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Estudios de literatura peruana

Jorge Cornejo Polar


Estudios de
Literatura
Peruana
Jorge Cornejo Polar

BANCO CENTRAL DE
RESERVA DEL PERÚ
Colección Biblioteca Universidad de Lima
Estudios de literatura peruana
Edición impresa: 1998
Primera edición digitalizada: 2018

© Jorge Cornejo Polar


De esta edición:
© Universidad de Lima
Fondo Editorial
Av. Javier Prado Este 4600,
Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33
Apartado postal 852, Lima 100
Teléfono: 437-6767, anexo 30131
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Telf.: (51-1) 613-2000/Fax (51-1) 613-2552
www.bcrp.gob.pe

Diseño y edición: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio,


sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN digital: 978-9972-45-445-5


Índice

Presentación 9
Melgar fabulista 11
El Espejo de mi Tierra y el costumbrismo en el Perú 19
Los artículos de costumbres de Manuel Ascencio Segura 67
Costumbrismo y periodismo en el Perú del siglo XIX 75
Relaciones entre el costumbrismo peruano y el español 107
Presencia inglesa en el costumbrismo peruano 131
Palma entre el costumbrismo y la novela 141
El símbolo del alimento en la poesía de César Vallejo 155
Vallejo y la vanguardia, una relación problemática 169
La poesía de César Atahualpa Rodríguez 191
Estuardo Núñez y la crítica de poesía en el Perú 225
La poesía en Arequipa en el siglo XX 239
Nota sobre la función del espacio en Los ríos profundos 263
Arguedas y la política cultural en el Perú 271
Notas sobre la teoría novelística de Ciro Alegría 283
La poesía de Juan Gonzalo Rose 295
Tres aproximaciones a la poesía de Javier Sologuren 317
El símbolo en la poesía de Javier Heraud 329
Historia de los textos 339

[7]
Presentación

Creo que los textos reunidos en este volumen no sólo dan testimonio
de un buen tramo de mi largo caminar por los inacabables territorios de
la literatura (el más antiguo de ellos, el dedicado al estudio del símbo-
lo en la poesía de Javier Heraud, data de 1966) sino que evidencian
también la naturaleza de mis preferencias y el sentido de mis búsque-
das. En efecto, la mayor parte de ellos están dedicados o al análisis e
interpretación de obras poéticas o al tema del costumbrismo que son
los dos campos principales en que se ha desenvuelto mi ejercicio crí-
tico.
La preferencia por la poesía es consecuencia de una inclinación na-
tural que, por eso mismo, no necesita explicación, aunque tal vez deba
advertirse que ella no significa incomprensión o indiferencia ante nin-
guna otra forma literaria. Es seguramente una cuestión de temperamen-
to. Pero lo cierto es que mis más auténticos y duraderos goces literarios
nacen ante la magia de la poesía, a cuyo misterio, encarnado en deter-
minadas obras, he intentado aproximarme en repetidas ocasiones.
Por otra parte, una de mis convicciones más antiguas y firmes es la
que ve en el costumbrismo no sólo un hecho literario significativo (la
fundación de la literatura republicana) sino también un factor actuante
en los procesos de descubrimiento de la realidad del país, de definición
de la nacionalidad, de consolidación de la independencia, de búsque-
da de la identidad. De aquí mi constante trabajo sobre el tema en las
dimensiones peruana y latinoamericana.
Como el título lo indica, el proyecto de este libro consideró desde
el comienzo recopilar exclusivamente estudios sobre literatura peruana
(dejando para otro los trabajos sobre temas latinoamericanos). A pesar
de esta primera decisión, el corpus que tenía entre manos era conside-
rablemente mayor al aconsejable para un volumen de esta naturaleza.
Fue imprescindible entonces practicar una poda que eliminó por com-

[9]
10 jorge cornejo polar

pleto los artículos periodísticos (con la única excepción, por la novedad


del tema y la extensión del estudio, del dedicado a las fábulas de Ma-
riano Melgar). Finalmente, sólo quedó apelar a la más estricta autocríti-
ca, como resultado de la cual quedó establecida la relación definitiva de
estos Estudios de literatura peruana que entrego hoy a la consideración
de los lectores.
Se sabe que toda antología supone una cierta dosis de arbitrariedad
y, por lo mismo, un riesgo. El que se trate de textos críticos propios no
elimina sino que, por lo contrario, acentúa el peligro de error. Dejo
constancia, no obstante, de la seriedad con que han sido escritos y re-
visados. Y tengo la esperanza de que ellos, al abrir perspectivas o re-
plantear valoraciones, sirvan, a quienes los lean, de estímulo para lectu-
ras o relecturas y de incitación para proseguir por su cuenta las indaga-
ciones que aquí se presentan. Casi todos han sido escritos con ocasión
de congresos o seminarios de público por lo general especializado y
por lo mismo restringido. Al publicarlos ahora en forma de libro van en
busca de una audiencia mayor.
No puedo terminar estas líneas introductorias sin dejar constancia de
mi agradecimiento al Fondo Editorial del Banco Central de Reserva y a
la Universidad de Lima por la coedición que ha hecho posible la publi-
cación de este libro.

Jorge Cornejo Polar


Melgar fabulista

Compatriota: hoy me he levantado


con algunos síntomas de fabulista,
¿qué dice Ud. de esto?
¿Y qué dirá de esta tentativa?

Mariano Melgar
“Manuscrito de la Universidad de Indiana”

En el conjunto general de la obra conocida de Mariano Melgar1, las fá-


bulas representan apenas una mínima parte (10 textos sobre un total de
175). Considero, sin embargo, que su peculiaridad las hace merecedo-
ras de un estudio especialmente atento y sistemático, algunas de cuyas
bases quisiéramos plantear en esta ocasión.

Sobre la naturaleza de la fábula


Una definición como la que enseguida transcribimos representa el
consenso general (y tradicional) acerca de esta variedad literaria: “Na-
rración breve, generalmente en verso, escrita con fines didácticos, algu-
nos de cuyos protagonistas son animales y también objetos. Contiene
una verdad moral que suele ser expresada al final de la composición en
la denominada moraleja”2. Retengamos de ella, como elementos funda-
mentales, el didactismo cifrado en una enseñanza moral y la participa-
ción de animales en calidad de personajes.

1 Nos referimos a la que aparece reunida en la edición de Poesías completas. Lima:


Academia Peruana de la Lengua - Clásicos Peruanos 1, 1971.
2 Libros en el tiempo. Enciclopedia de la Literatura Montaner y Simón S.A. Barcelona,
1964.

[11]
12 jorge cornejo polar

Contra una conceptualización como la acotada, de tan extendida vi-


gencia, se alzan, no obstante, en tiempos recientes, nuevas y divergen-
tes opiniones. Entre las varias que pudieran aducirse escogemos ahora
la del crítico español Rafael Bosch, para quien es falsa la afirmación de
que la fábula encierra siempre lecciones de “una moralidad puramente
general y abstracta”, siendo la realidad, por el contrario, que “las fábu-
las, a pesar de su apariencia voluntariamente engañosa, no son enseñan-
zas de tipo general, sino reflexiones sobre casos individuales, que por
otra parte son típicos ante todo y sobre todo de situaciones generales de
una sociedad en una época”3. La fábula, según este criterio, pierde su
prestigio como medio de docencia general y abstracta, pero revela, en
cambio, su verdadera naturaleza como instrumento de crítica social,
política y a veces personal. Añade Bosch que la fábula es “el tipo de mito
consciente de sus propias convenciones fantásticas, las cuales usa como
instrumento para pintar la realidad del modo más crítico”. Queda así
expuesto el mecanismo fabulístico que consistiría, pues, en una con-
vención de la que participan el escritor y el lector, en la medida en que
el primero emplea una ficción por medio de la cual alude críticamente
a una realidad que no se expresa en el texto y el segundo sabe y acep-
ta que el despliegue de fantasía que se le ofrece no reclama ser creído
de manera literal sino, por el contrario, como una invitación y un reto a
descubrir el verdadero mensaje oculto en la ficción aparente.
Por su propia naturaleza (y ésta será la última consideración general
que hagamos ahora), la fábula resulta ser una manera de ejercer crítica
especialmente utilizable en aquellas épocas o circunstancias en que sea
conveniente o necesario que la censura no se exprese directamente si-
no por esta vía indirecta, casi alegórica.

Las fábulas de Melgar: primera aproximación


En el estado actual de la investigación, el corpus fabulístico que nos
interesa está compuesto solamente por 10 composiciones de similares ca-
racterísticas formales aunque de diverso contenido crítico. Una primera
aproximación a este mundo literario de cierta complejidad, a pesar de su
limitación cuantitativa, consistirá en un intento de clasificación de estos
textos atendiendo al género de realidad aludida (criticada) en cada caso.
El resultado es el siguiente:

3 Bosh, Rafael y Ronald Cere. Los fabulistas y su sentido histórico. Colección Iberia. New
York, 1969.
melgar fabulista 13

a) El grupo más numeroso de fábulas (6) exhibe un claro conteni-


do político en el contexto de la época inmediatamente anterior a
la declaración de independencia de 1821. Son ellas: “Los gatos”,
“El murciélago”, “Las abejas”, “El asno cornudo”, “Las aves do-
mésticas” y “Las cotorras y el zorro”.
b) Otro grupo compuesto solamente de dos fábulas muestra un
mensaje que pudiera calificarse de crítica social. Son: “El ruiseñor
y el calesero” y “El cantero y el asno”.
c) Hay finalmente dos fábulas que por su contenido no podrían asi-
milarse a ninguno de los grupos anteriores ni formar tampoco un
grupo aparte. Se trata de “La ballena y el lobo”, en que la crítica
parece estar dirigida a una persona en concreto, y “El Sol”, que
parece reflejar una situación personal del poeta.
Otro problema de interés es el referente a la época de composición
de las fábulas melgarianas. A este respecto sólo se conoce que “El rui-
señor y el calesero” fue publicada en 1813, que —según Rada y Gamio—
“Las abejas” fue escrita luego de la elección de regidores del Ayunta-
miento Constitucional de Arequipa, o sea en 1812, y que “El cantero y
el asno” lo fue tres días antes de tal elección. Sin embargo, si se toma
como indicio el contenido de las fábulas que hemos denominado políti-
cas, cabe colegir que ellas al menos corresponden a los últimos años de
la vida de Melgar, cuando sus ideas y preocupaciones se hallaban fuer-
temente marcadas por su adhesión a la causa libertaria. Por último, la
cita del “Manuscrito de la Universidad de Indiana” (que va como epí-
grafe de este artículo) corrobora también esta datación tardía al eviden-
ciar que luego de haber creado parte de su obra, Melgar, en algún
momento (presumiblemente hacia 1812), decide abrir un nuevo capítu-
lo de ella en base al ejercicio del arte fabulístico.
En “Los gatos”, por ejemplo, a través del relato de la enconada lucha
de varios de estos animales para decidir la supremacía del grupo y de
la intervención de un perro que aprovechando de la ardorosa, insensa-
ta contienda devora a todos ellos, Melgar alude con claridad a los peli-
gros que la ambición de poder puede generar en el bando de quienes
luchan por la libertad, a la vez que critica a determinados personajes
cuya identidad, desconocida por ahora, es susceptible de ser revelada
por una investigación más profunda. Con el fin de asegurar la captación
del mensaje y de conformidad con la estructura establecida del género,
Melgar —casi innecesariamente— explicita el sentido de la fábula en los
versos finales: “Si a los gatos al fin nos parecemos,/ paisanos, espe-
ramos otra cosa?/ Tendremos libertad? Ya lo veremos”.
14 jorge cornejo polar

En “El murciélago”, la crítica, aun más clara, se halla dirigida a quie-


nes, tímidos, vacilantes o astutos, no adoptan con firmeza una posición
en aquellos tiempos de conflicto y controversia y se mantienen en un in-
teresado doble juego. La explicación viene dada al final, luego de la his-
toria de un murciélago que en una lucha entre aves y cuadrúpedos se
mantiene maliciosamente irresoluto y termina siendo duramente casti-
gado. Con un lenguaje inusitadamente duro, en el que destaca la crítica
al régimen colonial, Melgar dice en las estrofas finales: “Tal es el destino/
de aquellos cobardes/ que por ir seguros/ juegan a dos ases./ Si triunfa
el tirano,/ esclavos los hace:/ si triunfa el patriota/ ¿Qué logran? Rascarse”.
“El asno cornudo” es importante porque además de la carga de críti-
ca política, semejante a la de las demás fábulas del grupo, Melgar expre-
sa alguna idea sobre lo que podría denominarse la función social de la
literatura. El argumento muestra a un asno que deseando mejorar su si-
tuación pide a Dios se le conceda llevar un cuerno. Aceptada su deman-
da y cornudo, causa daños y problemas sin cuento. La lección se expre-
sa así: “Catástrofe semejante/ me hizo decir: Por mi vida/ Ya que el Cie-
lo ha dado al pueblo/ fuerzas y voto, precisa/ que le den los literatos/
unas cuatro leccioncitas”.
En “Las aves domésticas” la enjundia política del texto es también
clara y aun más radical que en los casos anteriores, puesto que com-
prende una incitación/justificación a la rebelión. La historia, en efecto,
muestra cómo, en una comunidad de aves, “muy soberbios los pavos
miraban con desprecio a otras aves de cría” y aunque los gallos “a la
paz y a la unión convidaban” recibían siempre el desprecio de los pa-
vos; finalmente, el resto de las aves, que ya “sufrir no podían” y “rene-
gaban mirando el ultraje”, llegan en un momento dado a “reventar”, lan-
zándose sobre los pavos e inflingiéndoles terrible castigo: “A patadas y
a pico deshacen su plumaje los gallos airados; ellos se arman así des-
trozados; mas ya son un atroz matorral”. La conclusión, aunque no está
clara en todos sus extremos, expresa, sin embargo, con toda evidencia,
una justificación de la conducta de los gallos (en quienes puede verse
una representación de los patriotas, los revolucionarios, los inconfor-
mes) al decir: “En los gallos yo no hallo malicia. ¿Y en los pavos?... No
es malo callar”. Es, pues, indudable que el derecho a la rebelión se halla
acá justificado y que la sencilla historia de las aves domésticas y sus dis-
tintas conductas debe de haber sido comprendida sin esfuerzo en su
intención profunda por el público al que estaba dirigida.
En “Las cotorras y el zorro”, en cambio, la intención política se halla
más oculta. No obstante, creemos que es posible aceptar la interpreta-
melgar fabulista 15

ción de Rada y Gamio en el sentido de que esta historia del robo de un


sembrío que intenta un grupo de cotorras y que fracasa por el excesi-
vo ruido que hacen, puede leerse como una lección dirigida a los pa-
triotas, recomendándoles discreción en sus proyectos. El comentario del
zorro que contempla el error de las cotorras es bastante claro: “Si son
muy salvajes... yo robo mis pollos pero despacito; los gritos despiertan
al fiero enemigo; sólo con silencio se logra un buen tiro...”, y también
la conclusión final: “Dijo bien el zorro; yo también lo digo”. Es más, la
interpretación política nos parece la única aceptable, porque de otro
modo habría que reconocer que Melgar recomendaba como norma ge-
neral de conducta el disimulo, el ademán taimado y solapado.

Las fábulas como instrumento de crítica social


La más conocida de las fábulas de Melgar, la que lleva por título “El
cantero y el asno”, representaría el caso más claro de crítica social den-
tro del conjunto de la obra fabulística de Melgar y a la vez el primer
atisbo de lo que andando el tiempo habrá de denominarse indigenis-
mo. Se trata, en efecto, de una defensa del indígena maltratado, someti-
do a una situación indigna y al que, no obstante, se le considera inca-
paz y se le pide un rendimiento que la misma condición en que se halla
le hace imposible alcanzar. Para que no quepa duda alguna de su inten-
ción, Melgar —variando el molde consabido de la fábula— la inicia con
una declaración: “Nos dicen ciertas gentes que es incapaz el indio; yo
voy a contestarles con este cuentecito”. Viene enseguida la historia del
cantero que reclama más y mejor trabajo de sus asnos, a los que somete
a cruel tratamiento, hasta que uno de los animales protesta insistiendo
en la injusticia de que se les pida un trabajo semejante al que cumplen
los caballos cuando éstos gozan de todo cuidado y los asnos al con-
trario. Luego del discurso del asno rebelde la fábula se cierra con la lec-
ción acostumbrada: “¿Un indio, si pudiera, no dijera lo mismo?”. Cabe,
pues, afirmar que luego del Inca Garcilaso y tras un (obstinado) silen-
cio de siglos ésta es una de las primeras apariciones del indio en la li-
teratura nacional. De aquí que cualquier investigación sobre los
antecedentes del indigenismo no podrá prescindir de este texto mel-
gariano.
Cronológicamente parece ser ésta la primera de las fábulas escritas
por Melgar, ya que se halla precedida por las frases que hemos coloca-
do como epígrafe del artículo y lleva como nota marginal (en el “Ma-
nuscrito de Indiana”) lo siguiente: “Ud. dice que es mi amigo: pues ope-
16 jorge cornejo polar

ribus credite: crítica y chafadura, corrección si lo merece. Que si hay al-


gún calestre no será la última y si no lo hay, salud y buen provecho,
que callarse también es verso y a veces fábula”. En “El ruiseñor y el ca-
lesero”, la carga crítica, que no aparece expuesta con suficiente clari-
dad, ha sido explicitada en la edición de la Academia, donde se precisa
que se trata de una alusión al mal gusto del público limeño que conti-
núa prefiriendo un teatro de baja calidad y se muestra indiferente ante
las actuaciones de una célebre cantante, Carolina Griffoni, que por ese
tiempo (1813) se encontraba actuando en Lima. La historia que se cuen-
ta es la de un calesero que prefiere escuchar a un loro y desprecia los
gorjeos de un ruiseñor.

Dos casos especiales


Las fábulas “La ballena y el lobo” y “El Sol” constituyen instancias
originales dentro del conjunto que venimos estudiando. En la primera
(relato del caso de una ballena que desprecia “a cuantos seres pueblan
el ancho mar” hasta que un lobo descubre que el gran animal, a pesar
de su impresionante apariencia, sólo puede tragar anchovetas), Melgar
remata el texto de una forma que bien pudiera entenderse como dirigi-
da a una persona en concreto, pero que también puede ser interpreta-
da como una advertencia general: “Fabio, cuenta a tu amigo este pasaje;
dile que a nadie ultraje exagerando su sin par talento; no vaya a ser que
un lobo halle sus tretas y nos haga saber en un momento que no puede
tragar sino anchovetas”. Nos inclinamos, sin embargo, a pensar en un
destinatario preciso de la censura (¿algún escritor, algún personaje polí-
tico?) cuya identidad podría ser revelada por una investigación más
exhaustiva que la presente.
En el caso de “El Sol”, la exégesis vacila ante varios contrapuestos
caminos. Así, Rada y Gamio le encuentra un sentido político, pero esta
interpretación nos parece algo forzada como enseguida veremos. Más
válida nos parece una explicación que vincule esta fábula con alguna
situación personal del poeta4.
El texto se inicia así: “En el silencio de la noche oscura/ meditaba a
mis solas un agravio”, arranque que parece solventar la tesis del conte-
nido personal. Se refiere luego que al poeta se le aparece Esopo, quien

4 Ver: Rada y Gamio, Pedro José. Mariano Melgar y apuntes para la historia de
Arequipa (Obra póstuma). Lima: Casa Nacional de Moneda, 1950.
melgar fabulista 17

le cuenta la fábula del Sol que se queja a Júpiter porque el búho aborre-
ce su luz, a lo que el dios responde consolando al astro con la reflexión
de que si es cierto que el búho huye de su resplandor, en cambio el
águila, “la reina de la aves”, vuela a lo más alto de los cielos por ver su
luz más viva. Viene enseguida la aplicación al caso concreto: el poeta
debe gloriarse de que una preciosa niña lo honre y despreocuparse de
“quien sin causa alguna” lo desprecia. Y, en efecto, oída la lección de
Esopo, dice el narrador: “... volaron mis enojos/ cual humo se exhaló
mi sentimiento...”.
De acuerdo a la exégesis de Rada y Gamio, esta fábula “es un cuadro
de las luchas existentes en tiempo de Melgar entre la ignorancia y las
luces, entre las ideas caducas y las nuevas... entre el oscurantismo del
coloniaje y la aurora de la república”. Siguiendo esta línea de lectura, el
Sol sería “la claridad, los modernos ideales, la democracia, la libertad,
el progreso; el búho, el siniestro yugo peninsular...”, etc. No creemos en
verdad justificada esta manera de entender la fábula, que nos parece
más bien vinculada a las historias amorosas que vivió Melgar, a los des-
denes de alguna niña y al amor de alguna otra. Leemos así en el texto
que Esopo dice al poeta: “Gloríate de ver que honrarte quiso, creyéndo-
te de luces adornado,/ esa preciosa niña, que el cielo hizo/ reina en su
amable trato y en su agrado/ Esa águila sublime por sí basta/ a compla-
certe, y el furor contrasta/ de quien sin causa alguna te desprecia”. Estos
versos los consideramos definitivos como sustento de la versión de tipo
personal.

Algunas consideraciones finales


El rápido análisis que acabamos de practicar parece, pues, demostrar
que las fábulas de Melgar —firmemente enraizadas en su contexto histó-
rico y social— han sido deliberadamente creadas como instrumentos lite-
rarios destinados a actuar sobre la realidad (la concreta realidad perua-
na de entonces). Desprovistas de propósitos docentes de tipo general
se muestran en cambio fuertemente cargadas de específica intencionali-
dad. Queda por resolver, desde luego, el problema de si efectivamente
estos textos literarios cumplieron alguna función social, si alcanzaron
determinados resultados. Sin ánimo de analizar ahora en detalle este
otro aspecto de la cuestión, cabe adelantar, sin embargo, la hipótesis de
que la falta de publicación en libro de las fábulas debe de haber
circunscrito grandemente su radio de acción efectiva, aunque es de
suponer que hayan circulado por otros medios, al menos en determi-
18 jorge cornejo polar

nados ambientes5. Pero estas circunstancias no afectan ciertamente la


obra en sí ni las generosas intenciones de su autor. Las fábulas de
Melgar son de todos modos buenos ejemplos de fábulas de crítica políti-
ca y social. Es más, este breve conjunto de escritos constituye uno de
los pocos ejemplos del género que puedan encontrarse a todo lo largo
de nuestra historia literaria. Tales son los valores básicos con que estas
fábulas esperan el diálogo con la crítica.

5 Si nos atenemos a la información contenida en la edición de Poesías completas de la


Academia Peruana de la Lengua, solamente “El ruiseñor y el calesero” fue publicada
en vida de Melgar (En: El Investigador, Nº 32. Lima, 2 de octubre de 1813). “Los
gatos”, “El murciélago”, “El cantero y el asno”, “Las abejas” y “El asno cornudo” fueron
dadas a conocer en El Republicano, en 1827; y “Las cotorras y el zorro” y “Las aves
domésticas” en el mismo diario de Arequipa, en 1830. “El Sol” fue publicada recién
en 1891 en el diario La Bolsa de Arequipa. No hay noticia alguna sobre la publicación
de “La ballena y el lobo” antes del descubrimiento del “Manuscrito de Indiana”. Ver,
para mayor información, la indicada edición de Poesías completas.
El Espejo de mi Tierra
y el costumbrismo en el Perú

A Luis Monguió,
peruanista ejemplar

1. Introducción
Como en toda Hispanoamérica, también en el Perú, la primera modali-
dad literaria que se cultiva después de la independencia es el costum-
brismo. Desoyendo las sabias recomendaciones de Andrés Bello en la
“Alocución a la poesía” (1823) y “La agricultura de la zona tórrida”
(1826), los escritores de la América Hispana —salvo alguna excepción—
no hacen ni poesía épica ni poesía descriptiva, sino que se inclinan de-
cididamente por el costumbrismo, que comienza a escribirse en los
años veinte y seguirá haciéndose casi hasta fines del siglo, aunque a
partir de cierto momento —hacia mediados del siglo— compartirá con el
romanticismo las preferencias de los escritores latinoamericanos1.
En una primera etapa, los principales costumbristas peruanos son
Manuel Ascencio Segura (1805-1871) y Felipe Pardo y Aliaga (1806-
1868), al estudio de cuya obra en un solo aspecto, el periódico de cos-
tumbres El Espejo de mi Tierra, está dedicado el presente ensayo2. De-

1 En el caso de Cuba, que continuó siendo colonia española hasta fines del siglo XIX,
el costumbrismo se da al mismo tiempo que en los demás países de Hispanoamérica,
esto es a partir de la tercera década del siglo.
2 En el texto se halla la descripción técnica de los tres números de El Espejo de mi Tierra
y del “Alcance” al número 2. No existe hasta la fecha una edición facsimilar, pero sí
una reedición completa que incluye los dos números y los dos “Alcances” al número
2 de Lima contra El Espejo de mi Tierra. La referencia bibliográfica es la siguiente:
[19]
20 jorge cornejo polar

bemos recordar, no obstante, que Pardo es autor de tres comedias de


costumbres (Frutos de la educación, 1830; Una huérfana en Chorrillos,
1833; y Don Leocadio o el aniversario de Ayacucho, 1833), de tres artícu-
los de costumbres y de un buen número de letrillas y otras composi-
ciones satíricas o festivas en verso, todo lo cual conforma el importante
sector costumbrista de su obra. Pero Pardo y Aliaga es autor también de
sátiras políticas como las celebradas “¡Vaya una República!” y “Cons-
titución política” y de textos de poesía lírica, contemplativa y reflexiva
según la precisa clasificación que hace Luis Monguió en su edición de
la obra poética de Pardo (Monguió, 1973: p. 4)3.
La obra periodística de Pardo es también abundante y aparece en
numerosas publicaciones peruanas e incluso en una impresa en Chile
(El Intérprete, periódico que fundara y dirigiera en Santiago entre junio
de 1836 y marzo de 1837). Sin embargo, desde un punto de vista estric-
tamente literario, lo más importante que en el campo periodístico hizo
Felipe Pardo fue la publicación de El Espejo de mi Tierra, a cuyo estu-
dio detallado procedemos en seguida.

2. El Espejo de mi Tierra
La aparición (a partir de 1820) y el posterior auge del costumbrismo
latinoamericano tienen una estrecha relación con el desarrollo del perio-
dismo a lo largo de esa misma época. Los medios naturales de difusión
de los cuadros o artículos de costumbres —los textos costumbristas por
excelencia— eran el periódico y la revista, que también sirvieron para la
publicación de letrillas y otras formas versificadas de la literatura de cos-
tumbres. Pero además muchos costumbristas solos o en grupo fundaron

Pardo y Aliaga, Felipe. El Espejo de mi Tierra. Colección de autores peruanos. Nº 29.


Lima: Editorial Universo, 1971. Edición y estudio preliminar de Alberto Tauro.
3 Las principales ediciones de las obras de Felipe Pardo son: Poesías y escritos en prosa
de don Felipe Pardo, miembro correspondiente de la Real Academia Española y miem-
bro honorario de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile. París:
Imprenta de los Caminos de Hierro, A. Chaix et Cie., 1869. Prólogo de Manuel Pardo
y Lavalle, hijo de don Felipe. En esta edición se incluye todo el contenido de El Espejo
de mi Tierra salvo el texto “Al autor del folleto publicado con el título de Lima con-
tra El Espejo de mi Tierra” y la letrilla “El tamalero”.// Poesías de Felipe Pardo. París:
Librería de la Vda. de Ch. Bouret, 1898. Notas de M.Gonzales de la Rosa y biografía
de F. Pardo y Aliaga.// Poesías de don Felipe Pardo y Aliaga. Berkeley -Los Angeles-
London: University of California Press, 1973. Introducción, edición y notas de Luis
Monguió.
el espejo de mi tierra 21

o dirigieron o mantuvieron publicaciones dedicadas con exclusividad a


este tipo de literatura. La más importante fue sin duda El Mosaico de
Bogotá, pero hubieron otras en toda Hispanoamérica, como El Mosaico
de Caracas, La Moda de Buenos Aires, El Mosaico de México.
En el Perú, el único periódico de costumbres fue El Espejo de mi
Tierra, fundado, dirigido y escrito íntegramente por Felipe Pardo y Alia-
ga. Para nuestro estudio de esta publicación, nos valdremos tanto de los
ejemplares originales cuanto de la muy útil reedición con estudio pre-
liminar y notas hechos por Alberto Tauro en 1971.

2.1. Historia

La historia de El Espejo de mi Tierra es la siguiente: sin fecha, aunque


probablemente corresponda al 10 de setiembre de 1840, según cabe de-
ducir de un aviso publicado en El Comercio de Lima, aparece el “Pros-
pecto” formado por 16 páginas sumamente importantes en la historia de
la literatura peruana como veremos más adelante. El primer número es
del 22 de setiembre de 1840 y consta de 24 páginas. Contiene solamente
el artículo de costumbres “El paseo de Amancaes” y el texto titulado “Mi
prólogo” que comentaremos después. El número dos es del 8 de octu-
bre de 1840 y consta de 24 páginas numeradas del 25 al 48. Contiene
los artículos “Ópera y nacionalismo” y “Un viaje” y “El suicidio”, compo-
sición en verso. Hay un “Alcance al número 2” que contiene el texto “Al
autor del folleto publicado con el título de Lima contra El Espejo de mi
Tierra” y la letrilla “El tamalero”. Este “Alcance” tiene seis páginas y
aunque no tiene fecha debe de haberse publicado entre el 17 y 20 de
octubre del mismo año. En efecto, este “Alcance” es una respuesta a la
publicación del primer número de Lima contra El Espejo de mi Tierra
que aparece también sin fecha, pero que debe de haber circulado
después del 8 de octubre (data del número 2 de El Espejo de mi Tierra)
y antes del 17, día en que se publica en el diario El Comercio una carta
de Juan Antonio Ugarteche en que hace alusión al folleto contra Pardo.
Luego de un largo silencio de 19 años, el 31 de marzo de 1859 se
publica el número tres de El Espejo de mi Tierra, que debió significar en
la mente de Pardo y Aliaga —suponemos— el comienzo de la segunda
época o etapa de la publicación. En la práctica, sin embargo, solamente
apareció este número tres con 30 páginas cuyo contenido está formado
por la larga composición en verso “Constitución política”, a la que ante-
cede una advertencia.
En estas notas previas al estudio detallado de la revista de Pardo,
22 jorge cornejo polar

queda por añadir solamente que en la carátula se consigna después del


título la indicación “periódico de costumbres” y más abajo un epígrafe
tomado de Francisco de Quevedo (“Señoras, si aquesto propio / Os lle-
gare a suceder, / Arrojar la cara importa, / Que el espejo no hay por
qué.”), que el formato fue de 16,2 por 13,2 cm. y que el pie de imprenta
reza: “Lima: Imprenta de José Masías”.
El título de la publicación, complementado con el subtítulo “perió-
dico de costumbres” y suficientemente ilustrado con los versos del epí-
grafe, indica claramente el propósito de Felipe Pardo. Las páginas pre-
tendían ser, pues, un “espejo” que reflejase fielmente Lima (la tierra del
escritor), pero no la ciudad en general ciertamente sino específicamente
y con ánimo crítico las costumbres limeñas. Para explicar todo esto con
mayor claridad, Pardo se sintió obligado a escribir un “prólogo” al pe-
riódico, que apareció como prospecto del mismo, según hemos visto.

2.2. El “Prólogo”

El “Prólogo” no solamente da cuenta del proyecto que Pardo pensa-


ba llevar adelante con El Espejo de mi Tierra, sino que constituye el úni-
co texto teórico del costumbrismo peruano, una suerte de declaración
de principios del más alto interés y también algo así como un “arte poé-
tica” del escritor de costumbres que fue, en una de las principales face-
tas de su actividad creadora, Pardo y Aliaga.
El “Prólogo” tiene su propio epígrafe tomado de Le livre des cent et
un (volumen aparecido en París y que consistía en una recopilación de
ciento y un textos de autores diversos). Dice el texto escogido: “Je trem-
ble de paraître devant ce public inexorable qui a tant de goûts, blancs
et noirs, dont les volontés sont si mobiles et si contradictoires!”. Y en
consonancia con esta afirmación, el “Prólogo”, luego de revelar las du-
das que tuvo el escritor para redactarlo, desarrolla la idea del ejercicio
literario como un combate entre un solitario luchador, el escritor, y el
público, imaginado éste como “un ejército formidable, no por su orga-
nización y disciplina, sino al contrario, por su composición heterogénea
en armas, pertrechos, tácticas y soldados”. El público, “ninguno de cu-
yos miembros quiere adornar el mosaico militar con los usos caballe-
rescos y nobles de los combates individuales”, es igual —anota Pardo—
en Lima que en París, Londres o Washington y está dotado con armas
y pertrechos que en su mayoría no son “los que permite el derecho de
guerra”. Frente a este inmenso y temible ejército se encuentra como be-
ligerante “un solo individuo”, el escritor, que “ha visto desaparecer en
el espejo de mi tierra 23

esta especie de batallas las flores de su juventud y los frutos de su viri-


lidad; su cabeza ha encanecido... su cuerpo está sembrado de cicatrices:
su rostro desecado por las fatigas de cien campañas...”. Si se recuerda
que en 1840 Felipe Pardo contaba sólo con 34 años de edad, debe de
convenirse que esta descripción del maltratado y envejecido escritor no
es más que un juego literario o una caracterización del escritor en gene-
ral. En cambio, la presencia del propio Pardo se hace viva, palpitante y
directa cuando dice que “a pesar de sus años y de sus desengaños [el
escritor] vuelve a las andadas porque la cabra tira al monte; y para lo
que convenga, lectores míos, sea dicho entre nosotros, esa cabra es un
capellán de ustedes”, es decir, él mismo. Esta presentación del escritor
es muy típica del modo literario de Felipe Pardo: consideraciones y re-
flexiones de índole general se matizan de pronto con refranes o dichos
del habla cotidiana o con alusiones jocosas o con salidas del escritor al
primer plano del texto. Así, pues, el discurrir de la prosa de don Felipe,
que llega a adquirir admirable tersura y calidad, se ve interrumpido de
continuo por estos como relámpagos que, aunque aparentemente
rompen el ritmo equilibrado del discurso, son en el fondo descargas de
vitalidad que al fin y al cabo vienen a ser factores que dan a la prosa
de Pardo su más definida originalidad.
Es interesante en esta figuración del ejercicio literario como una suer-
te de desigual combate, la clara conciencia del papel del público lector
en el proceso del fenómeno literario; porque, en efecto, si es una batalla,
ambos contendores son indispensables y, por tanto, por temible, desagra-
ble o abominable que ese público pueda ser, su intervención es de todos
modos necesaria para que se complete el circuito literario.
Resulta igualmente sugestiva la afirmación de la vocación literaria
como una urgencia permanente, como sostenedora de un modo de vida
que exige su constante realización. Todo ello se desprende de “volver
a las andadas” y “la cabra tira al monte”, maneras no muy académicas
ciertamente de decirlo, pero que tal vez por ello mismo se revelan más
expresivas de la hondura con que Pardo sentíase llamado a escribir.
Pero la parte fundamental del “Prólogo” es la que viene enseguida, y
se inicia con la advertencia de que en el previsto combate entre el escri-
tor y el público “la cosa litigiosa tiene mucho de climatérico y peliagudo.
Son principalmente las costumbres”. ¿Por qué emplea Pardo estos ad-
jetivos no tan comunes, sobre todo el primero? Se entiende que la pala-
bra “climatérico” la está utilizando en su sentido de “tiempo peligroso por
alguna circunstancia” y “peliagudo” en el de “negocio o cosa que tiene
gran dificultad en su inteligencia o resolución”, según se desprende de la
24 jorge cornejo polar

explicación facilitada algunos párrafos más adelante. El tema de las cos-


tumbres es climatérico y peliagudo porque Pardo es “el primero” en
poner “la planta en campo todavía no pisado por huella humana...” (en
el Perú, se entiende). En este mismo párrafo Pardo hace una ilustrada his-
toria y justificación del tema costumbrista en literatura, indicando que
muchos escritores modernos han logrado prestigio en este campo en el
que “en épocas más remotas, ofrecen tan bellos modelos Addison en su
Expectador y La Bruyère en sus Caracteres”. Sin aspirar a la gloria de los
autores citados, advierte que a ese mismo género “pertenecerán la mayor
parte de mis artículos”. Sin embargo, sigue precisando, La Bruyère,
Addison y también Cervantes y “Joui (sic), Larra y otros en nuestros días...
han escrito para sociedades formadas, en las que tienen las costumbres
una estabilidad que rara vez se pierde a los esfuerzos de los censores”.
Otro y “más favorable” es el caso del Perú de 1840:

“El cambio absoluto de sistema político, de comercio, de


ideas y de sociedad que ha experimentado nuestro país en
los últimos diez y nueve años con la brusca transición del
coloniaje a la independencia, ha grabado en las costumbres
el mismo carácter de inestabilidad que afecta a todas las cosas
en semejante crisis. Las costumbres nuevas se hallan todavía
en aquel estado de vacilación y de incertidumbre que carac-
teriza toda innovación reciente: las antiguas flaquean al fuerte
embate de la revolución. ¿Qué coyuntura más favorable para
los escritores que quieran mejorarlas? Lejos de mí la idea jac-
tanciosa de dar el tipo a que deben sujetarse...”.

El texto que in extenso acabamos de transcribir puede considerarse


sin exageración como el preámbulo a una verdadera declaración de
principios de Pardo, que poco después se explicitará aun más. Hay pri-
mero una justificación en la obra de ilustres predecesores y luego la
precisa indicación de que la circunstancia histórica peruana de ese mo-
mento ofrece una excelente posibilidad al escritor que se trace como
propósito la crítica y el mejoramiento de las costumbres. Tal era, pues,
el objetivo que Pardo buscaba alcanzar con sus escritos costumbristas y
tales eran los de escritores (La Bruyère, Addison, Cervantes, Jouy, Larra)
que Pardo, habiendo leído, admiraba y tomaba como inspiración.
Felipe Pardo pensaba también en “otra consideración que no deja de
tener peso en el ánimo del escritor que quiere tomar las costumbres por
tópico de sus lucubraciones”. Se trata, en breve, de que a los pueblos
y a los individuos de escaso desarrollo cultural se les hace muy difícil y
el espejo de mi tierra 25

hasta imposible practicar la operación lógica de la generalización. De


aquí que cuando un escritor costumbrista presenta un personaje, pocos
lectores entenderán que se trata de un prototipo de una generalización
hecha en base a la observación de numerosos casos particulares y cree-
rán por el contrario que el tal personaje es retrato fiel o al menos alu-
sión a determinadas personas de carne y hueso, con la inevitable secue-
la de resentimientos, rencores, enemistades que de tal confusión se de-
rivarán. Pardo, lector ávido de mucha literatura costumbrista, insiste acá
en un tema muy frecuente en los escritores de costumbres: la dife-
renciación entre tipos (que es lo que ellos pretenden describir) y perso-
nas reales (que es lo que muchos lectores incapaces de abstracción ge-
neralizadora equivocadamente descubrirán en sus creaciones literarias).
No obstante lo dicho, Pardo se siente obligado a reconocer que en
la posibilidad de que se den tales equivocadas interpretaciones influye
también “el uso que generalmente se hace entre nosotros de la libertad
de imprenta”. Hay muchos que utilizan la prensa como “instrumento
mezquino de aspiraciones privadas y de odios innobles”, comenta el
escritor, quien, resignado, presagia igualmente que muchos lo acusarán
de enemigo de Lima y los limeños, de antipatriota.
En definitiva, Felipe Pardo estaba plenamente consciente de los ries-
gos que corría por hacer en Lima literatura dirigida a la crítica de cos-
tumbres con ánimo de mejorarlas. A pesar de ello asume el reto sin va-
cilaciones. “Sin embargo, repito, voy a desnucarme a ciencia cierta”,
anuncia con el humor que le es característico.
La parte final del “Prólogo” contiene numerados ocho acápites que
bien podrían denominarse “arte poética del costumbrismo” (al menos
como Pardo y Aliaga lo entendía). Ellos son los siguientes:
1. “Que la crítica de costumbres, bien sea cometida (sic) al autor
dramático, bien al novelista, bien al creador de cuadros parciales
como los que me propongo presentar a mis lectores, ha consti-
tuído desde Aristófanes hasta nuestros días, un caudal lícitamente
disponible para los lectores...”, por lo que no hay motivo para
que no se cultive en el Perú como en todos los pueblos civiliza-
dos. Interesa destacar aquí la enumeración de los géneros en los
que puede hacerse costumbrismo (el teatro, la novela y la escri-
tura de “cuadros parciales”, es decir, artículos de costumbres) y
también la mención de otro importante antecesor: Aristófanes.
2. “Que la literatura de cada país debe ser y ha sido siempre culti-
vada por los naturales del país”, especialmente la literatura de
costumbres, “para cuyo conocimiento se necesita un comercio
26 jorge cornejo polar

largo e inmediato con todas las clases de la sociedad” ... “Así los
que digan que un peruano no puede censurar las costumbres del
Perú dirán un solemnísimo disparate...”. De este modo salía
Pardo al frente de las críticas que le iban a sobrevenir y cuya
dureza ya conocía por las muchas que recibiera cuando en agos-
to de 1830 estrenó su comedia Frutos de la educación.
3. En la misma línea de justificación previa y bien fundada, afirma
ahora Pardo que...

“... a nadie se le ha ocurrido llamar enemigos de la Gran


Bretaña a Addison ni a Sterne, ni enemigos de la Francia a
Mercier, La Bruyère, Joui (sic), Balzac y mil otros; ni a Larra
ni a Mesonero enemigos de la España porque hayan explo-
rado con su pluma tertulias, comilonas, talleres, academias,
tribunales y ministerios, en una palabra, porque hayan hecho
a la sociedad entera materia de sus escritos...”.

Recurriendo de este modo y en primer término al argumento de


autoridad al mencionar a nuevos y no menos ilustres precedentes
(Sterne, Mercier, Balzac, Mesonero) y haciendo luego una afir-
mación de la mayor importancia, que permite descubrir que, para
él, la literatura costumbrista tiene como tema el conjunto de la
vida social (la sociedad entera), lo que equivale a sostener que el
costumbrismo es una forma del realismo literario, la primera
—puede decirse— que aparece de manera extendida en el Perú y
en Hispanoamérica. El costumbrismo, como ejercicio de realis-
mo, descubre a escritores y lectores los atractivos del trato direc-
to con la realidad y se constituye así —especialmente en su forma
de cuadro o artículo de costumbres— en antecedente del cuento
y de la novela latinoamericanos.
4. Tan importante como la anterior resulta esta nueva precisión de
teoría literaria en que se dice:

“... a este género de materias cuadran, más que observaciones


sueltas, generales y abstractas, fábulas ideadas sobre sucesos
de la vida social. Personificando en ellas las calidades mora-
les, se hace más palpable que con discursos el vicio que se
moteja o el mérito que se ensalza. Así lo practican los poetas
cómicos en todas sus composiciones; y los artículos sobre
costumbres pueden por la mayor parte considerarse como
escenas de comedia en narración”.
el espejo de mi tierra 27

Destaca en este texto, en primer lugar, la afirmación de que al cos-


tumbrismo le viene mejor inventar fábulas sobre hechos sociales
que formular consideraciones teóricas; en los personajes de cada
historia, anécdota o fábula que se relate se encarnan con mayor fa-
cilidad y eficacia los defectos o virtudes que se pretenden retratar.
Y luego la declaración (poco frecuente en otros costumbristas) de
que la mayoría de los artículos pueden considerarse como “esce-
nas de comedias en narración”. Atendiendo a estas palabras se en-
tiende mejor la esencia de sus cuadros de costumbres, en los que
—ahora se sabe el porqué— hay un abundante uso del diálogo.
Más adelante reitera Pardo que sus personajes “no serán nunca
copias de una persona de carne y hueso, sino la encarnación del
carácter que se trata de presentar”, precisando ahora con mayor
detalle que “esta encarnación no se verificará tomando los rasgos
propios de un individuo existente, sino escogiendo los accidentes
más notables que acompañan a la manía, preocupación o vicio
de cualquier género que se trate de censurar...”.
5. En este apartado se advierte que aunque en el periódico no todo
será “cuadros escénicos y satíricos”, serán muy pocos los textos
que “no vayan sazonados con su correspondiente chacota”. Para
explicar las razones de que así vaya a suceder, Felipe Pardo inser-
ta luego unas frases que pueden considerarse un vivaz y ágil
autorretrato, veamos:

“Me cuento por desgracia entre aquellos hombres colocados


en los polos de la sociedad, y a quienes casi nunca se ve na-
vegando por la línea equinoccial: hombres que para pasar del
buen al mal humor no se detienen en ninguna región inter-
media... [y que de sus textos] no consiguen jamás sino verlos
saltando como chicos que salen de la escuela o bramando co-
mo energúmenos...”.

Esta sincera confesión de Pardo, como es de verse, no solamente da


razón del contenido de El Espejo sino que ilumina, puede decirse,
todo el conjunto de su obra, en la que se combinan permanen-
temente el talante de un censor a veces iracundo e implacable con
el temple juguetón del humorista. Pero es fundamental entender que,
de uno u otro modo, con risas o con rabia, la actitud de Felipe Pardo
y Aliaga es siempre la de un crítico de la sociedad peruana y es tal
postura la que constituye la columna vertebral o el eje organizador
de su personalidad y por consiguiente de sus escritos.
28 jorge cornejo polar

6. Precisamente es el mal humor el que dicta este nuevo apartado


en el que Pardo rechaza con dureza cualquier comparación con
“Terralla, que ni es escritor, ni es satírico, ni es poeta, sino un sal-
vaje que se puso a decir en mal castellano y en renglones desi-
guales cuanta torpeza se le vino a las mientes...”. Como se sabe,
Esteban de Terralla y Landa, escritor español llegado a Lima en
1787, es autor de Lima por dentro y fuera (1798), obra conside-
rada por muchos como precursora del costumbrismo peruano del
siglo XIX. Seguramente no faltaban quienes al aludir a Pardo y su
obra traían a colación el libro de Terralla, lo que no es de extra-
ñar, ya que aún en nuestros días un crítico serio y enterado como
Augusto Tamayo Vargas sostiene que un texto de Terralla, “Vida
de muchos o una semana bien empleada por un currutaco de
Lima”, es “uno de los antecedentes de las sátiras en prosa de Par-
do y Aliaga” (Tamayo Vargas, 1976: t. II, p. 412). ¿Por qué Pardo
rechazaba tan airadamente, como hemos visto, que se le vincula-
se con Terralla? Seguramente porque, escritor de formación aca-
démica como era, sentía especial adversión por escritores sin ma-
yor cultura y sin preparación específica en el arte de escribir.
7. Reivindica aquí Pardo la autoría de todo cuanto se publique en su
periódico, advirtiendo que si alguna vez no ocurre así se cuidará
mucho de informar a los lectores acerca de quién es el autor.
8. Es el anuncio de que luego del prólogo irán apareciendo los nú-
meros de El Espejo “cada vez que paguen sueldos” (lo que podría
significar cada quince días).
En la conclusión anuncia Pardo que está listo para dar principio a su
tarea —que ahora describe como la presentación “en panorama o diora-
ma o cosmorama, o como más haya lugar en derecho, de cuantas cu-
riosidades merezcan en mi concepto el honor de la exhibición”—, que
no dejará ni a sol ni a sombra a sus lectores, que le gustaría hacer un
pacto con el diablo para poder ver a través de los techos todo lo que
ocurre en las casas de Lima, pero que en la práctica lo que hará será
caminar por todas las calles de Lima a donde lo llamen los deberes que
se impone. Las frases finales son las clásicas de un prólogo: “quiera
pues el cielo que mis andaduras, oh lector, merezcan en todas ocasio-
nes de ti una sonrisa de benevolencia...”.
La lectura atenta de este largo y sustancioso prólogo evidencia sin lu-
gar a dudas que Felipe Pardo fundaba El Espejo de mi Tierra como una
publicación destinada a tener larga vida. No ocurrió así lamentablemente.
el espejo de mi tierra 29

Más adelante esbozaremos algunas hipótesis para explicar la corta vida


del único periódico de costumbres en la historia de la literatura peruana.

2.3. El número uno

Fechado el 22 de setiembre de 1840 este número contiene sólo dos


textos: el artículo de costumbres “El paseo de Amancaes” y “Mi prólogo”.
“Mi prólogo” es un breve texto en prosa que ocupa las páginas 21 a
24 y que consiste en un comentario acerca de las diversas reacciones que
había suscitado en el público limeño la circulación del “Prólogo” que aca-
bamos de estudiar. El texto está dedicado “a los editores de El Comercio,
que habían expresado opiniones favorables, y lleva como epígrafe, toma-
do de Jovellanos, el siguiente cuarteto: “O cuanto rostro veo a mi censura
/ De palidez y de rubor cubierto! / ¡Ánimo, amigos! nadie tema, nadie /
su punzante aguijón.”, que puede entenderse como un aviso de El Espejo
acerca de las intenciones no ofensivas hacia las personas.
“Mi prólogo” contiene luego una suerte de inventario de opiniones
que se habían vertido en torno al texto preliminar, en las que hay toda
una gama de posiciones que van del rechazo absoluto a la aprobación
total, pasando por coincidencias parciales y reparos de diversa índole,
aunque al decir de Pardo la desaprobación es frecuente. En el momen-
to de mayor ardor polémico, el escritor enumera una serie de abusos que
al amparo de la libertad de prensa se cometían en las diversas publi-
caciones periódicas de la capital y que seguramente eran aceptadas has-
ta con satisfacción por personas que contradictoriamente se escandaliza-
ban ante el solo anuncio de los propósitos de El Espejo de mi Tierra.
Al final, Pardo reitera “lo plausible y desinteresado” de su empresa,
se complace en “la benévola acogida que ha dispensado la gran mayo-
ría del público al folleto en que procuré dar una idea de mi periódico”
y concluye agradeciendo a los editores de El Comercio por haber emi-
tido “un juicio tan ventajoso de mis escritos y de mi capacidad”.
La lectura de “Mi prólogo” nos lleva al convencimiento de que no se
equivocaba Pardo en el “Prólogo” cuando preveía que sus relaciones
con el público lector iban a ser tan conflictivas como una guerra.
“El paseo de Amancaes”, el primero de los artículos de costumbres
de Felipe Pardo, lleva un epígrafe tomado de Leandro Fernández de
Moratín: “Buen apetito y picar de todo y muérase el diablo”.
Redactado en primera persona por un narrador (supuestamente el
propio autor), el artículo consiste en el relato de un paseo a Amancaes
en el día tradicionalmente reservado para ello, el 24 de junio. Su estruc-
30 jorge cornejo polar

tura narrativa consta de las siguientes partes: 1) Introducción. 2) Prepa-


rativos. 3) El paseo. 4) El regreso.
La introducción narra el temprano despertar del innominado relator
y describe luego las mañanas de invierno en Lima y la mañana específi-
ca del día del paseo que era “dudosa, indecisa, intermitente”. Y para
precisar mejor la índole climática del día, Pardo recurre a irónicas com-
paraciones llenas de talante crítico. Dirigiéndose a los oficinistas les dice
que la mañana era “como ciertos informes en que decís y no decís”, a
los leguleyos que la mañana “era como muchas causas, en que es preci-
so, para salir del pantano, mandar los autos, para mejor proveer, al de-
fensor de menores o a cualquier otra de las aduanas forenses”, a los po-
líticos que la mañana era “como muchos de vosotros que, en medio de
las más complicadas crisis revolucionarias, sabéis manteneros en un
equilibrio portentoso, que siempre os lleva sanos y salvos a puerto de
salvamento”. Remata la enumeración diciendo: “¡Limeños todos!: la ma-
ñana consabida era una mañanita de Amancaes”.
Los preparativos para el paseo. Constituye esta parte una de las más
logradas del artículo, tanto por el dinamismo que se logra dar al relato
cuanto por la creciente dosis de humor que va marcando el desarrollo
de la acción que tiene lugar en la casa de don Pantaleón y doña Esco-
lástica, protagonistas del paseo e invitantes al mismo. La casa estaba en
los momentos previos a la partida convenida en una “zalagarda que mi
pluma no alcanza a describir”, dice el narrador, quien, para ayudarse,
compara el barullo, la confusión y el desorden reinantes con el de “un
colegio electoral abandonado a toda su independencia constitucional”,
alusión en la que se refleja una de las constantes del pensamiento y la
obra de Pardo: la crítica a las instituciones y usos republicanos no ade-
cuados, en su opinión, a la realidad del país.
La enumeración prolija y extensa funciona en éste y en otros lugares
de la obra de Pardo como eficaz desencadenante del humor. Así:

“Don Pantaleón era marido de doña Escolástica, padre de


nueve muchachos y amo de doce criados; y esta colonia en-
tera, con el apéndice de otra señora, de un cura de campani-
llas, de un fraile, capellán de la casa, y de ocho o diez deu-
dos y amigos... debía transportarse en aquel día a uno de los
más bellos anfiteatros de la caprichosa arquitectura de la na-
turaleza”.

Más adelante nos enteramos de que “Doña Escolástica regañaba a


una criada... a otra criada... a un criado... a su hijo mayor, porque se
el espejo de mi tierra 31

metía en todo; a su marido porque no se metía en nada...”. De modo


tal que todo era confusión y bullicio “en todas las piezas de la casa”.
El tono de crítica jocosa o de sátira suave se interrumpe de pronto,
pero con habilidad, para dar paso a una digresión dedicada al elogio de
Rosaura, bella jovencita que era la mayor de las hijas del matrimonio
anfitrión. Se trata de una delicada descripción de la belleza femenina,
en la que no deja de aparecer otro de los temas reiterativos en Pardo:
las limitaciones del sistema educativo para las niñas. Del elogio a Ro-
saura, que alcanza su clímax con el cuarteto de Quintana que comien-
za: “Dichoso aquel que junto a ti suspira...”, se pasa a una alabanza ge-
neral de la mujer, cuyas virtudes se contraponen a los defectos del sexo
masculino. Justifica Pardo su uso de la digresión apoyándose en las de
Lord Byron en Don Juan y extiende las suyas a la caracterización de do-
ña Escolástica. Cerrado el largo paréntesis, se vuelve al relato principal
con la animada presentación del momento de la partida.
El paseo es el momento central de la acción y comprende por eso
mismo varias secuencias, la primera de las cuales está dada por la rego-
cijada descripción de la partida y del viaje hacia Amancaes, luego viene
el relato de lo acontecido en el almuerzo y del contenido del mismo
que Pardo compara con una obra musical. “Concluyó el almuerzo, des-
de el sustancioso sancochado que sirvió de sinfonía, hasta el pocillo de
chocolate, que fue el rondó final; y en esta ópera bufa desempeñaron
de un modo asombroso sus papeles el Cura, el Capellán y Ña Bivianita”,
la amiga de la familia, de quien solamente ahora se incluye el rápido
retrato. Es ella precisamente quien da paso a la siguiente secuencia, re-
partiendo cigarros y cartas. Mientras tanto, el narrador y Rosaura pasean
por los alrededores, contemplando el paisaje y la ciudad capital. Se in-
tercala entonces una nueva digresión, esta vez acerca de cómo los se-
res humanos buscan colocarse ante los demás en la situación que les
permita ser mejor apreciados. Las reflexiones y la contemplación del pa-
norama se interrumpen ante el anuncio de que se va a servir el “once”,
esa especie de refrigerio que se servía al atardecer en costumbre hoy
olvidada. Nueva descripción de los manjares que empalman con la co-
mida, última colación del día. Al final hay una anotación interesante:
“Nuestras inocentes escenas de cordial jovialidad habían sido perturba-
das varias veces por las cantigas obscenas con que la plebe acompaña-
ba sus inmundos bailes en los grupos circunvecinos...”, que ayuda tan-
to a determinar el nivel social de los protagonistas cuanto a confirmar
la aristocrática visión del mundo que caracterizaba a Felipe Pardo. La
condición social y económica de la familia de don Pantaleón también
32 jorge cornejo polar

se caracteriza cuando al describir el almuerzo se anota: “La mesa estaba


cubierta con toda la profusión que se acostumbra entre las familias que
han logrado salvar algunos pesos de las invasiones de una revolución
que —como la nuestra— ha usado tan pocos cumplimientos con el bolsi-
llo del ciudadano...”. Se trata, pues, de una familia acomodada de la cla-
se media, como las que aparecen por ejemplo en las obras teatrales del
mismo Pardo y Aliaga.
El regreso es la secuencia más breve, en la que se apunta solamente
el viaje de retorno, la llegada a la casa, las conversaciones y agradeci-
mientos finales. La veracidad del retrato se reivindica al cierre: “... un pa-
seo como el que he procurado pintar a mis lectores”. El costumbrista es
un pintor o un retratista de la realidad social, no un creador de ficciones.
“El paseo de Amancaes” presenta, por otra parte, una animada gale-
ría de personajes. Doña Escolástica es sin duda la principal. De ella se
dice que estaba dotada de “una penetración viva” y que era “franca, sin-
cera, agasajadora de sus amigos, desprendida, severa y celosa en la edu-
cación de sus hijos y en el gobierno de su casa”, pero que “afeaba estas
bellas cualidades con un carácter violento, sulfúrico y atrabiliario” del
que se da abundantes muestras en el relato. Otros personajes pintados
con habilidad son don Pantaleón, el esposo, el Cura, el Capellán, doña
Biviana. Un caso especial es el de Rosaura, la hija, en cuya caracteriza-
ción se abandona el toque de humor o de gracejo para alcanzar por mo-
mentos el tono de un admirativo retrato.
Como ocurre en “Un viaje”, el otro artículo de costumbres de Pardo
y Aliaga, acá también es posible descubrir dos niveles o estratos en el
texto. Uno, el más evidente, es el del retrato realista, a ratos irónico o
crítico, de una típica costumbre limeña. El otro, menos perceptible, es
el de la crítica política, que puede descubrirse en algunos pasajes que
hemos subrayado, como el de la referencia a los políticos o a la re-
volución emancipadora y sus consecuencias para la hacienda de
algunos ciudadanos. En otra parte se dice que doña Escolástica “había
reformado las cosas: no había alcanzado a reformar a la gente” y se
añade maliciosamente: “Y no es extraño que esto le sucediese a doña
Escolástica, porque casi lo mismo le sucede a nuestra doña República,
que sin ser tan feliz en la reforma de las cosas ha sido igualmente
desgraciada en la reforma de los hombres”. La posición ideológica de
Felipe Pardo era extremadamente crítica en lo que a la vida política del
país se refiere.
el espejo de mi tierra 33

2.4. El número dos

Fechado, según se ha indicado, el 8 de octubre de 1840, el segundo


número tiene como contenido los artículos “Ópera y Nacionalismo” y
“Un viaje”, y la canción humorística titulada “El suicidio” (pp. 39 a 44).
“El suicidio” lleva como subtítulo “Canción compuesta en mi destie-
rro: quiero decir, en uno de mis destierros” y como epígrafe (tomado de
la obra del escritor español Ramón de la Cruz, Manolo, tragedia para
reír o sainete para llorar, 1769) el siguiente verso: “¿Nosotros nos mori-
mos, o qué hacemos?”.
Se trata de una composición de “tono trágico-burlesco, byroniano”,
como apunta Monguió, que consta de 192 versos de metro variado,
distribuidos en estrofas de las cuales una, que se repite cinco veces,
cumple la función de estribillo. Es la que dice:

Venga, venga una pistola;


Que la humana batahola
Ya no puedo resistir,
Ni el acibarado gesto
De funesto
Porvenir.

El suicidio que de este modo anuncia el escritor sería la consecuen-


cia de los sinsabores que la vida política le ha ocasionado y especial-
mente de los varios destierros que le tocó sufrir. Con su característica
meticulosidad, Luis Monguió recuerda que para 1840 Felipe Pardo tenía
ya en su haber cuatro destierros a Chile: 1836, 1837, 1838 y 1839 (Mon-
guió, 1973: p. 127). En tono a ratos humorístico va enumerando Pardo,
a lo largo de esta canción, las diversas negativas consecuencias de los
aludidos destierros (que no iban a ser los únicos por cierto).
“Un viaje”, pieza antológica de la literatura peruana, lleva como epí-
grafe unos versos de Lope de Vega: “Mi partida es forzosa: que bien sa-
bes / que si pudiera yo no me partiera”; y narra en tercera persona los
desproporcionados preparativos que origina un viaje a Chile del prota-
gonista, don Gregorio, y la inusitada conmoción que el solo anuncio del
viaje produce en los medios familiares y amicales.
Los personajes. El principal, don Gregorio o el Niño Goyito, se pre-
senta al lector por medio de unas pocas frases que sin embargo acier-
tan en describir las coordenadas fundamentales de su personalidad. Pa-
ra hacerlas notorias, Pardo enfatiza en primer término la desproporción
34 jorge cornejo polar

entre la edad —cincuentidós años— y el apelativo —el Niño Goyito— con


que se nombra a Gregorio. Este desfase se hace más notorio por la insis-
tencia con que se indica desde las primeras líneas del texto: “El niño
Goyito va a cumplir cincuenta y dos años: pero cuando salió del vien-
tre de su madre le llamaron niño Goyito; y niño Goyito le llaman hoy;
y niño Goyito le llamarán treinta años más; porque hay muchas gentes
que van al Panteón como salieron del vientre de su madre...”. Después
de esta presentación resulta fácil imaginarse a Goyito como un hombre
de edad madura pero aniñado, inseguro, pacato, de débil personalidad.
Ha bastado para lograr este efecto que el escritor repita por cuatro ve-
ces el apelativo, contraponiéndolo a acotaciones cronológicas (pasado,
presente, futuro), y recurrir dos veces a la expresión “salió del vientre
de su madre”, referida una vez a don Gregorio y otra dentro de una re-
flexión de carácter general.
Esta primera impresión es pronto corroborada por las siguientes re-
ferencias a Goyito (“que en cualquiera otra parte sería un Don Grego-
rión de buen tamaño”), en las que se reitera la incompatibilidad entre
su condición de hombre adulto y su indecisa, vacilante, timorata mane-
ra de conducirse: “Tres años consumió la discreción gregoriana” en re-
solverse a hacer el viaje a Chile, que es el eje de la acción, y aun así
necesitó de previas y se supone reiteradas consultas con el médico, el
confesor, los amigos. “El buen hombre no podía decidirse ni a uno ni
a otro...” (ni a viajar ni a contestar las cartas en que se le urgía a hac-
erlo). La personalidad titubeante e indecisa de Goyito ha sido transmi-
tida al lector a través de una alusión de tipo temporal: “Tres años consu-
mió...”. Más adelante se descubre la índole sensiblera del protagonista
cuando al despedirse “se ofrece a la disposición de todos; se le bañan
los ojos de lágrimas a cada abrazo...” Y luego, mientras las hermanas
“no se quitan el pañuelo de los ojos”, lo mismo le sucede al viajero.
Así, pues, con unos cuantos trazos maestros que apuntan a lo psico-
lógico y no a lo físico, Pardo ha logrado crear el primer personaje lleno
de vida e inolvidable en la historia de la literatura peruana (Ña Catita, de
Manuel Ascencio Segura, aparecerá algunos años más tarde, en 1845).
La caracterización de los personajes secundarios se resuelve en pare-
cidos términos. Desdén por la apariencia física y precisos enfoques so-
bre el lado psicológico. De las “niñas”, es decir, las hermanas de Goyito,
“la menor de las cuales era su madrina de bautismo”, alcanzamos a sa-
ber así que su manera de ser es parecida a la del hermano. Se hallaban
atravesadas de dolor con este viaje, y al ir al Callao para despedirlo —ya
lo sabemos— “las infelices no se quitan el pañuelo de los ojos...”, etc.
el espejo de mi tierra 35

No obstante, parecen ser algo más decididas que Goyito, pues a pesar
de su consternación, dolor y angustia, “en un santiamén tomaron las
providencias del caso” e “hicieron el horrendo sacrificio de ir por pri-
mera vez al Callao”. Pardo hace intervenir a muchos otros personajes
(como terciarios, podríamos calificarlos, según una conocida clasifica-
ción), pero solamente se mencionaron los nombres y ocupaciones, que
se acompañan rara vez de alguna nota específica.
La estructura de la narración consta de tres secuencias que se suce-
den perfectamente delimitadas por el contenido, aunque no están nume-
radas, y de dos niveles de realidad. Las tres partes son: la presentación
del personaje y la explicación de las causas, los preparativos y el inicio
del viaje. Éste es sin duda el trozo más específicamente literario y el de
mayor calidad artística. Del personaje ya hemos hablado, así como de los
tres años enteros que demoró el tomar la decisión de viajar y del sin-
número de consejos de los que hubo menester para atender a los llama-
dos de su corresponsal en Chile, quien lo reclamaba para “negocios inte-
resantísimos de familia”. Nos detenemos más bien en la forma como Par-
do logra transmitir al lector una vívida impresión del superlativo y des-
mesurado transtorno que el viaje desde su simple anuncio produjo en el
círculo familiar (“La noticia corrió por toda la parentela... convirtió la casa
en una Liorna... seis meses se consumieron en los preparativos gracias a
la actividad de las hermanas...”) y en el más amplio ámbito de las rela-
ciones amistosas de Goyito y sus hermanas, reclutadas a lo que parece
entre el elemento monjil y clerical especialmente:

“La noticia... dio afanes y devociones a todos los conventos...


La Madre Transverberación del Espíritu Santo se encargó en su
convento de una parte de los dulces; Sor María Engracia fabri-
có en otro su buena porción de ellos; la Madre Salomé, abade-
sa indigna, tomó a su cargo en el suyo las pastillas; una monji-
ta recoleta mandó de regalo un escapulario; otra dos estampi-
tas; el Padre Florencio de San Pedro corrió con los sorbetes...”.

Además se hacen confeccionar “camisas a centenares... chaqueta y


pantalón para los días fríos, chaqueta y pantalón para los días templa-
dos, chaquetas y pantalones para los días calurosos...”. Una frase final
sintetiza todo este frenesí: “En suma, la expedición de Bonaparte a Egip-
to no tuvo más preparativos”.
La cabal y humorística impresión de este ajetreo llega al lector en
primer término por medio de la enumeración de las consecuencias que
la noticia del viaje produjo.
36 jorge cornejo polar

Se trata de frases cortas cuya expresividad radica a veces en el carác-


ter dinámico del verbo (“La noticia corrió...”), otras en el sentido de
transformación que encierra (“convirtió la casa...”) y, más generalmente,
en la imagen de intensa y simultánea actividad que nace de estas oracio-
nes en las que el verbo denota quehacer y también en la radicación de
la acción en diversos lugares: “... busca costureras por aquí, sastres por
allá, fondistas por acullá. Un hacendado de Cañete mandó tejer en Chin-
cha cigarreras. La Madre Transverberación... se encargó en su conven-
to... Sor María Engracia fabricó en otro... la Madre Salomé tomó a su car-
go en el suyo...”, etc.
Contribuye al mismo fin la reiteración de frases en el caso de cha-
queta y pantalón, que ya hemos apuntado. Y por cierto la ironía que en
dosis variadas se registra casi en cada frase de esta sección. Desde luego
que la causa fundamental del efecto irónico está dada por la situación
misma de desproporción entre el viaje y la serie inacabable de conse-
cuencias que a partir de su anuncio se esparcen con exagerada intensi-
dad en diversas direcciones. También actúa en función ironizante lo
cronológico como término de comparación y en menor escala los nom-
bres rebuscadamente escogidos para algunos personajes secundarios y
la relación deliberadamente sobrecargada y minuciosa de las prendas,
comestibles, enseres con que Goyito se aprovisiona para el viaje.
Cuando la fecha del acontecimiento se acerca, el zafarrancho au-
menta. Pardo, en tres sucesivos acápites, va elevando progresivamente
la tensión hasta el clímax. Cada paso puede identificarse con la frase ini-
cial, que es como un subtítulo: “Vamos al buque”, “Despedidas”, “Llegó
el día de la partida”. En el primero aparece el recurso al diálogo, aun-
que apenas esbozado: “¿Y quién verá si este buque es malo? ¡Válgame
Dios! ¡Qué conflicto!”. La misma técnica se emplea en el acápite “Des-
pedidas”, bien que combinada con otras ya analizadas (El movimiento:
“... la calesa trajina por todo Lima...”; la enumeración repetida y el con-
traste: “Don Gregorio encarga que le encomienden a Dios; a él le encar-
gan jamones, dulces, lenguas y cobranzas y ni a él le encomienda nadie
a Dios ni él se vuelve a acordar de los jamones, de los dulces, de las
lenguas ni de las cobranzas...”). En “el día de la partida” (la etapa de
máxima intensidad narrativa), la confusión, el desorden y la emoción se
acrecientan por grados: “¡Qué bulla! ¡Qué jarana! ¡Qué Babilonia!” son
tres escalones que llevan el ritmo de la acción al máximo y que se tra-
ducen en “Baúles en el patio, cajones en el dormitorio, colchones en el
zaguán, diluvios de canastas por todas partes”. Nótese cómo la visión
del desorden nace de la creciente incongruencia entre los objetos y el
el espejo de mi tierra 37

lugar en que se encuentran: cajones en los aposentos, colchones en los


zaguanes; y cómo la imagen final lleva al máximo —por medio de la hi-
pérbole— la confusión y el torbellino: “... diluvios de canastos”.
Todos marchan finalmente hacia el Callao y la emoción se acrecien-
ta. Las hermanas y Goyito lloran. “Se acerca la hora del embarque y se
agravan los soponcios...”, y luego “Va la comitiva al muelle: abrazos ge-
nerales, sollozos, los amigos separan a los hermanos” (siempre tres gra-
dos en el relato). Durante este tiempo se intercalan fragmentos de diá-
logo: “si nos volvemos a ver... ¡Adiós, hermanitas mías!... ¡Adiós, Goyito
de mi corazón!”.
El significado del viaje. La segunda instancia en el desarrollo del tex-
to está dedicada a glosar el modo como el viaje llegó a alcanzar con el
tiempo la calidad de “acontecimiento notable”, habiendo “fijado una
época de eterna recordación”. Después de la intensificación del ritmo
del relato, que culmina con la partida de Goyito, viene ahora la calma.
La segunda y tercera parte de la estructura narrativa no agregan nada a
la acción. Siguiendo con una tendencia ya insinuada, la de valerse de
referencias históricas (“La expedición de Bonaparte a Egipto...”) para
intensificar la expresividad, Pardo compara ahora el viaje de don Gre-
gorio con la Era Cristiana, con la Héjira, con la fundación de Roma, con
el Diluvio Universal, haciendo perceptible así de una parte, y con sobra-
da ironía, la desmesurada importancia otorgada al viaje y de la otra, la
auténtica categoría de hito significativo que dentro de la monocorde
marcha del tiempo en Lima llegó a alcanzar este evento asaz intrascen-
dente. La duración de los matrimonios, la fecha de las defunciones, la
edad de las personas comenzaron a contarse desde entonces en rela-
ción con el viaje de Goyito a Chile. Esta parte de la narración puede
describirse como un puente entre la primera, en que se concentra la ac-
ción, y la tercera, en que desaparece del todo el Niño Goyito y sus gen-
tes para dejar paso a comentarios o explicaciones personales del autor.
La conclusión. Este tercer y último momento del texto es de natura-
leza diferente a los dos anteriores. Se caracteriza por la presencia direc-
ta del autor, que permite descubrir con claridad las verdaderas aunque
escondidas motivaciones de su aparentemente intrascendente artículo
de costumbres. El procedimiento empleado consiste, en primer térmi-
no, en deducir de la historia relatada (imaginaria en lo específico, realis-
ta en los tipos) una serie de consecuencias —empezando por afirmar que
“Así viajaban nuestros abuelos; así viajarían si se determinasen a viajar
muchos de la generación actual... y ni aun así viajarían otros por no via-
jar de ningún modo...”—, las cuales prosiguen —ya en plan filosofante—
38 jorge cornejo polar

sosteniendo que “las revoluciones hacen del hombre... el mueble más


liviano y más portátil; y los infelices que desde la infancia las han tenido
por atmósfera han sacado de ellas, en medio de mil males, el corto be-
neficio... de una gran facilidad locomotiva...”, para concluir —ahora en
tono de confidencia personal— revelando que el autor, a quien “mal de
su grado” así le han enseñado a viajar, se ha de ausentar por dos meses
(dato biográfico absolutamente exacto: Pardo viajó a Chile, llegando a
Valparaíso el 28 de octubre de 1840 para recibir a su madre y a sus her-
manas Rosario y Mariana que volvían al Perú luego de la muerte de su
padre acaecida en Madrid el 15 de abril de 1839. El escritor y su fami-
lia desembarcaron en el Callao el 28 de diciembre del mismo año). Si
se examina con atención el texto, se descubre que la escritura de “Un
viaje” ha tenido como punto de partida la situación personal de Pardo
(obligado a viajar varias veces por motivos políticos) y las reflexiones
que estos hechos le han suscitado. El proceso creador ha ido, pues, de
la biografía a la composición del artículo, en el que se ha aprovechado
de personajes y circunstancias limeñas y no a la inversa como a primera
vista pudiera entenderse.
En esta tercera parte, dicho de otro modo, el lector descubre dos nive-
les de realidad del texto: bajo el circunstanciado relato que Pardo le brin-
da (y que constituye el estrato aparente o superficial) se mueve un micro-
cosmos compuesto por motivos íntimos, convicciones arraigadas, intui-
ciones básicas que son como el centro vital interno (que diría Spitzer) de
la pequeña joya literaria que es “Un viaje”. Estos elementos centrales y
determinantes serían: a) Crítica irónica, pero con buen humor, de ciertas
costumbres y modos de pensar y actuar de algunas gentes limeñas, pro-
bablemente de clase media alta; b) Teorización en torno a la influencia
que ejercen las revoluciones sobre la psicología humana, especialmente
sobre la de aquellas personas que “desde la infancia las han tenido como
atmósfera”. Sin duda que hay detrás de esto una visión muy crítica de la
vida peruana después de la independencia y una suerte de “memorial de
agravios” de Felipe Pardo, sujeto desde la infancia al influjo de contin-
gencias políticas (como se ha visto en la exposición de su biografía); c)
Explicación de que por motivo de viaje se ve obligado a despedirse de
todos utilizando su texto en vez de visita o tarjeta de despedida. Creo que
en lo que he llamado “memorial de agravios” radica el elemento princi-
pal y decisivo de este justamente célebre cuadro de costumbres.
En el párrafo final, el escritor se dirige a su público con una serie de
frases del mayor interés para el mejor conocimiento de su pensamiento y
su obra. “No sabéis bien cuánto me cuesta suspender... mis dulces colo-
el espejo de mi tierra 39

quios con el público”, dice con un dejo de ironía, ya que, según se ano-
ta a continuación, él mismo presume que habrá quienes respondan a su
amistosa despedida exclamando “¡mal rayo te parta y nunca más vuelvas
a incomodarnos la paciencia!”. Por lo demás, basta recurrir a la historia
literaria para comprobar cuán poco dulces eran los diálogos de Pardo con
muchos de los lectores de sus textos o espectadores de sus piezas teatra-
les. Luego ensarta Pardo una serie de consejos reveladores de muchas de
sus convicciones y muestra de lo que hoy se llama intertextualidad: “Ha-
blad de la ópera como os acomode” (recuérdese su artículo “Ópera y na-
cionalismo”), “Idos a Amancaes cómo y cuándo os parezca” (Recuérdese
el artículo “El paseo de Amancaes”), “Bailad la zamacueca a taco tendi-
do, a roso y belloso, a troche y moche, a banderas desplegadas” (Recuér-
dese la comedia Frutos de la educación, en que el rompimiento del com-
promiso matrimonial de la protagonista se origina bailando una pícara za-
macueca en presencia de su pretendiente). Son, pues, estas líneas finales
de “Un viaje” como el compendio de muchas malquerencias de nuestro
autor y como la revelación de la unidad que en cuanto a los blancos de
su crítica al menos caracteriza al conjunto de su obra.
No cabe duda, como acabamos de ver: “Un viaje” es una pequeña
obra maestra de la literatura costumbrista.
“Ópera y nacionalismo” lleva un epígrafe de Luis de Góngora:
“Cuando pitos flautas / cuando flautas pitos”. No es un artículo de cos-
tumbres en sentido estricto, aunque tiene algunos elementos de esta
forma literaria. Se trata de una larga reflexión sobre el nacionalismo,
seguida de un relato de las dificultades que, como consecuencia de un
mal entendido nacionalismo precisamente, pusieron en peligro la tem-
porada de ópera de 1840 a cargo de una compañía italiana. La parte
final consiste en un comentario crítico de la temporada que contra vien-
to y marea se llevó a cabo; en este final se deslizan, al igual que en la
primera parte, una serie de observaciones sobre costumbres limeñas.
El tema del nacionalismo. El artículo se abre con una frase que per-
mite adivinar el sentido del texto. Dice Pardo: “Entre la multitud de
ideas nuevas que la revolución ha transportado al Perú, pocas han te-
nido una aclimatación menos feliz que la idea del nacionalismo”. Fun-
damentando su aserto argumenta Pardo que un mal entendido naciona-
lismo lleva a muchos a considerar extranjeros, en un sentido peyorati-
vo o agresivo, a los ciudadanos de los demás países de Latinoamérica,
sin considerar que todos componíamos “la antigua familia hispanoame-
ricana”. Ello sucede especialmente cuando ese extranjero se opone a los
intereses personales de algunos. En cambio, cuando se trata de ciuda-
40 jorge cornejo polar

danos provenientes de países europeos, por ejemplo, el trato cambia y


es con frecuencia admirativo, pues un amigo francés o inglés suele con-
siderarse como signo de status. Sin embargo, no siempre es así, existe
en realidad un gran desorden y no hay normas generales de conducta,
todo lo cual lleva a Pardo a sostener que hay ausencia de principios ge-
nerales en esta materia: “Cualquiera que examine detenidamente nues-
tra sociedad dirá... que en este ramo no hay principios seguros entre
no-sotros, que las distintas épocas y los distintos intereses momentá-
neos y personales dicen de nuestras opciones que tomamos muy a me-
nudo el rábano por las hojas”. Hacia el final de esta primera parte se
encuentran unas reveladoras frases de elogio al gobernante argentino
Juan Manuel Rosas, leemos así: “Dura meses y años una encarnizada
lucha entre argentinos y franceses; y oímos hablar de ella como del
cuento de Calainos, sin dirigir ni un voto de enhorabuena al ilustre ame-
ricano que sabe defender tan heroicamente la dignidad de su gobierno
y la honra de América”.
El caso de la temporada de ópera. Muy brevemente se refiere Pardo
a los problemas con que tropezaron los empresarios de la compañía ita-
liana de ópera para lograr su presentación en Lima. El principal argu-
mento era el costo de este espectáculo “extranjero”, cuando “sin salir de
nuestro país podemos reunir una compañía de cantores por lo que cada
uno de estos advenedizos exige para sí solo”.
La temporada de ópera. Demostrando poseer una buena información
sobre el género operístico, procede Pardo en esta parte a efectuar un
comentario bastante completo de la temporada que en 1840 mantuvo
en Lima una al parecer muy buena compañía italiana de ópera, cuyas
primeras figuras eran las sopranos Pantanelli y Rossi. Pardo comenta las
virtudes musicales de ambas así como de otros cantantes e instrumentis-
tas de la compañía, y formula atinadas apreciaciones sobre las dos ópe-
ras presentadas, que fueron, según el artículo, Romeo y Julieta de Vin-
cenzo Bellini y Fausta de Gaetano Donizetti. La obra de Bellini debe de
haber sido I Capuletti e I Montecchi, ópera en dos actos presentada por
primera vez en Venecia en 1830 (ya que en la bibliografía musical de
Bellini no aparece ninguna composición con el título de Romeo y Julie-
ta). Demostrando su versación, Pardo comenta incluso el libreto debi-
do a un escritor italiano, Felice Romani, lo que le da motivo para una
reflexión acerca de cómo las grandes obras literarias pierden gran parte
de su riqueza al ser adaptadas para la ópera; tal ocurre de modo espe-
cialmente lamentable con la ópera de Bellini, que ni siquiera utiliza el
texto original de Shakespeare sino un empobrecido texto francés debi-
el espejo de mi tierra 41

do a un desconocido escritor, J. F. Ducis. En cuanto a la Fausta de Do-


nizetti, se trata de una ópera compuesta en 1832 sobre un libreto de Do-
ménico Ghilardoni que completó el propio compositor.
Aunque no es un tema que nos interese directamente, parece impor-
tante destacar el buen nivel que tenía entonces la vida musical limeña:
las dos obras presentadas en la ópera de 1840 eran de reciente estreno
europeo.
En esta parte final del artículo se consignan sabrosas descripciones
de las maneras de conducirse en el teatro de algunas gentes limeñas,
que hacen juego con otras divertidas descripciones acerca de los usos
imperantes en Lima entre quienes admiran sin reservas a los europeos
y quienes los rechazan.
Como puede verse “Ópera y nacionalismo” constituye un texto sui
generis dentro del concierto general de los artículos costumbristas tanto
latinoamericanos como españoles, ya que no sólo no hay historia ni ar-
gumento (que, aunque muchas veces muy simple, es elemento sustan-
cial de un artículo de esta índole) sino que además la amena crítica de
costumbres ocupa en este caso un segundo o tercer plano en relación
con las reflexiones sobre el nacionalismo (propias de un ensayo teóri-
co) y los comentarios sobre la ópera (propios de una nota de crítica mu-
sical). Aparte de ello el artículo es una excelente muestra de la buena
prosa que siempre distinguió a Felipe Pardo y también una reafirmación
de sus simpatías hacia los regímenes autoritarios. La mención del co-
mienzo acerca del “ilustre americano que sabe defender tan heroica-
mente la dignidad de su gobierno y la honra de América” se hace ahora
explícita. Leemos, en efecto, en el párrafo final, que vuelve al tono entre
reflexivo y admonitorio de la primera parte:
“Mas ya que se aferran tanto las gentes al refrán de obras son
amores y no buenas razones... entréguese conmigo la parte
ilustrada de mis lectores a una ardiente jaculatoria, para pedir
al cielo que destruya con grandes hechos las grandes preo-
cupaciones; que contra toda necesidad, contra todo capricho,
contra todo error nos habilite un cuadro vivo y elocuente,
con el que acallemos las opiniones injustas, así como por
ejemplo hacemos callar... a los que exageran nuestra debi-
lidad e impotencia llamándoles la atención sobre los prodi-
gios que realiza un ánimo firme, una voluntad resuelta y una
constancia infatigable como la de D. Juan Manuel Rosas, go-
bernador de Buenos Aires; en fin, que en todos los ramos de
la ventura social nos conceda Pantanellis y Rossis”.
42 jorge cornejo polar

“Alcance al número 2 de El Espejo de mi Tierra”. Publicado sin fecha,


pero poco después de la aparición del primer número de Lima contra
El Espejo de mi Tierra, publicación que estudiaremos en detalle luego,
este “Alcance” es un breve cuadernillo de seis páginas que contiene un
duro ataque en prosa contra el autor de Lima contra El Espejo de mi
Tierra y la letrilla “El tamalero”.
La respuesta de Pardo toma pie en varias afirmaciones de su adver-
sario para concluir sucesivamente que tal persona debe de ser un igno-
rante, un hombre de medio pelo, un hombre muy mal hablado, un
hombre que se mete a hacer lo que no sabe, alguien que debe estar su-
mariado y finalmente ser un negro.
“El tamalero” es una letrilla en cuatro estrofas de 16 versos octosíla-
bos cada una (“letrilla alegórico-satírica-política”, la define Juan de Aro-
na), en la que con ingenio Pardo ataca a su opositor recurriendo a un
juego alegórico en que el tamal simboliza al contrincante y a su escrito.
Interesan los versos: “La revolución fabrica / en mi tierra estos tamales”,
que reflejan, una vez más, la animadversión del escritor hacia el sistema
político imperante en el país.

2.5. El número tres

Aparecido según sabemos el 31 de marzo de 1859, este tercer y últi-


mo número del periódico de Pardo contiene solamente la composición
en verso “Constitución política” y su “Advertencia”.
“Constitución política” es, a no dudarlo, el texto más importante que
Pardo y Aliaga escribió en la línea que hemos llamado cívica de su obra.
Y esto no solamente por lo ambicioso del proyecto y lo acabado de su
ejecución sino porque esta extensa composición permite como pocas
conocer su pensamiento político, que es parte sustancial de su visión
del mundo.
La “Constitución política” se publica por vez primera en el número
tres y último de El Espejo de mi Tierra, que aparece en Lima el 31 de
marzo de 1859. No es, sin embargo, la versión definitiva, ya que en Poe-
sías y escritos en prosa (1869), la edición definitiva aunque no comple-
ta de la obra de Pardo, el texto es más largo que el de 1859. Luis Mon-
guió detalla los cambios:

“Las octavas añadidas en la edición de 1869 son las cinco,


versos 17-56, del presente Título II, ‘Soberanía’ (lo que hace
que los demás títulos lleven en esta versión el número si-
el espejo de mi tierra 43

guiente, en una unidad, al que llevaron en El Espejo de mi Tie-


rra). Añadidas también son: la octava, versos 177-184, en el
Título VIII; dos en el IX, versos 217-233; y, en el comentario
final (es decir, a partir del verso 329), hay diecinueve octavas
añadidas, versos 343-416, 481-512, 529-536 y 745-753; más
una variante en el verso 753” (Monguió, 1973: p. 230).

En su versión definitiva, la “Constitución política” consta, pues, de


una advertencia en prosa, 95 octavas y 760 versos. Las octavas están
compuestas de endecasílabos con rima A-B-A-B-A-B-C-C. El texto lleva
como subtítulo “Poema satírico”.
La “Advertencia” preliminar reviste especial interés. Así, en los párra-
fos iniciales, luego de advertir socarronamente que “en un país en don-
de raros son los que no se creen capaces de vaciar en veinticuatro horas
el mejor código fundamental que puede salir de molde legislativo... no
se podrá negar sin justicia al El Espejo de mi Tierra el permiso de echar
su cuarto a espadas sobre tópico tan vulgar...”. Explica Pardo con clari-
dad que esta composición es totalmente diferente de su obra costum-
brista. Dice, en efecto:

“... aunque no ha considerado a vuestra sociedad en mis pri-


meros ensayos sino en sus relaciones familiares y privadas,
me atrevo hoy a penetrar en la región de la política... [Y lo
puedo hacer sin escrúpulos] porque una situación excepcio-
nal, que por cierto nada tiene de envidiable, me pone a cu-
bierto de cualquier imputación que pudiera suscitar contra mi
buena fe y mi desinterés la amargura de mis verdades...”

Pardo alude obviamente a la enfermedad que lo tuvo postrado y ale-


jado de toda actividad política desde el inicio de los años cincuenta.
Concluye, por eso: “Un escritor que no puede ser Ministro, ni Re-
presentante, ni Celador de barrio, es un ente privilegiado, en cuyo can-
dor se puede descansar con ilimitada confianza...”
Más adelante defiende Felipe Pardo el derecho de un escritor de cos-
tumbres a tratar de temas políticos: “No se diga que las lucubraciones
políticas son asuntos demasiado serios para someterse a la jurisdicción
de un festivo periódico de costumbres”. Pero lo fundamental de este ri-
co texto preliminar viene después y se puede sintetizar así: 1) Hay dos
maneras de entender el término constitución. Una es la que entiende la
Ley Fundamental o Carta Magna y la otra es la que considera que la
constitución de un pueblo es su manera de ser, su realidad. “La Consti-
tución del Perú no está en esos libros ni en esas constituciones sino en
44 jorge cornejo polar

el mismo Perú, porque la Constitución de un pueblo no es la manera


caprichosa y ficticia con que un sistema político quiere hacerlo existir,
sino la obra primitiva de la naturaleza”; 2) Por tanto, la Constitución, ley
fundamental, debe adecuarse a la constitución del pueblo, esto es a su
realidad; 3) A consecuencia de no haberse seguido esas ideas, “las di-
versas constituciones que han regido al Perú podrán ser, cada una de
ellas, en su especie, como obra de fantasía, los dijes más preciosos que
ha creado taller legislativo, pero en cuanto a sus relaciones con la cara
patria, así las considero yo emblemas de la sociedad peruana como de
la sociedad japonesa...”. Ésta es una idea central de Pardo que moderna-
mente se podría expresar aludiendo a la distancia que hay entre el país
real y el país legal, o entre el Perú oficial y el Perú profundo. Sobre esta
base conceptual, Pardo procede a desnudar al paciente (el país) para
conocer su verdadera constitución, comprobando que ésta no corres-
ponde en nada a lo que dicen las leyes. Concluye por eso que “la cons-
titución-poema es la verdad y las constituciones-código son la fábula”.
La “Constitución política” de Pardo, a la manera de las constituciones
realmente existentes, se organiza en 13 títulos que ocupan de la octava
primera a la cuarentiuno. A partir de la cuarentidós y hasta el final del
poema en la octava 95, se extiende una larga sección que ocupa más
de la mitad del texto y contiene los elementos principales en el nivel de
los significados. Monguió llama a esta tirada “comentario final”, pero
quizás pudiera denominársele “balance y conclusiones”.
Los títulos son los siguientes: “Religión”, “Soberanía”, “Gobierno”,
“Ciudadanía”, “Derechos”, “Poder Legislativo”, “Formación de las Leyes”,
“Poder Ejecutivo”, “Ministros de Despacho”, “Del Consejo de Estado”,
“Del Poder Judicial”, “Régimen Interior” y “Ejército”. El procedimiento
más utilizado en todos ellos es la antítesis entre el enunciado ideal, lige-
ramente irónico, del “deber ser” de la institución de que se trata en cada
caso, para luego, con el ingenio y el talante crítico característicos del au-
tor, arremeter contra el funcionamiento en la práctica de la referida insti-
tución, que, como puede suponerse, es muy distinto de lo que la teoría
del texto constitucional prescribe. Pueden servir de ejemplo el título I,
“Religión”, y el título II, “Soberanía”. En el primero se recuerda que “la
Católica Romana \ la profesa el Estado y la protege” y se señala ensegui-
da cómo en la práctica al mismo Estado no le importa “que se difunda o
no la fe cristiana \ que la imprenta la ensalce o la moteje...”. En el caso
de “Soberanía” se recuerda también que es “goce atributivo \ del pueblo
quien divide en tres Poderes \ que son Ejecutivo, Legislativo y Judicial,
sus altos procederes”, demostrándose luego cómo en la realidad dichos
el espejo de mi tierra 45

poderes interfieren escandalosamente unos en la esfera de los otros y


quienes los ejercen cometen anomalías, abusos, irregularidades mil.
Sin embargo, el eje temático de la composición de Felipe Pardo es
su idea de que en la vida política de los estados debe primar la libertad,
pero con orden severo, con talante autoritario. Así lo dice en la estrofa
veinticinco, que transcribimos en su totalidad:

Yo a un buen Ejecutivo le diría,


por toda atribución: Coge un garrote,
y cuidando sin vil hipocresía
que tu celo ejemplar el mundo note,
tu justicia, honradez y economía,
y que nadie esté ocioso, ni alborote;
haz al pueblo el mejor de los regalos:
dale cultura y bienestar a palos.

Es la misma creencia que hemos visto en “¡Vaya una República!” y


también en las varias cartas que hemos citado. Esta imagen de un estado
gendarme y sin escrúpulos se combina con un rechazo casi visceral a la
igualdad de derechos con indios, negros, la plebe en general, que las
leyes de la república disponen. Veamos algunos ejemplos: la manumisión
de los esclavos significa que a la turbia y sucia fuente del progreso
nacional se “la purifica echándole más lodo” (octava décima). Y en la
octava número cuarenticinco se pregunta el autor con mal disimulada
indignación:

¿República con razas desiguales


de blancos, indios, negros y mestizos,
que uso de siglos a vivir condena
eslabonados en servil cadena?

