Canto 2 Literatura
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Narrador: Después de tantas victorias como hubo de ganar en aquellas tierras, Mio Cid decide
alejarse de Zaragoza, y poniéndose de nuevo en marcha, va dejando tras sí Huesca y los campos de
Montalbán. Quiere ahora luchar de cara a la mar salada. El sol sale por Oriente, y él irá en esa
dirección. Pronto conquista Jérica, Onda y Almenar, las tierras de Burriana y por último, la ciudad
de Murviedro cae en sus manos. Es indudable que el favor de Dios le acompaña. Su espada parece
invencible, y el temor cunde por toda la comarca. Los moros de Valencia comprenden, sin
embargo, que no hay más remedio que hacerle frente y después del haber celebrado consejo,
salón sigilosamente en su busca con todas la pueden disponer que en la noche, llegan al amanecer
y pintan sus tiendas, dispuestos a irse de la ciudad de Mio Cid, al eros se maravilla de manera
comprende que, para darles batalla, tiende que con todas sus fuerzas mandando Videlas que Mio
Cid aprobó el plan de Minaya, y transcurrió la noche en preparativos, sabiendo cada cual de
antemano el puesto que ocuparía en la lucha. Al amanecer, Mio Cid da la señal de ataque:
Mio Cid: ¡En el nombre del Creador y del apóstol Santiago, atacad, mis caballeros, con todo valor y
afán! ¡Aquí está el Cid Ruy Díaz, el Campeador de Vivar! Hoy las gentes de Valencia nos han venido
a cercar; sí en estas tierras nosotros nos quisiéramos quedar, muy firmemente a
estos moros tenemos que escarmentar”.
Narrador: A Los jinetes alancean las tiendas moriscas, que se vienen abajo con estrépito, y golpean
sin tregua al enemigo. Pero éste es muy numeroso, y está a punto de rehacerse, cuando Álvar
Fáñez irrumpe con los suyos en el campo y los pone en fuga. Los moros, dándose a por vencidos
escapan a uña de caballo. Pero los caballeros de Mio Cid los persiguen hasta las puertas mismas de
Valencia, y logran matar en esta persecución a dos emires moros. Luego, saquean todo el campo
en torno, y regresan cargados de botín a Murviedro. Pero Mio Cid no les da vagar y prosigue
incansablemente su campaña. Conquista Cebolla, Peña Cadiella, con sus salidas y entradas, llega a
Cullera, sube hasta Játiva, se acerca a Denia, y tres años pasa en estas tierras de moros, apresando
y conquistando, durmiendo de día y a caballo por la noche, posando tan pronto en un lugar como
en otro. Los moros de aquella vega, escarmentados y empavorecidos, se han refugiado en
Valencia, y no se atreven a salir de sus murallas. Sus huertas asoladas por las huestes del Cid han
quedado sin cultivo, en barbecho sus sembrados, y al cabo de tres años falta el pan u la harina con
que amasarlo. Cunde el desconsuelo. Nadie sabe qué hacer, el plañido es general. Padres e hijos,
amigos y deudos, no pueden valerse. Se ve morir de hambre a niños y mujeres. ¡Ay, qué gran
desgracia es la falta de pan!
Al fin, no sabiendo qué hacer en trance tan duro, se les ocurre acudir impetrando su auxilio al
poderoso rey de Marruecos. :
CAPITULO II
Pero el rey de Marruecos, en guerra a la sazón con los almohades, no pudo acudir en ayuda de los
moriscos valencianos. Al saberlo, Mio Cid tiene una gran alegría y decide intentar la toma de
Valencia. Abandonando de noche Murviedro, llega al amanecer a tierras de Monreal y manda en
seguida lanzar pregones por Aragón y Navarra, y envía mensajeros a Castilla, anunciando que
quien quiera dejar trabajos y ganar riquezas guerreando venga con el Cid, que va a poner sitio a
Valencia, para entregarla a la cristiandad.
Pregonero: “Quien quiera venir conmigo de voluntad ha de ser, que no por fuerza. 'Tres días le
aguardaré en el Canal de la Celda”.
Narrador: Hecho esto, el Campeador vuelve a Murviedro, adonde se le vienen a reunir muchas
gentes, de todos los reinos cristianos colindantes. Sin esperar más, viendo crecer por días su
grandeza, Mio Cid marcha sobre Valencia y la sitia, sin dejar resquicio por donde le pueda llegar
socorro alguno.
Nueve meses duró el cerco de Valencia; al comenzar el décimo, no tiene más remedio que
rendirse. Grande es la alegría, y grandes los festejos en toda la comarca. El botín es inmenso; el
oro y la plata, ¿quién lo podría contar? Los que comenzaron como peones, ya son caballeros, y
todos ellos, los de a pie como a caballo son ya ricos. Al fin, no sabiendo qué hacer en trance tan
duro, se les ocurre acudir impetrando su auxilio al poderoso rey de Marruecos. El quinto que toca
a Mio Cid suma treinta mil marcos en moneda acuñada, y son incontables los demás bienes que le
caben en suerte.
Mio Cid: ¡Qué alborozo el de todos cuando en lo alto del alcázar plantan la enseña del Campeador!
Narrador: Descansando estaba: de sus campañas Mio Cid cuando le llegó noticia de que el rey
moro de Sevilla, airado por la toma de Valencia, viene a recobrarla con treinta mil hombres de
armas. Dos batallas se libraron allí en la huerta, llegando en la lucha hasta cerca de Játiva.
Rechazados por las huestes de Mio Cid, el de la luenga barba, tuvieron los moros que volver a
pasar el Júcar, en cuyas aguas se ahogaron no pocos de ellos. El mismo rey de Sevilla escapa a
duras penas, con tres heridas, habidas en el combate.
Si fue grande el botín al ser tomada Valencia, aún fue mayor el de esta victoria, De los hombres de
Mio Cid, le tocaron al que menos cien marcos de plata.
Ahora sí que encuentra el Cid un reposo bien ganado. Las barbas, en tanto, le crecen y se le van
alargando, en cumplimiento de aquel voto que hizo cuando fue desterrado de Castilla:
Mio Cid: “Por amor del rey Alfonso, que de sus tierras me ha echado: no entre en mi barba tijera,
ni un pelo sea cortado; y hablen de esta promesa todos, los moros y los cristianos”,
Narrador: A todos los que con él salieron de Castilla, Mio Cid ha colmado de riquezas, dándoles
casas y heredades en Valencia. Todos se hacen lenguas de su generosidad largueza, pero teme que
algunos, ya ricos, quieran volverse a sus tierras y no vuelvan a acordarse de él, y necesitando
conservar junto a él buenos guerreros y hombres leales, ordena, aconsejado por Minaya, que
todos aquellos que con él ganaron algo que abandonaran Valencia sin pedirle su venia y declararse
sus vasallos, los prendan donde dieren con ellos y los despojen de sus bienes y los cuelguen de un
palo, Luego, confía sus proyectos a Álvar Fáñez
Álvar Fañez: He pensado, Minaya, hacer un registro de todos aquellos que me siguieron y ganaron
conmigo algo. Haremos una lista de ellos, y todos serán contados, y si alguno se escondiere o si de
menos lo echamos, sus bienes serán repartidos entre los demás vasallos que a ganar Valencia me
ayudaron y que me ayudan a conservarla.
