Una Cancion para Carla - Jose Luis Correa

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UNA CANCIÓN PARA CARLA

La realidad no era como César la imaginaba…


La vida de César Castillo cambiará por completo al llegar a
sus manos una enigmática carta de amor. Una misiva
dirigida a Patricia, su malograda esposa, cuya pérdida dejó
su mundo reducido a la presencia de su tierna hija Carla, su
suegra Carlota -una mujer juiciosa e independiente- y un
rutinario trabajo como profesor de Derecho en la
Universidad. El descubrimiento de una realidad que
desconocía por entero, a pesar de tenerla tan próxima, le
impulsará a encontrar la verdad a toda costa, a cualquier
precio. Una verdad que parece esconderse muy lejos de su
hogar, en un rincón de Escocia.
'Una canción para Carla' es la apasionante historia de una
búsqueda: la de la felicidad perdida. José Luis Correa nos
brinda una novela que deslumbra por su estilo depurado y
hermoso, y el retrato veraz de unos personajes de carne y
hueso, que el lector siente muy pronto cercanos.
Galardonada con el Premio de Novela Vargas Llosa,
supone la confirmación del inmenso talento de una de las
voces más genuinas y prometedoras de la reciente narrativa
española.

Autor: José Luis Correa


ISBN: 9788492573028
José Luis Correa

Una canción para Carla


A María Santana, que descubrió en estas páginas
que su hijo, al final, algo sabía escribir.
LA tarde en que enterraron a Patricia lucía un generoso sol de invierno.
Ni una nube habitaba el cielo de marzo.
El asunto despistó a más de uno porque, a la mañana, había despuntado
amenaza de lluvia y, a eso del mediodía, se azuló el panorama, de modo que
nadie supo bien qué ropa ponerse. Hasta tal extremo cundió el desconcierto que
se vieron dos o tres abrigos de lana gruesa y alguna bufanda de vellón fue
desperdigando su pelusa sobre todo el mundo, polinizando hombreras y solapas.
Incluso hubo alguien que se llevó el paraguas, por si acaso, y lo aprovechó luego
como sombrilla, no hay mal que por bien no venga. Se juntaron a despedirla los
más íntimos: una docena de rostros desencajados, de miradas brumosas, de
sonrisas perdidas. Ni siquiera hubo chistes. Nadie contó la fábula de un entierro
anterior, aquel en el que la caja, tan grande y tan pistosa, no cupo por la
oquedad de la pared, o aquel otro en el que casi se despeña el cortejo por un
risco porque a un bromista se le ocurrió invitar a un enano, sobrino del difunto, a
que cargase con el ataúd desde el caserío hasta la carretera general. Ese tipo de
cofias van bien para los tanatorios, no para San Lázaro.
San Lázaro había quedado como último refugio donde cobijarse los
románticos. Un cementerio marchito, lacio, con regusto a arpas abandonadas y
golondrinas que siempre andan volviendo. La gente se había aficionado, en los
últimos tiempos, a las incineraciones sin alma, a los cubículos modernos, a las
urnas crudas de alabastro. Ni siquiera te dejaban velar al muerto toda una
noche, como Dios manda. Te botaban a la calle a las doce y echaban el cierre
hasta las siete, decían que para dejar descansar a los deudos.
Vaya una totorotada, cuando todo el mundo sabe que los deudos no
descansan la víspera del entierro: se quedan en vilo toda la noche pensando lo
solo que está el cadáver, pobrecito; o le van a mojar las patas al muerto en el
bar de la esquina y acallan la magua a golpe de manises y ron amarillo. Al día
siguiente, los unos y los otros llegan al alba con cara de funeral y ojeras
vidriosas, y nadie pide explicaciones de a cuál de las dos causas se debe esa
resaca mal amañada.
Carla estaba muy seria al lado de su abuela. Parecía una mujer ya, aunque
todavía no había cumplido los diez. Era alta y espigada igual que Patricia, el
mismo pelo enredado e indómito, los mismos ojos vivos color avellana. Miraba
al frente, a nada que después pudiera recordar, más allá de la hilera de cipreses
que se alineaban a la entrada del cementerio. Cuando recobraba la luz, como si
le diera apuro que alguien reparara en sus ausencias, agachaba la vista y se
buscaba mellas en las puntas de sus zapatitos charolados. Ya no resplandecían
como cuando se los había puesto en casa. El polvo del trayecto desde el coche
hasta la capilla de los hermanos de la Resurrección había humillado el brillo del
charol. Su abuela lo había notado y había intentado maquillarlo con un pañuelo
de papel, pero Carla la atajó con decisión, déjalo estar, abuela, de todas formas
se volverán a ensuciar antes de que acabemos.
Carlota Ferraz la miró con tierna piedad, seguramente doliéndose de la triste
vida que había llevado Carla desde que a su madre le diagnosticaron la
enfermedad. En algo más de dos años que había durado aquel sufrimiento, a la
chiquilla le habían nacido mohines de mujer grande. Carlota recordaba —de
fondo, la retahíla del cura hablando del amor más allá de la muerte— una
conversación de seis meses atrás. Su nieta había llegado un mediodía del
colegio, había dejado la mochila sobre el respaldo de una silla alta de la cocina
y, como siempre, en un gesto muy suyo, le había puesto la frente para que se la
besara. Luego, abrió la nevera y cogió la manzana francesa más verde que
encontró, el único vicio que le permitían a su edad. Se sentó en el bordillo del
poyo y, a media lengua, con el primer mordisco aún en la boca, le dijo, óyeme,
abuela, creo que no quiero llevar más el pelo largo, ya estoy aburrida de
hacerme coletas, ¿me acompañas el viernes a la pelu a que me lo dejen como a
mamá?
Carlota andaba cortando cebolla y el escozor de los ojos se confundió con
la emoción, claro que sí, mi vida, el viernes por la tarde vamos las dos a que nos
dejen como dos pimpollos. Su nieta se miró las piernas colgando del poyo, los
zapatos marrones y los calcetincitos enrollados a la altura de los tobillos y volvió
a tomar la palabra para confesarse, ¿sabes?, también me gustaría comprarme un
par de faldas largas, de las que llegan hasta abajo porque las cortas sólo las
llevan ya las niñas chicas.
La buena mujer estalló en una carcajada, la primera desde que Patricia había
enfermado, que le sirvió para expulsar la rabia que llevaba mordiéndose más de
un año, mire usted qué batata p'a un sancocho, venga aquí, mi muñeca —la
abrazó tan fuerte que Carla casi se traga entero el corazón de la manzana verde
—, claro que sí, el viernes vamos a cortarle los pelos y a alargarle las faldas.
Don Matías seguía hablando de la muerte que no es la muerte sino el
principio de la vida, fuerte consuelo, a buenas horas mangas verdes, y del dolor
que debe convertirse en gozo porque Patricia ahora estaría con el Hacedor, feliz
y contenta, velando por todos. Matías Cobarrubias había bautizado a los dos
hijos de Carlota y, por esos misterios que acaban haciéndole creer en el destino
al más escéptico, también los enterraría a ambos. Primero a Pablo, o a lo que le
dijeron que era Pablo después del accidente de avioneta, siempre le gustó el
riesgo al jeringado hombre aquel. Y ahora a Patricia. Al menos Carlota Ferraz
podía tener certeza de esta muerte porque sí que era a Patricia a quien había
velado la noche anterior y no se había tenido que conformar con la palabra de un
forense, bañado en sudor y esencia de formol, que le enseñaba el reloj
chamuscado y el anillo de plata de su hijo pero no a su hijo. En aquella homilía
del ochentainueve, don Matías no se atrevió a disertar sobre la risa del finado a
la vera de Dios, claro que no, carajo, que no estaba el horno para bollos de anís,
hubiera sido de un mal gusto y de una impertinencia groseros. De todas maneras,
Carlota Ferraz no acababa de encajar que, en esta ocasión, el sermón fuera muy
atinado, pero lo dejó estar, ya ajustaría cuentas con el cura al siguiente sábado,
cuando fuera a almorzar a Santa Brígida.
César miraba al frente.
Parecía estar perdido.
Agarraba la mano de su hija y jugaba a contarle los dedos tal y como había
hecho en tantas ocasiones, este robó un huevo, este lo rompió, este lo cocinó,
así hasta que el gordo se lo venía a comer y vuelta a empezar. A Carla le entró
repelús y temió echarse a reír en medio del responso, pero tuvo más miedo de
apartar la mano. El tacto cálido y suave de su padre la reconfortaba en aquellos
instantes de desorientación. A veces, lo miraba reprendiéndole bajito, papá,
sshh, que me haces cosquillas. César Castillo, ajeno a todo esto, buscaba
respuestas en la talla de un cristo yacente con su madre que coronaba la ermita
de los resucitados, que así llamaban a los hermanos de la Resurrección, para
abreviar. Intentaba descubrir el número de lágrimas que el imaginero había
logrado apresar en el atormentado rostro de la Virgen, cuántas caben en un
dolor profundo, qué cantidad de llanto hace falta para apagar una pena. Había
estado preparándose más de un año para aquel momento, aprendiendo a
aguantar, a sostener al vuelo la nostalgia, pero eso no hay escuela que lo enseñe.
Patricia le había hablado de aquello, le había hecho prometer que se
recobraría enseguida, que echaría a andar con la última paletada de argamasa,
que no miraría atrás. Por la niña, sobre todo por la niña, que llevaba la mitad de
su corta existencia en un escalofrío perenne y ruin.
Lo había previsto todo Patricia. Había tenido tiempo para armarle un futuro
sin ella. Hasta le buscó novia la muy loca, Sonia Valle, sí, César, no pongas esa
cara de pánfilo, Sonia es una mujer estupenda, ideal para ti, tiene los pies en la
tierra y la cabeza en su sitio, ¿qué?, bueno, eso también, estoy contigo en que es
algo secona, ¿una jarea?, calla, bruto, tampoco es para tanto, Sonia viene de
vuelta, ha vivido un matrimonio agrio y dos o tres noviazgos largos y fríos, ya no
le cabe un desengaño más en el cuerpo, sabrá hacerte feliz, a ti y a Carla, ella la
quiere mucho, lo sabes, ¿verdad?, nos ha ayudado en estos tiempos tan
desoladores, no digas que no sin pensarlo, hombre, inténtalo al menos, júrame
que lo intentarás.
Y él, claro, se lo había jurado, a ver quién era el guapo que le negaba algo a
Patricia. Ni siquiera cuando estaba del todo sana había nadie que le tosiera, si se
le metía una cosa entre ceja y ceja no paraba hasta salirse con la suya. Había
heredado, todos lo decían, el carácter de su madre, su asombrosa entereza, una
resolución que ya se le intuía desde niña. Pronto decidió que quería ser
diseñadora de muebles. Hubiera podido elegir cualquier otro oficio, pero en
España, en aquellos años, nadie estudiaba eso. Si hubiera habido escuela de
diseño en Las Palmas, ella habría optado por las telecomunicaciones, por la
ingeniería nuclear, por la caza mayor. El caso era marcharse fuera, el resto era
sólo la excusa. Estuvo ahorrando años de su paga semanal, lo suficiente para
viajar a Italia, donde se partía el bacalao. Y, antes de cumplir la mayoría de
edad, agarró los bártulos e informó a Ildefonso Delgado y a Carlota Ferraz su
decisión. No les pidió permiso. Sólo les informó. Así era Patricia.
Patricia.
¿Qué demontres iba a ser de su vida sin ella?
Lo había sido todo. César apenas recordaba nada anterior a su llegada, al
menos nada que mereciera la pena recordar. Antes de los veinticinco se pasó la
existencia estudiando día y noche, a veces hasta caer rendido, para acabar
cuanto antes la carrera y dejar de incordiar a su familia. Después vino una lucha
frenética de exámenes, cursos de postgrado, simposios y publicaciones hasta
obtener la titularidad. Podían contarse con los dedos de una mano las chicas con
las que había salido y le sobraban el gordo glotón y, si lo apuraban, hasta el que
cocinó el huevo. Nada serio: una en La Laguna, cuando estudiante en la
Facultad; otra, siendo ya profesor, compañera de otro departamento, el de
Derecho Administrativo; y, por fin, Paula Rosales, a quien conoció en una fiesta
que daban en el Metropole y, luego, resultó ser gemela con la bruja del oeste.
En efecto, la hermana de Paula, Nélida, tenía la misma voz chirriante e
impertinente que la del personaje de El Mago de Oz. Aquel romance, breve
como la dicha en casa del pobre, terminó cuando, en un arranque de pasión
infrecuente en él, intentó besar a la gemela que no era —no la dejó hablar y,
claro, no pudo reconocerle el cloquío— y casi tiene que venir a rescatarlo la
guardia mora.
Patricia se partía cada vez que se lo oía relatar. Le pedía una y otra vez
delante de quien fuera, cuéntales la vez que te equivocaste y le cogiste las tetas a
la hermana falsa, lo que hubiera dado por verte la cara que debiste de poner,
cuéntales, anda. Nunca se cansaba de oír la historia. Tenía una risa contagiosa
Patricia, una risa-efecto dominó, cuando empezaba todo el mundo acababa
riendo con ella aunque no se supiera bien de qué.
La había conocido en la tienda. Él andaba buscando algunas cosas para
vestir el piso de soltero recién comprado y alguien le habló de Perojo 26, un
almacén de decoración donde se podía encontrar casi de todo a un precio no
demasiado prohibitivo. La dueña, le dijeron, había estudiado en Milán con los
mejores maestros. Y la dueña, Patricia, le prometió amueblárselo con una sola
condición: ella necesitaba libertad absoluta, no quería ni verlo aparecer por allí
hasta que hubiese terminado. Si, luego de eso, no lo convencía, únicamente le
cobraría los materiales. Él se dejó llevar por su determinación.
Sus amigos se burlaron, a ver si te va a pasar como a Rock Hudson en
aquella película, y te va a hacer un estropicio sólo para joderte. Pero Patricia no
era Doris Day. Además —eso lo descubrió él con el tiempo—, ella ya tenía
decidido lo que iba a ocurrir. Una vez acabado, lo llamó, le enseñó su trabajo y
le dijo con un tono reposado con tintes de socarronería, ya está, señor Castillo,
yo no puedo hacer más, ahora le falta darle algo de calor y eso es cosa suya,
esta casa necesita un poco de vida, no sé, flores, el olor de una cena, un par de
vasos de vino a medio vaciar, invitar a la luna. Y él le respondió, por si sonaba la
flauta, qué le parece si la invitamos los dos, después de todo la casa es tan suya
como mía. Y ella, coqueta, no sé, no acostumbro a salir con mis clientes. Y él,
con sonrisa nerviosa, eso dice mucho en su favor, pero aquí no se trata de salir
sino de quedarse en casa, además, a partir de esta noche, yo no soy cliente
suyo. Y ella, más resuelta, pues mire, visto así, no parece una incorrección. Y él,
de perdidos al río, entonces, ¿acepta? Y ella, pues sí, acepto, con dos
condiciones. Y él, caramba, ¿más condiciones? Y ella, sí, las últimas. Y él,
¿cuáles? Y ella, primero, que nos tuteemos y, segundo, que el vino lo traigo yo.
Y él, tú misma. Y ella, ¿te vale a las nueve? Y él, mejor las nueve y media, tengo
clase esta tarde.
Y cenaron.
Y, puestos a dar calor al apartamento, encendieron velas y mojaron las
sábanas y se desayunaron en la cama y salieron al mercado a comprar el
almuerzo y, de paso, comida para el fin de semana porque César apenas tenía
cuatro latas y un par de botellas de cerveza y no es plan iniciar una relación con
el estómago vacío, que eso da muy mal fario. Y así hasta la fecha. De una cosa
estaba bien seguro César Castillo esa tarde en San Lázaro: la vida iba a ser
chiquita porquería sin la risa brincona de Patricia.
El padre Matías Cobarrubias también la recordaba en su oficio.
Decía que, allá donde estuviera, su risa seguiría iluminándonos a todos. Y,
por supuesto, tremendo tolete, hizo llorar hasta al monaguillo, que ni siquiera
tenía vela en aquel entierro. Les hizo caer en la cuenta, a los pocos que aún no
habían comprendido, del desamparo en que habían quedado tras la muerte de
Patricia, de lo terriblemente deshabitado que iba a resultar el mundo a partir de
ese día. Sonia Valle estuvo de acuerdo hilo por pabilo con lo que el cura
rezongaba. Que para eso era la mejor amiga —nunca llegó a aceptar otra cosa
— de Patricia. Llevaban juntas desde las Dominicas, casi treinta años atrás, y
sólo se habían separado, lo que se dice separado, en dos ocasiones: el año que
Patricia marchó a estudiar arte y decoración a Milán, y la vez que a Sonia le
entró la perreta de casarse con Erik, un jugador de golf noruego, guapo como él
solo, pero con un cerebro de serrín, del que se había enamorado un verano en el
puerto de Mogán.
Patricia intentó explicar a su amiga que aquello no la iba a llevar a ninguna
parte, que no tenía pies ni cabeza, se notaba a la legua que aquel tipo era un
vividor, Sonia, ahora se ha encaprichado contigo, pero dentro de dos veranos
conocerá a otra mujer en otra playa y te cambiará como se cambian las
estampitas de los futbolistas, eso lo saben hasta los negritos del Biafra.
Se equivocó sólo por un año.
La vida de casada de Sonia se acabó al tercer verano por culpa de una
modelo belga —después de ese episodio, la mujer le cogió una aversión racial al
chocolate—, famélica e insípida, con quien coincidieron en un campeonato de
golf en el Saler. Erik ni siquiera tuvo valor para enfrentarse a su esposa y se
despidió por medio de una nota, en un castellano ralo lleno de faltas de
ortografía, como en los melodramas en blanco y negro de los cincuenta. Sonia
Valle regresó, humillada, quebrada de vergüenza, a Las Palmas y ¿quién estaba
esperándola en el aeropuerto de Gando con la sonrisa tendida como la ropa
blanca y ni un solo reproche? Patricia, por supuesto. La incondicional, la amiga
del alma, la que se reía como nadie, la mujer a quien iban a enterrar esa tarde de
marzo.
Mientras rememoraba la historia del jodido noruego, Sonia Valle tomó a
Carla de la mano para acompañarla al sagrario. Y es que, como en aquella
familia no se estilaba comulgar, nadie se movió cuando don Matías levantó en
alto el cáliz de las hostias y las bendijo. De modo que Sonia se acercó por
detrás, le acarició el brazo a la niña y le susurró al oído, ¿quieres comulgar, mi
cielo? Carla asintió con la cabeza y se desasió de su padre para salir del banco,
recorrer el corredor estrechito de la capilla junto a tía Sonia y recibir la sonrisa
compasiva de Cobarrubias. El cura hizo un gesto de aprobación a la Valle que
venía a decirle a las claras, gracias, mujer, hora era de que alguien pusiera un
poco de sentido cristiano en esta casa de apóstatas y ateos, carajo, si no llega a
ser por ti, la pobre niña hubiera enterrado a su madre sin haber recibido al
menos el confortamiento del señor.
Don Matías mantenía —a pesar del descreimiento de aquellos republicanos
a machamartillo— una amistad inquebrantable con la familia de la muerta desde
la infancia: su padre era el mejor amigo de Victoriano Ferraz, el padre de
Carlota. Hay quien asegura que ella fue la culpable de todas sus angustias y
todos sus quebrantos, que se desmarcó de un acuerdo tácito de los viejos y
renegó de él hasta tres veces igual que Pedro y que, por eso, desorientado e
infeliz, el joven Cobarrubias se sintió un poco Cristo y acabó metiéndose a cura.
Lo único cierto es que cuando volvió del seminario, a inicio de los sesenta,
reanudó la relación con los Ferraz como si nada hubiera ocurrido. Casó a
Carlota con Ildefonso Delgado, un procurador quince años mayor que ella, le
bautizó a los hijos, la vio enviudar y se mantuvo fiel junto a ella, tal que un
enamorado, sin que murmuraciones y maledicencias pudieran impedirlo. Iba a
almorzar religiosamente todos los sábados del mundo, sin faltar un día, a la casa
familiar, en Santa Brígida, pero jamás consiguió que ninguno de ellos pisara la
iglesia un solo domingo, pandilla de masones.
Carlota no se bajaba del burro y le decía que, para ella —y, seguro, también
a los ojos de Dios—, las sobremesas de los sábados sustituían plenamente a la
misa de doce, y que aquellas charlas al abrigo del café y del licor de canela
valían por confesión, comunión y homilía, y que su salón de estar era muchísimo
más cómodo, dónde va a compararse, que el estrecho y tétrico confesionario en
el que el cura escuchaba a sus fieles, y que sus sillones eran más holgados que
los bancos de madera de la iglesia del Cristo, todo eso lo decía sin inmutarse. Y
Don Matías, fingiendo un enojo que sin duda era incapaz de sentir hacia la mujer
que lo miraba desde aquellos ojos embelecadores que no habían perdido ni un
ápice de su brillo, se preguntaba de dónde le venía ese talento para las cosas
sagradas si en la vida se había interesado por nada que tuviese que ver con ellas.
Y la Ferraz concluía, como siempre, con su razonamiento agudo y apacible,
mira, Matías, yo me fío de ti no porque seas cura, que conozco yo a curas que
son para echarles de comer aparte, sino porque eres un buen hombre, educado,
discreto y, sobre todo, fiel a tus convicciones, no he conocido a nadie que tenga
tu paciencia y tu constancia, y por eso celebro casi con fe que seas mi amigo,
pero no me vas a convencer de algo en lo que nunca he creído; de todas formas,
qué caray, tú siempre andas a vueltas con que a Dios se le encuentra en
cualquier rincón apartado, ¿no?, pues eso, vamos a hacer como que tenemos un
trato: tú me traes a Dios los sábados y yo pongo el rincón; además, piensa que si
tú tienes razón, yo arderé en el infierno por toda la eternidad y, si la tengo yo, tú
sólo te habrás privado de cuatro noches de gusto —las demás, te lo digo yo,
son fuegos artificiales—, así que no te quejes que, lo mires por donde lo mires,
acabo perdiendo yo.
—¿Cómo sabes que me he privado?
—¿De qué?, ¿de las noches de gusto?
—Sí.
—¿Me vas a decir, a estas alturas, que tienes una amante secreta?
—Estamos en mil novecientos noventainueve.
—Yo sí. Tú sigues en mil novecientos sesenta.
—Entonces también se estilaba lo de las amantes. Te me estás volviendo
reaccionaria, Carlota.
—O tú muy moderno, Matías.

Carlota se acordaba de aquella conversación, mientras el sacerdote limpiaba


suavemente el cáliz y la bandeja de las hostias con un pañuelo inmaculado. Y,
por primera vez en cuarenta años, se preguntó qué habría sido de su vida si
hubiese aceptado casarse con él. Tenía su gracia de joven. Sin llegar a ser
guapo, sus rasgos duros y afilados le daban un aire de solemne dignidad. Pero a
ella la mató que se lo impusieran como novio. El temperamento rebelde y terco
de los Ferraz, negado para aceptar que entre sus padres arreglaran la venta
como si ella fuese una pieza de carne, se le atravesó. Y le cogió tirria al pobre
hombre. Y se cerró en banda. Y no hubo Dios que la convenciera de las
innegables virtudes de Matías. De modo que, tres meses después de que este se
marchara al seminario, y para evitar que le siguieran dando la matraca con mira
que eres tonta, Carlota, qué oportunidad perdida, Carlota, te vas a quedar a
vestir santos con ese carácter tuyo, Carlota, cómo eres, se hizo novia formal de
Ildefonso Delgado, un viudo cuarentón a quien conoció el fin de año de mil
novecientos sesenta en una fiesta del Círculo Mercantil.
Ildefonso era todo lo contrario a Matías: pacífico, reposado, algo sombrío
desde que había enviudado. En una palabra: manejable. Carlota necesitaba a su
lado a un hombre de esas características a fin de evitar que su vida fuese un
continuo vía crucis de enfrentamientos y disputas. Los veinticinco años que
vivieron juntos, antes de que al procurador se lo llevara una angina marrullera,
fueron un remanso de paz infinita: él se dedicó a su trabajo y ella a educar a los
hijos. Nunca tuvieron ni la más mísera discusión. Al marido le gustaba la
seriedad y la mano izquierda que tenía ella para las cuestiones domésticas. A
Carlota la confortaban los modos comedidos y el talante juicioso de él. Siempre
solía decir que Ildefonso era igual que John Wayne en El hombre tranquilo
antes de que se lo llevaran todos lo demonios y arramblara con la O'Hara
campo a traviesa para devolvérsela al bruto de Víctor McLaglen.
El sacerdote se inclinó sobre el altar para besar la gualdrapa de hilo que lo
cubría. Cuando se incorporó, miró a la primera fila de reojo y comenzó a
farfullar por lo bajo una letanía indescifrable, laberintos de una ceremonia
solemne en los que el celebrante solía perderse con frecuencia. Si hubiera habido
en aquella capilla algún perito en leer los labios se hubiera llevado la sorpresa de
su vida porque al padre Matías le dio por ponerse tierno y llamar a Patricia la
hija que pudo ser suya, la hija que hubiera deseado más que nada en el mundo,
la hija que lo hubiera hecho el tipo más feliz de la tierra, y cuando levantó la vista
a los cielos de un fresco neoclásico de los hermanos resucitados lanzó una
imprecación casi sacrílega, un padre, por qué me has abandonado, de nuevo.
Carlota Ferraz sintió un estremecimiento, pero lo atribuyó al frío de marzo.
Cuando, al sábado siguiente, le preguntó al sacerdote por el ritual de esa
parte del entierro, Matías le respondió sin mucha convicción que eran latinajos,
cosas sólo para los curas viejos y las beatas, y que ella no era ni lo uno ni lo
otro. Pero a Carlota no le convenció aquella vaguedad, su amigo ocultaba algo
tras la sonrisa picara, quien sólo se ríe de sus maldades se acuerda. Y Matías,
disfrutando se ese momento de gloria, Carlota, querida, ¿tengo yo cara de
esconder maldades?, ¿a mi edad?, mujer, qué cosas se te ocurren.
La ceremonia finalizó en un silencio espeso que abotargaba, el sacerdote
descendiendo del púlpito para estrechar, con sentido afecto, la mano de César
Castillo, y besar tiernamente a Carla, y tomar del brazo a la abuela con la firme
intención de acompañarla a recorrer el camino hasta el nicho familiar. El resto los
siguió a distancia respetando el dolor, acatando la intimidad y el recogimiento de
aquella familia desgraciada, cualquiera diría que los ha mirado un tuerto, pobre
mujer, en diez años ha perdido a toda su familia; lo del marido pasa, a eso se
expone una cuando se casa con un hombre mayor, pero lo de los hijos, quita,
quita, ese es el dolor más grande de este mundo, sólo lo sabe quien lo ha vivido,
y fíjate en ella, Dios santo, lo entera que está, ni un solo instante ha desfallecido,
y lleva toda la noche sirviendo café y consolando a las visitas, que parece que la
cosa no va con ella; sí, claro, lo hace por la chiquilla, pero no me dirás que
Carlota no lo sobrelleva con dignidad, y eso que es atea, porque si fuera
creyente se entiende, el Señor conforta mucho, pero qué andará pensando esa
mujer, a quién se encomendará ahora.
Carlota Ferraz se encomendaba al cine.
Se acordaba, qué extraño, de una frase, casualidad llaman los bobos al
destino, que había oído en una vieja película de Fred Astaire en el Torrecine.
Pensaba, por supuesto, en su destino. Porque, a pesar de no creer en ningún
Dios —a veces le daba la impresión de que, hasta en eso, exageraba para
mortificar a Matías—, la Ferraz estaba segura de que las muertes de su vida no
eran casualidad. Se sintió inexplicablemente culpable. Porque, desde que nació
Carla, su vida había girado en torno a la niña. Llegó a sentir envidia de Patricia,
tan joven, tan feliz con su hija a cuestas. Incluso, al principio de la enfermedad,
cuando aún no sabían hasta qué punto era incurable, se alegró porque podía
volver a ejercer de madre, a sentirse viva, útil, en un mundo mezquino que
arrincona despiadadamente a los viejos.
Llevaba casi veinte años de viuda.
Sí.
Veinte años.
Porque Ildefonso había muerto hacía sólo doce, pero —hasta eso lo soportó
en secreto— había dejado de disfrutar de su compañía desde mucho antes. Ella
le había insistido hasta el hartazgo en que se fueran de viaje, que se escaparan
una semanita a Europa, a Italia, por qué no, había querido siempre conocer
Italia, con los hijos en la universidad e Ildefonso jubilado tenían todo el tiempo
del mundo para ellos, pero a su marido le disgustaba viajar, decía que todo eran
incomodidades, que como en casa en ningún sitio, y así se pasaba las tardes
enteras metido en la biblioteca, leyendo, o escuchando una y otra vez una
docena de óperas, siempre las mismas, que tenía grabadas en discos de vinilo. A
Ildefonso le bastaba con sus libros y sus discos, Carlota llegó a pensar que
sobraba, que podía morirse, por ejemplo, un lunes, y su marido no repararía en
el cadáver hasta el jueves o el viernes, cuando el hambre lo tumbara. Y,
mientras, a Carlota se le iba la vida esperando que ocurriera algo que la sacara
de semejante tedio: la llegada de uno de sus hijos, alguna reunión de viejas
amigas, incluso la primavera era una buena noticia porque podía salir a pasear
por Triana y tomarse una taza de té en el Gabinete Literario.
Luego, fue Ildefonso quien se murió. Mira por dónde, un lunes. Y no tuvo
que esperar ni un segundo para que su mujer lo comprendiera porque se le fue
en los mismos brazos. Carlota había ido a la biblioteca a preguntarle si
necesitaba algo, que iba a salir a Las Palmas, y lo halló sin color, descompuesto.
Únicamente le dio tiempo para interesarse, qué tienes, mi vida, y sostenerle la
cabeza contra su pecho. Fueron las últimas palabras, las definitivas, las que
quedan en la memoria a cincel, ese «qué tienes, mi vida» la iba a acompañar
siempre. Más tarde, Pablo se mató en el accidente. La fatalidad ni siquiera le dio
permiso para un «qué tienes, mi vida» chiquitito. Pablo llevaba más de un mes de
viaje por la Península cuando sonó el teléfono a la una de la madrugada. Carlota
descolgó por descolgar, pues ya conocía la noticia, esas cosas una madre las
advierte antes de que se las cuenten, no paró de repetir en el entierro. Descolgó
por descolgar y escuchó lo que Lucía, la novia de su hijo, tenía que decirle. Oyó
su juramento, se lo juro, doña Carlota, le dije que no fuera, que hacía un tiempo
horroroso, lo amenacé con dejarlo, se lo juro, le dije que, si salía a volar, se
fuera despidiendo de volverme a ver, y eso con lo que lo quería, doña Carlota,
usted sabe cuánto lo quería, ¿verdad? Descolgó por descolgar y tuvo que
aliviarle a Lucía su desconsuelo, lo sé, lo sé, él también te quería, siempre
hablaba de ti, de lo bien que se sentía a tu lado.
La consoló como sólo una madre rota sabe hacer.
Así fue que Carlota salió de un luto con el tiempo justo de meterse en otro.
Ni el alivio le dejaron. Y la única ventana abierta que halló fue Carla. Por eso,
cuando Patricia comenzó a sentirse enferma, ella no dudó un instante en hacerse
cargo de todo y no paró hasta convencerla, cómo vas a meter a una extraña en
tu casa pudiéndome valer yo, ni loca, m'ija, hasta aquí podíamos llegar, mañana
mismo te me mudas con tu familia a Santa Brígida, allí hay espacio, silencio y aire
sano para cuidarte y para criar a la niña, le elegimos un colegio provisional por la
zona y la guagua la recoge y la deja en la puerta. Y lo que empezó siendo una
solución de urgencia se convirtió en la vida de los Castillo Delgado.
César no puso peros.
A él le cogía la Universidad más a mano y se ahorraría las colas de cada
mañana para salir de Las Palmas. Además, estaría mucho más cerca de casa por
si Patricia o Carla lo necesitaban. La única condición que puso fue que ni hablar
de guaguas, él levantaría y daría de desayunar y llevaría a Carla todos los días al
colegio, aquello no era negociable, no había tenido una hija para que se la
cuidara otro. Al segundo año, cuando no se veía luz tras el túnel sombrío de su
sufrimiento, vendieron la casa de Las Palmas y le compraron a Carlota la suya.
Fue un trapicheo legal de repartición de bienes anticipada para no dejarle un
duro a hacienda y evitarse los follones del patrimonio, de cualquier forma Carla
era la única beneficiaría de su abuela y, tarde o temprano, acabaría por
heredarlo todo. Esa idea había partido, como las demás, de la propia Carlota,
dotada de una inteligencia natural para esas cosas.
Don Matías esperaba pacientemente a que encajaran el féretro y tapiaran el
nicho con cemento fresco, y a que un fraile de los hermanos de la Resurrección,
rechoncho y sudoroso, con accesos de asma, hollara la argamasa con el dedo
índice para escribir, antes de que fraguara, las iniciales de la difunta —P.D.F.—,
el día de la fecha —9 - 3-99— y una cruz que le salió algo cambada, pues
cuando la grababa el pobre sufrió un espasmo de tos. Los asistentes se
encogieron de hombros y sonrieron tolerantes ante aquel leve desliz del monje
asmático, bastante tenía con su afección, ¿verdad?
Don Matías aguardó a que bajaran todos, los operarios y el fraile, del
andamiaje con ruedas que se utilizaba para llegar a las celdas más altas, y se
encaramó al primer escalón para que todos pudieran escuchar sus últimas
palabras. Se dirigió con su voz de metal a los presentes, un pequeño grupo
sufrido, estoico, masacrado sin piedad por el escuadrón de mosquitos pejigueras
que pululan alrededor de las flores mustias, les habló de una despedida que no
era una despedida, de un «hasta la vista», porque si había algo cierto en esta
vida, incluso para aquellos que tenían la desdicha de no creer en nada —aquí sus
ojos se posaron, con descaro indisimulado, en Carlota Ferraz—, si hay algo
irrefutable, digo, es que todos, todos, habremos de morir algún día y, gracias a la
infinita generosidad de Dios-Nuestro-Señor, nos encontraremos juntos allá
donde vayamos, de modo que no estemos tristes por Patricia, que ahora
descansa en paz, y mantengamos la fe para que ese día de gloria la podamos
volver a abrazar.
Luego de arropar a su hija, de despelusarle el flequillo que se le escapaba
revoltoso por debajo de la cinta del pelo, de besarla en la frente con suma
suavidad, de decirle que mañana sería otro día, que las cosas se verían de otra
manera, que el cura había tenido razón cuando dijo lo de que aquello era sólo un
«hasta pronto», luego de prometerle que todo iba a ir bien, César Castillo
regresó al salón. Se sirvió una copa, una gota de whisky manchando apenas dos
piedras de hielo, y salió a la terraza a respirar el aire de la noche. Lo acogió un
cielo limpio, intenso, negrísimo, tintado de estrellas radiantes.
Se sentía terriblemente perdido.
Durante los últimos meses se había acostumbrado al mismo rito de un culito
de whisky y un rato de terraza, a la misma rutina de indagar en la noche.
Entonces, siempre regresaba a una cama custodiada por la respiración de
Patricia, regresaba al calor, al abrigo, a la fidelidad de su mujer. Sin embargo,
ahora lo aguardaba un lecho vacío, absoluta y cruelmente vacío, al que no se
veía capaz de volver. Se sentó en el sillón de mimbre con la esperanza de que le
viniera el sueño. Se cubrió la espalda con una rebeca marrón, vieja y cariñosa
que usaba para las tardes frías. Cerró los ojos. Acarició la tela áspera y húmeda
de los asientos. Olisqueó el aire de marzo. Suspiró. Estaba tan concentrado en
su desdicha que no la sintió llegar.
—Imaginé que estarías aquí.
—Me gusta este rincón, Carlota. Es lo mejor que tiene tu casa.
—A Ildefonso también le gustaba. Solía sentarse donde estás tú a repasar
sus casos. Recuerdo que al pobre se lo comían vivo los mosquitos.
—Por eso estoy a oscuras.
—¿Sólo por eso?
—Por eso y porque se ven mejor las estrellas.
—Sí…
—Sí, ¿pero?…
—Sí, pero nada.
—Ibas a decir algo.
—Iba a decir una inconveniencia de las mías.
—Mira, Carlota. Ya que vamos a vivir juntos, que sea en amor y compaña,
anda. Aprendamos a decir las cosas sin rodeos. Así ahorraremos tiempo y
energía, la que necesitamos para criar a tu nieta. Además, tú no podrías vivir
mordiéndote la lengua. Te falta práctica.
Era cierto.
A Carlota Ferraz nadie le había presentado a su mano izquierda. Desconocía
el significado de la palabra «diplomacia». Incapaz de callarse nada, sin embargo,
no era mujer de arranques ni resentimientos: las cosas las decía una sola vez,
despacio, en alto y a la cara de uno, después de haberlas meditado muy bien y
de haber calibrado detenidamente hasta la última de sus consecuencias. Y, a
partir de ahí, empezaba de cero. Y daba todas la oportunidades del mundo.
Solía decir, respondiendo con gracia a su merecida fama de despilfarradora, que
prefería guardar dinero que rencor.
Pocas veces —eso lo había aprendido César Castillo desde que la conoció
— se equivocaba con las personas. Sabía cuándo alguien era sincero, cuándo
hablaba por hablar, cuándo escondía una ruindad en el doble fondo del pecho.
Reconocía el halago engañoso nada más verlo. Por eso César la respetaba. Por
eso consintió en perder un poco de intimidad. Por eso acogió de buen grado la
temblorosa petición de su mujer, agotada por la enfermedad, de venirse a vivir a
casa de su madre.
Claro que la situación —la luz de Patricia se extinguía sin remedio— lo había
condicionado, pero el empujón definitivo se lo dio el carácter de su suegra.
Estaba acostumbrado a los zigzagueos, a las dobleces, a los tejemanejes de sus
colegas de la Facultad, algunos de ellos auténticos trapisondistas profesionales.
Y Carlota venía a ser todo lo contrario, la encarnación de la franqueza. Si tenía
que poner a alguien a caer de un burro no pestañeaba, tenía el tino de un asesino
a sueldo, pero no sabía hacerlo a sus espaldas. Vivir con ella era, así las cosas,
un alivio para todos: para Patricia porque estaba atendida en todo momento,
para Carla porque el trato con su abuela era el mejor aprendizaje del mundo, y
para él porque tenía con quien discutir «de tú a tú», en directo, sin intermediarios
ni celestinas.
Por si fuera poco, Carlota tenía una conversación penetrante, honda, lúcida
como pocas. Había estudiado en el primer Instituto de la provincia, cuando
nadie estudiaba y, menos que nadie, las mujeres, dedicadas a atender a sus
hogares y a alguna que otra labor parroquial en la Sección Femenina. Había
obtenido las calificaciones más altas. Mejores, incluso, que la mayoría de sus
compañeros varones. Se había codeado con ellos en largas discusiones
ideológicas que socavaron la vida pública y social de la ciudad. Había liderado
manifiestos en defensa de la libertad de prensa y culto que a pique estuvieron de
mandarla, varias veces, al cuartelillo. Participado, como uno más, en las tertulias
y en los conventillos clandestinos de la posguerra. Tratado con lo más escogido
de las Islas. Entre sus amigos se contaban no pocos estadistas, intelectuales y
hombres de empresa. Y todos, incluso aquellos que no compartían sus ideas
extravagantes y liberales, la admiraban con entusiasmo. Bien es verdad que
alguno la envidiaba, pero, con el tiempo —si no puedes con el enemigo, únete a
él—, acabaron por tomarla de consejera por ese carácter suyo tan recio y tan
explícito. La Ferraz conocía intimidades que hubiesen hecho tambalearse a más
de un partido.
Pero Carlota —y este era, tal vez, el principal rasgo de su temperamento—
no entendía la deslealtad. Era una puerta cerrada con siete llaves cuando de
secretos se trataba. Durante los doce años que hacía que la conocía, César no le
había oído una palabra más alta que la otra. En ocasiones, alguna amiga le
preguntaba, poniendo voz misteriosa, encogiendo el cuerpo y arqueando las
cejas, de dónde sacaba el dinero fulano, cómo había llegado mengano a su
posición o si era cierto que zutano andaba liado con la mujer del gobernador
civil. Carlota, entonces, mostraba habilidades de extremo izquierdo, sorteaba las
preguntas, miraba a otro lado y se salía del regate con una rapidez asombrosa
hasta extraviar la charla hacia otros asuntos más anodinos. Lo hacía con tanta
pericia que la amiga acababa irremisiblemente por olvidarse de dónde había
nacido la discusión.
Acaso quien mejor podría hablar de la discreción de Carlota Ferraz era el
padre Matías. Porque si, para ella, los sábados se habían convertido en su
particular día de oración, el cura aprovechaba la oportunidad para —después de
comer y tras una copita de licor de canela— confesarse con su vieja amiga.
Sentía que con ella podía hablar con entera libertad porque la conducta moral de
Carlota, íntegra como su lealtad, se basaba en una premisa tan cristiana como la
que más: «no juzgues y no serás juzgado». Ella, no obstante, huyendo de
cualquier pensamiento meapilas, prefería resumirlo en «vive y deja vivir», una
máxima sensiblemente más simple, pero igual de resuelta.
Don Matías no estilaba declararse en confesión con ningún otro sacerdote
de su parroquia, ni siquiera con el padre Fermín Romero, el coadjutor. Y es que,
aunque casi todos eran de su quinta —a excepción de los dos jóvenes padritos
recién ordenados que se había hecho traer el obispo desde Badajoz para, según
sus palabras, renovar la savia—, Matías los encontraba mayores,
desacompasados, de otro tiempo.
Por eso se servía del almuerzo de los sábados para revelarle sus pequeñas
tentaciones a alguien que escuchaba con paciencia y sin juzgar. Y no es que sus
pecados fueran algo del otro jueves, qué va. Lo más acuciante eran las dudas
que tenía sobre tantas cosas que no entendía. De ahí que necesitara un punto de
vista diferente, una perspectiva distinta de la que, con toda seguridad, iban a
ofrecerle el padre Fermín, el padre Héctor o el padre Celestino. Estos
achacaban sus debilidades precisamente a las frecuentes visitas a Santa Brígida,
a la casa de una mujer con un pasado endemoniado lleno de recovecos. De allí
no podía salir nada bueno.
—… ¿Qué me ibas a decir, Carlota?
—Iba a preguntarte algo.
—Pregunta.
—¿Qué piensas hacer ahora?
—Aún no lo sé. Con los líos del velatorio y del entierro no he tenido tiempo
de pensar en nada.
—Lo digo porque puedes tener la tentación de repartir pedazos.
—¿De qué?
—Sí. No sé por qué, al verte aquí, me acordé de una frase de Chesterton.
Era algo así como «lo malo de un hombre con el corazón destrozado es que
pronto empieza a repartir los pedazos».
—Chesterton, ¿eh?
—Creo. Lo dijo refiriéndose a las mujeres pero era una época en que
convenía ejemplificar con nosotras. Era más sencillo. Como no teníamos alma,
no podíamos ofendernos. Aún no se había inventado la majadería esa de lo
«políticamente correcto».
—¡Qué tiempos, verdad! Y no está mal eso de no tener alma. El alma sólo
duele. Y yo, te juro, daría media vida por arrancar este dolor.
—Eso sientes ahora. Verás que dentro de unos años te reharás. Eres
joven…
—La juventud, suegra, no me sirve de mucho en momentos como estos.
Claro que saldré… que saldremos adelante. La vida sigue. Sólo que…
—¿Qué?
—Que no sé si me va a gustar vivirla sin Patricia.
Carlota Ferraz no pudo —no quiso— resistirse a acercarse a su yerno.
Se sentó a su lado en el sofá de mimbre y acogió con su mano la mano
desvalida de César Castillo. Quedaron ambos callados, mirando al cielo,
aceptando el aire fresco de la noche, acaso con los mismos pensamientos. Así
les agarró la primera luz de la mañana. Con las manos cogidas, como dos
enamorados. Fue ella la primera en despertar. Se le habían aperreado las
articulaciones. Ya no tenía edad para andar de acampadas, ni siquiera en su
terraza. Se levantó con cuidado para no despertar a César. Fue a echarle un ojo
a Carla, que estaba acurrucada en su cama, profundamente dormida. Le cerró la
puerta. Se lavó la cara. Se espantó de la pinta que el espejo del lavabo le
devolvía: una vieja ojerosa y marchita que había enterrado ya a dos hijos, una
vieja marchita y ojerosa que había transgredido la ley natural de morirse primero
que su descendencia, una vieja sin más. Y antes de que le vinieran ganas de
deprimirse, se puso a hacer café.
El olor de la cafetera lo guió hasta el fogón de piedra rústica que había hecho
fabricar Ildefonso Delgado cuando aceptó instalarse en la casa de Santa Brígida.
Ildefonso —iluso de él— había intentado convencer a Carlota Ferraz de que el
caserón de su familia, en Vegueta, justo en la trasera de la Catedral, era más
confortable para ambos, pero su esposa se negó en rotundo a abandonar la vieja
mansión de los Ferraz y lo amenazó, ni muerta me vengo a vivir a Las Palmas, y
menos a una casa desde la que se oyen las campanadas de ocho misas diarias,
estamos locos ¿o qué? Delgado se la envainó, pero impuso un par de
condiciones: se hizo traer de Vegueta la biblioteca entera, pieza por pieza y
mueble por mueble —su obsesión llegó al extremo de mandar encofrar la misma
puerta de madera de pino americano con su cerrojo y su llavín para que nadie
pudiera incordiarle en la lectura—, e hizo construir una cocina de gas antigua
porque ningún guiso le sabía en esos modernos infiernillos de quincalla, como los
llamaba. Ante aquel fogón encontró César Castillo a su suegra preparando el
desayuno: naranjas recién exprimidas, pan tostado, huevos fritos, mantequilla,
mermelada casera, aceite de oliva, embutidos… demasiadas viandas para un
estómago revuelto. Se lo agradeció, te lo agradezco, Carlota, pero me sobra
con una taza de café. Ella se hizo fuerte en el poyo de su cocina, ve a lavarte y
siéntate a la mesa, carajo, un café solo no es comida para un hombre, si vas a
comenzar una nueva vida, hazlo como es debido.
Castillo aceptó a regañadientes.
Se tomó la naranjada y una rebanada de pan caliente con aceite y sal. Y
repitió café. Mientras veía a Carlota trajinar con la sartén, repasó mentalmente la
lista de cosas que le quedaban por hacer esa mañana y le entró pereza. Si fuera
por él, se volvería a la cama hasta que lo tirara el dolor de huesos, hasta dormir
un sueño de cien años como el del cuento. Pero estaba Carla. Hizo el amago de
levantarse a ver cómo andaba la niña, pero la mujer lo atajó, deja, ya he ido yo,
está bien, dormirá hasta mediodía, luego almorzará como si el mundo fuera a
acabarse al día siguiente y se pasará la tarde haciendo preguntas a las que nos
veremos negros para responder, mañana volverá al colegio, tú a tu despacho en
la universidad y yo a poner en orden esta bendita casa, que está manga por
hombro, ¿hasta cuándo?, por mí hasta que el infierno se congele, pero antes de
eso seguro que ella se hará una mujer y saldrá volando, o tú te echarás novia, o
yo me moriré, o todo junto; ¿y entonces?, pues entonces ya se nos ocurrirá algo.
Por supuesto, Carlota Ferraz no podía barruntar que estaba a punto de
levantarse tormenta. Durante esa mañana, la primera sin Patricia sobre la tierra,
intentaron que todo pareciera como si nada hubiese sucedido, como si el tiempo
se hubiese detenido y fuese lo más natural del mundo que Carlota recogiera el
salón y el baño grande, patas arriba después de la visita de tantos familiares y
vecinos, y se fuera al mercado, o que César se encerrase en su despacho a
preparar sus clases de la semana próxima y a acabar la comunicación que debía
presentar, antes de fin de mes, para el IV Congreso de Derecho Internacional
de Alcalá de Henares. A Carla la dejaron dormir hasta que se ventilara de
tantas horas perras.
Y la vida debía de seguir su curso.
Sólo que, a veces, la vida se maneja sola y toma sus propias decisiones. Y
esa mañana decidió que el cartero llamara no dos, sino cuatro veces, puesto que
nadie salió a abrirle la verja y él sabía que había gente en la casa porque los
ventanales estaban abiertos para orear las estancias del olor a tabaco y a
apreturas. César escuchó el timbre, pero no se movió. Se había dejado
engatusar por la costumbre de Patricia recibiendo a primera hora al cartero,
Patricia despidiéndose del muchacho hasta el día siguiente, Patricia regresando a
sus cosas, no sin antes entrar en su despacho para dejarle sobre el escritorio las
cartas que le llegaban a él y dejarle también un beso y desordenarle el pelo y
decirle no sé cómo consigues que te siga queriendo con la facha que tienes por
las mañanas, mi niño.
Tardó un buen rato César en comprender que eso no iba a ocurrir más. Un
buen rato, cuatro timbrazos lo menos, en caer en la cuenta de que a partir de ese
día tenía que abrirle él mismo al cartero si no quería tener que desplazarse luego
a la estafeta de correos del pueblo. Cuando llegó a la verja, el chico ya
emprendía la retirada y hubo de disculparse, cuánto lo siento, amigo, estaba en
el fondo y no oí la llamada. El otro, un chiquillo aún, parecía un poeta del
diecinueve, con ese pelo ensortijado y negro y esos ojos grandes, largo como un
suspiro y tan desgarbado que parecía que la cartera la llevaba de contrapeso. Le
aceptó a Castillo la coartada y se mostró indulgente con él, no pasa nada, señor,
es la falta de costumbre, lo comprendo bien, ya me enteré por mi madre de lo de
su mujer, qué fuerte, lo acompaño en el sentimiento, y no se preocupe que
mañana tocaré cinco veces.
Cuando volvió adentro, a César Castillo se le había desmontado el tinglado
de hacer como si nada ocurriese. La mirada de lástima que acababan de echarle
no tenía resquicios: su mujer había muerto y hasta un simple cartero con pinta de
bohemio sentía pena por él. Tan aturdido andaba que no supo qué hacer con las
cartas que llevaba bajo el brazo. Las botó sobre la repisa de la entrada, un
mueble antiguo de madera de barbusano, y siguió su camino, descompuesto,
hacia el despacho. Se sentó frente al ordenador a leer lo que ya tenía escrito del
artículo, un ensayo sobre el derecho de los inmigrantes, asunto que llevaba
preocupándole varios meses, tras leer un día sí y otro también lo de aquellos
pobres diablos que llegaban en patera, en condiciones miserables, a morir en alta
mar, o con suerte a malvivir en un parque, a dormir sobre sucios cartones, bajo
fríos bancos, en oscuros zaguanes.
Pero ni el recuerdo de la miseria de esa gente pudo sobreponerse al de la
mirada del joven cartero. No tuvo arrestos para retomar el ensayo, tecleó el
botón de guardar el archivo y se levantó a prepararse otro café. En la cocina,
recalentó el que Carlota había hecho por la mañana, se sirvió una taza y salió a
buscar el fresco del balcón. Tuvo que cruzar, de nuevo, por el vestíbulo y se fijó
en las cartas que dormitaban sobre la repisa. Las cogió y se las llevó al sillón
donde había pasado la noche con su suegra.
Marzo despuntaba con aire de humedad.
Pero César apenas lo sintió, acaso porque no tenía conciencia de su cuerpo,
como si deambulara por un sueño que ni siquiera era el suyo, sino el sueño de
otro. Con esa sensación de estar siendo soñado por alguien ajeno, apuró el café
aún humeante y, al acabarlo, rodeó la taza con sus manos para calentárselas, en
un gesto mecánico, instintivo. Finalmente la dejó sobre la mesilla de cristal, junto
a un cuenco con flores secas que una vez olieron a espliego, a salvia, a
manzanilla. Entonces fue que reparó en la correspondencia. Media docena de
cartas sin abrir. Tres eran de la Caja de Ahorros, dos a su nombre y otra
dirigida a doña Carlota Ferraz Álvarez. Abrió las suyas sólo para corroborar
que los bancos no tenían alma, que seguían con sus cifras y sus cálculos sin
importarles un carajo que no hubiera cliente a quien cobrar intereses. César se
dijo que una de las primeras cosas que debía hacer era consultar si convenía
advertir a la Caja del fallecimiento de Patricia o hacerse el loco y mantener la
cuenta a nombre de los dos.
Entre la correspondencia, había también un par de folletos de propaganda,
uno de cosméticos y otro de ropa interior, que su mujer o su suegra recibían
regularmente desde hacía años y que, con la misma regularidad, iban a parar al
balde de la basura. Hasta ahí todo iba según lo previsto en ese sueño extraño
que alguien estaba teniendo y que hospedaba a César Castillo como
protagonista. Hasta ahí no necesitó poner todos sus sentidos en lo que hacía
porque lo que hacía no necesitaba más que de sus dedos ágiles para desgarrar
un sobre o de su curtida ironía para darse cuenta de que, a pesar de los pesares,
los bancos nunca pierden haciendo cuentas.
Pero, entonces, la vio.
Era una carta dirigida a Patricia, su nombre escrito en un esmerado sobre
color sepia con una letra amplia de suaves trazos. César le dio la vuelta para ver
quién la enviaba y se topó con una enorme C. sin más. Ninguna dirección, ningún
dato que pudiera servirle para reconocer al remitente. No supo, en principio,
qué hacer con ella. Abrirla le pareció una traición, hubiera sido como envilecer el
recuerdo de su mujer, se trataba de un correo privado que a él no le incumbía.
Por otra parte, era evidente que quien la enviaba desconocía la muerte de
Patricia. Tal vez debería abrirla y, una vez descubierto quién era el misterioso C.,
ponerse en contacto con él y darle la noticia.
No. Fuera quien fuese el oculto remitente no le haría mucha gracia que
César atropellara su intimidad de aquella forma. Y conociendo a Patricia, seguro
que se estremecería de rabia en su tumba.
No.
Era una idea nefasta. No había discusión: llevó la carta a su cuarto y la dejó,
inviolada, en el cajón de la mesilla de noche que una vez había pertenecido a su
esposa. Y se juró que no pensaría más en ella.
SÓLO pudo cumplir su juramento cuarenta y ocho horas.
Las cosas parecían haberse normalizado. Carla hizo, como su abuela había
supuesto, muchas preguntas comprometidas y esquinadas, pero al final se
contentó con las respuestas vagas que le dieron en casa. La verdad es que tenía
tantas ganas de reunirse con sus amigas de colegio que se limitó a arrugar el
entrecejo, en un gesto que la hermanaba tantísimo con su madre, y a regresar a
sus deberes. Carlota había empleado su tiempo en devolver a la casona el
antiguo esplendor de los días felices: la había vestido con flores frescas de su
jardín, había cambiado un par de muebles de sitio —es curioso cómo algunas
mujeres, cuando se deciden a virar el rumbo, tienden a sublevarse ante el orden
de las pequeñas cosas— y había comprado unos enormes jarrones de mayólica
llenos de graciosos garabatos orientales para darle vida a las habitaciones. Y
César, ¿en su propia versión de la sublevación al dolor?, había disfrazado su
pena a golpe de trabajo: regresó a sus clases en la Facultad y soportó
estoicamente la actitud condescendiente de sus colegas, quienes, incluso aquellos
que lo detestaban —tal vez un sufrimiento mayor que el dolor mismo—, venían
continuamente a su despacho a interesarse por su estado de ánimo.
Pero a los dos días volvió el cartero. Traía, esta vez, un ramillete de notas de
condolencia: la del decano, la del rector y las de algunos amigos que no habían
podido asistir a los funerales de Patricia. Pero también le dejó, sin comprender el
tajo que iba a hacerle a su espíritu, otra cosa. Era, de nuevo, un sobre color
limón en el que estaba escrito el nombre de ella.
A César no le costó nada reconocer la letra. Le dio la vuelta y otra vez la
condenada C. le salpicó en la cara. Intentó recordar algún amigo de su mujer —
a esas alturas había optado porque era un hombre— que se llamara Carlos o
Cosme o Cristóbal, acaso otro César. Pero no pudo. Ya no le cupo duda de
que tenía que abrirla. No era cuestión de seguir transigiendo con el silencio o el
pobre C. podría pasarse la vida entera escribiéndole a una amiga muerta. No sin
cierto pudor rasgó el sobre y sacó la carta. Se trataba de una pequeña nota que
no llegaba a quince líneas, quince líneas enloquecedoras, quince líneas-bomba.
Vida mía:
He aguantado mucho tiempo sin noticias tuyas. Y sabes que no duermo
muy bien si eso me pasa. Tal vez en mis últimas cartas dije algo que te
molestara. Olvídalo, mi cielo. Bórralo de tu mente. Como si jamás lo
hubiese escrito porque es seguro que no lo hice con maldad. Es este tiempo
húmedo y triste quien me hace estar así, aquí llevamos dos semanas en que
no para de llover y eso me mata. Eso y tu silencio injusto.
A veces la vida tiene poco sentido. En momentos así no hay quien la
viva. Y este cielo tan gris. Nunca podré entender cómo hace la gente de
aquí para sobrevivir al invierno, menudo fiasco. Estos hombres apagan la
tristeza a golpe de cerveza. Pero a mí la cerveza me da sueño y sólo me
sirve para sentirme aún peor. Y encima tú pareces haberme olvidado. Estoy
deseando recibir una nota, aunque sea breve, aunque sólo sea para decirme
que te acuerdas de mí.
Te quiere con locura, C.

