Historia de La Vida Consagrada (Marcos Quesada)

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HISTORIA DE LA VIDA CONSAGRADA

DESDE SUS ORÍGENES HASTA NUESTROS DÍAS

1. El monacato primitivo. La génesis de una reconstrucción religiosa y


civil.

Ya sea que el enfoque se realice desde la historia, desde la sociología, desde la


teología, desde los movimientos religiosos o desde la cultura, el fenómeno del
monacato resulta siempre apasionante y de vasto interés, como igualmente
despierta pasión e inmenso interés el suceso del cristianismo, dentro del cual
tuvo su génesis ese peculiar y primigenio estilo de vida religiosa que ha
albergado en su seno a miles y miles de ascetas, anacoretas, cenobitas,
eremitas y monjes que, a lo largo de la historia del movimiento cristiano, se
han ido sucediendo en la praxis monástica desde los orígenes hasta la
actualidad.

El monacato, ante todo, fue –y lo es aún– un movimiento espiritual: se trataba


de la decisión radical de hombres y (después) mujeres que –por su deseo de
llevar una vida cristiana más perfecta (de hecho, se les llamaba los perfectos)
se desprendían de sus pertenencias, de sus familias y de sus comunidades para
internarse en la soledad austera del desierto. Ellos se sentían movidos por la
gracia del Espíritu e impulsados por Él a esos lugares solos en donde podían
encontrar –mediante la oración, el ayuno y la penitencia– una mayor cercanía
con Dios1.

1
La Exhortación Apostólica Vita Consecrata, en su numeral 6, corrobora que “desde los primeros siglos de la
Iglesia ha habido hombres y mujeres que se han se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del
Verbo Encarnado y han seguido sus huellas, viviendo de modo específico y radical, en la profesión monástica,

1
No se trataba sólo de varones: pronto hizo su aparición la «institución de las
vírgenes», que creció a partir del s. III; antes de esto ellas vivían en sus casas y
sin hábito, es decir, no tenían vida comunitaria. En el s. IV son más numerosas
y se hace más solemne la consagración. En cuanto a los ascetas, los menciona
ya la Didaché, vivían en la pobreza y el celibato aunque conservaron sus
propiedades (a diferencia de los anacoretas, que renunciaban a sus
pertenencias), se fueron agrupando hasta que se hizo difícil distinguirlos de los
cenobitas; estos primeros anacoretas, junto con las vírgenes, son la originaria
manifestación de vida religiosa dentro de la Iglesia (más adelante
explicaremos la estructura de cada una).

El estilo de vida de estos cristianos: austero, ascético, radical, anónimo y beato


pronto arrastró tras de sí a muchos que deseaban también ser perfectos; y así
pronto se convirtió en un movimiento de dimensiones impresionantes y de una
influencia innegable, no sólo en los ámbitos eclesiales, sino también –y con
igual preponderancia– a nivel cultural y económico, y esto se evidenciará con
creces, como veremos más tarde, en el Medioevo. Para finalizar esta
introducción, valga decir solamente que tanto la institución monástica
occidental (en su forma benedictina), como el monacato oriental (de cariz
basiliano) sirvió no sólo para la cristianización de los pueblos, sino también –y
principalmente– para la reconstrucción civil de la sociedad toda 2. El estilo de
vida de los monjes, dedicado a la oración, el estudio y el trabajo –y con el

las exigencias derivadas de la participación bautismal en el misterio pascual de su muerte y resurrección. De


este modo, haciéndose portadores de la cruz (staurophoroi), hombres y mujeres auténticamente
espirituales. Capaces de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua, con los
consejos ascéticos y las obras de caridad”. Consultado este documento en la página oficial del Vaticano:
http://www.vatican.va
2
Pierini, Franco. La Edad Antigua. Curso de Historia de la Iglesia. Tomo II, Madrid: Editorial San Pablo:
1996, p. 66

2
tiempo también con una veta misionero-pastoral– fue la catapulta decisiva
para lograr esa reconstrucción religiosa y civil de la cristiandad.

2. La génesis del monacato cristiano

«Desde los principios de la Iglesia hubo hombres y mujeres que


por la práctica de los consejos evangélicos se propusieron seguir
a Cristo con mayor libertad e imitarlo más de cerca, y cada uno a
su manera llevaron una vida consagrada a Dios, muchos de los
cuales, por inspiración del Espíritu Santo, o vivieron en soledad,
o fundaron familias religiosas que la Iglesia recibió y aprobó de
buen grado con su autoridad» (PC, 1).

Elucubrar sobre los orígenes de la vida monacal es tarea harto difícil


precisamente porque no se trata de un simple suceso histórico, sino de la vida
y multitud de experiencias –individuales y comunitarias– nacidas de la
necesidad de dedicar toda la existencia a Dios con un amor radical, mediante
el servicio total a su Reino. El monacato es ante todo una experiencia eclesial;
decir algo sobre sus comienzos no es fácil principalmente por dos razones:
primero porque sus inicios están aún en tapete de discusión y, segundo, debido
a que al respecto se han sugerido tan variadas hipótesis como investigadores
interesados en el tema hay. En efecto, se han suscitado no pocas controversias
debido a la publicación de tesis tan revolucionarias como «escandalosas»; así
por ejemplo, H. Weingarten propuso que el monacato cristiano tiene sus raíces
en las prácticas paganas egipcias; específicamente, él habla de los reclusos del
templo de Serapis3 que, al parecer de Weingarten, llevaban una vida

3
Hoy se sabe que, aunque estos reclusos vivían un efectivo enclaustramiento, no podemos encontrar en
ellos, por muchas razones, la esencia del monacato pagano, ni mucho menos cristiano. Su clausura no tenía
como objetivo servir o contemplar a Dios, y tampoco se trataba de una clausura de por vida. Sin embargo,
resulta curioso el dato histórico de que San Pacomio, el iniciador de la vida cenobítica, eligiera como morada

3
eminentemente monacal: renunciaban a sus bienes, a sus familias, vivían en
castidad, guardaban estricta clausura, se llamaban entre ellos “padre” y
“hermano”, combatían a los demonios en sus sueños y visiones y llevaban un
estilo de vida de completa ascesis. Sin duda que estas prácticas coinciden
sorprendentemente con la ascesis monacal, y por eso Weingarten proclamó
con plena seguridad que los inspiradores de la vida monástica cristiana no eran
los Padres del desierto ni mucho menos, sino los reclusos del templo de
Serapis. Al defender esta tesis Weingarten sostenía que el monacato cristiano
no era una idea original del propio cristianismo, sino que estaba directamente
inspirado en los ritos cultuales de este templo egipcio. Estas hipótesis
Weingarten, como es de esperarse, suscitaron no poco rechazo y controversia,
ya que negar el origen cristiano del movimiento monacal significaba, al
mismo tiempo, enterrar una de las instituciones más longevas y
representativas del cristianismo: los monjes.

Weingarten, que era protestante e historiador, aseguraba que las fuentes


cristianas que hablan sobre el origen del monacato circunscribiendo éste como
si fuese un monopolio de la religión cristiana (p. e., Vita Antonii de San
Atanasio, la Vida de San Pablo de Tebas, la Vida de San Hilarión, etc.), eran
más devocionales piadosos con fines hagiográficos que documentos
históricos; más bien –sostenía nuestro historiador– los escritores de estas
Vidas de monjes, lejos de querer describir el origen verdadero del monacato
cristiano, buscaron cómo ocultar la incómoda verdad histórica de que los
monjes eran más herederos de un patrimonio pagano que cristiano: serían ellos

para su primera experiencia monástica las ruinas de un templo de Serapis, allá en la aldea de Schenesit; esto
ha sido suficiente para que algunos se atrevan a afirmar que San Pacomio era uno de eso enclaustrados del
templo de Serapis. Así, Battiffol, P. en «Revista Bíblica» IX (1900), p. 126

4
los continuadores de aquellos ritos cúlticos celebrados en el templo de Serapis
y no los herederos de un movimiento apostólico.

Siguiendo esta misma línea polémica, otros investigadores han negado


también el carácter innovador de la vida monástica cristiana: hubo quienes
aducían que Cristo nunca propuso un estilo de vida tal a sus seguidores; habría
sido más bien Pablo el que, adulterando el mensaje del mismo Jesús,
promovió un seguimiento de Cristo basado en la ascesis, en la renuncia del
propio yo, en la virginidad y en el desprecio del mundo. También estuvieron
aquellos que establecían un vínculo de dependencia entre los anacoretas y
cenobitas cristianos con los monjes budistas, con los estoicos o con los
esenios, e incluso se llega a afirmar que los monjes cristianos son el fruto
tanto de la influencia neoplatónica como de otras religiones filosóficas
griegas: en este mismo sentido, Reitzenstein aducía que el monacato surge
como consecuencia de la combinación de diferentes ideas religiosas y
filosóficas que se propagaron por el mundo helénico durante los siglos II-IV 4.
Frente a estas afirmaciones –que, al parecer de muchos, flaco favor hacían a la
historia del monacato cristiano– los católicos salieron a la defensa asegurando
la estrecha y directa conexión de los monjes con el Evangelio y con Jesucristo.

Siendo objetivos debemos decir que ambos bandos (por un lado, los que
afirmaban un origen exclusivamente pagano del monacato y, por otro, los que
remontaban la institución de los monjes directamente a Jesús) llevaban razón,
pero sólo en parte; por ejemplo: podemos decir que los apologetas católicos

4
García M., Colombás, El monacato primitivo, Madrid: BAC: 1998, pp. 9-11. Más recientemente
otros historiadores como Pierini también han dado su aporte al respecto: él dice que el monacato
cristiano nace en Egipto y Siria, y de ahí se extiende a todo el resto de Oriente y Occidente; la rápida difusión
del movimiento monástico coincide con la también extraordinaria difusión que está experimentando el
movimiento misionero cristiano dentro y fuera del imperio romano. Pierini, Franco. La Edad Antigua. Curso
de Historia de la Iglesia. Tomo I. Madrid: Editorial San Pablo: 1996, pp. 214-216.

5
tenían razón cuando apelaban de los muchos elementos originales de los
monjes cristianos y de su forma de vida eminentemente evangélica, pero
carecían de ella cada vez que intentaban contra todas las pruebas tirar por
tierra los paralelos y semejanzas (y por qué no también las influencias)
existentes entre la vida monástica cristiana con la de otras religiones. Como
suele suceder con otras controversias, en esta también la parte contrario
contaba con algo de veracidad: Weingarten5, p. e., estaba lejos de la verdad al
negar la relación entre el monacato cristiano y el Evangelio, pero no podemos
negar que es válida su tesis de que existían semejanzas, influencias y
paralelismo con otras experiencias monásticas extra-cristianas. Aclaremos un
punto importante en esto. El hecho de que existan notables e innegables
paralelos y semejanzas entre instituciones y prácticas cultuales o ascéticas
entre una religión y otra (a veces diametralmente distintas) no implica que
haya habido influencia directa de esta creencia en aquella otra; debemos tener
en cuenta que los paralelismos y demás coincidencias pueden explicarse
perfectamente partiendo del dato de que existe un sustrato común del que han
bebido todas las religiones, y esta fuente universal la constituye la dimensión
antropológica presente en toda creencia y práctica religiosa.

Todo este viento en contra tuvo de positivo para el cristianismo el hecho de


que impulsó la investigación seria, profunda y objetiva sobre los orígenes de
la vida monástica. Así se llegó a la conclusión, para nada deshonrosa, de que
el monacato no fue un monopolio del cristianismo (aunque debe siempre
defender el que el monacato cristiano posee unos rasgos específicos –una
esencia– que le son propios, muy propios), sino un fenómeno universal; esto

5
Aunque las tesis de Weingarten pronto fueron duramente rebatidas y anuladas, los investigadores de la
“Escuela de historia de las religiones” continuaron sacando a luz propuestas no muy lejanas a las de
Weingarten. La cuestión, incluso, no está del todo cerrada.

6
por cuanto en todas las religiones, de una o de otra manera, han existido
siempre formas más radicales y marginales de encarnar los valores religiosos
considerados como más esenciales; incluso sería interesante establecer una
comparación entre estos diferentes «movimientos monacales» para
confrontarlos y establecer puntos de contacto entre ellos y, más importante
aún, descubrir si –como ya se dijo supra– todas estas expresiones religiosas
tienen un sustrato antropológico común: tal vez el hecho de que el hombre es
también y siempre homo religiosus. Pero esto es empresa que excede los
límites de este curso.

Por ahora solamente aclaremos que es acertado afirmar que el ascetismo –en
cualquiera de sus formas–, más allá de su innegable significación religiosa, e
incluso por encima de ella, posee necesariamente un significado
antropológico. Esto explicaría el hecho de cómo hombres de épocas, culturas,
religiones y lugares tan distintos y distantes han buscado siempre ese estilo
sublime de vida con tantos puntos de contacto entre una experiencia y otra.
Decía por eso que, antes de la interpretación religiosa que puede dársele al
ascetismo monástico, debe enfocarse la dimensión antropológica, que nos
sitúa no ante un fenómeno de orden religioso, sino –primero– ante una
manifestación de la vida natural humana. Sabiamente dice Jesús Álvarez que
«el hombre, además de ser homo faber, homo sapiens y homo religiosus, es
también homo monasticus» 6.

Finalmente, recalquemos un hecho que debemos tener muy en cuenta, a partir


de ahora, en este estudio sobre la historia y formas de la vida consagrada. Me
refiero al asunto de que, aunque hemos indicado –como consecuencia de las
investigaciones de las últimas décadas– que el cristianismo no puede

6
Cfr.: Mora Amador, Jorge, Historia de la vida religiosa, Madrid: Publicaciones Claretianas: 1987, pp. 36-38

7
adjudicarse la génesis del monacato como algo que surgió aisladamente dentro
de su seno (los mismos hechos que tenemos antes los ojos dicen otra cosa), no
podemos por ello pasar gratuitamente a la innecesaria y riesgosa conclusión de
que la institución monacal cristiana es una especie de mímesis de las
instituciones paralelas a ella presentes en otras religiones paganas. Es
necesario dejar claramente sentada la originalidad del monacato dentro del
cristianismo, originalidad que no debe ser tirada por tierra al confundirla con
las coincidencias existentes en cuanto a elementos culturales, formas externas
o circunstancias antropológicas que pueden encontrarse también en
experiencias monásticas extra-cristianas. No podemos obviar una realidad
incuestionable: los monjes cristianos no seguían a ningún asceta del templo de
Serapis, ni a ningún líder esenio o a algún otro ilustre pensador helénico. No,
ellos seguían –y lo hacían con un heroísmo radical– a Jesús y su Evangelio; y
aquí radica lo más esencial y propio de su ser monjes.

3. Experiencias monásticas en tradiciones no cristianas7

Como ya se mencionó supra, mucho antes de que diera inicio la experiencia


monacal cristiana, ya habían aparecido experiencias similares en otras
tradiciones ajenas al judeo-cristianismo, lo cual no hace más que afirmar
aquello que ya habíamos dicho y que lo retoma Festugière: «la vida monástica
es un fenómeno humano, por lo tanto universal, que ofrece los mismos
caracteres en todas las latitudes».

Los monjes de la India

7
Cf.: principalmente a García M., Colombás, o. c., pp. 11-26. También Mora Amador, Jorge, Historia de la
vida religiosa, Madrid: Publicaciones Claretianas: 1987, pp. 40-52

8
Pues bien, un ejemplo bastante conocido por todos es la India, cuya tradición
monacal –totalmente extracristiana– data de hace milenios. Muchos antes de
que pareciese el budismo y el jainismo, en el siglo V a. C., existía en la India
un gran número de monjes que no habitaban monasterios.

Tan significativos son los monjes para el hinduismo que Monchanin afirma:
ellos son «la más fiel expresión del genio religioso hindú, de su ardor
impaciente en la búsqueda del ser supremo, en lo hondo de sí mismo, en lo
hondo de todo, más allá de todo». Dato significativo es que, de acuerdo con
las tradiciones de la India dos de las etapas que debería recorrer todo hindú
durante su vida están directamente relacionadas con la vida monástica y
ascética, a saber: durante su juventud, cuando es célibe, debe aplicarse a
aprender las tradiciones védicas bajo la dirección de un gurú (un maestro; muy
posteriormente, cuando ya haya engendrado una familia y sus cabellos estén
blancos, marchará hacia los bosques y vivirá allí como ermitaño, sin comer
más que raíces y frutas; cuando ya sea más anciano tiene la obligación de
liberarse de todo lazo terreno para concentrarse en las cosas del espíritu, todo
esto para lograr la identificación de su atman con Brahman (dios que penetra
todo). Como es lógico suponer, esto es sólo teoría, por supuesto que no todos
los hindús recorren ese camino de perfección; muchos de ellos no practicaron
ni practicarán jamás la vida monástica, mientras que otro tanto la abrazaron
desde que eran jóvenes sin necesidad de pasar por las demás etapas.

El monacato hindú no se caracteriza por habitar monasterios estables y bien


organizados (como en el cristianismo), estos monjes prefieren una vida un
tanto peregrina: andar de un lado a otro, visitando los santuarios, mendigando
su sustento y distribuyendo su tiempo no de acuerdo a un horario, sino como
más les parece. En cambio, cuando los monjes hindús se congregan para llevar

9
vida comunitaria sus monasterios son más bien pequeños y extremadamente
pobres; su sustento lo consiguen por medio de la caridad de laicos piadosos.

Ya en el siglo V a. C. aparecen las reformas de Buda y de Jina, que rompieron


con el brahmanismo oficial-ortodoxo, oponiéndose a su ritualismo e
interminables especulaciones. Tanto el budismo como el jainismo no niegan
explícitamente la existencia de Brahman, pero puede decirse que ignoran las
divinidades por considerarlas nada útiles para el problema práctico de la
liberación del hombre. Pero al igual que lo hace el brahmanismo, el budismo
también se sirve de la ascesis y la meditación con el fin de librarse del
sufrimiento inherente a la existencia temporal consciente, repetida
indefinidamente en el ciclo temporal de encarnaciones. La liberación de la que
hablan los monjes budistas no consiste en ser absorbido por Brahman, sino
más bien en un estado de tranquila exención de todo temor y deseo y deseo,
que se prolonga –después de la muerte– en un inconsciente descanso eterno,
que los budistas llaman nirvana.

Buda predicó siempre un lenguaje moderado, pero Jina (fundador del


jainismo) enseñó siempre una extrema mortificación con el fin de lograr la
purificación del alma, porque mientras que el alma esté unida a su existencia
corporal no podrá llamarse verdaderamente pura.

El monacato budista si distinguió del hindú sobre todo por haber eliminado las
castas. Tanto el budismo como el jainismo posteriormente se fueron
estabilizando hasta crear una organización comunitaria más institucional,
incluso con una regla de vida, en la que se insiste mucho en la práctica de la
pobreza, y se regulan también los tiempos de oración, estudio y comidas (por
lo general es una sola comida diaria). El budismo terminó extendiéndose por
otras regiones fuera de la India, y poco a poco fue perdiendo su carácter
10
monástico exclusivo, para dar paso también al budismo como religión del
pueblo, aunque siempre ha persistido su forma monástica.

Valga decir que el monacato budista, en su estructura, quizá sea el más


parecido al monacato cristiano; esto no implica que nos ceguemos antes las
radicales diferencias existentes entre las motivaciones que dieron origen a uno
y otro: la motivación última del monacato budista radica en la consideración
de todas las cosas como vanas; las cosas no son más que apariencia y son un
obstáculo para que el hombre encuentre la manera de salvarse. Mientras en la
experiencia monástica cristiana, si bien es cierto también se dibuja un
desprecio por el siglo y sus pompas, no es esta la motivación principal que
movió y mueve a los monjes cristianos, que siempre han considerado a toda la
creación como obra de Dios y, por tanto, buena. Otro elemento contrapuesto a
la concepción budista es que para el monje seguidor de Cristo, lejos de
considerar el mundo como impedimento para la santidad, consideran que es en
las realidades mundanas en donde se gesta la lucha para conquistar el mundo
trascendente y definitivo.