Mio Cid: ¡Gracias demos a Dios, Minaya, y a Santa María Madre! Con muy pocos salimos de mis
tierras de Vivar; ahora somos muchos y ricos, y aún habremos de tener más. Si os pluguiere,
Minaya, y no fuere para vos pesar, querría enviaros a Castilla, donde está nuestra heredad, a
saludar al rey Alfonso, que es mi señor natural. De estos bienes y riquezas que he ganado por acá
darle quiero cien caballos; ídselos vos a llevar. Por mí, besadle las manos y en mi nombre a él
rogad, que mi mujer y mis hijas, que allí hubieron de que el me hiciera la gran merced de
dejármelas sacar. Con lo que el rey os dijere mandadme un mensaje vos; yo enviaré a buscarlas,
vos fijaréis los detalles; la esposa del Cid y sus hijas las infantas, con gran honra cumple que hagan
su entrada en estas tierras extrañas que nuestro esfuerzo ganó.
Narrador: Cien hombres ordena Mio Cid que acompañen dando guardia a Álvar Fáñez en su
misión, y le da mil marcos para San Pero de Cardeña, encargándole que de ellos dé quinientos al
buen abad don Sancho, se lo agradezcamos.
Estaban haciendo los preparativos de marcha cuando acertó a llegar, de tierras de Oriente, un
tonsurado, al que llamaban el obispo don Jerónimo. Era muy docto en letras y muy sesudo, y lo
mismo a pie que a caballo hombre aguerrido. Mostraba gran admiración por las hazañas del Cid y
ansiaba encontrarse con moros en el campo de batalla. Cuando lo oyó Mio Cid, dijo. muy
satisfecho:
Mio Cid: Oíd, Minaya Álvar Fáñez, por Aquél que está en lo alto: cuando Dios servir nos quiere,
bien es que viendo fundar quiero un obispado, y lo daré a don Jerónimo, buen caballero cristiano.
Esto también en Castilla podréis a todos contarlo.
Narrador: Según anunciara Mio Cid, don Jerónimo es nombrado obispo de Valencia, con gran
alborozo de todos los cristianos que ahora la pueblan. Y Minaya, despidiéndose del Cid y de sus
compañeros de armas, par- te alegremente para cumplir la misión que le fuera en- comendada.
CAPITULO III:
Narrador: Dejando en paz y tranquilas las tierras de Valencia, Minaya Álvar Fáñez se dirige hacia
Castilla con su séquito de cien caballeros y los cien caballos que Mio Cid envía en presente al rey
Alfonso. Al entrar en el reino castellano, se informó de dónde podría encontrar a la sazón a don
Alfonso, enterándose de que, habiendo salido el rey hace poco de Sahagún, lo más probable es
que lo encuentre ahora en Carrión.
Hacia allá se encamina Minaya, encontrando al rey en el momento en que éste sale de oír misa.
Yendo a su encuentro, en presencia de todo el pueblo se pone de hinojos Minaya ante el rey don
Allen y, besándole con gran humildad las manos, le dice así:
Minaya: ¡Merced, mi rey don Alfonso, por amor del Creador! Las manos manda besaros Mio Cid el
Campeador; las manos y pies os besa, cual cumple a tan gran señor, y que le hagáis gracia os pide,
en nombre del Salvador. Vos, rey, le desterrasteis, privándolo de vuestro amor, pero, aunque en
tierra extraña, su deber siempre cumplió: los pueblos de Jérica y Onda con sus ustedes conquistó;
tomado ha luego Almenar, y Murviedro, que es aún mayor; cayeron después Cebolla, y más tarde
Castejón, y Peña Cadiella, la villa fuerte asentada en un peñón. Con todas estas ciudades ya de
Valencia es señor, y en ella, para bien de las almas un obispado creó. En cinco lides campales
siempre su espada venció; grandes fueron las ganancias que le dio Nuestro Señor. En prenda de
ellas os traigo lo que podéis ver por vos: cien caballos corredores, todos ellos con guarnición; con
frenos y con jaeces y ricas sillas de arzón. El Cid os ruega, mi rey, que los toméis para vos; que es
siempre vuestro vasallo, y no tendrá otro señor.
Don Alfonso: De esas ganancias tan pingües que es el Campeador, ¡por San Isidoro bendito, me
alegro de corazón! Y pláceme mucho las nuevas que me traes de tu señor. Con alegría recibo estos
caballos que me envía en don.
Narrador: Pero si don Alfonso se alegra, no les pasa lo mismo a algunos de los señores que le
rodean, y el conde García Ordóñez no pudo disimular su sentir:
García Ordoñez: ¡Diríase que en tierra mora ya no hay hombres de valor, cuando así hace a su
guisa Mio Cid el Campeador!
Don Alfonso: Basta ya, conde García; no sigáis hablando, no; que de toda suerte el Cid mejor me
sirve que vos.
Minaya: Mio Cid os ruega también, que si os pluguiere, señor, a su esposa y sus dos hijas les deis
autorización para salir del convento en donde él las dejó, e ir a reunirse en Valencia con vuestra
fiel Campeador.
Don Alfonso: Pláceme de corazón; mientras fueren por mis tierras, cuidar de ellas sabré yo,
ponerlas ha cubierto de afrenta y de deshonor. Minaya, de todo ello habréis de encargaros vos, ya
que a vuestra lealtad y cuidado Mio Cid las confió. ¡Dado ahora, mesnadas y caballeros, escuchad
con atención! No quiero que pierda nada Mio Cid el Campeador: a todos los hombres de armas
que siguieren su pendón, lo que yo les confisqué quiero devolverles hoy; recobren sus heredades
aunque estén con el Campeador, y por la suerte de los suyos no padezcan desazón. Esto hago por
que puedan servir siempre a su señor.
Narrador: Álvar Fáñez vuelve a besar las manos del rey, y éste concluye:
Álvar Fañez: Los que quisieren marchar a servir al Campeador, mi venia tienen: con él vayan y en
la gracia del Señor. Más ganaremos con esto que con otro desamor.
Narrador: Entretanto, hablaban entre sí aparte los infantes de Carrión, mozos y sin casar aún, de lo
más linajudo de aquellos reinos cristianos, pero sin grandes bienes de fortuna. Viendo las donde
riquezas ya acumuladas por Mio Cid, y las que sin duda habrá aún de ganar, pon que podría ser
bueno para ellos casar con sus hijas; pero como el linaje de los condes de Carrión era mucho más
encumbrado que el de Ruy Díaz de Vivar, no se atrevieron todavía a confiar a nadie su
pensamiento, Acompañaron, sin embargo, a Álvar Fáñez un buen trecho de camino y, al
despedirse, le encargaron:
Álvar Fañez: os, que en todo sois de pro, hacednos hoy la bondad de llevar nuestros saludos a Mio
Cid el de Vivar, y decirle que como amigos de hoy más nos puede contar.
