Lucas Lenz y El Museo Del Universo CAP 3
Lucas Lenz y El Museo Del Universo CAP 3
Lucas Lenz y El Museo Del Universo CAP 3
vampiro
Capítulo 3: La Pluma-vampiro
A los pocos días Raval apareció de nuevo por mi oficina, que estaba un poco más
limpia. Puso una revista sobre mi escritorio, y así empezó mi segunda aventura. Les
advierto: lo que sigue no es para lectores impresionables. Hay sangre.
Era una revista literaria muy vieja. Empecé a hojearla: poemas, cuentos, alguna nota.
—Busque en la página 45 —dijo Raval.
Así lo hice. El título decía: ALCIDES LANCIA, el famoso autor de EL NICTÁLOPE.
—¿Qué es nictálope? —le pregunté a Raval.
—Alguien que nunca duerme.
—¿Algo así como noctámbulo?
—Sí. Alcides Lancia escribió una novela con ese título.
—¿Y yo qué tengo que buscar?
—La pluma-vampiro. Lea la nota y entenderá.
La nota estaba ilustrada con la foto de un hombre de cara pálida y ojos oscuros. En
otra foto se veía al hombre con la manga de la camisa levantada hasta el codo. La mano
estaba escribiendo. Pero la lapicera estaba conectada a un tubito que le llegaba hasta las
venas… No supe lo que era hasta leer la nota.
«Aunque todavía es un autor ignorado, es uno de
los más grandes artistas de nuestro tiempo. Nos
referimos, por supuesto, a Alcides Landa. Como
prueba de su imaginación están los ocho tomos de su
obra única, El nictálope. Es una mezcla de cuentos
con novelas, con cartas, con diarios íntimos, sueños,
delirios… Y es una obra única en más de un sentido,
porque Landa no la escribió con tinta común… sino
con su propia sangre. Pudo hacerlo gracias a un
artefacto creado quién sabe por quién, y al que
Lancia llama la pluma- vampiro. Debido a la pérdida
de sangre el escritor se fue debilitando a medida que
escribía. Y hace dos años Lancia decidió donar la
pluma a una misteriosa institución llamada el Museo
del Universo. Al día siguiente desapareció y nunca
más se volvió a saber de él».
—Creo que esta nota resume muy bien el caso —
dijo Raval—. Es cierto: Alcides Lancia donó la
lapicera-vampiro al Museo y después desapareció.
Quizá cambió de casa y de nombre, para que nadie lo reconociera. No lo sé. La pluma fue
robada cuando saquearon el Museo.
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—¿Hay alguna pista?
—Alcides Lancia era un escritor conocido sólo por un grupo de personas. Pero tenía
tres grandes admiradores que inclusive, en algún momento, llegaron a mantenerlo para
que pudiera seguir escribiendo. Quizás alguno de ellos la haya comprado. Solamente
quiero que ubique la lapicera-vampiro. Después yo haré una oferta para comprarla.
Me tendió un papel. Decía: MATEO RINALDI.
—Es uno de los admiradores. No conozco el nombre de los otros dos. Es dueño de un
cabaret que se llama «El dragón rojo». Lancia habla del lugar en su novela.
Raval se fue y yo salí con él. Me abroché el impermeable y me alejé bajo la lluvia en
busca de mi auto. Es un auto muy chico, y descapotable. El coche es rojo y la capota
negra. Está un poco agujereada, de manera que cuando llueve también llueve adentro del
auto. Por eso no es difícil que, si nos cruzamos alguna vez, me vean con un gorro para la
lluvia, o con un paraguas adentro del coche. No es muy cómodo ni muy elegante, pero es
un modelo de coche viejo, y ese modelo de capota ya no se consigue. Además, estoy
demasiado encariñado con el auto como para venderlo.
Fui hasta la zona de cabarets. No fue necesario que buscara con detenimiento «El
dragón rojo»: lo vi de lejos. Su entrada era una fabulosa cabeza de dragón. La boca era la
puerta. De lejos parecía un sueño soñado por un chino: de cerca uno veía que los dientes
del dragón estaban por caerse, y que tenía la piel descascarada y llena de grietas.
