Una Cancion para Carla - Jose Luis Correa
Una Cancion para Carla - Jose Luis Correa
Una Cancion para Carla - Jose Luis Correa
Por su parte, César esperaba impaciente una visita. Había dejado a su hija
leyendo en su cama. Se había asegurado una disculpa para bajar al bar,
Conrado iba a traerle algunas cosas de su madre que, a lo mejor, querrían tener
ellos. Después, bastaría con decirle que no eran nada de valor y que, en un
arranque de generosidad, les había permitido que se las quedaran sus amigos
para que la recordaran.
Eso haría.
Entonces ignoraba que no estaba mintiéndole.
Fue muy puntual. No había terminado de sonar la media en un añoso
carrillón de pesas, cuando apareció por la puerta del bar. A pesar de que
apenas la había visto un momento, antes de que se desmoronara y desapareciera
detrás de la barra, la reconoció enseguida. Era Constanza. Llevaba un pantalón
tejano y una blusa larga que le llegaba casi a las rodillas. El cabello mojado y sin
peinar. Y unas gafas modernas de fina pasta azul. Debía de tener la edad de
Patricia, aunque su forma de vestir la hacía más joven. Se detuvo en la puerta
unos segundos para aclimatar la vista a la penumbra. Lo buscó con la mirada. Lo
vio. Y asintió.
Se presentó en dos zancadas adonde estaba César. Le ofreció la mano y se
presentó, Constanza Lualdi, encantada de conocerle finalmente. César le ofreció
asiento en una mesa y le preguntó qué quería tomar. Ella pidió un martini seco.
Él siguió con el whisky. Ella se mostró amable, Patricia hablaba mucho de usted
y de su hija cada vez que venía; al principio menos, pero, cuando se acercaba el
momento de regresar a casa, ya se le notaban las ganas; entonces, todo era
César esto y Carla lo otro. Él sonrió con la sonrisa chica. Según sus últimas
noticias, aquélla no parecía una actitud creíble en Patricia. Pero no contestó.
Constanza hablaba despacio. Quizás para enmascarar su acento milanés. Sin
embargo, en lo demás parecía franca. Las únicas indecisiones le nacían de su
incapacidad para encontrar las palabras justas. Por lo demás, se mostraba tan
segura en sus afirmaciones que César, aunque le estuvo buscando grietas a su
alegato, no las halló por ninguna parte. Primero le expresó sus condolencias por
la muerte de Patricia. Sus ojos se nublaron. Su voz se entrecortó. Le temblaron
los labios cuando dijo cuánto la quería y lo que había significado para ella su
amistad. En otras circunstancias se hubieran fundido en un abrazo, hubieran
brindado por ella, se hubieran reído juntos compartiendo anécdotas. Esa noche,
él se limitó a asentir a su dolor.
Luego se disculpó. Era consciente de la angustia que tuvo que sentir al leer
las cartas. Sí. Lo sabía. Al no recibir respuesta, se asustaron y telefonearon a
Sonia Valle. Y ella les contó lo ocurrido. Supieron de la muerte de su amiga.
César no podría nunca sospechar la tristeza, la pena que sintieron. Y lo de las
cartas. Eso fue lo más duro. Demasiado tarde para enmendar el entuerto.
Para evitarle el dolor. Constanza estuvo a un paso de llamarlo y explicárselo
todo. Pero Sonia le anticipó que César iba a estar en Edimburgo para Semana
Santa. Y decidieron esperarlo. Mejor. Esas cosas por teléfono son menos
reales, infinitamente más crueles. Uno no puede ver las reacciones. Las manos.
Los gestos. La mirada del otro. Siempre tendrá la duda de si le mienten o le
dicen la verdad. Es cierto que, cara a cara, tampoco se puede tener la certeza.
Entonces entra en juego la intuición. Eso era lo único que Constanza le pedía.
Que, a falta de certezas, hiciera caso de su intuición para creer lo que le iba a
contar.
Intuición e indulgencia. Él debía comprender que eran muy jóvenes. Que no
tenían conciencia de lo que hacían. Que miraban al mundo sin maldad. A un
mundo virgen, un mundo por descubrir, un mundo lleno de interrogantes y
desconciertos. Debía comprender que había pasado mucho tiempo. Que Patricia
y él aún no se conocían. Fue mucho antes de que ella se enamorara de él.
Mucho antes de que ella le decorara el piso. De que él le pidiera que se quedase
a compartirlo. De que ella aceptase. De que la felicidad se instalara en sus vidas.
De que naciese Carla.
César la interrumpió, con un movimiento leve de sus manos, disculpe si soy
brusco, Constanza, pero no he venido a que me cuente lo que ya sé; estoy muy
cansado, mi hija me espera para que le dé las buenas noches, y quiero cerrar
cuanto antes esta ventana que no me deja dormir, quiero volver a ser quien era;
por lo que me dice, veo que Patricia compartía con ustedes algo más que dos
semanas al año; lo que quiero saber es por qué si…, ¿cómo fueron sus
palabras?…, eso, por qué si la felicidad se instaló en nuestras vidas, ella siguió
manteniendo esa relación con su marido, por qué siguió alimentando esos
sentimientos y, sobre todo, por qué lo permitió usted.