César creyó morirse. Aquello no tenía pies ni cabeza. Patricia se escribía


con un hombre. Imposible. Se trataría, seguro, de un error. Habría alguna
explicación para aquel desconcierto. Pero, ¿y si no la había? ¿Y si ella lo
engañaba? No. Eso era absurdo. Llevaban doce años felizmente casados.
Ninguna razón para pensar que Patricia hubiese echado algún día en falta su
cariño, que hubiese tenido que buscar aliento en otro. Y, de ser así, él lo hubiera
sabido. Sin duda. Hubiese notado algún cambio en su carácter, en su actitud.
¿Cómo era aquello que decía su madre?, «podrás engañar a todos un día,
engañar a uno toda la vida, pero jamás podrás engañar a todos toda la vida». Si
eso era así, alguien más debía de conocer el secreto. Tal vez Carlota. O Sonia.
O el padre Matías.
Volvió a leerla.
No dejaba ni un miserable hueco a la esperanza. Aquello era una
declaración en toda regla, se podía decir más alto pero no más claro. César se
precipitó a la alcoba en busca de la otra carta. Quizás en ella encontrase
respuestas. Allí estaba, donde él la había dejado dos días antes. Era igual. La
misma letra. El mismo sello. Y el mismo matasellos. De… ¡Edimburgo! Claro.
Tenía que haberlo supuesto. Por el cielo triste y el invierno crudo. Tenía que
haberlo adivinado. Por la cerveza. Tenía que haber caído en la cuenta. Porque
Edimburgo fue siempre la ciudad privada de Patricia. Su rincón íntimo. Su
refugio. El único lugar que jamás compartieron. Ella nunca había querido ir allí
con él. Y él había respetado su deseo. Ella había vuelto alguna vez. A la Feria
del Mueble.
Por trabajo.
Era normal.
César también viajaba por trabajo. A Barcelona. A Córdoba. A Santiago.
Sin ir más lejos, había estado allí en diciembre, por el puente de la Inmaculada.
Y tampoco se llevaba a su mujer a esos viajes. Pero él no se escribía con la
doctora M. o la profesora G. Y la doctora M. y la profesora G. no le enviaban
cartas llamándolo «mi cielo» ni echándolo tanto de menos. Y también hacía frío
en Santiago, carajo, un frío de muerte. Y para qué hablar de los inviernos y la
lluvia. Pero allí no había ninguna mujer que le escribiera. Ninguna mujer que
enviara cartas amarillentas a profanar su casa. Ninguna mujer que se diera al
orujo para olvidar lo mucho que lo quería.
Esta vez no tuvo cuidado en respetar el sobre. Lo desgarró sin reparos. Era
igual de breve que la otra. E igual de encarnizada. El mismo estilo querendón. La
misma letra atildada. También allí la llamaba «vida mía». También le hablaba de
su aislamiento. Y le rogaba a Patricia, a su Patricia, que le contestara pronto. Y
le decía que la vida, mi amor, no tiene sentido sin ti, sin el calor de tus palabras,
sin otra fotografía como las que me enviabas antes, como aquella de la playa que
me hacía olvidar este tiempo asqueroso. También se despedía con un «te quiere
con locura, C.». César no recordaba haber sido una persona celosa. En la vida.
No recordaba haber sentido nada parecido a aquel dolor punzante en el
estómago, a aquella mordedura de serpiente en el pecho que apenas le dejaba
respirar. Abrió los ventanales. Se sentó a los pies de la cama. Intentó buscar aire
donde no había. Rompió a llorar como un niño.
Se levantó, decidido a descifrar ese misterio absurdo, inconcebible. Una
rabia frenética se había apoderado de él. Se lanzó a registrar cada rincón de la
alcoba. A deshacer maletas. A desmontar cajones. A hurgar bajo la cama y
encima del ropero. A revolver la ropa de Patricia. A rastrear olores
desconocidos, piezas que nunca antes le hubiera visto puestas, regalos que
jamás le hubiera hecho, joyas, cartas. Sí. Cartas. Seguro que había más, tenía
que haberlas. ¿Cuánto tiempo llevarían escribiéndose? ¿En cuál de sus viajes se
habrían conocido? ¿En el último, el de hacía tres años, poco antes de enfermar?
¿O, tal vez, en el primero, cuando todavía eran novios?
César había escuchado muchas veces historias de pasiones que no mueren,
que se perpetúan, que se mantienen calientes en el tiempo. Patricia habría
conocido a Carlos —César, a falta de un rostro, le puso nombre a su rival— de
joven, la primera visita a Escocia. Habrían coincidido allí, en algún curso de arte.
Habrían compartido un pedazo de invierno.
Un pedazo de vida. Y la lluvia también. Nada más deslumbrante que la lluvia
de los enamorados. Porque, claro, se habrían enamorado. Y ella no habría
podido olvidarlo. Seguro se habrían fotografiado con paraguas y niebla. Ellos
dos, los otros, del brazo y sonrientes. O mirándose a los ojos. O comiéndose a
besos. Mientras, él, César, con todo lo que la había amado, no había podido
sustituir a aquel muchacho, a este hombre que aún continuaba escribiéndole.
Del gozo a la desdicha hay sólo un paso. César Castillo lo vino a constatar
una mañana amarga de marzo. En unos pocos días había pasado de la esperanza
al tormento de perder a Patricia dos veces.
Y esta segunda pérdida era mucho más cruel que la muerte primera. Era la
muerte del recuerdo de Patricia. Y para aquello no estaba prevenido. Nadie le
había preparado para tremendo desengaño. En todo eso pensaba mientras
rebuscaba sin tino dentro de los armarios, detrás de las gavetas, en rincones
vedados para él en vida de su esposa. Pero no encontró nada. Ni huella del
romance traicionero. Sin embargo, Carlos hablaba de correos anteriores en los
que Patricia le había enviado fotografías, al menos una de la playa.
César intentó recordar qué foto sería esa —para remate de la puñeta,
seguramente la habría sacado él— y a peor la mejoría porque Patricia tenía un
cuerpo seductor, apenas un poco de barriga después de dar a luz a Carla, con
sólidas caderas y pechos suavemente redondeados por la maternidad, y solía
usar diminutos biquinis sin parte de arriba. A César Castillo el desparpajo de su
mujer le había hecho gracia siempre, incluso sentía cierta satisfacción cuando
descubría a otro hombre mirándola de reojo en la piscina, había algo de
complacencia en aquella sensación, algo de mírenla cuanto quieran, deléitense la
vista, que esa mujer es mía. Por la noche, el recuerdo del deseo que solía
provocar Patricia alentaba el suyo y acababa haciéndole el amor con arrebato
de animal en celo. Ella lo celebraba con socarronería, caray, mi niño, qué has
comido hoy que tantas ganas tienes, voy a tener que enseñar más el culo para
que no me descuides. Los sentimientos se le apelotonaron a César Castillo en su
recuerdo: deseo y frustración, amor y furia. Y acabaron por derrotarlo.
Llevaba media hora tendido en la cama, con los ojos cerrados, esperando
que todo fuera el mismo sueño aquel en que otro lo soñaba, deseando que todo
se debiera a su imaginación, procurando no pensar en Carlos y Patricia juntos y,
por lo tanto, pensando sin remedio en Carlos y Patricia juntos, cuando una
sombra a su lado lo devolvió a la odiosa realidad de marzo. Carlota había
regresado de la compra y lo había llamado y lo había ido a buscar a su despacho
y había tocado en el baño y había terminado por alarmarse al encontrarlo allí,
con mal color, como entregado, con un papel amarillento retorcido entre sus
manos, allí, en la alcoba, allí, entre un desbarajuste de cajones abiertos y ropa
por el suelo. Iba a preguntarle qué ocurría, pero se detuvo en el último instante.
A sus pies, casi lo pisa, había otro papel igual que el que su yerno aferraba con
saña. Lo recogió del suelo. Lo leyó. Y comprendió enseguida que algo no
andaba bien.
—Tú lo sabías.
—¿El qué?
—No te hagas la tonta. Lo sabías.
—¿Qué tenía que saber?
—Que tu hija tenía un amante.
El rostro de Carlota se volvió volcán. Sus ojos se desorbitaron. Los labios le
temblaban en un rictus de deformidad, César no la había visto antes de aquella
forma. La mujer envejeció veinte años en un segundo, toda su dulce serenidad
resquebrajada por lo que acababa de oír, los surcos de la edad esculpidos en su
rostro como con un buril. Apretó el puño con el que había agarrado la carta y
respiró hondo, ¿te atreves a decirme eso a mí, cuando Patricia no lleva ni tres
días enterrada?, ¿te atreves?, no a ti que eres un hombre al fin y al cabo,
escúchame bien, ni a Dios que baje por esa enredadera le permito que ofenda la
memoria de mi hija, entiendo que estés dolido por su muerte, yo también lo
estoy y me jeringo, pero eso que has dicho es una infamia y no te lo consiento,
¿me oíste?, no te lo consiento.
César no supo reaccionar. La réplica de Carlota Ferraz lo cogió por
sorpresa. Antes de poder decir nada, su suegra ya había salido de la habitación
jurando en arameo y cerrando la puerta de golpe tras de sí. Si algo había
aclarado aquella escena —César hubiera dado su brazo derecho por empezarla
de nuevo desde que vio a Carlota de pie; le habría entregado la carta del
demonio, la habría interrogado tan solo con un gesto, habría aguardado a que
ella respondiera, acaso con otro gesto— era que la mujer no sabía nada. Para
ella, la noticia era nueva y seguro tan dolorosa como lo había sido para él. Y
ahora se había abierto un precipicio entre ambos que amenazaba con volverse
eterno.
Correr detrás de ella hubiera sido estéril. Conocía a Carlota lo suficiente
como para saber que iba a necesitar masticar a solas su dolor, hincarle el diente
al sufrimiento hasta que no quedara de él más que las hebras. De modo que
decidió salir a que el aire del invierno postrero le diera en la cara. Cruzó la
carretera arbolada que llegaba al pueblo y, antes de alcanzar la curva, tomó una
desviación que conocía bien. Iba a dar, al final de un sendero de tierra y
matorrales, a una ermita erigida sobre un breve montículo en el que, según
contaban las benditas lenguas, la virgen se le había aparecido a un pastor de
cabras. Más que una iglesia, se trataba de un pequeño santuario, un minúsculo
altar, cubierto por un paño blanco y flanqueado por dos palmatorias de barro,
excavado en la roca.
Delante de la cueva se erguía un viejo árbol retorcido por el tiempo que, en
el máximo apogeo de la veneración, parecía estar postrado ante el retablo. Allí
solía escaparse antes con Patricia para meterse mano y ser felices y jurarse que
esa felicidad duraría siempre. El árbol, un laurel de indias centenario, había
guardado bien su secreto hasta que, hartos de amarse a escondidas en posturas
incómodas, hartos de fingir, hartos de hacerse los modosos, decidieron lucir su
amor y mostrarle a todos que la cosa iba en serio. La aspereza de las hondas
raíces del laurel rivalizaba con la amargura que sentía César Castillo la mañana
en que le descubrió una grieta a su matrimonio.
El cielo se había vuelto plomizo.
Sentado sobre un peñasco picudo y seco, intentó recordar en qué momento
de su relación podría estar el origen de aquel engaño. Fue en vano. Ni siquiera
una vez se pelearon. Hubo un tiempo en que parecieron distanciarse. Sí. Fue
cuando nació Carla. Pero aquello entraba en los planes de cualquier pareja. Al
nacer el primer hijo, dicen, la madre se vuelca en su nueva tarea, se vuelve
protectora, se dedica en cuerpo y alma a aquel ser indefenso que no habla, sólo
llora, y abandona todo lo demás. Eso era lo esperado. Y César lo entendió.
Claro que le costó perder un poco de protagonismo en el alma —y, sobre todo,
en el cuerpo— de su mujer, pero venía en el contrato.
Además, aquello duró sólo un par de meses, cuatro a lo sumo. Desde que
Patricia dejó de levantarse cada media hora a ver si la niña respiraba y se quedó
en la cama el tiempo suficiente para un preámbulo amoroso, volvieron los
encuentros y la dicha. Ella, al principio, se sintió insegura. Había engordado un
poco. Pero él disipó sus temores gozando, divertido, de las nuevas regiones de
aquel cuerpo, de las nuevas tetas, de las nuevas caderas, calla la boca, tonta, no
ves que ahora tengo más de ti para mí solo. Fue una época dulce e intemperante
que reforzó el cariño que ambos se tenían. Y ahora ya no estaba seguro ni de
eso.
Por más vueltas que le daba, no halló en su memoria estela alguna que
pudiera seguir. De pronto, con las primera gotas de lluvia, su aliento se calmó. Y
una especie de tregua vino a sustituir a la rabia primera. César comprendió
entonces que, a pesar de las muchas dudas que las cartas le habían provocado a
su ánimo, no iba a ser capaz de sentir odio. Todo lo más intriga. Necesitaba
saber, no condenar. No pudo hacerle un juicio a Patricia, porque cada imagen
de ella venía tiznada de su sonrisa ancha, de sus manos movedizas, de su forma
de amar. Era lo que tenía: atraía al cariño como un imán. Con ella no había forma
de enojarse. Entonces se acordó de Carlota, de lo estúpido que había sido. Y
decidió volver. Y lo agarró el aguacero. Cuando llegó a la casa, estaba calado
hasta los huesos. Carlota andaba recolocando las flores en el salón. Lo sintió
llegar y siguió a lo suyo, callada, con una indiferencia estudiada que no engañaba
a nadie. El se quitó la chaqueta empapada. Se sacudió los zapatos. Con una
toalla del baño pequeño, se secó la cara y los brazos. Intentó recomponer su
camisa. Y pasó a verla.
Como no sabía cómo empezar, se sentó en una silla, la de la cabecera de la
mesa, y esperó a que su suegra bajara la guardia. Ella lo vio venir. Lo miró.
¿Había llorado? Improbable. Y se sentó al otro lado. Apartó una jarra de cristal
que había delante y esperó a que César tomara la palabra. Y él, qué podía hacer
si no, recogió el guante.
—Siento lo que te he dicho, Carlota. No tenía ningún derecho.
—He hecho el tolete.
—Pasa que no comprendo nada. No sabía que Patricia se escribiera con
alguien. Me entraron unos celos salvajes. He pensado de todo. ¿Cómo se
supone que debía reaccionar?
—Oye, si esto va a ser un monólogo, mejor lo tengo en mi cuarto. —
Cuéntame otra vez lo de las cartas.
—No hay nada que contar. Anteayer llegó una. Me pareció feo leerla y la
dejé en la mesilla de noche con el resto de sus cosas. Pero esta mañana volvió el
cartero y trajo la segunda. Pensé que era mejor abrirla para enviarle una nota a
quien fuera y contarle lo de Patricia. Esperaba otra cosa. No sé. Alguna amiga
de la infancia, algún cliente. Lo demás ya lo sabes.
—Y decidiste que yo estaba detrás de esa vaina.
—No. Decidí agarrarme de lo primero que encontrara. Y apareciste tú.
—¿No crees que puede tener una explicación?
—Llevo cinco horas buscando una. Y no la encuentro, Carlota, no la
encuentro.
—Pues te aseguro que para mí esto es nuevo. Patricia jamás me contó nada
parecido. Y no es extraño. Ella sabía cuánto me repugnan los enredos y los
misterios. No habría hallado refugio en mí, por muy madre suya que fuese.
—Lo sé. Por eso te pido perdón otra vez.
—Vale ya. Ahora ¿qué vas a hacer?
—Esta Semana Santa tenía pensado un viaje. Con Carla. Y contigo, si
quieres venir. Tal vez sea un buen momento para conocer Escocia.
Llevaba media hora tendido en la cama, con los ojos cerrados, esperando
que todo fuera el mismo sueño aquel en que otro lo soñaba, deseando que todo
se debiera a su imaginación, procurando no pensar en Carlos y Patricia juntos y,
por lo tanto, pensando sin remedio en Carlos y Patricia juntos, cuando una
sombra a su lado lo devolvió a la odiosa realidad de marzo. Carlota había
regresado de la compra y lo había llamado y lo había ido a buscar a su despacho
y había tocado en el baño y había terminado por alarmarse al encontrarlo allí,
con mal color, como entregado, con un papel amarillento retorcido entre sus
manos, allí, en la alcoba, allí, entre un desbarajuste de cajones abiertos y ropa
por el suelo. Iba a preguntarle qué ocurría, pero se detuvo en el último instante.
A sus pies, casi lo pisa, había otro papel igual que el que su yerno aferraba con
saña. Lo recogió del suelo. Lo leyó. Y comprendió enseguida que algo no
andaba bien.
—Tú lo sabías.
—¿El qué?
—No te hagas la tonta. Lo sabías.
—¿Qué tenía que saber?
—Que tu hija era la puta más grande que he conocido nunca.
Carlota Ferraz no supo reaccionar.
Por primera vez en muchos años los acontecimientos la desbordaban. Fue
incapaz de responder lo que pensaba porque no pensaba, porque las ideas se le
habían detenido como la sangre, porque no entendía nada de aquella escena
sacada de una ruin pesadilla. No tuvo tino para encarar al hombre, desencajado
y brusco, que la miraba desde el otro lado de la habitación. Al hombre a quien
no podía reconocer, las marcas de la violencia, como cicatrices de viruela,
incrustadas en su rostro. Al dolor por la muerte de su hija se le sumaba el rencor
repentino de César, el repudio amenazante de su yerno por la memoria de
Patricia. Antes de que pudiera responder, César se levantó de un salto y se
enfrentó con ella. ¿Iba a pegarle? El lance duró algunos segundos, en los que
ninguno apartó la mirada, en los que el silencio se abrió hueco dentro de la
alcoba, en los que Carlota esperaba el primer golpe y César disfrutaba de esa
angustiosa espera. De repente, el hombre la rodeó para seguir camino hacia la
puerta, hacia la galería, hacia el jardín, hacia la calle.
Sin mirar atrás. Con los puños agarrotados estrangulando el aire.
Cruzó la carretera arbolada que llegaba al pueblo y, antes de alcanzar la
curva, observó la desviación que conocía tan bien, aquella que tantas veces
había tomado del brazo de su novia, aquella que acababa en el laurel de raíces
retorcidas, en la ermita excavada en la roca, en la felicidad.
Entonces existía la felicidad. Al menos para él. Ahora sabía que sólo para él.
Con qué facilidad se pervierten los sentimientos. Seguro que a Patricia le había
costado un huevo fingir que era feliz con un hombre, él, César Castillo, al que no
quería. O no. Quizás no le costase en absoluto. Quizás había aprendido con los
años a fingir un amor. Quizás se hubiese hecho a cambiarle la voz, el rostro, el
cuerpo. La verdad es que casi nunca lo llamaba por su nombre. Le decía
«querido», «cariño», «vida mía». Nunca «César». Era una forma fácil, casi
pulcra, de evitar incómodos errores.
Se detuvo un momento en la encrucijada. Le lanzó una patada, con saña, a
una lata vacía de refresco que algún dominguero había dejado olvidada a los pies
de un matojo. La vio rebotar varias veces, con un sonido seco y entrecortado,
hasta que quedó inmóvil, junto a una piedra negra. Imaginó cómo rebotaría,
cómo sonaría un corazón si alguien, Patricia por ejemplo, le diera tal patada.
Seguro que no llegaría tan lejos. Un corazón, ya se sabe, es bastante más frágil
pero también más pesado que una lata vacía de refresco. En lugar de un sonido
seco y entrecortado emitiría uno blando y viscoso. En lugar de clac, clac, hubiera
hecho chff, chff. Dejó su corazón junto a la piedra negra y se dirigió al pueblo.
Caminó por el centro de la carretera, no estaba por la labor de guardar las
distancias.
Tal vez tuviese suerte.
Tal vez un camión de reparto o un conductor dormido o una moto
desbocada se lo llevara por delante, lo levantara por los aires, lo escachara —
chff, chff— como la mierda que, a esas alturas, se sentía. Dos veces estuvo a
punto de suceder, pero la cosa se limitó a un insulto, a un ¿estás tonto, imbécil?,
¿quieres que te atropellen?, ¡quítate de en medio, subnormaaal!
Y llegó indemne al pueblo. Se cruzó con un par de aldeanos. Les respondió
al saludo con un gruñido hosco y desganado, sin mirarlos. Y siguió su camino
rumbo a la taberna de la Plaza Grande.
¡La Plaza Grande! Siempre le había hecho gracia el nombre. Sólo había una
en el pueblo. Sin embargo, esta vez no le hizo gracia a César la jactancia de
aquellos brutos para llamar a su plaza, ignorantes de casa del carajo. ¿A qué
venía lo de la Plaza Grande? ¿Y la taberna? La taberna era un zaguán cubierto
de serrín, una antigua cochera desbastada, con un mostrador en medio y tres o
cuatro banquetas altas. Tenía una sola mesa pero la gente jamás la utilizaba. De
todas formas, había que ir a pedir las cosas a la barra porque Norberto, el
tabernero, estaba medio cojo y no podía salir de detrás del mostrador. César
entró cabizbajo.
Esperaba no tener que decir más que lo justo y que no le anduvieran
mortificando con majaderías ni charlas. Pidió ron. Amarillo. De tres años. Solo.
Con una piedra de hielo. Y ron amarillo de tres años, solo y con una piedra, le
sirvieron. Y se lo llevó a la mesa. Allí se sentó de cara a la puerta. De espaldas
al mostrador y a Norberto y a cuatro o cinco parroquianos que volvieron a su
conversación, una vez se hubo sentado el tipo aquel malencarado. Y se quedó
mirando fijamente a la única plaza del pueblo, vacía y silenciosa, hasta que
regresaran los chiquillos de la escuela. Repitió la operación cinco veces. Cinco
veces se acallaron las voces. Cinco veces el desagradable hombre se volvía a la
soledad de su mesa sin dignarse compartir ni un miserable chisme con los demás
clientes.
Dos horas más tarde, el silencio del parque se tradujo en un río de niños
vestidos de uniforme. Un río de niños chillando y peleándose. Un río de niños
latosos que vinieron a importunarlo como moscas cojoneras. De entre ellos,
sobresalía la figura de Carla. Venía hablando con Elsita Correa, su amiga
inseparable desde que se mudaron allí. La chiquilla lo vio. Y no supo, al
principio, si se había confundido. Era la primera vez que veía a su padre a esas
horas de la mañana en la taberna de la Plaza Grande. En la taberna de cualquier
plaza. En cualquier taberna.
Creyó que se había equivocado.
Que aquel señor sentado, solo, en la mesa, sola, ante un vaso alto de un
líquido amarillo se parecía a su padre pero no era su padre. Su padre andaría, a
esas horas, en la universidad, dando clases a niños grandes de cosas
complicadas de pronunciar, cosas raras que no eran matemáticas ni lengua ni
conocimiento del medio natural y social.
Por eso no se detuvo. Por eso no salió corriendo a su encuentro. Por eso no
se le tiró a los brazos como hacía siempre para achucharlo a besos. Por eso
prosiguió su camino a casa con Elsa, riéndose de las bobadas que hacía Moisés
el enano en clase de dibujo, a quién se le ocurre tirar un planeador de papel
mientras la seño explicaba en la pizarra lo que era una circunferencia; porque,
claro, si hubiese tirado un caza de los puntiagudos, todavía, eso era lo normal,
incluso para un simplón como Moisés el enano; un caza vuela, cruza toda la
clase y le da en un ojo al pelota de Luis Ángel antes de que la seño se gire; pero
un planeador no, un planeador da vueltas y vueltas en el aire y le da tiempo a la
seño a explicar la circunferencia y toda la lección de aritmética y a girarse a
tiempo de ver el dichoso avioncito y a saber por las caras de los niños quién era
el gamberro que lo había tirado y a castigar al enano sin recreo lo que quedaba
de semana, que eran dos días, y el planeador sin caer al suelo.
César Castillo siguió los movimientos de su hija a lo largo de la carretera. La
vio reírse y gesticular. Le recordó a Patricia y le dolió. Le dolió porque la quería
con locura. Igual que el tal Carlos decía querer a Patricia, él, César, adoraba a
Carla. Pero ahora cada vez que mirara a su hija estaría viendo a Patricia. Cada
vez que mirara a su hija estaría oyendo la risa de Patricia. Cada vez que mirara a
su hija se preguntaría si, en verdad, era su hija porque, ahora que lo pensaba
bien, nadie en el mundo podía asegurarle que Carla fuera hija suya. Ahora que lo
pensaba bien, Carla sólo se parecía a su madre. Ahora que lo pensaba bien, la
niña estaba en medio de aquella guerra y el sentimiento de rencor hacia su
esposa muerta bien podía contagiársele a su hija viva. Como un cáncer
devastador que acaba matando las células sanas.
Y la célula más sana de César Castillo, la única célula sana en verdad que en
esos instantes conservaba, era Carla. Y no podía permitir que el cáncer del
rencor le afectara de esa forma. No, joder. No podía. No a Carla. César sintió
en el estómago cómo se le extendía la enfermedad y los cinco tanganazos de ron
no mejoraban en nada la situación. Tuvo el tiempo justo de preguntar por los
servicios, ¿los servicios?, sí, carajo, el baño, ah, el baño, el baño es esa puerta
que está ahí, la que dice «baño», qué cosas, ¿verdad? El tiempo justo de
escuchar las risotadas de los otros clientes, el servicio, dice, qué fino nos salió el
señorito, la madre que lo hizo. El tiempo justo de abrir la puerta que estaba ahí y
que decía «baño». El tiempo justo de toparse de narices con un viejo retrete
lleno de lamparones, y restos de meadas y un enjambre de moscas. Y el tiempo
justo de vomitar hasta la última gota del desayuno.
El regreso fue todavía más amargo.
Al dolor intangible de sentirse engañado por una esposa muerta, se le había
juntado el dolor manifiesto, tangibilísimo, de sentirse morir por una revoltura de
estómago. Entonces sí que hubiera sido un descanso que un camión de reparto o
un conductor dormido o una moto desbocada se lo llevara por delante, lo
levantara por los aires, lo escachara —chff, chff— como la mierda que, a esas
alturas, definitivamente, era ya. Cuando llegó al desvío del sendero que daba a la
ermita, unos pájaros se entretenían picoteando su corazón reventado junto a la
piedra negra. César los miró con cierta indulgencia, sin nada de desprecio, al fin
y al cabo en la naturaleza de las aves estaba picotear lo que ellos creían una lata
vacía. Los pájaros no tenían por qué saber que era su corazón destrozado. Y, al
menos, su corazón destrozado iba a servirle a alguien.
Al llegar a la casona, le pareció que había pasado un año desde el incidente
con Carlota Ferraz. Se sintió abatido, azorado, roto de la vergüenza por las
cosas tan duras que le había dicho. Hubiera querido disculparse, llorarle,
implorarle el perdón, agachar la cabeza y esperar su desprecio.
Pero ella no estaba en casa.
Había salido a comer fuera. Se había llevado a Carla a almorzar a Las
Palmas, iba a pasar la tarde de tiendas. Seguro que Carlota había sentido miedo,
sobre todo cuando su nieta le contó que había visto a un señor igualito que papá
en la taberna de la Plaza Grande, un señor solo, en una mesa sola, con la mirada
más triste y más perdida que había visto en su vida. Había sentido miedo y había
puesto tierra de por medio entre ellas y ese desconocido que se había vuelto
como loco y la había insultado. A Carlota Ferraz y, lo que es peor, a la memoria
de su hija muerta. Se lo había dejado escrito en una nota.
No lo del miedo, claro. No lo de su locura, claro. No lo de los insultos,
claro. Sólo lo del almuerzo y la tarde libre. También decía la nota que hay algo
de comida en el horno, un poco de tortilla y un filete de pescado por si traes
hambre, sólo tienes que calentarlo, ah, y hemos de decidir esta semana qué
vamos a hacer con la tienda.
Tal vez sea un buen momento para conocer Escocia. Carlota Ferraz asintió
suavemente. Se levantó de la silla y regresó a sus tareas. Al pasar por su lado, le
puso una mano sobre el hombro. Lo mimó con delicadeza, gracias por invitarme,
César, pero ya tengo planes para Semana Santa, me voy con el padre Matías a
Italia, ríete cuanto quieras, vamos a hacerle una visita al Papa. César se sonrió,
mira a ver si te van a convertir. Y la mujer, ja, yo no me haría ilusiones. Y él,
torres más altas han caído. Y ella, eso dicen, yerno; ah, cambiando de tema, hay
algo de lo que tenemos que hablar, y pronto, ¿qué hacemos con la tienda?
La tienda.
Con los días frenéticos que acababa de pasar se había olvidado de Perojo
26. Con Patricia muerta, no tenía sentido mantenerla en marcha. La empresa
estaba saneada, sí. Facturaba más de treinta millones al año. Y las ganancias
rondaban, en años buenos, los diez. Al parecer, los objetos de decoración se
pagaban a precio de piedra preciosa. César nunca le cogió el truco.
Su mujer le explicó mil veces dónde estaba la gracia, cómo tenía que
hacerse para que fuera rentable, pero él seguía sin explicarse que alguien pagara
un cuarto de millón por un sillón de orejas o cien mil pelas por una lámpara de
noche que, por si fuera poco, era un pilote de metal enrevesado al que le habían
añadido una tulipa de tela basta y descolorida. Patricia se burlaba de su
simpleza, es que es arte, cielo mío, puro arte, la lámpara es de Ray Eames, nada
menos, y el sillón de Grassoler y juntos es como tener un Modigliani colgado en
la pared del salón. Y él, compungido, es que no lo comprendo, Patricia, me
parece algo obsceno, tal y como anda el mundo, con lo que se gastan tus
clientes en ese sillón y en esa lámpara, una familia de zaireños se juega la vida
para llegar a Fuerteventura en una balsa de mierda. Y ella, demoledora, no me
jeringues, otra vez con tus negros, eso es pura demagogia, no quieras saber lo
que ha costado el sofá donde te sientas a leer el periódico, ni la mesa donde
pones la piernas para ver la televisión, ni la cama… Y él, todo congoja, vale,
vale, no sigas, asumo mis contradicciones, no me hagas sentir peor de lo que ya
me siento. Y ella, toda comprensión, no es eso, amor, conozco tu generosidad
mejor que nadie, pero el mundo está hecho así, y nosotros no lo hemos
inventado, sólo vivimos en él.
Patricia tenía una ayudante, Luisa, una muchachilla que le echaba una mano
por las tardes en la tienda. En las mañanas estudiaba Traducción e
Interpretación, en la universidad. La había contratado porque muchos
proveedores eran extranjeros y la chica hablaba cuatro idiomas. Alguna vez,
incluso, sobre todo cuando la enfermedad hizo impensables los desplazamientos
largos, Patricia la enviaba a visitar las Ferias de muestras. Pero ahora… César lo
sentía por ella. Estaba dispuesto a ayudarla en lo que fuera. Indemnizándola.
Dándole referencias para su próximo empleo. Regalándole el sillón y la
lámpara si fuera menester. Lo sentía por ella pero él no tenía idea de cómo se
llevaba una tienda de muebles. Además no tenía tiempo.
Aunque quizás pudieran hallar una solución. Quizás Sonia Valle quisiese
hacerse cargo de Perojo 26. Había trabajado allí algún tiempo, después de su
fallido casorio con el vikingo, y no lo había hecho mal, según le confesó una vez
Patricia. Incluso tenía maña para fajarse con los acreedores. Así que, tal vez, le
interesase encargarse del negocio, comprarlo o asociarse con él.
Esa tarde bajó a Las Palmas a ver cómo andaba el patio. Esperaba
encontrar cerrado Perojo 26, con algún cartel en la puerta que aludiese a la
defunción de la dueña o algo por el estilo. Sin embargo, la tienda estaba abierta.
Luisa estaba tratando con una pareja joven. Por lo que pudo entender, iban a
casarse y andaban buscando acomodo a su lista de bodas. César estuvo en un
tris de meterse en la conversación, de preguntarle al chico, y sobre todo a la
chica, si estaban seguros de lo que iban a hacer, que esas cosas no eran broma y
que, al final, las carga el diablo; pero no le pareció prudente airear sus
problemas personales. De modo que hizo una seña a Luisa para hacerle
entender que la esperaba en la oficina y la dejó explicándole a los enamorados
las ventajas de confiar en esa firma.
En la oficina todo estaba igual a como lo recordaba. Había, en el centro de
la habitación, una enorme mesa de nogal en forma de «ele». Detrás se
columpiaba un sillón alto de cuero marrón desde el que se veía, gracias a una
cristalera que ocupaba toda la pared opuesta, hasta el último rincón de la tienda.
A la izquierda, un armario de madera noble mostraba algunos adornos
delicados, un par de diplomas de asistencia a cursos y varias fotos de familia en
las que aparecían él y Patricia y Carla y Carlota. Y a la derecha, su mujer había
hecho colocar un sofá que hacía juego con la silla de espaldar alto y un
gigantesco macetero de barro cocido que no podía ocultar una exuberante
palmera enana. Esto último le daba a la oficina un aspecto cálido e informal,
como de estar en casa, no en vano Patricia se pasaba casi todo el día allí. César
había estado en Perojo 26 apenas tres veces. Dos de ellas de paso, sólo para
recogerla e invitarla al cine o a cenar o a las dos cosas.
La tercera, sin embargo, la recordaba bien.
Se estuvieron casi un día entero. Fue al principio de alquilar el local. Carla
tenía cuatro años no más. Y la chiquilla les ocupaba todo el tiempo. César había
ido a buscarla, a mediodía, antes de lo acordado y Patricia lanzó al aire una
proposición de lo más atrevida, ¿por qué no nos quedamos aquí solos tú y yo, y
pedimos una pizza? Y César la atrapó al vuelo, carajo, suena bien, y después de
comer ¿qué? Y Patricia, mordisqueándose el labio, después Dios proveerá. Y
César, divertido, si tú no crees en Dios, bobilina. Y ella, haciéndose la ofendida,
pues parece un buen momento para empezar a creer. Y él, animado, vale, pues
yo te invito. Y ella, melosa, de acuerdo, pero yo pongo el postre. Y él,
acariciándole su lindo cuello, espero que no tenga muchas calorías. Y ella,
jugueteando con la bragueta de sus pantalones, calla, bobo, mis postres son
fantásticos, en vez de engordar, adelgazan.
Y el repartidor, confundido, ¿es aquí dónde han pedido una pizza jalisco? Y
Patricia, abrochándose la blusa, sí, aquí es, ejem, dame un minuto que voy a ver
si llevo suelto en el bolso. Y César, descojonado de la risa, deja, deja, te dije
que invitaba yo.
De vuelta a la semana en que enviudó dos veces, César Castillo se sentó en
la silla desde la que su esposa dominaba el mundo. Y no le hizo falta más que
echar un vistazo a su alrededor para advertir que era un mundo al que él no
había pertenecido jamás. Se sintió advenedizo, intruso. La decoración llevaba el
sello de Patricia. Hasta el último detalle había sido elegido por ella
personalmente: la jícara de los lápices, el cenicero con adornos aztecas, el
mechero de plata, el portarretratos que mostraba una fotografía suya, de César,
con la niña adormecida en brazos, tomada en un viaje a La Palma por Navidad.
La fotografía le resultó, visto lo visto, una ficción perversa, un impúdico embuste.
Hubiera dado todo por saber, por entender cómo Patricia había sido capaz de
mirarla, de enfrentarse a ella cada día, con qué desfachatez mientras leía,
ilusionada sin duda, las cartas de su amante. En un arranque de pudor, César
Castillo la volvió boca abajo. Y comprobó, de paso, el tacto tan delicado que
tenía el nogal, su mano se deslizaba sin dificultad por encima del escritorio. Y
quedó embelesado con el olor de la madera. Y, si no llega a interrumpirlo Luisa,
se hubiera estado allí toda la tarde mimando, acariciando la mesa.
La chica lo miró con cierto desconsuelo. Lo vio tan desvalido, allí, entre
tantos recuerdos de su esposa, que no quiso quebrantar el momento. Pero
César la disculpó no te preocupes, Luisa, sólo estaba echando un vistazo y me
perdí un momento, aún me cuesta creerlo, lo peor es hacerse a la idea, pero
bueno, ya está, ahora habrá que ser prácticos, supongo, habrá que estudiar qué
hacemos con la tienda, ¿dime?, sí, claro, los clientes tienen fidelidad a prueba de
bomba y seguirán comprando en Perojo 26, por supuesto, el prestigio de la
firma es innegable, pero necesitamos a alguien más que se encargue, tú no vas a
abandonar los estudios, ya, ya sé que lo harías en honor a su memoria, pero eso
no lo podemos permitir, precisamente por ella, a Patricia no le hubiese hecho
ninguna gracia, siempre andaba preocupada porque el trabajo te quitaba mucho
tiempo para acabar la carrera, en serio, me hablaba mucho de ti, creo que se
sentía un poco culpable de retenerte a la fuerza, decía que te estaba explotando,
de modo que no, ni lo pienses, hay que buscar otra solución, ¿eh?, ¡ah!, ¿que
ahora estás de exámenes?, ¿que puedes estudiar aquí por las mañanas?, ya, sin
embargo eso te distraería demasiado, no se puede atender todo a la vez, además
los exámenes sólo duran dos semanas, luego debes volver a las clases, y
estaríamos igual que al principio, no, lo que vamos a hacer es estudiar el asunto
en estos quince días y, si no le vemos salida, traspasamos el negocio, es bastante
rentable, seguro que alguien querrá hacerse cargo, y seguro que querrán seguir
contando contigo, tú lo dominas como nadie, los proveedores te conocen, ya
verás, saldremos de esta.
Luisa aceptó la decisión de César.
Qué podía hacer si no.
En el fondo sabía que tenía razón. Ella no estaba capacitada para dirigir ni su
propia vida, imagínate un negocio. No. Una cosa era hablar varios idiomas y
otra saber qué demonios decir en cada uno de ellos. Para eso estaba Patricia,
que era la que ponía la letra y el decorado y hasta elegía el vestuario que debía
llevar en cada ocasión, para la reunión con Winterman la falda gris marengo con
una blusa blanca sin adornos, los alemanes son muy sobrios, para la cita con
DuMorois el traje rojo, es más enérgico y a esos tipos les gusta que las mujeres
tengamos empuje y, por supuesto, para el banquete que organizan los Martinelli
el pantalón y la chaqueta negros, con tu italiano y tus caderas los impresionarás,
ya, ya sé que no es muy profesional eso de las caderas pero qué quieres, m'ija,
hay que saber jugar según las reglas de los hombres.
No le faltaba olfato a Patricia. Había nacido para eso. A César siempre le
había arrebatado la capacidad de su mujer para tratar con la gente, su
personalidad intuitiva, su temple. Lo único que lo desconcertaba era su estricto
sentido del orden. Había un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar. La
oficina era un ejemplo palpable de esa simetría, los adornos guardaban la debida
distancia unos de otros. Impensable la promiscuidad de materiales y colores. La
primera ley de la decoración era la armonía. Y la armonía tenía que ver con la
pulcritud. César, al principio, cuando se rebotaba por esa manía suya, le
espetaba, joder, Patricia, me he casado con una nazi, cómo no me has obligado
a hacerme un análisis de sangre, te llevarías un susto, debo de tener una
bisabuela negra. Y ella se lo tomaba a broma. Se lo tomaba a broma pero lo
primero que hizo cuando nació Carla fue comprobar el tono de su piel. La muy
boba.
César Castillo, ante el escritorio pulquérrimo de su mujer, se hizo una
apuesta, me juego un día de ayuno y abstinencia a que hasta los cajones están
inmaculados, seguro que cada uno contiene bártulos diferentes, por ejemplo, la
grapadora y los demás objetos metálicos en el de arriba, ¿ves?, y ahora las
carpetas plastificadas en el del medio, ¿no te dije?, y a que los folios están en el
de abajo, ¿o no? Ah, caramba, pues no. Los folios estaban junto a la impresora
y el de abajo no se abría. Estaba cerrado con llave. Intentó por la fuerza pero no
cedió. Extraño. ¿Qué podría ocultar Patricia con tanto interés? Buscó la llave
dentro de la caja de los lápices, en el cenicero, en los demás cajones, pero no
las halló. Preguntó a Luisa, y no sacó nada en claro. Ella tenía su propio
escritorio en el salón, fuera de la oficina, no entraba allí más que para resolver
algún asunto con Patricia y la mesa de la jefa era lugar sagrado, ni por asomo se
le hubiera ocurrido abrir una gaveta.
César la tranquilizó, no, mujer, nadie está diciendo lo contrario, lo que
ocurre es que necesito ponerme al día en las cuestiones legales, lo más probable
es que aquí estén los contratos o el libro de contabilidad o la chequera. Y Luisa
le refutó una por una sus teorías, lo dudo, César, porque primero, los contratos
están todos en aquel armario, en carpetas de anillas, ¿las ves?, tienen que estar
ahí, a mano, porque estamos constantemente revisándolos; segundo, la
contabilidad la hace un programa de ordenador, es más sencillo y más rápido; y
tercero, Patricia se deshizo de la chequera desde que nos conectamos a internet,
los bancos tienen ahora aplicaciones muy ventajosas, así que transferimos los
pagos a través de la red, en contadas ocasiones se utilizan las tarjetas de crédito.
Y César, de acuerdo, pero algo tendrá que haber aquí de valor para que ella lo
guardase bajo llave. Y Luisa, seguro que sí, César, pero será otra cosa.
Una nube se le vino a colar en sus pensamientos.
Una amenaza de tormenta inmensa. Y, desde luego, no le quedaban fuerzas
para resistir otra nueva afrenta. Se temió lo peor. Y lo peor, entonces, era que el
maldito cajón de las narices escondiera más pruebas de la deslealtad de Patricia.
César estaba tan seguro de que era así que su primera reacción fue no menear
las cosas, dejarlas como estaban, para qué jugar a Sherlock Holmes, con lo mal
que fumaba en pipa, con la falta de práctica que tenía con la lupa. Además, qué
bien podría suponerle conocer más detalles de una infidelidad. No. Se levantó.
Se recompuso la ropa. Salió de la oficina. Se demoró unos instantes en echarle
una mirada a los muebles del expositor. Se acercó a Luisa. Hizo amago de
despedirse. Ella estaba al teléfono. Decidió esperar. No era cuestión de
marcharse a la francesa. Volvió al salón. Se fijó en un sofá color burdeos con
adornos en verde pantano. Calculó el precio. Por supuesto, se quedó muy corto,
a más de cincuentamil de la cruda realidad. Se sentó en el sofá. Comprobó lo
descansado que era. Y lo cansado que él estaba. Se acomodó. Metió las manos
en los bolsillos de la chaqueta y cerró los ojos. Podría echarse a dormir y
despertar más tarde. Diez años, por ejemplo. Hubo de conformarse con diez
minutos. Creyó soñar. Soñó soñar. En el sueño él estaba también en un sofá
mullido color burdeos con motivos en verde. Pero tenía los ojos bien abiertos. Y
también mantenía las manos dentro de su chaqueta.
Aquél no era, sin embargo, un gesto de descanso. Las mantenía en su
chaqueta por alguna razón que no acertaba a explicarse, una razón borrosa,
desteñida como el sueño. En uno de los bolsillos sintió las formas frías y
aceradas de un llavero. Distinguió, al tacto, un búho de la suerte. Era el llavero
de Patricia. Eran sus llaves. Él las había cogido al salir de casa. Sí. Ahora lo
recordaba. Había pensado que la tienda iba a estar cerrada. Pero se había
equivocado. Luisa estaba atendiendo a la pareja de novios. Y él olvidó,
después, sacar las llaves. En el sueño que creyó soñar, sus manos dentro del
bolsillo, las contaba una a una. Allí estaban las de la casa, dos. La del buzón,
tres. Las de la tienda, cuatro y cinco. Pero había una sexta. Más pequeña.
Parecida a la del buzón pero redonda.
Le extrañó tropezarse allí con Luisa. Estaba trabajando como si nada hubiese
sucedido. Como si no hubiesen enterrado a Patricia hacía tres días. Como si
aquella fuese una tarde y aquel fuese un marzo como los demás. Y, acaso, ¿no
lo eran? ¿No había vuelto a salir el sol? ¿No continuaban funcionando los
relojes? ¿No se seguían oyendo las voces de los niños en la calle? El destino se
mostraba, a veces, tan indiferente, tan ingrato, que César se preguntó si valía la
pena mantener la esperanza, cualquier tipo de esperanza. Luisa atendía a unos
jóvenes. Al parecer, se iban a casar a finales de abril. Y él no quería entrar al
trapo, pero se lo pusieron a huevo cuando empezaron a hablar de la felicidad,
del amor verdadero, de compartir por siempre las ilusiones, ¿ustedes lo han
pensado con calma?, esto no es sólo comprarse un pisito y llenarlo de muebles,
no, eso está muy bien pero luego hay que mantener la casa limpia, ¿verdad?,
sobre todo en abril, con el aguacero que suele traer. La cara de sorpresa de los
tres le dio a entender que había desbarrado, se le había ido la mano con el
comentario. Si se arrepintió entonces no lo dejó entrever. Hizo un gesto con las
palmas en alto, un gesto como de ya están advertidos, mis hijos, si la cosa no
sale como en los anuncios, a quejarse al maestro armero. Y se escabulló por las
escaleras que daban a la oficina.
Era curioso.
Habían pasado cuatro o cinco años desde la última vez que estuvo allí: se
habían quedado a amarse varias veces en el sofá marrón, habían pedido una
pizza jalisco, a qué venía ahora acordarse del sabor, y el repartidor los había
trincado con los calzones a medio quitar. La cara de Patricia había sido todo un
poema. Cuatro o cinco años. Sin embargo, César sintió la escena mucho más
cercana, como de ayer mismo. Estaba todo igual, el mismo orden y concierto
con que su mujer acostumbraba a llevar sus asuntos. Aquello parecía un
quirófano de pura asepsia. Se acomodó en la silla de espaldar alto y cayó en la
tentación de acariciar la mesa, un nogal de lo más puro, suave como la seda. Le
habría costado un riñón. Obvió calcular cuánto. Seguramente se hubiese
quedado corto. De repente, su mirada recaló en la fotografía que presidía el
escritorio. Y su memoria lo llevó en volandas a las navidades del noventaicuatro
¿o fue en el noventaicinco?
A La Palma.
A un hotelito coqueto y apartado.
A la felicidad.
En una de las excursiones por la isla, se pararon a descansar en el mirador
de la Caldera. Carla acababa de despertar. Se había pasado todo el trayecto
dormida en el asiento de atrás. Y a César le dio por ponerse filósofo y la aupó
para que viera el majestuoso espectáculo de la naturaleza. Le dio por ponerse
filósofo y le habló a su hija de la belleza y la perfección, y se lamentó de la
torpeza de los hombres que estaba acabando a paletadas con aquel prodigio.
Patricia, mientras, había agarrado la cámara y se había puesto a fotografiarlo
todo. Jugó a hacer de reportera del National Geographic y le puso imagen a la
disertación de su marido. El hablaba de las montañas secas y ásperas y ella, clic,
plasmaba la aspereza en todo su esplendor. El hablaba del valle verde y húmedo
y ella, clic, captaba la humedad con su objetivo. El hablaba del sol limpio sobre
el horizonte y ella, clic, se arriesgaba a estropear una foto apuntando
directamente al sol. Entonces, durante unos segundos, César se quedó absorto
en el paisaje, se abrigó en el silencio, como un acto de fe, como si comprendiese
que sus palabras viciaban más el aire que la calima mora del desierto. Y Patricia
se giró y se encontró con ellos, con su familia, con todo lo que amaba en el
mundo, con una pose lindísima de padre e hija y no pudo reprimirse y, clic,
grrrrc, tiró la última foto. César aún se acordaba de lo pesada que se había
puesto su mujer por lo de la última foto, qué rabia, mira que si no sale, con lo
bonita que estaba, ¿por qué no vamos a comprar otro carrete al pueblo y
volvemos al mirador?, anda, mi vida, ¿qué más te da?, tenías que haber visto lo
que yo, Carla estaba mejor que las montañas y el valle y la puesta de sol juntos,
te lo juro, vamos a dar la vuelta, anda.
La verdad es que la foto había salido linda. Tal vez demasiado para lo turbio
que bajaba el río. César no pudo continuar contemplándola sin que se le hiciera
un roto en el pecho. La volvió boca abajo. Se preguntó con qué derecho la tenía
ella en su despacho, con qué derecho la miraba ella cada día. Y le volvieron las
arcadas del ron y el estómago vacío y la rabia. Y pudo más la rabia. Mientras
Luisa despachaba a los clientes que aún creían en el amor, César Castillo se
dedicó a revisar el estudio. Los armarios. Los archivadores. Y, desde luego, los
cajones. El primero, el de la grapadora y el compás y las reglas. El segundo, el
de las carpetas plastificadas cada una con su sello y su título. Y el tercero, al que
por alguna razón no podía acceder porque estaba cerrado con llave. Intentó
abrirlo a fuerza de tirones, pero estaba cerrado. Volvió al primer cajón y sacó el
compás para usarlo de palanca. Pero él no era Sherlock Holmes. Y, lejos de
abrirse, la punta del compás saltó en pedazos por el aire. Ensayó con su juego
de llaves, con las pequeñas, la de la taquilla y el archivador de su despacho de la
universidad. No resultó. Estaba perdiendo la poca paciencia que su ardor de
estómago le había dejado libre. A saber qué carajo guardaba ella en el jodido
cajón. Qué tenía que esconder. Entonces lo vio claro.
Lo vio claro, en efecto.
Pero todo volvió a encapotarse. Regresó a la impotencia de las primeras
cartas. Al regusto amargo de la decepción. Allí debía de custodiar más pruebas
de un ultraje, de un abuso de confianza, de una deserción en toda regla. Se
levantó de la silla y comenzó a dar vueltas por la estancia a pique de marearse
otra vez. No sabía qué hacer. De pronto se acordó del instituto, de don Adolfo
Astasio, su profesor de latín. Aquel viejo adoraba a Pandora. Les hablaba de
ella, la primera mujer, un encargo de Júpiter, Dios cabrón y malintencionado, a
Vulcano. Les hablaba de ella como se habla de una antigua novia, con los ojos
cuajados y el alma en carne viva.
César recordaba con cuánta pasión les contaba don Adolfo la historia de
Prometeo. Recordaba su forma de exagerar la inmensa estupidez del hermano
que trajo el desastre, cómo cojones se llamaba, Epifanio, Epicuro, ah, sí,
Epimeteo, Epimeteo el tolete, el pichafloja. Sin embargo, no podía recordar el
rostro de Pandora. En los libros de texto no venía. Así que no le fue difícil poner
en su lugar el de Patricia. Total, ambas compartían idénticos talentos. La
sabiduría. La elocuencia. La sensibilidad. La belleza. Y la maldita caja
envenenada.
¿Valía la pena continuar buscando aquella llave? ¿Tenía sentido dejar
escapar todos los males y acabar confinando la esperanza? Porque una cosa
estaba clara. Si destapaba aquel cajón, ya no habría vuelta atrás. Si, como
sospechaba, descubría algún indicio más de la traición, no volvería jamás a creer
en nadie. De regreso a la realidad, Luisa estaba observándolo desde la puerta de
la oficina. La muchacha aguardaba cortésmente a que él se recuperara. No hizo
el menor gesto para no enturbiar los pensamientos de César Castillo, pobre
hombre, ¿no?, tremenda tragedia que estaba viviendo. César, por su parte, se
sintió incómodo, claro, hasta ahí habíamos llegado, primero un cartero imberbe y
ahora una estudiante universitaria, todo el mundo parecía apenarse por él,
carajo, ya está bien, ¿qué quieres, Luisa?, ¿no ves que estoy ocupado ahora?,
¿no tienes nada que hacer en la tienda? A la chica se le subieron los colores, lo
último que esperaba era aquella reacción inopinada, perdona, César, lo siento,
pensé que quenas algo, si me necesitas, estaré en mi mesa.
Se le clavaron como estacas los ojos encarnados de la pobre Luisa, las
lágrimas corriendo por su rostro de niña, el gesto de secárselas con la
bocamanga de su rebeca. Se le clavó el resentimiento —¿contra quién?, ¿contra
qué?— que había anidado en su carácter desde que abrió las endemoniadas
cartas. Volvió a sentarse, roto por el descalabro en que estaba convirtiéndose su
vida. Se acodó en la mesa. Escondió el rostro entre sus manos. Así estuvo no
supo cuánto tiempo. Veinte, cuarenta minutos, tal vez más. Se hizo de noche.
Afuera y adentro. En la calle y en su ánimo. Se disponía a levantarse, a
disculparse ante Luisa por su impertinencia, a explicarle que él no era así, de
verdad, que la muerte de Patricia lo había trastornado más de la cuenta. Quería
volver a casa a que se le pasara la resaca. Hizo inventario de lo que llevaba
encima. Era un gesto frecuente en él, un gesto aprendido de niño, el de
comprobar, bolsillo por bolsillo, que lo llevaba todo: la cartera, el pañuelo de
tela, el reloj, las monedas, las llaves. Y, entonces, se dio cuenta de que tenía más
carga de la habitual.
Las llaves de Patricia aparecieron en su mano cuando la sacó de la
chaqueta. Se había olvidado. Las había cogido en casa, pensando que la tienda
iba a estar cerrada y, después, con Luisa trabajando y las puertas de Perojo 26
abiertas, se desentendió de ellas. Y ahora estaban ahí. Quemándole en la mano.
Dejándole una huella descarnada. Las de la casa, dos. La del buzón, tres. Las
de la tienda, cuatro y cinco. Y la sexta. La más pequeña. La más redonda. Casi
sin darse cuenta ya estaba metiéndola en la ranura del tercer cajón, la grieta
negra y lóbrega de la caja de Pandora. El pasador cedió muy suavemente. Hizo
un sonido fino y metálico, como el de una moneda que cae al suelo. Le sudaban
las manos. Ganó un segundo o dos secándoselas en la tela de los vaqueros. Por
fin abrió la gaveta. Su corazón parecía querer salírsele. Le dolían los embates
que daba contra las paredes del pecho.
Un atadijo de cartas, calculó que una treintena, lo miraba desde la oscuridad
del tercer cajón. Reconoció enseguida el papel amarillo y granulado. Estaban
liadas con una cinta azul cielo que acababa en un lazo. Tiraba a una sonrisa el
lazo azul. Las putas cartas se reían de él, se burlaban con sorna de su miedo, le
escupían a la cara su arrogancia insolente. Pero había algo más. Un tres-en-raya
de madera oscurecida, caoba quizás, como la de los tótems indios. Las piezas
eran de marfil tallado, cruces y anillos. Y, escondido debajo del juego, un sobre
ordinario, de esos blancos con ribetes azul y rojo, de envíos por avión. César lo
tomó en su mano. Desechó el tres-en-raya. Se desentendió del paquete de
cartas. ¿Qué de nuevo tendrían?
Estarían escritas en los mismos términos que las otras. Volvería a sufrir con
más micielos, con más mividas, con más tequiereconlocuras, con más Ces.
Cerró el cajón de nuevo, que se jodan las palabras de amor de aquel
desconocido, que se jodan sus sentimientos como se habían jodido los suyos, a
la mierda con ellas y con la esperanza, a quién coño le importan ya. Pero el otro
sobre era otra cosa. Al tacto notó que se trataba de fotografías. Y pensó hallar
más estampas de Patricia con traje de fin de año, de Patricia en bañador con las
tetas al aire, de Patricia desnuda. Se equivocó de nuevo.
Patricia estaba allí. Sin duda. Pero no como él la había imaginado. Estaba allí
pero de otra manera. Más joven. Más dichosa. Aún no la habían llagado las
cicatrices de su enfermedad. Por supuesto. Las cicatrices se las había mamado
él y sólo él. La juventud y la dicha para el otro. Por supuesto. Las horas de
hospital. Las noches en vela. Las llamadas de madrugada a urgencias. Toditas
para él, para César, para el pobre cornudo. La sonrisa dulce y la mirada blanca
para el otro. Por supuesto. Por eso es que resulta tan fácil engañar a un marido.
Uno llega. Se encuentra con una mujer hastiada de vivir siempre la misma
historia, cansada de besar, de acariciar, de oler siempre al mismo hombre. Y
basta presentarle la cara más amable de la vida. Basta sonreír a todas horas.
Basta invitarla a champán. Del resto se encarga la naturaleza. El invierno. La
luna. La lluvia. Los paraguas.
En las fotos, Patricia aparecía sonriente.
En alguna con un gesto de no me saques ahora, bobo, que estoy muy
despeinada. Aparecía siempre con la vida en los ojos. Casi todas habían sido
tomadas en un bar, un pub inglés. No. Escocés, claro, escocés, están en
Edimburgo. Sí. Están en Edimburgo porque en varias, sacadas desde dentro del
pub, se deja ver al fondo un lado del Castillo, iluminado, majestuoso. En una,
incluso, Patricia y otra mujer tienen las palmas de las manos hacia arriba y
parecen sostener, cada una, una torre. Hay humo de cigarro. Y bebidas. No es
champán. Es cerveza negra.
Claro, qué idiota, están en Escocia. Las dos personas que más salen,
además de Patricia, son un hombre, con certeza su amante, C., Carlos, y una
mujer. El es apuesto, no esperaba menos. Tiene el pelo largo, negro,
ingobernable, siempre tuvo gusto Patricia. Tiene brazos poderosos, ¿qué
esperaba?, ¿a Woody Allen? La otra mujer, sin embargo, es delicada, casi frágil.
No es muy hermosa, pero su sonrisa la embellece, le otorga una luz y un brillo
que, en otras circunstancias, podrían llegar a enamorarlo. Lástima de carabina.
El pub debe de estar cerca de los jardines, Princess Street Gardens.
Patricia le habló alguna vez de los jardines. Le mandó una postal de atardecer y
parque y Castillo de Edimburgo al fondo, pero de frente. No debe de ser difícil
encontrarlo. Aunque las ciudades británicas presumen de tener más tabernas que
farolas. No debe de ser difícil encontrarlo. Si él se decidiera algún día a visitar
Edimburgo. Sabía dónde buscar. En una de las fotos había un nombre: The
elephant house. Y una dirección: George IV Bri. No debe de ser difícil
encontrarlo. Basta con esperar a Semana Santa, total son quince días. Con
coger un avión. Con buscar un pequeño hotel, puede que un Bed & Breakfast.
Con comprarse un paraguas y aguardar a que llueva como sólo en Escocia es
capaz de llover. Con callejear. Con dejarse guiar por el olor a cerveza negra.
Con perderse entre callejones, entre estrechos bulevares, entre empedrados, por
la trasera de un Castillo iluminado, majestuoso.
LO despertó una voz melosa y tímida, ¿estás bien, César?, son las ocho, yo
me voy, mañana tengo examen, ¿tienes llaves de la tienda?, ¿necesitas algo? Y
como él, amodorrado aún en el sofá del expositor, parecía no entender, la
muchacha probó suerte con otra cosa, veo que has podido abrir el cajón, esas
fotos ¿estaban dentro?, ya me figuraba que ella guardaría allí cosas personales
porque, como te conté, los asuntos de la tienda los tenía siempre a mano. Y él,
contemplando el paquete de fotografías de Patricia en The elephant house,
comenzó a comprenderla, sí, Luisa, tenías razón, gracias, vete si tienes que irte,
yo me encargo de cerrar, ¿perdón?, ¡ah!, la alarma, claro, no, no sé cómo
funciona, pero descuida, por una noche que se quede sin seguridad no creo que
pase nada, yo me responsabilizo, de verdad, sí, sí, ya sé que Patricia jamás se
marchaba sin conectarla, pero no creo que a ella le importe ahora, ¿verdad?,
¿dime?, por supuesto, no te preocupes, cuando decida lo que va a pasar con la
tienda serás la primera en saberlo, ¿de acuerdo?, vale, adiós.
César Castillo volvió sobre el contenido del sobre que había entre sus
manos. No tenía idea de cómo habían llegado allí pero las escenas que estaba
contemplando lo persuadieron pronto. Ya no había excusas que valieran. Al día
siguiente iría a la agencia a reservar pasajes para Semana Santa. Un viaje, por
ejemplo, a Edimburgo les vendría bien a ambos: Carla se despejaría tras tanto
tiempo encerrada oliendo a flores mustias y a medicamentos y él intentaría
comprender por qué su vida se había ido a la mierda en setentaidós horas.
Se ocupó de cerrar, tal y como le había prometido a Luisa. Era noche
cerrada. La calle y la ciudad se habían apaciguado. La floristería, la barbería, la
tienda de deportes, el bazar de periódicos habían echado el cierre. El único
portal que tenía vida era el del restaurante chino. Un joven camarero oriental que
farfullaba a media lengua estaba en la acera fumándose un cigarro y charlando
animadamente con el repartidor. Se burlaba del tamaño de su casco en relación
con el de su motocicleta, mucho aloz pala tan poco polio.
En el cristal de su coche le esperaba una desagradable sorpresa. Prendido al
limpiaparabrisas le habían dejado una multa. A uno de los funcionarios cojos o
mancos o tuertos de un ojo que contrata el ayuntamiento para espiar la zona azul
no le había hecho ninguna gracia que César hubiese puesto en la máquina las
monedas justas para aparcar una hora y se hubiese pasado casi tres en la tienda.
Los funcionarios, ya se sabe, tienen muy poco sentido del humor. Y si, encima,
son contrahechos, parió la abuela: les apasiona putear al ciudadano dejándole