Narrador: Ofreció Minaya cumplir el mandato y continuó su camino hacia el monasterio de San
Pero de Cardeña, mientras los infantes se volvían a la corte.
Narrador: Echando pie a tierra, rezó un momento ante el altar de San Pedro, y de allí se dirigió a
ver a doña Jimena, a la que dijo:
Minaya: Albricias, doña Jimena; que Dios os guarde de mal, y que a vuestras dos hijas las quiera
también guardar, Mio Cid manda saludaros desde allí donde él está; gran riqueza y salud tenía
cuando yo le fui a dejar. Por gracia del rey Alfonso, en libertad quedáis ya de veniros a Valencia,
que ahora es nuestra heredad. Cuando el Cid os vea a las tres, sanas y sin mal, ¡qué pronto todas
sus penas se habrán ya de disipar
Narrador: Álvar Fáñez envió entonces tres de sus caballeros a Valencia para que comunicasen las
buenas nuevas a Mio Cid y le anunciaran que a los quince días, más o menos, llegaría allá con su
esposa y sus dos hijas. Al mismo tiempo comenzaron al monasterio caballeros de todas partes que
querían ir con Mio Cid. A los pocos días contaba Minaya más de sesenta y cinco nuevos caballeros,
aparte de los cien que con él enviara el Campeador, todos ellos ya impacientes por proseguir la
marcha.
Pero Minaya, luego de haber entregado al abad los quinientos marcos que el Cid ordenara, decidió
ir a Burgos a fin de emplear los dímeros restantes en comprar la más ricas vestiduras y aderezos, y
los mejores palafrenes y mulas, para doña Jimena y sus hijas, y las damas que habían de
acompañarlas.
Así lo hicieron, y ya se disponían a salir de Burgos cuando aquellos dos judíos, Raquel y Vidas, a los
que el Cid dejara en prenda las dos arcas llenas de arena, vinieron a arrojarse a los pies de Minaya,
clamando:
Raquel Y Vidas: ¡Misericordia, Álvar Fáñez, caballero de fiar! Si Mio Cid no nos paga, nuestra ruina
ello será. Páguenos, como dijo el Cid, y con ello nos salvará. Al interés renunciamos, si nos vuelve
el capital.
Raquel y Vidas: ¡Quiéralo así la divina voluntad! Que, de otro modo, dejaremos Burgos y lo Iremos
a buscar.
Narrador: De vuelta Álvar Fáñez al monasterio con las cosas mercadas, y llegado el momento de
despedirse, el buen abad, con gran duelo, le dice:
Don Jerónimo: ¡El Salvador os valga, Álvar Fáñez Minaya! En mi nombre las manos al Campeador
besad; y rogadle que este monasterio nunca eche en olvido, que nosotros, por nuestra parte,
jamás lo habremos de olvidar. Así, nosotros no vendremos a menos, y él cada día habrá de llegar a
más,
Narrador: Y, una vez terminadas las despedidas, se ponen en marcha. Por donde quiera que pasan
los reciben con gran alborozo. A los cinco días llegaron a Medina, y allí se detuvieron para que las
damas pudieran descansar más reposadamente.
CAPITULO IV:
Narrador: Al recibir Mio Cid en Valencia a los caballeros que le envía Minaya con el anuncio de su
próxima llegada en compañía de doña Jimena y sus hijas, el Campeador se alegra desde el fondo
del corazón, y dice:
Mio Cid: A quien buen mandadero envía, bueno hay también que enviar. Tú, Muño Gustioz, y tú,
Pero Bermúdez, marchad; y marchen también Martín Antolínez, entre los leales leal, y el obispo
don Jerónimo, sacerdote de fiar, con cien hombres bien armados por si hubiere que luchar. Por
Santa María, rimero, tendréis todos que pasar; después seguid a Molina, que más adelante está;
Abengalbón manda en ella, y es moro amigo y de paz; con otros cien caballeros él Os acompañará.
Subid, luego, hacia Medina, hasta llegar a encontrar a mi esposa y mis dos hijas, que con Minaya
vendrán. En seguida, con gran honra, conducídmelas acá. Yo me quedaré en Valencia, que ganarla
gran trabajo me costó, y locura sería ahora dejarla sin protección.
Narrador: Esto dicho por Mio Cid, los caballeros y hombres de armas designados por él se ponen a
cabalgar, y cabalgando lo más deprisa que pueden dejan atrás Albarracín y se albergan durante la
noche en Bronchales y, poa de nuevo en camino, llegan al anochecer del día siguiente a Molina.
El moro Abengalbón los recibe de muy buen talante, y Muño Gustioz de dice:
Muño Gustioz: Mio Cid os manda saludar y os pide que, con cien caballeros vuestros, hasta
Medina vayáis, donde su esposa y sus hijas aguardándoos están, y que desde allí a Valencia vos
mismo las conduzcáis.
Narrador: Abengalbón asintió al pedido de Mio Cid y ofreció aquella noche un gran festín a sus
enviados. Á la mañana siguiente se pone en marcha con doscientos caballeros en vez de los cien
que le pidiera Mio Cid.
Cruzando las sierras, escarpadas y bravías, y andando sin recelo, como quien no temer ser
atacado, atravesaron luego el llano de la Mata de Taranz y bajaban ya por el valle de Arbujuelo
cuando los vigías de Álvar Fáñez en Medina los divisaron y acudieron a darle aviso.
Precavidamente, y en la duda de lo que pudiera ser una tropa tan grande de gente armada, Álvar
Fáñez destacó a dos caballeros para que averiguasen lo que hubiere; pero, al poco tiempo, volvió
uno de ellos, diciendo:
Caballero: Son huestes del Campeador que nos vienen a buscar. Ved allí a Pero Bermúdez, que se
quiere adelantar, y a Muño Gustioz, que rehúsa quedarse atrás, y a Martín Antolínez el burgalés, y
al obispo don Jerónimo, amigo de guerrear.
Narrador: El alcaide Abengalbón con sus fuerzas también va, por amor de Mio Cid, que así le
quiere honrar.
Alvar Fañez: Todos vienen juntos; muy pronto ya de caballo! ¡Veámoslos a encontrar!
Narrador: Montando precipitadamente a caballo, sale Alvar Fáñez con sus cien caballeros al
encuentro de los que llegan. Todos montan corceles soberbios, con cubiertas de cendal y petral de
cascabeles, los escudos colgados del cuello, en el puño las lanzas, engalanadas con sus pendones.
Quiere Álvar Fáñez que vean los otros como sabe honrar a las damas que consiguió trae Castilla
Cuando llegan los caballeros moros de Abengalbón y los cristianos enviados por Mio Cid a las
orillas del Jalón, allí encuentran a los de Alvar Fáñez jugando las armas y mostrando su destreza y
su buen porte. Todos acuden a saludar a Minaya, y Abengalbón se adelanta sonriendo hacia él y, al
“abrazarle, siguiendo la usanza mora, le besa en un hombro.