Abrí una puerta y un telón me cerró la entrada. Lo aparté y entré en el salón. Las
mesas estaban sobre las sillas y en el suelo había papeles, botellas vacías y cigarrillos
apagados. Contra el mostrador descansaba una escoba, pero nadie se acercaba para
barrer. A un lado había un escenario vacío: a la luz del día se veía que el telón estaba
lleno de remiendos, igual que el tapizado de las sillas. Probablemente cada noche aquello
se llenaba de luces rojas que impedirían ver que todo estaba un poco roto y desvencijado.
De pronto una mano cayó sobre mi hombro. Era una mano pesada: algo así como si me
hubieran apoyado treinta y cinco tomos de la Enciclopedia Británica.
—¿Qué hace aquí? —dijo una voz, y al darme vuelta vi a un hombre gordo y pelado.
Llevaba una camisa sucia y agujereada.
—Vengo a ver al señor Rinaldi —le dije, moviendo el cuerpo para que la mano
cayera.
—Está adentro, en una pesadilla, no se lo puede molestar —dijo el pelado.
Hubiera esperado cualquier otra cosa: que no recibía a nadie, que estaba en una
reunión o, simplemente, que estaba descansando, pero no «que estaba en una pesadilla».
¿Qué significaba eso?
Yo insistí, y el hombre insistió a su vez, y de muy mal modo, en no dejarme pasar. Así
que lo empujé y corrí hacia la única puerta que había en el fondo del local.
La abrí con todas mis fuerzas, pero no entré. Sentí que no había nada bajo mis pies,
como si aquélla fuera la entrada a un precipicio. Como entrar en un ascensor cuando el
ascensor no está.
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Caí… pero estiré los brazos y pude aferrarme al borde de la entrada. Donde tenía que
haber una habitación no había nada: un gran espacio vacío. Solamente me sostenían mis
brazos para no caer. No sabía cuántos metros había abajo.
El hombre calvo había llegado al umbral y dijo con voz burlona:
—¡Y ahora a pisar unos delicados deditos!…
—¡Nooooo! —grité.
A mis espaldas escuché una voz, que me sonó como si viniera del vacío.
—García, ayudalo a salir.
—Pero es un intruso —protestó García, que era, obviamente, el calvo.
—Ayudalo a salir, te digo.
Entonces, de mala gana, García me tomó de las manos, y sin hacer mucha fuerza me
sacó de aquella incómoda situación.
Después me di vuelta y vi lo siguiente: El techo de la habitación estaba a la altura de
un segundo piso. El suelo unos diez metros abajo. Y en el centro de la habitación
(exactamente en el centro) había una cama de bronce que estaba… en el aire. Bueno, en
realidad la sostenían cuatro pesadas cadenas que nacían de los ángulos de la habitación.
En la cama, bien abrigado, cubierto con una manta a cuadros y vestido con piyama y un
anticuado gorro de dormir, había un hombre.
—¿Señor Rinaldi? Vengo del Museo del Universo —le dije—. No me extraña que
Alcides Lancia haya hablado de este lugar en su libro. Es un cabaret muy extraño.
—Usted está totalmente equivocado —dijo Rinaldi desde su cama en el vacío—. Fue
al revés. Lancia imaginó en su novela un lugar llamado «El dragón rojo», y yo lo construí
siguiendo las imágenes de su libro. Cuando terminé de hacerlo estaba tan orgulloso que
lo llamé a Lancia para que lo viera. Él miró todo esto y me dijo que yo no hacía más que
perder el tiempo. ¿Se da cuenta? Muchas veces se convierte un libro en un film. Yo
quería hacer algo distinto: adaptar la novela a la realidad, aunque solamente fuera un
pedacito… Pero a Lancia no le interesó.
Rinaldi se movió, incorporándose y apartando la manta, y la cama se balanceó.
—¿Qué vino a buscar? —me preguntó.
—La lapicera-vampiro.
—Me hubiera encantado tenerla, pero nunca la conseguí. Después del saqueo del
Museo del Universo pensé que podría obtenerla en algún remate, pero nunca volví a
saber de ella. Sería bueno que fuera recuperada. Lancia es uno de los grandes escritores
del siglo… aunque solamente tres personas estemos enteradas de ello.
