como militantes políticos. Parte de ese grupo, formado también por Herbert Marcuse, Helmut
Dahmer, Walter Benjamin, Alfred Lorenzer y posteriormente autores como Jurgen Habermas o Claus

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Offe, fueron Horkheimer y Adorno. El contexto político en el que ambos desarrollaron su obra contie-
ne también cierta particularidad, cierta condición de excepción epocal, pues tuvo lugar en un período
en el que mientras por un lado se daba el ascenso del Nazismo en Alemania, por el otro, el Stalinismo
se fortalecía en la URSS. Entre lo que Walter Benjamin llamó por entonces la estetización de la política
(asociado al programa del arte por el arte) y la politización del arte (en un programa que ahora podría
reconocerse basado en la ley de la evolución de la historia), aquellos intelectuales debían arreglárselas
para construir conceptos que fueran inútiles para el caso alemán.
La imposibilidad de lugar, el desarraigo en la propia patria, hizo muy pronto que parte de estos
intelectuales —entre ellos el propio Theodor Adorno— partieran a los Estados Unidos, donde en un
instituto asociado a la Universidad de Columbia, Nueva York, desarrollaron fragmentariamente su
trabajo hasta los años cincuenta, año en el que regresaron a Alemania. Lo que trataron de hacer por
entonces fue un programa de desarrollo teórico que, tomando distancia de lo que hasta ahora se había
desplegado con un cierto dejo positivista en la tradición marxista (que estaba fundamentalmente
vinculado a una lectura economicista del pensamiento de Marx), pudiera sin embargo constituir una
teoría crítica de la sociedad moderna, tal como ésta empezaba a forjarse desde la fusión entre indus-
tria cultural, racionalidad e ilustración. Tomando distancia de la ortodoxia con que hasta entonces se
había desarrollado la crítica en el seno del marxismo, pero tomando distancia a la vez del desarrollo de
una lógica capitalista que hallaba su paroxismo en la Alemania Nazi (aquello que Luckács llamaría des-
pués el asalto a la razón o el gran miércoles de ceniza del subjetivismo parasitario), la Escuela de Frankfurt
buscó desentrañar por medio de la crítica la incordiosa naturaleza de las sociedades. Benjamin mismo
recomendaba por entonces ir a las salas de cine, que había hecho estallar por fin una idea disciplinaria
del tiempo en un instante en el que los bares, las casas, los cementerios empezaban a asfixiarnos, a
ver en la historia secreta de las mentalidades cómo se había forjado la conciencia del exterminio. Dos
críticas fundamentales se entrecruzan novedosamente entonces en aquellas formulaciones: la crítica a
la industria cultural nutrida con las arcas de la sociedad capitalista y la crítica al estado general de las
ciencias sociales, asociadas especialmente a la línea extendida entre la primera sociología funcionalis-
ta de Max Weber y el tono empiriopositivista reinante en la sociología norteamericana después de las
reformulaciones del estructural-funcionalismo de Talcott Parsons.
Si decimos, no obstante, que aquel programa no se detenía en un mero ejercicio ensayístico (aun-
que fue el ensayo, finalmente, el género en el que reinó más libremente), es porque su programa de
investigación social se proponía romper con los esquemas disciplinares de análisis de lo social. En ese
sentido, la Escuela de Frankfurt procuraba confeccionar una teoría de la sociedad como totalidad inte-
rrelacionada en la que la cultura era su punto nodal de objetivación. Un análisis del complejo social
debía proseguirse a través de un análisis de la propia industria de la cultura, de los soportes que ésta
encontraba en las estructuras racionalizadas de la sociedad moderna y las lógicas de circulación
impuestas por los mass medias. La industria cultural era el nuevo príncipe maquiavélico que, a partir
de las “estrategias de la ilusión” y la “economización de la violencia”, constituía la masa para manipular
su espíritu. Y era esa manipulación la que había que pensar. ¿Cómo? Poniendo el acento en la false-
dad que era parte de las estrategias de seducción de los mass media. De ahí que el espectador de cine
(aquel cisne de Baudelaire que Borges convertiría después en un “ave tenebrosa”), el hombre experto y

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distraído que para Benjamin contenía todos los motivos del espectador revolucionario, fuera cuestio-
nado desde la propia Escuela Crítica como arlequín embobado por las nuevas estrategias enajenantes
de la masificación. El conocimiento mismo, sobre el que hasta ahora había pesado una cierta prome-
sa liberadora, empezaba a convertirse poco a poco en el brazo abstracto de esta nueva industria que
había alcanzado el centro desde donde distribuir la industrialización general de las prácticas sociales;
el conocimiento se convertía en un brazo de la propia industria y en algo que, por lo mismo, también
iniciaba su destino como objeto de la crítica.

II

En este contexto surge la Dialéctica de la ilustración, que empezó a ser escrita por Horkheimer y
Adorno en 1940. Una de las ideas fundamentales de esta obra consiste en exhibir el modo en que la
ilustración contiene aquello que supuestamente se le opone: la opresión del capital y los crímenes de
la nueva empresa bélica masiva. El motivo por el que a mediados de los años ‘40 este libro se trans-
formó en un hito de la crítica, lo debemos a que éste, en primer lugar, ayudó a instaurar una reflexión
en torno a las posibilidades mismas de la reflexión, a su credibilidad y sus amenazas, mientras que en
segundo lugar logró instaurar un cierto estado de la crítica contra los cimientos clásicos de la razón
occidental. Así el mito, que halló en la racionalidad moderna su forma ilustrada, era capaz de ilustrar
a la vez el componente mítico que ahora recorría a dicha racionalidad. El mito encuentra su confirma-
ción en la ilustración que, al mismo tiempo, encuentra su forma en el componente mítico. Circularidad
algo asfixiante, diremos, que venía a mostrar cómo la racionalidad era capaz de autoanularse desde una
interioridad que cada tanto era capaz de cobrar ella misma la forma repentina de la masacre.
Para Horkheimer y Adorno, en otras palabras, el destino de la racionalidad moderna no llevaba sino
a la desapropiación del ser y el perpetuo nacimiento de la autodestrucción. El problema —que Adorno
proseguiría después en su Dialéctica negativa— no pasaba entonces por la reforma racional del mundo,
sino por la interposición de la crítica como puesta bajo sospecha de la propia razón. Por eso, en su Dia-
léctica negativa, lo que Adorno hizo fue oponer a la dialéctica hegeliana —en la que lo puesto en juego
era el recogimiento de lo diferente y lo idéntico en lo idéntico— la dialéctica como negación, como
disonancia o resto jamás reducible a las operaciones sistemáticas del pensamiento. La Dialéctica nega-
tiva sería, así, una dialéctica ejercida contra la propia sistematicidad del pensamiento. Veamos, no obs-
tante, cómo eso formaba parte ya de algunos de los postulados de la Dialéctica de la ilustración:

1. La Dialéctica de la ilustración introduce la crítica como el modo por medio del cual la ilustración
se inspecciona a sí misma; lo que implicaría no resguardarse en su forma pretérita ni abrirla a otra
posibilidad de ser, sino a otra posibilidad que su propio ser.
2. La Dialéctica de la ilustración sitúa a la crítica en un contexto en el que deberá ser la ilustración
misma la que, apropiándose de sí, de su asomo material, destruya sus propias fronteras.
3. La Dialéctica de la ilustración sitúa a la razón ante su propio límite como modo del pensamiento.
Y así como Husserl había sugerido que la autenticidad era la asunción de la irreductibilidad de la

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intencionalidad, la dialéctica ilustrada situaría a la ilustración ante su propia incompletud. Pensar la
incompletud del mundo es otro modo de la razón, pero por medio de ese modo la razón razona.
4. La crítica a la ilustración es la crítica que debe arreglárselas por todos los medios para no ser
apropiada. Desapropiar la razón por medio de la intromisión crítica, impedirle a un pensamiento
que triunfe arreglando cuentas con lo pensado, es la posibilidad de la crítica como negatividad.
5. Dado que no es posible determinar en qué medida el mito es constitutivo de la ilustración y
en qué sentido la ilustración es fundadora de sus propios mitos, la crítica debe operar sobre los
modos en los que los mitos buscan representarse a sí mismos.
6. Dado que los hombres no mantienen con la naturaleza otra relación que la de la apropiación,
dado que lo que los hombres tienden a poner en juego es el dominio técnico de la naturaleza,
lo que la crítica debe interceptar es el modo en que los hombres pierden el sentido dejándose
llevar por la inercia de la ciencia moderna. Recuperar el sentido del ser supone poner en crisis el
camino autónomo e instrumental del conocimiento en la ciencia.
7. Dado que los mismos mitos que ofrecen resistencia a la ilustración terminan siendo devorados por
ésta, dado que está demostrado que la resistencia es un momento que será posteriormente devo-
rado por el propio totalitarismo de la ilustración, la tarea de la crítica no será interrumpir la razón
con el mito, la totalidad con la resistencia, sino la relación funcional misma que se extiende entre
mito y razón, entre resistencia y totalidad. La crítica deberá ser un resto que no será sólo resistencia
ni sólo totalidad, un “entre” que no debe ser un momento ni del mito ni de la racionalidad.
8. Dado que la ilustración se comporta con las cosas del mismo modo que el conocimiento con
su objeto, identificándolos para poder manipularlos, la crítica debe ser antes que nada una críti-
ca contra el modo mismo del conocer. En la ilustración los hombres pagan su empoderamiento
olvidando la singularidad del ser de las cosas que los rodean. La crítica deberá ser entonces una
apertura de la cosa a través del roce.
9. Toda vez que las ideas de la ilustración se han vuelto universales precisamente en virtud de olvi-
dar la impenetrable singularidad del mundo, la tarea de la crítica ha de ser una relación con esa
impenetrabilidad.
10. La supuesta victoria de la racionalidad objetiva tenía para Adorno su revés de trama en la escla-
vitud instrumental de los hombres. Liberar a los hombres de la esclavitud formal de la razón, es la
tarea de la crítica.
11. ¿Por qué Ulises? ¿Por qué Odiseo? Porque de Troya a Itaca Ulises se fortalece en su debilidad, se
entrega a la serial infinita de la autoconciencia; cada uno de los obstáculos que lo supera lo ame-
naza con desviarlo de su propio ser, de su sí mismo. A diferencia de lo que ocurría con Descartes
en el discurso del método, en cuyo bosque alguien podía perderse antes de alcanzar la meta, en
la lectura de Adorno, en lo que nos perdemos, es en el método mismo. La crítica será entonces,
también, crítica contra el método, es decir, crítica contra el prejuicio.
12. Por eso Ulises se encuentra a sí mismo, perdiéndose. Se salva a costa de tornarse insignificante en
el camino. La crítica es una relación con la insignificancia; es la insignificancia como ejercicio de
lo invisible en medio de la iluminación.
13. Cada uno de los hombres que pueblan el mundo es una mancha singular, un rasgo que no tiene

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semejanza en ningún otro hombre. El género humano no existe, escribió Hannah Arendt, pues la
identidad de la especie limita su identidad de ser. Creando y proyectando la sociedad de masas,
la industria cultural es para Adorno y Horkheimer lo que sume perversamente al hombre en su
identidad genérica. Eso había sucedido en Auschwitz, donde los hombres fueron privados de
muerte, donde los hombres no murieron en su condición de niños, buenos, malos, varones o
mujeres, sino simplemente como ganado. La industria cultural encuentra en Auschwitz su sínte-
sis, así como todos los dolores de la humanidad podían encontrar, según Benjamin, su abrevia-
tura en la calavera. La industria cultural es la denegación de la humanidad como condición. La
crítica es la promesa de restitución al hombre de su singularidad inalcanzable. Es la promesa del
hombre para el hombre.
14. El hombre, escribió Marx en los Manuscritos Económico-Filosóficos, se convierte en siervo de su
objeto en un doble sentido: primero porque recibe trabajo; segundo, porque a cambio de él reci-
be los medios para subsistir. El hombre, entonces, no sólo es objeto de su trabajo sino también
de los medios de subsistencia para mantenerse como sujeto físico. Así, su extrema servidumbre
consiste en que sólo como trabajador puede mantenerse como sujeto físico y sólo como sujeto
físico se mantiene como trabajador. El hombre trabaja para mantener la fuerza que le permita tra-
bajar. ¿Qué significa esto? Que el hombre se convierte en proyección de su condición de medio. Su
propio fin es ser un medio sin fin. Contra la disipación del hombre en su degradada condición de
medio, contra el hombre perdido como hombre, trabaja incansablemente la crítica frankfurtiana.
15. La vida del hombre caído en desgracia, escribió Simon Weil, consiste en que los hombres se han
vuelto sordos ante la desgracia de los hombres. De la inmadurez de los sometidos, dirá después
Adorno, vive la excesiva madurez de las sociedades. Cuanto más complicado y sutil es el aparato
social, económico y científico, a cuyo manejo el sistema de producción ha adaptado desde hace
tiempo el cuerpo, tanto más pobres son las experiencias de las que el cuerpo en el hombre es
capaz. La crítica a la sociedad es una crítica por y para el hombre.

III

Retomemos ahora la segunda tópica de la elaboración crítica que proponíamos, la de la Escuela


de Birmingham. También en este caso se trata de un centro de investigación (el Centro de Estudios Cul-
turales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham) cuyo intento partió por analizar la sociedad a
través de la confluencia de diversas formas del ejercicio crítico. Similar al objetivo que estaba en la línea
de la teoría crítica, el de la Escuela de Birmingham se concentró en el estudio de la cultura en las socie-
dades de masas y en la problematización acerca de la relación entre masa y comunicación. A través del
cuestionamiento de todo concepto transparente en torno a la transmisión cultural, Birmingham puso
énfasis muy tempranamente en los modos de participación de los medios masivos en las lógicas de
producción y circulación de los mensajes.
El centro de estudios fue dirigido, al principio, por Richard Hoggart, quien se preocupó precisamen-

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te de investigar las distintas formas en que la industria cultural comenzaba lentamente a impregnar el
mundo de la vida. La cultura del espectáculo, pensaba Hoggart, había ido separando gradualmente a
los trabajadores de su propia cultura para arraigarlos finalmente en la sociedad de consumo. Este pro-
blema, sin embargo, cobraría su mayor impulso con Raymond Williams, quien se hizo cargo de la direc-
ción de aquella Escuela hacia finales de los años ‘60.
El punto de partida de Williams fue comprender la literatura (el derecho a decir, como lo definiría
Derrida tiempo después) no desde sus condiciones autónomas de producción o desde su autorrefe-
rencialidad en el campo de la estética, sino como expresión de un conjunto heterogéneo de prácticas
sociales. Estas prácticas, a su vez, podían ser leídas desde una especie de materialismo cultural. Para
Williams, quien a diferencia de Hoggart formó parte del Partido Comunista, la recuperación del mar-
xismo en el ámbito de la reflexión política pasaba por una estricta revisión de la noción de cultura que
el propio marxismo había articulado hasta entonces. Williams fue en ese sentido un crítico implacable
de la noción marxista de cultura, pues consideraba que el marxismo había reducido el protagonismo
simbólico de las prácticas culturales a dos concepciones demasiado elementales: la primera era la de la
cultura como un elemento involucrado en la falsa representación de la realidad económica —esto es, la
cultura como modo distorsionado, para el ser, de su propia razón de ser—; la segunda, la de la cultura
como manifestación autónoma del reducido espacio productivo de los hombres de letras.
Contra la cultura como artilugio de la falsa representación o como mero indicio del campo de
los hombres letrados, Williams introdujo la crítica con el fin de releer el problema de la cultura como
expresión orgánica de un estado de la experiencia humana, es decir, como resultado del intercambio
de un conjunto de valores no reducible a un simple reflejo distorsionado de las condiciones materia-
les de existencia. La tarea de los llamados estudios culturales, tarea fundada en algún sentido por la
obra de Williams, debía ser ahora la de considerar a la expresión cultural como aquello que atravie-
sa epocalmente las estructuras de la sociedad. Para eso, resultaba fundamental introducir la crítica
como crítica a cualquier forma de determinismo o mecanicismo económico. Por medio de tal crítica,
a la vez, se esperaba la apropiación por parte de las culturas populares de la gestión de su existencia;
su conversión en sujeto.
Diríase entonces que, al igual que en Horkheimer y Adorno, la cultura de masas fue revisada por
Williams como el resultado de un dominio de la instintividad expansiva del capitalismo en manos de
la racionalidad instrumental, en el caso de este último la industria cultural posee una cosificación (para
usar el término acuñado por el jóven Luckács) incompleta sobre la conciencia de los trabajadores. De
modo que así como Gramsci pensaba que, pese a ser ávido de certezas perentorias, el “sentido común”
encerraba en su interior convulso núcleos de “buen sentido”, así también para Williams la cultura popu-
lar era capaz de encerrar elementos heterogéneos orgánicos, liberadores y emancipatorios.
De ahí que su tarea crítica consistiera en comprender a la literatura y sus modos de expresión cul-
turales, como decíamos antes, no como la creciente autonomización de la producción estética, tal como
sería contemplada hoy por autores como Harold Bloom, sino como el resultado de una lucha por ins-
tituir nuevos emblemas para el oficio de la crítica y la política. Se intentaba pasar así, como tanto se ha
dicho, de la literatura con mayúscula a la literatura como un nexo complejo en el que podían rastrearse
un estado de la sociedad y la época a partir de la relación entre cultura, ideología y política. A la litera-

Sólo uso con fines educativos 12


tura, en fin, como aquello que atesoraba el panorama crítico de un espíritu de época. ¿Qué significaba
esto? No comprender —como el propio Williams escribió— al proceso cultural como si fuese un pro-
ceso ligado a la adaptación y reproducción de una ideología dominante, sino también como apertura
a una nueva materialidad significante. Es precisamente esto lo que Williams desarrollará en el trabajo
sobre la noción de cultura que forma parte del programa aquí introducido.

IV

En lo que respecta al tercer nudo troncal de la tradición de la teoría crítica aquí incoporada, el de
la deconstrucción, el problema es diferente. Heredera directa, pero al mismo tiempo algo sacrílega,
de un conjunto de reflexiones elaboradas en el marco del estructuralismo francés, lo primero que
podría decirse acerca de la deconstrucción es que ésta implica una posición filosófica y una posición
respecto de la filosofía a la vez. Implica, también, una relación con la textualidad, un modo específico
y novedoso de llevarse con la lectura. Por último, la deconstrucción implica una cierta estrategia polí-
tico-intelectual.
Jacques Derrida, argelino, profesor de L’École Normale Supérieure de Pa­rís y Director fundador del
Collège International de Philosophie, filósofo que alguna vez confesó haber creado el término —decons-
trucción— sin imaginar la difusión que tan pronto alcanzaría en el espacio del debate académico y el
polemos inherente al mundo de la cultura y la política; utilizó por primera vez este término en su libro
De la grammatologie. Muy pronto ese término (de difícil objetivación) se expandió por Europa y Esta-
dos Unidos, designando unas operaciones de lectura que no se limitaron sólo a la academia filosófica,
sino también al ámbito de la crítica literaria, la estética, la arquitectura, el derecho, el análisis de las ins-
tituciones o la reflexión política. Se torna urgente por lo mismo, pese a la dificultad de determinación
recién señalada, hacernos esta pregunta ¿a qué llamamos deconstrucción? ¿cuál es la relación que la
deconstrucción guarda con el pensamiento de la crítica?
Si simplificásemos un poco las cosas, podríamos decir que la deconstrucción es en principio un
tipo de estrategia destinada a mostrar que en cualquier sistema de oposiciones, en cualquier lógica
antagónica, la jerarquía que ocupan cada uno de los términos poseen tantas razones como carecen a
la vez de una razón fundamental. Al igual que la pragmática, la deconstrucción es un tipo de estrategia
que consiste en llevar hacia un grado extremo la falta de un fundamento que resuelva universalmente
la superioridad de una posición respecto de otra, pero, a diferencia de ella, la deconstrucción pareciera
proyectar un tipo de intervención en la oposición misma que intentaría abrir una posibilidad distinta
a lo que en la misma oposición se presenta. ¿De dónde provendría esa posibilidad? Del supuesto de
que al interior de toda estructura antagónica, formada inevitablemente por un sistema jerarquizado
de oposiciones, subsiste un principio de desorden. Un principio heterogéneo, podría decirse, un suple-
mento, un margen, un marco, un resto, una traza que, no siendo ni recuperada ni presentada en la pro-
pia estructura, no puede terminar de pertenecer ni al sujeto ni a ninguna clase de referencialidad.
Si lo que la deconstrucción en verdad hace es señalar ese principio que a la vez no puede presen-
tar, exponer lo que no puede apropiar indicándolo en su pasaje esquivo, es porque lo que finalmente

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le interesa mostrar es que todo discurso, sea este de orden político, filosófico o teórico, está fundado
en la misma violencia (una especie de arbitrariedad constitutiva) que a la vez necesita ocultar. La tarea
de la deconstrucción radicaría así en exponer la manera en que la legitimación de todo discurso tiene
su punto de partida en la represión de la violencia sobre la que se funda. No hay discurso que no se
autorice en la disipación de su violencia, en la búsqueda de una familiaridad o una inocencia impuesta
al costo de la elección del camino más cómodo y más corto, esto es: el camino como elisión del riesgo.
Elisión que constituye, según Derrida, el procedimiento fundante de toda racionalidad. Deconstruir,
por lo tanto, consiste en desmontar “desde dentro” el ensamblaje puesto en juego en la producción
discursiva de la realidad en su conjunto, pero, a su vez, el acto mismo de desmontar no persigue tanto
la destrucción como la exposición del momento intencionado, involucrado en la construcción como
tal. La actualidad, por ejemplo, se produce, pero para saber cómo se produce estoy obligado antes que
nada a deconstruirla, es decir, a confrontarme con ella interrogando infinitamente las piezas discursi-
vas, las regularidades conceptuales, las estrategias enunciativas, etc., que forman parte del modo de
producción misma de determinada actualidad. Decimos, a la vez, que ese interrogar es infinito por-
que la deconstrucción implica una relación no apropiativa con las fuerzas incontroladas que obran
en dicha producción. Si la deconstrucción supone una ética, y si esa ética supone una distancia con lo
que Derrida ha llamado la manía triunfante del capital, es precisamente en virtud de esta renuncia a la
apropiación, de esta comparescencia reflexiva a todo aquello que se extiende más allá de la presencia.
La deconstrucción opera entonces críticamente no porque se postule a sí misma como crítica, esto
es, como un arma que trabaja sancionando estructuras que se le oponen, sino porque, exponiendo la
indecidibilidad que subyace a todo discurso, lo abre a la posibilidad que lo trasciende, lo hace tem-
blar, lo conmueve, poniendo entre paréntesis la maqueta con la que toda operación discursiva, textual,
busca ocultar su falta de fundamento último, la arbitrariedad de su signo. En ese sentido podría decir-
se que la noción misma de crítica (noción que, tal como veíamos a propósito de Horkheimer y Ador-
no, funciona como pieza faltante y a la vez necesaria de la tradición de occidente) es sustituída, en la
deconstrucción, por esta otra: la indecidibilidad.
Deconstruir es develar la indecidibilidad que subyace a todo discurso. ¿Por qué? ¿En qué senti-
do es necesario para Derrida introducir esta indecidibilidad que está más allá del proceder mismo de
la crítica? Porque lo que Derrida piensa, al parecer, es que la indecidibilidad, que es la condición de
posibilidad de la decisión, se sitúa siempre en otro lugar que el cálculo y el programa. Al programa
de la crítica, que es el modo accidentado que la crítica tiene de quedar inserta en la misma tradición
a la que resiste, la deconstrucción opone la imposibilidad del programa. Imposibilidad que halla en
el instante de la decisión (instante sin cálculo y sin sujeto) su fatalidad irrevocable. De manera que si
alguna figura puede asignársele a la deconstrucción, ésta es la de lo indecidible. Pero es muy impor-
tante remarcar que esta indecidibilidad no implica ni tiene nada que ver, como tanto se ha dicho y
difundido, con una indiferencia posmoderna o una resignación política en la que el sujeto se jacta por
fin de su cómoda ausencia; por el contrario, el sinceramiento de que toda estructura es en sí misma
indecidible marca, precisamente, la urgencia política y la irreductibilidad ética de la decisión. La deci-
sión, en otras palabras, es la responsabilidad misma como salida o evasión de la trampa capitalista de
la calculabilidad.

Sólo uso con fines educativos 14


Pero que la deconstrucción eluda la posibilidad de ser entrampada como crítica por aquellos dis-
cursos a los que se opone, no significa que no escape también a las prácticas actualizadas del cinismo
pragmático o las nuevas resignaciones de un nihilismo arrojado a celebrar el fin de la historia, pues,
frente a operaciones de este tipo, la deconstrucción sigue aceptando el desafío inconcluso de una
razón capaz de enfrentarse con su propia falta de fundamento. Aceptar la razón en su incompletud es
un modo de entrar en relación con el otro, esto es, con aquello que se anuncia más allá de lo que viene
a la presencia. El otro es la posibilidad, como ha enunciado Levinas, el más que uno, esto es, la promesa
que permanece irreductible a cualquier operación totalizante.
La deconstrucción, en este sentido, no se puede restringir a una mera práctica transgresora o a una
operación destructiva; su gesto no es el de una mera inversión, el de la resistencia o la negación, sino
una relación compleja con las eficacias puestas en juego por las filosofías transgresoras. La deconstruc-
ción mantiene por eso una relación inestable, indecidible también ella, tanto con las violencias puestas
en juego por los discursos que buscan totalizar el sentido, como con aquellos que, transgrediéndolo,
buscan invertirlo. Su operación nunca es pura; es la fatalidad de la impureza confrontándose reflexi-
vamente con otra posibilidad que ella misma. De ahí que rechace de plano, como el propio Derrida ha
planteado, cualquier discurso que pretenda asignarle un solo código, un único juego de lenguaje, un
único contexto. La deconstrucción es a la vez irónica y seria, paródica y responsable, satírica y ética, y es
desde allí que procura renovar el cuestionamiento trascendental. ¿Cómo lo renueva? Obrando como
una llamada al otro que es, al mismo tiempo, una relación con la emancipación, una relación a todo
aquello que, prescindiendo de una articulación estratégica, tienta la venida de la justicia.
Que la deconstrucción trate también sobre esa venida entraña una cierta distancia con la cuestión
del método. La deconstrucción —que, en rigor, es crítica sin formar parte de la tradición de la crítica;
que establece ciertas relaciones prácticas a través de la decisión sin ser una pragmática; que nihiliza
parte de la historia de la metafísica sin ser un tipo de nihilismo— no es tampoco un método, pues no
responde a las estrategias generales en las que todo método se basa: las estrategias de la subjetividad.
No siendo un método, la deconstrucción es sobre todo un pensamiento del acontecimiento. Incluso
más: es ella misma el acontecimiento. Y esto porque, cuando sucede, si es que sucede, lo hace siem-
pre con un cierto grado de independencia respecto del modo en que el sujeto organiza su irrupción o
la conciencia pone en juego sus estrategias generales. La deconstrucción, según Derrida, sucede, y su
hacerse es impersonal, anónimo, solipsista, por mucho que el sujeto tiente su acaecer.
Hay, por tanto, un cierto mesianismo, un mesianismo que como quiere Derrida no debemos anti-
ciparnos a traducir o reducir a una terminología judeocristiana, sino que pertenece a todo lenguaje.
“No hay lenguaje —escribe— sin la dimensión performativa de la promesa; en el momento que abro la
boca ya estoy en la promesa”. Hablar es decir créanme, y he aquí el a priori mesiánico, pues la prueba de
lo que digo no está nunca en el presente de lo que digo. La promesa, aun cuando no se cumpla, tiene
lugar y en tanto promesa es mesiánica. La ética para la deconstrucción es una relación con lo inapro-
piable de la emancipación. He allí su crítica, crítica con la que queremos ahora cerrar y abrir, a la vez, los
materiales aquí presentados.

Sólo uso con fines educativos 15


1.3.2. Unidad II: La Crítica Hospitalaria: Re-Configuraciones de la Teoría Crítica
Esta unidad tiene como objeto principal indicar la significación y re-configuración de la escena
crítica —entiéndase por ella principalmente al Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de Bir-
mingham, la Escuela de Frankfurt y la Filosofía de la Deconstrucción francesa— en el contexto cultural
y político latinoamericano de los últimos veinte años. Para ello, en primer lugar, se estudiará el concep-
to de teoría tal cual éste ha sido elaborado por la crítica literaria. Cabe señalar, aquí, en especial a Paul
de Man (Resistencia a la teoría) y a Joseph Hillis Miller (“El crítico como huésped”). Si bien es verdad que
la anterior referencia nos envía al campo de los estudios literarios no es menos cierto, sin embargo,
que ambos textos permitirán entender a la “teoría” en tanto (1) sospecha de la tradición filosófica occi-
dental, (2) cuestionamiento al canon establecido y (3) desdibujamiento de los límites entre el discurso
literario y el no literario.1 Todos elementos centrales, cabe indicarlo, a la hora de redefinir el concepto de
teoría en la escena cultural latinoamericana actual.
Los tres ejercicios de desplazamiento, antes enumerados, permitirán entender a la teoría en tanto
un espacio de resistencia —y de desestabilización— de los propios supuestos que la constituyen. En
palabras de Paul de Man la resistencia a la teoría será “una resistencia al uso del lenguaje sobre el len-
guaje. Es, por tanto, una resistencia al lenguaje mismo o la posibilidad de que el lenguaje contenga
factores o funciones que no puedan ser reducidos a la intuición”. 2 Es precisamente en relación a este
orden de cuestiones que la conceptualización de teoría, que aquí proponemos, estará lejana de aquella
definición que nos habla de un cuerpo sistematizado de ideas para estar más cercana a un análisis críti-
co de las estructuras discursivas dominantes.
Cabe señalar que dicho análisis tendrá como base a cierto ejercicio crítico de lectura que hará posi-
ble poner bajo el tamiz de la sospecha a las palabras-claves con las que se ha constituido el relato de
la modernidad latinoamericana —nómbrese con ellas, por ejemplo, las palabras de identidad, raza y
nación— pero también, y quizás más importante, pondrá bajo el lente de la sospecha a la propia teoría,
al discurso crítico, que posibilitaba dicho ejercicio. Ejercicio de destitución o, si se quiere, ejercicio en el
que la teoría jalona los propios cimientos sobre los cuales se erige. En este crucial aspecto, Paul de Man
indicará que “este deshacerse a sí misma de la teoría, esta alteración del estable campo cognitivo que
se extiende de la gramática a la lógica y a la ciencia general del hombre y del mundo fenomenal puede,
a su vez, ser convertido en un proyecto teórico de análisis retórico”. 3 Teoría, entonces, como un análisis
minucioso y detallado de las hablas y los discursos.
En este punto es preciso indicar que cuanto más se haga explícita la elaboración de un concepto
de teoría entendido como ‘resistencia’ tanto más será necesaria la resemantización del concepto de crí-
tica. Dicho en otras palabras, la conceptualización de la teoría en tanto resistencia implicará la puesta
en tensión del propio concepto de crítica con el que habitualmente se adjetivaba a la teoría. Tensión

1 De Man, Paul. “Resistencia a la Teoría”, en Resistencia a la Teoría. Madrid, España, Visor Distribuciones S.A., 1990, (1era ed. 1986)
p.24.
2 Ibid.
3 Ibidem, p.32.

Sólo uso con fines educativos 16


que buscará problematizar el lugar externo —si no parasitario— al cual, habitualmente, es relegada la
crítica.
Bajo las indumentarias de la deconstrucción, la crítica será dicha en la ambigua alegoría del hués-
4
ped, esto es, como el ejercicio antitético que implica a la vez “proximidad y distancia, similitud y dife-
rencia, interioridad y exterioridad (...) algo simultáneamente en este lado del límite, umbral o margen, y
también más allá de él; equivalente en estatus y también secundario, subsidiario, sumiso como huésped
con anfitrión”. 5 En otras palabras, la crítica se instaurará en tanto zona fronteriza, intermedia —entre la
hospitalidad de quien recibe y el hospedaje de quien llega—; espacio en el cual se trabajará interpretati-
vamente sobre la herencia de cierto pensamiento occidental (en especial sobre la teoría crítica, tal y cual
la identificamos al comienzo) y su re-elaboración. Tanto la desestabilización de los conceptos de teoría
como de crítica darán paso a la formulación incómoda de un espacio que insistirá en un ir más allá de
la teoría crítica, y sin embargo permaneciendo, paradójicamente, en su lugar. En este sutil ejercicio Homi
Bhabha indicará, en un primer momento: “¿qué se pone en juego al calificar de ‘occidental’ a la teoría crí-
tica? Obviamente, es una designación de poder institucional y eurocentrismo ideológico. La teoría crítica
suele comprometerse con textos pertenecientes a las tradiciones y condiciones familiares a la antropo-
logía colonial, ya para universalizar su significado dentro de su propio discurso cultural y académico, ya
para agudizar su crítica interna del signo logocéntrico occidental (...) se trata de una maniobra conoci-
da por el conocimiento teórico: una vez abierto el abismo de la diferencia cultural, puede hallarse un
mediador o metáfora de la otredad que contenga los efectos de la diferencia”. 6 Este primer momento
que podríamos denominar genéricamente de “crítica” será sucedido por uno de “crítica hospitalaria”, en
que se revisará la historia de la teoría crítica en tanto la intervención/emergencia de un tercer espacio.7
Tercer espacio que volverá ambivalentes las estructuras de sentido y referencia, destruyendo el
espejo de la representación en el que el conocimiento cultural es habitualmente revelado como un
código integrado, abierto en expansión.8 Teoría crítica, entonces, en tanto lugar irrepresentable en sí
mismo, “lugar que posibilita las condiciones de enunciación que aseguran que el sentido y los símbolos
de la cultura no tengan una unidad o fijeza primordiales; que aún los mismos signos puedan ser apro-
piados, traducidos, rehistorizados y vueltos a leer”. 9 Centrales para entender esta re-configuración de la
teoría crítica, en el contexto latinoamericano, serán los palabras-conceptos: hibridez y pastiche.

4 Juego etimológico que es propiciado por la ambigüedad del término Host en el idioma Inglés. Host (huésped) en el inglés
moderno se deriva del inglés medio (h)oste, del francés antiguo “huésped”, invitado, y a su vez del latín hospes (morfema
hospit-): invitado, huésped, extraño. El lexema pes o pit en las palabras en latín y en palabras modernas como “hospital” y
“hospitalidad” se derivan de otra raíz, pot, que significa señor. La raíz compuesta o bifurcada ghos-pot significaba “señor de
los huéspedes”,“aquel que simboliza la relación de hospitalidad recíproca” como en el esclavo gospodi: señor, amo. “Huésped”
(guest), proviene del inglés medio gest, del normando antiguo gestr, y de ghos-ti, la misma raíz de ‘anfitrión’. De este modo un
“anfitrión es un huésped y un huésped es un anfitrión”, véase aquí Hillis Miller, Joseph. “El Crítico como Huésped”, en VV.AA.,
Deconstrucción y Crítica, México, Siglo XXI Editores, 2003, pp.211-246.
5 Ibidem, p. 213.
6 Bhabha, Homi. “El Compromiso con la Teoría”, en El Lugar de la Cultura. Buenos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 2002, (1era
ed. 1994) p.51-52.
7 Ibidem, p. 57.
8 Ibidem, p. 55.

Sólo uso con fines educativos 17


Con la primera, hibridez, se entenderá principalmente el conjunto de procesos en que estructuras o
prácticas sociales discretas, que existían en forma separada, se combinan para generar nuevas estructu-
ras, objetos y prácticas en los que se mezclan los antecedentes.10 Hibridez, palabra que indica mezclas y
cruces, más sin embargo, distinta a otras como mestizaje (relativa a razas o etnias) o a la de sincretismo
(que alude a mezclas religiosas o simbólicas) en la medida que ésta también involucra tanto a los inter-
cambios, mezclas, entre sociedades como también a los intercambios dentro de cada país.11
Pastiche, por su parte, nos remitirá a un ejercicio mimético fallido, o dicho de otro modo, a una
copia periférica que se da como objeto ‘la imitación desvalorizada de un original que goza de la plus-
valía de ser referencia metropolitana’.12 Ejercicio de copia y de alteración que no tendrá como finalidad
sólo el simple ejercicio de la copia sino que permitirá también, y por sobre todo, la “resignificación de la
copia y sus mecanismos de doblaje y simulación como crítica periférica al dogma eurocentrista (pater-
no) de la sacralidad del modelo fundante, único y verdadero, de significación metropolitana”. 13
Ambos conceptos —hibridez y pastiche— permitirán la emergencia de un otro espacio de diálo-
go y producción cultural, un lugar del ‘entre’, un lugar que, en palabras de Alberto Moreiras, “no es ni
propiamente subalterno o residual ni propiamente metropolitano o hegemónico, conforma el espacio
para un regionalismo crítico”.14 Espacio de negociación, intercambio y mezcla que en palabras de Bha-
bha “abre el camino a la conceptualización de una cultura internacional, basada no en el exotismo del
multiculturalismo o la diversidad de las culturas, sino en la inscripción y articulación de la hibridez de la
cultura”. 15
En este ejercicio de apropiación y desestabilización serán centrales los textos: Culturas Híbridas de
Néstor García Canclini; La estratificación de los márgenes de Nelly Richard; y El lugar de la cultura de Homi
Bhabha.

1.3.3. Unidad III: Espacios de Subalternidad


Luego de haber revisado, en la precedente unidad, tanto los conceptos de “teoría”, de “crítica”,
como también la propia re-configuración de ambos, en lo que se ha llamado “tercer espacio”, es posi-
ble presentar de qué manera este ejercicio de ruptura y constitución posibilitará la emergencia de un

9 Ibidem, p. 58.
10 García Canclini, Néstor. Culturas Híbridas. Estrategias para Entrar y Salir de la Modernidad, Buenos Aires, Editorial Sudamerica-
na, 1992.
11 García Canclini, Néstor. “Hibridación”, en Altamirano, Carlos (Dir.). Términos Críticos de Sociología de la Cultura. Buenos Aires,

Argentina, Editorial Paidós, 2002, p.126.


12 Richard, Nelly. Masculino/Femenino. Prácticas de la Diferencia y Cultura Democrática. Santiago de Chile, Francisco Zegers Edi-

tor, 1993, p.68.


13 Ibid.
14 Moreiras, Alberto. “Localización Intermedia y Regionalismo Crítico”, en Tercer Espacio: Literatura y Duelo en América Latina.

Santiago de Chile, Universidad Arcis/Lom, 1999, p.119.


15 Bhabha, Homi. “El Compromiso con la Teoría”. Op. Cit., p. 59.

Sólo uso con fines educativos 18


campo de discusión latinoamericana que podría ser denominada, no sin complicaciones, de estudios
subalternos.16
Con espacios de subalternidad no intentamos sólo remitirnos a aquellos grupos de intelectuales
—uno en la India y otro en los Estados Unidos—17 que se llamaron a sí mismos “Grupos de estudios
subalternos”, sino que más bien a una práctica cultural que dialoga tensionadamente con el pensa-
miento de la metrópolis produciendo en el propio gesto del diálogo “la reconversión de lo ajeno a tra-
vés de la manipulación de códigos que, por un lado, cuestiona lo impuesto al desviar su prescriptividad
de origen y que, por otro, readecua los préstamos a la funcionalidad local de un nuevo diseño crítico”. 18
El objetivo de esta definición ampliada de subalternidad, en tanto ejercicio crítico de “re-lectura”, es dar
cita bajo el mismo concepto a las diversas manifestaciones que ha tomado la teoría crítica contempo-
ránea en América Latina. De ahí que mencionemos bajo la misma denominación tanto a los estudios
subalternos, poscoloniales como también a la crítica cultural.
En primer lugar, y brevemente expuesto, se entenderán por estudios subalternos aquel conjun-
to de textos que en un ejercicio explícito de desplazamiento de la idea ilustrada de “cultura nacional”
(expresada en la noción de alta cultura) visibilizarán espacios heterogéneos de constitución cultural.
En dicho desplazamiento no sólo se evidenciará el paso de la universalidad de la letra ilustrada hacia
lo particular de las hablas populares sino que también se realizará el tránsito desde la abstracción de
la idea identidad nacional hacia la identidad del sujeto popular.19 Desplazamientos y tránsitos que ten-
drán por objeto señalar la lógica binaria —subalterno/hegemónico, alta/baja cultura, nacional/popu-
lar— que subsisten en los procesos de hibridación o transculturación latinoamericanos.
En segundo lugar, los estudios poscoloniales darán testimonio de las “fuerzas desiguales de la
representación cultural implicadas en la disputa por la autoridad política y social dentro del orden del
mundo moderno. Las perspectivas poscoloniales emergen del testimonio colonial de países del tercer
mundo y de los discursos de las ‘minorías’ dentro de las divisiones geopolíticas de Este y Oeste, Norte y
Sur”. 20
Y, en tercer lugar, la crítica cultural se emplazará como un ejercicio de sospecha a las ideologías
culturales. En otras palabras, la crítica cultural se dará como objetivo principal evidenciar “la imbricación
de las piezas y engranajes que hacen funcionar los mecanismos de los discursos: en demostrar que son

16 Cabe señalar aquí que existe toda una área de trabajo que se ha venido desarrollando desde los estudios de la comunica-
ción en América Latina que, sin lugar a dudas, también tiene como referentes al Centro de Estudios Culturales de Birming-
ham y la Escuela de Frankfurt. Véase en esta línea de trabajo, por ejemplo, a Jesús Martín Barbero, De los Medios a las Media-
ciones, Barcelona, Gustavo Gili, 1991.
17 Con esto hacemos referencia tanto al grupo de estudios subalternos sudasiáticos dirigidos por Ranahit Guha como al

grupo de estudios subalternos formado en 1992 en los Estados Unidos.


18 Richard, Nelly. “Latinoamérica y la Postmodernidad: La Crisis de los Originales y la Revancha de la Copia”, en La Estratificación

de los Márgenes. Santiago de Chile, Francisco Zegers Editor, 1989, p.55.


19 Véase aquí a Rivera Cusicanqui, Silvia y Barragán, Rossana. “Debates Post-Coloniales: Una Introducción a los Estudios de la

Subalternidad”, en Revista Crítica Cultural. Santiago de Chile, Nº 24, Junio 2002, pp.66-70.
20 Bhabha, Homi. “Lo Poscolonial y lo Posmoderno”, en El Lugar de la Cultura. Buenos Aires, Argentina, Editorial Manantial, 2002,

pp.211.

Sólo uso con fines educativos 19


todas piezas movibles y cambiables, que las voces de los discursos son alterables y reemplazables, con-
trariamente a lo que sentencia el peso inmovilista y desmovilizador de las tradiciones y convenciones
amarradas a la defensa de la integridad del status quo”. 21
Desde esta perspectiva, el objetivo central de esta unidad será presentar precisamente dichos
derroteros, evidenciando coincidencias y rupturas. Para esto nos centraremos especialmente en los
siguientes textos‑: “Lo poscolonial y lo posmoderno” (Homi Bhabha); “Puede hablar lo subalterno”
(Gayatri Spivak); “Debates post-coloniales” (Silvia Rivera C.); y “La política de los espacios: Crítica cultural
y debate feminista” de Nelly Richard.

1.3.4. Unidad IV: La (Im)Posibilidad de la Crítica


Desde las primeras investigaciones llevadas a cabo en el Centro de Estudios Culturales de Birming-
ham a finales de los años ‘60 hasta la actualidad, la práctica de los estudios culturales ha sufrido una
larga serie de transformaciones. Las mismas formulaciones que en Hoggart habían ahondado en el tra-
bajo de la literatura, fundándose en un paradigma en el que la problemática de la cultura estaba toda-
vía asociada a la problemática general de la subjetividad, se convirtieron a partir de la torsión generada
por la obra de Raymond Williams, en un dispositivo reflexivo influenciado por el marxismo de vocación
historicista, el boom del primer estructuralismo y la crítica del psicoanálisis posfreudiano. Esto significó
pasar, como decíamos, de una lectura en la que la experiencia cultural estaba limitada a las experiencias
del sujeto, a la relaboración de un concepto de cultura asociado a las transformaciones del capitalismo
en las nuevas máquinas mediáticas y los aparatos burocráticos de distribución del conocimiento. De
ahí que de Stuart Hall en adelante, los espacios privilegiados de decodificación de los procesos cultu-
rales no fueran ya los obreros de Inglaterra o las experiencias particulares del proletariado, sino los dis-
positivos que ponen en juego las lógicas de producción, distribución y circulación simbólica de ciertos
valores por parte de las máquinas culturales. Reflexionar sobre los espacios de la cultura comenzó a sig-
nificar, poco a poco, no pensar ya en el espíritu subjetivo viviente en la máquina del capital, sino, como
anotara Zizek, en la máquina universal muerta en el corazón mismo de cada espíritu particular.
Los estudios culturales, en tal sentido, iniciaron una comprensión de la sociedad en la que la pro-
ducción simbólica constituía una suerte de guerra mediada entre las diferentes disputas y apropiacio-
nes por los significados. La cultura, dicho gramscianamente, o su propio contexto epistémico, fue con-
virtiéndose en el espacio de una lucha antagónica cuya estrategia no sería otra que la de hacer pasar
como universal un enunciado ya descubierto en su propia particularidad. Lo que había comenzado por
ser una empresa crítica, capaz de descifrar tras los bastidores de la cultura los nítidos trazos y los sín-
tomas de una orquestación ideológica realizada a la sombra de las mayorías silenciosas, terminaría por
avanzar paso a paso hacia un cierto encriptamiento de la crítica.
Fue con la difusión de los estudios culturales, como nueva jerga de circulación interna en la aca-

21 Richard, Nelly. “La Política de los Espacios: Crítica Cultural y Debate Feminista”, en Masculino/Femenino. Prácticas de la Dife-
rencia y Cultura Democrática. Santiago de Chile, Francisco Zegers Editor, 1993, pp. 11.

Sólo uso con fines educativos 20


demia norteamericana a partir de los años ‘80, con la norteamericanización misma de ese debate, que
la edad emancipatoria de las lecturas de la cultura empezaron a ceder lentamente al ejercicio de una
crítica que empalideció en virtud del distanciamiento con uno de sus antiguos ejes fundamentales: el
marxismo. Las consecuencias de esto no se harían esperar, y terminarían recayendo en uno de los con-
ceptos que más habían animado el ejercicio de la anterior crítica cultural autosuficiente: el concepto de
ideología. La cultura se trasladaría, así, desde su vieja condición de soporte o espacio en la lucha por la
construcción hegemónica del sentido a su nueva condición de objeto de estudio, despojada ahora de
sus articulaciones entre el espacio académico reflexivo y la intervención política en el seno del espacio
público. Vale decir, que el debate sobre la cultura fue quedando reducido a un conjunto de toma de
posiciones internas al establecimiento de políticas universitarias. Se fue, digamos, privatizando, por lo
que el recambio ofrecido por los aparatos académicos emergentes sería el de una izquierda cultura-
lista que, tomando la universidad como espacio de discusión, debía olvidar su incidencia en el espacio
público como tal.
Si mencionamos esto es porque la privatización de la crítica, su ejercicio depurado y su relativa falta
de incidencia en la decodificación de las operaciones ideológicas del poder, constituye precisamente lo
que los autores enumerados en esta unidad, Frederic Jameson, Slavov Zizek y Eduardo Grünner, busca-
rán poner en cuestión. ¿Cómo? Tratando de elaborar, desde posiciones y tradiciones teóricas de todos
modos distintas, una crítica sobre la crítica. Es decir: una crítica sobre el destino que la propia crítica
adoptó en la nueva lógica multicultural del capitalismo global. Presentémoslos.
Eduardo Grünner es sociólogo de profesión y actualmente profesor de la Universidad Pública
Argentina. Su trabajo acerca del camino que ha tomado la crítica en la escena posmoderna remite a
una cierta nostalgia sartreana, es decir, a un procedimiento crítico en el que se entrecruzan el pen-
samiento existencialista de la militancia sartreana, el marxismo historicista y ciertas líneas del pen-
samiento poscolonial. Su reflexión se funda principalmente en un debate acerca de la falsa totalidad
que han cobrado en estos tiempos los discursos que difunden y animan la supuesta imposibilidad
de la totalidad. Se trata de una hipótesis de trabajo provocativo, en el que un tipo de denuncia pos-
marxista, que tiende a ver en la defensa de cualquier principio amenazas de tipo fundamentalistas,
corre el riesgo de convertirse ella misma en una especie de neofundamentalismo. Un fundamenta-
lismo contra la defensa apasionada que el sujeto de la política debiera llevar a cabo respecto de sus
propios ideales. De este modo, lo que las actuales embestidas contra el pensamiento de la totalidad
ocultarían es que ellas mismas operan como un nuevo tipo simulado/invertido de totalidad. De ahí
que la tesis de Grünner consista en mostrar cómo los nuevos fundamentalismos no son más que
el síntoma del actual universalismo liberal de la globalización, donde la negación ideológica de su
condición particular (la particularidad de que la globalización no puede ni debe ser más que una
posibilidad entre otras) es el modo en que esta particularidad se afirma ideológicamente como uni-
versalidad. He allí el modo que Grünner tiene de justificar y evocar el marxismo como un programa
inconcluso, es decir, como un programa que debe ser retomado como crítica a la lógica del capitalis-
mo global en pos de la justicia que este capitalismo interrumpe animando ideológicamente la resig-
nación particularista.
Frederic Jameson, por su parte, es profesor de literatura comparada de la Universidad de Duke,

Sólo uso con fines educativos 21


donde actualmente sigue impartiendo clases, y proviene de la teoría literaria culturalista del marxis-
mo reinterpretado por Raymond Williams. Jameson es actualmente uno de los críticos más impor-
tantes de la llamada “escena posmoderna”, pero de tal modo que esa crítica, lejos de despachar el
posmodernismo como una mera ficción maníaca de las épocas, le hace un serio lugar con el fin de
reflexionar sobre él desde categorías marxistas clásicas como son las de ideología, lucha de clases o
enajenación. A Jameson le parece, y lo ha dejado establecido a lo largo de su inmensa obra, que es
posible hacerse cargo de una reflexión sobre el alivianamiento de la crítica en la actual escena pos-
moderna desde categorías que siguen estando plenamente actualizadas en el seno de la tradición
marxista, entre ellas, la propia categoría que los nuevos estudios culturales buscaban sepultar: la de
ideología. Se trata entonces de recobrar la noción de ideología como noción clave para analizar los
nuevos procesos que forman parte de la escena posmoderna. Su convicción radica en el hecho de
que la norteamericanización de los estudios culturales, pese a no llamarlos directamente así, su sepa-
ración de los antiguos objetivos que le habían trazado hombres de la talla de Williams, Thompson o
el mismo Stuart Hall, implica una cierta despolitización del debate que se condice, dicho sea de paso,
con un creciente grado de academización.
Contra los nuevos relativismos de la crítica cultural, que se ampara en la necesidad de investiga-
ciones parciales o locales para no caer en las viejas ambiciones del pensamiento totalizante, Jameson
busca recuperar la cultura como un franco espacio de lucha en el que la crítica está al servicio de apo-
yar las totalizaciones que son inherentes a las batallas puestas en juego para afirmar una concepción
de mundo. Que toda representación de mundo pueda ser fragmentaria, incompleta, insuficiente, no
significa que, precisamente por eso, no estemos autorizados a ejercer una y otra vez la lucha por esa
totalidad, pues la idea de que toda totalidad tiene un límite (ese límite que alguien como Laclau llama-
ría la imposibiliad de la sociedad), constituye ella misma una articulación ideológica que debe ser revisa-
da. La crítica de inspiración marxista es para Jameson la posibilidad de esa interrogación. La irrupción
devota de los nuevos particularismos, el decentramiento de las subjetividades, la rebelión local de los
coros, como lo designó Nun, y las operaciones teóricas conformistas que parten del supuesto de que ya
nada puede ser transformado en su totalidad, es aquello a lo que Jameson aludirá justamente como el
nuevo formalismo de la resignación particularista.
Slavov Zizek, por último, es esloveno de origen, investigador del Instituto de Estudios Sociales de
Liubiana y profesor visitante en varias universidades de Estados Unidos. Sus reflexiones provienen de
una compleja tradición que reúne a autores como Hegel y Lacan, y su ejercicio crítico está ligado a un
trabajo político en el que a una lectura renovada del psicoanálisis se une una filosofía del sujeto tal
como fuera desarrollada desde Descartes hasta Marx. Al igual que Grünner y Jameson, también la críti-
ca de Zizek apunta a las consecuencias progresivas que en la actualidad se han producido a partir de la
separación entre la esfera de la producción intelectual y la esfera de la transformación política, separa-
ción que, según él, tendrá su detonante en los nuevos emprendimientos ideológicos del multicultura-
lismo. Los pasos para la deconstrucción de esta lectura, serían, a modo general, los siguientes:

1. Contra los supuestos neofetichismos de una crítica a la totalidad por parte de un pensamiento
posrevolucionario (posmarxista o posmoderno), el primer intento será mostrar que el supuesto

Sólo uso con fines educativos 22


límite estructural para la transformación global de la sociedad es ya él mismo una articulación/
representación operada por la ideología. En otras palabras: la idea de que ya no es posible ejercer
transformaciones globales es ella misma una idea ideológicamente articulada.
2. La lucha por la hegemonía ideológica, en la que la recuperación de la ideología misma se pre-
senta como un eje central, es justamente la lucha por la apropiación de términos que pretenden
estar más allá de la política. La lucha por la hegemonía ideológica, entonces, es la lucha que se
lleva a cabo develando que lo que no existe es justamente un “más allá” de la política, un grado
cero de la intención en el uso terminológico.
3. La lógica de los nuevos particularismos (toda lucha es local, fragmentaria, incompleta y está
imposibilitada de ejercer una transformación total de la lógica capitalista) contiene un meca-
nismo de censura que interviene aumentando la eficacia del discurso del poder. La idea de que
el capitalismo no es completamente transformable, no es una idea que se resigne a corroborar
objetivamente una imposibilidad; es una idea ya articulada ella misma por la lógica del capital.
4. La prueba fáctica acerca de la verdad de un enunciado no debe confundirse con la verdad en
sentido ético. Es cierto, por ejemplo, que el recorte del gasto público y el desmantelamiento del
Estado Benefactor son hoy una condición para la captura del capital financiero internacional.
Pero ¿es cierto? Zizek dirá: sólo si se acepta de antemano la propia lógica del capital. Fervorosos
por explicar cómo la realidad actúa en tanto realidad, hemos olvidado la posibilidad de cuestio-
narla; la realidad es también el resultado de lo que se produce en virtud de lo que dejamos de
discutir.
5. El hecho, por lo tanto, de que si no obedecemos los límites impuestos por el capital se desenca-
denará realmente una crisis, no prueba en ningún sentido que esos límites sean una necesidad
objetiva de la vida económica. Más bien, escribe Zizek, debería verse como una prueba de la posi-
ción privilegiada que el capitalismo ha alcanzado en el contexto de la nueva lucha económica y
política.

1.4. Bibliografía Complementaria

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uga.edu/critica/teoria/castro/

Sólo uso con fines educativos 26


II Bibliografía Fundamental Organizada por Unidad*

Unidad I: Trazas Iniciales de la Crítica

Lectura Nº1
Williams, Raymond, “Cultura”, en Marxismo y Literatura, Barcelona, España, Edicio-
nes Península, 1980, pp. 21-31.

1. Cultura
En el centro mismo de un área principal del pensamiento y la práctica modernos aparece un con-
cepto que es frecuentemente utilizado en las descripciones, “cultura”, que en sí mismo, en virtud de la
variación y la complicación, comprende no sólo sus objetos, sino también las contradicciones a través
de las cuales se ha desarrollado. El concepto funde y confunde a la vez las tendencias y experiencias
radicalmente diferentes presentes en formación. Por tanto, resulta imposible llevar a cabo un análisis cul-
tural serio sin tratar de tomar conciencia del propio concepto; una conciencia que debe ser histórica,
como veremos más adelante. Esta vacilación ante lo que parece ser la riqueza de la teoría desarrollada y
la plenitud de la práctica lograda adolece de la incomodidad, e incluso de la ineptitud, de cualquier duda
radical. Literalmente, es un momento de crisis: una conmoción de la experiencia, una ruptura del senti-
do de la historia, que nos obligan a retroceder desde una posición que parecía positiva y útil: todas las
inserciones inmediatas a una tesis crucial, todos los accesos practicables a una actividad inmediata. Sin
embargo, no se puede bloquear el avance. Cuando los conceptos más básicos —los conceptos, como se
dice habitualmente, de los cuales partimos— dejan repentinamente de ser conceptos para convertirse
en problemas —no problemas analíticos, sino movimientos históricos que todavía no han sido resuel-
tos—, no tiene sentido prestar oídos a sus sonoras invitaciones o a sus resonantes estruendos. Si pode-
mos hacerlo, debemos limitarnos a recuperar la esencia en la que se han originado sus formas.
Sociedad, economía, cultura: cada una de estas “áreas”, identificadas ahora por un concepto, constitu-
ye una formulación histórica relativamente reciente. La “sociedad” fue la camaradería activa, la compañía,
“el hacer común”, antes de que se convirtiera en la descripción de un sistema o un orden general. La “eco-
nomía” fue el manejo y el control de un hogar familiar y más tarde el manejo de una comunidad, antes
de transformarse en la descripción de un perceptible sistema de producción, distribución e intercambio.

* Todas las lecturas que a continuación se presentan —bibliografía obligatoria de cada unidad— corresponden a reproduc-
ciones textuales de los libros y documentos señalados. Sólo se ha modificado, en algunos casos, la numeración de las notas
al pie con el fin de dar unidad a la edición de este texto.

Sólo uso con fines educativos 27


La “cultura”, antes de estas transiciones, fue el crecimiento y la marcha de las cosechas y los animales y,
por extensión, el crecimiento y la marcha de las facultades humanas. Dentro de su desarrollo moderno,
los tres conceptos no evolucionaron armónicamente, sino que cada uno de ellos, en un momento crítico,
fue afectado por el curso de los demás. Al menos, éste es el modo en que hoy podemos comprender su
historia. Sin embargo, en el curso de los cambios verdaderos, lo que se mezcló con las nuevas ideas, y
en alguna medida se fijó a ellas, fue un tipo de experiencia siempre compleja y sin ningún precedente
en absoluto. La “sociedad”, con el acento que se le adjudicó con respecto a las relaciones inmediatas, fue
una alternativa consciente ante la rigidez formal de un orden heredado, considerado más tarde como un
orden impuesto: el “Estado”. La “economía”, con el acento que se le adjudicó en relación con el manejo y el
control, fue un intento consciente de comprender y controlar un cuerpo de actividades que habían sido
asumidas no sólo como necesarias, sino como actividades ya dadas. Por tanto, cada concepto interactua-
ba con una historia y una experiencia cambiantes. La “sociedad”, elegida por su sustancia y su necesidad
primordial, la “sociedad civil”, que podría ser distinguida de la rigidez formal del “Estado”, se convirtió a su
vez en algo abstracto y sistemático. En consecuencia, se hacían necesarias nuevas descripciones de la
sustancia inmediata que la “sociedad” eventualmente excluía. Por ejemplo, el “individuo”, que alguna vez
había significado el concepto de indivisible, un miembro de un grupo, fue desarrollado hasta convertirse
en un término no sólo esperado, sino incluso contrario: “el individuo” y la “sociedad”. La “sociedad”, en sí
misma y en lo que respecta a sus términos derivados y calificados, es una formulación de la experien-
cia que hoy sintetizamos bajo la denominación de la “sociedad burguesa”: su creación activa contra la
rigidez del “Estado” feudal; sus problemas y sus límites dentro de este tipo de creación; hasta que, para-
dójicamente, se distingue de —e incluso se opone a— sus propios impulsos iniciales. Del mismo modo,
la racionalidad de la “economía”, considerada como un modo de comprender y controlar un sistema de
producción, distribución e intercambio en relación directa con la institución actual de un nuevo tipo de
sistema económico, se conservaba aunque se veía limitada por los mismos problemas que afrontaba. El
verdadero producto de la institución racional y del control era proyectado como algo “natural”, una “eco-
nomía natural”, con leyes del tipo de las leyes del (“invariable”) mundo físico.
La mayor parte del pensamiento social moderno parte de estos conceptos y de las notas inhe-
rentes a su formación, de sus problemas aún por resolver y que habitualmente se dan por sentados.
Por lo tanto, existen un pensamiento “político”, “social” o “sociológico” y “económico”, y se supone que
ellos describen “áreas”, entidades comprensibles. Habitualmente, se agrega, aunque a veces de un
modo reluctante, que existen, por supuesto, otras “áreas”: fundamentalmente el área “psicológica” y el
área “cultural”. Sin embargo, en tanto es mejor admitir éstas que rechazar aquéllas, habitualmente no
se percibe que sus formas provienen, en la práctica, de los problemas irresolutos de la configuración
inicial de los conceptos. ¿Es la psicología “individual” (“psicológica”) o “social”? Este problema puede
descartarse a fin de discutirlo dentro de la disciplina apropiada hasta el momento en que se descu-
bre que el problema de qué es “social” lo ha dejado sin resolver el desarrollo predominante de “socie-
dad”. ¿Comprendemos la “cultura” como “las artes”, como “un sistema de significados y valores” o como
un “estilo de vida global” y su relación con la “sociedad” y la “economía”? Los interrogantes deben
plantearse, pero es sumamente difícil que seamos capaces de ofrecer una respuesta a menos que
reconozcamos los problemas que se hallan implícitos en los conceptos de “sociedad” y “economía”,

Sólo uso con fines educativos 28


que han sido transmitidos a conceptos tales como “cultura” en virtud de la abstracción y la limitación
que caracterizan a tales términos.
El concepto de “cultura”, cuando es observado dentro del contexto más amplio del desarrollo históri-
co, ejerce una fuerte presión sobre los términos limitados de todos los demás conceptos. Ésta es siempre
su ventaja; asimismo, es siempre la fuente de sus dificultades, tanto en lo que se refiere a su definición
como a su comprensión. Hasta el siglo XVIII todavía era el nombre de un proceso: la cultura de algo, de
la tierra, de los animales, de la mente. Los cambios decisivos experimentados por la “sociedad” y la “eco-
nomía” habían comenzado antes, en las postrimerías del siglo XVI y durante el siglo XVII; gran parte de su
desarrollo esencial se completó antes de que la “cultura” incluyera sus nuevos y evasivos significados. Esta
situación no puede comprenderse a menos que tomemos conciencia de lo que había ocurrido a la “socie-
dad” y a la “economía”; de todos modos, nada puede ser plenamente comprendido a menos que examine-
mos un decisivo concepto moderno que en el siglo XVIII necesitaba una nueva palabra: civilización.
La noción de “civilizar”, en el sentido de ubicar a los hombres dentro de una organización social, ya
era conocida; se apoyaba sobre los términos civis y civitas y su propósito era expresado por el adjeti-
vo “civil” en el sentido de ordenado, educado o cortés. Fue extendido positivamente, tal como hemos
observado, al concepto de “sociedad civil”. Sin embargo, “civilización” habría de significar algo más que
esto. Encerraba dos sentidos históricamente ligados: un estado realizado, que podría contrastar con la
“barbarie”, y ahora también un estado realizado del desarrollo, que implicaba el proceso y el progreso
histórico. Ésta fue la nueva racionalidad histórica de la Ilustración, combinada de hecho con la celebra-
ción autoatribuida de una lograda condición de refinamiento y de orden. Fue esta combinación lo que
habría de resultar problemático. La perspectiva del desarrollo de la historia universal característica del
siglo XVIII constituyó sin duda un adelanto significativo. Constituyó el paso crucial más allá de la con-
cepción relativamente estática (“eterna”) de la historia que había dependido de supuestos religiosos o
metafísicos. Los hombres habían producido su propia historia en este sentido especial: ellos (o algunos
de ellos) habían alcanzado la “civilización”. Este proceso fue secular y su desarrollo, en ese sentido, fue
un proceso histórico. Sin embargo, al mismo tiempo fue una historia que había culminado en un estado
realizado: en la práctica, la civilización metropolitana de Inglaterra y Francia. La insistente racionalidad
que exploraba e informaba todos los niveles y todas las dificultades de este proceso se detuvo en el
punto en que pudo afirmarse que se había alcanzado la civilización. En realidad, todo lo que pudo ser
racionalmente proyectado fue la extensión y el triunfo de estos valores alcanzados.
Esta posición, que ya se hallaba sometida al opresivo ataque de los sistemas religiosos y metafísi-
cos más antiguos y al orden de las naciones asociadas a ellos, adquirió nuevos tipos de vulnerabilidad.
Las dos respuestas decisivas de tipo moderno fueron, primero, la idea de la cultura, que presentaba un
sentido diferente del crecimiento y el desarrollo humanos, y segundo, la idea del socialismo, que propo-
nía una crítica social e histórica junto a una alternativa de la “civilización” y la “sociedad civil” considera-
das como condiciones fijas y realizadas. Las ampliaciones, las transferencias y las superposiciones que
se producían entre todos estos conceptos modernos formulados y entre ellos y los conceptos residua-
les de tipo más antiguo han sido excepcionalmente complejas.
“Civilización” y “cultura” (especialmente en la fase común, originaria, en que se denominaban “cul-
tivo”) eran, en efecto, durante las postrimerías del siglo XVIII, términos intercambiables. Cada uno de

Sólo uso con fines educativos 29


ellos llevaba consigo el problemático doble sentido de un estado realizado y de un estado del desa-
rrollo realizado. Su divergencia eventual tiene numerosas causas. En primer lugar, existía el ataque a la
“civilización” acusada de superficial; un estado “artificial” distinto de un estado “natural”; el cultivo de las
propiedades “externas”—la urbanidad y el lujo— en oposición a necesidades e impulsos más “huma-
nos”. Este ataque, a partir de Rousseau y a través de todo el movimiento romántico, fue la base para un
importante sentido alternativo de la “cultura”, considerada como un proceso de desarrollo “interior” o
“espiritual” en oposición a un desarrollo “exterior”. El efecto primario que resultó de esta alternativa fue
asociar la cultura con la religión, el arte, la familia y la vida personal, como algo distinto de —o activa-
mente opuesto a— la “civilización” o “sociedad”en su nuevo sentido abstracto y general. A partir de esta
concepción, aunque no siempre con todas sus implicaciones, la “cultura” —considerada como un pro-
ceso general del desarrollo “interior”— se extendió a fin de incluir un sentido descriptivo de los medios
y productos de ese desarrollo; es decir, la “cultura” como clasificación general de “las artes”, la religión,
las instituciones y las prácticas de los significados y los valores. Sus relaciones con la “sociedad” eran
entonces problemáticas, ya que éstas eran evidentemente instituciones y prácticas “sociales” aunque
se consideraban diferentes del conjunto de las instituciones y prácticas generales y “exteriores” que
hoy se denominan corrientemente con el término “sociedad”. La dificultad era normalmente negociada
relacionando la “cultura”, aun cuando fuera evidentemente social en su práctica, con la “vida interior” en
sus formas más accesibles y seculares: con la “subjetividad”, “la imaginación”, y en estos términos con “lo
individual”. El énfasis religioso se debilitó y fue sustituido por lo que en realidad era una metafísica de la
subjetividad y del proceso imaginativo. La “cultura”, o más específicamente el “arte” y la “literatura” (nue-
vamente generalizados y abstraídos), eran considerados como el registro más profundo, el impulso más
profundo y el recurso más profundo del “espíritu humano”. La “cultura” era entonces la secularización, a
la vez que la liberalización, de las formas metafísicas primitivas. Sus medios y sus procesos eran distin-
tivamente humanos y fueron generalizados como subjetivos, aunque ciertas formas cuasi-metafísicas
—“la imaginación”, “la creatividad”, “la inspiración”, “la estética” y el nuevo sentido positivo del “mito”—
fueron ordenadas dentro de un nuevo monumento funerario.
Esta ruptura originaria se había producido con la “civilización” y con su presunto sentido “exterior”.
Sin embargo, en la medida en que la secularización y la liberación siguieron su curso, se produjo una
presión sobre el propio concepto de “civilización”. Esta situación alcanzó un punto crítico durante el
período de rápido desarrollo de la sociedad industrial y de sus prolongados conflictos políticos y socia-
les. Desde cierta perspectiva este proceso formó parte del continuo desarrollo de la civilización: de un
nuevo y más elevado orden social. No obstante, desde otra perspectiva, la civilización fue el estado rea-
lizado al que estos nuevos desarrollos amenazaban con destruir. Por tanto, la “civilización” se convirtió
en un término ambiguo que denotaba por una parte un desarrollo progresivo y esclarecido y por otra
un estado realizado y amenazado, y se tornó cada vez más retrospectiva identificándose a menudo en
la práctica con las glorias recibidas del pasado. En este último sentido, la “civilización” y la “cultura” se
superponen nuevamente como estados recibidos antes que como procesos continuos. Por lo tanto, se
alineó una nueva batería de fuerzas contra la cultura y contra la civilización: el materialismo, el mercan-
tilismo, la democracia, el socialismo.
La “cultura”, entretanto, sufrió todavía otro desarrollo. Éste es especialmente difícil de delinear, pero es

Sólo uso con fines educativos 30


fundamentalmente importante porque condujo a la “cultura” considerada como un concepto social, espe-
cíficamente antropológico y sociológico. La tensión y la interacción existente entre este sentido en desarro-
llo y el otro sentido del proceso “interior” y “las artes” continuó siendo evidente y sumamente importante.
En la práctica existió siempre alguna conexión entre ambos desarrollos, aunque el énfasis que se
acordó a uno u otro resultó ser muy diferente. El origen de este segundo sentido se halla arraigado
en la ambigüedad de la “civilización” considerada tanto un estado realizado como un estado realizado
del desarrollo. ¿Cuáles eran las propiedades de este estado realizado y, correspondientemente, de los
medios de su desarrollo? Desde la perspectiva de las historias universales la razón fue la propiedad y el
medio fundamental característico; una esclarecida comprensión de nosotros mismos y del mundo que
nos permite crear formas más elevadas del orden natural y social, superando la ignorancia, la supers-
tición y las formas sociales y políticas a que habían conducido y que ellas mismas sostenían. En este
sentido, la historia era el progresivo establecimiento de sistemas más racionales y por lo tanto más
civilizados. Gran parte de la confianza que caracterizó a este movimiento se debió tanto al esclareci-
miento que personificaban las nuevas ciencias físicas como al sentimiento de un orden social realizado.
Resulta sumamente difícil distinguir este nuevo sentido secular de la “civilización” de un sentido secular
comparable de la “cultura” considerada como una interpretación del desarrollo humano. Ambas eran
ideas modernas en el sentido de que ponían énfasis en la capacidad humana no sólo para comprender,
sino para edificar un orden social humano. Ésta fue la diferencia decisiva que presentaban las dos ideas
en relación con la temprana derivación de los conceptos sociales y de los órdenes sociales a partir de
supuestos estados religiosos o metafísicos. No obstante, en el momento de identificar las verdaderas
fuerzas impulsoras —dentro de este proceso del “hombre que produce su propia historia”— surgieron
perspectivas radicalmente diferentes.
En este sentido, una de las formulaciones más primitivas que ponía el acento sobre el “hombre que
produce su propia historia” fue la de Vico, que aparece en la obra The New Science (del año 1725).
Afirmaba:

“Una verdad que se halla más allá de toda cuestión: el mundo de la sociedad civil ha sido
construido verdaderamente por los hombres, y sus principios, por lo tanto, deben ser hallados
dentro de las modificaciones sufridas por nuestra propia mente humana. Quienquiera que
reflexione sobre esto no puede sino maravillarse por el hecho de que los filósofos hayan diri-
gido todas sus energías al estudio del mundo de la naturaleza, que, desde que fue creado por
Dios, solamente Él conoce; y que hayan rechazado el estudio del mundo de las naciones o el
mundo civil, que, desde que fue construido por los hombres, ellos han tenido la esperanza de
conocer” (p. 331).1

En este punto, contra el carácter del tiempo, las “ciencias naturales” son rechazadas y se otorga
a las “ciencias humanas” un énfasis nuevo y sorprendente. Podemos conocer lo que hemos hecho y

1 Todas las referencias pertenecen a las ediciones indicadas en la Bibliografía.

Sólo uso con fines educativos 31


podemos conocerlo realmente, precisamente por haberlo hecho. Las interpretaciones específicas que
por entonces ofreció Vico tienen hoy muy poco interés; sin embargo, su descripción de un modo de
desarrollo que fue a la vez, e interactivamente, la configuración de las sociedades y la configuración
de las mentes humanas, es probablemente el origen efectivo del sentido social general de la “cultu-
ra”. El propio concepto fue desarrollado por Herder en su obra Ideas sobre la filosofía de la historia de
la humanidad (1784-1791). Él aceptaba el énfasis puesto en el autodesarrollo histórico de la humani-
dad, pero argumentaba que era demasiado complejo para ser reducido a la evolución de un simple
principio y especialmente a algo tan abstracto como la “razón”; y además, que era demasiado variable
para ser reducido a un desarrollo progresivo y unilineal que culminaba en la “civilización europea”. Era
necesario, afirmaba Herder, hablar de “culturas” antes que de “cultura”, así como aceptar su variabili-
dad y reconocer dentro de toda cultura la complejidad y variabilidad de sus fuerzas configurativas. Las
interpretaciones específicas que él ofreció entonces, en términos de pueblos y naciones “orgánicos” en
contra del “universalismo exterior” de la Ilustración, constituyen elementos del movimiento romántico
y hoy resultan de poco interés. Sin embargo, la idea de un proceso social fundamental que configure
“estilos de vida” específicos y distintos constituye el origen efectivo del sentido social comparativo de
la “cultura” y, actualmente, de sus necesarias “culturas” plurales.
La complejidad que reviste el concepto de “cultura” es por lo tanto sumamente clara. Se convirtió
en el nombre del proceso “interno” especializado en sus supuestos medios de acción en la “vida inte-
lectual” y “las artes”. Asimismo, se convirtió en el nombre del proceso general especializado con sus
presuntas configuraciones en “todos los estilos de vida”. En una primera instancia tuvo una función
fundamental en las definiciones de “las artes” y de “las humanidades”. En una segunda instancia tuvo
una función igualmente esencial en las definiciones de las “ciencias humanas” y las “ciencias sociales”.
Cada tendencia está preparada para negar a cualquier otra tendencia todo uso adecuado del concep-
to, a pesar de haberse realizado numerosos intentos de reconciliación. En toda teoría moderna de la
cultura, aunque tal vez especialmente en la teoría marxista, esta complejidad es fuente de grandes
dificultades. El problema de saber, al principio, si sería una teoría de “las artes y la vida intelectual” en
sus relaciones con la “sociedad” o una teoría del proceso social que produce “estilos de vida” específi-
cos y diferentes, es solamente el problema más evidente.
El primer problema sustancial se halla en las actitudes asumidas con respecto a la “civilización”.
En este punto, la decisiva intervención del marxismo consistió en el análisis de la “sociedad civil” y de
aquello que dentro de sus términos se conocía por “civilización” como forma social específica: la socie-
dad burguesa creada por el modo de producción capitalista. Esto proporcionó una indispensable pers-
pectiva crítica aunque se hallaba contenida en gran parte en los supuestos que habían producido el
concepto; con mayor evidencia, el de un progresivo desarrollo secular; pero también el que se refería a
un amplio desarrollo unilineal. La sociedad burguesa y la producción capitalista eran severamente ata-
cadas y observadas a la vez como históricamente progresistas (la última en términos admitidos, como
en “la burguesía... ha convertido a los países bárbaros y semibárbaros en naciones dependientes de los
países civilizados”, Manifiesto comunista, página 53). El socialismo las sustituirá como próximo y más ele-
vado estadio del desarrollo.
Es sumamente importante comparar esta perspectiva heredada con otros elementos del marxismo

Sólo uso con fines educativos 32


y de los movimientos radicales y socialistas que le precedieron. A menudo, especialmente en los movi-
mientos más tempranos, influenciados por una tradición alternativa que incluye la crítica radical de la
“civilización”, no fue el carácter progresivo, sino el carácter fundamental contradictorio de este desarro-
llo lo que resultó decisivo. La “civilización” no solamente había producido riqueza, orden y refinamiento,
sino también, como parte del mismo proceso, pobreza, desorden y degradación. Fue atacada debido a
su “artificialidad, a los notorios contrastes que evidenciaba en relación con un orden “natural” o “huma-
no”. Los valores esgrimidos contra ella no eran los del próximo y más elevado estadio del desarrollo, sino
los vinculados a la esencial hermandad de los hombres, expresada a menudo como algo que debe ser
tanto recobrado como conquistado. Estas dos tendencias del marxismo, y del más amplio movimiento
socialista, a menudo han surgido juntas; no obstante, en la teoría, y especialmente en el análisis de la
práctica histórica subsecuente, deben ser radicalmente distinguidas.
La siguiente intervención decisiva del marxismo fue el rechazo de lo que Marx denominó “histo-
riografía idealista”, y en ese sentido, de los procedimientos teóricos de la Ilustración. La historia no era
concebida (o no era concebida siempre o en principio) como la superación de la ignorancia o la supers-
tición mediante el conocimiento y la razón. Lo que aquella declaración y aquella perspectiva excluían
era la historia material, la historia de la clase trabajadora, de la industria, como “libro abierto de las facul-
tades humanas”. La noción originaria del “hombre que produce su propia historia” recibió un nuevo con-
tenido fundamental a través de este énfasis puesto sobre el “hombre que se hace a sí mismo” mediante
la producción de sus propios medios de vida. De entre todas las dificultades detalladamente mostra-
das, éste fue el más importante progreso intelectual de todo el pensamiento social moderno. Ofrecía la
posibilidad de superar la dicotomía existente entre la “sociedad” y la “naturaleza” y de descubrir nuevas
relaciones constitutivas entre la “sociedad” y la “economía”. En tanto que especificación del elemento
básico del proceso social de la cultura, era la recuperación de la totalidad de la historia. Inauguró la
inclusión decisiva de la historia material, que había sido excluida de la “denominada historia de la civi-
lización, que es toda una historia de las religiones y de los Estados”. La propia historia del capitalismo
elaborada por Marx es sólo el ejemplo más prominente.
Sin embargo, en este logro se presentan algunas dificultades. El énfasis que adjudicó al proceso
social, de tipo constitutivo, fue mitigado por la persistencia de un tipo de nacionalismo temprano, rela-
cionado con el supuesto de un progresivo desarrollo unilineal y con una versión del descubrimiento
de las “leyes científicas” de la sociedad. Esta situación debilitó la perspectiva constitutiva y fortaleció
una perspectiva más instrumental. Nuevamente, el acento puesto sobre la historia material, especial-
mente dentro de las polémicas necesarias para su establecimiento, se vio comprometido de un modo
muy especial. En lugar de producir una historia cultural material, que era el próximo movimiento fun-
damental, se produjo una historia cultural dependiente, secundaria, “superestructural”: un reino de
“meras” ideas, creencias, artes, costumbres, determinadas mediante la historia material básica. En este
punto, lo que interesa no es sólo el elemento de reducción; es la reproducción, de forma modificada, de
la separación entre la “cultura” y la vida social material que había conformado la tendencia dominante
del pensamiento cultural idealista. Por lo tanto, las posibilidades plenas del concepto de cultura, consi-
derada como un proceso social constitutivo creador de “estilos de vida” específicos y diferentes y que
pudo haber sido notablemente profundizada por el énfasis puesto en un proceso social material, se

Sólo uso con fines educativos 33


perdieron durante un tiempo muy prolongado y en la práctica eran sustituidas a menudo por un uni-
versalismo abstracto y unilineal. Al mismo tiempo, la significación del concepto alternativo de cultura,
que definía la “vida intelectual” y “las artes”, se vio comprometida por su aparente reducción a un sta-
tus “superestructural”, y fue abandonada a fin de que fuera desarrollada por aquellos que, en el mismo
proceso en que la idealizaban, eliminaban sus necesarias conexiones con la sociedad y la historia y, en
las áreas de la psicología, el arte y la creencia, desarrollaban un poderoso sentimiento alternativo del
propio proceso humano constitutivo. Por lo tanto, no resulta sorprendente que en el siglo XX este sen-
timiento alternativo haya llegado a cubrir y sofocar al marxismo, con alguna justificación, debido a sus
errores más obvios, pero sin tener que afrontar el verdadero desafío que se hallaba implícito, y muy
claro, en el originario planteamiento marxista.
En el complejo desarrollo sufrido por el concepto de “cultura”, que por supuesto ha sido actualmen-
te incorporado a sistemas y prácticas muy diferentes, existe una cuestión decisiva que aparecía una y
otra vez durante el período formativo del siglo XVIII y principios del siglo XIX, pero que en general se
perdió o al menos no fue desarrollado durante el primer estadio del marxismo. Es la cuestión del len-
guaje del hombre, que fue una comprensible preocupación de los historiadores de la “civilización” y
una cuestión fundamental, e incluso definitoria, para los teóricos del proceso constitutivo de la “cultura”,
desde Vico hasta Herder e incluso más allá de él. Ciertamente, para comprender todas las implicaciones
de la idea de un “proceso humano constitutivo” debemos volvernos hacia los cambiantes conceptos
del lenguaje.

Sólo uso con fines educativos 34


Lectura Nº2
Williams, Raymond, “Literatura”, en Marxismo y Literatura, Barcelona, España, Edi-
ciones Península, 1980, pp. 59-89.

3. Literatura

Es relativamente difícil comprender la “literatura” como concepto. En el uso corriente no parece


ser más que una descripción específica; y lo que se describe es, entonces, como regla, tan altamente
evaluado que se produce una transferencia verdaderamente inmediata y desapercibida de los valores
específicos de los trabajos particulares y de los tipos de trabajo respecto de los cuales opera como con-
cepto, del cual todavía se cree firmemente que es real y práctico. Ciertamente, la propiedad especial
de la “literatura” como concepto es que reclama este tipo de importancia y de prioridad en las realiza-
ciones concretas de muchos grandes trabajos particulares, en contraste con la “abstracción” y la “gene-
ralidad” de otros conceptos y de los tipos de prácticas que definen por contraste. En consecuencia, es
común ver definida a la “literatura” como la “plena, fundamental e inmediata experiencia humana”, habi-
tualmente con una observación asociada a “detalles minuciosos”. Por contraste, la “sociedad” es vista a
menudo como esencialmente general y abstracta: más las síntesis y los promedios de la vida humana
que la sustancia directa. Existen otros conceptos relacionados, tales como “política”, “sociología” o “ideo-
logía”, que son igualmente ubicados y desacreditados como meros caparazones exteriores endurecidos
en comparación con la experiencia viviente de la literatura.
La ingenuidad del concepto, en esta forma familiar, puede demostrarse de dos maneras: teórica-
mente e históricamente. Es cierto que se ha desarrollado una versión popular del concepto dentro
de una modalidad que parece protegerla, y en la práctica a menudo la protege, contra cualquiera de
ambos argumentos. Se ha forzado tanto la abstracción esencial de lo “personal” y lo “inmediato” que,
dentro de esta forma de pensamiento altamente desarrollada, se ha desintegrado todo el proceso de
abstracción. Ninguno de sus pasos puede trazarse de nuevo y la abstracción de lo “concreto” constituye
un círculo perfecto y virtualmente indestructible. Los argumentos que provienen de la historia o de la
teoría son simplemente una evidencia de la generalidad y la abstracción incurable que padecen quie-
nes los exponen. Por lo tanto, pueden ser rechazados desdeñosamente, a menudo sin necesidad de una
respuesta específica que solamente implicaría rebajarse a su nivel.
Es un sistema de abstracción poderoso y a menudo olvidado dentro del cual el concepto de “lite-
ratura” se torna activamente ideológico. La teoría puede hacer algo en su contra, en lo que se refiere al
reconocimiento necesario (para aquellos que realmente se hallan en contacto con la literatura, difícil-
mente exigirá una preparación prolongada) de que, sea lo que “ella” pueda ser, la literatura es el proceso
y el resultado de la composición formal dentro de las propiedades sociales y formales del lenguaje. La
supresión efectiva de este proceso y sus circunstancias, que se consigue trasmutando el concepto por
una equivalencia indiferenciada con la “experiencia vívida inmediata” (en algunos casos, en verdad, por
algo más que esto, de modo que las experiencias reales vividas de la sociedad y la historia se entienden
como si fueran menos particulares e inmediatas que las que corresponden a la literatura), constituye

Sólo uso con fines educativos 35


una proeza ideológica extraordinaria. El verdadero proceso que es específico, el de la composición real,
ha desaparecido efectivamente o ha sido desplazado hacia un procedimiento interno y autodemostra-
tivo en el que se cree genuinamente que la escritura de este tipo (aunque entonces se dan por senta-
das muchas cosas) es ella misma una “experiencia vívida inmediata”. Acudir a la historia de la literatu-
ra, en su gama inmensa y extraordinariamente variada, desde Mabinogion hasta Middlemarch, o desde
El Paraíso perdido hasta Prelude, provoca una duda momentánea, hasta que las numerosas categorías
dependientes del concepto toman el sitio que les corresponde: “mito”, “romance”, “ficción”, “ficción rea-
lista”, “épica”, “lírica”, “autobiografía”. Las que desde otro punto de vista podrían ser asumidas razonable-
mente como definiciones iniciales de los procesos y las circunstancias de la composición, se convierten,
dentro del concepto ideológico, en “formas” de lo que todavía se define triunfalmente como la “plena,
fundamental e inmediata experiencia humana”. Ciertamente, cuando cualquier concepto tiene un
desarrollo tan profundo y complejo, interno y especializado, difícilmente puede ser examinado o
cuestionado desde fuera. Si hemos de comprender su significación y los complicados hechos que en
parte revela y en parte oculta, debemos examinar el desarrollo del concepto mismo.
En su forma moderna, el concepto de “literatura” no surgió antes del siglo XVIII y no fue plenamen-
te desarrollado hasta el siglo XIX. Sin embargo, las condiciones de su surgimiento se habían generado
desde la época del Renacimiento. La palabra misma comenzó a ser utilizada por los ingleses en el siglo
XVI, a continuación de sus precedentes franceses y latinos; su raíz fue el término latino littera, letra del
alfabeto. Litterature, según su ortografía corriente originaria, fue efectivamente una condición de la lec-
tura: de ser capaz de leer y de haber leído. A menudo se aproximó al sentido del alfabetismo (literacy)
moderno, que no se incluyó en el lenguaje hasta las postrimerías del siglo XIX; su introducción se hizo
necesaria en parte por el movimiento que experimentó la literatura hacia un sentido diferente. El adje-
tivo normal asociado con literatura fue letrado (literate). Literato (literary) surgió en el siglo XVII con el
sentido de la capacidad y la experiencia de leer y no asumió su significado moderno diferenciado hasta
el siglo XVIII.
La literatura en tanto que categoría nueva fue, pues, una diferenciación del área originariamente
caracterizada como retórica y gramática: una especialización en la lectura y, en el contexto material del
desarrollo de la imprenta, en la palabra impresa y especialmente en el libro. Eventualmente, habría de
convertirse en una categoría más general que la de poesía o que la de la primitiva poesía sentimen-
tal, que habían sido los términos generales para la composición imaginativa pero que en relación con
el desarrollo de literatura se tornaron fundamentalmente especializados, a partir del siglo XVII, para la
composición métrica y especialmente para la composición métrica leída e impresa. Sin embargo, litera-
tura no fue jamás en su origen la composición activa —la “producción”— que la poesía había descrito.
Fue una categoría de tipo diferente, como la lectura anterior a la escritura. El uso característico puede
observarse en Bacon —“aprendió en toda la literatura y erudición, divina y humana”— y más reciente-
mente en Johnson —“tenía probablemente más que la literatura corriente, tal coma su hijo se refiere a
él en uno de sus más elaborados poemas latinos”. Es decir que la literatura era una categoría de uso y de
condición antes que de producción. Era una especialización particular de lo que hasta aquí había sido
observado como una actividad o una práctica, y una especialización, debido a las circunstancias, que se
produjo inevitablemente en términos de clase social. Según su sentido difundido originariamente, más

Sólo uso con fines educativos 36


allá del sentido desnudo de “alfabetismo” era una definición del saber “humano” o “culto”, y por lo tanto
especificaba una distinción social particular. Los nuevos conceptos políticos de “nación” y las nuevas
evaluaciones de lo “vernáculo” interactuaban con un énfasis constante sobre la “literatura”, como la “lec-
tura” en las lenguas “clásicas”. Aún así, en este primer estadio, durante el siglo XVIII, literatura fue origina-
riamente un concepto social generalizado que expresaba cierto nivel (minoritario) de realización edu-
cacional. Esta situación llevaba consigo una definición alternativa potencial y eventualmente realizada
de la literatura considerada refiriéndose a los “libros impresos”, los objetos en los cuales, y a través de los
cuales, se demostraba esta realización.
Es importante que, dentro de los términos de este desarrollo, la literatura incluyera normalmente
todos los libros impresos. No había necesidad de especialización en lo que se refería a las obras “ima-
ginativas”. La literatura fue todavía, primeramente, la capacidad de leer y la experiencia de leer, y esto
incluía la filosofía, la historia y los ensayos tanto como los poemas. ¿Eran “literatura” las nuevas novelas
del siglo XVIII? El primer enfoque de esta cuestión no se ocupó de la definición de su modo o su conte-
nido, sino que la refirió a las pautas del saber “culto” o “humano”. ¿Era literatura el drama? Esta cuestión
habría de inquietar a generaciones sucesivas, debido no a cualquier dificultad circunstancial, sino a los
límites prácticos que presentaba la categoría. Si la literatura era la lectura, podría decirse que un estilo
escrito para ser leído es literatura, y si no es así, ¿en qué situación se hallaba Shakespeare? (Aunque, por
supuesto, hoy podría ser leído; esto fue posible, y “literario”, a través de los textos).
La definición indicada por este desarrollo se ha conservado a cierto nivel. La literatura perdió su
sentido originario como capacidad de lectura y experiencia de lectura y se convirtió en una categoría
aparentemente objetiva de libros impresos de cierta calidad. Los intereses de un “editor literario” o de
un “suplemento literario” todavía serían definidos de este modo. Sin embargo, pueden distinguirse tres
tendencias conflictivas: primero, un desplazamiento desde el concepto de “saber” hacia los de “gusto” o
“sensibilidad”, como criterio que define la calidad literaria; segundo, una creciente especialización de la
literatura en el sentido de los trabajos “creativos” o “imaginativos”; tercero, un desarrollo del concepto
de “tradición dentro de los términos nacionales que culminó en una definición más efectiva de “una
literatura nacional”. Las fuentes de cada una de estas tendencias pueden ser distinguidas a partir del
Renacimiento, pero fue en los siglos XVIII y XIX cuando irrumpieron más poderosamente hasta que se
convirtieron, durante el siglo XX, en supuestos efectivamente admitidos. Podemos examinar más cuida-
dosamente cada una de estas tendencias.
El desplazamiento desde el concepto de “saber” a los de “gusto” o “sensibilidad” constituyó de
modo efectivo el estadio final de un desplazamiento iniciado a partir de una profesión ilustrada para-
nacional, con su originaria base social ubicada en la Iglesia y más tarde en las universidades, y con las
lenguas clásicas operando como material compartido, hasta alcanzar una profesión cada vez más defi-
nida por su posición de clase de la que se derivaban fundamentalmente los criterios generales, aplica-
bles en otros campos además del correspondiente a la literatura. En Inglaterra, algunos rasgos específi-
cos del desarrollo burgués fortalecieron este desplazamiento; “el amateur cultivado” constituyó uno de
sus elementos, pero el “gusto” y la “sensibilidad” fueron fundamentalmente los conceptos unificadores,
en términos de clase, y pudieron aplicarse a una gama muy amplia, desde el comportamiento público
y privado hasta (como lamentaba Wordsworth) el vino o la poesía. El “gusto” y la “sensibilidad”, como

Sólo uso con fines educativos 37


definiciones subjetivas de criterios aparentemente objetivos (que adquieren su objetividad aparente
en un sentimiento de clase activamente consensual) y al mismo tiempo definiciones aparentemente
objetivas de cualidades subjetivas, son categorías característicamente burguesas.
La “crítica” es un concepto fundamentalmente asociado a este mismo desarrollo. Como término
nuevo, desde el siglo XVII se desarrolló (manteniendo siempre relaciones difíciles con su sentido gene-
ral y persistente de crítica y censura) a partir de los “comentarios” sobre literatura, dentro del criterio
“aprendido”, hasta el ejercicio consciente del “gusto”, la “sensibilidad” y la “discriminación”. Se convirtió
en una forma significativamente especial de la tendencia general que experimentaba el concepto de
literatura hacia una acentuación del uso o del consumo (conspicuo) de trabajos más que a su produc-
ción. Mientras que los hábitos del uso y el consumo todavía eran criterios de una clase relativamente
integrada, poseían sus fuerzas y sus debilidades características. El “gusto” en literatura podría confundir-
se con el “gusto” en relación con cualquier otra cosa; sin embargo, en términos de clase, las respuestas
a la literatura estaban notablemente integradas y la relativa integración del “público lector” (término
característico de la definición) constituyó base propicia para una importante producción literaria. La
confianza en la “sensibilidad” como forma especial de un énfasis empleado en relación con la respuesta
“humana” global tenía debilidades obvias en su tendencia a separar el “sentimiento” del “pensamiento”
(junto con un vocabulario asociado que comprendía lo “subjetivo” y lo “objetivo”, lo “inconsciente” y lo
“consciente”, lo “privado” y lo “público”). Al mismo tiempo servía, en el mejor de los casos, para insistir
sobre la sustancia “inmediata” y “vívida” (donde su contraste con la tradición “aprendida” resultaba espe-
cialmente marcado). Verdaderamente, sólo en la medida en que esta clase perdió su dominio y su cohe-
sión relativos, la debilidad de los conceptos en tanto que conceptos se hizo evidente. Y constituye una
evidencia, al menos, de su hegemonía residual, el que la crítica, asumida por las universidades como
una nueva disciplina consciente para ser practicada por lo que se convirtió en una nueva profesión
paranacional, conservó estos conceptos de clase básicos a pesar de los intentos de establecer nuevos
criterios abstractamente objetivos. Con una mayor seriedad, la crítica fue asumida como una definición
natural de los estudios literarios, definidos ellos mismos por la categoría especializada (libros editados
y de cierta calidad) de la literatura. Por lo tanto, estas formas que asumen los conceptos de literatura y
crítica son, desde la perspectiva del desarrollo social histórico, formas de control y especialización de
una clase sobre una práctica social general y de una limitación de clase sobre las cuestiones que ésta
debería elaborar.
El proceso de especialización de la “literatura” en el sentido de los trabajos “creativos” o “imaginativos”
resulta mucho más complicado. En parte es una fuerte respuesta afirmativa, en nombre de una “creativi-
dad” humana esencialmente general, a las formas socialmente represivas e intelectualmente mecánicas
de un nuevo orden social: el orden social del capitalismo, y especialmente del capitalismo industrial. La
especialización práctica del trabajo para la producción asalariada de mercancías; en estos términos, de
la “existencia” al “trabajo”; desde el lenguaje hacia el trasvase de “mensajes” “informativos” o “racionales”;
desde las relaciones sociales hasta las funciones dentro de un orden político y económico sistemático;
todas estas presiones y todos estos límites fueron desafiados en nombre de una “imaginación” o “creati-
vidad” plena y liberadora. Las aserciones románticas principales, que dependen de estos conceptos, tie-
nen una forma de acción significativamente absoluta, desde la política y la naturaleza hasta el trabajo y el

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arte. En este período, la “literatura” adquirió una nueva resonancia; sin embargo, no era todavía una reso-
nancia especializada. Esto llegó con posterioridad en la medida en que, contra todas las presiones de un
orden capitalista industrial, la aserción se volvió defensiva y reservada cuando una vez había sido positiva
y absoluta. En el “arte” y la “literatura”, las cualidades humanas esenciales y salvadoras, en una primera fase
deben ser “desplegadas”; y en una última fase, deben ser “preservadas”.
Hubo una serie de conceptos que se desarrollaron conjuntamente. El concepto de “arte” fue des-
plazado desde su sentido de capacidad humana general hasta una esfera de acción especial, definida
por la “imaginación” y la “sensibilidad”. Durante el mismo período, el concepto de “estética” se desplazó
desde su sentido de percepción general hacia la categoría especializada de lo “artístico” y lo “bello”. La
“ficción” y el “mito” (un nuevo término que proviene de los primeros años del siglo XIX) podrían ser con-
siderados desde la posición de clase dominante como “fantasías” o “mentiras”, aunque desde esta posi-
ción alternativa fueron honrados como portadores de la “verdad imaginativa”. Se otorgó a los concep-
tos de romance y “romántico” un nuevo y especializado acento positivo. El concepto de “literatura” se
movilizó junto a todos ellos. El amplio significado general todavía era utilizable; sin embargo, comenzó
a predominar firmemente un nuevo significado especializado en torno a las cualidades distintivas de
lo “imaginativo” y lo “estético”. El “gusto” y la “sensibilidad” habían comenzado como categorías de una
condición social. Dentro de la nueva especialización se asignaron cualidades comparables, aunque más
elevadas, a “las propias obras”, a los “objetos estéticos”.
Sin embargo, todavía existía una duda sustancial. Consistía en si las cualidades elevadas habían
de ser asignadas a la dimensión “imaginativa” (acceder a una verdad “más elevada” o “más profunda”
que la realidad “cotidiana”, “objetiva” o “científica”; demanda que era conscientemente sustituida por
las demandas tradicionales de la religión) o a la dimensión “estética” (la “belleza” del lenguaje o del
estilo). Dentro de la especialización de la literatura, las escuelas alternativas impusieron uno u otro de
estos acentos; sin embargo existieron asimismo intentos repetidos de fusionarlos, asimilando idénti-
camente la “verdad” y la “belleza” o la “verdad” y la “vitalidad del lenguaje”. Bajo una presión constante,
estos asertos se convirtieron no sólo en afirmaciones positivas, sino también en aserciones negati-
vas y comparativas contra todos los demás modos: no sólo contra la “ciencia” y la “sociedad” —los
modos abstractos y generalizadores de otros “tipos” de experiencia— y no sólo contra otros tipos de
escritura —ahora especializados a su vez como “discursiva” o “factual”—, sino, irónicamente, contra
gran parte de la propia “literatura”, la “mala” escritura, la escritura “popular”, la “cultura de masas”. Por lo
tanto, la categoría que había parecido objetiva, “todos los libros impresos”, a la que se había adjudica-
do un fundamento social de clase, el “saber culto” y el dominio del “gusto” y la “sensibilidad”, se convir-
tieron en un área necesariamente selectiva y autodeterminante: no toda la “ficción” era “imaginativa”;
no toda la “literatura” era “literatura”. La “crítica” adquirió una gran importancia nueva y efectiva, ya
que se había convertido en el único medio de validar esta categoría selectiva y especializada. Con-
sistía en una discriminación de las obras auténticamente “grandes” o “principales”, con la consecuente
categorización de obras “menores” y una exclusión efectiva de las obras “malas” o “insignificantes”, a
la vez que una comunicación y una realización prácticas de los “principales” valores. Lo que se había
reclamado para el “arte” y la “imaginación creativa” en los asertos románticos fundamentales se recla-
maba ahora para la “crítica” considerada como una “disciplina” y una actividad “humana” fundamental.

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Este desarrollo dependía, en primer lugar, de una elaboración del concepto de “tradición”. La idea de
una “literatura nacional” había crecido vigorosamente desde la época del Renacimiento. Produjo todas
las fuerzas positivas del nacionalismo cultural y sus verdaderas realizaciones. Llevó consigo el senti-
miento de la “grandeza” o la “gloria” del lenguaje nativo, del cual, antes del Renacimiento, se había reali-
zado una apología convencional comparándolo con el orden “clásico”. Cada una de estas ricas y fuertes
realizaciones había sido verdadera; la “literatura nacional” y el “lenguaje principal” se hallaban, ahora,
efectivamente “allí”. Sin embargo, dentro de la especialización de la “literatura”, cada uno fue redefinido
de modo que pudiera ser conducido en el sentido de la identidad con los “valores literarios” selectivos
y autodeterminantes. La “literatura nacional” dejó muy pronto de ser historia para convertirse en tradi-
ción. No era, ni siquiera teóricamente, todo lo que se había escrito o todos los tipos de escritos. Era una
selección que culminó, de un modo circular definido, en los “valores literarios” que estaba afirmando
la “crítica”. Se produjeron frecuentes disputas locales que deben ser incluidas, o excluidas como ocurre
comúnmente, en la definición de esta “tradición”. Haber sido inglés y haber escrito no significaba de nin-
gún modo pertenecer a la “tradición literaria inglesa”, del mismo modo que ser inglés y hablar el inglés
no ejemplificaba de ningún modo la “grandeza” del lenguaje; en realidad, la práctica de la mayoría de
los angloparlantes era citada a menudo precisamente como “ignorancia”, “traición” o “degradación” de
esta “grandeza”. La selectividad y la autodefinición, que constituían los procesos evidentes de la “críti-
ca” de este tipo, eran proyectados no obstante como “literatura”, como “valores literarios” y finalmente
incluso como “el carácter inglés esencial”: la ratificación absoluta de un proceso consensual limitado y
especializado. Oponerse a los términos de esta ratificación significaba estar “contra la literatura”.
Uno de los signos que revelan el éxito de esta categorización de la literatura es que incluso el mar-
xismo ha manifestado poco ímpetu contra ella. Con seguridad, el propio Marx se ocupó muy poco de
ello. Sus exposiciones incidentales característicamente inteligentes y bien informadas sobre la verdade-
ra literatura son citadas actualmente con mucha frecuencia, defensivamente, como una evidencia de la
flexibilidad humana del marxismo, cuando realmente deberían citarse (sin ninguna devaluación espe-
cial) como una evidencia de la gran dependencia que, en estas cuestiones, tenía de las convenciones y
categorías de su época. Por lo tanto, el desafío radical del énfasis puesto sobre la “conciencia práctica”
jamás superó las categorías de la “literatura” y la “estética”, y, en este campo, siempre existieron dudas en
cuanto a la aplicación práctica de las proposiciones que se declaraban fundamentales y decisivas en
prácticamente todos los demás sitios.
Cuando eventualmente se produjo una aplicación de este tipo, en la tradición marxista tardía, se
manifestó mediante tres tipologías principales: un intento de asimilación de la “literatura” a la “ideolo-
gía”, que en la práctica era poco más que golpear una contra otra a dos categorías inadecuadas; una
efectiva e importante inclusión de la “literatura popular” —la “literatura del pueblo”— como parte nece-
saria aunque negada de la “tradición literaria”; y un intento sostenido aunque desigual de relacionar la
“literatura” con la historia económica y social dentro de la cual “ella” se había producido. Cada uno de
estos dos últimos intentos ha sido muy significativo. En el primero, la “tradición” ha sido genuinamente
desplegada. En el último, ha existido una efectiva reconstitución, sobre áreas más amplias, de la prác-
tica social histórica, que hace mucho más problemática la abstracción de los “valores literarios” y que,
más positivamente, permite nuevos tipos de lecturas y nuevos tipos de cuestiones sobre “las propias

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obras”. Esta situación se ha conocido, especialmente, como “crítica marxista” (una variante radical de la
práctica burguesa establecida), aunque se había producido otro trabajo sobre bases muy diferentes a
partir de una historia social más amplia y de concepciones más amplias sobre “el pueblo”,“el lenguaje” y
“la nación”.
Resulta significativo que la “crítica marxista” y los “estudios literarios marxistas” hayan tenido un
éxito mayor, en términos corrientes, cuando han trabajado dentro de la categoría admitida de “literatu-
ra”, que pueden haber desplegado e incluso revaluado pero que jamás han cuestionado o se han opues-
to radicalmente. Por contraste, lo que parecía ser una revaluación teórica fundamental en el intento de
asimilación a la “ideología”, resultó un fracaso desastroso, y, dentro de este campo, comprometió funda-
mentalmente el status del propio marxismo. Sin embargo, se han producido durante el último medio
siglo otras tendencias más significativas. Lukács contribuyó a la profunda revaluación de “la estética”. La
Escuela de Frankfurt, con su especial énfasis en el arte, emprendió una sostenida reexaminación de la
“producción artística”, centralizada en el concepto de “mediación”. Goldmann emprendió una revalua-
ción radical del “tema creativo”. Las variantes marxistas del formalismo se encargaron de la redefinición
radical de los procesos de la escritura, con nuevas utilizaciones de los conceptos de “signos” y “textos”
y con un rechazo significativamente asociado de la “literatura” considerada como una categoría. Los
métodos y los problemas indicados por estas tendencias serán examinados en detalle más adelante.
No obstante, la fractura teórica fundamental se produce por el reconocimiento de la “literatura”
como una categoría social e histórica especializante. Debería resultar evidente que esta situación no
disminuye su importancia. Precisamente porque es histórico, un concepto clave de una fase principal
de una cultura constituye la evidencia decisiva de una forma particular del desarrollo social del lengua-
je. Dentro de sus términos, se realizó un trabajo de una importancia notable y permanente en las rela-
ciones específicamente sociales y culturales. Sin embargo, lo que ha estado ocurriendo en nuestro pro-
pio siglo es una profunda transformación de estas relaciones directamente conectada con los cambios
producidos en los medios de producción básicos. Estos cambios resultan más evidentes en las nuevas
tecnologías del lenguaje que han movilizado la práctica más allá de la tecnología de la impresión rela-
tivamente uniforme y especializada. Los cambios principales son los que corresponden a la transmisión
electrónica, al registro del habla y la escritura para el habla y la composición y transmisión químicas
y electrónicas de las imágenes, en complejas relaciones con el habla y con la escritura para el habla,
incluyendo imágenes que pueden —ellas mismas— ser “escritas”. Ninguno de estos medios invalida la
impresión y ni siquiera disminuye su importancia específica; sin embargo, no son simples agregados de
ella o meras alternativas. En sus complejas relaciones e interrelaciones configuran una nueva práctica
sustancial del propio lenguaje social sobre una esfera de acción que va desde las alocuciones públicas
y la representación manifiesta hasta el “discurso interior” y el pensamiento verbal, ya que son siempre
algo más que nuevas tecnologías en un estudio limitado. Son medios de producción desarrollados en
relaciones directas aunque complejas junto con relaciones culturales y sociales profundamente cam-
biantes y difundidas: cambios reconocidos en todas partes como profundas transformaciones políticas
y económicas. No es en absoluto sorprendente que el concepto especializado de “literatura” desarrolla-
do en precisas formas de correspondencia con una clase social particular, una particular organización
del saber y la apropiada tecnología particular de la impresión, sea invocado actualmente con tanta fre-

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cuencia y con un mal humor de índole retrospectiva, nostálgica o reaccionaria como una forma de opo-
sición a lo que es correctamente comprendido como una nueva fase de la civilización. La situación es
comparable, desde una perspectiva histórica, a la invocación de lo divino y lo sacro, y del saber divino y
sacro, contra el nuevo concepto humanista de la literatura, dentro de la difícil y debatida transición de
la sociedad feudal a la sociedad burguesa.
Lo que puede observarse en cada transición es un desarrollo histórico del propio lenguaje social:
hallando nuevos medios, nuevas formas y posteriormente nuevas definiciones de una cambiante con-
ciencia práctica. Una gran parte de los valores activos de la “literatura” deben ser comprendidos, por
tanto, no como valores ligados al concepto, que los limitaría y los sintetizaría, sino como elementos de
una práctica cambiante y continua que se está movilizando sustancialmente más allá de las formas
antiguas y que actualmente lo hace a nivel de la redefinición teórica.

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Lectura Nº3
Adorno, Theodor y Horkheimer, Max, “Concepto de Ilustración”, en Dialéctica de la
Ilustración, Fragmentos Filosóficos, Madrid, Editorial Tecnos, 2004, pp. 59-65.

CONCEPTO* DE ILUSTRACIÓN

La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido


desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tie-
rra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad. El programa de la Ilus-
tración era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación
mediante la ciencia. Bacon, “el padre de la filosofía experimental”, 1 recoge ya los diversos motivos. Él
desprecia a los partidarios de la tradición, que “primero creen que otros saben lo que ellos no saben;
y después, que ellos mismos saben lo que no saben. Sin embargo, la credulidad, la aversión frente a la
duda, la precipitación en las respuestas, la pedantería cultural, el temor a contradecir, la falta de objeti-
vidad, la indolencia en las propias investigaciones, el fetichismo verbal, el quedarse en conocimientos
parciales: todas estas actitudes y otras semejantes han impedido el feliz matrimonio del entendimiento
humano con la naturaleza de las cosas y, en su lugar, lo han ligado a conceptos vanos y experimentos
sin plan. Es fácil imaginar los frutos y la descendencia de una relación tan gloriosa. La imprenta, una
invención tosca; el cañón, una que estaba ya en el aire; la brújula, en cierto modo ya conocida antes:
¡qué cambios no han originado estos tres inventos, uno en el ámbito de la ciencia, otro en el de la gue-
rra, y el tercero en el de la economía, el comercio y la navegación! Y nos hemos tropezado y encontrado
con ellos, repito, sólo de casualidad. Por tanto, la superioridad del hombre reside en el saber: de ello no
cabe la menor duda. En él se conservan muchas cosas que los reyes con todos sus tesoros no pueden
comprar, sobre las cuales no rige su autoridad, de las cuales sus espías y delatores no recaban ninguna
noticia y hacia cuyas tierras de origen sus navegantes y descubridores no pueden enderezar el curso.
Hoy dominamos la naturaleza en nuestra mera opinión, mientras estamos sometidos a su necesidad;
pero si nos dejásemos guiar por ella en la invención, entonces podríamos ser sus amos en la práctica”. 2
Aunque ajeno a la matemática, Bacon ha captado bien el modo de pensar de la ciencia que vino
tras él. La unión feliz que tiene en mente entre el entendimiento humano y la naturaleza de las cosas es
patriarcal: el intelecto que vence a la superstición debe dominar sobre la naturaleza desencantada. El
saber, que es poder, no conoce límites, ni en la esclavización* de las criaturas ni en la condescendencia

* “concepto/1944”: “Dialéctica”.
1 Voltaire, Lettres philosophiques, XII, en Oeuvres completes, Garnier, Paris, 1879, vol. XXII, 118 (trad. cast. Cartas filosóficas, Alian-
za, Madrid, 1988, 87).
2 F. Bacon, In Praise of Knowledge. Miscellaneous Tracts Upon Human Philosophy, en The Works of Fancis Bacon, Ed. Basil Monta-

gu, London, 1825, vol. I, 254 s.


* “esclavización”/1944: “explotación”.

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para con los señores del mundo. Del mismo modo que se halla a disposición de los objetivos de la eco-
nomía burguesa, en la fábrica y en el campo de batalla, así está también a disposición de los empren-
dedores, sin distinción de origen. Los reyes no disponen de la técnica más directamente que los comer-
ciantes: ella es tan democrática como el sistema económico** con el que se desarrolla. La técnica es la
esencia de tal saber. Éste no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del conocimiento,
sino al método, a la explotación del trabajo de los otros,*** al capital. Las múltiples cosas que según
Bacon todavía reserva son, a su vez, sólo instrumentos: la radio, como imprenta sublimada; el avión de
caza, como artillería más eficaz; el telemando, como la brújula más segura. Lo que los hombres quie-
ren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres.
Ninguna otra cosa cuenta. Sin consideración para consigo misma, la Ilustración ha consumido hasta el
último resto de su propia autoconciencia. Sólo el pensamiento que se hace violencia a sí mismo es lo
suficientemente duro para quebrar los mitos. Frente al triunfo actual del sentido de los hechos, incluso
el credo nominalista de Bacon resultaría sospechoso de metafísica y caería bajo el veredicto de vani-
dad que él mismo dictó sobre la escolástica. Poder y conocimiento son sinónimos.3 La estéril felicidad
del conocimiento es lasciva para Bacon tanto como para Lutero. Lo que importa no es aquella satisfac-
ción que los hombres llaman verdad, sino la operación, el procedimiento eficaz. “El verdadero fin y la
función de la ciencia” residen no “en discursos plausibles, divertidos, memorables o llenos de efecto, o
en supuestos argumentos evidentes, sino en el obrar y trabajar, y en el descubrimiento de datos hasta
ahora desconocidos para un mejor equipamiento y ayuda en la vida”. 4 No debe existir ningún misterio,
pero tampoco el deseo de su revelación.
El desencantamiento del mundo es la liquidación del animismo. Jenófanes ridiculiza la multiplici-
dad de los dioses porque se asemejan a los hombres, sus creadores, con todos sus accidentes y defec-
tos, y la lógica más reciente denuncia las palabras acuñadas del lenguaje como falsas monedas que
deberían ser sustituidas por fichas neutrales. El mundo se convierte en caos y la síntesis en salvación.
Ninguna diferencia debe haber entre el animal totémico, los sueños del visionario* y la idea absoluta.
En el camino hacia la ciencia moderna los hombres renuncian al sentido. Sustituyen el concepto por
la fórmula, la causa por la regla y la probabilidad. La causa ha sido sólo el último concepto filosófico
con el que se ha medido la crítica científica, en cierto modo porque era la única de las viejas ideas que
se le enfrentaba, la secularización más tardía del principio creador. Definir oportunamente sustancia
y cualidad, actividad y pasión, ser y existencia, ha sido desde Bacon un objetivo de la filosofía; pero la
ciencia pasaba ya sin estas categorías. Habían sobrevivido como idola theatri de la vieja metafísica, y
ya en tiempos de ésta eran monumentos de entidades y poderes de la prehistoria, cuya vida y muer-

** “sistema económico”/1944: “el capitalismo”.


*** “explotación... otros”/1944: “disposición sobre el trabajo ajeno”.
3 Cf. F. Bacon, Novum Organum, en o. c., vol. XIV, 31 (trad. cast., Novum Organum. Aforismos sobre la interpretación de la natura-

leza y el reino del hombre, Orbis, Barcelona, 1985, 27).


4 F. Bacon, Valerius Terminus, of the Interpretation of nature, en o. c., vol. I, 281.

* (Alusión a la polémica de Kant con Swedenborg: “Träume eines Geistersehers, erläutert durch Träume der Metaphysik”
[1766], en Werke, ed. W. Weischedel, vol. I, Darmstadt, 1963; trad. cast, Los sueños de un visionario explicados por los sueños de
la metafísica, Alianza, Madrid, 1987).

Sólo uso con fines educativos 44


te habían sido interpretadas y entretejidas en los mitos. Las categorías mediante las cuales la filoso-
fía occidental definía el orden eterno de la naturaleza indicaban los lugares anteriormente ocupados
por Ocno y Perséfone, Ariadna y Nereo. Las cosmologías presocráticas fijan el momento del tránsito. Lo
húmedo, lo informe, el aire, el fuego, que aparecen en ellas como materia prima de la naturaleza, son
precipitados apenas racionalizados de la concepción mítica. Del mismo modo que las imágenes de la
generación a partir del río y de la tierra, que desde el Nilo llegaron a los griegos, se convirtieron allí en
principios hilozoicos, es decir, en elementos, así la exuberante ambigüedad de los demonios míticos se
espiritualizó enteramente en la pura forma de las entidades ontológicas. Mediante las Ideas de Platón,
finalmente, también los dioses patriarcales del Olimpo fueron absorbidos por el logos filosófico. Pero
la Ilustración reconoció en la herencia platónica y aristotélica de la metafísica a los antiguos poderes y
persiguió como superstición la pretensión de verdad de los universales. En la autoridad de los concep-
tos universales cree aún descubrir el miedo a los demonios, con cuyas imágenes los hombres trataban
de influir sobre la naturaleza en el ritual mágico. A partir de ahora la materia debe ser dominada por
fin sin la ilusión de fuerzas superiores o inmanentes, de cualidades ocultas. Lo que no se doblega al
criterio del cálculo y la utilidad es sospechoso para la Ilustración. Y cuando ésta puede desarrollarse sin
perturbaciones de coacción externa, entonces no existe ya contención alguna. Sus propias ideas de los
derechos humanos corren en ese caso la misma suerte que los viejos universales. Ante cada resistencia
espiritual que encuentra, su fuerza no hace sino aumentar.5 Lo cual deriva del hecho de que la Ilustra-
ción se reconoce a sí misma incluso en los mitos. Cualesquiera que sean los mitos que ofrecen resisten-
cia, por el solo hecho de convertirse en argumentos en tal conflicto, esos mitos se adhieren al principio
de la racionalidad analítica, que ellos mismos reprochan a la Ilustración. La Ilustración es totalitaria.
En la base del mito la Ilustración ha visto siempre antropoformismo: la proyección de lo subjetivo
en la naturaleza.6 Lo sobrenatural, espíritus y demonios, es reflejo de los hombres que se dejan ate-
rrorizar por la naturaleza. Las diversas figuras míticas pueden reducirse todas, según la Ilustración, al
mismo denominador: al sujeto. La respuesta de Edipo al enigma de la Esfinge: “Es el hombre” se repite
indiscriminadamente como explicación estereotipada de la Ilustración, tanto si se trata de un fragmen-
to de significado objetivo, como del perfil de un ordenamiento, del miedo a los poderes malignos o de
la esperanza de salvación. La Ilustración reconoce en principio como ser y acontecer sólo aquello que
puede reducirse a la unidad; su ideal es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas. En
ese punto no hay distinción entre sus versiones racionalista y empirista. Aunque las diferentes escuelas
podían interpretar diversamente los axiomas, la estructura de la ciencia unitaria era siempre la misma.
El postulado baconiano de Una scientia universalis7 es, a pesar del pluralismo de los campos de investi-
gación, tan hostil a lo que escapa a la relación como la mathesis universalis leibniziana al salto. La multi-
plicidad de figuras queda reducida a posición y estructura, la historia a hechos, las cosas a materia. Entre

5 Cf. G. W. F. Hegel, Phänomenologie des Geistes. Werke, vol. II, 410 s. (trad. cast. De W. Roces, Fenomenología del espíritu, FCE,
México 1988, 319).
6 Jenófanes, Montaigne, Hume, Feuerbach y Salomon Reinach coinciden en este punto. Sobre S. Reinach, cf. su obra Orpheus,
trad. ingl. de F. Simmons, London y New York, 1909,6 s. (trad. cast. Orfeo, Istmo, Madrid, 1985).
7 F. Bacon, De augmentis scientiarum, en o.c., vol. VIII, 152.

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los principios supremos y las proposiciones empíricas debe darse, también según Bacon, una evidente
relación lógica a través de los diferentes grados de universalidad. De Maistre se burla de él diciendo que
cultiva “une idole d’echelle”. 8 La lógica formal ha sido la gran escuela de la unificación. Ella ofreció a los
ilustrados el esquema de la calculabilidad del mundo. La equiparación mitologizante de las ideas con
los números en los últimos escritos de Platón expresa el anhelo de toda desmitologización: el número
se convirtió en el canon de la Ilustración. Y las mismas equiparaciones dominan la justicia burguesa y el
intercambio de mercancías. “¿No es acaso la regla de que sumando lo impar a lo par se obtiene impar
un principio elemental tanto de la justicia como de la matemática? ¿Y no existe una verdadera coinci-
dencia entre justicia conmutativa y justicia distributiva, de una parte, y entre proporciones geométri-
cas y proporciones aritméticas, por otra?” 9 La sociedad burguesa se halla dominada por lo equivalente.
Ella hace comparable lo heterogéneo reduciéndolo a grandezas abstractas. Todo lo que no se agota en
números, en definitiva en el uno, se convierte para la Ilustración en apariencia; el positivismo moderno
lo confina en la literatura. Unidad ha sido el lema desde Parménides hasta Russel. Se mantiene el empe-
ño en la destrucción de los dioses y las cualidades.
Pero los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto de ésta. En el cálculo cientí-
fico del acontecer queda anulada la explicación que el pensamiento había dado de él en los mitos.
El mito quería narrar, nombrar, contar el origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar. Esta
tendencia se vio reforzada con el registro y la recopilación de los mitos. Pronto se convirtieron de
narración en doctrina. Todo ritual contiene una representación del acontecer, así como del proceso
concreto que ha de ser influido por el embrujo. Este elemento teórico del ritual se independizó en
las epopeyas más antiguas de los pueblos. Los mitos, tal como los encontraron los Trágicos, se hallan
ya bajo el signo de aquella disciplina y aquel poder que Bacon exalta como meta. En el lugar de los
espíritus y demonios locales se había introducido el cielo y su jerarquía; en el lugar de las prácticas
exorcizantes del mago y de la tribu, el sacrificio bien escalonado y el trabajo de los esclavos media-
tizado por el comando. Las divinidades olímpicas no son ya directamente idénticas a los elementos;
ellas los simbolizan solamente. En Homero, Zeus preside el cielo diurno, Apolo guía el sol, Helio y
Eos se hallan ya en los límites de la alegoría. Los dioses se separan de los elementos como esencias
suyas. A partir de ahora, el ser se divide, por una parte, en el logos, que con el progreso de la filosofía
se reduce a la mónada, al mero punto de referencia, y, por otra, en la masa de todas las cosas y criatu-
ras exteriores. La sola diferencia entre el propio ser y la realidad absorbe todas las obras. Si se dejan
de lado las diferencias, el mundo queda sometido al hombre. En ello concuerdan la historia judía de
la creación y la religión olímpica: “... y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en
las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra”. 10 “Oh,
Zeus, padre Zeus, tuyo es el dominio del cielo, y tú abarcas con tu mirada desde lo alto las acciones
de los hombres, las justas como las malvadas, e incluso la arrogancia de los animales, y te complace

8 Les Soirées de Saint-Pétersbourg. 5ième entretien, en Oeuvres complètes. Lyon, 1891, vol. IV, 356 (trad. cast. Las veladas de San
Petersburgo, Espasa-Calpe, Madrid, sin fecha).
9 F. Bacon, Advancement of Learning, en o. c., vol. II, 126.
10 Gn 1,26.

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la rectitud”.11 “Puesto que las cosas son así, uno expía inmediatamente y otro más tarde; pero inclu-
so si alguien pudiera escapar y no lo alcanzara la amenazadora fatalidad de los dioses, tal fatalidad
termina indefectiblemente por cumplirse, e inocentes deben expiar la acción, ya sean sus hijos, ya
una generación posterior”. 12 Frente a los dioses permanece sólo quien se somete sin reservas. El des-
pertar del sujeto se paga, con el reconocimiento del poder en cuanto principio de todas las relacio-
nes. Frente a la unidad de esta razón, la distinción entre Dios y el hombre queda reducida a aquella
irrelevancia a la que la razón, imperturbable, apunto ya precisamente desde la más primitiva crítica
homérica. En cuanto señor de la naturaleza, el dios creador y el espíritu ordenador se asemejan. La
semejanza del hombre con Dios consiste en la soberanía sobre lo existente, en la mirada del patrón,
en el comando.
El mito se disuelve en Ilustración y la naturaleza en mera objetividad. Los hombres pagan el acre-
centamiento de su poder con la alineación de aquello sobre lo cual lo ejercen. La Ilustración se relacio-
na con las cosas como el dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en que puede mani-
pularlos. El hombre de la ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas. De tal modo, el
en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se revela la esencia de las cosas siem-
pre como lo mismo: como materia o substrato de dominio. Esta identidad constituye la unidad de la
naturaleza. Una unidad que, como la del sujeto, no se presuponía en el conjuro mágico. Los ritos del
chamán se dirigían al viento, a la lluvia, a la serpiente en el exterior o al demonio en el enfermo, y no a
elementos o ejemplares. No era uno y el mismo espíritu el que practicaba la magia; variaba de acuerdo
con las máscaras del culto, que debían asemejarse a los diversos espíritus. La magia es falsedad san-
grienta, pero en ella no se llega aún a la negación aparente del dominio que consiste en que éste, con-
vertido en la pura verdad, se constituye en fundamento del mundo caído en su poder. El mago se ase-
meja a los demonios: para asustarlos o aplacarlos, él mismo se comporta de forma aterradora o amable.
Aunque su oficio es la repetición, no se ha proclamado aún —como el hombre civilizado, para quien
los modestos distritos de caza se convertirán en el cosmos unitario, en la esencia de toda posibilidad
de presa— imagen y semejanza del poder invisible. Sólo en cuanto tal imagen y semejanza alcanza el
hombre la identidad del sí mismo, que no puede perderse en la identificación con el otro, sino que se
posee de una vez para siempre como máscara impenetrable. Es la identidad del espíritu y su correlato,
la unidad de la naturaleza, ante la que sucumbe la multitud de las cualidades. La naturaleza así desca-
lificada se convierte en material caótico de pura división, y el sí mismo omnipotente en mero tener, en
identidad abstracta. En la magia se da una sustituibilidad específica. Lo que le acontece a la lanza del
enemigo, a su pelo, a su nombre, le sucede al mismo tiempo a su persona; en lugar de Dios es masa-
crada la víctima sacrificial. La sustitución en el sacrificio significa un paso hacia la lógica discursiva. Aun
cuando la cierva que se había de sacrificar por la hija y el cordero por el primogénito debían poseer
aún cualidades específicas, representaban ya sin embargo la especie. Llevaban en sí la arbitrariedad del
ejemplar. Pero el carácter sagrado del hic et nunc, la unicidad del elegido, que adquiere el sustituto, lo

11 Arquíloco, fragm. 87, cit. según Deussen, Allgemeine Geschichte der Philosophie, vol. II, Sección I, Leipzig 1911, 18.
12 Solón, fragm. 13, vers. 25 s, citado según Deussen, o. c., 20.

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diferencia radicalmente, lo hace —incluso en el intercambio— insustituible. La ciencia pone fin a esto.
En ella no hay sustituibilidad específica: hay víctimas, pero ningún Dios. La sustituibilidad se convier-
te en fungibilidad universal. Un átomo no es desintegrado en sustitución, sino como espécimen de la
materia; y el conejo pasa a través de la pasión del laboratorio no en sustitución, sino desconocido como
puro ejemplar. Dado que en la ciencia funcional las diferencias son tan fluidas que todo desaparece en
la materia única, el objeto científico se petrifica y el rígido ritual de antaño aparece como dúctil, puesto
que aún sustituía lo uno por lo otro. El mundo de la magia contenía todavía diferencias, cuyas hue-
llas han desaparecido incluso en la forma lingüística.13 Las múltiples afinidades entre lo existente son
reprimidas por la relación única entre el sujeto que confiere sentido y el objeto privado de éste, entre
el significado racional y el portador accidental del mismo. En el estadio de la magia, sueño e imagen no
eran considerados como meros signos de la cosa, sino como unidos a ésta mediante la semejanza o el
nombre. No se trata de una relación de intencionalidad sino de afinidad. La magia, como la ciencia, está
orientada a fines, pero los persigue mediante la mimesis, no en una creciente distancia frente al objeto.
La magia no se fundamenta en “la omnipotencia del pensamiento”, que el primitivo se atribuiría como
el neurótico;14 una “sobre valoración de los procesos psíquicos en contra de la realidad” no puede darse
allí donde pensamiento y realidad no están radicalmente separados. La “imperturbable confianza en la
posibilidad de dominar el mundo”, 15 que Freud atribuye anacrónicamente a la magia, corresponde sólo
al dominio del mundo, ajustado a la realidad, por medio de la ciencia más experta. Para que las prácti-
cas localmente vinculadas del brujo pudieran ser sustituidas por la técnica industrial* universalmente
aplicable fue antes necesario que los pensamientos se independizasen frente a los objetos, como ocu-
rre en el yo adaptado a la realidad.
En cuanto totalidad lingüísticamente desarrollada, cuya pretensión de verdad se impone sobre la
antigua fe mítica —a religión popular—, el mito solar, patriarcal, es ya Ilustración, con la cual la Ilustra-
ción filosófica puede medirse sobre el mismo plano. A él se le paga ahora con la misma moneda. La pro-
pia mitología ha puesto en marcha el proceso sin fin de la Ilustración, en el cual toda determinada con-
cepción teórica cae con inevitable necesidad bajo la crítica demoledora de ser sólo una creencia, hasta
que también los conceptos de espíritu, de verdad, e incluso el de Ilustración, quedan reducidos a magia
animista. El principio de la necesidad fatal por la que perecen los héroes del mito, y que se desprende
como consecuencia lógica del veredicto del oráculo, domina, depurado y transformado en la coheren-
cia de la lógica formal, no sólo en todo sistema racionalista de la filosofía occidental, sino incluso en la
sucesión de los sistemas, que comienza con la jerarquía de los dioses y transmite, en permanente ocaso
de los ídolos, la ira contra la falta de honestidad* como único e idéntico contenido. Como los mitos

13 Cf. por ejemplo, R. H. Lowie, An Introduction to Cultural Anthropology, New York, 1940, 344 s.
14 S. Freud, Totem und Tabu, en Gesammelte Werke, vol. IX, 106 s. (trad. cast., Totem y Tabú, en Obras completas, trad. de L. López
Ballesteros, vol. V, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972,1802 s.).
15 Ibid., 110 (trad. cast., Ibid., 1804).

* “técnica industrial”/1944: “técnica del monopolio”.


* (Alusión al reproche de falta de corrección, honestidad y buena fe que los positivistas elevan contra los filósofos metafísi-
cos, y, en general, todo pensamiento “ilustrado” contra los sistemas filosóficos precedentes [N. del T. it.]).

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ponen ya por obra la Ilustración, así queda ésta atrapada en cada uno de sus pasos más hondamente
en la mitología. Todo el material lo recibe de los mitos para destruirlo, pero en cuanto juez cae en el
hechizo mítico. Quiere escapar al proceso de destino y venganza ejerciendo ella misma venganza sobre
dicho proceso. En los mitos, todo cuanto sucede debe pagar por haber sucedido. Lo mismo rige en la
Ilustración: el hecho queda aniquilado apenas ha sucedido. La doctrina de la igualdad de acción y reac-
ción afirmaba el poder de la repetición sobre lo existente mucho tiempo después de que los hombres
se hubieran liberado de la ilusión de identificarse, mediante la repetición, con lo existente repetido y de
sustraerse, de este modo, a su poder. Pero cuanto más desaparece la ilusión mágica, tanto más inexo-
rablemente retiene al hombre la repetición, bajo el título de legalidad, en aquel ciclo mediante cuya
objetivación en la ley natural él se cree seguro como sujeto libre. El principio de la inmanencia, que
declara todo acontecer como repetición, y que la Ilustración sostiene frente a la imaginación mítica,
es el principio del mito mismo. La árida sabiduría para la cual nada hay nuevo bajo el sol, porque todas
las cartas del absurdo juego han sido ya jugadas, todos los grandes pensamientos fueron ya pensados,
porque los posibles descubrimientos pueden construirse de antemano y los hombres están ligados a
la autoconservación mediante la adaptación: esta árida sabiduría no hace sino reproducir la sabiduría
fantástica que ella rechaza, la sanción del destino que reconstruye sin cesar una y otra vez mediante la
venganza lo que ya fue desde siempre. Lo que podría ser distinto, es igualado. Tal es el veredicto que
erige críticamente los límites de toda experiencia posible. La identidad de todo con todo se paga al
precio de que nada puede ya ser idéntico consigo mismo. La Ilustración deshace la injusticia de la vieja
desigualdad, la dominación directa, pero la eterniza al mismo tiempo en la mediación universal, en la
relación de todo lo que existe con todo. Ella garantiza lo que Kierkegaard elogia de su ética protestante
y que aparece en el círculo de leyendas de Heracles como uno de los arquetipos del poder mítico: ella
elimina lo inconmensurable. No sólo quedan disueltas las cualidades en el pensamiento, sino que los
hombres son obligados a la conformidad real. El favor de que el mercado no pregunte por el nacimien-
to lo ha pagado el sujeto del intercambio al precio de dejar modelar sus cualidades, adquiridas desde el
nacimiento, por la producción de las mercancías que pueden adquirirse en el mercado. A los hombres
se les ha dado su sí mismo como suyo propio, distinto de todos los demás, para que con tanta mayor
seguridad se convierta en igual. Pero dado que ese sí mismo no fue asimilado nunca del todo, la Ilustra-
ción simpatizó siempre con la coacción social, incluso durante el período liberal. La unidad del colec-
tivo manipulado consiste en la negación de cada individuo singular; es un sarcasmo para la sociedad
que podría convertirlo realmente en un individuo. La horda, cuyo nombre reaparece sin duda* en la
organización de las juventudes hitlerianas, no es una recaída en la antigua barbarie, sino el triunfo de la
igualdad represiva, la evolución de la igualdad ante el derecho hasta la negación del derecho mediante
la igualdad. El mito de cartón piedra de los fascistas se revela como el mito auténtico de la prehistoria,
pues mientras éste desveló la venganza, aquél, el falso, la ejecuta ciegamente sobre sus víctimas. Todo
intento de quebrar la coacción natural quebrando a la naturaleza cae tanto más profundamente en la
coacción que pretendía quebrar. Así ha transcurrido el curso de la civilización europea. La abstracción,

* “sin duda”/1944: (falta).

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el instrumento de la Ilustración, se comporta respecto de sus objetos como el destino cuyo concepto
elimina: como liquidación. Bajo la niveladora dominación de lo abstracto, que convierte en repetible
todo en la naturaleza, y de la industria, para la que aquélla lo prepara, los mismos libertos terminaron
por convertirse en aquella “tropa” que Hegel16 designó como resultado de la Ilustración.
La distancia del sujeto frente al objeto, presupuesto de la abstracción, se funda en la distancia fren-
te a la cosa que el señor logra mediante el siervo. Los cantos de Homero y los himnos del Rig Veda pro-
vienen de la época de la dominación de la tierra y de las fortalezas, en la que un pueblo guerrero de
dominadores se asienta sobre la masa de los pueblos autóctonos vencidos.17 El Dios supremo entre los
dioses emerge con este mundo burgués, en el que el rey, en cuanto jefe de la nobleza armada, some-
te a los vencidos** a la gleba, mientras que médicos, adivinos, artesanos y comerciantes se cuidan del
mercado. Con el fin del nomadismo se constituye el orden social sobre la base de la propiedad esta-
ble. Dominio y trabajo se separan. Un propietario como Odiseo “dirige desde lejos un personal nume-
roso y escrupulosamente diferenciado de cuidadores de bueyes, pastores, porqueros y servidores. Por
la noche, después de haber visto desde su castillo cómo el campo se iluminaba mediante miles de fue-
gos, puede echarse tranquilamente a dormir: él sabe que sus valientes servidores vigilan para mantener
lejos a las fieras y para expulsar a los ladrones de los recintos confiados a su custodia”. 18 La universali-
dad de las ideas, tal como la desarrolla la lógica discursiva, el dominio en la esfera del concepto, se eleva
sobre el fundamento del dominio en la realidad. En la sustitución de la herencia mágica, de las viejas
y difusas representaciones, por la unidad conceptual se expresa la organización de la vida ordenada
mediante el comando y determinada por los hombres libres. El sí mismo, que aprendió el orden y la
subordinación en el sometimiento del mundo, identificó muy pronto la verdad en cuanto tal con el
pensamiento ordenador, sin cuyas firmes distinciones aquella no podía subsistir. Ha tabuizado, junto
con la magia mimética, el conocimiento que alcanza realmente al objeto. Su odio se dirige a la imagen
del pasado superado y su imaginaria felicidad. Las divinidades ctónicas de los aborígenes son desterra-
das al infierno, en el que la tierra se transforma bajo la religión solar y luminosa de Indra y Zeus.
Cielo e infierno estaban, sin embargo, estrechamente ligados. Así como el nombre de Zeus corres-
pondía, en los cultos que no se excluían recíprocamente, tanto a un dios subterráneo como a un dios
de la luz;19 y así como los dioses olímpicos mantenían relaciones de todo tipo con las divinidades ctóni-
cas, del mismo modo las buenas y malas potencias, salvación y desgracia, no estaban separadas entre sí
claramente. Estaban encadenadas como el nacer y el perecer, la vida y la muerte, el invierno y el verano.
En el mundo luminoso de la religión griega perdura la turbia indiscriminación del principio religioso,
que en los estadios más antiguos conocidos de la humanidad fue venerado como mana. Primario, indi-

16 Phänomenologie, cit., p. 424 (trad. cast., Fenomenología, cit., 331).


17 Cf. W. Kirfel, Geschichte Indiens, en Propyläenweltgeschichte, vol. III, 261 s., y G. Glotz, Histoire grècque, vol. I, en Histoire Ancien-
ne, Paris, 1938, 137 s.
** “vencidos”/1944: “objetos de explotación”.
18 G. Glotz, o. c., 140.
19 Cf. K. Ekermann, Jahrbuch der Religionsgeschichte und Mythologie, Halle, 1845, vol. I, 241, y O. Kern, Die Religion der Griechen,

Berlin, 1926, vol. I, 181 s.

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ferenciado es todo lo desconocido, extraño; aquello que transciende el ámbito de la experiencia, lo que
en las cosas es algo más que su realidad ya conocida. Lo que el primitivo experimenta en tal caso como
sobrenatural no es una sustancia espiritual en cuanto opuesta a la material, sino la complejidad de lo
natural frente al miembro* individual. El grito de terror con que se experimenta lo insólito se convierte
en nombre de éste. Él fija la transcendencia de lo desconocido frente a lo conocido, y con ello convierte
el estremecimiento en sagrado. El desdoblamiento de la naturaleza en apariencia y esencia, acción y
fuerza, que hace posibles tanto el mito como la ciencia, nace del temor del hombre, cuya expresión se
convierte en explicación. No es que el alma sea introyectada en la naturaleza, como quiere hacer creer
el psicologismo; el mana, el espíritu movente, no es una proyección, sino el eco de la superioridad real
de la naturaleza en las débiles almas de los salvajes. La separación entre lo animado y lo inanimado, la
ocupación de determinados lugares con demonios y divinidades brota ya de este preanimismo. En él
está ya dada la separación entre sujeto y objeto. Si el árbol no es considerado ya sólo como árbol, sino
como testimonio de otra cosa, como sede del mana, el lenguaje expresa la contradicción de que una
cosa sea ella misma y a la vez otra distinta de lo que es, idéntica y no idéntica.20 Mediante la divinidad
el lenguaje se convierte de tautología en lenguaje. El concepto, que suele ser definido como unidad
característica de lo que bajo él se halla comprendido, fue, en cambio, desde el principio el producto
del pensamiento dialéctico, en el que cada cosa sólo es lo que es en la medida en que se convierte en
aquello que no es. Ésta fue la forma originaria de la determinación objetivante, en la que concepto y
cosa se separaron recíprocamente; la misma determinación que se encuentra ya muy extendida en la
epopeya homérica y que se invierte en la ciencia moderna positiva. Pero esta dialéctica sigue siendo
impotente en la medida en que se desarrolla a partir del grito de terror, que es la duplicación, la tauto-
logía del terror mismo. Los dioses no pueden quitar al hombre el terror del cual sus nombres son el eco
petrificado. El hombre cree estar libre del terror cuando ya no existe nada desconocido. Lo cual deter-
mina el curso de la desmitologización, de la Ilustración, que identifica lo viviente con lo no viviente,
del mismo modo que el mito identifica lo no viviente con lo viviente. La Ilustración es el temor mítico
hecho radical. La pura inmanencia del positivismo, su último producto, no es más que un tabú en cier-
to modo universal. Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina
fuente del miedo. Si la venganza del primitivo por el asesinato cometido en uno de los suyos pudo a
veces ser aplacada mediante la acogida del asesino en la propia familia,21 tanto lo uno como lo otro
significaba la absorción de la sangre ajena en la propia, la restauración de la inmanencia. El dualismo
mítico no conduce más allá del ámbito de lo existente. El mundo dominado enteramente por el mana,
e incluso el mundo del mito indio y griego, son mundos sin salida y eternamente iguales. Cada naci-
miento es pagado con la muerte, cada felicidad con la desgracia. Hombres y dioses pueden intentar en

* “miembro”/1944: “miembro” (aquí la nota 20).


20 “L’un est le tout, tout est dans l’un, la nature triomphe de la nature”: de este modo describen Hubert y Mauss el contenido

representativo de la “simpatía”, de la mimesis, en H. Hubert y M. Mauss, “Théorie génerale de la Magie”, en L’Année Sociologi-
que, 1902-3, 100.
21 Cf. Westermarck, Ursprung der Moralbegriffe, Leipzig, 1913, vol. I, 402.

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el plazo a su disposición distribuir las suertes según criterios diversos al ciego curso del destino: al final
triunfa sobre ellos lo existente. Incluso su justicia, arrancada al destino, lleva en sí los rasgos de éste;
ella corresponde a la mirada que los hombres, primitivos lo mismo que griegos y bárbaros, lanzan al
mundo circundante desde una sociedad de opresión y miseria. De aquí que tanto para la justicia mítica
como para la ilustrada, culpa y expiación, felicidad y desventura sean como miembros de una ecuación.
La justicia perece en el derecho. El chamán exorciza lo peligroso mediante su misma imagen. Su instru-
mento es la igualdad. Ésta regula el castigo y el mérito en la civilización. También las representaciones
míticas pueden ser reconducidas completamente a relaciones naturales. Así como la constelación de
Géminis, junto con todos los demás símbolos de la dualidad, hace referencia al ciclo ineluctable de la
naturaleza; lo mismo que éste tiene en el símbolo del huevo, del que han nacido, su signo más antiguo,
del mismo modo la balanza en la mano de Zeus, que simboliza la justicia del entero mundo patriarcal,
remite a la pura naturaleza. El paso del caos a la civilización, donde las relaciones naturales no ejercen
ya su poder directamente, sino a través de la conciencia de los hombres, no ha cambiado nada en el
principio de igualdad. Más aún, los hombres han pagado precisamente este paso con la adoración de
aquello a lo que antes, al igual que todas las otras criaturas, estaban simplemente sometidos. Antes, los
fetiches estaban bajo la ley de la igualdad. Ahora, la misma igualdad se convierte en fetiche. La venda
sobre los ojos de la justicia significa no sólo que no se debe atentar contra el derecho, sino también
que éste no procede de la libertad.
La doctrina de los sacerdotes era simbólica en el sentido de que en ella signo e imagen coincidían.
Tal como lo atestiguan los jeroglíficos, la palabra ha cumplido originariamente también la función de la
imagen. Esta función ha pasado a los mitos. Los mitos, como los ritos mágicos, significan la naturaleza
que se repite. Ésta es el alma de lo simbólico: un ser o un fenómeno que es representado como eterno,
porque debe convertirse una y otra vez en acontecimiento por medio de la realización del símbolo.
Inexhaustibilidad, repetición sin fin, permanencia de lo significado son no sólo atributos de todos los
símbolos, sino también su verdadero contenido. Los relatos de la creación, en los que el mundo emerge
de la madre primigenia, de la vaca o del huevo, son, en contraposición con el génesis bíblico, simbólicos.
La mofa de los antiguos sobre los dioses demasiado humanos no daba en lo esencial. La individualidad
no agota la esencia de los dioses. Éstos tenían aún en sí algo del mana: encarnaban la naturaleza como
poder universal. Con sus rasgos preanimistas llegan hasta la Ilustración. Bajo la máscara vergonzosa de
la chronique scandaleuse del Olimpo se había formado la doctrina de la mezcla, de la presión y el cho-
que de los elementos, que muy pronto se estableció como ciencia y redujo los mitos a creaciones de
la fantasía. Con la precisa separación entre ciencia y poesía la división del trabajo, efectuada ya con su
ayuda, se extiende al lenguaje. En cuanto signo, la palabra pasa a la ciencia; como sonido, como imagen,
como auténtica palabra es repartida entre las diversas artes, sin poderse recuperar ya mediante su adi-
ción, su sinestesia o “el arte total”.* En cuanto signo, el lenguaje debe resignarse a ser cálculo; para cono-
cer la naturaleza ha de renunciar a la pretensión de asemejársele. En cuanto imagen debe resignarse

* (Alusión al concepto de “arte integral”, de R. Wagner).

Sólo uso con fines educativos 52


a ser una copia; para ser enteramente naturaleza ha de renunciar a la pretensión de conocerla. Con el
avance de la Ilustración, sólo las auténticas obras de arte han podido sustraerse a la pura imitación de
lo que ya existe. La antítesis corriente entre arte y ciencia, que las separa entre sí como ámbitos cultura-
les para convertirlas como tales en administrables, hace que al final, justamente en cuanto opuestas y
en virtud de sus propias tendencias, se conviertan la una en la otra. La ciencia, en su interpretación neo-
positivista, se convierte en esteticismo, en sistema de signos aislados, carente de toda intención capaz
de trascender el sistema: en aquel juego, en suma, que los matemáticos hace tiempo declararon ya con
orgullo como su actividad. Pero el arte de la reproducción integral se ha entregado, hasta en sus técni-
cas, en manos de la ciencia positivista. En realidad, dicho arte se convierte una vez más en mundo, en
duplicación ideológica, en dócil reproducción. La separación de signo e imagen es inevitable. Pero si se
hipostatiza nuevamente con ingenua complacencia, cada uno de los dos principios aislados conduce
entonces a la destrucción de la verdad.
El abismo que se abrió con esta separación lo ha visto la filosofía en la relación entre intuición y
concepto, y ha intentado una y otra vez, aunque en vano, cerrarlo: ella es definida justamente por este
intento. En verdad, la mayor parte de las veces se puso del lado del cual toma su nombre. Platón pros-
cribió la poesía con el mismo gesto con el que el positivismo proscribe la doctrina de las ideas. Median-
te su celebrado arte Homero no ha llevado a cabo reformas públicas ni privadas, no ha ganado una
guerra ni ha hecho un descubrimiento. Nada sabemos de una numerosa multitud de seguidores que le
hubiera honrado o amado. El arte debe probar aún su utilidad.22 La imitación está prohibida en él como
entre los judíos. Razón y religión proscriben el principio de la magia. Incluso en la resignada distancia
respecto de lo existente, en cuanto arte, ese principio continúa siendo insincero; los que lo practican se
convierten en vagabundos, nómadas supervivientes que no encuentran ninguna patria entre los que
se han hecho sedentarios. La naturaleza no debe ya ser influida mediante la asimilación, sino dominada
mediante el trabajo. La obra de arte posee aún en común con la magia el hecho de establecer un ámbi-
to propio y cerrado en sí, que se sustrae al contexto de la realidad profana. En él rigen leyes particula-
res. Así como lo primero que hacía el mago en la ceremonia era delimitar, frente al resto del entorno,
el lugar donde debían obrar las fuerzas sagradas, de la misma forma en cada obra de arte su propio
ámbito se destaca netamente de lo real. Justamente la renuncia a la influencia, por la cual el arte se dis-
tancia de la “simpatía” mágica, conserva con tanta mayor profundidad la herencia de la magia. Ella pone
la pura imagen en contraste con la realidad material, cuyos elementos conserva y supera en sí dicha
imagen. Está en el sentido de la obra de arte, en la apariencia estética, ser aquello en lo que se convirtió,
en la magia del primitivo, el acontecimiento nuevo, terrible: la aparición del todo en lo particular. En la
obra de arte se cumple una vez más el desdoblamiento por el cual la cosa aparecía como algo espiri-
tual, como manifestación del mana. Ello constituye su aura. En cuanto expresión de la totalidad, el arte
reclama la dignidad de lo absoluto. Ello indujo en ciertas ocasiones a la filosofía a asignarle un lugar
de preferencia respecto del conocimiento conceptual. Según Schelling, el arte comienza allí donde el
saber abandona al hombre. El arte es para él “el modelo de la ciencia, y donde está el arte, allí debe aún

22 Cf. Platón, La República, libro X.

Sólo uso con fines educativos 53


llegar la ciencia”. 23 De acuerdo con su doctrina, la separación entre imagen y signo “queda enteramen-
te abolida en cada representación singular de arte”. 24 Pero el mundo burgués estuvo sólo raras veces
abierto a esta fe en al arte. Donde puso límites al saber, no lo hizo, en general, para dar paso al arte, sino
para hacer un lugar a la fe. Mediante ésta, la religiosidad militante de la nueva época —Torquemada,
Lutero, Mahoma— pretendía reconciliar espíritu y realidad. Pero la fe es un concepto privativo: se des-
truye como fe si no muestra continuamente su oposición o su acuerdo con el saber. En la medida en
que depende de la limitación del saber, está también ella limitada. El intento de la fe, emprendido en el
protestantismo, de hallar el principio trascendente de la verdad sin el cual ella no puede subsistir, direc-
tamente en la palabra misma, como en la prehistoria, y de restituir a esa palabra su poder simbólico, lo
ha pagado con la obediencia a la palabra, y no, por cierto, a la sagrada. En cuanto permanece siempre
ligada al saber, en una relación de oposición o de amistad, la fe perpetúa la separación en la lucha por
superar a ésta: su fanatismo es el signo de su falsedad, el reconocimiento objetivo de que quien sólo
cree, justamente por eso ya no cree. La mala conciencia es su segunda naturaleza. En la secreta con-
ciencia del defecto del que necesariamente adolece, de la contradicción, inmanente a ella, de hacer de
la reconciliación una profesión, reside la causa por la cual toda honestidad de los creyentes ha sido
desde siempre irritable y peligrosa. Los horrores del hierro y del fuego, Contrarreforma y Reforma, no
fueron llevados a cabo como exageración sino como cumplimiento del principio mismo de la fe. La fe
se revela continuamente como del mismo carácter que la historia universal, que ella quisiera dominar;
en la época moderna se convierte incluso en su instrumento preferido, en su astucia particular. Impara-
ble es no sólo la Ilustración del siglo XVIII, como Hegel reconoció, sino también, como nadie supo mejor
que él, el movimiento mismo del pensamiento. Incluso en el conocimiento más ínfimo, como en el más
elevado, se contiene la conciencia de su distancia con respecto a la verdad, que hace del apologeta un
mentiroso. La paradoja de la fe degenera al fin en vértigo, en el mito del siglo XX,* y su irracionalidad se
transforma en una manifestación racional en manos de los enteramente ilustrados, que conducen ya a
la sociedad hacia la barbarie.
Ya cuando el lenguaje entra en la historia, sus amos son sacerdotes y magos. Quien vulnera los sím-
bolos cae, en nombre de los poderes sobrenaturales, en manos de los poderes terrenales, cuyos repre-
sentantes son esos órganos competentes de la sociedad. Lo que a ellos precedió, es algo que queda en
la oscuridad. El estremecimiento del que surgió el mana se hallaba ya sancionado, dondequiera que
éste aparece en la etnología, al menos por los más viejos de la tribu. El mana heterogéneo y fluido es
consolidado y violentamente materializado por los hombres. Pronto los magos pueblan cada lugar con
emanaciones y ordenan la multiplicidad de los ritos sagrados a la de los ámbitos sagrados. Ellos de-
sarrollan, junto con el mundo de los espíritus y sus peculiaridades, su propio saber gremial y su poder.
La esencia sagrada se transfiere a los magos que se relacionan con ella. En las primeras fases nóma-
das, los miembros de la tribu participan aún autónomamente en la acción influyente sobre el curso

23 F. W. J. Schelling, Erster Entwurf eines Systems der Naturphilosophie, Parte V, en Werke, Sección I, vol. II, 623.
24 Ibid., 626 s.
* (Alusión al libro de A. Rosenberg, Der Mythos des zwanzigsten jahrhunderts [1930]).

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natural. El animal salvaje es rastreado por los varones; las mujeres se encargan del trabajo que puede
realizarse sin un comando rígido. Es imposible establecer cuánta violencia precedió hasta habituarse a
un ordenamiento tan sencillo. En éste, el mundo se halla ya dividido en un ámbito de poder y en uno
profano. En él, el curso natural se encuentra ya, como emanación del mana, elevado a norma que exige
sumisión. Pero si el salvaje nómada tomaba aún parte, a pesar de toda sumisión, en el encantamiento
que limitaba a ésta y se disfrazaba de animal salvaje para sorprenderlo, en etapas posteriores la comu-
nicación con los espíritus y la sumisión se hallan repartidos entre diferentes clases de la humanidad:
el poder en un lado, la obediencia en el otro. Los procesos naturales, eternamente iguales y recurren-
tes, son inculcados a los súbditos, bien por tribus extranjeras, bien por las propias camarillas dirigen-
tes, como ritmo de trabajo al compás de las porras y el garrote, que resuena en todo tambor bárbaro,
en todo ritual monótono. Los símbolos toman el aspecto de fetiches. Su contenido, la repetición de la
naturaleza, se revela a continuación siempre como la permanencia, por ellos representada, de la coac-
ción social. El estremecimiento objetivado en una imagen consistente se convierte en signo del domi-
nio consolidado de los privilegiados.* Pero lo mismo vienen a ser también los conceptos universales,
incluso cuando se han liberado de todo contenido figurativo. La misma forma deductiva de la ciencia
refleja jerarquía y coacción. Lo mismo que las primeras categorías representaban la tribu organizada y
su poder sobre el individuo singular, así el entero orden lógico —dependencia, conexión, extensión y
combinación de los conceptos— está fundado en las correspondientes relaciones de la realidad social,
en la división del trabajo.25 Ahora bien, este carácter social de las formas de pensamiento no es, como
enseña Durkheim, expresión de solidaridad social, sino signo de la impenetrable unidad de sociedad y
dominio. El dominio confiere a la totalidad social en la que se establece mayor fuerza y consistencia. La
división del trabajo, a la que conduce el dominio en el plano social, sirve a la totalidad dominada para
su autoconservación. Pero, así, la totalidad en cuanto tal, la actualización de la razón inmanente a ella,
se convierte necesariamente en actuación de lo particular. El dominio se enfrenta al individuo singular
como lo universal, como la razón en la realidad. El poder de todos los miembros de la sociedad, a los
que, en cuanto tales, no les queda otro camino abierto, se suma continuamente, a través de la división
del trabajo que les es impuesta, para la realización justamente de la totalidad, cuya racionalidad se ve,
a su vez, multiplicada por ello. Lo que sucede a todos por obra de unos pocos se cumple siempre como
avasallamiento de los individuos singulares por parte de muchos: la opresión de la sociedad lleva en sí
siempre los rasgos de la opresión por parte de un colectivo. Es esta unidad de colectividad y dominio, y
no la inmediata universalidad social, la solidaridad, la que sedimenta en las formas de pensamiento. Los
conceptos filosóficos con los que Platón y Aristóteles exponen el mundo elevaron, mediante su pre-
tensión de validez universal, las relaciones por ellos fundadas al rango de realidad verdadera. Ellos pro-
cedían, como dice Vico,26 de la plaza del mercado de Atenas y reflejaban con igual pureza las leyes de

* “consolidado... privilegiados”/1944: “dominio de clase”.


25 Cf. E. Durkheim, “De quelques formes primitives de classification”: L’Année Sociologique, vol. IV, 1903, 66 s.
26 G. Vico, Die Neue Wissenschaft über die gemeinschaftliche Natur der Völker, München,1924 trad. cast., Principios de una ciencia

nueva sobre la naturaleza común de las naciones, Orbis, Barcelona, 1985).

Sólo uso con fines educativos 55


la física, la igualdad de los ciudadanos de pleno derecho y la inferioridad de las mujeres, los niños y los
esclavos. El lenguaje mismo confería a lo dicho, a las relaciones de dominio, aquella universalidad que
él había asumido como medio de comunicación de una sociedad civil. El énfasis metafísico, la sanción
mediante ideas y normas, no era más que la hipostatización de la fuerza y la exclusividad que los con-
ceptos debían adoptar necesariamente dondequiera que la lengua unía a la comunidad de los seño-
res para el ejercicio del mando. En cuanto tal reforzamiento del poder social del lenguaje, las ideas se
hicieron tanto más superfluas cuanto más crecía aquel poder, y el lenguaje de la ciencia les ha dado
el golpe de gracia. La sugestión, que tiene aún algo del terror inspirado por el fetiche, no residía en la
justificación consciente. La unidad de colectividad y dominio se muestra más bien en la universalidad
que el mal contenido adopta necesariamente en el lenguaje, tanto en el metafísico como en el cientí-
fico. La apología metafísica delataba la injusticia de lo existente al menos mediante la incongruencia
entre concepto y realidad. En la imparcialidad del lenguaje científico la impotencia ha perdido por
completo la fuerza de expresarse, y sólo lo existente encuentra su signo neutral. Esta neutralidad es
más metafísica que la metafísica. Finalmente, la Ilustración ha devorado no sólo los símbolos, sino tam-
bién a sus sucesores, los conceptos universales, y no ha dejado de la metafísica más que el miedo ante
lo colectivo, del cual ella nació. Los conceptos son ante la Ilustración como los rentistas ante los Trusts
industriales:* ninguno puede sentirse seguro. Si el positivismo lógico ha dado aún una oportunidad a
la probabilidad, el positivismo etnológico identifica ya a ésta con la esencia. “Nuestras vagas ideas de
oportunidad y de quintaesencia son pálidos restos de esta noción mucho más rica”, 27 es decir, de la
sustancia mágica.
La Ilustración, en cuanto nominalística, se detiene ante el nomen, el concepto indiferenciado, pun-
tual, el nombre propio. Ya no es posible establecer con certeza si, como afirman algunos,28 los nom-
bres propios eran originariamente también nombres genéricos; pero lo cierto es que no han com-
partido aún el destino de estos últimos. La sustancialidad del yo, negada por Hume y Mach, no es lo
mismo que el nombre. En la religión judía, en la que la idea del patriarcado se eleva para destruir el
mito, el vínculo entre nombre y ser queda aún reconocido mediante la prohibición de pronunciar el
nombre de Dios. El mundo desencantado del judaísmo reconcilia la magia mediante su negación en
la idea de Dios. La religión judía no permite ninguna palabra que pudiera consolar la desesperación
de todo mortal. Esperanza vincula ella únicamente a la prohibición de invocar como Dios a aquello
que no lo es, de tomar lo finito como infinito, la mentira como verdad. La garantía de la salvación con-
siste en apartarse de toda fe que intente suplantarla; el conocimiento, en la denuncia de la ilusión. La
negación, por cierto, no es abstracta. La negación indiferenciada de todo lo positivo, la fórmula este-
reotipada de la inanidad, tal como la aplica el budismo, pasa por encima de la prohibición de nom-
brar al absoluto, lo mismo que su contrario, el panteísmo, o su caricatura, el escepticismo burgués. Las
explicaciones del mundo como la nada o el todo son mitologías, y las vías garantizadas para la reden-

* “los Trusts industriales”/1944: “la revolución social mediante el monopolio”.


27 H. Hubert y M. Mauss, o. c., 118.
28 Cf. F. Tönnies, “Philosophische Terminologie”, en Psychologisch-Soziologische Ansicht, Leipzig, 1908, 31.

Sólo uso con fines educativos 56


ción, prácticas mágicas sublimadas. La autosatisfacción del saber todo por anticipado y la transfigura-
ción de la negatividad en redención son formas falsas de resistencia contra el engaño. El derecho de
la imagen se salva en la fiel ejecución de su prohibición. Dicha realización, “negación determinada”, 29
no está protegida por la soberanía del concepto abstracto contra la intuición seductora, como lo está
el escepticismo, para quien tanto lo falso como lo verdadero nada valen. La negación determinada
rechaza las representaciones imperfectas del absoluto, los ídolos, no oponiéndoles, como el rigorismo,
la idea a la que no pueden satisfacer. La dialéctica muestra más bien toda imagen como escritura. Ella
enseña a leer en sus rasgos el reconocimiento de su falsedad, que la priva de su poder y se lo adjudica
a la verdad. Con ello, el lenguaje se convierte en algo más que un mero sistema de signos. En el con-
cepto de negación determinada ha resaltado Hegel un elemento que distingue a la Ilustración de la
descomposición positivista, a la que ella asimila. Pero al convertir finalmente en absoluto el resultado
conocido del entero proceso de la negación, es decir, la totalidad en el sistema y en la historia, contra-
vino la prohibición y cayó, él también, en mitología.
Esto no le ha acontecido solamente a su filosofía en cuanto apoteosis del pensamiento en continuo
progreso, sino a la Ilustración misma en tanto que sobriedad mediante la cual ella cree distinguirse de
Hegel y de la metafísica en general. Pues la Ilustración es totalitaria como ningún otro sistema. Su falsedad
no radica en aquello que siempre le han reprochado sus enemigos románticos: método analítico, reduc-
ción a los elementos, descomposición mediante la reflexión, sino en que para ella el proceso está decidido
de antemano. Cuando en el procedimiento matemático lo desconocido se convierte en la incógnita de
una ecuación, queda caracterizado con ello como archiconocido aun antes de que se le haya asignado un
valor.* La naturaleza es, antes y después de la teoría cuántica, aquello que debe concebirse en términos
matemáticos; incluso aquello que no se agota ahí, lo indisoluble y lo irracional, es invertido por teoremas
matemáticos. Con la previa identificación del mundo enteramente pensado, matematizado, con la verdad,
la Ilustración se cree segura frente al retorno de lo mítico. Identifica el pensamiento con las matemáticas.
Con ello quedan éstas, por así decirlo, emancipadas, elevadas a instancia absoluta. “Un mundo infinito, en
este caso un mundo de idealidades, es concebido como un mundo cuyos objetos no nos resultan cog-
noscitivamente accesibles de modo individual, incompleto y como por azar, sino que son aprehendidos
mediante un método racional, sistemático y unitario, que en una progresión infinita afecta finalmente a
todo objeto en su pleno ser-en-sí... En la matematización galileana de la Naturaleza es esta naturaleza
misma la que pasa a ser idealizada bajo la dirección de la nueva matemática; pasa a convertirse ella misma
—por expresarlo modernamente— en una multiplicidad matemática.30 El pensamiento se reifica en un
proceso automático que se desarrolla por cuenta propia, compitiendo con la máquina que él mismo pro-
duce para que finalmente lo pueda sustituir. La Ilustración31 ha desechado la exigencia clásica de pensar

29 G. W. F. Hegel, Phänomenologie, cit., 65 (trad. cast. Fenomenología, cit., 55).


* “valor”/1944: “palabra”.
30 E. Husserl, “Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie”, en Philosophia, Belgra-

do, 1936, 95 s. (trad. cast. de J. Muñoz, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Crítica, Barcelona,
1990, 21 s.).
31 Cf. A. Schopenhauer, Parerga und Paralipomena, vol. II, apart. 356, en Werke, Ed. Deussen, vol. V, 671.

Sólo uso con fines educativos 57


el pensamiento —cuyo desarrollo radical es la filosofía de Fichte—, porque tal exigencia distrae del impe-
rativo de regir la praxis, que, sin embargo, el propio Fichte deseaba realizar. El modo de procedimiento
matemático se convirtió, por así decirlo, en ritual del pensamiento. Pese a la autolimitación axiomática,
dicho procedimiento se instaura como necesario y objetivo: transforma el pensamiento en cosa, en instru-
mento, como él mismo lo denomina. Pero mediante esta mimesis, en la que el pensamiento se adapta al
mundo, se ha convertido lo existente de hecho de tal modo en lo único, que incluso la negación de Dios
cae bajo el juicio sobre la metafísica. Para el positivismo, que ha sucedido en el puesto de juez a la razón
ilustrada, el hecho de internarse en mundos inteligibles no es ya sólo algo prohibido, sino una palabrería
sin sentido. Él no necesita, por suerte, ser ateo, porque el pensamiento reificado no puede ni siquiera plan-
tear esa cuestión. El censor positivista deja pasar de buena gana el culto oficial como un ámbito especial,
ajeno al conocimiento, de la actividad social, de la misma forma que permite gustoso el arte; pero a la
negación que se presenta con la pretensión de ser conocimiento, jamás. El distanciamiento del pensa-
miento respecto de la tarea de arreglar lo que existe, el salir del círculo fatal de la existencia, significa para
la mentalidad científica locura y autodestrucción, tal como lo era para el mago la salida del círculo mágico
que había trazado para el conjuro; y en ambos casos se toman las disposiciones necesarias para que la
violación del tabú tenga incluso en la realidad consecuencias funestas para el sacrílego. El dominio de la
naturaleza traza el círculo en el que la crítica de la razón pura ha desterrado al pensamiento. Kant unió la
tesis de su incesante y fatigoso progreso hasta el infinito con la insistencia permanente sobre su insufi-
ciencia y eterna limitación. La respuesta que él ofreció es el veredicto de un oráculo. No hay ser en el
mundo que no pueda ser penetrado por la ciencia, pero lo que puede ser penetrado por la ciencia no es
el ser. El juicio filosófico tiende a lo nuevo, y sin embargo no conoce nada nuevo, puesto que siempre repi-
te sólo aquello que la razón ha puesto ya en el objeto. Pero a este pensamiento, asegurado en los ámbitos
de la ciencia ante los sueños de un visionario,* le es presentada la cuenta: el dominio universal sobre la
naturaleza se vuelve contra el mismo sujeto pensante, del cual no queda más que aquel “yo pienso” eter-
namente igual, que debe poder acompañar todas mis representaciones. Sujeto y objeto quedan, ambos,
anulados. El sí mismo abstracto, el derecho a registrar y sistematizar, no tiene frente a sí más que el mate-
rial abstracto, que no posee ninguna otra propiedad que la de ser substrato para semejante posesión. La
ecuación de espíritu y mundo se disuelve finalmente, pero sólo de tal modo que ambos términos se redu-
cen recíprocamente. En la reducción del pensamiento a operación matemática se halla implícita la san-
ción del mundo como su propia medida. Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión
de todo lo que existe al formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos
inmediatos. Comprender los datos en cuanto tales, no limitarse a leer en ellos sus abstractas relaciones
espaciotemporales, gracias a las cuales pueden ser captados y manejados, sino, al contrario, pensar esas
relaciones como lo superficial, como momentos mediatizados del concepto que se realizan sólo en la
explicitación de su sentido social, histórico y humano: la entera pretensión del conocimiento es abando-
nada. Ella no consiste sólo en percibir, clasificar y calcular, sino justamente en la negación determinada de
lo inmediato. Por el contrario, el formalismo matemático, cuyo instrumento es el número, la figura más

* (Cf. la anotación *** en la página 44).

Sólo uso con fines educativos 58


abstracta de lo inmediato, mantiene al pensamiento en la pura inmediatez. Lo que existe de hecho es jus-
tificado, el conocimiento se limita a su repetición, el pensamiento se reduce a mera tautología. Cuanto
más domina el aparato teórico todo cuanto existe, tanto más ciegamente se limita a repetirlo. De este
modo, la Ilustración recae en la mitología, de la que nunca supo escapar. Pues la mitología había reprodu-
cido en sus figuras la esencia de lo existente: ciclo, destino, dominio del mundo, como la verdad, y con ello
había renunciado a la esperanza. En la pregnancia de la imagen mítica, como en la claridad de la fórmula
científica, se halla confirmada la eternidad de lo existente, y el hecho bruto es proclamado como el senti-
do que él mismo oculta. El mundo como gigantesco juicio analítico, el único que ha sobrevivido de todos
los sueños de la ciencia, es de la misma índole que el mito cósmico, que asociaba los cambios de primave-
ra y otoño con el rapto de Perséfone. La unicidad del acontecimiento mítico, que debía legitimar al fáctico,
es un engaño. Originariamente, el rapto de la diosa formaba una unidad inmediata con la muerte de la
naturaleza. Se repetía cada otoño, e incluso la repetición no era secuencia de lo separado, sino lo mismo
todas las veces. Al consolidarse la conciencia del tiempo, el acontecimiento quedó fijado como único en el
pasado, y se trató de mitigar ritualmente, recurriendo a lo sucedido hace tiempo, el horror a la muerte en
cada ciclo estacional. Pero la separación es impotente. Una vez establecido aquel pasado único, el ciclo
adquiere el carácter de inevitable, y el horror se irradia desde lo antiguo sobre el entero acontecer como
su repetición pura y simple. La asunción de lo que existe de hecho, sea bajo la prehistoria fabulosa, sea
bajo el formalismo matemático; la relación simbólica de lo presente con el acontecimiento mítico en el
rito o con la categoría abstracta en la ciencia, hace aparecer lo nuevo como predeterminado, que es así, en
verdad, lo viejo. No es lo existente lo que carece de esperanza, sino el saber, que, en el símbolo plástico o
matemático, se apropia de ello en cuanto esquema y así lo perpetúa.
En el mundo ilustrado la mitología se ha disuelto en la profanidad. La realidad completamen-
te depurada de demonios y de sus descendientes conceptuales adquiere, en su limpia naturalidad, el
carácter numinoso que la prehistoria asignaba a los demonios. Bajo la etiqueta de los hechos brutos, la
injusticia social, de la que éstos proceden, es consagrada hoy como algo inmutable, de la misma mane-
ra que era sacrosanto el mago bajo la protección de sus dioses. El dominio no se paga sólo con la alie-
nación de los hombres respecto de los objetos dominados: con la reificación del espíritu fueron hechi-
zadas las mismas relaciones entre los hombres, incluso las relaciones de cada individuo consigo mismo.
Éste se convierte en un nudo de reacciones y comportamientos convencionales, que objetivamente se
esperan de él. El animismo había vivificado las cosas; el industrialismo reifica las almas.* Aún antes de la
planificación total, el aparato económico adjudica automáticamente a las mercancías valores que deci-
den sobre el comportamiento de los hombres. Desde que las mercancías perdieron, con el fin del libre
intercambio, sus cualidades económicas, hasta incluso su carácter de fetiche, se expande éste como una
máscara petrificada sobre la vida social en todos sus aspectos. A través de las innumerables agencias
de la producción de masas y de su cultura* se inculcan al individuo los modos normativos de conducta,

* “el industrialismo... las almas”/1944: “la industria cosifica las almas. El dominio de los monopolistas, como antes el de los
capitalistas individuales, no se expresa directamente en el comando del señor”.
* “A través de... cultura”/1944: “Bajo el monopolio”.

Sólo uso con fines educativos 59


presentándolos como los únicos naturales, decentes y razonables. El individuo queda ya determinado
sólo como cosa, como elemento estadístico, como éxito o fracaso. Su norma es la autoconservación, la
acomodación lograda o no a la objetividad de su función y a los modelos que le son fijados. Todo lo
demás, la idea y la criminalidad, experimenta la fuerza de lo colectivo, que ejerce su vigilancia desde la
escuela hasta el sindicato. Pero incluso el colectivo amenazador forma parte sólo de la superficie enga-
ñosa bajo la que se esconden los poderes que lo manipulan en su acción violenta. Su brutalidad, que
mantiene a los individuos en su lugar, representa tan poco la verdadera cualidad de los hombres como
el valor** la de los objetos de consumo. El aspecto satánicamente deformado que las cosas y los hom-
bres han adquirido a la luz del conocimiento sin prejuicios remite al dominio, al principio que llevó a
cabo la especificación del mana en los espíritus y las divinidades y apresaba la mirada en la ilusión de
los magos y hechiceros. La fatalidad con la que la prehistoria sancionaba la muerte incomprensible se
diluye en la realidad totalmente comprensible. El terror meridiano en el que los hombres tomaron con-
ciencia súbitamente de la naturaleza en cuanto totalidad ha encontrado su correspondencia en el páni-
co que hoy está listo para estallar en cualquier instante: los hombres esperan que el mundo, carente de
salida, sea convertido en llamas por una totalidad que ellos mismos son y sobre la cual nada pueden.
El horror mítico de la Ilustración tiene al mito por objeto. Ella lo percibe no sólo en conceptos y
términos oscuros, como cree la crítica semántica del lenguaje, sino en toda expresión humana, en la
medida en que ésta no tenga un lugar en el contexto instrumental de aquella autoconservación. La
proposición de Spinoza “conatus sese conservandi primum et unicum est fundamentum” 32 contiene la
máxima verdadera de toda civilización occidental, en la cual logran la calma las divergencias religiosas
y filosóficas de la burguesía. El sí mismo, que tras la metódica eliminación de todo signo natural como
mitológico no debía ya ser cuerpo ni sangre, ni alma ni siquiera yo natural, constituyó, sublimado en
sujeto trascendental o lógico, el punto de referencia de la razón, de la instancia legisladora del obrar.
Quien confía en la vida directamente, sin relación racional con la autoconservación, recae, según el jui-
cio tanto de la Ilustración como del protestantismo, en la prehistoria. El impulso es en sí mítico, como
la superstición; servir a un Dios a quien el sí mismo no postula, resulta absurdo como la embriaguez. El
progreso ha reservado la misma suerte a ambas cosas: a la adoración y a la inmersión en el ser inmedia-
tamente natural. Ha cubierto de maldición al olvido de sí tanto en el pensamiento como en el placer.
El trabajo social de cada individuo está mediatizado en la economía burguesa por el principio del sí
mismo; él debe restituir a unos el capital acrecentado, a otros la fuerza para trabajar más. Pero cuanto
más se logra el proceso de autoconservación a través de la división del trabajo, tanto más exige dicho
proceso la autoalienación de los individuos, que han de modelarse en cuerpo y alma según el aparato
técnico. De lo cual, a su vez, toma cuenta el pensamiento ilustrado: al final, incluso el sujeto trascenden-
tal del conocimiento es aparentemente liquidado, como último recuerdo de la subjetividad, y sustitui-
do por el trabajo tanto más libre de trabas de los mecanismos reguladores automáticos. La subjetividad

** “valor”/1944: “valor de cambio”.


32 Ethica, IV Parte, Propos. XXII, Coroll. (trad. cast. de V. Peña, Ética demostrada según el orden geométrico, Alianza, Madrid, 1987,
276).

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se ha volatilizado en la lógica de las reglas de juego aparentemente arbitrarias, para poder dominar con
tanta mayor libertad. El positivismo, que a fin de cuentas no se detuvo tampoco ante la quimera en
el sentido más literal, ante el pensamiento mismo, ha eliminado incluso la última instancia interrup-
tora entre la acción individual y la norma social. El proceso técnico en el que el sujeto se ha reificado
tras su eliminación de la conciencia está libre de la ambigüedad del pensamiento mítico como de todo
significado en sí, pues la razón misma se ha convertido en simple medio auxiliar del aparato económi-
co* omnicomprensivo. La razón sirve como instrumento universal, útil para la fabricación de todos los
demás, rígidamente orientados a su función, fatal como el trabajo exactamente calculado en la produc-
ción material, cuyo resultado para los hombres se sustrae a todo cálculo. Finalmente se ha cumplido
su vieja ambición de ser puro órgano de fines. La exclusividad de las leyes lógicas deriva de esta uni-
vocidad de la función, en última instancia del carácter coactivo de la autoconservación. Ésta termina
siempre de nuevo en la elección entre supervivencia y ocaso, que se refleja aún en el principio de que
de dos proposiciones contradictorias sólo una puede ser verdadera y la otra falsa. El formalismo de este
principio y de toda la lógica, en la que como tal se establece, procede de la opacidad y el embrollo del
interés en una sociedad en la que la conservación de las formas y la de los individuos coinciden sólo
casualmente. La expulsión del pensamiento del ámbito de la lógica ratifica en el aula universitaria la
reificación del hombre en la fábrica y la oficina. De tal forma, el tabú invade el poder que lo engendra y
la Ilustración, el espíritu que ella misma es. Pero así, la naturaleza es liberada en cuanto verdadera auto-
conservación por el proceso mismo que prometía expulsarla, tanto en el individuo como en el destino
colectivo de crisis y guerras. Si a la teoría no le queda otra norma que el ideal de la ciencia unitaria,* la
praxis queda a merced del mecanismo sin trabas de la historia universal. El sí mismo, completamente
atrapado por la civilización, se disuelve en un elemento de aquella inhumanidad a la que la civilización
trató de sustraerse desde el comienzo. Se cumple el temor más antiguo: el de perder el propio nombre.
La existencia puramente natural, animal y vegetal, constituía para la civilización el peligro absoluto. Los
comportamientos mimético, mítico y metafísico aparecieron sucesivamente como eras superadas, caer
en las cuales estaba cargado del terror a que el sí mismo se transformara de nuevo en aquella pura
naturaleza de la que se había liberado con indecible esfuerzo y que justamente por ello le inspiraba
indecible terror. El vivo recuerdo de la prehistoria, de las fases nómadas, y cuanto más de las propia-
mente prepatriarcales, fue extirpado de la conciencia de los hombres, en todos los milenios, con los más
horribles castigos. El espíritu ilustrado sustituyó el fuego y la tortura por el estigma con que marcó toda
irracionalidad por conducir a la ruina. El hedonismo era muy moderado: los extremos le resultaban no
menos odiables que a Aristóteles. El ideal burgués de la naturalidad no se refiere a la naturaleza amorfa,
sino a la virtud del justo medio. Promiscuidad y ascesis, hambre y abundancia son, aunque antitéticas,
directamente idénticas en cuanto fuerzas disolventes. A través de la subordinación de toda la vida a
las exigencias de su conservación, la minoría que manda garantiza con la propia seguridad también la
supervivencia del todo. Desde Homero hasta los tiempos modernos, el espíritu dominante busca pasar

* “simple medio... aparato económico”/1944: “aparato en el monopolio perpetuador”.


* (el postulado de la “Unidad de la ciencia”, propagado en el Círculo de Viena sobre todo por Neurath y Carnap).

Sólo uso con fines educativos 61


entre la Escila de la recaída en la simple reproducción y la Caribdis de la satisfacción descontrolada;
siempre ha desconfiado de toda otra brújula que no sea la del mal menor. Los neopaganos alemanes,
administradores del ánimo de guerra, quieren liberar de nuevo el placer.** Pero como éste ha aprendi-
do a odiarse bajo la presión del trabajo a lo largo de milenios, en la emancipación totalitaria permanece
vulgar y mutilado* por el autodesprecio. El placer sigue estando sometido a la autoconservación para
la que él mismo había educado a la razón, entretanto depuesta. En las grandes mutaciones de la civili-
zación occidental, desde la transición a la religión olímpica hasta el Renacimiento, la Reforma y el ateís-
mo burgués, siempre que nuevos pueblos o clases reprimieron más decididamente al mito, el temor a
la naturaleza incontrolada y amenazadora, consecuencia de su misma materialización y objetivización,
fue degradado a superstición animista, y el dominio de la naturaleza, interior y extrema, fue convertido
en fin absoluto de la vida. Finalmente, automatizada la autoconservación, la razón es abandonada por
aquellos que en cuanto guías de la producción han asumido su herencia y ahora la temen en los deshe-
redados. La esencia de la Ilustración es la alternativa, cuya ineludibilidad es la del dominio. Los hombres
habían tenido siempre que elegir entre su sumisión a la naturaleza y la sumisión de ésta al sí mismo.
Con la expansión de la economía mercantil burguesa, el oscuro horizonte del mito es iluminado por el
sol de la razón calculadora, bajo cuyos gélidos rayos maduran las semillas de la nueva barbarie. Bajo la
coacción del dominio el trabajo humano ha conducido desde siempre lejos del mito, en cuyo círculo
fatal volvió caer siempre de nuevo bajo el dominio.
En un relato homérico se halla expresada la interconexión de mito, dominio y trabajo. El decimo-
segundo canto de la Odisea narra el paso ante las sirenas. La seducción que producen es la de perder-
se en el pasado. Pero el héroe al que se dirige dicha seducción se ha convertido en adulto a través del
sufrimiento. En la variedad de los peligros mortales en la que hubo de mantenerse firme se ha con-
solidado la unidad de la propia vida, la identidad de la persona. Como agua, tierra y aire se escinden
ante él los reinos del tiempo. La corriente de aquello que fue refluye sobre él de la roca del presente, y
el futuro descansa nuboso en el horizonte. Lo que Odiseo ha dejado tras de sí entra en el reino de las
sombras: el sí mismo está aún tan cerca del mito primordial, de cuyo seno logró escapar, que su propio
pasado vivido se transforma en pasado mítico. Odiseo trata de remediar esto mediante una perma-
nente ordenación del tiempo. El esquema tripartito debe liberar el momento presente del poder del
pasado, manteniendo a éste detrás del límite absoluto de lo irrecuperable y poniéndolo, como saber
utilizable, a disposición del instante presente. El impulso de salvar el pasado como viviente, en lugar
de utilizarlo como material de progreso, se satisfizo sólo en el arte, al que pertenece también la histo-
ria como representación de la vida pasada. Mientras el arte renuncie a valer como conocimiento y se
aísle de ese modo de la praxis, es tolerado por la praxis social, lo mismo que el placer. Pero el canto de

** (Alusión a la propaganda nacional-socialista de la cultura del cuerpo con fines biológico-racistas, que iba acompañada de
la superación de determinados tabúes respecto a la vida sexual privada [por ejemplo: “Al poder por el placer”]. Cf. F. Pollock.
Is National Socialism a NewOrder?”, en Studies y Philosophie and Social Science, vol. IX, 1941, 448 s.)
* “Los... alemanes... mutilado”/1944: “El placer que los nuevos paganos y los administradores del ánimo de guerra quieren
liberar de nuevo ha introyectado como autodesprecio, en el camino hacia su emancipación totalitaria, la maldad a la que
lo ha reducido la disciplina del trabajo”.

Sólo uso con fines educativos 62


las sirenas no ha sido aún depotenciado y reducido a arte. Las sirenas conocen “aún aquello que ocurre
doquier en la tierra fecunda”, 33 sobre todo aquello en lo que Odiseo tomó parte, “los trabajos que allá
por la Tróade y sus campos de los dioses impuso el poder a troyanos y argivos”. 34 Al evocar directamen-
te el pasado más reciente, amenazan con la irresistible promesa de placer, como su canto es percibi-
do, el orden patriarcal que restituye a cada uno su vida sólo a cambio de su entera duración temporal.
Quien cede a sus juegos prestidigitadores está perdido, cuando únicamente una constante presencia
de espíritu arranca a la naturaleza la existencia. Si las sirenas conocen todo lo que sucede, exigen a cam-
bio el futuro como precio, y la promesa del alegre retorno es el engaño con el que el pasado se adueña
de los nostálgicos. Odiseo es puesto en guardia por Circe, la diosa de la reconversión de los hombres en
animales, a la cual él supo resistir; y ella, a cambio, le hace fuerte para poder resistir a otras fuerzas de la
disolución. Pero la seducción de las sirenas permanece irresistible. Nadie que escuche su canto puede
sustraerse a ella. La humanidad ha debido someterse a cosas terribles hasta constituirse el sí mismo, el
carácter idéntico, instrumental y viril del hombre, y algo de ello se repite en cada infancia. El esfuerzo
para dar consistencia al yo queda marcado en él en todos sus estadios, y la tentación de perderlo ha
estado siempre acompañada por la ciega decisión de conservarlo. La embriaguez neurótica, que hace
expiar la euforia en la que el sí mismo se encuentra suspendido con un sueño similar a la muerte, es
una de las instituciones sociales más antiguas que sirven de mediadoras entre la autoconservación y el
autoaniquilamiento, un intento del sí mismo de sobrevivirse a sí mismo. El temor de perder el sí mismo,
y con él la frontera entre sí y el resto de la vida, el miedo a la muerte y a la destrucción, se halla estre-
chamente ligado a una promesa de felicidad por la que la civilización se ha visto amenazada en todo
instante. Su camino fue el de la obediencia y el trabajo, sobre el cual la satisfacción brilla eternamente
sólo como apariencia, como belleza impotente. El pensamiento de Odiseo, igualmente hostil a la propia
muerte y a la propia felicidad, sabe todo esto. Él conoce sólo dos posibilidades de escapar. Una es la
que prescribe a sus compañeros: les tapa los oídos con cera y les ordena remar con todas sus energías.
Quien quiera subsistir no debe prestar oídos a la seducción de lo irrevocable, y puede hacerlo sólo en la
medida en que no sea capaz de escucharla. De ello se ha encargado siempre la sociedad. Frescos y con-
centrados, los trabajadores deben mirar hacia adelante y despreocuparse de lo que está a los costados.
El impulso que los empuja a desviarse deben sublimarlo obstinadamente en esfuerzo adicional. De este
modo se hacen prácticos. La otra posibilidad es la que elige el mismo Odiseo, el señor terrateniente, que
hace trabajar a los demás para sí. Él oye, pero impotente, atado al mástil de la nave, y cuanto más fuerte
resulta la seducción más fuertemente se hace atar, lo mismo que más tarde también los burgueses se
negarán la felicidad con tanta mayor tenacidad cuanto más se les acerca al incrementarse su poder. Lo
que ha oído no tiene consecuencias para él; sólo puede hacer señas con la cabeza para que lo desaten,
pero ya es demasiado tarde: sus compañeros, que no oyen nada, conocen sólo el peligro del canto y
no su belleza, y lo dejan atado al mástil para salvarlo y salvarse con él. Reproducen con su propia vida
la vida del opresor, que ya no puede salir de su papel social. Los lazos con los que se ha ligado irrevo-

33 Odyssee, XII, 191 (trad. cast. de José M. Pabón, Odisea, Gredos, Madrid, 1982,291. De la traducción castellana se indicará, en
cada caso, la página de la edición citada. N. d. T.).
34 Ibid., XII, 18990 (trad. cast., ibid.).