notitas en los parabrisas del coche. César, sin embargo, se puso en el lugar del
agente, sintió cierta empatía, le cogió hasta cariño porque él hubiese hecho lo
mismo ahora que estaba tullido del alma. Si por él fuera, decoraría con multas
los parabrisas de todos los coches de la zona azul hasta que no se viera cristal.
Pero se contuvo. Subió a su coche. Encendió el motor. Y enfiló la calle Perojo
hasta Murga, para luego bajar a la autopista y retornar a casa.
Allí lo aguardaba Carla.
Había cenado ya y estaba terminando unos deberes de la escuela. Cuando
lo oyó llegar, cerró el libro sobre su pupitre, apagó la lámpara y fue en busca de
su padre. Llevaba un día sin verlo y tenía ganas de contarle un montón de cosas
que le habían pasado desde entonces. Había llegado la primera en la carrera de
cien metros porque era la más rápida de su clase. La señorita Paula le había
dicho que, si se entrenaba con esmero, podría ganar en los campeonatos
escolares de verano. Luego, a un compañero, el enano, bueno, en realidad se
llamaba Moisés Pérez Pinto, pero le llamaban el enano por eso, porque era
bajito, sí, seguro que crecerá, claro, y a lo mejor acaba jugando al baloncesto,
pero ahora es enano, sobre eso no hay discusión, pues a Moisés lo habían
penado durante tres recreos por tirar un planeador de papel mientras la señorita
de dibujo explicaba la circunferencia, una risa. Y, al salir del colegio, vio a un
señor en el bar de la plaza que se parecía mucho a él. Su amiga Elsa Correa
decía que era él, pero Carla le explicó que no, que él a esas horas estaba en la
universidad, con su alumnos grandes.
La dejó hablar como una loca. A caballo sobre sus rodillas.
Al galope mientras le contaba lo de su fenomenal carrera de cien metros,
sobre todo el final, cuando adelantó a Merche Acosta a un palmo de la línea de
llegada. En el último esfuerzo, el de la victoria, Carla estuvo a punto de quebrarle
la cintura. Y lo que no es la cintura, pero que duele más que la cintura. César le
acariciaba las orejitas frías mientras ella narraba su gran conquista, le dieron una
escarapela con el distintivo del colegio, azul y oro. A ella le encantaba que le
acariciara las orejas. Se quedaba lela, sedada. No pocas veces, perdida toda
esperanza de que la niña cogiese el sueño, había conseguido dormirla con ese
amaño. Pero esa noche Carla estaba enralada. Había recuperado la sonrisa y las
ganas de jugar. Al verla bromear y brincar sobre él nadie hubiese dicho que
acababa de perder a su madre. No parecían quedarle secuelas de la tragedia.
Tal vez un mecanismo de defensa, un truco elemental de su organismo había
obrado el milagro del olvido. En ocasiones, los niños responden mejor que los
mayores al dolor. Como si fueran de goma y rebotaran y volvieran a ponerse en
pie tras el tropiezo más bronco de la vida.
La envidiaba. Ojalá pudiera él hacer lo mismo, rebotar y volverse a poner de
pie con la confianza que da tener nueve años. Ojalá le hubiera ganado esa
mañana una carrera de cien metros a alguien, a Roberto del Río, el de Derecho
Público, sin ir más lejos. Le tenía ganas a Roberto. Era un chaflameja al que le
habían regalado la cátedra. Se dijo, en su día, que había untado al tribunal, que
había dilapidado un pico de su herencia, que era considerable, en pagar a un par
de ellos para que no miraran demasiado su mezquino curriculum fullero. César
no se creyó las habladurías pero tenía claro que, si alguien era capaz de
corromperse, ese era Roberto del Río. Sí, carajo. Ojalá le hubiera ganado una
pega de cien metros. Y ojalá uno de sus alumnos, ya puestos, el pelirrojo de la
segunda fila, hubiera lanzado un planeador de papel mientras él explicaba en la
pizarra los secretos de la expatriación, la cuadratura del círculo.
Pero, sobre todo, ojalá pudiera mirar a su hija como siempre.
Mirarla y no ver, debajo de los rizos de su frente, los ojos y la nariz y la
boca y la barbilla de Patricia. Tremendo sacrificio. Antes, reconocer a su mujer
en Carla era un motivo más de felicidad. A pesar de que todos se burlaran de él
con que la niña podía ser de cualquiera porque lo que era a César no se parecía
en nada. Antes era un orgullo. Era como tener a Patricia repetida. Así respondía
él a las chanzas sobre el parecido, cállense, idiotas, no ven que lo he hecho
adrede, me gustaba tanto la madre que dejé que se clonara para tenerla también
en chiquitita.
Pero eso era antes.
Ahora escocía. Tenía una herida abierta y contemplar a su hija era tal que
echarle vinagre. Claro que no iba a dejar que ese sentimiento se transparentara.
Qué culpa tenía Carla de lo que había ocurrido. Ella era una víctima más de
aquella guerra, ¿verdad, mi niña linda?, ¿eh?, ¿a que sí?, ¿a que ahora tú y yo
nos vamos a querer hasta hartarnos?, ¿a que me quieres hasta el cielo, qué digo
hasta el cielo, hasta más arriba, hasta el infinito, hasta el último punto del infinito?
Y Carla respondía que sí, claro, cómo iba a ser de otra manera.
La dejó en la cama. La abrigó con la sábana de franela. Le colocó la manta
de lana a sus pies por si, a media noche, venía el frío a fastidiarla. La besó en la
frente. Le apagó la luz de la mesilla. Le dejó la puerta entornada para venir
rápido en su ayuda si los duendes o los fantasmas la atacaban, algo que no
ocurría desde hacía mucho porque ella era una niña grande que ya sabía
defenderse de los duendes y de los fantasmas. Oyó, desde el pasillo, cómo su
hija le daba las buenas noches. Y, sin poder repetir la ceremonia del whisky a
causa de su estómago maltrecho, eligió servirse un vaso de leche de la nevera y
unas galletas de sésamo y manzana. Se puso la rebeca marrón, la de las noches
frescas. Buscó el silencio negro y estrellado de la terraza. Y encontró, de nuevo,
a Carlota Ferraz, sentada en su sillón preferido.
Carlota lo esperaba.
Había estado intranquila todo el día, desde la discusión de la mañana. No
había dejado de darle vueltas a las cartas de amor. Y a la reacción rabiosa de
César. Se había tomado la licencia de llamar a Sonia Valle e invitarla a un café
en la plaza de los Patos. No había sido nada fácil. Carlota era una mujer
orgullosa. Y había decidido despreciar su orgullo por la memoria de Patricia. Así
que, mientras Carla jugaba con otros niños, enfrentó a Sonia y le preguntó, sin
tapujos, a bocajarro, si sabía algo de aquella historia novelesca, de aquel ridículo
folletín. No le habló del contenido de las cartas, evidentemente, eso hubiera sido
demasiado, pero Sonia no era tonta y sospechó de aquel repentino
interrogatorio. Carlota la tuvo que poner en antecedentes. Le contó solamente
que había llegado una carta algo comprometida, algo ambigua, algo extraña que
los había dejado a los dos, a ella y a César, mascando en seco.
Sonia Valle no sabía mentir. Era posiblemente una cuestión de educación. La
habían educado bien. O mal, que eso jamás se sabe. No sabía mentir y, por eso,
prefirió callar. Pero era evidente que algo sabía. Carlota apeló a su edad, ya no
estaba para zigzagueos, las intrigas la mortificaban hasta la extenuación. Apeló a
la amistad y al honor y a la felicidad de su familia. Pero fue en vano. Sonia le dio
la vuelta a su discurso como a un calcetín. Se refugió justamente en esa amistad
y en ese honor para no soltar prenda. Lo sentía, eso sí, por la felicidad. Si
alguien había en el mundo a quien ella quería de verdad era a Carlota y a Carla.
Hubiera dado cualquier cosa por evitarles aquel dolor. Hubiera caminado sobre
brasas. Se hubiera dejado cortar una mano, lo sabes, Carlota, sabes que ustedes
son mi familia, pero Patricia era mucho más, Patricia era mi amiga, mi hermana, y
no puedo traicionarla, aunque supiera algo no lo diría.
Carlota contraatacó como supo, hablar de traición en estas circunstancias es
una ironía, ¿no te parece, Sonia?, un amargo sarcasmo; además, tu prudencia es
loable, pero aquí es el peor homenaje que puedes rendirle a mi hija, ¿no te das
cuenta de que Patricia queda ahora como una madre ruin, como una mala
esposa, como una fulana?, peor que una fulana, las fulanas obran por necesidad,
y mi hija no necesitaba esos tejemanejes, tenía un marido maravilloso, una hija
encantadora, me tenía a mí y a ti, si te estoy pidiendo que desveles el misterio es
para limpiar su nombre, no para enfangado. Y Sonia se resistió a negociar, lo
siento, Carlota, no puedo; sólo te digo que no cometas el error de condenar a tu
hija, no se lo merece. Y Carlota quemó todas las naves, más lo siento yo, Sonia,
de veras que lo siento, porque una cosa te digo, mírame bien y mira bien a
Carla, tampoco nos lo merecemos, míranos bien porque es la última vez que vas
a estar tan cerca de nosotras, a partir de esta tarde hazte cuenta de que no tienes
familia.
—¿Le dijiste eso?
—Como lo estás oyendo, César. Y me quedé con magua de decirle más.
—Vaya.
—Joder, Carlota, lo siento. Me sabe mal lo de esta mañana. No tenía
derecho a dudar de ti.
—Déjalo. Yo hubiera actuado igual.
—No. Tú te lo hubieras pensado dos veces antes de despotricar contra
nadie. Fíjate: incluso a Sonia le diste la oportunidad de salvarse.
—Sí, bueno. Lo hecho, hecho está. ¿Qué toca ahora?
—Ya te lo dije. Faltan un poco más de dos semanas para las pascuas. Voy
a coger a Carla y me la voy a llevar de viaje.
—¿Sigues con lo de Escocia?
—No tengo elección. Si quiero dormir tranquilo el resto de mi vida tengo
que saber la verdad. Y la verdad está en la barra de un café de Edimburgo.
—¿La verdad? La verdad es como el agua oxigenada: puede que te ayude,
pero va a picarte.
—¿Más? ¿Crees que lo que averigüe puede hacerme más daño?
—No lo dudes. Además, la verdad tiene muchas caras y a ti te va a faltar,
por lo menos, una.
—¿Una?
—La de Patricia. Por muchas respuestas que obtengas en ese café, jamás
conocerás lo que ella sentía.
—Me arriesgaré.
—Tú lo has dicho. Es un riesgo. Me estoy acordando de lo que me dijo
Sonia. Lo de que no cometiera el error de condenarla.
—¿Te fías de ella?
—Yo he llegado a una edad en la que no me fío ni de mi sombra. Pero
Sonia no miente. Y mira que le hubiera sido fácil inventarse una patraña. Yo
estaba dispuesta a creerme cualquier cosa que justificase la actitud de mi hija.
Sin embargo, no lo hizo. Eso dice mucho en su favor.
—Vale. Te prometo no creerme todo lo que descubra en Semana Santa. Si
es que descubro algo.
—Te tomo la palabra.
Estaba de un humor de perros.
Y la multa que halló en el parabrisas de su coche no alivió precisamente ese
estado de ánimo. Oteó el horizonte de la calle a ver si podía distinguir al vigilante
de la zona azul. Seguro que era cosa de un lisiado, anda que no tienen mala
leche los jodidos, les das un uniforme y se creen alguien, se dan un pisto con los
galones y la chapa, sacan el cuadernillo de las multas a las primeras de cambio y
a jeringarte el día, al carajo con todos. César rompió la multa y la arrojó a la
guantera. Ni de coña iba a pagarla. Que se la reclamaran, si tenían cojones. De
camino a casa, por la autovía, iba pensando en Carla. Su hija estaría
esperándolo despierta para contarle, como tantas veces, sus proezas del colegio.
Se le echaría al cuello nada más verlo. Se sentaría en su regazo para interpretarle
con todo lujo de carantoñas lo bien que le había salido el último control, la
felicitación de su profesora o la charla que había mantenido con su amiga Elsa.
Tal vez le preguntaría qué estaba haciendo en la taberna de la plaza tan de
mañana. No se sentía animado para hacer frente a esa mirada ingenua, sin
esquinas. No iba a poder mentirle. Jamás lo había hecho.
¿Y si le preguntaba por Patricia? La niña no era tonta. A los nueve años ya
se daba cuenta de cómo funcionan las cosas. Como la vez en que le preguntó si
mamá y él iban a separarse. Fue después de una discusión sin importancia con
Patricia, ni siquiera podía acordarse de la causa, sólo que ella soltó una
palabrota y dejó caer los platos en el fregadero con un estruendo bárbaro y se
encerró en su cuarto. Ellos, Patricia y él, lo resolvieron esa misma noche. A
Carla, sin embargo, el disgusto le duró unos días. Hasta que no pudo aguantarse
el desasosiego y le preguntó aquello. Fue en el coche, por la mañana, cuando la
llevaba a la escuela. En la radio sonaba She's on the ball de Ray Charles, qué
cosa es la memoria, cómo puede uno recordar los detalles más simples y olvidar
los verdaderamente urgentes. Sonaba la voz cavernosa del gran Ray
interpretando She's on the ball y él era el hombre más feliz de la tierra.
Entonces, se aturulló tanto ante la pregunta de su hija que tuvo que parar en el
arcén por temor a tener un accidente, ¿qué dices, bobilina?, ¿cómo que si nos
vamos a separar?, ¿de dónde has sacado esa idea? Y Carla, mirando al frente,
los padres de Elsa viven separados y ella dice que es porque se peleaban todo el
rato, se gritaban mucho y se decían cosas horrorosas. Y César, cogiéndole la
mano, oye, mírame, eso, mírame, ¿cuándo nos has visto pelear a mamá y a mí?,
¿eh?, ah, bueno, pero lo de la otra noche no fue una pelea, tan solo discutimos
por una tontería, la gente que vive junta a veces discute por tonterías. Y Carla, a
punto de llantina, pero ¿por qué tienes que discutir con mamá? Y César,
apaciguador, a ver, m'ija, ¿con quién voy a discutir?, ¿con mis alumnos?, ¿con
los vecinos?, claro que no, a mis alumnos y a los vecinos nada más los veo un
ratito y con ellos sólo hablo de derecho o del tiempo, pero no discuto, no, sin
embargo con mamá y contigo y con la abuela me paso muchas horas al día, y del
mismo modo que nos reímos juntos y vemos la televisión y nos contamos cosas,
también nos peleamos, pero no es una pelea de verdad, no es una pelea grande,
porque luego nos reconciliamos, ¿qué significa «reconciliarse»?, pues que
hacemos las paces, eso, hacemos las paces y volvemos a querernos como antes.
Y Carla, más calmada, y entonces ¿lo de los padres de Elsa? Y César, más
seguro, bueno, yo a los padres de Elsa no los conozco, pero seguro que si
decidieron separarse es porque consideraron que era mejor para ellos y también
para Elsa; a veces, las personas cambian y ya no pensamos ni sentimos como
cuando teníamos veinte años, a lo mejor los padres de Elsa se conocieron
cuando tenían veinte años y ahora no sienten lo mismo y entonces es mucho
mejor vivir separados, ¿eh?, ¿qué tú no vas a cambiar nunca y que nos vas a
querer toda la vida?, eso espero, guapetona, porque yo tampoco te voy a dejar
de querer nunca, aunque tenga cien años y sea un viejito con bastón y gafas de
culo de botella, y tú una señora de setenta años, siempre serás mi niña, ¿cómo?,
no, mujer, ja, ja, ja, eso es imposible, podré ser el exmarido de tu madre, pero
lo que nunca seré es tu expadre, bobilina.
A Carla le valió la explicación.
Por si acaso, él le contó a Patricia aquella entrevista y, juntos, decidieron
andar con tiento de no pelearse delante de la chiquilla. Y la verdad es que no
necesitaron hacer ningún esfuerzo porque, unos meses después, les estalló en la
cara la maldita enfermedad y, a partir de entonces, no hubo en la casa una
palabra más alta que otra, bastante tenían con pelear juntos contra los achaques
de la pobre Patricia para andar entre ellos a la gresca, por más que fuese una
simple discusión familiar. César Castillo conducía despacio en tanto le duraban
los recuerdos. No tenía prisa por llegar. De todas formas, se sabía incapaz de
hacer frente a la franqueza candorosa de su hija. Ni tampoco a la franqueza
devastadora de Carlota, quien estaría aguardándolo sentada en el sofá de la
terraza con su manta doble tejida sobre las piernas, como si la viera.
No.
Ni hablar.
No iba a poder con ambas a la vez. Dos contra uno. Demasiado para un
hombre medio destrozado por el desamparo, por la orfandad en la que lo había
dejado la muerte de Patricia. Condujo hasta Santa Brígida. Pero no se detuvo.
Siguió conduciendo hasta San Mateo. Hasta Valleseco. Allí aparcó el coche, en
un bar de carretera, para tomar algo. Necesitaba comer un poco. Llevaba todo
el día sin echarse nada al coleto.
Lo atendió una cantinera gruesa y sonrosada, vestida de luto. Tenía ganas de
cháchara. No era extraño. En su establecimiento apenas pararían dos o tres
camioneros por el día, y algún que otro vecino a media tarde, a echarse un pizco
de vino y una tapa de queso. Era lo único que quedaba. Eso, algo de pan y el
final de una pata de cochino con un aspecto rancio, de quince días como poco,
que le dio una grima descomunal. Pidió medio bocadillo de queso curado y un
café con leche. La mujer se lo sirvió, ha estado a punto, cristiano, de quedarse
en ayunas; no hay más bares que este en diez kilómetros y ya estaba trancando,
no suele acercarse nadie a estas horas. César le agradeció el obsequio a media
lengua. Y devoró la mitad del bocadillo como si la vida le fuera en ello. Y
soportó estoicamente la conversación de doña Encarna, la regenta. Y le
respondió con monosílabos a sus preguntas entrometidas. Y le sonrió con
desgana mal disimulada a cada gracia. Y fingió interés por conocer la historia de
aquel bar, la historia de Lisandro, su difunto marido, la historia de tres hijos, dos
machos y una hembra, que vivían en Las Palmas, que habían hecho carrera y se
habían casado bien, al menos los varones, porque la niña, Encarnita, no había
tenido suerte con el tipo con el que se topó, que la dejó preñada y, luego, se
negó el muy rastrero, mal rayo lo parta, a reconocerle a los gemelos, sí, como lo
está oyendo, encima gemelos, pero ella es dura y orgullosa como una piedra, y
salió p'alante sin ayuda de nadie, ahora vivía en Melenara y se ganaba la vida en
la gasolinera de Primero de Mayo, seguro que él, César, la había visto alguna
vez al echar gasolina, era rubia y corpulenta, salió a su madre. Y César lo
soportó todo, hasta la detalladísima descripción que doña Encarna hizo de
Encarnita, con sus ojos azules, su lunar en la barbilla y sus pechos generosos. Lo
soportó con una resistencia inquebrantable. Todo con tal de llegar a casa
después de que Carla se hubiese dormido e igualar las fuerzas. El y Carlota
solos. Uno a uno. Sin testigos. Y que sea lo que Dios quiera.
Por fortuna, Dios quiso que Carlota estuviese cansada y con poquísimas
ganas de discutir si su hija era capaz o no de hacer lo que se supone que había
hecho. Y la niña dormía tal que un angelito, las manos como decían las monjas
que debían mantener las niñas decentes, por fuera de la sábana, así, por encima
el embozo, ahuyentando los malos pensamientos. Hay que joderse, qué malos
pensamientos podía tener una chiquilla de nueve años. Las monjas eran las que
tenían que dormir así, carajo, así y aún con más cosas por encima del embozo,
que para malos pensamientos los suyos, siempre pensando mal de los demás.
Carla, bendita inocencia, podía tener las manos donde le viniera en gana.
Su abuela dormitaba bajo su manta doble tejida. Una taza alta, con motivos
arábigos, a medio vaciar descansaba en su regazo. César se acercó despacio
para cogerla y llevársela a la cocina, no fuera que en un mal gesto, en un sueño
cambado, Carlota la tirara y formara un estropicio. No más agarrar la taza, la
oyó rezongar, mmmvaya, César, además de poner a parir a las esposas muertas,
¿también te dedicas a saltear a las viejas? Y él, abochornado, cogido en un
renuncio, perdona, suegra, pensé que dormías. Y Carlota, estirándose
ligeramente, mmmsi llegas a mi edad, descubrirás lo difícil que es eso de dormir,
cuando el más tonto de los remordimientos se convierte en una piedra chinchosa
bajo el colchón. Y César, sentándose en el hueco que la anciana le dejaba,
claro, Carlota, por eso es que te vienes a la terraza en busca del sueño.
Carlota Ferraz, ya del todo desvelada, aprovechó la marea baja y le contó a
su yerno la conversación con Sonia Valle en la plaza de los Patos. Cada detalle
de la charla, cada palabra que le había soltado a Sonia, era un aguijonazo para
César, quien vino a comprender, si no lo sabía ya, que se había portado como
un idiota: sospechar de Carlota había sido la mayor estupidez de su vida. Peor
aún: la mayor injusticia. Y, a pesar del abatimiento, a pesar de la furia que sentía,
él era un hombre justo. Ensayó una disculpa pero sonó tan hueca que prefirió
dejar las cosas como estaban, no fuera a ser que la fastidiara aún más. Cambió
de tercio para volver sobre su viaje a Escocia, a donde empezó todo.
Reconoció que no sabía con qué se iba a encontrar. Admitió que era una mala
apuesta, que estaba en los manuales de derecho, «nunca hagas una pregunta si
no conoces la respuesta», que había asistido a juicios sencillísimos que, al final,
se torcían porque al totorota del defensor se le ocurría, a última hora, preguntar
dónde estaba usted la noche del crimen o quién conocía la clave de la
combinación de la caja fuerte o a quién beneficiaba la muerte de su padre.
Entonces todo se iba al carajo. No hacía falta que le respondieran, la cara del
testigo y, por contagio, la del propio abogado lo decían todo. Y siempre había
allí un fiscal, perro viejo, que aprovechaba el descuido para meter el dedo en la
llaga y hurgar con la uña negra de la verdad hasta que ya no quedaba
escapatoria.
El viaje a Edimburgo iba a ser, sin duda, esa pregunta a deshora. Pero tenía
que hacerla. No iba a pasarse el resto de su vida con aquella duda. Prefería
morirse de una vez para siempre que andar agonizando por toda la eternidad.
Eso decían de los valientes, ¿no?, que mueren una vez sola, mientras que los
cobardes lo hacen mil. Él no era precisamente el tipo más valiente de la tierra. En
realidad estaba cagado de miedo. No tanto por sí mismo como por Carla. No
era el más valiente, pero halló el valor en su hija. Porque, al final, la niña le
preguntaría.
Eso era de cajón.
No a la mañana siguiente. Ni al mes próximo. Quizás no en unos años. Sin
embargo, una noche, cuando menos lo esperase, se le atravesaría un recuerdo
de infancia y lo dejaría caer, como quien no quiere la cosa, sobre la mesa. Y es
que siempre venimos a acordarnos de lo inesperado. A veces incluso de
aquellos pormenores de los que es imposible que nos acordemos. A él le
pasaba. Su madre, en esas ocasiones, solía responderle eso has tenido que oírlo
en alguna parte porque tú eras muy pequeño, o eso te lo han contado porque tú
no estabas allí cuando ocurrió.
Y él, no obstante, se emperraba en revivirlo todo al detalle, de principio a
fin, con la fe de un cristiano ante los leones, te lo juro, madre, me acuerdo como
si fuera ayer. A él le pasaba y Carla llevaba sus genes de la memoria. ¿Y si a la
mente de su hija le daba por atar cabos, qué pasaría? ¿Qué pasaría si le
interrogaba acerca de esos días tan nublados que siguieron a la muerte de
Patricia? ¿Y si cogía, por ejemplo, la escena de un hombre tan parecido a su
padre como su padre mismo bebiendo en una taberna? ¿Y si le volvía la escena
de su abuela, en un silencio triste, esperando hasta tarde en la terraza a que él
regresara? ¿Y si lo revolvía todo con una conversación cogida al vuelo entre
Carlota Ferraz y Sonia Valle una tarde en un parque? Y, cuando todo ese
amasijo se le desparramara igual que la leche al fuego, ¿qué le respondería?
No.
César Castillo no tenía intención de mentirle a su hija.
No lo había hecho nunca. Ni siquiera cuando Patricia enfermó y ella era más
pequeña. Le explicó detenidamente, para que lo entendiese, que aquello no era
una gripe, ni un catarro, ni un empacho de estómago. Que aquel dolor era más
fuerte y la enfermedad más larga. Y le fue contando —evitó, eso sí, regodearse
en los síntomas— la evolución de su madre, sus recaídas, la batalla final que
tenía visos, si la ciencia no lo remediaba, de llevársela. ¿Para siempre?
«Siempre» era una palabra demasiado tajante, demasiado intrincada para una
niña. Había que confiar en que, algún día, en algún otro lugar, volverían a
encontrarse. El padre Matías lo había explicado en su sermón. César no era muy
religioso, pero la tarde en que enterraron a su esposa se convirtió.
Y lo hizo por Carla.
Así que no iba a mentirle. El viaje a Edimburgo de Semana Santa les iba a
servir a los dos de limpieza de ánimo, de pura catarsis, aunque luego tuviera que
explicarle a la chiquilla qué significaba la palabreja esa, «catarsis». Ese viaje
tenían que hacerlo juntos. Iban a necesitar buenas alforjas para apencar con lo
que descubrieran. Lo sabía. Tal vez resultase un terrible fracaso. Lo sabía. Era
una cabronada para Carla. Lo sabía. Pero prefería hacérsela cuando aún era de
goma y rebotaba porque, más adelante, a lo peor ya no iba tener tiempo de
recuperarse.
Un par de días más tarde, como todos los sábados, los visitó el padre Matías.
César le lanzó una pulla a Carlota, tu novio, suegra, nos viene como llovido del
cielo. Y ella se lo tomó muy bien, eso tiene ennoviarse con un cura: la misa te
sale gratis. Pero Carla los oyó bromear y hubo que explicarle que su padre y su
abuela estaban de guasa, que a los sacerdotes no les dejaban tener novia,
normas de la iglesia, que se trataba sólo de un amigo, pero como era de los
buenos, de los que estaban siempre al lado de uno, la gente malpensada que no
tenía nada mejor que hacer que meter sus narices en cocina ajena solía cotillear a
costa de esa amistad, y que ella, Carla, no debía hacer caso si alguna vez le
llegaba ese rumor rastrero.
La niña siguió a lo suyo, a sus deberes, a sus juegos, a sus programas de
televisión, pero no perdió la oportunidad de preguntarle, durante el almuerzo, al
padre Matías quién hacía esas normas tan raras y porqué no le dejaban
enamorarse. Entonces, Matías Cobarrubias se marcó una respuesta que los dejó
boquiabiertos. Mirando de reojo a Carlota Ferraz, la más sorprendida de todos,
le respondió a la chiquilla, nada de eso, bonita, Dios no puede prohibirte que te
enamores, y fíjate que es Dios, pero eso escapa incluso a su mano, eso es cosa
de los hombres; no, lo que no podemos hacer es dedicar todo nuestro esfuerzo
a una sola persona, nuestra labor es la de confortar y acompañar y estar por los
que sufren, y eso sería muy difícil si anduviéramos a todas horas preocupados
por una esposa y unos hijos.
Carla, entonces, le atacó por los flancos, que andaban descubiertos, ya, por
eso los curas están siempre tan solos, porque no se les permite una familia,
¿verdad? Y el padre Matías, hombre bragado en discusiones mucho más
enrevesadas, supo mantener el pulso, no, qué va, nuestra familia es más grande
que la de los demás; mira, ustedes, aquí, son mi familia de los sábados, pero
tengo otras entre semana y otra mucho mayor los domingos en mi casa, en mi
iglesia del Cristo, ¿dime, bonita?, ya, claro, no es mi casa, que es la casa de
Dios, sí, pero él me la presta para estar con todos mis hermanos. César y
Carlota atendían en silencio a la conversación: él, orgulloso de tener una hija tan
avispada; ella, temerosa de que la charla se alargara y la niña fuera a soltar
alguna inconveniencia. Afortunadamente, llegaron los postres y a Carla la llamó
su amiga Elsa para que fuera a jugar a su casa. Así que se quedaron solos los
adultos a tomar el café y el orujo de canela. Hacía una tarde tibia y soleada y
Carlota propuso que lo tomaran en la terraza. Mandó a Matías y a César afuera
mientras ella recogía la mesa y preparaba el café.
Ellos rechistaron con que los tiempos en que las mujeres se encargaban de la
casa y los hombres se retiraban a fumar habían pasado. Pero la Ferraz,
levantando una mano firme y nervuda, los atajó, váyanse a la gran puñeta, en mi
cocina mando yo y termino antes si no tengo a dos patosos aturullándome. Por
más que insistieron no los dejó quedarse. Ninguno de los dos pareció darse
cuenta de que todo era una argucia para dejarlos solos y que hablaran: confiaba
en que César, más tarde o más temprano, acabaría por confesarse con
Cobarrubias. Y esa era una ocasión tan buena como cualquier otra.
En principio, la artimaña de Carlota Ferraz no pareció funcionar porque se
les fue un tiempo precioso hablando de la niña. Al padre Matías le había
sorprendido el buen discernimiento de Carla y felicitó a César por su educación
y le habló de la importancia de aguantar esa vela, sobre todo ahora que Patricia
no iba a estar, y, desde luego, se puso enteramente a su disposición para arrimar
el hombro. César Castillo se lo agradeció de veras, eso significaba mucho para
él porque Carla era lo único que lo sostenía en pie. El cura, lejos de discursos
beatíficos, lejos de ñoñerías simplonas, lo animó a que nunca perdiera la afición a
hablarle y a escucharla, es la mejor manera de saber cómo le va y dónde le
duele. Lo espoleó para que se convirtiera en su mejor amigo, además de su
padre. Apeló a su condición de profesor universitario, de e-du-ca-dor —lo
recalcó bien—, para tratar con una niña que, antes de que se dieran cuenta, se
convertiría en una mujer. César reconoció que no las tenía todas consigo, que
sentía cierto temor a no saber estar a la altura llegado el momento, porque no es
lo mismo tratar a una niña de nueve años que a una mujercita de dieciséis, sus
inquietudes y sus necesidades cambian y él no andaba fino en acertijos de
adolescente.
—Ahí tendrás a Carlota como aliada.
—Eso espero porque no tengo ni idea de cómo explicarle a la chiquilla los
cambios que va a experimentar.
—¿Quién te explicó a ti los tuyos?
—Nadie. En mi época había que adivinarlos.
—Pues los tiempos no han cambiado tanto. Aún funciona mucho la intuición.
La cosa es afrontarlo con naturalidad.
—Caramba, padre Matías, no sabía yo que estuviera usted tan puesto en los
misterios de la pubertad.
—Deberías oír lo que se cuenta en el confesionario. Pero, claro, para eso
tendrías que ir alguna vez a la iglesia.
La insinuación del cura lo agarró por sorpresa.
Jamás habían discutido sobre eso. Cobarrubias había perdido la esperanza
de convertir a aquella familia. Ni siquiera lo intentaba en serio. Por eso la alusión
a su despego le pareció extemporánea. Pero el padre sabía por dónde tiraba.
Había notado en el almuerzo, más por lo que callaron que por lo que dijeron
César y Carlota, que algo no marchaba. Fue entonces, en la terraza, cuando
cayó en la cuenta de que la Ferraz se demoraba demasiado en preparar una
cafetera y servir una copa de aguardiente, y comprendió que tal vez su amiga le
estaba mandando señales de humo. De modo que apuró la intimidad para
entrarle a César, no hemos hecho más que hablar de tu hija, pero ¿qué hay de
ti? Y el ánimo de Castillo se tambaleó, ¿de mí?, ¿qué ocurre conmigo? Y el
padre Matías, eso quisiera saber yo, ¿qué ocurre contigo?, imagino que no
andarás sobrado de energía, con la que está cayendo, así que puede que no
solamente Carla necesite que le echen una mano. César no esperaba el
interrogatorio. No tenía preparada una buena defensa y, claro, su alegato hizo
agua por todas partes, bueno…, yo…, ahora…, cómo le diría, ando algo
despistado, pero supongo que es lo normal, que será cuestión de esperar a que
escampe, ¿no? Y Matías, más reverendo padre franciscano que nunca, por
supuesto, hijo mío, nadie ha dicho lo contrario, pero lo que tiene esperar a que
escampe en invierno es que pueden darte las uvas y tú, mientras, sin vender un
paraguas. César buscó aire donde pudo, ¿y qué otra cosa puedo hacer?, ¿no
dicen que todo tiene solución menos la muerte?, pues aquí se trata de la muerte,
de la muerte de Patricia y ni toda la fe del universo me la va a devolver. Al cura
sólo le bastaba un empujón para que se abriera la ventana, yo no he mencionado
la palabra «fe», hablo de tu estado de ánimo, de tus dudas, porque está más que
claro que las tienes y que te están afectando.
Matías Cobarrubias se dispuso, entonces, a escuchar en silencio lo que
César Castillo tenía que contarle. Acostumbrado a oír en confesión, cerró los
ojos, cruzó los brazos, apoyó la barbilla en su mano derecha y no hizo un solo
gesto hasta que el otro hubo terminado. Parecía dormitar.
Pero era sólo pose.
Estaba muy atento a sus palabras y, aunque Castillo se hubiera vuelto loco
de rabia, aunque hubiese empezado a chillar y a proferir insultos y blasfemias, el
cura no se hubiese inmutado. Igual que un ajedrecista, necesitaba toda la
concentración, todas las energías en armar su siguiente movimiento. César —
solía ocurrirle a quien hablaba con Cobarrubias—, lejos de arrebatarse, se
contagió del gesto manso de su oponente. Le habló pausado. Le contó, con una
voz extrañamente quieta, casi ajena, lo que había descubierto en la última
semana: las cartas amarillas, su endiablada reacción a las cartas amarillas, el caos
en que se había vuelto la vida tras su endiablada reacción a las cartas amarillas.
Era un sarpullido que amenazaba con invadirlo todo. Insistente. Pejiguera. Como
la sangre de un suicida.
La cosa es que su vida se le había ido de las manos. Sentía que no tenía
control, que no tenía medida, que no hallaba acomodo hasta para la más sencilla
de las preguntas. César Castillo se había preparado durante los últimos años,
aun sin quererlo reconocer delante de ella, para sobrevivir a Patricia. Y la mueca
le duró cuarentayocho horas, menuda porquería de aguante. Porque al cambiar
la idea de Patricia, al distorsionarse su imagen igual que en un espejo de feria
antigua, César se había desmoronado. El cura lo dejaba hablar por ver si, a
fuerza de tirar de la madeja, se desenredaba sola. Sin embargo, todo parecía
devenir en un lío mayor porque al hilo original de Patricia Delgado se le habían
atravesado los restos de otras hebras: la de Carlota, la de Carla, la de un amor
prohibido en Edimburgo. Antes de que la maraña llegara a hacerse insufrible,
Cobarrubias intervino en un tono sosegado, paciente, ¿no estaremos
precipitándonos, César?, ¿no estaremos sacando las cosas de quicio?, te
aseguro que yo conocía a tu mujer desde que nació, no sé si lo sabes pero fui de
los primeros en tenerla en brazos, Carlota me mandó llamar nada más sentirla
llegar; la he visto crecer y la he querido igual que a una hija mía, y, te soy franco,
a mí no se me pasa por la cabeza que eso que dices tenga sentido.
Tampoco para él tenía sentido, vaya gracia.
¿O, acaso, el franciscano se imaginaba que César Castillo se lo veía venir?
Lo menos que podía imaginarse era que se iba a ver envuelto en aquel
melodrama. ¿No dicen que el cornudo es el último que se entera? Pues él venía
a enterarse ahora, cuando ni siquiera le quedaba el consuelo de la pataleta. ¿A
quién carajo iba a quejarse con Patricia muerta? ¿Quién le iba a devolver ahora
su vida? ¿Con qué cara le iba a explicar a Carla que su madre tenía un lío con un
escocés de la gran puñeta? Cobarrubias, sin alborotarse pero con firmeza, alzó
su mano izquierda, en la que revoloteaba el voluminoso anillo de su
congregación, para detener la ventolera rabiosa de César Castillo antes de que
dijese algo irremediable, vamos, vamos, comprendo cómo debes de sentirte,
pero tú eres abogado, y bueno por lo que cuentan, me han dicho que andas
bregando a favor de los inmigrantes, he oído hablar de tus alegatos en defensa
de cambiar las leyes, ahora no puedes perder la perspectiva de esa manera; ¿y
tu objetividad?, dime, ¿dónde aparcas la presunción de inocencia de Patricia?
César se calmó.
Se pellizcó el entrecejo para ganar segundos, para atrapar al vuelo una
réplica convincente que no tenía, es curioso, padre Matías, que me hable de los
inmigrantes; no crea, he pensado mucho en ellos últimamente, han estado
colándose en mis sueños y me han dejado noches incómodas y despertares
turbios, es como si fuese a ocurrir algo importante, no sé, es jodida su realidad,
¿no es cierto?, abandonan su hogar, a su familia, se juegan la vida en el océano,
muchos de ellos sin saber nadar, para alcanzar una ilusión, y la ilusión se les
desbarata no más poner pie a tierra; hace unos días me contaron la historia de un
muchacho senegalés, de Mboro me parece, un muchacho cuyo único anhelo era
llegar a España, al parecer andaba en busca de una enamorada que lo esperaba
en Córdoba o en Granada; se embarcó en una balsa miserable, cuatro tablones
de madera podrida que se fabricó con ayuda de su abuelo, y se echó al mar en
solitario, navegó durante dos días a través de una marea furiosa y traicionera,
agotó sus provisiones, perdió la esperanza una y otra vez hasta que, a la tercera
mañana, cuando sus fuerzas ya lo habían abandonado y la barcaza se la había
comido el sol y la sal, columbró la orilla de una playa; se lanzó desesperado,
nadó como pudo, que era poco y mal, y llegó al fin; se arrastró, extenuado, casi
congelado, buscó ayuda con los ojos, vio acercarse una figura borrosa, levantó
el brazo, le hizo señas, y sólo le dio tiempo de verle la cara y sonreírle antes de
morir; la historia no tendría ningún misterio, sería la misma historia de tantos
expatriados si no fuera porque aquella figura borrosa era la de su abuelo y
aquella playa era la misma de la que había partido tres días antes; ¿no le parece
cruel, a veces, el sentido del humor de su jefe?
Cobarrubias ni siquiera se inmutó.
Si César esperaba desasosegarlo, si esperaba confundirlo, si esperaba agitar
su conciencia se quedó con las ganas. Pero no por falta de sensibilidad del
sacerdote. No. Don Matías aguardaba a ver adónde les llevaba el relato del
náufrago. Con un leve encogimiento de hombros le vino a decir a César Castillo
¿y?, ¿qué me cuentas con eso?, ¿qué tiene esto que ver con tu mujer? Así que
César se quedó solo ante el peligro, más Gary Cooper que nunca jamás, pues
tiene que ver con que yo puedo entender que un pobre tipo desesperado que no
tiene donde caerse muerto se líe la manta a la cabeza y se la juegue, pero no
entiendo por qué se la juega una mujer que lo tiene todo: una familia, un trabajo,
un hogar; ¿detrás de qué ilusión andaba Patricia?, si lograra comprender al
menos eso, creo que podría enfrentarme al resto de mi vida con algo de
convencimiento.
A Matías Cobarrubias —así se lo reconoció a Carlota Ferraz, dos semanas
después, en el transcurso de su viaje a Roma—, esa tarde lo salvó la campana.
Cuando ya no sabía qué tecla pulsar, ella apareció en la terraza con una bandeja
de plata y el tintineo de tazas y copas de licor. Las puso sobre la mesa y sonrió a
su invitado, siento la tardanza, me hirvió el café y tuve que volver a hacerlo, el
café hervido sabe a aguachirle, pero ya está, espero que no me hayan echado
mucho de menos. El cura se pasó del ajedrez al póker sin pestañear, no te hagas
problema, mujer, tu yerno estaba poniéndome al día en asuntos sociales, es
admirable la labor que está haciendo con los norteafricanos.
Y César no vio motivo para desmentir al cura, tampoco es para tanto, sólo
le hacía caer en la cuenta aquí al reverendo del mal uso que hacemos de la
palabra «inmigrante» y de que deberíamos hablar más bien de «expatriados»; sí,
no creas, el matiz no es despreciable, se supone que el inmigrante viene a vivir y
a establecerse en otra comunidad mientras que el expatriado es el que huye de
su país por necesidad; de modo que, por ahora, hasta que no cambiemos la
forma de pensar, hasta que no dejemos de verlo como un problema y lo veamos
como una realidad social inapelable, los africanos son sólo expatriados.
Carlota Ferraz no supo disimular su decepción.
Esperaba haber zanjado, en parte, un problema. Pero aquellos dos bobos se
habían dedicado, en su ausencia, a resolver charadas. Por los gestos, mitad de
alivio, mitad de culpa, que mostraba el sacerdote, por su cara de ¿qué quieres?,
este jodido yerno tuyo se escurre como el jabón, comprendió que ni con
media docena de cafeteras puestas al fuego, una detrás de otra, a su amigo le
hubiese dado tiempo de arreglar el desaguisado que César tenía entre pecho y
espalda. Y comprendió que ya no había tutía, que la misa estaba dicha, que
habría que esperar a las vacaciones, a ver si ese viaje a Escocia traía la paz a esa
santa familia.
¿Y qué otra cosa podía hacer?
¿No dicen que todo tiene solución menos la muerte?, pues allí se trataba de
la muerte, de la muerte de Patricia y ni toda la fe del universo se la iba a
devolver. César Castillo se hizo fuerte en su rabia para contarle al cura una
historia implacable que alguien le había contado —¿o tal vez fuese un sueño de
un par de días atrás?—, la historia perra del senegalés errante, del senegalés
gafe, del senegalés búmeran que volvió a las mismas manos que lo habían
empujado, a las manos de su abuelo, a morir a una playa. Y, antes de que el
padre Matías se recuperara de la embestida, lo acogotó en una esquina del sofá
de su terraza para escupirle que hubiera preferido ser ese negro muerto de
hambre, ese negro sin maldita esperanza, antes que el negro en el que se había
convertido él, César Castillo, cornudo y apaleado, porque el senegalés, al
menos, había muerto haciéndole tremendo corte de mangas a la muerte, con la
sonrisa en los labios, con la mirada cálida del abuelo en sus ojos, pensando, qué
carajos, al fin y al cabo lo he intentado, qué si no sé orientarme en la noche, qué
si no sé nadar, mientras a él, a César Castillo, embaucado y cabrón, campeón
de cien metros braza, boyescao de la orientación, le tocaba vivir el resto de la
vida con cara de cretino, sin sonrisa en los labios, mamándose las miradas
burlonas y piadosas de la gente, mira, por ahí va Castillo, ¿quién?, sí, hombre,
Castillo, ¿no has oído hablar de él?, el tipo a quien su mujer se la pegaba con un
escocés, valiente pollabobas, tanto estudio, tanta carrera de derecho y se la
metieron doblada hasta el pomo.
Carlota Ferraz había llegado con su bandeja de plata y su tintineo en lo
mejor de la filípica, justo cuando lo de «valiente pollabobas», y no le hizo falta
más información para saber que su amigo, el padre Cobarrubias, había
fracasado estrepitosamente en su empresa. Intentó mediar en el diálogo pero
estaba claro que aquello era un monólogo, César había cogido carrerilla para
despacharse a gusto, de perdidos al río, Patricia no podía escuchar todo lo que
querría decirle, pero la madre que la parió y el cura que la bautizó se iban a
enterar de lo que valía un peine, vaya si se iban a enterar. Y no sólo ellos dos,
quienes a juicio de César se lo merecían por encubridores, sino también la niña,
Carla, su hija, que había vuelto antes de lo esperado a recoger no se qué juego
para llevárselo a casa de su amiga Elsa.
Se estuvo allí, de pie, con la caja de cartón en sus brazos, la caja de los
juegos reunidos, con la mirada disparatada, de loca, mordiéndose el labio
inferior, como buscando en todos los rostros que alguien la rescatara de la lluvia,
que alguien le explicara qué pasaba allí, que alguien le aclarara por qué aquel
hombre que se parecía a su padre pero que no podía ser, ni de lejos, su padre
—otra vez ese hombre siniestro y grave, igual que en la taberna de la plaza—,
hablaba de esa forma tan horrible de su mamá, de la mujer más buena del
mundo. Carla parecía tan desamparada, tan niña pequeña en el descansillo que
daba a la terraza, que el corazón se les congeló a todos. Se les enmudeció. En
ese silencio amazacotado que prosigue a una catástrofe. En ese silencio que se
instala en el aire después de una explosión. En ese silencio que nadie se atreve a
romper.
Ese silencio vino a romperlo Carlota Ferraz cuando corrió en auxilio de su
nieta con tanta decisión que, por la fuerza de su abrazo, las fichas de los juegos
reunidos geiper cobraron vida propia para desparramarse, alocadas, por toda la
terraza. El padre Matías, sin moverse de donde estaba, intentó consolar a la
niña, con esa voz suya suave y blanda que sabía ponerle a los feligreses más
extraviados. Dijo algo sobre el perdón, una cita más filosófica que bíblica,
palabras que, en medio de aquella escena real y cruda, quedaron desdibujadas
en el aire y que, luego, nadie pudo recordar. Y César Castillo se volvió
irremisiblemente avestruz. Formó un ovillo con sus brazos alrededor de la
cabeza. Deseó que la tierra se lo tragara para siempre. Hizo promesa solemne,
Dios mío, por favor, que no haya oído nada. Se arrepintió enseguida, por favor,
que haya entendido mal. Abjuró de su necedad, tres veces como Pedro, por
favor, por favor, por favor, estaba hablando de otra mujer, mi cielo, de otra
mujer ingrata, no de Patricia, claro, cómo voy a hablar así de tu madre, por
favor, por favor, por favor, tres veces te lo pido, señor, sé bueno y sácame de
esta, anda, si me sacas de esta, te juro que jamás volveré a pronunciar tu
nombre en vano, anda, hazme ese favor, el último, envíame las siete plagas
después, déjame que me pudra en el infierno después, abandóname en el
desierto para siempre después, pero ahora no la castigues a ella por mi
impertinencia.
Se quedaron a solas, otra vez, Matías y César.
Carlota no necesitó de excusas tontas, de cafés hervidos que saben a
aguachirle para dejarlos solos. Cogió a Carla de la mano y se la llevó adentro, a
su cuarto, a intentar recomponer el desgarrón que el bruto de Castillo acababa
de hacerle a sus vidas, quién sabe, con algo de suerte a lo mejor el jarrón tenía
arreglo, quizás no estuviese tan roto, tal vez las piezas sueltas no fuesen tantas y
algo de pegamento y chocolate caliente pudiesen dejarlo como nuevo. Mientras,
el cura no quiso hacerle sangre a un hombre ya bastante atropellado y lo dejó
rumiar su falta.
Se sirvió el café. Le puso un chorrito de leche, lo endulzó y lo revolvió en
silencio. Lo notó algo amargo, de modo que volvió a pescar un poco de azúcar.
La cucharilla usada dejó un ligero rastro costroso de café en el azucarero y
Matías hubo de utilizar otra limpia para refinada. Obraba con una parsimonia
que, en otras circunstancias, hubiese resultado irritante. Pero, allí y entonces, su
pachorra infinita era de agradecer. Y César se lo agradeció, gracias, padre
Matías. Y el cura le respondió sin apartar sus ojos de la taza humeante, ¿gracias
por qué?
—Por su comprensión.
—Entonces no me las des. Porque no te comprendo.
—Pues gracias por fingir que me comprende.
—Tampoco fingía. Buscaba en mi repertorio una palabra que te definiera
con justicia. Pero no la encuentro.
—¿Qué le parece «gilipollas»?
—Es buena, pero no está en mi repertorio.
—Pues en el mío sí está y, le aseguro, es la más suave que se me ocurre.
—¿Y no te parece un buen momento para cambiar? Anda y ve a hablar con
tu hija: ahora te necesita más que nada en el mundo.
La puerta estaba entreabierta.
El dormitorio en penumbras.
El sol mostraba apenas un haz de luz a través de las persianas dejando atrás
una pared rayada como una cebra. Carlota estaba sentada en el borde la cama.
Le acariciaba el pelo a la chiquilla, que yacía boca abajo con la cara ladeada.
Seguro tendría los ojos resecos de tanto llorar, cuajados por el escozor de tanta
lágrima. Seguro esa sería la menor de sus penas. César le hizo una seña a la
Ferraz para que lo dejara sustituirla. Ella se levantó sin hacer ruido, sin un mísero
guiño de censura. La ausencia de reproches le supo a mordedura de serpiente.
Acaso era la forma en que Carlota se vengaba, no te voy a juzgar, ni lo sueñes:
en el pecado habrás de llevar la penitencia. Él aceptó la crítica callada y tomó el
relevo en las caricias. Carla no pareció notar la diferencia. Tosió. Y volvió al
silencio.
Transcurrieron diez, quince minutos.
El sol abandonó el cielo de la ventana, se deslizó sin prisas y se llevó con él
las cebras zigzagueantes de la pared. César encendió la lámpara de la mesilla, en
la que, para su tormento, dormitaban además un retrato de Patricia y una taza de
chocolate espeso a medio vaciar. Carla se revolvió en la cama y él volvió a
apagar la luz. La niña tenía los ojos abiertos.
César no los podía ver, pero sentía la tristeza en la mirada de su hija. Ella
volvió a toser para aclararse la voz, ¿por qué estás tan enfadado con mamá?,
¿dejaste ya, tan pronto, de quererla?
A César se le atragantaron las palabras, no, mi cielo, no, no, cómo voy a
dejarla de querer, tu madre lo era todo para mí. Y la niña, entonces ¿por qué
dijiste esas cosas de ella? Y él, son cosas que se dicen cuando uno está
enojado, pero no es con mamá, estoy rabioso porque nos ha dejado así, porque
no sé vivir sin ella, porque yo qué sé, no quise decirlo, te lo prometo, no con
esas palabras; verás, te repito que no es con ella con quien estoy enfadado, es
con Dios, con el mundo, es conmigo, eso, sobre todo conmigo. Y ella, pero
estabas hablando de cosas terribles que mamá hizo, les contabas a la abuela y al
padre que ella tenía otro novio, ¿cómo iba a tener mamá otro novio si ya te tenía
a ti? Y César quiso decirle eso mismo me pregunto yo, carajo, pero dijo no,
mujer, lo has malinterpretado. Quiso leerle las cartas amarillas, pero le contó
mira, te cuento, mamá tenía un amigo en Escocia, un amigo de la infancia queje
escribe y que no sabe que ella ha muerto y…
La chiquilla se dio la vuelta para encarar a un César completamente
desarmado en la pregunta clave de aquel embrollo, ¿estaba mamá enamorada de
ese amigo?, ¿se puede uno enamorar dos veces al mismo tiempo? El le devolvió
una sonrisa amarga. Pudo haberle citado a García Márquez, el corazón tiene
más cuartos que un hotel de putas, pero no era cuestión de rizar el rizo y se
contentó con algo menos profundo, no, claro que no, al menos no de la misma
manera, es que hay muchas formas de querer, fíjate en ti, tú quieres a Elsita, a
que sí, y a la abuela, y a mí y, dentro de poco, aparecerá un chico alto y rubio,
¿eh?, ah, no te gustan los rubios, vaya por Dios, pues vendrá un morenito y te
despelusará la vida y también lo querrás, entonces comprenderás que eso del
amor es más lioso de lo que parece y si alguien te regala un consejo y te cuenta
que no, que es muy sencillo, que se trata de querer o no querer, que es muy
sencillo, lo tomas o lo dejas, que es muy sencillo pero que nosotros lo
complicamos todo, le vas a decir de parte de tu padre que se vaya a freír monas,
así, te doy licencia para que mandes a freír monas al mundo entero.
Carla estalló en una risotada que iluminó de nuevo todo el cuarto y César
Castillo pensó que no había sol que luciera como esa risa loca de su hija. Y
entonces la abrazó, ven acá, mi enana, dame un abrazo. Y aprovechó que Carla
volvía a quererlo de nuevo para soltar su angustia y llorar su desconsuelo. Y sus
lágrimas mojaron el cabello de Carla. Y nublaron su vista. Y le impidieron ver
con claridad el retrato de Patricia sobre la mesilla de noche, mejor así, no fuera a
ser que le volvieran los retortijones de rabia y dijera algo peor y tuviera que
repetir otra vez el discurso, pero ya sin fuerzas, sin ganas, sin convicción ninguna.
Una vez hubo dejado a su hija descansando la siesta, una vez prometido que
mejoraría su carácter, que no diría más esas cosas tan feas sobre su esposa
muerta, que llamaría a casa de Elsa Correa y le diría que Carla no iba a volver
esa tarde a salir porque no se encontraba muy bien, César Castillo regresó a la
terraza. El sacerdote y la Ferraz hablaban en voz baja, ella sentada en el sillón de
mimbre y él de rodillas, recogiendo las fichas rebeldes de los juegos reunidos
que aún quedaban por el suelo. Nada más aparecer César por la puerta, con un
ficha en la mano, una que había llegado hasta el vestíbulo y se había escondido
junto a una pata del aparador, Cobarrubias y Carlota dejaron de susurrar y
volvieron al café y al orujo. No había duda de que hablaban de él, después del
numerito de puro circo que acababa de brindarles de qué otra cosa iban a
hablar. Sería el tema de conversación recurrente de las próximas semanas, por
lo menos hasta que llegara el viaje a Escocia de las vacaciones.
Y ¿no estaría poniendo demasiada fe en ese viaje? Al fin y al cabo no había
ninguna garantía de que la visita a un pub de la trasera de la catedral
edimburguesa pudiera responder a sus preocupaciones, eso sin contar con el
terrible daño que la verdad —cualquiera que fuera la verdad— podría infligirle al
ánimo de Carla. César se sirvió un café, frío como la pata de un muerto, y
compartió esa duda con sus compañeros de sobremesa, estoy pensando que a
lo peor no es tan buena idea volar no sé cuántos kilómetros sólo para ver llover.
Las dos siguientes semanas prometían ser tortuosas, de una lentitud indigesta.
Carlota Ferraz era consciente de ello. Se pertrechó para la batalla. Aceptó, qué
remedio, convertirse en el muro de las lamentaciones. Recibió con paciencia
inagotable los rezados de todo el que se le acercaba. Por un lado estaba Carla,
con la sensibilidad a ras de piel desde el incidente de la terraza, atenta a
cualquier movimiento desusado de su padre, agazapada en cualquier rincón,
dando sustos de muerte, como esperando atrapar otra conversación disonante
acerca de Patricia. Eso en casa.
Porque, en la escuela, la chiquilla andaba distraída, lacia, hasta el punto que
la maestra los mandó llamar a capítulo. Tuvieron que ir los dos, César y Carlota,
a hablar con la señorita Paula al colegio. Ni siquiera necesitaron sincronizar sus
consideraciones. No fue difícil que la señorita Paula entendiera la situación, qué
menos, al fin y al cabo la niña acababa de perder a su madre, ¿no va a andar
despistada?, eso trastabilla y desalienta a cualquiera. La pusieron en
antecedentes. La tranquilizaron. Le prometieron estar muy atentos para que
Carla no se extraviara del todo.
Por otro estaba César, con ese carácter ácido y desdoblado que le había
nacido tras la muerte de su esposa y el asunto de las chinchosas cartas, en mala
hora vino a descubrirlas. Menos mal que se había enfrascado en una cuestión de
las suyas, un problema de inmigración o de expatriación o cómo se dijese eso,
parece ser que recibió la visita de una ciudadana de la Guinea española que
pretendía pedir asilo político. El hombre, entre sus clases y la guineana, estaba
con el culo a dos manos, llegaba a casa a las tantas y ni siquiera tenía tiempo de
exteriorizar su mal humor.
El único que la aliviaba de tanto quebranto era el padre Matías, quien
andaba como un niño con zapatos nuevos organizando el viaje a Roma. Para él
iba a ser una escapada, la luna de miel que nunca tuvo, cuarenta años después.
Aunque había dispuesto su encuentro con el Papa para la mañana del jueves
santo, aprovechando la visita de otros sacerdotes, el resto del viaje lo iban a
hacer de paisanos, como tantos turistas que hormiguean por la Ciudad Eterna.
Había reservado dos habitaciones sencillas en un pequeño y coqueto hotelito
cercano al Trastévere, a dos pasos de Piazza Navona, uno que había sido
convento, nada ostentoso pero muy limpio, en el que se había hospedado en su
época de seminarista y del que guardaba gratísimo recuerdo, entre otras cosas,
por un asunto personal que hubiera hecho engrifarse al padre Fermín e, incluso,
al padre Celestino con sus moderneces de la teología de la liberación.
Carlota, por entonces, desconocía esa historia pero estaba encantada
escuchándole narrar los preparativos de las vacaciones, por fin iban a cumplir
viejos sueños postergados durante tanto tiempo. Cobarrubias le consultaba a
cada rato pero ella, desde el principio, había dejado en sus manos cualquier
resolución, no tengo la cabeza yo para andar pensando, Matías, lo que tú
decidas estará bien, el caso es ventilarnos de tanta tristeza.
Durante esa quincena, con la excusa del viaje, aprovecharon para pasar más
tiempo juntos. El cura se propuso alejar a su amiga de las preocupaciones que la
atormentaban y a Carlota le vino como agua de mayo, mientras se mantenía
entretenida, apenas se acordaba de que tenía familia. Sólo los malpensados que
se toparon con ellos almorzando en el restaurante japonés o tomando un té de
menta en la plazuela de Colón o en el oscuro patio de butacas del cine Monopol
quisieron ver en aquellos encuentros felices algún motivo de repulsa y le fueron
con el cuento al padre Fermín. Matías Cobarrubias capeó el temporal con gran
sutileza, le contó a su coadjutor, sin desvelar ninguna inconveniencia, los apuros
por los que pasaba una familia por la que sentía gran simpatía y con la que
estaba en deuda desde sus años de juventud y el vicario no pudo menos que
aplaudir su actuación, es de bien nacidos ser agradecidos.
Mientras el sacerdote le hablaba a Carlota Ferraz de La Botticcella, una
cantina del viejo Trastévere donde se comía la mejor pasta al dente de toda
Italia y cuya reserva había que hacerla con un mes de antelación porque se la
rifaban, César Castillo volvía a la vida gracias a la sonrisa lunera ma non troppo
de Isabel Nsé. Cuando llegó a la Facultad, a media mañana del martes, lo atajó
el bedel de turno para anunciarle que una mujer había aparecido a primera hora
preguntando por él y que, por más que le dijimos que usted no tenía clase ese
día, profesor Castillo, y que no sabíamos si tenía intención de venir, se apalancó
en un banco y no hay forma humana de moverla de allí, estábamos a punto de
llamarlo a su casa, gracias a Dios que ha venido porque la cosa es un poco
extraña, no me lo tome a mal, parece que lleva tres días durmiendo en la calle,
no es nada fea pero tiene cara de hambre y trae con ella una bolsa de saco de
esas a franjas azules y rojas que suelen darles a los negros de las pateras, sí, es
negra, bueno, de color, pero no es un color normal, ¿sabe lo que le digo?,
nosotros tenemos alumnos de color y es otra cosa, no sé, esta muchacha parece
que tiene problemas. César zanjó la cuestión antes de que el hombre siguiera
sufriendo para explicarle la situación sin parecer racista, de acuerdo, Miguel, no
tenga apuro, yo me ocupo de ella. Con las referencias que el conserje le había
dado, no le fue difícil reconocer a la chica. Se llamaba Isabel Nsé, así se
presentó, y acababa de llegar de Guinea Ecuatorial.
César la hizo pasar a su despacho y le ofreció asiento y café. Ella le
agradeció ambas cosas y Castillo se excusó, la dejó un minuto a solas en lo que
iba a la máquina, y volvió con dos vasos de plástico humeantes, no es que sea
muy bueno, pero al menos entraremos en calor. La mujer renovó su gratitud con
una sencillez y una humildad que desarmaban. El conserje tenía razón, Isabel era
una mujer, si no hermosa, extrañamente interesante. Dominaban en sus facciones
unos ojos enormes, redondos, oscuros que se habían sobrepuesto a la amargura.
Y una sonrisa blanca, de luna nueva. Era menuda y movediza, su cuerpo flexible,
como si la vida que había llevado hasta entonces —eso lo dedujo César algo
más tarde— la obligara a estar siempre alerta. Hablaba un castellano más que
transparente, aunque no podía esconder sus orígenes africanos: en su discurso
bailaban, de un modo cadencioso, los sonidos guturales y los nasales. Vestía de
una forma adusta, casi atrabiliaria, una falda plisada color verde botella, una
blusa blanca de cuello mao y una chaquetilla vaquera oscura, azul o negra.
Calzaba, a contrapelo, unos mocasines de charol con borlas y calcetines
blancos.
Castillo la invitó a hablar y se juramentó a no apartar la vista de sus ojos.
Para no incomodarla.