Respecto a la tradición monástica hindú, la novedad del monacato budista se


concentra en el hecho de evitar un enrolamiento indefinido en el círculo
interminable de las rencarnaciones. La mayor preocupación del monje budista
radica en saber morir a todo; la santidad ellos la consiguen mediante la
aniquilación completa de todas las facultades y por la victoria sobre el
sufrimiento que conduce a la quietud y al reposo definitivo.

Este monacato de la India alcanzó gran popularidad, sobre todo en el mundo


helénico con Alejandro Magno. La literatura helénica describe a los
brahmanes como auténticos ascetas y anacoretas, que llevan una vida casta,
extremadamente frugal y dedicada por entero a las cosas divinas, que imponen
11
a sus principiantes una especie de noviciado y someten a sus candidatos a un
severo examen moral antes de admitirlos.

En fin, como puede concluirse, existen varios puntos de encuentro entre los
monjes de la India y el monacato cristiano; pero no debe olvidarse tampoco la
profunda diferencia que separa a los monjes budistas de los cristianos:
solamente el cristianismo conoce a un Dios personal con el cual se puede
entablar un diálogo; por lo mismo, el ascetismo cristiano –sea monástico o
no– tiene como principal finalidad el evitar todo aquello que impide el
encuentro personal del creyente con Dios. Tal encuentro hay que irlo
preparando y ensayando en este mundo, hasta que llegue el aquel Encuentro
definitivo en la otra vida; queda por fuera la necesidad de sucesivas
rencarnaciones.

Al no conocer la existencia de un Dios personal, los monjes budistas


desconocen también los votos (o consejos evangélicos), que rigen al vida
consagrada dentro del cristianismo. Por estas diferencias tan esenciales
famosos apologistas cristianos como Tertuliano negaron cualquier influencia
de los monjes budistas sobre el monacato cristiano, pero nosotros sabemos que
sí las hubo, aunque no determinantes y, por tanto, podemos admitir algunas
dependencias de la experiencia monástica cristiana en relación con el
monacato budista, pero siempre después de haberlas demostrado teóricamente.

Los “enclaustrados” del templo de Seraphis

Se trataba de personas que, voluntariamente, se recluían en el templo de


Seraphis para recibir la incubación o posesión de un dios a fin de obtener un
oráculo o para conseguir la gracia de una curación para ellos mismos o para
otras personas que, previamente, habían pagado una cantidad determinada de

12
dinero. Durante el tiempo de enclaustramiento casi no tenían contacto con el
exterior. No obstante, debe aclararse que el objetivo de este encerramiento no
era el servicio a Dios ni el perfeccionamiento moral del recluso; tampoco se
enclaustraban de por vida.

Algunos han querido argumentar que San Pacomio, padre del cenobitismo, se
inspiró en el estilo de vida de estos enclaustrados para iniciar su experiencia
ascética cristiana; sin embargo, esto es una afirmación gratuita a falta de
pruebas, y más inverosímil es –como hacen algunos: Battiffol, p. e.– suponer
que Pacomio en algún momento de su vida fue uno de esos reclusos egipcios.
Lo que sí es un dato probable (se narra en su biografía) es el hecho de que él
haya iniciado su experiencia ascético-monástica utilizando como morada las
ruinas de un templo ubicado en la aldea de Schenesit; y hoy se sabe que se
trataba de un templo de Seraphis.

La filosofía y el monacato

Según algunos investigadores como Leipoldt, la filosofía helénica puede dar


cuenta de todas las formas de ascetismo existentes tanto en el judaísmo y en el
cristianismo, como en las demás religiones mediterráneas. Este investigador
parte de la hipótesis de que San Pablo (un judío helenizado) y Lucas (griego
de origen) son los responsables de haber introducido el ascetismo en la Iglesia,
puesto que Jesús ni la primitiva comunidad cristiana lo conocían. Leipoldt
trata de demostrar que Pablo y Lucas emparentan con los sistemas filosóficos
cínicos y pitagóricos, y que estas ideas sedujeron luego a personajes como San
Antonio Abad y otros que renunciaron al mundo para retirarse al desierto a
buscar un encuentro más profundo con Dios. Según la argumentación de
Leipoldt los filósofos vendrían siendo los padres del monacato cristiano. ¿Qué
puede decirse al respecto?
13
La filosofía es búsqueda, cultivo y amor de la sabiduría, pero no implica sólo
una dimensión abstracta e intelectual, sino también el deseo de traducir en
obras concretas esa verdad buscada. Si los filósofos enseñan cómo pensar,
otro tanto hacen sobre el cómo vivir. Muchos filósofos hicieron hincapié sobre
ciertos valores morales que más tarde serían retomados por el monacato
cristiano. Ellos predicaban un ascetismo moderado que tenía como fin lograr
la liberación total de la tiranía de las pasiones para alcanzar así la perfecta
apátheia (impasibilidad) y la autarquía (autodominio e independencia).

Para lo que venimos diciendo resulta muy representativo el Pitagorismo.


Jámblico, que escribiera una Vida de Pitágoras, menciona que éste llevaba
una vida solitaria en el desierto. Pero es también importante el pitagorismo por
su larga duración: se extiende desde el siglo VI a. C. hasta la caída del Imperio
Romano, es decir, abarca unos ochocientos años. Escritos como el de
Jámblico, y otros más de índole semejante, nos presentan a Pitágoras (valga
decir que nunca escribió nada; sus ideas fueron recopiladas por sus discípulos
que, por cierto, no siempre coinciden entre sí) como un reformador religioso.
Se dice que su lema era: Sigue a Dios, y su mayor deseo: que sus discípulos
llegaran a la contemplación mística.

Hasta el gran Platón, en su República, alaba a Pitágoras al decir que: «se hizo
de gran respeto por su singular manera de vivir; y aún ahora sus seguidores,
que todavía hablan de un género de vida pitagórico, aparecen como algo
especial entre los otros hombres». Lo cierto es que la comunidad iniciada por
Pitágoras era una asociación religiosa basada en la piedad, el silencio, la
moderación, la obediencia y la virtud; su asentaba sobre el concepto de
koinonía. A la comunidad se ingresaba sólo después de aprobar un riguroso
examen de admisión: la primera prueba duraba tres años y la segunda, cinco.

14
Era un verdadero noviciado, durante el cual el candidato debía renunciar a
todos sus bienes en beneficio de la comunidad. Eran vegetarianos siempre y
comían en comunidad; mientras se ingería el alimento en silencio el más joven
del grupo hacía una lectura apropiada.

Para los seguidores de la filosofía cínica, por ejemplo, nada tenía valor en este
mundo a excepción de la virtud y la tranquilidad. Se distinguían por su radical
desprecio de los bienes materiales. Uno de estos cínicos, Anístenes de Atenas,
decía: «prefiero volverme loco a probar el placer». El más representativo de
ellos (Diógenes) se hizo mendigo, dormía en un tonel (barril), y un día que vio
a uno tomar agua con su mano, decidió deshacerse de su copa por innecesaria.
Si leemos el elogio que de los cínicos hiciera Epicteto en sus Pláticas (3,22),
nos asombrará la semejanza directa con el estilo de vida propio de los monjes
cristianos; el elogio va así:

«No es el hábito lo que hace al cínico, ni la larga barba. Y en primer


lugar nadie lo es sin vocación. Empezar una cosa tan grande sin ser
llamado, sin la ayuda de Dios es exponerse a su cólera. El cínico debe
ser indiferente ante la vida, la muerte, el destierro. ¿Puede por ventura
ser realmente desterrado? A cualquier parte que vaya ¿no podrá
conversar con Dios? Debe predicar con el ejemplo. Mírenme. No tengo
ciudad, ni casa, ni dinero, ni esclavo. Me acuesto sobre la tierra
desnuda. No tengo mujer ni hijo, pero poseo el cielo y la tierra y un
pobre manto. ¿Qué me falta?».

Este ideal cínico fue heredado en gran parte por los estoicos, cuya moral tan
elevada superó incluso la de Platón. Es bien sabido como el estoicismo ha

15
influido en la ascética cristiana, hasta el punto de considerar como elementos
específicamente cristianos los que no son nada más expresiones literales de
autores estoicos. Un ejemplo de ello es Séneca, que tiene abundantes
expresiones que se han convertido en principios axiomáticos en los autores
ascéticos cristianos sobre el trabajo y la lucha contra las propias pasiones,
sobre la necesidad de una vida recogida y alejada de la multitud; es propio de
Séneca también el convencimiento de que el hombre no alcanzará jamás su
plenitud ni el perfecto dominio sobre sí mismo mientras no se emancipe de la
sensualidad.

Quizá la única filosofía que iguala al estoicismo en ese aspecto moral-ascético


tan elevado es el neoplatonismo, que fue el resultado de una síntesis entre las
filosofías griegas y la mística oriental. El Neoplatonismo está impulsado por
el deseo de liberarse de la materia y alcanzar lo Uno, el Dios supremo,
principio y fin de todas las cosas. Con este fin Plotino y sus seguidores
practicaron una gran austeridad de vida; eran verdaderos ascetas.

Que el monacato cristiano es deudor en gran medida de la filosofía


neoplatónica, es una idea demostrable en muchos sentidos. Varias prácticas
ascéticas y no pocas explicaciones doctrinales del monacato cristiano han sido
tomadas de la espiritualidad filosófica neoplatónica. En este sentido, puede
entender al neoplatonismo como el ambiente en que el cristianismo, por una
parte, y la filosofía helénica por otra, se disputan la hegemonía de las
inteligencias de las almas. Citemos aquí a Elourdy8 que bien ilumina lo que
venimos diciendo: «la colisión religiosa-cultural del siglo II acabó de
centrarse muy especialmente en el encuentro del helenismo y el
Cristianismo…Ambas corrientes tuvieron su primer encuentro en el Areópago

8
Elourdy, E. El neoplatonismo, p. 314

16
de Atenas, en el discurso pronunciado por San Pablo ante epicúreos y
estoicos…San Pablo abandonó Atenas desilusionado. El Evangelio no debía
entrar en el mundo por la gran puerta de la filosofía, sino por los caminos
sencillos de la vida frecuentados por la gente »

Pero al margen de los paralelos evidentes que se pueden encontrar entre los
monjes cristianos y los filósofos neoplatónicos, hay una constante cultural
que, si se prescinde de sus raíces helenísticas, se podría creer que era
originariamente cristiana y, más precisamente, monástica. Desde mucho antes
los autores neoplatónicos habían utilizado términos tan caros al monacato
cristiano como: ascesis, koinobion (koinós bios = vida en común),
monasterion (paraje solitario donde vive el monje), monazein (vivir como
solitario), monotikós bios (vida solitaria). Debido a esto y a la inculturación
del cristianismo en el contexto helenista es que autores como Leipoldt (ya
citado) han tratado de justificar el origen del monacato cristiano como una
trasposición de los movimientos espirituales-ascéticos propios del helenismo
al cristianismo. Pero quien piense así olvida que la filosofía, con sus
tendencias espiritualistas, fue más bien un poderos rival del cristianismo en la
captación de los espíritus durante los tres primeros siglos cristianos.
Repitámoslo una vez más: el monacato cristiano no es hijo del ascetismo
hinduista, ni del budismo, ni del pitagorismo o neoplatonismo. Los paralelos
con estas manifestaciones espirituales es, en la mayoría de los casos,
accidental, superficial o aparente; y esto queda claro cuando se escudriñan los
motivos. Los paralelos existente entre el monacato cristiano y esas otras
formas monacales extra-cristiana no apuntan a un plagio ni mucho menos,
sino que el contexto sociocultural del que formaban parte les prestó a los
monjes cristianos un andamiaje ideológico y terminológico del que se

17
sirvieron oportunamente; era no sólo imposible, sino también absurdo no
hacerlo, porque todo este universo monástico y ascético –ya sea cristiano,
hindú o filosófico– es producto de un mismo contexto sociocultural y
sociorreligioso, y nada ni nadie puede escapar a la influencia del medio
ambiente.

4. Los orígenes bíblicos del monacato: experiencias monacales judías en


el Antiguo Testamento

La opinión de los Padres de la Iglesia: Para la Patrística, si bien el


movimiento monástico tuvo sus ascendientes, estos no son externos al
judeocristianismo. Los Padres de la Iglesia siempre remontaron los orígenes
del monacato a la misma religión judía: ellos sostenían que ciertos personajes
significativos del antiguo Israel (e. d., del Antiguo Testamento) eran los
verdaderos paradigmas de la vida monacal; Elías y Eliseo, por toda su historia
personal, eran un vivo ejemplo de ello; de igual manera se proponía la historia
de Adán como inspiración para el monje en cuanto aquél primer hombre, antes
de su caída, conversaba familiarmente con Dios y era capaz de contemplarlo
cara a cara. También en la experiencia del pueblo de Israel en el desierto los
Padres vislumbraron un anticipo del fenómeno monástico.

Ciertamente, el cristianismo no parte de cero; tiene toda una historia previa


que no puede obviar. La experiencia cristiana nace del judaísmo, y por lo
mismo a la hora de trazar la génesis de cualquier institución antigua cristiana
es obligado preguntarse sobre su posible enraizamiento en la tradición
Veterotestamentaria. Decía el gran historiador de la Iglesia Eusebio de
Cesarea que a lo interno de la tradición judía se gestó la preparación para el
Evangelio; pues bien, interpretando a Eusebio podríamos también preguntar si

18
existió en el AT algo que pueda ser la raíz de lo que más tarde vendría a ser el
monacato cristiano.

Ahora bien, que el monacato cristiano hunde sus raíces en el antiguo Israel
(según el decir de los Santos Padres) tiene su buena cuota de credibilidad si
tomamos en cuenta que ya en tiempos del Antiguo Testamento surgen
instituciones permanentes no dependientes del sacerdocio oficial, sino más
bien al margen de éste, que pueden ser consideradas como verdaderas
comunidades religiosas: los nazareos (carismáticos, con vida independiente
pero obligados a ciertas prescripciones), las comunidades proféticas (son
comunidades itinerantes agrupadas en torno a un Profeta considerado Padre),
los recabitas (se trata de un clan que observa fielmente las tradiciones
yahwistas), los asideos (movimiento radical y pietista, cuyos miembros eran
celosos observantes de la Ley), los esenios (son su continuación o al menos un
movimiento paralelo a los asideos. Al menos los esenios de Qumran vivían en
comunidad, alejados de la ciudad, y poseían prácticas ascéticas y penitenciales
comunes), los terapeutas (secta judía de la diáspora que se dedicaban también
a la contemplación para “curar” las pasiones). Así pues, debemos partir del
hecho de que en el judaísmo oficial existían ciertas instituciones
marcadamente ascéticas que, aunque no eran monásticas, sí pudieron haber
sentado un precedente. Veamos:

Los nazareos: esta institución es anterior a Moisés, y constituyen un grupo o


comunidad religiosa propiamente dicha. Llevaban vida independiente aunque
obligados a observar ciertas normas bien detalladas. Un nazareo era un
consagrado a Yahweh mediante un especial modo de vida: no tomar bebidas
alcohólicas, abstenerse de toda impureza ilegal y no cortarse jamás el cabello.
Son carismáticos y dedicados hacer visible la consagración total a Yahweh

19
frente a los demás dioses. Posiblemente en sus inicios era un estilo de vida que
se abrazaba a perpetuidad (1Sam 1,11; 22,27); pero posteriormente se hace
común la consagración temporal, sobre todo después de la época de los Reyes.
Este nazareato temporal queda institucionalizado en la legislación sacerdotal
(Lev 10,8-11; Num 6,1-21). Todas las prácticas nazareas tenían un
simbolismo; p. e., la abstención de bebidas alcohólicas y del vino significaba
el rechazo de la vida sedentaria y lujosa culpable de que Israel se estuviese
alejando de Yahweh. El cabello largo simbolizaba la integridad de la persona
consagrada en cuerpo y alma a Dios; y el rechaza a tener contacto con
cadáveres figuraba una confesión explícita del Dios vivo y santo de Israel.

Para lo que a nosotros toca, los nazareos tienen un gran parecido con los
monjes cristianos que se caracterizaban por una vida individual, solitaria y
hasta cierto punto extravagante. Al igual que estos judíos, el monaquismo
inicial se convirtió también en un ejemplo y llamada de atención para la
Iglesia del siglo V: en efecto, la austeridad ascética de los monjes anacoretas
era el testimonio concreto de que el cristianismo es incompatible con esa
actitud materialista que supone la felicidad en los bienes contingentes de este
mundo que perece. Semejante testimonio de vida tenía que ser más que
elocuente frente a una Iglesia-institución que, después de Constantino, venía
mostrando un progresivo (escandaloso y desmesurado) interés por las pompas
del siglo.

Las comunidades proféticas: no poseen una estructura que podríamos llamar


monástica, ni mucho menos. Su existencia está atestiguada en tiempos de
Samuel (1Sam 10,5-6; 19,20-24) y llegan a su esplendor en la época de Elías
(1Re 19-20), pero perduran hasta los tiempos del profeta Amós (Am 7,14).
Son comunidades independientes e itinerantes agrupadas en torno a un

20
profeta; viven pobremente de su propio trabajo o de la caridad pública (2Re
4,8; 6,1-7). No era obligatoria la continencia, pero tampoco era raro encontrar
alguno de sus miembros que hubiese optado por la continencia (2 Re 4,1).
También, aunque eran comunidades comúnmente nómadas, había algunas que
estaban vinculadas con algún santuario famoso; p. e., el de Nayot, junto a
Rama (1Sam 19,18-24), el de Betel (1Sam 10,3-6), el de Jericó (2Re 2,3), el
del Monte Carmelo (2Re 2,25). Se les conocía también con el nombre de
«hijos de los profetas».

Cuando se establecieron en Jerusalén, con David, se convirtieron en


confraternidades con finalidad profético-cultual. Posteriormente fueron
víctimas de una gran decadencia, los pocos que permanecieron fieles fueron
martirizados (1Re 18,4.13; 19.2). Entre estas comunidades proféticas y las
comunidades monásticas cristianas es posible encontrar ciertas semejanzas:

 Sus miembros procedían casi siempre de los estratos inferiores de la


sociedad y eran movidos por una dimensión profética.
 Ambos responden al deseo de una radical consagración a Dios, que se
contrapone a las desviaciones del pueblo de Israel en un caso, o a las
cristianas por otro.
 Las comunidades de los “hijos de los profetas”, lo mismo que los
monjes desde sus monasterios, serán los protagonistas más destacados
de la religiosidad de su pueblo.
 Los monjes cristianos (anacoretas y cenobitas) y las comunidades de
profetas han de ser considerados como un don de Dios para su pueblo
(Am 2,11-12: «Yo suscitaré profetas entre sus hijos nazareos y entre sus
jóvenes»).

21
Evidente es que resultaría absurdo tender una línea causal directa entre este
movimiento del antiguo Israel y la vida monacal cristiana; no obstante, es
lícito y necesario echarle una mirada a estas comunidades proféticas israelitas
a la hora de querer buscarle un fundamento bíblico a la vida consagrada dentro
de la Iglesia.

Los recabitas: fieles observantes de las tradiciones yahwistas, los recabitas


terminaron por convertirse en un grupo religioso extremista. Entre sus
principales miembros sobre sale Jonadab, hijo de Rekab. Jonadab fue quien le
dio al grupo una fisonomía de tipo ascética, al estilo de las comunidades
proféticas. Originariamente, fue un movimiento capitaneado por la familia de
Rekab, que luchaba contra la infiltración del sincretismo idolátrico. Los
recabitas condenaban la instalación de Israel, por eso adoptaron el
nomadismo, que estaba acorde con el ideal del pueblo en el desierto (era un
pueblo nómada). La intención era volver a la fidelidad a la Alianza. Su
principal testimonio fue este: una vida errante en medio de un pueblo
sedentario; pero no por espíritu sectario, sino como una defensa espiritual
contra la contaminación que estaba experimentando el pueblo israelita en el
contexto cananeo. Esto lo ilustra muy bien Jr 35,6-9: «Jonadab, hijo de Rekab,
nuestro antepasado, nos ha dado esta orden: Nunca beban vino, ni ustedes, ni
sus hijos. No edifiquen casas, no siembren semillas, no planten viñas ni
tengan nada de eso; habiten en carpas durante toda la vida, a fin de vivir
largos días sobre el suelo donde ustedes residen como extranjeros.