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cablemente a la praxis mantienen, a la vez, a las sirenas lejos de la praxis: su seducción es convertida y
neutralizada en mero objeto de contemplación, en arte. El encadenado asiste a un concierto, escuchan-
do inmóvil cómo los futuros oyentes, y su grito apasionado por la liberación, se pierde ya como aplauso.
De este modo, el goce artístico y el trabajo manual se separan al despedirse la prehistoria. La epopeya
contiene ya la teoría correcta. El patrimonio cultural se halla en exacta relación con el trabajo forzado, y
ambos tienen su fundamento en la inevitable coerción hacia el dominio social sobre la naturaleza.
Medidas como las tomadas en la nave de Odiseo al pasar frente a las sirenas constituyen la alego-
ría premonitoria de la dialéctica de la Ilustración. Así como la sustituibilidad es la medida del dominio y
el más fuerte es aquel que puede hacerse representar en el mayor número de operaciones, del mismo
modo la sustituibilidad es el vehículo del progreso y a la vez de la regresión. En las condiciones dadas,
el quedar exento de trabajo significa también mutilación, no sólo para los parados, sino también para el
polo social opuesto. Los superiores experimentan la existencia, con la que no necesitan ya relacionarse,
sólo como sustrato, y se vuelven totalmente rígidos en el sí mismo que manda. El primitivo experimen-
taba la cosa natural sólo como objeto que escapaba a sus deseos; “en cambio, el señor, que ha interca-
lado al siervo entre la cosa y él, no hace con ello más que unirse a la dependencia de la cosa y gozarla
puramente; pero abandona el lado de la independencia de la cosa al siervo, que la transforma”. 35 Odi-
seo es sustituido en el trabajo. Así como no puede ceder a la tentación del abandono de sí, de la misma
manera está privado también, en cuanto propietario, de participar en el trabajo, y en definitiva incluso de
su dirección, mientras por otro lado sus compañeros, aún estando tan cercanos a las cosas, no pueden
gozar del trabajo, porque éste se cumple bajo la constricción, sin esperanza, con los sentidos violenta-
mente obstruidos. El siervo permanece sometido en cuerpo y alma; el señor se degrada. Ninguna forma
de dominio ha sido capaz de evitar este precio, y la circularidad de la historia en su progreso queda coex-
plicada con esta debilidad, el equivalente del poder. La humanidad, cuyas aptitudes y conocimientos se
diferencian con la división del trabajo, es obligada al mismo tiempo a retroceder hacia fases antropoló-
gicamente más primitivas, puesto que la duración del dominio comporta, con la facilitación técnica de la
existencia, la fijación de los instintos mediante una opresión más fuerte. La fantasía se atrofia. El mal no
consiste en que los individuos hayan quedado por detrás de la sociedad o de su producción material.
Donde la evolución de la máquina se ha convertido ya en la evolución de la maquinaria del dominio, de
tal modo que la tendencia técnica y la social, desde siempre entrelazadas, convergen en la dominación
total del hombre, los que han quedado atrás no representan sólo la falsedad. Por el contrario, la adapta-
ción al poder del progreso implica el progreso del poder, implica siempre de nuevo aquellas formacio-
nes regresivas que convencen no al progreso fracasado, sino precisamente al progreso logrado de su
propio contrario. La maldición del progreso imparable es la imparable regresión.
Esta regresión no se limita a la experiencia del mundo sensible, ligada a la proximidad física, sino
que afecta también al intelecto dueño de sí, que se separa de la experiencia sensible para sometér-
sela. La unificación de la función intelectual, en virtud de la cual se realiza el dominio de los sentidos,
la resignación del pensamiento a la producción de conformidad, significa empobrecimiento tanto del

35 G. W. F. Hegel. Phänomenologie, cit., 146 (trad. cast., Fenomenología, cit., 118).

Sólo uso con fines educativos 64


pensamiento como de la experiencia. La separación de estos dos ámbitos deja a ambos dañados. En
la limitación del pensamiento a tareas organizativas y administrativas, practicadas por los superiores,
desde el astuto Odiseo hasta los ingenuos directores generales, se halla implícita la limitación que inva-
de a los grandes en cuanto no se trata de la manipulación de los pequeños. El espíritu se convierte de
hecho en el aparato de dominio y autodominio con el que lo confundió siempre la filosofía burguesa.
Los oídos sordos, que permanecieron así para los dóciles proletarios desde los tiempos del mito, no
representan ninguna ventaja respecto de la inmovilidad del amo. De la inmadurez de los sometidos
vive la excesiva madurez de la sociedad. Cuanto más complicado y sutil es el aparato social, económico
y científico, a cuyo manejo el sistema de producción ha adaptado desde hace tiempo el cuerpo, tanto
más pobres son las experiencias de las que éste es capaz. La eliminación de las cualidades, su conver-
sión en funciones, pasa de la ciencia, a través de la racionalización de las formas de trabajo, al mundo
de la experiencia de los pueblos y asimila tendencialmente a éste de nuevo al de los batracios. La regre-
sión de las masas consiste hoy en la incapacidad de poder oír con los propios oídos aquello que no ha
sido aún oído, de tocar con las propias manos aquello que no ha sido aún tocado: la nueva figura de
ceguera que sustituye toda ceguera mítica vencida. A través de la mediación de la sociedad total, que
invade todas las relaciones y todos los impulsos, los hombres son reducidos de nuevo a aquello con-
tra lo cual se había vuelto la ley de desarrollo de la sociedad, el principio del sí mismo: a simples seres
genéricos, iguales entre sí por aislamiento en la colectividad coactivamente dirigida. Los remeros, que
no pueden hablar entre sí, se hallan esclavizados todos al mismo ritmo, lo mismo que el obrero moder-
no en la fábrica, en el cine y en el transporte colectivo. Son las condiciones concretas de trabajo en la
sociedad* las que imponen el conformismo, y no las influencias conscientes que, adicionalmente, harían
estúpidos a los hombres dominados y los desviarían de la verdad. La impotencia de los trabajadores no
es sólo una artimaña de los patrones, sino la consecuencia lógica de la sociedad industrial, en la que se
ha transformado finalmente el antiguo destino bajo el esfuerzo por sustraerse a él.
Pero esta necesidad lógica no es definitiva. Permanece ligada al dominio, a la vez como su reflejo
e instrumento. De aquí que su verdad sea al menos tan problemática como inevitable es su evidencia.
Ciertamente, al pensamiento le ha bastado siempre con determinar concretamente su propia proble-
maticidad. Él es el siervo a quien el señor no puede detener a placer. En la medida en que el dominio,
desde que los hombres se hicieron sedentarios, y más tarde en la economía de mercado, se objetivó en
leyes y organizaciones, tuvo al mismo tiempo que limitarse. El instrumento adquiere autonomía: la ins-
tancia mediadora del espíritu atenúa, independientemente de la voluntad de los dirigentes,* la inme-
diatez de la injusticia** económica. Los instrumentos de dominio, que deben aferrar a todos: lenguaje,
armas y, finalmente, máquinas, deben dejarse aferrar por todos. Así, en el dominio se afirma el momento
de la racionalidad como distinto de él. El carácter objetivo del instrumento, que lo hace universalmente
disponible, su “objetividad” para todos, implica ya la crítica del dominio a cuyo servicio creció el pen-
samiento. En el camino desde la mitología a la logística ha perdido el pensamiento el momento de la

* “sociedad”/1944: “sociedad de clases”.


* “dirigentes”/1944: “detentadores”.
** “de la injusticia”/1944: “de la explotación”.

Sólo uso con fines educativos 65


reflexión sobre sí mismo, y la maquinaria mutila hoy a los hombres, aún cuando los sustenta. Pero en la
figura de la máquina la razón alienada se dirige hacia una sociedad que reconcilia el pensamiento, cosi-
ficado como aparato material e intelectual, con el ser viviente liberado y lo refiere a la propia sociedad
como a su sujeto real. El origen particular del pensamiento y su perspectiva universal han sido desde
siempre inseparables. Hoy, con la transformación del mundo en industria, la perspectiva de lo univer-
sal, la realización social del pensamiento, está de tal modo abierta, que por su causa el pensamiento es
negado incluso por los que dominan como pura ideología. Y expresa la mala conciencia de las camari-
llas, en las que se encarna*** al fin la necesidad económica, el hecho de que sus manifestaciones, desde
las intuiciones del Führer hasta la dinámica visión del mundo, no reconocen ya, en decidida oposición
a la apologética burguesa anterior, sus propias acciones delictivas como consecuencias necesarias de
relaciones objetivas. Las mentiras mitológicas de misión y destino,**** que introducen en lugar de éstas,
no expresan ni siquiera del todo la falsedad: no son ya las leyes objetivas del mercado que dominaban
sobre las acciones de los empresarios y conducían a la catástrofe. Antes bien, la decisión consciente
de los directores generales,*****que en cuanto resultante nada tiene que envidiar en férrea necesidad
a los más ciegos mecanismos de los precios, cumple la vieja ley del valor y con ella el destino del capi-
talismo. Los dominadores mismos no creen en ninguna necesidad objetiva, pese a que a veces den tal
nombre a sus maquinaciones. Se presentan como los ingenieros de la historia universal. Sólo los domi-
nados toman como invariablemente necesario el proceso que con cada subida decretada del nivel de
vida los hace un grado más impotentes. Una vez que se puede garantizar el sustento vital de los que
aún* son empleados en el manejo de las máquinas con una parte mínima del tiempo de trabajo que
está a disposición de los señores de la sociedad, el resto superfluo, la inmensa masa de la población
es instruida ahora como guardia adicional para el sistema, para servir hoy y mañana de material a sus
grandes planes. Esta masa es alimentada como armada de los parados. Su reducción a puros objetos
de la administración, que configura de antemano a todos los sectores de la vida moderna, hasta el len-
guaje y la percepción, aparenta para ellos la necesidad objetiva ante la cual se creen impotentes. La
miseria,** como contraposición de poder e impotencia, crece hasta el infinito junto con la capacidad de
suprimir perdurablemente toda miseria. Impenetrable para los individuos resulta la selva de camarillas
e instituciones que, desde los puestos supremos de mando en la economía*** hasta los últimos Rackets
profesionales,**** se cuidan de la ilimitada duración del statu quo. Un proletario no es ante un jefe sin-
dical —en el caso de que alguna vez atraiga su atención—, y no digamos ante un empresario, más que
un ejemplar excedente, al mismo tiempo que, por su parte, el jefe sindical debe temblar ante su propia
liquidación.

*** “de las camarillas... encarna”/1944: “del monopolio, última encarnación de la necesidad económica”.
**** (“Intuiciones”,“concepción dinámica del mundo”,“misión” y “destino” eran expresiones frecuentemente usadas en la fra-
seología “culta” del nacionalsocialismo).
***** “directores generales”/1944: “señores del monopolio”.
* “de los que aún”/1944: “de las manos empleadas en el manejo del creciente capital constante”.
** “la miseria”/1944: “la depauperación”.
*** “la economía”/1944: “el capital”.

Sólo uso con fines educativos 66


El absurdo del estado en el cual el poder del sistema sobre los hombres crece con cada paso que
los sustrae al poder de la naturaleza denuncia como superada la razón de la sociedad racional.*****
Su necesidad es ilusoria, no menos que la libertad de los empresarios, que acaba por revelar su natu-
raleza coactiva en sus inevitables luchas y pactos. Esta****** apariencia, en la que se pierde la huma-
nidad enteramente ilustrada, no puede ser disuelta por el pensamiento, que ha de elegir, en cuanto
órgano de dominio, entre mandato y obediencia. Sin poder deshacerse de los lazos en los que quedó
preso en la prehistoria,******* llega sin embargo a reconocer en la lógica de la alternativa (coherencia
y antinomia), mediante la cual se emancipó radicalmente de la naturaleza, a esta misma naturale-
za no reconciliada y alienada de sí misma. El pensamiento, en cuyo mecanismo coactivo se refleja
y perpetúa la naturaleza, se refleja también, justamente en virtud de su imparable coherencia, a sí
mismo como naturaleza olvidada de sí, como mecanismo coactivo. Ciertamente, la representación
es sólo un instrumento coactivo. Mediante el pensamiento los hombres se distancian de la natura-
leza para ponerla frente a sí de tal modo que pueda ser dominada. Como la cosa o el instrumento
material, que se mantiene idéntico en diversas situaciones y así separa el mundo —como lo caótico,
multiforme y disparatado— de lo conocido, uno e idéntico, el concepto es el instrumento ideal que
se ajusta a cada cosa en el lugar donde se las puede aferrar. Por lo demás, el pensamiento se vuel-
ve ilusorio siempre que quiere renegar de la función separadora, de la distanciación y objetivación.
Toda unificación mística es un engaño: la impotente huella interior de la revolución rebajada. Pero en
la medida en que la Ilustración tiene razón contra todo intento de hipostasiar la utopía y proclama
impasible el dominio como escisión, la ruptura entre sujeto y objeto, que ella misma impide cubrir, se
convierte en el índice de la propia falsedad y de la verdad.* La condena de la superstición ha signifi-
cado siempre, a la vez que el progreso del dominio, también su desenmascaramiento. La Ilustración
es más que Ilustración: naturaleza que se hace perceptible en su alienación. En la conciencia que el
espíritu tiene de sí como naturaleza dividida en sí misma, la naturaleza se invoca a sí misma, como en
la prehistoria, pero no ya directamente con su presunto nombre, que significa omnipotencia, es decir,
como mana, sino como algo ciego, mutilado. El sometimiento a la naturaleza consiste en el dominio
sobre la misma, sin el cual no existiría el espíritu. En la humildad en la que éste se reconoce como
dominio y se revoca en la naturaleza se disuelve su pretensión de dominio, que es precisamente la
que lo esclaviza a la naturaleza. Si la humanidad no puede detenerse en la huída de la necesidad,
en el progreso y la civilización, sin renunciar al conocimiento mismo, al menos no reconoce ya en
las vallas que ella misma levanta contra la necesidad: las instituciones, las prácticas de dominio, que
del sometimiento de la naturaleza se han vuelto siempre contra la misma sociedad, la garantía de la
futura libertad. Cada progreso de la civilización ha renovado, junto con el dominio, también la pers-

**** (Sistemas de extorsión de dinero; en sentido más amplio, grupos garantes del dominio. Sobre el significado de este
concepto, cf. la Introducción del traductor).
***** “de la sociedad racional”/1944: “de esta sociedad”.
****** “luchas y pactos. Esta”/1944: “luchas y pactos de los poderosos. Esta doble”.
******* (En sentido marxiano: la historia anterior a la sociedad socialista).
* (Los autores parafrasean aquí la conocida fórmula escolástica verum index sui et falsi. N.d. T. it.).

Sólo uso con fines educativos 67


pectiva hacia su mitigación. Pero mientras la historia real se halla entretejida de sufrimientos reales,
que en modo alguno disminuyen proporcionalmente con el aumento de los medios para abolirlos,
la realización de esa perspectiva depende del concepto. Pues éste no se limita sólo a distanciar, en
cuanto ciencia, a los hombres de la naturaleza, sino que además, en cuanto autorreflexión del pen-
samiento que en la forma de la ciencia permanece atado a la ciega tendencia económica, permite
medir la distancia que eterniza la injusticia. Mediante este recuerdo de la naturaleza en el sujeto, en
cuya realización se encierra la verdad desconocida de toda cultura, la Ilustración se opone al dominio
en cuanto tal, y la llamada a detenerla resonó, incluso en tiempos de Vanini, menos por temor a la
ciencia exacta que por odio al pensamiento indisciplinado, que se libera del hechizo de la naturaleza
reconociéndose como el propio temblor de ésta ante sí misma. Los sacerdotes han vengado al mana
siempre en el ilustrado que lo reconciliaba al experimentar horror ante el horror que llevaba tal nom-
bre, y los augures de la Ilustración estaban de acuerdo en la hybris con los sacerdotes. La Ilustración,
en cuanto burguesa, se había rendido a su momento positivista mucho antes de Turgot y de d’ Alem-
bert. Nunca estuvo al abrigo de la tentación de confundir la libertad con el ejercicio de la autoconser-
vación. La suspensión del concepto, ya fuera en nombre del progreso o de la cultura, que se habían
puesto secretamente de acuerdo hacía tiempo en contra de la verdad, dejó el campo libre a la men-
tira. La cual, en un mundo que sólo verificaba proposiciones empíricas y conservaba el pensamiento,
rebajado a contribución de grandes pensadores, como una especie de eslogan envejecido, no podía
ya ser distinguida de la verdad, neutralizada y reducida a patrimonio cultural.
Reconocer hasta en el interior mismo del pensamiento el dominio como naturaleza no recon-
ciliada permitiría, sin embargo, remover aquella necesidad a la que el propio socialismo concedió
con demasiada rapidez el carácter de eterna,* como concesión al sentido común reaccionario. Al
elevar para siempre la necesidad a fundamento y degradar al espíritu, según el buen gusto idea-
lista, a cima suprema, mantuvo demasiado rígidamente la herencia de la filosofía burguesa. Así, la
relación de la necesidad con el reino de la libertad sería sólo cuantitativa, mecánica, y la naturaleza,
afirmada como enteramente extraña, se convertiría, lo mismo que en la primera mitología, en tota-
litaria y terminaría por absorber la libertad junto con el socialismo. Con la renuncia al pensamiento,
que se venga, en su forma reificada como matemáticas, máquina y organización, en los hombres
olvidados de él, la Ilustración ha renunciado a su propia realización. Al disciplinar a los individuos
ha dejado a la totalidad indefinida la libertad de volverse, en cuanto dominio sobre las cosas, en
contra del ser y de la conciencia de los hombres. Pero la praxis verdaderamente subversiva depen-
de de la intransigencia de la teoría frente a la inconsciencia con la que la sociedad permite reificar-
se al pensamiento. No son las condiciones materiales de la realización, la técnica desencadenada*
en cuanto tal, lo que cuestiona dicha realización. Esto es lo que piensan los sociólogos, que buscan
de nuevo un antídoto, incluso aunque fuera de carácter colectivista, para llegar a dominar el antí-

* (Cf. K. Marx, Das Kapital, vol. III, MEW, val. 25, Berlin 1959, 829; trad. cast. de P. Scaron, El Capital, libro III, vol. 8, Siglo XXI, Madrid,
21981,1044).
* “la técnica desencadenada”/1944: “las desencadenadas fuerzas técnicas de producción”.

Sólo uso con fines educativos 68


doto.36 La culpa la tiene un conjunto social de ofuscación y ceguera. El mítico respeto científico de
los pueblos ante lo dado, que sin embargo ellos mismos continuamente producen, termina por
convertirse a su vez en el hecho positivo, en el fuerte ante el que incluso la fantasía revoluciona-
ria se avergüenza de sí en cuanto utopismo y degenera en dócil confianza en la tendencia obje-
tiva de la historia. Como órgano de semejante adaptación, como pura construcción de medios, la
Ilustración es tan destructiva como le reprochan sus enemigos románticos. Ella se encuentra a sí
misma sólo si rechaza el último compromiso con estos enemigos y se atreve a abolir el falso abso-
luto, el principio del ciego dominio. El espíritu de esta teoría intransigente podría reorientar al del
inexorable progreso mismo hacia su fin. Su heraldo, Bacon, soñó con las mil cosas “que los seres
con todos sus tesoros no pueden comprar, sobre las cuales no rige su autoridad, de las cuales sus
espías y delatores no recaban ninguna noticia”.** Como deseaba, esas cosas les han tocado a los
ciudadanos, herederos ilustrados de los reyes. Al multiplicar la violencia a través de la mediación
del mercado, la economía burguesa ha multiplicado también sus propios bienes y sus fuerzas de
tal modo que para su administración ya no necesita no sólo de los reyes, sino tampoco de los ciu-
dadanos: necesita de todos. Todos aprenden, a través del poder de las cosas, a desentenderse del
poder. La Ilustración se realiza plenamente y se supera cuando los fines prácticos más próximos se
revelan como lo más lejano logrado, y las tierras “de las que sus espías y delatores no recaban nin-
guna noticia”, es decir, la naturaleza desconocida por la ciencia dominadora, son recordadas como
las tierras del origen. Hoy, que la utopía de Bacon de “ser amos de la naturaleza en la práctica” se ha
cumplido a escala planetaria, se manifiesta la esencia de la constricción que él atribuía a la natura-
leza no dominada. Era el dominio mismo. En su disolución puede ahora agotarse el saber, en el que
según Bacon residía sin duda alguna “la superioridad del hombre”. Pero ante semejante posibilidad
la Ilustración se transforma, al servicio del presente, en el engaño total de las masas.

36 “La suprema cuestión a la que se enfrenta hoy nuestra generación —la cuestión de la cual todos los demás problemas no
son sino corolarios— es si la tecnología puede ser controlada... Nadie puede estar seguro de la fórmula mediante la cual
pueda alcanzarse este objetivo... Debemos procurar todos los medios que estén a nuestro alcance...” (The Rockefeller Foun-
dation. A Reviewfor 1943, New York, 1944, 33 s.)
** Cf. nota 2 de este mismo capítulo.

Sólo uso con fines educativos 69


Lectura Nº4
Adorno, Theodor y Horkheimer, Max, “La Industria Cultural”, en Dialéctica de la Ilus-
tración. Fragmentos Filosóficos, Madrid, Editorial Tecnos, 2004, pp. 165-212.*

LA INDUSTRIA CULTURAL
Ilustración como engaño de masas
La tesis sociológica según la cual la pérdida de apoyo en la religión objetiva, la disolución de los
últimos residuos precapitalistas, la diferenciación técnica y social y la extremada especialización han
dado lugar a un caos cultural, se ve diariamente desmentida por los hechos. La cultura marca hoy todo
con un rasgo de semejanza. Cine, radio y revistas constituyen un sistema. Cada sector está armoniza-
do en sí mismo y todos entre ellos. Las manifestaciones estéticas, incluso de las posiciones políticas
opuestas, proclaman del mismo modo el elogio del ritmo de acero. Los1 organismos decorativos de las
administraciones y exposiciones industriales apenas se diferencian en los países autoritarios y en los
demás. Los tersos y colosales palacios que se alzan por todas partes representan la ingeniosa regulari-
dad de los grandes monopolios internacionales a la que ya tendía la desatada iniciativa privada, cuyos
monumentos son los sombríos edificios de viviendas y comerciales de las ciudades desoladas. Las casas
más antiguas en torno a los centros de hormigón aparecen ya como suburbios, y los nuevos chalés a
las afueras de la ciudad proclaman, como las frágiles construcciones de las muestras internacionales, la
alabanza al progreso técnico, invitando a liquidarlos, tras un breve uso, como latas de conserva. Pero los
proyectos urbanísticos, que deberían perpetuar en pequeñas viviendas higiénicas al individuo como
ser independiente, lo someten tanto más radicalmente a su contrario, al poder total del capital. Con-
forme sus habitantes son obligados a afluir a los centros para el trabajo y la diversión, es decir, como
productores y consumidores, las células-vivienda cristalizan en complejos bien organizados. La unidad
visible de macrocosmos y microcosmos muestra a los hombres el modelo de su cultura: la falsa identi-
dad de universal y particular. Toda cultura de masas bajo el monopolio es idéntica, y su esqueleto —el
armazón conceptual fabricado por aquél— comienza a dibujarse. Los dirigentes no están ya en absolu-
to interesados en esconder dicho armazón; su poder se refuerza cuanto más brutalmente se declara. El
cine y la radio no necesitan ya darse como arte. La verdad de que no son sino negocio les sirve de ideo-
logía que debe legitimar la porquería que producen deliberadamente. Se autodefinen como industrias,
y las cifras publicadas de los sueldos de sus directores generales eliminan toda duda respecto a la nece-
sidad social de sus productos.
Los interesados en la industria cultural gustan explicarla en términos tecnológicos. La participación
en ella de millones de personas impondría el uso de técnicas de reproducción que, a su vez, harían
inevitable que, en innumerables lugares, las mismas necesidades sean satisfechas con bienes estánda-

* Las notas en el texto original aparecen con asterisco, para los efectos prácticos de este texto de estudio fueron tansformadas
en notas numéricas; a su vez las citas que en el texto original aparecen con números fueron reemplazadas por asteriscos.
1 “Los”/1944: “El pabellón alemán y el ruso de la Exposición universal de París de 1937 parecían de la misma esencia y los”.

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res. El contraste técnico entre pocos centros de producción y una dispersa recepción condicionaría la
organización y planificación por parte de los detentores. Los estándares habrían surgido en un comien-
zo de las necesidades de los consumidores, de ahí que fueran aceptados sin oposición. Y, en realidad,
es en el círculo de manipulación y de necesidad que la refuerza donde la unidad del sistema se afianza
más cada vez. Pero en todo ello se silencia que el terreno sobre el que la técnica adquiere poder sobre
la sociedad es el poder de los económicamente más fuertes2 sobre la sociedad. La racionalidad técnica
es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter coactivo de la sociedad alienada de sí misma.
Los automóviles, las bombas y el cine mantienen unido el todo social, hasta que su elemento nivelador
muestra su fuerza en la injusticia misma a la que servía. Por el momento, la técnica de la industria cul-
tural ha llevado sólo a la estandarización y producción en serie y ha sacrificado aquello por lo cual la
lógica de la obra se diferenciaba de la lógica del sistema social. Pero ello no se debe atribuir a una ley
de desarrollo de la técnica como tal, sino a su función en la economía actual.3 La necesidad que podría
acaso escapar al control central es reprimida ya por el control de la conciencia individual. El paso del
teléfono a la radio ha separado claramente los papeles. Liberal, el teléfono dejaba aún jugar al parti-
cipante el papel de sujeto. La radio, democrática, convierte a todos en oyentes para entregarlos auto-
ritariamente a los programas, entre sí iguales, de las diversas emisoras. No se ha desarrollado ningún
sistema de replica, y las emisiones privadas están condenadas a la clandestinidad. Se limitan al ámbito
no reconocido de los “aficionados”, que por lo demás son organizados desde arriba. Cualquier huella
de espontaneidad del público en el marco de la radio oficial es dirigido y absorbido, en una selección
de especialistas, por cazadores de talento, competiciones ante el micrófono y manifestaciones domes-
ticadas de todo género. Los talentos pertenecen a la empresa, aun antes de que ésta los presente: de
otro modo no se adaptarían tan fervientemente. La constitución del público, que en teoría y de hecho
favorece al sistema de la industria cultural, es una parte del sistema, no su disculpa. Cuando una rama
artística procede según la misma receta que otra, muy diversa de ella por lo que respecta al contenido
y a los medios expresivos; cuando el nudo dramático en las “operas de jabón” 4 radiofónicas se convier-
te en ilustración pedagógica para resolver dificultades técnicas, que son dominadas como “conservas”
del mismo modo que en los puntos culminantes de la vida del jazz; o cuando la “adaptación” experi-
mental de una composición de Beethoven se hace según el mismo esquema con el que se lleva una
novela de Tolstoi al cine, el recurso a los deseos espontáneos del público se convierte en fútil pretexto.
Más cercana a la realidad es la explicación mediante el propio peso del aparato técnico y personal, que,
por cierto, debe ser considerado en cada uno de sus detalles como parte del mecanismo económico de
selección.5 A ello se añade el acuerdo, o al menos la común determinación de los poderosos ejecutivos,

2 “de los económicamente más fuertes”/1944: “del capital”.


3 “economía actual”/1944: “economía del beneficio”.
4 (Operetas o composiciones de trazos musicales de efectos baratos, que eran emitidas durante las horas en que las amas de

hogar acostumbraban a realizar sus tareas domésticas, sobre todo el lavado de ropa: de ahí su nombre).
5 “selección”/1944: “selección. El funcionamiento de los grandes estudios, como también la cualidad del material humano

altamente pagada que los habita, es un producto del monopolio al que se acomodan”.

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de no producir o permitir nada que no se asemeje a sus gráficas, a su concepto de consumidores y,
sobre todo, a ellos mismos.
Si la tendencia social objetiva de la época se encarna en las oscuras intenciones subjetivas de los
directores generales, éstos son, ante todo los de los poderosos sectores de la industria: acero, petróleo,
electricidad y química. Los monopolios culturales son, comparados con ellos, débiles y dependientes.
Deben apresurarse a satisfacer a los verdaderos poderosos para que su esfera en la sociedad de masas,
cuyo tipo específico de mercancía tiene aún, con todo, mucho que ver con el liberalismo cordial y los
intelectuales judíos, no sea sometida a una serie de acciones depuradoras.6 La dependencia de la más
poderosa compañía radiofónica de la industria eléctrica, o la del cine respecto de los bancos, define el
entero sector, cuyas ramas particulares están a su vez económicamente complicadas entre sí. Todo está
tan estrechamente próximo que la concentración del espíritu alcanza un volumen que le permite tras-
pasar la línea divisoria de las diversas empresas y de los sectores técnicos. La desconsiderada unidad
de la industria cultural da testimonio de la que se cierne sobre la vida política. Distinciones enfáticas,
como aquellas entre películas de tipo a y b o entre historias de semanarios de diferentes precios, más
que proceder de la cosa misma, sirven para clasificar, organizar y manipular a los consumidores. Para
todos hay algo previsto, a fin de que ninguno pueda escapar; las diferencias son acuñadas y propaga-
das artificialmente. El abastecimiento del público con una jerarquía de cualidades en serie sirve sólo a
una cuantificación tanto más compacta. Cada uno debe comportarse, por así decirlo, espontáneamen-
te de acuerdo con su “nivel”, que le ha sido asignado previamente sobre la base de índices estadísti-
cos, y echar mano de la categoría de productos de masa que ha sido fabricada para su tipo. Reducidos
a material estadístico, los consumidores son distribuidos sobre el mapa geográfico de las oficinas de
investigación de mercado, que ya no se diferencian prácticamente de las de propaganda, en grupos
según ingresos, en campos rojos, verdes y azules.
El esquematismo del procedimiento se manifiesta en que, finalmente, los productos mecánica-
mente diferenciados se revelan como lo mismo. El que las diferencias entre la serie Chrysler y la General
Motors son en el fondo ilusorias, es algo que saben incluso los niños que se entusiasman por ellas. Lo
que los conocedores discuten como méritos o desventajas sirve sólo para mantener la apariencia de
competencia y de posibilidad de elección. Lo mismo sucede con las presentaciones de la Warner Bro-
thers y de la Metro Goldwin Mayer. Pero incluso entre los tipos más caros y los más baratos de la colec-
ción de modelos de una misma firma, las diferencias tienden a reducirse cada vez más: en los automó-
viles, a diferencias de cilindrada, de volumen y de fechas de las patentes de los gadgets,7 en el cine, a
diferencias de número de estrellas, de riqueza en el despliegue de medios técnicos, de mano de obra y
decoración, y a diferencias en el empleo de nuevas fórmulas psicológicas. La medida unitaria del valor
consiste en la dosis de “producción conspicua”, de inversión exhibida. Las diferencias de valor presu-
puestadas por la industria cultural no tienen nada que ver con diferencias objetivas, con el significado
de los productos. También los medios técnicos son impulsados a una creciente uniformidad recíproca.

6 “sea... depuradoras”/1944: “sea confiscada ante el fascismo”.


7 (Accesorios, en el sentido de juguetes técnicos).

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La televisión tiende a una síntesis de radio y cine, que está siendo frenada hasta que las partes intere-
sadas se hayan puesto completamente de acuerdo, pero cuyas posibilidades ilimitadas pueden ser ele-
vadas hasta tal punto por el empobrecimiento de los materiales estéticos que la identidad hoy apenas
velada de todos los productos de la industria cultural podrá mañana triunfar abiertamente, como reali-
zación sarcástica del sueño wagneriano de la “obra de arte total”. La coincidencia entre palabra, imagen
y música se logra de forma tanto más perfecta que en Tristán, porque los elementos sensibles, que se
limitan, sin oposición, a registrar la superficie de la realidad social, son ya producidos, en principio, en el
mismo proceso técnico de trabajo y se limitan a expresar la unidad de éste como su verdadero conte-
nido. Este proceso de trabajo integra todos los elementos de la producción, desde la trama de la novela
pensada ya con vistas al cine8 hasta el último efecto sonoro. Es el triunfo del capital invertido. Imprimir
con letras de fuego su omnipotencia, como omnipotencia de sus amos, en el corazón de todos los des-
poseídos en busca de empleo, constituye el sentido de todas las películas, independientemente de la
trama que la dirección de producción elija en cada caso.
Durante el tiempo libre el trabajador debe orientarse según la unidad de producción. La tarea que
el esquematismo kantiano esperaba aún de los sujetos, a saber, la de referir por anticipado la multipli-
cidad sensible a los conceptos fundamentales, le es quitada al sujeto por la industria. Ésta lleva a cabo
el esquematismo como primer servicio al cliente. En el alma, según Kant, debía actuar un mecanismo
secreto que prepara ya los datos inmediatos de tal modo que puedan adaptarse al sistema de la razón
pura. Hoy, el enigma ha sido descifrado. Incluso si la planificación del mecanismo por parte de aquellos
que preparan los datos, por la industria cultural, es impuesta a ésta por el peso de una sociedad —a
pesar de toda racionalización— irracional, esta tendencia fatal es transformada, a su paso por las agen-
cias del negocio industrial, en la astuta intencionalidad de éste.9 Para el consumidor no hay nada por
clasificar que no haya sido ya anticipado en el esquematismo de la producción. El prosaico arte para
el pueblo realiza ese idealismo fantástico, que para el crítico iba demasiado lejos. Todo procede de la
conciencia: en Malebranche y Berkeley, de la de Dios; en el arte de masas, de la dirección terrena de
producción. No sólo se mantienen cíclicamente los tipos de canciones de moda, de estrellas y operetas
como entidades invariables; el mismo contenido específico del espectáculo, lo aparentemente variable,
es deducido de ellos. Los detalles se hacen fungibles. La breve sucesión de intervalos que ha resulta-
do eficaz en una canción exitosa, el fracaso pasajero del héroe que éste sabe aceptar deportivamen-
te, los saludables golpes que la amada recibe de las robustas manos del galán, los rudos modales de
éste con la heredera pervertida, son, como todos los detalles, clichés hechos para usar a placer aquí y
allí, enteramente definidos cada vez por el objetivo que se le asigna en el esquema. Confirmar a éste,
al tiempo que lo componen, constituye toda su realidad vital. Se puede siempre captar de inmediato
en una película como terminará, quién será recompensado, castigado u olvidado; y, desde luego, en la
música ligera el oído ya preparado puede adivinar, desde los primeros compases del motivo, la conti-
nuación de éste y sentirse feliz cuando sucede así efectivamente. El número medio de palabras de una

8 “al cine”/1944: “al monopolio del cine”.


9 “agencias... éste”/1944: “agencias monopolísticas, en su”.

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historia corta es intocable. Incluso los gags, los efectos y los chistes están calculados como armazón en
que se insertan. Son administrados por expertos especiales y su escasa variedad se deja distribuir, en
lo esencial, en el despacho. La industria cultural se ha desarrollado con el primado del efecto, del logro
tangible, del detalle técnico sobre la obra, que una vez era la portadora de la idea y fue liquidada con
ésta. El detalle, al emanciparse, se había hecho rebelde y se había erigido, desde el romanticismo hasta
el expresionismo, en expresión desenfrenada, en exponente de la rebelión contra la organización. El
efecto armónico aislado había cancelado en la música la conciencia de la totalidad formal; el color par-
ticular en la pintura, la composición del cuadro; la penetración psicológica en la novela, la arquitectura
de la misma. A ello pone fin, mediante la totalidad, la industria cultural. Al no conocer otra cosa que
los efectos, acaba con la rebeldía de éstos y los somete a la forma que sustituye a la obra. Ella trata por
igual al todo y a las partes. El todo se opone, inexorable e independientemente, a los detalles, algo así
como la carrera de un hombre de éxito, para la que todo debe servir de ilustración y prueba, mientras
que ella misma no es otra cosa que la suma de aquellos sucesos idiotas. La llamada idea general es un
mapa catastral y crea orden, pero no conexión. Sin oposición ni relación, el todo y el particular llevan en
sí los mismos rasgos. Su armonía garantizada de antemano es la caricatura de la armonía fatigosamen-
te conquistada, de la gran obra de arte burguesa. En Alemania, sobre las películas más alegres y ligeras
de la democracia se cernía ya la paz sepulcral de la dictadura.
El mundo entero es conducido a través del filtro de la industria cultural. La vieja experiencia del
espectador de cine, que percibe el exterior, la calle, como continuación del espectáculo que acaba de
dejar, porque este último quiere precisamente reproducir fielmente el mundo perceptivo de la vida
cotidiana, se ha convertido en el hilo conductor de la producción. Cuanto más completa e integralmen-
te las técnicas cinematográficas dupliquen los objetos empíricos, tanto más fácil se logra hoy la ilusión
de creer que el mundo exterior es la simple prolongación del que se conoce en el cine. Desde la repen-
tina introducción del cine sonoro, el proceso de reproducción mecánica ha pasado enteramente al ser-
vicio de este propósito. La tendencia apunta a que la vida no pueda distinguirse más del cine sonoro.
En la medida en que este, superando ampliamente al teatro ilusionista, no deja a la fantasía ni al pensa-
miento de los espectadores ninguna dimensión en la que pudieran —en el marco de la obra cinema-
tográfica, pero libres de la coacción de sus datos exactos— pasearse y moverse por su propia cuenta
sin perder el hilo, adiestra a los que se le entregan para que lo identifiquen directa e inmediatamen-
te con la realidad. La atrofia de la imaginación y de la espontaneidad del actual consumidor cultural
no necesita ser reducida a mecanismos psicológicos. Los mismos productos, comenzando por el más
característico, el cine sonoro, paralizan, por su propia constitución objetiva, tales facultades. Ellos están
hechos de tal manera que su percepción adecuada exige rapidez de intuición, capacidad de observa-
ción y competencia específica, pero al mismo tiempo prohíben directamente la actividad pensante del
espectador, si éste no quiere perder los hechos que pasan con rapidez ante su mirada. La tensión que
se crea es, por cierto, tan automática que no necesita ser actualizada, y sin embargo logra reprimir la
imaginación. Quien está absorbido por el universo de la película, por los gestos, la imagen y la palabra,
de tal forma que no es capaz de añadir a ese mismo universo aquello sólo por lo cual podría convertirse
verdaderamente en tal, no debe por ello necesariamente estar, durante la representación, cogido y ocu-
pado por completo en los efectos particulares de la maquinaria. A partir de todas las demás películas y

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los otros productos culturales que necesariamente debe conocer, los esfuerzos de atención requeridos
han llegado a serle tan familiares que se dan ya automáticamente. La violencia de la sociedad indus-
trial10 actúa en los hombres de una vez por todas. Los productos de la industria cultural pueden contar
con ser consumidos alegremente incluso en un estado de dispersión. Pero cada uno de ellos es un mode-
lo de la gigantesca maquinaria económica11 que mantiene a todos desde el principio en vilo: en el trabajo
y en el descanso que se le asemeja. De cada película sonora, de cada emisión de radio, se puede deducir
aquello que no podría atribuirse como efecto a ninguno de ellos tomado aisladamente, sino al conjunto
de todos ellos en la sociedad. Inevitablemente, cada manifestación particular de la industria cultural hace
de los hombres aquello en lo que dicha industria en su totalidad los ha convertido ya. Y todos los agentes
de ésta, desde el productor hasta las asociaciones femeninas, velan para que el proceso de la reproduc-
ción simple del espíritu no lleve en modo alguno a una reproducción ampliada.
Las quejas de los historiadores de arte y de los abogados de la cultura con respecto a la extinción
de la fuerza estilística en Occidente son pavorosamente infundadas. La traducción estereotipada de
todo, incluso de aquello que aún no ha sido pensado, en el esquema de la reproductibilidad mecánica
supera el rigor y la validez de todo verdadero estilo, con cuyo concepto los amigos de la cultura ideali-
zan como “orgánico” el pasado precapitalista. Ningún Palestrina habría podido perseguir la disonancia
no preparada y no resuelta con el purismo con el que un arrangeur de música de jazz elimina hoy
toda cadencia que no se adecue perfectamente a su jerga. Si hace una adaptación de Mozart al jazz,
no se limita a modificarlo allí donde es excesivamente difícil o serio, sino también donde armonizaba
la melodía de forma diversa, incluso sólo de forma más simple, de lo que se usa hoy. Ningún cons-
tructor medieval hubiera revisado los temas de las vidrieras de las iglesias y de las esculturas con la
desconfianza con la que la jerarquía de los estudios cinematográficos examina un material de Balzac o
Víctor Hugo antes de que éste obtenga el imprimatur que le permita seguir adelante. Ningún capítulo
habría asignado a las figuras diabólicas y a las penas de los condenados su justo puesto en el orden
del supremo amor con el escrúpulo con el que la dirección de producción se lo asigna a la tortura del
héroe o a la falda arremangada de la artista principal en la letanía de la película de éxito. El catálogo
expreso e implícito, exotérico y esotérico, de lo prohibido y lo tolerado,12 llega tan lejos que no sólo
delimita el ámbito libre, sino que lo domina y controla por entero. Conforme a él son modelados inclu-
so los detalles mínimos. La industria cultural —como su antítesis, el arte de vanguardia— fija positiva-
mente, mediante sus prohibiciones, su propio lenguaje, con su sintaxis y su vocabulario. La necesidad
permanente de nuevos efectos, que permanecen sin embargo ligados al viejo esquema, no hace más
que aumentar, como regla adicional, la autoridad de lo tradicional, a la que cada efecto particular que-
rría sustraerse. Todo lo que aparece está tan profundamente marcado con un sello, que al final nada
puede darse que no lleve por anticipado la huella de la jerga y que no demuestre ser, a primera vista,
aprobado y reconocido. Pero los toreros —en el ámbito de la producción y de la reproducción— son

10 “sociedad industrial”/1944: “maquinaria”.


11 “gigantesca maquinaria económica”/1944: “gigantesca maquinaria del monopolio”.
12 tolerado”/1944: “tolerado, que el monopolio utiliza”.

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aquellos que hablan la jerga con tanta facilidad, libertad y alegría, como si fuese la lengua que pre-
cisamente aquélla redujo durante tiempo al silencio. Es el ideal de la naturaleza en la industria, que
se afirma tanto más imperiosamente cuanto más la técnica perfeccionada reduce la tensión entre la
imagen y la vida cotidiana. La paradoja de la rutina disfrazada de naturaleza se advierte en todas las
manifestaciones de la industria cultural, y en muchas de ellas se deja tocar con la mano. Un músico
de jazz que tiene que tocar un trozo de música seria, el más simple minueto de Beethoven, lo sinco-
pa involuntariamente y sólo accede, con una sonrisa de superioridad, a tocar las notas preliminares.
Esta “naturaleza”, complicada por las pretensiones siempre presentes y aumentadas hasta el exceso del
medio específico, constituye el nuevo estilo, es decir, “un sistema de la no-cultura; y a ella es a la que
cabría conceder incluso una cierta ‘unidad de estilo’ si es que, claro está, el hablar de una barbarie esti-
lizada tuviese todavía sentido”. *
La fuerza universalmente vinculante de esta estilización supera ya a la de las prescripciones y pro-
hibiciones oficiosas; hoy se perdona con más facilidad que una canción de moda no se atenga a los
treinta y dos compases o al ámbito de la novena que el que esa canción contenga incluso el más secre-
to detalle melódico o armónico extraño al idioma. Todas las violaciones de los hábitos del oficio come-
tidas por Orson Welles le son perdonadas, porque ellas —como incorrecciones calculadas— no hacen
sino reforzar y confirmar tanto más celosamente la validez del sistema. La obligación del idioma técni-
camente condicionado, que actores y directores deben producir como naturaleza para que la nación
pueda hacerlo suyo, se refiere a matices tan sutiles que alcanzan casi el refinamiento de los medios
de una obra de vanguardia, mediante los cuales ésta, a diferencia de aquellos, sirve a la verdad. La rara
capacidad de cumplir minuciosamente las exigencias del idioma de la naturalidad en todos los sectores
de la industria cultural se convierte en medida de la habilidad o competencia. Todo lo que se dice y la
forma en que se dice debe poder ser controlado en relación con el lenguaje de la vida ordinaria, como
en el positivismo lógico. Los productores son expertos. El idioma exige una fuerza productiva excepcio-
nal, que él mismo absorbe y consume enteramente. El idioma ha superado satánicamente la distinción,
propia de la teoría conservadora de la cultura, entre estilo auténtico y estilo artificial. Como artificial
podría ser definido, a lo sumo, un estilo que fuera impreso desde fuera a los impulsos resistentes de la
forma. En la industria cultural, sin embargo, el material surge, hasta en sus últimos elementos, del mismo
aparato del que brota la jerga en la que se vierte. Las disputas en que entran los especialistas artísticos
con los patrocinadores y los censores a propósito de una mentira demasiado increíble no son en reali-
dad testimonio de una tensión estética interna, sino más bien de una divergencia de intereses. La fama
del especialista, en la que a veces se refugia un último resto de autonomía objetiva, entra en conflicto
con la política comercial de la iglesia o de los grupos que producen la mercancía cultural. Pero la cosa,
en su esencia, está ya como aceptable reificada aun antes de que se llegue al conflicto de las instancias.
Antes de que Zanuck13 la comprase, santa Bernardette brillaba en el campo visual de su autor como un
anuncio publicitario para todos los consorcios interesados. Eso es lo que queda de los “impulsos autó-

* Fr. Nietzsche, Unzeitgemässe Betrachtungen, en Werke, cit., vol. I, 187 (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Consideraciones intem-
pestivas I, Alianza, Madrid, 1988, 37).
13 (Productor de películas, cofundador de la 20th Century Pictures).

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nomos”, propios, de la obra. De ahí que el estilo de la industria cultural, que no necesita ya probarse en
la resistencia del material, sea al mismo tiempo la negación del estilo. La reconciliación de lo universal y
lo particular, de regla y pretensión específica del objeto, en cuya realización precisamente, y sólo en ella,
el estilo adquiere contenido, es vana porque no se llega ya a ninguna tensión entre los polos: los extre-
mos que se tocan quedan diluidos en una confusa identidad, lo universal puede sustituir a lo particular,
y viceversa.
Con todo, esta caricatura del estilo dice algo sobre el “estilo auténtico” del pasado. El concepto de
“estilo auténtico” se revela en la industria cultural como equivalente estético del dominio. La idea del
estilo como coherencia puramente estética es una fantasía retrospectiva de los románticos. En la uni-
dad del estilo, no sólo del Medievo cristiano sino también del Renacimiento, se expresa la estructura
diversa de la violencia social, no la oscura experiencia de los dominados, en la que se hallaba encerrado
lo universal. Los grandes artistas no fueron nunca quienes encarnaron el estilo del modo más puro y
perfecto, sino aquellos que lo acogieron en la propia obra como dureza e intransigencia en contra de la
expresión caótica del sufrimiento, como verdad negativa. En el estilo de las obras la expresión adquiría
la fuerza sin la cual la existencia pasaría desapercibida. Incluso aquellas obras tenidas por clásicas, como
la música de Mozart, contienen tendencias objetivas que apuntaban en una dirección distinta a la del
estilo que ellas encarnan. Hasta Schönberg y Picasso, los grandes artistas se han reservado la descon-
fianza respecto al estilo y se han atenido, en lo esencial, menos a éste que a la lógica del objeto. Lo que
expresionistas y dadaístas afirmaban polémicamente, la falsedad del estilo en cuanto tal, triunfa hoy en
la jerga de la canción del crooner,14 en la gracia relamida de las estrellas del cine, incluso en la maestría
de la instantánea fotográfica de la miserable chabola del jornalero. En toda obra de arte el estilo es una
promesa. En la medida en que lo que se expresa entra, a través del estilo, en las formas dominantes de
la universalidad, en el lenguaje musical, pictórico o verbal, debería reconciliarse con la idea de la verda-
dera universalidad. Esta promesa de la obra de arte —la de fundar la verdad a través de la inserción de
la imagen en las formas socialmente transmitidas— es tan necesaria como hipócrita. Ella pone como
absolutas las formas reales de lo existente, al pretender anticipar la plenitud en sus derivados estéticos.
En esa medida, la pretensión del arte es también siempre ideología. Sin embargo, sólo en la confronta-
ción con la tradición, que cristaliza en el estilo, halla el arte expresión para el sufrimiento. El elemento
de la obra de arte mediante el cual ésta transciende la realidad es, en efecto, inseparable del estilo; pero
no radica en la armonía realizada, en la problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior,
individuo y sociedad, sino en los rasgos en los que aparece la discrepancia, en el necesario fracaso del
apasionado esfuerzo por la identidad. En lugar de exponerse a este fracaso, en el que el estilo de la
gran obra de arte se ha visto siempre negado, la obra mediocre ha preferido siempre asemejarse a las
otras, se ha contentado con el sustituto de la identidad. La industria cultural, en suma, absolutiza la imi-
tación. Reducida a mero estilo, traiciona el secreto de éste: la obediencia a la jerarquía social. La barba-
rie estética cumple hoy la amenaza que pesa sobre las creaciones espirituales desde que comenzaron
a ser reunidas y neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha estado siempre contra la cultura. El

14 (Cantante de canciones sentimentales).

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denominador común “cultura” contiene ya virtualmente la captación, la catalogación y clasificación que
entregan a la cultura en manos de la administración. Sólo la subsunción industrializada, radical y con-
secuente, es del todo adecuada a este concepto de cultura. Al subordinar todas las ramas de la pro-
ducción espiritual de la misma forma al único objetivo de cerrar los sentidos de los hombres, desde la
salida de la fábrica por la tarde hasta la llegada, a la mañana siguiente, al reloj de control, con los sellos
del proceso de trabajo que ellos mismos deben alimentar a lo largo de todo el día, esa subsunción rea-
liza sarcásticamente el concepto de cultura unitaria, que los filósofos de la personalidad opusieron a la
masificación.
De este modo, la industria cultural, el estilo más inflexible de todos, se revela como el objetivo pre-
cisamente del liberalismo, al que se le reprocha falta de estilo. No se trata sólo de que sus categorías y
contenidos hayan surgido de la esfera liberal, del naturalismo domesticado como de la opereta y de la
revista: los modernos Konzern culturales constituyen el lugar económico donde, con los correspondien-
tes tipos de empresarios, continúa sobreviviendo aún, de momento, la esfera tradicional de la circula-
ción, que se halla en curso de demolición en el resto de la sociedad. Ahí puede uno aún hacer fortuna,
con tal de que no persiga inflexiblemente la propia causa, sino que esté dispuesto a pactar. Lo que se
resiste puede sobrevivir sólo en la medida en que se integra. Una vez registrado en sus diferencias por
la industria cultural, forma ya parte de ésta como el reformador agrario del capitalismo. La rebelión que
tiene en cuenta la realidad se convierte en la etiqueta de quien tiene una nueva idea que aportar a la
industria. La esfera pública de la sociedad actual15 no permite llegar a ninguna acusación perceptible
en cuyo tono los sujetos de oído fino no adviertan ya la grandeza bajo cuyo signo el rebelde se reconci-
lia con ellos. Cuanto más inconmensurable se hace el abismo entre el coro y el vértice, con tanta mayor
seguridad habrá puesto en éste para todo el que sepa manifestar su propia superioridad mediante una
originalidad bien organizada. Así, en la industria cultural sobrevive también la tendencia del liberalis-
mo a dejar paso libre a sus sujetos más capaces. Abrir hoy camino a estos sujetos destacados es aún la
función del mercado —por lo demás ya ampliamente regulado en todo otro sentido—, cuya libertad,
incluso en los tiempos de su máximo esplendor, se reducía, en el arte como en cualquier otro ámbito,
para aquellos que no eran suficientemente astutos, a la libertad de morir de hambre. No en vano se
originó el sistema de la industria cultural en los países industrializados más liberales, lo mismo que ha
sido en ellos donde han triunfado todos sus medios característicos, el cine, la radio, el jazz y las revistas
ilustradas. Su desarrollo, es verdad, ha brotado de las leyes generales del capital. Gaumont y Pathé,16
Ullstein y Hugenberg17 habían seguido, no sin fortuna, la tendencia internacional; la dependencia eco-
nómica del continente respecto a los Estados Unidos tras la primera Guerra Mundial y la inflación hicie-
ron el resto. Creer que la barbarie de la industria cultural es una consecuencia del “retraso cultural”, del
atraso de la conciencia americana con respecto al estado de la técnica, es pura ilusión. Era, más bien,
la Europa pre fascista la que se había quedado por detrás de la tendencia hacía el monopolio cultural.

15 “sociedad actual”/1944: “sociedad del monopolio”.


16 (Industria cinematográfica francesa).
17 (Fundador de Konzern, editoriales alemanas).

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Pero precisamente gracias a este atraso conservaba el espíritu un resto de autonomía, y sus últimos
exponentes su existencia, por penosa que esta fuera. En Alemania, la deficiente penetración de la vida
civil por el control democrático había tenido un efecto paradójico. Muchas cosas quedaron al margen del
mecanismo de mercado que se había desatado en los países occidentales. El sistema educativo alemán —
incluidas las universidades—, los teatros que habían adquirido la función de guías en el plano artístico, las
grandes orquestas, los museos, se hallaban bajo protección. Los poderes políticos, Estado y municipios,
que habían recibido dichas instituciones como herencia del absolutismo, les habían reservado un trozo
de aquella independencia, respecto a las relaciones de dominio consagradas por el mercado, que les
había sido concedida, a pesar de todo, por los príncipes y señores feudales hasta bien entrado el siglo
XIX. Lo cual reforzó la posición del arte burgués tardío frente al veredicto de la oferta y la demanda y
aumentó su resistencia mucho más allá de la protección efectiva. Incluso en el mercado, el homenaje
a la calidad no explotable y aún no traducida a valor corriente se transformó en poder de adquisición.
Gracias a ello, honrados editores literarios y musicales pudieran cultivar, por ejemplo, autores que no
podían aportar mucho más que la estima de los entendidos. Sólo la obligación de inscribirse continua-
mente, bajo drástica amenaza, como experto estético en la vida de los negocios ha puesto definitiva-
mente freno a los artistas. En otro tiempo, estos firmaban sus cartas, como Kant y Hume, designándose
“siervos humildísimos”, mientras minaban las bases del trono y el altar. Hoy se tutean con los jefes de
Estado y están sometidos, en cualquiera de sus impulsos artísticos, al juicio de sus jefes iletrados. El aná-
lisis que hizo Tocqueville hace cien años se ha verificado, entretanto, plenamente. Bajo el monopolio
privado de la cultura, “la tiranía deja el cuerpo y va derecho al alma. El amo ya no dice: ‘Pensad como yo
o moriréis’. Dice: ‘Sois libres de pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero
a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros”.* Quien no se adapta es golpeado con una impoten-
cia económica que se prolonga en la impotencia espiritual del solitario. Excluido de la industria, es fácil
convencerlo de su insuficiencia. Mientras que hoy, en la producción material, el mecanismo de la oferta
y la demanda se halla en vías de disolución, dicho mecanismo actúa en la superestructura como con-
trol a favor de los que dominan. Los consumidores son los obreros y empleados, agricultores y peque-
ños burgueses. La producción capitalista los encadena de tal modo en cuerpo y alma que se someten
sin resistencia a todo lo que se les ofrece. Pero lo mismo que los dominados se han tomado la moral
que les venía de los señores más en serio que estos últimos, así hoy las masas engañadas sucumben,
más aún que los afortunados, al mito del éxito. Las masas tienen lo que desean y se aferran obstinada-
mente a la ideología mediante la cual se les esclaviza. El funesto apego del pueblo al mal que se le hace
se anticipa a la astucia de las instancias que lo someten. Él supera el rigor del Hays Office,18 tal como en
las grandes épocas del pasado ha alentado instancias mayores dirigidas contra el mismo, como, por
ejemplo, el terror de los tribunales. Él promueve a Mickey Rooney19 contra la trágica Garbo y a Donald
Duck contra Betty Boop. La industria se adapta a los deseos por ella misma evocados. Lo que represen-

* A. de Tocqueville, De la Démocratie en Amérique, Paris, 1864, vol. II, 151 (trad. cast. De E. Nolla, La democracia en América, vol. I,
Aguilar, Madrid, 1988, 250).
18 (Oficina para la censura voluntaria —N. d. T. it. Fue instituida en Hollywood en 1934).
19 (Cf. nota 73 en pág. 96).

Sólo uso con fines educativos 79


ta un pasivo para una empresa particular que a veces no puede explotar hasta el fin el contrato con
una estrella en declive, son costos legítimos para el sistema en su totalidad. Al sancionar astutamen-
te los pedidos de géneros de pacotilla inaugura la armonía total. Pericia y competencia específica son
proscriptos como presunción de quien se cree superior a los demás, cuando la cultura ha distribuido
tan democráticamente sus privilegios entre todos. Frente a la actual tregua ideológica, el conformismo
de los consumidores, como la insolencia de la producción que éstos mantienen en vida, adquiere una
buena conciencia. Ese conformismo se contenta con la eterna repetición de lo mismo.
El principio de “siempre lo mismo” regula también la relación con el pasado. La novedad del esta-
dio de la cultura de masas respecto al estadio liberal tardío consiste justamente en la exclusión de lo
nuevo. La máquina rueda sobre el mismo lugar. Mientras, por una parte, determina ya el consumo, des-
carta, por otra, lo que no ha sido experimentado como un riesgo. Los cineastas miran con desconfianza
todo manuscrito tras el cual no se esconda ya un tranquilizador éxito en ventas. Por eso precisamente
se habla siempre de idea, innovación y sorpresa, de aquello que sea archiconocido y a la vez no haya
existido nunca. Para ello sirven el ritmo y el dinamismo. Nada debe quedar como estaba, todo debe
transcurrir incesantemente, estar en movimiento. Pues sólo el triunfo universal del ritmo de producción
y reproducción mecánica garantiza que nada cambie, que no surja nada sorprendente. Eventuales adi-
ciones al inventario cultural ya experimentado son demasiado arriesgadas, pura especulación. Los tipos
formales congelados, como entremés, historia corta, película de tesis, canción de moda, son la media,
convertida en normativa y amenazadoramente impuesta al público, del gusto liberal tardío. Los gigantes
de las agencias culturales, que armonizan entre sí como sólo un administrador con otro, independien-
temente de que éste proceda del ramo de la confección o del College,20 han depurado y racionalizado
desde hace tiempo el espíritu objetivo. Es como si una instancia21 omnipresente hubiese examinado el
material y establecido el catálogo oficial de los bienes culturales que presenta brevemente las series dis-
ponibles. Las ideas se hallan escritas en el cielo de la cultura, en el que fueron ya dispuestas por Platón,
una vez convertidas en entidades numéricas, más aún, en números, fijos e invariables.
La diversión, todos los elementos de la industria cultural, se han dado mucho antes que ésta. Ahora
son retomados desde lo alto y puestos a la altura de los tiempos. La industria cultural puede vanaglo-
riarse de haber llevado a cabo con energía y de haber erigido en principio la, a menudo, torpe trans-
posición del arte en la esfera del consumo y de haber liberado a la diversión de sus ingenuidades más
molestas y de haber mejorado la confección de las mercancías. Cuanto más total ha llegado a ser, cuan-
to más despiadadamente ha obligado a todo el que queda fuera de juego o a quebrar o a entrar en la
corporación, tanto más fina y elevada se ha vuelto, hasta terminar en una síntesis de Beethoven con el
Casino de París.22 Su triunfo es doble: lo que extingue fuera como verdad, puede reproducirlo a placer
en su interior como mentira. El arte “ligero” como tal, la distracción, no es una forma degenerada. Quien
lo acusa de traición al ideal de la pura expresión se hace ilusiones sobre la sociedad.23 La pureza del

20 “confección o del”/1944: “ramo judío de la confección o del... episcopal”.


21 “una instancia omnipresente”/1944: “un Instituto —Rockefeller—, tan sólo un poco menos omnipresente que el de Radio
City”. (“Radio City”: desde comienzos de los años treinta, expresión que designa una parte del Centro Rockefeller en Nueva
York que integraba teatros, estudios radiofónicos y la Radio City Music Hall).

Sólo uso con fines educativos 80


arte burgués, que se hipostasió como reino de la libertad en oposición a la praxis material, fue pagada
desde el principio al precio de la exclusión de la clase inferior, a cuya causa —la verdadera universali-
dad— el arte sigue siendo fiel justamente liberando de los fines de la falsa universalidad. El arte serio
se ha negado a aquellos para quienes la miseria y la opresión de la existencia convierten la seriedad
en burla y se sienten contentos cuando pueden emplear el tiempo durante el que no están atados a la
cadena en dejarse llevar. El arte ligero ha acompañado como una sombra al arte autónomo. Es la mala
conciencia social del arte serio. Lo que éste tuvo que perder de verdad en razón de sus premisas socia-
les confiere a aquel una apariencia de legitimidad. La escisión misma es la verdad: ella expresa al menos
la negatividad de la cultura a la que dan lugar, sumándose, las dos esferas. Y esta antítesis en modo
alguno se puede conciliar acogiendo el arte ligero en el serio, o viceversa. Pero esto es justamente lo
que trata de hacer la industria cultural. La excentricidad del circo, del museo de cera y del burdel con
respecto a la sociedad le fastidia tanto como la de Schönberg y Karl Kraus. Para ello, el músico de jazz
Benny Goodman debe actuar con el cuarteto de arco de Budapest, con ritmo más pedante que cual-
quier clarinetista de orquesta filarmónica, mientras que los integrantes del cuarteto tocan de forma tan
lisa y vertical y con la misma melosidad que Guy Lombardo.24 Lo notable no son la crasa incultura, la
estupidez o la tosquedad. Los desechos de antaño han sido liquidados por la industria cultural gracias a
su misma perfección, a la prohibición y la domesticación del diletantismo, aun cuando ella cometa con-
tinuamente gruesos errores, sin los cuales no sería ni siquiera concebible la idea de un nivel sostenido.
Pero lo nuevo está en que los elementos irreconciliables de la cultura, arte y diversión, son reducidos,
mediante su subordinación al fin, a un único falso denominador: a la totalidad de la industria cultural.
Ésta consiste en repetición. El hecho de que sus innovaciones características se reduzcan siempre y úni-
camente a mejoramientos de la reproducción en masa no es algo ajeno al sistema. Con razón el interés
de innumerables consumidores se aferra a la técnica, no a los contenidos estereotipadamente repe-
tidos, vaciados de significado y ya prácticamente abandonados. El poder social que los espectadores
veneran se expresa más eficazmente en la omnipresencia del estereotipo impuesta por la técnica que
en las añejas ideologías, a las que deben representarlos efímeros contenidos.
Ello no obstante, la industria cultural sigue siendo la industria de la diversión. Su poder sobre los
consumidores está mediatizado por la diversión, que al fin es disuelto y anulado no por un mero dicta-
do, sino mediante la hostilidad inherente al principio mismo de la diversión. Dado que la incorporación
de todas las tendencias de la industria cultural en la carne y la sangre del público se realiza a través del
entero proceso social, la supervivencia del mercado en este sector actúa promoviendo ulteriormente
dichas tendencias. La demanda no ha sido sustituida aún por la simple obediencia. Hasta tal punto es
esto verdad que la gran reorganización del cine en la víspera de la Primera Guerra Mundial —condi-
ción material de su expansión— consistió justamente en la consciente adaptación a las necesidades
del público registradas según las entradas de caja, necesidades que en tiempos de los pioneros de la
pantalla apenas si se pensaba en tener que tomar en consideración. A los magnates del cine, que hacen

22 (Sala de música en París, famosa por su suntuosa decoración).


23 “sociedad”/1944: “sociedad de clases”.
24 (Director de orquesta, conocido sobre todo a través de las retransmisiones radiofónicas anuales de la música de fin de año).

Sólo uso con fines educativos 81


siempre la prueba sólo sobre sus propios ejemplos, sus éxitos más o menos fenomenales, y nunca, con
toda prudencia, sobre el ejemplo contrario, sobre la verdad, les parece así incluso hoy. Su ideología es
el negocio. En ello es verdad que la fuerza de la industria cultural reside en su unidad con la necesidad
producida por ella y no en la simple oposición a dicha necesidad, aun cuando esta oposición fuera la
de omnipotencia e impotencia. La diversión es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío.
Es buscada por quien quiere sustraerse al proceso de trabajo mecanizado para poder estar de nuevo a
su altura, en condiciones de afrontarlo. Pero, al mismo tiempo, la mecanización ha adquirido tal poder
sobre el hombre que disfruta del tiempo libre y sobre su felicidad, determina tan íntegramente la fabri-
cación de los productos para la diversión, que ese sujeto ya no puede experimentar otra cosa que las
copias o reproducciones del mismo proceso de trabajo. El supuesto contenido no es más que una páli-
da fachada; lo que deja huella realmente es la sucesión automática de operaciones reguladas. Del pro-
ceso de trabajo en la fábrica y en la oficina sólo es posible escapar adaptándose a él en el ocio. De este
vicio adolece, incurablemente, toda diversión. El placer se petrifica en aburrimiento, pues para seguir sien-
do tal no debe costar esfuerzos y debe por tanto moverse estrictamente en los raíles de las asociaciones
habituales. El espectador no debe necesitar de ningún pensamiento propio: el producto prescribe toda
reacción, no en virtud de su contexto objetivo (que se desmorona en cuanto implica al pensamiento), sino
a través de señales. Toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada.
Los desarrollos deben surgir, en la medida de lo posible, de la situación inmediatamente anterior, y no de
la idea del todo. No hay ninguna acción que ofrezca resistencia al celo infatigable de los colaboradores
por extraer de cada escena todo lo que de ella se puede sacar. Al fin aparece como peligroso incluso
el esquema, en la medida en que haya instituido un contexto de significado, por muy pobre que sea,
allí donde sólo es aceptable la ausencia de sentido. A menudo, a la acción se niega maliciosamente la
continuación que los caracteres y la historia exigían conforme al esquema inicial. En su lugar se elige
en cada caso, como paso inmediato, la idea aparentemente más eficaz que los autores han elaborado
para la situación dada. Una sorpresa obtusamente inventada irrumpe en la acción cinematográfica. La
tendencia del producto a recurrir malignamente al puro absurdo, en el que tuvo parte legítima el arte
popular, la farsa y la payasada hasta Chaplin y los hermanos Marx, aparece de modo más evidente en
los géneros menos cultivados. Mientras las películas de Greer Garson y Bette Davis extraen aún de la
unidad del caso psicológico-social algo así como la pretensión de una acción coherente, la tendencia
al absurdo se ha impuesto plenamente en el texto de la novelty song,25 en el cine policíaco y en los
dibujos animados. La idea misma es, como los objetos de lo cómico y de lo horrible, masacrada y des-
pedazada. Las novelty songs han vivido siempre del sarcasmo hacia el significado que ellas, en cuanto
precursoras y sucesoras del psicoanálisis, reducen a la unidad indiferenciada del simbolismo sexual. En
las películas policíacas y de aventuras no se concede hoy ya al espectador asistir a un proceso de ilus-
tración. Debe contentarse, incluso en las producciones no irónicas del género, con el escalofrío de situa-
ciones apenas relacionadas entre sí.
Los dibujos animados fueron una vez exponentes de la fantasía contra el racionalismo. Ellos hicie-

25 (Canción de moda con elementos cómicos).

Sólo uso con fines educativos 82


ron justicia a los animales y a las cosas electrizados por su técnica, en la medida en que prestaban a los
seres mutilados una segunda vida. Hoy no hacen sino confirmar el triunfo de la razón tecnológica sobre
la verdad. Hace algunos años tenían acciones coherentes, que sólo en los últimos minutos se disolvían
en el torbellino de la persecución. Su modo de proceder se asemejaba en esto al viejo esquema de la
comedia bufonesca. Pero ahora las relaciones temporales se han desplazado. Ya en las primeras secuen-
cias del dibujo animado se anuncia un motivo de la acción para que, en el curso de ésta, se pueda ejer-
citar sobre ella destrucción: en medio del vocerío del público el protagonista es zarandeado como un
harapo. De este modo, la cantidad de la diversión organizada se convierte en la calidad de la crueldad26
organizada. Los censores auto designados de la industria cinematográfica, unidos a ésta por una afini-
dad electiva, vigilan escrupulosamente la duración del27 crimen prolongado como espectáculo diverti-
do de caza. La hilaridad quiebra el placer que podría proporcionar aparentemente la visión del abrazo y
posterga la satisfacción hasta el día del pogrom. Si los dibujos animados tienen otro efecto, además del
de acostumbrar los sentidos al nuevo ritmo del trabajo y de la vida, es el de martillear en todos los cere-
bros la vieja sabiduría de que el continuo maltrato, el quebrantamiento de toda resistencia individual,
es la condición de vida en esta sociedad. El Pato Donald en los dibujos animados, como los desdichados
en la realidad, reciben sus golpes para que los espectadores aprendan a habituarse a los suyos.
El placer en la violencia que se hace al personaje se convierte en violencia contra el espectador, y
la distracción se transforma en esfuerzo. Al ojo fatigado no debe escapar nada que los expertos hayan
pensado como estimulante; no se debe uno mostrar en ningún momento ingenuo ante la astucia de
la representación; es preciso poder seguir en todo el hilo y dar muestras de esa rapidez de reflejos que
la representación expone y recomienda. Con lo cual se puede dudar de si la misma industria cultural
cumple aún la función de divertir, de la que abiertamente se jacta. Si la mayor parte de las radios y los
cines callasen, es sumamente probable que los consumidores no sintieran en exceso su falta. De hecho,
el paso de la calle al cine no conduce ya al mundo del sueño y tan pronto como las instituciones, por el
solo hecho de su presencia, dejasen de obligar a usar de ellos, no se manifestaría después un deseo tan
fuerte de servirse de ellos.28 Esta clausura de cines y radios no sería ciertamente, un reaccionario asalto
a la máquina. Desilusionados no se sentirían tanto sus entusiastas cuanto aquellos en los que, por lo
demás, todo se venga: los atrasados. Al ama de casa la oscuridad del cine ofrece, a pesar de las películas
destinadas a integrarla ulteriormente, un refugio donde puede permanecer en paz, sin ser controlada
por nadie, un par de horas, lo mismo que antaño, cuando aún había viviendas y tardes de fiesta, pasaba
horas enteras mirando por la ventana. Los desocupados de los grandes centros encuentran fresco en
verano y calor en invierno en los locales con temperatura regulada. Pero, fuera de esto, el abultado apa-
rato de la industria de la diversión no hace, ni siquiera en la medida de lo existente, más humana la vida
de los hombres. La idea de “agotar” las posibilidades29 técnicas dadas, de utilizar plenamente las capa-

26 “crueldad”/1944: “placer sanguinario”.


27 “del”/1944: “del beso, pero no la duración del”.
28 (En el momento histórico en que se expresó este pensamiento la televisión no se había afianzado todavía. N. d. T. it.).
29 “posibilidades”/1944: “fuerzas productivas”.

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cidades existentes para el consumo estético de masas, forma parte del mismo sistema económico que
rechaza la utilización de esas capacidades cuando se trata de eliminar el hambre.
La industria cultural defrauda continuamente a sus consumidores respecto de aquello que conti-
nuamente les promete. La letra sobre el placer, emitida por la acción y la escenificación, es prorrogada
indefinidamente: la promesa en la que consiste, en último término, el espectáculo deja entender mali-
ciosamente que no se llega jamás a la cosa misma, que el huésped debe contentarse con la lectura de
la carta de menús. Al deseo suscitado por los espléndidos nombres e imágenes se le sirve al final sólo
el elogio de la rutina cotidiana, de la que aquel deseaba escapar. Tampoco las obras de arte consistían
en exhibiciones sexuales. Pero, al representar la privación como algo negativo, revocaban, por así decir,
la mortificación del instinto y salvaban —mediatizado— lo que había sido negado. Tal es el secreto de
la sublimación estética: representar la plenitud a través de su misma negación. La industria cultural,30 al
contrario, no sublima, reprime. Al exponer siempre de nuevo el objeto de deseo, el seno en el jersey y el
torso desnudo del héroe deportivo, no hace más que excitar el placer preliminar no sublimado que, por
el hábito de la privación, ha quedado desde hace tiempo deformado y reducido a placer masoquista.
No hay ninguna situación erótica en la que no vaya unida, a la alusión y la excitación, la advertencia
precisa que no se debe jamás y en ningún caso llegar a ese punto. El Hays Office 31 no hace más que
confirmar el ritual que la industria cultural ha instituido ya por su cuenta: el de Tántalo. Las obras de
arte son ascéticas y sin pudor; la industria cultural es pornográfica y ñoña. Así, ella reduce el amor al
romance; y de este modo, reducidas, se dejan pasar muchas cosas, incluso el libertinaje como especia-
lidad corriente, en pequeñas dosis y con la etiqueta de “atrevido”. La producción en serie del sexo opera
automáticamente su represión. La estrella de cine de la que uno debería enamorarse es, en su ubi-
cuidad, por principio una copia de sí mismo. Toda voz de tenor suena exactamente como un disco de
Caruso, y los rostros de las chicas de Texas se asemejan ya, en su estado natural, a los modelos exitosos
según los cuales serían clasificados en Hollywood. La reproducción mecánica de lo bello, a la que sirve
tanto más ineludiblemente la exaltación reaccionaría de la cultura en su sistemática idolatría de la indi-
vidualidad, no deja ningún lugar a la inconsciente idolatría a cuyo cumplimiento estaba ligado lo bello.
El triunfo sobre lo bello es realizado por el humor, por el placer que se experimenta en el mal ajeno, en
cada privación que se cumple. Se ríe del hecho de que no hay nada de qué reírse. La risa, reconciliada
o terrible, acompaña siempre al momento en que se desvanece un miedo.32 Ella anuncia la liberación,
ya sea del peligro físico, ya de las cedes de la lógica. La risa reconciliada resuena como el eco de haber
logrado escapar del poder; la terrible vence el miedo alineándose precisamente con las fuerzas que hay
que temer. Es el eco del poder como fuerza ineluctable. La broma es un baño reconfortante. La indus-
tria de la diversión lo recomienda continuamente. En ella, la risa se convierte en instrumento de estafa
a la felicidad. Los momentos de felicidad no la conocen; sólo las operetas y más tarde el cine presentan
el sexo con risotadas. Baudelaire, en cambio, tiene tan poco humor como Hölderlin. En la falsa sociedad

30 “industria cultural”/1944: “cultura de masas”.


31 (Ver nota 18 en pág. 79).
32 (Sobre esta doble función de la risa, ver 126 s.).

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la risa ha invadido la felicidad como una lepra y la arrastra consigo a su indigna totalidad. Reírse de algo
es siempre burlarse, y la vida, que, según Bergson, rompe en ella la corteza endurecida, es en realidad
la irrupción de la barbarie, la autoafirmación que en todo encuentro social que se le ofrece se atreve
a celebrar su liberación de todo escrúpulo. El colectivo de los que ríen es una parodia de la verdadera
humanidad. Son monadas, cada una de las cuales se entrega al placer de estar dispuesta a todo a costa
de todas las demás y con la mayoría tras de sí. En semejante falsa armonía ofrecen la caricatura de la
solidaridad. Lo diabólico en la risa falsa radica justamente en el hecho de que ella parodia eficazmente
incluso lo mejor: la reconciliación. El placer, en cambio, es severo: res severa verum gaudium.33 La ideo-
logía de los conventos, según la cual no es la ascesis sino el acto sexual lo que implica renuncia a la
felicidad accesible, se ve confirmada negativamente por la seriedad del amante que, lleno de presen-
timientos, hace pender su vida del instante huidizo. La industria cultural pone la renuncia jovial en el
lugar del dolor, que está presente tanto en la ebriedad como en la ascesis. La ley suprema es que los
que disfrutan de ella no alcancen jamás lo que desean, y justamente con ello deben reír y contentarse.
La permanente renuncia que impone la civilización es nuevamente infligida y demostrada a sus vícti-
mas, de modo claro e indefectible, en toda exhibición de la industria cultural. Ofrecer a tales víctimas
algo y privarlas de ello es, en realidad, una y la misma cosa. Éste es el efecto de todo el aparato erótico.
Justamente porque no puede cumplirse jamás, todo gira en torno al coito. Admitir en una película una
relación ilegítima sin que los culpables reciban el justo castigo está marcado por un tabú más rígido
que el que el futuro yerno del millonario desarrolle una actividad en el movimiento obrero. En contras-
te con la era liberal, la cultura industrializada puede, como la fascista, permitirse la indignación frente al
capitalismo, pero no la renuncia a la amenaza de castración. Ésta última constituye toda su esencia.34
Ella sobrevive a la relajación organizada de las costumbres frente a los hombres de uniforme en las
películas alegres producidas para ellos y finalmente también en la realidad. Lo decisivo hoy no es ya el
puritanismo, aun cuando éste continúe haciéndose valer a través de las asociaciones femeninas, sino
la necesidad intrínseca al sistema35 de no dejar en paz al consumidor, de no darle ni un solo instante la
sensación de que es posible oponer resistencia. El principio del sistema impone presentarle todas las
necesidades como susceptibles de ser satisfechas por la industria cultural, pero, de otra parte, organi-
zar con antelación esas mismas necesidades de tal forma que en ellas se experimente a sí mismo sólo
como eterno consumidor, como objeto de la industria cultural. Ésta no sólo le hace comprender que su
engaño es el cumplimiento de lo prometido, sino que además debe contentarse, en cualquier caso, con
lo que se le ofrece. La huida de la vida cotidiana que la industria cultural, en todas sus ramas, promete
procurar es como el rapto de la hija en la historieta americana: el padre mismo sostiene la escalera en la
oscuridad. La industria cultural ofrece como paraíso la misma vida cotidiana de la que se quería escapar.
Huida y evasión están destinadas por principio a reconducir al punto de partida. La diversión promueve
la resignación que se quisiera olvidar precisamente en ella.

33 (Séneca, Carta 23, en B efe an Lucilius, val. I, Reinbek, Hamburg, 1965, 57; trad.cast. de J. Bofilll, “La verdadera alegría es auste-
ra”, en Cartas morales a Lucilio, vol. I, Iberia, Barcelona, 91986, 69).
34 (Cf. Th. W. Adorno, “Über Jazz” [1937], en Gesammelte Schriften, vol. 17, Frankfurt a. M., 1982,98).
35 “intrínseca al sistema”/1944: “dominante en la sociedad del monopolio”.

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La diversión, liberada enteramente, sería no sólo la antítesis del arte, sino también el extremo que
lo toca. El absurdo a la manera de Mark Twain, con el que a veces coquetea la industria cultural america-
na, podría significar un correctivo del arte. Cuanto más en serio se toma éste su oposición a la realidad
existente, tanto más se asemeja a la seriedad de lo real, que es su propio opuesto: cuanto más se empe-
ña en desarrollarse puramente a partir de su propia ley formal, tanto mayor es el esfuerzo de compren-
sión que exige, cuando su fin era justamente negar el peso del esfuerzo y el trabajo. En algunas pelícu-
las de revista, pero especialmente en la farsa y en las Funnies,36 centellea por momentos la posibilidad
de esta negación. Pero a su realización no se puede llegar. La pura diversión en su lógica, el despreo-
cupado abandono a las más variadas asociaciones y a felices absurdos, están excluidos de la diversión
corriente: son impedidos por el sucedáneo de un significado coherente que la industria cultural se obs-
tina en añadir a sus producciones, al mismo tiempo que, haciendo un guiño al espectador, manipula
tal significado como simple pretexto para la aparición de las figuras o estrellas. Tramas biográficas y de
otro género sirven para unir los trozos de absurdo en una historia imbécil, donde no se oye el tintineo
del gorro de cascabeles del loco, sino el manojo de llaves de la razón capitalista, que vincula, incluso en
la imagen, el placer a los fines del éxito. Cada beso en la película de revista debe contribuir al éxito del
boxeador o de cualquier otro experto en canciones, cuya carrera es justamente exaltada. Por tanto, el
engaño no reside en que la industria cultural sirve de distracción, sino en que echa a perder el placer
al quedar ligada, por su celo comercial, a los clichés de la cultura que se liquida a sí misma. La ética y el
buen gusto ponen en entredicho la diversión espontánea e incontrolada por “ingenua” —la ingenuidad
está tan mal vista como el intelectualismo— y limitan incluso las potencialidades técnicas. La industria
cultural es corrupta, pero no como la Babel del pecado, sino como catedral del placer elevado. En todos
sus niveles, desde Hemingway hasta Emil Ludwig,37 desde Mrs. Miniver 38 hasta Lone Ranger,39 desde
Toscanini hasta Guy Lombardo40 la mentira habita en un espíritu que el arte y la ciencia reciben ya con-
feccionado. La huella de algo mejor la conserva la industria cultural en los rasgos que la aproximan al
circo, en el atrevimiento obstinado e insensato de los acróbatas y payasos, en la “defensa y justificación
del arte corporal frente al espiritual”.* Pero los últimos refugios de este virtuosismo sin alma, que repre-
senta a lo humano frente al mecanismo social, son despiadadamente liquidados por una razón plani-
ficadora que obliga a todo a declarar su significado y función para legitimarse. Ella hace desaparecer
abajo lo que carece de sentido de forma tan radical como arriba el sentido de las obras de arte.
La actual fusión de cultura y entretenimiento no se realiza sólo como depravación de la cultura,
sino también como espiritualización forzada de la diversión. Lo cual se hace evidente ya en el hecho
de que se asiste a ella sólo indirectamente, en la reproducción: a través de la fotografía del cine y de la
grabación radiofónica. En la época de la expansión liberal la diversión vivía de la fe en el futuro: todo

36 (Páginas de entretenimiento con chistes y tiras de cómics en periódicos).


37 (Autor, sobre todo, de biografías populares).
38 (Figura titular de una serie familiar radiofónica, llevada también al cine).
39 (Figura titular de una serie radiofónica del oeste, tipo del vaquero que lucha solitario en favor del bien; llevada también al
cine).
40 (Ver nota 24 en pág. 81).

* Frank Wedekind, Gesammelte Werke, München, 1921, vol. IX, 426.

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seguiría así y, no obstante, iría a mejor. Hoy la fe vuelve a espiritualizarse; se hace tan sutil que pierde
de vista toda meta y queda reducida al fondo dorado que se proyecta detrás de lo real. Ella se compo-
ne de los acentos de valor, con los que, en perfecto acuerdo con la vida misma, son investidos una vez
más en el espectáculo el chico bien puesto, el ingeniero, la muchacha dinámica, la falta de escrúpulos
disfrazada de carácter, los intereses deportivos y, finalmente, los coches y los cigarrillos, incluso cuando
el espectáculo no se hace a cargo de la publicidad de sus directos productores, sino a cargo del siste-
ma en su totalidad. La diversión misma se alinea entre los ideales, ocupa el lugar de los valores más
elevados, que ella misma expulsa definitivamente de la cabeza de las masas repitiéndolos de forma
aún más estereotipada que las frases publicitarias costeadas por instancias privadas. La interioridad, la
forma subjetivamente limitada de la verdad, estuvo siempre sometida, más de lo que ella imaginaba, a
los señores externos. La industria cultural termina por reducirla a mentira patente. Ya sólo se la experi-
menta como palabrería que se acepta como añadido agridulce en los éxitos de ventas religiosos, en las
películas psicológicas y en los women serials,41 para poder dominar con mayor seguridad los propios
impulsos humanos en la vida real. En este sentido, la diversión realiza la purificación de los afectos que
Aristóteles atribuía ya a la tragedia y Mortimer Adler42 asigna de verdad al cine. Al igual que sobre el
estilo, la industria cultural descubre la verdad sobre la catarsis.
Cuanto más sólidas se vuelven las posiciones de la industria cultural, tanto más brutal y sumaria-
mente puede permitirse proceder con las necesidades de los consumidores, producirlas, dirigirlas, dis-
ciplinarlas, suprimir incluso la diversión: para el progreso cultural no existe aquí límite alguno. Pero la
tendencia a ello es inmanente al principio mismo de la diversión, en cuanto burgués e ilustrado. Si la
necesidad de diversión era producida en gran medida por la industria que hacía publicidad, a los ojos
de las masas, de la obra mediante el sujeto, de la oleografía mediante el exquisito bocado reproducido
y, viceversa, del polvo de natillas mediante la reproducción de las natillas mismas, siempre se ha podido
advertir en la diversión el tono de la manipulación comercial, el discurso de venta, la voz del vendedor
de feria. Pero la afinidad originaria entre el negocio y la diversión aparece en el significado mismo de
esta última: en la apología de la sociedad. Divertirse significa estar de acuerdo. Es posible sólo en cuan-
to se aísla y separa de la totalidad del proceso social, en cuanto se hace estúpida y renuncia absurda-
mente desde el principio a la pretensión ineludible de toda obra, incluso de la más insignificante, de
reflejar, en su propia limitación, el todo. Divertirse significa siempre que no hay que pensar, que hay que
olvidar el dolor, incluso allí donde se muestra. La impotencia está en su base. Es, en verdad, huída, pero
no, como se afirma, huída de la mala realidad, sino del último pensamiento de resistencia que esa reali-
dad haya podido dejar aún. La liberación que promete la diversión es liberación del pensamiento en
cuanto negación. La insolencia de la exclamación retórica: “¡Ay que ver, lo que la gente quiere!”, consiste
en que se remite, como a sujetos pensantes, a las mismas personas a las que la industria cultural tiene
como tarea alienarlas de la subjetividad. Incluso allí donde el público da muestras alguna vez de rebe-
larse contra la industria cultural, se trata sólo de la pasividad, hecha coherente, a la que ella lo ha habi-

41 (Fotonovelas en revistas femeninas).


42 (Popular filósofo neotomista que defendió el cine con argumentos tomados de la filosofía escolástica. N. d. T. it. Ver, al res-
pecto, también M. Horkheimer, “Neue Kunst und Massen-kulrur”, en Gesammelte Schriften, vol. 4).

Sólo uso con fines educativos 87


tuado. No obstante, la tarea de mantenerlo a raya se ha hecho cada vez más difícil. El progreso en la
estupidez no puede quedar detrás del progreso de la inteligencia. En la época de la estadística las
masas son demasiado maliciosas como para identificarse con el millonario de la pantalla, y al mismo
tiempo demasiado cortas de inteligencia como para permitirse la más mínima desviación respecto a la
ley de los grandes números. La ideología se esconde en el cálculo de probabilidades. No a todos debe
llegar la fortuna, sino sólo a aquel que saca el número premiado, o más bien a aquel que ha sido desig-
nado por un poder superior, normalmente por la misma industria de la diversión, que es presentada
como incesantemente en busca de un afortunado. Los personajes descubiertos por los pescadores de
talento y lanzados luego a lo grande por el estudio cinematográfico son los “tipos ideales” de la nueva
clase media dependiente. La pequeña estrella debe simbolizar a la empleada, pero de tal forma que
para ella, a diferencia de la verdadera empleada, el abrigo de noche parezca hecho a medida. De ese
modo, la estrella no sólo encarna para la espectadora la posibilidad de que también ella pudiera apare-
cer un día en la pantalla, sino también, y con mayor nitidez, la distancia que las separa. Sólo a una le
puede tocar la suerte, sólo uno es famoso, y, pese a que todos tienen matemáticamente la misma pro-
babilidad, ésta es para cada uno tan mínima que hará bien en cancelarla enseguida y alegrarse en la
suerte del otro, que bien podría ser el mismo y, que, con todo, nunca lo es. Donde la industria cultural
invita aún a una ingenua identificación, ésta se ve rápidamente desmentida. Nadie puede ya perderse.
En otro tiempo, el espectador de cine vela su propia boda en la del otro. Ahora, los personajes felices de
la pantalla son ejemplares de la misma especie que cualquiera del público, pero justamente en esta
igualdad queda establecida la separación insuperable de los elementos humanos. La perfecta semejan-
za es la absoluta diferencia. La identidad de la especie prohíbe la identidad de los casos individuales. La
industria cultural43 ha realizado malignamente al hombre como ser genérico. Cada uno es sólo aquello
en virtud de lo cual puede sustituir a cualquier otro: fungible, un ejemplar. Él mismo, en cuanto indivi-
duo, es lo absolutamente sustituible, la pura nada, y eso justamente es lo que empieza a experimentar
tan pronto como, con el tiempo, llega a perder la semejanza. Con ello se modifica la estructura interna
de la religión del éxito, a la que, no obstante, se sigue aferrado. En lugar del camino per aspera ad astra,
que implica necesidad y esfuerzo, se impone más y más el premio. El elemento de ceguera en la deci-
sión común y rutinaria sobre que canción podrá convertirse en canción de éxito, o sobre que comparsa
podrá figurar como heroína, es celebrado por la ideología. Las películas subrayan el azar. Al imponer la
ideología la esencial igualdad de sus caracteres —con la excepción del infame— hasta llegar a la exclu-
sión de las fisionomías repugnantes (aquellas, por ejemplo, como la de la Garbo, a las que no parece
que se pueda saludar con un simple “Hello sister”), hace de momento la vida más fácil para los especta-
dores. Se les asegura que no necesitan ser distintos de lo que son y que también ellos podrían ser igual-
mente afortunados, sin que se pretenda de ellos aquello para lo que se saben incapaces. Pero al mismo
tiempo se les hace entender que tampoco el esfuerzo vale para nada, porque incluso la felicidad bur-
guesa no tiene ya relación alguna con el efecto calculable de su propio trabajo. Y ellos lo entienden. En
el fondo, todos comprenden el azar, por el que uno hace fortuna, como la otra cara de la planificación.44

43 “La industria cultural”/1944: “El monopolismo”.

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Justamente porque las fuerzas de la sociedad han alcanzado ya un grado tal de racionalidad que cual-
quiera podría ser un ingeniero o un gestor, resulta por completo irracional sobre quién la sociedad
decide investir la preparación y la confianza para tales funciones. Azar y planificación se vuelven idénti-
cos, pues, ante la igualdad de los hombres, la felicidad o infelicidad del individuo singular, hasta los que
ocupan el vértice de la pirámide, pierde toda significación económica. El azar mismo es planificado: no
que recaiga sobre este o aquel determinado individuo, sino, justamente, que se crea en su gobierno.
Eso sirve de coartada para los planificadores y suscita la apariencia de que la red de transacciones y
medidas en que ha sido transformada la vida45 deja aún lugar para relaciones inmediatas y espontá-
neas entre los hombres. Semejante libertad es simbolizada en los diferentes medios de la industria cul-
tural por la selección arbitraria de casos ordinarios. En los detallados informes de los semanarios sobre
el modesto, pero espléndido, crucero del afortunado (por lo general, una mecanógrafa que acaso ganó
el concurso gracias a sus relaciones con los magnates locales), se refleja la impotencia de todos. Son
hasta tal punto mero material que los detentadores del poder46 pueden47 acoger a uno en su cielo y
luego expulsarlo de allí nuevamente: sus derechos y su trabajo no valen para nada. La industria48 está
interesada en los hombres sólo en cuanto clientes y empleados suyos y, en efecto, ha reducido a la
humanidad en general y a cada uno de sus elementos en particular a esta fórmula que todo lo agota.
Según qué aspecto es determinante en cada caso, en la ideología se subraya la planificación o el azar, la
técnica y la vida, la civilización o la naturaleza. En cuanto empleados, se les llama la atención sobre la
organización racional y se les exhorta a incorporarse a ella con sano sentido común. Como clientes, en
cambio, se les presenta a través de episodios humanos privados, en la pantalla o en la prensa, la libertad
de elección y la atracción de lo que no ha sido aún clasificado. En cualquiera de los casos, ellos no dejan
de ser objetos.
Cuanto menos tiene la industria cultural que prometer, cuanto menos es capaz de mostrar la vida
como llena de sentido, tanto más vacía se vuelve necesariamente la ideología que ella difunde. Incluso
los abstractos ideales de la armonía y la bondad de la sociedad son, en la época de la publicidad uni-
versal, demasiado concretos. Pues se ha aprendido a identificar como publicidad justamente los con-
ceptos abstractos. El lenguaje que se remite sólo a la verdad no hace sino suscitar la impaciencia de
negar rápidamente al fin comercial que se supone persigue en la práctica. La palabra que no es medio
o instrumento aparece sin sentido; la otra, como ficción o mentira. Los juicios de valor son percibidos
como anuncios publicitarios o como mera palabrería. Pero la ideología, llevada así a la vaguedad y a
la falta de compromiso, no se hace por ello más transparente, ni tampoco más débil. Precisamente su
vaguedad, su aversión casi científica a comprometerse con algo que no pueda ser verificado, sirve efi-
cazmente de instrumento de dominio. Ella se convierte en la proclamación enérgica y sistemática de lo
que existe. La industria cultural tiende a presentarse como un conjunto de proposiciones protocolarias

44 “planificación”/1944: “planificación del monopolio”.


45 “ha sido...la vida”/1944: “el monopolio ha transformado la vida”.
46 “los detentadores del poder”/1944: “el monopolio”.
47 “pueden”/1944: “puede”.
48 “La industria”/1944: “El monopolio”.

Sólo uso con fines educativos 89


y así justamente como profeta irrefutable de lo existente. Ella se mueve con extraordinaria habilidad
entre los escollos de la falsa noticia identificable y de la verdad manifiesta, repitiendo fielmente el fenó-
meno con cuyo espesor se impide el conocimiento y erigiendo como ideal el fenómeno en su continui-
dad omnipresente. La ideología se escinde en la fotografía de la terca realidad y en la pura mentira de
su significado, que no es formulada explícitamente, sino sólo sugerida e inculcada. Para demostrar la
divinidad de lo real no se hace más que repetirlo cínicamente hasta el infinito. Esta prueba fotológica49
no es, ciertamente, concluyente, sino avasalladora. Quien ante la potencia de la monotonía aún duda, es
un loco. La industria cultural es capaz de rechazar tanto las objeciones contra ella misma como las diri-
gidas contra el mundo que ella duplica inintencionadamente. Se tiene sólo la alternativa de colaborar o
de quedar aparte: los provincianos, que en contra del cine y la radio recurren a la eterna belleza y al tea-
tro de aficionados, están políticamente ya en el punto hacia donde la cultura de masas está empujando
ahora a los suyos. Ésta es lo suficientemente fuerte como para burlarse y servirse de los mismos sueños
de antaño, el ideal del padre o el sentimiento incondicionado, como ideología según la necesidad. La
nueva ideología tiene al mundo en cuanto tal como objeto. Ella adopta el culto del hecho en cuanto
se limita a elevar la mala realidad, mediante la exposición más exacta posible, al reino de los hechos.
Mediante esta transposición, la realidad misma se convierte en sucedáneo del sentido y del derecho.
Bello es todo lo que la cámara reproduce. A la esperanza frustrada de poder ser la empleada a quien
toca en suerte el viaje alrededor del mundo corresponde la visión frustrante de los lugares fielmente
fotografiados a través de los cuales podría haber conducido el viaje. Lo que se ofrece no es Italia, sino
la prueba visible de que existe. El cine puede permitirse mostrar a París, donde la joven norteamericana
piensa realizar sus sueños, en la desolación más completa, para empujarla tanto más inexorablemente a
los brazos del joven elegante americano, a quien podría haber conocido en su propia casa. Que la cosa
siga adelante, que el sistema, incluso en su última fase, reproduzca la vida de aquellos que lo compo-
nen, en lugar de eliminarlos de inmediato, se convierte en algo que se le adjudica, encima, como mérito
y sentido. Continuar y seguir adelante en general se convierte en justificación de la ciega permanencia
del sistema, incluso de su inmutabilidad. Sano es aquello que se repite, el ciclo, tanto en la naturaleza
como en la industria. Eternamente gesticulan las mismas criaturas en las revistas, eternamente golpea
la máquina de jazz. Pese a todo el progreso en la técnica de la representación, de las reglas y las espe-
cialidades, pese a todo agitado afanarse, el pan con el que la industria cultural alimenta a los hombres
sigue siendo la piedra del estereotipo. La industria cultural vive del ciclo, de la admiración, ciertamen-
te fundada, de que las madres sigan pesar de todo engendrando hijos, de que las ruedas continúen
girando. Lo cual sirve para endurecer la inmutabilidad de las relaciones existentes. Los campos en que
ondean espigas de trigo en la parte final de El gran dictador de Chaplin desmienten el discurso anti-
fascista en favor de la libertad. Esos campos se asemejan a la rubia cabellera de la muchacha alemana
cuya vida en el campo bajo el viento de verano es fotografiada por la UFA.50 La naturaleza, al ser cap-
tada y valorada por el mecanismo social de dominio como antítesis saludable de la sociedad, queda
justamente absorbida y encuadrada en la sociedad incurable. La aseveración visual de que los árboles

49 (Alusión a las diferentes pruebas filosófico-teológicas —ontológica, cosmológica, etc.— de la existencia de Dios).
50 (Universum Film AG, productora cinematográfica alemana, creada con apoyo estatal en 1918).

Sólo uso con fines educativos 90


son verdes, de que el cielo es azul y las nubes pasan, hace de estos elementos criptogramas de chime-
neas de fábricas y de estaciones de servicio y viceversa, las ruedas y los componentes de las máquinas
deben brillar de forma expresiva, degradados a meros exponentes de esa alma vegetal y etérea. De este
modo, la naturaleza y la técnica son movilizadas contra el moho, la falseada imagen conmemorativa de
la sociedad liberal, en la que según parece, se giraba en sofocantes cuartos cubiertos de felpa, en lugar
de tomar, como se hace hoy, baños axesuales al aire libre, o se sufrían continuamente averías en un Mer-
cedes antediluviano en lugar de ir a la velocidad de un cohete, desde el lugar donde se está a otro que
en el fondo no es diferente. El triunfo del Konzern gigantesco51 sobre la iniciativa privada es celebrado
por la industria cultural como eternidad de la iniciativa privada. Se combate al enemigo ya derrotado,
al sujeto pensante.52 La resurrección de la comedia antifilistea Hans Sonnenstössers53 en Alemania y el
placer de ver Life with Father54 son de la misma índole.
Hay algo en lo que, sin duda, la ideología sin contenido no permite la broma: la previsión social.
“Ninguno tendrá frío ni hambre; quien no obstante lo haga, terminará en un campo de concentración”:
este lema chistoso, proveniente de la Alemania nazi, podría figurar como máxima en todos los portales
de la industria cultural. Presupone, con astuta ingenuidad, el estado que caracteriza a la sociedad más
reciente:55 ésta sabe descubrir perfectamente a los suyos. La libertad formal de cada uno está garan-
tizada. Oficialmente, nadie debe rendir cuentas56 sobre lo que piensa. A cambio, cada uno está desde
el principio encerrado en un sistema de iglesias, círculos, asociaciones profesionales y otras relaciones,
que constituyen el instrumento más sensible de control social. Quien no se quiera arruinar, debe ima-
ginárselas para no resultar demasiado ligero en la balanza graduada de dicho sistema. De otro modo
pierde terreno en la vida y termina por hundirse. El hecho de que en toda carrera, pero especialmen-
te en las profesiones liberales, los conocimientos específicos del ramo se hallen por lo general relacio-
nados con una actitud conformista, puede suscitar fácilmente la ilusión de que ello es debido sólo y
exclusivamente a los mismos conocimientos específicos. En realidad, forma parte de la planificación
irracional de esta sociedad el que ella reproduzca, en cierto modo, sólo la vida de los que le son fieles.
La escala de los niveles de vida corresponde exactamente a la conexión interna de las clases y de los
individuos con el sistema. Se puede confiar en el gestor, y fiel es aún también el pequeño empleado
Dagwood,57 tal como vive en las historietas cómicas y en la realidad. Quien tiene hambre y frío, aun
cuando una vez haya tenido buenas perspectivas, está marcado. Es un marginado, y ser marginado es,
exceptuando, a veces, los delitos de sangre, la culpa más grave. En el cine se convierte, en el mejor de los
casos, en un individuo original, objeto de humor pérfidamente indulgente; pero, las más de las veces,

51 “Konzern gigantesco”/1944: “monopolio”.


52 “al sujeto pensante”/1944: “al liberalismo”.
53 (Hans Sonnenstössers Höllenfahrt. Ein heiteres Traumspiel. Guión radiofónico de Paul Apel [1931], reedición de Gustaf Gründ-

gens [1937]).
54 (Apreciada serie radiofónica familiar americana, inspirada en la pieza teatral de Qarence Day).
55 “sociedad más reciente”/1944: “sociedad del monopolio”.
56 “la libertad formal... rendir cuentas”/1944: “La democracia burguesa garantiza la libertad formal de cada uno. Nadie debe

rendir cuentas al gobierno sobre”.


57 (Figura de la serie de cómic Blondie).

Sólo uso con fines educativos 91


en el villano, a quien delata como tal su primera aparición en escena mucho antes de que la acción
lo demuestre de hecho, a fin de que ni siquiera temporalmente pueda surgir el error de pensar que la
sociedad se vuelve contra los hombres de buena voluntad. En realidad, hoy se58 cumple una especie de
estado de bienestar a un nivel superior. Para salvaguardar las propias posiciones se mantiene en vida
una economía en la cual, gracias a una técnica extremadamente desarrollada, las masas del propio país
resultan ya, por principio, superfluas para la producción. Los trabajadores, que son los que realmente
alimentan a los demás, aparecen en la ilusión ideológica como alimentados por los dirigentes de la eco-
nomía,59 que son, en verdad, los alimentados. La situación del individuo se hace, con ello, precaria. En el
liberalismo el pobre pasaba por holgazán; hoy resulta automáticamente sospechoso. Aquel a quien no
se provee de algún modo fuera está destinado a los campos de concentración, en todo caso al infierno
del trabajo más bajo y de los suburbios. La industria cultural, sin embargo, refleja la asistencia60 posi-
tiva y negativa a los administrados como solidaridad inmediata de los hombres en el mundo de los
fuertes y capaces. Nadie es olvidado, por doquier hay vecinos, asistentes sociales, individuos al estilo
del Dr. Gillespie y filósofos a domicilio con el corazón al lado derecho, que, con su afable intervención
de individuo a individuo, hacen de la miseria socialmente reproducida y perpetuada casos individuales
curables, siempre que no se oponga a ello la depravación personal de los afectados. El cuidado de las
buenas relaciones entre los dependientes, promovido por la ciencia empresarial y practicado en toda
fábrica a fin de lograr el aumento de la producción, pone hasta el último impulso privado bajo control
social, justamente mientras que, en apariencia, hace inmediatas y reprivatiza las relaciones de los hom-
bres en la producción. Semejante ayuda invernal anímica61 arroja su sombra reconciliadora sobre las
bandas visuales y sonoras de la industria cultural mucho antes de salir de la fábrica para expandirse
totalitariamente sobre toda la sociedad. Pero los grandes socorredores y benefactores de la humanidad,
cuyos trabajos científicos deben presentar los autores de los guiones cinematográficos como actos de
piedad, desempeñan el papel de guías de los pueblos que al final decretan la abolición de la piedad y
saben prevenir todo contagio una vez se ha liquidado hasta el último paralítico.
La insistencia en el buen corazón es la forma en que la sociedad confiesa el daño que ella misma
produce: todos saben que en el sistema no pueden ya ayudarse a sí mismos, y la ideología debe rendir
cuenta de este hecho. Lejos de limitarse a cubrir el sufrimiento bajo el velo de una solidaridad improvi-
sada, la industria cultural pone todo su honor empresarial en mirarlo virilmente a la cara y en admitirlo
conservando con esfuerzo su compostura. El pathos de la compostura justifica al mundo que la hace
necesaria. Así es la vida, tan dura, pero por ello mismo también tan maravillosa, tan sana. La mentira no
retrocede ante la tragedia. Así como la sociedad total no elimina el sufrimiento de sus miembros, sino
que más bien lo registra y planifica, de igual forma procede la cultura de masas con la tragedia. De ahí
los insistentes préstamos tornados del arte. Éste brinda la sustancia trágica que la pura diversión no

58 “hoy se”/1944: “el monopolio”.


59 “dirigentes de la economía”/1944: “monopolistas”.
60 “asistencia”/1944: “asistencia... del monopolio”.
61 (Obra de ayuda invernal: organización nacionalsocialista de apoyo a los parados y otros necesitados bajo la dirección del

Ministerio para la Propaganda).

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puede proporcionar por sí misma, pero que sin embargo necesita si quiere mantenerse de algún modo
fiel al postulado de reproducir exactamente el fenómeno. La tragedia, reducida a momento previsto y
consagrado del mundo, se convierte en bendición de este último. Ella sirve para proteger de la acusa-
ción de que no se toma la verdad suficientemente en serio, mientras que en cambio se la apropia con
cínicas lamentaciones. La tragedia hace interesante el aburrimiento de la felicidad censurada y pone lo
interesante al alcance de todos. Ofrece al consumidor que ha conocido culturalmente mejores días el
sucedáneo de la profundidad hace tiempo liquidada, y al espectador normal, las escorias culturales de
las que debe disponer por razones de prestigio. A todos concede el consuelo de que también62 es posi-
ble aún el destino humano fuerte y auténtico y de que su representación incondicionada resulta inevi-
table. La existencia compacta y sin lagunas, en cuya reproducción se resuelve hoy la ideología, aparece
tanto más grandiosa, magnífica y potente cuanto más profundamente se da mezclada con el sufrimien-
to necesario. Tal realidad adopta el aspecto del destino. La tragedia es reducida a la amenaza de aniqui-
lar a quien no colabore, mientras que su significado paradójico consistía en otro tiempo en la resisten-
cia desesperada a la amenaza mítica. El destino trágico se convierte en el castigo justo, como era desde
siempre el ideal de la estética burguesa. La moral de la cultura de masas es la moral “rebajada” de los
libros infantiles de ayer. Así, en la producción de primera calidad lo malo se halla personificado en la
histérica que, en un estudio con pretensiones de exactitud clínica, busca engañar a su rival, más realista,
respecto del bien de su vida y encuentra en tal empresa una muerte para nada teatral. Presentaciones
tan científicas se encuentran sólo en el vértice de la producción. Más abajo, los gastos son considera-
blemente menores. Ahí, la tragedia es domesticada sin necesidad de recurrir a la psicología social.
Como toda opereta húngaro-vienesa que se preciara debía tener en su segundo acto un final trágico,
que no dejaba al tercero más que la aclaración de los malentendidos, así la industria cultural asigna a lo
trágico su lugar preciso en la rutina. Ya la notoria existencia de la receta basta para calmar el temor de
que lo trágico escape al control. La descripción de la fórmula dramática por parte de aquella ama de
casa: “meterse en los líos y salir a flote”, define la entera cultura de masas, desde el women serial 63 más
idiota hasta la obra cumbre. Incluso el peor de los finales, que en otro tiempo tenía mejores intenciones,
confirma el orden y falsifica el elemento trágico, ya sea que la amante ilegítima pague con la muerte su
breve felicidad, ya sea que el triste final en las imágenes haga brillar con mayor luminosidad la indes-
tructibilidad de la vida real. El cine trágico se convierte efectivamente en un instituto de perfecciona-
miento moral. Las masas desmoralizadas por la existencia bajo la coerción del sistema,64 que demues-
tran estar civilizadas sólo en comportamientos automáticos y forzados que dejan translucir por doquier
rebeldía y furor, deben ser disciplinadas por el espectáculo de la vida inexorable y por el comporta-
miento ejemplar de las víctimas. La cultura ha contribuido siempre a domar y controlar los instintos,
tanto los revolucionarios como los bárbaros. La cultura industrializada hace aún algo más. Ella enseña
e inculca la condición que es preciso observar para poder tolerar de algún modo esta vida despiada-
da. El individuo debe utilizar su disgusto general como impulso para abandonarse al poder colectivo,

62 “también” /1944: “también bajo el monopolio”.


63 (Cf. nota 41 en pág. 87).
64 “coerción del sistema”/1944: “monopolios”.

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del que está harto. Las situaciones permanentemente desesperadas que afligen al espectador en la
vida diaria se convierten en la reproducción, sin saber como, en garantía de que se puede continuar
viviendo. Basta tomar conciencia de la propia nulidad, suscribir la propia derrota, y ya se ha comenza-
do a formar parte. La sociedad es una sociedad de desesperados y por tanto una presa de los Rac-
kets.65 En algunas de las más significativas novelas alemanas del pre fascismo, como Berlin Alexander-
platz66 y Kleiner Mann, was nun,67 esta tendencia se manifestaba con tanto vigor como en las películas
corrientes y en la técnica del jazz. En todos los casos se trata siempre, en el fondo, de la burla que se
hace a sí mismo el varón. La posibilidad de convertirse en sujeto económico, en empresario o propieta-
rio, ha desaparecido definitivamente. Descendiendo hasta la última quesería, la empresa independien-
te, en cuya dirección y herencia se había fundado la familia burguesa y la posición de su jefe, ha caído
en una dependencia sin salida. Todos se convierten en empleados, y en la civilización de los empleados
cesa la dignidad, ya de por sí problemática, del padre. El comportamiento del individuo con respecto al
Racke —ya sea negocio, profesión o partido, ya sea antes o después de la admisión—, lo mismo que la
mímica del jefe ante las masas o la del amante frente a la mujer a la que corteja, adopta rasgos típica-
mente masoquistas. La actitud a la que cada uno se ve obligado para demostrar siempre de nuevo su
idoneidad moral en esta sociedad hace pensar en aquellos adolescentes que, en el rito de admisión en
la tribu, se mueven en círculo, con una sonrisa estereotipada, bajo los golpes regulares del sacerdote. La
existencia en el capitalismo tardío es un rito permanente de iniciación. Cada uno debe demostrar que
se identifica sin reservas con el poder que le golpea. Ello está en el principio de la síncopa del jazz, que
se burla de los traspiés y al mismo tiempo los eleva a norma. La voz de eunuco del que canturrea en la
radio, el elegante galán de la heredera que cae con su batín a la piscina, son ejemplos para los hombres,
que deben convertirse en aquello a lo que los pliega el sistema.68 Cada uno puede ser como la socie-
dad omnipotente, cada uno puede llegar a ser feliz con tal de que se entregue sin reservas y de que
renuncie a su pretensión de felicidad. En la debilidad de cada uno reconoce la sociedad su propia forta-
leza y le cede una parte de ella. Su falta de resistencia lo califica como miembro de confianza. De este
modo es eliminada la tragedia. En otro tiempo, la oposición del individuo a la sociedad constituía su
sustancia. Ésta exaltaba “el valor y la libertad de ánimo frente a un enemigo poderoso, a una adversidad
superior, a un problema inquietante”.* Hoy la tragedia se ha disuelto en la nada de aquella falsa identi-
dad de sociedad y sujeto, cuyo horror brilla aún fugazmente en la vacía apariencia de lo trágico. Pero el
milagro de la integración, el permanente acto de gracia de los que detentan el poder69 de acoger al
que no opone resistencia y se traga su propia insubordinación, significa70 el fascismo. Éste relampaguea
en la humanidad con la que Döblin permite refugiarse a su personaje Biberkopf, como en las películas

65 (Cf. nota 65. Sistemas de extorsión de dinero; en sentido más amplio, grupos garantes del dominio.
66 (De Alfred Döblin).
67 (De Hans Fallada).
68 “Sistema”/1944: “monopolio”.

* Nietzsche, Götzendämmerung, en Werke, cit., vol. VIII, 136 (trad. cast. de A. Sánchez Pascual, Crepúsculo de los ídolos, Alianza,
Madrid, 31979, 102).
69 “los que detentan el poder”/1944: “monopolio”.
70 “significa”/1944: “anuncia”.

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de inspiración social. La capacidad de escurrirse y esconderse, de sobrevivir a la propia ruina —capaci-
dad por la que es superada definitivamente la tragedia— es la capacidad de la nueva generación. La
nueva generación está en grado de realizar cualquier trabajo porque el proceso laboral no los ata a nin-
gún trabajo concreto. Ello recuerda la triste ductilidad del soldado retornado, al que no le iba nada en la
guerra, o del trabajador ocasional, que termina por entrar en las federaciones y organizaciones parami-
litares. La liquidación de lo trágico confirma la liquidación del individuo.
En la industria cultural el individuo es ilusorio no sólo debido a la estandarización de sus modos
de producción. El individuo es tolerado sólo en cuanto su identidad incondicionada con lo universal se
halla fuera de toda duda. La pseudo individualidad domina por doquier, desde la improvisación regula-
da del jazz hasta la personalidad original del cine, que debe tener un tupé sobre los ojos para ser reco-
nocida como tal. Lo individual se reduce a la capacidad de lo universal de marcar lo accidental de tal
modo que pueda ser reconocido como lo que es justamente el obstinado mutismo o la presentación
elegida por el individuo expuesto en cada caso son producidos en serie como los castillos de Yale,71
que se distinguen entre sí por fracciones de milímetro. La peculiaridad del sí mismo es un bien mono-
polista socialmente condicionado, presentado falsamente como natural. Se reduce al bigote, al acento
francés, a la voz ronca y profunda de la mujer de la vida, al Lubitsch touch: meras impresiones digita-
les sobre los carnets de identidad, por lo demás iguales, en que se transforman la vida y los rostros
de todos los individuos —desde la estrella de cine hasta el último preso— ante el poder del univer-
sal. La pseudo individualidad constituye la premisa indispensable del control y de la neutralización de
lo trágico: sólo gracias a que los individuos no son en efecto tales, sino simples puntos de cruce de las
tendencias del universal, es posible reabsorberlos íntegramente en la universalidad. La cultura de masas
desvela así el carácter ficticio que la forma del individuo ha tenido siempre en la época burguesa, y su
error consiste solamente en vanagloriarse de esta turbia armonía entre universal y particular. El principio
de la individualidad ha sido contradictorio desde el comienzo. Ante todo, no se ha llegado jamás a una
verdadera individuación. La forma de auto conservación propia de la sociedad de clases ha mantenido
a todos en el estadio de puros seres genéricos. Todo carácter burgués72 expresaba, a pesar de su des-
viación y justamente en ella, una y la misma cosa: la dureza de la sociedad competitiva. El individuo,
sobre el que se apoyaba la sociedad, llevaba la marca de tal dureza; en su aparente libertad, no era sino
el producto de su aparato económico y social. El poder apelaba a las relaciones de fuerza dominantes
en cada caso cuando solicitaba la respuesta de aquellos que le estaban sometidos. Al mismo tiempo, la
sociedad burguesa también ha desarrollado en su curso al individuo. Contra la voluntad de sus dirigen-
tes, la técnica ha convertido a los hombres de niños en personas. Pero semejante progreso de indivi-
duación se ha producido a costa de la individualidad en cuyo nombre se llevaba a cabo, y no ha dejado
de ella más que la decisión de perseguir siempre y sólo el propio fin. El burgués, para quien la vida se
escinde en negocios y vida privada, la vida privada en representación e intimidad, y ésta, en la malhu-
morada relación matrimonial y en el amargo consuelo de estar solo, desavenido consigo mismo y con
todos, es virtualmente ya el nazi, entusiasta y desdeñoso a la vez, o el actual habitante de la ciudad,

71 (Yale: nombre de una marca).


72 “burgués”/1944: “alemán burgués”.

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que no puede concebir la amistad sino como “contacto social”, como aproximación social de individuos
íntimamente alejados unos de otros. La industria cultural puede disponer de la individualidad de forma
tan eficaz sólo porque en ésta se reproduce desde siempre la íntima fractura de la sociedad. En los ros-
tros de los héroes del cine y de los particulares, confeccionados según los modelos de las cubiertas
de los semanarios, se desvanece una apariencia en la cual ya de por sí nadie cree, y la pasión por tales
modelos ideales vive de la secreta satisfacción de hallarse finalmente dispensados del esfuerzo de la
individuación mediante el esfuerzo —más fatigoso aún— de la imitación. Pero vano sería esperar que
la persona, en sí misma contradictoria y decadente, no fuera a durar generaciones enteras, que el siste-
ma deba necesariamente saltar por causa de esta escisión psicológica y que esta mentirosa sustitución
del individuo por el estereotipo vaya a hacerse insoportable por sí misma. La unidad de la personalidad
ha sido de-senmascarada como apariencia desde el Hamlet de Shakespeare. En las actuales fisionomías
sintéticamente preparadas se ha olvidado ya que un día existiera el concepto de vida humana. Durante
siglos la sociedad se ha preparado con vistas a Victor Mature y Mickey Rooney.73 Su obra de disolución
es, a la vez, un cumplimiento.
La apoteosis del tipo medio corresponde al culto de lo barato. Las estrellas mejor pagadas parecen
imágenes publicitarias de desconocidos artículos de marca. No por azar son elegidas entre la masa de
las modelos comerciales. El gusto dominante toma su ideal de la publicidad, de la belleza al uso. De este
modo, el dicho socrático de que lo bello es lo útil se ha cumplido, al fin, irónicamente. El cine hace publi-
cidad para el Konzern cultural74 en su conjunto; en la radio, las mercancías, para las cuales existen los
bienes culturales, son elogiadas también singularmente. Por cincuenta céntimos se puede ver la pelícu-
la que ha costado millones, por diez se consigue el chicle, que tiene tras de sí toda la riqueza del mundo,
a la que incrementa con su comercio. In absentia, pero mediante votación general, se determina la miss
de las fuerzas armadas, pero cuidándose mucho de permitir la prostitución en la retaguardia. Las mejo-
res orquestas del mundo —que en realidad no lo son— son ofrecidas gratis a domicilio. Todo ello es
una parodia del país de jauja, lo mismo que la “comunidad popular (racial)”75 nazi lo es de la humana. A
todos se les ofrece algo.76 La constatación del visitante provinciano del viejo Teatro Metropolitano ber-
linés: “es increíble lo que ofrece la gente por tan poco dinero”, ha sido recogida desde hace tiempo por
la industria cultural y convertida en sustancia de la producción misma. Ésta no sólo se ve siempre acom-
pañada por el triunfo, gracias al simple hecho de ser posible, sino que es, en gran medida, una misma
cosa con dicho triunfo. El espectáculo significa mostrar a todos lo que se tiene y se puede. Es aún hoy la
vieja feria, pero incurablemente enferma de cultura. Como los visitantes de las ferias, atraídos por las
voces de los propagandistas, superaban con animosa sonrisa la desilusión en las barracas, debido a que
en el fondo lo sabían ya de antemano, del mismo modo el que frecuenta habitualmente el cine se pone
comprensivamente de parte de la institución. Pero con la accesibilidad a bajo precio de los productos
de lujo en serie y su complemento, la confusión universal, va abriéndose paso una transformación en el

73 (Conocidos artistas de cine, encarnaciones del héroe y del antihéroe).


74 “Konzern cultural”/1944: “Konzern cultural y el monopolio”.
75 (Volksgemeinschaft: expresión de la propaganda nazi).
76 “A todos se les ofrece algo”/1944: “El monopolio ofrece a todos algo”.

Sólo uso con fines educativos 96


carácter de mercancía del arte mismo. Lo nuevo no es él mismo; la fascinación de la novedad radica en
el hecho de que él se reconozca hoy expresamente y de que el arte reniegue de su propia autonomía,
colocándose con orgullo entre los bienes de consumo. El arte como ámbito separado ha sido posible,
desde el comienzo, sólo en cuanto burgués. Incluso su libertad, en cuanto negación de la funcionalidad
social, tal como se impone a través del mercado, permanece esencialmente ligada a la premisa de la
economía de mercado. Las obras de arte puras, que niegan el carácter de mercancía de la sociedad por
el mero hecho de seguir su propia ley, han sido siempre, al mismo tiempo, también mercancías: si hasta
el siglo XVIII la protección de los mecenas defendió a los artistas frente al mercado, éstos se hallaban en
cambio sometidos a los mecenas y a sus fines. La “libertad respecto a los fines” de la gran obra de arte
moderna vive del anonimato del mercado. Las exigencias de éste se hallan hoy tan sutilmente mediati-
zadas que el artista queda exento, aunque sólo sea en cierta medida, de la exigencia concreta. Téngase
en cuenta que su autonomía, en cuanto meramente tolerada, estuvo acompañada durante toda la his-
toria burguesa por un momento de falsedad que se ha desarrollado finalmente en la liquidación social
del arte. El Beethoven mortalmente enfermo, que arroja lejos de sí una novela de Walter Scott con la
exclamación: “¡Éste escribe por dinero!”, y que al mismo tiempo, incluso en la explotación de los últimos
cuartetos —que representan el supremo rechazo al mercado— se muestra como hombre de negocios
experto y obstinado, ofrece el ejemplo más grandioso de la unidad de los opuestos, mercado y autono-
mía, en el arte burgués. Víctimas de la ideología caen justamente aquellos que ocultan la contradicción,
en lugar de asumirla, como Beethoven, en la conciencia de su propia producción: Beethoven reprodujo,
en su creación musical, la cólera por el dinero perdido y dedujo el imperativo metafísico “¡Así debe ser!”,
que trata de superar estéticamente —cargando con ella— la necesidad objetiva del curso del mundo,
de la reclamación del salario mensual por parte de la gobernanta. El principio de la estética idealista,
finalidad sin fin,77 es la inversión del esquema al que obedece socialmente el arte burgués: inutilidad
para los fines establecidos por el mercado. Finalmente, en la exigencia de distracción y relajación el fin
ha devorado al reino de la inutilidad. Pero, en la medida en que la pretensión de utilización y explota-
ción del arte se va haciendo total, empieza a delinearse un desplazamiento en la estructura económica
interna de las mercancías culturales.78 La utilidad que los hombres esperan de la obra de arte en la
sociedad competitiva es, en gran medida, justamente la existencia de lo inútil, que es no obstante liqui-
dado mediante su total subsunción bajo lo útil. Al adecuarse enteramente a la necesidad, la obra de
arte defrauda por anticipado a los hombres respecto a la liberación del principio de utilidad que ella
debería procurar. Lo que se podría denominar valor de uso en la recepción de los bienes culturales es79
sustituido por el valor de cambio; en lugar del goce se impone el participar y estar al corriente; en lugar
de la competencia del conocedor, el aumento de prestigio. El consumidor se convierte en coartada
ideológica de la industria de la diversión, a cuyas instituciones no puede sustraerse.80 Es preciso haber
visto Mrs. Miniver,81 como es necesario tener las revistas Life y Time. Todo es percibido sólo bajo el aspec-

77 (Cf. I. Kant, Kritik der Urteilskraft, en Werke, cit., vol. V, 220 (trad. cast., Crítica del juicio, cit., 153 s.).
78 “interna... mercancías culturales”/1944: “estructura de las mercancías culturales según valor de uso y valor de cambio”.
79 “Lo que... es”/1944: “El valor de uso es... en la recepción de los bienes culturales”.
80 “El consumidor... sustraerse”/1944: (falta).
81 (Cf. nota 38 en pág. 86).

Sólo uso con fines educativos 97


to en que puede servir para alguna otra cosa, por vaga que sea la idea de ésta. Todo tiene valor sólo en
la medida en que se puede intercambiar, no por el hecho de ser algo en sí mismo. El valor de uso del
arte, su ser, es para ellos un fetiche, y el fetiche, su valoración social, que ellos confunden con la escala
objetiva de las obras, se convierte en su único valor de uso, en la única cualidad de la que son capaces
de disfrutar. De este modo, el carácter de mercancía se desmorona justamente en el momento en que
se realiza plenamente. El arte es una especie de mercancía, preparada, registrada, asimilada a la produc-
ción industrial, adquirible y fungible; pero esta especie de mercancía, que vivía del hecho de ser vendi-
da y de ser, sin embargo, esencialmente invendible, se convierte hipócritamente en lo invendible de
verdad, tan pronto como el negocio no sólo es su intención sino su mismo principio. La ejecución de
Toscanini en la radio es en cierto modo invendible. Se la escucha gratuitamente y a cada sonido de la
sinfonía va unido, por así decirlo, el sublime reclamo publicitario de que la sinfonía no sea interrumpida
por los anuncios publicitarios: “este concierto se ofrece a Vds. como un servicio público”. La estafa82 se
cumple indirectamente a través de la ganancia de todos los productores unidos de coches y jabón que
financian las estaciones de radio y, naturalmente, a través del crecimiento de los negocios de la indus-
tria eléctrica como productora de los aparatos receptores. Por doquier la radio, como fruto tardío y más
avanzado de la cultura de masas, extrae consecuencias que le están provisionalmente vedadas al cine
por su pseudo mercado. La estructura técnica del sistema comercial radiofónico83 lo inmuniza contra
desviaciones liberales como las que los industriales del cine pueden aún permitirse en su ámbito. Es
una empresa privada que representa ya la totalidad soberana,84 adelantando en ello a los otros consor-
cios85 industriales. Chesterfield es sólo el cigarrillo de la nación, pero la radio es su portavoz. Al incorpo-
rar totalmente los productos culturales a la esfera de la mercancía, la radio renuncia a colocar como
mercancía sus productos culturales. En Estados Unidos no reclama ninguna tasa del público y asume
así el carácter engañoso de autoridad desinteresada e imparcial, que parece hecha a medida para el
fascismo. En éste, la radio se convierte en la boca universal del Führer; y su voz se mezcla, mediante los
altavoces de las calles, en el aullido de las sirenas que anuncian el pánico, de las cuales difícilmente
puede distinguirse la propaganda moderna. Los nazis sabían que la radio daba forma a su causa, lo
mismo que la imprenta se la dio a la Reforma. El carisma metafísico del Führer inventado por la sociolo-
gía de la religión86 ha revelado ser al fin como la simple omnipresencia de sus discursos en la radio, que
parodia demoníacamente la omnipresencia del espíritu divino. El hecho gigantesco de que el discurso
penetra por doquier sustituye su contenido, del mismo modo que la oferta de aquella retransmisión de
Toscanini desplazaba a su contenido, la sinfonía. Ninguno de los oyentes está ya en condiciones de cap-
tar su verdadero contexto, mientras que el discurso del Führer es ya de por sí la mentira. Establecer la
palabra humana como absoluta, el falso mandamiento, es la tendencia inmanente de la radio. La reco-

82 “La estafa”/1944: “el robo”.


83 “sistema comercial radiofónico”/1944: “la radio”.
84 “totalidad soberana”/1944: “monopolio como totalidad soberana”.
85 “consorcios”/1944: “monopolios”.
86 (Alusión al concepto de dominio carismático según Max Weber; cf. Wirtschaft und Gesellschaft [1922], Tübingen, 1976, 140

s., trad. cast., Economía y sociedad. Esbozo de una sociología comprensiva, FCE, México, (4)1979, 193 s.).

Sólo uso con fines educativos 98


mendación se convierte en orden. La apología de las mercancías siempre iguales bajo etiquetas dife-
rentes, el elogio científicamente fundado del laxante a través de la voz relamida del locutor, entre la
obertura de la Traviata y la de Rienzi, se ha hecho insostenible por su propia ridiculez. Finalmente, el
dictado de la producción, el anuncio publicitario específico, enmascarado bajo la apariencia de la posi-
bilidad de elección, puede convertirse en la orden abierta del Führer. En una sociedad de grandes Rac-
kets fascistas, que lograran ponerse de acuerdo sobre qué parte del producto social hay que asignar a
las necesidades del pueblo, resultaría finalmente anacrónico exhortar al uso de un determinado deter-
gente. Más modernamente, sin tantos cumplimientos, el Führer ordena tanto el camino del sacrificio
como la compra de la mercancía de desecho.
Ya hoy, las obras de arte son preparadas oportunamente, como máximas políticas, por la industria
cultural, inculcadas a precios reducidos a un público resistente, y su disfrute se hace accesible al pue-
blo como los parques. Pero la disolución de su auténtico carácter de mercancía no significa que estén
custodiadas y salvadas en la vida de una sociedad libre, sino que ahora ha desaparecido incluso la últi-
ma garantía contra su degradación al nivel de bienes culturales. La abolición del privilegio cultural por
liquidación no introduce a las masas en ámbitos que les estaban vedados; más bien contribuye, en las
actuales condiciones sociales, justamente al desmoronamiento de la cultura, al progreso de la bárbara
ausencia de toda relación. Quien en el siglo pasado o a comienzos de éste gastaba su dinero para ver
un drama o escuchar un concierto, tributaba al espectáculo por lo menos tanto respeto como al dine-
ro invertido en él. El burgués que quería extraer algo para él podía, a veces, buscar una relación más
personal con la obra. La llamada literatura introductiva a los dramas musicales de Wagner, por ejemplo,
y los comentarios al Fausto dan testimonio de ello. Y no eran aún más que una forma de tránsito al
barnizado biográfico y a las otras prácticas a las que se ve sometida hoy la obra de arte. Incluso en los
primeros tiempos del actual sistema económico, el valor de cambio87 no arrastraba tras de sí al valor de
uso como un mero apéndice, sino que también contribuyó a desarrollarlo como su propia premisa, y
esto fue socialmente ventajoso para las obras de arte. El arte ha mantenido al burgués dentro de cier-
tos límites mientras era caro. Pero eso se ha terminado. Su cercanía absoluta, no mediada ya más por el
dinero, a aquellos que están expuestos a su acción, lleva a término la alienación y asimila a ambos bajo
el signo de una triunfal reificación. En la industria cultural desaparece tanto la crítica como el respeto:
a la crítica le sucede el juicio pericial mecánico, y al respeto, el culto efímero de la celebridad. No hay
ya nada caro para los consumidores. Y sin embargo, éstos intuyen a la vez que cuanto menos cuesta
una cosa, menos les es regalado. La doble desconfianza hacia la cultura tradicional como ideología se
mezcla con la desconfianza hacia la cultura industrializada como fraude. Reducidas a mera añadidura,
las obras de arte pervertidas son secretamente rechazadas por los que disfrutan de ellas, junto con la
porquería a la que el medio las asimila. Los consumidores pueden alegrarse de que haya tantas cosas
para ver y para escuchar. Prácticamente se puede tener de todo. Los screenos88 y las zarzuelas en el cine,
los concursos de reconocimiento de piezas musicales, los opúsculos gratuitos, los premios y los artícu-
los de regalo que son distribuidos entre los oyentes de determinados programas radiofónicos, no son

87 “incluso... valor de cambio”/1944: “El valor de cambio tenía”.


88 (Breves concursos entre los espectadores, que se desarrollan en los intervalos entre las proyecciones. N. d. T. it.).

Sólo uso con fines educativos 99


meros accesorios marginales, sino la prolongación de lo que les ocurre a los mismos productos cultu-
rales. La sinfonía se convierte en un premio por el hecho de escuchar la radio, y si la técnica tuviese su
propia voluntad, el cine sería ya ofrecido a domicilio a ejemplo de la radio.89 También él se desarrolla en
dirección al “sistema comercial”. La televisión indica el camino de una evolución que fácilmente podría
llevar a los hermanos Warner90 a la posición —sin duda, nada agradable para ellos— de músicos de
cámara y defensores de la cultura tradicional. Pero el sistema de premios ha precipitado ya en la actitud
de los consumidores. En la medida en que la cultura se presenta como añadidura o extra, cuya utilidad
privada y social está, por lo demás, fuera de cuestión, la recepción de sus productos se convierte en per-
cepción de oportunidades. Los consumidores se afanan por temor a perder algo. No se sabe qué, pero,
en cualquier caso, sólo tiene una oportunidad quien no se excluye por cuenta propia. El fascismo espe-
ra, con todo, reorganizar a los receptores de donativos adiestrados por la industria cultural en su propio
seguimiento regular y forzado.
La cultura es una mercancía paradójica. Se halla hasta tal punto sujeta a la ley del intercambio que
ya ni siquiera es intercambiada; se disuelve tan ciegamente en el uso mismo que ya no es posible uti-
lizarla. Por ello se funde con la publicidad. Cuanto más absurda aparece ésta bajo el monopolio, tanto
más omnipotente se hace aquella. Los motivos son, por supuesto, económicos. Es demasiado eviden-
te que se podría vivir sin la entera industria cultural: es excesiva la saciedad y la apatía que aquélla
engendra necesariamente entre los consumidores. Por sí misma, bien poco puede contra este peligro.
La publicidad es su elixir de vida. Pero dado que su producto reduce continuamente el placer que pro-
mete como mercancía a la pura y simple promesa, termina por coincidir con la publicidad misma, de la
que tiene necesidad para compensar su propia incapacidad de procurar un placer efectivo. En la socie-
dad competitiva la publicidad cumplía la función social de orientar al comprador en el mercado, facili-
taba la elección y ayudaba al productor más hábil, pero aún desconocido, a hacer llegar su mercancía
a los interesados. Ella no costaba solamente, sino que ahorraba tiempo de trabajo. Ahora que el merca-
do libre llega a su fin, se atrinchera en ella el dominio del sistema.91 La publicidad refuerza el vínculo
que liga a los consumidores a los grandes Konzern. Sólo quien puede pagar normalmente las enormes
taxas exigidas por las agencias publicitarias, y en primer término por la radio misma, es decir, sólo quien
forma parte del sistema o es cooptado a ello por decisión del capital bancario e industrial, puede entrar
como vendedor en el pseudo mercado. Los costes de la publicidad, que terminan por refluir a los bol-
sillos de los Konzern,92 evitan la fatiga de tener que luchar cada vez contra la competencia de intrusos
desagradables; ellos garantizan que los competentes permanezcan entre sí, en círculo cerrado, no de
forma muy diferente a las deliberaciones de los consejos económicos, que en el estado totalitario con-
trolan la apertura de nuevas empresas y la continuidad de su funcionamiento. La publicidad es hoy un
principio negativo, un dispositivo de bloqueo: todo lo que no lleva su sello es económicamente sospe-
choso. La publicidad universal no es en absoluto necesaria para hacer conocer a la gente los produc-

89 (Cuando los autores escribían este texto, la televisión se hallaba aún en sus comienzos).
90 (Una de las mayores firmas cinematográficas americanas del momento).
91 “tiempo de trabajo... del sistema”/1944: “del tiempo de trabajo social. Ahora, que el mercado libre ha llegado a su fin, se

atrinchera en ella el monopolio”.


92 “Konzern/1944: “del monopolio”.

Sólo uso con fines educativos 100


tos, a los que la oferta se halla ya de por sí limitada. Sólo indirectamente sirve a la venta. El abandono
de una práctica publicitaria habitual por parte de una firma aislada significa una pérdida de prestigio,
en realidad una violación de la disciplina que la camarilla competente impone a los suyos. Durante la
guerra se continúa haciendo publicidad de mercancías que ya no se hallan disponibles en el mercado,
sólo para exponer y demostrar el poderío industrial. Más importante que la repetición del nombre es
entonces la subvención de los medios de comunicación ideológicos.93 Dado que bajo la presión del
sistema cada producto emplea la técnica publicitaria, ésta ha entrado triunfalmente en la jerga, en el
“estilo” de la industria cultural. Su victoria es tan completa que en los puntos decisivos ni siquiera tiene
necesidad de hacerse explícita: las construcciones monumentales de los gigantes,94 publicidad petrifi-
cada a la luz de los reflectores, carecen de publicidad y, todo lo más, se limitan a exponer en los lugares
más altos las iniciales de la firma, lapidarias y refulgentes, sin necesidad de ningún auto elogio. Por el
contrario, las casas que han sobrevivido del siglo pasado, en cuya arquitectura se lee aún con rubor la
utilidad como bien de consumo, es decir, el fin de la vivienda, son tapiadas desde la planta baja hasta
por encima del techo con anuncios y carteles luminosos; el paisaje queda reducido a trasfondo de car-
teles y símbolos publicitarios. La publicidad se convierte en el arte por excelencia, con el cual Goebbels,
lleno de olfato, la había ya identificado: el arte por el arte, publicidad por sí misma, pura exposición del
poder social. En las más influyentes revistas norteamericanas, Life y Fortune, una rápida ojeada apenas
logra distinguir las imágenes y los textos publicitarios de los de la parte de redacción. A la redacción le
corresponde el reportaje ilustrado, entusiasta y no pagado, sobre las costumbres y la higiene personal
del personaje famoso, que procura a éste nuevos seguidores, mientras que las páginas reservadas a la
publicidad se basan en fotografías y datos tan objetivos y realistas que representan el ideal de la infor-
mación, al que la redacción no hace sino aspirar. Cada película es el avance publicitario de la siguiente,
que promete reunir una vez más a la misma pareja bajo el mismo cielo exótico: quien llega con retraso
no sabe si asiste al avance de la próxima película o ya a la que ha ido a ver. El carácter de montaje de
la industria cultural, la fabricación sintética y planificada de sus productos, similar a la de la fábrica no
sólo en el estudio cinematográfico, sino virtualmente también en la recopilación de biografías baratas,
investigaciones noveladas y los éxitos de la canción, se presta de antemano a la publicidad: en la medi-
da en que el momento singular se hace disociable del contexto y fungible, ajeno incluso técnicamente
a todo contexto significativo, puede prestarse a fines externos a la obra misma. El efecto, el truco, la eje-
cución singular aislada e irrepetible, han estado siempre ligados a la exposición de productos con fines
publicitarios y, hoy, cada primer plano de una actriz se ha convertido en un anuncio publicitario de su
nombre y cada canción de éxito en el plug95 de su melodía. Tanto técnica como económicamente, la
publicidad y la industria cultural se funden la una en la otra. Tanto en la una como en la otra la misma

93 “Sólo indirectamente sirve... medios de comunicación ideológicos”/1944: “Su suspensión por parte de una firma particular
significa una pérdida de prestigio, en realidad una violación de la disciplina de clase que el monopolio impone a los suyos.
Durante la guerra se continúa haciendo publicidad de mercancías que no se hallan ya disponibles en el mercado, sólo para
seguir manteniendo la institución, y naturalmente también la coyuntura bélica”.
94 “de los gigantes”/1944: “del monopolio, los rascacielos de Wrigley y Rockefeller”.
95 (Declaración benévola o elogiosa sobre un disco, un libro, etc., difundida en la radio o en la televisión con fines propagan-

dísticos).

Sólo uso con fines educativos 101


cosa aparece en innumerables lugares, y la repetición mecánica del mismo producto cultural es ya la
repetición del mismo motivo propagandístico. Tanto en la una como en la otra la técnica se convierte,
bajo el imperativo de la eficacia, en psicotécnica, en técnica de la manipulación de los hombres. Tanto
en la una como en la otra rigen las normas de lo sorprendente y sin embargo familiar, de lo leve y sin
embargo incisivo, de lo hábil o experto y sin embargo simple. Se trata siempre de subyugar al cliente,
ya se presente como distraído o como resistente a la manipulación.
A través del lenguaje con el que se expresa, el cliente mismo contribuye también a promover el
carácter publicitario de la cultura. Cuanto más íntegramente se resuelve el lenguaje en pura comunica-
ción, cuanto más plenamente se convierten las palabras, de portadoras sustanciales de significado, en
puros signos carentes de cualidad, cuanto más pura y transparente hacen la transmisión del objeto
deseado, tanto más opacas e impenetrables se hacen al mismo tiempo esas palabras. La desmitologiza-
ción del lenguaje, en cuanto elemento del proceso global de la Ilustración, se invierte en magia. Recí-
procamente diferentes e indisolubles, la palabra y el contenido estaban unidos entre sí. Conceptos
como melancolía, historia, e incluso “la vida”, eran reconocidos en los términos que los perfilaba y custo-
diaba. Su forma los constituía y los reflejaba al mismo tiempo. La neta distinción que declara casual el
tenor de la palabra y arbitraria su ordenación al objeto, termina con la confusión supersticiosa entre
palabra y cosa. Lo que en una sucesión establecida de letras trasciende la correlación con el aconteci-
miento es proscrito como oscuro y como metafísica verbal. Pero con ello la palabra, que ya sólo puede
designar pero no significar, queda hasta tal punto fijada a la cosa que degenera en pura fórmula. Lo
cual afecta por igual al lenguaje y al objeto. En lugar de hacer accesible el objeto a la experiencia, la
palabra, ya depurada, lo expone como caso de un momento abstracto, y todo lo demás, excluido de la
expresión —que ya no existe— por el imperativo despiadado de claridad, se desvanece con ello tam-
bién en la realidad. El ala izquierda en el fútbol, la camisa negra,96 el joven hitleriano y sus equivalentes
no son otra cosa que lo que se llaman. Si la palabra, antes de su racionalización, había liberado junto
con el anhelo también la mentira, la palabra racionalizada se ha convertido en camisa de fuerza más
para el anhelo que para la mentira. La ceguera y la mudez de los datos, a los que el positivismo reduce
el mundo, pasan también al lenguaje, que se limita a registrar esos datos. De este modo, los términos
mismos se hacen impenetrables, conquistan un poder de choque, una fuerza de cohesión y de repul-
sión, que los asimila a su opuesto, el oráculo mágico. Vuelven así a actuar como una especie de prácti-
cas: bien que el nombre de la artista sea combinado en el estudio cinematográfico de acuerdo con los
datos de la estadística, o que el estado de bienestar sea exorcizado con términos tabú como burócrata
o intelectual, o que la vulgaridad se haga invulnerable apropiándose el nombre del país. El nombre
mismo, con el que la magia se une preferentemente, sufre hoy un cambio químico. Se transforma en
etiquetas arbitrarias y manipulables, cuya eficacia puede ser calculada, pero justamente por ello tam-
bién dotada de una fuerza propia como la de los nombres arcaicos. Los nombres, residuos arcaicos, han
sido elevados a la altura de los tiempos en la medida en que o bien se los ha estilizado y reducido a
siglas publicitarias —entre las estrellas de cine, los apellidos son también nombres—, o bien se los ha

96 (Designación de las fascistas según la camisa negra de su uniforme, sobre todo en Italia, pero también en otros países).

Sólo uso con fines educativos 102


estandarizado colectivamente. A viejo, en cambio, suena el nombre burgués, el nombre de familia, que,
en lugar de ser una etiqueta, individualizaba a su portador en relación a sus propios orígenes. Dicho
nombre suscita entre los americanos un curioso sentimiento embarazoso. Para ocultar la incómoda dis-
tancia entre individuos particulares,97 se llaman Bob y Harry, como miembros fungibles de equipos.
Semejante uso reduce las relaciones entre los hombres a la fraternidad del público de los deportes, que
protege de la verdadera. La significación, como única función de la palabra admitida por la semántica,
se realiza plenamente en la señal. Su carácter de señal se refuerza gracias a la rapidez con la que son
puestos en circulación desde lo alto modelos lingüísticos. Si las canciones populares han sido conside-
radas, con razón o sin ella, patrimonio cultural “rebajado” de la clase dominante, sus elementos han
adoptado, en cualquier caso, su forma popular sólo en un largo y complejo proceso de experiencias. La
difusión de las canciones populares, en cambio, se produce de forma fulminante. La expresión america-
na fad, para modas que se afirman y propagan como una epidemia —promovidas por potencias eco-
nómicas altamente concentradas—, designaba el fenómeno mucho antes de que los directores de la
propaganda totalitaria dictasen poco a poco las líneas generales de la cultura. Si un día los fascistas ale-
manes lanzan desde los altavoces una palabra como “intolerable”, todo el pueblo dirá al día siguiente
esa palabra. Siguiendo el mismo esquema, las naciones que constituyeron el objetivo de la guerra
relámpago alemana han acogido en su jerga esa palabra. La repetición universal de los términos adop-
tados para las diversas medidas termina por hacer a éstas de algún modo familiares, lo mismo que en
tiempos del libre mercado el nombre de un producto en la boca de todos promovía su venta. La ciega
repetición y la rápida difusión de palabras establecidas relaciona la publicidad con las consignas del
orden totalitario. El estrato de experiencia que hacía de las palabras de los hombres que las pronuncia-
ban ha sido enteramente allanado, y en su pronta asimilación adquiere el lenguaje aquella frialdad que
hasta ahora sólo le había caracterizado en las columnas publicitarias y en las páginas de anuncios de
los periódicos. Innumerables personas utilizan palabras y expresiones que, o no entienden ya, o las utili-
zan sólo por su valor conductista de posición, como símbolos protectores, que al fin se adhieren a sus
objetos con tanta mayor tenacidad cuanto menos se está en condiciones de comprender su significado
lingüístico. El ministro de Instrucción popular habla de fuerzas dinámicas sin saber qué dice, y las can-
ciones de éxito hablan sin tregua de “delirio” y “rapsodia” y ligan su popularidad justamente a la magia
de lo incomprensible, experimentada como el estremecimiento de una vida más elevada. Otros este-
reotipos, como “memoria”, son aún entendidos en cierta medida, pero se escapan a la experiencia que
podría colmarlos de sentido. Afloran como enclaves en el lenguaje hablado. En la radio alemana de
Flesch y Hitler se pueden advertir en el afectado alto alemán del locutor, que dice a la nación “Hasta la
próxima vez”, o “Aquí habla la juventud de Hitler”, o incluso simplemente “el Führer”, con una cadencia
particular que se convierte de inmediato en el acento natural de millones de personas. En tales expre-
siones se ha suprimido incluso el último vínculo entre la experiencia sedimentada y la lengua, como
aquel que, en el siglo XIX, ejercía aún una influencia reconciliadora a través del dialecto. Al redactor, en
cambio, a quien la ductilidad de sus convicciones le ha permitido alcanzar el grado de “redactor ale-

97 “particulares”/1944: “particulares, que caracterizan aún la vida en la sociedad monopolista”.

Sólo uso con fines educativos 103


mán”, 98 las palabras alemanas se le petrifican y convierten subrepticiamente en palabras extranjeras. En
cada palabra se puede distinguir hasta qué punto ha sido desfigurada por la “comunidad popular fas-
cista. Es verdad que este lenguaje99 se fue convirtiendo poco a poco en universal y totalitario. No es
posible ya percibir en las palabras la violencia que han sufrido. El locutor de radio no tiene necesidad
de hablar con afectación, pues el mismo no sería siquiera posible si su acento se distinguiese en carác-
ter del acento del grupo de oyentes que le ha sido asignado. Pero, en cambio, el lenguaje y el gesto de
los oyentes y de los espectadores se hallan impregnados por los esquemas de la industria cultural,
hasta en matices a los que hasta ahora ningún método experimental de investigación ha podido llegar,
más fuertemente que nunca hasta ahora. Hoy, la industria cultural ha heredado la función civilizadora
de la democracia de las fronteras y de los empresarios, cuya sensibilidad para las diferencias de orden
espiritual no fue nunca excesivamente desarrollada. Todos son libres para bailar y divertirse, de la
misma manera que son libres, desde la neutralización histórica de la religión, para entrar en una de las
innumerables sectas existentes. Pero la libertad en la elección de la ideología, que refleja siempre la
coacción económica, se revela en todos los sectores como la libertad para siempre lo mismo. La forma
en que una muchacha acepta y cursa el compromiso obligatorio, el tono de la voz en el teléfono y en la
situación más familiar, la elección de las palabras en la conversación, la entera vida íntima, ordenada
según los conceptos del psicoanálisis vulgarizado, revela el intento de convertirse en el aparato adapta-
do al éxito, conformado, hasta en los movimientos instintivos, al modelo que ofrece la industria cultural.
Las reacciones más íntimas de los hombres están tan perfectamente reificadas a sus propios ojos que la
idea de lo que les es específico y peculiar sobrevive sólo en la forma más abstracta: “personalidad” no
significa para ellos, en la práctica, más que dientes blancos y libertad frente al sudor y las emociones. Es
el triunfo de la publicidad en la industria cultural, la asimilación forzada de los consumidores a las mer-
cancías culturales, desenmascaradas ya en su significado.100

98 (La expresión Schriftleiter era preferida por los nazis frente al término extranjero Redakteur. N. d. T. it.).
99 “este lenguaje”/1944: “el lenguaje del monopolio”.
100 1944/47: Después del punto: “(Continuará)”.

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Lectura Nº5
Derrida, Jacques, “La Différance”,* en Márgenes de la Filosofía, España, Editorial
Cátedra, S.A., 1989, pp. 39-62.

Hablaré, pues, de una letra.


De la primera, si hay que creer al alfabeto y a la mayor parte de las especulaciones que se han aven-
turado al respecto. Hablaré, pues, de la letra a, de esta letra que ha podido parecer necesario introducir,
aquí o allá, en la escritura de la palabra différance;** y ello en el curso de una escritura sobre la escritura,
de una escritura en la escritura y cuyos diferentes trayectos se encuentran, pues, pasando, en ciertos
puntos muy determinados, por una suerte de gran falta de ortografía, por esa falta de ortodoxia que
rige una escritura, una falta contra la ley que rige lo escrito y el continente en su decencia. Esta falta de
ortografía, siempre puede ser borrada o reducida, de hecho y de derecho, y encontrarla según los casos
que se analizan cada vez, pero que aquí vienen a ser lo mismo, grave, indecorosa, incluso en la hipótesis
de la mayor ingenuidad, divertida. Aunque se trata de pasar en silencio tal infracción, el interés que en
ello se pone se deja reconocer de antemano, asignar, como prescrito por la ironía muda, inaudible de
esta permutación de letras, siempre podrá hacerse como si esto no señalara ninguna diferencia. Mi pro-
pósito de hoy, debo decir desde ahora, se dirigirá menos a pensar en justificar esta falta silenciosa de
ortografía, menos todavía a excusarla, que a agravar el juego con una cierta insistencia.
A cambio, se me deberá excusar si me refiero, al menos implícitamente, a tal o cual texto que me
he arriesgado a publicar. Es que yo querría precisamente intentar, en una cierta medida, y por más que
esto sea en principio y al fin por razones esenciales de derecho, imposible, unir en un haz las diferentes
direcciones en las que he podido utilizar o mejor me he dejado imponer en su neografismo por lo que
provisionalmente llamaré la palabra o el concepto de différance y que no es, ya lo veremos, literalmente,
ni una palabra ni un concepto. Me atengo a la palabra haz por dos razones: por una parte no se tratará,
cosa que también habría podido hacer, de describir una historia, de contar las etapas, texto a texto, con-
texto a contexto, mostrando cada vez qué economía ha podido imponer este desarreglo gráfico, sino
más bien del sistema general de esta economía. Por otra parte, la palabra haz parece más propia para
poner de manifiesto que la agrupación propuesta tiene la estructura de una intricación, de un tejido,
de un cruce que dejará partir de nuevo los diferentes hilos y las distintas líneas de sentido —o de fuer-
za— igual que estará lista para anudar otras.
Recuerdo, pues, de una manera completamente preliminar, que esta discreta intervención gráfica,
que no se ha hecho en principio ni simplemente por el escándalo del lector o del gramático, ha sido
calculada en el proceso escrito de una interrogación sobre la escritura. Ahora bien, se da el caso, diría

* Conferencia pronunciada en la sociedad Francesa de Filosofía, el 27 de enero de 1968, publicada simultáneamente en


el Bulletin de la Societé française de philosophie) julio-septiembre, 1968) y en Theorie d’ensemble (col. Quel, Ed. De Seuil,
1968).
** Proponemos, de manera tentativa, una posible traducción: diferancia, que, si bien no suena igual que diferencia —como

ocurre en el francés différance—, presenta, no obstante, la misma variación e/a, lo cual haría en todo caso inteligible cual-
quier discusión ulterior en el texto de Derrida. (N. Del T.).

Sólo uso con fines educativos 105


en realidad, de que esta diferencia gráfica (la a en el lugar de la e), esta diferencia señalada entre dos
notaciones aparentemente vocales, entre dos vocales, es puramente gráfica; se escribe o se lee, pero
no se oye. No se puede oír, y veremos también en qué sentido sobrepasa el orden del entendimiento.
Se propone por una marca muda, un monumento tácito, yo diría incluso por una pirámide, que piensa
así no sólo en la forma de la letra cuando se imprime en capital o en mayúscula, sino también en ese
texto de la Enciclopedia de Hegel en el que el cuerpo del signo se compara a la pirámide egipcia. La a
de la différance, pues, no se oye, permanece silenciosa, secreta y discreta como una tumba: oikevis. Seña-
laremos así por anticipación este lugar, residencia familiar y tumba de lo propio donde se produce en
diferancia la economía de la muerte. Esta piedra no está lejos, siempre que se sepa descifrar la leyenda,
de señalar la muerte del dinasta.
Una tumba que no se puede ni siquiera hacer resonar. En efecto, yo no puedo hacerles saber por mi
discurso, por mi palabra proferida en este momento ante la Sociedad Francesa de Filosofía, de qué dife-
rencia hablo en el momento en que hablo. No puedo hablar de esta diferencia gráfica si no sostenien-
do un discurso muy desviado sobre una escritura y a condición de precisar, cada vez, que me refiero a
la diferencia con una e o a la diferancia con una a. Lo cual no va a simplificar las cosas hoy y nos dará
muchos problemas a ustedes y a mí si al menos queremos entendernos. De todas formas, las precisio-
nes orales que haré, cuando diga “con e”, o “con a” se referirán a un texto escrito, que vigila mi discurso, a
un texto que tengo delante, que leeré y hacia el cual será preciso que intente conducir sus manos y sus
ojos. No podemos evitar pasar por un texto escrito, ordenarnos sobre el desarreglo que se produce en
él, y esto es lo que me importa antes que nada.
Sin duda este silencio piramidal de la diferencia gráfica entre la e y la a no puede funcionar sino
en el interior del sistema de la escritura fonética, y en el interior de una lengua o de una gramática
históricamente ligada a la escritura fonética así como a toda la cultura que le es inseparable. Pero diré
que ello mismo —este silencio que funciona en el interior solamente de una escritura llamada fonéti-
ca— señala o recuerda de manera muy oportuna que, contrariamente a un enorme prejuicio, no hay
escritura fonética. No hay una escritura pura y rigurosamente fonética. La escritura llamada fonética no
puede en principio y de derecho, y no sólo por una insuficiencia empírica o técnica, funcionar, si no es
admitiendo en ella misma ‘signos’ no fonéticos (puntuación, espacios etc.) de los que se dará cuenta
enseguida, al examinar la estructura y la necesidad, que toleran muy mal el concepto de signo. Mejor,
el juego de la diferencia del que Saussure sólo ha recordado que es la condición de posibilidad y de
funcionamiento de todo signo, este juego es en sí mismo silencioso. Es inaudible la diferencia entre dos
fonemas, lo único que les permite ser y operar como tales. Lo inaudible abre a la interpretación los dos
fonemas presentes, tal como se presentan. Si no hay, pues, una escritura puramente fonética, es que no
hay phoné puramente fonética. La diferencia que hace separarse los fonemas y hace que se oigan, en
todos los sentidos de esta palabra, permanece inaudible.
Se objetará que por las mismas razones, la diferencia gráfica se sumerge también en la noche,
nunca es plenamente un término sensible, sino que alarga una relación invisible, el trazo de una rela-
ción no aparente entre dos espectáculos sin duda. Pero que, desde ese punto de vista, la diferencia
marcada en la ‘diferencia’ entre la e y la a se desnuda a la vista y al oído, sugiere quizá felizmente que
es preciso dejarse ir aquí a un orden que ya no pertenece a la sensibilidad. Pero no pertenece más a

Sólo uso con fines educativos 106


la inteligibilidad, a una idealidad que no está fortuitamente afiliada a la objetividad del theorein o del
entendimiento. Es preciso dejarse llevar aquí a un orden, pues, que resista a la oposición, fundadora de
la filosofía, entre lo sensible y lo inteligible. El orden que resiste a esta oposición, y la resiste porque la
lleva (en sí), se anuncia en un movimiento de diferancia (con una a) entre dos diferencias o entre dos
letras, diferancia que no pertenece ni a la voz ni a la escritura en el sentido ordinario y que se tiende,
como el espacio extraño que nos reunirá aquí durante una hora, entre palabra y escritura, más allá tam-
bién de la familiaridad tranquila que nos liga a la una y a la otra, a veces en la ilusión de que son dos.
¿Cómo me las voy a arreglar para hablar de la a de la diferancia? Está claro que esto no puede ser
expuesto. Nunca se puede exponer más que lo que en un momento determinado puede hacerse pre-
sente, manifiesto, lo que se puede mostrar, presentarse como algo presente, algo presente en su verdad,
la verdad de un presente, o la presencia del presente. Ahora bien, si la diferancia es (pongo el “es”) bajo
una tachadura) lo que hace posible la presentación del presente, ella no se presenta nunca como tal.
Nunca se hace presente. A nadie. Reservándose y no exponiéndose, excede en este punto preciso y de
manera regulada el orden de la verdad, sin disimularse, sin embargo, como cualquier cosa, como un ser
misterioso, en lo oculto de un no-saber o en un agujero cuyos bordes son determinables (por ejemplo,
en una topología de la castración). En toda exposición estaría expuesta a desaparecer como de-sapari-
ción, correría el riesgo de aparecer: de desaparecer.
Sin embargo, los rodeos, los periodos, la sintaxis a la que a menudo deberé recurrir se parecerán, a
veces hasta confundirse con ellos, a los de la teología negativa. Ya se ha hecho necesario señalar que la
diferancia no es, no existe, no es un ser presente (on), cualquier que éste sea; y se nos llevara a señalar
también todo lo que no es, es decir, todo; y en consecuencia que no tiene ni existencia ni esencia. No
depende de ninguna categoría de ser alguno presente o ausente. Y sin embargo, lo que se señala así de
la diferancia no es teológico, ni siquiera del orden más negativo de la teología negativa, que siempre
se ha ocupado de librar, como es sabido, una superesencialidad más allá de las categorías finitas de
la esencia y de la existencia, es decir, de la presencia, y siempre de recordar que si a Dios le es negado
el predicado de existencia, es para reconocerle un modo de ser superior, inconcebible, inefable. No se
trata aquí de un movimiento así, y ello se confirmará progresivamente. La diferancia es no sólo irreduc-
tible a toda reapropiación ontológica o teológica —ontoteología—, sino que, incluso abriendo el espa-
cio en el que la ontoteología —la filosofía— produce su sistema y su historia, la comprende, la inscribe,
y la excede sin retorno.
Por la misma razón, no sabré por dónde comenzar a trazar el haz o el gráfico de la diferancia. Pues-
to que lo que se pone precisamente en tela de juicio, es el requerimiento de un comienzo de derecho,
de un punto de partida absoluto, de una responsabilidad de principio. La problemática de la escritura
se abre con la puesta en tela de juicio del valor de arkhé. Lo que yo propondré aquí no se desarro-
llará, pues, simplemente como un discurso filosófico, que opera desde un principio, unos postulados,
axiomas o definiciones y se desplaza siguiendo la linealidad discursiva de un orden de razones. Todo
en el trazado de la diferancia es estratégico y aventurado. Estratégico porque ninguna verdad trans-
cendente y presente fuera del campo de la escritura puede gobernar teológicamente la totalidad del
campo. Aventurado porque esta estrategia no es una simple estrategia en el sentido en que se dice que
la estrategia orienta la táctica desde un objetivo final, un telos o el tema de una dominación, de una

Sólo uso con fines educativos 107


maestría, y de una reapropiación última del movimiento o del campo. Estrategia finalmente sin finali-
dad, se la podría llamar táctica ciega, empírica, si el valor de empirismo no tomara en sí mismo todo su
sentido de su oposición a la responsabilidad filosófica. Si hay un cierto vagabundeo en el trazado de
la diferancia, ésta no sigue la línea del discurso filosófico-lógico más que la de su contrario simétrico y
solidario, el discurso empírico-lógico. El concepto de juego está más allá de esta oposición, anuncia en
vísperas y más allá de la filosofía, la unidad del azar y de la necesidad en un cálculo sin fin.
También, por decisión y regla de juego, si así lo quieren ustedes, haciendo volver esta charla sobre
sí misma, nos introduciremos en el pensamiento de la diferancia por el tema de la estrategia o de la
estratagema. Con esta justificación, solamente estratégica, quiero subrayar que lo eficaz de esta temá-
tica de la diferancia puede muy bien, deberá ser relevado un día, prestarse él mismo, si no ya a su reem-
plazo, al menos a su encadenamiento en una cadena que en verdad no habrá gobernado nunca. Por lo
que, una vez más, no es teológica.
Diré pues en principio que la diferancia, que no es ni una palabra ni un concepto, me ha parecido
estratégicamente lo más propio para ser pensado, si no para ser dominado —siendo el pensamiento
quizá aquí lo que hay en una cierta relación necesaria con los límites estructurales del dominio— lo
más irreductible de nuestra “época”. Parto, pues, estratégicamente, del lugar y del tiempo en que “no-
sotros” estamos, aunque mi overtura no sea en última instancia justificable y siempre sea a partir de la
diferancia y de su “historia”, como podemos pretender saber quiénes y dónde estamos “nosotros”, y lo
que podrían ser los límites de una “época”.
Aunque diferancia no sea ni una palabra ni un concepto, tratemos no obstante de hacer un análisis
semántico fácil y aproximativo que nos llevará a la vista del juego.
Sabido es que el verbo “diferir” (verbo latino differre) tiene dos sentidos que parecen muy dis-
tintos; son objeto, por ejemplo en el Littré, de dos artículos separados. En este sentido el differre lati-
no no es la traducción simple del diapherein griego y ello no dejará de tener consecuencias para
no-sotros, que vinculamos esta charla a una lengua particular y una lengua que pasa por ser menos
filosófica, menos originariamente filosófica que la otra. Pues la distribución del sentido en el griego
no comporta uno de los dos motivos del differre latino a saber, la acción de dejar para más tarde, de
tomar en cuenta, de tomar en cuenta el tiempo y las fuerzas en una operación que implica un cálculo
económico, un rodeo, una demora, un retraso, una reserva, una representación, conceptos todos que
yo resumiría aquí en una palabra de la que nunca me he servido, pero que se podría inscribir en esta
cadena: la temporización. Diferir en este sentido es temporizar, es recurrir, consciente o inconscien-
temente a la mediación temporal y temporizadora de un rodeo que suspende el cumplimiento o la
satisfacción del “deseo” o de la “voluntad”, efectuándolo también en un modo que anula o templa el
efecto. Y veremos —más tarde— que esta temporización es también temporización y espaciamiento,
hacerse tiempo del espacio, y hacerse espacio del tiempo, “constitución originaria” del tiempo y del
espacio, diría la metafísica o la fenomenología transcendental en el lenguaje que aquí se critica y
desplaza.
El otro sentido de diferir es el más común y el más identificable: no ser idéntico, ser otro, discerni-
ble, etc. Tratándose de diferen(te)/(cia)s, palabra que se puede escribir como se quiera, con una t o una
d final, ya sea cuestión de alteridad de desemejanza o de alteridad de alergia y de polémica, es preciso

Sólo uso con fines educativos 108


que entre los elementos otros se produzca, activamente, dinámicamente, y con una cierta perseveran-
cia en la repetición, intervalo, distancia, espaciamiento.
Ahora bien, la palabra diferencia (con e) nunca ha pedido remitir así a diferir como temporización
ni a lo diferente como polemos. Es esta pérdida de sentido lo que debería compensar —económica-
mente— la palabra diferancia (con a). Ésta puede remitir a la vez a toda la configuración de sus signi-
ficaciones, es inmediatamente e irreductiblemente polisémica y ello no será indiferente a la economía
del discurso que trato de sostener. Remite no sólo, por supuesto como toda significación, a ser sosteni-
da por un discurso o un contexto interpretativo, sino también ya en alguna manera por sí misma, o al
menos más fácilmente por sí misma que cualquier otra palabra, viniendo la a inmediatamente del par-
ticipio presente (difiriendo) y aproximándonos a la acción en curso del diferir, antes incluso que haya
producido un efecto constituido en diferente o en diferencia (con e). En una conceptualidad y con exi-
gencias clásicas, se diría que “diferancia” designa la causalidad constituyente, productiva y originaria, el
proceso de ruptura y de división cuyos diferentes o diferencias serían productos o efectos constituidos.
Pero aproximándonos al núcleo infinitivo y activo del diferir, “diferancia” (con a) neutraliza lo que deno-
ta el infinitivo como simplemente activo, lo mismo que mouvance* no significa en nuestra lengua el
simple hecho de mover, de moverse o de ser movido. La resonancia no es en mayor medida el acto de
resonar. Hay que meditar, en el uso de nuestra lengua, que la terminación en ancia permanece indecisa
entre lo activo y lo pasivo. Y veremos por qué lo que se deja designar como diferancia no es simple-
mente activo ni simplemente pasivo, y anuncia o recuerda más bien algo como la voz media, dice una
operación que no es una operación, que no se deja pensar ni como pasión ni como acción de un sujeto
sobre un objeto, ni a partir de un agente ni a partir de un paciente, ni a partir ni a la vista de cualquiera
de estos términos. Ahora bien, la voz media, una cierta intransitividad, es quizá lo que la filosofía, consti-
tuyéndose en esta represión, ha comenzado por distribuir en voz activa y voz pasiva.
Diferancia como temporización, diferancia como espaciamiento. ¿Cómo se conjugan? Partamos,
puesto que ya estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura. El signo, se
suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, “cosa” vale aquí tanto por el senti-
do como por el referente. El signo representa lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando
no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser-presente, cuando lo presente no se
presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. Tomamos o damos un signo. Hacemos signo.
El signo sería, pues, la presencia diferida. Bien se trate de signo verbal o escrito, de signo monetario, de
delegación electoral y de representación política, la circulación de los signos difiere el momento en el
que podríamos encontrarnos con la cosa misma, adueñarnos de ella, consumirla o guardarla, tocarla,
verla, tener la intuición presente. Lo que yo describo aquí para definir, en la banalidad de sus trazos, la
significación como diferancia de temporización, es la estructura clásicamente determinada del signo:
presupone que el signo, difiriendo la presencia, sólo es pensable a partir de la presencia que difiere y
a la vista de la presencia diferida que pretende reapropiarse. Siguiendo esta semiología clásica, la sus-

* Juega Derrida con la doble connotación diferente/diferencia y diferente/desavenencia, que, en castellano, está también
incluida en el término “diferencias”. (N. del T.)

