El Senor Del Cero - Maria Isabel Molina Llorente
El Senor Del Cero - Maria Isabel Molina Llorente
El Senor Del Cero - Maria Isabel Molina Llorente
Reseña
Debido a su facilidad para el cálculo y al recelo que esto despierta entre sus
ignorantes vecinos, José se ve obligado a abandonar su tierra. Es el
comienzo de una apasionante aventura.
La intolerancia es el principal obstáculo que encuentra nuestro protagonista
allá donde va.
El señor de Cero es una novela histórica de lectura muy amena. Pero, sobre
todo, es un hermoso canto a la amistad, sin barreras de religión o ideologías.
Índice
Introducción
1. Córdoba: Escuela del Califa Año 355 de la Hégira
2. Córdoba: Corte del Señor de los Creyentes Año 355 de la
Hégira
3. Monasterio de Santa María de Ripoll Primavera del 968
4. Córdoba: Tribunal del Califa Año 357 de la Hégira
5. Camino del Norte Mayo del 968
6. Santa María de Ripoll Junio del 968
7. Un nuevo monje Septiembre del 968
8 Las preocupaciones de Emma Noviembre del 968
9. Intermedio Noviembre–diciembre del 968
10. El arzobispo de Narbona Enero del 969
11. Final que es principio
Epílogo
Notas
Introducción
Capítulo 1
Córdoba: Escuela del Califa
Año 355 de la Hégira*
(Primavera del 966 para los cristianos)
[Las palabras con asterisco figuran por orden alfabético al final del libro.]
duda. Dentro de unos años dominaría todo el cálculo mucho mejor que
algunos maestros.
El murmullo de la clase le sacó de sus pensamientos. Ordenó:
— ¡Tomad nota de otro problema!
Comenzó a dictar:
se levantaron y del arcón que había al fondo de la sala sacaron sus pequeñas
alfombras de plegaria disponiéndose para la oración. José y otros cinco
muchachos se dirigieron a un rincón y se quedaron de pie. No todos ellos
eran cristianos; dos eran judíos, pero todos estaban dispensados de la
oración.
El muezzin gritaba:
— ¡Dios es el más grande! ¡Creo que no
existe ningún Dios aparte de Alá! ¡Creo que
Mahoma es el profeta de Alá! ¡Acudid a la
oración! ¡Acudid con diligencia!
El maestro, de rodillas también en su
alfombra, comenzó la oración:
— ¡En el nombre de Alá, el Benefactor, el
Misericordioso! Todas las alabanzas le
corresponden a Alá, Señor de los Mundos, el
Creador, el Misericordioso, el Soberano en el
día del Juicio Final. Únicamente a ti, Señor,
servimos y únicamente a ti acudimos en
petición de ayuda.
Los muchachos contestaron a coro:
— ¡Dios es grande! ¡Gloria a mi Señor, el Todopoderoso! ¡Gloria a mi Señor,
el Altísimo!
José dejó de atender a las voces de los que rezaban. Estaba ordenado que
asistiesen a la oración en un respetuoso silencio, pero nadie le ordenaba que
atendiese. No se le había escapado la mirada irritada de Alí cuando rectificó
su error en el problema. José no quería enemistades entre sus compañeros
de clase y la mayor parte de las veces lo conseguía a costa de ayudar a unos
y a otros; pero siempre tropezaba con los que se molestaban ante su
facilidad con los cálculos; entonces procuraba no hacer caso.
— ¡Me da igual lo que diga Mohamed! ¡No siempre estará para defenderte,
perro! ¡Te juro que no consentiré que nadie me arrebate el premio del Califa!
¡Estás avisado, Sidi Sifr!
Capítulo 2
Córdoba: Corte del Señor de los Creyentes
Año 355 de la Hégira
(Julio del 966 para los cristianos)
Pero a pesar de todo algunos habían enfermado. Miraban con recelo las
frutas desconocidas y aquellos tejidos livianos. Y ni sus ropas de lana
ajustadas al cuerpo, ni su alimentación a base de legumbres secas, carne y
pan, ni su poca costumbre de lavarse —que levantaba las burlas de los
cordobeses— eran lo más indicado para el cálido verano del Sur.
Tras los obsequios y los hombres de armas, en sus mejores monturas, iban
los caballeros catalanes. Y algo separado, en el centro, sobre un gran caballo
de guerra y vestido con un manto rojo, cabalgaba Bonfill, el embajador de
los condes.
Atraía todas las miradas por su gran corpulencia, su cara blanca y redonda
salpicada de pecas color canela y sus cabellos casi tan rojos como el manto.
En la mano, ostentosamente, llevaba un estuche de cuero labrado y cerrado
por sellos de lacre rojo: era el mensaje que el conde Borrell y el conde Miró,
señores de Osona, Girona Urgell y Barcelona*, dirigían al Califa.
Djawar, el introductor de embajadores, cabalgaba a la derecha de Bonfill.
Bajo el turbante de seda, sus ojos tenían una expresión entre irónica y
aburrida que el resto de su cara no dejaba traslucir. Djawar se sentía algo
cansado de aquella procesión de embajadas de todo el mundo que venían a
inclinarse ante el señorío del gran Califa. Djawar admiraba profundamente la
sabiduría de su señor. El Califa Al-Hakam*, Señor de los Creyentes en Alá,
no era un guerrero como su padre, sino un gran sabio. La biblioteca de
Córdoba había aumentado durante aquellos años hasta convertirse en la
primera del mundo; de todos los países llegaban los sabios y se habían
creado nuevas escuelas donde enseñaban los mejores maestros; se habían
establecido premios a los mejores alumnos y el Señor de los Creyentes
pagaba de sus propios bienes los estudios de aquellos muchachos pobres que
los maestros recomendaban por su inteligencia y su trabajo, sin importarle la
raza o la religión, como aquellos que delante de él, acompañaban al obispo
Rezmundo.
Todo aquel protocolo, todas aquellas alfombras estropeadas por las patas y
el estiércol de los caballos, todo aquel derroche de riqueza y poder que
dejaba sin habla a los extranjeros, resultaba mucho menos costoso que una
guerra que horrorizaba al Califa. Al-Hakam prefería los tributos a las
conquistas y los libros de filosofía a la espada. Sin embargo, cuando a la
muerte de su padre Abderramán, los príncipes de los reinos cristianos del
Norte habían creído posible conseguir tierras y botín, Al-Hakam no había
desdeñado dirigir personalmente la campaña contra Castilla y, el año
anterior, uno de sus generales había asolado los condados catalanes, para
recordar a los francos que el poder militar de Córdoba no había menguado.
Esta embajada era el resultado de la campaña. No sólo se consiguió la
victoria, botín y cautivos, sino que ahora los condes enviaban regalos y
ofertas de paz que significarían mayores tributos.