Abengalbón: ¡Dichoso el día, Minaya, en que os vengo a encontrar! —le dice—, Damas traéis con
vosotros que honra nos vienen a dar. ¿Quién a la esposa y las hijas del Cid se atrevería a no
honrar? ¿No es acaso Mio Cid Ruy Díaz nuestro señor natural? Por mal que le quisiéramos, no le
podríamos hacer mal, que siempre habrá de vencernos en la guerra y en la paz. Por muy ciego
tengo yo al que no vea esta verdad.
Narrador: Si Dios me lleva hasta el Cid, y lo ve otra vez mi alma, lo que hicisteis por nosotros no
habrá de quedar sin paga. Vámonos ya a descansar, que la cena está adobada.
Abengalbón: Mucho me place aceptarla, y antes que pasen tres días la devolveré doblada.
Narrador: Entran todos en Medina, y todos quedan más que contentos del festín de aquella noche,
que manda para el rey don Alfonso. Al amanecer, después de oída a misa, se ponen otra vez en
camino, volviendo en el mismo que trajo Abengalbón, hasta llegar a Molina, que es su feudo.
Durante todo este tiempo, el obispo don Jerónimo y Álvar Fáñez han dado custodia, sin apartarse
de ellas un punto, a doña Jimena y sus hijas.
En Molina, Abengalbón agasaja a todos, mandando incluso cambiar las herraduras de todas las
mulas y caballos, 4 honrando con especial atención a las damas. Un día permanecieron en Molina,
continuando por gracia del rey Alfonso, en libertad quedáis ya de, veniros a Valencia.
Viaje al siguiente, acompañadas siempre por Abengalbón, que no consintió en separarse hasta
dejarlas en la misma Valencia, costeando por su cuenta todo el gasto y sin permitir que Álvar
Fáñez pusiera nada de lo suyo.
Al llegar a unas tres leguas de Valencia mandan recado a Mio Cid, que, lleno de júbilo, envía por
delante a recibirlas a doscientos caballeros de los que tenía con él. Luego, ordenando a sus
servidores que guarden bien el alcázar y las demás torres altas, y que vigilen las puertas y las
murallas, manda traer su nuevo caballo, Babieca por nombre, que ganara al rey moro de Sevilla en
aquella batalla memorable, el más hermoso de todos los caballos apresados, pero del que aún no
se sabe si es buen corredor y si no está resabiado. A la puerta de Valencia quería Mio Cid, en
honor de doña Jimena, jugar las armas.
Doña Jimena: ¡Merced, Campeador que en buen hora ceñisteis espada! Jamás hubo una esposa de
más favores colmada. Heme aquí, señor, a vuestros pies, con las hijas que me disteis y que para
vos crié.
Narrador: Mio Cid parece no poder saciarse de contemplar y abrazar a su esposa y sus hijas, y de
gozo lloran los cuatro, Pasadas las primeras efusiones y mientras sus hombres huelgan, jugando a
las armas y derribando tablas, Mio Cid dice a su mujer:
Mio Cid: Vos, doña Jimena, mi esposa buena y honrada, y vosotras, hijas mías, que sois mi corazón
y mi alma, en la ciudad de Valencia conmigo haced vuestra entrada, a vosotras tres esta heredad
fue ganada.
Narrador: Madre e hijas le besan las manos y, en medio de grandes honras y regocijos, las tres en
Valencia entraron.
Mio Cid las lleva al alcázar y las hace subir con él a la torre más alta. Desde allí, se distingue en
derredor toda la vega valenciana. Él les va mostrando la ciudad a sus pies mismos, las huertas en
torno, ancha y frondosa, plantadas de naranjos en flor, y al fondo, el mar azul. Tan grande y
hermosa es la vista, que todos alzan las manos hacia Dios y le dan gracias por una tal merced.
CAPITULO V
Narrador: La fama de las hazañas de Mio Cid se ha extendido, mientras tanto, por tierras de los
moros y ha llegado a oídos del rey de Marruecos. Enójale especialmente a éste, no sólo los
grandes triunfos del Campeador, sino que todos ellos lo atribuía al favor de Jesucristo. Al fin,
decidido acabar con Mio Cid, mandó reunir sus fuerzas, que sumaban como “más de cincuenta mil
hombres, y con ellos se suma a la mar, rumbo a Valencia.
Cuando Mio Cid quiso enterarse, ya las tiendas del rey de Marruecos se levantaban en torno a
Valencia.
Mio Cid: ¡Loado sea el Señor, nuestro Padre espiritual! "Todo el bien que yo poseo, a nuestros pies
aquí está; con afán gané a Valencia, y téngalo por heredad; como no sea por muerte nadie me la
hará dejar. A Dios y a Santa María gracias téngale que dar, porque mi esposa y mis hijas conmigo
las tengo acá. Vienen a buscar la suerte de tierras allende el mar, y contra moros de nuevo las
armas me hacen empuñar. Así mi esposa y mis hijas me verán ahora guerrear. Verán en tierras
extrañas lo difícil que es estar, y verán por sus mismos ojos cómo hay que ganar el pan.
Narrador: Y como aquella misma tarde, habiendo subido con su esposa y sus hijas a la torre del
alcázar para mostrarles el campamento morisco, doña Jimena se pasma- se de las grandes huestes
del rey de Marruecos, Mio Cid le contesta en chanza:
Mio Cid: ¡De eso, doña Jimena, no habéis de tener pesar! Para nosotros, ganancia todo esto y más
será. Apenas llegada y ya regalos os quieren dar; para casar a las hijas aquí os traen el ajuar.
Mio Cid: Mujer, en este alcázar y en esta torre quedad, y no halláis pavor alguno cuando me veáis
luchar, que Dios y Santa María favorecerme querrán, y ha de acrecerme los bríos el saberos aquí
atrás. Con la ayuda del Señor la batalla he de ganar.
Narrador: Al romper los primeros albores del día resuenan los tambores en el campo moro,
llamando a la lucha. El corazón de Mio Cid se dilata y alegra, pensando:
Mio Cid: ¡Gran día será el de hoy!” Pero el de doña Jimena está lleno de inquietud, y sus dos hijas y
sus damas tiemblan, que nunca oyeron un estruendo semejante ni vieron una tal hueste enemiga.
Mio Cid: Tranquilas quedad; no tengáis más miedo, no, que muy pronto, si así pluguiere al Señor,
esos tambores moros en mi poder tendré yo, y mandaré que os los muestren, porque perdáis el
temor. Don Jerónimo irá entonces a colgar tanto tambor en el templo de María, la santa madre de
Dios.
Narradora: Con estas palabras de Mio Cid las damas van recobrando el ánimo y miran sin temor a
los jinetes moriscos que se adentran por las huertas del contorno.