Sólo uso con fines educativos 109


titución del signo por la cosa misma es a la vez segunda y provisional: segunda desde una presencia
original y perdida de la que el signo vendría a derivar; provisional con respecto a esta presencia final y
ausente en vista de la cual el signo sería un movimiento de mediación.
Al tratar de poner en tela de juicio este carácter de secundariedad provisional del sustituto, sin
duda veríamos anunciarse algo como una diferancia originaria, pero no se podrá siquiera llamarla ori-
ginaria o final, en la medida en que los valores de origen, de arkhé, de telos, de ekhatos etc., siempre han
denotado la presencia-ousia, parousia, etc. Cuestionar el carácter secundario y provisional del signo,
oponerle una diferancia “originaria”, tendría, pues, como consecuencias:
1. que ya no se podría comprender la diferancia bajo el concepto de “signo” que siempre ha que-
rido decir representación de una presencia y se ha constituido en un sistema (pensamiento o lengua)
regulado a partir y a la vista de la presencia;
2. que se pone así en tela de juicio la autoridad de la presencia o de su simple contrario simétrico,
la ausencia o la falta. Se interroga así el límite que siempre nos ha constreñido, que todavía nos constri-
ñe a nosotros, los hablantes de una lengua y de un sistema de pensamiento —a formar el sentido del
ser en general como presencia o ausencia, en las categorías del ser y de la entidad (ousia). Se ve ya que
el tipo de pregunta al que de este modo hemos sido reconducidos es, digamos, el tipo heideggeriano, y
la diferancia parece conducirnos a la diferencia óntico-ontológica. Se me permitirá que posponga esta
referencia. Señalaré solamente que entre la diferencia como temporización-temporalización, que ya no
se puede pensar en el horizonte del presente, y lo que dice Heidegger en El ser y el tiempo de la tempo-
ralización como horizonte transcendental de la cuestión del ser, que es preciso liberar de la dominación
tradicional y metafísica por el presente o el ahora, la comunicación es estrecha, incluso si no es exhaus-
tiva e irreductiblemente necesaria.
Pero primero quedémonos en la problemática semiológica para ver conjugadas allí la diferancia
como temporización y la diferancia como espaciamiento. La mayoría de las investigaciones semioló-
gicas o lingüísticas que hoy dominan el campo del pensamiento, sea por sus propios resultados, sea
por la función de modelo regulador que ven reconocer por todas partes, conducen genealógicamen-
te a Saussure, errada o acertadamente, como al común instaurador. Ahora bien, Saussure es inicial-
mente quien ha situado lo arbitrario del signo y el carácter diferencial del signo en el principio de la
semiología general, singularmente de la lingüística. Y los dos motivos —arbitrario y diferencial— son
a sus ojos, es sabido, inseparables. No puede haber algo arbitrario si no es porque el sistema de los
signos está constituido por diferencias, no por la totalidad de los términos. Los elementos de la sig-
nificación funcionan no por la fuerza compacta de núcleo, sino por la red de las oposiciones que los
distinguen y los relacionan unos a otros. “Arbitrario y diferencial”, dice Saussure, “son dos cualidades
correlativas”.
Ahora bien, este principio de la diferencia, como condición de la significación, afecta a la totalidad
del signo, es decir, a la vez a la cara del significado y a la cara del significante. La cara del significado es
el concepto, el sentido ideal; y el significante es lo que Saussure llama la “imagen”, “huella psíquica” de
un fenómeno material, físico, por ejemplo acústico. No vamos a entrar aquí en todos los problemas que
plantean estas definiciones. Citemos solamente a Saussure en el punto que nos interesa: “Si la parte
conceptual del valor está constituida únicamente por relaciones y diferencias con los otros términos

Sólo uso con fines educativos 110


de la lengua se puede decir lo mismo de la parte material...” Todo lo que precede viene a decir que
en la lengua no hay más que diferencias. Aun más, una diferencia supone en general términos posi-
tivos entre los que se establece: pero en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos.
Ya tomemos el significado o el significante, la lengua no comporta ni ideas ni sonidos que preexistan
al sistema lingüístico, sino solamente diferencias conceptuales o diferencias fónicas resultados de este
sistema. “Lo que hay de idea o de materia fónica en un signo importa menos que lo que hay a su alre-
dedor en los otros signos”.
Extraeremos como primera consecuencia que el concepto significado no está nunca presente en
sí mismo, en una presencia suficiente que no conduciría más que a sí misma. Todo concepto está por
derecho y esencialmente inscrito en una cadena o en un sistema en el interior del cual remite al otro, a
los otros conceptos, por un juego sistemático de diferencias. Un juego tal, la diferancia, ya no es enton-
ces simplemente un concepto, sino la posibilidad de la conceptualidad, del proceso y del sistema con-
ceptuales en general. Por la misma razón, la diferancia, que no es un concepto, no es una mera palabra,
es decir, lo que se representa como una unidad tranquila y presente, autorreferente, de un concepto y
una fonía. Veremos más adelante lo que es una palabra en general.
La diferencia de la que habla Saussure no es en sí misma ni un concepto ni una palabra entre otras.
Se puede decir esto a fortiori de la diferancia. Y así se nos conduce a explicitar la relación que une la una
y la otra.
En una lengua, en el sistema de la lengua, no hay más que diferencias. Una operación taxonómica
puede siempre proporcionar el inventario sistemático, estadístico y clasificatorio. Pero, por una parte,
estas diferencias actúan: en la lengua, en el habla también y en el intercambio entre lengua y habla. Por
otra parte, estas diferencias son en sí mismas efectos. No han caído del cielo ya listas; no están más ins-
critas en un topos noetos que prescritas en la cera del cerebro. Si la palabra “historia” no comportara en
sí misma el motivo de una represión final de la diferencia, se podría decir que únicamente las diferen-
cias pueden ser de entrada y totalmente “históricas”.
Lo que se escribe como “diferancia” será así el movimiento de juego que “produce”, por lo que no
es simplemente una actividad, estas diferencias, estos efectos de diferencia. Esto no quiere decir que la
diferancia que produce las diferencias esté antes que ellas en un presente simple y en sí mismo inmo-
dificado, in-diferente. La diferancia es el “origen” no-pleno, no-simple, el origen estructurado y diferente
(de diferir) de las diferencias. El nombre de “origen”, pues, ya no le conviene.
Puesto que la lengua, de la que Saussure dice que es una clasificación, no ha caído del cielo, las
diferencias se han producido, son efectos producidos, pero efectos que no tienen como causa un suje-
to o una sustancia, una cosa en general, un ente presente en alguna parte y que escapa al juego de la
diferancia. Si hubiera implicada una tal presencia, de la forma más clásica del mundo, en el concepto
de causa en general, sería pues necesario hablar de efecto sin causa, lo que enseguida conduciría a no
hablar más de efecto. La salida fuera del cierre de este esquema, he tratado de indicar su objetivo a tra-
vés de la “marca”, que ya no es un efecto que no tiene una causa, sino que no puede bastarse a sí misma,
fuera de texto, para operar la transgresión necesaria.
Como no hay presencia antes de la diferencia semiológica y fuera de ella, se puede extender al
signo en general lo que Saussure escribe de la lengua: “La lengua es necesaria para que el habla sea

Sólo uso con fines educativos 111


inteligible, y produzca todos sus efectos; pero ésta es necesaria para que la lengua se establezca; histó-
ricamente, el acto de habla la precede siempre”.
Reteniendo al menos el esquema, si no ya el sentido de la exigencia formulada por Saussure, desig-
naremos como diferancia el movimiento según el cual la lengua, o todo código, todo sistema de repe-
ticiones en general se constituye “históricamente” como entramado de diferencias. “Se constituye”, “se
produce”,“se crea”,“movimiento”,“históricamente”, etc., se deben entender más allá de la lengua metafísi-
ca en la que se han trazado con todas sus implicaciones. Sería necesario mostrar por qué los conceptos
de producción, como los de constitución y de historia, son desde este punto de vista cómplices del
que aquí ponemos en cuestión, pero esto me llevaría hoy demasiado lejos —hacia la teoría de la repre-
sentación del “círculo” en el cual parece que estamos encerrados nosotros mismos— y yo no los uso
aquí, como muchos otros conceptos, sino por comodidad estratégica y para iniciar la deconstrucción
de su sistema en el punto actualmente más decisivo. Se habrá en todo caso comprendido, por el círculo
mismo en que parecemos inscritos, que la diferancia, tal como se escribe aquí, no es más estática que
genética, no es más estructural que histórica. O no menos, y es no leer, no leer sobre todo lo que aquí
falta a la ética ortográfica, querer objetarla a partir de la más vieja de las oposiciones metafísicas, por
ejemplo oponiéndole algún punto de vista generativo a un punto de vista estructuralista-taxonomis-
ta, o a la inversa. En cuanto a la diferancia, lo que sin duda hace el pensamiento incómodo y el confort
poco seguro, estas oposiciones no tienen la más mínima pertinencia.
Si consideramos ahora la cadena en la que la “diferancia” se deja someter a un cierto número de
substituciones no sinonímicas, según la necesidad del contexto, por qué recurrir a la “reserva”, a la
“archiescritura”, al “archirrastro”, al “espaciamiento”, incluso al “suplemento”, o al pharmakon, pronto al
himen, al margen-marca-marcha, etc.
Recomencemos. La diferancia es lo que hace que el movimiento de la significación no sea posible
más que si cada elemento llamado “presente”, que aparece en la escena de la presencia, se relaciona con
otra cosa, guardando en sí la marca del elemento pasado y dejándose ya hundir por la marca de su rela-
ción con el elemento futuro, no relacionándose la marca menos con lo que se llama el futuro que con
lo que se llama el pasado, y constituyendo lo que se llama el presente por esta misma relación con lo
que no es él: no es absolutamente, es decir, ni siquiera un pasado o un futuro como presentes modifica-
dos. Es preciso que le separe un intervalo de lo que no es él para que sea él mismo, pero este intervalo
que lo constituye en presente debe también a la vez decidir el presente en sí mismo, compartiendo así,
con el presente, todo lo que se puede pensar a partir de él, es decir, todo existente, en nuestra lengua
metafísica, singularmente la sustancia o el sujeto. Constituyéndose este intervalo, decidiéndose dinámi-
camente, es lo que podemos llamar espaciamiento, devenir-espacio del tiempo a devenir-tiempo del
espacio (temporalización). Y es esta constitución del presente, como síntesis “originaria” e irreductible-
mente no-simple, pues, sensu estricto, no-originaria, de marcas, de rastros de retenciones y de proten-
ciones (para reproducir aquí, analógicamente y de manera provisional, un lenguaje fenomenológico y
transcendental que se revelará enseguida inadecuado) que yo propongo llamar archi-escritura, archi-
rastro o diferancia. Esta (es) (a la vez) espaciamiento (y) temporización.
Este movimiento (activo) de la (producción de la) diferancia sin origen, ¿no habríamos podido lla-
marla simplemente y sin neografismo, diferenciación? Entre otras confusiones, una palabra así hubiera

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dejado pensar en alguna unidad orgánica, originaria y homogénea, que en un momento dado viene a
dividir, a recibir la diferencia como un acontecimiento. Sobre todo, formado sobre el verbo diferenciar,
anularía la significación económica del rodeo, de la demora temporalizadora, del “diferir”. Una nota, aquí,
de paso. La debo a una lectura reciente de un texto que Koyré había consagrado en 1934, en la Revue
d’histoire et de philosophie religieuse a Hegel en Iena (reproducida en sus Études d’histoire de la penseé
philosophique). Koyré hace ahí largas citas, en alemán, de la Lógica de Iena y propone su traducción.
Ahora bien, en dos ocasiones encuentra en el texto de Hegel la expresión differente Bezjehung. Esta
palabra de raíz latina (different) es rara en alemán y también, creo, en Hegel, que más bien dice vers-
chieden, ungleich, que llama a la diferencia Unterschied, y Verschiedenheit a la variedad cualitativa. En la
Lógica de Iena, se sirve de la palabra differente en el momento en que trata precisamente del tiempo
y del presente. Antes de llegar a una discusión preciosa de Koyré, he aquí algunas frases de Hegel, tal
como las traduce: “El infinito, en esta simplicidad, es, como momento opuesto a lo igual consigo mismo
lo negativo, y en sus momentos, mientras que se presenta a (sí mismo) y en sí mismo la totalidad, (es)
lo que excluye en general, el punto o el límite, pero en ésta su acción de negar, se relaciona inmediata-
mente con el otro y se niega a sí mismo. El límite o el momento del presente (der Gegen-wart), el “este”
absoluto del tiempo, o el ahora, es de una simplicidad negativa absoluta, que excluye de sí absolu-
tamente toda multiplicidad y, por esto mismo, está absolutamente determinado; es no un todo o un
quantum que se extendería en sí (y) que, en sí mismo, también tendría un momento indeterminado, un
diverso que, indiferente (gleichgültig) o exterior en el mismo, se relacionaría con otro (auf ein anderes
bezöge), pero es ahí una relación absolutamente diferente del simple (sonderns es ist absolut differente
Beziehung)”. Y Koyré precisa de manera digna de mención en nota: “Relación diferente: diferente Bezie-
hung. Se podría decir: relación diferenciante”. Y en la página siguiente, otro texto de Hegel, donde se
puede leer esto: “Diese Beziehung ist Gegenwart, als eine differente Beziehung. (Esta relación es [el] pre-
sente como relación diferente)”. Otra nota de Koyré: “El término different se toma aquí en un sentido
activo”.
Escribir difiriente o diferancia (con una a) podría ya tener la utilidad de hacer posible, sin otra nota
o precisión, la traducción de Hegel en este punto particular que también es un punto absolutamente
decisivo de su discurso. Y la traducción sería, como siempre debe serlo, transformación de una lengua
en otra. Naturalmente, sostengo que la palabra diferancia puede también servir para otros usos: inicial-
mente porque señala no sólo la actividad de la diferencia “originaria”, sino también el rodeo temporali-
zador del diferir; sobre todo porque a pesar de relaciones de afinidad muy profunda que la diferancia
así escrita mantiene con el discurso hegeliano, tal como debe ser leído, puede en un cierto punto no
romper con él, lo que no tiene ningún tipo de sentido ni de oportunidad, sino operar en él una especie
de desplazamiento a la vez ínfimo y radical, cuyo espacio trato de indicar en otro lugar pero del que me
sería difícil hablar muy deprisa aquí.
Las diferencias son, pues, “producidas” —diferidas— por la diferancia. ¿Pero qué es lo que difiere
o quién difiere? En otras palabras ¿qué es la diferancia? Con esta pregunta llegamos a otro lugar y otro
recurso de la problemática.
¿Qué es lo que difiere? ¿Quién difiere? ¿Qué es la diferancia?
Si respondiéramos a estas preguntas antes incluso de interrogarlas como pregunta, antes de darles

Sólo uso con fines educativos 113


la vuelta y de sospechar de su forma, hasta en lo que parece en ellas más natural y más necesario, vol-
veríamos ya a caer de este lado de lo que acabamos de despejar. Si aceptáramos, en efecto, la forma de
la pregunta, en su sentido y en su sintaxis (“qué es lo que”,“qué es quien” “quién es el que”...), sería nece-
sario admitir que la diferancia es derivada, sobrevenida, dominada y gobernada a partir del punto de
un existente-presente, pudiendo éste ser cualquier cosa, una forma, un estado, un poder en el mundo,
a los que se podrá dar toda clase de nombres, un que, o un existente presente como sujeto, un quien. En
este último caso especialmente, se admitiría implícitamente que este existente presente, como existen-
te presente para sí, como consciencia, llegaría en un momento dado a diferir de ella: ya sea a retrasar y a
alejar la satisfacción de una “necesidad” o de un “deseo”, ya sea a diferir de sí, pero, en ninguno de estos
casos, un existente-presente semejante sería “constituido” por esa diferancia.
Ahora bien, si nos referimos una vez más a la diferencia semiológica, ¿qué es lo que Saussure, en
particular, nos ha recordado? Que “la lengua [que no consiste, pues, más que en diferencias] no es una
función del sujeto hablante”. Esto implica que el sujeto (identidad consigo mismo o en su momento,
consciencia de la identidad consigo mismo, consciencia de sí) está inscrito en la lengua, es “función” de
la lengua, no se hace sujeto hablante más que conformando su habla, incluso en la llamada “creación”,
incluso en la llamada “transgresión”, al sistema de prescripciones de la lengua como sistema de diferen-
cias, o al menos a la ley general de la diferancia, rigiéndose sobre el principio de la lengua del que dice
Saussure que es “el lenguaje menos el habla”.“La lengua es necesaria para que el habla sea inteligible y
produzca todos sus efectos”.
Si por hipótesis tenemos por absolutamente rigurosa la oposición del habla a la lengua, la diferan-
cia será no sólo el juego de las diferencias en la lengua, sino la relación del habla con la lengua, el rodeo
también por el cual debo pasar para hablar, la prenda silenciosa que debo dar, y que igualmente vale
para la semiología general que rige todas las relaciones del uso y al esquema del mensaje, el código,
etc. (He tratado de sugerir en otra parte que esta diferancia en la lengua y en la relación del habla con la
lengua impide la disociación esencial que en otro estrato de su discurso quería tradicionalmente seña-
lar Saussure entre el habla y la escritura. La práctica de la lengua o del código que supone un juego de
formas, sin sustancia determinada e invariable, que supone también en la práctica de este juego una
retención y una protención de las diferencias, un espaciamiento y una temporización, un juego de mar-
cas, es preciso que sea una especie de escritura avant la lettre una archiescritura sin origen presente, sin
arkhe. De donde la tachadura regida por la arkhe y la transformación de la semiología general en gra-
matología, operando ésta un trabajo crítico sobre todo lo que, en la semiología y hasta en su concepto
matriz —el signo— retenía presupuestos metafísicos incompatibles con el motivo de la diferancia).
Podríamos sentirnos tentados por una objeción: ciertamente, el sujeto no se hace “hablante” más
que comerciando con el sistema de las diferencias lingüísticas; o incluso el sujeto no se hace significan-
te (en general, por el habla u otro signo) más que inscribiéndose en el sistema de las diferencias. En este
sentido, ciertamente, el sujeto hablante o significante no estaría presente para sí en tanto que hablante
o significante sin el juego de la diferancia lingüística o semiológica. Pero ¿no se puede concebir una
presencia y una presencia para sí del sujeto antes de su habla o su signo, una presencia para sí del suje-
to en una consciencia silenciosa e intuitiva?
Una pregunta semejante supone, pues, que antes del signo y fuera de él, con la exclusión de todo

Sólo uso con fines educativos 114


rastro y de toda diferancia es posible algo semejante a la consciencia. Y que, antes incluso de distribuir
sus signos en el espacio y en el mundo, la consciencia puede concentrarse ella misma en su presen-
cia. Ahora bien, ¿qué es la consciencia? ¿Qué quiere decir “consciencia”? Lo más a menudo en la forma
misma del “querer decir” no se ofrece al pensamiento bajo todas sus modificaciones más que como
presencia para sí, percepción de sí misma de la presencia. Y lo que vale de la consciencia vale aquí de la
existencia llamada subjetiva en general. De la misma manera que la categoría del sujeto no puede y no
ha podido nunca pensarse sin la referencia a la presencia como upokeimenon o como ousia, etc., el suje-
to como consciencia nunca ha podido anunciarse de otra manera que como presencia para sí mismo.
El privilegio concedido a la consciencia significa, pues, el privilegio concedido al presente; e incluso si
se describe, en la profundidad con que lo hace Husserl, la temporalidad transcendental de la conscien-
cia es al “presente viviente” al que se concede el poder de síntesis y de concentración incesante de las
marcas.
Este privilegio es el éter de la metafísica, el elemento de nuestro pensamiento en tanto que es
tomado en la lengua de la metafísica. No se puede delimitar un tal cierre más que solicitando hoy este
valor de presencia del que Heidegger ha mostrado que es la determinación ontoteológica del ser; y al
solicitar así este valor de presencia, por una puesta en tela de juicio cuyo status debe ser completamen-
te singular, interrogamos el privilegio absoluto de esta forma o de esta época de la presencia en gene-
ral que es la consciencia como querer-decir en la presencia para sí.
Ahora bien, llegamos, pues, a plantear la presencia —y singularmente la consciencia, el ser cerca de
sí de la consciencia— no como la forma matriz absoluta del ser, sino como una “determinación” y como
un “efecto”. Determinación o efecto en el interior de un sistema que ya no es el de la presencia, sino el
de la diferancia, y que ya no tolera la oposición de la actividad y de la pasividad, en mayor medida que
la de la causa y del efecto o de la indeterminación y de la determinación, etc., de tal manera que al
designar la consciencia como un efecto o una determinación se continúa, por razones estratégicas, que
pueden ser más o menos lúcidamente deliberadas y sistemáticamente calculadas, a operar según el
léxico de lo mismo que se de-limita.
Antes de ser, tan radicalmente y tan expresamente, el de Heidegger, este gesto ha sido también
el de Nietzsche y el de Freud; quienes, uno y otro, como es sabido, y a veces de manera tan semejante,
han puesto en tela de juicio la consciencia en su certeza segura de sí. Ahora bien, ¿no es notable que lo
hayan hecho uno y otro a partir del motivo de la diferancia?
Éste aparece casi señaladamente en sus textos y en esos lugares donde se juega todo. No podría
extenderme aquí; simplemente recordaré que para Nietzsche la gran actividad principal es inconscien-
te y que la consciencia es el efecto de las fuerzas cuya esencia y vías y modos no le son propios. Ahora
bien, la fuerza misma nunca está presente: no es más que un juego de diferencias y de cantidades. No
habría fuerza en general sin la diferencia entre las fuerzas; y aquí la diferencia de cantidad cuenta más
que el contenido de la cantidad, que la grandeza absoluta misma: “La cantidad misma no es, pues, sepa-
rable de la diferencia de cantidad. La diferencia de cantidad es la esencia de la fuerza, la relación de la
fuerza con la fuerza. Soñar con dos fuerzas iguales, incluso si se les concede una oposición de sentido,
es un sueño aproximativo y grosero, sueño estadístico donde lo viviente se sumerge, pero que disipa
la química” (G. Deleuze, Nietzsche et la philosophie, pág. 49). Todo el pensamiento de Nietzsche ¿no es

Sólo uso con fines educativos 115


una crítica de la filosofía como indiferencia activa ante la diferancia, como sistema de reducción o de
represión a-diaforística? Lo cual no excluye que según la misma lógica, según la lógica misma, la filo-
sofía viva en y de la diferancia, cegándose así a lo mismo que no es lo idéntico. Lo mismo es precisa-
mente la diferancia (con una a) como paso alejado y equivocado de un diferente a otro, de un término
de la oposición a otro. Podríamos así volver a tomar todas las parejas en oposición sobre las que se
ha construido la filosofía y de las que vive nuestro discurso para ver ahí no borrarse la oposición, sino
anunciarse una necesidad tal que uno de los términos aparezca como la diferancia del otro, como el
otro diferido en la economía del mismo (lo inteligible como difiriendo de lo sensible, como sensible
diferido, el concepto como intuición diferida-diferente; la cultura como naturaleza diferida-diferente;
todos los otros de la physistechne, nomos, thesis, sociedad, libertad, historia, espíritu, etc., —como physis
diferida o como physis diferente. Physis en diferancia. Aquí se indica el lugar de una reciente interpre-
tación de la mimesis, en su pretendida oposición a la physis). Es a partir de la muestra de este mismo
como diferancia cuando se anuncia la mismidad de la diferencia y de la repetición en el eterno retor-
no. Tantos temas que se pueden poner en relación en Nietzsche con la sintomatología que siempre
diagnostica el rodeo o la artimaña de una instancia disfrazada en su diferancia; o incluso con toda la
temática de la interpretación activa que sustituye con el desciframiento incesante al desvelamiento
de la verdad como presentación de la cosa misma en su presencia, etc. Cifra sin verdad, o al menos
sistema de cifras no dominado por el valor de verdad que se convierte entonces en sólo una función
comprendida, inscrita, circunscrita.
Podremos, pues, llamar diferancia a esta discordia “activa”, en movimiento, de fuerzas diferentes y
de diferencias de fuerzas que opone Nietzsche a todo el sistema de la gramática metafísica en todas
partes donde gobierna la cultura, la filosofía y la ciencia.
Es históricamente significante que esta diaforística en tanto que energética o economía de fuerzas,
que se ordena según la puesta en tela de juicio de la primacía de la presencia como consciencia, sea
también el motivo capital del pensamiento de Freud: otra diaforística, a la vez teoría de la cifra (o de la
marca) y energética. La puesta en tela de juicio de la autoridad de la consciencia es inicialmente y siem-
pre diferencial.
Los dos valores aparentemente diferentes de la diferancia se anudan en la teoría freudiana: el dife-
rir como discernibilidad, distinción, desviación, diastema, espaciamiento, y el diferir como rodeo, demo-
ra, reserva, temporización.
1. Los conceptos de marca (Spur), de roce (Bahnung), de fuerzas de roce son desde el Entwurt inse-
parables del concepto de diferencia. No se puede describir el origen de la memoria y del psiquismo
como memoria en general (consciente o inconsciente) más que tomando en consideración la diferen-
cia entre los razonamientos. Freud lo dice expresamente. No hay roce sin diferencia ni diferencia sin
marca.
2. Todas las diferencias en la producción de marcas inconscientes y en los procesos de inscripción
(Niederschrift) pueden también ser interpretadas como momentos de la diferancia, en el sentido de la
puesta en reserva. Según un esquema que no ha cesado de guiar el pensamiento de Freud, el movi-
miento de la marca se describe como un esfuerzo de la vida que se protege a sí misma difiriendo la
inversión peligrosa, constituyendo una reserva (Vorrat) y todas las oposiciones de conceptos que sur-

Sólo uso con fines educativos 116


can el pensamiento freudiano relacionan cada uno de los conceptos a otro como los momentos de un
rodeo en la economía de la diferancia. El uno no es más que el otro diferido, el uno diferente del otro. El
uno es el otro en diferancia, el uno es la diferancia del otro. Así es como toda oposición aparentemen-
te rigurosa e irreductible (por ejemplo, la de lo secundario y lo primario) se ve calificar, en uno u otro
momento; de “ficción teórica”. Es también así, por ejemplo (pero este ejemplo gobierna todo, comunica
con todo), como la diferencia entre el principio del placer y el principio de realidad no es sino la dife-
rencia como rodeo (Ausfschub). En Más allá del principio de placer escribe Freud: “Bajo la influencia del
instinto de conservación del yo, el principio del placer se borra y cede el lugar al principio de realidad
que hace que, sin renunciar al fin último que constituye el placer, consintamos en diferir la realización,
en no aprovechar ciertas posibilidades que se nos ofrecen de apresurarnos en ello, incluso en soportar,
a favor del largo rodeo (Ausfschub) que tomamos para llegar al placer, un momentáneo descontento”.
Aquí tocamos el punto de mayor oscuridad en el enigma mismo de la diferancia, lo que divide jus-
tamente el concepto en una extraña partición. No es preciso apresurarse a decidir. ¿Cómo pensar a la
vez la diferancia como rodeo económico que, en el elemento del mismo, pretende siempre reencontrar
el placer en el lugar en que la presencia es diferida por cálculo (consciente o inconscientemente) y por
otra parte la diferancia como relación con la presencia imposible, como gasto sin reserva, como pérdi-
da irreparable de la presencia, usura irreversible de la energía, como pulsión de muerte y relación con el
otro que interrumpe en apariencia toda economía? Es evidente —es absolutamente evidente— que no
se pueden pensar juntos lo económico y lo no económico, lo mismo y lo completamente distinto, etc. Si
la diferancia es este impensable, quizá no es necesario apresurarse a hacerlo evidente, en el elemento
filosófico de la evidencia que habría hecho pronto disipar la ilusión y lo ilógico, con la infalibilidad de
un cálculo que conocemos bien, para haber reconocido precisamente su lugar, su necesidad, su función
en la estructura de la diferancia. Lo que en la filosofía sacaría provecho ya ha sido tomado en conside-
ración en el sistema de la diferancia tal como se calcula aquí. He tratado en otra parte, en una lectura
de Bataille, de indicar lo que podría ser una puesta en contacto, si se quiere, no sólo rigurosa, sino, en un
nuevo sentido, “científica”, de esta “economía limitada” que no deja lugar al gasto sin reserva, a la muerte,
a la exposición al sin sentido, etc., y de una economía general que toma en consideración la no-reser-
va, si se puede decir, que tiene en reserva la no-reserva. Relación entre una diferancia que encuentra
su cuenta y una diferancia que fracasa en encontrar su cuenta, la apuesta de la presencia pura y sin
pérdida confundiéndose con la de la pérdida absoluta, de la muerte. Por esta puesta en contacto de la
economía limitada y de la economía general se desplaza y se reinscribe el proyecto mismo de la filo-
sofía, bajo la especie privilegiada del hegelianismo. Se doblega la Aufhebung —el relevo— a escribirse
de otra manera. Quizá, simplemente, a escribirse. Mejor, a tomar en consideración su consumación de
escritura.
Pues el carácter económico de la diferancia no implica de ninguna manera que la presencia dife-
rida pueda ser todavía reencontrada, que no haya así más que una inversión que retarda provisional-
mente y sin pérdida la presentación de la presencia, la percepción del beneficio o el beneficio de la
percepción. Contrariamente a la interpretación metafísica, dialéctica, “hegeliana” del movimiento eco-
nómico de la diferancia, hay que admitir aquí un juego donde quien pierde gana y donde se gana y
pierde cada vez. Si la presentación desviada sigue siendo definitiva e implacablemente rechazada, no

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es sino un cierto presente lo que permanece escondido o ausente; pero la diferancia nos mantiene en
relación con aquello de lo que ignoramos necesariamente que excede la alternativa de la presencia y
de la ausencia. Una cierta alteridad —Freud le da el nombre metafísico de inconsciente— es definitiva-
mente sustraída a todo proceso de presentación por el cual lo llamaríamos a mostrarse en persona. En
este contexto y bajo este nombre el inconsciente no es, como es sabido, una presencia para sí escon-
dida, virtual, potencial. Se difiere, esto quiere decir sin duda que se teje de diferencias y también que
envía, que delega representantes, mandatarios; pero no hay ninguna posibilidad de que el que manda
“exista”, esté presente, sea el mismo en algún sitio y todavía menos de que se haga consciente. En este
sentido, contrariamente a los términos de un viejo debate, el lado fuerte de todas las inversiones meta-
físicas que ha realizado siempre, el “inconsciente” no es más una “cosa” que otra cosa, no más una cosa
que una consciencia virtual o enmascarada. Esta alteridad radical con relación a todo modo posible de
presencia se señala en efectos irreductibles de destiempo, de retardamiento. Y, para describirlos, para
leer las marcas de las marcas “inconscientes” (no hay marca “consciente”), el lenguaje de la presencia o
de la ausencia, el discurso metafísico de la fenomenología es inadecuado (pero el “fenomenólogo” no
es el único que habla).
La estructura del retardamiento (Nachträglichkeit), impide en efecto que se haga de la tempo-
ralización una simple complicación dialéctica del presente vivo como síntesis originaria e incesante,
constantemente reconducida a sí, concentrada sobre sí, concentrante, de rastros que retienen y de
aberturas protencionales. Con la alteridad del “inconsciente” entramos en contacto no con horizontes
de presentes modificados —pasados o por venir—, sino con un “pasado” que nunca ha sido presente
y que no lo será jamás, cuyo “por-venir” nunca será la producción o la reproducción en la forma de la
presencia. El concepto de rastro es, pues, inconmesurable con el de retención, de devenir-pasado de lo
que ha sido presente. No se puede pensar el rastro —y así la diferancia— a partir del presente, o de la
presencia del presente.
Un pasado que nunca ha sido presente, ésta es la fórmula por la cual E. Levinas, según vías que
ciertamente no son las del psicoanálisis, califica la marca y el enigma de la alteridad absoluta: el próji-
mo. En estos límites y desde este punto de vista al menos, el pensamiento de la diferancia implica toda
la crítica de la ontología clásica emprendida por Levinas. Y el concepto de marca, como el de diferancia,
organiza así a través de estas marcas diferentes y estas diferencias de marcas, en el sentido de Nietzsche,
de Freud, de Levinas (estos “nombres de autores” no son aquí más que indicios), la red que concentra y
atraviesa nuestra “época” como delimitación de la ontología (de la presencia).
Es decir, del existente o de la existencialidad. En todas partes, es la dominación del existente lo que
viene a solicitar la diferancia, en el sentido en que solicitare significa, en viejo latín, sacudir como un
todo, hacer temblar en totalidad. Es la determinación del ser en presencia o en existencialidad lo que
es así pues interrogado, por el pensamiento de la diferancia. Una pregunta semejante no podría surgir
y dejarse comprender sin que se abriera en alguna parte la diferencia del ser y el existente. Primera
consecuencia: la diferancia no existe. No es un existente-presente, tan excelente, único, de principio o
transcendental como se la desea. No gobierna nada, no reina sobre nada, y no ejerce en ninguna parte
autoridad alguna. No se anuncia por ninguna mayúscula. No sólo no hay reino de la diferancia, sino que
ésta fomenta la subversión de todo reino. Lo que la hace evidentemente amenazante e infaliblemente

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temida por todo lo que en nosotros desea el reino, la presencia pasada o por venir de un reino. Y es
siempre en el nombre de un reino como se puede, creyendo verla engrandecerse con una mayúscula,
reprocharle querer reinar.
¿Es que, sin embargo, la diferancia se ajusta en la desviación de la diferencia óntico-ontológica tal
como se piensa; tal como la “época” se piensa ahí en particular “a través”, si aún puede decirse, de la
meditación heideggeriana?
No hay respuesta simple a una pregunta semejante.
Por una cierta cara de sí misma, la diferancia no es ciertamente más que el despliegue histórico y
de época del ser o de la diferencia ontológica. La a de la diferancia señala el movimiento de este des-
pliegue.
Y sin embargo, el pensamiento del sentido o de la verdad del ser, la determinación de la diferan-
cia en diferencia óntico-ontológica, la diferencia pensada en el horizonte de la cuestión del ser, ¿no es
todavía un efecto intrametafísico de la diferancia? El despliegue de la diferancia no es quizá sólo la ver-
dad del ser o de la epocalidad del ser. Quizá hace falta intentar pensar este pensamiento inaudito, este
trazado silencioso: que la historia del ser, cuyo pensamiento inscribe al logos griego-occidental, no es en
sí misma, tal como se produce a través de la diferencia ontológica, más que una época del diapherein.
No podríamos siquiera llamarla desde aquí “época” perteneciendo el concepto de epocalidad al inte-
rior de la historia como historia del ser. No habiendo tenido nunca sentido el ser, no habiendo nunca
sido pensado o dicho como tal más que disimulándose en el existente, la diferancia de una cierta y
muy extraña manera, (es) más “vieja” que la diferencia ontológica o que la verdad del ser. A esta edad
se la puede llamar juego de la marca. De una marca que no pertenece ya al horizonte del ser sino cuyo
juego lleva y cerca el sentido del ser: juego de la marca o de la diferancia que no tiene sentido y que
no existe. Que no pertenece. Ningún mantenimiento, pero ninguna profundidad para este damero sin
fondo donde el ser se pone en juego.
Es acaso así como el juego heracliteano del en diapheron eauto, del uno diferente de sí, difiriéndose
consigo, se pierde ya como una marca en la determinación del diapherein en diferencia ontológica.
Pensar la diferencia ontológica sigue siendo sin duda, una tarea difícil cuyo enunciado ha perma-
necido casi inaudible. También prepararse más allá de nuestro logos, para una diferancia tanto más vio-
lenta cuanto que no se deja todavía reconocer como epocalidad del ser y diferencia ontológica, no es
ni eximirse del paso por la verdad del ser ni de ninguna manera “criticarlo”, “contestarlo”, negar su ince-
sante necesidad. Es necesario, por el contrario, quedarse en la dificultad de este paso, repetirlo en la lec-
tura rigurosa de la metafísica en todas partes donde normaliza el discurso occidental, y no solamente
en los textos de la “historia de la filosofía”. Hay que dejar en todo rigor aparecer/desaparecer la marca de
lo que excede la verdad del ser. Marca (de lo) que no puede nunca presentarse, marca que en sí misma
no puede nunca presentarse: aparecer y manifestarse como tal en su fenómeno. Marca más allá de lo
que liga en profundidad la ontología fundamental y la fenomenología. Siempre difiriendo, la marca no
está nunca como tal en presentación de sí. Se borra al presentarse, se ensordece resonando, como la a
al escribirse, inscribiendo su pirámide en la diferancia.
De este movimiento siempre se puede descubrir la marca anunciadora y reservada en el discurso
metafísico y sobre todo en el discurso contemporáneo que habla, a través de las tentativas en que nos

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hemos interesado hace un instante (Nietzsche, Freud, Levinas) del cierre de la ontología. Singularmente
en el texto heideggeriano.
Este nos provoca a interrogar la esencia del presente, la presencia del presente.
¿Qué es el presente? ¿Qué es pensar el presente en su presencia?
Consideremos por ejemplo, el texto de 1946 que se titula Der Spruch des Anaximander. Heidegger
recuerda ahí que el olvido del ser olvida la diferencia del ser y el existente: “Pero la cosa del ser (die
Sache des Seins), es ser el ser del existente. La forma lingüística de este genitivo con multivalencia enig-
mática nombra una génesis (Genesis), una proveniencia (Herkunft) del presente a partir de la presencia
(des Anbwesenden aus dem Anwesen). Pero, con la muestra de los dos, la esencia (Wesen) de esta prove-
niencia permanece secreta (verborgen). No solamente la esencia de esta proveniencia, sino también la
simple relación entre presencia y presente (Anwesen und Anwesendem) permanece impensada. Desde
la aurora, parece que la presencia, y el existente-presente sean, cada uno por su lado, separadamente
algo. Imperceptiblemente, la presencia se hace ella-misma un presente... La esencia de la presencia (Des
Wesen des Anwesens) y así la diferencia de la presencia y el presente es olvidada. El olvido del ser es el olvi-
do de la diferencia del ser y el existente (traducción en Chemins, págs. 296-297).
Recordándonos la diferencia entre el ser y el existente (la diferencia ontológica) como diferencia de
la presencia y el presente, Heidegger avanza una proposición, un conjunto de proposiciones que aquí
no se tratará, por una precipitación propia de la necesidad, de “criticar”, sino de devolver más bien a su
poder de provocación.
Procedamos lentamente. Lo que Heidegger quiere, pues, señalar es esto: la diferencia del ser y el
existente, lo olvidado de la metafísica, ha desaparecido sin dejar marca. La marca misma de la diferencia
se ha perdido. Si admitimos que la diferencia (es) (en sí misma) otra cosa que la ausencia y la presencia,
si marca, sería preciso hablar aquí, tratándose del olvido de la diferencia (del ser y el existente), de una
desaparición de la marca de la marca. Es lo que parece implicar tal pasaje de La palabra de Anaximan-
dro. “El olvido del ser forma parte de la esencia misma del ser, velado por él. El olvido pertenece tan
esencialmente al destino del ser que la aurora de este destino comienza precisamente en tanto que
desvelamiento del presente en su presencia. Esto quiere decir: la historia del ser comienza por el olvi-
do del ser en que el ser retiene su esencia, la diferencia con el existente. La diferencia falta. Permanece
olvidada. Sólo lo diferenciado-el presente y la presencia (das Anwesende und das Anwesen) se desabri-
ga, pero no en tanto que lo diferenciado. Al contrario, la marca matinal die frühe Spur) de la diferencia se
borra desde el momento en que la presencia aparece como un existente-presente (Des Anwesen wie
ein Anwesendes erscheint) y encuentra su proveniencia en un (existente)-presente supremo (in einem
höchsten Anwesenden)”.
No siendo la marca una presencia, sino un simulacro de una presencia que se disloca, se desplaza,
se repite, no tiene propiamente lugar, el borrarse pertenece a su estructura. No sólo el borrarse que
siempre debe poder sorprenderla, a falta de lo que ella no sería marca, sino indestructible, monumental
substancia, sino el borrarse que la hace desaparecer en su aparición, salir de sí en su posición. El borrar-
se de la marca precoz (die frühe Spur) de la diferencia es, pues, “el mismo” que su trazado en el texto
metafísico. Éste debe haber guardado la marca de lo que ha perdido o reservado, dejado de lado. La
paradoja de una estructura semejante, es, en el lenguaje de la metafísica, esta inversión del concepto

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metafísico que produce el efecto siguiente: el presente se hace el signo del signo, la marca de la marca.
Ya no es aquello a lo que en última instancia reexpide toda devolución. Se convierte en una función
dentro de una estructura de devolución generalizada. Es marca y marca del borrarse de la marca.
El texto de la metafísica es así comprendido. Todavía legible; y para leerse. No está rodeado, sino
atravesado por su límite, marcado en su interior por la estela múltiple de su margen. Proponiendo a la
vez el monumento y el espejismo de la marca, la marca simultáneamente marcada y borrada, simul-
táneamente viva y muerta, viva como siempre al simular también la vida en su inscripción guardada.
Pirámide. No un límite que hay que franquear, sino pedregosa, sobre una muralla, en otras palabras que
hay que descifrar, un texto sin voz.
Se piensa entonces sin contradicción, sin conceder al menos ninguna pertinencia a tal contradic-
ción, lo perceptible y lo imperceptible de la marca. La “marca matinal” de la diferencia se ha perdido en
una invisibilidad sin retorno y, sin embargo, su pérdida misma está abrigada, guardada, mirada, retar-
dada. En un texto. Bajo la forma de la presencia. De la propiedad. Que en sí misma no es más que un
efecto de escritura.
Después de haber hablado del borrarse de la marca matinal, Heidegger puede, pues, en la contra-
dicción sin contradicción, consignar contrasignar el empotramiento de la marca. Un poco más lejos: “La
diferencia del ser y el existente no puede, sin embargo, llegar luego a la experiencia como un olvido
más que si se ha descubierto ya con la presencia del presente (mit dem Anwesen des Anwesenden), y si
está así sellada en una marca (so eine Spur geprägt hat) que permanece guardada (gewahrt bleibt) en la
lengua a la que adviene el ser”.
Más adelante de nuevo, meditando el to khreon de Anaximandro, traducido aquí como Brauch
(conservación), Heidegger escribe esto:
“Disponiendo acuerdo y deferencia (Fug und Ruch. verfügend) la conservación libera el presente
(Anwesende) en su permanencia y lo deja libre cada vez para su estancia. Pero por eso mismo, el presen-
te se ve igualmente comprometido en el peligro constante de endurecerse en la insistencia (in das blos-
ze Beharren verhärtet) a partir de su duración que permanece. Así la conservación (Brauch) sigue siendo
al mismo tiempo en sí misma desposeimiento (Aushändigung: des-conservación) de la presencia (des
Anwesens) in der Un-fug, en lo disonante (el desunimiento). La conservación añade el des- (Der Brauch
fügt das Un-)”.
Y es en el momento en que Heidegger reconoce la conservación como marca cuando debe plan-
tearse la cuestión: ¿se puede y hasta dónde se puede pensar esta marca y el des- de la diferancia como
Wesen des Seins? ¿El des- de la diferancia no nos lleva más allá de la historia del ser, más allá de nuestra
lengua también y de todo lo que en ella puede nombrarse? ¿No apela, en la lengua del ser, a la transfor-
mación, necesariamente violenta, de esta lengua en una lengua totalmente diferente?
Precisemos esta cuestión. Y, para desalojar en ella la “marca” (y ¿quién ha creído que se ojeaba algo
más que pistas para despistar?), leamos otra vez este pasaje:
“La traducción de to khreon como: “la conservación” (Brauch) no proviene de reflexiones etimoló-
gico-léxicas. La elección de la palabra “conservación” proviene de una tra-ducción anterior (Ubersetzen)
del pensamiento que trata de pensar la diferencia en el despliegue del ser (im Wesen des Seins) hacia
el comienzo historial del olvido del ser. La palabra “la conservación” es dictada al pensamiento en la

Sólo uso con fines educativos 121


aprehensión (Erfahrung) del olvido del ser. Lo que de esto propiamente hay que pensar en la palabra
“la conservación”, to khreon nombra propiamente una marca (Spur), marca que desaparece enseguida
(aisbald verschwindet) en la historia del ser que se muestra histórico-mundialmente como metafísica
occidental”.
¿Cómo pensar lo que está fuera de un texto? ¿Más o menos como su propio margen? Por ejemplo,
¿lo otro del texto de la metafísica occidental? Ciertamente la “marca que desaparece enseguida en la
historia del ser... como metafísica occidental” escapa a todas las determinaciones, a todos los nombres
que podría recibir en el texto metafísico. En estos nombres se abriga y así se disimula. No aparece ahí
como la marca “en sí misma”. Pero es porque no podría nunca aparecer en sí misma, como tal. Heideg-
ger también dice que la diferencia no puede aparecer en tanto que tal: “Lichtung des Unterschiedes kann
deshalb auch nicht bedeuten, dasz der Unterschied als der Unterschied erscheint”. No hay esencia de la dife-
rencia, ésta (es) lo que no sólo no sabría dejarse apropiar en él como tal de su nombre o de su aparecer,
sino lo que amenaza la autoridad del como tal en general, de la presencia de la cosa misma en su esen-
cia. Que no haya, en este punto, esencia propia,1 de la diferancia, implica que no haya ni ser ni verdad
del juego de la escritura en tanto que inscribe la diferancia.
Para nosotros, la diferancia sigue siendo un nombre metafísico y todos los nombres que recibe
en nuestra lengua son todavía, en tanto que nombres, metafísicos. En particular cuando hablan de la
determinación de la diferancia en diferencia de la presencia y el presente (Anwesen/Anwesend), pero
sobre todo, y ya de la manera más general cuando hablan de la determinación de la diferancia en dife-
rencia del ser y el existente.
Más “vieja” que el ser mismo, una tal diferancia no tiene ningún nombre en nuestra lengua. Pero
sabemos ya que si es innombrable no es por provisión, porque nuestra lengua todavía no ha encontra-
do o recibido este nombre, o porque sería necesario buscarlo en otra lengua, fuera del sistema finito de

1 La diferancia no es una “especie” del género “diferencia ontológica”. Si “la donación de presencia es propiedad del Ereignen”
(“Die Gabe von Anwesen ist Eigentum des Ereignens”) (“Zeit und Sein”, en L’endurance de la pensée, Plon, 1968, tr. fr. Fédier,
pág. 63), la diferancia no es un proceso de propiación en cualquier sentido que se tome. No es ni la posición (apropiación)
ni la negación (expropiación), sino lo otro. Desde este momento, parece, pero señalamos aquí nosotros más bien la necesi-
dad de un recorrido que ha de venir, no sería más que el ser una especie del género Ereignis. Heidegger: “... entonces el ser
tiene su lugar en el movimiento que hace advenir a si lo propio (Dan gehört das Sein in das Ereignen). De él acogen y reci-
ben su determinación el dar y su donación. Entonces el ser sería un género del Ereignis y no el Ereignis un género del ser.
Pero la huida que busca refugio en semejante inversión sería demasiado barata. Pasa al lado del verdadero pensamiento
de la cuestión y de su paladín (Sie denkt am Sachverhalt vorbei). Ereignis no es el concepto supremo que comprende todo, y
bajo el que se podrían alinear ser y tiempo. Las relaciones lógicas de orden no quieren decir nada aquí. Pues, en la medida
en que pensamos en pos del ser mismo y seguimos lo que tiene de propio (seinem Eigenen folgen), éste se revela como
la donación, concedida por la extensión (Reichen) del tiempo, del destino de parousia (gewâhrte Gabe des geschickes von
Anwesenheit). La donación de presencia es propiedad del Ereignen (Die Dabe von Anweswn ist Eigentum des Ereignens)”.
Sin la reinscripción desplazada en esta cadena (ser, presencia, propiación, etc.), no se transformará nunca de manera rigu-
rosa e irreversible las relaciones entre lo ontológico, general o fundamental, y lo que ella domina o se subordina a título de
ontología regional o de ciencia particular: por ejemplo, la economía política, el psicoanálisis, la semiolingüística, la retórica,
en los que el valor de propiedad desempeña, más que en otras partes, un papel irreductible, pero igualmente las metafí-
sicas espiritualistas o materialistas. A esta elaboración preliminar apuntan los análisis articulados en este volumen. Es evi-
dente que una reinscripción semejante no estará nunca contenida en un discurso filosófico o teórico, ni en general en un
discurso o un escrito: sólo sobre la escena de lo que he llamado en otra parte el texto general (1972).

Sólo uso con fines educativos 122


la nuestra. Es porque no hay nombre para esto ni siquiera el de esencia o el de ser, ni siquiera el de dife-
rancia, que no es un nombre, que no es una unidad nominal pura y se disloca sin cesar en una cadena
de sustituciones que difieren.
“No hay nombre para esto”: leer esta proposición en su banalidad. Este innombrable no es un ser
inefable al que ningún nombre podría aproximarse: Dios por ejemplo. Este innombrable es el juego
que hace que haya efectos nominales, estructuras relativamente unitarias o atómicas que se llaman
nombres, cadenas de sustituciones de nombres, y en las que, por ejemplo, el efecto nominal “diferancia”
es él mismo acarreado, llevado, reinscrito, como una falsa entrada o una falsa salida todavía es parte del
juego, función del sistema.
Lo que sabemos, lo que sabríamos si se tratara aquí simplemente de un saber, es que no ha habido
nunca, que nunca habrá palabra única, nombre-señor. Es por lo que el pensamiento de la letra a de la
diferancia no es prescripción primera ni el anuncio profético de una nominación inminente y todavía
inoída. Esta “palabra” no tiene nada de kerygmática, por poco que se pueda percibir la mayusculación.
Poner en cuestión el nombre de nombre.
No habrá nombre único, aunque sea el nombre del ser. Y es necesario pensarlo sin nostalgia, es
decir, fuera del mito de la lengua puramente materna o puramente paterna, de la patria perdida del
pensamiento. Es preciso, al contrario, afirmarla, en el sentido en que Nietzsche pone en juego la afirma-
ción, con una risa y un paso de danza.
Desde esta risa y esta danza, desde esta afirmación extraña a toda dialéctica, viene cuestionada
esta otra cara de la nostalgia que yo llamaré la esperanza heideggeriana. No paso por alto lo que esta
palabra puede tener aquí de chocante. Me arriesgo no obstante, sin excluir implicación alguna, y lo
pongo en relación con lo que La palabra de Anaximandro me parece retener de la metafísica: la búsque-
da de la palabra propia y del nombre único. Hablando de la “primera palabra del ser” (das frühe Wort des
Seins), escribe Heidegger: “La relación con el presente, que muestra su orden en la esencia misma de la
presencia, es única (ist eine einzige). Permanece por excelencia incomparable a cualquier otra relación,
pertenece a la unicidad del ser mismo (Sie gehört zur Einzigkeit des Seins selbst). La lengua debería, pues,
para nombrar lo que se muestra en el ser (das Wesende des Seins), encontrar una sola palabra, la palabra
única (ein einziges, das einzige Wort). Es aquí donde medimos lo arriesgado que es toda palabra del pen-
samiento [toda palabra pensante: denkende Wort] que se dirige al ser (das dem Sein zugesprochen wird).
Sin embargo, lo que aquí se arriesga no es algo imposible; pues el ser habla en todas partes y siempre y
a través de toda lengua”.
Tal es la cuestión: la alianza del habla y del ser en la palabra única, en el nombre al fin propio. Tal es
la cuestión que se inscribe en la afirmación jugada de la diferancia. Se refiere a cada uno de los miem-
bros de esta frase; “El ser/habla/en todas partes y siempre/a través de/toda/lengua”.

Sólo uso con fines educativos 123


Lectura Nº 6
Derrida, Jacques, “La Estructura, el Signo y el Juego en el Discurso de las Ciencias
Humanas”, en La Escritura y la Diferencia, Madrid, España, Editorial Anthropos,
1990, pp. 383-409.

Presenta más problema interpretar las interpretaciones que inter-


pretar las cosas.
MONTAIGNE

Quizás se ha producido en la historia del concepto de estructura algo que se podría llamar un
“acontecimiento” si esta palabra no llevase consigo una carga de sentido que la exigencia estructural
—o estructuralista— tiene precisamente como función reducir o someter a sospecha. Digamos no obs-
tante un “acontecimiento” y tomemos esa palabra con precauciones entre comillas. ¿Cuál sería, pues,
ese acontecimiento? Tendría la forma exterior de una ruptura y de un redoblamiento.
Sería fácil mostrar que el concepto de estructura e incluso la palabra estructura tienen la edad de
la episteme, es decir, al mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía occidentales, y que hunden sus raí-
ces en el suelo del lenguaje ordinario, al fondo del cual va la episteme a recogerlas para traerlas hacia
sí en un desplazamiento metafórico. Sin embargo, hasta el acontecimiento al que quisiera referirme, la
estructura, o más bien la estructuralidad de la estructura, aunque siempre haya estado funcionando, se
ha encontrado siempre neutralizada, reducida: mediante un gesto consistente en darle un centro, en
referirla a un punto de presencia, a un origen fijo. Este centro tenía como función no sólo la de orien-
tar y equilibrar, organizar la estructura —efectivamente, no se puede pensar una estructura desorga-
nizada— sino, sobre todo, la de hacer que el principio de organización de la estructura limitase lo que
podríamos llamar el juego de la estructura. Indudablemente el centro de una estructura, al orientar y
organizar la coherencia del sistema, permite el juego de los elementos en el interior de la forma total. Y
todavía hoy una estructura privada de todo centro representa lo impensable mismo.
Sin embargo el centro cierra también el juego que él mismo abre y hace posible. En cuanto
centro, es el punto donde ya no es posible la sustitución de los contenidos, de los elementos, de los
términos. En el centro, la permutación o la transformación de los elementos (que pueden ser, por otra
parte, estructuras comprendidas en una estructura) está prohibida. Por lo menos ha permanecido siem-
pre prohibida (y empleo esta expresión a propósito). Así, pues, siempre se ha pensado que el centro,
que por definición es único, constituía dentro de una estructura justo aquello que, rigiendo la estruc-
tura, escapa a la estructuralidad. Justo por eso, para un pensamiento clásico de la estructura, del cen-
tro puede decirse, paradójicamente, que está dentro de la estructura y fuera de la estructura. Está en el
centro de la totalidad y sin embargo, como el centro no forma parte de ella la totalidad tiene su cen-
tro en otro lugar. El centro no es el centro. El concepto de estructura centrada —aunque representa la
coherencia misma, la condición de la episteme como filosofía o como ciencia— es contradictoriamente

Sólo uso con fines educativos 124


coherente. Y como siempre, la coherencia en la contradicción expresa la fuerza de un deseo. El concep-
to de estructura centrada es, efectivamente, el concepto de un juego fundado, constituido a partir de
una inmovilidad fundadora y de una certeza tranquilizadora, que por su parte se sustrae al juego. A par-
tir de esa certidumbre se puede dominar la angustia, que surge siempre de una determinada manera
de estar implicado en el juego, de estar cogido en el juego, de existir como estando desde el principio
dentro del juego. A partir, pues, de lo que llamamos centro, y que, como puede estar igualmente dentro
que fuera, recibe indiferentemente los nombres de origen o de fin, de arkhé o de telos, las repeticiones,
las sustituciones, las transformaciones, las permutaciones quedan siempre cogidas en una historia del
sentido —es decir, una historia sin más— cuyo origen siempre puede despertarse, o anticipar su fin,
en la forma de la presencia. Por esta razón, podría decirse quizás que el movimiento de toda arqueolo-
gía, como el de toda escatología, es cómplice de esa reducción de la estructuralidad de la estructura e
intenta siempre pensar esta última a partir de una presencia plena y fuera de juego.
Si esto es así, toda la historia del concepto de estructura, antes de la ruptura de la que hablábamos,
debe pensarse como una serie de sustituciones de centro a centro, un encadenamiento de determina-
ciones de centro. El centro recibe, sucesivamente y de una manera regulada, formas o nombres dife-
rentes. La historia de la metafísica, como la historia de Occidente, sería la historia de esas metáforas y
de esas metonimias. Su forma matriz sería —y se me perdonará aquí que sea tan poco demostrativo y
tan elíptico, pero es para llegar más rápidamente a mi tema principal— la determinación del ser como
presencia en todos los sentidos de esa palabra. Se podría mostrar que todos los nombres del funda-
mento, del principio o del centro han designado siempre lo invariante de una presencia (eidos, arché,
telos, energeia, ousía [esencia, existencia, sustancia, sujeto], aletheia, trascendentalidad, consciencia, Dios,
hombre, etc.).
El acontecimiento de ruptura, la irrupción a la que aludía yo al principio, se habría producido, qui-
zás, en que la estructuralidad de la estructura ha tenido que empezar a ser pensada, es decir, repeti-
da, y por eso decía yo que esta irrupción era repetición, en todos los sentidos de la palabra. Desde ese
momento ha tenido que pensarse la ley que regía de alguna manera el deseo del centro en la consti-
tución de la estructura, y el proceso de la significación que disponía sus desplazamientos y sus susti-
tuciones bajo esta ley de la presencia central; pero de una presencia central que no ha sido nunca ella
misma, que ya desde siempre ha estado deportada fuera de sí en su sustituto. El sustituto no sustituye
a nada que de alguna manera le haya pre-existido. A partir de ahí, indudablemente se ha tenido que
empezar a pensar que no había centro, que el centro no podía pensarse en la forma de un ente-pre-
sente, que el centro no tenía lugar natural, que no era un lugar fijo sino una función, una especie de no-
lugar en el que se representaban sustituciones de signos hasta el infinito. Este es entonces el momento
en que el lenguaje invade el campo problemático universal; este es entonces el momento en que, en
ausencia de centro o de origen, todo se convierte en discurso —a condición de entenderse acerca de
esta palabra—, es decir, un sistema en el que el significado central, originario o trascendental no está
nunca absolutamente presente fuera de un sistema de diferencias. La ausencia de significado trascen-
dental extiende hasta el infinito el campo y el juego de la significación.
¿Dónde y cómo se produce este descentramiento como pensamiento de la estructuralidad de la
estructura? Para designar esta producción, sería algo ingenuo referirse a un acontecimiento, a una doc-

Sólo uso con fines educativos 125


trina o al nombre de un autor. Esta producción forma parte, sin duda, de la totalidad de una época, la
nuestra, pero ya desde siempre empezó a anunciarse y a trabajar. Si se quisiera, sin embargo, a título
indicativo, escoger algunos “nombres propios” y evocar a los autores de los discursos en los que se ha
llegado más cerca de la formulación más radical, de esa producción, sin duda habría que citar la crítica
nietzscheana de la metafísica, de los conceptos de ser y de verdad, que vienen a ser sustituidos por los
conceptos de juego, de interpretación y de signo (de signo sin verdad presente); la crítica freudiana de
la presencia a sí, es decir, de la consciencia, del sujeto, de la identidad consigo, de la proximidad o de la
propiedad de sí; y, más radicalmente, la destrucción heideggeriana de la metafísica, de la onto-teología,
de la determinación del ser como presencia. Ahora bien, todos estos discursos destructores y todos sus
análogos están atrapados en una especie de círculo. Este círculo es completamente peculiar, y describe
la forma de la relación entre la historia de la metafísica y la destrucción de la historia de la metafísica: no
tiene ningún sentido prescindir de los conceptos de la metafísica para hacer estremecer a la metafísica;
no disponemos de ningún lenguaje —de ninguna sintaxis y de ningún léxico— que sea ajeno a esta
historia; no podemos enunciar ninguna proposición destructiva que no haya tenido ya que deslizarse
en la forma, en la lógica y los postulados implícitos de aquello mismo que aquélla querría cuestionar.
Por tomar un ejemplo entre tantos otros: es con la ayuda del concepto de signo como se hace estre-
mecer la metafísica de la presencia. Pero a partir del momento en que lo que se pretende mostrar así
es, como acabo de sugerir, que no había significado trascendental o privilegiado, y que el campo o el
juego de significación no tenía ya, a partir de ahí, límite alguno, habría que —pero es justo eso lo que
no se puede hacer— rechazar incluso el concepto y la palabra signo. Pues la significación “signo” se ha
comprendido y determinado siempre, en su sentido, como signo-de, significante que remite a un signi-
ficado, significante diferente de su significado. Si se borra la diferencia radical entre significante y signi-
ficado, es la palabra misma “significante” la que habría que abandonar como concepto metafísico. Cuan-
do Lévi-Strauss dice en el prefacio a Lo crudo y lo cocido que ha “pretendido trascender la oposición de
lo sensible y lo inteligible situándose de entrada en el plano de los signos”, la necesidad, la fuerza y la
legitimidad de su gesto no pueden hacernos olvidar que el concepto de signo no puede por sí mismo
superar esa oposición de lo sensible y lo inteligible. Está determinado por esa oposición: de parte a
parte y a través de la totalidad de su historia. El concepto de signo sólo ha podido vivir de esa oposi-
ción y de su sistema. Pero no podemos deshacernos del concepto de signo, no podemos renunciar a
esta complicidad metafísica sin renunciar al mismo tiempo al trabajo crítico que dirigimos contra ella,
sin correr el riesgo de borrar la diferencia dentro de la identidad consigo mismo de un significado que
reduce en sí su significante o, lo que es lo mismo, expulsando a éste simplemente fuera de sí. Pues hay
dos maneras heterogéneas de borrar la diferencia entre el significante y el significado: una, la clásica,
consiste en reducir o en derivar el significante, es decir, finalmente en someter el signo al pensamiento;
otra, la que dirigimos aquí contra la anterior, consiste en poner en cuestión el sistema en el que funcio-
naba la reducción anterior: y en primer lugar, la oposición de lo sensible y lo inteligible. Pues la paradoja
está en que la reducción metafísica del signo tenía necesidad de la oposición que ella misma reducía.
La oposición forma sistema con la reducción. Y lo que decimos aquí sobre el signo puede extenderse
a todos los conceptos y a todas las frases de la metafísica, en particular al discurso sobre la “estructura”.
Pero hay muchas maneras de estar atrapados en este círculo. Son todas más o menos ingenuas, más o

Sólo uso con fines educativos 126


menos empíricas, más o menos sistemáticas, están más o menos cerca de la formulación o incluso la
formalización de ese círculo. Son esas diferencias las que explican la multiplicidad de los discursos des-
tructores y el desacuerdo entre quienes los sostienen. Es en los conceptos heredados de la metafísica
donde, por ejemplo, han operado Nietzsche, Freud y Heidegger. Ahora bien, como estos conceptos no
son elementos, no son átomos, como están cogidos en una sintaxis y un sistema, cada préstamo con-
creto arrastra hacia él toda la metafísica. Es eso lo que permite, entonces, a esos destructores destruirse
recíprocamente, por ejemplo, a Heidegger, considerar a Nietzsche, con tanta lucidez y rigor como mala
fe y desconocimiento, como el último metafísico, el último “platónico”. Podría uno dedicarse a ese tipo
de ejercicio a propósito del propio Heidegger, de Freud o de algunos otros. Y actualmente ningún ejer-
cicio está más difundido.
¿Qué pasa ahora con ese esquema formal, cuando nos volvemos hacia lo que se llama las “ciencias
humanas”? Una entre ellas ocupa quizás aquí un lugar privilegiado. Es la etnología. Puede considerarse,
efectivamente, que la etnología sólo ha podido nacer como ciencia en el momento en que ha podido
efectuarse un descentramiento: en el momento en que la cultura europea —y por consiguiente la his-
toria de la metafísica y de sus conceptos— ha sido dislocada, expulsada de su lugar, teniendo entonces
que dejar de considerarse como cultura de referencia. Ese momento no es en primer lugar un momento
del discurso filosófico o científico, es también un momento político, económico, técnico, etc. Se puede
decir con toda seguridad que no hay nada fortuito en el hecho de que la crítica del etnocentrismo, con-
dición de la etnología, sea sistemáticamente e históricamente contemporánea de la destrucción de la
historia de la metafísica. Ambas pertenecen a una sola y misma época.
Ahora bien, la etnología —como toda ciencia— se produce en el elemento del discurso. Y aquélla
es en primer lugar una ciencia europea, que utiliza, aunque sea a regañadientes, los conceptos de la
tradición. Por consiguiente, lo quiera o no, y eso no depende de una decisión del etnólogo, éste acoge
en su discurso las premisas del etnocentrismo en el momento mismo en que lo denuncia. Esta necesi-
dad es irreductible, no es una contingencia histórica; habría que meditar sobre todas sus implicaciones.
Pero si nadie puede escapar a esa necesidad, si nadie es, pues, responsable de ceder a ella, por poco
que sea, eso no quiere decir que todas las maneras de ceder a ella tengan la misma pertinencia. La
cualidad y la fecundidad de un discurso se miden quizás por el rigor crítico con el que se piense esa
relación con la historia de la metafísica y con los conceptos heredados. De lo que ahí se trata es de una
relación crítica con el lenguaje de las ciencias humanas y de una responsabilidad crítica del discurso. Se
trata de plantear expresamente y sistemáticamente el problema del estatuto de un discurso que toma
de una herencia los recursos necesarios para la desconstrucción de esa herencia misma. Problemas de
economía y de estrategia.
Si ahora consideramos a título de ejemplo los textos de Claude Lévi-Strauss, no es sólo por el pri-
vilegio que actualmente se le atribuye a la etnología entre las ciencias humanas, ni siquiera porque se
trate de un pensamiento que pesa fuertemente en la coyuntura teórica contemporánea. Es sobre todo
porque en el trabajo de Lévi-Strauss se ha declarado una cierta elección, y se ha elaborado una cierta
doctrina de manera, precisamente, más o menos explícita, en cuanto a esa crítica del lenguaje y en cuan-
to a ese lenguaje crítico en las ciencias humanas.
Para seguir ese movimiento en el texto de Lévi-Strauss, escogemos, como un hilo conductor entre

Sólo uso con fines educativos 127


otros, la oposición naturaleza-cultura. Pese a todas sus renovaciones y sus disfraces, esa oposición es
congénita de la filosofía. Es incluso más antigua que Platón. Tiene por lo menos la edad de la sofística.
A partir de la oposición physis/nomos, physis/téchne, aquélla ha sido traída hasta nosotros a través de
toda una cadena histórica que opone la “naturaleza” a la ley, a la institución, al arte, a la técnica, pero
también a la libertad, a lo arbitrario, a la historia, a la sociedad, al espíritu, etc. Ahora bien, desde el inicio
de su investigación y desde su primer libro (Las estructuras elementales del parentesco) Lévi-Strauss ha
experimentado al mismo tiempo la necesidad de utilizar esa oposición y la imposibilidad de prestar-
le crédito. En Las estructuras... parte de este axioma o de esta definición: pertenece a la naturaleza lo
que es universal y espontáneo, y que no depende de ninguna cultura particular ni de ninguna norma
determinada. Pertenece en cambio a la cultura lo que depende de un sistema de normas que regulan
la sociedad y que pueden, en consecuencia, variar de una estructura social a otra. Estas dos definiciones
son de tipo tradicional. Ahora bien desde las primeras páginas de Las estructuras, Lévi-Strauss, que ha
empezado prestando crédito a esos conceptos, se encuentra con lo que llama un escándalo, es decir,
algo que no tolera ya la oposición naturaleza-cultura tal como ha sido recibida, y que parece requerir
a la vez los predicados de la naturaleza y los de la cultura. Este escándalo es la prohibición del incesto.
La prohibición del incesto es universal; en ese sentido se la podría llamar natural; —pero es también
una prohibición, un sistema de normas y de proscripciones— y en ese sentido se la podría llamar cul-
tural. “Supongamos, pues, que todo lo que es universal en el hombre depende del orden de la natu-
raleza y se caracteriza por la espontaneidad, que todo lo que está sometido a una norma pertenece a
la cultura y presenta los atributos de lo relativo y lo particular. Nos vemos entonces confrontados con
un hecho o más bien con un conjunto de hechos que, a la luz de las definiciones anteriores, no distan
mucho de aparecer como un escándalo: pues la prohibición del incesto presenta, sin el menor equí-
voco, e indisolublemente reunidos, los dos caracteres en los que hemos reconocido los atributos con-
tradictorios de dos órdenes excluyentes: aquella prohibición constituye una regla, pero una regla que,
caso único entre todas las reglas sociales, posee al mismo tiempo un carácter de universalidad” (p. 9).
Evidentemente sólo hay escándalo en el interior de un sistema de conceptos que preste crédito a la
diferencia entre naturaleza y cultura. Al iniciar su obra con el factum de la prohibición del incesto, Lévi-
Strauss se instala, pues, en el punto en que esa diferencia, que se ha dado siempre por obvia, se encuen-
tra borrada o puesta en cuestión. Pues desde el momento en que la prohibición del incesto no se deja
ya pensar dentro de la oposición naturaleza/cultura, ya no se puede decir que sea un hecho escandalo-
so, un núcleo de opacidad en el interior de una red de significaciones transparentes no es un escándalo
con que uno se encuentre, o en el que se caiga dentro del campo de los conceptos tradicionales; es lo
que escapa a esos conceptos y ciertamente los precede y probablemente como su condición de posi-
bilidad. Se podría decir quizás que toda la conceptualidad filosófica que forma sistema con la oposición
naturaleza/cultura se ha hecho para dejar en lo impensado lo que la hace posible, a saber, el origen de
la prohibición del incesto.
Evoco demasiado rápidamente este ejemplo, que es sólo un ejemplo entre tantos otros, pero que
permite ya poner de manifiesto que el lenguaje lleva en sí mismo la necesidad de su propia crítica.
Ahora bien, esta crítica puede llevarse a cabo de acuerdo con dos vías y dos “estilos”. En el momento en
que se hacen sentir los límites de la oposición naturaleza/cultura, se puede querer someter a cuestión

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sistemática y rigurosamente la historia de estos conceptos. Es un primer gesto. Un cuestionamiento de
ese tipo, sistemático e histórico, no sería ni un gesto filológico ni un gesto filosófico en el sentido clásico
de estas palabras. Inquietarse por los conceptos fundadores de toda la historia de la filosofía, des-cons-
tituirlos, no es hacer profesión de filólogo o de historiador clásico de la filosofía. Es, sin duda, y a pesar
de las apariencias, la manera más audaz de esbozar un paso fuera de la filosofía. La salida “fuera de la
filosofía” es mucho más difícil de pensar de lo que generalmente imaginan aquellos que creen haberla
llevado a cabo desde hace tiempo con una elegante desenvoltura, y que en general están hundidos en
la metafísica por todo el cuerpo del discurso que pretenden haber desprendido de ella.
La otra elección —y creo que es la que corresponde más al estilo de Lévi-Strauss— consistiría, para
evitar lo que pudiera tener de esterilizante el primer gesto, dentro del orden del descubrimiento empí-
rico, en conservar, denunciando aquí y allá sus límites, todos esos viejos conceptos: como instrumentos
que pueden servir todavía. No se les presta ya ningún valor de verdad, ni ninguna significación riguro-
sa, se estaría dispuesto a abandonarlos ocasionalmente si parecen más cómodos otros instrumentos.
Mientras tanto, se explota su eficacia relativa y se los utiliza para destruir la antigua máquina a la que
aquéllos pertenecen y de la que ellos mismos son piezas. Es así como se critica el lenguaje de las cien-
cias humanas. Lévi-Strauss piensa así poder separar el método de la verdad, los instrumentos del méto-
do y las significaciones objetivas enfocadas por medio de éste. Casi se podría decir que esa es la prime-
ra afirmación de Lévi-Strauss; en todo caso, son las primeras palabras de Las estructuras...: “Se empieza a
comprender que la distinción entre estado de naturaleza y estado de sociedad (hoy preferiríamos decir:
estado de naturaleza y estado de cultura), a falta de una significación histórica aceptable, presenta un
valor que justifica plenamente su utilización por parte de la sociología moderna, como un instrumento
de método”.
Lévi-Strauss se mantendrá siempre fiel a esa doble intención: conservar como instrumento aquello
cuyo valor de verdad critica.
Por una parte, efectivamente, seguirá discutiendo el valor de la oposición naturaleza/cultura. Más
de trece años después de Las estructuras..., El pensamiento salvaje se hace eco fielmente del texto que
acabo de leer: “La oposición entre naturaleza y cultura, en la que hemos insistido en otro tiempo, nos
parece hoy que ofrece sobre todo un valor metodológico”. Y este valor metodológico no está afectado
por el no-valor ontológico, cabría decir si no se desconfiase aquí de esa noción: “No bastaría con haber
reabsorbido unas humanidades particulares en una humanidad general; esta primera empresa es el
punto de partida de otras... que incumben a las ciencias exactas y naturales: reintegrar la cultura en la
naturaleza, y finalmente, la vida en el conjunto de sus condiciones físico-químicas” (p. 327).
Por otra parte, siempre en El pensamiento salvaje, presenta Lévi-Strauss bajo el nombre de “bricola-
ge” lo que se podría llamar el discurso de este método. El “bricoleur” es aquel que utiliza “los medios de
a bordo”, es decir, los instrumentos que encuentra a su disposición alrededor suyo, que están ya ahí, que
no habían sido concebidos especialmente con vistas a la operación para la que se hace que sirvan, y a
la que se los intenta adaptar por medio de tanteos, no dudando en cambiarlos cada vez que parezca
necesario hacerlo, o en ensayar con varios a la vez, incluso si su origen y su forma son heterogéneos, etc.
Hay, pues, una crítica del lenguaje en la forma del “bricolage” e incluso se ha podido decir que el “brico-
lage” era el lenguaje crítico mismo, singularmente el de la crítica literaria: pienso aquí en el texto de G.

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Genette, Estructuralismo y crítica literaria, publicado en homenaje a Lévi-Strauss en L ‘Arc, y donde se
dice que el análisis del “bricolage” podía “ser aplicado casi palabra por palabra” a la crítica, y más espe-
cialmente a “la crítica literaria” (Recogido en Figures, ed. du Seuil, p. 145).
Si se llama “bricolage” a la necesidad de tomar prestados los propios conceptos del texto de una
herencia más o menos coherente o arruinada, se debe decir que todo discurso es “bricoleur”. El ingenie-
ro, que Lévi-Strauss opone al “bricoleur”, tendría, por su parte, que construir la totalidad de su lenguaje,
sintaxis y léxico. En ese sentido el ingeniero es un mito: un sujeto que sería el origen absoluto de su
propio discurso y que lo construiría “en todas sus piezas” sería el creador del verbo, el verbo mismo. La
idea de un ingeniero que hubiese roto con todo “bricolage” es, pues, una idea teológica; y como Lévi-
Strauss nos dice en otro lugar que el “bricolage” es mitopoético, todo permite apostar que el ingeniero
es un mito producido por el “bricoleur”. Desde el momento en que se deja de creer en un ingeniero de
ese tipo y en un discurso que rompa con la recepción histórica, desde el momento en que se admite
que todo discurso finito está sujeto a un cierto “bricolage”, entonces, es la idea misma de “bricolage” la
que se ve amenazada, se descompone la diferencia dentro de la que aquella adquiría sentido.
Lo cual hace que se ponga de manifiesto el segundo hilo que tendría que guiarnos dentro de lo
que aquí se está tramando.
La actividad del “bricolage”, Lévi-Strauss la describe no sólo como actividad intelectual sino como
actividad mitopoética. Se puede leer en El pensamiento salvaje (p. 26): “Del mismo modo que el “bricola-
ge” en el orden técnico, la reflexión mítica puede alcanzar, en el orden intelectual, resultados brillantes
e imprevistos. Recíprocamente, se ha advertido con frecuencia el carácter mitopoético del “bricolage”.
Ahora bien, el notable esfuerzo de Lévi-Strauss no está sólo en proponer, especialmente en sus
investigaciones más actuales, una ciencia estructural de los mitos y de la actividad mitológica. Su
esfuerzo se manifiesta también, y yo diría casi en primer lugar, en el estatuto que le atribuye entonces
a su propio discurso sobre los mitos, a lo que llama él sus “mitológicas”. Es el momento en que el mito
reflexiona sobre sí y se critica a sí mismo. Y ese momento, ese periodo crítico interesa evidentemente
a todos los lenguajes que se distribuyen el campo de las ciencias humanas. ¿Qué dice Lévi-Strauss de
sus “mitológicas”? Aquí es donde vuelve a encontrarse la virtud mitopoética del “bricolage”. En efecto,
lo que se muestra más seductor en esta búsqueda crítica de un nuevo estatuto del discurso es el aban-
dono declarado de toda referencia a un centro, a un sujeto, a una referencia privilegiada, a un origen o
a una arquía absoluta. Se podría seguir el tema de ese descentramiento a través de toda la Obertura de
su último libro sobre Lo crudo y lo cocido. Me limito a señalar ahí algunos puntos.
1. En primer lugar, Lévi-Strauss reconoce que el mito bororo que utiliza aquí como “mito de referen-
cia” no merece ese nombre ni ese tratamiento, que esa es una apelación engañosa y una práctica abusi-
va. Ese mito no merece, al igual que ningún otro, su privilegio referencial: “De hecho, el mito bororo, que
de ahora en adelante será designado con el nombre de ‘mito de referencia’, no es, como vamos a inten-
tar mostrar, nada más que una transformación, impulsada con más o menos fuerza, de otros mitos que
provienen o de la misma sociedad o de sociedades próximas o alejadas. En consecuencia, hubiera sido
legítimo escoger como punto de partida cualquier otro representante del grupo. El interés del mito de
referencia no depende, desde este punto de vista, de su carácter típico, sino más bien de su posición
irregular en el seno de un grupo” (página 10).

Sólo uso con fines educativos 130


2. No hay unidad o fuente absoluta del mito. El foco o la fuente son siempre sombras o virtualida-
des inaprehensibles, inactualizables y, en primer término, inexistentes. Todo empieza con la estructura,
la configuración o la relación. El discurso sobre esa estructura a-céntrica que es el mito no puede tener
a su vez él mismo ni sujeto ni centro absolutos. Para no dejar escapar la forma y el movimiento del mito,
tiene que evitar esa violencia que consistiría en centrar un lenguaje que describe una estructura a-cén-
trica. Así pues, hay que renunciar aquí al discurso científico o filosófico, a la episteme, que tiene como
exigencia absoluta, que es la exigencia absoluta de remontarse a la fuente, al centro, al fundamento, al
principio, etc. En contraposición al discurso epistémico, el discurso estructural sobre los mitos, el discur-
so mito-lógico debe ser él mismo mitomorfo. Debe tener la forma de aquello de lo que habla. Es eso lo
que dice Lévi-Strauss en Lo crudo y lo cocido, del que quisiera ahora leer una extensa y hermosa página:
“Efectivamente, el estudio de los mitos plantea un problema metodológico por la circunstancia de no
poder conformarse al principio cartesiano de dividir la dificultad en tantas partes cuantas se requiera
para resolverla. No existe, en el análisis mítico, un verdadero término, no existe unidad secreta algu-
na que se pueda aprehender al cabo del trabajo de descomposición. Los temas se desdoblan hasta el
infinito. Cuando cree uno que los ha desenredado unos de otros y que los mantiene separados, es sólo
para constatar que vuelven a soldarse, en respuesta a solicitaciones de afinidades imprevistas. Por con-
siguiente, la unidad del mito es sólo tendencial y proyectiva, no refleja nunca un estado o un momento
del mito. Fenómeno imaginario implicado por el esfuerzo de interpretación, su papel es el de dar una
forma sintética al mito, e impedir que se disuelva en la confusión de los contrarios. Se podría decir, pues,
que la ciencia de los mitos es una anaclástica, tomando este antiguo término en el sentido amplio auto-
rizado por la etimología, y que admite en su definición el estudio de los rayos reflejados junto con el de
los rayos rotos. Pero, a diferencia de la reflexión filosófica, que pretende remontarse hasta su fuente, las
reflexiones de las que se trata aquí conciernen a rayos privados de cualquier foco que no sea virtual... Al
querer imitar el movimiento espontáneo del pensamiento mítico, nuestra empresa, también ella dema-
siado breve y demasiado larga, ha debido plegarse a sus exigencias y respetar su ritmo. Así, este libro
sobre los mitos es, a su manera, un mito”. Afirmación que se repite un poco más adelante (p. 20): “Como
los mitos mismos, por su parte, descansan en códigos de segundo orden (dado que los códigos de pri-
mer orden son aquellos en los que consiste el lenguaje), este libro ofrecería entonces el esbozo de un
código de tercer orden, destinado a asegurar la traducibilidad recíproca de varios mitos. Por ese motivo
no sería equivocado considerarlo un mito: de alguna manera, el mito de la mitología”. Es por medio de
esa ausencia de todo centro real y fijo del discurso mítico o mitológico como se justificaría el modelo
musical que ha escogido Lévi-Strauss para la composición de su libro. La ausencia de centro es aquí la
ausencia de sujeto y la ausencia de autor: “El mito y la obra musical aparecen así como directores de
orquesta cuyos oyentes son los silenciosos ejecutantes. Si se pregunta dónde se encuentra el foco real
de la obra, habrá que responder que su determinación es imposible. La música y la mitología confron-
tan al hombre con objetos virtuales, de los que tan sólo su sombra es actual... los mitos no tienen auto-
res...” (p.25).
Es pues aquí donde el “bricolage” etnográfico asume deliberadamente su función mitopoética.
Pero al mismo tiempo, aquél hace aparecer como mitológico, es decir, como una ilusión histórica, la exi-
gencia filosófica o epistemológica del centro.

Sólo uso con fines educativos 131


Sin embargo, aunque se admita la necesidad del gesto de Lévi-Strauss, sus riesgos no pueden igno-
rarse. Si la mito-lógica es mito-mórfica, ¿vienen a resultar lo mismo todos los discursos sobre los mitos?
¿Habrá que abandonar toda exigencia epistemológica que permita distinguir entre diversas calidades
de discursos acerca del mito? Cuestión clásica, pero inevitable. A eso no se puede responder —y creo
que Lévi-Strauss no responde a eso— hasta que no se haya planteado expresamente el problema de
las relaciones entre el filosofema o el teorema por una parte, y el mitema o el mito-poema por otra.
Lo cual no es asunto menor. Si no se plantea expresamente ese problema, nos condenamos a trans-
formar la pretendida transgresión de la filosofía en una falta desapercibida en el interior del campo
filosófico. El empirismo sería el género del que estas faltas continuarían siendo las especies. Los con-
ceptos trans-filosóficos se transformarían en ingenuidades filosóficas. Podría mostrarse este riesgo en
muchos ejemplos, en los conceptos de signo, de historia, de verdad, etc. Lo que quiero subrayar es sólo
que el paso más allá de la filosofía no consiste en pasar la página de la filosofía (lo cual equivale en casi
todos los casos a filosofar mal), sino en continuar leyendo de una cierta manera a los filósofos. El riesgo
del que hablo lo asume siempre Lévi-Strauss, y es ese el precio mismo de su esfuerzo. He dicho que el
empirismo era la forma matricial de todas las faltas que amenazan a un discurso que sigue pretendién-
dose científico, particularmente en Lévi-Strauss. Ahora bien, si se quisiese plantear a fondo el problema
del empirismo y del “bricolage”, se abocaría sin duda muy rápidamente a proposiciones absolutamente
contradictorias en cuanto al estatuto del discurso en la etnología estructural. Por una parte, el estructu-
ralismo se ofrece, justificadamente, como la crítica misma del empirismo. Pero al mismo tiempo no hay
libro o estudio de Lévi-Strauss que no se proponga como un ensayo empírico que otras informacio-
nes podrán en cualquier caso llegar a completar o a refutar. Los esquemas estructurales se proponen
siempre como hipótesis que proceden de una cantidad finita de información y a las que se somete a la
prueba de la experiencia. Numerosos textos podrían demostrar este doble postulado. Volvámonos de
nuevo hacia la Obertura en Lo crudo y lo cocido, donde aparece realmente que si ese postulado es doble,
es porque se trata aquí de un lenguaje sobre el lenguaje. “Las críticas que nos reprochasen no haber
procedido a un inventario exhaustivo de los mitos sudamericanos antes de analizarlos, cometerían un
grave contra-sentido acerca de la naturaleza y el papel de estos documentos. El conjunto de los mitos
de una población pertenece al orden del discurso. A menos que la población se extinga físicamente o
moralmente, este conjunto no es nunca un conjunto cerrado. Valdría lo mismo, pues, reprocharle a un
lingüista que escriba la gramática de una lengua sin haber registrado la totalidad de los actos de habla
que se han pronunciado desde que existe esa lengua, y sin conocer los intercambios verbales que ten-
drán lugar durante el tiempo en que aquella exista. La experiencia prueba que un número irrisorio de
frases... le permite al lingüista elaborar una gramática de la lengua que estudia. E incluso una gramáti-
ca parcial, o un esbozo de gramática, representan adquisiciones preciosas si se trata de lenguas des-
conocidas. La sintaxis, para manifestarse, no espera a que haya podido inventariarse una serie teórica-
mente ilimitada de acontecimientos, puesto que aquélla consiste en el cuerpo de reglas que presiden
el engendramiento de esos acontecimientos. Ahora bien, es realmente de una sintaxis de la mitología
sudamericana de lo que hemos pretendido hacer el esbozo. Si nuevos textos llegan a enriquecer el dis-
curso mítico, esa será la ocasión para controlar o modificar la manera como se han formulado ciertas
leyes gramaticales, para renunciar a algunas de ellas, y para descubrir otras nuevas. Pero en ningún caso

Sólo uso con fines educativos 132


se nos podrá oponer la exigencia de un discurso mítico total. Pues se acaba de ver que esa exigencia no
tiene sentido” (pp. 15 y 16). A la totalización se la define, pues, tan pronto como inútil, tan pronto como
imposible.
Eso depende, sin duda, de que hay dos maneras de pensar el límite de la totalización. Y, una vez
más, yo diría que esas dos determinaciones coexisten de manera no-expresa en el discurso de Lévi-
Strauss. La totalización puede juzgarse imposible en el sentido clásico: se evoca entonces el esfuerzo
empírico de un sujeto o de un discurso finito que se sofoca en vano en pos de una riqueza infinita que
no podrá dominar jamás. Hay demasiadas cosas, y más de lo que puede decirse. Pero se puede determi-
nar de otra manera la no-totalización: no ya bajo el concepto de finitud como asignación a la empirici-
dad sino bajo el concepto de juego. Si la totalización ya no tiene entonces sentido, no es porque la infi-
nitud de un campo no pueda cubrirse por medio de una mirada o de un discurso finitos, sino porque la
naturaleza del campo —a saber, el lenguaje, y un lenguaje finito— excluye la totalización: este campo
es, en efecto, el de un juego, es decir, de sustituciones infinitas en la clausura de un conjunto finito. Ese
campo tan sólo permite tales sustituciones infinitas porque es finito, es decir, porque en lugar de ser un
campo inagotable, como en la hipótesis clásica, en lugar de ser demasiado grande, le falta algo, a saber,
un centro que detenga y funde el juego de las sustituciones. Se podría decir, sirviéndose rigurosamen-
te de esa palabra cuya significación escandalosa se borra siempre en francés, que ese movimiento del
juego, permitido por la falta, por la ausencia de centro o de origen, es el movimiento de la suplementa-
riedad. No se puede determinar el centro y agotar la totalización puesto que el signo que reemplaza al
centro, que lo suple, que ocupa su lugar en su ausencia, ese signo se añade, viene por añadidura, como
suplemento. El movimiento de la significación añade algo, es lo que hace que haya siempre “más”, pero
esa adición es flotante porque viene a ejercer una función vicaria, a suplir una falta por el lado del signi-
ficado. Aunque Lévi-Strauss no se sirve de la palabra suplementario subrayando como yo hago aquí las
dos direcciones de sentido que en ella se conjuntan de forma extraña, no es casual que se sirva por dos
veces de esa palabra en su Introducción a la obra de Mauss, en el momento en que habla de la “sobrea-
bundancia de significante con respecto a los significados sobre los que aquélla puede establecerse”:
“En su esfuerzo por comprender el mundo, el hombre dispone, pues, siempre, de un exceso de signifi-
cación (que reparte entre las cosas según leyes del pensamiento simbólico que corresponde estudiar
a los etnólogos y a los lingüistas). Esta distribución de una ración suplementaria —si cabe expresarse
así— es absolutamente necesaria para que, en conjunto, el significante disponible y el significado seña-
lado se mantengan entre ellos en la relación de complementariedad que es la condición misma del
pensamiento simbólico”. (Sin duda podría mostrarse que esta ración suplementaria de significación es
el origen de la ratio misma). La palabra reaparece un poco más adelante, después de que Lévi-Strauss
haya hablado de “ese significante flotante que es la servidumbre de todo pensamiento finito”: “En otros
términos e inspirándonos en el precepto de Mauss de que todos los fenómenos sociales pueden asimi-
larse al lenguaje, vemos en el mana, el wakan, el oranda, y otras nociones del mismo tipo, la expresión
consciente de una función semántica, cuyo papel es permitir el ejercicio del pensamiento simbólico a
pesar de la contradicción propia de éste. Así se explican las antinomias aparentemente insolubles, liga-
das a esa noción... Fuerza y acción, cualidad y estado, sustantivo y adjetivo y verbo a la vez; abstracta y
concreta, omnipresente y localizada. Y efectivamente, el mana es todo eso a la vez; pero precisamen-

Sólo uso con fines educativos 133


te, ¿no será, justo porque no es nada de todo eso, una simple forma o, más exactamente, símbolo en
estado puro, capaz, en consecuencia, de cargarse de cualquier contenido simbólico? En ese sistema
de símbolos que constituye toda cosmología, aquel sería simplemente un valor simbólico cero, es decir,
un signo que marca la necesidad de un contenido simbólico suplementario [el subrayado es nuestro]
sobre aquel que soporta ya el significado, pero que puede ser un valor cualquiera con la condición de
que siga formando parte de la reserva disponible y que no sea, como dicen los fonólogos, un término
de grupo”. (Nota: “Los lingüistas han llegado ya a formular hipótesis de ese tipo. Así: “Un fonema cero
se opone a todos los demás fonemas del francés en que no comporta ningún carácter diferencial y
ningún valor fonético constante. Pero en cambio el fonema cero tiene como función propia oponerse
a la ausencia de fonema” (Jakobson y Lotz). Casi podría decirse de modo semejante, y esquematizando
la concepción que se ha propuesto aquí, que la función de las nociones de tipo mana es oponerse a la
ausencia de significación sin comportar por sí misma ninguna significación particular”).
La sobreabundancia del significante, su carácter suplementario, depende, pues, de una finitud, es
decir, de una falta que debe ser suplida.
Se comprende entonces por qué el concepto de juego es importante en Lévi-Strauss. Las referen-
cias a todo tipo de juego, especialmente en la ruleta, son muy frecuentes, en particular en sus Conver-
saciones, raza e historia, El pensamiento salvaje. Pero esa referencia al juego se encuentra siempre condi-
cionada por una tensión.
Tensión con la historia, en primer lugar. Problema clásico, y en torno al cual se han ejercitado las
objeciones. Indicaré sólo lo que me parece que es la formalidad del problema: al reducir la historia, Lévi-
Strauss ha hecho justicia con un concepto que ha sido siempre cómplice de una metafísica teleológica
y escatológica, es decir, paradójicamente, de esa filosofía de la presencia a la que se ha creído poder
oponer la historia. La temática de la historicidad, aunque parece que se ha introducido bastante tarde
en la filosofía, ha sido requerida en ésta siempre por medio de la determinación del ser como presen-
cia. Con o sin etimología, y a pesar del antagonismo clásico que opone esas significaciones en todo el
pensamiento clásico, se podría mostrar que el concepto de episteme ha reclamado siempre el de isto-
ria, en la medida en que la historia es siempre la unidad de un devenir, como tradición de la verdad o
desarrollo de la ciencia orientado hacia la apropiación de la verdad en la presencia y en la presencia a
sí, hacia el saber en la conciencia de sí. La historia se ha pensado siempre como el movimiento de una
reasunción de la historia, como derivación entre dos presencias. Pero si bien es legítimo sospechar de
ese concepto de historia, al reducirlo sin plantear expresamente el problema que estoy señalando aquí,
se corre el riesgo de recaer en un ahistoricismo de forma clásica, es decir, en un momento determinado
de la historia de la metafísica. Tal me parece que es la formalidad algebraica del problema. Más concre-
tamente, en el trabajo de Lévi-Strauss, hay que reconocer que el respeto de la estructuralidad, de la ori-
ginalidad interna de la estructura, obliga a neutralizar el tiempo y la historia. Por ejemplo, la aparición
de una nueva estructura, de un sistema original, se produce siempre —y es esa la condición misma de
su especificidad estructural— por medio de una ruptura con su pasado, su origen y su causa. Así, no
se puede describir la propiedad la organización estructural a no ser dejando de tener en cuenta, en
el momento mismo de esa descripción, sus condiciones pasadas: omitiendo plantear el problema del
paso de una estructura a otra, poniendo entre paréntesis la historia. En ese momento “estructuralista”,

Sólo uso con fines educativos 134


los conceptos de azar y de discontinuidad son indispensables. Y de hecho Lévi-Strauss apela frecuen-
temente a ellos, como por ejemplo para esa estructura de las estructuras que es el lenguaje, del que
se dice en la Introducción a la obra de Mauss que “sólo ha podido nacer todo de una vez”: “Cualesquiera
que hayan sido el momento y las circunstancias de su aparición en la escala de la vida animal, el len-
guaje sólo ha podido nacer todo de una vez. Las cosas no han podido ponerse a significar progresiva-
mente. A continuación de una transformación cuyo estudio no depende de las ciencias sociales, sino de
la biología y de la psicología, se ha efectuado un paso desde un estado en que nada tenía un sentido
a otro en que todo lo poseía”. Lo cual no le impide a Lévi-Strauss reconocer la lentitud, la maduración,
la labor continua de las transformaciones fácticas, la historia (por ejemplo en Raza e historia). Pero, de
acuerdo con un gesto que fue también el de Rousseau o de Husserl, debe “apartar todos los hechos” en
el momento en que pretende volver a aprehender la especificidad esencial de una estructura. Al igual
que Rousseau, tiene que pensar siempre el origen de una estructura nueva sobre la base del modelo
de la catástrofe —trastorno de la naturaleza en la naturaleza, interrupción natural del encadenamiento
natural, separación de la naturaleza.
Tensión del juego con la historia, tensión también del juego con la presencia. La presencia de un
elemento es siempre una referencia significante y sustitutiva inscrita en un sistema de diferencias y el
movimiento de una cadena. El juego es siempre juego de ausencia y de presencia, pero si se lo quiere
pensar radicalmente, hay que pensarlo antes de la alternativa de la presencia y de la ausencia; hay que
pensar el ser como presencia o ausencia a partir de la posibilidad del juego, y no a la inversa. Pero si
bien Lévi-Strauss ha hecho aparecer, mejor que ningún otro, el juego de la repetición y la repetición
del juego, no menos se percibe en él una especie de ética de la presencia, de nostalgia del origen, de
la inocencia arcaica y natural, de una pureza de la presencia y de la presencia a sí en la palabra; ética,
nostalgia, e incluso remordimiento, que a menudo presenta como la motivación del proyecto etnoló-
gico cuando se vuelve hacia sociedades arcaicas, es decir, a sus ojos, ejemplares. Esos textos son muy
conocidos.
En cuanto que se enfoca hacia la presencia, perdida o imposible, del origen ausente, esta temática
estructuralista de la inmediatez rota es, pues, la cara triste, negativa, nostálgica, culpable, rousseauniana,
del pensamiento del juego, del que la otra cara sería la afirmación nietzscheana, la afirmación gozosa
del juego del mundo y de la inocencia del devenir, la afirmación de un mundo de signos sin falta, sin
verdad, sin origen, que se ofrece a una interpretación activa. Esta afirmación determina entonces el no-
centro de otra manera que como pérdida del centro. Y juega sin seguridad: Pues hay un juego seguro: el
que se limita a la sustitución de piezas dadas y existentes, presentes. En el azar absoluto, la afirmación se
entrega también a la indeterminación genética, a la aventura seminal de la huella.
Hay, pues, dos interpretaciones de la interpretación, de la estructura, del signo y del juego. Una pre-
tende descifrar, sueña con descifrar una verdad o un origen que se sustraigan al juego y al orden del
signo, y que vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que no está ya vuelta hacia
el origen, afirma el juego e intenta pasar más allá del hombre y del humanismo, dado que el nombre
del hombre es el nombre de ese ser que, a través de la historia de la metafísica o de la onto-teología,
es decir, del conjunto de su historia, ha soñado con la presencia plena, el fundamento tranquilizador, el
origen y el final del juego. Esta segunda interpretación de la interpretación, cuyo camino nos ha señala-

Sólo uso con fines educativos 135


do Nietzsche, no busca en la etnografía, como pretendía Lévi-Strauss, de quien cito aquí una vez más la
Introducción a la obra de Mauss, “la inspiración de un nuevo humanismo”.
Se podría advertir en más de un signo, actualmente, que esas dos interpretaciones de la interpreta-
ción —que son absolutamente inconciliables incluso si las vivimos simultáneamente y las conciliamos
en una oscura economía— se reparten el campo de lo que se llama, de manera tan problemática, las
ciencias humanas.
Por mi parte, y aunque esas dos interpretaciones deben acusar su diferencia y agudizar su irreduc-
tibilidad, no creo que actualmente haya que escoger. En primer lugar porque con todo esto nos situa-
mos en una región —digamos todavía, provisionalmente, de la historicidad— donde la categoría de
“elección” parece realmente ligera. Y después, porque hay que intentar pensar en primer lugar el suelo
común, y la diferancia de esta diferencia irreductible. Y porque se produce aquí un tipo de cuestión,
digamos todavía histórica, ante la que apenas podemos actualmente hacer otra cosa que entrever su
concepción, su formación, su gestación, su trabajo. Y digo estas palabras con la mirada puesta, por cierto,
en las operaciones del parto; pero también en aquellos que, en una sociedad de la que no me excluyo,
desvían sus ojos ante lo todavía innombrable, que se anuncia, y que sólo puede hacerlo, como resulta
necesario cada vez que tiene lugar un nacimiento, bajo la especie de la no-especie, bajo la forma infor-
me, muda, infante y terrorífica de la monstruosidad.

Sólo uso con fines educativos 136


Unidad II: La Crítica Hospitalaria: Re-configuraciones de la Teoría Crítica

Lectura Nº1
De Man, Paul, “Resistencia a la Teoría”, en La Resistencia a la Teoría, Madrid, España,
Visor Distribuciones, S. A., 1990, pp. 11-37.

La resistencia a la teoría
En un principio no era mi intención que este ensayo tratara directamente la cuestión de la ense-
ñanza, aunque se suponía que tendría una función didáctica y educativa que no consiguió tener. Fue
escrito a petición del Committee on Research Activities de la Modern Language Association como con-
tribución a un volumen colectivo titulado Introduction to Scholarship in Modern Languages and Litera-
tures. Se me pidió que escribiera la sección sobre teoría literaria. Se espera que ensayos así sigan un
programa claramente determinado: se supone que deben ofrecer al lector una lista selecta y abarca-
dora de las principales tendencias y publicaciones del área, sintetizar y clasificar las principales zonas
problemáticas y presentar una proyección crítica y programática de las soluciones que cabe esperar en
un futuro previsible.
Todo esto con una clara conciencia de que diez años después se le pedirá a alguien que repita el
mismo ejercicio.
Me resultó difícil cumplir, con un mínimo de buena fe, los requisitos de este programa y sólo pude
intentar explicar, con la mayor concisión posible, por qué el principal interés teórico de la teoría literaria
consiste en la imposibilidad de su definición. El Comité juzgó con razón que ésta era una forma poco
propicia de lograr los objetivos pedagógicos del volumen y encargó otro artículo. Consideré su deci-
sión totalmente justificada, así como interesante por lo que implicaba respecto de la enseñanza de la
literatura.
Digo esto por dos razones. Primero, para explicar los vestigios del encargo original que hay en el
artículo, que explican lo torpe que resulta el intento de ser más retrospectivo y general de cuanto uno
puede legítimamente aspirar a ser. Pero, segundo, porque el apuro también revela una cuestión de inte-
rés general: la de la relación entre la investigación (scholarship) (la palabra clave en el volumen de MLA),
la teoría y la enseñanza de la literatura.
A pesar de opiniones demasiado simplistas, la enseñanza no es principalmente una relación inter-
subjetiva entre personas, sino un proceso cognitivo en el que uno mismo y el otro se relacionan sólo
tangencialmente y por contigüidad. La única docencia que merece tal nombre es la investigadora, no
la personal; las diversas analogías entre la enseñanza y el show business o las tareas de guía y consejero
son, en la mayor parte de los casos, excusas por haber abandonado la tarea. La investigación tiene que
ser, por principio, eminentemente enseñable. En el caso de la literatura, una investigación tal afecta al
menos a dos áreas complementarias: los datos históricos y filológicos, en cuanto condición prepara-
toria para la comprensión, y los métodos de lectura e interpretación. Esta última es, desde luego, una

Sólo uso con fines educativos 137


disciplina abierta, que, sin embargo, puede aspirar a evolucionar por medios racionales, pese a las crisis
internas, las controversias y las polémicas. En cuanto reflexión controlada sobre la formación del méto-
do, la teoría demuestra acertadamente ser por entero compatible con la enseñanza, y se puede pen-
sar en numerosos e importantes teóricos que son o fueron también investigadores. Surge la duda sólo
si se produce una tensión entre los métodos de comprensión y el conocimiento que dichos métodos
nos permiten lograr. Si realmente hay algo en la literatura como tal que permite una discrepancia entre
verdad y método, entre Wahrheit y Methode, entonces la investigación y la teoría ya no son necesaria-
mente compatibles. Como primera consecuencia de esta complicación, ya no se puede dar por sentada
la noción de “literatura como tal”, ni la distinción nítida entre historia e interpretación, ya que un méto-
do que no puede acoplarse a la “verdad” de su objeto sólo puede enseñar ilusiones. Diversos cambios,
no sólo en el escenario de lo contemporáneo sino en la larga y complicada historia de la enseñanza
literaria y lingüística, revelan síntomas que sugieren que esta dificultad es un objeto de atención inhe-
rente al discurso sobre la literatura. Estas incertidumbres se hacen manifiestas en la hostilidad dirigida
hacia la teoría en nombre de valores éticos y estéticos, así como en los intentos de recuperación de los
propios teóricos al reafirmar su propia servidumbre respecto de estos valores. El más eficaz de estos
ataques denunciará la teoría como obstáculo a la investigación y consecuentemente a la enseñanza.
Vale la pena examinar si es éste el caso y por qué. Porque si es así realmente, entonces es mejor fracasar
enseñando lo que no debería ser enseñado que triunfar enseñando lo que no es verdad.
Una toma de postura general sobre la teoría literaria no debería, en teoría, partir de consideracio-
nes pragmáticas. Debería tratar cuestiones como la definición de la literatura (¿qué es la literatura?) y
debatir la distinción entre los usos literarios y no literarios del lenguaje, así como entre las formas artís-
ticas literarias y las no verbales. Debería continuar con la taxonomía descriptiva de los diversos aspec-
tos y especies de los géneros literarios y con las reglas normativas que inevitablemente han de surgir
de dicha clasificación. O, si se rechaza el modelo escolástico en favor del fenomenológico, habría que
intentar una fenomenología de la actividad literaria como escritura, lectura o ambas cosas, o de la obra
literaria como producto, como correlato de dicha actividad. Cualquier aproximación por la que se opte
(y se pueden imaginar bastantes otros puntos de partida teóricamente justificables) no hay duda de
que surgirán al instante dificultades considerables, dificultades tan profundas que incluso la tarea más
simple de investigación, la delimitación del corpus y del état présent de la cuestión, está destinada a aca-
bar en confusión, no necesariamente porque la bibliografía sea muy extensa, sino porque es imposible
establecer sus límites. Estas previsibles dificultades no han impedido a muchos de los que han escrito
sobre literatura seguir caminos teóricos y no pragmáticos, a menudo con considerable éxito. Sin embar-
go, se puede demostrar que, en todos los casos, este éxito depende del poder de un sistema (filosófico,
religioso o ideológico) que puede mantenerse implícito pero que determina una concepción a priori de
lo que es “literario” partiendo de las premisas del sistema más que de la cosa literaria misma —si dicha
“cosa” existe realmente. Las reservas en cuanto a su existencia, son por supuesto, reales, y de hecho dan
razón de la previsibilidad de las dificultades a las que acabamos de aludir: si la condición de existencia
de una entidad es en sí misma particularmente crítica, entonces la teoría de esta entidad está destinada
a caer en lo pragmático. La difícil e irresuelta historia de la teoría literaria indica que esto es realmente
lo que pasa con la literatura, de un modo aún más manifiesto que en otros sucesos verbalizados como

Sólo uso con fines educativos 138


los chistes, por ejemplo, o incluso los sueños. El intento de tratar la literatura teóricamente bien podría
resignarse a aceptar el hecho de que debe comenzar por consideraciones pragmáticas.
Hablando pragmáticamente, pues, sabemos que ha habido durante los últimos quince o veinte
años un fuerte interés por algo llamado teoría literaria y que, en Estados Unidos, este interés a veces ha
coincidido con la importación y recepción de influencias extranjeras, principalmente europeas conti-
nentales, aunque no siempre. También sabemos que esta ola de interés parece ir recediendo, a medida
que cierto hartazgo y decepción suceden al entusiasmo inicial. Estos movimientos de marea son bien
naturales, pero no dejan de tener interés, en este caso, porque ponen muy de manifiesto la profundidad
de la resistencia a la teoría literaria. En cualquier situación de angustia se repite la estrategia de desacti-
var lo que considera amenazante mediante magnificación o minimización, atribuyéndole pretensiones
de poder a cuya altura nunca va a llegar. Si a un gato se le llama tigre es fácil desestimarlo como tigre
de papel: la cuestión sigue siendo, sin embargo, por que uno estaba tan asustado del gato para empe-
zar. La misma táctica funciona de modo inverso: llamando a un gato ratón y riéndonos de él por su pre-
tensión de ser poderoso. En lugar de hundirnos en este remolino polémico, sería tal mejor llamar gato
al gato y documentar, por brevemente que sea, la versión contemporánea de la resistencia a la teoría
en este país.
Las tendencias predominantes en la crítica literaria norteamericana anterior a la década de los
sesenta no eran adversas a la teoría, si por teoría se entiende el enraizamiento de la exégesis literaria
y de la evaluación crítica en un sistema de alguna generalidad conceptual. Incluso los más intuitivos y
contenidos, empírica y teóricamente, de los que escribían sobre literatura, utilizaban una mínima serie
de conceptos (tono, forma orgánica, alusión, tradición, situación histórica, etc.) de al menos cierto alcan-
ce general. En muchos otros casos, el interés por la teoría se expresaba y practicaba públicamente. Una
metodología común, en términos generales, y más o menos abiertamente proclamada, vincula entre sí
libros de texto tan influyentes en este período como Understanding Poetry (Brooks y Warren), Theory of
Literature (Wellek y Warren) y The Fields of Light (Reuben Brower) u obras teóricamente orientadas tales
como The Mirror and the Lamp, Language as Gesture y The Verbal Icon.
Pero, con la posible excepción de Kenneth Burke y, en algunos aspectos, de Northrop Frye, ningu-
no de estos autores se habría considerado a sí mismo un teórico en el sentido del término posterior a
1960, ni tampoco su obra provocó reacciones tan fuertes, positivas o negativas, como las provocadas
por los teóricos posteriores. Había polémicas, sin duda, y diferencias de enfoque que abarcan un amplio
espectro de divergencias, pero nunca se puso seriamente en tela de juicio el programa fundamental
de los estudios literarios ni el tipo de talento y de preparación que para ellos se requería. Los puntos
de vista de la Nueva Crítica se adaptaron sin dificultad alguna a los establishments universitarios, sin
que sus cultivadores tuvieran que traicionar su sensibilidad literaria de ningún modo; muchos de sus
representantes siguieron con éxito una carrera de poetas o novelistas paralela a sus actividades uni-
versitarias. Tampoco experimentaron dificultades con respecto a una tradición nacional que, aunque
ciertamente menos tiránica que las europeas correspondientes, es, sin embargo, más poderosa. La per-
fecta encarnación de la Nueva Crítica sigue siendo, en muchos aspectos, la personalidad e ideología
de T. S. Eliot, una combinación de talento original, cultura tradicional, ingenio verbal y seriedad moral,
una mezcla anglo-americana de buenos modales intelectuales no tan reprimidos como para no ofrecer

Sólo uso con fines educativos 139


atisbos seductores, profundidades psíquicas y políticas más oscuras, pero sin romper la superficie de
un ambivalente decoro que tiene sus propias complacencias y seducciones. Los principios normativos
de este ambiente literario son culturales e ideológicos más que teóricos, orientados hacia la integridad
de un yo social e histórico en lugar de hacia la coherencia impersonal que la teoría requiere. La cultura
permite cierto grado de cosmopolitismo, y de hecho aboga por él, y el espíritu literario del mundo uni-
versitario norteamericano de la década de los cincuenta no era provinciano en absoluto. No le era difícil
apreciar y asimilar productos excelentes de espíritu afín originarios de Europa: Curtius, Auerbach, Croce,
Spitzer, Alonso, Valéry y también, con la excepción de algunas de sus obras, J. P. Sartre. La inclusión de
Sartre en esta lista es importante, ya que indica que el código cultural dominante que tratamos de evo-
car no puede ser simplemente asimilado a una polaridad política de izquierda y derecha de profesores
y no profesores, de Greenwich Village y Gambier, Ohio. Las publicaciones de orientación política y pre-
dominantemente no profesionales, de las que la Partisan Review de los años cincuenta sigue siendo el
mejor ejemplo, no estaban situadas en auténtica oposición (si damos cabida a todas las reservas y dis-
tinciones que son del caso) con los métodos de la Nueva Crítica. El amplio —aunque negativo— con-
senso que une a estas tendencias e individuos extremadamente diversos es su común resistencia a la
teoría. Este diagnóstico se ve corroborado por los argumentos y complicidades que han salido a la luz
desde entonces en una oposición más elocuente al adversario común.
El interés de estas consideraciones sería como mucho anecdótico (tan ligero es el impacto histó-
rico de los debates literarios del siglo XX) si no fuese por las implicaciones teóricas de la resistencia a
la teoría. Las manifestaciones locales de esta resistencia son a su vez lo suficientemente sistemáticas
como para merecer nuestro interés.
¿Qué es lo que está amenazado por los modos de acercarse a la literatura que se desarrollaron
durante los años sesenta y que ahora, bajo diversas designaciones, forman el mal definido y a veces
caótico campo de la teoría literaria? Estos cercamientos no pueden ser simplemente asignados a cual-
quier método o país particular. El estructuralismo no era la única tendencia que dominaba el escenario,
ni siquiera en Francia, y el estructuralismo, como la semiología, son inseparables de tendencias ante-
riores en el dominio eslavo. En Alemania los principales impulsos han surgido de otras direcciones,
desde la escuela de Frankfurt a los marxistas más ortodoxos, desde la fenomenología post-husserliana
a la hermenéutica post-heideggeriana, con sólo incursiones menores hechas por el análisis estructural.
Todas estas tendencias han tenido su parte de influencia en los Estados Unidos, en combinaciones más
o menos productivas con preocupaciones de raíz nacional. Sólo una visión de la historia nacional o per-
sonalmente competitiva desearía jerarquizar movimientos tan difíciles de etiquetar. La posibilidad de
hacer teoría literaria, que de ningún modo se debe dar por sentada, ha pasado a ser una cuestión cons-
cientemente meditada y aquellos que más han progresado en esta cuestión son las fuentes de infor-
mación más controvertidas, pero también las mejores. Esto incluye a bastantes nombres asociados de
algún modo con el estructuralismo, definido de un modo lo suficientemente amplio como para incluir
en él a Saussure, Jakobson y Barthes, así como a Greimas y Althusser, esto es, definido de un modo tan
amplio que pierde su significación como término histórico utilizable.
Se puede decir que la teoría literaria aparece cuando la aproximación a los textos literarios deja
de basarse en consideraciones no lingüísticas, esto es, históricas y estéticas, o, de un modo algo menos

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tosco, cuando el objeto de debate ya no es el significado o el valor sino las modalidades de producción
y de recepción del significado y del valor previas al establecimiento de éstas —lo cual implica que éste
establecimiento es lo suficientemente problemático como para requerir una disciplina autónoma de
investigación crítica que considere su posibilidad y su posición. La historia literaria, incluso considerán-
dola a la máxima distancia de los lugares comunes del historicismo positivista, es todavía la historia de
un entendimiento cuya posibilidad no se cuestiona. La cuestión de la relación entre la estética y el sig-
nificado es más compleja, ya que la estética aparentemente tiene que ver con el efecto del significado
en vez de con su contenido per se. Pero la estética es, de hecho, —desde su desarrollo inmediatamente
anterior a Kant y con él— un fenomenalismo de un proceso de significado y comprensión, y puede ser
ingenua por cuanto postula (como su nombre indica) una fenomenología del arte y de la literatura que
bien puede ser lo que esté en tela de juicio. La estética es parte de un sistema universal de filosofía en
vez de una teoría específica. En la tradición filosófica del siglo XIX, el reto de Nietzsche al sistema erigi-
do por Kant, Hegel y sus sucesores es una versión de la cuestión general de la filosofía. La crítica de Nie-
tzsche a la metafísica incluye, o parte de, lo estético, y lo mismo podría decirse de Heidegger. La invoca-
ción de prestigiosos nombres de filósofos no da a entender que el actual desarrollo de la teoría literaria
sea una consecuencia lateral de especulaciones filosóficas más amplias. En algunos raros casos parece
existir un nexo directo entre la filosofía y la teoría literaria. Más frecuentemente, sin embargo, la teoría
literaria contemporánea es una versión relativamente autónoma de cuestiones que también aparecen,
en un contexto diferente, en la filosofía, aunque no necesariamente de una forma más clara y riguro-
sa. La filosofía, en Inglaterra igual que en el continente, está menos liberada de modelos tradicionales
de lo que a veces sus exponentes pretenden creer, y el lugar prominente, aunque nunca dominante,
de la estética entre los principales componentes del sistema es una parte constitutiva de este sistema.
Por tanto, no es sorprendente que la teoría literaria contemporánea haya surgido fuera de la filosofía
y, a veces, en rebelión consciente contra el peso de su tradición. La teoría literaria bien puede haberse
vuelto un objeto de interés legítimo de la filosofía, pero no puede ser asimilada a ella, ni basándose
en hechos ni teóricamente. Contiene un momento necesariamente pragmático que la debilita como
teoría, pero que añade un elemento subversivo de impredictibilidad y la convierte en una especie de
comodín en el serio juego de las disciplinas teóricas.
El advenimiento de la teoría, la ruptura que ahora se deplora tan a menudo y que la sitúa aparte de
la historia literaria y de la crítica literaria, tiene lugar con la introducción de la terminología lingüística
en el metalenguaje sobre la literatura. Por terminología lingüística se entiende una terminología que
designa la referencia antes de designar al referente y tiene en cuenta, en la consideración del mundo,
la función referencial del lenguaje o, para ser más explícitos, que considera la referencia como una fun-
ción del lenguaje y no necesariamente como una intuición. La intuición implica percepción, conscien-
cia, experiencia y conduce inmediatamente al mundo de la lógica y de la comprensión con todos sus
correlatos, entre los que la estética ocupa un lugar prominente. El supuesto de que puede haber una
ciencia del lenguaje que no sea necesariamente una lógica lleva al desarrollo de una terminología que
no es necesariamente estética. La teoría literaria contemporánea toma la alternativa en ocasiones tales
como la aplicación de la lingüística saussureana a los textos literarios.
La afinidad entre la lingüística estructural y los textos literarios no es tan obvia como puede pare-

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cer ahora, con la percepción retrospectiva de la historia. Peirce, Saussure, Sapir y Bloomfield no se ocu-
paron, en un principio, de la literatura en absoluto, sino de las bases científicas de la lingüística. Pero el
interés por la semiología de filósofos como Roman Jakobson o de críticos literarios como Roland Bar-
thes, revela la atracción natural de la literatura hacia una teoría de los signos lingüísticos. Al considerar
el lenguaje como un sistema de signos y de significación en lugar de una configuración establecida de
significados, se desplazan o suspenden las barreras tradicionales entre los usos literarios y presumible-
mente no literarios del lenguaje y se libera al corpus del peso secular de la canonización textual. Los
resultados del encuentro entre la semiología y la literatura fueron bastante mas allá que los de muchos
otros modelos teóricos —filológicos, psicológicos o clásicamente epistemológicos— que los escritores
sobre literatura en búsqueda de modelos tales habían probado antes. La capacidad de respuesta de
los textos literarios al análisis semiótico es visible en el hecho de que, mientras otros acercamientos no
eran capaces de ir más allá de observaciones que podían ser parafraseadas o traducidas en términos de
conocimiento común, estos análisis revelaban configuraciones que sólo podían ser descritas en térmi-
nos de sus propios aspectos, específicamente lingüísticos. La lingüística de la semiología y la de la lite-
ratura tienen aparentemente algo en común que sólo su común perspectiva puede detectar y que les
pertenece distintivamente a ellas. La definición de este algo, a menudo referido como literariedad, se ha
convertido en el objeto de la teoría literaria.
La literariedad, sin embargo, se malentiende a menudo de un modo que ha provocado gran parte
de la confusión que domina la polémica de hoy. Se supone con frecuencia, por ejemplo, que la literarie-
dad es otra palabra para designar la respuesta estética, u otro modo de ella. El uso, en conjunción con
literariedad, de términos tales como estilo y estilística, forma o incluso “poesía” (como en “la poesía de la
gramática”), todos los cuales tienen fuertes connotaciones estéticas, ayuda a alimentar esta confusión,
incluso entre aquellos que primero pusieron el término en circulación. Roland Barthes, por ejemplo, en
un ensayo apropiada y reveladoramente dedicado a Roman Jakobson, habla elocuentemente de la bús-
queda por parte del escritor de una perfecta coincidencia entre las propiedades fónicas de una pala-
bra y su función significante. “También nos gustaría insistir en el cratilismo del nombre (y del signo) en
Proust... Proust ve la relación entre el significante y el significado como motivada, uno copiando al otro y
representando en su forma material la esencia significante de la cosa (y no la cosa misma)... Este realismo
(en el sentido escolástico del término), que concibe los nombres como “copia” de las ideas, ha tomado,
en Proust, una forma radical. Pero bien se puede uno preguntar si esto no está más o menos conscien-
temente presente en toda la escritura y si es posible ser escritor sin algún tipo de creencia en la rela-
ción natural entre los nombres y las esencias. La función poética, en el sentido más amplio del término,
sería así definida por una conciencia crítica cratiliana del signo, y el escritor sería el encargado de trans-
portar este mito secular que quiere que el lenguaje imite a la idea y que, en contra de las enseñanzas
de la ciencia lingüística, cree que los signos son motivados”. 1 En la medida en que el cratilismo supone
una convergencia de los aspectos fenomenales del lenguaje, como el sonido, con su función significante
como referente, es una concepción orientada estéticamente. De hecho, y sin distorsión, se podría conside-
rar la teoría estética, incluyendo su formulación más sistemática con Hegel, como el despliegue completo
del modelo del cual la concepción cratiliana del lenguaje es una versión. La referencia algo críptica de
Hegel a Platón en la Estética bien puede ser interpretada en este sentido. Barthes y Jakobson a menudo

Sólo uso con fines educativos 142


parecen invitar a una lectura puramente estética, y sin embargo hay una parte de su afirmación que se
mueve en la dirección opuesta, ya que la convergencia de sonido y significado celebrada por Barthes en
Proust y, como Gérard Genette ha mostrado decisivamente,2 más tarde desmantelada por Proust mismo
como una tentación seductora para mentes oscurecidas, también se considera aquí un mero efecto que
el lenguaje puede lograr perfectamente, pero que no guarda ninguna relación sustancial, por analogía o
por imitación de base ontológica, con nada más allá de ese particular efecto. No es una función estética
sino retórica del lenguaje, un tropo identificable (la paronomasia) que opera al nivel del significante y
que no contiene ninguna declaración responsable sobre la naturaleza del mundo —a pesar de su fuerte
potencial para crear la ilusión opuesta. La fenomenalidad del significante, como sonido, está incuestiona-
blemente implicada en la correspondencia entre el nombre y la cosa nombrada, pero el nexo, la relación
entre la palabra y la cosa, no es fenomenal sino convencional.
Esto libera considerablemente al lenguaje de limitaciones referenciales, pero lo hace epistemoló-
gicamente muy sospechoso y volátil, porque no puede decirse ya que su uso esté determinado por
consideraciones de verdad y falsedad, bien y mal, belleza y fealdad o dolor y placer. Siempre que se
puede revelar por medio del análisis este potencial autónomo del lenguaje, estamos tratando con la
literariedad y, de hecho, con la literatura como el lugar donde se puede encontrar este conocimiento
negativo sobre la fiabilidad de la enunciación lingüística. La consiguiente puesta en primer plano de los
aspectos materiales, fenomenales, del significante crea una fuerte ilusión de seducción estética en el
mismo momento en que la función estética real ha sido, como mínimo, suspendida. Es inevitable que la
semiología o los métodos orientados de forma semejante sean considerados formalistas, en el sentido
de estar valorizados estética en lugar de semánticamente, pero la inevitabilidad de dicha interpretación
no la hace menos aberrante. La literatura implica el vaciado, no la afirmación, de las categorías estéticas.
Una de las consecuencias de esto es que, mientras que hemos estado acostumbrados tradicionalmente
a leer la literatura por analogía con las artes plásticas y la música, ahora debemos reconocer la necesi-
dad de un momento no perceptivo, lingüístico en la pintura y en la música y aprender a leer cuadros en
lugar de imaginar significados.
Si la literariedad no es una cualidad estética, tampoco es principalmente mimética. La mimesis se
vuelve un tropo entre otros, donde el lenguaje decide imitar una entidad no verbal como la parono-
masia “imita” un sonido sin ninguna pretensión de identidad (o reflexión sobre la diferencia) entre los
elementos verbales y los no verbales. La representación más engañosa de la literariedad, y también
la objeción más repetida a la teoría literaria contemporánea, la considera como puro verbalismo, una
negación del principio de realidad en nombre de ficciones absolutas, y por razones que se dice son
ética y políticamente vergonzosas. El ataque refleja la ansiedad de los agresores en lugar de la culpa-
bilidad del acusado. Al aceptar la necesidad de una lingüística no fenomenal, el discurso sobre la litera-
tura se libera de oposiciones ingenuas entre la ficción y la realidad, que son en sí mismas fruto de una
concepción del arte acríticamente mimética. En una semiología auténtica, así como en otras teorías lin-
güísticamente orientadas, no se niega la función referencial del lenguaje ni mucho menos; lo que se
cuestiona es su autoridad como modelo para la cognición fenomenal o natural. La literatura es ficción
no porque de algún modo se niegue a aceptar la “realidad”, sino porque no es cierto a priori que el len-
guaje funcione según principios que son los del mundo fenomenal o que son como ellos. Por tanto, no

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es cierto a priori que la literatura sea una fuente de información fiable acerca de otra cosa que no sea su
propio lenguaje.
Sería desacertado, por ejemplo, confundir la materialidad del significante con la materialidad de lo
que significa. Esto parece ser suficientemente obvio al nivel de la luz y del sonido, pero lo es menos con
respecto a la más general fenomenalidad del espacio, del tiempo o especialmente del yo. Nadie en su
sano juicio intentará cultivar uvas por medio de la luminosidad de la palabra “día”, pero es difícil no con-
cebir la forma de nuestra existencia pasada y futura de acuerdo con esquemas temporales y espaciales
que pertenecen a narrativas de ficción y no al mundo. Esto no significa que las narrativas ficticias no
sean parte del mundo y de la realidad; puede que su impacto en el mundo sea demasiado fuerte para
nuestro gusto. Lo que llamamos ideología es precisamente la confusión de la realidad lingüística con la
natural, de la referencia con el fenomenalismo. De ahí que, más que cualquier otro modo de investiga-
ción, incluida la economía, la lingüística de la literariedad sea un arma indispensable y poderosa para
desenmascarar aberraciones ideológicas, así como un factor determinante para explicar su aparición.
Aquellos que reprochan a la teoría literaria el apartar los ojos de la realidad social e histórica (esto es,
ideológica), no hacen más que enunciar su miedo a que sus propias mistificaciones ideológicas sean
reveladas por el instrumento que están intentando desacreditar. Son, en resumen, muy malos lectores
de La ideología alemana de Marx.
En estas demasiado sucintas evocaciones de argumentos que han sido hechos más extensa y con-
vincentemente por otros, empezamos a percibir algunas de las respuestas a la pregunta inicial: ¿qué
hay de amenazador en la teoría literaria para que provoque resistencias y ataques tan fuertes? Desbara-
ta ideologías arraigadas revelando la mecánica de su funcionamiento, va contra una poderosa tradición
filosófica de la que la estética es una parte destacada, desordena el canon establecido de las obras lite-
rarias y desdibuja los límites entre el discurso literario y el no literario. Por implicación, puede también
revelar los nexos entre ideologías y filosofía. Todas éstas son razones suficientes para sospechar, pero
no una respuesta satisfactoria a la pregunta. Pues hace que la tensión entre la teoría literaria contem-
poránea y la tradición de los estudios literarios parezca un mero conflicto histórico entre dos modos de
pensamiento que comparten accidentalmente el escenario al mismo tiempo. Si el conflicto es mera-
mente histórico, en sentido literal, es de un interés histórico limitado, una borrasca pasajera en el clima
intelectual del mundo. De hecho, los argumentos a favor de la legitimidad de la teoría literaria son tan
poderosos que parece inútil preocuparse por el conflicto. Verdaderamente ninguna de las objeciones
a la teoría, presentadas una y otra vez, siempre mal informadas o basadas en graves malentendidos
de términos como mimesis, ficción, realidad, ideología, referencia y aun pertinencia, puede decirse que
tenga un auténtico interés retórico.
Puede ser, sin embargo, que el desarrollo de la teoría literaria esté sobredeterminado por complica-
ciones intrínsecas a su proyecto mismo y desestabilizadoras con respecto a su estatus en cuanto disci-
plina científica. La resistencia puede ser un constituyente inherente a su discurso, de un modo que sería
inconcebible en las ciencias naturales e inmencionable en las ciencias sociales. Puede ser, en otras pala-
bras, que la oposición polémica, la incomprensión y tergiversación sistemáticas, las objeciones carentes
de sustancia pero eternamente reiteradas, sean los síntomas desplazados de una resistencia inherente
a la empresa teórica misma. Pretender que esto fuera motivo suficiente para plantearse no hacer teoría

Sólo uso con fines educativos 144


literaria sería como rechazar la anatomía porque no ha logrado curar la mortalidad. El auténtico debate
de la teoría literaria no es con sus oponentes polémicos, sino con sus propios supuestos y posibilidades
metodológicos. En vez de preguntar por qué la teoría literaria es amenazadora, quizá deberíamos pre-
guntar por qué le es tan difícil cumplir su cometido, y por qué cae tan fácilmente en el lenguaje de la
autojustificación o de la autodefensa o en la sobrecompensación de un utopismo programáticamente
eufórico. Esta inseguridad respecto de su propio proyecto requiere autoanálisis, si se quieren compren-
der las frustraciones que acompañan a los que la practican, incluso cuando parecen vivir seguros de sí
mismos en serenidad metodológica. Y si estas dificultades son realmente parte integrante del proble-
ma, tendrían que ser, hasta cierto punto, ahistóricas, en el sentido temporal del término. La forma como
aparecen en la escena literaria aquí y ahora, en cuanto resistencia a la introducción de terminología
lingüística en el discurso estético e histórico sobre la literatura, es sólo una versión particular de una
cuestión que no se puede reducir a una situación histórica específica ni llamar moderna, posmoderna,
posclásica o romántica (ni siquiera en el sentido hegeliano del término), aunque su modo compulsivo
de imponérsenos bajo la especie de un sistema de periodización histórica es ciertamente parte de su
naturaleza problemática. Estas dificultades pueden leerse en el texto de la teoría literaria siempre, en
cualquier momento histórico que se elija. Uno de los logros principales de las actuales tendencias teóri-
cas es haber restaurado alguna conciencia de este hecho. La teoría literaria clásica, medieval y renacen-
tista se lee ahora frecuentemente de un modo que sabe lo que hace lo suficiente como para no desear
llamarse “moderno”.
Volvemos, pues, a la pregunta de origen en un intento de ampliar la discusión lo bastante como
para inscribir la polémica en la pregunta en vez de hacer que la determine. La resistencia a la teoría es
una resistencia al uso del lenguaje sobre el lenguaje. Es, por tanto, una resistencia al lenguaje mismo o a
la posibilidad de que el lenguaje contenga factores o funciones que no puedan ser reducidos a la intui-
ción. Pero parece ser que suponemos demasiado fácilmente que cuando nos referimos a algo llamado
“lenguaje” sabemos de qué estamos hablando, aunque probablemente no haya ninguna palabra en el
lenguaje que sea tan evasiva, esté tan sobredeterminada y desfigurada y sea tan desfigurante como
“lenguaje”. Incluso si optamos por considerarla a una distancia prudencial de cualquier modelo teórico,
en la historia pragmática del “lenguaje”, no en cuanto concepto, sino en cuanto tarea didáctica que nin-
gún ser humano puede evitar, pronto nos encontramos de frente con enigmas teóricos. El más familiar
y general de los modelos lingüísticos, el clásico trivium, que considera a las ciencias del lenguaje com-
puestas por la gramática, la retórica y la lógica (o la dialéctica) es, de hecho, un conjunto de tensiones
no resueltas, lo bastante poderoso para haber generado un discurso infinitamente prolongado de frus-
tración sin fin, del que la teoría literaria contemporánea, incluso en su forma más segura de sí, es un
capítulo más. Las dificultades se extienden a las articulaciones internas entre las partes constituyentes,
así como a la articulación del campo del lenguaje con el conocimiento del mundo en general, el nexo
entre el trivium y el quadrivium que cubre las ciencias no verbales del número (aritmética), del espa-
cio (geometría), del movimiento (astronomía) y del tiempo (música). En la historia de la filosofía, esta
conexión se logra tradicionalmente, así como sustancialmente, por medio de la lógica, el área donde el
rigor del discurso lingüístico sobre sí mismo corre parejo con el rigor del discurso matemático sobre el
mundo. La epistemología del siglo XVII, en el momento en que la relación entre la filosofía y las mate-

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máticas es particularmente estrecha, presenta al lenguaje de lo que llama geometría (mos geometri-
cus), y que de hecho incluye la homogénea concatenación de espacio, tiempo y número, como mode-
lo único de coherencia y economía. El razonamiento more geometrico se dice que es “prácticamente el
único modo de razonamiento que es infalible, porque es el único que se adhiere al método verdadero,
mientras que todos los otros participan, por necesidad natural, de un grado de confusión del que sólo
las mentes geométricas son conscientes”. 3 Este es un ejemplo claro de la interconexión entre una cien-
cia del mundo fenomenal, y una ciencia del lenguaje concebida como lógica definicional, como condi-
ción previa para un razonamiento axiomático-deductivo y sintético correcto. La posibilidad de tal libre
circulación entre la lógica y las matemáticas tiene su propia, compleja y problemática historia, así como
sus equivalencias contemporáneas con unas matemáticas y una lógica diferentes. Lo que importa para
nuestro argumento presente es que la articulación de las ciencias del lenguaje con las matemáticas
representa una versión particularmente convincente de una continuidad entre una teoría del lenguaje,
como la lógica, y el conocimiento del mundo fenomenal al que las matemáticas dan acceso. En este sis-
tema, el lugar de la estética está prefijado en el modelo del trivium y no es de ningún modo ajeno a él,
si la prioridad de la lógica no se cuestiona. Pues, incluso si se supone, a efectos del argumento y contra
gran cantidad de datos históricos, que el vínculo entre las ciencias naturales y la lógica es seguro, queda
abierta la cuestión, dentro de los confines del trivium mismo, de la relación entre la gramática, la retó-
rica y la lógica. Y éste es el punto en que la literariedad, el uso del lenguaje que coloca en primer plano
la función retórica sobre la gramática y la lógica, interviene como elemento decisivo pero desestabili-
zador que, en diversos modos y aspectos, trastorna el equilibrio interno del modelo y, por consiguiente,
también su extensión externa al mundo no verbal.
La lógica y la gramática parecen tener una afinidad bastante natural entre sí y, en la tradición lin-
güística cartesiana, los gramáticos de Port-Royal no tuvieron dificultad en ser también lógicos. La
misma pretensión existe hoy en métodos y terminologías muy diferentes que, sin embargo, mantie-
nen la misma orientación hacia la universalidad que la lógica comparte con la ciencia. Respondiendo
a aquellos que oponen la singularidad de textos específicos a la generalidad científica del proyecto
semiótico, A. J. Greimas discute el derecho a usar la dignidad de la gramática para describir una lectura
que no tuviera un compromiso de universalidad. Aquellos que tienen dudas sobre el modelo semiótico,
escribe, “postulan la necesidad de construir una gramática para cada texto particular. Pero la esencia (le
propre) de una gramática es su capacidad para explicar un gran número de textos, y el uso metafórico
del término... no esconde el hecho de que se haya abandonado, en la práctica, el proyecto semiótico”. 4
No hay duda de que lo que aquí prudentemente se llama “un gran número” implica al menos la espe-
ranza de un futuro modelo que sería de hecho aplicable a la generación de todos los textos. De nuevo,
no es nuestro propósito ahora discutir la validez de este optimismo metodológico, sino simplemente
ofrecerlo como ejemplo de la persistente simbiosis entre la gramática y la lógica. Está claro que, tanto
para Greimas como para toda la tradición a la que pertenece, las funciones gramaticales y lógicas del
lenguaje son co-extensas. La gramática es un isótopo de la lógica.
De ahí que, mientras permanezca basada en la gramática, cualquier teoría del lenguaje, incluyendo
una literaria, no amenace lo que consideramos el principio subyacente de todos los sistemas lingüís-
ticos, cognitivos y estéticos. La gramática está al servicio de la lógica que, a su vez, permite el paso al

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conocimiento del mundo. El estudio de la gramática, la primera de las artes liberales, es la condición
previa necesaria para el conocimiento científico y humanístico. En tanto que deje este principio intacto,
no hay nada amenazante en la teoría literaria. La continuidad entre la teoría y el fenomenalismo es afir-
mada y preservada por el sistema mismo. Las dificultades se dan sólo cuando deja de ser posible igno-
rar el empuje epistemológico de la dimensión retórica del discurso, esto es, cuando deja de ser posible
mantenerlo en su lugar como un mero adjunto, un mero ornamento dentro de la función semántica.
La incierta relación entre la gramática y la retórica (a diferencia de la relación entre la gramática y la
lógica) es evidente, en la historia del trivium, en la incierta posición de las figuras de lenguaje o tropos,
un componente del lenguaje que está a caballo de la discutida frontera entre las dos áreas. Los tropos
solían formar parte del estudio de la gramática, pero también eran considerados el agente semánti-
co de la función específica (o efecto) que la retórica cumple como persuasión y como significado. Los
tropos, a diferencia de la gramática, pertenecen primordialmente al lenguaje. Son funciones de pro-
ducción textual que no siguen necesariamente el modelo de una entidad no verbal, mientras que la
gramática es, por definición, capaz de generalización extralingüística. La tensión latente entre la retóri-
ca y la gramática se precipita en el problema de la lectura, el proceso que necesariamente participa de
ambas. Resulta que la resistencia a la teoría es, de hecho, una resistencia a la lectura, una resistencia que
tiene quizás su forma más eficaz, en los estudios contemporáneos, en las metodologías que se llaman a
sí mismas teorías de la lectura pero que, sin embargo, evitan la función que proclaman como su objeto.
¿Qué queremos decir cuando afirmamos que el estudio de los textos literarios es necesariamen-
te dependiente de un acto de lectura, o cuando afirmamos que este acto es sistemáticamente dejado
de lado? Ciertamente algo más que la tautología de que uno tiene que haber leído al menos algunas
partes, por pequeñas que sean, de un texto (o haber leído alguna parte, por pequeña que sea, de un
texto sobre un texto) para ser capaz de hacer una afirmación sobre él. Por muy común que pueda ser,
la crítica de oídas sólo rara vez se considera ejemplar. Recalcar la necesidad, en absoluto evidente, de la
lectura implica al menos dos cosas. Primero, implica que la literatura no es un mensaje transparente en
el que se puede dar por hecho que la distinción entre el mensaje y los medios de comunicación está
claramente establecida. En segundo lugar, y más problemáticamente, implica que la decodificación de
un texto deja un residuo de indeterminación que tiene que ser, pero que no puede ser, resuelto por
medios gramaticales, por muy lato que sea el modo en que estos se conciban. La extensión de la gra-
mática hasta incluir dimensiones para-figurales es de hecho la estrategia más notable y debatible de la
semiología contemporánea, especialmente en el estudio de estructuras sintagmáticas y narrativas. La
codificación de elementos contextuales más allá de los límites sintácticos de la frase lleva al estudio sis-
temático de dimensiones de la metáfrasis y ha afinado y ampliado considerablemente el conocimiento
de los códigos textuales. Está igualmente claro, sin embargo, que esta extensión va siempre estratégi-
camente dirigida hacia la sustitución de figuras retóricas por códigos gramaticales. Esta tendencia a
reemplazar una terminología retórica por una gramatical (hablar de hipotaxis, por ejemplo, para desig-
nar tropos anamórficos o metonímicos) es parte de un programa explícito, un programa cuya inten-
ción es completamente admirable ya que tiende hacia el dominio y el esclarecimiento del significado.
El reemplazo de un modelo hermenéutico por uno semiótico, de la interpretación por la decodificación,
representaría, en vista de la desconcertante inestabilidad de los significados textuales (incluidos, por

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supuesto, los de los textos canónicos), un progreso considerable. Muchas de las vacilaciones asociadas
con la “lectura” podrían así desaparecer.
Se puede argüir, sin embargo, que ninguna decodificación gramatical, por muy refinada que sea,
puede pretender alcanzar las dimensiones figurales de un texto. Hay elementos en todos los textos que
no son de ningún modo agramaticales, pero cuya función semántica no es gramaticalmente definible,
ni en sí misma ni en contexto. ¿Tenemos que interpretar el genitivo en el título del poema épico incon-
cluso de Keats The Fall of Hyperion por “La caída de Hiperión” (Hyperion’s Fall) el caso de la derrota de un
poder viejo por uno nuevo, la historia fácilmente reconocible de la que Keats realmente partió pero de
la que se fue alejando progresivamente, o por “Hiperión cayendo”, la evocación mucho menos especí-
fica pero más perturbadora de un proceso real de caída, independientemente de su principio, su fin o
de la identidad del ente al que acontece dicha caída? Esta historia se narra en el fragmento tardío titu-
lado The Fall of Hyperion, pero nos habla de un personaje que se parece a Apolo en lugar de a Hiperión,
el mismo Apolo que, en la primera versión (llamada Hyperion) debería claramente erguirse triunfante
en lugar de caer, si Keats no se hubiera visto obligado a interrumpir, sin razón aparente, la historia del
triunfo de Apolo. ¿Nos dice el título que Hiperión está caído y que Apolo se mantiene erguido o nos
dice que Hiperión y Apolo (y Keats, a quien es difícil distinguir a veces de Apolo) son intercambiables al
estar todos ellos necesaria y constantemente cayendo? Ambas lecturas son gramaticalmente correctas,
pero es imposible decidir a partir del contexto (la narración que le sigue) qué versión es la correcta. El
contexto narrativo no se ajusta a ninguna de ellas y se ajusta a las dos al mismo tiempo, y uno se ve
tentado de sugerir que el hecho de que Keats fuera incapaz de completar ninguna de ellas manifiesta
la imposibilidad para él, así como para nosotros, de leer su propio título. Se podría leer la palabra Hipe-
rión en el título The Fall of Hyperion figuradamente o, si se desea, intertextualmente, refiriéndose no al
personaje histórico o mitológico sino al título de la historia del texto temprano de Keats (Hyperion).
Pero ¿estamos entonces contando la historia del fracaso del primer texto como el éxito del segundo,
la Caída de Hyperion como el Triunfo de The Fall of Hyperion? De modo manifiesto sí, pero no del todo,
ya que el segundo texto también fracasa, al no ser concluido. O, ¿estamos contando la historia de por
qué se puede siempre decir que todos los textos, como textos, están cayendo? De modo manifiesto
sí, pero tampoco del todo, ya que la historia de la caída de la primera versión, según es contada en la
segunda, sólo es aplicable a la primera versión y no se puede leer legítimamente de modo que signifi-
que también la caída de The Fall of Hyperion. La indeterminación concierne a la posición figurada o lite-
ral del nombre propio Hiperión así como del verbo caer, y es por tanto cuestión de figuración y no de
gramática. En “La caída de Hiperión”, la palabra “caída” es plenamente figurada, la representación de una
caída figural, y nosotros, como lectores, leemos esta caída de pie. Pero en “Hiperión cayendo” no sucede
esto tan claramente ya que, si Hiperión puede ser Apolo y Apolo puede ser Keats, entonces él también
puede ser nosotros y su caída figurada (o simbólica) se vuelve su caída literal y la nuestra también. La
diferencia entre las dos lecturas está ella misma estructurada como un tropo e importa mucho cómo
leemos el título, como ejercicio no sólo de semántica, sino respecto de lo que el texto realmente hace
con nosotros. Enfrentados a la ineludible necesidad de llegar a una decisión, ningún análisis gramatical
o lógico nos puede ayudar a tomarla. Como Keats tuvo que interrumpir su narrativa, el lector tiene que
interrumpir su comprensión en el mismo momento en que está más directamente implicado y atraído

Sólo uso con fines educativos 148


por el texto. Mal puede uno encontrar solaz en esta “temible simetría” entre la condición del autor y la
del lector ya que, llegando a este punto, la simetría no es ya una trampa formal sino real y la cuestión
no es ya “meramente” teórica.
Este deshacer la teoría, o este deshacerse a sí misma de la teoría, esta alteración del estable campo
cognitivo que se extiende de la gramática a la lógica y a la ciencia general del hombre y del mundo
fenomenal puede, a su vez, ser convertido en un proyecto teórico de análisis retórico que revelará la
inadecuación de los modelos gramaticales de no-lectura. La retórica, por su relación activamente nega-
tiva con la gramática y la lógica, deshace las pretensiones del trivium (y, por extensión, del lenguaje)
de ser una construcción epistemológicamente estable. La resistencia a la teoría es una resistencia a la
dimensión retórica o tropológica del lenguaje, una dimensión que quizás se halle más explícitamente
en primer plano en la literatura (concebida de modo amplio) que en otras manifestaciones verbales o
—por ser menos vago— que puede ser revelada en cualquier acontecimiento verbal cuando es leído
textualmente. Puesto que la gramática, al igual que la figuración, es parte integral de la lectura, se sigue
que la lectura será un proceso negativo en el cual la cognición gramatical queda deshecha en todo
momento por su desplazamiento retórico. El modelo del trivium contiene en su interior la pseudodialé-
ctica de su propio deshacerse y su historia nos cuenta la historia de esta dialéctica.
Esta conclusión permite una descripción algo más sistemática de la escena teórica contemporánea.
Esta escena está dominada por un mayor hincapié en la lectura como problema teórico o, como a veces
se expresa erróneamente, por un mayor hincapié en la recepción que en la producción de textos. Es en
este ámbito donde se han dado los intercambios más fructíferos entre escritores y publicaciones de
diversos países y donde se ha desarrollado el diálogo más interesante entre la teoría literaria y otras dis-
ciplinas, en las artes así como en la lingüística, en la filosofía y en las ciencias sociales. Un informe claro
sobre el estado presente de la teoría literaria en los Estados Unidos tendría que destacar el hincapié en
la lectura, una tendencia que ya está presente, además, en la tradición de la Nueva Crítica de la década
de los cuarenta y cincuenta. Los métodos son ahora más técnicos, pero el interés contemporáneo por
una poética de la literatura está claramente unido, de modo bastante tradicional, a los problemas de la
lectura. Y, como los modelos que se están usando ya no son simplemente intencionales y centrados en
un yo (self) identificable, ni simplemente hermenéuticos en la postulación de un sólo texto original, pre-
figural y absoluto, parecería que esta concentración en la lectura tendría que llevar al redescubrimiento
de las dificultades teóricas asociadas con la retórica. Tal es en efecto el caso, hasta cierto punto, pero no
por completo. Quizá el aspecto más aleccionador de la teoría contemporánea sea el refinamiento de
las técnicas por medio de las cuales la amenaza inherente en el análisis retórico se evita en el mismo
momento en el que la eficacia de estas técnicas ha progresado tanto que los obstáculos retóricos para
la comprensión no pueden ya ser erróneamente traducidos a lugares comunes temáticos y fenomena-
les. La resistencia a la teoría que, como vimos, es una resistencia a la lectura, aparece en su forma más
rigurosa y teóricamente elaborada entre los teóricos de la lectura que dominan la escena teórica con-
temporánea.
Sería un proceso relativamente fácil, aunque largo, mostrar que esto se aplica a los teóricos de la
lectura que, como Greimas o, a un nivel más refinado, Riffaterre o, en un modo muy diferente, H. R. Jauss
o Wolfgang Iser —todos los cuales ejercen una influencia decidida, aunque a veces oculta, en la teoría

Sólo uso con fines educativos 149


literaria en este país— están comprometidos con el uso de modelos gramaticales o, en el caso de la
Rezeptionsästhetik, con los modelos hermenéuticos tradicionales que no dan cabida a la problemati-
zación del fenomenalismo de la lectura y, por tanto, permanecen confinados acríticamente en una teo-
ría de la literatura enraizada en la estética. Un argumento así sería fácil de hacer porque, una vez que
el lector se hace consciente de las dimensiones retóricas de un texto, no tiene dificultad en encontrar
ejemplos textuales que son irreductibles a la gramática o a un significado históricamente determinado,
con tal de que esté dispuesto a reconocer lo que tiene forzosamente que notar. El problema se convier-
te pronto en el más desconcertante de tener que dar cuenta de la compartida desgana a, reconocer lo
obvio. Pero el argumento sería largo porque tiene que entablar un análisis textual que no puede evitar
ser algo elaborado. Se puede sugerir sucintamente la indeterminación gramatical de un título como
The Fall of Hyperion, pero confrontar un enigma tan irresoluble con la recepción y la lectura críticas del
texto de Keats requiere algún espacio.
La demostración es menos fácil (aunque quizás menos laboriosa) en el caso de los teóricos de la
lectura que evitan la retórica tomando otro giro. En los últimos años hemos sido testigos de un intenso
interés por ciertos elementos del lenguaje cuya función no sólo es independiente de cualquier forma
de fenomenologismo, sino también de cualquier forma de cognición, y que así pospone la considera-
ción de tropos, ideologías, etc., o los excluye de una lectura que sería principalmente performativa. En
algunos casos se reintroduce un nexo entre la actuación, la gramática, la lógica y el significado referen-
cial estable, y las teorías resultantes (como en el caso de Ohmann) no son esencialmente distintas de
las de los gramáticos y semiólogos confesos. Pero los más astutos practicantes de la teoría de la lectura
basada en los actos de habla evitan esa recaída e insisten acertadamente en la necesidad de mante-
ner la actuación real de los actos de habla, que es convencional en lugar de cognitiva, separada de sus
causas y efectos —se trata de mantener, en su terminología, la fuerza ilocutiva separada de su función
perlocutiva. La retórica, entendida como persuasión, queda enérgicamente desterrada (como Coriola-
no) del momento performativo y exiliada en el área afectiva de la perlocución. Stanley Fish lo expone
de modo convincente en un ensayo magistral.5 Lo que despierta sospechas en esta conclusión es que
relega la persuasión, que realmente es inseparable de la retórica, a un ámbito puramente afectivo e
intencional y no deja lugar para modos de persuasión que no son menos retóricos ni menos operativos
en los textos literarios, pero que son del orden de la persuasión por demostración y no de la persua-
sión por seducción. Así, es posible vaciar la retórica de su impacto epistemológico sólo porque se ha
dado un rodeo en torno a sus funciones figurales, tropológicas. Es como si, volviendo un momento al
modelo del trivium, la retórica pudiera ser aislada de la generalidad que la gramática y la lógica tienen
en común y considerada como mero correlato de un poder ilocutivo. La ecuación de la retórica con la
psicología en vez de con la epistemología abre tristes perspectivas de banalidad pragmática, que son
tanto más tristes en cuanto se comparan con la brillantez del análisis performativo. Las teorías de la
lectura de los actos de habla repiten de hecho, de un modo mucho más eficaz, la gramaticalización del
trivium a costa de la retórica, ya que la caracterización de lo preformativo como mera convención lo
reduce en efecto a un código gramatical entre otros. La relación entre tropo y actuación es realmente
más estrecha, pero más perturbadora de lo que aquí se propone. Tampoco se capta apropiadamente
esta relación haciendo referencia a un aspecto supuestamente “creativo” de la actuación, noción de la

Sólo uso con fines educativos 150


que Fish acertadamente discrepa. El papel performativo del lenguaje puede decirse que es posicional,
lo cual difiere considerablemente de “convencional”, así como de “creativamente” (o, en el sentido técni-
co, intencionalmente) constitutivo. Las teorías de la lectura orientadas hacia el acto de habla leen sólo
en tanto que preparan el camino para la lectura retórica que evitan.
Pero esto mismo seguiría siendo válido incluso si se pudiera concebir una lectura “verdaderamen-
te”, retórica que estuviera libre de cualquier fenomenalización indebida o de cualquier codificación gra-
matical o performativa indebida de un texto —cosa que no es necesariamente imposible y hacia la
que los métodos y fines de la teoría literaria deberían ciertamente encaminarse. Dicha lectura parecería
realmente el desmontarse metódico de la construcción gramatical y, en su desarticulación sistemática
del trivium, sería teóricamente válida así como eficaz. Las lecturas retóricas técnicamente correctas pue-
den ser aburridas, monótonas, previsibles y desagradables, pero son irrefutables. Son también totaliza-
doras (y potencialmente totalitarias) ya que, como las estructuras y funciones que exponen no llevan al
conocimiento de una entidad (como el lenguaje), sino que son un proceso no fiable de producción de
conocimiento que impide que todas las entidades, incluidas las lingüísticas, entren en el discurso como
tales, son realmente universales (they are indeed universals), modelos coherentemente deficientes de la
imposibilidad del lenguaje de ser un lenguaje modelo. Son, siempre en teoría, el modelo teórico y dia-
léctico más elástico para acabar con todos los modelos y pueden con razón afirmar que contienen en
sus propias deficientes mismidades todos los otros modelos deficientes de evasión de la lectura, sean
referenciales, semiológicos, gramaticales, performativos, lógicos o cualesquiera otros. Son teoría y no
son teoría al mismo tiempo, la teoría universal de la imposibilidad de la teoría. En tanto que son teoría,
sin embargo, esto es, lecturas retóricas enseñables, generalizables y altamente sensibles a la sistemati-
zación, las lecturas retóricas, como las de otro tipo, aún resisten y evitan la lectura por la que abogan.
Nada puede superar la resistencia a la teoría ya que la teoría misma es esta resistencia. Cuanto más
elevados sean los fines y mejores los métodos de la teoría literaria, menos posible se vuelve ésta. Con
todo, la teoría literaria no está en peligro de hundirse; no puede sino florecer y, cuanta más resistencia
encuentra, más florece, ya que el lenguaje que habla es el lenguaje de la auto resistencia. Lo que sigue
siendo imposible de decidir es si este florecimiento es un triunfo o una caída.

Notas

* De M. H. Abrams, R. P. Blackmur y M. K. Wimsatt, respectivamente (T.).


1 Roland Barthes, “Proust et les noms” en To Honor Roman Jakobson (La Haya: Mouton, 1967) parte I, pp. 157-58.
2 “Proust et le langage indirect”, en Figures II (París: Seuil, 1969).
3 Blaise Pascal, “De l’esprit géométrique et de l’art de persuader”, en Oeuvres complètes, ed. L. Lafuma (París: Seuil, 1963), pp.
349 y ss.
4 A. J. Greimas, Du Sens, (París: Seuil, 1970), p. 13.
5 Stanley Fish, “How to Do Things with Austin and Searle: Speech Act Theory and Literary Criticism”, en MLN 91 (1976), pp.
983-1025. Ver especialmente p. 1008.

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Lectura Nº2
Hillis Miller, Joseph, “El Crítico como Huésped”, en VV.AA., Deconstrucción y Crítica,
Siglo XXI Editores, 1era Edición 2003, pp. 211-246.

“Je meurs où je m’attache”, Mr. Holt said with a polite grin. “The ivy says so
in the picture, and clings to the oak like a fond parasite as it is”.
“Parricide, sir!” cries Mrs. Tusher.
HENRY ESMOND, libro I, cap. 3

[“Je meurs où je m’attache”, dijo el Sr. Holt con una educada sonrisa. “La
hiedra así lo dice en el cuadro, y se aferra al roble como el parásito cari-
ñoso que es”.
“¡Parricidio, señor!”, grita la Sra. Tusher].

En un punto de “Rationality and Imagination in Cultural History”, M.H. Abrams cita la aseveración de
Wayne Booth respecto a que la lectura “deconstruccionista” de una obra dada “es simple y llanamente
un parásito” de “la lectura obvia o unívoca”. 1 La última frase es de Abrams; la primera, de Booth. Mi cita
de una cita es un ejemplo del tipo de cadena que pretendo cuestionar aquí. ¿Qué ocurre cuando un
ensayo crítico extrae un “pasaje” y lo “cita”? ¿Es esto diferente de una cita, eco o alusión dentro de un
poema? ¿Es la cita un parásito intruso dentro del cuerpo del texto principal, o es el texto interpretativo
el parásito que rodea y estrangula a la cita, su anfitrión? El anfitrión alimenta al parásito y hace posible
su vida pero, al mismo tiempo, es aniquilado por él tal como se acostumbra decir que la crítica mata a la
literatura. ¿Pueden anfitrión y parásito vivir felices juntos, en el domicilio del mismo texto, alimentándo-
se o compartiendo el alimento?
Abrams, en cualquier caso, procede a agregar “una respuesta más radical”. Si se toman en serio los
“principios deconstruccionistas —dice—, cualquier historia que depende de los textos escritos se con-
vierte en una imposibilidad” (p. 458). Así sea, pero esto no es un argumento propiamente dicho. Una
cierta noción de la historia o de la historia literaria, como cierta noción de la lectura determinable, sí
pudiera ser una imposibilidad y, de serlo, tal vez es mejor saberlo. Sin embargo, el que algo en el ámbito
de la interpretación sea una imposibilidad demostrable no le impide ser “hecho”, como lo demuestra la

1 Critical Inquiry, II, 3, primavera de 1976, pp. 457-458. La primera frase se cita de Wayne Booth, “M.H. Abrams: Historian as Cri-
tic, Critic as Pluralist”, Critical Inquiry, II, 3, primavera de 1976, p. 441. Las páginas de apertura del presente ensayo aparecie-
ron primeramente en Critical Inquiry, III, 3, primavera de 1977, pp. 439-447, con permiso de The University of Chicago Press.

Sólo uso con fines educativos 152


abundancia de historias, historias literarias, y lecturas. Por otra parte, estoy de acuerdo con que la impo-
sibilidad de la lectura no debería tomarse demasiado a la ligera. Tiene consecuencias, de vida o muerte,
dado que se incorpora paralelamente al cuerpo de seres humanos individuales y al cuerpo de políticas
de nuestra vida y muerte cultural.
“Parasitaria...” La palabra sugiere la imagen de “la lectura obvia o unívoca” como el roble pode-
roso, arraigado en tierra firme, en peligro por la manera en que la hiedra deconstructiva se enrosca
insidiosamente a su alrededor. Esa hiedra es de cierta manera femenina, secundaria, defectuosa o
dependiente. Es una enredadera colgante, incapaz de sobrevivir de ninguna otra manera más que
extrayendo la savia vital de su anfitrión, privándole de su luz y aire. Esto me recueda The Ivy-Wife de
Hardy o el final de Vanity Fair de Thackeray: “God bless you, honest William! —Farewell, dear Amelia—
Grow green again, tender little parasite, round the rugged old oak to which you cling!” [“¡Dios te bendiga,
honesto William! —Adiós, querida Amelia. ¡Crece verde nuevamente, parásito suave y pequeño, alre-
dedor del viejo roble robusto del que te cuelgas!”].
Dichas historias de amor tristes con una afectación doméstica que introduce lo parasitario en la
economía cerrada del hogar sin duda describen suficientemente bien el sentir de algunas personas res-
pecto a la relación entre la interpretación “deconstructiva” y “la lectura obvia o unívoca”. El parásito está
destruyendo al anfitrión. El extraño ha invadido la casa, tal vez para matar al padre de la familia en un
acto que no parece parricidio, pero lo es. Sin embargo, ¿es la lectura “obvia” tan “obvia” o incluso “unívo-
ca”? ¿Pudiera no ser que el propio extraño misterioso estuviera tan cerca que no pudiera vérsele como
extraño: anfitrión en el sentido de un enemigo más que anfitrión en el sentido de generoso dispensa-
dor de hospitalidad? ¿No será que la lectura obvia tal vez sea equívoca y no unívoca: más equívoca en
su familiaridad íntima y en su habilidad para que se la dé por sentado como “obvia” y poseedora de una
sola voz?
“Parásito” es una de esas palabras que evoca su opuesto aparente. Carece de significado sin un
homólogo. No hay parásito sin su anfitrión. Al mismo tiempo, tanto la palabra como la contrapalabra
subdividen. Cada una ya se muestra fisurada dentro de sí, para ser como lo Unheimlich, unheimlich.* Las
palabras con “para”, al igual que las palabras con “ana”, tienen esta propiedad intrínseca. “Para” como pre-
fijo en español (a veces “par”) indica junto a, más allá, incorrectamente, semejante o similar a, subsidia-
rio de, isómero o polímero de. En las palabras compuestas de origen griego, “para” indica junto a, al lado
de, a un costado de, más allá, equivocadamente, perniciosamente, desfavorable, entre otras. Las pala-
bras con “para” forman una rama del enredado laberinto de palabras que utilizan alguna forma de la
raíz indoeuropea per. Esta raíz constituye la “base de preposiciones y preverbios con el significado fun-
damental de ‘hacia delante’, ‘mediante’ y una amplia gama de sentidos ampliados como ‘frente a’, ‘antes’,
‘pronto’, ‘primero’, ‘principal’, ‘hacia’, ‘contra’, ‘cerca’, ‘en’ y ‘alrededor’”. 2
Si las palabras con “para” constituyen una rama del laberinto de palabras con “per”, la rama es en sí

* Término freudiano que designa todo lo familiar que se vuelve siniestro. [T].
2 Todas las definiciones y etimologías en este ensayo se tomaron de The American Heritage Dictionary of the English langua-

ge, William Morris, ed., American Heritage Publishing Co., Inc. y Houghton Mifflin Company, Boston, 1969.

Sólo uso con fines educativos 153


un laberinto en miniatura. “Para” es un prefijo antitético doble que significa al mismo tiempo proximi-
dad y distancia; similitud y diferencia; interioridad y exterioridad; algo dentro de una economía domés-
tica y, al mismo tiempo, fuera de ella; algo simultáneamente en este lado del límite, umbral o margen,
y también más allá de él; equivalente en estatus y también secundario, subsidiario, sumiso, como hués-
ped con anfitrión o esclavo con amo. Por otra parte, otro aspecto de “para” es que no sólo se encuentra
simultáneamente a ambos lados del límite entre dentro y fuera; también es el propio límite, la malla
que es una membrana permeable para conectar dentro y fuera. Confunde ambos lugares entre sí, per-
mitiendo lo fuera dentro, volviendo lo dentro fuera, dividiéndolos y uniéndolos. Forma también una
transición ambigua entre uno y el otro. Si bien pudiera parecer que una palabra dada con “para” elige
unívocamente una de estas posibilidades, los otros significados siempre están ahí, como una vibración
en la palabra que le hace rehusarse a permanecer quieta en una oración. La palabra es como un hués-
ped ligeramente ajeno dentro de la cerca sintáctica donde todas las palabras son amigas de la familia
al estar juntas. Algunas palabras con “para” son: paracaídas, paradigma, parasol, paravent (“parabrisas” en
francés) y parapluie (“paraguas” en francés), parangón, paradoja, parapeto, parataxis, parapraxis, paraba-
sis (“digresión” en inglés), paráfrasis, párrafo, paraph (“rúbrica” en inglés), parálisis, paranoia, parafernalia,
paralelo, paralaje, parámetro, parábola, parestesia, paramnesia, paramorfo, paramecio, paracleto, para-
médico, paralegal (“gestor jurídico” en inglés) y parásito.
“Parásito” proviene del griego parasitos, “junto al grano” (para: junto a [en este caso] y sitos: grano,
comida). La “sitología” es la ciencia de los alimentos, la nutrición y la dieta. Originalmente, un parásito
era algo positivo, un cohuésped, alguien que comparte la comida contigo, ahí contigo junto al grano.
Posteriormente, “parásito” llegó a significar comensal profesional, alguien experto en gorronear sin
ofrecer nunca una comida en reciprocidad. A partir de ahí surgieron los dos significados principales en
el español moderno: el biológico y el social. Un parásito es “cualquier organismo que crece, se alimenta
y se cobija en otro organismo sin aportar nada a la supervivencia de su anfitrión” o “persona que habi-
tualmente se aprovecha de la generosidad de otros sin corresponder con ninguna reciprocidad útil”. En
todo caso, no es cualquier cosa el calificar de “parasitaria” a alguna crítica.
Un curioso sistema de pensamiento, de lenguaje o de organización social (de hecho, los tres al
mismo tiempo) se encuentra implícito en la palabra “parásito”. No existe parásito sin hospedero. El hos-
pedero y el parásito en cierto modo siniestro o subversivo son comensales junto al alimento al com-
partirlo. Por otra parte, el propio hospedero es el alimento y su sustancia es consumida sin recompensa,
como cuando se dice: “me sale más barato vestirle que darle de comer”. El hospedero pudiera entonces
convertirse en anfitrión de otra manera, sin relación etimológica. La palabra “huésped” [host] denomina,
en inglés, el pan u hostia consagrada para la eucaristía y proviene del inglés medio oste, que a su vez se
deriva del latín hostia: sacrificio, víctima.
Si el anfitrión (host) es tanto comensal como comida, contiene dentro de sí la doble relación anti-
tética de anfitrión y huésped, huésped en el doble sentido de presencia amistosa e invasor extraño. Las
palabras que designan ambos significados en inglés, host y guest, se remontan de hecho a la misma raíz
etimológica: ghos-ti, extraño, invitado, huésped, “alguien con quien se tienen deberes recíprocos de hos-
pitalidad”. La palabra host en el inglés moderno se deriva, en este sentido alternativo, del inglés medio
(h)oste, del francés antiguo “huésped”, “invitado”, y a su vez del latín hospes (morfema hospit-): invitado,

Sólo uso con fines educativos 154


huésped, extraño. El lexema pes o pit en las palabras en latín y en palabras modernas como “hospital”
y “hospitalidad” se derivan de otra raíz, pot, que significa “señor”. La raíz compuesta o bifurcada ghos-
pot significaba “señor de los huéspedes”, “aquel que simboliza la relación de hospitalidad recíproca”
como en el eslavogospodi: señor, amo. “Huésped” [Guest], proviene del inglés medio gest, del normando
antiguo gestr, y de ghos-ti, la misma raíz de “anfitrión”. Un anfitrión es un huésped y un huésped es un
anfitrión. Un anfitrión es un anfitrión. La relación entre el amo de la casa que ofrece hospitalidad a un
huésped y el huésped que la recibe, entre anfitrión y parásito en el sentido original de “cohuésped”, se
encuentra contenida dentro de la propia palabra “anfitrión”.
Por otra parte, un anfitrión en el sentido de huésped es visitante amistoso en casa y, al mismo tiem-
po, una presencia ajena que convierte el hogar en hotel, un territorio neutral. Pudiera ser el primer emi-
sario de una hueste de enemigos (del latín hostis: extraño, enemigo), un primer pie en la puerta que
irá seguido de un enjambre de extraños hostiles enfrentados por nuestra propia hueste, como es la
deidad cristiana: Señor Dios de las Huestes. No sólo existe una relación antitética extraña entre pares
de palabras en este sistema, anfitrión y parásito, anfitrión y huésped, sino dentro de cada palabra en sí.
Esta relación se modifica en cada opuesto polar cuando éste se separa, con lo cual se subvierte o anula
la relación aparentemente inequívoca de polaridad que parece ser el esquema conceptual apropiado
para pensar en el sistema. Cada palabra en sí se ve dividida por la lógica extraña del “para”: una mem-
brana que separa el adentro del afuera y, no obstante, los une en un lazo himeneico que permite una
mezcla osmótica y convierte al extraño en amigo, lo distante en cercano, heimlich en unheimlich y lo
casero en casa sin dejar de ser extraño, distante y disímil a pesar de toda su cercanía y similitud.
Una de las versiones más aterradoras del parásito como hueste invasora es el virus. En este caso, el
parásito es algo ajeno que no sólo tiene la capacidad de invadir el ámbito doméstico, consumir la comi-
da de la familia y matar al anfitrión, sino la extraña habilidad de hacer todo eso y convertir mientras
tanto al anfitrión en una multitud de réplicas prolíficas de sí mismo. El virus se encuentra en el límite
incómodo entre la vida y la muerte. Desafía esa oposición dado que, por ejemplo, no “come” sino sólo se
reproduce. Es tanto cristal o componente de un cristal como organismo. El patrón genético del virus se
encuentra codificado de tal manera que puede ingresar en una célula anfitrión y reprogramar violenta-
mente todo el material genético en ella, convirtiéndola en una pequeña fábrica de copias de sí mismo
y destruyéndola al hacerlo. Esto es The Ivy-Wife con venganza.
¿Se trata de una alegoría? Y, de ser así, ¿una alegoría de qué? El uso que hacen los genetistas
modernos de la “analogía” (pero, ¿cuál es el estatus ontológico de esta analogía?) entre reproducción
genética y los intercambios sociales conducidos mediante el lenguaje u otros sistemas de signos pudie-
ra justificar una retrotransferencia en otra dirección. ¿Es la “crítica deconstructiva” semejante a un virus
que invade al anfitrión en un texto inocentemente metafísico, un texto con un “significado obvio o uní-
voco”, conducido mediante una sola gramática de referencia? ¿Dicha crítica reprograma ferozmente la
grama del texto anfitrión para hacerlo expresar su propio mensaje, lo “extraño”, la “aporía”, la “diferancia”
o, cuál es su caso? Algunas personas así lo han señalado. Por otra parte, ¿pudiera ser justo lo contrario?
¿Pudiera ser que la metafísica, el significado obvio o unívoco, sea el virus parasitario que durante mile-
nios ha pasado de generación en generación dentro de las lenguas de la cultura occidental y en los
textos privilegiados de dichas lenguas? ¿Se introduce lo metafísico en el aparato de aprendizaje de la

Sólo uso con fines educativos 155


lengua de cada nuevo infante que nace dentro de esa cultura y moldea el aparato conforme a sus pro-
pios patrones? La diferencia pudiera ser que este aparato, de manera muy distinta de lo que constituye
la célula anfitrión para un virus, no tiene incorporado su propio código genético preexistente.
Pero, ¿se tiene certidumbre de esto? ¿Es el sistema de la metafísica “natural” en el hombre como es
natural para un cucú cantar “cucú” o para una abeja construir su panal con celdas hexagonales? De ser
así, el virus parasitario sería una presencia amistosa portadora del mismo mensaje que ya se encuentra
genéticamente programado dentro de su anfitrión. El mensaje haría que todos los infantes europeos o,
tal vez, que todos los infantes del mundo, estuvieran predispuestos a leer a Platón y volverse platonis-
tas, de manera que cualquier otra cosa requeriría de una mutación inimaginable de la especie “hombre”.
¿Es la cárcel de la lengua una limitante exterior o forma parte de la sangre, los huesos, los nervios y el
cerebro del prisionero? ¿Puede esa incesante voz susurrante que habla siempre dentro de mí o que teje
la trama de la lengua hasta ahí, en mis sueños, ser un huésped extraño, un virus parasitario, en vez de
un miembro de la familia? ¿Cómo podemos hacer siquiera esta pregunta, dado que debe plantearse en
palabras proporcionadas por la voz susurrante? ¿Acaso esa voz no está hablando aquí y ahora? Tal vez,
después de todo, la analogía con los virus es “sólo una analogía”, una “figura del discurso”, y no necesita
tomarse en serio.
¿Qué tiene que ver esto con los poemas y con la lectura de poemas? Su propósito es servir como
“ejemplo” de la estrategia deconstructiva de la interpretación. El procedimiento se aplica, en este caso,
no al texto de un poema sino al fragmento que se cita de un ensayo crítico que contiene dentro de sí
una cita de otro ensayo, como un parásito dentro de su anfitrión. El “ejemplo” es un fragmento semejan-
te a esos cachitos minúsculos de cierta sustancia que se colocan en un pequeño tubo de ensayo para
explorarla mediante técnicas determinadas de la química analista. Llegar tan lejos o derivar tanto de un
pequeño fragmento de lengua que, contexto tras contexto, se expande desde estas pocas frases para
incluir como medio necesario a toda la familia de lenguas indoeuropeas, a toda la literatura y a todo el
pensamiento conceptual dentro de esas lenguas, y a todas las permutaciones de nuestras estructuras
sociales de la economía doméstica, el dar regalos y el recibir regalos... ésta es una justificación del valor
de reconocer la riqueza equívoca del lenguaje aparentemente obvia o unívoca, incluso del lenguaje de
la crítica. En este sentido, y en ningún otro, la crítica es un continuo que acompaña al lenguaje de la lite-
ratura. Esta riqueza equívoca, según lo implica mi análisis del “parásito”, reside en parte en el hecho de
que no hay expresión conceptual sin alegoría, ni entrelazamiento alegórico sin una narrativa implícita
que, en este caso, es la historia del huésped ajeno en el hogar. La deconstrucción es una investigación
de lo que se implica con esta inherencia de alegoría, concepto y narrativa.
Mi ejemplo presenta un modelo de la relación de crítico con crítico, de la incoherencia dentro del
lenguaje de un solo crítico, de la relación asimétrica entre texto crítico y poema, de la incoherencia den-
tro de cualquier texto literario único, y de la relación desvirtuada de un poema con sus predecesores.
Hablar de la lectura “desconstructiva” de un poema como “parasitario” de la “lectura obvia o unívoca”
es ingresar, se quiera o no, en la lógica extraña del parásito, volver unívoco lo equívoco a pesar de uno
mismo, de acuerdo con la ley de que la lengua no es un instrumento o herramienta en las manos del
hombre, un medio sumiso de pensar. Más bien, la lengua piensa al hombre y a su “mundo”, incluidos los
poemas, si él le permite hacerlo.

Sólo uso con fines educativos 156


El sistema de pensamiento alegórico (¿qué pensamiento no es alegórico?) inscrito dentro de la
palabra “parásito” y sus conexas —huésped y anfitrión— nos invita a reconocer que la “lectura obvia o
unívoca” de un poema no es idéntica al propio poema. Ambas lecturas, la “unívoca” y la “deconstructiva”,
son cohuéspedes “junto al grano”, anfitrión y huésped, anfitrión y anfitrión, anfitrión y parásito, pará-
sito y parásito. La relación es un triángulo, no una oposición polar: Siempre hay un tercero con quien
ambos están relacionados, algo antes que ellos o entre ellos que es dividido, consumido, intercambiado
o atravesado para así reunirse. La relación en cuestión siempre es, de hecho, una cadena. Es un tipo
extraño de cadena, sin principio o final; una cadena en la que no puede identificarse ningún elemento
de mando (origen, objetivo u principio subyacente). En dicha cadena siempre hay algo antes o después
a lo cual se refiere cualquier eslabón en el que nos enfoquemos y que mantiene abierta la serie. La
relación entre cualesquiera dos elementos contiguos en esta cadena es una oposición extraña que es,
a la vez, de afinidad íntima y de enemistad. No puede ser englobado por la lógica ordinaria de la opo-
sición global. No está abierto a la síntesis dialéctica. Además, cada “elemento único”, lejos de ser inequí-
vocamente lo que es, se subdivide dentro de sí para recapitular la relación de parásito y huésped en
la que, a una escala mayor, parece ser un polo o el contrario. Por un lado, la “lectura obvia o unívoca”
siempre contiene la “lectura deconstructiva” como un parásito codificado dentro de sí que es parte de
sí mismo. Por el otro, la lectura “deconstructiva” de ninguna manera puede liberarse de la lectura meta-
física que pretende rebatir. En consecuencia, el poema en sí no es ni anfitrión ni parásito, sino la comida
que ambos necesitan; anfitrión en otro sentido, el tercer elemento de este triángulo particular. Ambas
lecturas juntas forman el mismo tablón, unidas por una extraña relación de obligación recíproca, de
regalo o dar comida y regalo o recibir comida.
El poema, en mi alegoría, es ese regalo, comida o anfitrión ambiguo en el sentido de víctima, sacrifi-
cio. Lo rompen, dividen, trivializan y consumen críticos cautos e incautos que forman parte de esa inusi-
tada relación mutua de anfitrión y parásito. Sin embargo, cualquier poema es parasitario al recurrir a
poemas anteriores o al contener poemas anteriores dentro de sí como parásitos adjuntos, en otra ver-
sión de la inversión perpetua de parásito y anfitrión. Si el poema es alimento y veneno para los críticos,
es porque a su vez debe de haber comido. Debe haber sido un consumidor caníbal de poemas previos.
Tomemos, por ejemplo, The Triumph of Life de Shelley. Como lo han demostrado sus críticos, está
poblado de una larga cadena de presencias parasitarias: ecos, alusiones, anfitriones, fantasmas de textos
anteriores. Se encuentran presentes dentro del domicilio del poema en esa curiosa manera fantasmal,
afirmada, negada, sublimada, torcida, enderezada y parodiada que Harold Bloom ha empezado a estu-
diar y que actualmente constituye una importante tarea de interpretación literaria por investigar más
a fondo y por definir. El texto anterior es tanto fundamento del nuevo como algo que el nuevo poema
debe aniquilar al incorporarlo, al convertirlo en una insustancialidad fantasmal, para así poder llevar
a cabo su tarea posible-imposible de convertirse en su propio fundamento. El nuevo poema necesita
los viejos textos y, a la vez, debe destruirlos. Es parásito de ellos que se alimenta bruscamente de su
sustancia y, al mismo tiempo, anfitrión siniestro que los debilita al invitarlos a su casa, tal como el Caba-
llero Verde invita a Gawain. Cada vínculo anterior en la cadena desempeñó, a su vez, el mismo papel
de anfitrión y parásito en relación con sus antecesores. Desde las escrituras hebreas hasta las griegas,
desde Ezequiel hasta Revelación, Dante, Ariosto, Spenser; Milton, Rousseau, Wordsworth y Coleridge... la

Sólo uso con fines educativos 157


cadena conduce, en última instancia, a The Triumph of Life. A su vez, este poema, o la obra de Shelley en
general, se encuentra presente en la obra de Hardy o Yeats o Stevens y forma parte de una secuencia
en los principales textos del “nihilismo” romántico entre los que se encuentran Nietzsche, Freud, Heide-
gger y Blanchot. Esta re-expresión perpetua de la relación de anfitrión y parásito se forma nuevamente
en las críticas actuales. Se encuentra presente, por ejemplo, en la relación entre las lecturas “unívoca” y
“deconstruccionista” de The Triumph of Life, entre la lectura de Meyer Abrams y la de Harold Bloom, o
entre la lectura que hace Abrams de Shelley y la que yo propongo aquí, o dentro de la obra de cada
uno de estos críticos tomados por separado. La ley inexorable que hace que la relación “alógica” de anfi-
trión y parásito se re-forme dentro de cada entidad independiente que parecía, a mayor escala, ser uno
o lo otro, se aplica en la misma medida a los ensayos críticos que a los textos objeto de su estudio. The
Triumph of Life contiene dentro de sí, empujándose irreconciliablemente, tanto la metafísica logocéntri-
ca como el nihilismo. No es casualidad que los críticos hayan estado en desacuerdo al respecto. El signi-
ficado de The Triumph of Life nunca puede reducirse a una lectura “unívoca” —trátese de la “obvia” o de
la deconstruccionista con un solo propósito—, si pudiera haber semejante cosa, lo cual es imposible.
El poema, al igual que todos los textos, es “ilegible”, si por “legible” nos referimos a una interpretación
única y definitiva. En realidad, ni la lectura “obvia” ni la “deconstruccionista” es “unívoca”. Cada una con-
tiene, necesariamente, a su enemigo dentro de sí y es tanto anfitrión como parásito. La lectura decons-
truccionista contiene a la obvia, y viceversa. El nihilismo es una presencia ajena inalienable dentro de
la metafísica occidental, tanto en los poemas como en la crítica de los poemas.

II

Nihilismo. Esta palabra ha surgido inevitablemente como etiqueta para la “deconstrucción” y ha


sido denominación abierta o encubierta de lo que se teme del nuevo modo de crítica y de su habilidad
para devaluar todos los valores, tornando “imposibles” los modos tradicionales de interpretación. ¿Qué
es el nihilismo? En este sentido, el análisis puede recibir la ayuda de una cadena que va desde Friedrich
Nietzsche hasta Ernst Jünger, pasando por Martin Heidegger.
El primer libro de La voluntad de poderío de Nietzsche, cuando su hermana ordenó su obra póstu-
ma, se titula “Nihilismo europeo”. El inicio de la primera sección de ese libro es como sigue: “El nihilismo
está en puerta. ¿Cuándo llega éste, el más misterioso de todos los invitados?” (“Der Nihilismus steht vor
der Tür: woher kommt uns dieser unheimlichste aller Gäste?”). 3
El comentario de Heidegger a este respecto se da cerca del principio de su ensayo sobre Über die
Linie de Ernst Jünger. El título del ensayo de Heidegger posteriormente se cambia a Zur Seinsfrage, The
Question of Being. El ensayo de Heidegger toma la forma de una carta a Jünger:

Se le denomina lo “más misterioso” [der “unheimlichste”] porque, como el deseo incondi-

3 Walter Kaufmann y R. J. Hollingdale, trads., The Will to Power, Vintage Books, Nueva York, 1968, p. 7; Friedrich Nietzsche, Werke
in Drei Bänden, Karl Schlechta, III, ed., Carl Hanser Verlag, Múnich, 1966, p. 881.

Sólo uso con fines educativos 158


cional de desear, quiere el desamparo como tal [die Heimatlosigkeit als solche]. Por lo tanto, no
resulta útil mostrarle la puerta pues, desde hace mucho, se ha estado moviendo por la casa sin
ser visto. Lo importante es echar un vistazo al huésped y ver a través de él. Tú [Jünger] escribes:
“Una buena definición de nihilismo podría compararse a tornar visible el bacilo del cáncer. Ello
no significaría una cura, sino tal vez la presuposición de cura dado que los hombres no aporta-
rían nada para conseguirla”[...] El propio nihilismo, tan poco como el bacilo del cáncer, es algo
enfermo. Con respecto a la esencia del nihilismo, no hay posibilidad ni afirmación significativa
de una cura... La esencia del nihilismo no es curable ni incurable. Es lo sin cura [das Heil-lose],
pero como tal, es una remisión única a la salud [eine einzigartige Verweisung ins Heile].4

Para estos tres escritores, eslabón tras eslabón en una cadena, la confrontación del nihilismo no
puede desprenderse del sistema de términos que he estado analizando. Dicho de otra manera, el sis-
tema de términos implica inevitablemente una confrontación con el más misterioso de los huéspedes:
el nihilismo. El nihilismo es de cierta manera inherente en la relación de parásito y anfitrión. Inherente
también es la imaginería de enfermedad y salud. Salud para el parásito, alimento y el ambiente adecua-
do, pudiera traducirse en enfermedad, una enfermedad incluso mortal, para el anfitrión. Por otra parte,
en la proliferación de formas de vida hay casos innumerables en los que la presencia de un parásito
es absolutamente necesaria para la salud de su anfitrión. Asimismo, si el nihilismo es lo “sin cura”, una
herida que no puede cerrarse, el intento por comprender ese hecho pudiera ser una condición para la
salud. El intento de pretender que éste, el más misterioso de todos los huéspedes, no se encuentra pre-
sente en la casa pudiera ser la peor de todas las enfermedades: ésa de tipo persistente, arisca; encubier-
ta, no identificada que, como mal general, socava todas las actividades al privarlas de gozo.
El huésped más misterioso es el nihilismo, “hôte fantôme”, en la frase de Jacques Derrida “hôte qui
hante plutôt qu’il n’habite, huésped et fantasma d’une inquiétante étrangeté”. El nihilismo ya se siente
como en casa dentro de la metafísica occidental. El nihilismo es el fantasma latente codificado dentro
de cualquier expresión de un sistema logocéntrico como, por ejemplo, en The Triumph of Life de Shelley,
o en cualquier interpretación de dicho texto —por ejemplo, la lectura que hace Meyer Abrams de The
Triumph of Life— o, en forma inversa, en la lectura de Harold Bloom. Ambos, logocentrismo y nihilismo,
se relacionan de una manera que no es antítesis y que no podría sintetizarse en ninguna Aufhebung
dialéctica. Cada uno define y está abierto al otro, siendo tanto su anfitrión como su parásito. Empero,
cada uno es enemigo mortal del otro, invisible al otro, como su fantasma inconsciente, es decir, como
algo de lo cual, por definición, no puede ser consciente.
Si el nihilismo es el extraño parasitario dentro de la casa de la metafísica, el “nihilismo”, como deno-
minación de la devaluación o reducción a nada de todos los valores, no es la denominación que el nihi-
lismo tiene “en sí mismo”: es la denominación que le ha dado la metafísica, tal como el término “incons-
ciente” lo da la conciencia de esa parte de sí que no puede enfrentar directamente. Al tratar de expulsar
a ese otro aparte de sí contenido dentro de sí mismo, la metafísica logocéntrica se desconstituye a sí

4 Jean T. Wilde y William Kluback, trads., The Question of Being (texto bilingüe), College & University Press, New Haven, Con-
necticut, 1958, pp. 36-39.

Sólo uso con fines educativos 159


misma conforme a una ley regular que puede demostrarse en la autosubversión de todos los grandes
textos de la metafísica occidental a partir de Platón. La metafísica contiene su parásito dentro de sí,
como lo “incurable” que trata infructuosamente de curar. Intenta cubrir lo incurable aniquilando la nada
oculta dentro de sí.
¿Hay alguna manera de violar esta ley, de dar un giro radical al sistema? ¿Podría ser posible abordar
la metafísica desde el punto de vista del “nihilismo”? ¿Podríamos hacer del nihilismo el huésped cuyo
invitado ajeno es la metafísica, dando así denominaciones nuevas a ambos? El nihilismo no sería nihi-
lismo sino algo más, algo sin el aura melodramática, tal vez algo que sonara tan inocente como “retó-
rica”, “filología”, el “estudio de los tropos”, o, incluso, “el trivio”. Por su parte, la metafísica podría volverse a
definir, desde el punto de vista de este trivio, como un efecto retórico o tropológico inevitable. No sería
una causa, sino un fantasma generado dentro de la casa de la lengua mediante el juego de la lengua.
“Deconstrucción” es una de las denominaciones que actualmente se da a esta inversión.
Sin embargo, el procedimiento actual de “deconstrucción”, el cual tiene en Nietzsche a uno de sus
patrocinadores, no es algo exclusivo de nuestra época. Se ha repetido regularmente en una forma u
otra en todos los siglos desde los sofistas y retóricos griegos, incluso desde el propio Platón, quien en
El sofista incluyó su propia deconstrucción dentro del canon de su propio escrito. Si la deconstrucción
pudiera liberarnos de la cárcel de la lengua, hace mucho que debería haberlo hecho, y ello no ha sido
así. Debe haber algo mal en la maquinaria de demolición, tal vez cierta inexperiencia en su operación
o, tal vez, su definición —como algo liberador— es incorrecta. El fröhliche Wissenschaft de Nietzsche,
su intento por avanzar más allá de la metafísica hacia un acto de lengua afirmativo, inspirador y eje-
cutorio, se sitúa en un desmantelamiento de la metafísica que lo muestra como conducente al nihilis-
mo mediante un proceso inevitable por el cual “los valores más elevados se devalúan a sí mismos”. Los
valores no son devaluados por algo subversivo fuera de ellos. El nihilismo no es un fenómeno global
de índole social, psicológica ni histórica. No es un fenómeno nuevo, ni uno que tal vez aparezca cíclica-
mente en la historia del “espíritu” o del “ser”. Los valores más elevados se autodevalúan. El nihilismo es
un parásito que ya se siente como en casa dentro de su anfitrión: la metafísica occidental. Se le mencio-
na como “punto de partida” (Ausgangspunkt) al principio de Zum Plan (“Hacia un esbozo”) al principio
del libro I de La voluntad de dominio, justo después de la oración que define al nihilismo como el “más
misterioso de todos los huéspedes”:

...Es un error considerar que la “tensión social”, la “degeneración psicológica” o, peor aún, la
corrupción son la causa del nihilismo... La tensión, sea del alma, del cuerpo o del intelecto, no
puede en sí originar el nihilismo (es decir, el repudio radical del valor, el significado y la calidad
de deseable). Esta tensión siempre permite una infinidad de interpretaciones. Más bien, es en
una interpretación particular, la cristiano-moralista, en la que se arraiga el nihilismo.5

Entonces, ¿podría ser posible escapar de la infinita generación del nihilismo fuera de sí que realiza
la metafísica, y del resometimiento infinito del nihilismo a la metafísica que lo define y que es la condi-

5 Kaufmann y Hollingdale, p. 7; Schlechta, III, p. 881.

Sólo uso con fines educativos 160


ción de su existencia? ¿Es la “deconstrucción” este nuevo camino, un camino con tres ramales para salir
del laberinto de la historia humana, que es la historia del error, y entrar en un foro de verdad y claridad
iluminado por el sol donde todos los caminos finalmente se enderezan? ¿Pueden la semiótica, la retó-
rica y la tropología sustituir a la antigua gramática, retórica y lógica? ¿Sería posible liberarse al fin de la
pesadilla de una eterna batalla fraternal en la que Caín remplaza a Abel y Abel remplaza a Caín?
No lo creo. La “deconstrucción” no es nihilismo ni metafísica, sino simplemente interpretación per
se: el desenredar la inherencia de la metafísica en el nihilismo y del nihilismo en la metafísica median-
te leer muy de cerca los textos. Sin embargo, de ninguna manera es posible que este procedimiento
escape, en su propio discurso, del lenguaje de los pasajes que cita. Este lenguaje es la expresión de la
inherencia del nihilismo en la metafísica y de la metafísica en el nihilismo. No tenemos otro lenguaje.
El lenguaje de la crítica está sujeto exactamente a las mismas limitaciones y callejones sin salida que
el lenguaje de las obras que lee. El esfuerzo más heroico por escapar de la cárcel del lenguaje sólo alza
más los muros.
No obstante, al revertir la relación entre fantasma y anfitrión, al jugar al juego dentro del lenguaje,
el procedimiento deconstructivo pudiera ir más allá de la generación repetitiva de nihilismo mediante
la metafísica y de la metafísica mediante el nihilismo. Pudiera llegar a algo como lo que Nietzsche llamó
Fröhliche Wissenschaft: interpretación como sabiduría gozosa, la mayor felicidad en medio del mayor
sufrimiento, un habitar esa alegría del lenguaje que es nuestro señorío.
La deconstrucción no proporciona un escape del nihilismo, ni de la metafísica, ni de la inherencia
misteriosa en uno y otro. No hay escape. Sin embargo, sí hay un vaivén dentro de esta inherencia. Hace
que la inherencia oscile de manera tal que se ingresa en una frontera extraña, una región limítrofe que
parece proporcionar el vistazo más amplio en la otra tierra (“más allá de la metafísica”), a pesar de que
esa tierra no puede ser ingresada de forma alguna y en realidad no existe para el hombre occidental.
No obstante, mediante esta forma de interpretación la propia zona fronteriza puede sensibilizarse, tal
como una pintura del periodo cuatrocentista vuelve visible el aire toscano en su invisibilidad. Es posi-
ble apropiarse de esa zona en la torsión que da la expropiación de la mente, su experiencia de una
incapacidad para comprender lógicamente. Este procedimiento es un intento por lograr claridad en
una región donde la claridad es imposible. Sin embargo, en el fracaso de ese intento, algo se mueve,
se encuentra un límite. Este encuentro pudiera compararse con la experiencia misteriosa de llegar a
una frontera donde no hay barrera visible, como cuando Wordsworth descubrió que había cruzado los
Alpes sin darse cuenta. Es como si la “cárcel de la lengua” fuera como ese universo finito pero ilimitado
que postulan algunas cosmologías modernas. Pudiéramos movernos libremente por doquier dentro de
este ámbito sin encontrar jamás una pared y, no obstante, el ámbito es limitado. Se trata de una prisión,
un medio sin origen u orilla. De manera que un lugar así es pura zona limítrofe: no tiene patria pacífi-
ca, tierra de anfitriones y domesticidad, a un lado, ni tierra ajena de extranjeros hostiles “más allá de la
línea”, al otro lado.
El lugar que habitamos, sin importar dónde nos encontremos, es siempre esta zona intermedia, el
lugar del anfitrión y el parásito, ni dentro ni fuera. Es una región de lo Unheimlich, más allá de cualquier
formalismo, que se reforma donde sea que estemos, si es que sabemos dónde estamos. Este “lugar” es
donde estamos, en cualesquier texto —en el sentido más inclusivo de esa palabra— donde casualmen-

Sólo uso con fines educativos 161


te estemos viviendo. Sin embargo, pudiera hacérsele aparecer únicamente mediante una interpretación
extrema de ese texto que fuera tan lejos como se pudiera con los términos que proporciona la obra. A
esta forma de interpretación, que es la interpretación como tal, se le ha denominado por el momento
“deconstrucción”.

III

Como “ejemplo” de cómo funciona parasitariamente la palabra “parásito” dentro del “cuerpo” de la
obra de un autor, paso ahora al análisis de esta palabra en Shelley.
La palabra “parásito” no aparece en The Triumph of Life. Sin embargo, este poema está estructurado
alrededor de esa relación parasitaria. The Triumph of Life pudiera definirse como la exploración de varias
formas de relación parasitaria. El poema se rige por la imaginería de luz y sombras, o de luz diferenciada
dentro de sí misma. El poema es una serie de personificaciones y escenas, cada una de las cuales da una
“forma” (palabra de Shelley) alegórica, una luz que permanece “igual” en todas sus personificaciones.
La forma alegórica hace de la luz una sombra. Cualquier lectura del poema debe hilvanarse a través
de configuraciones repetidas de la polaridad de la luz y las sombras. Además, debe identificar la rela-
ción de una escena con la siguiente que la remplaza tal como la luz del sol apaga la estrella matutina y,
ésta, de nueva cuenta al sol. Esa estrella es Lucifer, Venus, Véspero, todo al mismo tiempo. La polaridad
que constantemente se reforma a sí misma dentro de una luz que convierte su sombra en la presen-
cia de una luz nueva es el vehículo que conduce a, o es conducido por, la estructura de la visión en
sueños dentro de la visión en sueños de la persona que confronta o reemplaza a la persona anterior.
Esta estructura se repite en todo el poema. Estas repeticiones hacen del poema una mise en abîme de
reflexiones dentro de reflexiones o un nido de cajas chinas. Esta relación existe dentro del poema en,
por ejemplo, la yuxtaposición de la visión del poeta y la visión anterior que es narrada por Rousseau
dentro de la visión del poeta. La visión de Rousseau se da posteriormente en la secuencia lineal del
poema, pero con anterioridad en el tiempo “cronológico”. Pone tarde lo temprano, metalépticamente,
como predecesor explicativo de lo tardío. La relación en cuestión también existe en el encapsulamien-
to, dentro del poema, de los ecos y referencias a una larga cadena de textos previos en los que han apa-
recido el carro emblemático u otras alegorías del poema: Ezequiel, Revelación, Virgilio, Dante, Spenser,
Milton, Rousseau, Wordsworth. A su vez, del poema de Shelley hacen eco Hardy, Yeats y muchos otros.
Esta relación dentro del poema entre una parte de él y otra, o la relación del poema con textos pre-
vios y posteriores, es una versión de la relación de parásito con anfitrión. Ejemplifica la oscilación indeci-
sa de esa relación. Es imposible decidir cuál elemento es parásito, cuál anfitrión, cuál manda o contiene
al otro. Resulta imposible decidir si la serie debería considerarse como una consecuencia de elementos,
cada uno externo al siguiente, o como algún modelo de contención similar al de las cajas chinas. Cuando
se aplica este último modelo, resulta imposible decidir cuál elemento de un par cualquiera está fuera y
cuál está dentro. En pocas palabras, la distinción entre dentro y fuera no puede mantenerse a través de
esa membrana extraña, muro e himen copulador a la vez, que se erige entre anfitrión y parásito. Cada
elemento es tanto exterior al elemento adyacente como contenedor y contenido de él.

Sólo uso con fines educativos 162


Uno de los “episodios” más sorprendentes de The Triumph of Life es la escena de amor erótico auto-
destructivo. Esta escena iguala una serie de escenas en otras partes de la poesía de Shelley donde apa-
rece la palabra “parásito”. La escena muestra la atracción sexual como una de las formas más mortales
de triunfo de la vida. El triunfo de la vida es de hecho el triunfo de la lengua. Para Shelley, esto cobra la
forma del sometimiento de cada hombre o mujer a alegorías ilusorias proyectadas por su deseo. Cada
una de estas alegorías está hecha de otra forma de luz sustitutiva que desaparece al agarrarla. Desapa-
rece porque existe sólo como una metáfora transitoria de la luz. Es un portador de luz momentáneo.
Venus, la estrella de la tarde, como dice el poema, es sólo otro disfraz de Lucifer, la estrella caída de la
mañana. Véspero se convierte en Héspero al cambiar la consonante inicial.
Cuando los amantes locamente enamorados de The Triumph of Life se precipitan uno al otro, se ani-
quilan, partícula y antipartícula, o, conforme a las metáforas que Shelley utiliza, como dos nubes de tor-
menta que colisionan en un valle estrecho, o como una gran ola que se estrella en la playa. No obstan-
te, esa aniquilación es incompleta, dado que la violenta colisión siempre deja un rastro, un remanente,
espuma en la playa. Es la espuma de Afrodita, la semilla o esperma que inicia el ciclo una vez más en el
drama shelleyano de repetición sin fin. La característica más oscura del triunfo de la vida es, para She-
lley, que pudiera no ser finalizado ni siquiera por la muerte. Para él, si bien la vida es una muerte vivien-
te, no puede morir. Se regenera interminablemente en alegorías de luz siempre nuevas.

...in their dance round her who dims the Sun.

Maidens and youths fling their wild arms in air


As their feet twinkle; they recede, and now
Bending within each other’s atmosphere

Kindle invisibly; and as they glow


Like moths by light attracted and repelled,
Oft to new bright destruction come and go.

Till like two clouds into one vale impelled


That shake the mountains when their lightnings mingle
And die in rain,—the fiery band which held

Their natures, snaps... ere the shock cease to tingle


One falls and then another in the path
Senseless, nor is the desolation single,

Yet ere I can say where the chariot hath


Past over them; nor other trace I find

Sólo uso con fines educativos 163


But as of foam after the Ocean’s wrath

I spent upon the desert shore.

[líneas 148-164] 6

[...en su baile alrededor de aquella que oscurece el sol

Doncellas y jóvenes arrojan sus brazos salvajes al aire


Mientras sus pies centellean; retroceden, y ahora que se
Inclinan dentro de la atmósfera del otro

Se encienden invisiblemente; y mientras brillan


Como mariposas atraídas y repelidas por la luz,
Suelen ir y venir hacia una nueva destrucción brillante.

Hasta que como dos nubes impulsadas en un valle


Que sacuden las montañas cuando sus rayos se mezclan
Y mueren como la lluvia —banda feroz que contenía

Su naturaleza— que chasquea... Antes de que la sacudida


deje de estremecer
Uno y luego otro en el camino caen
Sin sentido, tampoco la desolación está sola,

Pero antes de poder decir dónde el carro había


Pasado sobre ellos; no encuentro ningún otro rastro
Más que como la espuma que después de la ira del Océano

Se extingue sobre la playa desierta].

Este magnífico pasaje es la culminación de una serie de pasajes que escriben y vuelven a escribir
los mismos materiales en una cadena de repeticiones que inician con Queen Mab. Es característico de
las versiones anteriores que aparezca la palabra “parásito” como una discreta marca identificadora entre-
tejida en la textura de la tela verbal. La palabra aparece en Queen Mab y en la versión de un episodio de

6 El triunfo de la vida es citado del texto establecido por Donald H. Reiman en Shelley’s “The Triumph of live”: A Critical Study
(Illinois, The University of Illinois Press, 1965). Todas las demás citas se tomaron de Petical Works, ed. Thomas Hutchinson,
corregido por G.M. Matthews (Londres, Oxford, Nueva York, Oxford University Press, 1973).