Y nosotros hemos obedecido las instrucciones de Jonadab, hijo de Rekab,


nuestro antepasado, en todo lo que él nos ordenó: nosotros no bebemos vino
durante toda la vida, lo mismo que nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestras

22
hijas; no edificamos casas para habitar, no tenemos viñas ni campos ni
sembrados, sino que habitamos en carpas».

En comparación con los monjes cristianos podríamos establecer las siguientes


similitudes: en el cristianismo de los siglos IV y V hubo también monjes
nómadas, que deambulaban de una parte a otra; se les llamó monjes pastores,
porque no tenían morada fija en ningún lugar. Tal vez por ello San Jerónimo,
y en parte también San Gregorio Nacianceno, vio en los recabitas un
antecedente remoto de los monjes cristianos, lo cual significaría –en cierto
modo– el cumplimiento de aquella otra profecía de Jeremías que aseguraba no
faltarían nunca descendientes de los recabitas. Aunque tal profecía no hay que
entenderla en sentido material, sí podemos ver en esto el cumplimiento de la
promesa de Dios que subyace en el anuncio profético de Jeremías, a saber, la
persistencia de aquel espíritu radical de fidelidad a la Alianza que caracterizó
a los recabitas y que –muchos siglos más tarde– caracterizaría igualmente a las
monjas y monjes seguidores de Cristo.

Los asideos: eran hombres devotos y piadosos, fieles observantes de la Ley;


en el libro de los Macabeos se habla mucho de ellos. Era un grupo radical y
pietista, que se diferenciaba del resto del pueblo judío. Estaba integrado por
sacerdotes, escribas y gente sencilla del pueblo (1Mac 7,12). Se distinguieron
siempre por su amor profundo a la Ley y por un rechazo total a toda la cultura
pagana que se estaba infiltrando en Israel.

Cuando Antíoco IV Epífanes (fue rey de Siria de la dinastía Seléucida desde


aprox. 175 a. C.-164 a. C) publicó el decreto de helenización del pueblo judío
(apostacía), los asideos decidieron marcharse todos al desierto para establecer
allí su vida (1Mac 2,29-38); sin embargo, este alejamiento les sirvió poco o

23
casi nada, ya que al final de cuentas siguieron siendo perseguidos y la mayoría
de ellos exterminados, por esta razón se terminaron uniendo a los ejércitos de
los macabeos (1Mac 2,42-43).

La Sagrada Escritura no menciona sobre el estilo de vida de los asideos. Pero


como es lógico suponer, ese retorno al desierto significaba una vida austera y
llena de privaciones. Al decidir entrar a formar parte de los ejércitos macabeos
muy probablemente tuvieron que asumir la continencia propia de los
miembros de tales ejércitos (Dt 23,10.15; 24,5; 2Sam 11,11).

Tomando en cuenta todo lo anterior debe reconocerse que en los orígenes del
monacato cristiano encontramos ciertas situaciones que asemejan las de los
asideos; por ejemplo, para el tiempo de las persecuciones de Dioclesano y
Decio algunos cristianos se vieron obligados a huir al desierto, situación que
después los llevó querer quedarse allí llevando una vida ascética y de
mortificación. Con todo, debemos tener claro que las motivaciones asideas
para huir al desierto discrepan mucho de los motivos por los cuales estos
cristianos del siglo IV se iban a las soledades desérticas: era una protesta
contra la excesiva comodidad causada por la libertad que a la Iglesia le había
concedido Constantino. En lo que sí coinciden ambos movimientos es en el
hecho de querer retornar a la fidelidad y radicalismo propio de los orígenes.

Los esenios de Qumrán: Hipótesis como esta tomaron revuelo sobre todo a
partir de 1951 con los descubrimientos de Qumrán (es un valle del Desierto de
Judea en las costas occidentales del Mar Muerto). Las excavaciones realizadas
ahí terminaron por desenterrar lo que ha venido a considerarse como un
monasterio judío.

24
Los residentes en ese lugar eran los esenios, secta judía de la que no se habla
en la Biblia. Ellos, según las noticias que tenemos por historiadores judíos
como Flavio Josefo y Plinio, desprecian las riquezas y es admirable en ellos la
comunidad de bienes: es imposible encontrar entre ellos a uno que se distinga
de los demás por su fortuna. Su ley exige que toda persona que se adhiera a la
secta se desprenda de sus bienes en beneficio de la comunidad, de manera que
en ninguno de ellos se manifiesta ni una pobreza degradante ni una riqueza
insolente. Los bienes de cada uno se mezclan con los del conjunto. Su
disciplina es estricta: a los que se les demuestra que han cometido faltas
graves se les expulsa de la orden. Según Filón, los esenios prefieren
mantenerse lejos de las ciudades para poder vivir en conformidad con las
normas de pureza que habían establecido.

La vida litúrgica de la comunidad qumramita: La Regla de la comunidad, es


uno de los principales rasgos de la espiritualidad qumraniana: las virtudes
cuya práctica asegura la perfección, la insistencia en la vida fraterna, el
ascetismo, etc. Sin embargo, estas alusiones resultan demasiado imprecisas
para que podamos penetrar en el corazón de la existencia de aquellos hombres.
Alejados del lugar de culto normal del judaísmo, que ellos criticaban, cabe
preguntarse ¿cómo reorganizaron estos piadosos sectarios su vida cultual?
Gracias a los diversos manuscritos que se han encontrado, se pueden trazar
con relativa facilidad las líneas generales de la vida litúrgica de la comunidad
y penetrar así en aquel mundo cerrado al que no tenían acceso los no
iniciados.

La oración diaria: El sacrificio de alabanza se le ofrecía a Dios en dos


momentos especiales del día, mencionados en varios textos. Tenían siete
tiempos de oración: tres para el día y cuatro para la noche, más las

25
celebraciones relacionadas con la alternancia de las estaciones (algunos dicen
que esta enumeración de siete momentos de oración diaria procede sin duda en
parte de la ficción, ya que es muy difícil distinguir algunos de ellos).

Relación de los descubrimientos de Qumrán con los inicios del monacato


cristiano: El descubrimiento y la publicación de los primeros manuscritos
suscitaron una mirada de interés entre los historiadores y los exegetas por los
orígenes de monacato cristiano y, sobre todo, por los orígenes de la Iglesia.
Algunos no tuvieron reparo en afirmar que el monacato cristiano dependía del
esenismo, descubriendo por todas partes analogías entre ambos movimientos.
La posición de los primeros judeo-cristianos en este mosaico de grupos judíos
es una de las cuestiones que suscitan mayor interés. Son muy llamativos los
numerosos paralelos y coincidencias entre textos esenios de Qumrán y textos
cristianos del Nuevo Testamento. Un texto de Qumrán publicado contiene, por
ejemplo, una frase que recuerda mucho a otra del evangelio de Lucas: «Será
denominado hijo de Dios, y le llamarán hijo del Altísimo».
Para ser objetivos, y acercarse seriamente al estudio de los esenios de Qumrán,
“hemos de tener mucho cuidado –según recomienda P. Benoît- en no explicar
tales textos más que por las fuentes anteriores o contemporáneas; entonces
guardarán la verdadera fisonomía de una secta íntegramente judía,
contaminada de sincretismo, pero preocupada, lo mismo que todo el judaísmo
contemporáneo, por la próxima crisis escatológica, preparándose para ella
mediante una vuelta deliberada hacia el pasado del pueblo elegido" 9.

¿Fue Juan el Bautista esenio?: Esta pregunta tiene sentido aquí si tomamos
en cuenta que no pocas veces se ha llamado a Juan el Bautista como el más
eximio de los monjes, y esto porque ciertas prácticas suyas devienen similares
9
P. Benoît, Qumrân et le Nouveau Testament, en Exégèse el Théologie, III. Paris, 385

26
a las de los esenios de Qumrán. Pero a pesar de ciertas similitudes que se
derivan de la afirmación de Lucas referente a que Juan “permanecía en el
desierto hasta el día de su manifestación en Israel", lo cierto es que entre el
mensaje de Juan, su rito bautismal y las purificaciones qumranianas, se
observan ciertas divergencias que obligan a rechazar toda pertenencia del
Bautista a la secta.

En fin, como puede verse, las analogías entre ambas instituciones son
evidentes. Con todo, es necesario aclarar que no existen relaciones directas de
paternidad y filiación entre el monacato cristiano y el judío, según nos
permiten concluir las fuentes históricas disponibles. Quizá los monjes
cristianos tomaron algunas cosas de otras comunidades esenias que
subsistieron a la destrucción de Qumrán; sin embargo, para entonces la
relación entre el cristianismo y el judaísmo era más que hostil y por tanto,
usando el sentido común, resultaría imposible, por absurda, la idea de que el
primero quisiera reproducir conscientemente alguna cosa del segundo.

No obstante lo anterior, cabe suponer –aunque sea sólo hipotéticamente– una


influencia siquiera indirecta del esenismo en el monacato cristiano, esto por el
hecho de que en sus orígenes el cristianismo pudo haber tenido contacto con la
espiritualidad qumrámica. De hecho, los dos autores neotestamentarios que –
ideológicamente– podrían presentar una cierta influencia de este tipo son
precisamente los mismos dos que podrían considerarse como los iniciadores
de algunas formas de ascetismo cristiano que comportarían un elemento
decisivo para el monacato como lo es el celibato: San Juan y San Pablo10.

10
Cf.: Álvarez Gómez, o. c., p. 98

27
Pero recalquemos que entre el esenismo y el monacato cristiano no se han
encontrado dependencias materiales ni explícitas, lo que sí puede afirmarse es
que el espíritu que está en la base del esenismo tiene muchos puntos de
contacto con el espíritu que hará surgir la vida monacal entre los cristianos; no
obstante, no olvidemos que existen muchas diferencias entre ambos
movimientos, la más representativa de ellas es el carácter cismático y sectario
que determinó siempre la experiencia esenio-qumrámica; y esto no se
encontrará nunca dentro de la institución monástica cristiana, todo lo
contrario.

Los terapeutas: Filón de Alejandría, uno de los más renombrados filósofos del
judaísmo helénico que murió entre 45/50 d.C., es el único que nos da noticias
sobre los terapeutas. Parecidos a los esenios, ellos también constituyeron una
secta judía en la diáspora: viven en torno al lago Maeris, en Egipto, llevando
una vida casi exclusivamente contemplativa. Como lo indica su nombre,
tenían por finalidad curarse de las pasiones, y esto lo lograban con ciertas
prácticas y costumbres: vivían en celdas individuales, para su meditación
usaban las Sagradas Escrituras y también los libros propios de ellos; el único
alimento que consumían era por la tarde y fuera de la celda de contemplación.

Si diferencias de los esenios por su vida dedicada casi por entero a la


contemplación y también por el hecho de que permitían mujeres en su secta.
Pero coincidían con los qumramitas en varias cosas: renuncia a los bienes
propios, el celibato, la observancia de la Ley y de otros preceptos ascéticos.

A pesar de su vida individual, su organización era comunitaria. Los sábados,


v. gr., tenían una conferencia en comunidad que comprendía lecturas, cantos y
charlas del más anciano, y se concluía con una comida fraterna. Todo esto
llevaría más tarde a Eusebio de Cesarea a creer que la secta descrita así por
28
Filón era en realidad un grupo cristiano, hipótesis similares presentarían
Epifanio y San Jerónimo. Pero también hubo quien propusiera que los
terapeutas ni siquiera existieron; tal fue el caso del P. Lagrange: cree que los
terapeutas son una ficción de Filón para idealizar lo que debían ser una vida
judía centrada en el estudio y la contemplación. Lagrange basa su postura en
el hecho de que no tenemos más noticias sobre esta secta que las que nos
brinda el pensador de Alejandría.

En el Nuevo Testamento

La pregunta del porqué hay monjes en el budismo quizá no se tan


problemática por el hecho de que los primerísimos seguidores de Buda, y
Buda mismo, eran monjes; se trata de una religión que nació monástica, y sólo
en un segundo momento devino religión laical (es decir, que podía ser
practicada por todo el pueblo). Pero con el cristianismo sucede el proceso
inverso, de ahí la dificultad para encontrar fundamentos monásticos explícitos
en los orígenes mismos del cristianismo, y menos aún en Jesús, que nunca fue
un monje y ni siquiera un asceta en el sentido estricto del término.

De modo que proponer al «Fundador» del cristianismo también como


fundador de la vida monacal choca de frente con los datos históricos y con la
visión de casi todos los investigadores: Mora Amador, por ejemplo, sostiene
claramente que «Jesús de Nazaret no fue un monje ni un asceta…porque él no
perteneció a ninguna secta ni a ningún grupo ascético, a pesar de que en su
tiempo existían muchos…Jesús fue un hombre cualquiera, un hombre
corriente…no hay que hacer ningún dramatismo acerca del ascetismo de
Jesús»11. Él siempre quiso presentarse ante el pueblo como un hombre sencillo

11
Ibíd. Pp. 101 - 102

29
y corriente, como cualquier otro. Podríamos decir, de acuerdo a los últimos
estudios históricos al respecto, que él fue un trabajador del mundo rural
galileo. El dato proporcionado por Lc 4,16-24 referente al hecho de que Jesús
sabía leer, lo ubica en un estrado y con una formación humana que no poseía
el grueso de la gente de aquel entonces.

Después de ser bautizado por Juan, Jesús deja su estilo de vida habitual y se
marcha al desierto para dar inicio a su ministerio de carácter profético (algo
así como un predicador ambulante). Era costumbre que el predicador
ambulante abrazaba una vida llena de renuncias y privaciones (es aquí donde
debemos ubicar a Mc 8, 20 y Lc 9, 57 cuando dicen que el Hijo del hombre no
tiene donde reclinar la cabeza). Pero esto está lejos de significar que Jesús
abrazó un cierto tipo de ascetismo institucionalizado. Lo que encontramos en
los Evangelios más bien apunta a la dirección contraria: se le acusa de asistir a
banquetes y de no ayunar como lo hacían los discípulos de Juan. Y Jesús no
rechaza estas acusaciones.

De modo que aquellas prácticas ascéticas características del monacato no eran


comunes en Jesús. Los relatos evangélicos nos dicen que, para su predicación
itinerante, Jesús tenía una bolsa para sus gastos, que era administrada
comunitariamente con sus discípulos (Jn 12,6-13.29); igualmente, aceptaban
ayudas económicas de algunas mujeres piadosas (Lc 8,2-3). Se hospedaba en
casa de amigos pudientes (Lc 10,38-42; Jn 11,1; Mt 21,17). Poseía vestidos
valiosos (Jn 19,23-24), y hasta su sepultura fue la propia de una gente
acomodada, claro está, aunque prestada (Jn 19,38; Mc 16,1).

Hasta aquí no había en Jesús nada extraordinario que lo pusiera al margen de


la vida cotidiana de la Palestina del siglo I, excepto (y es un punto importante)
su decisión personal de vivir en celibato, cosa que no dejó de causar extrañeza
30
en sus contemporáneos (Cf.: Mc 19,10-12); no obstante, ha de aclararse que la
virginidad por la que optó Jesús no estaba ligada a ninguna institución propia
de aquella época, p. e., el ascetismo de Qumrán, la virginidad de Jesús estaba
motivada por una decisión propia. Así pues, cuando más adelante muchos
cristianos deseen abrazar el celibato y la virginidad como modo radical de su
vivencia evangélica, no hay porqué buscarle la raíz de este estilo de vida en
experiencias extra-cristianas, ya que su fundamento primero lo encontramos
explícito en el mismo Jesús: Él es el modelo perfecto de una vida en castidad.

Ahora bien, si nos fijamos directamente en el tenor de vida propia de la


comunidad cristiana primitiva, nos encontramos con que tampoco en ella es
evidente una práctica monástica o algo parecida, ya que lo que hicieron los
primeros cristianos fue reproducir hasta cierta medida el modus vivendi de
Jesús, y ya vimos que en él no es posible encontrar un entronque con alguna
institución ascética en particular. Aunque no sería tan descabellado considerar
a toda la comunidad como un movimiento radical de retorno a Dios, al estilo
Veterotestamentario, como ya vimos varios ejemplos. No obstante, esta
primera comunidad creyente en Cristo, a diferencia de los movimientos
radicales del Antiguo Testamento, no siente la necesidad de llevar a la práctica
una organización de su vida al estilo de lo que serán posteriormente las
comunidades de monjes.

Es preciso no obviar la descripción que hace Lucas en Hechos sobre aquella


comunidad cristiana primitiva de Jerusalén, ya que este relato lucano pone de
relieve ciertos elementos que después se los apropiarán en exclusiva los
monjes y religiosos, aunque en los comienzos eran prácticas comunes a todos

31
los cristianos (al menos eso dice Lucas). Entre las características de aquella
primera comunidad se mencionan las que siguen12:

a) Entre los cristianos no existen diferencias de clase porque todos son y se


sienten hermanos.
b) Entre ellos se evidencia una completa comunión y solidaridad.
c) Todos tenían un solo corazón y una sola alma.
d) Oraban continuamente, tanto en el Templo como en las casas
particulares. Oraban principalmente en momentos importantes de su
vida.
e) Era una comunidad que obedecía los principios misioneros propios de la
misma comunidad, y también rendían obediencia a la predicación y
doctrina de los Doce y sus sucesores.
f) Había también comunión de bienes materiales: dice Lucas que todo lo
ponían en común.
g) A cada uno se le repartía según sus necesidades.
h) La fracción del pan es la celebración en torno a la cual gira toda
comunidad, y es al mismo tiempo el elemento que articula y justifica la
vida en fraternidad

Esta organización comunitaria y económica de aquella primitiva comunidad


quedará sentada como ideal y utopía para la Iglesia de todos los tiempos, y los
monjes intentarán concretarla en toda su amplitud. Así pues, cuando el
monacato y la vida consagrada en general apelan a esta descripción de Hechos
para sentar las bases de su experiencia religiosa, no es porque se esté viendo

12
Cf.: las siguientes citas Hch 1,14; 1,24; 2,42; 2,46; 4,32; 6,1-6; 6,6; 12,12; 13,2; 13,3; 14,23;
16,25; 28,25.

32
en aquella Iglesia primitiva un modelo exacto de vida monacal y religiosa,
sino porque ahí queda dibujada la forma de vida que ha de caracterizar
siempre a todos los cristianos, y por lo mismo incluso aquellos que buscaron
la soledad del desierto volvieron también su mirada hacia el ideal cristiano
descrito por Lucas en Hechos para hacer suyo ese estilo de vivencia cristiana.

Por otra parte, un punto que debemos tener en cuenta es el hecho de que para
los judíos-cristianos de la Palestina del siglo I, la historia de Israel no era sólo
la historia del Pueblo de Dios, sino la historia de la Iglesia de Cristo, de quien
Israel fue tipo y principio. Esta historia así concebida no termina con Jesús,
sino que se prolonga en sus seguidores.

Todo esto explica el por qué los primeros monjes se consideraron siempre los
herederos de los ascetas judíos que figuraban en la Biblia, en sus dos
Testamentos. Incluso varios autores monásticos antiguos extienden su
ascendencia hasta alcanzar los mismos orígenes del ser humano: ya
mencionamos las constantes referencias a Adán y su vida íntima con Dios;
San Juan Crisóstomo, p. e., compara a los solitarios de Siria con Adán cuando
«antes de su desobediencia estaba revestido de gloria y conversaba
familiarmente con Dios». Adán se convierte en el prototipo ideal de los
monjes, por su vida libre de preocupaciones profanas, su pureza, el dominio
sobre sí mismo y su íntima amistad con Dios. Por esto, algunos como Asterio
de Ansedunum dijeron que en Adán fue el primer monje.

Pero en vistas a la investigación actual, cualquier historiador contemporáneo,


que pretenda estudiar los orígenes del monacato cristiano, deberá partir del
presupuesto cierto de que todos los primeros monjes, y los que desde antaño
han escrito sobre ellos, consideraron su forma de vida como una respuesta a

33
una llamada procedente del Evangelio, que invita a un seguimiento radical a
Cristo (Mt 4,20; 19,27).