A lo que se agrega entre varios otros ejemplos del aristocratismo de


Pardo, la octava 72, en que se lee: “... pues esto de tener plebe tan
roma/ es del Perú la más fatal carcoma”. En realidad lo que Pardo no
puede tolerar es la igualdad de todos los habitantes de un país que las
leyes republicanas proclaman. Reconoce, sin embargo, que en algún
momento pensó que esa igualdad era viable “si su mérito eleva al ciu-
dadano... si el desorden fatal no reina insano... si se respetan de la
misma suerte \ los derechos del débil y del fuerte... si el pueblo que
salió del coloniaje \ se convierte en nación culta y dichosa...” Pero
46 jorge cornejo polar

como “no fue así”, su censura a la vida política peruana es implacable


y lo lleva en varios momentos del texto a sostener que era mejor la vida
durante la colonia si se la compara con la que se lleva bajo la repúbli-
ca: “¿Fue nuestra suerte más adversa y dura \ cuando nos agobiaba el
despotismo \ del monarca español?... Los que esto asienten, / con el
perdón de mis lectores, mienten” (octava 21). Luego de esta afirmación
no es de extrañar que en las estrofas siguientes pinte con elogio la rea-
lidad social de la colonia, comparándola con la republicana y con
desmedro de ésta.
Como es natural y justificándose ante posibles críticas, Pardo procla-
ma que lo que dice en su “Constitución” se ajusta a la realidad nacional.
Y si hay diferencia con lo que dicen las diversas Constituciones que han
regido al país, lo que ocurre es que “éstas visten al Perú de máscara /
y ésta [la de Pardo y Aliaga] le deja su propia cáscara”.
Puede afirmarse que los 432 versos que integran la última parte o
“comentario final” (como los denomina Monguió) de la “Constitución
política” son algo así como la fundamentación teórica de la implacable
crítica que domina a lo largo de los trece “Títulos” de la “Constitución”
en sí, en los que solamente el tono humorístico suaviza un tanto el
rigor. Son estas estrofas finales, por ello, un campo especialmente rico
para el análisis de las ideas políticas de Felipe Pardo y Aliaga y de la
forma como ellas penetran y dan sentido a las estructuras de su texto
literario, tarea a la que nos dedicaremos luego.
Una idea central del autor es aquélla que considera que hay un
doble error en los criterios que gobiernan la realidad política peruana
de la iniciación de la República: a) La exagerada tendencia a transplan-
tar, en poco razonada imitación, sistemas e instituciones legales forá-
neos a la realidad nacional (“adaptar trajes franceses a costumbres góti-
cas”); b) La creencia en que bastan estas “empalmaduras estrambóticas
/ de temas de política didáctica...” para “... curar dolencias públicas / y
convertir colonias en repúblicas”. Al comentar esta última crítica no
puede desconocerse el tal vez parcial pero indiscutible acierto de Pardo.
No basta, en efecto, sustituir un aparato legislativo por otro para trans-
formar una colonia en un estado independiente. La emancipación de
1821-1824, se sabe ahora, fue una independencia casi exclusivamente
política y por eso dejó en gran medida intactos otros componentes de
la vida y el sistema coloniales, que continuaron vigentes todavía por un
tiempo (es el “colonialismo supérstite” del que habla Mariátegui, refi-
riéndose al mundo literario). Estos planteamientos básicos en que se
sustenta el edificio ideológico del texto literario se complementan con
el espejo de mi tierra 47

la creencia de que no hay en el Perú de entonces suficiente madurez


como para que funcione adecuadamente un sistema democrático ideal.
La conclusión la sabemos: el camino acertado es el de la libertad con
orden, concepto que en Pardo se confunde con la fuerza (palos, garro-
tes, trancas).
“Constitución política” pudiera ser el eco literario un poco tardío de
las ideas conservadoras de Bartolomé Herrera, las del discurso en los
funerales de Gamarra en 1842, las del famoso sermón del 28 de julio de
1846, por ejemplo. En todo caso, representan la postura ideológica de
quienes, indignados, alarmados o preocupados por el desgobierno y el
caos reinante en las primeras décadas de la vida republicana del Perú,
creían que era urgente hacer algo para cambiar la situación. El camino
que Pardo propone (el autoritarismo) pudo estar equivocado, pero de
lo que no se puede dudar es del sincero patriotismo del escritor, de su
preocupación auténtica por la salvación de la patria así como de sus
calidades literarias, que alcanzan, en la “Constitución política”, una de
sus mejores expresiones.

2.6. El Espejo de mi Tierra y la crítica

Dejando para el final del apartado la referencia a Lima contra El Es-


pejo de mi Tierra, comentamos en primer término algunas de las opi-
niones favorables que por los mismos días de su aparición mereció el
periódico de Pardo. El primer texto es seguramente el de Juan Antonio
Ugarteche en carta dirigida “a los editores de El Comercio”, que se pu-
blica el 17 de octubre de 1840, es decir, apenas una semana después de
la aparición del segundo número de El Espejo. Dice Ugarteche, entre
otras cosas:

“El Espejo de mi Tierra no necesita apología para los sensatos,


en él se ponen en ridículo los pocos defectos que aún exis-
ten y se ensalza lo bueno; en él se procura inspirar la decen-
cia y estimular a que se adquieran mejoras útiles; en él, en
fin, se ve una de aquellas obras capaces de lucir entre las de
Larra y Mesonero, y que no puede dejar de distinguirse,
porque la providencia ha dado a su autor una imaginación de
extraordinaria viveza y felicidad”.

Poco después en El Republicano (Arequipa, 25 de noviembre de


1840), aparece un comentario más largo y detenido. No lleva firma, pe-
ro Raúl Porras sugiere la posibilidad de que el autor haya sido el jurista
48 jorge cornejo polar

y político Andrés Martínez (Porras, 1953: pp. 294-295). Se afirma allí que
El Espejo de mi Tierra es “el primer periódico de costumbres que se pu-
blica en la América Española”, lo que parece cierto. No tenemos noti-
cia de otra publicación periódica anterior a la de Pardo dedicada exclu-
sivamente a la literatura de costumbres (lo que sí hubo y mucho fueron
textos costumbristas insertos en periódicos o revistas de tipo general).
Más adelante y luego de una serie de elogios a Pardo, señala el entera-
do articulista: “Irreprensible en sus costumbres y moderado como Addi-
son, ingenioso, conciso, pintoresco y rápido como La Bruyère, gracioso
como Larra y correcto como pocos en el lenguaje puro, castizo, lleno y
vigoroso con que hace brillar el idioma castellano... ha excitado con justi-
cia nuestra admiración, nuestra gratitud y nuestros respetos”. Luego y co-
mo adelantándose a lo que iba a ocurrir, añade el autor:

“Su crítica no sólo se extiende a las costumbres sino que a


nuestro juicio va a mejorar la política, pues aun cuando ella no
sea el campo de sus investigaciones, la alusión que con fre-
cuencia hace a ella presenta verdades tocantes, llenas de pro-
fundidad filosófica que sorprende, y que nos avergüenzan,
ofreciendo en su espejo retratos que hacen volver la cara
atrás”.

Cuando en 1869 se publica Poesía y escritos en prosa, volumen que


reúne casi toda la obra de Pardo y Aliaga, el editor y prologuista que es
su propio hijo, Manuel Pardo y Lavalle, apunta que El Espejo de mi
Tierra “es el más popular de cuantos escritos han salido de la pluma de
D.F. Pardo” y agrega:

“Cuadro fiel y acabado cada uno de esos artículos de las cos-


tumbres de aquella época y a la vez crítica chistosa de ellas,
se conservarán siempre por el grato recuerdo que encierran
para los descendientes de las costumbres de sus padres, por
la ligereza de estilo, el colorido de la descripción y la gracia
con que están escritos y por la influencia en la sociedad de
entonces, cuyos hábitos, representantes del estado social y de
la historia de sus últimos años, eran un mosaico extravagante
de hábitos nuevos incrustados con trabajo en la piedra de las
costumbres coloniales”.

En 1898, bajo el título Poesías de Felipe Pardo, se publica una recopi-


lación de una buena parte de los poemas del autor. Manuel Gonzales
de la Rosa, prologuista y editor en este caso, propone una interpreta-
el espejo de mi tierra 49

ción no bien fundada de El Espejo de mi Tierra. Insistiendo en que Par-


do era básicamente un hombre político, sostiene...

“... que nuestro poeta se hallaba de tal manera dominado por


el deseo de amoldar el país a sus ideas de gobierno que,
cuando no gobernaba, consolábase con expresar esas mismas
teorías en forma poética, cuando no en prosa, como en el
famoso Espejo de mi Tierra, que tuvo un éxito portentoso y
fue como la despedida del escritor satírico, que poco después
veíase en la inacción por larguísima dolencia”.

Estaba equivocado en varios puntos Gonzales de la Rosa, especial-


mente al sostener que en los primeros números del periódico de Pardo
(a los únicos a que se refiere) el escritor expresaba literariamente sus
ideas políticas. Como sabemos, en su primera etapa El Espejo de mi
Tierra tuvo un contenido casi exclusivamente costumbrista. Es en la
segunda y última etapa de la revista (el tercer número de 1859) cuando
Pardo hace literatura política.
El crítico español Marcelino Menéndez y Pelayo, pensando sólo en
los primeros números de El Espejo, apunta: “Los amenos cuadros de cos-
tumbres que publicó en 1840 con el título El Espejo de mi Tierra, profe-
sando seguir las huellas de Larra y Mesonero Romanos, recuerdan más
la punzante manera del primero, aunque sin su dejo amargo y misan-
trópico, que la inofensiva y bonachona del segundo” (Menéndez y Pe-
layo, 1894: p. CCLXVII).
Ya en nuestro siglo la crítica se ha referido casi siempre brevemente
y con desigual acierto a El Espejo. Por ejemplo, José de la Riva Agüero
parece reducir su mérito a la información sobre las costumbres, lo que
da una visión empobrecida de los textos de Pardo, pero en cambio su-
giere con acierto una probable relación con Ricardo Palma. Dice, refi-
riéndose a las comedias de Felipe Pardo:

“Hoy su principal mérito para nosotros consiste en las noti-


cias que nos da sobre el modo de vivir de nuestros abuelos,
sobre las costumbres limeñas a principios del siglo pasado...
Lo propio sucede con los artículos de costumbres del (sic) El
Espejo de mi Tierra. Pertenecen a la misma escuela que los de
Larra, Fray Gerundio y Mesonero... Graciosísimos, de expre-
sión sabrosa y criolla, tienen gran parecido con algunas de las
Tradiciones Peruanas de Ricardo Palma” (Riva Agüero, 1905:
pp. 61-62).
50 jorge cornejo polar

Ventura García Calderón afirma: “Los capítulos de su periódico están


escritos en prosa desenfadada y zumbona, entremezclada de reflexiones
ladinas, de retruécanos y de sus giros de ‘lisura’ tan llenos de languidez
que son al mismo tiempo burla y caricia” (García Calderón, 1910: p. 65).
Y más ampliamente en el tomo Costumbristas y satíricos de la Biblioteca
de Cultura Peruana que tuvo a su cargo, precisa en primer lugar:

“El Espejo de mi Tierra, periódico de costumbres (Lima, 1840),


viene a ennoblecer el género de publicaciones satíricas, que
suele ser chocarrero en los comienzos de la era republicana,
y precede a toda una serie de revistas chispeantes que será
preciso exhumar un día para extraer de allí veneros de inge-
nio evaporado. En su Espejo, Pardo muestra a las claras su in-
tención moralizadora, que hoy se nos antoja un tanto cando-
rosa. Como Addison, La Bruyère y Larra, citados por él con
elogio, quiere corregir las costumbres...”.

Y añade:

“La honrada intención de Pardo no fue siempre bien interpre-


tada y por lo demás era plausible que su condición de aris-
tócrata, de semi español, de godo y pelucón lo hiciera sospe-
choso de antipatía al nuevo medio... no siempre se equi-
vocaron sus contrincantes. Por su educación española, por sus
pujos de aristócrata, él no está a tono con la reciente y efer-
vescente realidad republicana de su patria. Trasuda un ingénito
desdén que la convivencia de muchos años iba a modificar...
El burlón tenía sin embargo muchas ventajas sobre sus con-
trincantes. En primer lugar, su ingenio. Ademas, casi siempre
acierta en censura y aplausos... A distancia, nos felicitamos hoy
de esas querellas que le prestaron al humo-rista una ocasión
de aguzar su ingenio y dejarnos unas páginas no marchitas”
(García Calderón, 1937: tomo 9, pp. 100-101).

No deja de ser sorprendente que Luis Alberto Sánchez, a pesar de


su enciclopédico conocimiento de la literatura peruana, pase muy por
encima cuando trata del periódico costumbrista de Pardo y Aliaga y se
extienda más en la polémica que se suscitó con Bernardo Soffia, el edi-
tor de Lima contra El Espejo de mi Tierra. Dice simplemente: “Don Fe-
lipe Pardo, que ya había incursionado en la comedia y había sostenido
violenta polémica con Larriba, publicó El Espejo de mi Tierra, hoja even-
tual destinada a criticar los usos y costumbres criollos (1840)” (Sánchez,
1989: tomo III, p. 1127). El Espejo, como se sabe, no estaba pensado co-
el espejo de mi tierra 51

mo una hoja eventual, que Pardo no publicase sino pocos números por
diversas razones es otra cosa. Además, Sánchez parece no recordar el
importante número tres de 1859, ya que solamente da como fecha del
periódico costumbrista la de 1840.
Por su parte, Augusto Tamayo Vargas, aunque incurre en algunas
inexactitudes —como decir, por ejemplo, que la letrilla sobre el carnaval
de Lima se publicó en El Espejo y dar el título “Amancaes” en vez del
verdadero que es “El paseo de Amancaes”—, acierta en cambio al opinar
sobre el carácter y significado de la revista al afirmar:

“Si el ingenio de Pardo se muestra en muchas de sus letrillas


y en el corte clásico de sus sonetos y sátiras, es en la prosa de
El Espejo de mi Tierra donde la literatura costumbrista adquie-
re entre nosotros su más alto exponente. Su crítica es fina, su
lenguaje vistoso y el escritor hace del ataque y de la burla ele-
vado género literario, desterrando la palabrería vulgar y la
soez expresión callejera. Su ya clásico ejemplo de prosa cos-
tumbrista, ‘Un viaje’ (con el carácter limeñísimo del Niño
Goyito) o ‘El paseo de Amancaes’ son, a la vez que reflejo de
la realidad, escogidas piezas de literatura castellana... Pardo no
descuida el lenguaje popular y el refranero criollo para ir zur-
ciendo frases comunes al pulido y hábil discreteo de su
lenguaje castizo” (Tamayo Vargas, 1976: tomo II, pp. 21-22).

Pero es sin duda Alberto Tauro, destacado investigador de la histo-


ria y literatura nacionales, quien ha estudiado de manera más sistemáti-
ca la obra periodística de Felipe Pardo en general (Tauro, 1962) y
específicamente el caso de El Espejo de mi Tierra. A él se debe la ree-
dición completa de toda la colección del periódico de costumbres de
Pardo y también de la serie cabal de Lima contra El Espejo de mi Tierra
en un solo volumen, que comprende igualmente un detenido estudio
de ambas publicaciones, notas y bibliografía (Tauro, 1971). Lamentable-
mente, aunque muy cuidada, no se trata de una edición facsimilar,
como seguramente fue el proyecto de Tauro. Dada la importancia que
tiene El Espejo en el proceso literario peruano, este tipo de edición es
una asignatura pendiente que la crítica debiera asumir pronto.
Alberto Tauro organiza su estudio de El Espejo de mi Tierra, que
tiene para él “un lugar propio en los fastos culturales del país”, en torno
a tres planteamientos. El primero, el periódico de Pardo ha sido “un cas-
tizo y ameno periódico de costumbres”. El segundo, que “El Espejo
aparece como la primera publicación metódicamente limitada a la litera-
tura y sólo en forma genérica atendió a la política y a la crónica local”.
52 jorge cornejo polar

Y el tercero, que la revista de Pardo “ha sido estudiada por lo general,


cosa poco frecuente en el país, tanto en sus contenidos literarios cuan-
to en su contexto social”. “Es una de las pocas obras [sostiene Tauro]
cuyo estudio ha sido volcado hacia su raigambre política y social, sin
quedar restringido a la simple apariencia formal”. No cabe discutir, a
nuestro entender, la pertinencia de estos postulados, aunque en lo que
refiere al segundo podría argüirse la precedencia cronológica de la
Crónica política y literaria de Lima que en 1827 fundara José María
Pando y a la que Porras califica como “la primera revista literaria”
(Porras, 1926: p. 172).
Ampliando su comentario crítico, dice Tauro con pertinencia: “El
cabal cumplimiento de sus propósitos costumbristas le confiere inapre-
ciable valor como testimonio mediante el cual se aviva el recuerdo de
los aspectos pintorescos que la vida limeña ofrecía en su tiempo. Y en
su aguda sátira envuelve un juicio a la vez retozón y amargo, pero siem-
pre fino y bien intencionado...”; y en cuanto al tema de la relación entre
la experiencia política de Pardo y el contenido de su periódico, precisa
que su carácter costumbrista... “no impide reconocer que el costum-
brismo de Felipe Pardo y Aliaga parece una burlesca confesión de sus
desengañados políticos. Una dolida manifestación de la resistencia que
sus esfuerzos correctores hallaron en la idiosincracia nacional, antes que
consoladora e indirecta expresión de sus ideas”. Y saliendo al encuen-
tro del lugar común que hace de Pardo un evocador inconsolable de la
colonia, deslinda con pulcritud que en El Espejo hay “comprobación de
la arraigada fidelidad con que las gentes cultivaban las costumbres de
la tierra, antes que añoranza de los usos alejados por el tiempo y la dis-
tancia” y también, “matizando el alegre colorido de las costumbres crio-
llas, aflora en segundo plano la nota amarga, inspirada por los con-
trastes que ofrecían la realidad y el dictado de la Ley, la indolencia co-
lectiva y las necesidades del país”. Como es natural, insiste, por otro
lado, en que:

“Las ideas de gobierno se presumen a través de cuadros de


costumbres o aparecen como un telón de fondo; y sólo ad-
quieren relieve en tardías e incisivas estrofas de la ‘Constitu-
ción Política’, donde se muestra aristocratizante, antirrepubli-
cano y españolista, porque a ello lo compelen las engañosas
perspectivas del aislamiento labrado por la invalidez y los
desencantos de su dolido crepúsculo”.

En conclusión, Tauro sostiene que la formación española de Pardo


el espejo de mi tierra 53

influía para que no pudiese “sufrir el carácter espontáneo y elemental


de las costumbres que durante su época predominaron en el país. De-
seaba corregirlas”. Y recordando el epígrafe de Quevedo acota que a
través de esos versos Pardo “dio a entender... que la fealdad de las cos-
tumbres presentadas y criticadas en el periódico debía aconsejar el abo-
rrecimiento de aquéllas, mas no la diatriba contra éste...”. La sátira de
Pardo, dice para terminar, nos revela hoy “su activa —y, por lo tanto, po-
lítica— disconformidad con la época en que vivía”. Pensamos que en es-
ta última frase Alberto Tauro apunta con acierto uno de los rasgos fun-
damentales de la personalidad de Felipe Pardo: su desacuerdo radical
con el medio, que es el motor de su conducta pública y el eje verte-
brador de su obra. Ya lo había apuntado sagazmente César Miró en un
artículo titulado precisamente “Don Felipe o la disconformidad”, en el
que comienza afirmando: “Don Felipe Pardo y Aliaga representa, en el
turbulento escenario de la República, el desacuerdo y la rebeldía con-
tra el medio” (Miró, 1968).

2.7. Lima contra El Espejo de mi Tierra

Como hemos visto, la circulación de los dos primeros números de El


Espejo de mi Tierra provocó en Lima y otras ciudades una ola de encon-
trados juicios y comentarios. Pero sin duda la reacción negativa más vio-
lenta fue la que encabezó Bernardo Soffia con la publicación de su pe-
riódico Lima contra El Espejo de mi Tierra al que nos referiremos de in-
mediato.
El periódico de Soffia publicó dos números y dos alcances al número
dos. El número uno tuvo 16 páginas de 148 por 88 milímetros y apareció
sin fecha entre el 9 y el 16 de octubre de 1840. Contiene solamente un
largo texto en prosa que reproduce una supuesta discusión que en una
casa de familia sostiene un grupo de personas en torno al periódico de
costumbres de Pardo y Aliaga. Con diversos argumentos, la mayoría de
participantes (don Basilio, doña Rosa y su hija Manonga) lo censuran
acremente y sólo un francés, el señor Piver, lo elogia.
Dice Basilio, por ejemplo: “El tal papel sólo puede ser aplaudido de
los necios y de todos aquellos que quieren echarla de ilustrados a costa
de insultarnos... ¿Dónde hay paciencia para ver que sólo en Lima se es-
criban y publiquen libremente insultos de toda especie contra el mismo
Lima!”. Y es que ésta es la razón principal para la indignación: Lima no
puede ser atacada por un limeño y menos en su propia ciudad. Pero
hay agravantes. Pardo no sólo critica las costumbres públicas con mor-
54 jorge cornejo polar

dacidad y acritud, también osa hacerlo con las privadas: las comidas
que se sirven, las ropas que se usan. Y además y para colmo: el lengua-
je y los giros que se emplean en El Espejo parecen más apropiados para
Madrid que para Lima. La conclusión: “El desorden de las costumbres
privadas no se ha corregido jamás por medio de sátiras picantes”. Lo
que Pardo ha debido hacer es escribir “catecismo de educación de ur-
banidad” y no “insolencias y denuestos que no hacen más que irritarnos
y excitar las personalidades, hijas legítimas de la justa venganza...”
También sin fecha y con 17 páginas y con igual formato, aparece
poco después el segundo número de Lima contra El Espejo de mi Tierra,
cuyo contenido está formado por un largo artículo titulado “El doctor
soldado” y una composición en verso: “Al autor de El Espejo”. Con una
prosa tan descuidada como la del número anterior, “El doctor soldado”
(probable alusión a que Pardo, abogado y escritor, llegó a recibir un
grado militar) rebaja el nivel de la polémica al entrar al terreno perso-
nal con una serie de ataques al contrincante que toman como argumen-
to desde su actuación política hasta supuestos rasgos negativos de su
personalidad, aparte de repetir de una manera u otra las críticas consig-
nadas en el primer número. Los versos de “Al autor de El Espejo” siguen,
sin gracia, el mismo camino.
El primer “Alcance” es una letrilla en respuesta a “El tamalero” de Fe-
lipe Pardo y el segundo (del 19 de octubre) es sólo una carta “À Front de
Boeuf, primer heraldo honorario de... El Espejo de mi Tierra”, en la que,
bajo tan vulgar apelativo, el autor de Lima contra El Espejo de mi Tierra
ataca a don Juan Antonio Ugarteche, quien, como ya se ha visto, había
publicado el 17 del mismo mes una carta de elogio al periódico de Pardo.
El fundador, director y redactor de Lima contra El Espejo de mi Tierra
fue un militar con inquietudes políticas llamado Bernado Soffia. En el
mundo de la milicia desempeñó tareas importantes y lo hicieron ascen-
der hasta el grado de coronel, que era el que ostentaba en la época de
su enfrentamiento con Felipe Pardo. Como político llegó a ser elegido
representante al Congreso Constituyente de 1839, habiendo desempe-
ñado algunas comisiones de importancia. Sin embargo, no se le cono-
cían preocupaciones literarias hasta el momento en que, indignado por
las críticas que contra Lima y los limeños descubre en El Espejo de mi
Tierra, se decide a dar la batalla. Alberto Tauro piensa que en la polé-
mica había algo más que un simple desacuerdo sobre el tema de las
costumbres. Sostiene al respecto que ya en la agitada época de las lu-
chas en torno a la confederación Perú-Boliviana Soffia debió de haber
discrepado con el grupo que rodeaba al general Manuel Ignacio Vivan-
el espejo de mi tierra 55

co, en el que figuraba destacadamente Felipe Pardo, primera expresión


de lo que el historiador llama “un antagonismo básico” entre Pardo y
Soffia. Dice Tauro:

“Si uno se identifica con las tradiciones seculares y el buen


gusto, el otro sólo reconoce las prácticas sociales coetáneas y
el criterio de los grupos emergentes. Si uno deja aflorar el re-
finamiento de su educación, el contraste hace lucir al otro co-
mo un improvisado. Si uno esgrime el casticismo y la ironía,
el desconcierto conduce al otro hacia la expresión directa y
con ciertos ribetes vulgares. Sin considerar, por eso, sus noto-
rias diferencias de valor, vemos en los dos periódicos las pro-
yecciones lógicas de dos posiciones sociales, dos lenguajes,
dos testimonios contradictorios de una misma peripecia vital”
(Tauro, 1971: p. 144).

Nuestra opinión es que en general Tauro está en lo cierto, Pardo y


Soffia encarnaban dos actitudes contradictorias en relación con las for-
mas de vida de la sociedad peruana de su tiempo.
Otra cuestión importante vinculada al tema es la que tiene que ver
con la participación que Manuel Ascencio Segura, el otro gran costum-
brista, pudo haber tenido en Lima contra El Espejo de mi Tierra. Todo
arranca de la referencia de Mariano Felipe Paz Soldán en su Biblioteca
Peruana, donde anota: “Redactor Bernardo Soffia y colaborador el poe-
ta D. Manuel Segura” (Paz Soldán, 1879: p. 38). A partir de ese momen-
to, la crítica dio como indiscutible la intervención de Segura en la publi-
cación antipardiana. Sin embargo, como hace notar Tauro, no hay nin-
guna evidencia que demuestre que don Manuel colaboró con la empre-
sa de Soffia, como tampoco la hay de alguna discusión directa entre Se-
gura y Pardo. Ni siquiera consta que se hayan conocido alguna vez. En
todo caso y mientras no se demuestre lo contrario, nosotros creemos
que el único redactor de Lima contra El Espejo de mi Tierra fue el vehe-
mente limeño don Bernardo Soffia.

3. Balance y conclusiones
3.1. El proyecto y su realización

Lo primero que debe decirse sobre El Espejo de mi Tierra es que en


su trayectoria se distinguen claramente dos etapas: la primera, que se
extiende de setiembre a octubre de 1840, y la segunda, que se da en
marzo de 1859. Ambas etapas se distinguen no solamente desde el pun-
56 jorge cornejo polar

to de vista cronológico (19 años separan una de otra) sino por el conte-
nido de la publicación. En la primera, El Espejo de mi Tierra responde
cabalmente a la denominación de “periódico de costumbres” que le dio
el propio Felipe Pardo, y en la segunda, el contenido único que es
“Constitución política” es de naturaleza cívica, patriótica o más espe-
cíficamente política. El autor mismo lo precisa en la “Advertencia” que
precede a la “Constitución política”, según hemos visto.
La etapa costumbrista del periódico de Pardo está conformada por
una serie de textos de notable importancia, entre los que debe destacarse
el “Prólogo” estudiado ya detenidamente y los artículos de costumbres
“Un viaje” y “El paseo de Amancaes”, que también se han analizado en
detalle. Sin embargo, hay un curioso desfase entre lo que el “Prólogo”
parece anunciar y la realidad misma de los dos únicos números de esta
primera etapa. Dicho de otro modo, el “Prólogo”, por los propósitos y
consideraciones que allí se exponen, permitía suponer que la revista iba
a tener una larga y fecunda existencia y que el material a publicarse,
aunque inscrito todo en el marco del costumbrismo, iba a ser muy rico
y variado. No obstante, no ocurrió así, ya que los textos, aunque de gran
importancia, son pocos en verdad: tres artículos de costumbres, otro
texto en prosa, dos letrillas. Todo ello hace suponer que alguna impre-
vista razón alteró los planes de Pardo y Aliaga y lo obligó a suspender
la publicación de El Espejo de mi Tierra al mes de haberla iniciado.
El recurso de la biografía resulta el primer paso lógico para esclarecer
estos hechos. Se verá entonces que luego de publicado el número dos de
su periódico (8 de octubre de 1840) y su “Alcance”, don Felipe tuvo que
viajar a Chile para recibir a su madre doña Mariana Aliaga de Pardo y a
sus hermanas Mariana y Rosario Pardo y Aliaga quienes volvían al Perú
luego de la muerte del padre, don Manuel Pardo, ocurrida en Madrid el
15 de abril de 1839. Felipe Pardo llegó a Valparaíso el 28 de octubre y es-
tuvo de vuelta en el Callao el 28 de diciembre del mismo año. Este viaje
obliga pues a la interrupción en la publicación de El Espejo, según lo dice
el propio Pardo en el artículo “Un viaje”. Puede pensarse que el periódi-
co podía haber reaparecido en 1841, pero sucedió que, poco después de
su vuelta, Pardo fue desterrado a Chile (enero de 1841) por el presidente
Gamarra, temeroso de que el escritor estuviese comprometido con la su-
blevación que en ese mismo mes inició en el Cusco Manuel Ignacio de
Vivanco, gran amigo de Pardo desde la época en que ambos frecuenta-
ban el cenáculo que presidía José María Pando. Este exilio terminó en
mayo de 1841. Cabría suponer que a partir de entonces pudo don Felipe
haber pensado en hacer reaparecer su periódico. No ocurrió así, sin em-
el espejo de mi tierra 57

bargo, por razones que se desconocen, pero que bien pudieran estar rela-
cionadas con la salud del escritor. Consta en efecto que desde 1839, Par-
do (que tenía entonces solamente 33 años de edad) venía sufriendo de
una afección que un certificado médico describe como “una irritación
crónica de los intestinos complicada con una afección al higado”, que
llevaba al facultativo a recomendar “quietud, privación de trabajo mental
y aires de campo” (Porras, 1953: p. 297). Y consta también que siguiendo
estos consejos Pardo y Aliaga se retiró en mayo de 1842 a los baños ter-
males de Yura, cerca de Arequipa, donde permaneció más de un año.
Parece que no cabe duda de que los quebrantos de salud del escritor
son suficientes para explicar la no reaparición de El Espejo de mi Tierra
de 1841 a 1843. Pero debe añadirse que a partir del 11 de abril de 1840
Pardo era vocal de la Corte Superior de Lima. Es probable, entonces,
que aunque los dos primeros números de El Espejo de mi Tierra apare-
cieron cuando Pardo era ya vocal en ejercicio, más adelante considerase
que había cierta imcompatibilidad entre su condición de magistrado y
la dirección y redacción de un periódico de costumbres en el que la sá-
tira y el humor eran ingredientes principales. Aunque con muchas inte-
rrupciones. Pardo continuó siendo vocal por más de diez años, de mo-
do que la especulación que hacemos acerca de posibles escrúpulos su-
yos tiene vigencia por más de una década.
Sin embargo, hay otros hechos vinculados a la vida pública de don
Felipe que ayudan a entender las razones por las que el célebre El
Espejo de mi Tierra no volvió a aparecer en los años cuarenta. Por ejem-
plo, de abril de 1843 a setiembre de 1844 fue ministro de relaciones ex-
teriores en el gobierno del general Manuel Ignacio de Vivanco. Derro-
cado Vivanco, Pardo inicia otro de sus destierros (a Chile como todos
los demás). Lo agitado de esos años explica, en parte al menos, que Par-
do pasase bruscamente de exiliado a diplomático. En efecto, de octubre
de 1846 a abril de 1848 fue ministro plenipotenciario en el mismo país,
cargo del que pasa a ser ministro de relaciones exteriores, justicia y
negocios eclesiásticos de 1848 a 1849, y luego, de 1849 a 1850, miem-
bro del Consejo de Estado.
Por otro lado los problemas de salud de Pardo no solamente no
amenguaban sino que se hacían más graves (parálisis, comienzos de ce-
guera). En busca de alivio a sus males don Felipe emprende en 1850 su
segundo y último viaje a Europa, de donde retorna en 1852 sin haber
logrado mejorar su estado.
En definitiva, es posible afirmar que un conjunto de factores (de sa-
lud, viajes voluntarios o forzados, desempeños de puestos públicos, agi-
58 jorge cornejo polar

tada vida política) son los responsables de que Felipe Pardo no pudiese
llevar a la práctica en toda su dimensión el gran proyecto que en su
mente significó la fundación de El Espejo de mi Tierra. Lástima que así
haya ocurrido. La historia de la literatura peruana perdió de este modo
la posibilidad de contar con una grande y duradera publicación dedi-
cada con exclusividad al costumbrismo.
No obstante, Pardo y Aliaga no olvidó nunca su proyecto. Prueba de
ello es que, como sabemos, hace reaparecer El Espejo en marzo de 1859
(el número tres y último es del 31 de marzo del indicado año). Pero se
trata en verdad de otro El Espejo de mi Tierra, en que el propósito de
hacer literatura de costumbres es sustituido por la intención de hacer li-
teratura política. En este número tres —lo hemos visto con calma— el
único texto que se publica es la larga composición versificada titulada
“Constitución política”, que va antecedida por una “Advertencia” en que
se lee:

“Y para no andarnos con metáforas, yo, que soy una misma


cosa con El Espejo de mi Tierra, aunque no he considerado a
nuestra sociedad en mis primeros ensayos, sino en sus rela-
ciones familiares y privadas, me atrevo hoy a penetrar en la
región de la política, porque una situación excepcional, que
por cierto nada tiene de envidiable, me pone a cubierto de
cualquier imputación que pudiera suscitar contra mi buena fe
y mi desinterés la amargura de mis verdades: y debo aprove-
charme la única ventaja que esa situación me ofrece para pre-
sentar francamente mi sentir a mis lectores, en el punto que
afecta sus intereses más vitales. Un escritor que no puede ser
Ministro, ni representante, ni celador de barrio, es un ente
privilegiado, en cuyo candor se puede descansar con ilimita-
da confianza”.

Este texto, que hemos glosado ya, lo traemos nuevamente a colación


ahora porque demuestra claramente la diferencia entre las dos etapas
de El Espejo de mi Tierra. Cabe, sin embargo, algún comentario adi-
cional. Pardo, ciego y paralítico, decide hacer literatura política porque
su invalidez asegura su desinterés personal en la cosa política y le evita
conflictos innecesarios. ¿Fue ésa la única razón que lo llevó a resucitar
su periódico? Cabe la duda si recordamos que en sus años de intensa
vida política Pardo no tuvo escrúpulo alguno en utilizar la pluma como
arma de combate (las letrillas contra Santa Cruz son un buen ejemplo).
Por otra parte debe recordarse que a pesar de sus graves limita-
ciones físicas, cuando Ramón Castilla convoca a una Convención
el espejo de mi tierra 59

Nacional (14 de julio de 1855 al 2 de noviembre de 1857) cuya finali-


dad era preparar una nueva Constitución Política, Pardo elabora un
proyecto de Constitución que es presentado ante la asamblea por
algunos de sus miembros (Basadre menciona a Tejada y Terry). Aunque
tal proyecto no fue aprobado, años más tarde un amigo y pariente
político de Pardo, José Antonio de Lavalle, lo publicó y comentó (1859).
La opinión de Basadre sobre este proyecto es la siguiente: “Reconoce el
régimen republicano democrático, mantiene la abolición de las vincula-
ciones; defiende las libertades personales; deja el Legislativo bicameral;
establece la Presidencia de la República con cuatro años de duración,
sin hablar de reelección... Y, en fin, es una Constitución presidencialista
sin mayores aristas reaccionarias”. Paradójicamente la “Constitución” en
verso, la sátira literaria de 1859, sí refleja —según hemos comentado— la
posición autoritaria de Felipe Pardo.
En resumen, nuestra opinión es que el escritor estaba perfectamente
informado y atento a la vida política del país. El fracaso de su proyec-
to constitucional debe haberlo llevado al convencimiento de que eran
inútiles todos los esfuerzos por conseguir una auténtica reforma de la
situación política nacional y que era mejor entonces intentar un camino
alternativo y original: criticar las Constituciones Peruanas y en general
las instituciones republicanas por medio de un texto literario extremada-
mente satírico como fue la “Constitución política”. Y en lo que se refiere
a El Espejo de mi Tierra, reiteramos nuestro juicio acerca de las dos eta-
pas claramente diferenciadas que la conforman.

3.2. Las lecturas literarias de Felipe Pardo

Otro tema de singular importancia surge del estudio del periódico


costumbrista de Pardo y Aliaga. Es el que tiene que ver con sus lecturas
literarias, varias de las cuales deben de haber sido presencia influyentes
en su obra. Revisemos nuevamente, pero ahora para detectar la men-
ción a otros escritores. De la época clásica sólo se cita a Aristófanes, el
insigne comediógrafo. De la literatura inglesa, se menciona a dos au-
tores que los especialistas en el tema del costumbrismo distinguen co-
mo antecedentes (aunque no falta quien los considere como fundado-
res). Ellos son: Joseph Addison (1672-1719), autor de teatro, periodista,
colaborador en The Guardian y The Spectator, importantes publica-
ciones en las que se encuentran claros precedentes de lo que luego se
llamaría cuadros o artículos de costumbres; y Laurence Sterne (1713-
1768), autor de la célebre novela Tristram Shandy (nueve volúmenes
60 jorge cornejo polar

aparecidos entre 1760 y 1767). Es probable que Pardo haya leído a estos
autores en su idioma original, ya que la existencia en su epistolario de
cartas que se le dirigen en inglés permite suponer que conocía esta
lengua.
Sin salir del mundo inglés cabe presumir que Pardo conoció también
en alguna medida a Richard Steele (1672-1719) aunque no lo cite. Pero
Steele, junto con Addison, publicó los mencionados periódicos y ade-
más The Tatler, frecuentemente mencionados con elogio por costum-
bristas de Europa e Hispanoamérica. Es cierto que estos escritores bri-
tánicos no son costumbristas en sentido estricto, ya que su obra está for-
mada mayoritariamente por ensayos. Pero el así llamado ensayo exce-
día ciertamente el marco de un cuadro de costumbres. Sin embargo,
algunos títulos contenían una serie de elementos que pueden ser con-
siderados costumbristas. Y ciertos textos de The Tatler tienen títulos que
revelan esta evidente relación con el costumbrismo: “La extraordinaria
conducta del caballero de la puerta vecina”, “Comentarios de cafetería”,
“La enmienda de las costumbres”, “Pensamientos sobre la bebida”, “La
reprensible costumbre de empeñar”, etc.
Para terminar con el tema, traemos a colación el erudito estudio de
A.R.Humphreys, Steele, Addison and Their Periodical Essays. Aparece
allí una descripción de los textos de The Tatler que tiene cierto pareci-
do —como veremos luego— con algunos párrafos del “Prólogo” de Felipe
Pardo. Sostiene Humphreys:

“Los objetivos de The Tatler —entretenimiento y mejora de las


costumbres— pudieron lograrse en gran medida por la habili-
dad de sus redactores para exponer sus ideas a través de si-
tuaciones concretas, para discutir temas éticos, políticos o co-
merciales en historias realistas y en vivientes caracterizacio-
nes... Abrir The Tatler, como luego The Spectator, en cualquier
página, permite encontrar no estereotipadas descripciones
sino vivaces escenas dramáticas, divertidas por lo general”
(resaltados de JCP).

Compárese estas palabras con las afirmaciones de Pardo:

“Que a este género de materias cuadran más que observacio-


nes sueltas, generales y abstractas, fábulas ideadas sobre su-
cesos de la vida social. Personificando en ellas las calidades
morales, se hace más palpable que con discursos el vicio que
se moteja o el mérito que se ensalza... los artículos de cos-
tumbres pueden por la mayor parte considerarse como esce-
nas de comedia en narración”.
el espejo de mi tierra 61

La semejanza de ideas es evidente.


En lo que se refiere al mundo de la literatura francesa, las referen-
cias de Pardo son aun más significativas: La Bruyère, Molière, Lesage,
Balzac, Mercier, Jouy.
De Jean Baptiste Poquelin, Molière (1622-1673), se citan Tartufo
(1664), El enfermo imaginario (1673) y El avaro (1668) a propósito de
la afirmación de Pardo de que los personajes de los cuadros de costum-
bres no retratan personas reales sino tipos. Jean La Bruyère (1645-1696)
parece haber sido autor preferido de Pardo. Se le cita tres veces y tam-
bién se menciona en una ocasión su obra principal, Los caracteres
(1688). La cita de Alain René Lesage (1668-1747) es incidental, mientras
que a Honoré de Balzac (1799-1850) se le coloca entre los autores que
hacen costumbrismo. Sin embargo, desde el punto de vista de la histo-
ria del costumbrismo latinoamericano, las referencias a Mercier y Jouy
resultan particularmente importantes, ya que ambos autores, casi olvida-
dos hoy, influyeron notablemente en los costumbristas españoles y lati-
noamericanos según está ampliamente documentado. En este sentido,
Tableau de Paris (1781) de Louis-Sébastien Mercier (1740-1814) parece
haber sido una de las obras más leídas, al igual que L’Hermite de la
chaussée d’Antin (1813-1814), obra en varios volúmenes de Victor
Joseph Étienne, más conocido como Jouy o De Jouy (1764-1840). Es po-
sible que las obras de Mercier y de Jouy estuviesen traducidas al caste-
llano al menos parcialmente, aunque el hecho de que en el plan de es-
tudios del colegio San Mateo (donde estudió Pardo) figurase el francés
y que varias citas en ese idioma aparezcan en las obras de nuestro es-
critor nos permiten suponer que la lengua francesa no le era desco-
nocida.
También es importante el conocimiento que Pardo y Aliaga demues-
tra tener acerca de Le livre des cent et un, volumen colectivo, aparecido
en París de 1831 a 1834, que ha sido descrito como “una colección de
fisiologías con cierta unidad de asunto”. Las fisiologías, que fueron una
forma literaria muy en boga en Francia y España a mediados del siglo
XIX, consistían en una suerte de tipologías, lo que las emparentaba muy
cercanamente con el costumbrismo. En Hispanoamérica no tuvieron la
misma difusión que en Europa, por lo que resulta significativo que Par-
do haya conocido esta obra y no en España sino en el Perú (donde radi-
caba ya en las fechas de su aparición), lo que también revela que don
Felipe estaba muy al día en sus lecturas de literatura francesa.
62 jorge cornejo polar

En lo que se refiere a la literatura española, aparte de la mención de


Miguel de Cervantes (1547-1616), siempre recordado por costumbristas
y estudiosos del costumbrismo, hay otras tres previsibles referencias:
Leandro Fernández Moratín (1760-1828), Ramón de Mesonero Romanos
(1803-1882) y Mariano José de Larra (1809-1837). En el teatro de Pardo
se ha visto con frecuencia huellas del de Moratín, por lo que no es de
extrañar que no sólo mencione al autor sino que recuerde a personajes:
doña Irene de El sí de las niñas y don Hermógenes de La comedia nue-
va. Y en cuanto a Larra y Mesonero, dos de los principales costumbris-
tas españoles, su relación con el costumbrismo latinoamericano y, por
ende, con el de Pardo es importante.
Así pues, la lectura de El Espejo de mi Tierra permite formarse una
idea bastante clara de las preferencias literarias de Felipe Pardo y, con-
secuentemente, de las posibles influencias que los autores leídos con
mayor asiduidad han podido ejercer sobre su obra.

3.3. Final

Puede afirmarse que, bajo un solo nombre, Felipe Pardo y Aliaga


llevó a la práctica en realidad dos proyectos distintos. En efecto, el
primer Espejo de mi Tierra, el de 1840, es un calificado exponente de lo
que se llamaba entonces un periódico de costumbres, enriquecido con
un texto teórico-programático, el “Prólogo”, cuyo significado y trascen-
dencia en la historia literaria peruana e hispanoamericana hemos seña-
lado con énfasis. Se trataba sin duda de un grande y ambicioso proyec-
to de Felipe Pardo, cuya interrupción, luego del segundo número, por
diversas y justificadas razones, no disminuye su importancia.
El segundo Espejo de mi Tierra, el de 1859, ya no es un periódico de
costumbres. La intención costumbrista, puesta entre paréntesis, ha sido
sustituida por un claro y logrado propósito de hacer sátira política con
la “Constitución política”, cuya “Advertencia” es, como el “Prólogo” de
1840, un texto teórico aunque de diferente naturaleza. Se trata ahora de
un análisis de la realidad política del país. Como en el caso anterior, la
brevedad de esta etapa (un solo número), aunque lamentable y expli-
cable, no le quita significación.
Lo que a pesar de las diferencias da unidad a las dos etapas de El
Espejo de mi Tierra es sin duda la radical disconformidad, el profundo
desacuerdo de Pardo y Aliaga con diversos aspectos de la vida social
el espejo de mi tierra 63

peruana: las costumbres en un caso, la vida política en otro. Y también,


desde luego, la capacidad literaria del escritor y su indeclinable amor a
una patria que anhelaba ver próspera y libre de defectos y limitaciones.
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Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Los artículos de costumbres
de Manuel Ascencio Segura

Aunque múltiple en sus manifestaciones —piezas teatrales, artículos,


poesías—, la obra de Manuel Ascencio Segura se halla presidida por un
solo propósito que le da unidad y le imprime sentido: hacer crítica de
costumbres. Preocupado por algunas incipiencias de nuestra vida cívi-
ca, molesto por ciertas fallas del gobierno local, desagradado por deter-
minadas actitudes o hábitos de sus conciudadanos, Segura decidió con-
sagrar su tarea de escritor a mejorar las costumbres de su patria o más
exactamente de Lima, escenario y motivo de su obra. La corrección de
las costumbres por la vía literaria exige empero su presentación, se cura
mostrando el mal y enseñando, si es posible, el remedio. Pero como los
males que inquietaban a Segura no eran demasiado graves, como, por
otra parte, lo adivinamos a veces no espectador severo sino más bien
actor complacido de algunas costumbres enjuiciadas y como finalmente
su genio tiene más del humorista comprensivo que del rígido fiscal, su
obra resulta en definitiva un cuadro animado en donde se retrata un
buen trozo de la vida peruana de la época de la iniciación de la
República.
La intención de hacer crítica de costumbres se descubre con facili-
dad en todas las composiciones de Segura, puesto que es su línea verte-
bral; pero en ciertos momentos deja de ser factor latente y se torna for-
mulación explícita. Tal ocurre en varios pasajes reconocidamente auto-
biográficos de la comedia La saya y el manto, en ciertas afirmaciones de
algunos artículos y en el texto de una carta que publicara en El Comer-
cio de Lima. Conocer estas breves iluminaciones de las metas que persi-
guió Segura es una buena forma de iniciar este texto preliminar a una
antología de sus artículos.
Hay un diálogo en La saya y el manto (acto III, escena segunda) en
que un personaje ataca a un autor teatral peruano mientras que otro lo
defiende. En el autor aludido se encarna don Manuel Ascencio y las re-

[67]
68 jorge cornejo polar

veladoras frases en que se lo justifica precisan que ojalá hombres de ta-


lento “se dedicaran como él, infatigables y austeros, a corregir las cos-
tumbres, los abusos, los excesos de que plagado se encuentra, por des-
gracia, nuestro suelo”, confirmando en otra parte que sus obras tienen
“el exclusivo objeto de corregir nuestros vicios y ensalzar nuestros ta-
lentos” y advirtiendo que “si critica hace su deber en eso: porque de un
actor dramático es el principal objeto, sin determinar personas, dar a los
vicios de recio”. En el artículo “Una visita” explica nuevamente: “Soy
enemigo mortal de aplicaciones y... mi objeto al escribirlos [los artícu-
los] no es ofender a persona viviente”. Más ampliamente en el artículo
titulado “Una misa nueva”, colocándose como protagonista de un diá-
logo en que se censura a El Cometa (periódico que Segura fundara y en
el que publicó varios de sus escritos), afirma: “Tengo alguna parte, no
lo niego, en la redacción de ese papel; pero si estoy en la precisión de
salpicarlo con tal o cual satirilla no es con el objeto, como ustedes
creen, de agraviar a nadie sino con el de corregir ciertos abusos que se
notan en nuestra sociedad...”.
Por último, en carta dirigida por Segura al escritor costumbrista Ra-
món Rojas y Cañas y publicada en El Comercio el 23 de octubre de
1855, le sugiere: “Usted que estudia tan detenidamente nuestras cos-
tumbres y que se ha propuesto corregir sus vicios por medio de artícu-
los de periódicos, está llamado a desempeñar también esta misión ani-
mando su crítica en la escena”, señalando luego que “le sería extre-
madamente sensible que nuestros malos hábitos no se expusiesen al
menos inmediatamente con toda su fealdad, para que se fuesen poco a
poco corrigiendo...”.
Del examen de los textos anotados parece derivarse con nitidez el
convencimiento de que la crítica costumbrista era la finalidad funda-
mental perseguida por Segura, al menos en teoría, aunque en el hecho
mismo la crítica con frecuencia se diluya (como ya se ha señalado) en
la pura reproducción de modos de ser sociales. Para cumplir con tal
cometido Segura ejercitó prácticamente todas las posibilidades de que
disponía un escritor en su época: el teatro, el artículo de periódico, la
calidad dentro del género respectivo, pues seguramente pensaba o
intuía que si la literatura va a cumplir una función extraliteraria, tal co-
mo la de corregir las costumbres, debe ser ante todo buena literatura.
Lamentablemente, desde este punto de vista artístico, el éxito no pre-
mió siempre ni en igual grado las buenas intenciones de Segura, pues
aunque es evidente que practicó con similar facilidad la prosa y el
verso, la comedia, la letrilla y el artículo, también lo es que son desi-
los artículos de costumbres de segura 69

guales en calidad literaria los logros que alcanzó. Para nosotros el pri-
mer rango lo ocupan las obras teatrales (las comedias en sentido estric-
to, no las obras menores), un cierto número de artículos y algunas de
las poesías festivas, ya que juzgamos inferiores las piezas en un acto y
el resto de artículos y poesías.
Así, pues, el conocimiento de los artículos resulta un paso indis-
pensable para conseguir una cabal comprensión de la creación de
Segura y para poder sustentar una justa valoración de su significado
dentro de la tradición literaria peruana. La presente edición busca, pre-
cisamente, ofrecer una selección representativa de este aspecto de su
obra, contribuyendo así a salvar una omisión grave en la bibliografía
nacional. En efecto, desde la edición dirigida y prologada por Ricardo
Palma en 18851, que hoy es prácticamente inhallable, no se había inten-
tado una presentación de conjunto de lo mejor de los artículos (sólo
algunos de ellos habían sido reimpresos). En esta oportunidad se reú-
nen 26 de los que a nuestro entender ejemplifican más cabalmente lo
alcanzado por Segura dentro de esta modalidad literaria.
De peculiar fisonomía y de raigambre mixta —a medias entre la lite-
ratura y el periodismo— el artículo de costumbres es una criatura carga-
da de caracteres singulares. Escrito en prosa, participa en alguna medi-
da de la crónica pura y simple en cuanto suele construirse sobre la base
del relato de hechos acaecidos, pero accede al nivel del arte literario en
cuanto exige una cierta dosis de capacidad creadora para la edificación
de personajes, el establecimiento de una acción aunque sea elemental
y el ejercicio de un lenguaje al que contribuyen diversas técnicas lite-
rarias: la descripción, la narración, el diálogo, el monólogo y las moda-
lidades expresivas habitualmente llamadas figuras literarias. En sus me-
jores exponentes el artículo es casi un cuento, del que, en tales casos,
sólo se distingue por una eventual presencia de reflexiones o juicios a
los que debe recurrir el autor comprometido en la empresa de corregir
realidades humanas y por la distancia que el escritor establece entre sí
y su obra en el cuento y la ficción. Se llega así al establecimiento en
cierto grado del “mundo de ficción” que es propio del arte narrativo y
se le puebla de personajes que dotados de vida propia, extraída en
parte de modelos reales, en parte de los veneros de la imaginación, lle-
van sobre sí la carga de protagonizar el o los sucesos escogidos.

1 Artículos, poesías y comedias de Manuel Ascencio Segura. Lima: Carlos Prince, impre-
sor y librero-editor, 1885. Preámbulo biográfico y noticiero de Ricardo Palma.
70 jorge cornejo polar

Éste es el momento de intentar un análisis de la estructura del artícu-


lo de Segura, descomponiéndolo en instancias y elementos para des-
montar (y comprender) la maquinaria en que se sustenta. La unidad del
esquema empleado hace que —salvo excepciones— sea lícita esta for-
mulación de tipo general.
I. Comienzan los artículos con una somera composición de situa-
ción y lugar en la cual el narrador emerge desde el comienzo
para colocarse en el centro de la acción. Segura gusta de pre-
sentarse en estos párrafos iniciales en una suerte de autorretrato
deliberadamente teñido de colores ridículos (el marido oprimido,
el amigo dominado, el escritor con sobra de intenciones y falta
de ideas o recursos), lo que inevitablemente concita la atención
del lector, atraído por el señuelo de la burla o de alguna leve
conmiseración. En algunos casos aparece ya en la introducción
otro personaje que actúa como desencadenante de la acción, sea
porque va a contribuir al desarrollo mismo del relato, sea porque
actúa en esta breve ficción inicial como el que pide o insinúa que
el narrador se decida a escribir.
II. La segunda instancia comprende la parte esencial del artículo,
que consiste habitualmente en un suceso o una serie de sucesos
en los cuales el narrador es el protagonista (o por lo menos inme-
diato testigo u oyente atento de lo que a él, a su vez, se le refie-
re), lo cual justifica la utilización de la primera persona como sos-
tén de la narración. Esta circunstancia por su parte da a los artícu-
los un cierto tono de confidencia, una atmósfera de intimidad
que no es de sus menores atractivos. En esta parte funcionan
complementariamente narración, descripción, caracterización.
La narración se construye sea con el relato puro, sea con el diá-
logo, sea con la intervención matizada de ambos instrumentos
técnicos. Es el primer caso el que permite apreciar mejor el dis-
currir vivo de la prosa seguriana, mientras que el segundo —el de
intensiva utilización del diálogo— convierte a muchos artículos en
piezas teatrales en germen. Ya hemos hablado de la unidad ge-
neral de la obra de Segura y del predominio dentro de este mun-
do del genio teatral. Parece en efecto que, como lo dice en la car-
ta a Rojas y Cañas ya citada, Segura cree que es posible “animar”
la crítica que se hace en los artículos, transponiéndola y vivificán-
dola en la escena, de donde resultaría que cada artículo es como
semilla de posibles realizaciones teatrales. Tal vez Segura com-
partía las ideas de Felipe Pardo y Aliaga, quien en el prólogo a
los artículos de costumbres de segura 71

El Espejo de mi Tierra sostiene que “los artículos sobre costum-


bres pueden, por la mayor parte, considerarse como escenas de
comedia en narración”. En todo caso el teatro y el artículo andu-
vieron muy cerca en la mente y en la intención de Segura.
Los artículos en que predomina el diálogo se caracterizan por la
agilidad, viveza y colorido. La acción en ellos fluye rápidamente
de las réplicas y contrarréplicas de los personajes. El ritmo en ge-
neral se dinamiza.
La descripción (salvo cuando es caracterización, lo que veremos
luego) alcanza menor importancia en la prosa costumbrista de
Segura. Se limita en algunos casos a la pintura de diversos aspec-
tos de la ciudad (como las calles) o a enumeraciones como aque-
lla de los manjares en “Una misa nueva”. De todos modos los
procedimientos descriptivos funcionan adecuadamente como
complemento de las narraciones, que son lo primordial en el pro-
pósito de Segura (no olvidemos que lo que le interesa son las
costumbres más que su escenario, el hombre más que su circuns-
tancia).
La caracterización se logra por medio de la adjetivación califica-
tiva y de las comparaciones. Sirvan de ejemplo la presentación de
la esposa en “Me voy al Callao”:

“Mi esposa, que ahora se llama Julieta, y cuando la conocí


doña Juliana, no es de aquellas hermosas que digamos; pero
tiene un par de ojos (de lomillo matador que dicen los gau-
chos) tan negros y hechiceros que no hay más que pedir; una
patita que por vérsela sacar se puede caminar de luengas tie-
rras; y un andandito tan gracioso que me ha dado, y me da,
no pocos quebraderos de cabeza”.

O también la de Bartolo, sirviente del narrador y personaje clave


como contraparte en muchos de los diálogos, en “No hay peor
calilla que ser pobre”:

“... lo hallé sentado en una silleta, con la cara tan melancólica


y en una postura tan abatida, que me trajo a la memoria a un
acreedor del Estado que, después de haber andado un mes
entero de Herodes a Pilatos, para que le cubran su crédito, se
sienta al fin, desesperado del mal éxito de sus afanes, a des-
cansar un rato en esas bancas viejas y rotosas que hay en el
primer salón del Ministerio de Hacienda”.
72 jorge cornejo polar

De los personajes que viven en la prosa costumbrista de Segura


destacan el propio narrador, Bartolo y Juliana (o Julieta).
Ninguno de ellos puede compararse con otras criaturas del teatro
del mismo autor, llámese el Sargento Canuto o Ña Catita, o con
el inmortal Niño Goyito del artículo “Un viaje” de Felipe Pardo,
pero ello no es óbice para que cumplan su función dentro de la
economía narrativa.
III. La tercera y final etapa de los artículos de Segura está constitui-
da por una reflexión o comentario en la que se condensa la lec-
ción de moralidad o conveniencia que el autor ha pretendido dic-
tar. Esta tercera fracción no existe siempre, ya que en ocasiones
Segura remata el artículo con el desenlace del acontecimiento na-
rrado, dejando al lector la tarea de extraer consecuencias o con-
clusiones.
Si el desarrollo de los artículos es generalmente tripartito, como aca-
bamos de ver, su estructura admite en determinadas ocasiones un doble
juego de planos. Tal ocurre cuando dentro de la narración en primera
persona del relator se incluye otra narración como contada a él por un
personaje con el que sostiene un diálogo (caso del artículo “Vaya un pa-
saje”). Este artificio técnico logra dar complejidad y hondura (limitadas
desde luego) a las composiciones en que se aplica.
Haciendo uso del bagaje de procedimientos que acabamos de ana-
lizar, Manuel Ascencio Segura crea en sus artículos una imagen de la
Lima decimonónica que no es (ni lo pretende ser) completa, pero que
alcanza a un considerable sector que es el de la clase media. A los ar-
tículos se les puede aplicar lo que dice Martín Adán del teatro de Se-
gura: “Atesora la prudente experiencia de nuestra siempre zarandeada,
pagana y encogida clase media: la del elector apaleado, la del funcio-
nario cesante, la del militar indefinido”2. No es, sin embargo, una ima-
gen idílica, puesto que se halla salpicada de las críticas exigidas por el
principio de la corrección de las costumbres mediante la literatura, al
que se adhería Segura. Debe advertirse de todos modos que la crítica
no es radical ni sus alcances demasiado profundos ni decisivos. Jamás
pretendió, por ejemplo, un cambio de sistema político ni una reno-
vación de la estratificación social; la censura se queda más en la super-
ficie, porque, como el mismo Martín Adán descubre con agudeza, Se-

2 De la Fuente Benavides, Rafael (Martín Adán). De lo barroco en el Perú. Lima: Univer-


sidad Nacional Mayor de San Marcos, 1968, p. 143.
los artículos de costumbres de segura 73

gura en el fondo defiende el orden social a condición de suprimir tales


o cuales fallas o reajustar uno que otro de sus goznes.
Al dedicar una considerable proporción de su quehacer literario a
los artículos costumbristas (36 de ellos aparecen en la edición de 1885
ya citada, a los que había que agregar algunos no recogidos por Palma),
Segura rendía tributo a una tendencia claramente imperante en su
época. Una revisión de las publicaciones del período o el recuerdo de
Pardo y Aliaga, Rojas y Cañas y el mismo Palma lo comprueban. Com-
partiendo las características básicas del género, los artículos de Segura
se constituyen en un mundo aparte tipificado por los rasgos de con-
tenido y estilísticos que hemos tratado de estudiar.
Estos artículos aparecieron casi en su totalidad en La Bolsa, diario
que fundó Segura en 1841, “asociado con otros dos escritores nacio-
nales”, y en El Cometa, que apareció de 1841 a 1842 y que fue, según
Palma (a quien pertenece también la cita anterior), “una publicación
periodística debida exclusivamente a la pluma e ingenio de Segura”. La
época y el órgano de publicación podrían ser criterios para intentar una
clasificación de los mismos, pero más importante parece ser el organi-
zarlos por materias. Encontramos así un grupo (poco numeroso) con
temas de interés o proyecciones nacionales (como “La paz por el
Norte”); otro grupo referido a sucesos concretos de la vida limeña (por
ejemplo “Las exequias”, basado en los funerales del mariscal Gamarra)
y un tercer grupo, el más numeroso e importante, dedicado a la pre-
sentación y crítica de las costumbres entonces vigentes (“El carnaval”,
“La vieja”, “No hay peor calilla que ser pobre”, entre otros).
En esta edición se ha tomado como base el texto adoptado por
Ricardo Palma en “Artículos, poesía y comedias”, respetándolo escrupu-
losamente, salvo en contados casos de erratas evidentes. La ortografía,
en cambio, ha sido actualizada y se ha establecido un nuevo orden para
los artículos.
En definitiva, pues, los artículos de costumbres de Manuel Ascencio
Segura representan una de las partes significativas de su obra. A la al-
tura de sus intenciones de mejoramiento social hay que agregar la cali-
dad literaria representada en particular por la vitalidad de ciertos perso-
najes, por la sabrosa riqueza de narraciones y descripciones, por la agili-
dad y ritmo del diálogo, por la facilidad del discurso narrativo. Junto a
todo ello debe inscribirse como mérito la posibilidad encerrada en estos
textos de servir al conocimiento de algunos aspectos de la realidad
social limeña del siglo XIX y su condición de testimonios fehacientes de
los usos lingüísticos vigentes en tal época.
74 jorge cornejo polar

Atendiendo precisamente a estos valores, la presente edición busca


encontrar para la prosa de Segura un público más vasto, con la con-
fianza en que, de este modo, se contribuye a la mejor comprensión de
un escritor y una obra importantes dentro del proceso general de la li-
teratura en Perú.
Costumbrismo y periodismo
en el Perú del siglo XIX

1. Sobre la noción de costumbrismo


El tema del costumbrismo sigue siendo hoy, en las postrimerías de la
vigésima centuria, uno de los escasos territorios todavía insuficiente-
mente explorados en el ámbito de las literaturas latinoamericanas. Y eso
a pesar de lo extendido de su difusión y de la influencia que ha tenido
en los procesos no sólo de la historia literaria sino de la historia cultu-
ral de nuestros países. Importa, pues, tratar de precisar la noción de cos-
tumbrismo antes de pasar al desarrollo de la parte central del presente
estudio, que consiste en la exploración de las relaciones que existen
entre costumbrismo y periodismo en el Perú en un periodo determina-
do de nuestra historia.
Lo primero que debe hacerse, entiendo, es deslindar la noción de
costumbrismo en general (o en sentido amplio) de la noción de cos-
tumbrismo como modalidad literaria con caracteres específicos y ubica-
da en un determinado tiempo. En sentido amplio cualquier obra narra-
tiva, poética o teatral en que se presenten o describan hábitos o usos
característicos de una sociedad especifica podría ser calificada de cos-
tumbrista. Es en este sentido que Pardo puede sostener que “La crítica
de costumbres... ha constituido, desde Aristófanes a nuestros días, un
caudal lícitamente disponible para los escritores...” (Pardo, 1971: p. 31).
Con semejante amplio criterio Marcelino Menéndez y Pelayo no vacila
en calificar a Miguel de Cervantes como costumbrista, al afirmar:
“‘Rinconete y Cortadillo’, el primero y hasta ahora no igualado modelo
de cuadro de costumbres” (citado por Correa Calderón, 1964). Incluso
ahora hay críticos importantes como John S. Brushwood, quien se pro-
nuncia por esta visión general y poco rigurosa del costumbrismo:
“Costumbrismo is not the name of a literary movement; it is a term that
indicates special interest in portraying the customs of a particular time

[75]
76 jorge cornejo polar

and a particular place, and it may be a characteristic of romantic novels,


realism novels, or naturalist novels” (Brushwood, 1981: p. 5).
Disintiendo de tan ilustres pareceres me permito opinar que, al
menos en el mundo de las literaturas francesa e hispánica, existe un
movimiento literario específico que es y se llama costumbrismo y cuya
caracterización se intentará en los párrafos siguientes. Dicho de otro
modo, postulamos que existe un costumbrismo en sentido muy general
y laxo (en el que pueden figurar Aristófanes, Cervantes y mil escritores
más) que está constituido por obras en las que, de un modo u otro, se
reflejan las costumbres de un pueblo (pero sin que ello sea el objetivo
principal del escritor). Y que existe también un costumbrismo en senti-
do estricto, con mayúsculas diríamos, cuyos orígenes pueden darse en
la Francia de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, y cuya diferen-
cia fundamental en relación con el otro está dada por la invención y uso
sistemático de una forma o especie literaria original que es el cuadro de
costumbres (también denominado artículo de costumbres).
Puede decirse, a trazos gruesos, que el cuadro o artículo de cos-
tumbres es un texto breve, en prosa, en el que se busca pintar (y con
frecuencia criticar) una costumbre característica de la sociedad en que
vive el escritor (o un tipo humano que la representa) a través de una
simple anécdota. El tono general es festivo.
Para nosotros, los creadores y difusores del cuadro de costumbres
son los escritores franceses: Victor Joseph Étienne (1764-1840), más
conocido por su seudónimo Jouy o De Jouy, y Luis Sébastien Mercier
(1740-1814). De Francia, el cuadro de costumbres y el costumbrismo
pasaron rápidamente a España, donde se extendieron gracias sobre
todo a cuatro escritores: Bretón de los Herreros (1796-1873), Serafín
Estébanez Calderón (1799-1867), Ramón de Mesonero Romanos (1803-
1882) y Mariano José de Larra (1809-1837). Casi simultáneamente que
en España, el costumbrismo aparece y se propaga en la América His-
pana, donde su auge se extiende de los años veinte a los años ochen-
ta del pasado siglo (con variaciones de un país a otro). Esto significa —y
así está reconocido— que en Hispanoamérica el costumbrismo coexiste
con el romanticismo y aun con el primer realismo, lo que crea, por
supuesto, una tupida red de relaciones entre estos tres movimientos li-
terarios (para algunos historiadores de la literatura, incluso, el costum-
brismo se considera como una modalidad del romanticismo, opinión
que no compartimos).
Debe advertirse que el costumbrismo se expresa tanto en la forma
que le es típica (el cuadro de costumbres) cuanto en el teatro, bajo la
costumbrismo y periodismo 77

forma de comedia costumbrista, y en la poesía en sus variedades satíri-


ca y/o festiva.
Terminamos este primer apartado ensayando una presentación de
costumbrismo que a nuestro entender puede frasearse así: “Modalidad
literaria que busca principalmente la descripción y/o crítica de las cos-
tumbres vigentes en una sociedad determinada en la misma época en
que el escritor produce. Su forma específica de expresión es el cuadro
o artículo de costumbres, pero también suele recurrirse a la comedia
costumbrista o a la poesía satírica o festiva”.
Cabría preguntarse acerca de la explicación que pueda darse a la
muy amplia difusión en el tiempo y en el espacio de lo que hemos lla-
mado costumbrismo en sentido amplio y, en una segunda instancia, lle-
var la inquisición en busca de las razones por las que el costumbrismo
(ahora en sentido estricto) se da en la época precisa que hemos se-
ñalado.
En cuanto al primer asunto, pienso que el costumbrismo responde a
una actitud primaria, elemental, la de captar y reproducir el entorno en
que el ser humano vive y se mueve. Esta actitud puede llevar hacia un
descriptivismo geográfico o paisajismo o hacia un descriptivismo social
que, en una primera instancia, puede denominarse costumbrismo. Co-
mo dice Mariano Picón Salas: “El costumbrismo es la primera vía, no di-
gamos hacia lo autóctono, pero por lo menos hacia lo circundante en
el proceso de nuestras letras” (Picón Salas, 1958: tomo I, p. 9). Glosando
esta frase puede comentarse que el costumbrismo es una forma de rea-
lismo, pero de un realismo que no penetra más allá de las exteriori-
dades de la realidad social. Otros serán los tiempos y las circunstancias
en que el ojo del realismo atraviese las superficies y llegue hasta las
instancias profundas y decisivas del cuerpo social. Por lo demás, el cos-
tumbrismo está mezclado en sus motivaciones con el gusto por lo pro-
pio, por lo que diferencia a un grupo social de otro y es motivo de
orgullo o a veces de bien intencionada censura. Costumbrismo y nacio-
nalismo, entonces, comparten raíces comunes.
La aparición del costumbrismo en la América Hispana en los mo-
mentos inmediatamente posteriores a la emancipación tiene —creemos—
otras pero no opuestas motivaciones que provienen del período históri-
co en que surge. En efecto, un factor del fenómeno independentista es
el deseo de afirmación nacional. Cada país que nace a la vida libre de-
sea ser no sólo efectivamente independiente (cosa que conseguirá al
menos en lo político) sino también diferente a los demás países latinoa-
mericanos. Desde este punto de vista, la proclamación de la diferencia
78 jorge cornejo polar

casi se confunde con el logro de la independencia y es parte del proce-


so de consolidación de la misma. El costumbrismo expresa y a la vez
satisface ese deseo de ser diferente y de manifestarlo con claridad. Pero
en ese momento de la historia —el nacimiento y la infancia de las
repúblicas independientes—, ser diferente (y por lo tanto tener derecho
a ser tratado como tal, a gozar de independencia) significa simplemente
tener usos y costumbres distintos, típicos, y si en ellos hay mucho colo-
rido (color local), pintoresquismo y una pizca de exotismo, mejor.
Visto de este modo, el costumbrismo se revela como un fenómeno
importante, cuya significación rebasa con holgura lo estricta y limitada-
mente literario para alcanzar sin disputa una dimensión sociocultural en
verdad trascendente. Precisamente el estudio que acá presentamos
—costumbrismo, periodismo y opinión pública— se mueve en este ám-
bito factual y problemático.

2. El costumbrismo en el Perú

2.1 Cronología

Puede afirmarse que la fecha del estreno en Lima de Frutos de la


educación, la primera comedia de costumbres de Felipe Pardo y Aliaga
(6 de agosto de 1830), señala la aparición del costumbrismo, en senti-
do estricto, en el Perú. Naturalmente este costumbrismo reconoce una
serie de antecedentes en la historia literaria peruana que pueden ser ca-
lificados de “costumbristas” en sentido general, siguiendo el plantea-
miento que hemos hecho en el capítulo anterior.
Los más importantes hitos de esta etapa precostumbrista son los si-
guientes:
a) Un sector de la obra de Juan del Valle y Caviedes (1645-1698),
que es la que la R.M. Leticia Cáceres agrupa bajo el rubro “Sátira
costumbrista y sociopolítica” (Remedios para ser lo que quisieres,
que son observaciones del autor, Preguntas que hace la vieja
Curiosidad a su nieto el Desengaño, Coloquio entre una vieja y
Periquillo). Igualmente, hay rasgos costumbristas en el teatro del
mismo autor: El baile del amor médico, El baile del amor tahúr y
El entremés del amor alcalde (Caviedes, 1990).

b) Parte de la obra de Fr. Francisco del Castillo, “el ciego de La Mer-


ced” (1716-1770), constituida especialmente por las piezas teatra-
costumbrismo y periodismo 79

les Entremés del Justicia y litigantes y Entremés del viejo niño y


por algunos romances y letrillas.
c) El lazarillo de ciegos caminantes (1773) de Alonso Carrió de la
Vandera (1716-1787), que aunque en una primera lectura parece
simplemente un libro de viajes (relato de una travesía por tierra
de Buenos Aires a Lima), examinado con más atención ofrece al
lector una serie de pinturas de costumbres y observaciones de
psicología social (Carrió, 1946).
d) Lima por dentro y fuera en consejos económicos, saludables, polí-
ticos y morales que da un amigo a otro con motivo de quererle de-
jar la ciudad de México por pasar a la de Lima (1798) de Esteban
de Terralla y Landa (escritor español radicado en el Perú en la se-
gunda mitad del siglo XVIII). Obra que presenta un retrato de
Lima con marcado énfasis en las costumbres.
e) La obra de José Joaquín de Larriva (1780-1832) en la parte cons-
tituida por escritos en prosa o en verso zahiriendo a gentes de Li-
ma o describiendo críticamente costumbres.
Así como (convencionalmente) se puede señalar una fecha de inicio
del costumbrismo en el Perú, resulta por el contrario difícil fijar una fe-
cha de término. Puede decirse que hacia los años ochenta del pasado
siglo deja de tener vigencia el primer costumbrismo. Tal vez pueda con-
siderarse que la muerte de Manuel Atanasio Fuentes (1889) marca el fin
del período. Sin embargo, no debe olvidarse que a fines de siglo un cos-
tumbrista rezagado, Abelardo Gamarra (1852-1924), inicia una suerte de
prolongación con modificaciones de la práctica literaria costumbrista.

2.2 Representantes

Los principales representantes, en orden cronológico, son Manuel


Ascencio Segura (1805-1871), Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868), Narciso
Aréstegui (1818-1869), Manuel Atanasio Fuentes (1820-1889) y Ramón
Rojas y Cañas (1830-1881).
a) Manuel Ascencio Segura es, con mucho, el más fecundo de los
escritores costumbristas peruanos. Trabajó especialmente el
teatro (se le suele llamar el “padre” del teatro peruano) y de los
artículos de costumbres, aunque también ha dejado un cierto
número de composiciones en verso. Entre sus obras teatrales
cabe mencionar Ña Catita, La saya y el manto, Las tres viudas,
Percances de un remitido, El sargento Canuto. Todo el teatro de
Segura está dirigido a presentar la vida y costumbres de la clase
80 jorge cornejo polar

media limeña en diálogos versificados con gran habilidad, en los


que con frecuencia aparece la censura a tipos más que a las cos-
tumbres (o a tipos humanos que encarnan determinados hábitos
criticables). Los artículos de costumbres de Segura son numero-
sos (la recopilación que hizo Ricardo Palma para la edición de
Artículos, poesías y comedias de 1885 ofrece 36, pero con seguri-
dad son muchos más). En todos ellos la intención es la misma
que alienta en su teatro, es decir, la presentación crítica y humo-
rística de personajes y costumbres limeñas. Finalmente, la poesía
de Segura es solamente satírica y festiva.
b) Felipe Pardo y Aliaga, formado en España, donde permaneció
entre 1821 y 1827, cultivó también el cuadro de costumbres, el
teatro y la poesía. En el primer campo, aunque publicó poco, es
autor de “Un viaje”, seguramente el mejor cuadro de costumbres
de la literatura peruana. En lo teatral escribió tres comedias, entre
las que destacan Frutos de la educación y Una huérfana en
Chorrillos. Su producción poética es abundante y va más allá de
las letrillas costumbristas para incursionar en la poesía festiva
pero de clara intención política (como “Constitución política” de
1859) y también en la poesía lírica. Luis Monguió, en su edición
de Poesías de don Felipe Pardo y Aliaga (1973), organiza el cor-
pus poético de Pardo en los siguientes rubros: poesía lírica,
poesía contemplativa, poesía festiva y poesía satírica.
c) Narciso Aréstegui es autor de dos novelas de costumbres cusque-
ñas: El Padre Horán (1848) y El ángel salvador (1872), aparte de
algunos textos menores.
d) Manuel Atanasio Fuentes, conocido también por su seudónimo
de “El Murciélago”, es autor de una abundante obra donde la in-
tención costumbrista y el tono festivo se combinan con el propó-
sito científico de acopiar y ofrecer información especialmente so-
bre Lima. Sus principales libros son Biografía del Murciélago
(1863), Aletazos del Murciélago (1863), Lima. Apuntes históricos,
descriptivos, estadísticos y de costumbres (1867).
e) Finalmente, Ramón Rojas y Cañas reúne sus artículos de costum-
bres en el libro Museo de limeñadas (1853).
costumbrismo y periodismo 81

2.3 Caracterización del costumbrismo peruano

De manera semejante a lo ocurrido en otros países de Latinoamérica,


pero con algunas peculiaridades surgidas de la realidad nacional, un re-
trato fiel del costumbrismo en el Perú no puede dejar de mencionar los
siguientes rasgos:
a) Descubrimiento de la realidad. Tiene razón el ensayista venezo-
lano Mariano Picón Salas cuando afirma: “El costumbrismo es la
primera vía, no digamos hacia lo autóctono, pero por lo menos
hacia lo circundante, en el proceso de nuestras letras”, según
hemos citado más arriba. En efecto, luego del largo período colo-
nial, en que la literatura no tenía como tarea prioritaria la presen-
tación de la realidad del entorno social, la lucha por la indepen-
dencia y la posterior emancipación de nuestros países trajeron,
entre otras consecuencias, un mayor interés por el conocimiento
del medio social (como también despertó un nuevo entusiasmo
por el conocimiento del medio físico). El costumbrismo, que es
la primera literatura de América Latina independiente, responde
en parte a ese creciente interés por el descubrimiento de la reali-
dad. Puede afirmarse por ello que es una suerte de escuela de
realismo, de ese realismo que luego será rasgo esencial de la na-
rrativa y del teatro latinoamericanos de los siglos XIX y XX.
Conviene precisar, no obstante, que el realismo del costumbris-
mo es un comienzo y por eso presenta algunas limitaciones. Por
ejemplo, el costumbrismo sólo refleja lo exterior de la vida social,
practica una exploración superficial que en ningún caso alcanza
(ni lo pretende) a profundizar en la problemática de la sociedad
latinoamericana. Por otra parte, el costumbrismo en el caso pe-
ruano presenta solamente los usos predominantes en la capital
(es un costumbrismo limeño) y únicamente los de las clases me-
dias (ni la aristocracia ni el sector popular merecen sus desvelos,
aunque éste en ocasiones sea presentado).
b) Antecedente de otras formas literarias. El cuadro de costumbres
es en el Perú antecedente inmediato de la “tradición” de Ricardo
Palma, con la que en algunos casos pudiera confundirse. Un
análisis más ceñido demuestra, sin embargo, que la diferencia
entre ambas especies consiste fundamentalmente en que mien-
tras la “tradición” palmista relata hechos sucedidos en el pasado,
el cuadro de costumbres privilegia la actualidad, el presente. Pero
a pesar de ello, en los mejores trozos de la prosa costumbrista de
82 jorge cornejo polar

Manuel Ascencio Segura parece prefigurarse el singular estilo de


don Ricardo en sus tradiciones (quizás venga al caso recordar
que una estrecha amistad unió al tradicionista con Segura, a pesar
de los más de 25 años de diferencia en la edad, y que, incluso,
en decisión poco frecuente, escribieron conjuntamente un ju-
guete teatral titulado El santo de Panchita).
Por otra parte, el costumbrismo (el cuadro de costumbres) es
también antecedente de las novelas de tema peruano como las
de Narciso Aréstegui: El Padre Horán, escenas de la vida en el
Cusco (1848) y El ángel salvador, novela de costumbres cusque-
ñas (1872). Inclusive las novelas románticas y las realistas de fin
de siglo tienen elementos costumbristas (por ejemplo las de Luis
Benjamín Cisneros, Clorinda Matto de Turner o Mercedes Cabello
de Carbonera). Y también, por cierto, el cuento, no tanto el fini-
secular, que es de corte modernista, sino el de las primeras dé-
cadas del siglo XX, como el de Valdelomar o de López Albújar.
c) En sagaz frase el crítico mexicano Carlos Monsiváis, refiriéndose
a su connacional, el costumbrista Guillermo Prieto, apunta:

“La suya es una visión típicamente fundadora: el costumbris-


mo que inspirado en la obra de Larra entusiasmaba a Prieto
no es devoción de aldea sino inicio beligerante; nuestras cos-
tumbres son la primera utopía que inadvertidamente habita-
mos, el molde imprescindible para averiguar nuestra identi-
dad y vislumbrar nuestro porvenir” (Monsiváis, 1980).

Y tiene razón. El costumbrista cree que destacando las costum-


bres nacionales o defendiéndolas contra intromisiones extrañas
se está afirmando la identidad nacional (aunque no se utilicen
estos términos). Pero además, como en el Perú (y en América
Latina) acababa de producirse la independencia política de
España, el costumbrismo, al enfatizar en las costumbres típicas,
viene a ser como un esfuerzo (no siempre percibido con clari-
dad) para consolidar la recién lograda emancipación.
Deliberadamente hemos omitido las referencias al costumbrismo en
sus relaciones con el periodismo, que por constituir el tema central de
nuestro estudio serán examinadas en detalle en los siguientes capítulos.
costumbrismo y periodismo 83

3. Costumbrismo y periodismo
3.1 Introducción

Según se ha visto, el instrumento expresivo propio del costumbris-


mo es el artículo de costumbres o cuadro de costumbres, cuyas caracte-
rísticas formales (texto breve en prosa) hemos señalado. Pero en cuan-
to al contenido, los cuadros de costumbres tratan de presentar hábitos
o usos típicos vigentes en un país, una región o una ciudad, sea por el
puro placer de describirlos, sea para criticarlos en todo o en parte (para
muchos, costumbrismo es sinónimo de crítica de costumbres). En todo
caso, al escritor de costumbres, elogiante o censor, le interesa que sus
textos lleguen pronto a su natural destinatario que es el público contem-
poráneo. El costumbrista no escribe pensando en la posteridad sino en
corregir vicios o ensalzar tipicidades de hoy.
El tiempo en que se mueve este tipo de escritor es, pues, el presente,
el pasado no le interesa ni tampoco el futuro, salvo el inmediato, el que
se configure cuando las costumbres hayan sido corregidas de acuerdo
con sus gustos y opiniones. De aquí que antes de pensar en el libro (cu-
ya preparación, impresión, distribución y venta exigen un tiempo más
o menos largo) piense en el periódico o en la revista, ya que lo que más
le interesa es la inmediatez de la llegada de sus escritos al público. Con-
currentemente, como el cuadro o artículo de costumbres es de corta ex-
tensión se acomoda bien a los requerimientos de la prensa periódica,
cosa que también sucede con la letrilla, que es otra forma usada por los
escritores costumbristas. Y en cuanto al teatro (la comedia de costum-
bres que también utiliza el costumbrista), si bien no se publica en la
prensa, en cambio cumple con el requisito de la inmediatez en la llega-
da de la obra al público.
Volviendo al artículo de costumbres, debe señalarse que en nume-
rosos casos las personas o corporaciones que se sentían aludidas por la
crítica respondían de inmediato mediante cartas o “remitidos” que se
publicaban en el mismo periódico o en otros, estableciéndose de este
modo un muy fluido circuito comunicacional. Ocasión hubo en el Perú
en que el disgusto o la indignación ya no ante textos aislados sino ante
revistas o periódicos, provoca la aparición de otra publicación. Tales
son los casos de El Montonero, frente al que aparece El Hijo del
Montonero; o El Espejo de mi Tierra, que suscita la airada respuesta que
se expresa en Lima contra El Espejo de mi Tierra, con lo que el circuito
comunicativo del costumbrismo adquiere mayor complejidad y riqueza.
La vinculación entre costumbrismo y periodismo no es, por lo de-
84 jorge cornejo polar

más, un fenómeno privativo del Perú. Al contrario. Y para comprobar-


lo bastaría recordar, entre infinidad de casos, el Semanario Pintoresco
Español que comienza a circular en 1836 y cuyo fundador fue uno de
los más celebrados costumbristas españoles, don Ramón de Mesonero
Romanos; o el parisino Magazine Pittoresque, en circulación desde
1833; El Pensador Mexicano (1812-1828) de José Joaquín Fernández Li-
zardi; o, en fin, El Mosaico (1858-1870), publicado en Bogotá por un
grupo de escritores costumbristas.
Sobre la relación entre cuadro de costumbres y periodismo parece
oportuno citar algunas opiniones de Mesonero Romanos, que enfoca el
tema desde un punto de vista algo diferente. Dice el español en el Pa-
norama Matritense:

“La pintura... festiva, satírica y moral de las costumbres popu-


lares, había tenido, como toda tarea literaria, que refugiarse
en el periódico y subdividirse en mínimas producciones para
hallar auditorio; el mismo Cervantes, escribiendo en tal épo-
ca, hubiérase visto precisado a reducir sus cuadros a tan pe-
queña proporción, y su inmensa novela, arrojada en medio
de nuestra agitada sociedad, apenas habría conseguido lecto-
res sino dispensándoles los capítulos a guisa de folletín”.

Y más adelante desenvuelve su argumento así:

“La novela satírica de costumbres al corte de Gil Blas, que era


la que más me seducía, estaba enterrada hacía dos siglos en-
tre nosotros y no era dado a ningún escritor desenterrarla...
Los cuentos y narraciones fantásticos, los sueños y alegorías
a la manera de Quevedo, Espinel, Mateo Alemán y don Diego
de Torres... las Cartas marruecas de Cadalso y otras formas
literarias adoptadas por escritores anteriores... no eran ya pro-
pias de este siglo... preciso era inventar otra cosa que no exi-
giese la lectura seguida del libro, sino que... fuese ofrecida en
cuadros sueltos e independientes, valiéndose de la prensa pe-
riódica” (citado por Montesinos, 1960: pp. 13-14).

De modo que para Mesonero la necesidad de escribir artículos o


cuadros de costumbres (breves por definición) provenía, por una parte,
de la psicología del público, que no aceptaría obras largas, y, por la
otra, de que las formas novelescas que a él le seducían estaban fuera
de uso o eran anacrónicas. En cierto sentido, para Mesonero el cuadro
de costumbres era un sucedáneo de la novela. Tal cosa no puede de-
cirse en el Perú, donde la novela todavía no se conocía; pero en cam-
costumbrismo y periodismo 85

bio tiene validez entre nosotros la explicación basada en la psicología


de un público más dispuesto a leer textos cortos, amenos y actuales que
otros largos y a menudo tediosos.

3.2 El caso peruano

La aparición del costumbrismo peruano (en el comienzo de los años


treinta del pasado siglo) coincide con un momento de intensa actividad
periodística, a la que contribuye con sus textos a la vez que se benefi-
cia de las publicaciones periódicas, con las que alcanza la deseada in-
mediatez en la recepción. Pero antes de hablar de esta época tal vez
convenga hacer una breve revisión de la historia del periodismo en el
Perú.
La primera imprenta peruana (la del célebre impresor italiano Anto-
nio Ricardo, editor del primer libro peruano y sudamericano, la Doctri-
na Christiana) se instaló en 1584. No obstante, la aparición del primer
periódico peruano verdaderamente tal (hasta entonces sólo circulaba
con periodicidad intermitente la Gaceta de Madrid, que comienza a re-
imprimirse en Lima en 1715) se produce en 1790. El primero de octu-
bre de ese año aparece el Diario de Lima, fundado y dirigido por el es-
pañol Jaime Bausate y Mesa, que se proclamaba como “Diario curioso,
erudito, económico y comercial”.
Poco tiempo después, y con una periodicidad bisemanal, aparece el
Mercurio Peruano de Historia, Literatura y Noticias Públicas, que da a
luz la Sociedad Académica de Amantes de Lima. El Mercurio Peruano,
como habitualmente se le conoce, aparece el 2 de enero de 1791 y cir-
cula hasta 1794, en que se extingue por falta de suscriptores, como ano-
ta Raúl Porras. La importancia del Mercurio Peruano y de la Sociedad
Amantes del País, cuyo principal objetivo era estudiar y dar a conocer
al Perú, está ampliamente reconocida. Baste traer a colación, entre
muchas, unas frases de Porras:

“El Mercurio Peruano realizó una doble e histórica labor. Al


proponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en
todos los órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patrióti-
co que había de impulsar la revolución. Constructores sere-
nos del porvenir, pusieron sin jactancia, ante los ojos mismos
del Virrey incauto que los protegía, los cimientos de la patria
latente” (Porras, 1970: pp. 11-12).
86 jorge cornejo polar

Entre quienes imaginaron y dirigieron el Mercurio y escribieron en sus


páginas, debe recordarse a José Baquíjano y Carrillo, Hipólito Unanue,
Toribio Rodríguez de Mendoza, el sacerdote español Diego Cisneros.
Al comenzar el siglo XIX, al periodismo ilustrado —como Macera
denomina al del Mercurio Peruano— va a suceder un periodismo de
claro sello liberal, en cuyo surgimiento tiene que ver no solamente la
creciente difusión de las ideas de la Revolución Francesa sino el propio
movimiento liberal español, que había logrado la convocatoria a las
Cortes en Cádiz y luego la aprobación, en 1812, de la llamada Consti-
tución de Cádiz. Pero aun antes de este documento de inspiración libe-
ral, las Cortes habían aprobado un decreto que establecía la libertad de
imprenta, medida impensable unos años antes y de efectivo impacto
revolucionario. Llegado el decreto a Lima, el virrey Abascal dispuso su
inmediata publicación en la Gaceta del Gobierno del 18 de abril de
1811. El primer artículo de la Ley decía a la letra:

“Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquier


condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, im-
primir y publicar sus ideas políticas, sin necesidad de licen-
cia, revisión o aprobación algunas anteriores a la publicación,
bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán
en el presente decreto...”.

En este clima y bajo estas circunstancias se produce un primer


momento de efervescencia en el que se publican varios periódicos. El
primero, de 1811, es El Peruano, al que seguirán El Satélite del Peruano,
El Verdadero Peruano, y luego una avalancha: Argos Constitucional,
Anti-Argos, El Cometa, El Investigador, El Peruano Liberal, El Sema-
nario, El Pensador del Perú, El Clamor de la Verdad, entre otros. Para
el tema que nos interesa hay que recordar básicamente a El Cometa
(1811-1814) y a El Investigador (1813-1814), en los que publicó textos
literarios, algunos de índole costumbrista, José Joaquín de Larriva, a
quien hemos considerado como uno de los antecedentes o precursores
del costumbrismo en el Perú.
Ante este primer auge periodístico resultan pertinentes los comen-
tarios de Pablo Macera, quien, partiendo de la certeza de que a comien-
zos del XIX el Perú era una sociedad ágrafa “en la que leer y escribir
era privilegio (no muy usado por cierto) de un reducido número de sus
habitantes”, se pregunta: “¿Para quiénes y por qué fueron publicados to-
dos esos diarios y revistas? ¿Cuál era la significación numérica, aproxi-
mada, de ese público consumidor?” (Macera, 1977: p. 325). La respues-
costumbrismo y periodismo 87

ta parece obvia, el público consumidor de las publicaciones periódicas


estaba conformado fundamentalmente por las clases alta y media. Y es-
to tiene importancia fundamental para entender la relación entre perio-
dismo y costumbrismo en el Perú, ya que el público —objetivo del es-
critor costumbrista— era en lo fundamental el lector de clase media,
cuyas costumbres eran pintadas y a veces criticadas en sus artículos.
Claro que en este primer momento casi no hay más que el precostum-
brismo de Larriva, pero debe tenerse presente que iguales reflexiones y
comentarios pueden hacerse para las décadas posteriores, en las que el
costumbrismo existe a plenitud.
Llegamos así al momento en que coincide la intensa actividad perio-
dística con el surgimiento del costumbrismo en el Perú (cuyo inicio he-
mos datado en agosto de 1830 con el estreno de Frutos de la educación
de Pardo y Aliaga). ¿Qué ocurre con el periodismo a fines de los años
veinte y en los años treinta? En los años de la declaración de la Inde-
pendencia y de las batallas de Junín y Ayacucho coinciden periódicos
realistas y partidarios de la emancipación. Entre éstos cabe mencionar
El Nuevo Depositario, El Pacificador del Perú, El Americano, El Conso-
lador, Los Andes Libres, El Correo Mercantil, Político y Literario del Perú,
La Abeja Republicana (1º de agosto de 1822 a 7 de julio de 1823; de
especial importancia en el desarrollo del pensamiento republicano), El
Sol del Perú, El Diario de Lima, El Tribuno de la República. El propio
Bolívar, como se sabe, fue un incansable promotor del periodismo.
En los años inmediatamente posteriores está El Peruano, que co-
mienza a publicarse en 1826, de 1830 a 1834 se llama El Conciliador y
va cambiando de denominación hasta retomar, luego del período de la
Confederación Perú-Boliviana, el de El Peruano. Luego del apartamien-
to de Bolívar se publican El Telégrafo (1827-1829) y Mercurio Peruano
(1827-1834), fundado por José María Pando y en el que posteriormente
intervino como editor Felipe Pardo y Aliaga, quien también es redactor
de La Prensa Peruana (1828-1829). Pardo funda además La Miscelánea
(1830-1834). Y la lista es larga, hasta llegar a El Comercio, con el que se
inicia una nueva etapa del periodismo en el Perú.
El primer número de El Comercio apareció el 4 de mayo de 1839 y
pronto iba a acoger colaboraciones de los principales costumbristas na-
cionales, especialmente Felipe Pardo, así como también de costumbris-
tas españoles. Guillermo Ugarte Chamorro ha hecho notar que el primer
texto en verso publicado en El Comercio pertenece precisamente a
Pardo y Aliaga. Se trata de la letrilla “¡Qué guapo chico!”, que se publica
en el número 20 del 29 de mayo de 1839. El 5 de junio (número 25)
aparecerá otra letrilla de Pardo: "Mi vecinita".
88 jorge cornejo polar

A partir de este momento la relación costumbrismo-periodismo se


hace más estrecha y frecuente. Pero de esto hablaremos con más calma
en el siguiente apartado.