En las atalayas comienzan a tañer 2 voleo las esquilas, y las mesnadas de Ruy Díaz, armadas de
todas las armas, salen de la ciudad al encuentro del enemigo, La batalla dura todo el día, llegando
hasta la linde misma del campamento y dejando sin vida a más de quinientos moros, pero éstos
logran apresar al buen Álvar Fañez. El contento, sin embargo, es grande cuando a la anochecida
vuelven a la ciudad, y Mio Cid, muy satisfecho de las hazañas de sus hombres, les dice:
Mio Cid: Oídme, mis caballeros: esto aquí no ha de quedar. Si hoy ha sido bueno el día, mejor
mañana será. A la hora del alba, todos armados estad; el obispo don Jerónimo la absolución nos
dará; la misa nos dirá luego, y en seguida a cabalgar. En el nombre de Santiago y del Señor
celestial, sin pérdida de momento les habremos de atacar. O los vencemos a ellos, o ellos nos
quitan el pan.
Alvar Fañez: Si así lo queréis, buen Cid, a mí mandadme algo más: ciento treinta caballeros
expertos en guerrear, a retaguardia conmigo de momento quedarán, y cuando ataquéis vos de
frente, las vueltas les tomarán.
Narradora: Mio Cid aprueba la maniobra, y transcurre la noche en los preparativos de la jornada
venidera, Después que han cantado por segunda vez los gallos del alba, don Jerónimo les dice una
misa cantada y les da la absolución.
OBISPO: De sus pecados le .absuelvo, y que Dios acoja su alma. A vos, don Rodrigo, que en buena
hora ceñisteis espada, una misa os acabo de cantar esta mañana, y a cambio de ella pediros quiero
una gracia: que, en la próxima batalla, los primeros golpes sean dados por mi espada.
Mio Cid le concede la gracia pedida, y todos los guerreros, exceptuando los que quedan
guardando las puertas, bien aleccionados por el Campeador, comienzan a salir por las torres de
Cuarte.
Narrador: Mio Cid monta en Babieca y, al frente de cuatro mil hombres menos treinta, que suman
sus mesnadas, se dispone a atacar a los cincuenta mil moros, que componen las huestes del rey de
Marruecos, Minaya con Álvar Fañez y los ciento treinta caballeros que pidió al Cid les atacan por
otro lado, y entre unos y otros, y con la ayuda de Dios, les ponen en rota.
Mio Cid maneja la lanza hasta que se le quiebra, luego echa mano a la espada, y tantos son los
moros que mata, que mal podrían ser contados. Hasta el codo tiene el brazo tinto en sangre.
Topando con el rey de Marruecos, le descarga tres grandes golpes, pero el rey moro escapa y
corre, a todo el correr de su caballo, a refugiarse en el castillo de Cullera, castillo muy bien
guardado, hasta el pie de cuyos muros le persigue Mio Cid.
Como no puede tomar el castillo, vuelve a Valencia con sus huestes, muy contento del enorme
botín ganado, y muy contento también del comportamiento de Babieca, que ha demostrado en la
lucha no tener su igual entre los caballos. De los cincuenta mil hombres que venían con el rey de
Marruecos sólo ciento cuatro han escapado. Las mesnadas de Mio Cid acaban de saquear el
campamento, y es tal la ganancia, que, sin contar el sinfín de objetos preciosos de toda clase,
solamente entre el oro y la plata recogieron tres mil marcos.
CAPITULO VI
Narrador: Habiendo dejado a Álvar Fáñez al cuidado de todo aquello, de la recogida del botín así
como del retiro de las tropas a Valencia, Mio Cid, con cien de sus caballeros, se ha vuelto a la
ciudad. Montado en Babieca, sin armadura y sin yelmo, desnuda la cabeza, la espada en la mano,
llega al alcázar, donde le están aguardando las damas. Deteniendo ante ellas el caballo, dice, con
gran cortesía:
Mio Cid: Dios os guarde, mis señoras, que gran prez habéis ganado; vosotras la ciudad oía mientras
yo vencía en el campo. Así lo dispuso Dios, y con él todos sus santos, que sin duda por vosotras tal
ganancia nos ha dado. Ved esta espada sangrienta, y sudoroso el caballo: es así cómo se vence a
los moros en el campo. Rogad a Dios que os viva todavía algunos años, y muchos os besarán, en
vasallaje, las manos.
Narrador: Esto diciendo, Mio Cid baja del caballo y acude a levantar del suelo a doña Jimena, que,
con sus hijas y todas las damas allí presentes, ha doblado las rodillas ante el Campeador, al parque
le dice:
Mujeres: ¡Vuestras somos y al Señor pedimos que aún nos viváis muchos años!
Mio Cid: Mi esposa, doña Jimena, ya que así me lo habéis rogado, a estas damas que trajisteis y
que tan bien os sirvieron quiero casar con algunos de estos mis buenos vasallos. A cada una de
ellas he de dar doscientos marcos, y que sepan en Castilla que sirvieron a buen amo. Las bodas de
vuestras hijas, se tratarán más despacio. Transportadas de júbilo, las damas se levantan y corren a
besar las manos de Mio Cid, y la alegría se difunde, con la nueva, por todo el palacio.
Narrador: Mientras tanto, Álvar Fáñez continuaba afuera, en el campo, haciendo un inventario del
botín, que excede en cantidad y en riqueza a todo lo pasado. Incontables son las ricas vestiduras y
las armas y pertrechos de toda clase, y son tantos los caballos con ricos jaeces que vagan sin jinete
por aquellos campos que apenas hay bastantes manos para tomarlos de la cabezada. ¡Y qué de
tiendas preciosas, con sus cortinas de seda y sus postes de maderas finas bien labradas! Tan
grande es el botín, que aun a los moros amigos de aquellas huertas les ha tocado algo en el
reparto.
En cuanto a la parte que corresponde a Mio Cid, aparte de otras mil cosas, le han tocado mil
caballos y la tienda del rey moro, toda de seda y sustentada por dos tendales de oro finamente
cincelados. Pero Mio Cid ha ordenado que la dejen en su sitio y no la toque nadie, que quiere
enviarla como presente al rey don Alfonso el Castellano, a fin de que vea por sus ojos cómo va
medrando el desterrado. Quiere también realzar el diezmo de su quinto al obispo don Jerónimo,
que aquel día ha hecho verdaderos prodigios en el campo de batalla, no pudiendo llevarse la
cuenta de los moros que ha matado. Por último, y en medio del alborozo de todos, Mio Cid manda
llamar a Álvar Fáñez y le dice:
Mio cid: ¿Dónde estabais, hombre cabal? Venid para acá, Minaya. La parte que os toca, vuestra es,
y os la tenéis bien ganada; pero, además, de la parte mía, os digo con toda el alma que toméis lo
que quisiereis, que con el resto me basta. Mañana, al romper el día, habéis de marchar sin falta,
con caballos de este quinto que me tocó en la ganancia, todos con sillas y frenos, todos con sendas
espadas. Por amor de mi mujer y mis hijas bien amadas, por habérmelas mandado como ellas
deseaban, estos doscientos caballos al rey el Cid le regala, cual cumple a vasallo fiel que a su señor
no ha olvidado.