—¿Quiénes son las otras dos?
—Uno es Horowitz. Vive en las afueras de la ciudad. El otro se llama Vidor. Fue el
primer editor de Lancia. No sé dónde está ahora, hace años que no lo veo. Nunca me
agradó.
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Rinaldi me dio la dirección de Horowitz y estaba por irme cuando no pude contener
más la pregunta:
—¿Por qué duerme aquí? Es muy peligroso.
—Es verdad —dijo, mirando al vacío, como si fuera la primera vez—. Por eso me
gusta. Un mal sueño que me haga mover mucho y todo se termina. Es como jugar a la
ruleta rusa con las pesadillas.
Rinaldi me hizo un gesto con la mano. Yo cerré la puerta de la habitación.
Horowitz vivía en el oeste de la ciudad: preferí tomar el tren. A esa hora los vagones
estaban vacíos, y era hermoso viajar con la ventanilla abierta, con el viento en la cara,
mirando las cosas que había al costado del camino: plantas de hojas oscuras y pétalos
violetas, viejas locomotoras herrumbradas, antiguos talleres, terrenos baldíos.
La casa de Horowitz estaba a pocas cuadras de la estación. Caminé con pasos rápidos,
porque tenía la incómoda sensación de que me seguían. Al darme vuelta, sin embargo, no
vi a nadie.
Golpeé a una puerta y me atendió un hombre de unos cincuenta y cinco años, de bigote
delgado. Le expliqué quién era y qué buscaba y se sorprendió.
—No esperaba volver a oír el nombre de Lancia otra vez —dijo, y me invitó a pasar.
Horowitz era cerrajero y aquél era su taller. Sobre una mesa de madera había llaves,
cerraduras desarmadas y herramientas. A un costado un torno para modelar las llaves.
Horowitz sacó una pinza de una silla para que me sentara. Después entró en una pequeña
cocina y trajo un mate y una pava. Me convidó uno.
—La pluma-vampiro —dijo pensativamente—. ¿Por qué tan preocupado por la
lapicera, señor Lenz? ¿Por qué no busca también al pobre Alcides?
—Para la ley está muerto —dije.
—La ley, la ley… no hay ninguna razón para pensar eso. Él se fue. Ahora puede estar
en cualquier parte… quizás en esta misma ciudad. ¿Por qué no lo busca también a él?
—Bueno, me encargaron la lapicera. Yo busco objetos perdidos, no personas. Eso
sería más complicado.
Horowitz señaló con la mano que sostenía el mate ocho libros viejos, uno junto al otro,
encuadernados en cuero, en un estante. Ya estaban muy gastados.
—No sé nada de la lapicera. Solamente me interesan los libros de Lancia. Que
escribiera con sangre es una anécdota… una anécdota estúpida. También fui su amigo.
—¿Sabe algo de Vidor?
—Ah, sí, su primer editor. Sabe, hace muchos años nos reunimos los únicos tres
admiradores de Lancia para hacer algo juntos: Rinaldi, Vidor y yo. Pero enseguida nos
peleamos. Rinaldi quería construir las cosas de las que hablaba Lancia. Bueno, al final lo
hizo. A mí me interesaba solamente El nictálope… Y quería hacer conocer la obra.
—¿Y Vidor?
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—Vidor quería que Lancia siguiera escribiendo más y más. Nos pedía que le
insistiéramos, especialmente yo, porque sabía que era su amigo. Pero Lancia no podía
escribir seguido mucho tiempo, porque se debilitaba. Imagínese…
Horowitz buscó en un cajón un papel y me lo tendió: allí estaba el nombre completo de
Vidor y el nombre de una estancia: «La Ley».
Iba a agradecerle cuando vi, a través de la ventana, que dos hombres se acercaban a la
casa. Me pareció que estaban armados. Recordé que Raval me había hablado alguna vez
sobre la posibilidad de que tuviera problemas con enemigos del Museo del Universo.
—Vienen a buscarnos —le dije a Horowitz.
—Deben ser hombres del Señor de la Humedad.
—¿Quién? —pregunté. Todo el mundo parecía saber más del Museo del Universo que
yo. Pero no era momento para charlar—. ¿Hay otra salida?