3.3 Los costumbristas peruanos y el periodismo

El Perú no es ninguna excepción en lo que se refiere a las estrechas


relaciones entre costumbrismo y periodismo. Por el contrario, los ejem-
plos abundan, todos los costumbristas nacionales publican en periódi-
cos o revistas y algunos de ellos incluso los fundan o dirigen. Exa-
minaremos uno por uno el caso de nuestros principales costumbristas.
a) Manuel Ascencio Segura. La mayoría de historiadores de la litera-
tura peruana señalan que Segura colaboró activamente en el diario El
Comercio, fundado en 1839. Ricardo Palma va más allá y en el “Preám-
bulo biográfico y noticiero” que precede a la recopilación de Artículos,
poesías y comedias de M anuel Ascencio Segura (1885) que preparó,
llega a decir lo siguiente: “Fundado en 1839 el diario El Comercio, de-
cano de la prensa peruana, Segura colaboró en él activamente; y pro-
ducción suya es, entre otras que engalanan las columnas de ese perió-
dico, una novela, Gonzalo Pizarro, que ocupó durante varios días las
columnas del folletín y a la que no damos más significación que la de-
bida a un ligero ensayo en ese género literario” (Palma, 1885: p. V). Sin
embargo, un detenido catálogo de los primeros años de El Comercio,
como el practicado por Jorge Prado Chirinos para los primeros años
(1839 a 1843), no ofrece ninguna mención ni a la “novelita” ni a ningún
otro texto de Segura (salvo que haya usado algún seudónimo que no se
conoce).
Otra investigadora, Maida Watson, dice: “A partir de 1839, primero en
El Comercio (1839-1840) y luego en La Bolsa (1841) y en El Cometa (1841-
1842) publica más cuadros que Pardo y probablemente muchos más que
los publicados por cualquier otro escritor de ese momento” (Watson,
1980: p. 91). Y Luis Alberto Sánchez anota: “Como en aquel tiempo se
había fundado El Comercio... Segura se hizo miembro de su redacción, o
al menos de su tertulia” (Sánchez, 1989: t. III, p. 1216). Sin embargo no
hemos encontrado información fidedigna sobre este asunto.
No cabe duda, en cambio, acerca de que Segura fundó y dirigió La
Bolsa, que se publicó de 1841 a 1842, diario en el que —según dice Pal-
ma en el preámbulo citado— Segura, “dejando aparte los editoriales y
notas de actualidad, publicó los artículos de costumbres y algunas de
costumbrismo y periodismo 89

las letrillas que encontrará el lector en la primera y segunda parte de es-


te volumen” (Palma, 1885: p. V). Luis Alberto Sánchez, en El señor Se-
gura, hombre de teatro, amplía la información en los siguientes térmi-
nos: “La vida teatral atraía irresistiblemente a Segura, a la par que el pe-
riodismo. No le bastaba ya su pasajera conexión con El Comercio. Re-
quería tribuna propia. Así fue como resolvió fundar La Bolsa, ‘diario co-
mercial y político’ —390 mm. por 222 mm.— que apareció el 11 de febre-
ro de 1841” (Sánchez, 1947: p. 70). Más adelante se explaya Sánchez en
subrayar lo que La Bolsa significó para Segura:

“En La Bolsa puso Manuel Ascencio Segura todas sus com-


placencias. Necesitaba expresarse y halló dónde. En el vigor
de sus treinta y cinco años, convencido de que el nacionalis-
mo debía ser reforzado, de que la literatura tenía como fin
principalísimo contribuir a la moralización del país, se dio
maña para disponer de dos eficaces vehículos: teatro y perió-
dico” (loc. cit).

Hay, sin embargo, cierta duda sobre las fechas exactas. Mientras que
Mariano F. Paz Soldán da como fecha de inicio el 11 de enero de 1841
y de final el 31 de diciembre del mismo año, con un total de 248
números, Manuel Odriozola da como fecha del primer número el 11 de
febrero del mismo año y dice que el número 460 salió el 13 de agosto
de 1842.
Más importante que estas precisiones cronológicas resulta el dicho
de Sánchez en el sentido de que como folletines de La Bolsa apare-
cieron los siguientes artículos de costumbres de Segura: “Me voy al
Callao”, “La vieja”, “La montonera de Huacho”, “Una visita”, “El puente”,
“Otra visita”. Y que también fue en ese diario en que se publicó una de
las más celebradas letrillas de Segura (Sánchez, 1947: p. 74).
Siguiendo el hilo del precursor “Preámbulo” de Palma, señalaremos
que El Cometa fue la siguiente aventura periodística de Segura. Dice
don Ricardo: “El Cometa fue una publicación periodística debida exclu-
sivamente a la pluma y al ingenio de Segura. Cada número (y sólo
aparecieron doce) constaba de dieciséis páginas en un cuadernito en 8º
menor: es decir que El Cometa tenía el mismo formato que las famosas
Capilladas de Fray Gerundio que, a la sazón, se publicaban en España”
(loc. cit.: p. VI). La única referencia a la fecha de El Cometa la da Maida
Watson (op. cit.), quien indica que fue de 1841.
La indiscutible atracción que Segura sentía por el periodismo, que le
servía de insuperable instrumento para dar a conocer artículos de cos-
90 jorge cornejo polar

tumbres y letrillas y también de eficaz arma en polémicas de diversa


índole, lo llevó a fundar en Piura (donde vivió algunos años) otro pe-
riódico al que denominó El Moscón. Alberto Tauro, en su introducción
a La Pelimuertada (1957), dice de El Moscón que fue “periódico muy
circunstancial y volandero, que Manuel Ascencio Segura editó en Piura
entre 1848 y 1851”. Palma, en sus tantas veces citado “Preámbulo”, dice
de El Moscón que “tuvo más de tres años de existencia”, anotando
luego: “Pero en El Moscón (por eso se le recuerda) apareció La
Pelimuertada (epopeya de última moda), larga composición en verso
(16 cantos, 2197 versos) que es una feroz sátira que Segura dirigió con-
tra un adversario piurano”. También en Piura, Segura dirigió un sema-
nario llamado El Vigía. Sánchez señala como fechas de la publicación
de 1842 a 1847 ó 48 (Sánchez, 1947: p. 96). Sin embargo, Segura recién
casado, viajó a Piura en mayo de 1843, o sea que debe de haber un
error en lo que a la primera fecha se refiere.
Al parecer, las dos publicaciones piuranas fueron las últimas que
dirigió o en las que escribió asiduamente Segura. A su vuelta a Lima es
sobre todo su obra teatral la que le absorbe el tiempo libre, sin negar
que hayan textos suyos en El Comercio u otras publicaciones que no
nos ha sido posible revisar. Raúl Porras recoge una información debida
a Paulino Fuentes Castro, quien, en un artículo aparecido en la revista
Mundial, menciona a Manuel Ascencio Segura como uno de los redac-
tores de El Comercio en la década del setenta. Como Segura murió en
1871 y los últimos años los pasó con la salud muy disminuida, el dato
parece errado.
En todo caso, está fuera de duda que en Segura se da el constante
recurso a la publicación periódica para dar a conocer los cuadros de
costumbres y las letrillas costumbristas, textos que el escritor jamás re-
cogió en libro. La primera publicación en esta forma es la que hizo Ri-
cardo Palma: Artículos, poesías y comedias de Manuel Ascencio Segura,
Lima, 1885, que hemos citado repetidas veces en el presente apartado.
b) Felipe Pardo y Aliaga. Tanto como su coetáneo Manuel Ascencio
Segura, Felipe Pardo utilizó constantemente el periódico o la revista
para publicar textos versificados y artículos de costumbres, y también,
como lo hizo Segura, fundó o dirigió varias de estas publicaciones. Cabe
indicar, sin embargo, que la participación de Pardo en la actividad pe-
riodística fue numérica y cualitativamente más importante que la del
otro gran escritor costumbrista peruano.
Dejando de lado la cronología, parece claro que el estudio de la
relación Pardo y Aliaga-periodismo debe comenzar por El Espejo de mi
costumbrismo y periodismo 91

Tierra, el único periódico exclusivamente dedicado a la literatura de


costumbres que existe en la historia peruana del pasado siglo.
El Espejo de mi Tierra fue precedido por un “Prospecto”, sin fecha
(pero que Alberto Tauro piensa que debe ser del 10 de setiembre de
1840). Consta de 16 páginas, con un epígrafe tomado de un entonces
famoso libro costumbrista francés, Le livre des cent et un, que dice: “Je
tremble de paraître devant ce public inexorable qui a tant de goûts,
blancs et noirs, dont las voluntés sont si mobiles et si contradictoires”.
Este “Prospecto” puede calificarse como el único manifiesto del cos-
tumbrismo peruano, y, refiriéndose a él tanto como al mismo periódico,
el propio Pardo dijo: “El periódico y su prólogo no abrazan más que los
objetos generales que pueden comprenderse bajo la denominación de
costumbres” (El Comercio, 9 de setiembre de 1840).
En el texto mismo del “Prospecto”, Pardo confirma que su tema “son
principalmente las costumbres”, advirtiendo luego que el momento por
el que atraviesa el Perú es particularmente propicio para este tipo de li-
teratura:

“El cambio absoluto de sistema político, de comercio, de


ideas y de sociedad que ha experimentado nuestro país, en
los últimos diecinueve años, con la brusca transición del colo-
niaje a la independencia, ha grabado en las costumbres el
mismo carácter de inestabilidad que afecta a todas las cosas
en semejante crisis. Las costumbres nuevas se hallan todavía
en aquel estado de vacilación y de incertidumbre que carac-
teriza toda innovación reciente: las antiguas flaquean por sus
cimientos al fuerte embate de la revolución. ¿Qué coyuntura
más favorable para los escritores que quieran mejorarlas?”.

Descrita así la circunstancia favorable, según Pardo, para el ejercicio


del costumbrismo, señala luego:

“Lejos de mí la idea jactanciosa de dar el tipo a que ellas de-


ban sujetarse. Quede reservada a otros esta gloria, y básteme
a mí la de ser el primero que ponga la planta en campo
todavía no pisado por huella humana, y en donde después
podrán formar anchas y cómodas veredas ingenios más
favorecidos del cielo que el pobre diablo que escribe estos
renglones” (Pardo, 1971: p. 34).

Luego de esta discreta pero firme afirmación de su precedencia en


el cultivo del costumbrismo en el Perú, pasa Pardo a justificar este tipo
92 jorge cornejo polar

de literatura y a señalar algunos de los que, en su opinión, son sus ras-


gos característicos.
El primer número de El Espejo de mi Tierra aparece el 22 de setiem-
bre de 1840 y tiene en su portada un epígrafe tomado de Quevedo: “Se-
ñoras, si aquesto propio/ os llegare a suceder,/ arrojar la cara importa,/
que el espejo no hay por qué”. El contenido está formado por uno de
los dos únicos artículos de costumbres que Pardo publicó, “El paseo de
Amancaes”, al que sigue un texto titulado “Mi prólogo”, dedicado a los
editores de El Comercio, en el que explica los alcances del “Prospecto”.
El segundo número es del 8 de octubre del mismo año y se abre con
el texto titulado “Ópera y nacionalismo”, que aunque tiene ciertos visos
de cuadro de costumbres es más bien una breve reflexión sobre el na-
cionalismo mal entendido que hacía furor en la Lima de entonces. Sigue
una composición en verso titulada “El suicidio”. El número se cierra con
el otro artículo de costumbres que constituye en este campo la “ópera
magna” de Felipe Pardo. Es el célebre “Un viaje”, en el que hace su apa-
rición el primer personaje memorable de la literatura peruana: el Niño
Goyito. Habiendo circulado por esos días la publicación titulada Lima
contra El Espejo de mi Tierra, Pardo publicó un breve alcance al núme-
ro 2, en el que, bajo el título “Al autor del folleto publicado con el títu-
lo Lima contra El Espejo de mi Tierra”, rechaza con dureza los cargos
que se le hacían y publica además la letrilla “El tamalero”.
Así termina la primera etapa en la historia de El Espejo de mi Tierra.
Pero hay una segunda que consta de un solo número (el tercero, apare-
cido el 31 de marzo de 1859), cuyo contenido está formado por una
advertencia en la cual Pardo explica que si hasta entonces se ha limitado
a hacer costumbrismo, se siente en ese momento obligado a incursionar
en la política. Tras ello viene otra de las más celebradas composiciones
de Pardo, la “Constitución política”, que es una sátira en verso dirigida
contra las constituciones formales que en la práctica no se cumplían.
A pesar de constar de sólo tres números, un prospecto y un alcance,
El Espejo de mi Tierra no sólo es una pieza antológica de la literatura
costumbrista peruana, sino probablemente la mejor muestra de la estre-
cha relación que existió entre costumbrismo y periodismo en el Perú
como en otros lugares.
Pardo se comprometió en otras empresas periodísticas. Por ejemplo,
Luis Monguió, en su edición de las poesías de Pardo, menciona El Coco
de Santa Cruz (Lima, 6 números, del 17 de setiembre al 6 de diciembre
de 1835) y Para Muchachos (Lima, 2 números, del 10 de octubre y 4 de
noviembre de 1835). Ambas publicaciones son políticas y corresponden
costumbrismo y periodismo 93

a la campaña que Pardo mantuvo a favor de Salaverry y en contra de


Santa Cruz y Orbegoso. De la misma índole es El Intérprete, periódico
que Felipe Pardo publicó y redactó en Santiago de Chile (30 números
del 13 de junio de 1836 al 18 de marzo de 1837) (Monguió, 1973).
De la misma edición de la poesía de Pardo se desprende que sus
poemas fueron publicados en los siguientes órganos periodísticos: El
Comercio, Mercurio Peruano, La Revista de Lima, La Guardia Nacional,
El Heraldo, El Republicano, El Tribuno del Pueblo, La Gaceta Mercantil,
El Hijo del Montonero, El Voto Nacional, El Coco de Santa Cruz, Para
Muchachos, La Jeta, El Espejo de mi Tierra (todos de Lima) y además El
Intérprete de Santiago de Chile.
Alberto Tauro, en su estudio “Dos periódicos redactados por Felipe
Pardo” (1950), reflexiona acerca de la importancia que tienen los artícu-
los periodísticos de los escritores, que no sólo constituyen “una suges-
tiva faceta de su labor creadora sino una destellosa huella de su peripe-
cia vital”. Sobre esta base examina luego con detenimiento dos publica-
ciones que ya hemos mencionado, El Coco de Santa Cruz y Para Mu-
chachos. En la primera sólo tienen importancia literaria el número 2 (en
que aparece una letrilla contra Orbegoso) y el número 3 (en que se in-
serta la letrilla “La Cacica Calaumana” dirigida contra Santa Cruz). Sobre
Para Muchachos anota Tauro: “Al mismo tiempo que alentaba la publi-
cación de El Coco de Santa Cruz, Felipe Pardo y Aliaga dio a la estam-
pa un periodiquito Para Muchachos. El primero discurría sobre cuestio-
nes de alta importancia para el Perú y al segundo lo quiso ‘ameno’ a fin
de que pudiera ser leído ‘sin disgusto por todas las clases sociales’”.
Muy claramente explicaba Pardo esta doble intención al citar un parea-
do:

“de un modo se ha de hablar al Preste Juan


y de otro al monaguillo y sacristán”.

En ambos números aparecen letrillas demostrativas del genio festivo


de Felipe Pardo.
También pertenece a Tauro la edición y un sapiente estudio prelimi-
nar a los textos de Pardo sobre “La nariz” (Tauro, 1950). Dice el crítico:
“Aunque Felipe Pardo y Aliaga era ya ducho en atrenzos periodísticos
y había frecuentado los predios de la poesía satírica, sólo a fines de
1834 asoció ambas experiencias para lograr la risueña insolencia de El
Hijo del Montonero”. De este modo buscaba Pardo responder a los ata-
ques de El Montonero, partidario de Orbegoso, y censurar a los jueces
94 jorge cornejo polar

que habían amparado intentos de censura contra un órgano opositor, El


Limeño. Uno de tales magistrados era conocido por su prominente
apéndice nasal, lo que dio a Pardo ocasión para desplegar su ingenio
en composiciones que “tuvieron amplio eco popular”. Comenta Tauro:

“Con meridiana claridad se advierte que las risas del pueblo


propagaron las sátiras consagradas por Felipe Pardo y Aliaga
a la nariz del fiscal Manuel Antonio Colmenares y les dieron
resonancia. Que el poeta aguzó su ingenio, su traviesa picar-
día y su gracia pinturera, con el propósito de satisfacer la im-
placable malicia de las gentes. Que de esta azarosa coinciden-
cia entre la intención, el autor y el eco del público, de esta
afinidad hallada por la poesía en el ánimo de sus lectores, na-
ció uno de los más destellosos episodios de nuestra vida lite-
raria. Y aún puede creerse que el propio poeta fuera quien
mayor sorpresa alentó, al apreciar la fortuna alcanzada por
sus composiciones: pues las inició con una limitación ocasio-
nal y luego elevó los tonos, acentuó los matices, creó imáge-
nes, estudió variaciones, en forma tan sugestiva que toda
ponderación es inferior a la realidad”.

Y más adelante, al cerrar su estudio, afirma:

“Siempre oportuno y agudo, ameno y castizo, Felipe Pardo y


Aliaga forjó así el más importante episodio literario de los
años 1834-35. Debió su amplitud al aliento que en su tiempo
le otorgó el aplauso del pueblo. Y de su trascendencia da
noticia la historia, en cuanto refiere el desmoronamiento del
gobierno que la risa socavó”.

Y en efecto, son 24 textos sobre la nariz los que Pardo publicó en


El Hijo del Montonero y también en La Gaceta Mercantil y El Voto
Nacional.
Por su parte, Basadre hace un rápido recuento de la labor periodísti-
ca de Pardo y Aliaga indicando que sus primeras armas las hizo en Mer-
curio Peruano y El Conciliador, bajo la protección de José María Pando.
Luego, en los primeros meses del gobierno de Orbegoso, redactó El Hijo
del Montonero, centro de una graciosa polémica en que intervinieron El
Montonero, La Madre del Montonero y El Tío del Montonero. Recuerda
luego a El Intérprete, que Pardo redactó solo en Santiago de Chile, y elo-
gia a La Guardia Nacional (que dirigió el escritor), al que llama “uno de
los periódicos más notables que han aparecido en esta ciudad”.
Basadre, quien, como se sabe, era un gran conocedor y gustador de
la literatura, hace un importante distingo referido a Pardo. Dice:
costumbrismo y periodismo 95

“En el estudio de la producción de Pardo, aparte del sector


meramente literario... se encuentra un sector político que
puede dividirse en dos partes: la parte política personalista y
la doctrinaria. La parte personalista se halla en su campaña
periodística comenzada en la época de Gamarra, continuada
en la época de Orbegoso, en los ataques a Santa Cruz y en la
defensa de Vivanco. Esta labor periodística desdeñada en las
Obras completas es muy importante. La parte doctrinaria está
en algunos momentos de su obra personalista, sobre todo en
La Guardia Nacional, pero se acentúa en sus páginas pos-
treras, sobre todo en Constitución Política y Vaya una Repú-
blica” (Basadre, 1949: t. II, pp. 405-406).

Las precisiones de Basadre sirven también de algún modo para Se-


gura, quien si bien es cierto no tuvo (o casi) textos doctrinarios, sí es-
cribió, en cambio, abundantes letrillas personalistas que no deben me-
nospreciarse o separarse tajantemente de la producción estrictamente li-
teraria. Lo que sí vale la pena dejar sentado es que ambos escritores tie-
nen una parte definidamente costumbrista en su creación (los cuadros
de costumbres y el teatro) y otra, las composiciones versificadas, que a
veces son costumbristas y a veces no lo son.
c) Manuel Atanasio Fuentes. Más conocido como “El Murciélago”
por el seudónimo que utilizó toda su vida, Fuentes se inicia en el perio-
dismo a muy temprana edad. En efecto, cuando tenía solamente 19 años
de edad hace sátira en El Busca Pique (1839). También colaboró en La
Época (1862), El Heraldo (1854), El Mercurio, El Monitor de la Moda, El
Semanario Satírico y El Murciélago.
Especialmente importantes son El Mercurio y El Murciélago. En
relación con el primero, Raúl Porras hace el siguiente comentario:

“En 1862 don Manuel Atanasio Fuentes (El Murciélago), entu-


siasta promovedor de la cultura local, funda El Mercurio
(1862-1865), diario comercial y político notable por su servi-
cio informativo y por su amenidad a toda prueba, desde el
editorial y la gacetilla reidora hasta los comunicados. Fuentes
hace desde El Mercurio una risueña oposición al ministro,
don José Gregorio Paz Soldán, ilustre hombre público cuyo
mayor pecado político era, para El Murciélago, ser chato de
narices. A la muerte de San Román, El Mercurio se pliega
convenientemente Pezet” (Porras, 1970: p. 33).
96 jorge cornejo polar

Por su parte, Gargurevich escribe:

“El Mercurio (1862-1864). Diario. Un hombre extraordinario,


Manuel Atanasio Fuentes, fundó este periódico que apareció
entre noviembre de 1862 y diciembre de 1864. Fuentes ha si-
do uno de los escritores más prolíficos del país y en verdad es
más conocido por sus revistas El Murciélago y Aletazos del
Murciélago que por el diario citado” (Gargurevich, 1991: pp.
73-74).

Sin embargo, desde el punto de vista del costumbrismo, más impor-


tancia tiene El Murciélago, “incansable y eventual periódico satírico, en el
que combatió a Castilla, a Pardo y a Piérola” (Porras, 1970: p. 77). En es-
ta publicación aparecieron la mayoría de los artículos costumbristas de
Fuentes, más tarde reunidos bajo el título Aletazos del Murciélago. Colec-
ción de artículos publicados en varios periódicos (París, 1866, 3 vols.). El
propio Fuentes describió a El Murciélago como “periódico vespertino, vo-
látil, espúreo, jocoso, político, gubernativo y de oposición... periódico
que clava duro el diente, escrito por un pillo maldiciente”. Ventura García
Calderón confirma la aparición eventual del periódico al sostener que El
Murciélago se publicó durante muchos años con interrupciones y cam-
bios de tamaño y de periodicidad (García Calderón, 1938: t. I, p. 11).
La obra de Fuentes es un nuevo argumento para demostrar nuestra
tesis de la estrecha relación existente en el Perú (como en otras lati-
tudes) entre el costumbrismo y el periodismo. Pero Fuentes, a diferen-
cia de Segura y Pardo, reunió en vida una buena parte de sus cuadros
de costumbres, tanto en el referido Aletazos del Murciélago cuanto en
la más importante de sus obras: Lima. Apuntes históricos, descriptivos,
estadísticos y de costumbres (París, 1867), que tiene toda una parte,
“Brochazos y pinceladas”, conformada por artículos costumbristas.
d) Ramón Rojas y Cañas. Este escritor costumbrista ha merecido po-
ca atención de la crítica a pesar de que, como Manuel Atanasio Fuen-
tes, también alcanzó a reunir sus artículos en un libro, Museo de lime-
ñadas (1853), que en la actualidad ha desaparecido casi por completo.
Maida Watson informa que pudo revisarlo en una copia fotostática del
ejemplar existente en el Museo Británico. Por nuestra parte añadimos
que el único ejemplar que nos ha sido posible encontrar en Lima es el
existente en la Biblioteca Pedro Benvenutto Murrieta, de la Universidad
del Pacífico, al que lamentablemente le faltan algunas hojas.
Una de las pocas informaciones por la que podemos saber que Rojas
y Cañas hizo periodismo con frecuencia, consiste en una breve frase de
costumbrismo y periodismo 97

Raúl Porras: “Los más célebres gacetilleros de la época fueron Ramón


Rojas y Cañas, el criollo de más ingenio que conoció Ricardo Palma”
(Porras, 1970: p. 39). Añadimos que la época a que se refiere Porras es
la que va de 1864 a 1895.
Complementariamente puede aducirse una carta que Manuel A. Se-
gura dirigió a Ramón Rojas y Cañas el 23 de octubre de 1855, para agra-
decerle la crítica que don Ramón había publicado el día antes sobre la
obra teatral de Segura Nadie me la pega. Puede deducirse de aquí que
Rojas y Cañas ejercía con cierta regularidad la crítica teatral en publica-
ciones limeñas. Pero además la carta de Segura contiene algunas frases
que conviene citar. Así Segura confiesa que:

“... la única idea que ha impulsado mi trabajo... ha sido la de


estimular a los jóvenes de talento como Usted para que con
más acierto que yo, se dediquen a una rama de la literatura
que aunque no proporciona lucro personal entre nosotros,
puede refluir, sin embargo, en lustre y honra de nuestra
querida patria. Usted que estudia tan detenidamente nuestras
costumbres y que se ha propuesto corregir sus vicios por
medio de artículos de periódico, está llamado a desempeñar
también esta misión animando su crítica en la escena...”
(Cornejo Polar, J., 1955: pp. 165-166).

No cabe duda, pues, acerca del ejercicio periodístico que a través de


cuadros de costumbres cumplió Rojas y Cañas, aunque no se pueda
precisar órganos de publicación ni fechas. Más de una treintena de
ellos, cabe suponer, son los que aparecen en Museo de limeñadas.
e) Otros costumbristas y el periodismo. Los casos citados no son, por
supuesto, los únicos, pero sí los más importantes en la historia de esta
permanente relación costumbrismo-periodismo en el Perú. Recordare-
mos algunos casos adicionales.
Entre los que hemos llamado antecedentes o precursores del cos-
tumbrismo, José Joaquín Larriva sería un buen ejemplo. Entre 1811 y
1814, en El Cometa, hizo periodismo satírico atacando al español Gas-
par Rico y Angulo, quien tenía el periódico liberal El Peruano. Se pien-
sa que colaboró también en El Verdadero Peruano y en El Investigador
(1813-1814). Según Porras, mostró en ambas publicaciones “el don lime-
ño de saber burlarse”. Por ello el historiador lo califica como “nuestro
primer poeta cómico” (Porras, 1919). Sobre El Investigador dice también
Raúl Porras que en este periódico “a través de pequeños sueltos o
comunicados se refleja toda la vida social de Lima, los problemas
98 jorge cornejo polar

urbanos, los chismes del vecindario y también, tamizados, los temores,


inquietudes políticas de la época, los elogios de la Constitución de 1812
y las sátiras contra la Inquisición” (Porras, 1970: p. 66). Larriva tuvo que
ver también con el nuevo Mercurio Peruano que, entre otras cosas, le
sirvió de tribuna para atacar a Felipe Pardo con motivo del estreno de
Frutos de la educación (6 de agosto de 1830), que es, como sabemos,
su primera comedia de costumbres.
Posteriormente, ya en la época del costumbrismo, cabe mencionar a
Narciso Aréstegui (1828-1869), que aunque es más conocido por sus
novelas El Padre Horán (1848) —por mucho tiempo considerada cro-
nológicamente la primera novela peruana— y El ángel salvador (1872)
también debe de haber escrito artículos costumbristas en periódicos de
su tiempo y su ciudad (Cusco). Un poco después, José Antonio de
Lavalle (1833-1893) publicó artículos de costumbres, pero sobre todo
tradiciones en diarios y revistas.
En el diario El Comercio, entre 1839 y 1843, es decir, en sus primeros
cuatro años de existencia, aparecen numerosos textos costumbristas.
Muchos de ellos están firmados con seudónimo, de otros no aparece el
autor y en varios casos se trata de autores no conocidos. Lo que sí es
importante anotar es la presencia en esos cuatro años de algunos textos
de costumbristas españoles. Así encontramos un relato y un poema de
Bretón de los Herreros y 18 artículos costumbristas de Mesonero
Romanos. Sin duda que esta presencia abundante de textos costumbris-
tas españoles (que además deben de haber aparecido en otros periódi-
cos o revistas) significó una influencia sobre los costumbristas peruanos.
Un caso especial lo constituye Lima contra El Espejo de mi Tierra,
periódico publicado por Bernardo Soffia con el exclusivo fin, como lo
indica el nombre, de combatir a El Espejo de mi Tierra de Felipe Pardo
y Aliaga. El número inicial de la revistilla de Soffia siguió a los dos
primeros de la de Pardo, por lo que se presume que debió de salir
después del 8 de octubre de 1840 y antes del 17 del mismo mes, fecha
en que Juan Antonio Ugarteche publica en El Comercio una defensa de
El Espejo de mi Tierra ante los ataques de Soffia. En el mismo mes
aparecen un segundo número y dos alcances. Los dos números tienen
un solo texto que, con apariencia de artículo de costumbres, está ded-
icado íntegramente a atacar a Pardo y al contenido de El Espejo de mi
Tierra en sus dos primeras entregas.
¿Quién era Bernardo Soffia, el iracundo detractor de Pardo y Aliaga?
Por lo que parece era un hombre que luego de dedicarse al comercio
en sus mocedades, abrazó la carrera militar desde la época de la expe-
costumbrismo y periodismo 99

dición libertadora de San Martín. Su participación en la azarosa vida


político-militar de los años veinte y treinta le valió cierto reconocimien-
to que se traduce en su grado de sargento mayor. También era un gran
aficionado al teatro y buscó con frecuencia el periodismo más que con
fines literarios con el propósito de hallar desahogo a resentimientos y
odios personales. No está clara la razón por la que El Espejo de mi Tierra
lo indignó hasta el grado de publicar otro periódico dedicado a com-
batir el de Pardo. Puede pensarse, siguiendo la sensata reflexión de Al-
berto Tauro, que Soffia representaba el gusto popular primero descon-
certado y luego malhumorado ante la dicción pulcra, el estilo correcto
de Pardo y las críticas que lanzaba contra algunas costumbres de honda
raigambre popular como el paseo de Amancaes.
La aparición de Lima contra El Espejo de mi Tierra fue registrada por
Mariano Felipe Paz Soldán en su Biblioteca Peruana donde también se
consigna: “redactor Bernardo Soffia y colaborador el poeta don Manuel
Segura”. A partir de esta información se ha generado una especie repeti-
da hasta la saciedad acerca de una supuesta enemistad de Segura con-
tra Pardo, que habría sido respondida por éste en iguales poco cordiales
términos. Nada hay, sin embargo, que compruebe que Segura colaboró
en el periódico de Soffia y en lo que se refiere a su distanciamiento de
Pardo sólo algunas palabras aisladas o veladas alusiones podría hacer-
la suponer. Nos inclinamos a pensar, sin embargo, que más que ene-
mistad lo que hubo era simplemente distancia entre dos personas que
tenían distinta formación, diferente extracción social y diversos gustos.

4. A manera de conclusión
El necesariamente breve examen que acaba de hacerse acerca de las
relaciones del costumbrismo con el periodismo en el Perú revela que si
bien nuestros costumbristas aprovecharon del primer auge del perio-
dismo nacional para difundir su obra, a su turno la prensa periódica se
fortaleció, enriqueció y alcanzó a un mayor público gracias a los textos
de escritores costumbristas nacionales y extranjeros que aparecieron
con inusitada frecuencia en sus páginas.
Por otro lado, la presencia de artículos o cuadros de costumbres y
de letrillas en los diarios y revistas nacionales de la época estudiada fue
un factor determinante en el fortalecimiento de la opinión pública. La
revisión crítica de este otro aspecto de la inserción del costumbrismo en
la realidad social del Perú del siglo pasado confirma la importancia que
tuvo en el proceso sociocultural del país en una decisiva etapa de su
100 jorge cornejo polar

historia. Es éste un tema que por ahora nos limitamos a apuntar, pero
que requiere de un estudio sistemático y en profundidad.
Hora es, pues, de olvidar las actitudes prescindentes o de abierto
desdén hacia el costumbrismo peruano. Ha llegado el momento, más
bien, de llevar adelante estudios que desde diversos pero complemen-
tarios puntos de vista contribuyan a levantar su historia, que es, de
algún modo y en buena proporción, la historia del Perú a partir de la
Independencia y hasta finales del siglo XIX.
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Relaciones entre el costumbrismo
peruano y el español

I
Como es sabido, hay dos maneras de entender la noción literaria de
costumbrismo. En un sentido muy general la denominación de costum-
brismo puede englobar todas aquellas composiciones que de un modo
u otro presentan las costumbres típicas de un país, de una región o de
una ciudad, pero sin que sea esta presentación su principal propósito.
Un gran número de obras del pasado y del presente de la literatura uni-
versal quedarían así comprendidas dentro del marco demasiado amplio
e impreciso de esta definición que no es, ciertamente, la que ahora uti-
lizamos. Pero de acuerdo con un criterio más estricto, el costumbrismo
es solamente cierto tipo de literatura cuyo principal y con frecuencia
excluyente objetivo consiste en la pintura (a veces crítica, a veces elo-
giosa) de los usos o hábitos peculiares de la población de una deter-
minada área geográfica y social. Esta finalidad de retrato casi directo de
la realidad social en lo que tiene de más aparente, esta aproximación
tan estrecha entre el referente real y su versión textual (casi no hay
espacio para la ficción literaria propiamente dicha), desplaza o subor-
dina por lo general a la búsqueda propiamente estética. “Un placer de-
sinteresado, un interés puramente estético, no es nunca, a lo que pare-
ce, el móvil de un escritor de costumbres”, llega a decir uno de los más
destacados especialistas en el tema, el crítico español José F. Montesinos
(Montesinos, 1960: p. 48).
Por otro lado, el costumbrismo, cuya mirada se dirige sólo a la cir-
cunstancia presente, da origen a una forma literaria específica: el cuadro
o artículo de costumbres, cuya aparición en Francia, a finales del siglo
XVIII, marca precisamente el surgimiento de esta manera literaria. Debe
anotarse, sin embargo, que el costumbrismo se vale también de otras
formas como la comedia (de costumbres) y la poesía festiva o satírica.

[107]
108 jorge cornejo polar

En el presente estudio nos referimos sólo al costumbrismo en su


acepción rigurosa y tomamos como período sujeto a investigación el
que va de fines del siglo XVIII a la segunda mitad del XIX, que es el
momento de auge de esta modalidad primero en España y Francia y
luego en América Latina y el Perú. Y dentro de estos límites buscamos
desarrollar un análisis comparativo entre los dos costumbrismos, el
peruano y el español, tal como se expresa en sus principales represen-
tantes.
Debe advertirse finalmente que las páginas que siguen son parte de
un proyecto mayor: el estudio sistemático del costumbrismo en Perú y
en Latinoamérica dentro de los límites de la franja cronológica ya indi-
cada.

II
Expuestos así los propósitos y alcances de este trabajo, no faltará
quien se pregunte por las razones justificativas de tal tipo de investi-
gación, habida cuenta de que ni en el Perú, ni en la América Hispana,
ni en España misma, el costumbrismo cuenta con cultores que hayan
alcanzado el nivel de la excelencia artística (con la relativa excepción
de Mariano José de Larra). Ante inquietudes o dudas como éstas habría
que responder, en primer término, que el interés por el costumbrismo
se halla ampliamente fundamentado, desde la perspectiva latinoameri-
cana, por el rol que este movimiento literario cumple en el proceso ge-
neral de la historia de los países de Hispanoamérica (y no sólo en la
serie literaria).
En efecto, como apuntó con acierto Mariano Picón Salas: “El cos-
tumbrismo es la primera vía no digamos hacia lo autóctono, pero por
lo menos hacia lo circundante, en el proceso de nuestras letras” (Picón
Salas, 1958: tomo I, p. 9). Y como así es en verdad, resulta que por esta
vía puede descubrirse algo aún más significativo: que el costumbrismo
del siglo XIX en América Latina fue el primer intento después de la
Independencia, de lo que ahora se denominaría búsqueda de la identi-
dad nacional. Ya lo anotó sagazmente el ensayista mexicano José Luis
Martínez al sostener:

“La boga que alcanzó el costumbrismo, sobre todo en Perú,


México, Cuba, Colombia, Chile y Venezuela, no se debía ex-
clusivamente al deseo de imitación de los modelos españoles
Mesonero Romanos, Larra, Estébanez Calderón, sino que
respondía también a la urgencia de identificación que sentían
costumbrismo: peruano y espaæol 109

nuestros escritores y a aquella búsqueda de expresión nacio-


nal y original” (Martínez, 1972: p. 37).

Y menciona dos elementos importantes: la identidad y la expresión


propia, lo peruano en el caso que nos ocupa. De modo audaz e imagi-
nativo lo dice otro escritor mexicano, Carlos Monsiváis, quien, al refe-
rirse a su compatriota el costumbrista Guillermo Prieto, ha escrito:

“La suya es una visión típicamente fundadora: el costumbris-


mo que inspirado en la obra de Larra entusiasmaba a Prieto
no es devoción de aldea sino inicio beligerante; nuestras cos-
tumbres son la primera utopía que inadvertidamente habita-
mos, el molde imprescindible para averiguar nuestra identi-
dad y vislumbrar nuestro porvenir” (Monsiváis, 1980: p. 348.
Resaltado de JCP).

De modo que esta incipiente y algo balbuceante búsqueda-afirma-


ción de la identidad es uno de los motivos por los que el costumbris-
mo, en el contexto latinoamericano, significa algo importante a pesar de
no contar con escritores excepcionales. Debe recordarse complemen-
tariamente que el costumbrismo es cronológicamente la primera lite-
ratura de la América Latina emancipada de la dominación europea
(solamente lo acompañan en estos primeros y agitados tiempos repu-
blicanos, la poesía épica celebratoria de las glorias de las guerras de
independencia, como la Oda a la victoria de Junín del ecuatoriano José
Joaquín Olmedo y la sátira, que muy a menudo se confunde con la lite-
ratura de costumbres, aunque la difusión fue notablemente menor). En
efecto, mientras que desde su observatorio londinense el eminente
venezolano Andrés Bello predicaba que la literatura de los pueblos
americanos acabados de emanciparse debería seguir los rumbos del
descriptivismo paisajista o del aprovechamiento de la historia (como lo
enseña en las famosas silvas Alocución a la poesía y La agricultura de
la zona tórrida de 1823 y 1826), los primeros escritores de la América
republicana prefieren casi unánimemente —como si hubiera mediado un
acuerdo— la opción costumbrista en sus diversas formas (cuadros, come-
dias, letrillas). Y siguieron por el mismo camino incluso cuando el
romanticismo llega y se extiende por el continente a mediados del XIX.
Más aún, en forma insólita y francamente anacrónica, el costumbrismo
continúa practicándose en Latinoamérica (aunque a la vez que otras
modalidades literarias) a fines de la centuria pasada y hasta los comien-
zos de la actual, como lo demuestran, entre varios otros, los casos de
110 jorge cornejo polar

Abelardo Gamarra (1852-1924) en el Perú y de Manuel González Zele-


dón “Magón” (1864-1916) en Costa Rica.
Es indudable que el predominio casi exclusivo del costumbrismo du-
rante las primeras décadas republicanas y su larga supervivencia (aun-
que la explicación de esta última escapa a los límites de este estudio)
responden a varios motivos, no todos los cuales son estrictamente litera-
rios. Así, parece evidente que, con lucidez o confusamente, la mayoría
de costumbristas americanos buscaban en sus escritos (a más de la iden-
tidad y la expresión original ya mencionadas) consolidar la recién logra-
da emancipación. Trataban, con harta ingenuidad y mucha buena inten-
ción, de demostrar que cada país no solamente era diferente a los de-
más sino también adulto (por eso tenía costumbres peculiares) y había
entonces una adicional justificación para la independencia. Volvamos a
Monsiváis:

“No será posible integrar la nacionalidad sin saber cómo ves-


timos, qué comemos, cómo disfrutamos de las tertulias, de
qué manera encarnamos el sentimiento heroico, qué leemos,
qué nos apasiona, qué bailamos, qué tipos populares admira-
mos o tenemos o nos divierten, en qué muebles distribuimos
nuestros afanes de conversación memorable y sociedad es-
plendente” (Monsiváis, 1980: p. 348).

Y agreguemos ahora otra nota coincidente de Margarita Castro Raw-


son, escritora costarricense especializada en el tema:

“No es fácil romper con un pasado de trescientos años y, por


eso, lo colonial respecto a gobierno, costumbres, etc., no ter-
mina cuando la América Hispana adquiere su independencia.
A pesar de los muchos esfuerzos por crear un estilo típico
americano, casi todos los escritores seguían imitando mode-
los españoles y franceses. El costumbrismo es uno de los me-
dios más eficaces de afirmar la nacionalidad. El cuadro de
costumbres viene a ser entonces el medio de crítica y en-
foque de la realidad nacional de estos nuevos países, la histo-
ria viva de una inmensa sociedad en período de formación”
(Castro Rawson, 1971: p. 31).

Pero hay todavía otras razones que explican que el costumbrismo


cumpla funciones importantes en el desarrollo cultural latinoamericano.
Una de ellas es que, de la mano con el periodismo, que es su principal
medio de expresión, el costumbrismo contribuye decisivamente a la for-
costumbrismo: peruano y espaæol 111

mación de la opinión pública en general y al crecimiento del público


literario en particular. El costumbrista, en efecto, piensa más en el perió-
dico o en la revista que en el libro. Su instrumento preferido, el artícu-
lo o cuadro de costumbres, es un texto breve cuyo destino natural es la
publicación periódica. Igual ocurre con las tan difundidas letrillas. Y
cuando el costumbrista prefiere la comedia tampoco piensa en su publi-
cación en libro, sino en la inmediata puesta en escena. Ocurre que por
su propia naturaleza, la literatura costumbrista requiere de un contacto
directo y rápido con el público. Como su materia es el presente, la ac-
tualidad, las costumbres o hábitos de hoy, es necesario que sus textos
lleguen pronto a lectores o espectadores de ese mismo ámbito tempo-
ral, que son sus destinatarios normales y con quienes se busca estable-
cer un diálogo fluido, cosa que efectivamente ocurre. Los cuadros, las
letrillas, las comedias de costumbres generan casi siempre cartas, pro-
testas, aplausos o pifias (rectificaciones o respaldos) del público, que de
algún modo se siente aludido y no pierde tiempo en dejar oír su voz.
Por otra parte y ya en la esfera de lo propiamente literario, está fuera
de toda duda que el costumbrismo cumple una doble, significativa fun-
ción: por un lado, es una especie de escuela de realismo, habitúa al
escritor a tratar con la realidad cercana e inmediata y a trasponerla en
literatura (y habitúa igualmente al público a ver y gustar de la realidad
convertida en formas literarias). No debe olvidarse que en la época
colonial, la realidad (desde la del paisaje hasta la social) aparecía poco
en los textos literarios. De modo que, en este sentido, el costumbrismo
fue una innovación que sin mayores pretensiones ni anuncios espec-
taculares marca una clara diferencia con el período previo, el de la
dominación europea. Y complementariamente, el costumbrismo (en es-
te caso sólo el narrativo: el cuadro o artículo de costumbres) se confi-
gura evidentemente como una preparación para el surgimiento de la
novela y el cuento.
En el caso peruano, esta labor preparatoria se percibe claramente al
constatarse que la primera novela escrita y publicada en el Perú, El
Padre Horán (1848), es la obra de un escritor costumbrista, Narciso
Aréstegui, quien se “alínea dentro del costumbrismo de la época” y “lle-
vaba el signo del costumbrismo reinante” (Tamayo Vargas, 1976), lo que
se demuestra además con el subtítulo Escenas de la vida del Cuzco que
tiene la obra. Incluso, la primera novela del romanticismo peruano,
Julia (1861), de Luis Benjamín Cisneros, sigue la misma tendencia al lle-
var como título alternativo: Escenas de la vida en Lima. Cosa semejante
puede afirmarse de la mayoría de los países de América Latina y aun de
112 jorge cornejo polar

España, donde se produce la misma acción preparatoria del costum-


brismo en relación con la gran novela realista de fines del XIX, como lo
ha demostrado ampliamente José F. Montesinos en su indispensable y
brillante estudio Costumbrismo y novela (1960), cuyo subtítulo es alta-
mente revelador: Ensayo sobre el redescubrimiento de la realidad espa-
ñola.
De modo, pues, que son muchas las motivaciones que existen para
que un crítico latinoamericano (peruano en este caso) se interese en el
costumbrismo y su múltiple rol en nuestra historia cultural. Y como,
desde antiguo, se ha señalado la presencia de los llamados “modelos”
españoles sobre la literatura costumbrista de la América Hispana, resul-
ta también del todo explicable el ensayar una mirada comparativa,
aunque referida en este caso sólo al Perú y España, en el período ya
señalado.

III
Para iniciar propiamente el estudio comparativo del costumbrismo
peruano y español entre fines del XVIII y las seis primeras décadas del
XIX, que es el objetivo central de la presente investigación, parece ade-
cuado elaborar como paso previo un listado cronológicamente pautado
de los principales costumbristas y el inicio de sus trabajos literarios tanto
en España como en el Perú. Este simple expediente arrojará luces sobre
las posibilidades reales de una influencia de los escritores hispanos
sobre los peruanos, relación de dependencia o de derivación que ha
sido siempre supuesta de modo explícito o tácito por la crítica.
De la amplia serie de costumbristas españoles tomamos sólo a los más
destacados, que son a la vez a quienes con más frecuencia se les señala
como influyentes sobre sus colegas peruanos. Son ellos: Ramón de la
Cruz (1713-1794), Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873), Serafín
Estébanez Calderón (1799-1837), Ramón de Mesonero Romanos (1803-
1882), Mariano José de Larra (1809-1837). Y del lado peruano escogemos
a los principales representantes de la tendencia, que son: Manuel Ascen-
cio Segura (1805-1871), Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868), Manuel Atana-
sio Fuentes (1820-1889) y Ramón Rojas y Cañas (1830-1881).
Del listado que antecede se desprende con claridad que, salvo el
caso de Ramón de la Cruz, los más representativos costumbristas espa-
ñoles son prácticamente coetáneos de sus pares peruanos, lo que
comienza a sembrar dudas acerca de la viabilidad del influjo español
siempre aceptado por la crítica. Y la duda crece si cotejamos las fechas
costumbrismo: peruano y espaæol 113

de aparición o estreno de las primeras obras de unos y otros escritores


y descubrimos que el primer estreno de Bretón de los Herreros es de
1824 (A la vejez viruelas) y que los primeros textos costumbristas de
Larra, Estébanez y Mesonero son, respectivamente, de 1828, 1829 y
1832; mientras que el inicio del costumbrismo en el Perú puede datarse
en 1830 con el estreno de Frutos de la educación, la primera comedia
de Felipe Pardo y Aliaga.
Como se ve, los datos cronológicos, aunque aportan luces para la
comprensión del fenómeno que venimos estudiando, no son suficientes
para entenderlo a cabalidad y se constituyen más bien en una invitación
para profundizar en el tema, cosa que haremos estudiando separada-
mente los casos de los dos más importantes costumbristas peruanos:
Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Ascencio Segura.

IV
Felipe Pardo y Aliaga es autor de las comedias costumbristas Frutos
de la educación (estrenada en 1830 y primera aparición formal del cos-
tumbrismo en el Perú), Una huérfana en Chorrillos (1833) y Don Leoca-
dio o el aniversario de Ayacucho (1833). También lo es de un cierto nú-
mero de letrillas de tipo costumbrista como “El carnaval de Lima”, “Co-
rrida de toros”, “El ministro y el aspirante” (que son las más celebradas).
Pero tal vez el más importante aporte de Pardo a la literatura del cos-
tumbrismo peruano esté dado por la fundación y dirección de El Espejo
de mi Tierra, periódico de costumbres que aunque sólo alcanzó a pu-
blicar un prospecto y dos números en 1840 y uno tercero en 1859, con-
tiene textos memorables. En primer lugar el prólogo, que es el único ma-
nifiesto, si así puede decirse, del costumbrismo peruano. Y luego sus dos
únicos, pero excelentes artículos de costumbres: “Un viaje” y “El paseo
de Amancaes”. Además, la larga composición versificada “Constitución
política”, que es a la vez que una crítica a las cartas constitucionales que
hasta entonces había tenido el Perú republicano, un descarnado retrato
de la manera de pensar y actuar de la clase política de entonces y en
general una pesimista visión del Perú. Debe recordarse que Pardo
escribió también un considerable número de poesías no costumbristas.
Para la cuestión de relación entre costumbristas peruanos y españo-
les de la que aquí tratamos, es importante recordar que Felipe Pardo,
hijo de un alto funcionario del gobierno virreinal español y miembro de
una familia aristocrática, se formó en gran parte en España, donde per-
maneció entre 1821 y 1828 (es decir, entre sus 15 y 22 años). Durante
114 jorge cornejo polar

este tiempo Pardo siguió estudios, entre 1821 y 1823, “en el Colegio de
la Calle San Mateo, del que era Director don Juan M. Calleja, Regente
de Estudios don Alberto Lista y Profesor de Literatura don José Gómez
de Hermosilla” (Monguió, 1973: p. 2). Por haberse cerrado dicho cole-
gio nuestro escritor tuvo que seguir sus estudios entre 1823 y 1826 en
la casa de Alberto Lista, quien daba allí clases particulares. Pero Pardo
y Aliaga además fue miembro de la Academia del Mirto, fundada en
abril de 1823, a la que concurrían los alumnos de Lista que gustaban o
practicaban la literatura (como, además de Pardo, José de Espronceda,
Ventura de la Vega, Mariano Roca de Togores).
Dado el carácter del colegio, en el que el sector literario estaba en
manos de José Gómez de Hermosilla, “el genuino representante de la
intolerancia” clasicista, como lo llama Francisco Blanco García (Blanco
García, 1899: tomo 1, p. 397), y de don Alberto Lista, quien, aunque de
criterio más amplio y de ideas liberales (“La doctrina enseñada por Lista
e incluso su mensaje poético de estos años estaba en consonancia con
las ideas y creencias liberales que respiraba toda la juventud europea y
los más de sus hombres de letras”; Juretschke, 1951: p. 100), al igual
que el primero tampoco sentía simpatía por el naciente costumbrismo,
cabe suponer con fundamento que no fue en el Colegio de San Mateo
ni tampoco en la Academia del Mirto donde Felipe Pardo pudo haber
descubierto y gustado del costumbrismo.
Por ello ha de entenderse que tal descubrimiento y afición debe de
haber surgido de sus contactos con el ambiente literario madrileño en
general y más específicamente de la lectura de la prensa periódica y aun
de su posible concurrencia a las primeras representaciones del teatro de
Bretón de los Herreros. Seguramente pudo presenciar también algunos
de los numerosos sainetes de Ramón de la Cruz, que, aunque estrena-
dos a fines de la centuria anterior, seguían representándose con alguna
frecuencia en los teatros madrileños.
Y aunque no hay seguridad absoluta sobre lo anterior, no cabe en
cambio dudar de las afirmaciones del propio Pardo, quien es autor del
único texto que pudiera describirse como teórico o programático del
costumbrismo peruano: el prospecto del 10 de septiembre de 1840 al
periódico de costumbres que él mismo fundara, dirigiera y redactara en
su totalidad, El Espejo de mi Tierra. En efecto, luego de explicar que los
temas que ha de tratar “son principalmente las costumbres”, invoca a
una serie de antecesores ilustres (el inglés Addison, los franceses La
Bruyère y Jouy, el español Cervantes), menciona expresamente a Larra
y dice que éste “y otros en nuestros días, con pequeñas diferencias, se
costumbrismo: peruano y espaæol 115

puede decir que han escrito para sociedades formadas en las que tienen
las costumbres una estabilidad que rara vez se pierde a los esfuerzos de
los censores”, explicando luego que su caso es más favorable ya que el
período de transición y crisis que significó la Independencia “ha graba-
do en las costumbres el mismo carácter de inestabilidad que afecta a
todas las cosas en semejante crisis”. Más adelante, siempre en su
propósito de explicar el tipo de literatura que hace y de justificarla,
agrega:

“Tercero. Que a nadie se le ha ocurrido llamar enemigos de


la Gran Bretaña a Addison, ni a Sterne, ni enemigos de Fran-
cia a Mercier, La Bruyère, Joui (sic), Balzac y mil otros, ni a
Larra y Mesonero enemigos de la España porque hayan ex-
plorado con su pluma tertulias, comilonas, talleres, acade-
mias, tribunales y ministerios; en una palabra, porque hayan
hecho de la sociedad entera materia de sus escritos” (El Espejo
de mi Tierra, 1971: pp. 31-47).

La anterior es una cita importante para nuestro interés, no sólo


porque se menciona a Larra y Mesonero, sino porque se demuestra
buen conocimiento de la literatura costumbrista.
En este sentido cabe recordar el comentario de Luis Monguió en re-
lación con la letrilla “La lavandera” de Pardo y Aliaga, la cual le trae el
recuerdo de que el mismo Pardo habla también de lavanderas en el
artículo de costumbres “Un viaje”, todo lo cual lo relaciona con el cua-
dro de costumbres “La lavandera” de Bretón de los Herreros, que apa-
rece publicado en el volumen colectivo Los españoles pintados por sí
mismos de 1843 (Monguió, 1973: p. 206). Lástima que la letrilla de Pardo
no tenga fecha, lo que pudiera arrojar mayores luces sobre esta posible
vinculación puntual.
Monguió aporta otro dato interesante: la amistad de Pardo y Aliaga
con Bretón de los Herreros. Dice:

“Tuvo también la satisfacción de que en su sesión del 16 de


febrero de 1860, la Real Academia Española, a propuesta de
sus viejos amigos Vega, Roca de Togores, Segovia, Mora y
Bretón de los Herreros, le eligiera miembro correspondiente,
el primero de los escritores peruanos que lo fue” (Monguió,
op. cit.: p. 10).

Y Augusto Tamayo Vargas, en su Literatura peruana, acota por su


parte:
116 jorge cornejo polar

“... Felipe Pardo, satírico costumbrista, que ha de recoger há-


bilmente (en España) los primeros artículos de Larra y las
expresiones cómicas de Bretón de los Herreros y también la
literatura polemista del siglo XVIII... En la Academia del
Mirto, Pardo tuvo una disciplinada orientación clásica; en el
ambiente de España se nutrió del costumbrismo de Mesonero
Romanos...” (Tamayo Vargas, 1976: tomo II, p. 15).

Para terminar con el estudio de Pardo y sus posibles relaciones con


el costumbrismo español, revisaremos brevemente el ya citado prospec-
to de El Espejo de mi Tierra y los textos de Mesonero Romanos: “Las
costumbres de Madrid”, introducción a la primera serie de su Escenas
matritenses, “La casa a la antigua” de abril de 1833 y “El Observatorio
de la Puerta del Sol” (1836), introducción a la segunda serie de las
Escenas, que son, como el prospecto de Pardo, breves declaraciones de
principios y objetivos.
Pardo explica lo propicio de la situación peruana de las primeras dé-
cadas republicanas para el desarrollo del costumbrismo. Indica así:

“El cambio absoluto de sistema político, de comercio, de


ideas y de sociedad que ha experimentado nuestro país en
los últimos diez y nueve años [recuérdese que la Independen-
cia del Perú se proclamó en 1821] con la brusca transición del
coloniaje a la independencia, ha grabado en las costumbres
el mismo carácter de inestabilidad que afecta a todas las cosas
en semejante crisis. Las costumbres nuevas se hallan todavía
en aquel estado de vacilación y de incertidumbre que caracte-
riza toda innovación reciente: las antiguas flaquean por sus
cimientos al fuerte embate de la revolución. ¿Qué coyuntura
más favorable para los escritores que quieren mejorarlas? Le-
jos de mí la idea jactanciosa de dar el tipo a que ellas deban
sujetarse. Quede reservada a otros esta gloria y básteme a mí
la de ser el primero que ponga la planta en campo todavía
no pisado por huella humana y en donde después podrán
formar anchas y cómodas veredas ingenios más favorecidos
del cielo que el pobre diablo que escribe estos renglones”
(Pardo, 1971: p. 34).

Por su parte, Mesonero Romanos, también conocido como el “Cu-


rioso Parlante”, afirma:

“El transcurso del tiempo y los notables sucesos que han me-
diado desde los últimos años del siglo anterior han dado a las
costumbres de los pueblos nuevas direcciones, derivadas de
costumbrismo: peruano y espaæol 117

los grandes intereses y pasiones que pusieran en lucha las cir-


cunstancias... Los españoles, aunque más afectos, en general, a
los antiguos usos, no hemos podido menos de participar en es-
ta metamorfosis, que se hace sentir tanto más en la Corte por
la facilidad de las comunicaciones y el trato con los extranjeros.
Añádanse a estas causas las invasiones extranjeras repetidas
dos veces en este siglo, la mayor frecuencia de los viajes exte-
riores, el conocimiento muy generalizado de la lengua y la lite-
ratura francesas, el entusiasmo por sus modas y, más que todo,
la falta de una educación sólidamente española, y se conocerá
la necesidad de que nuestras costumbres hayan tomado un
carácter galohispano, peculiar del siglo actual...”.

En “Mi calle”, de enero de 1837, Mesonero vuelve sobre el tema:

“Empero aquellos acontecimientos, aquella vitalidad asom-


brosa de este siglo del vapor que atravesamos, imprimirá a las
costumbres su reflejo, prestan al nuestro su carácter rápido e
indeciso; y bajo este aspecto entra en la jurisdicción del ‘Cu-
rioso’ el considerarle no ya en los profundos y enmarañados
bosques de la ciencia política, no en el animado cuadro de la
historia contemporánea, sino en el no menos armónico y con-
secuente de los usos y costumbres populares. Quédese para
espíritus más elevados, para plumas mejor cortadas, el indagar
y devolver las causas; mi natural cortedad me limita a los efec-
tos más prosaicos y palpables”.

Y más adelante reitera:

“Vuelvo a repetirlo: el espectáculo de nuestras costumbres ac-


tuales, de estas costumbres indecisas, ni originales del todo ni
del todo traducidas, ni viejas ni nuevas, ni buenas ni malas, ni
serias ni burlescas... Todos estos vaivenes, todas estas incon-
secuencias, toman forma material por decirlo así, en nuestras
casas, en nuestros trajes, en nuestras diversiones, en nuestros
placeres, en los usos, en fin, más indiferentes de nuestra vida
privada”.

Hay, sin duda, en estas reflexiones un elemento común al español y


al peruano: el costumbrismo se desarrolla mejor en una época de crisis,
de cambio en las ideas y en los modos de vivir individuales y colec-
tivos.
Hay también coincidencias entre los puntos de vista de Mesonero y
Pardo en relación con otros dos asuntos: el propósito de corregir los
118 jorge cornejo polar

defectos de las costumbres y la reiterada advertencia de que sus críticas


no se refieren a ninguna persona en particular sino a tipos en general.
Sobre lo primero, más que frases concretas de ambos escritores lo que
hay es la actitud general que se desprende del conjunto de las respec-
tivas obras. Y en cuanto a lo segundo, se pueden traer a colación otros
fragmentos del prospecto ya mencionado de Pardo:

“Así que no den en la flor que antes he indicado de buscar


los originales de mis personajes que no serán nunca copias
de una persona de carne y hueso, sino la encarnación del
carácter que se trata de presentar; y esta encarnación no se
verificará tomando los rasgos propios de un individuo exis-
tente, sino escogiendo los accidentes más notables que acom-
pañan a la manía, preocupación o vicio de cualquier género
que se intente censurar”.

De modo más breve, el “Curioso Parlante”, en “Las costumbres de


Madrid”, dirá: “Empero, nadie podrá quejarse de ser el objeto directo de
mis discursos, pues deben tener entendido que cuando pinto no retra-
to”. Y en “El Observatorio de la Puerta del Sol” repetirá: “El bosquejo
fiel aunque incorrecto de éstas [las costumbres] y no su historia, es lo
que me propongo delinear: los caracteres que necesariamente habré de
describir no son retratos, sino tipos o figuras, así como yo no pretendo
ser retratista sino pintor”.
Por lo demás, existen otras coincidencias entre los temas tratados
por Pardo y por los costumbristas españoles. Así, por ejemplo, la pin-
tura crítica de las fiestas de carnaval, las corridas de toros, las fiestas reli-
giosas, las reuniones sociales.
La gran pregunta, sin embargo, debe ser la que busque responder si
todos los puntos de contacto citados (y otros más que pudieran invo-
carse) entre Felipe Pardo y Aliaga y los costumbristas españoles son
producto de la influencia o el ejemplo de éstos sobre Pardo o si se trata
simplemente de que todos (peruanos y españoles) estaban inmersos en
una común atmósfera: la de predominio del costumbrismo literario.
Naturalmente que es muy difícil proponer una respuesta precisa y satis-
factoria, no obstante lo cual pienso que pueden adelantarse los siguien-
tes planteamientos:
a) Pardo y Aliaga descubrió las posibilidades del costumbrismo
como manera literaria y sobre todo como instrumento para la
corrección de usos sociales durante su estancia en España, por
medio de la frecuentación del teatro costumbrista (seguramente
costumbrismo: peruano y espaæol 119

asistió a las representaciones de las comedias de su amigo Bretón


de los Herreros —como la ya citada A la vejez viruelas en 1824 o
las siguientes Los dos sobrinos, Achaques a los vicios y A Madrid
me vuelvo— así como a las de las piezas de otros costumbristas
menores) y de la lectura de textos de esta modalidad, aunque no
los de Larra, Mesonero y Estébanez, que son posteriores a su
vuelta al Perú.
b) Ya en el Perú, Pardo debió de haber seguido leyendo obras de
autores costumbristas españoles como se desprende de sus refe-
rencias a Larra y Mesonero en el prospecto de El Espejo de mi
Tierra.
c) A pesar de lo dicho, no es posible afirmar con seguridad que
haya existido una influencia específica de ningún autor español
sobre Pardo y Aliaga. Se trata más bien, como señalábamos, de
un modo literario que se acomodaba bien a las inquietudes de
Pardo por el mejoramiento de la sociedad peruana.
d) La lectura de los textos de Pardo, especialmente del tantas veces
citado prospecto que es como el “manifiesto” del costumbrismo
peruano, permite descubrir además otro dato importante que es
la admiración del escritor peruano por autores ingleses como Jo-
seph Addison (1672-1719) y franceses como Victor-Joseph Étien-
ne (conocido como De Jouy, quien vivió entre 1764 y 1840). Ha-
ciendo un poco de historia se comprobará que Addison, fun-
dador de periódicos como The Tatler y The Spectator, es citado
con frecuencia por costumbristas españoles e iberoamericanos
como un antecedente importante del costumbrismo, junto a los
también ingleses Richard Steele y Laurence Sterne. De manera
aun más entusiasta, el francés De Jouy y otros como Louis Sébas-
tien Mercier (1740-1814) son citados como maestros por un gran
número de costumbristas de España y de Latinoamérica. Ahora
bien, como cronológicamente estos franceses son anteriores a los
costumbristas españoles, puede aventurarse la hipótesis, sujeta
como todas a ulterior confirmación, que la fuente común del cos-
tumbrismo español e hispanoamericano estuvo en Francia, y es-
pecialmente en Jouy (hoy totalmente olvidado), cuya fama y po-
pularidad fueron muy grandes en la España de la primera mitad
del siglo XIX y en la América Hispana de la misma época. A Jouy,
por lo demás, se le atribuye con fundamento ser el creador del
cuadro o artículo de costumbres, lo que lo convierte en el fun-
dador del costumbrismo en sentido estricto.
120 jorge cornejo polar

Sobre la hoy inexplicable influencia de Jouy en los costumbristas es-


pañoles (no era un escritor de verdadera importancia) abundan los tes-
timonios indiscutibles como lo han demostrado entre otros Correa
Calderón y José F. Montesinos. Correa Calderón sostiene que entre los
motivos que impulsaron a Mesonero a hacer costumbrismo...

“... el más evidente, sin duda, es la influencia de ciertos escri-


tores franceses que habían puesto en boga un tipo de litera-
tura semejante. Parece paradójico que el costumbrismo que
tiene a gala y por norma la defensa de lo tradicional y pro-
pio contra lo moderno y extranjerizante que corrompe la pu-
reza de lo autóctono, haya surgido precisamente por influjo
de un agente externo al país: pero así es y tanto Mesonero
como Larra o El Solitario confiesan sin rubor que su modelo
está en el francés Victor-Joseph Étienne, quien, como ellos, se
sirve también de un pseudónimo, ‘de Jouy’, y secundaria-
mente de otros costumbristas extranjeros”.

Y más adelante:

“Si la influencia de Addison (1672-1729) y Richard Steele


(1672-1729) puede considerarse importante por lo que se re-
fiere a los costumbristas españoles del XVIII... el influjo de
Victor-Joseph Étienne (1764-1846), que firma con el pseudó-
nimo de ‘de Jouy’, tomado de su pueblo natal, Jouy, es deci-
sivo en los cultivadores de este género que inician un nuevo
período hacia el año 1830. Ya Larra lo imita lindamente, sin
el menor escrúpulo, en alguno de los artículos de El duende
satírico del día (1828). Aparece elogiado por primera vez en-
tre nosotros en la revista Minerva (1817) como ‘escritor inge-
nioso y muy fino y sagaz observador’... y luego por don Ma-
riano Rentería y Fica, quien al justificar su sección ‘Miscelá-
neas críticas. Costumbres de Madrid’, iniciada en el número 3
de El Correo Literario y Mercantil (Madrid, 1828), dirá ‘que no
tenemos por despreciable un trabajo que han creído digno de
su pluma los Mercier y los Jouy’. A partir de esta fecha, la
obra de este oscuro escritor francés, hoy acaso olvidado en
su propio país, logra en España una extraordinaria resonancia
y fortuna” (Correa Calderón, 1964: pp. XXXI-XXXII).

Correa Calderón señala también otra fuente francesa muy clara en el


costumbrismo español y particularmente en Mesonero. Se trata del es-
critor Henri Monnier, cuya obra, Scènes populaires dessinées à la plume
(1830), es seguida muy de cerca por el español en al menos seis de sus
cuadros, según afirma el crítico hispano.
costumbrismo: peruano y espaæol 121

Montesinos, a su turno, explica que “la boga de Jouy, el gran mode-


lo de los costumbristas españoles, comienza a documentarse desde mu-
cho antes de iniciar Mesonero sus ensayos”. Recuerda luego los casos
ya citados de la revista La Minerva y de Mariano Rentería, cuyos artícu-
los, según el especialista francés Le Gentil, serían “la transition entre
L’Hermite de la chaussée d’Antin et les premiers essais du Curieux Par-
lant”, así como el artículo de Larra “El duende y el librero” que es una
transcripción a la circunstancia española de “L’Hermite et le Libraire” de
Jouy, para terminar sosteniendo en referencia al grupo de costumbris-
tas españoles aparecidos en los años treinta del pasado siglo: “Se diría
que en un principio todos trabajan con el libro de Jouy sobre la mesa”
(Montesinos, 1960: pp. 11 y 41).
Pero aparte de los trabajos de la crítica, entre los que debe men-
cionarse además el siguiente estudio de W.S. Hendrix: “Notes on Jouy’s
influence on Larra” (Romantic Review Nº XI, 1920: pp. 37-45), son abun-
dantes las muy claras confesiones de los principales costumbristas
españoles acerca de la deuda que reconocen hacia Jouy. Sería imposi-
ble invocar todas las referencias, pero creo que bastará acotar un texto
de Larra de 1834 evocado también por Montesinos, en el que se lee: “La
cosa segunda que vi fue que al hacer este sueño no había hecho más
que un plagio imprudente a un escritor de más mérito que yo. Dí las
gracias a Jouy, me acabé de despertar” (Montesinos, op. cit.: p. 41). Y
en cuanto a Mesonero, “imitador felicísimo de Jouy” según el propio La-
rra, hemos citado ya varios textos de clara admiración a Jouy, a los que
cabría añadir uno solo: “Al mismo tiempo que me confieso imitador del
género puesto a la moda por el inmortal autor del Ermitaño de la calle
de Antin, he huido cuidadosamente de copiar ideas y pensamientos y
sí sólo de consignar en mis discursos la impresión que en mí produje-
ron los objetos que me rodean” (en Revista Española, 1833: p. 13).
¿Y quién fue este admirado y seguido más que ningún otro costum-
brista extranjero, Victor-Joseph Étienne o De Jouy? Habrá que apuntar
brevemente que, nacido en 1764 y muerto en 1840, es autor de una co-
piosa producción (sus obras completas llegan a veintisiete volúmenes) en
la que destaca L’Hermite de la chaussée d’Antin ou Observations sur les
moeurs et les usages parisiens au commencement du XIXe.siècle (avec la
colaboration de J.T. Merle), publicada en cinco volúmenes en París, entre
1813 y 1814. Se trata de una colección de artículos de costumbres que
llegó a ser una especie de paradigma o modelo supremo para los cos-
tumbristas españoles y latinoamericanos (aunque no hemos podido veri-
122 jorge cornejo polar

ficar la información de si estuvo o no traducida al español, puede pen-


sarse con seguridad que al menos algunos de los artículos se conocieron
en versión castellana). Pero aparte de “El ermitaño o el eremita de la calle
de Antin”, también deben de haber sido leídos en España sus otros ensa-
yos sobre las costumbres, que ocupan más de diez tomos de sus obras
completas. Como ya se ha hecho notar, no deja de ser extraño el absolu-
to olvido en que cayó De Jouy poco tiempo después de su muerte, tanto
en Francia como en España, a pesar de lo mucho que significó en su
tiempo, aunque es cierto que solamente en el limitado círculo de la litera-
tura de costumbres ya que “sus poesías ligeras” y su teatro así como su
única novela Cécile ou les passions no son casi nunca citadas.
Para terminar con este breve recuento de influencias francesas que
según mi tesis son el origen común del costumbrismo español y lati-
noamericano (en el caso peruano el que representa Felipe Pardo y
Aliaga especialmente), resta indicar algunos nombres y títulos. En
primer lugar, Louis Sébastien Mercier (1740-1846), autor de, entre otras
obras, Tableau de Paris (1781) y Nouveau tableau de Paris (1799-1800);
Paul Luis Courier (1772-1825) y Henri Monnier (1805-1877) —autor, entre
varias obras, de Scènes populaires dessinées à la plume (1830), que se
suele citar como un posible antecedente de Mesonero Romanos—.
También hay que mencionar Paris ou Le livre des cent et un (1831-1834),
colección de artículos de costumbres insistentemente citada en España
e Iberoamérica (Pardo escoge como epígrafe del prólogo a El Espejo de
mi Tierra un texto tomado de este volumen colectivo) y también Les
français peints par eux-mêmes (1840-1842) y Les français peints par eux-
mêmes (en province) (1841-1842), también colecciones de cuadros de
costumbres que hallan rápida repercusión en España: Los españoles pin-
tados por sí mismos (1843-1844), primero de una larga serie de libros
semejantes que aparecen hasta fines del siglo pasado y que a su turno
encuentran eco en América Latina (por ejemplo Los cubanos pintados
por sí mismos, 1852). Cabe, por último, mencionar las innumerables
“fisiologías”, invento francés cuyo auge se inicia con la Fisiología del
gusto de Brillat Savarin (1825), aunque debe reconocerse que este tipo
de literatura tuvo menos eco que la anteriormente citada tanto en
España como en Latinoamérica.
costumbrismo: peruano y espaæol 123

Muy distinto resulta ser el caso de otra de las figuras principales del
costumbrismo peruano, Manuel Ascencio Segura (1805-1871). Su obra,
mucho más abundante que la de su coetáneo Pardo y Aliaga, com-
prende en lo teatral dos dramas (destruidos por voluntad expresa del
autor), doce comedias y tres piezas menores; en prosa al menos 36
artículos de costumbres —que son los que aparecen en el volumen titu-
lado Artículos, poesías y comedias de Manuel Ascencio Segura (1885)
que dirigiera Ricardo Palma— y un número menor de composiciones en
verso entre las que se cuenta un largo texto satírico denominado La
Pelimuertada. Todo el teatro que se conserva, todos los artículos y
algunos poemas son de carácter costumbrista.
Pero aparte del carácter casi exclusivamente costumbrista de sus
escritos y del mayor volumen de producción, hay otros motivos más de
fondo para postular la diferencia entre Manuel Ascencio Segura y Felipe
Pardo y Aliaga. En primer lugar y en cuanto a lo biográfico, Segura,
quien no perteneció a la aristocracia sino a la clase media, tuvo una for-
mación escolar y literaria considerablemente menor que la de Pardo y
además jamás salió del Perú (es decir, no tuvo contacto personal con
escritores españoles ni pudo experimentar el ambiente literario de
España).
Por otro lado y no obstante lo que supone Luis Alberto Sánchez
acerca de cierto dominio del francés por parte de Segura —“A pesar de
no conocerse obras en francés pertenecientes a Segura, parece que leía
en este idioma. Sus muchas alusiones a literatura francesa y hasta las
intercalaciones en francés, especialmente en El resignado y Ña Catita,
así lo demuestran” (Sánchez, 1947: p. 156)—, somos de la opinión, por
la biografía de Segura que demuestra sus pocos estudios y su temprana
dedicación a la milicia, que su conocimiento de francés, si acaso tuvo
alguno, fue muy superficial y en ningún caso suficiente, creo, para leer
a De Jouy o Mercier, los más importantes costumbristas franceses en su
idioma original. Si los conoció, cosa que tampoco está probada, debió
de haber sido por medio de traducciones.
En segundo lugar y en cuanto al carácter de su figura y a la natura-
leza de su obra, debe enfatizarse que ambos factores demuestran en mi
opinión la existencia de una vocación literaria mucho más auténtica que
la de Pardo y consecuentemente explican la mayor y más constante
dedicación a la literatura, como puede verse de la simple enumeración
de sus obras y de la fecha de las mismas así como del cotejo de ambos
indicadores con los de Felipe Pardo.
124 jorge cornejo polar

En cuanto a la posible influencia de autores costumbristas españoles


en Segura, se cuenta con una fuente importante: la relación de libros
que pertenecieron a nuestro autor y que le fuera transmitida a Luis
Alberto Sánchez por Gonzalo Carbajal y Segura, nieto del escritor
(Sánchez, 1947: p. 154). Figuran allí La república literaria de Saavedra
Fajardo, las comedias completas de Moratín, un volumen de comedias
de Bretón de los Herreros y un tomo con dramas de Calderón de la
Barca. La presencia de la obra de Bretón vendría a confirmar la gene-
ralizada opinión de la crítica acerca de la cercanía entre el teatro de
Segura y el del comediógrafo hispano. Incluso no faltan autores que lla-
man a Segura “el Bretón de los Herreros peruano”. Se trataría de un
caso de influencia entre autores casi contemporáneos (Segura: 1805-
1871; Bretón: 1796-1873), pero de distante fecha de iniciación en la
escritura de textos teatrales ya que la primera obra de Bretón de los
Herreros, A la vejez viruelas, se escribe en 1817 y se estrena en 1824 y
a partir de ese momento y por varias décadas sigue estrenando con cier-
ta regularidad (escribió, entre originales y traducidas, cerca de doscien-
tas obras teatrales), destacando aparte de la comedia citada, Marcela
(1831), Un tercero en discordia (1833), Muérete ¡y verás! (1837), El pelo
de la dehesa (1840). Mientras que La Pepa, la primera obra de Segura,
fue escrita al parecer entre 1833 y 1834, aunque jamás se escenificó en
vida del autor, siendo más bien Amor y política y El sargento Canuto las
primeras piezas de Segura puestas en escena (1839).
Con relación al teatro de Bretón ha dicho uno de sus estudiosos,
José María Asensio:

“En las comedias de Bretón está la España de medio siglo; y


más aprenderá la posteridad acerca de nuestras ideas, de
nuestras costumbres, preocupaciones, defectos y buenas cua-
lidades, mejor conocerá la vida interior de los españoles, la
casa y la familia, el que lea su teatro, que el que se dedique
a la lectura de la historia general o de las monografías que
tanto abundan sobre acontecimientos parciales de nuestro
tiempo... En el teatro de Bretón está la España representada
por los españoles” (Bretón, 1957: p. XX).

Y Narciso Alonso Cortés apunta por su parte:

“Ese género de Bretón descansaba esencialmente en la pintu-


ra de costumbres coetáneas, no de esas poderosas corrientes
éticas que transforman la psicología nacional, sino más bien
costumbrismo: peruano y espaæol 125

de los pequeños episodios de la vida española, llevados al


teatro con una sencillez inimitable, y desenvueltos en una
versificación fácil hasta lo extraordinario y en un lenguaje que
reproducía toda la vivacidad y el colorido del habla usual cas-
tellana” (Bretón, 1957: p. XXIII).

Y con mayor sentido crítico señala Juan Valera:

“Los amoríos, las intrigas domésticas, los defectos y extrava-


gancias de la moda, todo esto, someramente percibido, sirvió
a Bretón para tramar y urdir el ligero y pintoresco tejido de
sus lindas comedias originales que pasan de ciento. Como no
presumía de profundo observador psicológico, lo que presta
por lo común individualidad a sus personajes, y constituye
sus caracteres, es casi siempre más exterior que íntimo”
(Bretón, 1957: p. XVIII).

Resulta sin duda revelador que todos estos juicios y observaciones se


puedan aplicar al teatro de Manuel Ascencio Segura sin mayores varia-
ciones que las referentes a la nacionalidad peruana y no española de sus
ambientes y personajes. Sin embargo, Rafael de la Fuente Benavides, en
su ensayo sobre Segura, luego de afirmar que “el empleo y el ejercicio de
la aptitud los debe a Bretón, castizo, muy más consciente y sosegado
que el primitivo sainetero” (se refiere a Ramón de la Cruz), añade: “Pero
no se ceba por amor de teatro, por razón de estética, en determinado
tipo o individuo, como Bretón en su Agapito; sino que defiende el orden
social, el modo sociable, la general costumbre con no más saña que la
indispensable, en muñeco de sobrio arreglo pero también de inhu-
manidad notoria” (de la Fuente Benavides, 1968: pp. 145 y 148).
Por otra parte, seis de las piezas de Bretón de los Herreros utilizan
la misma trama argumental consistente en que una dama es cortejada y
asediada por varios pretendientes, uno de los cuales es el honesto. Y
en Segura se da también con frecuencia el mismo conflicto (La Pepa, El
sargento Canuto, Ña Catita, Un juguete), por lo que (y por lo anterior-
mente anotado) parece verosímil la existencia de una cierta influencia
del comediógrafo español sobre el peruano.
También se ha afirmado desde hace mucho tiempo la presencia de
la obra del infatigable sainetero español Ramón de la Cruz (1731-1794)
en el mundo teatral de Segura. Aunque es muy posible que Segura haya
leído parte del teatro de de la Cruz (alrededor de 350 sainetes) y que
de tales lecturas pueda haber tomado algún estímulo, debe recordarse
que el autor español sólo escribió sainetes (o sea piezas breves, senci-
126 jorge cornejo polar

llas y en un acto), mientras que Segura dejó escritas doce comedias en


varios actos y sólo tres de sus composiciones son de un solo acto, lo
que demostraría un mayor vuelo creador en el autor peruano. No
obstante, tiene interés recordar a este respecto una singular opinión de
Manuel González Prada: “Segura no conoció la índole de su ingenio,
pues pudiendo haber sido un eximio escritor de sainetes, tuvo la pre-
tensión de ser un autor de comedias” (González Prada, 1945: p. 146).
Otros autores, como José de la Riva Agüero y Rafael de la Fuente
Benavides, subrayan más bien la influencia de Ramón de la Cruz. Así,
el primero apunta:

“... pero más ceñido a la verdad será afirmar que es nuestro


Ramón de la Cruz, y que, así como éste retrató el abigarrado
y pintoresco pueblo español del siglo XVIII, el de los chispe-
ros y manolas, así también Segura ha retratado aquel período
de transición que va de 1824 a 1860, en el cual aún el cons-
tante trato con los extranjeros y la influencia niveladora de la
cultura moderna no habían borrado la fisonomía particular de
nuestras costumbres regionales; en el cual aún habían tapa-
das y se bailaba la mozamala” (Riva Agüero, 1962: p. 131).

Por su parte, de la Fuente, refiriéndose a la vez a Segura y Bretón,


sostiene: “Su maestro fundamental, De la Cruz, apenas le dio las prime-
ras letras” (de la Fuente, 1968: p. 148).
De tal manera que en cuanto al teatro, solamente Ramón de la Cruz
y Manuel Bretón de los Herreros podrían haber tenido cierta influencia
en Segura. En cambio, en lo que a los artículos de costumbres concierne
y aunque no sea posible tampoco aducir muchos argumentos, da la im-
presión de que Segura pudo haber leído, al menos parcialmente, las
varias series de cuadros de costumbres de Ramón de Mesonero Romanos
(aunque ningún libro del autor español figurase entre los de propiedad
de Segura ya mencionados, que es de suponer no constituían toda su
biblioteca). En efecto, no solamente se dan coincidencias en temas
escogidos (el carnaval, las corridas de toros, las fiestas religiosas, las vi-
sitas, los paseos, las calles), sino que hay cierta similitud en la facilidad
narrativa, en la destreza para el retrato breve de personajes, en el aire fes-
tivo del estilo.
En cambio, ni Mariano José de Larra ni Serafín Estébanez Calderón,
los otros dos costumbristas españoles importantes del período, parecen
haber atraído la atención de don Manuel Ascencio, cuya obra es mucho
costumbrismo: peruano y espaæol 127

más llana y popular que la del primero y mucho más humorística que
la del segundo.

VI

Al final de este recorrido que nos ha permitido tratar con cierto


detenimiento una cuestión que siempre ha sido planteada de manera
demasiado simple y dando por cierto un presupuesto no demostrado:
que los costumbristas peruanos siguieron más o menos dócilmente el
ejemplo de los principales costumbristas españoles, es el momento de
decir algo a modo —provisorio, eso sí— de balance y conclusión. En este
sentido pienso que el costumbrismo español, a partir de 1820 (es decir,
fundamentalmente Bretón de los Herreros, Mesonero Romanos, Esté-
banez Calderón y Larra), se nutre inicialmente de las fuentes francesas
representadas sobre todo por Victor-Joseph Étienne o Jouy y Louis
Sébastien Mercier, para proceder luego al desarrollo de una literatura
más personal que lleva a los mejores logros de esta tendencia.
En lo que se refiere al costumbrismo peruano (y probablemente lati-
noamericano), creo que deben distinguirse dos casos encarnados en
Felipe Pardo y Aliaga y Manuel Ascencio Segura respectivamente. En el
primero se da también el conocimiento inicial del costumbrismo
francés, al que sigue casi de inmediato el del costumbrismo español
sobre cuyas bases se edifican las correspondientes obras personales. En
el segundo no hay contacto directo con los costumbristas franceses,
pero sí con los españoles (particularmente, en el caso concreto de
Segura, con un precursor como Ramón de la Cruz y luego con Bretón
de los Herreros y Mesonero Romanos), que dejan huella, aunque no
determinante, en la obra personal posterior.
Por lo demás (y debido a las circunstancias históricas diferentes (el
costumbrismo en el Perú cumple una función de enriquecimiento y afir-
mación de la identidad nacional y de consolidación por la vía literaria
de la recién lograda autonomía, que ciertamente no se da (o no se da
de igual manera) en el caso de España.
Como se ha dicho antes, el presente estudio forma parte de uno ma-
yor dedicado al costumbrismo latinoamericano en general, que espera-
mos publicar en el mediano plazo en forma de libro.
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Presencia inglesa
en el costumbrismo peruano

Introducción
De manera general y poco rigurosa, cabe denominar costumbrismo a
cualquier tipo de escritura literaria que de algún modo refleje las cos-
tumbres peculiares de una determinada comunidad o región. No es
ciertamente en este amplio sentido en que se emplea en estas notas el
término costumbrismo, sino en la más exacta y precisa acepción que lo
refiere a una modalidad literaria que tiene vigencia en ciertas literaturas
europeas desde fines del siglo XVIII y particularmente en las primeras
décadas del XIX y que en América Latina absorbe casi por completo la
producción literaria entre 1820 y 1860 aproximadamente. La creación de
una forma nueva, el cuadro o artículo de costumbres, define y caracte-
riza a esta tendencia.

El costumbrismo en América Latina


Luego de alcanzada la emancipación en los diversos países del con-
tinente, el costumbrismo avasallador aparece y se extiende por toda la
región. De forma prácticamente unánime los escritores de estos pri-
meros años de vida independiente se consagran a su cultivo, sea en la
forma específica de cuadro de costumbres, sea a través de la comedia
de costumbres o de la poesía satírica o festiva.
Creo que la extensión, duración y el carácter de exclusividad con
que se presenta este fenómeno aconsejan rechazar cualquier explica-
ción simplista. Por ello, junto a la tradicional interpretación que remite
el costumbrismo latinoamericano a la condición de reflejo o consecuen-
cia del europeo, se comprende hoy que el auge costumbrista sobrevie-
ne también como resultado de otras causas que son propias de los paí-
ses del nuevo continente y que tienen que ver fundamentalmente con

[131]
132 jorge cornejo polar

el deseo de afirmación nacional y con la búsqueda de nuestra propia


expresión, con el propósito de consolidar desde la vertiente cultural las
nacientes autonomías, con el ingenuo orgullo de mostrar al mundo a
través de la literatura las hechuras de una personalidad colectiva que se
daba ya por madura y diferenciada, con una definida voluntad —por últi-
mo— de inventariar morosa y minuciosamente la propia realidad.
Esta literatura costumbrista quería ser, además, la más auténtica e
idónea literatura de estos nacientes países y por eso mismo, desde un
punto de vista diacrónico, se la puede calificar como el primer intento,
la exploración inicial de ese período que abarca en definitiva el siglo
XIX en su totalidad y que Alberto Escobar, con acierto, ha bautizado
como el de los buscadores de una tradición y un ideal literario propios.
El discurso crítico sobre el costumbrismo latinoamericano no es muy
abundante. Sin embargo, en sus más calificadas expresiones de las últi-
mas décadas, ha dado cuenta, a veces con singular brillo y profundidad,
de esta dimensión sociohistórica del fenómeno literario. Así, el ensayista
mexicano José Luis Martínez advierte que “el costumbrismo respondía
también a la urgencia de identificación que sentían nuestros escritores
y a aquella búsqueda de la expresión nacional y original”. La investi-
gadora costarricense Margarita Castro Rawson, a quien se debe uno de
los pocos libros dedicados específicamente al tema, afirma que el cos-
tumbrismo “es uno de los medios más eficaces de afirmar la nacionali-
dad. El cuadro de costumbres viene a ser entonces el medio de crítica
y enfoque de la realidad nacional de estos nuevos países, la historia viva
de una inmensa sociedad en proceso de formación”. Y más reciente-
mente otro ensayista mexicano, Carlos Monsiváis, ha subrayado con
agudeza que el costumbrismo se reviste del ropaje de la utopía en el
primer tramo de nuestra vida independiente. Refiriéndose a Guillermo
Prieto, autor de costumbres, escribe:

“La suya es típicamente una visión fundadora: el costumbris-


mo que, inspirado en la obra de Larra, entusiasmaba a Prieto
no es devoción de aldea sino inicio beligerante. Nuestras cos-
tumbres son la primera utopía que inadvertidamente habita-
mos, el molde imprescindible para averiguar nuestra identi-
dad y vislumbrar nuestro porvenir” (Monsiváis, 1980: p 348).

El presente estudio, no obstante, no ha de emprender el análisis del


costumbrismo en la dirección anotada (tenemos publicadas diversas
investigaciones al respecto) sino que busca ampliar la información
respecto al otro factor desencadenante del auge costumbrista en Amé-
presencia inglesa en el costumbrismo peruano 133

rica: la influencia de escritores europeos. Cuando de este asunto se


trata, la crítica por lo común se limita a señalar el estímulo proveniente
de los costumbristas españoles (Estébanez y Calderón, Mesonero Roma-
nos, Larra en especial) y en algunos casos el de autores franceses como
Victor Joseph Étienne (De Jouy) o Sébastien Mercier. Menos frecuente
es la mención y el examen del influjo de literatos ingleses que es el
tema específico que ahora nos preocupa.

El costumbrismo en el Perú
Con rasgos semejantes al del resto de los países de la región, el cos-
tumbrismo decimonónico en el Perú tiene como principales represen-
tantes a Manuel Ascencio Segura (1805-1871), Felipe Pardo y Aliaga
(1806-1868), Manuel Atanasio Fuentes (1820-1889), Ramón Rojas y Ca-
ñas (1820-1881) y Abelardo Gamarra (1852-1924); aunque debe seña-
larse la existencia de elementos costumbristas en diversas proporciones
en otros autores del mismo siglo como Flora Tristán, Narciso Aréstegui
e incluso en los novelistas románticos y realistas como Luis Benjamín
Cisneros, Fernando Casós, Mercedes Cabello de Carbonera y Clorinda
Matto de Turner. En los siglos XVII y XVIII los antecedentes están dados
por Juan del Valle y Caviedes, Francisco del Castillo, Alonso Carrió de
la Vandera, Esteban de Terralla y Landa y José Joaquín de Larriva.

Autores ingleses y costumbrismo peruano


Examinaremos preferentemente el caso de Felipe Pardo, en cuyos
textos se hallan específicas y reveladoras menciones a escritores ingle-
ses.
En 1840, siguiendo una tradición del más puro estilo costumbrista,
Pardo decide publicar una revista, El Espejo de mi Tierra, cuya signifi-
cación en el proceso literario nacional es conocida. En el “Prospecto”
del periódico (de fecha 10 de setiembre de 1840) aparece un prólogo
que vale en verdad como una declaración de principios o un manifiesto
del costumbrismo pardiano y que constituye por otro lado el único
texto teórico del costumbrismo en el Perú, salvo una que otra afirma-
ción deslizada en el texto de las obras de los otros escritores.
En tal prólogo, y luego de precisar que su tema son las costumbres,
escribe Pardo: “Escritores modernos han llegado a adquirir un nombre
ilustre con el cultivo de este ramo de literatura, del que en épocas más
remotas ofrecen tan bellos modelos Addison y su Espectador...”. Y aña-
134 jorge cornejo polar

de reveladoramente: “La cita de estas obras, conocidas entre nosotros,


me evita la tarea de explicar a mis lectores el género a que pertenecerán
la mayor parte de mis artículos”.
Más adelante cita de nuevo a Addison, quien (con otros, según afir-
ma) escribió para sociedades formadas, en las que las costumbres tie-
nen estabilidad, para finalmente invocarlo como justificación y defensa:
“Que a nadie se le ha ocurrido llamar enemigos de la Gran
Bretaña a Addison, ni a Sterne... porque hayan explorado con
su pluma tertulias, comilonas, talleres, academias, tribunales
y ministerios; en una palabra, porque hayan hecho a la
sociedad entera materia de sus escritos”.