Sólo uso con fines educativos 164


Queen Mab denominada The Daemon of the World. Asimismo, aparece en Alastor, en Laon and Cythna, en
The Revolt of Islam, en Epipsychidion y en The Sensitive Plant, siempre con el mismo contexto circundan-
te de motivos y temas: narcisismo e incesto, el conflicto generacional, la lucha por el poder político, los
motivos del sol y la luna, la fuente, el arroyo, el entorno cavernoso, la torre en ruinas, el vallecito arbolado,
la dilapidación per natura de las construcciones del hombre, y el fracaso de la búsqueda poética.
La parte de Queen Mab que Shelley volvió a trabajar con el título de The Daemon of the World con-
tiene la primera versión del complejo de elementos (incluso el carro de Ezequiel) que recibe su expre-
sión final en The Triumph of Life. Ahí, se dice lo siguiente de Ianthe: “golden tresses shade / The bosom’s
stainless pride, / Twining like tendrils of the parasite / Around a marble column” [“las trenzas doradas oscu-
recen / El orgullo incólume del pecho, / Enroscándose como tentáculos del parásito / Alrededor de una
columna de mármol”] (líneas 44-47).
En Alastor, el poeta condenado, al igual que Narciso cuando desea encontrar a su hermana geme-
la perdida, busca a “[the] veiled maid” [“la doncella con velo”] (línea 151) que ha venido a él en sueños.
La busca en una cañada arbolada donde hay una “well / Dark. Gleaming and of most translucent wave”
[“charca / Oscura, brillante, con el agua más traslucida”] (líneas 457-458), pero ahí sólo encuentra el
reflejo de sus propios ojos. Sin embargo, sus ojos son replicados por “two eyes, / Two starry eyes” [“dos
ojos, / Dos ojos como estrellas”] (líneas 489-490) que se encuentran con los suyos al alzar la mirada. Tal
vez se trate de estrellas reales; tal vez sean los ojos de su amada evasiva. Este juego de ojos y miradas
había sido preparado pocas líneas antes en una descripción de “parasites, / Starred with ten thousand
blossoms” [“parásitos, / Sembrados de diez mil estrellas en flor”] (líneas 439-440), que se enredan en
torno a los árboles del denso bosque que oculta esta charca.
En el canto VI de Laon and Cythna, también en la versión modificada de The Revolt of Islam (que
expone veladamente el tema del amor incestuoso), Cythna rescata a Laon de la derrota en batalla y se
lo lleva cabalgando desaforadamente sobre un corcel del Tártaro hasta un palacio en ruinas sobre una
montaña. Ahí hacen el amor en otra escena que implica ojos, miradas, estrellas y la charca de Narciso:
“Ser dark and deepening eyes, / Which, as twin phantoms of one star that lies / O’er a dim well, move though
the Star reposes, / Swam in our mute and liquid ecstasies” [“Sus ojos oscuros y profundos / Que, como
fantasmas gemelos de una estrella que yace / Sobre una charca oscura, se desplazan, aunque la Estrella
reposa, / Nadaron en nuestro éxtasis enmudecido y líquido”] (líneas 2624-2628). Este acto sexual ocurre
sobre un “natural couch of leaves” [“lecho natural de hojas”] en un resquicio entre las ruinas. En prima-
vera, este resquicio queda bajo la sombra de “flowering parasites” [“parásitos en flor”] que derraman sus
“stars” [“estrellas”] cuando sopla el viento errante (líneas 2578-2584).
En Epipsychidion, el poeta planea llevar a la dama Emily a una isla donde hay una torre en ruinas
para, como él dice, “We shall become the same, we shall be one / Spirit within two frames” [“Seremos el
mismo, seremos uno / Espíritu dentro de dos cuerpos”] (líneas 573-574). Estas ruinas también están
bajo la sombra de “parasite flowers” [“flores parasitarias”] (línea 502) tal como, en The Sensitive Plant, el
jardín que personifica a la dama contiene “parasite bowers” [“emparrados parasitarios”] (línea 47) que
mueren cuando llega el invierno.
En todos estos pasajes opera una versión especial de la estructura irresoluble contenida dentro de
la palabra “parásito”. Podría decirse que la palabra contiene dentro de sí los pasajes en miniatura o que

Sólo uso con fines educativos 165


los propios pasajes son una dramatización de la palabra. Los pasajes limitan el significado de la palabra
y, al mismo tiempo, lo amplían al trazar un diseño especial dentro del sistema complejo de pensamien-
to y configuración contenido dentro de la palabra.
Estos pasajes pudieran definirse como un intento por lograr que salga bien un complicado grupo
de temas. Su objetivo es mágico o prometeo. Intentan describir un acto de autoprocreación y autopo-
sesión narcisista que, al mismo tiempo, es un coito incestuoso entre hermano y hermana. Este coito se
salta las diferencias entre sexos y la heterogeneidad de familias en una cópula ilegítima. Al mismo tiem-
po, este acto es el derrumbamiento de la barrera entre el hombre y la naturaleza. Es también un acto
político que pone fin a una tiranía imaginada como el dominio familiar del mal padre sobre sus hijos
y sobre los hijos de éste en todas las generaciones sucesivas. Por último, es un acto de poesía que des-
truirá todas las barreras entre signo y significado. Dicha poesía producirá un apocalipsis de inminencia
donde ya no será necesaria la poesía dado que ya no serán necesarias más alegorías, ni metáforas, ni
sustituciones o “remplazos”, ni velos. El hombre estará entonces en presencia de un presente universal
que será todo luz. Ya no requerirá de formas luciféricas, personas, alegorías o imágenes de la naturaleza
para portar esa luz y, al ser su portador, ocultarla.
Todos estos proyectos fracasan a la vez. Fracasan en una manera que The Triumph of Life deja muy
clara al mostrar que la conjunción de amantes, nubes, oleaje y mal; o palabras, destruye lo que une y siem-
pre deja un remanente. Este rastro genético inicia el ciclo de hacer el amor, trata de poseerse debido al
yo —tiranía política autodestructiva— y escribe poesía, todo de nuevo. La poesía de Shelley es el registro
de un fracaso que se renueva a perpetuidad. Es un fracaso eterno por conseguir la fórmula adecuada y así
poner fin al yo incompleto y separado, poner fin a hacer el amor, poner fin a la política y a la poesía, todo
al mismo tiempo, en un apocalipsis ejecutorio en el que las palabras se convierten en el fuego que han
iniciado para así dejar de ser palabras, en una luz universal. Pero las palabras siempre permanecen ahí, en
la página, como los restos sin consumir de dicho intento fallido de utilizar las palabras para acabar con las
palabras. Por lo tanto, el intento debe repetirse. La misma escena, con los mismos elementos en una dis-
posición ligeramente diferente, es escrita por Shelley una y otra vez desde Queen Mab hasta The Triumph
of Life, en una repetición concluida únicamente debido a la muerte. Esta repetición imita la incapacidad
del poeta para hacerlo bien y así poner fin a la necesidad de tratar una vez más con lo que resta.
En el caso de Shelley, la palabra “parásito” denomina al puente, muro o membrana conectiva que
permite esta unión apocalíptica que anula la diferencia y, al mismo tiempo, permanece como barre-
ra, prohibiéndola. Como la delgada línea de la espuma de Afrodita en la playa, este remanente inicia
el proceso de nueva cuenta después de que desaparece la pareja anterior en su intento violento por
poner fin a la cadena interminable. Por otra parte, el parásito es la barrera y el himen marital entre los
elementos horizontales que constituyen cierta oposición binaria. Esta oposición genera formas y tam-
bién una narrativa de su interacción. Al mismo tiempo, el parásito es barrera y película conectiva entre
elementos que verticalmente se encuentran en planos diferentes: la tierra y el cielo, este mundo y el
mundo espiritual sobre él. Las parejas opuestas de este mundo —por ejemplo, macho en contraposi-
ción a hembra— representan y ocultan ese fuego blanco.
Los parásitos, para Shelley, siempre son flores parásitas. Son enredaderas que se enroscan en torno
a árboles de un bosque para ascender a la luz y el aire o que crecen en un palacio en ruinas para cubrir

Sólo uso con fines educativos 166


sus piedras y erigir emparrados fragantes allí. Las enredaderas parasitarias en flor se alimentan del aire
y de lo que pueden tomar de sus huéspedes, esos huéspedes a los cuales se unen con sus tallos. Los
parásitos de Shelley son pródigos en flores y levantan una malla entre el cielo y la tierra. Esta malla per-
manece, incluso en invierno, como una celosía de enredaderas muertas.
Una última ambigüedad de la versión shelleyana del sistema de parásito y anfitrión es la imposi-
bilidad de decidir si la amada hermana en estos poemas se encuentra en el mismo plano que el poeta
deseoso o si es un espíritu trascendental que eternamente se encuentra sobre él. Ella es ambas cosas a
la vez: una hermana a la que el protagonista podría hacer el amor, incestuosamente, y al mismo tiempo,
una musa o madre inalcanzable que gobierna todo, como los ojos espirituales que Alastor busca —que
no son los de una hermana terrenal—, o como el amor del poeta por Emily en Epipsychidion —que es
también un intento, como el de Prometeo, por robar el fuego divino—, o como la escena de amor eró-
tico en The Triumph of Life —que es presidida por la diosa devorante, que cabalga triunfal sobre la Vida,
o como, en la primera versión de este patrón, la Ianthe terrenal amada por Henry que es duplicada por
el Demonio del Mundo femenino que preside su relación y se encuentra presente al final del poema
como la estrella que repite los ojos de la heroína. Estos ojos como estrellas son símbolo constante en
Shelley del poder trascendental inalcanzable en su relación con los signos terrestres de ello pero, al
mismo tiempo, no son más que los ojos de la amada y, también al mismo tiempo, los propios ojos del
protagonista que le son reflejados.

IV

El motivo de una relación entre generaciones en la que una se relaciona parasitariamente con otra,
con toda la ambigüedad de esa relación, aparece en forma más completa en Epipsychidion. Esta versión
aclara la relación de este tema con el sistema de parásito y anfitrión, con el tema en Shelley de una
repetición generada siempre por lo que queda después de una autodestrucción cataclísmica previa,
con el tema político que siempre se encuentra presente en estos pasajes, con la relación de las obras
del hombre con la naturaleza y con la dramatización del poder de la poesía que es siempre uno de los
temas de Shelley.
De la torre destruida en las Espóradas, donde el poeta llevará a su Emily en Epipsychidion, se dice
en uno de los borradores del prefacio, de manera algo prosaica, que era “un castillo sarraceno que el
accidente había preservado en buen estado”. En el propio poema, esta torre es una estructura extraña
que ha crecido naturalmente, casi como una flor o piedra, saxífraga y saxiforme. Al mismo tiempo, es
casi sobrenatural: el albergue de un dios y una diosa, o por lo menos de un semidiós, el rey Océano, y su
hermana-esposa. La construcción agrupa lo humano; está, al mismo tiempo, por encima y por debajo
de lo humano:

But the chief marvel of the wilderness


Is a lone dwelling, built by whom or how

Sólo uso con fines educativos 167


None of the rustic island-people know:
‘Tis not a tower of strength, though with its height
It overtops the woods; but, for delight,
Some wise and tender Ocean-King, ere crime
Had been invented, in the world’s young prime,
Reared it, a wonder of that simple time,
An envy of the isles, a pleasure-house
Made sacred to his sister and his spouse.
It scarce seems now a wreck of human art,
But, as it were Titanic; in the heart
of Earth having assumed its form, then grown
Out of the mountains, from the living stone,
Lifting itself in caverns light and high:
For all the antique and learned imagery
Has been erased, and in the place of it
The ivy and the wild-vine interknit
The volumes of their many-twining stems;
Parasite flowers illume with dewy gems
The lampless halls, and when they fade, the sky
Peeps through their winter-woof of tracery
With moonlight patches, or star atoms keen,
Or fragments of the day’s intense serene;—
Working mosaic on their Parian floors.
[líneas 483-507]

[Pero la principal maravilla del yermo


Es una morada solitaria, construida por quién o cómo
Nadie de la rústica gente isleña sabe:
‘No es una torre férrea, mas por su altura
Rebasa al bosque; pero, por deleite,
Algún sabio y afectuoso rey Océano, antes de que el delito
Se inventara, en la juventud del mundo,
La erigió: una maravilla en esos sencillos tiempos,
La envidia de las islas, una casa de placer
que consagró a su hermana y esposa.
Difícilmente parece ahora una ruina de arte humano,
pero, como si fuera titánica, en el corazón
de la Tierra que asumió su forma, creció después
de las montañas, de la roca viva,
elevándose en cavernas delicadas y elevadas:

Sólo uso con fines educativos 168


Pues toda la imaginería antigua y aprendida,
Ha sido borrada, y en lugar de ella,
La hiedra y la enredadera entretejen
multitudes de tallos enroscados;
Flores parásitas iluminan con gemas de rocío
los pasillos sin farol, y cuando se apagan, el cielo
Mira por la trama invernal de tracería
Con parches de luz lunar, o intensos átomos de estrella,
O fragmentos del intenso cielo diurno sereno;
Mosaico laborioso en sus suelos parios].

Un “rey Océano” es, posiblemente, un rey humano de esta isla oceánica y, al mismo tiempo, posible-
mente, un Rey del Océano, un dios olímpico o titán. De cualquier modo, esta morada se construyó “en
la juventud del mundo”. Se construyó cerca del tiempo del origen, cuando los opuestos se encontraban
fusionados o casi fusionados y cuando el incesto no era un delito, como no lo era para esos faraones
egipcios que siempre se casaban con sus hermanas, las únicas esposas aptas para su divinidad terre-
nal. De la misma manera, en esa época joven, naturaleza y cultura no eran contrarias. El palacio parece
“titánico”, obra de un poder sobrehumano y, al mismo tiempo, humano; es, después de todo, “una ruina
de arte humano”, aunque apenas lo parece. Al mismo tiempo es natural, como si hubiera crecido de la
roca y no fuera producto del arte humano. La construcción alguna vez estuvo adornada con complejas
inscripciones e imágenes talladas que se borraron con el tiempo. Sus torres y fachadas una vez más
parecían roca natural, brotada de las montañas, roca viva. Lo natural, lo sobrenatural y lo humano se
reconciliaban en una unión cuyo símbolo era el incesto hermano-hermana, el apareo entre iguales, un
salto en el amor humano normal con su producción de nuevas líneas genéticas. La prohibición contra
el incesto, como ha argumentado Lévi-Strauss, es al mismo tiempo humano y natural. Por lo tanto, derri-
ba la barrera entre ambos. Este derrumbamiento fue roto por partida doble por el rey Océano y su her-
mana. Su cópula impidió que el delito se inventara. Mantuvo en unión a la naturaleza, lo sobrenatural y
lo humano, copiando y manteniendo esa visión de unidad que puede observarse desde el palacio. Este
paisaje terrestre y oceánico, dos en uno, hace que los pormenores de la naturaleza parezcan el sueño
ideal de una sexualidad satisfecha entre dos grandes dioses: la Tierra y el Océano:

And, day and night, aloof; from the high towers


And terraces, the Earth and Ocean seem
To sleep in one another’s arms, and dream
Of waves, flowers, clouds, woods, rocks, and all that we
Read in their smiles, and call reality.
[líneas 508-512]

[Y día y noche, apartados, desde las altas torres


Y terrazas, la Tierra y el Océano parecen

Sólo uso con fines educativos 169


Dormir uno en los brazos del otro, y soñar
Con olas, flores, nubes, rocas y todo lo que nosotros
Leemos en su sonrisa y llamamos realidad].

Es a este lugar donde el poeta planea llevar a su Emily, con la promesa de esa unión sexual ideal de
los primeros tiempos. Esta renovación renovará mágicamente el propio tiempo. Los llevará de vuelta a
una época anterior a la invención del delito y reconciliará nuevamente, en un abrazo ejecutorio, la natu-
raleza, lo sobrenatural y el hombre.
Sin embargo, esta ejecución nunca podrá llevarse a cabo. Al final de Epipsychidion permanece una
esperanza proléptica prohibida por las palabras que la expresan. Nunca podrá ser llevada a cabo por-
que en realidad esta unión nunca existió en el pasado. Sólo es una retrospección desde el presente. Es
una “apariencia” creada por la lectura de signos o los remanentes que aun quedan en el presente. El
rey Océano, por más sabio y afectuoso que haya sido, era humano después de todo. La prohibición del
incesto antecede al cometer el incesto. Antecede a la división entre lo natural y lo humano mientras, al
mismo tiempo, crea esa división. El acto sexual entre el rey Océano y su esposa fue el propio acto que
“inventó el delito”. Si bien no era cópula entre iguales, no puso un alto a la diferencia de sexos, familias
y generaciones, como lo demuestra la población de la tierra, la presencia de tiranía política y paternal, y
la existencia del poeta con su deseo insatisfecho por Emily.
Además, la construcción sólo parecía ser natural, divina y humana a la vez. Si bien su piedra es sufi-
cientemente natural, su forma era en realidad producto del arte humano, como lo evidencia la otrora
presencia de “imaginería antigua y aprendida” en ella. Esta imaginería era aprendida porque se remon-
taba aún más una tradición humana ya inmemorial. Las “multitudes” de hiedra y enredadera que ocul-
tan las flores parásitas, el previo grabado de un patrón jeroglífico en la roca y el posterior esbozo de
patrones mosaicos de tracería en los pisos de mármol, son sustitutos de esa escritura borrada. Aquí, las
enredaderas y parásitos puramente naturales se convierten, paradójicamente, en una especie de escri-
tura. Representan al patrón borrado de imaginería aprendida que grabaron en la roca los constructores
del rey Océano. En consecuencia, representan también la escritura en general, la escritura, por ejem-
plo, del propio poema que el lector está reconstituyendo en este momento. No obstante, el patrón de
enredaderas parásitas no es lenguaje legible; se encuentra “en lugar del” lenguaje humano borrado. Es
en este “en lugar de” donde se desmorona toda la unidad imaginaria de “la juventud del mundo”. Se
dispersa nuevamente para convertirse en compartimentos irreconciliables separados por la membrana
divisoria texturizada que trata de unirlos. Masculino y femenino; divino, humano, sobrenatural... todo
se convierte en ámbitos separados. Y son ámbitos separados por el propio lenguaje y porque éste es
dependiente de la alegoría, del “en lugar de” de la metáfora o la sustitución alegórica. Cualquier intento
de cruzar la barrera y unificar lo que por todo ese tiempo ha sido separado por el lenguaje unificador
(esa imaginería antigua y aprendida que ya estaba ahí incluso para el sabio y afectuoso rey Océano y su
esposa hermana) conduce únicamente a la exacerbación de la distancia. Se convierte en una transgre-
sión que crea esa misma barrera que trata de borrar o ignorar. El incesto no puede existir sin denomina-
ciones del parentesco y se “inventa” como delito no tanto en actos sexuales entre hermano y hermana
sino como cualquier imaginería para ellos. Sin embargo, esta imaginería siempre está ahí; es de anti-

Sólo uso con fines educativos 170


güedad inmemorial. Se une a la naturaleza y la cultura en aquello que las divide, tal como la piedra viva
está cubierta de imágenes talladas que le dan significación humana, y como las trepadoras parásitas o
las filigranas de sus sombras, que son tomadas como signos.
De la misma manera, el intento del poeta por repetir con Emily el placer del rey Océano y su her-
mana sólo repite el delito de las relaciones sexuales ilícitas que, por lo menos implícitamente, siempre
es incesto para Shelley. “Would we two had been twins of the same mother!” [“¡Si los dos hubiéramos sido
gemelos de la misma madre!”] (línea 45), le dice el protagonista a su Emily. El amor del hablante sólo
prolonga las divisiones. Su unión con Emily siempre permanece en el futuro, como le sucede al amor
de Henri en The Daemon of the World, o al amor del héroe en Alastor, o como se paga la unión de Laon
y Cythna cuando son quemados en la hoguera. El acto sexual de Laon y Cythna en cualquier caso no
produce la liberación política del islam. De la misma manera, el intento que hace el poeta en Epipsychi-
dion de expresar con palabras esta unión se convierte en la barrera que lo prohíbe. Prohíbe también el
intento prometeico del poeta de subir al cielo y apoderarse de su fuego mediante el lenguaje y el amor
erótico. Este pasaje es uno de los grandes clímax sinfónicos de Shelley, pero lo que expresa es el fracaso
de la poesía y el fracaso del amor. Expresa la destrucción del poeta-amante en su intento por salir de
sus límites, de las cadenas de la individualidad y del lenguaje al mismo tiempo. Este fracaso es la ver-
sión de Shelley de la estructura parásita.
Pero, ¿Quién es “Shelley”? ¿A qué se refiere esta palabra si toda obra firmada con este nombre no
tiene límites identificables ni tampoco muros interiores? No tiene bordes porque también ha sido inva-
dida desde dentro por otros “nombres”, otras potencias de la escritura: Rousseau, Dante, Ezequiel y toda
una hueste de otros, extranjeros fantasmas que han cruzado el umbral de los poemas, borrando sus
márgenes. Si bien la palabra “Shelley” puede aparecer impresa en la cubierta de un libro titulado Poe-
tical Works, debe denominar algo sin límites identificables, dado que el libro incorpora mucho exterior
dentro de su interior. La estructura parásita borra las fronteras de los textos donde se introduce. Para
“Shelley”, entonces, el parásito es una malla comunicante de lenguaje figurado que divide permanen-
temente lo que unificaría en un “en lugar de” perpetuo de unión prohibida. Esta malla crea la sombra
de esa unión como un efecto figurado, un “solía ser” fantasmal y un “aún pudiera ser”, nunca un “ahora” y
“aquí”:

Our breath shall intermix, our bosoms bound,


And our veins beat together; and our lips
With other eloquence that words, eclipse
The soul that burns between them, and the wells
Which boil under our being’s inmost cells,
The fountains of our deepest life, shall be
Confitsed in Passion’s golden purity,
As mountain-springs under the morning sun.
We shall become the same, we shall be one
Spirit within two frames, oh! wherefore two?
One passion in twin-hearts, which grows and grew,

Sólo uso con fines educativos 171


Till like two meteors of expanding flame,
Those spheres instinct with it become the same,
Touch, mingle, are transfigured; ever still
Burning, yet ever inconsumable:
In one another’s substance finding food,
Like flames too pure and light and unimbued
To nourish their bright lives with baser prey,
Which point to Heaven and cannot pass away:
One hope within two wills, one will beneath
Two overshadowing minds, one life, one death,
One Heaven, one Hell, one immortality,
And one annihilation. Woe is me!
The winged words on which my soul would pierce
Into the height of Love’s rare Universe,
Are chains of lead around its flight of fire—
I pant, I sink, I tremble, I expire!
[líneas 565-591]

[Nuestro aliento se entremezclará, unido nuestro pecho,


Y nuestras venas palpitan al unísono; nuestros labios,
Con elocuencia distinta de las palabras, eclipsan
El alma que arde entre ellos, y los pozos
Que hierven bajo las células más íntimas de nuestro ser
—las fuentes de nuestra vida más profunda—
Se fundirán en la pureza dorada de la Pasión
Como manantiales bajo el sol matinal.
Nos volveremos iguales, seremos un
Espíritu dentro de dos cuerpos. ¡Oh! ¿Por qué dos?
Una pasión en corazones gemelos que crece y creció
Hasta que, como dos meteoros de flama creciente,
Esferas llenas de ella, se vuelvan iguales,
Se toquen, se mezclen, se transfiguren, por siempre
Quemándose, sin consumirse nunca:
Encontrando alimento en la sustancia del otro,
Como flamas demasiado puras y luz, e insatisfechas
Para nutrir su vida brillante con presa degradante,
Que apuntan al Cielo y no pueden morir:
Una esperanza dentro de dos voluntades, una voluntad bajo
Dos mentes eclipsadas, una vida, una muerte,
Un Cielo, un Infierno, una inmortalidad

Sólo uso con fines educativos 172


Y una aniquilación. ¡Ay de mí!
Las palabras aladas sobre las que mi alma se abriría
Paso hacia la cumbre del extraño Universo del Amor
Son cadenas de plomo alrededor de su vuelo de fuego.
¡Jadeo, me hundo, tiemblo, expiro!]

Nadie que lea estas líneas extraordinarias puede dejar de sentir que el poeta protesta demasia-
do. Cada repetición de las palabras “un” y “una” sólo añade otra capa a la barrera que prohíbe la unici-
dad. El poeta protesta demasiado no sólo en el intento con palabras de producir una unión que esas
mismas palabras impiden que ocurra, sino incluso en el grito de aflicción al final. El poeta no sólo no
logra unirse mediante palabras con su Emily y así ascender a las feroces alturas del Amor: ni siquiera
“expira” mediante el fracaso de estas ejecuciones mágicas. Las palabras no logran que ocurra algo, ni
tampoco su incapacidad logra hacer que algo pase. Si bien el “anuncio” de Epipsychidion dice al lector
que el poeta murió en Florencia sin llegar jamás a esa isla, “una de las Espóradas más indómitas”, el lec-
tor sabe que las palabras no lo mataron, pues “¡Jadeo, me hundo, tiemblo, expiro!” está seguido de las
líneas dedicatorias posteriores al clímax, relativamente calmadas, que comienzan: “Weak Verses, go, kneel
at your Soverign’s feet” [“Débiles Versos, vayan y arrodíllense a los pies de su Soberano”] (línea 591).
Incluso este gran pasaje en clímax se compone de variaciones a la estructura parásita paradójica.
Los signos verbales de unión necesariamente reconstruyen la barrera que deberían eliminar. Cuanto
más dice el poeta que ellos serán uno, más se vuelven dos al reafirmar las maneras en que están sepa-
rados. Los labios que hablan con elocuencia distinta de las palabras son puertas que también son una
barrera liminal entre persona y persona. Esos labios pudieran eclipsar el alma que arde entre ellos, pero
siguen siendo un medio de comunicación que también es una barrera para la unión. Los labios son la
estructura parásita una vez más. Por otra parte, la voz que habla de una elocuencia más allá de las pala-
bras utiliza palabras elocuentes para hablar de este discurso transverbal. Al nombrar dicho discurso,
impide que el alma sea eclipsada. De igual modo, la imagen de los pozos profundos reafirma la noción
de la contención celular, tal como el choque de fuego y agua en la alegoría de los manantiales que se
“fusionan” bajo el sol matinal dice al lector que sólo evaporándose como entidades pueden los aman-
tes ser uno. Las imágenes de dos cuerpos con un espíritu, los meteoros dobles que se convierten en
una esfera flotante, el par en que cada uno es comensal y comida (“encontrando alimento en la sustan-
cia del otro”), son nuevamente la relación parásita. Todos desempeñan variaciones de la versión “shelle-
yana” de la estructura parásita: la noción de una unidad que permanece doble pero que, en la expresión
figurativa de esa unidad, revela la imposibilidad de que dos se vuelvan uno a través de la pared parasi-
taria y, empero, sigan siendo dos.
Esta imposibilidad es imitada en la mise en abîme final: una cascada de expresiones descriptivas
de una duplicidad que radica en el fundamento de una unicidad que después se subdivide una vez
más para radicar en un fundamento aún más profundo que, en última instancia, se revela como el abis-
mo de la “aniquilación”, si es que éste existe. La pared vertical entre célula y célula, amante y amada, es
duplicada por un velo horizontal entre niveles del ser. Cuando se levanta, cada velo revela únicamente
otro velo, ad infinitum, a menos que el último velo exponga una vacuidad. Ésta sería la vacuidad de esa

Sólo uso con fines educativos 173


unicidad que se implora exista al reiterarse el “un”,“una”,“un”,“una”: “Una esperanza dentro de dos volun-
tades, una voluntad bajo / Dos mentes eclipsadas, una vida, una muerte, / Un Cielo, un Infierno, una
inmortalidad / Y una aniquilación. ¡Ay de mí!” El lenguaje que trata de borrarse como lenguaje para dar
cabida a una unión sin mediador más allá del lenguaje es, en sí, la barrera que siempre queda como el
pesar de un rastro imborrable. Las palabras siempre están ahí como remanente, “cadenas de plomo”
que prohíben el vuelo de la unión feroz que invocan.
Esto no significa que hacer el amor y escribir poesía sea “la misma cosa” o que estén sujetos a los
mismos atolladeros que determinan su fracaso como ejecuciones que transforman mágicamente el
mundo. En cierto sentido son antagonistas, dado que “hacer el amor” trata de hacer sin palabras lo que
la poesía trata de hacer con palabras. Nadie puede dudar que Shelley creía que la experiencia sexual
“ocurre” o que él la “describiera” en su poesía: por ejemplo, en Laon and Cythna y en el gran pasaje de
amor erótico en The Triumph of Life. Sin embargo, hacer el amor y escribir poesía no son opuestos abso-
lutos tampoco en Shelley. Por decirlo de alguna manera, cada uno es la dramatización del otro o la ale-
goría del otro. Se trata de una relación elíptica en la que, sin importar en cuál de los dos se enfoque el
lector, cada uno demostrará ser la sustitución metafórica del otro. Sin embargo, el otro, cuando el lector
pasa a él, no es el “original” sino una alegoría de lo que al principio parecía ser la alegoría. Hacer el amor,
como lo demuestra The Triumph of Life, es una manera de “experimentar”, como sufrimiento encarnado,
la elaboración de signos, la proyección de signos y la interpretación de signos. La ausencia de palabras
en el acto sexual es, después de todo, sólo otra manera de morar dentro de los signos, como se eviden-
cia en The Triumph of Life mediante la similitud idéntica que se afirma entre Venus, estrella vespertina
del amor, y Lucifer, estrella de la mañana, “portador de luz”, personificación de la personificación y de
todos los demás tropos, de todas las formas de “en lugar de”.
Escribir poesía, por otra parte, siempre es para Shelley alegoría de, y alegoría mediante, varias for-
mas de vida: la política, la religiosa, la familiar y la erótica. No tiene prioridad como origen pero sólo
puede existir únicamente personificada en una u otra de las formas de vida de las que es alegoría. Para
Shelley, no existe el “signo” sin su portador material; por lo tanto, el juego de sustituciones en el len-
guaje nunca puede ser un intercambio meramente ideal. Este intercambio siempre está contaminado
por su encarnación necesaria, cuya forma más dramática es el cuerpo de los amantes. Por otra parte, el
acto sexual nunca es meramente un intercambio o comunión sin palabras. En vez de esto, se encuentra
contaminado por el lenguaje. El sexo es una manera de vivir, en la carne, las aporías de la alegoría. Es
también una manera de experimentar el modo de funcionar del lenguaje para prohibir la unión per-
fecta de los amantes. El lenguaje siempre permanece, después de que éstos se han agotado o incluso
aniquilado en un intento por hacerlo bien, como el rastro genético que inicia el ciclo de nueva cuenta.

Sólo uso con fines educativos 174


V

Cinco veces; siete, si uno cuenta The Daemon of the World y The Revolt of Islam como textos inde-
pendientes; siete veces, o incluso más si se incluyen otros pasajes con los mismos elementos donde la
palabra “parásito” no aparece... Más de siete veces, entonces, en toda su obra, Shelley se lanza contra los
labios de la puerta parasitaria. Y todas las veces cae de espaldas, habiendo fracasado en convertir dos
en uno sin aniquilar a ambos. Cae de espaldas como el propio remanente, el poder del lenguaje capaz
de decir “Ay de mí”, obligado a tratar nuevamente de romper la barrera sólo para caer una vez más en
repeticiones que terminan únicamente con su muerte.
A su vez, el crítico, como esos poetas —Browning, Hardy, Yeats o Stevens— que decididamente han
sido “influidos” por Shelley, es un seguidor que repite el patrón una vez más y que una vez más no logra
“hacerlo bien”, tal como Shelley se repite y repite a sus precursores, justo como el poeta y Emily siguen
al rey Océano y a su esposa hermana.
La versión del crítico del patrón proliferado en esta cadena de repeticiones es como sigue: el inten-
to del crítico por desenredar los elementos en los textos que interpreta sólo los enreda nuevamente
en otro lugar y siempre deja un remanente de opacidad, o una opacidad añadida, aún por desenredar.
El crítico queda atrapado en su propia versión de repeticiones interminables que determinan la carre-
ra del poeta. El crítico experimenta esto como una incapacidad para entender bien a su poeta en una
última formulación decisiva que le permitirá deshacerse de ese poeta, de una vez por todas. Si bien
cada poeta es diferente, cada uno contiene su propia forma de indecidibilidad. Esto pudiera definirse
diciendo que el crítico nunca puede mostrar decidiblemente si la obra del escritor es “decidible”, si es
capaz o no de interpretarse de manera definitiva. El crítico no puede desenmarañar la maraña de líneas
de significado, peinar sus hilos para que brillen claramente lado a lado. Sólo puede reconstituir el texto,
poner sus elementos en movimiento una vez más, en esa experiencia de la incapacidad de la lectura
determinable que es decisiva aquí.
La pared en blanco más allá de la cual no puede llevar el análisis racional surge de la presencia
simultánea, en cualquier texto de la literatura occidental, entrelazados inextricablemente como anfi-
trión y parásito de alguna versión de la metafísica logocéntrica y de su contraparte subversiva. En el
caso de Shelley, éstos son, por un lado, el “idealismo” siempre presente como una lectura posible de sus
poemas —incluso en The Triumph of Life— y, por el otro, el cuestionamiento de esto en el “escepticismo”
de Shelley mediante reconocer el papel de las proyecciones en la vida humana. Ésta es la ley del enclip-
samiento que deconstruye al idealismo y que se formula de manera más explícita en The Triumph of
Life:

Figures ever new


Rise on the bubble [of the phenomenal and historical world], paint
them how you may;
We have but thrown, as those before us threw,
Our shadows on it as it past away.
[líneas 248-251]

Sólo uso con fines educativos 175


[Figuras siempre nuevas
Se levantan en la burbuja [del mundo fenomenal e histórico], sin
importar cómo se pinten;
No hemos más que hecho, como ésos antes que
nosotros,
Sombra en él a medida que pasaba].

Sin embargo, la “deconstrucción” de la metafísica al apelar a la naturaleza figurativa del lenguaje


siempre contiene su propio atolladero, ya sea que este desmantelamiento se lleve a cabo dentro del
escrito del propio autor o después de éste en la reconstitución repetitiva que hace el crítico que llega
después, como es el caso de mi análisis aquí. Este atolladero también es doble. Por un lado, el poeta y
su sombra, el crítico, pueden “deconstruir” la metafísica únicamente con cierta herramienta de análisis
capaz de convertirse, a su vez, en otra forma de metafísica. Dicho de otra manera, la diferenciación entre
metafísica y escepticismo se reforma como una nueva forma de duplicidad dentro del “escepticismo”. El
escepticismo no es una máquina firme e inequívoca de deconstrucción; porta dentro de sí otra forma
de estructura parasitaria, una imagen reflejo con valencias invertidas de aquello dentro de la propia
metafísica.
La manera en que el idealismo recurre al lenguaje es un ejemplo admirable de esto. Tal y como
es muy evidente en la crítica actual, el análisis retórico, la “semiótica”, el “estructuralismo”, la “narratolo-
gía” o la interpretación de tropos puede congelarse en una disciplina cuasicientífica que promete cer-
tidumbre racional exhaustiva en la identificación del significado en un texto y en la identificación de la
manera en que se produce ese significado. El recurrir a la etimología puede convertirse en otra arqueo-
logía. Puede convertirse en otra manera de ser seducido por el poder explicativo aparente de los “orí-
genes” supuestos y del poder explicativo que acompaña a las cadenas determinadas aparentemente
de manera causal que surgen de un punto de partida en cierta “raíz indoeuropea”. En la medida en que
este movimiento en la crítica contemporánea está motivado por un recurrir a las ideas lingüísticas de
Freud, los críticos tal vez deberían recordar cómo él demostró, en Psicopatología de la vida cotidiana y
El chiste y sus relaciones con el inconsciente, cuán superficial es el juego de palabras en todas sus formas.
El juego de palabras es la represión de algo más peligroso. Este algo, sin embargo, se entreteje con ese
juego de palabras y lo prohíbe por ser meramente verbal o meramente juego. El análisis retórico, el
análisis alegórico e incluso la investigación de etimologías son necesarios para poner en tela de juicio
la lectura tremendamente idealista de Shelley, pero dichos análisis deben desmantelarse a su vez en
un movimiento interminable de cuestionamiento que es la vida de la crítica. La crítica es una actividad
humana que, para ser válida, depende de nunca sentirse a sus anchas dentro de un “método” fijo. Cons-
tantemente debe cuestionar sus propios fundamentos. El texto crítico y el texto literario son parásito y
anfitrión del otro, cada uno alimentándose del otro y alimentándolo, destruyéndolo y siendo destruido
por él.
No obstante, el desmantelamiento de los supuestos lingüísticos necesarios para desmantelar el

Sólo uso con fines educativos 176


idealismo de Shelley no debe ocurrir mediante un regreso al idealismo ni mediante el recurso a algún
“metalenguaje” que abarque ambos, sino mediante un movimiento a través del análisis retórico, el aná-
lisis de los tropos y el recurso a las etimologías, a algo “más allá” del lenguaje que ahora sólo puede
alcanzarse al reconocer el momento lingüístico en su contraímpetu frente al idealismo o frente a la
metafísica logocéntrica. Por “momento lingüístico” me refiero al momento en una obra literaria cuando
se pone en tela de juicio su propio medio. Este momento permite al crítico tomar lo que queda del cho-
que entre escepticismo e idealismo como nuevo punto de partida al reconocer, por ejemplo, la función
ejecutoria del lenguaje que se ha introducido en mi análisis de Shelley. Dado que esto restituye una
nueva forma de referencialidad y forma un nuevo choque —ahora entre la retórica como tropos y la
retórica como palabras ejecutorias—, debe ser puesto en tela de juicio nuevamente en un movimiento
incesante de interpretación que el propio Shelley imita en la secuencia de episodios en The Triumph of
Life.
Este movimiento no está sujeto a la síntesis dialéctica ni a cualquier otra limitación. No obstante,
lo irresoluble siempre tiene fuerza para regresar a alguna forma encubierta de movimiento dialéctico,
como en los términos “cadena” e “ir más allá” que he utilizado aquí. Sin embargo, esto se contrarresta
constantemente con la experiencia del movimiento usual. Lo momentáneo siempre tiende a generar
una narrativa, incluso si es la narrativa de la imposibilidad de la narrativa, la imposibilidad de ir de aquí
a allá mediante el lenguaje. La tensión entre dialéctica e indecidibilidad es otra manera en que esta
forma de crítica permanece abierta en el movimiento incesante de un “en lugar de” sin lugar de reposo.
La palabra “deconstrucción” es, en cierto modo, una buena manera de denominar a este movimien-
to. La palabra, como otras palabras con “de” —“decrepitud”, por ejemplo, o “denotación”—, describe una
acción paradójica que es negativa y positiva a la vez. En esto es como todas las palabras con un prefijo
antitético doble, palabras con “ana” —como “análisis”— o palabras con “para” —como “parásito”. Estas
palabras tienden a darse en pares que no son opuestos, positivo contra negativo. Se relacionan en una
diferenciación sistemática que, en cada caso, requiere un análisis deferente o desvinculación pero que,
en cada caso, conduce de manera diferente cada vez a la vinculación de una unión doble. Esta vincu-
lación es al mismo tiempo un soltarse. Es una parálisis del pensamiento ante lo que no puede pen-
sarse racionalmente: análisis, parálisis; solución, disolución; composición, descomposición; construcción,
deconstrucción; armar; desarmar; cauto, incauto; competencia, incompetencia; apocalíptico, anacalíp-
tico; constitutivo, desconstitutivo. La crítica deconstructiva va y viene entre los polos de estos pares,
demostrando en su propia actividad que, por ejemplo, no hay deconstrucción que no sea al mismo
tiempo constructiva, afirmativa. La palabra dice esto al yuxtaponer “de” y “con”.
Al mismo tiempo, la palabra “deconstrucción” tiene alusiones o implicaciones engañosas. Sugiere
algo demasiado externo, demasiado magistral y musculoso. Sugiere la demolición del texto impotente
con herramientas diferentes y más fuertes que aquello que se está demoliendo. La palabra “deconstruc-
ción” sugiere que dicha crítica es una actividad que convierte algo unificado de vuelta en fragmentos
o partes desvinculadas. Sugiere la imagen de un niño que se lleva el reloj de su padre para convertirlo
de nueva cuenta en partes inútiles más allá de cualquier reconstitución. Un deconstruccionista no es
un parásito sino un parricida; es el hijo malo que demuele más allá de toda esperanza de reparación la
maquinaria de la metafísica occidental.

Sólo uso con fines educativos 177


Dado que la “deconstrucción” denomina el uso de análisis retóricos, etimológicos o alegóricos para
desmistificar las mistificaciones del lenguaje literario y filosófico, esta forma de crítica no se encuen-
tra afuera sino adentro. Su naturaleza es igual a la de aquello contra lo cual trabaja. Lejos de reducir el
texto nuevamente a fragmentos desvinculados, inevitablemente construye de nueva cuenta con una
forma diferente aquello que deconstruye. Hace nuevamente a medida que deshace. Vuelve a cruzar en
un lugar lo que descruza en otro. Más que vigilar el texto con mando soberano desde fuera, permanece
atrapada dentro de la actividad en el interior del texto que reconstituye.
A la acción de deconstruir, con su implicación del poder irresistible del crítico sobre el texto, siem-
pre debe añadirse la experiencia de la imposibilidad de ejercer ese poder como descripción de lo que
ocurre en la interpretación. El desmantelador se desmantela a sí mismo. Lejos de ser una sierra que se
adentra más y más en el texto, cada vez más cerca de darle una interpretación definitiva, el modo de
crítica a veces llamado “deconstrucción” —el cual es crítica analítica per se— siempre encuentra cier-
to modo de oscilación si se lleva suficientemente lejos. En esta oscilación, dos ideas genuinas sobre
la literatura en general y sobre un texto dado en particular se inhiben, subvierten y socavan una a la
otra. Esta inhibición impide que ambas funcionen como lugar de descanso firme, punto final del análi-
sis. Mi ejemplo en este texto ha sido la copresencia, en la estructura parasitaria de Shelley, de idealismo
y escepticismo, de una referencialidad que sólo hace referencias prolépticas alegóricamente —y, por lo
tanto, no hace ninguna referencia— y de ejecuciones que no ejecutan. El análisis se torna en parálisis,
de acuerdo con la extraña necesidad que hace que estas palabras, o la “experiencia” o el “procedimien-
to” que describen, se conviertan en uno y otro. Cada una atraviesa su aparente negación u opuesto. Si
la palabra “deconstrucción” denomina al procedimiento de crítica, y “oscilación” al atolladero al que se
llega mediante ese procedimiento, “irresolución” denomina la experiencia de un movimiento incesable-
mente insatisfactorio en la relación del crítico con el texto.
La justificación final de este modo de crítica, tanto como de cualquier modo concebible, es que
funciona. Hasta la fecha ha revelado significados no identificados y maneras de lograr un significado
en los principales textos literarios. La hipótesis de una posible heterogeneidad en los textos literarios es
más flexible, más abierta a un trabajo dado, que el supuesto de que una buena obra literaria necesaria-
mente va a ser “unificada orgánicamente”. Esta última presuposición es uno de los principales factores
que inhiben la complejidad posiblemente autosubversiva de significados en una obra dada. Por otra
parte, la “deconstrucción” encuentra en el texto que interpreta los patrones antitéticos dobles que iden-
tifica: por ejemplo, la relación de parásito y anfitrión. No las declara estructuras explicativas universales,
ni para el texto en cuestión ni para la literatura en general. La deconstrucción intenta resistir las tenden-
cias totalizantes y totalitarias de la crítica. Trata de resistir sus propias tendencias a venir a pararse en
cierto sentido de dominio sobre la obra. Las resiste en el nombre de un gozo interpretativo incómodo,
más allá del nihilismo, siempre en movimiento, un ir más allá que permanece en el lugar, como el pará-
sito que está fuera de la puerta pero dentro ya: el más extraño de los invitados.

Sólo uso con fines educativos 178


Lectura Nº3
Bhabha, Homi, “El Compromiso con la Teoría” (Cap. I), en El Lugar de la Cultura,
Buenos Aires, Argentina, Ediciones Manantial SRL, 1994, pp. 39-60.

Un supuesto dañino y autodestructivo pretende que la teoría sea necesariamente el lenguaje de


elite de los privilegiados sociales y culturales. Se dice que el lugar del crítico académico inevitablemen-
te queda dentro del área de los archivos eurocéntricos de un Occidente imperialista o neocolonial. Los
campos olímpicos de lo que equivocadamente se caratula “teoría pura” se suponen eternamente ais-
lados de las exigencias y tragedias históricas de los miserables de la tierra. ¿Siempre debemos polari-
zar para polemizar? ¿Estamos atrapados en una política de combate donde la representación de los
antagonismos sociales y las contradicciones históricas no pueden tomar otra forma que un binarismo
de teoría versus política? ¿El objetivo de la libertad de conocimiento puede ser la mera inversión de la
relación de opresor y oprimido, centro y periferia, imagen negativa e imagen positiva? ¿El único camino
que nos queda para salir de ese dualismo es la afiliación a una oposicionalidad implacable o la inven-
ción de un contramito originario de pureza radical? ¿El proyecto de nuestras estéticas liberacionistas
debe ser por siempre parte de una visión totalizante utópica del Ser y la Historia que busca trascender
las contradicciones y ambivalencias que constituyen la estructura misma de la subjetividad humana y
sus sistemas de representación cultural?
Entre lo que se representa como “hurto” y distorsión de la “metateorización” europea, y la expe-
riencia activista radical y comprometida de la creatividad del Tercer Mundo,1 podemos ver la imagen
en espejo (aunque invertida en contenido e intención) de esa polaridad ahistórica del siglo XIX entre
Oriente y Occidente que, en nombre del progreso, desencadenó las ideologías imperialistas exclusio-
nistas del yo y el otro. Esta vez, el término “teoría crítica”, a menudo no teorizado ni argumentado, es
definitivamente el Otro, una otredad que es insistentemente identificada con los desvaríos del crítico
eurocéntrico despolitizado. La causa del arte o la crítica radicales es mejor servida, por ejemplo, por un
fulminante profesor de cine que anuncie, en un cortocircuito de la argumentación: “¿No somos artistas,
somos activistas políticos?” Al oscurecer el poder de su propia práctica en la retórica de la militancia,
no logra llamar la atención sobre el valor específico de una política de la producción cultural; esta polí-
tica, al hacer de la superficie de la significación cinemática el fundamento de la intervención política,
le da profundidad al lenguaje de la crítica social y extiende el dominio de la “política” en una dirección
que no quedará enteramente dominada por las fuerzas del control económico o social. Las formas de
la rebelión popular o la movilización suelen ser más subversivas y transgresivas cuando son creadas
mediante prácticas culturales oposicionales.
Antes de que se me acuse de voluntarismo burgués, pragmatismo liberal, pluralismo academicista
y todos los demás “ismos” con los que atacan quienes ponen su más severa censura contra el teoricis-
mo “eurocéntrico” (derrideanismo, lacanismo, postestructuralismo...), me gustaría clarificar los objetivos
de mis preguntas iniciales. Estoy convencido de que, en el idioma de la economía política, es legítimo
representar las relaciones de explotación y dominación en los términos de la división discursiva entre el
Primer y el Tercer Mundo, el Norte y el Sur. Pese a los reclamos a una retórica espúrea de “internaciona-

Sólo uso con fines educativos 179


lismo” por parte de las multinacionales establecidas y las redes de las nuevas industrias tecnológicas de
las comunicaciones, esas circulaciones de signos y bienes que existen son capturadas en los circuitos
viciosos de la plusvalía que enlazan el capital del Primer Mundo con los mercados de trabajo del Tercer
Mundo mediante las cadenas de la división internacional del trabajo y las clases compradoras naciona-
les. Gayatri Spivak tiene razón al concluir que va en el sentido del “interés del capital preservar el teatro
comprador en un estado relativamente primitivo de legislación del trabajo y de regulación del medio
ambiente”. 2
Estoy igualmente convencido de que, en el idioma de la diplomacia internacional, hay un súbito
crecimiento de un nuevo nacionalismo anglo-norteamericano que articula crecientemente su poder
económico y militar en actos políticos que expresan una falta de respeto neoimperialista por la inde-
pendencia y autonomía de pueblos y lugares en el Tercer Mundo. Pienso en la política de “patio trase-
ro” que practicaban los norteamericanos respecto del Caribe y América Latina, la truculencia patriótica
y el folclore patricio de la campaña inglesa por las Malvinas, o, más recientemente, el triunfalismo de
las fuerzas norteamericanas y británicas durante la Guerra del Golfo. Estoy convencido además de que
tal dominación económica y política tiene una profunda influencia hegemónica sobre los órdenes de
información del mundo occidental, sus medios de comunicación populares y sus instituciones especia-
lizadas y académicas. Todo eso no está en duda.
Lo que sí exige más discusión es si los “nuevos” lenguajes de la crítica teórica (semiótica, postes-
tructuralista, deconstruccionista y lo demás) se limitan a reflejar esas divisiones geopolíticas y sus esfe-
ras de influencia. ¿Los intereses de la teoría “occidental” necesariamente están coordinados con el papel
hegemónico de Occidente como bloque de poder? ¿El lenguaje de la teoría es sólo otra treta de la elite
occidental culturalmente privilegiada para producir un discurso del Otro que refuerce su propia ecua-
ción poder-conocimiento?
Un gran festival de cine en Occidente (aun una reunión alternativa o contracultural como el Congre-
so del “Tercer Cine” en Edimburgo) nunca deja de revelar la influencia desproporcionada del Occiden-
te como foro cultural, en los tres sentidos de esa palabra: como sitio de exhibición pública y discusión,
como lugar de juicio y como mercado. Una película india sobre el drama de los sin techo en Bombay
gana el Festival de Newcastle, lo cual abre posibilidades de distribución en la India. La primera desgarra-
dora exposición del desastre de Bhopal la hace el Channel Four. Un importante debate sobre la política y
teoría del Tercer Cine aparece en Screen, publicación del British film Institute. Un artículo erudito sobre la
importante historia del neotradicionalismo y lo “popular” en el cine indio ve la luz en Framework.3 Entre
los más importantes contribuyentes al desarrollo del Tercer Cine como precepto y práctica hay una can-
tidad de cineastas y críticos del Tercer Mundo que son exiliados o émigrés en el Occidente y viven pro-
blemáticamente, a menudo peligrosamente, en los márgenes “izquierdos” de una cultura liberal burguesa
eurocéntrica. No creo que deba mencionar nombres o lugares particulares, o detallar las razones históri-
cas por las que el Occidente carga y explota lo que Bourdieu llamaría su capital simbólico. La condición
es demasiado conocida, y no es mi propósito aquí hacer esas importantes distinciones entre diferentes
situaciones nacionales y las dispares causas políticas e históricas colectivas del exilio cultural. Quiero
tomar posición sobre los márgenes móviles del desplazamiento cultural (que confunde cualquier senti-
do profundo o “auténtico” de una cultura “nacional” o un intelectual “orgánico”) y preguntar cuál podría

Sólo uso con fines educativos 180


ser la función de una perspectiva teórica comprometida, una vez que se toma como punto de partida
paradigmático la hibridez cultural e histórica del mundo poscolonial.
¿Comprometida con qué? En este estadio de la argumentación, no quiero identificar ningún “obje-
to” específico de afiliación política: el Tercer Mundo, la clase obrera, la lucha feminista. Aunque tal obje-
tivación de la actividad política es crucial y debe fundamentar de modo significativo el debate político,
no es la única opción para los críticos o intelectuales que están comprometidos con el cambio político
progresivo en la dirección de una sociedad socialista. Es una señal de madurez política aceptar que hay
muchas formas de escritura política cuyos diferentes efectos quedan oscurecidos cuando se los divide
entre lo “teórico” y el “activismo”. No es que el folleto sobre la organización de una huelga carezca de
teoría, mientras que un artículo especulativo sobre la teoría de la ideología debería tener más ejemplos
o aplicaciones prácticos. Ambos son formas de discurso, y en esa medida más que reflejar producen sus
objetos de referencia. La diferencia entre ellos está en sus cualidades operacionales. El folleto tiene un
objetivo específico expositorio y organizacional, limitado temporalmente al acontecimiento; la teoría
de la ideología hace su contribución a esas ideas y principios políticos asimilados que conforman el
derecho a la huelga. El último no justifica al primero; ni debe precederlo necesariamente. Existe lado a
lado con él, uno como parte posibilitadora del otro, como el anverso y el reverso de una hoja de papel,
para usar una común analogía semiótica en un contexto político inusual.
Mi interés aquí apunta al proceso de la “intervención ideológica”, que es el nombre que da Stuart
Hall al papel de la “imaginación” o representación en la práctica de la política en su respuesta a las elec-
ciones inglesas de 1987.4 Para Hall, la noción de hegemonía implica una política de la identificación de
lo imaginario. Esto ocupa un espacio discursivo que no está exclusivamente delimitado por la historia
ni de la derecha ni de la izquierda. Existe de algún modo entre-medio [in-between] de estas polaridades
políticas, y también entre las divisiones corrientes de teoría y práctica política. Este enfoque, tal como yo
lo leo, nos introduce en un momento, o movimiento, olvidado y excitante, que es el “reconocimiento” de
la relación de la política y la teoría; y confunde la división tradicional entre ellas. Tal movimiento se inicia
cuando vemos que la relación está determinada por la regla de la materialidad repetible, que Foucault
describe como el proceso por el cual las proposiciones de una institución pueden ser transcriptas en
el discurso de otra.5 Pese a los esquemas de uso y aplicación que constituyen un campo de estabiliza-
ción para la proposición, cualquier cambio en las condiciones de uso y reinvestisión de la proposición,
cualquier alteración en su campo de experiencia o verificación, o en realidad cualquier diferencia en los
problemas a resolver, puede llevar a la emergencia de una nueva proposición: la diferencia de lo mismo.
¿En qué formas híbridas, entonces, puede emerger una política de la proposición teórica? ¿Qué ten-
siones y ambivalencias marcan este sitio enigmático desde el que habla la teoría? Hablando en nom-
bre de alguna contraautoridad u horizonte de “lo verdadero” (en el sentido foucaultiano de los efec-
tos estratégicos de cualquier aparato o dispositif), la empresa teórica tiene que representar la autoridad
adversa (de poder y/o conocimiento) que, en un movimiento de doble inscripción, simultáneamente
busca subvertir y reemplazar. En esta complicada formulación he tratado de indicar algo del límite y
ubicación del acontecimiento de la crítica teórica que no contiene la verdad (en oposición polar al tota-
litarismo, “liberalismo burgués” o lo que se suponga que lo reprima). Lo “cierto” siempre está marcado y
conformado por la ambivalencia del proceso mismo de emergencia, la productividad de los sentidos

Sólo uso con fines educativos 181


que construyen contraconocimientos in medias res, en el acto mismo del enfrentamiento, dentro de los
términos de una negociación (más que de una negación) de elementos oposicionales y antagónicos.
Las posiciones políticas no son simplemente identificables como progresistas o reaccionarias, burgue-
sas o radicales, previo al acto de crítique engagée o fuera de los términos y las condiciones de su inter-
pelación [address] discursiva. Es en este sentido que debe pensarse el momento histórico de la acción
política como parte de la historia de la forma de su escritura. Esto no equivale a afirmar lo obvio, que
no hay conocimiento (político u otro) fuera de la representación. Es sugerir que la dinámica de la escri-
tura y la textualidad nos exige repensar la lógica de la causalidad y la determinación mediante la cual
reconocemos lo “político” como una forma de cálculo y acción estratégica dedicada a la transformación
social.
El interrogante “¿qué hacer?” debe reconocer la fuerza de la escritura, su metaforicidad y su discur-
so retórico, como una matriz productiva que define lo “social” y lo hace disponible como un objetivo
de y para la acción. La textualidad no es simplemente una expresión ideológica de segundo orden o
un síntoma verbal de un sujeto político dado. Que el sujeto político (como, de hecho, el sujeto de la
política) es un hecho discursivo, es algo que se hace sumamente claro en un texto que ha sido una
influencia formativa para el discurso democrático y socialista occidental: el ensayo Sobre la Libertad de
Mill. Su capítulo crucial, “Sobre la Libertad de Pensamiento y Expresión” es un intento por definir el jui-
cio político como el problema de encontrar una forma de retórica pública capaz de representar “conte-
nidos” políticos diferentes y opuestos no como principios preconstituidos a priori sino como un inter-
cambio discursivo dialógico; una negociación de términos en un presente continuo de la enunciación
de la proposición política. Lo inesperado es la sugerencia de que una crisis de identificación es iniciada
en la performance textual que despliega una cierta “diferencia” dentro de la significación de cualquier
sistema político singular, previo al establecimiento de las diferencias sustanciales entre creencias políti-
cas. Un conocimiento sólo puede volverse político mediante un proceso agnóstico: disenso, alteridad y
otredad son las condiciones discursivas para la circulación y reconocimiento de un sujeto politizado y
una “verdad” pública:

(Si) no existen oponentes a todas las verdades importantes, es indispensable imaginarlos.


[...] Es preciso sentir toda la fuerza de la dificultad que la visión genuina del sujeto tiene que
enfrentar y derrotar; de otro modo nunca entrará en verdadera posesión de la parte de verdad que
encuentra y elimina esa dificultad. [...] Su conclusión puede ser cierta, pero podría ser falsa para
cualquier cosa que sepan: nunca se han colocado en la posición mental de los que piensan dis-
tinto que ellos [...] y en consecuencia no conocen, en ningún sentido adecuado de la palabra, la
doctrina que ellos mismos profesan.6 (Las bastardillas son mías).

Es cierto que la “racionalidad” de Mill le permite, o le exige, esas formas de contención y contradic-
ción para poder destacar su visión de la curva inherentemente progresiva y evolutiva del juicio huma-
no. (Esto hace posible que la contradicción se resuelva y también genera un sentimiento de la “comple-
ta verdad” que refleja la inclinación natural, orgánica, de la mente humana). También es cierto que Mill
siempre reserva, en la sociedad como en su argumentación, el espacio neutro irreal de la Tercera Per-

Sólo uso con fines educativos 182


sona como representante del “pueblo”, que presencia el debate desde una “distancia epistemológica” y
saca las conclusiones razonables. Aun así, en su intento por describir lo político como una forma de
debate y diálogo (como el proceso de la retórica pública) que es mediado crucialmente por esta facul-
tad ambivalente y antagónica de una “imaginación” política, Mill excede el sentido mimético usual de la
batalla de las ideas. Sugiere algo mucho más dialógico: la comprensión de la idea política en el punto
ambivalente de la interpelación textual, su emergencia mediante una forma de proyección política.
Releer a Mill a través de las estrategias de “escritura” que he sugerido revela que no se puede seguir
pasivamente la línea de argumentación que atraviesa la lógica de la ideología opuesta. El proceso tex-
tual de antagonismo político inicia un proceso contradictorio de lectura entre líneas; el agente del dis-
curso se vuelve, al mismo tiempo que es emitido, el objeto invertido, proyectado del argumento, vuelto
contra sí mismo. Sólo asumiendo efectivamente la posición mental del antagonista, insiste Mill, y tra-
bajando a través de la fuerza desplazadora y descentradora de esa dificultad discursiva, se produce la
“porción de verdad” politizada. Es una dinámica diferente de la ética de tolerancia en la ideología liberal
que tiene que imaginar la oposición para contenerla y demostrar su relativismo o humanismo ilumi-
nados. Leer a Mill a contrapelo sugiere que la política sólo puede volverse representativa, un genuino
discurso público, mediante una disyunción en la significación del sujeto de la representación; mediante
una ambivalencia en el punto de la enunciación de una política.
He elegido demostrar la importancia del espacio de la escritura, y la problemática de la interpela-
ción, en el corazón mismo de la tradición liberal, porque es ahí donde el mito de la “transparencia” del
agente humano y la razonabilidad de la acción política se afirma con más energía. Pese a las alterna-
tivas políticas más radicales de la derecha y de la izquierda, la visión popular y de sentido común del
lugar del individuo en relación con lo social sigue siendo sustancialmente pensada y vivida en térmi-
nos éticos moldeados por las creencias liberales. Lo que revela la atención a la retórica y la escritura es
la ambivalencia discursiva que hace posible “lo político”. Desde tal perspectiva, la problemática del jui-
cio político no puede ser representada como un problema epistemológico de apariencia y realidad, o
teoría y práctica, o palabra y cosa. No puede representarse como un problema dialéctico o una contra-
dicción sintomática constitutiva de la materialidad de lo “real”. Por el contrario, nos hace dolorosamente
conscientes de la yuxtaposición ambivalente, la peligrosa relación intersticial de lo factual y lo proyec-
tivo, y, más allá de eso, de la función crucial de lo textual y lo retórico. Son estas vicisitudes del movi-
miento del significante, en la tarea de fijar lo factual y clausurar lo real, las que aseguran la eficacia del
pensamiento estratégico en los discursos de la Realpolitik. Es este ir-y-venir-, este fort/da del proceso
simbólico de la negociación política, lo que constituye una política de la interpelación. Su importancia
va más allá de la desestabilización del esencialismo o logocentrismo de una tradición política recibida,
en nombre de un abstracto juego libre del significante.
Un discurso crítico no produce un objeto político nuevo ni un nuevo objetivo ni un nuevo cono-
cimiento, lo cual es simplemente un reflejo mimético de un principio político a priori o compromi-
so teórico. No debemos pedirle una pura teleología del análisis mediante la cual el principio previo
sea simplemente aumentado, su racionalidad fluidamente desarrollada, su identidad como socialista
o materialista (opuestos a neoimperialista o humanista) consistentemente confirmada en cada esta-
dio oposicional de la discusión. Ese idealismo político de identikit puede ser el gesto de un gran fer-

Sólo uso con fines educativos 183


vor individual, pero carece del profundo, aunque peligroso, sentimiento de lo que acarrea el pasaje de
la historia en el discurso teórico. El idioma de la crítica es efectivo no porque mantenga por siempre
separados los términos del amo y el esclavo, el mercantilista y el marxista, sino en la medida en que
supera los campos dados de la oposición y abre un espacio de traducción: un lugar de hibridez, figu-
rativamente hablando, donde la construcción de un objeto político que es nuevo, ni uno ni otro, aliena
nuestras expectativas políticas, y cambia, como debe hacerlo, las formas mismas de nuestro recono-
cimiento del momento de la política. El desafío está en concebir el tiempo de la acción y compren-
sión política como la apertura de un espacio que puede aceptar y regular la estructura diferencial del
momento de la intervención sin precipitarse a fundir en una unidad el antagonismo o la contradicción
social. Esto es una señal de que la historia está sucediendo, dentro de las páginas de la teoría, dentro
de los sistemas y estructuras que construimos para figurar el pasaje de lo histórico.
Cuando hablo de negociación más que de negación, es para transmitir una idea de temporalidad
que hace posible concebir una articulación de elementos antagónicos o contradictorios: una dialéctica
sin la emergencia de una Historia teleológica o trascendente, y más allá de la forma prescriptiva de una
lectura sintomática donde los tics nerviosos sobre la superficie de la ideología revelan la “contradic-
ción materialista real” que encarna la Historia. En esa temporalidad discursiva, el advenimiento de la
teoría se vuelve una negociación de instancias contradictorias y antagónicas que abren sitios y obje-
tivos híbridos de lucha, y destruyen esas polaridades negativas entre el conocimiento y sus objetos, y
entre la teoría y la razón práctico-política.7 Si me he manifestado contra una división primordial y pre-
via entre derecha o izquierda, progresista o reaccionario, ha sido sólo para acentuar la plena différance
histórica y discursiva entre ellos. No querría que mi idea de negociación se confunda con algún sentido
sindicalista de reformismo, porque no es ése el nivel político que estoy explorando aquí. Con la idea de
negociación trato de llamar la atención sobre la estructura de iteración que informa los movimientos
políticos que intentan articular elementos antagónicos y oposicionales sin la racionalidad redentora de
la negación superadora [sublation] o trascendencia.8
La temporalidad de la negociación o traducción, como la he esbozado, tiene dos ventajas principales.
Primero, reconoce la conexión histórica entre el sujeto y el objeto de la crítica de modo que no puede
haber una oposición simplista y esencialista entre desconocimiento ideológico y verdad revoluciona-
ria. La lectura progresista está determinada crucialmente por la situación de confrontación o agonística
misma; es efectiva porque usa la máscara subversiva y confusionista del camuflaje y no adviene como un
puro ángel vengador pronunciando la verdad de una historicidad radical y una pura oposicionalidad. Si
uno es consciente de esta emergencia (no origen) heterogénea de la crítica radical, entonces (y éste es mi
segundo argumento) la función de la teoría dentro del proceso político se vuelve un arma de doble filo.
Nos hace conscientes de que nuestros referentes y prioridades políticos (el pueblo, la comunidad, la lucha
de clases, el antirracismo, la diferencia de género, la afirmación de una perspectiva antiimperialista, negra
o tercermundista) no están allí en un sentido primordial y naturalista. Ni reflejan un objeto político unita-
rio u homogéneo. Tienen sentido en tanto llegan a construirse en el discurso del feminismo, el marxismo,
el Tercer Cine o lo que sea, cuyos objetos de prioridad (la clase, la sexualidad o “la nueva etnicidad”) están
siempre en una tensión histórica y filosófica, o en referencia cruzada con otros objetivos.
De hecho, toda la historia del pensamiento socialista que busca “hacerlo de nuevo y mejor” pare-

Sólo uso con fines educativos 184


ce ser un proceso con finalidades diferentes a las de articular prioridades cuyos objetos políticos pue-
den ser recalcitrantes y contradictorios. Dentro del marxismo contemporáneo, por ejemplo, lo testimo-
nia la tensión permanente entre la facción inglesa, humanista y laborista, y las tendencias “teoricistas”
y estructuralistas de la nueva izquierda. Dentro del feminismo, hay también una marcada diferencia
de énfasis entre la tradición psicoanalítica/semiótica y la articulación marxista del género y la clase
mediante una teoría de la interpelación cultural e ideológica. He presentado estas diferencias en tra-
zos gruesos, usando a menudo el idioma de la polémica, para sugerir que cada posición es siempre un
proceso de traducción y transferencia de sentido. Cada objetivo es construido sobre el rastro de esa
perspectiva a la que pone bajo proceso de borrado; cada objeto político es determinado con relación
al otro, y desplazado en ese acto crítico. Con demasiada frecuencia estos problemas teóricos son trans-
puestos en forma perentoria a términos organizacionales y representados como sectarismo. Sugiero
que esas contradicciones y conflictos, que con frecuencia tuercen las intenciones políticas y vuelven
compleja y difícil la cuestión del compromiso, están enraizados en el proceso de traducción y despla-
zamiento en el que se inscribe el objeto de la política. El efecto no es la estasis o el debilitamiento de la
voluntad. Por el contrario, es el estímulo de la negociación de la política y las políticas socialistas demo-
cráticas el que exige que esas cuestiones de organización sean teorizadas y la teoría socialista se “orga-
nice”, porque no hay dadas comunidad o cuerpo del pueblo cuya historicidad inherente y radical emitan los
signos correctos.
Este énfasis en la representación de lo político, en la construcción del discurso, es la contribución
radical de la traducción de la teoría. Su vigilancia conceptual nunca admite una identidad simple entre
el objetivo político y sus medios de representación. Este énfasis en la necesidad de heterogeneidad y la
doble inscripción del objetivo político no es la mera repetición de una verdad general sobre el discurso
introducido en el campo político. Negar una lógica esencialista y un referente mimético a la represen-
tación política es un fuerte argumento de principios contra el separatismo político de cualquier color, y
contra el moralismo que por lo general acompaña tales reclamos. Literal y figuradamente no hay espa-
cio para el objetivo político unitario u orgánico que ofendería el sentido de una comunidad (de interés
y articulación) socialista.
En Gran Bretaña en la década de 1980 no se libró ninguna batalla política más enérgica, ni se la
sostuvo con más energía, sobre los valores y tradiciones de una comunidad socialista, que la huelga
de mineros de 1984-1985. Los batallones de cifras monetaristas y previsiones de la rentabilidad de las
minas eran severamente puestas en paralelo con las más ilustres normas del movimiento obrero britá-
nico, las comunidades culturales más cohesivas de la clase obrera. Se planteaba claramente una elec-
ción entre el mundo naciente de la nueva clase urbana thatcherista y una larga historia del hombre
trabajador, o así le pareció a la izquierda tradicional y a la nueva derecha. En estos términos de clase las
mujeres mineras implicadas en la huelga fueron aplaudidas por el heroico papel de sostén que repre-
sentaban, por su resistencia e iniciativa. Pero el impulso revolucionario, según parecía, estaba seguro
en las manos del hombre de clase obrera. En la conmemoración del primer aniversario de la huelga,
Beatrix Campbell, en el Guardian, entrevistó a un grupo de mujeres que habían participado en ella.
Era claro que su experiencia de la lucha histórica, su comprensión de la elección histórica a hacer, era
notoriamente diferente y más compleja. Sus testimonios no podían encerrarse simplemente o única-

Sólo uso con fines educativos 185


mente dentro de las prioridades de la política de clase o las historias de la lucha industrial. Muchas de
las mujeres empezaron a cuestionar su papel dentro de la familia y la comunidad, las dos instituciones
centrales que articulaban los sentidos y costumbres de la tradición de las clases trabajadoras alrededor
de las cuales se libraba la batalla ideológica. Algunas cuestionaban los símbolos y las autoridades de
la cultura que luchaban por defender. Otras dislocaban los hogares que habían luchado por mantener.
Para la mayoría no había vuelta atrás, a los “buenos viejos tiempos”. Sería simplista sugerir o bien que
este considerable cambio social era un desvío de la lucha de clases o que era un repudio de la política
de clases desde una perspectiva socialista-feminista. No hay una verdad política o social simple que
aprender, porque no hay una representación unitaria de una agencia política, ninguna jerarquía fija de
valores y efectos políticos.
Mi ejemplo trata de mostrar la importancia del momento híbrido del cambio político. Aquí el valor
transformacional del cambio está en la rearticulación, o traducción, de elementos que no son ni el Uno
(una clase obrera unitaria) ni el Otro (las políticas de género) sino algo distinto, que cuestiona los térmi-
nos y territorios de ambos. Hay una negociación entre género y clase, donde cada formación encuentra
las fronteras desplazadas y diferenciadas de su representación de grupo y los sitios de enunciación en
los cuales los límites y limitaciones del poder social se encuentran en una relación agonista. Cuando
se sugiere que el Partido Laborista británico debería tratar de producir una alianza socialista entre las
fuerzas progresistas ampliamente dispersadas y distribuidas sobre un espectro de fuerzas de clase, cul-
tura y ocupación (sin un sentimiento unificante de clase por sí mismo), la hibridez que he tratado de
identificar es reconocida como una necesidad histórica. Necesitamos una articulación un poco menos
devota del principio político (alrededor de los conceptos de clase y nación), y un poco más del princi-
pio de la negociación política.
Éste parece ser el problema teórico en el núcleo de los argumentos de Stuart Hall sobre la cons-
trucción de un bloque de poder contrahegemónico mediante el cual un partido socialista pueda cons-
truir su mayoría y su electorado; y el Partido Laborista podría (in)concebiblemente mejorar su imagen.
Los obreros desempleados, semicalificados o no calificados, de medio tiempo, hombres y mujeres, los
mal pagados, los negros, los marginales: estos signos de la fragmentación del consenso clasista y cultu-
ral representan a la vez la experiencia histórica de las divisiones sociales contemporáneas, y una estruc-
tura de la heterogeneidad sobre la cual construir una alternativa teórica y política. Para Hall, el imperati-
vo es construir un nuevo bloque social de electorados diferentes, mediante la producción de una forma
de identificación simbólica que resultaría en una voluntad colectiva. El Partido Laborista, con su deseo
de reivindicar su imagen tradicional (blanco, masculino, obrero, sindicalista) no es lo bastante hegemó-
nico, escribe Hall. Tiene razón; lo que queda sin responder es si el racionalismo y la intencionalidad que
impulsan a la voluntad colectiva son compatibles con el lenguaje de la imagen simbólica y la identifi-
cación fragmentaria que representa, para Hall y para la “hegemonía”/ “contrahegemonía”, el problema
político fundamental. ¿Acaso puede haber hegemonía suficiente, salvo en el sentido de que una mayo-
ría de dos tercios nos elija un gobierno socialista?
Las necesidades de negociación se revelan interviniendo en el argumento de Hall. El interés de la
posición de Hall está en su reconocimiento, notable para la izquierda británica, de que, aunque influ-
yentes, “los intereses materiales por sí mismos no tienen una necesaria pertenencia clasista”.9 Esto tiene

Sólo uso con fines educativos 186


dos efectos importantes. Le permite a Hall ver los agentes del cambio político como sujetos disconti-
nuos y divididos, atrapados en intereses e identidades conflictivas. Del mismo modo, al nivel histórico
de una población thatcherista, afirma que las formas divisorias de identificación son la regla más que
las formas solidarias, resultando en indecidibilidad y aporía del juicio político. ¿Qué pone primero una
mujer de la clase trabajadora? ¿Cuál de sus identidades es la que determina sus elecciones políticas?
Las respuestas a tales cuestiones son definidas, según Hall, en la definición ideológica de los intere-
ses materialistas; un proceso de identificación simbólica realizado mediante una tecnología política de
las imágenes que produce hegemónicamente un bloque social de la derecha o la izquierda. No sólo
el bloque social es heterogéneo, sino que, según lo veo yo, el trabajo de la hegemonía es en sí mismo
el proceso de iteracción y diferenciación. Depende de la producción de imágenes alternativas o anta-
gónicas que son siempre producidas en conjunto y en competencia unas con otras. Es esta naturaleza
de conjunto, esta presencia parcial, o metonimia de antagónicas, y sus significaciones efectivas, las que
dan sentido (literalmente) a una política de lucha como la lucha de las identificaciones y la guerra de las
posiciones. En consecuencia, es problemático pensarla como negada superadoramente [sublated] en
una imagen de la voluntad colectiva.
La hegemonía exige iteración y alteridad para ser efectiva, para ser productiva de poblaciones poli-
tizadas: el bloque (no homogéneo) simbólico social necesita representarse en una voluntad colectiva
solidaria —una imagen moderna del futuro— para que esas poblaciones produzcan un gobierno pro-
gresista. Ambos pueden ser necesarios pero no se siguen fácilmente uno de otro, pues en cada caso el
modo de representación y su temporalidad son diferentes. La contribución de la negociación consiste
en desplegar el “entre-medio” de este argumento crucial: no es autocontradictorio sino que performa
significativamente, en el proceso de su discusión, los problemas de juicio e identificación que confor-
man el espacio político de su enunciación.
Por el momento, el acto de negociación sólo será interrogativo. ¿Esos sujetos escindidos y esos
movimientos sociales diferenciados, que despliegan formas de identificación ambivalentes y divididas,
pueden ser representados en una voluntad colectiva que claramente tiene ecos de la herencia ilumi-
nista gramsciana y su racionalismo?10 ¿Cómo se adapta el idioma de la voluntad de las vicisitudes de
su representación, su construcción mediante una mayoría simbólica donde los pobres se identifican a
sí mismos por la posición de los ricos? ¿Cómo construimos una política basada en tal desplazamiento
de afecto o elaboración estratégica (Foucault), donde el posicionamiento político está basado ambiva-
lentemente en un acting-out de las fantasías políticas que requieren repetidos pasajes por las fronteras
diferenciales entre un bloque simbólico y otro, y las posiciones disponibles a cada uno? Si tal es el caso,
entonces ¿cómo fijamos la contraimagen de la hegemonía socialista de modo que refleje la voluntad
dividida, la población fragmentada? Si la política de la hegemonía es, literalmente, insignificable sin la
representación metonímica de su estructura de articulación agonista y ambivalente, ¿entonces cómo
estabilizará y unificará el colectivo su interlocución como una agencia de representación, como repre-
sentante de un pueblo? ¿Cómo evitamos la mezcla o solapamiento de imágenes, la pantalla dividida,
el fracaso en sincronizar sonido e imagen? Quizá necesitamos cambiar el lenguaje ocular de la imagen
para hablar de las identificaciones o representaciones sociales y políticas de un pueblo. Vale la pena
notar que Laclau y Mouffe se han vuelto hacia el lenguaje de la textualidad y el discurso, a la différance

Sólo uso con fines educativos 187


y las modalidades enunciativas, en su intento por comprender la estructura de la hegemonía.11 Paul
Gilroy también se refiere a la teoría de Bajtín de la narración cuando describe la actuación de culturas
expresivas negras como un intento de transformar la relación entre actor y multitud, “en rituales dialó-
gicos de modo que los espectadores adquieran el papel activo de participantes en procesos colectivos
que a veces son catárticos y que pueden simbolizar o incluso crear una comunidad” (las bastardillas
son mías).12
Tales negociaciones entre política y teoría hacen imposible pensar en el lugar de lo teórico como
una metanarrativa que reclama una forma más completa de generalidad. Ni es posible reclamar una
cierta conocida distancia epistemológica entre el momento y el lugar del intelectual y el activista, como
sugiere Fanon cuando observa que “mientras los políticos sitúan su acción en los hechos reales del pre-
sente, los hombres de cultura toman posición en el campo de la historia”.13 Precisamente ese binarismo
popular entre teoría y política, cuya base fundacional es una visión del conocimiento como generalidad
totalizante y de la vida cotidiana como experiencia, subjetividad o falsa conciencia, lo que he tratado
de borrar. Es una distinción que suscribe el mismo Sartre cuando describe al intelectual comprometi-
do como el teórico del conocimiento práctico cuyo criterio definidor es la racionalidad y cuyo primer
proyecto es combatir la irracionalidad de la ideología.14 Desde la perspectiva de la negociación y la
traducción, contra Fanon y Sartre, no puede haber cierre discursivo definitivo de la teoría. No clausura
[foreclose] lo político, aun cuando puedan ganarse o perderse, con gran efecto, las batallas por el poder-
conocimiento. El corolario es que no hay acto primero ni final de la transformación social (o socialista)
revolucionaria.
Espero que haya quedado claro que este borramiento de la frontera tradicional entre teoría y polí-
tica, y mi resistencia al en-cierro [en-closure] de lo teórico, ya sea leído negativamente como elitismo o
positivamente como suprarracionalidad radical, no se basa en la buena o mala fe del agente activista o
el agent provocateur intelectual. Me interesa primordialmente la estructuración conceptual de los tér-
minos (lo teórico/lo político) que conforman un espectro de debates alrededor del lugar y tiempo del
intelectual comprometido. En consecuencia, he propuesto una cierta relación con el conocimiento que
considero crucial para estructurar nuestro sentido de cuál puede ser el objeto de la teoría en el acto de
determinar nuestros objetivos políticos específicos.

II

¿Qué se pone en juego al calificar de “occidental” la teoría crítica? Obviamente, es una designación
de poder institucional y eurocentrismo ideológico. La teoría crítica suele comprometerse con textos
pertenecientes a las tradiciones y condiciones familiares a la antropología colonial, ya para universalizar
su significado dentro de su propio discurso cultural y académico, ya para agudizar su crítica interna del
signo logocéntrico occidental, el sujeto idealista o las ilusiones y engaños de la sociedad civil. Se trata
de una maniobra conocida del conocimiento teórico: una vez abierto el abismo de la diferencia cultural,
puede hallarse un mediador o metáfora de la otredad que contenga los efectos de la diferencia. Para
que el conocimiento de la diferencia cultural sea institucionalmente eficaz como disciplina, es preciso

Sólo uso con fines educativos 188


forcluirlo en el Otro; diferencia y otredad de ese modo se vuelven la fantasía de cierto espacio cultural
o, de hecho, la certeza de una forma de conocimiento teórico que deconstruye el “filo” epistemológico
del Occidente.
Más importante, el lugar de la diferencia cultural puede volverse el mero fantasma de un desnudo
combate disciplinario en el que no tiene espacio ni poder. El déspota turco de Montesquieu, el Japón
de Barthes, la China de Kristeva, los indios nambikwara de Derrida, los paganos cashinahua de Lyotard,
son parte de esta estrategia de contención donde el texto Otro es para siempre el horizonte exegético
de la diferencia, nunca el agente activo de articulación. El Otro es citado, enmarcado, iluminado, recu-
bierto en la estrategia plano/contraplano de una iluminación serial. La narrativa y la política cultural
de la diferencia se vuelven el círculo cerrado de la interpretación. El Otro pierde su poder de significar,
de negar, de iniciar su deseo histórico, de establecer su propio discurso institucional y oposicional. Por
impecablemente conocido que pueda ser el contenido de una cultura “otra”, y por más antietnocéntri-
camente representada que esté, es su ubicación como la clausura de grandes teorías, la demanda de
que, en términos analíticos, sea siempre el buen objeto de conocimiento, el cuerpo dócil de la diferen-
cia, lo que reproduce una relación de dominación, y es el motivo de recusación del poder institucional
de la teoría crítica.
No obstante, hay que hacer una distinción entre la historia institucional de la teoría crítica y su
potencial conceptual para el cambio y la innovación. La crítica de Althusser a la estructura temporal
de la totalidad expresiva hegeliano-marxista, pese a sus limitaciones funcionalistas, abre la posibilidad
de pensar las relaciones de producción en un momento de historias diferenciales. La ubicación que
hace Lacan del significante del deseo, en la cima del lenguaje y la ley, permite la elaboración de una
forma de representación social sensible a la estructura ambivalente de la subjetividad y la socialidad. La
arqueología que hace Foucault de la emergencia del hombre moderno occidental como un problema
de finitud, inextricable de su placenta, de su Otro, permite confrontar los reclamos lineales progresis-
tas de las ciencias sociales (los discursos imperializantes más importantes) con sus propias limitaciones
historicistas. Estos argumentos y modos de análisis pueden ser descartados como rencillas internas a la
causalidad hegeliana, representación psíquica o teoría sociológica. Alternativamente, pueden ser obje-
to de una traducción, una transformación de valor como parte del cuestionamiento del proyecto de la
modernidad en la gran tradición revolucionaria de C.L.R. James, contra Trotsky o Fanon, contra la feno-
menología y el psicoanálisis existencialista. En 1952, fue Fanon quien sugirió que una lectura oposicio-
nal o diferencial del Otro de Lacan podía ser más pertinente para la condición colonial que la lectura
marxizante de la dialéctica del amo y el esclavo.
Puede ser posible producir esa traducción o transformación si entendemos la tensión dentro de
la teoría crítica entre su continente institucional y su fuerza revisionista. La continua referencia al hori-
zonte de otras culturas que he mencionado antes es ambivalente. Es lugar común de la cita, pero es
también un signo de que esa teoría crítica no puede sostener por siempre su posición en la academia
como el filo adverso al idealismo occidental. Lo que se exige es demostrar otro territorio de traducción,
otro testimonio de argumento analítico, un compromiso diferente en la política de y sobre la domina-
ción cultural. Lo que podría ser este otro sitio para la teoría se irá haciendo claro si empezamos viendo
que muchas ideas postestructuralistas son en sí mismas opuestas al humanismo y la estética iluminis-

Sólo uso con fines educativos 189


tas. Constituyen nada menos que una deconstrucción del momento de lo moderno, sus valores lega-
les, sus gustos literarios, sus imperativos categóricos filosóficos y políticos. Segundo, y más importante,
debemos rehistorizar el momento de “la emergencia del signo” o “la cuestión del sujeto”, o la “construc-
ción discursiva de la realidad social”, para citar unos pocos tópicos populares de la teoría contemporá-
nea. Esto sólo puede suceder si reubicamos las demandas referenciales e institucionales de tal trabajo
teórico en el campo de la diferencia cultural, no la diversidad cultural.
Tal reorientación puede encontrarse en los textos históricos del momento colonial a fines del siglo
XVIII y comienzos del XIX. Pues al mismo tiempo que la cuestión de la diferencia cultural emergía en el
texto colonial, los discursos de la civilidad [civility] estaban definiendo el momento reduplicante de la
emergencia de la modernidad occidental. De ese modo, la genealogía política y teórica de la moderni-
dad no está sólo en los orígenes de la idea de civilidad [civility], sino en esta historia del momento colo-
nial. Puede hallársela en la resistencia de las poblaciones colonizadas a la palabra de Dios y el Hombre:
el cristianismo y el idioma inglés. La transmutación y traducciones de tradiciones nativas en su oposi-
ción a la autoridad colonial demuestran cómo el deseo del significante, la indeterminación de la inter-
textualidad, pueden estar profundamente comprometidos en la lucha poscolonial contra las relacio-
nes dominantes de poder y conocimiento. En las palabras siguientes del maestro misionero oímos, con
toda claridad, las voces oposicionales de una cultura de la resistencia; pero también oímos el proceso
incierto y amenazante de la transformación cultural. Cito del influyente libro India and India Missions
(1839) de A. Duff:

Tome alguna doctrina que usted considere peculiar a la Revelación; dígale a la gente que
deben ser renegados o volver a nacer, de otro modo nunca podrán “ver a Dios”. Antes de lo que
piensa, pueden estar yéndose, diciendo “oh, aquí no hay nada nuevo o extraño; nuestros pro-
pios Shastras nos dicen lo mismo; sabemos y creemos que debemos volver a nacer; es nuestro
destino”. ¿Pero qué entienden ellos por esa expresión? Entienden que deben nacer una y otra
vez, bajo alguna otra forma, de acuerdo con su propio sistema de transmigración o nacimien-
tos reiterados. Para evitar la aparición de una doctrina tan absurda y perniciosa, usted debe
variar su lenguaje y decirles que debe haber un segundo nacimiento, que ellos deben nacer
dos veces. Ahora, sucede que ésta, y toda la fraseología similar, ya ha sido usada. Los hijos de
un brahmán tienen que superar varios ritos ceremoniales purificadores y de iniciación, antes
de que lleguen a gozar a pleno de su condición de brahmanes. El último de estos ritos es la
investidura con la hebra sagrada; a lo que sigue la comunicación del Gayatri, el verso más
sagrado de los Vedas. Este ceremonial constituye “religiosa y metafóricamente, su segundo
nacimiento”; de ahí que su apelación distinta y peculiar sea la de nacidos dos veces, o renega-
dos. Y entonces si usted afina su lenguaje sólo podrá transmitirles la impresión de que todos deben
volverse perfectos brahmanes para poder “ver a Dios”.15 (Las bastardillas son mías).

Las bases de la certidumbre evangélica son contradichas no por la simple afirmación de una tra-
dición cultural antagónica. El proceso de traducción es la abertura de otro lugar político y cultural con-
tencioso en el corazón de la representación colonial. Aquí la palabra de la autoridad divina es grave-
mente herida por la afirmación del signo indígena, y en la práctica misma de la dominación el lenguaje

Sólo uso con fines educativos 190


del amo se vuelve híbrido: ni una cosa ni la otra. El imprevisible sujeto colonizado (a medias aquiescen-
te, a medias opositor, nunca confiable) produce un problema irresoluble de diferencia cultural para la
misma interpelación de la autoridad cultural colonial. El “sutil sistema del hinduismo”, como lo llamaban
los misioneros de comienzos del siglo XIX, generaba tremendas implicaciones políticas para las institu-
ciones de la conversión cristiana. La autoridad escrita de la Biblia era desafiada y junto con ella era de-
safiada una idea postiluminista de la “evidencia del Cristianismo” y su prioridad histórica, que era cen-
tral al colonialismo evangélico. Ya no podía confiarse en que la Palabra transportara la verdad cuando
era escrita o pronunciada en el mundo colonial por el misionero europeo. En consecuencia, hubo que
buscar catequistas nativos, que trajeron consigo sus propias ambivalencias y contradicciones culturales
y políticas, a menudo bajo gran presión de sus familias y comunidades.
Esta revisión de la historia de la teoría crítica se apoya, como dije, en la idea de la diferencia cultural,
no de la diversidad cultural. La diversidad cultural es un objeto epistemológico (la cultura como objeto
del conocimiento empírico) mientras que la diferencia cultural es el proceso de la enunciación de la cul-
tura como “cognoscible”, autoritativa [authoritative], adecuada a la construcción de sistemas de identifi-
cación cultural. Si la diversidad cultural es una categoría de la ética, la estética o la etnología compara-
das, la diferencia cultural es un proceso de significación mediante el cual las afirmaciones de la cultura y
sobre la cultura diferencian, discriminan y autorizan la producción de campos de fuerza, referencia, apli-
cabilidad y capacidad. La diversidad cultural es el reconocimiento de contenidos y usos ya dados; con-
tenida en un marco temporal de relativismo, da origen a ideas liberales de multiculturalismo, intercam-
bio cultural o de la cultura de la humanidad. La diversidad cultural es también la representación de una
retórica radical de la separación de culturas totalizadas que viven inmaculadas por la intertextualidad
de sus ubicaciones históricas, a salvo en el utopismo de una memoria mítica de una identidad colectiva
única. La diversidad cultural puede emerger aun como un sistema de la articulación y el intercambio de
signos culturales en ciertos relatos antropológicos del primer estructuralismo.
Mediante el concepto de diferencia cultural quiero llamar la atención sobre el campo común y el
territorio perdido de los debates críticos contemporáneos. Pues todos reconocen que el problema de
la interacción cultural emerge sólo en los límites de significación de las culturas, donde los sentidos y
los valores son (mal)entendidos o los signos son malversados [misappropiated]. La cultura sólo emerge
como un problema, o una problemática, en el punto en que hay una pérdida de sentido en el cuestiona-
miento y articulación de la vida cotidiana, entre clases, géneros, razas, naciones. Pero la realidad del límite
o texto límite de la cultura es raramente teorizado fuera de polémicas moralistas bienintencionadas con-
tra el prejuicio y el estereotipo, o la afirmación general del racismo individual o institucional, que descri-
be el efecto más que la estructura del problema. La necesidad de pensar el límite de la cultura como un
problema de la enunciación de la diferencia cultural es sometida a la renegación [disavowed].
El concepto de diferencia cultural se concentra en el problema de la ambivalencia de la auto-
ridad cultural: el intento de dominar en nombre de una supremacía cultural que es producida en sí
misma sólo en el momento de la diferenciación. Y la misma autoridad de la cultura como conoci-
miento de la verdad referencial está en juego en el concepto y en el momento de enunciación. El pro-
ceso enunciativo introduce una escisión en el presente performativo de la identificación cultural; una
escisión entre la demanda culturalista tradicional de un modelo, una tradición, una comunidad, un

Sólo uso con fines educativos 191


sistema estable de referencia, y la necesaria negación de la certidumbre en la articulación de nuevas
demandas, sentidos, y estrategias culturales en el presente político, como práctica de dominación,
o resistencia. La lucha suele darse entre el tiempo y la narrativa historicistas teleológicos o míticos
del tradicionalismo (de izquierda o de derecha) y el tiempo móvil, estratégicamente desplazado, de
la articulación de una política histórica de negociación que sugerí antes. El tiempo de la liberación
es, como poderosamente evoca Fanon, un tiempo de incertidumbre cultural y, más crucialmente, de
indecidibilidad significatoria o representacional:

Pero ellos [los intelectuales nativos] olvidan que las formas de pensamiento y aquello de
lo que se alimentan [...] junto con las técnicas modernas de información, lengua e indumenta-
ria, han reorganizado dialécticamente las inteligencias del pueblo, y los principios constantes
(del arte nacional) que actuaban como salvaguardas durante el período colonial ahora están
sufriendo cambios en extremo radicales. [...] Debemos unirnos al pueblo en ese movimiento
fluctuante al que precisamente ahora le están dando forma [...] lo que será la señal para que
todo sea puesto en cuestión [...] es en la zona de la inestabilidad oculta donde vive el pueblo,
adonde debemos acudir.16 (Las bastardillas son mías).

La enunciación de la diferencia cultural problematiza la división binaria del pasado y presente, tra-
dición y modernidad, al nivel de la representación cultural y su interpelación autoritativa. Es el proble-
ma del modo en que, al significar el presente, algo llega a ser repetido, reubicado y traducido en nom-
bre de la tradición, bajo el disfraz de un pasado que no es necesariamente un signo fiel de memoria
histórica sino una estrategia de representar autoridad en términos del artificio de lo arcaico. Esa itera-
ción niega nuestro sentido de los orígenes de la lucha. Debilita nuestro sentido de los efectos homo-
geneizantes de los símbolos e íconos culturales, cuestionando nuestro sentido de la autoridad de la
síntesis cultural en general.
Esto exige que repensemos nuestra perspectiva de la identidad de la cultura. Aquí el pasaje cita-
do (en cierto modo reinterpretado) de Fanon puede ayudar. ¿Qué implica la yuxtaposición de los prin-
cipios nacionales constantes con su visión de la cultura-como-lucha-política, que él tan enigmática y
bellamente describe como “la zona de inestabilidad oculta donde vive el pueblo?” Estas ideas no sólo
ayudan a explicar la naturaleza de la lucha colonial: también sugieren una posible crítica de los valores
estéticos y políticos positivos que adscribimos a la unidad o totalidad de las culturas, especialmente las
que han conocido largas historias tiránicas de dominación y desconocimiento. Las culturas nunca son
unitarias en sí mismas, ni simplemente dualistas en la relación del Yo y el Otro. Esto no se debe a que
exista una panacea humanística que haga que más allá de las culturas individuales todos pertenezca-
mos a la cultura humana de la humanidad, ni es por un relativismo ético que sugiere que en nuestra
capacidad cultural, para hablar de otros y juzgarlos necesariamente, nos “colocamos en su posición”, en
una especie de relativismo de la distancia del que Bernard Williams ha escrito en extenso.17
El motivo por el que un texto cultural o sistema de sentido no puede ser suficiente en sí mismo es
que el acto de enunciación cultural (el lugar de emisión) está cruzado por la différance de la escritura.
Esto tiene menos que ver con lo que los antropólogos describirían como la variación de actitudes ante

Sólo uso con fines educativos 192


los sistemas simbólicos dentro de diferentes culturas que con la estructura de la representación sim-
bólica misma: no el contenido del símbolo en su función social, sino la estructura de simbolización. Es
esta diferencia en el proceso del lenguaje la que resulta crucial para la producción de sentido, y la que
asegura, al mismo tiempo, que el sentido nunca es simplemente mimético y transparente.
La diferencia lingüística que conforma toda performance cultural es dramatizada en la común ren-
dición de cuentas semiótica de la disyunción entre el sujeto de un enunciado (énoncé) y el sujeto de la
enunciación, que no es representado en la afirmación pero que es el reconocimiento de su inserción
e interpelación discursiva, su posicionalidad cultural, su referencia a un tiempo presente y un espacio
específico. El pacto de interpretación nunca es simplemente un acto de comunicación entre el Yo y el
Tú designado en el enunciado. La producción de sentido requiere que estos dos lugares sean moviliza-
dos en el pasaje por un Tercer Espacio, que representa a la vez condiciones generales del lenguaje y la
implicación específica de la emisión en una estrategia performativa e institucional de la que no puede
ser consciente “en sí misma”. Lo que introduce esta relación inconsciente es una ambivalencia en el acto
de la interpretación. El Yo pronominal del enunciado no puede ser obligado a dirigirse [address], en sus
propias palabras, al sujeto de la enunciación, pues éste no es personificable, sino que queda en una
relación espacial dentro de los esquemas y estrategias del discurso. Literalmente, el sentido de la emi-
sión no es ni el uno ni el otro. Esta ambivalencia se hace más notoria cuando comprendemos que no
hay modo de que el contenido del enunciado revele la estructura de su posicionalidad; no hay modo
en que el contexto pueda ser leído miméticamente fuera del contenido.
La implicancia de esta escisión enunciativa para el análisis cultural que quiero destacar especial-
mente es su dimensión temporal. La escisión del sujeto de la enunciación destruye la lógica de sincro-
nicidad y evolución que tradicionalmente autoriza al sujeto del conocimiento cultural. Suele darse por
sentado en la problemática materialista e idealista que el valor de la cultura como objeto de estudio, y
el valor de cualquier actividad analítica que sea considerada cultural, reside en una capacidad de pro-
ducir una unidad generalizable, de referencias cruzadas, que signifique una progresión o evolución de
las ideas-en-el-tiempo, así como una autorreflexión crítica sobre sus premisas o determinantes. No sería
pertinente proseguir en detalle esta argumentación aquí, salvo para demostrar (vía Culture and Practi-
cal Reason de Marshall Sahlins) la validez de mi caracterización general de la expectativa occidental de
cultura como práctica disciplinaria de la escritura. Cito a Sahlins en el punto en que intenta definir la
diferencia de la cultura burguesa occidental:

Tenemos que enfrentar no tanto la dominación funcional como la estructural, con dife-
rentes estructuras de integración simbólica. Y a esta grosera diferencia en designio correspon-
den diferencias en actuación simbólica: entre un código abierto y en expansión, que responde
por una continua permutación a los hechos que él mismo ha puesto en escena, y un código
aparentemente estático que parece no conocer hechos, sino sólo sus propias ideas preconce-
bidas. La distinción grosera entre sociedades “calientes” y “frías”, desarrolladas y subdesarrolla-
das, sociedades con historia y sin ella, y así, entre sociedades grandes y pequeñas, en expan-
sión y autocontenidas, colonizadoras y colonizadas.18 (Las bastardillas son mías).

Sólo uso con fines educativos 193


La intervención del Tercer Espacio de enunciación, que vuelve un proceso ambivalente la estructu-
ra de sentido y referencia, destruye este espejo de la representación en el que el conocimiento cultural
es habitualmente revelado como un código integrado, abierto, en expansión. Esa intervención desa-
fía claramente nuestro sentido de la identidad histórica de la cultura como fuerza homogeneizadora
y unificante, autentificada por el pasado originario, mantenida viva en la tradición nacional del Pueblo.
En otras palabras, la temporalidad disruptiva de la enunciación desplaza la narrativa de la nación occi-
dental que Benedict Anderson tan perspicazmente describe como escrita en el tiempo homogéneo,
serial.19
Sólo cuando comprendemos que todas las proposiciones y sistemas culturales están construidos
en este espacio contradictorio y ambivalente de la enunciación, empezamos a comprender por qué
los reclamos jerárquicos a la originalidad inherente o “pureza” de las culturas son insostenibles, aun
antes de recurrir a las instancias empíricas históricas que demuestran su hibridez. La visión de Fanon
del cambio político y cultural revolucionario como un “movimiento fluctuante” de inestabilidad oculta,
no pudo ser articulado como práctica cultural sin un reconocimiento de este espacio indeterminado
de lo(s) sujeto(s) de la enunciación. Es este Tercer Espacio, aunque irrepresentable en sí mismo, el que
constituye las condiciones discursivas de la enunciación que aseguran que el sentido y los símbolos de
la cultura no tienen una unidad o fijeza primordiales; que aun los mismos signos pueden ser apropia-
dos, traducidos, rehistorizados y vueltos a leer.
La metáfora móvil de Fanon (cuando se la reinterpreta en función de una teoría de la significación
cultural) nos permite ver no sólo la necesidad de la teoría, sino también las ideas restrictivas de identi-
dad cultural con las que recargamos nuestras visiones del cambio político. Para Fanon, el pueblo libe-
rador que inicia la inestabilidad productiva del cambio cultural revolucionario es en sí mismo portador
de una identidad híbrida. Ese pueblo está preso en el tiempo discontinuo de la traducción y la negocia-
ción, en el sentido en que he estado tratando de redefinir estas palabras. En el momento del combate
por la liberación, el pueblo argelino destruye las continuidades y constancias de la tradición naciona-
lista que proveía una salvaguarda contra la imposición cultural colonial. Ahora es libre de negociar y
traducir sus identidades culturales en una temporalidad intertextual discontinua de diferencia cultural.
El intelectual nativo que identifica al pueblo con la genuina cultura nacional quedará desilusionado. El
pueblo es ahora el principio mismo de la “reorganización dialéctica” y construye su cultura a partir del
texto nacional traducido a formas occidentales modernas de tecnología de información, lenguaje, indu-
mentaria. El sitio político e histórico cambiado de la enunciación transforma los sentidos de la herencia
colonial en los signos liberadores de un pueblo libre del futuro.

He venido destacando un cierto vacío o malentendido respecto de toda asimilación de


contrarios; he venido destacando esto para exponer lo que me parece una fantástica con-
gruencia mitológica de elementos. [...] Y si realmente, en consecuencia, todo sentido real ha de
hacerse a partir del cambio material, sólo puede ocurrir mediante una aceptación de un vacío
concurrente y con una voluntad de descender a ese vacío donde, podría decirse, uno puede
empezar a enfrentarse con el espectro de la invocación cuya libertad de participar en un terri-
torio ajeno y desierto se ha vuelto una necesidad para la propia razón o salvación.20

Sólo uso con fines educativos 194


La meditación del gran escritor guyanés Wilson Harris sobre el vacío del malentendido en la
textualidad de la historia colonial, revela la dimensión cultural e histórica de ese Tercer Espacio de
la enunciación, del que he hecho la precondición para la articulación de la diferencia cultural. Él lo
ve acompañado de la “asimilación de los contrarios” y creando esa inestabilidad oculta que presagia
importantes cambios culturales. Es significativo que las capacidades productivas del Tercer Espa-
cio tengan una proveniencia colonial o poscolonial. Pues una voluntad de descender en ese territo-
rio ajeno (adonde he llevado a mis lectores) puede revelar que el reconocimiento teórico del espacio
escindido de la enunciación puede abrir el camino a la conceptualización de una cultura internacional,
basada no en el exotismo del multiculturalismo o la diversidad de las culturas, sino en la inscripción y
articulación de la hibridez de la cultura. A ese fin debemos recordar que es el “inter” (el borde cortante
de la traducción y negociación, el espacio inter-medio [in-between]) el que lleva la carga del sentido de
la cultura. Hace posible empezar a considerar las historias nacionales, antinacionalistas, del “pueblo”. Y
al explorar este Tercer Espacio podemos eludir la política de la polaridad y emerger como los otros de
nosotros mismos.

Notas

1 Véase en C. Taylor, “Eurocentrics vs. new thought at Edinburgh”, Framework, 34, 1987, para una ilustración de este estilo de
argumentación. Véase en particular en la nota 1 (pág, 148) una exposición de su uso de “hurto” (“la deliberada distorsión
de verdades africanas de modo de ajustarlas a prejuicios occidentales”).
2 G. C. Spivak, In Other Worlds, Londres, Methuen, 1987, págs. 166-7.
3 Véase T. H. Gabriel, “Teaching Third World Cinema” y Julianne Burton, “The politics of aesthetic distance - Sâo Bernando”,

ambos en Screen, vol. 24, Nº 2, marzo-abril de 1983, y A. Rajadhyaksha, “Neo-tradicionalism: film as popular art in India”, Fra-
mework, 32/33,1986.
4 S. Hall, “Blue Election, Election Blues”, Marxism Today, julio de 1987, págs. 30-5.
5 M. Foucault, The Archaeology of Knowledge, Londres, Tavistock, 1972, págs. 102-5.
6 J. S. Mill, “On Liberty”, en Utilitarianism, Liberty, Representative Government, Londres, Dent & Sons, 1972, págs. 93-4.
7 Véase una importante exposición de un argumento semejante en E. Laclau y C. Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy,

Londres, Verso, 1985, cap. 3.


8 Puede verse un apuntalamiento filosófico de algunos de los conceptos que estoy proponiendo en R. Gasché, The Tain of

the Mirror, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986, especialmente cap. 6:

La Otredad de la heterología incondicional no tiene la pureza de los principios. Se interesa en la irreductible impure-
za de los principios, con la diferencia de que los divide en sí mismos contra sí mismos. Por este motivo es una heterología
impura. Pero es también una heterología impura porque el medio de la Otredad (más o menos que la negatividad) es
también un medio mixto, precisamente porque lo negativo ya no lo domina.

9 S. Hall, “Blue Election”, op. cit., pág. 33.


10 Debo esta idea a Martin Thom.
11 E. Laclau y C. Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy, op. cit., cap. 3.
12 P. Gilroy, There Ain’t No Black in the Union Jack, Londres, Hutchinson, 1987, pág. 214.
13 F. Fanon, The Wretched of the Earth, Harmondsworth, Penguin, 1967 (1961), pág. 168.
14 J. P. Sartre, Politics and Literature, Londres, Calder & Boyars, 1973 (1948), págs. 16-7.
15 Rev. A. Duff, India and India Missions: Including Sketches of the Gigantic System of Hinduism etc., Edimburgo, John Johnstone,

1839; Londres, John Hunter, 1839, pág. 560.


16 F. Fanon, Wretched of the Earth, op. cit., pág. 182-3.

Sólo uso con fines educativos 195


17 B. Williams, Ethics and the Limits of Philosophy, Londres, Fontana, 1985, cap. 9.
18 M. Sahlins, Culture and Practical Reason, Chicago, Chicago University Press, 1976, pág. 211.
19 B. Anderson, Imagined Communities, Londres, Verso, 1983, cap. 2.
20 W. Harris, Tradition, the Writer and Society, Londres, New Beacon, 1973, págs. 60-3.

Sólo uso con fines educativos 196


Lectura Nº4
Spivak, Gayatri Chakravorty, “Feminism and Critical Theory”, en In Others Worlds.
Essays in Cultural Politics, New York, United States, Routledge, Chapman and Hall,
Inc., 1987, pp.77-92.

What has been the itinerary of my thinking during the past few years about the relationships among fem-
inism, Marxism, psychoanalysis, and deconstruction? The issues have been of interest to many people, and the
configurations of these fields continue to change. I will not engage here with the various lines of thought that
have constituted this change, but will try instead to mark and reflect upon the way these developments have
been inscribed in my own work. The first section of the essay is a version of a talk I gave several years ago. The
second section represents a reflection on that earlier work. The third section represents a reflection on that earlier
work. The third section is an intermediate moment. The fourth section inhabits something like the present.

1.

I cannot speak of feminism in general. I speak of what I do as a woman within literary criticism. My
own definition of a woman is very simple: it rests on the word “man” as used in the texts that provide
the foundation for the corner of the literary criticism establishment that I inhabit. You might say at this
point, defining the word “woman” as resting on the word “man” is a reactionary position. Should I not
carve out an independent definition for myself as a woman? Here I must repeat some deconstructive
lessons learned over the past decade that I often repeat. One, no rigorous definition of anything is ulti-
mately possible, so that if one wants to, one could go on deconstructing the opposition between man
and woman, and finally show that it is a binary opposition that displaces itself.1 Therefore, “as a decon-
structivist”, I cannot recommend that kind of dichotomy at all, yet, I feel that definitions are necessary
in order to keep us going, to allow us to take a stand. The only way that I can see myself making defini-
tions is in a provisional and polemical one: I construct my definition as a woman not in terms of a wom-
an’s putative essence but in terms of words currently in use. “Man” is such a word in common usage. Not
a word, but the word. I therefore fix my glance upon this word even as I question the enterprise of rede-
fining the premises of any theory.
In the broadest possible sense, most critical theory in my part of the academic establishment
(Lacan, Derrida, Foucault, the last Barthes) sees the text as that area of the discourse of the human
sciences —in the United States called the humanities— in which the problem of the discourse of the
human sciences is made available. Whereas in other kinds of discourses there is a move toward the final
truth of a situation, literature, even within this argument, displays that the truth of a human situation
is the itinerary of not being able to find it. In the general discourse of the humanities, there is a sort of
search for solutions, whereas in literary discourse there is a playing out of the problem as the solution, if
you like.

Sólo uso con fines educativos 197


The problem of human discourse is generally seen as articulating itself in the play of, in terms of,
three shifting “concepts”: language, world, and consciousness. We know no world that is not organized
as a language, we operate with no other consciousness but one structured as a language —languages
that we cannot possess, for we are operated by those languages as well. The category of language, then,
embraces the categories of world and consciousness even as it is determined by them. Strictly speaking,
since we are questioning the human being’s control over the production of language, the figure that
will serve us better is writing, for there the absence of the producer and receiver is taken for granted.
A safe figure, seemingly outside of the language-(speech)-writing opposition, is the text —a weave of
knowing and not-knowing which is what knowing is. (This organizing principle —language, writing, or
text— might itself be a way of holding at bay a randomness incongruent with consciousness).
The theoreticians of textuality read Marx as a theorist of the world (history and society), as a text of
the forces of labor and production-circulation-distribution, and Freud as a theorist of the self, as a text
of consciousness and the unconscious. This human textuality can be seen not only as world and self, as
the representation of a world in terms of a self at play with other selves and generating this representa-
tion, but also in the world and self, all implicated in an “intertextuality”. It should be clear from this that
such a concept of textuality does not mean a reduction of the world to linguistic texts, books, or a tradi-
tion composed of books, criticism in the narrow sense, and teaching.
I am not, then, speaking about Marxist or psychoanalytic criticism as a reductive enterprise which
diagnoses the scenario in every book in terms of where it would fit into a Marxist or a psychoanalytical
canon. To my way of thinking, the discourse of the literary text is part of a general configuration of tex-
tuality, a placing forth of the solution as the unavailability of a unified solution to a unified or homoge-
neous, generating or receiving, consciousness. This unavailability is often not confronted. It is dodged
and the problem apparently solved, in terms perhaps of unifying concepts like “man”, the universal con-
tours of a sex-, race-, class-transcendent consciousness as the generating, generated, and receiving con-
sciousness of the text.
I could have broached Marx and Freud more easily. I wanted to say all of the above because, in gen-
eral, in the literary critical establishment here, those two are seen as reductive models. Now, although
nonreductive methods are implicit in both of them, Marx and Freud do also seem to argue in terms
of a mode of evidence and demonstration. They seem to bring forth evidence from the world of man
or man’s self, and thus prove certain kinds of truths about world and self. I would risk saying that their
descriptions of world and self are based on inadequate evidence. In terms of this conviction, I would
like to fix upon the idea of alienation in Marx, and the idea of normality and health in Freud.
One way of moving into Marx is in terms of use-value, exchange-value, and surplus-value.
Marx’s notion of use-value is that which pertains to a thing as it is directly consumed by an agent. Its
exchange-value (after the emergence of the money form) does not relate to its direct fulfillment of a
specific need, but is rather assessed in terms of what it can be exchanged for in either labor-power or
money. In this process of abstracting through exchange, by making the worker work longer than neces-
sary for subsistence wages or by means of labor-saving machinery, the buyer of the laborer’s work gets
more (in exchange) than the worker needs for his subsistence while he makes the thing.2 This “more-
worth” (In German, literally, Mehrwert) is surplus-value.

Sólo uso con fines educativos 198


One could indefinitely allegorize the relationship of woman within this particular triad —use,
exchange, and surplus— by suggesting that woman in the traditional social situation produces more
than she is getting in terms of her subsistence, and therefore is a continual source of the production of
surpluses, for the man who owns her, or by the man for the capitalist who owns his laborpower. Apart
from the fact that the mode of production of housework is not, strictly speaking, capitalist, such an
analysis is paradoxical. The contemporary woman, when she seeks financial compensation for house-
work, seeks the abstraction of use-value into exchange-value. The situation of the domestic workplace
is not one of “pure exchange”. The Marxian exigency would make us ask at least two questions: What
is the use-value of unremunerated woman’s work for husband or family? Is the willing insertion into
the wage structure a curse or a blessing? How should we fight the idea, universally accepted by men,
that wages are the only mark of value-producing work? (Not, I think, through the slogan “Housework is
beautiful”). What would be the implications of denying women entry into the capitalist economy? Radi-
cal feminism can here learn a cautionary lesson from Lenin’s capitulation to capitalism.
These are important questions, but they do not necessarily broaden Marxist theory from a femi-
nist point of view. For our purpose, the idea of externalisation (EntiäuBerung/VeräuBerung) or alienation
(Entfremdung) is of greater interest. Within the capitalist system, the labor process externalizes itself and
the worker as commodities. Upon this idea of the fracturing of the human being’s relationship to him-
self and his work as commodities rests the ethical charge of Marx’s argument.3
I would argue that, in terms of the physical, emotional, legal, custodial, and sentimental situation of
the woman’s product, the child, this picture of the human relationship to production, labor, and proper-
ty is incomplete. The possession of a tangible place of production in the womb situates the woman as
an agent in any theory of production. Marx’s dialectics of externalization-alienation followed by fetish
formation is inadequate because one fundamental human relationship to a product and labor is not
taken into account.4
This does not mean that, if the Marxian account of externalization-alienation were rewritten from a
feminist perspective, the special interest of childbirth, childbearing, and childrearing would be inserted.
It seems that the entire problematic of sexuality, rather than remaining caught within arguments about
overt sociosexual politics, would be fully broached.
Having said this, I would reemphasize the need to interpret reproduction within a Marxian prob-
lematic.5
In both so-called matrilineal and patrilineal societies the legal possession of the child is an inalien-
able fact of the property right of the man who “produces” the child.6 In terms of this legal possession,
the common custodial definition, that women are much more nurturing of children, might be seen as a
dissimulated reactionary gesture. The man retains legal property rights over the product of a woman’s
body. On each separate occasion, the custodial decision is a sentimental questioning of man’s right. The
current struggle over abortion rights has foregrounded this unacknowledged agenda.
In order not simply to make an exception to man’s legal right, or to add a footnote from a feminist
perspective to the Marxist text, we must engage and correct the theory of production and alienation
upon which the Marxist text is based and with which it functions. As I suggested above, much Marxist
feminism works on an analogy with use-value, exchange-value, and surplus-value relationships. Marx’s

Sólo uso con fines educativos 199


own writings on women and children seek to alleviate their, condition in terms of a desexualized labor
force.7 If there were the kind of rewriting that I am proposing, it would be harder to sketch out the rules
of economy and social ethics; in fact, to an extent, deconstruction as the questioning of essential defi-
nitions would operate if one were to see that in Marx there is a moment of major transgression where
rules for humanity and criticism of societies are based on inadequate evidence. Marx’s texts, including
Capital, presuppose an ethical theory: alienation of labor must be undone because it undermines the
agency of the subject in his work and his property. I would like to suggest that if the nature and his-
tory of alienation, labor, and the production of property are reexamined in terms of women’s work and
childbirth, it can lead us to a reading of Marx beyond Marx.
One way of moving into Freud is in terms of his notion of the nature of pain as the deferment
of pleasure, especially the later Freud who wrote Beyond the Pleasure Principle.8 Freud’s spectacular
mechanics of imagined, anticipated, and avoided pain write the subject’s history and theory, and con-
stantly broach the never-quite-defined concept of normality: anxiety, inhibition, paranoia, schizophre-
nia, melancholy, mourning. I would like to suggest that in the womb, a tangible place of production,
there is the possibility that pain exists within the concepts of normality and productivity. (This is not to
sentimentalize the pain of childbirth). The problematizing of the phenomenal identity of pleasure and
unpleasure should not be operated only through the logic of repression. The opposition pleasure-pain
is questioned in the physiological “normality” of woman.
If one were to look at the never-quite-defined concepts of normality and health that run through
and are submerged in Freud’s texts, one would have to redefine the nature of pain. Pain does not oper-
ate in the same way in men and in women. Once again, this deconstructive move will make it much
harder to devise the rules.
Freud’s best-known determinant of femininity is penis-envy. The most crucial text of this argument
is the essay on femininity in the New Introductory Lectures.9 There, Freud begins to argue that the little
girl is a little boy before she discovers sex. As Luce Irigarayay and others have shown, Freud does not
take the womb into account.10 Our mood, since we carry the womb as well as being carried by it, should
be corrective.11 We might chart the itinerary of womb-envy in the production of a theory of conscious-
ness: the idea of womb as place of production is avoided both in Marx and in Freud. (There are excep-
tions to such a generalization, especially among American neo-Freudians such as Erich Fromm. I am
speaking here about invariable presuppositions, even among such exceptions). In Freud, the genital
stage is preeminently phallic, not clitoral or vaginal. This particular gap in Freud is significant. The hys-
teron remains the place which constitutes only the text of hysteria. Everywhere there is a nonconfron-
tation of the idea of the womb as a workshop, except to produce a surrogate penis. Our task in rewrit-
ing the text of Freud is not so much to declare the idea of penis-envy rejectable, but to make available
the idea of a womb-envy as something that interacts with the idea of penis-envy to determine human
sexuality and the production of society.12
These are some questions that may be asked of the Freudian and Marxist “grounds” or theoretical
“bases” that operate our ideas of world and self. We might want to ignore them altogether and say that
the business o literary criticism is neither your gender (such a suggestion seems hopelessly dated) nor
the theories of revolution or psychoanalysis. Criticism must remain resolutely neuter and practical. One

Sólo uso con fines educativos 200


should not mistake the grounds out of which the ideas of world and self are produced with the business
of the appreciation of the literary text. If one looks closely, one will see that, whether one diagnoses the
names or not, certain kinds of thoughts are presupposed by the notions of world and consciousness
of the most “practical” critic. Part of the feminist enterprise might well be to provide “evidence” so that
these great male texts do not become great adversaries, or models from whom we take our ideas and
then revise or reassess them. These texts must be rewritten so that there is new material for the grasping
of the production and determination of literature within the general production and determination of
consciousness and society. After all, the people who produce literature, male and female, are also moved
by general ideas of world and consciousness to which they cannot give a name.
If we continue to work in this way, the common currency of the understanding of society will
change. I think that kind of change, the coining of new money, is necessary. I certainly believe that such
work is supplemented by research into women’s writing and research into the conditions of women in
the past. The kind of work I have outlined would infiltrate the male academy and redo the terms of our
understanding of the context and substance of literature as part of the human enterprise.

2.

What seems missing in these earlier remarks is the dimension of race. Today I would see my
work as the developing of a reading method that is sensitive to gender, race, and class. The earlier
remarks would apply indirectly to the development of class-sensitive and directly to the development
of gender-sensitive readings.
In the matter of race-sensitive analyses, the chief problem of American feminist criticism is its
identification of racism as such with the constitution of racism in America. Thus, today I see the object
of investigation to be not only the history of “Third World Women” or their testimony but also the pro-
duction, through the great European theories, often by way of literature, of the colonial object. As long
as American feminists understand “history” as a positivistic empiricism that scorns “theory” and there-
fore remains ignorant of its own, the “Third World” as its object of study will remain constituted by those
hegemonic. First World intellectual practices.13
My attitude toward Freud today involves a broader critique of his entire project. It is a critique not
only of Freud’s masculism but of nuclear-familial psychoanalytical theories of the constitution of the
sexed subject. Such a critique extends to alternative scenarios to Freud that keep to the nuclear parent-
child model, as it does to the offer of Greek mythical alternatives to Oedipus as the regulative type-case
of the model itself, as it does to the romantic notion that an extended family, especially a community of
women, would necessarily cure the ills of the nuclear family. My concern with the production of colo-
nial discourse thus touches my critique of Freud as well as most Western feminist challenges to Freud.
The extended or corporate family is a socioeconomic (indeed, on occasion political) organization which
makes sexual constitution irreducibly complicit with historical and political economy.14 To learn to read
that way is to understand that the literature of the world, itself accessible only to a few, is not tied by
the concrete universals of a network of archetypes —a theory that was entailed by the consolidation of

Sólo uso con fines educativos 201


a political excuse— but by a textuality of material-ideological-psycho-sexual production. This articula-
tion sharpens a general presupposition of my earlier remarks.
Pursuing these considerations, I proposed recently an analysis of “the discourse of the clitoris”. 15
The reactions to that proposal have been interesting in the context I discuss above. A certain response
from American lesbian feminists can be represented by the following quotation: “In this open-ended
definition of phallus/semination as organically omnipotent the only recourse is to name the clitoris as
orgasmically phallic and to call the uterus the reproductive extension of the phallus...You must stop
thinking of yourself privileged as a heterosexual woman”. 16 Because of its physiologistic orientation,
the first part of this objection sees my naming of the clitoris as a repetition of Freud’s situating of it
as a “little penis”. To the second part of the objection I customarily respond: “You’re right, and one can-
not know how far one succeeds. Yet, the effort to put First World lesbianism in its place is not neces-
sarily reducible to pride in female heterosexuality”. Other uses of my suggestion, both supportive and
adverse, have also reduced the discourse of the clitoris to a physiological fantasy. In the interest of the
broadening scope of my critique, I should like to reemphasize that the clitoris, even as I acknowledge
and honor its irreducible physiological effect, is, in this reading, also a short-hand for women’s excess in
all areas of production and practice, an excess which must be brought under control to keep business
going as usual.17
My attitude toward Marxism now recognizes the historical antagonism between Marxism and
feminism, on both sides. Hardcore Marxism at best dismisses and at worst patronizes the importance
of women’s struggle. On the other hand, not only the history of European feminism in its opposition to
Bolshevik and Social Democrat women, but the conflict between the suffrage movement and the union
movement in this country must be taken into account. This historical problem will not be solved by say-
ing that we need more than an analysis of capitalism to understand male dominance, or that the sexual
division of labor as the primary determinant is already given in the texts of Marx. I prefer the work that
sees that the “essential truth” of Marxism or feminism cannot be separated from its history. My present
work relates this to the ideological development of the theory of the imagination in the eighteenth,
nineteenth, and twentieth centuries. I am interested in class analysis of families as it is being practiced
by, among others, Elizabeth Fox-Genovese, Heidi Hartman, Nancy Hartsock, and Annette Kuhn. I am
myself bent upon reading the text of international feminism as operated by the production and realiza-
tion of surplusvalue. My own earlier concern with the specific theme of reproductive (non) alienation
seems to me today to be heavily enough touched by a nuclear-familial hysterocentrism to be open to
the critique of psychoanalytic feminism that I suggest above.
On the other hand, if sexual reproduction is seen as the production of a product by an irreduc-
ibly determinate means (conjunction of semination-ovulation), in an irreducibly determinate mode
(heterogeneous combination of domestic and politico-civil economy), entailing a minimal variation of
social relations, then two original Marxist categories would be put into question: use-value as the mea-
sure of communist production and absolute surplus-value as the motor of primitive (capitalist) accu-
mulation. For the first: the child, although not a commodity, is also not produced for immediate and
adequate consumption or direct exchange. For the second: the premise that the difference between
subsistence wage and labor-power’s potential of production is the origin of original accumulation can

Sólo uso con fines educativos 202


only be advanced if reproduction is seen as identical with subsistence; in fact, the reproduction and
maintenance of children would make heterogeneous the original calculation in terms of something
like the slow displacement of value from fixed capital to commodity.18 These insights take the critique
of wage-labor in unexpected directions.
When I earlier touched upon the relationship between wage-theory and “women’s work”, I had not
yet read the autonomist arguments about wage and work as best developed in the work of Antonio
Negri.19 Exigencies of work and limitations of scholarship and experience permitting, I would like next
to study the relationship between domestic and political economies in order to establish the subver-
sive power of “women’s work” in models in the construction of a “revolutionary subject”. Negri sees this
possibility in the inevitable consumerism that socialized capitalism must nurture. Commodity con-
sumption, even as it realizes surplus-value as profit, does not itself produce the value and therefore per-
sistently exacerbates crisis.20 It is through reversing and displacing this tendency within consumerism,
Negri suggests, that the “revolutionary subject” can be released. Mainstream English Marxists some-
times think that such an upheaval can be brought about by political interventionist teaching of litera-
ture. Some French intellectuals think this tendency is inherent in the “pagan tradition”, which pluralizes
the now-defunct narratives of social justice still endorsed by traditional Marxists in a post-industrial
world. In contrast, I now argue as follows:

It is women’s work that has continuously survived within not only the varieties of capitalism
but other historical and geographical modes of production. The economic, political, ideologi-
cal, and legal heterogeneity of the relationship between the definitive mode of production
and race- and class-differentiated women’s and wives’ work is abundantly recorded.
Rather than the refusal to work of the freed Jamaican slaves in 1834, which is cited by Marx
as the only example of zero-work, quickly recuperated by imperialist maneuvers, it is the long
history of women’s work which is a sustained example of zero-work: work not only outside of
wage-work, but, in one way or another, “outside” of the definitive modes of production. The dis-
placement required here is a transvaluation, an uncatastrophic implosion of the search for vali-
dation via the circuit of productivity. Rather than a miniaturized and thus controlled metaphor
for civil society and the state, the power of the oikos, domestic economy, can be used as the
model of the foreign body unwittingly nurtured by the polis.21

With psychoanalytic feminism, then, an invocation of history and politics leads us back to the
place of psychoanalysis in colonialism. With Marxist feminism, an invocation of the economic text fore-
grounds the operations of the New Imperialism. The discourse of race has come to claim its importance
in this way in my work.
I am still moved by the reversal-displacement morphology of deconstruction, crediting the asym-
metry of the “interest” of the historical moment. Investigating the hidden ethico-political agenda of
differentiations constitutive of knowledge and judgment interests me even more. It is also the decon-
structive view that keeps me resisting an essentialist freezing of the concepts of gender, race, and class.
I look rather at the repeated agenda of the situational production of those concepts and our complicity

Sólo uso con fines educativos 203


in such a production. This aspect of deconstruction will not allow the establishment of a hegemonic
“global theory” of feminism.
Over the last few years, however, I have also begun to see that, rather than deconstruction simply
opening a way for feminists, the figure and discourse of women opened the way for Derrida as well.
His incipient discourse of woman surfaced in Spurs (first published as “La Question du Style” in 1975),
which also articulates the thematics of “interest” crucial to political deconstruction.22 This study marks
his move from the critical deconstruction of phallocentrism to “affirmative” deconstruction (Derrida’s
phrase). It is at this point that Derrida’s work seems to become less interesting for Marxism.23 The early
Derrida can certainly be shown to be useful for feminist practice, but why is it that, when he writes
under the sign of woman, as it were, that his work becomes solipsistic and marginal? What is it in the
history of that sign that allows this to happen? I will hold this question until the end of this essay.

3.

In 1979-80, concerns of race and class were beginning to invade my mind. What follows is in some
sense a check list of quotations from Margaret Drabble’s The Waterfall that shows the uneasy presence
of those concerns.24 Reading literature “well” is in itself a questionable good and can indeed be some-
times productive of harm and “aesthetic” apathy within its ideological framing. My suggestion is to use
literature, with a feminist perspective, as a “nonexpository” theory of practice.
Drabble has a version of “the best education” in the Western world: a First Class in English from
Oxbridge. The tradition of academic radicalism in England is strong. Drabble was at Oxford when the
prestigious journal New Left Review was being organized. I am not adverse to a bit of simple biographi-
cal detail: I began to re-read The Waterfall with these things in mind as well as the worrying thoughts
about sex, race, and class.
Like many woman writers, Drabble creates an extreme situation, to answer, presumably, the ques-
tion “Why does love happen?” In place of the mainstream objectification and idolization of the loved
person, she situates her protagonist, Jane, in the most inaccessible privacy —at the moment of birthing,
alone by choice. Lucy, her cousin, and James, Lucy’s husband, take turns watching over her in the empty
house as she regains her strength. The Waterfall is the story of Jane’s love affair with James. In place of
a legalized or merely possessive ardour toward the product of his own body, Drabble gives to James
the problem of relating to the birthing woman through the birth of “another man’s child”. Jane looks
and smells dreadful. There is blood and sweat on the crumpled sheets. And yet “love” happens. Drab-
ble slows language down excruciatingly as Jane records how, wonders why. It is possible that Drab-
ble is taking up the challenge of feminine “passivity” and making it the tool of analytic strength. Many
answers emerge. I will quote two, to show how provisional and self-suspending Jane can be:

I loved him inevitably, of necessity. Anyone could have foreseen it, given those facts: a lone-
ly woman, in an empty world. Surely I would have loved anyone who might have shown me
kindness. ...But of course it’s not true, it could not have been anyone else. ...I know that it was

Sólo uso con fines educativos 204


not inevitable: it was a miracle. ...What I deserved was what I had made: solitude, or a repetition
of pain. What I received was grace. Grace and miracles. I don’t much care for my terminology.
Though at least it lacks that most disastrous concept, the concept of free will. Perhaps I could
make a religion that denied free will, that placed God in his true place, arbitrary, carelessly kind,
idly malicious, intermittently attentive, and himself subject, as Zeus was, to necessity. Necessity
is my God. Necessity lay with me when James did [pp. 49-50].

And, in another place, the “opposite” answer —random contingencies:

I loved James because he was what I had never had: because he belonged to my cousin:
because he was kind to his own child: because he looked unkind: because I saw his naked
wrists against a striped tea towel once, seven years ago. Because he addressed me an intimate
question upon a beach on Christmas day. Because he helped himself to a drink when I did not
dare to accept the offer of one. Because he was not serious, because his parents lived in South
Kensington and were mysteriously depraved. Ah, perfect love. For these reasons, was it, that
I lay there, drowned was it, drowned or stranded, waiting for him, waiting to die and drown
there, in the oceans of our flowing bodies, in the white sea of that strange familiar bed [p. 67].

If the argument for necessity is arrived at by slippery happenstance from thought to thought, each
item on this list of contingencies has a plausibility far from random.
She considers the problem of making women rivals in terms of the man who possesses them. There
is a peculiar agreement between Lucy and herself before the affair begins:

I wonder why people marry? Lucy continued, in a tone of such academic flatness that the topic
seemed robbed of any danger. I don’t know, said Jane, with equal calm. ...So arbitrary, really,
said Lucy, spreading butter on the toast. It would be nice, said Jane, to think there were rea-
sons. ... Do you think so? said Lucy. Sometimes I prefer to think we are victims. ... If there were a
reason, said Jane, one would be all the more a victim. She paused, thought, ate a mouthful of
the toast. I am wounded, therefore I bleed. I am human, therefore I suffer. Those aren’t reasons
you’re describing, said Lucy. … And from upstairs the baby’s cry reached them —thin, wailing,
desperate. Hearing it, the two women looked at each other, and for some reason smiled [pp.
26-27].

This, of course, is no overt agreement, but simply a hint that the “reason” for female bonding has
something to do with a baby’s cry. For example, Jane records her own deliberate part in deceiving Lucy
this way: “I forgot Lucy. I did not think of her —or only occasionally, lying awake at night as the baby
cried, I would think of her, with pangs of irrelevant inquiry, pangs endured not by me and in me, but at a
distance, pangs as sorrowful and irrelevant as another person’s pain” [p. 48; italics mine].
Jane records inconclusively her gut reaction to the supposed natural connection between parent
and child: “Blood is blood, and it is not good enough to say that children are for the motherly, as Brecht
said, for there are many ways of unmothering a woman, or unfathering a man. ... And yet, how can I

Sólo uso con fines educativos 205


deny that it gave me pleasure to see James hold her in his arms for me? The man I loved and the child
to whom I had given birth” [p. 48].
The loose ending of the book also makes Jane’s story an extreme case. Is this love going to last,
prove itself to be “true”, and bring Jane security and Jane and James happiness? Or is it resolutely “liber-
ated”, overprotesting its own impermanence, and thus falling in with the times? Neither. The melodra-
matic and satisfactory ending, the accident which might have killed James, does not in fact do so. It
merely reveals all to Lucy, does not end the book, and reduces all to a humdrum kind of double life.
These are not bad answers: necessity if all fails, or perhaps random contingency; an attempt not to
rivalize women; blood bonds between mothers and daughters; love free of social security. The problem
for a reader like me is that the entire questioning is carried on in what I can only see as a privileged
atmosphere. I am not saying, of course, that Jane is Drabble (although that, too, is true in a complicated
way). I am saying that Drabble considers the story of so privileged a woman the most worth telling. Not
the well-bred lady of pulp fiction, but an impossible princess who mentions in one passing sentence
toward the beginning of the book that her poems are read on the BBC.
It is not that Drabble does not want to rest her probing and sensitive fingers on the problem of
class, if not race. The account of Jane’s family’s class prejudice is incisively told. Her father is headmaster
of a public school.

There was one child I shall always remember, a small thin child... whose father, he proudly told
us, was standing as Labour Candidate for a hopeless seat in an imminent General Election.
My father teased him unmercifully, asking questions that the poor child could not begin to
answer, making elaborate and hideous semantic jokes about the fruits of labour, throwing in
familiar references to prominent Tories that were quite wasted on such... tender ears; and the
poor child sat there, staring at his roast beef… turning redder and redder, and trying, patheti-
cally, sycophantically, to smile. I hated my father at that instant [pp. 56-57].

Yet Drabble’s Jane is made to share the lightest touch of her parents’ prejudice. The part I have elid-
ed is a mocking reference to the child’s large red ears. For her the most important issue remains sexual
deprivation, sexual choice. The Waterfall, the name of a card trick, is also the name of Jane’s orgasms,
James’s gift to her.
But perhaps Drabble is ironic when she creates so class-bound and yet so analytic a Jane? It is a
possibility, of course, but Jane’s identification with the author of the narrative makes this doubtful. If
there is irony to be generated here, it must come, as they say, from “outside the book”.
Rather than imposing my irony, I attempt to find the figure of Jane as narrator helpful. Drabble
manipulates her to examine the conditions of production and determination of microstructural hetero-
sexual attitudes within her chosen enclosure. This enclosure is important because it is from here that
rules come. Jane is made to realize that there are no fixed new rules in the book, not as yet. First World
feminists are up against that fact, every day. This should not become an excuse but should remain a del-
icate responsibility: “If I need a morality, I will create one: a new ladder, a new virtue. If I need to under-
stand what I am doing, if I cannot act without my own approbation —and I must act, I have changed, I

Sólo uso con fines educativos 206


am no longer capable of inaction— then I will invent a morality that condones me. Though by doing so,
I risk condemning all that I have been” [pp. 52-53].
If the cautions of deconstruction are heeded —the contingency that the desire to “understand” and
“change” are as much symptomatic as they are revolutionary— merely to fill in the void with rules will
spoil the case again, for women as for human beings. We must strive moment by moment to practice
a taxonomy of different forms of understanding, different forms of change, dependent perhaps upon
resemblance and seeming substitutability —figuration— rather than on the self-identical category of
truth:

Because it’s obvious that I haven’t told the truth, about myself and James. How could I? Why,
more significantly, should I? ...Of the truth, I haven’t told enough. I flinched at the conclusion
and can even see in my hesitance a virtue: it is dishonest, it is inartistic, but it is a virtue, such
discretion, in the moral world of love. ... The names of qualities are interchangeable: vice, virtue:
redemption, corruption: courage, weakness: and hence the confusion of abstraction, the pro-
liferation of aphorism and paradox. In the human world, perhaps there are merely likenesses.
... The qualities, they depended on the supposed true end of life. ... Salvation, damnation. ... I
do not know which of these two James represented. Hysterical terms, maybe: religious terms,
yet again. But then life is a serious matter, and it is not merely hysteria that acknowledges this
fact: for men as well as women have been known to acknowledge it. I must make an effort to
comprehend it. I will take it all to pieces. I will resolve it to parts, and then I will put it together
again, I will reconstitute it in a form that I can accept, a fictitious form [pp. 46, 51, 52].

The categories by which one understands, the qualities of plus and minus, are revealing them-
selves as arbitrary, situational. Drabble’s Jane’s way out —to resolve and reconstitute life into an accept-
able fictional form that need not, perhaps, worry too much about the categorical problems— seems, by
itself, a classical privileging of the aesthetic, for Drabble hints at the limits of self interpretation through
a gesture that is accessible to the humanist academic. Within a fictional form, she confides that the exi-
gencies of a narrative’s unity had not allowed her to report the whole truth. She then changes from the
third person to first.
What can a literary critic do with this? Notice that the move is absurdity twice compounded, since
the discourse reflecting the constraints of fiction-making goes on then to fabricate another fictive text.
Notice further that the narrator who tells us about the impossibility of truth-in-fiction —the classic
privilege of metaphor— is a metaphor as well.25
I should choose a simpler course. I should acknowledge this global dismissal of any narrative spec-
ulation about the nature of truth and then dismiss it in turn, since it might unwittingly suggest that
there is somewhere a way of speaking about truth in “truthful” language, that a speaker can somewhere
get rid of the structural unconscious and speak without role playing. Having taken note of the frame, I
will thus explain the point Jane is making here and relate it to what, I suppose, the critical view above
would call “the anthropomorphic world”: when one takes a rational or aesthetic distance from oneself
one gives oneself up to the conveniently classifying macrostructures, a move dramatized by Drabble’s

Sólo uso con fines educativos 207


third-person narrator. By contrast, when one involves oneself in the microstructural moments of prac-
tice that make possible and undermine every macrostructural theory, one falls, as it were, into the deep
waters of a first person who recognizes the limits of understanding and change, indeed the precarious
necessity of the micro-macro opposition, yet is bound not to give up.
The risks of first-person narrative prove too much for Drabble’s fictive Jane. She wants to plot her
narrative in terms of the paradoxical category —“pure corrupted love”— that allows her to make a fic-
tion rather than try, in fiction, to report on the unreliability of categories: “I want to get back to that
schizoid third-person dialogue. I’ve one or two more sordid conditions to describe, and then I can get
back there to that isolated world of pure corrupted love” [p. 130]. To return us to the detached and mac-
rostructural third person narrative after exposing its limits could be an aesthetic allegory of deconstruc-
tive practice.
Thus Drabble fills the void of the female consciousness with meticulous and helpful articulation,
though she seems thwarted in any serious presentation of the problems of race and class, and of the
marginality of sex. She engages in that microstructural dystopia, the sexual situation in extremis, that
begins to seem more and more a part of women’s fiction. Even within those limitations, our motto can-
not be Jane’s “I prefer to suffer, I think” —the privatist cry of heroic liberal women; it might rather be
the lesson of the scene of writing of The Waterfall: to return to the third person with its grounds mined
under.

4.

It is no doubt useful to decipher women’s fiction in this way for feminist students and colleagues
in American academia. I am less patient with literary texts today, even those produced by women. We
must of course remind ourselves, our positivist feminist colleagues in charge of creating the discipline
of women’s studies, and our anxious students, that essentialism is a trap. It seems more important to
learn to understand that the world’s women do not all relate to the privileging of essence, especially
through “fiction”, or “literature”, in quite the same way.
In Seoul, South Korea, in March 1982, 237 woman workers in a factory owned by Control Data, a
Minnesota-based multinational corporation, struck over a demand for a wage raise. Six union lead-
ers were dismissed and imprisoned. In July, the women took hostage two visiting U.S. vice-presidents,
demanding reinstatement of the union leaders. Control Data’s main office was willing to release the
women; the Korean government was reluctant. On July 16, the Korean male workers at the factory beat
up the female workers and ended the dispute. Many of the women were injured and two suffered mis-
carriages.
To grasp this narrative’s overdeterminations (the many telescoped lines —sometimes noncoherent,
often contradictory, perhaps discontinuous— that allow us to determine the reference point of a single
“event” or cluster of “events”) would require a complicated analysis.26 Here, too, I will give no more than
a checklist of the overdeterminants. In the earlier stages of industrial capitalism, the colonies provided
the raw materials so that the colonizing countries could develop their manufacturing industrial base.

Sólo uso con fines educativos 208


Indigenous production was thus crippled or destroyed. To minimize circulation time, industrial capital-
ism needed to establish due process, and such civilizing instruments as railways, postal services, and a
uniformly graded system of education. This, together with the labor movements in the First World and
the mechanisms of the welfare state, slowly made it imperative that manufacturing itself be carried out
on the soil of the Third World, where labor can make many fewer demands, and the governments are
mortgaged. In the case of the telecommunications industry, making old machinery obsolete at a more
rapid pace than it takes to absorb its value in the commodity, this is particularly practical.
The incident that I recounted above, not at all uncommon in the multinational arena, complicates
our assumptions about women’s entry into the age of computers and the modernization of “women
in development”, especially in terms of our daily theorizing and practice. It should make us confront
the discontinuities and contradictions in our assumptions about women’s freedom to work outside the
house, and the sustaining virtues of the working-class family. The fact that these workers were women
was not merely because, like those Belgian lacemakers, oriental women have small and supple fingers.
It is also because they are the true army of surplus labor. No one, including their men, will agitate for an
adequate wage. In a two-job family, the man saves face if the woman makes less, even for a comparable
job.
Does this make Third World men more sexist than David Rockefeller? The nativist argument that
says “do not question Third World mores” is of course unexamined imperialism. There is something like
an answer, which makes problematic the grounds upon which we base our own intellectual and politi-
cal activities. No one can deny the dynamism and civilizing power of socialized capital. The irreducible
search for greater production of surplus-value (dissimulated as, simply, “productivity”) through techno-
logical advancement; the corresponding necessity to train a consumer who will need what is produced
and thus help realize surplus-value as profit; the tax breaks associated with supporting humanist ide-
ology through “corporate philanthropy”; all conspire to “civilize”. These motives do not exist on a large
scale in a comprador economy like that of South Korea, which is neither the necessary recipient nor the
agent of socialized capital. The surplus-value is realized elsewhere. The nuclear family does not have a
transcendent ennobling power. The fact that ideology and the ideology of marriage have developed in
the West since the English revolution of the seventeenth century has something like a relationship to
the rise of meritocratic individualism.27
These possibilities overdetermine any generalization about universal parenting based on Ameri-
can, Western European, or laundered anthropological speculation.
Socialized capital kills by remote control. In this case, too, the American managers watched while
the South Korean men decimated their women. The managers denied charges. One remark made by a
member of Control Data management, as reported in Multinational Monitor, seemed symptomatic in its
self protective cruelty: “Although ‘it’s true’ Chae lost her baby, ‘this is not the first miscarriage she’s had.
She’s had two before this’”. 28 However active in the production of civilization as a by-product, socialized
capital has not moved far from the presuppositions of a slave mode of production. “In Roman theory,
the agricultural slave was designated an instrumentum vocale, the speaking tool, one grade away from
the livestock that constituted an instrumentum semi-vocale, and two from the implement which was an
instrumentum mutum”.29

Sólo uso con fines educativos 209


One of Control Data’s radio commercials speaks of how its computers open the door to knowledge,
at home or in the workplace, for men and women alike. The acronym of this computer system is PLATO.
One might speculate that this noble name helps to dissimulate a quantitative and formula-permuta-
tional vision of knowledge as an instrument of efficiency and exploitation with an aura of the unique
and subject-expressive wisdom at the very root of “democracy”. The undoubted historical-symbolic
value of the acronym PLATO shares in the effacement of class-history that is the project of “civilization”
as such: “The slave mode of production which underlay Athenian civilization necessarily found its most
pristine ideological expression in the privileged social stratum of the city, whose intellectual heights its
surplus labour in the silent depths below the polis made possible”. 30
“Why is it”, I asked above, “that when Derrida writes under the sign of woman his work becomes
solipsistic and marginal?”
His discovery of the figure of woman is in terms of a critique of propriation —proper-ing, as in the
proper name (patronymic) or property.31 Suffice it to say here that, by thus differentiating himself from
the phallocentric tradition under the aegis of a(n idealized) woman who is the “sign” of the indetermi-
nate, of that which has im-propriety as its property, Derrida cannot think that the sign “woman” is inde-
terminate by virtue of its access to the tyranny of the text of the proper. It is this tyranny of the “proper”
—in the sense of that which produces both property and the proper name of the patronymic— that I
have called the suppression of the clitoris, and that the news item about Control Data illustrates.32
Derrida has written a magically orchestrated book —La carte postale— on philosophy as telecom-
munication (Control Data’s business) using an absent, unnamed, and sexually indeterminate woman
(Control Data’s victim) as a vehicle, to reinterpret the relationship between Socrates and Plato (Control
Data’s acronym) taking it through Freud and beyond. The determination of that book is a parable of my
argument. Here deconstruction becomes complicit with an essentialist bourgeois feminism. The follow-
ing paragraph appeared recently in Ms: “Control Data is among those enlightened corporations that
offer social-service leaves. ... Kit Ketchum, former treasurer of Minnesota NOW, applied for and got a full
year with pay to work at NOW’s national office in Washington, D.C. She writes: ‘I commend Control Data
for their commitment to employing and promoting women. ... ‘Why not suggest this to your employ-
er?” 33 Bourgeois feminism, because of a blindness to the multinational theater, dissimulated by “clean”
national practice and fostered by the dominant ideology, can participate in the tyranny of the proper
and see in Control Data an extender of the Platonic mandate to women in general.
The dissimulation of political economy is in and by ideology. What is at work and can be used in
that operation is at least the ideology of nation-states, nationalism, national liberation, ethnicity, and
religion. Feminism lives in the master-text as well as in the pores. It is not the determinant of the last
instance. I think less easily of “changing the world” than in the past. I teach a small number of the hold-
ers of the can(n)on, male or female, feminist or masculist, how to read their own texts, as best I can.

1986

Sólo uso con fines educativos 210


Notes

5. Feminism and Critical Theory

1 For an explanation of this aspect of deconstruction, see Gayatri Chakravorty Spivak, “Translator’s Preface” to Jacques Der-
rida, Of Grammatology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1976).
2 It seems appropriate to note, by using a masculine pronoun, that Marx’s standard worker is male.
3 I am not suggesting this by way of what Harry Braverman describes as “that favorite hobby horse of recent years which

has been taken from Marx without the least understanding of its significance” in Labor and Monopoly Capital: the Degrada-
tion of Work in the Twentieth Century (New York and London: Monthly Review Press, 1974, pp. 27, 28). Simply put, alienation
in Hegel is that structural emergence of negation which allows a thing to sublate itself. The worker’s alienation from the
product of his labor under capitalism is a particular case of alienation. Marx does not question its specifically philosophical
justice. The revolutionary upheaval of this philosophical or morphological justice is, strictly speaking, also a harnessing of
the principle of alienation, the negation of a negation. It is a mark of the individualistic ideology of liberalism that it under-
stands alienation as only the pathetic predicament of the oppressed worker.
4 In this connection, we should note the metaphors of sexuality in Capital.
5 I remember with pleasure my encounter, at the initial presentation of this paper, with Mary O’Brien, who said she was work-

ing on precisely this issue, and who later produced the excellent book The Politics of Reproduction (London: Routledge and
Kegan Paul, 1981). I should mention here that the suggestion that mother and daughter have “the same body” and there-
fore the female child experiences what amounts to an unalienated pre-Oedipality argues from an individualist-pathetic
view of alienation and locates as discovery the essentialist presuppositions about the sexed body’s identity. This reversal of
Freud remains also a legitimation.
6 See Jack Goody, Production and Reproduction: A Comparative Study of the Domestic Domain (Cambridge: Cambridge Univer-

sity Press, 1976), and Maurice Godelier, “The Origins of Male Domination”, New Left Review 127 (May/June 1981): pp. 3-17.
7 Collected in Karl Marx on Education, Women, and Children (New York: Viking Press, 1977).
8 No feminist reading of this text is now complete without Jacques Derrida’s “Spéculer —sur Freud”, La Carte postale: de

Socrate à Freud et au-delà (Paris: Aubier-Flammarion, 1980).


9 The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, trans. James Strachey et al. (London: Hogarth

Press, 1964), vol. 22.


10 Luce Irigaray, “La tâche aveugle d’un vieux rêve de symmétrie” in Speculum de l’autre femme (Paris: Minuit, 1974).
11 I have moved, as I explain later, from womb-envy, still bound to the closed circle of coupling, to the suppression of the

clitoris. The mediating moment would be the appropriation of the vagina, as in Derrida (see Gayatri Chakravorty Spivak,
“Displacement and the Discourse of Women”, in Mark Krupnick, ed., Displacement: Derrida and After (Bloomington: Indiana
University Press, 1983).
12 One way to develop notions of womb-envy would be in speculation about a female fetish. If, by way of rather obvious

historico-sexual determinations, the typical male fetish can be said to be the phallus, given to and taken away from the
mother (Freud, “Fetishism”, Standard Edition, trans. James Strachey, et al., vol. 21), then, the female imagination in search of
a name from a revered sector of masculist culture might well fabricate a fetish that would operate the giving and taking
away of a womb to a father. I have read Mary Shelley’s Frankenstein in this way. The play between such a gesture and the
Kantian socio-ethical framework of the novel makes it exemplary of the ideology of moral and practical imagination in the
Western European literature of the nineteenth century. See Gayatri Chakravorty Spivak, “Three Women’s Texts and a Cri-
tique of Imperialism”, Critical Inquiry 12, no.1 (Autumn 1985).
13 As I have repeatedly insisted, the limits of hegemonic ideology are larger than so-called individual consciousness and per-

sonal goodwill. See “The Politics of Interpretations”, pp, 118-33 above; and “A Response to Annette Kolodny”, widely publi-
cized but not yet published.
14 This critique should be distinguished from that of Gilles Deleuze and Félix Guattari, Anti-Oedipus: Capitalism and Schizo-

phrenia, trans. Robert Hurley, et al. (New York: Viking Press, 1977), with which I am in general agreement. Its authors insist
that the family-romance should be seen as inscribed within politico-economic domination and exploitation. My argument
is that the family romance-effect should be situated within a larger familial formation.
15 “French Feminism in an International Frame”, pp. 134-53 above.
16 Pat Rezabek, unpublished letter.
17 What in man exceeds the closed circle of coupling in sexual reproduction is the entire “public domain”.
18 I understand Lise Vogel is currently developing this analysis. One could analogize directly, for example, with a passage such

Sólo uso con fines educativos 211


as Karl Marx, Grundrisse: Foundations of the Critique of Political Economy, trans. Martin Nicolaus (New York: Vintage Books,
1973), p. 710.
19 Antonio Negri, Marx Beyond Marx, trans. Harry Cleaver, et al. (New York: J. F. Bergen, 1984). For another perspective on a simi-
lar argument, see Jacques Donzelot, “Pleasure in Work”, I & C 9 (Winter 1981-82).
20 An excellent elucidation of this mechanism is to be found in James O’Connor, “The Meaning of Crisis”, International Journal
of Urban and Regional Research 5, no.3 (1981): pp. 317-29.
21 Jean-François Lyotard, Instructions païens (Paris: Union générale d’éditions, 1978). Tony Bennett, Formalism and Marxism
(London: Methuen, 1979), pp. 145 and passim. Marx, Grundrisse, p. 3-26. The self-citation is from “Woman in Derrida”, unpub-
lished lecture, School of Criticism and Theory , Northwestern University , July 6, 1982.
22 See Gayatri Chakravorty Spivak, “Love Me, Love My Ombre, Elle”, Diacritics (Winter 1984), pp. 19-36.
23 Michael Ryan, Marxism and Deconstruction: A Critical Articulation (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1982), p. xiv.
24 Margaret Drabble, The Waterfall (Harmondsworth: Penguin, 1971). Subsequent references are included in the text. Part of
this reading has appeared in a slightly different form in Union Seminary Quarterly Review 35 (Fall-Winter 1979-80): 15-34.
25 As in Paul de Man’s analysis of Proust in Allegories of Reading: Figural Language in Rousseau, Nietzsche, Rilke, and Proust (New
Haven: Yale University Press, 1979), p. 18.
26 For definitions of “overdetermination”, see Freud, Standard Edition, trans. James Strachey, et al., vol. 4, pp. 279-304; Louis
Althusser, For Marx, trans. Ben Brewster (New York: Vintage Books, 1970), pp. 89-128.
27 See Gayatri Chakravorty Spivak, response, “Independent India: Women’s India” forthcoming in a collection edited by Dilip
Basu.
28 “Was Headquarters Responsible? Women Beat Up at Control Data, Korea”, Multinational Monitor 3, no.10 (September 1982):
16.
29 Perry Anderson, Passages from Antiquity to Feudalism (London: Verso Editions, 1978), pp. 24-25.
30 Ibid., pp. 39-40.
31 Spivak, “Love Me, Love My Ombre, Elle”.
32 I have already made the point that “clitoris” here is not meant in a physiological sense alone. I had initially proposed it as
the reinscription of a certain physiological emphasis on the clitoris in some varieties of French feminism. I use it as a name
(close to a metonym) for women in excess of coupling-mothering. When this excess is in competition in the public domain,
it is suppressed in one way or another. I can do no better than refer to the very end of my earlier essay, where I devise a list
that makes the scope of the metonym explicit. “French Feminism”, p. 184.
33 Ms. 10, no. II (May 1982):30. In this connection, it is interesting to note how so gifted an educator as Jane Addams mis-
judged nascent socialized capital. She was wrong, of course, about the impartiality of commerce: “In a certain sense com-
mercialism itself, at least in its larger aspect, tends to educate the working man better than organized education does. Its
interests are certainly world-wide and democratic, while it is absolutely undiscriminating as to country and creed, coming
into contact with all climes and races. If this aspect of commercialism were utilized, it would in a measure counterbalance
the tendency which results from the subdivision of labor” (Democracy and Social Ethics, Cambridge, Mass.: Harvard Univer-
sity Press, 1964), p. 216.

Sólo uso con fines educativos 212


Lectura Nº5
García Canclini, Néstor, “Contradicciones Latinoamericanas: ¿Modernismo sin
Modernización?”, en Culturas Híbridas. Estrategias para Entrar y Salir de la Moderni-
dad, Buenos Aires, Argentina, Editorial Sudamericana, 1992, pp.65-93.

La hipótesis más reiterada en la literatura sobre la modernidad latinoamericana puede resumirse


así: hemos tenido un modernismo exuberante con una modernización deficiente. Ya vimos esa posi-
ción en las citas de Paz y Cabrujas. Circula en otros ensayos, en investigaciones históricas y sociológicas.
Puesto que fuimos colonizados por las naciones europeas más atrasadas, sometidos a la contrarrefor-
ma y otros movimientos antimodernos, sólo con la independencia pudimos iniciar la actualización de
nuestros países. Desde entonces, hubo olas de modernización.
A fines del XIX y principios del XX, impulsadas por la oligarquía progresista, la alfabetización y los
intelectuales europeizados; entre los años veinte y treinta de este siglo por la expansión del capitalismo,
el ascenso democratizador de sectores medios y liberales, el aporte de migrantes y la difusión masiva
de la escuela, la prensa y la radio; desde los cuarenta, por la industrialización, el crecimiento urbano, el
mayor acceso a la educación media y superior, las nuevas industrias culturales.
Pero estos movimientos no pudieron cumplir las operaciones de la modernidad europea. No for-
maron mercados autónomos para cada campo artístico, ni consiguieron una profesionalización exten-
sa de artistas y escritores, ni el desarrollo económico capaz de sustentar los esfuerzos de renovación
experimental y democratización cultural.
Algunas comparaciones son rotundas. En Francia, el índice de alfabetización, que era de 30 por
ciento en el Antiguo Régimen, sube a 90 por ciento en 1890. Los 500 periódicos publicados en París en
1860 se convierten en 2000 para 1890. Inglaterra, a principios del siglo XX, tenía 97 por ciento de alfabe-
tizados; el Daily Telegraph duplicó sus ejemplares entre 1860 y 1890, llegando a 300.000; Alicia en el país
de las maravillas vendió 150.000 copias entre 1865 y 1898. Se crea, de este modo, un doble espacio cul-
tural. Por una parte, el de circulación restringida, con ocasionales ventas numerosas, como la novela de
Lewis Caroll, en el que se desarrollan la literatura y las artes; por otro lado, el circuito de amplia difusión,
protagonizado en las primeras décadas del siglo XX por los diarios, que inician la formación de públicos
masivos para el consumo de textos.
Es muy distinto el caso del Brasil, señala Renato Ortiz1 ¿Cómo podían tener los escritores y artis-
tas un público específico si en 1890 había 84 por ciento de analfabetos, en 1920 un 75, y aún en 1940,
57 por ciento? El tiraje medio de una novela era hasta el año 1930 de mil ejemplares. Durante varias
décadas más los escritores no pueden vivir de la literatura, deben trabajar como docentes, funciona-
rios públicos o periodistas, lo cual crea al desarrollo literario relaciones de dependencia respecto de
la burocracia estatal y el mercado informacional de masas. Por eso, concluye, en el Brasil no se produ-

1 Renato Ortiz, A moderna tradição brasileira, Brasiliense, Sao Paulo, 1988, pp. 23-28. En este libro figuran las cifras recién cita-
das.

Sólo uso con fines educativos 213


ce una distinción clara, como en las sociedades europeas, entre la cultura artística y el mercado masi-
vo, ni sus contradicciones adoptan una forma tan antagónica.2
Trabajos sobre otros países latinoamericanos muestran un cuadro semejante o peor. Como la
modernización y democratización abarcan a una pequeña minoría, es imposible formar mercados
simbólicos donde puedan crecer campos culturales autónomos. Si ser culto en el sentido moderno es,
ante todo, ser letrado, en nuestro continente eso era imposible para más de la mitad de la población
en 1920. Esa restricción se acentuaba en las instancias superiores del sistema educativo, las que ver-
daderamente dan acceso a lo culto moderno. En los otros años treinta no llegaban al 10 por ciento los
matriculados en la enseñanza secundaria que eran admitidos en la universidad. Una “constelación tra-
dicional de élites”, dice Brunner, refiriéndose al Chile de esa época, exige pertenecer a la clase dirigente
para participar en los salones literarios, escribir en las revistas culturales y en los diarios. La hegemonía
oligárquica se asienta en divisiones de la sociedad que limitan su expansión moderna, “opone al desa-
rrollo orgánico del Estado sus propias limitaciones constitutivas (la estrechez del mercado simbólico y
el fraccionamiento hobbesiano de la clase dirigente)”. 3
Modernización con expansión restringida del mercado, democratización para minorías, renovación
de las ideas pero con baja eficacia en los procesos sociales. Los desajustes entre modernismo y moder-
nización son útiles a las clases dominantes para preservar su hegemonía, y a veces no tener que pre-
ocuparse por justificarla, para ser simplemente clases dominantes. En la cultura escrita, lo consiguieron
limitando la escolarización y el consumo de libros y revistas. En la cultura visual, mediante tres ope-
raciones que hicieron posible a las élites restablecer una y otra vez, ante cada cambio modernizador,
su concepción aristocrática: a) espiritualizar la producción cultural bajo el aspecto de “creación” artísti-
ca, con la consecuente división entre arte y artesanías; b) congelar la circulación de los bienes simbóli-
cos en colecciones, concentrándolos en museos, palacios y otros centros exclusivos; c) proponer como
única forma legítima de consumo de estos bienes esa modalidad también espiritualizada hierática, de
recepción que consiste en contemplarlos.
Si ésta era la cultura visual que reproducían las escuelas y los museos, ¿qué podían hacer las van-
guardias? ¿Cómo representar de otro modo —en el doble sentido de convertir la realidad en imágenes
y ser representativos de ella— a sociedades heterogéneas, con tradiciones culturales que conviven y se
contradicen todo el tiempo, con racionalidades distintas, asumidas desigualmente por diferentes secto-
res? ¿Es posible impulsar la modernidad cultural cuando la modernización socioeconómica es tan de-
sigual? Algunos historiadores del arte concluyen que los movimientos innovadores fueron “trasplantes”,
“injertos”, desconectados de nuestra realidad. En Europa

...el cubismo y el futurismo corresponden al entusiasmo admirativo de la primera vanguar-


dia ante las transformaciones físicas y mentales provocadas por el primer auge maquinista; el
surrealismo es una rebelión contra las alienaciones de la era tecnológica; el movimiento con-

2 Ídem, p. 29.
3 José Joaquín Brunner, “Cultura y crisis de hegemonías”, en J. J. Brunner y G. Catalán, Cinco estudios sobre cultura y sociedad,
FLACSO, Santiago de Chile, 1985, p. 32.

Sólo uso con fines educativos 214


creto surge junto con la arquitectura funcional y el diseño industrial con intenciones de crear
programada e integralmente un nuevo hábitat humano; el informalismo es otra reacción con-
tra el rigor racionalista, el ascetismo y la producción en serie de la era funcional, corresponde
a una aguda crisis de valores, al vacío existencial provocado por la segunda guerra mundial
[...]. Nosotros hemos practicado todas estas tendencias en la misma sucesión que en Europa,
sin haber entrado casi al “reino mecánico” de los futuristas, sin haber llegado a ningún apogeo
industrial, sin haber ingresado plenamente en la sociedad de consumo, sin estar invadidos por
la producción en serie ni coartados por un exceso de funcionalismo; hemos tenido angustia
existencial sin Varsovia ni Hiroshima.4

Antes de cuestionar esta comparación, quiero decir que yo también la cité —y extendí— en un
libro publicado en 1977.5 Entre otros desacuerdos que ahora tengo con ese texto, por los cuales ya no
se reedita, están los surgidos de una visión más compleja sobre la modernidad latinoamericana.
¿Por qué nuestros países cumplen mal y tarde con el modelo metropolitano de modernización?
¿Sólo por la dependencia estructural a que nos condena el deterioro de los términos del intercambio
económico, por los intereses mezquinos de clases dirigentes que resisten la modernización social y se
visten con el modernismo para dar elegancia a sus privilegios? En parte el error de estas interpretacio-
nes surge de medir nuestra modernidad con imágenes optimizadas de cómo sucedió ese proceso en
los países centrales. Hay que revisar, primero, si existen tantas diferencias entre la modernización euro-
pea y la nuestra. Luego, vamos a averiguar si la visión de una modernidad latinoamericana reprimida
y postergada, cumplida con dependencia mecánica de las metrópolis, es tan cierta y tan disfuncional
como los estudios sobre nuestro “atraso” acostumbran declarar.

CÓMO INTERPRETAR UNA HISTORIA HÍBRIDA


Un buen camino para repensar estas cuestiones pasa por un artículo de Perry Anderson que, sin
embargo, al hablar de América Latina, reitera la tendencia a ver nuestra modernidad como un eco dife-
rido y deficiente de los países centrales.6 Sostiene que el modernismo literario y artístico europeo tuvo
su momento alto en las tres primeras décadas del siglo XX, y luego persistió como “culto” de esa ideo-
logía estética, sin obras ni artistas del mismo vigor. La transferencia posterior de la vitalidad creativa a
nuestro continente se explicaría porque

...en el tercer mundo, de modo general, existe hoy una especie de configuración que, como
una sombra, reproduce algo de lo que antes prevalecía en el primer mundo. Oligarquías pre-
capitalistas de los más variados tipos, sobre todo las de carácter fundiario, son allí abundantes;

4 Saúl Yurkievich, “El arte de una sociedad en transformación”, en Damián Bayón (relator), América Latina en sus artes, UNES-
CO-Siglo XXI, México, 1984, 5ª. ed., p. 179.
5 Néstor García Canclini, Arte popular y sociedad en América Latina, Grijalbo, México, 1977.
6 Perry Anderson, “Modernity and Revolution”, citado.

Sólo uso con fines educativos 215


en esas regiones, donde existe desarrollo capitalista, es, de modo típico, mucho más rápido y
dinámico que en las zonas metropolitanas, pero por otro lado está infinitamente menos esta-
bilizado o consolidado; la revolución socialista ronda esas sociedades como permanente posi-
bilidad, ya de hecho realizada en países vecinos —Cuba o Nicaragua, Angola o Vietnam. Fue-
ron estas condiciones las que produjeron las verdaderas obras maestras de los años recientes
que se adecuan a las categorías de Berman: novelas como Cien años de soledad, de Gabriel Gar-
cía Márquez, o Midnight’s Children, de Salman Rushdie, en Colombia o la India, o películas como
Yol, de Yilmiz Güney, en Turquía.

Es útil esta larga cita porque exhibe la mezcla de observaciones acertadas con distorsiones mecá-
nicas y presurosas desde las que a menudo se nos interpreta en las metrópolis, y que demasiadas veces
repetimos como sombras. No obstante, el análisis de Anderson sobre las relaciones entre modernismo
y modernidad es tan estimulante que lo que menos nos interesa es criticarlo.
Hay que cuestionar, ante todo, esa manía casi en desuso en los países del tercer mundo: la de
hablar del tercer mundo y envolver en el mismo paquete a Colombia, la India y Turquía. La segunda
molestia reside en que se atribuya a Cien años de soledad —coquetería deslumbrante con nuestro
supuesto realismo maravilloso—, ser el síntoma de nuestro modernismo. La tercera es reencontrar en el
texto de Anderson, uno de los más inteligentes que ha dado el debate sobre la modernidad, el rústico
determinismo según el cual ciertas condiciones socioeconómicas “produjeron” las obras maestras del
arte y la literatura.
Aunque este residuo contamina infecta varios tramos del artículo de Anderson, hay en él exége-
sis más sutiles. Una es que el modernismo cultural no expresa la modernización económica, como lo
demuestra que su propio país, la Inglaterra precursora de la industrialización capitalista, que dominó
el mercado mundial durante cien años, “no produjo ningún movimiento nativo de tipo modernista vir-
tualmente significativo en las primeras décadas de este siglo”. Los movimientos modernistas surgen en
la Europa continental, no donde ocurren cambios modernizadores estructurales, dice Anderson, sino
donde existen coyunturas complejas, “la intersección de diferentes temporalidades históricas”. Ese tipo
de coyuntura se presentó en Europa “como un campo cultural de fuerza triangulado por tres coordena-
das decisivas: a) la codificación de un academicismo altamente formalizado en las artes visuales y en las
otras, institucionalizado por Estados y sociedades en los que dominaban clases aristocráticas o terrate-
nientes, superadas por el desarrollo económico pero que aún daban el tono político y cultural antes de
la primera guerra mundial; b) la emergencia en esas mismas sociedades de tecnologías generadas por
la segunda revolución industrial (teléfono, radio, automóvil, etcétera); c) la proximidad imaginativa de la
revolución social, que comenzaba a manifestarse en la revolución rusa y en otros movimientos sociales
de Europa occidental.

La persistencia de los anciens régimes y del academicismo que los acompañaba proporcionó
un conjunto crítico de valores culturales contra los cuales podían medirse las fuerzas insur-
gentes del arte, pero también en términos de los cuales ellas podían articularse parcialmente a
sí mismas.

Sólo uso con fines educativos 216


El antiguo orden, precisamente con lo que aún tenía de aristocrático, ofrecía un conjunto de códi-
gos y recursos a partir de los cuales intelectuales y artistas, aún los innovadores, veían posible resistir
las devastaciones del mercado como principio organizador de la cultura y la sociedad.
Si bien las energías del maquinismo fueron un potente estímulo para la imaginación del cubismo
parisiense y el futurismo italiano, estas corrientes neutralizaron el sentido material de la modernización
tecnológica al abstraer las técnicas y los artefactos de las relaciones sociales de producción. Cuando se
observa el conjunto del modernismo europeo, dice Anderson, se advierte que éste floreció en las pri-
meras décadas del siglo en un espacio donde se combinaban “un pasado clásico aún utilizable, un pre-
sente técnico aún indeterminado y un futuro político aún imprevisible [...]. Surgió en la intersección de
un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semiindustrializada y un movimiento
obrero semiemergente o semiinsurgente”.
Si el modernismo no es la expresión de la modernización socioeconómica sino el modo en que las
élites se hacen cargo de la intersección de diferentes temporalidades históricas y tratan de elaborar con ellas
un proyecto global, ¿cuáles son esas temporalidades en América Latina y qué contradicciones genera su
cruce? ¿En qué sentido estas contradicciones entorpecieron la realización de los proyectos emancipa-
dor, expansivo, renovador y democratizador de la modernidad?
Los países latinoamericanos son actualmente resultado de la sedimentación, yuxtaposición y
entrecruzamiento de tradiciones indígenas (sobre todo en las áreas mesoamericana y andina), del his-
panismo colonial católico y de las acciones políticas, educativas y comunicacionales modernas. Pese
a los intentos de dar a la cultura de elite un perfil moderno, recluyendo lo indígena y lo colonial en
sectores populares, un mestizaje interclasista ha generado formaciones híbridas en todos los estratos
sociales. Los impulsos secularizadores y renovadores de la modernidad fueron más eficaces en los gru-
pos “cultos”, pero ciertas élites preservan su arraigo en las tradiciones hispánico-católicas, y en zonas
agrarias también en tradiciones indígenas, como recursos para justificar privilegios del orden antiguo
de-safiados por la expansión de la cultura masiva.
En casas de la burguesía y de sectores medios con alto nivel educativo de Santiago de Chile, Lima,
Bogotá, México y muchas otras ciudades coexisten bibliotecas multilingües y artesanías indígenas,
cablevisión y antenas parabólicas con mobiliario colonial, las revistas que informan cómo realizar mejor
especulación financiera esta semana con ritos familiares y religiosos centenarios. Ser culto, e incluso ser
culto moderno, implica no tanto vincularse con un repertorio de objetos y mensajes exclusivamente
modernos, sino saber incorporar el arte y la literatura de vanguardia, así como los avances tecnológicos,
a matrices tradicionales de privilegio social y distinción simbólica.
Esta heterogeneidad multitemporal de la cultura moderna es consecuencia de una historia en la
que la modernización operó pocas veces mediante la sustitución de lo tradicional y lo antiguo. Hubo
rupturas provocadas por el desarrollo industrial y la urbanización que, si bien ocurrieron después que
en Europa, fueron más aceleradas. Se creó un mercado artístico y literario a través de la expansión edu-
cativa, que permitió la profesionalización de algunos artistas y escritores. Las luchas de los liberales de
fines del siglo XIX y los positivistas de principios del XX —que culminaron en la reforma universitaria
de 1918, iniciada en la Argentina y extendida pronto a otros países— lograron una universidad laica y
organizada democráticamente antes que en muchas sociedades europeas. Pero la constitución de esos

Sólo uso con fines educativos 217


campos científicos y humanísticos autónomos se enfrentaba con el analfabetismo de la mitad de la
población, y con estructuras económicas y hábitos políticos premodernos.
Estas contradicciones entre lo culto y lo popular han recibido más importancia en las obras que en
las historias del arte y la literatura, casi siempre limitadas a registrar lo que esas obras significan para las
élites. La explicación de los desajustes entre modernismo cultural y modernización social, tomando en
cuenta sólo la dependencia de los intelectuales hacia las metrópolis, descuida las fuertes preocupacio-
nes de escritores y artistas por los conflictos internos de sus sociedades y por las trabas para comuni-
carse con sus pueblos.
Desde Sarmiento a Sábato y Piglia, desde Vasconcelos a Fuentes y Monsiváis, las preguntas por lo
que significa hacer literatura en sociedades donde no hay un mercado con suficiente desarrollo como
para que exista un campo cultural autónomo condicionan las prácticas literarias. En los diálogos de
muchas obras, o de un modo más indirecto en la preocupación por cómo narrar, se indaga sobre el sen-
tido del trabajo literario en países con un precario desarrollo de la democracia liberal, con escasa inver-
sión estatal en la producción cultural y científica, donde la formación de naciones modernas no supera
las divisiones étnicas, ni la desigual apropiación del patrimonio aparentemente común. Estas cuestio-
nes no sólo aparecen en los ensayos, en las polémicas entre “formalistas” y “populistas”, y si aparecen es
porque son constitutivas de las obras que diferencian a Borges de Arlt, a Paz de García Márquez. Es una
hipótesis plausible para la sociología de la lectura que algún día se hará en América Latina pensar que
esas preguntas contribuyen a organizar las relaciones de estos escritores con sus públicos.

IMPORTAR, TRADUCIR, CONSTRUIR LO PROPIO


Para analizar cómo esas contradicciones entre modernismo y modernización condicionan las obras
y la función sociocultural de los artistas, se precisa una teoría liberada de la ideología del reflejo y de
cualquier suposición acerca de correspondencias mecánicas directas entre base material y represen-
taciones simbólicas. Veo un texto inaugural para esa ruptura en el que Roberto Schwarz escribió como
introducción a su libro sobre Machado de Assis, Ao Vencedor as Batatas, el espléndido artículo “As idéias
fora do lugar”. 7
¿Cómo fue posible que la Declaración de los Derechos del Hombre se transcribiera en parte en
la Constitución Brasileña de 1824, mientras seguía existiendo la esclavitud? La dependencia que la
economía agraria latifundista tenía del mercado externo hizo llegar a Brasil la racionalidad económica
burguesa con su exigencia de hacer el trabajo en un mínimo de tiempo, pero la clase dirigente —que
basaba su dominación en el disciplinamiento integral de la vida de los esclavos— prefería extender el
trabajo a un máximo de tiempo, y así controlar todo el día de los sometidos. Si deseamos entender por
qué esas contradicciones eran “inesenciales” y podían convivir con una exitosa difusión intelectual del
liberalismo, dice Schwarz, hay que tomar en cuenta la institucionalización del favor.
La colonización produjo tres sectores sociales: el latifundista, el esclavo y el “hombre libre”. Entre los

7 Roberto Schwarz, Ao Vencedor as Batatas, Duas Cidades, Sao Paulo, 1977, pp.13-25.

Sólo uso con fines educativos 218


dos primeros, la relación era clara. Pero la multitud de los terceros, ni propietarios ni proletarios, depen-
día materialmente del favor de un poderoso. A través de ese mecanismo se reproduce un amplio sector
de hombres libres; además, el favor se prolonga en otras áreas de la vida social e involucra a los otros
dos grupos en la administración y la política, el comercio y la industria. Hasta las profesiones liberales,
como la medicina, que en la acepción europea no debían nada a nadie, en Brasil eran gobernadas por
este procedimiento que se constituye “en nuestra mediación casi universal”.
El favor es tan antimoderno como la esclavitud, pero “más simpático” y susceptible de unirse al libe-
ralismo por su ingrediente de arbitrio, por el juego fluido de estima y autoestima al que somete el inte-
rés material. Es verdad que, mientras la modernización europea se basa en la autonomía de la persona,
la universalidad de la ley, la cultura desinteresada, la remuneración objetiva y su ética del trabajo, el
favor practica la dependencia de la persona, la excepción a la regla, la cultura interesada y la remunera-
ción a servicios personales. Pero dadas las dificultades para sobrevivir, “nadie en el Brasil tendría la idea
o principalmente la fuerza de ser, digamos, un Kant del favor”, batiéndose ante las contradicciones que
implicaba.
Lo mismo pasaba, agrega Schwarz, cuando se quería crear un Estado burgués moderno sin romper
con las relaciones clientelistas; cuando se pegaban papeles decorativos europeos o se pintaban moti-
vos arquitectónicos grecorromanos en paredes de barro; y hasta en la letra del himno de la república,
escrita en 1890, plena de emociones progresistas pero despreocupada de su correspondencia con la
realidad: “Nos nem creemos que escravos outrora/Tenha havido en tao nobre país” (outrora era dos años
antes, ya que la abolición ocurrió en 1888).
Avanzamos poco si acusamos a las ideas liberales de falsas. ¿Acaso se podía descartarlas? Más inte-
resante es acompañar su juego simultáneo con la verdad y la falsedad. A los principios liberales no se les
pide que describan la realidad, sino que den justificaciones prestigiosas para el arbitrio ejercido en los
intercambios de favores y para la “coexistencia estabilizada” que permite. Puede parecer disonante que
se llame “independencia a la dependencia, utilidad al capricho, universalidad a las excepciones, mérito
al parentesco, igualdad al privilegio” para quien cree que la ideología liberal tiene un valor cognoscitivo,
pero no para quienes viven constantemente momentos de “prestación y contraprestación —particular-
mente en el instante clave del reconocimiento recíproco—”, porque ninguna de las dos partes está dis-
puesta a denunciar a la otra, aunque tenga todos los elementos para hacerlo, en nombre de principios
abstractos.
Ese modo de adoptar ideas extrañas con un sentido impropio está en la base de gran parte de nues-
tra literatura y nuestro arte, en el Machado de Assis analizado por Schwarz; en Arlt y Borges, según lo
revela Piglia en su examen que luego citaremos; en el teatro de Cabrujas, por ejemplo El día que me quie-
ras, cuando hace dialogar en una casa caraqueña de los años treinta a una pareja fanatizada por irse a
vivir a un koljós soviético frente a un visitante tan admirado como la revolución rusa: Carlos Gardel.
¿Son estas relaciones contradictorias de la cultura de élite con su sociedad un simple resultado de
su dependencia de las metrópolis? En rigor, dice Schwarz, este liberalismo dislocado y desafinado es
“un elemento interno y activo de la cultura” nacional, un modo de experiencia intelectual destinado
a asumir conjuntamente la estructura conflictiva de la propia sociedad, su dependencia de modelos
extranjeros y los proyectos de cambiarla. Lo que las obras artísticas hacen con ese triple condiciona-

Sólo uso con fines educativos 219


miento —conflictos internos, dependencia exterior y utopías transformadoras—, utilizando procedi-
mientos materiales y simbólicos específicos, no se deja explicar mediante las interpretaciones irracio-
nalistas del arte y la literatura. Lejos de cualquier “realismo maravilloso” que imagina en la base de la
producción simbólica una materia informe y desconcertante, el estudio socioantropológico muestra
que las obras pueden ser comprendidas si abarcamos a la vez la explicación de los procesos sociales en
que se nutren y de los procedimientos con que los artistas los retrabajan.
Si pasamos a las artes plásticas encontramos evidencias de que esta inadecuación entre principios
concebidos en las metrópolis y la realidad local no siempre es un recurso ornamental de la explotación.
La primera fase del modernismo latinoamericano fue promovida por artistas y escritores que regresa-
ban a sus países luego de una temporada en Europa. No fue tanto la influencia directa, trasplantada, de
las vanguardias europeas lo que suscitó la veta modernizadora en la plástica del continente, sino las
preguntas de los propios latinoamericanos acerca de cómo volver compatibles su experiencia interna-
cional con las tareas que les presentaban sociedades en desarrollo, y en un caso, el mexicano, en plena
revolución.
Aracy Amaral hace notar que el pintor ruso Lazar Segall no encuentra eco en el mundo artístico
demasiado provinciano de Sao Paulo cuando llega en 1913, pero Oswald de Andrade tuvo gran reper-
cusión al regresar ese mismo año de Europa con el manifiesto futurista de Marinetti y confrontarse con
la industrialización que despega, con los migrantes italianos que se instalan en Sao Paulo. Junto con
Mario de Andrade, Anita Malfatti, que vuelve fauvista luego de su estadía en Berlín, y otros escritores y
artistas, organizan en 1922 la Semana de Arte Moderno, el mismo año en que se celebraba el centena-
rio de la independencia.
Coincidencia sugerente: para ser culto ya no es indispensable imitar, como en el siglo XIX, los com-
portamientos europeos y rechazar “acomplejadamente nuestras características propias”, dice Amaral;8
lo moderno se conjuga con el interés por conocer y definir lo brasileño. Los modernistas bebieron en
fuentes dobles y enfrentadas: por una parte, la información internacional, sobre todo francesa; por otra,
“un nativismo que se evidenciaría en la inspiración y búsqueda de nuestras raíces (también en los años
veinte comienzan las investigaciones de nuestro folclor)”. Esa confluencia se observa en las Muchachas
de Guarantinguetá, de Di Cavalcanti, donde el cubismo da el vocabulario para pintar mulatas; también
en las obras de Tarsila, que modifican lo que aprendió de Lhote y Léger, imprimiendo a la estética cons-
tructiva un color y una atmósfera representativas del Brasil.
En el Perú, la ruptura con el academicismo la hacen en 1929 artistas jóvenes preocupados tanto
por la libertad formal como por comentar plásticamente las cuestiones nacionales del momento y pin-
tar tipos humanos que correspondieran al “hombre andino”. Por eso los llamaron “indigenistas”, aunque
iban más allá de la identificación con el folclor. Querían instaurar un nuevo arte, representar lo nacional
ubicándolo en el desarrollo estético moderno.9
Es significativa la coincidencia de historiadores sociales del arte cuando relatan el surgimiento de

8 Aracy A. Amaral, “Brasil: del modernismo a la abstracción, 1910-1950”, en Damián Bayón (ed.), Arte moderno en América Lati-
na, Taurus, Madrid, 1985, pp. 270-281.
9 Mirko Lauer, Introducción a la pintura peruana del siglo XX, Mosca Azul, Lima, 1976.

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la modernización cultural en varios países latinoamericanos. No se trata de un trasplante, sobre todo en
los principales plásticos y escritores, sino de reelaboraciones deseosas de contribuir al cambio social.
Sus esfuerzos por edificar campos artísticos autónomos, secularizar la imagen y profesionalizar su tra-
bajo no implica encapsularse en un mundo esteticista, como hicieron algunas vanguardias europeas
enemigas de la modernización social. Pero en todas las historias los proyectos creadores individuales
tropiezan con el anquilosamiento de la burguesía, la falta de un mercado artístico independiente, el
provincianismo (aun en ciudades de punta, Buenos Aires, Sao Paulo, Lima, México), la ardua competen-
cia con academicistas, los resabios coloniales, el indianismo y el regionalismo ingenuos. Ante las difi-
cultades para asumir a la vez las tradiciones indígenas, las coloniales y las nuevas tendencias, muchos
sienten lo que Mario de Andrade sintetiza al concluir la década de los veinte: decía que los modernistas
eran un grupo “aislado y escudado en su propia convicción”

...el único sector de la nación que hace del problema artístico nacional un caso de preocupa-
ción casi exclusiva. A pesar de esto, no representa nada de la realidad brasileña. Está fuera de
nuestro ritmo social, fuera de nuestra inconstancia económica, fuera de la preocupación brasi-
leña. Si esta minoría está aclimatada dentro de la realidad brasileña y vive en intimidad con el
Brasil, la realidad brasileña, en cambio, no se acostumbró a vivir en intimidad con ella.10

Informaciones complementarias nos permiten hoy ser menos duros en la evaluación de esas van-
guardias. Aún en países donde la historia étnica y gran parte de las tradiciones fueron arrasadas, como
en la Argentina, los artistas “adictos” a modelos europeos no son meros imitadores de estéticas impor-
tadas, ni pueden ser acusados de desnacionalizar la propia cultura. Ni a la larga resultan siempre las
minorías insignificantes que ellos supusieron en sus textos. Un movimiento tan cosmopolita como el
de la revista Martín Fierro en Buenos Aires, nutrido por el ultraísmo español y las vanguardias france-
sas e italianas, redefine esas influencias en medio de los conflictos sociales y culturales de su país: la
emigración y la urbanización (tan presentes en el primer Borges), la polémica con las autoridades lite-
rarias previas (Lugones y la tradición criollista), el realismo social del grupo Boedo. Si se pretende seguir
empleando

...la metáfora de la traducción como imagen de la operación intelectual típica de las élites
literarias de países capitalistas periféricos respecto de los centros culturales, dicen Altamirano
y Sarlo, es necesario observar que suele ser todo el campo el que opera como matriz de tra-
ducción.11

Por precaria que sea la existencia de este campo, funciona como escena de reelaboración y estruc-
tura reordenadora de los modelos externos.
En varios casos, el modernismo cultural, en vez de ser desnacionalizador, ha dado el impulso y el

10 Citado por A. A. Amaral en el artículo mencionado, p. 274.


11 Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, Literatura/Sociedad, Buenos Aires, Hachette, 1983, pp. 88-89.