—En el fondo —dijo Horowitz. Ya se escuchaban golpes en la puerta. Corrimos hacia
el fondo. Atravesamos un patio, saltamos por encima de una pared y llegamos a un
terreno baldío. Nos apuramos a cruzarlo, mientras nuestros pasos despertaban a los gatos
que dormían al sol. Tuvimos que saltar otra pared para llegar a la calle.
Había un hombre en la esquina y dio el aviso. Salieron detrás de nosotros… y tenían
armas. Se les había sumado otro hombre que hasta ese momento había estado dentro del
auto. Lamenté haber puesto a Horowitz en esas complicaciones.
—Entremos aquí —dijo Horowitz cuando doblamos en una esquina. Al principio vi
que era un galpón y no llegué a distinguir lo que había en su interior, porque afuera había
mucha luz y adentro sombras. Pero cuando mis ojos se habituaron a la penumbra supe
qué eran esas cajas de madera que nos rodeaban por centenares: ataúdes. Un depósito de
féretros.
—No haga ruido —dijo Horowitz—. Aquí no nos van a encontrar. Estuvimos unos
minutos escondidos allí, en silencio, temblando, mirando la puerta.
Ya estábamos por respirar tranquilos cuando la puerta se abrió… y por suerte era
solamente uno de ellos. Tenía un revólver en la mano.
—¿Hay otra salida? —le pregunté.
—No —dijo Horowitz en un susurro.
Tratamos de ocultarnos más atrás, pero alguna madera crujió y el hombre se dio cuenta
de que no estaba solo.
Apuntando hacia el frente se acercaba a nosotros. Era corpulento y estaba vestido con
un saco oscuro. No era muy joven. Pasó junto a una pila de ataúdes y se dirigió
directamente hacia donde estábamos.
—¡Vamos, afuera, con las manos arriba! —dijo, pero nadie le respondió.
Yo me trepé a una pila de ataúdes, ya sin preocuparme por no hacer ruido. El hombre
se puso nervioso y comenzó a agitar el revólver. Yo ahora lo veía desde arriba, pero él no
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sabía dónde estaba yo. Cada paso se acercaba más… pronto estuvo casi junto a mí… pero
yo estaba a tres metros de altura sobre él, y a punto de arrojarle un ataúd.
Él oyó el ruido y levantó el arma, pero ya era tarde. El pesado cajón cayó sobre él y lo
noqueó.
—Ahora vámonos —le dije a Horowitz. Salimos del depósito: la calle estaba vacía.
Los hombres estarían buscando por allí, pero no tardarían en aparecer. Apuramos el paso
hacia la estación de trenes.
Tres horas después estaba en mi oficina, conversando con Raval.
—¿Quién es el Señor de la Humedad? —pregunté.
—Ah, Maestro —dijo Raval, sonriendo
—. Es una larga historia. —Usted sonríe, pero hoy casi me matan.
—Es historia vieja pero nueva también.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó una fotografía de varios años atrás. Había doce
hombres sentados alrededor de la mesa. Miré las caras, uno por uno. El más joven de
todos era el mismo Raval.
Estaban todos muy elegantes, parecía la cena de camaradería de algún club exclusivo.
El índice de Raval señalaba a un hombre que tenía una gran cabeza y el cabello peinado
con gomina, hacia atrás. Llevaba unos lentes de mucho aumento y un bigote
ridículamente atusado. Todos sonreían, él era el único serio.
—Aquí estamos todos reunidos los del Museo del Universo. El que le estoy señalando
es Maestro. Era un coleccionista fanático que vivía solo en una casa en donde juntaba
todos sus objetos. Le importaba tenerlos pero no para cuidarlos bien: allí dentro todo se
perdía y se rompía. Además aquella casa tenía un terrible problema de humedad… las
paredes chorreaban agua, los caños estallaban, pero Maestro no hacía ningún arreglo…
dejaba que todo se viniera abajo. Los cuadros, las esculturas y los objetos que compraba
por precios fabulosos quedaban en un estado deplorable al poco tiempo de estar allí. Era
como un pantano entre paredes.
—¿Qué fue de él?