Las alusiones de Pardo se referían ciertamente a Joseph Addison


(1672-1719), Laurence Sterne (1713-1768) y a El Espectador, periódico
dirigido y escrito por el propio Addison y por Richard Steele (1672-
1729), publicación que apareció en Londres entre 1711 y 1714.
Las obras de Sterne que Pardo y Aliaga seguramente conoció y que
han de haber estimulado de alguna manera su creatividad son Viaje sen-
timental (1768) y Vida y opiniones de Tristram Shandy (1760-1767). En
la primera, relato en gran parte autobiográfico de un viaje por Francia
e Italia, se consigna junto con el recuerdo de la peripecia personal una
serie de observaciones sobre las costumbres de las diversas regiones y
ciudades que visita y vivaces caracterizaciones de una variopinta multi-
tud de personajes típicos, estos dos últimos rasgos vinculados sin duda
al costumbrismo. Sin embargo, es más probable (por su mayor difusión
y fama) que fuera la Vida y opiniones... el libro más influyente sobre
Pardo, especialmente por las descripciones de usos, por el retrato de
personajes y por el agudo sentido del humor que lo caracteriza.
Sostengo, sin embargo, que la relación más directa y decisiva entre
Pardo y la literatura inglesa es la que se produjo con Addison y Steele,
cuyos periódicos The Tatler, The Spectator, The Guardian, justamente
celebrados, debieron de haber sido conocidos por nuestro costumbrista,
según las citas acotadas. Es cierto que ambos autores no son costum-
bristas en el sentido estricto, ya que su obra está formada mayoritaria-
mente por ensayos . Pero el así llamado ensayo , aunque excedía cierta-
mente los límites de lo que posteriormente vendría a denominarse cua-
dro de costumbres, contenía no obstante una serie de elementos que
pueden ser calificados sin exageración de costumbristas. Algunos títu-
los de los ensayos contenidos en The Tatler son reveladores a este
respecto: “La extraordinaria conducta del caballero de la puerta vecina”,
presencia inglesa en el costumbrismo peruano 135

“Comentarios de cafetería”, “La enmienda de las costumbres”, “Pensa-


mientos sobre la bebida”, “La reprensible costumbre de empeñar”, etc.
El profesor A.H. Humphreys, en su erudito y definitivo estudio
Steele, Addison and Their Periodical Essays, hace una atinada pre-
sentación de la forma literaria del ensayo, colocando el punto de inicio
de su genealogía en los de Montaigne (1580), que son la partida de
nacimiento de este género llamado a tener tan larga y rica trayectoria.
Según este análisis, en Inglaterra el primer cultivador del ensayo fue
Francis Bacon, cuyos pioneros textos datan de 1597, luego de los cuales
se pueden citar las obras de Sir William Cornwallis, las de Thomas
Browne y particularmente las del poeta Abraham Cowley cuyos Discur-
sos a la manera de ensayos (1668) marcan un hito que implica a su vez
cambio. En efecto, se va perdiendo el empaque doctrinario, la solemni-
dad, el ademán erudito, la sabia elocuencia y van apareciendo en su
reemplazo, según Humphreys: “... amigables anécdotas, agradables
muestras de sus lecturas, informales comentarios de la vida social y un
infaltable encanto... Son demasiado ligeros, livianos, para llevar las
ideas muy lejos; en cambio, hacen pasar el tiempo en el buen sentido
y con una culta compañía”.
Otros nombres significativos en esta historia son los de William
Temple y, de manera destacada, Daniel Defoe. De este último afirma
Humphreys que el crédito por haber establecido el ensayo social en el
periódico, el vehículo particular que Addison y Steele iban a usar, co--
rresponde ampliamente a Defoe. Su Review (1704-1713) va dejando
poco a poco la información, el aspecto noticioso y también la sátira lite-
raria para concentrarse en comentarios sobre las tonterías de la vida
social, buscando sus blancos preferidos en la embriaguez, los magistra-
dos inhumanos, la locura del duelo, la violencia civil y las desgracias
del adulterio y la prostitución .
Se llega así a la abundante producción ensayística (en el peculiar
sentido indicado) de Steele y Addison. Cuando el primero, bajo el
seudónimo de Isaac Bickerstaff que usó con frecuencia, presenta The
Tatler (que puede traducirse como el conversador, el charlatán, el
hablador), advierte que tal título ha sido escogido en honor del bello
sexo, pero tal frase, más allá del ademán humorístico, refleja buena
parte del contenido del periódico, que con frecuencia toca asuntos de
interés para el público femenino. Por otro lado, el lema de The Tatler
está tomado de Juvenal en la frase (adaptada) que reza: “Cualquier cosa
que los hombres hagan o digan o piensen o sueñen, nuestra publi-
cación la toma como tema”. Empero, estos amplios propósitos no se
136 jorge cornejo polar

cumplen a cabalidad, sino que en la práctica hay evidente preferencia


por la descripción de hábitos, la pintura de caracteres dirigidos, casi
siempre a la mejora de las costumbres, designio moralizador o pedagó-
gico que habrá de ser, a su turno, leit motiv de la producción costum-
brista latinoamericana y en este caso de la de Felipe Pardo. Cabría se-
ñalar que la forma prototípica del costumbrismo, el cuadro de costum-
bres (que nacerá 100 años más tarde con el francés Victor Étienne, lla-
mado ‘Jouy’) se encuentra ya en germen en muchos de los artículos de
Steele y Addison.
Refiriéndose a la forma literaria empleada por ambos autores sostie-
ne Humphreys:

“Los objetivos de The Tatler —entretenimiento y mejora de las


costumbres— pudieron lograrse en gran medida por la habili-
dad de sus redactores para exponer sus ideas a través de
situaciones concretas, para discutir temas éticos, políticos o
comerciales en historias realistas y en vivientes caracteriza-
ciones... Abrir The Tatler como luego The Spectator en cual-
quier página, permite encontrar no estereotipadas descrip-
ciones sino vivaces escenas dramáticas, divertidas por lo ge-
neral” (resaltado de JCP).

Coincidentemente, cuando Felipe Pardo, en el prólogo a El Espejo de


mi Tierra, describe las características que tendrán sus cuadros de cos-
tumbres, dirá:

“Que a este género de materias cuadran más que observa-


ciones sueltas, generales y abstractas, fábulas ideadas sobre
sucesos de la vida social. Personificando en ellas las calidades
morales, se hace más palpable que con discursos el vicio que
se moteja o el mérito que se ensalza... los artículos de cos-
tumbres pueden por la mayor parte considerarse como esce-
nas de comedia en narración”.

La semejanza entre ambos textos es, creo, la prueba más clara que
pueda aducirse para demostrar la vinculación de Pardo y Aliaga con los
ensayistas ingleses.
Por otro lado, nuestras investigaciones permiten formular la hipóte-
sis de que las ideas estéticas y literarias del tratadista inglés Hugo Blair
deben de haber intervenido también en la formación teórica de Pardo.
Según la erudita afirmación de Estuardo Núñez en su libro (indispen-
sable en estas cuestiones) Autores ingleses y norteamericanos en el Perú,
presencia inglesa en el costumbrismo peruano 137

el manual literario de Blair se tradujo y adaptó en repetidas ocasiones


y alcanzó “una difusión inusitada en la didáctica de la literatura en
España y en América”. Confirmando esta opinión se descubre que tal
texto era de uso habitual en el Colegio de San Mateo y en su prolon-
gación, la Academia del Mirto, que fueron los centros en los cuales se
formó literariamente nuestro costumbrista. Hans Juretchske en su libro
Vida, obra y pensamiento de Alberto Lista demuestra que Lista pro-
pugnaba el estudio de las humanidades o ciencia de las bellas letras,
representadas a su criterio por autores como Voltaire, Condillac y
Marmontel en Francia, y Pope, Addison, Burke y Blair en Inglaterra.
Fueron, pues, las aulas del Colegio de San Mateo y las amenas y vivaces
discusiones de la Academia del Mirto el marco dentro del cual —pre-
sumiblemente— debe haber comenzado el trato del joven escritor Pardo
con la cultura y la literatura inglesas. Es posible que Pardo leyese en
inglés, puesto que si no lo dominaba antes de su llegada a España
(aunque su cuidada educación hace suponer lo contrario) debió haber-
lo aprendido en el Colegio San Mateo donde, según Juretchske, “se da-
ban simultáneamente clases de música, italiano, inglés y alemán a quie-
nes así lo solicitaban”. Por lo demás, existían también traducciones al
español del manual de Blair y de muchos de los textos de los periódi-
cos escritos por Addison y Steele.
En lo que se refiere a los otros principales costumbristas peruanos,
no nos ha sido posible encontrar huellas indudables de la presencia de
lecturas de autores ingleses. Sin embargo, parece indudable que al me-
nos algún conocimiento debió existir, de manera indirecta, a través de
los costumbristas españoles que sí habían leído a los autores ingleses
en cuestión —Addison y Steele al menos— y los tenían en singular apre-
cio. Y como Estébanez Calderón, Mesonero Romanos y Larra figuraban
en lugar preferente en los gustos de Segura o Rojas y Cañas, por ejem-
plo, cabe pensar en una suerte de contacto literario por interpósita per-
sona.
Dos de los principales estudiosos del costumbrismo español,
Evaristo Correa Calderón y José F. Montesinos, concuerdan en subrayar
la relación de los autores ingleses que ahora nos interesan con los
escritores de costumbres hispanos. Así, Correa Calderón, en el estudio
preliminar a su completo estudio y antología, Costumbristas españoles,
informa que “Si la influencia de Addison y de Steele puede considerarse
importante por lo que se refiere a los costumbristas españoles del
XVIII... es decisiva para los cultivadores de este género que inician un
nuevo período en 1830” (es decir, Larra, Mesonero, Estébanez). Y José
138 jorge cornejo polar

F. Montesinos, en su magistral estudio Costumbrismo y novela anota:


“Sin contar con la infiltración lenta y difícil en España de algunos pre-
cursores extranjeros si no Johnson y posteriormente Mercier, Addison
debió ser bastante leído...”.
A mayor abundamiento, el propio Ramón de Mesonero Romanos
reconoce claramente su deuda con Addison:

“El pensamiento móvil que me dirigió no fue otro que el de


hacer frente a las menguadas pinturas que de nuestro carác-
ter y costumbres trazan los novelistas extranjeros y ensayar al
mismo tiempo un nuevo género literario, género ligero, pro-
pio de este siglo inconstante y que a tan alto punto habían
elevado Addison y Jouy en Inglaterra y Francia...”.

Por lo demás, el ejemplo de los ingleses no fue fenómeno privativo


del Perú. La destacada investigadora Margarita Castro Rawson lo señala
para Guatemala cuando recuerda que uno de los principales costum-
bristas de ese país, José Milla y Vidaurre (1822-1882), había afirmado
que los maestros de su arte eran Addison, Steele, Larra y Mesonero.

Otra manera de estar presente: perspectivismo y contraste


En el costumbrismo peruano es posible descubrir otra forma de
presencia inglesa diferente de la convencional relación entre autores. En
efecto, con alguna frecuencia los personajes de las historias costum-
bristas son ingleses y, por otra parte, no es insólito leer referencias a
Inglaterra, a los modos de pensamiento o de conducta, a las aficiones
o repulsiones que supuestamente distinguirían a los súbditos de la coro-
na británica. Todo este aspecto puede englobarse dentro de los linderos
de lo que un estudioso del costumbrismo, Mariano Baquero y Goyanes,
tipificó como la técnica del “perpectivismo y el contraste”, que consti-
tuye uno de los procedimientos más frecuentados por el escritor de cos-
tumbres. Según Baquero sostiene en su obra Perspectivismo y contraste,
la descripción de ambos recursos técnicos resulta más comprensible si
se observa su resultado final: el efecto perspectivístico. En efecto, “un
mundo que nos parece normal no lo resulta, visto desde una perspec-
tiva distinta de aquella en que nosotros estamos instalados y desde la
que juzgamos”. Para introducir esta nueva perspectiva que le facilita un
mejor mirador crítico, el costumbrista se vale por lo general de un per-
sonaje extranjero que visita o vive en el país del escritor o de un habi-
tante de otra región (por lo general provinciano) que se encuentra en
presencia inglesa en el costumbrismo peruano 139

la ciudad sede de la acción (la capital, por lo común). Este nuevo per-
sonaje, imparcial y objetivo por definición, que ve las cosas desde otro
punto de vista, resulta particularmente adecuado para —como tácito por-
tavoz del escritor— describir costumbres y —mejor todavía— para criticar-
las haciendo ver lo ridículo, anticuado, censurable o peligroso que
tienen según los casos y a la vez para ensalzar otros determinados
hábitos de conducta. Desde luego que todo esto supone un contraste
(la otra faz de la misma técnica) entre lo que cree y practica el persona-
je extraño a la realidad social descrita y lo que esta sociedad vive.
Los costumbristas peruanos en general utilizan abundantemente el
recurso del contraste, el instrumento de la perspectiva diferente sirvién-
dose, en ambos casos, también frecuentemente, de personajes ingleses.
Los ejemplos son numerosos y preferimos por ello hacer alusión a un
caso paradigmático, la comedia Frutos de la educación de Pardo y Aliaga
y el papel decisivo que en ella cumple un inglés, don Eduardo. Su reac-
ción ante las costumbres nacionales precipita el desenlace ejemplarizador
y moralizante. Recordemos: en una típica familia limeña de clase media,
en la segunda década del pasado siglo, Pepita, la hija, es pretendida, entre
otros, por don Eduardo, negociante inglés. Luego de algunas dudas y vac-
ilaciones de los padres, los buenos propósitos del pretendiente extranjero
son acogidos con entusiasmo creciente y derivado de diversas motiva-
ciones según sean el padre o la madre los protagonistas. Cuando todos
los proyectos marchan por buen camino surge precisamente el efecto de
la distinta perspectiva con que el inglés ve y juzga determinadas costum-
bres generalmente aceptadas en Lima y el consiguiente contraste que así
se produce entre la realidad peruana y la opinión inglesa. Habiendo sido
testigo de cómo Pepita baila una “zamacueca de gala, zamacueca de alto
bordo, zamacueca de borrasca, de aquellas luciferinas...”, don Eduardo
desiste de su compromiso con la movediza niña. El funcionamiento del
mecanismo está claro. Para censurar una serie de fallas o defectos en la
educación de la mujer limeña (recuérdese que la pieza se titula Frutos de
la educación, de la mala educación, en el sentir de Pardo), el autor se
vale del juicio (¿inapelable?) de un inglés, a quien de hecho se le coloca
en sitial y función de árbitro de las costumbres. Hacia el final de la come-
dia, un parlamento de Manuel, tío de Pepa, explicita transparentemente
el asunto: “Todo esto para nosotros es cosa sencilla y llana, pero un
inglés, hija mía, ni lo entiende ni lo traga... Cual ave que vió la trampa,
el inglés levantó el vuelo...”.
Muchos otros ejemplos del uso de personajes ingleses o de referen-
cias a Inglaterra como práctica del perspectivismo costumbrista pudieran
140 jorge cornejo polar

glosarse. Citaremos, sin embargo, sólo uno más: el artículo de costum-


bres de Manuel Ascencio Segura titulado El té y la mazamorra, en el que
queda evidenciado el lugar privilegiado que en la opinión pública tenía
entonces lo europeo y particularmente lo inglés (y lo francés). En el
artículo referido no sólo se considera el tomar té (la clásica costumbre
inglesa) como síntoma de estar a favor de las reformas del gusto y del
modo de vivir, en pro de lo moderno en suma, sino que se hace opinar
a un inglés sobre aspectos de los usos políticos nacionales, en una reno-
vada versión del tantas veces exitosamente usado perspectivismo.
Llegamos así al final de este breve, limitado ejercicio de literatura
comparada. Creemos que es un camino poco transitado que debe pro-
seguirse para alcanzar finalmente un conocimiento claro de las relacio-
nes de nuestro costumbrismo (y el de la América Latina en su conjun-
to) con las literaturas europeas. Tarea importante y necesaria, sin duda,
que llenará una nueva página en la crónica de ese diálogo fundamen-
tal, abierto entre el viejo y el nuevo continente en 1492. Pero en el caso
del costumbrismo —lo advertíamos desde el comienzo—, el examen de
relaciones e influencias debe ser sólo un complemento del análisis en
profundidad del fenómeno en sí y como resultado de un complejo de
factores vinculados a la etapa inicial de la vida de nuestros países como
estados independientes.
Palma entre el costumbrismo
y la novela

Pienso que al momento de definir el camino que seguiría como escritor,


Ricardo Palma tuvo ante sí varias opciones. Descartando el trabajo poé-
tico, para el cual él mismo reconocía no estar especialmente dotado, y
el teatro, que no lo atraía demasiado, quedaban dos principales: Una,
la de escribir cuadros o artículos de costumbres; la otra, hacer novelas.
Sin embargo, su elección fue distinta: crear y desarrollar una forma
nueva (la tradición). Pero en el cumplimiento de esta tarea utilizó cons-
tantemente elementos costumbristas, mientras que en el texto de cada
tradición existen latentes rasgos que insinúan la cercanía de la novela
(pero esta opción quedó siempre como una posibilidad, salvo en el
caso de la desconocida Los marañones, cuyos originales se perdieron).
En las líneas que siguen, estudiaremos, de manera preliminar, las re-
laciones de la obra principal de Palma con el costumbrismo y la novela.
Desde la época colonial es posible distinguir en la literatura del Perú
ciertas manifestaciones de costumbrismo en el sentido amplio del térmi-
no (es decir, textos que intentan reflejar y/o criticar ciertos usos socia-
les característicos). Pueden considerarse muestras válidas de un costum-
brismo inicial: un sector de la obra de Juan del Valle y Caviedes (1645-
1698) —el que Leticia Cáceres agrupa bajo el rubro de “sátira costumbris-
ta o sociopolítica”—, una parte de la obra de fray Francisco del Castillo,
“el ciego de La Merced” (1716-1770), El lazarillo de ciegos caminantes
(1775) de Alonso Carrió de la Vandera (1716-1780), Lima por dentro y
fuera (1798) de Esteban de Terralla y Landa, y parte de la obra perio-
dística de José Joaquín de Larriva (1760-1832).
Pero cuando se consuma el proceso de la emancipación política y ad-
viene la República, el costumbrismo, ahora como manera literaria diferen-
ciada, se convierte en el instrumento expresivo preferido de los escritores
nacionales. Y el fenómeno no es solamente peruano, sino que se da con
mayor o menor intensidad en toda Latinoamérica. Caracteriza a este cos-

[141]
142 jorge cornejo polar

tumbrismo en sentido estricto el empleo intensivo de una nueva y muy


definida forma literaria: el cuadro o artículo de costumbres (modalidad
que por su cercanía a la tradición nos interesa), aunque también se escri-
be, como se sabe, comedias de costumbres y poesía satírico-festiva.
La amplia difusión del costumbrismo en tierras americanas y lo ex-
tendido de su vigencia, que en algunos casos llega hasta comienzos del
siglo XX, demuestran la importancia que tiene el fenómeno costumbris-
ta tanto en su dimensión estrictamente literaria como en su función den-
tro de la historia general de nuestros países. En cuanto a lo primero, el
costumbrismo que responde a un impulso primario, el cual lleva al es-
critor a describir su entorno, significa para escritores y lectores una es-
cuela de realismo y es, a la vez, ocasión propicia para el desarrollo de
diversas técnicas como el perspectivismo y el contraste, la organización
de la trama, la caracterización y el manejo de personajes; y llega a ser,
en algunas literaturas, antecedente del cuento y la novela. Y en lo que
se refiere a la función del costumbrismo en la historia sociocultural de
los pueblos hispanoamericanos, parece evidente que se trata de un
hecho estrechamente ligado a los procesos de descubrimiento de la
realidad, de definición de las nacionalidades, de búsqueda y afirmación
de las identidades colectivas, a la vez que tiene relación directa con im-
portantes fenómenos como la difusión del periodismo y la formación de
la opinión pública.
Como dice Margarita Castro Rawson (1971): “El costumbrismo es
uno de los medios más eficaces de afirmar la nacionalidad. El cuadro
de costumbres viene a ser entonces el medio de crítica y enfoque de la
realidad nacional de estos nuevos países, la historia viva de una inmen-
sa sociedad en período de formación”.
En el caso del Perú, el costumbrismo se inscribe en el camino abier-
to por la Sociedad Amantes del País y el Mercurio Peruano, cuyo prin-
cipio rector era el descubrimiento y el estudio de la realidad nacional
en sus variados aspectos. Por ello, como advirtió Raúl Porras: “Al pro-
ponerse sus redactores el Perú como objeto de estudio en todos los
órdenes del saber, afirmaron el sentimiento patriótico que había de
impulsar la revolución” (1970).
Pero la contribución fundamental del costumbrismo a la historia lite-
raria de Occidente consiste en la invención del cuadro o artículo de cos-
tumbres, texto breve en prosa en el que se suele retratar (y con frecuen-
cia criticar) una costumbre típica de la sociedad en la cual vive el escri-
tor (o un tipo humano que la encarna). La anécdota es simple, a veces
tanto que parece inexistente, y el tono general es más bien festivo.
palma, el costumbrismo y la novela 143

Los antecedentes del cuadro o artículo se encuentran en los textos


periodísticos de los escritores ingleses Joseph Addison (1672-1719) y Ri-
chard Steele (1672-1729), especialmente los publicados en el periódico
The Tatler (1709-1711). Pero quienes dan su estructura definitiva a esta
forma literaria son los franceses Victor Joseph Étienne (1764-1840), más
conocido por su seudónimo Jouy o De Jouy, y Sébastien Mercier (1740-
1814). En el ámbito hispánico los principales cultivadores del cuadro de
costumbres son Serafín Estébanez Calderón (1799-1867), Ramón de Me-
sonero Romanos (1803-1882), Modesto La Fuente, “Fray Gerundio”
(1806-1866), Mariano José de Larra (1809-1837). Y en el Perú, Manuel
Ascencio Segura (1805-1871), Felipe Pardo y Aliaga (1806-1868), Manuel
Atanasio Fuentes (1820-1889), Ramón Rojas y Cañas (1830-1881). Todos
estos autores peruanos escribieron artículos de costumbres, el primero
en hacerlo fue Felipe Pardo y Aliaga, con los fundadores “Un viaje” y
“El paseo de Amancaes” (1840); y luego le siguieron Segura (quien pu-
blicó cerca de cuarenta artículos), Fuentes (con sus Aletazos del murcié-
lago, 1866) y Rojas y Cañas (que reunió los suyos en el libro Museo de
limeñadas, 1853).
Está fuera de toda duda que Palma, lector voraz, conocía bien la
obra de estos autores (al menos la de aquéllos de lengua española) y
también con seguridad la de muchos costumbristas latinoamericanos. Él
mismo lo reconoce en parte en La bohemia de mi tiempo (1887), al re-
ferirse a las lecturas preferidas de sus compañeros de generación, cuan-
do dice: “De mí recuerdo que hablarme del Macías de Larra o de Las
capilladas de Fray Gerundio era darme por la vena del gusto”. Pienso
además que Palma no sólo fue asiduo lector de autores costumbristas
sino que asimiló admirablemente la esencia y el estilo de los cuadros
de costumbres hasta el punto que es posible sostener que hay un
núcleo costumbrista en el centro de casi toda tradición.
Por ser tan clara la presencia de lo costumbrista entre los elementos
constitutivos de la tradición ha sido detectada desde las primeras apro-
ximaciones críticas a la obra del tradicionista. Así, Juan Valera (1890)
adelantaba: “Su estilo es amenísimo… Anécdotas, leyendas, cuadros de
costumbres, estudios críticos, todo se sucede con rapidez, prestando
grata variedad a la obra, cuya unidad consiste en que todo concurre a
pintar la sociedad, la vida y las costumbres peruanas”. Y al mismo tiem-
po veía “un parecido” entre la tradición de Palma y los artículos costum-
bristas del ya citado Estébanez Calderón. Por su parte, José de la Riva
Agüero, en su Carácter de la literatura del Perú independiente (1905),
abunda en el tema al sostener que por sus artículos de costumbres “de-
144 jorge cornejo polar

be contarse a Pardo entre los ascendientes literarios de nuestro célebre


tradicionista” o al afirmar: “Ricardo Palma es un Segura depurado y en-
noblecido”. En 1933, Riva Agüero se reafirma en sus juveniles convic-
ciones, pero añade la conocida fórmula: “Tal como la constituyó Palma,
la tradición es un género mixto o mestizo, producto del cruce de la le-
yenda romántica breve y el artículo de costumbres”. Y, simultáneamen-
te, sugería un paralelo: “Mesonero y Palma son el Madrid y la Lima de
principios del siglo XIX”. A su turno, Robert Bazin (1958) completa la
fórmula de Riva Agüero sumando a la leyenda romántica y al artículo
de costumbres un nuevo ingrediente, el casticismo.
En tiempos más cercanos, José Miguel Oviedo, en su Genio y figura
de Ricardo Palma (1965), ha afirmado que “Palma es un dignísimo he-
redero del costumbrismo de tono criollo y sabor popular”, al mismo
tiempo que hace notar que “las tradiciones son ejemplo de un realismo
costumbrista (inédito en el Perú) que constituía una manera singular de
encarar el material”… sumando “a la preocupación histórica y al espíritu
crítico, la técnica realista”. Sugiere asimismo que Palma, como si hubie-
se querido atar cabos con esta herencia, “se puso bajo el padrinazgo li-
terario de Segura y llegó a colaborar en una de sus piezas, El santo de
Panchita”. Agreguemos que Palma es el editor y prologuista, en 1885,
de Artículos, poesías y comedias, la primera (y hasta ahora única) reco-
pilación general, aunque no completa, de la obra de Segura. En el pró-
logo de este libro escribe Palma refiriéndose a Segura: “Después de don
Felipe Pardo ha sido el que con más naturalidad y aticismo ha pintado
las costumbres limeñas”, precisando que en los artículos de costumbres
“chispeantes de gracia y ligereza, campea un espíritu observador y filo-
sófico, y en cuanto a corrección y galanura de forma no desdicen de los
inmortalizados por la castiza pluma de Fígaro”. Coincidentemente, en La
bohemia de mi tiempo (versión definitiva: 1899) Palma dedica a Segura
el capítulo XV y lo llama “príncipe de nuestros poetas cómicos” y “ému-
lo de Bretón de los Herreros”, precisando además que Segura “aunque
nacido en Lima en 1805, era gran amigo de los bohemios venidos al
mundo después de 1830” (es decir, del grupo al que Palma perteneció).
Otros críticos, como Luis Loayza y Alberto Escobar, han contribuido
a su turno a echar luces sobre la cuestión del costumbrismo en Palma.
Así, Loayza (1974) sostiene: “Ciertos asuntos —y una manera de tratar-
los— se ajustan cabalmente a su visión alegre y superficial de la realidad
y a su estilo dicharachero: el costumbrismo”, añadiendo: “Palma será tal
vez el mayor de todos nuestros costumbristas y las páginas que dedicó
a los usos de Lima están entre las más entrañables de su obra”. Por su
palma, el costumbrismo y la novela 145

parte, Escobar (1997), uno de los más destacados especialistas en el te-


ma de la tradición palmiana, entiende que...

“... con Palma concluyó en la literatura peruana la disyuntiva


planteada por Felipe Pardo y Manuel A. Segura… Palma no
siguió el gusto purista de Pardo, pero se acoge como él a un
rigor estético y al beneficio de la tradición española; a Segu-
ra lo acerca su amor por las cosas del pueblo, que expresará
en los temas y en el sabor coloquial de su prosa. Al lograr
aquella conjunción en una norma literaria cuyo paradigma es
la oralidad conversacional, Palma resuelve un dilema que en
nuestras letras se atestigua desde los años del primer Mercu-
rio Peruano”.

Parece, pues, indiscutible la presencia costumbrista en la obra de


don Ricardo como tradicionista. Lo que importa, entonces, es precisar
en detalle el lado costumbrista de la tradición por una parte y señalar
luego las diferencias entre ambas formas literarias.
En cuanto a lo primero, el parentesco con el costumbrismo salta a la
vista en todas las tradiciones —que son bastantes— en que se retratan
usos y costumbres. Pero hay algunas especialmente ilustrativas de la
relación que estudiamos, como “La tradición de la saya y el manto”, “La
conspiración de la saya y el manto”, “Motín de limeñas”, “Con días y
ollas venceremos”, “El mes de diciembre en la antigua Lima”, “Los
aguadores de Lima”. No debe olvidarse en este tema que Palma mismo
confesaba su interés y gusto por las costumbres al decir en “Con días y
ollas venceremos”: “Lima ha ganado en civilización; pero se ha des-
poetizado y día a día pierde todo lo que de original y típico hubo en
sus costumbres”, lo que da pie para suponer que quería rescatar por la
memoria y el lenguaje esos usos antiguos en su tipicidad.
Pero más importante que lo dicho parece ser el nivel de lenguaje
donde en varios casos se puede descubrir evidentes semejanzas entre
artículos de costumbres más de Segura que de Pardo y determinadas
tradiciones de Palma. Leamos, por ejemplo, un fragmento del artículo
de Segura “Me voy al Callao”:

“Mi esposa, que ahora se llama Julieta y cuando la conocí Ju-


liana, no es de aquellas hermosas que digamos, pero tiene un
par de ojos (de lomillo matador como dicen los gauchos) tan
negros y hechiceros que no hay más que pedir; una patita
que por vérsela sacar se puede caminar de luengas tierras y
un andandito tan gracioso que me ha dado y me da no pocos
quebraderos de cabeza”.
146 jorge cornejo polar

Y comparémoslo con algunas descripciones de personajes feme-


ninos de las que abundan en las Tradiciones:

“Doña Claudia Orriamun era por los años de 1640 el más lin-
do pimpollo de esta ciudad de los reyes. Veinticuatro prima-
veras, sal de las salinas de Lima y un palmito angelical han
sido siempre más de lo preciso para volver la boca agua a los
golosos. Era una limeña de aquellas que cuando miran parece
que premian y cuando sonríen parece que besan” (“Una vida
por una honra”).

“Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de


rompe y rasga, lo que en tiempos del Virrey Amat se conocía
por una mocita de tecum y de las que se amarran la liga enci-
ma de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que
descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y
respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo pica-
resco, labios retozones y una tabla de pecho como para asirse
a ella un náufrago… Añádanse a estas perfecciones brevísi-
mo pie, torneada pantorrilla, cintura estrecha, aire de taco y
sandunguero, de esos que hacen estremecer hasta a los muer-
tos del camposanto. La moza, en fin, no era boccato di Car-
dinale, sino boccato de Concilio ecuménico” (“Rudamente,
pulidamente, mañosamente”).

El parecido se descubre a primera vista, pero también resulta intere-


sante advertir en los textos palmianos un trabajo literario (una voluntad
de estilo) más cuidadoso, notable principalmente en el despliegue de
imágenes ingeniosas y precisamente caracterizadoras. Tal vez se podría
decir que en cuanto a retratos femeninos la semilla que se da en los ar-
tículos de Segura fructifica espléndidamente en las tradiciones de
Palma.
En cuanto a diferencias entre cuadro de costumbres y tradición, la
más evidente parece ser que el cuadro se refiere exclusivamente al pre-
sente, a los hábitos personales y sociales contemporáneos del escritor
(hay una relación de sincronía entre la realidad social enfocada y su co-
rrelato literario), mientras que la tradición se alimenta del pasado colo-
nial en la mayoría de los casos, aunque también hay textos inspirados
en sucesos o personajes incaicos o de las primeras décadas de vida re-
publicana. Pero también es significativo que la tradición cuenta con
cierto detalle: una anécdota exhibe, pues, una trama argumental que en
el caso del artículo de costumbres está apenas esbozada por lo general.
Además, el tradicionista Palma reivindica el carácter histórico de sus tex-
palma, el costumbrismo y la novela 147

tos, cosa que tiene sin cuidado al costumbrista enfrascado en la dimen-


sión espacial y temporal próxima. Reclama, en cambio, que se reconoz-
ca la fidelidad con que sus apuntes reflejen la realidad de su entorno.
Ya lo dijo en su momento Mariano Picón Salas: “El costumbrismo es la
primera vía no digamos hacia lo autóctono, pero por lo menos hacia lo
circundante en el proceso de nuestras letras” (1958).
La tradición de Palma es, pues, una obra literaria dotada de cierta
complejidad en su estructura, que en su molde prototípico consta de
tres partes: a) introducción, en la que se hace una presentación prelimi-
nar del episodio a narrarse; b) el llamado parrafillo histórico, que pro-
porciona al lector información abundante sobre hechos que constituyen
el contexto general del asunto central; c) la historia o anécdota propia-
mente dicha, que se cuenta haciendo uso abundante de caracterizacio-
nes, diálogos y refranes. La tradición termina con frecuencia con una
lección o moraleja. El artículo de costumbres es sin duda mucho más
simple en su arquitectura.
Además, como hemos apuntado al referirnos a Segura (el principal
antecedente de Palma), es evidente la mayor preocupación estilística
del tradicionista, que se diferencia claramente del narrar despreocupa-
do de Segura. Y es que don Ricardo comprendía bien la importancia
decisiva que la forma tiene en literatura. Recordemos un dicho suyo: “A
mis ojos la tradición no es un trabajo que se hace a la ligera: es una
obra de arte. Tengo una paciencia de benedictino para limar y pulir mi
frase. Es la forma más que el fondo lo que las hace populares” (carta a
Vicente Barrantes). Y opiniones semejantes son frecuentes: “Creo que la
tradición ante todo estriba en la forma” (carta al escritor uruguayo
Escardó). Y en larga misiva a Pastor Obligado precisa: “Resultado de mis
lucubraciones sobre la mejor manera de popularizar los sucesos históri-
cos fue la convicción íntima de que más que el hecho mismo debía el
escritor dar importancia a la forma, que éste es el credo del tío Antón”
(todas las citas de este párrafo están tomadas del ya citado libro de José
Miguel Oviedo). Debe verse en esta expresa voluntad de estilo la expli-
cación no sólo de la calidad extraordinaria de la mayoría de sus tradi-
ciones y el general reconocimiento que obtuvieron, sino también el que
con ellas lograra la fundación de una modalidad literaria definida y orig-
inal.
En suma, en la tradición de Palma hay una clara presencia costum-
brista, pero lo costumbrista en su caso es sólo un elemento de los va-
rios que en singular e inimitable síntesis la constituyen. Según esto, Pal-
ma pudo haberse limitado a ser solamente un eximio autor de cuadros
148 jorge cornejo polar

o artículos de costumbres. Pero llevado por su gusto del pasado, por su


afición por la historia y su condición natural de creador literario, prefi-
rió otro camino más difícil ciertamente, ya que se trataba de abrir una
senda, de crear una forma, la tradición. La historia ha demostrado que
su elección fue la correcta.
Sin embargo, más allá de las semejanzas en los contenidos y las es-
tructuras textuales, hay otro rasgo significativo (generalmente inadverti-
do) que vincula a Ricardo Palma con los costumbristas de la primera ho-
ra latinoamericana. Y es el propósito patriótico-literario, la intención de
contribuir a la emancipación mental de la patria como entonces se solía
decir. Transcribimos in extenso un revelador texto de La bohemia de mi
tiempo:

“Tocóme pertenecer al pequeño grupo literario del Perú, des-


pués de su independencia. Nacidos bajo la sombra del pabe-
llón de la República, cumplíanos romper con el amanera-
miento de los escritores del coloniaje, y nos lanzamos audaz-
mente a la empresa. Y, soldados de una nueva y ardorosa ge-
neración, los revolucionarios bohemios de 1848 a 1860 lucha-
mos con fe, y el éxito no fue desdeñoso con nosotros”.

En otro texto (carta a Juan María Gutiérrez del 20 de febrero de


1877) afirma: “Yo no quiero que en cuanto al pensamiento seamos
siempre hijos de España. Nuestra manera de ser política y social a la par
que la ley del progreso, ha puesto una raya divisoria muy marcada entre
América y la vieja metrópoli”. Y en otra parte: “La América conserva to-
davía la novedad de un hallazgo y el valor de un fabuloso tesoro ape-
nas principiado a explorar”, colocándose así en primera línea de lo que
se estaba comenzando a llamar americanismo literario, es decir, el mo-
vimiento que iba a buscar a la vez lo genuino y lo válido estéticamente
en el descubrimiento del ser latinoamericano en sus múltiples rostros y
su presentación en un discurso literario que se quería propio, autónomo
y literariamente calificado. En lo que respecta al Perú, cabría decir por
eso que los costumbristas iniciales (Pardo y Segura sobre todo) y Palma,
cada quien a su modo, intentaban hacer realidad la promesa implícita
en la declaración de la Independencia, esto es, la constitución de una
patria emancipada, en desarrollo continuo y poseedora en literatura,
como en otras manifestaciones culturales, de una voz original. Todos
ellos participaban, pues, del proceso de búsqueda de nuestra expresión,
del que hablara Henríquez Ureña.
Desde este punto de vista histórico importa subrayar con énfasis
palma, el costumbrismo y la novela 149

que, probablemente más allá de lo que el propio Palma pudo vislum-


brar, la forma literaria “tradición palmiana” venía a ser, luego del “yara-
ví melgariano” (aunque se trata evidentemente de modos creativos di-
ferentes), la segunda especie literaria auténticamente originaria del Perú
mestizo, una suerte de espontánea superación de la consabida depen-
dencia cultural en relación con Europa y una significativa afirmación de
identidad peruana. Pero si el yaraví no salió fuera de las fronteras na-
cionales, la tradición de Palma, en cambio, se difundió no solamente
por toda Latinoamérica sino que llegó y fue reconocida en España como
anunciando el próximo y triunfal arribo del modernismo a tierras hispa-
nas. No ignoramos, desde luego, que de vez en cuando se pretende
descalificar a Palma como protagonista del proceso de búsqueda de una
literatura nacional porque la mayoría de sus tradiciones se refieren a la
sociedad colonial. Sin embargo, desde una perspectiva diacrónica, el
significado de sus tradiciones en esa secuencia (independientemente de
que se guste o no de la obra de Palma) es evidente. Por lo demás, hace
tiempo que se esclareció que Palma era un tradicionista (un hacedor de
tradiciones) y no un tradicionalista (un beato admirador de un pasado
que, por lo contrario, burla burlando, contribuyó a desmitificar).
Ahora bien, si por un lado la obra de Palma mira hacia el costum-
brismo, desde otro sector del mundo literario y más allá de la tradición
y sus límites sin duda estrechos, otra posibilidad de creación verbal in-
quietaba intermitentemente —podemos suponer con fundamento— el es-
píritu creador de Palma. Era la novela, el gran género que en sus diver-
sas variedades había marcado decisivamente la historia de la literatura
decimonónica occidental. Una sola vez, que se sepa, Palma se había
aventurado por esta ruta escribiendo la novela histórica Los marañones,
inspirada en las aventuras de Lope de Aguirre. Pero los originales desa-
parecieron durante el incendio de su casa en 1881, durante los aciagos
años de la Guerra del Pacífico, y el libro jamás se conoció. Sin embar-
go, la proximidad de la novela se percibe a cada paso, latente en el tex-
to mismo de las tradiciones, a las que el propio Palma describió alguna
vez como “novelas en miniatura, novelas homeopáticas”. Viene al caso
recordar en este punto las palabras de Raúl Porras Barrenechea (1954):

“En las Tradiciones hay, refugiado y oculto, un estupendo es-


critor de costumbres, acaso un gran novelista, creador de ti-
pos de la farsa y del ambiente criollo, que se asoma por mo-
mentos… Si Palma hubiera accedido al pedido suplicante de
estos personajes… acaso contaríamos ahora con una galería
burlesca y castiza de personajes típicos… Palma poseía dotes
150 jorge cornejo polar

innatas para esa forja artística. Y es lástima que estas condi-


ciones no se emplearan para encarar de una vez los persona-
jes de la novela peruana de su tiempo”.

Aprovechando del conocido título pirandelliano, podría decirse en


efecto que los personajes de las tradiciones de Palma se hallaban en
búsqueda de un novelista que, desarrollando el cúmulo de posibilida-
des que cada uno encerraba, los convirtiese en personajes de novela.
Naturalmente que, como alguna vez se ha dicho, las tradiciones pue-
den considerarse como fragmentos de un gran fresco novelesco, como
piezas de una inmensa “comedia peruana” que, al igual que La come-
dia humana de Balzac, retratara en este caso sobre todo a la sociedad
colonial, a la vida cotidiana en tiempos del coloniaje. Y aunque no pue-
da negarse la verdad que se encierra tras esta sugestiva interpretación,
la realidad objetiva es que una novela como tal jamás fue escrita por
Palma (salvo el caso del texto perdido).
Y sin embargo, por el manejo admirable de la prosa, por la capaci-
dad de caracterizar personajes, por el don de evocar ambientes, por la
habilidad para urdir tramas y enredos, no cabe duda de que el gran tra-
dicionista pudo haber sido, además o alternativamente, un extraordina-
rio novelista, el gran novelista peruano del siglo pasado y uno de los
mayores de la decimonónica América Hispana. Complementariamente,
Palma tenía a su disposición un casi inagotable material, la historia gran-
de y menuda de los tiempos coloniales y de los primeros años de la Re-
pública, que conocía como pocos. No obstante, Palma prefirió ser un
“novelista sin novelas” como ha dicho sagazmente José Antonio Bravo.
¿Por qué Palma no acometió la empresa novelesca para la que esta-
ba tan excepcionalmente dotado? Difícil resulta descubrir la respuesta
verdadera a esta interrogante, una de las varias y graves preguntas que
brotan aquí y allá en el curso de nuestra historia literaria. ¿No quedó
Palma satisfecho de su primer intento, Los marañones? Es probable,
como también pudo haber ocurrido que el encanto de la tradición, la
fama prontamente alcanzada, la certeza de haber creado una forma ori-
ginal y la satisfacción que de ello obtenía, obnubilaran de tal forma la
visión del escritor que le impidieran ver como cercano y realizable el
proyecto novelesco. O tal vez don Ricardo prefirió mantenerse en el te-
rritorio propio y conocido (donde el éxito estaba asegurado) antes que
arriesgarse en intentos que de todos modos suponían cambios en
metas, diseños, ritmos y procedimientos técnicos. Lo cierto es que en el
momento actual no hay elementos de juicio suficientes para inclinarse
palma, el costumbrismo y la novela 151

por una u otra de estas interpretaciones.


Sea como fuere, lo evidente es que entre una concreta actividad es-
critural, la forja de algunos cientos de tradiciones —con su peculiar asi-
milación y transfiguración de lo costumbrista—, y la posibilidad —siem-
pre en trance de plasmarse pero jamás realizada— de la creación nove-
lesca, se desarrolla infatigable por cerca de cincuenta años la tarea crea-
dora de don Ricardo. Nada impide, sin embargo, dejar libre la imagina-
ción para que en gratificante juego ucrónico dibuje a su placer la fiso-
nomía de esa extraordinaria novela que pudo haber sido, a no dudar,
la novela de don Ricardo Palma.
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torial Nova.

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VALERA, Juan
1890 Cartas americanas. Madrid.
El símbolo del alimento en la poesía de
César Vallejo*

A Julio Vélez

Bien me doy cuenta de que


en este momento comen en
mi corazón.

Del carnet de 1932

Desde el primer poema del primer libro de Vallejo, Los heraldos negros
(1918), es posible encontrar ya —como un anuncio— la mención del ali-
mento en su forma elemental, el pan, alimento básico por excelencia.
Pero también desde esta primera vez, la palabra «pan» (como ocurrirá
con la mayoría de las que denotan alimento en su poesía posterior) está
empleada en un sentido múltiple, es sin duda un símbolo polisémico.
En efecto, el pan que en la puerta del horno se nos quema es evidente-
mente el pan material que se daña gravemente en el momento decisi-
vo, pero la misma palabra alude a la vez a uno de los golpes denuncia-
dos desde el verso inicial, uno de esos siniestros heraldos negros que a
partir de este momento inaugural de la poesía de Vallejo elevan ya su
sombra ominosa. Si se recuerda el texto: “Esos golpes sangrientos son
las crepitaciones de algún pan que en la puerta del horno se nos que-
ma”, se verá con claridad que dentro del contexto del célebre poema

* Una primera versión de este estudio fue leída durante el curso “La poesía contem-
poránea en español y César Vallejo”, organizado por la Universidad Complutense de
Madrid del 17 al 21 de agosto de 1992, en recuerdo del primer centenario del
nacimiento del poeta.

[155]
156 jorge cornejo polar

liminar, ese “pan” es foco generador —o símbolo— de toda una gama de


significaciones vinculadas a la frustración, al fracaso, al malogro.
Pero esto no es todo. Una lectura atenta del texto revela que tam-
bién en este primer poema la mención del alimento lleva implícita la
connotación de su carencia o, más directamente, del hambre que ocu-
pará más tarde tan decisivo sitial en la poesía de Vallejo. Y es que, ob-
viamente, un pan que se quema no sirve ya para ser comido; el ham-
bre de su previsto consumidor está a la vista. Y como se verá más ade-
lante, este hambre tendrá que ser entendido polisémicamente también.
Esta aparición tan temprana del alimento y su carencia en la poesía
de Vallejo revelan además que este núcleo temático habrá de consti-
tuirse en una de las columnas basales sobre las que se edificará su vasta
y compleja creación poética. Por eso mismo, el examen atento de este
asunto se presenta como una buena vía de acceso hacia una acertada
explicación e interpretación de este cosmos poético, ampliamente reco-
nocido como uno de los más importantes del siglo XX.
Naturalmente que estas cuestiones y su valor como clave para la
indagación crítica no han pasado inadvertidas para los numerosos valle-
jistas de antes y de ahora, varios de los cuales les han dedicado estu-
dios o secciones de textos mayores (aunque no existe, que sepamos, un
libro consagrado específicamente a este tema, que ciertamente lo me-
rece). Cabe citar así, entre otros, a Ana María Pucciarelli1, André Coyné2,
James Higgins3, Eduardo Neale-Silva4, Roberto Paoli5, Julio Vélez6,
algunos de cuyas interpretaciones o juicios hemos aprovechado en el
presente estudio7. De semejante modo, nos ha sido de gran utilidad la

1 Pucciarelli, Ana María. “Claves de César Vallejo: indagación preliminar”. En: Visión del
Perú Nº4. Lima, julio de 1969 (Homenaje Internacional a César Vallejo).//
“Polimorfismo del pan”. En: Angel Flores. Aproximaciones a César Vallejo. Nueva
York: Las Américas, 1971.
2 Coyné, André. César Vallejo y su obra poética. Lima: Editorial Letras Peruanas, 1958.//
César Vallejo. Buenos Aires: Nueva Visión, 1968.
3 Higgins, James. Visión del hombre y de la vida en las últimas obras poéticas de César
Vallejo. México: Siglo Veintiuno Editores, 1970.// César Vallejo en su poesía. Lima:
Seglusa Editores, 1970.
4 Neale-Silva, Eduardo. César Vallejo en su fase trílcica. Madison: The University of
Wisconsin Press, 1975.// César Vallejo, cuentista. Barcelona: Salvat Editores, 1987.
5 Paoli, Roberto. Mapas anatómicos de César Vallejo. Florencia: Casa Editrice D’Ana,
1981.
6 Vélez, Julio. “Introducción” a la edición de Poemas humanos, poemas en prosa y
España, aparta de mí este cáliz. Madrid: Cátedra-Letras Hispánicas, 1991 (segunda edi-
ción).
vallejo y el símbolo del alimento 157

consulta del monumental Diccionario de concordancia y frecuencias de


Ferdinando Rosselli y colaboradores, cuya información exacta (conse-
guida, como se sabe, con la utilización de los métodos de la informáti-
ca y la computación) sirve de indiscutible comprobación de la impor-
tancia del binomio alimento/hambre en el mundo vallejiano8.
Habrá que advertir, por otra parte, que la variedad de posibilidades
críticas que nacen de esta temática tan entrañablemente vallejiana aleja
de hecho toda pretensión de exhaustividad en su tratamiento y exige
más bien un aguzado sentido valorativo para escoger los más perti-
nentes y prometedores objetivos de acoso. En nuestro caso, el eje de
estudio está dado por un enfoque que privilegia la dimensión temporal
(pasado, presente y futuro) en relación con el asunto escogido. En tor-
no a esta línea organizamos consideraciones complementarias sobre la
madre como principal dispensadora del alimento, lo afectivo como con-
notación primordial de la imagen nutricional y —finalmente— en torno a
las circunstancias en que se recibe (o no) el alimento. La premisa funda-
mental de la que se parte en toda esta tarea crítica es —como lo dijimos
desde el comienzo— la afirmación de que en la poesía de Vallejo las pa-
labras que denotan alimento connotan simultáneamente un haz de sig-
nificaciones de índole afectiva en la mayor parte de casos; y que cosa
igual ocurre —pero en sentido opuesto— con los vocablos que denotan
sed o hambre.

7 Tenemos conocimiento de que el profesor Merlín H. Forster —de la Universidad de


Provo, Utah, Estados Unidos— trabaja sobre el tema de las imágenes de nutrición en
la poesía de Vallejo. Lamentablemente no hemos podido consultar sus textos ni tener
la referencia bibliográfica exacta.
8 Rosselli, Ferdinando; Alessandro Finnzi y Antonio Zampolli. Diccionario de concor-
dancias y frecuencias del uso en el léxico poético de César Vallejo. Firenze: Edizione
Universitá di Firenze, 1977.
Algunas de las muy valiosas informaciones que se dan en este libro —resultado de la
aplicación de las técnicas de la informática al análisis de textos poéticos— revelan los
altos índices de frecuencia en el uso de vocablos vinculados al alimento. Por ejem-
plo: “pan”, 26 veces (0,69%); “hambre”, 12 veces, más una vez “hambriento” (0,31%);
“sed”, 16 veces (0,29%). Igualmente, la palabra “madre”, figura tan vinculada al tema
alimenticio, registra una altísima frecuencia: 64 veces.
158 jorge cornejo polar

Puede afirmarse que hay una secuencia cronológica que partiendo


del pasado se proyecta hacia el porvenir —pasando por el presente— en
cuanto a la relación personal del hablante poético de la obra de Vallejo
con el alimento, y que en tal vinculación influye concurrentemente la
situación en que el alimento se recibe o deja de recibirse. Este proceso
puede describirse como uno que va de la satisfacción de la necesidad
de ese alimento (polisémicamente entendido) en el pasado infantil del
hablante, a la escasez, la penuria o directamente al hambre y la sed en
el presente de tal sujeto, particularmente en la franja cronológica 1923-
1938 (es decir, en la estancia europea del poeta); y que se prolonga
luego con la esperanza de un futuro en que el alimento adecuadamente
recibido sea una sola cosa con una existencia cabal y feliz, fraterna y
comunitaria del hablante y de todos (y esta totalidad es esencial) los
hombres.
Analizaremos estos tres momentos de la presentación del tema en
algunos de los textos más pertinentes (que significativamente son de los
más hermosos y logrados de la poesía de Vallejo). Y es que en esa plena
simbiosis del concreto alimento físico con una serie de elementos psi-
cológicos (y, a su turno, de su ausencia con otros elementos psicológi-
cos, pero de signo contrario) radica uno de los rasgos caracterizadores
más importantes de la identidad del poeta Vallejo.
Para la evocación del pasado, la fuente principal será el poema
XXIII de Trilce, uno de los textos vallejianos clásicos (y en relación al
que se han formulado muchas esclarecedoras lecturas).
El XXIII es probablemente el poema en el que más nítidamente se
percibe de qué modo, para Vallejo, en determinadas condiciones, el ali-
mento simboliza, sin duda, amor; aunque —y esto es particularmente
importante— sin dejar de significar sustento material. Se trata, como en
muchos de los mejores textos, de la primera etapa del poeta (la que
comprende los dos primeros libros de poesía y, en prosa, Escalas me-
lografiadas y Fabla salvaje de 1923), de una evocación nostálgica y
melancólica de la infancia y del ambiente hogareño. Por ello mismo, la
madre ocupa acá un lugar central: el poema está dirigido a ella, que
preside y otorga sentido a cuanto acontece en aquella “tahona estuosa”,
es decir, cálida, como se califica a la casa donde se hacían bizcochos
para el consumo familiar. Estos panes dulces son, a su turno, caracteri-
zados como “pura yema infantil innumerable” (es decir, en primera lec-
tura, alimento casi inagotable del niño). No obstante, si se emprende
una segunda lectura más atenta y contextualizada, cabe aventurar la
hipótesis de que tanto la “tahona estuosa” (literalmente “panadería calu-
vallejo y el símbolo del alimento 159

rosa”) como la “pura yema”, manteniendo su propio significado, pare-


cieran aludir a la vez y de algún modo a la propia madre que se con-
funde así con el horno donde se cocían aquellos inolvidables bizcochos
que eran conjuntamente pan y amor. Más aún, da la impresión que la
madre inicia un proceso de transubstanciación en alimento: es aquélla
la pura yema inacabable entregada amorosamente a los hijos. El texto
no rechaza esta interpretación: “Tahona estuosa de aquellos mis bizco-
chos/ pura yema infantil innumerable, madre”.
La madre, entonces, dando alimento-amor (dándose ella misma) a
los cuatro hijos menores (“las dos hermanas últimas, Miguel que ha
muerto/ y yo...”), que se representan inusualmente como gargantas,
“cuatro gorgas”, castellanización del francés gorges, es decir, niños que,
como los pajarillos, abren los picos y tienden los cuellos en torno a la
madre dadora de alimento/afecto por excelencia. Por otro lado, resulta
inquietante que a los hijos que piden de comer se les llame mendigos,
lo que en un enfoque diacrónico podría considerarse una prefiguración
del otro, del verdadero mendigo, de por ejemplo “La rueda del ham-
briento”. Los bizcochos son también descritos como “hostias de tiem-
po”, expresión que abre las puertas a la indudable presencia de lo reli-
gioso en el poema. En efecto, la repartición de alimentos que se hace
en un ámbito especial —“la sala de arriba”— tiene algo de rito que recuer-
da la eucaristía y la comunión cristianas. Todo ello refuerza la hipótesis
que aventurábamos antes: así como Cristo se hace pan, hostia sacra-
mental, la madre se convierte también en alimento, “hostias de tiempo”.
Ahora se comprende mejor que las hostias sean “de tiempo”, ya que los
bizcochos no son sólo el alimento que, consumido, nutre y luego desa-
parece, sino una especie de nutrición para siempre actuante, en la
medida en que es la madre misma —o al menos su amor a los hijos— la
que impregna la comida y la hace duradera e inolvidable. Todo ello
ocurre sin que el alimento dado por la madre deje de ser comida mate-
rial. Y esto es algo que, insistimos, no debe olvidarse en ningún mo-
mento.
En la segunda parte del poema, cesa la melancólica evocación de un
pretérito feliz pero irrecuperable. El tiempo del texto se traslada al
“ahora”, al presente adulto del hablante y muerta ya la madre, a la que
se desearía ver como “muerta inmortal” (poema LXV). De aquí que la
expresión con que se inicia: “¡Madre, y ahora!”, aunque recuerda el
lenguaje de un niño desorientado ante algo que ha sucedido y no acier-
ta a comprender, revela sobre todo con crudeza el sentimiento de orfan-
dad y la sensación de desconcierto en que se ve sumido el hijo ya
160 jorge cornejo polar

mayor, golpeado por una doble agresión del destino: la muerte de la


madre y el que la gente, los demás (el sistema tal vez) pretendan
cobrarle “el alquiler del mundo en que nos dejas/ y el valor de aquel
pan inacabable”. El hijo —que conserva una migaja... “que no quiere
pasar” (el recuerdo imborrable de la madre y el hogar, de la infancia
feliz y la plenitud realizada)— no puede comprender entonces que le
quieran cobrar o arrebatar aquello que la madre le había dado: no sola-
mente el pan sino el mundo todo, considerado como una amorosa
donación materna. Asombra, en verdad, la riqueza y la hondura de la
relación hijo-madre que se expresa en estos versos. Y para decir de su
desamparo y de su queja, el hablante vuelve una vez más a la voz y el
tono infantiles: “¿di, mamá?”.
En la penúltima estrofa se da otra versión del tema madre-alimento-
amor. La madre es “tierna dulcera de amor” y ahora que ha muerto sus
puros huesos “estarán harina/ que no habrá en qué amasar...”. Se podría
entender que la madre sigue siendo posibilidad de alimento plural
aunque la muerte impida la realización de tal posibilidad: ya no hay
dónde amasar los huesos/harina (¿y si hubiera?, cabría interrogarse).
Naturalmente, hay varios otros poemas referidos a ese pasado de sa-
ciedad alimenticia y afectiva. Podría mencionarse, por ejemplo, el poe-
ma LII de Trilce, texto extraño en la obra de Vallejo, porque la evoca-
ción de la infancia feliz y del paraíso hogareño no está contrastada, co-
mo ocurre en la mayoría de los casos, con las tristezas o limitaciones de
la edad adulta. Y en medio de este recuerdo eufórico está naturalmente
el alimento, que es mejor porque se recibe en cálido ambiente afectivo:
“Y llegas muriéndote de risa,/ y en el almuerzo musical,/ cancha reven-
tada, harina con manteca,/ con manteca...”; o el poema LVIII de Trilce,
uno de los poemas del ciclo carcelario, en el que la comida en la prisión
desencadena, como en un flash back, la reminiscencia de las comidas
infantiles: “cuando, a la mesa de mis padres, niño,/ me quedaba dormi-
do masticando”; o todavía la similar pero más amplia evocación del re-
lato “Alféizar” de Escalas melografiadas, en donde es nuevamente la co-
mida en prisión la generadora de la memoria del bien perdido.
Debe advertirse, antes de terminar este apartado, que si bien es cier-
to que la época del alimento suficiente y recibido como un don de amor
en una atmósfera feliz, corresponde fundamentalmente a la infancia,
existen algunos casos en que la indestructible ecuación vallejiana, ali-
mento-afecto-alegría, se da en pasajes de la vida adulta (excepciones
que confirman la regla, al fin y al cabo). Se ve así en “Palmas y guita-
rra” de Poemas humanos, en donde el comer es parte esencial de una
vallejo y el símbolo del alimento 161

situación de alegre intimidad amorosa: “Ahora, entre nosotros, aquí,/


ven conmigo, trae por la mano a tu cuerpo/ y cenemos juntos/ pase-
mos un instante la vida/a dos vidas...”, en la que, no obstante, no falta
una nota dramática fruto de otra de las obsesiones del poeta: la muerte.
El verso citado concluye, en efecto: “...y dando una parte a nuestra
muerte”. La escena es semejante a la evocada con gran vitalidad en el
poema XXXV de Trilce. Aquí se trata de otro alegre “encuentro con la
amada”, del que forma parte sustancial “el almuerzo con ella” (una vez
más lo afectivo y lo alimenticio en trabada relación); pero además hay
un uso, poco frecuente en Vallejo, de algo alimenticio como término de
comparación en una imagen: las palabras tiernas de la mujer son “como
lancinantes lechugas recién cortadas”.

II
Lejana e irrecuperable la infancia, el hablante de la poesía de Vallejo
(ahora adulto) se enfrenta a la dura condición del hambre físico y de la
orfandad afectiva, dos de los varios heraldos negros vistos y temidos
desde el comienzo del ejercicio creativo del autor. Pero aunque la
situación ha cambiado, las palabras que aluden a la nutrición o a su
contrario, el hambre, continúan siendo símbolos polisémicos, pode-
rosos núcleos generadores de un abanico de variadas significaciones o
sugerencias.
“La cena miserable” (Los heraldos negros), el poema XXVIII de Trilce
y “La rueda del hambriento” (Poemas humanos), tres memorables tex-
tos vallejianos, serán la vía de acceso en esta nueva fase de la inda-
gación.
La singularidad impresionante del primer poema comienza por el
título, que encierra una paradoja inquietante: una cena, acto de comer
que por definición tendría que calmar el hambre, es insólitamente adje-
tivada como miserable, es decir, como desdichada, mezquina, expresión
de pobreza suma. Sin duda, este uso irónico o paradójico de las pa-
labras “cena” y “miserable”, del que nace la poderosa fuerza de la ex-
presión, recuerda el empleo en similar forma de la palabra “ágape” para
titular otro poema en el que no se habla de comida servida en comu-
nión fraterna, como pudiera válidamente suponerse, sino más bien de
la soledad de un hombre hambriento de afecto en medio de la mu-
chedumbre indiferente o egoísta que puebla una gran ciudad.
Sin embargo, el centro vital del texto no termina en la paradoja del
título. Hay otro componente esencial que es la dimensión temporal
162 jorge cornejo polar

claramente referida en el uso anafórico de la expresión “hasta cuándo”,


que se reitera seis veces. Hay, pues, un paso ingrato, hostilizador, inso-
portable del tiempo. Obviamente, ese tiempo martirizante e inacabable
que transcurre incesante es la vida misma visualizada como una cena
absurda en la que, en vez de recibir alimento, el ser humano recibe
sufrimiento. Se explica así que el poeta califique a esta (mala) vida de
cena miserable; y que recurriendo a añeja fórmula cristiana la identifique
con un “valle de lágrimas”, con el agregado de que el hombre no pidió
jamás venir a él: “a donde yo nunca dije que me trajeran”. El extremado
sufrir del hablante lo hace, pues, renegar de la existencia misma.
La simbología alimenticia, debe precisarse, recorre el texto de arriba
a abajo. Por ejemplo: “Ya nos hemos sentado/ mucho a la mesa con la
amargura de un niño/ que, a media noche, llora de hambre, desvela-
do...”. Sólo que aquí ocupa el primer lugar no el alimento en sí sino la
privación de él: el hambre. Un componente esencial del padecimiento
que supone el vivir está dado por la carencia de alimento. La presencia
decisiva del factor alimenticio se va acentuando a medida que avanza
el poema, hasta llegar a alcanzar un rol primordial cuando, en lo hondo
del desaliento y en el linde de la desesperación, el hablante imagina la
cancelación del sufrimiento como un desayuno (des-ayuno, cese del
ayuno) pero ya no individual sino comunitario, fraterno, de todos los
hombres: “Y cuándo nos veremos con los demás, al borde de una ma-
ñana eterna, desayunados todos” (verso en el que habría que reparar,
aunque no podamos profundizar en el asunto, que nos llevaría fuera del
tema). “Una mañana eterna”. ¿Significará esta locución una plenitud hu-
mana estable y de duración indefinida o es una referencia al más allá,
a la vida perdurable de los cristianos?
Parece imprescindible comentar que este anhelo del desayuno general
(referido no sólo al alimento físico sino a la gratificación global de la per-
sona) es como una de las columnas en que se sustenta un arco temático
que, atravesando toda la poesía de Vallejo, sólo será concluido en el final
de su obra poética; cuando se levante la segunda columna basal y quede
cerrado el edificio, cuando, de modo aún más explícito, reaparezca el
mismo hermoso ideal (que es uno de los elementos que da tan cerrada
unidad temática a la obra del poeta): “Se amarán todos los hombres/ y
comerán tomados de las puntas de vuestros pañuelos tristes...”, se lee en
el “Himno a los voluntarios de la República”, poema inicial del último li-
bro de Vallejo, España, aparta de mí este cáliz.
En el cierre de este riquísimo texto que es “La cena miserable”,
irrumpe una figura inquietante y difícil de identificar: el oscuro que ha
vallejo y el símbolo del alimento 163

bebido mucho y que “acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara/


de amarga esencia humana, la tumba”. Hay aquí evidentemente otro
símbolo, pero de más difícil esclarecimiento. Un primer impulso podría
llevar a la conclusión de que ese oscuro es Dios, pero si reparamos en
que menos sabe “ese oscuro ¡hasta cuándo la cena durará!”, tal posibili-
dad se esfuma. Podría pensarse que es el azar, el destino azaroso. Pero
también cabría aventurar una lectura al pie de la letra y pensar así que
todo el poema reposa sobre un sustrato factual, una experiencia real: el
poeta estaría así evocando una precisa, escasa cena y a un ebrio que la
interrumpe groseramente. Subrayemos, finalmente, que incluso en me-
dio de esta figuración hermética aparece un utensilio vinculado a la co-
mida, la cuchara, cuyo valor simbólico en el conjunto de la poesía de
Vallejo ha sido trabajado con acierto por Neale-Silva9 (recuérdese “Lán-
guidamente su licor” de Poemas en prosa y el poema III de España,
aparta de mí este cáliz).
Unánimemente celebrada y cargada de significaciones, “La rueda del
hambriento” es una de las más importantes composiciones de Vallejo. Y
en ella el tema de la falta de alimento figura desde el, para muchos,
enigmático título, el cual, sin embargo, desde nuestra óptica parece cla-
ro: “rueda” connota en este caso el sentido de algo rutinariamente repe-
titivo y que no puede ser de otra manera (tal como la rueda de la noria,
que debe ser incesantemente movida en el mismo sentido si se quiere
sacar agua del pozo, o, como apunta Higgins, “el mendigo va dando
vueltas, cautivo de un círculo vicioso sin salida”).
Luego del impresionante arranque marcado por las duras, directas
exclamaciones: “Váca mi estómago, váca mi yeyuno” (que habría que
entender como que están vacantes, cesantes, sin uso, vacíos), la larga
segunda estrofa introduce una ruptura del sistema de lo lógicamente es-
perado (como diría Bousoño). En efecto, y a pesar de lo dicho antes,
de la miseria del hablante, no se pide alimento sino “una piedra en qué
sentarme”; lo que revela que no se trata sólo de hambre físico sino tam-
bién de una gran necesidad de reposo, consuelo, tranquilidad. Por otro
lado, la manera entre humilde y desesperada como se pide la piedra
(“¿no habrá ahora para mí?”) expresa a la vez lo urgente de la necesi-
dad y también, parece, la experiencia de fracasadas peticiones anterio-
res. Todo lo cual se confirma porque la petición de la piedra ocupa dos

9 Neale-Silva, Eduardo. César Vallejo, cuentista. 1987 (ver nota 4).


164 jorge cornejo polar

estrofas en las que el tono desesperado va en aumento y se ruega que


llegue cualquier piedra, “... la que no sirve ni para ser tirada contra el
hombre... la mala... la torcida...”.
Es solamente en la cuarta y última estrofa donde aparece la petición
que el lector esperaba desde el título: “Un pedazo de pan, ¿tampoco ha-
brá ahora para mí?”. Luego, en una suerte de aparente delirio o confu-
sión, se entremezclan las dos necesidades, la de alimento y la de repo-
so: “pero dadme/ por favor, un pedazo de pan en qué sentarme...”. La
rogativa final demuestra transparentemente, a mi entender, que el ham-
bre del sujeto poético es ciertamente material pero a la vez psicológico
o espiritual si se prefiere: “pero dadme/ en español/ algo, en fin, de
beber, de comer, de vivir, de reposarse...”; en la que habría que subra-
yar primero la condición “en español”, es decir, en su propia lengua,
que es la única que le transmite comprensión, seguridad; y segundo,
que lo último que se pide es algo de beber, de comer, pero simultánea-
mente “algo de vivir, de reposarse”. La necesidad es total y abarca, co-
mo venimos sosteniendo desde el principio, lo material y lo espiritual,
es decir, al hombre en su compleja integridad. El poema no termina ahí,
sin embargo. El hablante anuncia que se irá cuando se le conceda lo
que solicita y añade, como cierre, una conmovedora y atroz constata-
ción: “Hallo una extraña forma, está muy rota/ y sucia mi camisa/ y ya
no tengo nada, esto es horrendo”. Confesión sobrecogedora. El ha-
blante (que es Vallejo mismo, lo sabemos) ha llegado a la desposesión
total, a la miseria suma, es el mendigo de pan y de amor previsto ya
desde la infancia (poema XXIII de Trilce).
Un caso singular en esta galería de textos vinculados al polisema
“alimento” lo constituye el poema XXVIII de Trilce, donde se presentan
situaciones en que no falta el sustento alimenticio e incluso se da en
cierto momento el ambiente afectuoso que pareciera ser absolutamente
indispensable en el sentir del poeta para que el alimento sea ver-
daderamente tal y, no obstante, sucede que el hablante siente que no
puede comer o que el alimento pierde su condición de tal.
El poema, en verdad, parece recrear dos experiencias distintas. En la
primera, es la comida en la soledad absoluta: “He almorzado solo aho-
ra...”, y se precisa que no se ha tenido ni a la madre ni al padre aten-
tos y cariñosos. En estas condiciones el almuerzo se antoja imposible:
“Cómo iba yo a almorzar... cuando habráse quebrado el propio hogar,/
cuando no asoma ni madre a los labios”. La secuencia termina con una
reiteración a la que se añade una típica invención lingüística vallejiana:
“Cómo iba yo a almorzar nonada”. La conclusión desmesurada, despro-
vallejo y el símbolo del alimento 165

porcionada, se presenta, sin embargo, clara: sin los padres y el hogar


no hay comida posible. En la segunda parte, la soledad ha sido sustitui-
da por la compañía de un buen amigo y sus “canas tías” que hablan ale-
gremente y sin cesar (el hablante acota: “Así, ¡qué gracia!”). Pero de na-
da vale la amical compañía: los cuchillos de esa mesa le han dolido “en
todo el paladar”. Aquí la conclusión se hace explícita (tal vez innecesa-
riamente, como han apuntado algunos estudiosos): el comer en estas
mesas en que se prueba amor ajeno “torna tierra el bocado/ que no
brinda la/ MADRE”. El dulce se convierte en hiel, el café en aceite “fu-
néreo”: ocurre que “el sírvete materno no sale de la/ tumba...”. La pre-
sencia constante de la madre en este texto, gráficamente reforzada al fi-
nal con la escritura de la palabra en mayúsculas corridas, confirma el
rol esencial de la figura materna en el orbe poético vallejiano, como ma-
dre y a la vez como la única verdadera dadora del alimento que es a la
vez —lo hemos comprobado— comida material y amor.
Reacciones parecidas (la comida que no lo parece o que no se pue-
de comer porque se está solo, la comida que es “un sabor ya sin sabor”
como el de “Los pasos lejanos”) se dan por ejemplo en los poemas XLVI
y LVI de Trilce. Así, en el primero se presenta a la tarde “cocinera” que
“te suplica y te llora” (para que coma, se supone), y el hablante, que ha
estado “sin probar agua de lo puro triste”, hace esfuerzos por comer, ya
que no hay valor para servirse de estas aves. El texto se cierra con una
desolada expresión: “¡Ah! qué nos vamos a servir ya nada”, en la que una
vez más se transparenta cómo, para el poeta, el alimento en orfandad, de-
samparo y soledad queda despojado de todo sentido, de todo valor. De
modo aún más patético, en el poema LVI se dice: “Todos los días amanez-
co a ciegas/ a trabajar para vivir: y tomo el desayuno,/ sin probar ni gota
de él, todas las mañanas”. Terrible, estremecedora expresión en que, de
manera característica, Vallejo, con las palabras más sencillas y comunes,
logra transmitir dramáticos contenidos como los de esta paradoja: beber
el desayuno sin probar una sola gota (sin gustarlo, sin sentirlo).
En el mundo poético de Vallejo el presente es, pues, el tiempo del
hambre y de la necesidad parejamente física y psicológica de nutrición
global que desde siempre y en lo más entrañable de su ser ha experi-
mentado el poeta.
166 jorge cornejo polar

III
Con demasiada frecuencia se ve en Vallejo solamente al poeta del
dolor, la angustia, el desamparo, la soledad (lo cual es cierto, pero no
abarca todo el complejo mundo vallejiano) y se deja de lado otro ele-
mento esencial de su mensaje: la esperanza. Vallejo es también, hay que
proclamarlo, un poeta de la esperanza. Este tema está presente desde
Los heraldos negros, tanto en forma algo críptica pero indiscutible como
en “Líneas”, cuanto de modo explícito en “El pan nuestro” y especial-
mente en “La cena miserable”. Y este eje temático se prolonga en Trilce
(poemas XXXVI y LXXVII por ejemplo), para afianzarse en Poemas
humanos y culminar espléndidamente en España, aparta de mí este
cáliz.
Para este tema que nos interesa (el de la “expansión semántica del
símbolo del pan”, como diría Ana María Pucciarelli), retenemos “El pan
nuestro” y “La cena miserable” del primer libro de Vallejo y el “Himno
a los voluntarios de la República” del libro final.
En “El pan nuestro” la esperanza de la nutrición cabal se expresa de
modo a la vez más concreto y más empapado de ternura, si así puede
decirse. Se quisiera, en efecto, “tocar todas las puertas y preguntar por no
sé quién” (expresión que recuerda a “Ágape” del mismo libro) y luego
“ver a los pobres y, llorando quedos, dar pedacitos del pan fresco a
todos” (de nuevo el alimento hecho una sola cosa con el amor). De aquí
se traspasa sorpresivamente el “borde célebre de la violencia” (que no se
llegará a cruzar en “Me viene hay días...” de Poemas humanos) y se desea
así saquear a los ricos sus viñedos (lo que insufla a la esperanza cierto
aire de reivindicación social, aunque dulcificada, porque tal violento acto
se hará no sólo en nombre de Cristo sino con las mismas “manos santas/
que a un golpe de luz/ volaron desclavadas de la Cruz”). El poema con-
cluye renovando el anhelo central: hacerle a alguien, a todos, “pedacitos
de pan fresco/ aquí en el horno de mi corazón”. La intensidad de la
expresión que reúne el propósito de alimentar con el de amar, se halla
cabalmente conseguida otra vez con gran economía expresiva y basada
en el empleo de términos del más cotidiano léxico (cosa que siempre será
motivo de admiración en la poesía de Vallejo).
De “La cena miserable” debe rescatarse los hermosos versos que ex-
presan de modo claro el deseo (la esperanza) de un futuro diferente vis-
to desde la óptica del alimento material/espiritual: “Y cuándo nos vere-
mos con los demás, al borde de una mañana eterna, desayunados todos”.
Este texto del primer Vallejo se enlaza inequívocamente —como hemos
vallejo y el símbolo del alimento 167

apuntado ya— con una de las composiciones principales del Vallejo termi-
nal: el “Himno a los voluntarios de la República” de España, aparta de
mí este cáliz, y naturalmente con otros poemas de los dos últimos libros
de Vallejo.
El “Himno” es, como se ha dicho muchas veces, un canto de espe-
ranza en un porvenir mejor que se edificará sobre los sufrimientos del
presente. En tal futuro distinto, el ingrediente de la nutrición polisémi-
camente simbolizada tiene un rol vital. Los voluntarios son vistos como
constructores de “la activa, hormigueante eternidad”, a la que donarán,
con su propia muerte, un destino feliz en el que “vendrá en siete ban-
dejas la abundancia...”. En ese mismo anhelado y avizorado mañana:
“¡Se amarán todos los hombres/ y comerán tomados de las puntas de
vuestros pañuelos tristes/ y beberán en nombre de vuestras gargantas
infaustas” (y hasta la hormiga “traerá pedacitos de pan al elefante enca-
denado”, es decir, pan con ternura, visible ésta en el diminutivo). La
misión del miliciano republicano queda así sublimada: su lucha y su
previsible muerte serán los factores desencadenantes de la utopía hecha
paradójicamente realidad. Repárese que tanto en el fraseo del “Himno”
como —veinte años antes— en el de “La cena miserable”, se habla de una
plenitud vital para todos los humanos, no para un grupo, sector o clase.
La visión de la “cena” imagina a los hombres “desayunados todos” al
borde de una mañana eterna, mientras que en el “Himno” se reitera la
plural “fraternidad”: comerán todos los hombres y se amarán todos los
hombres. El amor entre la totalidad de los hombres será condición pre-
via fundamental del bienestar futuro, de manera semejante a “Masa”,
donde la misma totalidad —“todos los hombres de la tierra”— es el re-
quisito sine qua non para que el cadáver del combatiente deje de morir,
vuelva a la vida.
En busca del tema del alimento en su variada riqueza hemos reco-
rrido una buena parte del territorio poético trabajado por Vallejo. Al ter-
minar el itinerario programado percibimos con claridad que quedan
todavía muchas zonas por explorar con relación al mismo asunto. Y
esto porque no cabe duda que el eje temático del alimento es uno de
los principales del universo vallejiano en sí mismo y por ello atrae como
un imán una serie de significaciones y cuestiones conexas. No podría
decirse, sin caer en la exageración, que estamos ante el tema funda-
mental de Vallejo, pero su significación en la obra del poeta peruano es
grande. Los análisis e interpretaciones que ahora ofrecemos deben con-
siderarse como un work in progress (como de hecho debe catalogarse
todo proyecto crítico serio). Habremos de continuar por el camino
168 jorge cornejo polar

abierto con la conciencia de que estaremos jugando siempre una “parti-


da inconclusa”, según la acertada frase con que Alberto Escobar descri-
be los trabajos de acoso crítico a la obra literaria.
Vallejo y la vanguardia,
una relación problemática

El presente estudio tiene sus remotos antecedentes en un trabajo ya an-


tiguo: Trilce y Escalas melografiadas: dos instancias de un solo momen-
to creador (Cornejo Polar, 1964), cuya hipótesis vertebradora estaba
constituida por la postulación de la existencia de una variada serie de
relaciones entre ambas obras, algunas de las cuales se intentaba explici-
tar a la vez que se enfatizaba en la clara diferencia que hay entre el pri-
mer Vallejo, el de Los heraldos negros, y este segundo momento creador
del poeta, representado por las dos obras bajo estudio y también en al-
guna medida por Fabla salvaje.
Posteriormente, el ahondamiento reflexivo en el tema y la revisión
en lo posible de la más calificada crítica vallejiana (muy abundante co-
mo se sabe, pero que, sin embargo, no aborda de modo exhaustivo la
cuestión de los vínculos entre ambos libros) me llevaron al convenci-
miento de que siendo la actitud revolucionaria (literariamente hablan-
do) o vanguardista o renovadora lo que relaciona a las dos obras y lo
que las hace diferentes de Los heraldos negros, la primera interrogante
a despejar era aquélla que plantea cómo Vallejo en tan corto tiempo
—sólo cuatro años separan a Los heraldos negros de los otros dos libros—
pudo haber cambiado tan profundamente su actitud literaria. De ahí la
aparición de un primer territorio problemático que intentaremos explo-
rar (luego de esta breve introducción) para encontrar posibles respues-
tas a la pregunta indicada. Se tratará, en otras palabras, de encontrar
explicaciones suficientes que den cabal cuenta del proceso de cambio
vivido por Vallejo entre 1918 y 1922.
La segunda y última parte del estudio consistirá en un trabajo pun-
tual (importante e indispensable) que revelará las relaciones que a
diversos niveles, desde el temático hasta el lingüístico, existen entre
Trilce y Escalas melografiadas. Pensamos que en este aspecto nuestra
investigación conduce a la formulación de algunos aportes novedosos.

[169]
170 jorge cornejo polar

De todos modos y aunque parece casi innecesario decirlo, deseo de-


jar constancia de que no considero en absoluto este trabajo como algo
definitivo. La investigación sobre los cambios entre el primer y el segun-
do Vallejo (si es lícito hablar así), en torno a la vanguardia y Vallejo, y
acerca de las múltiples relaciones que ligan a Trilce con Escalas melo-
grafiadas constituye para mí una suerte de work in progress que no
pienso abandonar por un buen tiempo.
Como es sabido, en 1918 César Vallejo (que había nacido en Santia-
go de Chuco en 1892) da a la imprenta de Lima su primer libro, Los he-
raldos negros, que circula en 1919. Cuatro años más tarde y en rápida
sucesión, Vallejo publica Trilce (1922), Escalas melografiadas (1923) y
Fabla salvaje (1923). En junio de este mismo año, Vallejo emprende via-
je a Europa donde escribirá el resto de su obra, de la cual sólo una parte
verá publicada. Vallejo morirá en París en 1938, sin haber vuelto al Perú.
Contra lo que pudiera suponerse, la obra de Vallejo escrita y publica-
da en el Perú no conforma un bloque unitario. Por el contrario, como lo
descubrió tempranamente la crítica (véase los libros precursores de Es-
tuardo Núñez, Luis Monguió y André Coyné), existen evidentes diferen-
cias entre Los heraldos negros por una parte y los otros tres libros, par-
ticularmente Trilce y Escalas melografiadas, por la otra. Se advirtió en
especial que aunque el primer libro de Vallejo es ya un texto importante
que permite conocer la voz original de un gran poeta, se trata a la vez de
una obra en la que todavía es posible detectar algunas presencias del
modernismo (y más específicamente de Darío y Herrera y Reissig) así
como de formas tradicionales de hacer poesía. Trilce, en el otro extremo,
es no sólo un libro absolutamente nuevo, expresión de una voz inaudi-
ta, sino también un libro revolucionario en el proceso histórico de la
poesía en lengua española, características que en cierta medida comparte
con Escalas melografiadas. Sobre la radical innovación que Trilce signifi-
ca y sobre su rol en la historia de la poesía hispanohablante son abun-
dantes y calificados los juicios coincidentes. Podrá recordarse así el de
Jean Franco: “Por lo que se refiere a la poesía hispanoamericana, el siglo
XX empieza en 1922. En este año César Vallejo publicó Trilce” (Franco,
1984); o el de Saúl Yurkievich: “Pocos hay en la literatura contemporánea
de lengua castellana que contengan a la vez, como Trilce, tanta inno-
vación y calidad poética. Su originalidad desconcertante posee el don de
la permanencia. Doble y difícil mérito el de Vallejo: concebir una poesía
nueva y valorizarla para que sea perdurable” (Yurkievich, 1971).
Naturalmente que no desconocemos los importantes estudios más
recientes (Escobar, 1973; Paoli, 1981; entre varios otros) que insisten en
vallejo y la vanguardia 171

subrayar más bien la unidad básica de la poesía de Vallejo y por ende


la existencia de lazos que vinculan a Los heraldos negros y Trilce. Así,
Escobar advierte que a pesar de las diferencias entre ambos libros “no
es menos significativa la continuidad subyacente que se proyecta de ése
a este libro”. Paoli por su parte añade que se debe precisar que “la con-
traposición entre las dos fases o, lo que es lo mismo, entre Los heraldos
negros y Trilce, en un análisis atento no resulta tan abismal como
parece a primera vista”. Reconociendo la pertinencia de este tipo de
afirmaciones creo, no obstante, que ellas no alcanzan a borrar las claras
distancias que existen entre el libro de 1918 y los de 1922 y 1923 (Trilce
y Escalas), reconocidas incluso por autores como los citados. De aquí
entonces la necesidad insoslayable de buscar explicaciones convin-
centes para la transformación experimentada por el poeta en los años
decisivos ya referidos, como un paso previo indispensable al estudio de
las relaciones entre Trilce y Escalas melografiadas que es el segundo
tema de nuestro estudio.

I
Son dos las explicaciones que de inmediato aparecen como presu-
miblemente válidas cuando se trata de comprender la razones del cam-
bio experimentado por Vallejo entre 1918 y 1922. Una de ellas plantea
una interpretación fundada en la biografía mientras que la otra privile-
gia a factores literarios como principales responsables de la transforma-
ción. Ninguna de las dos nos parece enteramente satisfactoria según se
verá más adelante, pero ambas aportan elementos de interés.
Como es sabido, a partir de 1915 (con la muerte de su hermano Mi-
guel) comienzan a sucederse en la vida de Vallejo acontecimientos do-
lorosos o desagradables cuya frecuencia se va a intensificar en los años
siguientes.
Una rápida enumeración de estos “golpes” (en los que seguramente
pensaba, recordando los pasados y avizorando los futuros, al escribir el
famoso poema liminar de su primer libro) tendría que mencionar.
En 1917: Vallejo recibe la noticia de un asunto importante resuelto
desfavorablemente y de modo que afecta seriamente a algunos de sus
familiares. Esta revelación produce un gran impacto emocional en el
poeta y constituye la motivación próxima de la escritura del poema “Los
heraldos negros” (Espejo Asturrizaga, 1965). Además, a lo largo del año,
se publican duros ataques contra Vallejo, tanto en La Industria de
Trujillo como en Variedades de Lima que en su edición del 22 de se-
172 jorge cornejo polar

tiembre incluye la conocida, comentada e injuriosa carta de Clemente


Palma a Vallejo. Y en otro orden de cosas, el poeta intenta suicidarse
luego del fracaso de su relación amorosa con Zoila Rosa Cuadra (al pa-
recer la Mirtho de algunos textos).
En 1918 anotamos: temprana muerte de María Rosa Sandoval, que
había sido uno de los primeros amores de Vallejo; muerte de Manuel
González Prada, quien había manifestado amistad hacia el poeta, el cual
sentía por el viejo maestro respeto, admiración y afecto; y el 8 de agos-
to, muerte de la madre del poeta en Santiago de Chuco, sin que Vallejo,
ignorante de la rápida enfermedad mortal, pudiera estar a su lado. La
crítica abunda en pertinentes análisis acerca de la influencia de esta pér-
dida en la vida y en la obra de Vallejo, que nos relevan de mayor co-
mentario por ahora.
En 1919 registramos: doloroso fracaso de la relación amorosa con
Otilia, tal vez el más importante romance de Vallejo en el Perú; muerte
trágica de Abraham Valdelomar, con quien Vallejo mantenía una rela-
ción de gran amistad, lo que explica la conmoción que la noticia pro-
dujo en el poeta (similar, según Espejo, a la ocasionada por la muerte
de la madre).
Finalmente, en 1920 ocurren los sucesos de Santiago de Chuco (le-
vantamiento popular, saqueos, incendios) por los que se acusa injusta-
mente a Vallejo, lo que motiva luego su prisión (los hoy famosos 112
días que van del 6 de noviembre de 1920 al 26 de febrero de 1921) en
la cárcel de Trujillo. Sin entrar en una innecesaria, por sabida, narración
de los hechos y explicación de sus efectos sobre la vida y obra de Va-
llejo, parece importante de todos modos hacer notar que presumible-
mente ésta es la primera ocasión en que Vallejo recibe directa y per-
sonalmente los efectos de la maldad de otros hombres. Ya no son Dios,
el destino, la fatalidad o el simple cumplimiento de las leyes biológicas
los responsables de sus sufrimientos: se trata ahora de la voluntad hu-
mana expresamente dirigida a hacerle daño, y un daño que quitándole
la libertad lo reduce a una desesperada impotencia y lo convierte en
“una mayoría inválida de hombre” (poema XVIII de Trilce) y le hace
decir, bastantes años más tarde, en Poemas en prosa: “El momento más
grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”, frase que dado
el carácter no ficcional de la poesía de Vallejo, puede tomarse como una
confesión personal.
Éste es, en sumaria recapitulación, el lado negativo de la vida de Va-
llejo en los cuatro determinantes años, 1918 a 1922, la tinta negra que
ensombrece su trazo vital en ese breve pero intenso período. Y en la
vallejo y la vanguardia 173

sumatoria de los efectos de esta serie de hechos dolorosos estaría ence-


rrada, para muchos, la clave que explicaría el profundo cambio que se
registra en la escritura de Vallejo en este mismo tiempo y cuya primera
y a la vez más completa y radical manifestación habrá de darse en Tril-
ce. ¿Será esto así? ¿La existencia determinará de tan decisivo modo la na-
turaleza de una obra literaria? Creo que ésta es una cuestión de suma
trascendencia en toda aproximación seria a Vallejo, por lo que es impe-
rativo tratarla con especial esmero.
Parece indispensable, en primer término, hacer notar que la vida de
Vallejo en el período indicado no sólo está conformada por hechos ne-
gativos, por llamarlos de algún modo. Repárese ante todo que en esos
años publica Vallejo su primer libro, hecho sin duda importante y grato
para cualquier escritor, y que lo hace no en la provincia sino en Lima,
la capital del país y centro de su vida cultural. Por lo demás y contra lo
que habitualmente se cree, Los heraldos negros no cae en el vacío como
sí ocurrirá con Trilce, sino que su aparición es seguida de un cierto nú-
mero de comentarios y críticas en su mayoría favorables. En su libro,
Espejo Asturrizaga transcribe cerca de una decena de textos que firman
escritores importantes como González Prada, Valdelomar, Luis Góngora,
Luis Varela y Orbegoso, Antenor Orrego, entre otros. Buena cosecha sin
duda para un autor que se inicia. Pero hay algo más: en esos años Va-
llejo conoce y traba verdadera amistad con personajes centrales de la
vida literaria de entonces: González Prada, Eguren (hay una hermosa
carta a Vallejo que transcribe también Espejo), Valdelomar, los herma-
nos Ernesto y Gonzalo More y los ya citados Góngora y Varela y Orbe-
goso. Hasta su implacable detractor de otrora, Clemente Palma, termina-
rá testimoniándole admiración (ver carta de Vallejo a sus amigos de Tru-
jillo, de febrero de 1918, incluida también por Espejo en su indispensa-
ble biografía). No todo es sombrío, entonces, en la existencia de Vallejo
entre los 26 y los 30 años de edad; es decir, cuando en plena juventud
y en el cabal ejercicio de su capacidad creadora, se dispone a la con-
quista de nuevos logros. Nada de esto debe olvidarse a la hora de hacer
un balance del período que nos interesa.
En conclusión: la secuencia de acontecimientos negativos existe, pe-
ro al lado de ellos hay otros positivos que matizan el fondo oscuro. Sin
embargo, como ha sido ampliamente estudiado y documentado, la serie
negra deja claras huellas. En primer lugar, en la visión del mundo de
Vallejo, que se hace más sombría, pesimista y escéptica (lo era ya desde
el primer poema del primer libro: “Hay golpes en la vida, tan fuertes...
Yo no sé!”), Vallejo confirmará entonces su intuición inicial: hay dema-
174 jorge cornejo polar

siado sufrimiento, mucho inexplicable dolor en la vida de los hombres.


Y además, la mayoría de estas malas experiencias darán pábulo a varias
líneas temáticas de la obra posterior. Así, la madre que muerta se en-
grandece e inspira varios de los mejores momentos de Trilce. O la pri-
sión que alimenta a su turno otros textos memorables. O la frustrada re-
lación amorosa con Otilia, que es, al parecer, la que da origen a la ma-
yoría de los 35 poemas de tema amoroso del segundo libro de Vallejo.
No obstante, lo que nos deja perplejos y dubitativos es que la radical
novedad de Trilce no está tanto en la temática cuanto en el propósito
central de ruptura y revolución que lo alienta y en el ámbito de las for-
mas (las palabras, las figuras, la ortografía, la sintaxis). ¿Podrán las pér-
didas de seres queridos, las injusticias, los fracasos amorosos cambiar la
visión del mundo, el temple anímico de una persona? Naturalmente que
sí y más si se trata de un espíritu extremadamente sensible como el de
Vallejo. Pero, ¿podrán esos mismos siniestros factores modificar la acti-
tud frente al modo de hacer poesía, tendrán la fuerza y la eficacia sufi-
ciente para hacer que una persona genere un nuevo lenguaje poético
radicalmente diferente del usual en la poesía de ese tiempo? La respues-
ta a esta decisiva cuestión no está clara para mí hasta el momento. La
exploración debe proseguir.
Examinaremos ahora la otra explicación posible, es decir aquélla
que interpreta el cambio producido en la poesía de Vallejo como el re-
sultado de factores fundamentalmente literarios. Más específicamente se
trataría de ver la transformación vallejiana como una consecuencia de
su conocimiento de la vanguardia europea o incluso de autores anterio-
res como Stephan Mallarmé (recuérdese al respecto la categórica afirma-
ción de Xavier Abril: “Persuadido estoy de que fue la lectura del famoso
poema ‘Un coup de dés’, traducido por Rafael Cansinos-Assens con el
título de ‘Una jugada de dados’ y publicado el mes de noviembre de
1919 en la revista madrileña Cervantes, la que determinó la transforma-
ción poética de César Vallejo” (Abril, 1958). Más específicamente, se tra-
taría de saber entonces: a) si Vallejo leyó con cierta amplitud textos de
las escuelas de vanguardia anteriores a Trilce, es decir, el futurismo
(1909), el dadaísmo (1916), el ultraísmo y el creacionismo (1919); y b)
si tales lecturas produjeron en el ánimo de Vallejo un impacto suficien-
temente grande como para producir su transformación poética.
Parece oportuno comenzar esta nueva indagación evocando un tex-
to de Vallejo incluido ahora en El arte y la revolución. Se lee allí: “Es cu-
rioso observar cómo las crisis más agudas y recientes del imperialismo
económico... corresponden sincrónicamente a una furiosa multiplica-
vallejo y la vanguardia 175

ción de escuelas literarias tan improvisadas como efímeras”. Y men-


ciona luego al expresionismo, el cubismo, el dadaísmo, el superrealis-
mo “sin contar las escuelas ya existentes: simbolismo, futurismo, neo-
simbolismo, unanimismo, etc.”. Más adelante dirá que el superrealismo
“era una receta más de hacer poemas sobre medida, como lo son y
serán las escuelas literarias de todos los tiempos” (en “Autopsia del
superrealismo”, texto incluido en El arte y la revolución (Vallejo, 1973).
No desconocemos que este texto corresponde a un período muy pos-
terior a la época que estudiamos, ya que según Georgette de Vallejo
proviene de 1929 o 1930. Sin embargo, lo consideramos revelador de
una actitud que parece haber sido antigua en Vallejo: la poca signifi-
cación que otorgaba a las escuelas literarias.
Analizando ahora en detalle las posibles relaciones de Vallejo —de
1918-1922— con la vanguardia, habría que decir que es razonable conje-
turar que Vallejo tuvo noticia del futurismo dados los años transcurridos
desde su aparición hasta el período que nos interesa. Pero a la vez exis-
te la evidencia de que Vallejo no sólo no se sintió atraído por el futu-
rismo sino que, más aún, censuró abiertamente los principios y los mo-
dos de la escuela. En efecto, en el artículo “Poesía nueva” (Puccinelli,
1987) sostiene, entre otras cosas:

“Poesía nueva ha dado en llamarse a los versos cuyo léxico


está formado por las palabras cinema, motor, caballos de
fuerza, avión, radio, jazz-band, telegrafía sin hilos y en gene-
ral por todas las voces de las ciencias e industrias contempo-
ráneas, no importa que el léxico corresponda o no a una sen-
sibilidad auténticamente nueva. Lo importante son las pala-
bras. Pero no hay que olvidarse que esto no es poesía nueva
ni antigua, ni nada. Los materiales artísticos que ofrece la vida
moderna han de ser asimilados por el espíritu y convertidos
en sensibilidad...”.