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repertorio de símbolos para la construcción de la identidad nacional. La preocupación más intensa por
la “brasileñidad” comienza con las vanguardias de los años veinte. “Sólo seremos modernos si somos
nacionales”, parece su consigna, dice Renato Ortiz. De Oswald de Andrade a la construcción de Brasilia,
la lucha por la modernización fue un movimiento por levantar críticamente una nación opuesta a lo
que querían las fuerzas oligárquicas o conservadoras y los dominadores externos. “El modernismo es
una idea fuera de lugar que se expresa como proyecto”. 12
Después de la revolución mexicana, varios movimientos culturales cumplen simultáneamente
una labor modernizadora y de desarrollo nacional autónomo. Retoman el proyecto ateneísta, iniciado
durante el porfirismo, con pretensiones a veces desencajadas, por ejemplo cuando Vasconcelos quie-
re usar la divulgación de la cultura clásica para “redimir a los indios” y liberarlos de su “atraso”. Pero el
enfrentamiento con la Academia de San Carlos y la inserción en los cambios posrevolucionarios tiene
el propósito para muchos artistas de replantear divisiones clave del desarrollo desigual y dependiente:
las que oponen el arte culto y el popular, la cultura y el trabajo, la experimentación de vanguardia y la
conciencia social. El intento de superar esas divisiones críticas de la modernización capitalista estuvo
ligado en México a la formación de la sociedad nacional. Junto a la difusión educativa y cultural de los
saberes occidentales en las clases populares, se quiso incorporar el arte y las artesanías mexicanas a un
patrimonio que se deseaba común. Rivera, Siqueiros y Orozco propusieron síntesis icnográficas de la
identidad nacional inspiradas a la vez en las obras de mayas y aztecas, los retablos de iglesias, las deco-
raciones de pulquerías, los diseños y colores de la alfarería poblana, las lacas de Michoacán y los avan-
ces experimentales de vanguardias europeas.
Esta reorganización híbrida del lenguaje plástico fue apoyada por cambios en las relaciones profe-
sionales entre los artistas, el Estado y las clases populares. Los murales en edificios públicos, los calen-
darios, carteles y revistas de gran difusión, fueron resultado de una poderosa afirmación de las nuevas
tendencias estéticas dentro del incipiente campo cultural, y de los vínculos novedosos que los artistas
fueron creando con los administradores de la educación oficial, con sindicatos y movimientos de base.
La historia cultural mexicana de los años treinta a cincuenta muestra la fragilidad de esa utopía y
el desgaste que fue sufriendo a causa de condiciones intra-artísticas y sociopolíticas. El campo plásti-
co, hegemonizado por el realismo dogmático, el contenidismo y la subordinación del arte a la política,
pierde su vitalidad previa y consiente pocas innovaciones. Además, era difícil potenciar la acción social
del arte cuando el impulso revolucionario se había “institucionalizado” o sobrevivía escuetamente en
movimientos marginales de oposición.
Pese a la singular formación de los campos culturales modernos en México y las oportunidades
excepcionales de acompañar con obras monumentales y masivas el proceso transformador, cuando la
nueva fase modernizadora irrumpe en los años cincuenta y sesenta, la situación cultural mexicana no
era radicalmente distinta de la de otros países de América Latina. Permanece el legado del realismo
nacionalista, aunque ya casi no produce obras importantes. Un Estado más rico y estable que el pro-
medio del continente sigue teniendo recursos para construir museos y centros culturales, dar becas

12 Renato Ortiz, op. cit., pp. 34-36.

Sólo uso con fines educativos 222


y subsidios a intelectuales, escritores y artistas. Pero esos apoyos van diversificándose para fomentar
tendencias inéditas. Las principales polémicas se organizan en torno de ejes semejantes a los de otras
sociedades latinoamericanas: cómo articular lo local y lo cosmopolita, las promesas de la modernidad
y la inercia de las tradiciones; cómo pueden alcanzar los campos culturales mayor autonomía y a la vez
volver esa voluntad de independencia compatible con el desarrollo precario del mercado artístico y
literario; de qué modo el reordenamiento industrial de la cultura recrea las desigualdades.
Debemos concluir que en ninguna de estas sociedades el modernismo ha sido la adopción mimé-
tica de modelos importados, ni la búsqueda de soluciones meramente formales. Hasta los nombres de
los movimientos, observa Jean Franco, muestran que las vanguardias tuvieron un arraigo social: mien-
tras en Europa los renovadores elegían denominaciones que indicaban su ruptura con la historia del
arte —impresionismo, simbolismo, cubismo—, en América Latina prefieren llamarse con palabras que
sugieren respuestas a factores externos al arte: modernismo, nuevomundismo, indigenismo.13
Es verdad que esos proyectos de inserción social se diluyeron parcialmente en academicismos,
variantes de la cultura oficial o juegos del mercado, como ocurrió en distintas cuotas con el indige-
nismo peruano, el muralismo mexicano, y Portinari en Brasil. Pero sus frustraciones no se deben a un
destino fatal del arte, ni al desajuste con la modernización socioeconómica. Sus contradicciones y dis-
crepancias internas expresan la heterogeneidad sociocultural, la dificultad de realizarse en medio de
los conflictos entre diferentes temporalidades históricas que conviven en un mismo presente. Parecie-
ra entonces que, a diferencia de las lecturas empecinadas en tomar partido por la cultura tradicional o
las vanguardias, habría que entender la sinuosa modernidad latinoamericana repensando los moder-
nismos como intentos de intervenir en el cruce de un orden dominante semioligárquico, una econo-
mía capitalista semindustrializada y movimientos sociales semitransformadores. El problema no reside
en que nuestros países hayan cumplido mal y tarde un modelo de modernización que en Europa se
habría realizado impecable, ni consiste tampoco en buscar reactivamente cómo inventar algún para-
digma alternativo e independiente, con tradiciones que ya han sido transformadas por la expansión
mundial del capitalismo. Sobre todo en el período más reciente, cuando la transnacionalización de la
economía y de la cultura nos vuelve “contemporáneos de todos los hombres” (Paz), y sin embargo no
elimina las tradiciones nacionales, optar en forma excluyente entre dependencia o nacionalismo, entre
modernización o tradicionalidad local, es una simplificación insostenible.

13 Jean Franco, La cultura en América Latina, Grijalbo, México, 1986, p. 15.

Sólo uso con fines educativos 223


EXPANSIÓN DEL CONSUMO Y VOLUNTARISMO CULTURAL
Desde los años treinta comienza a organizarse en los países latinoamericanos un sistema más
autónomo de producción cultural. Las capas medias surgidas en México a partir de la revolución, las
que acceden a la expresión política con el radicalismo argentino, o en procesos sociales semejantes en
Brasil y Chile, constituyen un mercado cultural con dinámica propia. Sergio Miceli, que estudió el proce-
so brasileño, habla del inicio de “la sustitución de importaciones”14 en el sector editorial. En todos estos
países, migrantes con experiencia en el área y productores nacionales emergentes van generando una
industria de la cultura con redes de comercialización en los centros urbanos. Junto con la ampliación de
los circuitos culturales que produce la alfabetización creciente, escritores, empresarios y partidos políti-
cos estimulan una importante producción nacional.
En la Argentina, las bibliotecas obreras, los centros y ateneos populares de estudio, iniciados por
anarquistas y socialistas desde principios del siglo, se expanden en las décadas del veinte y treinta. La
Editorial Claridad, que publica ediciones de 10.000 a 25.000 ejemplares en esos años, responde a un
público en rápido crecimiento y contribuye a la formación de una cultura política, lo mismo que los
diarios y revistas que elaboran intelectualmente los procesos nacionales en relación con las tendencias
renovadoras del pensamiento internacional.15
Pero es al comenzar la segunda mitad de este siglo que las élites de las ciencias sociales, el arte y la
literatura encuentran signos de firme modernización socioeconómica en América Latina. Entre los años
cincuenta y setenta al menos cinco clases de hechos indican cambios estructurales:
a) El despegue de un desarrollo económico más sostenido y diversificado, que tiene su base en el
crecimiento de industrias con tecnología avanzada, en el aumento de importaciones industriales y de
empleo de asalariados;
b) La consolidación y expansión del crecimiento urbano iniciado en la década de los cuarenta;
c) La ampliación del mercado de bienes culturales, en parte por las mayores concentraciones urba-
nas, pero sobre todo por el rápido incremento de la matrícula escolar en todos los niveles: el analfabe-
tismo se reduce al 10 o 15 por ciento en la mayoría de los países, la población universitaria sube en la
región de 250.000 estudiantes en 1950 a 5.380.000 al finalizar la década de los setenta;
d) La introducción de nuevas tecnologías comunicacionales, especialmente la televisión, que con-
tribuyen a la masificación e internacionalización de las relaciones culturales y apoyan la vertiginosa
venta de los productos “modernos”, ahora fabricados en América Latina: autos, aparatos electrodomésti-
cos, etcétera;
e) El avance de movimientos políticos radicales, que confían en que la modernización pueda incluir
cambios profundos en las relaciones sociales y una distribución más justa de los bienes básicos.

Aunque la articulación de estos cinco procesos no fue fácil, como sabemos, hoy resulta evidente

14 Sergio Miceli, Intelectuais e classe dirigente no Brasil (1920-1945), Difel, Sao Paulo-Río de Janeiro, 1979, p. 72.
15 Luis Alberto Romero, Libros baratos y cultura de los sectores populares, CISEA, Buenos Aires, 1986; Emilio J. Corbiere, Centros
de cultura populares, Centro de Estudios de América Latina, Buenos Aires, 1982.

Sólo uso con fines educativos 224


que transformaron las relaciones entre modernismo cultural y modernización social la autonomía y
dependencias de las prácticas simbólicas. Hubo una secularización, perceptible en la cultura cotidiana
y la cultura política; se crearon carreras de ciencias sociales que sustituyen las interpretaciones ensayís-
ticas, a menudo irracionalistas, por investigaciones empíricas y explicaciones más consistentes de las
sociedades latinoamericanas. La sociología, la psicología y los estudios sobre medios masivos contribu-
yeron a modernizar las relaciones sociales y la planificación. Aliadas a las empresas industriales, y a los
nuevos movimientos sociales, convirtieron en núcleo del sentido común culto la versión estructural-
funcionalista de la oposición entre tradiciones y modernidad. Frente a las sociedades rurales regidas
por economías de subsistencia y valores arcaicos, predicaban los beneficios de las relaciones urbanas,
competitivas, donde prosperaba la libre elección individual. La política desarrollista impulsó este giro
ideológico y científico, lo usó para ir creando en las nuevas generaciones de políticos, profesionales y
estudiantes el consenso para su proyecto modernizador.
El crecimiento de la educación superior y del mercado artístico y literario contribuyó a profesionali-
zar las funciones culturales. Aun los escritores y artistas que no llegan a vivir de sus libros y sus cuadros,
o sea la mayoría, se van insertando en la docencia o en actividades periodísticas especializadas en las
que se reconoce la autonomía de su oficio. En varias capitales se crean los primeros museos de arte
moderno y múltiples galerías que establecen ámbitos específicos para la selección y valoración de los
bienes simbólicos. En 1948 nacen los museos de arte moderno de Sao Paulo y Río de Janeiro, en 1956 el
de Buenos Aires, en 1962 el de Bogotá y en 1964 el de México.
La ampliación del mercado cultural favorece la especialización, el cultivo experimental de lengua-
jes artísticos y una mayor sincronía con las vanguardias internacionales. Al ensimismarse el arte culto
en búsquedas formales, se produce una separación más brusca entre los gustos de las élites y los de las
clases populares y medias controlados por la industria cultural. Si bien ésta es la dinámica de la expan-
sión y segmentación del mercado, los movimientos culturales y políticos de izquierda generan acciones
opuestas destinadas a socializar el arte, comunicar las innovaciones del pensamiento a públicos mayo-
ritarios y hacerlos participar de algún modo en la cultura hegemónica.
Se da un enfrentamiento entre la lógica socioeconómica del crecimiento del mercado y la lógica
voluntarista del culturalismo político, que fue particularmente dramática cuando se produjo en el inte-
rior de un mismo movimiento y hasta de las mismas personas. Quienes estaban realizando la raciona-
lidad expansiva y renovadora del sistema sociocultural eran los mismos que querían democratizar la
producción artística. Al tiempo que extremaban las prácticas de diferenciación simbólica —la experi-
mentación formal, la ruptura con saberes comunes—, buscaban fusionarse con las masas. A la noche
los artistas iban a los vernissages de las galerías de vanguardia en Sao Paulo y Río de Janeiro, a los hap-
penings del Instituto di Tella en Buenos Aires; a la mañana siguiente, participaban en las acciones difu-
soras y “concientizadoras” de los Centros Populares de Cultura o de los sindicatos combativos. Ésta fue
una de las escisiones de los años sesenta. La otra, complementaria, fue la creciente oposición entre lo
público y lo privado, con la consiguiente necesidad de muchos artistas de dividir su lealtad entre el
Estado y las empresas, o entre las empresas y los movimientos sociales.
La frustración del voluntarismo político ha sido examinada en muchos trabajos, pero no sucedió lo
mismo con el voluntarismo cultural. Se atribuye su declinación al sofocamiento o a la crisis de las fuer-

Sólo uso con fines educativos 225


zas insurgentes en que se insertaba, lo cual es parte de la verdad, pero falta analizar las causas cultura-
les del fracaso de este nuevo intento de articular el modernismo con la modernización.
Una primera clave es la sobreestimación de los movimientos transformadores sin considerar la
lógica de desarrollo de los campos culturales. Casi la única dinámica social que se intenta entender en
la literatura crítica sobre el arte y la cultura de los años sesenta y principios de los setenta, es la de la
dependencia. Se descuida la reorganización que se estaba produciendo desde dos o tres décadas antes
en los campos culturales, y en sus relaciones con la sociedad. Esta falla se hace patente al releer ahora
los manifiestos, los análisis políticos y estéticos, las polémicas de aquella época.
La nueva mirada sobre la comunicación de la cultura que se construye en los últimos años parte
de dos tendencias básicas de la lógica social: por una parte, la especialización y estratificación de las
producciones culturales; por otra, la reorganización de las relaciones entre lo público y lo privado, en
beneficio de las grandes empresas y fundaciones privadas.
Veo el síntoma inicial de la primera línea en los cambios de la política cultural mexicana durante la
década de los cuarenta. El Estado que había promovido una integración de lo tradicional y lo moderno,
lo popular y lo culto, impulsa a partir del alemanismo un proyecto en el cual la utopía popular cede
a la modernización, la utopía revolucionaria a la planificación del desarrollo industrial. En este perio-
do, el Estado diferencia sus políticas culturales en relación con las clases sociales: se crea el Instituto
Nacional de Bellas Artes (INBA), dedicado a la cultura “erudita”, y se fundan, casi en los mismos años,
el Museo Nacional de Artes e Industrias Populares y el Instituto Nacional Indigenista. La organización
separada de los aparatos burocráticos expresa institucionalmente un cambio de rumbo. Por más que
el INBA haya tenido periodos en que buscó deselitizar el arte culto, y algunos organismos dedicados a
culturas populares reactivan a veces la ideología revolucionaria de integración policlasista, la estructura
escindida de las políticas culturales revela cómo concibe el Estado la reproducción social y la renova-
ción diferencial del consenso.
En otros países la política estatal colaboró del mismo modo con la segmentación de los universos
simbólicos. Pero fue el incremento de inversiones diferenciadas en los mercados de élite y de masas lo
que más acentuó el alejamiento entre ambos. Aunada a la creciente especialización de los productores
y de los públicos, esta bifurcación cambió el sentido de la grieta entre lo culto y lo popular. Ya no se
basaba, como hasta la primera mitad del siglo XX, en la separación entre clases, entre élites instruidas y
mayorías analfabetas o semianalfabetas. Lo culto pasó a ser un área cultivada por fracciones de la bur-
guesía y de los sectores medios, mientras la mayor parte de las clases altas y medias, y la casi totalidad
de las clases populares, iba siendo adscrita a la programación masiva de la industria cultural.
Las industrias culturales proporcionan a la plástica, la literatura y la música una repercusión más
extensa que la lograda por las más exitosas campañas de divulgación popular originadas en la buena
voluntad de los artistas. La multiplicación de conciertos en peñas folclóricas y actos políticos alcanza
un público mínimo en comparación con lo que ofrecen a los mismos músicos los discos, los casetes y la
televisión. Los fascículos culturales y las revistas de moda o decoración vendidas en puestos de perió-
dicos y supermercados llevan las innovaciones literarias, plásticas y arquitectónicas a quienes nunca
visitan las librerías ni los museos.
Junto con este cambio en las relaciones de la “alta” cultura con el consumo masivo, se modifica el

Sólo uso con fines educativos 226


acceso de las diversas clases a las innovaciones de las metrópolis. No es indispensable pertenecer a los
clanes familiares de la burguesía o recibir una beca del extranjero para estar enterado de las variacio-
nes del gusto artístico o político. El cosmopolitismo se democratiza. En una cultura industrializada, que
necesita expandir constantemente el consumo, es menor la posibilidad de reservar repertorios exclusi-
vos para minorías.16 No obstante, se renuevan los mecanismos diferenciales cuando diversos sujetos se
apropian de las novedades.

EL ESTADO CUIDA EL PATRIMONIO, LAS EMPRESAS LO MODERNIZAN


Los procedimientos de distinción simbólica pasan a operar de otro modo. Mediante una doble
separación: por una parte, entre lo tradicional administrado por el Estado y lo moderno auspiciado por
empresas privadas; por otra, la división entre lo culto moderno o experimental para élites promovido por
un tipo de empresas y lo masivo organizado por otro tipo de empresas. La tendencia general es que la
modernización de la cultura para élites y para masas va quedando en manos de la iniciativa privada.
Mientras el patrimonio tradicional sigue siendo responsabilidad de los Estados, la promoción de la
cultura moderna es cada vez más tarea de empresas y organismos privados. De esta diferencia derivan
dos estilos de acción cultural. En tanto los gobiernos entienden su política en términos de protección
y preservación del patrimonio histórico, las iniciativas innovadoras quedan en manos de la sociedad
civil, especialmente de quienes disponen de poder económico para financiar arriesgando. Unos y otros
buscan en el arte dos tipos de rédito simbólico: los Estados, legitimidad y consenso al aparecer como
representantes de la historia nacional; las empresas, obtener lucro y construir a través de la cultura de
punta, renovadora, una imagen “no interesada” de su expansión económica.
Tal como lo analizamos en el capítulo anterior respecto de las metrópolis, la modernización de la
cultura visual, que los historiadores del arte latinoamericano suelen concebir sólo como efecto de la
experimentación de los artistas, tiene desde hace treinta años una alta dependencia de grandes empre-
sas. Sobre todo por el papel de éstas como mecenas de los productores en el campo artístico o trans-
misores de esas innovaciones a circuitos masivos a través del diseño industrial y gráfico. Una historia de
las contradicciones de la modernidad cultural en América Latina tendría que mostrar en qué medida
fue obra de esa política con tantos rasgos premodernos, que es el mecenazgo. Habría que partir de las
subvenciones con que la oligarquía de fines del siglo XIX y de la primer a mitad del XX apoyó a artistas
y escritores, ateneos, salones literarios y plásticos, conciertos y asociaciones musicales. Pero el perio-
do decisivo es el de los años sesenta. La burguesía industrial acompaña la modernización productiva
y la introducción de nuevos hábitos en el consumo que ella misma impulsa, con fundaciones y centros
experimentales destinados a conquistar para la iniciativa privada el papel protagónico en el reordena-
miento del mercado cultural. Algunas de estas acciones fueron promovidas por empresas transnacio-
nales y llegaron como exportación de corrientes estáticas de la posguerra, nacidas en las metrópolis,

16 Sobre estas transformaciones casi todo está por ser investigado. Menciono un texto precursor: José Carlos Durand, Arte,
privilégio e distincao, Sao Paulo, Perspectiva, 1989.

Sólo uso con fines educativos 227


sobre todo en los Estados Unidos. Se justifican por eso, las críticas a nuestra dependencia multiplicadas
en los sesenta, entre las que sobresalen los estudios de Shifra Goldman. Documentada en las fuentes
norteamericanas, supo ver cómo se articularon los grandes consorcios (Esso, Standard Oil, Shell, Gene-
ral Motors) con museos, revistas, artistas, críticos norteamericanos y latinoamericanos, para difundir en
nuestro continente una experimentación formal “despolitizada” que reemplazara al realismo social.17
Pero las interpretaciones de la historia que ponen todo el peso en las intenciones conspirativas y las
alianzas maquiavélicas de los dominadores empobrecen la complejidad y los conflictos de la moderni-
zación.
En esos años estaba ocurriendo en los países latinoamericanos la transformación radical de la
sociedad, la educación y la cultura que resumimos en las páginas precedentes. La adopción en la pro-
ducción artística de nuevos materiales (acrílico, plástico, poliéster) y procedimientos constructivos (téc-
nicas lumínicas y electrónicas, multiplicación seriada de las obras) no era simple imitación del arte de
las metrópolis, pues tales materiales y tecnologías estaban siendo incorporados a la producción indus-
trial, y por tanto a la vida y el gusto cotidianos en los países latinoamericanos. Lo mismo podemos decir
de los nuevos iconos de la plástica de vanguardias: televisores, ropa de moda, personajes de la comuni-
cación masiva.
Estos cambios materiales, formales e iconográficos se consolidaron con la aparición de nuevos
espacios de exhibición y valoración de la producción simbólica. En la Argentina y el Brasil eran despla-
zadas las instituciones representativas de la oligarquía agroexportadora —las academias, las revistas
y los diarios tradicionales— y ganaban espacio el Instituto di Tella, la Fundación Matarazzo, semana-
rios sofisticados como Primera Plana. Se constituía un nuevo sistema de circulación y valoración que, a
la vez que proclamaba más autonomía para la experimentación artística, la mostraba como parte del
proceso general de modernización industrial, tecnológica y del entorno cotidiano, conducido por los
empresarios que manejaban esos institutos y fundaciones.18
En México la acción cultural de la burguesía modernizadora y de los artistas de vanguardia no
surge en oposición a la oligarquía tradicional, marginada al comienzo del siglo por la revolución, sino
contradiciendo el nacionalismo realista de la escuela mexicana auspiciado por el Estado posrevolucio-
nario. La polémica fue áspera y larga entre quienes detentaban la hegemonía del campo plástico y los
nuevos pintores (Tamayo, Cuevas, Gironella, Vlady), empeñados en renovar la figuración.19 Pero la cali-
dad de los últimos y el anquilosamiento de los primeros consiguieron que las nuevas corrientes fueran
reconocidas en galerías, espacios culturales privados y por el propio aparato estatal que comenzó a
incluirlas en su política. A la creación del Museo de Arte Moderno en 1964, se agregaron otras instan-

17 Shifra M. Goldman, Contemporary Mexican Painting in a Time of Change, Universidad de Texas, Austin y Londres, 1977, espe-
cialmente los caps. 2 y 3.
18 Estudiamos extensamente este proceso en la Argentina en La producción simbólica, Siglo XXI, 4a. ed., México, 1988, espe-

cialmente el capítulo “Estrategias simbólicas del desarrollismo económico”.


19 Destacamos en la bibliografía sobre este periodo la documentación y el análisis presentados en el libro de Rita Eder, Giro-

nella, UNAM, México, 1981, especialmente los caps. 1 y 2.

Sólo uso con fines educativos 228


cias oficiales de consagración: las vanguardias fueron recibiendo premios, exhibiciones nacionales y
extranjeras promovidas por el gobierno y encargos de obras públicas.
Hasta mediados de la década de los setenta, en México el patrocinio estatal y el privado del arte
estuvieron equilibrados. Pese a la insuficiencia de ambos auspicios en relación con las demandas de los
productores, ese equilibrio da al campo artístico un perfil menos dependiente del mercado que en paí-
ses como Colombia, Venezuela, Brasil o la Argentina. A fines de los setenta, pero especialmente a partir
de la crisis económica de 1982, las tendencias neoconservadoras que adelgazan el Estado y clausuran
las políticas desarrollistas de modernización aproximan a México a la situación del resto del continente.
Así como se transfiere a las empresas privadas amplios sectores de la producción, hasta entonces bajo
control del poder público, se sustituye un tipo de hegemonía, basado en la subordinación de las dife-
rentes clases a la unificación nacionalista del Estado por otro en el que las empresas privadas aparecen
como promotores de la cultura de todos los sectores.
La competencia cultural de la iniciativa privada con el Estado se concentra en un gran complejo
empresarial: Televisa. Esta empresa maneja cuatro canales de televisión nacionales con múltiples repeti-
doras en México y los Estados Unidos, productoras y distribuidoras de video, editoriales, radios, museos
en los que se exhibe arte culto y popular: hasta 1986 el Museo de Arte Contemporáneo Rufino Tamayo
y ahora el Centro Cultural de Arte Contemporáneo. Esta acción tan diversificada, pero bajo una admi-
nistración monopólica, estructura las relaciones entre los mercados culturales. Dijimos que, de los años
cincuenta a los setenta, la fractura entre la cultura de élites y la de masas había sido ahondada por las
inversiones de distintos tipos de capital y la creciente especialización de los productores y los públicos.
En los ochenta, las macroempresas se apropian a la vez de la programación cultural para élites y para
el mercado masivo. Algo semejante ha ocurrido en Brasil con la Rede Globo, dueña de circuitos televisi-
vos, radios, telenovelas nacionales y para exportación, y creadora de una nueva mentalidad empresarial
hacia la cultura, que establece relaciones altamente profesionalizadas entre artistas, técnicos, producto-
res y público.
La posesión simultánea por parte de estas empresas de grandes salas de exposición, espacios
publicitarios y críticos en cadenas de TV y radio, en revistas y otras instituciones, les permite programar
acciones culturales de vasta repercusión y alto costo controlar los circuitos por los que serán comunica-
das, las críticas, y hasta cierto punto la descodificación que harán los distintos públicos.
¿Qué significa este cambio para la cultura de élite? Si la cultura moderna se realiza al autonomizar
el campo formado por los agentes específicos de cada práctica —en el arte: los artistas, las galerías, los
museos, los críticos y el público—, las fundaciones mecenales omnicomprensivas atacan algo central
de ese proyecto. Al subordinar la interacción entre los agentes del campo artístico a una sola volun-
tad empresarial, tienden a neutralizar el desarrollo autónomo del campo. En cuanto a la cuestión de la
dependencia cultural, si bien la influencia imperial de las empresas metropolitanas no desaparece, el
enorme poder de Televisa, Rede Globo y otros organismos latinoamericanos está cambiando la estruc-
tura de nuestros mercados simbólicos y su interacción con los de los países centrales.
Un caso notable de esta evolución de monopolios mecenales lo constituye la institución casi uni-
personal dirigida por Jorge Glusberg, el Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires. Dueño de una
de las mayores empresas de artefactos lumínicos en la Argentina, Modulor, dispone de recursos para

Sólo uso con fines educativos 229


financiar las actividades del Centro, de los artistas que reúne (el Grupo de los Trece al principio, Grupo
CAYC después) y de otros que exponen en esta institución o son llevados por ella al extranjero. Glus-
berg paga los catálogos, la propaganda, los fletes de las obras y a veces los materiales, si los artistas
carecen de medios. Establece así una tupida red de lealtades profesionales y para profesionales con
artistas, arquitectos, urbanistas y críticos.
Además, el CAYC actúa como centro interdisciplinario que combina a estos especialistas con comu-
nicadores, semiólogos, sociólogos, tecnólogos y políticos, lo cual le da gran versatilidad para insertarse
en distintos campos de la producción cultural y científica argentina, así como para vincularse con insti-
tutos de avanzada internacional (sus catálogos suelen publicarse en español e inglés). Desde hace dos
décadas viene organizando en Europa y los Estados Unidos muestras anuales de artistas argentinos.
También hace exhibiciones de artistas extranjeros y coloquios en Buenos Aires, en los que participan
críticos resonantes (Umberto Eco, Giulio Carlo Argan, Pierre Restany, etcétera). Al mismo tiempo, Glus-
berg ha desplegado una acción crítica múltiple, que abarca casi todos los catálogos del CAYC, la direc-
ción de páginas de arte y arquitectura en los principales diarios (La Opinión, luego Clarín) y artículos en
revistas internacionales de ambas especialidades, donde publicita la labor del Centro y sugiere lecturas
del arte solidarias con las propuestas de las exposiciones. Un recurso clave para mantener esta acción
multimedia ha sido el control permanente que Glusberg ha tenido como presidente de la Asociación
Argentina de Críticos de Arte, y como vicepresidente de la Asociación Internacional de Críticos.
Mediante este manejo de varios campos culturales (arte, arquitectura, prensa, instituciones asocia-
tivas), y sus vínculos con fuerzas económicas y políticas, el CAYC logró durante veinte años una asom-
brosa continuidad en un país donde un solo gobierno constitucional pudo terminar su mandato en
las últimas cuatro décadas. También parece consecuencia de su control sobre tantas instancias de la
producción y la circulación artística que dicho Centro no haya recibido más que críticas confidenciales,
ninguna que lo cuestione seriamente al punto de disminuir su reconocimiento en el país, pese a haber
pasado al menos por tres etapas contradictorias.
En la primera, de 1971 a 1974, desplegó una acción plural con artistas y críticos de diversas orien-
taciones. Su trabajo contribuyó a la innovación estética autónoma al auspiciar experiencias que aún
carecían de valor en el mercado artístico, como las conceptualistas. En algunos casos buscó a un públi-
co amplio, por ejemplo con las exposiciones planeadas en plazas de Buenos Aires, de las cuales sólo se
cumplió una en 1972, que fue reprimida por la policía. A partir de 1976, Glusberg cambió su línea de
trabajo. Tuvo excelentes relaciones con el gobierno militar establecido desde ese año hasta 1983, como
se comprueba, por ejemplo, en la promoción oficial que recibían sus exhibiciones, y el telegrama del
presidente, el general Videla, que lo felicitaba por haber ganado en 1977 el premio de la XIV Bienal de
Sao Paulo, al que contestó comprometiéndose ante él a “representar el humanismo del arte argentino
en el exterior”. La tercera etapa se abre en diciembre de 1983, a la semana siguiente de acabar la dicta-
dura y asumir el gobierno Alfonsín, cuando Glusberg organizó en el CAYC y otras galerías de Buenos
Aires las Jornadas por la Democracia.20

20 Los juicios sobre el CAYC y sobre Glusberg están divididos entre los artistas y críticos, según se aprecia en la investigación de
Luz M. García, M. Elena Crespo y M. Cristina López, CAYC, realizada en la Escuela de Bellas Artes, Facultad de Humanidades y
Arte de la Universidad Nacional de Rosario, 1987.

Sólo uso con fines educativos 230


En la década de los sesenta, la creciente importancia de los galeristas y marchands llevó a hablar en
la Argentina de “un arte de difusores” para aludir a la intervención de estos agentes en el proceso social
en que se constituyen los significados estéticos.21 Las fundaciones recientes abarcan mucho más, pues
no actúan sólo en la circulación de las obras, sino que reformulan las relaciones entre artistas, inter-
mediarios y público. Para conseguirlo, subordinan a una o pocas figuras poderosas las interacciones y
los conflictos entre los agentes que ocupan diversas posiciones en el campo cultural. Se pasa así de
una estructura en la que los vínculos horizontales, las luchas por la legitimidad y la renovación, se efec-
tuaban con criterios predominantemente artísticos y constituían la dinámica autónoma de los campos
culturales, a un sistema piramidal en el que las líneas de fuerza se ven obligadas a converger bajo la
voluntad de mecenas o empresarios privados. La innovación estética se convierte en un juego dentro
del mercado simbólico internacional, donde se diluyen, tanto como en las artes más dependientes de
las tecnologías avanzadas y “universales” (cine, televisión, video), los perfiles nacionales que fueron
preocupación de algunas vanguardias hasta mediados de este siglo. Si bien la tendencia internacio-
nalizante ha sido propia de las vanguardias, mencionamos que algunas unieron su búsqueda experi-
mental en los materiales y lenguajes con el interés por redefinir críticamente las tradiciones culturales
desde las cuales se expresaban. Este interés decae ahora por una relación más mimética con las ten-
dencias hegemónicas en el mercado internacional.
En una serie de entrevistas que realizamos con plásticos argentinos y mexicanos acerca de lo que
debe hacer un artista para vender y ser reconocido, aparecieron, ante todo, insistentes referencias a la
depresión del mercado latinoamericano de los años ochenta y a la “inestabilidad” a que están someti-
dos los artistas, tanto por la obsolescencia continua de las corrientes estéticas como por la variabilidad
económica de la demanda. En esas condiciones, es muy fuerte la presión para sintonizar con el estilo
acrítico y lúdico, sin preocupaciones sociales, ni audacias estéticas, “sin demasiadas estridencias, elegan-
te, no muy apasionado” del arte de este fin de siglo. Los más exitosos señalan que una obra de repercu-
sión debe basarse tanto en hallazgos o aciertos plásticos como en recursos periodísticos, publicitarios,
indumentarias, viajes, abultadas cuentas telefónicas, seguimiento de revistas y catálogos internaciona-
les. Hay quienes se resisten a que las implicaciones extraésteticas ocupen el lugar principal, pero aún
así dicen que esos recursos complementarios son indispensables.
Ser artista o escritor, producir obras significativas en medio de esta reorganización de la sociedad
global y de los mercados simbólicos, comunicarse con públicos amplios, se ha vuelto mucho más com-
plicado. Del mismo modo que los artesanos o productores populares de cultura, según veremos luego,
no pueden ya referirse sólo a su universo tradicional, los artistas tampoco logran realizar proyectos
reconocidos socialmente si se encierran en su campo. Lo popular y lo culto, mediados por una reorga-
nización industrial, mercantil y espectacular de los procesos simbólicos, requieren nuevas estrategias.
Al llegar a la década del noventa, es innegable que América Latina sí se ha modernizado. Como
sociedad y como cultura: el modernismo simbólico y la modernización socioeconómica no están ya tan

21 Marta F. de Slemenson y Germán Kratochwill, “Un arte de difusores. Apuntes para la comprensión de un movimiento plás-
tico de vanguardia en Buenos Aires, de sus creadores, sus difusores y su público”, en J. F. Marsal y otros, El intelectual latino-
americano, Edit. del Instituto, Buenos Aires, 1970.

Sólo uso con fines educativos 231


divorciados. El problema reside en que la modernización se produjo de un modo distinto al que esperá-
bamos en decenios anteriores. En esta segunda mitad del siglo, la modernización no la hicieron tanto los
Estados sino la iniciativa privada. La “socialización” o democratización de la cultura ha sido lograda por
las industrias culturales —en manos casi siempre de empresas privadas— más que por la buena volun-
tad cultural o política de los productores. Sigue habiendo desigualdad en la apropiación de los bienes
simbólicos y en el acceso a la innovación cultural, pero esa desigualdad ya no tiene la forma simple y
polar que creímos encontrarle cuando dividíamos cada país en dominantes y dominados, o el mundo en
imperios y naciones dependientes. Después de este seguimiento de los cambios estructurales, hay que
averiguar cómo reubican sus prácticas diversos actores culturales —productores, intermediarios y públi-
cos— ante tales contradicciones de la modernidad, o cómo imaginan que podrían hacerlo.

Sólo uso con fines educativos 232


Lectura Nº6
Mier, Raymundo et al.,1 “Figuraciones sobre Culturas y Políticas. Conversación con
Néstor García Canclini”, en García Canclini, Néstor, Culturas Híbridas. Estrategias
para Entrar y Salir de la Modernidad, Buenos Aires, Argentina, Editorial Sudameri-
cana, 1992, p. III-XXXVII.

LA DECLINACIÓN DE LOS MODELOS


V: A propósito de tu reciente libro, lo primero que me suscitó su lectura fue reconocer un cambio
en las perspectivas tradicionales para analizar los problemas de comunicación en el marco de los estu-
dios sobre la cultura. Me gustaría que hablaras un poco acerca de sus enfoques centrales. Reconozco en
ellos alguna proximidad con estudios que se realizan actualmente en Europa y en los Estados Unidos
y que se inscriben en las corrientes llamadas “postmodernas”. Y utilizo esta designación por facilidad y
sólo para distinguir y ubicar en algún lado ese tipo de investigaciones que han transformado de mane-
ra renovadora los esquemas y perspectivas teóricos ya agotados, y creo que en vías de declinación, de
los modelos clásicos en este campo. ¿Cómo ves tú los procesos de cambio en los estudios sobre las lla-
madas industrias culturales?
N. G. C.: Me parece que estamos tomando nota, con bastante dificultad, de la artificialidad con que se
construyeron, teórica o conceptualmente, los campos de estudio de la cultura. Uno de los puntos de partida
del libro es cuestionar radicalmente el modo en que se ha aislado su pretendido objeto específico de estudio,
la historia del arte y de la literatura, al ocuparse del campo de lo culto, el folclore y la antropología, al delimi-
tar un supuesto campo de lo popular y los estudios comunicacionales al definir también un espacio supues-
tamente propio, distintivo. La falta de justificación de este recorte de lo social en los dos primeros casos se
ha comenzado a ver desde hace mucho. Los historiadores sociales del arte y de la literatura fueron quizá los
primeros en registrar que los discursos visuales y literarios partían de formas anteriores de visualidad y, a su
vez, eran resignificados y transformados en su circulación social, en interacción con otras textualidades y
otras visualidades. Los estudios semióticos, al poner en relevancia la existencia de otras formas de textua-
lidad social que podían ser analizadas de un modo semejante a los textos llamados literarios, encontrando
también en ellos significaciones o aspectos estéticos, hicieron estallar esa pretendida insularidad de un con-
junto de cuadros o un conjunto de libros, novelas o relatos.
Por otro lado, la reivindicación de lo popular en el folclore desde el siglo XIX, en el siglo XX por la antro-
pología, luego por los populismos políticos y en América Latina por ciertas corrientes de las ciencias sociales
nutridas en el populismo político, hizo evidente que lo popular también era un campo de límites borrosos,
blandos, que lo popular había sido constituido por estrategias hegemónicas, desde un polo masivo. Esto ha
sido rastreado en los almanaques, en formas literarias de colportage en el siglo XIX en Francia, en España y
otros países, de manera que no estamos ante una problemática nueva.

1 Entrevista publicada en VERSIÓN. Nº1, del Departamento de Educación y Comunicación, Universidad Autónoma Metropolitana
de Xochimilco, México, D.F.

Sólo uso con fines educativos 233


Lo que ocurre es que esa problemática había sido disimulada por estrategias académicas y por políticas
de constitución de campos que necesitaban especificidad y autonomía profesional para justificarse, pedir
presupuestos, crear departamentos universitarios, carreras en las que se estudiaba este tipo de disciplinas
como si fueran un universo separado. En el caso de los estudios comunicacionales creo que la problemática
es equivalente, aunque más reciente. A mí me importa colocarla en relación con las otras dos, las de lo culto
y lo popular, porque me parece que la construcción de los estudios comunicacionales en correspondencia
con un universo de “lo masivo” presenta dificultades semejantes a las de la historia del arte y a los análisis
antropológicos sobre lo popular. Las estrategias académicas son semejantes, aunque los medios masivos
de comunicación han aparecido a fin del siglo XIX y principios del XX, con la prensa y la radio primero y, a
partir de los años 50, con la expansión tan vertiginosa de la televisión. Quizás es por eso, por esta celeridad
de la expansión, que se volvió más evidente en este campo la inconsistencia de haber construido un univer-
so disciplinario sólo con algunos procesos tecnológicos y ciertas derivaciones sociales, cuando en realidad
los sistemas de medios masivos recogen un conjunto de mensajes preexistentes en lo que se llamaba culto
o popular. Los medios masivos les dan repercusiones, alcances distintos, también establecen formatos que
son nuevos, pero no configuran una problemática suficientemente específica para justificar algo así como la
comunicología, una disciplina separada de otros espacios en que se trabaja la cultura.
Si uno recorre la bibliografía sobre comunicación producida en América Latina y también en otros luga-
res en los últimos treinta años, encuentra que hubo un primer momento de asombro ante la expansión de
estos medios electrónicos, más que un intento de entender sus diferencias o su especificidad. Hubo una can-
tidad grande de trabajos empíricos, de diagnóstico, de observación y sobre todo de registro de las macroten-
dencias de desarrollo de la economía de la comunicación y las políticas de comunicación, pero todo se hizo
con baja consistencia teórica y un alto grado de subordinación política. En unos casos hacia una política
de izquierda que quería denunciar el papel manipulador de estos agentes; en otros desde una orientación
empresarial que trataba de aprovechar al máximo la potencialidad de estos nuevos agentes.
En la medida en que se fue sofisticando el análisis, se empezaron a hacer algunos estudios de consumo,
de recepción, en los que se vio con mayor complejidad el proceso comunicacional. Se advirtió que no se lo
podía entender si no se usaban recursos de otras disciplinas, de otros campos, de la semiología, de la historia
del arte y la literatura. Había problemas de textualidad y de visualidad en la comunicación que estaban tra-
tados desde antes por otras tendencias en el estudio de la cultura. Creo que esto ha hecho patentes la artifi-
cialidad de las construcciones teóricas en el campo comunicacional y la imposibilidad de seguir insistiendo
en esa supuesta autonomía o especificidad. Creo que no hay ningún libro importante en la última década
con innovaciones teóricas en el área de la comunicación, que trabaje las cuestiones comunicacionales o de
cultura masiva como un problema independiente, autónomo. Estoy pensando en algún trabajo como los
de Mabel Piccini, cuando habla de la imagen del tejedor; es un intento de ver esas conexiones múltiples que
descentran la comunicación hacia otros espacios y obligan a tomar en cuenta su inserción en procesos cul-
turales más amplios. El libro de Jesús Martín Barbero, uno de los pocos textos con desarrollo teórico innova-
dor que se hace en los últimos años, desde su mismo nombre está abriendo este proceso “de los medios a las
mediaciones”: basta de hablar de medios y creer que es una problemática autónoma.
Sin embargo, me llama la atención que, si bien hace unos diez años por lo menos que se está diciendo
esto, hay una enorme resistencia a reformular los programas de las carreras de comunicación, las estrate-

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gias de las revistas de comunicación, y se sigue pretendiendo que este universo tendría una entidad clara-
mente diferenciada. En este momento no veo, ni siquiera desde el punto de vista económico, que esta auto-
nomía sea defendible. Había una especificidad económica hasta hace unos años, porque las empresas que
producían televisión o radio se dedicaban específicamente a eso. En la actualidad organismos como Televisa
o Rede Globo intervienen en todos los niveles, en lo culto, lo popular y lo masivo. Televisa posee centros cul-
turales de arte culto, palenques populares, una cantidad de espacios masivos y no masivos que le dan una
extensión mucho más allá del campo definido como comunicación, de modo que no hay ninguna justifica-
ción, ni teórica ni empírica, ni económica ni política ni estética, para seguir entendiendo el campo comunica-
cional electrónico como separado.

RESISTENCIA A LA TEORÍA
- Aquí tocas el punto de la resistencia. Eso me recuerda un tema que quizás, aunque toca oblicua-
mente lo que has expuesto, incide y permite replantear la cuestión. Me refiero a lo que Paul de Man
llama la resistencia a la teoría. Aunque él la desprende de una reflexión solamente literaria, creo que sus
consideraciones pueden iluminar ciertos aspectos del problema de la resistencia en el discurso crítico.
Si no lo malinterpreto, la resistencia no sería una barrera psicológica, ni siquiera sociológica o política,
sino que es una condición del texto crítico mismo, engendrado por su propia textualidad y por el carác-
ter que tiene la escritura al volverse sobre sí misma, sobre el hecho de la significación, en el movimiento
crítico. Descolocar desde el texto el problema de la significación tiene otro efecto: desplaza el lugar de
la subjetividad desde la que surge la mirada crítica. La resistencia surge entonces como una modalidad
de la significación del propio texto crítico, que busca preservar la identidad y la presencia de una subje-
tividad, de un sentido determinado. Si extendemos este planteamiento a otros órdenes reflexivos de la
significación, a la cultura, quizá nuestra perspectiva de la resistencia se transforme. No se trataría de una
resistencia surgida desde sujetos, desde identidades —ni siquiera identidades colectivas, si podemos
hablar en esos términos—, sino desde la condición misma de la cultura, de las modalidades que ésta
se da para alentar la reflexión sobre sí misma. En ese movimiento envolvente de la cultura, reflexivo, es
donde se estaría necesariamente ante una resistencia de la significación, una “inercia” del sentido, de la
identidad de las subjetividades a preservarse. No se hablaría entonces de ciertas coyunturas históricas
de esta resistencia. Tampoco se condicionaría a ciertas modalidades organizativas o ciertos sistemas
de determinaciones sociales de la resistencia. La reflexividad crítica, como acto de desdoblamiento y
desplazamiento del sentido, suscitaría entonces un movimiento de afirmación de la significación y de
la identidad.
- Tú hablas del riesgo de la resistencia de la teoría por el riesgo del desmembramiento del objeto de
estudio. Estoy de acuerdo en la importancia de ese problema, pero lo veo asociado al desmembramiento
del sujeto o de la ilusión del sujeto de estudio, sujeto individual y sujeto grupal o gremial. Para ocultar la
artificialidad en la construcción de los campos teóricos en las ciencias sociales, ha sido necesario negar las
conexiones de cada campo con otros. Entonces se imaginan sujetos de conocimiento que sustentarían la
problemática del campo. Así la teoría se vuelve autojustificable. Pienso que lo que da cientificidad a una teo-
ría es su capacidad para cuestionar sus propios fundamentos. Quizá sea la única diferencia entre discursos

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científicos y no científicos. Coincido en esto con lo que dice Eliseo Verón: el discurso científico no está libre de
los riesgos de la ideología, simplemente tiene instrumentos para cuestionar su modo de constituirse como
objeto de estudio, las relaciones de lo textual y de lo extratextual, o sea el modo de construcción del discurso.
Hay muchas maneras de conocer, pero la de la ciencia es distinta porque se hace como algo relativo, que
no aspira a una verdad generalizada sino a hipótesis más afinadas. Cuando dejamos de pensar que esas
hipótesis pueden ser dudosas y las establecemos como a priori, como principios absolutos, dejamos de hacer
ciencia. La mayor resistencia a la teoría me parece que surge cuando no soportamos este vértigo que produ-
ce pensar que fundamentos desde los cuales estamos estudiando algo podrían ser otros o que los que usa-
mos son simples ilusiones. No me parece mal que haya fundamentos o que haya principios: es indispensable
tenerlos para hacer algunas apuestas metodológicas manejarse con un universo restringido, no diseminar-
se, no perderse totalmente, pero esos principios tienen que estar expuestos todo el tiempo a que se los cues-
tione y se los reemplace por otros.
- Tú has empleado la expresión de artificialidad cuando hablabas de la manera como se han cons-
tituido y se han delimitado los diferentes campos de estudio de la cultura. Me parece que esta expre-
sión no es muy acertada. La artificialidad de dichos campos se podría interpretar en el sentido de total
arbitrariedad o indeterminación. Convendría destacar que se trata de construcciones sociales en las
que han intervenido diferentes tipos de intereses: políticos, académicos y económicos, así como múl-
tiples lógicas teóricas, cuya interacción es indeterminable y difícil de asir. Tú mismo señalabas cómo
los estudios sobre lo culto, lo masivo y lo popular, que se constituyeron en un principio como campos
totalmente autónomos, han visto cuestionada su autonomía por determinados movimientos teóricos
dentro de la historia del arte y de la literatura, así como movimientos políticos como el populismo. Tam-
bién destacaste que las estrategias académicas y la lógica institucional presupuestaria universitaria —a
pesar de los movimientos señalados anteriormente— ignoran la interdependencia de esos campos. En
esta misma perspectiva me pareció muy interesante que señalaras cómo los estudios de la comunica-
ción se constituyeron en un campo autónomo en gran medida por la mirada instrumental que los guia-
ba, por su subordinación a intereses empresariales y después a políticas de izquierda, pero conforme a
sus análisis han tenido que contemplar procesos más complejos como los de recepción, han tenido
también que recurrir a otras disciplinas como la semiología o el psicoanálisis —entre otras—, que han
puesto también en duda su autonomía. Debido a todo esto, creo que no se puede hablar de la artificia-
lidad de dichos campos, sino de construcciones que responden a múltiples intereses.
- Estoy de acuerdo. Mi enfoque es construccionista. Cuando hablo de artificialidad no estoy pensando
en lo artificial como opuesto a lo natural, porque al fin de cuentas ni siquiera cuando hablamos de natura-
leza existe una tal naturaleza en sí, independientemente de lo que los hombres hemos hecho con ella. Toda
la naturaleza está transformada, subordinada a la cultura, está interactuando con procesos sociales y cul-
turales. Estoy poniendo la artificialidad como se usa en un laboratorio al construir un conjunto de condi-
ciones fabricadas experimentalmente, en las cuales ciertos principios y ciertas experiencias son pertinentes.
La artificialidad en sí misma no está mal; el problema es si se justifica cuando se la contrasta con procesos
empíricos. Toda ciencia avanza en procesos artificiales, construyéndose en laboratorios. delimitando aun en
la sociedad misma situaciones empíricas que parecen susceptibles de experimentaciones. No es necesario
aislar a diez personas en una sala de una oficina investigadora de mercado y hacerles un análisis motivacio-

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nal para que se encuentren en una situación experimental. Se la puede definir también artificialmente como
experimental cuando se hace una muestra con encuestas y se va a las casas donde la gente realmente vive,
pues aunque la gente viva allí, en la ciudad cotidiana, el procedimiento de encuesta o entrevista, cualquiera
de los instrumentos que se utilicen, hace un aislamiento de ciertos elementos, de ciertas interacciones.
El problema no es tanto que la artificialidad exista, sino que sea consagrada por la estrategia teórica
que se niega a pensarla como artificial. Esto es lo que ha pasado en la teoría de la comunicación, en muchas
corrientes de la historia del arte y de la historia literaria, cuando se decide que la literatura es un conjunto de
obras o que el arte es un conjunto de cuadros o relaciones entre los cuadros y las biografías de los pintores.
En el caso de la comunicación se decide que es un conjunto de emisores, mensajes, canales y receptores. Hoy
vemos con bastante claridad que ese aislamiento de cuatro o cinco elementos, como ocurre en la secuencia
de Benveniste, operan con una artificialidad que no da cuenta de la cantidad de componentes de las prácti-
cas y de las interacciones sociales discursivas que intervienen para el desarrollo de las culturas electrónicas
de comunicación masiva.
- A mí me gustaría retomar lo que se evocó hace un momento sobre las ideas de Paul de Man acer-
ca de las dificultades que enfrentan ciertos proyectos y procesos de conocimiento ante la enigmática
“resistencia” que ofrecerían ciertos objetos o campos de objetos de estudio. Me parece que éste es un
tema de interés en nuestros dominios. ¿Lo que se pone en cuestión es cómo delimitar los espacios de
la significación? ¿Se trata en este caso de que nos enfrentamos a objetos que se dispersan en múltiples
sentidos, que pueden ser motivo de múltiples interpretaciones, que escapan, en alguna medida, a los
acotamientos que la mayoría de las disciplinas sociales producen sobre sus materiales de análisis? ¿Se
trata de un cuestionamiento que afecta toda una manera de conocer, de delimitar el campo de lo real
sujeto a conocimiento desde la perspectiva de la cultura y de la significación?
Tengo la impresión de que este problema posee un peso significativo en la plática de hoy: habla-
mos de los procesos culturales en sus diversas manifestaciones y se pone en evidencia, a cada momen-
to, la dificultad de penetrar en un tejido que adquiere un curso complejo, que entra en conexiones a
veces imprevisibles, que establece redes de entrada y salida que no resultan fáciles de precisar. Estamos
ante el cruce de muchos espacios, se multiplican los registros: por momentos hablamos de políticas
o estrategias culturales, de períodos históricos; las escenas son variables, tanto desde una perspectiva
estética como antropológica: se suceden los actores en estos escenarios, del mismo modo en que se
suceden las obras o los rituales. Hablamos de la artificialidad de un recorte sobre “lo real”, de los límites
que se imponen en el mismo momento en que se define un objeto de estudio. ¿Cuáles son los alcances
epistemológicos de estas ideas de Paul de Man?
- Quizá valga la pena esquematizar un planteamiento en este momento: el problema es el de la
clausura de las teorías aparentemente en forma ineludible vinculadas a la delimitación de sus objetos.
¿Cuál es la delimitación de las significaciones, de un campo de significación? ¿La afirmación de su clau-
sura no conllevaría la afirmación de una “calculabilidad” de la significación? ¿No acarrea esto ya una
serie de riesgos y un empobrecimiento notable de los horizontes de una teoría? Quizás esto podría ser
una forma velada de afirmar un determinismo en la significación, que encerraría a la significación en
los límites —aunque incalculables— definidos por la estructura. No obstante, quizás esta calculabilidad
de la significación traicione las potencias mismas de todo acto de engendramiento simbólico. Como

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afirman de Man y otros, tal vez la condición misma de la significación sea su naturaleza incierta, con
momentos de indeterminación. Esto puede ofrecer una conclusión desconcertante: afirmar el determi-
nismo de la significación puede hacer plausible el análisis, pero lo revela como insustancial; la afirma-
ción del no determinismo de la significación nos haría la tarea del análisis cultural impracticable, puesto
que la significación misma del discurso analítico está edificada sobre sus puntos de fuga. Quizás estos
dos límites extremos señalen más los riesgos y los límites que las vías admisibles para una concepción
y un análisis de la cultura, pero creo, sin embargo, que no debemos perderlos de vista.
Las categorías de análisis se vuelven incalculables, la teorización de la significación parece entre-
gada a una derivación sin fin. Esto da vértigo y este vértigo de la significación es el punto en que se
hace visible la resistencia. Pero no surge del investigador. No es el investigador el que se “resiste” a teo-
rizar, no son los sujetos de la cultura los que se “resisten” a todo proceso que exhibe los sustentos de
la “convencionalidad”, es el movimiento vertiginoso de la significación al volver sobre sí misma el que
descubre la resistencia. El objeto del análisis, la significación, destruye su propia interpretación o bien la
desmiembra.
El objeto del análisis cultural es la significación: el instrumento analítico es también la significación.
Esta “homogeneidad dual”, el discurso como objeto y como recurso de comprensión, ha sido muchas
veces invocada —bajo las reflexiones sobre los metalenguajes, sobre la pansemioticidad y tantas otras
que hemos apreciado sobre todo en los últimos veinte o treinta años—, pero sus efectos difícilmente
se han manifestado en el análisis antropológico de la cultura. Cuando ese objeto, la significación, se
hace inasible para el análisis, cuando la interpretación se revela como indeterminada, se afirma simul-
táneamente la indeterminación de la identidad misma del objeto analizado. Esto cierra la posibilidad
de “modelizaciones” estructurales o modelos de intercambio determinados. El efecto que esto suscita
en el analista es casi siempre un sobresalto, un vértigo, una tentación de abandono o de clausura, la
ansiedad ante el deslizamiento de las significaciones y la apertura virtualmente inaprehensible de la
dinámica de imaginación cultural.
La noción de artificialidad que Néstor introduce me llama mucho la atención. Podemos pensar, en
efecto, la artificialidad en el marco de la producción científica, es decir, de un producto controlado, de
un simulacro, de una duplicación, de un sustituto funcional de algo natural producido desde un pro-
ceso estrictamente reproducible y controlable. Lo que me pregunto es: ¿qué pasa con la artificialidad
cuando ésta se plantea en el orden de la significación? Néstor señaló —y esto me parece muy impor-
tante— que la artificialidad plantea el problema de la delimitación de un campo, de su finitud; incluso
se podría decir de su confinamiento. Volvemos al problema que surge de asignar a la significación un
ámbito finito y nítidamente delimitado. La profunda crisis de validez de las epistemologías contempo-
ráneas creo que enfrenta, en otro espacio de conocimiento, otro rostro de este mismo problema.

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EL RIESGO DEL DELIRIO
- Para tratar esta cuestión podríamos pensarla como parte de una lucha entre epistemologías anarquis-
tas y epistemologías principistas, por llamarlas de alguna manera. ¿Vale la pena delimitar universos de estu-
dio que faciliten el trabajo del investigador? Ésta es una parte del problema. Pero a la vez debemos admitir el
hecho de que ya existen formas establecidas de constituir los objetos de estudio: en la medida en que somos
investigadores no independientes, que recibimos un salario, pedimos financiamiento a otras instituciones,
debemos elaborar un proyecto de investigación con ciertos formatos e interactuamos en redes de investi-
gadores que van a juzgarnos, en revistas que tienen dictaminadores y deciden si ese artículo se publica o no;
en tanto debemos tomar en cuenta estas condiciones, hay un conjunto de fórmulas ya establecidas con las
cuales hay que luchar para poder hacer un trabajo de conocimiento. No es sólo un problema epistemológi-
co, sino que interactúa todo el tiempo con redes institucionales establecidas.
Una manera de encararlo, que a mí me ha parecido fecunda, es tratar de desempeñarse en varias dis-
ciplinas a la vez. Es un poco el intento de este libro: hay capítulos que parecen escritos por un sociólogo del
arte que a veces se arriesga a ser un poco historiador en la discusión sobre la modernidad en América Latina;
hay capítulos que parecen escritos por un antropólogo y al final me meto con la teoría de la comunicación y
su relación con la política. Caracterizaría esta estrategia con una imagen: es como acercarse a una casa para
ver qué hay adentro y querer entrar por varias ventanas a la vez. Me acuerdo de una frase de Benjamin que
en algún momento pensé poner como uno de los epígrafes del libro: “Tejados, pararrayos, barandas, veletas,
artesonados: todos los ornamentos sirven al que escala fachadas”. Subyace aquí la idea de que adentro de la
casa quizá no haya nada o quién sabe si alguna vez se llegará a saber qué hay y qué no hay. ¿Cómo llegar
al núcleo? ¿Existe algo así como un núcleo? Lo que se ve son fachadas de significación que constituyen la
convención de que hay una casa. Por eso es útil escalarla de varias maneras a la vez, para ver si logramos
sorprender la significación o aquello que fue decisivo en la construcción, que suele no ser lo establecido para
que se vea.
Concibo al investigador como una especie de practicante carnavalesco que trata de asumir varios
papeles a la vez y ver el carnaval desde varios lugares para multiplicar los ángulos de análisis. Creo que ésta
sería una de las justificaciones para un trabajo transdisciplinario (más que interdisciplinario). En este con-
texto podemos considerar la cuestión más teórica de las luchas entre las epistemologías anarquistas y las
de principios. Ante todo me parece que es útil mantener la tensión entre las dos, no optar por una sola de
ellas. Cuando leo a los que adoptan las epistemologías anarquistas, como podrían ser Baudrillard, Deleuze
o Lyotard, veo que su énfasis excesivo en que la significación es algo diseminado, que no tiene fronteras, sólo
les permite una vía de acceso al fin de cuentas filosófico-literaria al fenómeno, con muy bajo control empí-
rico. Por otro lado el riesgo de las epistemologías principistas es que quedan presas, en muchos casos, de los
prejuicios o las prescripciones que establece un conjunto de hechos sociales que sólo pueden ser vistos como
cosas: se proponen medirlos y entonces se les escapa del horizonte esta diseminación de la significación que
es parte de lo que hay que analizar. Esta estrategia principista o neopositivista captura un conjunto de infor-
maciones con un manejo relativamente controlado, evita extraviarse en la diseminación, convertirse simple-
mente en un glosador de la diseminación, que puede ser muy inteligente, como Deleuze o Lyotard, pero que
también tiene el riesgo del delirio. Mi opción personal es trabajar en las interacciones de estas dos estrate-
gias. Si lo traducimos en soluciones metodológicas, implica hacer encuestas, hacer entrevistas controladas,

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capturar esa información, procesarla cualitativa y cuantitativamente, bajo reglas lo más estrictas posibles,
y a la vez no prohibirse el acceso poético a la realidad. Debemos mantener un juego de tensión entre ambas
perspectivas.
- En toda esta discusión sobre la dificultad de teorizar sobre objetos de estudios del campo de la
significación que planteaba Raymundo Mier citando a Paul de Man, me parece necesario destacar tam-
bién la resistencia a aceptar los grandes límites de nuestras construcciones teóricas: su carácter frag-
mentario y provisional, sobre todo dentro de los trabajos con tendencias neopositivistas, pero también
en los trabajos que provendrían de las epistemologías anarquistas, como las llamaba Néstor. Tiendo a
pensar, aunque no lo tengo muy claro, que en este caso se asume la imposibilidad de asir la significa-
ción, así como la imposibilidad de controlar la interpretación de la significación, pero también se inter-
preta, aunque jugando a que no se interpreta.
- Quiero retomar algunas de las cosas que dijo Néstor, sobre todo en relación con lo que él llama
las epistemologías anarquistas y las epistemologías principistas. Paul de Man sin duda pertenece a las
primeras, es un pensamiento de fin de siglo —y de fin de milenio— y con esto no me refiero solamente
a las convenciones de un período cronológico; en todo caso pretendo hacer alusión al fin de muchas
cosas, entre las cuales las ideas y las acciones que las ideas han suscitado, se encuentran en un proce-
so de profundo cuestionamiento. ¿Cómo establecer un puente entre la anarquía y el principio en los
terrenos del conocimiento o, para ser más prudente, del conocimiento social? Bien, Néstor propone
una salida que aparece como una combinación entre lo teórico y lo empírico, la diseminación y la for-
malización, lo racional y lo irracional, para decirlo de algún modo. Pero hay algo que querría destacar
al respecto y que surge de sus propias palabras en forma de supuesto: ¿es que el delirio, como un
cierto orden de captura de lo real, pertenece siempre al registro de “lo poético” o de la locura?, ¿es el
delirio poético una aproximación desviada o por lo menos equívoca —“no científica”, cualquiera sea
su significado en estos campos— de la realidad? De esta primera afirmación: el “delirio poético” como
registro de aproximación a lo real, surgiría tácitamente la idea de que existe un campo controlable
de la realidad o al menos sujeto a control a través de estrategias instrumentales de conocimiento. Este
campo parecería pertenecer a un “orden no delirante” en la medida en que se sujeta a verificación a
partir de técnicas de análisis que “producen datos”: encuestas, protocolos de observación, estadísticas.
¿Es que estas técnicas, con sus correspondientes marcos teóricos de referencia —explicitados o no—,
pertenecen, para seguir con el paradigma, a un registro “no delirante”? ¿Aseguran por sí mismas una
cierta calidad científica a los trabajos de investigación en las disciplinas sociales? Ésta es la posición de
las corrientes empiristas cuando intentan hacernos creer que existe algo así como “la realidad objetiva”,
independiente del observador y de sus registros de observación.
Me interesa remarcar estos aspectos, porque creo que están en la base de algunas de las discusio-
nes epistemológicas de actualidad: por un lado los que hacen filosofía literaria, por el otro los represen-
tantes de las “ciencias sociales”; por un lado las metáforas y las interpretaciones sobre la realidad, por el
otro la “verificación” de un “estado de cosas”. El delirio de la razón suele estar en la base del trabajo de
laboratorio, en el diseño de encuestas y entrevistas, en los protocolos de observación, en las cuantifica-
ciones de los datos. La teoría social, como lo sabemos, produce en muchos casos artefactos sociales y,
aunque sus técnicas pretendan garantizar una aproximación controlada a la realidad, no se salvan, en

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muchas ocasiones, de ser “fabulaciones del mundo”. Reconocerlo reviste tal vez una cierta importancia
en los tiempos que corren, significa admitir que las teorías sociales, más que trabajar con datos, produ-
cen interpretaciones, sistemas simbólicos que como tales forman parte indisociable de la propia rea-
lidad investigada. Reconocerlo disminuiría quizá lo que George Devereux designaba en un libro muy
conocido como las “reacciones de ansiedad” ante los datos de las ciencias del comportamiento.
- Hay delirios histéricos y hay delirios obsesivos en la investigación. Los últimos textos de Baudrillard
y algunos de Lyotard me parecen delirios histéricos. En cambio, la obra de Althusser es casi toda un delirio
obsesivo. Los dos me parecen inconvenientes para hacer investigación. No tengo nada contra el delirio como
fenómeno cultural, me parece sumamente fecundo en el trabajo poético y por lo tanto una de las vías de
acceso al conocimiento, pero para quienes pensamos que la salud es preferible al delirio, que ciertos amarres
a la realidad son preferibles a la carencia total de amarres, es conveniente encontrar modos de anclar en lo
que socialmente se acuerda considerar real.
Conviene distinguir entre la existencia del delirio como hecho psicológico o cultural y, por otra parte, su
papel en el proceso de investigación. Reprimir el delirio o los juegos ilimitados de la fantasía, en la vida coti-
diana, es ponerse en la posición del que sabe qué es la realidad. Dado que no sabemos taxativamente qué
es la realidad, carecemos del derecho de reprimir el delirio: pero a su vez me parece que el hecho de que la
ciencia aspire a saber qué es la realidad y tenga esto como un objetivo, nunca alcanzable pero siempre bus-
cable, obliga a que uno trate de no quedarse en el delirio, no pensar que el delirio es la única forma legítima
o valiosa de producir conocimiento. En un sentido lo más descriptivo y lo menos valorativo posible, vería el
delirio como algo a lo que todos estamos expuestos, quizá de lo cual nadie se salva, sea por el lado histérico
o el lado obsesivo; pero es un problema teórico importante cómo bajar del delirio. Para algunos el problema
es cómo subirse y no lo logran nunca. Si uno sigue trayectorias como la de Benjamin, o la del propio Freud,
encuentra que su imaginación teórica se da en momentos en que logran delirar, en que logran apartarse,
despegarse de la realidad. Y construir algo que no está en la realidad, pero con lo cual logran mirar mejor lo
que quizás esté en la realidad. Si pueden hacer eso es porque, de alguna manera, además de subirse, hubo
un momento en que aterrizaron y pusieron eso en una escritura que se puede leer, que tiene un orden al fin
de cuentas.
La preocupación por el orden no me parece ilegítima; es necesaria siempre que tenga esta finalidad
epistemológica: autocuestionar los supuestos del saber, no convertirlos en principios dogmáticos, someter-
los a la confrontación con aquello que pareciera ser la realidad. Se trata en suma de lograr esta interacción
entre el conocimiento de las regularidades de lo social y el conocimiento de su diseminación, partiendo del
supuesto de que ambos son aspectos de la realidad.

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LO HÍBRIDO
- Quisiera introducir aquí una derivación hacia la noción de lo híbrido, tan justamente importan-
te en el texto de Néstor. La noción de lo híbrido me sugiere, quizá por mi convincente ignorancia de
lo biológico, una especie fronteriza, un acontecimiento, la irrupción súbita de una morfología aún sin
inscripción bien establecida en las taxonomías. La entrada de lo híbrido en la taxonomía obliga al aban-
dono de esta categoría en favor de otra, menos drástica, que es la de variante, especie, etc. Lo híbrido
designa una liminaridad, una materia cuya existencia exhibe la afirmación dual de una sustancia y su
falta de identidad, lo que está en el intersticio, lo que se perfila en una zona de penumbra, lo que esca-
pa, cuando menos en su surgimiento, a la repetición. Lo híbrido es el nombre de una materia sin iden-
tidad, el nombre de una condición evanescente. Lo híbrido sería entonces un nombre muy afortunado,
por la densidad de sus evocaciones, de lo singular, de un acontecimiento. En esta marginalidad ante las
taxonomías, lo híbrido sólo admite un análisis oblicuo, una zona de efectos, de desprendimientos: se la
puede aprehender pero sólo por las huellas de su anticipada o confirmada desaparición, por las moda-
lidades de su endurecimiento.
Entonces me parece extraordinariamente sugerente la idea de culturas híbridas, porque permite
imaginar morfologías sociales, campos de regularidad singularizados, designaciones de la catástrofe,
pero una catástrofe que no es un borde limítrofe, un mero punto de singularidad, el espacio de una
fractura. La cultura híbrida no designa un vacío, una grieta en el proceso de transición, sino la materia
misma de una cultura, de su vitalidad y su fuerza de invención singularizada y en disipación. No obstan-
te, nos enfrentamos así a un reto. ¿Cómo analizar esa “materia” densa, intersticial, de una cultura liminar,
si sus sentidos apenas aparecen para anticipar su desaparición, su precipitación hacia ordenamientos
más estables de sentido. Este planteamiento de las culturas híbridas me parece —no sé si estoy en lo
cierto— un desafío metodológico impresionante en todos los campos de la cultura. Incluso el adjetivo
híbrido referido al concepto de cultura, llevado a sus extremos, parece llegar a poner en entredicho el
concepto mismo de cultura.
- En relación con esto último que señalas, considero que es importante destacar la noción hasta
ahora vigente de cultura dentro de la antropología y la sociología, que ha penetrado también otros
campos de estudio, como los de la comunicación. Dicha noción de cultura ha estado ligada a la idea de
núcleos homogéneos, más o menos coherentes de creencias, productos o comportamientos sociales
pertenecientes a una comunidad, grupo o nación. Se han destacado el carácter homogéneo, la cohe-
rencia y por lo tanto la posibilidad de clasificación.
Ahora bien, en tu libro hablas de culturas híbridas, lo cual nos lleva a pensar en otro tipo de noción
de cultura. De acuerdo con ella la cultura no tendría la coherencia que se le ha adjudicado, ni remitiría a
un cuerpo estático de productos o elementos culturales específicos, sino a procesos de interrelación de
elementos discursivos que poseen múltiples formas, géneros o formatos y que están en permanente
transformación. Dicha interrelación —creo yo— sería siempre fragmentaria. Esto lleva a poner en duda
el carácter homogéneo de la concepción vigente de cultura y su noción implícita de identidad como
un núcleo inamovible.
Por otra parte, lo híbrido nos remite a aquello que pertenece a diferentes ámbitos al mismo tiem-
po y en ese sentido creo yo que no puede tener una identidad permanente aquello que es híbrido. Me

Sólo uso con fines educativos 242


parece importante señalar que los procesos de hibridación no son un fenómeno nuevo: siempre han
existido y van a existir en las sociedades en general, aunque se ha aludido a ellos con otro nombre. Por
ejemplo en México se ha hablado de cómo los aztecas asimilaban la religión y cultura de los pueblos
que llegaron a dominar en la época prehispánica. Después, en tiempos de la Colonia, se ha hablado del
proceso de sincretismo religioso y cultural que se produjo. Algunos autores que han estudiado los pro-
cesos de sincretismo como procesos de hibridación, señalan precisamente la manera en que en estos
procesos las identidades culturales y políticas se ponen en duda.
Pero estos ejemplos no deberían llevarnos a pensar que sólo en períodos de dominación de un
pueblo sobre otro existen procesos de hibridación, sobre todo si pensamos este fenómeno desde la
perspectiva de la intertextualidad.
En este sentido habría que preguntarse si toda la cultura no es simplemente una amalgama híbri-
da y en ese caso argumentar que no hay culturas que no son híbridas.
Lo que podríamos señalar con respecto a la situación actual, y a la cual aludes en tu libro, es que
estamos asistiendo a un particular proceso de hibridación en las sociedades contemporáneas, en que
las tecnologías comunicativas juegan un papel muy importante en su configuración.
- Encuentro dos movimientos distintos en lo que ustedes están diciendo. Por un lado, lo híbrido sería lo
indeterminado, algo que está cambiando constantemente. Por otro, se habla de la homogeneización en la
que lo híbrido se formalizaría. Para mí lo híbrido casi nunca es indeterminado, no se presenta, ni siquiera
en las sociedades contemporáneas, en grado de indeterminación, si bien los cruces culturales se han vuelto
mucho más intensos actualmente; y encuentro en esta intensificación una de las explicaciones de la caída
de paradigmas y de la dificultad de apresar el sentido. Lo híbrido no es casi nunca algo indeterminado, por-
que existen formas históricas de hibridación.
He tratado de trabajar esto en el libro: cómo se han dado históricamente, en América Latina, combina-
ciones de las tradiciones precolombinas y las coloniales con los procesos de modernización. Encuentro lógi-
cas históricas que organizan las sucesivas hibridaciones. Aun las vanguardias artísticas, que fueron acusadas
de disgregadoras, pueden ser leídas como búsquedas de modernización; son modos de asumir tradiciones
locales, de hacerse cargo del folclor de un país, de preguntarse qué se puede hacer con la heterogeneidad de
las sociedades latinoamericanas. De un modo equivalente, las principales configuraciones culturales iden-
tificadas en la modernidad —lo culto, lo popular y lo masivo— son resultado, lo mismo que sus cruces, de
procesos de hibridación que suceden en condiciones parcialmente predeterminadas por los órdenes sociales.
Por ejemplo, el arte moderno puede recibir artesanías, puede incorporar televisores, pero esos objetos —que
hasta hace poco se veían como extraños y que muchos criticaban cuando aparecían en un museo de arte
moderno— son recibidos por una lógica, una gramática. El museo, que les da un espacio determinado, que
los subordina a una historia del arte y de la percepción, organiza las hibridaciones interculturales.
Lo mismo nos pasa cuando nuestra discoteca reúne salsa, rock, música clásica, ranchera, no sé, todo lo
que podemos combinar habitualmente en una discoteca doméstica, pero lo recibimos desde algún orden
preestablecido. Aunque queramos comprar esa variedad de discos, sabemos que no todos se venden en el
mismo lugar, que hay clasificaciones en la circulación de estos bienes, que unos son para escuchar con unos
amigos y otros con otros, en situaciones sociales diferentes. No hay cruces enteramente arbitrarios y a menu-
do nosotros construimos el orden que los contiene. Hay artistas que eligen pertenecer prioritariamente a cir-

Sólo uso con fines educativos 243


cuitos cultos, populares o masivos. En la estructura y composición de los mensajes se subraya o se marca
especialmente un tipo de mensaje o de estilo. Se puede estar mezclando salsa y música barroca, pero estilís-
ticamente se marca el predominio de una forma, la del rock, el jazz o la forma clásica, a veces según el esce-
nario en que se va a tocar: si se va a presentar en el Palacio de Bellas Artes o en un recital de rock.
Estoy de acuerdo con lo que decía de que los objetos pertenecen a distintos ámbitos; diría también que
los sujetos pertenecemos a distintos ámbitos y disfrutamos de los bienes culturales, artísticos, en diferen-
tes espacios, podemos relacionarnos fluidamente con varios géneros. Ser habitante del fin de siglo en una
gran ciudad implica poder relacionarse con ámbitos variados, a la vez con lo culto, lo popular y lo masivo.
Implica escuchar a Zabludovsky en la televisión, relacionarse con los conciertos de la sala Nezahualcóyotl,
ir a un recital de rock y a bailar salsa al California: todas estas pertenencias fragmentarias coexisten en un
habitante urbano, pero no son totalmente arbitrarias. Esta fragmentación está regulada en parte por órde-
nes sociales objetivos y en parte por ritos de los sujetos. Los ritos sirven para clasificar lo real, para poner un
antes y un después, establecer procedimientos de pasaje de una situación a otra. En medio de los cruces y la
hibridación, establecen campos separados que pueden estar conectados, pero no se confunden totalmente.
Necesitamos ritos porque no soportamos la excesiva hibridación.
Ciertas posiciones filosóficas antiautoritarias tienden a ver los ritos sólo como formas de disciplina-
miento y represión, pero la persistencia de rituales en las sociedades contemporáneas puede ser interpreta-
da también como que los hombres no podemos vivir en la indeterminación y la transgresión permanentes.
Para percibir la complejidad de lo real y aceptarla como la gente la experimenta, debemos hacernos cargo
de que la gente vive mucho tiempo en medio de ritos, necesita formas de clasificación de lo real. Por eso, no
entendemos la significación si la miramos sólo como lo enteramente diseminado, sino como lo que también
está ordenado, lo que es vivido como clasificado o como necesitado de clasificar para contener la disolución
de los significados.
- Pero los ritos no solamente están ligados a sistemas de ordenamientos, si no también a formas de
ruptura de dichos ordenamientos, a la transformación de las clasificaciones.
- Sí, pero en tanto son ritos ordenadores incluyen también el problema de hacerse cargo de la transgre-
sión social. Bourdieu dice que hay ritos que son simple reproducción de lo social, están ligados a las activi-
dades más naturales de la vida (nacimiento, matrimonio, muerte) y hay ritos que tienen que ver con la insti-
tucionalización de la transgresión: mediante ellos se acepta que la transgresión existe. Se tiende a darle un
lugar acotado, por ejemplo, se permite el carnaval, pero si bien es posible trasvestirse (que los hombres sean
mujeres, que las mujeres sean hombres, que los pobres sean ricos), todo eso tiene límites; son transgresiones
restringidas que poseen, un tiempo en el cual se puede ejercer una eficacia simbólica. Cuando quieren alcan-
zar una eficacia real, entonces aparece la represión.

Sólo uso con fines educativos 244


ESTRATEGIAS POLÍTICAS Y PROCESOS SIMBÓLICOS
- Yo quisiera volver a algo que había aparecido ya desde los momentos iniciales de esta conver-
sación: la incidencia de esta reflexión en el campo de lo político. De hecho, la noción de cultura híbri-
da plantea el problema de cómo surgen las estrategias políticas como momentos de la significación,
como regímenes precarios de confrontación entre órdenes de discursos. La noción misma de poder,
de estrategia, aparecería íntimamente vinculada a este surgimiento de regularidades híbridas de cons-
trucción de significación. Esto parece también conducir a otro problema muy presente en el discurso
cotidiano: la percepción de los procesos culturales, sociales, políticos, como en crisis. La noción de crisis
parece ofrecer otro matiz, desplegar otro rostro análogo, pero divergente de la noción de lo híbrido y
sus resonancias con las estrategias políticas y las tensiones discursivas. Sin embargo, quizá fuera intere-
sante introducir un elemento de diferenciación: la crisis aparece como un hecho escénico, en distintos
sentidos de la palabra. En esta dimensión escénica, la noción de crisis tendría su sustento en un “efecto
de sentido” suscitado por ciertas condiciones de la cultura en la percepción de un sujeto. Tiene que ver
con la percepción de un vacío, de una fractura sustancial en el orden de la experiencia y de la inminen-
cia de la disolución de ese orden, de su derrumbe. Esta noción de crisis remite a una pregunta quizá
crucial, a pesar de su aparente lejanía, para las condiciones políticas latinoamericanas. ¿Cuál es la con-
dición del sujeto, la condición política, estratégica, cuáles son los recursos de recreación del sentido de
un sujeto en una cultura liminar, cuyos ordenamientos, procesos de intercambio, regímenes de recipro-
cidades y solidaridades se encuentran sometidos a tensiones móviles y transiciones infatigables, y que,
por lo tanto, ofrecen “escenificaciones” también móviles, variadas, en permanente abandono?
Me gustaría ampliar un poco más este punto del sujeto y su experiencia de la disolución de las
solidaridades en sociedades en disgregación y su contraste, si lo hay, con el sujeto y su experiencia de
hibridación cultural. Si son dos momentos con polaridades políticas antagónicas, si existe una tensión
frágil en este dualismo que permite transitar de uno a otro catastróficamente, o bien las culturas híbri-
das plantearían este orden de su propia escenificación, la escenificación de su estabilidad provisoria, de
sus modalidades cambiantes de vida, bajo otras formas de representación, de despliegue “perceptible”.
Este dualismo entre crisis e hibridación, me parece que deriva en el centro de una pregunta política
relevante. Se ha afirmado que en condiciones de percepción colectiva de la crisis, ocurre una exacerba-
ción del conservadurismo. La incertidumbre y la ansiedad experimentadas por las clases y los sujetos
políticos en tensión, ante el vacío de la disolución de las redes de solidaridad y de intercambio simbóli-
co, suscitan un retorno, una recaída en los regímenes más rígidos, previos, excluyentes, incluso despóti-
cos y fascistas que antecedieron la crisis o que yacen como regímenes potenciales en las instituciones
decaídas. El dualismo con la hibridación parecería sugerir, como señalé antes, dos desenlaces diver-
gentes a los diversos sujetos colectivos. Una tensión entre restauración de campos disciplinarios, una
recaída en los órdenes más duramente instituidos, que alienta a movimientos ultrarradicales, que son
inevitablemente conservadores, y la invención de nuevos campos marcados como móviles, destinados
a una mayor flexibilidad. Este desenlace es quizás imposible, pero la imagen de la hibridación parece
cuando menos sugerirlo.
- Los radicales son conservadores ¿de qué? Sería bueno que lo explicaras.

Sólo uso con fines educativos 245


- Conservadurismo en el sentido de que los movimientos radicales tienden a resolver las tensiones
percibidas pugnando por regímenes de una máxima estabilidad.
- Quisiera agregar algo al ya muy complejo panorama de las culturas híbridas en la actual reorgani-
zación de los espacios culturales. Ahora se introduce la idea de que existirían sujetos híbridos ubicados
en ciertos planos de carácter intersticial. Me pregunto si estas figuras en las escenas contemporáneas
surgen como resultado de las filosofías llamadas “postmodernas”, es decir, si se vuelven visibles a par-
tir de un enfoque particular o son también rasgos constitutivos de las escenas culturales del fin del
milenio. Yo tengo la impresión de que estas hibridaciones son propias de cualquier proceso cultural en
cualquier tiempo histórico y que es sobre todo una perspectiva teórica la que nos permite distinguir
hoy los mestizajes de culturas, de formas simbólicas o los procesos de intertextualidad. Por cierto, me
parece que existe otro factor que facilita la visibilidad plena de estos nuevos paisajes antropológicos;
creo que las nuevas tecnologías audiovisuales intensifican estos procesos, les confieren una nueva evi-
dencia, a la vez que permiten distinguir de un modo diferente la recomposición, articulación y desarti-
culación de los campos culturales, la migración del sentido y de las formas simbólicas de un campo a
otro, de un mensaje al que le sigue en las cadenas significantes.
Ahora, en lo particular, me interesa retomar los aspectos propiamente políticos en lo que se refiere
a la reorganización moderna de los espacios culturales, los nuevos vínculos que se establecen entre sis-
temas políticos y procesos simbólicos. En el libro de Néstor existe un intento de explicación de la parti-
cular eficacia que adquieren las políticas neoconservadoras en nuestros países, eficacia que tiene una
relevancia especial a partir de las culturas híbridas y de los nuevos sujetos de hibridación. Me interesa
una discusión sobre estos puntos, sobre todo porque en los últimos tiempos ha cundido una especie
de moda del pensamiento que insiste sobre todo en destacar las llamadas “formas de resistencia” de
los sectores populares ante los mensajes masivos, o la variedad de lecturas de los grupos sociales, o
la necesidad de descentrar la idea de una “verticalidad del poder” en relación con las nuevas tecnolo-
gías culturales y disciplinas políticas. Sin duda estas posiciones abrieron nuevos cauces a la discusión
relativa a la vida cultural de grupos y clases en nuestros países y también a replantear el problema de
los conflictos sociales y de la dominación. Pero siento que es necesario recordar, por si acaso se nos
olvida con las nuevas utopías de la democracia, que asistimos a nuevas formas de dominación, que la
dominación es central para entender el comportamiento de nuestros sistemas políticos y del ejercicio
del poder cultural. Al respecto, Néstor introduce una idea que me parece de sumo interés: la idea de los
“poderes oblicuos”, como noción que sirve para analizar de nuevo el ejercicio de los controles sociales a
partir de la hibridación de las culturas.
Si los nuevos rituales reorganizan el caos estableciendo cierto tipo de pactos sociales entre los
integrantes de un grupo o de una comunidad, entre el estado y los gobernados; si se pretenden esta-
blecer nuevas cadenas de complicidades entre los ciudadanos y el gobierno (ahora se llama, como en
el primer discurso sociológico, “solidaridad”) en el preciso momento en que nuestras sociedades erigen,
con los nuevos proyectos de modernización económica y política, el ideal de una comunidad informa-
tizada, me pregunto: ¿en qué radica el “éxito” de las políticas neoconservadoras?, ¿qué relación tienen
estas políticas con la reorganización de los campos culturales?, ¿en qué consisten los “poderes obli-
cuos”?, ¿cuáles son las nuevas técnicas para reclutar a amplios sectores de la sociedad?

Sólo uso con fines educativos 246


Se habla a menudo en el discurso social de la aparición de un nuevo individualismo en las demo-
cracias modernas. La retórica del individuo a fines del siglo XX no es por cierto la que heredamos del
siglo XIX. Ahora es preciso reconocer que en las nuevas formas de repliegue en la vida privada y en la
consecuente defensa de las “libertades individuales” y de la “sociedad de consumidores” se manifiestan
una transformación cultural de proporciones y una reorganización sustantiva de los rituales, las formas
simbólicas y las disciplinas sociales y políticas. En estos cambios ocupan, creo, un lugar central el de-
sarrollo de las tecnologías comunicativas y el poder que estas redes tienen de diagramar nuevas for-
mas tienen de vida cotidiana: en la mayoría de los casos son terminales domésticas, redes que definen
el espacio de la familia como el lugar de encuentro con las nuevas formas simbólicas de la modernidad.
Me interesa retomar todos estos aspectos, situando la emergencia de las culturas híbridas, los sin-
cretismos generalizados, las tecnologías de la reclusión doméstica, la simultaneidad de la información
y de los contactos culturales en el marco de los nuevos sistemas de control y de dominio en nuestras
sociedades.

LO POLÍTICO COMO EXIGENCIA DE MODERNIZACIÓN


- Para mí está más claro lo que ha caducado que el tipo de sociedad en la cual estamos entrando. Para
entender lo que ha caducado me parece que es central tratar las transformaciones de los mercados simbóli-
cos o de las estructuras culturales. Lamentablemente, esto todavía está casi siempre ausente en los análisis.
Por ejemplo, cuando se habla de la pérdida de credibilidad de los partidos y de la baja representatividad de
los políticos se alude a cuestiones como la corrupción y el verticalismo en casi todos los partidos. Sin duda,
éstos son componentes a tomar en cuenta, pero me parece que hay cambios de la estructura sociocultural
que explican por qué ciertas formas de desarrollo de la dominación o de la hegemonía han entrado en crisis
y son reemplazadas por otras.
Veo uno de los síntomas de esta caducidad en la impertinencia de las divisiones tradicionales vs. moder-
nas, o entre aparatos institucionales dedicados a lo culto, a lo popular y a lo masivo. En México existe el INBA
que se ocupa de las bellas artes; por otra parte, hay direcciones de culturas populares, instituciones dedica-
das a la educación indígena o a la promoción cultural de grupos étnicos y populares; y en tercer lugar existe
un aparato comunicacional, en su mayoría en manos de empresas privadas pero que todavía ocupa un cier-
to lugar en el sistema político gubernamental. Estos tres escenarios políticos o estos tres tipos de aparatos se
han movido desde los años 40 en forma separada.
En el período postrevolucionario, las políticas culturales apostaron a una cierta integración de lo culto
con lo popular y con lo masivo: es lo que ocurrió con las políticas vasconcelistas o cardenistas de apropiación
de la cultura popular. Por un lado la incorporaron a la educación, a los murales y a los grandes monumen-
tos; y a la inversa, promovieron la divulgación de la cultura de élite internacional en las escuelas, en talleres
populares y obreros. Estos intentos de integración, de conciliación bajo un patrimonio nacional, de lo culto
y lo popular se empiezan a diluir con el alemanismo. En 1947 y 1948 se crean el Instituto Nacional Indigenis-
ta, el Instituto de Bellas Artes y una serie de instituciones que fragmentan, segmentan, el desarrollo cultural.
Esta segmentación asemeja a México con lo que ocurre en casi todos los países donde lo culto, lo popular y
lo masivo (el campo de las industrias culturales) están separados. Por varios procesos que analizo en el libro

Sólo uso con fines educativos 247


Culturas híbridas, esa tripartición de lo social ya casi no existe. Siempre fue artificial, pero actualmente —por
cruces en que unos sistemas se apropian de elementos de los otros— hay una fluida interconexión. Esto es
reconocido por los propios organismos culturales cuando sus responsables más imaginativos tratan de que
las bellas artes pasen por televisión o que la cultura popular se beneficie con el desarrollo de las bellas artes.
Sin embargo, no hay estructuras institucionales capaces de hacerse cargo de esta hibridez, de esta intercultu-
ralidad. Este tipo de fenómenos muestra la clausura, el agotamiento, de un estilo de compartimentación de
los aparatos gubernamentales y de concepciones de la política en relación con la cultura.
Quizás hay otra cuestión más nueva y más radical: me refiero a la declinación de las estrategias comu-
nicativas de la política tradicional, que han estado centradas en la cultura escrita. Aun quienes pretenden
representar a los sectores populares, como los partidos de izquierda, tienen una concepción gutenberguia-
na: muchos libros, muchos panfletos, pero una incapacidad casi unánime para intervenir en las industrias
culturales. Ni el Estado, ni los partidos de oposición han tenido políticas alternativas adecuadas al desarrollo
vertiginoso de estas industrias culturales. Lo que ha ocurrido entonces es que los empresarios privados más
imaginativos, con una alta dependencia de los modelos propuestos en los Estados Unidos, expandieron la
radio, la televisión y otras industrias culturales. Han ocupado un espacio comunicacional que hoy es clara-
mente hegemónico, tanto por el número de destinatarios a los que llega como por el tipo de efectos que
logra en las estructuras comunicacionales y en la organización social. Me parece que apenas empezamos a
tomar cuenta de la desubicación que sufren tanto el Estado como los partidos de oposición y otras formas
tradicionales de hacer política, como los sindicatos, respecto de esta reorganización cultural. Una clave
de esa pérdida de credibilidad, de influencia, de capacidad de convocatoria de los actores políticos tradi-
cionales, se halla en esta imposibilidad de insertarse en las estructuras actuales de comunicación. Hacer
una política de izquierda, progresista o popular, a esta altura del siglo XX, requeriría plantearse estrate-
gias absolutamente distintas. Sólo veo pequeñas e incipientes tentativas exitosas en algunas experiencias
del PT brasileño, que ha hecho actividades interesantes en radio y televisión, o la campaña del NO contra
Pinochet en Chile, donde la oposición usó las técnicas publicitarias y mercadotécnicas masivas, y logró una
amplia eficacia. Fuera de esto, encuentro que lo que ocurre casi siempre que los “cultos” o “progresistas” tra-
tamos de hacernos cargo de industrias culturales es que en vez de hacer televisión cultural, como decía
hace poco Fátima Fernández, hacemos cultura televisada; en vez de hacer comunicación política traslada-
mos a los canales masivos estructuras de pensamiento y comunicación política que fueron formadas en la
cultura escrita. Así, desde el principio nos colocamos en una situación de ineficacia, de incapacidad para
intervenir en esos sistemas.
Hay otra cuestión más complicada. Pienso en el tipo de nuevos dispositivos que han creado estas rees-
tructuraciones comunicacionales. Leí hace poco un texto de Paul Virilio, que habla de etapas distintas del
desarrollo de la guerra. Se refiere a la guerra actual como una guerra básicamente comunicacional, donde
se actúa a distancia, no se interviene casi con luchas de tierra. En el Golfo Pérsico hubo actuaciones a distan-
cia de los bombardeos, guiados por sistemas informáticos y casi no existieron luchas cuerpo a cuerpo, como
en las guerras tradicionales. Esta actuación a distancia, mediante intercambios comunicacionales y el ocul-
tamiento consiguiente de lo que ocurre en esos espacios comunicacionales muy concentrados, representa
un desarrollo contemporáneo novedoso, con alta concentración de los poderes comunicacionales en muy
pocas manos, de especialistas con altísima información tecnológica, que a su vez acompañan su actuación

Sólo uso con fines educativos 248


(digo deliberadamente actuación más que acción), con mecanismos de simulación acerca de la democrati-
zación informativa y de las posibilidades de participación. Cuando leemos el diario o escuchamos la televi-
sión, que en gran parte son operaciones de simulacro, nos confrontamos con esta tensión entre la concen-
tración más radical de la información y de la comunicación que ha existido en la historia y la simulación
que las nuevas tecnologías permiten hacer de una participación extendidísima: ahí está, en buena parte, la
reorganización sobre la que nos estamos preguntando.

LÓGICAS Y ESTÉTICAS DE LO POLÍTICO


- Yo creo que todo esto que señala Néstor arroja una nueva perspectiva también de la problemáti-
ca política de la cultura en la situación actual. Al principio empezó a hablar de algunas iniciativas de los
partidos políticos de izquierda para insertarse en los procesos políticos culturales contemporáneos y
mencionó los problemas que ellos han tenido para reubicarse en un contexto cultural nuevo. Esto qui-
siera conectarlo con algo que señala en su libro que me parece muy interesante. Según éste, asistimos
a un reordenamiento de los espacios públicos y de los espacios privados, a la creación de una nueva
cultura urbana que podríamos decir que se está expandiendo en las sociedades contemporáneas en
América Latina y a un nuevo papel dentro de estas sociedades de las tecnologías comunicativas. Todo
esto afecta el orden político cultural, en donde los partidos políticos no han sabido insertarse debido
—yo creo— a una concepción restringida de la política y del poder, así como a una concepción restrin-
gida del campo de la comunicación y de la cultura.
Por otra parte parece que no nos podemos abstraer de lo que está pasando actualmente: la gue-
rra en el Golfo Pérsico. Aquí hay algo que llama la atención en relación con las políticas culturales o
—mejor dicho— con las políticas comunicativas actuales.
Hasta ahora la derrota del socialismo o el rompimiento del bloque socialista se ha tratado de
manejar por los medios de comunicación como la victoria de la democracia e implícitamente como la
victoria del orden norteamericano. En estos días hemos asistido aparentemente a un acto de democra-
cia informativa espectacular que se podría llamar mejor, una invasión de imágenes por parte de la CNN,
que es la compañía que ha concentrado el poder informativo en esta guerra comunicativa. Ahora bien,
esta invasión que ha sido tan apabullante me lleva a preguntarme si no ha provocado que se ponga en
duda precisamente el simulacro de la democracia informativa y el simulacro de la participación social
en la comunicación actualmente. Las manifestaciones en contra de la guerra me sugieren esto último.
- Quisiera dar un giro hacia otro punto. No sé si el problema de la credibilidad está evidenciando
una encrucijada: una transformación en las modalidades de construcción de la verdad. Voy a arriesgar
una formulación peculiar: podríamos considerar que los sistemas contemporáneos de producción insti-
tucional del conocimiento, en lugar de acrecentar la vigencia de regímenes éticos de discurso, de acre-
centar la relación entre condiciones de verdad y de veracidad —en palabras de Habermas—, que antes
podría parecer más nítida, ha engendrado una separación de ellas. Ha disipado por completo los alcan-
ces éticos de la verdad, o los alcances cognitivos de la ética. El conocimiento producido por institucio-
nes especializadas ha dejado de ser un problema ético por sí mismo. Sólo es un problema en cuanto a
su instrumentalidad, a su dimensión práctica. Esta dualidad inarticulada de las dimensiones de verdad

Sólo uso con fines educativos 249


y veracidad parece proyectarse en el ámbito político, particularmente si consideramos las modalida-
des contemporáneas de la “representatividad” política que están en el fondo de la burocratización abis-
mal de los mecanismos de gobierno. El problema de la representatividad política constituía, podríamos
decir, una modalidad de articulación entre los regímenes colectivos de construcción social de la verdad
y los de veracidad. En nuestras enormes burocracias de gobierno esto carece ya de sentido. El funda-
mento de la estrategia política parece modificarse drásticamente. Si yo sé que el diputado de mi dis-
trito no solamente no me representa, sino que ignora absolutamente mi existencia y esta condición es
irreversible —lo cual vale tanto para la administración pública como para las políticas culturales— no
hay reflexividad ética de las condiciones de representación. Se acentúan y se diseminan en todos los
ámbitos de la experiencia colectiva los rasgos de un fenómeno ya señalado en muchísimas reflexiones
contemporáneas: la eficacia política de la espectacularidad. La política como espectáculo, la vida como
espectáculo, incluso la paradoja de la privacidad como espectáculo, la publicidad de lo privado, la clan-
destinidad de los residuos de lo público en lo privado. Parece hacerse más frecuente la explotación de
una visibilidad como retórica que incide en las pautas de producción cultural, una primacía retórica de
la visibilidad sustentada sobre la artificialidad del dualismo entre verdad y veracidad. La producción
artística se inscribe plenamente en esta lógica, a veces para sustentarla o a veces para degradar su efi-
cacia. La estética se confunde en este proceso que compromete ética y verdad para dirimir también su
posición equívoca en nuestras sociedades.
- Quisiera añadir algo con respecto a esto de la emergencia de una nueva estética a propósito de
la guerra y de la gravitación de las culturas audiovisuales y de la información en la presencia de una
nueva estética y una nueva ética en nuestras sociedades. No cabe duda de que asistimos a la máxima
concentración de los poderes culturales, entendiendo por tal la concentración de las líneas y efectos
electrónicos; con ello asistimos a la vez a la máxima expansión de lo visible real o de la visibilidad de
“lo real”. Creo que éste es un problema de cierta importancia y que abre paso a otros problemas en
el campo de la cultura y de las políticas culturales. Como todos sabemos, las fuerzas de izquierda en
diversos países del continente —ya sea las que representaban a movimientos o partidos como las que
hablaban desde los campos de la investigación— libraron una batalla prolongada por lo que entonces,
bajo el amparo de Naciones Unidas, se llamó “un nuevo orden informativo internacional” (no quiero
recordar, al respecto, que ahora Bush augura con el fin de la guerra, del Golfo Pérsico, la aparición de
un “nuevo orden mundial”). Esa batalla por equilibrar el peso de los que informaban (“el derecho a la
información de los pueblos ‘subdesarrollados’”) y la repartición de ese derecho en partes equitativas
resultó, como todos lo conocemos, un fracaso más en las tantas luchas que se disputaron por defender
el derecho de los oprimidos a la palabra, a la opinión, o sencillamente como lo garantiza la constitución,
a la libre expresión de las ideas.
Creo que una de las razones del fracaso radica en algo que aparece con toda evidencia a mi jui-
cio. Descarto, por el momento, un análisis estructural de nuestros países en lo que concierne a la falta
de condiciones políticas y económicas para hacer realidad el “derecho a la información”: la ausencia de
“democracias reales”, el abuso del poder, la concentración de la riqueza y la marginación creciente de
amplios sectores de la población. Quiero remarcar, más allá de estas condiciones en las que se definen
los proyectos de “la modernización del atraso”, como alguien los ha designado con toda lucidez, otros

Sólo uso con fines educativos 250


aspectos de las nuevas lógicas paradójicas de las culturas audiovisuales. Lo que ocurre precisamente es
que la concentración electrónica ha producido, más allá de todo pronóstico, la experiencia más acaba-
da de información de que se tenga registro. Las sociedades jamás estuvieron tan “informadas” como en
la actualidad. Habría que discutir después cómo se da esta información, cuáles son las nuevas formas
de censura —institucionales y retóricas— que actúan recortando lo visible real mediante una disposi-
ción política o, lo que es todavía más complicado, mediante una determinada toma o los propios con-
dicionamientos técnicos de la cámara. Pero lo cierto es que vivimos en sociedades sobreinformadas
en las que hasta resulta difícil descalificar, como se hace habitualmente, el “manejo de la noticia por
parte de los consorcios privados”. Tal “manejo” existe pero en las actuales condiciones de la expansión
electrónica y de las reglas de intercambio comunicativo que esta expansión y sus redes prefiguran, me
pregunto cómo podría imaginarse una política de “redistribución”, de los espacios audiovisuales: en qué
consistiría, en estos regímenes que ponen “todo” ante la mirada y que hasta convierten en signo estéti-
co las guerras de destrucción, pensar el cambio, la “democratización de la cultura” o el diálogo entre los
grupos sociales. Creo que la situación es altamente compleja.
- Me gustaría señalar una cierta discrepancia con lo que se decía al principio. Si bien la línea general del
análisis es muy buena, sobre todo por esta diferenciación entre transparencia y visibilidad, que encuentro
muy pertinente, persisten en América Latina, y notoriamente en México, formas de desarrollo cultural que
podemos llamar tradicional para las cuales la distinción entre veracidad y verdad sigue siendo importan-
te. La preocupación porque los partidos nos representen sigue siendo significativa, y me parece que el caso
del PRD en México es un ejemplo de eso. Uno podría, desde una actitud postmoderna, ver con asombro que
todavía se siga colocando en el centro de la lucha política la disputa por resultados electorales confiables,
pero en los hechos eso es lo que ocurre y es posible que ocurra todavía por largo tiempo en México. Para
los campesinos y hasta para sectores urbanos de Michoacán o de Guerrero, que llegan a ocupar alcaldías
y hacer acciones políticas muy enérgicas en la defensa de un resultado electoral que ellos quieren que coin-
cida con la verdad, con la realidad, que tenga categoría de verdad, me parece que ciertos parámetros de la
epistemología y de la política tradicional siguen siendo vigentes.
Quiero insistir en esto para evitar cualquier riesgo de sustitución de lo moderno por lo postmoderno
o de lo tradicional por lo moderno. Vivimos en la situación compleja en que coexisten temporalidades dis-
tintas, y en que todavía —para amplios sectores de la sociedad mexicana— estos problemas modernos de
verdad, veracidad, transparencia, etc., siguen siendo de la mayor importancia. Esto no quita que aun a esos
procesos “tradicionales” podamos leerlos desde una teoría de la verosimilitud y con un grado de problema-
tización que no se mimetice con el planteamiento político expreso que los actores hacen ante ese proble-
ma. Pero en todo caso, como la persistencia y el lugar central que adquiere la lucha política en México son
problemas modernos y hasta premodernos, me parece que nos obligan a ser cuidadosos con estos proble-
mas de la teoría política, como el de la representatividad y la veracidad.
Esto nos coloca no sólo ante la coexistencia de varias temporalidades históricas sino ante problemas de
escala que no sabemos bien todavía cómo encarar. Lo que es visible como hecho político para los campesinos
de Michoacán, que se apoderan de la alcaldía y piden que en su pueblo de dos mil habitantes los resultados
de las elecciones sean respetados, tiene aparentemente muy poco que ver con la guerra en el Golfo Pérsico o
con las grandes decisiones del propio gobierno mexicano acerca del Tratado de Libre Comercio con los Esta-

Sólo uso con fines educativos 251


dos Unidos y Canadá. Sin embargo, uno podría pensar que en escalas muy diferentes esos hechos están inter-
conectados, y no se trata simplemente de articular escalas distintas de la política, sino escalas en las que las
condiciones de la acción social parecieran regirse por dinámicas diferentes, y por lógicas diferentes.
- La observación de Néstor es muy interesante. Las democracias de las que habla son reminiscen-
cias de otros órdenes. No sé si reminiscencias o culturas híbridas. Sin embargo, es difícil denominar a
esos sistemas complejos de reciprocidad y acciones colectivas como democracias. Las tomas de alcal-
días, el desalojo de palacios municipales, etc., chocan con las representaciones canónicas, de un par-
lamentarismo casi cinematográfico, de las democracias occidentales: la norteamericana, la alemana, la
francesa. Frente a ellas, esos procesos de acción colectiva aparecen como violencia que linda con la bar-
barie. Quizá estemos ante el ejercicio de prácticas políticas surgidas de las tensiones de momentos de
hibridación en nuestras culturas decididamente heterogéneas. Se podría hablar de un desplazamiento
de la noción de democracia hacia la acción directa, hacia la asunción colectiva de la invención o recrea-
ción normativa y hacia una revocación de la espectacularidad como recurso de dominio político.
- Por todo lo que se ha señalado, creo que coexisten diferentes lógicas políticas, lógicas de repre-
sentatividad al lado de la lógica del espectáculo. Y creo que esto no sólo ocurre en México o en América
Latina, sino también en sociedades así llamadas democráticas modernas como en Europa. Estoy pen-
sando en este momento en España. Hoy leí en la prensa que se constituyó un nuevo periódico español,
cuyo objetivo principal es contrarrestar las tendencias informativas dominantes sobre la guerra y con-
tribuir a la paz. Al lado de este fenómeno, nos encontramos además con un conjunto de manifestacio-
nes en todo el mundo en contra de la guerra y en contra del orden informativo actual. Para mí, todas
estas manifestaciones están mostrando una serie de contradicciones entre la lógica de la visibilidad y
de la verdad, entre la lógica del espectáculo y de la representatividad informativa. A pesar de la gran
visibilidad de la guerra, a pesar de la gran información de lo que está pasando en el Golfo Pérsico, la
gente se rebela o más bien, por eso se rebela. Por un lado hay intereses pacifistas de ciertos sectores de
la población que no están siendo escuchados o representados por las cadenas informativas. Esta gente
responde tal vez con la lógica de la verdad y de la democracia informativa. Por otro lado, la lógica del
espectáculo y del hiperrealismo está funcionando tan perfectamente o ha llegado a tal extremo que
rebasa lo aceptado como visible por la gente, por el espectador, por lo cual —considero yo— ésta lo
rechaza y aplica entonces la lógica de la verdad y de la representatividad.
Creo que esto merecería también revisarse con más cuidado y no generalizarse. Sin duda la mane-
ra como se interpreta la información tanto en este caso de la guerra como en otras situaciones, no es
homogénea. La manera como interactúan la lógica de la verosimilitud y de la verdad debe variar en los
diferentes grupos sociales y en diferentes contextos culturales.
- Yo sintetizaría un poco lo que hemos estado hablando. Sigo con mis obsesiones. Algo que me
parece central es el aumento de los volúmenes de la información y la desinformación que la gente
experimenta todos los días. Hace poco unos amigos me contaban que ante la guerra del Golfo Pérsico
y la perplejidad que les producían las noticias que veían en televisión o leían en los periódicos del país
decidieron conseguir periódicos europeos para completar el panorama. Lo sorprendente del caso es
que con la nueva dotación de informes y datos tampoco pudieron entender la guerra ni sus propósitos,
más allá de las generalidades que todos podemos compartir en uno u otro grado. Parece ser que pasa-

Sólo uso con fines educativos 252


mos por una crisis grave de comprensión de la realidad o que la realidad se ha vuelto particularmente
compleja y también una crisis de creencia. Entiendo que éste es un fenómeno general en los países
occidentales que sin duda se agudiza de una cierta manera en los nuestros. Pero lo cierto es que hoy
estamos ante un enigma cultural de proporciones: ante mayores niveles y volúmenes de información,
menores niveles de credibilidad. Las creencias colectivas están heridas de muerte. Parece que debiéra-
mos trabajar en el futuro cuál es el nuevo tipo de contacto con la realidad (entre comillas) que se está
gestando con las nuevas culturas de la visibilidad plena.

Sólo uso con fines educativos 253


Lectura Nº7
Richard, Nelly, “La Desidentidad Latinoamericana”, en La Estratificación de los Már-
genes. Sobre Arte, Cultura y Políticas, Santiago de Chile, Art and Criticism Monogra-
ph Series Art & Text Publications, (Francisco Zegers Editor), 1989, pp.39-58.

Ponencia presentada en el Coloquio Latinoamericano “Modernidad y Provincia” organizado dentro del marco de la Bie-
nal de Trujillo (Perú) - Noviembre 1987.

El patrón de la modernidad internacional


Es sabido que la modernidad internacional traza su eje (histórico, filosófico, político, económico y
cultural) siguiendo una vocación triplemente unificadora-uniformadora.
1:
- primero, los fundamentos iluministas de su empresa filosófica e histórica la definen como proyec-
to de racionalización. Es decir, como “avance de la racionalidad cognoscitiva-instrumental” cuyo proceso
de abstracción está destinado a categorizar y sistematizar el desarrollo de la historia y la evolución de la
sociedad en base a los valores de razón y progreso. Valores que funcionan como ideales reguladores de
un proyecto necesariamente universalista, puesto que descansa en la conciencia objetiva de un meta-
sujeto absoluto.
- segundo, la modernidad instrumenta su diseño de sociedad tecnificando las condiciones de efi-
ciencia de su racionalidad funcionalista. Lo hace generando un reticulado burocrático-administrativo y
tecnológico que encuadra sus competencias institucionales y científicas bajo la normativa de un siste-
ma sometido a la transparencia de un cálculo de “performatividad”.
- y tercero, el avance “civilizador” de la modernidad ligado a un modelo desarrollista de progreso
industrial, asocia esta modernidad a la expansión del capitalismo multinacional y a sus lógicas de mer-
cado atravesadas por la red metropolitana de concentración del poder económico.
Esta triple fundamentación de la pretensión normadora de la modernidad bastaría para demostrar
la vinculación de su proyecto con los enfoques universalizantes de una cultura que busca producir y
reproducir el consenso en torno a sus modelos dominantes de verdad y progreso.
Tanto a nivel de su tradición filosófica como de su edificación cultural y su resolución económica,
la modernidad busca sintetizar sus ideales progresistas y emancipadores en una visión globalizante e
integrativa del sujeto de la historia y sociedad. Visión que descansa en la legitimación de un centro (es
decir, en la unicidad y superioridad de una posición de control establecedora de jerarquías y dominios)
y en la autoevidencia de su legitimidad como Centro.
Aplicada al mapa geográfico y político-cultural de los intercambios económicos y comunicativos, la
tendencia unificadora-uniformadora del eje modernista busca regular la adaptación de sus receptores a
las referencias-modelos y, por ende, nivelar conductas identificatorias. Cualquier desnivelamiento —pro-

Sólo uso con fines educativos 254


ducto retrasante de inadecuaciones o desajustes— es resentido como obstáculo o freno a la dinámica
prescriptiva de los centros internacionales.
Es así como la modernidad concibe a la “provincia” como desfase a ser absorbido y superado por el
ritmo expansivo de la racionalidad de las metrópolis.

Latinoamérica y la colonización cultural, el traspaso mimético


¿Cómo la provincia misma (o más ampliamente, las subculturas del margen o la periferia) suele
experimentar las vicisitudes de su encuentro —atracción o rechazo— con las retóricas internacionales
de esta modernidad dictaminante o persuasiva?
Desde sus comienzos, la empresa modernizadora desplegada en América Latina cobra una forma
europeizante:1 fija las referencias a imitar (realizaciones industriales, esquemas económicos, comporta-
mientos sociales, valores estéticos), proponiendo como modelo de desarrollo y perfección su propio
transcurso europeo dominante.
La construcción histórica que esa modernidad hace valer como progreso (avance rectilíneo de una
temporalidad supuestamente homogénea) es juzgada postiza en América Latina, ya que ese mode-
lo evolutivo de una temporalidad uniforme obedece a un tipo de racionalización histórica ajeno a las
estratificaciones irregulares y discontinuas de una historia cruzada de múltiples pasados sedimentados
en memorias fragmentarias y mestizas.
La ideología de lo Nuevo que configura el discurso de la modernidad europea descansa en la regula-
ridad de una extensión temporal modulada por una frecuencia de cambios, la cual resulta artificiosa una
vez trasladada a América Latina puesto que los resortes diacrónicos que articulan su lógica de periodici-
dad y secuenciamiento no se ajustan a la conflictiva yuxtaposición de procesos tan recortados como los
que aquí coexisten entrechocadamente.
Los desniveles generados entre las imágenes de “tradición” y “ruptura” contrapuestos por la dialéc-
tica internacional de lo Nuevo y sumados a la precariedad de una base social y cultural no capacitada
para integrar procesualmente estas imágenes que suelen derivar en meras caricaturas oportunistas de
la tendencia a “ponerse al día”, llevan la relación de América Latina con la modernidad a ser constante-
mente vivida como disociativa por quienes aspirarían a la coherencia de un sistema identificatorio de lo
“propio”.
En el campo de la cultura propiamente tal (el arte, la literatura, la historia de las ideas), esa rela-
ción dependiente e imitativa frente a la modernidad europea —instrumentada por el rol de las “elites”
como relevo transmisor de los patrones de representación extranjeros— ha condicionado una serie de
mecanismos que definen un particular modo de aplicar la relación centro-periferia, comprendido bajo
la categoría de “reproducción”. 2 Ese modelo explica cómo las referencias trasladadas desde los “exocen-
tros” (Europa o Estados Unidos) hacia la periferia latinoamericana, son condicionadas por un proceso de
mimetización cultural que las lleva a menudo al simple calco o remedo.
La modernidad internacional reparte fórmulas y ofrece subterfugios de aplicaciones que son ocu-
pados como “respuestas”, en circunstancias que las preguntas a las que aluden no han sido aún articu-
ladas como tales por el medio que finge acogerlas; de ahí el carácter eminentemente postizo de cate-

Sólo uso con fines educativos 255


gorías o estilos cuyo traslado no obedece a ningún requerimiento contextual;3 el anquilosamiento de
signos condenados a permanecer inactivos, ya que no han sido puestos en marcha por los dispositivos
de recontextualización crítica que permitirían procesar la sobreinformación arrastrada, al refundirla en
una productividad local. No redibujadas desde las opacidades que refractan su brillo internacional, las
teorías o movimientos importados actúan —en el contexto latinoamericano— como meros suplemen-
tos ortopédicos de una cultura desligada de las confrontaciones de fuerzas capaces de darle relieve
textural y densidad histórica a su transferencia de signos. Es así como dicha producción suele agotarse
en simples reiteraciones formales o “amaneramientos doctrinales”; en teorías-sustitutos desvinculadas
del campo de pugna intelectual en el que conceptos e interpretaciones originalmente debatían sus
apuestas valóricas e ideológicas; en fetiches culturales incrustados en una trama de simples retoques
ornamentales.

La identidad latinoamericana y su dialéctica de lo propio y lo ajeno


Las críticas a la modernidad como patrón distorsionador porque extranjerizante, han sido formula-
das desde varios campos (el arte, la literatura, la sociología, etc.) que reposicionan de diferentes mane-
ras la cuestión de la “identidad latinoamericana”.
Desde ciertas tendencias de la sociología o la teología, 4 se declara —por ejemplo— que el proyec-
to homogeneizador de la modernidad habría sepultado la memoria de un cruce engendrado por una
multiplicidad de pasados (precolombinos, barrocos, etc.), la cual debe ser rescatada para oponerla al
reduccionismo histórico europeo de una temporalización uniforme, de modo que América Latina logre
finalmente coincidir consigo misma en la conjugación mestiza de sus tradiciones continentales.
La modernidad europea como propuesta funcionalista y secularizadora —según Morandé— tam-
bién habría censurado la dimensión ritual de una cultura profundamente extraña a la síntesis concep-
tualista y racionalizadora del Logos, y habría reprimido el “sustrato católico” de una religiosidad popular
cuya reserva de valores y símbolos es la que contiene e identifica el “ethos” latinoamericano.
Desde el arte y la literatura, toda una reflexión sobre el rol enajenante de la modernidad interna-
cional como surtidora de ficciones europeas, descansa en la defensa de una cultura latinoamericana
apoyada en un trasfondo autóctono: una cultura ligada a los contenidos de identidad (imágenes o
representaciones de lo “propio” generalmente asimiladas a lo nativo) que expresarían la autenticidad
de una cultura “pura” sellada por el mito de sus orígenes. Pureza anterior al cruce heterogeneizador y
desintegrativo de la modernidad internacional y a la expansión contaminante de la industria cultural
del capitalismo multinacional.
Estas concepciones —esencialistas y metafísicas— de una latinoamericanidad mitologizada y
folklorizada en innumerables versiones (indigenistas, nacionalistas y tercermundistas), recubren distin-
tas formas de primitivismos según los cuales lo latinoamericano consistiría en un depósito prefijado de
identidad. Su revelación pasaría por el trayecto mítico y arcaizante de un retorno a las fuentes: repre-
sentación estática de un origen (el sustrato indígena) o de una memoria (el pasado mestizo) ritualiza-
dos por la fijeza de una tradición.
Incluso en sus versiones más renovadas, los reclamos por un arte o una literatura “latinoamerica-

Sólo uso con fines educativos 256


na” siguen respondiendo a este esquema dualista que contrapone categorías-esencias derivadas de la
oposición entre lo propio (internalidad) y lo ajeno (externalidad), tales como: lo local (lo auténtico) y lo
internacional (lo falso), el pasado (raíz vernacular) y el presente (disolución de los nexos de pertenencia
comunitaria), la cultura popular (arraigo nacional) y la cultura de masas (dispersión comunicativa), etc.
Según esta “ecuación maniqueísta” (Subercaseaux), la modernidad sería el agente culpable de
haber desdibujado y enmascarado los rasgos de una identidad propiamente latinoamericana mediante
un régimen de influencias, sentido como amenaza en cuanto pretende falsificar el núcleo-esencia de lo
originario = lo auténtico y autentificante.

Inversión de escena: el subterfugio de lo otro


¿Cuál es la ruptura que ejerce la llamada postmodernidad en este marco —delineado por la
modernidad— de condicionamientos y subordinaciones? ¿Permite la reflexión postmodernista, si es
que se la concibe como puesta en crisis de los supuestos de la modernidad, modificar la lectura del rol
que la “provincia” (o las culturas del margen o la periferia) ha tenido que jugar en el mapa de las depen-
dencias trazado por la red metropolitana de las influencias internacionales?
Así como la modernidad estaba indisociablemente ligada al proyecto escritural, a la consignación
libresca de la palabra escrita y fundante; a la representación del sentido centrada en una referencia
maestra, la postmodernidad, en cambio, busca deshacer el compromiso de tener que fijar significacio-
nes en un texto canónico. Desconfía incluso de toda estructura monológica o unisignificante, y reclama
la desestabilización del sentido como producto de la deslegitimación del saber universal.
La práctica postmodernista de la diseminación como red abierta y multiplicativa de signos en con-
tinuos traslados, cruces y mutaciones, afecta no sólo la ilusión que los textos son depositarios de un
sentido definitivo. También —y sobre todo— combate el supuesto que la cultura y la sociedad como
Textos siguen obedeciendo a la regulación de un sentido tutor, ya que desaparecieron los puntos de
vista privilegiados en cuanto únicos, y se cancelaron las posiciones de dominio que fijaban sus jerar-
quías interpretativas.
¿Hasta dónde esta crítica a la universalidad del sentido, dirigida contra el sistema hegemónico de
una cultura autocentrada, es capaz de liberar nuevas conductas cuyo efecto sea descolonizador?
Esta es la pregunta que nos interpela desde el nuevo cruce entre postmodernismo y periferia.
El juego de coordenadas que introduce el postmodernismo para distanciarse polémicamente de lo
que oficiaba como modernidad, es singularmente ambiguo.
Sugiere primero invertir las antiguas dependencias y la cadena asociativa de sus marcaciones de
poder (centro-periferia: avance/retraso, modelo/copia, etc.) en una nueva jerarquía. Casi por primera
vez, Latinoamérica tendría la oportunidad de ser el escenario privilegiado, y hasta anticipatorio, de lo
que la cultura internacional hoy consagra como novedad. En efecto, y aunque sólo vino a reconocerse
como tal llamado por el repertorio internacional de los nombres prestados, el comportamiento históri-
co-cultural de Latinoamérica habría prefigurado el modelo hoy celebrado como “post-modernista”. Por
una parte, la heterogeneidad de las tradiciones que conforman el espacio latinoamericano y el mestiza-
je de una memoria compuesta de pasados híbridos y, por otra, la multiplicidad de los vectores econó-

Sólo uso con fines educativos 257


micos y comunicativos de transnacionalización cultural que segmentan conductas e identidades loca-
les, definirían los rasgos —de fragmentación y diseminación— que más nítidamente identifican la sen-
sibilidad hoy divulgada como postmoderna. Pero apenas la periferia latinoamericana pareciera haberle
ganado al discurso internacional la distinción de ser postmodernista “avant la lettre”, alcanzando así una
sincronicidad de formas con el discurso internacional, el mismo postmodernismo se dedica perversa-
mente a suspender el privilegio de tal distinción, cancelando la oposición centro/periferia y anulando
por lo mismo la favorabilidad —recién ganada— de su escenario de competencias.
Son múltiples las señales que el postmodernismo organiza en discurso para persuadirnos de
la obsolescencia de esta oposición centro/periferia y convencernos del efecto retardatario de seguir
posando de víctimas del colonialismo. Ambas categorías (las de centro y periferia) habrían ya conmuta-
do sus significados al haberse, por ejemplo, desmontado la relación modelo/copia debido a los efectos
de “planetarización” de la tecnocultura y la supresión masmediática de la relación original/reproduc-
ción.5 O bien, el centro mismo se habría ya dejado asaltar por la periferia,6 al haberse fragmentado en
microterritorialidades disidentes que pluralizan y descomponen su rol de autoridad como Centro.
El primer y decisivo montaje que realiza el postmodernismo consiste en declarar haber previsto en
su interior el lugar nuestro: el lugar “descentrado” del sujeto del margen o la periferia; del sujeto en cri-
sis de centralidades. Lugar adornado por las figuras de lo plural y de lo heterogéneo, de lo diseminante,
que reconfirmarían la opinión de Lyotard según la cual el postmodernismo “refina nuestra sensibilidad
a las diferencias” y complicita nuestra atención con todo lo que se propone disentir de los hegemonis-
mos de representación: particularismos y regionalismos, fracciones minoritarias del cuerpo social y pro-
gramas de micropolíticas zonales, tradiciones residuales y conocimientos subyugados. Pero la verdad
es que estas diferencias (sexuales, políticas, raciales, culturales, etc.) apenas reclamadas y exaltadas, son
rápidamente disueltas en la metacategoría de lo indiferenciado, bajo la cual todas las singularidades
devienen irreconocibles entre sí, intercambiables unas con otras, en una nueva y sofisticada economía
de lo “mismo”. El postmodernismo se defiende contra los efectos desestabilizadores de lo “otro”, inte-
grando sus manifestaciones a la marcha de un conjunto perfectamente entrenado para nivelar dife-
rencias y reabsorber contradicciones. El Centro, aunque se travista de desintegrado, no ha dejado de
operar como tal, archivando lo desviante bajo un repertorio de figuras cuyas claves, semánticas y terri-
toriales, sigue administrando con plena exclusividad.

Collage postmodernista e identidad latinoamericana


Si bien es factible desmontar el mecanismo según el cual esta nueva “tercermundización de la
metrópoli” —reflejo invertido de la mala conciencia eurocentrista— es parte camuflada de una empre-
sa casi puramente retórica, tal desmontaje no agota el interés que presenta el debate postmoderno
para Latinoamérica, aunque ésta lo ocupe como pretexto para retopografiar sus márgenes.
El postmodernismo es hoy la enseña internacional que designa la quiebra de todos los valores de
cultura y sociedad que habían postulado —en nombre de una representación autocentrada— su esca-
la en cuanto universal. Pero ¿qué ocurre en el caso de formaciones que, por periféricas, fueron sistemá-
ticamente excluidas de este dominio representacional? Quizás no tengan por qué salir tan perjudicadas

Sólo uso con fines educativos 258


de la constatación de esta quiebra, ni compartir con igual énfasis la perplejidad o angustia que acom-
pañan el desvanecimiento de los sueños forjados por la ilusión de un metacontrol que nunca antes
las había beneficiado. De hecho, el habitante latinoamericano no tendría cómo vivir el cansancio de
pertenecer a una cultura saciada, sobreacumulativa, ya que su nexo a esta cultura ha sido más bien de
desposesión. Si el derrumbe valórico de toda una construcción histórico-cultural llamada “modernidad”
ha sido tan duramente resentido por el pensamiento europeo dominante, es porque esta construc-
ción resguardaba sus prerrogativas eurocentristas. De ahí el lamento narcisista frente a su pérdida. Vale
preguntarse hasta dónde, entonces, la catástrofe de sentido que envuelve esta caída de ideales afecta
un sujeto, el latinoamericano, desde siempre expulsado de su esfera de autorreferencias y privilegios.
Pudiera ser también que esta rotura de ilusiones y el debilitamiento de las identidades culturales cuya
tradición (la europea dominante) había sido hasta ahora considerada paradigma de autoridad, fuera
finalmente propicia para revisar más desinhibidamente el itinerario de falsedades y de autoevidencias
que fundamentaban sus presuposiciones de orden y poder.
Al convertir la modernidad en material de relectura crítica, el postmodernismo nos ofrece también
la posibilidad de formular las latencias de su “no dicho” y volver a tensionar sus núcleos de opacidad o
resistencia con la potencialidad de significados todavía inéditos.
A escala continental, esta revisión de la modernidad nos permite —por ejemplo— replantear la
cuestión del sujeto latinoamericano. Sujeto que nace del cruce entre los múltiples lenguajes trans-
critos y circulantes que se superponen fragmentariamente en la definición de una identidad cultural
asumida como zona de colisiones: producto fracturado y tensional de la sintaxis de la modernidad,
internacionalmente reguladas por el mercado euronorteamericano de la información, resultado de las
operaciones recombinatorias que deforman y transforman los módulos importados (patrones de con-
sumo, estilos de vida, referencias culturales o símbolos económicos) de acuerdo a las articulaciones de
un dispositivo local que reinstrumenta críticamente las series programadas desde afuera.
La periferia latinoamericana es la franja de rebote de los patrones y modelos que no sólo penetran y
condicionan, según la lógica unilateral del hábito dependentista, el imaginario regional, condenándolo a
la reproducción pasiva o a la duplicación mimética, sino que son también generadores de heterogeneidad
(de diversidad y de multiplicidad) en la medida que descomponen el imaginario previamente estratifi-
cado al modificar la superposición de sus capas, al alterar el equilibrio y la consistencia de su diseño, por
los calces y descalces producidos entre fórmulas y aplicaciones. Materiales de traspasos que estimulan así
la tacticidad del receptor u operador periférico, motivando su habilidad para desplegar una creatividad
casi enteramente basada en el reempleo de materiales preexistentes (por ejemplo, los prefabricados por
la industria de la cultura multinacional) e innovar respuestas ligadas a estrategias de reocupación de los
fragmentos recortados por los aparatos transmisores y distribuidores.
Quizás la identidad latinoamericana, vista desde el “collage” postmodernista, no consista sino en la
exacerbación retórica de los procedimientos descentradores y reapropiativos con los que la periferia va
dejando su marca-demarcación en los conjuntos de enunciados serializados por la cultura dominante.
Reciclando dichos enunciados mediante combinaciones de subconjuntos que pervierten las sistemati-
cidades primeras, torciendo su legalidad de origen, desviando el marco estatutario de sus reglamenta-
ciones de valores y usos.

Sólo uso con fines educativos 259


Notas

1 Consultar la apretada reflexión sobre la modernidad en América Latina, que revisa antecedentes internacionales y formu-
la hipótesis locales relacionadas con el corte postmodernista, en: “Los debates sobre la modernidad y el futuro de Latino
América”, de José Joaquín Brunner-Documento FLACSO, 1986
2 “El modelo de la reproducción tiene su base en lo que podría llamarse la evidencia constitutiva de América Latina: su rela-

ción con Europa y su pertenencia al mundo hegemónico de Occidente desde su integración a la historia mundial. Desde
esta perspectiva el pensamiento y la cultura latinoamericana se habrían visto forzados a reproducir el pensamiento y la
cultura europea, a desarrollarse como periferia de ese otro “universo” que, a través de sucesivas conquistas, se constituyó
en una especie de sujeto de su historia (...). Uno de los aspectos que tematiza ese enfoque es el rol de las elites ilustradas o
de los intelectuales, en tanto sector diferencial de la sociedad latinoamericana que, desde la independencia, vendría arti-
culando el pensamiento foráneo”.
Bernardo Subercaseaux —“La apropiación cultural en el pensamiento latinoamericano”— Revista Estudios Públicos Nº31
- Santiago de Chile - 1988.
3 “En los recurrentes períodos en que las elites niegan nuestra realidad cultural, el consecuente vacío de autoteoría subya-

cente (identidad) tiende a ser llenado con problemáticas, categorías y valoraciones ajenas, propias de los exocentros de
prestigio (...). Esta contradicción se resuelve en el plano simbólico mediante la mimesis: la representación del gesto ajeno,
que a la vez proporciona la vivencia de la seudoapropiación de sus valores: se representa ser y en cierto modo se vivencia
ser lo que no se es (...). Mimesis por cuanto se representó el gesto, ignorando su argumento: copiamos la imagen importa-
da desconociendo el contenido de su origen, y sin preocupación mayor acerca de si era o no relevante a nuestra realidad”.
Cristián Fernández - “Identidad cultural y arquitectura en Chile” - Catálogo “Chile Vive” - Madrid 1987.
4 Pedro Morandé - “Cultura y Modernización en América Latina” - Universidad Católica de Chile -1984.
5 “Mario Perniola, autor de una personal reflexión sobre el simulacro, observa que el triunfo planetario de las comunicacio-

nes anula toda posible confrontación con modelos y es el mismo concepto de copia subalterna que desaparece en la ver-
tiginosa reproducción de modos de vida y de pensamiento en lugares, tiempos y contextos socioculturales completamen-
te diversos de los que los habían originado, sin que tal contaminación consista en la unificación de un solo registro, sino en
el reconocimiento de singularidades propias”.
Rosa María Ravera - “Modernismo y Postmodernismo en la plástica argentina” - Revista de Estética N° 3 - Buenos Aires.
6 “Certainly, marginality is not now given as critical, for in effect the center has invaded the periphery and viceversa” - Hal

Foster -“Recodings” - Bay Press - Washington 1985.

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LATINOAMÉRICA Y LA POSTMODERNIDAD: LA CRISIS DE LOS ORIGINALES Y LA REVANCHA DE LA
COPIA

Ponencia presentada en el XXII Congreso AICA: “Arte y Tecnocultura en el final del Post-Moderno” (AICA-
CAYC-Buenos Aires-1988).

Diferencia de diferencias
Una brusca paradoja surgida de la retórica postmoderna de lo disgregado, convierte a Latinoamé-
rica en nueva protagonista transcultural del fragmento. Pero este súbito protagonismo conlleva múlti-
ples ambigüedades y sospechas. Después de tan repetidos esfuerzos para construirse polémicamen-
te como “otredad” frente al modelo colonizador de la cultura europeo-dominante, Latinoamérica se
encuentra hoy seducida por un discurso que la urge como diferencia de diferencias. Si es cierto que
el discurso de la postmodernidad ha ya teorizado y retorizado la fractura de todas las identidades en
cuanto referentes unitarios y centrados, Latinoamérica vendría entonces a sumarse a esta explosiva
cadena de diferencialidades como una simple fractura más, ya concertada por el discurso metropolita-
no (en este caso, el postmoderno). El que funcionaba precisamente para ella, hasta hace poco, como el
referente unitario y centrado y contra cuya polaridad represora la periferia debía rebelarse.
¿Hasta dónde esta (nuestra) condición de suplemento a dicha cadena, de añadidura a lo preconce-
bido de su montaje, nos impide —o aún permite— actuar en su interior como contraposición denun-
ciante a lo acomodaticio de su lógica de la alteridad? ¿Hasta dónde el hecho que el discurso postmo-
derno de la crisis de centralidades y dominancias juegue a incluirnos en su repertorio oficial bajo el
lema tolerante de lo “otro”, nos arrebata la posibilidad de ser actores, y no sólo figurantes, de nuestra
propia reformulación de discursos?
Estas son algunas de las preguntas a través de las cuales me parece que las retorsiones y contorsio-
nes de la dominante postmoderna interpelan el sujeto latinoamericano.

¿El post del post?


Pero antes de entrar en materia, quisiera comunicar un vértigo frente al espíritu de ultimidades
que complace el título de este Coloquio.
Ni en sus contextos de origen, la postmodernidad ha concluido el reconocimiento de su trance en
medio de tanta dispersividad y heterologías; parte significativa de Latinoamérica aún no termina de
meditar sobre las irresoluciones de sus proyectos de modernidad; recién comienza a perfilar sus dudas
frente a la encrucijada postmodernista, y ya el título de este Congreso argentino (“Arte y Tecnocultura
en el final del Post-Moderno”) la instala en el reborde apocalíptico de aquella duración no completada.
Es cierto que todo señalamiento de rasgos destinado a sujetar Latinoamérica al recorte de un símil
de definición, está siempre amenazado por el desfase que separa cualquiera de sus emergencias (ten-
dencias, manifestaciones, procesos) del nombre que le asigna el discurso internacional acorde con una

Sólo uso con fines educativos 261


reserva prestada de sufijos (los “ismos”) y de prefijos (los “pre” y los “post”), aquí inmanejable por lo inte-
rrupto y recesivo de las temporalidades comprometidas en su búsqueda de ordenamiento.
El “final del postmoderno” declarado en este título no podría evidentemente significar para Latino-
américa nada de lo que, precipitadamente, tal certificación concluye o anticipa para Europa o Estados
Unidos, ya que la fase recorrida y discurrida por él no tiene cómo ser aquí secuenciada como tal. Recor-
demos por lo demás que este final anunciado no logra expresar —ni siquiera dentro del ámbito post-
moderno— el presentimiento (desdramatizado o catastrófico) de que la incógnita de su “después de”
pueda ser verosímilmente traducida a futuro. Y eso porque ningún imaginario histórico se atreve hoy a
prefigurar el final (el post del post) de algo —la historia— que ha dejado de respetar la consecutividad
de un orden lineal de acabamientos y superaciones.
¿Cómo —entonces— programar finales o rehabilitar sucesiones (el “final del post”) desde la crisis
titulada de las programabilidades?

El “lugar-común” de la reproducción
Postmodernismo y tecnocultura se interdesignan bajo un mismo sistema de condicionantes que
modelan una nueva sensibilidad a las mutaciones tecnológicas del entorno comunicativo: fragmen-
tación y dispersión del saber repartido en micropartículas informativas; sobresaturación de los efec-
tos mediatizadores de los códigos que desrealizan lo real y lo convierten en espectáculo de sí mismo
abismado en la imagen de su propia evanescencia; disolución de las fronteras entre cultura superior y
cultura popular, como resultado del entrecruzamiento de las redes difusoras que indiscriminadamente
vehiculan cualquier tipo de mensajes trastrocando privilegios de formas o contenidos, etc.
Propongo interrelacionar estas designantes culturales por medio de una reflexión que les resulte
común al ámbito postmoderno y a la cultura latinoamericana: punto de cruce de discursos y contextos
que dialoguen o polemicen entre sí bajo el acento de una relación compartida.
Propongo que esta relación sea la de modelo/copia, en cuanto —por una parte— tal relación ha
sido estructuradora del modo que tuvo América Latina de pensarse a sí misma bajo el signo moder-
nista de la dependencia y —por otra parte— ésta resulta clave para el debate postmodernista que
comenta sus fallas relacionándolas tanto con el derrumbe de los modelos (en cuanto depositarios de
una quintaesencia del sentido) como con la crisis de los originales introducida por la tecnocultura en la
lógica de la reproductividad.

Modelos y sospecha
La primera discusión que afecta jerarquía y prevalencias —dentro del marco de la postmoderni-
dad— concierne al “modelo” tomado en el sentido de la ejemplaridad de una construcción, o de su peso
valórico como referente de autoridad.
El comentario postmoderno ha difundido la sospecha que los grandes relatos evolutivos o dialéc-
ticos de la modernidad han agotado los presupuestos de racionalidad e historicidad que le servían de
guías emancipatorias, y que los contenidos de verdad de sus representaciones científicas o filosóficas

Sólo uso con fines educativos 262


han perdido crédito universal, en la medida en que han estallado las categorías de sujeto o de concien-
cia que fundaban su legitimidad y coherencia. Una multiplicidad dispersa de perspectivas quebradas
y saberes fragmentarios, de versiones laterales y tradiciones soterradas, de conocimientos residuales y
hablas limítrofes, ha reventado la esfera de lo homogéneo (de lo pleno y lo uno) que consagraba el “yo”
soberano de la cultura occidental.
No sólo los modelos que la modernidad erigió en preeminentes, sino la noción misma de “mode-
lo”, como ejemplificador y transmisor de certezas, pasan a ser cuestionados por esta revisión genera-
lizada de todo lo que pretende regir como paradigma totalizante. En efecto, la deslegitimación de los
grandes relatos en cuanto metanarrativas globalizadoras del Todo social e histórico (Lyotard), hizo que
cayeran bajo crisis de unicidad no sólo los referentes cuya superioridad era considerada por la moderni-
dad como absoluta, sino el pensamiento mismo que afianzaba la creencia que determinadas claves de
realidad o de interpretación pudieran ser tomadas por definitivamente seguras más allá de la provisio-
nalidad de las operaciones que localmente justificaban sus pactos. La noción misma de “modelo” sufre
hoy de esta relativización de los absolutos que invalida todo supradominio cultural. Varias manifesta-
ciones sincronizan con esta misma sospecha lanzada en contra de los privilegios consolidados sobre la
base de una posición de centralidad ocupada para forzar obediencias y consentimientos al orden de la
razón.
Es el caso, por ejemplo, de las filosofías de la “diferencia” que han contribuido a desmistificar el
modelo como origen: origen de la verdad o la representación y verdad o representación de un origen:
el modelo como garantía de anterioridad y superioridad debido a su lugar supuestamente fundante en
la cadena de las repeticiones. En Derrida, es la diseminación de la escritura en cuanto tejido de espacia-
mientos y diferencialidades la que revocaría lo originario como presencia canónica de una autoridad
de sentido depositada en una huella primigenia.
Junto con las filosofías de la “diferencia” y su manera de escindir la unicidad del concepto, las esté-
ticas de la simulación (Baudrillard) declaran también la obsolescencia del modelo: en “la era de los
simulacros”, queda invalidada toda pregunta acerca de la pureza o integridad del original (llámese real
o naturaleza), ya que toda imagen es imagen de una imagen redoblada por la sobreexposición de códi-
gos dentro de una mecánica de transposición enteramente artificial.
La misma red de comunicación audiovisual que despliega la tecnocultura ha alterado la percep-
tualidad de las categorías de espacio y tiempo implícitas en la concepción aurática del original, modi-
ficando radicalmente los modos de la presencia por desmaterialización de la imagen, multiplicando su
“aquí y ahora” en la simultaneidad dispersa de todos los presentes intercomunicativos que la red de
circulación iguala entre sí nivelando formatos de percepción. Esta reestructuración del universo comu-
nicativo sobre la base tecno-científica de los nuevos instrumentos tanto de almacenamiento como de
multiexpansión de la materia informativa, su impacto en cuanto al modelaje de una sensibilidad cultu-
ral enteramente diseñada por y para el espectáculo massmediático de representaciones, han exigido
—en más de un sentido— reorientar la discusión en torno al impacto del fenómeno de la industria cul-
tural. Las críticas antes elaboradas en la línea de la Escuela de Frankfurt denunciaban las manipulacio-
nes de conciencia de una ideología del consumo fetichizadora y enajenante. Hoy, en cambio, la lógica
en que se inscribe el producto de masas es transcomunicativa: el producto-mercancía se ha convertido

Sólo uso con fines educativos 263


en imagen-signo desplazándose el énfasis de la producción hacia la circulación, del consumo hacia la
recepción. La crítica ideológica de Adorno ha sido reemplazada por el flirt estético de Baudrillard, en
el sentido de una cultura que se complace en jugar con esta reverberación de los códigos de hiperme-
diatización de la imagen, para sacar efectos —no de verdad ni de conciencia, sino de placer y fascina-
ción— del vértigo desrealizante en que compiten dobles y símiles.

Latinoamérica y la subalternidad de la copia


¿De qué manera la relación modelo/copia ha sido tradicionalmente convertida por América Lati-
na en clave interpretativa de su complejo de subordinada? El esquema iluminista y culturizador de la
modernidad histórica ha operado mediante cadenas de transmisión y relevos —principalmente accio-
nada por el rol divulgador de las elites nacionales— que suelen ordenar las manifestaciones culturales
de los países dependientes según una lógica principalmente reproductora. Es decir, sumisa al convenci-
miento eurocentrista de una superioridad de origen que la periferia buscaría remedar a través del per-
feccionamiento de las copias. Determinadas construcciones de pensamiento erigidas en soberanas por
la conciencia occidental y determinados sistemas de referencias prescritos como absolutos por la tradi-
ción europea, suelen ser fielmente obedecidos en contextos situados bajo el dictamen colonizador en
cuanto se las perciben rodeadas de un doble privilegio que conjuga antecedencia histórica y jerarquía
intelectual.
Esta periferia ha sido tradicionalmente acusada de reproductora e imitativa por los defensores de
una identidad-propiedad latinoamericana; al relacionarse miméticamente con sus polos de influencias
extranjeros, la periferia habría traicionado el sustrato autóctono de su cultura continental, convirtién-
dola en simple extensión refleja de una identidad deformada y sustitutiva.
Para el discurso colonialista, la relación modelo/copia traduce la división entre culturas principales
o activas (productoras de modelos) y culturas secundarias o pasivas (re-productoras de copias), hacien-
do que la predecesión del original = lo fundante desvalorice, como repetidas y subalternas, cualquier
operación realizada por la periferia en su manía del doblaje. Para el discurso anticolonialista, es esta
misma relación —aunque invertida— la que sigue estructurando la relación Centro-Periferia mediante
un giro que ahora coloca el modelo por el lado de lo falso y de lo engañoso: referencia distorsionadora
porque extranjerizante, culpable de adulterar el trasfondo originario de una cultura local. La enajena-
ción de la copia como falsa conciencia y brillo importado es acusada por este discurso de distraer a lo
latinoamericano de su verdad esencializante, seduciéndolo con la pasión modernista de lo Nuevo que
las metrópolis exacerban forzando el aceleramiento de un doble mecanismo de puesta al día: en lo
cultural, la traslación mecánica de la sucesión de “ismos” consagrada por la tradición de la ruptura de
las vanguardias europeas que internacionaliza la historia del arte; y en lo socioeconómico, la uniformi-
zación de hábitos de vida normados por las pautas de consumo del mercado transnacional. En ambos
casos, la dinámica cosmopolita de la puesta al día y su celebración de lo Nuevo como categoría foránea,
acontece mediante reproducciones, tomadas en el doble sentido de imágenes (por ejemplo, las repro-
ducciones fotográficas que divulgan las obras maestras del arte de museos), y de copias (símiles empo-
brecidos de la moda importada).

Sólo uso con fines educativos 264


Mixtura de códigos y estéticas del reciclaje
El discurso antiimperialista de la “penetración” cultural ha siempre concebido la lógica moderniza-
dora como externa y contaminante, frente a los remanentes de pureza o virginidad de una matriz primi-
tivo-continental; discurso cómplice de un esquema dualista de oposiciones y de la concepción estáti-
ca de una identidad latinoamericana replegada sobre la interioridad de una sustancia mitificada como
“propia”, en circunstancias que tanto el mestizaje histórico-cultural de Latinoamérica como la heteroge-
neidad de los contextos de referencias y sus mecánicas locales de formación-deformación-transforma-
ción, han refundido vivencias y tradiciones en una mixtura de códigos de la que ningún pensamiento
esencialista logra dar cuenta.
La misma tecnocultura de la postmodernidad ha despertado una hipersensibilidad a las estéticas
del reciclaje en el caso de imaginarios saturados de representaciones duplicantes, la que no puede sino
estimular una relectura de las estrategias resemantizadoras desplegadas por las culturas de “segunda
mano” de la periferia latinoamericana.
Consumidora de las imágenes y símbolos que tanto la modernidad como la postmodernidad inter-
nacionales rematan en sus franjas de desgaste, la periferia ha tenido que perfeccionarse en el manejo
de una “cultura de la resignificación”, supliendo la falta de un repertorio “propio” con la agilidad táctica
del gesto de “apropiación”: gesto consistente en la reconversión de lo ajeno a través de una manipula-
ción de códigos que, por un lado, cuestiona lo impuesto al desviar su prescriptividad de origen y que,
por otro, readecua los préstamos a la funcionalidad local de un nuevo diseño crítico.
Los descalces entre los signos importados y la trama local de enunciación en la que deberán apren-
der a reinsertarse mediante riesgosos —porque inéditos— “juegos de lenguaje”, cumplen con despla-
zar acentos y remodular inflexiones hasta que la linealidad misma del discurso de origen se encuentre
torcida: las huellas de esa (ex)torsión imprimen el estilo de cómo son desajustadas las premisas autori-
tarias o colonizadoras de la cultura oficial, mediante esta actividad receptora-transcodificadora de un
destinatario periférico que reelabora sentidos a partir de mensajes siempre preconfigurados, defor-
mando el original (y por ende, cuestionando el dogma de su perfección), traficando reproducciones y
de-generando versiones en el trance paródico de la copia.

La proliferación de los márgenes


Si bien la característica productiva de una cierta periferia ha sido la de contestar los mensajes pres-
critos por la red metropolitana buscando desarticular su gramática de la uniformidad, debemos conve-
nir que la postmodernidad introduce variables que desafían ese manejo.
Relevemos entonces las más sugerentes y provocativas en cuanto a la reacentuación de un giro
latinoamericano:
- la transparencia comunicativa parecería ser hoy el estatuto del nuevo universo de mensajes en
que los códigos de representación no ocultan nada, ya que su habilidad disimulatoria está enteramen-
te referida a la tarea de ostentar su brillo como artificios representativos.
Junto con la transparencia la simultaneidad de la percepción es hoy la nueva modalidad del regis-

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tro informativo que pone a circular —a lo largo y ancho de su red de tecnología planetaria— miles de
imágenes que circulan al mismo tiempo por todas partes.
Pero estas nuevas coordenadas que modifican la trama de los intercambios comunicativos en su
densidad espaciotemporal (simultaneidad/ubicuidad) y consistencia (translucidez que desvela la fic-
ticidad de un puro juego de superficies-espejos) sufren aquí especiales modificaciones: la velocidad-
luz de las tecnologías informativas de las sociedades postindustriales se halla de alguna manera de-
sacelerada y oscurecida cuando ingresa al espacio latinoamericano, al toparse con que cada imagen
—debido a los ritmos disparejos de instrumentación social— contiene múltiples temporalidades
irregularmente sedimentadas que la convierten en un compuesto perceptivo de estratos técnicos y
representacionales socialmente heterogéneo. La transparencia aquí deviene opacidad al sobreimpri-
mirse dentro de la misma imagen matrices de socialización necesariamente en conflicto ya que retie-
nen la cuenta de los desfases —económicos y culturales— acumulados en la sombra del progreso, y
que se encuentran bruscamente yuxtapuestos en el interior de un mismo módulo comunicativo sin
haber tenido antes la oportunidad de medir y procesar sus desniveles de aprendizaje;
- la cultura de la parodia o del simulacro patentadas como estrategias del doblaje y de la reconver-
sión de códigos por el discurso postmodernista, le ha dado a la periferia motivos y razones para realzar
los vicios de su tradición en el arte prestidigitacionista de la copia.
Como toda cultura secundaria, Latinoamérica ha estado desde siempre acostumbrada a relacio-
narse con los “originales” (tomados en el sentido de modelos de verdad y perfección) mediante traduc-
ciones vulgarizadoras o sustitutos rebajados: una cultura de la imitación —fatalizada como modalidad
invalidante por el discurso latinoamericano de lo “propio”— que ha encontrado en el repertorio post-
modernista un sorpresivo estímulo para desinhibirse frente al complejo plagiario.
Hasta se podría afirmar —recogiendo las sugerencias de dicho repertorio— que las culturas secun-
darias o dependientes están mejor preparadas que las culturas principales para prescindir definitiva-
mente del culto aurático a los modelos, y jugar ilusionistamente con el reflejo de los dobles paródicos,
ya que desde siempre se educaron en la tradición de lo falso y de lo postizo: en la renuncia obligada a
la sacralidad de los originales y en la costumbre burlona del pastiche cultural.
La postmodernidad permite que ese déficit de originales y de originalidad (consubstancial a una
cultura de la reproducción) se revalorice hoy —casi vengativamente— como plus retórico en la exage-
ración cínica de la copia; —el discurso latinoamericano de una cultura de lo “propio” ha solido compro-
meter su demanda de identidad con un reclamo formulado desde la contraposición modernista Cen-
tro-Periferia. La mecánica tanto de autoridad como de cuestionamiento de esta autoridad (modelizada
por el rol dictaminador del Centro en la geografía de los intercambios de poder) es concebida como
bipolar y la oposicionalidad de ambas categorías —la de Centro y Periferia— es proyectada unilateral-
mente.
¿Qué ocurre cuando el esquema de penetración denunciado por la Periferia como imperialista,
renuncia a la rigidez de la verticalidad adoctrinadora o concientizadora (estructura-tipo de la comu-
nicación ideológica) para alivianarse y sutilizarse en una esquiva constelación de imaginarios relucien-
tes: imágenes juguetonas y placenteras del deseo y de sus travestimientos (como en el video-clip) que
atraen más que convencen, que seducen más que persuaden, que distraen más que enajenan?

Sólo uso con fines educativos 266


Todo ello también como producto de una etapa en que las políticas culturales —incluyendo las
neoimperialistas— se despliegan a través de la red global descentralizada de la tercera etapa del capi-
tal multinacional (Jameson), cuya extensidad dispersa (fluida y desmultiplicada) escapa a la rigidez del
esquema Metrópoli-Periferia.
La noción misma de Centro —polo confrontacional que los intelectuales de la Periferia tienden a
concebir homogéneo por comodidad estratégica de su empresa resistente— no puede sino sentirse
concernida por la crisis que hoy afecta toda centralidad. La liberación de flujos y corrientes soltados por
la heterogeneización de lo Uno de la que nos habla la postmodernidad, ha logrado potenciar lo mino-
ritario en la desterritorialización del margen: razón por la cual la Periferia debe reajustar su crítica a la
nueva multiplicidad de un Centro diversificado en sus estratos, también fragmentado por las hablas
disonantes que expresan una nueva revuelta de lenguajes en el interior mismo —ahora pluridiscursi-
vo— de sus cadenas de dominancia;
- la cultura postmoderna ha desplegado todo un repertorio de categorías anti-Uno destinadas a
semantizar lo otro bajo los nombres de lo plural y de lo heterogéneo, de lo descentrado. Este reperto-
rio promete prestarle especial atención a todo aquello que diverge de los hegemonismos discursivos
basados en absolutos de representación, de los sistemas unidimensionales o de las claves monológicas
de conciencia e interpretación. Esta desuniversalización de los valores que sustentaban las jerarquías
acompañando el dislocamiento del Centro (al menos, como polo unitario) y la proliferación de los már-
genes, parecería auspiciar un lugar finalmente tentador para una “diferencia” latinoamericana reconci-
liada por la postmodernidad con su estatuto marginal o limítrofe.
Pero hace falta seguir averiguando hasta dónde esta glorificación postmodernista de lo descentra-
do llega a ser algo más que un mero subterfugio retórico, en circunstancias en que el Centro —aunque
se valga de la figura del estallido para metaforizar su más reciente descomposición— sigue funcionan-
do como base de operaciones y puesto de control del discurso internacional.
Preguntémonos qué ocurre cuando hasta la metáfora del “descentramiento” es administrada y
rentabilizada por un discurso que sigue dotado de la prerrogativa de decidir las claves que le darán
renombre y distintividad a esta nueva crisis de títulos y dominios.

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Lectura Nº8
Moreiras, Alberto, “Localización Intermedia y Regionalismo Crítico”, en Tercer
Espacio: Literatura y Duelo en América Latina, Santiago de Chile, LOM Ediciones -
Universidad ARCIS, 1999, pp. 109-121.

En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, hacia el final de la descripción de los progresivos y devastadores
efectos de Tlön sobre nuestro mundo, cuando el narrador, Borges, menciona la inquietante duplicación
de objetos perdidos en los terribles hrönir, introduce otra clase de objeto: “Más extraño y más puro que
todo hrön es a veces el ur: la cosa producida por sugestión, el objeto educido por la esperanza”. 1 Dado
que el hrön se ha definido previamente como “objeto secundario”, 2 un ur sería algo así como un obje-
to primario: como objeto de deseo, el ur es la cosa misma, lo real en tanto que elaboración y concre-
ción imaginaria: objeto propiamente pre-ontológico, en el sentido de que es susceptible de fundar una
ontología.
El ur es el objeto alrededor del cual la práctica historiográfica ejemplificada por Milliani o Fernán-
dez Retamar circula. Es el que identifica Severo Sarduy bajo el nombre de “signo eficaz” en referencia a
su mentor literario Lezama:

Los personajes y la intriga [de Paradiso] no son sino excesos, desbordamientos, reverberacio-
nes de ese signo eficaz que en cierto modo puede identificarse con las supra verba [sic] de que
habla Lezama: una palabra que no se presenta en la página, en un plano neutro de dos dimen-
siones, denotativa y funcional, vehículo de una información más, sino al contrario, que posee
“sus tres dimensiones de expresividad, ocultamiento y signo”. 3

Este signo eficaz de la escritura lezamiana es el signo que logra la presentación de lo impresenta-
ble: cabalmente, un signo que expresa ocultamiento. Refiriéndose a lo mismo en “Imágenes del tiem-
po inmóvil”, Sarduy habla de “la fiesta innombrable que no se llegó a realizar”. 4 El signo eficaz, el ur, lo
innombrable son sin embargo causa fundamental y eficiente de escritura.
Pero Borges tiene otra manera de referirse a su objeto ur: el objeto que llama “joya” en “La perpetua
carrera de Aquiles y la tortuga”, o también “limpidez que no excluye lo impenetrable”. 5 De esta “joya”
dice al final de “Avatares de la tortuga”: “Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos
soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el
tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber

1 Jorge Luis Borges, “Tlön”, 420


2 Ibid., 419.
3 Severo Sarduy, “Un heredero” Jose Lezama Lima, Paradiso, Cintio Vitier ed., París: Archivos, 1988, 592.
4 Sarduy, “Imágenes del tiempo inmóvil” inédito, V.
5 Borges, “La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”, volumen 1 de Prosa, 187.

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que es falso”. 6 Joya: un objeto tenue, una ruptura en lo real o mejor, una ruptura de lo real. Tal “joya”
es el objeto ur considerado desde el tercer espacio, alrededor del cual circula, por ejemplo, la llamada
escritura del post-boom, en la medida en que el post-boom es precisamente antisimbólico y opuesto a
construcciones heroicas desde el punto de vista identitario.
Si el objeto eficiente organiza la presentación de lo impresentable, el objeto tenue insiste en la
impresentabilidad de lo presentado: es decir, insiste en lo que no puede llegar a la presencia, puesto
que es el objeto alrededor del cual la presencia se desvanece. Sarduy también lo encuentra en Lezama,
en cuyo texto lo identifica con el objeto a lacaniano: “lo que escinde la unidad del sujeto y marca en él
una falla insalvable: una ausencia a sí mismo”. 7 “Paradiso es como el paréntesis que encierra ese objeto
a, la montura donde resplandece esa diminuta perla irregular y obscura”, la joya de Borges.8
“Tenue” y “eficiente” marcan dos formas de acercarse al presentarse de la cosa misma, del objeto de
la escritura. Lo eficiente en el objeto organiza una ontología, mientras que lo tenue la desorganiza o la
deconstruye. Por eso Sarduy, que se llama a sí mismo “heredero”, puede decir “heredar a Lezama es practi-
car esa escucha inédita, única, que escapa a la glosa y a la imitación ...deconstruir, más que estructurar”. 9
Es entonces cuestión de escuchar, de oír, lo que separa, por ejemplo, boom y post-boom: el “post-” es aquí
la figura de una membrana, de un tímpano, lo que no debe romperse si va a cumplir su función.
Según esta hermenéutica, boom y post-boom no constituyen una secuencia temporal, sino una
manera de interpretar el presentarse del objeto de escritura: del lado del boom, tenemos construccio-
nes ontológicas, hipóstasis identitarias, alegorizaciones nacionales, en suma, un aparato ideológico que
marca a la escritura latinoamericana como escritura fuerte del objeto ur. Tal sería el tipo de escritura
que corresponde a la razón desarrollista dusseliana inspirada en el concepto eurocéntrico de moder-
nidad: a la presentación de lo impresentable, donde la presentación presenta un objeto educido por la
esperanza, pero que sin cesar elude captura.
El post-boom escucha la voz silenciosa del objeto ur en retirada: insiste en la impresentabilidad de
lo dado, puesto que ha venido a reparar en el intersticio, la fisura, la brecha abierta a través de la cual
se desvanecen construcciones ontológicas, formaciones de identidad y alegorías nacionales. El post-
boom hace duelo por el fracaso de la concretización estética del modelo capitalista de desarrollo peri-
férico, por su incapacidad de pasar más allá de la reificación de realidades nacionales y continentales
en la fetichización estética del campo cultural. De hecho, el post-boom es definible como el momento
sublime del boom: el momento en el que el boom debe confrontar su incapacidad para efectuar una
presentación adecuada del objeto que había venido prometiendo; una antiestética, paradójicamen-
te, en el sentido de que opera una crítica de la estética del boom: una antiestética de, y al final de, la
modernidad.
En cuanto pulsión antiestética, el objeto tenue no puede sobrevivir al colapso del objeto eficiente
al que siempre ha escuchado, al que siempre ha traducido. Si la traducción también aquí testifica de la

6 Borges, “Avatares de la tortuga”, volumen 1 de Prosa, 204.


7 Sarduy, “Un heredero”, 595.
8 Ibid., 594.
9 Ibid., 597.

Sólo uso con fines educativos 269


muerte del original, la máquina traductora se rompe o se oxida cuando ya no hay más que traducir. No
hay objeto tenue, es decir, no hay prácticas de objeto tenue, sin objeto eficiente que lo tenue decons-
truya. A la inversa, por supuesto, tampoco hay objeto eficiente sin que la necesidad de lo tenue se haga
sentir. En este sentido, cabe postular la necesidad de una tercera escritura, o de un tercer espacio crítico
de la escritura, más allá de lo tenue y de lo eficiente, aunque no al margen de ambos: la escritura del
tercer espacio viene a ser tanto la condición misma de existencia de las primeras como el lugar de su
acabamiento y consumación.
La mentalidad desarrollista sostiene que la función de la crítica cultural latinoamericana, incluyen-
do en ella por supuesto la escritura literaria, es ayudar a que América Latina se moviera hacia la moder-
nidad. No otro, sino meramente la otra cara del mismo gesto sostiene que de hecho no es necesario
ayudar a América Latina a moverse hacia la modernidad, que lo que es preciso es que América Latina se
mueva hacia sí misma en su variante diferenciadora, hacia su identidad entendida como el colapso final
y el agujero negro de la reflexión crítica. Modernidad e identidad aparecen históricamente como las
dos metas gemelas o complementarias de la reflexión crítica latinoamericana contemporánea, inclu-
so cuando tal reflexión se orienta o cree orientarse hacia el desmantelamiento de los paradigmas de
modernidad e identidad. Quizás hoy, sin embargo, modernidad e identidad han dejado de ser lo que
fueron, porque algún intersticio en la razón, alguna fisura en el tejido crítico o en el tejido anterior de
la construcción de poder/conocimiento que lo ampara, han mostrado que ambos ideologemas no son
más que objetos ur sin mayor reivindicación de propiedad sobre lo real. Ahora bien, si modernidad e
identidad han dejado de ser objetos eficientes en un sentido otro que el histórico, es claro que su críti-
ca, la crítica históricamente entregada a la escritura del post-boom, crítica de objeto tenue, ha perdido
su objeto. La deconstrucción de los paradigmas desarrollistas y modernizadores, al menos en el sentido
literario, se parece demasiado a apalear a un muerto, y no puede por lo tanto ya cumplir la misión de
dotar a la reflexión contemporánea de agenda crítica.
Jameson y Laclau/Mouffe mencionan el debilitamiento o la imposibilidad de historicidad, agobiada
hasta la consumación por el poder simbólico del capitalismo transnacional, como el elemento central
del impasse de la posmodernidad. Ambas teorías tienen cuidado en establecer una distinción entre la
posmodernidad metropolitana y la posmodernidad en los países o zonas periféricas. La heterogenei-
dad periférica radicaría, no en una preservación de esencias culturales inspiradas en la diferencia, sino
en el hecho de que en las zonas no metropolitanas coexisten diversos modos de producción; es decir, en
esas zonas el capitalismo avanzado o, para usar una expresión de David Harvey, el capitalismo “de acu-
mulación flexible”, esto es, en su fase más devoradora y globalizante, no ha conseguido todavía saturar
totalmente el campo económico, aunque tendencialmente esa sea su meta.10 Es la presencia residual
de modos de producción alterativos lo que hace periférica a la periferia. Michael Taussig muestra en El
diablo y el fetichismo de la mercancía en Sudamérica que la diferencia ideológica salvaguardada en y por
la disyunción misma entre modos de producción permite resistir la creciente o absoluta fetichización
del producto, y por lo tanto la reificación de las relaciones entre personas, y así permite mantener vivo el

10 David Harvey, The Condition of Postmodernity, Londres: Blackwell, 1988.

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sentido de un cauce de la historia.11 La historicidad, en su sentido más radical, benjaminiano, es aquello
que los oprimidos tratan de salvar, y que los opresores borran. La posibilidad de historicidad estaría por
lo tanto menos agotada en la periferia de lo que está en el centro. Hay que notar, sin embargo, que la
periferia siempre desea su propia disolución como periferia: su destino es querer dejar de ser lo que es
en cuanto periferia, y por esta razón la periferia es siempre esencialmente una periferia residual.
Centro y periferia son conceptos operativo-descriptivos, sin valor absoluto. Igual que no puede
haber absoluta coincidencia de ninguna localidad específica con el centro mismo, en virtud quizá de la
distribución fantasmática del capital, si no de la naturaleza misma de la cosa económica, tampoco hay
absoluta coincidencia de la periferia consigo misma. El centro es de hecho un lugar utópico-distópico,
de naturaleza irrepresentable y por lo tanto sublime, donde reina la pura intensidad del goce de la plus-
valía, sin afecto, sin tiempo, sin espacio: un lugar extático definido como el apocalipsis de la historicidad,
en el doble sentido de acabamiento de la historicidad y también de su revelación fulgurante. Pero pre-
cisamente porque el centro es un lugar donde toda posibilidad de historia está borrada, la ausencia de
esa posibilidad se sustantiviza: la ausencia de historicidad viene a ser para el centro la revelación extre-
ma de la historicidad como horizonte único de sentido.
En el centro, como reconoce Jameson, no habría naturaleza ni inconsciente, pues todo en él queda
sometido al imperativo de la disolución descentralizante: es decir, de la pérdida pura de sentido.12 Pero
una pérdida total del sentido organiza su más extrema demanda. Llegamos así a una situación vestibu-
lar o límite, altamente paradójica, y definidora de otro impasse posmoderno al que quizá no se ha pres-
tado todavía suficiente atención, o que simplemente no ha sido definido como tal.
La paradoja es: Si, como dice Taussig, el sentido humano de la historia depende fundamentalmente
de la noreificación, es decir, de la resistencia a la fetichización del mundo como mercancía, de la resis-
tencia a la tecnologización del mundo como reserva disponible para la explotación, entonces parecería
inescapable la conclusión de que, para decirlo de manera formulaica, a mayor periferia, mayor potencia
de historicidad. En otras palabras, la historicidad, y con ella la presencia de sentido de la historia, sub-
siste hoy en lugares, reales o mentales, donde la acumulación flexible no ha tenido todavía recurso de
entrada o ha sido resistida y rechazada, por más que temporalmente. Por otro lado, sin embargo, y dada
la apocalipsis reificante del centro inexistente pero concebible de la posmodernidad, la historicidad
retorna como posibilidad con más fuerza allá donde puede percibirse su más extrema negación. En
otras palabras: la falta de sentido de la historia organiza su más extrema demanda, esto es, reclama su
absoluta restauración, y por lo tanto el centro matricial de la acumulación flexible, el vórtice de asimi-
lación y diseminación en el corazón acumulante, el receso mismo de la historia y del sentido es el lugar
donde se prepara una nueva apoteosis que no podrá menos de ser revolucionaria, en el sentido de que
dará una vuelta radical a los prejuicios y modos de vida corrientes.

11 Michael Taussig, The Devil and Commodity Fetishism in South America, Chapel Hill: North Carolina, 1982.
12 Fredric Jameson, Postmodernism, passim. Ver también sobre las relaciones entre centro y periferia en el pensamiento de
Jameson Santiago Colás, “The Third World in Jameson’s Postmodernism Or, the Cultural Logic of Late Capitalism”, Social Text
31-32 (1992): 258-70, así como las páginas 5-19 y passim de Postmodernity in Latin America. The Argentine Paradigm, Dur-
ham: Duke University Press, 1994.

Sólo uso con fines educativos 271


El impasse al que me refiero es el que parece darse en el punto de máxima divergencia entre cen-
tro y periferia: tal punto de máxima divergencia es imposible y paradójicamente el punto de coinciden-
cia donde la falta de sentido se transmuta en su opuesto, y donde se prepara el nuevo advenimiento,
el nuevo avatar histórico cuya precondición es la disolución del mundo como fetiche mercantil, el ven-
cimiento de la alienación, y la ruptura de la angustia. En vista de la doble posibilidad recién descrita, se
hace indecidible si será el centro o será la periferia el lugar de tal renovación.
Laclau y Mouffe establecen una diferencia entre las condiciones de lucha emancipatoria para
regiones cercanas al centro y regiones periféricas. Según ellos,

en los países (avanzados), la proliferación de puntos de antagonismo permite la multiplicación


de luchas democráticas, pero estas luchas, dada su diversidad, no tienden hacia la constitución
de un “pueblo”, es decir, ... hacia la división del espacio político en dos campos antagónicos.
Por el contrario, en los países del Tercer mundo, la explotación imperialista y el predominio
de formas brutales y centralizadas de dominación tienden desde el principio a dotar la lucha
popular de un centro, de un elemento único y claramente definido. Aquí la división del espa-
cio político en dos campos está presente desde el principio, pero la diversidad de las luchas
democráticas es más reducida.13

El centro, entendido como foco de sentido, y no como foco de ausencia de sentido, pertenece
según Laclau/Mouffe a países tercermundistas, únicos lugares donde la lucha genuinamente popular,
por oposición a múltiples (pero menores) luchas democráticas, es todavía posible. Para Laclau y Mouffe
es el ámbito del capitalismo avanzado el que no tiene posibilidad de centro, y el que reacciona contra
tal déficit en la multiplicación de luchas democráticas en las que lo que primeramente está en juego
es la lucha por el establecimiento de su sentido mismo. Por supuesto esta división, reminiscente de
la conocida tesis de Lyotard sobre metarrelatos y posmodernidad, debe permanecer también fluida y
meramente regulativa para el pensamiento, y ello por una razón poderosa: si la modernidad está carac-
terizada por las metanarrativas, y la posmodernidad por la ausencia de ellas (y por una proliferación
compensatoria de micronarrativas), entonces no habría posmodernidad en países del Tercer Mundo,
por cuanto las “brutales y centralizadas formas de dominación” le darían al tercermundo un centro sim-
ple y claramente definido, alrededor del cual se hace posible y necesario tejer o sostener una narrativa
emancipatoria.
La tesis misma, que da un centro a la periferia, que vuelve a la periferia un centro donde la lucha
popular, y con ella el verdadero sentido de la historia, son todavía posibles, funcionaría para el primer-
mundo como una metanarrativa de enorme importancia, fundacional y determinante del campo inte-
lectual. Desde la perspectiva del centro metropolitano, el centro de la historia, la posibilidad misma
de historicidad se ha mudado al tercermundo al mismo tiempo que el primero la ha perdido. Por otra
parte, sin embargo, en la medida en que la acumulación flexible tiende hacia la saturación total del

13 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony, 131.

Sólo uso con fines educativos 272


campo social, la periferia está perdiendo su centro también. Pero la periferia quiere perder su centro, en
la medida en que quiere poner fin a “la explotación imperialista y el predominio de formas brutales y
centralizadas de dominación”: su metanarrativa central busca eliminar sus condiciones de posibilidad.
Por lo tanto, la periferia quiere acumulación flexible y el final de una metanarrativa central, mientras
que el primermundo quiere el fin de la acumulación flexible y la restauración de la posibilidad de sen-
tido histórico. La restauración de la historicidad, cuya posibilidad, según vimos antes, estaría disponible,
si bien residualmente, para el tercermundo, viene entonces a convertirse en una demanda imperativa
para el futuro del capitalismo transnacional, mientras que la periferia sigue pudiendo desear sólo su
propia muerte o desaparición como tal y con ello la muerte de su propia posibilidad histórica.
Según Laclau y Mouffe, hay más centro en la medida en que hay menor descentralización del sen-
tido. Hay más claridad de propósito en la medida en que hay mayor necesidad de resistencia a la explo-
tación directa. Lo que está en juego es un modelo fluido de interpretación global. En tal modelo es
la localización del agente en uno u otro punto de la serie de coordenadas lo que marca la necesidad
específica de su posición crítica. Pero lo que permanece oscuro es la racionalidad específica para la
acción respectiva.
Dada la máxima cercanía al centro capitalista, es decir, la máxima cercanía a la pérdida de sentido,
la reacción crítica postula la necesidad de un rescate restaurativo de la historicidad allí donde todavía
sea posible encontrarla (pero la historicidad está, siempre residualmente, en el más allá periférico, esto
es, nunca aquí, siempre allí); por otra parte, dada la máxima lejanía del centro capitalista, es decir, la
mayor perifericidad, habrá también mayor conciencia histórica, pero esta estará máximamente oscure-
cida por el deseo social de modernización y ajuste al modo de producción de acumulación flexible. La
historicidad periférica es siempre el producto de una disyunción entre modos de producción que siem-
pre ya quiere ser disuelta, borrada, eliminada en la medida en que tiende a su propia disolución, puesto
que la periferia quiere desaparecer como tal, como periferia. Los extremos tienden a encontrarse impo-
sible y conflictivamente.
Si el centro y la periferia, y las nociones mismas de centro y periferia, parecen llevarnos a un impasse en
el que hasta las meras posibilidades de pensamiento y de acción se vuelven problemáticas, hay que explo-
rar la noción de un tercer espacio, el espacio de las localizaciones intermedias. Las localidades intermedias
son localidades de la zona de contacto. Estarían cerca de la posición vestibular entre luchas democráticas
y luchas populares,14 entre cultura significante y cultura designificada. A mayor cercanía a la posición vesti-
bular, mayor tensión dialéctica. El centro, entendido como el lugar de conflicto y superación de tesis y antí-
tesis, no estaría entonces perdido en lo sublime irrepresentable (en la red global del capital en su tercer
estadio), y tampoco en el lugar supuestamente substantivo donde la explotación imperialista se hace oca-
sión de verdad transparente, sino que en un sentido específico el centro es el lugar vestibular donde el
capital encuentra la descapitalización, donde el sinsentido dominante encuentra sentido oposicional.
Si el triunfo global del capitalismo tardío consiste en la eliminación tendencial de modos previos
de producción, y si esos modos de producción guardan no sólo profundidad histórica sino heteroge-

14 Cf. ibid., 137.

Sólo uso con fines educativos 273


neidad cultural y capacidad de articulación de resistencia política a la hegemonía del capital en su ter-
cer estadio, entonces el lugar privilegiado de resistencia a la globalidad homogeneizante y deshistori-
zante no es la más extrema periferia ni la mayor cercanía metropolitana, sino, cabalmente, la posición
vestibular de las colectividades intermedias. Sólo en las colectividades intermedias o vestibulares es
posible entender la simultaneidad de homogeneización transnacional y resistencia nacional, de asimi-
lación tendencial y de heterogeneidad de hecho. En ese sentido, estas colectividades intermedias guar-
darían el futuro mismo del pensamiento crítico.
El tercer espacio es el lugar donde la reforma del pensamiento procede y se produce en el lími-
te vestibular: un lugar que, en cuanto lugar de encuentro, es también por definición y por necesidad
el lugar privilegiado de lo real; no el lugar donde lo real está, sino el lugar donde el acceso a lo real
adviene. Ahora bien, esa zona de contacto, esa zona vestibular entre países avanzados y países periféri-
cos, ¿no tiene una existencia tan fantasmal como la del supuesto centro de la acumulación capitalista,
o como la del centro tercermundista de sentido? El centro ha venido a ser, no un lugar concreto, no
una configuración sociohistóricamente específica, sino meramente o bien el lugar del sentido, donde
el sentido debe presentarse, o bien en lugar del máximo sinsentido, que por lo tanto reclama una abso-
luta restauración del sentido: un lugar, entonces, para la demanda de sentido, un reino mesiánico y fan-
tasmal de historicidad.
Como posición vestibular, en cambio, ese tercer espacio entendido centralmente abdica de su
categoría de centro mediante el simple recurso de no autoestablecerse como lugar privilegiado para
la demanda de sentido: para hacerse más bien el lugar de su cuestionamiento, esto es, no sólo cuestio-
namiento de la demanda de sentido, sino también cuestionamiento de la demanda de demanda de
sentido. Al fin y al cabo, es la localización del entre, lo intermedio, lo que se ha roto, lo que no espera ya
servir como mecanismo de enlace o de conciliación entre las fuerzas históricamente hegemónicas y las
fuerzas sin historia de la destitución.
El espacio literario latinoamericano, en su carácter de entre lugar ni propiamente subalterno o resi-
dual ni propiamente metropolitano o hegemónico, conforma el espacio para un regionalismo crítico
cuya fuerza de positividad epistémica faltaría entender. En él el sentido emergente de la posmoderni-
dad metropolitana encuentra el sentido residual de la posmodernidad periférica, y ambos entran en
determinación recíproca y precaria. Tal regionalismo crítico, desde su posición residual, estaría orien-
tado en primer lugar contra la modernidad eurocéntrica cifrada por Dussel y Laclau en, por una parte,
el concepto ilustrado de liberación, y por otra en su versión “burguesa” de desarrollo y modernización.
Pero también por ello el regionalismo crítico, desde su lado emergente, compartiría con el posmoder-
nismo metropolitano la posición sobre, en palabras de Jameson, “el fin de la vanguardia, lo pernicioso
del utopismo, y el temor de una identidad u homogeneidad universales” 15 curiosamente los tres cen-
tros críticos de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, como hemos visto. Según Jameson, el regionalismo crítico
resistiría lo que él llama las “formas poscontemporáneas” del progreso modernizante, “modernización
global, hegemonía corporativa, y la estandarización universal de los productos de consumo y los ‘estilos

15 Jameson, Seeds, 190.

Sólo uso con fines educativos 274


de vida’” y lo haría desde una llamada “retaguardia” con “sobretonos de resistencia colectiva” encontra-
dos en los fragmentos sobrevivientes del pasado, tercera forma del objeto ur borgesiano.16
Así pues, el regionalismo crítico configuraría un “espacio de resistencia” a través de la tematización
y el uso de materiales entregados por el presente histórico desde posiciones articulables en la propia
historicidad intermedia. Frampton propone como centro del regionalismo crítico arquitectónico la
categoría de “juntura”, en la que las dos fuerzas a las que se abre el trabajo encuentran engarce. Pero
como correlato de la categoría de juntura está también la de disyunción o rompimiento: “el punto en
el que las cosas se rompen la una contra la otra en lugar de conectarse: ese fiel significativo en el que
un sistema, una superficie o un material termina abruptamente para cederle el paso al otro”. 17 Tal doble
articulación de juntura y rompimiento elude por lo tanto una posición meramente antimoderna, idea-
lista en su misma pretensión de sobrevivencia en cuanto tal. Al mismo tiempo, en esa doble articula-
ción se abre a su problema teórico fundamental, que es también un problema político: “¿cómo formu-
lar una estrategia progresista desde lo que son necesariamente los materiales de la tradición y de la
nostalgia?”:18 práctica de duelo.
En la promesa de juntura y en el ominoso silencio del rompimiento, en la crisis de la dis-yunción
en cuanto tal, en el mismo duelo mutuo de la dis-yunción de elementos, que es su resto vinculante, el
espacio literario latinoamericano encuentra un espacio teórico de acomodación epistémica y pasa a
intentar en él su apuesta, meramente hipotética, por una nueva historicidad, o por una nueva apertura
al sentido pospromisorio.

16 Ibid., 190, 191.


17 Citado en Jameson, Seeds, 197.
18 Ibid., 202.

Sólo uso con fines educativos 275


Unidad III: Espacios de la Subalternidad

Lectura Nº1
Bhabha, Homi, “Lo Poscolonial y lo Posmoderno” (Cap. IX), en El Lugar de la Cultu-
ra, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Manantial SRL, 1994, pp. 211-240.

Para algunos de nosotros el principio del indeterminismo es lo que hace imaginable la


conciencia libre del hombre.
JACQUES DERRIDA
“My chances”/ “Mes chances”1

LA SUPERVIVENCIA DE LA CULTURA
La crítica poscolonial da testimonio de las fuerzas desiguales y desparejas de la representación cul-
tural implicadas en la disputa por la autoridad política y social dentro del orden del mundo moderno.
Las perspectivas poscoloniales emergen del testimonio colonial de países del Tercer Mundo y de los
discursos de las “minorías” dentro de las divisiones geopolíticas de Este y Oeste, Norte y Sur. Intervie-
nen en esos discursos ideológicos de la modernidad que intentan dar una “normalidad” hegemónica
al de-sarrollo desigual y las historias diferenciales, a menudo desventajosas, de naciones, razas, comu-
nidades, pueblos. Formulan sus revisiones críticas alrededor de temas de diferencia cultural, autoridad
social y discriminación política para poder revelar los momentos antagónicos y ambivalentes dentro
de las “racionalizaciones” de la modernidad. Inclinando a Jürgen Habermas para utilizarlo en función de
nuestros propósitos, podríamos argumentar también que el proyecto poscolonial, en el nivel teórico
más general, busca explorar esas patologías sociales (“pérdida de sentido, condiciones de anomia”) que
ya no se limitan a “amontonarse alrededor de antagonismos de clase, [sino que] irrumpen entre contin-
gencias históricas ampliamente diseminadas”. 2
Estas contingencias suelen ser los fundamentos de la necesidad histórica para elaborar estrategias
emancipatorias de adquisición de poder [empowerment], poniendo en escena otros antagonismos socia-
les. Para reconstituir el discurso de la diferencia cultural se requiere no un mero cambio de contenidos y
símbolos culturales; un reemplazo dentro del mismo marco temporal de representación nunca es ade-
cuado. Se requiere una revisión radical de la temporalidad social en la que puedan escribirse las historias
emergentes, la rearticulación del “signo” en el cual las identidades culturales puedan inscribirse. Y la con-
tingencia como el tiempo significante de las estrategias contrahegemónicas no es una celebración de
“falta” o “exceso”, o una serie autoperpetuadora de ontologías negativas. Ese “indeterminismo” es la marca
de un espacio conflictivo pero productivo en el cual la arbitrariedad del signo de la significación cultural
emerge dentro de los límites regulados del discurso social.
En este sentido saludable, un rango de teorías críticas contemporáneas sugiere que aprendemos

Sólo uso con fines educativos 276


nuestras más duraderas lecciones de vida y pensamiento de quienes han sufrido la condena de la his-
toria: subyugación, dominación, diáspora, desplazamiento. Hay incluso una creciente convicción de que
la experiencia afectiva de la marginalidad social (tal como emerge en formas culturales no canónicas)
transforma nuestras estrategias críticas. Nos obliga a confrontar el concepto de la cultura por fuera de
los objets d’art o más allá de la canonización de la “idea” de estética, para comprometerse con la cultura
como una producción desigual e incompleta de sentido y valor, a menudo compuesta de demandas y
prácticas inconmensurables, producida en el acto de la supervivencia social. La cultura trata de crear
una textualidad simbólica, de modo de darle a la cotidianidad alienante un aura de individualidad, una
promesa de placer. La transmisión de las culturas de supervivencia no tiene lugar en el musée imaginaire
ordenado de las culturas nacionales con sus reclamos de continuidad de un “pasado” auténtico y un
“presente” vivo, ya sea que esta escala de valores sea preservada en las tradiciones “nacionales” organi-
cistas del romanticismo o dentro de las proporciones más universales del clasicismo.
La cultura como estrategia de supervivencia es a la vez transnacional y traduccional [translational].
Es transnacional porque los discursos poscoloniales contemporáneos están arraigados en historias
específicas de desplazamiento cultural, ya sean el “pasaje intermedio” de la esclavitud a la servidumbre
bajo contrato [indentured], el “viaje” de la misión civilizadora, la preñada acomodación de la migración
del Tercer Mundo al Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, o el tráfico de refugiados eco-
nómicos y políticos dentro y fuera del Tercer Mundo. La cultura es traduccional porque esas historias
espaciales de desplazamiento, ahora acompañadas por las ambiciones territoriales de las tecnologías
mediáticas “globales”, imponen la pregunta acerca de cómo la cultura significa, o qué es significado por
la “cultura”, problema bastante complejo.
Se vuelve crucial distinguir entre el parecido y la similitud de los símbolos a través de diversas
experiencias culturales (literatura, arte, rituales musicales, vida, muerte) y la especificidad social de cada
una de estas producciones de sentido al circular como signos dentro de locaciones contextuales espe-
cíficas y sistemas sociales de valor. La dimensión transnacional de la transformación cultural (migración,
diáspora, desplazamiento, reubicación) convierte el proceso de la traducción cultural en una forma
compleja de significación, El discurso natural(izado) unificante de “nación”, “pueblos” o tradición “folk”
auténtica, esos mitos enclavados de la particularidad cultural, no pueden ser referenciados fácilmente.
La gran ventaja, aunque perturbadora, de esta posición, es que nos permite adquirir una creciente con-
ciencia de la construcción de la cultura y la invención de la tradición.
La perspectiva poscolonial (tal como está siendo desarrollada por los historiadores culturales y los
teóricos literarios) se aparta de las tradiciones de la sociología del subdesarrollo o teoría “de la depen-
dencia”. Como modo de análisis, intenta revisar esas pedagogías nacionalistas o “nativistas” que impo-
nen la relación del Tercer y el Primer Mundo en una estructura binaria de oposición. La perspectiva pos-
colonial resiste el intento de formas holísticas de explicación social. Obliga a un reconocimiento de los
límites culturales y políticos más complejos que existen en la cúspide de estas esferas políticas a menu-
do opuestas.
Desde esta ubicación híbrida del valor cultural (lo transnacional como traduccional) el intelectual
poscolonial intenta elaborar un proyecto histórico y literario. Mi creciente convicción ha sido que los
enfrentamientos y negociaciones de sentidos y valores diferenciales dentro de la textualidad “colonial”,

Sólo uso con fines educativos 277


su discurso gubernamental y prácticas culturales, han anticipado, avant la lettre, mucha de la problemá-
tica de significación y juicio que se ha vuelto habitual en la teoría contemporánea: aporía, ambivalencia,
indeterminación, la cuestión de la clausura discursiva, la amenaza a la agencia, el status de intencionali-
dad, el desafío de los conceptos “totalizantes”, para nombrar unos pocos.
En términos generales, hay una contramodernidad colonial en acción en las matrices de los siglos
XVIII y XIX de la modernidad occidental que, si se la reconociera, cuestionaría el historicismo que vincu-
la analógicamente, en una narrativa lineal, el capitalismo tardío y los síntomas fragmentarios, hechos de
simulacro y pastiche, de la posmodernidad. Esta vinculación no da cuenta de las tradiciones históricas
de la contingencia cultural y la indeterminación textual (como fuerzas del discurso social) generados
en el intento de producir un sujeto colonial o poscolonial “ilustrado”, y transforma, en el proceso, nues-
tra comprensión de la narrativa de la modernidad y los “valores” del progreso.
Los discursos críticos poscoloniales requieren formas de pensamiento dialéctico que no renieguen
[disavow] o nieguen superadoramente [sublate] la otredad (alteridad) que constituye el dominio simbó-
lico de la identificación psíquica y social. La inconmensurabilidad de valores y prioridades culturales que
representa la crítica poscolonial no puede ser acomodada dentro de teorías de relativismo o pluralismo
cultural. El potencial cultural de esas historias diferenciales ha llevado a Fredric Jameson a reconocer la
“internacionalización de las situaciones nacionales” en la crítica poscolonial de Roberto Retamar. No se
trata de una absorción de lo particular en lo general, pues el acto mismo de articular las diferencias cul-
turales “nos cuestiona tanto como reconoce al Otro [...] sin reducir al Tercer Mundo a un Otro homogé-
neo del Occidente, ni [...] celebrar vacuamente el asombroso pluralismo de las culturas humanas” (Prefa-
cio, xi-xii).3
Los fundamentos históricos de esa tradición intelectual se encuentran en el impulso revisionis-
ta que inspira a muchos pensadores poscoloniales. C. L. R. James observó una vez, en una conferencia
pública, que la prerrogativa poscolonial consistía en reinterpretar y reescribir las formas y efectos de
una conciencia colonial “más vieja” de la experiencia posterior del desplazamiento cultural, que marca
las historias más recientes, de posguerra, de la metrópoli occidental. Un proceso similar de traducción
cultural, y transvaluación es visible en la evaluación que hace Edward Said de la respuesta provenien-
te de dispares regiones poscoloniales como un “intento tremendamente enérgico de comprometerse
con el mundo metropolitano en un esfuerzo común de reinscribir, reinterpretar y expandir los sitios de
intensidad y el terreno cuestionado con Europa”. 4
¿Cómo transforma nuestro sentido del “sujeto” de la cultura y del agente de cambio histórico la
deconstrucción del “signo”, el énfasis sobre el indeterminismo en la cultura y el juicio político? Si cues-
tionamos las “grandes narrativas”, ¿qué temporalidades alternativas creamos para articular las historici-
dades diferenciales (Jameson), contrapuntísticas (Said), o interruptivas (Spivak) de la raza, el género, la
clase, la nación dentro de una creciente cultura transnacional? ¿Necesitamos repensar los términos en
los que concebimos la comunidad, la ciudadanía, la nacionalidad y la ética de la afiliación social?
La justamente famosa lectura que hace Jameson de Lord Jim de Conrad en The Political Uncons-
cious proporciona un ejemplo adecuado de una clase de lectura contra la corriente que exige la inter-
pretación poscolonial, cuando se enfrenta con intentos de negar superadoramente la “interrupción”
específica, o los intersticios, a través de los cuales el texto colonial emite sus interrogantes, su crítica

Sólo uso con fines educativos 278


contrapuntística. Leyendo el relato y las contradicciones ideológicas de Conrad “como un realismo can-
celado [...] como la Aufhebung hegeliana”, 5 Jameson representa las ambivalencias fundamentales de la
ética (honor/culpa) y la estética (premoderno/posmoderno) como la restitución alegórica del subtexto
socialmente concreto de la racionalización y reificación de fines del siglo XIX. Lo que su brillante alego-
ría del tardío capitalismo no logra representar suficientemente, en Lord Jim por ejemplo, es la interpe-
lación [address] específicamente colonial de la aporía narrativa contenida en la repetición ambivalente
y obsesiva de la frase “Era uno de nosotros” como el tropo principal de identificación psíquica y social
a lo largo del texto. La repetición de “Era uno de nosotros” revela los márgenes frágiles del concepto
de urbanidad occidental y comunidad cultural puesta bajo la presión colonial; Jim es recuperado en
el momento en que está en peligro de ser expulsado, o marginalizado, de ser evidentemente “no uno
de nosotros”. Esa ambivalencia discursiva en el corazón mismo del problema del honor y el deber en
el servicio colonial representa la liminaridad, si no el fin, del ideal (e ideología) heroico y varonil de
una saludable inglesidad imperial: esos puntos rosa en el mapa que Conrad creía que se recuperaban
genuinamente al ser la reserva de la colonización inglesa, que servía a la idea, e ideal, más amplios, de
la sociedad civil occidental.
Esas cuestiones problemáticas son activadas dentro de los términos y tradiciones de la crítica pos-
colonial en tanto ésta reinscribe las relaciones culturales entre esferas de antagonismo social. Los deba-
tes actuales en el posmodernismo cuestionan la astucia de la modernidad, sus ironías históricas, sus
temporalidades disyuntivas, sus paradojas de progreso, su aporía representacional. Los valores y juicios
de esas interrogaciones cambiarían profundamente si se los abriera al argumento de que las historias
metropolitanas de la civitas no pueden ser concebidas sin evocar los salvajes antecedentes coloniales
de los ideales de urbanidad. También sugiere, por implicancia, que el lenguaje de los derechos y obliga-
ciones, tan central al mito moderno de un pueblo, debe ser cuestionado sobre la base del status legal y
cultural anómalo y discriminatorio asignado a poblaciones migrantes, diaspóricas y de refugiados. Ine-
vitablemente, se encuentran en las fronteras entre culturas y naciones, a menudo del otro lado de la ley.
La perspectiva poscolonial nos obliga a repensar las profundas limitaciones de un sentido “libe-
ral”, consensual y cómplice, de la comunidad cultural. Insiste en que la identidad cultural y la política se
construyen mediante un proceso de alteridad. Cuestiones de diferencia racial y cultural se solapan con
problemas de sexualidad y género, y sobredeterminan las alianzas sociales de clase y socialismo demo-
crático. El tiempo para “asimilar” minorías a nociones holísticas y orgánicas de valor cultural ha quedado
atrás, dramáticamente. El lenguaje mismo de la comunidad cultural necesita ser repensado desde una
perspectiva poscolonial, en una movida similar al profundo cambio en el lenguaje de la sexualidad, del
yo y la comunidad cultural, efectuado por las feministas en la década de 1970 y la comunidad gay en la
de 1980.
La cultura se vuelve tanto una práctica incómoda y perturbadora de supervivencia y suplementa-
riedad (entre arte y política, pasado y presente, público y privado) como su resplandeciente presencia
es un momento de placer, iluminación o liberación. A partir de esas posiciones narrativas, la prerroga-
tiva poscolonial busca afirmar y extender una nueva dimensión de colaboración, tanto dentro de los
márgenes del espacio-nación como a través de los límites entre naciones y pueblos. Mi uso de la teo-
ría postestructuralista emerge de esta contramodernidad poscolonial. Intento representar una cierta

Sólo uso con fines educativos 279


derrota, o incluso una imposibilidad, de “Occidente” para lograr la autorización de la “idea” de coloniza-
ción. Impulsado por la historia subalterna de los márgenes de la modernidad (más que por los fracasos
del logocentrismo) he tratado, en alguna pequeña medida, de revisar lo conocido y de renombrar lo
posmoderno desde la posición poscolonial.