Djawar se sentía satisfecho de que los cristianos del Norte, con sus
costumbres bárbaras, sus cabellos claros, sus burdas ropas pardas y sus
espadas de hierro, admiraran la riqueza, las refinadas maneras y la superior
civilización del imperio cordobés. Alá había bendecido a sus fieles con la
riqueza y la sabiduría. No hacía tantos años que el rey de León había venido
a suplicar la curación de su gordura desmesurada.
Djawar estaba orgulloso de su señor y de su país.
La comitiva llegó a las puertas de Medina Azhara. Hisham, el gobernador de
Tortosa, descabalgó y entregó las riendas a uno de los criados que
aguardaban en la puerta. Todos los caballeros siguieron su ejemplo. Ya a pie,
atravesaron los patios del palacio. El camino estaba señalado por las piezas
de brocado que cubrían el suelo de mosaicos de mármol. Los catalanes
pisaban de puntillas; los hombres de armas de la comitiva no habían visto
nunca tejidos semejantes, los caballeros estaban dispuestos a pagar las
rentas de la cosecha de una comarca por una pieza de aquellas que pisaban
con la que hacer el traje de novia de su dama.
Tras ellos fue José, que hablaba el latín mejor que los otros chicos, con un
mensaje del obispo Rezmundo para el obispo de Vic.
Capítulo 3
Monasterio de Santa María de Ripoll
Primavera del 968
(Primeros del 357 de la Hégira para los creyentes del Islam)
Con una breve risa, ante la irritación de su compañero, el obispo Ató volvió a
su pasear; todavía sofocado, Arnulf le acompañó.
—Los tiempos son difíciles, Arnulf. Difíciles para todos los hombres de la
Marca Hispánica, sean condes, monjes, guerreros o siervos.
vasallaje a otro señor, el rey Lotario perdería la Marca. Y por otra parte el
rey comprende la ventaja de que la paz en la frontera del Sur se pague con
un tributo que sale de los propios bienes del conde en lugar de pagarse del
tesoro del rey. Cede soberanía a cambio de paz y beneficios económicos. Y la
familia del conde Borrell ha sido siempre leal al rey. No ha apoyado jamás ni
a los sublevados ni a los intrusos.
El abad Arnulf suspiró.
—Todo es muy complejo.
—Y mientras tanto —continuó el obispo Ató— a nosotros nos queda ganar
prestigio y demostrar al mundo nuestra piedad, nuestra cultura y nuestro
saber. Y para ello son buenos los viajes; recuerdan a los poderosos nuestra
existencia. Cuando estemos preparados, debemos ir a Roma a rezar ante los
sepulcros de los apóstoles San Pedro y San Pablo y a presentar nuestro
respeto y obediencia al Papa.
—Y aprovechar para pedir una bula de exención.
—Y pedir una bula de exención de impuestos y de servidumbre, en efecto.
Pero tenemos que tener paciencia. Entre nuestros monjes hay algunos que
no ven con simpatía una mayor autonomía del gobierno de los francos, ya
sean obispos o reyes.
El abad Arnulf afirmó:
—Tenéis razón. Incluso entre mis monjes se encuentran partidarios de los
francos. Y luego están esos que ven al diablo detrás de cada libro y que
encuentran pecado en cada pergamino.
—No todos son así; os quiero presentar a un muchacho que ha venido con
nosotros. Es un monje del monasterio de San Geraud d'Aurillac*. Es muy
inteligente, ha estudiado la gramática en su monasterio, pero quiere
aumentar sus conocimientos de matemáticas y de astronomía en Santa
María. Yo también le enseñaré algo de aritmética. ¿Veis, Arnulf? Hasta el
monasterio de d'Aurillac ha llegado la fama de vuestra biblioteca y de su
Capítulo 4
Córdoba: Tribunal del Califa
Año 357 de la Hégira
(Primavera del 968 para los cristianos)
Ibn Rezi atravesó con paso ligero la sala de espera repleta de gentes que
aguardaban y a su paso se apagaron las conversaciones y se hizo un silencio
de plomo, pero aparentó no advertirlo. Estaba acostumbrado a las muestras
de respeto y en ocasiones de servilismo.
Entró en la sala de audiencias y respondió con brevedad a los saludos de la
guardia y a las reverencias de los funcionarios que despachaban asuntos tras
sus mesas bajas.
Se acercó a una de las ventanas y miró al exterior a través de las celosías; el
cielo era de color azul fuerte y el sol hacía brillar el blanco de cal de los
muros de las casas; olía bien, los limoneros estaban en flor en todos los
patios.
Con un suspiro, Ibn Rezi se apartó de la ventana y se dirigió a su asiento
guarnecido de almohadones; le apetecía más pasear con su hijo bajo los
árboles que atender los aburridos asuntos que aquel grupo de escribientes le
habría preparado. Hoy era día de audiencia. Los súbditos del Califa podían
exponer sus quejas ante su trono un día a la semana, sin intermediarios ni
obstáculos. Sólo necesitaban un escrito para solicitar audiencia.
—Bien, ¿qué hay?
El secretario se acercó con una caja llena de rollos.
—Esto es lo más urgente, señor.
Ibn Rezi comenzó a leer y a firmar y sellar documentos; desde que la
población de Córdoba había aumentado tanto, el Califa no podía atender
personalmente a los que deseaban presentarle sus problemas y había
nombrado cuatro jueces elegidos especialmente para que atendieran al
pueblo. Ibn Rezi, cadí elegido por el Califa para su «diván» o consejo, era un
—Habla.
Solomon Ben Zahim adoptó un tono de voz suave y obsequioso, aunque la
colérica expresión de sus ojos desmentía su voz.
—La fama de tu justicia se comenta por todas las calles de Córdoba, ilustre
cadí. Por eso he venido a tu tribunal a presentar una denuncia a la que me
obliga mi conciencia de creyente.
Ibn Rezi alzó las cejas.
— ¿Y a qué te obliga tu conciencia de creyente?
—He oído maldecir del Profeta. ¡Su nombre sea bendito!
— ¡Sea bendito! —repitió el cadí.
—He oído a un cristiano expresar su desdén hacia el Profeta con palabras
tales que mi devoción me impide repetirlas.
La desaprobación de Ibn Rezi se transparentaba en su voz a pesar de todo
su control.
— ¿A quién oíste tan terrible blasfemia?
—A José Ben Alvar, un muchacho estúpido y vanidoso que progresa en la
ciencia gracias a las escuelas y la bondad del Señor de los Creyentes. ¡Alá le
aumente los días!
—Ese cristiano merece un severo castigo, desde luego, pero, si es un
muchacho, tal vez todo sea una imprudencia debida a los pocos años.
— ¡Es un cristiano, hijo de cristianos! ¡Hay que acabar con esa raza maldita!
—Son pueblos del Libro*. El Profeta nos ordena respetarlos.
—Hacen propaganda de su idolatría por calles y plazas.