Prácticamente en todas las hagiografías de los grandes monjes antiguos se


alude a los textos evangélicos en los que esboza el llamado y la vocación de
los apóstoles. De la insistencia en la respuesta dada por los apóstoles a la
invitación que les hacía Jesús para que lo siguieran, resulta el hecho de que la
vida apostólica sea vista no pocas veces como sinónimo de vida monástica, y
esto para indicar que, al igual que los apóstoles, los monjes también dejaron
todo por seguir a Cristo. Interpretaciones como esta se encuentran en escritos
tan antiguos como las Catequesis de Teodoro, uno de los primeros discípulos
de San Pacomio; otro discípulo de éste (San Orsiesio) expresa en su
testamento el deseo de que las comunidades pacomianas continúen viviendo
conforme al estilo de vida propio de los cristianos según está este descrito en
el libro de los Hechos de los Apóstoles.

Con todo, debe evitarse el ingenuo error de ver en el Evangelio la justificación


de todos los detalles que caracterizarían más tarde la estructura monacal, ya
que muchos de estos elementos son fruto de circunstancias ambientales-
culturales y de nuevas exigencias; tal es el caso de la práctica de la soledad
absoluta como requisito para alcanzar la máxima unión con Dios y la
perfección cristiana. Esto, más que una consecuencia de la doctrina
evangélica, es fruto del ambiente dualista propio de los lugares donde se
establecían los monjes. Todas estas oposiciones entre Dios-hombre, alma-
cuerpo, cielo-mundo, etc., no son estrictamente cristianas (son más bien ajenas
a él), sino residuos culturales, pero que ayudarán a dar una fisonomía propia al
monacato y su filosofía.

Manifestaciones ascéticas en el Nuevo Testamento


34
Afirma LG 32: así como un «árbol se ramifica espléndido y pujante en el
campo del Señor partiendo de una semilla puesta por Dios», así han sido las
múltiples manifestaciones históricas de la vida consagrada. Acaso la primera
manifestación fue el anacoretismo o eremitismo. El las vírgenes, ascetas y
célibes de los primeros tiempos pueden entreverse, sin duda, gérmenes de vida
religiosa, pero no absoluta y necesariamente, pues el ser virgen, célibe o vivir
con rigor especial la vida cristiana no se identifica con el ser religioso.
Situación distinta es la que presentan los anacoretas y ermitaños, que se
separan del mundo para retirarse a la soledad del desierto y consagrarse en
totalidad a Dios en el silencio de la oración. Se vislumbra ya aquí un elemento
esencial del modo religioso de vivir la vida cristiana, que se completará más
tarde con la comunitariedad cenobítica13.

De todos modos, como ya se dijo, es imposible encontrar en la primitiva


comunidad cristiana de Jerusalén una organización monástica en cuanto tal;
pero en otras comunidades pronto surgirán ciertos movimientos de cristianos
que aspiran a una mayor radicalidad en su vivencia de la fe. Eran comunidades
en las que, para seguir a Cristo, se establecían dos vías: una vida cristiana
bien vivida (que era la propia de todos los cristianos: lo que se esperaba de
ellos) y una vida cristiana vivida a la perfección (los que no estaban
satisfechos con las exigencias comunes a los demás fieles). Siempre hubo
gente que aspiraba a más; que quería sentirse más segura en su crecimiento
espiritual, y por eso se inventaban nuevas formas más austeras de vida que
levantaran en torno a ellos barreras que los protegiese de la contaminación del
ambiente mundano, es decir, se busca un tipo de aislamiento que, en un primer
momento, es solamente interior, ya que aquellos primeros ascetas nunca

13
Rincón Pérez, Tomás. La vida consagrada en la Iglesia Latina. EUNSA, Pamplona, 2001, pp. 165-166.

35
tuvieron la intención de refugiarse en parajes solitarios o desérticos; en un
primer momento siempre se tuvo la intención de permanecer insertos en la
comunidad de fe.

Es en un segundo momento cuando se ve la necesidad novedosa de agruparse


todos aquellos que desean llevar esta vida marcada por austeridades, o sea,
unirse los que aspiran a un mismo estilo de vida. Pero es sólo hasta en un
tercer momento cuando se piensa en la implementación de una organización y
una legislación propia y específica que comporta, ahora sí, un distanciamiento
geográfico y físico de los demás fieles.

Aunque el suceso descrito puede comprobarse también como un fenómeno


presente en otras religiones organizadas, ha sido –igualmente– una
característica del movimiento cristiano, en donde el surgimiento del ascetismo
fue ante todo esporádico. Históricamente, fue primero en la comunidad de
Corinto en donde se planteó por primera vez entre los cristianos una exigencia
ascética, entendida ésta como la necesidad de separarse de la conducta común
de los hermanos en la fe. Esta primera manifestación ascética se presentó bajo
la forma de una vida en virginidad que, valga decir, fue también el único
distintivo ascético del mismo Jesús.

Si leemos la 1Cor notaremos que, aunque Pablo no menciona nombres ni entra


en detalles, fue allí en Corinto en donde primeramente se planteó el problema
del ascetismo. Se piensa que durante su estadía en esta ciudad San Pablo no
tuvo el tiempo necesario para explicar suficientemente su pensamiento sobre
el matrimonio y la castidad o, en su defecto, una vez ido el Apóstol los
corintios chocaron con algunos malentendidos al respecto. Otra posibilidad es
que algunos de Corinto, después de escuchar la doctrina de Pablo, o influidos
por ciertas filosofías griegas, se sintieran motivados para abrazar una vida en
36
virginidad. Lo cierto es que, fuera cual fuera el motivo, la comunidad escribe a
Pablo pidiéndole el parecer sobre este tema. En 1Cor 1,7ss el Apóstol les
contestó haciendo una fructífera comparación entre el matrimonio y la
virginidad. Veamos:

1Cor 7, 34 Las mujeres santas en cuerpo y en espíritu

«La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del
Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa
de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido»

La persona casada está como divida: debe responder a sus quehaceres


“mundanos”, mientras que también, algunas veces, desean ocuparse de las
cosas del Señor. Sin duda, mejor que estar divididos es pertenecer
indivisamente al Señor. Con esto Pablo no quiere indicar que las casadas (o
casados) no pueden ser santas, sino que él desea referirse a ese modo especial
de pertenencia exclusiva al Señor. Asimismo, se puede dar el caso de muchas
mujeres que desearían casarse pero no lo logran; a estas célibes involuntarias
Pablo también les abre la posibilidad de que, mediante la fe y el servicio
consagrado al Señor, puedan encontrar una dimensión provechosa y positiva
de su forzoso celibato14 (lo mismo vale para los hombres).

Pablo se dirige aquí a las personas de ambos sexos; incluso la palabra


parthenos (virgen) puede ser aplicada también en forma masculina y femenina
a la vez15 (principalmente en el v. 25 en donde no hay una referencia explícita
ni a lo femenino ni a lo masculino: «Acerca de la virginidad [de ellos o de
ellas] no tengo precepto del Señor»), aunque en este caso indica claramente su
14
Cf.: Para esta explicación breve sobre 1Cor 7 mi trabajo sobre Las mujeres en los escritos paulinos.
auténticos.
Walter, E., o. c., pp. 137-138
15
Carrez, M., o. c. p. 26

37
sentido femenino. El matrimonio poseía entonces, por supuesto, una función
más que clara, pero los célibes no tanto. De este modo, el Apóstol designa al
célibe (sea hombre o mujer) un lugar del que no gozaba hasta entonces. El
celibato puede ser elegido voluntariamente en vista a un servicio más
comprometido con el Señor. Pablo no denigra en lo más mínimo la vida
matrimonial, pero tampoco le concede ese valor absoluto propio de la cultura
judía. Así, entendemos porqué a la mujer viuda le expresa sinceramente que
«será feliz si permanece así según mi consejo» (v. 40).

Es útil tener presente que Pablo muchas veces calificaba a las mujeres no
casadas como “vírgenes”16; así, se nos está hablando de mujeres, vírgenes y/o
viudas, que no sólo están ansiosas por las cosas del Señor, sino –y
principalmente– por ser santas en el cuerpo y en el espíritu. Podría decirse
que la meta de estas vírgenes no es servir en las cosas del señor, sino buscar la
propia santificación. Si fuera así, entonces Pablo estaría criticando tal actitud.
Debemos también tener cuidado de interpretar esa santidad de la virgen o
viuda como una contraposición a la mundanidad de la casada.

Probablemente lo que pretende transmitir el Apóstol es su preocupación por el


hecho de que aquellos que pretenden llevar una vida de no casados, pero no
tienen la suficiente madurez y capacidad para integrar su continencia, puedan
caer en tal grado de ansiedad que terminen, más bien, dando espacio a la
inmoralidad. Por eso él les recuerda que «cada cual tiene de Dios su gracia
particular: unos de una manera, otros de otra» (v.7).

1Cor 7,36-38

16
MacDonal, M., Las mujeres en el cristianismo primitivo y la opinión pagana. El poder de la mujer histérica
(Estella, Navarra 2004) p. 166

38
«Mas el que ha tomado una firme decisión en su corazón, y sin presión
alguna, y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a respetar a
su doncella, hará bien. Por tanto, el que se casa con su doncella, obra bien. Y
el que no se casa, obra mejor»

Con base a este texto puede deducirse que en Corinto la virginidad de las
mujeres era un asunto muy valorado, especialmente entre aquellos más dados
a la ascesis. Recuérdese que en aquella época la doncellas no tenían (al menos
no totalmente) el control sobre su propia vida, y por eso –en este caso– Pablo
se dirige a aquellos que tienen autoridad sobre ellas: puede ser el padre, el
tutor, el tío o el hermano mayor17; en fin, aquel a quien corresponde la
responsabilidad de velar por la mujer en edad núbil, y por tanto también el
encargado de su matrimonio, según se acostumbraba 18. Es por eso que el
Apóstol dice que el casar a la virgen no está mal (es una práctica avalada por
la costumbre), pero si se decide hacer aquello que él (Pablo) estima mejor –es
decir, no casarla para consagrarla al Señor– tampoco hay problema alguno.

A nosotros, ubicados en una época y cultura diferentes, nos parecerá


repugnante el hecho de que el varón no le tome parecer a «su doncella», pero
el consentimiento de ella era algo que se daba por supuesto y natural en aquel
entorno; de modo que no era escandaloso que la decisión de casar a o no –y
con quién– a una hija se tomara sin tener en cuenta el parecer o los
sentimientos de la joven sino de acuerdo a otros convencionalismos sociales.
Lo importante del caso es que, según Pablo, “aquello que uno ha de hacer con

17
Aunque también pareciera dirigirse al novio, sobre todo al referirse a su doncella.
18
Cf.: Walter, E., o. c., p. 139

39
su virgen” era un asunto de suma importancia para la comunidad de los
corintios19.

Un dato significativo a tener en cuenta es que de 1Cor 7,8 («digo a los no


casados y a las viudas: bien les está quedarse como yo») puede presumirse
que, al menos para el tiempo en que escribió esta carta a Corinto, Pablo vivía
en continencia; aunque bien es cierto que mucho se ha conjeturado acerca del
matrimonio de Pablo; ya en el siglo IV encontramos no pocos testimonios que
hablan de un Pablo casado. Pero frente a todos estos testimonios dice San
Jerónimo que «no merecen siquiera que se les oiga quienes dicen que San
Pablo tuvo mujer»

Como respuesta a la cuestión de los corintos, Pablo presenta el estado de


virginidad como bueno, y esto porque la vida matrimonial tiene sus
dificultades; es loable también por el hecho de que, quien alcanza la
virginidad, se dedica por entero al Señor, sin dividir su corazón con otro. Esta
virginidad debe ser elegida con entera libertad, jamás impuesta. Es importante
tener presente lo que Pablo en 1Tim 5,12: ahí el Apóstol recomienda a uno de
sus discípulos mucha cautela a la hora de aconsejar la continencia a las viudas
jóvenes. No debemos entender esto como si Pablo estuviese ahora
desaconsejando la vida en virginidad que había recomendado a los corintos; se
trata más bien de una actitud cuidadosa y prudente que el Apóstol quiere
implementar en todo esto de la ascesis cristiana: la experiencia le ha ido
enseñando que, en tales asuntos, es mejor conducirse con cautela. Mirando
cuidadosamente esta carta a Tito podemos ver en ella un indicio de los
comienzos de una institucionalización del ascetismo cristiano que, aunque

19
Cf.: MacDonal, M., o. c., p. 165

40
sigue considerándose un fenómeno carismático, no deja de exigir por eso un
adecuado control y discernimiento necesarios para evitar abusos.

En fin, lo que podemos entresacar de estos datos de 1Cor 7 es que a finales del
siglo I ya existía en la comunidad de Corinto un considerable núcleo de
vírgenes y continentes. San Clemente romano, perteneciente a la Patrística
Apostólica, habla de este grupo diciendo de ellos que se les habían subido los
humos a la cabeza considerándose, por el carisma de la virginidad y de la
continencia, superiores a la misma jerarquía eclesiástica.

En cuanto a los demás Apóstoles, no encontramos en el NT afirmaciones


acerca de su estado de matrimonio o virginidad ( a excepción de Pedro, que se
dice tenía esposa Lc 4,38-39), aunque la tradición siempre ha afirmado que
San Juan vivió en un estado de virginidad; varios Padres decían que esta fue la
causa por la cual Jesús sintió un amor predilecto por este Apóstol; p. e., San
Jerónimo escribe: «Juan, a quien la fe en Cristo encontró virgen, virgen
permaneció y por eso fue más amado de Cristo, y mereció recostarse sobre el
pecho de Jesús». Existe también otro pasaje curioso (1Cor 9,6) en el que
Pablo pregunta: «¿No tenemos derecho a llevar con nosotros una mujer
creyente, como demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas?»; no
obstante, nada hay en el texto que nos lleve necesariamente a entender que esa
mujer creyente sea la esposa; podría tratarse también perfectamente de una
mujer casada que los acompañase en sus viajes misioneros.

La incipiente organización monacal: siglos I y II: Tenemos también un dato


de Hechos que algunos investigadores considera como la primera aparición
histórica de lo que más tarde sería el monacato dentro del cristianismo. Este
dato se encuentra plasmado en Hch 21,8-9: se trata de aquella pequeña
comunidad doméstica de las cuatro hijas de Felipe, que vivían la virginidad y
41
tenían el don de profecía. Vemos que en esta pequeña mención bíblica se
esbozan ya los pilares fundamentales que caracterizarán a la vida monacal:
vida comunitaria, celibato o virginidad por el Reino y dimensión profética.
Cabe aclarar que todavía no se trata de una comunidad entendida como tal;
estas mujeres viven en su casa paterna y no han abandonado aún ni sus bienes
ni sus labores cotidianas y domésticas.

Con el paso de los años, las Vírgenes comenzaron a organizarse en grupos


más o menos estables, llegando a formar auténticas comunidades bajo la tutela
del obispo y constituyendo el ordo virginum. De la misma forma sucedió con
los hombres ascetas: al principio ellos también practicaban un ascetismo de
tipo doméstico, pero con el paso del tiempo, y también por sugerencia de los
obispos, se van implanto el anacoretismo y el cenobitismo, que son formas
más estructuradas del mismo ascetismo, incluso ya con la profesión explícita
de una Regla de vida.

Se evidencia, pues, que los ascetas (ya sean hombres, ya mujeres), constituyen
un movimiento pre-monástico; ellos conforman, en cierto modo, la primera
manifestación de la vida religiosa en el seno de la Iglesia cristiana. Dentro de
este movimiento ascético, que recalcaba principalmente el celibato como
renuncia más radical de sí mismo, comienzan a aparecer otras prácticas que
pasarán más tarde a formar parte integral e irrenunciable de los monasterios,
entre éstas G. M. Colombás menciona las que siguen: «la pobreza voluntaria,
más o menos perfecta, los ayunos, la abstinencia de determinados alimentos,
las vigilias nocturnas, la oración más frecuente y la salmodia diaria; en
resumen, casi todas las observaciones que serán luego patrimonio de los
monjes (…) En realidad, el único elemento que aportó el monacato naciente

42
al ascetismo tradicional, fue una mayor separación del mundo, la fuga
mundi, en sentido local y no sólo espiritual»20.

4. ¿Qué y quién es un monje y cómo era su estilo de vida? Generalidades

El monje, al menos aquellos verdaderos monjes de la primitiva cristiandad, era


un hombre que, impulsado por la fuerza del Espíritu de Dios, buscaba la
soledad del desierto o, también, se recluía en un ambiente fraterno como el
que dio origen a los cenobios; todo esto con el único objetivo de encontrarse
más intensamente con Dios y de agradarle sólo a Él. Por lo mismo huían de
todo lo mundano, es decir, de aquellas cosas y/o realidades materiales y
corporales que pudieran ser un obstáculo para ese estilo de vida centrado
únicamente en Dios. De este modo, la necesaria renuncia a las implicaciones y
ocupaciones de la vida cotidiana pasó a entenderse como la única manera de
posibilitar ese encuentro íntimo y permanente con el Señor. Se va dibujando
así, en el ideal monástico, un marcado dualismo que contrapone lo sagrado a
lo profano como dos realidades irreconciliables (este dualismo es propio de
todo movimiento ascético, incluso del ascetismo no cristiano).

Lo cierto del caso es que estos primeros monjes suscitaron no poca admiración
y elogio, sobre todo por el estilo de vida tan privado de comodidades que
hacía de ellos verdaderos héroes de la vida espiritual, aunque más que héroes
fueron ilustres maestros, que influyeron grandemente en la estructura y
desarrollo posterior de la Iglesia. Tomás de Kempis, en su famoso libro La
Imitación de Cristo elogiaba así a los monjes: «¡Oh, qué vida tan austera y
abnegada llevaron los santos padres en el desierto! ¡Cuán largas y graves
tentaciones sufrieron! ¡Con cuánta frecuencia fueron atormentados por el

20
García M., Colombás, op. cit., p. 36

43
enemigo!...¡Cuán rigurosas abstinencias practicaron…¡Cuán fuertes
combates sostuvieron para refrenar los vicios! ¡Cuán pura y recta intención
tuvieron para con Dios! Trabajaban de día y ocupaban la noche en larga
oración; y ni aun trabajando dejaban de orar mentalmente21»

La importancia que se le dio desde los inicios a esta forma radical de vida
cristiana viene atestiguada también por el hecho de las numerosas tradiciones,
cargadas de leyenda, que han transmitido los nombres de algunos personajes,
sobre todo mujeres, consagrados al ascetismo y la virginidad bajo la
inspiración y/o dirección de algún Apóstol. Una de historias más conocidas al
respecto es la de Tecla: una joven que se convirtió a la práctica de la
virginidad después de escuchar la exhortación a este estilo de vida que hiciera
Pablo en Iconio. Incluso todo el tenor de vida de esta mujer consagrada fue
puesto por escrito en un libro apócrifo titulado Hechos de Pablo y Tecla, cuyo
objetivo (al igual que con los demás apócrifos) ha sido principalmente llenar
algunas lagunas sobre la vida de esta ilustre virgen cristiana, que vivió en el
primer siglo del cristianismo y de cuya existencia no se duda.

Muy pronto Tecla fue considerada como el modelo de todas las vírgenes
cristianas; tan es así que cuando algún escritos eclesiástico quiere elogiar a
alguna virgen consagrada, dice simplemente que fue otra Tecla. La tradición
nos ha transmitido, asimismo, el recuerdo de otras mujeres vírgenes asociadas
a algún Apóstol; tal es el caso de Santa Prisca, virgen y mártir, que aparece
junto a San Pedro, quien es el responsable de su conversión y bautizo. Y así
hay muchas historias más que, aunque en gran parte legendarias, suelen
brindar datos históricos, sobre todo en lo que respecta a los nombres propios.
Y más importante que los nombres es el hecho de que tales hagiografías, lo

21
de Kempis, T. La imitación de Cristo, I,18

44
mismo que los pocos datos explícitos e implícitos del Nuevo Testamento,
evidencian que en esta era apostólica –efectivamente– fue lanzada aquella
semilla que más tarde germinaría en la gran y consolidada institución del
monacato cristiano, cuyos miembros serían los inspiradores de grandes
hazañas dentro del cristianismo.