NUEVOS TIEMPOS
La posición enunciativa de los estudios culturales contemporáneos es a la vez compleja y proble-
mática. Intenta institucionalizar un espectro de discursos transgresivos cuyas estrategias son elabo-
radas alrededor de sitios no equivalentes de representación, donde una historia de discriminación y
desfiguración es común entre, digamos, mujeres, negros, homosexuales y migrantes del Tercer Mundo.
No obstante, los “signos” que construyen esas historias e identidades (género, raza, homofobia, diáspora
de posguerra, refugiados, la división internacional del trabajo, etc.) no sólo difieren en contenidos sino
que a menudo producen sistemas incompatibles de significación y comprometen formas distintas de
la subjetividad social. Para proporcionar un imaginario social basado en la articulación de momentos
diferenciales y hasta disyuntivos de la historia y la cultura, los críticos contemporáneos recurren a la
peculiar temporalidad de la metáfora lingüística. Es como si la arbitrariedad del signo, la indetermina-
ción de la escritura, la escisión del sujeto de la enunciación, estos conceptos teóricos, produjeran las
descripciones más útiles de la formación de sujetos culturales “posmodernos”.
Cornel West pone en acción “una medida de pensamiento sinecdóquico” (las bastardillas son mías) al
intentar hablar del problema de la interpelación en el contexto de una cultura negra radical y “práctica”:

Una tremenda articulación es sincopada con el tambor africano [...] en un producto pos-
modernista norteamericano: no hay sujeto que exprese la angustia originaria aquí, sino un
sujeto fragmentado, tomando del pasado y el presente, produciendo de modo innovador un
producto heterogéneo. [...] Es parte de las energías subversivas de la juventud negra de infra-
clase, energías que son obligadas a tomar un modo de articulación cultural.6

Stuart Hall, escribiendo desde la perspectiva de los miembros fragmentados, marginalizados, racial-
mente discriminados de una infraclase posthatcherista, cuestiona el carácter sentencioso de la ortodo-
xia izquierdista en tanto:

Seguimos pensando con una lógica política unilinear e irreversible, movida por una enti-
dad abstracta que llamamos economía o capital desplegándose hacia su fin predestinado.7

Antes, en su libro, usa el signo lingüístico como una metáfora para una lógica política más diferen-
cial y contingente de la ideología:

[El] signo ideológico está siempre multiacentuado, y tiene dos caras; esto es, puede ser rearti-
culado discursivamente para construir nuevos sentidos, conectar con diferentes prácticas sociales,

Sólo uso con fines educativos 280


y posicionar en forma diferente los sujetos sociales. [...] Como otras formaciones discursivas o sim-
bólicas [la ideología] es conectiva a través de diferentes posiciones, entre ideas aparentemente
disímiles y a veces contradictorias. Su “unidad” está siempre entre comillas y es siempre compleja,
una sutura de elementos que no tienen una “pertenencia” [belongingness] necesaria o eterna. En
ese sentido, está siempre organizada alrededor de clausuras arbitrarias y no naturales.8

La metáfora lingüística plantea la cuestión de la diferencia e inconmensurabilidad cultural, no la


noción consensual etnocéntrica de la existencia pluralística de la diversidad cultural. Representa la tem-
poralidad del sentido cultural como “multi-acentual”, “rearticulada discursivamente”. Es un tiempo del
signo cultural que altera la ética liberal de la tolerancia y marco pluralista del multiculturalismo. Cada
vez más, el problema de la diferencia cultural emerge en puntos de crisis social, y las cuestiones de
identidad que acarrea son agonísticas; la identidad es reclamada ya desde una posición de marginali-
dad, ya en un intento por ocupar el centro: en ambos sentidos es ex-céntrica. Hoy en Gran Bretaña esto
vale ciertamente para el arte y el cine experimentales que emergen de la izquierda, asociados con la
experiencia poscolonial de la migración y la diáspora, y articulados en la exploración cultural de nuevas
etnicidades.
La autoridad de prácticas tradicionales y habituales (la relación de la cultura con el pasado históri-
co) no es deshistorizada en la metáfora lingüística de Hall. Esos momentos de anclaje son re-evaluados
como una forma de anterioridad (un antes desprovisto de a priori(dad) [a priori(ty)]) cuya causalidad es
eficaz porque vuelve para desplazar el presente, para hacerlo disyuntivo. Esta clase de temporalidad
disyuntiva es de la máxima importancia para la política de la diferencia cultural. Crea un tiempo sig-
nificante para la inscripción de la inconmensurabilidad cultural donde las diferencias no pueden ser
negadas superadoramente o totalizadas porque “de algún modo ocupan el mismo espacio”. 9 Es esta
forma liminar de identificación cultural la que es pertinente a la propuesta de Charles Taylor de una
“racionalidad mínima” como base para los juicios transculturales no etnocéntricos. El efecto de la incon-
mensurabilidad cultural es que “nos lleva más allá de los criterios meramente formales de racionalidad, y
nos dirige hacia la actividad humana de articulación que le da sentido al valor de la racionalidad”. 10
La racionalidad mínima, como la actividad de articulación encarnada en la metáfora lingüística,
altera al sujeto de la cultura llevándolo de una función epistemológica a una práctica enunciativa. Si la
cultura como epistemología se concentra en la función y la intención, entonces la cultura como enun-
ciación se concentra en la significación y la institucionalización; si lo epistemológico tiende hacia un
reflejo de su referente u objeto empírico, lo enunciativo intenta repetidamente reinscribir y relocalizar
el reclamo político a la prioridad cultural y la jerarquía (alto/bajo, nuestro/de ellos) en la institución
social de la actividad significante. Lo epistemológico está encerrado en el círculo hermenéutico, en la
descripción de elementos culturales en tanto tienden hacia una totalidad. Lo enunciativo es un proceso
más dialógico, que intenta rastrear desplazamientos y realineamientos que son los efectos de antago-
nismos y articulaciones culturales, subvirtiendo la razón del momento hegemónico y reubicando sitios
alternativos híbridos de la negociación cultural.
Mi desplazamiento de lo cultural como objeto epistemológico a la cultura como sitio enunciato-
rio establecido, abre posibilidades para otros “tiempos” de sentido cultural (retroactivo, prefigurativo) y

Sólo uso con fines educativos 281


otros espacios narrativos (fantasmáticos, metafóricos). Mi objetivo al especificar el presente enunciativo
en la articulación de la cultura es proporcionar un proceso por medio del cual los otros objetivizados
puedan ser transformados en sujetos de su historia y experiencia. Mi argumentación teórica tiene una
historia descriptiva en trabajos recientes de estudios literarios y culturales por autores afro-norteameri-
canos y británicos negros. Hortense Spillers, por ejemplo, evoca el campo de la “posibilidad enunciativa”
para reconstituir la narrativa de la esclavitud:

Tantas veces como reabrimos la clausura de la esclavitud somos violentamente arrojados


hacia adelante, en mareantes movimientos de emprendimiento simbólico, y se vuelve cada
vez más claro que la síntesis cultural que llamamos “esclavitud” nunca fue homogénea en sus
prácticas y concepciones, ni unitaria en las caras que presentó.11

Deborah McDowell, en su lectura de Dessa Rose, de Sherley Anne Williams, afirma que es la tempo-
ralidad del “presente” enunciatorio, “y sus discursos [...] en una disposición heterogénea y desordenada”,
abierta en la narrativa, lo que permite al libro enfrentar vigorosamente “la crítica del sujeto y la crítica
de las oposiciones binarias... con cuestiones de la política y la problemática del lenguaje y la represen-
tación”.12 Paul Gilroy escribe sobre la “comunidad” dialógica y performativa de la música negra (rap, dub,
scratching) como un modo de constituir un sentido abierto de la colectividad negra en el ritmo cam-
biante y móvil del presente.13 Más recientemente, Houston A. Baker, Jr ha presentado un enérgico argu-
mento contra el carácter sentencioso de la “alta cultura” y a favor del “juego muy, muy sólido de la músi-
ca rap”, argumento expuesto en forma vibrante en el título de su ensayo: Hibridity, the Rap Race and the
Pedagogy of the 1990s.14 En su perspicaz introducción a una antología de crítica feminista negra, Henry
Louis Gates, Jr describe los cuestionamientos y negociaciones del feminismo negro como estrategias
culturales y textuales de adquisición de poder, precisamente porque la posición crítica que ocupan está
libre de las polaridades “invertidas” de una “contrapolítica de exclusión”:

Nunca han estado obsesionadas por llegar a ninguna autoimagen singular, ni en legislar
quién puede o no puede hablar del tema, ni en establecer fronteras entre “nosotras” y “ellos”. 15

Lo sorprendente de la concentración teórica sobre el presente enunciatorio como estrategia dis-


cursiva liberadora es su propuesta de que las identificaciones culturales emergentes se articulan en el
borde liminar de la identidad, en esa clausura arbitraria, esa “unidad [...] entre comillas” (Hall) que tan
claramente pone en acción la metáfora lingüística. Las críticas poscolonial y negra proponen formas
de subjetividades cuestionadoras que adquieren poder en el acto de borrar las políticas de oposicio-
nes binarias, las polaridades invertidas de una contrapolítica (Gates). Hay un intento por construir una
teoría del imaginario social que no requiere ningún sujeto expresando una angustia originaria (West),
ninguna autoimagen singular (Gates), ninguna pertenencia necesaria o eterna (Hall). Lo contingente y
lo liminar se vuelven los tiempos y los espacios para la representación histórica de los sujetos de la dife-
rencia cultural en una crítica poscolonial.
Es la ambivalencia puesta en acto en el presente enunciativo (disyuntivo y multiacentuado) lo que

Sólo uso con fines educativos 282


muestra el objetivo del deseo político, lo que Hall llama “clausura arbitraria”, como el significante. Pero
esta clausura arbitraria es también el espacio cultural para abrir nuevas formas de identificación que
pueden confundir la continuidad de las temporalidades históricas, confundir el orden de los símbo-
los culturales, traumatizar la tradición. El tambor africano sincopando el heterogéneo posmodernismo
negro norteamericano, la lógica arbitraria pero estratégica de la política: estos momentos cuestionan la
“conclusión” sentenciosa de la disciplina de la historia cultural.
No podemos entender lo que se propone como “nuevos tiempos” dentro del posmodernismo (la
política como el sitio de la enunciación cultural, los signos culturales pronunciados en los márgenes
de la identidad y el antagonismo social) si no exploramos brevemente las paradojas de la metáfo-
ra lingüística. En cada una de las ilustraciones que he dado, la metáfora lingüística abre un espacio
donde la revelación teórica es usada para pasar más allá de la teoría. Una descripción teórica que
no proponga una polaridad teoría/práctica, ni haga de la teoría algo “previo” respecto de la contin-
gencia de la experiencia social, está proponiendo una forma de experiencia e identidad cultural. Este
“más allá de la teoría” es en sí mismo una forma liminar de la significación que crea un espacio para
la articulación contingente, indeterminada, de la “experiencia” social, espacio que es especialmente
importante para considerar las identidades culturales emergentes. Pero es una representación de
“experiencia” sin la realidad transparente del empirismo y afuera del dominio intencional del “autor”.
No obstante, es una representación de la experiencia social como la contingencia de la historia (la
indeterminación que hace posibles la subversión y la revisión) la que se compromete profundamen-
te con las cuestiones de la “autorización” cultural.
Para evocar este “más allá de la teoría”, me remito a la exploración que hace Roland Barthes del
espacio cultural “fuera de la frase”. En El placer del texto encuentro una sutil sugerencia de que más allá
de la teoría no se halla simplemente su oposición, teoría/práctica, sino un “afuera” que pone a la arti-
culación de ambas (teoría y práctica, lenguaje y política) en una relación productiva similar a la noción
derrideana de suplementariedad:

un punto-medio no dialéctico, una estructura de predicación conjunta, que no puede ser apre-
hendida por los predicados que distribuye. [...] No es que su capacidad [...] muestre una falta
de poder; es más bien que esta incapacidad es constitutiva de la posibilidad misma de la lógi-
ca de la identidad.16

FUERA DE LA FRASE
A medias dormido en su banqueta del bar, del cual Tanger es la ubicación ejemplar, Barthes intenta
“enumerar la estereofonía de lenguajes al alcance del oído: música, conversaciones, sillas, vasos, árabe,
francés”. 17 De pronto el discurso interior del escritor se vuelve hacia el espacio exorbitante del mercado
marroquí:

Sólo uso con fines educativos 283


A través de mí pasaron palabras, sintagmas, fragmentos de fórmulas, ninguna frase for-
mada, como si tal fuera la ley de ese lenguaje. El habla a la vez muy cultural y muy salvaje, era
sobre todo léxica, esporádica; instalaba en mí, a través de su flujo aparente, una discontinui-
dad definitiva: esta no-frase no era de ninguna manera algo que no podría haber accedido a la
frase, algo que podría haber estado antes de la frase; era: lo que está [...] fuera de la frase.18

En este punto, escribe Barthes, toda lingüística que le dé una dignidad exorbitante a la sintaxis pre-
dicativa cae. Tras ella se hace posible subvertir el “poder de completud que define el dominio de la frase
y marca, como con un supremo savoir faire difícilmente ganado, a los agentes de la frase”.19 La jerarquía
y las subordinaciones de la frase son reemplazadas por la definitiva discontinuidad del texto, y lo que
emerge es una forma de escritura que Barthes describe como “escribir en voz alta”:

un texto de incidentes pulsionales, la lengua rellena de carne, un texto donde podemos oír el
granulado de la voz [...] una estereofonía plenamente carnal: la articulación de la lengua, no el
sentido del lenguaje.20

¿Por qué volver a la fantasía diurna del semiótico? ¿Por qué empezar con la “teoría” como una
historia, como un relato y anécdota, antes que con la historia o el método? Empezar con el proyecto
semiótico (enumerar todos los lenguajes al alcance del oído) evoca recuerdos de la influencia seminal
de la semiótica dentro de nuestro discurso crítico contemporáneo. A ese fin, este petit récit ensaya algu-
nos de los temas principales de la teoría contemporánea prefigurados en la práctica de la semiótica: el
autor como un espacio enunciativo; la formación de la textualidad después de la caída de la lingüística;
el enfrentamiento entre la frase de sintaxis predicativa y el sujeto discontinuo del discurso; la disyun-
ción entre lo léxico y lo gramatical dramatizado en la libertad (quizás libertinaje) del significante.
Encarar el ensueño diurno de Barthes equivale a reconocer la contribución formativa de la semió-
tica a esos conceptos influyentes (signo, texto, texto límite, idiolecto, écriture) que se han vuelto tanto
más importantes desde que han pasado a lo inconsciente de nuestro oficio crítico. Cuando Barthes
intenta producir, con su sugerente brillo errático, un espacio para el placer del texto entre “el policía
político y el policía psicoanalítico” (esto es, entre “la futilidad y/o la culpa, el placer es ocioso o vano, una
idea de clase o una ilusión”), 21 evoca recuerdos de los intentos, a fines de la década de 1970 y media-
dos de la de 1980, por mantener recta la línea política mientras la línea poética luchaba por liberarse de
su detención postalthusseriana. Qué culpa, qué placer.
Por el momento, tematizar la teoría no viene al caso. Reducir este extraño y maravilloso sueño diur-
no del pedagogo semiótico, algo bebido, a otra mera repetición de la letanía teórica de la muerte del
autor sería reductivo al extremo. Pues el ensueño diurno toma la semiótica por sorpresa; transforma
la pedagogía en la exploración de sus propios límites. Si buscamos simplemente lo sentencioso o lo
exegético, no captaremos el momento híbrido fuera de la frase: no del todo experiencia, todavía no
concepto; en parte sueño, en parte análisis; ni significante ni significado. Este espacio intermedio entre
la teoría y la práctica irrumpe en la demanda semiológica disciplinaria de enumerar todos los lenguajes
al alcance del oído.

Sólo uso con fines educativos 284


El ensueño diurno de Barthes es suplementario, no alternativo, a la actuación en el mundo real,
nos recuerda Freud; la estructura de la fantasía cuenta el tema del ensueño diurno como la articula-
ción de temporalidades inconmensurables, deseos renegados y guiones discontinuos. El sentido de la
fantasía no emerge en el valor predicativo o proposicional que podemos adjudicar al hecho de estar
afuera de la frase. Más bien, la estructura performativa del texto revela una temporalidad del discurso
que creo que es significante. Abre una estrategia narrativa para la emergencia y negociación de las
agencias de lo marginal, minoritario, subalterno o diaspórico que nos incitan a pensar a través, y más
allá, de la teoría.
Lo que es captado anecdóticamente “fuera de la frase” en el concepto de Barthes, es ese espacio
problemático (performativo más que experiencial, no sentencioso pero no menos teórico) del que
habla la teoría postestructuralista en sus muchas y variadas voces. Pese a la caída de una lingüística pre-
dicativa predecible, el espacio de la no-frase no es una ontología negativa: no antes de la frase sino algo
que podría haber accedido a la frase y sin embargo quedó fuera de ella. Este discurso es en realidad un
discurso del indeterminismo, de lo inesperado, discurso que no es ni “pura” contingencia o negatividad
ni eterna postergación. “Fuera de la frase” no debe oponerse a la voz interior; la no-frase no está empa-
rentada con la frase como una polaridad. La captura intemporal que pone en escena esas “confrontacio-
nes” epistemológicas, para usar el término de Richard Rorty, ahora es interrumpida e interrogada en la
duplicación de la escritura: “A la vez muy cultural y muy salvaje”,“como si tal fuera la ley de ese lenguaje”.
22 Esto perturba lo que Derrida llama la estereotomía occidental, el espacio ontológico y circunscribien-

te entre el sujeto y el objeto, el adentro y el afuera.23 Es la cuestión de la agencia, tal como emerge en
relación con lo indeterminado y lo contingente, lo que quiero explorar “fuera de la frase”. No obstante,
quiero preservar, en todo momento, ese sentido amenazante en el que la no-frase es contigua a la frase,
cerca pero diferente, no simplemente su disrrupción anárquica.

¿TÁNGER O CASABLANCA?
Lo que encontramos fuera de la frase, más allá de la estereotomía occidental, es lo que llamaré la
“temporalidad” de Tánger. Es una estructura de temporalidad que emergerá sólo lenta e indirectamen-
te, según pasa el tiempo, como dicen en los bares de Marruecos, ya sea en Tánger o en Casablanca. No
obstante, hay una diferencia instructiva entre Casablanca y Tánger. En Casablanca el paso del tiempo
preserva la identidad del lenguaje; la posibilidad de nombrar a través del tiempo queda fijada en la
repetición:

Debes recordar esto


un beso sigue siendo un beso
un suspiro no es más que un suspiro
las cosas fundamentales valen
según pasa el tiempo.
(Casablanca)

Sólo uso con fines educativos 285


“Tócala de nuevo, Sam”, que es quizás el pedido de repetición más celebrado del mundo occidental,
sigue siendo una invocación a la similitud, al retorno a las verdades eternas.
El tiempo en Tánger, según pasa, produce una temporalidad iterativa que borra los espacios
occidentales del lenguaje; adentro/afuera, pasado/presente, estas posiciones epistemológicas fun-
dacionalistas del empirismo y el historicismo occidental. Tánger abre las relaciones disyuntivas,
inconmensurables del espaciamiento y la temporalidad dentro del signo, una “diferencia interna
del llamado último elemento (stoikheion, rasgo, letra, marca seminal)”. 24 La no-frase no está antes
(ni en el pasado ni en el a priori) o adentro (ya como profundidad o presencia) sino afuera (tanto
espacialmente como temporalmente ex-céntrica, interruptiva, entrometida, en los márgenes, volvien-
do exterior lo interior). En cada una de estas inscripciones hay una duplicación y una escisión de las
dimensiones temporal y espacial en el acto mismo de la significación. Lo que emerge en esta forma
agonística y ambivalente de habla (“a la vez muy cultural y muy salvaje”) es una cuestión sobre el
sujeto del discurso y la agencia de la letra: ¿puede haber un sujeto social de la “no-frase”? ¿Es posible
concebir una agencia histórica en ese momento disyuntivo e indeterminado del discurso fuera de la
frase? ¿Todo no es más que una fantasía teórica que reduce cualquier forma de la crítica política a un
ensueño diurno?
Estos temores sobre la agencia de lo aporético y lo ambivalente se vuelven más agudos cuando se
hacen reivindicaciones políticas en lo referente a su acción estratégica. Ésta es precisamente la posición
reciente de Terry Eagleton, en su crítica del pesimismo libertario del postestructuralismo:

Es libertario porque algo del viejo modelo de expresión/represión permanece en el sueño


de un significante de flotación enteramente libre, una productividad textual infinita, una exis-
tencia liberada de los grillos de la verdad, el sentido y la sociabilidad. Pesimista, porque cual-
quier cosa que bloquee tal creatividad (la ley, el sentido, el poder, la clausura) se reconoce
que forma parte de él, en un reconocimiento escéptico de la imbricación de la autoridad y el
deseo.25

La agencia implícita en este discurso es objetivizada en una estructura de la negociación del sen-
tido que no es una falta de tiempo en flotación libre sino un desfase temporal [time-lag] (un momento
contingente) en la significación de la clausura. Tánger, el “signo” de la “no-frase” se vuelve retroactiva-
mente, al final del ensayo de Barthes, una forma de discurso que él llama “escribir en voz alta”. El desfa-
se temporal entre el hecho del signo (Tánger) y su eventualidad discursiva (escribir en voz alta) ejem-
plifica un proceso donde la intencionalidad es negociada retrospectivamente.26 El signo encuentra su
clausura retroactivamente en un discurso que él anticipa en la fantasía semiótica: hay una contigüidad,
una coextensividad, entre Tánger (como signo) y escribir en voz alta (formación discursiva), en la que
escribir en voz alta es el modo de inscripción del que Tánger es signo. No hay causalidad estricta entre
Tánger como el comienzo de la predicación y escribir en voz alta como el fin de la clausura; pero no hay
significante de flotación libre ni un infinito de productividad textual. Hay la posibilidad más compleja
de negociar el sentido y la agencia mediante el desfase temporal entre-medio [in-between] del signo
(Tánger) y su iniciación de un discurso o narrativa, donde la relación de teoría y práctica es parte de lo

Sólo uso con fines educativos 286


que Rodolphe Gasché llamó “predicación conjunta”. En este sentido, la clausura llega a ser efectuada en
el momento contingente de la repetición, “un solapamiento sin equivalencia: fort/da”.27
La temporalidad de Tánger es una lección en la lectura de la agencia del texto social como ambiva-
lente y catacrésico. Gayatri Spivak ha descripto útilmente la “negociación” de la posición poscolonial “en
términos de inversión, desplazamiento y captación del aparato de codificación del valor”, constituyendo
un espacio catacrésico: las palabras o los conceptos apartados de su sentido propio, “una metáfora-con-
cepto sin un referente adecuado”, que pervierte su contexto encastrado. Spivak continúa: “Reivindicar la
catacresis de un espacio que uno no puede no querer habitar (la frase, lo sentencioso) pero debe criti-
car (desde afuera de la frase) es entonces el aprieto deconstructivo de lo poscolonial”. 28
Esta posición derrideana está cercana a la dificultad conceptual fuera de la frase. He intentado pro-
veer la temporalidad discursiva, o desfase temporal, que es crucial al proceso por el cual estos rodeos
(de tropos, ideologías, metáforas conceptuales) llegan a ser textualizados y especificados en la agencia
poscolonial: el momento en que la “barra” de la estereotomía occidental se vuelve el límite coextensivo
y contingente de reubicación y reinscripción: el gesto de la catacresis. El problema insistente en cual-
quier maniobra de ese tipo es la naturaleza del agente negociador realizado a través del desfase tem-
poral. ¿Cómo llega a ser especificada e individuada la agencia, fuera de los discursos del individualismo?
¿Cómo significa la individuación el desfase temporal como posición que es un efecto de lo “intersubjeti-
vo”: contiguo con lo social y aun así contingente, indeterminado, en relación con él? 29
Escribir en voz alta, para Barthes, no es ni la función “expresiva” del lenguaje como intención auto-
rial o determinación genérica, ni el sentido personificado.30 Es similar a la actio reprimida por la retóri-
ca clásica, y es la “exteriorización corporal del discurso”. Es el arte de llevar al cuerpo propio dentro del
discurso, de modo tal que el acceso del sujeto a, y su borramiento en, el significante individualizado,
sea acompañado paradójicamente por su resto, una placenta, un doble. Su ruido (“graznido, raspado,
corte”) vuelve vocal y visible, a través del flujo del código comunicativo de la frase, la lucha implicada
en la inserción de la agencia (herida y arco, muerte y vida) en el discurso.
En términos lacanianos, que son apropiados aquí, este “ruido” es el “resto” después del capitonnage,
o posicionamiento, del significante para el sujeto. La “voz” lacaniana que habla fuera de la frase es en
sí misma la voz de una agencia interrogativa y calculadora: “Che vuoi? Me lo estás diciendo, ¿pero qué
quieres con ello, qué te propones?” (Véase una explicación clara de este proceso en Zizek, The Sublime
Object of Ideology).31 Lo que habla en el lugar de esta pregunta, escribe Jacques Lacan, es un “tercer
lugar que no es ni mi habla ni mi interlocutor”. 32
El desfase temporal abre este espacio negociador entre hacer la pregunta al sujeto y la repetición
del sujeto “alrededor” del ni/ni del tercer lugar. Este constituye el retorno del sujeto agente, como la
agencia interrogativa en la posición catacrésica. Ese espacio disyuntivo de temporalidad es el lugar de
la identificación simbólica que estructura el campo intersubjetivo, el campo de la otredad y lo social,
donde “nos identificamos con el otro precisamente en un punto en el cual es inimitable, en el punto
que elude el parecido”. 33 Mi postura, elaborada en mis escritos sobre el discurso poscolonial en tér-
minos de mimetismo, hibridez, astuta urbanidad, es que este momento liminar de identificación (que
elude el parecido) produce una estrategia subversiva de agencia subalterna, que negocia su propia
autoridad a través de un proceso de “descosido” iterativo y de una revinculación insurgente inconmen-

Sólo uso con fines educativos 287


surable. Singulariza la “totalidad” de la autoridad sugiriendo que la agencia requiere un fundamento,
pero no requiere una totalización de esos fundamentos; requiere movimiento y maniobra, pero no
requiere una temporalidad de continuidad o acumulación; requiere dirección y clausura contingente,
pero no teleología y holismo.
La individuación del agente tiene lugar en un momento de desplazamiento. Es un incidente
pulsional, el movimiento instantáneo en que el proceso de la designación del sujeto, su fijeza, abre,
siniestramente abseits, un espacio suplementario de contingencia. En este “retorno” del sujeto, arro-
jado a través de la distancia de lo significado, fuera de la frase, el agente emerge como una forma
de retroactividad, Nachträglichkeit. No es agencia como sí mismo (trascendente, transparente) ni en sí
mismo (unitario, orgánico, autónomo). Como resultado de su propia escisión en el desfase temporal
de la significación, el momento de la individuación del sujeto emerge como un efecto de lo intersub-
jetivo, como el retorno del sujeto en tanto agente. Esto significa que esos elementos de la “conciencia”
imperativa social para la agencia (la acción individuada y deliberativa, y la especificidad en el análisis)
ahora pueden ser pensados fuera de esa epistemología que insiste en que el sujeto siempre es previo
a lo social o al conocimiento de lo social como necesariamente subsumiendo o negando superadora-
mente [sublating] la “diferencia” particular en la homogeneidad trascendente de lo general. Lo iterati-
vo y contingente que marca esta relación intersubjetiva nunca puede ser libertario o en libre flotación,
como propone Eagleton, porque el agente, constituido en el retorno del sujeto, está en la posición dia-
lógica del cálculo, la negociación, la interrogación: Che vuoi?

¿UN AGENTE SIN CAUSA?


Ya hemos visto algo de esta genealogía de la agencia poscolonial en mis exposiciones de lo ambi-
valente y lo multivalente en la metáfora lingüística en acción en el “pensamiento sinecdóquico” del
Occidente sobre la hibridez cultural negro-norteamericana y el concepto de Hall de “la política como
un lenguaje”. Las implicancias de esta línea de pensamiento fueron puestas en práctica productivamen-
te en el trabajo de Spillers, McDowell, Baker, Gates y Gilroy, todos los cuales destacan la importancia de
la heterogeneidad creativa del “presente” enunciatorio que libera el discurso de la emancipación de las
clausuras binarias. Quiero darle otra vuelta de tuerca a la contingencia, mediante la fantasía barthesia-
na, acercando la última línea del texto, su clausura, al momento anterior en que Barthes habla sugesti-
vamente de la clausura como agencia. Una vez más, tenemos un solapamiento sin equivalencia. Pues
la noción de una forma de clausura no teleológica y no dialéctica ha sido considerada con frecuencia
como la cuestión más problemática del agente sin causa posmoderno:

[Escribir en voz alta] logra desplazar lo significado a gran distancia y arrojar, por así decir,
el cuerpo anónimo del actor en mi oído. [...] Y este cuerpo de goce es también mi sujeto históri-
co; pues es en la conclusión de un proceso muy complejo de elementos biográficos, históricos,
sociológicos, neuróticos [...] donde controlo el juego contradictorio del placer (cultural) y el
goce (no cultural), donde me escribo como un sujeto por el momento fuera de lugar.34

Sólo uso con fines educativos 288


La contingencia del sujeto como agente es articulada en una doble dimensión, una acción dra-
mática. El significado es distanciado; el desfase temporal resultante abre el espacio entre lo léxico y lo
gramatical, entre la enunciación y lo enunciado, entre-medio del anclaje de los significantes. Entonces,
de pronto, esta dimensión espacial inter-media [in-between], este distanciamiento, se convierte en la
temporalidad del “arrojar” que iterativamente (re)torna al sujeto como un momento de conclusión y
control: un sujeto histórica y contextualmente específico. ¿Cómo debemos pensar el control o la con-
clusión en el contexto de la contingencia?
Necesitamos, lo que no es una sorpresa, invocar los dos sentidos de contingencia y después repetir
la diferencia del uno en el otro. Recordemos mi sugerencia de que para interrumpir la estereotomía
occidental (dentro/fuera, espacio/tiempo) debemos pensar, fuera de la frase, de un modo a la vez muy
cultural y muy salvaje. Lo contingente es contigüidad, metonimia, el contacto con los límites espaciales
en la tangente, y, al mismo tiempo, lo contingente es la temporalidad de lo indeterminado y lo indeci-
dible. La tensión cinética es la que mantiene unida esta doble determinación, y la mantiene separada
dentro del discurso. Representan la repetición del uno en, o como, el otro, en una estructura de “solapa-
miento abismal” (término derrideano) que nos permite concebir una clausura y un control estratégicos
para el agente. No puede descartarse la representación de la contradicción o el antagonismo social en
este discurso duplicante de la contingencia (donde la dimensión espacial de la contigüidad es reiterada
en la temporalidad de lo indeterminado) como la práctica arcana de lo indecidible o aporético.
La importancia de la problemática de la contingencia para el discurso histórico es evidente en el
intento de Ranajit Guha de representar la especificidad de la conciencia rebelde.35 La argumentación
de Guha revela la necesidad de ese sentido doble y disyuntivo de lo contingente, aunque su propia
lectura del concepto, en términos de la pareja “universal-contingente”, es más hegeliana en su elabora-
ción.36 La conciencia rebelde es inscripta en dos relatos principales. En la historiografía burgués-nacio-
nalista, es vista como “pura espontaneidad enfrentada con la voluntad del Estado encarnado en el Raj
[Imperio Británico]”. La voluntad de los rebeldes no es ni negada ni subsumida en la capacidad indi-
vidualizada de sus líderes, que con frecuencia pertenecen a la elite. La historiografía radical no logró
especificar la conciencia rebelde porque su relato continuista enumeraba “revueltas campesinas como
una sucesión de acontecimientos enumerados en una línea directa de descendencia [...] como una
herencia”. Al asimilar todos los momentos de la conciencia rebelde al “momento más alto de la serie, y
de hecho con una Conciencia Ideal”, estos historiadores “están mal preparados para enfrentar las contra-
dicciones que en realidad son la materia de la que está hecha la historia”. 37
Las elaboraciones de Guha de la contradicción rebelde como conciencia son fuertemente suge-
rentes de la agencia como actividad de lo contingente. Lo que he descripto como el retorno del sujeto
está presente en su explicación de la conciencia rebelde como autoalienada. Mi sugerencia de que la
problemática de la contingencia admite estratégicamente una contigüidad espacial (la solidaridad, la
acción colectivista) a ser (re)articulada en el momento de la indeterminación está, leyendo entre líneas,
muy cercana al sentido que da Guha de las alianzas estratégicas que operan en los contradictorios e
híbridos sitios y símbolos de la revuelta campesina. Lo que la historiografía no capta es en realidad la
agencia en el punto de la “combinación de sectarismo y militancia [...] [específicamente] la ambigüe-
dad de tales fenómenos”; la causalidad como el “momento” de la articulación indeterminada: “la veloz

Sólo uso con fines educativos 289


transformación de la lucha de clases en lucha comunal y viceversa en la zona rural de nuestro país”, y la
ambivalencia en el punto de “individuación” como un efecto intersubjetivo:

Cegado por el resplandor de una conciencia perfecta e inmaculada, el historiador no ve


nada [...] salvo la solidaridad en la conducta rebelde, y no advierte su Otro, es decir, la traición.
[...] Subestima el freno que le ponen a [la insurgencia], como movimiento generalizado, por el
localismo y la territorialidad.38

Finalmente, como para dar un emblema a mi concepto de agencia en el aparato de la contingencia


(su figuración híbrida de espacio y tiempo), Guha, citando el libro de Sunil Sen, Agrarian Struggle in Ben-
gal, describe bellamente la “ambigüedad de tales fenómenos” como signos y sitios hibridizados durante
el movimiento Tebhaga en Dinajpur:

Los campesinos musulmanes [vinieron] al Kisan Sabha “a veces inscribiendo una hoz y un
martillo en la bandera de la Liga Musulmana”, y los jóvenes maulavis “[recitaban] versos melo-
diosos del Corán” en las asambleas aldeanas “mientras condenaban el sistema jodetari y la
práctica de cobrar altas tasas de interés”. 39

EL TEXTO SOCIAL: BAJTÍN Y ARENDT


Las condiciones contingentes de la agencia también nos llevan al corazón del importante inten-
to de M. M. Bajtín, en los géneros del habla, de designar al sujeto enunciativo de la heteroglosia y el
dialogismo.40 Como sucede con Guha, mi lectura será catacrésica: lectura entre líneas, sin tomarlo a él,
ni tampoco del todo a mí, literalmente. Al examinar el modo en que llega a constituirse la cadena de
comunicación hablada, me ocupo del intento de Bajtín por individualizar la agencia social como un
efecto posterior de la intersubjetividad. Mi matriz cruzada de contingencia (como diferencia espacial y
distancia temporal, para darle alguna descripción) nos permite ver cómo Bajtín provee un conocimien-
to de la transformación del discurso social mientras desplaza al sujeto originante y al progreso causal y
continuista del discurso:

El objeto, podría decirse, ya ha sido articulado, disputado, elucidado y evaluado de varios


modos. [...] El hablante no es el Adán bíblico [...] como sugieren ideas simplistas sobre la comu-
nicación como base lógico-psicológica para la frase.41

El uso que hace Bajtín de la metáfora de la cadena de comunicación toma el sentido de la contin-
gencia como contigüidad, mientras que la cuestión del “vínculo” inmediatamente propone el problema
de la contingencia como lo indeterminado. El desplazamiento que efectúa Bajtín sobre el autor como
agente resulta de su reconocimiento de la estructura “compleja, multiplanar” del género hablado que
existe en la tensión cinética entre-medio de las dos fuerzas de la contingencia. Los límites espaciales

Sólo uso con fines educativos 290


del objeto de emisión son contiguos en la asimilación del habla del otro; pero la alusión a la emisión
del otro produce un giro dialógico, un momento de indeterminación en el acto de “orientarse” [adres-
sivity] (concepto bajtiano) que da origen dentro de la cadena de la comunión hablada a “reacciones de
respuesta no mediadas y reverberaciones dialógicas”. 42
Aunque Bajtín reconoce este doble movimiento en la cadena de la emisión, hay un sentido en el
que reniega su efectividad en el punto de la enunciación de la agencia discursiva. Desplaza este pro-
blema conceptual que concierne a la performatividad del acto de habla (sus modalidades enunciativas
de tiempo y espacio) a un reconocimiento empirista del “área de actividad humana y vida cotidiana a la
que está relacionada la emisión dada”. 43 No es que el contexto social no localice la emisión; es simple-
mente que el proceso de especificación e individuación sigue necesitando ser elaborado, dentro de la
teoría bajtiana, como la modalidad a través de la cual el género hablado llega a reconocer lo específico
como un límite significante, una frontera discursiva.
Hay momentos en los que Bajtín toca oblicuamente la tensa duplicación de lo contingente que
he descripto. Cuando habla de “insinuaciones dialógicas” [dialogic overtones] que penetran la agencia
de emisión (“muchas palabras ocultadas a medias o por completo de los otros con diversos grados de
extranjeridad”) sus metáforas apuntan a la temporalidad iterativa intersubjetiva en que la agencia se
realiza “fuera” del autor:

La emisión parece estar surcada por ecos distantes y apenas audibles de cambios de suje-
tos de habla e insinuaciones dialógicas, fronteras de emisión muy debilitadas que son com-
pletamente penetrables por la expresión del autor. La emisión prueba ser un fenómeno muy
complejo y multiplanar si es considerado no en su aislamiento y con respeto a su autor [...]
sino como un eslabón en la cadena de la comunicación hablada y con respecto a otras emisio-
nes relacionadas [...].44

A través de este paisaje de ecos y fronteras ambivalentes, enmarcado en horizontes fugitivos y


estriados, el agente que “no es Adán” sino que está, en realidad, desfasado en el tiempo, emerge en el
campo social del discurso.
La agencia, como el retorno del sujeto, como “no Adán”, tiene una historia más directamente políti-
ca en la descripción que hace Hannah Arendt del perturbado relato de la causalidad social. De acuerdo
con Arendt, la notoria incertidumbre de todas las cuestiones políticas surge del hecho de que la revela-
ción de quién, (el agente de la individuación) es contigua al qué del campo intersubjetivo. Esta relación
contigua entre quién y qué no puede ser trascendida sino que debe ser aceptada como una forma de
indeterminismo y duplicación. El quién de la agencia no tiene inmediatez mimética o adecuación de
representación. Sólo puede ser significado fuera de la frase en esa temporalidad esporádica y ambiva-
lente que habita la notoria falta de confiabilidad de los antiguos oráculos que “ni revelan ni ocultan en
palabras sino que dan signos manifiestos”. 45 La falta de confiabilidad de los signos introduce una per-
plejidad en el texto social:

La perplejidad está en que en cualquier serie de hechos que juntos forman un relato con

Sólo uso con fines educativos 291


un sentido único, podemos en el mejor de los casos aislar al agente que pone a todo el pro-
ceso en movimiento; y aunque este agente con frecuencia es el sujeto, el “héroe” del relato,
nunca podemos señalarlo inequívocamente como el autor de su resultado.46

Ésta es la estructura del espacio intersubjetivo entre agentes, que Arendt llama “inter-es”. Es esta
esfera pública de lenguaje y acción la que debe volverse a la vez el teatro y la pantalla para la mani-
festación de las capacidades de la agencia humana. Al modo de Tánger, el hecho y su eventualidad
son separados; el desfase temporal del relato vuelve contingentes al quién y al qué, escindiéndolos, de
modo que el agente sigue siendo el sujeto, en suspensión, fuera de la frase. El agente que “causa” el
relato se vuelve parte del interés, sólo porque no podemos señalar inequívocamente a ese agente en
el punto de resultado. La contingencia que constituye la individuación (en el retorno del sujeto como
agente) es lo que protege el interés del campo intersubjetivo.
La contingencia de la clausura socializa al agente como un “efecto” colectivo a través del distan-
ciamiento del autor. Entre la causa y su intencionalidad cae la sombra. ¿Podemos entonces proponer
incuestionablemente que un relato tiene un único sentido? ¿A qué fin tiende la serie de hechos si el
autor del resultado no es inequívocamente el autor de la causa? ¿No sugiere eso que la agencia surge
en el retorno del sujeto, de la interrupción de la serie de hechos como una clase de interrogación y
reinscripción de antes y después? Donde las dos se tocan, ¿no hay esa tensión cinética entre lo contin-
gente como contiguo y lo indeterminado? Es desde ese lugar que habla y actúa la agencia: Che vuoi?
Estas cuestiones son provocadas por la brillante sugestividad de Arendt, pues su estilo actúa sinto-
máticamente las perplejidades que evoca. Después de unir el sentido único y el agente causal, dice que
el “actor invisible” es una “invención que surge de una perplejidad mental” que no corresponde a nin-
guna experiencia real.47 Es el distanciamiento de lo significado, el fantasma o simulacro de la angustia
(en el lugar del autor) lo que, según Arendt, indica con más claridad la naturaleza política de la historia.
El signo de lo político, además, no está investido en “el carácter del relato mismo sino sólo [en] la moda-
lidad en la que viene a la existencia”. 48 Por lo tanto, son el campo de la representación y el proceso de la
significación los que constituyen el espacio de lo político. ¿Qué es temporal en el modo de existencia
de lo político? Aquí Arendt recurre a una forma de repetición para resolver la ambivalencia de su argu-
mento. La “reificación” del agente sólo puede tener lugar, escribe, a través de “una clase de repetición, la
imitación de la mímesis, que de acuerdo con Aristóteles prevalece en todas las artes pero es más apro-
piada al drama”. 49
La repetición del agente, reificado en la visión liberal del estar juntos, es muy diferente de mi senti-
do de la agencia contingente para nuestra era poscolonial. Los motivos para esto no son difíciles de ver.
La creencia de Arendt en las cualidades reveladoras de la mímesis aristotélica se basan en una noción
de comunidad, de la esfera pública, que es en gran medida consensual: “Donde la gente está con otros
y ni a favor ni en contra de ellos —ahí está el simple ‘estar juntos’ humano [togetherness]”. 50 Cuando la
gente está apasionadamente a favor o en contra de otro, entonces el “estar juntos” humano se pierde,
y se niega la plenitud del tiempo mimético aristotélico. La forma de mímesis social de Arendt no se
ocupa de la marginalidad como un producto del Estado liberal, que puede, si es articulada, revelar las
limitaciones de su sentido común (inter-es) de la sociedad desde la perspectiva de minorías o margina-

Sólo uso con fines educativos 292


dos. La violencia social es, para Arendt, la negación de la revelación de la agencia, el punto en el cual “el
habla se vuelve ‘mera charla’, simplemente un medio más hacia el fin”. 51
Mi interés apunta a otras articulaciones del “estar juntos” humano, en tanto están relacionadas con
la diferencia cultural y la discriminación. Por ejemplo, el “estar juntos” humano puede llegar a represen-
tar las fuerzas de la autoridad hegemónica; o una solidaridad fundada en la victimización y el sufrimien-
to puede, implacablemente, a veces violentamente, volverse contra la opresión; o una agencia subal-
terna o minoritaria puede intentar interrogar y rearticular el “inter-es” de la sociedad que marginaliza
sus intereses. Estos discursos del disentimiento cultural y el antagonismo social no pueden encontrar
sus agentes en la mímesis aristotélica de Arendt. En el proceso que he descripto como el retorno del
sujeto, hay una agencia que busca la revisión y la reinscripción: el intento de renegociar el tercer lugar,
el campo intersubjetivo. La repetición de lo iterativo, la actividad del desfase temporal, no es tanto arbi-
traria como interruptiva, una clausura que no es conclusión sino una interrogación liminar fuera de la
frase.
En “¿Dónde está el habla? ¿Dónde el lenguaje?”, Lacan describe este momento de negociación
desde adentro de la “metaforicidad” del lenguaje, a la vez que hace una lacónica referencia al orden de
los símbolos en el campo del discurso social:

Es el elemento temporal [...] o la ruptura temporal [...] la intervención de una escansión que
permite la intervención de algo que puede tomar sentido para un sujeto. [...] Hay de hecho una rea-
lidad de signos dentro de la cual existe un mundo de verdad enteramente privado de subjetividad,
y por otro lado, ha habido un desarrollo histórico de la subjetividad manifiestamente dirigido hacia
el redescubrimiento de la verdad que yace en el orden de los símbolos.52

El proceso de reinscripción y negociación (la inserción o intervención de algo que toma un nuevo
sentido) sucede en el quiebre temporal entremedio del signo, privado de subjetividad, en el campo de
lo intersubjetivo. Mediante este desfase temporal (el quiebre temporal en la representación) emerge el
proceso de la agencia a la vez como un desarrollo histórico y como una agencia narrativa del discurso
histórico. Lo que sale con tanta claridad en la genealogía que hace Lacan del sujeto es que la intencio-
nalidad del agente, que parece “manifiestamente dirigida” hacia la verdad del orden de los símbolos en
el imaginario social, es también un efecto del redescubrimiento del mundo de la verdad negado sub-
jetivamente (porque es intersubjetivo) al nivel del signo. En la tensión contingente que resulta, el signo
y el símbolo se solapan y son articulados indeterminadamente a través del “quiebre temporal”. Donde
el signo privado del sujeto (intersubjetividad) retorna como la subjetividad dirigida hacia el redescu-
brimiento de la verdad, entonces un reordenamiento de símbolos se vuelve posible en la esfera de lo
social. Cuando el signo interrumpe el flujo sincrónico del símbolo, también captura el poder para elabo-
rar (mediante el desfase temporal) agencias de articulación nuevas e híbridas. Éste es el momento para
las revisiones.

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REVISIONES
El concepto de reinscripción y negociación que estoy elaborando no debe confundirse con los
poderes de “redescripción” que se han vuelto la marca característica del ironista liberal a neopragma-
tista. No presento una crítica de esta influyente posición no-fundacionalista aquí, salvo para señalar las
obvias diferencias de enfoque. La concepción de Rorty de la representación de la diferencia en el dis-
curso social es el solapamiento consensual de los “vocabularios finales”, que permiten la identificación
imaginativa con el otro en tanto tengan en común ciertas palabras: “bondad, decencia, dignidad”. 53 No
obstante, como él dice, el ironista liberal nunca puede elaborar una estrategia de adquisición de poder
[empowering]. En una nota al pie puede verse, adecuadamente para un no fundamentalista, hasta qué
punto sus opiniones son despojadoras de poder [disempowering] para el no occidental, hasta qué
punto están impregnadas en un etnocentrismo occidental.
Rorty sugiere que

la sociedad liberal ya contiene las instituciones para su propia mejora (y que) el pensamiento
occidental social y político puede haber tenido la última revolución conceptual que necesi-
taba en la sugerencia de J.S. Mill de que los gobiernos deberían optimizar el equilibrio entre
dejar en paz la vida privada de la gente e impedir el sufrimiento.54

A esto se le anexa una nota al pie donde los ironistas liberales de pronto pierden sus poderes de
redescripción:

Esto no equivale a decir que el mundo haya tenido ya la última revolución política que
necesita. Es difícil imaginar la disminución de crueldad en países como Sudáfrica, Paraguay y
Albania sin una revolución violenta. [...] Pero en esos países el simple coraje (como el de los
líderes de COSATU o los firmantes de la Carta 77) es la virtud pertinente, no la clase de inteli-
gencia reflexiva que hace contribuciones a la teoría social.55

Es aquí donde cesa la conversación de Rorty, pero debemos forzar el diálogo para acreditar la teo-
ría cultural y social poscolonial que revela los límites del liberalismo en la perspectiva poscolonial: “La
cultura burguesa alcanzó su límite histórico en el colonialismo”, escribe Guha sentenciosamente,56 y, casi
como hablando “fuera de la frase”, Veena Das reinscribe el pensamiento de Guha en el lenguaje afectivo
de una metáfora y el cuerpo: “Las rebeliones subalternas sólo pueden darnos una noche de amor.[...]
Pero quizás al percibir este desafío el historiador nos ha dado un medio de construir los objetos de ese
poder como sujetos”. 57
En su excelente estudio “Lo subalterno como perspectiva”, Das reclama una historiografía de lo su-
balterno que desplace el paradigma de la acción social tal como es definido primariamente por la acción
racional. Ella busca una forma de discurso donde la escritura afectiva e iterativa desarrolle su propio len-
guaje. La historia como escritura que construye el momento del desafío emerge en el “magma de sig-
nificaciones”, pues la “clausura representacional que se presenta cuando encontramos pensamiento en
formas objetivadas está ahora desgarrada. En su lugar vemos este orden interrogado”. 58 En una argu-

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mentación que exige una temporalidad enunciativa notablemente próxima a mi idea del desfase tem-
poral que circula en el punto de la captura/cesura de la sincronicidad simbólica, Das ubica el momento
de la transgresión en la escisión del presente discursivo: se necesita una atención mayor para ubicar la
agencia transgresiva en “la escisión de los distintos tipos de habla producida en proposiciones de verdad
referencial en el presente indicativo”. 59
Este énfasis sobre el presente disyuntivo de la emisión permite al historiador evitar definir la con-
ciencia subalterna como binaria, es decir, como dotada de dimensiones positivas o negativas. Permite
que la articulación de la agencia subalterna emerja como relocación y reinscripción. En la captación del
signo, como ya he dicho, no hay ni negación superadora dialéctica ni significante vacío: hay un cuestio-
namiento de los símbolos de autoridad dados que cambian el terreno del antagonismo. La sincronici-
dad en el ordenamiento social de símbolos es enfrentada dentro de sus propios términos, pero los fun-
damentos del compromiso han sido desplazados en un movimiento suplementario que excede esos
términos. Es el movimiento histórico de la hibridez como camuflaje, como una agencia cuestionadora
y antagónica funcionando en el desfase temporal del signo/símbolo, que es un espacio intermedio de
las reglas de compromiso. Es esta forma teórica de agencia política que he intentado desarrollar la que
encarna bellamente Das en un argumento histórico:

La naturaleza del conflicto dentro del cual está encerrada una casta o una tribu puede
darnos las características del momento histórico; suponer que podemos conocer a priori las
mentalidades de castas o comunidades es asumir una perspectiva esencialista que las pruebas
presentadas en los mismos volúmenes de Subaltern Studies no sostendría.60

¿No se parece la estructura contingente de la agencia a lo que Frantz Fanon describe como el
conocimiento de la práctica de la acción?61 Fanon arguye que el maniqueísmo primitivo del colono
(blanco y negro, árabe y cristiano) se derrumba en el presente de lucha e independencia. Las pola-
ridades son reemplazadas con verdades que son sólo parciales, limitadas e inestables. “Cada marea
local revisa la cuestión política desde el punto de vista de todas las redes políticas”. Los líderes debe-
rían afirmarse contra los que, dentro del movimiento, tienden a pensar que “los matices de sentido
constituyen peligros y abren grietas en el bloque sólido de la opinión popular”. 62 Lo que Das y Fanon
reescriben es la potencialidad de la agencia constituida mediante el uso estratégico de la contingen-
cia histórica.
La forma de agencia que he intentado describir mediante la esgrima del signo y el símbolo, la con-
dición significativa de la contingencia, la noche de amor, retorna para interrogar esa dialéctica de la
modernidad, la más audaz que haya presentado la teoría contemporánea: el “Hombre y sus dobles” de
Foucault. La influencia productiva de Foucault en los estudios poscoloniales, de Australia a la India, no
ha escapado a reparos, particularmente en su construcción de la modernidad. Mitchell Dean, escribien-
do en el periódico de Melbourne Thesis Eleven, observa que la identidad de la modernidad occidental
sigue siendo obsesivamente “el horizonte más general bajo el cual se ubican todos los análisis históri-
cos reales de Foucault”. 63 Y por esta misma razón, Partha Chatterjee afirma que la genealogía del poder
de Foucault tiene usos limitados en el mundo en desarrollo. La combinación de regímenes de poder

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arcaicos y modernos produce formas inesperadas de disciplinariedad y gobernabilidad [governmentali-
ty] que hacen inapropiadas, y hasta obsoletas, las epistemes de Foucault.64
Pero el texto de Foucault, que mantiene una relación tan atenuada con la modernidad occidental,
¿podría estar libre de ese desplazamiento epistémico (a través de la formación poscolonial) que cons-
tituye el sentido occidental de sí mismo como progresista, civil, moderno? ¿La renegación del colonia-
lismo vuelve al “signo” occidental de Foucault el síntoma de una modernidad obsesiva? El momento
colonial, ¿puede no ser contingente (lo contiguo como indeterminación) al argumento de Foucault?
En el magistral final de Las palabras y las cosas de Foucault, cuando la sección sobre la historia
enfrenta sus dobles siniestros (las contraciencias de la antropología y el psicoanálisis), el argumento
empieza a desenvolverse. Sucede en un momento sintomático cuando la representación de la diferen-
cia cultural atenúa el sentido de la historia como la “patria” integradora y domesticante de las ciencias
humanas. Pues la finitud de la historia (su momento de duplicación) participa de la condicionalidad
de lo contingente. Se sigue una duplicación inconmensurable entre la historia como la “patria” de las
ciencias humanas (su área cultural, sus límites cronológicos o geográficos) y los reclamos de universa-
lismo que hace el historicismo. En este punto, “el sujeto de conocimiento se vuelve el nexo de tiempos
diferentes, extraños a él y heterogéneos uno respecto del otro”. 65 En esa duplicación contingente de la
historia del historicismo del siglo XIX, el desfase temporal en el discurso permite el retorno de la agen-
cia histórica:

Dado que el tiempo le llega desde alguna parte distinta de sí mismo, se constituye como
un sujeto de historia sólo por sobreimposición de [...] la historia de las cosas, la historia de las
palabras. [...] Pero esta relación de simple pasividad es inmediatamente invertida [...] pues él
también tiene derecho a un desarrollo tan positivo como el de los seres y las cosas, y no menos
autónomo.66

Como resultado, el sujeto histórico heimlich que emerge en el siglo XIX no puede dejar de consti-
tuir el conocimiento unheimlich de sí mismo, relacionando compulsivamente un episodio cultural con
otro en una serie, infinitamente repetitiva, de acontecimientos que son metonímicos e indetermina-
dos. Los grandes relatos del historicismo decimonónico sobre los que se fundaban sus reivindicacio-
nes de universalismo (evolucionismo, utilitarismo, evangelismo) eran también, en otro tiempo/espacio
textual y territorial, las tecnologías de ejercicio del gobierno [governance] colonial e imperialista. Es
el “racionalismo” de estas ideologías de progreso el que es erosionado cada vez más en el encuentro
con la contingencia de la diferencia cultural. En otro sitio he explorado este proceso histórico, perfec-
tamente captado en las palabras pintorescas de un misionero desesperado a comienzos del siglo XIX
con el problema colonial de la “astuta urbanidad”. El resultado de este encuentro colonial, sus anta-
gonismos y ambivalencias, tiene un efecto fundamental sobre lo que Foucault bellamente describe
como lo “exiguo del relato” de la historia en esa era renombrada por su historización (y colonización)
del mundo y la palabra.67
Ahora la historia “ocurre en los límites externos del objeto y el sujeto”, escribe Foucault,68 y es para
examinar el inconsciente siniestro de la duplicación de la historia que recurre a la antropología y el psi-

Sólo uso con fines educativos 296


coanálisis. En estas disciplinas el inconsciente cultural es expresado en lo exiguo del relato (ambivalen-
cia, catacresis, contingencia, iteración, solapamientos abismales). En el quiebre temporal agonístico que
articula el símbolo cultural con el signo psíquico, descubriremos el síntoma poscolonial del discurso de
Foucault. Escribiendo sobre la historia de la antropología como el “contradiscurso” de la modernidad
(como la posibilidad de un posmodernismo de la ciencia humana) Foucault dice:

Hay una cierta posición en la ratio occidental que fue constituida en su historia y propor-
ciona un fundamento para la relación que puede tener con las otras sociedades, aun con la
sociedad en la que apareció históricamente.69

Foucault no logra elaborar esa “cierta posición” y su constitución histórica. Pero al renegarla la nom-
bra como una negación en el renglón siguiente, que dice: “Obviamente esto no significa que la situa-
ción colonizante sea indispensable para la etnología”.
¿Estamos pidiendo que Foucault reinstaure el colonialismo como el momento ausente en la dialéc-
tica de la modernidad? ¿Queremos que “complete” el argumento apropiándose del nuestro? Definitiva-
mente no. Sugiero que la perspectiva poscolonial está trabajando subversivamente en su texto en ese
momento de contingencia que permite progresar a la contigüidad de su argumento, siguiendo un pen-
samiento a otro. De pronto, en el punto de su clausura, una curiosa indeterminación entra en la cadena
del discurso. Éste se vuelve el espacio de una nueva temporalidad discursiva, otro lugar de enunciación
que no permitirá que el argumento se extienda en una generalidad no problemática.
En este espíritu de conclusión, quiero sugerir un punto de partida para el texto poscolonial en el
olvido foucaultiano. Hablando de psicoanálisis Foucault es capaz de ver cómo el conocimiento y el
poder se unen en el “presente” enunciativo de la transferencia: la “violencia calma”, como la llama, de
una relación que constituye el discurso. Renegando el momento colonial como un presente enunciati-
vo en la condición histórica y epistemológica de la modernidad occidental, Foucault puede decir poco
sobre la relación transferencial entre el Occidente y su historia colonial. Reniega precisamente el texto
colonial como fundamento para la relación que puede tener la razón occidental “hasta con la sociedad
en la que apareció históricamente”. 70
Leyéndolo desde esta perspectiva podemos ver que, al espacializar insistentemente el “tiempo” de
la historia, Foucault constituye una duplicación del “hombre” que es extrañamente colusoria con su dis-
persión, equivalente a su anfibología, y siniestramente autoconstituyente, pese a su juego de “duplica-
ción y división”. Leyéndolo desde la perspectiva transferencial, donde la razón occidental retorna a sí
desde el desfase temporal de la relación colonial, podemos ver cómo la modernidad y la posmoderni-
dad se constituyen a sí mismas desde la perspectiva marginal de la diferencia cultural. Se encuentran
contingentemente en el punto en que la diferencia interna de su propia sociedad es reiterada en térmi-
nos de la diferencia del otro, la alteridad del sitio poscolonial.
En este punto de autoalienación retorna la agencia poscolonial, en un espíritu de calma violencia,
para interrogar el fluido doble foucaultiano de las figuras de la modernidad. Lo que revela no es un
concepto enterrado sino una verdad sobre el síntoma del pensamiento de Foucault, el estilo de dis-
curso y narrativa que objetiviza sus conceptos. Revela la razón para que el deseo de Foucault juegue

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angustiosamente con los pliegues de la modernidad occidental, desgastando las finitudes de los seres
humanos, deshaciendo y rehaciendo obsesivamente las hebras de esa “exigua narrativa” del historicis-
mo del siglo XIX. Este relato nervioso ilustra y atenúa su propia argumentación; como el delgado hilo
de la historia, se niega a ser tejido, y cuelga suelto, amenazante, de los márgenes. Lo que impide que el
hilo del relato se corte es la preocupación de Foucault por introducir, en el nexo de su duplicación, la
idea de que “el hombre que aparece a comienzos del siglo XIX está deshistorizado”. 71
La autoridad deshistorizada del “Hombre y sus dobles” produce, en el mismo período histórico, esas
fuerzas de normalización y naturalización que crean una moderna sociedad disciplinaria occidental.
El poder invisible que está colocado en esta figura deshistorizada del Hombre se obtiene al costo de
aquellos “otros” (mujeres, nativos, los colonizados, los sometidos a servidumbre temporal por contrato
[indentured] y los esclavizados) quienes, al mismo tiempo pero en otros espacios, se estaban volviendo
los pueblos sin historia.

Notas

1 J. Derrida, “My chances/mes chances”, en J. H. Smith y W. Kerrigan (comps.), Taking Chances: Derrida, Psychoanalysis, Literature,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1984, pág. 8.
2 J. Habermas, The Philosophical Discourse of Modernity: Twelve Lectures, trad. G. G. Lawrence, Cambridge, Mass., MIT Press,

1987, pág. 348.


3 F. Jameson, prefacio a R. Retamar, Caliban and Other Essays, trad. E. Baker, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1989,

págs. vii-xii.
4 E. Said, “Third World intellectuals and metropolitan culture”, Raritan, vol. 9, Nº3, 1990, pág. 49.
5 F. Jameson, The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act, Ithaca, Cornell University press, 1981, pág. 266.
6 C. West, “Interview with Cornel West”, en A. Ross (comp.), Universal Abandon, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1988,

págs. 280-1.
7 S. Hall, The Hard Road to Renewal, Londres, Verso, 1988, pág. 273.
8 Ibid., págs. 9-10.
9 C. Taylor, Philosophy and the Human Sciences, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, pág. 145.
10 Ibid., pág. 151 (las bastardillas son mías).
11 H. Spillers, “Changing the letter”, en D. E. McDowell y A. Rampersad (comps.), Slavery and the Literary Imagination, Baltimore,

Johns Hopkins University Press, 1989, pág. 29.


12 D. E. McDowell, “Negociations between tenses: witnessing slavery after freedom - Dessa Rose”, en McDowell y Rampersad,

Slavery, pág. 147.


13 P. Gilroy, There Ain’t No Black in the Union Jack, Londres, Hutchinson, 1987, cap.5.
14 H. A. Baker, Jr, Hybridity, the Rap Race, and the Pedagogy of the 1990s, Nueva York, Meridian, 1990.
15 H. L. Gates, Jr, Reading Black, Reading Feminist: A Critical Anthology, Nueva York, NAL, 1990, pág. 8.
16 R. Gasché, The Tain of the Mirror, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986, pág. 210.
17 Escribí esta sección en respuesta a la reflexiva pregunta de Stephen Greenblatt, formulada en un bar en Cambridge, Mas-

sachusetts: “¿Qué sucede en ese fugaz momento parcial, entre-medio [in-between) de la cadena de significantes?” Al pare-
cer, Cambridge no está tan lejos de Tánger.
18 R. Barthes, The Pleasure of the Text, trad. R. Miller, Nueva York, Hill, 1975, pág. 49 (las bastardillas son mías).
19 Ibid., pág. 50.
20 Ibid., págs. 66-7.
21 Ibid.,pag.57.
22 Ibid., pág.49.

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23 Derrida, “My chances”, pág. 25.
24 Ibid., pág. 10.
25 T. Eagleton, Ideology: An Introduction, Londres, Verso, 1991, pág. 38.
26 J. Forrester, The Seductions of Psychoanalysis, Cambridge, Cambridge University Press, 1990, págs. 207-10.
27 J. Derrida, The Post Card: From Socrates to Freud and Beyond, trad. A. Bass, Chicago, University of Chicago Press, 1987, pág.
321.
28 G. C. Spivak, “Postcolonial and value”, en P. Collier y H. Gaya-Ryan (comps.), Literary Theory Today, Cambridge, Polity Press,
1990, págs. 225, 227, 228.
29 En una entrevista, Spivak también habla del “irreductible efecto de desfase” que no es “lo que está detrás del sistema de
signos o después de él, lo que el sistema de signos no puede alcanzar como la ‘cosa real’; pero hay que tomar en cuenta
que lo que se está captando en términos de autorrepresentación cultural para movilizar, o lo que se percibe que al otro
lado se está captando, también para movilizar, debe también trabajar con el efecto de desfase, de modo que la tarea real
del activista político es deshacer persistentemente el efecto de desfase”. Citado en S. Harasym (comp.), The Postcolonial Critic,
Nueva York, Routledge, 1990, pág. 125).
30 R. Barthes, Pleasure of the Text, págs. 66-7. He hecho una exploración y reconstitución tendenciosas del concepto de Bar-
thes, a menudo leído en contra de su détournement celebratorio y situacionista. No es una exposición, como he puesto en
claro más de una vez a lo largo del capítulo.
31 S. Zizek, The Sublime Object of Ideology, Lincoln, Nebr., University of Nebraska Press, 1986, págs. 104-11.
32 J. Lacan, Écrits, trad. A. Sheridan, Londres, Tavistock, 1977, pág. 173.
33 S. Zizek, The Sublime Object, op. cit., pág. 109.
34 R. Barthes, Pleasure of the Text, págs. 62, 67 (las bastardillas son mías).
35 R. Guha, “Dominance without hegemony and its historiography”, en Guha (comp.), Subaltern Studies, vol. 6, Nueva Delhi,
Oxford University Press, 1989, págs. 210-309.
36 Ibid., pág. 230.
37 R. Guha, “The prose of counter-insurgency”, en Guha (comp.), Subaltern Studies, vol. 2, Nueva Delhi, Oxford University Press,
1983, pág. 39.
38 Ibid., pág. 40.
39 Ibid., pág. 39.
40 M. M. Bajtín, Speech, Genres, and Other Late Essays, C. Emerson y M. Holquist (comps.), trad. V. W. McGee, Austin, Texas, Univer-
sity of Texas Press, 1986, págs. 90-5.
41 Ibid., pág. 93.
42 Ibid., pág. 94.
43 Ibid., pág. 93.
44 Ibid.
45 H. Arendt, The Human Condition, Chicago, Chicago University Press, 1958, pág. 185. Véase también págs. 175-95.
46 Ibid., pág. 185.
47 Ibid., pág. 184.
48 Ibid., pág. 186.
49 Ibid. pág. 187.
50 Ibid., pág. 180.
51 Ibid.
52 J. Lacan, “Where is Speech? Where is Language?”, The Seminars of Jacques Lacan, 1954-55, J.-A. Miller (comp.), trad. S. Tomase-
lli, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, págs. 284-5.
53 R. Rorty, Contingency, Irony and Solidarity, Cambridge, Cambridge University Press, 1989, págs. 92, 93.
54 Ibid., pág. 63.
55 Ibid., pág. 63, n.21.
56 Guha, “Dominance”, pág. 277.
57 Ibid.(las bastardillas son mías).
58 V. Das, “Subaltern as perspective”, en R. Guha (comp.), Subaltern Studies, vol. 6, Nueva Delhi, Oxford University Press, 1989,
pág. 313.
59 Ibid., pág. 316.
60 Ibid., pág. 320.
61 He cambiado el orden del argumento de Fanon para resumirlo mejor.

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62 F. Fanon, “Spontaneity: its strength and its weakness”, en The Wretched of the Earth, Harmondsworth, Penguin, 1969, págs.
117-18.
63 M. Dean, “Foucault’s obsession with Western modernity”, Thesis Eleven, vol. 14, 1986, pág. 49.
64 Véase G. C. Spivak, In Other Worlds: Essays in Cultural Politics, Nueva York, Methuen, 1987, pág. 209.
65 M. Foucault, The Order of Things: An Archaeology of the Human Sciences, trad. A. Sheridan, Londres, Tavistock, 1970, pág. 369.
66 Ibid.
67 Ibid., pág, 371.
68 Ibid., pág. 372.
69 Ibid., pág. 377 (las bastardillas son mías).
70 Ibid.
71 Ibid., pág. 369.

Sólo uso con fines educativos 300


Lectura Nº 2*
Spivak, Gayatri Chakravorty, “¿Puede Hablar el Sujeto Subalterno?”, en Revista
Orbis Tertius, Año III Nº6, Argentina, 1998, pp.189-235.

II

El ejemplo más claramente presente de tal violencia epistémica es ese proyecto de orquestación
remota, de largo alcance y heterogéneo para constituir al sujeto colonial como Otro. Ese proyecto repre-
senta también la anulación asimétrica de la huella de ese Otro en su más precaria Subjetividad. Es bien
sabido que Foucault ubica la violencia epistémica, como una completa re-examinación de la episteme, en
la redefinición de la locura a fines del siglo XVIII europeo. Pero, ¿qué sucedería si esa particular redefini-
ción fuera sólo una parte de la narración de la historia en Europa y también en las colonias? ¿Qué ocurri-
ría si los dos proyectos de examen epistémico funcionaran como partes fracturadas y no reconocidas de
una vasta maquinaria dual? Quizás esto no sería diferente de preguntarse si el subtexto de la narrativa
del imperialismo como palimpsesto no debería ser reconocido como un “conocimiento sojuzgado”, “un
conjunto de conocimientos que han sido descalificados como inadecuados para con su tarea o elabora-
dos de modo insuficiente: conocimientos ingenuos, colocados en la base de la jerarquía, por debajo del
nivel requerido para adquirir dignidad cognoscitiva o cientificidad.” (Foucault, 1972-177: 82).
Esto no significa describir las cosas “según lo que en realidad sucede” ni tampoco privilegiar la
narración de la historia como un imperialismo que da la mejor versión de la historia. Más bien, se trata
de ofrecer un aporte en torno a la idea de cómo una explicación y narración de la felicidad fue estable-
cida como la norma. Para trabajar esta idea permítaseme levantar el velo para ver lo que hay debajo de
la codificación británica de la Ley Hindú.
Primeramente, sin embargo, quiero hacer algunas aclaraciones previas. En los Estados Unidos el
tercermundismo que discurre repartido corrientemente entre varias disciplinas humanistas es a menu-
do abiertamente un fenómeno que implica consideración de etnias. Por mi parte, yo nací en la India,
pero realicé toda mi educación en Norteamérica (que incluyen dos años como investigación de gra-
duada). Por lo tanto, el hecho de que tome mi ejemplificación de un continente lejano podría ser visto
como una búsqueda nostálgica de las raíces perdidas de mi propia identidad. Aun cuando sé que no
se puede atravesar libremente la espesura de las “motivaciones”, quiero insistir en el hecho de que mi
proyecto principal es hacer notar el cariz idealista y positivista de tal tipo de nostalgia, si la hubiera. Me
dirijo hacia materiales tomados en la India, porque carente de un entrenamiento científico avanzado,
el accidente de mi nacimiento y educación me proveyó de una sensibilidad hacia el entramado históri-
co y de un instrumental en algunos idiomas pertinentes que son herramientas útiles para el bricoleur,
especialmente si está equipado con el escepticismo marxista de una experiencia concreta como árbitro

* Para efectos de edición, y debido al precario estado del original de este artículo, las notas del texto fueron suprimidas.

Sólo uso con fines educativos 301


último y crítica de las formaciones disciplinares. Sin embargo, soy consciente de que el caso indio no
puede ser tomado como representativo de todos los países, naciones y culturas, etc., que puedan ser
invocados como el Otro de Europa como identidad.
En este trabajo se trata, entonces, de un sumario necesariamente esquemático de la violencia
epistémica sobre la Ley Hindú. Si mi contribución ayuda a aclarar la noción de violencia epistémica, la
reflexión final sobre la auto-inmolación de las viudas hindúes habrá de adquirir, por cierto, una signifi-
cación adicional.
A fines del siglo XVIII, la Ley Hindú, en tanto se la pueda definir como un sistema unitario, operaba
en función de cuatro textos que ponían en escena una episteme cuatripartita definida en base al uso de
la memoria por el sujeto: sruti (lo oído), smriti (lo recordado), sastra (lo aprendido de otros) y vyavahara
(lo realizado como intercambio). Los orígenes de lo que había sido oído y recordado no eran necesa-
riamente ni continuos ni idénticos. Cada invocación de sruti recitaba (o reabría) técnicamente el acon-
tecimiento de la “escucha” o revelación originarias. Los dos últimos textos —lo aprendido y lo realiza-
do— eran considerados como dialécticamente continuos. Los teóricos jurídicos y los practicantes lega-
les no estaban para nada seguros en un caso determinado si esa estructuración estaba describiendo el
cuerpo de la ley o si había cuatro modos de encarar una querella. Esta búsqueda de legitimación de la
estructura polimorfa de la realización legal, no coherente “internamente” y abierta en sus extremos por
una visión binaria, es, en verdad, la narración de la codificación que presento aquí como ejemplo de
una violencia epistémica.
El relato de una estabilización y codificación de la Ley Hindú no es tan conocido como, por ejem-
plo, la historia de la educación en la India, de modo que será mejor empezar por esto último. Considé-
rense, por ello, las infamantes líneas programáticas de Macaulay, citadas tan a menudo, en sus “Minutes
on Indian Education” (1835):

En este momento debemos hacer todo lo posible por formar una clase que pueda fun-
cionar como intérprete entre nosotros y los millones a quienes gobernamos; una clase de per-
sonas, que sean indios en sangre y color, pero ingleses en gusto, en opiniones, en moral y en
capacidad intelectual. A esa clase debemos dejarle que pula los dialectos vernáculos del país,
que los enriquezca con términos científicos de la nomenclatura occidental, y así transformar-
los en el vehículo de transmisión de conocimientos para una gran masa de la población.

La educación del sujeto colonial complementa, entonces, su producción jurídica. Uno de los efec-
tos de establecer una versión del sistema británico fue el desarrollo de una separación (nada fácil) entre
la formación disciplinar en estudios de sánscrito y la tradición nativa de la tradición de la “Alta Cultura”
sánscrita, ahora una figura alternativa. Dentro de la primera manifestación, las explicaciones culturales
generadas por eruditos de reconocida autoridad venían a confluir con la violencia epistémica del pro-
yecto legal.
Me interesa señalar ahora que la fundación de la Sociedad Asiática de Bengala data de 1784 y el
Instituto Indio de Oxford de 1883, y que de esas inquietudes nacieron los trabajos analíticos y taxonó-
micos de estudiosos como Arthur Macdonnell y Arthur Berriedale Keith, quienes fueron ambos admi-

Sólo uso con fines educativos 302


nistradores coloniales y organizadores de la cuestión del sánscrito. De su fe en los planes utilitarios y
hegemónicos para estudiantes e investigadores es imposible deducir una agresiva represión del sáns-
crito en los programas de la educación general ni un aumento de la “feudalización” del uso real del
sánscrito en la vida cotidiana de la India brahmánica hegemónica. Así paulatinamente una versión de
la historia de la India fue adquiriendo estado de institucionalización. En ella los brahmanes aparecían
teniendo las mismas intenciones que los codificadores británicos (de modo tal que también proveían
la legitimación de los colonizadores): “Con el fin de conservar a la sociedad hindú intacta los sucesores
<de los brahmanes originarios> habían tenido que reducir todo a la escritura, haciéndola cada vez
más rígida. Y eso fue lo que conservó a la sociedad hindú a pesar de los sucesivos levantamientos
políticos y las invasiones extranjeras”. Este es el veredicto expresado en 1925 en Mahamahopadhyaya
Haraprasad Shastri, un versado erudito en estudios de sánscrito y brillante representante de la élite
vernácula producida por la colonización, quien fue requerido para que escribiera algunos capítulos de
la “Historia de Bengala”, un proyecto nacido del deseo del secretario privado del gobernador general
de Bengala en 1916. Para marcar la asimetría en la relación entre las autoridades y sus justificaciones
(que dependen de la raza y clase de esas autoridades), debe compararse lo dicho con la observación
realizada en 1928 por Edward Thompson, intelectual inglés: “El hinduismo fue lo que parecía ser…Se
trataba de una civilización más elevada que ganó <contra sí mismo> gracias a Akbar y a los ingle-
ses”. Agréguese a estos comentarios, la reflexión de un soldado y estudioso inglés a fines del siglo XIX
tomada de una carta: “El estudioso del sánscrito —‘el idioma de los dioses’— me ha procurado un
gran placer durante los últimos 25 años de mi vida en la India, pero estoy agradecido de poder decir
que no me ha llevado —como le ha sucedido a otros— a abandonar nuestra profunda fe en nuestra
propia gran religión”. [Cursiva de la autora].
Estas mismas autoridades son la mejor de las fuentes posibles para los franceses no especialistas
cuando penetran en la civilización de Otro. Con todo, no me estoy refiriendo a intelectuales y estu-
diosos que hayan trabajado después de la época colonial, como Shastri, cuando sostengo que el Otro
como sujeto inaccesible a pensadores como Foucault o Deleuze. Pienso, más bien, en las personas no
especializadas en general, dentro de un amplio espectro de población no académica, para quienes la
episteme opera con una función programática silenciosa. Sin considerar un mapa de explotación, ¿en
qué coordenada de opresión ubicarían estas personas esta variopinta tripulación?
Pasemos ahora a considerar los márgenes del discurso (o lo que podríamos denominar también
“el centro silencioso o silenciado”) de un circuito marcado por una violencia epistémica: los hombres y
mujeres entre un campesinado analfabeto, las tribus, los más bajos estratos del subproletariado urbano.
Según Foucault y Deleuze (que escriben en el Primer Mundo, en condiciones de generalización y regu-
lación de una sociedad capitalista, aunque no parecen tener conciencia de ello), los oprimidos podrían
hablar y conocerían sus propios condicionamientos una vez que obtuvieran la ocasión para hacerlo (el
problema de la representación no pudo ser obviado en ese punto), lo que sucedería por medio de la
solidaridad a través de alianzas políticas (aclaración donde se ve cómo funciona la temática marxista).
Debemos ahora comparar semejantes opiniones con nuestra propia pregunta: ¿puede realmente hablar
el individuo subalterno haciendo emerger su voz desde la otra orilla, inmerso en la división internacional
del trabajo promovida en la sociedad capitalista, dentro y fuera del circuito de la violencia epistémica

Sólo uso con fines educativos 303


de una legislación imperialista y de programa educativo que viene a complementar un texto más tem-
prano?
La obra de Antonio Gramsci sobre las “clases subalternas” ha extendido las nociones de posición y
de conciencia de clase desde los argumentos aislados aparecidos en El 18 de Brumario. Quizás porque
Gramsci critica la postura vanguardista de los intelectuales leninistas, este autor se muestra especial-
mente preocupado por el papel del intelectual en los movimientos culturales y políticos subalternos
en su búsqueda de hegemonía. Estos movimientos deberán ser encargados de determinar justamente
la producción de la historia como narración (de la verdad). En textos tales como “La cuestión meridio-
nal”, Gramsci considera el movimiento de la economía histórico-política en Italia dentro de lo que ha
sido considerado como una alegoría de la lectura tomada como la división internacional del trabajo
o prefigurándola. Sin embargo, un rendimiento de cuentas del desarrollo periódico de los individuos
subalternos está fuera de la perspectiva posible en tanto su dimensión macrológica cultural aparezca
maniobrada, aunque desde un lugar distante, por una interferencia epistémica que posee definiciones
legales y científicas que acompañan al proyecto imperialista. Cuando, hacia el fin de este ensayo, llegue
a la cuestión de la mujer subalterna, se verá, entonces, por qué mi propósito es subrayar que la posibi-
lidad de sentimiento de colectividad aparece persistentemente ocluida a causa de las manipulaciones
del agenciamiento femenino.
La primera de mi propuesta —es decir: que el desarrollo periódico de los individuos subalternos
aparece complejizado por la interferencia del proyecto imperialista— se muestra representada en los
trabajos a los que se puede llamar “Subaltern Studies” (“Estudios Subalternos”), realizado por un grupo
determinado de intelectuales. Todos ellos formulan la pregunta: ¿Pueden hablar los individuos subal-
ternos? En esta área de estudios nos hallamos inmersos dentro de la propia disciplina de la historia
preconizada por Foucault y entre gente que acredita la influencia de este pensador francés. Su proyec-
to consiste en repensar la historiografía colonial desde la perspectiva de una cadena discontinua de
levantamientos campesinos durante la ocupación colonial. Éste es también el problema discutido por
Said como el “permiso para narrar”. Y así lo documenta Ranajit Guha:

La historiografía del nacionalismo indio ha sido dominada por largo tiempo por un elitis-
mo —elitismo tanto colonialista como de la burguesía nacionalista— que compartía el per-
juicio de que la construcción de la nación india y el desarrollo de su conciencia —su nacio-
nalismo— que confirmaba este proceso, eran logros que pertenecían exclusiva o predomi-
nantemente a una élite. En las historiografías colonialistas y neo-colonialistas estos logros se
atribuían a la dominación británica, a los administradores coloniales, a sus agentes de control
policial, a sus instituciones y a su cultura. En los escritos nacionalistas y neonacionalistas se
atribuirían ahora a las personalidades, a las instituciones, a las actividades y a las ideas de una
elite india. (Guha, 1982:1)

Ciertos estratos de la élite india son, por cierto, el mejor tipo de informantes nativos para intelec-
tuales del Primer Mundo interesados en la voz del Otro. Sin embargo, no se puede dejar de insistir sobre
el hecho de que el sujeto subalterno colonizado es irrecuperablemente heterogéneo.

Sólo uso con fines educativos 304


Contra esta élite se puede esgrimir lo que Guha llama “the polities of the people” (“la política del
pueblo”) tanto en el exterior como en el interior del circuito de la producción colonial. Por mi parte
no puedo adscribir de modo absoluto a esta insistencia en un vigor determinado y en una autono-
mía completa, dado que las exigencias historiográficas prácticas no permitirían aceptar privilegiar
una conciencia subalterna. Con todo, contra posibles críticas de esencialismo, Guha tiene el mérito de
construir una definición de “pueblo” (como el lugar de esa esencia) que puede entenderse solamente
como una identidad en la diferencia. Este autor propone también una grilla de estratificación dinámica
para describir la producción social colonial en toda su amplitud. Aun el tercer elemento de la lista, el
grupo amortiguador, como si fuera una fuerza que estuviera entre el pueblo y los grupos dominantes
al mayor nivel macroestructural. Este grupo intermedio sería definido por su colocación como lo que
Derrida ha denominado un “antre”:

“Élite”
1. Grupos dominantes extranjeros.
2. Grupos vernáculos dominates a nivel pan-indio.

“antre” [alusión a “entre”]


3. Grupos vernáculos dominantes a niveles regionales y locales.

4. El “pueblo” y las “clases subalternas”. (Estos términos han sido empleados como sinónimos a
lo largo de este trabajo. Los grupos y elementos sociales incluidos en esta categoría repre-
sentan la diferencia demográfica entre la totalidad de la población india y aquellos indivi-
duos que hemos denominado la ‘élite’).

Consideremos ahora el tercer estrato de la lista: este “antre” de indeterminación situacional que los
historiadores más escrupulosos presuponen, cuando deben responder a la cuestión emblemática de
nuestro ensayo: ¿Puede hablar el individuo subalterno?

Tomada como una totalidad en abstracto (…) esta categoría (…) era muy heterogénea
en su composición y, a causa del carácter desnivelado de la economía regional y el desarrollo
social, era diferente de región a región. La misma clase o elementos que era dominante en una
zona (…) podía llegar a estar entre las dominadas en la región siguiente. Esto podía crear, y
en rigor creó, muchas ambigüedades y contradicciones en actitudes y alianzas, especialmen-
te entre los estratos inferiores de la nobleza rural, entre señores empobrecidos, o campesinos
ricos o pertenecientes a la clase media elevada, todos los que pertenecían, hablando idealmen-
te, a la categoría de “pueblo” o “clase subalterna” (Guha, 1982: 8). [El subrayado pertenece a Spi-
vak y la cursiva a Guha]

“La tarea de búsqueda” proyectada en este campo consiste en “investigar, identificar y medir
la naturaleza específica y el grado de desviación de los elementos <constitutivos del tercer nivel> de
un punto ideal, a la vez que situarlos históricamente”. No podría pedirse nada más esencialista y taxo-

Sólo uso con fines educativos 305


nómico que este programa. Sin embargo, en él funciona un curioso imperativo metodológico. Ya he
explicado antes que en la conversación entre Foucault y Deleuze se escondía un proyecto esencialista
detrás de un vocabulario post-representacionalista. En los “Estudios Subalternos”, a causa de la violencia
del imperialismo epistémico, así como por la inscripción social y disciplinar, todo proyecto compren-
dido en términos esencialistas debe circular en un circuito de prácticas radicales textuales en torno a
las diferencias. En el caso de la consideración no justamente del “pueblo” como tal, sino de ese estrato
social de una zona flotante amortiguadora de la élite subalterna regional el objetivo de este grupo es
una desviación del ideal —el pueblo o los individuos subalternos— que, a su vez, se define como una
diferencia de élite. La investigación está orientada justamente en contra de esta estructura. Se trata de
una dificultad algo diferente de las evidencias auto-diagnosticadas que encontramos en los intelectua-
les radicales del Primer Mundo. ¿Qué tipo de taxonomía sería válida para determinar tal territorio? Lo
perciban o no (en rigor Guha enmarca su definición de “pueblo” dentro de la dialéctica del amo y del
esclavo), sus textos vienen a articular la difícil tarea de re-escribir las propias condiciones de imposibili-
dad como condiciones de su posibilidad:

Si pertenecen a estratos sociales jerárquicamente inferiores a aquellos de los grupos


dominantes pan-indios en los niveles regionales y locales <los grupos vernáculos dominan-
tes> (…) siguieron actuando en interés de ellos y no en conformidad a los intereses corres-
pondientes verdaderamente a su propio ser social.

Cuando estos escritores toman la palabra para hablar, entonces, en su lenguaje esencialista, de un
abismo entre los intereses y las acciones del grupo intermediario, sus conclusiones se hallan más cerca-
nas a Marx que a la ingenuidad auto-consciente exhibida en las declaraciones de alguien como Deleu-
ze. Guha, así como Marx, habla de “intereses” en el campo de lo social más que como un tratamiento
del ser libidinal. La imaginería del Nombre del Padre desplegada en El 18 de Brumario puede servir para
hacer resaltar que, a nivel de clase social o grupo de actividades, “la verdadera correspondencia con
nuestro propio ser” es tan artificial o social como el patronímico.
Esto es lo que había que decir, entonces, acerca del grupo considerado un amortiguador social.
Para el “verdadero” grupo subalterno, cuya identidad es la diferencia, no hay, en rigor, sujeto subalterno
irrepresentable que pueda conocer y hablar por sí mismo, pero la solución de los intelectuales se halla
en no abstenerse a la representación. El problema radica en que el itinerario del sujeto no ha sido traza-
do para ofrecerle un objeto de seducción al intelectual en su designio representacional. Por ello, en el
vocabulario levemente desfasado del grupo indio la pregunta paradigmática se torna articulada en los
siguientes términos: “¿Cómo podemos arribar a la conciencia del pueblo, cuando estamos investigando
su política?” “¿Con qué voz puede hablar la conciencia del individuo subalterno?” El proyecto de este
grupo, después de todo, es re-escribir el desarrollo de la conciencia de la nación india. La planteada
discontinuidad del imperialismo establece rigurosamente una distinción en este proyecto, aunque su
formulación sea pasada de moda, con un “hacer visible los mecanismos médicos y jurídicos que rodea-
ban la historia <de Pierre Rivière>”. Foucault tiene razón aquí al sugerir que “hacer visible lo invisible
puede significar también un cambio de nivel, dado que uno se dirige a una capa de materiales que no

Sólo uso con fines educativos 306


había tenido antes pertinencia en la historia y a lo que no le había acordado ningún valor moral, estéti-
co o histórico.” Pero lo que se torna lapidariamente inquietante es este deslizamiento foucaldiano hacia
hacer visible los mecanismos para dar voz al individuo, evitando tanto “cualquier tipo de análisis <del
sujeto> ya sea psicológico, psicoanalítico o lingüístico” (Foucault, 1972-1977: 49-50).
La crítica realizada por Ajit K. Chaudhury, un marxista de Bengala Occidental, contra la búsqueda de
Guha de una conciencia subalterna puede ser considerada una fase del proceso productivo que inclu-
ya lo subalterno. La observación de Chaudhury en cuanto a que la visión marxista de la transformación
de la conciencia implica el conocimiento de las relaciones sociales me parece, en principio, astuta. Sin
embargo, la herencia de la ideología positivista lo obliga a agregar este codicilo:

Esto no es para minimizar la importancia de la comprensión de la conciencia de los cam-


pesinos o de los obreros en su forma pura. Ello enriquece nuestro conocimiento del campe-
sino o del obrero y, posiblemente, arroja luz sobre cómo un modo particular adquiere forma
en diferentes regiones, lo que se considera un problema de segundo orden en el marxismo
clásico. [Cursiva de la autora].

Esta variedad del marxismo “internacionalista”, que cree en una pura e irrescatable forma de con-
ciencia para luego descartarla, al mismo tiempo que cerrando la puerta a lo que en Marx seguía siendo
un aspecto de desconcierto productivo, puede ser muy bien el motivo del rechazo foucaldiano y deleu-
ziano del marxismo y la fuente de las motivaciones críticas de los grupos que se dedican a los Estudios
Subalternos. Chaudhury, tanto como Foucault y Deleuze, está convencido de que existe una versión
pura de conciencia. En cuanto a la situación francesa, allí se da un barajar y dar de nuevo los naipes
de los significantes: “el inconsciente” o “el sujeto en la opresión” llena clandestinamente el espacio de
“la forma pura del inconsciente”. En el marxismo ortodoxo “internacionalista” —ya se trate del Primer
Mundo o del Tercero— la forma pura de la conciencia sigue siendo una base idealista que, descartada
como problema de segundo orden, se gana a menudo la fama de ser racista o sexista. Entre los grupos
de Estudios Subalternos, ello necesita ser desarrollado en acuerdo con los términos de desconocimien-
to de su propia articulación.
Para lograr tal formulación puede ser más útil, digámoslo una vez más, una teoría desarrollada de la
ideología. En una crítica como la que Chaudhury presenta, la asociación entre la “conciencia” y el “cono-
cimiento” omite un punto medio de crucial importancia: la “producción ideológica”. Así se expresa Chau-
dhury:

La conciencia, según Lenin, está asociada con el conocimiento de las relaciones entre dife-
rentes clases o grupos; esto significa: un conocimiento de los materiales que constituyen la
sociedad (…) Estas definiciones adquieren sentido solamente dentro de la problemática en el
marco de un objeto de conocimiento definido —comprender el cambio en historia, o, espe-
cíficamente, el cambio de un modo a otro, conservando la cuestión de la especificidad de un
modo particular fuera del enfoque (Chaudhury, 1984: 10).

Sólo uso con fines educativos 307


Pierre Macherey, por su parte, nos suministra la siguiente formulación para la interpretación de la
ideología:

Lo que es importante en una obra es lo que no se dice. Esto no es lo mismo que la des-
cuidada observación de “lo que se niega a decir”, aunque ello también sería en sí interesante
[conocerlo]: un método puede construirse sobre esto, con la tarea de medir los silencios, tanto
de lo reconocido como de lo no reconocido. Pero más bien, lo que la obra no puede decir es lo
importante, porque allí la elaboración de la expresión es realizada como una especie de jorna-
da hacia el silencio.

Las ideas de Macherey pueden ser desplegadas en direcciones que él mismo no podría quizás
seguir. Aun cuando escribe, de manera provocativa, sobre la literaturidad de la literatura de prove-
niencia europea, está formulando en verdad un método aplicable al texto social del imperialismo, casi
en contrapelo de su propia argumentación. Así, inclusive el lema de “lo que el texto se niega a decir”
puede ser anodino para el caso de una obra literaria: algo así como un rechazo colectivo ideológico
que sería detectado dentro de la práctica legal de codificación en el imperialismo. Ello abriría el deba-
te para una reinscripción multidisciplinariamente ideológica en este terreno. Pero, dado que el pro-
ceso aparecería como una “universalización del mundo” [worlding of the world] en un segundo nivel
de abstracción, el concepto de rechazo sería aceptable en este mismo campo. El trabajo de archivo, el
historiográfico, el crítico-disciplinar e, inevitablemente, también el intervensionista implicados en este
movimiento son, por cierto, una tarea de “medir los silencios”. Esta metodología podría ser también
una descripción de cómo “investigar, identificar y medir la naturaleza específica y el grado de desvia-
ción” hasta una distancia que es un ideal irreductiblemente diferencial.
Cuando llegamos al punto de la coherencia del problema acerca de la conciencia del individuo
subalterno, ese lema de lo que no se puede decir se torna, en cambio, fundamental. En la semiosis
del texto social, las elaboraciones acerca de los levantamientos populares se hallan en el lugar de “la
expresión” o “el mensaje” [the utterance]. El emisor —“el campesino”— es señalado solamente como un
marcador de una conciencia irrecuperable. En cuanto al receptor, deberíamos preguntarnos quién es
“el verdadero destinatario” de una insurgencia. El historiador, por su parte, al trasladar la noción de la
“insurgencia” a un texto hecho para el conocimiento, es solamente uno de los receptores posibles de
una colectividad dada dentro de un acto de intención social. Dejando de lado toda posibilidad para la
nostalgia por los orígenes perdidos de un fenómeno, el historiógrafo (y la historiografía) debe suspen-
der, tanto como le sea posible, el clamor de su propia conciencia —o el efecto de la conscientización
surgidos en la praxis científica—, de modo tal que la elaboración del levantamiento, envuelta en una
toma de conciencia del insurgente, no se congele en un frío “objeto de investigación” o, lo que es peor
aun, en un modelo para imitar. “El sujeto” implicado en los textos del levantamiento puede servir sola-
mente como una posibilidad alternativa para las normatividades del relato garantizadas a los sujetos
coloniales entre los grupos dominantes. Los intelectuales postcolonialistas aprenden así que sus privi-
legios son también su desdicha. En este sentido, ellos mismos son paradigmáticos como intelectuales.
Es bien sabido que la noción de lo femenino (más que lo subalterno dentro del imperialismo) ha

Sólo uso con fines educativos 308


sido utilizada de un modo similar dentro de la crítica deconstructiva y dentro de algunas ramas de la
crítica feminista. En el primer caso, lo que está en juego es una figura de la mujer, pero una figura cuya
mínima predicación como algo indeterminado ya ha sentado toda una tradición dentro del falocen-
trismo. La historiografía subalterna formula acerca del método justamente preguntas que habrían de
prevenir contra el uso de tal estratagema. Pero, puesto que la “figura” de la mujer, es decir: la relación
entre la mujer y el silencio puede ser urdida por la misma mujer, las diferencias de clase y las diferen-
cias étnicas se hallan subsumidas bajo el mismo dictamen. La historiografía subalterna, entonces, debe
enfrentarse con la imposibilidad de tales gestos. La estrecha violencia epistémica del imperialismo nos
brinda una alegoría imperfecta de la violencia general que sería la posibilidad de una episteme.
Dentro del trayecto parcialmente borrado del sujeto subalterno, el surco de la diferencia sexual
aparece doblemente desmarcado. No se trata, entonces, de una participación femenina en la rebe-
lión, ni tampoco de las reglas básicas en la división sexual del trabajo, aunque para ambas cuestiones
haya “evidencias palpables”. La cuestión es, más bien, que, en ambos problemas, tanto como objeto de
una historiografía colonialista y como sujeto de la rebelión, la construcción ideológica de la diferencia
sexual [“gender”] se presenta bajo el dominio de lo masculino. Si en el contexto de la producción colo-
nial el individuo subalterno no tiene historia y no puede hablar, cuando ese individuo subalterno es
una mujer su destino se encuentra todavía más profundamente a oscuras.
La división internacional del trabajo es un desplazamiento del imperialismo territorial del dividido
campo legado por el siglo XIX. En pocas palabras: un puñado de países —especialmente del Primer
Mundo— se hallan en la situación de invertir capital; otro grupo, entretanto, —mayormente del Tercer
Mundo— provee el terreno para invertir, tanto gracias a la existencia de una burguesía vernácula “com-
pradora” como por su mal protegida mano de obra en estado cambiante. Para mantener la circulación
y crecimiento del capital industrial (y de la tarea concomitante de administración dentro del imperialis-
mo territorial decimonónico), se habría llegado allí a un desarrollo en los transportes, en el sistema jurí-
dico y en un programa de educación generalizada, aun cuando también se hayan destruido las indus-
trias locales y se haya redistribuido la pertenencia de tierras, a la par que las materias primas hayan sido
transferidas del país como territorio de experimentación a la nación colonizadora. Con la así llamada
“descolonización”, el aumento del capital multinacional y la cesión de la pesada carga de administrar la
colonia, el “desarrollo” no habría de implicar ya el control de la entera legislación ni el establecimiento
de sistemas educacionales, por lo menos en un modo comparable a lo que sucedía en la época colonial.
Pero ello impide ahora el crecimiento del consumo en los países “compradores” del Tercer Mundo. Con
la aparición de las telecomunicaciones modernas y el surgimiento de las economías de un capitalismo
avanzado en los dos márgenes de Asia, mantener la división internacional del trabajo colabora en la
conservación de un suministro barato de mano de obra en esos países “compradores”.
El trabajo humano no es, por cierto, intrínsecamente “barato” o “caro”. Ello va a estar asegurado, más
bien, por una ausencia de leyes laborales (o su intensificación discriminatoria), un Estado totalitario (a
menudo acompañado por un desarrollo y modernización en la periferia) y condiciones mínimas de
subsistencia en el área obrera. Para conservar estas premisas definitorias sin variaciones, el proletariado
urbano en los países “compradores” no deberá ser entrenado en la ideología del consumo (que aparece
como el paradigma de la filosofía de la sociedad sin clases), lo que, contra viento y marea, prepararía

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el terreno para la resistencia a través de políticas de coalición como las que menciona Foucault (1977:
216). Este alejamiento de la ideología del consumo es exacerbado de modo creciente por los fenóme-
nos proliferantes de un sistema de subcontratos internacionales. En ese caso, el eslabón hacia el entre-
namiento para el consumismo aparece prácticamente salteado:

Desde esta estrategia, los fabricantes de países desarrollados subcontratan los estadios
de trabajo más intenso en la cadena de la producción, por ejemplo, haciendo realizar la costu-
ra o el ensamblaje en el Tercer Mundo, donde el trabajo es barato. Una vez realizada esa tarea,
las multinacionales re-importan las mercancías —gracias a generosas reglas tarifarias— a los
países desarrollados en lugar de venderlas en el mercado local donde fueron producidas. / Mien-
tras la recesión global hizo retardar el paso del comercio y de la inversión a escala mundial
desde 1979, se ha producido luego, en cambio, un estallido de la actividad internacional del
subcontratismo… En estos casos, las multinacionales se encuentran más libres para resistir a
militantes obreros, levantamientos revolucionarios e inclusive bajas económicas. [Cursiva de la
autora].

La movilidad de clase aparece cada vez más agónica en el escenario de países “compradores”. No
debe sorprender, por lo tanto, que algunos miembros de los grupos vernáculos dominantes en estos
países, que son miembros de la burguesía local, encuentren atractivo el lenguaje de las alianzas políti-
cas. Identificarse con formas de resistencia plausibles en países del capitalismo avanzado va de la mano,
a veces, con la inclinación elitista de la historiografía burguesa como es descrita por Ranajit Guha.
La creencia en la plausibilidad de una alianza política global es también predominante entre las
mujeres de los grupos sociales dominantes, interesadas en un “feminismo internacional” en los países
“compradores”. Al otro extremo del espectro, las más alejadas de cualquier posibilidad de una alianza
en una lista que contenga a “las mujeres, los presos, los soldados conscriptos, los pacientes de hospita-
les y los homosexuales” (Foucault, 1977: 216) son justamente las mujeres del subproletariado urbano.
En su caso, la negativa a marchar al ritmo del consumismo y la estructura de la explotación aparecen
combinadas con elementos basados en relaciones sociales patriarcales. Hacia el otro lado de la división
internacional del trabajo, el sujeto de la explotación no puede saber y hablar el texto de la explota-
ción femenina ni siquiera cuando el absurdo de la no representación intelectual le da lugar su habla es
alcanzada. La mujer sufre así una doble violencia.
Aun así esto abarca la heterogeneidad del Otro. Fuera del circuito de la división internacional del
trabajo (aunque no de modo absoluto), existe gente cuya conscientización no se puede aprehender
si nos cerramos a la benevolencia al construir el Otro homogéneo y lo referimos solamente a nuestro
propio lugar en el sitio de la Identidad o del Yo. En esta zona hay granjeros que viven de la propia sub-
sistencia, hay trabajadores agrarios no sindicalizados, hay tribus y hay comunidades de obreros sin tra-
bajo en la calle o en el campo. Enfrentarse con todos ellos no significa representarlos (en el sentido de
vertreten), sino re-presentarnos (en el sentido de “darstellen”) a nosotros mismos. Esta argumentación
podría conducirnos, claro está, a una crítica de la antropología disciplinar y a una reconsideración de la
relación entre la pedagogía elemental y la educación científica. Ese gesto habría de llevarnos también

Sólo uso con fines educativos 310


a cuestionar la exhortación implícita nacida entre intelectuales que han elegido un tema de opresión
que estuviera “naturalmente articulado”, y que tal tema llegara a través de una historia abreviada en su
modo de producción.
El hecho de que Deleuze y Foucault hayan ignorado ambos la violencia epistémica del imperialis-
mo y de la división internacional del trabajo sería menos importante de lo que en realidad es, si al fina-
lizar su conversación no entraran a considerar asuntos del Tercer Mundo. Pero, en Francia, es imposible
ignorar el problema del tiers monde, como a los habitantes de las colonias franco-africanas. Deleuze,
naturalmente, limita su consideración del Tercer Mundo a reflexionar sobre esta élite regional vernácu-
la, que es, idealmente, subalterna. En este contexto, las referencias a un mantenimiento de un ejército
extra de trabajadores caen en una sentimentalidad étnica que causa el efecto inverso. Dado que está
hablando de la herencia territorial imperialista dejada por el siglo XIX, su referencia se dirige al Estado-
nación más que al centro globalizador:

El capitalismo francés necesita urgentemente un significante flotante de desempleo. En


esta perspectiva, comenzamos a ver la unidad de las formas de la represión: la restricción en
la inmigración, una vez que se ha comprobado que los puestos más difíciles e ingratos son
cubiertos por inmigrantes; la represión en las fábricas, porque los franceses deben volver a
adquirir el “gusto” por un trabajo que se torna cada día más duro; la lucha contra la juventud y
la represión en el sistema educativo. (Foucault, 1977: 211-212)

Éste es un análisis al parecer aceptable. Sin embargo, muestra nuevamente que el Tercer Mundo
puede entrar en el programa de resistencia de una política de alianzas dirigida contra la “represión uni-
ficada” sólo cuando es confinada a grupos provenientes del Tercer Mundo que tienen acceso directo al
Primero. Esta benevolente apropiación del Primer Mundo y reinscripción del Tercer Mundo como Otro
es la característica fundacional de mucho del tercermundismo que circula en las Humanidades del
mundo académico norteamericano.
Foucault, por su parte, continúa la crítica contra el marxismo invocando la discontinuidad. La marca
real de la “discontinuidad geográfica <o geopolítica>” sería la división internacional del trabajo. Pero
Foucault usa el término para distinguir entre explotación (como extracción y apropiación de plusva-
lía: es decir, dentro del vocabulario marxista) y dominación (como noción de los estudios acerca del
Poder) y sugerir así el mayor potencial para la resistencia basada en las políticas de alianza se halla en
el segundo término. Ese autor no puede de ninguna manera reconocer que tal acceso monista y unifi-
cado a una concepción de “Poder” (que metodológicamente supone un sujeto de poder) ha sido posi-
ble gracias a un cierto estadio de explotación, dado que su visión de una discontinuidad geográfica es
geopolíticamente específica al Primer Mundo. Así afirma Foucault entonces que:

Esta discontinuidad geográfica de la que Usted habla puede significar quizás lo siguiente:
tan pronto como luchamos contra la explotación, el proletariado no sólo conduce la lucha sino
que define sus blancos, sus métodos, sus lugares y sus instrumentos; y aliarse con el proleta-
riado sería consolidar su posición, su ideología; sería alzar de nuevo las motivaciones para su

Sólo uso con fines educativos 311


combate. Esto significa la total inmersión <en el proyecto marxista>. Pero, si se trata de luchar
contra el poder, entonces todos aquellos que no lo soporten pueden empezar a dar su batalla
en cualquier lugar en que se encuentren y en los términos que su propia actividad (o pasivi-
dad) les dicten. Al embarcarse en esta lucha que es su propia lucha, en la que comprenden con
claridad sus objetivos y donde pueden determinar ellos mismos los métodos, esas personas
entrarán en el proceso revolucionario. Como aliados del proletariado, para estar seguros, pues-
to que el poder se maniobra de tal modo como para que pueda prolongarse la explotación
capitalista. Ellos sirven genuinamente la causa del proletariado al luchar en los lugares en que
se encuentren ellos mismos en estado de opresión. Las mujeres, los presos, los soldados cons-
criptos, los pacientes de hospitales y los homosexuales han comenzado ahora una lucha espe-
cífica contra la forma particular de poder, contra las compulsiones y controles que se hallan
oprimiéndolos. (Foucault, 1977: 216)

Éste es un programa admirable de resistencia localizada. Donde sea posible, este modelo de resis-
tencia no se presentará, entonces, como una alternativa, sino como un complemento de lucha a nivel
macrológico a lo largo de las trincheras del marxismo. Sin embargo, si la situación es realmente univer-
sal, está ajustándose para dar una prioridad no admitida del sujeto. Sin una teoría de las ideologías, este
gesto puede conducir a la más peligrosa de las utopías.
Foucault ha sido, por cierto, un brillante pensador en su capacidad de darle un lugar al poder, pero
la conciencia de una reinscripción topográfica del imperialismo no logra dar una configuración a sus
presuposiciones. Este autor, en rigor, cae en la trampa de una versión restringida de Occidente produci-
da por la reinscripción que así ayuda a consolidar sus propios efectos. Nótese, entonces, según se hace
evidente en un pasaje posterior de sus declaraciones, la omisión del hecho de que un nuevo mecanis-
mo de poder en el transcurso de los siglos XVII y XVIII (cuando se obtuvo la extracción de plusvalía sin
la coerción extra-económica según lo desarrolla Marx), aparezca asegurado por medio del imperialis-
mo territorial —la Tierra y sus productos— “en todas partes”. Así para Foucault, sin embargo, la repre-
sentación de la soberanía sería crucial en todos esos teatros de la acción: “En los siglos XVII y XVIII nos
encontramos con la aparición de un fenómeno importante, el surgimiento, o mejor dicho: la invención
de un nuevo mecanismo de poder que posee un alto nivel de técnicas específicamente procesales… lo
que es también, creo, absolutamente incompatible con las relaciones de soberanía. Este nuevo meca-
nismo de poder depende más de los cuerpos y de lo que éstos hacen que de la tierra y sus productos”.
(Foucault, 1972-1977: 104).
A causa de una laguna frente a este primer embate de “discontinuidad geográfica”, Foucault puede
permanecer impertérrito ante la segunda acometida ocurrida en la segunda mitad de nuestro siglo,
identificándola simplemente como: “la derrota del Fascismo y la declinación del estalinismo” (Foucault,
1972-1977: 87). Aquí conviene citar la alternativa que postula Mike Davis: “Fue más bien la lógica global
de la violencia contrarrevolucionaria, la que creó las condiciones para la interdependencia económica
pacífica de un imperialismo atlántico bajo la mirada amonestadora del liderazgo norteamericano… Fue
la integración militar multinacional bajo el lema de la seguridad colectiva frente al peligro de la URSS lo
que precedió y aceleró la interpenetración de las economías capitalistas mayores, haciendo posible a la
vez la nueva era de un liberalismo comercial que floreció entre 1958 y 1973”.

Sólo uso con fines educativos 312


Allí, dentro de este surgimiento de un “nuevo mecanismo de poder”, es donde debemos leer un
establecimiento en los escenarios nacionales de las resistencias a la economía y la acentuación de
conceptos tales como poder y deseo que privilegian la escala microscópica. Así, por ejemplo, se sigue
expresando Davis al respecto: “Esta centralización casi absolutista del poder estratégico militar en
manos de los Estados Unidos iba a permitir una subordinación ilustrada y flexible para sus sátrapas
principales. En casos especiales demostró ser altamente adaptable a las pretensiones residuales impe-
rialistas de los franceses e ingleses… quienes no dejaban de mantener alta la consigna de una fervoro-
sa movilización contra el comunismo durante todo el período”. Así aun tomando precauciones contra
nociones peligrosamente tan homogéneas como “Francia”, debe decirse que los conceptos uniformes
tales como “lucha de clases” o declaraciones lapidarias del tipo de “como el poder, la resistencia es múl-
tiple y puede integrarse dentro de estrategias globales” (Foucault, 1972-1977: 142), pueden interpretar-
se en virtud de la propuesta de Davis. No estoy sugiriendo, sin embargo, como lo hace Paul Bové, que
“para un pueblo desterrado y sin hogar <se refiere a los palestinos> atacado militar y culturalmente…
un problema tal <está aludiendo a la frase de Foucault donde éste declaraba que “meterse en políti-
ca… es tratar de conocer con la mayor honestidad posible si la revolución es de desear”> es una cos-
tosa locura propia de la riqueza de los occidentales”. (Bové, 1983: 51). Estoy sugiriendo más bien, que
adquirir una versión sobre Occidente que se contenga a sí misma es ignorar el lugar que juega en su
propia creación el proyecto imperialista.
Algunas veces parecería que la llamativa brillantez del análisis de Foucault acerca de varios siglos
de imperialismo europeo produjera una versión en miniatura de ese fenómeno tan heterogéneo: la
ocupación del espacio, pero llevada a cabo por los doctores; el desarrollo de la administración, pero
dentro de los hospicios; las consideraciones de la periferia, pero en términos que dan el protagonismo
a los locos, los prisioneros y los niños. Así, la clínica, el hospicio, la prisión, la universidad, todos parecen
ser territorios de alegorías-biombo que ocultan la lectura de los relatos más amplios del imperialismo.
(Se podría abrir una discusión similar en torno al bestial motivo de la “desterritorialización” en Deleu-
ze/Guattari). Así Foucault puede decir en tono menor: “Uno puede muy bien no hablar algo porque no
sabe nada sobre el tema” (Foucault, 1972-1977: 66). Y, con todo, ¿hay que volver a decir que existe una
ignorancia sancionada que todo crítico del imperialismo tiene el deber de registrar?

III

Considerando la situación más corriente por la que los académicos norteamericanos reciben una
fuerte influencia de la crítica francesa, nos encontramos con la siguiente idea generalizada: mientras
que Foucault trataría de la historia, la política real y los problemas sociales reales; Derrida, en cambio,
resultaría inaccesible, esotérico y “textualístico” [textualistic]. El lector de estas páginas se hallará pro-
bablemente bien familiarizado con esta idea recibida. Terry Eagleton, por su parte, comenta: “No puede
negarse que la tarea propia <de Derrida> ha sido en su mayor parte ahistórica, evasiva a nivel políti-
co y ajena a considerar, en la práctica, el lenguaje como ‘discurso’ <es decir: lenguaje como función>.

Sólo uso con fines educativos 313


Eagleton continúa recomendando, por ello, el estudio foucaldiano de las “prácticas discursivas”. Perry
Anderson, a su vez, construye una historia similar: “En Derrida se produce la auto-anulación del estruc-
turalismo que se hallaba latente con el recurso a la música o a la locura de Lévi-Strauss o Foucault. Sin
deseo de establecer ninguna exploración de las realidades sociales, Derrida no tiene tampoco ningún
empacho en deshacer las construcciones de sus dos antecesores, adscribiéndoles una ‘nostalgia por los
orígenes’ —de corte rousseauniano, para el uno, y presocrático, para el otro— y cuestionando con qué
derecho estos autores podrían sostener la validez de sus respectivos discursos sobre sus propios pun-
tos de partida”.
El presente ensayo tiene como objeto, en rigor, sostener la idea, ya sea en defensa de Derrida o no,
de que una nostalgia por orígenes perdidos puede ser negativa para la exploración de las realidades
sociales dentro de una crítica del imperialismo. La agudeza de la lectura favoritista de Anderson no le
impide a este autor, por cierto, detectar justamente los problemas que yo estoy poniendo de manifies-
to en Foucault: “Foucault tocó la nota profética cuando declaró en 1966: ‘El hombre se hallará en un
proceso de agonía en tanto el problema del lenguaje se encuentre encandilándonos en nuestro hori-
zonte cada vez con mayor potencia’. Pero, ¿quién es el ‘nosotros’ que percibe o posee tal horizonte?” Sin
embargo, Anderson tampoco ve en el Foucault tardío la intrusión de un sujeto Occidental que se halla
en estado de ignorancia, un Sujeto que marca su dominio con la desaprobación. Anderson considera
la actitud de Foucault del modo habitual, como la desaparición del Sujeto cognoscente como tal; y en
Derrida, Anderson encuentra el desarrollo final de esta misma tendencia: “En el hueco del pronombre
‘nosotros’ yace la aporía de este proyecto” (Anderson, 1983: 52). Considérese, finalmente el triste dictum
de Said, que deja entrever una profunda desconfianza por la noción de “textualidad”.“La tarea crítica de
Derrida nos lleva hasta dentro del texto, la de Foucault se mueve dentro y fuera de él” (Said, 1983: 183).
Por mi parte, he tratado de hacer convincente la idea de que existe una preocupación mayúscu-
la por la política de los oprimidos y que un reiterado pedido de autoridad a Foucault puede ocultar
un privilegiamiento de lo intelectual y del sujeto “concreto” de la opresión que, de hecho, es el que
realiza el pedido. Mirando las cosas desde un ángulo opuesto, aunque aquí no tenga la intención de
pasar revista a la opinión específica de Derrida promovida por críticos tan prestigiosos [como Eagleton,
Anderson y Said], quiero dedicar la siguiente parte del debate a algunos puntos de la obra de Derrida
que contienen una utilidad de largo alcance para los pueblos que se hallan fuera del Primer Mundo.
Esto no es una disculpa; Derrida es, verdaderamente, de difícil lectura y el objeto de su estudio es la
filosofía clásica. Con todo, Derrida resulta menos peligroso —cuando se lo entiende— que el baile de
máscaras intelectual del Primer Mundo como el ausente sin representación que deja que los oprimidos
hablen por sí mismos.
Voy a considerar un capítulo que Derrida escribió en la década del 60. Se trata de “De la gramatolo-
gía como ciencia positiva” (Derrida, 1967). En este capítulo, Derrida discute la idea de si la “deconstruc-
ción” puede conducir a una práctica adecuada, ya sea ésta crítica o política. La cuestión es, entonces,
cómo lograr que un Sujeto etnocéntrico mantenga la objetividad en el propio establecimiento de sí
mismo en el momento de definir selectivamente al Otro. Éste no es un proyecto, en rigor, para el Sujeto
como tal; más bien se trata de una plataforma para el intelectual occidental benevolente. Sin embar-
go, la especificidad del problema es la cuestión central para aquellos de nosotros que sienten que

Sólo uso con fines educativos 314


el “sujeto” tiene una historia y que la tarea del sujeto del conocimiento del Tercer Mundo en nuestro
momento histórico es resistir y criticar el “reconocimiento” de ese tercer mundo cuando éste se logra
por “asimilación”. Con el objeto de proponer una crítica de los hechos más que una crítica basada en
el patetismo del impulso eurocéntrico del intelectual europeo, Derrida admite que no puede formu-
lar al “Primer Mundo” las preguntas que habría que responder para establecer los límites de su argu-
mentación. Este autor, sin embargo, en ningún momento sostiene que la gramatología pueda elevarse
más allá del empirismo, según lo expone Frank Lentricchia, dado que esa categoría, como sucede con
el mismo empirismo, no sirve para contestar a las cuestiones primeras. En este sentido, Derrida coloca
el conocimiento “gramatológico” a la par de los problemas que surgen en la investigación empírica. Por
lo tanto, “la deconstrucción” no sería un nuevo término para “la demistificación ideológica”, pues cuando
la investigación empírica busca refugio en el campo del conocimiento gramatológico “debe operar con
‘ejemplos’” (Derrida, 1967: 98).
Los ejemplos que Derrida despliega para mostrar los límites de la gramatología como ciencia positiva
provienen de una autojustificación ideológica apropiada dentro de un proyecto imperialista. En el siglo
XVII, afirma este autor, existían tres tipos de “prejuicios” que, operando en la historia de la escritura consti-
tuían, un “síntoma de la crisis de la conciencia europea” (Derrida, 1967: 99): “el prejuicio teológico”,“el pre-
juicio chino” y “el prejuicio jeroglifista”. El primero puede resumirse en la idea de que Dios escribió un texto
primigenio y natural en hebreo o en griego. El segundo indica que el chino es el patrón perfecto para la
escritura filosófica, pero es sólo un patrón, pues la escritura filosófica “es independiente con respecto a
la historia” (Derrida, 1967: 105) y transformaría a la lengua china en una escritura fácil de aprender que
habría de superar al idioma chino actual. El tercer prejuicio sostiene que la escritura egipcia es demasiado
sublime como para ser descifrada. El primer prejuicio mantiene la “actualidad” del hebreo o el griego, los
últimos dos (“el racional” y “el místico”, respectivamente) entran en colisión con el fin de sostener al prime-
ro, donde se ubica el centro del logos visto como el Dios judeo-cristiano (la apropiación del Otro del hele-
nismo a través de asimilación es una historia ya antigua) —un “prejuicio” todavía sostenido con el objetivo
de dar a la cartografía del mito judeo-cristiano el estatuto de una historia geopolítica:

El concepto de la escritura china funcionaba como una especie de alucinación euro-


pea(…) …ese funcionamiento obedecía a una necesidad rigurosa. (…) No estaba perturbada
por el saber, limitado pero real, del que entonces se podía disponer en relación con la escritura
china. /Al propio tiempo que el “prejuicio chino”, un “prejuicio jeroglifista” había producido el
mismo efecto de enceguecimiento interesado. El ocultamiento, lejos de proceder, en aparien-
cia, del desprecio etnocéntrico, adquiere la forma de la admiración hiperbólica. No hemos ter-
minado aún de verificar la necesidad de este esquema. Nuestro siglo no se ha liberado del él:
siempre que el etnocentrismo es precipitado y ruidosamente conmovido cierto esfuerzo se
resguarda silenciosamente detrás de lo espectacular para consolidar una situación interna y
extraer de él cierto beneficio de puestas adentro. (Derrida, 1967: 106) [Traducción modificada
por J.A.; subrayado de la autora].

Derrida pasa, luego, a ofrecer dos posibilidades características para solucionar el problema del
Sujeto Europeo, que busca presentar a un Otro que consolide la situación interna, su propio estatuto

Sólo uso con fines educativos 315


de sujeto. Lo que sigue en el texto de Derrida es un rendimiento de cuentas de la complicidad entre
la escritura —la apertura de la sociedad privada y pública— y las estructuras del deseo, el poder y el
devenir del capitalismo. En este momento, el autor deja fuera de consideración la vulnerabilidad de su
propio deseo de conservar algo que es, paradójicamente, al mismo tiempo, inefable y no-trascendental.
Al criticar la producción del sujeto colonial, este lugar inefable y no-trascendental (“histórico”) es llena-
do por el sujeto subalterno.
Derrida cierra el capítulo volviendo a mostrar que el proyecto de la gramatología debe desarro-
llarse dentro del discurso de la presencia. Esto implica no una crítica de la presencia, sino la toma de
conciencia de que el itinerario del discurso de la presencia en la propia crítica es un llamado de aten-
ción precisamente en contra de una pretensión demasiado declarada a favor de la transparencia de los
motivos. La palabra “escritura” como denominación del objeto y el modelo de la gramatología es una
práctica que “no podía llamarse escritura sino en la clausura [clóture: área cerrada] histórica, vale decir
en los límites de la ciencia y la filosofía” (Derrida, 1967: 126).
En estos pasajes Derrida se encuentra alineándose con Nietzche y con los discursos filosóficos y
psicoanalíticos, más que con categorías específicamente políticas, con el fin de sugerir una crítica al
eurocentrismo en la constitución del Otro. Como intelectual postcolonialista, no me siento perturbada
por el hecho de que esta postura no haya sido una vía para mí —como parece ser inevitablemente para
los europeos— hacia la meta específica que esta crítica hace necesaria. Más importante me parece, en
cambio, que, en tanto filósofo europeo, Derrida consiga expresar las tendencias del sujeto europeo de
constituir al Otro como marginal al etnocentrismo y que le dé un lugar a ese proceso como problema,
con todos sus empeños logocéntricos y, por lo tanto, gramatológicos (dado que la tesis central del capí-
tulo es la complicidad entre los dos): y no como un problema general, sino europeo. Dentro de este con-
texto del etnocentrismo, Derrida trata denodadamente de desjerarquizar al Sujeto del pensamiento o
del conocimiento, a pesar de ser el “blanco textual” (Derrida, 1967: 126); pero lo que es pensamiento
por ser “un pasaje vacío”, sigue estando en el texto y, por ello, debe ser consignado como el Otro de la
historia. Este vacío [blankness] inabordable fijado en sus límites por un texto interpretable es lo que
un crítico postcolonialista del imperialismo querría ver desplegado dentro del área acotada de Europa
como el lugar de la producción de teoría. Los críticos e intelectuales postcolonialistas podemos inten-
tar desplazar su propia producción sólo presuponiendo ese vacío como inscripto en el texto. Pero dar
cuenta del pensamiento o del sujeto haciéndolo visible o invisible parece, en cambio, ocultar el recono-
cimiento implacable del Otro logrado a través de la asimilación. Con tales recaudos Derrida, entonces,
no proclama que “se deje hablar al otro / a los otros”, sino que convoca a un “llamado” al “otro por com-
pleto” (toutautre, como opuesto al otro que se afirma a sí mismo) para “transmitir a modo de delirio esa
voz interior que es la voz del otro en nosotros”.
Derrida considera al etnocentrismo de la ciencia europea de la escritura en el siglo XVII tardío y
temprano siglo XVIII como un síntoma de la crisis general de la conciencia en Europa. Naturalmente
que esto es parte de un síntoma más amplio, o quizás la crisis misma en el lento pasaje del feudalismo
hacia el capitalismo a través de las primeras oleadas del imperialismo capitalista. Por mi parte, me pare-
ce que el trayecto de reconocimiento a través de la asimilación del Otro puede ser trazado de un modo
más interesante aun en la constitución imperialista del sujeto colonial que en las incursiones reiteradas

Sólo uso con fines educativos 316


hacia el psicoanálisis o hacia la “figura” de la mujer, aunque la importancia de estos dos enfoques den-
tro del deconstruccionismo no debería ser minimizada. Pero Derrida no entró (o quizás no pudo entrar)
en ese campo de lucha.
Cualesquiera que sean las razones para esta ausencia específica, lo que me parece útil es el trabajo
sostenido y en desarrollo todavía sobre mecánica de la constitución del Otro. Podemos usar esto con
mayor ventaja analítica e intervensionista que las pretensiones de autenticidad del Otro. A este nivel, lo
que sigue siendo útil en Foucault es la mecánica de la disciplinarización e institucionalización, es decir,
la constitución del colonizador. Foucault no lo relaciona con ninguna versión, temprana o tardía, proto
o post-imperialista. Pero ello es muy fructífero para los intelectuales preocupados por la decadencia de
Occidente. La seducción en aquéllos (y el temor en nosotros) radica en que puedan permitir la compli-
cidad del sujeto que investiga (el profesional masculino o femenino) para disfrazarse a sí mismos detrás
de una pretensión de claridad de objetivos [transparency].

IV

¿Puede hablar el sujeto subalterno? ¿Qué es lo que los circuitos de élite deben hacer para velar
por la continuación de la construcción de un discurso subalterno? En este contexto la cuestión de la
“mujer” parece especialmente problemática. En una palabra: si se es pobre, negra y mujer la subalter-
nidad aparece por triplicado. Pero, sin embargo, si esta formulación se transfiere desde el contexto del
Primer Mundo al del mundo postcolonial (que no es lo mismo que el Tercer Mundo), la cualidad “negro”
o “de color” pierde mucho de su connotación persuasiva. La estratificación necesaria para la constitu-
ción del sujeto colonial en la primera fase del imperialismo capitalista hace de la marca “color” un ele-
mento inútil como significante emancipador. Enfrentados ante la feroz benevolencia normalizadora de
la mayor parte del radicalismo humanista y científico en los Estados Unidos y Europa (con su reconoci-
miento por asimilación), y ante el creciente aunque heterogéneo cese del consumismo en la burguesía
“compradora” de la periferia y la exclusión de los márgenes de esa misma articulación de los centros
de la periferia (los “verdaderos y diferentes grupos subalternos”), en esta área la analogía de conciencia
de clase más que conciencia de etnia parece prohibida tanto a nivel histórico como disciplinar. Y esto
sucede de modo igual para los grupos de izquierda como para los representantes de las derechas. No
se trata, empero, justamente de una cuestión de defasaje doble, como no lo es tampoco de encontrar
una alegoría psicoanalítica que permita la adaptación de la mujer del Tercer Mundo al del Primero.
Los reparos que acabo de expresar son válidos si hablamos de la conciencia en la mujer subalterna,
o, de modo más aceptable, en el sujeto subalterno. Lo que se requiere hoy en día es hacer informes, o
mejor dicho, participar en trabajo antisexista entre mujeres de color o entre mujeres bajo opresión de
clase en el Primer Mundo o en el Tercero. Al mismo tiempo, habremos de recibir de buen agrado todo lo
que tenga que ver con el rescate de información en estas áreas silenciadas relacionadas con la antropo-
logía, las ciencias políticas, la historia y la sociología. Sin embargo, asumir y construir la conciencia y al
sujeto, implica tal esfuerzo y voluntad que, a la larga, ello viene a converger con la tarea de constitución

Sólo uso con fines educativos 317


de un sujeto imperialista, entrelazando la violencia epistémica con los avances del aprendizaje y de la
civilización. Y la mujer subalterna seguirá muda como siempre.
En un campo tan acotado como éste, no es fácil formular la pregunta sobre la toma de conciencia
de la mujer subalterna. En este sentido, resulta más urgente recordarles a los radicales pragmáticos que
una pregunta semejante no es simplemente un modo idealista de desviar la atención de lo que impor-
ta. Aunque todos los proyectos feministas o antisexistas no pueden reducirse al mencionado, ignorarlo
sería un gesto de falta de conocimiento político, que, por otra parte, tiene una larga data y que colabora
con ese radicalismo masculino que hace que el lugar de enunciación del investigador sea tan eviden-
te. Buscando aprender a dirigirse al sujeto históricamente mudo representado en la mujer subalterna
(más bien que intentando escucharla o hablar por ella), una intelectual postcolonialista “desaprende”
sistemáticamente privilegios acordados a la mujer. Este desaprendizaje sistemático implica aprender
a criticar el discurso postcolonialista con las mejores herramientas que él mismo puede proveer y no
simplemente a sustituir la figura ya perdida del “colonizado”. Así, cuestionar la mudez nunca cuestiona-
da antes de la mujer subalterna dentro del proyecto antiimperialista de los estudios sobre subalterni-
dad no es, como siguiere Jonathan Culler, “producir una diferencia difiriendo” o “apelar a… la identidad
sexual definida como esencial y privilegiar las experiencias asociadas con esa identidad”.
La versión de Culler del proyecto feminista es posible dentro de lo que Elizabeth Fox Genovese ha
llamado “La contribución de las revoluciones democrático-burguesas al individualismo social y político
de las mujeres”. Muchas de nosotras estuvimos obligadas a comprender el proyecto feminista según
lo describe Culler en este momento, ya cuando estábamos, como en mi caso, todavía organizando la
agitación en los centros académicos norteamericanos. Eso significó para mí un paso necesario en mi
propia educación hacia un “desaprendizaje” y sirvió para consolidar la convicción de que el proyecto
principal del feminismo occidental continúa y, al mismo tiempo, desplaza la batalla hacia el derecho al
individualismo entre hombres y mujeres en situaciones de una movilidad social creciente. Es posible
suponer que el debate entre el feminismo de Estados Unidos y la “teoría” europea (según se la presen-
ta generalmente entre las mujeres de Norteamérica e Inglaterra) ocupa un rincón muy importante en
ese mismo campo. Yo veo con agrado la incitación a que el feminismo norteamericano se vuelque más
hacia la “teoría”. Me parece, sin embargo, que el problema de un sujeto mudo en el caso de la mujer sub-
alterna, aunque no sea solucionado por una búsqueda “esencialista” de orígenes perdidos, no puede
tampoco encontrar la respuesta en más teoría dentro del ámbito anglo-americano.
La exhortación a una mayor utilización del pensamiento teórico se presenta a menudo en nombre
de una crítica del “positivismo”, que aparece en este contexto como idéntico al “esencialismo”. Sin embar-
go, Hegel, el introductor moderno del “trabajo de la negación”, no se mantenía ajeno a la noción de
esencias. Para Marx, justamente, la curiosa persistencia del esencialismo dentro de la dialéctica era un
problema profundo y en ebullición. Así puede considerarse espuria la estricta oposición binaria entre
el positivismo / esencialismo (léase EE./UU.), por un lado, y la “teoría”, (léase, la teoría francesa o franco-
alemana a través de la anglo-americana), por otro. Además de ocultar la ambigua complicidad entre el
esencialismo y la crítica al positivismo (puesta de relieve en el capítulo de su libro que Derrida tituló
“De la gramatología como ciencia positiva”), esta corriente yerra al dar por sentado que el positivismo
no es una teoría. Con esta jugada se pretende la aparición de un nombre propio, una esencia positiva: la

Sólo uso con fines educativos 318


Teoría. Y nuevamente lo que queda sin considerar es el lugar de enunciación del investigador. Cuando
esta polémica por los territorios se desplaza al Tercer Mundo, no se produce ningún cambio en la cues-
tión del método. La discusión no puede tomar en cuenta, en rigor, que no existen registros de elemen-
tos para constituir el itinerario de una huella del sujeto sexuado que permita ubicar la posibilidad de la
diseminación en el caso de la mujer como individuo subalterno.
A pesar de todo, veo con buenos ojos que el feminismo haga causa común con la crítica al positi-
vismo y la desfetichización de lo concreto. Estoy muy lejos de sentir aversión por el hecho de aprender
algo gracias al trabajo que realizan los teóricos occidentales, aunque también he aprendido ya a insistir
en que se debe señalar el propio posicionamiento del sujeto que investiga. Dadas esas condiciones y
en calidad de crítica literaria, me he dedicado, por necesidad táctica, a examinar el inmenso proble-
ma de la conciencia de la mujer como individuo subalterno. Así reinventé el problema de una frase,
transformándola en el objeto de una simple semiosis: ¿Qué significa esa proposición? La analogía pasa
aquí por la victimización ideológica de un Freud y el posicionamiento de un intelectual postcolonialista
como sujeto investigador.
Como ha demostrado Sarah Kofman, la profunda ambigüedad en el uso freudiano de mujer como
chivo emisario es una reacción y una formación hacia un deseo inicial y continuo de dar una voz a la
histérica, de transformarla en el sujeto de la histeria. La formación masculinamente imperialista e ideo-
lógica que dio forma a este deseo moldeándolo como la “seducción de la hija” es parte de la misma for-
mación que construye la monolítica figura de “la mujer del Tercer Mundo”. Como intelectual postcolo-
nialista, yo tampoco he podido desligarme de esa misma influencia. Por ello, parte de nuestro proyecto
de “desaprendizaje” consiste en dar articulación a esa formación ideológica —midiendo los silencios, si
es necesario— para introducirla dentro del objeto de investigación. Así, en el momento de conside-
rar estas preguntas: ¿Puede hablar el sujeto subalterno? y ¿Puede hablar el sujeto subalterno (en tanto
mujer)?, nuestros esfuerzos por dar una voz al individuo subalterno en la historia van a estar doblemen-
te expuestos a correr el riesgo del discurso freudiano. Como resultado de estas reflexiones, ensamblé
las frases del siguiente modo: “Los hombres blancos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los
hombres de piel oscura” con un ánimo no demasiado diferente de aquél que se encuentra en las investi-
gaciones de Freud cuando arma la frase “Ein Kind wird geschlagen” (Le pegan a un niño).
El uso que en este caso hace Freud no implica una analogía isomórfica entre la formación del suje-
to y la conducta del colectivo social, que es también una práctica frecuente —acompañada a menudo
de una referencia a Wilheim Reich— en la conversación mantenida entre Deleuze y Foucault. De este
modo, esto no significa que yo esté sugiriendo que mi frase indica una fantasía colectiva sintomática de
un itinerario colectivo de represión sado-masoquista en una empresa imperialista colectiva. Existe una
simetría satisfactoria en tal alegoría, por cierto, pero yo invitaría al lector a considerar lo expuesto como
un problema de psicoanálisis “salvaje” [lego o incompetente] más bien que como una solución definiti-
vamente establecida. Del mismo modo como cuando Freud insiste haciendo a la mujer el chivo emisario
de la situación descrita en “Ein Kind wird geschlagen”, pero también en otros de sus textos, ello revela su
interés político, aunque de modo imperfecto, también mi insistencia en la producción del sujeto impe-
rialista en relación con mi frase pone en evidencia mi lugar político de enunciación.
Por otro lado, yo estoy tratando de imbuirme del aura que posee la metodología general freudiana

Sólo uso con fines educativos 319


en la estrategia de una frase que Freud construyó como una afirmación sacada de las muchas confe-
siones que su paciente le comunicó. Esto, sin embargo, no significa que yo haya de ofrecer un caso de
transferencia como un modelo isomórfico para la transacción entre el lector y el texto (el texto sería
aquí mi frase). La analogía entre transferencia y crítica literaria o historiografía no es más que una fruc-
tífera catacresis. Decir que el sujeto es un texto no autoriza a la inversión del tipo “el texto verbal es un
sujeto”.
Más bien me siento fascinada por el modo en que Freud realiza el predicado de una historia de
represión que conduce a la producción de la frase final. Es una historia con un doble origen, uno ocul-
to en la amnesia de la niña y el otro localizado en nuestro pasado arcaico, donde se asume de modo
implícito un espacio pre-originario en el que el ser humano y el animal no se hallaban todavía dife-
renciados. Así nos inclinamos a imponer una homología de la estrategia freudiana al discurso marxista
para explicar la disimulación de la economía política imperialista y esbozar una historia de la represión
que produce una proposición como la que presento. Esta historia tiene también un doble origen, uno
escondido en la manipulación detrás de la abolición del sacrificio de las viudas llevada a cabo por Gran
Bretaña en 1829; el otro se halla ubicado en el pasado clásico y védico de la India hindú: el Rig-Veda y el
Dharmasãstra. Sin ninguna duda, existe también un espacio pre-originario indiferenciado que sirve de
soporte a esta historia.
La proposición construida por mí es una muestra de entre los muchos desplazamientos surgidos para
describir la relación entre los hombres de piel oscura y los blancos (donde a veces se hallan implicadas las
mujeres de los dos grupos). Esa afirmación se ubica, por lo tanto, entre otras que expresan “admiración
hiperbólica” o una culpa piadosa que Derrida comenta en conexión con el “prejuicio jeroglifista”. La rela-
ción entre el sujeto imperialista y sus temas puede ser considerada, cuando menos, ambigua.
La viuda hindú asciende a la pira del marido muerto para inmolarse sobre ella. Esto es conocido
como “el sacrificio de la viuda”. (La transcripción tradicional del término sánscrito para “viuda” sería sati,
pero los primeros colonizadores británicos lo habían transcripto como suttee). Este rito no tenía alcance
universal ni era establecido en relación a la casta o a la clase social. Pero la abolición del rito por parte
de los británicos fue algo comprendido en general dentro de la máxima “Los hombres blancos están pro-
tegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura”. Las mujeres blancas —según consta
en los registros de las misionarias británicas del siglo XIX hasta el de Mary Daly— no han producido
una interpretación que valiera como comprensión alternativa del fenómeno. En contraste con esto, el
argumento nativista indio se presenta como una parodia de la nostalgia por los orígenes perdidos: “Las
mujeres deseaban, en realidad, la muerte”.
Las dos afirmaciones recorren un largo camino hasta encontrar su mutua legitimación. Pero lo que
no se oye es el testimonio de la propia voz de la conciencia femenina. Tal testimonio no sería, por cier-
to, tampoco trascendente ideológicamente o sería catalogado como “completamente” subjetivo, pero
habría servido para sentar las bases de producción de una afirmación contraria. Al repasar los nombres
(grotescamente mal transcriptos) de aquellas mujeres, las viudas sacrificadas, incluidos en los infor-
mes policiales de los registros de la East India Company, es imposible pensarlos emitiendo una “voz”. Lo
máximo que puede deducirse es la inmensa heterogeneidad que se filtra a pesar de la ignorancia que
trasunta semejante esbozo de rendimiento de cuentas (así, las castas, por ejemplo, aparecen descritas

Sólo uso con fines educativos 320


como “tribus”). Ante el entramado dialéctico que representan las dos afirmaciones: “Los hombres blan-
cos están protegiendo a las mujeres de piel oscura de los hombres de piel oscura” y “Las mujeres deseaban,
en realidad, la muerte”, la mujer intelectual postcolonialista formula la pregunta de una simple semiosis:
¿Qué significa esto?, para comenzar a tejer una historia.
Marcando el momento en que nace no sólo una sociedad civilizada sino también una “buena socie-
dad” en el seno de una confusión interna, es el momento también en que se invocan a menudo aconte-
cimientos singulares que infringen la letra de la ley para realzar en ella su espíritu. La protección de las
mujeres llevada a cabo por varones a menudo suministra tales ocasiones. Si por otro lado, sin embargo,
recordamos que los colonizadores hacían gala de su absoluta pretensión de no interferir en las costum-
bres y las leyes nativas, es interesante prestar atención a la invocación de esa transgresión sancionada
de la letra en aras del espíritu como puede leerse en la afirmación de J. D. M. Derrett: “La verdadera
primera legislación en la Ley Hindú fue llevada a cabo sin el consentimiento de un solo hindú”. La legis-
lación carece aquí de nombre. La próxima proposición donde la medida aparece con su denominación
es igualmente muy interesante si se consideran las implicaciones de una supervivencia, después de la
descolonización, de la “buena” sociedad establecida durante el dominio colonial: “La recurrencia del sati
en la India independiente es un resurgimiento oscurantista que no ha de sobrevivir por mucho tiempo
ni siquiera en las regiones más atrasadas del país”.
En este caso lo que me interesa no es si la afirmación de Derrett es correcta o no, sino que la pro-
tección de la mujer (hoy en día de “la mujer del Tercer Mundo”) deviene un significante para el estable-
cimiento de una buena sociedad que, en determinados momentos fundacionales, debe transgredir la
mera legalidad o la justicia de las políticas legales. En este caso particular, el proceso permitió también
la redefinición como crimen de lo que había sido tolerado, conocido o inclusive alabado como ritual. En
otras palabras, este ejemplo paradigmático en la legislación hindú trascendió los límites entre lo públi-
co y lo privado.
Aunque la narrativa histórica foucaldiana al ocuparse sólo de Europa Occidental, descubre nada
más que tolerancia para la criminalidad hasta la fecha del desarrollo de la criminología, a finales del
siglo XVIII (Derrida, 1972-1977: 4), su descripción teórica de la espisteme es aquí pertinente “La episteme
es el ‘dispositivo’ que hace posible la separación no entre lo verdadero y lo falso, sino de lo que puede
ser caracterizado como científico”, es decir, el ritual opuesto al crimen, donde lo primero cae bajo la
superstición y lo segundo bajo las ciencias jurídicas.
El salto dado por el suttee de lo privado a lo público establece una clara aunque compleja relación
con el momento de cambio de una presencia británica que pasa de mercantil y comercial a territorial
y administrativa. Ello puede ser rastreado en correspondencia con las instituciones como los destaca-
mentos policiales, los tribunales de primera instancia y los otros, así como los tribunales de directores y
del príncipe regente, etc. Es interesante notar, además, que desde el punto de vista de un “sujeto colo-
nial”, también salido del feudalismo y de la transición al capitalismo, sati es un significante con una con-
notación social inversa:

Se trata de grupos que se han vuelto psicológicamente marginales a causa del impacto
que les han producido el contacto con la occidentalización… y se han sentido presionados a

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demostrar, a otros y a sí mismos, su pureza ritual y su lealtad a la alta cultura tradicional. Para
muchos de ellos el rito de sati se tornó una prueba importante de su conformidad a viejas nor-
mas cuando esas mismas normas se habían vuelto vacilantes desde adentro.
Si este es el primer origen histórico de la frase que presento como paradigmática, ese
origen se pierde en la noche de los tiempos que incluye el trabajo, el relato de la expansión
capitalista, la paulatina liberación de la fuerza del trabajo como mercancía, la narrativa de los
modos de producción y la transición del feudalismo pasando por el mercantilismo hasta llegar
al capitalismo.

Sin embargo, la precaria normatividad de esta narración está sostenida por la supuesta constancia
en la falta de cambio y en el abismo que separa el modo “asiático” de producción. Se afirma esto cada
vez que se hace evidente que la historia de la lógica del capital es la historia de Occidente, que el impe-
rialismo establece la universalidad de modo narrativo de producción y que ignorar al individuo subal-
terno hoy en día es, quiérase o no, continuar con el proyecto imperialista. El origen de mi frase paradig-
mática se pierde, entonces, al mezclarse con otros discursos más poderosos. Dado que la abolición de
sati fue en sí misma admirable, ¿es posible todavía maravillarse que su descubrimiento revelara deseos
intervencionistas, considerando quién podría haber acuñando semejante frase?
La imagen del imperialismo como la instancia que estableció la buena sociedad en la India aparece
acompañada por la idea de la mujer como objeto de protección desde su propio modo de ser. ¿Cómo es
posible analizar la disimulación en la que incurre la estrategia patriarcal, que aparentemente le garantiza
a la mujer libre elección como sujeto? En otras palabras, ¿cómo se hace el pasaje desde lo británico a lo
hindú? Aun este intento debe mostrar que el imperialismo no puede identificarse con el cromatismo o
el mero perjuicio contra la gente de color. Para acercarse a esta cuestión, me referiré brevemente al Dhar-
masãstra (Escrituras fundamentales) y al Rg-Veda (Conocimiento de alabanza). Estos textos representan
el origen arcaico en mi homología con Freud. Por supuesto que mi tratamiento del tema no será exhaus-
tivo. Mis lecturas son, más bien, un análisis interesado e inexperto, proveniente de una mujer salida del
postcolonialismo, que se dirige al modo cómo se construye la represión con el fin de construir una narra-
ción alternativa de la conciencia feminista, es decir, del ser de la mujer, y por lo tanto, de la mujer que es
buena, o sea: del deseo de la mujer buena; o sea: del deseo de la mujer. Paradójicamente, somos testigos
del lugar inestable que ocupa la mujer en la inscripción de una individuación social. Los dos aspectos
en el Dharmasãstra que me interesa tratar son el discurso sobre los suicidios sancionados por la tradi-
ción y la naturaleza de los ritos fúnebres. Enmarcada entre estos dos discursos, la auto-inmolación de las
viudas parece una excepción a la regla. La doctrina de las Escrituras indica en general que el suicidio es
reprensible. Queda un margen, sin embargo, para ciertas formas de suicidio que, en tanto realizaciones
que siguen determinada regulación, pierden la categoría de suicidios. La primera categoría de suicidios
codificados surge del tatvajnãna, o conocimiento de la verdad. En este caso el sujeto cognoscente com-
prende la insubstancialidad o la mera condición de fenómeno (que puede llegar a ser lo mismo que la
afenomenalidad) de su propia identidad. En cierto momento tat tva fue interpretado como “lo tú” [en
inglés: “that you”], pero aun sin esta lectura, tatva significa “cosidad” [en inglés: “thatness”,“quiddity”]. Así,
ese yo iluminado conoce verdaderamente la “cosidad” de su identidad. La destrucción de esa identidad

Sólo uso con fines educativos 322


no es ãtmaghãta (un asesino de sí mismo). La paradoja de conocer los límites del conocimiento es que
la afirmación más fuerte del operativo para negar la acción no puede ser un ejemplo de sí mismo. De
modo curioso, el auto-sacrificio de los dioses es sancionado por una ecología natural práctica para la ela-
boración de la economía de la Naturaleza y del Universo, más que para el auto-conocimiento. En este
estadio lógicamente anterior en la cadena particular de desplazamientos, al estar habitado por dioses
más que por seres humanos, suicidio y sacrificio (ãtmaghãta y ãtmadãna) se presentan con la pequeña
diferenciación de una sanción “interior” (auto-conocimiento) o “exterior” (relacionado con un significado
físico ecológico).
Este discurso filosófico, sin embargo, no deja lugar para el auto-sacrificio de la mujer. Para este caso
especial, buscamos la esfera de los suicidios codificados que no pretendan conocimiento de la verdad
como un estado que, en todo caso, es fácilmente verificable y pertenece al área de sruti (lo que fue
oído) más que smirti (lo que fue recordado). Esta excepción a la regla general sobre suicidio anula la
identidad fenoménica del auto-sacrificio si éste aparece realizado en ciertos lugares más que en cierto
estado de iluminación en este sentido, pasamos de una sanción interior (conocimiento de verdad) a
una exterior (lugar de peregrinación). Es posible para una mujer realizar este tipo de (no) suicidio.
Sin embargo, este no es el lugar para que la mujer anule el nombre propio del suicidio en virtud de
la destrucción de su propio yo. Para ella se trata solamente de la inmolación sobre la pira de su marido
muerto. (Los pocos ejemplos masculinos, citados en la antigüedad hindú, de auto-inmolación en otra
pira, considerados prueba de entusiasmo o devoción hacia un maestro o superior, revelan la estruc-
tura de dominación del rito). Este suicidio que no es tal puede leerse como el simulacro tanto de un
conocimiento de la verdad como de piedad del lugar. El primer caso es como si el conocimiento den-
tro de un sujeto de su propia insubstancialidad y la mera fenomenalidad fuese dramatizado de modo
tal que el marido muerto deviniera el ejemplo exteriorizado y el lugar del sujeto extinguido, mientras
que la viuda se tornaría el (no) agente que “dramatiza”. En el segundo caso de simulacro, sería como la
metonimia donde todos los lugares sagrados fueran ahora ese lecho de madera ardiente, erigido en un
elaborado ritual, donde se consume el sujeto femenino, legalmente desplazado del sujeto mujer. Es en
este marco profundamente ideológico del lugar desplazado del sujeto mujer donde la paradoja de la
libre elección toma lugar. Para el sujeto masculino, se trata de la felicidad del suicidio, una felicidad que
ha de anular más que establecer su estatuto como tal. Para el sujeto femenino es una auto-inmolación
sancionada; aun si hace desaparecer el efecto de “caída” (pãtaka) relacionada con un suicidio no permi-
tido, redundaría en un acto de elección en otro registro. En la producción inexorablemente ideológica
del sujeto sexuado, tal muerte puede entenderse desde el sujeto mujer como un significante excepcio-
nal de su propio deseo, que excedería la regla general de la conducta de una viuda.
En ciertos periodos y regiones esta reglamentación de excepción se tornó en la regla general para
una clase determinada. Ashis Nandy da testimonio de su prevalencia en el siglo XVII y a comienzos del
XIX en Bengala. Existencia del ritual debido a factores que van desde el control de la población a una
misoginia comunitaria. Su predominio en esas áreas durante ese período se explica, por cierto, porque
en Bengala —a diferencia del resto de la India— las viudas podían heredar propiedades. Entonces, lo
que los británicos leían como el caso de pobres mujeres víctimas enviadas al matadero es de hecho un

Sólo uso con fines educativos 323


campo de batalla ideológico. Como ha apuntado P.V. Kane, el gran historiador del Dharmasãstra, al sos-
tener que:

en Bengala la viuda de un miembro que no tiene hijos aun en una familia hindú extensa sea
poseedora de prácticamente los mismos derechos sobre el conjunto de la propiedad familiar
que habría tenido su marido fallecido… debe haber conducido con frecuencia a los miembros
restantes a deshacerse de esa viuda apelando, en el momento de mayor angustia, a su devo-
ción y amor por el marido (Kane, 1963: II.2. 635).

A pesar de ello, la mirada masculina benevolente e ilustrada consideraba y sigue considerando con
simpatía el “coraje” de la libre elección femenina en este asunto. Por consiguiente, los varones aceptan
la producción del sujeto sexuado subalterno:

La India moderna no justifica la práctica de sati, pero sólo una mente torcida puede cen-
surar a los indios de hoy por expresar admiración y reverenciar el frío e indoblegable coraje de
las mujeres de la India cuando se tomaban satis o realizaban el jaubar para llevar a cabo sus
ideales de conducta femenina”. (Kane, 1963: II.2. 636).

Lo que Jean-François Lyotard ha denominado el “différend”, como la inaccesibilidad o la intradu-


cibilidad de un modo de discurso dentro de una polémica hacia otro modo de discurso, aparece vívi-
damente ilustrado en estos ejemplos. En tanto el discurso que los británicos percibían como un ritual
pagano aparece transformado (Lyotard diría “no traducido”) en hecho criminal, una diagnosis del libre
arbitrio femenino es sustituida por otra.
La auto-inmolación de las viudas no fue, por cierto, una prescripción ritual invariable. Y, sin
embargo, si la viuda realmente decide exceder la letra del ritual, echarse atrás es una transgresión
para la que se estipula un tipo especial de castigo (Kane, 1963: II.2. 633). Por oposición, ser disuadida
después de haberse decidido a la inmolación, ante la presencia del oficial de la policía británica quien
registraba el sacrificio, era en la viuda un signo de real libre elección, una elección por la libertad. La
ambigüedad de la posición de la élite colonial india se revela en la romantización nacionalista de
pureza, fuerza y amor que se colocaba en las mujeres que elegían ser víctimas. Los dos textos claves
al respecto son el canto de agradecimiento de Rabindranath Tagore dedicado a “las abuelas paternas
de Bengala y a su auto-renuncia” y la alabanza del suttee por parte de Ananda Coomaraswamy como
“la última prueba de la perfecta unidad entre el alma y el cuerpo” (Sena, 1925: 2. 913-914).
Obviamente no estoy aquí abogando por el asesinato de viudas en la India, lo que pretendo es
sugerir que existen dos versiones contrapuestas de libertad, y que la constitución de sujeto femenino
en la vida es lugar del “diferendo”. En caso de la auto-inmolación, el ritual aparece redefinido no como
superstición sino como crimen. La gravedad de sati consistía, en cambio, en que era ideológicamente
registrado como “recompensa”, así como la gravedad del imperialismo consistía en que era considerado
como una “misión social”. La comprensión de Edward Thompson de sati como “castigo” es digna, por lo
tanto, de un comentario. Este autor sostiene que:

Sólo uso con fines educativos 324


Puede parecer injusto e ilógico que los mongoles empalaran y despellejaran vivos a los ene-
migos sin ningún empacho y que otras naciones europeas tuvieran terribles códigos penales
y que un siglo antes que el suttee empezara a producir un impacto en la conciencia de los
ingleses, en Europa se escenificaran orgías de quema de brujas y persecuciones religiosas sin
que los europeos se sintieran lastimados en sus sentimientos. Pero las diferencias se basaban
para ellos en esto: que las víctimas de sus crueldades eran torturadas por medio de la ley que
detectaba a quienes la infringían, mientras que las víctimas del suttee no eran castigadas por
una infracción sino que era la debilidad física la que las colocaba a merced del varón. El rito
venía a probar así una falla moral y una arrogancia como no había puesto en evidencia en nin-
guna otra transgresión humana. (Thompson, 1928: 132).

Entre la mitad y el fin del siglo XVIII, siguiendo el espíritu de la codificación de la ley, los británi-
cos colaboraron en la India con brahmanes letrados, consultándolos para decidir si el suttee era legal
dentro de la versión homogeneizada con que presentaban la legislación hindú. La colaboración fue a
menudo muy particular, como en el caso de la importancia acordada a la disuasión ante la inmolación.
A veces, como en la prohibición general sãstrica en contra de la inmolación cuando ésta iba a tener
lugar entre las viudas con los hijos pequeños, la actitud británica parece confusa. Al comienzo del siglo
XIX, las autoridades británicas —y especialmente los británicos en Inglaterra— sugerían de modo cons-
tante que esa colaboración hacía aparecer a los ingleses como avalando las prácticas de inmolación.
Cuando finalmente fue aprobada la ley, se borró automáticamente la historia de un largo período de
colaboración, mientras se hacía escuchar un discurso celebratorio del hindú noble que se había opues-
to al hindú malvado, capaz de toda clase de atrocidades:

La práctica del suttee…es repugnante a los sentimientos de la naturaleza humana… En


diferentes instancias se han perpetrado atrocidades que han escandalizado a los mismos hin-
dúes… Actuando bajo estas consideraciones, el Gobierno General en la Asamblea —sin inten-
tar separarse de uno de los más importantes principios del sistema británico de Gobierno de
la India que consiste en que a todas las clases de la población se les garantice la observancia
de sus ritos religiosos, en tanto se pueda suscribir a ese sistema sin violar los excelsos dictados
de la justicia y de la humanidad— se arroga el derecho de establecer las siguientes normas…
(Kane, 1963: II.2, 624-625).

Por supuesto, nadie se dio cuenta de que aquí se trataba de una ideología alternativa como codifi-
cación graduada que veía el suicidio en tanto excepción y no como rotulación pecaminosa. Quizás, en
cambio, sati debió haber sido interpretado como martirio, donde el difunto habría aparecido como el
Uno trascendental, o como la Guerra, y en ese caso el marido fallecido habría simbolizado al Soberano
o al Estado, por cuyo motivo habría podido ponerse en movimiento una ideología transida con la idea
de auto-sacrificio. En realidad, el rito fue caratulado como asesinato, infanticidio y exposición mortífera
de las más añejas tradiciones. Así se produjo el exitoso borramiento de la ambigua ubicación del libre
arbitrio para el sujeto constituido sexuadamente en tanto mujer. Y aquí no hay modo de seguir huellas
de un itinerario. Dado que los otros suicidios sancionados por la tradición no incluían la escena de esta

Sólo uso con fines educativos 325


constitución, no se adscribieron en el campo de batalla ideológico en el origen arcaico —en la tradición
del Dharmasãstra— ni en el marco de la reinscripción del ritual como crimen que estipuló la abolición
británica de sati. La única transformación relacionada fue la reinscripción realizada por Mahatma Gand-
hi de la noción de satyãgraha, o huelga de hambre; como acto de protesta. Éste no es el lugar para dis-
cutir los detalles de este enorme cambio. Simplemente me limitaré a invitar al lector a comparar el aura
que pudo rodear el sacrificio de las viudas con el que rodeó la resistencia de Gandhi. La raíz etimológica
de la primera parte de la palabra satyãgraba y sati es, sin embargo, la misma.
Desde el comienzo de la Era Puránica (desde el año 400), hubo brahmanes que se hallaban deba-
tiendo la propiedad doctrinaria de sati como forma de suicidio codificado en lugares sagrados en
general. (Un debate que no ha cesado en el ámbito académico). A menudo entraba en la cuestión la
proveniencia de casta. Rara vez, sin embargo, se debatía la ley en general para las viudas —en cuanto
a la obligación de observancia de brahmacarya. En este sentido, hay que decir que no es suficiente
traducir este concepto como “soltería” [pero no existiría otro término más apropiado; en inglés: “celiba-
cy”]. Debe hacerse notar que de los cuatro años del ser en la psico-biografía normativa hindú (o brah-
mánica), brahmacarya es la práctica social anterior a la inscripción familiar del matrimonio. El varón
—ya se trate de un hombre viudo o casado— se gradúa al pasar por el vãnaprastha (la selva de la
vida) hacia la “soltería” madura y renunciación de samnyãsa (el dejar de lado). La mujer como esposa
es indispensable para gãrhasthya, o manutención de los bienes hogareños, y ella puede acompañar a
su esposo a atravesar la selva de la vida. Según la norma brahmánica ella no tiene acceso, sin embargo,
a la “soltería” final del ascetismo, o samnyãsa. La mujer como viuda, por la regla general de la doctrina
sagrada, debe regresar a un estadio anterior transformada en lo inmóvil. Los daños institucionales que
acompañan a esta ley son bien conocidos, pero lo que yo estoy considerando aquí es el efecto asi-
métrico de ello sobre la formación ideológica del sujeto sexuado. Es mucho más importante que no
hubiera habido, en rigor, una polémica abierta en torno a este destino no excepcional de las viudas
—ni entre los hindúes mismos ni en el diálogo entre hindúes y británicos— que el hecho de que fuera
condenada activamente la prescripción excepcional de auto-inmolación. En este caso, la posibilidad de
recuperación de un sujeto (sexualmente) subalterno aparece una vez más en un estado de pérdida y
de sobre-determinación.
Esta asimetría legalmente programada en el estatuto del sujeto que efectivamente define a la
mujer como objeto de un marido, opera obviamente llevando agua para el molino del status simétri-
camente legal del sujeto masculino. La auto-inmolación de la viuda llega a ser, por este motivo, el caso
extremo de la ley general más que la excepción a ella. No debe sorprender, por lo tanto, que se hable de
recompensas celestiales para sati, dado que la cualidad de ser un objeto que tiene un poseedor único
aparece realzada en virtud de una rivalidad con otras mujeres, aquellas bailarinas que danzan en el
cielo en estado de éxtasis, como parangones de belleza femenina y goce masculino que cantan en su
alabanza:

En el cielo, ella, dedicada tan sólo a su marido y alabada por grupos de apsãras bailarinas
celestiales], se dedica a competir con su esposo tanto tiempo como imperen los catorce Indras.
(Kane, II.2. 631).

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Al ubicar el libre arbitrio de la mujer en la auto-inmolación, su profunda ironía se revela una vez
más en un verso que acompaña el primer pasaje: “En tanto la mujer [como esposa: stri] no se queme a
sí misma en la pira por la muerte de su marido, nunca será liberada [mucyate] de su cuerpo femenino
[strisarir —es decir: en el ciclo de los nacimientos]”. Aun asociando muy sutilmente una liberación gene-
ral a partir del agente individual, el suicidio sancionado por la tradición especialmente para las mujeres
obtiene su estrictez ideológica por medio de una identificación de ese agente con una categoría supra-
individual, como si dijera: “mátese en la pira de su marido ahora y así podrá aniquilar su cuerpo femeni-
no en el ciclo entero de la procreación del futuro”.
En una ramificación más esta paradoja, al destacar el libre arbitrio se ratifica, al mismo tiempo, la
desdicha particular de poseer un cuerpo femenino. El término usado aquí para el ser que va a arder en
la pira es el vocablo corriente de “espíritu” en el más levado de los sentidos (ãtman); el verbo “liberar”, a
través de su vínculo con la raíz de “salvación” en la aceptación más sublime (muc>moska), aparece en su
forma pasiva (mocyate); mientras que, en cambio, la palabra de aquello que será aniquilado en el ciclo
de los nacimientos es el término más común para significar “cuerpo”. El mensaje ideológico subyacente
se hace evidente en la admiración puesta de manifiesto de modo benevolente por los historiadores
masculinos del siglo XX: “El Jauhar [grupo de viudas de guerra en auto-inmolación provenientes del
aristocrático Rajput o viudas de guerra inminentes] practicado por las damas de Rajput en Chitor y en
otros lugares con el fin fe salvarse de las inenarrables atrocidades de los musulmanes triunfantes es
demasiado bien conocido como para desarrollarlo con detalle” (Kane, 1963: II.2. 629).
Aunque el jauhar no es, hablando estrictamente, un saco de sati y, aunque no quiero tratar aquí
tampoco el tema de la violencia sexual tradicionalmente aceptada entre los conquistadores masculi-
nos, ya sean musulmanes o no, es importante decir que la auto-inmolación femenina aparece en este
marco como una legitimación de la violación en tanto hecho “natural”, y obra a la larga dentro de una
visión interesada de la posesión única genital de la mujer. Las violaciones grupales perpetradas por los
ejércitos conquistadores es una celebración metonímica de adquisición territorial. Del mismo modo
que la ley general en torno a las viudas de la India se presentaba sin cuestionar, así también aquel acto
de heroísmo persistente entre los relatos patrióticos contados a los niños, operando, al mismo tiempo,
en el nivel más craso de reproducción ideológica. Ese relato ha jugado también un enorme papel, preci-
samente en su calidad de significante hiper-marcado, saliendo a la escena en el momento de actuación
del comunitarismo hindú. Simultáneamente, la problemática más amplia de la constitución del sujeto
sexuado aparece ocultada por la silueta más imponente de la evidente violencia del acto de sati. Así la
tarea de recuperación de un sujeto (sexualmente) subalterno se pierde en la textualidad institucional
en las raíces de su origen arcaico.
Como he dicho antes, al poder transferirse transitoriamente el estatuto del sujeto legal como
poseedor de una propiedad al deudo femenino, se le daba una fuerza mayúscula al auto-sacrificio de
las viudas. Raghunandana, el jurista de fines del siglo XV y comienzos del XVI, cuyas interpretaciones
prestan supuestamente la mayor autoridad a tales prácticas de realce, hace suyo un curioso pasaje
del Rg-Veda, el más antiguo de los textos hindúes, el primero de los Srutis (lo que fue oído). Al hacerlo,
continúa una centenaria costumbre que conmemora una lectura errónea, que es peculiar e ingenua,
como si allí estuviera el verdadero lugar de la sanción de la tradición. Se trata de versos que ponen de

Sólo uso con fines educativos 327


relieve ciertos pasos en el decurso de los rituales fúnebres. Pero aun una simple lectura pone en evi-
dencia que “no está dirigido de ninguna manera a mujeres que acaban de enviudar, sino a las damas
que forman parte de la servidumbre del hombre fallecido, pero cuyos propios maridos se hallan con
vida”: ¿por qué fue considerado, entonces, un juicio autorizado? La transposición no demasiado real-
zada del individuo fallecido, que toma el lugar de los maridos vivos, pertenece a un orden diferente
de misterio en el origen arcaico entre los que hemos venido presentando. El texto prosigue: “Dejad
que aquellas cuyos maridos son honorables y se hallan vivos entren en la morada con claros ungüen-
tos en sus ojos. /Dejad que esas mujeres entren primeras en la morada, sin llanto, llenas de salud y
magníficamente ataviadas.” (Kane, 1963: II.2. 634). Pero esta significativa transposición no es el único
error. La pretensión de autoridad está basada en un convertido pasaje que, además, es leído de modo
diferente. En la segunda línea citada, el término para “primeras” es en el texto original “agre”. Algunos
han leído ese vocablo como “agne” (Oh, fuego). Como el mismo Kane aclara, sin embargo, “inclusive si
ese cambio Apararka y otros relacionan el pasaje con la práctica de sati” (Kane, 1963: IV.2. 199). En este
sentido, llegamos a un punto donde se produce otra barrera protectora frente al origen de la historia
del sujeto femenino subalterno. ¿Se trata de otro caso de onitocrítica histórica que deba desplegarse
sobre la base de una afirmación del tipo de las que hace Kane: “Por lo tanto, hay que admitir que o
bien que la letra está corrupta o que Raghunandana cometió un desliz inocente” (Kane, 1963: II.2. 634).
Hay que agregar, además, que el resto del poema trata sobre la ley general de brahmacarya en estado
de inmovilidad para las viudas (donde sati es una excepción) o sobre nigoya: “señalar a un hermano
o a cualquier deudo cercano para despertar la atención sobre el marido difunto llevando al altar a su
viuda”.
Así como Kane es la autoridad en el caso de Dharmasãstra, el libro Principles of Hindu law de Mulla
es su guía práctica. Este análisis de textos correspondería a lo que Freud llamaría “lógica de cadena”,
puesto que el manual de Mulla aduce, de modo igualmente lapidario, que los versos Rg-Védicos con-
siderados eran la prueba de que: “el nuevo casamiento de las viudas y el divorcio eran reconocidos en
algunos textos antiguos”.
Sólo corresponde mostrar asombro ante el papel jugado por el término yoni. En este contexto,
vinculado al adverbio de lugar agré (en el frente), yoni significa “morada”. Sin embargo, este sentido no
borra su primera acepción genital (aunque no necesariamente referido sólo a los genitales femeni-
nos). ¿Por qué, entonces, habría de tomarse como autoridad para explicar la elección de las viudas en
el auto-sacrificio justamente un pasaje que celebra la entrada de mujeres ataviadas en una morada que
en este caso se denomina yoni, cuando habría una iconicidad extracontextual que remitiría más bien a
una entrada en la producción pública o en el nacimiento? Paradójicamente, la asociación entre la idea
de vagina y fuego presta cierta fuerza a la pretensión de autoridad antes comentada. Esta paradoja se
ve acrecentada por la modificación introducida por Raghunandana quien lee lo siguiente: “Dejad que
ellas asciendan primeras a la morada fluyente [en el sentido de “origen”], oh fuego <o de fuego>”. ¿Por
qué se ha de aceptar, además, lo siguiente: “Probablemente esto significa ‘que el fuego sea para ellas
tan fresco como el agua’” (Kane, 1963: II.2. 634)? El fluido genital del fuego, es decir, una frase salida de
un pasaje corrupto, podría representar una indeterminación sexual para suministrar la metáfora a la
indeterminación intelectual de tattvajnãna (Conocimiento de la verdad).

Sólo uso con fines educativos 328


En párrafos anteriores he hablado de una narración alternativa como construcción para la concien-
cia femenina que termina siendo para la mujer que es buena y de allí para el deseo de la mujer buena
que pasa a ser para el deseo de la mujer. Este desplazamiento puede ser visto también en el propio
término de sati, la forma femenina de sat. Esta última palabra trasciende toda noción específicamente
sexual de lo masculino, sin embargo, para ascender a la esfera no solamente de la universalidad humana
sino al dominio de lo espiritual. Se trata del participio presente del verbo “ser”, y en este sentido significa
no sólo lo “que es”, sino también “Verdad” / “Dios” / “Justicia”. En los textos sagrados su sentido es “esencia”,
“espíritu universal”. Como prefijo también indica “apropiado”, “oportuno”, “ajustado”. Por otro lado, perte-
nece al estilo suficientemente elevado como para servir de traducción a los términos de la filosofía occi-
dental moderna, como se da, por ejemplo, en el uso del “Sein” heideggeriano. Pero sati —la forma feme-
nina— significa simplemente “buena esposa”.
Es el momento ahora de revelar que sati o suttee, como el nombre propio del rito de auto-inmola-
ción de las viudas en la India, guarda la memoria de un error gramatical por parte de las autoridades
británicas, del mismo modo que la nomenclatura de “indio americano” conmemora un error concreto
por parte de Colón. La palabra en numerosas lenguas de la India significa “el arder de sati” (es decir,
de la “buena esposa”), quien así escapa a la inmovilidad regresiva de la viuda en brahmacarya. Esto
ejemplifica la hiper-marcación de etnia, clase y diferencia sexual en toda la situación. Pero a la vez esta
sobredeterminación sólo puede ser percibida cuando se lleva a la parodia de sí misma, al mostrar cómo
se impone sobre algunas mujeres una compulsión ideológica más extensa en el acto de provocar la
identificación, dentro de la práctica discursiva, de la virtud de “buena esposa” con la auto-inmolación en
la pira del marido. En otra cara de esta constitución del objeto, la abolición de aquello que justamente
daría la ocasión para el establecimiento de una buena sociedad en la India, que va más allá de una
sociedad puramente de buenas costumbres, es lo que estoy tratando de debatir, en tanto implica la
manipulación hindú de la constitución del sujeto mujer.
Antes he mencionado la obra de Edward Thompson titulada Suttee y publicada en 1928. Aquí no
puedo, sin embargo, dedicarle a esta obra el comentario que ella se merece como perfecto ejemplo
de una verdadera justificación del imperialismo en su papel de misión civilizadora. He de decir, con
todo, que en ningún momento de ese libro, escrito por alguien que declara “amar a la India”, se proble-
matiza la injerencia británica y su “beneficiosa crueldad” como caso motivado por un expansionismo
territorial o una planificación de capitalismo industrializado. (Thompson, 1928: 37). El problema que se
halla en este libro es, por cierto, una cuestión de representación: la construcción de un concepto conti-
nuo y homogéneo de la categoría “India” en términos de autoridades del Estado y de administradores
británicos, por lo menos desde la perspectiva del sentido común, que sería la expresión clara de un
humanismo razonable. “La India” puede ser representada también, en otro sentido, por sus dominado-
res imperiales. La razón para las referencias a suttee en este párrafo tiene que ver con la versión que
presenta Thompson de esta palabra desde la primera frase de su obra donde aparece con el sentido de
“leal” (faithful), una traducción inadecuada que siendo una licencia poética, le permite insertar al sujeto
femenino en el discurso del siglo veinte.
Consideremos la aceptación de Thompson de la apreciación del General Charles Hervey del proble-
ma del sati: “Hervey tiene un pasaje que muestra la piedad de un sistema que mira sólo por la bondad

Sólo uso con fines educativos 329


y la constancia en la mujer. Él obtuvo los nombres de satis quienes murieron en la pira de Bikanir Rajas;
ellas tuvieron nombres como: “Reina rayo, Rayo de sol, Gusto de amor, Collar de flores, Virtud hallada,
Eco, Ojo Suave, Comodidad, Luz de luna, Corazón querido, Amor triste, Ojo-juego, Sonrisa, Claro de bos-
que-nacida, Amor-capullo, Feliz anuncio, Vestida de rocío, o Nube-floreciente —el último, un nombre
favorito. Una vez más, imponiendo las típicas demandas victorianas de las clases superiores sobre “su
mujer” (su frase preferida), Thompson se apropia de la mujer hindú mientras intenta salvarla del “siste-
ma”. Bikaner está en Rajasthan; y cualquier discusión sobre las viudas-quemadas de Rajasthan, especial-
mente dentro de la clase dominante, se debe entender íntimamente ligada a la construcción —positiva
o negativa— del comunalismo Hindú (o Aryan).
Una mirada a los patéticamente mal deletreados nombres de las satis del artesano, del campesino,
del religioso del pueblo, del prestamista, del clérigo y de los grupos sociales comparables de Bengala,
donde las satis eran más comunes, nos revela que quizás no hubiesen tenido lugar (los adjetivos pre-
feridos de Thompson para las bengalies son “imbéciles”). O tal vez pudieron haberlos tenido. No hay
pasado más peligroso que el que se produce cuando se transforma un nombre propio en un sustan-
tivo, traduciéndolo, y usándolo como evidencia sociológica. Yo intentaría reconstruir los nombres de
la lista y comenzaríamos a sentir la arrogancia de Hervey y Thompson. ¿Qué podría haber significado
comodidad? ¿Qué es ‘Shanti’? Los lectores son recordados de la última línea de Waste Land de T. S. Eliot.
Allí, la palabra tiene la marca de un especial estereotipo de la India —la grandeza del Upanishads ecu-
ménicos. ¿O fue Swasti? Los lectores son recordados de la swastika, la marca del ritual Brahmanic de la
comodidad doméstica (como en “Dios Bendice Nuestro Hogar”), estereotipado en la parodia criminal
de la hegemonía de Aryan. Entre estas dos apropiaciones, ¿Dónde está nuestra bella y constante viuda
quemada? El aura de los nombres debe más a los escritores como Edward Fitzgerald —el “traductor” de
Rubayyat de Omar Khayyam quien ayudó a construir un cierto cuadro de la mujer oriental a través de
la supuesta “objetividad” de la traducción— que a la exactitud sociológica. Por este tipo de pensamien-
to, los nombres propios traducidos de una colección al azar de filósofos franceses contemporáneos o
directores de prestigiosas corporaciones norteamericanas podrían dar evidencia de una inversión feroz
en una teocracia hagiográfica y arcangelizada. Tales deslizamientos del lápiz pueden ser perpetuados
en sustantivos comunes, pero el nombre propio es más susceptible al engaño. Y éste es el engaño britá-
nico con sati que estamos discutiendo. Luego de tal domesticación del sujeto, Thompson puede escri-
bir, bajo el encabezado “La psicología del Sati”, “He intentado examinar esto; pero la verdad es, que ha
cesado de extrañarme”.
Entre el patriarcado y el imperialismo, sujeto-constitución y objeto-formación, la figura de la mujer
desaparece, no en una nada prístina, sino que en una violenta negación que es la figuración desplaza-
da de la mujer del Tercer Mundo atrapada entre la modernización y la tradición. Estas consideraciones
podrían hacernos revisar cada uno de los detalles de los juicios que parecen válidos para una historia
de la sexualidad occidental: “Aquella que podría ser de la propiedad de la opresión, la que se distingue
de las prohibiciones mantenidas por la ley penal simple: la represión funciona también como una sen-
tencia para desaparecer, pero también como una injunción para silenciar, la afirmación de la no-exis-
tencia; y consecuentemente establece que de todo esto no hay nada que decir, ver, o saber”. El caso
del suttee como exemplum de la mujer-en-el-imperialismo podría desafiar y reconstruir esta oposición

Sólo uso con fines educativos 330


entre el sujeto (ley) y objeto de conocimiento (represión), y marcar el lugar de la “desaparición” con algo
otro que el silencio y la no-existencia: una violenta aporía entre sujeto y objeto.
Sati como el nombre propio de mujer es ampliamente usado hoy en la India. Llamar a una niña
“buena esposa” tiene su propia ironía, y la ironía es mayor debido a que el sentido del sustantivo común
no es el operador primario en el nombre propio. Tras la nominación de la niña es el Sati de la mitología
hindú, Durga en su manifestación como una buena esposa. En una parte de la historia, Sati —que es
mencionada ya bajo este nombre— llega a la corte de su padre sin haber sido invitada y careciendo
de una invitación para su divino esposo Shiva. Su padre comienza a hablar mal de Shiva, por lo que Sati
muere de pena. Shiva, por su parte, arriba a la corte enfurecido y danza sobre el universo transportando
sobre sus hombros el cadáver de Sati. Vishnu provoca el desmembramiento de su cuerpo de modo que
partes de él se dispersan por el mundo. En torno a cada pieza de ese cuerpo desmembrado se gesta un
gran lugar de peregrinación.
Estas figuras, como la diosa Atenea —“hijas de sus padres y como tales declaradamente contami-
nadas por el útero materno”— son de utilidad en el momento de establecer la auto-humillación ideo-
lógica de las mujeres, que debe separarse de una actitud deconstructiva frente a un sujeto esencialista.
La historia de la Sati mítica, al invertir cada narratema del rito, realiza una función similar: el marido vivo
venga la muerte de su esposa, de modo que una transacción entre los grandes dioses masculinos lleve
a cabo la destrucción del cuerpo femenino que pasa a inscribirse en la tierra como geografía sagra-
da. Pero ver esto como una prueba del feminismo del hinduismo clásico o considerar que si la cultura
india aparece centrada en una diosa se trata, por lo tanto, de un sistema feminista, es, sin embargo, una
contaminación tan ideológica dentro del nativismo o de un etnocentrismo inverso como lo fue para
el imperialismo el proceso de borrar la imagen de la preclara Madre Durga en su lucha, connotando el
nombre propio Sati sólo con el significado de la pira de auto-inmolación de la viuda desprotegida que,
por consiguiente, debe y puede ser salvada. En este movimiento no hay márgenes para que el sujeto
sexuado subalterno pueda hablar.
Si los oprimidos en una sociedad capitalista no tienen necesariamente acceso inmediato a una resis-
tencia que pueda considerarse “correcta”, ¿puede, entonces, la ideología del rito de sati, en tanto prove-
niente de la periferia, ser subsumida a un modelo de práctica intervencionista? Me corresponde proce-
der por vía de ejemplos en este momento, dado que este trabajo opera con la premisa de considerar
tales sospechosas nostalgias como contornos bien perfilados hacia orígenes perdidos —especialmen-
te como base para una producción ideológica contra-hegemónica. (Debe quedar claro, además, que el
ejemplo que ofrezco no va a abogar por la instauración de una hermandad violenta de autodestrucción
entre las mujeres. Para la comprensión de estos ejemplos hay que recordar, por otra parte, que la defi-
nición de la ley indo-británica como “Ley Hindú” es una de las marcas de la guerra ideológica contra las
autoridades Mughal musulmanas de la India. Una llamativa escaramuza en esa guerra todavía inacabada
fue la división del subcontinente indio. Y lo que es más: en mi opinión estos ejemplos individuales de
una situación se manifiestan como fracasos trágicos en tanto modelos de una práctica intervencionista,
en la medida que yo interrogo la producción de los modelos como tales. Por otra parte, como objetos de
análisis discursivos para todo intelectual que no baje los brazos, pueden iluminar un aspecto del texto
social, aunque más no sea de modo azaroso).