Su expresión se extravió por completo, los ojos abiertos como lunas negras,
¿mi marido?, ¡cómo mi marido!; no, no lo ha entendido, las cartas eran mías. Era
yo quien le escribía a Patricia. Desde hace veinte años.
La sacudida fue tan violenta que César tuvo que aferrarse a la mesa para no
caer. En su desfallecimiento no pudo evitar tirar el vaso de whisky y un cenicero
de cristal que descansaba sobre la tabla. Constanza tuvo reflejos para sostenerlo
por el brazo y asegurarse de que mantenía el equilibrio. Luego, con cuidado, casi
sin hacer ruido, recogió los vidrios más grandes del suelo. Los llevó a la barra.
Le pidió al camarero un paño limpio para secar la mesa y limpiarle la chaqueta al
profesor Castillo. Le advirtió que aún quedaban los cristales más pequeños
desparramados por entre las mesas. Regresó a donde lo aguardaba él, con la
vista perdida más en el tiempo que en el espacio, demudado, incapaz de
reaccionar. Le preguntó si estaba bien.
¡Cómo iba a estarlo! Se había preparado para cualquier respuesta. Había
ensayado hasta la cara que iba a poner cuando le presentaran la verdad. Pero
aquello se salía de madre. Patricia y Constanza. Patricia y C. La C. que tanto lo
había importunado. Imposible. Por ese aro no iba a pasar él, comprendo que
usted quiera proteger a su marido, sí, que quiera proteger a su hijo, pero no le
consiento que utilice a Patricia para eso, ¿no pensará que voy a creerme ese
disparate, verdad?, ¡Patricia y usted!; vamos, me niego a aceptarlo, si no quiere
contármelo, váyase por donde ha venido, pero no alimente mi dolor con esa
sarta de embustes, no me lo merezco, ¿le parece poco sufrimiento el que he
tenido?; no, señora mía, no la creo, su hijo Conrado me contó la historia y…
Constanza le impidió que siguiera por ese rumbo, por favor, César, ¿qué
esperaba?, mi hijo es un muchacho noble, no sabe mentir, le contó lo que él cree
la verdad, le contó la versión que hemos mantenido viva para él, en lo que a mí
respecta, la única versión, fuera de aquí no admitiré otra distinta, eso puede
ponerlo por escrito; ¿ha visto cómo mira a su padre?, ¿cómo viste?, ¿cómo lleva
el cabello?, ¿cómo anda?, está realmente enamorado de él, de él y de todo lo
que él significa; nosotros jamás le hemos ocultado el pasado de mi esposo,
cómo se ganaba la vida de joven, su estancia en prisión, su fuga, esa es buena
lección para un chico de su edad; tampoco le ocultamos la forma en que nos
conocimos, en que nos escapamos de Milán, en que llegamos a Edimburgo, esa
es la parte linda, la romántica, hasta aquí no hay trucos, ocurrió todo así; pero en
la vida también hay razones oscuras, razones que escondemos en el desván,
razones de las que no nos sentimos orgullosos.
»Patricia y yo nos conocimos siendo casi unas niñas; yo estudiaba el último
año en el instituto y ella había llegado a Milán a hacer un curso de
disentimiento, sí, perdón, de diseño, a veces el idioma se me traba; pues nos
presentaron en una fiesta universitaria, en el campus de la Sacro Cuore, lo
recuerdo muy bien, podría describirle hasta la ropa que llevábamos puesta, nos
hizo mucha gracia, parecíamos gemelas, íbamos igual, con tejanos y blusones de
cuadros rojos y blancos; nos hicimos amigas, ella andaba algo perdida y yo le
enseñé la ciudad, pasamos unos días fabulosos, hacíamos lo que cualquier
muchacha: hablábamos de chicos, nos intercambiábamos la ropa, nos
escapábamos de clase para ir de compras, fumábamos a escondidas, ¿usted no
fumó marihuana de estudiante?; el caso es que, entonces, yo empecé a verla de
otra forma y, antes de que quisiera darme cuenta, ya me había enamorado de
ella; sí, yo había estado con muchachos, tuve un novio en el instituto pero no fue
nada serio y, por supuesto, no pasamos de los besos y las caricias, él quería
más, claro, pero a mí me daban miedo mil cosas: la ira de mi padre, el castigo
divino, quedarme embarazada; cuando llegó Patricia ya no volví a tener miedo y
comprendí que sentía por ella algo que no se podía comparar con lo que jamás
había sentido ni sentiré por nadie; pero no saque conclusiones precipitadas: para
ella fue sólo una experiencia, creo que todas las mujeres pasan por eso, pronto
entendió que le gustaban los chicos y se distanció; para mí, sin embargo, lo fue
todo, yo no he dejado de quererla, nunca; entiéndame bien, amo a mi marido, es
un buen hombre, me ha dado un hijo y una vida maravillosos, pero nunca olvidé