—Eso está castigado por la ley. ¿Cómo sabes tú tanto de ese cristiano?
—Mi hijo estudia en la misma escuela que ese ingrato muchacho. Toda la
escuela ha escuchado sus insultos hacia nuestro Profeta. No será difícil
encontrar testigos si se investiga.
—Así se hará. Te avisaremos si hay otros interrogatorios. Confía en la justicia
del Califa, Solomon Ben Zahim.
Con un gesto, Ibn Rezi despidió al mercader, que salió entre reverencias. Y
con una seguridad hija de su experiencia y sabiduría, dijo a su secretario:
—Ese hombre miente.
—Es poderoso, señor, y afirma que tiene testigos.
—Es rico y poderoso y puede tener testigos de cualquier cosa que le
beneficie. Pero no dice verdad.
El secretario contempló dudoso al cadí.
—Tú eres más sabio, señor. Pero la blasfemia contra el Profeta es asunto
grave en estos cristianos que viven y prosperan por la benignidad del
Califa*. ¡Alá prolongue sus días!
Ibn Rezi se levantó de su asiento.
—Ordena que se envíe por ese muchacho y por los testigos para tomarles
declaración. No creo que me tengas que enseñar cómo hacer justicia. Yo
velaré por el respeto al Profeta, ¡su nombre sea bendito!, como cadí del
Califa que soy.
****
— ¿Cuál es tu nombre?
José tragó algo invisible y muy duro antes de responder. Estaba asustado y
se le notaba; intentaba disimularlo con una juvenil altanería un punto
insolente, pero no lo conseguía.
—Mi nombre es José Ben Alvar, señor.
— ¿Edad?
—Dieciocho años, señor.
Ibn Rezi consultó un pergamino sin perder de vista al muchacho. José Ben
Alvar era alto, había crecido de prisa y ya tenía más estatura que muchos
hombres, moreno de piel, con el pelo oscuro y rizado y los ojos negros;
estaba bastante delgado, se le marcaban los huesos.
—Eres cristiano.
No era una pregunta, sino una afirmación. En realidad Ibn Rezi no necesitaba
preguntar nada. Todo lo que le hacía falta saber estaba ya escrito en sus
informes. Pero las preguntas formaban parte de la técnica del tribunal.
José volvió a tragar su propio miedo, pero su voz fue firme.
—Sí, señor.
— ¿Qué estudias?
—Las cuatro ciencias, señor. Mi maestro cree que puedo progresar en
aritmética, geometría y astronomía. Yo me esfuerzo en aprovechar sus
enseñanzas y sabiduría.
Tras la cortesía de la expresión, el brillo de sus ojos negros mostraba que se
sentía orgulloso de sí mismo.
Ibn Rezi sonrió levemente.
—Eso mismo dicen tus maestros —hizo una pausa—. ¿Te llaman Sidi Sifr, «el
señor del cero»?
Una oleada de sangre encendió el rostro del muchacho y el cadí comprobó
satisfecho que había perdido el aplomo.
—Es una broma de mis compañeros, una broma de estudiantes, señor. Me
llaman Sidi Sifr porque tengo mucha facilidad para el cálculo según lo enseña
en sus libros el sabio AlKowarizmi*.
Ibn Rezi hizo una pausa, miró sus pergaminos y dio mayor seriedad a su
expresión.
— ¿Sabes por qué estás aquí?
—No, señor.
—Has sido acusado ante el «diván» del Califa, José Ben Alvar.
Guardó silencio y contempló fijamente al muchacho tomando nota de su
sobresalto. Hasta la sala llegaba el suave murmullo del jardín. El cadí siguió:
—Te han acusado ante el Califa, ¡Alá alargue sus días!, de blasfemar de
Mahoma el Profeta, ¡su nombre sea bendito! Te han acusado con suficientes
testigos que han declarado ante este tribunal, José Ben Alvar.
rezo a Cristo para que le aumente los días. Nadie puede testimoniar con
verdad que yo he ofendido al Profeta ni he hecho burla de los que siguen sus
leyes.
Calló, anhelante. Ibn Rezi se levantó de su asiento y se acercó a la celosía.
Atardecía sobre la ciudad y la luz del poniente pintaba las casas con reflejos
rosas y azules. Cada vez estaba más seguro de la inocencia del muchacho.
Su juicio era seguro. Al elegir jueces para su «diván» el Califa se fijaba, por
encima de todo, en la sabiduría y en la rectitud de criterio de los jueces que
le habían de representar en el contacto directo con el pueblo. Un hombre
podía conocer muy bien las leyes, pero el instinto de la justicia y la
valoración de la honradez de los hombres, la recta visión del corazón y el
criterio para distinguir la verdad de la mentira bien disfrazada era más difícil
de conseguir. Ibn Rezi tenía una justa fama de claridad de visión y buen
juicio.
Volvió lentamente a su asiento sin perder de vista a José Ben Alvar. No creía
que hubiese maldecido a Mahoma y, por otra parte, aunque creyente
fervoroso y sincero, estaba seguro de que Mahoma estaba por encima de las
palabras buenas o malas de un cristiano. Pero no todos entendían eso y los
enemigos del muchacho eran poderosos.
Lentamente se acomodó en los cojines y colocó minuciosamente los pliegues
de su ropa de seda. Tenía un plan.
—Como ya te he dicho, varios testigos declararon concertadamente contra ti
y tu acusador es persona de gran prestigio. Pese a eso, yo creo que dices la
verdad y desestimaré la acusación. Represento al Califa y mi palabra es la
palabra del Califa. Pero después de mi sentencia, las cosas no se te van a
arreglar; el delito del que te acusan se castiga con la muerte y tu acusador
es demasiado poderoso. Tus maestros temerán su poder, te consideran de
otra forma y ya no podrás continuar los estudios como protegido del Califa.
Tus progresos científicos se detendrán. Es una lástima porque dicen que eres
muy inteligente y podrías ser un gran sabio. Y hay que contar con que tu
que huye de su ciudad perseguido por su fe, podría ser un buen informador
de su señor.
Los ojos de José reflejaban toda su sorpresa. Dijo:
—Señor, ¿puedo preguntar?
—Pregunta.
— ¿Cuándo se ha preparado todo esto?
Ibn Rezi rió.
—No pienses que todo ha sido una trampa, Sidi Sifr —José se ruborizó ante
su apodo—. No creas que la denuncia es falsa. Todo ha sucedido como te he
dicho. Pero cuando me trajeron los informes sobre ti y sobre tu familia...
pensé que este enojoso asunto podía tener una solución satisfactoria para
todos.
— ¿Para todos? —preguntó amargamente José.
—Mira, Sidi Sifr, ya no volverás a estudiar las cuatro ciencias en Córdoba; ya
no obtendrás el premio del Califa para el mejor alumno. Ya te he dicho que
creo que eres inocente, pero la acusación es sencilla y está bien tramada.