Era costumbre en él observar ciertas normas de comportamiento con las
estudiantes. Las había cultivado durante su estancia en la Universidad de
Chicago, invitado por Marcos Santa Ana, un profesor canario que enseñaba en
la Facultad de Leyes. Allí no se andan con bromas en lo que respecta a las
relaciones con las alumnas. Han de guardar una compostura y un lenguaje
exquisitos dado que corren el riesgo de enfrentarse a denuncias por los motivos
más peregrinos: una mirada a destiempo, una frase sacada de contexto, un gesto
destemplado podían llevarlos a la oficina del decano y buscarles la ruina. Santa
Ana le contó que, por ejemplo, jamás recibía en su despacho a estudiantes
solas, siempre las citaba en grupos. Y, cuando alguna venía a consultar con él sin
hora previa, dejaba la puerta abierta de par en par. A César, aquella le parecía
una práctica algo obsesiva que, sin duda, tardaría en llegar a la universidad
española. Sin embargo, a la vuelta de aquel viaje de estudios, se sorprendió a sí
mismo cuidando sus palabras y vigilando cada uno de sus gestos cuando hablaba
con una alumna.
Eso también atañía a Isabel Nsé.
Antes de entrar en materia, en lo que se tomaban el café aguado de
máquina, se interesó por el lugar de nacimiento de Isabel. Era una manera de
romper el hielo, de relajar la conversación, de ganarse la confianza de la
muchacha. La verdad es que, en ese caso, resultaba una táctica extravagante: la
chica había madrugado, había venido en guagua desde Las Palmas, había estado
esperándolo tres horas en un banco frío y húmedo, ante la mirada fisgona de
todo el que pasaba, si aún no confiaba en él, apaga y vámonos. Pero César
quería hacerse una idea de con quién iba a jugarse los cuartos. Tenía la
impresión de que aquella visita lo iba a ocupar más de media hora y necesitaba
saber tantas cosas acerca de Isabel Nsé, dónde habría oído ese apellido.
En la prensa.
Isabel tenía veinticinco años. Venía de la Guinea continental, de Mbini, lo
que había sido en su día Río Muni. César se acordaba del lugar por los sellos.
Cuando niño, los reunía. Eran una auténtica pasión. Llegó a tener, antes de
aburrirse y abandonar la colección, más de mil. Sobre todos, le gustaban los de
los países del este: Polonia, la antigua Checoslovaquia, Hungría. Y entre los
nacionales, guardaba como oro en paño casi una treintena de Río Muni y de
Fernando Poo, las regiones más exóticas del entonces territorio español.
Aquellos sellos debían de estar guardados en algún rincón de la buhardilla, con
los escasos recuerdos que marcharon con él cuando abandonó la casa familiar.
Le entraron ganas de buscarlos, cuando volviese, a la noche: así tendría
oportunidad de enseñárselos a Carla, de compartir con ella un pedazo de
infancia.
Isabel tenía, entonces, veinticinco años, venía de Mbini, la ciudad de los
sellos más hermosos. Y era sobrina de Amancio Nsé, ahora caía, claro, qué
torpe. Amancio era el candidato de la Plataforma de Oposición Conjunta, el
POC, un tipo con suficientes redaños como para enfrentarse al omnímodo, al
todopoderoso Teodoro Obiang Nguema y seguir vivo.
—Vivo sí, pero bien fastidiado. Él y todo su clan.
—¿Por eso estás aquí?
—¿Le parece poco?
Isabel estaba allí por eso y porque no había podido olvidar el juicio al que
sometieron a la mayor parte de su tribu, en el viejo cine Marfil, el mismo cine
Marfil en el que sentenciaron a muerte a Macías en el setentainueve, el mismo
cine con olor a nitrato en los retretes, el de las sillas verdes con cicatrices de
guerra en el estampado, el de la megafonía del año del cuplé que, a cada rato,
ardía para aumentar la zozobra de los condenados.
Sí. Estaba allí por eso y porque ya no soportaba más el sucedáneo de vida
que llevaba en Guinea. Había estudiado la carrera de maestra. Había sacado las
mejores notas. Se había esforzado por aprender un oficio. No sabía nada de
política. En su país sólo valía la filosofía mesiánica de Obiang, o se está con él o
se está contra él. No había término medio. Ella quiso vivir en esa frontera
tranquila, de casa al trabajo y del trabajo a casa, sin meterse con nadie, rodeada
de sus niños, en una escuela pequeña y apartada. Pero, evidentemente, no la
iban a dejar.
Desde que descubrieron de dónde le venía el apellido, comenzaron los
problemas. Al principio fueron los escritos anónimos sobre su conducta moral,
cada mañana tocaba llegar media hora antes que los demás profesores para
arrancar los puñeteros libelos que alguien dejaba pinchados en la puerta de la
escuela. Más tarde, las advertencias que hablaban de trincarla en un callejón y
descubrir si era verdad aquello de que las del clan Nsé jamás usaban bragas.
Hasta la noche en que cumplieron la amenaza, hola, miren quién está aquí, ¿qué
hay de nuevo, negrita?, y la arrinconaron entre tres bestias, vamos a divertirnos
un rato, y la desnudaron, pues sí que lleva bragas, bueno, ja, ja, llevaba, y la
golpearon, te vamos a enseñar una lección que no vas a olvidar, entre risotadas y
obscenidades, una lección y otra cosa gorda también te vamos a enseñar para
que la pruebes, hasta darla por muerta, venga, vámonos, se acabó lo que se
daba, esta misa está dicha.
Nunca volvió a ser la misma Isabel Nsé.
Las heridas del cuerpo curaron enseguida, no llegaron a un mes de reposo y
cuidados. Pero las del alma no se irían nunca. Por más que se restregara con
jabón y estropajo de verguilla, las heridas del alma volvían con cada noche y no
había luna ni farola que pudiera aliviarla del miedo y de la rabia y la impotencia.
Su familia jamás lo supo. Isabel ocultó su vergüenza en casa de unos amigos y,
cuando las cicatrices encallecieron, tomó la determinación de escapar lejos,
cuanto más lejos mejor. Primero a Malabo, total, ya estaba muerta, nadie la
reconocería en la capital, entre tanta gente. Allí trabajó de camarera en un
bochinche del puerto, limpiando los orines y los vómitos, aguantando la tabarra
de marineros borrachos que regresaban del mar después de cinco meses sin oler
hembra.
Total, ya estaba muerta, qué más daba si volvían a agarrarla en una callejuela
oscura. Tuvo suerte. No volvieron a molestarla. Por el contrario, un joven
contramaestre se enamoró de ella y la ayudó a colarse de polizón en su barco. El
trato era que se escondería entre los fardos de un contenedor y desembarcaría
en el puerto de Barcelona desde donde se fugarían e iniciarían una nueva vida
juntos. Total, ya estaba muerta, qué podía perder. Pero una cosa es la muerte
limpia y otra la tortura tenebrosa e insufrible de perder el estómago en una
oscura bodega, de aguantar la resaca, de sufrir los embates de un mar
embravecido. Así que, siento arruinarte las ilusiones, pobre marinerito,
aprovechó la primera escala para escapar. Y la primera escala fue Las Palmas.
De eso hacía una semana.
A César lo sobrecogió no tanto la terrible historia de Isabel Nsé, su perra
suerte, sino la franqueza con que la narró esa mañana en su despacho. Le
expuso los hechos, incluso los más descarnados, con una llaneza inconcebible,
como si hubieran transcurrido cien años, como si hablara de un antepasado,
como si fuera a otra persona a quien hubieran maltratado y violado y expulsado
de su país. Lo achacó a la ocupación de Isabel, a su oficio de maestra: lo había
contado con la misma naturalidad con la que se le habla a un niño. Intentó una
sonrisa que no sonara a conmiseración pero, últimamente, andaba falto de
práctica, le salió una mueca forzada, y ¿dónde estás viviendo?, quiero decir,
¿tienes familia aquí?, ¿conocías Las Palmas?, ¿habías estado antes en la isla? Era
una pregunta estúpida.
Allí resucitó el abogado, ganando tiempo para buscarle una salida a todo
aquello. Estaba claro que ni tenía familia, ni conocía la ciudad, ni había estado
nunca antes en el extranjero: si así hubiese sido, para qué demonios lo iba a
necesitar a él. La realidad era que Isabel Nsé se había pulido el poco dinero que
traía, al cambio una miseria, en los primeros cinco días. Había alquilado un
cuartucho minúsculo en una pensión barata que resultó ser una casa de citas y
había buscado empleo en los tugurios del puerto.
Pero aquello no era Malabo.
Todo el mundo le pedía papeles, algún certificado del que pudiera fiarse,
algún documento que pudiesen mostrar a la policía si aparecía por allí. La cosa
estaba chunga, le dijeron. Las multas vuelan, le dijeron. Ni hablar del peluquín, le
dijeron. El único que estuvo dispuesto a aceptarla como camarera, un tipo gordo
y sudoroso con la cara tiznada de marcas de viruela, la había mirado de una
forma tan asquerosa, peor que los salvajes del callejón de Mbini, que optó por
rechazar el ofrecimiento. Así que llevaba dos noches durmiendo en un zaguán,
cerca del parque de Santa Catalina.
A César no le extrañó el final del cuento. En los últimos tiempos, aquél había
sido el destino de decenas, de cientos de expatriados. Pero era la primera que
uno de ellos había venido a verlo. Se preguntó por qué. Y su mirada tuvo que
delatarlo, pues Isabel retomó su triste historia, hay una asociación, una oenegé
que se dedica a cooperar con los sintecho, el domingo conocí a varios
muchachos, nos trajeron algo de comida y ropa limpia —eso explicaba lo de su
singular atuendo, tan fuera de moda— y pasaron la tarde con nosotros, son
buenas personas, aún dedican parte de su tiempo a los que necesitan…, a los
que necesitamos de su ayuda, con el tiempo tal vez se vuelvan duros, pierdan la
esperanza, dejen de creer en uta…, ¿cómo se dice?, eso, en utopías, pero ahora
se están ganando el cielo, me hice amiga de una pareja de novios que estudian
aquí en la universidad, fueron ellos los que me hablaron de usted, dicen que es
un experto en temas de inmigración, me aconsejaron que viniera a verlo, que
usted podría echarme un cable, así mismo lo dijeron, seguro que Castillo te
puede echar un cable.
En eso sonó el teléfono.
César dudó si cogerlo o esperar a que se cansaran. Isabel miró el aparato y
luego lo miró a él y luego, de nuevo, al aparato, con cara de ¿va a dejar que
suene hasta el fin de los tiempos? Y César acabó cediendo a la presión de sus
ojos redondos y negros, ¿dígame? Era Sonia Valle. Quería hablar con él.
Necesitaba hablar con él. Del otro lado de la línea le llegaba su gemido de perro
apaleado, su voz entrecortada, no había podido dormir desde su charla con
Carlota en la plaza de los Patos, tenía algo que decirle y esperaba que pudiesen
quedar para la tarde, a tomar un café o a cenar. No le hizo ni pizca de gracia la
llamada. Estaba cansado de escuchar excusas que sonaban a pared hueca, que
no llevaban a ninguna parte, que no convencían a nadie. Le respondió que ese
día era difícil, que ya estaba comprometido, que ya hablarían, ¿cuándo?, pronto,
mañana, pasado mañana quizás, el viernes como mucho, ¿seguro?, prometido.
Antes aún de colgar ya sabía que no iba a llamarla. A qué venía ahora Sonia
con sus remordimientos. Se le avinagró el humor. Intentó atemperarlo respirando
profundo. Tardó en reparar en la muchacha sentada detrás de su escritorio.
Isabel Nsé había respetado ese momento y había aprovechado para alisarse las
arrugas de la falda y organizar los pompones de sus mocasines y colocarse los
calcetines blancos. César no acababa de comprender qué esperaban que podía
hacer él para enderezar el negro destino de aquella pobre chica, no sé cómo
puedo ayudarte, Isabel, sólo soy un simple profesor de universidad, un teórico,
casi no he ejercido la abogacía, tú necesitas a alguien que sepa fajarse en los
tribunales, que haya lidiado casos como el tuyo, yo simplemente los explico a un
puñado de estudiantes que, en la mayoría de las ocasiones, están pensando en
musarañas cuando les hablo; de verdad, te han informado mal, siento que hayas
tenido que venir desde tan lejos para oírlo, lo siento mucho, vamos a hacer una
cosa, te voy a dejar algo de dinero para que puedas volver a Las Palmas y
alquilar una habitación por unos días hasta que encuentres algo, creo que estas
quince mil pesetas te sacarán del apuro por ahora, puedes…
Isabel Nsé no lo dejó acabar.
Su rostro, antes tan dulce, se volvió piedra. Su mirada se aguó. Se levantó
de la silla. Cogió su bolsa de saco. Le tendió la mano para despedirse y
comenzó a andar. Antes de llegar a la puerta se volvió, forzó una sonrisa mustia,
gracias por su tiempo, profesor Castillo, pero creo que no lo ha entendido, si
hubiese querido una limosna habría aceptado el trabajo de camarera que me
ofrecieron en el puerto, adiós.
El resto de la mañana de ese martes se la pasó en blanco.
La muchacha había cerrado la puerta tras de sí y había dejado en el
despacho el rastro de su olor, un olor tibio de mujer insultada, un olor crudo de
tres noches sin techo, un olor fuerte sin llegar a catinga. César quiso
sobreponerse a ese recuerdo. Encendió el ordenador. Buscó, en su programa
personal, el archivo donde tenía guardada la comunicación para el congreso, a
ver si lograba terminarla de una jodida vez. Pero no fue capaz de concentrarse.
No halló el sosiego que se necesita para ordenar las ideas, para trazar un
argumento, para ofrecer a sus colegas de Alcalá de Henares una sólida tesis y
defenderla, después, en un debate. Cada vez que la pantalla le escupía la palabra
«inmigrante» —diecisiete en total; tenía que echar un vistazo al diccionario de
sinónimos—, regurgitaba la mirada opaca, la sonrisa de desprecio de Isabel
cuando le ofreció, vaya un majadero, las quince mil pesetas. Diecisiete miradas y
sonrisas, diecisiete gestos de aquella pobre niña maltratada venían a taladrarle la
conciencia con un dolor de vidrios machacados.
Y los calcetines blancos, carajo.
Y los mocasincitos borlados.
Pensó en Carla. Se la imaginó huyendo. Deambulando por una ciudad
extraña. Durmiendo en el zaguán de una plazuela. Vistiendo de retales. Pidiendo
ayuda a un profesor de Derecho amargado y bilioso, un tipo al que los cuernos
no lo dejaban discurrir con cordura y que, en vez de acurrucaría, en vez de
protegerla, en vez de aconsejarla, se ha atrevido a pordiosearle la sonrisa con
tres billetes míseros, gastados, de cinco mil pesetas.
Se levantó de la silla. Salió de su despacho.
Bajó, de dos en dos, los peldaños de las escalinatas que daban a la entrada
del edificio. Encontró la salida. Se tropezó, en el patio enladrillado que
emparentaba las facultades de Derecho y Ciencias Empresariales, con un grupo
de estudiantes que salían de un examen. No tuvo más remedio que oír sus
quejas: andaban comentando las preguntas retorcidas, algo sobre leyes de
impuestos, algo que no estaba en los apuntes, algo que se había inventado el
muy cabrón para agarrarlos en un renuncio, menuda jugarreta. No se quedó a
escuchar de quién hablaban. Buscó, ya en la explanada, con la mirada de
puntillas, con las ganas alongadas, con la esperanza toda puesta en pie, la estela
de su olor. A izquierda y derecha. Entre el reguero de alumnos que acababan
sus clases de la mañana. Isabel Nsé se había ido. No había rastro de su bolsa de
saco.
Subió de nuevo las escalinatas. Lenta, indolentemente. Ya no tenía prisa.
Nadie había esperándolo. Sólo un desconsuelo desabrido. El remordimiento de
haberle hecho a una chica inocente una cabronada, de haberle puesto a su ilusión
una pregunta rebuscada, una pregunta irresoluble. El problema era que, para
Isabel, no había redención. Septiembre estaba lejos. Tan lejos como Fernando
Poo, como Río Muni, como la colección de sellos de su infancia. César Castillo
cerró la puerta de su despacho. Volvió a sentarse en la silla, delante de su
escritorio. Apagó el ordenador.
Descolgó el aparato de teléfono.
Y lloró amargamente, con una semana de retraso, la muerte de Patricia.
Se despertó con sed.
Había soñado con un barco, con la bodega de un mercancías que atufaba a
sudor, a queroseno, a sal. Él estaba tendido sobre una pila de maromas gruesas
y aceitosas, enroscadas a un mástil. Las venas de cáñamo habían dejado marcas
rizadas en su espalda, marcas de esclavo negro a quien su amo manda azotar,
vestigios de latigazos que le ardían en el lomo. Todo se le iba en ponerse de pie.
Pero el mareo volvía a tumbarlo. El mareo y el dolor de los fustazos en la
espalda. Y vuelta a empezar. Una docena de marineros bregaban con los
motores y las máquinas a su alrededor. Se gritaban consignas para hacerse oír
por encima del ruido de las bielas. A veces, alguno se detenía y lo observaba.
Pero no parecía verlo.
O sí. A lo peor lo veían y hacían como que no para acrecentar su angustia.
Uno de ellos se acercó tanto a desliar un cabo que casi pudo tocarlo. Pero,
antes de que sus dedos alcanzaran el brazo del marinero, antes de que su voz
lograra hacerse un hueco entre el chirrido de las máquinas, el hombre
desapareció entre la neblina de la bodega.
Luego se despertó.
Con una sed áspera. Con la boca pastosa de tabaco, de ron, de lágrimas
negras. Se levantó sin saber dónde estaba. La tarde había caído. A través de la
ventana pudo intuir una noche de marzo que comenzaba a andar. Salió al
corredor. Escarbó en sus bolsillos en busca de unas monedas para alimentar a la
máquina de los refrescos. Una botella de agua desembocó en la acequia
haciendo un ruido de metal hueco y bronco. Bebió con avidez. Estaba fría. Le
rechinaron los dientes. Volvió al despacho. Aún andaba aturdido por el sueño.
De modo que, aunque hubiera querido, no habría sabido explicar por qué se
dirigió a la repisa donde se alineaban los manuales de leyes, por qué eligió
precisamente uno, un libro grueso de tapas duras y marrones, por qué regresó a
su mesa y encendió la lámpara, o por qué sus dedos ágiles, sabedores, vadearon
las páginas hasta llegar a un capítulo determinado, un capítulo lleno de
acotaciones al margen, un capítulo que parecía haberlo estado esperando desde
el mismo instante en que conoció a Isabel Nsé.
A eso de las nueve telefoneó a casa. Carla ya había cenado. Estaba viendo,
con su abuela, un programa de televisión. Pronto se iría a la cama. Lo quería
mucho, hasta mil, más de mil. La chiquilla tenía una capacidad fascinante para
medir el cariño. Mil era la cifra mágica. Más de mil era lo máximo a lo que podía
aspirar un padre como César. Y el César de los últimos tiempos no se merecía
llegar ni a cien. Pero ambicionaba volver a ganarse su amor, quiéreme cuando
menos lo merezca, lo ambicionaba tanto, porque será cuando más lo
necesite. Le contestó con un beso volado y sonoro que retumbó en el auricular.
Le deseó buenas noches. Le prometió que, cuando llegase, iría a verla a su
alcoba y le espantaría a las brujas de la noche. Le dio recado a Carlota de que
iba a bajar a Las Palmas y que volvería tarde, ya cenaría alguna cosa por ahí.
Luego, encendió el ordenador, se sacó siete novias en los dedos, escribió
una carta de recomendación, la imprimió en una hoja de papel timbrado, la
firmó, le puso el sello del departamento, se la guardó en la chaqueta y salió a
buscarla.
El campus estaba desierto a esas horas.
En la portería, un guardia de seguridad había reemplazado al bedel de la
tarde. En la puerta de la biblioteca, que abría las veinticuatro horas, un estudiante
fumaba un cigarro y estiraba las piernas. César pensó en cómo habían cambiado
los tiempos desde que él estudiaba en la universidad. Entonces, las bibliotecas
cerraban a las diez. Desde las nueve y media ya te estaban largando. El
bibliotecario, un anciano cojitranco, usaba un método garantizado para que
comprendieras que te estabas pasando de estudioso: se dedicaba a recorrer la
sala haciendo un ruido lento y consonante de tacón de madera, un tictac
penetrante que mortificaba como una tortura. Un minuto antes de las menos diez
por el reloj gigante y redondo, de números arábigos, que gobernaba aquel salón
de techos rascaciélicos, a nadie le quedaba aguante, ni los más resistentes
lograban concentrarse en esas últimas líneas. La noche más oscura, el frío de la
calle, la humedad lacerante del invierno, cualquier cosa era mejor que el tictac
de la pata de palo del viejo bibliotecario.
Él, César, prefería estudiar en su piso de la Avenida Trinidad. Bien cerca de
una estufa desvencijada que se había agenciado de segunda mano. Forrado
hasta las cejas con un chándal, un abrigo de lana y hasta una bata para ahuyentar
a los tercos resfriados que se empeñaban en regresar cada otoño. Con un flexo
metálico. En una silla dura, incómoda, ideada para no dormirse. Entre el humo
de media cajetilla de cigarros Coronas, que era lo que fumaba cuando fumaba.
Y con La Ronda de fondo, en una radio a pilas que ocupaba medio escritorio,
sollozando la dedicatoria de un preso a su novia Lolita, que lo estaba
escuchando desde Alcorcón o Móstoles o Carabanchel. César se imaginaba a
todas las novias de Madrid provincia, pegadas a la radio, recibiendo mensajes
en clave de parte de sus hombres condenados —de parte de sus condenados
hombres— en la penumbra de un bolero, de una copla, de un tango, uno busca,
lleno de esperanza, el camino que los sueños prometieron a sus ansias…
Ahora los estudiantes fuman tabaco americano. Y vienen a repasar sus
lecciones a una biblioteca con calefacción central y asientos reclinables,
prohibido fumar, prohibido comer pipas, prohibido hablar en alto, prohibido,
sobre todo, escuchar radio. No conocen La Ronda y, por eso, escuchan esa
música en conserva, mineral, estridente, que se escapa a borbotones de sus
auriculares, en unos aparatos chiquitos que caben en la mano.
César condujo por la autopista paladeando, con avaricia, el tango que se le
había quedado pegado, igual que un chicle, en el paladar de la memoria, si yo
tuviera un corazón, el mismo que perdí…, eso sí que eran letras, carajo, si
olvidara a la que ayer lo destrozó y pudiera amarte, fuerte sentimiento, chico,
cómo te emocionabas, me abrazaría a tu ilusión para lograr tu amoooor,
cómo te añurgabas hasta la misma nuez.
Castillo esperaba llegar en diez minutos a Santa Catalina pero, en medio de
la autovía, lo agarró un atasco. Un camión de la basura se había empotrado
contra una medianera, justo frente al Mercado, y la maldita cola casi llegaba
hasta la antigua cárcel. No le quedó más tutía que parar el motor y armarse de
paciencia. Y ahí fue que reparó en las ventanas altas de rejas negras, malogradas
por el orín, y no pudo reprimir un escalofrío. Regresó a las leyendas de infancia,
a donde los recuerdos en blanco y negro, al miedo de un fortín inexpugnable y
estremecedor sobre el que se contaban historias terribles, a un lugar ocupado
por la superstición, la tortura, la muerte.
Ahora, no daba miedo. Sólo lástima.
El edificio había perdido su halo misterioso, se había convertido en torre de
Babel, en un recinto apergaminado donde se adocenaban inmigrantes de todas
las nacionalidades, hombres y mujeres que hablaban veinte lenguas y otros
tantos dialectos que nadie acertaba a entender. Si hubiese tenido fe, si hubiese
creído en algo, César hubiera pensado en una señal. Todo se amontonaba: el
artículo para el congreso que se le atragantaba, la conversación con el padre
Matías, la repentina aparición de Isabel Nsé y, ahora, la prisión africana.
Alguien andaba tocándole los huevos con acertijos.
La procesión reanudó su marcha. Habían logrado despegar el camión de la
mediana, apartarlo, recoger la basura y despedir a los cotillas de la calzada. Eran
más de las diez cuando llegó a su destino. Aparcó el coche en una de las calles
que serpentean en la trasera de la playa de Las Canteras y fue andando hasta el
parque donde estaba aguardándolo una extraña y macabra excursión.
A pesar de la hora, había bulla alrededor de las mesas de los restaurantes.
Las luces de neón y las pizarras tiznadas anunciaban en tres idiomas la mejor
paella de la ciudad o el pescado más fresco o la auténtica sangría por quinientas
pesetas. Y un enjambre de alemanes, de belgas, de daneses acudía, ruidoso, a la
miel. Un poco más allá, en el corazón de la plaza, había un pequeño café donde
se reunían los lugareños, algo menos revoltosos, más dados a la confidencia, a la
tranquilidad de una mesa para dos, de la luz de una vela, de algo de jazz para
entibiar la noche. Y, por fin, en el rincón oscuro del parque, en la tercera
estación de aquel siniestro viaje, a veinte metros de las velas y la confidencia, a
un segundo de Chet Baker Quartet, a medio compás de I'll remember April, la
decencia humana se humillaba, la moral se envilecía para permitir el espectáculo
de una hilera de colchones raídos y sucios, de casetas mugrientas de cartón
habitadas por sombras.
César pasó de largo por el restaurante de turistas sin reconocer a nadie. De
largo por las mesas del café reconociendo, de soslayo, algún rostro. Hasta llegar
a la región tenebrosa queriendo, deseando, rezando por reconocer la figura
menuda de Isabel Nsé. A medida que desfilaba por aquella vaguada de miseria,
auténtica galería de los horrores a cielo abierto, el corazón le iba menguando. La
congoja, la rabia tiraba de su pecho. La mayoría de aquellos desheredados ni
siquiera reparó en su presencia. Alguno lo miraba con indiferencia, con la misma
desgana con la que oía llover.
Un hombre alto, enjuto, desgreñado, que vestía un tres cuartos descolorido
y sucio, se le acercó curioso. Tenía un ligero acento americano: «Eh, amigo, ¿te
perdiste? —su voz sonaba bronca y delicada a la vez; una voz comedida que el
tiempo había puteado hasta volverla áspera—. Si buscas a alguien yo soy tu
hombre, amigo. Ninguno de éstos lleva más tiempo aquí que yo. Sí, señor. Soy
tu hombre».
César hizo el amago de sacar unas monedas del bolsillo. Pero se acordó de
la mirada fría, de los ojos puñales de Isabel Nsé en su despacho. De modo que
levantó una mano, en un gesto de no se preocupe, amigo, ya me las arreglaré
solo, y siguió su camino. Si al tipo le disgustó el desaire no se tomó la molestia
de responderle. Sacó una botella que llevaba en el abrigo. Dio un trago largo.
Eructó. Y soltó una risotada que estalló en la noche como un volador.
Aún sonaban sus carcajadas cuando César llegó a la glorieta del Parque
Blanco, un espacio estrecho y alargado, lleno de bancos y palmeras enanas, que
elegían los estudiantes para celebrar sus saraos. Lejos del bochinche de los fines
de semana, había unas pocas pandillas desparramadas a lo largo del paseo.
Jugaban a cartas. Bebían a morro de botellas de plástico. Contaban chistes. O
mataban tan solo el aburrimiento. César enfiló el medio de la calle con las manos
en los bolsillos, simulando un paseo nocturno. Cada vez que se acercaba a un
grupo aflojaba el paso y afinaba la vista por si la veía.
Pero Isabel no estaba.
Como el bolero de la tarde y la lluvia y la gente corriendo. Ella no estaba.
César era un iluso. ¿Qué creía? ¿Que con sólo pensarla la muchacha iba a
aparecer? ¿Que su deseo de encontrarla bastaba para el conjuro? Esas cosas
pasaban tan solo en las películas de Wilder, en las de Capra, en las de Berlanga.
Pero la noche no estaba para chirivitas de estrellas ni para música de violines.
Era una noche real y cruda de marzo. A apenas nueve meses, justo un parto, del
nuevo milenio. Si es que el nuevo milenio es el dosmil y no el dosmiluno, que aún
andaban poniéndose de acuerdo sesudos científicos y lectores de astros y
aritméticos y magos de los números.
Desanimado, César Castillo regresó dando un rodeo para no volver a
toparse con el americano flaco del tres cuartos, mejor no tentar a la suerte, no
vaya a ser que el alcohol le haga mella y se ponga violento. Regresó dando un
rodeo y se perdió. Anduvo dando vueltas persiguiendo su coche, pasando frío
en las calles desiertas, maldiciendo el momento en que se le ocurrió correr tras
los pasos de Isabel. Decidió que lo más sensato iba a ser regresar al parque de
Santa Catalina y desandar el camino desde allí. Seguro que, entonces,
encontraría el lugar donde había aparcado.
Sin embargo, no llegó a pisar el parque.
De camino, eludiendo los contornos oscuros de las calles para evitar
sobresaltos desagradables, se fue guiando por los letreros luminosos que
parecían más protectores: el de un hotel, el de un café, el de un banco. Y el de la
farmacia, una esquina antes del Santa Catalina. La farmacia del Lcdo. Pérez
Ortigosa, una botica de mármol azafranado y rugoso, se asentaba en un edificio
antiguo. En su compromiso de mantener la estructura externa, los dueños habían
dejado abierto un pequeño chaflán, muy oportuno para días de lluvia, un hueco
en el que resguardarse del dichoso viento. Y, como no daba a ninguna vidriera
que pudiese tentar a rateros o gamberros, nadie lo había cerrado con cancela.
Cuando César pasó delante de la farmacia, una sombra se removió en el hueco,
una sombra con ojos redondos, oscuros, enormes que César ya había visto. Esa
misma mañana. En su despacho de la universidad.
Volvió sobre sus pasos. Acomodó la vista a la falta de luz. Pisó con cuidado
para no tropezar. Y pronunció su nombre. Isabel. La muchacha estaba sentada
en el suelo, en una esquina, con las piernas acurrucadas sobre el pecho para
defenderse del frío. Se había tapado con una manta color castaño de las que
daban en los hospicios. Se aferraba a su bolsa, que era como decir se aferraba a
la vida porque su vida entera cabía en aquel saco de plástico arrugado y mohíno.
A César Castillo se le encogió el alma. Tanto que le dolió. Al principio fue un
ligero malestar, luego un dolor más fuerte que el dolor de estar vivo. Se echó la
mano a la tetilla izquierda para apagar la quemazón. Respiró hondo. Se apoyó
en la pared. Cerró los ojos. Ella no se movió de su esquina oscura. Temerosa.
No sabía qué hacer ni que decir. Esperó unos minutos, casi sin pestañear, con
sus hermosos ojos clavados en el hombre que iba a salvarla de su desventura.
A César se le reavivó el pulso. Lentamente. Al golpito. Como regodeándose
del miedo que le había hecho pasar. Decidió que sentarse era una buena idea.
Era estar aún más cerca de la tierra. Más cerca de Isabel. Apoyó la espalda en
el tabique y el contacto con el mármol gélido lo resucitó.
Estiró las piernas. Cruzó los brazos. Y se confesó a la pared de enfrente. Sin
mirar a la chica, sin importarle una batata las reacciones que pudieran provocar
sus palabras, se confesó en voz queda, a veces soy tan torpe, señor, me paso
tanto tiempo con la cabeza metida entre apuntes y libros, que me olvido de que
las personas no son hojas que uno puede pasar con sólo humedecerse la yema
de los dedos; mi mujer solía reprocharme esos descuidos, decía que la
universidad me estaba embruteciendo, que me faltaba un hervor para volverme
mono; mi mujer se llama Patricia y es… no, miento: mi mujer se llamaba Patricia
y diseñaba muebles trabucados y locos, vivía de venderles a pijos y a esnobs
unos retretes de porcelana cómodos como un diván y unos divanes de guata en
los que, te pusieras como te pusieras, siempre parecías andar cagándote; me
dejó una hija, Carla, nueve años, lo más bonito que ha parido madre; sí, era una
tía cojonuda Patricia, una mujer de pies a cabeza; diez días hace que se fue, el
castillo se ha derrumbado enterito, nunca pude imaginar que en una semana
pudieran pasar tantas cosas juntas; y yo me he vuelto bruto sin ella, me he vuelto
mala bestia sin el sonido de sus pies descalzos andando por la casa; por eso es
que te traté así esta mañana, no me lo tomes en cuenta, has llegado en el
momento más inoportuno al lugar más solitario de la tierra… ¿tienes hambre?
—Ya he comido. Dos manzanas y un yogur.
—¿Un café?
—No, que luego no duermo.
—¿Una copa?
—No bebo.
—Haces bien.
—Dices que tu mujer se ha ido.
—Sí.
—¿Con otro?
—No. O sí. No sé.
—En qué quedamos: ¿se ha ido con otro o no?
—No es fácil de explicar.
—¿Cómo que no? Inténtalo. Explícamelo como si fuera tu hija Carla. Como
si tuviera nueve años.
—Carajo, Chavela, eso es aún más jodido. A ella no se lo he contado
todavía.
—Me llamo Isabel.
—Y es un nombre precioso. Pero tengo la costumbre de rebautizar a la
gente. Y tú serás Chavela. Por la Vargas.
—¿La Vargas? ¿Quién es esa?
—Una cantante. Mi madre la adoraba.
—Bueno. Menos aceite da una piedra. No quisiera ofender a tu madre.
César conoció entonces otro de los rasgos que adornaban el carácter de
Isabel Nsé, Chavela: no sólo era valiente, también era orgullosa. Y lista como el
rayo. En una sola tarde se había hecho fuerte en su desgracia. Había ganado
peso. La muchachita sencilla y apocada que había ido a visitarlo en la mañana se
había convertido en una mujer resuelta. Incluso lo tuteaba. Había comprendido,
desde el mismo instante en que vio aparecer a Castillo en su chaflán-alcoba, que
la situación se había volcado como una patera. Que ahora era ella la que estaba
arriba y él el que se ahogaba. Y no tenía nada que ver con el amago de infarto
que acaba de presenciar. Jamás se hubiera aprovechado de eso. Había sufrido
demasiado como para cebarse en las calamidades ajenas. No.
Era la mirada del profesor. Una mirada desmayada y húmeda en la que se
balanceaban, en la cuerda floja, el pánico y la culpa. Tal que aceite y vinagre.
Unas veces el miedo se estancaba en el fondo y la culpa subía. Otras, era al
revés: el miedo podía más y luchaba por salir a flote. Sí. César Castillo estaba
acojonado. No a causa de la soledad. Tampoco era que temiera el futuro. Ni
siquiera el inmediato futuro de un viaje a Escocia. Nada de eso. Antes al
contrario, le asustaba el presente. La clase de persona en que se estaba
convirtiendo: un tipo cruel, un tipo sin escrúpulos, un tipo resentido y sin
conciencia. Y, para colmo, a ese temor tan poderoso se le había unido el sentido
de culpabilidad. Haber actuado de aquella manera con Chavela lo estaba
carcomiendo por dentro. Por eso, claro, le sobrevino el ataque. Porque su
organismo ya no pudo con ambos —el miedo y la culpa— a un tiempo. De
nuevo dos contra uno. Pobre César. Otra vez Gary Cooper sin remedio.
Nadie hubiera podido decir quién ayudó a quién a salir de la cueva del
Lcdo. Pérez Ortigosa. Isabel Nsé recogió sus bártulos, dobló la manta y la metió
en su saco. Estaba tan cansada que apenas podía dar un paso. César, por su
parte, aún andaba receloso, débil, el dolor en el pecho lo había intimidado.
Jamás había sufrido del corazón. Pero para todo hay una primera vez. Salieron a
la luz de la calle, al tintineo monótono de los luminosos del parque.
Ella quiso saber, ¿adónde vamos? Y él la sacó de dudas, a buscar un lugar
para pasar la noche. Y ella, intranquila y seria, ¿los dos? Y él, tranquilizador, sí
hombre, estoy bonito yo para un caldo de pescado, no, Chavela, tú sola, a mí
me espera mi hija en casa. Y ella, dignísima, creía haber dejado claro que no
acepto la caridad de nadie. Y él, alzando una mano para atajar las dudas, esto
no es caridad, ya te sacaré el cuero, no te preocupes; mira, mientras venía, he
estado dándole vueltas a una idea, verás: hay un hostal por aquí cerca con el que
la universidad tiene un acuerdo para alojar estudiantes, es barato, limpio y
tranquilo, te haremos pasar por una alumna extranjera de intercambio, vete
memorizando, acabas de llegar, ¿y yo qué?, yo soy tu tutor, desde luego, tengo
edad para eso y para más, y soy un tutor enrollado, como dicen mis alumnos,
hasta te he ido a buscar al aeropuerto; así que, recuérdalo, eres una alumna
transferida a Las Palmas, tengo aquí una certificación que lo demuestra, vas a
pasar un mes tomando un curso de derecho, ¿no sabes nada de derecho?, claro,
bobilina, por eso vienes aquí, a aprender, espera, déjame acabar, que aún falta
lo más gracioso: se te acabaron las vacaciones, a partir de mañana comienzas a
trabajar en una tienda de muebles, en Mbini tendrían muebles ¿verdad?, pues
eso, trabajarás para mí y yo te explotaré, al fin y al cabo eres una simpapeles,
horario de mañana y tarde, al menos al principio, luego ya se verá, tendrás una
jefa, una chica de tu edad más o menos, se llama Luisa, un encanto, ya la
conocerás, te pagaremos la estancia y tres comidas diarias, ¿no comes
demasiado?, pues te sobrará para algún vicio, ¿no tienes vicios?, cojonudo, así
ahorrarás para el ajuar de novia, y no me digas que no tienes novio porque en el
hostal se alojan un montón de galletones italianos y noruegos, tienes para elegir,
rubios, morenos, altos, bajos, a la carta, te apañarás.
Isabel sonrió. En sus ojos redondos brilló tenue la luz del agradecimiento,
¿por qué haces esto?, yo sólo buscaba un consejo para arreglar mi situación. Él
le explicó que el consejo iba a tener que esperar, que ya estaba en ello, que
España no era América, que aquí no valía que Chavela estuviese ya en el país, ni
siquiera que hubiera nacido aquí, que antes sí, pero ahora las leyes habían
cambiado, eran algo más enmarañadas y, sobre todo, más lentas, pero que eso
corría en su favor porque, mientras la justicia caminaba, ellos podrían organizar
el contraataque: primero, intentarían legalizar su estancia allí, el contrato de
trabajo podría valerle pero sólo unos meses; más tarde, vendría la solicitud de
exención de visado; por último, si eso fallaba, probarían suerte con el asilo
político, no en vano la vida de Isabel corría peligro si regresaba a Guinea; en
resumen, podría pasar más de un año antes de que alguien se fijara en ella, por
tanto el único consejo que valía era el de pasar desapercibida, el de portarse
bien, el de cruzar la calle, mirar a otro lado y hacerse la sueca, también hay
suecas negras, ¿no ves las olimpiadas?, cuando viese aparecer a un policía.
Por lo pronto hubo suerte.
En el hostal quedaban algunas habitaciones libres. Resultó que muchos
estudiantes solían venir únicamente por un cuatrimestre y, en febrero, un grupo
de franceses de Rennes había vuelto a casa. El conserje de noche, un gigantón
pachorrudo y robusto que arrastraba los pies al caminar y fumaba un aromático
tabaco holandés en cachimba de carey, les abrió la puerta. Lo habían pillado
viendo la televisión, casi a oscuras, en un aparatito diminuto, no más de diez
pulgadas, blanco y negro, que tenía en una mesilla, tras el mostrador. Ellos se
presentaron. El hombre los miró como el joyero que calibra una alhaja, les buscó
imperfecciones, alguna tara que los desluciera. Decidió que le valía la explicación
y les franqueó la entrada. Estaba acostumbrado a esas llegadas imprevistas, los
vuelos de estudiantes rara vez llegaban de día, de noche era más barato viajar.
Una vez instalado, de nuevo, en su garita, les pidió el documento de identidad de
la muchacha y alguna certificación que la relacionara con la universidad. Isabel
presentó un pasaporte de cartón mohoso, algo anticuado y rozado por las
esquinas, en el que se leía en letras de molde el nombre de su país. Y César, la
carta que había escrito en su despacho. El tipo miró los papeles. Arrugó el
entrecejo, no quedó claro si por la ausencia de luz del vestíbulo o por la ausencia
de timbres y sellos en el pasaporte de la chica. Pero no dijo nada. Los guardó en
un sobre. Y, por fin, mostrando una sonrisa, la primera, le dio a Isabel la
bienvenida y un llavero de hierro que pesaba un quintal con el número de la
habitación grabado.
César se despidió de ella con un apretón de manos. Quedó en recogerla al
día siguiente, a las nueve, para llevarla a la Facultad. Estuvo a pique de joderlo
todo mentándole la tienda de Perojo. Escapó loco. La vio perderse por un
pasillo estrecho que desembocaba en un único ascensor. Se disculpó de nuevo
ante el guardián por la hora intempestiva. Le agradeció la atención. Y se dispuso
a marcharse. Antes de llegar a la puerta de la entrada, se acordó de una cosa y
se volvió, permítame una pregunta, caballero, hace tiempo que no trato con
estudiantes externos, ¿cómo es esto del alquiler?, ¿los muchachos tienen que
pagar directamente?, ¿ustedes le pasan la factura a la universidad?, ¿cómo es
esto?
Aquél era un asunto de la dirección.
Debía haberlo supuesto.
El portero se limitaba a abrirles la puerta y a memorizar sus caras para que
no se le colara algún vivo, que hay muchos. Tendría que preguntar por la
mañana. Lo habitual era que pagaran los chicos, ellos venían con alguna beca de
su país, la universidad se ocupaba nada más que de las clases. Y, en ese punto,
César aprovechó el momento para confiarle a Isabel, verá usted, es la sobrina
de un profesor guineano, un colega, sí, de la Universidad Nacional de Guinea
Ecuatorial, y le he prometido a su tío que cuidaría bien de la chica, si no le
importa, le dejo mi teléfono por si acaso una urgencia, no creo que ocurra nada,
con tantos jóvenes de su edad se aclimatará pronto, pero me quedo más
tranquilo, lo comprende, ¿verdad?
Por supuesto que don Isaías lo comprendía, él también tenía hijas, dos, de
veinte y dieciocho años, y sabía de lo mal que se pasa cuando están lejos,
despreocúpese usted que la niña estará bien, se lo aseguro, y, si algo ocurre, yo
mismo lo llamaré a la hora que sea; además, los peligros suelen venir del lado del
idioma, como los muchachos no entienden bien lo que se les advierte, suelen
hacerlo todo al revés y se meten en líos, la niña habla español, de modo que,
cuando le digan lo que no tiene que hacer, esté seguro de que no lo hará, por la
cuenta que le trae.
César Castillo regresó a espantarle las brujas a su hija, lo prometido es
deuda, mucho más animado. El día se había enderezado considerablemente.
Don Isaías había apaciguado su ánimo, pareció quedar convencido con lo que
habían hablado y, por si fuera poco, había llamado a Chavela «la niña». Eso
significaba que ya la quería un poco, que la iba a tratar como a una de sus hijas.
La niña. Porque era una niña, Chavela. Había vivido lo suyo. Sí. Tenía arrestos.
Sin duda. Se había dejado jirones de su piel brillante a fuerza de lidiar con
tipejos y macarras de lo peorcito. Claro. Se había enfrentado al mundo. Por
supuesto. Pero seguía siendo una chiquilla. Mantenía un reflejo de inocencia en
su rostro. Y aún creía en la vida.
Y, por lo visto ese día, a comienzos de la primavera de mil novecientos
noventainueve, su fe era contagiosa.
La misma argucia que había servido para don Isaías, el portero de noche del
hostal, tendría que valer para los demás. César no estaba acostumbrado a
componendas, siempre había creído que el camino más corto entre dos puntos
no es la línea recta sino la verdad. Por tanto decidió seguir alimentando su
primera versión, con algunos matices que la autentificaran: Isabel era una
estudiante extranjera que había venido a Las Palmas, sí, pero no a hacer un
curso de derecho, eso no casaría con su propuesta de trabajo a tiempo
completo, la cosa tenía que ver con motivos políticos, algo más inmediato a la
verdad, su tío era colega de la universidad, eso valdría, un profesor maldito para
el régimen de Teodoro Obiang, casi, casi, y él se sentía comprometido porque
Amando Nsé lo había ayudado mucho en proyectos anteriores, podría colar, así
que, cuando Amancio le pidió que cobijara a su sobrina, de inmediato pensó en
Luisa, en la tienda, y no supo negarse, de todas maneras la chica era maestra,
educada, inteligente, sabría desenvolverse, y a ver quién era el listo que le
desmontaba el tenderete.
Carlota vio los cielos abiertos cuando le habló de la muchacha guineana,
parecía una buena solución, una forma de sosegar el carácter tan erizado que le
había brotado a César en la última semana. Carla no paró de preguntar cómo
era, cómo hablaba, qué color tenía, la idea de una hermana postiza le pareció
genial, y le faltó tiempo para invitar a Isabel a pasar el fin de semana en Santa
Brígida. Luisa estuvo encantada, si César contrataba a otra chica era síntoma de
que tenía la intención de mantener Perojo 26 abierta. Todos, pues, tan
contentos.
El único que, al principio, puso reparos fue el padre Matías. Pero bastó un
encuentro con la chica para que sus temores se disiparan. Fue al sábado
siguiente, en el almuerzo que había preparado Carla para su nueva hermana.
César no había consentido que Isabel pasara el fin de semana entero, ni de cofia,
una cosa es la ayuda humanitaria y otra convertir su casa en un albergue. Sin
embargo, para contentar a su hija, aceptó invitarla a comer. Nada más conocer
a la estudiante guineana, Cobarrubias se transformó en el demonio, pura santa
inquisición. Sardónico y taimado, como nunca se le había visto, se dedicó a un
morboso pasatiempo: a interrogarla acerca de la vida en Guinea en tiempos de
ese hereje de Obiang Nguema; a ponerla en un brete pidiéndole que le hablara
de sus concepciones morales; a cometer errores a propósito con los evangelios;
a trabucar a posta los nombres de los santos. Y todo por ver si la chica caía en
la trampa.
Chavela, por su parte, se lo tomó como un juego, como un adivina
adivinanza. Conocía bien la doctrina católica —había trabajado durante dos
años de maestra en un colegio de monjas; allí era obligatorio pasar un examen de
religión— y le hizo frente a los ardides del cura con confianza. Le respondió casi
siempre en un castellano tiznado y fácil; a veces en un inglés muy cómico al que
allá llaman pidgin english; y, cada vez que dudaba, se salía por peteneras con el
fang, el dialecto que se habla en los poblados del interior del continente. Antes
de que la cosa se desmandara, Castillo y Carlota —la Ferraz estaba empezando
a enojarse de verdad con la actitud cicatera de su amigo— quisieron terciar,
pero la joven le restó importancia, no pasa nada, de verdad, estoy
acostumbrada, yo hacía lo mismo con los niños de la escuela, les contaba
versículos del nuevo testamento con los personajes revueltos para que ellos los
ordenaran, es muy divertido y se aprende mucho.
Carla estaba encantada con lo lista que era Isabel. Y el padre Matías pronto
se contagió del mismo hechizo. Y abandonó su talante de Torquemada. Y se
dedicó el resto del almuerzo a elogiar los manjares. Y a comer con voracidad. Y
a preguntar a Isabel, ya sin dobleces, cómo era que sabía tanto y qué enseñaba
en Guinea y de qué orden eran las monjitas de su escuela y si estaría interesada
en asistir a unas catequesis de su parroquia, nada de compromisos, una reunión
semanal, los jueves por la tarde, donde se escuchaba la palabra de Dios, se
debatía sobre cómo llevarla a todos los rincones de la isla y —esto lo recalcó—
se merendaba un tazón de chocolate caliente con bizcochos de Moya, algo fuera
de serie.
La Ferraz intercedió por ella, no te me embales, Cobarrubias, que te
conozco, deja en paz a la chica, que acaba de aterrizar y aún no se maneja bien
con la ciudad y las costumbres; más tarde, cuando Isabel esté asentada, tendrá
tiempo de decidir si acepta tu chocolate y tus bizcochos; y tú, m'ija, no le hagas
mucho caso que está de broma, no pienses que es un cura de los de antes, sólo
le gusta hacérselo, debajo de esa pinta de hombre estricto hay un tipo incapaz
de hacerle daño a una mosca, fíjate que por eso les da de merendar a sus
catequistas.
La velada vino a estancarse a eso de las seis.
Los adultos tomaban el café en el mirador: Carlota hacía, en voz alta, los
preparativos para su visita a Roma; el padre Matías la escuchaba feliz y, a veces,
recordaba algún lance de sus anteriores estancias en la ciudad eterna; César se
dejaba dormir, el periódico sobre su regazo, en su sillón de mimbre, con el
ronroneo de sus voces y el de alguna cigarra, de fondo. Carla había insistido en
enseñarle la casa y los alrededores a Isabel. Las habían visto alejarse, montaña
arriba, como dos hermanas que se reencuentran después de mucho tiempo, por
el sendero que llevaba al árbol cambado y a la ermita. Imposible distinguir cuál
de las dos era, en esos momentos, más feliz.
Y entonces llegó ella.
Sonia Valle.
A enredarlo todo.
Traía el rabo entre las piernas. Mirada de desconsuelo. Ojeras de mala
noche. De una semana entera de noches sin suerte, de vueltas en la cama, de
luces encendidas para repeler el insomnio. Carlota, desde que la divisó en la
verja de entrada, optó por una retirada a tiempo es una victoria y, en su mutis, se
llevó a Cobarrubias adentro. César los vio marchar y envidió su buen juicio.
Deseó haberlos seguido al salón, haber escapado por los vericuetos de la casa,
haber continuado hasta el rincón más apartado, hasta la mismísima buhardilla, a
esconder la cabeza bajo el ala. Pero sintió que no debía. Alguien tenía que
recibir a la pobre Sonia. No en vano, la mujer que ahora se presentaba, rota y
envejecida, había sido —por su obstinada fidelidad, continuaba siendo— la
mejor amiga de Patricia.
César Castillo la saludó tan cortésmente como fue capaz. Le ofreció asiento.
Le recogió el abrigo para colocarlo en el respaldo de una de las sillas. En una
copa limpia de balón que se había salvado de la sobremesa porque Chavela no
bebía ni en las ocasiones más especiales, le sirvió un trago de licor de nueces,
que atenuó con un chorro del agua fresca de la cubitera. Aprovechó también
para servirse un aguardiente de peras que había traído el padre Matías de su
bodega, con la esperanza de achicar el engorro en que se iba a meter. Y se
aprestó a escuchar lo que la Valle tenía que decirle.
Ella se disculpó por no haber acudido antes a él, estaba tan confusa, César,
que no tuve ánimos para venir a darte la tabarra, ya bastante tenías con lo tuyo;
y es que por mucho que se espere, una muerte te deja quebrantada, sin fuerzas;
después, el encuentro con Carlota, ya te habrá contado ella, acabó por
tumbarme; todo esto es muy incómodo, te lo juro: una aprende desde chica a no
meterse en donde no la llaman, y, cuando la llaman, tampoco, lo mejor es
desviar la cuestión a quien pueda de verdad responderla; el problema es que,
aquí, quien podía responderla ya no está, esto es nuevo, ¿verdad?, si Carlota o
tú me hubieran hablado de ello hace quince días, me hubiera limitado a
contestarles: «pregúntenle a Patricia», y se hubiera acabado tanta vaina; ahora,
por desgracia, no puedo hacerlo, no puedo mandarte a Patricia a que ella te lo
cuente, si hay algo que contar, porque esa es otra, tal vez estés haciendo una
montaña de un grano de arena; y, al final, toda la porquería la han dejado en mi
puerta, César, yo sé que estás pasando por el peor momento, no imagino
siquiera el dolor que te está causando esta historia, tu suegra lo llamó
«culebrón»; y es que es un culebrón, caramba, llega a tus manos una carta, una
carta que va dirigida a tu mujer, y resulta que viene con dos días de retraso, la
abres, te escupe, te muerde, te enrabieta, y como ya no tienes con quien pagarla,
te da por disparar a todo lo que se mueva, y a lo que no se mueve también, mi
niño, porque yo mira que me he portado, he estado aquí en silencio, invisible,
aguantando mi vela como la que más, para llevarme igual todas las bofetadas, y
no es que me queje, lo hubiera hecho por otros, cómo no iba a hacerlo por
ustedes, no me quejo pero ¿qué quieres que te diga?, me parece tremendamente
injusto…
Sonia, en este punto, aprovechó para beber un sorbo de su licor de nueces y
aclararse la voz. César se preguntó cuánto tiempo habría estado la Valle
ensayando el discurso, se la imaginó delante del espejo, histriónica, pasional,
seductora. Estaba convencida de cuanto decía. Apuró el silencio, para tensar la
cuerda. Era tal vez la última oportunidad que tendría de conocer, entre tanto
engaño y tanto sinsentido, algo de la verdad de aquel enredo.
La miró con despego, sin revelar sus cartas. Paladeó el aguardiente de
peras, jodido cura, no vivía bien ni nada el cabrón de él, a saber qué más
exquisiteces guardaría en su despensa. Aguantó su mirada cinco, diez, quince
segundos que se hicieron eternos, sobre todo para ella. Y le respondió al fin,
¿sabes lo que es injusto, Sonia?, injusto es que un buen tipo, sí, un buen tipo sin
más, con una vida sencilla, un trabajo, una familia, una hipoteca, con la felicidad
que dan las cosas simples, tenga que pasar por este infierno, había una canción,
¿cómo era?, una que cantaba Mercedes Sosa y que hablaba precisamente de
eso, algo así como que el amor es simple y a las cosas simples las devora el
tiempo, muy linda, pues eso, cuéntale lo de la injusticia a ese tipo que vivía feliz
y que ahora se da cuenta de que todo era mentira, de que su vida entera era una
farsa y él una marioneta de guiñol que todos manejaban a su antojo; cuéntale lo
de la injusticia, anda, dile lo mal que lo estás pasando, que nadie te comprende,
que tú eres sólo el mensajero y a ese hay que dejarlo vivo, sí, mujer, eso sería un
buen chiste si no fuera patético; acabáramos, m'ija, una montaña de arena, dices,
un culebrón, dices; qué culebrón ni que ocho cuartos: esto se parece más a una
tragedia; en los culebrones, al menos, te ríes de las gracias de una abuela sorda,
de las majaderías de un capataz de rancho, aquí maldita gracia que hace nada,
aquí morimos todos, ¿no lo ves?, una jodida enfermedad se nos llevó a Patricia,
pero ella es la menos muerta, ahí andará entre nubes, los demás nos hemos
quedado tragando sapos, soportando cuernos, aguantando la respiración para
ver si despertamos de esta pesadilla pronto; no, Sonia, no: bien lamento tu pena,
pero no tengo tiempo de llorarte, quiero salir de esta cuanto antes, sin muchos
moretones, y únicamente podré hacerlo cuando sepa la verdad; la verdad,
aunque sea una porción de verdad de la que agarrarme, un pequeño trocito que
darle de merendar a mi hija cuando le entre hambre y me pregunte, me basta con
eso; por eso te la pido a ti, si no quieres dármela, si no puedes echar mano de
Patricia, lo seguiré intentando en otra puerta…
Sonia Valle ya no tenía espejo delante del cual ensayar la réplica. Ni siquiera
tenía réplica que ensayar. Se le extravió la mirada. Palideció. Tuvo que
improvisar sobre la marcha. Tiró de una cita. Machado le vino a huevo, ¿tu
verdad?, no, la verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya guárdatela . Y
cogió carrerilla para contarle algo que él ya sabía, que la verdad es como el
patio de mi casa, muy particular, la verdad es turbia, es inquieta, serpentea
haciendo sonar su cascabel, cada cual tiene la suya, César, el problema es que
esperas la respuesta, no una concreta; esperas que te diga que Patricia no te
quería, que te era infiel, que estaba enamorada perdidamente de otro hombre,
que te había traicionado, a ti y a Carla; esperas que te diga lo que sentía;
esperas, en resumen, que te cuente algo que apacigüe tu ánimo, que explique ese
dolor que ahora te mata; el problema es que eso yo no puedo decírtelo, nadie
puede, ni siquiera Patricia; podríamos convocarla a una guija, encender siete
velas, juntar las manos, cerrar los ojos, y ni así descubriríamos la verdad.
César Castillo fue incapaz de contenerse y saltó:
—No me jodas, Sonia, a ver si ahora va a resultar que las puñeteras cartas
no las ha escrito nadie, que no dicen lo que dicen, que hay que leer entre líneas;
a ver si los vidamías y los tequiereconlocuras me los he inventado yo.
—¿Te has preocupado en averiguar desde cuándo recibía cartas?
—Me lo impidieron unas fotos.
—¿…?
—Sí. Estaban en un cajón de su escritorio. Una docena de fotos de Patricia
con un grupo de amigos en un pub, El elefante no sé qué.
—The elephant house.
—Eso. Pues, desde que las vi, dejaron de interesarme las cartas. Me
preocupaba qué cara tendría el tipo que me robaba la mujer dos semanas al año.
Y, ¿sabes qué? Incluso eso dejó de interesarme. Lo más duro, lo que más me
dolió fue la cara de Patricia. Parecía tan feliz.
—Y eso te molestaba.
—No retuerzas lo que digo, carajo. La felicidad de Patricia fue siempre la
mía. Sobre todo en los últimos años, cuando supimos que ya no había vuelta
atrás, mi única obsesión era espantarle aquel miedo que, a veces, se le enredaba
en los ojos como una zarza.
—Temía por ti.
—Quisiera creerte, te lo aseguro.
—Pues créeme. Sólo tenía fuerzas para Carla y para ti. Yo pasé muchas
tardes junto a ella. Sé bien lo que te digo. Se sentaba ahí mismo, donde estás tú
ahora, arrebujada en su manta, mirando la comisura del cielo. Y me decía:
«Sonia, no puedo morirme todavía. Necesito algún tiempo para arreglar las
cosas. ¿Qué va a ser de ellos cuando yo falte?». No lo dudes: te quería como a
nadie en el mundo.
—Yo también. Pero yo sólo la quise a ella.
Se quedó con las ganas Sonia Valle de responderle a César la cantidad de
formas con que el amor se expresa. Se preguntó si eso un hombre como él —un
buen tipo sin más, con una vida sencilla, un trabajo, una familia, una
hipoteca, con la felicidad que dan las cosas simples— lo llegaría a entender.
E intuyó que bien podría agotar la primavera entera pintándole a Patricia en
Edimburgo, a Patricia antes de César, después de César, lejos de César, sin
César, y él seguiría asiéndose a la seguridad aparente de unas cartas amarillas y
unas fotografías de hace diez años. Se quedó con las ganas de contarle lo que se
iba a encontrar en ese viaje pero, entonces, la corriente les trajo sus risas
brinconas que se adelantaban a sus dueñas, igual que heraldos, por el camino.
Un minuto después aparecieron las dos por uno de los bordes de la marquesina.
Chavela traía una rama larga que hacía de bastón. Carla jugaba con un ramo de
malvas silvestres que se colocaba en el pelo, como una novia, y se enganchaba a
su nueva hermana, y desfilaba por un pasillo imaginario, y tarareaba la marcha
nupcial, ta chan, tachán, ta chan, tachaaaán. Parecía que se conocieran desde
siempre. Cuando la chiquilla llegó a la cancela y pudo distinguir a tía Sonia en la
terraza, con su padre, su alegría se desbocó del todo. Ni siquiera las flores
pudieron detenerla. En su emoción, se le enganchó en la verja la mano en que las
llevaba y tuvo que tirar de ella, dejando un reguero de pétalos de malva por el
sendero.
Fue tal el revuelo que se formó con tanto apretujón y tanto beso y tanta
lágrima fugitiva, que Carlota Ferraz pensó que algo malo ocurría y salió rebotada
al jardín. Allí se encontró con un derroche de afectos que le supo a vinagre,
tremenda desfachatez la de Sonia, presentarse en su casa después del último
desplante, creía haberle dejado claro cómo andaba el patio. Sin embargo, se
abstuvo de opinar. Su prudencia le soplaba al oído que no era un buen
momento: ignoraba lo que habían hablado ella y César; además, estaba la
felicidad alborozada de su nieta contándole a Sonia Valle, con pelos y señales, la
historia triste de Chavela Nsé. Decidió, con buen tino, tragarse la rabia.
Al menos por el momento.
Ante la grotesca perspectiva de quedarse allí, de pie, con los brazos
cruzados, sin saber qué decir, ensayó una sonrisa que se le quedó a medias y
propuso que entraran al salón, que ya empezaba a refrescar, que iba a hacer
café y a sacar unos dulces y que, si alguien se atrevía, aún quedaban licores en la
nevera como para una boda. La tarde del sábado se desmayó lentamente, en un
largo bostezo de anécdotas y orujo. Como si se hubieran compinchado, como si
hubieran hecho voto de silencio, Carlota, Sonia, César, el padre Matías
Cobarrubias, todos a una, aplazaron sus quejas para mejor ocasión.