a Patricia; luego, nuestra relación se convirtió en algo distinto, ella siempre dejó
claro que éramos sólo amigas e hicimos un pacto: yo me conformaría con su
amistad —prefería verla así, a cuentagotas, que perderla para siempre— y ella
cambiaría la Feria de Milán por la de Edimburgo para poder estar juntas, al
menos, dos semanas al año; durante mucho tiempo nos escribimos para tenernos
al tanto de nuestras vidas, ella me hablaba de ustedes y yo de mi familia; puede
comprobar las cartas, creo que las guardaba todas, ¿dígame?, ah, sólo leyó las
últimas, claro, ahora me explico el lío; verá las últimas fueron más personales,
desde que ella enfermó, podía irse en cualquier momento, y yo me juré que no
se marcharía sin saber todo lo que la quise; ella me animaba a hacerlo, sin
comprometer su matrimonio ni faltar a la verdad, decía que mis palabras le
hacían bien, que sólo conmigo podía hablar de la muerte porque a ustedes les
había afectado mucho todo aquello y, cada vez que lo intentaba, acababan
llorando, eso nos unió más, era como compartir un secreto, pero debe saber que
Patricia nunca le fue infiel a usted ni en el pensamiento, aquí traigo sus cartas
para que las lea, verá que no hay ni una sola en la que no hable de su marido y
de su hija; si alguien hay culpable en este enredo soy yo y no Patricia; se estará
preguntando por Conrado, ¿verdad?, bueno, él lo sabe todo, le daba a leer cada
una de las cartas que enviaba, jamás le he mentido; no debe usted juzgarlo, la
suya puede parecer una conducta indigna, pero le aseguro que es un hombre de
la cabeza a los pies, un hombre como no hay otro; ya se lo he dicho, lo amo, lo
he amado cada uno de los días de mi vida, sin él esa vida sería un infierno,
porque hay algo más, siempre hay algo más; la tarde en que Patricia se
marchaba de Milán para regresar a Las Palmas, mi padre nos encontró en mi
cuarto; no estábamos haciendo nada malo, se lo prometo, sólo era la tristeza de
la despedida, pero él no me creyó y me echó de casa; intenté explicárselo y su
única respuesta fue coger todas mis cosas y ponerlas en la puerta de la calle, el
muy mascalzone cambió la cerradura al día siguiente; hasta mis propias amigas
me dieron la espalda, nadie quería tratos con una lesbiana, fue un escándalo, le
estoy hablando de mil novecientos setentainueve; la familia tuvo que mudarse de
barrio para evitar las murmuraciones, la deshonra, el honor en Italia es sagrado,
tanto como la religión, en algunas regiones me hubieran internado en un convento
y hubieran tirado la llave; así que me vi sola en el mundo, sin familia, sin amigos,
sin Patricia, que tuvo que marcharse, el único que se mantuvo firme fue él,
Conrado, estaba enamorado de mí, se mostró dispuesto a cualquier cosa, por
eso huimos, nos convertimos en apátridas, en dos solitarios sin pasado, nos
hicimos fuertes el uno junto al otro, estuvimos vagando por ahí hasta que
llegamos a Edimburgo, el resto lo conoce por mi hijo, ¿verdad?, aunque él le
habrá dicho que heredamos el pub de su antiguo dueño, McAllistair, eso
tampoco es del todo cierto, la verdad es que se lo compramos; cuando murió mi
padre, mi madre no dejó que asistiera a sus funerales, ni siquiera quiso verme,
aún no había olvidado la afrenta, pero modificó el testamento para legarme un
dinero, al principio pensé en devolvérselo intacto, si hubiese estado sola lo
habría hecho, pero tengo un hijo, me tragué la vanidad e invertí en el negocio
para dejarle algo a Conrado; esa es la historia, puede usted hacer dos cosas: o
creérsela y volver a casa habiendo ganado a unos amigos que harán por usted y
por su hija lo que sea que les pidan, o cerrar los ojos y vivir con su dolor el resto
de su vida, usted decide.
CUANDO Conrado la vio aparecer por la puerta del bar, poco después de la
medianoche, exhaló el suspiro de alivio que llevaba trancado en el pecho desde
el verano de mil novecientos setentainueve. A punto estuvo de soltar una lágrima,
pero su mitad mexicana pudo más que su mitad escocesa y se aguantó. A ella le
bastó un gesto, una leve sonrisa, un guiño apenas perceptible para devolverle a
su marido la paz. Se acercó a la esquina de la sala donde él atendía a una pareja
de jóvenes estudiantes. Lo besó en el cuello. Le despeinó el flequillo. Y le
susurró al oído, ya está, mi amor, ya podemos llorarla definitivamente.
Fin
Doc
Epub