Y además de este texto tan claro y contundente (aunque sea de


1926) hay otra prueba todavía más irrefutable: no hay ningún texto
poético de Vallejo en que aparezcan huellas de la estética o de las prác-
ticas futuristas.
En cuanto al dadaísmo (que nace en Berna en 1916 por obra del ru-
mano Tristán Tzara y un grupo de artistas) la situación es menos clara.
Cabe la posibilidad, por una parte, de que Vallejo haya leído informa-
ción acerca del dadaísmo en las revistas españolas Grecia y Cervantes,
de las que se sabe con certeza que llegaban al Perú. Pero seguridad ab-
176 jorge cornejo polar

soluta no hay. Por otra parte, en un artículo titulado “El dadaísmo. Sus
representantes en el Perú” (Lora, 1921), el escritor Juan José Lora, lue-
go de hacer una presentación del dadaísmo, considera a Vallejo “el ini-
ciador en América del suceso poético que venimos tratando” (el da-
daísmo). Y justifica su apreciación invocando insólitamente el caso de
Los heraldos negros, obra en “la que está marcado, con agudo relieve,
un intento de liberación rítmica, de concentración emocional, de suge-
rencia rítmica, de sugerencia sensacional inmediata, de expresión ínti-
ma que es la acordación total y fundamental de Dadá, el porvenir mag-
nífico del nuevo verso”. Sin embargo, el poema que Lora publica no es
ninguno de Los heraldos..., sino otro que luego dará origen a tres poe-
mas de Trilce (“Este piano viaja para adentro”, del que se derivan los
poemas “XLIV”, “XII” y “XXXII” de Trilce). Ha de citarse también la opi-
nión de Mariátegui cuando dice que en la poesía de Vallejo hay “ele-
mentos de expresionismo, de dadaísmo y de suprarrealismo” (Mariáte-
gui, 1928). Y recordar tal vez el juicio discutible y errado en la fecha de
Trilce, pero de algún interés, de Pierre Lagarde: “César Vallejo a inven-
té le surréalisme avant les surréalistes... Il est curieux de signaler en fin,
qui avec ce livre (Trilce) le premier essai de dadaïsme ait eté fait au Pé-
rou et cela en 1918...” (Abril, 1958).
No estamos de acuerdo con la rotunda adscripción de Vallejo al da-
daísmo, que hace Lora, pero su texto —deducimos— debió de haber sido
leído por Vallejo, quien, si entonces no estaba al día en lo que a dadaís-
mo se refiere, debió de haberse puesto de inmediato en busca de infor-
mación al respecto. O sea que, de modo indirecto, el artículo de Lora
nos lleva al convencimiento de que Vallejo debió de tener algún cono-
cimiento sobre el dadaísmo. Repárese, sin embargo, que el artículo es
de junio de 1921, es decir, cuando, al decir de Espejo, estaba ya escri-
ta la mayor parte de Trilce y al menos “Cuneiformes”, la primera parte
y la más vanguardista de Escalas melografiadas.
Por lo demás, si, como en el caso del futurismo, recurrimos a la in-
dispensable revisión de los textos, de los dos libros que nos interesan,
se encontrarán algunos (pocos) en que pueda rastrearse alguna presen-
cia dadaísta (sería en Trilce: los poemas XXXII, el V y el XII). Mi impre-
sión final es que Vallejo más que recoger elementos específicos del da-
daísmo (que no eran muchos), lo que pudo haber encontrado de esti-
mulante en esta escuela —si realmente la conoció— fue la actitud, el de-
seo y la realización de una ruptura con la tradición poética y la búsque-
da de un nuevo lenguaje aun a costa de romper las estructuras básicas
del lenguaje habitual (cotidiano y poético).
vallejo y la vanguardia 177

Falta tratar la cuestión de las posibles influencias sobre Vallejo, entre


1918 y 1922, del ultraísmo y el creacionismo (que estudiamos en con-
junto por las muchas vinculaciones que tienen). Como se sabe, la teoría
creacionista comienza a madurar tempranamente en el poeta chileno Vi-
cente Huidobro (1893-1948), quien expone sus primeros esbozos en el
Ateneo de Santiago en 1914 y hace luego una presentación más comple-
ta al publicar su plaqueta El espejo de agua (Buenos Aires, 1916), en
donde figura su ahora famosa “Arte poética”, que contiene en síntesis
la doctrina del creacionismo: “Inventa nuevos mundos y cuida tu pala-
bra... Por qué cantáis la rosa, oh poetas!/ Hacedla florecer en un poe-
ma... El poeta es un pequeño Dios”. Sin embargo, será sólo en París,
adonde llega Huidobro a fines de 1916, donde el creacionismo se de-
sarrollará a plenitud al contacto estimulante con muchos poetas de la
vanguardia europea y particularmente con el grupo de la revista Nord/
Sud que encabezan Guillaume Apollinaire y Pierre Reverdy. En 1918,
Huidobro llega a Madrid lleno de novedades y enarbolando como prin-
cipal bandera el creacionismo. Su presencia parece haber sido determi-
nante en el surgimiento del ultraísmo (Guillermo de Torre, Juan Larrea,
Gerardo Diego), cuyo primer manifiesto se publica en 1919 en la revista
Ultra, como lo atestigua en un revelador texto Cansinos-Assens (Gómez
de la Serna, 1959).
La doctrina creacionista puede extraerse del poema ya citado: el
poema como una creación total, el poeta como un creador de segundo
grado (el de primer grado es Dios, el poeta es sólo un “pequeño Dios”),
abolición total del realismo, la poesía no debe pintar ni reflejar nada de
la naturaleza o el cosmos, debe crear nuevos seres con el espíritu y la
palabra (“el vigor verdadero reside en la cabeza”, dice Huidobro). No
se ha trabajado mayormente la relación creacionismo-Vallejo; Xavier
Abril es uno de los pocos que trata específicamente el tema, aunque
con brevedad (Abril, 1958). Pero no deja de ser inquietante que por
ejemplo en Trilce haya muchas palabras que son creación absoluta, co-
menzando por el título mismo del libro; y que también muchos poemas
del libro puedan ser considerados como verdaderas creaciones ex nihi-
lo y esto en un sentido mucho más profundo del habitual (todo buen
poema es siempre una creación), ya que se trata de producciones naci-
das exclusivamente de Vallejo y en las que todo es creación suya, desde
el lenguaje, la ortografía, la sintaxis hasta el tema, que aunque pueda
ser consabido queda transfigurado por el impulso creador del poeta. La
relación de Vallejo con Huidobro y el creacionismo daría material para
un artículo independiente. Dejamos entonces la cuestión así, afirmando
178 jorge cornejo polar

solamente que Vallejo pudo haber encontrado en el ejemplo de Huido-


bro refuerzo y estímulo para su propio proyecto.
En cuanto al ultraísmo, habría que recordar que, como dice su prin-
cipal figura, Guillermo de Torre, no es ni una “escuela sectaria” ni una
“dirección estrictamente unilateral” y que aspira a “condensar en un haz
genérico” las diversas tendencias vanguardistas. Por ello ha tendido “a
la reintegración lírica, a la rehabilitación genuina del poema, esto es a
la captura de sus más puros e imperecederos elementos —la imagen, la
metáfora— y a la supresión de sus cualidades ajenas y parasitarias: la
anécdota, el tema narrativo, la efusión erótica...” (Gómez de la Serna,
1959). En lo referente a su relación con Vallejo son varias e importantes
las voces que lo afirman, o presumen; por ejemplo, Saúl Yurkievich
(1971). También son de la misma opinión Coyné (1958 y 1968) y Paoli
(1981), entre otros. Y, efectivamente, pueden encontrarse muestras,
aunque no muchas en mi opinión, de esta presencia, las que en ningún
caso podrían explicar el gran cambio que representan Trilce y Escalas
melografiadas.
Así, pues, si ni la biografía ni las influencias literarias pueden dar
cuenta cabal de tal transformación, la gran pregunta se mantiene en pie.
Un intento de explicación tendría que tomar en cuenta, a mi juicio, los
siguientes hechos:
1. La concurrencia de la dura experiencia personal vivida entre 1915
y 1922 (no sólo desde 1918 según se ha visto), en cuanto mol-
deadora de una nueva visión del mundo (por una parte), con el
efecto sugeridor o estimulante de las lecturas literarias de Vallejo,
particularmente de textos o informaciones sobre la vanguardia
(por otra parte), puede explicar en alguna medida la transforma-
ción en la actitud poética de Vallejo que se expresa en Trilce y
Escalas melografiadas y en menor proporción en Fabla salvaje.
En relación con este asunto me parece extraordinariamente acer-
tado Paoli cuando luego de afirmar que “La inspiración vallejiana
tiene su raíz romántica en la experiencia privada, en la memoria,
en el sentimiento del tiempo y por su naturaleza es difícilmente
reducible a una poética antirrealista y antiemocional” (la de la
vanguardia, debe leerse) deduce que es inmune a la “tentación
vanguardista”, “... la región específica de sus sentimientos”, mien-
tras que...

“... fuera de las coordenadas de los afectos, el mundo se le


presenta a Vallejo como caos y absurdo. Y es en esta zona de
vallejo y la vanguardia 179

rechazo o, peor aún, de enigmaticidad inviolable, donde el


poeta adoptó mayormente las formas de la vanguardia, redu-
ciéndole, sin embargo, el valor lúdico y, más aún, acentuán-
dole la carga revolucionaria, puesto que, en esta adopción
particular, la técnica vanguardista se asume como el correla-
tivo formal de una visión desquiciada y brutal, como el único
vehículo idóneo para la representación de un mundo hecho
añicos y al revés, es decir como el lenguaje de la locura de
lo real” (Paoli, 1981).

2. Pero, a un nivel más profundo, los cambios, según entiendo, tie-


nen su base fundamental y originaria en la dinámica propia y
personalísima del proceso creador de Vallejo, quien ya desde su
primer libro había dado reveladoras aunque limitadas muestras
de un radical deseo de cambio. Es importante, por sobre toda
otra consideración, señalar que el poeta Vallejo, luego de una se-
rie de pasos creadores de creciente intensidad y perfección, se da
de pronto con la comprobación desolada e indignante de que el
lenguaje —tal como lo viene usando hasta entonces— no le sirve
para decir lo que tiene que decir. En ese trance no le quedan al
poeta sino dos alternativas: o el silencio (recuérdese a Rimbaud
o, en el Perú, a Eielson) o la batalla frontal con el lenguaje para
modificarlo, torcerlo y forzarlo a que sirva para lo que el poeta
quiere, combate general y encarnizado que comprende operacio-
nes diversas tales como la invención absoluta de palabras, la mo-
dificación de otras, la ruptura de las leyes sintácticas y ortográfi-
cas, el uso de figuras más allá de sus límites tradicionales o la
creación de otras y, por sobre todo, el continuo inyectar a las pa-
labras significaciones que no son las suyas originales (es decir, el
paso de la denotación a la connotación, pero en grado extremo,
insólito y casi siempre inédito).
Como dice Orrego (quien tiene por qué saberlo), “La derogación
del viejo andamiaje retórico no era un capricho o arbitrariedad
del poeta, era una necesidad vital. Cuando se comienza a com-
prender la obra de Vallejo, se comienza a comprender también la
necesidad de una técnica renovada y distinta” (Abril, 1958).
Vallejo cambia entonces porque tenía que cambiar, por una exi-
gencia absoluta de su yo más íntimo; pero para precipitar y darle
fisonomía precisa a ese cambio concurren los hechos dolorosos
ya citados que le dan una visión de la existencia y del mundo
como caos y absurdo, y su poesía tratará de reflejar esa intuición
180 jorge cornejo polar

y sus contactos con la vanguardia que estimulan y respaldan esa


indomable voluntad de cambio (y le facilitan algunas sugerencias
sobre las formas de expresarlo).

II
Una sola actitud, un mismo impulso creador dan origen a Trilce y
Escalas melografiadas. Tal es la principal relación, el decisivo vínculo
que une a ambas obras que aparecen en la primavera de 1922 y en los
primeros meses de 1923 respectivamente. En las líneas que siguen
trataremos de justificar ordenadamente esta afirmación.
Trilce, como se sabe, consta de setentisiete poemas que no llevan tí-
tulo sino simplemente el correspondiente número romano. Escalas me-
lografiadas es un libro en prosa compuesto de dos partes simétricas:
“Cuneiformes” (con seis textos que difícilmente pueden considerarse
cuentos: son más bien como relatos muy libres de impresiones o de ex-
periencias subjetivas u objetivas y que tienen como títulos “Muro no-
roeste”, “Muro antártico”, “Muro este”, “Muro dobleancho”, “Alféizar” y
“Muro occidental”). En la segunda parte hay otros seis textos que sí res-
ponden a la idea habitual de cuento. Se titulan “Más allá de la vida y la
muerte”, “Liberación”, “El unigénito”, “Los caynas”, “Mirtho” y “Cera”. La
crítica ha privilegiado siempre las relaciones entre Trilce y “Cuneifor-
mes”, lo que no parece muy justificado ya que el parentesco se extiende
también a “Coro de vientos”, la segunda parte de este libro al que Coy-
né, con acierto, juzga el más importante logro de Vallejo en narración:
“Entre todos los textos de ficción de Vallejo, los más importantes son,
sin lugar a dudas, aquellos reunidos bajo el título musicográfico típica-
mente ultraísta de Escalas melografiadas” (Coyné, 1968).
1. La crítica frente al tema.- Las relaciones entre Trilce y Escalas me-
lografiadas fueron ya mencionadas y en alguna medida estudiadas por
los críticos que pueden considerarse los iniciadores de la crítica siste-
mática y rigurosa en torno a Vallejo: Luis Monguió y André Coyné. El
primero en su ahora clásico libro César Vallejo (1892-1938), vida y obra
(Monguió, 1952) y el segundo en César Vallejo y su obra poética (Coyné,
1958). Posteriormente, y entre otros, han tratado el tema el propio Coy-
né en su libro de 1968 (Coyné, 1968), Roberto Paoli (Paoli, 1969),
Eduardo Neale Silva (Neale Silva, 1975) y Sonia Mattalía (Mattalía, 1988).
Opiniones características de la actitud de la crítica sobre este asunto
son, por ejemplo, las de Monguió: “Algunos de los relatos de la primera
vallejo y la vanguardia 181

parte de Escalas pueden considerarse estados en prosa de varios de los


poemas de Trilce y nos proporcionan formas narrativas de incidentes o
impresiones que Vallejo había sabido recrear líricamente en su obra
poética” (Monguió, 1952). Coyné, a su turno, opina que Escalas...

“... revela en el campo de la prosa algunas preocupaciones


estéticas y sobre todo idiomáticas paralelas a aquéllas que do-
minan los versos publicados en 1922. Creaciones de palabras
o empleo inédito de las mismas, imágenes abstractas, rebel-
des a cualquier clase de representación, aparecen tanto en los
cuentos de la primera parte, ‘Cuneiformes’ (apenas si son
cuentos), como en los de la segunda, ‘Coro de vientos’, más
literarios y elaborados...” (Coyné, 1968).

Por su parte Roberto Paoli no sólo alude a las semejanzas sino al


interés que tiene Escalas como instrumento para una mejor compren-
sión de Trilce:

“La experiencia de la cárcel y la añoranza del hogar son,


como en Trilce, los temas más destacados de Escalas melo-
grafiadas. Como en el caso de los escritores que son sobre
todo poetas líricos, las prosas de Vallejo constituyen —aún
prescindiendo de su valor autó-nomo— un necesario sector
auxiliar de comparación, verificación y exégesis de los moti-
vos y formas de su poesía. Las frecuentes concordancias de
situaciones y estilo nos permiten profundizar en el subsuelo
emocional de Trilce, tener mayores datos para estudiar la for-
mación de su originalísima expresión poética, sorprender en
su forma” (Paoli, 1969).

En el exhaustivo análisis de Trilce que hace Neale-Silva son muy


abundantes las referencias puntuales a relaciones entre este libro y Es-
calas, pero no hay, como en los casos anteriores, afirmaciones o juicios
de conjunto sobre la vinculación entre ambas obras. Finalmente, Sonia
Mattalía, en el único trabajo que conocemos específicamente dedicado
al estudio comparativo entre los dos libros, dice:

“Parafraseando a Benn podríamos afirmar que hasta Vallejo


tuvo el idioma español una tonalidad, una dirección y un sen-
timiento uniformes; con él se extinguieron, la rebelión había
empezado. Y la asociación no es caprichosa, Escalas melogra-
fiadas y Trilce afirman una vertiente expresiva del vanguar-
dismo hispanoamericano que produce en el seno de las lite-
raturas hispánicas, el mismo desasosiego que los poetas ex-
182 jorge cornejo polar

presionistas de la preguerra produjeron en las letras euro-


peas” (Mattalía, 1988).

2. Las fechas de escritura.- Según la información de Espejo, “Cunei-


formes” fue escrita durante la permanencia de Vallejo en la cárcel de
Trujillo (del 6 de noviembre de 1920 al 26 de febrero de 1921). Y aun-
que no se invocan pruebas de lo afirmado, lo que sí está fuera de duda
es que los seis relatos no pudieron haber sido escritos antes del ingre-
so de Vallejo a la prisión, ya que la experiencia carcelaria los impregna
e incluso da origen a los títulos que aluden de seguro a los muros y
ventanas de la celda trujillana. En cuanto a la segunda parte —“Coro de
vientos”—, fue escrita en 1921 y 1922, también de acuerdo con la ver-
sión de Espejo.
En lo que concierne a Trilce debe aceptarse igualmente la informa-
ción de Espejo, el testigo privilegiado, aunque en muchos casos no hay
pruebas que la sustenten. Así, pues, tres poemas son de 1918, 48 de
1919, nueve de 1920 (antes de la carcelería), ocho son del período de
prisión (noviembre de 1920 - febrero de 1921), siete son de marzo de
1921 y dos de 1922. En relación con esta cronología parece extraño que
Vallejo durante todo un año (de marzo de 1921 al verano de 1922) no
haya escrito ni un solo texto para Trilce, libro que estaba en pleno pro-
ceso de preparación y que no podía —creemos— dejarse abandonado
tanto tiempo.
Según esto, sólo 17 poemas de Trilce serían contemporáneos en
cuanto a época de composición de Escalas melografiadas; pero no
debe pensarse que, por ello, sólo en esos contados textos se descubren
relaciones. Por el contrario, son los dos libros, en su conjunto, los
indiscutiblemente vinculados.
3. Una actitud común.- A pesar de ser muy conocida la carta que
Vallejo dirige a Antenor Orrego poco después de la aparición de Trilce,
debemos citarla en algunas partes ya que es en este texto donde se per-
cibe nítidamente la actitud espiritual que desde lo más profundo, desde
su génesis, hermana los dos libros que estudiamos. Dice allí el poeta:

“El libro ha nacido en el mayor vacío, soy responsable de él.


Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy más que
nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora
desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista...
¡la de ser libre! Si no he de ser hoy libre, no lo seré jamás...
Me doy en la forma más libre que puedo y ésta es mi mayor
cosecha artística...”.
vallejo y la vanguardia 183

Es, pues, una obligación sacratísima que nadie se la impone sino


que nace de lo más entrañable de su propio ser la que lleva a Vallejo a
ser libérrimo en la concepción y escritura de Trilce, afirmación que creo
puede extenderse sin ningún riesgo a Escalas. No parece innecesario
comentar que esta importante carta confesional resulta ser también una
prueba por omisión de la escasa presencia en Vallejo de la vanguardia
europea. Si el caso hubiese sido otro, seguramente que en esta carta a
su mejor amigo literario algo habría dicho de asunto tan trascendental.
Por el contrario, Vallejo dice que asume toda la responsabilidad de su
estética. De la actitud básica de Vallejo en estos años hemos tratado en
el apartado anterior, lo que nos releva de abundar en el tema.
4. Las relaciones a nivel de significados o temáticas.- Los temas fun-
damentales de Trilce están también en Escalas melografiadas, es decir,
la prisión, la madre, el recuerdo hogareño e incluso una línea menor
como es la extraña obsesión numérica que por momentos se apodera
de Vallejo.
El tema de la prisión está presente en toda la sección “Cuneiformes”,
empezando por los títulos de cada relato que ya hemos mencionado y
que aluden sin duda a las paredes y ventanas de la celda para pasar
luego a constituirse en el elemento fundamental de “Muro noroeste”,
“Muro dobleancho” y “Alféizar”, que tratan directamente de experien-
cias vividas en prisión; mientras que en “Muro antártico” y “Muro este”,
que tratan de otras experiencias, la cárcel se hace presente mediante
simples pero eficaces acotaciones: “Buenos días, señor Alcaide”, “Con
ésta son dos veces que firmo, señor escribano”. El único texto (que es
una sola frase) que no tiene relación directa con la cárcel es “Muro occi-
dental”, aunque no han faltado comentadores que piensan que la enig-
mática frase “Aquella barba al nivel de la tercera moldura de plomo” pu-
diera también recordar algo del mismo ambiente. En “Coro de vientos”
hay un solo cuento, “Liberación”, en que a raíz de una visita a la Peni-
tenciaría de Lima, se recrea otro ambiente y otra historia de prisión a la
vez que se recuerda la del narrador.
Quiere decir, entonces, que el tema de la prisión enlaza estos textos
en prosa con los poemas del mismo tema o ambiente de Trilce, es decir,
con los numerados XVIII, XLVII, LII, LXI y LXV.
La obsesión numérica, finalmente, tan característica de muchos poe-
mas de Trilce (por ejemplo, los números XVII, XXI, XXXII y XLVIII), se
halla también en “Muro noroeste” y “Mirtho”.
De manera que una buena parte del núcleo significativo básico de
Trilce se reitera (o a la inversa, no siempre se puede saber la cronología
184 jorge cornejo polar

exacta de la escritura) en el libro hermano que es Escalas melogra-


fiadas.
5. Las relaciones en el nivel de los significantes y en general de las
formas.- Son muy abundantes y saltan a la vista al primer cotejo de los
dos libros. Citamos sólo los casos más importantes:
En ambos libros se manejan en número significativo palabras insóli-
tas (por arcaicas o por modificadas) y también palabras que son pura
invención de Vallejo. Así, en Trilce, sólo como ejemplos: tesórea, heri-
za, trifurcas, hifalto, amargurada, rumbé, trasmañanar, volvvver, bolver,
toroso, ludir, etc. Y en Escalas, también sólo como muestra: toriondas,
tumbal, arramblo, ardentía, alfaban, estridor, etc.
Por otro lado, hay algunos fragmentos de Escalas que parecen poe-
mas trílcicos. Tomemos un solo caso: los párrafos iniciales de “Mirtho”,
donde se lee: “Orate de candor, aposéntome bajo la uña índiga del fir-
mamento y en las 9 uñas restantes de mis manos, sumo, envuelto y
arramblo los dígitos fundamentales, de 1 en fondo, hacia la más alta
conciencia de las derechas”. Y más adelante: “Sí. Su vientre, más atrevi-
do que la mente misma; más palpitante que el corazón, corazón él mis-
mo. Cetrería de halconados futuros de aquilinos parpadeos sobre la
sombra del misterio...”. En realidad bastaría poner este texto en versos
para que resultase un poema de Trilce. Y cosa similar ocurre en varios
otros lugares de este volumen de prosas.
En relación con esta gran libertad formal que se encuentra en los dos
libros, André Coyné tiene un acertado apunte. Dice:

“Como el loco de ‘Los caynas’, Vallejo no vacila en ‘guilloti-


nar sílabas, soldar y encender adjetivos’; capta sonidos ‘trági-
cos y treses’; la sed le ‘ensahara’ la garganta; con ojos ‘entela-
rañados’ divisa una linterna ‘ojitrista’, unas lomas ‘onfaloi-
deas’, y el talento le parece ‘gradoceano’. La frase se crispa y
se exaspera, no siempre convincente (gratuitamente recarga-
da o arbitrariamente retorcida), pero el fin perseguido queda
claro”.

Y transcribe el párrafo inicial de “Mirtho” (“aposéntome...”) que he-


mos citado más arriba.
6. Algunos casos especiales.- Termina nuestro estudio deteniéndonos
con brevedad en los siguientes casos:
a) “Muro antártico” y el poema XI de Trilce. En el texto narrativo se
relatan extraños sueños eróticos que tienen como coprotagonista
a la hermana del narrador. En el poema se trata de experiencias
vallejo y la vanguardia 185

supuestamente reales (infantiles o adolescentes) con la prima. Pe-


ro en el cuento hay además un remate sumamente significativo:
“Oh hermana mía, esposa mía, madre mía!”, es decir una suerte
de unir a la mujer en sus roles fundamentales frente al hombre,
en un solo ser que colme a la vez todos los ideales y los deseos
masculinos. El tema está también en los poemas LI y LII de Trilce.
b) “Mirtho” y el poema LXV de Trilce. Uno de los más hermosos
poemas de Vallejo es el LXV de Trilce: “Madre, me voy mañana
a Santiago, ...”. Y en él, entre otros rasgos, destaca la visión de la
madre como un templo, en el sentido de algo sagrado y también
como obra de arquitectura. Así, la madre lo esperará con su “arco
de asombro/ las tonsuradas columnas de tus ansias...”. Y más
abajo se hablará de “los dobles arcos de tu sangre” y “entre la co-
lumnata de tus huesos”. Y en “Mirtho” encontramos: “Vientre por-
tado sobre el arco vaginal de toda felicidad, y en el intercolum-
nio mismo de las dos piernas, de la vida y la muerte, de la noche
y el día, del ser y el no ser”. La semejanza es evidente: las pier-
nas de la mujer, columnas que forman un arco por donde se in-
gresa al templo de su vientre, “donde Dios tiene su único hipo-
geo inescrutable” (“Mirtho”).
c) “Más allá de la vida y de la muerte” y el poema LXV de Trilce.
Nos encontramos de nuevo con el magnífico poema LXV, en el
cual a la madre ya muerta se la convierte en inmortal: “Así, muer-
ta inmortal” (verso tres veces repetido). El amor a la madre y el
vínculo total con ella son tan grandes que el hijo, el poeta, no se
resigna, no quiere verla muerta y la hace, con soberana libertad,
inmortal. Pero ocurre que en el cuento “Más allá de la vida y de
la muerte” tal inmortalidad deja de ser un deseo: el narrador al
volver a Santiago en busca del recuerdo de la madre fallecida
“hacía dos años” y de la casa y la familia va a encontrar en medio
de una atmósfera de irrealidad, entre onírica y fantástica, viva,
“Ya no muerta”, a la madre; quien, por el contrario, se asombra
de ver vivo al hijo que ella había visto muerto. Podría lanzarse la
hipótesis de dos tiempos en el tratamiento del mismo tema: en el
poema LXV (escrito en 1918 al saber de la muerte de la madre,
según Espejo), el poeta desea un bello imposible: “muerta inmor-
tal”. En el cuento, escrito entre 1920 y 1921 (de acuerdo con
Espejo), el sentimiento de la orfandad (que es la necesidad de
madre) se ha intensificado, se ha exasperado y el narrador ahora
no se contenta con desearla inmortal, sino que la hace resucitar
186 jorge cornejo polar

(aunque desde el punto de vista técnico la escena no sea del


todo convincente). En todo caso, sirva este breve análisis para
confirmar el significado esencial y privilegiado que tiene la madre
en la poética de Vallejo.
Una conclusión parece imponerse en esta página final: entre 1918 y
1922 se decide y se define el destino poético de Vallejo. En esos años
está el secreto de la gran transformación interior que, al expresarse en
su poesía posterior y también en Escalas melografiadas, lo irá convir-
tiendo paulatinamente y en la medida que su creación se difunde por
el mundo, de gran poeta hispanoamericano en figura indiscutida de la
poesía universal. Y en este tiempo relativamente breve son las expe-
riencias vivenciales y las experiencias literarias las detonantes de un
proceso de cambio cuya urgencia venía desde la intimidad más en-
trañable del poeta, quien, en algún momento de esos años, ve con cla-
ridad que si quiere decir todo cuanto brota de su ser sin debilitarlo, dis-
torsionarlo o traicionarlo, una sola vía se abre ante él: la batalla implaca-
ble con el lenguaje para convertirlo en el instrumento que exige su
necesidad expresiva. Y así, en ese combate cotidiano y duro se irá for-
jando una poesía de las más significativas en la historia de la literatura
del mundo entero.
Bibliografía

Para los textos de César Vallejo se han utilizado las siguientes edi-
ciones:

Obra poética. Edición crítica de Américo Ferrari (Coordinador). Colec-


ción Archivos Nº 4 (bajo los auspicios de UNESCO). Madrid, 1988.
Novelas y cuentos completos. Lima: Francisco Moncloa Editores S.A.,
1967.
El arte y la revolución. Lima: Mosca Azul Editores, 1973.
Desde Europa - Crónicas y artículos (1923-1938) (Recopilación, prólogo,
notas y documentación por Jorge Puccinelli). Lima: Ediciones Fuente
de Cultura Peruana, 1987.

Otras fuentes usadas:

ABRIL, Xavier
1958 Vallejo. Buenos Aires: Ediciones Front.
1963 César Vallejo o la teoría poética. Madrid: Taurus.
1988 Exégesis trílcica. Lima: Editorial Gráfica Labor.

CORNEJO POLAR, Jorge


1964 “Trilce y Escalas Melografiadas: Dos instancias de un solo
momento creador”. Ponencia presentada en el Simposio Obra y
significación de Vallejo. Arequipa: Casa de la Cultura, abril
(mimeo).

COYNÉ, André
1958 César Vallejo y su obra poética. Lima: Editorial Letras Peruanas.
1968 César Vallejo. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.

[187]
188 jorge cornejo polar

ESPEJO ASTURRIZAGA, Juan


1958 César Vallejo. Itinerario del hombre. Lima: Editorial Letras Perua-
nas.

ESCOBAR, Alberto
1973 Cómo leer a Vallejo. Lima: P.L. Villanueva Editor.

FRANCO, Jean
1984 César Vallejo. La dialéctica de la poesía y el silencio. Buenos
Aires: Editorial Sudamericana.

GÓMEZ DE LA SERNA, Ramón


1959 “Ultraísmo”. En: Diccionario literario Gonzales Porto-Bompiani.
Barcelona: Montaner y Simón, Tomo I (De este texto provienen
las citas de Rafael Cansinos-Assens y de Guillermo de Torre refe-
rentes al ultraísmo y al creacionismo).

LORA, Juan José


1921 “El dadaísmo. Sus representantes en el Perú”. Lima: La Crónica,
20 de junio.

MARIÁTEGUI, José Carlos


1973 Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima:
Empresa Editora Amauta - Biblioteca Amauta Nº 2, 33a. Edición.

MARTOS, Marco y Elsa VILLANUEVA


1989 Las palabras de Trilce. Lima: Seglusa Editores.

MATTALÍA, Sonia
1988 “Escalas Melografiadas: Vallejo y el vanguardismo narrativo”. En:
Cuadernos Hispanoamericanos. Nos. 454-455, abril-mayo. Ma-
drid.

MONGUIÓ, Luis
1952 César Vallejo (1892-1938). Vida y obra. Bibliografía, Antología.
New York: Hispanic Institute in the United States/Columbia Uni-
versity.

NEALE-SILVA, Eduardo
1975 Vallejo en su fase trílcica. Madison: The University of Wisconsin
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vallejo y la vanguardia 189

NÚÑEZ, Estuardo
1938 Panorama actual de la poesía peruana. Lima: Editorial Antena S.A.

PAOLI, Roberto
1969 “Vallejo prosista en los años de Trilce”. En: Revista Visión del
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1981 Mapas anatómicos de César Vallejo. Firenze: Casa Editrice
D’Anna.

YURKIEVICH, Saúl
1971 Fundadores de la nueva poesía latinoamericana. Barcelona:
Barral Editores.

NOTA: No debe olvidarse que también en 1923 y antes del viaje a Eu-
ropa, Vallejo publicó otra obra narrativa: la novela corta Fabla
salvaje. Este texto tiene igualmente relaciones con Trilce, aun-
que en menor grado que Escalas melografiadas, pero en ge-
neral es una obra menos renovadora que las otras dos. Todo
ello plantea una serie de problemas que trataremos en otra
ocasión.
La poesía de
César Atahualpa Rodríguez

Descubierto hacia la segunda década del siglo por el ojo avizor de Abra-
ham Valdelomar, elogiado poco después por Manuel González Prada y
César Vallejo, reconocido desde entonces por la crítica (Estuardo Núñez,
Luis Alberto Sánchez, Luis Monguió, Augusto Tamayo Vargas, entre
otros), César Augusto Rodríguez Olcay (César Atahualpa según lo bauti-
zara para siempre el ingenio juguetón de Percy Gibson) sigue siendo,
no obstante, para la mayoría de lectores nacionales, un desconocido o,
en el mejor de los casos, exclusivamente un nombre y algunos poemas
que se mencionan admirativamente. Solamente los especialistas o el
círculo creciente, pero todavía limitado, de los iniciados saben de las
poco comunes calidades de la poesía de este hondo, original, prolífico
escritor. Han contribuido sin duda a esta injusta situación dos hechos:
el que en vida Rodríguez publicara únicamente dos libros (La torre de
las paradojas y Sonatas en tono de silencio), separados por un largo
intermedio de cuarenta años, en primer lugar; y luego, el que el resto
de su cuantiosa y variada obra poética permanezca inédita a excepción
del volumen antológico Los últimos versos, de un par de antologías me-
nores y de un puñado de poemas dispersos en revistas y periódicos1.
Hora es, pues, de hacer justicia, de buscar para esta obra excelente
una audiencia más amplia, difundiéndola en especial entre las nuevas
generaciones (que es en verdad la mejor manera de perpetuar la memo-
ria del poeta y de rendirle un merecido homenaje). Y también es el mo-
mento de intentar, paralelamente, nuevas exploraciones críticas que

1 La bibliografía poética de César Atahualpa Rodríguez a la fecha es la siguiente:


1926 La torre de las paradojas. Buenos Aires: Ediciones Nuestra América.// 1966
Sonatas en tono de silencio. Lima: Ministerio de Educación Pública - Dirección de
Extensión Cultural.// 1972 Los últimos versos de César A. Rodríguez. Arequipa:
Editorial Universitaria.// 1984 Cien poemas. Arequipa: Banco del Sur del Perú.
Selección de Alonso Ruiz Rosas y José Luis Sardón. Estudio preliminar de Jorge
Cornejo Polar.// 1993 Obra poética. Arequipa: Universidad Nacional de San Agustín

[191]
192 jorge cornejo polar

contribuyan a profundizar y ampliar el conocimiento de esta poesía dis-


tinta, marcada con el signo de una belleza y una profundidad singula-
res. Tal es precisamente el sentido de este libro que rescata para el do-
minio público un centenar de poemas (acertadamente seleccionados
por José Luis Sardón y Alonso Ruiz Rosas) a los que acompaña mi breve
estudio crítico, intento de aproximación global a la poesía de César A.
Rodríguez, estudio cuyo mayor mérito —si acaso alguno tiene— será con-
secuencia de la seriedad y amor con que ha sido trabajado.

Vida y poesía

No niego que la interpretación biográfica sea un camino para


llegar a la obra. Sólo que es un camino que se detiene a sus
puertas: para comprenderla realmente debemos transponerlas
y penetrar en su interior.
Octavio Paz
He vivido en mis versos.
César A. Rodríguez

Dentro del variado conjunto de metodologías que tiene a su disposi-


ción en la actualidad el investigador literario (algunas de las cuales serán

(tres volúmenes). Edición a cargo de Bertha Rodríguez de Emmanuel y Enrique


Azálgara Ballón. Prólogo de Enrique Azálgara Ballón.
Existen dos antologías (de 16 páginas ambas): s/f Pacheco Cárdenas. La poesía de César
A. Rodríguez. Nº 4, Antología. Arequipa: Editorial Autores Peruanos (incluye 9 poemas,
de los cuales dos aparecen luego en Sonatas en tono de silencio).// 1966 Nueva poesía
de César Atahualpa Rodríguez. Arequipa: Editorial Hozega. Incluye tres poemas, de los
cuales uno fue recogido en Sonatas en tono de silencio. La selección debe de haber sido
hecha por el poeta a pedido del editor Horacio Zevallos Gámez.
Como se ha indicado en el texto, Rodríguez publicó además un buen número de poe-
mas en periódicos y revistas. Una enumeración no completa de las publicaciones en
que aparecen textos de Rodríguez (a veces recogidos en libros) es la siguiente:
Balnearios, Colónida, Flechas, Amauta, La Sierra, Mundial, Excelsior (revistas de
Lima), Ariel (revista de Montevideo), Anunciación, Aquelarre, La Semana, Texao,
Hombre y Mundo (revistas de Arequipa); diarios El Comercio y La Crónica (Lima), El
Pueblo, El Deber, Noticias (Arequipa).
Hay también poemas de Rodríguez como prólogos o colofones de obras de otros au-
tores. Así, en Cancionero de Alberto Guillén, que se cierra con el poema “Final” (Are-
quipa, 1934).
Para este trabajo sólo se han tenido en cuenta los dos primeros libros de poemas de
César Atahualpa Rodríguez.
la poesía de césar a. rodríguez 193

utilizadas en el presente ensayo interpretativo), la perspectiva biográfica,


en el sentido propedéutico que con acierto le asigna Octavio Paz, con-
serva plena validez como instrumento indagatorio, especialmente cuando
se trata de esclarecer instancias vitales que guardan relación directa y aun
decisiva con la obra de un escritor. En el caso de César Atahualpa Ro-
dríguez, su empleo resulta imprescindible para entender en particular una
cuestión que se nos antoja fundamental y que cabe enunciar así: Ro-
dríguez no fue un escritor a dedicación exclusiva (como, por lo demás,
no lo ha sido casi nadie en el Perú). La mayor parte de su vida compar-
tió el ejercicio de la poesía con la labor de director de la Biblioteca
Municipal (cargo que desempeñó de 1917 a 1955, es decir, durante casi
cuatro décadas, de los 28 a los 66 años de edad). Importa, por ello, escu-
driñar si esta prácticamente única ocupación extraliteraria que tuvo
favoreció o, por el contrario, entorpeció su tarea creativa, habida cuenta
que el propio Rodríguez ofreció al respecto versiones diferentes y hasta
contradictorias que oscilan entre el rechazo o la malhumorada re-
signación ante lo inevitable del compromiso laboral por un lado y la
razonada y a ratos eufórica explicación del sentido positivo que tuvo en
su vida el desempeño de la función bibliotecaria por otro.
En “Elegía funambulesca” (La torre de las paradojas, 1926) entrega la
imagen de un hombre obligado a una vida que como artista rechazaba:

Tengo un mendrugo,
un miserable mendrugo de pan,
que me arroja todos los días
con mano torpe, la ciudad.
En cambio,
por la infamante limosna que me da
he vuelto del revés mis malos versos
y en la región lumbar
llevo como una cebra muerta
la Biblioteca Municipal.

La antítesis no puede estar más radicalmente expuesta. Y se reitera:


“Esta vida de perros/ que cada vez se me hace más duro soportar...” ha
originado que “La palabra buida/ y el verso audaz,/ fueron perdiendo
paulatinamente/ su mordacidad...”. La desencantada conclusión, aun-
que previsible, hiere por su crudeza la sensibilidad de quien la lea:

Hoy no soy más que un manso padre de familia


encadenado en el hogar,
194 jorge cornejo polar

que tiembla cada vez que llega un nuevo alcalde


por su mendrugo de pan...

Estamos, sin duda, ante una cabal imagen de la alienación del artista
en el mundo contemporáneo. Y, sin embargo, sorprendentemente, en
el mismo poemario, otra composición, “Ego sum”, en la que el autor se
describe: “En esta ciudad sencilla, yo/ soy una red de líneas/ de comu-
nicación... soy el correo... soy el libro que llega de Europa”, parece
anunciar la interpretación positiva que sobre los mismos hechos apare-
ciera con razonado detalle en un texto posterior en 16 años: el discur-
so que Rodríguez pronunciara en agosto de 1942 al agradecer el home-
naje que se le tributó por haber cumplido 25 años precisamente como
director de la biblioteca de marras 2.
Leemos en este importante documento (sobre el que volveremos
con frecuencia):

“Arequipa al entregarme su Biblioteca Pública... me hizo su


primera dádiva. Ello representó en mi vida este supremo
milagro: ocupar mis energías en un trabajo concordante en
absoluto con mis inclinaciones intelectuales y con el amor
innato que tengo por los libros...”.

Y más adelante, en frases que recuerdan las imágenes de “Ego sum”,


añade:

“... convertido por los designios del azar en cable conductor


de las corrientes de cultura del mundo civilizado, no podéis
tener idea de las grandes y maravillosas fruiciones que he

2 Este discurso aparece transcrito íntegramente en el diario El Pueblo de Arequipa, del


15 de agosto de 1942. Fue pronunciado en la sesión solemne que el Concejo
Provincial de Arequipa celebró como homenaje a las Bodas de Plata de César A.
Rodríguez como director de la Biblioteca Pública.
Otros textos teóricos (ensayo o crítica) de Rodríguez son los siguientes, sin que este-
mos en condiciones de afirmar que la enumeración es completa:
- Carta dirigida al escritor Enrique López Albújar, que aparece bajo el título “César A.
Rodríguez juzga a Matalaché”, en la revista La Sierra, año III, Nº 27, Lima, 1929.
- Perfiles de una encuesta. Cuestiones filosóficas. Lima: Editorial Autores Peruanos S.A.
Nº 3, 1940. Se trata de un breve folleto.
- Preludio a Leyenda patria de Alberto Guillén (Arequipa, 1933).
- Prólogo a El Donato de Guillermo Mercado (Arequipa, 1936).
- “Divagación estética en torno a la poesía de Martín Adán”. En: Texao Nº 2, Arequipa,
1949.
la poesía de césar a. rodríguez 195

sentido correr por mi sistema nervioso al ponerme en con-


tacto ininterrumpido con todo lo que la inteligencia humana
lanza en forma de libro sobre los ámbitos más apartados...”.

¿Cuál es la versión que se ajusta mejor a la realidad de la situación


personal del poeta-bibliotecario? ¿Fue Rodríguez algo así como un ga-
leote atado a la banca de una encomienda burocrática antipática y alie-
nante? ¿O, por el contrario, vivió razonablemente satisfecho con un car-
go que le permitía leer sin cesar e irradiar de continuo sabiduría a su
alrededor? Difícil sin duda hallar la respuesta acertada, y, sin embargo,
conocer la verdad es importante para atisbar el secreto de su personali-
dad y vislumbrar los hilos ocultos que vinculan vida y obra. Aventuro
tentativamente la siguiente hipótesis: la “Elegía funambulesca” (publica-
da en 1926) debe de haber sido escrita años antes, a poco de recibir
Rodríguez el nombramiento municipal, y refleja por tanto el sentir juve-
nil del poeta, que sufrió la carga administrativa como un efectivo recorte
a una libertad sin mayores obligaciones (“Esta vida me tiene vacilante...
entre el barniz falsificado de hombre serio y mi granujería plena de li-
bertad”). Forzado a despedirse definitivamente de una vida anterior (“en
que me era grato cantar/ en medio de los campos/ con el pecho des-
nudo y con la faz/ tostada por el sol de la alegría”) escribe naturalmente
un texto que no por azar lleva como título “Elegía”, lamento por una vi-
da que aunque se abandonaba no dejaba de añorarse.
El poema “Ego sum” —creemos— correspondería por el contrario a un
momento posterior —tal vez al año mismo de la publicación del libro—
en el que Rodríguez, luego de algún tiempo de trabajo, descubre las
posibilidades del cargo y comienza a encontrar la justificación racional
que —hombre de pensamiento— requiere para asumirlo como modus
vivendi permanente.
El discurso vendría a marcar entonces la estación final en este pro-
ceso. Escrito luego de 25 años de ejercicio de la dirección de la biblio-
teca y con motivo de una ocasión trascendental para el poeta, ostenta
el aire inconfundible de un balance a mitad del camino y es por eso tes-
timonio del juicio definitivo, el de la madurez. Por lo demás, parece in-
dudable que las variadas e ininterrumpidas lecturas y las prolongadas
meditaciones que su permanencia en el cargo directivo le facilitaron a
Rodríguez son el alimento sustancial del que se nutrió su poesía (habi-
da cuenta, como se verá páginas más adelante, que su temple anímico
le exigía estar “constantemente tentado por los enigmas filosóficos” para
entrar en trance creador). De manera que bien pudiera decirse que la
196 jorge cornejo polar

poesía de Atahualpa no sería la misma sin esa larga temporada en el


infierno burocrático que, sin duda, le incomodó muchas veces con su
rutina agobiante, con sus trámites fatigosos, con la situación de depen-
dencia ante autoridades no siempre inteligentes ni comprensivas ni
respetuosas, mortificaciones auténticas todas ellas, pero que, sin embar-
go, a la hora del examen final, contaron menos en definitiva que la in-
mensa gratificación que el diario contacto con el libro y la clara con-
ciencia de su papel de intermediario entre la cultura universal y la co-
munidad arequipeña le brindaron. El de Rodríguez no es, por lo demás,
el único caso de un escritor-bibliotecario. La dirección de bibliotecas ha
sido con frecuencia (Palma, Borges, Onetti, entre muchos más) el provi-
dencial “oficio secundario” (del que habla la sociología de la literatura)
que ha asegurado no sólo la subsistencia de muchos escritores, sino que
ha llegado a ser también circunstancia propicia para el nacimiento y de-
sarrollo de su obra. Pero en pocos se ve, como en Rodríguez, una fór-
mula de adecuación tan cabal (lograda con esfuerzo y sufrimiento sin
duda) entre el ejercicio de la poesía y el trabajo no literario, pero indis-
pensable.
Echemos ahora una ojeada a los capítulos restantes de la biografía
del poeta, quien nace en Arequipa el 9 de agosto de 1889 (otras fechas
natalicias útiles como referencia: Eguren, 1874; Chocano, 1875; Valdelo-
mar, 1888; Vallejo, 1892; Hidalgo, 1897). Poco se sabe de su infancia sal-
vo lo que él mismo refiere en Retrato sin marco, autobiografía inédita
citada parcialmente por Manuel Pantigoso (ver nota bibliográfica), de
donde se obtiene la imagen de un niño de extrema “susceptibilidad ner-
viosa”, que jamás tuvo juguetes, pero a quien “nunca le faltó con qué
jugar” y cuya mayor felicidad consistía “en frotar el lomo del gato de la
casa, en pretender sacarle los ojos”.
Un fragmento de mayor interés es el que se refiere al temprano
surgimiento de su vocación literaria:

“Siempre he sido reconcentrado. Creo yo que la soledad y la


insignificancia lo vuelven a uno místico del pensamiento; es
decir filósofo. Y aunque no he creado ningún sistema filosó-
fico ni pretendo crearlo, soy un filósofo a mi manera. La
poesía empezó a gotear en mi corazón desde muy niño.
¿Cómo no habría de gotear si era triste y misántropo? Poesía
sin versos que es la más grande poesía. Los versos los hice
después, cuando se me depravó el gusto y aprendí a tener
ingenio y a manipular los cristalitos coloreados de las pala-
bras. A los 15 años asesiné al poeta puro que llevaba en mis
entrañas. Pero no importa, sigo viviendo en poesía”.
la poesía de césar a. rodríguez 197

Terminados en 1907 los estudios secundarios en el Colegio Nacional


de la Independencia, época en que comienza a ser conocido por sus
poemas, viaja el año siguiente a Lima “con la intención de seguir estu-
dios superiores”, dice Bermejo3; “la efervescencia juvenil y sus conflic-
tos, su espíritu antiacadémico, las preocupaciones literarias y también
los escasos recursos económicos frustraron la inquietud de sus padres”,
explica Pantigoso.
Los cinco años pasados en Lima (1908-1913) deben de haber sido un
período decisivo en su formación literaria y una rica fuente de experien-
cias. Poco se sabe de ellos, sin embargo. El mismo Pantigoso informa
lo siguiente:

“... tiene un grupo de amigos con las mismas inquietudes, con


los que visita periódicamente a González Prada. A ese grupo
acudían también Bustamante y Ballivián y Eguren entre otros.
A Valdelomar, que era casi de su misma edad, lo conoce por
aquella época; con él habría de mantener luego una cordial
amistad traducida en cartas de elogio... y en la solicitación de
colaboraciones para Colónida con la cual estuvo, de alguna
forma, ligado espiritualmente”.

Al volver a Arequipa, Rodríguez se ve en la necesidad de trabajar y


comienza a hacerlo en una casa de comercio donde permanecerá hasta
su designación como director de la Biblioteca Municipal. El regreso a la
ciudad natal marca su ingreso formal a la vida literaria. Las colabora-
ciones en diarios y revistas se hacen asiduas, funda con Percy Gibson
El Aquelarre (al que nos referiremos luego), participa en actuaciones
públicas entre las que debe recordarse en particular (por significar un
gran triunfo de crítica y de público) el acto patriótico celebrado el 2 de
mayo de 1916 en que el poeta lee entre aplausos su “Canto a la raza”.
Una extensa y elogiosa carta de Valdelomar (del 4 de octubre de 1915)
le brinda una temprana, entusiasta consagración que corrobora la men-
ción que de sus trabajos hace González Prada (en ocasión de la polémi-
ca que sostuviera con Félix del Valle) con “un meritísimo elogio al sone-
to ‘Psicología felina’ para certificar la nueva personalidad que adquiría
la lírica nacional en manos de sus jóvenes valores”, según frases de Ma-
nuel Pantigoso.

3 Bermejo, Vladimiro. Arequipa (biobibliografía de arequipeños contemporáneos).


Arequipa: Establecimientos Gráficos La Colmena S.A., 1954.
198 jorge cornejo polar

El Aquelarre, fundado en 1916 y que publica, entre diciembre de ese


año y enero del siguiente, una revista con el mismo nombre, testimonió
en Arequipa el mismo espíritu de renovación literaria del que daban
muestra por aquellos años grupos similares surgidos en diversas ciu-
dades del país y de los cuales Colónida, de Valdelomar, fue tal vez la
mejor y más brillante expresión. Similar también al cenáculo de La Torre
de los Panoramas que dirigiera en Montevideo Julio Herrera y Reissig y
al círculo unanimista de Jules Romains, según el propio Rodríguez, El
Aquelarre, aunque duró poco (hasta 1919 al parecer), dejó estimulante
rastro de inquietud, inconformismo y exigencia estética. El recuerdo de
don César, contenido en el discurso, dice:

“Con Percy Gibson y los más jóvenes escritores... fundamos


el Aquelarre, que resultó ser una especie de falansterio poéti-
co o algo así como el círculo unanimista del poeta francés Ju-
les Romains... El Aquelarre tuvo también una revistilla pirue-
tera... y sobre todo, lo que más tuvo fue un entusiasmo des-
bordante y una camaradería nobilísima... se derrochaba inge-
nio, se barajaban culturas extraordinarias, se conversaba con
donaire, se decía con elocuencia, se declamaba... se hacía
música y poesía...”.

Otro cófrade de El Aquelarre, el poeta Federico Segundo Agüero


Bueno, da una versión coincidente que concluye así: “Eso fue el Aque-
larre. Una cosa simple, efímera, pero bonita”4. En otra ocasión hemos
definido a El Aquelarre (que estuvo formado por los poetas Percy
Gibson Moller, César A. Rodríguez, Belisario Calle, Renato Morales de
Rivera, Nathal Llerena, Carlos Enrique Telaya, Federico Agüero Bueno y
el pintor Carlos P. Martínez) como “un auténtico grupo generacional...
que significó para la Arequipa que aún vivía en algún sentido en la cen-
turia decimonónica, la apertura hacia más amplios panoramas espiri-
tuales, una conmoción fecunda del ambiente general de la ciudad”5.
Algunos otros hitos en la vida del poeta: su matrimonio en 1922 con
la dama Elena Vargas Espejo, el nacimiento de su hija Bertha, quien se
convertiría años después en la mejor y más fiel colaboradora del escri-
tor. También su breve paso por el aula universitaria en 1930 (al ser nom-

4 Agüero Bueno, Federico Segundo. Semen. Arequipa: Imprenta Portugal, 1964.


5 Cornejo Polar, Jorge. Antología de la poesía de Arequipa en el siglo XX. Arequipa:
Instituto Nacional de Cultura, filial en Arequipa, 1976.
la poesía de césar a. rodríguez 199

brado catedrático de la Universidad Nacional de San Agustín, cargo al


que renunció casi de inmediato, seguramente por radical incompatibi-
lidad entre su temperamento y la rutina académica). Y finalmente el via-
je a Europa al cumplir los 80 años, que más que un descubrimiento re-
sulta ser una especie de visita de despedida a lugares, paisajes, ambien-
tes muchas veces vistos, imaginados o soñados al calor de las lecturas
y meditaciones arequipeñas y de la cual quedan como lúcido testimo-
nio de un alma todavía entera los poemas de Los últimos versos.
César Augusto Rodríguez Olcay, quien tuvo “dos odios profundos: el
cumplido social y el reloj, y dos vicios profundamente arraigados: conver-
sar y leer”6, murió en Arequipa el 13 de marzo de 1972. Tal vez el mejor
compendio de su vida, de escasa peripecia externa, pero de insólita y rica
experiencia interior, lo escribió él mismo: “He vivido en mis versos”.

La génesis de un universo poético


... la critique nouvelle est, avant tout, une critique de participa-
tion, mieux encore, d’identification. Il n’ y a pas de véritable cri-
tique sans la coincidence de deux consciences... ce qui est le fond
et la substance de toute vraie critique, c’est-à-dire la prise de la
conscience d’autrui...

Georges Poulet

Mi obra poética, señores, no es el producto de una falsa tenden-


cia a convertirme en personaje literario. Ella nació de la esencia
misma de mi sensibilidad torturada.

César A. Rodríguez

Misterioso como es siempre en sus honduras, azares y complejidades


el proceso creador de una obra literaria, su conocimiento y explicación
constituyen, sin embargo, uno de los objetivos centrales de la tarea críti-
ca, que, sin dejar de lado otras metas, debe proponerse “recorrer, a
través de la obra de un determinado autor, todo el camino de regreso

6 Pantigoso Pecero, Manuel. La espiral introvectiva en la poesía de César Atahualpa Ro-


dríguez. Tesis Doctoral en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima: edi-
ción mimeográfica, 1970.
En este texto se hace mención y se citan párrafos de “Un retrato sin marco”, autobio-
grafía inédita de Rodríguez que le fuera proporcionada al autor de la tesis.
200 jorge cornejo polar

a aquel acto a partir del cual cada universo imaginario se abre” (Poulet).
En muchos casos, la mayoría de las veces sin duda, el investigador ten-
drá que intentar reconstruir este delicado mecanismo generador de li-
teratura, desde donde se perfila el carácter original de cada obra, en
base al análisis de los mismos textos poéticos o narrativos del autor, tra-
bajo de todos modos inexcusable pero difícil, riesgoso y de resultados
inciertos.
La tarea, empero, se alivia considerablemente cuando se dispone de
revelaciones que el propio poeta ofrece acerca de su mundo interior y
de su actitud creativa. Y eso fue, precisamente, lo que hizo César A. Ro-
dríguez en más de una ocasión.
El más importante documento con que en este caso se cuenta es sin
duda el discurso ya citado, texto de excepcional riqueza que es, a la
vez, autobiografía espiritual, confidencia íntima, crónica del itinerario
cultural de su ciudad.
La primera afirmación importante para nuestro propósito es la que
sirve de epígrafe a este capítulo, que vale como una constancia solemne
de la autenticidad de su poesía.
Párrafos adelante, Rodríguez formula la explicación central:

“Cuando yo busco mi nutrición afectiva entre los filósofos, no


es para incorporar en mis poemas sustancias mentales, ni pa-
ra entregarme a un pedantismo deslumbrante; lo hago tan só-
lo candorosamente, como el niño que trata de descubrir los
resortes de su juguete favorito, o sea los resortes de mi yo
profundo. Este yo profundo que es el sujeto de mi poesía ne-
cesita estar tentado constantemente por los enigmas filosóficos
para que su composición también enigmática, me dispare de
dentro hacia afuera, haciéndome el instrumento de sus
enrevesadas confidencias” (resaltado de JCP).

Esta completa revelación expone a la mirada crítica de la intimidad


creativa del poeta, el espectáculo, pocas veces visto con tal claridad, de
una mente “en el surgimiento y en la acción genética de su poder”,
según diría Poulet.
Si otros poetas encuentran en la belleza o en la fuerza de la naturale-
za, en los deliquios amorosos o en las injusticias de la vida social (por
poner algunos ejemplos) el motivo inspirador, el incentivo desencade-
nante del acto creador, Rodríguez lo halla (caso infrecuente) en los gran-
des interrogantes que la inteligencia se plantea, convertidos así en no
comunes excitantes del vuelo imaginativo, de la siempre prodigiosa aven-
la poesía de césar a. rodríguez 201

tura de la creación verbal. La poesía de Atahualpa no es, entonces, como


a veces se ha sostenido (“monólogos filosóficos”, dice el anónimo pro-
loguista de La torre de las paradojas), una especie de filosofía versifica-
da, un discurso teórico acomodado a las estructuras formales del género
poético. Su obra, al contrario, es poesía auténtica, sistema de contenidos
anímicos singulares vertiéndose en un lenguaje de alta tensión intelectual,
de contenida vibración emotiva, de espléndido despliegue metafórico. Lo
peculiar e intransferible de este cosmos poético consiste, en consecuen-
cia, en que se configura a partir de los “enigmas fecundadores” que
vienen del ejercicio pensante y en respuesta a los cuales “el yo mental y
el yo inconsciente proliferan y se imantan. De esa proliferación que toma
la forma de confidencia se nutre mi poesía” (resaltado del autor).
Existen otros textos teóricos de Rodríguez que complementan y en-
riquecen esta revelación principal. Así, en Sonatas en tono de silencio se
lee, como epígrafe del poema titulado precisamente “Confidencias”, la
siguiente nota:

“La poesía se ha esterilizado tratando siempre de asuntos de


un erotismo de alcoba, de un descripcionismo más propio de
la pintura y de un sentimentalismo lacrimógeno. La emoción
de pensar está más cerca de la poesía. En esta emoción el ser
humano se encuentra más completo. Es lo que es: misterio”
(resaltado de JCP).

Hacer poesía no es, entonces, para César Atahualpa, un puro ejerci-


cio mental, un procedimiento fríamente cerebral, sino, contrariamente,
una operación a la vez intelectiva y emotiva que compromete a la per-
sona en su integridad psíquica (recuérdese que, según el texto anterior,
lo que el poeta busca en los filósofos es “nutrición afectiva”, no sólo pro-
visión de ideas).
Un texto coincidente se encuentra como epígrafe del poema “Tauto-
logías de la palabra ser”, que hace parte del volumen Los últimos ver-
sos. Dice así:

“La emoción en poesía la han reducido muchos poetas a que-


jarse de sus apetitos frustrados; otros a enternecerse frente a
las maravillas del mundo circundante; pocos, muy pocos, a
revelar lo que acontece como suceso poético en las profun-
didades del espíritu, cuando se vive más allá de lo puramente
humano”.
202 jorge cornejo polar

Parece evidente que Atahualpa se ubica entre esos “muy pocos” y


que el “suceso poético” que tiene como escenario la recóndita intimi-
dad del espíritu consiste en este caso en la reacción espontánea de su
yo ante las pulsiones que nacen de la simple operación pensante cuan-
do se enfrenta a las cuestiones básicas que atañen al ser y al destino del
hombre.
Los preciosos textos de reflexiva confidencia que acabamos de pre-
sentar descubren con exactitud la fuente primera de la obra de Rodrí-
guez y en tal virtud se constituyen en el instrumento privilegiado de to-
da interpretación que la tome como asunto. No son, sin embargo, los
únicos elementos teóricos de que dispone la crítica, ya que existen otros
que explican cuestiones vecinas y también por ello importantes. La “Di-
vagación estética en torno a la poesía de Martín Adán”7, por ejemplo,
pone el acento en una serie significativa de temas. Lleva un esclarece-
dor epígrafe de Wilhelm Dilthey:

“Hay arte siempre que se presente algo... que no tiene por fin
el conocimiento de la realidad ni debe confundirse con la
realidad, sino que debe satisfacer en sí el interés del contem-
plador. La imaginación creadora del poeta se nos presenta
como un fenómeno que sobrepasa completamente la vida
cotidiana de los hombres”.

La primera preocupación de Rodríguez en este breve ensayo va


dirigida a diferenciar “la obra que se hace” de “la obra que se crea” (la
primera la producen los artesanos, la segunda la crean los artistas).
“Entre crear y hacer hay esta sencilla diferencia: se crean seres y se
hacen objetos. Crean por ejemplo Shakespeare, Beethoven, Cervantes,
Joyce, quienes tratan de proliferar sin importarles un ardite el que sus
creaciones resulten útiles a éste o a aquél o a nadie; que sean incom-
prensibles o impopulares; lo que les importa —sponte sua— es propagar
lo más íntimo de su yo por actos excepcionales de fecundidad”.
Don César se considera, con justicia, creador, es decir, alguien que...

“... no se preocupa de que la vida sea mejor por añadidura; o


de que los hombres necesiten una dosis de sustitutos imagina-
tivos para librarse de sus limitaciones. El creador toma de sí los
elementos incorporados a su personalidad y los manipula
como un dios, con el oscuro presentimiento de que nada ha

7 Ver nota 2.
la poesía de césar a. rodríguez 203

existido antes que él; y coloca su obra en un mundo de sole-


dad tan pervertido, que ha de esperar que un astrónomo del
valoramiento la enfoque alguna vez con su potente telescopio,
para descubrirla y hacerla circular dentro del caudal de los
acontecimientos universales”.

Gratuidad, pues, del acto poético, que no busca nada extraño a su


propia expresión, y goce y exaltación al mismo tiempo del rol del crea-
dor, que queda así colocado a gran distancia del simple hacedor de ver-
sos.
Texto de gran densidad teórica, la “Divagación” enfoca también el
material con que se construye la poesía, las palabras. Oigamos:

“La poesía que es de suyo simbólica... trabaja con elementos


absolutamente abstractos... y en el plano mental de las alucina-
ciones. Este trabajo casi onírico... lo ejecuta el poeta con una
sola clase de materiales: las palabras; con esas mismas palabras
con las que se expresa el vulgo y el resto de los hombres, pero
a quienes el poeta hace decir cosas inusitadas, únicas; hacién-
doles emitir, además, irradiaciones que provocan en el lector
estados emocionales que ningún otro excitante podría lograr-
los. Se comprende, pues, que los malabarismos verbales de un
poema, que son los precisos para conseguir tal objeto, se
obtengan a veces a base de torturar los idiomas...”.

En pocas frases y con gran sencillez Rodríguez resuelve otra cuestión


fundamental vinculada al trabajo del poeta sobre el nivel lingüístico: la
modificación de los sistemas establecidos, la subversión de las normas,
el forzamiento en extremo de las posibilidades expresivas de las pala-
bras. La poesía, en suma, como ruptura del orden lingüístico habitual
para lograr su doble objetivo: expresión fiel, comunicación exacta. De
aquí que Rodríguez se pregunte: “¿No es el arte fundamentalmente un
acto de rebelión?... Y el arte por su intencionalidad y por su sino ¿no ha
tratado de crearse a través de los tiempos una expresión sui generis,
aparte de toda otra expresión?”.
De un último texto teórico nos valdremos finalmente en este inten-
to de reconstrucción de la conciencia poética del poeta Rodríguez. Se
trata de la carta a Enrique López Albújar sobre Matalaché 8, de la que
nos interesa por ahora solamente la descripción de lo que considera
una obra excelente:

8 Ver nota 2.
204 jorge cornejo polar

“Su obra, de principio a fin, acusa los contornos arquitec-


tónicos que caracterizan a los edificios construidos con la
propia sustancia. La sobriedad de los trazos y la insistencia de
los temas hacen de ella un conjunto armonioso e indestruc-
tible. Como no está concebida con elementos decorativos...
como carece de toda exornación de estuco, donde siempre
muerde la intemperie, su obra que dura por sólida, seguirá
durando al igual que la piedra de las fortalezas incaicas...”.

Una nueva formulación del ideal literario de César A. Rodríguez.

La poesía como tema poético


Nada es más ojo que la poesía
porque todo lo que es sólo es belleza.

César A. Rodríguez

Poemas cuyo tema es la poesía misma y su ejercicio, las “artes poéti-


cas” —según la denominación consagrada— son como miradores privilegia-
dos que se abren hacia las moradas interiores del poeta. Conocido el tem-
peramento reflexivo de Rodríguez, poeta pensante, no sorprende cons-
tatar que son numerosos los textos de esta índole, tantos que la selección
de aquellos pertinentes a nuestro propósito se convierte en tarea difícil.
El poema que abre La torre de las paradojas, significativamente titu-
lado “Yo”, nos sirve de punto de partida. En las primeras estrofas cam-
pea el tono escéptico y la desesperanza parece agobiar al poeta: “y nun-
ca vi que daba un paso/ después de tanto caminar... cuando mis ilusio-
nes se empluman para el viaje/ al distenderse su plumaje/ lo que re-
montan es el ayer”. Los “impulsos intrépidos”, las “maneras insólitas de
hurtar la esclavitud” están también condenados al fracaso. Se descree in-
cluso de las posibilidades de la poesía: “Tampoco el verso salva —con
ser lo más ligero— /aquella miserable ley de gravitación/ El poeta es un
tímido y asustado cordero/ que hace sonar en el sendero/ el cascabel
del corazón”. El resumen es desconsolador:

No hay una sola idea, ni hay un solo guarismo,


que me enseñe la puerta que al fin se debe abrir;
sólo tengo a mis plantas el pascaliano abismo,
en que saliendo de mí mismo
ya no me queda dónde ir.
la poesía de césar a. rodríguez 205

Sin embargo, hacia el final del poema, la luz comienza trabajosamen-


te a abrirse paso al compás de una primera formulación de su pensa-
miento sobre el sentido de la tarea poética:

Pude gozar la vida jocundo y halagüeño


sin echarme a la espalda la fatigosa cruz
en que se crucifica todo bíblico empeño
de transformar con el ensueño
la sangre en vino y el silencio en luz.

El poeta tiene, entonces, una hermosa, casi magnífica función: trans-


mutar, al impulso del ensueño, “el silencio en luz”: arte poética com-
pendiada, pero plena de significación, que da la señal para un cambio
al tono afirmativo, por momentos eufórico a pesar del “suplicio” que,
paradojalmente, encanta:

Pero había en el mundo tanto bello motivo


y en la cabeza tanto gorjear de ave sutil
que me encantó el suplicio de vivir lo que vivo,
desenredando lo que escribo
como de un huso de marfil.

Las sombras intentan reaparecer en la estrofa última, pero es la luz


—llamarada, rayo de sol— la que en definitiva triunfa, aunque de insólito
modo:
Y en esta lontananza de azul vago e incierto,
como una temblorosa llamarada de alcohol,
veo, las pocas veces que puedo estar despierto,
que por mis sótanos de muerto
reptan tentáculos de sol.

“Parábola”, el segundo poema de La torre de las paradojas, aporta


igualmente elementos significativos. Ansioso de desentrañar el misterio
del universo, tensos y alerta los sentidos y la mente —“los ojos prolonga-
dos sobre el limbo... haciendo un telescopio de mis sesos”— el poeta se
siente como un receptor:

Mi cabeza era un fono;


mis labios y mis dedos
sacudidos por hondos cataclismos
206 jorge cornejo polar

eran los filamentos


que esperaban la nueva; los mensajes,
no sé de qué telégrafo,
no sé; pero esperaban
la voz de lo infinito, de lo eterno...

La imagen del poeta como receptor de voces o mensajes que llegan


de una región incierta pero maravillosa y como emisor —al mismo tiem-
po— de poesía que viene a ser como el resultado de la transmutación de
esos mismos mensajes acaecida en la intimidad del sujeto poético, es un
leit motiv en la obra de Rodríguez. Así, en el ya glosado “Ego sum”:

... soy como una red de líneas


de comunicación.
Soy el viento que vuela;
soy el correo; soy
la intrépida noticia
de comunicación.
Soy el libro que llega
de Europa, la canción
que se tañe en la lira
con desacorde voz.

Si volvemos a la “Parábola” encontramos ahora, en la misma línea,


al poeta transformado en médium: “Y el médium fosfatado/ que el
espíritu impregna hasta los huesos... [es] receptor preparado que perci-
bía desde lejos...”. El poeta es también vidente, visionario; ante sus ojos
desfila el universo entero:

Todo estaba a la vista;


todo menos
la verdad que refluye...
Allí faltaba el humus metafísico
el impalpable acervo
que germina en la frente de los santos
y en el ritmo cardíaco del poeta...
Y si faltaba esto
allí faltaba todo;
por eso
ante mis ojos los espacios
la poesía de césar a. rodríguez 207

se abrieron como un templo


dando paso a la luz,
al bien estético
que en sus labios divinos
avanzando traía el Nazareno.

Sorpresivo giro hacia lo religioso que, sin embargo, terminará sien-


do tópico en la poesía de Rodríguez. Una nueva versión del tema de la
mediumnidad aparece en “Metempsicosis”, también del libro primero:

Mi cerebro es un caso de hipnotismo. Yo mismo


no soy más que un fenómeno de lejano hipnotismo
cuyo médium pensante reside en mi cabeza...
La tristeza que siento no sólo es mi tristeza:
me la sugiere en ondas alguien desde el abismo;
yo soy entre las sombras un simple mecanismo
que obedece al divino motor de la belleza.

Y, sin embargo —amarga paradoja—, el poeta vidente, el vate, el que


acaricia con sus manos el infinito, el que transforma el silencio en luz,
el “sembrador de estrellas”, es, ante los ojos del común de los mortales,
el “hombre que no había hecho nada” como se lee en el poema de La
torre que lleva el mismo título:

Cuando murió, las gentes, buscando en sus papeles


sólo encontraron gajos de empolvados laureles,
y comprendieron todos que aquello no era nada.

En Sonatas en tono de silencio abundan asimismo las “artes poéti-


cas”. Por ejemplo, dos poemas sucesivos, “Crear” y “La elegía de la pági-
na en blanco”, ofrecen visiones complementarias sobre el acto produc-
tor de poesía, su sentido, las angustias del escritor. Leemos en “Crear”:

Todas las noches me verás luchando


con un bisonte negro,
membrudo y balador, insomne;
tenaz y contumaz: mi pensamiento.
En cada fase de la lucha
en cada forcejeo
recibo mil heridas. De allí manan
208 jorge cornejo polar

los grumos sanguinosos de mi verso.


La poesía es una fuerza múltiple,
que siendo cerebral no es del cerebro;
pasa por él llegada de los hálitos,
como la música por el instrumento...

Dice Walter Muschg: “Desde Dante, los poetas y artistas desempeñan


nuevamente el cargo de vidente. Son mediadores entre éste y el otro
mundo”9. Una concepción semejante parece ser el eje de la idea del
poeta y su función que tiene Rodríguez, sólo que, en su caso, el poeta
no es un intermediario entre el “otro mundo” —en el sentido del más allá
cristiano— y nuestro mundo. Ese “abismo” desde el que se le sugiere una
tristeza que no es sólo su tristeza, esos “hálitos” desde donde llega la
poesía pertenecen más bien a la tradición clásica, son como alegorías
de ese mundo exterior, lejano y misterioso donde se oye la “música de
las esferas”, donde se escucha la voz de las musas.
Otros tres poemas (“Alumbramiento” y “Cómo nace el poema” de las
Sonatas en tono de silencio y “Un viaje hacia mí mismo” que figura en
la antología La poesía de César A. Rodríguez) describen de manera coin-
cidente el modo de “nacimiento” de los poemas e iluminan cada uno
desde un ángulo distinto —pero siempre partiendo de lo exterior para
llegar a lo hondo— aquella instancia generadora determinante: el yo pro-
fundo, tentado por los enigmas filosóficos, disparándose de dentro ha-
cia afuera (como explicara el poeta en el discurso de 1942). Veamos: “...
sentado en una silla” (“Alumbramiento”), “de codos sobre una amplia
mesa” (“Cómo nace el poema”), “lento sopor me invade” (“Alumbra-
miento”), “todo está en mí dormido” (“Un viaje hacia mí mismo”), “ten-
go el mundo en las manos. Mi cabeza echa brotes de música. Germino”
(“Cómo nace el poema”).
Dadas las circunstancias requeridas, se produce, entonces, el naci-
miento del poema, el manantial que no cesa comienza a discurrir:

Cuando se asoma el mundo hasta mis ojos


se apaga aquella luz que era su siempre
y lo convierto en solitarios trozos
con una muerte sin ausencia.
(“Viaje hacia mí mismo”)

9 Muschg, Walter. Historia trágica de la literatura. México: Fondo de Cultura


Económica, 1965.
la poesía de césar a. rodríguez 209

... Laso,
se me adelgaza la vivencia
y en este vidrio que es un vaso
gotea el alma pura esencia...
Soy un pozo.
Me estoy llenando de silencio.
En algún nervio o parte ignota
siento la pugna de una yema.
Cálido parto. De allí brota
la gracia eterna del poema.
(“Alumbramiento”)

Tomo la pluma que parece el trino


de ave que pica un grano de belleza
Salta un verso flexible...
Letra a letra se forma la figura
de ésta que nace nueva criatura
venida al mundo con calor humano.
Cuando termino de escribir, contento
cojo el poema y al tocarlo siento
que me gorjea un pájaro en la mano.
(“Cómo nace el poema”)

El poema es, entonces, un ser vivo que nacido de la “emoción del


pensar” no se somete, sin embargo, a los dictados de la lógica:

Yo te detesto lógica...
En rebelión con tus designios
tramo el absurdo de mi verso,
jugando a juegos malabares
libre de toda coacción, libérrimo.
(“Confidencias”)

Poema, en fin, que es también la sustancia del artista convertida en


verbo: “que tu poema... tenga tan sólo tu sustancia” (“Sermón en rima
nona” de Sonatas), suerte de transubstanciación que —el poeta insiste—
es mucho más que el resultado de un puro trabajo racional. Por eso, en
“La verdadera realidad” (de Sonatas, también) informará:

Yo no viví jamás con la cabeza


vivir en esa forma es peligroso;
210 jorge cornejo polar

Prefiero sustanciar lo que contemplo,


frente a un saber sin alma. Por ejemplo:
el sol es un león en la maraña
o el viento que digita en un clavel
está estudiando valses de Ravel.

Sin embargo, ocurre a veces que el delicado mecanismo productor


de poesía deja de operar: “cauces mudos y anhelos de crear ya no con-
jugan”. La angustia de estos momentos de aridez en los cuales pareciera
que “el manantial cegado ya no fluye” inspira al poeta un ilustrativo tex-
to, “La elegía de la página en blanco”, perteneciente a Sonatas en tono
de silencio, excelente testimonio personal de una situación que todo es-
critor conoce: el blanco espacio de la cuartilla que permanece impolu-
to, a pesar del esfuerzo desplegado. Entonces, “sin el latir del alma crea-
dora/ me siento un vaso triste, cuya esencia en la nada del aire se eva-
pora...”, confiesa César Atahualpa.
Con el poema “Estética”, que precede a la única novela publicada
por el poeta Rodríguez —Dios no nos quiere—10, cerramos este recorrido
(que pudiera haber sido más extenso aún si se tiene en cuenta la cons-
tancia del escritor en poetizar su visión de la poesía y del acto creador).
Lo hemos escogido porque ofrece un interés especial al centrarse en la
función de la poesía como instrumento cognoscitivo cuya acción co-
mienza allí donde agota sus poderes la indagación racional:

Donde se cierra el ojo de la idea


allí acaba la faz del Universo
Para mirar el retroverso
de aquello que no es faz, emplea
la lámpara del verso.
Nada es más ojo que la poesía
porque todo lo que es sólo es belleza...

La obra
Un enigma preocupante ronda por la mente de todo conocedor de
poesía peruana al considerar el caso de César A. Rodríguez: ¿Por qué

10 Rodríguez, César Atahualpa. Dios no nos quiere. Lima: Librería Editorial Juan Mejía
Baca, 1973.
la poesía de césar a. rodríguez 211

solamente dos libros, si el conjunto de lo escrito es tan vasto que hu-


biera podido alimentar muchos volúmenes? No se conoce con certeza
las razones de esta sobriedad en el publicar, pero algunas pueden su-
ponerse: las dificultades a veces insalvables que entorpecen —sobre todo
en provincias— la edición de libros de poesía, una gran modestia (re-
chazó siempre el convertirse en “personaje literario”), una extremada
exigencia, un lúcido e implacable rigor autocrítico. Mario Polar, en el
prólogo a Sonatas en tono de silencio, habla de que “la hermana
pobreza, la falta de ambición, la extraña timidez de este hombre fuerte
y su absurdo temor a parecer exhibicionista son responsables, en parte,
de este silencio editorial”. Estuardo Núñez, en 1938, aventura otra
hipótesis al sostener que “su obra se detuvo allí donde no dejaba de ser
leal a su época. Desde entonces Rodríguez no ha publicado poemas,
por suponer tal vez que su sensibilidad no es del tipo que las nuevas
épocas reclaman...”11. Y algo de esto pudiera haber existido. En todo
caso y a falta de explicaciones claras del propio autor, preferimos dejar
de lado las especulaciones y limitarnos en estos capítulos exclusiva-
mente a lo que Rodríguez quiso publicar, es decir, La torre de las
paradojas, Sonatas en tono de silencio y los poemas dispersos que nos
ha sido posible conocer (sin renunciar por ello a emprender en otra cir-
cunstancia la crítica y valoración integral de su poesía).

Visión del mundo, constantes temáticas, estilo

A) La torre de las paradojas

César Atahualpa Rodríguez publica su primer libro en 1926, a los 37


años de edad. No se trata en consecuencia del clásico libro inicial de
un joven poeta con su previsible mezcla de logros prometedores, auda-
cias, vacilaciones, influencias poco cernidas. En este momento han
transcurrido ya más de 10 años de intensa actividad literaria desde la
aparición de sus primeros textos en Balnearios y Colónida, de modo
que cabría afirmar que La torre de las paradojas cierra más bien un pe-
ríodo, resumiendo y expresando tanto sus tendencias principales cuan-
to sus mejores frutos. Por eso mismo es un libro orgánico compuesto
con esmero, testimonio de una primera madurez y, a la vez, respuesta

11 Núñez, Estuardo. Panorama actual de la poesía peruana. Lima: Editorial Antena S.A.,
1938.
212 jorge cornejo polar

del poeta a una especie de compromiso consigo mismo y con el con-


senso elogioso que los ambientes culturales de Lima y Arequipa le
habían brindado. En el proyecto personal del poeta debió de ser
además (se puede suponer) el hito inaugural de una serie de libros,
que, como se ha visto, no llegó a plasmarse.
La torre de las paradojas consta de un poema introductorio y de seis
secciones tituladas “Sonatas y sonatinas”, “Tedium vitae”, “Sonetos pic-
tóricos y amorosos”, “Fantasías”, “Estereotipias” y “Pizzicatos”, que ha-
cen un total de 109 poemas.
El título, en el que se esconde seguramente algún recuerdo de La
Torre de los Panoramas —el refugio en que Herrera y Reissig, en Mon-
tevideo, reunía a su cenáculo—, las “Sonatas y sonatinas” de la primera
parte y algunos otros indicios como “la divina tristeza de los concupis-
centes...”, “... como un rey destronado de las tierras de Angora”, “... una
ráfaga helada crispó la blonda fuente/ y graznaron unánimes los cisnes
de alabastro” han originado que críticos importantes como Monguió pri-
vilegien la presencia del modernismo en este libro. Sin duda, Rodríguez,
como muchos poetas de esos años, estuvo vinculado al ejemplo moder-
nista, pero el afirmarlo no significa ir en desmedro de la entonces ya
clara originalidad del poeta arequipeño.
La visión del mundo que opera como eje integrador del libro —des-
de la cual se configuran sus diversas líneas temáticas— es, inequívoca-
mente, la de un meditador que acicateado sin descanso por una inago-
table sed de saber se esfuerza por desentrañar el sentido de la existen-
cia humana a través de un muy peculiar operativo poético. General-
mente insatisfecho de los resultados de su indagación, el poeta adopta
un aire escéptico y desencantado, “un cierto matiz irónico y descreído”
(Sánchez), uno de los más peculiares rasgos de un estilo que rechaza,
a pesar de la trascendencia de las cuestiones tratadas, todo artificio, toda
solemnidad (“Acabar con el énfasis es mi mayor ansiedad estética”,
revelará en “Un retrato sin marco”).
Esta visión del mundo oscila entre dos polos contrapuestos. En un
extremo parece postularse el imperativo de una postura activa, la inda-
gación, la “emoción de pensar” que arroje conclusiones válidas acerca
del cosmos y el hombre, aunque éstas terminen envolviéndose en un
manto de escepticismo. “Nada es cierto en resumen. La esfinge sigue
muda... Y en la brecha impasible de todos los abismos,/ el hombre es
una noche...” (“Sabiduría”). En el otro extremo se dibuja reiteradamente
la actitud de espera que llega a ser una de las constantes temáticas de
la poesía de Rodríguez. El poeta, en efecto, parece hallarse a la expec-
la poesía de césar a. rodríguez 213

tativa de algo que ha de ocurrir sin que intervenga su voluntad: un lla-


mado, un mensaje, el amor, la plenitud existencial. Así en “Mediumni-
dad” se espera “que llegue una mano/ que apriete mi carne... una carta
de lejos/ que me llame... una voz desusada/ que me diga cantando le-
vántate”, pero el sujeto del poema ante esta “angustia eterna” se pierde
en la incertidumbre. En “Espírita” se trata de una espera de amor: “En
tanto yo la espero; mi amor es absoluto... ¡Ya vendrá cualquier día...!”.
Mas aquí también, cuando cree vislumbrar a la amada, alguien le dice:
“no es ella todavía”. En “Marina” lo esperado es una nave de oro que
“no llega todavía ni llegará...”. En “Un día”, por último, se aguarda al
“misterioso mensajero/ que me traiga en su pecho la dulce promesa...”.
Pero cuando a la postre llega el deseado personaje, todo habrá sido en
vano, el absurdo que uno estaría tentado de llamar kafkiano, se impone:
“Del mensajero nunca sabré el lenguaje... porque en las sombras... el
mensajero se quedó dormido/ dormido eternamente”. Tal vez por eso
en otro texto (“Nunca”) el poeta sibilinamente afirma: “Y mi esperanza
sólo es esperanza/ porque toda esperanza dice ¡nunca!”.
Entre la duda y la esperanza, en el vórtice de estas tormentas interio-
res hay, no obstante, una certidumbre a la que con fe vuelve el poeta
una y otra vez: La conciencia de ser un ente pensante: “Sin embargo,
yo pienso... mi frente/ es la puerta cerrada de un pueblo incoherente...”
(Te Deum). Nunca es más hermoso el hombre que cuando al pensar
parece “la bella escultura del animal que piensa”. Y el poeta es básica-
mente un pensador emocional, si cabe el término. Así, pues, la fe en el
poder del pensamiento constituye la certidumbre indestructible sobre la
que se edifica la visión del mundo de César A. Rodríguez.
El amor, segundo tema del libro, es también desde luego el ejercicio
sentimental de un hombre inteligente, de refinada sensualidad, de exal-
tado erotismo (“Tengo veinticinco años que me impiden ser casto”, dice
este poeta que confiesa también: “Los gatos son como yo, lúbricos”). No
encontramos en estos versos huella de grandes amores, de pasiones
extremadas, sino más bien, aparte de la complacencia voluptuosa, una
búsqueda constante de la posesión de la amada bella, una pertinaz
atracción por el misterio de la condición femenina, una espera de la
perfección encarnada en una mujer que tal vez no exista.
En un hermoso soneto se canta precisamente a la mujer desvaneci-
da, inasible, jamás contemplada, solamente ensoñada. A aquélla que
“nunca ha existido y tiene tan extraña existencia... que se confunde a
veces con la sombra de un sueño” y “se nutre de nosotros, es nuestra
propia esencia”. Imposible, dice la conclusión, “que un hombre de san-
214 jorge cornejo polar

gre esplendorosa/ no haya sentido en su alma la huella vaporosa/ de


aquella eternamente mujer desvanecida”. En otros textos hablará de su
espera: “En tanto yo la espero/ mi amor es absoluto./ La aguardaré sin
sueño... Ya vendrá cualquier día”, o de su búsqueda: “Yo busco una for-
ma, yo busco/ yo busco la forma y el suave color/ de un beso que no
he dado nunca/ para vaciar mi corazón”.
Pero quizá el mejor logro estético de la poesía amatoria de Rodrí-
guez en este libro esté en las breves estampas galantes donde el amor
es ante todo juego erótico de elegante y a ratos frívola sensualidad:
“Seamos mentirosos para que triunfe el vicio/ y mañana si quieres mo-
riremos de amor... Tengo veinticinco años que me impiden ser casto/ tú
tienes un albergue sobre tu seno vasto/ y unos labios frutales que qui-
siera exprimir...” (“Al oído”). “En tus hombros pentélicos, donde la piel
se argenta/ déjame que te enrosque como una llamarada/ mis dos bra-
zos desnudos...” (“Voluptuosidad”). “En el incendio hervoroso de mi
carne pecadora/ fuiste penumbra de luna que en un rosal se desmaya/
y en la aridez taciturna de mis besos imposibles/ hilo de agua”
(“Delectación”). “Somos tres. Es Domingo/ Ya hemos pasado Tingo.../
Lilí ¿quieres darme eso? Mi gran amigo Z/ mira el campo ¡es poeta!/ ¡y
no ve nuestro beso!” (“A toda velocidad”). En alguna ocasión, sin
embargo (“Bizantina”), una dimensión cósmica en la que toda la natu-
raleza vibra y participa es el escenario magnífico del acto de amor: “Los
grillos orquestaban en las viejas glorietas/ vertían los estambres sus
cópulas discretas;/ palpitaba en las cosas una ansiedad arcana...”.
La exposición de los temas de La torre de las paradojas se apoya en
un despliegue verbal cuya nota más característica es, tal vez, el flujo
continuo de descripciones (de almas, de personas, de animales, de pai-
sajes naturales, de ámbitos urbanos, de interiores) que son, a su vez,
como una secuencia por momentos deslumbrante de imágenes. Impo-
sibilitados de recoger acá un inventario de estos logros poéticos, cita-
mos sólo, a guisa de muestra, algunos versos:

La tarde como un ángel se perdía


en el confín del cielo...
(“Parábola”)

El sol como un león salta los horizontes,


tremolando en los vientos su melena de miel.
(“Tarde antigua”)
la poesía de césar a. rodríguez 215

Sumergido en sí mismo como en la sed de un rito


sus ojos van tornándose dos gotas de infinito
que penden de la nada sobre la nada inmensa.
(“El fumador de pipa”)

El sol como una brasa


dora como un orfebre.
(“A toda velocidad”)

... la luna como lágrima que rueda


se precipita por la noche fría...
(“Preludio 17”)

Mi gato...
En el umbral tendido, decorando las losas,
es un aguafuertista que realiza su rol.
(“Psicología felina”)

Mi cabeza es la cumbre de una inquieta montaña.


(“El nocturno de las almas”)

... y todos tus anhelos presos,


cuando tu carne esté ya rota,
serán los cuervos en derrota
sobre el residuo de tus huesos.
(“Blasfemia”)

Vasto edificio construido palabra a palabra, verso a verso (en varie-


dad de fórmulas estróficas y métricas), fruto en sazón de un pensar tran-
sido e insomne que se vuelve sobre sí mismo o se dispara en pos de
respuestas para una angustiada demanda de absoluto, La torre de las pa-
radojas (paradoja: “especie extraña u opuesta a la común opinión y al
sentir de los hombres”) se eleva como uno de los más puros logros de
la poesía peruana de nuestro siglo.

B) Sonatas en tono de silencio

Estimulado tal vez por las máximas condecoraciones del Gobierno


peruano y de la Municipalidad de Arequipa (la Orden del Sol, la Me-
dalla de Oro de la Ciudad) que por entonces se le otorgó, angustiado
216 jorge cornejo polar

seguramente por el avance de los años, César Atahualpa Rodríguez


—poeta de fecundidad extraordinaria, pero, otra paradoja, tercamente
reacio al libro— se animó a publicar en 1966, a los 77 años de edad, en
la cumbre de una espléndida y lúcida ancianidad, Sonatas en tono de
silencio, su segundo y último libro.
“Selección de poemas de la edad madura” como dice Mario Polar en
el prólogo, este libro consta de tres partes: “Psiquis”, “Eros” y “Gea”, 73
poemas a los que los editores agregaron tres de sus cantos a Arequipa.
Basado en la confianza en sí mismo en cuanto yo pensante (“Y sólo
por sentirme/ pensando, desprovisto/ de otra noción de vida, me hallo
firme/ dentro del mundo, porque existo”, dice con ecos de cogito carte-
siano en “La elegía del silencio”), la visión del mundo que sostiene este
libro es en lo esencial semejante a la del primero. Se diseña, entonces,
como una tensión dramática entre la apasionada entrega a la aventura
inteligente (en las formas conocidas) y la ansiosa, interminable espera:

Esperamos sucesos nunca habidos;


amores imposibles para amar;
riquezas fabulosas que no existen;
mentiras que concreten la verdad;
cielos ambiguos, nubes, nubes,
y estamos viejos de esperar.
(“Inmovilidad”)

El pensamiento recorre sin descanso las antiguas y siempre nuevas


cuestiones, se exalta como siempre ante el llamado de los “enigmas fe-
cundadores”, se ilusiona ante la verdad que se cree tocar con las manos,
sólo para caer luego en las simas del escepticismo y la desesperanza. Y
en este juego van brotando las inusitadas imágenes, los hermosos ver-
sos, los poemas redondos que una y otra vez van y vienen por caminos
conocidos, pero vistos ahora con otra luz, la del final del viaje de la
existencia. La vida y la muerte, el tiempo y sus heridas, el hombre y su
destino, el amor y el dolor, la poesía y el poetizar, las moradas del poeta
y su contorno son así los temas recurrentes de las Sonatas, invadidas de
principio a fin por un tono melancólico y desencantado (hay nueve
composiciones tituladas “Elegía”: del yo, del silencio, de la soledad, de
las lágrimas, de la página en blanco, del humo, del viento, de la lluvia,
de la calle).
El poema “Variaciones sobre la palabra siempre” podría ser tomado
como un símbolo de los contenidos esenciales del libro:
la poesía de césar a. rodríguez 217

Esta palabra siempre tan sin límites,


tan trágica;
que si la digo convertida en nunca,
o como el beso de una muerta,
o como el beso de la muerte,
se me congela la esperanza...
Esta palabra siempre, religiosa...
que cuando afirma es infinito;
pero si niega, cero, nada.

Podría afirmarse que en esta polisemia del vocablo “siempre” se ex-


presa a cabalidad el sentir entrañable del poeta que concluye su medi-
tación:

En este otoño de mi vida


cuando la sangre ya se apaga
oigo en mis huesos la palabra siempre
tocar su negra flauta.

La insistencia en la palabra “siempre” está vinculada desde luego al


tema del tiempo, que alcanza rasgo principal en este poemario. Su paso
irreversible genera el olvido: “Cuantas veces te olviden tantas veces te
has muerto”. Ni el recuerdo de la mujer amada se salva de la acción co-
rrosiva del tiempo: “... Ya está raído su retrato. No puedo/ continuar
describiéndola. Es inútil mi esfuerzo./ El olvido es el virus de que se
está muriendo/ esa imagen pintada con el color del sueño”
(“Palimpsesto”). “Si en el osario del ayer me pierdo/ para encontrarme
con lo que he vivido,/ veo que hasta el cadáver del recuerdo/ se pudre
sin cesar en el olvido” (“Nocturno desesperado”). Y, no obstante, es el
recuerdo el arma privilegiada en esta lucha: “La vida no es presente ni
futuro, es recuerdo” (“Palimpsesto”). El acento se torna trágico cuando
la reflexión se vuelca sobre sí: “Ya comienzan las gentes a olvidarme,/
ya se pasó mi tiempo” (“Panfleto”). “Sobre mi crudo invierno doloroso/
la serpiente del tiempo se desliza... Y si quiero agarrarme del ahora...
veo también que todo se evapora/ que mis manos están llenas de nada”
(“Nocturno desesperado”).
La sección “Eros” reúne varios de los mejores poemas de amor de
Rodríguez: “Fantasía nocturna”, “Ópalo”, “Bagatela Nº 13” (con cierto
sabor al Salinas de La voz a ti debida), “De la vida íntima”, “Amor”. Si
en La torre de las paradojas se echaba de menos la impronta de un gran
218 jorge cornejo polar

amor, ahora la descubrimos sin esfuerzo en versos de delicada y


estremecedora belleza. Pero, amor de poeta al fin, la mujer amada es
aun más bella porque la ha transfigurado la poesía. Así, en las estancias
finales de “Fantasía nocturna”:

En tu silencio eras tan pura


que hasta del ansia de pensar me abstuve.
Me parecías una nube,
diluyéndose en alma tu figura.
Caían pétalos y estambres
de un jardín de quimera opalescente
sobre el armiño de tus manos bellas.
Desde el azul remoto las estrellas
en tupidos enjambres,
volaron por la dalia de tu frente.
Cuando miré tu rostro, amanecía:
ya no eras como todas las mujeres;
y aunque siguieras siendo lo que fueres
estabas en olor de Poesía.