Ocurre, sin embargo, que a las quejas les pasa como al café: si se enfrían ya
no sirven.
Para acallar los malos augurios de Carlota Ferraz, las vísperas de semana santa
se hicieron océano pacífico: interminables, quietas. Nadie se atrevió a hablar muy
alto no fuera que el encantamiento se rompiera. Y hasta el tiempo cambió: se
volvió cariñoso, con las mañanas soleadas y las noches tibias. La primavera
había resuelto enviarles a Isabel Nsé a hacer de bálsamo y aliviar tanto
resquemor apelmazado. De haber sido devota, la Ferraz hubiera visto en la
llegada de la muchacha un guiño picarón del cielo. «Ya verás que Dios aprieta,
pero no ahoga» le había vaticinado Cobarrubias, cuando su amiga andaba a
pique de derrumbarse. «Seguro que sí, Matías; pero ya podría entretenerse en
apretar otro cuello, carajo».
El sacerdote se sonreía, delante del espejo de su alcoba, recordando aquella
conversación. Acababa de ponerse unos pantalones de pinzas azules y una
camisa blanca de manga larga, todo muy lejos de sus viejos atuendos, para
acudir a la cita. Carlota le había hecho prometer, cuando aceptó lo del viaje a
Italia, que se compraría ropa nueva, me niego a que vayamos por las calles de
Roma pareciendo beatos disfrazados, me oíste, no te digo que te aficiones a
Armani, a ver si nos van a confundir con espías de la curia, eso no, pero algo
más alegre, más vivo, sí que puedes llevar; no creo que la elegancia atente contra
ningún mandamiento.
Matías también sacó, por si la tarde se arrebataba, una chaqueta a cuadros
de entretiempo que la misma Carlota le había comprado para San Patricio. Aún
recordaba la escena.
—¿Y esto?
—Esto es una chaqueta, ¿no lo ves?
—Ya sé lo que es. Pregunto a qué viene.
—Viene a que hace un cuarto de siglo que no le regalo ropa a un hombre. Y
ya me apetecía.
—Es muy… bonita.
—Claro, tolete, no te iba a comprar una fea.
—También es muy moderna.
—¡Qué dices! Es que tú eres muy clásico.
—Me queda bien.
—Mucho mejor que esas rebecas de lana que llevas siempre y que te hacen
cara de cura.
—Es que soy cura. No sé si te has fijado.
—Claro que me he fijado, pero antes que eso eres un hombre. Y tienes
percha para llevar estas chaquetas. Así que póntela y cállate.
—Mucho pájaro espino has visto tú.
Habían quedado a la hora de los toros para recoger los billetes en la
agencia. Luego la tarde marcaría los pasos: tal vez pasaran por la tienda a ver
cómo se desenvolvía Isabel, quizás pasearan por la avenida, puede que les diera
por cenar algo en cualquier tasca del barrio antiguo. Si algo les sobraba era
tiempo. Matías se había tomado vacaciones con anticipación y Carlota había
aceptado el ofrecimiento de Sonia de ocuparse de Carla durante esa semana.
Estaba claro que quería ganarse de nuevo sus simpatías y a la Ferraz no le
quedaban fuerzas ni ganas para el rencor. Un tiempito de tregua, después de la
batalla que había tenido a cuenta de las dichosas cartas, le vendrían de fábula.
La mujer de la agencia andaría por los cuarenta. A pesar de su aspecto
robusto y amazacotado, no paraba de gesticular y de moverse. Parecía
incansable, de las que andan dispuestas y alborozadas de la mañana a la noche.
Les animó la tarde cuando le dijo a Cobarrubias, tan apuesto con su chaqueta a
cuadros, aquello de que a su señora le va a encantar el viaje, yo estuve en Roma
de luna de miel y es de lo más romántico, una ciudad ideal para liberarse de los
hijos y volver a ser jóvenes, bueno, no quiero decir que ustedes no lo sean, me
refiero… Y Carlota, con la sonrisa más orgullosa del mundo instalada en su
boca, sabemos a qué se refiere, señorita, descuide y dígalo usted bien alto:
somos dos vejestorios pero tenemos intención de olvidarlo por ocho días y siete
noches.
La otra debía de estar en su salsa, porque aprovechó el hueco para tomarse
confianza y lanzarse, a tumba abierta, a las indiscreciones, jesús, mujer, dos
vejestorios, qué dice, eso era antes, cuando cincuenta años eran cincuenta años,
medio siglo, ahora con esto del euro que se nos echa encima, son sólo cuatro
días, se lo digo yo, que mi marido acaba de cumplirlos y el hombre está mejor
que nunca, en todos los sentidos, en ese que está pensando también, pero qué le
voy a contar a usted, no hay más que ver a su esposo para saber a lo que me
refiero, ¿eh? ¡a que sí!
A Carlota Ferraz le nació entonces un humor desacostumbrado, unas ganas
de seguir la corriente, de disparatarse. Primero tuvo que hacer acopio de toda la
fuerza de su brazo para parar en seco al sacerdote, que, poco dado a entender
ese tipo de bromas, ya estaba removiéndose en su silla a punto de saltar, por
supuestísimo, mi Matías está mejor que nunca, por eso se ha inventado lo del
viaje a Roma, dónde mejor para dar rienda suelta a la imaginación, París está
muy bien, pero es poco original, demasiado visto, Roma es la ciudad eterna,
amor al revés, ¿verdad?, allá donde convergen todos los amantes, fíjese, el
pobre se ha ruborizado, pero es sólo pose, cuando llegue la hora, cumplirá
como un chaval de treinta, se lo digo yo.
Al cura no le cupo una reacción.
Le pareció la escena tan dislocada que, aunque hubiese querido meter baza,
no hubiera sido capaz. Se conformó con abrir los ojos y poner cara de
circunstancias y esperar a que escampase. Dos manzanas más tarde aún
resonaban las carcajadas de Carlota sobre el empedrado de San Bernardo y a
Matías no se le había disipado todavía el asombro, ¿puedes decirme a qué ha
venido ese compadreo?, y porque estaba yo presente, si no, te hubieras estado
toda la tarde secreteando.
Llegaron a una dulcería y Carlota quiso invitar a su amigo a unas pastas, una
forma amable de pedirle disculpas por la escena de la agencia. Pero
Cobarrubias no se iba a dejar seducir con un truco de viejo. Seguía molesto por
la actitud tan frívola con la que habían tratado las dos mujeres el asunto de su
viaje. No pudo ocultar su enojo ni siquiera cuando le trajeron una bandeja de
pastas de almendra y un tazón de chocolate negro como el pecado. La Ferraz
sabía de esos enfados largos y enfurruñados de su amigo y lo dejó enfriar.
Hasta que ya vio hora de hablarlo, no sé por qué te enfadas, era sólo una
broma. Y el cura se amuló, ¿quién te dijo que estoy enfadado? Y ella, guiñando
un ojo, anda ya, bobilín, cuarenta años en la pradera y no voy a conocer a
Caballo Loco. Y él, de morros, hombre, gracias por reconocer que he hecho el
indio. Y ella, afilando de verdad el cuchillo, ¿por qué has hecho el indio?,
¿porque la muchacha creyó que estábamos casados?, ¿tan ridículo te parece
eso? Hubo un tiempo en que no te sonaba tan mal.
Matías reculó, la conversación se había salido de madre, eso es coger el
rábano por las hojas, Carlota, te estás apuntando a bruta. Y ella, entrando a
matar, verás, Matías, para quienes no conocen, de la misa, la media, hay dos
formas de ver este viaje: una es como tú has hecho, sintiéndote ridículo,
grotesco, un cura y una feligresa que se van de picos pardos y a escondidas a
correrse de viejos la juerga que no se corrieron de jóvenes, como si tuviéramos
que avergonzarnos de ser amigos y de querernos, como si hubiéramos de
excusar a cada instante lo que sentimos el uno por el otro, para que nadie lo coja
y lo malinterprete y lo corrompa hasta que todo parezca sucio; la otra es
tomárselo a broma, como hice en la agencia, dejar que piensen lo que quieran,
dejar que crean que somos pareja, ¿acaso no lo somos?, seguirles la corriente,
reírnos de todo y hacernos a la idea de que nada ni nadie nos va a estropear una
semana entera, me da igual semana de pasión que de tentación, si a la mujer le
dio por pensar que éramos un matrimonio es que, tal vez, lo parecemos, tal vez
merecemos serlo, tal vez nos lo hemos ganado; si me das a elegir, prefiero
burlarme de los demás y tomarme en serio nuestra amistad que tomarme en serio
a los demás y hacer de menos todo cuanto nos une.
La hubiera besado.
Si hubiera sido más hombre. Si hubiera sabido cómo. Se habría levantado
de la silla, hubiera rodeado la mesa, le hubiera tomado la cara entre sus manos y
le hubiera estampado el beso más sonoro que recuerdan en la dulcería de los
Morales. Pero no se atrevió. Agachó la cabeza, tomó una galleta de almendra, la
mojó en el tazón de chocolate negro como el pecado y dejó de sentirse pecador
para sentirse bien, como hacía tiempo no se sentía, disculpa a este viejo cura,
m'ija, que sólo hace meter la pata, debe ser que el vino de consagrar me ha
ablandado el entendimiento. Y, entonces, fue ella la que se levantó, ella la que
rodeó la mesa, ella la que tomó su cara entre las manos, ella la que le estampó
un beso en los labios, un beso silencioso, un beso nada tímido, posiblemente el
beso más sincero que recuerdan en la dulcería de los Morales, antes de seguir
camino hasta los servicios, vuelvo enseguida, cuida de que no se nos enfríe el
chocolate.
A media hora de allí, a cuarenta años, en Perojo 26, Chavela y Luisa
canjeaban recuerdos tal que estampitas. Quien ganaba en el trueque, por
supuesto, era Luisa, que le cambió sin pestañear a la chica guineana todos sus
viajes con Patricia a Europa por la increíble heroicidad de vivir en un pueblo
olvidado de Dios, paupérrimo, desabrigado, por la proeza de enseñar en una
escuela humilde en la que había que fabricarse las tizas con despojos de piedras,
por la aventura de ser una perseguida política, por la hazaña en toda regla de
verse obligada a huir para evitar la muerte o algo peor que la muerte. Por todo
eso y por más que, entonces, sólo intuía, le cambió Luisa cada segundo de su
vida. Chavela ni siquiera necesitó contarle lo de su violación. Tal vez más
adelante, con más calma, en otras circunstancias. Cuando le quemara alguna
pesadilla. Cuando no pudiera soportar el desconsuelo de otra vez la visión de un
callejón oscuro y tres desalmados, tres bárbaros que disfrutaron cebándose con
una maestra de escuela.
A Luisa le encantó la maestra.
Ya estaba predispuesta al entusiasmo. Desde que le contaron que iba a tener
una ayuda en la tienda, una estudiante de la Universidad Nacional de Guinea
Ecuatorial nada menos, una chica de su edad, un milagro de mujer con ojos
serios que le llovió del cielo. Desde que comprendió que, por un tiempo, Perojo
26 iba a mantenerse abierta y conservaría su empleo, ya estaba decidida a ser su
amiga para siempre.
La acompañó a comprarse ropa, César le había dado licencia para renovar
el vestuario y cargarlo a gastos de protocolo. Eligió por ella algunas prendas: una
falda entallada, un par de blusas con escote y sin mangas, un traje elegantísimo
de chaqueta y pantalón. La retó a llevarse ropa interior atrevida, esto va de mi
cuenta, el jefe no se va a enterar a no ser que pretendas seducirlo en los
próximos meses. Chavela se azoró, demasiado quizás, qué dices, ¿estás loca?,
con lo bien que se ha portado conmigo. Y Luisa, mordaz, hija, ¿de qué te
asombras?, no deja de ser un viudo de buen ver y tú una mujer muy guapa, le
ibas a alegrar la vida. Y Chavela, inocente, ¿tú crees?, si ni siquiera se ha fijado
en mí, lo hace porque es un buen tipo. Y Luisa, fíate tú y no corras, César
Castillo es un hombre y los hombres son buenos tipos hasta que dejan de serlo.
Y Chavela, de todas formas yo prefiero la ropa interior con más tela.
Le enseñó la ciudad.
Las postales con mayor encanto. La invitó a mirar el mar desde un lugar que
nada tenía que ver con la bodega de un mercante, desde un lugar en el que el
océano embestía contra las rocas dejando una brillante estela de espuma blanca
y un fuerte olor a sal y a sargazo. La llevó a comer cabrillas fritas y gofio
escaldado a un tenderete de pescadores, cuatro cañas y un toldo zarrapastroso
que andaba siempre a pique de salir volando. Después, regresaron a casa
montadas en la cubierta de la guiriguagua, la guagua de turistas. Y se
despidieron del sol encaramadas en la primera fila.
Isabel Nsé no recordaba un acontecimiento igual. La vida le había dado muy
pocas oportunidades de disfrutar de tardes como aquella. Arrinconó cualquier
inquietud. Espantó todo recuerdo amargo. Se dedicó a saborear cada minuto
como si fuera el último. Más aún, como si fuera el primero, con la ingenua
esperanza de que los minutos que le sobrevendrían iban a ser igual de felices que
los de la tarde en que descubrió el verdadero color del mar. Le contó esa
fantasía a Luisa, me da lo mismo que luego no se cumpla, acabo de pedir un
deseo, quiero quedarme en esta isla para siempre, quedarme en este día, que el
resto de mis días sean como este. Y se abrazó con fuerza a su reciente amiga
como si quisiera quedarse amarrada a ella, en verdad, para siempre. Y en su
felicidad, ni siquiera notó cómo las lágrimas de emoción de Luisa le empapaban
su nueva blusa blanca.
No tuvo valor para acompañarla al hostal y abandonarla a la desventurada
soledad de un pasillo estrecho, una puerta insegura, una habitación triste justo al
lado de otra en la que, noche sí y noche también, una pareja de estudiantes
polacos se entregaba al amor con la impaciencia que dan cinco años de
aguantarse las ganas por culpa de los largos inviernos y la moral católica de
Lodz o de Varsovia o de donde carajos fuera que hubieran llegado a hacer el
paripé en la Universidad de Las Palmas. Isabel le había contado, entre bromas y
veras, lo de la interminable jarana en el cuarto de los polacos y Luisa se negó a
arruinarle lo que quedaba del día dejándola allí sola, ni harta de whisky, mi niña,
tú te vienes a pasar la noche a mi casa, prepararemos café y charlaremos hasta
que nos venza el sueño.
E Isabel consintió.
Sin saber que su consentimiento iba a levantar la primera tormenta de la
primavera. Porque don Isaías había dado su palabra de que velaría por ella y la
palabra es ley para según qué gente. Y, a eso de las cuatro de la madrugada,
después de pasar revista y tocar varias veces a su puerta y asegurarse de que la
chica no había vuelto a la pensión, sacó a César de la cama para contarle,
lamento despertarle, profesor, pero usted me dijo que lo llamara a cualquier hora
si Isabel se metía en un apuro y, a lo mejor es una falsa alarma, pero la niña no
ha regresado aún y tal vez, mire usted que he dicho tal vez, puede hallarse en un
apuro. La voz adormilada de César Castillo lo tranquilizó, ha hecho muy bien,
don Isaías, gracias por avisarme, voy para allá. «Maneje con cuidado», oyó
decir al conserje antes de colgar.
El frío de la madrugada le supo a purgante, a pomelo sobre una llaga abierta.
El trayecto hasta la ciudad era arriesgado: como no había ni un alma en la
autovía, César temía quedarse dormido al volante y estamparse contra un árbol
o caerse por un terraplén. No sería la primera vez. Un tío carnal de su padre, un
Castillo de los que habían llegado de la Costa da Morte, tuvo un final así: se
durmió al volante de su viejo mustang en una noche ciega y acabó en una
acequia con la cabeza abierta. Lo encontraron a la mañana siguiente, acorralado
por el cinturón de seguridad. Amaneció desangrado y con los ojos marchitos
como flores de cementerio. Dicen que pudo tardar cinco horas en morirse. Que
el cinturón, una pieza de cuero acartonado y rígido, le anegaba el resuello. Que
perdió más sangre de las heridas que se hizo en el cuello con las uñas, lidiando
con el cinto, que de las de la cabeza. A César, aquella historia de su pariente lo
tuvo sin dormir durante una época. Se imaginaba al gallego aferrándose al aire,
batallando con la muerte, agonizando, maldiciendo su perra suerte de inmigrante.
Esa fue su primera imagen de la muerte, la de su tío abuelo Vicente, un tipo
huraño y reservado al que le gustaba conducir de noche. Fue su primera imagen
de la muerte, sí, y también su primera noticia de lo que significa abandonar la
tierra de uno para buscarse la vida a casa del carajo, donde el diablo perdió el
tridente. César Castillo, ahora lo comprendía, estuvo predestinado desde
siempre a tener relación con los inmigrantes, ¡quién sabe si fue aquel accidente
de Vicente Castillo el que le acarreó la decisión de dedicarse al Derecho!
Las Palmas era un desierto de entrecortadas luces de neón. La sorimba de la
noche había dejado las aceras resbaladizas y el asfalto como papel de plata. Lo
único vivo a esas horas era el viento meciendo a las palmeras. A lo lejos se oía el
rasgueo de un cepillo de barrendero, tal vez una hoja de palma misma que servía
de escoba. Cuando llegó a la residencia de estudiantes, César miró su reloj: eran
las cinco y diez. No tuvo dificultad en aparcar. Caminó hasta el hostal rezando
para que Isabel ya estuviese dormida en su cuarto y todo hubiese sido una falsa
alarma, un exceso de celo de don Isaías. Hizo promesa de invitar al portero a
desayunar si la cosa quedaba en un susto.
Pero Isabel no estaba. Y entonces empezó a preocuparse de verdad. Sabía
lo ruin que podía ser la noche de Las Palmas para quienes estaban bajos de
defensa. Había oído contar muchas cosas. Cosas acerca de mujeres sin fortuna
secuestradas. Mujeres sin fortuna atrapadas por bandas mafiosas. Mujeres sin
fortuna apremiadas a ejercer la prostitución. Y si había una mujer sin fortuna en
aquella endemoniada ciudad, esa era Isabel Nsé. Carne de burdel.
César se la imaginó en un cuartucho sucio y desarrapado de Andamana, de
Molino de Viento, de Pamochamoso. La vio mordiéndose la rabia, con el
orgullo intacto, desnuda, vestida sólo con sus calcetincitos blancos, bajo el
cuerpo seboso de cualquier golfo, soportando su aliento de ron barato,
impregnándose de su olor a cebolla manida, bebiéndose sus babas amargas y
pastosas. Tuvo ganas de vomitar César.
El portero lo notó enseguida. Le ofreció un vaso de agua con azúcar, una
infusión de manzanilla recién hervida en el infiernillo. Intentó apaciguarle el ánimo
el bueno de don Isaías. Le dijo que una muchacha como Isabel sabía manejarse
bien sola, que a veces los viejos —lo de viejo, claro, lo decía por él, sólo por él,
porque César era aún un pibe— se preocupaban demasiado, dejaban poco
margen a la capacidad de supervivencia de los jóvenes, creían que sin ellos, los
chicos estaban perdidos, en fin, que no se acordaban de cuando tuvieron esa
edad en la que el mundo era una primavera que no quisiste compartir
conmigo. Esta última cita fue de Castillo, don Isaías ni siquiera había oído hablar
de Luis Alberto de Cuenca.
César estuvo de acuerdo con él, yo también tiro p'a viejo, don Isaías, tengo
una hija que va para mujer y que, por la forma en que me mira, debe de andar
haciéndose un montón de preguntas acerca de los hombres. El conserje se
sonrió, sé lo que es eso, mi amigo, las mías ya lo son y hace mucho que dejaron
de preguntarme; usted es de otra época, profesor, cuando yo me inicié en esto
de la paternidad la cosa era diferente, uno trataba de educar bien a los hijos
hasta que se dejaban, luego venía rezar para que lo recordaran todo y, con un
poco de suerte, con el tiempo, incluso te lo agradecían. César creyó estar viendo
a su padre en las manos callosas, en la frente arrugada, en los ojos profundos de
don Isaías.
Don Agustín Castillo era igualito. La misma escuela los había adiestrado.
Había una rectitud en las palabras de don Isaías que le hicieron añorar los
tiempos en que disfrutaba de los consejos de su padre, tiempos demasiado
lejanos para su gusto. César estudiaba segundo de Derecho en La Laguna.
Vivía, con otros tres estudiantes, en una pensión regentada por una viuda
quejicosa y malhumorada, doña Petronila, que no hacía más que recriminarles
que gastaban mucha agua y mucha luz, pretendía que se bañaran menos y que
estudiaran por el día. Lo único bueno era la comida, para la cual la casera no
reparaba en gastos. No quería que las madres de sus inquilinos la tildaran de
avara. Ella también era madre y sabía lo que comía un muchacho en edad de
merecer.
La comida y el teléfono salvaban de la quema a la pensión de doña Petro.
Lo del teléfono tenía su historia también: al principio era libre, y ellos lo utilizaban
para llamar a la familia o a la novia; cuando le llegó el primer recibo a la casera,
casi le dan los cuatro males, así que decidió ponerle un candado para que no
pudieran telefonear; pero los chicos aprendieron a hacerlo como los viejos
telegrafistas de las películas, descolgando y tecleando el interruptor tantas veces
como el número que querían marcar; las cuentas de teléfono siguieron siendo
inmensas y doña Petro, desconcertada por aquel misterio, optó por quitar el
aparato del pasillo e instalarlo en su habitación, una región prohibida para los
inquilinos; al final, se quedó en que sólo se utilizaría para una urgencia o para que
los llamaran a ellos desde casa. La única vez que telefonearon a César Castillo,
era diciembre y estaban comiendo potaje de arvejas. Doña Petro entró en el
comedor. Llevaba el semblante serio, como siempre, pero había en su mirada un
amago de lástima que a César jamás se le olvidaría. Simplemente le dijo, es para
ti, corre a hablar con tu madre. El no tuvo que hacer muchas cábalas para saber
lo que ocurría. De hecho, en el trayecto del pasillo, su único pensamiento era
para su padre. Rezó para poder verlo una vez, sólo una, antes de perderlo para
siempre.
Pero Dios debía andar en otra cosa esa tarde de diciembre.
César entró en su cuarto, recogió una muda de ropa, se puso su chaquetón
de pana con coderas de piel, volvió al comedor y se despidió de doña Petro y
de los compañeros de pensión, tengo que marcharme, me necesitan en casa. Las
arvejas se enfriaron para siempre, jamás volvió a probarlas.
Don Agustín Castillo murió de golpe, sin avisar, como las desgracias. Parece
ser que llegó a casa, besó a su mujer, se sirvió un coñac y se sentó a la mesa.
Parece ser que le sonrió a la muerte, la trató de tú a tú, como siempre había
hecho. Parece ser que tenía un corazón demasiado grande que le oprimía el
pecho, por eso se asfixiaba tantísimo cada vez que se reía. Parece ser que se
murió de risa. Y eso que su risa era un chorro de pura vida. Y, cuando César
llegó recién anochecido el doce de diciembre, la risa de Agustín Castillo se le
había petrificado en su rostro atezado. Lo habían puesto en el salón para que los
familiares pudieran brindarle el último homenaje y los amigos se despidieran de él
antes de ir en busca del bar más cercano a mojarle las patas.
Tenía un pañuelo blanco cubriéndole la cara. César lo destocó, lo miró
durante unos segundos, le acarició la mejilla, lo besó en la frente. Luego se
acercó a su madre, le tomó las manos, se arrodilló y se derrumbó en llanto,
aferrado a las rodillas blancas y huesudas que se le escapaban a María
Bermúdez de su falda negra. Todo eso pensó César Castillo la noche en que
creyó que a Isabel Nsé le había ocurrido algo terrible.
Y don Isaías lo dejó hablar, como se hace con los enfermos, dejó que
sudara la fiebre. Le haría bien olvidarse por un momento de la niña perdida. Por
eso lo arengó a que continuara desahogándose con la historia de su padre, a qué
venía lo de su padre, ah, sí, claro, don Isaías, usted me lo hace recordar, sobre
todo cuando dijo lo de que uno trata de educar bien a los hijos hasta que se
dejan, es que mi viejo, ¿sabe?, tendría que haberlo conocido, sí, pues mi viejo
me habló así la tarde antes de que me fuera a estudiar a la universidad; me invitó
a una copa, dijo que ya era hora de que empezara a beber como un hombre, y
me soltó una retahíla de consejos heredados de mi abuelo y que se resumían
todos en uno: «no hagas que toda mi vida haya sido en vano», eso dijo el muy
cabrón, sabiendo lo que me iba a pesar, sabiendo que no iba a poder dormir en
un mes, sabiendo que me echaba sobre los hombros el portón entero de la
catedral, lo dijo despacito, con su voz aguardentosa de fumador, mirándome a
los ojos, «me he pasado la vida criando a un hijo para sentirme orgulloso de él;
no hagas que toda mi vida haya sido en vano»; luego se ablandó algo, sonrió,
brindó conmigo, me invitó a un cigarro, me halagó los oídos porque, según dijo,
yo era más listo que él cuando tenía mi edad, mi mundo era más listo que el suyo
y yo sabría cuidarme, porque había tenido un buen maestro y, entonces, se echó
a reír como siempre, con el chorro de vida a pleno pulmón, y se asfixió claro; y,
¿sabe lo que le digo, don Isaías?, no ha habido un solo día desde entonces en
que no me haya preguntado si se sentiría orgulloso de mí, cada uno de mis actos,
hasta el más trivial, ha buscado la consideración de mi viejo.
El conserje no dudó en responderle, le puedo jurar por mis hijas que, donde
quiera que esté su padre ahora, no cabrá en la camisa; se lo puedo jurar porque,
como usted ha dicho, él y yo nos criamos en la misma calle, mamamos el mismo
cuajo, y yo estaría orgulloso de usted aunque jamás y nunca volviéramos a
vernos.
La primera luz de la mañana se coló en el vestíbulo de la residencia. Primero
fue una estría plateada y tímida en el suelo de baldosas. Luego, un telón de
teatro luminoso que se abrió al revés, de abajo a arriba, inundando el recibidor.
César volvió al presente como quien regresa de una pesadilla. Desde la muerte
de Patricia no había estado tan sereno. Atrás quedaba ahora, tan lejano, el
tiempo ingrato en que se había fragmentado, dividido en dos seres, escindido de
sí mismo. Pero ahora sabía que las cosas iban a ser diferentes: todo gracias a
aquel hombre que se parecía tanto a su padre y que, en apenas dos horas, le
había purgado el ánimo.
Y volvió a Isabel Nsé.
Sólo que ya sin prisas, sin angustia, con la plena certeza de que la chica
estaba a salvo. Era cuestión de considerar el caso sin dejarse llevar por el
desasosiego. ¿Cuándo fue la última vez que la vio?, ¿cuál fue la última noticia
que tuvo de ella? Y entonces se acordó de Luisa. El día anterior, le había dicho
algo de acompañar a Chavela a las tiendas. Luisa tendría la respuesta.
Su voz sonaba hueca, adormilada. César se inventó algo —últimamente se
había convertido en un as del ardid y la mentira piadosa—, tenía un recado para
Isabel, pero puede esperar a la tarde, no hace falta que la despiertes, ¿eh?,
claro, mujer, te dio apuro dejarla en la pensión y la invitaste a casa, hiciste bien,
qué menos, ¿dime?, ¿la llevaste a almorzar a San Cristóbal?, seguro que le
encantaría, bueno, ya me lo cuentas luego, vuelve a la cama, y siento haberte
llamado tan temprano, últimamente duermo poco y no sé ni en qué hora vivo,
gracias, un beso grande.
La sonrisa franca de don Isaías acabó de disipar los temores, no le dije,
profesor, todo quedó en un susto, venga, vamos a coger aire que ahí viene mi
relevo, ¿tiene hambre?, lo invito a desayunar, a la vuelta de la esquina hay una
tasca donde sirven un café de verdad.
—Vamos allá. Pero yo me encargo de la cuenta, que ya bastante lata le he
dado.
—Pues se dijo. Y… dígame, ¿es cierto que se marcha la semana que viene
al extranjero? ¡Carajo, eso debe ser cojonudo! Yo no he salido en mi vida de
las islas. Y ya va siendo hora de que me lleve a la parienta a ver mundo.
LOS recibió la lluvia y un frío que ponía piel de pollo.
Tanto que a Carla se le cuartearon los labios casi antes de llegar al hotel y
César tuvo que echar mano de la manteca de cacao. Habían tenido un vuelo
lleno de primicias: la chiquilla jamás había pasado tanto tiempo sentada en un
avión; él no conocía Escocia; ambos viajaban por primera vez solos, sin Patricia.
La niña estaba inquieta, acaso por la ausencia de su madre. Patricia siempre
había sido la encargada de amansarla. Así que, durante el viaje, él no paró de
hablarle para tranquilizarla. Le contó adónde iban, le habló de un archipiélago
como el de ellos pero mucho más grande, tanto que casi cada una de las islas
era una nación distinta. Carla no tuvo claro lo del casi, y César le explicó muy
por encima lo de las dos Irlandas. Le narró sin entrar en detalles sus luchas
religiosas. No supo qué decirle sobre Gales, salvo que era un lugar precioso y
verde, y que no era en realidad país aunque en la escuela lo estudiaran como el
País de Gales. Por suerte, no tuvo que aclarar demasiado las constantes
refriegas entre Escocia e Inglaterra porque habían ido juntos a ver Braveheart al
cine, y la niña se acordaba bien de la escena en que los escoceses le enseñan el
culo a los ingleses.
Aprovechó para hablarle de rugby, un juego de villanos jugado por
caballeros, justo al revés que el fútbol. O de eso solían presumir los británicos,
quienes habían inventado ambos deportes. Ahí Carla empezó a dudar de la
memoria de su padre porque todo el mundo sabe que el fútbol lo inventaron los
brasileños. Y César, entre risas, le demostró que no, que fútbol viene de foot y
ball, ¿cómo dices?, ah, no, bobilina, rugby no viene de rug y by, ja, ja, Rugby
es el nombre del lugar donde se jugó por primera vez, sí, lo inventaron los
estudiantes de un colegio de allí, en serio, no te tomo el pelo, los dos deportes
son de origen inglés, lo que ocurre es que emigraron al resto de Europa y a
América y a las lejanas colonias británicas y, claro, como casi todo, acabaron
por mejorarlo y por cambiarle las reglas, por eso ahora se juega mejor a fútbol
en Brasil o en Argentina y por eso también se juega a rugby mucho mejor en
Australia o en Nueva Zelanda, y además está lo del fútbol americano, que es
primo hermano del rugby.
Los recibió la lluvia y eso también era a estrenar. La niña no había visto
llover tanto en la vida. Y César tuvo entonces que volver a las batallas entre
Escocia e Inglaterra, a Mel Gibson con la cara pintada de verde hierba y con el
culo al aire, no fuera que Carla cogiera el miedo desde el primer día y no lo
soltara hasta la vuelta. Por fortuna, al segundo día escampó y, aunque no vieron
el sol durante todo el viaje, ya no volvió a llover y pudieron pasear por los
parques y visitar museos y hasta comer helados para curar las llagas de los
labios de Carla.
Y al segundo día también, cuando se fue la lluvia y se despejó el cielo de
nubarrones agrios para dejarle hueco a una mañana fresca y cariñosa,
telefonearon a la abuela Carlota para contarle lo lindo que era Edimburgo a
pesar de su tiempo desabrido, lo romántico que era deambular de la mano por
sus calles, lo tranquilos y limpios que eran sus parques en cuyos bancos la gente,
a la salida del trabajo, se sentaba a leer y a darle de comer a las ardillas.
Y Carlota les contó que Roma era igualmente una ciudad hermosa, una
ciudad romántica, sólo que allí hacía sol y los parques no eran tan limpios ni tan
tranquilos ni tenían ardillas sino palomas y que la gente tenía prohibido echarles
de comer porque lo dejaban todo patas arriba. Y le hubiera gustado también
contarles que paseaba de la mano de Matías, pero no se atrevió. Le hubiera
gustado hablarles del hotel tan coqueto al que él la había llevado. Hablarles de la
emoción que estaba sintiendo al conocer, después de tanto tiempo, la Ciudad
Eterna. Hablarles del placer que era escuchar al padre Cobarrubias, ya muy
poco sacerdote estirado, ya solo Matías hombre, tierno y atento, escuchar cómo
le explicaba la historia secreta de las iglesias romanas, de las cúpulas de las
iglesias romanas, de las terrazas y las plazuelas que nacieron a la sombra de las
cúpulas de las iglesias romanas.
Porque, desde que habían llegado, todo había sido un cuento de hadas. Ella
estaba nerviosa como una novia, como una novia de las de antes, desde luego,
que ahora las novias ya se lo saben todo. Y, a través de la ventanilla de la
guagua que los llevaba desde el aeropuerto, Matías le iba enseñando, su dedo
fino trazando líneas sobre el cristal, por dónde transitaban, qué pueblo era cada
pueblo, qué torre cada torre.
Pero sólo les dijo que todo iba bien y que lo estaban pasando divinamente
en Roma. Eso confortó mucho a Carla, porque no estaba segura de que su
abuela hubiera acertado cambiando el viaje a Edimburgo con ellos, su familia,
por otro con alguien a quien, al fin y al cabo, le prohibían tener familia porque no
podía dedicarse a todo a la vez. Y, entonces, su padre le confió un secreto que
no debía contar a nadie, y menos que a nadie, a Carlota, porque a ella no le iba
a hacer ni pizca de gracia que anduvieran hurgando en su pasado. Y así fue
cómo Carla supo del carácter indomable de su abuela. Supo cómo había
rechazado al curilla sólo para llevarle la contraria al destino. Y supo cómo el
destino, más temprano que tarde, acaba por salirse con la suya. Porque si en
algo se había empeñado el destino era en que Matías Cobarrubias y Carlota
Ferraz conocieran Italia tal que dos enamorados.
César no le confesó esto último. Aunque estaba seguro de que algo iba a
ocurrir —tal vez, estaba ocurriendo ya— en las callejuelas romanas, se cuidó
mucho de hacérselo notar a su hija. Para ella la historia del cura con su abuela
era únicamente la historia de una fuerte e indestructible amistad. Una amistad
indestructible y fuerte que, a esas alturas de la primavera, salía radiante de su
hotelito de la Vía del Pellegrino y buscaba, a través de una maraña de calles, la
Piazza y el Palacio Farnese. La sola visión del palacio hizo que Carlota se
estremeciera. Era de una belleza, de una armonía tal que Matías sintió cómo la
piel de la Ferraz se erizaba, ¿tienes frío, Carlota? Y ella, su mirada clavada en el
cielo de la cúpula, ¿frío?, qué va, tengo un calor terrible que me quema por
dentro, acabo de comprender la cantidad de cosas que me he perdido en todos
estos años. Y él, sonriendo, pues no te queda nada, hija mía, guarda ganas para
lo que nos falta de semana.
Dentro del Museo, Carlota dio rienda suelta a su asombro. Y Cobarrubias a
su conocimiento del barroco italiano, sobre todo de Carracci, un pintor del que
ella jamás había oído hablar. Fue al pasar por una de las salas, una de techos
altos y grandes ventanales, con seis columnatas pintadas de color oro viejo, que
Carlota se detuvo ante dos cuadros llenos de arrebato y de vigor. Su silencio
mostraba la emoción contenida. El cura se sorprendió de los guiños de la
casualidad, no te lo vas a creer, dirás que exagero, que me flaquean los
recuerdos, pero hace treinta años yo estaba donde tú ahora, igual de
conmovido; fueron precisamente esos dos cuadros los que me indujeron a venir
cada tarde a este Palacio durante casi un año, son de Annibale Carracci, un gran
artista, más de lo que la gente cree, más que el simple imitador de Miguel Ángel
al que lo han condenado los libros de texto, son de Carracci, sí, y cuentan
historias de la mitología, a los pintores barrocos les encantaba la mitología,
resulta una fuente de inspiración inagotable, tantos dioses, tantos héroes, tantas
ninfas, tanta pasión desbocada, tanto arrebato incontenido, tantos celos furiosos,
mira, fíjate en ese, ¿a que Polifemo está inmenso?, ¿a que impone?, la roca que
levanta va a tirársela a Acis, su rival en la conquista de Calatea, ¿eh?, no, al final
no le dio porque Acis se convirtió en río, ventajas de ser Dios, claro, y escapó
por los pelos; el monte que se ve detrás del cíclope es el Etna; y ¿qué me dices
de ese otro lienzo?, sobrecogedor, ¿eh?, es el Triunfo de Baco y Ariadna, sí,
exacto, la mismísima Ariadna de Teseo, lo que ocurrió fue que Teseo la dejó
plantada en una isla, creo recordar que se llamaba Nexos o Naxos o algo así,
pues la dejó botada allí como un trapo sucio, sí, y en estas llega Baco y se
enamora de ella, la rescata, se la lleva al Olimpo, le pide matrimonio y, como
remate de la pufieta, le ofrece de regalo de bodas nada menos que una diadema
de oro fraguada por Vulcano, esa que lleva puesta.
Cuando acabaron la visita, Carlota había ganado una lección de arte y
Matías una admiradora. Una admiradora a la que le faltó el canto de un duro
para convertirse en devota incondicional, porque al sacerdote no se le ocurrió
otra idea que comprarle en la tienda para turistas, aprovechando el instante en
que ella fue al baño del museo, una réplica exacta de la famosa diadema. Nada
más salir del edificio, lo encontró sentado en un banco de la plaza con un
paquete en los brazos. Él la miró, más tímido que seductor, y se lo entregó, no
es exactamente de Vulcano, pero estoy seguro de que te sentará mejor que a
Ariadna.
Rejuveneció medio siglo Carlota.
Volvió a sentir la emoción de los días de reyes en casa de sus padres,
gracias. Volvieron a inundársele los ojos de lágrimas, gracias, gracias. Y el beso
que le dio a Matías, gracias, gracias, gracias, le devolvió una vida que creía
haber perdido hacía muchos años. Se puso su diadema. Le importó muy poco
que todos la miraran como a una loca. Le cogió la mano. Y continuaron su ruta
por las distintas Piazzas —Quercia, Cenci, Consolazione— que acabaron por
llevarlos hasta el Monte Capitolino, al restaurante griego donde iban a comerse
una prometedora musaka.
El hotel de Edimburgo donde se hospedaban ellos, el 19 de St. Bernard's
Crescent, también estaba al lado de una plaza: Ainslie Place. A cinco minutos a
pie de la embajada de España. Era una zona más moderna, más cuadriculada,
con menos recovecos que la Roma por la que Carlota Ferraz paseaba su
diadema. Pero esa alineación era engañosa. Sólo llegaba hasta Princess Street y
Lothian Road. A partir de allí, Princess Street Gardens daba paso a la ciudad
vieja, a la nula visión de la neblina, al rumor de las gaitas, al olor a cerveza negra
de los pubs, a los callejones escabrosos que daban al Castillo de Edimburgo.
Todos los sentidos se empapaban de Escocia.
Incluso Carla, que andaba entretenida con las historias que le leía su padre
de una guía que habían comprado en el hotel, se dio cuenta del cambio, cómo
pueden llamar a este bosque los jardines de la calle Princess, si tuviéramos uno
así en Las Palmas no se vería el mar. A César le hizo gracia el comentario, lo
llaman así porque todo este parque ocupa lo que fueron los jardines del castillo,
sí, m'ija, los señores feudales vivían con todo lujo, si les hacía falta algo de dinero
para sus guerras o para la boda de sus hijas o para agrandar los jardines, no
tenían más que subir los impuestos y el pueblo acababa por pagar el pato, eran
el centro del mundo, ¿dime?, ah, por supuesto, eso hasta que llegaba Robin
Hood o Braveheart a ponerlos en su sitio, está bien que aún creas en la justicia,
mi cielo, ya tendrás tiempo de que se te agrien las utopías, nada, tonterías de tu
padre que habla solo; mira, fíjate, ¿ves cómo eran las ciudades?, sí, se
levantaban alrededor de los castillos, y éstos estaban siempre en alto, por eso
cuanto más subes, más antiguas son las casas, nuestro hotel debe de estar en una
zona muy reciente, ahora vamos hacia la parte vieja, calles estrechas y
empinadas, como en los pueblos.
A medida que ascendían, la ciudad iba ensanchándose igual que un
horizonte. Desde Shandwick hasta Waterloo Place. El camino que César eligió
seguramente no era el más corto. Simplemente se limitó a remontar la colina
dejándose guiar por el castillo a su izquierda. No tenía prisa. Ni siquiera estaba
seguro de querer llegar a algún sitio. Y, aunque no quería pensar en el motivo de
su viaje, le fue difícil apartar de su mente las fotografías de Patricia sonriente
junto a sus amigos escoceses, le costó un triunfo prestar atención a lo que su hija
le decía, todos los bares parecían ser The elephant house, en todas las miradas
buscaba algún atisbo de reconocimiento. Más de una vez tuvo que excusarse
por andar distraído, disculpa, Carla, es que ya no soy tan ágil para escucharte y
leer esta maldita guía al mismo tiempo.
Y Carla, con su aplastante ingenuidad de nueve años, le destrozó la
coartada, ¿para qué miras el mapa si nos da igual adónde vamos?, en una
semana vamos a pasar cinco veces por aquí y, así y todo, nos iremos sin saber
qué pone en los letreros. Y él, picado en su orgullo, ¿cómo que no?, no sabes
leer o qué, ahí pone Grinlay St., esta a la izquierda es Spital y, luego, a la
derecha, si esta condenada guía funciona, está Lady Lawson St, ¿lo ves?, no
tiene ciencia, ¿cómo dices?, y yo qué sé quién fue Lady Lawson, ¿tú sabes quién
fue Pamochamoso?, ¿Ripoche?, ¿Galo Ponte?, son calles de Las Palmas y la
gente vive y camina por ellas toda su vida sin saber el nombre que andan
pisando, aquí seguro que nadie se pregunta por la tal Lawson, seguro que fue la
esposa de un millonario que mando asfaltar el barrio a condición de que
inmortalizaran a su mujer, o no, a lo mejor fue una luchadora por los derechos
civiles en Escocia, o la descubridora de una vacuna, o la inventora de… Y
Carla, sonriéndose de la absurda corajina que le había entrado a su padre, lo
atajó, vamos a parar a tomar algo porque tienes hambre, ¿que cómo lo sé?, lo
sé porque cuando tienes hambre te enfadas por cualquier bobería, papá, siempre
te pasa. Y César, derrotado una vez más por la sonrisa limpia de su hija, una
sonrisa que acabaría por desbaratar más de un corazón, la invitó a una taza de té
y a una tarta de queso en la primera cafetería que encontraron, que, por
supuesto, no era The elephant house.
Al tercer día de las vacaciones, se levantaron tarde. Tanto que perdieron el
desayuno del hotel y hubieron de salir a tomar algo fuera. Había sido una noche
muy larga, después de haber cenado en una fonda de la Piazza di santa
Anastasia, después de haberse bebido una botella de chianti, después de haber
paseado por los alrededores del Circo Máximo y visitado más iglesias que las
que Carlota había visto en su vida, iglesias con nombres relumbrantes de santos,
nada de san Juan ni san José, qué va, aquellos eran santos que por fuerza tenían
que haber obrado los milagros más fantásticos. Estaba santa Sabina, una mártir
del siglo III, a quien los dominicos por lo visto tenían en alta estima. O san
Giorgio in Velabro. O santa María in Cosmedin.
Llegaron al hotel y ni el largo paseo ni la contemplación de las basílicas ni las
explicaciones de Matías lograron que el sabor del chianti y la noche estrellada
se evaporaran. En la habitación —al final, optaron por rechazar la de ella y
compartir la de él, más grande y luminosa—, Carlota no se molestó en buscar
refugio para desvestirse. No se encerró en el baño. Simplemente se dio la vuelta
mientras le revelaba lo increíblemente bien que se lo había pasado, lo en paz que
se sentía, lo sencillo que resultaba todo en una ciudad mágica en la que nadie te
conocía y podías andar con una diadema del medievo a plena luz del día. Matías
la contempló, desde una esquina de la cama, sonriente, sin extrañarse, como si la
hubiera visto desnudarse cien veces, como si la visión de su espalda, de su
cintura, de sus nalgas, fuera parte de la rutina de cada noche al llegar a casa.
Ella se dio la vuelta.
Cobarrubias no pudo reprimir un escalofrío. Era una mujer hermosa Carlota.
Sin duda. Su carne no tenía la lisura de la juventud. Su piel mostraba estrías allá
donde la vida más la había castigado: su vientre había parido dos hijos; su pecho
había aceptado amamantarlos; su rostro enjuto hablaba del dolor de perderlos.
Sin embargo, Carlota Ferraz no había basado nunca su belleza en la belleza
misma, en la tersura o la esbeltez de su cuerpo. Su verdadero atractivo estribaba
en la naturalidad con la que se movía por el mundo, en la autenticidad con la que
hacía las cosas, andar, reír, besar, incluso desnudarse. Matías halló una
exuberancia en aquel cuerpo recién descubierto que invocaba al deseo: la luz de
su rostro, su fino cuello rematado en dos suaves hendiduras, su escote
pronunciado, la forma en que sus pechos caían, sus pezones diminutos y
oscuros, sus caderas altas y elegantes, sus muslos separados.
Hasta donde él veía, todo en Carlota era perfecto. No le importó reconocer
que había soñado con verla desnuda y, ni en la más optimista de sus visiones, la
imaginó como era en realidad. A ella no le hicieron falta muchos cálculos para
comprender el efecto que había causado su desnudez en el ánimo del cura. Se
metió en la cama. Se tapó hasta la cintura. Separó las sábanas del lado en que
dormía Cobarrubias. Y le hizo un gesto, su mano abierta sobre la blancura de la
colcha, con el que lo invitaba a acostarse.
Toda la sencillez con la que ella había actuado se tornó torpeza en él. Le
costó Dios y ayuda desabrocharse la camisa. Se trastabilló con las perneras de
los pantalones. Intentó terminar de desvestirse y emboscarse entre las sábanas
antes de que ella notara la revolución que se estaba produciendo en su
entrepierna. Ella no pudo —no quiso— disimular una sonrisa, mira que son
tontos los hombres: cuando se les desparrama la hombría no saben adónde
mirar. Y el cura, menos célibe que nunca, lo siento, Carlota, pero el desparrame
de la hombría, como tú dices, provoca una situación harto embarazosa, uno
nunca sabe cómo lo interpretan las mujeres, algunas, incluso, se ofenden y no
sabía cómo te lo ibas a tomar tú. Y ella, con sus ojos abiertos como cielos,
¿temías que me ofendiera?, si es el mejor piropo que me han echado en un
cuarto de siglo, tolete; es más, si no hubieses reaccionado así, te juro por mis
hijos que me hubiera vuelto a vestir y hubiera regresado a mi cuarto a morirme
de vergüenza, anda, ven aquí, vamos a ver si aún nos acordamos de cómo era
esta vaina. Y él, besándola en la frente con toda suavidad, como para no
quebrar el hechizo, será si te acuerdas tú, yo esto no lo he hecho en mi vida. Y
ella, buscando sus labios, ya, y yo me acabo de caer de un guindo, me traes a
este precioso hotel, reservas habitaciones con cama de matrimonio, el
recepcionista te saluda como a un viejo cliente, que yo creo que hasta te guiñó
un ojo cuando te dio las llaves, conoces todos los rincones oscuros de Roma,
eliges las mesas más apartadas, los platos más exquisitos, los mejores vinos; si
hasta sabes las distintas reacciones que tienen las mujeres ante la erección de un
hombre; mira, Cobarrubias, tú tienes más cuento que Calleja. Y el cura,
perdiendo la vergüenza en las hendiduras de su cuello, qué mal pensada que
eres, Carlota, esas cosas las sé de las confesiones. Y ella, deslizando su mano
entre los pliegues de la sábana, claro, claro, de las confesiones; de acuerdo, te
creo: no lo habías hecho nunca y por eso estás así, porque llevas desde el
sesentaidós aguantado las ganas.
Se amaron con dulzura.
Con la fascinación y, también, con la avaricia de quienes, en efecto, llevaban
cuarenta años esperando el momento. Jugaron a tener un secreto, de esto, ni una
palabra a nadie. Jugaron a ser cómplices en una osadía loca, total, nadie se lo
iba a creer. Jugaron a ser jóvenes de nuevo, sólo que sin los desatinos ni los
miedos de la juventud. Coincidieron —Matías ya no pudo negar que no era la
primera mujer con la que se había acostado, aunque sí la primera a la que amaba
— en que aquello era mucho más delicioso de como lo recordaban. Ella no era
una mujer vergonzosa. Había visto y oído demasiado. Le había tocado vivir una
vida cruda en la que ser mujer era un inconveniente, pero había sabido combatir
los prejuicios. Sin embargo, Ildefonso Delgado, su marido, no había mostrado
nunca excesiva inclinación por el sexo y, una vez superada la primera impresión,
los encuentros fueron cada vez más distanciados y austeros. De modo que el
apetito que el sacerdote mostró aquella noche, la pasión con la que se entregó,
el placer que le hizo sentir desde la primera caricia le hizo pensar si alguna vez
había amado de verdad o se había conformado con el sucedáneo de amor que le
propusieron.
Se amaron sin prisas.
Con el temor de estar haciéndolo por última vez. Como queriendo
memorizar cada instante para recordarlo después el resto de sus vidas. Apenas
durmieron. En los intermedios se dedicaron a hablar. A contarse las veces en
que habían pensado en aquel encuentro. Carlota reconoció que siempre había
estado convencida de que aquello iba a ocurrir. Matías le respondió que él no,
que él estaba demasiado ocupado en desearlo con todas sus fuerzas. Exploraron
regiones remotas de sus cuerpos. Conquistaron lugares en donde nadie antes
había estado. Descubrieron que tenían cosquillas, algo extraño porque las
cosquillas, dicen, son celos y ellos no eran celosos, cómo iban a serlo: Carlota
había vivido con un hombre que, cuando no se dedicaba enteramente a ella, sólo
tenía tiempo para su trabajo y sus discos de ópera; Matías había vivido para los
demás.
Se amaron sin mentiras.
Juraron decirse la verdad y sólo la verdad, como en los juicios. Si no la
verdad fría, por lo menos la verdad en caliente, aquella que estaban dispuestos a
admitir en ese momento, aquella que nadie termina de creer porque está dicha en
un instante en que los sentidos se nublan y el entusiasmo los vuelve ciegos. No
vieron la necesidad de prometerse el cielo si no estaban seguros de cumplir la
promesa. Por eso, quizás, evitaron hablar de lo que ocurriría cuando regresaran
a casa, cuando Matías Cobarrubias tuviera que enfrentarse de nuevo a su
feligresía y Carlota Ferraz a la suya. No quisieron emborronar ni una sola página
de aquella historia que estaban viviendo. Ya tendrían tiempo de arrepentirse.
AL día siguiente estaba decidido a encontrar por fin la célebre tasca donde
Patricia, al parecer, había vivido la mejor época de su vida sin él. No quiso
claudicar a los malos augurios que le vaticinaban que la del The elephant house
podía ser, simplemente, la mejor época de su vida y punto. Porque, por más que
una aventura la deslumbrara, por más que el morbo de tener un amante, de vivir
en peligro, en un estado de embeleso perenne, le hubiese hecho olvidar su
existencia anterior, ella no había podido perder la orientación hasta ese extremo.
Aunque las fotografías que escondía en su despacho no dejaban mucho
resquicio a la duda: su risa rutilante, incluso en los peores trances de la
enfermedad, hablaba de un tiempo feliz, un tiempo dulce y grato, un tiempo
extraño en el que jamás le dejó participar. Ni a él ni a Carla.
Eso era lo más duro.
Si Patricia se hubiera llevado alguna vez a su hija a la Feria de Edimburgo —
Carla se lo pedía cada vez que tenían que despedirse—, César no hubiera
tenido recelos. Hubiera aceptado las cartas como una muestra de amor de algún
amigo al que ella soportaba más por lástima que por necesidad. Esas cosas
ocurren. Siempre hay alguien que confunde los sentimientos y acaba por
enamorarse de quien no debe. Al fin y al cabo, no había leído una sola línea en la
otra dirección. No sabía si Patricia había respondido a los requiebros de aquel
tipo. No. Si Patricia se hubiera llevado en uno de sus viajes a la niña, César no
hubiera sospechado nunca. Ni siquiera se hubiera molestado en viajar tan lejos.
Tal vez estaría ahora con su hija en alguna isla, en La Palma, por ejemplo,
recuperando los recuerdos propios en lugar de indagar en los ajenos.
Amaneció el cielo panzudo.
Cuando miró por el balcón de su cuarto, intuyó que haría frío. Las calles
estaban húmedas. Sobre los coches aún permanecían las líquidas huellas de la
tarozada de la noche, una ligera escarcha en los cristales y en los techos que
amenazaba lluvia. Cuando Carla se levantó y observó el paisaje, César notó
cómo arrugaba la nariz, igual que Elizabeth Montgomery, la bruja pizpireta de
Embrujada, y le entraron ganas de apretujarla y de besarla. Pero ella se le
adelantó. Se enganchó a la cintura de su padre y se quedó allí, inmóvil, dándole
vueltas a una idea.
Él la besó en la cabeza, ¿qué ocurre? Y ella, con la voz aún adormilada,
estaba pensando que aquí ser niño es un poco chungo, ¿no?, desde Escocia no
se ve el sol. Y él, señalando el cielo, claro que se ve, bobilina, está ahí, detrás de
esas nubes, lo que ocurre es que el invierno aún no ha acabado de irse y
estamos muy al norte; aquí los niños están acostumbrados a este tiempo, es el
único que conocen; además, ellos podrían decir lo mismo de Las Palmas, a lo
mejor no les gustaría vivir en un lugar donde no nieva nunca, donde el calor se te
pega a la camisa y no te suelta en todo el día, donde a cada momento el cielo se
enrojece y el polvo del Sahara lo cubre todo.
El argumento pareció convencerla. Al menos, por el momento. César, de
todas formas, la animó a vestirse. Primero irían a desayunar. Luego volverían a la
habitación, se lavarían y cogerían los abrigos y el paraguas. Aquel tiempo no iba
a detenerlos. Habían ido a conocer Edimburgo y no se iban a achantar por
cuatro gotas de nada. Saldrían a pasear. Visitarían el castillo por dentro. Irían de
compras. Comerían por ahí, en alguno de esos pubs tan típicos. Llamarían a la
abuela. Y a Chavela también. Se tomarían un helado en el parque. A lo mejor
encontraban un museo que estuviera bien. Uno para niños.
A Carla le mejoró el humor. César no tuvo claro cuál de las actividades que
le había propuesto la había persuadido. Puede que ninguna. Quizás únicamente
se había contagiado de su optimismo. Mientras desayunaron, ella le pidió la guía.
La abrió. La sostuvo con la mano izquierda, al tiempo que con la derecha daba
cuenta de un dulce de manzana y se tomaba la leche. Era un rasgo aprendido de
su madre. Patricia hacía lo mismo con el periódico y el café. Y Carla la imitaba
en todo el gesto: cuando se interesaba en algo de lo que traía el libro, dejaba
suspendida la taza en el aire hasta que no terminara de leerlo y, entonces,
entusiasmada, volvía al mundo para compartir con él su descubrimiento, ¿sabes
qué?, hay un jardín botánico en Edimburgo, el Royal Botanic Garden, aquí
todo es royal o national, ¿verdad?; pues este jardín tiene un invernadero que es
famoso por sus rodro… rododre… rododendros, eso, rododendros, y está
abierto todo el año, pero sobre todo no debemos perdérnoslo en primavera,
podíamos visitarlo después de que acabemos en el castillo.
A su padre le pareció una idea estupenda, en vez de merendar en el parque
lo haremos en el botánico, seguro que tienen una cafetería y un quiosco de
helados, marca la hoja para buscar después la dirección. Carla dejó el tazón de
leche sobre la mesa, cogió el lápiz que llevaba en uno de los bolsillos de su
chaquetón y escribió en el margen «Jardín Botánico» con todas las letras,
incluidas las tildes. Luego, dobló la esquina superior de la página y cerró la guía.
Y a César lo invadió un orgullo casi infantil. Aquélla era la forma en que él
marcaba las páginas de los libros.
O lo que es lo mismo: la niña también era hija suya. Ella leyó en su cara, sí,
papá, te lo he visto hacer a ti, es más cómodo pero la seño dice que tenemos
que usar los marcalibros porque, si no, mellamos todas las puntas y las
estropeamos. Y él, untando lentamente mantequilla en una tostada, le dices de mi
parte a tu seño que los libros son para gastarlos y no para decorar las
estanterías, hay que escribir en ellos, subrayarlos, comentarlos, si no, parece que
nos los hayas leído nunca; por otra parte, no sabes lo emocionante que es coger
una vieja novela o un poemario y descubrir las cosas que escribiste en los
márgenes cuando tenías veinte años, las cosas que sentías entonces, las cosas en
las que creías; es algo muy hermoso, Carla, y muy revelador, sirve para que no
olvides a la persona que fuiste, tú ahora no lo comprendes bien, pero ya lo
harás.
Y ella, mojando una galleta en la leche, claro, ahora entiendo por qué todos
los libros de casa están garabateados, es una manía tuya, hasta la guía que
compramos anteayer ya la tienes gastada, mira aquí, ¿ves?, donde habla de la
Galería de Arte Moderno, otra national, y además scottish que debe ser más
que sólo national, has escrito «visitar», y aquí también hay subrayada una calle,
George IV, y el nombre de un bar, el elephant no sé qué, tienes una letra
horrorosa, papá, tendrías que hacer caligrafía, me parece que voy a regalarte
una libreta de las de dos rayas para navidad, yo puedo enseñarte, se me da muy
bien, y ¿qué tiene ese bar del elefante?, ¿es famoso por algo?
César se quedó con las ganas de responderle aún no, pero se hará famoso
mañana a más tardar porque ahí van a cargarse a alguien. Sin embargo, prefirió
escabullirse con la historia triste de su caligrafía, ¿sabes?, yo tenía una escritura
preciosa en el colegio, en serio, allí colgaban mis composiciones en el tablón
para que los demás niños la apreciaran, pero fue llegar a la universidad y
disparatárseme toda, juradito, seis horas al día cogiendo apuntes sobre asuntos
de leyes, y los profesores que hablaban sin parar, sin aflojar un punto; y, por si
fuera poco, estaban prohibidas las grabadoras, así que no había tiempo de
alinear bien los renglones, de conformar las consonantes, de perfilarle el rabo a
las vocales, al final se me desconyuntó la letra y ahora no la entiendo ni yo.
Acabaron de desayunar y, por suerte para él, Carla no volvió sobre el
asunto del pub. El problema era que con la chiquilla nunca se sabía. A veces
parecía que había entendido o que se había olvidado de las cosas y, de repente,
cuando menos se esperaba, atrapaba al vuelo la pregunta que no le quisieron
responder y, entonces, ya no había salida: a Carla Castillo Delgado no se la
podían pegar dos veces. Por si acaso, César, mientras subía a la habitación y se
lavaba los dientes y recogía la máquina de fotos, fue pertrechando alguna historia
convincente por si su hija atacaba de nuevo.
Durante la visita al castillo de Edimburgo, le fue contando la leyenda que
venía en la guía turística. Carla lo observaba todo con atención, con sus ojos
avellana clavados en los muros y en las torres y en las troneras, como si quisiera
aprehender cada anécdota que su padre narraba en voz alta, como si
pretendiera fijar en el tiempo los otros muchos tiempos de los que hablaban las
piedras. En una ocasión, detuvo el cuento y se quedó mirándola. La halló
concentradísima y muy seria, alongada a un hueco enrejado que iba a dar al
abismo oscuro y húmedo de las mazmorras. Supuso César lo que andaría
cavilando, las historias de asedios e intrigas, de torturas y enfermedades que se
imaginaría. Lo desasosegó que la niña fuera a tener pesadillas después. Así que
la llamó, vamos a ver la exposición de las joyas de la corona, mi vida, dicen que
es lo mejor.
Pero ella no se iba a quedar con una duda a cuestas, papá, ¿cuánto puede
vivir una persona encerrada en una celda?, quiero decir con frío y sed y hambre.
César Castillo notó cómo se le paraba el pulso, tragó saliva, buscó en su
memoria la sonrisa más blanda, eso nunca se sabe, m'ija, depende de la persona,
hay quien ha soportado todo eso y más, y ha salido después, y llevado una vida
normal, con su familia, con su trabajo; pero no debes de fiarte de esas
mazmorras.
—¿Por qué no?
—Porque llevan doscientos años sin usarse. En algo hemos evolucionado los
seres humanos. Ahora las cárceles son distintas.
—Me parece que no. El otro día oí a Isabel que le contaba a la abuela lo
que le había ocurrido a su familia. ¿Sabías que a un tío suyo se lo comieron las
ratas cuando estaba preso?
—Bueno, hija. Es verdad que eso aún ocurre, pero por suerte son muy
pocos los lugares en los que pasa. Para eso están las oenegés, ¿has oído hablar