—Él fue el traidor del grupo. Se ocupó de que el Museo fuera saqueado. Él mismo
robó muchas de las piezas… pero nada pudimos hacer contra él.
—¿Y ahora dónde está?
—En cuanto supo que un grupo volvió a organizarse para armar de nuevo el Museo,
empezó a intervenir. Cuando tratamos de comprar piezas en remates, aparece él o su
gente, para obtenerlas antes que nosotros. Varias veces lo engañamos, haciéndole
comprar baratijas por precios fabulosos. Pero no importa, porque tiene más dinero del
que puede gastar. Después no se conformó sólo con eso, sino que usó la fuerza. Y ahora
veo que utiliza también hombres armados.
—¿Dónde vive?
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—No lo sé. Quizá si se le preguntara a algún rematador se le podría seguir el rastro.
Pero ¿de qué serviría?
Raval guardó la foto en su bolsillo.
—¿Seguirá buscando la pluma-vampiro?
—No me gusta dejar las cosas a mitad de camino —le dije.
Quise poner voz de hombre duro pero Raval notó que tenía miedo.
Fue bastante difícil llegar a la estancia «La Ley». Conseguí un mapa de la provincia y
llegué al pueblo más próximo a «La Ley», que se llamaba Santo Tomás. Allí un hombre
desde lo alto de un tractor me dio algunas complicadas explicaciones que traté de seguir
sin suerte. A mí me era muy fácil encontrar cosas perdidas: era una lástima que no
ocurriera lo mismo con los lugares.
Al rato un hombre de a caballo me señaló un punto a lo lejos. Allí se abría el camino
que daba a la estancia «La Ley». Sobre la tranquera había un cartel roto y comido por la
intemperie. Crucé la tranquera y avancé hasta la casa. Unos perros salieron a mi
encuentro, ladrando alrededor del auto. Estaban flacos y me dieron miedo. Toqué la
bocina. Los perros daban enormes saltos, chocando sus cabezas contra los vidrios. Al
tercer bocinazo la puerta se abrió. Una voz detuvo a los perros en seco y los animales
escaparon hacia los fondos de la casa.
El hombre que se acercó al auto era
extremadamente flaco, pero parecía fuerte. Con
sus enormes mandíbulas llenas de dientes
agudos, era la versión humana de aquellos
perros feroces. Tenía en la mano una escopeta.
No me apuntaba, pero tampoco alejaba sus
dedos del gatillo, por si acaso. Abrí la ventanilla
y grité:
—Buenas tardes. Busco al señor Vidor.
—¿Para qué? —preguntó.
Empecé a explicarle y me interrumpió para
decirme que podía bajar del auto. Me hizo pasar
a la casa mientras yo terminaba de decirle quién
era.
La casa de la estancia era muy grande. Una
escalera llevaba a unas habitaciones, un largo
pasillo a otras. La mayoría de los muebles
estaban cubiertos con sábanas rotas y con lonas
viejas. No se oía otro ruido que una especie de
zumbido… no, no era eso, como si rasparan
algo. Más tarde supe que era el ruido de una
pluma al escribir sobre la superficie áspera del
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papel.
—No tengo idea de dónde puede estar la pluma. Tampoco vi a Lancia en los últimos
años. Quizá se aburrió de escribir y quiso dedicarse a otra cosa. Torero, por ejemplo —
dijo Vidor, y sonrió—. ¿Quiere un té?
Le acepté el té. Tardó en prepararlo, pero al fin trajo una bandeja con una taza.
Recuerdo que la taza era azul, y que tenía el asa rota. Recuerdo también que el té tenía un
gusto raro. Lo atribuí a la humedad.
—Si Rinaldi no tiene la pluma, ni Horowitz tampoco, yo soy su última pista, señor
Lenz. Y lamento mucho que su búsqueda haya fracasado —dijo Vidor mientras su cara
se estiraba, haciéndose borrosa. Había abierto la boca y me parecía que sus colmillos
crecían, y que su cara era la de un perro…
Segundos después yo estaba inconsciente y había derramado sobre la alfombra el té
con narcóticos.