Puede decirse que todos los movimientos reformadores a lo interno de la


Iglesia han tenido como inspiración a estos monjes antiguos y, de modo
especial, también todo período de fervor monacal ha procurado vincularse
siempre con la sólida tradición de los orígenes. Y aún hoy, a nosotros,
cristianos del siglo XXI, el testimonio de estos primeros monjes y ascetas nos
enseña el sentido de lo absoluto en la búsqueda de Dios y en el seguimiento de
Cristo, pobre y obediente; porque así fue como nació el monacato: como
respuesta fiel, absoluta y contextualizada al Evangelio de Jesús.

La ascesis en la época pre-monástica

Iniciemos diciendo que, en sus inicios, la comunidad cristiana no contaba con


monjes, es decir, en sentido estricto estos no existían; aunque ya hemos
hablado de todas estas comunidades y figuras ilustrativas veterotestamentarias
que, en cierto modo, fueron un preámbulo para el ascetismo cristiano; sin
embargo, para el cristianismo posterior, Juan Bautista es presentado como el
modelo eximio de monje (vivía en el desierto, vestía y comía pobremente,
predicaba y vivía la penitencia y la conversión, etc.); aunque, como ya se dijo,
posteriormente la totalidad de los Padres coincidirán en un dato común: el
verdadero fundador del monacato es el mismo Cristo, y por extensión también
los apóstoles, quienes llevaron una vida comunitaria de ascesis y de entrega
total a Jesucristo. Hch 4,35-37 dice que la gente vendía todo lo que tenía y lo
ponían a los pies de los apóstoles para que ellos lo distribuyeran entre los
45
necesitados. Esta, con algunos matices, será precisamente la praxis que será
continuada por los monjes, teniendo siempre presente la promesa que –según
Ef 1,18 y Col 1,15– está reservada para los que viven estas máximas
evangélicas.

Lo cierto del caso es que, siendo o no Jesús el que da origen al movimiento


monacal, los monjes siempre tuvieron como meta «configurarse» a Él
mediante el seguimiento. Así, para seguir a Cristo se establecían dos vías: una
vida cristiana bien vivida (era esta la obligación de todo aquel que profesa su
fe en Cristo) y una vida cristiana vivida a la perfección (e. d., aquellos que
buscaban una mayor configuración con Jesucristo; era gente que aspiraba a
más). Poco a poco la comunidad primitiva se fue convirtiendo en modelo de
vida religiosa –que para entonces era sinónimo de vida monástica–; esto se
fundamentaba bíblicamente recurriendo, v. gr., a Mateo 19, 2922 «Y todo
aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o
hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredara vida eterna».
Padres de la Iglesia como San Atanasio o San Jerónimo, vincularon siempre la
vida monástica con la vida cotidiana de los primerísimos cristianos para de ese
modo dejar claro que el surgimiento del monacato no era más que una
respuesta a la llamada de Jesús en el Evangelio23.

La Patrística recalcó siempre la importancia de la era apostólica. Leyendo la


Primera Carta de Pablo a los Corintios, los Padres atestiguaban ya la
existencia, en la comunidad cristiana primitiva, de personas que viven
virginalmente (así 1 Cor 7,25-34). Igualmente, en el libro de Los Hechos de
los Apóstoles se mencionan a cuatro hijas del Diácono Felipe que eran

22
También, Mt 4,20; 19,27.
23
Cfr.: San Atanasio, Vita Antonii, 2

46
núbiles, y tenían el don de la profecía (Hch 21,9). La Didaché, que se remonta
a los años 50-70, habla explícitamente de ascetas itinerantes que ejercen el
ministerio de la predicación. A finales del siglo I Clemente Romano (en su
carta a los Corintios) e Ignacio de Antioquía (en la carta a Policarpo) hacen
mención de ciertos cristianos que llevaban una vida más perfecta y ascética.

Pero dejemos para más adelante el detalle de cada una de aquellas primeras
formas en que surgió lo que nosotros hoy conocemos como monacato, aunque
estrictamente no podamos llamar monjes a estos primeros cristianos que
buscaban un estilo de vida de más perfecta observancia de las normas
evangélicas. Enfoquémonos por el momento en lo que toca al surgimiento del
ascetismo pre-monástico.

En el cristianismo primitivo no hubo monjes

Si tomamos en cuenta los últimos y más serios estudios de la crítica histórica,


tenemos que afirmar que el monacato no surgió sino hasta finales del siglo III,
y su catapulta fue una coyuntura particular: la paz constantiniana, que permitió
la expansión simultánea de este movimiento en diversas partes de la Iglesia,
tan lejanas como Egipto, Palestina y Siria.

Sin duda, unas de las características que ayudó al impacto positivo que el
monacato tuvo entre los cristianos fue su novedad. Por ejemplo, el famoso
Tertuliano arremete contra todos los paganos que acusan a los cristianos de
ociosos e inútiles para la sociedad; los defiende argumentando que el estilo de
vida que ellos eligen es totalmente nuevo respecto a los demás habitantes
dentro del Imperio (coincide aquí Tertuliano con la descripción que se hace en
la Carta a Diogneto en V 1,14).

47
Este tema de la novedad que representaba el monacato también está presente
en los primeros escritores de temas monacales. San Atanasio, para explicar
que había sido San Antonio el primero en adentrarse en la soledad del
desierto, afirma: «no existían aún tantas celdas monacales en Egipto, y ningún
monje conocía siquiera el lejano desierto»24. Un antiguo historiador de la
Iglesia, Sócrates, dice ser un tal Ammón el primer monje cristiano que existió.
San Jerónimo, por su parte, sostiene que el honor de ser el primero no debe
darse a San Antonio, sino a San Pablo de Tebas; hoy se sabe que este San
Pablo nunca existió, pero lo importante aquí radica en que San Jerónimo
entiende al monacato como una novedad eclesial que se gestó en las
comunidades cristianas de finales del siglo III.

Por supuesto que esta novedad de la que hablamos no anula todo el proceso
que ha precedido al monacato, es decir, esa larga serie de personajes, hechos e
ideas que constituyeron la génesis de lo que vino a conocerse como ascetismo.
Pero ¿por qué no hubo monjes en los tres primeros siglos de la Iglesia? Para
responder esta pregunta será necesario determinar cuál era la situación de la
Iglesia durante esos tres primeros siglos para ver las motivaciones y las
coyunturas por las que la vida monacal tardó tanto tiempo en surgir.

La persecución contra los cristianos en el Imperio Romano

Una descripción de los antiguos cristianos como la que aparece en la Carta a


Diogneto (sería muy útil, por ilustrativo, leerla), o según los describe
Tertuliano25, nos ayuda a comprender que estos creyentes en Cristo de los

24
San Atanasio, Vita Antonii, 3
25
«Nosotros los cristianos no vivimos al margen de este mundo; frecuentamos, como ustedes, los mercados,
el foro, los talleres, los baños, las tiendas, las plazas públicas; nosotros somos marinos, soldados,
agricultores, comerciantes, nosotros ponemos a su servicio nuestro trabajo y nuestra industria».
(Apologeticum adversum gentes, 42)

48
primeros siglos eran muy diferentes del resto de habitantes del Imperio. No
gozaban de los mismos derechos. Sufrían persecución cruenta 26, y hasta eran
condenados a muerte por el mero nombre de cristianos. En el intervalo que va
del 64 d. C. al 313 d. C., llamarse cristiano era delito suficiente para que una
persona fuese llevada ante los tribunales y ejecutada públicamente. A los que
profesaban la fe cristiana se les consideraba un tertuim genus, es decir, un
tercer género que no era ni judío (secundum genus) ni romano.

Lo cierto del caso es que los cristianos, durante la época de las persecuciones
imperiales eran considerados como extraños en medio de la ciudad y, por lo
mismo, no les quedaba más remedio que vivir socialmente marginados. Esta
marginación social será la característica que, después de la paz constantiniana,
definirá a aquellos cristianos llamados monjes. En todo caso, durante los tres
primeros siglos, todo aquel que decidía seguir a Cristo tenía que estar
dispuesto a convertirse en un solitario en medio de la ciudad, ya que su modus
vivendi permanecía prácticamente al margen de la vida normal de los demás
ciudadanos. Casi siempre había desacuerdo entre los deberes del que es fiel a
Cristo y los deberes del que se dice fiel a la ciudad. Muchas veces los
cristianos se veían obligados a renunciar a una serie de actividades sociales
que eran contrarias a su credo. Este autoaislamiento se vio reforzado y
empeorado no sólo por las leyes persecutorias del Imperio, sino también por
ciertas tendencias apocalípticas vigentes dentro la comunidad cristiana que
incitaban a una despreocupación casi total por las realidades temporales.

26
Debe aclararse que las persecuciones de las que fueron víctimas los cristianos no respondían a una acción
persecutoria sistemática e ininterrumpida por parte de las autoridades imperiales. Estas persecuciones se
inician el 64 con Nerón y concluyen oficialmente en el 313 con la promulgación del Edicto de Milán; fueron
exactamente 249 años de persecución oficial, es decir, de prohibición legal del Cristianismo en el Imperio
Romano; no obstante, durante este período también hubo momentos de paz que permitieron a la Iglesia
crecer y afianzarse.

49
Debemos tener en cuenta que no pocos textos neotestamentarios sugieren esta
desinstalación mundana (Heb 13,14; Filp 3,20).

No cabe duda de que, ya desde sus inicios, los cristianos comprendieron


perfectamente que tenían que renunciar a ciertas incitaciones sociales y asumir
una vida marcada de privaciones si en realidad querían ser files a Cristo: se
privaban de la asistencia a fiestas y espectáculos públicos, como el Circo que
tanto fascinaba a las masas romanas; el cristiano era indiferente a los halagos
de la fortuna, tampoco usufructuaba egoístamente de sus bienes, sino que los
ponía al servicio comunitario27; algunos autores cristianos condenaban
abiertamente los gastos superfluos (lujos y adornos, p.e.) de algunos
creyentes28, lo cuan apunta al hecho de que, a pesar del ascetismo primitivo,
también había cristianos que se permitían tales licencias (reprensibles por lo
demás).

etc. Este comportamiento ascético no tardó en despertar constantes sospechas,


que no hicieron más que justificar las terribles persecuciones; aunque hubo
quienes sí admiraban el tenor de vida de los creyentes en Cristo: tal es el caso
del autor de la Carta a Diogneto, para quien «los cristianos viven en la carne,
pero no según la carne».

El verdadero comportamiento cristiano se distinguía, principalmente, por dos


características: el uso específico que se hacía de los bienes materiales y la
conducta moral. Así, usando los bienes terrenos únicamente en cuanto éstos
son necesarios para la subsistencia cotidiana, los cristianos hacen de su vida
ordinaria un verdadero testimonio de fe, sobre todo en lo que toca a la oración:

27
Al respecto decía San Justino: «Nosotros, que en otro tiempo amábamos el lucro, la ganancia, distribuimos
ahora lo que poseemos y lo damos a todos los necesitados»
28
Así, Tertuliano en De culta feminarum.

50
ellos tenían horas determinadas para su oración y para el culto litúrgico
comunitario.

Rasgo definitorio de las comunidades cristianas primitivas era el hecho de que


el cristiano buscaba siempre el beneficio de los demás. Cada miembro de la
comunidad se prestaba al servicio del otro, y este espíritu servicial se
manifestaba desde la limosna que ayuda a no morir de hambre, pasando por la
hospitalidad, tan cara al cristianismo primitivo, hasta el martirio mismo.

Con todo, multitudes de mujeres y hombres cristianos fueron condenados a


muerte por el simple hecho de llamarse así (cristianos); los apologistas pedían
a los jueces que demostrasen siquiera una de las muchas acusaciones lanzadas
contra ellos, y, sin embargo, jamás se pudo comprobar que algún cristiano
hubiese cometido algún crimen; todo lo contrario: los adornaba una vida pura,
una piedad seria, una lealtad fundada sobre la caridad sin límites, en fin, una
conducta intachable.

El deseo de ser mártir: una espiritualidad del martirio

La fidelidad de aquellos primeros cristianos que soportaron heroicamente toda


clase de persecuciones, y que incluso prefirieron ser martirizados antes que
renunciar a su credo, se convirtió en un símbolo emblemático; de manera que,
durante los primeros siglos de persecución, el prototipo de cristiano no era
otro que el mártir. Grandes y antiguos escritores eclesiásticos como
Tertuliano, Orígenes e Hipólito escribieron copiosamente sobre el tema del
martirio, sobre todo porque ellos habían visto correr la sangre de sus amigos,
de sus fieles, de sus familiares; todos creyentes en Cristo; y no es raro que
ellos también estuviesen esperando el momento de ofrecer, como tantos otros,
su vida por la fe.

51
Muy pronto el martirio se convirtió en la forma de la vida cristiana, tan es así
que, desde que la persona pedía ser admitido como catecúmeno en la
comunidad de creyentes, se le “adiestraba” para el martirio, que lo tenía casi
seguro. San Cipriano y Orígenes hablan de esta necesaria preparación para el
martirio. El mismo Orígenes era hijo de un mártir (Leonidas, su padre) y, en
carne propia, sufrió los tormentos de la persecución, aunque no murió como
mártir.

Es importante tener en cuenta que esta espiritualidad martirial supone que el


martirio implica antes una llamada del Señor, por lo tanto el cristiano no debe
exponerse por cuenta propia a los verdugos; incluso se le permitía al cristiano
huir para evitar ser martirizado (no obstante, existían rigoristas, como
Tertuliano, para quienes escapar del martirio implicaba una verdadera
apostasía).

El ascetismo como preparación y sustitución del martirio

Desde la época misma de las persecuciones los autores sagrados se plantearon


la cuestión de si no existía una forma de sustituir al martirio, es decir, alguna
cosa que a los ojos de Dios tuviese el mismo valor que la muerte a manos de
un verdugo. Ya Orígenes se hacía esta pregunta: ¿de qué sirve que nos
preparemos toda una vida para el martirio, si al final no se nos presenta la
oportunidad de ser mártires? Sin embargo, él mismo da la respuesta: la sola
preparación equivale ya a un verdadero martirio. Al respecto decía San
Clemente de Alejandría:29 «Si el martirio consiste en confesar a Dios,
cualquier alma que se conduce con pureza en el conocimiento de Dios, que
obedece a los mandamientos, es mártir en su vida y en sus palabras…Éste

29
Stromata, I, IV, c. IV

52
hombre es bienaventurado porque realiza no el martirio ordinario, sino el
martirio gnóstico…porque la gnosis es el conocimiento del Nombre y la
comprensión del Evangelio».

La Iglesia primitiva entendió el martirio como la forma más eminente de


santidad, porque supone la plena configuración con la pasión de Cristo. Para
San Ignacio (en sus Cartas) el martirio no tiene sólo valor de edificación, sino
también valor de redención, porque es la prueba más perfecta de amor a los
hermanos. En el martirio se encuentra la vivencia completa del misterio de
Cristo: la moral, la ascética, la mística encuentran en el mártir su más perfecta
expresión. Todo aquello que el fiel cristiano lucha durante toda su vida por
alcanzar, lo obtiene el mártir en un instante.

Es innegable que toda la historia de la Iglesia está adornada con las figuras de
cientos de mártires, que no han desaparecido, sino que tienen aún sus
continuadores en millones de cristianos que, quizá sin haber derramado su
sangre, han ofrendado su vida consagrándose en alguna forma de vida
religiosa, la cual, como continuadora del martirio, surgió precisamente cuando
éste cesó como hecho colectivo en la vida eclesial. Así las cosas, la Vida
Religiosa en cuanto tal surge cuando ese espíritu cristiano martirial del que
hemos hablado empieza a disminuir, sobre todo después de la paz surgida con
Constantino; y esto es fácil de entender, porque a una Iglesia impregnada de
esa espiritualidad martirial no le es necesaria la Vida monacal-religiosa, pero
en una época en que la Iglesia ya no cuenta con la realidad del martirio
cruento, sí tiene lógica la génesis del Monacato y la Vida Religiosa como
sucesores de aquella perfección evangélica que proporcionaba el martirio. Al
respecto dice Metodio de Olimpo: «Ellos, vírgenes y continentes, padecieron
un martirio. No debieron soportar por un espacio breve de tiempo los

53
tormentos físicos, sino por toda la vida resistir el esfuerzo, haciendo frente
fuertemente a los asaltos violentos de los placeres, del miedo, de la tristeza y
de todas las demás formas de debilidad humana»

Así pues, en los primitivos comienzos eran los y las mártires quienes mejor
encarnaban la perfección de las virtudes cristianas, después de la paz
constantiniana esa tarea recaerá sobre los monjes: serán ellos los
comprometidos a visibilizar una vida fundada sobre la caridad perfecta, sin
que esto libere al grueso de los cristianos de su obligación de dar testimonio
convincente de su fe.

El florecimiento del ascetismo individual

Iniciemos con el dato de que si el ascetismo particular creció fue porque el


ascetismo general, que antaño había caracterizado a todos los cristianos,
disminuyó hasta casi desaparecer. Una razón fuerte que explica este fenómeno
es el hecho de que, después del Edicto de Milán (313), muchos cristianos
pudieron optar a cargos públicos, incluso de alta responsabilidad en el
Imperio. Y, como sucede siempre, al cristiano –cuando las cosas le van bien
en el ambiente social y, en lugar de persecución, recibe aprecio y
consideración– pronto se desentiende de aquel espíritu ascético mediante el
cual debía convertirse en un signo visible de las realidades futuras.

Esta coyuntura es la que explica el surgimiento, en tiempos de paz, de varias


instituciones ascéticas, que en tiempos de persecución eran innecesarias, ya
que todos los cristianos eran, por antonomasia, ascetas. A la degradación del
rigor de vida se unía el hecho de las muchas donaciones en bienes que recibía
la Iglesia, y que la estaban convirtiendo, estrepitosamente, en una institución
rica con el peligro de deslumbrar demasiado a su propia jerarquía.

54
Surgieron, por esto, movimientos extremistas, decididos a implantar –aunque
fuese a precio de sangre– la pureza del ideal cristiano; tal es el caso de los
encratitas y de los montanistas, muy cercanos a la ideología gnóstica. Uno de
los más importantes movimientos surgidos en esta época, y que cumplió
importante función evitando que la Iglesia perdiera su dimensión ascética, fue
la virginidad: esta expresión ascética será elemental cuando más adelante se
institucionalice el monacato.

No cabe duda de que la génesis de la vida virginal la encontraron los cristianos


en el mismo Cristo, pero su mayor desarrollo aconteció durante la era
apostólica, y se consolidó aún más en los siglos II y III para llegar a su
máxima expresión en el siglo IV. Es dato comprobado que en las comunidades
cristianas antiguas existía la vivencia de la virginidad como forma de
ascetismo, pero debemos cuidarnos de dar crédito a algunas exageraciones
fantasiosas que aseguran eran legiones las mujeres que diariamente acogían
esta forma de vida (imposible que así fuera, porque para entonces el número
de cristianos era todavía reducido).

Tenemos muchas noticias que nos hablan de la virginidad opcional de las y los
cristianos: San Justino nos menciona a gran cantidad de hombre y mujeres que
«instruidos desde su infancia en la ley de Cristo, han llegado puros hasta los
sesenta y setenta años…». Atenágoras menciona a «varones y mujeres que
envejecen en la virginidad»; y Minucio Félix da cuenta «muchos que
disfrutan…de un cuerpo sin mancha, en perpetua virginidad». Es dato
ilustrativo de lo que venimos diciendo Tertuliano, quien escribió una obra
titulada De virginibus velandis, en donde se ocupa de tratar algo tan trivial
(para nosotros) como es el hecho de que las vírgenes han de cubrirse con el
velo; un dato tan sencillo como éste nos ayuda a comprender que, al menos en

55
la Iglesia a la que pertenecía Tertuliano (Cartago), las vírgenes constituían una
realidad para nada despreciable y marginal.