de las oenegés? Pues algunas no sirven para mucho, pero otras luchan por
mejorar las condiciones de vida de otros países y poquito a poquito van
lográndolo.
—¿Cómo alguien es capaz de hacerle daño a otras personas de esa forma?
—No lo sé, mi vida. Supongo que será porque no las entiende. Hacemos las
guerras contra otras culturas, contra otras religiones, contra otros pueblos con
diferentes costumbres. La gente tiene miedo a lo que no comprende. ¿Has
estudiado el caso de los judíos en Alemania? Pues los judíos han hecho lo mismo
con los musulmanes y los musulmanes con los cristianos y los cristianos entre
ellos, ¿recuerdas lo que te dije de las dos Irlandas? En realidad hemos
evolucionado, pero no tanto.
—¿A Isabel le va a ocurrir lo mismo en Las Palmas?
—Si nosotros podemos evitarlo, no. Habrá gente que la rechace porque es
distinta…
—¿Porque es negra?
—También. Pero no creas: los prejuicios no entienden de color. ¿Te he
contado la vez que estuve en Cuba? ¿No? Pues tuve que asistir a un Congreso.
Allí conocí a un profesor de la Universidad de La Habana. Te hablo de un tipo
culto, educado, con una carrera y un doctorado en leyes. Se llamaba Norberto
Ramos, un nombre muy cubano. Me pareció una persona muy agradable. Era
negro. O eso creía yo.
»E1 caso es que, en uno de los debates que se estableció en el curso donde
yo trabajaba, otro profesor cubano, de color también, tomó la palabra y
comenzó a exponer una cuestión práctica. La verdad es que lo que decía no
tenía mucho sentido. Yo no estaba de acuerdo en absoluto con sus
planteamientos, pero eso no es nada raro en los congresos. A esos sitios se va
precisamente a no estar de acuerdo. Pues, Ramos, que estaba a mi lado, me
susurró al oído algo asombroso: «no le hagas mucho caso; todos los negros
están soplados». Yo lo miré a él, le señalé su piel, y me encogí de hombros.
¿Sabes lo que me respondió? Me dijo: «ah, compadre, no confundas, yo no soy
negro, yo soy jabao».
»Allí distinguen un montón de colores de piel que para nosotros no significa
nada: están los «albinos», que son los más blancos; y los «jabaos», que tienen la
piel negra pero el cabello claro; están los «trigueños», los «moros», los
«mulatos», los «prietos» y, en el último peldaño del escalafón, cuando uno es
muy negro, le dicen «azul».
—¿Isabel qué es?
—¿Qué más da, m'ija? Isabel es distinta y eso es suficiente para que algún
energúmeno le diga cualquier sandez. Pero no te apures, sobrevivirá. Le vamos a
conseguir un permiso de trabajo, ya tengo a alguien en ello. Le hemos pedido un
visado especial y, para cuando expire, tenemos preparada una estrategia que no
falla. Sí. Isabel se va a quedar. Con el tiempo, se hará mayor, se buscará una
casa bonita con balcón y geranios, encontrará un buen hombre que la quiera,
tendrá hijos y, con suerte, un día apenas recordará que vivió en un país donde a
alguien se lo pueden comer las ratas.
—Me lo prometes.
—Te lo prometo.
Continuaron la visita al castillo.
Pero ninguno de los dos prestó tanta atención como al principio: Carla no
podía quitarse de la cabeza a Isabel Nsé y César anduvo dándole vueltas a ver
cómo cumplía la promesa que acababa de hacerle a su hija. Las joyas de la
corona aliviaron muy poco sus temores. Ni siquiera la impresionante vista de
Edimburgo que ofrecía la fortaleza logró que se animaran. Decidieron continuar
la excursión hacia el jardín botánico por si los rododendros, además de un color
precioso, tenían algún efecto hipnótico. Y los rododendros tal vez no, pero un
buen bocadillo de pavo y ensalada, un helado de nata y caramelo, una tarde en
un banco disimulado entre palmeras, les devolvieron el humor. Y, cuando ya
anochecía, César Castillo comprendió que la visita al «elefante» tendría que
esperar a mejor ocasión.
EL miércoles y el jueves Carlota Ferraz y su sacerdote apuraron las horas del
día para conocerse mejor.
Decidieron recorrer la ciudad. Se perdieron en la anarquía de forasteros que
querían visitar cada escondite, cada madriguera donde una vez vivió una familia
romana o se escondió un cristiano de la furia del césar o habitó un gran artista o
ametrallaron a un célebre gangster. Gandulearon por los montes: el Esquilino, el
Palatino, el Capitolino, hasta el Celio que no tenía tanto que ofrecer. Se sintieron
pequeños ante la grandiosidad del Foro y del Coliseo.
Y vieron, de lejos, al Papa. O casi.
Fue antes de que los corrieran a palos de la plaza. Porque Carlota, más allá
de la emoción, se sintió terriblemente apenada por el anciano que oficiaba la
misa y que necesitaba la ayuda de cuatro brazos para iniciar cualquier
movimiento, pobre hombre, debería de estar en Castelgandolfo reposando,
cuidando los rosales, mira qué viejo está y el tute que se pega; tus jefes,
Cobarrubias, no tienen compasión, sólo para que no les quiten la silla y el
solideo, lo mantienen ahí como un espantapájaros, agarrado a una verga;
vergüenza debería darles, caramba.
Lo dijo, con todas sus letras, en un castellano claro como el agua. Y a una
constelación de salesas que había llegado el día anterior de Nápoles para ver al
Santo Padre y andaba extasiada oyendo su sermón, no le hizo gracia el
comentario, y comenzó a revolverse. Matías tuvo que abogar por su amiga, en
su italiano tosco, con escaso resultado. Además, la Ferraz no estaba por la labor
de achantarse ante las monjas, diles que lo mantengo, que a mí el Wojtila me cae
bien, no tengo nada contra este Papa, ni contra ningún Papa, pero menuda cara
que tienen los que van con él, díselo, y que no sé para qué andan tan atentas si
no se le entiende nada, que habla como si estuviese a punto de darle algo malo,
díselo así, y si se pican que se rasquen. El cura no tuvo tiempo de decir esta
boca es mía, porque antes de hallar las palabras exactas recibió el coscorrón de
una de las hermanas, la más vieja, que estaba roja de ira, la vena de su cuello a
pique de reventársele.
La sacó de allí como Dios le dio a entender. Escaparon, con no pocos
apuros, por una de las arterias que desembocaban en el corazón de Roma.
Cuando se vieron a salvo, sudorosos y sin respiración, apenas acertaron a
mirarse antes de explotar en una carcajada que, gracias al cielo, se perdió entre
los vítores y los rezados del gentío.
Decidieron explorar el resto del Vaticano a solas, sin el agobio de la
multitud, que les sobraba en momentos como aquellos. Visitaron el Museo, la
Pinacoteca, los Jardines, la Academia de las Ciencias. De vez en vez volvían al
incidente con las salesas y ella no paró de bromear, eres mi héroe, Cobarrubias,
a nuestro regreso voy a contarle a todo el que quiera escucharme que me has
salvado la vida, que no has dudado en jugártela ante las hordas coléricas de la
cristiandad para defenderme. Y él, aguantando la risa, mira que eres cabezuda,
Carlota, no te puedo sacar a ningún lado sin que te me eches a pelear con todo
quisque.
A ella lo que en verdad la maravilló fueron las cúpulas, esta noche vas a
tener que darme un masaje en el cuello porque de tanto mirar para arriba voy a
acabar con tortícolis; hay que ver qué preciosas las pinturas, la luz, el colorido,
todo. Y el sacerdote, orgulloso, como si fuera el dueño de aquello, desplegó sus
conocimientos como un abanico, la situó en cada lugar, le interpretó cada época,
le relató emocionantes historias de cuando Roma era la capital del mundo
conocido, le habló en latín culto, en latín vulgar, hasta en romance para
escenificar mejor la epopeya romana. Y le explicó por qué la Ciudad del
Vaticano era lo que era, no es extraño, Carlota, los mejores artistas del
momento se dedicaron en cuerpo y alma al bruñido de estos edificios y de estos
techos, Bramante, Miguel Ángel, Bernini, ¿sigo contando?
Apuraron las horas de la noche para conocerse mejor.
En todos los sentidos.
También en el bíblico. Sobre todo en el bíblico, nunca mejor momento que
la semana santa. Cuando el sol se ocultaba, se olvidaban del mundo. Se les
desdibujaban los problemas, las responsabilidades. No existía nada más que su
pasión. Sus ganas de quererse. Su deseo contenido. De madrugada estaban
extenuados y hambrientos. Él, entonces, en otro rasgo de galantería, se volvía a
vestir y salía a la calle en mitad del frío a buscar algo de comer. Al rato
regresaba, congelado pero radiante, con un botín de frutas y bocadillos y
cervezas frescas que les devolvía el resuello. Y ella le compensaba el esfuerzo
frotándole los pies hasta que el hombre entraba en calor o hasta que ya no podía
soportar más el cosquilleo y se rendía. Fueron tan felices que se negaron a
hablar de la felicidad, no fuera que, de tanto explicarla, la magia se perdiera.
Apuraron, en fin, las noches y los días. Al menos hasta el viernes en que, por
respeto a la fecha que se conmemoraba, Cobarrubias decidió alejarse de la
tentación: no había perdido el tino tanto como para abjurar hasta ese punto de
sus creencias. Carlota respetó su decisión. No acabó de entenderla, pero se
abstuvo de hacérselo notar. Sabía que Matías, en conciencia, ya había echado
bastante los pies fuera del tiesto. De modo que el viernes estuvo taciturno y
esquivo. Perdido, tal vez, en sus remordimientos. No era difícil figurarse lo que
andaría sufriendo.
El problema de soñar demasiado es que los sueños pueden llegar a
cumplirse.
Cuarenta años ansiando el amor de una mujer son muchos años. Es una
forma de vida. Es una religión. Y, ahora, esa religión estaba librando una batalla
encarnizada con la otra, con la del celibato y el amor al prójimo como a uno
mismo y el abandono de todos los placeres terrenales y la consagración por
entero a Dios Nuestro Señor.
La Ferraz le propuso que pasaran la tarde cada uno por su lado, así ella
podría comprar los regalos para su nieta y su yerno, y Matías visitar a sus
amigos de la época del seminario. Le pareció una buena idea. Se encontrarían a
la noche, en el hotel, para ir a cenar. Ambos sabían, sin embargo, que no iban a
hacer nada más que rumiar su angustia y atormentarse y concomerse por dentro,
dónde iba ella a encontrar una tienda abierta a esas horas, a qué iba él a visitar a
nadie que le recordara, aun de lejos, su condición de sacerdote.
Si hubieran podido verse esa tarde por un agujerito, se habrían partido de la
risa. Los dos fueron al mismo parque. Al Cottolengo. A cinco minutos de la Vía
Aurelia. Se sentaron cada uno en su banco. A cien metros de distancia.
Separados por una hilera de chopos que rezumaban un finísimo rocío. A esperar
a que se hiciera de noche. Con unas ganas locas de encontrarse de nuevo. Con
un miedo feroz a encontrarse de nuevo. Con la vana esperanza de que
encontrarse de nuevo fuera el remedio de todos sus achaques.
Ensayaron discursos.
Carlota le diría que no se preocupara, que conocía muy bien por lo que
estaba pasando, que lo secundaría en cualquier decisión que tomara, que se
contentaba con esos siete maravillosos días, que la vida, carajo, ya era
suficientemente penosa para vivirla sola.
Matías le pediría perdón, le pediría tiempo, le pediría que lo dejara seguir
yendo los sábados a almorzar a Santa Brígida, le pediría su apoyo, le pediría su
comprensión, le pediría su amor, que la vida, carajo, ya era suficientemente
penosa para vivirla solo.
Cada uno regresó al hotel por distinto camino. Carlota prefirió una zona más
concurrida. Tomó la Vía Aurelia hasta la Cavalleggeri y se desvió a la izquierda
para cruzar la Piazza de San Pedro. Allí tomó un taxi. No conocía bien Roma y
no quería perderse. Matías eligió andar. Siguió el curso del río hasta llegar a la
altura de Piazza Navona y, de allí, al Trastévere. Se retrasó. Había calculado
bien el espacio pero no así el tiempo. Treinta años atrás hubiera recorrido el
trayecto en menos de una hora. Pero ya no era el joven seminarista, atlético c
incansable, que se conocía Roma palmo a palmo.
Cuando llegó, media hora tarde, Carlota ya empezaba a preocuparse.
Estaba sentada en recepción fingiendo leer una revista de moda. Lo vio llegar,
sofocado, cabizbajo, y sintió una profunda lástima. Por primera vez en mucho
tiempo se dio cuenta de cómo habían pasado los años por Cobarrubias. Pensó
si él la vería a ella igual de vieja. Pero recordó la escena del desnudo de dos
noches atrás y desterró los presentimientos. Matías se disculpó. La besó en la
mejilla. Le pidió cinco minutos más para asearse y cambiarse de ropa. Recogió
la llave en el mostrador. Y desapareció escaleras arriba.
Bajó atildado con unos pantalones azul marinos, una camisa blanca y la
chaqueta a cuadros que le había regalado ella para San Patricio. Todo un detalle
por su parte, pensó Carlota. Ya no parecía tan abatido. Tal vez Matías fuese
como las plantas, que les echas un pizco de agua y reverdecen. Anduvieron, al
principio, mudos, si no puedes mejorar el silencio, mejor te callas. Pero ella no
era mujer de andar callada demasiado rato, bueno, Cobarrubias, ¿a dónde me
vas a llevar a cenar? Y él, meneando la cabeza, ya lo verás cuando lleguemos. Y
ella, reivindicando la felicidad, qué bueno, me encantan las sorpresas. Y él,
misterioso, amárrate los machos, entonces. Llegaron al restaurante de la Vía del
Corzo, con el tiempo justo de que les aceptaran. El camalero, un muchacho
amanerado y guapo como él solo, los miró atravesado. Matías se acercó. Le
susurró algo al oído. El efebo le echó un vistazo a Carlota. Sonrió. Asintió. Y los
acompañó a la terraza, a una mesa libre con vistas a Piazza Colonna.
Cuando se hubo marchado a buscar la botella de vino que Matías había
escogido con delectación, ella le preguntó a qué venían los secretitos con el
efebo, ¿qué pasa?, ¿también andas conchabado con los camareros desde los
tiempos del instituto? Él lanzó una carcajada, qué cosas se te ocurren, mujer,
este chico no había nacido la última vez que estuve aquí; pasa que en Italia tienen
le ciega en el amor eterno, Francia va bien para los coqueteos de fin de semana,
para la pasión de un cuarto de hora, pero los italianos se lían más de un
matrimonio que, como nosotros, lleva cuarenta años juntos y aún lo celebran.
Carlota esbozó una sonrisa estrellada, anda que no eres cuco tú, quien no te
conoce te compra. Y él, respondiéndole al cumplido, mi amor, tú te mereces
más que nadie una mala mentira y un buen vino.
El carpaccio de salmón y la ensalada italiana, con tomate y queso de búfala,
estaban deliciosos. A Carlota, el segundo plato, sin embargo, se le hizo grande.
Matías dio buena cuenta del suyo, acabó por rebañar el de ella, y aún tuvo
arrestos para pedir postre, dirás que soy un glotón pero la caminata me dio
hambre. La Ferraz estaba encantada de la vida, por mí como si pides un
chuletón de añojo, Cobarrubias, yo vengo de una época en que, para una mujer,
ver comer a su hombre era el paraíso; además, a los curas sólo les queda la gula,
que es el más chico de los pecados capitales. El la miró, al tiempo que
saboreaba la última cucharada de su helado, los pecados capitales no tienen
distingo; ya sé que parece que unos son más graves que otros, pero al final se
trata de lo mismo: evitar el exceso en los desbarros. Y ella, peleona, ¿el exceso
o el deleite?; a veces me da la impresión de que a la iglesia le fastidia que sus
fieles disfruten demasiado. Y él, conciliador, al igual que muchos que no
entienden a la iglesia, Carlota, lo simplificas todo: la religión católica aboga por la
libertad; sí, no pongas esa cara de burletera, ya sé que el libre albedrío no casa
con sus mandamientos, pero éstos buscan al fin y al cabo que el hombre no se
deje esclavizar por sus instintos; tú mira la pereza, la avaricia, la ira, la lujuria,
son abusos del carácter humano; el catolicismo no castiga a nadie por quedarse
un rato más en la cama, ni por ambicionar un trabajo mejor, ni por enfadarse con
un puñado de monjas por una tontería, ni siquiera por pasárselo bien haciendo el
amor con su pareja; lo que deplora es que de eso se haga un precepto, una
manera de vivir, porque entonces lo único que nos separa del mono son los
pantalones.
Carlota Ferraz no respondió al envite de inmediato. Prefirió aguardar a
después del café y el licor, a cuando el sacerdote descuidara la guardia, a
cuando salieran a coger aire y a bajar la cena. Deseaba ver su reacción ante lo
que pensaba decirle. No quería que ningún movimiento de tazas y de copas la
interrumpiera. Lo que no esperaba era el itinerario que Matías le tenía
preparado. Después de que él la invitara a cenar y ella se encargara de la
propina al efebo que tanto los miraba y con tanto desvelo los había atendido, el
sacerdote la tomó por el brazo y la llevó por una calle iluminada y bulliciosa. En
un poste indicador venía el nombre de la calle:
«Vía di Muratte». A Carlota no le sonaba de nada. Tampoco esperaba otra
cosa, no en vano era la primera vez que visitaba Roma y no tenía conocimiento
del laberinto que era, para el extranjero, aquella ciudad loca. Recorrieron unos
trescientos metros viendo escaparates y espantándose de lo caro que era vivir
allí, no había pensión de viudedad que soportara tremenda sangría. Entonces,
tras serpentear por callejas chiquitas y sinuosas, al doblar una esquina, los
sorprendió el impresionante espectáculo de luz que se les vino encima.
Carlota la reconoció al instante y aguantó la respiración. Matías disfrutó
como un chiquillo al mirarla a la cara, sí, mi cielo, sí, es, es, la mismísima
Fontana di Trevi, espero que no le hayas dejado todas las monedas al
camarero guapo porque, entonces, se nos jodió el invento. Se habían reunido, a
pesar de la hora, seis o siete parejas para cumplir con la tradición. Ellas se
mostraban ilusionadas con la ceremonia, alguna incluso se daba la vuelta para
tirar la moneda, como si el sortilegio se deshiciera al mirar al agua. Ellos les
tomaban fotografías y se burlaban de su simplonería. Por supuesto, todas eran
parejas jóvenes que esperaban recibir de la fuente el regalo de la felicidad
eterna. Matías leyó en los ojos de Carlota este último pensamiento y acudió en
su consuelo, no le des muchas vueltas, hija mía, para una fuente que lleva más de
doscientos cincuenta años plantada en esta plaza, la edad es una anécdota. Y
ella, con los ojos vidriosos por la emoción, la edad no me preocupa, pensaba en
si tendremos tiempo de que se nos cumpla el deseo.
—Depende del deseo.
Siguieron rumbo hacia los Jardines del Quirinal, casi en penumbra a esas
horas. Él llevaba las manos en los bolsillos de la chaqueta. Ella se las frotaba,
más espantando el nerviosismo que el frío. Él miraba al frente, con la vista
perdida más allá de la noche. Ella al suelo, a las puntas gastadas de sus zapatos
de ante. Él intentaba recordar cuándo había empezado todo. A ella le
preocupaba el cómo. De repente, al otro lado de la calle, el letrero luminoso de
una vinatería les picó el ojo. El local tenía un amplio ventanal, unas cortinas
verdes y desoladoras, una barra de madera deslucida que se perdía en la
oscuridad del salón y, hasta donde podía verse, las paredes llenas de
fotograbados de arte pasados de fecha. El barman —camisa blanca llena de
lamparones, delgado, entrecano, frente amplia, piel cetrina, nariz de boxeador
retirado, ojos vivos, tupido bigote— hacía juego con el antro. Escanciaba
cerveza en una jarra, mientras atendía lo que un cliente solitario le contaba desde
su banqueta. Con una paleta de madera depuraba la espuma de la jarra. Sin
mirar al cliente, respondía mecánicamente a su desdicha, ora con una inclinación
de cabeza, ora con un gesto contrito de lástima. Una de las parejas que, cinco
minutos antes, sobornaba con unas monedas a la fuente de Trevi entró en el bar,
saludó a los presentes y se sentó en una mesa libre junto a la ventana. Matías y
Carlota decidieron imitarlos.
El sacerdote preguntó si podían tomar algo. El hombre detrás de la barra les
respondió en tono neutro, entre la amabilidad y la abulia, que la cafetera ya no
funcionaba pero él servía copas hasta las dos de la madrugada. Matías le tradujo
la respuesta y ella asintió. Pidieron dos grappas de hierbas y buscaron asiento
en la zona penumbrosa, al lado de un Moisés que había perdido su grandeza y
su color. Hacía calor en la sala. Olía a tabaco y a tela vieja. Intentaron adivinar
lo que pensaba cada uno, pero sus facciones estaban borrosas por culpa de la
escasa luz. Aguardaron a que el camarero les sirviera las bebidas. Brindaron por
la más grata velada que habían vivido en mucho tiempo. Se agradecieron el
momento. Se cogieron la mano. Y se dijeron en voz queda, para no compartir
con nadie la felicidad, todo lo que habían estado ensayado esa tarde en el
parque.
Y más.
Ella supo por él cuánto la había querido. Cómo se había expandido aquel
amor con el paso del tiempo. Hasta dónde había estado presente ella en su vida.
Cómo había sabido él, antes que nadie llamase para decírselo, cada uno de los
infortunios que Carlota Ferraz había sufrido. Lo había presentido siempre. Por la
tristeza que había sentido el día que murió Ildefonso Delgado. La que lo había
despertado la noche en que Pablo sufrió el accidente. La que lo había
desazonado tanto la tarde en que le diagnosticaron a Patricia que su mal ya no
tenía remedio.
Por la tristeza, sí.
Una tristeza extraña que no era suya, de Matías, sino ajena, de ella, de
Carlota, de nadie más. No sabría explicarlo. Aquello escapaba a cualquier
razonamiento lógico. Ni siquiera la fe podía ofrecerle una aclaración convincente.
Pero había ocurrido. Y no sólo en esas ocasiones. También en otras en que
Carlota tuvo miedo y frío y amargura. Matías Cobarrubias se levantaba de la
cama con el completo convencimiento de que la vería entrar por la puerta de la
parroquia antes del mediodía. Por eso, claro, siempre estaba esperándola. Por
eso posponía cualquier cita y desoía cualquier llamada urgente y enviaba a otro
sacerdote a oír en confesión, a visitar a las monjas del convento, a dar la
extremaunción, y se sentaba en su escritorio a despachar asuntos atrasados
hasta que ella llegara, con su dolor a cuestas.
Jamás se lo había contado.
Ella se hubiese reído de él.
Se hubiese burlado de sus achaques de cura viejo. Y, sin embargo, no. Ella
jamás se hubiese reído de eso. Jamás y nunca se hubiese burlado de algo que la
había mantenido con vida y en pie durante veinte años, que se dice pronto.
Veinte años, que es mucho, al carajo el tango con su mala suerte. Con vida y en
pie. Sí. Porque ella aguantaba las trompadas del destino con bastante entereza.
Hasta que era inútil pretender tolerarlas sin ayuda de nadie. Hasta que ya no
podía más. Hasta que se le acababa la facha de mujer bregada. Y, entonces,
estaba él, Matías, el cura Matías, el amigo Matías Cobarrubias. Cómo iba a
reírse de él si, cada vez que precisaba de su sonrisa paciente, lo hallaba en su
despacho, leyendo, con las persianas gachas, con la lámpara metálica encendida,
con sus gafas de montura cuadrada a media nariz, con su mirada pura por
encima de sus gafas de montura cuadrada a media nariz. Y era verdad, ahora
que llegaban las confesiones, que siempre estuvo allí. Como si la estuviese
esperando. Ella llegó a pensar que su trabajo consistía en sentarse en su
escritorio y leer documentos sin interés. Llegó a pensar que lo habían
desterrado, proscrito a pasarse la vida en aquel despacho lleno de muebles
decimonónicos que olía a polvo y a naftalina. Llegó a pensar que aquél era el
destino de los curas viejos o alborotadores, los que no se callaban ni a palos, los
que tenían amigas como ella, Carlota, e iban a comer los sábados a casa del
diablo. Llegó a pensar, incluso, que era culpa suya el que Cobarrubias anduviera
castigado. Nunca le dijo nada. Por no avergonzarlo. Bastante tenía él con
aguantarle sus infelicidades como un dique, sí, como una roca, eso, Matías se
apostaba firme como roca, sin mover una ceja, para recibir todo un río de
angustia sin inmutarse. Lo aguantaba todo. Y, luego, la sacaba de aquel lugar
amustiado. La sacaba a la luz del día. La sacaba a empaparse de vida. Y la
llevaba a pasear a la playa. Sí. Y se descalzaban. Y él se arremangaba los
pantalones hasta las rodillas. Y ella se recogía la falda. Y bajaban a la arena
mojada. Y caminaban por la orilla dejando que el agua fría les aliviara del dolor
de estar vivos.
A Carla no pareció amordazarla aquello de que el agua fría fuese buena para la
circulación. Sus chillidos se oían desde el pasillo. César tuvo que entrar al baño a
llamarle la atención, nos van a echar de aquí como sigas gritando de esa forma,
¿dime?, ya, ya lo sé, pero qué quieres que yo le haga, tu padre no es
Rockefeller.
Había llamado a la recepción. Le contestaron algo sobre un problema con
las calderas, que estaban obstruidas y que hasta la tarde no podrían arreglarlo,
eso tenía viajar barato. Así que hizo de tripas corazón y se metió en la bañera.
Disimuló la sacudida helada cantando a media lengua un viejo bolero con cuya
matraquilla se había despertado en la mañana, por eso me pregunto, al ver que
me olvidaste, por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti. Salió de la ducha
con una extraña sensación de nostalgia, esas canciones que se despiertan con
uno acaban por convertirse en premonitorias. Pospuso el afeitarse para la noche.
Se vistió. Y despertó a Carla con arrumacos y mimos, vamos, cositalinda, que
nos cierran el restaurante para el desayuno. Hasta ahí todo fue como en los
anuncios. Luego, tuvo que hacer gala de sus mejores recursos para convencerla
de que entrara en el baño, de que nadie se había muerto jamás por bañarse con
agua fría, y de lo bueno que era para la circulación.
La pobre chiquilla salió castañeteando los dientes y con la piel arrugada
como una pasa. Cuando intentó ayudarla a secarse, ella lo echó del cuarto,
papá, sal de aquí, sé vestirme sola, ya no soy una niña chica, anda, es mejor que
vayas abajo a coger una mesa antes de que nos dejen sin desayuno. Y César
Castillo, obediente, se disculpó, la dejó arreglarse y se fue de la habitación
lamentando lo rápido que pasa el tiempo. Su hija, como le había confesado a
don Isaías la noche en que perdieron a Chavela, ya era una mujercita y, a partir
de ese día, viernes santo, una cosa seguro iba a cambiar: las puertas de su casa
volverían a tener llave.
Mientras apuraba un café amargo y aguado, en la mesa del comedor del 19
de St. Bernard's Crescent , se sintió más solo que nunca. La vocación de padre
lo había salvado del desamparo más absoluto, pero ahora comprendía que había
sido un espejismo. Al marcharse Patricia, nada tenía sentido. Le hubieran dado a
elegir en ese instante y hubiera elegido cruz, muerte sin fin, despedida serena,
ardiente oscuridad, princesa hindú para dejarse incinerar con ella. Pero estaba
Carla, la niña desvalida, la chiquilla indefensa a quien había que salvar de la
tristeza. Y ahora comprendía que Carla, más tarde o más temprano, elegiría su
propia vida y él quedaría sin coartada para seguir viviendo. Se sintió solo, por
eso me pregunto… Completamente desamparado, al ver que me olvidaste…
Y tuvo miedo, por qué no me enseñaste cómo se vive sin ti…
Llevaba en Edimburgo cuatro días. Los había disfrutado muchísimo con la
persona que más quería en el mundo. Y, ahora, tenía que decidir si valía la pena
arriesgar el viaje, el futuro y, a lo peor, los pocos años que le quedaban del amor
de su hija, aventurándose en una empresa que, posiblemente, sólo serviría para
echar leña a un fuego que empezaba a extinguirse. Cuando Carla llegó lo halló
concentrado en esa cavilación, con la mirada extraviada y el ceño mustio. Se
creyó culpable. Pensó que era por su causa. Intuyó que su padre se había
enojado por lo que ella había dicho en el baño e intentó restañar el costurón,
eres un despistado, se te olvidó la guía en el dormitorio, papá; tenemos que
mirar adónde vamos hoy, sólo nos quedan tres días y aún tenemos un montón de
cosas por ver, ¿tienes ganas de regresar a casa o qué?
—No, mi vida, qué va. ¿Por qué lo preguntas?
—Estás muy serio.
—No.
—Sí. Ni siquiera has comido. Y eso es malo.
—No, mujer. Estaba esperándote.
—¿Seguro? Yo hubiera empezado: tengo un hambre que me muero.
—Pues vamos a comer. Luego pensaremos adónde ir. Y tú ¿tienes ganas?
—¿De qué?
—De volver a Las Palmas.
—Bueno… No. Echo de menos a la abuela sí, pero me lo estoy pasando
superbien. De verdad. Me gusta Escocia. Al final, no es tan triste como parecía.
—Claro que no, tonta. Ya te lo había dicho yo. ¿A dónde te apetece que
vayamos?
—No sé. ¿Qué hay de ese sitio que señalaste? El del elefante.
—Sólo es un bar. Parece ser que mamá solía acudir allí cuando estaba en
Edimburgo. Pensé que sería novelero conocer a sus amigos.
—Pues vamos hoy.
—¿Sí?
—Claro.
—Habrá que coger abrigo. Se ha levantado niebla.
Una cosa es la calima blanquecina y suave que Carla conocía de la cumbre,
y otra muy distinta la amazacotada bruma que se levanta en una ciudad británica.
Aquel viernes santo anocheció en Edimburgo a las once de la mañana. El cielo
se cerró sobre sus cabezas y no se veía nada más allá de la punta de sus
zapatos. La chiquilla miraba a todas partes con ojos de plato hondo. No podía
creerse lo que estaba ocurriendo. Las farolas permanecían encendidas de la
noche anterior. Los coches llevaban prendidos los faros y hacían sonar las pitas
para alertar a los aventureros que, como ellos, se negaban a perderse el
espectáculo de la niebla. César agarró la mano de su hija en la puerta del hotel y
no la soltó en todo el trayecto. Si a plena luz del día les costaba encontrar una
calle, quién sabe cuánto tardarían, en esas condiciones, en orientarse. Suerte que
él había memorizado el camino hasta The elephant house. Lo había recorrido
mentalmente tantas veces en los últimos días que hubiera llegado a tientas.
Estaba en una esquina, entre Cowgate y George IV Bridge, justo detrás de
Candlemaker Row, una calle en forma de herradura. Cuando entraron y se
desprendieron de los abrigos para colgarlos en un perchero de madera con
cuatro cuernos, los recibió un silencio brusco y cinco pares de ojos poco
acostumbrados a ver extranjeros a esa hora de la mañana. En la barra había un
hombre que frisaba los sesenta. De aspecto descuidado, con barba de varios
días y ropa de estibador de puerto, sostenía una pinta de cerveza. No paró de
observarlos al tiempo que carraspeaba con una voz desagradable y huera de
borracho. Al otro lado del salón, en una mesa cuadrada, dos escoceses rudos
—pelirrojos, piel sonrosada y espaldas anchas— atacaban lo que parecían ser
dos platos de alubias con tomate. El que estaba de frente a la puerta había
dejado suspendido en el aire su cuchara. El que estaba de espaldas se había
vuelto, descarado, sin pudor ninguno, a ver quién interrumpía la paz del hogar y
el almuerzo de su compañero.
El dueño del local, un hombre moreno y robusto de apariencia latina, pasaba
un trapo al resto de las mesas. Mientras, una mujer, posiblemente su esposa,
asomaba la cabeza detrás de una caja registradora de las de antes, de teclado
de marfil y sonsonete metálico. A César no le costó reconocerlos. Era la pareja
que aparecía en muchas de las fotos que había hallado en la caja de Pandora, en
Perojo 26. Ella llevaba el pelo más corto y revuelto, él tenía ojeras de haber
dormido poco, pero eran la misma mujer y el mismo hombre que sonreían a la
cámara al lado de Patricia. No le costó reconocerlos. Ni darse cuenta de que
ellos lo habían reconocido a él.
Por su mirada extraña, seria y cautelosa. Por su silencio grave. Por la forma
en que sus cuerpos se tensaron. Luego ocurrió algo sorprendente: la mujer se
echo las manos a la cara para apagar un gemido y se perdió por una puerta que
daba a las cocinas y que quedó meciéndose con un ruido chirriante hasta morir
del todo. El marido corrió tras ella. Los otros tres, superada la sorpresa inicial,
tornaron a sus asuntos.
Lo estaban esperando. En realidad, estaban esperando una señal. Y,
entonces, llegó él, solo, con su hija, y todo estuvo claro. La niña contempló la
escena sin entender nada. Miró a su padre y arrugó el ceño, qué gente tan rara,
¿verdad?, en vez de venir a servirnos, salen huyendo. César Castillo le sonrió sin
convicción e intentó quitarle hierro con un chiste malo, a lo mejor se les estaba
quemando el potaje. Ella soltó su risa ausente de maldad, pero tuvo que
recogerla enseguida porque volvió el silencio, volvieron las miradas atrevidas de
los dos escoceses, volvió el carraspeo antipático del viejo bebedor, ¿estás
seguro de que éstos son los amigos de mamá?, puede que te hayas confundido
con el nombre, igual que los museos son todos national y royal, los bares tienen
de nombre de animal, a lo mejor no era el elefante, sino el tigre o la jirafa.
Antes de que la cosa se pusiera gris como el cielo de Edimburgo, el
camarero que limpiaba las mesas volvió a salir de nuevo. Se secó las manos en
un trapo que colgaba de un gancho de la barra y se dirigió a ellos con un brío, a
todas luces, postizo. Les habló en un castellano tintado de americanismos,
bienvenidos, mi nombre es Conrado ¿en qué puedo servirles? César preguntó si
podían tomar un té. Y el otro, manteniendo su amabilidad fingida, por supuesto,
además del de la casa, tenemos de limón, de canela, de naranja, royal blend,
breakfast tea… ¿de naranja para la señorita?, bien, ¿y el señor?, de la casa sin
azúcar, ahorita se los traigo.
La voz danzarina de Conrado, su acento dulzón de aquí-no-ha-pasado-nada
devolvió la tranquilidad a todo el mundo. Las aguas volvieron a su cauce, los
parroquianos a su conversación y el borracho a su monólogo y a sus escupitajos.
La niña buscó cobijo en la entereza de César y este comenzó a hablarle de las
costumbres de los hombres del norte, gente ruda, torva, desconfiada por
naturaleza, pero a la que les basta una señal de camaradería para arrancarse a la
hospitalidad. Ella, por si la teoría de su padre hacía agua, no le quitó la vista a la
puerta no fuera que tuvieran que salir a escape.
Afuera, el tiempo pareció querer mejorar. Ya empezaba a verse algo de lo
que ocurría en la acera de enfrente. Pronto iba a despejar la niebla y César
podría reconocer, al final de la calle, el paisaje de roca, musgo y piedra labrada
del castillo, gracias al cual se había orientado para llegar al pub. Conrado
regresó con dos teteras de porcelana y dos vasos largos de cristal y les sirvió el
té con la desenvoltura de un escanciador de sidra. César lo observó
detenidamente, preguntándose qué habría visto Patricia en aquel hombre: manos
toscas de uñas carcomidas, brazos fuertes, rostro coriáceo, cabello vigoroso y
negro como el azabache. Aplaudió la forma de vaciar la tetera en unos vasos tan
estrechos, a la manera de los moros con el té de piñones. El camarero se sintió
halagado, eso es un cumplido viniendo de usted. Al notar el asombro en la
mirada de Castillo, el tipo continuó, ustedes vienen de Canarias, ¿no es cierto?,
he reconocido el acento isleño, los españoles hablan de otra manera, más duro,
más gritado, ustedes lo hacen más como nosotros, ah, no le dije, claro, yo nací
en Ciudad de México.
A Carla le recordó a un actor de culebrón, pero se inhibió de comentarlo:
aún tenía fresco el susto que le había producido la llegada al bar. César sí
respondió, es verdad que los peninsulares tienen un tono más arisco que el
nuestro, es el tono de los conquistadores; nuestra forma de hablar está más
cercana porque no olvide que a nosotros, a los canarios, nos conquistaron un
cuarto de hora antes. Conrado no pudo estar más de acuerdo con él. Sin
embargo, cuando iba a continuar con su relato, lo llamaron de la otra mesa y
tuvo que dejarlos con las ganas de saber, por ahora, qué se le había perdido a
un mexicano en la capital de Escocia.
Ese retraso no aplacó el interés de César, que no estaba dispuesto a
marcharse del local ni un segundo antes de conocer la verdad, así tuviera que
probar todas las variedades de té que ofrecía el elefante. Padre e hija
continuaron la conversación que Conrado había interrumpido. Él le explicó las
razones por las cuales Patricia solía venir a Edimburgo, una ciudad de las más
cultas de Europa, una ciudad apasionada por el arte —por cualquier tipo de
arte: desde la ópera al jazz más arrebatado, desde el teatro clásico hasta el
teatrillo callejero—, una ciudad con una de las universidades más antiguas y de
mayor solera del mundo. No era extraño que también fuera pionera en el diseño
de muebles. Tal vez no tanto como Italia o Alemania pero, no obstante, a
Patricia siempre le gustó más que ninguna. Prefería el clasicismo y la elegancia al
esnobismo y la improvisación, eso decía ella.
Viajaba dos veces al año, en primavera y en otoño, y se pasaba una semana
o diez días allí. César no supo responder por qué no la había acompañado
nunca. La respuesta era muy simple: porque ella nunca se lo había pedido. Pero
a Carla una respuesta simple no solía convencerla. Buscaba más allá, en los
rincones oscuros donde la verdad se esconde. Y él no estaba dispuesto a que su
hija dudara, ni por un instante, de su madre. Así que prefirió justificarse con que
sus clases le habían impedido viajar con ella, que ya bastante tenía él con sus
propios congresos y reuniones para, además, sumarse a los de Patricia y que,
además, es bueno que las parejas descansen de vez en cuando.
Se le escapó.
A peor la mejoría. Rezó para que Carla no hubiese oído este último
argumento. Procuró pasar rápido a otro asunto. Le preguntó por el té de
naranjas, por la mezcla de sabores tan original. Pero a la chiquilla el té de
naranjas le importaba bien poco. Hizo una mueca de mujer grande, de vieja,
para preguntar ¿estar casado cansa?
—No. Claro que no.
—Entonces, ¿por qué es bueno que descansen los matrimonios?
—Me refería a que, a veces, cuando uno vive con alguien pierde un poco de
intimidad y la intimidad es algo que uno debería cuidar como un tesoro.
—¿Mamá buscaba intimidad en Escocia?
—No, mujer. Mamá buscaba muebles. Pero, de camino, pasaba unos días
sola. Eso no significa nada. Fíjate en ti: apenas llevamos cinco días juntos y ya
me echas del baño.
—Es distinto, papá. Estaba desnuda.
—¿De cuándo a dónde te ha importado a ti eso?
—Mis amigas no dejan que sus padres las vean desnudas.
—Tus amigas son tus amigas y tú eres tú. En casa, la desnudez nunca fue un
problema. De todas formas, a lo que iba es que, como tú acabas de descubrir, la
intimidad es algo importante. Para una niña de nueve años y para una mujer de
cuarenta. Y eso no quiere decir que no quieras a tu familia. A veces, incluso,
pasar un tiempo solo es algo bueno porque, así, te das cuenta de cuánto echas
de menos a los demás. Nunca sabes cuánto quieres a alguien hasta que no te
falta.
—¿Como tú a mamá?
—No, m'ija. A mí no me hizo falta perderla para saber cuánto la quería.
Se les fue el tiempo volando entre tanta añoranza y, cuando quisieron darse
cuenta ya la niebla se había disipado. Habían vaciado cinco teteras entre los dos
y ya se había hecho la hora de almorzar. Varias mesas se habían ocupado y, de
la nada, había surgido otro camarero más. Era un muchacho con pinta de
universitario. Usaba unas gafas redondas y el pelo, largo y negro, recogido en
una coleta. No hacía falta hacer muchas cábalas para comprender de dónde
venía. Tenía unos rasgos aztecas muy marcados y vestía de un modo tribal y
pintoresco (para alguien que vive en el corazón de Escocia). César creyó
entrever, en esa forma de vestir del chico, en su apostura al andar, en la
arrogancia de sus movimientos, un raudal de leyendas y aventuras que el bueno
de Conrado le habría contado desde la cuna. Al final, sin haber pisado la tierra
de Tenochtitlán, el hijo había acabado por ser más indio que el padre.
Lo llamó.
Le pidió el menú. El muchacho retiró las teteras y los vasos con sus manos
grandotas y, sonriente, fue en busca de lo que le pedían. Al volver, les
recomendó algunos platos fuera de la carta, casi todos a base de carne y salsas
picantes. Era difícil encontrarle ascendencia a aquel acento mestizo. En su forma
de hablar brincaban, junto con los giros mexicanos, unas erres líquidas y frágiles
e, incluso, un remate latino a sus frases. Para salir de dudas, César le preguntó
de dónde era y cómo hablaba tan bien el castellano. Al chico le brillaron los ojos
de satisfacción, se le llenó la boca de un orgullo sin límites, no me lo va a creer,
señor, pero soy tan escocés como el whisky; sí, de veras, nací aquí, en
Edimburgo, lo que ocurre es que mi papá es mexicano, ¿dígame?, sí, Conrado,
igual que yo, o yo igual que él, claro; ¿mi mamá?, mi mamá es italiana de Milán,
pero lleva viviendo aquí desde hace más de veinte años.
La historia era tan larga como hermosa. Y Carla estuvo encantada de
escucharla porque, sin darse cuenta, sin proponérselo, se había quedado
prendada del mexicanito de acento alborotado. César la sintió sonrojarse por
primera vez en su vida y experimentó una ternura inmensa por ella. Estuvo a un
paso de hacerle un mimo pero se detuvo en el aire. La hubiese avergonzado. Así
que, simplemente, mientras el joven Conrado les narraba lo que sabía del
enamoramiento de sus padres, aprovechó para disfrutar el de su hija.
Constanza Lualdi, así se llamaba la dueña del elephant, se había criado en
buena cuna. Había tenido una infancia dulce, sin un revés que echarse, luego, a la
boca de la memoria. Hasta que llegó él, con esos ojos grandes y negros de
aceituna griega, a colarse en su vida. Fue un arrebato. Pero pertenecía a una
familia de alcurnia, de la alta sociedad milanesa, y sus padres, qué otra cosa si
no, se negaron a aceptar que la niña anduviera tonteando con un indio. Llegaron
a encerrarla en su cuarto, a impedirle que saliera a la calle, a obligarla a asistir al
instituto con escolta, a recogerla allí cuando acababan las clases. Su vida se
convirtió en una humillación y en un infierno. En Italia esos romances no se ven
con buenos ojos. A lo mejor en Francia hubiera cuajado, pero no en Milán, no
con unos padres como los de Constanza, no en una sociedad como la suya.
Por eso se escapó.
No pudo más. Cuando cumplió la mayoría de edad, se fugó con el indio.
Con el azteca. Con el muchacho de piel olivácea y nariz chata. Con Conrado
Figueroa, un toluqueño noble de mirada franca, cuya vida había sido antagónica
a la de ella. El sexto hijo de una familia que no saldría jamás de pobre.
Abandonó la escuela antes de los doce años. Trabajó de repartidor. De
lavacoches. De mensajero. Mendigó. Robó. Se alistó en el ejército. Fue
expulsado. Recaló en una banda de rateros sin fortuna. Lo trincaron. Pasó dos
años en la cárcel. Y huyó, junto con otros cuatro compinches, de la forma más
loca. Fue la tarde que los visitó el gobernador e hicieron una fiesta mexicana
para agradecerle la cortesía. Del pueblo de al lado, llevaron un mariachi.
Cantadores. Tocadores. Bailadores. En total, cuarenta tipos de negro y oro, con
sombreros de ala bordados y botas camperas. Y doce lindas bailarinas con
trenzas negras, generosos corpiños y polleras encarnadas. Todos hicieron las
delicias de personalidades, periodistas, familiares y curiosos que se acercaron a
la juerga. Los reclusos hicieron una colecta e invitaron a tequila. Asaron una
vaca. Se apostaron mil pesos a ver quién comía más burritos. Brindaron por el
futuro presidente de México. Y seis horas más tarde, a nadie se le ocurrió
contar.
Y salieron, entre felicitaciones y aplausos, poco menos que a hombros,
cuarentaicuatro tocadores y trece bailarinas. Nadie recaló en que a cuatro de los
hombres el traje les quedaba de pena, o muy grandes o muy cortos o muy
arrugados. Nadie preguntó por qué a los cuatro les faltaba el sombrero, por qué
calzaban zapatillas de deporte viejas, por qué no sabían llevar el ritmo de la
música. Y, sobre todo, nadie pudo explicarse cómo habían contratado, para
bailar corridos, a una mujer tan fea, tan torpe, tan con menos gracia, tan velluda.
Esa mujer era Conrado Figueroa.
Cuatro de los fugados recorrieron el desierto de Sonora para empezar una
nueva vida. El quinto decidió separarse antes que seguir aguantando las burlas
de sus compañeros cada vez que le recordaban la facha con la que había salido
del penal. Ni la libertad vale tanto. Para un mexicano ese tipo de broma sólo
podía cobrarse de dos maneras: o se liaba a tiros con los cuatro o se despedía
de ellos con un apretón de manos y aquí paz y en el cielo gloria. Conrado no era
hombre de matanzas. Jamás le había hecho daño a nadie. La necesidad lo había
empujado a desvalijar alguna tienda o a asaltar a algún tipo en una calle oscura.
Pero de eso a matar a alguien había un trecho. De modo que un día, recién
amanecido, decidió divorciarse del cuarteto de falsos mariachis —aún llevaban
encima parte de las ridículas ropas— y buscarse la vida en otra parte.
Y la vida lo llevó en un navío de pesca. Y lo desembarcó en Sicilia. Conrado
se juró que no pararía de andar hasta que el olor a pescado y a brea no se le
fuese. Y vino a írsele una noche. En Milán. Así. De pronto. En el cuarto de baño
de la pensión donde vivía. Después de secarse, le dejó a la casera, en un cestón
de mimbre, la toalla para lavar. Cuando la mujer entró, él estaba afeitándose. Lo
miró, sacó del cestón la prenda, la olió, negó con la cabeza y se la devolvió. Su
pensión no era el Ritz, bambino. Aquella toalla podía aguantar dos o tres duchas
más, bambino. Si quería un trato especial, tendría que pagar suplemento,
carísimo bambino. Él se acercó el paño a la nariz esperando hallar aún restos de
su tormentoso viaje. Pero, en efecto, sólo olía a jabón y a humedad. A su
cuerpo de antes. Al recuerdo que tenía de su propio olor sin sombras. Entonces
prorrumpió en una sonora carcajada, agarró por la cintura a la matrona italiana,
la llevó en volandas por todo el pasillo, la abrazó, la besó, casi le cogió el culo.
Le costó una semana hacerse perdonar, siete días con sus siete noches de
ruegos y regalos hasta convencer a la casera de que no estaba loco, de que no
era un peligro, de que era un bambino de fiar, de que aquel arranque de
entusiasmo sería el último, se lo juro por el manto de la virgencita de Guadalupe.
Y decidió quedarse para siempre allí.
Hasta que llegó Constanza y él la vio. Y se enamoró. Y se fugó con ella.
Primero a Londres, ciudad en la que vivieron felices unos meses. Y,
finalmente, a Edimburgo, adonde Constanza llegó embarazada de su único hijo.
El resto fue rodado. Comenzaron como camareros, en The elephant house. Al
dueño, un escocés fornido y animoso apellidado McAllistair, qué menos, le dio
lástima la pareja. Los vio tan desgraciados que no supo negarse a atenderlos. Y
bien que lo hizo, carajo. Primero, los acogió en su casa, en el piso de arriba del
local. Luego les dio trabajo: a él fregando platos y a ella sirviendo mesas. Una
estrategia mercantil, decía. Eso atraería a los clientes para ver a la guapa
milanesa. Hasta que ella ya no pudo ocultar la barriga y los hombres comenzaron
a avergonzarse de tantas cochinadas que le habían soltado a la chica
aprovechando que no hablaba el inglés de Escocia. Entonces a McAllistair le
entró arrepentimiento. Les cambió los papeles: metió a Constanza en la cocina y
sacó a Conrado al salón. Y, con el tiempo, para premiarles el trabajo y el
sacrificio, por su dedicación al negocio día y noche durante más de diez años, y,
según las malas lenguas, porque se había enamorado de ella como un loco, los
convirtió en sus socios. Cuando el viejo murió, sin familia, sin nadie que
reclamara una libra, les dejó la casa y el bar en herencia, ya le digo, una puritita
suerte.
Aquel relato que parecía sacado de una novela de Gabriel García Márquez,
aún siendo revelador, no acabó de convencer a César Castillo. Antes al
contrario, lo dejó más confundido. En mitad de tanta ternura exagerada, había
algo que no encajaba: si tanto se querían, ¿a qué venían, entonces, aquellas
cartas tan apasionadas que recibía Patricia cada semana? Si Conrado —allí
estaba la C. burlándose de nuevo— había descubierto el verdadero y único
amor de su vida, ¿cómo podía decirle aquellas cosas?, ¿con qué derecho se
permitía tener tales sentimientos? Y, sobre todo, ¿con qué derecho se los
descubría?
Uno puede querer, pensaba César, a la mujer de otro hombre, sí. Pero de
frente. Dando la cara. Enseñando las intenciones. Si hiciera falta, incluso,
enfrentándose al marido. Diciendo, mire usted, me he enamorado de su mujer,
qué le vamos a hacer, esas cosas no se eligen, esas cosas pasan y uno tiene que
apencar con ello, ¿estamos?, pues eso, me he enamorado de su mujer y vengo a
pelear por ella. Entonces, César hubiera aceptado el desafío. Lo hubiera
respetado como rival y como hombre. Pero aquel juego ruin de enviar recados
sentimentales era una cobardía que no casaba nada con la historia que acaba de
oír. Era una deslealtad. Con él y con Constanza.
Porque esa era otra.
César andaba tan indignado que se había olvidado de Constanza. Y, de
pronto, le surgió otra duda mayor: ¿por qué había reaccionado la italiana de
aquella forma cuando los vio aparecer por The elephant house? Se le había
pasado por alto ese detalle. La niebla de Edimburgo, tal vez, le había impedido
enfocarlo bien. Ella se había impresionado. Sin duda. Tanto que no había podido
reprimir las lágrimas. ¿Lágrimas de dolor por la amiga muerta? ¿O lágrimas de
alivio, de paz, de gracias-Dios-mío-por-acabar-con-esta-pesadilla? ¿Significaba
eso que estaba al tanto de la relación de su marido con Patricia?
No.
Seguramente no tenía ni idea de que Conrado albergaba aquellos
sentimientos hacia otra mujer. Eran amigas, eso estaba claro. O lo habían sido.
Se habrían conocido en Milán, cuando jóvenes, en la época en que Patricia
estudiaba diseño. Esa tenía que ser la conexión. Lo que César ignoraba era
cómo había continuado la cosa, quién había seguido a quién hasta Edimburgo.
De haber podido elegir una versión, la cosa hubiese sido que Patricia se habría
dado cuenta de que lo quería a él, a César, habría roto con el azteca, habría
decidido poner tierra por medio y cambiar de Feria. Y, entonces, Conrado la
habría seguido para estar más cerca de ella, aunque fuese de mirón. O, a lo
peor, fue al revés: Conrado eligió a Constanza y se fugó con ella, y a Patricia no
le quedó otro recurso que seguirlos a Edimburgo y tragarse su vanidad y aceptar
las sobras que le dejaban.
Nada hay más corrosivo que una duda a destiempo. Es como una úlcera que
se te come todo por dentro. La sientes avanzar en tu interior y no hay postura
humana que te evite su quemazón. Y César Castillo no estaba dispuesto a seguir
soportando aquel sufrimiento. Le preguntó a la niña si no quería llamar a su
abuela. Le dejó su teléfono y le pidió que le diese recuerdos a ella y al cura,
mientras él iba a cumplir con los dueños del bar: alguien tenía que darles la mala
noticia a los amigos de Patricia y siempre es mejor una voz cariñosa que sienta
de verdad lo ocurrido. Ella, por su parte, tenía tantas ganas de escuchar la voz
de Carlota que ni siquiera se fijó en la expresión de tristeza de su padre.
Se acercó a la barra y se presentó a Conrado padre. Iba a empezar
diciendo algo para confortarlo, lo tranquila que estaba Patricia al final, lo poco
que sufrió, lo en paz que parecía su mirada, pero Figueroa no lo dejó continuar.
Con voz entrecortada y un amago de sonrisa, le rogó, por favor, ahora no
podemos hablar, entienda que toda esta gente está esperando por su almuerzo y
usted no conoce lo que es capaz de hacer un escocés con hambre; además,
nosotros necesitamos un poco de tiempo para asimilarlo; hagamos una cosa,
usted me dice en qué hotel se hospeda, y le prometo que mi mujer o yo
buscaremos un hueco esta noche e iremos a verlo allá, creo que ya poco importa
que esperemos unas horas, ¿verdad?
Verdad.
Era sincero. Nadie miente tan bien. César aceptó el trato, le dio la dirección
del 19 de St. Bernard's Crescent, y le dijo que allí los esperaría sobre las diez y
media, después de acostar a Carla, en el bar del hotel. Le pidió la cuenta. Le
explicó que prefería dar un paseo antes de comer, que le quedaban
cuarentayocho horas de estar en Edimburgo y aún no conocía ni Victoria Street
ni Morningside ni Brunstfield, ni siquiera la Royal Mile. El hombre lo entendió
perfectamente. Le deseó buena tarde. Le aconsejó algunos sitios que valían la
pena. Y lo invitó al té, de ninguna manera aceptaría cobrarle a la familia de
Patricia Delgado.
Se despidieron.
Hasta la noche.
Y César Castillo se pasó la tarde entera preguntándose con cuál de los dos
habría de tenérselas tiesas a las diez y media, en el bar del hotel.
CARLOTA le confesó a su nieta las ganas que tenía de achucharla.
Le habló de lo fantástica que era Roma. De sus museos. De sus iglesias. De
sus estatuas. De cómo se ilumina todo de noche. De cómo ríe la gente a cada
rato. De sus calles y sus plazas y sus callejones. Le prometió que algún día
regresarían allí juntas, cuando Carla fuera mayor. E irían de compras. Y
pasearían. Y comerían en los restaurantes más coquetos del mundo. Y se
echarían un novio italiano. Las dos. Sí. El de ella se llamaría Paolo y el de Carla,
Renato. Y vestirían esos trajes tan elegantes con sus camisas de cuello vuelto y
sus zapatos finos y relucientes.
La chiquilla se rió de ella, estás loquísima, abuela, pero te quiero igual,
¿hasta mil?, hasta mucho más de mil, tengo ganas de verte, te extraño tanto, esto
está bien, pero es muy gris, siempre hay niebla y no se ve el sol, papá dice que
está por algún lado, pero a mí me da que se equivoca, ya sabes cómo es papá
de despistado, ahora está hablando con unos señores que tienen un bar y que,
según él, conocían a mamá, sí, a ella no la conozco porque, desde que llegamos,
se escondió en la cocina y no ha salido, pero él parece un señor muy amable,
habla español, un poco raro, como en las series de la tele, sí, y tienen un hijo que
es guapísimo, Conrado se llama, con los ojos así, achinados, ¿sabes lo que te
digo?, y el pelo muy negro y largo, ¿eh?, no, no me estoy rajando, abuela,
iremos a Roma las dos juntas, pero sólo si Renato se parece a Conrado, ¿vale?,
te dejo, abuela, que ya vuelve, papá, ah, se me olvidaba, muchos recuerdos de
su parte, para ti y para el padre Matías, adiós.
Carlota Ferraz se sintió la mujer más feliz de la tierra. Su carácter era el de
una luchadora. En vez de pensar en lo que le había quitado la vida, pensaba sólo
en lo que le había dado. Y le había dado un marido cariñoso, dos hijos
encantadores de los que sentirse orgullosa y una nieta preciosa a la que adorar.
Y ahora, cuando ya no esperaba nada más, le había dado también una nueva
oportunidad de ser feliz al lado de otro hombre.
De eso no habló con Carla.
Si a ella le costaba entender lo que estaba pasando, cualquiera sabría cómo
se lo tomaría su nieta. Pero no quería pensar en ello. Les aguardaban
cuarentayocho horas en Italia y no iba a permitir ni una nube en el cielo de su
felicidad. El lunes, despertaría en su cama, en Santa Brígida, y acaso no sabría si
había soñado todo, si todo habría sido producto de su ilusión, si se estaría
volviendo majareta por la edad.
En cualquier caso, habría valido la pena el sueño. Tanto que podría
sobrevivir alimentándose únicamente con el recuerdo de aquellos siete días.
Había leído en un libro de Julián Marías, uno sobre la educación sentimental, que
no es lo mismo «amor» que «enamoramiento», que los enamoramientos son
como las gripes: aunque te vacunes, no te libras de padecerla una vez al año; sin
embargo, el amor sólo llega una vez. Con mucha, mucha suerte, dos en la vida.
Y ella era una mujer de mucha, mucha suerte.
Esa noche, abrazada a Matías, en la cama, le preguntó si sabía qué era lo
mejor de aquel amor tardío.
—¿Qué no puedes quedarte embarazada?
—Mira que eres tolete.
—Entonces, ¿qué?
—Que disfrutas de todas las ventajas de la relación y te ahorras todos los
inconvenientes.
—Lo que yo decía, que no puedes quedarte embarazada.
—Eso, dicho por un cura, suena sacrílego.
—Es que lo dice un cura sacrílego.
—¡Qué tontería! No es a eso a lo que me refiero.
—Pues ¿a qué?
—A que los jóvenes se pierden lo mejor de la cosa: en su ímpetu, lo quieren
vivir todo a la vez, no saben paladear los momentos, malgastan los pequeños
detalles que hacen de estar enamorado una delicia. Cuando te ocurre a nuestra
edad, comprendes que cada segundo es un tesoro que hay que cuidar porque
puede ser el último.
—Me estás asustando. ¿No pensarás morirte ahora, verdad? Mira a ver qué
le digo yo a mi obispo después.
—No te burles… ¿Tú piensas alguna vez en la muerte?
—Mucho, pero no en la mía. Si me dedicase a pensar en mí, no podría darle
ánimos a los que ya la tienen encima. Cuando convives con ella, da menos
miedo.
—Porque tú tienes asegurado el cielo, jeringado.
—Mujer, más de uno te diría que esto que hacemos no es muy católico.
—Tu Dios no puede condenarte por amar al prójimo.
—Escúchame: primero, también es tu Dios; segundo, tampoco puede
condenarte a ti por no creer en Él; y tercero, nosotros debemos de ser la más
pequeña de sus preocupaciones ahora mismo, para mí que anda más ajetreado
en otras cosas. Pero hablábamos de la muerte y el problema con ella es otro.
—¿Cuál?
—Carlota, para morirse sólo hace falta estar vivo. Y, aún así, la muerte
escoge de un modo extraño. Cuando asistes al entierro de un anciano de
noventa años, la familia suele consolarse pronto. Se les oye decir «el pobre ya
descansó» o «ya había vivido lo suyo». Incluso proclaman, sin rubor, que era lo
mejor que podía ocurrirle. Sin embargo, cuando muere un muchacho de quince,
no hay consuelo que valga, es una trastada lo mires por donde lo mires.
—A eso se le llama ley de vida.
—Sí. Pero esa ley, a veces, es injusta: hay ancianos de noventa años que no
supieron nunca lo que era vivir. Se contentaron con existir. Y eso es tan triste.
—Caramba, Cobarrubias, me has salido epicúreo.
Estuvieron de acuerdo en que ellos, además de existir, habían vivido.
Plenamente. Sin reservas. Sin dejar nada para el día siguiente. Él en su
convicción de haber servido a los demás. Ella en la suya de haber fundado una
familia, criado a unos hijos, levantado un hogar. Por eso no pensaban en la
muerte. Ya no les importaría más. Que viniera cuando le diera la gana. Los
cogería dispuestos. Y, sin saber por qué, experimentaron la sensación de que,
además, los cogería juntos. Tal vez no en la misma cama, ni en la misma casa, ni
en el mismo pueblo, pero ninguno de los dos albergó dudas de que iban a estar
juntos el resto de sus días.
Esa noche lo celebraron. Se amaron muy despacio, como si sus cuerpos
fueran de papel de seda y temieran que se les deshicieran en las manos. Hicieron
juramento de que ninguno se moriría antes que el otro, de que vivirían para
siempre. Brindaron por la vida con las cervezas que Matías fue a buscar cuando
les entró la sed. Y vieron amanecer en la terraza de su habitación, sentados en
dos sillas de madera y abrigados debajo de un edredón de plumas.