Narradora: Luego designa a Pedro Bermúdez para que vaya con Minaya, y dispone que les den
escolta doscientos caballeros más. A la mañana siguiente, muy temprano, salen todos, portadores
del presente y el mensaje de Mio Cid:
Vigilando sin tregua causa de las riquezas que llevan, andando noche y día, sin darse un punto de
reposo, llegan a Castilla y empiezan a preguntar por el rey don Alfonso. Como les dicen que se
encuentra en Valladolid, hacia allí se encaminan, enviándole recado de la misión que traen.
Alegrase el rey al oírlo de manera extraordinaria y, mandando cabalgar a todos sus hidalgos, sale
al encuentro de Alvar Fáñez. Pero, si el rey se alegró, no les ocurrió lo mismo a algunos de los
señores que le rodeaban, a los que empezaba a pesar el creciente favor de Mio Cid, entre ellos a
los infantes de Carrión y al conde don García, que ya la vez pasada, con motivo del anterior
presente del Campeador, no lograra disimular su ojeriza.
Al divisar la gente de Mio Cid, que más parece una gran hueste de guerra que una escolta de
honor, santiguase de asombro el rey. A los pocos momentos, Minaya y Pedro Bermúdez, que se
han adelantado hacia don Alfonso, descabalgan e hincados ante él de hinojos, besan, primero la
tierra, y después los pies del castellano, al par que dice Minaya:
Minaya: ¡Merced, gran rey don Alfonso, nuestro señor y rey! En nombre de Mio Cid aquí os
besamos los pies; él os tiene por señor y llamase vuestro vasallo, y jamás olvidará el homenaje que
os debe.
Narrador: Ha pocos días que una batalla ganó, contra ese rey de Marruecos, Cincuenta mil
guerreros hubo de vencer en campo; inmensas son las ganancias que en la lucha se lograron; ricos
son ya todos los hombres que con sus huestes marcharon. Aunque riquezas mayores piensan para
vos ganar, estos caballos os ruegan tengáis a bien aceptar.
Rey Alfonso: Recíbalos de muy buen grado. Agradezco a Mio Cid este don que me ha enviado, y
espero que llegue el día en que por mí sea premiado.
Narrador: Con esto, los enviados de Mio Cid le besan las manos y todo el mundo muestra su
alegría, con excepción del conde don García y algunos de sus deudos, que, apartándose a un lado,
murmuran del encumbramiento del Cid.
Don García y algunos de sus deudos: ¡Mala cosa! ¡Es que su honra crezca tanto! La honra que él va
ganando, nos va afrentando a nosotros. ¡Raro sería si de esto no nos viniere algún daño!
Narrador: Pero el rey se siente orgulloso de Mio Cid y, para demostrar su contento, manda regalar
ricas vestiduras y armas a Minaya Álvar Fáñez y a Pedro Bermúdez, honrando en ellos al Cid, y les
regala tres de los caballos que le envía aquél, permitiéndoles escogerlos, Y concluye:
Rey Alfonso: Contento estoy, y una voz oigo allá, en lo hondo de mí, que me dice que estas cosas
habrán de tener buen fin.
CAPITULO VII
Narrador: Los infantes de Carrión, aguzada su codicia por las nuevas de la creciente prosperidad
del Cid, platican entre sí del caso y deciden casarse con sus hijas, pensando que ello les dará
grandes riquezas y que Mio Cid se tendrá por muy honrado emparentando con un tan alto linaje.
Van, pues, a ver al rey Alfonso, y uno de ellos le dice:
Uno de los infantes de Carrión: Esta merced os pedimos, como rey y señor nuestro: queremos, si
este proyecto tuviese vuestra aprobación, que nos pidáis a las hijas de Mio Cid el Campeador;
casar queremos con ellas; honra será de los dos.
Narrador: El rey Alfonso se quedó un largo rato meditando, y repuso luego:
Rey Alfonso: Yo de mis tierras eché al buen Cid Campeador; el mal que yo le hice, él con bien me lo
pagó; mas no sé si el casamiento aceptarlo querrá o no. En todo caso, puesto que así lo queréis,
trataremos la cuestión. En seguida, retirándose a otro aposento con Álvar Fáñez y Pedro
Bermúdez, les fue a hablar de esta manera:
Álvar Fañez: Pedro Bermúdez, Minaya, escuchad esta razón. Tan cabalmente me sirve Mio Cid el
Campeador, que como él se merece le otorgaré mi perdón; que venga cuando le plazca decidle a
vuestro señor. Sabed también que don Diego y don Fernando, los infantes de Carrión, con las hijas
de Mio Cid casarse quieren los dos. Sed ambos mis mensajeros, así os lo ruego yo, y llevad estas
noticias a Mio Cid el Campeador. Honra. mayor habrá así, y acrecentará su honor, si por bodas
emparienta con infantes de Carrión.
Narrador: Minaya se inclina ante el rey, y dice, expresando también “el sentir de Pedro Bermúdez.
Minaya: A Mio Cid se lo diremos, cual lo habéis mandado vos, y que haga después el Cid lo que
tenga por mejor,
Rey Alfonso: Decid a Ruy Díaz, el que en buena hora nació, que en donde a él le convenga
podremos vernos los dos; que en aquello que yo pueda ayudarle quiero yo.
Al saber Mio Cid que sus enviados se acercan a Valencia, monta a caballo y sale al encuentro de
ellos. Al llegar a su presencia, sonríe y los abraza estrechamente.
Mio Cid: En pocas tierras se encuentran varones como estos dos, de los que llegan, y dirigiéndose
a ellos ¿Cuáles noticias me manda don Alfonso, mi señor? ¿Está contento de mí? ¿No me ha
rechazado el don?
Narrador: Mio Cid da gracias al Creador por tan buena nueva, y sus mensajeros le trasmiten el
deseo de los infantes de Carrión de casar con sus hijas, y el consejo del rey de que acceda a la
petición de los infantes.
Cuando esto hubo oído, el Campeador quedó un largo rato en silencio, meditando. Al fin, dijo:
Mio Cid: Todo esto le agradezco a Cristo, Nuestro Señor. Echado fui de mis tierras, me quitaron el
honor, y con no poco trabajo gané lo que tengo hoy. A Dios agradezco que el rey me haya vuelto a
su favor, y que mis hijas me pidan para los de Carrión. Antes de decidir, sin embargo, saber
desearía yo, de estas bodas proyectadas, qué es lo que pensáis los dos.
Narrador: Mio Cid vacilaba, no sabiendo qué decidir, pues si es cierto que los de Carrión eran de
muy alto linaje, temía en cambio pecasen de orgullosos y de vanos. No obstante, como aquellas
bodas parecían ser del gusto de don Alfonso, Mio Cid no se atrevió a contrariarle, y envió sin más
tardanza a dos de sus caballeros con un mensaje para el rey, comunicándole su aceptación, y que
ambos se reunirían a orillas del río Tajo, puesto que el rey se empeñaba en honrarle dejando a su
albedrío la designación del lugar.