Aunque yo declarara tu inocencia, tus maestros no propondrán para el
premio a un alumno cristiano sospechoso de blasfemia, ni querrán que sigas
en su escuela. Ya no eres bien visto. Tu vida ha cambiado, te la han
cambiado tus enemigos. Vete a casa y consulta con tu padre; hoy no hay
secretarios que levanten acta; oficialmente esta tarde tú no has estado aquí.
Mañana daré orden de que te busquen y te traigan ante el tribunal; si te
encuentran, sabré que no estás de acuerdo con mi plan y repetiremos esta
audiencia —sonrió como si conociese los pensamientos de José—. No te pido
que seas un espía de los que tienen tu misma fe, sino que nos envíes
noticias desde las tierras de la frontera del Norte. Noticias que completen los
informes de los gobernadores. Nuestro Califa, ¡Alá le bendiga!, no quiere
guerras. Cree que un mediano pacto con escaso tributo es mejor que una
gran victoria con cuantioso botín; no quiere ser la causa de la muerte de un
hombre sea cual sea su fe, amigo o enemigo. Si escapas y no escribes, no
Capítulo 5
Camino del Norte
Mayo de 968
(357 de la Hégira para los creyentes en el Islam)
Sant Joan era un hermoso monasterio con sillares de piedra que todavía
tenía el brillo y el matiz de recién cortada. José entregó las cartas de
recomendación que llevaba a la hermana portera y después, mientras el jefe
de la caravana dirigía la descarga de los pellejos de aceite y recibía el precio
de la hermana despensera, José paseó por el oscuro zaguán donde tropezó
dos veces con los descargadores. Abrió una puertecilla estrecha y se
encontró en el huerto del monasterio.
Soplaba un vientecillo frío que estremecía y los árboles tenían los brotes
color verde tierno de la primavera. Buscó un rincón abrigado y se sentó al sol
arrebujado en su capa; tenía frío y se sentía melancólico. El paisaje, que
mostraba todos los tonos del verde era muy distinto del de su añorada
Córdoba.
— ¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? ¡Los mozos de la caravana se quedan al otro
lado de la puerta! José se volvió. Tras él, y vestida con las ropas de lana
parda de las monjas, había una adolescente, casi una niña todavía. De las
tocas blancas escapaban rizos de un tono de cobre bruñido; tenía los ojos
asombrosamente verdes y la cara sembrada de pecas. Había hablado en la
lengua de los francos* como la gente del pueblo y José no entendió. Se
levantó y se inclinó en un saludo antes de preguntar en latín.
— ¿Qué me decís, señora? Ella comprendió que no era uno de los mozos y
también cambió al latín.
—No está permitido a los extraños entrar al huerto. ¿Quién sois? ¿Cuál es
vuestro nombre?
—Soy José Ben Alvar, de Córdoba, mi señora; he venido con la caravana. No
sabía que estaba prohibido el paso a este sitio. ¿Este es el lugar de las
mujeres?
— ¡Es el lugar de las monjas! ¿Sois árabe?
—No, mi señora; mi familia vivía en Córdoba desde los tiempos de los
antiguos romanos y somos cristianos.
—Si sois cristianos, ¿por qué no habéis huido al Norte?
José estuvo a punto de contestar que era una impertinencia preguntar acerca
de lo que no era asunto suyo, pero él era allí el forastero y aquella monja le
hablaba con altivez, como quien está acostumbrada a mandar.
—Señora, Córdoba es nuestra patria y allí están las tierras de la familia y los
sepulcros de nuestros abuelos. ¿Por qué tendríamos que huir?
Ella no respondió y preguntó de nuevo:
— ¿Y a qué vienes al Norte? ¿Eres mercader?
José no sabía exactamente lo que era ni cómo contestar a esa pregunta.
—No, mi señora. He llegado con la caravana pero me dirijo a Santa María de
Ripoll. Vuestra abadesa me facilitará un guía para el camino.
— ¿Vas a ser monje?
—Lo tengo que pensar. No estoy seguro todavía, mi señora. De momento, lo
que quiero es estudiar.
—Yo ya lo tengo pensado y estoy muy segura. Yo quiero ser monja y
entregar mi vida a Dios, nuestro Señor.
—Es una decisión digna de alabanza —dijo cortésmente José—. Debo
marcharme.
Ella le detuvo.
—Perdonad, ¿no queréis quedaros un poco más? Ya que habéis entrado... No
partiréis para Santa María hasta mañana y yo tengo tan pocas ocasiones de
hablar con alguien diferente... —señaló un banco—. ¿Nos sentamos?
José contempló el banco con aire de duda. Luego extendió el faldón de la
capa y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
—Perdonad, mi señora. Estoy más cómodo aquí.
— ¿Al uso árabe? —su risa levantó ecos en los árboles—. Sois muy divertido,
José Ben Alvar.
Ella escondió las manos en las amplias mangas del hábito y sonrió con algo
de expectación.
— ¿Qué me vais a decir?
—No sé quién sois, mi señora.
Capítulo 6
Santa María de Ripoll
Junio del 968
(357 de la Hégira para los creyentes del Islam)
****
Después de laudes*, los monjes salían a sus trabajos; la huerta, los campos
y los animales ocupaban las horas de la mayor parte de los hermanos. Otros
iban a la biblioteca a copiar página tras página de los viejos y valiosos
códices, y los más fuertes ayudaban en la construcción. El rumor de las
herramientas de los albañiles y los canteros que labraban los muros de la
iglesia poblaba el ambiente y no dejaba olvidar que Santa María de Ripoll era
un monasterio sin terminar.
El abad Arnulf esperó a que José saliese de la iglesia y se emparejó a su
lado.
—Has rezado con mucha devoción.
José enrojeció.
—Tal vez, señor. Necesito aclarar mi vida y sólo Dios puede ayudarme.
—Llámame padre, José. Soy el abad. Debes confiar en que el Señor te está
ayudando. ¿Conoces ya el monasterio?
Arnulf paseó entre los copistas señalando a José los trabajos de alisado y
pautado de pergaminos, los miniaturistas que iluminaban las viñetas y los
calígrafos que trazaban las pesadas letras carolingias*. Y le presentó
formalmente al monje alto de cara redonda que había intervenido en el
capítulo.
—Este es nuestro bibliotecario, el hermano Raúl. Le podrás ayudar en las
copias de los volúmenes.
El hermano Raúl le saludó con una sonrisa y José inclinó la cabeza en
reconocimiento.
El abad le llevó a una de las mesas de la sala de lectura, se sentó e indicó a
José otro asiento.
—He leído las cartas de presentación del obispo Rezmundo. ¿Cuáles son tus
planes?
José contempló al hombre fornido que gobernaba el monasterio, hasta
resultar descortés. Los ojos de Arnulf eran afectuosos y sintió que se aliviaba
su inquietud.