Puede afirmarse con certeza, pues, que desde Siria, Asia Menor, Grecia y
Roma hasta las regiones más apartadas de Occidente, el ascetismo (bajo esta
forma particular de la virginidad y la continencia) se había hecho presente allí
en donde el cristianismo había hundido ya sus raíces. Este ascetismo, aunque
presente en distintas comunidades cristianas, y hasta en diferentes culturas,
presentaba siempre rasgos comunes: rigurosidad en los ayunos, mayor
hincapié en la oración, virginidad y pobreza o, al menos, un uso más
moderado y comunitario de los propios bienes materiales. Estos rasgos
propios del ascetismo cristiano fueron llevados al extremo en sectas cristianas
como los gnósticos y los encratitas30.

Organización del ascetismo premonástico

Ya se dijo que el fenómeno asceta no es monopolio del cristianismo, sino que


lo encontramos en otras culturas y confesiones religiosas. Lo cierto es que,
desde sus comienzos, la religión cristiana contó con la presencia de estas
personas, a las cuales no se les tenía un nombre específico: a los varones, por
lo general se les denominaba ascetas, continentes y/o confesores; mientras
que para las mujeres se utilizaba más comúnmente el término virgen. Ya a
finales del siglo IV encontramos la expresión vírgenes consagradas, y esto
porque ya había sido instituido el rito de consagración para ellas.

¿Cómo vivían los ascetas?

30
Se les conoció también con el nombre de acuarinos porque, al prohibir la ingestión del vino, celebraban la
Eucaristía únicamente con agua. Tuvieron una importante difusión en el siglo II.

56
Tanto los ascetas como las vírgenes carecieron de una organización particular
durante los tres primeros siglos; más bien, ellos permanecen sus propias
familias y se ocupan de las actividades cotidianas. A pesar de la no
organización, los obispos sí miraban con buenos ojos este género de vida (y lo
recomendaban), ya que éste venía a sustituir el ya desaparecido martirio. Las
vírgenes y los ascetas, aunque no constituía un estado diferente, sí que eran
reconocidos como tales dentro de la comunidad cristiana.

Ellos y ellas no sólo se proponían vivir en continencia, sino que buscan una
conversión total por amor al Evangelio y a los hermanos. Su programa de vida
es imitar a Cristo, y como consecuencia de esta imitación surgen elementos
como la castidad, entre otros muchos. Es destacable que este estilo de vida en
virginidad era en demasía revolucionario, sobre todo en lo tocante a las
mujeres, que antiguamente no podían aspirar a algo más que madres, esposas
o prostitutas; ellas eran personas con una posición socialmente subordinada,
políticamente nula y económicamente relativa. En fin, su lugar era siempre
secundario y de inferioridad respecto al hombre (o al marido si estaban
casadas). En una cultura como la aquella era del todo normal que fuese el
varón quien estableciera los estándares de conducta aceptables para una mujer;
y estos límites de acción para ellas quedaban prácticamente reducidos a los
oficios domésticos (entendidos éstos principalmente como servicio al varón) y
a algunas manualidades como el telar. Y este orden de cosas encontraba
siempre su justificación en las esferas religiosas. En un contexto social con
tales características, el que una mujer haga voto de castidad supone un rechazo
total frontal de la sociedad. Es sin duda un gesto profético.

Por otra parte, un dato importante es que desde el siglo III en Egipto y África
se vuelve común la práctica de dar a los ascetas la responsabilidad de presidir

57
la comunidad. Podemos ver en esto la génesis de aquella práctica común en la
Iglesia Latina de que el clero casado vaya siendo sustituido primero por un
clero continente y, después, por uno celibatario.

El voto de virginidad

Es difícil establecer con claridad desde cuándo surgió en la Iglesia el voto


(compromiso solemne) de virginidad y continencia. Algunos autores
(Weckesser, Schiewietz y Wilpert) aseguran que este voto público existía ya
en tiempos de Tertuliano, esto tal vez porque dicho autor, junto con San
Cipriano, es el que con más claridad habla de la profesión de la virginidad.
Tertuliano menciona en dos ocasiones, en sus escritos, la palabra voto o hacer
voto, y San Cipriano también la emplea una vez. Lo que sí está claro en esta
literatura antigua es que, quien abrazaba este estilo virginal de vida, lo hacía
perpetuamente. Por esto pedía San Cipriano: «Si se comprueba que alguna de
ellas ha perdido su integridad, haga penitencia plena de su crimen, ya que ha
sido adúltera con Cristo».

Que si este compromiso/voto de virginidad era profesado públicamente ante el


Obispo, no podemos saberlo; lo que sí sabemos es que se trataba de un
compromiso bien conocido por toda la comunidad: los fieles sabían
perfectamente quiénes habían abrazado este tenor de vida.

La consagración en virginidad

Fue en el siglo IV cuando la consagración de vírgenes se desarrolló


plenamente. Incluso el Concilio de Cartago (398) establece una edad mínima
al declarar «que las vírgenes no sean consagradas antes de cumplir los
veinticinco años». La primera consagración oficial que se conoce fue en Roma

58
y data del año 354, es la de la virgen Asella. Este voto de virginidad hacía
inválido el matrimonio de las vírgenes consagradas.

Ya con la institucionalización del ascetismo, bajo su aspecto de virginidad


consagrada, se empieza a levantar el puente que, muy pronto, unirá al
ascetismo con el monacato. Existen dos obras que pueden considerarse como
eslabones que unen ambas realidades: Epistola ad virginis de San Clemente
Romano y Vita Antonii, escrita pos San Atanasio. Ésta última nos ofrece no
pocas enseñanzas, e incluso datos históricos, sobre lo que fue el ascetismo
egipcio, ubicado en la primera mitad del siglo IV. Entre otros datos, San
Atanasio dice que los anacoretas de Egipto se caracterizaban por: la soledad
(es el rasgo más fuerte de este estilo de vida: viven lejos de sus casas y aldeas,
en absoluta soledad), trabajo manual (los anacoretas comen lo que siembran.
Ellos deben complementar la oración con el trabajo manual, ambos ocupan la
mayor parte de su jornada; tienen el imperativo de evitar el ocio), perfección
cristiana (buscan el modo de vivir a radicalidad los valores evangélicos como
medio para configurarse totalmente con Cristo), vida espiritual progresiva (los
monjes entendían su espiritualidad como un proceso: se iba construyendo cada
día hasta lograr la máxima contemplación permitida a un mortal), eclesialidad
(aunque residían en lugares alejados, trataban de mantener siempre su
obediencia a la Iglesia por medio de los obispos; San Antonio es ejemplo de
ello), ascesis (eran hombres verdaderamente ascéticos y en extremo austeros;
practicaban un ayuno ininterrumpido y en ocasiones excesivo).

Esta Vida de San Antonio constituye, pues, el paso a una situación


diferenciada, en donde los ascetas empiezan a considerarse grupo aparte y con
comunicación periódica con otros grupos semejantes en otras comunidades.
Aunque estos ascetas no llevaban vida en común ya tienden a agruparse y,

59
podemos decir, que lo único que les falta para ser monjes es la separación
material de las comunidades cristianas y marcharse al desierto a llevar vida en
común; lo demás ya lo tenía: castidad, pobreza, oración, mortificación y
separación del mundo.

En sentido estricto, también les faltaría un vestido propio, ya que los ascetas y
vírgenes de los tres primeros siglos no poseían un hábito específico; es hasta
época posterior que se tiene noticia de vírgenes que optaban por cortarse el
cabello, aunque era una práctica rechazada por la Iglesia31. Es significativo el
dato de que muchos autores, como San Crisóstomo y San Ambrosio,
consideran la virginidad como como un estado de vida más elevado que el
mismo matrimonio.

Como siempre sucede, también se presentaron peligros y abusos, sobre todo


cuando las relaciones entre ascetas y vírgenes se plasmaron en la cohabitación,
con el pretexto de ayudarse mutuamente en el camino espiritual. Los Santos
Padres frecuentemente se ocupan de condenar esta conducta, que constituye
un desafío –innecesario y condenado al fracaso– a la voluntad humana. Estas
condenas de los Santos Padres también aparecen en el siglo VII lo cual indica
que dicho abuso permaneció por tiempo prolongado.

El monacato del desierto

Una contestación al nuevo panorama eclesial y una denuncia profética

Los mejores representantes del monacato son los Padres del desierto, aunque
bien sabemos no fueron ellos los únicos monjes antiguos, ya que en la
antigüedad también existió un tipo de monacato urbano. Pero el monacato del

31
El Concilio de Gangra (342) excomulga a «cualquier mujer que, por piedad malentendida, se corte la
cabellera de que la proveyó Dios para recuerdo de su sujeción, como quien intenta esquivar tal precepto»

60
desierto constituye un fenómeno de difícil interpretación; tanto en su forma
individual como cenobítica se trata de un hecho de orden espiritual, que no
puede explicarse objetivamente sin acudir a una acción especial del Espíritu
dentro de la Iglesia, acción que –en todo caso– viene a ser respuesta a una
coyuntura eclesial muy específica. ¿Cuál?

Ya sabemos que con el Edicto de Milán la Iglesia deja de ser una religión
perseguida, y tiene ahora la oportunidad de hacerse pública 32, lo cual
significaba un gran avance para el cristianismo, unido esto al hecho de que
también el Emperador había decidido abrazar la fe en Cristo 33, lo que
constituía –aunque fuese indirectamente– una cierta protección o “empuje” al
cristianismo. Surge la así llamada Era Constantiniana, es decir, aquella
situación en la que, bajo la influencia de Constantino, se desarrolló un
complejo mental e institucional en las estructuras, comportamiento y
espiritualidad de la Iglesia.

Características de esta Era son:

 El compadrazgo o alianza entre los dos poderes (espiritual-terrenal).


 Una base cultural determinada por el Derecho Romano y el
pensamiento helénico (ambos paganos).
 Dentro de la Iglesia la razón se impone sobre otras manifestaciones del
Espíritu.
 Una concepción del hombre definido por su naturaleza y sus
circunstancias.

32
En sentido estricto, debemos aclarar que tal Edicto no concedió al cristianismo ningún privilegio especial,
sino que el Imperio otorgó a todas las religiones operantes en su territorio la libertad de expresión.
33
Aunque no se hará bautizar hasta el 337, tres días ante de morir.

61
 Dualismo alma-cuerpo / espíritu-materia: gran aporte del helenismo,
pero totalmente ajeno a la antropología bíblica.

Fue así como pronto se llegó a la instauración del Régimen de Cristiandad:


aquella configuración de la sociedad y la cultura en donde todo tenía tinte
cristiano: filosofía cristiana, política cristiana, economía cristiana, etc. A éste
Régimen no se llegó en época de Constantino, pero fue él quien dio ese primer
paso que no pudieron desandar los emperadores que le sucedieron.

Todo esto vino a ampliar los márgenes de la Iglesia, de modo que en su seno
ya no se encontraba sólo gente sencilla, como en los comienzos; ahora pedían
ser admitidos como cristianos también las familias senatoriales y muchos
intelectuales, lo cual significó –por una parte– la introducción del espíritu
mundano en la Iglesia y –por otra– que muchos obispos no dudaran en
abandonar su rebaño para irse a residir ampulosamente en la Corte Imperial. Y
así, sin darse cuenta, la Iglesia cayó fácilmente en la trampa que le estaba
tendiendo el Imperio, su libertador.

Ante un panorama tan poco edificante, hubo muchos cristianos que lograron
hacer una importantísima distinción al percatarse de que en el Evangelio había
cosas que eran obligatorias para todos, pero también otras que eran sólo
consejos destinados a quienes quisieran alcanzar la perfección cristiana y
abandonar la vida fácil que Constantino estaba ofreciendo, sobre todo a los
Obispos, a quienes había llenado de honore y privilegios: sin duda es ésta una
sutil y muy dañosa forma de perseguir el cristianismo. Al respecto escribía
San Hilario: «Ojalá Dios me hubiese concedido vivir en los tiempos de Nerón
o Decio…Me habría sentido feliz de combatir contra tus enemigos
declarados…Pero ahora tenemos que luchar contra un perseguidor insidioso,
contra un enemigo engañoso, contra el anticristo Constancio [hijo de
62
Constantino y heredero de su padre]. Este nos apuñala por la espalda, pero
nos acaricia el vientre…No nos mete en la cárcel, pero nos honra en su
palacio para esclavizarnos…Confiesa a Cristo para poder negarlo…Yo te
digo Constancio…: cuando te llamas cristiano, mientes. Tu genio sobrepasa
al del diablo, con un triunfo nuevo e inaudito: consigues ser perseguidor sin
hacer mártires».

Es por esto que muchos cristianos empiezan a añorar los tiempos pasados,
aquellos en los que el clero –al decir de San Jerónimo– no se andaba de
palacio en palacio luciendo su elegante vestir. Es necesario para la Iglesia
reemprender una búsqueda de la propia identidad, y una de las formas para
lograrlo era definir claramente cuál había de ser la conducta propia de un
cristiano inserto en aquella particular coyuntura histórica (no debe olvidarse
que por esta época la Iglesia también se vio precisada a definir su identidad
doctrinal mediante las fórmulas de fe; tal fue el caso –para citar sólo un
ejemplo– de Nicea I, en 325, convocado por el mismo Constantino, y que tuvo
por principal función defender la ortodoxia contra la herética cristología
arriana).

En este intento de búsqueda y retorno a los orígenes es que surge el monacato,


que también contó en su interior con el bando de los ortodoxos y el de los
relajados. Así las cosas, es en medio de este ambiente –eclesialmente
enmarañado– del siglo IV en donde tenemos que situar la génesis de la vida
monacal, y es también esta misma situación eclesial la que explica la función
primera del monacato: buscar el desprendimiento y el fervor que antaño
caracterizó a los cristianos, pero que ahora –con la vida buena propia de la paz
constantiniana– había quedado en el olvido. Como ya se dijo, estos cristianos
que eligen libremente la soledad y lo incómodo del desierto quieren ser en el

63
seno de la Iglesia lo que un principio habían sido los mártires, y anunciar lo
que –con su martirio– habían anunciado los primeros: que los creyentes en
Cristo deben vivir radicalmente su fe y conscientes de que su vida mundana es
efímera y pasajera.

Estos monjes primitivos tenían bien claro que ahora no debían luchar contra el
Imperio, sino que su enemigo era uno más sutil y peligroso: la mediocridad
que estaba seduciendo a la mayoría de los cristianos. Surge, de esta manera,
una contraposición de realidades: a la añoranza de las catacumbas se
contrapone la vida en las grutas solitarias; a las torturas de los verdugos, los
ayunos y abstinencias autoimpuestos; a la prisión, la estancia en el desierto.

Es errado suponer que el monacato surgió cuando los cristianos se vieron


obligados a huir al desierto para librarse de las persecuciones de Decio o
Maximino Daja; más bien la vida monacal es una evolución del ascetismo
anterior que –por coincidencia y/o gracia– encontró una excelente catapulta en
la nueva situación surgida con ocasión de la paz constantiniana.

La contundente contestación-protesta que los monjes lanzarán contra el


relajamiento de la vida cristiana y del clero no consistirá en sermones ni
escritos, sino sólo en su radical y austero modo de existencia. Viviendo pobre
y frugalmente aquellos monjes reaccionaban contra una Iglesia que se había
vuelto farisaica, poderosa y rica.

Elementos comunes en la espiritualidad del monacato del desierto

La fuga mundi: puede afirmarse con mucha seguridad que el principal (o el


único) elemento novedoso que el monacato aportó al ascetismo tradicional
fue, precisamente, una mayor separación del mundo, pero ahora no sólo
espiritualmente –como siempre lo había recomendado la Iglesia–, sino en un
64
sentido material, es decir, en un alejamiento de los centros urbanos y
habitados. Esta soledad exterior –que presupone de hecho la interior– es
indispensable para el monje. Tal separación del mundo comporta
esencialmente dos características: distancia geográfica y distancia sociológica
(por su peculiar vestimenta, alimentación, tenor de vida).

Pero ¿qué motivaba a una persona cristiana para abandonar su comunidad y su


familia para adentrarse en las soledades del desierto y vivir allí su fe?
Obviamente, las motivaciones serían varias, la primera de ellas –sin duda– la
protesta contra una Iglesia cada vez más instalada y menos heroica. Podemos
mencionar otras causas que explican esta opción:

--Desarrollo lógico de lo que ya se había comenzado (la ascesis de los


comienzos)
--Reacción contra la secularización que vino después de Constantino
(relajamiento)
--La persecución de Decio (muchos cristianos huyeron a los desiertos para
escapar de las torturas)
--El martirio incruento (en lugar del martirio de sangre)
--Deseo de contemplar a Dios
--Huir de situaciones difíciles (un escapismo).

En realidad, los propios monjes explicaban sus motivaciones en una triple


dimensión:
--Disminuir las ocasiones de pecar: el mundo ofrece por doquier mil formas
de pecar, y por eso es mejor declararse enemigo de ese mundo que incita al
pecado continuamente.

65
--Recuerdo de Dios: el alejarse del mundo le permitirá al monje un espacio
seguro para el constante contacto con Dios.
--Interioridad: la desolación y soledad del desierto impulsan al monje a
adentrarse en sí mismo.

Renunciar a todo: huir del mundo no es suficiente, es necesario el


desprendimiento de los bienes materiales. Esta renuncia comporta un proceso
vital, es decir, se trata de un renunciar que se prolonga por toda la vida. Se
trata de renunciar a las cosas materiales, a las costumbres y a los vicios y al
propio yo con su conciencia y pensamiento.

Lógicamente la primera y más grande de las renuncias es la de los bienes


materiales: sin ella es imposible pasar a las otras renuncias. En el
anacoretismo primitivo esta renuncia a lo material no estaba normativizado
(no se profesaba una Regla que obligar), pero en los cenobios sí; por ejemplo,
el monje pacomiano no sólo renunciaba a sus bienes propios, sino también al
derecho de poseerlos en adelante. En este sentido, la pobreza cenobítica queda
determinada por la obediencia. Los monjes cenobitas tendrán todo lo
necesario para la subsistencia (en este punto tenían más seguridades que los
anacoretas), pero no podrán disponer de los bienes del monasterio de manera
absolutamente individual. Esta pobreza comunitaria es la conditio sine qua
non para lograr el abandono de la propia voluntad. No existe otro camino.

Otro tipo de renuncia –y que representa a la vez otro tipo de pobreza– lo


constituye el trabajo manual, con el cual los monjes se propiciaban lo
necesario para su subsistencia. En la antigüedad se demostraba que una
persona era realmente pobre si necesitaba hacer trabajo manual; y por eso en

66
la mente de los Padres del desierto el monacato no es sólo una vida tranquila y
enteramente orante, sino que también que también es trabajo continuo y
extenuante. Monje era sinónimo de trabajo fatigoso: ellos cultivaban la tierra
para cosechar legumbres, cereales, hortalizas, melones y sandías; a veces
ayudaban a los campesinos de aldeas vecinas en sus tareas agrícolas. No
obstante, este trabajo no implica sólo, ni mucho menos, una labor físicamente
ardua; para la vida monástica el trabajo significaba también –y ante todo– un
ejercicio ascético

Una vida en celibato y soledad: la soledad de los monjes no es únicamente


material, antes de esto ellos han elegido vivir solitariamente, es decir, sin
compañera, y todo esto para alejar de sí cualquier otro pensamiento que no sea
el de Dios. Por eso el término monje fue primero sinónimo de persona célibe y
unificada sólo con Dios. Recomendaba Evagrio Póntico: «que el monje no se
case, que no engendre hijos…, sino que sea un soldado de Cristo». Todo esto
debe ir acompañado de la unificación interior, y eso no se logra si la soledad.

El monje es tal porque no se casa y porque unifica su espíritu a una con el


Espíritu de Dios, por lo mismo goza de contemplación perfecta. Así, la
soledad y la celda del monje se convierten en un tipo de paraíso anticipado;
con razón exclamaba San Jerónimo: «para mí la ciudad es una cárcel y la
soledad, un paraíso».

En fin, toda la vida de renuncia, austeridad, despojo, oración, virginidad y


trabajo que adoptaba el monje tenía un solo fin: alcanzar la apatheia34, es
decir, llegar a esa meta absoluta en donde el alma alcanza la libertad plena y

34
Éste era un término ya común para la filosofía griega, sobre todo la estoica. En realidad los latinos nunca
supieron cómo traducir exactamente este término. S. Jerónimo, p. e., acostumbraba traducirla como
impassibilitas e imperturbatio.