En la sección denominada “Gea” se registra, asimismo en mayor pro-


porción que en el libro primero, textos de descripción del paisaje rural
y sobre todo del ámbito urbano (Rodríguez es fundamentalmente un
poeta de temple ciudadano), y, en ambos casos, como también ocurría
en La torre, son los momentos crepusculares y el reino de la noche las
circunstancias preferidas por el poeta.
La andadura formal de las Sonatas reposa en el incesante fluir de
imágenes que como un río de luz recorre el libro de principio a fin,
redimiéndolo desde el nivel de lenguaje de la tristeza y el desencanto
del tenaz escepticismo de sus líneas temáticas básicas.
Libro aparecido tardíamente, cuando la poesía peruana, con otros
instrumentos, exploraba ámbitos diferentes, Sonatas en tono de silencio
—en gracia a su calidad poética— es, a pesar de este desfase cronológi-
co, un libro importante en el mapa de la literatura nacional de la segun-
da mitad del siglo.
la poesía de césar a. rodríguez 219

Sobre críticas e influencias


El descenso hacia las vertientes de la poesía es muy difícil. No vale
para ello la luz tremolante del intelecto. En esas oscuridades ger-
minativas mejor es avanzar desnudo de todo hábito conceptual y
deslizarse a tientas dejando que los poros de la sensibilidad
entren en fosforescencia y absorban las sustancias poemáticas sin
compromiso de entenderlas, pero sí con el deseo de ampliar el pro-
pio campo de la vida y de fecundarse con ellas.

César A. Rodríguez

El discurso crítico sobre la poesía de César Atahualpa Rodríguez se


abre con una pieza de excepcional valor: la carta que el 14 de octubre
de 1915 (repárese en lo temprano de la fecha) le dirigiera Abraham
Valdelomar12 en respuesta a otra del poeta arequipeño.
Con una poco común clarividencia y un gusto exquisito, Valdelomar
va hilando una serie de opiniones sobre la obra de Rodríguez, tenien-
do a la vista solamente los pocos poemas que habían aparecido en la
revista arequipeña Anunciación 13. La afirmación primera es radical: “La
aparición de usted en el escenario intelectual del país, creo que ha de
marcar época y en cuanto a mí se refiere, créame que soy uno de sus
más entusiastas admiradores”. Y la justifica luego con amplitud: “Lo
comprendo a usted, a más de un poeta, inteligente, es decir, en plena
posesión de la verdad y de la vida real...”. Y más adelante: “Veo en sus
poesías la aparición de un espíritu nuevo, original, moderno, vigoroso,
audaz, sutil y entusiasta... sabe que con decir lo que se siente y con sen-
tir sinceramente se llega de todos modos a obtener el difícil señorío del
espíritu en la Belleza” (recuérdese a propósito el insistente reclamo de
autenticidad que aparece en las “artes poéticas” de Atahualpa glosadas
arriba).
En un buido y penetrante análisis estilístico (de Estilística avant la
lettre), Valdelomar revisa los poemas “Bizantina”, “Arequipa”, “Tarde an-
tigua”, “Psicología felina”, “De profundis”, “A toda velocidad”,
“Miserere”, “Alegoría” y “Esterilidad”. Así, refiriéndose al primero señala
que “hay en esta composición no sólo la pulcritud de la forma, la prodi-

12 Respetuoso de la voluntad de Valdelomar, quien le rogaba: “No vaya usted a hacer


uso público de esta carta”, Rodríguez sólo la dio a conocer a través de la revista
Excelsior de Lima, en diciembre de 1944.
13 El primer número de Anunciación apareció el 28 de julio de 1915.
220 jorge cornejo polar

giosa facilidad... y la lógica... sino algo más, un profundo sentimiento


de la Naturaleza...”; deteniéndose en los versos: “palpitaba en las cosas
una ansiedad arcana”, sobre los que comenta: “Es penetrar muy hondo
en el silencio de la Naturaleza, amigo mío”; y en aquellos otros: “la
luciérnaga errante de fosfórico rastro/ bordó con jeroglíficos la brisa
transparente” que lo maravillan por su habilidad descriptiva y le arran-
can la frase: “Esto es, justamente, saber ver y saber sentir”. Son, pre-
cisamente, las descripciones las que más entusiasman al Conde de
Lemos: “Sencillamente admirable como descripción... de una fuerza pic-
tórica insuperable”. De “De profundis” opina: “Prodigiosa composición,
esencialmente descriptiva sin dejar de ser subjetiva”.
En algún momento la carta se lanza por el camino de la gran hipér-
bole: “en...‘Tarde antigua’... : que parece pensada por un cíclope divi-
namente loco, hay el atrevimiento de esta frase digna sólo de Homero
o de Víctor Hugo por su trágica fuerza y su loca originalidad [se refiere
a la imagen ‘el sol, como un león, salta los horizontes’ que hemos sub-
rayado en páginas anteriores]”. Pero en general, la epístola valdeloma-
riana se mantiene con brillo y hondura en los límites de un profundo y
brillante análisis textual con dos temas principales: las virtudes de Ata-
hualpa para la descripción y para lograr el efecto pictórico.
De los primeros tiempos son también los juicios elogiosos de Gon-
zález Prada (que conocemos referencialmente por Pantigoso) y de Cé-
sar Vallejo: “César Rodríguez, dueño de una técnica segura e irreprocha-
ble, en versos de una tersura clásica”14.
Hacia los años treinta Luis Alberto Sánchez y Estuardo Núñez hacen
hincapié en los valores de la poesía de Rodríguez. Así, Sánchez afirma:
“Podríase decir, al margen del lugar común, que Rodríguez es un poeta de
rara perfección formal, meditativo y curioso... Sus temas manifiestan una
mente preocupada por la metafísica y el esoterismo”15. Núñez por su parte
opina que Rodríguez “afirma una poesía personal, de hondo trascenden-
talismo, de afinada y antirretórica sensibilidad en La torre de las parado-
jas...”. Lo califica también de “alto valor de la poesía arequipeña”16.
Luego, hacia los años cincuenta, Augusto Tamayo Vargas dedica al-
gunas páginas de su Literatura peruana17 a la obra del poeta arequipe-
ño, a quien caracteriza así: “... parte del mismo fondo romántico (mo-

14 El artículo de Vallejo se titula: “La vida hispanoamericana. Literatura peruana. La últi-


ma generación”, y apareció en El Norte, Trujillo, 12 de marzo de 1924.
15 Sánchez, Luis Alberto. Literatura peruana (hay varias ediciones).
16 Núñez, Estuardo. Op. cit.
17 Tamayo Vargas, Augusto. Literatura peruana,4a. ed. Lima: Studium, 1976.
la poesía de césar a. rodríguez 221

dificado por el modernismo) pasa por la poesía rural de los postmoder-


nistas para volver hacia Baudelaire en un nuevo giro del simbolismo, y
luego expresar (a través de la poesía) una concepción filosófica”, men-
cionando luego “el relampagueo metafórico de la vanguardia”. Tamayo
analiza con acierto Sonatas en tono de silencio, descubriendo en este li-
bro cuatro estratos: a) “el tono modernista inicial”; b) “un modernismo
provincial cercano a los postmodernistas”; c) elementos cercanos a “la
poesía de la etapa de los ismos posteriores a la primera guerra mun-
dial”; d) “El propio encuentro consigo mismo”. De esta época es tam-
bién La poesía postmodernista peruana de Luis Monguió, libro funda-
mental donde la mención a Rodríguez, aunque elogiosa, es más breve
y enfatiza el influjo modernista: “... autodidacta, voraz lector, hombre re-
flexivo y de espíritu filosófico... Por los años de la guerra... Rodríguez
escribía poemas... muy modernistas...”18.
No obstante estos valiosos antecedentes y las indiscutibles calidades
de la obra de Rodríguez, es necesario esperar hasta 1970 para encontrar
el primero y hasta ahora único estudio sistemático de su poesía: la tesis
doctoral, ya citada, de Manuel Pantigoso Pecero19, que el mismo autor
describe como “un trabajo estilístico-estructural de 32 poemas del libro
Sonatas en tono de silencio, agrupados bajo el título de ‘Psiquis’”. A pe-
sar de esta deliberada limitación de su campo, el estudio de Pantigoso
arriba a conclusiones que en general conceptuamos válidas para el con-
junto de la obra édita de Rodríguez. Nos parece especialmente sugesti-
va la segunda parte, con sus capítulos complementarios: la observación
del mundo exterior y la fascinación del mundo interior así como el de-
tallado y puntual trabajo sobre las cenestesias “como expresión poéti-
ca” de César A. Rodríguez.
Un extenso catálogo de escuelas literarias y de autores se podría for-
mar si se recopilaran las diversas opiniones de los críticos acerca de las
influencias que habría recibido César Atahualpa Rodríguez. Así, en
cuanto a escuelas: romanticismo, parnasianismo, modernismo, la van-
guardia europea de la primera postguerra. En lo referente a autores:
Baudelaire, Verlaine, Gautier, Leconte de Lisle, Laforgue, Mallarmé,
Heredia, Coppée, Jammes, entre los europeos; y Darío, Nervo, Lugones,
Herrera y Reissig, Chocano, Valencia, entre los latinoamericanos (men-
cionando sólo a los citados con mayor frecuencia).

18 Monguió, Luis. La poesía postmodernista peruana. México: Fondo de Cultura


Económica (Tierra Firme), 1954.
19 Pantigoso Pecero, Manuel. Op. cit.
222 jorge cornejo polar

Un escrutinio detallado de estas posibles vinculaciones del poeta de


La torre de las paradojas excedería, por su extensión, los límites del pre-
sente ensayo y sería tal vez ocioso en gran medida si se tiene en cuen-
ta que Atahualpa, quien fue un “voraz lector”, debe de haber leído mu-
chísima poesía (aunque es probable que sus preferencias fueran más
bien filosóficas) y que no sólo los indicados, sino también otros escri-
tores deben de haber dejado alguna huella en su producción, pero
siempre como estímulo asimilado y recreado, nunca como imitación
mecánica. En la gran mayoría de los casos se trataría, por lo demás, de
influjos limitados.
Sin ánimo de pontificar, sugerimos que son las de Rubén Darío,
Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig y Charles Baudelaire las úni-
cas presencias verdaderamente importantes en la obra de Rodríguez,
quien nacido a la vida literaria en la época del postmodernismo recibió
también la lección del modernismo a través particularmente de los tres
poetas nombrados en primer término. Agregaríamos por nuestra cuen-
ta (aunque limitada a ciertos poemas) la de Pedro Salinas, poeta refle-
xivo y de lúcida inteligencia. Sin embargo, resulta claro —más allá de
todo debate sobre fuentes— que la originalidad de Rodríguez es indis-
cutible. Tal vez por eso tenga razón Valdelomar cuando declara (en la
carta citada): “Lo veo a usted solo, sin rezagos ostensibles de maestros
ni de escuela; sin imitar a nadie”, lo cual no impide que como todo gran
poeta, César Atahualpa Rodríguez se inscribiera gozoso en la gran tradi-
ción de la mejor poesía universal y bebiera selectivamente de ella para
alimentar en unidad indisoluble los contenidos y las formas de un dis-
curso poético que se plasma en un estilo de evidente peculiaridad.

A manera de conclusión
Una renovada impresión admirativa sobrecoge nuestro ánimo luego
de haber recorrido una y otra vez las variadas estancias de la obra de
César A. Rodríguez y de haber intentado con tenacidad y desigual for-
tuna descubrir el arcano de su espíritu y de su conciencia creadora. Sin
duda estamos en presencia de un gran poeta peruano, uno de los ma-
yores nacidos en la tierra arequipeña. ¿Cabe considerarlo por esto poeta
de Arequipa? No, tajantemente no, si con esa calificación se trata de pre-
sentar a Atahualpa como un poeta lugareño y costumbrista de dimen-
sión provincial. En otro sentido, más cabal y profundo, Rodríguez es
ciertamente poeta de Arequipa no sólo por su “Ofrenda cívica” o su
“Canto a Arequipa” (o por sus versos famosos: “Soy de la raza ameri-
núñez y la crítica de la poesía 223

cana./ Peruano de Arequipa. Bien ¿y qué?”, “Yo no he nacido peruano;


yo he nacido arequipeño”, de insolente y orgullosa afirmación de sus
raíces como podemos ver); es poeta de Arequipa sobre todo porque,
como dice en el “Canto a Arequipa”: “Aquí, respirando ancestro, se forjó
mi loco empeño”, y porque como sabe ver y sabe sentir, según advertía
Valdelomar, su mirada física y espiritual, hecha para la visión en pro-
fundidad, y su sensibilidad finísima y siempre despierta captaron las
esencias del espíritu y el ambiente arequipeño y se convirtieron en la
materia nutricia de sus versos a un nivel esencial.
César Atahualpa Rodríguez espera todavía el homenaje mejor: el de
la difusión de su obra para que dialogue una y varias veces con los
peruanos y los hispanoamericanos de ahora y de los tiempos venideros.
Los cien poemas de este libro son un comienzo promisorio. Que las
líneas que hemos escrito sirvan de algo también en la empresa de hacer
conocer mejor esta poesía extraordinaria, a este poeta mayor.

Nota
El texto que antecede fue escrito en 1984 como estudio preliminar a
Cien poemas. Casi 10 años después, en 1993, se publica en tres volú-
menes Obra poética, que compila “la producción poética total de César
A. Rodríguez”, según afirma Enrique Azálgara Ballón en el prólogo.
Queda claro, entonces, que al momento de preparar tal estudio no tuve
a la vista la poesía completa de Rodríguez. Sin embargo, creo que mis
planteamientos críticos mantienen su vigencia y son válidos, de algún
modo y con ciertas limitaciones, para el conjunto de la obra del gran
poeta arequipeño. Pueden considerarse por ello como una primera y
sintética versión del libro que sobre la poesía de César Atahualpa Ro-
dríguez deseo publicar algún día.
Estuardo Núñez y la crítica
de poesía en el Perú

Estuardo Núñez Hague (Lima, 1908) es, sin duda, una de las figuras de
mayor relieve en el campo de los estudios literarios en el Perú del siglo
XX, a cuyo desarrollo ha contribuido con un numeroso y variado con-
junto de trabajos, que van de la historia a la crítica, de la literatura com-
parada a la biografía, de las ediciones de textos a las pesquisas biblio-
gráficas. A pesar de ello, uno de sus más valiosos aportes, el Panora-
ma actual de la poesía peruana (primera edición 1938; segunda edición,
corregida y con dos adendas, 1994), aunque es citado en algunas obras
especializadas, no ha merecido, que sepamos, un estudio específico.
Para salvar en parte esta omisión, pero sobre todo para cumplir un ac-
to de estricta justicia crítica con un libro de indudable significación, está
escrito el presente texto1.
El Panorama actual de la poesía peruana contradice, desde el títu-
lo, los preceptos de cierta crítica pacata y conservadora que aconseja
abstenerse de opinar sobre lo cercano en el tiempo por temor a errar.
Aquí, al contrario, el discurso crítico circunscribe deliberadamente su
objeto a la actualidad más próxima del acontecer poético nacional (los

1 La ficha bibliográfica de la primera edición es: Panorama actual de la poesía perua-


na. Lima: Editorial Antena S.A., 1938, 144 pp. La ficha bibliográfica de la segunda edi-
ción es: Panorama actual de la poesía peruana. Trujillo: Colección del Centenario de
Vallejo-Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Municipalidad Provincial de Tru-
jillo, Ediciones Santiago Aguilar SRL, Universidad Nacional de Trujillo, 1994, segunda
edición corregida y con dos adendas.
La adenda I se titula “Medio siglo más tarde” y en ella el autor cuenta la historia del
libro, sus propósitos, y expresa una serie de reflexiones y comentarios. Partes de esta
adenda se han glosado en el texto del artículo. La adenda II se titula “La recepción
de Vallejo en el Perú durante su etapa trílcica (1923-1937)” y es la ponencia presen-
tada por Estuardo Núñez en el Coloquio Internacional “César Vallejo. Su tiempo y su
obra” que organizó la Universidad de Lima en agosto de 1992.

[225]
226 jorge cornejo polar

años que van de 1918 a 1938). No se trata, sin embargo, de un texto


testimonial ni tampoco del gesto irresponsable de un crítico audaz pero
literariamente insolvente. Cuando Estuardo Núñez publica este libro es
ya, a pesar de su juventud, un estudioso con una trayectoria interesante.
Por lo demás, en la primera adenda a la edición de 1994 Núñez ha ex-
plicado la génesis múltiple de su libro. Se señala así que “para llenar un
vacío en ese cuadro de carencias, desencantos, persecuciones y clau-
suras, nació este Panorama actual de la poesía peruana, de cordial op-
timismo sobre la producción literaria peruana” (alude al clima poco pro-
picio para la vida cultural que reinó bajo las dictaduras militares de los
años treinta). Por otro lado, alentaron al autor los ejemplos de una serie
de antologías y panoramas de la poesía europea así como el Panorama
de la literatura actual (1935) de Luis Alberto Sánchez. Pero lo funda-
mental era el convencimiento de que, desde los años veinte, estaban
pasando muchas cosas importantes en el ámbito de la poesía peruana
y que era menester registrarlas. Dice Núñez: “No se trataba de hacer his-
toria literaria en sentido estricto, sino de intentar un enfoque de con-
junto sobre la producción coetánea de las nuevas generaciones... Pocas
veces se había intentado antes trazar un cuadro de conjunto del fenó-
meno literario contemporáneo”. De este modo, y teniendo conciencia
de que se trataba de una “aventura riesgosa”, Estuardo Núñez escribe el
Panorama en el año 1937, en cuyos meses finales se imprime, pero
colocándose la fecha de 1938, en que iba a comenzar su circulación.

Perfil del joven crítico


La formación literaria de Estuardo Núñez se inicia en las aulas del
Deutsche Schule de Lima, bajo la sabia conducción de un excelente
maestro español, don Emilio Huidobro, y de un selecto grupo de profe-
sores germanos. Comparte esas aulas con Rafael de la Fuente Benavi-
des, Xavier Abril y Emilio Adolfo Westphalen. Pasa enseguida a la Fa-
cultad de Letras de la Universidad de San Marcos, en la que alcanza el
doctorado con una tesis sobre la poesía de José María Eguren. Por esos
años se inicia en la vida literaria: escribe sus primeros artículos, frecuen-
ta habitualmente las casas de Eguren en Barranco y de José Carlos Ma-
riátegui en Lima, en las que se reunían artistas e intelectuales de la épo-
ca. Comienza a colaborar en Amauta. Su primer artículo, “Estética del
novecientos”, aparece en el número uno de la revista de Mariátegui, en
la que se publicarán sucesivamente quince textos suyos, referidos, en
su mayoría, a las literaturas peruana, hispanoamericana y europea, entre
núñez y la crítica de la poesía 227

los que interesa destacar el “Ensayo sobre una estética del color en la
poesía de Eguren”, que forma parte del Nº 21, dedicado al poeta de La
canción de las figuras. Más tarde, y fiel al interés por Eguren que venía
desde su época universitaria, publica en 1932 su primer libro, La poesía
de Eguren, que es también el primero sobre este poeta de los varios que
aparecerán en años posteriores (el propio Núñez volverá al tema en va-
rias ocasiones).
Por los años del Panorama, Núñez publica una serie de textos im-
portantes como “Expresionismo en la poesía indigenista del Perú” (Spa-
nish Review, Vol II, Nº 2, New York, 1935), “Las generaciones post-ro-
mánticas del Perú” (Letras, Nº 5, Lima, UNMSM, 1936), “La evolución de
la nueva poesía peruana” (Revista Americana de Buenos Aires, vol.
LXIII, Nos. 167-168, Buenos Aires, 1938), “El sentimiento de la natu-
raleza en la nueva poesía del Perú” (Revista 3, Nº 1, Lima, 1939), entre
muchos otros estudios aparecidos en revistas y periódicos. Como se ve,
la preferencia por el tema poético es notoria.
De modo tal que al asumir el reto de describir críticamente el pano-
rama de la poesía peruana de esa época, Estuardo Núñez se hallaba
especialmente capacitado para cumplir con éxito una tarea cuyas
dificultades ciertamente conoce. Lo anima a hacerlo —además de las
razones expuestas en la adenda de 1994, ya glosadas— la convicción de
que ése es el momento más adecuado para emprenderla. Se lee así en
la introducción: “Si este ensayo de trazar un Panorama actual de la
poesía peruana se hubiera intentado cinco años antes, es probable que
hubiera resultado prematuramente concebido. Tal vez, un lustro antes,
en la poesía nueva del Perú, no habían madurado las notables figuras
que en la actualidad surgen y resaltan brillantemente” (p. 5). Y tiene
razón el autor, ya que al comenzar la década del treinta no se habían
publicado todavía las primeras y fundamentales obras de Enrique Peña
Barrenechea, Xavier Abril y Emilio Adolfo Westphalen, por ejemplo.
Pero hora es de que comencemos a presentar de modo más cumplido,
el Panorama actual de la poesía peruana, hito en la historia de la críti-
ca literaria en el Perú 2.

2 Las informaciones contenidas en la sección “Perfil del joven crítico” no son, desde
luego, ni una biografía ni una bibliografía de Estuardo Núñez. Se trata sólo de pre-
sentar brevemente al crítico que en 1938, a los 30 años de edad, publicaba Panorama
actual de la poesía peruana.
228 jorge cornejo polar

Visión del camino y plan de la obra


En las explicativas páginas de la “Introducción” dice también Núñez
estar convencido de que...

“... la nueva poesía ha entrado en cierto cauce de madurez,


vencido ya el período de las angustiosas estridencias. Los
nuevos poetas son ahora menos los creadores de transición y
más los serenos cultivadores de las nuevas formas sin-
tonizadas con el ritmo de los tiempos que corren. Tal es la
impresión que me produce el fenómeno poético actual de mi
país. A ese fenómeno me acerco, ansioso de poder reflejar un
cuadro personal de conjunto” (p. 5).

Sobre esta base se traza enseguida el camino a recorrer, que consta


de cinco capítulos, de los cuales tres —el II, el III y el IV— no son sola-
mente divisiones del libro, se advierte, sino una propuesta de clasifica-
ción de la poesía peruana de esos años decisivos. Así, pues, y luego de
la “Introducción”, el primer capítulo, de particular importancia, lleva co-
mo título “La evolución de la nueva poesía peruana”. Los siguientes se
titulan: “El purismo” (II); “El neoimpresionismo” (III); “El expresionismo
indigenista” (IV) e “Inquietud nueva en las generaciones anteriores” (V).
Según el planteamiento de Núñez entonces, pasado el auge de la
vanguardia (años veinte), las tres grandes direcciones por las que cir-
cula la poesía peruana en la década siguiente son el purismo, el neoim-
presionismo y el expresionismo indigenista, denominaciones que tal
vez parezcan extrañas en la actualidad (particularmente las dos últimas),
pero que en líneas generales parecen corresponder a la realidad del
fenómeno poético de la época si nos atenemos a la precisa caracteri-
zación de cada tendencia que da el crítico más que al apelativo escogi-
do, como se verá más adelante.

Proceso de la poesía peruana a partir de 1918


Con evidente y precursor acierto que la crítica posterior no ha hecho
sino confirmar, sostiene Núñez que el año 1918 es “el hito a partir del
cual se inicia el nuevo rumbo poético del Perú”, argumentando que a par-
tir de ese momento se hace más notorio el abandono del modernismo
(del “impresionismo modernista”, dice Núñez) y el surgimiento en ger-
men de las tres corrientes que luego marcarán el desarrollo de nuestra
poesía.
núñez y la crítica de la poesía 229

Se precisa luego que Colónida (más exactamente, el mismo Valdelo-


mar) y Alberto Hidalgo son los inmediatos precursores del cambio y Cé-
sar Vallejo, con Los heraldos negros de 1918, el verdadero iniciador. Dice
Estuardo Núñez, en frase memorable que sólo puede nacer de un
acabado conocimiento de los textos y de una aguzada sensibilidad críti-
ca: “Vallejo es el acierto perdurable mientras que Hidalgo es la juvenil
intuición. Hidalgo se adelanta pero Vallejo alcanza un logro estético
perdurable” (p. 12). No obstante, Núñez dedica al poeta arequipeño, en
este lugar y más adelante, algunas de las mejores páginas que sobre su
obra se hayan escrito.
De acierto en acierto, Núñez sostiene páginas adelante: “Si la prime-
ra fecha significativa en el proceso de la nueva poesía en el Perú es
1918, la segunda data de trascendencia puede fijarse en 1922, año de la
aparición de un libro decisivo en la historia de la literatura peruana,
Trilce ” (p. 16). Y en este lugar y en otros del libro, el crítico Núñez con-
signa lúcidos y pertinentes análisis sobre Vallejo, sus dos primeros li-
bros, la naturaleza de éstos, su ubicación en el proceso de la poesía pe-
ruana, su rol fundador en el ámbito de la poesía en lengua española,
etc. Será siempre motivo de asombro la clarividencia (no mágica sino
basada en el conocimiento y en el análisis detenido) de Estuardo Nú-
ñez, quien, sin conocer la obra póstuma de Vallejo (no podía conocer-
la en 1938, porque no había sido publicada aún), lo coloca una y otra
vez en el lugar de preferencia que desde luego merece. Puede, pues,
afirmarse con seguridad que, en la historia de la crítica, Estuardo Núñez
debe ser reconocido como el primer vallejista, ya que las páginas dedi-
cadas a Vallejo en el Panorama son anteriores a los importantes estu-
dios de Luis Monguió y André Coyné, habitualmente considerados co-
mo los fundadores de la crítica vallejiana 3.
En el mismo capítulo primero y bajo los epígrafes “El clímax de la in-
quietud estridentista”, “Crisis de la vanguardia”, “Aliento y orientación de
la crítica” y “Teorética del nuevo poema”, se procede a dar una muy com-
pleta, aunque necesariamente sucinta, visión de la vanguardia peruana,
que no olvida —creemos— nada significativo: poetas de Lima y de la pro-
vincia, críticos, grupos y revistas. Definitivo es el reconocimiento de
Amauta, “circunstancia decisiva para promover la inquietud y la anima-
ción cultural del Perú en ese momento... cuanto hay de consideración en

3 En la adenda I de la edición de 1994, refiere Estuardo Núñez que el Panorama llegó


a manos de Vallejo cuando éste se encontraba ya internado en la clínica en que habría
de morir.
230 jorge cornejo polar

la literatura peruana nueva está recogido en sus páginas” (p. 26). No cabe
duda de que la información crítica contenida en el libro de Núñez resul-
ta imprescindible para cualquier estudio sobre la vanguardia peruana.
El primer capítulo concluye con el apartado “El retorno del orden
poético” (la vuelta al orden, que dicen otros críticos), en que se da
cuenta del paulatino abandono de la vanguardia. Núñez señala como
fecha (tal vez un poco prematura) el año 1926 e identifica el inicio del
fenómeno con el artículo de Vallejo “Poesía nueva” aparecido en el
número 3 de Amauta (noviembre de 1926), aunque también podría ha-
berse pensado en “Se prohíbe hablar al piloto” (Amauta Nº 4, diciem-
bre de 1926) o más específicamente en “Autopsia del surrealismo” del
número 30 de la misma revista (abril-mayo de 1930). Piensa Núñez que
quien mejor encarna las ideas de Vallejo (sin pretenderlo, desde luego)
es Martín Adán, por ejemplo con los sonetos que Mariátegui llama anti-
sonetos: “el soneto que ya no es soneto, sino su negación, su revés, su
crítica, su renuncia”. Sin embargo, será sólo a partir de 1929, según Nú-
ñez, cuando “El disparate estético del vanguardismo fue morigerando
ímpetus y evolucionando hacia esa poesía purista...” (p. 38). De este
modo y también dedicando unos párrafos al neoimpresionismo y al ex-
presionismo regionalista o indigenismo, el final del capítulo primero
prepara el terreno para los tres siguientes.

El purismo
Núñez advierte reiteradamente que lo que él entiende como “puris-
mo” en la poesía peruana no coincide con lo predicado por Henri
Bremond en su conocida obra sobre la poesía pura. Tampoco se trata
estrictamente de una poesía opuesta a la poesía social o comprometida
como se llamará más adelante. Por ello concluye:

“Persuádanse quienes esto lean de que la poesía aquí enfoca-


da es pura en su mayor parte, no en cuanto evade la proble-
mática vital o social de la hora, no en cuanto se encierra en
una inexpugnable fortaleza marfilina, sino en cuanto excluye
de la creación estética todo prosaísmo inartístico, en cuanto
evita toda contaminación directa con las estructuras mismas de
la realidad” (p. 82).

Y antes había dejado en claro que empleaba la palabra pura “en el


sentido virginal e inexhausto del adjetivo puro aplicado al fenómeno
poético. Purismo quiere decir así superación de todo límite impuesto por
núñez y la crítica de la poesía 231

la realidad, sustracción a estímulos cotidianos, carencia de conexión inte-


lectualista, el alejamiento de la preocupación consciente en busca cons-
tante y angustiosa de las creaciones del inconsciente” (p. 48).
A muchos sorprenderá que este capítulo central se inicie con Vallejo.
Pero Núñez tiene sus razones. La primera, que en el poeta de Santiago
de Chuco se encuentran “en potencia las principales direcciones que ha
de tener la poesía nueva en el Perú” (p. 44), explicando más adelante
que “Vallejo no es el purismo, pero en su poesía, o por mejor decir, en
su libro Trilce, se encuentra en potencia esta dirección más tarde desen-
vuelta” (p. 47). Esclarecido de este modo el papel iniciador o generador
de Vallejo, el capítulo avanza, analizando “el primer tono de la poesía
purista” con Carlos Oquendo de Amat y los Cinco metros de poemas, a
quien así sustrae del ámbito de la vanguardia ortodoxa, por decirlo de
algún modo, en una opción crítica que cabe discutir pero que encuen-
tra asidero en los varios poemas de Amat en que la presencia de la van-
guardia se atenúa. Pero los poetas más detenidamente estudiados son
Enrique Peña Barrenechea, Martín Adán, Xavier Abril y Emilio Adolfo
Westphalen.
No intentaremos resumir el contenido de cada uno de estos aparta-
dos, pero sí diremos que el tratamiento de la obra de tales poetas con-
siste tanto en precisos y pulcros análisis textuales cuanto en un intento
de situarlos en el contexto de la poesía peruana. Pienso que a pesar del
tiempo transcurrido, el trabajo crítico de Estuardo Núñez sobre estos
poetas (que son de los más altos que en el Perú han aparecido) conser-
va validez y puede catalogarse entre los mejores consagrados a cada au-
tor (en especial, para nuestro gusto, los referidos a Westphalen y Abril).
El capítulo termina con una breve sección destinada a “los poetas
últimos”, entre los que menciona a José Alfredo Hernández (el poeta de
Del amor clandestino y otros poemas incorporados), José Alvarado
Sánchez (el “Vicente Azar” de inolvidables poemas) y Carlos Cueto
Fernandini, quien poco después fuera ganado por la especulación
filosófica y la reflexión pedagógica.

El neoimpresionismo
Este capítulo es el más breve del libro, tal vez porque los poetas que
trabajan esta forma poética son, en general, menos importantes que los
de las otras corrientes de la poesía peruana. ¿Pero qué es el neoimpre-
sionismo? La respuesta no nos parece tan clara y convincente como la
referida al purismo. En todo caso, Núñez la frasea del siguiente modo:
232 jorge cornejo polar

“Y así es como, al lado de la tendencia purista —anhelo hacia


una poesía absoluta—, existe hoy una dirección romancerista
o neoimpresionista... Este rumbo nuevo... parece que quisiera
compensar ese alejamiento y eliminación de la realidad
inmediata que es característico de muchos poetas actuales,
retornando en alguna forma a ella, venciendo el fiel hacia el
lado de lo real” (p. 87).

Entre los antecedentes próximos del neoimpresionismo (ya lo había


adelantado al señalar su papel precursor de todas las modalidades poé-
ticas importantes posteriores) se ubica al Vallejo de Los heraldos negros
y también a Alcides Spelucín (el fino poeta de El libro de la nave dora-
da) y a Oscar Imaña. Pero los propiamente neoimpresionistas (la califi-
cación alterna de romanceristas aclara el concepto) son principalmente
Rafael Méndez Dorich, Emilio Champion, Dante Nava, Luis de Rodrigo,
Blanca del Prado, Manuel Gallegos Sanz, en un primer momento, y más
tarde, Ricardo Peña Barrenechea, Luis Fabio Xammar, José Varallanos.
También se menciona, aunque brevemente, a Luis Valle Goicochea, poe-
ta que años más tarde iba a alcanzar un mayor reconocimiento.
Algo que debe remarcarse en este capítulo, por ser insólito en esos
tiempos, es la parte final dedicada a la poesía popular.

El expresionismo indigenista
A la corriente poética que luego iba a denominarse simplemente
indigenista o indigenismo, Núñez prefiere designar como “expresionis-
mo indigenista”, denominación que no fue acogida por la crítica poste-
rior. Recuérdese que el expresionismo, tendencia nacida en Alemania al
comenzar el siglo, puede definirse como...

“... la reproducción de representaciones o de sensaciones


provocadas en nosotros por impresiones externas o internas,
sin que entren en consideración las propiedades reales de los
objetos que suscitan tales impresiones. El arte expresionista
no se ocupa de lo objetivamente presente ni de cómo repre-
sentar esas existencias objetivas en la forma más irreprocha-
ble. Ofrece el pensar y el sentir subjetivo sobre las cosas: las
ideas de las cosas presentes en la conciencia especulativa”4.

4 La definición es de Elise Richter en su obra Impresionismo, expresionismo y gramáti-


ca y aparece citada por Rodolfo E. Modern en su libro El expresionismo literario
(Buenos Aires: Editorial Nova, 1958, p. 14).
núñez y la crítica de la poesía 233

Sin embargo, Núñez no utiliza ni ésta ni ninguna otra definición y


prefiere destacar las causas que originan el expresionismo. Así:

“El expresionismo occidental brota de un problema mágico


que gravita sobre el espíritu: el desarrollo del industrialismo
capitalista y la tiranía de la máquina y de la técnica. Alrededor
de la presencia de esos problemas y de todas sus proyeccio-
nes nocivas al hombre, se crean los sentimientos y las aspira-
ciones que forman el contenido espiritual de la modalidad li-
teraria que estamos tratando” (p. 109).

Visto el asunto de este modo, afirma nuestro autor que el expre-


sionismo indigenista peruano “surge también de un problema vital... el
problema del indio. Sólo de él —de la tragedia de nuestro indígena en
las serranías— pudo derivar esta tendencia...”.
Cree Estuardo Núñez que en este caso —como en el de las otras dos
tendencias—, Vallejo, ahora con Trilce, está en la raíz del expresionismo
indigenista, y para demostrar el expresionismo vallejiano recurre a la
comparación (no del todo convincente a nuestro parecer) del poema
LXI de Trilce con textos de Theodor Daubler y Lothar Schreyer, poetas
del expresionismo germano.
Dando por aceptada la función iniciadora de Vallejo en este caso, el
auténtico expresionismo indígena —para seguir la denominación del crí-
tico— alcanza su mejor nivel, piensa acertadamente Núñez, con Ale-
jandro Peralta, el poeta puneño de Ande y El Collao, y también con Emi-
lio Vásquez (de Puno igualmente) y con Guillermo Mercado, el gran
poeta de Arequipa, de quien se afirma: “De todos los poetas indigenis-
tas del Perú, es Mercado quien tiene más profundidad lírica... en el que
la tierra ejerce una influencia evidente y auténtica” (p. 122).
Un aspecto central en el pensamiento del autor de Panorama sobre
el indigenismo, es su postulación de que se trata de una “neta floración
peruana” (p. 107), afirmación que complementa hacia el final: “Si nues-
tro simbolismo —por su esencial carácter subjetivista— tuvo escasa rai-
gambre terrígena, en cambio esta poesía regional ofrece un firme y de-
cisivo vínculo con la realidad peruana” (p. 124). Y naturalmente hay
que convenir con estas afirmaciones, sin que ello nos haga olvidar que
también en Bolivia y Ecuador se ha producido poesía indigenista (aun-
que enmarcada en cada caso por la respectiva realidad nacional).
En lo que se refiere a la poesía indigenista resulta ser Estuardo Nú-
ñez el primer crítico en examinarla con atención y en base a un trato
directo con los textos.
234 jorge cornejo polar

El rigor de un crítico
Es posible que algún otro autor hubiera cerrado el libro con el capí-
tulo anterior. No Estuardo Núñez, ciertamente, quien, escrupuloso en el
cumplimiento cabal de la tarea emprendida, creyó necesario (y lo era)
añadir un capítulo final destinado a examinar la actitud y la obra de
poetas de generaciones anteriores durante el período al que se contrae
el libro. El capítulo se titula “Inquietud nueva en las generaciones ante-
riores” y en él se pasa revista a los casos de José Gálvez, José María
Eguren, Alberto Ureta, Juan Parra del Riego, Enrique Bustamante y Ba-
llivián, César A. Rodríguez, José Santos Chocano y muchos otros. La in-
tención es hacer notar cómo algunos poetas mayores —caso de Gálvez—
hacen un esfuerzo de adaptación a las nuevas modalidades, mientras
que otros —caso de Eguren— optan por el silencio, o —caso de Chocano—
se mantienen fieles a sus maneras originales.
Este capítulo quinto, y final, resulta en verdad un adecuado comple-
mento que cierra el Panorama de modo acertado.

El Panorama y la crítica posterior


Una obra que da cuenta cabal y razonadamente del proceso de la
poesía peruana en un período tan importante como es el que va de
1918 a 1938 tendría que haberse convertido en obligado punto de refe-
rencia para estudios posteriores. Y así ha sido, aunque no en la medi-
da que era de suponer. Examinemos lo ocurrido: Augusto Tamayo Var-
gas en su Literatura peruana incluye el libro de Núñez en su relación
de fuentes bibliográficas y lo cita en varias oportunidades. En Elementos
de literatura peruana de Alberto Tauro del Pino figura también en la bi-
bliografía fundamental. No lo vemos citado en cambio en La literatura
peruana de Luis Alberto Sánchez ni en la Historia de la literatura repu-
blicana de Washington Delgado, pero se trata, sin duda, de omisiones
involuntarias. Por otra parte, el clásico libro de Luis Monguió, La poesía
postmodernista peruana, lo incluye en la bibliografía y lo cita algunas
veces. Pero además la sistematización adoptada por Monguió coincide
parcialmente con la propuesta por Núñez (como se sabe, Monguió sos-
tiene que las formas peruanas de “abandono del modernismo” son el
vanguardismo, el nativismo literario, la poesía social y la poesía pura).
En lo que se refiere a las antologías de poesía peruana, el Panorama
aparece citado en las principales de ellas. Así, en la Antología general
de la poesía peruana (1947) de Alejandro Romualdo y Sebastián Salazar
núñez y la crítica de la poesía 235

Bondy, en la Antología de la poesía peruana (1973) de Alberto Escobar,


en la Antología general de la poesía peruana (tomo III, De Vallejo a
nuestros días, 1984) de Ricardo González Vigil y en la Antología gene-
ral de la poesía peruana (1994) de Ricardo Silva-Santisteban.
En cambio, y por razones que no alcanzamos a entender, en el único
estudio que conocemos sobre la crítica en el Perú, el titulado “El Perú
crítico: utopía y realidad” de Jesús Díaz, Camilo Fernández Cozman,
Carlos García Bedoya y Miguel Angel Huamán (Revista de crítica litera-
ria latinoamericana. Nº 31-32. Lima, 1990); no solamente no se cita el
Panorama ni en el texto ni en la bibliografía, sino que al referirse a Es-
tuardo Núñez se dice, con cierto aire de censura: “Luego de promete-
dores trabajos iniciales que se abrían a nuevos enfoques, se vuelve más
bien hacia la erudición”, ignorando, por ejemplo, obras importantes co-
mo La poesía de José María Eguren (1961 y 1964) y Literatura peruana
del siglo XX (1965), y dando por supuesto que no puede hacerse críti-
ca en el ámbito de la erudición.

Final
Puede afirmarse que —aunque con un admirable antecedente en los
siglos coloniales: Apologético en favor de don Luis de Góngora de Espi-
nosa Medrano— la historia de la crítica literaria en el Perú comienza, en
sentido estricto, en 1905, cuando se publica Carácter de la literatura del
Perú independiente de José de la Riva Agüero. A partir de entonces irán
apareciendo Del romanticismo al modernismo de Ventura García Cal-
derón, Posibilidad de una genuina literatura nacional de José Gálvez,
los iniciales trabajos de Luis Alberto Sánchez sobre los poetas de la co-
lonia y de la revolución, seguidos por la primera edición de su La lite-
ratura peruana, el “Proceso de la literatura” de José Carlos Mariátegui,
que hace parte de 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana,
Equivocaciones de Jorge Basadre, por citar las principales obras de esta
índole. Es en esta brillante secuencia en la que hay que ubicar el primer
libro de Estuardo Núñez, La poesía de Eguren (1932), y luego el Pano-
rama actual de la poesía peruana (1938), motivo del presente estudio.
Del breve recuento que acabamos de hacer se desprende que el Pa-
norama de Estuardo Núñez es el primer libro orgánico dedicado entera-
mente a la poesía en las primeras décadas del siglo, lo que otorga al
libro de Núñez una especial significación.
Pero, además, el Panorama, y esto es tan importante como lo ante-
rior, no es hoy una curiosidad histórica ni el libro obsoleto que el inves-
236 jorge cornejo polar

tigador se ve obligado a leer en razón de su oficio. Se trata, por el con-


trario, de un libro vivo que no ha envejecido. Y si puede argüirse que
la corriente llamada por Núñez expresionismo indigenista tal vez
pudiera llamarse indigenismo a secas, sin empeñarse en encontrarle
coincidencias con el expresionismo europeo, ninguna de éstas u otras
observaciones semejantes disminuye la total pertinencia (y vigencia) de
los análisis críticos dedicados a Vallejo, Hidalgo, Enrique Peña, Abril,
Westphalen, Peralta, por poner sólo algunos ejemplos.
Otra acotación importante: ninguna de las valoraciones favorables
hechas por Núñez han resultado contradichas por la evolución poste-
rior de los autores. Y, de igual modo, ningún autor poco estimado en
el Panorama se convirtió después en figura de relieve. En otras pala-
bras, el juicio crítico de Núñez se mostraba ya desde entonces seguro y
certero en la identificación de los auténticos valores poéticos.
Habría que agregar todavía que el Panorama era, en verdad, un re-
to, la “aventura riesgosa” de que habla su autor, que consistía en hacer
crítica válida sobre lo contemporáneo. El reto fue asumido sin vacilacio-
nes por Estuardo Núñez sobre la base de su extenso y profundo cono-
cimiento del proceso poético nacional. Y el resultado —según se ha visto
en las páginas previas— fue un logro en sí mismo y parejamente la de-
mostración de que cuando hay idoneidad crítica el enjuiciamiento de la
literatura coetánea no es sólo posible sino deseable.
Panorama actual de la poesía peruana, por todo lo dicho, debe ca-
talogarse como un hito en la historia de la crítica literaria en el Perú (y
específicamente de la crítica sobre poesía). Resulta el momento inicial de
un ciclo en que figurarán, posteriormente, La poesía postmodernista pe-
ruana (1954) de Luis Monguió, Tres poetas, tres obras (1969) de Javier
Sologuren, The Poet in Peru (1982) e Hitos de la poesía peruana-Siglo XX
(1993) de James Higgins. De todo ello es necesario dejar constancia.
Para terminar un testimonio de valor excepcional, el de Carlos Ger-
mán Belli, quien años atrás leyó ávidamente el libro de Estuardo Núñez:
“Hay libros que nos llegan puntualmente, en el momento pre-
ciso... Desde luego, no una sino varias obras he leído... que
me han dejado una huella imborrable. Pero hay un volumen
que recibo cuando estoy a ciegas o en ayunas de todo, aun-
que ya empezaba a querer escribir. Este libro es Panorama
actual de la poesía peruana... Fue una lectura decisiva que
me ayuda a forjarme la conciencia literaria... Ésta es la impre-
sión que tengo hoy, al cabo de tantísimos años...” (Revista
Moneda. Nº 60. Lima: BCR, 1993).
núñez y la crítica de la poesía 237

Creo que pocos elogios mejores podrán hacerse que éste, de un


gran poeta, con el que cerramos nuestro estudio.
La poesía en Arequipa
en el siglo XX

La poesía es antiguo ejercicio de las gentes de Arequipa. No habían


transcurrido muchos años desde que en 1540 se fundara la ciudad y ya
el amor a la poesía daba sentido a los trabajos y los días de algunos de
sus primeros vecinos. La avara historia solamente ha conservado un
nombre, el de Diego Martínez de Rivera, pero es de suponer que el su-
yo no fuera un caso aislado. Sin embargo, de don Diego no se conoce
por desgracia un solo verso, pero sí que su fama había llegado a España
e impresionado —lo que es mucho decir— a Miguel de Cervantes. En
efecto, en el conocido elogio de autores hispanoamericanos que figura
en el libro sexto o “Canto a Calíope” de La Galatea (1585), se lee: “La
misma gloria al otro igual le viene en Arequipa eterna primavera que
éste es Diego Martínez de Rivera”.
No obstante este inicio, los siglos coloniales se caracterizan más por
la abundancia de versificadores que por el brillo de sus composiciones.
La única relativa excepción sería la de Lorenzo de las Llamosas (nacido
en Camaná hacia 1665), autor de textos de indudable valor como el
poema épico “Demofonte y Filis” (al que en la colonia sólo supera “La
Cristiada” de Hojeda, según Vargas Ugarte) y un elocuente elogio en
verso a Sor Juana Inés de la Cruz. Pero es entre fines del XVIII y co-
mienzos del XIX cuando debe datarse el comienzo de la madurez en la
historia de la poesía de Arequipa.
El hito no se da en el ámbito de la poesía culta sino, como signo de
los nuevos tiempos, en el de la popular. La llamada rebelión de los pas-
quines de enero de 1780 (espontánea protesta del pueblo arequipeño
por abusos de las autoridades de turno) se expresa, sobre todo —hecho
singular—, en un buen número de coplas y otros textos versificados car-
gados de indignación, sarcasmo y sátira, pero también, y con frecuen-
cia, de aciertos literarios. Pero el primer momento notable lo protagoni-
za —qué duda cabe— Mariano Melgar (1790-1815), cuya obra, en su parte

[239]
240 jorge cornejo polar

más importante —los yaravíes—, entremezcla a ratos, de modo admirable,


las dos vertientes básicas de la configuración cultural peruana —la autóc-
tona y la occidental— en el delicado y emotivo discurrir verbal de un
poeta que ama y sufre. Melgar abre de esta manera una ruta llena de
posibilidades pero inexplicablemente abandonada por la literatura pos-
terior. En el resto de la pasada centuria surgen en Arequipa, entre una
multitud de escritores, algunas voces poéticas significativas como las de
Manuel Castillo, Ángel Fernando Quiroz, Benito Bonifaz, Ernesto No-
boa, Manuel Velarde, Jorge Polar, Sixto Morales, Renato Morales (pa-
dre), Edilberto Zegarra Ballón. Casi al finalizar el siglo, entre 1889 y
1890, se publica la Lira arequipeña (que editan Manuel Pío Chávez y
Manuel Rafael Valdivia), que es una especie de visión panorámica y an-
tología general de la poesía decimonónica de Arequipa.
Los últimos años del siglo XIX y los primeros años del nuevo siglo
están marcados en Arequipa por una serie de acontecimientos de diver-
sa índole, algunos representan una tímida incorporación a la moderni-
dad en cuanto a avance tecnológico y otros la presencia de ideas de
avanzada a través de las que se expresan inquietudes a la vez intelec-
tuales y populares, todo lo cual termina produciendo cambios más o
menos significativos en la fisonomía de la ciudad y también sin duda en
el discurso poético, especialmente en lo que a búsqueda de cambio se
refiere. Sin ánimo exhaustivo, nos parece de interés mencionar algunos
de tales hechos. Así, en 1896 se instala el Observatorio Astronómico y
llega el primer fonógrafo. En 1897 se da la primera función de cine y se
funda el Colegio de San José y el año siguiente el de la Merced y la
primera escuela nocturna para obreros. En 1900 se instala la Sociedad
Patriótica de Artesanos, que iba a desarrollar importante labor, y se
forma la Liga Municipal Independiente, que se transformó más tarde en
el Partido Independiente, luego en el Partido Liberal Independiente y
posteriormente en el Partido Liberal de Arequipa, para terminar como
sección arequipeña del Partido Liberal del Perú. Este movimiento re-
presentó sin duda la vanguardia ideológica y política (su ideología,
según Juan Carpio Muñoz, puede describirse, aunque parezca contra-
dictorio, como socialista y liberal) y en él tuvieron actuación decisiva
dos grandes líderes a la vez políticos e intelectuales, Mariano Lino
Urquieta (1867-1920), nacido en Moquegua, y Francisco Mostajo (1874-
1953), quien encarnó durante toda su larga vida algunos de los mejores
y más característicos valores arequipeños. En 1901 se publica El Ariete,
órgano del movimiento independiente, se funda la Sociedad Antro-
pológica y la Filarmónica. En 1903, Javier Prado dicta una concurrida
la poesía de arequipa 241

conferencia sobre estética; en 1904, se abre el Estudio Fotográfico Max


T. Vargas y se funda el Centro Geográfico; en 1905, aparecen el diario
El Pueblo y la revista Juventud; en 1906, se celebra por vez primera el
primero de mayo, Francisco Gómez de la Torre pronuncia una —para
entonces— revolucionaria conferencia con el título “Algo sobre el socia-
lismo” y se abre la Escuela Normal de Mujeres; en 1907, se forma El
Ateneo de Arequipa, en donde figuran escritores como Augusto Aguirre
Morales y Renato Morales de Rivera; y el siguiente año surgen el Centro
de Instrucción y el Estudio de Bellas Artes de Natalio Delgado y apare-
cen las revistas Prisma (literaria-ilustrada) y Albores —en las que tiene
que ver también el poeta Morales de Rivera—, que son seguidas por
otras como Arlequín, Arequipa Ilustrada, Sucesos en 1909. Ese mismo
año se publica Cirrus también de Renato Morales, que puede conside-
rarse el primer libro poético importante del siglo XX y un Compendio
de literatura preceptiva de Luis M. Delgado1.
Por otra parte, en estas décadas iniciales continúan escribiendo al-
gunos de los poetas de la fase final del siglo anterior como Velarde, Six-
to Morales, Polar y Zegarra Ballón. Todos ellos habían recibido el fuerte
influjo modernista, pero sin dejar de ser románticos. La explicación a es-
ta permanencia romántica en pleno auge modernista hay que encontrar-
la en el carácter abierto y ecléctico que tuvo el modernismo que no fue
una escuela sino un movimiento en el que, como dice Shulman, “se dan
un tardío romanticismo, el naturalismo, el parnasianismo, el simbolis-
mo, el impresionismo y el expresionismo”2. En el caso de Arequipa, la
lección ecléctica del modernismo se aprendió de la pluma de Francisco
Mostajo, cuya función como crítico y mentor literario (aparte de su otra
múltiple labor) es indiscutible. En su tesis sobre modernismo y ame-
ricanismo, Mostajo había explicado ampliamente el tema, planteando la
tesis de que “el Modernismo es eminentemente ecléctico, algo así como
una selección de todos los rituales artísticos”3.
Por lo demás, es sabido que el romanticismo llega al Perú tardíamen-
te y este retraso es seguramente otra de las causas de su dilatada perma-
nencia en el ámbito nacional, a lo que habría que agregar, para Arequi-

1 La información para este panorama está tomada de Texao, tomo IV (Arequipa:


Imprenta La Colmena, 1983, de Juan Guillermo Carpio Muñoz).
2 Shulman, Iván. El modernismo hispanoamericano. Buenos Aires: Centro Editor de
América Latina, 1969.
3 Mostajo, Francisco. El modernismo y el americanismo. Arequipa: Imprenta de la
Revista del Sur, 1986.
242 jorge cornejo polar

pa, que el temperamento arequipeño ha sido siempre proclive a ciertas


actitudes espirituales que podrían denominarse románticas.
Ésta es, pues, la atmósfera que reina en el ambiente literario de Are-
quipa cuando adviene el siglo, por lo que no es de extrañar cierta per-
sistencia de lo romántico y más aún de lo modernista, aunque al paso
de pocos años ambas influencias se verán superadas.
Percy Gibson Moller (1885-1960), César Atahualpa Rodríguez (1889-
1972), Renato Morales de Rivera (1890-1930), Belisario Calle (1894-1956),
Alberto Guillén (1897-1935) y Alberto Hidalgo (1897-1967) son los prime-
ros poetas del siglo XX arequipeño. Y, de entre ellos, Rodríguez e Hidal-
go, junto con él un poco menor Guillermo Mercado, conformarán el trío
de las más altas voces del arte poético arequipeño de nuestro siglo.
La segunda década del siglo se caracteriza en el Perú por el surgi-
miento de grupos o cenáculos artísticos formados por jóvenes que tie-
nen en común el propósito, a veces un tanto iconoclasta, de renovar el
ambiente cultural y marcar el comienzo de una nueva etapa. Es el caso
de dos grupos trujillanos, el primero encabezado por Vicente Alejandro
Hernández y el otro conformado por la bohemia trujillana que luego se
denominará Grupo Norte y en el que hacen sus primeras armas Vallejo,
José Eulogio Garrido y Antenor Orrego. Y también será así en Puno,
con la Bohemia Andina que integran Arturo y Alejandro Peralta, Emilio
Armaza, Aurelio Martínez, entre otros; y en Lima, donde surgirá la
agrupación más famosa, Colónida, de Valdelomar, que resume cabal-
mente esta actitud de inquietud y búsqueda y señala uno de los hitos
iniciales del postmodernismo.
En Arequipa, por estos años, coexistieron dos grupos: uno formado
básicamente por Hidalgo, Guillén y Luis de la Jara, vinculado a la revista
Anunciación; y otro tal vez más importante como núcleo, El Aquelarre.
El Aquelarre surgió a fines de 1916 y se mantuvo activo hasta 1919.
En un primer momento —diciembre de 1916 y enero de 1917— publicó,
con el mismo nombre del grupo, una revista “social, garitera, fisgona y
asaz vituperable”, según se define en la carátula. Pertenecieron a El
Aquelarre Percy Gibson, César A. Rodríguez (al parecer los autores de
la iniciativa), Renato Morales de Rivera, Belisario Calle, Nathal Llerena,
Carlos Enrique Telaya y el pintor Carlos P. Martínez. “Somos seis poetas
y un aguafuertista. Siete hermanos en dolor y ensueño” como dice el
editorial del primer número de la revista. A ellos se unió más tarde Fe-
derico Segundo Agüero Bueno (1900), a quien se debe el siguiente va-
lioso testimonio, más objetivo tal vez por haber sido escrito muchos
años después de la desaparición del grupo:
la poesía de arequipa 243

“Era un pequeño grupo de poetas que pernoctaban hablan-


do en ‘elevado’, caminando lentamente por las calles, para-
dos en cualquier esquina, sentados en cualquier banco de la
Plaza de Armas o en un cafetín, un figón, una cantina barata,
pero el nombre se convirtió en gorro para el grupo por dos
cosas: una corta revista que duró poco con este nombre de
Aquelarre y un cuarto trasero y pequeño sobre la bóveda de
la casa del chuzo Gibson... En la revista se publicaron bellos
versos y bellas prosas... En el cuarto... se sentaban los poetas,
por la noche, a charlar con euforia y brillo sobre temas altos,
a hacer ironía aguda y buena burla de cosas y tipos del pe-
queño pueblo...”.

Resulta también interesante glosar brevemente lo que podría llamar-


se notas editoriales de la revista, ya que en ellas se refleja el pensamien-
to y la actitud del grupo. En la inicial, escrita por Gibson, se lee una
suerte de declaración de principios o, al menos, de intenciones:

“En sus páginas tendrán cabida todos los escritores de la tie-


rruca. Desde los viejos consagrados y enemigos personales
del modernismo hasta los imberbes e incipientes cubistas de
escandalosos y audaces chambergos... Serán nuestras loas pa-
ra los pensadores hondos, para los altos ingenios, para las
verdaderas personalidades... Será nuestra fisga para los me-
diocres y los ridículos. Será nuestra sátira para los malvados.
Atacaremos con altura...”.

El criterio de selección era, como se ve, amplio e incluía en su apro-


bación a figuras mayores, según se observa en el cuarto número, donde
escriben Jorge Polar, Francisco Montajo y Carlos D. Gibson, a quienes
se presenta como “hombres de pro” y se dice: “Estamos contentos de
ellos. Representan dignamente a esta vieja aldea, ilustre y heroica”. Y en
lo que se refiere a las intenciones de ataque cabría decir que ellas no
llegaron a plasmarse cabalmente salvo en la recia embestida que Rodrí-
guez lanza contra la crítica nacional en el editorial del número tres y en
sus quejas hacia el poco sensible público arequipeño, que pueden leer-
se en la nota del número dos. En ésta se afirma también que...

“... la literatura arequipeña se remoza quitándose las legañas


que una forzada senectud le había hecho filtrar sobre sus ojos
campesinos... La poesía que hoy se elabora ya no se extrae
de los libros: la sentimos bajo la carne como vibración espon-
tánea... Hoy día no diré que se ha alcanzado la máxima inde-
244 jorge cornejo polar

pendencia, pero es evidente que nuevos cauces abiertos a


nuestra curiosidad han solicitado nuestros espíritus, condu-
ciéndolos frente a un panorama múltiple... Nuestra mente se
tocó de cosmopolitismos, librándonos de la antigua tiranía
unilateral”.

Agüero Bueno termina los párrafos citados más arriba diciendo: “Eso
fue el Aquelarre. Una cosa simple, efímera, pero bonita”4. Pensamos
que se trata de un exceso de modestia: El Aquelarre tuvo sin duda im-
portancia. Por una parte cohesionó, aunque fuera temporalmente, a los
nuevos poetas de entonces que representaban la inquietud de renova-
ción, el deseo de encontrar nuevos caminos, la influencia de corrientes
poéticas hasta entonces desconocidas en el medio. El Aquelarre no fue
ciertamente una escuela, pero sí en cambio un grupo generacional (en
el que se da la mayoría de requisitos que la teoría exige para que haya
“generación”: desde la coetaneidad hasta la existencia de un vocero co-
mún) que significó para la Arequipa que aún vivía en algún sentido la
centuria decimonónica, el primer grito del nuevo siglo, la apertura hacia
más amplios panoramas espirituales, una conmoción fecunda en el am-
biente general de la ciudad. El Aquelarre, por otra parte, sirvió también
para protagonizar lo que Monguió ha llamado con acierto el abandono
del modernismo, ya que disuelto el grupo sus integrantes prosiguieron,
cada quien a su modo, su carrera literaria.
Percy Gibson exhibe claramente en su poesía la huella de las distin-
tas fuerzas literarias vigentes en su juventud. Sobre la base de un tempe-
ramento romántico se muestra modernista en sus comienzos para variar
luego hacia una poesía de cantos al progreso, al porvenir, a la técnica,
de ascendencia futurista, o hacia un cierto tono de protesta derivado tal
vez de la influencia de Gonzales Prada. Sin embargo, quizá lo más lo-
grado y perdurable de su obra sea una amorosa pintura de la Arequipa
rural. La provinciana ciudad de comienzos de siglo y Yanahuara, Tingo,
Tiabaya, Cayma, San Isidro —las breves aldeas que diseminadas en la
verde alfombra que rodea a la ciudad constituían un paisaje de encan-
to— son la materia prima de esta poesía en la que, sin embargo, más que
el paisaje es la colorida vida aldeana su ingrediente principal. Con razón
ha hablado Tamayo Vargas de su ruralismo y ha apuntado que en su
obra se descubre “el amor al campo del hombre de la ciudad”. Este tono
eglógico se mantendrá hasta el final, sólo que entonces, de regreso a su

4 Agüero Bueno, Federico. Semen. Arequipa: Imprenta Portugal, 1964.


la poesía de arequipa 245

tierra y vuelto al mundo que le había sido tan caro, constatará tristemen-
te que éste o ya no existe o ha perdido sentido para él. Debe señalarse
finalmente otros dos rasgos en la obra de Gibson: el humor cargado de
escepticismo (“la socarrona y dulce pesadumbre” que él mismo apun-
ta) y algo que lo convierte en una suerte de adelantado de la poesía
posterior: cierto prosaísmo perceptible tanto en el lenguaje como en la
incorporación en el discurso poético de temas o personajes insólitos en
aquellas épocas.
En esta sumaria revisión en orden cronológico de los poetas de El
Aquelarre, llegamos ahora a la que es sin discusión la figura mayor, Cé-
sar Augusto Rodríguez Olcay (1889-1972), a quien, a partir de una hu-
morada de Percy Gibson, se comenzó a llamar César Atahualpa, apelati-
vo que ha terminado por sustituir al nombre original. Rodríguez publi-
có en vida sólo dos libros: La torre de las paradojas (1926) y —cuarenta
años después— Sonatas en tono de silencio (1966). Luego de su muerte
han aparecido otros dos volúmenes: Los últimos versos (1972) y Cien
poemas (1985). En 1993 se publica Obra poética, que reúne, en una dis-
cutible sistematización, la obra casi completa del poeta.
El mundo de Rodríguez es original, personalísimo, siendo la primera
señal que el lector descubre la de una reflexión constante y profunda
nacida de un temperamento orgulloso pero sobre todo escéptico. En un
texto importante, el discurso que pronunciara en 1942 al cumplir 25
años como director de la Biblioteca Municipal de Arequipa, Rodríguez
hace significativas revelaciones que permiten acercarse con seguridad a
los misterios de su proceso creador. Dice:

“Cuando yo busco mi nutrición afectiva entre los filósofos, no


es para incorporar en mis poemas sustancias mentales, ni pa-
ra entregarme a un pedantismo deslumbrante: lo hago tan só-
lo candorosamente, como el niño que trata de descubrir los
resortes de su juguete favorito, o sea los resortes de mi yo
profundo. Este yo profundo que es el sujeto de mi poesía, ne-
cesita estar tentado constantemente por los enigmas filosófi-
cos para que su composición, también enigmática, me dispa-
re de dentro hacia afuera, haciéndome el instrumento de sus
enrevesadas confidencias”.

Esta completa revelación expone a la mirada crítica la intimidad del


poeta, el espectáculo, pocas veces visto con tal claridad, de una mente
“en el surgimiento y en la acción genética de su poder”, según diría el
crítico francés Georges Poulet.
246 jorge cornejo polar

Si otros poetas encuentran en la belleza o en la fuerza de la natura-


leza, en los deliquios amorosos o en las injusticias de la vida social (por
poner algunos ejemplos) el motivo inspirador, el incentivo desenca-
denante del acto creador, Rodríguez lo halla, caso infrecuente, en los
grandes interrogantes que la inteligencia se plantea, convertidos así en
no comunes excitantes del vuelo imaginativo, de la siempre prodigiosa
aventura de la creación verbal. La poesía de Atahualpa no es, entonces,
como a veces se ha sostenido (“monólogos filosóficos”, dice el anóni-
mo prologuista de La torre de las paradojas), una especie de filosofía
versificada, un discurso teórico acomodado a las estructuras formales
del género poético. Su obra, al contrario, es poesía auténtica, sistema
de contenidos anímicos singulares transformándose en lenguaje de alta
tensión intelectual, de contenida vibración emotiva, de espléndido des-
pliegue metafórico. Lo peculiar e intransferible de este cosmos poético
consiste, en consecuencia, en que se configura a partir de los “enigmas
fecundadores” que vienen del ejercicio pensante y en respuesta a los
cuales “el yo mental y el yo inconsciente proliferan y se imantan. De
esa proliferación que toma la forma de confidencia [advierte el poeta]
se nutre mi poesía”.
Existen otros textos de Rodríguez que complementan y enriquecen
esta revelación principal, pero no es posible glosar todos ahora (un aná-
lisis más extenso de la poesía de este artista puede encontrarse en mi
estudio citado en la bibliografía). Recurriremos por ello sólo a uno más,
el epígrafe al poema “Confidencias” de Sonatas en tono de silencio, en
donde se lee: “La poesía se ha esterilizado tratando siempre de asuntos
de un erotismo de alcoba, de un descripcionismo más propio de la pin-
tura y de un sentimentalismo lacrimógeno. La emoción de pensar está
más cerca de la poesía. En esta emoción el ser humano se encuentra
más completo. Es lo que es: misterio”.
No es de extrañar que, en consonancia con lo dicho, abunden las
artes poéticas en la obra de Atahualpa. El acto de crear es visto así como
una lucha con “un bisonte negro… mi pensamiento…”. De esa lucha
“manan los grumos sanguinosos de mi verso”. Sin embargo, el poema
nacido de la “emoción de pensar” no se somete a los dictados de la ló-
gica: “Yo te detesto lógica… En rebelión con tus designios tramo el ab-
surdo de mi verso”. Lo que importa en todo caso es que esa esencia
pensante del hombre poeta se transubstancie en poema: “... que tu poe-
ma… tenga tan sólo tu sustancia”. Por eso dirá: “... prefiero sustanciar
lo que contemplo frente a un saber sin alma”. No se trata, pues, de acu-
mular erudición ni tampoco de un simple pensar. Penetrando en la obra
la poesía de arequipa 247

de Rodríguez se va descubriendo que su pensamiento es mucho más


profundo y amplio, algo así como una aprehensión total que se con-
tinúa incluso más allá de “donde se cierra el ojo de la idea”, en cuyo
momento hay que recurrir a “la lámpara del verso” para iluminar todo
aquello que escapa a la indagación racional: “Nada es más ojo que la
poesía…”.
Habría que indicar finalmente que esta original y densa poesía se ex-
presa en un lenguaje cuya nota más característica es el continuo des-
pliegue de una poco común facilidad imaginativa: las metáforas (desde
sus más simples formas comparativas hasta las deslumbrantes, insólitas
asociaciones, se suceden sin cesar), y que en cuanto a su temática es-
pecífica y además de los resultados de su permanente actitud pensante
hay que señalar, como otras líneas, el amor, el paisaje y desde luego
Arequipa en una dimensión profunda, muy alejada de lo costumbrista,
pintoresco o provincial.
En Renato Morales de Rivera se muestra de manera más intensa la
huella modernista matizada de rezagos del romanticismo finisecular. El
único libro que publicó, Cirrus, de 1909, lo muestra aún muy inmerso
en la atmósfera dariana o quizás todavía más en el mundo de José Asun-
ción Silva. La temática, sin embargo, es original para aquellos tiempos:
la presentación del paisaje serrano y la consideración de la miseria lo
convierten parcialmente en un representante del indigenismo poético.
Su obra (que incluye además una recopilación póstuma, Sus versos, y
textos dispersos) muestra (aparte de la indicada) una línea amorosa,
otra cívica (en la que destacan la celebrada “Oda al Dean Valdivia” y el
“Canto a Melgar”) y una última formada por textos que son como ins-
tancias de una reflexión lírica muy íntima de la que aflora quizá lo más
valioso de la obra de este artista atormentado por una visión profunda-
mente pesimista, gravemente desolada de la vida y el mundo.
“Nací a la tarde caída del romanticismo y estoy en las postrimerías
de la vanguardia: cementerios de escuelas”, dice Belisario Calle, espíri-
tu extraordinariamente delicado y de exquisito y algo decadente refina-
miento, quien escribió una poesía en deliberado tono menor que se
puede leer en Sonetos insignes, en la plaqueta póstuma Estancias mari-
nas y en algunas publicaciones de la época (aunque dejó obra inédita,
al parecer perdida). Federico Segundo Agüero Bueno (1900-1981), el
menor de los poetas de El Aquelarre, publicó también solamente dos
breves libros, Ex corde y Loor, pero seguramente lo mejor de su poesía
se encuentra paradójicamente en los poemas que forman parte de sus
novelas Semen (1964) y Augustus (inédita). Dice Agüero que “el verso
248 jorge cornejo polar

nace del dolor que es el pan de todos”. Del dolor, del amor y del senti-
miento religioso habría que completar leyendo su obra primera. Pero en
los poemas de Semen se despliega otro temple y otra andadura. Es una
poesía de versos largos, libres y armoniosos, en que una aguda inteli-
gencia y una sensibilidad abierta a estímulos múltiples visitan una varie-
dad de temas con estilo ligero, ágil (que no se opone a la profundidad
de un pensamiento marcado por un humor escéptico y desencantado).
De los poetas vinculados a la revista Anunciación mencionamos pri-
mero a Luis de la Jara (1899-1978), autor de un pequeño libro publica-
do en España, Espigas, colección de reflexiones poéticas en forma de
máxima que denotan originalidad en la visión y profundidad en el pen-
samiento, plasmadas en un lenguaje en que abundan felicidades expre-
sivas. Pero tal vez lo mejor de la obra de de la Jara esté en su labor pe-
riodística y en una infatigable y extendida tarea de promotor del arte (li-
teratura y teatro especialmente) en Arequipa. De Alberto Guillén y de
Alberto Hidalgo, sin duda figuras mayores, nos ocuparemos luego de
trazar un breve panorama.
A partir de El Aquelarre y Anunciación, pero sobre todo en los años
veinte, la poesía en Arequipa protagoniza lo que con exactitud y para
todo el Perú ha denominado Luis Monguió5 el “abandono del Moder-
nismo”, que se produce primero como una eclosión de la poesía de
vanguardia y luego como el surgimiento de tres corrientes paralelas pe-
ro que guardan íntimas relaciones y a ratos parecen fundirse: el nativis-
mo (que engloba, según el crítico español, el cholismo, el indigenismo
propiamente tal y el neonativismo), la poesía pura y la poesía social. En
el ámbito arequipeño esos movimientos estarían representados por Al-
berto Hidalgo y Mario Chabes (la vanguardia), Renato Morales y el pri-
mer Mercado (indigenismo), Gibson, el mismo Mercado, Gallegos Sanz
(cholismo), Guillén, Blanca del Prado (la poesía pura), Mercado otra vez
(la poesía social).
Alberto Guillén fue un poeta de talento poco común y de una gran
fecundidad, al que frustraron en parte una desmedida egolatría y la en-
fermedad que tempranamente segó su vida. No obstante, alcanzó a
componer una obra importante.
Si alguna denominación tuviera que darse al credo de Guillén, la de
“mesianismo poético” le convendría más que ninguna. Está convencido

5 Monguió, Luis. La poesía postmodernista peruana. México: Fondo de Cultura


Económica, 1954.
la poesía de arequipa 249

no sólo de la altísima misión del poeta sino de que él, Guillén, es el


poeta por excelencia. Su primer libro se titula Prometeo y él se identifi-
ca expresamente con la figura mitológica: “Yo también robé el fuego
eterno para darlo a los Efímeros”. La misión del poeta, sostiene en su
segundo libro, Deucalión, consiste en que “el poeta echa su verso al
viento, arroja las estrellas, abre su pensamiento para la siega de oro de
los siglos”. El poeta, pues, como dispensador de la gracia, la belleza, la
salvación (hay un dejo romántico en todo esto), pero también como ser
en quien se reúnen las mejores cualidades de la especie: “Hombre múl-
tiple… hombre de las virtudes perfectas…”. Y Guillén, poeta por exce-
lencia, despliega su egolatría: “Como sabrás me creo divino —¡en serio!—
y grande/ha medido su talla con mis hombros el Ande”.
Tal vez sea Deucalión —en que se deja un tanto la altisonancia, el
énfasis y el yoísmo— el mejor libro de Guillén: una revisión de temas de
siempre pero expresados desde su peculiar tesitura anímica. Situación
que comparte con Laureles, en que aparece el tono eglógico, la suave
poesía de los campos, las flores, los arroyos, los pájaros, puesto todo
bajo la no escondida advocación de Virgilio. Hay otra vertiente en la
obra de Guillén, testimoniada en Cancionero, y que es lo que pudiera
llamarse poesía moral o moralista.
En textos de la última parte de su vida y no publicados sino parcial-
mente (hay mucho inédito), Guillén parece particularmente inquieto
por problemas de tipo social (guerras y revoluciones latinoamericanas
por ejemplo) a la vez que ensaya nuevas formas estilísticas: versículos
largos en poemas de gran extensión.
Alberto Hidalgo, lo hemos dicho ya, es, sin discusión, uno de los
grandes poetas del siglo XX peruano. Es también uno de los de voz más
personal (con una originalidad avasalladora y desbordante) y también
uno de los de mayor fecundidad (veinticinco poemarios publicados).
Para aproximarnos a su vasta obra nos dejaremos llevar por los seis
grandes temas en los que él mismo agrupa los poemas de su Antología
personal: poemas con esencia, con patria, con amor, con muerte, con-
migo y con pueblo.
Poemas sobre la vida, el mundo, el destino del hombre podrían tam-
bién titularse los poemas con esencia, en los que se revela la permanen-
cia de la reflexión poética de Hidalgo en torno a ciertos temas: el hom-
bre, la poesía, la amistad, la música. “Semáforo”, uno de estos textos,
podría ser considerado un arte poético basado en el culto a la libertad
y a veces a la arbitrariedad: “Pido la cesantía de las buenas costumbres
del lenguaje/ la defunción de la gramática… el culto de la errata/ el ce-
250 jorge cornejo polar

leste relámpago de la equivocación”. Exige en otra parte “el aniquila-


miento del sentido doméstico en el canto”, postulado que cumplió a ca-
balidad en una poesía que se mantuvo siempre entre grandes temas y
tonos mayores. Hacia el final de este rico texto se enfatiza el papel del
lector: “el juego mágico de malentendidos entre versistas y leyentes”, y
se define de singular manera el sentido de la poesía: “el poemar repue-
bla al tiempo/acrecienta el espacio de perspectivas y alrededores/ y en
tanto que se espacia poemando/se tiempa para siempre quien poema”.
Hidalgo vivió en Buenos Aires gran parte de su vida. Pero este exilio
voluntario no lo distanció de la patria lejana. Como tantos otros grandes
peruanos exiliados, aprovechó esta perspectiva para pensar poética-
mente al Perú, para interesarse —llevado por la imaginación y el senti-
miento— en las esencias patrias. De este trabajo nacen algunas de sus
más memorables creaciones: la Carta al Perú (que incluye los poemas
sobre Arequipa), Canto a Machu Picchu, Árbol genealógico (en donde
se penetran los secretos caminos del ancestro indígena y se revela su
permanencia en el presente) y Patria completa, libro hermoso y hondo
de comienzo a fin.
Dos temas de toda gran poesía, la muerte y el amor, reúnen los tex-
tos encabezados con estos títulos, dos líneas que en cierto momento se
hacen una en las sentidas elegías a la esposa desaparecida. Se explota
también la propia muerte, para concluir: “Morir es acto de hombre y esa
será mi próxima tarea”; así como los poemas sobre sí mismo, como
aquél que diera motivo a todo un libro (Biografía de yo mismo), dan
motivo a una serie de peculiares autorretratos poéticos. Los poemas con
pueblo dan cuenta finalmente de su posición de revolucionario auténti-
co, de inconforme esencial más allá de pasajeras banderías.
Trazando ahora de modo esquemático el itinerario de su proceso
poético, cabría decir que Hidalgo se inicia precozmente con Arenga líri-
ca (1916), en donde rinde el inevitable tributo a la herencia modernista.
Buscará pronto, sin embargo, nuevos caminos que los hallará por la ruta
de la vanguardia, con cierta preferencia por Marinetti (Panoplia lírica,
1917; Las voces de colores, 1918; Joyería, 1919), para asumir luego una
posición más personal al fundar su propia escuela de vanguardia, el
simplismo (Química del espíritu, 1923; Simplismo, 1925). Finalmente,
desde Descripción del cielo de 1928 hasta Persona adentro de 1965, el
rumbo de Hidalgo está marcado por el signo de una creciente madurez
(se suele citar Actitud de los años, 1933, y Edad del corazón, 1940, como
textos especialmente memorables), por la presencia de lo peruano a
partir de Carta al Perú de 1953 y, en fin, por una cada vez mayor maes-
la poesía de arequipa 251

tría que conjuga los valores peruanos con la dimensión universal. Con
la perspectiva que dan los casi veinticinco años transcurridos desde su
muerte, es posible describir su obra como una de las más grandes y
complejas construcciones verbales que haya creado un escritor perua-
no; nos asombramos de su abundancia y de su variedad, nos admira-
mos del vuelo fulgurante de sus metáforas, del ritmo amplio de sus es-
tancias, de la música honda de su verso, pero nos emocionamos ante
todo con el viento de libertad que, inatajable, la recorre en todos sus
ámbitos, desde el primero hasta el último de sus versos. Libertad temáti-
ca, libertad en la imaginación, libertad en la estructura, libertad en el
lenguaje; si hay una palabra que pudiera (vanamente) resumir la poesía
de Hidalgo, ésa sería “libertad”.
Hidalgo cierra la nómina de poetas importantes nacidos en los últi-
mos quince años del siglo pasado. En los primeros tres lustros del pre-
sente siglo nace otra promoción muy heterogénea en tipo y calidad de
obra, que está conformada por Enrique Telaya (1900), Federico Segun-
do Agüero Bueno (1900-1981) (nos hemos referido a ambos en páginas
anteriores), Pedro Arenas y Aranda (1902), Mario Chabes (1903-1981),
Blanca del Prado (1903-1978), Carlos Manchego (1903-1976), Manuel
Gallegos Sanz (1905), Guillermo Mercado (1904-1983), Emilio López de
Romaña (1906-1945) y Carlos Alberto Paz de Noboa (1911-1984). La fi-
gura principal es sin duda Mercado.
Arenas y Aranda estaba llamado a ser seguramente el poeta épico de
la Arequipa del siglo XX. Su famoso “Canto al bronce” es buena prue-
ba de ello. Lamentablemente, su total dedicación a la enseñanza le im-
pidió, es de suponer, publicar una obra abundante que sólo ha sido edi-
tada póstumamente y revela a un poeta de gran inspiración y excelen-
te manejo del lenguaje. Mario Chabes, en cambio, representa la más pu-
ra huella del vanguardismo en Arequipa. Sus tres libros —Alma (1922),
El silbar del payaso (1923) y Ccoca (1926)— lo muestran empeñado con
acierto en el juego de la metáfora insólita, de la transgresión de la sinta-
xis, de la imaginación arbitraria. Ccoca, por lo demás, constituye una
feliz simbiosis de temple indigenista con procedimientos vanguardistas,
en actitud similar a poetas puneños coetáneos. Blanca del Prado pro-
tagoniza una aventura poética que la lleva desde un inicial, delicado
ruralismo (Caima, 1933), hasta un patético tono elegíaco (motivado por
la muerte del pintor José Malanca, su esposo) que impregna su obra úl-
tima. Entre un extremo y otro, sus demás libros dan cuenta de una pu-
rísima voz lírica que recorre con intensidad diversas estancias del ser y
del acontecer. Carlos Manchego Rondón es otro poeta cuya obra resul-
252 jorge cornejo polar

tó sacrificada en las aras del trabajo docente. Su único libro, Poemario,


de 1972, muestra una selección de sus textos en la que se perciben las
tres etapas que él mismo describió: la primera en la que dominan el
amor y el paisaje, la segunda de fuerte crítica moral y la tercera en la
que el tono principal es el de la poesía social. Manuel Gallegos Sanz, a
su turno, se encierra deliberadamente dentro de los linderos de una
poesía que trabaja sobre las vetas de lo costumbrista (lo pintoresco y lo
colorido) en el ambiente rural arequipeño, con abundancia del vocabu-
lario local y con destellos de sátira. Emilio López de Romaña, poeta de
notable calidad que murió cuando ingresaba a su plena madurez, dejó,
junto a muchos materiales inéditos, dos libros: Horario de toda una
pasión (1935) y Sonetos innómine (1937), el primero de los cuales es
indudablemente uno de los más bellos libros de amor de la poesía are-
quipeña. Carlos Alberto Paz de Noboa, espíritu inquieto y culto, publicó
poco, sólo sus Siete poemas (1934), cuyos ingredientes básicos son una
reflexión de índole moral y una penetrante crítica social.
Guillermo Mercado es el tercer gran poeta de la Arequipa del siglo
XX (los otros dos, lo hemos advertido antes, son César A. Rodríguez y
Alberto Hidalgo). Además y debido a una serie de circunstancias (Ro-
dríguez, silencioso; Gibson, Hidalgo y del Prado, ausentes; Morales de
Rivera y Guillén, muertos), Mercado encarna por mucho tiempo (de los
años treinta a los cincuenta) y de manera casi solitaria la figura pública
del poeta en Arequipa y de el poeta de Arequipa. Nacido en 1904 —y
coetáneo, entonces, de Alejandro Peralta, Abril, Moro, Oquendo, West-
phalen, Martín Adán, Alegría y Arguedas—, el esfuerzo creador de
Mercado se inscribe —como el de ellos— en el común empeño de hacer
realidad cabal aquella “posibilidad de una genuina literatura nacional”
de que hablara Gálvez en 1915. Pero el camino que escogió el poeta
arequipeño fue desde luego distinto y peculiar.
Un breve y precoz volumen publicado a los 18 años (Oro del alma,
1924) inaugura la trayectoria de Mercado. Era un libro de iniciación y
aprendizaje, de corte intimista, que revelaba, no obstante, un credo
poético al que Mercado fue fiel toda su vida: la poesía como riqueza,
como don, “Oro del alma” que el poeta extrae de su entraña más noble
para entregarlo a los demás hombres, al mundo entero. “Yo tengo mi
tienda abierta a la luz, al amor, al frío, al hambre, llena de frutos madu-
ros… Amor por amor yo grito en sus puertas… entrad andariegos del
mundo, probad mi agua, comed mi pan” leemos en el pórtico del libro
primerizo. Pero la madurez del poeta será también temprana. Se anun-
cia clara en Un chullo de poemas (1928), su estación indigenista, y alcan-
la poesía de arequipa 253

za plenitud en Tremos, de 1933, que junto a la siguiente obra, El hom-


bre en mi canción (1956), conforma el terceto de los mejores libros de
Mercado. Releemos ahora estos libros y encontramos cómo la lección
de la vanguardia se ha hecho verso variado y personal y cómo se des-
pliega admirable, a ratos deslumbrante, un don metafórico que se ex-
presa en un lenguaje marcado en espíritu y en vocablo por la arequi-
peñidad. Descubrimos también que la emocionada vivencia de la ciu-
dad todavía un poco aldeana va reemplazando al indigenismo inicial y
preludiando la preocupación por el Perú y la humanidad, que apare-
cerá en las obras posteriores; e igualmente observamos cómo se ahon-
da y enriquece la expresión verdadera de lo popular y cómo, final-
mente, el sordo rugir de una corriente subterránea pero poderosa, el
dolor personal ante la miseria, el sufrimiento, la humillación de los
muchos, va haciéndose imprecación altiva, clamor profético. Se definen
así la vertiente humanista y solidaria y la actitud interpretativa de las
esencias de su ciudad, que serán, junto con el claro y fresco sabor a
pueblo, las coordenadas básicas de la poesía de Mercado.
Los libros posteriores —Inampu (1960), Siete poemas para una tarde
(1964), Erosión (1969), Agua fuerte (1971)— prolongan estas líneas,
acentuando en algunos casos el tono épico que se traduce en los gran-
des cantos a Melgar, Bolívar, Castilla, Mariátegui, Arequipa, el Perú, etc.
La bibliografía del poeta se cierra en 1976 con El ser vivo del poema, an-
tología personal enriquecida con una veintena de inéditos.
Así, pues, desde el poema breve de demorado romanticismo de los
primeros libros hasta el canto general de amplias estrofas y versos ro-
tundos y elocuentes de la etapa final, la poesía de Mercado ofrece al
lector el espectáculo de un largo itinerario cuyas principales etapas te-
máticas hemos señalado. El instrumento será siempre el libérrimo verso
heredado de la vanguardia, vehículo excelente para la poderosa imagi-
nación y el no común dominio verbal del artista. Iluminando y dando
sentido a este mundo de palabras hay algunas convicciones simples,
optimistas, sobre la poesía como don del alma individual (“Porque en
ese corazón yo tengo un surco en el que cosecho mis poemas que en-
trego a mis hermanos y a los hombres”), pero también como voz del
sentir colectivo que el poeta, como fina antena, capta para luego irra-
diar (“Porque esta voz que tengo emana de las rosas cordiales de tu
pueblo y el poema que te canto es la bandera enarbolada de tu san-
gre...”). Añadamos, para terminar, que Mercado, poeta cholo y no cho-
lista, como afirma Enrique Azálgara Ballón, expresa de una manera muy
honda y auténtica algo esencial del alma de Arequipa.
254 jorge cornejo polar

Se llega así a los años cincuenta, período ciertamente importante en


la historia de las letras peruanas y también en las de Arequipa. Aquí lo
primero que se percibe es la multiplicación del número de poetas y la
presencia de algunos rasgos comunes que permiten sostener que tam-
bién en Arequipa se da una “generación del cincuenta” como en el resto
de la poesía peruana, aunque se sabe que el término generación debe
entenderse en un sentido my lato por lo que, como sugieren algunos
críticos, sería preferible hablar de una promoción del cincuenta.
En todo caso y visto el asunto desde la perspectiva actual, este equi-
po poético está conformado por literatos nacidos entre 1921 y 1935 y
cuya nómina, casi cabal (incluyendo a poetas que no han nacido en
Arequipa pero que forman parte de su proceso literario así como a otros
que no publican, como la mayoría, en la década de los cincuenta sino
con posterioridad), sería la siguiente: Gustavo Valcárcel (1921), Efraín
Miranda Luján (1927), Pedro Róger Cateriano (1927), Edgardo Pérez
Luna (1928-1967), Aníbal Portocarrero (1931), Luis Yáñez (1931), Alber-
to Vega Herrera (1932), Oswaldo Reynoso (1932), Xavier Bacacorzo
(1932), Rosa del Carpio (1933), Edgar Guzmán (1935), César Vega He-
rrera (1936). Un cierto número de estos poetas hacen su primera apari-
ción pública en la antología Nueva poesía arequipeña que editara en
1955 Luis Yáñez Pacheco. Figuran también en revistas de la época como
Creación, Hombre y Mundo, Alpha, Cuadernos de Poesía y otras.
El ambiente general y también el específicamente cultural y literario
de la ciudad desde la década anterior ha comenzado a cambiar de mo-
do significativo. Sin pretensiones de exhaustividad mencionamos algu-
nos factores a nuestro parecer importantes.
La terminación de la Segunda Guerra Mundial con la derrota de los
totalitarismos y el triunfo de los países considerados democráticos se
empalma en el Perú con las primeras elecciones libres después de mu-
chos años y con la proclamación como presidente de la República, ese
mismo año, 1945, de un gran demócrata arequipeño, José Luis Busta-
mante y Rivero. Se inicia así un período desgraciadamente corto de au-
ge y euforia democráticos (se restauran las libertades, cesa la proscrip-
ción de partidos como el aprismo y el comunismo, etc.). Este momento
de exaltación y cambio sorprende a los poetas del cincuenta en los de-
cisivos años finales de la adolescencia. Todo termina en 1948 con el gol-
pe de estado de Manuel Odría y la instauración de un régimen dictato-
rial que aunque pretende asumir apariencias democráticas entre 1950-
1956 es siempre represivo y conculcador de derechos ciudadanos (los
partidos llamados entonces de izquierda vuelven a la clandestinidad, se
la poesía de arequipa 255

restringe la libertad de prensa, etc.). El tránsito brusco e inesperado de


la democracia a la dictadura provoca una gran conmoción y muchas
frustraciones, especialmente en el medio juvenil (es el tema, preci-
samente, de Conversación en la catedral, 1969, una de las mejores no-
velas de Vargas Llosa). Durante el ochenio, por otra parte, Arequipa vive
unos años de intensa agitación política antidictatorial y antirrepresiva.
Justamente en 1950 un hermoso movimiento popular, no partidario, de
protesta por desatinadas y prepotentes medidas dictadas por la auto-
ridad política local contra los estudiantes del Colegio Nacional de la In-
dependencia es cruentamente reprimido por el gobierno. Pero los su-
cesos de junio —la penúltima gran gesta de Arequipa— originan una gran
conmoción en el espíritu colectivo. El pueblo exalta a sus líderes, como
Francisco Mostajo, el viejo luchador, que da entonces su última ejem-
plar batalla y llora con ira a sus muertos como el joven intelectual
Arturo Villegas Romero y tantos otros —nunca se sabrá el número exac-
to— anónimos combatientes. Todo esto queda registrado no sólo en
algunos textos de poesías sino con caracteres de fuego en el alma de
los jóvenes poetas. Unos años más tarde, en 1955, el pueblo de Arequi-
pa protagoniza la hasta ahora última y admirable de sus gestas al movi-
lizarse otra vez, multitudinariamente, sin distingos de ideologías o parti-
dos, para lograr la destitución de quien era el símbolo más odiado de
la dictadura, el ministro de gobierno Alejandro Esparza Zañartu.
En otro orden de cosas, la ciudad vive a partir de 1940, año del
Cuarto Centenario de su fundación, un proceso de modernización que
se va a acentuar en los cincuenta. Crece la universidad, aumenta el nú-
mero de centros educativos, centros culturales, librerías y consiguiente-
mente se incrementa también el público consumidor de bienes y servi-
cios culturales. La ciudad comienza a expandirse y se inician las migra-
ciones de la sierra alta, especialmente desde Puno, que con el paso de
los años transformarán el rostro sociocultural de Arequipa.
En el campo estrictamente literario debe señalarse la acción promo-
tora cada vez más amplia que cumplen organismos como el Instituto de
Extensión Cultural de la universidad agustina, la ANEA y núcleos meno-
res pero muy activos como Avanzada Sur, Ricardo Palma, Toribio Pa-
checo, el Centro Universitario. Precisamente la Universidad de San
Agustín organiza en 1957 un acontecimiento de vasta repercusión na-
cional y local: el Primer Festival de Poesía Peruana, que reúne en Are-
quipa a cerca de treinta poetas de Lima, Cusco, Trujillo y la propia ciu-
dad. Aparecen revistas de arte y cultura y se hacen frecuentes las lectu-
ras o recitales poéticos.
256 jorge cornejo polar