Cuando desperté la cabeza era un lugar donde se amontonaban latidos, luces brillantes,
martillazos y un poco de niebla. Abrí los ojos y poco a poco fui tomando conciencia de
mi cuerpo, como si recién llegara. Estaba sentado en una silla y tenía los brazos atados a
la espalda. Me rodeaba un cuarto de paredes blancas y desnudas; por una ventana entraba
la luz de la tarde. Frente a mí, en un escritorio que parecía rescatado de algún colegio,
había un hombre escribiendo. Lo reconocí por las fotos: era Alcides Lancia. Estaba
escribiendo con la pluma-vampiro, que tenía conectada a su brazo derecho. Llenaba un
grueso libro, parecido a los que usan los contadores. No levantó la cara para mirarme,
como si para él no existiera otra cosa que sus letras.
—Lancia —le dije—. ¡Libéreme!
—¿Para qué? —preguntó, sin levantar la vista —. No serviría de nada.
—Vidor me narcotizó. Está loco. Tiene que soltarme.
—Él está armado. Usted no podría ir muy lejos. Además la puerta está cerrada con
llave.
Pensaba insistirle para sacarlo de su apatía cuando entró Vidor.
—Por fin despertó, amigo Lenz. Venía a buscar solamente la lapicera y mire todo lo
que encontró. El que busca encuentra, como dice el refrán. ¿No querrá llevarse todo para
su museo, verdad?
—Este hombre parece enfermo —le dije.
—Sí, está por morir. Pero eso no importa. Lo que vale es que está por concluir su obra.
Me llevó años encontrarlo y traerlo hasta aquí. Yo lo rescaté para que terminara El
nictálope. Ahora le falta muy poco para acabar. ¿Cuántas páginas, Alcides?
—Dos —dijo el escritor, y continuó trabajando. Pronto cambió de página.
—Tenga en cuenta, señor Lenz, que está asistiendo a un hecho histórico. Observe que
su lenta agonía no logra detener la escritura.
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—Ya casi no puedo —dijo Lancia—. Me falta sangre para terminar. Estoy muy débil.
—Tenemos al señor Lenz. Para eso lo traje aquí. Puede servirnos para aportar la tinta
que falta.
Di un respingo en la silla a pesar de las ataduras.
—Usted sabe que solamente puedo escribir con mi sangre. Con la mía o con la de… —
¿Con la de quién?
—Con la suya, Vidor… Usted fue mi editor, y ahora ha permitido que con su
insistencia yo volviera a escribir… Me ha encerrado aquí durante meses, y fue como si
trabajáramos juntos al fin y al cabo. Uno solo no hubiera terminado con la tarea. Es como
si estuviéramos fundidos el uno en el otro…
—¿Mi sangre? ¿Mi sangre? —repetía incrédulo Vidor—. Está loco. La de cualquier
otro, pero no la mía —agregó, poniendo sus manos sobre el escritorio, acercando su cara
desafiante a Lancia, para atemorizarlo.
El escritor actuó muy rápido. Con una mano lo tomó del cuello. Con la otra hundió la
pluma-vampiro en la yugular de Vidor, que cayó al suelo.
Lancia no me soltó. Con su nueva tinta se dedicó a terminar su libro, mientras yo
miraba horrorizado la escena. Vidor estaba caído a mis pies. Solamente fue necesario que
Lancia mojara una vez más la pluma en la tinta fresca para terminar. Observé aliviado,
aunque un poco atemorizado, porque nada sabía de las intenciones del escritor, que
Lancia cerraba el libro y dejaba la pluma a un lado.
—Ahora puedo darle la pluma-vampiro, señor Lenz. Llévela al Museo del Universo.
No la necesito más —dijo. Después me liberó las manos.
Le pregunté qué haría y me dijo que se quedaría allí, para pensar unos momentos.
Se negó a que yo lo llevara a alguna parte con mi auto.
Salí de la casa y corrí hasta el auto. Pude entrar antes de que los perros se acercaran
para morderme. Ese mismo día le entregué la pluma-vampiro a Raval.
Nunca volví a saber de Alcides Lancia, ni supe qué ocurrió con el cadáver de Vidor
(no salió en los diarios ninguna mención sobre su muerte). Pero hace poco tiempo vi que
en las vidrieras de las librerías se exhibía un tomo grueso y lujoso: la última parte de El
nictálope.