67
se unifica toda en Dios; se trata, pues, de una inmutable tranquilidad del alma
y una inviolable pureza de corazón. Ya en sus niveles más perfectos, la
apatheia se convierte en una participación infusa y adquirida de la
impasibilidad y bienaventuranza de Dios. Se entiende, entonces, porqué fue y
es la meta anhelada por los monjes de todos los tiempos.

El monacato egipcio

En Egipto floreció copiosamente la anacoresis, quizá debido a que ahí el


desierto es un recurso accesible a todos, de modo que aquellos que buscaban
soledad para su contemplación se internaban en las soledades desérticas en
donde, además, las monumentales y antiguas construcciones faraónicas podían
servirles también de guarida; con todo, el desierto no dejaba de ser peligroso,
no sólo por las caravanas de viajeros que por allí circulaban de tanto en tanto,
sino principalmente por los animales salvajes característicos de esos lugares.

De estos solitarios de Egipto se sabe que, en su mayoría, procedían de la clase


baja de la sociedad copta35; raros eran aquellos que venían de los estratos
medios, y casi nulos los de la clase alta, ya que los egipcios pertenecientes a
las clases superiores en muy raras ocasiones se hacían monjes anacoretas,
éstos más bien «procedían de un mundo ingenuo, rudo, sin refinamientos de
ninguna clase…muchos no sabia ni leer ni escribir»36, aunque consta que
buen número de ellos, si bien no conocían el griego, se expresaban de forma
oral y escrita en copto.

Con todo, es errado considerar Egipto como la cuna del monacato cristiano;
sabemos que, simultáneamente, éste había surgido también en otras latitudes.

35
Antonio, por ejemplo, aunque procedía de una familia pudiente, ésta era de clase campesina.
36
Ibíd. P. 66

68
Lo que sí es cierto es que el monacato egipcio se convirtió en prototipo de la
vida monacal (por el número de monjes egipcios, por la Vita Antonii de
Atanasio, por la mitificación de algunos de sus monjes…).

Tres factores confluyeron para producir la explosión monacal egipcia: su


geografía (amplios desiertos), la teología ascética de Orígenes y la
persecución imperial por la cual San Atanasio tuvo que huir al exilio en donde
se alió con otros monjes para contrarrestar a Arrio.

Es abundante la literatura antigua que nos habla sobre el monacato egipcio y


sus representantes, aunque mucho de esta literatura está cargado por un matiz
legendario y mítico, también poseen innegable valor histórico. Entre las más
importantes y conocidas tenemos:
 Vida de San Antonio: escrita por San Atanasio a petición de otros
monjes.
 Vidas de solitarios escritas por San Jerónimo: entre ellas sobresalen las
vidas de Pablo de Tebas, Malco y San Hilarión.
 Historia de los monjes en Egipto: San Jerónimo se la adjudicó a Rufino
de Aquileya, pero en realidad éste sólo la tradujo al latín.
 Apotegmas o sentencias de los Padres: es la fuente más importante para
conocer los ideales del primitivo monacato. Constituyen un género
literario especial. Estas palabras que inicialmente habían tenido una
finalidad instructiva para un monje en particular (algo así como una
guía espiritual recibida por algún anciano sabio del desierto), pronto se
convirtió en guía para otros monjes. Se conservan 1600 apotegmas, que
se empezaron a recopilar desde la segunda mitad del siglo IV.

69
 Historia Lausíaca: escrita por Paladio con el interés de narrar sólo
aquello de lo que ha sido testigo o ha conocido por fuentes fidedignas.
Su cronología y geografía son muy exactas.
 Vidas de San Pacomio: fundador del cenobitismo, San Pacomio
impactó y redireccionó mucho la vida de los monjes. Prueba de ello son
las muchas biografías escritas sobre él, la mayoría inmediatamente
después de su muerte.
 Regla de San Pacomio: cronológicamente ésta es la primera de todas las
reglas monásticas. Se escribió en copto y la mejor traducción es la que
San Jerónimo37 hizo el 404.

El anacoretismo en Egipto
Antonio (más tarde San Antonio Abad) fue el primer padre del anacoretismo,
o al menos el más ilustre entre los anacoretas; fue él el primero de los
cristianos que decidió separarse de la sociedad humana para vivir más
plenamente su encuentro con Dios38. Desde entonces el monacato se ha
caracterizado por la búsqueda de la soledad. De hecho, el término griego
anacoresis significa alejamiento, retiro, apartamiento; para lograr este
objetivo se buscó casi exclusivamente el desierto, por ser éste un lugar solo (¡y
peligroso!), alejado del contacto con el mundo y los demás hombres. De esta
manera, en los ambientes monásticos, se teje toda una teología del desierto (ya
de por sí presente en la Escritura): la desolación, la aridez, la soledad y la

37
Dice él mismo en el Prólogo de la Regla «Así, después de hacer venir a un secretario, dicté en nuestra
lengua las reglas que habían sido traducidas del copto al griego»
38
Se dice que San Antonio escribió una vez: «Cuando me hice monje no existía en todo el mundo ninguna
comunidad [monástica] para que también yo pudiera vivir comunitariamente, sino que había personas que
individualmente se retiraban un poco fuera de su pueblo y vivían apartadas; he aquí por qué también yo he
vivido en vida anacorética». Ibíd. p. 64.

70
dureza del desierto son un reflejo, o una extensión, de la opción radical por el
celibato y por el Reino.

La más valiosa de las fuentes para conocer el tenor de vida anacoreta es la


obra de Atanasio Vita Antonii, aunque también se puede acudir a los
Apotegmas. Con esta obra San Atanasio dio génesis al importantísimo género
literario de la hagiografía.

De la cronología sobre la vida de Antonio lo único más o menos seguro es la


fecha de su muerte: el 17 de enero del 336. Si como se dice murió de 105
años39, entonces nació en el 251. Sabemos que nació en la ribera izquierda del
Nilo y en el seno de una familia con buena posición económica. Optó por la
vida monástica gracias a una llamada que le vino del Evangelio (Mt 19,21 40),
y por la cual vendió todo lo que poseía de herencia y dio el dinero a los
pobres, reservando lo necesario para la atención de su hermana, pero incluso
este importe lo terminó donando a los necesitados, y a su hermana la encargó
a unas vírgenes piadosas. Por su parte, él empezó a ejercitarse en la ascesis;
este estilo de vida lo aprendió durante unos 20 años bajo la dirección de un
anciano entregado a la vida monástica.

Durante este primer estadio de su vida anacoreta permaneció cerca de su aldea


natal, pero en el segundo período se dirige al desierto, y se establece en una
fortaleza ruinosa en Pispir. Inicia Antonio a introducir novedades en la vida
ascética tradicional. Vivó sólo durante 20 años con el agua que le proveía una
fuente cercana y una provisión de bizcocho que le llevaban cada seis meses.
Todo este tiempo en soledad y mortificación hizo de Antonio una verdadera

39
Téngase en cuenta que en la hagiografía antigua es común la costumbre de exagerar la edad de los
ancianos venerables.
40
«Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo;
luego ven y sígueme».

71
figura espiritual, en torno al cual se van agrupando los monjes (que lo llaman
padre) y multiplicando los monasterios.

Dato importante es el hecho de que, cuando arrecia la persecución de


Maximino Daja, Antonio deja el desierto para salir a auxiliar a sus hermanos
cristianos arrestados. Cuando cesa tal persecución Antonio regresa
definitivamente a la soledad del desierto, instalándose en Tebaida. Sus
discípulos deciden dejarlo vivir sólo, pero con la condición que de tanto en
tanto se haga llegar a Pispir para confortarlos.

Por todo lo dicho, San Antonio personifica el ideal del monje, y por lo mismo
San Pacomio lo considera la forma perfecta de vida anacorética. También, al
escribir la Vita Antonii, Atanasio garantiza ante la Iglesia la autenticidad
cristiana de la vida anacorética. La obra tuvo demasiada influencia debido a
las varias lenguas en las que fue traducida. Con este escrito San Atanasio puso
en evidencia las enseñanzas fundamentales del monacato anacorético:
radicalismo cristiano, sujeción a la Iglesia, soledad, combate contra los
demonios, crecimiento espiritual, oración y trabajo. Tal vez a esto se deba
también el hecho de que San Antonio fuera el primer cristiano no mártir a
quien se le rindiera culto a finales del siglo IV.

El anacoretismo y la ausencia de vida comunitaria: un rasgo extraño lo


constituyen el hecho de que la vida anacorética siempre careció de vida
comunitaria. Esta ausencia se produjo desde una doble dimensión: ausencia de
relaciones interpersonales, no en el sentido de un desentendimiento y
despreocupación de los demás, sino por el deseo de volcar toda su voluntad
hacia Dios. No se niega el amor a los demás, sino sólo una de sus expresiones:
la relación con los otros. Ausencia de la mediación de la comunidad eclesial:
aunque en el anacoretismo no aparece muy explícita la mediación litúrgica ni
72
sacramental, no significa que no exista. Claro que había comunión eclesial,
pero era una comunión interior que presupone la unidad de la fe.

En sentido estricto, el monacato anacoreta estricto fue escaso. La mayor parte


de los monjes adoptaron el semi-anacoretismo: aunque el objetivo primero era
la radical soledad, la mayoría de los anacoretas terminaron formando colonias
en los desiertos, esto es, se unieron con otros anacoretas para suavizar las
dificultades que suponía una vida sin compañía en un lugar tan inhóspito y
peligroso como lo era el desértico; a pesar de todo, hubo quienes sí vivieron
radicalmente su anacoretismo. No obstante las colonias, siempre se resguardó
el valor del silencio, la soledad y el apartamiento de las realidades seculares.
Los monjes consideraban tanto lo corpóreo como lo urbano un verdadero
peligro para la unión plena con Dios, por eso es necesario dominarlos a ambos
como medio de perfección. Es aquí en donde adquiere verdadero sentido la
filosofía de la fuga mundi y las prácticas de disciplina corporal, siempre tan
rigurosas e inflexibles (en el común de los casos, los monjes de los desiertos
comían únicamente o dos veces al día, y en ocasiones sólo pan, sal y agua 41).
Para los anacoretas el hombre es un alma en lucha contra su propio cuerpo,
que es un extraño al que se debe domar. Y peligro semejante, o peor,
representa la sociabilidad si no se domina adecuadamente.

En todo caso, esta vida semi-anacoreta, aunque agrupada en colonias, no


constituye una auténtica vida comunitaria; no obstante, en uno de los más
grandes discípulos de San Antonio (Atanasio) se empieza a vislumbrar la
tendencia hacia una verdadera fraternidad cristiana. De esta forma, los

41
El abad Poemen escribe: «el monje debe comer todos los días, aunque poco y sin hartarse. Es cierto que
cuando yo era joven no comía más que cada dos o tres días, y aun una sola vez a la semana, y los Padres,
hombres fuertes, lo aprobaron…». Mora Amador, Jorge, op. cit., p. 217

73
anacoretas egipcios constituyen el puente que une la soledad estricta con la
vida comunitaria de los monasterios pacomianos.

Estos anacoretas de Egipto vivían de su trabajo (fabricación de esteras,


cuerdas y cestos de juncos). Los más doctos se dedicaban a traducir
manuscritos (v. gr. San Evagrio). Su alimentación suponía un ayuno continuo.
San Antonio, p. e., comía pan, sal y agua una vez al día; y a veces hasta dos o
tres días sin probar nada. En cuanto a su atuendo, los monjes egipcios no
poseían un hábito especial, aunque poco a poco se fueron distanciando del
modo corriente de vestir de las demás gentes. Con el tiempo llegaron a usa
una túnica de lino sin mangas, un cinturón, capucha para la cabeza y la nuca,
sandalias (generalmente eran descalzos). Pronto se dio una interpretación
teológica a cada una de esas piezas según coincidían con atuendo de los
profetas, especialmente Elías y Eliseo.

Los monjes entregaban a los ecónomos las donaciones que dejaban los
visitantes, y también parte de lo que ganaban con su trabajo manual. A cambio
el ecónomo debía entregarles el pan de cada día y alguna otra cosa necesaria.
Los enfermos eran siempre tratados con atención y afecto especiales.

En lo tocante a la litúrgica, de ésta se privaban aquellos pocos que llevaban


vida estrictamente solitaria; los que vivían en colonias (como en Nitria, Las
Celdas y Escete) se reunían los sábados y domingos para celebrar juntos la
oración vespertina y, al despuntar el alba, celebraban la Eucaristía. La misa
diaria no era común para entonces. Esta reunión del domingo los monjes la
aprovechaban también para las colaciones espirituales: un diálogo en el que
intervenían varios interlocutores bajo la dirección de un anciano que también
dirigían las conclusiones.

74
Rasgo fundamental de este primer monacato fue su carácter laical: los monjes
ordinariamente no eran ni se ordenaban sacerdotes. Aquel monje que fuese
sacerdote debía asistir a los demás en la vida sacramental, de lo contrario se
acudía al sacerdote de las aldeas vecinas. El primero monje sacerdote del que
se tienen noticias seguras fue Macario de Alejandría.

Otro rasgo constitutivo de la vida monástica desde sus comienzos fue la


hospitalidad. El huésped era siempre recibido como si fuese el mismo Cristo.
Las colonias monásticas, como Nitria y las Celdas, disponían edificios
exclusivos para atender a los visitantes, que podían interactuar con los monjes
desde sexta hasta nona.

San Pacomio y la comunitariedad de los cenobios


El verdadero comienzo del cenobitismo debemos buscarlo en las colonias de
anacoretas formadas en los desiertos; pero, a diferencia de tales colonias, los
cenobitas no sólo viven cerca, sino juntos; esto es, forman comunidad. El
vocablo cenobitismo viene del griego koinós (=común) y bio (=vida); su
especificidad primera es que son monjes que llevan vida en común.

No es del todo correcto visualizar el surgimiento de los cenobios como un


fenómeno posterior al anacoretismo, ya que en realidad fueron casi
contemporáneos en su aparición. La consolidación de los cenobios no
significó el ocaso del anacoretismo: ambos marcharon buen tiempo juntos,
pero con las especificidades propias de cada uno. En lo que toca al
cenobitismo es necesario tener presente que a lo novedoso de su comunión
tanto de bienes espirituales como materiales, se unía la también novedosa idea
de una apertura a la acción pastoral, si bien apenas bosquejada, porque en

75
realidad la comunidad pacomiana nunca estuvo abierta a ninguna clase de
apostolado exterior.

Lo que fue San Antonio para la vida anacoreta (iniciada por él en el Norte de
Egipto), lo fue San Pacomio para el cenobitismo, en el sur de ese mismo país.
El fundador de los cenobios, Pacomio, nació en Latápolis, en 290 (y murió en
el 346), de padres paganos. Este ilustre hombre puede considerarse como el
que da inicio a la experiencia cenobítica, aunque en realidad los orígenes de
este movimiento no son tan claros como se quisiera; lo cierto es que el
impulso de San Pacomio fue verdaderamente revolucionario para aquel
entonces. Ya se dijo que no debe entenderse el cenobitismo como una
superación o corrección de la vida anacoreta; de hecho, en muchas regiones
coexistieron contemporáneamente. Ambas experiencias no eran más que dos
formas distintas de buscar la unión con Dios. Muchos de los cenobitas
provenían de la vida anacoreta, pero también hubo casos de monjes cenobitas
que decidían abrazar la vida anacoreta con vistas a una mayor ascesis y
perfección.

En sus comienzos Pacomio se estableció en Tabennesi, en la orilla oriental del


Nilo (por eso a sus monjes también se les llamó tabennesiotas42); muy pronto
llegaron otros muchos que desean aplicarse a la este estilo de vida. Viendo que
ya eran varios, Pacomio les redactó una pequeña Regla, que exige la renuncia
de todos los bienes para aquellos que desean ser monjes; se llevaría vida en
común. Asimismo, «el monje no puede dar, prestar, recibir, destruir ni
cambiar nada sin permiso de la autoridad competente»43.

42
Ibíd. p. 225
43
Ibíd.

76
En poco tiempo el monasterio construido en Tabennesi resultó pequeño para
la cantidad de monjes que ingresaban, esto obligó a erigir nuevos monasterios
en diferentes lugares (Pbow, Chenoboskion, Tmousons…). El mayor
crecimiento de la congregación se gestó después de la muerte de San Pacomio.
Incluso San Jerónimo tradujo la Regla pacomiana al Latín y así la difundió
ampliamente, y con mucho éxito, por toda Roma.

A pesar de que el impulso originario de Pacomio lo movía a una vida solitaria


–alejada del bullicio del mundo– una visión que –según él– tuvo cuando
estaba en el desierto44 le mostró que, unido a su ideal de contemplación y
soledad, debían también dedicarse al servicio de los hombres. De este modo,
el contacto personal con los miembros de la comunidad significó una forma de
encontrarse con Dios; no obstante, los monjes seguirán llevando siempre una
vida territorialmente alejada del mundo; los cenobitas vivirán siempre en
monasterios distantes de las ciudades en donde se respire el silencio y la
tranquilidad; ideal que comparten con los anacoretas, pero a diferencia de
éstos, en los cenobios se desterraba por completo el individualismo, se vivía
en una estructura comunitaria que facilitaba la comunión, todo lo cual exigía
la adhesión a una regla de vida y un compromiso por mantenerse sumisos
unos a otros.

En los monasterios pacomianos la clausura no era absoluta: los monjes podían,


con el respectivo permiso, salir de los muros abaciales para realizar su trabajo;
y también las personas externas (mundanas) ponían tener acceso al
monasterio. Lo que debe recalcarse como novedoso es el hecho de que estos

44
Una vos le dijo: «La voluntad de Dios es que te pongas al servicio de los hombres para reconciliarlos con
Diosf»

77
monjes pacomianos vivían todos protegidos por los muros monásticos, que
hacían de ellos (de los monjes) una verdadera comunidad religiosa.

Los cenobitas no sólo eran monjes, sino también hermanos, y a esta


experiencia pronto se unieron también las mujeres, dando origen, así, a los
cenobios femeninos. Una hermana de Pacomio, llamada María, pidió que se le
construyese una casa cercana al monasterio de Tabennisi; allí se le unieron
otras mujeres. A todas ellas Pacomio les asignó un monje anciano, Pedro, para
que «les hablara fuertemente de las Escrituras»45.

Los discípulos empezaron a fluir en gran número en torno a Pacomio. A ellos


el Santo les dio un reglamento acomodado: cada uno debía trabajar para
procurarse su propio sustento, y debería entregar parte de lo que ganaba para
atender a las necesidades comunes. Cabe explicar que el primer grupo que se
unió a Pacomio fue un total fracaso; él se vio obligado a despedirlos a todos.
A los nuevos que pronto llegaron les exige ya la renuncia absoluta a sus bienes
y a todo lo que pudiesen adquirir para el futuro. Todo debería ser puesto en
común, el monje no puede recibir nada sin el permiso correspondiente.
Probablemente en esta iniciativa encontramos el aspecto más revolucionario
del nuevo sistema monástico ideado por San Pacomio.

Como ya sabemos, en poco tiempo el monasterio de Tabennisi resultó


pequeño para la gran cantidad de monjes, por lo cual Pacomio se vio obligado
a fundar otros. En vida del Santo llegaron a ser nueve los monasterios que
componían la koinonía. Y cuando murió Pacomio hubo una explosión de

45
García Paredes, José, Teología de la Vida Religiosa, Madrid: BAC: 2000, p. 21

78
monjes46. Él falleció en 346 a causa de una gran epidemia que azotó también
los monasterios haciendo estragos.

Antes de morir, el fundador eligió al monje Petronio para que le sucediera en


el cargo de General de la Congregación, pero Petronio murió tres meses
después de Pacomio. Lo cierto es que la Regla pacomiana seguía
extendiéndose rápidamente, y aún más cuando en 404 S. Jerónimo la tradujo
al latín y se la impuso a los monasterios dirigidos por el mismo Jerónimo en
Belén.