Sólo uso con fines educativos 331


Una joven de 16 ó 17 años, Bhuvaneswari Bhaduri, se ahorcó en la modesta casa de su padre en
1926 en el Norte de Calcuta. El suicidio se presentó como un enigma, pues dado que la joven se hallaba
menstruando en el momento de su muerte resultaba claro que la motivación de su acto no provenía
de un embarazo involuntario. Aproximadamente una década después, se descubrió que Bhuvaneswari
era miembro de uno de los muchos grupos envueltos en la lucha armada por la independencia de la
India. Como se supo luego, se había asignado a esa joven cometer un crimen político. Incapaz de llevar
adelante esa tarea, pero al mismo tiempo, consciente de su responsabilidad, Bhuvaneswari puso fin a
su vida.
Ella sabía también que su suicidio habría de ser interpretado como resultado de una pasión ilíci-
ta. Por ese motivo, esperó hasta el momento de aparición de su menstruación. En este acto de espera,
Bhuvaneswari, en tanto brahmctãrini, que sin duda pensaba en la cualidad de “buena esposa”, reescribió
quizás el texto social del suicidio por sati de una manera intervencionista. (Una explicación alternativa
de su acto enigmático había sido una posible melancolía originada en las ofensas de su cuñado que le
hacía ver que ella estaba superando la edad en la que otras jóvenes ya estaban casadas). Con su resolu-
ción, Bhuvaneswari llevó a condición general el motivo sancionado para los suicidios femeninos, pero
tomándose el terrible trabajo de desplazar (no solamente negar) un signo, inscribiéndolo de manera
fisiológica en su cuerpo, para borrar todo aprisionamiento que apuntara a una pasión pos un hombre
en particular. En el contexto inmediato, su acto fue visto como absurdo, como un caso de delirio más
que de cordura. Pero el gesto de desplazamiento —esperar hasta el momento de la menstruación— es
la primera inversión de una prohibición que impedía a las viudas el derecho a inmolarse: la viuda impu-
ra debía esperar públicamente hasta que el baño purificador del cuarto día mostrara que su período
menstrual había terminado, pasa así poder reclamar su dudoso privilegio.
En mi lectura, el suicidio de Bhuvaneswari Bhaduri es una escritura subalterna, sin alharaca y ad
hoc, del texto social del suicidio como sati, pero, al mismo tiempo, es también el relato hegemónico de
esa Durga, destellante, luchadora y familiar. Las posibilidades del disentimiento que surge en el relato
hegemónico de la madre luchadora se hallan bien documentados y son recordados muy bien a nivel
popular a través del discurso de los líderes y participantes masculinos en el movimiento independen-
tista. El individuo subalterno como mujer no puede ser escuchado o leído todavía.
Por mi parte, me enteré de la vida y muerte de Bhuvaneswari por vía de relaciones familiares. Antes
de ponerme a investigar el caso más exhaustivamente, le pregunté a una mujer bengalí, filósofa y Sans-
kritist —cuya producción intelectual temprana es casi idéntica a la mía— que iniciara la búsqueda. Sus
dos respuestas fueron: 1. ¿Por qué está usted interesada en la vida desdichada de Bhuvaneswari, cuan-
do sus dos hermanas —Saileswar y Rãseswari— llevaron una vida tan completa y maravillosa?; 2. Les
pregunté a sus nietas. Les parecía que su caso estuvo signado por un amor clandestino.
En este artículo he tratado de utilizar la deconstrucción derrideana, pero, al mismo tiempo, traspa-
sarla, en el sentido de que no la presento como una celebración del feminismo como tal. Sin embargo,
en el contexto de la problemática tratada, considero la morfología de Derrida más concienzuda y útil
que las de Foucault y Deleuze, dado que la del primero aparece relacionada de modo inmediato y sus-
tantivo con los planos “políticos” (pienso en la invitación deleuziana a “devenir mujer”), lo que hace que
su influencia pueda ser más peligrosa para la academia norteamericana así como también es radical-

Sólo uso con fines educativos 332


mente entusiasta. Derrida señala, en efecto, una crítica radical, pero ello se acompaña del peligro de
apropiarse del otro por asimilación. Derrida lee la catacresis en los orígenes; exhorta a la reescritura de
un impulso estructural utópico “reproduciendo como delirante la voz interior que es la voz del otro en
nosotros”. En este sentido, quiero expresar aquí mi reconocimiento por la utilidad en sentido macroes-
tructural de los textos de Jacques Derrida que ya no encuentro en los autores de Historia de la sexuali-
dad y Mil mesetas.
El individuo subalterno no puede hablar. Pues no existe mérito alguno en la lista completa de la
lavandería donde la “mujer” sea vista como una prenda piadosa. La representación no se ha marchita-
do. La mujer intelectual tiene como intelectual una tarea circunscripta que ella no puede desheredar
poniendo un florilegio en su firma.

Sólo uso con fines educativos 333


Lectura Nº 3
Rivera Cusicanqui, Silvia y Barragán, Rossana, “Debates Post Coloniales: Una Intro-
ducción a los Estudios de la Subalteridad”, en Revista Crítica Cultural, Santiago de
Chile, Junio 2002, pp.66-70.

No sólo por gusto, también por urgencia vital, es necesario volver a discutir temas como el de la con-
ciencia rebelde y la construcción del poder burocrático del estado-nación, anclado en nociones civi-
lizatorias y coloniales que engranan eficazmente con modernas tecnologías y formas de extracción
y transferencia de excedentes.
Esta es una invitación a emprender un diálogo Sur/Sur en torno a la abigarrada noción de subalter-
nidad que siempre permanece heterogénea y elusiva a la política de los de “arriba”.

Silvia Rivera Cusicanqui


Socióloga, profesora de la Universidad Mayor de San Andrés en Bolivia; Autora de varios libros, entre ellos: Oprimi-
dos pero no vencidos, luchas del campesinado Aymara y Quichwa en Bolivia (1984)

Rossana Barragán
Historiadora, profesora de la Universidad Mayor de San Andrés en Bolivia, Autora entre otras publicaciones, de:
Espacio urbano y dinámica étnica. La Paz en el siglo IXX (1990)

El presente libro [Debates Post Coloniales: una Introducción a los Estudios de la Subalternidad]1 es una
de las primeras traducciones realizadas en América del Sur, de una colección de ensayos del grupo de
Estudios de la Subalternidad. El grupo se conformó a fines de los años 70 en Inglaterra, y poco después
comenzó a editar en Delhi una publicación periódica llamada Subaltern Studies. Writings on South Asian
History and Society, cuyo primer número vio la luz en 1982, bajo el sello de Oxford India. A partir de
un núcleo inicial de historiadores [Ranajit Guha, Partha Chatterjee, Gyanendra Pandey, David Hardiman,
David Arnold, Dipesh Chakrabarty, Gautam Bhadra y Shahid Amin], el grupo se ha ampliado y reorgani-
zado, bajo una conducción editorial más colectiva, y su sede se ha trasladado a la India. Hasta el vol. VI,
la colección estuvo en manos de Ranajit Guha, quien después de sus años en Inglaterra, se había trasla-
dado a Canberra, donde actualmente reside. Las ediciones posteriores pasaron a la responsabilidad de
otros miembros del colectivo: Chatterjee y Pandey [VII], Arnold y Hardiman [VIII], Amin y Chakrabarty
[IX]. La corriente de Estudios de la Subalternidad que inaugura la labor del grupo se inscribe en una rica
y erudita tradición académica india, asentada en centros universitarios de gran prestigio y relacionada
con los mayores focos intelectuales de Europa. La experiencia de la diáspora y el paso más o menos
prolongado por las instituciones académicas del norte, no dejan de imprimir su sello en el estilo, pro-
blemática y temas de discusión del grupo.
La dimensión crítica de sus trabajos tiene un punto de partida doble, en el colonialismo británi-

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co y en el nacionalismo indio, que lo desplazó, dando continuidad a sus nociones ilustradas del sujeto,
como en una suerte de discurso especular y “derivativo” [Chatterjee]. Los trabajos del grupo intentan
desmantelar esta razón ilustrada y colonial, por el sólo hecho de que intentan restituir a los [grupos,
clases] subalternos su condición de sujetos, plurales y descentrados, que habitan de un modo territorial
la espesura histórica de la India. En la historiografía dominante, estos múltiples sujetos ocuparon como
un magma el territorio y la crónica, y sobre su administración y control se instituyó buena parte del
legado documental y del aparato estatal del país. La hegemonía colonial en la construcción institucio-
nal e imaginaria de la India es así cuestionada desde el punto de vista de una sociedad civil abigarrada
—la sociedad subalterna—, que siempre permanece heterogénea y elusiva a la política de los de “arri-
ba”. La propia noción de subalternidad resulta forjada como algo distinto, ajeno y preexistente al mundo
occidental —la Razón como Historia—, aunque sin desconocer que es este mismo mundo el que le ha
legado este concepto desde la vertiente gramsciana.
Su otra inquietud teórica es el tema de la dominación, un fenómeno que se ancla en la producción
documental de elites coloniales británicas, pero también de las elites nativas que primero habían cola-
borado con los británicos y luego se habían reconstituido en el poder, para poner en escena la misión
civilizadora de Europa en otro teatro, el del nacionalismo triunfante y su contradictoria pretensión de
universalidad. La lectura cultural de este proceso coloca bajo la lupa la larga tradición ilustrada de la
región bengalí, que facilitó este tránsito al otorgarle su tejido cultural. Esta cultura norindia intentó así
cooptar a las masas insurrectas convocadas por Gandhi, a la misión de su propia autocivilización. No
es casual por ello que una lectura tan original de la insurgencia campesina “nacionalista”, de la textua-
lidad estatal o de las paradojas de la clase obrera provenga de intelectuales como Guha, Chatterjee o
Chakrabarty, que conocen íntimamente esta cultura hegemónica y sus formas de discurso verbal y cor-
poral. Como tampoco es casual que la tradición musulmana de la lucha nacionalista, y su convergencia
no sectaria con los hindúes en el movimiento gandhiano se vean reflejados en los trabajos de Amin y
Pandey, con una lectura innovadora de las “luchas comunalistas” que dividieron a facciones religiosas,
regionales o de casta en el contexto de la lucha por la independencia, y que continúan hoy brindando
un rico material de discusión y análisis crítico a la clase política e intelectual de ese país.
En esta vena, el prestar a la vez atención a las prácticas y a los discursos de los propios campesinos
insurrectos —aunque mediatizados por las fuentes oficiales— caracteriza a varios de estos estudios,
que analizan el momento de rebelión como momento a la vez de esplendor y de fracaso. Varios de ellos
se centran en una gran problemática: ¿cómo es que las movilizaciones campesinas contra el Raj [sobe-
ranía colonial británica en la India] se constituyeron y desafiaron el orden vigente, y cómo finalmente
se fragmentaron y degradaron en comunalismo —lo que aquí podríamos denominar faccionalismo—
entre comunidades y castas hindúes y musulmanas? La actualidad de esta problemática nos remite a la
inserción activa del grupo en el debate político-académico de su país, hecho que emana de una tradi-
ción de compromiso que, en los años 60 y 70, estuvo inevitablemente ligada al marxismo. No obstante,
lo que distingue al grupo es también una crítica postestructuralista al marxismo, que devela sus íntimas
ataduras con el pensamiento ilustrado, colonial o nacionalista, lo que les permite plantearse otra gran
problemática: la especificidad de lo subalterno colonial [o postcolonial], la naturaleza de la conciencia
de los grupos subalternos, sus nociones éticas, rumores y mitos cotidianos, que han sido tratadas mar-

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ginalmente por la tradición marxista ilustrada, siempre en busca de alguna “racionalidad” detrás de las
formas tradicionales de revuelta de los subalternos [cf. los textos de Ranajit Guha, Gyan Prakash y Veena
Das, en este volumen].
La influencia y arraigo de los Estudios de la Subalternidad en los debates internos de la India es
polémica y problemática, debido al contradictorio influjo que sobre ellos tiene la inserción de los inte-
lectuales indios de la diáspora en el “palacio” de las universidades del norte, como lo llamara Spivak.
Su creciente popularidad en los Estados Unidos [nuevo centro hegemónico postcolonial] lo atestigua,
como también el hecho de que la primera traducción al hindi de Subaltern Studies recién fue publica-
da en la India en 1996. En este ámbito, es curioso anotar que la producción individual y colectiva del
grupo ha sido difundida en los más diversos círculos académicos del Norte, y ha llegado así, de rebote,
a la discusión académica de América Latina, desde la corriente saidiana 2 de estudios culturales hasta el
debate historiográfico más reciente.
Cuando fenómenos como el descrito se observan desde un país como Bolivia, resulta paradóji-
co descubrir que los ecos de muchos debates generados en el Sur acaban llegando a nuestros países
mediatizados por la reflexión académica del Norte. Florencia Mallon plantea claramente esta paradoja
en un artículo suyo publicado en 1995.3 En este trabajo, la autora evalúa críticamente las contribucio-
nes del llamado Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericano, al que compara con el “Grupo Subal-
terno Original” [sic], destacando las tensiones teóricas y metodológicas que éste introduce, y que son
pasadas por alto por el primero. Sin embargo, luego de una exposición pormenorizada y erudita, Mallon
simplifica un tanto la reflexión india, reduciéndola a un cuestionable “proyecto gramsciano”, al servicio
del cual debiera colocarse todo el debate postmoderno y postestructuralista. Una formulación de esta
naturaleza se encarga así, paradójicamente, de despojar de sus peculiaridades más notables a la con-
tribución teórica del grupo de los Subaltern Studies. Esto no difiere mucho de la actitud del Grupo de
Estudios Subalternos Latinoamericano, que terminan reduciendo las contribuciones de la India a una
casuística de variaciones etnográficas que ejemplifican desde el Sur la teoría y las grandes líneas con-
ceptuales producidas por el Norte. Como bien apunta Veena Das [en este volumen], la actitud crítica
del grupo “no significa rechazar las categorías occidentales; antes bien, es señal de que se ha iniciado
una relación nueva y más autónoma con ellas”. Esto mismo parece subrayar Gayatri Spivak, al mostrar
que cierto esencialismo basado en la irreductibilidad del sujeto subalterno, podría constituirse en la
crítica más válida al imperialismo, y ser así una verdadera “estrategia para nuestros tiempos” [ver Spivak,
en este volumen].
Pero Florencia Mallon no acierta tampoco en descubrir las implicaciones de los Estudios de la
Subalternidad para la ciencia social de América Latina, pues no muestra interés por el corpus de deba-
tes que, en nuestro subcontinente, se habían desarrollado en torno a lo colonial y postcolonial. Las tra-
diciones del debate latinoamericano sobre la situación colonial, como sistema estructurante y resorte
profundo de nuestras sociedades, se configuran desde ángulos muy diversos, a partir de vertientes
teóricas marxistas y postmarxistas, matizadas por el influjo de procesos como la descolonización afri-
cana y la recurrente acción histórica de nuestros propios “insurgentes”, sean estos campesinos indíge-
nas o pobladores empobrecidos de las grandes ciudades. Pero asimismo, una de las peculiaridades del
debate latinoamericano es que cuenta entre sus protagonistas con historiadores de habla indígena, lo

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que plantea nuevas problemáticas en un contexto signado aún por el imperialismo, el neocolonialis-
mo y el colonialismo interno. Así, la escuela de historia económica argentina de los años 70, ejemplifi-
cada en los trabajos de Tandeter, Assadourian, Garavaglia y otros, sentó las bases para una renovación
teórica y metodológica de importantes alcances, por el hecho de haber centrado su análisis en Potosí y
en la población laboriosa indígena, el eje donde capitalismo y colonialismo hallaron su duradera arti-
culación a través de un mercado interior de “larga duración”. Aunque signada por modas europeas, y
enmarcada en la “gran narrativa de los modos de producción” [Spivak], esta corriente, de clara raíz mar-
xista-gramsciana, ha impactado de muchas maneras el alcance de la reflexión histórica sobre nuestras
sociedades. Más recientemente, en el área andina, los temas de la insurgencia campesino-indígena y
las formas peculiares que asumen el capitalismo y la opresión oligárquica en los siglos XIX y XX fueron
abordados también por miembros de la revista Avances y del Taller de Historia Oral Andina, y por per-
sonalidades individuales muy influyentes, como el historiador Alberto Flores Galindo y el sociólogo
René Zavaleta, entre otros, generando un intenso debate, en muchos sentidos paralelo al que plantea-
ron nuestros colegas indios. A fines de los años 60, el sociólogo mexicano Pablo Gonzáles Casanovas
había ya lanzado la hipótesis del colonialismo interno, para explicar la profunda heterogeneidad de
nuestras sociedades y la vigencia de antiquísimas estructuras de dominación, que resultaron singular-
mente funcionales a la explotación neocolonial, oligárquica y capitalista del campesinado indígena en
vastas áreas rurales de nuestros países. Pero incluso se ha estudiado desde varios ángulos la insurgen-
cia obrera, campesina e indígena contemporánea, y se ha reinsertado el tema del colonialismo interno
en el debate político. Mallon prefiere pasar por alto estas diversas tradiciones intelectuales —Flores
Galindo es el único historiador latinoamericano que cita, no por cierto inmerecidamente— y concen-
trarse en el debate académico del Norte. A contrapelo de los postulados pluridisciplinarios del grupo
indio, el debate norteamericano parece no más seguir líneas disciplinarias: se critica desde la historio-
grafía las pretensiones teóricas de los estudios literarios o culturales. Estos son los sesgos de localiza-
ción invisibles que la mediación del Norte puede introducir en los debates historiográficos Sur-Sur,
empobreciendo su horizonte teórico y metodológico.
Con la publicación de esta colección de artículos queremos situar los ecos del debate postcolonial
iniciado en la India al lugar de su primera emisión, restituyendo así a la idea de relaciones Sur-Sur algo
de su concreción geográfica y experiencial, así como de su peculiar textura y especificidad historiográ-
ficas. Aunque el grado de amplitud y continuidad del debate iniciado por el grupo de la India no tiene,
propiamente hablando, parangón en América Latina, tenemos la esperanza de contribuir, a través de la
publicación de estos textos, a replantear algunas de las cuestiones olvidadas, irresueltas o truncas, que
quedaron en el camino de la reflexión historiográfica y sociológica en América Latina, o que continúan
debatiéndose hoy en términos renovados, pero quizás también más fragmentarios. El objetivo funda-
mental de este libro es, con todo, más modesto, pues tan sólo aspira a someter estos trabajos a los ava-
tares de un debate académico en castellano, en los contextos dispersos y dependientes de nuestros
países, ciudades y universidades, a través de una selección ilustrativa, que nos permita conocer algu-
nas de sus líneas temáticas y planteamientos interpretativos, a tiempo de saborear sus diversos estilos
narrativos y analíticos, que tienen un aire tan distinto a los que nos llegan desde otras latitudes.
Creemos que el programa intelectual y moral del grupo de los Estudios de la Subalternidad, está

Sólo uso con fines educativos 337


ejemplarmente expuesto en el Prefacio que Ranajit Guha escribió para el primer número de la colec-
ción en 1982 [en este volumen]. Su punto de partida es una reposición de principio: “No hay nada en los
aspectos espirituales y materiales de la condición subalterna, pasados y presentes, que no nos interese”.
Un campo de acción tan vasto halla expresión metodológica en un enfoque interdisciplinario: los tra-
bajos del grupo se interesan por la “historia, la política, la economía y la sociología de la subalternidad”,
tanto como por el estudio de las “actitudes, ideologías y sistemas de opinión”, todo lo cual es integrado
en la noción sintetizadora de cultura.
¿Pero, en qué consiste, para Guha, esta condición subalterna? El debate marxista de los años 60 y 70
es, sin duda, su punto de partida. Sin embargo, a diferencia de América Latina, el grupo de la India partió
de la premisa —y de la realidad— de un proceso de independencia nacional que apenas habrá culmina-
do en 1947 y que les permitió engarzar la noción de subalternidad con la experiencia, más reciente, del
colonialismo británico y de las luchas gandhianas y nacionalistas por la Independencia. Se trataba de un
nacionalismo-anticolonialismo más exitoso que cualquiera de las variantes latinoamericanas [e interpe-
laba a un universo inmensamente más vasto]. Sin embargo, en el Prefacio, aparte de una alusión cortés
al debate gramsciano, Guha articula sus puntos de vista en torno a la subalternidad a través de otros
rastros del discurso dominante, más internalizados en las peculiares estructuras de poder de la India. Así,
no sin cierto dejo de ironía, recurre a la autoridad del Concise Oxford Dictionary para definir a la persona
subalterna, simplemente, como alguien “de rango inferior”, sea en términos de “clase, casta, edad, género”
u “ocupación”. La esfera del análisis de clase, si bien sólidamente documentada en las investigaciones del
grupo, se convierte así en el punto de partida para una serie de indagaciones, que les llevarán a recorrer
los discursos dominantes y autorizados [del estado colonial, la élite nacionalista a la intelligentsia marxis-
ta), tanto como el corpus de sus tradiciones escriturarias y religiosas propias, así como la contraparte oral
y testimonial que acompaña a su trabajo de campo historiográfico. Este proceso de cuestionamientos
les conducirá a una lectura “entre líneas” de sus fuentes, buscando en ellas las fisuras y contradicciones
que les permitan seguir el rastro de las voces y demandas obliteradas de los insurgentes.
No estamos entonces, frente a un ejercicio intelectual que tan sólo adereza el discurso historiográ-
fico convencional —como bien lo señaló Amin en una conferencia—4 con las abigarradas voces del
mundo campesino y étnico popular. Pero tampoco se trata de un ingenuo redescubrir de “otra histo-
ria”, recurriendo a fuentes menos sesgadas, que permitan acceder a un nivel supuestamente inconta-
minado de la conciencia de los oprimidos. Como bien lo señala Guha —citando a Gramsci: “los gru-
pos subalternos están siempre sujetos a la actividad de los grupos que gobiernan, incluso cuando se
rebelan y sublevan”. La metáfora derrideana del palimpsesto, que proponen Amin y Prakash, resulta por
ello tan elocuente para expresar esas formas borrosas y discontinuas de la conciencia subalterna, capa-
ces de desatar acciones multitudinarias que se difunden como reguero de pólvora en un mundo rural
tan extenso y caleidoscópico como el de la India, pero también de revertir en inexplicables retrocesos,
regresiones faccionalistas y derrotas políticas. En una situación colonial donde los/as oprimidos/as son
denegados de una “posición enunciatoria” desde la cual podrían articular su propia historicidad [Spi-
vak], la improbable tarea de restituir esta voz sólo podría realizarse mediante un minucioso análisis de
las huellas, torsiones y silencios inscritos en los propios discursos dominantes, cuya legitimidad y poder
prescriptivo resultarían así puestos en tela de juicio.

Sólo uso con fines educativos 338


No ha sido fácil presentar un abanico que muestre los diversos matices de una práctica historiográ-
fica tan compleja y rica, signada también por diversas tensiones y debates internos. La elección de los
artículos traducidos ha seguido, sin embargo, algunos criterios, siendo el primero el de la accesibilidad.
A pesar de nuestros esfuerzos, no nos ha sido posible contar con los vol. VI y VII de la colección, que se
hallan agotados. Hemos accedido en cambio al libro de Partha Chatterjee, así como al Foro que dedicó
al tema la revista American Historical Review, para complementar algunos aspectos de la selección. Un
segundo criterio ha sido el de presentar trabajos que proporcionen un panorama general de los fun-
damentales principios teórico-metodológicos implícitos y explícitos que como grupo se plantearon, así
como los ecos del debate académico que suscitaron sus trabajos. En esta perspectiva se encuentran los
artículos de Guha, así como la defensa de Chakravarty ante las reacciones de una publicación colega
de la India, tanto como los balances de Gayatri Chakravorty Spivak, Gyan Prakash y Veena Das. En ter-
cer lugar, hemos querido mostrar textos representativos de las diversas fases de su reflexión, que van
desde los años iniciales hasta el periodo más reciente, mostrando temas recurrentes y localizados, así
como balances más contemporáneos y ambiciosos. Entre los primeros, podemos mencionar al trabajo
de Pandey sobre la mediación nacionalista y ghandiana de la insurgencia campesina y el de Amin sobre
el discurso judicial, que cierra el lente sobre un evento preciso, a la vez expresivo de la “historia local” en
el más pleno de sus sentidos y de las narrativas emancipatorias de la nación en las que este evento
termina enmarañado. Entre los segundos, están los trabajos de Guha sobre la revuelta campesina, y la
forma cómo es reconstruida y articulada en los discursos ideológicos dominantes, así como los análisis
de Chatterje, provenientes de su libro The nation and its fragments, donde se discute la construcción
política de una historia india de las luchas campesinas, así como la textura de los aparatos burocráticos
que racionalizan lo “nacional” en la etapa post-independencia.
A modo de ilustrar algunos aspectos de la práctica historiográfica brevemente bosquejada, ana-
lizaremos algunos textos de la selección que nos ayudarán a precisar la naturaleza de la ruptura epis-
temológica y metodológica que plantean los Estudios de la Subalternidad, pero que además ilustran
muy bien las continuidades y virajes desde la etapa temprana a los trabajos más maduros del grupo.
El trabajo de Guha sobre la “prosa de contrainsurgencia”, parte de una crítica a la visión mecanicista de
las rebeliones campesinas, que las retratan como a actos reflejos, espasmódicas reacciones ante cau-
sas externas de orden económico o político. Analiza entonces los discursos “primarios”, producidos por
las instancias encargadas directamente de la represión y el control de estos movimientos, con los cua-
les se construye el código básico de contrainsurgencia, que lleva a la criminalización de las acciones
rebeldes y la expoliación de su sustancia política y coherencia ideológica. Los recuentos o discursos
“secundarios” serían las elaboraciones contemporáneas autorizadas o los textos de funcionarios retira-
dos, que pueden mostrarnos una “semblanza de objetividad”, expresada en una narrativa impersonal,
pero que sitúan igualmente a estos eventos en una cadena explicativa, atribuyéndoles una prehistoria
y una causalidad, que luego se usan para legitimar las acciones civilizatorias o represivas desplegadas
por las elites con el fin de erradicar o prevenir la violencia de los insurgentes. Al rebelde se le priva así
de la condición de sujeto de su propia revuelta, y se lo convierte en un pretexto para la reflexión disci-
plinadora a autoreformista de los propios poderes coloniales o nacionales. Finalmente, estarían los dis-
cursos “terciarios” —incluyendo las variantes liberal, nacionalista o marxista de la historiografía— que

Sólo uso con fines educativos 339


ponen en evidencia una modalidad más solapada del código de contrainsurgencia, al subsumir a los
actores en la estrategia externa de su redención o nacionalización. Estos discursos resultan así instru-
mentales para un nuevo despojo, que inscribe a las acciones rebeldes en teleologías civilizatorias, des-
pojándolos de su inteligibilidad, pero renunciando también a comprender todo el tejido cotidiano de
“rumores, visiones míticas, religiosidad y lazos de comunidad”, que subyace a la insurgencia campesina.
En su afán de disciplinar póstumamente a los insurrectos, estos discursos terciarios acabarán entram-
pados en la “narrativa maestra” de occidente y resultarán incapaces de superar los marcos explicativos
de la prosa de contrainsurgencia. De este modo, la historiografía se convertirá, según palabras de Guha,
en una “forma de conocimiento colonialista”, articulada en torno a discursos civilizatorios superpuestos,
que encubren permanentemente los rastros de la iniciativa histórica de los grupos dominados, para
terminar ofreciéndoles —en el plano político— tan sólo una “ciudadanía mitigada y de segunda clase”.
El trabajo de Shahid Amin, por su parte, constituye una aguda lectura crítica de un tipo de fuente
que se usa con frecuencia en la historiografía de las rebeliones campesinas: el discurso judicial que se
genera en el proceso de su enjuiciamiento, a través de la determinación de culpabilidades y la funda-
mentación de las penas y castigos. En el caso de los 172 pequeños arrendiris y artesanos individualiza-
dos como culpables [entre una multitud de cerca a mil personas) por el incendio de la thana [estación
policial) de Chauri Chaura y la muerte de 23 policías, acaecida el 4 de febrero de 1922, el análisis de
Amin revela que en el proceso de construcción de la evidencia incriminatoria para el juicio se forman
“campos de poder” desde los cuales resulta imposible comprender las motivaciones de la rebeldía, para
no hablar de aproximarse a su lógica interna. Al dotar a los actos rebeldes de una prehistoria y una
articulación causal, y al individualizar a los culpables, el discurso judicial borra los nombres, los rostros
y las estrategias de los individuos y de la multitud amotinada (otiyars o dirigentes, tanto como partici-
pantes rasos) para conducir a todos ellos al anonimato y la desfiguración que autorizan su conversión
en criminales. En este proceso, la rebeldía campesina resulta despojada a la vez de su carácter político y
de su historicidad, situación que no podrá ser superada ni siquiera cuando la historiografía nacionalista
invierta el veredicto y convierta a los criminales en mártires de la gesta anticolonial, y en beneméritos y
pensionistas del estado independiente.
Estos ejemplos nos permiten destacar una perspectiva de análisis central en los trabajos del grupo:
el énfasis que ponen en la comprensión de las formas coloniales y postcoloniales del poder y la domi-
nación en sociedades abigarradas y plurales como la India. El trabajo de Chatterjee parte también de
las “borraduras y silencios” del discurso oficial, pero propone una lectura de la insurgencia desde aden-
tro, esto es, desde la noción de “comunidad” insurgente. El autor reflexiona a partir de la piedra angu-
lar de la contribución de Guha sobre los “aspectos elementales de la rebeldía campesina”, mostrando a
los rebeldes como personajes insumisos, aún para la historiografía, en su permanente resistencia a las
racionalizaciones liberales o nacionalistas que se hacen en su nombre. En su segunda contribución, el
autor analiza el papel de las burocracias del desarrollo en la consumación de una revolución pasiva del
capital en la India postcolonial, cuya fuente de legitimidad —la revolución independentista de los años
cuarenta— genera un permanente dilema: el de hacer converger las demandas de la racionalidad con
las demandas contrapuestas de la legitimación. La naturaleza del estado en la India se asentará así en
“esa pareja contradictoria... irónicamente armoniosa” donde convergen lo irracional de la política con lo

Sólo uso con fines educativos 340


racional de la planificación; un rasgo constitutivo y paradójico de la dominación social en la India, que
podría ser extensible a muchas otras sociedades no-occidentales del Sur.
Creemos que el conjunto de ensayos que presentamos al público boliviano y latinoamericano, ayu-
dará a replantear una serie de temas-problema relevantes, no sólo para las ciencias sociales, sino para
los debates sobre el destino político de los campesinos y otros grupos subalternos, que en el área andi-
na llenan las páginas de la historiografía de la insurgencia antiestatal en los últimos cinco siglos. Pen-
samos que la reflexión y el debate lanzados por los colegas de la India, permitirá conectar muchas de
estas cuestiones con nuestra propia reflexión, retomando temáticas ya esbozadas por diversos círculos
latinoamericanos desde los años 70, pero también enfrentando nuevas preguntas y realidades, como
la que brindan las actuales movilizaciones étnicas que se han venido dando en los 80 y 90, a lo largo y
ancho del continente. No obstante, la adopción irreflexiva de modas intelectuales del norte, ha permi-
tido que en algunos círculos académicos latinoamericanos, prime la actitud de “borrón y cuenta nueva”
frente a nuestras propias tradiciones intelectuales —y el marxismo es una de ellas— que empobrece el
debate latinoamericano y le dota de una cualidad particularmente fragmentada.
En esta perspectiva, esperamos que ésta sea una ocasión para emprender un diálogo más hori-
zontal entre historiadores/as del Sur, tanto como entre nosotros/as mismos/as. Esperamos también que
los/as lectores/as puedan encontrar en este libro sendas fructíferas para elaborar sus propias reflexio-
nes, para renovar sus marcos de referencia, y para iniciar ese “diálogo entre fragmentos” [Pandey]. No
sólo por gusto, también por urgencia vital, es necesario volver a discutir temas como el de la conciencia
rebelde y la construcción del poder burocrático del Estado-nación, anclado en nociones civilizatorias
y coloniales que engranan eficazmente con las más modernas tecnologías y formas de extracción y
transferencia de excedentes.

Notas

1 Debates Post Coloniales: Una Introducción a los Estudios de la Subalternidad, Compilación de Silvia Rivera Cusicanqui y Rossa-
na Barragán, Traducción Raquel Gutiérrez, Alison Spedding, Ana Rebeca Prada y Silvia Rivera Cusicanqui. La Paz- Historias/
Sephis/ Aruwiyiri 1997.
2 Por Edward Said, autor del influyente libro Orientalism, Western Representations of the Orient [Londres, Routledge & Kegan

Paul, 1978].
3 “ Promesa y dilema de los estudios subalternos, perspectivas a partir de la historia latinoamericana”, Boletín del Instituto de

Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, N. 12, 2 Semestre, 1995.


4 Con el auspicio de SEPHIS. Shahid Amin realizó una gira de conferencias que cubrió las ciudades de Buenos Aires, México,

Lima y CUZCO, Cochabamba y La Paz, en octubre de 1996.

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Lectura Nº4
Richard, Nelly, (Francisco Zegers Edit.), “La Política de los Espacios; Crítica Cultu-
ral y Debate Feminista”, en Masculino/Femenino: Prácticas de la Diferencia y Cultu-
ra Democrática, Santiago de Chile, Fondo de Desarrollo de la Cultura y las Artes,
Ministerio de Educación, 1993, pp.11-29.

Las formas mediante las cuales la cultura se habla con palabras e imágenes —los sistemas de sig-
nos que la comunican y las redes de mensajes que la transmiten socialmente— encarnan y defienden
intereses partidistamente ligados a ciertas representaciones hegemónicas que refuerzan lineamientos
de poder, dominancia y autoridad.
Las ideologías culturales se encargan de invisibilizar (naturalizar) las construcciones y mediaciones
de los signos, para hacernos creer que palabras e imágenes hablan por sí mismas y no por las voces
interpuestas y concertadas de los discursos sociales que históricamente traman sus sentidos. Desocul-
tar los códigos de transparencia que borran el trabajo significante de las ideologías culturales, es la pri-
mera maniobra de resistencia crítica al falso supuesto de la neutralidad de los signos.
La crítica cultural trabaja precisamente en sacar al descubierto la imbricación de las piezas y engra-
najes que hacen funcionar los mecanismos de discursos: en demostrar que son todas piezas movibles
y cambiables, que las voces de estos discursos son alterables y reemplazables, contrariamente a lo que
sentencia el peso inmovilista y desmovilizador de las tradiciones y convenciones amarradas a la defen-
sa de la integridad del status quo. La crítica cultural busca levantar la condena a que los signos perma-
nezcan estáticos o rutinarios, propagando —en el interior de sus códigos— las microzonas de agitación
y revuelo que sacuden el equilibrio normativo de lo dictado por hábito o conveniencia; creando distur-
bios en la organización semiótica de los mensajes que producen y reproducen el consenso institucio-
nal. Esa crítica ocupa la materialidad sociocomunicativa de los signos como escenario de intervención
y cuestionamiento a las modalidades de discurso de las representaciones del poder y de los poderes de
la representación: “no se trata sólo de que el poder utilice el discurso como arma, como sofisma, como
chantaje, sino de que el discurso forma parte constitutiva de esa trama de violencia, control y de lucha
que constituye la práctica del poder”. 1
Para desmontar estos poderes, la crítica cultural apoya la mirada en aquellas prácticas desviantes,
en aquellos movimientos en abierta disputa con las tendencias legitimadas por los vocabularios con-
formistas y recuperadores de la fetichización académica, de la mercantilización estética o de la ideolo-
gización política. Potenciar los efectos desestabilizadores de la confrontación de códigos y representa-
ciones que emerge de las nuevas subjetividades sociales y culturales en rebeldías de lenguajes, es tarea
de una crítica cultural que saca energías reflexivas y combativas de las peleas que dan las prácticas
alternativas para configurar sus dinámicas de emergencia de lo nuevo.2
Tarea de esa crítica es también la lucha antihegemónica contra las divisiones y reparticiones del
poder cultural. Ese poder sigue trazados múltiples —trazados de fronteras por imposición o por nego-
ciación— que recorren y atraviesan diversos mapas de identidad y pensamiento sociales: demarcando

Sólo uso con fines educativos 342


territorios, estableciendo puestos de control y zonas de influencias que regulan los bordes del sistema
como lugar donde se debate la tensionalidad del límite que incluye o excluye. Que absorbe o descar-
ta, que premia o castiga, según el tipo de prácticas en cuestión. Según si sólo pretenden reconfirmar
lo ya acordado por la cultura oficial, o según si buscan audazmente desregular el convenio de formas
establecidas poniendo en conflicto los pactos de significación dominantes que transan unilateralmen-
te valores, signos y poderes.
Los límites de exclusión e inclusión que territorializan las fronteras del control institucional no son
fijos, ni tampoco rectos. Estos límites —quebrados en múltiples y variables puntos de intersecciones y
fugas— contemplan zonas de mayor o menor densidad programática, de mayor o menor flexibilidad
de tránsitos. Son varias las fuerzas de cambio social y cultural que pueden ejercer presiones sectoriales
o regionales sobre estos límites para correrlos, relajar en parte sus marcas de cierre y vigilancia, aflojar
durezas y vencer localmente resistencias. Están las fuerzas protagonizadas por nuevos grupos de acto-
res (jóvenes, mujeres, indígenas, homosexuales, etc.) que emergen de la multiplicidad social para recla-
mar su derecho a la singularización de la diferencia contra la represiva uniformidad del standard de la
identidad mayoritaria; están las fuerzas vitalizadas por el debate feminista que acusa la clausura homo-
lógica de la autorepresentación masculina; están las fuerzas transculturales y multiculturales de la peri-
feria latinoamericana que revisan y critican la síntesis metropolitana de la modernidad central, etc.
Una revisión del contexto chileno de la cultura postgolpe y de la transición democrática permi-
te relevar ciertos efectos (y efectuaciones) de prácticas transformadoras en el campo del pensamiento
artístico y cultural que registran el impulso de estas nuevas fuerzas críticas. Sin embargo, las transfor-
maciones de imaginarios culturales estimuladas por tales prácticas no parecen aún haberse incorpora-
do al horizonte de debates de la cultura democrática.

Las coyunturas del debate cultural chileno


Las condiciones de articulación de un espacio de debate público —es decir, de un espacio en el
cual las ideas adquieren su mayor consistencia y vigor polémicos, su mayor capacidad de repercusión
intelectual— dependen de múltiples factores que ponen en juego una pluralidad de mecanismos
socioculturales. Mecanismos todos ellos vulnerados por la experiencia de la dictadura. La desestructu-
ración de las redes de socialización de las prácticas y el confinamiento de las voces a microcircuitos de
públicos fragmentados aislaron y desvincularon los grupos unos de otros, bloqueando el intercambio
entre sus obras y los soportes de recepción que hubiesen contribuido a ampliar y diversificar los regis-
tros de lectura.
La transición democrática les puso término a las prohibiciones y restricciones de la “cultura del
miedo”. Pero no por eso han recobrado significado los debates culturales. La reapertura de formatos
de intervención pública para la gestión cultural (la prensa, la televisión, la universidad, los ministerios,
etc.), ha dejado en claro que la tendencia mayoritaria —con las debidas excepciones que confirman
la regla— consiste más bien en festejar el simbolismo complaciente de una triple consigna: masividad
(evaluar las participaciones según un criterio meramente cuantitativo), monumentalidad (saturar de
visibilidad y presencia las fachadas de actuación para disipar la ambigüedad matizada del pliegue y del

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intersticio reflexivo y crítico), pluralismo (congraciarse con la pluralidad reuniendo la mayor diversidad
de opiniones, pero cuidándose de que ninguna confrontación de tendencias desarmonice la pasividad
de la suma).
La creación y defensa de espacios de debate depende, a su vez, de que mejoren las condiciones
que tienen ubicada a la cultura y a la reflexión cultural en una posición completamente devaluada. Sus
manifestaciones son hoy víctimas de mezquinos repartos de atención que castigan el alcance de sus
propuestas y desvinculan sus polémicas de los movimientos de ideas que animan la escena pública. La
prensa y la televisión saturan de redundancias y previsibilidad los numerosos escenarios dedicados a la
conversación política: los mismos adversarios, las mismas contiendas, los mismos tópicos circularmente
remitidos y transmitidos por la cadena mediática que trivializa cada vez más la distancia entre noticia
y opinión. Sin imaginación suficiente para traspasar la estrechez y banalidad del temario simplemente
coyunturalista de la agenda del consenso, estos espacios se demuestran generalmente, incapaces de
aventurar conexiones que respondan al desafío político-intelectual de reexplorar vínculos entre “cultu-
ra”, “política” y “democracia”, que no sean de tanto relajo conceptual ni acomodo burocrático y adminis-
trativo.
Tal incapacidad se inscribe a su vez en un marco más global de profundas desestimulaciones res-
pecto del diálogo entre cultura y política que casi siempre ha tenido carácter de acto fallido, cualquiera
sea el sector que se encargue de proponerlo. Si bien le ha correspondido históricamente al pensamien-
to conservador de la derecha forjar una visión aristocratizante de la cultura (la cultura como cultivo de
los valores del espíritu que expresa un privilegio de clase), esa visión desborda ampliamente la repre-
sentación política de ese sector para impregnar nociones y categorías prevalecientes en muchas de las
definiciones sociales de la cultura que siguen ambientándonos a diario. Definiciones tradicionalmente
vinculadas a lo que ciertos suplementos de la prensa dominical llaman “artes y letras”, con toda la carga
sublimada de una concepción idealista-trascendente de la cultura que la plantea como expresión supe-
rior y universal de una individualidad refinada. Las imágenes hoy más difundidas del creador y del rito
estético como experiencia contemplativa y desinteresada, siguen realzando en la prensa y la televisión
esta visión desmaterializada de la cultura según la cual el artista y el escritor encarnan fetichistamente
un plus de sensibilidad e imaginación. Plus exaltado en obras que parecieran trascender las confronta-
ciones de intereses y los antagonismos ideológicos, como si la cultura no fuera un proceso social-mate-
rial cuya textura productiva y comunicativa relaciona cuerpos, signos e instituciones en pugnas de eco-
nomías, lenguajes y deseos.
Si desplazamos la mirada hacia las formas mediante las cuales la izquierda tradicional ha solido
interpretar a la cultura, saltan a la vista la instrumentalización partidaria y el reduccionismo ideoló-
gico como deformaciones recurrentes en el manejo artístico, exacerbadas en los contextos donde el
arte político tuvo que dramatizarse como protesta y denuncia antidictatoriales. Instrumentalización y
reduccionismo por suponer que la producción de arte es llamada a representar o a ilustrar (subordi-
nadamente) las tensiones sociales, como si esas tensiones fueran significados preconfigurados y no el
proceso que la obra interviene (desorganiza, reformula) mediante un juego activo y multisignificante de
réplicas, desfasajes y puestas en contradicción.
Pese a que la nueva izquierda ha renunciado al grueso funcionalismo partidario del arte militante,

Sólo uso con fines educativos 344


sigue en su mayoría adscrita a una concepción de la cultura en la que dicha cultura representa una
especie de suplemento simbólico-expresivo capaz de transfigurar en imágenes los conflictos sociales,
pero sin el protagonismo suficiente para desmontar y recodificar sus figuraciones y significaciones.
Varias intervenciones políticas que forman parte del debate socialista3 hacen manifiesto el llamado
a que el pensamiento democrático incorpore “lo cultural” como nueva dimensión abierta al tema de la
subjetividad (individual y colectiva), que fue uno de los temas reprimidos por el dogma economicista
de la izquierda marxista: un tema que hoy convoca la sensibilidad y la imaginación en torno al dise-
ño creativo de estilos de vida y formas de convivencia que renueven la experiencia de la ciudad y del
vecindario, del medio ambiente, del tiempo libre, de las relaciones interpersonales, etc.
Los debates del nuevo socialismo reconocen el desgaste de las representaciones y significados tra-
dicionales de la política, que hasta entonces se ordenaban en torno a la identificación del poder como
referente centralizado bajo la forma del Estado; y en torno a la discusión sobre las estrategias de lucha,
conquista y de ejercicio de ese poder remitido a cuestiones de simple gobernabilidad institucional.
El agotamiento y desgaste de estos motivos petrificados en las versiones doctrinarias de la izquierda
clásica sugieren, por contraste, que sólo una dimensión más cultural de la problemática social podría
llegar a recapturar la imaginación política; una dimensión que articule “luchas de interés” (luchas rei-
vindicativas de derechos) pero que también conjugue “luchas de deseo” (es decir, luchas expresivas
de las opciones de cambio que buscan rediagramar la microcotidianeidad social). Parte del nuevo tra-
mado democrático se basa en que la heterogeneidad de la materia social y comunitaria ha formado
grupos sectorialmente diversificados cuyas utopías libertarias chocan con relaciones que no sólo son
de “explotación” (en el lenguaje economicista-clasista de las teorías de la lucha de clase) sino también
de “opresión” y de “dominación” (sexuales, raciales, etc.), siguiendo una transversalidad de poderes que
entrelaza múltiples cadenas de sujeción imposibles de desamarrarse con una clave única (central) de
resolución de los conflictos.4
Las reorientaciones teóricas del debate socialista internacional en torno a estas nuevas figuras del
imaginario político-cultural de la izquierda han influenciado posturas locales: las vinculadas a los sec-
tores de la Renovación Socialista que tuvieron un decisivo rol de conducción en el proceso chileno de
reorganización democrática.
Sin embargo, la mirada que tales sectores mayoritariamente depositaron sobre aquella escena chi-
lena de producción artística y cultural que se rearticulaba paralelamente a su discusión sobre la crisis
de representación política en los años 80, no supo dimensionar el potencial transformador de la energía
crítica contenida en el trabajo de desrepresentación ideológica y cultural practicado por esa “nueva esce-
na”.5 Pese a que referentes afines (el postmarxismo en las ciencias sociales, el postestructuralismo en la
teoría artística y cultural) pudiesen haber prometido un diálogo cómplice en torno a las transformacio-
nes de lenguajes realizadas en la cultura no oficial por sus tendencias más heterodoxas, ese diálogo no
ocurrió o sólo ocurrió fragmentariamente.6
En su mayoría, los sociólogos de la cultura alternativa manejaron claves de investigación orientadas
hacia criterios de performatividad social cuya lógica de rendimiento demostró ser hostil a la pulsión
contestataria de prácticas artísticas que liberaban flujos de intensidad no canalizables en los términos
pragmático-racionalistas del discurso de las ciencias sociales. Ese discurso en tanto discurso financiado

Sólo uso con fines educativos 345


por las agencias internacionales que esperaban de él consideraciones útiles sobre las dinámicas socia-
les y políticas de re/constitución de sujetos destinadas a formar el nuevo juego de actores que iba a
protagonizar la transición democrática, no podía hacerse cargo de la marca inutilitaria que caracteriza-
ba las estéticas más perturbadoras del momento que buscaban exacerbar la palabra y la imagen como
zonas de desarreglo sígnico.7 Los sobregiros político-libidinales de esas estéticas que torsionaban códi-
gos e identidades mediante lenguajes refractarios al funcionalismo ideológico del arte militante, fue-
ron desatendidos por el grueso de la sociología de la cultura alternativa y también por la mayoría de
los intelectuales de la renovación socialista.8 Llama la atención cómo, hoy, la agenda teórica y política
del socialismo busca dialogar con el temario postmoderno (heterogeneidad, fragmentación, multiplici-
dad, descentramiento, etc.) sin haber sabido reconocer a tiempo que todos estos acentos heterológicos
puestos en la multiversidad del sentido estaban ya conjugándose en el desconstruccionismo crítico de
una escena teórica y cultural que prefirió la rotura sintáctica a la fraseología militante, la parodia trans-
cultural al dogma latinoamericanista, el vocabulario microbiográfico a la epopeya historicista.
Una de las problemáticas más vibrantes lanzadas por esa escena se vincula al tema de la identidad
y de la diferencia genérico-sexuales formulada desde la relación entre mujer y cultura, y articulada por
la reflexión entre crítica cultural y teoría feminista.

Lenguaje, saber, teoría y cultura: la intervención feminista


El feminismo en Chile armó su dimensión más histórica a través de los movimientos de mujeres que
le sirvieron de plataforma de reivindicación ciudadana y de movilización social y política, hasta dejar
introducida la problemática del género en el debate socialista de los años de la reconstrucción demo-
crática: la problemática de la especificidad y no subordinación de las demandas particulares de las
mujeres formuladas en base a la coordenada de la identidad sexual, tomada ésta no sólo como vector
de lucha contra la opresión y la discriminación masculinas (simbolizada por el eslogan feminista de los
años que le pusieron fin al régimen militar: “Democracia en el país y en la casa”), sino también como
eje de cuestionamiento a las maneras tradicionales de pensar y hacer la política confrontadas a nuevas
intersecciones y cortes teóricos (por ejemplo: “lo privado es también político”).8
El proceso de articulación de una reflexión sobre la mujer en el período de la dictadura fue cons-
truido por investigadoras (sociólogas, historiadoras, antropólogas, etc.) que definieron un pensamiento
feminista cuya expresión más rigurosa y creativa pertenece al trabajo de Julieta Kirkwood.9 Ese pen-
samiento elaborado desde las ciencias sociales con un marcado énfasis en el análisis político-feminis-
ta (orientado hacia el fortalecimiento del feminismo como movimiento social) nunca se cruzó, o muy
escasamente, con la reflexión crítica que paralelamente desarrollaba la temática de lo “femenino” —de
lo “minoritario”— alrededor de los discursos simbólicos y de los imaginarios culturales desplegados
por el arte y la literatura no oficiales del período militar.10 El campo de la investigación social tendió
más bien a reeditar la división entre lo racional-productivo (la ciencia) y lo irracional-suntuario (el arte)
mediante gestos que ornamentalizaban la producción estética, desvinculándola de las preguntas sobre
cómo representaciones y símbolos artísticos traman y destraman el volumen de las ideologías cultura-
les con sus formas y estilos. Gestos entonces que expresaban una “sociología crítica de la condición de

Sólo uso con fines educativos 346


la mujer”.11 más bien tendiente a desconsiderar la importancia para el feminismo de una reflexión teó-
rica sobre las modalidades de significación y discurso, pese a que son estas modalidades las que le dan
su densidad material (enunciativa y comunicativa) a las categorías de pensamiento social que estruc-
turan las representaciones de sexo e identidad. Por otro lado, la reflexión teórica en torno al arte y a la
literatura tampoco logró conectarse con sectores más amplios de debate cultural para darle suficiente
repercusión crítica a sus nuevas propuestas de análisis y lectura. Propuestas referidas a cómo las marcas
de lo masculino y de lo femenino articulan el discurso de la cultura y son desarticuladas/rearticuladas
por los lenguajes artísticos que potencian la no conformidad de una subjetividad en crisis.
Pareciera que esas situaciones de antes limitadas por la falta de intercomunicación registran hoy
ciertos indicios de cambios, relacionados con una doble coyuntura de mayor exposición pública del
tema de la mujer que le hacen traspasar su vigencia a escenarios más colectivos.
Por el lado de la literatura femenina y de la crítica literaria feminista, el cambio deriva de la reali-
zación de un importante Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana (Santiago de Chile 1987)
“que tendió redes en los distintos medios de comunicación para escenificar un pensamiento y un dis-
curso público acerca de la problemática de una escritura femenina y su significación social e históri-
ca”.12 Por el lado de las investigaciones sociales en torno a prácticas de mujeres (investigaciones reali-
zadas hasta la fecha “fuera de las universidades, en centros académicos alternativos, en Organizaciones
No Gubernamentales”),13 el cambio señala cómo “en los últimos dos años han empezado a realizarse, a
través de los centros de extensión de las universidades tradicionales, algunos cursos aislados relativos
al tema de la mujer, y algunas académicas universitarias han introducido, en sus cursos especializados,
desde hace un tiempo, los problemas del género”.14
Estas recientes participaciones en nuevos formatos de intervención (la prensa nacional, la universi-
dad, etc.) merecen ser evaluadas en función de los desafíos que les plantean a la teoría feminista y a las
prácticas de género (las prácticas que se piensan y se hablan en femenino), los nuevos roces y fricciones
entre su palabra del “nosotras” y los discursos múltiples y cruzados de la cultura pública. Estos roces y
fricciones arman distintas zonas de problemas que se topan, varias de ellas, con los principales nudos
teóricos de la práctica feminista. Marco aquí tres de ellos:
1) la palabra pública y el nosotras/los otros: el feminismo en el que “se juntan mujeres que quieren
reforzarse unas a otras en el tránsito hacia una mejor conciencia de sí mismas y una constitución de
sujetos fuertes y autónomos”, 15 condensa en el “nosotras” su primer gesto solidario de reafirmación y
autoexpresión.
Si bien tal gesto es necesario para consolidar el sentimiento de una comunidad de género siem-
pre fragilizado por la monumental armadura retórica del consenso socio-masculino, el feminismo debe
también aprender a desconstruir el cierre/encierro de ese “nosotras” para habilitar su marca como esce-
nario plural de intervenciones y confrontaciones de identidades, géneros, sexos, culturas, lenguajes,
poderes. Hace falta pluralizar esa marca: tornarla comunicante en vez de aislante. Hace falta también
interrelacionar su crítica al patrón de identidad masculino-dominante con las demás críticas a los auto-
ritarismos y totalitarismos del sujeto, para que todas ellas tejan conjuntamente alianzas libertarias a
favor de una subjetividad colectiva, fluida y múltiple.
2) saberes-poderes y estrategias: una vez desmentido y desmontado el artificio de que el saber y

Sólo uso con fines educativos 347


las teorías son los instrumentos supuestamente neutrales de una razón lógico-científica pretendida-
mente universal, y una vez demostrado que estos instrumentos han sido tradicionalmente empleados
para reforzar la masculinización del conocimiento, ¿qué más pretende la teoría feminista: oponerse a
ese saber masculino contestándolo frontalmente y en bloque desde el “otro” saber femenino rescatado
de la censura y levantado en saber aparte, o bien subvertir el saber dominante creando interferencias
oblicuas que desprogramen sus enunciados en y desde su propio interior?
3) disciplinas y paradigmas de conocimiento: no basta con ingresar al campo de organización del
saber académico la dimensión especializada del tema de la mujer (como suplemento-complemento
temático) para que se desorganice el paradigma androcéntrico de conocimiento que rige las disciplinas
en base al falso supuesto de la neutralidad y universalidad de la ciencia o de la teoría.16 ¿Cómo darle a
la crítica feminista el impulso de una fuerza desterritorializadora que altere la composición y repartición
del saber académico, fuera del coto institucionalizado de “los estudios de la mujer”?
Estas zonas de dificultades en torno a las estrategias de exposición e intervención públicas del
tema de la mujer son sin duda las responsables de complicar los tránsitos entre la reflexión feminista
y los circuitos culturales de la transición democrática. Complicaciones y hasta bloqueos que definen
una situación en la que pareciera que el feminismo y “sus discursos siguen sin aval como productores
de debate en la escena literaria y cultural. Como contrapunto las mismas mujeres tienden a la clausura
buscando construir historia, tradiciones e intertextualidad entre productos genéricamente iguales en
el espacio de las desigualdades”.17
Las zonas de dificultades aquí apuntadas se vinculan a varias interrogantes cruciales para el pen-
samiento feminista, expuestas por Rossana Rossanda en los siguientes términos: “¿han producido las
mujeres una cultura propia, un saber específico, reprimido o ahogado, que, al emerger, aportaría una
corrección substancial y no simplemente un “plus” de la cultura tal y como ha existido hasta ahora, en
resumen, un modo de ser diferentes? (...) ¿Qué crítica del saber genera la revelación de la masculinidad
del saber? ¿Qué otra lectura desmistificada anticipa? Y si la cultura no es solamente un depósito de
nociones, sino un sistema de relaciones entre historia y presente, entre presente y presente, mundo de
los hombres y valores, ¿en qué inviste lo femenino a esta cultura de dominantes y de opresores, en qué
subvierte, qué sistemas diferentes de relaciones sugiere?”18
Preguntas que se cruzan con esta otra pregunta: ¿es válido que las mujeres construyan identidad
sobre la base de que lo “otro” de lo masculino-dominante es lo “propio” de lo femenino? ¿No será que
lo “propio” de lo femenino es el producto, tensional y reformulatorio, del cruce de los mecanismos de
apropiación/desapropiación/contra-apropiación que enfrentan lo dominante y lo dominado en el inte-
rior de una cultura cuyos registros de poder (hegemonía) y resistencia (subalternidad) están siempre
entrelazados?
Ya sabemos que el lenguaje no sólo nombra. Al nombrar, define y categoriza: cada nombre recorta
una fracción de realidad y experiencia a la que el lenguaje le da un estatuto lógico-conceptual según el
esquema de razonamiento que la cultura legitima como esquema dominante. Sabemos también que
ese modelo tiene corte obligatoriamente patriarcal porque la razón civilizatoria trabajó durante siglos
para asimilar lo masculino a lo trascendente y a lo universal. Construcciones filosóficas y simbolizacio-
nes culturales se basan en ese fraudulento montaje que decidió aventajar a lo masculino por asocia-

Sólo uso con fines educativos 348


ción con lo abstracto-general y desventajar a lo femenino por asociación con lo concreto-particular.
¿Cómo responden las mujeres a la toma de conciencia de que su ingreso a los mundos de la cultura
está mediado por un lenguaje cuyos intereses masculino-hegemónicos trabajan en contra de su inde-
pendencia de sujeto hablante?
Una primera respuesta del feminismo radical es la de una negativa a entrar en el juego: las mujeres
no deben aceptar la condición de hablarse interceptadas por los mecanismos racionalizantes y raciona-
lizadores de la dominación masculina. Ellas deben entonces rechazar aquellos instrumentos que más se
identifican con la hipermasculinidad del Logos (totalizaciones filosóficas, abstracciones científicas, sis-
tematizaciones teóricas, etc.), por ser instrumentos todos ellos rendidos al servicio de las codificaciones
de poder masculinas. Ese mismo feminismo radical promueve como salida el rescate de aquellas for-
mas de expresión y comunicación consideradas “femeninas” por estar libres de la reticulación mascu-
lino-conceptual: formas de lenguajes más intuitivas que lógicas, más matéricas que conceptuales, más
afectivas que racionales, más bellas que operatorias, más confesionales que declamativas, etc. Formas
todas ellas supuestamente reveladoras de un saber puramente femenino: un saber puro de lo femeni-
no, un saber de la femineidad pura (expurgada de lo masculino) que estaría depositado en una cultu-
ra de mujeres como cultura separada y autónoma. Ese valor de pureza que muchas feministas buscan
recobrar como valor constitutivo de una femineidad íntegra, supondría limpiar a la cultura de todas las
contaminaciones de signos masculinos que la desvirtúan hasta alcanzar lo “propio” de las mujeres: lo
exclusivamente femenino. Pero: ¿tiene sentido remarcar tautológicamente como femeninos aquellos
mismos valores (sensibilidad, corporalidad, afectividad, etc.) que la ideología sexual dominante había ya
marcado como tales para segregarlos en los márgenes de la razón histórico-social? ¿No se postula así
como categorías de resistencia a la dominación las mismas categorías impuestas por esa dominación y
que hacen sistema con ella al reproducir sus dicotomías de géneros, recreando (con signo invertido) la
misma diferencia masculino/femenino nuevamente congelada en oposición y exclusión? ¿Qué validez
tiene imaginar una cultura pura como horizonte utópico de un más acá o de un más allá del patriarca-
do: una cultura enteramente depurada de sedimentaciones hostiles o contaminantes?
La historia y la cultura de las mujeres no se tejieron nunca fuera de la dominación y colonización
masculinas. Siempre entremezclaron sus formas con las del sistema de autoridad en cuyos huecos y res-
quebrajaduras fueron practicando la desobediencia. Sustraer lo femenino del campo de réplicas y con-
trarréplicas (dominación, consentimiento, resistencia, enfrentamiento, etc.) en el que esta categoría fue
siempre negociando y renegociando sus límites de identidad y contrapoder, es amputarlo de una de sus
tensiones más dinámicas. Aquella tensión que responde al saber de que la dominación masculina no es
un discurso fijo, sino un discurso cuya historicidad y contextualidad llevan sus enunciados a reformularse
según reglas cambiantes que informan secuencias de entrechocamiento siempre móviles.
Por otra parte, el discurso de la cultura es un campo de poderes y significaciones que entran en
ejercicio desplegando una multidireccionalidad de fuerzas. Los signos que forman el lenguaje son
depósitos de memorias que entremezclan varios registros en pugnas de intereses ideológico-cultura-
les.19 Lo masculino y lo femenino son partes activas de estas controversias de significaciones que ten-
san los signos como materiales polémicos: como campos de batalla de la producción de significados.
Vaciar el signo de los contenidos armados en su interior por una de las dos fuerzas en pugna (lo mascu-

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lino), no sólo tiene el efecto desmemoriador de privar a ese signo de una capa de experiencia ya sedi-
mentada. Proyecta además la utopía del signo puro y transparente, fundacional: del signo encargado
de fundar la positividad de un nuevo orden libre de opacidades, siendo que son esas opacidades las
que testimonian de la negatividad y de la heterogeneidad de la materia social que hacen del lenguaje
y de la identidad formaciones no unificadas ni regulares, sino estriadas de conflictos. La nueva codifi-
cación feminista de lo femenino no puede ignorar esa conflictualidad del signo (del signo “masculino”
y del signo “femenino”) que opera como eje de plurisignificación, al intersectar varios puntos de vista
simultáneos y contradictorios sobre identidad, poder y cultura. Puntos de vista que se despliegan en
“el mestizaje del lenguaje”: en lo híbrido y transcultural (transsexual) de formaciones mixtas, necesaria-
mente impuras porque transitadas por signos que pertenecen a registros desuniformes en choques de
referencias.
Lo mismo ocurre con el saber y las teorías. El hecho que el conocimiento tenga dueño (masculino)
no impide que las mujeres se lo tomen por asalto y cometan las extorsiones de fórmulas que mejor las
capacitan para su crítica a la masculinidad del saber. Que la teoría lleve la marca registrada de la inte-
lectualidad masculina; que incluso desconstruirla, que “la axiomática de la de(s)construcción haya sido
a menudo propuesta por hombres”, 20 no nos impide desvalijar las cajas de herramientas de la teoría
cultural legitimada y fiscalizada por la institucionalización masculina del conocimiento.
J. Kirkwood decía: “Se ha producido con respecto de las mujeres, como con otras categorías mar-
ginadas, una expropiación del saber. Y tal vez por eso en ocasiones el saber recreado por las mujeres
presenta aires de “bricolage”: se toman conceptos de otros saberes y contextos, atribuyéndoseles un
sentido diferentes”. 21 Estas operaciones de selección y combinación, de resemantización de los enun-
ciados para llevarlos a decir lo estratégico desdiciendo o contradiciendo sus lineamientos de origen
cuando estos lineamientos dictan poder, son operaciones comunes a todas las subculturas y culturas
subalternas. El “bricolage” de saberes y discursos identifica doblemente a la mujer latinoamericana: en
su condición de sujeto mujer y de hablante colonizado que debió aprender desde siempre no sólo a
sacarle partido a las jugadas de entrelíneas posibles de filtrarse en el texto colonial que restringía o
prohibía el “ejercicio de la letra”, sino también a confeccionar vocabularios propios con palabras impro-
pias (ajenas y robadas) capaces de subvertir el dogma colonialista de la pureza y originalidad del texto
fundante.22
Estas operaciones siguen siendo vitales para cualquier operatoria textual (femenina o latinoame-
ricana) que se enfrenta al sistema presuntamente clausurado —finito— de las categorizaciones hege-
mónicas que simbolizan la autoridad del Todo como metáfora del saber universal. Fragmentar o dislo-
car ese sistema para reensamblar sus piezas sueltas en combinaciones inéditas; desordenar los focos de
coherencia del sentido multiplicando las líneas de fuga y de dispersión del discurso; trastocar la arma-
dura de los enunciados hasta que la cita periférica ponga en crisis el modelo imperialista de las verda-
des indesmontables; descentrar los ejes de significación oficial para liberar vías alternas y disidentes
de lecturas micropolíticas, son todas las operaciones de recontextualización crítica que la teoría lati-
noamericana sabe oponer a la guía mimética de la transferencia cultural de los modelos centrales y
centristas, incluyendo los modelos del feminismo internacional. Operaciones que asumen el saber no
como sistema de leyes garantizado por la cientificidad del Método, sino como campo tensionado por el

Sólo uso con fines educativos 350


conflicto nunca resuelto entre lo general y lo particular, lo totalizante y lo fragmentario, lo imparcial y lo
parcial, lo serial y lo discontinuo, lo centrado y lo excéntrico, etc.
La crítica al saber que puede instrumentar el feminismo pasa necesariamente por esta descon-
jugación crítica de saberes-poderes basándose en las reglas de “polivalencia táctica” de los discur-
sos (Foucault), que llevan un mismo enunciado a ser conveniente para distintos fines según el tipo
de recontextualización crítica que acomoda sus signos en direcciones funcionales a cada operativo
de significación. Un mismo discurso cultural o un mismo enunciado de saber, son por lo mismo sus-
ceptibles de articular distintas políticas del sentido y de la identidad, porque “el discurso no es el sitio
de irrupción de la subjetividad pura: es un espacio de posiciones y de funcionamientos diferenciados
para los sujetos”. 23 Las marcas de lo masculino y de lo femenino son conjugaciones interactivas que
tensionan estos “funcionamientos diferenciados”. Más que resolver la problemática de la diferencia
buscando “en las vidas femeninas y sus saberes una otredad” (la expresión de “otro modo de ser”) o
bien más que rechazar como “no nuestro” (como “externo”) lo que “no proviene de nosotras”, 24 se trata
de que la intervención teórica feminista irrumpa en medio de estos juegos de diferenciaciones desde
la diferencia genérica y sexual como eje transversal de potenciación-activación y multiplicación de las
diferencias, para pluralizar en ellas la “virtualidad compartida” 25 de lo femenino.

Notas

1 Jesús Martín Barbero: “Procesos de comunicación y matrices de cultura” (México-Gustavo Gili-1987). p.45.
2 “Se trataría de atender a aquello menos visible, menos audible, discursos y prácticas que, por las fisuras, escapan ya a las
determinaciones del mercado, ya a los circuitos habituales. Pero también se trata de diferenciar lo que, en el mercado, tra-
baja contra sus reglas, plantea las preguntas imprevisibles, imagina nuevos modelos de respuesta. (...) Descubrir cuáles son
las formas y los itinerarios mediante los cuales el discurso del arte cuestiona el mismo lugar que se le adjudica, el orden en
el que se lo integra, desbordando los límites de lo hasta ahora posible y esbozando, figuradamente, quizás utópicamente,
las formas futuras de un sistema de relaciones. Al defraudar la expectativa y subvertir la pauta de lo previsible, fragmentos
de discursos reclaman ser escuchados de manera diferente , anticipan lo que en una sociedad todavía permanece oscuro,
o iluminan con otra luz un pasado que parecía definitivamente organizado”.
Beatriz Sarlo: “Una mirada política; defensa del partidismo en el arte” en Punto de Vista N.27 (Buenos Aires-Agosto 1986).
3 Remito al N.5 de la Revista de Crítica Cultural sobre “Cultura, política y democracia” (Santiago de Chile-Julio 1992) como

material de referencia para ese debate.


4 “Lo que para el marxismo clásico era el espacio homogéneo de la clase obrera, se nos revela hoy como la combinación y

articulación inestable de una pluralidad de posiciones de sujeto. (...) Cada agente social es penetrado por una multiplici-
dad de posiciones de sujeto que no encuentran un eje aglutinante necesario en la posición de ese agente en las relacio-
nes de producción. (...) Uno puede perfectamente imaginar una sociedad en la cual la propiedad privada de los medios de
producción ha sido eliminada y en la que, sin embargo, la represión a los homosexuales o la subordinación de las mujeres
continúan plenamente vigentes. Es decir, que si los distintos aspectos del ideal socialista, llamémoslo así por el momento,
han de ser realizados, ellos tienen que ser el resultado de la movilización específica de cada uno de los grupos interesados
en las diversas reivindicaciones”.
Ernesto Laclau: entrevista en “Materiales de Krítica” N.2 (Santiago de Chile-Agosto 1986).
5 Esa “nueva escena” reunió un conjunto de prácticas en las que “se generan proposiciones insólitas en las áreas de la litera-

tura y de la visualidad. Escritores y artistas plásticos, en estrecha interrelación, intentarán dar un lenguaje que (...) contra-

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poniéndose tanto a su pasado reciente como al orden impuesto por el dominador (...) operó desde el descentramiento;
desde la dispersión; desde la pulsión, desde la aniquilación de la unidad”.
Eugenia Brito. “Campos minados” (Santiago de Chile-Cuarto Propio-1990). p. 8.
6 Una de esas tentativas de diálogo quedó consignada en la publicación Flacso N.46:
“Arte en Chile desde 1973: escena de avanzada y sociedad” (Santiago de Chile-Enero 1987).
7 Algunas de las tensiones entre neovanguardia artísticoliteraria, cultura militante y sociología alternativa, fueron analizadas
en: Nelly Richard, “El signo heterodoxo”, Nueva Sociedad N. 116 (Caracas-Diciembre-1991).
8 Para una visión de la problemática feminista en la coyuntura de la transición democrática, remito a: Raquel Olea, “La rede-
mocratización; mujer, feminismo y política”, Revista de Crítica Cultural N. 5 (Santiago de Chile-Julio 1992).
9 Remito en particular a: Julieta Kirkwood. “Ser política en Chile: Las feministas y los partidos” (Santiago de Chile-Cuarto Pro-
pio-1990).
10 Las Jornadas de la Mujer realizadas en el Centro Cultural Mapocho (Santiago de Chile) en Noviembre 1982, constituyeron
uno de los pocos intentos de cruzar prácticas sociales y discursos culturales en reflexiones de talleres.
Por otra parte y como testimonio de la audacia de los gestos realizados por la neovanguardia artística, Diamela Eltit y Lotty
Rosenfeld (integrantes del grupo CADA) habían elegido responder a la invitación que les fue cursada por el “Círculo de la
Mujer”, para que participaran en la conmemoración del Día Internacional de la Mujer” con “la exhibición de un filme porno-
gráfico que consistía en un triángulo figurado por una patrona, una sirvienta y un perro” y con “un texto de análisis sobre
ese filme” (publicado en Ruptura, Santiago de Chile-Agosto 1982). Analizar como la “presencia del hombre” sólo se materia-
liza en “la cámara y dirección del filme que engloba y dirige la cinta”, les sirvió a las autoras para decir que “con el pretexto
de la “femineidad” este filme patentiza el verdadero circuito denotativo que enmascara toda organización social: el acto de
penetración es únicamente entre hombres”.
11 Jaime Lizama: “Los nuevos espacios de la política” (Santiago de Chile-Documentas-1991). p.79.
12 Raquel Olea: Introducción al “Encuentro con Gabriela Mistral” en “Una palabra cómplice”. (Santiago de Chile-Ediciones de
las Mujeres N. 12 Isis Internacional Casa de la Mujer La Morada-1990).
13 Olga Grau: “Presentación” en “Ver desde la Mujer” Olga Grau, editora (Santiago de Chile-Cuarto Propio Ediciones La Morada-
1992). p.14.
14 Olga Grau, ibid. En el caso de las actividades realizadas en los espacios universitarios, vale la pena destacar: el ciclo de
ponencias y charlas organizado por la Casa de la Mujer La Morada y realizado en la Universidad Nacional Andrés Bello
(“Ver desde la Mujer, Ver a la mujer” Septiembre 1990), el Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer comenzado
en 1991 en la Universidad de Concepción, el Seminario “Mujer y Antropología: problematización y perspectivas” organiza-
do en Marzo de 1992 por el Departamento de Antropología de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile
y el Centro de Estudios para el Desarrollo de la Mujer (CEDEM); el Seminario “Educación y Género” organizado por la Casa
de la Mujer La Morada (Agosto 1992) en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación.
15 Adriana Valdés: Presentación del libro “Ver desde la Mujer”. (Universidad Metropolitana-Agosto 1992).
16 Víctor Toledo advierte que —por ejemplo— en el campo de la historiografía, la gran mayoría de las investigaciones que
trabajan el lema de la mujer como enfoque temático “siguen ubicándose en el marco de una historia ya definida en sus
líneas estructurales y periodificación, según enfoques androcéntricos y/o de una interpretación tradicional de la historia
desde el poder, ya sea positivista o marxista, etc. Se deja incuestionada la interpretación general de la historia de tal o cual
período o proceso. Agrega datos, nombres femeninos, pero no agrega dimensiones, mirada interpretadora”.
Víctor Toledo: “Historia de la mujer en Chile; historia de géneros; apuntes para un balance preliminar, ponencia presentada
en el Seminario “Mujer y Antropología” (Santiago de Chile-marzo 1992).
17 Raquel Olea. “Más sobre mujer y escritura” en “Literatura y Libros” N.152, La Época (Marzo 1991).
18 Rossana Rossanda: “Nuestras perlas escondidas” en Debate Feminista N.2 (México-Septiembre 1990).
19 Bakhtine habla de cómo “á tout moment donné de son existence historique, le langage est completement diversifié: c’est
la coexistence incarnée des contradictions socio-idéologiques entre (…) ‘les parlers’ du plurilinguisme”.
Mikhaïl Bakhtine. “Esthétique et théorie du roman” (Paris-Gallimard-1978). p.112.
20 Jacques Derrida entrevistado por Cristina de Peretti: “Feminismo y de(s)construcción”, Revista de Crítica Cultural N.3 (San-
tiago de Chile-Abril 1991).
21 Julieta Kirkwood, op. cit., p. 201.
22 Sonia Montecino dice que “hacer explícita la mezcla de teorías y modelos y el uso fragmentario que de ellas hacemos
puede constituir una manera de conocer ‘otra’”,
Sonia Montecino en su ponencia “Proposición de paradigmas para la comprensión del Género en América Latina” presen-
tada en el Seminario “Mujer y Antropología” (Santiago de Chile-Marzo 1992).

Sólo uso con fines educativos 352


23 Michel Foucault: Respuesta a la revista Esprit publicada en “Michel Foucault el discurso del poder” con presentación y
selección de Oscar Terán (Buenos Aires-Ediciones Folios 1983). p.71.
24 Rossana Rossanda, op. cit.
25 Julio Ortega: “El discurso de la abundancia” (Caracas-Monte Ávila-1990). p. 256.

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Unidad IV: La (Im) Posibilidad de la Crítica

Lectura Nº1
Jameson, Fredric, “Sobre los Estudios Culturales”, en Jameson, Fredric y Zizek,
Slavoj, Estudios Culturales. Reflexiones Sobre el Multiculturalismo, Buenos Aires,
Argentina, Editorial Paidós, 2003, pp. 69-136.

Tal vez se pueda abordar mejor política y socialmente esa aspiración denominada “Estudios Cul-
turales” si se la considera como el proyecto de constituir un “bloque histórico”, más que, teóricamente,
como un piso para desarrollar una nueva disciplina. Sin duda, en un proyecto semejante la política es
de tipo “académico”, es decir, se trata de la política dentro de la universidad y, más allá de ella, en la
vida intelectual en general o en el ámbito de los intelectuales. Sin embargo, en una época en la que la
derecha ha empezado a desarrollar su propia política cultural —que tiene como eje la reconquista de
las instituciones académicas y, en particular, los fundamentos de las universidades mismas— no pare-
ce adecuado continuar pensando en la política académica y la política de los intelectuales como una
cuestión exclusivamente “académica”. En cualquier caso, la derecha parece haber comprendido que el
proyecto y el eslogan de los “Estudios Culturales” (más allá de lo que esto signifique) constituyen un
objetivo fundamental de su campaña y virtualmente un sinónimo de “lo políticamente correcto” (que
en este contexto puede identificarse como la política cultural de ciertos “movimientos sociales nuevos”
como el antirracismo, el antisexismo, la antihomofobia, etcétera).
Pero si esto es así y los Estudios Culturales deben interpretarse como la expresión de una alianza
proyectada entre diversos grupos sociales, no resulta tan importante una formulación rigurosa —en
tanto empresa intelectual o pedagógica— como lo sienten sus adeptos, quienes intentan recomenzar la
sectaria guerra de izquierda por la correcta interpretación de la línea partidaria de los Estudios Cultura-
les: lo importante no es la línea partidaria sino la posibilidad de alianzas sociales, según se desprende de
su eslogan general. Se trata más de un síntoma que de una teoría y, como tal, lo que parecería más con-
veniente es un análisis a la manera de los estudios culturales sobre los propios Estudios Culturales. Ello
significa también que lo que exigimos (y encontramos) en la reciente colección Estudios Culturales,1 edi-
tada por Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler es sólo una cierta exhaustividad y repre-
sentatividad general (cuarenta colaboradores parecen garantizarlo por adelantado): no planteamos que
sea absolutamente imposible hacer las cosas de otra forma o desarrollarlas de un modo radicalmente
distinto. Ello no quiere decir que los “baches” o ausencias de dicha colección —que básicamente reim-
prime los trabajos presentados en una conferencia sobre el tema celebrada en Urbana-Champaign, en la
primavera de 1990— no sean rasgos significativos que merezcan un comentario: pero el comentario, en

1 Lawrence Grossberg, Cary Nelson y Paula A. Treichler (comps.): Estudios Culturales, Nueva York, Routledge, 1992. Las referen-
cias internas que se presentan en esta conferencia aluden a dicho texto.

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tal caso, sería más un diagnóstico de ese acontecimiento en particular y del “concepto” de Estudios Cultu-
rales que expresa, que una propuesta de una alternativa más adecuada (sea ésta una conferencia, “idea”,
programa o línea partidaria). En realidad, debería poner las cartas sobre la mesa y decir que así como
creo que es importante (e interesante desde el punto de vista teórico) discutir y debatir ahora sobre los
Estudios Culturales, no me preocupa particularmente qué tipo de programa finalmente se llevará ade-
lante o si, en primera instancia, surgirá una disciplina académica oficial de este tipo. Probablemente esto
se deba a que, por empezar, no creo mucho en las reformas de los programas académicos, pero además
porque sospecho que una vez que públicamente se haya llevado a cabo el tipo de discusión apropia-
da, se habrá cumplido el propósito de los Estudios Culturales, más allá del marco departamental en que
tenga lugar dicha discusión. (Y este comentario se relaciona específicamente con lo que considero es la
cuestión práctica más importante que está en juego aquí, a saber, la protección de la gente más joven
que está escribiendo artículos en esta nueva “área”, y la posibilidad para ellos de acceder a la efectividad
en sus puestos de trabajo).
También debería decir, en contra de las definiciones (a Adorno le gustaba recordarnos el rechazo
de Nietzsche por el intento de definir los fenómenos históricos como tales), que creo que de alguna
manera ya sabemos qué son los Estudios Culturales; y que “definirlos” implica descartar lo que no es,
extrayendo la arcilla superflua de la estatua que emerge, trazando un límite a partir de una percep-
ción instintiva y visceral, intentando identificar lo que no es en forma tan abarcadora que finalmente se
logra el objetivo, si es que en algún momento no surge una “definición” positiva.
Sean lo que fueren, los Estudios Culturales surgieron como resultado de la insatisfacción respec-
to de otras disciplinas, no sólo por sus contenidos sino también por sus muchas limitaciones. En ese
sentido, los Estudios Culturales son posdisciplinarios; pero a pesar de eso, o tal vez precisamente por
dicha razón, uno de los ejes fundamentales que los sigue definiendo es su relación con las disciplinas
establecidas. Parecería apropiado, entonces, empezar por los reclamos que hacen los “aliados” de esas
disciplinas respecto del abandono, por parte de los Estudios Culturales, de objetivos que consideran
fundamentales. Las próximas ocho secciones tratarán de diversos grupos: el marxismo, el concepto de
articulación, la cultura y la libido, el rol de los intelectuales, el populismo, la geopolítica y, como conclu-
sión, la Utopía.

¡No es mi área!
Los historiadores parecen particularmente perplejos por la relación de alguna manera indetermi-
nable que establecen con el material de archivo quienes trabajan desde la perspectiva de los Estudios
Culturales. Catherine Hall, la autora de una de las piezas más importantes de esta colección —un estu-
dio de la mediación ideológica de los misionarios ingleses en Jamaica—, luego de observar que “si la
historia cultural no forma parte de los estudios culturales, entiendo que hay un serio problema”, afirma
que “el encuentro entre la historia establecida y los estudios culturales ha sido extremadamente limi-
tado en Gran Bretaña”. Desde luego, ello podría ser un problema de la corriente histórica dominante
y de los Estudios Culturales; pero Carolyn Steedman examina la cuestión más ajustadamente y señala
algunas diferencias metodológicas básicas. La investigación colectiva versus la individual es sólo una de

Sólo uso con fines educativos 355


ellas: “La práctica grupal es colectiva; la investigación de archivo involucra sólo al historiador, quien par-
ticipa en una práctica no democrática. La investigación de archivo es costosa en tiempo y dinero y, de
cualquier modo, no es algo que un grupo de gente pueda hacer en la práctica”. Pero cuando Steedman
trata de formular en una forma más positiva lo que es distintivo del abordaje de los Estudios Cultura-
les, surge el concepto de “basado en el texto”. En los Estudios Culturales se analizan textos que están a
mano, mientras que el historiador de archivo tiene que reconstruir laboriosamente sobre la base de
síntomas y fragmentos. No menos interesante resulta la teoría, en el análisis de Steedman, de que exis-
te un determinante institucional, más específicamente educacional, en el surgimiento de este método
“basado en el texto”: “¿el ‘concepto de cultura’ como fue usado por los historiadores [...] fue en realidad
inventado en las escuelas entre 1955 y 1975? En Gran Bretaña ni siquiera tenemos una historia social y
cultural de la educación que nos permita pensar que esta pregunta puede constituir una problemática”.
Sin embargo, Steedman no aclara en qué disciplina puede encuadrarse esa investigación.
Esta autora sugiere que es Rurckhardt el precursor de la nueva área (nadie más lo hace), y escue-
tamente lo relaciona con el Nuevo Historicismo, cuya ausencia en estas páginas es, por otra parte, muy
significativa (con excepción del pasaje en que Peter Stallybrass niega tener algún parentesco con el
movimiento rival). Porque el Nuevo Historicismo es, sin duda, un competidor y, desde cualquier visión
histórica, constituye un síntoma afín a los Estudios Culturales por su intento de lidiar analíticamente
con la nueva textualidad del mundo (así como por su vocación de suceder a Marx en una forma discre-
ta y respetable). Desde luego se puede argüir que los Estudios Culturales están demasiado ocupados
con el presente y que no se puede esperar que hagan de todo o que conciernan a todo. Supongo que
aquí se ponen en juego los vestigios de la tradicional oposición entre, por un lado, las preocupaciones
contemporáneas de los estudiosos de la cultura popular o de masas y, por el otro, la perspectiva de la
crítica literaria, tendenciosamente retrospectiva (aún cuando los trabajos canonizados sean “modernos”
y relativamente recientes). Pero las piezas más sustanciosas de esta colección (que, además del ensayo
de Catherine Hall, incluyen el estudio de Lata Mani sobre la cremación de la viuda, el ensayo de Jani-
ce Radway sobre el Club del Libro del Mes, la investigación de Peter Stallybrass a propósito del surgi-
miento de Shakespeare como un auteur, y el relevamiento por parte de Anna Szemere de la retórica del
levantamiento de Hungría de 1956) son todas históricas en el sentido de que constituyen una investi-
gación de “archivo”, y sin duda se destacan a simple vista. Si deberían ser bienvenidas, ¿por qué todos se
sienten incómodos?
Otra disciplina aliada es la sociología, tan cercana que la distinción entre ésta y los Estudios Cultu-
rales parece sumamente difícil, si no completamente imposible (como señaló Kafka respecto del paren-
tesco entre el alemán y el idish). ¿Acaso Raymond Williams no sugirió en 1981 que “lo que ahora se
llama “estudios culturales” [se comprende mejor] como una particular forma de entrada a las cuestiones
sociológicas generales, que [...] como un área especializada o reservada?”. Pero este cruce disciplinario
parece similar al que se producía con la historia: por un lado, un trabajo “basado en el texto”; por el
otro, una “investigación” profesional o profesionalizada. La protesta de Simon Frith es suficientemente
emblemática como para citarla en forma completa:

Sólo uso con fines educativos 356


De lo que he estado hablando hasta ahora es de un abordaje a la música popular que, en
términos británicos, no proviene de los estudios culturales sino de la antropología social y
la sociología (y podría citar otros ejemplos, como el trabajo de Mavis Bayton [1990] sobre la
forma en que las mujeres se hicieron músicas de rock). Una razón por la que considero que
este trabajo es importante es porque se centra en forma sistemática en una área y un tema
que ha sido (sorprendentemente) olvidado por los estudios culturales: la lógica de la pro-
ducción cultural en sí misma, el lugar y el pensamiento de los productores culturales. Pero lo
que me interesa aquí (que es lo que hace que este trabajo sea un relato totalmente diferente)
es otra cosa: comparada con la escritura imaginativa, impresionista, sugestiva, insólitamente
pop de un académico de los Estudios Culturales, como por ejemplo Iain Chambers, el cuidado
etnográfico por la exactitud y el detalle resulta deslucido, como alguna vez señaló Dick Hebdi-
ge respecto de mi abordaje sociológico, en oposición al de Chambers.

Janet Wolff sugiere razones más importantes para esta tensión: “El problema es que la sociología
predominante, tan segura de sí, es indiferente —si no hostil— a los desarrollos de la teoría, es incapaz
de reconocer el rol constitutivo de la cultura y la representación en las relaciones sociales”. Pero resulta
que el sentimiento es mutuo: “La teoría y el discurso postestructuralistas, al demostrar la naturaleza dis-
cursiva de lo social, actúan como un permiso para negar lo social”. Con bastante tino, Wolff recomienda
una coordinación de ambos puntos de vista (“una aproximación que integre el análisis textual con la
investigación sociológica tanto de las instituciones que tienen una producción cultural como de los
procesos sociales y políticos en los cuales tiene lugar dicha producción”); pero esto no elimina la inco-
modidad frente al asunto, ni tampoco la idea de Cornel West de que la ventaja principal que ofrecen
los Estudios Culturales es esa antigua cosa conocida llamada “interdisciplina” (“Estudios Culturales es
uno de los nombres que se usa para justificar lo que considero que es un desarrollo altamente salu-
dable, a saber, los estudios interdisciplinarios en institutos y universidades”). El término “interdisciplina”
recorre varias generaciones de programas de reforma académica, cuya historia debe ser escrita y luego
reinscripta con cautela (por definición, siempre resulta virtualmente un fracaso: la impresión es que el
esfuerzo “interdisciplinario” sigue existiendo porque todas las disciplinas específicas reprimen rasgos
fundamentales —aunque en cada caso diferentes— del objeto de estudio que deberían compartir.
Se suponía que los Estudios Culturales —más que la mayoría de esos programas de reforma— darían
nombre al objeto ausente, y no parece correcto conformarse con la vaguedad táctica de la antigua fór-
mula.
Quizás, en realidad, el nombre que se necesita sea comunicación: sólo los programas de Comuni-
cación son tan recientes como para atreverse a reunir en esta nueva empresa a distintas disciplinas
(incluso los recursos humanos), dejando sólo la tecnología comunicacional como el rasgo o la marca
distintiva de la separación interdisciplinaria (de alguna manera como el cuerpo y el alma, la letra y el
espíritu, la máquina y el espíritu). Sólo cuando se unifican los distintos focos de estudio de la comunica-
ción desde una perspectiva específica comienza a surgir una luz sobre los Estudios Culturales y sobre
sus relaciones con los programas de Comunicación. Éste es el caso, por ejemplo, en que Jody Berland
nos recuerda la especificidad de la teoría canadiense de la comunicación, la cual no implica solamente

Sólo uso con fines educativos 357


cierto homenaje a McLuhan, a su tradición y sus precursores, sino que en su trabajo aparece en una
forma más actual como una nueva teoría de la ideología del “entretenimiento”. Pero la autora también
deja claro por qué la teoría canadiense es necesariamente distinta de lo que eufemísticamente llama
“la investigación dominante en comunicación”, una forma de referirse a la teoría norteamericana de las
comunicaciones. Claramente es la situación de Canadá, a la sombra del imperio mediático de los Esta-
dos Unidos, lo que otorga a nuestros vecinos su privilegio epistemológico, y en particular esa posibili-
dad única de combinar el análisis espacial con la atención más tradicional hacia los medios:

El concepto de “tecnología cultural” nos permite entender este proceso. Como parte de una
producción espacial que es a un tiempo determinante y problemática, configurada tanto por
prácticas disciplinarias como antidisciplinarias, las tecnologías culturales abarcan simultánea-
mente los discursos de profesionalización, territorialidad y diversión. Éstas son las facetas tri-
dimensionales necesarias para el análisis de una cultura popular producida a la sombra del
imperialismo. Al ubicar sus “audiencias”en un rango cada vez más amplio y diverso de loca-
ciones, ubicaciones y contextos, las tecnologías culturales contemporáneas procuran y contri-
buyen a legitimar su propia expansión espacial y discursiva. Ésta es otra forma de decir que la
producción de textos no puede ser concebida fuera de la producción de los espacios. Todavía
está por verse si se concibe la expansión de dichos espacios como una forma de colonialismo.
La cuestión es central, no obstante, para llegar a una comprensión del entretenimiento, que
localiza sus prácticas en términos espaciales.

Lo que Berland establece con claridad es que reflexionar hoy sobre la situación de la teoría (o del
teórico o de la disciplina) necesariamente implica una dialéctica: “Como la producción de sentido es
localizada [por la teoría angloamericana de los medios] en las actividades y las agencias de audiencias,
el mapa de lo social está cada vez más identificado con (y expandido hasta ser sustituido por) la topo-
grafía del consumo. Esto reproduce en la teoría lo que está ocurriendo en la práctica. La sorprendente
introducción de una dimensión geopolítica, la identificación de una determinada teoría comunicacio-
nal y cultural como canadiense, en fuerte oposición a la perspectiva angloamericana hegemónica (que
asume su propia universalidad porque se origina en el centro y no necesita tener una impronta nacio-
nal), desplaza totalmente los temas de esta conferencia y sus consecuencias, como ya veremos luego
más extensamente.
Por otra parte, no está claro qué clase de conexión con los incipientes Estudios Culturales se propo-
ne aquí. La lógica de la fantasía colectiva o grupal es siempre alegórica.2 Ésta puede implicar una suerte
de alianza, como ocurre con los sindicatos cuando se proponen trabajar junto a tal o cual movimiento
negro; o puede estar más cerca de un tratado internacional de algún tipo, como el de la OTAN o el de la
nueva zona de libre comercio. Pero seguramente la “teoría canadiense de la comunicación” no está dis-
puesta a sumergir totalmente su identidad en el amplio movimiento angloamericano; también es claro

2 Como en “el matrimonio desafortunado de marxismo y feminismo”: para una investigación más elaborada de los modelos
alegóricos por medio de los cuales el feminismo emergente ha procurado contarse la historia de dicho surgimiento, véase
Jane Gallop: Around 1981: Academic Feminist Literary Theory, Nueva York, Routledge, 1992.

Sólo uso con fines educativos 358


que no puede universalizar totalmente su propio programa ni pedir al “centro” una aprobación global
de lo que es una perspectiva que está necesariamente situada, que es “dependiente” y “semiperiféri-
ca”. Creo que lo que surge aquí es la percepción de que el análisis en cuestión puede, en un momento
determinado, ser transcodificado o incluso traducido: que en ciertas coyunturas estratégicas, un análisis
determinado puede ser leído como un ejemplo de la perspectiva de los Estudios Culturales o como
una ejemplificación de todo lo que es distintivo de la teoría canadiense de la comunicación. Cada pers-
pectiva comparte, por lo tanto, un objeto común (en una coyuntura específica) sin perder su propia
diferencia específica u originalidad (la cuestión de cómo nombrar o describir mejor esta superposición
sería entonces un nuevo tipo de problema específicamente producido por la “Teoría de los Estudios
Culturales”).
Nada revela mejor esta superposición de perspectivas disciplinarias que los diversos iconos que se
han agitado a lo largo de estas páginas: el nombre del último Raymond Williams, por ejemplo, es usado
en vano prácticamente por todos, y se apela a él como sostén moral de un buen número de pecados (o
virtudes).3 Pero el texto que resurge una y otra vez como un fetiche es un libro cuyos múltiples marcos
genéricos ilustran el problema que hemos estado discutiendo aquí. Me refiero al estudio de la cultura
juvenil inglesa de Paul Willis (casualmente, no está presente en esta conferencia) llamado Learning to
Labor (1977). Este libro puede considerarse como un trabajo clásico en el marco de una nueva sociolo-
gía de la cultura, como un texto precursor de la escuela “original” de Birmingham o incluso como una
suerte de etnología, un eje que cruza el tradicional terreno de la antropología y el nuevo espacio que
hoy reclaman los Estudios Culturales.
Sin embargo, lo que aquí enriquece la “problemática” interdisciplinaria es la inevitable impresión
(que puede ocurrir con las otras disciplinas pero también se puede pasar por alto) de que si los Estu-
dios Culturales constituyen un incipiente paradigma, la antropología misma, lejos de ser una disciplina
comparativamente “tradicional”, está también en una total metamorfosis y en una convulsiva transfor-
mación textual y metodológica (como lo sugiere aquí la presencia del nombre de James Clifford en
la lista de quienes producen Estudios Culturales). Actualmente la “antropología” significa una nueva
clase de etnología, una nueva antropología interpretativa o textual que —manteniendo un lejano aire
de familia con el Nuevo Historicismo— aparece completamente madura en los trabajos de Clifford,
George Marcus y Michael Fischer (teniendo en cuenta los ejemplos precursores de Geertz, Turner et
al.). Andrew Ross ha evocado “una descripción densa” en su trabajo pionero sobre la cultura New Age,
“el estudio etnográfico más exhaustivo y profundo sobre las comunidades culturales, el cual ha gene-
rado uno de los desarrollos más interesantes de los Estudios Culturales recientes”. En tanto, la retórica
de la densidad, la textura y la inmanencia es justificada en un pasaje memorable de John Fiske, que
tiene el mérito adicional de sacar a la luz algunas de las cuestiones prácticas que se ponen en juego
en el debate (las cuales están lejos de reducirse a una mera batalla de demandas y contrademandas
disciplinarias):

3 También debe mencionarse Subculture, de Dick Hebdige, el cual, mucho más que cualquier otro trabajo aislado, inventó el
estilo y la postura adoptados una y otra vez en esta conferencia.

Sólo uso con fines educativos 359


Me gustaría empezar por el concepto de “distancia” en la teoría cultural. En otra parte he sos-
tenido que la “distancia” es una marca clave de la diferencia entre la cultura alta y la baja, entre
los sentidos, las prácticas y los placeres característicos de las formaciones sociales que poseen
poder o carecen de él. La distancia cultural es un concepto multidimensional. En la cultura de
los poderosos y socialmente beneficiados puede asumir la forma de una distancia entre el
objeto de arte y el lector/espectador: esta distancia devalúa social e históricamente las prác-
ticas de lectura específicas, favoreciendo en cambio una apreciación trascendente o una sen-
sibilidad estética que reivindica la universalidad. Fomenta la reverencia o el respeto hacia el
texto como un objeto de arte dotado de autenticidad, que requiere preservación. La “distancia”
también puede funcionar en el sentido de crear una diferencia entre la experiencia del traba-
jo artístico y la vida cotidiana. Dicha “distancia” produce significados ahistóricos en las obras
de arte y permite experimentar, a quienes pertenecen a esa formación social, los placeres de
sentirse ligados a un conjunto de valores humanos que, en las versiones extremas de la teo-
ría estética, son considerados valores que trascienden sus condiciones históricas. Esta distan-
cia respecto de lo histórico es también una distancia respecto de las sensaciones corporales,
ya que es finalmente nuestro cuerpo lo que nos liga a nuestra especificidad histórica y social.
Como la mundanidad de nuestras condiciones sociales es apartada o dejada de lado por esta
visión del arte, los llamados placeres del cuerpo, sensuales, baratos y fáciles, también se dis-
tancian de los placeres más contemplativos, estéticos, de la mente. Y finalmente esta distancia
asume la forma de una distancia respecto de la necesidad económica; separar lo estético de lo
social es una práctica de la elite que puede ignorar las restricciones que impone la necesidad
material, y que por lo tanto construye una estética que no sólo se niega a asignarles un valor
a las condiciones materiales, sino que únicamente valida aquellas formas de arte que las tras-
cienden. Esta distancia crítica y estética es, finalmente, la marca distintiva entre los que pueden
separar su cultura de las condiciones económicas y sociales de la vida cotidiana, y los que no
pueden hacerlo.

Pero los contenidos del presente volumen no confirman particularmente la idea de Ross, excepto
en lo que concierne a su lúcido estudio sobre esa “comunidad interpretativa” increíblemente ambigua
que es la nueva cultura yuppie de la gente New Age; en tanto la señal de alarma de Fiske no nos condu-
ce tanto por el camino de la antropología como disciplina experimental (y su forma de escritura), como
por el de una nueva política de los intelectuales.
En verdad, el propio trabajo de Clifford —una descripción de un nuevo estudio sumamente inte-
resante sobre la etnología del viaje y el turismo— ya redefine implícitamente el contexto polémico
cuando propone un desplazamiento de la tradicional concepción etnográfica de “trabajo de campo”.“La
etnografía (en las prácticas normativas de la antropología del siglo XX) ha privilegiado las relaciones de
asentamiento por sobre las de viaje”: ello redefine completamente al intelectual y al observador etnó-
grafo-antropólogo, considerándolo una especie de viajero y de turista. También replantea los términos
de esta conferencia, cuyo intento de definir eso que se llama “Estudios Culturales”, lejos de ser una cues-
tión académica y disciplinaria, gira de hecho en torno del status del intelectual como tal en relación con
la política de los llamados “nuevos movimientos sociales” o microgrupos.

Sólo uso con fines educativos 360


Plantearlo en estos términos explica el malestar que forzosamente despertó la “modesta propues-
ta” de Clifford en otros participantes: más que ser meros turistas o incluso viajeros, la mayoría de ellos
querían ser, como mínimo, verdaderos “intelectuales orgánicos”, si no algo más (¿pero que significará
exactamente ese “algo más”?). Incluso la noción afín de exilio o neoexilio —el intelectual diaspórico
invocado por Homi Bhabha (entre cuyos comentarios sobre el caso Rushdie, se cuenta “La blasfemia
es la vergüenza del emigrante de volver a casa”, lo que siempre me pareció extraordinariamente per-
tinente y provocativo)— propone una intermitencia o alteración del sujeto y el objeto, de la voz y la
sustancia, del teórico y el “nativo”, lo cual le asegura al intelectual una marca también intermitente de
pertenencia al grupo, que no está disponible para el hombre blanco que es Clifford (ni tampoco para el
crítico aquí presente).

Grupos sociales: ¿Frente popular o Naciones Unidas?


Pero esa aspiración que se denomina “intelectual orgánico” aquí es omnipresente, aunque no se
expresa a menudo tan abiertamente como lo hace Stuart Hall cuando, en uno de los momentos más
utópicos de la conferencia, propuso el ideal de “vivir, teniendo en cuenta la posibilidad de que alguna
vez pueda existir un movimiento más grande que el de los intelectuales pequeño-burgueses”. Esto es lo
que dijo Hall al respecto, a propósito de Gramsci:

Debo confesar que, aunque leí muchas explicaciones, incluso más elaboradas y sofisticadas,
me parece que la explicación de Gramsci sigue siendo la que más se aproxima a describir lo
que creo que estábamos intentando hacer. Admitamos que hay un problema en la frase “la
producción de intelectuales orgánicos”. Pero no tengo ninguna duda de que estábamos tratan-
do de encontrar una práctica institucional dentro de los estudios culturales que pudiera pro-
ducir un intelectual orgánico. No sabíamos previamente qué significaba esto, en el contexto de
Inglaterra en los años ‘70, y no estábamos seguros de que reconoceríamos al intelectual orgá-
nico si es que nos las ingeniábamos para producirlo/a. El problema del concepto de intelectual
orgánico es que parece alinear a los intelectuales con un movimiento histórico incipiente y no
podíamos decir entonces, y muy difícilmente podamos hacerlo ahora, dónde se podía encon-
trar ese movimiento histórico incipiente. Éramos intelectuales orgánicos sin ningún punto de
referencia, intelectuales orgánicos con la nostalgia, la voluntad a la esperanza (para usar una
frase de Gramsci de otro contexto) de que, en algún punto, desde el trabajo intelectual estaría-
mos preparados para una relación de ese tipo, si es que alguna vez aparecía dicha coyuntura.
En realidad, estábamos más bien preparados para imaginar o modelar o estimular esa relación
en su ausencia: “pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad”.

Sin embargo, en el contexto actual y en la mayoría de los casos de esta colección, no se interpreta
la noción gramsciana (que estructuralmente se centra en los intelectuales, por un lado, y en los estratos
sociales, por el otro) como una referencia a la política de alianzas, a un bloque histórico o a la formación
de un conjunto heterogéneo de “grupos de intereses” dentro de un movimiento social y político más
abarcador, como sí ocurría en Gramsci y, aún hoy, en la formulación de Stuart Hall.

Sólo uso con fines educativos 361


Aquí, en cambio, su referencia parece ser en la mayoría de los casos la “política de identidad” de los
nuevos grupos sociales, o sea, lo que Deleuze denomina “microgrupos”. Efectivamente, los Estudios Cul-
turales fueron percibidos como un espacio de alianzas de este tipo (si no exactamente un movimiento
en el sentido gramsciano; a menos que se entiendan sus ambiciones académicas —alcanzar el recono-
cimiento y la aprobación institucionales, la efectividad en los cargos, la protección de los departamentos
tradicionales y de la Nueva Derecha— como una política, en realidad la única política específica de los
Estudios Culturales).4 Por eso se da la bienvenida tanto al feminismo como a la política de los negros, al
movimiento gay, a los estudios chicanos, a los grupos de estudio “poscoloniales” cada vez más frecuen-
tes, a aficionados más tradicionales —como los de las diversas culturas populares y de masas (que pue-
den ser considerados, en la academia tradicional, como una minoría estigmatizada y perseguida), y a los
distintos séquitos marxistas (en su mayoría, extranjeros). De los 41 participantes (editados), hay también
una distribución de géneros relativamente pareja (24 mujeres, 21 hombres); hay 25 americanos, 11 britá-
nicos, 4 australianos, 2 canadienses, un húngaro y un italiano: hay 31 personas de raza blanca, 6 de raza
negra, 2 chicanos y 2 indios (del subcontinente); y entre los cuarenta y tantos parece haber por lo menos
5 personas gay. En cuanto a las disciplinas o departamentos, se distribuyen de la siguiente manera: el
Departamento de Inglés encabeza la mayor parte con 11, como era previsible; Comunicación, Sociolo-
gía e Historia del Arte están atrás, bien lejos, con 4 cada uno; hay 3 representantes de los programas de
Humanidades; por los Estudios de la Mujer, los Estudios Culturales propiamente dichos, la Historia de la
Conciencia, y Radio, Televisión y Film hay 2 por cada uno; mientras que Religión y Antropología tienen un
representante respectivamente.
Pero este detallado desglose (admitamos que impresiona) no refleja cabalmente los grupos, los
subgrupos o las posiciones ideológicas subculturales. En contraposición a sólo cuatro trabajos feminis-
tas “tradicionales”, por ejemplo, hay por lo menos dos informes gay. De los cinco trabajos escritos por
personas de raza negra, sólo uno trata cuestiones feministas (o sería más adecuado decir que el artí-
culo de Michele Wallace es un informe desde una visión feminista negra), mientras que otros dos tra-
tan temas nacionales. Uno de los dos artículos chicanos es también una declaración feminista. Hay diez
tópicos propios de la cultura popular o mediática, que tienden a trasladar el énfasis puesto en las cues-
tiones de “identidad” a los asuntos mediáticos.
Me permito todo este ejercicio para mostrar tanto lo que parece haberse omitido de la problemáti-
ca de los Estudios Culturales como lo que se incluye en ellos. Sólo tres artículos, en mi opinión, tratan el
tema de la identidad grupal en forma central (en tanto el ataque de Paul Gilroy al eslogan que traduce
como “absolutismo étnico” es examinado mejor en otro contexto, más adelante); y, entre ellos, sólo el
ensayo de Elspeth Probyn, con sus intrincadas alusiones, intenta una teoría de la identidad colectiva o,
por lo menos, de la enunciación colectiva, en el cual nos pide “ir más allá de posiciones discretas sobre
la diferencia, rechazar el modo de representación en crisis [...] a fin de que el sonido de nuestras identi-
dades sea tenido en cuenta mientras trabajamos para construir comunidades humanitarias”. Sin embar-

4 Véase en particular el artículo del programa algo triunfalista de uno de los organizadores de la presente conferencia: Cary
Nelson, “Always Already Cultural Studies”, Journal of the Midwest Modern LanguageAssociation 24, n° 1 (1991), 24-38.

Sólo uso con fines educativos 362


go, estos sonidos parecen ser un tanto salvajes, como cuando se establece “cómo las imágenes del sí
mismo pueden funcionar exitosamente para sacudir e irritar las fijaciones del discurso y las expectati-
vas extradiscursivas”.
Pero los artículos de Kobena Mercer, Marcos Sánchez-Tranquilino y John Tagg se hallan enca-
minados hacia algo un tanto diferente de la teoría clásica de la identidad. Mercer, por su parte, abre
paso explorando la forma en que la imagen de la militancia negra de los años ‘60 pudo servir como un
modelo estimulante y liberador para la política de otros grupos, mientras que Sánchez-Tranquilino des-
plaza la problemática filosófica y psicológica de la “identidad” hacia la cuestión social del nacionalismo:
“Lo que se pone en juego en la resurrección del pachuco en los últimos años de la década del ‘70 [...] es
la representación de [...] la militancia mediante la articulación del pachuco en la política de identidad de
un movimiento nacionalista. El problema aquí es el de todos los nacionalismos” [...]
Tal vez sea así, pero los nacionalismos —mejor dicho, separatismos— no se hallan aquí presentes:
los separatismos feminista, gay y lésbico no están representados como tales, y si aún queda algún sepa-
ratismo negro tampoco se halla representado; de los otros grupos étnicos, sólo los chicanos están aquí
para representarse a sí mismos y tal vez para sustituir a alguno de los otros movimientos (pero no por
las cuestiones étnicas nacionales más tradicionales, cuyos problemas son curiosamente diferentes de
los que aquí se exponen, como lo prueban los debates acerca de Grecia como cultura menor);5 los “pos-
coloniales”, por su parte, señalan incansablemente (como en el ensayo de Homi Bhabha al que ya me he
referido) que el hecho y la experiencia de la diáspora son completamente opuestos a los del separatis-
mo étnico.
Es decir que este espacio particular denominado “Estudios Culturales” no es demasiado receptivo a
las identidades puras sino que, por el contrario, da la bienvenida a la celebración (pero también al aná-
lisis) de nuevos tipos de complejidades estructurales y de la mezcla per se. Para disipar lo monológico,
ya se han invocado los tonos bajtinianos (¿acaso el separatismo cultural no es un nostalgia de cierto
discurso monológico?): lo que Clifford desea “no es afirmar una democracia naif de autoría plural, sino
aflojar, por lo menos un poco, el control monológico del escritor/antropólogo ejecutivo”. En tanto, en la
notable obra de Stalleybrass sobre la invención de “Shakespeare”, el concepto de “autor único” moderno
es reemplazado por el de una “red de relaciones de colaboración”, generalmente entre dos o más escri-
tores, entre escritores y compañías de actuación, entre compañías de actuación e imprenteros, entre
compositores y lectores de pruebas, entre imprenteros y censores, de manera tal que no existe un solo
momento de “texto individual”. La problemática del auteur nos recuerda entonces hasta qué punto aún
está vigente el concepto narrativo de una agencia única —aunque colectiva— en ciertas ideas corrien-
tes sobre la “identidad” (y de hecho aparece en la última página de esta antología, en la conmovedora
apelación de Angela McRobbie —a propósito de la misión de los Estudios Culturales en los ‘90— a que
éstos actúen como “una suerte de guía de cómo la gente se ve a sí misma [...] como agentes activos
cuyo sentido de sí mismos se proyecta y se expresa en una gama amplia de prácticas culturales”. Pero
esa concepción aislacionista de la identidad grupal a lo sumo abriría un espacio para los Estudios Cul-

5 Fredric Jameson, “Commentary”, Journal of Modern Greek Studies 8 (1990), 135-39.

Sólo uso con fines educativos 363


turales en el que cada uno de los grupos diría lo suyo —en una especie de sesión plenaria de las Nacio-
nes Unidas— y encontraría en los otros una escucha respetuosa (y políticamente correcta): un ejercicio
ni muy estimulante ni muy productivo, se podría pensar.
Sin embargo, las “identidades” presentes en este volumen son básicamente duales: para ellas, el
paradigma es el feminismo negro (pero también el feminismo chicano, como es el caso del vigoroso
ensayo de Angie Chabram-Dernersesian). En verdad, me atrevería a sugerir que hoy los Estudios Cultu-
rales (o, por lo menos, los que se proponen en esta colección y en esta conferencia en particular) son en
gran parte una cuestión de doble ciudadanía; tienen por lo menos dos pasaportes, si no más. Pareciera
que el trabajo y el pensamiento verdaderamente interesantes y productivos no tienen lugar sin la ten-
sión productiva de intentar combinar, navegar, coordinar diversas “identidades” al mismo tiempo, diver-
sos compromisos y posiciones. Es como una reiteración de la antigua idea sartreana de que es mejor
para el escritor dirigirse al mismo tiempo a por lo menos dos públicos distintos y no relacionados entre
sí. Una vez más, es entre las variadas reflexiones de Stuart Hall (uno de los precursores o fundadores
de los antiguos “Estudios Culturales” de Birmingham) donde se afirma la necesidad de vivir con estas
tensiones. Sin duda, en este pasaje en particular, Hall se refiere a la tensión entre texto y sociedad, entre
superestructura y base, lo que él denomina el “desplazamiento” necesario de la cultura desde lo real
social hasta lo imaginario. Pero antes nos recuerda las tensiones que implica la existencia de múltiples
influencias ideológicas y de deudas al marxismo, aunque también al feminismo, al estructuralismo, al
“giro lingüístico” y a tantas otras fuerzas gravitatorias, las cuales constituyeron la riqueza de esta escue-
la para —en vez de intentar alcanzar la síntesis final, la eliminación de las contradicciones y el aplasta-
miento de múltiples operaciones en un programa único o una fórmula— reaccionar contra estas posi-
bilidades. Las tensiones entre las identidades de grupo —podríamos pensar— ofrecen un campo de
fuerzas mucho más productivo que las ambivalencias interdisciplinarias de las que ya hemos hablado.
Pero todo esto puede diluirse o aplanarse por otra causa: por la excluyente fórmula disciplinaria del
posmodernismo y su versión del pluralismo, un tópico que aquí se elude sistemáticamente por una
razón que ahora resulta obvia.

Los Estudios Culturales como un sustituto del marxismo


En realidad, si quisiéramos hacer un asalto frontal al posmodernismo y debatir sobre la necesidad
filosófica de Estudios Culturales que no sean una celebración posmoderna del desdibujamiento de las
fronteras entre lo alto y lo bajo, del pluralismo de los microgrupos y del reemplazo de la política ideo-
lógica por la imagen y la cultura mediáticas, sería necesario volver a evaluar la relación tradicional que
el movimiento de los Estudios Culturales estableció con el marxismo, lo cual excede obviamente las
ambiciones de esta conferencia. Evidentemente la mayoría entiende al marxismo como otra clase de
identidad grupal (pero de un grupo muy reducido, por lo menos en los Estados Unidos) más que como
el tipo de problemática (¡y problema!) que plantea Stuart Hall (“el marxismo en tanto proyecto teórico
instaló ciertas preguntas en la agenda [...] preguntas sobre qué significaba trabajar cerca del marxismo,
trabajar sobre el marxismo, trabajar contra el marxismo, trabajar con él, trabajar para tratar de desarro-
llar el marxismo”. Sería muy importante comprender verdaderamente estas cuestiones, en la medida en

Sólo uso con fines educativos 364


que, en los Estados Unidos, los Estudios Culturales pueden ser entendidos como un “sustituto” del mar-
xismo, o como un desarrollo de éste (como ha sostenido Michael Denning a propósito de los “Estudios
Americanos”, movimiento precursor y rival).6
Pero ni siquiera se presta atención aquí a la estratégica reformulación inglesa del marxismo, hecha
por Raymond Williams, como “materialismo cultural” (ni han demostrado en general los americanos
demasiada preocupación por evitar el “idealismo”); tampoco la voluntad política implícita en el grupo
de Birmingham es tanta como en el caso de Williams, según se desprende de estas páginas. Es necesa-
rio insistir una y otra vez (para ambos), que los Estudios Culturales o “el materialismo cultural” han sido
esencialmente un proyecto político y, en realidad, un proyecto marxista. Siempre que la teoría extran-
jera cruza el Atlántico, tiende a perder muchos de los matices políticos o de clase relacionados con su
contexto (como lo demuestra la evaporación de gran parte de los matices propios de la teoría francesa).
Pero no hay caso más notable de este proceso que lo que ocurre con la actual reinvención americana
de lo que fue en Inglaterra una cuestión de militancia y un compromiso con el cambio social radical.
No obstante, en este volumen, las habituales letanías antimarxistas americanas sólo aparecen
ocasional e incidentalmente. Sánchez-Tranquilino y Tagg evocan con entusiasmo una transformación
sistémica (a la que no quieren por alguna razón denominar “posmoderna”): “Mientras el museo podía
concebirse como un Aparato Ideológico del Estado [...] era posible imaginar otro lugar, otra conciencia
[...] Ahora, con el socavamiento de estas categorías y sus lógicas, ambas caras parecen haber sido absor-
bidas o haber desaparecido en un espacio sin gravedad [...] Esas formas de explicación sociológica han
quedado atrapadas en el colapso interno de la disciplina a la que decían criticar”.
Por fortuna, prácticamente no aparece aquí una de las afirmaciones habituales más torpes: que el
marxismo es antifeminista o excluye a las mujeres. Pero el “alto feminismo” parece involucrarse en otro
reproche conocido: los Estudios Culturales ya no hacen Gran Teoría (“en la cual los problemas históri-
cos mundiales, masivos, se debaten en un nivel de generalidad tal que no pueden ser solucionados”).
Se trata de un reproche dirigido específicamente contra el marxismo, pero también parece descartar
otros grandes nombres y otras grandes teorías además del feminismo, el psicoanálisis, el lacanismo, la
desconstrucción, Baudrillard, Lyotard, Derrida, Virilio, Deleuze, Greimas, etc. (con la excepción de Ray-
mond Williams, uno de los iconos del nuevo movimiento que mínimamente funciona todavía, aunque
no es el caso de Gramsci, Brecht o Benjamin).
Pero los detractores más bulliciosos de la “gran teoría” son los australianos, y tal vez este hecho
se deba en parte a las raíces anarquistas e idiosincrásicas de su radicalismo. En verdad, desde Austra-
lia llega otra variante aun más siniestra de este antiintelectualismo, por lo demás, inofensivo: la crítica
“activista” y específicamente política del marxismo que realiza Tony Bennett. Luego de apresurarse a
exceptuar a los “nuevos movimientos sociales” de sus propias posiciones reformistas concernientes a la
actividad política, Bennett describe su posición de la siguiente manera:

6 Michael Denning, “‘The Special American Conditions’: Marxism and American Studies”, American Quarterly 38, n° 3 (1986),
356-80.

Sólo uso con fines educativos 365


Lo que se debe discutir es cómo conducir estos dos aspectos de los procesos políticos [la polí-
tica de alianzas y de tema único) y cómo conectarlos entre sí de forma que anticipen (y se
espera que allanen el camino para) una clase, un género, un pueblo o una raza unificados, en
tanto agente social que pueda iniciar acciones decisivas cuando concluya políticamente un
proceso que tiene asignada la tarea de dar a luz dicho agente. Y hay que hacerlo porque esos
proyectos políticos y las construcciones que los abastecen llegan a obstaculizar el desarrollo
de formas más inmediatas y específicas de cálculo político y de acción, que puedan mejorar
las circunstancias sociales y las posibilidades de los electores.

¿Laclau/Mouffe versus Gramsci? ¿versus Lenin? ¿Bennett versus Laclau/Mouffe? Es imposible deter-
minar el marco de referencia, en primer lugar porque nadie (de la izquierda) ha creído alguna vez en
una clase, género, pueblo o raza unificados (y desde luego, tampoco Gramsci, al que en las páginas pre-
cedentes se lo ha descartado sin más, considerándolo “no muy útil políticamente”). Bennett representa
un verdadero “pensamiento del otro”, ocupado en localizar y denunciar los errores ideológicos de todos
estos enemigos de la Izquierda en la tradición más notoria del autoritarismo althusseriano. Tampoco
parece advertir cuán obsceno puede resultar, para los lectores de izquierda americanos, sus propuestas
de “hablar y trabajar con lo que se ha llamado los AIE (Aparatos Ideológicos del Estado) en vez de des-
calificarlos de entrada, para luego, en una profecía autocumplida, criticarlos nuevamente cuando ellos
parecen afirmar las predicciones funcionalistas más calamitosas”. La invitación a no decir más eslóganes
marxistas (gran teoría) y a entrar en el gobierno (presumiblemente de tinte socialdemócrata) puede
tener cierta relevancia en un país pequeño con tradiciones socialistas, pero sin duda aquí es un conse-
jo fuera de lugar (y, en cualquier caso, bastante imposible de cumplir). El tono de este ensayo —orgu-
llosamente ubicado al comienzo de este volumen por razones alfabéticas— resulta sumamente equí-
voco respecto del espíritu de la totalidad de la colección. Lo que resulta más penoso es la ignorancia
que demuestra respecto de las diferencias estructurales que hoy existen entre las distintas situaciones
nacionales, uno de los temas fuertes del presente volumen y, paradójicamente, un tema en el cual los
colaboradores australianos desempeñan un papel central, como veremos en breve.
Pero esta formulación particular de Bennett lleva al estereotipo antimarxista fundamental, en la
medida en que el párrafo citado puede ser traducido como una de las expresiones negativas más ante-
diluvianas: “la totalización”, es decir, un tipo de homogeneización orgánica y totalitaria bajo la cual los
“marxistas” se supone que dominan todas las formas de la diferencia. En Sartre, sin embargo, este térmi-
no originariamente filosófico simplemente significaba la forma en que se ligaban y se ponían en rela-
ción las percepciones, los instrumentos y las materias primas bajo la perspectiva unificadora de un pro-
yecto (si no se tiene un proyecto o no se quiere tenerlo, desde luego este término ya no se aplica). No
estoy seguro de si este concepto proyecta exactamente un modelo (o si éste se construye de acuerdo
con la imagen de uno), pero sospecho que no importa demasiado, dado que las concepciones relacio-
nales —aunque intenten mantener distinguidos y separados los términos— tienden a deslizarse hacia
imágenes de una masa indiferenciada. Véase la suerte que corrió el concepto, por lo menos pop-filo-
sófico, de lo “orgánico”: alguna vez designó la diferencia radical de funcionamiento entre los diversos
órganos (una de las imágenes fundamentales de Marx en los Grundrisse fue la de “metabolismo”), pero

Sólo uso con fines educativos 366


ahora parece que este término significa convertir todo en la misma cosa. Lo “orgánico”, junto con el con-
cepto de “historia lineal” (una construcción que, creo, debemos a McLuhan), se ha transformado en uno
de los errores fundamentales del postestructuralismo (por lo menos hasta que apareció el de “totaliza-
ción”). Desde luego, uno puede dejar de usar estas palabras por razones tácticas (y para abreviar expli-
caciones lexicales y filológicas como ésta). Seguramente desde una perspectiva desapasionada, esta
colección está atiborrada de actos de totalización, que no tendría ningún sentido localizar y eliminar,
a menos que se quiera retornar a ese tipo de teorización de tonos puros y sólidos, la cual, junto con la
política de una identidad sin mezcla, resultan incompatibles —como ya se ha sostenido— con la natu-
raleza esencialmente de mezcla de los Estudios Culturales.

Articulación: el manual del conductor de camiones


Estos actos de totalización están, no obstante, camuflados bajo una nueva figura, la cual —a dife-
rencia de la acusación sartreana de la totalización— tiene una respetable corrección teórica postes-
tructural (y, como todas las figuras, ésta desplaza ligeramente los términos de la anterior). Se trata del
concepto omnipresente de articulación, para el cual necesitamos urgentemente una entrada léxica
en un gran diccionario ideológico a propósito del espíritu objetivo del período. Derivado del cuerpo
como referencia (al igual que lo “orgánico”), la “articulación” designa las partes óseas y las conexiones
del esqueleto, más que los órganos delicados (tal vez, el rigor y la cualidad mecánica jueguen a su favor
en la actualidad); pero luego el término se traslada rápidamente al discurso, como en una alegoría del
“giro lingüístico”. Creo que debemos su uso compulsivo a Althusser (cuya influencia puede haber tenido
algún efecto en las figuras aún más compulsivas de Foucault, las figuras de segmentación y divisibilidad
espacial), y que posee una generalización que llega a través de la reinvención elegante en idioma inglés
de Ben Brewster, las extensiones políticas de Poulantzas, junto a la antropología de Pierre-Philippe Rey,
pasando por Hindess y Hirst y por una lingua franca teórica generalizada, hasta llegar a expresiones
actuales favoritas tales como “borrar”, “circulación”, “construido”, y otras por el estilo. Lo que se recuerda
menos es que Althusser en realidad encontró este eco estructuralista y de apariencia althusseriana en
Marx mismo, y específicamente en el gran ensayo del programa inconcluso de Agosto de 1857, que sir-
vió como introducción al Grundrisse.7
Gliederung designa aquí la articulación entre sí de categorías (y realidades) de producción, distri-
bución y consumo (bajo esta forma, se trata de un modelo interesante cuya aplicación todavía queda

7 Véase el Prefacio de 1857 al Grundrisse y Reading Capital, de Louis Althusser y Etienne Balibar (Londres, Verso, 1970). Estoy
en deuda con Perry Anderson y Ken Surin por su asistencia en esta rápida genealogía: Jose Ripalda Crespo me asegura
que la historia del concepto más allá de Marx es banal y se pierde en la noche de la escolástica medieval. En tanto, en el
uso último y más conocido de este término —véase el trabajo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sobre la sorprendente
anatomía de la política de alianzas, Hegemony and Socialist Strategy (Londres, Verso, 1985)— no se considera el concepto
históricamente (aunque no se encuentra en Gramsci). Por último, tanto Michael Denning como Andrew Ross me han dicho
que la imagen fundamental que transmite en Birmingham —¡sombras de la locomotora de la historia!— es la imagen de
lo que se llama en Gran Bretaña el “camión articulado”. [La expresión “camión articulado” alude a la existencia de un primer
móvil y un trailer: Dicho primer móvil, aunque menor y liviano, determina el movimiento del trailer: Así, la articulación des-
cribe no sólo una combinación de fuerzas, sino una relación jerárquica entre ellas].

Sólo uso con fines educativos 367


por explorarse). Es importante señalar el desarrollo extraordinariamente rico y prácticamente indepen-
diente del concepto de articulación que hizo la Escuela de Birmingham en un momento crucial de su
historia, cuando las intersecciones de raza, género y clase se tornaron un problema teórico urgente. La
formulación de Catherine Hall resulta canónica:

No creo que tengamos, hasta ahora, una teoría sobre la articulación de la raza, la clase y el
género ni sobre las formas en que estas articulaciones pueden funcionar. A menudo los tér-
minos se generan como una letanía, para probar su corrección política, pero ello no necesa-
riamente significa que los modos de análisis que siguen verdaderamente impliquen una
comprensión del funcionamiento de cada eje de poder en relación con los otros. En verdad,
es extremadamente difícil realizar ese trabajo porque el nivel de análisis es necesariamente
muy complejo, con diversas variables en juego al mismo tiempo. Por lo tanto, resultan, en mi
opinión, muy importantes los estudios de casos tanto históricos como contemporáneos, que
muestren detalladamente las formas contradictorias que asumen estas articulaciones en
momentos históricos específicos y a lo largo del tiempo.

Tal vez la idea de lo que la teoría debería ser (“no tenemos todavía una teoría”) da demasiada ayuda
y tranquilidad a quienes son alérgicos a “la gran teorización”, ya que se podría pensar que el concepto
de articulación que se ha señalado aquí ya es precisamente una teoría en su justo derecho. Implica una
especie de estructura giratoria, un intercambio de iones entre entidades diversas, en la que los impul-
sos ideológicos asociados a algún ion pasan por alto e interfieren en otro, pero sólo provisionalmente,
en un “momento específico históricamente”, antes de entrar en nuevas combinaciones y convertirse sis-
temáticamente en otra cosa, cayendo cada tanto en una media vida interminable, o estallando por las
convulsiones de una nueva crisis social. La articulación es, por ende, una totalización puntual y a veces
incluso efímera, en la que los planos de raza, género, clase, etnia y sexualidad se intersectan para formar
una estructura operativa. La siguiente es una declaración más completa de Stuart Hall:

La unidad formada por esta combinación o articulación es siempre, necesariamente, una


“estructura compleja”: una estructura en la que las cosas están relacionadas tanto por sus
diferencias como por sus similitudes. Ello hace necesario que se exhiban los mecanismos que
conectan los rasgos disímiles, ya que no hay una “correspondencia necesaria” ni se puede asu-
mir como dada la homología expresiva. También significa —en la medida en que la combina-
ción es una estructura (una combinación articulada) y no una asociación azarosa— que habrá
relaciones estructuradas entre las partes, por ejemplo, relaciones de dominancia y subordina-
ción.

En realidad, en esa terminología analítica hay toda una poética implícita, dado que la “representa-
ción” misma de dichas complejidades resulta siempre problemática. No sólo la estructura de lo comple-
jo no nos es dada de antemano (por ejemplo, si es la raza o el género lo que aparece primero, cuál de
ambas instancias resulta determinante temporariamente para la otra): también debe inventarse el len-

Sólo uso con fines educativos 368


guaje con que se describen los “elementos” y sus conexiones. Las descripciones de la articulación son,
entonces, necesariamente autorreferenciales en la medida en que deben observar y validar sus propios
instrumentos lingüísticos, preservando sólo el vestigio más ligero y tenue del contenido primero de la
figura (las uniones o los huesos trabajando juntos, la sensación mecánica de la conexión como tal).
La articulación, entonces, aparece como el nombre del problema teórico o conceptual central de los
Estudios Culturales, ejemplificado una y otra vez en el presente volumen precisamente donde esta cues-
tión no aparece en primer plano. Se lo puede advertir en el trabajo de Constance Penley, en las nociones
más bien freudianas (y también marxistas) de falta, contradicción, sustitución y formación compensato-
ria. En su ensayo sobre el porno de las mujeres, Star Trek [Viaje a las estrellas], la autora destaca

[...] el hecho de que las fans pueden imaginar una relación sexual sólo si implica una pareja
sin hijos conformada por dos hombres, que nunca tienen que cocinar o fregar la bañera y que
viven trescientos años en el futuro. Diría también que el fanatismo Star Trek es, en general, un
intento de resolver otra falta, la de la relación social. La cultura fanática de Trek está estructu-
rada alrededor del mismo vacío que estructura la cultura americana en general, y también su
deseo es que los antagonismos fundamentales, como la clase y la raza, no existan.

Pero aquí la articulación público/privado o social/sexual se considera como una clase de dualis-
mo que lleva la descripción a freudo-marxismos más conocidos, como el de Deleuze y Guattari en su
Anti-Oedipus. Se podría también representar la articulación en términos de modelos e influencias que
invitan a la reflexión, como en el trabajo ya mencionado de Kobena Mercer sobre los anos ‘60, en el que
el movimiento negro y la estructura ideológica y libidinal de la militancia negra se articula como una
“cadena de significación” que puede ser reproducida en otras áreas. (Una cuestión que él señala enér-
gicamente es que se trata de un “factor conector reversible” —y que puede retrotraer a nuevas formas
originales de racismo—, observación que resulta una oportuna reprimenda a cierto triunfalismo omni-
presente en los Estudios Culturales). Pero la articulación también implica y está en la base de la alegoría
como estructura expresiva fundamental: Janice Radway nos recuerda que la cultura popular o de masas
ha sido sistemáticamente fantaseada como femenina. Las estructuras alegóricas de la fantasía colecti-
va, que van rotando, son en realidad el texto básico para cualquier aproximación a la articulación como
síntoma o como programa político. Pero esta dinámica de la articulación no se va a esclarecer hasta
que comprendamos mejor las consecuencias implícitas en el hecho de ver la cultura como la expresión
de un grupo individual.

La cultura y la libido grupal


La cultura —la versión más débil y secular de eso llamado religión— no es una sustancia o un
fenómeno propiamente dicho; se trata de un espejismo objetivo que surge de una relación entre, por
lo menos, dos grupos. Es decir que ningún grupo “tiene” una cultura sólo por sí mismo: la cultura es el
nimbo que percibe un grupo cuando entra en contacto con otro y lo observa. Es la objetivación de
todo lo que es ajeno y extraño en el grupo de contacto: en este contexto, es de sumo interés observar

Sólo uso con fines educativos 369


que uno de los primeros libros sobre la interrelación de los grupos (el rol constitutivo de la frontera, la
forma en que cada grupo es definido por los otros y, a su vez, éste los define) se inspira en Estigmas, de
Erving Goffman, para describir cómo funcionan para los otros las marcas definitorias:8 en este sentido,
entonces, una “cultura” es un conjunto de estigmas que tiene un grupo a los ojos de otro (y viceversa).
Pero dichas marcas son más a menudo proyectadas en la “mente ajena” bajo la forma de ese pensa-
miento —del— otro que llamamos creencia y que elaboramos como religión. La creencia en este sen-
tido no es algo que poseemos nosotros, dado que lo que hacemos nos parece natural y no necesita la
motivación y la racionalización de esta extraña entidad internalizada. En efecto, el antropólogo Rodney
Needham ha señalado que la mayoría de las “culturas” no poseen el equivalente de nuestro concepto o
seudoconcepto de “creencia” (revelándose así como algo que los traductores proyectan ilícitamente en
lenguas no cosmopolitas, no imperiales).
Pero ocurre que “nosotros” también hablamos a menudo de “nuestra propia” cultura, religión,
creencias o lo que fuere, lo cual ahora puede identificarse como la recuperación de la visión del otro
sobre nosotros; de ese espejismo objetivo por el cual el Otro se ha formado una imagen de nosotros
como “poseedores” de una cultura. Según el poder del Otro, esta imagen alienada exige una respues-
ta, que puede ser tan inconsecuente como la negación —por medio de la cual los americanos hacen
caso omiso de los estereotipos del “americano feo” que encuentran en el extranjero—, o que puede
ser tan profunda como los diversos renacimientos étnicos —tal es el caso del nacionalismo hindú—, a
través de los cuales un pueblo reconstruye dichos estereotipos y los afirma en una nueva política cultu-
ral nacionalista: algo que jamás es el “retorno” a una realidad auténtica previa sino siempre una nueva
construcción (que surge de lo que parecen ser materiales más viejos).
La cultura, entonces, debe verse siempre como un vehículo o un medio por el cual se negocia la
relación entre los grupos. Si no se está atento y se la desenmascara siempre como una idea del Otro
(aun cuando la reasuma para mí), se perpetúan las ilusiones ópticas y el falso objetivismo de esta com-
pleja relación histórica (por ende, las objeciones que se han hecho a los seudoconceptos como “socie-
dad” son aun más válidas en este caso, en el que se puede rastrear su origen en la lucha de grupos).
Entretanto, se puede cumplir más satisfactoriamente con los objetivos de un principio sociológico de
Heisenberg si se insiste en este programa de “traducción” (el imperativo de transformar los conceptos
de la cultura en formas de relación entre grupos colectivos), lo cual resulta más efectivo que la reco-
mendación habitual, de tipo individualista, de ubicarse en el lugar del observador. En realidad, el otro-
antropólogo, el observador individual, representa a un grupo social entero, y es en este sentido que su
conocimiento es una forma de poder, entendiéndose por “conocimiento” algo individual, y por “poder”,
el intento de caracterizar ese modo de relación entre los grupos, para el cual nuestro vocabulario resul-
ta tan pobre.

8 Harald Eidheim, “When Ethnic Identity Is a Social Stigma”, en Fredrik Barth, Ethnic Groups and Boundaries (Boston, Little,
Brown, 1969), págs. 39-57. Véase también Bernard McGrane, Beyond Anthropology (Nueva York, Columbia University Press,
1989), que abre un nuevo campo al analizar las sucesivas figuras del Otro en el Renacimiento (en el que el Otro es un ser
infernal, al nivel del oro y de las especias), el Iluminismo (en el que el Otro es un pagano y un “no iluminado” en el sentido
específico de ser ignorante de las “causas desconocidas”) y en el siglo XIX (en el que el Otro se posiciona en un punto ante-
rior en el tiempo histórico).

Sólo uso con fines educativos 370


La relación entre los grupos es, para decirlo de algún modo, no natural: es el contacto externo aza-
roso entre las entidades que tienen sólo un interior (como una mónada) y ningún exterior o superfi-
cie externa, con excepción de esta circunstancia particular en la que es precisamente el borde externo
del grupo —mientras permanece irrepresentable— el que roza con el del otro. Hablando llanamente,
entonces, deberíamos decir que la relación entre los grupos debe ser siempre de violencia o de lucha,
dado que la forma positiva o tolerante que tienen de coexistir es apartarse uno del otro y redescubrir
su aislamiento y su soledad. Cada grupo es, por lo tanto, el mundo entero, lo colectivo es la forma fun-
damental de la mónada, que carece de “ventanas” y de límites (por lo menos desde adentro).
Pero este fracaso u omisión de un conjunto de actitudes plausibles, por no decir “naturales”,
mediante las cuales se puedan conducir las relaciones de grupo, implica que las dos formas funda-
mentales de la relación del grupo se reducen a las primordiales de envidia y odio. La oscilación entre
estos dos polos puede explicarse, al menos en parte, por el prestigio (para usar una de las categorías
de Gramsci): el intento de apropiarse de la cultura del otro grupo (que, como hemos visto, significa de
hecho inventar la “cultura” del otro grupo) constituye un tributo y una forma de reconocimiento gru-
pal, la expresión de la envidia colectiva, e implica admitir el prestigio del otro grupo. Pareciera que este
prestigio no puede reducirse muy ligeramente a cuestiones de poder, dado que con frecuencia grupos
más numerosos y poderosos pagan este tributo a los grupos a los que dominan, borrando e imitando
sus formas de expresión cultural. Probablemente el prestigio sea, entonces, una emanación de la soli-
daridad grupal, la cual tiene que ser desarrollada con mayor desesperación por un grupo más débil
que por un grupo mayor, displicente y hegemónico, el cual, no obstante, siente veladamente la propia
falta interna de dicha cohesión, e inconscientemente se lamenta de su tendencia a la disolución como
grupo. Otra expresión fuerte de esta clase de envidia es la de “Groupie-ismo”, pero ahora sobre una base
individual; se produce cuando miembros de la “cultura” dominante se desentienden y fingen la adhe-
sión a los dominados (después de todo lo que se dijo probablemente no sea necesario agregar que los
groupies son en este sentido, protointelectuales o intelectuales en potencia).
En lo que respecta al odio del grupo, éste moviliza los síndromes clásicos de peligro y pureza, y
actúa como una suerte de defensa de las fronteras del grupo primario contra esa amenaza que se per-
cibe como inherente a la existencia misma del Otro. El racismo moderno (opuesto al posmoderno o
al “neo” racismo) es una de las formas más elaboradas de ese odio grupal, y apunta en la dirección de
todo un programa político. Debería llevarnos a una reflexión respecto del papel que desempeña el
estereotipo en todos esos grupos o esas relaciones “culturales”, los cuales virtualmente, por definición,
no podrían existir sin el estereotipo. Porque el grupo como tal es, necesariamente, una entidad imagi-
naria, es decir, ninguna mente individual es capaz de intuirlo concretamente. El grupo debe abstraerse
o fantasearse sobre la base de contactos individuales aislados y de experiencias que nunca pueden ser
generalizadas si no es de forma burda. Las relaciones entre los grupos son siempre estereotipadas en la
medida en que implican abstracciones colectivas del otro grupo, más allá de cuán adocenadas, respe-
tuosas o liberalmente censuradas sean. Lo que es políticamente correcto hacer bajo estas circunstan-
cias es permitir que el otro grupo construya la imagen propia que prefiera para, en adelante, funcionar
con ese estereotipo “oficial”. Pero no es posible deshacerse de la inevitabilidad del estereotipo —y de la
posibilidad de odio grupal, de racismo, de caricatura, y de todo lo que puede venir junto con ello. Por lo

Sólo uso con fines educativos 371


tanto la utopía, bajo esas circunstancias, sólo podría equivaler a dos tipos de situaciones diferentes, que
podrían de hecho resultar ser la misma: por un lado, en ausencia de grupos, un mundo en el que sólo
los individuos confrontaran unos con otros; por el otro lado, un grupo aislado del resto del mundo de
forma tal que nunca surgiera la cuestión del estereotipo externo (o la “identidad étnica”). El estereotipo
es, en realidad, el lugar de un exceso ilícito de sentido, lo que Barthes llama la “náusea” de las mitologías:
es la abstracción en virtud de la cual mi individualidad se alegoriza y se transforma en una ilustración
burda de otra cosa, algo no concreto y no individual. (“No me uno a organizaciones ni pongo etiquetas”,
dice un personaje de una película reciente. “No tienes que hacerlo —le contesta su amigo. ¡Eres judío!”
Para este dilema la solución liberal no resulta posible —ésta pasa por alto los estereotipos o pretende
que no existen—, aunque afortunadamente la mayoría del tiempo continuamos actuando como si lo
fuese.
Los grupos son, entonces, siempre conflictivos, y esto es lo que ha llevado a Donald Horowitz a
sugerir, en un estudio definitivo sobre el conflicto étnico internacional,9 que aunque él considera que
la explicación económica y clasista del marxismo para dichos conflictos es insatisfactoria, Marx puede
haber anticipado —sin ser consciente de ello— un rasgo fundamental de la teoría étnica moderna,
en su noción de la estructura necesariamente dicotómica del conflicto de clase. Efectivamente, para
Horowitz, los conflictos étnicos siempre tienden a la dicotomía; cada sector termina incorporando
diversos grupos étnicos satélites más pequeños de forma tal que se recrea simbólicamente una versión
gramsciana de la hegemonía y de los bloques históricos y hegemónicos. Pero las clases, en ese senti-
do, no preceden al capitalismo y no existe una teoría marxista unívoca de la causalidad “económica”: la
mayoría de las veces lo económico es el disparador olvidado de todo tipo de desarrollos no económi-
cos. El énfasis en él es heurístico más que ontológico, y tiene que ver con la estructura de las diversas
disciplinas (y con lo que ellas estructuralmente ocultan o reprimen). Por el contrario, lo que el marxismo
tiene para ofrecer a la teoría étnica es, probablemente, la idea de que las luchas étnicas pueden ser
explicadas considerando la formación de clase como tal.
En realidad, las clases plenamente conscientes, las clases en y para sí, las clases “potenciales” o
estructurales que han alcanzado —por medio de complejos procesos históricos y sociales— lo que
generalmente se llama “conciencia de clase”, son también claramente grupos en nuestro sentido (aun-
que los grupos en nuestro sentido raramente constituyen clases como tales). El marxismo sugiere dos
cosas en relación con estos dos tipos de grupos particulares y relativamente extraños. Lo primero es
que tienen muchas más posibilidades de desarrollo que los grupos étnicos: se pueden expandir poten-
cialmente hasta volverse colindantes de la sociedad como un todo (y lo hacen durante esos eventos
puntuales y únicos que llamamos “revoluciones”), mientras que los grupos están necesariamente limi-
tados por su propia autodefinición y sus características constitutivas. El conflicto étnico puede, por lo
tanto, desarrollarse y expandirse hacia un conflicto de clase, mientras que la degeneración del conflicto
de clase hacia la rivalidad étnica constituye un desarrollo restrictivo y centrípeto.

9 Donald Horowitz, Ethnic Groups in Conflict (Berkeley, University of California Press, 1985), 90-92. Véase también la intere-
sante investigación de Perry Anderson sobre el concepto de “carácter nacional” en “Nation-States and National Identity”,
London Review of Books 9, mayo de 1991, págs. 3-8.

Sólo uso con fines educativos 372


(En realidad, la alternancia de envidia y odio constituye una excelente ilustración del funciona-
miento de la dialéctica de clase y de grupo: mas allá de cuál sea la investidura grupal o de identidad
que se ponga en juego en la envidia, su opuesto libidinal siempre tiende a trascender la dinámica de
la relación grupal hacia una relación de clase propiamente dicha. Quien haya observado el odio de
grupo y de identidad que se manifestó en la Convención Nacional Republicana —la hostilidad de raza
y género se evidenció claramente en los discursos y en los rostros de los “contrarrevolucionarios cultu-
rales” característicos, como Pat Buchanan—, comprendió de inmediato que, en el fondo, era fundamen-
talmente hostilidad y lucha de clases lo que estaba en juego en esas pasiones y sus simbolismos. Del
mismo modo, se podría decir que los observadores que percibieron ese simbolismo y respondieron a la
derecha republicana con la misma moneda también tenían su conciencia e identidad de grupo peque-
ño “elevada” hacia el último horizonte de la clase social).
El segundo punto deriva del primero: sólo se puede hallar una resolución a dichas luchas si se
modula lo étnico en la categoría de clase. Dado que en general el conflicto étnico no puede ser solu-
cionado o resuelto, sólo puede ser sublimado en una lucha de tipo diferente que sí pueda resolverse.
La lucha de clases —que tiene como objetivo y resultado no el triunfo de una clase sobre otra, sino la
abolición de la categoría misma de clase— ofrece el prototipo de una de esas sublimaciones. El mer-
cado y el consumo —lo que eufemísticamente se llama “modernización”, es decir, la transformación de
miembros de diversos grupos en el consumidor universal— es otro tipo de sublimación, que tiene una
apariencia tan universal como la de la ausencia de clases, pero que tal vez deba su éxito fundamental-
mente a las circunstancias específicas del commonwealth posfeudal norteamericano y a las posibilida-
des de nivelación social que surgieron con el desarrollo de los medios. Es en este sentido que la “demo-
cracia americana” pareció capaz de adelantarse a la dinámica de clases y de ofrecer una solución única
a la cuestión de la dinámica grupal que ya hemos tratado. Por lo tanto, debemos tener en cuenta que
las diversas políticas de la Diferencia —las diferencias inherentes a las distintas políticas que competen
a la “identidad de grupo”— han sido posibles solamente por la tendencia a la nivelación de la Identi-
dad social generada por la sociedad de consumo. Deberíamos también considerar la hipótesis de que
una política cultural de la diferencia se hace factible sólo cuando las grandes y severas categorías de la
Otredad clásica se han visto debilitadas sustancialmente por la “modernización” (o sea que las neoet-
nicidades actuales pueden ser distintas de las del tipo clásico, como el neorracismo lo es respecto del
racismo clásico).10
Pero esto no significa una disminución de los antagonismos de grupo, sino precisamente lo contra-
rio (como se puede advertir en la actual escena mundial). Por otra parte, es de esperar que los Estudios
Culturales —en tanto espacio en el que se desarrolla la nueva dinámica de grupo— conlleven también
su cociente de libido. En realidad, no resulta factible que los intercambios de energía o las formacio-
nes iónicas de la “articulación” ocurran neutralmente, sin que se liberen violentas olas de afecto —heri-
das narcisistas, sentimientos de envidia e inferioridad, rechazo recurrente hacia los otros grupos. Y, de

10 Etienne Balibar, “Is There a Neo-Racism?”, en Etienne Balibar e Immanuel Wallerstein, Race, Nation, Class (Londres, Verso,
1991), págs. 17-28.

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hecho, es precisamente lo que vemos que está en juego en algunos de los más destacados artículos de
esta colección.
En uno de sus momentos más dramáticos, Douglas Crimp examina detalladamente una práctica
liberal-tolerante concerniente a la política cultural sobre el sida, y comprueba que la documentación
analizada (fotográfica y en vídeo) —que ostensiblemente intentaba inspirar pena y compasión hacia
quienes son denominados las “víctimas”— en realidad constituía “imágenes fóbicas, imágenes del terror
al imaginar a una persona con sida como aún sexuada”. Este liberalismo, entonces, viene con un precio,
a saber, la posibilidad que tiene el simpatizante liberal de clase media de evitar imaginar a la persona
enferma en tanto ser sexual, de lo cual se desprende que la tolerancia liberal hacia los gays y las les-
bianas generalmente requiere de esta represión fundamental de la imaginación, la de la conciencia de
la sexualidad como tal. Aquí, el plano sexual o de género presta una poderosa contracatexia u odio al
plano social, y permite un desarrollo del odio y de la reacción de masas que pueden ser movilizados
más allá del grupo al que particularmente se dirigen, y hacerse accesibles a un tipo de política de alian-
zas diferente y más inquietante.
La semiótica del rechazo y de la envidia grupal debería desempeñar aquí un papel más importan-
te que el que posee, dado que el odio y la envidia son —según ya se ha expuesto— las expresiones
afectivas de las relaciones de los grupos entre sí, y en la medida en que se puede definir el objeto de
los Estudios Culturales como la expresión cultural de las diversas relaciones que los grupos establecen
mutuamente (a veces en una escala global, a veces en un individuo solo). En tal sentido, resulta notable
el artículo de Laura Kipnis, cuyo título “(Male) Desire and (Female) Disgust: Reading Hustler” [El deseo
(masculino) y el asco (femenino): leyendo Hustler] no deja suficientemente claro que una de sus tesis
centrales se relaciona con la forma en que la conciencia de clase asume los símbolos de la repugnancia
física (siguiendo el espíritu de La distinción, de Bourdieu:

[...] la transcodificación entre el cuerpo y lo social establece los mecanismos por medio de los
cuales el cuerpo resulta un tropo político privilegiado de las clases sociales inferiores, y la gro-
sería del cuerpo opera como una crítica de la ideología dominante. El poder de la grosería se
fundamenta en la oposición de y hacia los discursos altos, que resultan profilácticos en contra-
posición a la degradación de los bajos [...]

Pero Kipnis llega aun más lejos, incluso que Bourdieu, ya que —como es apropiado si uno se ocupa
de la conciencia de clase, la cual por definición es una relación y una forma de lucha— se hace cargo
del intrincado tema de las “posiciones subjetivas” que están involucradas en este acto de agresión cul-
tural (en el cual, por lo menos en primera instancia, las mujeres se tornan alegoría del refinamiento y
de la cultura alta, en tanto los hombres —por medio de lo que Jeffrey Klein llama “el impulso de cuello
azul”— lo son de la clase baja).

[...] hay, además, un malestar por ser tratada como un sujeto de represión —como un suje-
to con una historia—, y el rechazo del porno puede verse como una defensa erigida contra
las representaciones que signifiquen desestabilizarla en su subjetividad. En otras palabras, hay

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una violación de la idea de la “naturalidad” de la sexualidad y la subjetividad femeninas, la cual
se ve exacerbada por el hecho social de que no todas las mujeres efectivamente experimen-
tan la pornografía masculina de la misma forma.

Pero este análisis de las subjetividades intercolectivas y las posiciones subjetivas nos lleva virtual-
mente a las fronteras de un nuevo campo, que ya no es ni antropología ni sociología en el sentido tra-
dicional, pero que efectivamente restablece a la cultura su significado profundo oculto, o sea, la cultura
entendida como el espacio de los movimientos simbólicos de los grupos, que establecen mutuamente
una relación agonística. Otro ensayo asume este campo como propio: “Representing Whiteness in the
Black Imagination” [La representación de lo blanco en la imaginación negra], de Bell Hooks. La descrip-
ción que se hace allí del miedo visceral de la gente blanca, según lo concibe la imaginación negra, tiene
algo de la intensidad de una obra de arte (supongo que no es necesariamente el mejor halago en este
contexto).
Pero este nuevo campo no es ni tan fácil ni tan accesible, como tal vez haya sugerido sin darme
cuenta: existen barreras, y éstas no se traspasan automáticamente por la introspección menos autoin-
dulgente o la exploración autobiográfica más minuciosa. Para ver en qué consisten estas barreras debe-
mos otra vez volver al marxismo (en realidad, la sección precedente constituye una descripción de las
formas que asume la totalización en los Estudios Culturales). Lo que todavía no se ha mencionado es
el papel que desempeña la clase social en los Estudios Culturales recientemente constituidos, el cual
quizá no sea obvio, aunque así se ha insinuado al pasar.

Intelectuales flotantes
Aquí la clase esencialmente asume dos formas, que se agregan a la intervención, cambiante y alea-
toria, de un “factor” de clase presente en las diversas constelaciones culturales que se analizan (como
ocurre cuando la clase reaparece en el análisis de un objeto cultural pornográfico, en el caso de Kipnis,
o se la fantasea teniendo en cuenta una alegoría de género). La primer forma en que la clase reaparece
—con una preocupación que resulta omnipresente en estas páginas— es a través de la puerta trasera,
inadvertida, del rol del intelectual como tal. Simon Frith lo menciona con una franqueza poco piadosa
cuando declara: “Desde mi perspectiva sociológica, la música popular es una solución, una resistencia
ritualizada, no al problema de ser joven y pobre y proletario, sino al problema de ser un intelectual”.
La referencia profesional a la “perspectiva sociológica” no resulta ociosa ya que ésta expresa una con-
cepción de la relación del intelectual con la sociedad muy diferente de la que los Estudios Culturales
podían prever (cuando, en realidad, desea conceptualizar esta pregunta vergonzante). Concretamente
se trata de lo que me atrevería a llamar “el sentido trágico de la vida” de los grandes sociólogos, desde
Weber y Veblen hasta Bourdieu, esa glacial falta de compromiso respecto de los fenómenos sociales,
que es la condición misma del conocimiento cierto del sociólogo y que excluye toda participación acti-
vista en lo social (en realidad, cualquier compromiso político en el sentido habitual), so pena de perder
la lucidez, el poder de desmistificación, lo cual se paga precisamente con esta separación epistemológi-
ca de lo humano.

Sólo uso con fines educativos 375


Ésta es, creo, una visión “burguesa” (o premarxista) de la cuestión, pero expresa la convicción de
una verdad real, que no es otra que la del “principio de Heisenberg” del status del intelectual como
observador, el hecho de que es precisamente dicho status —en sí mismo una realidad social y un hecho
social— el que se interpone entre el objeto de conocimiento y el acto de conocer. En cualquier caso,
en la base de esta sociología está la pasión de mirar a través de las ideologías y de las coartadas que
acompañan a las luchas sociales de clase y de grupo, involucrando a éstas en niveles cada vez más altos
de complejidad cultural. Si ahora nos damos cuenta de que para alcanzar esa lucidez sobre los meca-
nismos reales de la relación social hay que pagar el precio de una mentira piadosa, de una ceguera
estratégica en el ámbito del intelectual, entonces finalmente el hecho de abordar todo lo que es social
desde nuestro propio punto de vista como observadores, el renunciamiento al compromiso social, el
intento de separar el conocimiento social de la posibilidad de acción en el mundo y, en primer lugar,
el pesimismo acerca de la posibilidad de acción en el mundo, van a parecer actos de expiación de este
particular (y estructural) pecado original.
El intelectual necesaria y constitutivamente está a cierta distancia, no sólo de su propia clase de
origen, sino de la filiación de clase que ha elegido, pero en este contexto resulta aun más relevante
el hecho de que él/ella está necesariamente a distancia también de los grupos sociales. La seguridad
ontológica de los militantes de los nuevos movimientos sociales es engañosa: éstos podían sentir que
porque eran mujeres o negros o pertenecían a una etnia, formaban parte, como intelectuales, de esa
“gente” y ya no tenían que enfrentar los dilemas del intelectual clásico, con su “conciencia infeliz” hege-
liana. Pero ahora sabemos que esto es imposible, particularmente desde que la cuestión del intelectual
se ha reescrito, en el nuevo paradigma, como el problema de la representación, sobre el cual hay un
cierto consenso de que ésta no resulta ni posible ni deseable. Sin embargo, en el antiguo paradigma,
el intelectual era concebido, lúcidamente, como un “traidor objetivo”, según la denominación de Sar-
tre, un delito stalinista impersonal e inintencional, para el que no es posible hallar solución, sino sólo
expiación o mala fe. En lo que Sartre más se acercaba al marxismo era en su convicción de que cuando
no se puede resolver una contradicción, lo mejor y más auténtico es mantenerse en la autoconciencia
desgarrada, o por lo menos ésta resulta preferible (como también lo es en otros ámbitos) a la represión
y a la construcción artificial de una u otra forma de buena conciencia. Esto no resulta incompatible con
la posición utópica según la cual, junto a Stuart Hall, podemos tratar de actuar como si ya existiera ese
grupo del cual intentamos ser su “intelectual orgánico”. O bien, teniendo en cuenta la expresión de Gra-
msci “Todo el mundo es un intelectual”, podemos también sufrir la culpa de sangre o de clase propia del
mundo intelectual en la actualidad, con la esperanza de una futura abolición de todas las clases y, junto
con ellas, de todo lo que actualmente resulta conflictivo en los grupos más pequeños que ahora están
sacudidos por el campo de fuerzas de la lucha de clases.
A la luz de este dilema parece trivial la invención ad hoc por parte de Foucault de la categoría a la
que denomina “intelectual específico”; por otra parte, la antigua solución maoista parece una imposibi-
lidad trágica: según ésta, existe la promesa para el intelectual que vuelve al campo o a la fábrica de una
reinmersión en el grupo, que lo depurará de ese pecado original, del delito de ser un intelectual. Pero a
esto también se lo llama populismo, y se mantiene muy vivo, no sólo en estas páginas. El síntoma nega-
tivo del populismo es precisamente el odio y el rechazo hacia los intelectuales como tales (o hacia la

Sólo uso con fines educativos 376


academia, la cual, actualmente, se ha transformado en un sinónimo de ellos).11 Se trata de un proceso
simbólico contradictorio, no muy distinto del antisemitismo judío, dado que el populismo constituye,
en sí mismo, una ideología de los intelectuales (el “pueblo” no es “populista”), que representa un intento
desesperado de reprimir su condición y negar la realidad de su vida. En el área de los Estudios Cultura-
les, desde luego el nombre de John Fiske es el que principalmente se asocia con cierta actitud populis-
ta hacia la cultura:

En mi intento de pensar críticamente, desde la teoría cultural, las relaciones entre los habitus
del sector dominante y del subordinado, la política nunca ha estado muy lejos de la superficie.
Espero que podamos achicar la brecha y aumentar la conexión entre ambos porque creo que,
al hacerlo, podemos ayudar a cambiar la relación entre la academia y otras formaciones socia-
les, en particular la de los subordinados. Muchos de los que viven dentro de esas formaciones
subordinadas hallan poca relación entre las condiciones de su vida cotidiana y las formas aca-
démicas de explicar el mundo. No queremos que este abismo se agrande, más aún cuando
consideramos que, entre los movimientos recientes más efectivos que abogan por un cambio
social se encuentran varios que implicaron lealtad entre las universidades y los miembros de
las formaciones sociales subordinadas o reprimidas.

Aquí y allá unos pocos espíritus valientes se atreven a expresar la opinión de que los académicos
también son gente; pero nadie parece particularmente entusiasmado con la perspectiva de emprender
una etnología de su cultura, temiendo —quizá con razón— lo preocupante y lo deprimente que puede
resultar ese autoconocimiento, que ha sido rastreado incansablemente por Pierre Bourdieu en Francia
(aunque después de todo hay una forma en la que el populismo y el antiintelectualismo son específi-
camente —hasta se podría llegar a decir exclusivamente— una cuestión americana). La objeción bási-
ca al trabajo de Fiske pasa por otro lado, y precisamente pareciera centrarse en la ambigüedad de la
cultura o la superestructura, sobre la cual Stuart Hall ha alertado sobre su tendencia, en tanto objeto, a
desplazarse de lo social, a reafirmar su semiautonomía, “a instanciar un aplazamiento necesario [...] algo
descentrado en el ámbito de la cultura [...] que siempre se escapa y evade los intentos de unirla, directa
e inmediatamente, con otras estructuras”. El trabajo de Fiske se construye sobre este vacío, afirma la pre-
sencia de la opresión económica y la explotación social, al tiempo que lee la cultura como un conjunto
de “recursos para luchar contra esas restricciones”. El temor no es únicamente que esa lucha pueda ser
sólo imaginaria —como ocurre con la supuestamente infame visión sobre la religión de Marx—:12 es
más bien la sospecha de que el propio intelectual puede estar usando la celebración de la cultura de

11 Véanse, por ejemplo, las observaciones de Constance Penley acerca del sentimiento popular de que los intelectuales —en
este caso las feministas— pertenecen de alguna manera a las clases altas: “los slashers no sienten que pueden expresar sus
deseos de un mundo mejor, más igualitario y sexualmente liberado a través del feminismo, no sienten que pueden hablar
como feministas, no sienten que las feministas hablen por ellas”.
12 Pero es importante señalar, como lo hace Cornel West, que la religión (y en particular el fundamentalismo) es un gran com-

ponente, básico, de la cultura mediática americana, y además aquí decididamente no está suficientemente analizado o
representado.

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masas como un ritual para conjurar su “distancia” estructural, y para participar, como Edward Curtis, en
la solidaridad y las danzas de la tribu étnica. (Curiosamente, uno de los estudios “textuales” verdade-
ramente interesantes de esta colección, el artículo de William Warner sobre Rambo, afirma la funcio-
nalidad del dolor —presente en este texto cultural mediático— como una forma a través de la cual el
público americano mitiga su culpa por haber perdido la guerra con imágenes del sufrimiento físico del
héroe. En líneas generales, habría aumentado la credibilidad de este volumen si se hubiese prestado un
poco más de atención a las “emociones negativas” en la cultura popular y en su análisis.
Pero es Michele Wallace quien más agudamente trata estas cuestiones en su estudio sobre las
ironías de la representación en la micropolítica de los Estudios Culturales. Luego de rechazar los argu-
mentos de quienes dicen “representar” al feminismo negro, y luego de describir las tensiones existentes
dentro de este movimiento entre subversión e institucionalización (o estrellato comercial, como en el
caso de los actores de The color purple [El color púrpura], la autora avanza hasta problematizar la cosa
en sí misma, haciéndose la famosa pregunta de Gayatri Spivak: “¿Pueden hablar los subalternos?”

Lo que cuestiono es que el feminismo negro (o cualquier otro programa) suponga acrítica-
mente que puede hablar por las mujeres negras, la mayoría de las cuales son pobres y están
“silenciadas” por una educación, una vivienda y una cobertura de salud inadecuadas, así como
por la falta de acceso a la vida pública. No porque crea que el feminismo negro no debería
tener algo que ver con la representación de la mujer negra que no puede hablar por sí misma,
sino porque el problema del silencio, y las deficiencias inherentes a cualquier representación
de los silenciados, debe ser reconocido como una problemática central en un proceso feminis-
ta negro de oposición.

Esta modestia, junto a la apelación franca de Cornel West a los participantes a reconocerse a
sí mismos como intelectuales americanos (y a asumir la carga de la historia cultural americana, la
cual —junto con los “Estudios Americanos”— curiosamente, no está presente aquí), puede ofrecer la
forma más satisfactoria de entender y considerar el dilema del intelectual cultural.
Sin embargo, no es el único modo, y seguramente en esta conferencia el tratamiento más innova-
dor a propósito del intelectual es el del modelo del intelectual como “fan”: “Como saben, algunos de los
trabajos más interesantes que se están haciendo en los Estudios Culturales son etnográficos, y consi-
deran a la crítica, en ciertos aspectos, en tanto ‘fan’”. Es por lo menos una imagen y un rol un poco más
atractivos que el del groupie clásico de los años sesenta, e implica la transformación de la identidad
étnica o grupal (hacia la cual el groupie se veía atraído como una mariposa alrededor de la luz) en prác-
ticas y desempeños que uno podría apreciar como espectador participante. Seguramente ello refleja
la transformación propiamente posmoderna de la etnicidad en neoetnicidad, en la medida en que se
lleva el aislamiento y la opresión de los grupos al reconocimiento mediático y a la nueva reunificación
por la imagen (en una Aufhebung propiamente hegeliana, que preserva y, al mismo tiempo, anula la
cuestión). Pero es una solución que no carece de problemas, ya que el nuevo fan es algo así como el
fan de los fans, y tanto Constance Penley, en su descripción de la cultura Star Trek, como Janice Radway
(en su clásico libro sobre el romance), son cuidadosas al documentar la distancia que debe recorrerse

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entre los fans “reales” y su etnógrafo académico. Simon Frith va aun más lejos: “Si —como se sugiere en
este libro— los fans son intelectuales ‘populares’ (u orgánicos), bien pueden tener las mismas angustias
acerca del hecho de ser fans (y se reconfortarán con los mismos mitos) que el resto de nosotros”. Ello
subraya un giro particularmente derrideano en la transformación de la “gente” en “fans”: mientras que
en el primer caso había una sustancia primaria que persistía en su esencia y ejercía un poderoso efecto
gravitacional sobre los intelectuales insustanciales que revoloteaban a su alrededor, la nueva versión
revela un salón de espejos en el que la “gente” añora ser “pueblo” y “popular”, siente su propia falta onto-
lógica, anhela su propia estabilidad imposible e intenta narcisísticamente recuperar —por medio de
diversos rituales— un ser que, en principio, nunca existió. Esto nos llevaría, sin duda, a una visión más
psicoanalítica del conflicto étnico y grupal (tal vez en la línea propuesta por Slavoj Zizek), pero tam-
bién desalentaría en los intelectuales populistas el entusiasmo por una condición colectiva que no es
mucho mejor que la propia.
Todo ello supone que el “pueblo” aún remite, de alguna manera, a esa población de clase media-
baja que ve televisión y toma cerveza, trabajadores (o desocupados), blancos o negros, hombres o
mujeres, acerca de los cuales existe generalmente la fantasía de que constituyen una realidad social
étnica más grande. Pero, ¿y si fuera de otra manera? En realidad, Meaghan Morris resulta inquietante
al señalar que “este proceso no llega a involucrar a la figura que de hecho se mantiene [...] irredimible-
mente ‘otro’: el burócrata”. En tanto Andrew Ross, en algunos tramos de su ensayo, parece comprender
que, para el público de los Estudios Culturales, lo que resulta más ambiguo en su propio objeto de estu-
dio (“la tecnocultura New Age”) es que la gente New Age puede ya no ser “popular” en este sentido
populista sino que puede tratarse de gente medianamente cultivada, lo cual es mucho más funesto. (En
realidad, la originalidad y la importancia del trabajo que está realizando Janice Radway sobre el Club
del Libro del Mes estriba en que promete mostrar la construcción de lo “medianamente cultivado” y la
función política y social que tiene dicha construcción como una especie de represión o desplazamiento
de lo popular). Finalmente, en uno de los momentos más escalofriantes y cómicos de esta conferencia,
Ian Hunter describe el Primer Contacto fundamental con el Otro burocrático:

El problema con la crítica estética (y con los Estudios Culturales, que todavía están atrapados
en ese punto) es que se atreve a juzgar y comprender estos otros ámbitos culturales desde un
único punto metropolitano, por lo general, la facultad de Artes de la Universidad. Sin embar-
go, cuando se viaja hacia estas otras zonas —a despachos legales, a instituciones mediáticas,
a oficinas gubernamentales, a empresas, a agencias de publicidad— se hace un descubri-
miento aleccionador: ya están todas atiborradas de sus propios intelectuales. Y simplemente
miran hacia arriba y preguntan: “Bueno, ¿qué es exactamente lo que puede hacer usted por
no-sotros?”

El populismo como una doxa


Pero no se puede terminar con el tema del populismo sin hacer una objeción última, más general,
que atañe a algunos de los rituales teóricos y verbales de esta ideología. Dado que Keywords [Palabras
clave], de Raymond Williams, resulta tan importante como referencia, sería bueno ir pensando en un

Sólo uso con fines educativos 379


volumen que lo acompañe: debería llamarse Buzzwords [Palabras de moda] y, según es posible imagi-
nar, sería parecido al Diccionario de lugares comunes, de Flaubert, pero de nuestra era. Si ello fracasara, se
podría proponer como una forma de higiene filosófica que durante aproximadamente diez años no se
usaran más las palabras “poder” y “cuerpo”. Nada resulta más incorpóreo que esas referencias al cuerpo,
salvo cuando genera efectos viscerales reales —tal como ocurre en el trabajo ya mencionado de Laura
Kipnis sobre Hustler, o en Douglas Crimp. Difícilmente se alcance el materialismo con la letanía corporal:
ésta parece ser una concesión a la cultura materialista de las masas (hay que reconocerlo), bajo la mira-
da escrutadora de Bourdieu. El materialismo del cuerpo es el materialismo mecánico del siglo XVIII y
está creado a imagen del modelo médico (de allí el papel de Foucault a propósito de estas dos conduc-
tas obsesivas); pero dicho materialismo no debería ser confundido con un materialismo histórico que
gira alrededor de la praxis y el modo de producción.
En líneas generales, debemos sospechar de la referencia al cuerpo como una apelación a la inme-
diatez (la advertencia corre también para el primer capítulo de la Fenomenología... de Hegel): incluso el
trabajo médico y penal de Foucault puede leerse como una descripción de la construcción del cuer-
po que rechaza la inmediatez prematura. En cualquier caso, tanto el estructuralismo como el psicoa-
nálisis trabajan enérgicamente para desmistificar las ilusiones de la intimidad corporal, sugeridas en
gran medida por el “deseo”. El tema de la tortura no lo refuta sino más bien lo confirma, al hacer de la
experiencia individual del cuerpo, que carece de palabras, la más aislada de todas las experiencias y
la de más difícil acceso. Pero la fascinación actual por la pornografía, la tortura y la violencia es más el
signo de la pérdida de esa inmediatez y la nostalgia por la concretud física, imposible, que la prueba del
Zeitgeist de que está en todos lados, listo para ser aprehendido. De hecho, lo que hay a nuestro alrede-
dor son más bien imágenes e información estereotipadas sobre el cuerpo, las cuales precisamente son
la fuente más poderosa de interferencia cuando se intenta un enfoque fenomenológico completo del
cuerpo. Esta última cuestión, por lo tanto, debe ser siempre problematizada históricamente, y no tratar-
se como un código interpretativo por derecho propio, al menos no para nosotros, aquí y ahora.
En lo que respecta al poder, éste sería el tema —según se sugiere a menudo en estas páginas—
alrededor del cual giran los Estudios Culturales (“comparten el compromiso de examinar las prácticas
culturales desde el punto de vista de su complejo vínculo con, y dentro de, las relaciones de poder”).
Se trata de un slogan aun más peligroso e intoxicante para los intelectuales, ya que así se sienten más
cerca de la “realidad” del poder de lo que tal vez estén verdaderamente. Creo que las interpretacio-
nes en términos de poder deben plantearse como desmistificaciones puntuales, des-idealizaciones, y
deben implicar un cierto shock, un reproche doloroso, en primer lugar, a nuestros propios hábitos de
idealización. El reino de la cultura es, ciertamente, un espacio privilegiado para esos efectos de shock,
dada la anfibiosidad de las superestructuras (y esa tendencia, de la cual habló Stuart Hall, a ser aparta-
das de su contexto). Puede ser saludable, particularmente para intelectuales culturales, recordar cada
tanto (en distintos momentos históricos) que la cultura es funcional socialmente, que está al servicio
de las instituciones y que su barniz de ocio o de estética, su apariencia reconstituyente o incluso utópi-
ca, resulta falsa y es un señuelo. Si todo es poder, entonces no necesitamos recordarlo, como tampoco
puede este concepto mantener su fuerza desmistificatoria (el cual, por otra parte, tenía el beneficio de
cuestionarnos como intelectuales). En ese caso, el “poder” es, como explicación, tan satisfactorio como

Sólo uso con fines educativos 380


la vertu dormitive del opio: si está en todos lados, no tiene mucho sentido hablar de él (Foucault lo pudo
hacer sólo porque como historiador buscaba rastrear el surgimiento de un nuevo esquema del poder
moderno). ¿Cuál es, en realidad, la ventaja de estigmatizar el poder de ese burócrata corporativo que
hizo su inesperada aparición en estas páginas hace un momento? ¿No sería más útil observar la estruc-
tura de las corporaciones multinacionales desde una perspectiva que apunte a determinar el modo
de influencia y producción de una cultura corporativa propiamente dicha? Se produce una confusión
cuando la experiencia individual de dominación —los actos de racismo o machismo, autoritarismo,
sadismo, brutalidad personal consciente o inconsciente— se transfiere a los fenómenos sociales, los
cuales son mucho más complejos: Konrad y Szelenyi señalaron hace un tiempo que el reino de la expe-
riencia de la producción cultural capitalista es un enclave retrógrado, relativamente subdesarrollado
o tradicional, dentro del capitalismo tardío.13 Se vuelve hacia el momento empresarial de la sociedad
corporativa desaparecida hace tiempo y actualmente presente sólo como nostalgia (la retórica yuppie
del mercado es, por lo tanto, un síntoma cultural que exige un análisis textual por derecho propio). No
resulta sorprendente entonces que, en ocasiones, se traslade una especie de visión feudal de la domi-
nación personal y la subordinación al universo corporativo, el cual carece de rostro. Pero en ese caso se
trata de un texto que debe ser analizado, más que de un código interpretativo aún útil para descifrar
otros textos sociales contemporáneos (aunque las formas de brutalidad simbólica o personal probable-
mente tiendan a reflejar la ausencia de poder en el sentido social, más que su actuación).
Sin embargo, mediante este anacronismo, toda una ideología y una teoría política liberal se vierten
en los Estudios Culturales (y otras disciplinas). En realidad, la retórica del “poder” carga con un fardo
mucho más pesado, por ejemplo, el repudio al análisis económico, cierta postura anarquista sobre la
cosa misma, el matrimonio impuro entre el heroísmo de la disidencia y el “realismo”de “hablar con las
instituciones”. La problemática del poder, como fue reintroducido sistemáticamente por Weber y mucho
más tarde por Foucault, constituye un gesto antimarxista, cuyo propósito era reemplazar el análisis en
términos de modo de producción. Ello abre nuevos campos y genera un nuevo material que resulta
fascinante y rico; pero los que lo usan deberían estar conscientes de sus consecuencias ideológicas
secundarias, y los intelectuales deberían ante todo ser cautelosos por las intoxicaciones narcisísticas
que puede producir el invocar esta problemática a la manera de un acto reflejo.

El imperativo geopolítico
Éste es el momento de decir no sólo lo que debería hacerse en el vacío que dejan las dos expresio-
nes de moda (“cuerpo” y “poder”) y los “cabos sueltos” ideológicos que surgen de la crítica al populismo;
es también el momento de señalar cómo, de hecho, muchos de los artículos de esta colección ya están
dirigidos en esa dirección.

13 Gyorgy Konrad e Ivan Szelenyi, Intellectuals on the Road to Class Power, Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich, 1979.

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Ésta es la dimensión fundamentalmente espacial de los Estudios Culturales (ya señalada por Jody
Berland), que puede percibirse en un principio como un malestar frente a la mentalidad provinciana y
el excepcionalismo americanos, mencionados con mucho tacto por algunos de los autores extranjeros.
Así, Stuart Hall aseguró haberse “quedado sin habla”: “La gran explosión de estudios culturales en los
Estados Unidos, su rápida profesionalización e institucionalización no son hechos que podamos lamen-
tar quienes hemos intentado instalar un centro alternativo en una universidad como Birmingham. Y sin
embargo, debo decir que, en el sentido más fuerte, me recuerda que en Gran Bretaña siempre tenemos
plena conciencia de que la institucionalización es un momento de profundo peligro”. Hemos visto que
algunos de los australianos reflexionan sobre el sentido y el significado diferentes que revisten las ins-
tituciones culturales en los Estados Unidos (las cuales, en contraposición con las suyas, son en su mayo-
ría privadas), sin trazar necesariamente consecuencias que las diferencien (pero véase también Graeme
Turner a propósito de las diferencias entre canadienses y australianos). Plantearlo de este modo intro-
duce el tema de la nación como tal (la cual constituye aquí, de hecho, una preocupación significativa),
aunque puede resultar equívoco y demasiado restringido.
Es más bien una limitación global específica lo que Meaghan Morris tiene en mente, como lo seña-
la en un pasaje espléndido e iluminador:

Este intercambio me hace comprender que no he sido suficientemente explícita acerca de la


razón por la que debería preocuparme a un nivel muy simple el “eurocentrismo” en una confe-
rencia como ésta. Es un desasosiego lo que tengo, más que una posición que pueda exponer, y
tal vez surgió en mi discurso más que en el texto de mi artículo. Estoy inquieta por el mapa de
los estudios culturales que se está construyendo en esta conferencia, por lo que no está en el
mapa, más que por lo que efectivamente está. Hemos hablado de relaciones locales y globales
en un mundo en el que Japón, Corea del Sur, Hong Kong, Taiwan, Singapur o Indonesia senci-
llamente no existen, no como fuerzas en las nuevas estructuras del poder mundial. La única
vez que escuché mencionar a los países de la costa del Pacífico, resultó ser un modo de hablar
de las relaciones entre Norte, Centro y Sudamérica, es decir, otra forma de permanecer en tie-
rra americana, no de cruzar el océano. No estoy rogando por la inclusión, es sólo que ciertas
estructuras globalizadoras tienen el potencial —“ojalá” sólo fuera en el plano económico— de
afectar en todas partes la vida de la gente en el futuro; pero ahora estas estructuras no se “ali-
nean” a la manera de la antigua división binaria (Gran Bretaña/Estados Unidos, o Estados Uni-
dos/Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) como a veces eurocéntricamente suponen los
críticos tradicionales del eurocentrismo. Ignorar esto es, en mi opinión, un error político.

Hay mucho para decir acerca de este momento, en cierto sentido uno de los clímax de la conferen-
cia. Se podría señalar que la palabra “eurocentrismo” ya no parece ser la adecuada para lo que, sin duda,
es la mentalidad pueblerina americana. Aunque estuviera embuida de las perspectivas europeas canó-
nicas (y del retorno de lo reprimido bajo la forma de una anglofilia apenas inconsciente, que siguió a la
francofilia propia de la alta teoría anterior), ésta es ahora la visión del mundo de una OTAN americana,

Sólo uso con fines educativos 382


según la cual la vieja Europa no es mucho más significativa para nosotros de lo que lo es Birmingham
para los nuevos Estudios Culturales. Europa y Gran Bretaña son seguramente cuestiones candentes
para los australianos, e incluso para los canadienses, más de lo que lo son para los americanos. Tal vez
la consecuencia y el trasfondo más profundos del reproche de Meaghan Morris sea que no estamos
suficientemente preocupados por nuestro vínculo europeo y edípico, somos demasiado complacien-
tes con éste. Pero, en el mismo sentido, la nueva cultura de los países de la cuenca del Pacífico que ella
celebra aquí puede resultar una forma diferente de liberación para Australia que para el intento ameri-
cano de compartirla con los japoneses. Y descarta a Latinoamérica, un descuido remediado por Donna
Haraway, cuya descripción de una cultura del Pacífico similar resulta aquí instructiva:

Crecí en un pueblo de Colorado, donde creía que el Océano Atlántico empezaba en algún
lugar en Kansas, y que cualquier cosa que pasara al este de la ciudad de Kansas se considera-
ba la Costa Este. Y sé que Cornel creció en California, pero creo que tal vez estuviste en el Este
demasiado tiempo. La reformulación atlanticista de Paul acerca de la herencia africana, la cul-
tura africana y los afroamericanos me permitió a su vez reformular muchos temas. Pero quiero
hacer una declaración californiana. Se relaciona con el hecho de ver el mundo en relación con
América Latina, Centroamérica, México, con vivir en un territorio conquistado, de manera tal
que pareciera que Quebec fuera parte de California más que parte del mundo del cual estás
hablando. Es el sentido del Pacífico. Pienso en el discurso de Bernice Johnson Reagon sobre la
política de coalición que tuvo lugar en un festival musical de mujeres en la Costa Oeste y que
es un texto absolutamente canónico en el feminismo norteamericano, y pienso en las cons-
trucciones de la categoría “mujer de color”, pero también en una política cultural feminista y
una visión de una nueva política cultural a nivel mundial. No se capta nada de todo esto si se
tiende a construir el mundo como blanco/negro, o Estados Unidos/Gran Bretaña, con un poco
de Australia y Canadá adentro. Un mapa global así deja afuera estas cuestiones realmente fun-
damentales.

Todo lo cual parece confirmar la visión que tiene Clifford de los Estudios Culturales como un mode-
lo basado en el viaje y el turismo. Pero ello significaría pasar por alto tensiones más profundas y más
interesantes, aquellas, por ejemplo, que surgieron en el filoso intercambio entre Morris y Paul Gilroy,
cuya notable propuesta de reconocer y reconstruir una verdadera cultura negra atlántica parece pre-
sentar a primera vista algunas analogías con la perspectiva de la Costa del Pacífico. Pero Gilroy tiene
una agenda ligeramente distinta: “La especificidad de lo Atlántico negro puede definirse, a cierto nivel,
mediante este deseo de trascender tanto la estructura del estado-nación como las restricciones que
imponen la etnicidad y la particularidad nacional”. Ya hemos visto que la intervención de Gilroy cons-
tituye un repudio explícito a la “política de identidad” o de separatismo cultural). Pero Gilroy puede (y
debe) resistir esa tendencia divisoria a celebrar el excepcionalismo cultural americano o británico (aun
cuando se presente en términos del excepcionalismo de la cultura británico-negra o afroamericana):
está allí el gran archipiélago flotante del Caribe para autorizar dicha resistencia. Sin embargo, tal vez los
australianos y los canadienses no puedan echar por la borda tan fácilmente el problema determinante
y la categoría de nación. Según Jody Berland, “la razón por la que rechacé la noción de identidad en tér-

Sólo uso con fines educativos 383


minos de una tradición histórica de lucha alrededor de las comunicaciones era que en Canadá es impo-
sible y compulsivo hablar del problema de la identidad. Se trata de un dilema: uno debe hablar de este
tema constantemente porque es un problema, pero no puedes hablar de ello porque apenas empiezas,
estás en peligro de imponer una definición particular sobre algo que no es totalmente particular”.
La incomodidad parece provenir en parte de las palabras “nación” y “nacional”, las cuales evidente-
mente todavía conllevan la carga del antiguo concepto del estado-nación autónomo, despertando así
el temor de estar todavía hablando —desde una perspectiva separatista o cultural-nacionalista— de la
cultura nacional, de las alegorías nacionales, del topoi nacional (como Morris lo denomina en un intere-
sante esbozo sobre la versión australiana de dichos topoi). Para esa alergia estructural a la “ausencia de
mezcla” que tienen los Estudios Culturales —a la que ya aludí anteriormente— ello resulta indudable-
mente decisivo, y desempeña un papel más importante en la reacción de Gilroy que en las observacio-
nes de Morris. Pero debería agregarse que la autonomía es la gran cuestión política de la era posmo-
derna: en la era multinacional el comunismo se hundió en la imposibilidad de la autarquía (e incluso
del socialismo en varios países). Deberíamos entonces ver el nacionalismo no como el vicio y el síntoma
tóxico de la era inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, sino más bien como una suer-
te de nostalgia por una autonomía social que ya es inaccesible para todos. La palabra “nación” debería
usarse como un término dentro de un sistema, un término que debe implicar relacionalidad (además
de la relacionalidad de tipo binario). En realidad, lo que se puede percibir en debates14 como éstos, tan
poco fáciles, es la necesidad de un nuevo discurso relacional a propósito de los temas globales y espa-
ciales. La nueva necesidad no es una cuestión de articulación (como ocurría con las múltiples posicio-
nes del sujeto y con los problemas estructurales internos de la identidad cultural) sino que se trata de
la superposición de dimensiones inconmensurables: Morris nos pide, con razón, que “pensemos en los
Estudios Culturales como una disciplina capaz de reflexionar sobre las relaciones en los marcos locales,
regionales, nacionales e internacionales de acción y experiencia”. Pero la palabra “representación” podría
sustituirse por la noción del mero “pensamiento” de las relaciones. Es curioso, entonces, que Morris
rechace tan vehementemente el modelo ofrecido por David Harvey en su espléndida obra Condition of
Postmodernity [La condición de la posmodernidad]: desde luego, no es necesariamente la última pala-
bra sobre nada, pero es una forma de trazar un mapa del nuevo sistema global (en realidad, Morris dice
que sus modelos alternativos “usan argumentos económicos similares a los de Harvey”), ¿pero acaso el
marxismo no es demasiado? ¿Y no es también eurocéntrico? (En realidad, en un pasaje notable Morris
parece atribuir a Terry Eagleton el grito de batalla de tipo feudal de “¡Por Inglaterra y el marxismo!”, algo
que no tienen por qué oír los camaradas irlandeses). Aun así, la suya es una de las discusiones más
ricas y más estimulantes tanto en lo que se refiere a la autorrepresentación cultural nacional como a la
dimensión internacional que falta todavía en los Estudios Culturales: resulta vergonzoso que ninguno
de los americanos reflexione sobre algunas de estas cuestiones (Clifford, sin duda, se hace cargo de
éstas en una forma más reflexiva/contemplativa).

14 El trabajo de Simon Frith sobre la cultura musical sugiere que esto también rige para la producción cultural como tal; por
ejemplo, “la tensión en este mundo es menor entre los amateurs y los profesionales [...] que entre los grupos de referencia
locales y nacionales”.