Por su parte, César esperaba impaciente una visita. Había dejado a su hija
leyendo en su cama. Se había asegurado una disculpa para bajar al bar,
Conrado iba a traerle algunas cosas de su madre que, a lo mejor, querrían tener
ellos. Después, bastaría con decirle que no eran nada de valor y que, en un
arranque de generosidad, les había permitido que se las quedaran sus amigos
para que la recordaran.
Eso haría.
Entonces ignoraba que no estaba mintiéndole.
Fue muy puntual. No había terminado de sonar la media en un añoso
carrillón de pesas, cuando apareció por la puerta del bar. A pesar de que
apenas la había visto un momento, antes de que se desmoronara y desapareciera
detrás de la barra, la reconoció enseguida. Era Constanza. Llevaba un pantalón
tejano y una blusa larga que le llegaba casi a las rodillas. El cabello mojado y sin
peinar. Y unas gafas modernas de fina pasta azul. Debía de tener la edad de
Patricia, aunque su forma de vestir la hacía más joven. Se detuvo en la puerta
unos segundos para aclimatar la vista a la penumbra. Lo buscó con la mirada. Lo
vio. Y asintió.
Se presentó en dos zancadas adonde estaba César. Le ofreció la mano y se
presentó, Constanza Lualdi, encantada de conocerle finalmente. César le ofreció
asiento en una mesa y le preguntó qué quería tomar. Ella pidió un martini seco.
Él siguió con el whisky. Ella se mostró amable, Patricia hablaba mucho de usted
y de su hija cada vez que venía; al principio menos, pero, cuando se acercaba el
momento de regresar a casa, ya se le notaban las ganas; entonces, todo era
César esto y Carla lo otro. Él sonrió con la sonrisa chica. Según sus últimas
noticias, aquélla no parecía una actitud creíble en Patricia. Pero no contestó.
Constanza hablaba despacio. Quizás para enmascarar su acento milanés. Sin
embargo, en lo demás parecía franca. Las únicas indecisiones le nacían de su
incapacidad para encontrar las palabras justas. Por lo demás, se mostraba tan
segura en sus afirmaciones que César, aunque le estuvo buscando grietas a su
alegato, no las halló por ninguna parte. Primero le expresó sus condolencias por
la muerte de Patricia. Sus ojos se nublaron. Su voz se entrecortó. Le temblaron
los labios cuando dijo cuánto la quería y lo que había significado para ella su
amistad. En otras circunstancias se hubieran fundido en un abrazo, hubieran
brindado por ella, se hubieran reído juntos compartiendo anécdotas. Esa noche,
él se limitó a asentir a su dolor.
Luego se disculpó. Era consciente de la angustia que tuvo que sentir al leer
las cartas. Sí. Lo sabía. Al no recibir respuesta, se asustaron y telefonearon a
Sonia Valle. Y ella les contó lo ocurrido. Supieron de la muerte de su amiga.
César no podría nunca sospechar la tristeza, la pena que sintieron. Y lo de las
cartas. Eso fue lo más duro. Demasiado tarde para enmendar el entuerto.
Para evitarle el dolor. Constanza estuvo a un paso de llamarlo y explicárselo
todo. Pero Sonia le anticipó que César iba a estar en Edimburgo para Semana
Santa. Y decidieron esperarlo. Mejor. Esas cosas por teléfono son menos
reales, infinitamente más crueles. Uno no puede ver las reacciones. Las manos.
Los gestos. La mirada del otro. Siempre tendrá la duda de si le mienten o le
dicen la verdad. Es cierto que, cara a cara, tampoco se puede tener la certeza.
Entonces entra en juego la intuición. Eso era lo único que Constanza le pedía.
Que, a falta de certezas, hiciera caso de su intuición para creer lo que le iba a
contar.
Intuición e indulgencia. Él debía comprender que eran muy jóvenes. Que no
tenían conciencia de lo que hacían. Que miraban al mundo sin maldad. A un
mundo virgen, un mundo por descubrir, un mundo lleno de interrogantes y
desconciertos. Debía comprender que había pasado mucho tiempo. Que Patricia
y él aún no se conocían. Fue mucho antes de que ella se enamorara de él.
Mucho antes de que ella le decorara el piso. De que él le pidiera que se quedase
a compartirlo. De que ella aceptase. De que la felicidad se instalara en sus vidas.
De que naciese Carla.
César la interrumpió, con un movimiento leve de sus manos, disculpe si soy
brusco, Constanza, pero no he venido a que me cuente lo que ya sé; estoy muy
cansado, mi hija me espera para que le dé las buenas noches, y quiero cerrar
cuanto antes esta ventana que no me deja dormir, quiero volver a ser quien era;
por lo que me dice, veo que Patricia compartía con ustedes algo más que dos
semanas al año; lo que quiero saber es por qué si…, ¿cómo fueron sus
palabras?…, eso, por qué si la felicidad se instaló en nuestras vidas, ella siguió
manteniendo esa relación con su marido, por qué siguió alimentando esos
sentimientos y, sobre todo, por qué lo permitió usted.
Su expresión se extravió por completo, los ojos abiertos como lunas negras,
¿mi marido?, ¡cómo mi marido!; no, no lo ha entendido, las cartas eran mías. Era
yo quien le escribía a Patricia. Desde hace veinte años.
La sacudida fue tan violenta que César tuvo que aferrarse a la mesa para no
caer. En su desfallecimiento no pudo evitar tirar el vaso de whisky y un cenicero
de cristal que descansaba sobre la tabla. Constanza tuvo reflejos para sostenerlo
por el brazo y asegurarse de que mantenía el equilibrio. Luego, con cuidado, casi
sin hacer ruido, recogió los vidrios más grandes del suelo. Los llevó a la barra.
Le pidió al camarero un paño limpio para secar la mesa y limpiarle la chaqueta al
profesor Castillo. Le advirtió que aún quedaban los cristales más pequeños
desparramados por entre las mesas. Regresó a donde lo aguardaba él, con la
vista perdida más en el tiempo que en el espacio, demudado, incapaz de
reaccionar. Le preguntó si estaba bien.
¡Cómo iba a estarlo! Se había preparado para cualquier respuesta. Había
ensayado hasta la cara que iba a poner cuando le presentaran la verdad. Pero
aquello se salía de madre. Patricia y Constanza. Patricia y C. La C. que tanto lo
había importunado. Imposible. Por ese aro no iba a pasar él, comprendo que
usted quiera proteger a su marido, sí, que quiera proteger a su hijo, pero no le
consiento que utilice a Patricia para eso, ¿no pensará que voy a creerme ese
disparate, verdad?, ¡Patricia y usted!; vamos, me niego a aceptarlo, si no quiere
contármelo, váyase por donde ha venido, pero no alimente mi dolor con esa
sarta de embustes, no me lo merezco, ¿le parece poco sufrimiento el que he
tenido?; no, señora mía, no la creo, su hijo Conrado me contó la historia y…
Constanza le impidió que siguiera por ese rumbo, por favor, César, ¿qué
esperaba?, mi hijo es un muchacho noble, no sabe mentir, le contó lo que él cree
la verdad, le contó la versión que hemos mantenido viva para él, en lo que a mí
respecta, la única versión, fuera de aquí no admitiré otra distinta, eso puede
ponerlo por escrito; ¿ha visto cómo mira a su padre?, ¿cómo viste?, ¿cómo lleva
el cabello?, ¿cómo anda?, está realmente enamorado de él, de él y de todo lo
que él significa; nosotros jamás le hemos ocultado el pasado de mi esposo,
cómo se ganaba la vida de joven, su estancia en prisión, su fuga, esa es buena
lección para un chico de su edad; tampoco le ocultamos la forma en que nos
conocimos, en que nos escapamos de Milán, en que llegamos a Edimburgo, esa
es la parte linda, la romántica, hasta aquí no hay trucos, ocurrió todo así; pero en
la vida también hay razones oscuras, razones que escondemos en el desván,
razones de las que no nos sentimos orgullosos.
»Patricia y yo nos conocimos siendo casi unas niñas; yo estudiaba el último
año en el instituto y ella había llegado a Milán a hacer un curso de
disentimiento, sí, perdón, de diseño, a veces el idioma se me traba; pues nos
presentaron en una fiesta universitaria, en el campus de la Sacro Cuore, lo
recuerdo muy bien, podría describirle hasta la ropa que llevábamos puesta, nos
hizo mucha gracia, parecíamos gemelas, íbamos igual, con tejanos y blusones de
cuadros rojos y blancos; nos hicimos amigas, ella andaba algo perdida y yo le
enseñé la ciudad, pasamos unos días fabulosos, hacíamos lo que cualquier
muchacha: hablábamos de chicos, nos intercambiábamos la ropa, nos
escapábamos de clase para ir de compras, fumábamos a escondidas, ¿usted no
fumó marihuana de estudiante?; el caso es que, entonces, yo empecé a verla de
otra forma y, antes de que quisiera darme cuenta, ya me había enamorado de
ella; sí, yo había estado con muchachos, tuve un novio en el instituto pero no fue
nada serio y, por supuesto, no pasamos de los besos y las caricias, él quería
más, claro, pero a mí me daban miedo mil cosas: la ira de mi padre, el castigo
divino, quedarme embarazada; cuando llegó Patricia ya no volví a tener miedo y
comprendí que sentía por ella algo que no se podía comparar con lo que jamás
había sentido ni sentiré por nadie; pero no saque conclusiones precipitadas: para
ella fue sólo una experiencia, creo que todas las mujeres pasan por eso, pronto
entendió que le gustaban los chicos y se distanció; para mí, sin embargo, lo fue
todo, yo no he dejado de quererla, nunca; entiéndame bien, amo a mi marido, es
un buen hombre, me ha dado un hijo y una vida maravillosos, pero nunca olvidé
a Patricia; luego, nuestra relación se convirtió en algo distinto, ella siempre dejó
claro que éramos sólo amigas e hicimos un pacto: yo me conformaría con su
amistad —prefería verla así, a cuentagotas, que perderla para siempre— y ella
cambiaría la Feria de Milán por la de Edimburgo para poder estar juntas, al
menos, dos semanas al año; durante mucho tiempo nos escribimos para tenernos
al tanto de nuestras vidas, ella me hablaba de ustedes y yo de mi familia; puede
comprobar las cartas, creo que las guardaba todas, ¿dígame?, ah, sólo leyó las
últimas, claro, ahora me explico el lío; verá las últimas fueron más personales,
desde que ella enfermó, podía irse en cualquier momento, y yo me juré que no
se marcharía sin saber todo lo que la quise; ella me animaba a hacerlo, sin
comprometer su matrimonio ni faltar a la verdad, decía que mis palabras le
hacían bien, que sólo conmigo podía hablar de la muerte porque a ustedes les
había afectado mucho todo aquello y, cada vez que lo intentaba, acababan
llorando, eso nos unió más, era como compartir un secreto, pero debe saber que
Patricia nunca le fue infiel a usted ni en el pensamiento, aquí traigo sus cartas
para que las lea, verá que no hay ni una sola en la que no hable de su marido y
de su hija; si alguien hay culpable en este enredo soy yo y no Patricia; se estará
preguntando por Conrado, ¿verdad?, bueno, él lo sabe todo, le daba a leer cada
una de las cartas que enviaba, jamás le he mentido; no debe usted juzgarlo, la
suya puede parecer una conducta indigna, pero le aseguro que es un hombre de
la cabeza a los pies, un hombre como no hay otro; ya se lo he dicho, lo amo, lo
he amado cada uno de los días de mi vida, sin él esa vida sería un infierno,
porque hay algo más, siempre hay algo más; la tarde en que Patricia se
marchaba de Milán para regresar a Las Palmas, mi padre nos encontró en mi
cuarto; no estábamos haciendo nada malo, se lo prometo, sólo era la tristeza de
la despedida, pero él no me creyó y me echó de casa; intenté explicárselo y su
única respuesta fue coger todas mis cosas y ponerlas en la puerta de la calle, el
muy mascalzone cambió la cerradura al día siguiente; hasta mis propias amigas
me dieron la espalda, nadie quería tratos con una lesbiana, fue un escándalo, le
estoy hablando de mil novecientos setentainueve; la familia tuvo que mudarse de
barrio para evitar las murmuraciones, la deshonra, el honor en Italia es sagrado,
tanto como la religión, en algunas regiones me hubieran internado en un convento
y hubieran tirado la llave; así que me vi sola en el mundo, sin familia, sin amigos,
sin Patricia, que tuvo que marcharse, el único que se mantuvo firme fue él,
Conrado, estaba enamorado de mí, se mostró dispuesto a cualquier cosa, por
eso huimos, nos convertimos en apátridas, en dos solitarios sin pasado, nos
hicimos fuertes el uno junto al otro, estuvimos vagando por ahí hasta que
llegamos a Edimburgo, el resto lo conoce por mi hijo, ¿verdad?, aunque él le
habrá dicho que heredamos el pub de su antiguo dueño, McAllistair, eso
tampoco es del todo cierto, la verdad es que se lo compramos; cuando murió mi
padre, mi madre no dejó que asistiera a sus funerales, ni siquiera quiso verme,
aún no había olvidado la afrenta, pero modificó el testamento para legarme un
dinero, al principio pensé en devolvérselo intacto, si hubiese estado sola lo
habría hecho, pero tengo un hijo, me tragué la vanidad e invertí en el negocio
para dejarle algo a Conrado; esa es la historia, puede usted hacer dos cosas: o
creérsela y volver a casa habiendo ganado a unos amigos que harán por usted y
por su hija lo que sea que les pidan, o cerrar los ojos y vivir con su dolor el resto
de su vida, usted decide.
CUANDO Conrado la vio aparecer por la puerta del bar, poco después de la
medianoche, exhaló el suspiro de alivio que llevaba trancado en el pecho desde
el verano de mil novecientos setentainueve. A punto estuvo de soltar una lágrima,
pero su mitad mexicana pudo más que su mitad escocesa y se aguantó. A ella le
bastó un gesto, una leve sonrisa, un guiño apenas perceptible para devolverle a
su marido la paz. Se acercó a la esquina de la sala donde él atendía a una pareja
de jóvenes estudiantes. Lo besó en el cuello. Le despeinó el flequillo. Y le
susurró al oído, ya está, mi amor, ya podemos llorarla definitivamente.