—No lo sé, padre abad. Tuve que salir de Córdoba en una noche; los
proyectos de mi padre sobre mi vida se vieron cortados de raíz; mi hermano
mayor se encargará de los negocios de mi padre. Yo estudiaría. Estaba
contento con sus planes. ¡Me hubiera gustado tanto poder enseñar cálculo...!
Poner al servicio de mis alumnos mi don, mi gran facilidad para los números.
¿Sabéis? —se sonrojó— Me llamaban Sidi Sifr, «El Señor del Cero». Me
hubiera casado con una muchacha cristiana y hubiera criado a mis hijos.
Todo muy bien planeado. Ahora... —extendió las manos en un ademán
desolado— tengo que confesaros que estoy desconcertado.
—Rezmundo me escribe que escapaste antes de que se formalizase una
acusación contra ti. Eso quiere decir que el gobernador de Tortosa no tiene
orden de perseguirte. Según la ley de Córdoba, no has huido, sólo viajas. De
todas formas, corres un riesgo; habría una buena solución: ¿has pensado en
entrar a formar parte del monasterio?
—Alguna vez, padre. Pero no creo que Dios me llame para tanta perfección.
—Pero no puedes seguir siempre en la casa de huéspedes y tampoco debes
estar como un siervo del monasterio. Tal vez como un postulante, o un
converso o penitente...; tendrías que seguir la vida y las oraciones de los
monjes, pero si algún día deseas marcharte, podrías hacerlo. Siempre
pueden ofrecerte ser el administrador o el secretario de un conde.
Firmaríamos un pacto. Es un uso antiguo en los monasterios hispanos.
José miraba al suelo sin decidirse. Arnulf siguió:
—No te censuro porque no puedas decidir. Mientras tanto, podrías repasar
las cuentas del monasterio, ayudar al despensero con los inventarios y —
señaló con la mano al monje alto de cara redonda que se movía entre las
mesas de los copistas— y ayudar al hermano Raúl, que siempre necesita
quien conozca bien las letras. ¡Ah! Y traducir esos libros árabes que has
traído. Con eso recompensarías de forma cumplida nuestra hospitalidad.
—He traído conmigo los volúmenes del sabio AlKowarizmi sobre el cálculo de
los números positivos y negativos, lo que él llama «alger»*. Es lo que más
he estudiado. También tengo copias de los libros de León el Hispano sobre la
multiplicación y la división. Sé calcular con el cuadro árabe* en el ábaco de
arena y con el ábaco latino*. También conozco la manera de construir
esferas en las que estén representados todos los planetas.
Arnulf palmeó la espalda de José.
—¡Gracias, José Ben Alvar! Estoy seguro de que es Dios el que te ha
conducido a este monasterio. Tenemos ya sesenta libros en nuestra
biblioteca, pero, aparte de los libros religiosos, la mayor parte son de
gramática, poesía y filosofía. Necesitamos libros de aritmética y astronomía.
Tú nos los vas a proporcionar. También puedes escribir resúmenes de lo que
tus maestros te enseñaron en Córdoba.
El abad se levantó de su asiento. Estaba contento.
—En este monasterio no opinamos como Mayeul, el abad de Cluny, ¡Dios le
perdone!, que arranca con sus propias manos las páginas de los libros que
—No, ¡cuéntame!
—En el testamento de Livia, la madre del emperador Tiberio, había un legado
para el general Galba. Livia mandaba que se entregase a Galba la cantidad
de —escribió en el suelo— CCCCC sextercios. ¿De qué importe era la
herencia de Galba, Gerbert?
—Es claro, cincuenta millones de sextercios. En los números de los antiguos
romanos, el rectángulo abierto multiplica la cantidad por cien mil.
—Eso entendió también Galba, pero el escribano no lo había escrito a
continuación con todas las letras y el emperador Tiberio no consideró los
pequeños trazos verticales y sólo entregó a Galba quinientos mil sextercios,
es decir, sólo se fijó en la barra superior que multiplica por mil. Dijo que lo
escrito era CCCCC y que si Galba quería cincuenta millones de sextercios
sacristán porque comprende las letras lo suficiente para leer las lecturas en
los oficios, conozca los escritos de los santos Padres o a vuestro San Eulogio.
—Pero tú eres franco, Gerbert.
—¡Oh, bueno! yo he nacido en Aquitania, que no es lo mismo; y además, no
todos los francos somos iguales; el hermano Raúl es el bibliotecario y el
hermano Hugo, el sacristán; los dos son francos, pero cada hombre es un
mundo; ¿no te lo enseñaron en filosofía?
Aquella noche, después de vísperas, a la luz de una vela de sebo, José Ben
Alvar escribió otra carta a su padre. Le contaba que estaba bien y cómo era
el monasterio y los monjes. Sabía que Ibn Rezi la leería. El obispo Rezmundo
se encargaría de llevársela, pero no creía que tuviese mucha utilidad.
Capítulo 7
Un nuevo monje
Septiembre del 968
(357 de la Hégira para el Islam)
La fiesta del fin del ayuno de las témporas* de otoño se celebró aquel año en
Santa María de Ripoll. Antes de comenzar el tiempo de penitencia del
Adviento*, los monjes celebraban un día de fiesta en alguno de los
monasterios. Rezaban unidos, comían juntos y en silencio en el refectorio y
tenían un rato de recreo en el que charlaban y se transmitían noticias,
mientras los abades se reunían y trataban de los temas religiosos y políticos
que afectaban a todos los monasterios. Luego, los monjes regresaban,
caminando en largas filas por el borde de los senderos, con el pequeño hato
al hombro y en ocasiones cantando salmos. Así, los campesinos sabían que
no estaban solos y que los monjes eran numerosos y rezaban a Dios por
ellos. A veces se celebraban ordenaciones de nuevos sacerdotes y, delante
de todos, se admitía a los novicios, hacían sus votos los monjes y se
nombraban despenseros, sacristanes y en ocasiones hasta abades.
Por eso, el abad Arnulf decidió que la admisión de José Ben Alvar se hiciese
públicamente en esta fiesta.
Al final del verano, José entregó al abad la traducción de uno de los
pergaminos que se había traído de Córdoba con los fundamentos del sistema
de numeración árabe.
El abad ojeó el volumen escrito en limpia caligrafía latina y observó los
perfiles de las letras, más finos, menos adornados, en blanco y negro, sin
colores.
—No has puesto colores —observó.
—En Córdoba lo hacemos así —dijo José—. También se sorprendió el
hermano Raúl. Me ha ayudado mucho.
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todo el cuerpo, y tan ancho que había que recogerlo para sacar los brazos
por el borde inferior. Luego le colocó la gran capucha con esclavina* que
llamaban cogulla. A continuación le dio la comunión el primero de todos,
antes que a los otros abades y monjes.