Cuando el rey recibió las cartas de Mio Cid, se alegró de corazón y dijo a sus mensajeros:
Rey Alfonso: Saludad a Mio Cid, el que en buena hora ciñó espada. Celébrese la entrevista al
cumplirse tres semanas; si para entonces yo vivo, me encontraré allí sin falta.
Narrador: Ya de una y otra parte se preparan a toda prisa para las visitas. ¿Cuándo se vió jamás
por Castilla tantos palafrenes Jucidos, tantos corceles y mulas tan ricamente enjaezadas, tantos
pendones vistosos flameando en el cabo de sus astas, tantos escudos guarnecidos de oro y plata,
tantos ricos mantos y pieles y finos cendales de Alejandría? El rey mandó provisiones en
abundancia al lugar donde había de celebrarse el encuentro, y todos los señores de su séquito
rivalizan en dispendio y galanía.
Los infantes de Carrión especialmente no reparan en el gasto y compran cuanto se les antoja,
pagando a unos, quedando a deber a otros, imaginando que con aquellas bodas tendrán ya sin
tasa el oro y la plata.
Entretanto, allá en Valencia, no son menores los aprestos que hace Mio Cid. Todos, grandes y
chicos, visten de colores gayos y todos lucen sus más ricas galas.
A Álvar Fañez y a Galindo García, el de Aragón, entrega Mio Cid el mando de Valencia, ordenando
que, mientras dure su ausencia, nadie abra por ningún concepto las puertas del alcázar. Hechas
estas recomendaciones, pican espuelas y abandonan la ciudad.
Un día antes que Mio Cid hubo de llegar don Alfonso al lugar designado, con su largo séquito de
condes y ricos hombres y sus mesnadas sin cuento de gallegos, leoneses y castellanos. Cuando las
gentes da Cid llegan a la vista de las del rey, que ha querido salir a su encuentro, para así honrarle,
Mio Cid manda parar a sus caballeros, y desmontando, con los más allegados de ellos, se dirige
hacia el rey y, al llegar frente a él, se hinca de hinojos, pone las manos en tierra, muerde la hierba
del campo y, del gozo extremado que siente, las lágrimas se le saltan de los ojos. De esta suerte
rinde homenaje a su rey.
Pero don Alfonso se turba al presenciar tales mues- tras de humildad, y le dice apresuradamente:
Alfonso: Levantaos, levantaos, Mio Cid el Campeador; besar las manos os dejo, pero besar los pies
no; si no lo hiciereis así, no os volveré mi favor.
Mio cid: Merced os pido, buen rey y mi natural señor: que, arrodillado, os suplico me devolváis
vuestro amor, y puedan oírlo todos los que están en derredor, con no poco trabajo gané lo que
tengo hoy. A Dios agradezco que el rey me haya vuelto a su favor, y que mis hijas me pidan para
los de Carrión. Antes de decidir, sin embargo, saber desearía yo, de estas bodas proyectadas, qué
es lo que pensáis los dos.
Rey Alfonso: Así lo haré. De alma y de corazón. Aquí os perdono, Cid, y os devuelvo mi favor;
desde hoy en todo mi reino mi protección tendréis vos.
Mio Cid: Gracias os sean dadas, mi señor, por el perdón; gracias doy al Dios del cielo y después del
cielo a vos, y a todas estas mesnadas que aquí están en derredor.
Narrador: Con las rodillas aún hincadas, besa de nuevo las manos del rey; luego, se levanta y
vuelve a besarlo, esta vez en la boca.
Todos los presentes se alegraron en extremo de la reconciliación, excepto el conde García Ordóñez
y Álvar Fañez, que se duelen de ello en su interior.
Todo aquel día yantaron y hubo fiesta los dos équitos y escoltas a expensas del rey, que parece no
cansarse de contemplar a Mio Cid, admirando su luenga barba y escuchando con maravilla el
cuento de sus proezas.
Al otro día, le toca invitar al Cid, que manda dar de comer por su cuenta a todos. La alegría es
general, y todos están acordes en que hace años que no comieran mejor.
CAPITULO: VIII
Al día siguiente, y después que el obispo don Jerónimo les hubo cantado una misa, el rey reunió a
todos y les dijo así:
Rey Alfonso: ¡Mesnadas, infanzones y condes, oíd con atención! Hacer quiero un ruego a Mio Cid
el Campeador, y que sea en su provecho, si así lo quiere el Señor. Vuestras hijas, Cid, os pido, doña
Elvira y doña Sol, para que casen con ellas los infantes de Carrión. Estimo que el casamiento os
dará honra a los dos; los infantes os las piden, y los recomiendo yo. Y pido a todos aquellos que
están presentes y son vasallos vuestros o míos que rueguen en su favor. ¡Dádnoslas, pues, Mio
Cid, y que os valga Cristo Nuestro Señor!
Mio Cid: No querría yo casarlas, que aún tienen poca edad y las dos muy niñas son. Gaide es la
fama de que gozan los infantes de Carrión; buenos son para mis hijas y aún quizás para mejor. Yo
dí vida a estas dos niñas, pero las criasteis yos; a lo que mandéis estamos, rey Alfonso, ellas y o.
Queden aquí, en vuestras manos, doña Elvira y doña Sol; dadlas vos a quien quisiereis, que
siempre será en mi honor.
Narrador: Dio el rey las gracias a Mio Cid por su consentimiento, y los infantes de Carrión en las
manos y trocaron con él su espada, en señal del pacto convenido. Luego, volvió a hablar don
Alfonso:
Alfonso: Gracias, Mio Cid, y también gracias a Dios por confiarme vuestras hijas, doña Elvira y doña
Sol. En mis manos yo las tomo, en el nombre del Señor, y entré goles por esposos los infantes de
Carrión. Espero que el casamiento bendecir querrá el Creador. En vuestras manos pongo, Mio Cid,
los infantes de Carrión; yo me vuelvo desde aquí, con vos irán ellos dos. Trescientos marcos de
plata en ayuda les doy yo, para gastar en sus bodas o en lo que quisiereis vos. Cuando estéis todos
de vuelta en Valencia la mayor, puesto que ya los infantes como hijos vuestros son, ad de ellos lo
que os plazca, Mio Cid el Campeador.
Narrador: El Cid le besa una vez más las manos y se cuida de poner bien de manifiesto en las
palabras que le contesta que las bodas aquellas son voluntad del soberano:
Mio Cid: Grandemente os lo agradezco, como a mi rey y señor. Vos sois quien da marido a mis
hijas, que no yo.
Narrador: Empeñada la palabra, las promesas dad, el rey Mio Cid convinieron en separarse al día
siguiente. Pero, antes, Mio Cid agasaja con espléndidos presentes. A los caballeros de don
Alfonso: ricas vestiduras, mulas rollizas, palafrenes de piel lustrosa, cuanto le piden lo da; a nadie
dice que no. De los caballos que trae, sesenta regaló de esta suerte.