En el 19 de St. Bernard's Crescent , César Castillo entró sin hacer ruido en el


cuarto que compartía con su hija. De puntillas llegó a la luz del baño. La
encendió y dejó la puerta entreabierta. Se acercó a la cama. La miró. Dormía
como un ángel, las manos sobre el pecho, el rostro limpio, la respiración dulce.
La arropó con la manta para que el frío no pudiera tocarla. Se desvistió en el
triángulo de luz que había florecido en el suelo. Se puso el pijama. Abrió el
balcón con sumo cuidado y salió a la noche escocesa. Le quedaba tan solo una
pregunta que hacerle a la luna. Después, tan cierto como que hay Dios, no
volvería a pensar en ello. Cuando su suegra, tres días más tarde, le interrogara
sobre lo sucedido en Edimburgo, él se encogería de hombros para responder,
había tanta niebla que no pudimos encontrar el dichoso bar, otra vez será.

Matías Cobarrubias y Carlota Ferraz dormían, desnudos y abrazados. Ella


apoyaba su cabeza en el pecho de él, el lugar de la tierra donde mejor se sentiría
en los próximos años. La luna de Roma echaba raíces también en su habitación.
De vez en cuando el silencio se rompía con la voz de algún borracho majadero
que le cantaba a los balcones vacíos. Entonces, ellos entreabrían los ojos, se
aseguraban de que no estaban solos, de que no iban a estarlo nunca más, y
volvía a dormirse.
Quien no podía descansar era Sonia Valle. Había algo en el aire, tal vez el
viento trémulo, que no la dejaba conciliar el sueño. Pensaba en un pub, en un
salón de madera envejecida al que acudían, cada noche, un puñado de
escoceses ebrios. Ella había estado allí. Una vez. Lo recordaba de un modo
confuso. Andaba tan concentrada intentando descubrir una mirada extraña, una
mueca a contrapelo, una palabra fuera de lugar que pudiera interpretarse como
un signo de complicidad, que se perdió toda la escena.
Patricia le había contado, durante el vuelo de Madrid a Edimburgo, la
historia de Constanza Lualdi. Creía que lo conocía todo acerca de ella, habían
vivido tantas cosas juntas. Y, de repente, le salía con aquel oscuro romance con
la milanesa de piel blanca e inocencia desmedida. Había durado lo que dura un
amor a los dieciocho años. Ella se sentía sola, jamás había salido de casa, no
conocía a nadie en Milán. Y la tercera semana de estar allí, cuando ya había
empezado a desmoronarse, cuando comenzaba a pensar en mandarlo todo a la
porra, en mandarse a mudar, en volverse a Las Palmas a buscarse la vida, llegó
la Lualdi a inundar de sonrisas el mes de octubre.
César no lo sabía. Si es por ella, no lo sabría nunca. Era un asunto que nada
tenía que ver con él. Un momento en el que él no existía. Un lugar que nunca
volvería a existir más que en el recuerdo. Sonia le preguntó si no tenía la
impresión de estar engañándolo, si aquello no era una infidelidad disimulada. Ella
le devolvió una mirada roca, cortante y afilada, sí, siento que le estoy engañando,
pero prefiero vivir con eso a vivir sin él.
Lo quería.
Con devoción. Con fe sincera. Por eso Sonia, cuando lo de la cartas, fue
incapaz de contárselo, aunque le dejó claro que se equivocaba de punta a rabo.
Ahora, en ese mismo instante, posiblemente él estaría descubriendo la verdad. Y
ella, Sonia, no podía dormir pensando en cuál de las versiones de la verdad iba a
creerse César Castillo: ¿la de Patricia niña inocente?, ¿la de Patricia adulta y
asustada?, ¿la de Patricia madre protectora?, ¿la de Patricia puta y lesbiana?
Y, a esa misma hora, en la residencia de estudiantes, Isabel Nsé abría, con
manos temblorosas, un sobre con el membrete del Ministerio de Asuntos
Exteriores. Lo leía en silencio, intentando captar cada uno de los términos tan
torcidos que usaban para negarle la exención del visado, para explicarle que no
habían hallado razones para dárselo, pero para aclararle que tenía derecho a una
segunda revisión de su expediente si lo solicitaba en un plazo no mayor de diez
días hábiles.
Por supuesto, lo solicitaría.
Ellos no sabían lo tozuda que podía llegar a ser.

Fin

Doc

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