Terminada la misa, mientras todos cantaban los salmos de acción de gracias,
Arnulf acompañó a José a su lugar en la iglesia junto a los otros monjes de
Ripoll. Allí le presentó el pacto que firmaban todos los monjes y José
estampó su nombre. Tuvo que hacer un esfuerzo para vencer su resistencia
interior a escribir en latín y con letras latinas.
Todos los monjes lo abrazaron en señal de acogida. Luego volvió al altar,
acompañado ahora del abad y de Gerbert, y entonó el himno:
—Recíbeme, Señor...
De reojo percibió la sonrisa de Gerbert. Su forma de cantar tenía el ritmo
musical de los monasterios de su tierra.
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Capítulo 8
Las preocupaciones de Emma
Noviembre del 968
(357 de la Hégira para el Islam)
hambre y conocía todos los rincones y todos los pasillos; sabía la mejor
manera de coger, sin ser visto, las manzanas ya maduras de los árboles de
la huerta o el pan de la despensa y de dormir en la iglesia, durante los
oficios, sin que se diese cuenta el hermano celador*. Tenía facilidad para el
cálculo y servía de enlace entre el abad y el maestro constructor de la
iglesia. Cuando descubrió que José enseñaba a Gerbert los números árabes,
pidió permiso al abad y se añadió al grupo sin preguntar si era bien recibido.
Aprendió rápidamente, sin las resistencias intelectuales que a veces
paralizaban a Gerbert, y José simpatizaba con él.
José intentaba que comprendieran el sencillo sistema de numeración que los
árabes habían copiado de los matemáticos de la India y que permitía
efectuar los cálculos mucho más deprisa, pero Gerbert seguía aferrado al uso
del ábaco latino y tenía mucha dificultad para comprender el concepto de
ausencia de cosas, de vacío, que los árabes conocían con el signo cero, sifr.
José limpió y recogió la pluma que estaba usando y salió fuera. Ferrán le
susurró:
—Hay un mensaje para ti, hermano José.
— ¿Un mensaje?
—Una monja de Sant Joan te espera en la portería.
José salió a la portería donde una monja, ya mayor, charlaba con el portero
y con el hermano despensero delante de una torre de quesos.
—Buenos días, hermana —saludó José—. Yo soy José Ben Alvar.
—Que Dios os guíe, hermano José —respondió la monja hablando muy
deprisa—; tenía que traeros estos quesos, ¿sabéis?; ya los probaréis en la
cena. Los hermanos ya los conocen; nuestros quesos tienen fama en toda la
región; ordeñamos a las ovejas siempre a la misma hora, lo que da al queso
un sabor especial más delicado que no tienen los quesos hechos con leche de
distintos ordeños. Bueno, pues como tenía que venir, la hermana Emma, con
permiso de la abadesa, por supuesto, me encargó que os dijese que tenía un
mensaje urgente para vos y que os lo debía dar en persona.
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Emma se sentó en uno de los asientos de piedra, junto a la pared. Hacía frío.
—El arzobispo de Narbona tiene autoridad sobre estos monasterios que
pertenecen a su archidiócesis. El rey Lotario ha encargado al arzobispo, tal
vez a sugerencia del mismo arzobispo, que prepare los obsequios que
acompañarán el mensaje al Califa.
José, de pie ante la monja, observaba su inquietud y su perceptible angustia.
—¿Y qué?
—Los obsequios se recaudarán en los condados catalanes. Es como la
respuesta por la embajada que los condes
enviaron hace dos años. El rey Lotario no
puede demostrar su irritación hacia el conde
Borrell por haber pactado con el Califa por su
cuenta, ya que el conde es demasiado
poderoso; así pues, le obliga a un tributo
extraordinario: los regalos para el Califa.
José no entendía en qué le afectaba aquello,
ni por qué le temblaba la voz a Emma.
—Mi señora, se os ve muy preocupada. Me
habéis llamado. No sé para qué. Las noticias
políticas no importan en este momento.
Decidme en qué os puedo ayudar.
Emma golpeó el suelo con el pie, irritada.
—Dejadme hablar, José Ben Alvar. Si no
comprendéis bien, esta entrevista no servirá de nada. Los condados
catalanes son fortalezas que guardan la frontera meridional del reino franco.
En tiempos del gran emperador Carlos, los condes era gobernadores
enviados por la corte. Mi tatarabuelo, el conde Guifré, consiguió que sus
hijos heredasen el condado. Ya no dependían del nombramiento del rey de
los francos. Ya no podían desposeerles del condado, según la conveniencia,
la política o el humor del rey. Eso les dio una gran autonomía. Los hijos y los
nietos del tatarabuelo Guifré han aumentado esa autonomía; han luchado
contra los ejércitos de los gobernadores árabes de Lérida y Tortosa, han
poblado la tierra, han fundado monasterios, concertado alianzas y rendido
homenaje al Califa. Han actuado, en suma, como señores independientes y
dueños de la tierra. Pero su señor natural es el rey de los francos. Y al rey
Lotario, esa actitud, aunque no es lo suficientemente fuerte para evitarla, no
le agrada. Le gustaría que le rindiesen un vasallaje efectivo. Que si todos
nuestros documentos se encabezan: «Christo imperante, rei Lotarius
regnante...» fuese verdad que Nuestro Señor Jesucristo impera y nuestro rey
Lotario reina y que su política es la política de nuestros condes.
José ya conocía todo aquello. Se lo había explicado Ibn Rezi. Pero no se lo
iba a decir. Preguntó:
— ¿Y por qué es el arzobispo de Narbona el encargado de recaudar el
tributo?
—Los monasterios de Sant Joan y de Santa María están liberados del dominio
de condes y reyes. Sólo dependen de Dios y del Papa. El arzobispo es el
representante del Papa. Ejerce jurisdicción sobre Arnulf y todos los otros
obispos catalanes. Al arzobispo de Narbona no se le puede negar lo que pida.
Hizo una pausa. José preguntó:
— ¿Y tanto representan esos regalos? ¿Qué pueden entregar los
monasterios? ¿El vellón de todas esas ovejas que ya no podrán hilar las
monjas de Sant Joan?
—No es tema de burla, José. Si el rey Lotario envía al Califa la lana de las
ovejas de la alta Cataluña, traerá la pobreza a los condados que comercian
con la lana. Pero es que además alguno de sus consejeros ha sugerido al rey
Lotario otro obsequio más personal. El arzobispo viene acompañado de
hombres de armas del rey que apresarán a todos los hombres, mujeres y
niños que han huido de las tierras de los árabes y los entregarán al Califa. Y
eso sí os afecta.