Aunque en razón del número no es posible el estudio separado de


cada poeta, creemos que de todos modos debe mencionarse al menos
a José Ruiz Rosas, maestro eximio en el manejo de las formas tradicio-
nales del verso, a las que utiliza, sin embargo, para expresar una visión
del mundo muy de nuestros días. Luego de un primer libro de 1951 —co-
lección de excelentes sonetos— Ruiz Rosas se mantiene en silencio largo
tiempo para reaparecer a partir de 1967 con libros en que está ya el
poeta maduro que ha descubierto en sí mismo (en el retiro y la medi-
tación) un inmenso tesoro de materiales que revelar. Comienza enton-
ces a escribir y publicar incesantemente hasta formar uno de los conjun-
tos poéticos más importantes del Perú de hoy, en el que temas como el
amor, la propia poesía, la ciudad son líneas fundamentales pero no úni-
cas de un arte poético que se hace mirando “la luz... antes de penetrar
en cada arcano... la hoja...”, atrapando “el claro destello de unos ojos
fraternales...” para luego querer “regalarle el sol a todo el mundo” y
revelar que él mismo se siente “raíces, hojas, savia... y un laboratorio
del abrazo”. Poeta esencial, cabría decir que la obra de Ruiz Rosas es la
expresión verbal de una existencia vivida, en el sentido más estricto,
“en olor de poesía”. Igualmente mencionemos a Aníbal Portocarrero,
creador de una poesía que partiendo de una visión melancólica y de-
solada del mundo, de una nostalgia de pasados irrecuperables o de
futuros que se desvanecen, se plasma en un lenguaje de intensa pero
vigilada emotividad en el que una tras otra imágenes espléndidas e
insólitas y un ritmo sostenido van hiriendo con implacable y aguzada
dulzura franjas entrañables de la sensibilidad del lector; a Enrique
Huaco, que murió joven y dejó un solo libro que testimonia una muy
singular visión del mundo plasmada en un lenguaje contemporáneo; a
Pedro Cateriano, que comienza a publicar sólo en 1978 una obra ya
abundante en que un lenguaje desenfadado e irónico, preciso, que
incorpora aportes de la tecnología actual, da cuenta de una visión
escéptica y desencantada de un mundo que, no obstante, puede sal-
varse por el amor, la lucidez y la poesía; señalemos finalmente a Edgar
Guzmán, poeta de la inteligencia y la modernidad.
Con las debidas advertencias hacia los peligros de las generalizacio-
nes, señalamos, sin embargo, algunos rasgos comunes a nuestro enten-
der en al menos la mayoría de los poetas del cincuenta. Tal vez la ca-
racterística más perceptible sea el abandono de la temática y el lengua-
je locales. A partir de ellos, en efecto, el paisaje y la historia de Arequi-
pa, la idiosincracia de sus gentes y las hazañas de sus próceres y tam-
bién lo costumbrista y lo pintoresco cesan repentinamente de ser la ma-
la poesía de arequipa 257

teria prima de la poesía que se hace en la ciudad. En su reemplazo co-


mienza a trabajarse un nuevo tipo de discurso poético que liberado así
de ataduras circunstanciales demasiado localistas, adopta entonces una
fisonomía más universal. Es un poco el salto de la región al mundo que
se da en otros órdenes de la literatura y también el tránsito de lo tradi-
cional a lo moderno o contemporáneo en poesía. Se trata ahora de ex-
presar situaciones o conflictos que afectan al hombre en su pura dimen-
sión humana más que en su condición de habitante de Arequipa; y en
este empeño no se vacila en sacrificar la pintura de una geografía verda-
deramente hermosa, de un ambiente rico en peculiaridades o de un ha-
bla cargada de tipicidad. Hay sin duda una renuncia al color local, pe-
ro no —y esto es importante subrayar— una renuncia a la condición are-
quipeña, muy clara en el pensar, en el sentir y en el actuar de estos es-
critores, aunque no figure explícitamente en sus textos. Desde luego
que al asumir esta opción se corre el riesgo de sustituir una poesía (lla-
mémosle regional) por otra desarraigada que flote sin anclajes en la at-
mósfera de una deseada pero tal vez no lograda universalidad. Cree-
mos, sin embargo, que por lo menos en el caso de sus mejores expo-
nentes, el peligro puede considerarse superado, ya que esta nueva poe-
sía arequipeña extiende sus raíces hasta las más hondas regiones del ser
y de la experiencia del hombre para extraer de allí los ingredientes de
una temática que puede ser muy diversificada pero que llevará siempre
como un doble e indeleble sello: haber sido escrita en la segunda mitad
del siglo XX y ser obra de un hombre peruano.
Los años cincuenta son en el Perú los del gran debate entre la poesía
pura y la poesía social como se decía entonces (precisamente el festi-
val de poesía peruana del 57 es a la vez el mas encarnizado y el último
combate entre ambas posiciones). La polémica se da también en Are-
quipa, aunque no con igual nitidez ni beligerancia. De todos modos la
poesía del cincuenta arequipeño demuestra en general una tendencia al
desencanto, el escepticismo o el franco pesimismo en relación a la con-
dición humana, que puede ser consecuencia, al menos en parte, de la
extendida influencia de las ideas del existencialismo y particularmente
de las de Sartre y Camus; y si se habla de influjos, terreno siempre
incierto, no son muchas las presencias indudables: Vallejo, algunos
poetas de la generación española del 27, Rimbaud, Rilke, Eliot, Neruda,
Brecht. Pero más importante que la presencia de nombres propios o de
escuelas, es la de un aire de poesía universal flotando en el ambiente
poético de Arequipa. Las puertas se han abierto, pues, a mensajes de
procedencia ecuménica. Pero el movimiento es de doble sentido: se
258 jorge cornejo polar

trata también de incorporar al Perú (a Arequipa) en el discurrir general


de la poesía en el mundo. Y estos poetas, como dice Alberto Escobar,
conciben “al Perú y su literatura como una pieza en la dimensión de
Hispanoamérica y el mundo”6. Y lo hacen con una mayor preocupación
por el oficio de poeta, con una más clara y enérgica voluntad de estilo.
Con pocos años de diferencia, aparece luego una nueva promoción
poética, la del sesenta. Tal es la cercanía que pudiera parecer artificiosa
la separación en dos grupos. Existen, empero, diferencias que justifican
el deslinde, siendo la primera el momento de la aparición pública que
en este segundo equipo se registra a partir de 1960. Integran el grupo
poetas nacidos entre 1938 y 1949. La relación (a la que aplicamos las
mismas advertencias que a la del cincuenta) sería la siguiente: Abel
Rubio (1938), Oscar Valdivia (1938), Peter O´Brien (1938), Mercedes
Delgado (1939), José Rodríguez Guillén (1940), Eusebio Quiroz Paz
Soldán (1940), Tommy Ramírez (1943), Raúl Bueno (1943), Walther
Márquez (1945), Julio Abelardo Luza (1945), Omar Aramayo (1947),
Shelma Guevara (1948), Brunilda Joyce (seudónimo de Lourdes Toya),
1948 y Duilio Ayala Macedo (1949). Algunos (Portugal, Valdivia,
Ramírez) forman el grupo Poesía en 1964, que publica en 1966 la revista
Homo. Otra revista de la década, aunque de larga vida, es Jornada
Poética, fundada y dirigida por Max Neyra.
En el contexto sociocultural en que surge este conjunto de poetas
debe mencionarse en primer lugar la Revolución Cubana, que concitó
primero la atención y el interés y luego la adhesión de la mayoría de
escritores latinoamericanos y que además estimuló directamente la pro-
ducción literaria por medio de la Casa de las Américas (el premio, la
revista, los continuos eventos, las ediciones). En este orden de cosas
también influyen los movimientos estudiantiles de revuelta en Estados
Unidos y Europa y señaladamente el parisino mayo de 1968. Debe se-
ñalarse igualmente lo que se ha llamado la revolución sexual, el
movimiento hippie, la difusión masiva de la televisión y en lo estricta-
mente literario el momento de extraordinario esplendor de la narrativa
latinoamericana (el denominado “boom”), uno de cuyos máximos expo-
nentes es el peruano Mario Vargas Llosa, quien protagoniza en los
sesenta una fulgurante carrera que sirvió sin duda de poderoso estímu-
lo a legiones de jóvenes escritores latinoamericanos. Debe señalarse

6 Palabras de Alberto Escobar citadas por Leonidas Cevallos en Los nuevos (Lima:
Editorial Universitaria, 1967).
la poesía de arequipa 259

finalmente como otro factor importante y directamente actuante sobre


los poetas del sesenta arequipeño (y peruano) un cada vez mayor y más
profundo conocimiento de la poesía latinoamericana contemporánea así
como de poetas de lengua inglesa desde Eliot y Pound hasta la ge-
neración beat.
Como consecuencia de todo ello, pero principalmente, como es
natural, del temple de cada quien, estos poetas escriben una poesía que
superada ya la antinomia entre lo puro y lo social busca sobre todo dar
cuenta de las vicisitudes del hombre en la ciudad de hoy en un lengua-
je mucho más libre que el de sus antecesores inmediatos y que incorpo-
ra con amplitud mucho del habla coloquial urbana. El título de un libro
de Walther Márquez, Odiseo en la urbe, simboliza bien tanto la situación
o actitud de este nuevo sujeto poético —navegante generalmente ator-
mentado en busca de una utopía realizable o al menos de un sentido
para su existencia— cuando el ámbito en que se mueve. Esta preferen-
cia por la ciudad que se corresponde con el predominio del realismo
urbano en la narrativa de los sesenta en adelante, no debe entenderse
en un sentido limitativo como si esta poesía estuviese referida solamen-
te a la ciudad de Arequipa. Se trata, más bien, de la ciudad de la segun-
da mitad del siglo XX en general y quizás, más exactamente, del hom-
bre que habita en esa ciudad pero que vive cada día con mayor inten-
sidad los problemas del mundo entero.
De los poetas del sesenta debe destacarse de manera particular a
Oscar Valdivia, quien se mueve con brillo trabajando los temas del
amor, el tiempo, la ciudad (“laberinto para ciegos”), la preocupación so-
cial; a Peter O´Brien, autor de un excelente libro que bien pudiera de-
nominarse, parafraseando a Lorca, “poeta arequipeño en Nueva York”;
a Raúl Bueno, cultor de una exquisitez formal que no es obstáculo para
la profundidad de su mensaje; a Walther Márquez, cuya trayectoria, a
través de los tres libros que tiene publicados entre 1970 y 1986, lo
muestra en un camino ascendente a los más altos niveles de calidad
poética; a Omar Aramayo, extraordinariamente talentoso tanto en su es-
tación surrealista como en sus exploraciones formales y en su nuevo
discurso poético; y a Shelma Guevara, voz purísima tanto en la dimen-
sión lírica de sus primeros tiempos cuanto en su actual poesía de hon-
dos contenidos sociales.
Rompiendo un tanto la simetría cronológica, es a partir de 1976 que
se hace presente una nueva promoción poética —la última por el mo-
mento— que, como la del cincuenta, tiene ya su propia antología (Viva
voz que acaba de aparecer). La integran, entre otros (aquí, por tratarse
260 jorge cornejo polar

de poetas que se inician, sí es difícil pretender hacer una lista que aspire
a ser completa), Rosa Elena Maldonado (1952), Oswaldo Chanove
(1953), Leandro Medina (1954), Misael Ramos (1956), Nilton del Carpio
(1957), Pedro Escribano —que vive fuera de Arequipa— (1957), José Ga-
briel Valdivia (1958), Dino Jurado (1958), Luzgardo Medina (1959),
Alonso Ruiz Rosas (1959), Rolando Luque (1961), Odi Gonzales (1962)
y otros cuya fecha de nacimiento no nos ha sido posible conocer, como
Rosario Muñoz, Porfirio Mamani, Fátima Carrasco, Alfredo Herrera, Wal-
ter Velásquez.
Cabe advertir en primer término que la eclosión de talento poético
que esta generación encarna es parte de una notable intensificación en
calidad y en cantidad que la vida cultural de Arequipa experimenta des-
de mediados de los años setenta. En el campo de la literatura este perío-
do ha visto la publicación de más de veinte libros, decenas de plaque-
tas, muchas revistas. Y es que el fenómeno de una Arequipa cada vez
más grande, compleja y caótica, con una población ya muy marcada por
la migración andina, genera inevitablemente el incremento en el núme-
ro de universidades, colegios, escuelas y otros centros de estudio y el
consecuente ensanchamiento de la franja poblacional cultivada que
plantea de inmediato una mayor demanda cultural.
En el prólogo a la antología de los ochenta señala Rolando Luque
como influencias actuantes sobre esta generación: la lección de los poe-
tas limeños del sesenta (Hernández, Cisneros, Hinostroza) a través de la
cual llega el mensaje de la poesía en lengua inglesa a la que hemos he-
cho referencia antes y “esa aventura inconclusa” que protagonizaron es-
pecialmente Hora Zero y Estación Reunida (con atención especial hacia
la obra de Watanabe y Verástegui), para terminar definiéndola, creo que
con acierto, como “la generación del desconcierto, que, desconfiada
frente a los usos del poder, los sueños oficiales y la bendición capitali-
na”, asume un “escepticismo humoroso y biengeniado” que no reco-
noce ya ídolos ni maestros impecables y que se traduce más bien en “el
riguroso estudio y la búsqueda exhaustiva del espacio poético” bajo la
acción de una “lucidez activa”7.
En estos últimos años es muy importante la acción cohesionadora y
desencadenante de grupos y revistas entre los que cabe mencionar los
siguientes: Roña, Margen, Mesa de Partes, Eclosión, Polen de Letras, La

7 Luque Mogrovejo, Rolando. Viva voz. Antología de la poesía en Arequipa: Generación


80. Arequipa: Concytec/INC, 1990.
la poesía de arequipa 261

Gran Flauta Veintiuno y muy especialmente Ómnibus (15 números entre


1977 y 1984) y Macho Cabrío (cuatro números entre 1980 y 1984).
Todos estos poetas exhiben, como es natural, una obra en pleno de-
sarrollo —work in progress como se suele decir—. Ello torna particular-
mente difícil formular juicios críticos. No obstante, por lo hecho hasta
ahora, pienso que debe señalarse a Chanove, de quien en otra ocasión
hemos dicho que crea una poesía en que “la fluidez del discurso, la mo-
dernidad de los procedimientos, el brillo y lo insólito de las imágenes,
deslumbran constantemente y pueden apartar al lector de lo esencial que
a través de todo eso se expresa: la condición contingente del hombre y
su situación de ser para la muerte que lo impulsa en dos direcciones: la
religiosa de respuesta incierta, la amorosa cuya plenitud espléndida no
la libra sin embargo del contagio siniestro de lo mortal”8; a Alonso Ruiz
Rosas, con una poesía que nace de la soledad y construye un mundo en
el que hay elementos religiosos y también inesperadamente alguna pre-
sencia del ambiente de Arequipa que tratado ahora de un modo radi-
calmente diferente al tradicional sirve más bien de metáfora para aludir
a instancias centrales de la condición humana; a Misael Ramos, poeta
retraído, reacio al libro, pero cuyas esporádicas apariciones en revistas
son como revelaciones de una morada interior poblada de seres, imá-
genes, paisajes misteriosos pero portadores de extraña belleza.

8 Cornejo Polar, Jorge. “La poesía de Chanove: muerte, amor y religión”. En: El
Comercio, Suplemento Dominical, 31/01/1988.
Nota sobre la función del espacio
en Los ríos profundos

Si, como afirmaba Roland Barthes, la obra literaria es un sistema de fun-


ciones, parece evidente que en todo texto del género narrativo se da
como uno de sus elementos o “funciones” fundamentales el espacio o
ámbito en que se desarrolla la acción. Ahora bien, este espacio repre-
sentado puede ser sólo escenario pasivo de las acciones de los persona-
jes, simple marco físico de sus vidas (y así se da en numerosas novelas
y cuentos). Pero es posible también que el espacio deje de ser “una en-
voltura pasiva” y adquiera un sentido, se convierta en una dimensión
actuante, llegue a ser de un modo más preciso e intenso una verdadera
función dentro de la economía de la obra. Pienso que la novela Los ríos
profundos, del escritor peruano José María Arguedas, puede ser consi-
derada un buen ejemplo de esta segunda forma de funcionalidad de los
espacios dentro de un mundo narrativo, y creo, por eso mismo, que un
análisis y una interpretación válidos (aunque desde luego parciales) de
tal obra pueden plantearse dentro de los términos de una investigación
acerca del sentido que dentro de ella tengan tales espacios.
Arguedas escogió como escenario general de su novela Los ríos pro-
fundos una determinada zona de la sierra del Perú, comprendida entre
la ciudad del Cusco, en el departamento del mismo nombre, por el sur,
y algunos pueblos de la serranía del departamento de Lima por el norte,
abarcando básicamente los departamentos de Apurímac, Ayacucho y
Huancavelica.
Dentro de este ámbito general cabe distinguir, en una primera apro-
ximación, tres espacios que cumplen una importante función significati-
va en la novela. Son ellos: la ciudad de Cusco; los pueblos que el prota-
gonista, el niño Ernesto, recorre en unión de su padre; y la ciudad de
Abancay.
a) La ciudad de Cusco.- La presentación de la antigua capital del
imperio de los incas (que se cumple en el capítulo primero de

[263]
264 jorge cornejo polar

la novela) constituye sin duda uno de los momentos admira-


bles del libro. Lo “real maravilloso” de que habla Carpentier
como una de las coordenadas esenciales de la realidad ameri-
cana parece encarnarse en la ciudad cuzqueña, tal como Ar-
guedas la presenta. Por ello, el primer recorrido del recién lle-
gado Ernesto tiene mucho de una ceremonia de deslumbra-
miento, de un mágico rito de iniciación. A medida que avan-
za por las calles va encontrando lugares que son como los al-
tares del encantamiento (un muro incaico, la Plaza de Armas,
la catedral) o símbolos tangibles del mismo: el tañer de la Ma-
ría Angola, la centenaria campana mayor. Así, refiriéndose a la
pétrea muralla incaica, advertirá que entre ella y él mismo co-
mienza a establecerse una peculiar relación: “la corriente que
entre ella y yo iba formándose”, o la describirá como una suer-
te de misterio: “En la oscura calle, en el silencio, el muro pa-
recía vivo; sobre la palma de las manos llameaba la juntura de
las piedras que había tocado”. Y en otro lugar: “Era estático el
muro, pero hervía por todas sus líneas y la superficie era cam-
biante, como la de los ríos en el verano...”. De semejante ma-
nera, el tañido de la María Angola lo hace exclamar: “La tierra
debía convertirse en oro en ese instante; yo también, no sólo
los muros y la ciudad, las torres, el atrio y las fachadas que ha-
bía visto”.
El camino hacia el Cusco, por otra parte, había sido un pere-
grinaje iluminado por una desmedida esperanza (“venía
anhelante por llegar a la gran ciudad”, confiesa Ernesto), y es
que el padre había anunciado: “será para un bien eterno”. Y
en un determinado sentido, la ciudad, como acaba de verse,
se le presenta así: reino de lo maravilloso, resumen de histo-
ria y leyenda, expresión magnífica del espíritu indígena y de
la obra del colonizador hispano. Pero a la vez (y esta ambiva-
lencia es peculiar en Arguedas) el Cusco es la sede de la opre-
sión que se ejerce sobre esa misma raza indígena y que en este
caso se halla encarnada en el Viejo, ominoso personaje que a
pesar de su breve aparición resulta pieza clave de la novela.
El Viejo —pariente del padre de Ernesto— representa en efecto
una figura de larga tradición en la literatura indigenista no
solamente peruana, sino latinoamericana: el hacendado o
“gamonal” clásico, caracterizado por ser dueño de una inmen-
sa riqueza (en tierras, ganados y también en indios que forman
el espacio en los ríos profundos 265

parte de sus haciendas), por una religiosidad espectacular y


farisaica y especialmente, desde luego, por su permanente
actitud explotadora del campesino. Y en el Cusco están cierta-
mente muchos semejantes al Viejo: “Todos los señores del
Cusco son avaros”, explica el padre al niño Ernesto.
El viaje al Cusco ha tenido como objeto precisamente reclamar
del anciano derechos conculcados: “Lo obligaré. Puedo hun-
dirlo”, clama el abogado, pero nada de eso ocurrirá. Por el
contrario, el temible poder del anciano hacendado terminará
humillando una vez más a los parientes pobres. La casa del
Viejo en el Cusco, donde se alojan Ernesto y su padre, presen-
ta una significativa combinación de espacios (que es prefigu-
ración de otras que aparecen luego en el curso de la novela).
Así, el primer patio, donde está la residencia del dueño, es co-
mo el recinto sombrío, pero imponente, del poder y la maldad
(es de dos pisos, tiene portales y corredores, habitaciones de
altos techos y grandes muebles); el segundo patio, en el que
habitan los inquilinos, es menos importante (“no tenía arcos ni
segundo piso, sólo un corredor de columnas de madera...”); y
el tercer patio, donde son instalados el abogado y su hijo, es
miserable y representa claramente la discriminación que sobre
ellos se ejerce (ya no tiene corredores, hay olor a muladar:
“estamos en el patio de las bestias”, se indigna el padre). El
ingreso a la casa, desde el gran portón de la entrada hasta la
sucia y desmantelada habitación del tercer patio en que van a
pasar la noche, va marcando la disminución primero y la
desaparición luego de las esperanzas que el padre abrigaba de
conseguir justicia. Convencidos entonces del fracaso, padre e
hijo abandonan el Cusco al día siguiente de su llegada, pero
la gran ciudad habrá marcado para siempre a Ernesto con su
despliegue de bellezas cargadas de sentido, con la huella del
pasado viviendo en sus calles, plazas y edificios; pero también
como el ámbito donde la opresión se manifiesta y algunos
poderes misteriosos, irracionales, actúan.
b) Los pueblos de la serranía.- “Mi padre no pudo encontrar nun-
ca dónde fijar su residencia; fue un abogado de provincias,
inestable y errante. Con él conocí más de doscientos pueblos”,
dice Ernesto al comenzar el segundo capítulo de la novela,
destinado precisamente al relato de sus viajes por la sierra. Y
explica luego: “Cuando las montañas, los caminos, los campos
266 jorge cornejo polar

de juego, el lugar donde duermen los pájaros, cuando los de-


talles del pueblo empezaban a formar parte de la memoria...”,
el padre decidía marcharse de allí, en un peregrinaje incesante.
Para Ernesto, los viajes terminan cuando ingresa en el colegio
de Abancay, que será escenario de la parte central de Los ríos
profundos; pero, para el padre, esta ciudad será un nuevo lu-
gar de paso que abandonará, como tantos otros, poco tiempo
después. Gran parte de los 14 años que tiene Ernesto cuando
llega a Abancay los ha pasado, niño nómada, recorriendo con
el padre en uno y otro sentido el territorio serrano. Así es
como la huella que dejan los pueblos se va ahondando con
cada experiencia y llega a convertirse a la postre en zona fun-
damental de su personalidad. Pero el impacto de los pueblos
serranos sobre Ernesto es también ambivalente, como el de
Cusco. La vida en cada uno de ellos y los interminables recor-
ridos a lomo de bestia de un lugar a otro le han facilitado, por
una parte, el contacto directo e íntimo con la naturaleza y el
hombre de la región: montañas, ríos, bosques, quebradas,
plantas, flores, frutos, animales, con los que Ernesto entabla
desde entonces relación profunda y gratificante, cargada de un
animismo espontáneo e ingenuo; y luego con todo un mosaico
humano en el que destacan gentes como don Pablo Maywa o
don Víctor Pusa, alcaldes de la comunidad en que Ernesto
estuvo un tiempo refugiado, o la bella joven que en otro
pueblo despierta su amor adolescente, o los intérpretes de
música nativa cuyas melodías y letras ejercerán desde enton-
ces misteriosa atracción sobre su sensibilidad. Pero hay otra
cara de la relación en la que habría que inscribir la hostilidad
y el recelo con que muchas veces los vecinos de los pueblos
reciben a los itinerantes. En algún caso —el pueblo “cuyos veci-
nos principales odian a los forasteros”—, la casa del abogado
queda virtualmente aislada, sitiada por rencores, envidias, re-
celos. Es en este pueblo precisamente donde Ernesto sentirá el
primer amor hacia la “joven alta, de ojos azules... que parecía
ser la única que no miraba con ojos severos a los extraños...”.
Sólo de una manera expresa Ernesto este amor primero: can-
tando, en la oscuridad de la alta noche, huayno tras huayno
(la dulce canción de la sierra del Perú) en la esquina de la casa
de la amada. El relato de esta experiencia nos servirá para re-
sumir la función de los pueblos y los viajes dentro de la estruc-
el espacio en los ríos profundos 267

tura de la novela: “Me desahogaba; vertía el desprecio amargo


y el odio con que en ese pueblo nos miraban, el fuego de mis
viajes por las grandes cordilleras, la imagen de tantos ríos, de
los puentes que cuelgan sobre el agua que corre desesperada,
la luz resplandeciente y la sombra de las nubes más altas y te-
mibles”
c) La ciudad de Abancay.- Éste es sin duda el sector espacial de
más importancia en la novela, como que en ella se desarrolla
la mayor parte de la acción (nueve de los once capítulos). Es
aquí, por eso mismo, donde el juego de los diversos planos es-
paciales y la multiplicidad y variedad de ámbitos alcanzan su
máxima complejidad y una más intensa funcionalidad.
Hay que distinguir, en primer término, dos zonas: la ciudad
propiamente dicha y la hacienda “Patibamba”, cuyas extensas
tierras rodean casi totalmente a la pequeña urbe. Una cierta
homología estructural emparenta a dos sectores: en ambos, en
efecto, existe un estrato de poder y riqueza que se sobrepone
a otro más extendido, pero pobre, explotado, dependiente. El
esquema se percibe mejor en “Patibamba”, inmenso fundo en
cuyo centro se encuentra la casa hacienda, sede del poder, y
en torno a la cual se escalonan concéntricamente el caserío de
los colonos y, más allá, los ranchos de los demás campesinos
y las tierras de cultivo.
Entre “Patibamba” y la ciudad las relaciones son normalmente
pacíficas y estables y funcionan en forma horizontal, a nivel
del mismo rango: los poderosos entre sí y las humildes gentes
también a su manera. Sólo con ocasión del motín de las muje-
res citadinas pidiendo mejor distribución de la sal, una agitada
columna de éstas va hasta el caserío de la hacienda llevando
la sal recuperada.
En la ciudad, aparte de las calles, plazas, templos de papel se-
cundario, encontramos dos áreas de función trascendente:
Huanupata y el colegio donde Ernesto estudia. Huanupata es
un barrio popular lleno de “chicherías” (restaurantes populares
donde también se canta y baila), pletórico de animación. El es-
píritu indígena se manifiesta acá en costumbres, en música, en
lenguaje con mayor riqueza y espontaneidad. Huanupata es el
territorio de la libertad, de la vida bullente y sin cortapisas,
donde, fugazmente al menos, la población indígena olvida el
sojuzgamiento centenario y la alienacion retrocede para dar
268 jorge cornejo polar

paso a la autenticidad. Hay una corriente permanente de gen-


tes que va de los demás puntos de la ciudad al barrio y Ernesto
se incorpora gustosamente a ella cuantas veces puede. Cada
visita suya a Huanupata y sus chicherías es para Ernesto oca-
sión de alegre reencuentro con las esencias de lo aborigen y
motivo de memorables experiencias (como el conocimiento
del casi legendario Papacha Oblitas, arpista de inagotable sa-
biduría popular). Para Ernesto, por otra parte, estas visitas
adquieren la dimensión de evasiones de la vida rutinaria y re-
glamentada del colegio y operan así como una suerte de com-
pensación. Si Huanupata es la libertad, el colegio (último y
más trascendente de los círculos del espacio de Los ríos pro-
fundos) es la reglamentación. Frente a lo natural y espontáneo,
la organización, la disciplina, el deber. Pero el colegio signifi-
ca también en la novela la solidaridad, la amistad, el compa-
ñerismo (una vez más la ambivalencia que ya hemos señala-
do). Las aulas, los dormitorios, el patio de recreo y el patio in-
terior o “canchón” son los elementos que configuran, en este
caso, la dinámica de espacios significantes. Las aulas son el lu-
gar habitual de la confrontación profesores-alumnos y a veces
escenario de conflictos estudiantiles. Los dormitorios, precario
refugio de la intimidad, son también el lugar donde germinan
amistades, surgen rivalidades y rencores, maduran proyectos
que después se realizarán en el colegio o fuera de él. Pero son
los patios los que cumplen cabalmente doble y contradictoria
función. El patio de recreo es el lado luminoso de esta polari-
dad, mientras que el patio interior es el reino de la oscuridad.
En el primero, en consonancia con la claridad de su ambiente,
suceden hechos agradables y los niños y jóvenes suelen vivir
momentos de felicidad. Allí juegan, cantan “huayños jocosos y
alegres”, conversan “plácidamente oyendo y contando intermi-
nables historias de osos, ratones, pumas y cóndores”. Es en es-
te patio donde Ernesto recibe y usa el “zumbayllu” o trompo
de madera que para él es mucho más que un juguete. Dotado
de propiedades maravillosas dentro de la concepción mágica
del mundo que Ernesto posee, el “zumbayllu” le abre la posi-
bilidad de comunicarse a distancia con su padre o de volver al
contacto con la naturaleza. En el patio interior, por el contra-
rio, las tinieblas que en las noches lo invaden van de la mano
con el temor y la angustia, y como que propician el surgimien-
el espacio en los ríos profundos 269

to en medio de sus sombras de lo prohibido, que inspira, sin


embargo, malsana atracción. Una mujer demente (la “opa”)
recorre fantasmagóricamente el “canchón”, y en torno a ella
aflora brutalmente el sexo en la más ruda y cruel lucha de de-
seos adolescentes que estallan sin control. Ante los ojos espan-
tados de los más pequeños se suceden, noche tras noche, de-
primentes ritos sexuales, y el combate de los jóvenes machos
por poseer a esta mujer se plantea en los términos de máxima
violencia. “Un pasadizo largo y sin pavimento” une a los dos
patios, y los jóvenes que lo transitan vinculan así, sin percatar-
se siquiera, la ingenuidad, la alegría y la pureza con el hervi-
dero de la pasión. La vida toda del colegio está como simbo-
lizada en este claroscuro, en esta inestable relación entre el pa-
tio de fuera y el patio de adentro.
Desde la vasta zona de la sierra peruana, que es el marco más gene-
ral de la acción de la novela, hasta el reducido ámbito del colegio de
Abancay, en Los ríos profundos es posible la interpretación que aca-
bamos de practicar, según la cual esta obra, desde este particular pun-
to de vista, vendría a ser una estructura dinámica de espacios vincula-
dos e interactuantes en libre relación, organización en la que es percep-
tible que la complejidad y la riqueza funcional se incrementan en rela-
ción inversa a la amplitud del círculo.
Una última anotación cabría hacer en relación no ya a Los ríos pro-
fundos, sino a la narración de Arguedas en general. En el proceso de
esta narrativa puede comprobarse, en efecto, que se da una marcha des-
de un pequeño contorno geográfico, la aldea (en las primeras obras),
hasta un vasto perímetro, casi todo el país, en las últimas novelas. Los
ríos profundos se encuentra precisamente en la mitad de este camino
largo y hermoso. Por lo demás, el propio José María Arguedas confirma
esta interpretación cuando dice: “Concebirla [se refiere a Todas las san-
gres] me costó algunos años de meditación. No habría alcanzado a tra-
zar su curso si no hubiera interpretado en Agua (1935) la vida de una
aldea; la vida de una capital de provincia de Yawar Fiesta (1941); la de
un territorio humano y geográfico más vasto y complejo en Los ríos pro-
fundos (1958), y sin una experiencia larga y tensa del Perú”1. Parece cla-
ro, pues, que en la propia concepción de su creación literaria, Arguedas

1 Palabras citadas por Tomás G. Escajadillo en “Meditación acerca de José María


Arguedas y el indigenismo”, en Revista Peruana de Cultura, Nos. 13-14, Lima, diciem-
bre 1970. Las frases de Arguedas corresponden a una entrevista que le hiciera, en el
diario Expreso de Lima (25 y 26 de marzo de 1965), el periodista Raúl Vargas.
270 jorge cornejo polar

otorgó un papel trascendente a la función espacial. Lo cual vendría a


ser una nueva justificación del tipo de estudio que acabamos de
realizar2.

2 Debo indicar que, aunque el enfoque es diferente, me ha sido muy útil en este sen-
tido el artículo de María Fernanda Palacios titulado “El término de una sumisión. El
espacio en el texto y el texto como espacio”. En Papeles, Nº 17, diciembre 1972,
Caracas. La frase “envoltura pasiva” referida al espacio que aparece en el primer pá-
rrafo de nuestro estudio está tomada de este artículo.
Arguedas y la política cultural
en el Perú

I
Convencido como estoy de la trabada coherencia que distingue al pen-
samiento, la obra y la acción de José María Arguedas, creo que un estu-
dio sistemático y en profundidad de la labor cumplida por Arguedas co-
mo director de la Casa de la Cultura del Perú resulta pieza indispensa-
ble para tener una imagen cabal del escritor, tanto más que su breve
permanencia en ese cargo (1963-1964) coincide con una etapa impor-
tante en su trayectoria vital y literaria: la de terminación y publicación
de la novela Todas las sangres.
Debe advertirse, sin embargo, que antes y después de su estancia en
la Casa de la Cultura, Arguedas desempeñó diversas funciones en el sec-
tor cultura de la administración pública. En efecto, entre 1947 y 1963 el
novelista fue sucesivamente conservador general de folklore y bellas ar-
tes del Ministerio de Educación, presidente de la Comisión Calificadora
de Conjuntos Folklóricos del mismo Ministerio y jefe del Instituto de Es-
tudios Etnológicos del Museo Nacional de Historia. El estudio del traba-
jo desarrollado por Arguedas en todos estos cargos también es tarea im-
portante que dejamos para una próxima ocasión. Por ahora limitaremos
nuestra indagación al examen preliminar de la función cumplida como
director de la Casa de la Cultura del Perú.

II
Sólo 120 años después de establecido el Estado peruano, sus gob-
ernantes toman conciencia, aunque limitada, de sus responsabilidades
en el ámbito de lo cultural. En 1941, en efecto, se crea en el Ministerio
de Educación, la Dirección de Educación Artística y Extensión Cultural,
que toma a su cargo lo que más tarde se llamará el Sector Cultura de la

[271]
272 jorge cornejo polar

acción estatal. Pero esta oficina, bastante limitada en sus atribuciones,


era evidentemente insuficiente para atender en debida forma las impor-
tantes funciones que le correspondían. Seguramente, la constatación de
estas deficiencias y una más detenida reflexión sobre la situación de la
cultura en el Perú llevó a la Junta Militar que gobernó de 1962 a 1963,
a expedir el 24 de agosto de 1962 el Decreto Supremo Nº 48 que crea
la Comisión Nacional de Cultura, cuya principal finalidad era “orientar,
fomentar y difundir la cultura en sus múltiples expresiones extraes-
colares dentro del territorio de la República”.
Meses más tarde, el 9 de mayo de 1963, la Junta Militar perfecciona
su primera decisión a través del Decreto Ley Nº 14479 que da fuerza de
ley al Decreto Supremo Nº 48, explicita las funciones de la Comisión
Nacional de Cultura y determina que ésta se constituirá por un Directo-
rio, la Casa de la Cultura del Perú, que era su organismo ejecutivo, y las
entidades de asesoramiento y manejo administrativo indispensables.
La existencia de la Casa de la Cultura se prolongó hasta 1972 cuan-
do entra en funciones el Instituto Nacional de Cultura creado por el Go-
bierno de la Fuerza Armada. Su primer director fue Mariano Peña Prado,
quien desempeñó el cargo por corto tiempo; y luego, al iniciarse el pri-
mer gobierno de Fernando Belaúnde Terry, el ministro de educación,
Francisco Miró Quesada, nombra como nuevo director de la Casa de la
Cultura a José María Arguedas, quien permaneció en el cargo
exactamente un año, de agosto de 1963 a agosto de 1964, en que renun-
ció. A pesar de la brevedad del período en que Arguedas ejerció la
dirección del organismo, su desempeño fue significativo, por lo que
resulta del todo justa la afirmación que hace Juan Ansión: “ [fue] el
primer hombre que diera un impulso serio por desarrollar una política
cultural coherente en el Perú”.

III
Nuestro primer objetivo está dado por el examen de tres textos en
los que Arguedas explicó la manera como entendía la función que le
había sido encomendada y cuáles eran las metas que se trazaba.
a) El primero de ellos es el artículo titulado “¿En otra misión?”,
aparecido en el diario Expreso el 23 de setiembre de 1963, en
el que Arguedas expone lo que puede llamarse su plan de ac-
ción. El objetivo principal se expresa así:
arguedas y la política cultural 273

“En nuestro caso se trata de poner en acción los medios de


promoción y difusión de la cultura, de tal manera que el pro-
ceso de integración en que se encuentra el país pueda ser
orientado de modo que los valores de la cultura occidental y
los originales peruanos fijados por nuestra historia no se
sigan contraponiendo”.

En consecuencia, las primeras acciones serán:

“1) Difusión de los valores indígenas en los sectores sociales


que los ignoran o menosprecian... 2) Difusión de los valores
—letras, artes, ciencias— de la cultura llamada occidental, entre
los medios indígenas a quienes se les negó el acceso a este
caudal de sabiduría...”.

El documento pasa a mencionar luego una serie de medidas


específicas como la edición de una revista de difusión popu-
lar, la recopilación y estudio de todas las manifestaciones del
folklore, el estudio del problema lingüístico de la educación
del indígena, el ofrecimiento de becas a creadores e investiga-
dores y muchas otras, encuadradas en lo que puede denomi-
narse una política de democratización de la cultura. La conclu-
sión es una buena prueba del espíritu con que Arguedas asu-
mía la tarea:

“Yo siento que hay una nueva luz que ilumina el Perú, por
eso estoy aquí, en este Despacho: para servir con la acción al
país como lo he servido con mis limitadas posibilidades de
escritor. Si no contara con los medios para realizar el plan que
hemos propuesto, volvería a la otra misión, a la del intelec-
tual atento, humilde y feliz”.

b) En el Boletín Informativo de la Casa de la Cultura del Perú Nº1


(abril, 1964), se publica una nota de Arguedas en que se lee:

“Con el tiempo y por la propia presión del desarrollo inconte-


nible de la capacidad creadora del país y su vocación tradi-
cionalmente milenar por las artes y el estudio del hombre y
el mundo, acaso la Comisión Nacional de Cultura —o cual-
quiera que fuere el nombre con que se le designe en lo suce-
sivo— alcance a convertirse en un organismo poderoso que
sea capaz de permanecer al margen del turbio egoísmo de los
hombres y esté iluminado e impulsado por lo que el propio
274 jorge cornejo polar

ser humano tiene de puro, de generoso, la gran luz que sus-


tenta su fe en sí mismo y en los demás”.

Una esperanzada visión del futuro alienta en estas palabras de


Arguedas a las que, como es habitual en él, la emoción tiñe de
un temple especial.

c) Sin embargo, el texto más importante para conocer el pensa-


miento del Arguedas director de la Casa de la Cultura es el sig-
nificativamente titulado “La cultura y el pueblo en el Perú”
(que aparece en el primer número de la revista Cultura y pue-
blo, enero/marzo de 1964). Aquí, procediendo con sensatez, se
remonta al pasado peruano como primer e imprescindible pa-
so para, a partir de esta revisión, diseñar los objetivos de la po-
lítica cultural. Traza así, a grandes rasgos, la historia del hom-
bre de la sierra y de la costa, se lamenta de la existencia de
“altas vallas” que los han separado secularmente y se detiene
en la afirmación de las cualidades del pueblo indígena que de-
ben ser mostradas al resto del Perú y al mundo entero:

“Por eso vamos a intentar difundir, a través de las páginas de


nuestra revista, las creaciones del pueblo indígena actual, con
el propósito de demostrar que no es inferior ni despreciable;
tiene tantas cualidades como el costeño; y que debe confiarse
plenamente en él cuando se tracen los planes para el pro-
greso del país...”.

Parecería escuchar aquí al primer Arguedas, al del “indigenis-


mo ortodoxo” que dice Escajadillo, en el que predomina la fiel
pintura del mundo andino. Se trata de una falsa impresión, sin
embargo, ya que a renglón seguido aparece el Arguedas con-
vencido ya de la necesidad del intercambio y la integración:

“¿No era necesario para el Perú que costeños y serranos,


pueblos de costumbres diferentes, que habían trabajado la
tierra durante centenares de años, intercambiaran sus expe-
riencias, se respetaran mutuamente y se coaligaran para lle-
var a cabo la tarea de reformar el Perú, de hacerlo producir
con la misma abundancia de los tiempos antiguos, hasta
transformarlo en una nación poderosa en la que no hubieran
hombres martirizados por el hambre? ¡Sí! ¡Era necesario y po-
sible!”.
arguedas y la política cultural 275

Es, pues, imprescindible, para Arguedas, el mutuo conocimiento y la


cooperación entre peruanos de distintas vertientes, no sólo por la nece-
sidad de la integración en sí sino también por la urgencia de llevar ade-
lante reformas profundas cuyo contenido de justicia social (acabar con
el hambre) salta a la vista. Adelantándose a su tiempo, Arguedas no di-
sociaba lo social de lo cultural y comprendía por eso mismo que la po-
lítica cultural debe entenderse como un eficaz (insustituible) instrumen-
to en cualquier proyecto de transformación sustantiva de la sociedad.
El documento tiene también la naturaleza de un plan de acción que,
aunque parece referido a la revista, corresponde en verdad a la Casa de
la Cultura. Se lee así:

“Cultura y pueblo pretende estar al servicio de la patria. Se


nos ha encomendado la tarea de llevar la cultura a aquella
parte del pueblo (indio, mestizo, campesino) que estuvo ex-
cluido de recibir informaciones y servicio directo de todo lo
que el hombre ha inventado para conocerse a sí mismo y pa-
ra dominar y aprovechar el mundo en su beneficio. Éste es el
concepto general de cultura y los gobiernos tradicionales del
Perú ofrecieron esos bienes (aunque no en forma plena) úni-
camente al sector gobernante y a sus allegados. Nosotros in-
tentaremos difundir la cultura en las barriadas, en los campos,
en las fábricas, en las haciendas, en las villas y pueblos de las
tres regiones naturales del Perú. Por todos los medios crea-
dos por el Estado, las artes y las ciencias y por otros que pen-
samos organizar... llevaremos al pueblo peruano los frutos
que la sabiduría humana ha logrado obtener... Estimularemos
su capacidad de conocimiento y su devoción por la belleza.
Y le imbuiremos la conciencia de que tiene derecho a gozar
de tales frutos... La asimilación de conocimientos e informa-
ciones permitirá a nuestro pueblo comprender mejor las co-
sas y juzgar, con mayor claridad, los grandes problemas so-
ciales que el país afronta. Gracias a la cultura el pueblo pe-
ruano será un pueblo activo, creador y vigilante; y cada vez
más original: porque en lugar de menospreciar sus valores
propios (indígenas) los impulsará con el auxilio de la sabi-
duría universal... Llenos de amor a la tierra y al hombre pe-
ruano, trabajaremos porque nuestra lucha se resuelva a favor
de los derechos de quienes estuvieron durante siglos única-
mente al servicio de unos cuantos poderosos, sin haber dis-
frutado jamás las comodidades y la luz estimulante que la
ciencia y las Artes ofrecen”.

Un texto tan denso y lleno de facetas como éste merece naturalmen-


te más de un comentario, pero lo primero que debe anotarse es que se
276 jorge cornejo polar

trata de una suerte de documento de bases para una política cultural.


Debe subrayarse luego que la línea fundamental del pensamiento de
Arguedas en este campo está constituida por lo que puede denominarse
un proyecto de democratización de la cultura en el que sólo teórica-
mente cabe distinguir dos fases: 1) La presentación y difusión de la cul-
tura andina en los sectores no indígenas de la población; 2) La pre-
sentación y difusión de la cultura occidental en el seno de la población
indígena, ya que en la práctica ambos aspectos se confunden en el úni-
co propósito de llevar la cultura a todos los peruanos, pero particular-
mente (el énfasis es claro) a los sectores populares. Repárese que en el
tema del sentido democratizador de la política cultural, Arguedas se ubi-
ca a la vanguardia de la época al entender que la democratización es
un proceso hacia la democracia cultural y no una acción tendiente a la
homogenización o uniformización de la cultura de un pueblo (en esos
años, en efecto, era común la creencia en que democratización cultural
consistía simplemente en extender a todo un país la cultura occidental,
que se consideraba, al menos tácitamente, la única cultura digna de tal
nombre y merecedora de difusión). La cercanía de Arguedas al concep-
to de democracia cultural se percibe también cuando dice que el pue-
blo peruano será “activo y creador” (de sus propias expresiones cultu-
rales, se entiende) o cuando reconociendo la pluralidad cultural como
un hecho que genera un derecho, señala que nuestro pueblo “en lugar
de menospreciar los valores propios los impulsará con el auxilio de la
sabiduría universal”.
Arguedas maneja la noción de derecho a la cultura que, aunque for-
mulada por primera vez, en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos de 1948, no se había difundido en esa época. Lo dice con
claridad: “Y le imbuiremos la conciencia de que tiene derecho de gozar
de tales frutos...” (está hablando de los frutos de la cultura desde luego).
También resulta interesante anotar en el pensamiento de Arguedas la
superación de cualquier utópico exclusivismo cultural centrado en lo
quechua o lo andino (una suerte de cerrado andinocentrismo). Las reite-
radas menciones a la cultura universal descartan cualquier interpretación
de esta índole, aunque deba reconocerse que en el pensamiento argue-
diano la columna vertebral de la cultura nacional fue siempre lo andino.
Precisamente en el segundo número de Cultura y pueblo (abril/
junio, 1964), Arguedas publica otro artículo titulado “Relaciones entre la
geografía, la raza, la economía y las costumbres en nuestro país”, en el
que explicando con mayor claridad los conceptos del artículo anterior,
evita cualquier posible malentendido:
arguedas y la política cultural 277

“Podemos concluir afirmando que el desarrollo de nuestro


país requiere del más vasto aprovechamiento o asimilación
posible de los frutos de la técnica occidental; que la adminis-
tración colonial conservó muchos rasgos característicos de la
cultura antigua peruana y difundió un cuantioso caudal de
sus propias creaciones excelsas. Esta circunstancia hace de la
realidad de nuestra patria un mundo que ofrece la segura y
afortunada posibilidad de llegar a ser un país con una fisono-
mía propia, con una personalidad distintiva y original. Para
alcanzar tan alto ideal los peruanos debemos trabajar, tanto o
más que en el período de los incas, ese patrimonio histórico
que nos permitirá integrar una nación que interesa al mundo
por su singularidad que puede ser tan grande como la singu-
laridad de su bellísima y portentosa naturaleza física”.

En este texto, que se explica por sí mismo, importa advertir la men-


ción a una de las preocupaciones centrales de Arguedas como director
de la Casa de la Cultura: la conservación del patrimonio cultural nacio-
nal, pero también la aparición de cierto tono que parece preludiar el del
discurso “No soy un aculturado” e incluso el de los diarios finales del
escritor.

IV
¿Cómo llevó a la práctica Arguedas las ideas contenidas en los tex-
tos teóricos que acabamos de glosar? A pesar de que estuvo un solo año
como director de la Casa de la Cultura, puede afirmarse que logró lle-
var adelante varios proyectos y algunas acciones concretas en los que,
como es previsible, se perciben dos líneas fundamentales: el afán de-
mocratizador es una; el estudio, conservación y puesta en valor del pa-
trimonio cultural es la otra.
En relación con el primer aspecto, se lee en un informe sobre las ac-
tividades de la Casa de la Cultura (revista Cultura y pueblo, Nº 2): “In-
tensificando su labor en todos los campos culturales, la Casa de la Cul-
tura del Perú ha continuado en su empeño de irradiarla en todo el país
y, particularmente, en los ambientes populares”. Tales acciones eran,
entre otras: a) La instalación de Casas de la Cultura Departamentales en
Arequipa, Ayacucho, Chiclayo, Piura, Tacna y Trujillo, con clara inten-
ción descentralizadora de la acción cultural; b) el festival “de primav-
era” de la Orquesta Sinfónica Nacional, destinado sobre todo a las clases
medias y populares; c) la fundación de las revistas Cultura y pueblo, de
proyección masiva y Revista Peruana de Cultura, de índole académica;
278 jorge cornejo polar

d) temporadas de teatro con frecuente utilización de escenarios no con-


vencionales. Y en cuanto al tema del patrimonio cultural: a) El estudio
y revisión de las leyes sobre patrimonio cultural para proponer su per-
feccionamiento; b) la reorganización del sistema nacional de museos; c)
la realización de una importante mesa redonda, con participación de
connotados especialistas, sobre problemas educacionales y culturales
vinculados al bilingüismo; d) una serie de acciones puntuales de defen-
sa y conservación del patrimonio cultural del Perú.
Parece casi innecesario destacar que más que las acciones concretas,
que no pudieron ser muchas por tratarse del período de iniciación y
consolidación de la Casa de la Cultura y porque Arguedas sólo estuvo
un año al frente de ella, lo que importa es el espíritu a la vez democra-
tizador y nacionalista que Arguedas supo imprimir en todas ellas. Y ade-
más su muy definida convicción (que dio sentido al conjunto de su ac-
cionar) de que la cultura es componente fundamental en el proceso de
desarrollo nacional, desarrollo que no podía entenderse, por otro lado,
sino como un cambio en profundidad de las estructuras de la sociedad
peruana.

V
En la introducción de Ángel Rama a la compilación de artículos de
Arguedas titulada Formación de una cultura nacional indoamericana
(1975), se afirma con acierto que en el caso de Arguedas “presenciamos
la construcción de una tarea intelectual como una totalidad de significa-
ción”. Así lo entendemos nosotros también y por eso postulamos que
hay relaciones indiscutibles entre el proceso de la creación literaria del
novelista y su tarea como conductor responsable de la política cultural
peruana.
Parece indudable que a partir de Los ríos profundos (1958) y más cla-
ramente desde El sexto (1961), la narrativa de Arguedas tomó un rumbo
algo diferente al de sus primeras obras en las que predominaba la mos-
tración del mundo quechua enfrentado, en desigual encuentro, con las
fuerzas hostiles o incomprensivas del sistema dominante.
En Los ríos profundos, la inmersión del protagonista (joven mestizo,
“indio” por su formación y por el afecto) en un mundo, el del colegio
de Abancay, en el que predomina la concepción occidental del mundo,
plantea de hecho el tema de la pluralidad cultural como rasgo decisivo
de la identidad nacional. En El sexto, cuyo escenario es una cárcel lime-
ña en que conviven reclusos provenientes de todas las regiones geográ-
arguedas y la política cultural 279

ficas y de variada extracción sociocultural, el tema de la pluralidad cul-


tural nacional vuelve a estar presente, como lo está de modo aun más
claro, hasta convertirse en el centro del planteamiento, en Todas las
sangres (1964), la siguiente novela, en la que, como es sabido, se
pretende presentar, de modo novelesco, las diversas “sangres” o sec-
tores socioculturales del país en el marco de una obra marcada también
con el propósito de construir una novela total. La totalidad que se busca
reflejar no es, sin embargo, la de una simple yuxtaposición de elemen-
tos sociales y culturales. Tampoco la que resultaría de una ilusoria
uniformización y homogenización de los componentes de la sociedad
peruana. Se trata más bien de una totalidad contradictoria, multiforme,
polifacética, de una hirviente realidad (para utilizar un término caro a
Arguedas) en la que, no obstante, se percibe una vocación sincrética.
Recuérdese que el personaje principal de Todas las sangres es Rendón
Wilka, un indio pero amestizado, alusión seguramente al tipo humano
y cultural que avizoraba Arguedas para el futuro peruano.
Un dato importante que no debe pasarse por alto es que Todas las
sangres no sólo aparece el mismo año en que Arguedas dirigía la Casa
de la Cultura, sino que muchas de las preocupaciones latentes en el tex-
to narrativo son las que a su turno informan la política cultural que Ar-
guedas diseñó e intentó llevar a cabo.
Por otra parte, El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), la últi-
ma, inconclusa obra de Arguedas, es sin duda resultado del descubri-
miento que hizo el novelista de la ciudad de Chimbote (capital de la flo-
reciente industria de la harina de pescado) como sede de fenómenos
socioculturales de máxima importancia. En efecto, la prosperidad de la
referida industria atrajo a Chimbote a miles de migrantes de todas las
regiones geográficas y de todos los estratos socioculturales, en una
suerte de migración no planificada que a la vez que convertía a la ciu-
dad en una realidad caótica, hacía de ella también una especie de gran
retorta en la que se mezclaban sin orden todos los componentes de la
sociedad peruana, se gestaban nuevas formas de convivencia, nuevas
manifestaciones culturales, abigarrado y dinámico complejo en el que
estaba quedando impresa la esencial multiculturalidad peruana (que va
del plurilingüismo a la variedad de cosmovisiones). No es descabellado
sostener por eso que Arguedas veía en Chimbote un crisol donde la plu-
ralidad nacional, sin dejar de ser pluralidad, se hallaba en trance de
transformarse en unidad compleja, que era precisamente la meta hacia
donde se encaminaban, pocos años antes, sus preocupaciones y pro-
yectos como responsable de la política cultural del Perú.
280 jorge cornejo polar

No parece difícil convenir, entonces, en que el paradigma que orien-


ta las últimas novelas de Arguedas está dado por la convicción de la
pluralidad sociocultural peruana, cuya infinita variedad trata de
aprehender de variadas maneras y por el convencimiento de que era
“necesario y posible” buscar una superación de la complejidad con total
respeto a las diferencias. Todo ello se da sin desmedro del reconoci-
miento del rol primordial de lo andino. Como dice Rama, la temática de
Arguedas “rota en torno al indio peruano y aspira poco a poco a refle-
jar, con criterio francamente nacionalista, a la totalidad sociocultural del
país, cuyo estructurante, para Arguedas, no puede ser otro que la cultu-
ra indígena” (Prólogo a Señores e indios, 1976).
Pensamos que la estancia de José María Arguedas, de 1963 a 1964,
en la dirección de la Casa de la Cultura del Perú coincide no sólo cro-
nológicamente sino en la vigencia de su nueva idea del Perú que se per-
cibe en el conjunto de su obra en los años sesenta. Cuando un año an-
tes de su muerte, en 1968, Arguedas pronuncia el célebre discurso que
se conoce con el título de “No soy un aculturado”, resultará evidente
que esa, la integradora (no homogenizante), era la postura intelectual
de su madurez. Tal vez por ello, y aunque son muy conocidos, conven-
ga recordar ahora algunos de sus pasajes:

“Contagiado para siempre de los cantos y los mitos, llevado


por la fortuna hacia la Universidad de San Marcos, hablando
por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cerca-
dores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté
convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo, un
vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran na-
ción cercada y la parte generosa, humana de los opresores.
El vínculo podía universalizarse, extenderse... El cerco podía
y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía
y debía unir... Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano
que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristia-
no y en indio, en español y en quechua”.

VI
Arguedas no empleó sino una sola vez —que yo sepa— la expresión
“política cultural” (en el artículo “La política cultural del Estado y la cri-
sis de los museos”, aparecido en el Suplemento Dominical del diario El
Comercio de Lima, el 17 de abril de 1966). Sin embargo, fue la primera
persona en el Perú que se preocupó por reflexionar acerca de la acti-
arguedas y la política cultural 281

tud del Estado frente a la cultura nacional e intentó llevar a la práctica,


hasta donde le fue posible, ese conjunto de ideas. La experiencia vital
de Arguedas, sus investigaciones etnológicas, su trayectoria como narra-
dor, su continua preocupación por el Perú, influyeron decisivamente en
su actuación como director de la Casa de la Cultura. Para volver a Ángel
Rama: “... estos conocimientos [de Arguedas] son las bases para el esta-
blecimiento de una política de la cultura latinoamericana y sobre ellos
se asienta la construcción futura de esa cultura integrada, necesariamen-
te, gozosamente mestiza” (Introducción a Formación de una cultura
nacional indoamericana).
Es lícito imaginar lo que hubiese ocurrido si Arguedas permanecía
más tiempo en la dirección de la Casa de la Cultura. Probablemente hu-
biera podido perfeccionar, afinar y completar su reflexión y realizar una
más vasta obra. No nos detengamos, sin embargo, en el reino de lo que
pudo ser. Pensemos más bien en el carácter precursor de sus ideas, en
la pureza de sus propósitos, en la vigencia que todo ello tiene y en la
necesidad de recordarlo como “la gran luz” que sustente nuestra fe, pre-
cisamente ahora en que el Estado peruano, envuelto en la euforia de un
neoliberalismo que rechaza la presencia estatal en el ámbito de la cultu-
ra, se ha desentendido casi por completo de sus responsabilidades en
este tema. Nada hay en el actual Instituto Nacional de Cultura de aquel
“organismo poderoso que sea capaz de permanecer al margen del tur-
bio egoísmo de los hombres y esté iluminado e impulsado por lo que
el propio ser humano tiene de puro, de generoso” con el que José María
Arguedas había soñado hace exactamente treinta años. Creo que es
también válido homenaje a su memoria, un cuarto de siglo después de
su fallecimiento, recordar, pensar y repensar en su labor como director
de la Casa de la Cultura, labor que no es, por cierto, un episodio aisla-
do de su biografía, sino exacta consecuencia de su visión del Perú y,
por lo mismo, componente esencial de su imagen de peruano ejemplar.
Notas sobre la teoría novelística
de Ciro Alegría

Como la imagen que por lo general se tiene de Ciro Alegría no es la del


escritor preocupado por la teoría (no corresponde exactamente al tipo
de escritores que pudiéramos denominar reflexivos, es decir, aquéllos
que al lado de su obra de creación han desarrollado una intensa y a
veces sistemática labor de reflexión crítica sobre la literatura, sobre el
género que cultivan o sobre su propia obra) puede parecer extraño el
título de este ensayo. Al parecer hay en esto sobre todo un problema
de desconocimiento o de inaccesibilidad de las fuentes, ya que los
materiales teóricos dejados por Alegría son suficientemente ricos e ilu-
minadores de su propio mundo narrativo y justifican, por lo tanto, un
tipo de investigación como la presente. Segunda advertencia: los textos
teóricos sobre los que se basa esta ponencia representan sólo una parte
de ese quehacer crítico. Se sabe, en efecto, que Alegría escribió muchos
artículos, especialmente en revistas extranjeras, que dictó conferencias
y cursos universitarios, que presentó ponencias en varios certámenes.
Todo este conjunto de textos —es evidente— tendría que ser revisado
para que un estudio sobre las concepciones literarias de Alegría pudiera
considerarse completo. Creo, sin embargo, que los materiales trabajados
(que, por lo demás, son los únicos de que puedo disponer por ahora)
constituyen una muestra suficientemente representativa del pensamien-
to de nuestro novelista, sobre todo si se tiene en cuenta que ellos, co-
rrespondiendo a distintos momentos de su vida (entre el primero, 1939,
y el último, 1965, han transcurrido 26 años), conservan, no obstante,
una clara unidad básica.

Hacia una definición de novela


Un texto de la Novela de mis novelas puede servir de entrada al uni-
verso teórico de Alegría. Leemos allí:

[283]
284 jorge cornejo polar

“En realidad [la novela] nace lejos, sin duda con el propio na-
cimiento del creador —o recreador—, crece junto con sus expe-
riencias y, una vez cumplida, marcha —desligándose de su pa-
dre y cobrando autonomía— a entendérselas en cierta justa
con el tiempo o más bien con quienes dan a éste validez y
categoría: los hombres. Sus ingredientes [de su novela] bul-
lían en mí desde la infancia y volcarlos —dentro de la concep-
ción del hecho en sí— fue más tarea de redescubrimiento que
de imaginación...
Pero las contingencias externas tienen —lo sabemos todos— un
notorio papel condicionante. Del choque de la categoría hu-
mana con los acontecimientos cotidianos nacen la historia y
la anécdota y esto es, en principio, la novela” (Ciro Alegría,
trayectoria y mensaje, p. 150).

Retengamos de este texto la notoria importancia concedida a la ex-


periencia vital del creador (novelar es más redescubrir las riquezas de
esta experiencia que hacer funcionar la capacidad imaginativa, fabula-
dora). Esa experiencia se constituye en base a la confluencia o confron-
tación de dos órdenes de realidad: la categoría humana (la personali-
dad del escritor) y los acontecimientos que van conformando su peri-
pecia existencial.
De lo dicho a sostener la índole autobiográfica de la novela hay sólo
un paso. En efecto, Alegría sostendrá más tarde este postulado:

“... el escritor, el novelista, es siempre directa o indirectamen-


te autobiográfico, sobre todo cuando su novela está enclava-
da dentro del plano realista. El novelista cuenta una experien-
cia que ha vivido, que ha oído o que ha imaginado a base de
esa experiencia” (Encuentro-Intervención, p. 31).

En consecuencia con esta afirmación, vendrá inevitable la exaltación


de la sinceridad.
Aunque un poco velada en forma de indispensable aclaración, hay
una palabra clave en la concepción novelesca de Alegría, realismo (o
realista), sobre la que volveremos enseguida. Repárese también cómo
ahora, al final de su carrera, el novelista perfila mejor los roles de la
experiencia personal y de la imaginación creadora.
A continuación del texto que acaba de acotarse, se lee:

“La novela me parece a mí, como les pareció a los primeros


realistas, que es el arte de lo posible y sigue siendo el arte de
la teoría novelística de ciro alegría 285

lo posible cuando es una novela que trata de mostrar e inter-


pretar una realidad” (Encuentro, p. 32).

Y luego de advertir que no se refiere a la novela fantástica, ni a la


de aventuras extraordinarias, ni a la científica, concluye: “... estoy ha-
blando, porque a esta corriente pertenezco, aunque no del todo exacta-
mente, de la novela realista”.
Nos instalamos así en el ámbito central, en el núcleo básico de la no-
ción que de la novela tiene nuestro autor. La novela que él hace y en
la que cree es la novela realista. La adhesión a esta manera literaria se
revela indiscutible aunque sorprende aquella advertencia de no perte-
necer del todo a la corriente de la novela realista (similar aclaración fi-
gura en otra intervención del mismo Encuentro: “... aunque mi trabajo
no responda a un criterio exactamente realista dentro del sentido lato
del término”) (Ídem, p. 103).

Esclarecimiento de la noción de realismo: de la realidad


personal a la realidad americana
Los textos citados hasta ahora parecen aludir sólo o preferentemente
a una especie de realismo que pudiéramos calificar de personal en
cuanto la materia con que se elabora es la experiencia vivida o la expe-
riencia conocida de oídas. Pero —lo sabemos bien— en la práctica de su
quehacer de novelista Alegría trascendió ampliamente esta visión un
poco estrecha del realismo. Una frase nos pone en el camino de descu-
brir la forma como se logra esta amplificación del concepto realismo. Se
dice, en efecto, que se cree en la novela como arte de lo posible cuan-
do se trata de “mostrar e interpretar una realidad”. Ahora bien, ¿cuál rea-
lidad es ésta? La de la vivencia personal ciertamente; pero al lado de
ella, trascendiéndola y otorgándole un sentido más rico, la realidad del
Perú, aún más, la realidad latinoamericana.
En el prólogo a El mundo es ancho y ajeno encontramos las siguien-
tes afirmaciones:

“Mis padres fueron mis primeros maestros, pero todo el pue-


blo peruano terminó por moldearme a su manera y me hizo
entender su dolor, su alegría, sus dones mayores y poco re-
conocidos de inteligencia y fortaleza, su capacidad creadora,
su constancia” (“Prólogo”, p. 374).
286 jorge cornejo polar

Y más adelante: “Mas el mensaje fundamental que yo traía era uno


recibido de la vida del hombre del pueblo, de mi patria y su tierra épica
y lírica que debía escribir al fin” (“Prólogo”, p. 375).
Lo peruano se presenta así como la dimensión básica del mundo
que debe ser revelado en la novela. Es éste el sector de realidad que
debe ser transpuesto al texto literario. La vida del hombre peruano y la
descripción de su entorno físico, la tierra, son los elementos fundamen-
tales de la realidad que, como se dice en otra parte, acucia al narrador:
“En el trabajo de novelar, al menos yo, me siento en cierto modo acucia-
do por la realidad” (Encuentro, p. 103).
La expresión, no obstante, no es suficientemente precisa y se ofrece
como oscurecida por cierta ampulosidad y algo de sentimentalismo.
Una mejor exposición de la misma creencia la encontramos en la inter-
vención de Alegría en el Encuentro de Narradores de Arequipa:

“Agradezco esta invitación y la agradezco más pensando en


que es un reconocimiento de una nueva realidad peruana, sa-
lida de este grupo de narradores peruanos que desde hace ya
muchos años, por lo menos en mi caso, hemos tratado de ha-
cer novela abriendo un camino en la creación, quizás, de una
nueva novela que descubriera al Perú, interpretara al Perú,
presentara al Perú” (Encuentro, p. 31).

Un primer dato valioso en este texto: hay una “nueva” realidad pe-
ruana que se ha configurado en base a la obra del grupo de narradores
con los que Alegría se identifica. O dicho de otro modo: una dimensión
hasta entonces desconocida o poco frecuentada del Perú auténtico ha
encontrado al fin su expresión literaria en este nuevo tipo de novela.
Ahora bien, si se recuerda la composición del grupo de participantes en
aquel importante encuentro (Arguedas, Hernández, Izquierdo, Vargas
Vicuña, Zavaleta y el propio Alegría), tendrá que convenirse que el mo-
delo de novela en el que fundamentalmente pensaba Alegría al formu-
lar las afirmaciones que anteceden, es el de la novela de la tierra.
Nos parece importante también advertir el proceso de elaboración
de esta variedad novelística: 1) descubrir el Perú; 2) interpretar el Perú;
3) presentar el Perú. De la excavación intensiva en las vetas de la reali-
dad nacional se pasará al trabajo reflexivo, al análisis y finalmente al
objetivo último que es la presentación del Perú. El realismo de Alegría
dejó de ser personal para transformarse en colectivo, nacional.
La intención de Alegría, no obstante, era aun de mayores proyeccio-
nes en cuanto —al menos en teoría— se asignaba también con respecto
la teoría novelística de ciro alegría 287

a América una tarea de revelación similar a la que se imponía en rela-


ción al Perú. Oigamos al escritor en la ponencia de 1951 al congreso
del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, cuando, al ma-
nifestar su optimismo sobre el destino de la novela de Latinoamérica,
dice: “Camino adelante, podrá realizar la gran tarea de aprehender toda
la vida múltiple y compleja de nuestros países” (Notas, p. 118).
Y luego, refiriéndose al cometido concreto que debe cumplir el gé-
nero novelístico en nuestro continente, añadirá: “presentando el proble-
ma de nuestra vida civil por medio de las innumerables encarnaciones
que existen” (Notas, p. 122).
Con mucha posterioridad, en el Encuentro de Narradores de Arequi-
pa volverá al tema: “Creo que debemos orientarnos ya a crear una lite-
ratura americana que revele el continente y no sea producto de la imi-
tación” (Encuentro, p. 210).
De la formulación del realismo a nivel individual como revelación
de una experiencia particular se ha pasado, pues, a una conceptuación
considerablemente ampliada y enriquecida. El realismo para el escritor
latinoamericano consiste entonces en el descubrimiento, la interpreta-
ción y la presentación de la realidad plural de su propio país en prime-
ra instancia y del continente todo en última proyección.

El personaje, centro vital de la novela realista


De la revisión de los textos con que hemos trabajado —especialmente
Notas sobre el personaje en la novela hispanoamericana— se llega a la
constatación algo desconcertante de que para Ciro Alegría, antes que el
tema, el argumento, la descripción, el diálogo o la narración, era el per-
sonaje el elemento más importante de la estructura novelesca.
La tesis del trabajo al que acabamos de hacer mención consiste pre-
cisamente en que “la novela hispanoamericana... tendría un extraordina-
rio relieve si no careciera de lo que es elemento esencial del género y
su prueba de fuego: el personaje”. En concordancia con esta afirmación,
sin duda polémica, se sostiene allí que de toda la novela latinoamerica-
na escrita hasta ese momento (1951) se pueden extraer sólo seis perso-
najes que lo sean verdaderamente: Don Segundo Sombra, Doña Bárba-
ra, Cantaclaro, Alsino, Arturo Cova y Demetrio Masías. Y aún a todos
éstos —con la sola excepción de Cantaclaro— se les juzga severamente:

“Si examinamos cuidadosamente a aquellos seis personajes,


encontraremos que resultan, con todo y ser memorables, muy
288 jorge cornejo polar

imperfectos en cuanto a creaciones novelescas. Con excep-


ción de uno, los demás son demasiado simples o tienen una
excesivamente rígida condición de arquetipos y otras fallas...”
(Notas, p. 119).

¿Cómo debe ser, entonces, el personaje si esta galería de caracteres


ilustres no entusiasma demasiado al novelista devenido teórico? ¿Cuál es
su función dentro de la economía de una novela?
Presidiendo este sector de su pensamiento, Alegría coloca una cita
de Arnold Bennet:

“La base de la buena novela está en la creación de caracteres


y en nada más... El estilo cuenta, la intriga cuenta, la origina-
lidad del punto de vista. Pero nada de eso cuenta tanto como
los caracteres convincentes... Si los personajes son reales, la
novela tendrá posibilidades; si no lo son, el olvido será su
destino” (Cita de Bennet, en Notas, p. 125).

De toda la explicación de Bennet, Alegría extrae especialmente un


rasgo, a su juicio definitivo, para la validez del personaje: el de ser con-
vincente; aunque, a decir verdad, no explica en qué consiste esta cuali-
dad suprema.
En uno de los debates del Encuentro de Narradores de 1965 dirá Ale-
gría más explícitamente: “Yo creo que ésa es la esencia de la novela rea-
lista: crear personajes que parezcan reales” (Encuentro, p. 148).
Volviendo al estudio sobre el personaje en la novela de Latinoamé-
rica, encontramos algunos otros aportes importantes además de los ya
glosados:

“Los pocos personajes que tiene nuestra novela la incapaci-


tan para ser siquiera un aproximado reflejo de la vasta
peripecia vital de América Latina. La mayor riqueza de ésta se
halla constituida precisamente por la multiplicidad de sus fig-
uras... Hay inclusive un contrasentido en que, pese a tal
riqueza, lo que menos tenga nuestra novela sean personajes”
(Notas, p. 125).

Y luego de esta visión pesimista en la que pareciera vibrar algo de la


famosa afirmación de Luis Alberto Sánchez: “América, novela sin novelis-
tas”, la conclusión del estudio se presenta como una reafirmación del rol
preeminente que se otorga con demasiado exclusivismo al personaje:
la teoría novelística de ciro alegría 289

“Es el principal problema que los autores latinoamericanos te-


nemos que resolver. Ha sido el mayor de todos para todos los
novelistas de todos los tiempos... Debemos advertir claramente
que en la novela hispanoamericana los autores apenas hemos
desbrozado los materiales primarios, con propósitos generales
en los que hay algo del hermoso pero elemental esfuerzo del
pionero... Cuando en ese mundo surja la vida en forma de per-
sonajes, tendremos verdadera novela” (Notas, p. 126).

Acápite sobre la técnica


La caracterización (o creación de personajes) es evidentemente un
aspecto de la técnica del novelista. De aquí que nos parezca pertinente
referir ahora algo de lo reflexionado por Alegría sobre la cuestión de la
técnica.
En el Encuentro de Narradores de Arequipa —tantas veces citado—
uno de los temas en debate fue justamente el que se centró en torno al
sentido y valor de las técnicas narrativas. Aquí Alegría adoptó una posi-
ción absolutamente singular al sostener que cada autor debiera crear su
propia técnica sin imitar la de nadie y que, especialmente en América
hispana, el problema consistía en elaborar una técnica propia, que naz-
ca autónomamente, sin préstamos ni dependencias de Europa. Veamos
algunos textos: “A mí me parece que éste ha sido el gran error no sólo
de la literatura peruana sino de la latinoamericana y lo sigue siendo:
que en cierto modo hemos sido incapaces de crear una técnica”
(Encuentro, p. 209).
Y más adelante: “Yo creo que en eso está la esperanza de todo
escritor: en crear su propia técnica, ser él y no parecerse a nadie, reve-
lar su mundo con sus propios medios... Ésta es la esperanza fundamen-
tal de todo escritor, yo creo: ser original y tener técnica propia” (En-
cuentro, p. 217).
Mas, esta técnica propia, autónoma, no dependiente (tal vez una
ilusión como en aquella ocasión se advirtió), ¿qué papel cumple dentro
de la tarea del escritor?
En la Novela de mis novelas, una primera aproximación: “El lector
acucioso habrá notado cómo la letra viene de la sangre y la vida, con el
ritmo y las experiencias del creador” (Novela de mis novelas, p. 154).
Y luego más explícitamente en otro pasaje de sus intervenciones en
el coloquio de Arequipa: “La realidad verbal, el hecho técnico de usar
el instrumento de la palabra, viene después de imaginar al personaje, o
290 jorge cornejo polar

sea que primero está la concepción del personaje, del ser humano que
va a caminar por la novela, y luego el hecho técnico con palabras” (En-
cuentro, p. 146).
Finalmente, de modo definitivo:

“Para mí la técnica, si la hemos de definir en un plano gene-


ral, me parece muy bien precisada por un teórico yanqui que
dice que la diferencia entre el material bruto y el material tra-
bajado o arte es la técnica; pero la técnica no creo que pueda
ser juzgada por cada autor en términos absolutos o muy ge-
nerales. Uno frecuentemente está inducido por el material
que trabaja a usar determinada técnica y, en cuanto a mí, es
casi de necesidad usar la técnica que se acomode a lo que
voy a decir, a lo que quiero decir... la técnica está determina-
da a veces (y casi siempre) por las necesidades de expresión
profunda que uno tiene en relación con el material que está
trabajando” (Encuentro, p. 170).

Así, pues, la técnica no es algo externo a la obra misma, una deter-


minada armadura que se puede buscar luego de que se tenga prepara-
do y elaborado el (llamado antes) fondo o contenido. Es precisamente
al revés: del trabajo de invención novelesca va brotando naturalmente
la técnica. Cabría recordar acá tal vez aquella añeja afirmación de Flau-
bert: “En la obra literaria el fondo produce la forma, como el fuego el
calor”, recogida y perfeccionada cien años más tarde por Ortega y Ga-
sset al afirmar que “la forma es el órgano y el fondo la función que lo
va creando”.
Al amparo de estos postulados generales, el novelista revela en tono
confesional algún procedimiento básico caracterizado por el recurso
primario a la experiencia personal juvenil de una parte y por el aprove-
chamiento de las lecciones de los narradores populares tanto en lo que
se refiere al contenido cuanto a la forma de estos relatos.
Así, Alegría hablará de “las lecciones de narración que primero
aprendí del pueblo” (Encuentro, p. 31). Y luego:

“Mis primeras lecciones... mis primeras vivencias novelescas las


he vivido en el pueblo; exactamente en un pueblo norteño del
Perú, un pueblo indohispánico, mestizo, donde el indígena ya
no se traduce a través del quechua, pero sí a través de una sen-
sibilidad grandemente influida por elementos hispánicos. Entre
ese pueblo nací, entre ese pueblo me crié y desde luego apren-
dí también su aptitud para la narración. Creo que mis primeros
maestros, aun antes de que supiera leer, fueron estos narrado-
la teoría novelística de ciro alegría 291

res populares a los cuales honestamente he plagiado, en un


plagio honroso, creo yo, que me contaron a mí muchas histo-
rias del pueblo peruano tal como ellos lo veían, tal como ellos
lo fabulaban” (Encuentro, p. 31).

Hay varios textos similares referidos ya a La serpiente de oro, ya a


Los perros hambrientos, ya a El mundo es ancho y ajeno, ya al conjun-
to de su labor narrativa.
Una referencia más específica a los procedimientos narrativos la en-
contramos en el curso de los debates del mismo Encuentro al aludir es-
pecíficamente a El mundo es ancho y ajeno. Señala así que su método
es doble: en unos casos (como cuando presenta a la figura del Fiero
Vásquez) el retrato de la realidad es fiel. “Desde luego, por ejemplo, és-
te es un caso en que yo he utilizado la realidad de una manera casi
exacta” (el trabajo fabulador es mínimo). En otros casos, no, “la reali-
dad ha sido una fuente de inspiración, un trampolín del que yo me he
lanzado a crear ciertos mitos, con ciertos personajes que nunca vivie-
ron” (Encuentro, p. 103).
La revelación es similar a la que mencionamos en las páginas inicia-
les de este trabajo acerca de la experiencia vivida, oída o imaginada en
base a esa otra. Es probable que aquella reiterada aclaración dirigida a
sostener que no se encuentra exactamente dentro del realismo tome pie
en el segundo modo de trabajo novelístico cuando la realidad es como
un trampolín para la fábula o cuando la imaginación funciona sobre la
base de experiencias reales.

El indigenismo y lo social
Terminaremos esta sumaria revisión del aporte teórico de Alegría
examinando algunas de sus afirmaciones al respecto.
En el prólogo a El mundo es ancho y ajeno expresa con absoluta cla-
ridad: “A la luz de mi experiencia quise contribuir con este libro a la rei-
vindicación del individuo indio mismo”, que es una versión restringida
a lo indígena de una afirmación más amplia contenida líneas arriba: “Mi
punto de vista dialéctico está relacionado con la liberación integral del
hombre antes que con ningún ‘ismo’ circunstancial”.
Aparte de estas formulaciones generales, Alegría se preocupa por
definir y caracterizar de manera más ceñida la noción de indigenismo.
Tal ocurrió, por ejemplo, en los debates del Encuentro de Arequipa.
Dice allí:
292 jorge cornejo polar

“Yo no creo que haya un solo indigenismo, claro que dentro


de las líneas generales, el movimiento, la tendencia persigue
determinados fines, uno de ellos es el de la protesta y la lucha
en favor de los indios, otro es el de la valorización o revalori-
zación intelectual del hombre indígena” (Encuentro, p. 248).

La afirmación de que hay varios indigenismos tiene que ver con el


hecho de que, aún dentro del Perú, la realidad indígena del norte es di-
versa a la del sur. Pero quizás lo más importante de la cita sea la indica-
ción de los dos fines que en su concepto debe perseguir (o de hecho
busca) el indigenismo. Profundizando estos conceptos y vinculándolos
con el destino del indigenismo dirá Alegría un poco más adelante:

“... pero el indigenismo me parece que tiene dos aspectos


bien claros como creo que ya anuncié brevemente: uno es el
de la lucha y el de la reivindicación, y éste, posiblemente,
pase tarde o temprano cuando llegue una nueva situación
social; pero hay otro aspecto del indigenismo que es el que
va a valorizar y ha estado descubriendo las calidades
humanas del mundo indígena que han existido siempre y han
existido históricamente a través de siglos de opresión, porque
el indio ha tratado de afirmar su cultura tradicional, terca-
mente, y la ha traído hasta nosotros en muchos aspectos”.

Este último aspecto del indigenismo, explica luego ampliamente, ha de


subsistir, ha de tener permanencia mientras existan indígenas. El consejo
formal de Alegría sería que a esta modalidad no se le llame indigenismo,
se le libere de su condición de “ismo” literario que sí es perecedera.

“Yo creo que por eso el indigenismo dejará de ser ismo, pero
como expresión indígena va a vivir siempre y cada día, a me-
dida que se integre el indio, va a tomar formas más amplias de
expresión de una sensibilidad, de una raza, de un pueblo, del
destino de una nación o de un continente” (Encuentro, p. 253).

En otro texto, el prólogo a El mundo es ancho y ajeno, luego de


fustigar duramente a los falsos indigenistas —“vistosa colección de artis-
tas y escritores regalados que todo lo resuelven con ponchos y faldas
de colores y alguna historieta más o menos curiosa o truculenta, que
son los nuevos explotadores del indio”— precisa también su posición:
“Pero tanto por experiencia e ideas cuanto porque entiendo que en una
novela del pueblo deben entrar los conflictos del pueblo mismo, mi
la teoría novelística de ciro alegría 293

posición personal frente al indio es de adhesión y como escritor afron-


to sus problemas básicos” (Prólogo, p. 376).
De esta decidida toma de partido en relación con la situación del
indígena se puede deducir que hay una profunda vinculación de su
teoría de la novela con lo que se puede llamar la función social de la
literatura. Los párrafos finales de su intervención en el Encuentro de
Arequipa pueden servir también a la par que de remate de esta ponen-
cia y expresión última de su concepción literaria, como que estas pa-
labras fueron dichas apenas dos años antes de su muerte:

“Sólo debo decir que en mí las letras han sido una vivencia
muy antigua recogida del pueblo y que han representado
siempre un acto de homenaje, de adhesión y también de pro-
testa. Ha habido en el fondo de mi ánimo de escritor, como
creo que hay en el fondo de todos los escritores peruanos
que pertenecemos a estas generaciones que han tenido más
bien una imagen triste de la patria, el deseo de hacerla mejor
y la necesidad de mostrar la injusticia y el mal; ha sido un ac-
to de adhesión al pueblo y de protesta contra la injusticia y
de idealismo en espera de que vengan tiempos mejores. Por
eso nuestras novelas, yo creo, tienen ese sentido de denun-
cia, de acusación y de adhesión; son por eso, fundamental-
mente, con muy pocas excepciones, actos de revalorización
del pueblo, pueblo al que los novelistas han levantado y des-
tacado, anticipándose como siempre al proceso político de
justicia que está llegando y que será más pleno en el futuro”
(Encuentro, p. 34).

Tengo perfecta conciencia de las limitaciones del estudio que acabo


de poner a consideración de ustedes, limitaciones que nacen porque no
se ha podido revisar todos o al menos la gran mayoría de los textos teó-
ricos de Alegría y por cuanto no ha sido posible tampoco vincular, como
tiene que hacerse, la conceptualización, la teoría literaria con la obra li-
teraria en sí, en un ejercicio o análisis de intertextualidad verdaderamente
indispensable. Quede, sin embargo, como una limitada primera con-
tribución en un campo poco trabajado y como un homenaje sencillo pero
sincero al gran escritor en cuyo nombre nos hemos reunido.
Bibliografía

Varios autores
1969 Primer Encuentro de Narradores Peruanos. Lima: Casa de la
Cultura.

VARONA, Dora (compiladora)


1972 Ciro Alegría, trayectoria y mensaje. Lima: Colección Plenitud.

[294]
La poesía de Juan Gonzalo Rose

Para Ángeles y Rafael Bosch

Con una obra édita que comprende ocho títulos —La luz armada (1954),
Cantos desde lejos (1957), Simple canción (1960), Las comarcas (1964),
Hallazgos y extravíos (1968), Informe al rey y otros libros secretos (1969),
Cuarentena (1974) y Peldaños sin escalera (1974)—, Juan Gonzalo Rose
es sin duda una figura importante en el cuadro de la poesía peruana
contemporánea, a la que aporta una visión del mundo, un temple poéti-
co y un ejercicio lingüístico muy originales. En el presente estudio in-
tentamos una exploración de las coordenadas fundamentales de este
universo poético y a la vez el descubrimiento de los sucesivos estadios
en que esta poesía se ha ido plasmando1.

1 La obra poética de Juan Gonzalo Rose comprende los siguientes títulos:


La luz armada. México: Ediciones Humanismo, 1954.// Cantos desde lejos. Lima:
Penta Ultra, 1957.// Simple canción. Ediciones de la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Forma y Poesía - 2- , Lima, 1960. 2da. edición: Cuadernos del Hipocampo, Lima,
1972.// Las comarcas. ¿Edición del autor? Lima, 1964.// Hallazgos y extravíos. México:
Fondo de Cultura Económica, 1968.// Informe al rey y otros libros secretos (1963-
1967). Lima: Milla Batres, 1969.// Obra poética. Lima: Instituto Nacional de Cultura,
1974. Esta última edición lleva prólogo de Alberto Escobar; comprende todos los
libros publicados por Rose salvo La luz armada, omisión lamentable no sólo por
tratarse del primer libro del poeta sino porque era un texto hace tiempo inhallable.
Comprende además dos libros nuevos: Cuarentena y Peldaños sin escalera.//
Camino real. Lima: Eduardo Aguirre Aguirre (editor), 1980.// Juan Gonzalo Rose -
Poesías. Lima: Editorial Colmillo Blanco, Colección de Arena, 1990. Este libro póstu-
mo incluye una sección titulada “Canciones” con seis textos inéditos en libro, que son
las letras de una serie de valses criollos. No se trata, sin embargo, de la poesía com-
pleta del autor, ya que no aparecen los libros La luz armada y Las comarcas ni el
conjunto de poemas inéditos denominado “Los bárbaros”, del que no se tiene otra
noticia. También se ha suprimido el poema “Discurso de la memoria”, que pertenece
al libro Informe al rey y otros libros secretos, por disposición expresa del autor, según
se dice en la breve nota de presentación.

[295]
296 jorge cornejo polar

Los inicios
Rose nació en 1928 en la ciudad de Tacna, extremo sur del territo-
rio peruano, en la zona fronteriza con Chile. Tacna es aún ahora una
ciudad de provincia pequeña y de vida apacible que el continuo tránsi-
to de viajeros y los avatares de un comercio dinámico, consecuencias
de su condición fronteriza, no alcanzan a turbar en demasía. La aridez
del desierto costero que la circunda, la belleza de alguna playa cercana
y unos cuantos valles cálidos y hermosos aportan la cuota de la natura-
leza a la realidad tacneña y éstos además le dan el toque rural.
La infancia de Rose transcurre en la tierra natal, cuyas diversas co-
marcas debe haber recorrido mucha veces con la sensibilidad desplega-
da si hemos de colegir por las huellas que se encuentran desperdigadas
en sus textos. Estudia allí el ciclo primario en una escuela pública en la
que su padre era a la vez profesor y director, y luego la secundaria, has-
ta el tercer año, en un colegio nacional. Hacia 1942 ó 1943 Rose se tras-
lada a Lima donde concluye su escolaridad. En 1945, año crucial en la
historia peruana, Rose —que tiene entonces 17 años— ingresa a la Facul-
tad de Letras de la Universidad de San Marcos. En las elecciones gene-
rales de ese año (uno de los pocos comicios verdaderamente libres en
la vida política nacional) resulta elegido como presidente José Luis Bus-
tamante y Rivero y este hecho significa el inicio de un período de ejer-
cicio democrático pleno que grandes sectores de la población y espe-
cialmente las juventudes viven con intensidad no exenta de pasión. La
universidad es desde luego uno de los centros principales de la acti-
vidad política y de la prédica ideológica. El poeta Rose entra en el tor-
bellino de la acción y asume con claridad la opción revolucionaria al
mismo tiempo que su vocación poética comienza a manifestarse. Poe-
mas suyos aparecen en revistas y su figura se hace presencia habitual
en los frecuentes recitales poéticos de entonces. Vibrantes manifestacio-
nes, agitadas asambleas, debates y enfrentamientos cuentan también
con su presencia de militante convencido. Rose hace además periodis-
mo y se desempeña por algún tiempo como auxiliar de cátedra.
En la literatura estos años finales de la década de los cuarenta son
los de la aparición de una promoción particularmente brillante de poe-
tas que desde ese momento, y sobre todo en los primeros años de la
década siguiente, protagonizarán una instancia fundamental en el pro-
ceso de la poesía peruana en el presente siglo. Están allí, junto a Rose,
Gustavo Valcárcel (1921), Javier Sologuren (1921), Jorge Eduardo Eiel-
son (1924), Sebastián Salazar Bondy (1924-1965), Blanca Varela (1926),
la poesía de juan gonzalo rose 297

Alejandro Romualdo (1926), Washington Delgado (1927), Carlos Ger-


mán Belli (1927), Francisco Bendezú (1928), Leopoldo Chariarse (1928),
Manuel Scorza (1928-1983), Pablo Guevara (1930), entre otros que con-
forman el núcleo básico de la llamada Generación del Cincuenta, es-
pléndido grupo de poetas cuya obra rica y variada conforma un conjun-
to textual de subido valor intrínseco y de notable presencia en la histo-
ria literaria nacional.
El golpe militar que en octubre de 1948 derroca al presidente Bus-
tamante y Rivero y lleva al poder al general Manuel Odría cancela brus-
camente la experiencia democrática iniciada el 45. Se inaugura enton-
ces un régimen dictatorial, un gobierno “fuerte” (mal remedo de los
peores ejemplos del continente), y este fracaso de la democracia en el
Perú marca, de manera indeleble y traumática, a las juventudes de aquel
tiempo. La represión inevitable e inmediata que el nuevo régimen desa-
ta se ejerce con especial rudeza contra las fuerzas de izquierda, los nú-
cleos universitarios y los raleados contingentes de intelectuales y artis-
tas que son los focos de una oposición no por desordenada menos ve-
hemente y sincera. En junio de 1950 un levantamiento popular (que Ro-
se exaltará en un poema de Cantos desde lejos) es cruentamente aplas-
tado en Arequipa. Ese mismo año, el joven poeta militante —tiene en-
tonces 22 años— es deportado a México. Lo han precedido o lo siguen
otros escritores: Valcárcel, Scorza, Romualdo. Una primera etapa se cie-
rra en su experiencia vital2.