Al ir a separarse, el rey tomó de las manos a los dos infantes y así los entregó a Mio Cid, diciendo:
Rey Alfonso: Aquí tenéis vuestros hijos, pues que yernos vuestros son: de hoy en adelante, a
vuestra guisa disponed de ellos vos; que como padre os sirvan y os guarden como señor:
Mio Cid: Como hijos los recibo, y “gracias de nuevo os doy, y Dios, que en el cielo está, os dé muy
buen galardón. Ahora una merced os pido a vos, mi rey natural: pues que casáis a mis hijas según
vuestra voluntad, nombrad vos quien las entregue y las conduzca al altar. De este modo, los
infantes de vos las recibirán.
Narrador: El rey, entonces, designó a Álvar Fañes para representarle en todos los actos del
casamiento y entregar a los infantes las dos hijas de Mio Cid; tras lo cual, antes de separarse, y
como un testimonio más de su amor y fidelidad Mio Cid regaló al rey treinta palafrenes,
soberbiamente enjaezados y treinta caballos corredores, con sus sillas de guerra. Luego, montado
en Babieca, ofrece albergue y ricos presentes a los señores de la corte castellana que quieran
seguirle a Valencia para asistir a las bodas y del mayor esplendor con su presencia.
Atraídos por la promesa, y habiéndoles concedido graciosamente permiso el rey Alfonso, fueron
muchos los caballeros de éste que siguieron a Mio Cid camino de Valencia.
Para hacer compañía y honor durante el viaje a los dos infantes, y en la esperanza también de que
los fueran mejor conociendo en el trato y se enterasen de sus mañas, si por azar las tuvieren, Mio
Cid ha designado a Pedro Bermúdez y Muño Gustioz, que cumplen cabalmente su misión. Con los
infantes viene también un deudo suyo, Asur González, bullanguero y que a nadie dice que no. De
los caballos que trae, sesenta regaló de esta suerte.
Con gran algazara y regocijo los reciben en Valencia, adonde llegaron al caer la noche, y Mio Cid
encarga a don Pero y a Muño Gustioz:
Mio Cid: Que tengan albergue cómodo los infantes de Carrión, que así lo querrán sin duda doña
Elvira y doña Sol. Cuidad de que no les falte cuanto haber menester. Mañana, al rayar el día, en
busca de ellos vendré.
CAPITULO IX:
Narrador: Esperándole en el alcázar encuentra Mio Cid a su esposa y sus hijas, que le reciben con
gran alegría,
Doña Jimena: ¿Sois vos, Campeador, que en buen hora ceñisteis espada? ¡Por muchos años os
vean los ojos de nuestras caras!
Mio Cid: Gracias a Nuestro Señor, aquí estoy, esposa honrada; conmigo dos yernos que gran honra
nos darán; agradecédmelo, hijas, que bien casadas estáis.
Doña Jimena: ¡Gracias a Dios, y a vos gracias, Cid, de la barba bellida! Cosas que vos decidáis, cosas
son bien decididas. Nada les ha de faltar, mientras viváis, a mis hijas.
Mio Cid: Eso será, doña Jimena, lo que quiera el Creador. Sabed vosotras, mis hijas, doña Elvira y
doña Sol, que con este casamiento ganaremos en honor; pero sabed que estas bodas no las he
dispuesto yo, que os ha pedido y os entrega don Alfonso, mi señor. Tanto interés puso en ello y
tan firme lo pidió, que a aquello que me pedía no supe decir que no. Así en sus manos os puse,
hijas mías, a las dos. Des en verdad os lo digo: él os casa, que no yo.
Narrador: Apenas amanece, empiezan a engalanar ya el alcázar. Los suelos cubren con mullidas
alfombras y alcatifas moriscas; los muros revisten con suntuosas estofas de seda y ormesíes
recamados, y tejidos de púrpura. En las grandes cocinas comienzan a preparar el festín y adornar
las viandas y manjares más variados, Los caballeros de Mio Cid se han ido en tanto reuniendo y,
mientras unos quedan en el palacio, otros van en busca de los infantes de Carrión. Pronto
cabalgan éstos, ataviados con las más ricas vestiduras, a través de las calles, llenas de ruido y de
gentes. Al llegar al alcázar, echan pie a tierra y entran, mientras todos se hacen lenguas de su
gallarda apostura.
Mio Cid los recibe, rodeado de sus vasallos. Don Diego y don Fernando le saludan, así como a doña
Jimena, y van a sentarse en un escaño dorado. Todos esperan, ansiosos, que hable Mio Cid. Este,
al fin, se pone de pie, y dice:
Mio Cid: Pues que tenemos de hacerlo, no hay para qué retardarlo. Venid acá, Álvar Fañes, a quien
tanto quiero y amo: aquí tenéis mis dos hijas, póngalas en vuestras manos. Sabéis que con don
Alfonso en hacerlo así que damos; en nada quiero faltar a lo que está concertado. A los infantes de
Carrión entréguenlas vuestras manos; reciban la bendición, y démoslo por terminado.
Narrador: Se ponen en pie doña Elvira y doña Sol, y Minaya, tomándolas de las manos, se dirige
con ellas hacia le infantes y les habla así:
Minaya: Don Diego y don Fernando, infantes de Carrión hermanos: en nombre del rey Alfonso,
que me lo tiene mandado, estas damas os entrego, entrambas hijas de hidalgo; tomadlas por
esposas para honra y bien de los Cuatro.
Narrador: Los infantes las reciben con grandes muestras de amor, van los cuatro a besar la mano
de Mio Cid y doña dubens. Hecho esto, todos salen del alcázar y se dirigen apresuradamente hacia
la iglesia de Santa María. El obispo don Jerónimo, que les aguarda a la puerta, revestido con su
casulla dorada, los recibe bajo palio y, acompañándolos adentro, los bendice y casa.
Luego, montando a caballo, se encaminan todos a las afueras de la ciudad, donde Mio Cid y los
suyos juegan las armas y justan. Pero ninguno puede competir en fuerza y destreza Con Mio Cid.
Tres veces tuvo que mudar de caballo, y al finalizar parecía tan fresco y descansado como al
principio.
Los infantes, por su parte, prueban ser buenos jinetes, y Mio Cid se huelga de ello, esperando que
en las veras serán tan buenos como en las fingidas.
Más tarde, todos vuelven al alcázar y dan comienzo los festejos. Quince días duran éstos. ¡Nunca
se vieron unas bodas semejantes! Á su término, comienzan a marchar los hidalgos de la corte
castellana. Mio Cid los ha colmado de ricos regalos. Más de un centenar, entre mulas, hacaneas,
palafrenes y caballos de guerra, ha repartido entre ellos, aparte de un sinfín de pieles y mantos
bordados y vestiduras ricas, y tanto oro y plata amonedados, que mal podrían contarse. Los
vasallos de Mio Cid, aguijados por su ejemplo, también han hecho ricos presentes a los invitados.
A todo el que quiso, le han llenado las manos; a tal punto, que vuelven ricos a Castilla cuantos
vinieron a las bodas. Todos se van muy alegres, y también quedan contentos los infantes de
Carrión, hijos del conde don Gonzalo. Dos años permanecieron en Valencia, agasajados de todos,
en paz y sin daño para nadie. Pero, no por tardar dejó de llegar la desgracia.