—No sé, tengo hasta la primavera. Mis votos son todavía temporales, ¡ni
siquiera eso me protege! La abadesa Adelaida me dejaría marchar antes de
que los hombres del arzobispo llegasen al monasterio. Pero, ¿adonde voy? Mi
hermano no se opondrá al rey Lotario y no creo que el conde Borrell, que era
primo de mi madre, quiera indisponerse con su señor y con mi hermano
dándome asilo. El rey podría pedirle a su hermana en mi lugar, ya que él
está recién casado y todavía no tiene hijos. Los otros condes ni siquiera son
mis parientes. ¿Por qué me iban a proteger?
Escondió la cara entre las manos. Los últimos rayos del sol poniente
convertían en fuego los rizos color de cobre que se escapaban de la toca. Las
lágrimas le resbalaban entre los dedos; lloraba sin sollozos, como si la
angustia y el miedo le rebosasen por los ojos. José no sabía cómo
tranquilizarla; le conmovía el valor con que enfrentaba su problema y que
hubiese pensado en él y en el riesgo que corría. Se sentó a su lado y le rodeó
los hombros con el brazo. Sentía deseos de decirle que no se preocupase,
que él la salvaría, pero aquél no era su país, y él también estaba en peligro.
No sabía ni ayudarla ni ayudarse.
Así los encontró Ferrán, cuando después de haber terminado con todo el pan
y el queso, salió a la fuente a buscar un sorbo de agua para poder tragar.
Capítulo 9
Intermedio
Noviembre–diciembre de 968
No pudo dormir; dio vueltas en su cama en una esquina del dormitorio de los
monjes, procurando no hacer ruido para no despertar a los compañeros;
fuera, silbaba la ventisca que cubría de nieve el monasterio. Habían
regresado al monasterio después de las vísperas y no había podido hablar
con el abad. Durante mucho rato estuvo con los ojos abiertos en la
semioscuridad de la habitación mientras intentaba evaluar las noticias que le
había dado Emma. Si le devolvían a Córdoba confiaba en que el cadí Ibn Rezi
encontrara algún modo de liberarlo, ya que no había ninguna sentencia en
contra de él, pero siempre perduraría la primitiva acusación por los
supuestos insultos a Mahoma y le volverían a juzgar. Y antes de eso,
aquellos hombres del Norte lo habrían tratado como a un esclavo durante
meses. ¿Y Emma? ¿A quién se le ocurriría aquella idea loca de enviar cinco
doncellas de las casas condales para el harén del Califa? ¡Como si estuviesen
en los tiempos antiguos! ¡Al Califa le sobraban las mujeres! ¿A quién podría
pedir ayuda? Estaba en tierra extraña y no sabía quién era amigo y quién
enemigo. Quién estaba a favor del rey Lotario y quién a favor de los condes.
¿Gerbert? ¿El abad? ¿Ferrán? ¡Y qué más daba! Emma estaba en su tierra,
era hermana del conde Guillem y pertenecía a la familia del conde Borrell y
estaba atrapada en la misma red.
La llamada a maitines le sorprendió en un estado de duermevela. Bajó a la
capilla, pero no atendió a las oraciones. Su cabeza estaba en otro sitio.
Quería implorar la protección de Dios, pero las viejas palabras de la liturgia
resbalaban sobre su preocupación.
Luego, volvió a echarse en su cama y entonces sí cayó en una especie de
sueño intranquilo del que le despertó Ferrán entre las risas de los demás
novicios que se burlaban de su pereza.
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por él. Y nadie se había preocupado por mí tanto como él. Creo que le amo,
madre.
Una sonrisa acentuó las arrugas de la cara de la abadesa.
—Lo entiendo, hija. En tu situación, José te parece un príncipe, cualquiera te
lo parecería; pero no conoces ni los sentimientos ni los proyectos de él. Y no
conoces lo que puede suceder. No te ilusiones demasiado; podría resultar un
dolor añadido.
Los ojos de Emma se habían quedado sin brillo, como sin vida. Inclinó la
cabeza.
—Yo pensaba en José ya antes de saber lo que el rey había dispuesto sobre
mí. Pero tenéis razón. ¿Puedo retirarme, madre abadesa?
—Emma, ¡no quiero que te vayas así! No hay nada definitivo todavía en tu
vida. Ni en el monasterio, ni en Córdoba, ni respecto a José. Aunque te
parezca que todos los caminos están cerrados, no pierdas la esperanza. Deja
que se cumpla la voluntad de Dios. Eres mi sobrina–nieta. Yo te ayudaré en
todo lo que pueda.
Puso su mano sobre la cabeza inclinada de Emma.
—Que Dios te bendiga, hija.
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hablado como tú. Eres distinto y nunca había sentido por nadie lo que siento
por ti. He creído que sentías por mí... ¿O es que tú no me quieres?
José tartamudeó.
—Sí, sí te amo, chica loca. Durante este mes sólo he pensado en ti. Me
hubiese gustado estar todo el tiempo a tu lado. No he podido dormir, ni
trabajar, ni comer. No sabía lo que había planeado el abad Arnulf, ni si había
obtenido algún resultado. Me ha devorado la incertidumbre. Pero a pesar de
todo, no podemos...
Emma, le cortó.
—¿Y el amor? —repitió—. ¿Por qué no podemos amarnos? ¡Me estás
haciendo parecer una desvergonzada? La abadesa Adelaida adivinó
enseguida lo que sentía y me ha dicho que me comprendía y que estaba de
mi parte. Después de todo es mi tía–abuela. Dice que los obispos han
proporcionado a los condes los argumentos para fundamentar su negativa: la
fe de los mozárabes y las de las doncellas peligraría en la corte cordobesa —
se entristeció—; me temo que les ha importado más lo que van a dejar de
ingresar por sus porcentajes en la venta de la lana, que la suerte de sus
parientes o sus siervos mozárabes.
—No seas cínica, Emma. Tu caso no es el de las otras chicas.
—No soy cínica, José. Todos son muy pobres. Y tienen que alimentar y vestir
a sus hombres de armas y a sus criados, defender a sus vasallos y acudir
cuando el rey de los francos los llama. Son mis parientes, José. Llevo su
sangre y los quiero, pero no les puedo pedir lo que no me pueden dar.
De nuevo estaba angustiada y los ojos le rebosaban llanto. Esta vez fue José
quien inició el abrazo; él era más alto y la cabeza de Emma apenas llegaba a
su hombro. La abrazó con fuerza; se sentía más libre, más responsable y
más alegre que lo había estado desde que salió de Córdoba. Estrechó más a
Emma y susurró.
—Te quiero, Emma, te quiero. Y tu abadesa y mi abad están de nuestra
parte. No te preocupes. Todo nos irá bien.
Capítulo 10
El arzobispo de Narbona
Enero del 969
(Finales del 357 de la Hégira para el Islam)
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sentado en la silla de madera tallada que solía ocupar Arnulf, que se sentó a
su derecha en una silla corriente.