La poesía social de Rose: primera manera


La luz armada (inhallable ahora como tantos primeros libros de
nuestros poetas) es un breve cuaderno conformado por nueve poemas,
de los que hemos podido conocer sólo aquéllos que Rose ha incluido
en poemarios posteriores. La metáfora del título explicita con claridad
la intención del autor de plasmar un cabal ejemplo de lo que entonces
se denominaba “poesía social”. La absoluta disconformidad con la so-
ciedad en que vive y el sentirse en esta circunstancia como víctima del
sistema conducen derechamente a la actitud de rebeldía. De la protes-
ta y la denuncia a la prédica de la revolución. La poesía —la luz— como

2 Para la información sobre la vida de Rose hemos utilizado algunos datos contenidos
en una nota biográfica escrita por Luis Arana Galindo, que nos ha sido facilitada por
el poeta Livio Gómez. También hemos aprovechado información proporcionada por
familiares y amigos.
298 jorge cornejo polar

arma para conseguir la destrucción de un orden injusto y el adveni-


miento de otro mejor. Pero el discurso poético de Rose muestra desde
estos textos iniciales un elemento característico que andando el tiempo
probará ser una línea vertebral de su obra. Aludimos a un particular
temple afectivo que brotando de alguna escondida fuente de ternura te-
ñirá desde entonces y para siempre su palabra. Veamos cómo funciona
todo esto en algunos de los textos de 1954.
En “Al que ha de llegar”, por ejemplo, un motivo antiguo en poesía,
el del hijo que ha de nacer, que ha de “venir/ de mujer en mujer, hasta
la mía”, se combina con la postura crítica (cuando el niño nazca su pri-
mera palabra será de extrañeza: “¿Esto es el mundo?”) y con la mención
revolucionaria (un miliciano muere al mismo tiempo que el niño nace).
Así, el advenimiento del nuevo ser vendrá envuelto en “el silencio” del
combatiente cuya existencia y cuya lucha se prolongará de algún modo
—una nueva forma de paternidad— en la del infante: “con tu voz escribirá
su mano”. La supervivencia de la especie y la continuidad del mensaje
revolucionario se aseguran de esta singular manera.
En otro poema —“La pregunta”— la intención crítica se logra por la
antítesis entre la religión sencilla e ingenua que la madre ha inculcado
en el hijo —“si matas a pedradas los pajarillos blancos... si pegas a tu
amigo el de carita de asno... Dios te castigará...” y las enseñanzas que
al crecer escucha el niño por doquier: “si no amas la guerra.. si no pegas
al negro... si no odias al rojo... Dios te castigará”. La construcción ana-
fórica facilita la eficacia expresiva de este texto de estructura bimembre:
pasado y presente, familia y mundo, justicia e injusticia.
En “La oración sencilla”, finalmente, hay una primera versión del te-
ma amoroso, pero profundamente vinculado a la lucha por la revolu-
ción. Es una invocación a la amada para que acompañe al militante en
todo momento (en la “alegría muda”), en la tarea revolucionaria (“cuan-
do vaya en misión hacia el suburbio”), en la tristeza y en la lucha (“aho-
ra y en la hora suprema de la sangre”). El clímax poético llega en la es-
trofa quinta, trabajada en base a un apropiado uso de la reiteración, que
contribuye a un efecto de himno o de canción:

Al ausentarme,
enciende nuestra fe
bajo el tejado;
y si sientes mis pasos regresando
aviva más su luz;
y si me tardo
la poesía de juan gonzalo rose 299

aviva más su luz;


y si no vuelvo
aviva más su luz
(“pero cantando”)

Si el militante desfallece, la amada debe destruir el amor —“Quiebra


mi amor en tu rodilla santa”— y luego seguir adelante en el combate. Un
elemento básico de este poema es el recurso a las formas y al léxico
religioso (el título, versos como “ahora y en la hora suprema de la san-
gre”, determinadas reiteraciones) que por entonces utilizaba también
Alejandro Romualdo, influidos ambos tal vez por el ejemplo de Vallejo.
En los poemas del segundo libro de Rose, Cantos desde lejos (publi-
cado inmediatamente después del regreso del poeta al Perú, pero escri-
to en el destierro según los propios textos revelan con claridad), el con-
tenido social revolucionario sigue siendo el predominante, pero la voz,
trémula por momentos, es la de alguien que está viviendo la dura
condición del extrañado. Un rápido encuentro de los motivos trabaja-
dos en este libro muestra a la par que un fortalecimiento del compro-
miso con la causa escogida, un enriquecimiento del mundo interior del
poeta: el sentimiento se adensa y se matiza, la reflexión asedia nuevos
tópicos. Y parejamente las formas se acendran y embellecen. El poeta
ha encontrado un sentido a su vida y a su obra y canta su descubrim-
iento, que lo reconcilia integrándolo al movimiento de la historia:
“Desde que tengo un norte/ el tiempo me saluda”. Un obrero más en
la edificación de la poesía y de la nueva sociedad, el escritor se com-
place en esta condición: “Hoy me proclamo Juan sin apellido/ y me
ensarto en el dedo una sonrisa”, e invita —“venid a ver”— a participar en
su consagración: “... y me consagro campo de actitudes”. Este poema,
“Manera de ahora”, puede considerarse una de las versiones del arte
poética de la primera etapa de la obra de Rose.
El optimismo que trasunta el poema que acabamos de glosar puede
parecer paradójico y aun inexplicable en quien siente en carne propia
el peso del abuso y tiene junto a la experiencia directa del sufrimiento
la conciencia aguda del mal en la tierra. Pero es que la esperanza es
una de las coordenadas fundamentales de la visión del mundo del poe-
ta. No se trata, sin embargo, de una confianza ingenua, sino más bien
de la certeza de que de la oscuridad del presente saldrá la luz del fu-
turo (lucha, dolor, muerte, instancias previas a la vida plena). Hay un
leit motiv en Cantos desde lejos que expresa bien estas convicciones, es
el de la resurrección, que lo encontramos en “Si España resucita” (en
300 jorge cornejo polar

forma de estribillo y de exclamación final: “Por eso ¡resucita!”), en


“Adhesión a Arequipa” (poema en tres estancias, inspirado en el movi-
miento popular de junio de 1950; la primera es la ciudad en paz, la se-
gunda “la hora de la muerte”, la tercera la de la resurrección del pueblo
herido: “Y así resucitaste”).
Variaciones del mismo tema se dan en “Responso en rosa” (de la ro-
sa sembrada en la tumba de un militante florecerán mil rosas —una para
cada soldado— “y el mundo será sólo un rosal encantado/ dando som-
bra de paz”) y en el poema “Aun”, en el que luego de la anáfora “aun”
(“aun si la guerra es desatada... aun después de todo esto”) se dice: “...
crearemos el aire jubiloso/ y una grieta de rosas en la pared del tiem-
po”. La misma idea reaparece finalmente en las dos elegías del libro:
“Así cantaba Maiakovski” y “A León Felipe”.
Dos de los textos de este libro nos parecen particularmente bellos y
a la vez singularmente expresivos de sus temas fundamentales, la patria
y la revolución. Son “Poeta en la costa” y “Carta a María Teresa”, que
revisaremos luego con alguna detención.
“Poeta en la costa” es un poema en dos partes en el que la condi-
ción desértica de la costa peruana sirve de base para un logrado juego
simbólico que tiene como pieza clave al agua. Ésta se eleva así a la cate-
goría de símbolo bisémico, ya que alude tanto al líquido elemento que
acabará con la aridez del suelo cuanto a la revolución que cancelará la
injusticia. “Caminé por la costa de mi patria/ buscando los pezones/ de
la estatua del agua... y en todas partes sólo/ me encontré con la arena/
tiranía y arena/ arena y muerte”. Y en la segunda parte: “Y sin embar-
go digo:/ mañana vendrá el agua... De esas truncas, de esas secas, de
esas ciegas/ miradas saldrá el agua”; versos en los que se alude al llan-
to de la madre, a la desesperación del prisionero, a la muerte del mili-
tante, respectivamente. Por eso la conclusión final explicita sin ambi-
güedades el sentido del poema: “Porque en mi costa, en mi Perú de are-
na/ los sueños conque envuelvo mi cabeza/ han de llegar andando
sobre el agua”.
La “Carta a María Teresa” (la hermana pequeña) explica el origen de
la inclinación de Rose hacia la poesía social y en esa misma medida
puede considerarse también como un “arte poética” (complementaria
de la que se presenta en “Manera de ahora”). El poeta que debe ser para
la niña “el hombre malo que hace llorar a mamá” se pregunta: “¿por qué
no he amado sólo/ las rosas repentinas/ las mareas de junio/ las lunas
sobre el mar? —es decir, los motivos clásicos de la lírica pura— y ha ama-
la poesía de juan gonzalo rose 301

do en cambio “la rosa y la justicia,/ el mar y la justicia,/ la justicia y la


luz”. La respuesta ilumina el génesis de su palabra: el poeta espera que
la hermana comprenda su actitud y su protesta, su verbo enérgico y su
postura radical y que a la postre la causa justa triunfe: “Cuando esa hora
suene... iremos de la mano/ por las calles de Lima,/ en trinidad de go-
zo/ la risa de mamá”.

El exilio: lejanía de la patria y de la infancia


Volvamos a considerar la vivencia del destierro, “centro vital interno”
(que diría Spitzer) de Cantos desde lejos. Hallamos así algo inesperado.
El poeta sufre un doble exilio: extrañamiento de la patria es la causa de
uno, el transcurso del tiempo que lo aleja irremediablemente de la in-
fancia configura el otro. Y aunque el primero es ciertamente el más apa-
rente, ocurre que la nostalgia de la niñez se entremezcla con el senti-
miento del país remoto (familia, amigos, paisaje) para constituir la sub-
terránea corriente de la que brotan estos textos, entre los que se cuen-
tan algunos memorables. Examinaremos varios de estos poemas.
En “Reloj de sombra”, por ejemplo, el sentimiento de la ausencia se
exacerba y hace que el poeta en “tardes en que el tiempo llega cada
tres días/ y la patria se aleja, sangre adentro” profiera desgarrado após-
trofe: “Señor cónsul, dadme lo que me sobra/ de tanto hacerme falta/
(deseo un cuarto de hora exacto de mis huertos), dadme cualquier ca-
mino que termine en el mar,/ un pedazo de polvo pisado por mis muer-
tos/ y un recuerdo peruano que no me haga llorar”. De similar modo,
en “Las cartas secuestradas” el poeta en tierra extraña siente un deseo
de comunión general, de comunicación profunda con todo lo que ama
y está distante. Pide así que le escriba una carta la que le “hizo los ojos
negros y la letra gótica”, “aquella amiga...” y “redacte una carta pequeñi-
ta/ mi hermana abecedaria y pensativa”. La dolida enumeración prosi-
gue reclamando carta de “los muertos de mi infancia”, de “las novias
que se marcharon”, de los “amigos hasta el vino torturado” y hasta de
la naturaleza de la tierra añorada: “duraznos de mi tierra: que me escri-
ban,/ vientos los de mi rambla: que me escriban”. El hombre que “sabe
vivir por una carta” es también aquel que dice en otro poema “Morirse
en el destierro: eso es morirse” (“Asesinado en el destierro”).
Podríamos seguir citando otros ejemplos que revelan la honda hue-
lla que cava en la sensibilidad de Rose la experiencia de la forzada au-
sencia de su país. Pero los acotados nos parecen suficientemente expre-
sivos. Prestaremos atención ahora en cambio a aquel otro exilio, el de
302 jorge cornejo polar

la infancia, al que aludíamos líneas arriba. La consideración de un me-


nudo objeto material —un vaso— en el que se concentran recuerdos de
la niñez, sirve de base para un poema en el que este nuevo tema en-
cuentra su mejor expresión. Intuyendo que el vaso ha sido roto se ex-
clama (luego de haber dicho “¡Cómo ha podido contener, él sólo,/ el
agua toda que bebí en mi infancia!”): “... y toda el agua de mi infancia
rota/ cayó en mi alma, viuda de ese vaso”. Y más adelante: “... desde
aquí estoy viendo... el agua de mi infancia derramada”. Se revela des-
pués la intuición que lo angustia: “... alguien ha roto el vaso donde un
niño/ supo peinar la sed de lo jugado”, para suplicar y advertir por últi-
mo: “Por eso insisto:/ guardad las cosas del que está lejano,/ defended-
las de los vuelos terribles de la mano”. Es evidente acá otra vez la habili-
dad en el manejo de la técnica del símbolo: el vaso dentro de la eco-
nomía del poema es el utensilio concreto que se utilizó en la infancia y
a la vez instrumento de alusión plural a esa misma infancia, a la vida
familiar de entonces, a la melancolía que nace de la constatación de la
definitiva lejanía de ese tiempo ido, al ansia de aferrarse a ese pasado
querido e idealizarlo, todo dentro del ámbito de la polisemia caracterís-
tica de una determinada variedad de símbolos.
Hay varias otras apariciones de la nostalgia de la edad infantil. Así,
en “Carta a María Teresa” se lee: “Fui un niño como todos./ También mi
infancia/ la atravesaba un río/ y tenía una hora misteriosa/ en la cual
las palomas/ a mi alma obedecían”. Y luego el reclamo desesperado: “...
devolvedme mi escuela de palomas,/ mi casa frente al mar”. Igual tem-
blor de sensibilidad sacude la descripción del paisaje en “Poeta en la
costa”, que termina así: “... familiares paisajes de mi infancia”. En la so-
ledad del exilio, el país y su recuerdo, la evocación de los años infanti-
les se constituyen focos principales de la emoción que el poeta transfor-
ma en versos. Debemos referirnos finalmente al poema “Contrapunto
de la patria”, que es como un compendio de la relación compleja y con-
tradictoria del poeta con el Perú en los años que van de 1950 a 1956.
El poema está planteado como un diálogo en el que habla sólo el
artista, pero la patria responde a través de la propia palabra memorati-
va o admonitoria del escritor. Si el diálogo se hacía antes a solas
(“Patria... antes hablábamos a solas”), hoy esto ya no es posible, porque
los sufrimientos de miles de peruanos, la huella de aquellos que murie-
ron en la lucha, los propios pesares del poeta, se elevan entre ambos y
convierten el contrapunto en una relación múltiple: “Si me dices mucha-
cho,/ y yo te llamo hermosa,/ un muerto entre nosotros se levanta”. Re-
lación compleja por cuanto el creador se siente intérprete de la multi-
la poesía de juan gonzalo rose 303

tud peruana: “... y saber que en mi voz miles de voces se empinan por
besar tu oído”. Entre el poeta y la patria están, pues, “muertos esperán-
dote con los ojos abiertos”, “... muchachos, ancianos escribiéndote car-
tas... hombres de sed muriendo... pescadores negros en alta mar perdi-
dos”, todos los que “... seguirán remando mientras no den contigo”. El
retorno finalmente se avizora: “El día del regreso, de mí no les pregun-
tes:/ en todos he de estar./ Con los que acá se pudran/ me quedaré dor-
mido,/ con los que a ti retornen/ caminaré en el mar”. He aquí una her-
mosa, poco frecuente manera de hacer poesía social: el poeta asumien-
do la representación comunitaria, su verbo transfigurándose en mensaje
colectivo.

Los poemas del retorno


Cuando Juan Gonzalo Rose vuelve al Perú escribe una colección de
poemas que bajo el título general Retorno a mi cuarto figuraron primero
en Hallazgos y extravíos, aquella especie de antología personal que Ro-
se publicara en México en 1968 y ahora en Obra poética. Retorno a mi
cuarto comprende tres partes: “Palabras en el sendero”, “Retorno” y
“Simple canción”. Esta última se publicó como libro independiente en
1960 y sobre ella (el único libro dedicado enteramente al amor) volvere-
mos luego. Nos limitaremos ahora a la consideración de los poemas
específicamente centrados en la emoción del regreso.
Una primera constatación se impone: estos poemas son diferentes a
los que conforman La luz armada y Cantos desde lejos, y esto en un
doble sentido: ha desaparecido el tema social, el canto revolucionario y
consecuentemente se ha desvanecido también el tono airado y con él
la imprecación dura, el apóstrofe exacerbado, el verbo “armado”. El
poeta ha vuelto a su país, ha culminado el largo, sufriente periplo del
exilio, el círculo de este primer peregrinaje se ha cerrado. Lo dice él
mismo en el poema significativamente titulado “Círculo”: “Estoy/ tan
suave/ ahora/ que si alguien reclinase su rostro sobre mi alma/ bastante
me amaría... Primera noche en el Perú...”. Aquello que el exiliado recla-
ma con angustia (recordemos: “... deseo un cuarto de hora exacto de
mis huertos... dadme... un pedazo de polvo pisado por mis muertos...”;
o sino: “... devolvedme mi patria/ mi escuela de palomas,/ mi casa
frente al mar...”) está de nuevo a su alcance y el poeta se sumerge tré-
mulo en la dulce emoción del reencuentro.
Cada momento de la vuelta inspira un verso. Así, el descubrimiento
de la casa —“Se me concentra el ser en cada mano/ para tocar el aire de
304 jorge cornejo polar

mi casa... se me diluye el ser en la mirada/ cuando transito de mi cuar-


to al sueño...”—, el abrazo con la madre tantas veces evocada —“Vestida
de regreso/ mamá se ve alta...” (Poema “Retorno”)—. Hasta las plantas y
los animales y las cosas parecen dar la bienvenida al extrañado que
vuelve —“En su perfume ascienden los jazmines/ a verme retornar./
Agita, alegremente,/ su triste cola el perro./ Y suenan en sus ojos las
cucharas (Poema “Retorno”)—. Y descubrimos también cómo era cierto
que el poeta en tierra extraña sufría a la vez por la ausencia de la patria
y la perdida infancia. Es que de ser un extraño en otras tierras el poeta
ha pasado a ser de nuevo el conocido; de sentirse marginal a saberse
integrado: “Aquí nadie me ignora, saben perfectamente/ los días que
me duelen y cuál es el peldaño/ donde se torna alegre mi escalera”.
Y en otra parte: “Ya es hora de sentarme a la sombra de un libro./
Y ser niño./ Por haberme ausentado de la infancia/ un sauce está llo-
rando/ en todos los espejos de mi casa”. El tema de la infancia vibra
igualmente en aquel poema de la evocación “Estudiantes en diciembre”.
Una sola alusión al período triste que acaba de cancelarse: el poema
“Elegía nostálgica” (en el que se lee: “argonautas alzados en desgracia”),
cuyo más importante sentido es sin embargo el que brota de la com-
probación de que la vuelta a la infancia es sólo una ilusión, que la edad
del niño está definitivamente terminada (“ya jamás dormiremos en las
islas radiantes./ Ya jamás la inocencia”) y que por el contrario debe asu-
mirse la actitud de la adultez (“Como vinos aciagos los crepúsculos ar-
den/ en las playas fugaces/ y la regia manzana que mordimos temblan-
do/ se completa de sombra”). La alegre (breve) temporada del reen-
cuentro ha terminado, se cierra el paréntesis de dicha. Ahora hay que
vivir, y como una premonición dice el poeta: “Primera noche en el Perú.
Y busco amor./ Como en todas las noches de mi vida”.

El canto de amor del poeta


En 1960, Rose publica Simple canción —plaqueta con trece poemas—
que constituye no sólo el mejor testimonio de lírica amorosa dentro de
la obra del poeta sino, sin duda, uno de los más hermosos poemas de
amor (el libro puede considerarse como un solo poema dividido en va-
rias estancias) que se hayan escrito en el Perú. Pero a la vez, Simple can-
ción muestra a un poeta en la plena madurez del oficio, que se compla-
ce en el ejercicio de una técnica que —como ocurre en toda gran poe-
sía— se unimisma con el flujo mismo del discurso amoroso, sin constituir-
se jamás en lastre que entorpezca la libre expresión del sentimiento.
la poesía de juan gonzalo rose 305

En el poema liminar —“Primera canción”— el poeta confiesa: “No he


inventado ninguna melodía” y explica luego: “Los que amaron dirán:/
Conozco esta canción.../ Y me había olvidado de lo hermosa que era...”.
El poeta, pues, como vocero de la emoción de todos y de siempre, in-
térprete colectivo, voluntariamente (modestamente) limitado a esa fun-
ción. La voluntad del escritor se cumple (quién no ha de sentirse identi-
ficado con estos versos) y a la vez, paradójicamente, se frustra. Simple
canción resulta también expresión personalísima de su manera de
amar3.
En la medida que en Simple canción se da un gran uso de la ima-
gen, puede resultar ilustrativo —para conocer mejor la índole de la
poesía de Rose— practicar un análisis, aunque sea breve, de esta figura
tal como la encontramos en esta plaqueta. Para el caso puede servir el
poema “Marisel”, uno de los más bellos del libro.

MARISEL
Yo recuerdo que tú eras
como la primavera trizada de la rosas,
o como las palabras que los niños musitan
sonriendo en sus sueños.
Yo recuerdo que tú eras
como el agua que beben silenciosos los ciegos,
o como la saliva de la aves
cuando el amor las tumba de gozo en los aleros.
En la última arena de la tarde tendías
agobiado de gracia tu cuerpo de gacela
y la noche arribaba a tu pecho desnudo
como aborda la luna los navíos de vela.
Y ahora, Marisel, la vida pasa
sin que ningún instante nos traiga la alegría...
Ha debido morirse con nosotros el tiempo
o has debido quererme como yo te quería.

Se advierte de inmediato que las cuatro primeras imágenes forman


una unidad: todas ellas contribuyen a describir al ser amado. O sea que
a un solo elemento del plano real, la amada (A), corresponden sucesi-

3 Sobre el verso “No he inventado ninguna melodía”, Luis Fernando Vidal ha escrito:
“No he inventado ninguna melodía, la tarea es más simple, más humana, muy her-
mosa. El poeta ha de hacer retornar la primera canción con que soñamos, aquella
simple canción que compartimos enteramente” (Ver prólogo a la segunda edición de
Simple canción, Lima: Cuadernos del Hipocampo, 1972).
306 jorge cornejo polar

vamente cuatro atributos imaginarios: A es como la primavera (B), como


las palabras (C), como el agua (D), como la saliva (E). Pero ocurre
además que cada término de la comparación (B,C,D,E) es complejo,
está compuesto de varias piezas menores. Así, la primavera con que
compara a la amada no es la primavera a secas sino que está especifi-
cada (“trizada de las rosas”). Las palabras son las “que los niños musi-
tan sonriendo en sueños”; el agua es la “que beben silenciosos los cie-
gos”; la saliva es la “de las aves cuando el amor las tumba de gozo en
los aleros”. La fórmula general de esta imagen compuesta sería, pues:

A = B - B’ - B’’
A = C - C’ - C’’ - C’’’
A = D - D’ - D’’ - D’’’
A = E - E’ - E’’

de la que se desprende la riqueza de la visión poética.


Si de este análisis formal pasamos a un examen de contenidos, se
verá que los términos que sirven de base a la comparación tienen como
común característica su delicadeza —primavera, palabra de niños, agua,
saliva de pájaros—. Y se verá, por último, que no existiendo el parecido
real (que la preceptiva tradicional reclamaba) entre A y B, esta imagen,
basada más bien en la semejanza de las impresiones que A y B causan
en el espíritu del poeta, corresponden sin duda a la especie imagen
contemporánea (o imagen visionaria como prefiere denominarla Carlos
Bousoño).
En la segunda parte del poema encontramos la única metáfora (im-
perfecta o impura), “cuerpo de gacela”, y luego una imagen semejante
a la de las dos primeras estrofas, aunque todavía más complicada ya
que ahora el término real —A— es también complejo —“la noche arribaba
a tu pecho desnudo” (que encierra en sí otra imagen más pequeña: “la
noche arribaba”)— y el plano imaginario —B— es semejantemente com-
plicado: “como aborda la luna los navíos de vela”. La esfera de con-
tenido ofrece, como en el primer caso, connotaciones de delicadeza,
gracia, belleza.
El análisis del estrato figurativo en Simple canción podría extender-
se considerablemente, ya que a pesar de su brevedad el libro ofrece en
este sentido innumerables riquezas: el recurso, en algunos textos, a la
forma tradicional del romance; el sabio uso de la reiteración en sus di-
versas modalidades; nuevas, hermosas imágenes (“Me he acostumbrado
a ti/ como los ríos al color del cielo...”; “Infatigablemente/ cada tarde/
la poesía de juan gonzalo rose 307

mi café solitario oscurece el planeta”). Baste lo dicho por ahora y con


ello una doble acotación final: el despliegue técnico aquí exhibido ni
recarga el texto ni oscurece su sentido, lo enriquece sin privarlo de la
simplicidad querida desde el título por el poeta. La canción de amor así
lograda se constituye desde entonces en testimonio no perecedero de
su amor, del Amor. Palabras cargadas de sentido y de sentimiento que
permanecerán aun cuando el amante haya dejado de ser (“... toda ago-
nía/ la puse en mis cantares/ y hoy día mis cantares,/ se van.../ de mano
en mano”).

Descubrimiento y revelación del mundo


En 1962, Juan Gonzalo Rose emprende una nueva, osada aventura:
un viaje de descubrimiento del mundo. El exiliado de antaño es el pere-
grino incansable de ahora, el inquieto itinerante que en el vuelo imagi-
nario o en el recorrido real (esto no tiene en verdad importancia) va re-
velando en poesía el pasmo y el deslumbramiento de innúmeras comar-
cas. El libro que resume esta experiencia se titula precisamente Las co-
marcas y se edita en 1964.
Las comarcas, estación extraña dentro de la obra de Rose, es un libro
de prosas poéticas que revelan un marcado virtuosismo en el arte literario
y una suerte de complacencia en el propio despliegue formal. La pre-
sencia de Saint John Perse ilumina estas páginas que van describiendo
puertos, islas, ciudades, paisajes, gentes y costumbres de América. El
mundo de la naturaleza y el mundo del hombre descubiertos y revelados
desde la perspectiva que da la visión poética constituyen, pues, el núcleo
básico del libro que tiene como otra de sus coordenadas fundamentales
la nota erótica pulsada con pasión intensa aunque sofrenada.
Las comarcas se organiza en tres libros. En el primero, hay tres sec-
ciones básicas —los puertos, las almas, las islas— y algunos textos memo-
rables como el poema “Nocturno de Kingston”, intercalado entre las
prosas de la sección tercera. El segundo libro se titula “Charlas con
Karim”, personaje en quien se encarna la figura del hijo del protagonista
—narrador de viajes—. En el libro tercero, finalmente, se reúnen textos
que son relatos de nuevos viajes, descripciones de otras comarcas. Las
palabras finales del libro son como una declaración de fe del viajero
incansable: “Alejadme, ventisca, de los puertos seguros, donde la muer-
te alínea dóciles barberías. Para mí: el hilo fascinante de los rumbos
inciertos y las nuevas comarcas que me esperan pronunciando su nom-
bre bajo el sol”.
308 jorge cornejo polar

Las comarcas junto con Simple canción representan los momentos


máximos del lirismo puro dentro de la obra de Rose. El rumbo posterior
de su poesía significa una nueva modificación de la que daremos cuenta
más adelante. Formularemos antes, sin embargo, algunas otras notas
sobre Las comarcas. Nos detendremos primero en el peculiar ame-
ricanismo que vertebra sus páginas. Hay sin duda una voluntad de dar
testimonio del continente, pero, a diferencia de muchos otros poetas que
han sentido el mismo llamado (Chocano, por ejemplo, estaría en el
extremo opuesto de la gama de escritores), Rose intenta practicar una
visión en profundidad de la exuberante, variada y deslumbrante natu-
raleza americana. Para conseguir este enfoque no convencional ni exte-
rior el poeta recurre a la presentación conjunta del ser humano y del pai-
saje. Pero este surgimiento del hombre en el cosmos americano se logra
asimismo de manera poco convencional, es la luz de la intuición poética
la que va saltando arbitraria y libre para iluminar, sin seguir un orden
preestablecido, gentes, hechos, costumbres. Desde el punto de vista del
lenguaje, todos y cada uno de los relatos del libro están formados por
series de imágenes entrelazadas de modo tal que esta metáfora conti-
nuada y múltiple sirve a la vez de instrumento de captación del mundo
y de vehículo para la expresión del conocimiento así adquirido. He aquí
algunos ejemplos: “Desasida de la tierra, esplendente, volando contra el
viento de la noche, la ciudad agitaba sus alas de murciélago” (p. 83). “En
los bosques, cuyos límites quema el viento, sombrías poblaciones incan-
sables se entregan a la danza. Varias veces, los rostros de la luna tatúan
sus espaldas. Sombrías poblaciones que de pronto, entre las lluvias de
polen, penetran en el Reino del Día Inextinguible” (p. 20). “Nuestra he-
redad es luminosa y grande; tiene ríos frondosos que lavan la heridas de
la tierra; colinas cuyos frutos se confunden con los modales del crepúscu-
lo; islas verdes surcadas por los héroes...” (p. 92).
Advertimos finalmente que en la medida en que el poeta protago-
nista está cabal, vitalmente comprometido en la aventura del viaje, éste
viene a ser en el fondo (y a la vez que todo lo dicho) un recorrido por
la subjetividad del artista, un paseo por sus comarcas interiores, priva-
das. El deslumbrante itinerario del viajero se transforma así en espléndi-
da alegoría de su aventura personal.

Una primera antología personal


En 1968, Juan Gonzalo Rose publica una primera selección de su
obra bajo el título Hallazgos y extravíos. Junto a muchos textos publi-
la poesía de juan gonzalo rose 309

cados con anterioridad, el poeta incluye algunos inéditos importantes,


organizando todo el conjunto en orden cronológico.
La primera sección se titula “Precantos y elegías” y en ella se inclu-
yen poemas correspondientes a la manera inicial del autor, es decir, a
su poesía social (tales como “Vida perdurable” y “Precanto”), junto a
otros dedicados a poetas que parecen haber significado mucho en la
formación literaria de Rose: León Felipe (con quien mantuvo estrecha
relación personal), Nazim Hikmet y Walt Whitman.
Siguen en Hallazgos y extravíos textos escogidos de La luz armada
y Cantos desde lejos. Enseguida y bajo el título general de “Retorno a mi
cuarto” (revelador como indicamos, ya que éstos son los poemas de la
vuelta al Perú luego del destierro) aparecen “Palabras en el sendero”
(dos poemas), “Retorno” (seis poemas ya comentados) y “Simple can-
ción” en versión ligeramente modificada con relación a la edición origi-
nal. La antología se cierra con “Zona de amor” y una selección de Las
comarcas. En “Zona de amor” se preludia ya la prosa poética de Las co-
marcas (“La rueda”) y se incluye un poema largo y hermético —“Amor
sobre el cadáver”—, alusivo tal vez a alguna crisis personal de la que el
poeta renace purificado: “Ya estoy purificado; Poesía./ Ya podemos mi-
rarnos a los ojos/ como en la tarde de la luz aquella:/ yo jugaba la ronda
entre chiquillos,/ y tus manos, temblando, me eligieron”.

De vuelta a lo social: el Informe al rey


Con Las comarcas, la poesía de Juan Gonzalo Rose parece llegar al
límite en una de las direcciones que le son esenciales, aquélla que se
logra en el juego de la imaginación, en el despliegue metafórico, en el
lujo verbal. En esos mismos años, sin embargo, pero principalmente en
los años inmediatamente posteriores, la sensibilidad del poeta se abre
de nuevo a la inquietud por lo social, aunque de manera muy distinta
a la que caracterizó sus libros primeros. Una serie de poemarios —“Dis-
curso del huraño” (1963), “Los bárbaros” (1964), “Abel entre los infieles”
(1965), “Panfleto de la soledad” (1966) e “Informe al rey” (1967)—, reu-
nidos todos bajo el título Informe al rey y otros libros secretos (1969),
dan testimonio de esta renovación poética.
El cuerpo principal del libro está conformado por los diecisiete poe-
mas de Informe al rey, significativamente dedicados a “Guamán Poma de
Ayala, buen escribano, mal literato, hombre magnífico”. La sombra del
cronista, en efecto, discurre por estos textos que en un cierto sentido pre-
tenden ser una revisión de algunos aspectos de la historia nacional, una
310 jorge cornejo polar

nueva crónica agudamente crítica, hecha con ánimo escéptico y desen-


cantado. Pero el propósito crítico no se dirige solamente hacia el pasado
sino que —y éste sería el segundo y más importante sentido del libro— se
ejerce también sobre el presente con talante desmitificador. En uno y otro
caso, sin embargo, el texto se halla referido básicamente a Lima, ciudad
con la que el poeta mantiene una relación extraña y ambivalente que va
del odio al amor, de la censura a la nostalgia (algo similar a la que tam-
bién mantuvo con Lima Sebastián Salazar Bondy y que encontrara expre-
sión en aquellas hermosas páginas de Lima, la horrible).
Una muestra típica de los poemas de Informe al rey es “Confidencia”,
en el que a través de un relato el poeta alude en primer lugar al hecho
insólito de que en la Catedral de Lima se conserve con honores el cadáver
del conquistador Pizarro, quien, en la nueva historia que el libro propone,
no es ya la figura heroica y admirable sino “un ladrón que tuvo permiso
para matar... español ganapán, pellejo duro, devoto hasta las cachas”.
Pero la presencia del cadáver del conquistador en el corazón de la ciu-
dad capital es luego interpretada alegóricamente como una manifestación
de la dependencia peruana de lo extranjero. En esta nueva dimensión, el
cadáver se interpone entre los amantes, se asoma debajo de las bancas y
“al primer descuido moja sus dedos sucios en el vino”.
Otro ejemplo representativo del tono del libro que comentamos es
“Fe, esperanza y caridad”, en el que la pregunta crítica se expresa (lue-
go de referir que “Aquí, mi Rey, se ven por todas partes monasterios e
iglesias bellamente tallados”) en versos como “¿Y dónde están las cate-
drales del que jamás creyó? ... ¿Dónde se alzan los templos/ del idóla-
tra, del que no tuvo tiempo/ para pensar en su alma/ porque sus tripas
eran/ más vacías de carne/ que el sagrado misterio?”.
Así, pues, el libro discurre como desencantada crónica del ayer y del
hoy hasta encontrar finalmente su sentido último en dos textos que con-
sideramos claves: “Predios del Rey” y “Escribano en la balanza”. En el
primero se descubre que tras el Rey aparente al que van dirigidos los
informes y las quejas se esconde el tiempo, verdadero Rey: “¿Quién es
el Rey?, ¿quién es el Rey?/ preguntan./ El Rey es lo que queda después
de los incendios./ El rey sólo es el tiempo”. El poeta escribe para el
tiempo o, para ser exactos, para que su obra permanezca en el tiempo,
venciendo su acción destructora, corrosiva. Por eso, en el otro poema,
luego de describir sus trabajos, el escribano (el escritor) —que antes ha
dicho: “¿Quién habrá de escucharlos [sus escritos]... / Nadie./ Nadie.”—
revela su esperanza y el sentido de su obra. Transcribimos completos
los versos finales que pueden valer como (otra) arte poética de Rose:
la poesía de juan gonzalo rose 311

Pero entre los aperos de tus largos veranos,


¡oh Rey del Exterminio!, seguirás
encontrando mis mensajes:
éste es mi oficio.
Y esta fugacidad:
todo mi reino.

El texto poético como abolición de la tiranía implacable del tiempo


que pasa y destruye. La poesía —frágil construcción de palabras— resul-
ta triunfante, sin embargo. Testimonio imperecedero de una sensibilidad
y de una realidad. «Palabra en el tiempo», como diría Holderlin.
Las otras cuatro breves colecciones reunidas en este volumen mues-
tran diversos caminos emprendidos por Rose (algunos ya conocidos).
Así, “Los bárbaros” es como una prolongación de Las comarcas, mien-
tras que “Discurso del huraño”, “Abel entre los fieles” y “Panfleto de la
soledad” parecen preludiar la reflexión poética del Informe o, en otros
casos, renovar el tema amoroso y el pensar acerca de la poesía.

Los cuarenta años del poeta

Así como Eladio Linacero (el protagonista de El pozo de Juan Carlos


Onetti) dice que “un hombre debe escribir la historia de su vida al lle-
gar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes”
(y lo hace), el poeta Rose, a sus cuarenta años, decide, de similar modo,
escribir un poemario que es ciertamente una especie de recuento o re-
visión de la experiencia pasada, pero también un aflorar de antiguas o
nuevas obsesiones: la muerte, el amor, la soledad, el sentido de la vida.
Este libro —fundamental en la trayectoria literaria de Rose— se titula pre-
cisamente Cuarentena y ha sido publicado por primera vez en el volu-
men Obra poética al que hemos aludido en la introducción.
En uno de los textos básicos —“Razón - 40”— el poeta habla en tono
confesional (que es el tono predominante en el libro) y dice: “Cuán/ de-
rrotadas/ mis hurganzas laicas,/ mis deseos de ser/ razón vidriante,/ mis
marxismos”, en versos teñidos de cierta amargura que valen, es evi-
dente, como una autocrítica. Más adelante se define a sí mismo como
un niño: “El mismo/ niño añón/ hoy/ sigo siendo”, y este reconocimien-
to tiene carácter de algo definitivo: “niñón de he morir,/ niñón de ma-
rras”. Es el mismo realismo escéptico que en otro poema lo hace excla-
mar: “He roto la tela de araña/ y no soy feliz”. Y también: “Ya puedo
312 jorge cornejo polar

derrumbarme/ entre mi propia vida: / atalaya de viento/ que no fue avi-


zorada./ Y jamás en lo inmóvil/ construida”.
Pensamos, sin embargo, que es la presencia casi obsesiva de la muerte
una de las coordenadas básicas del libro. Hemos anotado ya que la
muerte está presente en alguna de las obras anteriores de Rose (espe-
cialmente en las iniciales). Pero era entonces la muerte del combatiente
y la arraigada esperanza de que de ella brotase una nueva vida no per-
sonal sino colectiva. Ahora es, en cambio, la desnuda imagen de la
muerte la que, ominosamente, se apodera de la preocupación del escritor
y alcanza a reflejarse en sus palabras. Veamos algunos textos representa-
tivos; en “Encuesta”, como presidiendo toda esta reflexión poética sobre
la finitud del ser humano, leemos: “¿Y quién, cómo seremos/ al morir?...”;
asimismo, en “Medianoche a los cuarenta”: “¿Y si mañana me muero?/ ¿Y
si me muero antes/ de mañana?/ Terror vestido”.
Claro que el poeta dirá con elegancia: “No es el temor/ a la muerte,
es un simple/ miedo al sueño”, pero lo cierto es que, como lo dice en
otro lugar del mismo libro, él sabe que “a la vuelta del pórtico/ el olvi-
do/ y la muerte nos miraban...”. Varios otros ejemplos semejantes
pueden encontrarse todavía, pero creemos que los aducidos son sufi-
cientes para demostrar la importancia de este tema en el último libro
del autor que estudiamos. Solamente quisiéramos añadir uno final y
especialmente expresivo que figura en el poema “Tocata y fuga”, que
transcribiremos completo por considerarlo de especial interés:

Te busco, Muerte. Te busco


y no te encuentro.
Entre la nada te busco
y te busco
entre la gente.
Y no te encuentro.
Pero cuando tú
me busques...
todo será diferente.

La presencia de la soledad como un subtema (especialmente claro


en el poema “Carta nocturna a mi soledad”) confirma la atmósfera pesi-
mista de Cuarentena, la deliberada búsqueda en el mundo de la expe-
riencia pasada de aquellas regiones oscuras y frustrantes. Es evidente,
sin embargo, que algo quedará a salvo de este implacable cuestiona-
miento. Y así ocurre, en efecto. Lo sorprendente es que no sea la dedi-
la poesía de juan gonzalo rose 313

cación a la creación poética, por ejemplo, el factor positivo contrapues-


to a los anteriores. Es la sensualidad. Es la sensualidad lo único que per-
manece como valor en el espectro personal del escritor: “Sólo tú per-
maneces./ Sensualidad, único sentido/ de mi inútil/ salvante / sonrisa
ante la muerte”. Y junto a este valor redentor, el rechazo a determinadas
formas de vida, al conformismo, la resignación y la chatura de ideales.
Todo ello simbolizado en un ácido poema denominado “Retrato”, en el
que luego de describir a un hombre “con cierta inteligencia,/ con 25
años de ir al Ministerio/ y entusiasmado”, insiste en lo absurdo de este
entusiasmo para determinar apostrofando: “No estás en tus cabales,
Entusiasmo: / a mí/ no me harás eso”. La única referencia que pudiera
interpretarse como dirigida hacia la poesía o el poetizar viene consigna-
da en la composición titulada “Abismo”. El texto se inicia con dos estro-
fas que serían buen ejemplo de la llamada enumeración caótica. La pri-
mera conformada por términos vinculados a la conquista espacial (“pa-
vores de Aristarco”, los califica el poeta) y la segunda que reúne diez
palabras absolutamente heterogéneas en significado, pero que tienen de
común el ser términos de uso más o menos regular y de procedencia
anterior al auge de la ciencia interplanetaria (pasado y presente del len-
guaje así contrapuesto). Luego de este inicio, viene una confesión: “Las
palabras que estaban.../ revoloteando en torno de mi cuna,/ llegadas de
mi madre/ como lluvia.../ ya no me alcanzan/ para oírme el quicio,/ ya
no me sirven/ para ver el cielo”. Hay, pues, como una crisis lingüística
personal ante la avalancha de un nuevo léxico, de un nuevo mundo,
situación conflictiva que justifica la exclamación final: “Hapasadolaho-
rademiestirpeterrena”, que es como un grito de desconcierto y amargu-
ra. ¿Significará esto que el poeta Rose optará a partir de ahora por el si-
lencio? No lo creemos. Estamos por el contrario seguros de que una se-
rie de nuevos textos serán pronto evidencia de la apertura de una etapa
de renovado ejercicio de la poesía.
Escéptico testimonio de la madurez vital de un escritor (la madurez
literaria había sido alcanzada mucho antes), Cuarentena es un libro ple-
no de riquezas, merecedor de una exégesis amplia que escaparía a los
límites de este estudio.

“Los contrarios sentimientos de un pequeño burgués


envejecido”
Con la frase que utilizamos como título de esta sección, describe Ro-
se el denominador común a los veinticinco poemas que ha reunido bajo
314 jorge cornejo polar

el título de Peldaños sin escalera, el último de los libros que aparecen


en el volumen Obra poética. Sin compartir ciertamente el calificativo
con que se define, es evidente que esta miscelánea compuesta por poe-
mas escritos en diversas épocas y que nunca fueron reunidos en libro,
representan bien la polifacética inquietud del creador no sólo en cuan-
to a los temas sino también en lo que a técnicas se refiere. Encontramos
así poemas amorosos, críticos, hogareños, de reflexión, de homenaje a
poetas o próceres y hasta alguna muestra de sátira. Son el resumen de
una vida de poeta, es decir de una existencia marcada por el sino crea-
dor, por la incesante persecución de la belleza hecha palabra.

Nota final
Veinte años transcurrieron entre La luz armada, el primer libro del
poeta, y Cuarentena. Veinte años que significan el cumplimiento de una
trayectoria literaria caracterizada por la autenticidad en la actitud crea-
dora y por la búsqueda permanente y en la que pueden, sin esfuerzo,
descubrirse tres etapas. Una primera en la que predomina la poesía so-
cial, el arte comprometido. Una segunda de ejercicio lírico volcado más
bien hacia la subjetividad del poeta, sea en la forma amatoria, sea como
un recorrido por comarcas de la geografía, de la imaginación y del en-
sueño. Una tercera, finalmente, en que reaparece la preocupación por
lo social, pero dentro de un temple diferente, de mayor madurez y refi-
namiento, que se traduce en un discurso marcadamente crítico y escép-
tico. Pero en todos los momentos de este proceso la calidad y variedad
del logro estético, la pureza e intensidad de la entrega a la tarea de crea-
ción, justifican que la obra de Juan Gonzalo Rose pueda ser considera-
da entre las más importantes de la literatura peruana del siglo XX y su
figura como uno de los factores decisivos en el florecimiento poético
nacional que se inicia hacia 1950.
El presente estudio fue escrito en 1974. Lo reproducimos ahora sin
mayores variaciones, sobre todo porque Rose publicó poco entre ese
año y el de su muerte (1983). Probablemente lo más significativo en esa
etapa final sean las canciones que, musicalizadas por el propio poeta
con colaboración de amigos, conforman una serie de valses criollos de
gran éxito. Juan Gonzalo, quien escribió alguna vez que “la palabra
poética en aciago momento se divorció de la música”, quiso con estas
composiciones hacer un intento de fundir de nuevo ambas expresiones
artísticas y lo logró de modo casi cabal en varias ocasiones. De este mo-
do pudo además acercar la poesía al pueblo, otro de sus ideales.
la poesía de juan gonzalo rose 315

Una relectura de la poesía de Juan Gonzalo Rose hecha quince años


después de su muerte confirma su calidad y los valores que hemos pro-
curado señalar. Pero el recuerdo de su vida, especialmente de su etapa
final colmada de frustraciones y desencantos, de sufrimientos y amargu-
ra, nos hace pensar que el de Rose fue uno de los casos más trágicos
de desencuentro entre la sociedad y el poeta, de incomprensión social
y de marginalidad del artista, que Rose supo asumir, más que como una
maldición, como un destino.
Tres aproximaciones a la poesía de
Javier Sologuren

La obra de Javier Sologuren (Lima, 1921) constituye, por su calidad y


también por su cerrada unidad (Vida continua es, como se sabe, el títu-
lo que la engloba), un motivo de permanente atracción y también una
suerte de reto a la vez tentador y difícil para la atención crítica. Varios
destacados especialistas la han estudiado ya desde diversos ángulos
(Luis Hernán Ramírez, Abelardo Oquendo, Roberto Paoli, entre otros).
Nosotros, aunque hemos larga y hondamente disfrutado con los poe-
mas de Sologuren, no habíamos tenido hasta ahora la ocasión de inten-
tar una aproximación crítica. La invitación de Fernando García Viale nos
ha puesto en este trance tan arduo como gratificante. Nuestro propósi-
to en esta primera ocasión consiste solamente en trazar tres posibles
vías de acceso al mundo de Vida continua1 y recorrerlas en alguna me-
dida y sin estar muy seguros del éxito de la tarea. De aquí el título, es-
trictamente descriptivo, de este estudio: tres aproximaciones1.
1. La imagen del navegante (y la del viajero que en ella subyace) apa-
rece nítida y primordial en Tornaviaje (1989) y acierta a iluminar
directamente un rasgo central y por eso mismo decisivamente ca-
racterizador tanto de la trayectoria vital cuanto de la actitud poética
del autor de Vida continua que no es sólo el título escogido por
Sologuren para las sucesivas recopilaciones de su obra, desde la de
1966 hasta la última y general de 1989 (en la que aparece
Tornaviaje), sino también otra manera de aludir a una permanente
dedicación del escritor, un viaje inacabable, un navegar sin descan-
so, un continuado vivir en el ejercicio de la poesía.
La consideración de esta metáfora que aparece significativamente
en el libro que cierra por ahora el vasto ciclo creador de Sologu-

1 Todas las citas se refieren a la siguiente edición: Sologuren, Javier. Vida Continua
(Obra poética 1939-1989). Lima: Editorial Colmillo Blanco, Colección de Arena, 1990.

[317]
318 jorge cornejo polar

ren que se abre en 1939, nos habrá de servir para intentar una pri-
mera cala en este admirable universo poético del que no resulta
en modo alguno hiperbólico decir con José Miguel Oviedo que es
el resultado de un trabajo que va “de perfección en perfección”.
Navegar es naturalmente viajar, ir de un punto a otro (“entre lo que
dejé y lo que me espera”), pero además pareciera postularse en es-
tos textos que el navegar es imagen del vivir y a la vez del traba-
jo poético en general y también de la escritura de cada poema en
particular, ya que a ambos momentos del proceso poético les con-
viene la descripción que encontramos en el texto: “la enésima
aventura/entre la naciente/primicia de la a/y el zigzag postrero de
la zeta... dentro de los consabidos confines de la página” es la
aventura que el navegante/poeta inicia al comenzar a escribir este
libro.
Si esto es así, resulta lógico que las diversas partes de Tornaviaje
tengan títulos vinculados a la idea central de que el navegar (el
viajar) es el vivir (el poetizar). Así, “Proa contra el tiempo”, “Es-
calas”, “Ícaro”, “El puerto que no cesa”. Retengamos por ahora al-
gunos fragmentos de “Escalas”, en los que van apareciendo,
transfiguradas por el impulso creador de la imaginación poética,
ciertas estancias del itinerario del artista que comienza afirmando
que aunque no es Homero, Virgilio o Dante (“no fui auriga de las
furias de mi pecho/ni descendí sin mi sombra a los infiernos/ni
canté el canto que provoca/el insomnio de los muertos...”), bata-
lla sin embargo día y noche contra el “áureo legado/y sus promo-
ciones muertas” (¿podría entenderse contra la herencia del pasa-
do literario asumida imitativamente, sin originalidad ni audacia?).
Diremos luego que la primera escala “en ese ardiente viaje” fue
“a favor de la noche/bajo las mondadas estrellas/tendido y arras-
trado/por el resuello oceánico...” (versos importantes además
porque en ellos reaparecen otras líneas básicas de la temática de
Sologuren: el mar y la noche). Otra escala lo llevará a estar frente
a planetas, frente a mares, asistirá a “las risotadas silenciosas del
sueño/al intercambio de las máscaras” como “peregrino mil veces
extenuado” que cree a veces estar tocando el límite, escuchar los
sones de ese canto final en que se iluminarán “ese quizá y ese
para qué y ese por fin”.
Pero tal vez lo más interesante del periplo de este “navegante...
solitario embarcado en su contienda... amarrado al gobernalle...
sin nada encima salvo el cielo... pero terco en el asombro/y el
la poesía de javier sologuren 319

atisbo/de los oscuros fondos giratorios/del piélago todavía sin


nombre” sean las estaciones que tienen que ver directamente con
su tarea de creador de poesía; por ejemplo, cuando apunta que
de estos viajes le quedó “la vuelta hacia mí mismo/al quimérico
aleteo de la palabra soterrada/sonidos con los que intenté/ir más
allá de la mudez terrestre” (palabras en que se insinúa toda una
concepción del quehacer poético que en la medida en que bajo
diversas formas se reitera a todo lo largo de la obra de Sologuren
parece ser la fundamental). También es importante anotar que los
viajes le permitieron percibir “la belleza de la frase...” que pudo
“repartirse entre el hervor audible/y la sabia ingerencia del silen-
cio”, ya que la deliberada combinación de sonidos y silencios es
otro rasgo típico del discurso poético de Sologuren; de igual ma-
nera que aquellas otras referencias al sobrevuelo de “la cresta
prosódica del verso” que le permite entrar “en este nuevo or-
den/alado del sonido” cuyo trato hace exclamar al viajero: “He
aquí me dije/la más alta y profunda/alegría del hombre” (como
una nota al margen, imposible al ser desarrollada ahora, anoto
que en todo este tratamiento del tema del sonido, de la “infinita
oceanía de la música”, me parece ver una reminiscencia de la fa-
mosa “Oda a Salinas” de Fray Luis de León y su teoría filosófi-
co/poética de la música).
El diario de viaje del poeta registra todavía otra mención impor-
tante referida precisamente al rol que en su poesía han tenido
otros autores: “mieles y aguijones en mi lengua/la obra ajena
fue/parte de mi experiencia...la palabra/dejó de ser ajena/para ir
siendo mía y a la vez de todos...”. Cumplido reconocimiento del
rol de la tradición dando pábulo a las nuevas creaciones y afirma-
ción también de la intertextualidad tan mentada en el discurso
crítico contemporáneo.
La parte final de Tornaviaje, “El puerto que no cesa”, presenta no
sólo una múltiple reiteración de la imagen matriz “soy navegante”
en tres variables, sino además la explicitación de que el viaje no
puede interrumpirse, no cesa desde el momento en que se inicia,
“se comienza y nada ni nadie/reposa/mientras viva/la rosa ebria
de los vientos”. No obstante, el viaje no es totalmente indefinido,
todo a la postre corre hacia “su incoloro acabamiento/su último
zigzag” que se representa en una frase a primera vista críptica,
“blanco en lo blanco”, en la que empero entendemos (creemos
entender) que el fin de ese viaje creador del poeta, el cierre de
320 jorge cornejo polar

esa vida continua que es poesía continuada, ininterrumpida vida


en olor de poesía, sólo podrá darse cuando sobre la insondable
blancura de la página en blanco dejen de trazarse los negros sig-
nos de la escritura y sea entonces, blanco sobre blanco, sea ahora
sí, la mudez no deseada, sea el silencio que es casi como la
muerte. Quizá por esta vía se ilumine incluso el sentido profun-
do del título Tornaviaje (viaje de regreso según el diccionario),
ya que el silencio final, la forzada impolutez de la página blanca
se asemeja, es como un regreso a la misma blancura intacta, to-
davía no hollada en el momento previo a cuando se desencadene
la vocación/pasión por la escritura. Desde este punto de vista, el
diseño global de Tornaviaje se nos presenta, entonces, como un
círculo que se abre y se cierra en la blancura de la página no es-
crita.
A un costado de todas estas interpretaciones de Tornaviaje (y de
otras que pudieran hacerse de este libro fundamental que es co-
mo una suma o compendio del proceso de la poesía de Sologu-
ren) hay una de máxima importancia que nace de la simple con-
sideración del título de su primera parte: “Proa contra el tiempo”.
En efecto, se alude aquí, de manera concisa pero altamente ex-
presiva, a una de las características esenciales de la obra literaria
de buena calidad: su capacidad de permanecer indiferente frente
al implacable, inevitable y corrosivo paso del tiempo. Un poema,
un libro de poemas, una obra poética nacen siempre con esa in-
tención de durar para siempre, de perennizarse, de rebasar hol-
gadamente los estrechos límites cronológicos de la vida de su
creador. Son, pues, una proa levantada contra el tiempo, al que
lograrán vencer en la medida de su pleno logro estético. Así,
aunque el viaje del artista concluya, su obra quedará enhiesta a
pesar y contra el indetenible discurrir del tiempo.
2. Revisando algo de lo mucho que la crítica ha escrito sobre Javier
Sologuren encuentro una afirmación que me parece de una no-
table exactitud. Pertenece a Roberto Paoli y dice: “Sologuren es
un lírico extático frente al milagro de cada instante...”2. En efec-
to, tal es la impresión que se recoge leyendo especialmente al
primer Sologuren, aquél cuya obra va de El morador (1944) a

2 Paoli, Roberto. “Palabra y silencio en las texturas de Sologuren”. En: Estudios sobre li-
teratura peruana contemporánea. Firenze: Universitá degli Studi di Firenze, Stamperia
Editoriale Parenti, 1985.
la poesía de javier sologuren 321

Folios del enamorado y la muerte (1980), en cuyos textos es per-


ceptible cierto deslumbramiento y gozo ante el descubrimiento o
la simple contemplación de variados aspectos de la realidad sub-
jetiva u objetiva y una actitud que en algunos momentos pudiera
denominarse celebratoria ante tales constataciones. Por lo demás
y aparte de hacerlo en los textos poéticos, algunos de los cuales
comentaremos más adelante, el propio poeta ha confirmado este
tipo de apreciaciones en diversas ocasiones. Así, al responder a
una de las preguntas con que lo encuesta Miguel Cabrera3, afir-
ma el poeta, hablando de Estancias, que el común denominador
de estos poemas “es la exaltación de determinadas realidades de
una manera lo más íntima posible... Son, por tanto, invocaciones
a diversas realidades, tanto materiales como humanas...”. Y luego
señala expresamente el tono celebratorio al decir que las Estan-
cias al ser tomadas aisladamente “pierden su rumor celebratorio
y coral, por cuanto Estancias posee un núcleo de exaltación de
la naturaleza y el hombre”. Y más adelante, en la misma entrevis-
ta, pero refiriéndose tan sólo a la relación de su tarea poética con
la naturaleza, Sologuren ha insistido: “Mi poesía se nutre mucho
de las experiencias de la naturaleza. Ésta me ha provisto de todo
un arsenal de referentes, que se han convertido en metáforas e
imágenes”.
Si, lejos de toda intención exhaustiva, quisiéramos señalar los
principales aspectos de la realidad ante los cuales el poeta, colo-
cado en la postura de contemplador o descubridor, accede al
deslumbramiento o al éxtasis, habría que señalar que hay un pri-
mer breve momento (el de El morador, 1994, básicamente) en el
que, como ha visto tan agudamente Abelardo Oquendo4, es la
palabra poética en sí misma, el trabajo que en base a ella lleva a
la construcción del poema considerado como objeto verbal bello,
lo que interesa al creador. Sentencia con justeza Oquendo: “Lo
único que importa es el poema como objeto hermoso, como una
aproximación a la poesía, valor en sí y que se sostiene a sí mis-
mo”. Pero a partir de Detenimientos (1949), la naturaleza en
general y también el hombre en particular empiezan a ocupar el

3 Cabrera, Miguel. Milenaria Luz - La poesía de Javier Sologuren. Madrid: Ediciones del
Tapir/ensayo, 1988.
4 Oquendo, Abelardo. “Sologuren: la poesía y la vida” (prólogo a: Sologuren, Javier.
Vida continua. Lima: Instituto Nacional de Cultura, 1971).
322 jorge cornejo polar

centro del espacio contemplado. La ejemplificación desde este


poemario hasta bien avanzada la trayectoria de Sologuren se tor-
na tarea fácil, pero naturalmente imposible de agotar. Recurrimos
por ello solamente a algunas muestras especialmente representa-
tivas. Por ejemplo, el texto inicial de Detenimientos (que lleva,
por lo demás, un significativo epígrafe de Rimbaud: “Assez
connu. Les arrêts de la vie./O Rumeurs et Visions”), en el que se
percibe como una morosa delectación del lenguaje de la descrip-
ción: “Hallo la transparencia del aire en la sonrisa; hallo la flor
que se desprende de la luz, que cae, que va cayendo, envolvién-
dose, cayendo por las rápidas pendientes del cielo al lado del
blanco y agudo grito de los pájaros marinos” (p. 27). Obviamen-
te, si tenemos en cuenta las frases del poeta acotadas líneas arri-
ba, la contemplación (acompañada ahora de invocaciones) se
halla ricamente mostrada en Estancias, breve libro en el que se
habla de la noche, el mar, la nieve, la flor, la mañana, el árbol, la
vida, el agua, la primavera, el otoño, realidades que al ocupar
lugar preferente en ese arsenal de referentes del que hablaba el
poeta, reaparecen una y otra vez.
Sin embargo, si hubiera que escoger entre los elementos natura-
les aquéllos que más frecuentemente motivan el contemplar/poe-
tizar de Sologuren, habría que señalar al mar y a la noche. Aquel
registra su presencia muy tempranamente en el discurso poético
del autor y ya desde entonces su rostro y su misión, caros al poe-
ta, están definidos. Hay, en efecto, en Dédalo dormido (1949) un
texto emblemático, “La visita del mar”, en que no sólo está la vi-
sión bellamente expresada: “casto sonámbulo entre materias co-
rrompidas/ola sedosa que tristemente espejeo... El aire de la no-
che, tus dedos ciegos, celestes/tu profunda seda, mar, ardiendo
quietamente”, sino también la constancia de lo que el mar signi-
fica para el creador: “Toda palabra es mía cuando estoy a la ori-
lla/de tus ojos, mar todo silencio es mío... o estoy en mí, o no
soy mío, viento son mis ojos,/mar, ahora que te miran, ahora que
tu rostro/me alza largamente despierto en el vacío,/blanco corcel
yo mismo, inmaterial, desnudo...” (p. 43). Hay, pues, una especie
de poder estimulante, fecundante en el mar: “el mar que mira
como ciego/inmemorial mútilo mármol/desgarrando su blanco
sueño/en sueño vigilante me ha trocado” (p. 111); y también:
“Giro, Mar, sobre tu aliento/De ti salí, hacia ti vuelvo./Soy tu
fábula, tu espuma;/y tu anhelo, tu sueño/indescifrable/me palpi-
la poesía de javier sologuren 323

ta la marea/de la sangre” (p. 80); y todavía: “el mar se hizo des-


tino/se extendieron sus páginas/y una mañana súbita/de bruces
me echó en ellas” (p. 211). El poeta que en La hora (1980) dirá:
“me he bañado en las fluctuantes/nociones del mar/soy encaje de
sal en el madero...” (p. 213), es naturalmente el mismo que en
1948 (Vida continua, primera versión) salmodiaba ya como una
letanía: “Todo, todo hacia el mar” (p. 55). Y en lo que se refiere
a la noche, que está presente antes incluso del primer libro (“La
Noche toda música/en el cielo y en el mar...”, poema de 1940, p.
14), registra también continuamente su presencia, como en “Pie
de la noche” (p. 34), “Torre de la noche” (en que el poeta pide
a la Torre de la noche allí “donde no está la luz”, pero donde se
“lee la sangre común en rasgos infinitos... un leve animal sacude
sin saberlo la pena o su cabeza... el golpe de nuestros sueños es
de dura nieve...”, p. 56) y en “La noche de Miconos”, por men-
cionar sólo unos cuantos textos. Así, “la noche que vibra su bara-
ja./Su irónico resorte me ha lanzado/una cifra de frágil escritu-
ra/un guijarro sonámbulo de luz” (p. 75) es, como el mar, un de-
sencadenante de la escritura poética a la que en algún momento
el poeta terminará confesándose: “Yo, Velador,/me confieso a
ti,/Noche,/bajo mi lámpara” (p. 97).
Parece indudable la presencia fuerte de esta línea contemplativa
frente a la realidad, el éxtasis del que hablaba Paoli, “la contem-
plada/dicha/la gozada” (p. 117), y sin embargo no todo acaba en
la pura contemplación, ya que “toda flor me lleva más allá” (p.
220). Hay una suerte de trascender a lo poseído por la contem-
plación, y el poeta mismo, en la entrevista de Cabrera, explica:
“Poseo esto, pero todavía hay algo más allá, y quisiera también
ir a ese más allá”. Una última iluminación sobre el trato con la
naturaleza figura igualmente en la indicada, importante conversa-
ción: “Bueno, esto es para mí la naturaleza: un ámbito vívido y
redentor, un ámbito que permite poder expresar los hechos in-
ternos”.
Debe agregarse que el poeta contemplador no sólo dirige su mi-
rada hacia la realidad externa, sino que también la proyecta hacia
su propio ser. Una vez más esta línea básica viene de los comien-
zos del trabajo de Sologuren: “Desciende a la profunda anima-
ción de la fábrica corpórea que opera como un denso vino bajo
la lengua ligera” se lee en Detenimientos (1947, p. 27) y se pro-
longa insistentemente hasta sus últimas etapas, como cuando en
324 jorge cornejo polar

Tornaviaje se presenta la memoria de la enfermedad infantil que


confesadamente (ver por ejemplo el proemio a la última edición
de Vida continua, 1989) fue el ámbito propicio para el surgi-
miento de la vocación poética. Una faceta de esta actitud puede
detectarse en el continuo encarnarse o identificarse del sujeto ha-
blante de la poesía de Sologuren en figuraciones como el mora-
dor, el desterrado, el antiguo, el enamorado, el velador, el nave-
gante, etc. Siguiendo con detenimiento estas múltiples figuracio-
nes sería posible sin duda elaborar un cabal retrato psicológico
sino del poeta Sologuren al menos del personaje, el yo, que dice
los textos de su poesía (tarea ciertamente tentadora que alguna
vez nos gustaría emprender). Otra dimensión de la contempla-
ción del hombre en general y también de sí mismo, la más singu-
lar e insólita, se da cuando el hablante se ve en el acto mismo de
cumplir determinadas acciones, merced a un cierto tipo de des-
doblamiento: “Veme agitado, veme inclinado, veme/viéndome,
flor...” (p. 60) o “... solo/al compás del orden imperante/oyéndo-
me pensar...” (p. 144). Algunas veces la acción contemplada tie-
ne que ver directamente con el acto poético: el poeta frente a la
página en blanco (“Yo, Velador,/me confieso a ti,/página,/bajo mi
frente, blanca” (p. 97); también, “escribo a mano a máquina/
hablándome a mí mismo/escribo la frase suelta/con la palabra se-
creta/¿alguien sabe la hora exacta?” (p. 202); o “veo leo me apa-
reo/dentro del proceso cifrado y corrosivo/un irse veloz de la
sangre en el cerebro/y celebrar su sigiloso retorno/por el circuito
cerrado del simultáneo cuerpo” (p. 212). Y las citas podrían cier-
tamente tornarse innumerables.
Tenía razón Paoli al sostener que Sologuren es un lírico extático.
Ahí se encierra una coordenada fundamental de su actitud como
poeta, siempre que se entienda que éxtasis, en este caso, no sig-
nifica inmovilidad permanente ante el esplendor de lo contem-
plado sino, por el contrario, un continuo moverse de una a otra
realidad, deteniéndose sólo y fugazmente en aquéllas que llevan
dentro de sí el poder de desencadenar la extasiada contempla-
ción del poeta y su subsecuente exacta, bella, generalmente des-
lumbradora expresión verbal.
3. Intentaremos ahora una tercera aproximación a la poesía de Javier
Sologuren, en búsqueda esta vez de lo que el viejo Leo Spitzer lla-
maba el centro vital de un universo poético, tarea a la que más
modernamente han descrito —entre otros— Georges Poulet y Mihail
la poesía de javier sologuren 325

Bajtin. El primero al señalar que debe llegarse al cogito, al acto


original de autoconciencia de cada escritor o “lo que es lo mismo,
captar la mente del escritor en el surgimiento y en la acción ge-
nética de su poder” para lo cual es necesario “recorrer a través de
la obra de un determinado autor, todo el camino de regreso a
aquel acto a partir del cual cada universo imaginario se abre”. Y
Bajtin al sostener: “Aquí lo más importante es la profundidad: la
necesidad de llegar, de hundirse hasta el núcleo creador de la per-
sona, en el que ella continúa viviendo, o sea, es inmortal”.
Naturalmente, no pretendemos agotar esta posibilidad crítica (to-
do un libro sería necesario para ella) sino formular simplemente
algunas reflexiones y practicar ciertos análisis en la dirección in-
dicada, tarea que en el caso de Sologuren se ve facilitada no sólo
por la existencia en el corpus que ha creado de una serie de tex-
tos que son parciales o abarcadoras “artes poéticas” (algunas de
ellas hemos mencionado ya y otras, pocas, las tocaremos luego),
sino también porque el poeta ha formulado algunas pertinentes
precisiones teóricas. De éstas, la más importante a nuestro enten-
der es la que figura en el proemio a la última versión de Vida
continua (1989).
Se lee allí: “Mi poesía se ha ido produciendo en círculos concén-
tricos, a modo de impulsiones que se explayan del centro cordial
a la periferia y, en sentido inverso, se remansan luego. Un des-
plegarse de la inquietud vivencial (nacida como elemental pul-
sión comunicativa) en el ámbito redentor de la vida natural”.
Hay, pues, un centro generador de este cosmos verbal al que el
poeta llama “centro cordial”. ¿Será posible describir con mayor
exactitud ese núcleo productor, esa especie de fuego interior, de
foco, de cuyas llamas van surgiendo palabras, imágenes, poemas?
Preguntado directamente el poeta por el autor de esta nota en
torno a esta cuestión esencial, respondió que su poesía brota de
una vivencia, de un hecho anímico, pero que debe estar teñido
siempre de un matiz emocional. Añadió que no bastan los com-
ponentes intelectuales para que brote la poesía, la emoción es
elemento indispensable en su creación. En la ya citada entrevista
de Miguel Cabrera, Sologuren amplía estas opiniones al precisar:
“Considero que la emoción es como la sangre misma de la expre-
sión poética. De no haber emoción lo que se tendría serían ver-
sos nada más, sonidos, referentes intelectuales, conceptuales y
jamás el poema”. Y todavía más explícitamente en la misma con-
326 jorge cornejo polar

versación: “Pero, entonces, quién lo duda, si un componente de


la poesía es la imagen, por lo que hay de visual en ella; y otro
componente es el ritmo musical, otro indispensable es la emo-
ción, que anima, que hace vivir, surgir la palabra y que ésta a su
vez se torne vehículo de la emoción” (resaltados de JCP).
Procuremos ahora, con estos elementos, imaginar el camino de la
creación poética de Sologuren. Hay primero una inquietud vivencial
que se transforma en impulso comunicativo. Pero a su vez esa vivencia
generadora nace del contacto con el “ámbito redentor de la vida natu-
ral” y lleva en sí misma una descarga emocional que hace que surjan y
vivan las palabras que a su vez se convertirán en instrumento comuni-
cador de esa emoción gracias a la cual han brotado. Estamos, pues, en
presencia de una concepción y una praxis poética que privilegian lo
emocional, pero que no obstaculizan por cierto ni la nitidez y el rigor
del discurso intelectual (no hay oscuridades insalvables en esta poesía)
ni el despliegue de una vasta, original y muy hermosa imaginería, ni el
fluir de un ajustado ritmo verbal, sólo que todo eso, —pensamientos,
imágenes, palabras— vibra como transido por un viento emocional
intenso pero recatado y sombrío, discretamente contenido y sabiamente
soterrado, como quiere Miguel Cabrera.
De los múltiples y variados poemas que presentan, describen o dan
opiniones sobre la poesía, hay uno especialmente interesante. Se titula
“Recinto” (1967) y es también un texto complejo en el que se articulan
diversos planos de significación. El primero, el más visible, es el que
tiene que ver con la muerte, pero vista en este caso, más que como un
hecho personal, como suceso radical que acaba de un solo golpe con
la vida de un pueblo: “la muerte cayó de arriba a abajo como un
puño/inapelable”. Se trata de la muerte de un imperio: “ lo encerrado
[lo enterrado, diríamos] fue el reino”. Una serie de indicios, como el leit
motiv de la conversación, el huaquero, permiten afirmar que sin perder
su alcance universal, el texto alude primordialmente al Imperio Incaico.
Pero lo más importante para nuestros fines es que el duro trabajo del
arqueólogo y el huaquero tratando de encontrar por medio de la
excavación testimonios del pasado, se torna alegoría de la tarea del
poeta que excava también en su propio ser, en su memoria, en sus
vivencias, en su subconsciente para de allí extraer los materiales de su
poesía. La imagen escogida es la de las cien mil hojas secas de las que
se extraerá el poema. Esta interpretación se halla validada expresamente
y con amplias explicaciones en la tantas veces citada conversación con
Cabrera. Allí señala el poeta, luego de subrayar las similitudes entre las
la poesía de javier sologuren 327

dos acciones, que “las dos actitudes fusionadas, las dos acciones cons-
tituyen una convergencia dentro del poema”. Lo más importante, sin
embargo, es la precisión que el poeta postula: “hay que hacer de estos
desechos, de estas cien mil hojas muertas, algo que tenga vida, que
tenga sentido: el poema”. Toda esta teoría del poetizar empalma bien
con lo que tenemos visto: la contemplación de la realidad es parte de
la excavación que hará surgir ese organismo vivo que es el poema
(apartado 2). Y también con lo planteado en el primer apartado de este
estudio: la poesía como una forma de superar el rigor aniquilador del
tiempo y de la muerte. Y si allá veíamos que poetizar es poner “proa
contra el tiempo”, vemos ahora que el poema es “ruido o palabra que
fuera a quebrantar/la equívoca eternidad de la muerte”.
Henos aquí ahora al término de este triple, convergente intento de
acceder al rico universo de la poesía de Sologuren. Pero como (casi)
siempre ocurre, la tarea crítica —ese tratar de superar “la ajenidad de lo
ajeno” (Bajtin) para aprehenderlo y explicarlo— deja siempre un poso de
insatisfacción en quien la practica, en particular si se toma como obje-
to la poesía, cuya huella en el ánimo del lector/crítico, aunque intensa,
ronda a veces con lo inefable. En todo caso, si mucho se ha quedado
por decir, de algo al menos estamos ciertos: hemos escogido bien los
tres puntos de mira, ya que todos ellos llevan a instancias fundamen-
tales de la poesía de Javier Sologuren, una de las más altas voces líricas
de la poesía contemporánea de América Latina.
El símbolo en la poesía de
Javier Heraud
Para una lectura superficial o poco atenta, la poesía de Heraud puede

parecer extremadamente simple, desnuda casi por completo de artifi-


cios poéticos. Pero ésa es una impresión engañosa que se desvanece
luego de que una lectura más atenta permita un acercamiento profun-
do y completo a la breve obra de este poeta (cinco poemarios, menos
de un centenar de poemas). Sorpréndenos, entonces, la tensa voluntad
de estilo y la clara intención de técnica que se manifiestan no sólo en
la cuidada construcción de cada libro o en la delicada arquitectura de
cada poema, sino también en el uso seguramente deliberado de un va-
riado repertorio de instrumentos antiguos y modernos del oficio litera-
rio. Precisamente por eso la vía del análisis de los procedimientos poéti-
cos puede conducir, en el caso de la obra de Heraud, a un progresivo
develar de sus más secretas estancias y a una bien orientada aproxima-
ción a las claves de su concepción del mundo y de su actitud ante la
vida, especialmente si se la acompaña con un esclarecimiento de las
principales líneas temáticas de la obra del poeta. Tal es la empresa que
este estudio pretende cumplir, aunque —cierto es— en forma solamente
parcial.

I. Los símbolos en la poesía de Javier Heraud


Enseña Carlos Bousoño que la figura literaria llamada símbolo se da
cuando el poeta pretende expresar por medio de la referencia a un algo
u objeto (que es el símbolo mismo) otro mundo o territorio real (que
es lo simbolizado). Lo más característico del símbolo viene a ser “lo di-
fusamente que divisamos el territorio real guarecido tras él”. Este mun-
do real al que el poeta alude sólo es determinable de modo genérico,
no específico. El lector conoce el género de realidad que expresa el
símbolo, pero no puede precisar con toda exactitud y certeza la especie

[329]
330 jorge cornejo polar

a la que tal realidad pertenece. Así, explica Bousoño, en un poema de


Unamuno en que se habla de un voraz buitre que devora las entrañas
del poeta, este buitre es símbolo de ciertas angustias, inquietudes, pro-
blemas del poeta que desgarran y destrozan su espíritu. Concebimos,
entonces, “in genere” la realidad a que el símbolo se refiere —aquellas
angustias, dolores, inquietudes—, pero no alcanzamos a descubrir su
exacta naturaleza. Éste es el caso general de funcionamiento del símbo-
lo, es decir, el llamado símbolo monosémico. Pero hay también otra cla-
se de símbolo (más complejo y de mayor riqueza expresiva) a la que
Bousoño denomina símbolo bisémico. Consiste en que cuando el poeta
recurre a un objeto para por medio de él simbolizar algo, utiliza tal
objeto no sólo como instrumento o medio de expresar otra realidad que
se esconde tras él, sino que simultáneamente se refiere a dicho objeto
en su significación propia. Así, en un poema de Machado en que se
describe un estanque de oscuras, mortecinas aguas, hay un símbolo,
puesto que por medio de tal descripción el poeta quiere mentar sen-
timientos de tristeza y amargura simbolizados en el agua muerta del
estanque; pero es símbolo bisémico porque a la vez el poeta está pin-
tando en realidad a un estanque y a sus aguas, con tales o cuales car-
acterísticas. El objeto escogido cumple, pues, una doble función, está al
servicio de la bisemia del símbolo.
En la poesía de Javier Heraud creo descubrir como una de sus más
significativas constantes la tendencia a la figuración simbólica plasmada
fundamentalmente en tres direcciones: el viaje, el río, el otoño.

A. Un símbolo bisémico: el otoño

Aunque las alusiones al otoño se hallan dispersas en varias de las


obras del poeta, es en “En espera del Otoño”, segunda parte del poe-
mario Estación reunida, donde el símbolo se da en toda su pureza.
Mediante una sucesión de poemas se coloca al lector en espera (an-
siosa, ilusionada) del otoño. Es casi como un obsesivo estribillo el que
el poeta entona: “estoy en espera del otoño”, y así en larga letanía. Se
espera, pues, al otoño como a un gran advenimiento, pero no se sabe
aún cómo es el tan esperado otoño. Sólo algunos atisbos son adelanta-
dos como primicias: “Otoño sagrado, ¿cuándo recibiremos tus primeras
hojas?”; y en otro lugar: “Ahora y siempre / estoy en espera del otoño
/ del mismo eterno otoño / del otoño de los árboles / del otoño de las
luces / del otoño de las casas y las flores”. Finalmente, el poeta (teme-
roso de “haber empañado con deseos” al otoño intacto, expresa su
la poesía de javier heraud 331

anhelo: “estación del otoño / no quiero que me digan / que acaso ya


no seas como solías ser: / tenuemente dulce / tenuemente fría / tenue-
mente amarga”. Creado el clima de exultante expectativa (“cantemos al
advenimiento del otoño”) se desea vehementemente conocer mejor,
adentrarse al fin en el secreto maravilloso del otoño, del que no se co-
noce sino destellos. Y, sin embargo, del otoño no habrá de decir Heraud
casi nada en concreto y en eso radica, precisamente, la maestría de este
refinado juego de poesía. Más que describirlo en detalle, más que pin-
tar cuadro tras cuadro que lo reflejen, sólo insinúa algunos de sus ras-
gos mezclados con su trémulo, amoroso aguardar y es entonces que
entra en función el doble juego significacional que es propio del sím-
bolo bisémico: por un lado, los versos de estos poemas aluden, no cabe
duda, al otoño como determinada estación del año, con su frío suave,
con su caída de hojas y flores, con el inicio de las clases: “Empieza el
otoño y dulces vientos nos despeinan / nos hacen correr detrás / de
sombras pasajeras / recogemos hojas amarillas / y consolamos troncos
/ parques, bancas, plazuelas. / El otoño nos sacude las gargantas / nos
sacude los días / y nos ofrece variadísimos caminos para andar…”.
Pero, por otro lado, estos mismos versos aluden al otoño como a algo
mucho más grande, trascendente y actuante que una simple parte del
año. Es más bien como una estación de la vida que habrá de colmar
con su plenitud la espera del poeta y de los hombres todos, pero no es
posible aprehenderla cabal y exhaustivamente a través de las palabras
de Heraud. Cabe por eso preguntarse si en esta nueva dimensión el
otoño de Heraud será la felicidad, la realización total de las posibilida-
des humanas, la consumación de lo larga y ardientemente deseado, o
tal vez la instalación de la justicia sobre la tierra, el triunfo del ideal, la
abolición del mal. Todo ello y mucho más tenemos derecho a pensar,
porque el símbolo de Heraud, fiel a su naturaleza literaria, sólo alude
vaga y difusamente, sin precisión, a la realidad que se quiere expresar
a través de un algo concreto, en este caso el otoño.
En todo caso, parece evidente que la realidad que se escuda tras la
figuración del otoño, aparte de ser de carácter positivo, tiene alguna
relación con el ejercicio poético de Heraud. Una edad del tiempo en
que la vida será más plena y más cercana y urgente la vivencia de la
poesía, tal es solamente una aproximada traducción de lo por definición
no determinable. En esa edad el poeta habrá de nacer de nuevo, reno-
varse: “Nosotros / que nacemos en pleno otoño…”, dice, y por eso es
seguramente tan vehemente y desesperada la pasión con que él la
aguarda: “Tierra vacía del otoño / nada ya me importa / y sólo me atrae
332 jorge cornejo polar

tu irresistible llegada”; y es que como el propio poeta lo dice: “aún no


he encontrado / mi meta destinada / aún no he escogido el sendero
señalado”; y será en el anhelado otoño, se puede colegir, cuando su
destino será asumido, el camino recorrido. Y es también en vinculación
con el otoño que la poesía se acerca al poeta y con mayor apremio le
exige su entrega: “Por qué me acechas de este modo poesía / por qué
me persigues insistentemente?”. Y aunque el poeta a ratos parece que-
rer librarse de esta dulce pero exigente tiranía, al final tendrá que con-
fesar bellamente: “porque contra ti, poesía, nada puedo / porque con-
tra ti nunca he podido / porque contra ti nunca podré”.

B. El río: símbolo monosémico

Si en el caso del otoño, la filiación literaria de la figura parece razona-


blemente clara —se trata básicamente de un símbolo—, no ocurre lo mismo
con el río —otra de las constantes de la obra de Heraud—, que a ratos se
ofrece como una visión, pero más generalmente y más fundamentalmente
como un símbolo, esta vez del tipo monosémico. Visión es, siguiendo
siempre la lección de Bousoño, “la atribución de cualidades irreales a un
objeto”, y, en ese sentido, cuando Heraud se asigna claramente las carac-
terísticas de un río, estaría, pues, plasmando una visión. Pero la dualidad
poetarío, considerada como un conjunto, es, de manera evidente, un sím-
bolo de la vida principalmente y también del cosmos, la humanidad y la
creación artística. Este complejo recurso poético (una figura en dos tiem-
pos en realidad) se da en El río, el primer libro que publicara Heraud.
Son nueve estrofas que en este caso significan nueve etapas en la
elaboración de un amplio edificio de imaginación o, si se prefiere,
nueve enfoques distintos hacia un solo punto.
En la primera son la violencia de la corriente del río, el duro golpear
de sus aguas, los pilares en que se asienta la composición: “voy bajan-
do por las piedras / voy bajando por las rocas duras… / bajo cada vez
más / furiosamente / más violentamente”. Esta primera estrofa es tam-
bién una muestra de cómo dentro de la arquitectura general del poema
El río, simbólica y visionaria, Heraud despliega otros recursos técnicos
de alcance más restringido pero de similar eficacia expresiva. Tal es el
caso de los encabalgamientos que suceden (en ésta y en las siguientes
partes del poema), cumpliendo la función que les es habitual: reforza-
miento de la expresividad de la parte final del verso, el fragmento enca-
balgado. Así, en: “bajo cada vez más / furiosamente”, donde es este últi-
mo contenido el que resulta realzado.
la poesía de javier heraud 333

La segunda sección se contrapone a la primera porque aquí la inci-


dencia es sobre la ternura, la delicadeza, la generosidad. Desde el
comienzo estas connotaciones se muestran: “soy un río cristalino”, para
continuar después: “A veces soy / tierno y / bondadoso. / Me deslizo
suavemente / …doy de beber miles de veces / al ganado, a la gente
dócil…” (Repárese en el encabalgamiento usado nuevamente con pro-
fusión).
El tercer paso marca un retorno a la fuerza esta vez desatada, a la
rudeza: “pero a veces soy / bravo / y fuerte / pero a veces / no respeto
ni a / la vida ni a la / muerte… bajo con furia y con / rencor... golpeo
contra las / piedras más y más, / las hago una / a una pedazos / intermi-
nables…”; “… Los animales / huyen, / huyen huyendo [típica reitera-
ción, muy usada también por Heraud]... cuando / inundo / las casas y
los pastos... las puertas y sus / corazones, / los cuerpos y / sus / cora-
zones”.
En su primera mitad, la cuarta etapa es como una ampliación suma-
mente sugestiva de lo anterior: “Y es aquí cuando/ más me precipito. /
Cuando puedo llegar / a los corazones, / cuando puedo / cogerlos por
la / sangre, / cuando puedo / mirarlos desde / adentro”. La conclusión
es, por el contrario, un retorno a la tranquilidad: “Y mi furia se / torna
apacible”. Hay en estas cuatro primeras estrofas un alternado juego de
fuerza y violencia (I y III) y tranquilidad y suavidad (II y IV) que testi-
monia una vez más la voluntad de arquitectura estilística del poeta.
La quinta parte habla del “río eterno de la dicha” a la par que parece
prefigurar el final del recorrido allá junto al mar: “ya siento las brisas
cercanas, ya siento el viento en mis mejillas…”.
La alusión a la vida a través del símbolo que es el río se hace bas-
tante clara en la estrofa sexta, especialmente en sus versos impares que
conforman una construcción de tipo anafórico y se refieren al río que
viaja por las riberas, orillas, pastos, calles, montes, casas y al fin “den-
tro de los hombres”. Los versos impares son una típica “enumeración
caótica”: árbol, piedra, puerta, flor, mesa, silla, corazón, etc.
La mención de la función poética parece entreverse en la sétima estro-
fa: “Yo soy el río que canta / al mediodía y a los / hombres / que canta
ante sus tumbas / el que vuelve su rostro / ante los cauces sagrados”.
La breve estrofa octava es una reiteración en la descripción del
recorrido del río: baja por las quebradas, los pueblos, las ciudades, las
praderas.
La estancia final representa el momento de más alta calidad poética
de la obra toda. Es un delicado ejercicio de composición poética en el
334 jorge cornejo polar

que la referencia al destino final de los ríos (ir a confundirse con el mar)
sirve de instrumento para expresar algo mucho más profundo, el desti-
no final de la vida de los hombres en general y del poeta en particular:
la muerte. Pocas veces se hallará una tan bella y delicada manera de
decir lo inevitable de la muerte (“llegará la hora… el día llegará...”),
consumación que para el poeta es sobre todo el acallarse de su canto
(“tendré que / silenciar mi canto / luminoso…”) y el dejar de ver su
mundo (“no veré más mis campos… mis árboles… mi viento”, etc.). Al
fin todo se disolverá en una llanura de agua, todo se confundirá en una
nueva realidad. La palabra antigua de Jorge Manrique (“Nuestras vidas
son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”) parece resonar,
sabiamente asimilada, en estos versos.

C. El símbolo del viaje

En la trilogía simbólica de Heraud, el viaje cumple también un rol


importante. Aquí el símbolo del viaje se parte en varias secciones, de
las cuales unas, aquéllas en que no se alude a ningún viaje, son eviden-
temente símbolo monosémico; mientras que otras, aquéllas en que
aparte de la intención simbólica hay referencia a un efectivo viajar, per-
tenecen a la categoría de símbolo bisémico. El viaje es un símbolo que
no se halla concentrado en una sola de las composiciones o de los poe-
marios de Heraud, sino que aparece y reaparece en distintos momen-
tos de sus obras; no obstante, la figuración se da con especial insisten-
cia en los poemarios El viaje y Viajes imaginarios. Debe advertirse que
los dos grandes viajes de Heraud, el viaje a Rusia —y otros países de Eu-
ropa— y el viaje a Cuba, son ambos posteriores a estos poemarios, por
lo que sería inútil tratar de encontrar las huellas de tales viajes en estos
versos. Ignoro más bien si hubo otros viajes anteriores del poeta, tal vez
dentro del Perú solamente, los cuales pudieran haber proporcionado al-
gún material para estos dos libros. En todo caso, lo importante es la di-
mensión estética y el alcance simbólico del viaje más que la investiga-
ción acerca de la carga de elementos autobiográficos que pudiera exis-
tir en ellos.
Por lo pronto es curioso advertir que los tres símbolos fundamenta-
les de la poesía de Heraud están expresados en distinto tiempo verbal.
Así, el río está en presente: “Yo soy el río…”; el otoño se alza en el
futuro: “Estamos en espera del otoño…”; y el viaje alude al pasado.
Dentro de esta coordenada temporal, el viaje parece significar, en varias
ocasiones, simplemente el sueño durante el cual se recorre comarcas y
la poesía de javier heraud 335

paisajes sin fin; pero en otros casos, y más profundamente, el viaje alu-
de a una experiencia interior, quizás a una crisis radical acaecida al poe-
ta en alguna ocasión. Porque el viaje en Heraud expresa fundamental-
mente un deseo hondo de descanso, de un descanso que podría signi-
ficar superación de conflictos íntimos, tranquilidad, ausencia de angus-
tias; pero un descanso así no ha sido logrado en el transcurso del año
en que Heraud ha “viajado”, es decir, ha intentado descansar. Se produ-
ce entonces ese entrecruzamiento entre dos “entidades fundamentales,
el año y el descanso, cuya intensidad varía y cuyos significados se entre-
cruzan formando la trama interior que sostiene los versos”, como lo ha
visto y expresado lúcidamente Washington Delgado en el estudio inclui-
do en el volumen Poesías completas y homenaje.
Todo esto ocurre en el poemario El viaje. En Viajes imaginarios, co-
mo el mismo título lo indica y como lo confirma la cita de Luis Hernán-
dez que precede a los textos (“viajes no emprendidos / trazos de los de-
dos / silenciosos sobre el mapa”), parece darse más que nada una suer-
te de ejercicio de imaginación logrado a través de diversas estancias:
viaje por los bosques perdidos, viaje por los sueños, viaje por las calles,
viaje por las playas desiertas, viaje por las ruinas ignoradas. Este libro
presenta la peculiaridad de no estar escrito en verso, aunque se trata
desde luego de unas prosas de elevada calidad poética.

II. Un tema en la poesía de Heraud: la muerte


La muerte no es tan sólo un motivo dentro de la poesía de Heraud,
es más bien uno de sus leit motiv. Una extraña y conmovedora familia-
ridad con la muerte y un continuo referirse a ella se dan, en efecto, a
todo lo largo de la obra poética, en la cual, en una y otra ocasión, den-
tro de unos y otros contextos, la terca presencia de la muerte es un hito
fundamental.
La certidumbre de que cada hombre lleva dentro de sí su propia
muerte (que recuerda claramente a Rilke) parece inspirar las considera-
ciones del joven poeta. Como “uno está siempre / compuesto / de un
trozo de muerte y de camino” no hay razón para temerla ni para huir
de ella que se alza siempre e inevitablemente al término del viaje que
no sabemos si habrá de ser corto o largo. Así, pues, se explica que diga:
“No es que yo quiera alejarme de la vida / sino que tengo que acercar-
me hacia la muerte”. No se trata de buscarla (Heraud, recordemos, no
quiere alejarse de la vida) sino de aceptar sin grito ni desmayo que ha-
cia ella nos dirigimos como punto final de la existencia. Y entonces se
336 jorge cornejo polar

entiende también su decir: “no tuve miedo de la muerte… y supuse que


al final moriría alguna tarde entre pájaros y árboles”. No temió a la
muerte pero tampoco la menospreció o se burló de ella: “Yo nunca me
río de la muerte”. Ni miedo, pues, ni insensato desprecio. En la misma
raíz encuentra su explicación su tranquilo esperar la muerte: “y espe-
raré la muerte alegremente con mi seco corazón”; y también: “sé que al
llegar / ella yo estaré esperando... / o tal vez desayunando”. Por eso
cuando llegue al fin la hora de la muerte el poeta anuncia: “La miraré
blandamente / (no se vaya a asustar) / y como jamás he reído / de su
túnica, la acompañaré, / solitario y solitario”.
Qué conmovedora e inexplicable, racionalmente hablando, esta ob-
sesiva insistencia en el tema de la muerte en un poeta que iniciaba triun-
falmente su carrera literaria; qué sobrecogedora y misteriosa además esa
evidente premonición tan precisa hasta en el escenario que en la reali-
dad habría de rodear su muerte: “Yo nunca me río / de la muerte. /
Simplemente / sucede que / no tengo / miedo / de / morir / entre /
pájaros y árboles” (“Elegía”); premonición repetida con igual detalle en
el poema “Recuento del año”: “No tuve miedo / de la muerte... / y
supuse que / al final moriría / alguna tarde / entre pájaros / y árboles”.
“¿Por qué tocamos con nuestras ineptas manos a la poesía, si no sa-
bemos nada de su misterio?”, se preguntaba angustiado el maestro es-
pañol Dámaso Alonso, confesando que la estilística y la ciencia literaria
permanecerán por mucho tiempo aún a “orillas del misterio” de la crea-
ción poética. Y si esto es cierto de cualquier tipo de poesía, con mayor
razón lo es de ésta, en que oscuramente se ha dado una suerte de adivi-
nación, se ha intuido en alguna manera lo futuro. Vallejo anunciando
tristemente “me moriré en París con aguacero…”, Salazar Bondy escri-
biendo su “Testamento ológrafo”, Heraud prediciendo su muerte entre
árboles y pájaros, son tres casos (los más cercanos a nosotros) en que
este misterio ha florecido.
Es en todo caso admirable la hondura y a la vez la sencillez y el alto
tono humano con que el tema de la muerte (difícil siempre) está trata-
do en la poesía de Heraud. Alejado por igual de la lamentación senti-
mental, del exceso retórico y de la tentación filosófica o moralizante, su
obra es en este sentido a la vez conciencia vigilante y alerta de que la
muerte es rasgo sustancial de la condición humana y hermosa expre-
sión verbal de tan sentida convicción.
Estas notas son apenas una primera y parcial aproximación a la obra
de Heraud. Un juicio basado en ellas (forzosamente provisional, pues
el análisis en que se funda no es completo) tendría que hacer hincapié
la poesía de javier heraud 337

desde ya en la calidad humana de sus temas, en la emocionada manera


de acercarse a sus semejantes, en la hondura de su vivencia familiar y
amical, en la fácil habilidad para hacer poesía con sencillos elementos
de la vida cotidiana, en el dominio de numerosas técnicas de creación
poética, en la riqueza imaginativa y en el poder metafórico, en la ade-
cuada elección de un lenguaje que mana y discurre sin esfuerzo y casi
sin decaimientos. Y tendría que concluir con la afirmación clara de que
la poesía de Heraud, no obstante su brevedad, representa una de las
más valiosas creaciones de la lírica peruana del presente siglo.
Historia de los textos

“Melgar fabulista” apareció en El Comercio (Lima, 19 enero de 1975).


“Los artículos de costumbres de Manuel Ascencio Segura” es la versión
corregida del prólogo a Artículos de costumbres de Manuel A. Segura
(Lima: Editorial Universo, 1968). “Costumbrismo y periodismo en el
Perú del siglo XIX” apareció en la revista Lienzo 17 de la Universidad
de Lima, agosto de 1966. “Relaciones entre el costumbrismo peruano y
español” se publicó en Cuadernos Hispanoamericanos Nos. 539-540,
Madrid, mayo-junio de 1995 (pero con el título “Costumbrismo peruano
y español”). “Presencia inglesa en el costumbrismo peruano” es el texto
de una conferencia en la Asociación Cultural Peruano-Británica de Lima.
Fue publicado por la misma Asociación y el Consejo Británico en 1982.
“Palma entre el costumbrismo y la novela” es un trabajo que en su pri-
mera versión obtuvo mención honrosa en el concurso convocado en
1983 por la Universidad Ricardo Palma de Lima. “El símbolo del alimen-
to en la poesía de César Vallejo” fue originalmente una conferencia dic-
tada en el curso “La poesía contemporánea en español y César Vallejo”,
que organizó la Universidad Complutense de Madrid en agosto de 1992.
La versión ampliada que ahora se publica apareció en Plural, revista del
Programa de Estudios Generales de la Universidad de Lima, año 2, Nº
2, enero-julio de 1996. “Vallejo y la vanguardia, una relación proble-
mática”, se publicó en la revista Apuntes de la Universidad del Pacífico,
Nº 28 (Lima, primer semestre de 1991). “La poesía de César Atahualpa
Rodríguez” fue en su primera versión el estudio preliminar a Cien poe-
mas, Arequipa en la poesía de César Atahualpa Rodríguez (Arequipa:
Banco del Sur del Perú, 1984). “Estuardo Núñez y la crítica de poesía
en el Perú” se publicó en La Casa de Cartón de OXY, segunda época,
Nº 7 (Lima, invierno-primavera de 1995). “La poesía en Arequipa en el
siglo XX” es una versión modificada del estudio preliminar de mi libro
La poesía en Arequipa en el siglo XX. Estudio y Antología (Arequipa:

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UNSA-Concytec-Ediciones de la Pacpaquería, 1990). “Nota sobre la fun-
ción del espacio en Los ríos profundos” apareció en Anales de Literatura
Hispanoamericana, Nos. 2-3 (Madrid, 1973-1974). “Arguedas y la políti-
ca cultural en el Perú” fue una ponencia presentada en el Seminario
Internacional “José María Arguedas, 25 años después” organizado por
SUR, Casa de estudios del socialismo (Lima, 9-11 de noviembre de
1994). “Notas sobre la teoría novelística de Ciro Alegría” se publicó en
Punto de Equilibrio, año 6, Nº 50 (Lima, setiembre-octubre 1997). “La
poesía de Juan Gonzalo Rose” es una versión ampliada y puesta al día
de un artículo aparecido en Cauce, Nos. 2-3 (Tacna, diciembre de 1974).
“Tres aproximaciones a la poesía de Javier Sologuren” se publicó en
Kantu, Nº 9 (Lima, agosto de 1991). “El símbolo en la poesía de Javier
Heraud” apareció en su primera versión en la revista Homo, año 1, Nº
3 (Arequipa, agosto de 1966). El texto “El Espejo de mi Tierra y el cos-
tumbrismo en el Perú” forma parte del volumen titulado Homenaje a
Luis Monguió, que ha sido publicado recientemente en California.

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