Sólo uso con fines educativos 384


Conclusiones y utopía
Es hora de resumir las lecciones de este libro (las lecciones que he aprendido de este libro). Será
mejor hacerlo bajo la forma de tareas futuras, de una agenda, aunque no necesariamente una agenda
para los Estudios Culturales en el sentido institucionalizado más estrecho o en el sentido de esa disci-
plina a la que aspiramos, que hemos visto surgir en esta colección. Dicha agenda incluiría los conceptos
de grupos, articulación y espacio; también abriría una nueva entrada (hasta ahora mayormente en blan-
co) para mercantilización y consumo. El fenómeno de la lucha de grupos —por ejemplo en Bell Hooks y
en Mercer— nos recuerda que cuando los textos culturales (no menos que la clase) son descodificados
correctamente, es factible que constituyan diversos mensajes en este proceso simbólico y que se pos-
tulen como movimientos tácticos o estratégicos en lo que es un enorme agón. Resulta claro, entonces,
que también debe aplicarse aquí la hermenéutica adecuada a la clase social. Se trata de una situación
en la que los objetos culturales estables, los trabajos, los textos, deben reescribirse, como movimientos
dialógicamente antagonistas, en la lucha entre los grupos (que incluyen, como uno de sus objetivos
específicos, el logro de la conciencia de grupo), movimientos que tienden a expresarse afectivamente
bajo la forma del odio y la envidia.
Esta metodología no parece ser ya tan útil cuando se interioriza el fenómeno de la relación grupal
—como ocurre con varios de los trabajos aquí presentados— y se transforma en una cuestión de senti-
mientos mezclados, de posiciones subjetivas múltiples, de esquizofrenia productiva o de co-conciencia
desgraciada, entendiéndose que todos estos rasgos pueden caracterizar también a la condición colec-
tiva de un grupo. Aquí, entonces, parece imponerse nuevamente el modelo de la articulación, y pasa-
mos de lo dialéctico (en el caso de la lucha intergrupos) a lo estructural, que en este ámbito particular
consiste en la interrelación de los grupos, los fenómenos intragrupales o la construcción de unidades
grupales molares más grandes. La poética de este momento también parece relativamente distinta de
la del primero, en el cual un texto podía ser traducido a un valor simbólico y estratégico al tiempo que
mantenía su valor u organización superficial. Aquí “traducción” se entiende como transcodificación o
sinonimia dentro de un término dado, ya que es la posibilidad de un determinado término de tener
distintos significados simultáneamente, lo que permite que el texto sea compartido por códigos dis-
tintos (y por los grupos que dan forma a dichas lenguas). Aquí la transferencia de un átomo o un sema
fundamental posibilita la conexión del grupo, ya que une los códigos momentáneamente por medio
de su propia polisemia.
Pero estas dos zonas de sentido y de análisis todavía están dentro de los “Estudios Culturales”,
entendidos ahora como un gran Frente Popular a como un carnaval populista. La tercera dimensión
surge sólo cuando llegamos al límite y miramos al verdadero Otro, al burócrata o a la figura corpora-
tiva que aparece en el capitalismo tardío y en sus actuales instituciones globales. Debido a que este
Otro ya no puede ser asimilado en las estructuras descriptas previamente, las relaciones con él deben
modelarse según una forma externa o espacial, y precisa un análisis de tipo geográfico para el cual no
tenemos todavía el lenguaje adecuado (la consecuencia que yo extraigo de que no será ni dialéctico ni
estructural no es más que una impresión y un posible punto de partida). Éste es el momento, entonces,
en que decididamente resurge nuestro rol social y nuestro status como intelectuales, dado que se trata
de un rol mediado por la geopolítica, y su valor es otorgado por el sistema mundial mismo y por nues-

Sólo uso con fines educativos 385


tro posicionamiento dentro de él. Este rol exige que nuestras lecturas y análisis individuales den cuenta
de la nueva necesidad de reflexión geográfica o de autoconciencia geopolítica, y exige también la vali-
dación de cierta descripción/interpretación de la situación “nacional” desde cuyo ángulo se ha hecho el
análisis; entendiéndose que el término “nacional” es ahora meramente relacional y describe las diversas
partes que componen el sistema mundial. Éste puede verse como la superposición de distintos tipos
de espacio (local, regional y también nacional; el bloque geográfico y el sistema mundial). En ese caso,
los Estudios Culturales norteamericanos tendrían que imprimirles su sello a sus propias contribuciones
de manera autoconciente.
Pero quien dice Estados Unidos dice capitalismo global, y el avance hacia una cultura de este tipo,
sumado a la dinámica de ese Otro que resulta más verdadero que cualquiera de los microgrupos que
desfilan aquí, exige un retorno al análisis de las mercancías que está faltando en estas páginas, con
excepción del provocativo trabajo de Jody Berland sobre la ideología del “entretenimiento”. Tal vez,
desde una perspectiva populista, se pueda pensar que tratar estos productos culturales como mercan-
cías que están a punto de desaparecer en el proceso puramente formal del consumo resulta de alguna
manera denigrarlos y disminuir su dignidad, pasar por alto sus funciones sociales y grupales (señaladas
anteriormente). Pero ése no es necesariamente el caso de un análisis verdaderamente complejo; aun-
que es cierto que, en lo que respecta al consumo (una cultura y una forma colectiva de adicción), el
acto de consumo es vacío, es indiferente a los contenidos específicos de un objeto determinado y, por
lo tanto, es en cierto modo poco propicio para un análisis que pretenda ser minucioso. Pero el conflicto,
la alienación, la reunificación, lo que se solía llamar lo inauténtico, deben ser reconocidos: nada ver-
daderamente interesante es posible sin negatividad; el error o la ideología; las falsas apariencias tam-
bién son hechos objetivos que deben calcularse dentro de la verdad; la estandarización del consumo
es como una barrera de sonido que se enfrenta a la euforia del populismo como una realidad de la vida
y una ley física en los niveles más altos del espectro.
Más allá está la utopía, también en juego, veladamente, en estas páginas, allí donde se hallan las
más oscuras formas de diversión y celebración grupal o narcisística. Pero también ésta debe ser nom-
brada; si no se la nombra su media vida cae a una velocidad increíble por el contacto con la luz turbia
y el aire contaminado de la realidad actual. Donna Haraway menciona la utopía en un ensayo de una
complejidad y un nivel a los que no puedo hacer justicia ahora, menos aun en estas últimas páginas:
basta con decir que con un lento movimiento de rotación va designando una serie de espacios alterna-
tivos o radicalmente Otros, diferentes del nuestro: la selva húmeda en contraposición a nuestro espa-
cio social; el espacio extraterrestre, a nuestro mundo físico; el microcosmos médico, a nuestros cuerpos
aún convencionales; y los macrocosmos de ciencia ficción a nuestras mentalidades aún convencionales.
Dejemos que estas utopías se muevan como un cielo estrellado sobre esta colección, así como sobre
los Estudios Culturales en general.

Sólo uso con fines educativos 386


Lectura Nº2
Zizek, Slavoj, “Multiculturalismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Multinacio-
nal”, en Estudios Culturales. Reflexiones Sobre el Multiculturalismo, Buenos Aires,
Argentina, Editorial Paidós, 2003, pp. 137-188.

Quienes todavía recuerdan los buenos viejos tiempos del Realismo Socialista son concientes del
papel clave que desempeñó la noción de lo “típico”: la literatura verdaderamente progresista debía
representar héroes típicos en situaciones típicas. A aquellos escritores que retrataban en forma sombría
la realidad soviética no se los acusaba simplemente de mentir; la acusación más bien consistía en que
ofrecían un reflejo distorsionado de la realidad social al describir los restos del pasado decadente, en
vez de centrarse en los fenómenos “típicos”, es decir, en aquellos que expresaban la tendencia histórica
subyacente del progreso hacia el comunismo. Aunque esta noción pueda sonar ridícula, su pizca de
verdad reside en el hecho de que toda noción ideológica universal siempre está hegemonizada por
algún contenido particular que tiñe esa universalidad y explica su eficacia.

¿Por qué la madre soltera es “típica”?


Si se considera el rechazo que manifiesta la Nueva Derecha hacia el Estado de Bienestar en los Esta-
dos Unidos, por ejemplo, la ineficacia con la que se asocia la noción universal de Estado de Bienestar se
apoya en la representación seudoconcreta de la madre soltera afroamericana, de mala fama, como si,
en última instancia, el bienestar social fuera un programa para madres solteras negras. Es decir, el caso
particular de la madre soltera negra es concebido veladamente como aquel caso típico del Estado de
Bienestar y de todo lo que funciona mal en él. En el caso de la campaña contra el aborto, el caso “típico”
es exactamente el contrario: se trata ahora de una mujer profesional, sexualmente promiscua, que valora
su carrera por encima de su misión “natural”, aunque esta caracterización entre en franca contradicción
con el hecho de que la gran mayoría de abortos ocurren en familias de clase media baja con muchos
hijos. Este giro específico —un contenido particular es divulgado como “típico” de la noción universal—
constituye el elemento de fantasía, el soporte o fondo fantasmático de la noción ideológica universal.
Para decirlo en términos kantianos, desempeña el papel del “esquematismo trascendental” al convertir
el concepto universal vacío en una noción que se relaciona o se aplica directamente a nuestra “expe-
riencia real”. Esta particularidad fantasmática no es, de ninguna manera, una ilustración o ejemplificación
insignificante: es en este nivel que las batallas ideológicas se ganan o se pierden. La perspectiva cambia
radicalmente en cuanto percibimos como “típico” el caso de un aborto en una familia numerosa de clase
media baja que no puede hacerse cargo de otro niño.1
Este ejemplo muestra claramente en qué sentido lo universal es el resultado de una escisión cons-

1 “Sutura” es, desde luego, otro nombre para este cortocircuito entre lo Universal y lo Particular: la operación de hegemonía
“sutura” el Universal vacío a un contenido particular.

Sólo uso con fines educativos 387


titutiva, en la cual la negación de una identidad particular transforma a esta identidad en el símbolo de
la identidad y la completud como tales:2 el Universal adquiere existencia concreta cuando algún conte-
nido particular comienza a funcionar como su sustituto. Hace un par de años, la prensa amarilla inglesa
trató con insistencia el tema de las madres solteras, presentándolas como la fuente de todos los males
de la sociedad moderna, desde las crisis de presupuesto hasta la delincuencia juvenil. En este espacio
ideológico, la universalidad del “Mal social moderno” cobró forma sólo a través de la escisión de la figu-
ra de la “madre soltera”: por un lado, la figura en tanto particularidad, por el otro, en tanto sustituto del
Mal social moderno. El hecho de que el vínculo entre el Universal y el contenido particular que funciona
como su sustituto sea contingente significa precisamente que es el resultado de una batalla política por
la hegemonía ideológica. Sin embargo, la dialéctica de esta lucha es más compleja que lo que indica
la versión marxista estándar, según la cual los intereses particulares asumen la forma de la universali-
dad (“los derechos humanos universales son de hecho los derechos del hombre blanco propietario...”).
Para funcionar, la ideología dominante tiene que incorporar una serie de rasgos en los cuales la mayo-
ría explotada pueda reconocer sus auténticos anhelos. En otras palabras, cada universalidad hegemó-
nica tiene que incorporar por lo menos dos contenidos particulares: el contenido popular auténtico y
la distorsión creada por las relaciones de dominación y explotación. Desde luego, la ideología fascista
“manipula” el anhelo auténtico por parte del pueblo de una verdadera solidaridad comunitaria y social,
en contra de la competencia descarnada y la explotación; desde luego dicha ideología “distorsiona” la
expresión de este deseo con el objeto de legitimar la continuación de las relaciones de explotación y
dominación social. Sin embargo, para poder llegar a la distorsión de ese auténtico deseo, tiene prime-
ro que incorporarlo... Etienne Balibar estaba ampliamente justificado cuando invirtió la clásica fórmu-
la marxista: las ideas dominantes no son precisamente las ideas de aquellos que dominan.3 ¿Cómo se
convirtió el cristianismo en la ideología dominante? Incorporando una serie de motivos y aspiraciones
fundamentales de los oprimidos —la verdad está del lado de los que sufren y son humillados, el poder
corrompe, etcétera— y rearticulándolos de tal forma que se volvieran compatibles con las relaciones
existentes de dominación.

El deseo y su articulación
Uno se ve tentado aquí a referirse a la distinción freudiana entre el pensamiento latente del sueño
y el deseo inconciente expresado en el sueño. No se trata de lo mismo: el deseo inconciente se articula,
se inscribe por medio de la “perlaboración”, es decir, se trata de la traducción del pensamiento latente
del sueño al texto explícito de un sueño. Análogamente, no hay nada “fascista” (o “reaccionario”, o que
merezca una calificación por el estilo) en el pensamiento latente del sueño de la ideología fascista (es
decir, el anhelo de una auténtica solidaridad comunitaria y social); lo que da cuenta del carácter propia-
mente fascista de esta ideología es la forma en que el “trabajo ideológico del sueño” elabora y transfor-

2 Ernesto Laclau: Emancipation(s), Londres, Verso, 1996, págs. 14-15.


3 Véase Etienne Balibar: La crainte des masses, París, 1997.

Sólo uso con fines educativos 388


ma dicho “pensamiento latente”, convirtiéndolo en el texto ideológico explícito que continúa legitiman-
do las relaciones sociales de explotación y dominación. ¿Acaso no es lo mismo que ocurre hoy con el
populismo de derecha? ¿Los críticos liberales no son demasiado ligeros al desestimar los valores a los
que apela el populismo, tildándolos de inherentemente “fundamentalistas” o “protofascistas”?
Por lo tanto, la no-ideología —lo que Fredric Jameson llama el momento utópico, presente aun en
la ideología más atroz— resulta absolutamente indispensable: en cierto sentido la ideología no es sino
el modo de aparición, la distorsión o el desplazamiento formal, de la no-ideología. Para tomar el peor caso
imaginable, ¿acaso el antisemitismo nazi no se basaba en el deseo utópico de una vida comunitaria
auténtica, en el rechazo plenamente justificado de la irracionalidad propia de la explotación capitalista?
Nuestra opinión, nuevamente, es que resulta teórica y políticamente incorrecto denunciar este anhelo
como una “fantasía totalitaria”, esto es, buscar en él las “raíces” del fascismo. Se trata de un error habitual
que comete la crítica liberal-individualista del fascismo: en realidad, lo que lo hace “ideológico” es su
articulación, es decir, la forma en que se hace funcionar este deseo como legitimador de una determi-
nada concepción acerca de lo que es la explotación capitalista (el resultado de la influencia judía o del
predominio del capital financiero por sobre el “productivo”, el cual aparecería como el único que esta-
blece una “relación” armoniosa con los trabajadores) y del modo en que podemos vencer dicha explo-
tación (a través de la eliminación de los judíos).
La lucha por la hegemonía ideológica y política siempre es, por lo tanto, la lucha por la apropia-
ción de términos que se sienten “espontáneamente” como apolíticos, como si trascendieran las fronte-
ras políticas. No resulta sorprendente que el nombre del movimiento disidente más importante de los
países comunistas del este de Europa haya sido “Solidaridad”, un significante que remite a la comple-
tud imposible de la sociedad, si es que alguna vez existió tal cosa. Es como si en Polonia, en los ‘80, se
hubiese llevado a un extremo lo que Laclau denomina la lógica de la equivalencia: “los comunistas en el
poder” representaban la encarnación de la no-sociedad, de la decadencia y la corrupción. Todos mági-
camente se unieron contra ellos, incluso los “comunistas honestos” desilusionados. Los nacionalistas
conservadores acusaban a los comunistas de traicionar los intereses polacos a favor del amo soviético;
los individuos que hacían negocios veían en ellos un obstáculo para la actividad capitalista desenfrena-
da; para la Iglesia Católica los comunistas eran ateístas amorales; para los campesinos representaban la
fuerza de la violenta modernización que acababa con la vida rural; para los artistas y los intelectuales,
el comunismo era sinónimo de censura opresiva y estúpida; los trabajadores se veían no sólo explo-
tados por la burocracia del Partido, sino además humillados por el argumento de que esto se hacía
en representación de ellos; por último, los izquierdistas desilusionados percibían el régimen como una
traición al “verdadero socialismo”. La imposible alianza política entre todas estas posiciones divergentes
y potencialmente antagónicas sólo fue posible bajo la bandera de un significante que se sitúa —y así
lo hizo— en el borde que separa la política de la prepolítica. “Solidaridad” fue la opción perfecta: funcio-
na políticamente ya que designa la unidad “simple” y “fundamental” de los seres humanos que debería
reunirlos más allá de las diferencias políticas.4

4 Ahora que este mágico momento de solidaridad universal ha pasado, el significante que está emergiendo en algunos
países postsocialistas como el de la completud ausente de la sociedad, es el de honestidad: éste apunta a la ideología

Sólo uso con fines educativos 389


Los instintos básicos conservadores
¿Qué nos dice todo esto de la reciente victoria electoral de los laboristas en Gran Bretaña? No sólo
que, en una operación hegemónica modelo, se reapropiaron de nociones apolíticas como “decencia”,
sino que apuntaron con éxito a la obscenidad propia de la ideología tory. En las declaraciones explícitas
de corte ideológico por parte de los tories, siempre subyacía un doble discurso, un mensaje entrelíneas
obsceno, no reconocido públicamente. Cuando, por ejemplo, lanzaron su infausta campaña de “retorno
a las fuentes” [Back to Basics], la obscenidad fue expuesta claramente por Norman Tebbitt, “jamás tímido
para mostrar los trapos sucios del inconsciente conservador”.5
“Muchos votantes tradicionalmente laboristas han comprendido que comparten nuestros valores:
que el hombre no es sólo un animal social sino también territorial; debe ser parte de nuestra agenda
satisfacer esos instintos básicos de tribalismo y territorialidad.6
Aquí se ve, finalmente, de qué se trataba el “retorno a las fuentes”: de la reafirmación de “bajos ins-
tintos” egoístas, tribales, bárbaros, que acechan tras el rostro de la sociedad burguesa civilizada. Todos
recordamos la (merecidamente) famosa escena de la película Bajos instintos, de Paul Verhoeven (1992),
en la cual, en el curso de la investigación policial, Sharon Stone descruza las piernas por un instante y
revela a los policías fascinados una visión fugaz de su vello púbico. Una declaración como la de Teb-
bitt es, sin duda, un equivalente ideológico de ese gesto, que permite echar una rápida mirada hacia la
intimidad obscena del edificio ideológico thatcheriano. (Lady Thatcher tenía demasiada “dignidad” para
llevar a cabo con demasiada frecuencia este gesto a lo Sharon Stone, por eso el pobre Tebbitt tuvo que
sustituirla). En este contexto, el énfasis laborista en la “decencia” no fue un caso de simple moralismo:
más bien su mensaje era que ellos no están en el mismo juego obsceno, que sus declaraciones no con-
tienen “entre líneas” el mismo mensaje obsceno.
En la actual constelación ideológica, este gesto resulta más importante de lo que puede parecer.
Cuando la administración Clinton resolvió el estancamiento al que se había llegado —a propósito de
los gays en la Armada norteamericana— mediante el acuerdo de “No pregunte, no diga” (por el cual no
se les pregunta directamente a los soldados si son gay, de manera que no estén obligados a mentir y a
negarlo; a pesar de no estar formalmente admitidos en la Armada, son tolerados en la medida en que
su orientación sexual se mantenga privada y no intenten activamente involucrar a otros), dicha medida
oportunista fue criticada, con justificación, por entrañar actitudes homofóbicas. Aunque no se prohíbe
directamente la homosexualidad, el status social real de los homosexuales se ve afectado por la mera

espontánea de la “gente común” que está atrapada en la turbulencia económica y social, cuyas esperanzas en una nueva
completud en la sociedad que debía seguir al colapso del socialismo se vieron cruelmente traicionadas. A sus ojos, las
“viejas fuerzas”. (ex comunistas) y los ex disidentes que estuvieron en el poder se unieron para explotarlos aun más que
antes, bajo las banderas de la libertad y la democracia. La lucha por la hegemonía, desde luego, se centra ahora en ese con-
tenido particular que dará un giro a este significante: ¿qué significa “honestidad”? Y nuevamente, sería erróneo alegar que
el conflicto está en última instancia en los diferentes significados de la palabra “honestidad”: lo que se pierde de vista en
esta aclaración semántica es que cada posición asegura que su honestidad es la única honestidad “verdadera”: la lucha no
es simplemente una lucha entre contenidos particulares diferentes. Se trata de una lucha que estalla desde dentro de lo
universal en sí mismo.
5 Jacqueline Rosa: States of Fantasy, Oxford, 1996, pág. 149.
6 Ibídem.

Sólo uso con fines educativos 390


existencia de la homosexualidad, en tanto amenaza virtual que obliga a los gays a no revelar su identi-
dad sexual. En otras palabras, lo que logró esta solución fue elevar explícitamente la hipocresía al rango
de principio social, una actitud análoga a la que los países católicos tradicionales tienen respecto de la
prostitución: si simulamos que los gays no existen en la Armada, es como si efectivamente no existieran
(para el gran Otro). Los gays deben ser tolerados, bajo la condición de que acepten la censura básica de
su identidad...
Aunque a su nivel plenamente justificada, la noción de censura que está en juego en esta crítica
(con su resonancia foucaultiana del Poder, el cual —en el mismo acto de censura y otras formas de
exclusión— genera el exceso que intenta contener y dominar) resulta insuficiente en un punto cen-
tral: lo que pierde de vista es la forma en que la censura no sólo afecta el status de la fuerza marginal o
subversiva que el discurso del poder intenta dominar, sino que —en un nivel aun más radical— quie-
bra desde adentro el discurso de poder. Uno debería aquí hacerse una pregunta ingenua, pero igual-
mente crucial: ¿por qué la Armada se resiste con tanta fuerza a aceptar públicamente gays en sus filas?
Hay una única respuesta coherente posible: no es porque la homosexualidad sea una amenaza para la
llamada economía “fálica y patriarcal” de la Armada, sino porque, por el contrario, la comunidad de la
Armada depende de la homosexualidad frustrada/negada en tanto componente clave del vínculo masculi-
no entre los soldados.
Según mi propia experiencia, recuerdo hasta qué punto la vieja e infame Armada Yugoslava era
homofóbica —cuando se descubría que alguien tenía inclinaciones homosexuales, se lo convertía
inmediatamente en un paria, antes de echarlo formalmente de la Armada— y, al mismo tiempo, la vida
diaria en la Armada estaba cargada de insinuaciones homosexuales. Por ejemplo, cuando los soldados
hacían la fila para recibir su comida, una broma vulgar habitual era meter un dedo en el trasero de la
persona que estaba delante y luego sacarlo rápido, de manera tal que cuando la víctima sorprendida
se daba vuelta, no sabía cuál de los soldados que sonreían estúpida y obscenamente lo había hecho.
La forma más común de saludar a un colega soldado en mi unidad era —en vez de simplemente decir
“¡Hola!”— “¡Chupámela!” (“Pusi kurac”, en serbo-croata); esta fórmula era tan común que había perdido
completamente su connotación obscena y se decía en forma totalmente neutral, como un mero acto
de cortesía.

Censura, poder y resistencia


Esta frágil coexistencia de una homofobia extrema y violenta y una economía libidinal homosexual,
frustrada, subterránea, no reconocida públicamente, es la prueba de que el discurso de la comunidad
militar sólo puede funcionar en tanto censure sus propios constituyentes libidinales. En un nivel lige-
ramente distinto, lo mismo ocurre con las golpizas y las humillaciones con las que los marines norte-
americanos reciben al colega recién llegado: a modo de ceremonia le pinchan medallas directamente
sobre la piel y otras cosas por el estilo. Cuando estas prácticas se hicieron públicas —alguien las grabó
secretamente en vídeo— se generó un escándalo. Pero lo que causó indignación en el público no era la
práctica en sí misma (todo el mundo sabía que ocurría algo así), sino el hecho de que se hiciera públi-
ca. ¿Acaso fuera de los límites de la vida militar no encontramos un mecanismo autocensor similar en

Sólo uso con fines educativos 391


el populismo conservador, con sus tendencias sexistas y racistas? En la campaña de elección de Jesse
Helms no se admite públicamente el mensaje racista y sexista —en la esfera pública, incluso se lo des-
miente categóricamente— pero éste se articula en una serie de indirectas y dobles mensajes. En las
actuales condiciones ideológicas, esta clase de autocensura es necesaria si se pretende que el discurso
de Helms siga siendo efectivo. En el caso de que se explicitara directamente, en forma pública, el sesgo
racista, éste lo tornaría inaceptable para el discurso político hegemónico; por otra parte, si abandona-
ra ese mensaje racista en código, autocensurado, peligraría el apoyo del electorado al que se dirige. El
discurso populista conservador constituye, entonces, un buen ejemplo de un discurso de poder cuya
eficacia depende del mecanismo de autocensura, es decir, descansa en un mecanismo que es efectivo
en la medida en que se mantenga censurado. Se podría incluso decir que, contrariamente a la imagen,
presente en la crítica cultural, de un discurso o una práctica radicalmente subversivos “censurados” por
el Poder, hoy más que nunca el mecanismo de censura interviene fundamentalmente para aumentar la
eficacia del discurso del poder mismo.
Aquí se debe evitar la tentación de caer en la antigua idea izquierdista de que “es mejor enfrentar un
enemigo que admite públicamente sus tendencias (racistas, homofóbicas, etcétera) que la actitud hipó-
crita de quien denuncia públicamente aquello que avala en secreto”. Esta idea lamentablemente subes-
tima lo que significa política e ideológicamente mantener las apariencias: la apariencia nunca es “mera-
mente la apariencia”; ésta afecta profundamente la posición sociosimbólica real de aquellos a los que
concierne. Si las actitudes racistas se hicieran aceptables en el discurso político e ideológico dominante,
se inclinaría radicalmente la balanza de la hegemonía ideológica toda. Esto es lo que probablemente
Alain Badiou tenía en mente cuando, con ironía, consideró a su trabajo como una búsqueda del “buen
terror”: hoy, frente a la emergencia de un nuevo racismo y un nuevo sexismo, la estrategia pasa por hacer
impronunciables semejantes enunciados, de manera que el que crea en ellos automáticamente esté des-
calificándose a sí mismo —como ocurre, en nuestro universo, con aquellos que aprueban el fascismo.
Uno puede ser conciente, por ejemplo, del modo en que el fascismo transforma las auténticas aspira-
ciones a una comunidad, pero decididamente no debe debatir “cuánta gente realmente murió en Aus-
chwitz”, o “los aspectos buenos de la esclavitud”, o “la necesidad de recortar los derechos colectivos de los
trabajadores”, y cosas por el estilo. La posición en este punto debe ser desvergonzadamente “dogmática”
y “terrorista”: estas cuestiones no son objeto de una discusión abierta, racional y democrática.
Es posible oponer esta escisión constitutiva y la autocensura en el mecanismo de poder al moti-
vo foucaultiano de la interconexión entre Poder y resistencia. El punto que queremos señalar no sólo
es que la resistencia es inmanente al Poder, que poder y contrapoder se generan mutuamente; que el
Poder mismo genera el exceso de resistencia que finalmente no podrá dominar; tampoco es que —en
el caso de la sexualidad— la “represión” disciplinaria de la carga libidinal erotice el gesto mismo de la
represión (como el neurótico obsesivo que obtiene satisfacción libidinal de los rituales compulsivos
destinados a mantener a raya la jouissance [goce] traumática). Este último punto debe radicalizarse aun
más: el edificio mismo del Poder se escinde desde dentro, es decir, para reproducirse a sí mismo y con-
tener su Otro depende de un exceso inherente que lo constituye. Para decirlo en términos hegelianos
de identidad especular, el Poder es siempre ya su propia transgresión; si efectivamente funciona, tiene
que contar con un agregado obsceno: el gesto de autocensura es consustancial al ejercicio del poder.

Sólo uso con fines educativos 392


Por lo tanto no es suficiente decir que la “represión” de un contenido libidinal erotiza retroactivamente
el mismo gesto de la “represión”; esta “erotización” del poder no es un efecto secundario del ejercicio
sobre su objeto, sino que conforma sus propios cimientos, su “delito constitutivo”, el gesto fundante que
debe permanecer invisible si el poder pretende funcionar normalmente. Lo que hallamos, por ejemplo,
en el tipo de instrucción militar que aparece en la primera parte de la película de Kubrick sobre Viet-
nam, Full Metal Jacket, no es una erotización secundaria del procedimiento disciplinario que crea suje-
tos militares, sino que es la obscenidad constitutiva de este procedimiento lo que lo torna eficaz.

La lógica del capital


Volviendo, entonces, a la victoria laborista, vemos que ésta no sólo implicó una reapropiación
hegemónica de un conjunto de tópicos que habitualmente se inscribían dentro del conservadurismo
—los valores de la familia, la ley y el orden, la responsabilidad individual—, sino que además la ofensi-
va ideológica del laborismo separó estos tópicos del subtexto fantasmático obsceno que los mantenía
dentro del campo conservador, en el cual tener “mano dura con el delito” y “responsabilidad individual”
equivale veladamente al egotismo brutal, al desprecio por las víctimas y a otros “bajos instintos”. No
obstante, el problema es que la estrategia del Nuevo Laborismo también contenía su propio “mensaje
entre líneas”: “Aceptamos totalmente la lógica del capital, con eso no nos vamos a meter”.
Hoy, la crisis financiera constituye un estado de cosas permanente que legitima los pedidos de
recorte del gasto social, de la asistencia médica, del apoyo a la investigación cultural y científica; en
pocas palabras, se trata del desmantelamiento del Estado de Bienestar. ¿Pero acaso esta crisis perma-
nente es un rasgo objetivo de nuestra vida socioeconómica? ¿No se trata más bien de uno de los efec-
tos de la ruptura del equilibrio en la “lucha de clases” hacia el capital, que es el resultado del papel
creciente de las nuevas tecnologías y de la internacionalización directa del capital, con la consecuente
disminución del rol del Estado-Nación, que tenía más posibilidades de imponer ciertas condiciones
mínimas y ciertos límites a la explotación? Dicho de otro modo: la crisis es un “hecho objetivo” siem-
pre que uno acepte de antemano, como una premisa incuestionable, la lógica propia del capital, como
lo han hecho cada vez más los partidos liberales o de izquierda. Asistimos al increíble espectáculo
de partidos socialdemócratas que han llegado al poder con el siguiente mensaje entre líneas hacia el
capital: “Nosotros haremos el trabajo que sea necesario para ustedes en una forma más eficaz e indo-
lora que los conservadores”. Desde luego, el problema es que resulta prácticamente imposible —en las
actuales circunstancias sociopolíticas globales— cuestionar efectivamente la lógica del capital: inclu-
so un intento socialdemócrata modesto para redistribuir la riqueza más allá del límite aceptable para
el capital conduce “efectivamente” a crisis económica, inflación, caída de los ingresos, etc. De cualquier
forma, uno siempre debe tener en cuenta que entre la “causa” (el gasto social creciente) y el “efecto”
(la crisis económica) no hay una relación causal objetiva directa: ésta siempre se halla inserta en una
situación de lucha y antagonismo social. El hecho de que si uno no obedece los límites impuestos por
el capital “verdaderamente se desencadena” una crisis, no “prueba” en modo alguno que esos límites
sean una necesidad objetiva de la vida económica. Más bien debería verse como una prueba de la
posición privilegiada que tiene el capital en la lucha económica y política, como ocurre cuando un

Sólo uso con fines educativos 393


compañero más fuerte te amenaza con que si haces X, vas a ser castigado por Y, y luego, cuando estás
haciendo X, efectivamente resulta Y.
La ironía es que, en los países ex comunistas del este europeo, los comunistas “reformados” fueron
los primeros en aprender la lección. ¿Por qué muchos de ellos volvieron al poder vía elecciones libres?
El retorno mismo nos ofrece la prueba definitiva de que estos estados han entrado efectivamente en
el capitalismo. Es decir, ¿qué es lo que los ex comunistas representan hoy? Debido a “sus vínculos privi-
legiados con los capitalistas que están surgiendo (la mayoría de los cuales son miembros de la antigua
nomenklatura, que privatizó las compañías que alguna vez dirigieron), los ex comunistas constituyen,
en primer lugar, el partido del gran capital. Más aún, para borrar los rastros de su breve pero traumá-
tica experiencia con la sociedad civil políticamente activa, abogan ferozmente por el abandono de la
ideología, por el repliegue del compromiso activo en la sociedad civil, lo cual desemboca en el con-
sumismo apolítico pasivo: ambos rasgos caracterizan al capitalismo contemporáneo. En consecuencia,
los disidentes están estupefactos al comprobar que en el paso del socialismo al capitalismo han des-
empeñado el papel de “mediadores que desaparecen”, y que la misma clase de antes gobierna bajo un
nuevo disfraz. Resulta equivocado sostener, entonces, que el retorno de los ex comunistas al poder es
un indicador de que la gente está desilusionada del capitalismo y añora la antigua seguridad socialista:
en realidad, en una suerte de “negación de la negación” hegeliana, es sólo con el retorno al poder de los
ex comunistas que se negó efectivamente el socialismo. En otras palabras, lo que los analistas políticos
perciben (equivocadamente) como una “decepción frente al capitalismo es, en realidad, una desilusión
frente a un entusiasmo ético-político, para el cual no hay lugar en el capitalismo “normal”.7
En un nivel ligeramente diferente, la misma lógica está presente en el impacto social que tiene
el ciberespacio. Dicho impacto no deriva directamente de la tecnología sino que depende de la red
de relaciones sociales; es decir, la forma en que la digitalización afecta nuestra propia experiencia está
mediada por el marco de la economía de mercado globalizada del capitalismo tardío. Con frecuencia
Bill Gates ha celebrado el ciberespacio, considerando que éste abre la posibilidad de lo que él llama un
“capitalismo libre de fricción”. Esta expresión muestra perfectamente la fantasía social que subyace en
la ideología del capitalismo del ciberespacio: un medio de intercambio completamente transparente,
etéreo, en el que desaparecen hasta los últimos rastros de la inercia material. La cuestión fundamen-
tal es que la “fricción” de la que nos libramos en esa fantasía de un “capitalismo libre de fricción” no se
refiere solamente a la realidad de los obstáculos materiales que sostienen cualquier proceso de inter-
cambio, sino, sobre todo, a lo Real de los antagonismos sociales traumáticos, a las relaciones de poder
y a todo aquello que marque con un sesgo patológico el espacio del intercambio social. En sus manus-
critos Grundrisse, Marx señaló que la disposición material de un emplazamiento industrial del siglo XIX

7 Uno comprende, retroactivamente, hasta qué punto el fenómeno denominado “disidencia” estaba imbuido de un marco
ideológico socialista, hasta qué punto la “disidencia”, con su utópico “moralismo” (el predicamento de la solidaridad social,
la responsabilidad ética y otros valores por el estilo), proveía el núcleo ético negado del socialismo: tal vez, algún día, los
historiadores notarán —en el mismo sentido que Hegel sostenía que el resultado espiritual verdadero de la guerra del
Peloponeso, su Fin espiritual, es el libro de Tucídides que trata sobre ella— que la disidencia fue el verdadero resultado
espiritual del Socialismo Realmente Existente.

Sólo uso con fines educativos 394


materializa directamente la relación de dominación capitalista —el trabajador aparece como un mero
apéndice subordinado a la máquina que posee el capitalista—; mutatis mutandis, lo mismo ocurre con
el ciberespacio. En las condiciones sociales del capitalismo tardío, la materialidad misma del ciberespa-
cio genera automáticamente la ilusión de un espacio abstracto, con un intercambio “libre de fricción”
en el cual se borra la particularidad de la posición social de los participantes.
La “ideología espontánea del ciberespacio” que predomina se llama “ciber-revolucionarismo” y con-
sidera al ciberespacio (o la World Wide Web) como un organismo que autoevoluciona naturalmente.8
Aquí resulta fundamental el desdibujamiento de la distinción entre “cultura” y “naturaleza”: la contra-
cara de la “naturalización de la cultura” (el mercado, la sociedad, considerados como organismos vivos)
es la “culturalización de la naturaleza” (la vida misma es concebida como un conjunto de datos que se
autorreproducen: “genes are memes”).9 Esta nueva concepción de la Vida es, entonces, neutral en lo que
respecta a la distinción entre procesos naturales, culturales o “artificiales”. Así, la Tierra (como Gaia) y el
mercado global aparecen como gigantescos sistemas vivientes autorregulados cuya estructura básica
se define en términos de procesos de codificación y decodificación, de transmisión de la información.
La concepción de la Web como un organismo vivo a menudo aparece en contextos que pueden pare-
cer liberadores, por ejemplo, contra la censura estatal en Internet. Sin embargo, esta demonización del
estado es totalmente ambigua, en la medida en que en general forma parte del discurso de la dere-
cha populista y/o el liberalismo de mercado, cuyo objetivo principal apunta a aquellas intervenciones
estatales que tratan de mantener la seguridad y un mínimo equilibrio social. Aquí resulta ilustrativo el
título del libro de Michael Rothschild: Bionomics: The Inevitability of Capitalism.10 Así, mientras los ideó-
logos del ciberespacio pueden soñar con el próximo paso evolutivo —en el que ya no interactuaremos
mecánicamente en tanto individuos “cartesianos”, en el que cada “persona” cortará el vínculo sustancial
con su propio cuerpo y se concebirá como parte de la nueva Mente holística que vive y actúa a través
de cada uno—, esta “naturalización” de la World Wide Web o del mercado oculta el conjunto de relacio-
nes de poder (de decisiones políticas, de condiciones institucionales) que necesitan los “organismos”
como Internet (o el mercado, o el capitalismo, etcétera) para prosperar.

La ideología subterránea
Lo que uno debería hacer, por lo tanto, es reafirmar la antigua crítica marxista respecto de la “reifi-
cación”: en contraposición a las pasiones ideológicas, a las que se considera “pasadas de moda”, hoy la
forma ideológica predominante consiste en poner el acento en la lógica económica “objetiva”, despoli-
tizada, puesto que la ideología es siempre autorreferencial, es decir, se define a través de una distancia
respecto de un Otro, al que se lo descarta y denuncia como “ideológico”.11 Jacques Rancière se refirió
cáusticamente a la “mala sorpresa” que espera a los ideólogos posmodernistas del “fin de la política”:

8 Véase Tiziana Terranova: “Digital Darwin”, New Formations, n° 29, verano de 1996.
9 Véase Richard Dawkins: The Selfish Gene, Oxford, 1989.
10 Michael L. Rothschild: Bionomics: The Inevitability of Capitalism, Nueva York, Armonk, 1992.
11 Véase Slavoj Zizek: “Introducción”, en Mapping Ideology, Londres, Verso, 1995.

Sólo uso con fines educativos 395


es como si estuviéramos asistiendo a la confirmación última de la tesis de Freud, en El malestar en la
cultura, respecto de cómo, ante cada afirmación de Eros, Tánatos se reafirma con una venganza. Ahora
que dejamos atrás —de acuerdo con la ideología oficial— las pasiones políticas “inmaduras” (el régi-
men de lo político, es decir, la lucha de clases y otros antagonismos pasados de moda) para dar paso a
un universo postideológico pragmático maduro, de administración racional y consensos negociados, a
un universo libre de impulsos utópicos en el que la administración desapasionada de los asuntos socia-
les va de la mano de un hedonismo estetizante (el pluralismo de las “formas de vida”), en ese preciso
momento lo político forcluido está celebrando su retorno triunfal en la forma más arcaica: bajo la forma
del odio racista, puro, incólume hacia el Otro, lo cual hace que la actitud tolerante racional sea absolu-
tamente impotente.12 En este sentido preciso, el racismo posmoderno contemporáneo es el síntoma
del capitalismo tardío multiculturalista, y echa luz sobre la contradicción propia del proyecto ideoló-
gico liberal-democrático. La “tolerancia” liberal excusa al Otro folclórico, privado de su sustancia (como
la multiplicidad de “comidas étnicas” en una megalópolis contemporánea), pero denuncia a cualquier
Otro “real” por su “fundamentalismo”, dado que el núcleo de la Otredad está en la regulación de su goce:
el “Otro real” es por definición “patriarcal”, “violento”, jamás es el Otro de la sabiduría etérea y las cos-
tumbres encantadoras. Uno se ve tentado aquí a reactualizar la vieja noción marcuseana de “tolerancia
represiva”; considerándola ahora como la tolerancia del Otro en su forma aséptica, benigna, lo que for-
cluye la dimensión de lo Real del goce del Otro.13
La misma referencia al goce nos permite echar una nueva luz sobre los horrores de la guerra de
Bosnia, tal como se refleja en el filme Underground, de Emir Kusturica (1995). El significado político de
este filme no radica principalmente en su tendenciosidad abierta, en la forma como toma partido en el
conflicto posyugoslavo —los heroicos serbios contra los croatas y eslovenios traidores pro nazis— sino
más bien en la actitud estética “despolitizada”. Es decir, en sus conversaciones con los periodistas de
Cahiers du cinéma, Kusturica insistía en que Underground no es exactamente un filme político, sino una
suerte de experiencia subjetiva a la manera de un trance liminal, un “suicidio postergado”. El director
puso, sin ser conciente de ello, sus verdaderas cartas políticas sobre la mesa al señalar que Underground
expone el trasfondo fantasmático “apolítico” que está en la base de las crueldades de la guerra posyu-
goslava y de su limpieza étnica. ¿Cómo? El cliché más común a propósito de los Balcanes es que su
gente está atrapada en la vorágine fantasmática del mito histórico; Kusturica mismo apoya esta visión:
“En esta región, la guerra es un fenómeno natural. Es como una catástrofe natural, como si fuese un
terremoto que explotara de tanto en tanto. En mi película, traté de mostrar el estado de cosas en esta
caótica parte del mundo. Pareciera que nadie puede rastrear las raíces de este conflicto terrible”.14 Lo
que encontramos aquí, desde luego, es un caso ejemplar de “balcanismo”, que funciona de un modo
parecido al concepto de “orientalismo” de Edward Said: los Balcanes como un espacio fuera del tiempo,
en el cual Occidente proyecta su contenido fantasmático. Junto con la película de Milche Manchevski

12 Véase Jacques Rancière: On the Shores of Politics, Londres, Verso, 1995, pág. 22.
13 Para un desarrollo más detallado del papel que desempeña la jouissance en el proceso de la identificación ideológica,
véase Slavoj Zizek: The Plague of Fantasies, Londres, Verso, 1997, cap. 2.
14 “Propos de Emir Kusturica”: Cahiers de cinéma, n° 492, junio de 1995, pág. 69.

Sólo uso con fines educativos 396


Before the Rain [Antes de la lluvia) —que casi gana el Oscar a la mejor película extranjera en 1995—
Underground es el último producto ideológico del multiculturalismo liberal de Occidente: lo que ambos
filmes ofrecen a la mirada del espectador occidental liberal es precisamente lo que éste quiere ver en
la guerra balcánica: el espectáculo de un ciclo de pasiones míticas, incomprensibles, atemporales, que
contrastan con la vida decadente y anémica de Occidente.15
El flanco débil de la mirada multiculturalista universal no está en su incapacidad para “arrojar el
agua sucia sin arrojar el bebé”: resulta totalmente erróneo afirmar que, cuando uno arroja el agua sucia
del nacionalismo —el “exceso” de fanatismo—, debe ser cuidadoso de no perder el bebé de la identi-
dad nacional “sana”, de manera tal que se podría trazar una línea divisoria entre el grado justo de nacio-
nalismo “sano”, que garantiza la dosis mínima necesaria de identidad nacional, y el nacionalismo “exce-
sivo”. Semejante distinción tan propia del sentido común reproduce el razonamiento nacionalista que
intenta librarse del exceso “impuro”. Uno se ve tentado, en consecuencia, a proponer una analogía con el
tratamiento psicoanalítico, cuyo propósito tampoco es sacarse de encima el agua sucia (los síntomas,
los tics patológicos) para conservar el bebé (el centro del Yo saludable) sino, más bien, arrojar al bebé
(suspender el Yo del paciente) para confrontar al paciente con su propia “agua sucia”, con los síntomas
y las fantasías que estructuran su goce. En la cuestión de la identidad nacional, uno también debería
intentar arrojar al bebé (la pureza espiritual de la identidad nacional) para hacer visible el soporte fan-
tasmático que estructura la jouissance en la Cosa nacional. Y el mérito de Underground es que, sin ser
conciente de ello, torna visible esta agua sucia.

La máquina del tiempo


Underground trae a la luz el trasfondo subterráneo obsceno del discurso público, oficial, represen-
tado en la película por el régimen comunista de Tito. Debe tenerse en cuenta que el “subterráneo” al
que alude el título del filme no se refiere solamente al “suicidio postergado”, a la eterna orgía de beber,
cantar y copular que ocurre fuera del espacio público y en una temporalidad suspendida. Hace referen-
cia también al taller “subterráneo” en el que los trabajadores esclavizados, aislados del resto del mundo
(lo que los lleva a pensar que todavía está transcurriendo la Segunda Guerra Mundial), trabajan día y
noche produciendo armas que son vendidas por Marko, el héroe del filme, dueño de ellos y gran Mani-
pulador, el único que media entre el mundo público y el “subterráneo”. Kusturica utiliza aquí el motivo
del antiguo cuento de hadas europeo en el que durante la noche, mientras la gente está dormida, ena-
nos diligentes (generalmente controlados por un mago malo) salen de sus escondites y terminan el
trabajo (ordenan la casa, cocinan la comida) de manera que por la mañana, cuando la gente se despier-
ta, encuentra el trabajo hecho mágicamente. El “underground” de Kusturica es la última encarnación de
este motivo, al que se refieren desde El oro del Rin, de Richard Wagner (los Nibelungos que trabajan en
cuevas subterráneas, conducidos por su amo cruel, el enano Alberich), hasta Metrópolis, de Fritz Lang,

15 En relación con esta percepción occidental de los Balcanes como una pantalla fantasmática, véase Renata Salecl: The Spoils
of Freedom, Londres, 1995.

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en el que trabajadores industriales esclavizados viven y trabajan debajo de la superficie de la tierra pro-
duciendo riqueza para los capitalistas que gobiernan.
Este esquema de esclavos “subterráneos”, dominados por un Amo malvado, se recorta sobre un
fondo que muestra la oposición entre las dos figuras del Amo: por un lado, la autoridad simbólica públi-
ca “visible”; por el otro, la aparición espectral “invisible”. Cuando el sujeto está dotado de la autoridad
simbólica, actúa como un apéndice de su título simbólico; es decir, es el “gran Otro”, la institución sim-
bólica que actúa a través de él: basta con pensar en un juez, que puede ser una persona miserable y
corrupta, pero que en el momento en que se pone su traje y su insignia, sus palabras son las de la Ley.
Por otra parte, el Amo “invisible” (un buen ejemplo es la figura antisemita del “judío” quien, invisible a
los ojos de la gente, maneja los hilos de la vida social) es una especie de extraño doble de la auto-
ridad pública: tiene que actuar en la sombra, invisible a los ojos de la gente, irradiando una omnipo-
tencia espectral, como la de un fantasma.16 El Marko de Underground debe situarse en ese linaje del
mago malvado que controla un imperio invisible de trabajadores esclavizados: como Amo simbólico
público, es una suerte de extraño doble de Tito. El problema con Underground es que cae en la trampa
cínica de presentar este obsceno “mundo subterráneo” desde una distancia benevolente. Underground,
desde luego, tiene múltiples interpretaciones y es autorreflexiva, juega con un montón de clichés que
no “deben interpretarse literalmente” (el mito serbio del hombre verdadero, quien aun cuando las bom-
bas caen a su alrededor sigue comiendo tranquilamente, y otros mitos por el estilo); sin embargo, es
precisamente a través de esta autodistancia que funciona la ideología cínica “posmoderna”. En su libro
tantas veces reeditado Catorce tesis sobre el fascismo (1995), Umberto Eco enumeró una serie de rasgos
que definen lo central de la actitud fascista: la tenacidad dogmática, la ausencia de sentido del humor,
la insensibilidad hacia la discusión racional... No podría haber estado más equivocado. Hoy, el neofascis-
mo es cada vez más posmoderno, civilizado y lúdico, y mantiene una autodistancia irónica, pero no por
eso es menos fascista.
Por eso, en cierto sentido, Kusturica tiene razón en su entrevista con Cahiers du cinéma: de alguna
manera efectivamente él “muestra el estado de las cosas en esta parte caótica del mundo” revelando
su soporte fantasmático “subterráneo”. Sin saberlo, muestra la economía libidinal de la masacre étnica
en Bosnia: el trance seudo-batailleano del gasto excesivo; del ritmo enloquecido y continuo de beber-
comer-cantar-copular. Y allí está el “sueño” de los limpiadores étnicos, allí está la respuesta a la pregunta:
“¿Cómo fueron capaces de hacerlo?” Si la definición estándar de la guerra es la de “la continuación de la
política por otros medios”, entonces el hecho de que el líder de los serbios bosnios Radovan Karadzic
sea un poeta es más que una coincidencia gratuita: la limpieza étnica en Bosnia fue la “continuación de
(una suerte de) poesía por otros medios”.

16 Véase Slavoj Zizek: “I Hear You with My Eyes”; o “The Invisible Master”, en Renata Salecl y Slavoj Zizek (comps.): Gaze and
Voice as Love Objects, NC, Durham, 1996.

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Universalidad “concreta” versus “abstracta”
¿Cómo se inserta, entonces, esta poesía ideológica multiculturalista en el capitalismo global de hoy?
El problema que subyace aquí es el del universalismo. Etienne Balibar distinguió tres niveles de univer-
salidad en las sociedades actuales: la universalidad “real” del proceso de globalización, con el proceso
complementario de “exclusiones internas” (al punto que el destino de cada uno de nosotros depende de
la intrincada red de relaciones de mercado globales); la universalidad de la ficción que regula la hege-
monía ideológica (el Estado o la Iglesia en tanto “comunidades imaginadas” universales que permiten
al sujeto adquirir una distancia respecto de su inmersión en el grupo social inmediato —la clase, la pro-
fesión, el sexo, la religión— y postularse como un sujeto libre); y por último, la universalidad de un Ideal
(tal es el caso del pedido revolucionario de égaliberté [igualdad-libertad]), el cual se mantiene como un
exceso incondicional que desencadena una insurrección permanente contra el orden existente, por lo
que no puede aburguesarse, incluso dentro del orden existente.17
La cuestión es que, desde luego, los límites entre estos tres universales no son nunca estables o
fijos: la égaliberté puede servir como la idea hegemónica que nos permite identificarnos con nuestro
rol social particular (Soy un artesano pobre pero, precisamente como tal, participo en la vida de mi
Estado-Nación como un ciudadano libre que posee los mismos derechos que los demás), o como el
exceso irreductible que desestabiliza todo orden social fijo. Lo que en el universo jacobino constituyó
la universalidad desestabilizante del Ideal —que desencadenó el incesante proceso de transformación
social— más tarde se convirtió en la ficción ideológica que permitió a cada individuo identificarse con
su lugar específico en el espacio social. En términos hegelianos se presenta aquí la alternativa siguien-
te: ¿el universal es “abstracto” (opuesto al contenido concreto) o “concreto” (en el sentido de que yo
experimento mi modo particular de vida social como la forma específica en que participo en el orden
social universal?) Lo que sostiene Balibar es que obviamente la tensión entre ambas universalidades
es irreductible: el exceso de universalidad ideal-negativo-abstracta, su fuerza desestabilizadora, no
puede nunca integrarse completamente a la totalidad armónica de una universalidad “concreta”.18 Sin
embargo, existe otra tensión: la tensión entre los dos modos de la “universalidad concreta”, tensión que
hoy parece más crucial. Es decir, la universalidad “real” de la globalización actual (a través del mercado
global) supone su propia ficción hegemónica (o incluso ideal) de tolerancia multiculturalista, respeto y
protección de los derechos humanos, democracia y otros valores por el estilo; supone también la pro-
pia “universalidad concreta” seudohegeliana de un orden mundial cuyos rasgos universales —el merca-
do mundial, los derechos humanos y la democracia— permiten que florezcan diversos “estilos de vida”
en su particularidad. Por lo tanto, inevitablemente surge una tensión entre esta posmoderna “universa-
lidad concreta” post-Estado-Nación y la anterior “universalidad concreta” del Estado-Nación.
Hegel fue el primero en elaborar la paradoja moderna de la individualización a través de la identifi-

17 Véase Balibar: La crainte des masses, págs. 421-54.


18 Aquí es claro el paralelo respecto de la oposición de Laclau entre la lógica de la diferencia (la sociedad como una estructu-
ra simbólica diferencial) y la lógica del antagonismo (la sociedad como “imposible”, frustrada por la escisión antagonista).
Actualmente, la tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica del antagonismo toma la forma de la tensión entre el
universo democrático-liberal de la negociación y el universo “fundamentalista” de lucha entre el Bien y el Mal.

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cación secundaria. En un principio, el sujeto está inmerso en la forma de vida particular en la cual nació
(la familia, la comunidad local); el único modo de apartarse de su comunidad “orgánica” primordial, de
romper los vínculos con ella y afirmarse como un “individuo autónomo” es cambiar su lealtad funda-
mental, reconocer la sustancia de su ser en otra comunidad, secundaria, que es a un tiempo universal
y “artificial”, no “espontánea” sino “mediada”, sostenida por la actividad de sujetos libres independientes.
Así, hallamos la comunidad local versus la nación; una profesión en el sentido moderno del término
(un trabajo en una compañía grande, anónima) versus la relación “personalizada” entre el aprendiz y su
maestro artesano; el conocimiento de la comunidad académica versus la sabiduría tradicional transmi-
tida de generación en generación. En este pasaje de la identificación primaria a la secundaria, las iden-
tificaciones primarias sufren una suerte de transustanciación: comienzan a funcionar como la forma en
que se manifiesta la identificación secundaria universal (por ejemplo, precisamente por ser un buen
miembro de mi familia, contribuyo al funcionamiento correcto de mi Estado-Nación). La identificación
secundaria universal se mantiene “abstracta” en la medida en que se opone directamente a las formas
particulares de la identificación primaria, esto es, en la medida en que obliga al sujeto a renunciar a sus
identificaciones primarias. Se hace “concreta” cuando reinserta las identificaciones primarias, transfor-
mándolas en las formas en que se manifiesta la identificación secundaria. Puede observarse esta ten-
sión entre universalidad “abstracta” y “concreta” en el status social precario que tenía la Iglesia cristiana
en sus inicios: por un lado, estaba el fanatismo de los grupos radicales, quienes no veían la forma de
combinar la verdadera actitud cristiana con las relaciones sociales predominantes, constituyéndose por
lo tanto en una seria amenaza para el orden social; por el otro lado, había intentos de reconciliar a la
cristiandad con la estructura de dominación existente, de manera tal que participar en la vida social y
ocupar un lugar dentro de la jerarquía resultaba compatible con ser un buen cristiano. En realidad, cum-
plir con el rol social que le correspondía a cada uno no sólo se consideraba compatible con el hecho de
ser un buen cristiano, sino que incluso se percibía como una forma específica de cumplir con el deber
universal de ser cristiano.
En la era moderna la forma social predominante del “universal concreto” es el Estado-Nación en
tanto vehículo de nuestras identidades sociales particulares, esto es, determinada forma de mi vida
social (por ejemplo, ser obrero, profesor, político, campesino, abogado) constituye la forma específica
en que participo en la vida universal de mi Estado-Nación. En lo que respecta a esta lógica de transus-
tanciación que garantiza la unidad ideológica del Estado-Nación, los Estados Unidos de Norteamérica
constituyen un caso de excepción: la clave de la “Ideología Americana” estándar radica en que intenta
transustanciar la fidelidad que se tiene hacia las raíces de la etnia propia en una de las expresiones del
“ser americano”: para ser un buen americano, uno no tiene que renunciar a sus propias raíces étnicas
—los italianos, los alemanes, los negros, los judíos, los griegos, los coreanos, son “todos americanos”, es
decir, la particularidad misma de su identidad étnica, la forma en que se aferran a ella, los hace ameri-
canos. Esta transustanciación por medio de la cual se supera la tensión entre mi identidad étnica par-
ticular y mi identidad como miembro del Estado-Nación hoy se ve amenazada: es como si se hubiese
erosionado seriamente la carga positiva que tenía la patética identificación patriótica con el marco
universal del Estado-Nación (Norteamérica). La “americanez”, el hecho de “ser americano”, cada vez des-
pierta menos el efecto sublime de sentirse parte de un proyecto ideológico gigantesco, “el sueño ame-

Sólo uso con fines educativos 400


ricano”, de manera que el estado americano se vive cada vez más como un simple marco formal para la
coexistencia de una multiplicidad de comunidades étnicas, religiosas o de estilos de vida.

El reverso del modernismo


Este colapso gradual del “sueño americano” —o, más bien, su pérdida de sustancia— es el testi-
monio de la inesperada inversión del pasaje de la identificación primaria a la secundaria, descripta
por Hegel: en nuestras sociedades “posmodernas”, la institución “abstracta” de la identificación secun-
daria es experimentada cada vez más como un marco externo, puramente formal y no verdadera-
mente vinculante, de manera tal que cada vez más se busca apoyo en formas de identificación “pri-
mordiales”, generalmente más pequeñas (étnicas y religiosas). Aun cuando estas formas de identifica-
ción sean más “artificiales” que la identificación nacional —como ocurre con el caso de la comunidad
gay— resultan más inmediatas, en el sentido de que captan al sujeto directa y abarcadoramente, en
su “forma de vida” específica, restringiendo, por lo tanto, la libertad “abstracta” que posee en su capa-
cidad como ciudadano del Estado-Nación. Con lo que hoy nos enfrentamos es, entonces, con un pro-
ceso inverso al de la temprana constitución moderna de la Nación; es decir, en contraposición a la
“nacionalización de la étnica” —la des-etnicización, la “superación dialéctica” (Aufhebung) de lo étnico
en lo nacional— actualmente estamos asistiendo a la “etnicización de lo nacional”, con una búsqueda
renovada (o reconstitución) de las raíces étnicas. Sin embargo, la cuestión fundamental aquí es que
esta “regresión” de las formas de identificación secundarias a las “primordiales”, a las de identificación
con comunidades “orgánicas”, ya está “mediada”: se trata de una reacción contra la dimensión universal
del mercado mundial, y como tal, ocurre en ese contexto, se recorta contra ese trasfondo. Por tal moti-
vo, lo que hallamos en este fenómeno no es una “regresión”, sino que se trata más bien de la forma en
que aparece el fenómeno opuesto: en una suerte de “negación de la negación”, es esta reafirmación de
la identificación “primordial” lo que señala que la pérdida de la unidad orgánico-sustancial se ha consu-
mado plenamente.
Para aclarar este punto, uno debería tener en cuenta lo que es tal vez la lección más importante
de la política posmoderna: lejos de ser una unidad “natural” de la vida social, un marco equilibrado, una
suerte de entelechia aristotélica anticipada por todos los desarrollos previos, la forma universal del Esta-
do-Nación constituye un equilibrio precario, temporario, entre la relación con una Cosa étnica en par-
ticular (el patriotismo, pro patria mori, etc.) y la función potencialmente universal del mercado. Por un
lado, “supera” las formas de identificación locales orgánicas en la identificación patriótica universal; por
otro, se postula como una suerte de límite seudonatural de la economía de mercado, delimitando el
comercio “interno” del “externo”; la actividad económica, por tanto, se ve sublimada, ascendida al nivel
de Cosa étnica, legitimada como una contribución patriótica a la grandeza de la nación. Este equilibrio
está permanentemente amenazado por ambos lados, tanto del lado de las formas “orgánicas” previas
de identificación particular, que no desaparecen simplemente sino que continúan su vida subterránea
fuera de la esfera pública universal, como del lado de la lógica inmanente del capital, cuya naturaleza
“transnacional” es en sí misma indiferente a las fronteras del Estado-Nación. Las nuevas identificaciones
étnicas “fundamentalistas” entrañan una suerte de “des-sublimación”, es decir, la unidad precaria que es

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la “economía nacional” sufre un proceso de desintegración en dos partes constitutivas: por un lado, la
función del mercado transnacional, y por otro, la relación con la Cosa étnica.19 Por lo tanto, solamen-
te en la actualidad, en las comunidades fundamentalistas contemporáneas de tipo étnico, religioso, de
estilo de vida, se produce plenamente la escisión entre la forma abstracta del comercio y la relación
con la Cosa étnica particular, proceso que fue iniciado por el proyecto iluminista: la xenofobia y el “fun-
damentalismo” religioso o étnico posmoderno no sólo no son “regresivos” sino que, por el contrario,
ofrecen la prueba más cabal de la emancipación final de la lógica económica del mercado respecto de
su relación con la Cosa étnica.20 El esfuerzo teórico más alto de la dialéctica de la vida social está allí: no
en describir el proceso de mediación de la inmediatez primordial —por ejemplo, cómo una comunidad
“orgánica” se desintegra hasta tornarse una sociedad individualista “alienada”—, sino en explicar cómo
este mismo proceso de mediación característico de la modernidad puede dar origen a nuevas formas
de inmediatez “orgánicas”. La explicación estándar del pasaje de la Gemeinschaft a la Gesellschaft debe-
ría, por lo tanto, ser complementada con una descripción de cómo este proceso en el que la comuni-
dad se torna sociedad da origen a distintas formas de comunidades nuevas, “mediadas”, por ejemplo
“las comunidades de estilo de vida”.

El multiculturalismo
¿Cómo se relaciona, entonces, el universo del Capital con la forma del Estado-Nación en nuestra era
de capitalismo global? Tal vez esta relación sea mejor denominarla “autocolonización”: con el funciona-
miento multinacional del Capital, ya no nos hallamos frente a la oposición estándar entre metrópolis
y países colonizados. La empresa global rompe el cordón umbilical que la une a su nación materna
y trata a su país de origen simplemente como otro territorio que debe ser colonizado. Esto es lo que
perturba tanto al populismo de derecha con inclinaciones patrióticas, desde Le Pen hasta Buchanan: el
hecho de que las nuevas multinacionales tengan hacia el pueblo francés o norteamericano exactamen-
te la misma actitud que hacia el pueblo de México, Brasil o Taiwan. ¿No hay una especie de justicia poé-
tica en este giro autorreferencial? Hoy el capitalismo global —después del capitalismo nacional y de su
fase colonialista/internacionalista— entraña nuevamente una especie de “negación de la negación”. En
un principio (desde luego, ideal) el capitalismo se circunscribe a los confines del Estado-Nación y se ve
acompañado del comercio internacional (el intercambio entre Estados-Nación soberanos); luego sigue

19 Uno de los hechos menores, aunque revelador, que da prueba de la decadencia del Estado-Nación es la paulatina exten-
sión de una institución obscena: las cárceles privadas en los Estados Unidos y otros países occidentales. El ejercicio de lo
que debería ser monopolio del Estado (la violencia física y la coerción) se convierte en objeto de un contrato entre el Esta-
do y una compañía privada que ejerce la coerción sobre los individuos por una cuestión de ganancias: lo que vemos aquí
es simplemente el fin del monopolio del uso legítimo de la violencia, lo cual, según Max Weber, define el Estado moderno.
20 Estos tres estadios (las comunidades premodernas, el Estado-Nación y la actual “sociedad universal” transnacional) encajan

perfectamente en la tríada elaborada por Fredric Jameson de tradicionalismo, modernismo y posmodernismo: aquí, tam-
bién, el fenómeno retro que caracteriza al posmodernismo no debería engañarnos. Es sólo con el posmodernismo que se
consuma plenamente la ruptura con la premodernidad. Por eso la referencia a la obra de Jameson Postmodernism, or the
Cultural Logic of Late Capitalism (Londres, Verso, 1993) es deliberada.

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la relación de colonización, en la cual el país colonizador subordina y explota (económica, política y
culturalmente) al país colonizado. Como culminación de este proceso hallamos la paradoja de la colo-
nización en la cual sólo hay colonias, no países colonizadores: el poder colonizador no proviene más del
Estado-Nación, sino que surge directamente de las empresas globales. A la larga, no sólo terminaremos
usando la ropa de una República Bananera, sino que viviremos en repúblicas bananeras.
Y, desde luego, la forma ideal de la ideología de este capitalismo global es la del multiculturalis-
mo, esa actitud que —desde una suerte de posición global vacía— trata a cada cultura local como el
colonizador trata al pueblo colonizado: como “nativos”, cuya mayoría debe ser estudiada y “respetada”
cuidadosamente. Es decir, la relación entre el colonialismo imperialista tradicional y la autocolonización
capitalista global es exactamente la misma que la relación entre el imperialismo cultural occidental y
el multiculturalismo: de la misma forma que en el capitalismo global existe la paradoja de la coloniza-
ción sin la metrópolis colonizante de tipo Estado-Nación, en el multiculturalismo existe una distancia
eurocentrista condescendiente y/o respetuosa para con las culturas locales, sin echar raíces en ninguna
cultura en particular. En otras palabras, el multiculturalismo es una forma de racismo negada, invertida,
autorreferencial, un “racismo con distancia”: “respeta” la identidad del Otro, concibiendo a éste como
una comunidad “auténtica” cerrada, hacia la cual él, el multiculturalista, mantiene una distancia que se
hace posible gracias a su posición universal privilegiada. El multiculturalismo es un racismo que vacía
su posición de todo contenido positivo (el multiculturalismo no es directamente racista, no opone al
Otro los valores particulares de su propia cultura), pero igualmente mantiene esta posición como un
privilegiado punto vacío de universalidad, desde el cual uno puede apreciar (y despreciar) adecuada-
mente las otras culturas particulares: el respeto multiculturalista por la especificidad del Otro es preci-
samente la forma de reafirmar la propia superioridad.
¿Qué podemos decir del contraargumento bastante obvio acerca de que la neutralidad multicultu-
ralista es falsa, ya que privilegia veladamente el contenido eurocentrista? Esta línea de pensamiento es
correcta, pero por razones diferentes. Las raíces o el origen cultural particular que siempre sustentan la
posición multiculturalista universal no constituyen su “verdad”, una verdad escondida detrás de la más-
cara de la universalidad (“el universalismo multiculturalista es, en realidad, eurocentrista”) sino más bien
ocurre lo contrario: esa mancha de raíces particulares es la pantalla fantasmática que oculta el hecho de
que el sujeto carece completamente de raíces, que su posición verdadera es el vacío de universalidad.
Permítaseme recordar aquí mi propia paráfrasis de una agudeza de De Quincey a propósito del sim-
ple arte de matar: ¡cuánta gente ha empezado con una inocente orgía sexual y ha terminado compar-
tiendo la comida en un restaurante chino!21 La cuestión en esta paráfrasis es revertir la relación que se
establece habitualmente entre un pretexto superficial y el deseo no reconocido: a veces, lo más difícil
de aceptar es la apariencia en su valor superficial y nos imaginamos múltiples escenarios fantasmáticos
para recubrirlo con “significados más profundos”. Puede ser cierto que el “verdadero deseo” que pueda
encontrarse tras mi negativa a compartir una comida china sea mi fascinación por la fantasía de una

21 Slavoj Zizek: Enjoy your Symptom!, Nueva York, 1993, pág. 1.

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orgía grupal, pero la clave es que esta fantasía que constituye mi deseo es ya en sí misma una defensa
contra mi impulso “oral”, que sólo puede seguir su camino con una coerción absoluta...
Lo que hallamos aquí es el equivalente exacto del ejemplo de Darian Leader del hombre que está
en un restaurante con una chica y le pide una mesa al mozo, diciéndole: “¡Un cuarto para dos, por favor!”,
en vez de “¡Una mesa para dos, por favor!”. Uno debería volver sobre la explicación freudiana estándar
(“¡Desde luego, su mente ya estaba en la noche de sexo que planeaba para después de la comida!”): en
realidad, esta intervención de la fantasía sexual subterránea es más bien la pantalla que sirve de defen-
sa contra el impulso oral, el cual efectivamente lo perturba mucho más que el sexo.22 En su análisis
de la Revolución Francesa de 1848 (en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850), Marx provee un
ejemplo de otro doble engaño: el Partido del Orden que asumió el poder después de la Revolución sos-
tenía públicamente la República, aunque secretamente creía en la Restauración (aprovechaban cual-
quier oportunidad para burlarse de los rituales republicanos y para indicar, de cualquier forma posible,
dónde estaba “su verdadero corazón”).23 Sin embargo, la paradoja era que la verdad de su actividad
estaba en la forma externa, a la que despreciaban y burlaban en privado. Ahora bien, esta forma repu-
blicana no era una mera apariencia detrás de la cual se ocultaba el deseo monárquico; era la secreta
adhesión a la monarquía lo que les permitía cumplir con su función histórica real: la de implantar la
ley y el orden republicano burgués. Marx mismo menciona cuánto placer hallaban los miembros del
Partido del Orden en soltar la lengua ocasionalmente contra la República, refiriéndose en sus debates
parlamentarios, por ejemplo, a Francia como un reino: estos deslices verbales articulaban sus ilusiones
fantasmáticas que servían como una pantalla que les permitía obviar la realidad social de lo que estaba
ocurriendo en la superficie.

La máquina en el espíritu
Mutatis mutandis, lo mismo ocurre con el capitalismo de hoy, que se aferra todavía a una herencia
cultural particular, identificándola como la fuente secreta de su éxito —los ejecutivos japoneses partici-
pan en la ceremonia del té u obedecen el código bushido o, en el caso inverso, el periodista occidental
busca el secreto del éxito japonés: esta referencia a una fórmula cultural particular resulta una pantalla
que oculta el anonimato universal del capital. El verdadero horror no está en el contenido particular
que se esconde tras la universalidad del capital global, sino en el hecho de que el capital efectivamen-
te es una máquina global anónima que sigue su curso ciegamente, sin ningún agente secreto que lo
anime. El horror no es el espíritu (viviente particular) en la máquina (muerta universal), sino la máquina
(universal muerta) en el corazón mismo de cada espíritu (viviente particular).
La conclusión que se desprende de lo expuesto es que la problemática del multiculturalismo que
se impone hoy —la coexistencia híbrida de mundos culturalmente diversos— es el modo en que se
manifiesta la problemática opuesta: la presencia masiva del capitalismo como sistema mundial uni-

22 Véase Darian Leader: Why Do Women Write More Letters than they Post?, London, 1996.
23 Karl Marx: “The Class Struggles in France: 1848 a 1850”, en Surveys from Exile, Political Writings: Volume 2, Londres, 1973.

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versal. Dicha problemática multiculturalista da testimonio de la homogeneización sin precedentes del
mundo contemporáneo. Es como si, dado que el horizonte de la imaginación social ya no nos permite
considerar la idea de una eventual caída del capitalismo (se podría decir que todos tácitamente acep-
tan que el capitalismo está aquí para quedarse), la energía crítica hubiera encontrado una válvula de
escape en la pelea por diferencias culturales que dejan intacta la homogeneidad básica del sistema
capitalista mundial. Entonces, nuestras batallas electrónicas giran sobre los derechos de las minorías
étnicas, los gays y las lesbianas, los diferentes estilos de vida y otras cuestiones de ese tipo, mientras el
capitalismo continúa su marcha triunfal. Hoy la teoría crítica —bajo el atuendo de “crítica cultural”—
está ofreciendo el último servicio al desarrollo irrestricto del capitalismo al participar activamente en el
esfuerzo ideológico de hacer invisible la presencia de éste: en una típica “crítica cultural” posmoderna,
la mínima mención del capitalismo en tanto sistema mundial tiende a despertar la acusación de “esen-
cialismo”,“fundamentalismo” y otros delitos.
Aquí la estructura es la de un síntoma. Cuando uno se encuentra con un principio estructurador
universal, automáticamente siempre supone —en principio, precisamente— que es posible aplicar-
lo a todos sus elementos potenciales, y que la no realización empírica de dicho principio es una mera
cuestión de circunstancias contingentes. Un síntoma, sin embargo, es un elemento que —aunque la
no realización del principio universal en él parezca depender de circunstancias contingentes— tiene
que mantenerse como una excepción, es decir, como el punto de suspensión del principio universal: si
el principio universal se aplicara también a ese punto, el sistema universal en sí mismo se desintegra-
ría. Como ya se sabe, en los fragmentos sobre la sociedad civil de Filosofía del Derecho Hegel demostró
que, en la sociedad civil moderna, la extensa plebe [Poebel] no es un resultado accidental de una mala
administración social, de medidas gubernamentales inadecuadas o de la mala suerte en el plano eco-
nómico: la dinámica estructural propia de la sociedad civil necesariamente da origen a una clase que
está excluida de los beneficios de la sociedad civil, una clase que está privada de derechos humanos
elementales y, consecuentemente, tampoco tiene deberes hacia la sociedad. Se trata de un elemento
dentro de la sociedad civil que niega su principio universal, una especie de “no Razón inherente a la
Razón misma”. En pocas palabras, su síntoma.
¿Acaso hoy no asistimos al mismo fenómeno, e incluso en forma más aguda, cuando observamos
el crecimiento de una subclase excluida, a veces por generaciones, de los beneficios de la sociedad
democrático-liberal próspera? Las “excepciones” actuales —los sin techo, los que viven en guetos, los
desocupados permanentes— son el síntoma del sistema universal del capitalismo tardío; constituyen
una evidencia permanente, en aumento, que nos recuerda cómo funciona la lógica inmanente del capi-
talismo tardío: la verdadera utopía capitalista consistía en creer que se puede —en principio, al menos,
aunque a largo plazo— acabar con esta “excepción” a través de medidas apropiadas (para los liberales
progresistas, la acción afirmativa; para los conservadores, el retorno a la autoconfianza y a los valores
de la familia). ¿Acaso la idea de una coalición de amplio espectro no es una utopía parecida, es decir, la
idea de que en algún futuro utópico todas las luchas “progresistas” —por los derechos de los gays y las
lesbianas, los de las minorías étnicas y religiosas, la lucha ecológica, la feminista y otras— se unirán en
una “cadena de equivalencias” comunes? Hay aquí nuevamente un defecto estructural: la cuestión no
es simplemente que, dada la complejidad empírica de la situación, jamás se unirán las luchas particula-

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res “progresistas”, que siempre habrá cadenas de equivalencias “equivocadas” —por ejemplo, el encade-
namiento de la lucha por la identidad étnica afroamericana con la ideología homofóbica y patriarcal—,
sino que el surgimiento de encadenamientos “equivocados” está en el principio estructurador mismo
de la política “progresista” de establecer “cadenas de equivalencias”. Es la “represión” del papel clave que
desempeña la lucha económica lo que mantiene el ámbito de las múltiples luchas particulares, con sus
continuos desplazamientos y condensaciones. La política de izquierda que plantea “cadenas de equiva-
lencias” entre las diversas luchas tiene absoluta correlación con el abandono silencioso del análisis del
capitalismo en tanto sistema económico global, y con la aceptación de las relaciones económicas capi-
talistas como un marco incuestionable.24
La falsedad del liberalismo multiculturalista elitista reside, por lo tanto, en la tensión entre conte-
nido y forma que ha caracterizado al primer gran proyecto ideológico de universalismo tolerante: el de
la masonería. La doctrina de la masonería (la hermandad universal de todos los hombres basada en la
luz de la Razón) claramente choca con su forma de expresión y organización (una sociedad secreta con
sus rituales de iniciación), es decir, la forma de expresión y articulación de la masonería no deja traslucir
su doctrina positiva. Análogamente, la actitud liberal “políticamente correcta” que se percibe a sí misma
como superadora de las limitaciones de su identidad étnica (ser “ciudadano del mundo” sin ataduras a
ninguna comunidad étnica en particular), funciona en su propia sociedad como un estrecho círculo eli-
tista, de clase media alta, que se opone a la mayoría de la gente común, despreciada por estar atrapada
en los reducidos confines de su comunidad o etnia.

Por una suspensión izquierdista de la Ley


¿Cómo reacciona entonces la izquierda que es conciente de esta falsedad del multiculturalismo
posmoderno? Su reacción asume la forma de lo que Hegel denominó juicio infinito: el juicio que postu-
la la identidad especular de dos términos totalmente incompatibles (el ejemplo más conocido de Hegel
está en su Fenomenología del espíritu, en el apartado sobre la frenología: “el Espíritu es un hueso”). El jui-
cio infinito que condensa esta reacción es: “Adorno (el teórico crítico “elitista” más sofisticado) es Bucha-
nan (lo más bajo del populismo americano de derecha”). O sea, estos críticos del elitismo multicultura-
lista posmoderno —desde Christopher Lasch hasta Paul Piccone— se arriesgan a apoyar al populismo
neoconservador, con su reafirmación de la comunidad, la democracia local y la ciudadanía activa, en la
medida en que la consideran la única respuesta políticamente relevante al predominio de la “Razón ins-
trumental” y de la burocratización e instrumentalización de nuestro mundo vital.25 Desde luego, resul-
ta fácil desechar el populismo actual acusándolo de ser una formación reactiva nostálgica, en contra

24 Véase Wendy Brown: States of Injury, Princeton, 1995.


25 Véase Paul Piccone: “Postmodern Popoulism”, Telos, n° 103. También resulta ejemplificador aquí el intento de Elizabeth Fox-
Genovese de oponer al feminismo de clase media alta —interesado en los problemas de la teoría literaria y cinematográ-
fica, los derechos de las lesbianas, etcétera— un “feminismo de familia”, que focaliza en las preocupaciones reales de las
mujeres comunes que trabajan, articulando preguntas concretas acerca de cómo sobrevivir dentro de la familia, con los
hijos y el trabajo. Véase Elizabeth Fox-Genovese: Feminism is Not the Story of my Life, Nueva York, 1996.

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del proceso de modernización y, como tal, intrínsecamente paranoica, que busca una causa externa de
malignidad, un agente secreto que pulse las cuerdas y por lo tanto, resulte responsable de las afliccio-
nes que produce la modernización (los judíos, el capital internacional, los gerentes multiculturalistas
apátridas, la burocracia del estado, etcétera). La cuestión está en concebir este nuevo populismo como
una nueva forma de “falsa transparencia” que, lejos de representar un serio obstáculo a la moderniza-
ción capitalista, allana el camino para ella. En otras palabras, en vez de lamentar la desintegración de
la vida comunitaria debido al impacto de las nuevas tecnologías, resulta mucho más interesante anali-
zar cómo el progreso tecnológico en sí mismo da origen a nuevas comunidades que gradualmente se
“naturalizan”, como el caso de las comunidades virtuales.
Lo que estos defensores izquierdistas del populismo no perciben es que el populismo actual, lejos
de constituir una amenaza al capitalismo global, resulta un producto propio de él. Paradójicamente, los
verdaderos conservadores hoy son los “teóricos críticos” de izquierda que rechazan tanto el multicul-
turalismo liberal como el populismo fundamentalista; son aquellos que perciben claramente la com-
plicidad entre el capitalismo global y el fundamentalismo étnico. Apuntan hacia el tercer dominio, que
no pertenece ni a la sociedad de mercado global ni a las nuevas formas de fundamentalismo étnico:
se trata del dominio de lo político, el espacio público de la sociedad civil, de la ciudadanía responsa-
ble y activa, de la lucha por los derechos humanos, la ecología, etcétera. Sin embargo, el problema es
que la forma del espacio público está cada vez más amenazada por la embestida de la globalización;
por lo tanto, no se puede simplemente volver a dicho espacio o revitalizarlo. Para evitar malentendi-
dos: no planteamos la vieja perspectiva “económico esencialista” según la cual —en el caso de Inglate-
rra, hoy— la victoria laborista no cambió verdaderamente nada, y como tal, es aún más peligrosa que
seguir con el gobiemo tory, ya que da origen a la impresión equívoca de que hubo un cambio. Hay
muchas cosas que el gobierno laborista puede conseguir: puede contribuir en gran medida a pasar del
tradicional patrioterismo inglés pueblerino a una democracia liberal más “iluminista”, con un sentido
mucho más fuerte de la solidaridad social (desde la salud hasta la educación), del respeto por los dere-
chos humanos (en sus diversas formas, desde los derechos de las mujeres hasta los de los grupos étni-
cos). Se debería usar la victoria laborista como un incentivo para revitalizar las diversas formas de lucha
por la égaliberté. (Con la victoria electoral socialista en Francia, la situación es aún más ambigua, ya que
el programa de Jospin contiene efectivamente algunos elementos que se oponen frontalmente a la
lógica del capital). Aun cuando el cambio no es sustancial, sino apenas el rostro de un nuevo comien-
zo, el mero hecho de que la situación sea percibida por la mayoría de la población como un “nuevo
comienzo” abre el espacio para rearticulaciones políticas e ideológicas. Como ya hemos visto, la lección
fundamental de la dialéctica de la ideología es que las apariencias efectivamente cuentan.
De cualquier forma, la lógica del capital post-Estado-Nación se mantiene como lo Real que acecha
desde el fondo. Entretanto, las tres reacciones fundamentales de la izquierda al proceso de globaliza-
ción parecen inapropiadas: el multiculturalismo liberal; el intento de aceptar el populismo distinguien-
do, detrás de su apariencia fundamentalista, la resistencia contra la “razón instrumental”, y el intento
de mantener abierto el espacio de lo político. Aunque este último parta de una visión correcta de la
complicidad entre multiculturalismo y fundamentalismo, evita la pregunta crucial: ¿cómo hacemos para
reinventar el espacio político en las actuales condiciones de globalización? La politización del conjunto de

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luchas particulares, que deja intacto el proceso global del capital, claramente resulta insuficiente. Lo
que significa que uno debería rechazar la oposición que se presenta como el eje principal de la lucha
ideológica dentro del marco de la democracia liberal del capitalismo tardío: la tensión entre la “abierta”
tolerancia liberal universalista postideológica y los “nuevos fundamentalismos” particularistas. En oposi-
ción al centro liberal que se presenta a sí mismo como neutral y postideológico, respetuoso de la vigen-
cia de la Ley, debería reafirmarse el antiguo tópico izquierdista acerca de la necesidad de suspender el
espacio neutral de la Ley.
Desde luego, tanto la derecha como la izquierda tienen su propio forma de considerar la suspen-
sión de la Ley teniendo en cuenta un interés más alto o más importante. La suspensión de derecha
—desde los opositores a Dreyfus hasta Oliver North— admite la violación de la letra de la ley, pero
la justifica en función de algún interés nacional más alto: presenta la transgresión como un sacrificio
doloroso que se hace por el bien de la Nación.26 En cuanto a la suspensión de izquierda, basta con
mencionar dos filmes: Under Fire [Bajo fuego] (Roger Spottiswoode, 1983) y Watch on the Rhine [Alerta
en el Rin] (Herman Shumlin, 1943). El primero transcurre en la época de la Revolución nicaragüense,
cuando un reportero gráfico norteamericano enfrenta un dilema: justo antes de la victoria de la revo-
lución, los somocistas matan a un líder sandinista carismático. Los sandinistas entonces le piden al
reportero que falsee una foto de su líder para mostrarlo como si estuviera vivo, contradiciendo así la
versión somocista sobre su muerte: de este modo el reportero contribuiría a una rápida victoria de la
revolución y evitaría el derramamiento de sangre. Sin duda, la ética profesional prohíbe estrictamen-
te este acto ya que viola la objetividad de la información y hace del periodista un instrumento de la
lucha política. Sin embargo, el periodista elige la opción “de izquierda” y falsifica la foto. En Alerta en el
Rin, basada en una obra de Lillian Hellmann, esta disyuntiva se ve agravada: en los últimos años de la
década del ‘30, una familia fugitiva de emigrantes políticos alemanes involucrados en la lucha antina-
zi va a alojarse a la casa de unos parientes lejanos, una familia idílica de clase media pueblerina bien
norteamericana. Pero los alemanes se van a topar con una amenaza inesperada que aparece bajo la
forma de un conocido de la familia norteamericana: un derechista que chantajea a los emigrantes y,
por medio de sus contactos con la embajada alemana, pone en riesgo a miembros de la resistencia
en Alemania. El padre de la familia emigrante decide matarlo y pone de esta manera a la familia nor-
teamericana en un difícil dilema moral: la solidaridad moralizadora vacía con las víctimas del nazis-
mo ya ha quedado atrás; ahora hay que tomar partido y ensuciarse las manos cubriendo el asesinato.
Aquí, nuevamente, la familia se decide por la opción de izquierda. Según esta lectura, la “izquierda” se
define como la opción que suspende el marco moral abstracto o —parafraseando a Kierkegaard—
como la que realiza una suspensión política de la Ética.

26 La fórmula más concisa de la suspensión derechista de las normas públicas (legales) fue dada por Eamon de Valera: “La
gente no tiene derecho a actuar mal”.

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La universalidad por venir
La lección que se puede extraer de todo esto —que cobró actualidad con la reacción occidental
hacia la guerra de Bosnia— es que no hay forma de impedir el ser parcial, en la medida en que la neu-
tralidad implica tomar partido. En el caso de la guerra de Bosnia, la visión “equilibrada” sobre la “gue-
rra tribal” étnica en los Balcanes ya avala el punto de vista serbio: la equidistancia liberal humanitaria
puede fácilmente deslizarse o coincidir con su opuesto y efectivamente tolerar la “limpieza étnica” más
violenta. En resumen, la persona de izquierda no viola simplemente la neutralidad imparcial liberal; lo
que alega es que no existe tal neutralidad. Desde luego, el cliché del centro liberal es que ambas sus-
pensiones, la de izquierda y la de derecha, apuntan en definitiva a lo mismo, a la amenaza totalitaria
a la vigencia de la Ley. La consistencia de la izquierda estriba en demostrar que, por el contrario, cada
una de las dos suspensiones sigue una lógica distinta. Mientras que la derecha legitima la suspensión
de la Ética desde una postura antiuniversalista, apelando a su identidad particular (religiosa, patriótica)
que invalida toda moral universal o norma legal, la izquierda legitima su suspensión de la ética ape-
lando precisamente a la verdadera Universalidad por venir. O, dicho de otro modo, la izquierda acep-
ta el carácter antagónico de la sociedad (no hay posición neutral, la lucha es constitutiva) y, al mismo
tiempo, se mantiene universalista (habla en nombre de la emancipación universal). En la perspectiva
de izquierda, aceptar el carácter radicalmente antagónico (es decir, político) de la vida social, aceptar la
necesidad de “tomar partido”, es la única forma de ser efectivamente universal.
¿Cómo debe comprenderse esta paradoja? Sólo puede concebirse si el antagonismo es inherente a
la universalidad misma, es decir, si la universalidad en sí misma se escinde, por un lado, en la “falsa” uni-
versalidad concreta que legitimiza la división existente del Todo en partes funcionales y, por el otro, en
la demanda real / imposible de universalidad “abstracta” (la égaliberté de Balibar). Por lo tanto, el gesto
político de izquierda por excelencia (que contrasta con el tópico derechista de “a cada uno su lugar”)
es cuestionar el orden universal concreto en nombre de su síntoma, de la parte que, aunque inheren-
te al orden universal existente, no tiene un “lugar adecuado” dentro de él (en nuestras sociedades, por
ejemplo, los inmigrantes ilegales o los “sin techo”). Este procedimiento de identificación con el sínto-
ma es el reverso exacto y necesario del gesto crítico e ideológico estándar, el cual reconoce un conte-
nido particular detrás de alguna noción abstracta universal (“el ‘hombre’ de los derechos humanos es
en realidad el hombre blanco propietario”) y que denuncia la universalidad neutral coma falsa. Así, en
este gesto de identificación con el síntoma, uno reafirma patéticamente (y se identifica con) el punto de
excepción/exclusión inherente al orden concreto positivo, el “abyecto”, en tanto único punto de universali-
dad verdadera, que contradice la universalidad concreta existente. Es fácil advertir, por ejemplo, que en
las subdivisiones que hay en un país entre los ciudadanos “de primera” y los trabajadores inmigrantes
temporarios, se privilegia a los ciudadanos de primera y se excluye a los inmigrantes del espacio públi-
co (del mismo modo en que el hombre y la mujer no son dos especies de un gen humano universal y
neutro, dado que el contenido del gen como tal implica alguna clase de “represión” de lo femenino).
Resulta mucho más productiva tanto teórica como políticamente (dado que abre el camino para una
subversión “progresista” de la hegemonía) la operación opuesta: consiste en identificar la universalidad
con la cuestión de la exclusión; en nuestro caso, en decir “somos todos trabajadores inmigrantes”. En una
sociedad estructurada jerárquicamente, la medida de su verdadera universalidad se encuentra en la

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forma en que sus partes se relacionan con “los de abajo”, excluidos por y de los otros. En la ex Yugosla-
via, por ejemplo, la universalidad estaba representada por los albanos y los musulmanes bosnios, des-
preciados por todas las otras naciones. La declaración reciente de solidaridad “Sarajevo es la capital de
Europa” fue también un ejemplo de la noción de excepción encarnando la universalidad: la forma en
que la iluminada Europa liberal se refería a Sarajevo es el testimonio de la forma en que se refiere a sí
misma, a su noción universal.27
Esta afirmación de la universalidad del antagonismo no implica en modo alguno que “en la vida
social no hay diálogo, sólo guerra”. Los de derecha hablan de una guerra social (o sexual), mientras que
los de izquierda hablan de lucha social (o de clase). Hay dos variaciones posibles para la infame decla-
ración de Joseph Goebbels “Cuando oigo la palabra ‘cultura’, busco mi pistola”: una es “Cuando oigo la
palabra ‘cultura’, busco mi chequera”, pronunciada por el cínico productor cinematográfico del filme
Mépris [El desprecio], de Godard; y la inversa, izquierdista e iluminada, “Cuando oigo la palabra ‘revolver’,
busco la cultura”. Cuando hoy un peleador callejero neonazi oye la palabra “cultura occidental cristiana”,
busca su revólver para defenderla de los turcos, los árabes, los judíos, destruyendo así lo que se propo-
ne defender. El capitalismo liberal no tiene necesidad de semejante violencia directa: el mercado realiza
la tarea de destruir la cultura de una forma mucho más sutil y eficaz. En oposición a estas dos actitudes,
el Iluminismo de izquierda se define por la apuesta a que la cultura pueda servir como un arma eficien-
te contra el revólver: el estallido de la violencia brutal es una suerte de passage à l’acte que echa raíces
en la ignorancia del sujeto y, como tal, se puede contrarrestar con la lucha que tiene como forma princi-
pal el conocimiento reflexivo.

27 Así es como, tal vez, debiera leerse la noción de singulier universel de Rancière: la afirmación de una excepción singular
como el lugar de la universalidad que, simultáneamente, afirma y subvierte la universalidad en cuestión. Cuando decimos,
por ejemplo, “Somos todos ciudadanos de Sarajevo”, obviamente estamos incurriendo en una nominación “falsa”, una nomi-
nación que viola la correcta disposición geopolítica; sin embargo, precisamente como tal, esta violación permite nombrar
la injusticia del orden geopolítico existente. Véase Jacques Rancière, La Mésentente, París, 1995.

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Lectura Nº3
Grüner, Eduardo, “¿Estudios Culturales o Teoría Crítica de la Cultura?, en El Fin de
las Pequeñas Historias: De los Estudios Culturales al Retorno (Imposible) de lo Trági-
co, Buenos Aires, Argentina, Editorial Paidós, 2002, pp. 62-90.

1. La angustia sin influencias


Éste no es (al menos, esperamos que no sea solamente) un análisis crítico de las formas ideológi-
cas y “textuales” dominantes en los estudios culturales.1 En realidad, tomamos a los estudios culturales
como un síntoma de ciertas formas dominantes del pensamiento actual en el campo de la teoría polí-
tica y social, la filosofía y los análisis de la cultura. “Síntoma”, porque es el emergente académico más
visible de las ambigüedades (por no decir las contradicciones internas) de cierto estilo de pensamiento
que, a primera vista, puede ser leído y utilizado con igual provecho por las perspectivas de derecha y
las de izquierda: claro está que, como indicador más evidente de aquella ambigüedad, este pensamien-
to no admitiría, siquiera, el anacronismo de una distinción entre esas dos posiciones. Y ésta es una de
las primeras cosas que quisiéramos examinar: la manera en que determinados conceptos que solían

1 Cuando este libro ya estaba prácticamente terminado, apareció una muy útil introducción de un autor argentino a las incon-
sistencias, contradicciones y aun aporías de los estudios culturales: Carlos Reynoso, Apogeo y decadencia de los estudios cultu-
rales. Una visión antropológica, Barcelona, Gedisa, 2000. Es una lástima que el extenso y erudito recorrido de este texto esté
por momentos desviado por un espíritu un tanto ociosamente querellante, que confunde más de lo que aporta. Daré sólo
un ejemplo, que no es un ejemplo cualquiera, puesto que me afecta personalmente (narcissisme oblige). Dice Reynoso en la
página 32: “El multiculturalismo es ecuménico y multilingüe, los estudios culturales han surgido como una excrecencia de
los departamentos de literatura inglesa [...] Aquel surge de la fricción entre diversas culturas y razas; éstos emergen (muy al
principio de la historia) de contradicciones entre clases. El multiculturalismo tampoco ejecuta, casi se diría por definición, el
ritual de pertenencia a un movimiento que encuentra su identidad en la evocación protocolar de los sucesos de Birming-
ham. De allí que las nomenclaturas de propuestas como Estudios Culturales: reflexiones sobre el multiculturalismo de Eduardo
Grüner (1998) sean discutibles desde sus mismos títulos”. Paso por alto el halagüeño lapsus por el cual un lector tan atento
como Reynoso me atribuye la autoría plena de un libro de Fredric Jameson y Slavoj Zizek del cual me limité a escribir una
(es cierto que abusivamente extensa) introducción, como lo indican claramente “sus mismos títulos” en la tapa. Paso por alto
también, en la misma línea, que “los títulos” del libro (“Estudios culturales” y “Reflexiones sobre el multiculturalismo”) están
separados por un punto seguido, y no por dos puntos como lo transcribe Reynoso, estableciendo una equivalencia entre
esas “nomenclaturas” que no está en “los títulos”, que se refieren a los dos ensayos que Reynoso no cita, uno de los cuales (el
de Jameson) habla de los estudios culturales y el otro (el de Zizek) del multiculturalismo, como queda clarísimo en los res-
pectivos “títulos”de dichos ensayos. Me limitaré a responder, si puedo, el argumento: (a) precisamente una de las hipótesis de
la primera parte del libro (ahora sí, “de Eduardo Grüner”) que el lector tiene en sus manos es que los estudios culturales han
abandonado prácticamente toda referencia a las contradicciones de clase para recortar la fricción entre diversas culturas y
razas como el problema excluyente de la posmodernidad; y eso en el mejor de los casos, quiero decir, cuando considera el
problema todavía en términos de fricción, y no de mera hibridez o cosas por el estilo; (b) por lo tanto, hoy —al contrario de lo
que ocurría “muy al principio de su historia”— el discurso dominante en los estudios culturales se identifica casi totalmente
con el multiculturalismo y es por eso que para ellos la alusión a los sucesos de Birmingham es, cuando existe, una pura “evo-
cación protocolar”, como bien dice Reynoso. Si el propio Reynoso, además de criticar “los títulos”, se hubiera tomado el mismo
trabajo para leer mi texto (ya que, insisto, me adjudica generosamente la autoría de todo el libro de marras) que el que se
tomó para leer los de sus colegas norteamericanos de los “departamentos de literatura inglesa” cuyas “excrecencias” tan jus-
tamente recusa, este largo y tedioso pie de página hubiera sido perfectamente innecesario. Todo lo cual —no hace casi falta
aclararlo— no impide que, de nuevo, recomendemos enfáticamente la lectura de su estimulante libro.

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servir para orientarse en el mapa histórico, social o político (no solamente izquierda y derecha, sino
ideas como las de sujetos, clases sociales, modo de producción o, para decirlo todo, historia) no pueden
ser hoy pronunciados sin sentir que uno enrojece un poco ante la propia ingenuidad y, quizá, falta de
información y de sofisticación teórica. Por el contrario, es nuestro propósito tratar de mostrar que esos
conceptos pueden y deben ser pronunciados, no sólo sin renunciar sino apelando al máximo que nos
sea posible de información y sofisticación teórica.
El problema es en el fondo (como todos los problemas humanos, en cierto modo) político. Pero
también es, en primera instancia y aunque no lo parezca, profundamente filosófico. Lo que está en
juego es la entera tradición filosófica y cultural de la modernidad, que está siendo desechada, o por lo
menos abusada, sin que se emprenda el trabajo (bien doloroso, por cierto) de someterla a un auténtico
e implacable reexamen crítico —como el que propusieron Marx, Freud o la Escuela de Frankfurt, entre
otros— para discernir de qué modo puede ser “retotalizada”, incluida en un nuevo proyecto que nos
permita recuperar algo de la dignidad (también la intelectual, aunque no sea la más importante) per-
dida en las últimas décadas. Incluso, como también procuraremos mostrar, no se trata meramente de la
modernidad. En cierto sentido, toda la tradición histórica del pensamiento occidental, que arranca de la
épica o la tragedia (y no solamente de la filosofía) está aquí en cuestión.
Y ya que de filosofía se trata, hay un término heideggeriano que es necesario —como hubiera
dicho Oscar Masotta— rescatar de manos de la derecha: autenticidad. Es un concepto incómodo: desde
el Lukács de El asalto a la razón en adelante, pasando especialmente por la “jerga de la autenticidad” de
Adorno, la izquierda lo ha invocado como la marca propiamente “nazi” del pensamiento de Heidegger,
en tanto concepto opuesto a lo que el autor de El ser y el tiempo llama el “uno”, es decir, el reino de la tri-
vialidad, de la mundanidad cotidiana, de la opinión pública, de la mediocridad, o sea, en última instan-
cia —y en el contexto de la conflictuada República de Weimar en la década del veinte—, de la democra-
cia. Pero hoy no es, necesariamente, la única manera de entenderlo. Más aún: entenderlo de esa manera
unilateral, paradójicamente, traiciona el pensamiento del propio Heidegger, para quien el único sentido
del Dasein, del “ser-ahí” de lo humano, es la historicidad, continente y horizonte de lo auténtico. No se
puede, por lo tanto, deshistorizar el concepto de autenticidad pretendiendo que en nuestra actualidad
sigue siendo nazi. Por otra parte, aun en el contexto del originario pensamiento heideggeriano, es dis-
cutible que pueda fácilmente identificarse este concepto con el transitorio compromiso ideológico de
su autor. De otra manera, no se entendería que pensadores insospechables de semejante “compromi-
so” ya en su momento lo utilizaran como componente básico de sus propias construcciones teóricas,
empezando por el mismo Lukács (cuya obra maestra Historia y conciencia de clase era un libro de cabe-
cera de Heidegger durante la escritura de El ser y el tiempo), y siguiendo por Sartre, Marcuse, Hannah
Arendt o Karl Lowith.
Pero, en todo caso, el concepto de “autenticidad” (así como el de “totalidad”, igualmente tan caro a
Heidegger como a Lukács, Sartre o Marcuse) sufre hoy embates muy diferentes: los de un pensamiento
llamado “posmoderno” —firmemente instalado detrás de muchas de las preocupaciones de los estu-
dios culturales—, para el cual no existe ya la posibilidad de unas identidades, unos sujetos, unas reali-
dades o unas políticas “auténticas”, en el sentido de no atravesadas o contaminadas por la mundanidad
múltiple de la opinión pública o los simulacros de la cultura. Curiosamente, en muchas ocasiones se

Sólo uso con fines educativos 412


invoca al propio Heidegger para justificar la imagen de un mundo infinitamente fragmentado y consti-
tuido por puras dispersiones, puras contingencias, puras indeterminaciones. Se pasan por alto, en estas
imágenes, los hondos análisis heideggerianos sobre el radical sentimiento de angustia que provoca al
Dasein el saberse arrojado a la intemperie de la Historia. La solución que se encuentra más frecuen-
temente —al menos en la vulgata del pensamiento posmoderno— es harto conocida: la lisa y llana
eliminación del motivo de la angustia, es decir, de la Historia misma. Solución ilusoria, obviamente, que
lo único que consigue es la nueva precipitación en un “uno” disfrazado de “multiplicidad”: en una nueva
y poderosa doxa de la peor especie de resignación y conformismo con los poderes, bien terrenales, de
ese “uno”.
Muchas veces, también, esos discursos invocan en su ayuda un mal entendido “poslacanismo”,
o un igualmente mal entendido “giro lingüístico”, a menudo combinado de manera desigual con un
mal entendido “nietzscheísmo”, para sostener el carácter “imaginario” de nociones como las de Sujeto
o Identidad. De ello tendremos mucho que hablar en el resto de este trabajo, de modo que no hace
falta explayarnos aquí. Baste decir, por el momento, que en todo caso (y podríamos abundar nosotros
mismos en citas de Nietzsche y Lacan para demostrarlo) el carácter imaginario de cualquiera de esas
instancias no las hace menos necesarias para la vida (incluida la social y política), ni reduce sus efec-
tos materiales sobre la realidad. El problema de lo auténtico y de la totalidad no es, pues, una cuestión
de definiciones metafísicas versus un sumergimiento en la absoluta indeterminación que nos permita
escapar a la angustia de qué hacer con ella. Es, nuevamente, la cuestión de la historicidad de los concep-
tos. Es por lo tanto, una vez más, una cuestión política en el sentido más alto y noble de ese término: el
del proceso por el cual en cada etapa histórica la sociedad redefine sus vínculos simbólicos con la polis,
con las leyes y las normas que imponen (hegemónicamente, si se quiere) su visión del mundo a las
masas.
El mundo entero atraviesa un momento así. Un momento, sin duda, de indeterminaciones y per-
plejidades angustiantes. Los estudios culturales, decíamos al empezar, son un síntoma, en el campo
académico, de esas indeterminaciones y perplejidades. Son “políticamente correctos” y progresistas,
pero pueden tener un efecto reaccionario (o por lo menos conformista) sobre el pensamiento. Son
democráticos, pero pueden terminar produciendo una dictadura académica. Son creativos y son plu-
rales, pero se arriesgan a caer en un discurso monótonamente único. Son, de alguna manera, como
la propia época que nos ha tocado vivir. Y son un producto histórico: son la forma de pensamiento
sobre la cultura (aunque no la “reflejen” mecánicamente) que corresponde a la fase del capitalismo
“tardío” actual. Podríamos decir, parafraseando a Jameson: son la meta-lógica teórica de la lógica cul-
tural de ese capitalismo tardío. Son tan contradictorios y ambivalentes como esa lógica cultural. En
lo que sigue sostendremos, como podamos, que no es cuestión de arrojarlos por la borda sin más y a
priori, pero sí de interrogarlos hasta las últimas consecuencias (lo cual sí puede dar por resultado, por
qué no, que sean arrojados por la borda sin más, pero a posteriori), y en todo caso de reinscribirlos en
una lógica diferente, aun a riesgo de tener que ensayar una defensa crítica y complejizada de concep-
tos que hoy se consideran perimidos, para devolverles su dimensión filosófica y política (en el sentido,
por supuesto, de una cierta filosofía y de una cierta política).
Muchos de esos conceptos provienen de la teoría psicoanalítica, por ejemplo, o con mayor énfasis

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aún, de la tradición crítica frankfurtiana. Pero también —y es eso lo que quisiéramos discutir en esta
sección—, del marxismo. A diferencia de lo que suele observarse en el mundo intelectual y acadé-
mico hoy, no creemos que ello requiera una disculpa o justificación especiales. No estamos dispues-
tos a someternos al chantaje ideológico que nos demanda la aceptación de que el marxismo es una
constelación teórica mecanicista, reduccionista, determinista, etcétera. Ello no implica (como lo hemos
aclarado en nuestro prólogo, y lo volveremos a hacer cuantas veces lo juzguemos necesario) que no
reconozcamos la situación crítica que atraviesa ese pensamiento. Pero tampoco ella puede ser una
asunción a priori y de “sentido común”. Para decirlo en términos coloquiales, e incluso vulgares: termi-
nemos con la farsa. El marxismo no es Marta Harnecker, ni las estupideces sobre la “ciencia proletaria”
de Lysenko, ni la ramplonería retrógada del realismo socialista, ni el materialismo vulgar reflexológico
del estalinismo. Pretender identificar esas caricaturas patéticas con el marxismo es un acto de mala fe y
es, por supuesto, una postulación política e ideológica. Y de las peores: de las que disfrazan su espíritu
reaccionario con las vestimentas de la sutileza teórica. Pero en el último siglo y medio, con la única y
posible excepción paralela de las teorías freudianas, difícilmente se pueda encontrar una corriente de
pensamiento con mayores sutilezas teóricas y complejidades críticas que el marxismo: los propios Marx
y Engels, pero después, y tras sus huellas, hombres y mujeres de la política y/o la teoría como Lenin,
Trotski, Luxemburgo, Bukharin, Gramsci, Lukács, Korsch, Bloch, Adorno, Horkheimer, Benjamin, Marcu-
se, Kracauer, Pannekoek, Grossmann, Bajtin, Brecht, Eisenstein, Sartre, Goldmann, Lefebvre, Althusser,
Poulantzas, Kosik, Mandel, Thompson, Dobb, Sweezy, Hobsbawm, Williams, Anderson, Samuel, Godelier,
Macherey, Kristeva, Balibar, Rancière, Della Volpe, Cacciari, Marramao, Timpanaro, Negri, Eagleton, Hollo-
way, Blackburn, Jameson, Zizek y un larguísimo etcétera, han demostrado sobradamente las inmensas
posibilidades intelectuales y críticas del materialismo histórico sin necesidad de reduccionismos y sim-
plificaciones de ninguna clase como las que tendenciosamente se atribuyen al marxismo. Y esas posibi-
lidades representan la inmensa mayoría de las producciones teóricas que se inscriben en este campo.
El problema con el marxismo (como, en su propio terreno, con el psicoanálisis) es que, justamen-
te, no se reduce a ser una simple teoría, sino que su propia riqueza teórica deviene de su presupuesto
filosófico y práctico de que el conocimiento es inconcebible fuera de la transformación material de la
realidad, transformación que es en última instancia la que constituye el propio objeto de conocimiento.
Esto supone perpetuas e incansables revisiones y replanteos a la luz de los cambios sociales, históricos
y culturales del mundo, replanteos que, desde luego, alcanzan también —quizá habría que decir: en pri-
mer lugar— al propio marxismo, tanto en su aspecto teórico como político. Es hora, asimismo, de otro
“basta de farsas”: el marxismo no es el terrorismo estatal estalinista, ni es el Gulag, ni es los procesos de
Moscú, ni las invasiones a Hungría, Checoslovaquia o Afganistán, ni las masacres de Pol Pot. No se trata
de “distraerse” ante el hecho de que todas esas monstruosidades se hicieron en nombre del marxismo,
pero no se puede seriamente sostener que ellas son intrínsecas a la lógica teórica y política del mate-
rialismo histórico, como sí lo son los campos de exterminio a la lógica del “pensamiento” nazifascista
—si es que tal denominación tiene sentido. No existen los “dos demonios” del totalitarismo, como lo
pretende, en el fondo, a su manera inteligente y sensible, pero no por ello de efectos menos reacciona-
rios, Hannah Arendt. Aquellos hombres y mujeres que hemos nombrado más arriba no sólo fueron dis-
tinguidos intelectuales y brillantes pensadores: muchos de ellos, probablemente la gran mayoría, fue-

Sólo uso con fines educativos 414


ron consecuentes luchadores por la libertad, la igualdad y la justicia más radicales, y muchos pagaron
su coherencia con la muerte, la cárcel, el exilio o la marginación, a manos tanto del nazifascismo o las
“democracias” opresivas como del estalinismo, sin por ello dejar de ser marxistas. Ello no significa que
no merezcan crítica, revisión, corrección o aggiornamento; quizá algunos de ellos incluso merezcan que
se los abandone a un piadoso silencio. Pero también merecen que no se los arroje en la misma bolsa,
incluso en tanto teóricos, con aquellas caricaturas trágicas. Porque aun aquellos o aquellas que puedan
ser calificados como puros pensadores contribuyeron, a menudo de manera decisiva, a desbordar la
palabra sobre el mundo para transformarlo: y ya sabemos, como lo sabían ellos —la noción no es un
patrimonio de los postestructuralistas—, que la palabra puede ser una fuerza material.
Tal vez sea esto lo que asusta a los temerosos cuidadores de quintitas académicas abstractas, hasta
el punto de hacerlos concebir teorías que —haciendo de la necesidad virtud, como se dice— miran por
sobre el hombro a la única teoría (junto con la psicoanalítica, insistimos) que excede los cotos de caza
universitarios desbordándose sobre la realidad social, política y cultural, y obliga a tomar posiciones
inequívocas y concretas (lo cual, desde ya, no significa unívocas ni cerradas de una vez y para siem-
pre, si no precisamente lo contrario) que no permiten el confortable descanso en la rutina catedrática.
El gesto de recuperación de la interminable potencialidad de esa tradición para el presente y el futu-
ro, pues, no es un gesto defensivo, sino profundamente afirmativo de lo que, en las famosas palabras
de Sartre, sigue siendo el horizonte inevitable de nuestro tiempo. Quizá ese gesto —que de ninguna
manera puede pensarse como definitivo, pero sí tal vez como “comprometido”— sea una modesta pro-
posición para enfrentar la angustia. También la que parece estar acometiendo a los estudios culturales,
desgarrados entre su vocación inicial de compromiso con la transformación y la lucha contra las diver-
sas formas de dominación, y su realidad actual de “materia” prestigiosa y resguardada en la tibieza indi-
ferente del claustro universitario.

2. Horizontes en marcha
Puesto que todo está sometido a la Historia, parece haber un consenso generalizado que fecha el
inicio de los estudios culturales en la Inglaterra de 1956, coincidiendo con el desencanto posterior al
XX Congreso del PCUS y a la invasión rusa de Hungría. Intelectuales como Raymond Williams, William
Hoggart y E. P. Thompson —asistidos por el brillante y entonces joven Stuart Hall— iniciaron, en aquel
momento, un movimiento de toma de distancia del marxismo dogmático dominante en el Partido
Comunista británico, para adoptar lo que ellos mismos llamaron una versión “compleja” y crítica de un
marxismo culturalista, más atento a las especificidades y autonomías de las antiguas “superestructuras”,
incluidos el arte y la literatura. Pero tanto para Stuart Hall (más matizadamente, como veremos) como
para la mayoría de sus seguidores (más enfáticamente) las relaciones ambivalentes con el marxismo
parecen haberse derrumbado junto con el muro de Berlín, para ser sustituidas por una “apertura” hacia
—cuando no una directa fusión con— ciertas corrientes del postestructuralismo francés (Foucault y
Derrida principalmente, y ocasionalmente Lacan) y del posmarxismo “migratorio” (Laclau y Mouffe).
No se trata, aquí, de establecer un inventario obsesivo de las pérdidas y ganancias estrictamen-
te teóricas que ha supuesto ese cambio de parejas, pero sí de señalar cierto complejo grado de “aca-

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demización” y despolitización (y también de desapasionamiento, si se nos permite decirlo así) que ha
producido el abandono de algunos de los supuestos básicos de Marx —el concepto de lucha de clases
es desde ya el más conspicuo—, que viene a reforzar el descuido que los estudios culturales tuvieron
siempre respecto de otras tradiciones europeas del marxismo occidental y crítico: Lukács y, sobre todo,
la Escuela de Frankfurt son ejemplos paradigmáticos, pero también podría nombrarse a Sartre, e inclu-
so a Althusser, de quien pensadores como Hall o Laclau se declararon, en un principio, seguidores.
Por su parte, el último y más interesante desarrollo teórico de algún modo ligado a los estudios
culturales —la ya mencionada corriente de la teoría poscolonial— está considerablemente sumergido
en el postestructuralismo, y a veces hace gala de un decidido antimarxismo que, a nuestro juicio, puede
terminar paralizando muchas de sus mejores ideas, incluidas aquellas que se deducen de ese mismo
postestructuralismo.
En cambio, también en las últimas décadas, y para limitarnos a la producción angloparlante, han
surgido algunos importantes autores (Fredric Jameson, Terry Eagleton y Slavoj Zizek en la primera línea,
aunque habría que agregar aquí a un marxista poscolonial como Aijaz Ahmad) que, sin desaprovechar
las más agudas intuiciones del psicoanálisis lacaniano y el postestructuralismo, y aun lo mejor del pos-
modernismo, las reinscriben críticamente en la tradición de aquel “marxismo complejo” representado
por Lukács, Gramsci, Korsch, Bajtin, Benjamin, Adorno, Marcuse, Sartre, Althusser. Nos encontramos, pues,
en medio de un momento teórico de extraordinaria complejidad y riqueza, que desmiente la impresión
general —y, claro está, ideológicamente “interesada”— de que el marxismo ya no tiene nada que decir
sobre el mundo y la cultura contemporánea, cuando lo que en realidad sucede es que está abriéndose
un enorme abanico dialógico (para utilizar la célebre categoría bajtiniana) que, a partir de una reflexión
permanentemente renovada sobre y dentro de las fronteras siempre flexibles y en perpetuo rediseño
del marxismo, promete transformar radicalmente el pensamiento filosófico-cultural y echar una boca-
nada de aire fresco sobre la tediosa mediocridad del (anti)pensamiento del “fin” (de las ideologías, de
la historia, de los grandes relatos y via dicendo). Y, en el mejor de los casos, esa transformación viene a
demostrar que todavía hoy —y quizá más que nunca— es partiendo de un marxismo complejo y auto-
crítico que puede irse “más allá” de él, en busca de las preguntas que los clásicos no tuvieron oportuni-
dad de hacer.
Si esta renovación todavía no se ha vuelto lo suficientemente visible es en lo fundamental, desde
luego, por la hegemonía de la ideología dominante en nuestro capitalismo tardío, pero también porque
los estudios culturales —y el pensamiento de izquierda o “progresista” en general— parecen haberse
rendido, en el mejor de los casos, a aquella academización, cuando no a la lisa y llana mercantilización
fetichizada de los productos culturales. Como ya planteamos en el prólogo de este libro y en términos,
por así decir, más poéticos, éste es otro síntoma de la pérdida del sujeto trágico en favor de un sujeto
cómico a quien el universo social parece quedarle demasiado grande, como si ya no pudiese encontrar
un traje a su medida. Un índice más, decíamos, de ese “uno” que defiende ilusoriamente de la angustia.
Una crítica de las inconsistencias y, sobre todo, de las faltas de los estudios culturales tal como se
practican hoy nos parece, por lo tanto, una tarea intelectual —es decir, política— de primera impor-
tancia. Quizá, en su modesta medida, sea una manera de empezar a recuperar la “tragicidad” perdida,
aunque pueda parecer una empresa inútil (pero, para decirlo adornianamente, ¿no será la “utilidad” un

Sólo uso con fines educativos 416


concepto excesivamente instrumental?): inútil, al menos, en una época farsesca que, justamente, ha olvi-
dado todo sentido de la tragedia.
Las modas (esto ya lo había percibido perfectamente Walter Benjamin en la década del trein-
ta) son un testimonio del progresivo aumento del fetichismo de la mercancía en la modernidad, pero
también —y justamente por ello— tienen un riquísimo valor de síntoma ideológico y cultural. El auge
actual (actual en la Argentina y Latinoamérica, pero ya establecido desde hace un par de décadas en
los centros académicos anglosajones) de los estudios culturales convoca, en este sentido, una serie de
cuestiones —teóricas, metodológicas y políticas— de las cuales lo menos que se puede decir es que son
extraordinariamente complejas. Como siempre, lo más tentador (lo cual no quiere decir necesariamente
lo más cómodo) es empezar por sus riesgos. En primer lugar, el ya mencionado riesgo del abandono
total, por supuesta obsolescencia, de los grandes paradigmas críticos del siglo XX, como el marxismo y el
psicoanálisis (y su continuidad no exenta de problemas en corrientes posteriores de teoría crítica, como
la Escuela de Frankfurt y Sartre). No nos estamos refiriendo a una simple enunciación ritualizada del “fin
de los grandes relatos”, que pocos críticos rigurosos podrían tomar realmente en serio, sino a intenciones
más concretas. No hace mucho, una prestigiosa figura de la teoría literaria que actualmente enseña en
los Estados Unidos, declaró que ahora sólo pensaba utilizar ciertos aportes parciales de esas teorías (el
marxismo y el psicoanálisis) para “agregar” a investigaciones más “localizadas”, menos ambiciosas. Parece
francamente preocupante. ¿Qué puede significar este agregado de parcialidades sino la promoción de
algún neoeclecticismo o neorrelativismo que termine renunciando a la lucha por el sentido, a la consi-
deración de la cultura como un campo de batalla atravesado por relaciones de fuerza ideológicas que sí
apuestan a totalizar la hegemonía de sus representaciones del mundo?
No es, por supuesto, que ese parcelamiento teórico no pueda ser explicado: es el necesario correla-
to de lo que nos gustaría llamar la fetichización de los particularismos (algo bien diferente, desde ya, a su
reconocimiento teórico y político) y de los “juegos de lenguaje” estrictamente locales y desconectados
entre sí. Esa fetichización es poco más que resignación a una forma de lo que ahora se llama “pensa-
miento débil”, caracterizado —entre otras cosas— por el abandono de la noción de ideología para el
análisis de la cultura, por cargos de “universalismo” y “esencialismo”. Pero, precisamente en este punto,
seamos claros: no hay particularidad que, por definición, no se oponga a alguna forma de universalidad,
“esencial” o históricamente construida. Y no hay pensamiento crítico posible y eficaz que no empiece
por interrogar las tensiones entre la particularidad y la universalidad, que son, después de todo, las que
definen a una cultura como tal en la era de la globalización —para no mencionar a esa cultura de “euro-
peos en el exilio”, que pasa por ser la argentina.
Nos gustaría defender aquí que cierto monto de universalismo, e incluso de “esencialismo estra-
tégico” (para utilizar un celebrado concepto de Chakravorty Spivak),2 siempre será pertinente para
sortear el peligro —característico de los estudios culturales, hay que decirlo— de estar forzando todo
el tiempo la emergencia de particularismos y alteridades que después no sabremos cómo definir; de
estar inventando todo el tiempo “orientalismos”, como diría Edward Said.3 Tememos que los necesa-

2 Gayatri Chakravorty Spivak: Outside in the teaching machine, Nueva York, Routledge,1993.
3 Edward Said: Orientalismo, Madrid, Prodhufi, 1995.

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rios correctivos a los reduccionismos —ellos sí, esencialistas y universalizantes— en que han incurri-
do ciertos marxistas y psicoanalistas, nos deslicen hacia un reduccionismo peor, un reduccionismo, por
así decir, eliminativo de la legitimidad teórica y política de categorías como la de “lucha de clases” o
“inconsciente”, para no mencionar la hoy tan desprestigiada idea de un pensamiento histórico. De este y
otros riesgos quisiéramos (pre)ocuparnos —apenas a título de no menos riesgosas hipótesis de traba-
jo— en los párrafos que siguen.
“La literatura está hecha para que la protesta humana sobreviva al naufragio de los destinos indivi-
duales”. Esta estupenda frase de Sartre4 define, entre otras cosas, la única función a la que debería aspi-
rar un intelectual crítico: la de generar un universo discursivo que se transforme en el horizonte de toda
una época, más allá de los avatares y las contingencias inmediatas del “nombre de autor” que dibujó
por primera vez esa línea horizontal. Esto es lo que lograron, para nuestra modernidad, Marx o Freud.
¿Acaso es ese horizonte el que —según se nos dice— ha desaparecido? Pero un horizonte no de-
saparece: se desplaza. Tampoco, en ese desplazamiento, se aleja: se mueve junto con el que camina
hacia él, pero a su mismo ritmo, manteniéndose a una distancia constante de su mirada. Para que un
horizonte verdaderamente desapareciera —y pudiera, por lo tanto, ser sustituido por otro— tendría
que demostrarse que ha desaparecido la época entera para la que fue concebido. Para el caso: tendría
que demostrarse que ha desaparecido el capitalismo. O que ha desaparecido el inconsciente. Dos cosas,
evidentemente, indemostrables (aunque no, como se verá luego, estrictamente improbables como pos-
tulados ideológicos). Es obvio que en 1989 —para tomar una fecha ya emblemática— de-saparecieron
los así llamados “socialismos reales”, ya sea que lo lamentemos o no. Pero el horizonte discursivo que
inauguró Marx no es el de una teoría de los socialismos reales: es el de una teoría (crítica) del capita-
lismo real. No se ve por qué esa crítica —esa protesta teórica, si se la quiere pensar así— no habría de
sobrevivir al naufragio “individual” de lo que, mal o bien (personalmente, creemos que mal), se erigió
en su nombre. Y con mucha más razón en una época en la que, en algún sentido por primera vez en la
historia, la llamada globalización ha creado, es cierto que en forma paradójica, las condiciones de un
capitalismo universal previstas por Marx para una crítica teórico-práctica igualmente universal de ese
modo de producción. La paradoja a la que nos referimos es evidente y escandalosa —lo cual no signifi-
ca que no tenga sus razones de ser: es justamente en el marco de esas condiciones de “universalización”
que recrudecen y se radicalizan las recusaciones a toda forma de universalismo, a la noción de totali-
dad, a las grandes categorías históricas y a los “grandes relatos”, y se promociona una estética (ya se verá
por qué la llamamos así) del fragmento y, para decirlo todo, una nueva y poderosa forma de fetichismo
ideológico.
Pero, ante todo, estamos eligiendo mal nuestras metáforas: la del marxismo, como la del psicoaná-
lisis, no es (no debería ser) una mera supervivencia, como quien alude a la supervivencia anómala de
una especie que tendría que haberse extinguido y sin embargo se conserva recluida, en el mejor de
los casos, en el zoológico exótico de algunas cátedras universitarias. Lo que está en juego es la persis-
tencia siempre renovada de una práctica transformadora y de una manera de pensar el mundo. Que
de la teoría crítica de la cultura —tal como podía postularla, por ejemplo, la ya mencionada Escuela

4 Jean-Paul Sartre: El idiota de la familia, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo,1975, Tomo I.

Sólo uso con fines educativos 418


de Frankfurt— se haya pasado a los estudios culturales, es algo más que la simple adaptación de una
moda estadounidense, o que la comprensible disputa por la inclusión en el mercado de los financia-
mientos académicos. Es, además de eso, el síntoma de la sustitución de un intento de puesta en cri-
sis de las hegemonías culturales en su conjunto por la observación etnográfica de las dispersiones y
fragmentaciones político-sociales y discursivas producidas por el capitalismo tardío y expresadas en
su “lógica cultural”, como ha etiquetado Jameson al así llamado “posmodernismo”. 5 Es decir, esto es
lo que parecen haber devenido los estudios culturales, luego de su emergencia en trabajos como los
de Raymond Williams o Stuart Hall, en los que todavía se conservaba el impulso de su vinculación
con la política en general, y en particular con las formas orgánicas o no de resistencia cultural por
parte de diversos sectores oprimidos, marginados o subordinados: han devenido —especialmente en
su cruce del Atlántico a la universidad estadounidense, y con mayor fuerza luego de la “colonización”
postestructuralista de los centros académicos— un (allá) bien financiado objeto de “carrerismo” uni-
versitario y una cómoda manera de sacar patente de radicalismo ideológico-cultural desprovisto del
malestar de una crítica de conjunto a lo que solía llamarse el “sistema”. Es notorio, en este sentido, que
el multiculturalismo (que no es lo mismo que la rigurosa atención debida a una dimensión simbólica
mucho más decisiva de lo que la tradicional vulgata marxista quiso reconocer) característico de los
cultural studies ha renunciado casi por completo a toda preocupación por las articulaciones (todo lo
mediatizadas o sobredeterminadas que se quiera) histórico-sociales o político-económicas de los pro-
cesos culturales.6 Para no hablar —vade retro— de la vituperada y anacrónica categoría de clase, que
frente a los particularismos étnicos, subculturales o de género aparece hoy como una pura entelequia
textual o un vergonzante resto arqueológico de las eras “(pre)históricas”. En fin, ¿para qué abundar? A
continuación quisiéramos ensayar un mínimo replanteo de algunas de estas cuestiones, sobre la base
de dos presupuestos generales. Como se verá en lo que sigue, esos presupuestos suponen indefecti-
blemente un cuestionamiento a los propios fundamentos teóricos (explícitos o implícitos) de los estu-
dios culturales.

3. Una cuestión de límites


Primer presupuesto: Los logros originales —que es imprescindible rescatar y volver a evaluar— de
los estudios culturales, han venido precipitándose en los últimos años, como decíamos, en el abismo
de una cierta (no decimos que necesariamente consciente) complicidad con lo peor de las teorizacio-
nes “post” (modernas/estructuralistas/marxistas). Ello es explicable, en buena medida, por el progresivo
ensanchamiento de la brecha entre la producción intelectual y el compromiso político (aunque fuera
también él meramente intelectual), que es el producto de la derrota de los movimientos posteriores a
mayo del 68, y la consiguiente sumisión a formas relativamente inéditas de fetichización mercantil pro-

5 Fredric Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Barcelona, Paidós, 1991.
6 Aquí definiremos “culturalismo”, rápidamente, como la autocontradictoria idea de una determinación “en última instancia”
de las relaciones sociales y la subjetividad por parte de la cultura pensada como pura contingencia. “Autocontradictoria”,
decimos, ya que se nos escapa absolutamente cómo la “última instancia” puede ser contingente.

Sólo uso con fines educativos 419


ducidas por el capitalismo tardío. Claro está que ello no significa en absoluto que esas nuevas formas
de dominación puedan enfrentarse con los instrumentos teórico-prácticos tradicionales de un marxis-
mo anquilosado, para el cual pareciera no haber transcurrido una Historia, por otra parte, considerable-
mente dramática. Pero no basta tampoco apelar ritualmente a una necesaria “renovación” de aquellos
instrumentos si no se está dispuesto a discriminar críticamente la paja del trigo: después de todo, como
dijo alguna vez un viejo marxista, “aquellos que no sean capaces de defender antiguas posiciones,
nunca lograrán conquistar las nuevas”. 7
Segundo presupuesto: Por esa misma razón, no es cuestión de echar por la borda indiscrimina-
damente todas las postulaciones de las teorías “post” incorporadas por los estudios culturales, en la
medida en que ellas representen legítimas formas de tratamiento de problemas inevitablemente no
previstos por las “narrativas” clásicas, pero sí de reinscribirlas en aquellos horizontes no agotados de los
que hablábamos al principio. Parafraseando lo que explicaba Althusser a propósito de lo que llamaba
“lectura sintomática”, el problema no está tanto en las respuestas “post” (que pueden ser perfectamente
correctas), sino en la restitución de las preguntas no formuladas —o ideológicamente desplazadas— a
las que esas respuestas se dirigen sin (querer) saberlo.8
Para nuestro caso, se trata de restituir la pregunta por las relaciones entre los fragmentos (cultura-
les, sociales, textuales, de género, de identidad, etcétera), a que son tan afectos los estudios culturales, y
la totalidad, una categoría cuya devaluación actual en abstracto es, sostendremos, un síntoma de barba-
rie teórica e ideológica. Y desde ya adelantamos —aunque luego volveremos sobre el tema— que aquí
tomamos el término totalidad en la acepción clara y precisa que le da Jameson, a saber, el de modo de
producción.9 Entendemos este concepto, claro está, en un sentido mucho más amplio, más dialéctico
y más complejo que el meramente economicista de “desarrollo de las fuerzas productivas” e, incluso,
en el sentido filosófico, histórico y crítico que puede tener para Adorno, por ejemplo. En este sentido,
el modo de producción capitalista —que es la totalidad social en la que estamos inscriptos, nos guste o
no— define, siguiendo a Marx, mucho más que unas determinadas relaciones de producción y/o for-
mas técnicas de transformación de la naturaleza: define una red compleja y contradictoria de articu-
laciones y desarticulaciones sociales, culturales, ideológicas, políticas; y, especialmente, define también
un modo de producción de subjetividades, colectivas tanto como individuales. Que la “complejidad” de
esa totalidad haya obviamente aumentado en el siglo y medio transcurrido desde que Marx comenzó
a pensarla, no parece un argumento suficiente para abandonar el concepto, sino más bien lo contrario.
La restitución de tal pregunta, sostendremos una vez más, todavía —y más que nunca— puede
hacerse por la vía de repensar la tradición del marxismo occidental y su relación con el psicoanálisis,
especialmente como ha sido pensada a partir de Althusser, y como está siendo repensada hoy en los

7 León Trotski: En defensa del marxismo, Buenos Aires, Pluma, 1972.


8 Louis Althusser: Para leer “El Capital”, ob. cit.
9 Fredric Jameson: Teoría de la posmodernidad, Madrid, Trotta, 1995. Está asimismo claro que “modo de producción” es, para

Jameson (y para nosotros), mucho más que la “base económica” en el sentido vulgar, puesto que incluye las relaciones de
producción —por lo tanto la lucha de clases— atravesadas por las relativamente autónomas instancias jurídico-políticas,
ideológico-culturales, estéticas, etcétera, tal como lo explicamos un poco más adelante.

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trabajos del propio Jameson y de Slavoj Zizek. Esta tradición es, en efecto, la “causa ausente” que apare-
ce actualmente renegada en el pensamiento postestructuralista en el que abrevan mayoritariamente
los estudios culturales. Como ha dicho el propio Zizek, el tan promocionado y comentado debate entre
Habermas y Foucault, por ejemplo, desplaza y oculta el debate implícito pero más profundo que se ha
llevado a cabo en las últimas décadas, identificable con los nombres de Althusser y Lacan. Vale decir, el
debate que (luego de los equívocos y las inconsistencias del “freudomarxismo” de Wilheim Reich y sus
seguidores) permite concebir una articulación crítica entre las dos principales formas de pensamiento
del siglo XX con fundamentos más sólidos.
Pero retomemos por un momento la cuestión de la “observación etnográfica”, característica de los
estudios culturales actuales, a la que hacíamos mención. Naturalmente, esa observación, ese registro
minucioso y diversificado, tiene su razón de ser y tiene su indudable utilidad. Tiene su razón de ser en
la profundidad de las transformaciones sociales, ideológicas e incluso subjetivas operadas en la cultura
occidental (aunque no sólo en ella) en las últimas décadas: principalmente, la indiferenciación —o, al
menos, la problematización— de identidades que las ciencias sociales tradicionales imaginaban como
preconstituidas y sólidas (la nación, la clase, la adscripción político-ideológica) y la emergencia en el
terreno teórico-discursivo y académico —porque en la “realidad”existieron siempre— de identidades,
y por lo tanto de problemáticas, más “blandas” y en permanente redefinición (el género, la etnicidad,
la elección sexual, el multiculturalismo, etcétera) que obligan a multiplicar y “ablandar”, asimismo, las
estrategias de la así llamada desconstrucción de los dispositivos de discurso unitarios y totalizadores
que pretendían dar cuenta de las identidades “antiguas”. Lo que está en juego, en una palabra, es una
cierta cuestión de límites.
Y esto, decíamos, tiene su utilidad: nos ha permitido complejizar e interrogar de nuevas maneras la
herencia teórica del marxismo, del psicoanálisis y, en general, del pensamiento crítico de izquierda. Res-
pecto del marxismo (para circunscribirnos, por el momento, a él) es obvio que la categoría más cuestio-
nada por el postestructuralismo de los estudios culturales es la que remite a la “metáfora arquitectóni-
ca” del esquema base (económica)/superestructura (ideológica, jurídico-política, estética, etcétera), y tal
cuestionamiento es hasta cierto punto justo. Pero esta crítica, intencionalmente o no, suele pasar por
alto algunos hechos a nuestro juicio fundamentales.
Para empezar, el propio Marx nunca entendió el término economía en el sentido estrecho (diga-
mos, “técnico”) en que lo entienden la mayoría de los economistas; más bien por el contrario, su crítica
de la economía política (tal es el programático subtítulo de El Capital) parece estar dirigida a la disolu-
ción teórica de la economía como “ideología burguesa”. Por otra parte, está suficientemente claro —aun
en sus escritos más “didácticos”, como el Manifiesto o la Introducción de 1857— que la famosa base eco-
nómica (una expresión ciertamente desafortunada de Marx) implica no sólo el desarrollo de las fuerzas
productivas, sino su relación conflictiva con las relaciones de producción, es decir, en términos estric-
tamente marxianos, con la lucha de clases, explícita o latente. Por lo tanto, la propia base económica
está ya siempre atravesada por los “momentos” político (la organización de las clases y sus fracciones
en relación al Estado y a sus posiciones en el mercado de capitales y trabajo), jurídico (las regulaciones
legales de dicha organización y del régimen de propiedad), ideológico (la reproducción “motivacional”
de las relaciones de producción, las normas morales y religiosas, la legitimación del poder político y

Sólo uso con fines educativos 421


social, etcétera), e incluso cultural en sentido amplio (la promoción consciente o no de ciertos “estilos
de vida”, prácticas y comportamientos, gustos estéticos y literarios, formas de producción y consumo,
pautas educacionales e informativas, etcétera).
Si ello es así, no se ve cómo desde el propio Marx podría defenderse —salvo mediante una lectu-
ra de decidida mala fe— una versión “reflexológica” o mecanicista de la relación base/superestructura.
Tampoco se trata —malgré Laclau y otros “posmarxistas”—10 de proponer un “reduccionismo de clase”:
las identidades múltiples configuradas por la coexistencia desigual y combinada de esas posiciones
identitarias relativamente autónomas y con límites imprecisos —la del ciudadano, la del consumidor,
la de la elección sexual, religiosa o estética— no están directamente determinadas por la “identidad”
de clase, que de todos modos tampoco supone una pertenencia rígida, desde siempre y para siempre.
Pero no se entiende por qué —en el contexto de formaciones sociales en las que existe, y cada vez más,
la diferencia básica entre propiedad y no-propiedad de los medios de producción— esta afirmación
hoy casi perogrullesca de identidades múltiples sería lógicamente contradictoria con la que sostiene
una articulación de esas identidades con el proceso de la lucha de clases, que sobredetermina los espa-
cios de construcción (y, por cierto, de “desconstrucción”) de las mismas. Es evidente, por otra parte, que
hay identidades —digamos, la racial, o la sexual en sentido biológico— que son en su origen comple-
tamente independientes de los procesos económicos o sociopolíticos; pero ¿quién podría seriamente
sostener que el desarrollo de la lucha de clases no tiene influencia sobre la situación de los negros o de
las mujeres?
Sin embargo, una tendencia dominante en el pensamiento posmoderno, aun “de izquierda” (y que
lamentablemente ha permeado buena parte de los estudios culturales), es la acentuación —perfecta-
mente legítima— de aquellas identidades “particulares” a costa —lo que ya no es tan legítimo— de la
casi total expulsión de la categoría “lucha de clases” fuera del escenario histórico y sociocultural. ¿Será
excesivamente “anacrónico” considerar que dicha eliminación constituye un empobrecimiento y una
simplificación —y no, como se pretende, un enriquecimiento y una complejización— del pensamiento
teórico-crítico? Es necesario ser absolutamente claros también en esto: todavía no se ha inventado una
categoría que permita explicar mejor el modo de producción capitalista que la categoría de “clase”. Los
argumentos que aducen una disolución de las clases, y en particular del proletariado, sobre la base de
las transformaciones profundas que ha sufrido el capitalismo en las últimas décadas, son por lo menos
irracionales, cuando no directamente reaccionarios: si bien sería absurdo negar que el contenido espe-
cífico de la “experiencia de clase” y sus formas de “conciencia” (en el sentido thompsoniano)11 han cam-
biado sustantivamente, mientras exista la propiedad privada de los medios de producción, habrá clases,
y habrá proletariado. Más aún, se podría demostrar que el capitalismo tardío, transnacional y globaliza-
do, está generando —junto a formas inéditas de liquidación de la clase obrera industrial tradicional—
una suerte de superproletariado mundial, cuya forma no estamos aún en condiciones de prever, pero
que dará más de una sorpresa en el siglo que viene. En ese contexto, para retomar la regocijante ironía

10 Véase, por ejemplo, Emesto Laclau y Chantal Mouffe: Hegemonía y estrategia socialista, México, Siglo XXI, 1989.
11 E. P. Thompson: La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989; y también Costumbres en común, Barce-
lona, Crítica, 1993.

Sólo uso con fines educativos 422


de Jameson, acusar a los que seguimos empeñados en el análisis “totalizante” del modo de producción
de “nostálgicos de la clase”, equivale más o menos a acusar a un muerto de hambre de ser “nostálgico
de la comida”.12
Otra cosa —muy diferente, por cierto— es la imprescindible revisión de los (una vez más) lími-
tes, por así decir, “territoriales” de la noción de clase, e incluso de la de proletariado, tal como la viene
haciendo, por ejemplo, Antonio Negri, a partir de su idea de la fábrica social, donde el capital “globaliza-
do” ya no obtiene la plusvalía exclusiva o principalmente de la fuerza de trabajo industrial clásica, sino (a
través de formas harto más complejas) del trabajo social en su conjunto, incluyendo lo que Negri llama
“trabajo inmaterial”, y donde las famosas fragmentaciones subjetivas son momentos aparentemen-
te discontinuos y/o superpuestos —incluso de manera conflictiva— de esa gigantesca estrategia de
explotación diversificada. En este contexto, la clásica “cosificación” lukácsiana del proletariado y la con-
siguiente dialéctica del en-sí/para-sí deben evidentemente ser repensadas. Pero, una vez más, no se ve
cuál puede ser la utilidad de arrojarlas por la borda.
Desde luego, no se nos escapa que por detrás de ese cuestionamiento a la “lógica de clase” está el
éxito que en los últimos años han conocido las reflexiones más o menos foucaultianas sobre la “micro-
física del poder”, así como la promoción teórica y política —a la cual los estudios culturales han con-
tribuido en gran medida— de los llamados “movimientos sociales”, articulados según otros intereses y
demandas (así como también según otros tiempos y características organizativas) que los de la clase.
No obstante, insistiremos en que ambas formas no sólo no son necesariamente incompatibles, sino que
mucho puede ganarse (nuevamente, tanto en términos teóricos como políticos) del análisis de sus posi-
bles formas de articulación. Por otra parte, no cabe duda de que el interés por la “micropolítica” y por
los “nuevos movimientos sociales” es un fenómeno típicamente posmoderno —lo cual, por supuesto,
no le quita valor: debe, por lo tanto, ser rigurosamente historizado, en tanto producto de la prodigio-
sa expansión multinacional del capitalismo y la consiguiente “indiferenciación de identidades” a la que
alude Scott Lash,13 que ha seguido a las etapas del capitalismo clásico del siglo XIX (en cuyo transcurso
se conformaron el proletariado y el movimiento socialista como tales) y del imperialismo en sentido
leninista (durante el cual apareció el problema de la articulación entre la “liberación social” del prole-
tariado mundial y la “liberación nacional” de los países dependientes y semicoloniales). El capitalismo
transnacionalizado de la actualidad, pese a las apariencias, no ha eliminado las etapas anteriores: en
todo caso, las ha integrado (dialécticamente, si se nos permite), agregando la cuestión ya aludida de la
indiferenciación de identidades y la consecuente multiplicación —asimismo indiferenciada y “microlo-
calizada”— de potenciales puntos de conflicto.
Este fenómeno tiene su expresión teórica también —aunque desde luego no pueda reducirse a ella—
en los igualmente multiplicados cuestionamientos postestructuralistas o posmarxistas a toda forma pensa-
ble de identidad estabilizada o incluso políticamente construible, idea que cae bajo la acusación de perte-
necer a un pensamiento de la totalidad, cuando no directamente “totalitario”. Nada más falso, y volveremos

12 Fredric Jameson: Teoría de la posmodernidad, ob. cit.


13 Scott Lash: Sociología de la posmodernidad, Buenos Aires, Amorrortu, 1997.

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sobre el tema; digamos por ahora, otra vez siguiendo a Jameson, que la aparición de los nuevos movimien-
tos sociales constituye sin duda un extraordinario fenómeno histórico que no se corresponde con la expli-
cación que muchos ideólogos “post” creen poder proponer: a saber, que surgen en el vacío dejado por la
desaparición de las clases sociales y de los movimientos políticos organizados en torno a ellas.
No queda claro en absoluto, en estos análisis, cómo podría esperarse que desaparecieran clases
enteras, y ello sin mencionar el peligro que entraña el dejar teórica, política y organizativamente iner-
mes a dichos movimientos ante la posible conclusión lógica de que también la clase dominante —que
sí tiene una “identidad” notablemente sólida, unificada y organizada— podría haber desaparecido, o al
menos podría ver su poder disuelto en la “micro-física” de una cotidianidad fragmentada y atomizada.
Como lo ha visto agudamente Eagleton, esto no se contradice con las consideraciones pesimistas sobre
el carácter todopoderoso del Sistema, sino que más bien es la otra cara, llamémosla dialéctica, de la
misma moneda. En efecto,

[...] si el Sistema es considerado todopoderoso [...] entonces las fuentes de oposición pueden
encontrarse fuera de él. Pero si es realmente todopoderoso, entonces por definición no puede
haber nada fuera de él, de la misma manera que no puede haber nada fuera de la infinita cur-
vatura del espacio cósmico. Si el Sistema está en todas partes, así como el Todopoderoso no
aparece en ningún lugar en particular y por lo tanto es invisible, puede decirse entonces que no
hay ninguna clase de sistema.14

La insistencia excluyente en los movimientos sociales y el multiculturalismo, por lo tanto, entraña


el peligro de un desarmante descuido del análisis del sistema como totalidad articulada (por el contra-
rio, el análisis del sistema en estos términos de totalidad articulada obliga a restituir a la teoría el eje de
las clases y sus luchas, justamente en su articulación con otras formas de resistencia). Por otra parte, tal
insistencia en el multiculturalismo —entendido como la coexistencia híbrida y mutuamente “traduci-
ble” de diversos “mundos de vida” culturales— puede interpretarse sintomáticamente como la forma
negativa de emergencia de su opuesto, la presencia masiva del capitalismo como sistema mundial uni-
versal. Puesto que el horizonte del “imaginario social e histórico” (para utilizar la expresión de Castoria-
dis) ya no nos permite abrigar la idea de un eventual derrumbe del modo de producción capitalista
(limitación del imaginario que se expresa teóricamente en la recusación de las nociones de totalidad
y “clase”) se termina aceptando silenciosamente que el capitalismo está aquí para quedarse. La energía
crítica, en este contexto, encuentra una válvula de escape sustitutiva en la lucha —sin duda necesaria,
pero no suficiente— por diferencias culturales que, en el fondo, dejan intacta la homogeneidad básica
del sistema mundial capitalista. No podríamos expresarlo mejor que Zizek:
Peleamos nuestras batallas por los derechos de las minorías étnicas, de los gays y las les-
bianas, de los múltiples estilos de vida, etcétera, mientras el capitalismo prosigue su marcha
triunfal; y la teoría crítica de hoy, bajo su atuendo de estudios culturales, está sin querer hacien-
do su servicio final al desarrollo irrestricto del capitalismo, por la vía de participar activamente

14 Terry Eagleton: Las ilusiones del posmodernismo, BuenosAires, Paidós, 1997.

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en el esfuerzo ideológico de transformar su presencia masiva en invisibilidad: en una muestra
típica de criticismo posmoderno, la sola mención del capitalismo como sistema mundial tien-
de a despertar acusaciones de esencialismo, fundamentalismo y otros crímenes.15

Lo que sí queda más claro, pues, es de qué múltiples maneras esta concepción alternativa (la de
que los “nuevos movimientos” son sustitutivos de una clase trabajadora en vías de extinción) puede
poner la “micropolítica” a disposición de las más obscenas loas al pluralismo y la democracia capita-
listas contemporáneos: “el sistema se felicita a sí mismo por producir cada vez más sujetos estructu-
ralmente no utilizables”. 16 Mientras tanto, se pierde de vista —y se expulsa de la investigación teó-
rica tanto como de la acción política— el lugar constitutivo (es decir, “estructural”, es decir —cómo
no— “totalizador”) que sigue teniendo para el sistema la diferencia entre propiedad y no propie-
dad de los medios de producción, la producción de plusvalía y la reproducción de esas relaciones
productivas que se estiman como “desaparecidas”. Y es justamente la desaparición de prácticamente
toda referencia al “mundo del trabajo” en la teoría, la que resulta altamente sospechosa. O, por lo
menos, fuertemente sintomática. En efecto, no se puede dudar de ninguna manera de la necesidad
de repensar (como lo venimos defendiendo hasta aquí y volveremos a hacerlo más adelante) la arti-
culación de la lucha de clases en sentido clásico —e incluso de la propia noción de “clase”— con las
“nuevas subjetividades” étnico-culturales, nacionales o de género. Sería teórica y políticamente irres-
ponsable renunciar a esta “novedad” (novedad, entiéndase, conceptual, aunque no factual). Pero, una
vez más, de allí a negar (o mejor: a renegar de) la relevancia de la lucha de clases como lugar “vacío”
(queremos decir: como espacio virtual sobre el cual fundar nuevas formas de acción de la multitud
subalterna) que retrocede ante la emergencia de esas “subjetividades”, hay un paso demasiado gran-
de. Y es un paso que corre el riesgo de arrojar al multiculturalismo en las peores manos: en el mejor
de los casos, en las manos de un neoliberalismo “políticamente correcto” que, en el fondo, como ya
lo hemos dicho, saca fácilmente patente de progresista mientras al mismo tiempo se deshace de la
molesta lucha de clases; en el peor, en las manos de una nueva ultraderecha populista y capaz de
asumir hipócritamente esas banderas para usarlas contra la lucha de clases y, en términos más direc-
tamente políticos, contra una izquierda “retrógrada” a la que se puede hacer ver como acantonada
en el dogma rígido de la lucha de clases “pura”. En un ensayo más reciente, el propio Zizek recuer-
da que en un congreso del Frente Nacional, Jean-Marie Le Pen hizo subir al estrado a un argelino,
un sudafricano y un judío; confundiéndose con ellos en un abrazo, le dijo a su audiencia: “Ellos no
son menos franceses que yo: son los representantes del gran capital multinacional, que ignoran sus
deberes hacia Francia, los que ponen en peligro nuestra identidad”. Es decir, de un solo y astuto plu-
mazo, Le Pen se apropia del multiculturalismo, refuerza el nacionalismo francés (convenientemente
“coloreado”, si podemos decirlo así), ocupa el lugar de enunciación de la izquierda con su retórica

15 Slavoj Zizek: “Multiculturalism, or the cultural logic of multinational capitalism”, New Left Review, nº 225. Hay versión castella-
na en Fredric Jameson y Slavoj Zizek: Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo (prólogo de Eduardo Grüner),
Buenos Aires, Paidós, 1998.
16 Fredric Jameson: Teoría de la postmodernidad, ob. cit.

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anticapitalista, y excluye absolutamente la variable “clasista” (no había, entre los destinatarios de su
abrazo, un obrero en función de tal).17
En otras palabras: en el uniformado campo ideológico (y de las políticas económicas prácticas)
actual, en el que la derecha y el “progresismo” convergen en el neoliberalismo, las diferencias políti-
cas son eliminadas en favor de las “actitudes” culturales. Pero como tales actitudes tienden a confor-
mar identidades o subjetividades inestables (lo cual es, desde luego, completamente cierto), el pen-
samiento “post” —aun el más “progre”— tiende a evaluar cualquier consideración de un antagonismo
central (y muy especialmente el de clase) como perfectamente irrelevante. El antagonismo de clase, se
nos dice, aun admitiendo que existiera (lo cual es dudoso, puesto que ya “no hay más” proletariado), no
puede ser esencializado como última ratio de una ontología hermenéutica a cuya expresión quedan
reducidos los otros dispersos e infinitos antagonismos “múltiples”. Enunciado con el cual, en abstracto,
no podríamos estar más de acuerdo. Pero el problema que se presenta cuando queremos asignarle un
contenido histórico concreto a semejante enunciado es, como desde posiciones muy diferentes lo han
aclarado Jameson o Badiou (y volveremos abundantemente sobre esto cuando más adelante discuta-
mos con Laclau), que la celebración multiculturalista de la diversidad de “subjetividades” y “estilos de
vida” depende estrictamente de una subterránea unidad, de un borramiento de lo que Zizek llama “la bre-
cha antagónica”. No sin sarcasmo, Zizek continúa razonando:

[...] lo mismo se verifica en la crítica posmoderna standard contra la diferencia sexual como
oposición binaria: no hay dos sexos sino una multitud de sexos e identidades sexuales. Pero
la verdad de estos sexos múltiples es el Unisex: la supresión de la Diferencia en una Mismidad
tediosamente repetitiva y perversa que contiene a la multiplicidad [...] La respuesta de una
teoría materialista pasa por mostrar que este mismo efecto de Unidad ya descansa previa-
mente en la exclusión de la brecha antagonista, cuya invisibilidad sostiene a la pluralidad de
identidades.18

La aparente multiplicidad, entonces, es la forma “post” que adopta la “falsa totalidad” de Adorno: la
multiplicidad más o menos intercambiable de las partes oculta la fractura constitutiva del todo (de lo que
solía llamarse “el modo de producción”). Hoy, cuando las diferencias de identidad sexual han adquirido
(y bienvenido sea) carta de ciudadanía, la verdadera obscenidad del sistema consiste en ocultar, por
ejemplo, la superexplotación salvaje del trabajo en el Tercer Mundo bajo el manto de la “diversidad”
globalizada. Por supuesto que esto mismo plantea la pertinencia (sobre la cual también abundaremos
más adelante) de la articulación de esa explotación con las identidades étnico-culturales, nacionales,
poscoloniales, etcétera (puesto que se trata, justamente, del Tercer Mundo): de su articulación, no de su
sustitución por el festejo de la “hibridez” o de “la Diferencia que camina junto a la Semejanza”. Porque, en
suma, la economía —la economía capitalista mundializada— sigue existiendo, y ella sí es una mismidad,
una unidad “global” que provoca la miseria, la enfermedad, la muerte y la marginación de millones de

17 Slavoj Zizek: “Why we all love to hate Haider”, New Left Review, nº 2, marzo de 2000.
18 Ibíd.

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seres sometidos simultáneamente a la explotación de clase y a la segregación étnico-cultural, y proba-
blemente por las mismas razones. No se ve, entonces, cuál es la ventaja, una vez que habíamos logrado
desconstruir el reduccionismo de la cultura a la economía —gracias también, aunque no únicamente,
al “giro cultural”—, de hacer ahora el camino inverso de reducción de la economía —en el sentido com-
plejo que hemos visto en Marx, por ejemplo— a la cultura, o más difusamente aún, a la “multicultura”.

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Lectura Nº4
Rojo, Grínor, “9”, en Diez Tesis Sobre la Crítica, Santiago de Chile, LOM Ediciones,
2001, pp. 125-138.

¿Por qué sorprendernos entonces de que la clarinada del día sean los “estudios culturales”? La cuadra-
tura del círculo nos la suministra, como en otras ocasiones, Jonathan Culler, ahora en las páginas de un
manual aparecido en 1997: “Pudiera decirse que los dos van juntos”, escribe ahí, “la ‘teoría’ es la teoría y
los estudios culturales son la práctica”. Y remata esa observación, escribiendo con cursiva que “Los estu-
dios culturales son la práctica de la cual lo que llamamos la ‘teoría’ para abreviar es la teoría”.1
Proliferan, en efecto, en los últimos años, las publicaciones en las que se plasma esta nueva (y vieja:
texto cultural es, dicho de una manera todavía inconsulta, todo lo que no es el texto literario, histó-
rico, filosófico, etc., en el sentido que tradicionalmente se les daba a estas compartimentalizaciones)
clase de estudios críticos, trabajos más y menos extensos y más y menos sesudos acerca de discursos
de tanta trascendencia para el bienestar y la perduración de la raza humana sobre el planeta como son
las bitácoras de los exploradores del Polo Norte o las películas de Rambo protagonizadas por Sylvester
Stallone. “Profesores de francés que escriben libros sobre los cigarrillos o sobre la manía norteameri-
cana con la gordura; shakespeareanos que analizan la bisexualidad; expertos en el realismo que están
trabajando sobre los asesinatos en serie...”,2 la verdad es que nada pareciera hallarse a salvo de la avidez
pantagruélica de los estudios culturales. Si por ejemplo nos aproximamos a la que bien pudiera ser la
más popular entre las varias antologías que ya circulan acerca del tema, veremos que sus editores la
introducen proclamando una amplitud del objeto tan espléndida que prácticamente carece de fronte-
ras. “Categorías mayores” de ese objeto son, según ellos, “la historia de los estudios culturales, el género
y la sexualidad, la nacionalidad y la identidad nacional, el colonialismo y el postcolonialismo, la raza y la
etnicidad, la cultura popular y sus públicos, la ciencia y la ecología, la política de la identidad, la pedago-
gía, la política de la estética, las instituciones culturales, la política de la disciplinariedad, el discurso y la
textualidad, la historia y la cultura global en una edad postmoderna”.3
En resumen, todo o casi todo. Agreguemos a eso que, a causa del a o antidisciplinarismo radical que
se advierte en las expresiones más representativas de la tendencia, la amplitud en lo que concierne al
método no es menor. Se proclama acerca de este particular el disfrute por parte del estudioso de una
libertad máxima en el uso de los medios de conocimiento ya existentes, el marxismo, el feminismo, el
psicoanálisis, o en general las estrategias epistemológicas del postestructuralismo y el postmodernis-
mo, junto con dejar muy bien sentado que por su parte los estudios culturales “no tienen una metodo-
logía que les sea propia, ningún tipo de análisis estadístico, etnometodológico o textual del que pue-

1 Jonathan Culler. Literary Theory. A Very Short Introduction. Oxford, New York. Oxford University Press, 1997, p.43.
2 Ibíd.
3 Cary Nelson, Paula A. Treichler y Laurence Grossberg. “Cultural Studies: An Introduction” en Cultural Studies, 1.

Sólo uso con fines educativos 428


dan llamar suyo” y que ni siquiera “los estudios culturales pueden garantizar cuáles son las preguntas
importantes en un contexto dado o cómo responderlas”.4
Con todo, los editores que estoy citando detectan en estos nuevos estudios (y en estos nuevos
estudiosos) un cierto interés por la conexión entre las prácticas culturales y el poder y subrayan por
eso mismo una ostensible preferencia por todo aquello que hasta hace algunos años solía ser enviado
al patio de atrás, así como también el deseo de mantener un resquicio (al menos eso) a la posibilidad
de la intervención del intelectual en los negocios de la polis, por muy contextualizada y efímera que
ésta sea. Todo lo cual dificulta una definición enormemente, pero ellos no se amedrentan y la acometen
de todas maneras. Va así: “Los estudios culturales son un campo interdisciplinario, transdisciplinario y a
veces contradisciplinario que opera en la tensión entre sus tendencias para abrazar tanto una concep-
ción de la cultura amplia, antropológica, como una más ceñidamente humanista. Al revés de la antro-
pología tradicional, sin embargo, ha surgido de los análisis de las sociedades industriales modernas. Es
típicamente interpretativo y evaluativo en sus metodologías, pero al revés del humanismo tradicional
rechaza la ecuación exclusiva de la cultura con la alta cultura y argumenta que todas las formas de pro-
ducción cultural necesitan ser estudiadas en relación con otras prácticas culturales y con las estructuras
sociales e históricas. Los estudios culturales están de este modo comprometidos con el estudio de un
espectro entero de las artes, creencias, instituciones y prácticas comunicativas de la sociedad”. 5
Por supuesto, esta indeterminación de los estudios culturales con respecto a sí mismos no es
casual. No es que estos estudios (o estos estudiosos) no tengan la habilidad que se requiere para admi-
nistrarse un objeto o unos procedimientos metodológicos, lo que pasa es que no quieren hacerlo. Porque
los estudios culturales surgen en el vacío que deja la imposibilidad, cuando no la indisposición volun-
taria por parte de las disciplinas del humanismo moderno para dar cuenta de una agenda de asuntos
que cada vez las presionan con mayor impaciencia. Es evidente que esas disciplinas tradicionales se
han resistido hasta ahora prestar oído a tales presiones. No sólo la crítica literaria, sino también la his-
toria, la sociología, la antropología, la filosofía, la psicología, etc., son todos quehaceres especializados
que trazan, cada uno con su propio sistema de pesos y medidas, el perímetro de su pertinencia o, para
decirlo con más precisión aún, su política de inclusiones y exclusiones. En conjunto, esas políticas for-
man o formaron la política de inclusiones y exclusiones de las llamadas humanidades o ciencias huma-
nas durante los últimos trescientos o más años de la historia de Occidente, la que no era inmotivada. Por
detrás de ella, lo que se alzaba era una cierta idea del hombre. Esa idea del hombre era la que autoriza-
ba y desautorizaba, la que protegía y excomulgaba. En el último análisis, lo que los estudios culturales
están combatiendo es la legitimidad y, por lo tanto, la autoridad de ese constructo ideológico básico, el
mismo que respalda aún a las prácticas del humanismo contemporáneo.
Pero hay algo más. Como Mignolo y Belsey en el debate sobre el canon al que nosotros nos referi-
mos en el capítulo precedente, pareciera ser que los culturalistas de los años ochenta y noventa se han
convencido de que su tarea no consiste en desconstruir el programa de las disciplinas cuyas respues-

4 Ibíd. 2.
5 Ibíd.4.

Sólo uso con fines educativos 429


tas ya no los satisfacen, para reconstruirlo después, refraseando así los estatutos exclusionistas que las
constituyen de una manera “actualizada”. No sólo sienten que habría en ello un proyecto de desenlace
por demás conjeturable, sino que el intento mismo importaría, a juicio de sus más escuchados portavo-
ces, un cazabobos a carta cabal, cuyo fruto previsible no es otro que el reemplazo de un set de exclusio-
nes insatisfactorio por otro set de exclusiones igualmente insatisfactorio o que, en el mejor de los casos,
con algo de suerte, podría ser un poco menos rígido que el anterior. Una reflexión de Fredric Jameson,
en Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism, aclara bien el sentido de esta suspensión, al
parecer sine die, de las viejas barreras disciplinarias. Escribe Jameson ahí: “argumentar que la cultura
carece hoy de la relativa autonomía de la que disfrutó una vez, como un nivel entre otros en momentos
anteriores del capitalismo (y ni qué decir de las sociedades precapitalistas), no implica necesariamente
su desaparición o su extinción. Por el contrario, debemos ir más allá y afirmar que la disolución de una
esfera autónoma de la cultura ha de ser imaginada en términos de una explosión: una expansión pro-
digiosa de la cultura a través del ámbito social, hasta el punto en que acerca de todo en nuestra vida
social —desde el valor económico y el poder del Estado a las prácticas y a la estructura misma de la psi-
quis— se puede decir que ha llegado a ser ‘cultural’ en algún sentido nuevo y todavía no teorizado”. 6
Miradas entonces desde el punto de vista de este rebalse formidable de aquellos saberes que las
humanidades empezaron a reputar como suyos desde el Renacimiento, revueltos todos ellos en el cal-
dero sin fondo de “la cultura”, lo que el análisis de Jameson comprueba alegremente, como vemos, se
entiende por qué para muchos de los participantes en la discusión culturalista contemporánea estas
disciplinas, en la forma que ellas conservan aún o en cualquiera otra, no tienen salvación. No es de extra-
ñar entonces que los prosélitos del culturalismo opten por refugiarse en los extramuros del juego inte-
lectual, por establecer tienda aparte, por ponerse en una orilla de indeterminación aposta con respecto
a los protocolos del quehacer académico establecido, y que es una orilla desde la cual al investigador
de la cultura debiera serle posible continuar con su trabajo sólo que ahora sin correr el riesgo de que el
policía disciplinario venga y le diga que lo que está haciendo no tiene cabida dentro de los parámetros
que autoriza la Ley.
También es comprensible que a la mayoría de los teóricos que manifiestan interés en este tema la
falta de un objeto y un procedimiento precisos no les preocupe seriamente. Menos aún les preocupa
a aquellos otros que, dentro del mismo sector, han sido atraídos hacia él por un interés predominan-
temente político y que se concentra de preferencia en los grupos humanos a los cuales la legalidad
filosófica anterior dejó, como dice Luce Irigaray respecto de las mujeres, sin representación o con una
representación apropiada por los dueños del poder.7
Pero, para poner las cosas en su justo lugar, es preciso que nos hagamos cargo también de que la
atmósfera intelectual que abrió paso a la popularidad de los estudios culturales es muy anterior a los

6 Fredric Jameson. Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism. Durham. Duke University Press, 1995, p.48 [El capí-
tulo que estoy citando, como un ensayo aparte, se publicó originalmente en 1984].
7 Véase: “Any Theory of the ‘Subject’ Has Always Been appropriated by the ‘Masculine’” en Speculum of the Other Woman, tr.

Gilliam C. Gill. Ithaca, New York. Cornell University Press,1985, pp.133-146.

Sólo uso con fines educativos 430


trastornos ocurridos durante estos últimos años. En el fondo, lo que aquí estamos ponderando son las
consecuencias de una doble crisis. A fines de la década del cincuenta y comienzos de la del sesenta,
una crisis del marxismo, que tiene como escenario a Inglaterra, donde se inicia una polémica desde la
izquierda contra el marxismo ortodoxo, especialmente contra su economicismo; y en las décadas del
ochenta y noventa, una crisis generalizada de las compartimentalizaciones disciplinarias en el entero
territorio de las humanidades, resultado este nuevo proceso de un movimiento general dentro de la
historia contemporánea y de sus secuelas respectivas. Es en el marco de esta situación histórica nueva,
con características marcadamente desestabilizadoras, que se genera una brecha filosófica de dimensio-
nes diz que insalvables entre los supuestos del humanismo moderno y el sentir de algunos connotados
representantes de la teoría crítica. Pero para no olvidarnos del primero de los reajustes mencionados,
anotemos aquí que él tuvo por protagonistas a gente como Raymond Williams, en Culture and Society
(1958) y The Long Revolution (1961); Richard Hoggart, en The Use of Literacy (1958); y E.P. Thompson, en
The Making of the English Working Class (1963). Del segundo reajuste, cuyas ambiciones son como se
ha visto bastante más radicales, creo que se pueden encontrar no sólo primicias sino contribuciones
de una envergadura que no es despreciable en la crítica del eurocentrismo que en la práctica antro-
pológica llevaron a cabo Lévi-Strauss y sus discípulos en la década del cincuenta, en la preocupación
por la cultura del grupo de Frankfurt —preocupación de Horkheimer y Adorno principalmente—, en la
relectura que Lacan hizo de Freud a partir de los años cincuenta y en la profesión de fe agresivamente
antihumanista con la que iba a presentar sus credenciales el marxismo althusseriano. Pero cuando el
temporal arrecia con más fuerza es en el curso de los años setenta, ochenta y noventa, ahora debido al
cuestionamiento postestructuralista y postmoderno, de la plataforma teórica y operativa del humanis-
mo y las humanidades.
Cuesta poco comprobar que, en la primera de sus apariciones en público, aquélla que se remonta
al segundo lustro de la década del cincuenta en Inglaterra, los estudios culturales intentaron dar res-
puesta a una problemática de límites circunscritos a través de una actitud crítica que en su disputa
con el pasado no pretendía hacer tabula rasa. Bien mirado, ese culturalismo inglés de los años cincuen-
ta obedeció básicamente a un prurito de reforma: a la puesta en evidencia de aquellas necesidades
“superestructurales” de las que el marxismo había prometido hacerse cargo en algún momento de su
zigzagueante trayectoria, pero a las que acabó, si es que no renunciando por completo, en cualquier
caso disolviéndolas dentro de una praxis en la que el factor económico y de clase se llevaba la parte del
león. Raymond Williams, Richard Hoggart y E.P. Thompson, que se dieron cuenta de las consecuencias
menoscabantes que ese déficit de una reflexión sobre la cultura tenía para los propósitos transforma-
dores de la ciencia de Marx, pusieron en marcha entonces el proyecto culturalista británico de izquier-
da. Williams sobre todo, a partir de su libro Culture and Society, de 1958, fue el que desarrolló la tesis del
“materialismo cultural”, basándose en la premisa de que la cultura encierra a “la totalidad de la vida”, por
lo que no se la debe tratar como si ella fuese la cara opuesta y desechable de la materia (de la econo-
mía para el reduccionismo stalinista del que Williams tenía un ejemplo tan patente como heroico en el
malogrado Christopher Caudwell).
Por el contrario, la cultura va a constituir para Williams la materia misma de que la vida está hecha,
el espacio donde todo, incluido el dato económico, se presenta indefectiblemente. Explicó en 1958:

Sólo uso con fines educativos 431


“Nunca observamos el cambio económico en condiciones neutrales, de la misma manera en que no
podemos observar la influencia exacta de la herencia, la que sólo se halla disponible para su estudio
cuando está ya incorporada en un ambiente. El capitalismo, y el capitalismo industrial, que Marx pudo
describir en términos generales mediante el análisis histórico, aparece sólo dentro de una cultura exis-
tente. La sociedad inglesa y la sociedad francesa se encuentran ambas, hoy, en ciertos estadios del
capitalismo, pero sus culturas son perceptiblemente diferentes y por razones históricas sólidas. El que
ambas sean capitalistas puede ser determinante al fin, y ello puede constituirse en una guía para la
acción social y política, pero es claro que, si lo que nos proponemos es entender las culturas, nos debe-
mos al modo de vida como un todo”. 8
Hoy, aunque Williams sigue siendo objeto de veneración en diversas capillas teóricas, su trabajo
ha sido revisado y vuelto a revisar varias veces. La continuidad en Inglaterra de su proyecto y del de
Hoggart, que se cumple a través del Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, pasó a
manos de los culturalistas postestructuralistas, Stuart Hall, Dick Hebdige y otros, que como los iniciado-
res de la tendencia están interesados en la potencialidad transformadora que la cultura posee de suyo,
pero sintiéndose cada vez más distantes del objeto y los métodos de la ciencia marxista. Si Williams
quiso reformar el marxismo desde adentro, sus descendientes prefieren instalarse en otro sitio.
Pero he aquí que de pronto, en lo que toca a esta manera de acercarse a la problemática político-
social por parte de la familia culturalista, en el centro de su último libro, The Location of Culture, Homi K.
Bhabha, uno de los nombres de más ancho cartel entre los varios que parecen disputarse el liderazgo
de la corriente, acusa: “La posición enunciativa de los estudios culturales contemporáneos es compleja
y problemática. Pretende institucionalizar un espectro de discursos transgresores cuyas estrategias han
sido elaboradas en torno a lugares no equivalentes de representación, donde una historia de discrimi-
nación y de falsa representación es común entre, digamos, mujeres, negros, homosexuales e inmigran-
tes del Tercer Mundo. Sin embargo, los ‘signos’ que construyen tales historias e identidades, género, raza,
homofobia, diáspora de postguerra, refugiados, la división internacional del trabajo, etc., no sólo difie-
ren en contenido sino que a menudo producen sistemas incompatibles de significación y se involucran
en distintas formas de subjetividad social”. 9
Bhabha escribe estas palabras desde su posición de culturalista postcolonial, una posición a la
que nosotros nos referiremos dentro de algunos minutos pormenorizadamente. Pero lo que nos está
descubriendo, aun en ese sector más acotado de la corriente culturalista at large, es que la revoltu-
ra indiscriminada de “signos” disímiles dentro de un mismo caldero teórico obstaculiza un examen
responsable de las diferencias. Si es efectivo que las antiguas disciplinas humanísticas bloquearon el
conocimiento de tales o cuales regiones de la realidad (y, peor aún, de la humanidad), no es menos
efectivo que la indiferenciación culturalista amenaza con devolver el conocimiento del hombre que

8 Raymond Williams. Culture and Society 1780-1950. New York. Columbia University Press, 1958, pp. 280-281. Un libro nuevo y
bueno, que estudia el legado de Williams, es el de John Higgins. Raymond Williams. Literature, Marxism and Cultural Materia-
lism. London y New York. Routledge, 1999.
9 Homi K. Bhabha. The Location of Culture. London y New York. Routledge, 1994, p. 176.

Sólo uso con fines educativos 432


hasta ahora habíamos logrado acumular hacia épocas que son anteriores a la gran renovación de los
siglos XVI al XVIII.10
¿Cuál es, entonces, la sustancia del “texto cultural”, de ese texto que según hemos visto habría lle-
gado hasta el antiguo recinto de las ciencias humanas para reemplazar con evidentes ventajas al texto
literario, al filosófico, al antropológico, etc.? De las frases de Bhabha yo colijo que la atribución de un
“signo” homogéneo a todas las experiencias que tales textos nos están tratando de comunicar, si bien
podría justificarse desde el punto de vista político, y aun eso es dudoso, no se puede justificar de ningu-
na manera si lo que deseamos es hacer abandono de una vez por todas (y es como si nunca lo hubié-
ramos hecho) de ciertas generalizaciones más bien bastas, como podrían ser las del tercermundismo
sesentista de nuestros años mozos o las del liberalismo sensible de algunos intelectuales metropolita-
nos —transidos éstos de la más conmovedora benevolencia—, y dar cuenta en cambio, con precisión y
finura, de las diferentes “formas de significación” y de las diferentes “subjetividades sociales” de los gru-
pos postergados. ¿No estará esto prefigurando la etapa que sigue, esa etapa con la cual Homi Bhabha
no ha querido hasta ahora comprometerse?

Pero, antes de embarcarme en una discusión de las señales que presagian el advenimiento de esa
otra etapa, yo siento que una versión en el límite del desempeño culturalista es la que en estos mis-
mos momentos nos están ofreciendo los críticos “postcoloniales”, de los que Bhabha es voz de mando
y a cuya empresa cognoscitiva me parece que no puedo dejar de referirme en este mismo contexto.
Porque me temo que lo que tenemos por delante en este caso no es una prolongación de la escritu-
ra anticolonialista y antiimperialista de los años cincuenta y sesenta, la que autorizaron Aime Césaire,
Franz Fanon, Albert Memmi o Roberto Fernández Retamar, como pregonan algunas voces simplifica-
doras,11 sino el producto de una rebelión de los intelectuales resident aliens y, por extensión, de todos
aquellos intelectuales subalternos (sub-alternos) que cumplen funciones dentro de los confines de la
cultura metropolitana, pero que no tienen ninguna gana de verse cooptados por esa cultura o por lo peor
de esa cultura. Trátase en efecto de un tipo de trabajo culturalista que se produce mayormente den-
tro de la coterie ghettificada hasta la asfixia de los intelectuales periféricos que residen en el centro
del mundo. Como sabemos, la tarea que a esos intelectuales se les confió en el pasado fue la de servir
de “informantes”, la de garantizar con su presencia y su palabra la verdad de los juicios que acerca del

10 Pese a su actitud en general de asentimiento, John Beverly no deja de expresar también sus aprensiones: “El problema, sin
embargo, es que este acercamiento descriptivo a los cambios culturales producidos por la globalización y las nuevas tec-
nologías es incapaz por sí mismo de rearticular y modificar instituciones. Corre el peligro de constituirse como una espe-
cie de costumbrismo postmodernista”. “Sobre la situación actual de los estudios culturales” en Asedios a la heterogeneidad
cultural. Libro de homenaje a Antonio Cornejo Polar; eds. José Antonio Mazzotti y U. Juan Zevallos. Philadelphia. Asociación
Internacional de Peruanistas, 1996 p.463.
11 La tesis de esta continuidad la formulan Bart Moore Gilbert, Gareth Stanton y Willy Maley en su “Introduction” a Postcolo-

nial Criticism. eds. Bart Moore-Gilbert, Gareth Stanton y Willy Maley. London y New York. Longman, 1997, pp.1-72.

Sólo uso con fines educativos 433


“otro” tercermundista emitían los intelectuales “ciudadanos” dentro de aquella misma región. Era cómi-
co, desde luego, considerando que la mayoría de tales individuos había hecho su mutis de las selvas del
Tercer Mundo muchos años atrás y que la idea que de él conservaban era con frecuencia obsoleta. En
nuestro campo, ellos eran los latinoamericanistas latinoamericanos, los que validaban incluso con sus
historias de vida lo que los latinoamericanistas no latinoamericanos decían acerca de un paisaje natural
y social que a estos últimos les quedaba un poco lejos, por el que no siempre les era fácil movilizarse
con comodidad (demasiado desorden, sobre todo), pero cuyas complicaciones se les hacía necesario
reducir y domesticar a corto plazo echando mano de fórmulas de interpretación que aparecían y des-
aparecían con la rapidez con que suelen hacerlo las modas ideológicas del Primer Mundo.
Mi impresión es que lo que de un tiempo a esta parte está sucediendo entre esos antiguos infor-
mantes es un episodio de desobediencia protegida. Hartos de su papel de segunda fila y a la sombra
de algunos cambios ideológicos y políticos que hacen su estreno en sociedad en las naciones del Pri-
mer Mundo a partir de los años sesenta, v.gr.: el advenimiento de la nueva antropología, el apogeo del
“multiculturalismo” y la ideología de la “diversidad”, el reflujo marxista y las libertades filosóficas que son
causa y consecuencia del postestructuralismo, principalmente en sus versiones derridiana y foucaultia-
na, los informantes de otrora han empezado a construirse una posición discursiva propia cuya piedra
de toque es la reivindicación a cualquier precio de su “diferencia” profesional y personal. Profesional-
mente, a lo que ellos aspiran es a expresarse con una voz crítica que no sea conmutable con la de los
intelectuales del mundo que dejaron atrás hace tiempo ni tampoco con la de los de aquél en el que
ahora residen. Personalmente, reivindican su no identificación para con ninguno de tales sitios.
Desde aquí entonces, desde estas nuevas “posiciones”, lo que los críticos postcoloniales pretenden
es producir una lectura “descolonizada” de unos cuantos textos que tienen su origen de ordinario entre
los grupos marginales y/o subalternos, tanto los de afuera como los de adentro del espacio geográfico
ocupado por el establishment hegemónico. El proyecto no empezó así, sin embargo. No era eso lo que
se proponía Edward Said en Orientalism, su libro fundacional de 1978. Como saben sus buenos lecto-
res, lo que Said procuró hacer en aquel libro fue sacar a luz los códigos de acuerdo con los cuales, en
el marco del imperialismo, como su causa y su consecuencia, Occidente había leído a Oriente durante
el siglo XIX. Hoy, ya no interesa tanto la lectura que Occidente ha hecho de Oriente, ni en el siglo XIX ni
después, sino leer, con el mismo ojo descolonizador que usó Said en el 78 (aunque ahora sin la impron-
ta foucaultiana, de la que él se sacudió más tarde, en Culture and Imperialism, de 1993), las lecturas que
el Tercer Mundo ha hecho de sí, y no tanto las que se mueven dentro de la órbita del discurso imperial
como aquellas otras que, por pertenecer a sus sectores secundarios o secundarizados, se salvaron pre-
sumiblemente de toda contaminación.
Hemos pasado así desde Orientalism, de Said, a Imperial Eyes. Travel Writing and Transculturation, de
Mary Louise Pratt, y a In Other Worlds: Essays in Cultural Politics, de Gayatri Spivak. Y con un añadido: el
Tercer Mundo del que ahora se habla es el de afuera y también el de adentro del Primer Mundo. Esta
segunda pata del proyecto postcolonial, que se refiere a los marginales y a los subalternos del interior
del sistema hegemónico, es de suprema importancia, pues de ahí sale el justificativo que permite la
incorporación, en este selecto club de intelectuales tercermundistas que viven en el Primer Mundo, de
algunos de sus colegas que nacieron y crecieron en ese mismo mundo, pero que viven o dicen vivir

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como en el Tercero. Es un Cornel West, que se conecta con las “masas negras” de los Estados Unidos a
través de “narrativas e historias cristianas” que les son “familiares”, aunque aprovechando al mismo tiem-
po para la confección de su discurso ensayístico los “desarrollos intelectuales que van de Tocqueville
a Derrida”. O es un Stuart Hall, que se explaya acerca de las miserias del subproletariado inglés bajo
el gobierno de Margaret Thatcher desde una sensibilidad y una postura que no pueden ser sino de
izquierda, aunque haciendo uso de un lenguaje que se sacude de la ortodoxia marxista y la reemplaza
por la lógica “arbitraria” y “no natural” del signo lingüístico.12
De igual manera, definiéndose a sí mismos como “el otro” de la cultura postmoderna y poniéndose
rápidamente por encima de la oposición centro/periferia, por lo menos en su significado geopolítico y
geoeconómico, los culturalistas de la generación posterior a la de Said practican e incluso teorizan su
condición de extranjeros en las academias metropolitanas. Hacen así de una circunstancia de evidente
menoscabo el plus que les estaría permitiendo decir lo que dicen desde una zona blanca, expresión
rediviva del discurso del filósofo cuyo lenguaje se constituye al margen de toda compulsión. He ahí la
ventaja de la no pertenencia. La posición del intelectual postcolonial-resident-alien no es, en definitiva,
para estos teóricos de la última vanguardia, ni la del “intelectual colonizado”, ideológica y técnicamen-
te backwards, que tiene unos ideales y que habita en un territorio que en el mejor de los casos siguen
siendo “modernos”, ni la del “intelectual colonizador”, asimismo contaminado ideológicamente, si bien
por otras razones, pero técnicamente al día y por lo tanto ciudadano legítimo en el territorio de la post-
modernidad. La doble distancia con respecto a unos y a otros la fija Gayatri Spivak con meridiana lim-
pieza en el ensayo número doce de In Other Worlds... (“Subaltern Studies. Deconstructing Historiogra-
phy”), donde le enmienda la plana al Grupo de Estudios Subalternos de la India, por no ser sus miem-
bros lo suficientemente postestructuralistas, y en “Can the Subaltern Speak?”, su influyente artículo del
88, donde hace lo propio con Deleuze y Foucault, pero por no ser esos otros lo suficientemente marxis-
tas (de un marxismo presumiblemente tercermundista, se entiende). A buen recaudo de los de-sacier-
tos a los que conducen los discursos críticos que son tributarios de cualquiera de esos dos costados
aborrecibles, la posición del intelectual postcolonial-resident-alien es la del que está también al día, y
muy al día, puesto que vive en el territorio de la postmodernidad a prueba de dudas y debilidades, pero
sin que eso (y he ahí lo que lo diferencia de los Deleuze y los Foucault de este mundo) le signifique un
compromiso con los supuestos ideológicos y/o técnicos que dominan en dicha cultura.
En cuanto a lo primero, como ellos se preocupan de hacérnoslo saber, a veces con demasiada insis-
tencia, se nos advierte que el intelectual postcolonial no es un ciudadano de la metrópoli. Es decir que
es alguien que está en ella, pero que vive ahí de prestado y que por consiguiente no tiene los mismos
derechos ni tampoco experimenta las mismas obligaciones (esto es lo mejor naturalmente) que tienen
los intelectuales que son ciudadanos. En cuanto a lo segundo, el uso que el intelectual postcolonial-
resident-alien hace del instrumental técnico postmoderno no es un uso ortodoxo sino heterodoxo, pues
él/ella emplea ese instrumental cuando quiere, donde quiere y sobre todo como quiere.
En el último libro de Spivak que yo conozco, Outside in the Teaching Machine, encuentro la ver-

12 Tomo estos dos ejemplos de Homi K. Bhabha. “Postcolonial Authority and Postmodern Guilt” en Cultural Studies, 58.

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sión que el postcolonialismo ha compuesto sobre la realidad de aquellos países que están viviendo
la experiencia postcolonial. Según esta autora, “las demandas que son más urgentes en el espacio
descolonizado se reconocen tácitamente como codificadas dentro de la herencia del imperialismo:
nacionalidad, constitucionalidad, ciudadanía, democracia, socialismo y aun culturalismo. En el marco
histórico de la exploración, de la colonización, de la descolonización, lo que se demanda efectiva-
mente es una serie de conceptos políticos reguladores, la narrativa supuestamente autorizada de la
producción de lo que fue escrito en otra parte, en las formaciones sociales de Europa Occidental [...]
la nación nueva se hará funcionar de acuerdo a una lógica reguladora que se deriva de una reversión
de la antigua colonia dentro de la episteme del sujeto postcolonial: secularismo, democracia, socialis-
mo, identidad nacional, desarrollo capitalista. Hay, sin embargo, un espacio que no comparte la ener-
gía de esta reversión, un espacio que no tuvo una agencia de tráfico firmemente establecida con la
cultura del imperialismo. Paradójicamente, este espacio está también fuera del movimiento obrero
organizado, debajo de las tentativas por revertir la lógica del capital. Convencionalmente, este espa-
cio se describe como el hábitat del sub proletario a del sub alterno”. 13
Con esto, el objeto de los discursos críticos postcoloniales más próximos a nosotros queda bien
establecido. Los blancos de la actividad cognoscitiva del intelectual postcolonial del presente son la
marginalidad, por un lado, y la subalternidad, por el otro (es necesario mantener los dos términos, por-
que se subentiende que hay subalternos que no son necesariamente marginales, v.gr.: las mujeres),
principal aunque no exclusivamente en ese mundo que él/ella dejó atrás alguna vez, puesto que esa
marginalidad y esa subalternidad se habrían librado de la mala influencia de la cultura ilustrada, euro-
pea, “reversionista”, en el sentido derridiano de una mala desconstrucción, del que padece el resto de
la humanidad tercermundista e incluyéndose dentro de ella a un amplio sector de los explotados y
los oprimidos de siempre. De otra parte, quien busca esa marginalidad y esa subalternidad y posee los
instrumentos técnicos como para descodificar sus mensajes con propiedad y competencia es el inte-
lectual postcolonial que reside en la metrópoli, pues él/ella tiene la ilustración necesaria pero duda de
ella, es dueño/a de una educación europea que no lo/la convence y no es “reversionista” sino descons-
truccionista de veras.
A mí todo esto me produce, y soy muy franco al declararlo, una sensación de irrefrenable disgusto
y hasta un poco de vergüenza ajena. No sólo porque la posición ideológica que acabo de documentar
reinventa y lleva hasta sus últimas consecuencias la falacia de un hablar desideologizado (en las dos
puntas del espectro: en los marginales y subalternos periféricos, que se presume que se salvaron de
saber, y en los intelectuales postcoloniales, que de tanto saber estarían de vuelta de eso mismo que
saben), sino, lo que es aún más inquietante, porque además hace del exilio, de la desposesión de la
experiencia de la patria, que es en último término el origen de lo que Gayatri Spivak ha llamado la “con-
dición diaspórica del intelectual postcolonial”, 14 una situación de privilegio.

13 Gayatri Chakravorty Spivak. Outside in the Teaching Machine. New York y London. Routledge,1993, pp.48-49.
14 Véase: Gayatri Chakravorty Spivak. The Post-colonial Critic. Interviews, Strategies, Dialogues, ed. Sarah Harasym. New York y
London. Routledge, 1990. Interesan sobre todo las entrevistas cuarta a séptima: “The Problem of Cultural Self-representa-
tion”,“Questions of Multi-culturalism”,“The Post-colonial Critic” y “Post Marked Calcuta, India”, pp. 50-94.

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A quienes hemos estado en el exilio de verdad y a quienes lo hemos sufrido con el dolor y la cólera
de vernos despojados de un país que nos pertenece mucho más que a las clases oligárquicas y burgue-
sas que lo han señoreado, porque quienes lo construyeron fueron nuestros padres y nuestros abuelos
con su trabajo, y cuyas banderas como bien dice Douglas Hübner no tenemos razón alguna para que-
rer regalarles, esta “teoría” nos resulta inaceptable. Por consiguiente, el colmo del desatino (¿o es otra
cosa?) nos/me parece que es aquél del que hacen gala nuestros propios intelectuales nativos, cuando
ellos se declaran a su vez postcoloniales. Retoman entonces el viejo papel del informante, sólo que un
informante que en las circunstancias actuales valida no a los colonizadores metropolitanos de antaño
sino a los postcoloniales metropolitanos de hogaño. El mejor ejemplo en este caso pareciera ser el de
la escritora bengali Mahasweta Devi, en la descripción que de sus ficciones hace Spivak en el libro que
hace poco mencioné, pero que como quiera que sea es una descripción respecto de cuya confiabilidad
yo no tengo los conocimientos que serían necesarios para dar un testimonio fidedigno ni tampoco el
tiempo que me hace falta para adquirirlos. Podría, en cambio, ejemplificar mi acusación con los decha-
dos latinoamericanos correspondientes, con los varios intentos que entre nosotros se han hecho, desde
unos quince años a esta parte, para “hacer hablar a los que no tienen voz” y en los que han rivaliza-
do profesores y periodistas de muy distinto calibre. Con todo, también voy a abstenerme de hacer eso
porque la verdad es que me interesan mucho menos los personajes de esta novela que la lógica de
su de-sarrollo. Prefiero entregarle por eso, en lo que sigue, la palabra al crítico africano Anthony Appia
Kwame, cuyas expresiones coinciden en todo con mi pensamiento: “La postcolonialidad es la condición
del que no muy generosamente podríamos llamar una inteligencia compradora: un grupo relativamen-
te pequeño de escritores y pensadores, de estilo occidental y entrenados en Occidente, que son media-
dores del comercio de mercancías culturales del capitalismo mundial en la periferia. En el Oeste, ellos
son conocidos por el África que ofrecen; sus compatriotas los conocen en cambio por el Occidente que
ellos le presentan al África, así como a través de un África que ellos han inventado para el mundo y para
el África también”. 15 No sólo se presumen de esta manera nuestros postcoloniales “de adentro” indivi-
duos incontaminados por la experiencia de la colonización sino que lo hacen desde el medio de los
jugosos beneficios que esa misma colonización les depara.

15 Anthony Appiah Kwame. “Is the Post —in Postmodernism the Post— in Postcolonial?”. Critical Inquiry, 2 (Winter 1991), 348.
El subrayado es suyo.

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