Leyeron el capítulo de la regla y luego el arzobispo dijo:
—Durante estas semanas he recorrido las parroquias de los pueblos de la
diócesis. Hoy estoy aquí con vosotros. Bendigo a Dios nuestro Señor por
tener la dicha de haber conocido a tan fieles discípulos de San Benito.
Gracias a vosotros se predica el evangelio en estas tierras de la frontera tan
cerca de los infieles servidores del diablo. El sonido de vuestra campana, que
llama a oración, recuerda a las gentes de estos campos dónde está la
verdadera fe. He visitado con satisfacción vuestra casa. Los establos están
limpios y la despensa bien abastecida dentro de vuestras costumbres de
penitencia. Las obras de la iglesia avanzan, aunque no con demasiada
rapidez; bien es verdad que no hay mucho dinero que invertir en ellas.
También he visto que en la biblioteca han aumentado los códices y he
solicitado a vuestro abad que nos envíe el ejemplar del Beato de Liébana que
se está copiando, para la biblioteca de nuestra iglesia de Narbona. Los libros
piadosos deben ser el alimento de nuestras almas.
Hugo, el sacristán, se levantó de su asiento y se adelantó al centro de la
sala:
—Con vuestra venia, mi señor arzobispo. Ya que habláis de libros; tengo un
grave peso en la conciencia. He dudado mucho en declarároslo, pero creo
que la salud de mi alma me obliga a ello.
El abad Arnulf intervino:
—Yo os escucharé luego, hermano Hugo.
—Gracias, padre. Os pediré más tarde vuestra bendición, pero mi duda de
conciencia puede ser también la de alguno de nuestros hermanos y querría
hablar de ello ante su eminencia Aymeric, nuestro señor arzobispo, según
nos aconseja nuestra regla.
José estaba en la segunda fila, entre los monjes jóvenes, sentado sin
removerse, en el duro asiento de madera, con la vista baja y las manos
—No, mi señor.
—Entonces —la voz del arzobispo tenía un matiz de triunfo— ¿cómo puedes
saber que este libro trata sobre la multiplicación?
Gerbert abrió el libro latino.
—El hermano José lo ha traducido. Aquí está.
—¿Y cómo sabes que dice lo mismo?
El hermano Raúl intervino:
—Yo sí conozco el árabe, mi señor arzobispo, y puedo aseguraros que dice lo
mismo.
Arnulf volvió a hablar suavemente.
—El hermano José ha traducido al latín este libro y algunos otros sobre el
arte de los números. En este monasterio —y lo subrayó— estamos
interesados en las ciencias que hacen progresar a los hombres. Cuando
todos estén traducidos, enviaremos copias a todos los monasterios que
tengan el mismo interés.
El hermano Hugo no pudo callar por más tiempo.
—¡Vais a extender la ponzoña!
Gerbert soltó una pequeña risa.
—¡Oh, no! ¿Me permitís, mi señor arzobispo? —hablaba eligiendo las
palabras, con sus mejores artes de estudiante de retórica—. Los árabes
tienen un sistema de números que permite hacer los cálculos mucho más de
prisa y más fácilmente que con los números de los antiguos romanos. Es la
ciencia que el hermano José ha estudiado en Córdoba, la conoce bien y
ahora traduce los libros de sus sabios para nuestro uso en el monasterio.
—¿En Córdoba? —preguntó con sospecha Aymeric.
José recuperaba la calma; debía defender su amado sistema de cálculo, pero
no sabía cómo explicarlo en aquella reunión y ante aquel arzobispo hostil.
—Los antiguos romanos construyeron grandes edificios y gobernaron el más
grande imperio conocido. Lo hicieron con sus números. Dime, muchacho,
¿para qué necesitamos nosotros otra cosa?
Capítulo 11
Final que es principio
Desde su celda en los sótanos, José oyó marchar la comitiva del arzobispo
después de la hora de laudes, cuando apenas clareaba el día por el pequeño
tragaluz. No le habían dejado lámpara y había pasado la noche a oscuras,
dormitando a ratos sobre la paja mohosa, y pensando en las ratas y las
pulgas que debían vivir en aquella celda. No sabía cómo se había vuelto a
complicar su situación; él que sólo quería vivir en paz y que creía que había
encontrado amigos.
Apenas se extinguieron los ruidos de la comitiva de Aymeric, el propio abad
vino a abrir la puerta de la celda de castigo.
—Vamos, José. Ven a mi habitación.
Siguió a Arnulf por las angostas escaleras que subían de los sótanos al
claustro y se sintió repentinamente cegado por la luz del sol que amanecía a
través de los capiteles. En la habitación del abad esperaba Gerbert. Arnulf le
hizo sentar y le sirvió un cuenco de leche y un gran trozo de pan.
—Come. Vamos a tratar de resolver esto.
José se miró las manos sucias y Gerbert rió de buena gana.
—Anda, sal a lavarte al claustro; dejadle, padre abad. ¡Estos mozárabes!
José se lavó las manos y la cara en la fuente del claustro; le dolía la cabeza y
se sentía atontado. Cuando regresó, Gerbert y Arnulf miraban un mapa que
dejaron al entrar José.
—¿Me llevarán a Narbona? —preguntó.
—No, de momento. Ahora, el arzobispo está muy ocupado con sus visitas
para reafirmar su autoridad sobre los otros obispos catalanes. Confía en que
te encontrará aquí si te necesita, pero puede que se olvide de todo este
incidente que no ha sido tan importante. Depende de su conveniencia.
Aymeric es más político que obispo y cumple los mandatos del rey. Puede
que sea sincero al pensar que tu facilidad para calcular es obra del diablo.
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volvió para subir a su celda y recoger su manto, sus calzas de lana y sus
pocas cosas.
Sólo se besaron después de saltar el muro, con el monasterio a la espalda y
las mulas a la vista.
Las preguntas, las explicaciones y los planes vendrían más tarde.
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Epílogo
Notas
Ábaco latino: Cuadro de madera con cuerdas y bolas en los extremos que
sirven para contar. El ábaco romano o latino, en lugar de bolas, llevaba unas
piedrecitas llamadas «cálculos». Gerbert d'Aurillac sustituyó los guijarros por
una ficha de hueso con el número árabe grabado que sustituía el número de
guijarros necesario en cada cuerda.
Alger: Palabra árabe del título del segundo libro de AlKorawizmi. Designaba
la operación de hacer pasar los términos de un miembro a otro de una
igualdad de forma que sólo haya términos positivos a ambos lados. De esta
palabra traducida al latín surgió luego «álgebra».
San Isidoro, Obispo de Sevilla (570–636): Fue uno de los escritores más
eminentes de su tiempo y un eficaz compilador de la antigua cultura en sus
Etimologías, una enciclopedia del saber de su época. Entre otras muchas
obras también escribió una regla de vida para los monjes.
Sidi Sifr (señor del cero): Apodo que le daban a José sus compañeros por
su facilidad para el cálculo.
FIN