Esta comunidad de vida construida por Pacomio y sus monjes supone un


camino de encuentro con Dios y una experiencia espiritual que resultó
decisiva para el futuro desarrollo del monacato. Pacomio logró unificar en una
sola experiencia aquello que el anacoretismo había separado: el servicio a
Dios y el servicio a los hombres. Pero aun así la vocación monástica sigue
fundándose sobre un distanciamiento espacial del mundo, se trata de una
comunidad separada del mundo y también de los otros hombres.

La comunidad cenobítica pacomiana es una verdadera fraternidad querida por


sí misma. Pacomio era el padre de cada monje y el padre de la comunidad en
cuanto tal. Esta vida comunitaria se realizaba en lo cenobios en una triple
dimensión: puesta en común de los bienes, como signo de la total negación del
propio yo; sumisión y servicio como elementos de purificación; fidelidad a la
Regla, que jamás sustituye ni a la Sagrada Escritura ni a la propia conciencia.

La Regla de San Pacomio: son cuatro, y traducidas del latín, las Reglas que
han llegado a nosotros teniendo como autor a San Pacomio, si bien

46
Las cifras respecto a cuántos eran son muy variadas: desde 3000 (según dice Paladio) hasta 50 000 (al
decir de San Jerónimo). Ante tal variedad de cifras parece que la única conclusión que se pueda sacar es que
la Koinonía llegó a ser muy numerosa y que ya lo fue en vida del fundador.

79
actualmente los estudios creen que el Santo es autor únicamente de las dos
primeras (Precepta y Precepta e instituta). Si juntamos a la información que
no proporciona la Regla aquella otra que nos ofrecen las Vidas de San
Pacomio, podremos formarnos una imagen bastante fiel de cómo era el ritmo
de vida en los monasterios pacomianos:

Cada monasterio era amplio y rodeado por un alto muro dentro del cual había
varias casas para albergar a, más o menos, veinte monjes, cada uno con su
propia celda (cuando fueron muchos tuvieron que compartir su celda). Había
también una serie de estancias que eran comunes a todo el monasterio: el
refectorio, la iglesia, cocina y despensa y un patio y jardín. Su hábito era
idéntico al que se había introducido entre los anacoretas (un túnica de lino sin
mangas…).

Cada monasterio era regido por un Superior y cada casa por un prepósito. El
Superior recibía órdenes directamente del General (que primeramente residió
en Tabennesi). Las obligaciones del monasterio eran realizadas por
hebdomadarios que se rotaban por turnos. Todos los monasterios estaban
unidos entre sí y reconocían la autoridad y paternidad de Pacomio.
Anualmente los monjes se reunían dos veces (en Pascua y en agosto-
setiembre); durante tales asambleas se nombraban también los superiores y se
rendían cuentas.

Dentro del monasterio pacomiano están representados todos los oficios:


herreros, cocineros, enfermeros, carpinteros, panaderos, zapateros, sastres,
agricultores, jardineros, etc. Era incuestionable la necesidad de trabajar para
sufragar los gastos de monasterios tan grandes. Este trabajo manual estaba
íntimamente ligado a la obediencia y a la pobreza: ambas –unidas a la vida en
celibato– eran consideradas como principio fundamental del orden y de la
80
plena cohesión interior de la vida común, es decir, de aquella koinonia
cenobítica que casi erradicó completamente al anacoretismo.

Por otra parte, existieron también en Egipto otros monasterios –separados de


Pacomio– que tuvieron mucho éxito; sobre sale entre ellos el llamado
monasterio blanco, al que hizo célebre su segundo abad: Shenute (de hecho,
esta reforma se conoce como la reforma de Shenute). Shenute consideraba la
regla pacomiana como muy relajada y poco severa, por eso añadió un sinfín de
mortificaciones y oraciones ajenas al cenobitismo; reforzó también
ilimitadamente la autoridad del superior, que terminó siendo casi un déspota.

Shenute introdujo dos novedades importantes en su legislación monástica: una


promesa escrita de obediencia a su persona (primer paso de lo que más tarde
será la profesión religiosa), y también abrió el monasterio a una relación
intensa con el mundo exterior. Pero su rigidez ascética fue muy pesada para
sus monjes y, si lo comparamos con el Fundador del cenobitismo, tenemos
que decir –como dice Colombás– que «Pacomio sirve a sus hermanos,
Shenute domina y esclaviza a sus hijos».

Las monjas del desierto

Aunque Paladio, en su obra Historia Lausíaca, afirma ser muchas las mujeres
que habían abrazado la vida monástica, se sabe que más bien estas monjas
solitarias eran escasas, probablemente debido a la inseguridad que significa el
desierto. Son curiosos algunos casos conocidos de mujeres que se disfrazaban
de hombres para poder llevar vida anacoreta en los desiertos, sin embargo, no
sabemos si tales relatos (Patlagean menciona 12 mujeres anacoretas
disfrazadas de hombres, anteriores al siglo XII) son más leyenda que historia,

81
y resulta extraño que estos disfraces existieran, ya que los Padres del desierto
nunca consideraron a la mujer incapaz de llevar vida monástica.

De todo esto lo que se desprende es que el monacato primitivo asumió sin


traumas la igualdad del comportamiento entre los monjes y monjas. La
austeridad femenina no tenía nada que envidiar a la de los monjes más ascetas;
y ellas nunca pretendieron llevar un tenor de vida menos radical que el de
ellos. Tan iguales eran que aquellos monjes dedicados a recoger apotegmas de
los Padres del desierto, se vieron obligados a coleccionar también los
apotegmas de algunas Madres o “Ammas” del desierto, si bien mucho más
reducidos que los masculinos; de hecho sólo tres se conservaron: Sara,
Sinclética y Teodora.

Aún y con aquella advertencia de San Pablo en 1Tim 2,12; 1Cor 14,34 de que
las mujeres no tienen voz en la Iglesia, y con la precaución que tenían los
monjes frente a las mujeres, fuesen o no monjas, aun así muchos de ellos las
admitían como “maestras de espíritu” al mismo nivel de sus pares masculinos.
Estas Madres del desierto –con iguales prerrogativas que los Padres, excepto
los derechos y deberes que derivan del sacerdocio– ejercían su maternidad
espiritual tanto sobre monjes como monjas, y con una particular capacidad de
penetración psicológica47 de la cual es incapaz hombre.

El monacato el Palestina

Su génesis y expansión: es lógico esperar que aquellos monjes que deseaban


ardientemente seguir más de cerca a Jesús, desearan asimismo estar más cerca
de aquellas tierras donde Jesús realizó su ministerio. Por lo tanto, Palestina,

47
Esta aseveración se desprende de estudios comparativos entre los apotegmas de los Padres con los de las
Madres; mientras que los primeros se centran en el reforzamiento de la ascesis, renuncia, etc.; ellas enfocan
más la delicadeza frente a la rudeza.

82
escenario de los grandes acontecimientos bíblicos, debía seducir también al
monacato, y sobremanera a los monjes del Occidente latino.

Todo el movimiento monacal egipcio estaba dejando sentir su influencia


también en el Sur de Palestina. Parece ser que ya desde el siglo III empezó a
darse el fenómeno de los eremitas o anacoretas; algunos de ellos habían sido
formados en la línea del célebre San Antonio Abad, de entre estos sobre sale
San Hilarión, el pionero de los anacoretas del Negueb, y el primer monje
palestino del cual tenemos el nombre y una biografía (un tanto legendaria) que
escribiera San Jerónimo.

El puente que une al mocato egipcio con el palestino no es otro que este
Hilarión, que nació en Gaza alrededor del 291 y de padres paganos. A los 15
años se convirtió al cristianismo cuando estudiaba en Alejandría. Decidió
hacerse monje cuando se encontró con Antonio Abad, con quien permaneciera
sólo algunos meses, después de los cuales regresó a Gaza para vivir allí como
anacoreta santo. En 329 se le juntaron algunos discípulos. Acudían a él incluso
monjes de Egipto y de Siria deseosos de aprovechar la experiencia monástica
de Hilarión. Surgen así las Lauras48 (nombre como son conocidas las colonias
de anacoretas en Palestina). Existe un paralelismo sorprendente entre las dos
experiencias monásticas, la egipcia y la palestina: si la primera tuvo como
Señor al viejo Antonio, la segunda cuenta con el joven Hilarión.

San Hilarión muere en el 371 en Chipre, lugar al que se había ido buscando
soledad, en una cueva inaccesible. Aunque la biografía que escribiera sobre él
San Jerónimo es más mítica que histórica y revela más los pensamientos

48
Etimológicamente Laura significa “desfiladero” o “barranco”.

83
jeromianos que los del santo monje, la historicidad de Hilarión está también
atestiguada por otro escritor independiente de Jerónimo: Sozomeo.

Otro de los forjadores de este monacato palestino fue el monje Caritón, natural
de Iconio, quien después de padecer las persecuciones del Emperador
Aureliano (270-275), se estableció en una gruta ubicada en el camino a Jericó,
allá por el año 355. Esta residencia anacoreta dará lugar a la Laura de Souka
(6 km de Belén). Egeria, una virgen española que había realizado una
peregrinación y que relató su aventura en un Itinerario, atestigua la presencia
de monjes en varios lugares de Palestina. Dice ella: «en las cercanías del
monte Nebó moran muchos monjes verdaderamente santos, que aquí se
llaman ascetas».

Lo cierto del caso es que, a pesar de las muchas influencias que convergían en
Palestina, allí se desarrolló un monacato autóctono, que floreció copiosamente
en aquellos lugares venerados por haber sido escenarios de algunos
acontecimientos de la historia de Israel y de Jesús. Por ejemplo, las regiones
de Gaza se llenaron pronto de anacoretas, cuya vida fue evolucionando hacia
una veta más comunitaria, primero en forma de Lauras y, después, en
verdaderos monasterios. El gran promotor del monacato en Gaza fue San
Epifanio (muerto en 403).

Jerusalén tampoco fue la excepción. Egeria menciona que había allí


monazontes y parthenae (vírgenes), que desempeñaban un importante papel
en la liturgia. No sabemos si estas mujeres y hombres vivían en comunidad;
Egeria sólo dice que eran ascetas. Se sabe, además, que en el Monte de los
Olivos hubo bastantes monjas y monjes diseminados en ermitas, y estos vivían
al margen de los monjes latinos.

84
El estilo de vida de los monazontes y vírgenes de Jerusalén era
extremadamente riguroso. Muchos hacían ayunos cinco días a la semana, y
comían sólo sábados y domingos. Lo habitual era comer una vez al día.

En la región de Judá el monacato lo introdujo San Caritón; sin embargo, el


monacato se desarrollará ampliamente en los desiertos de Judá hasta el siglo
V. Estos monjes de Judá eligieron para sus moradas las grutas o cavernas que
se hallan en los barrancos, de ahí el nombre de Lauras. El estilo de vida en las
Lauras era semejante al de las colonias monásticas egipcias. Consistían desde
una grieta en las piedras hasta celdas de dos habitaciones construidas con
adobe. Allí vivían los monjes cinco días a la semana en soledad, mientras que
los sábados y los domingos se reunían en los espacios comunes, constituyendo
así vida comunitaria. A diferencia de las Lauras egipcias, las de Judá muestran
una mayor unidad interna entre los monjes y más dependencia del Superior.

La época dorada de las Lauras palestinas se alcanzó con San Eutimio, que se
destacó por defender la ortodoxia en tiempos de los Concilios de Éfeso (431)
y Calcedonia (451). Por expreso deseo suyo, una vez muerto (en 473 a los 96
años) su Laura fue convertida en un cenobio. Discípulo eximio de Eutimo fue
San Sabas (439-532), que entró siendo muy niño al monasterio; fundó seis
Lauras a causa de los muchos discípulos que tuvo. Sabas puso mucho énfasis
en la formación específica que debía tener el monje.

Los monjes también se asentaron en Belén, en la península del Sinaí. En este


último lugar se gestaron grandes hazañas monásticas. Los comienzos del
monacato sinaítico están relacionados con el monacato sirio. La peregrina
Egeria confirma la presencia de monjes sirios en el Sinaí. Ya para el año 557
el Emperador Justiniano puso la primera piedra de un monasterio-fortaleza en
el Sinaí, cerca de la zarza ardiente; fue construido con la finalidad de albergar
85
a todos los monjes de la región que con frecuencia eran asaltados por los
beduinos. En este monasterio residió el célebre San Juan Clímaco 49, quien a
los sesenta años fue obligado a ser abad de su monasterio, dedicado a Santa
Catalina del Sinaí. En la historia del monacato oriental, el monasterio de Santa
Catalina del Sinaí ocupa un puesto destacadísimo. Lo que fue el monasterio de
Montecasino en el Occidente, lo fue este otro en Oriente. Su biblioteca es un
verdadero tesoro.

La invasión de los musulmanes en toda la región palestina trajo como


consecuencia la lamentable desaparición de muchos monasterios y la muerte
de no pocos monjes; p. e., se sabe de 44 monjes de la Gran Laura que fueron
brutalmente asesinados. Después de que en el año 637 sucediera la caída de
Jerusalén, los monjes fueron desapareciendo progresivamente hasta quedar
reducidos al mínimo, como sucede actualmente.

Monacato Romano en Palestina

Por motivos obvios, Jerusalén fue siempre destino de peregrinaciones


extranjeras: de muchos y muchas que querían vivir más de cerca la Pasión de
Cristo. Pero pronto empezaron también a surgir colaciones monásticas
extranjeras, constituidas –en muchas ocasiones– por los mismos peregrinos
que decidían abrazar la vida monacal en la misma tierra de Jesús.

Entre estas colonias extranjeras tiene especial importancia la romana. Y es


dato digno de tener en cuenta que la primera comunidad romana la fundó una
matrona: Melania la Mayor (nacida en torno al 350). Melania se trasladó a
Jerusalén en compañía de otros dos monjes egipcios, que habían sido
expulsados por el movimiento arriano.
49
Su apelativo le viene de una obra escrita por él bajo el título “Escala del Paraíso”, y escala en griego se
dice “klimax”.

86
Fue en el Monte de los Olivos en donde ella decidió construir su monasterio
de vírgenes, y junto a él edificó un albergue para peregrinos. Parece ser que
esta comunidad no estaba regida por principios monásticos estrictos, al menos
eso se desprende de las críticas hechas por San Jerónimo. Junto a Melania la
Mayor debemos colocar a Rufino de Aquileya, que construyó su monasterio al
lado del de ésta, en Jerusalén. Fue Rufino uno de los que importaron y
adaptaron el monacato oriental a Occidente. Una vez muertos Melania y
Rufino desaparece también la huella de aquellos dos monasterios fundados por
ellos en el Monte de los Olivos.

Será la nieta de Melania la Mayor, Melania la Joven, quien seguirá la huella


de su abuela y se dedique a fundar otros monasterios en el mismo Monte. Con
todo, no tenemos noticias seguras sobre el estilo de vida de los monasterios
latinos del Monte de los Olivos, ni de los fundados por las dos Melanias ni de
los fundados por Rufino.

La otra presencia importante del monacato latino en Palestina es la que


depende de San Jerónimo y Santa Paula de Belén; ella era dirigida de
Jerónimo, y con él partió hacia Tierra Santa en donde mandó a construir –con
su dinero– dos monasterios: uno de vírgenes para recluirse ella junto con su
hija Eustoquio (sic), y otro de varones para San Jerónimo. Según parece,
ambas comunidades monásticas fueron bastante numerosas.

Los monjes del monasterio de Jerónimo no sólo se dedicaban a la


transcripción de códices, sino también a la educación de los niños de Belén50.
San Jerónimo, aparte de sus ya conocidos trabajos exegéticos, también tuvo

50
Algunos desaprobaban esta labor argumentando de que era incompatible con la profesión del monje
enseñar a los niños las sagradas letras de la Escritura por un lado, y por otro las paganas de Virgilio y
Cicerón.

87
una amplia labor epistolar y pastoral. Las controversias origenistas turbaron
los monasterios de Paula y Jerónimo. En el 393 San Jerónimo firmó una
declaración de condena contra Orígenes. Estos monasterios de Jerusalén se
declararon a favor del Obispo Epifanio de Salamina, que también era
antiorigenista; esto le valió a los monasterios jerosolimitanos la excomunión,
hasta el punto de que los monjes y monjas que residían en ellos fueron
privados de los sacramentos y de la sepultura eclesiástica. Esta polémica
jeromiana llegará a su fin cuando se restablezca la paz gracias a la mediación
de Teófilo de Alejandría (397).

Pero nuevos problemas tuvieron que enfrentar los monasterios betlemitas


cuando entraron a Palestina las doctrinas de Pelagio, a las cuales se opuso
rotundamente Jerónimo. Los enfrentamientos no eran solamente ideológicos,
se sabe de ocasiones en que los pelagianos la emprendieron contra los
monasterios betlemitas, dando muerte a sus moradores.

En cuanto a disciplina, tanto los monasterios jerosolimitanos como los


betlemitas seguían la misma línea, y esta era de proveniencia egipcia. Sus
iniciadores habían tenido contacto directo con la más pura experiencia
monacal de Egipto: los monasterios de Nitra. Esta observancia estricta fue
seguida tal cual por San Jerónimo, pero moderada por Paula y Melania, que la
matizaron con un cariz femenino.

Los monjes sirios y persas

Dentro del cristianismo de Siria (especialmente en Antioquía, que era el centro


de irradiación) el ascetismo floreció copiosamente, y se institucionalizó con el
nombre de Hijos e Hijas de la Alianza o del Pacto, y se caracterizó por su
estricto ascetismo: más riguroso que el de cualquier otra comunidad cristiana.

88
Ellos hacían la distinción entre justos (todos los fieles) y perfectos (los
ascetas). Los Hijos y las Hijas hacían voto de virginidad, tendían a organizarse
comunitariamente, no podían vivir con seglares (se exceptuaban los de la
propia familia); los que eran sacerdotes o diáconos vivían en la Iglesia, oraban
y ayunaban, tenían prohibido el vino y la carne, no parece que hicieran voto de
pobreza. Comúnmente, los clérigos eran tomados de entre los Hijos de la
Alianza, mientras que las Hijas cuidaban de los enfermos y a los pobres, y de
entre ellas se escogía a las diaconizas.

Este anacoretismo sirio (que puede conocerse gracias a varias fuentes) se


desarrolló principalmente en las montañas de Shiggar, cerca de Nísibe; las
montañas cercanas a Antioquía (la capital); en fin, a finales del siglo IV eran
pocos los lugares sirios en donde se conociese a los monjes.

Se caracterizaban por su incomparable rigor y austeridad, con lo cual quería


manifestar su muerte al mundo; eran auténticos contemplativos. Debido a la
gran libertad de organización, surgieron en Siria muchas expresiones
diferentes de vida monástica. No se gobernaban por un Regla única, sino por
la Escritura, las palabras de los ancianos y la iniciativa personal; pero todos
coinciden en que desean vivir completamente solos.

Los estilitas: (stylos = columna). Es la más conocida forma de anacoretismo


sirio. Se sabe que el estilitismo no es estrictamente cristiano, se sabe de
algunas prácticas parecidas en la Roma pagana y otros lugares; sin embargo,
son tantas las diferencias que no es posible entablar conexión entre esas
prácticas paganas y el estilitismo cristiano, que una entre muchas formas de
penitencia practicada por los antiguos monjes.

89
No debemos caer en el error de creer que el estilitismo fue una simple
extravagancia, o una moda pasajera de unos cuantos; todo lo contrario: el
estilitismo estuvo fuertemente arraigado en el cristianismo de Siria, y gozó de
muy buena fama desde el siglo V hasta bien entrado el siglo X. Esto no
implica que, al principio, tan extraño modo de vida no dejara perplejos a
muchos, que se preguntaban si no había otros medios menos peligrosos para
servir a Dios de modo menos extravagante.; y la crítica tomaba más fuerza al
ver que eran tan numerosos los que vivían encima de columnas.

El más famoso de los santos estilitas fue San Simeón el Grande (más conocida
como el Estilita por antonomasia); nació en Cilicia hacia el 390. Después de
algunos de vida solitaria y excesivo ascetismo en Telanios, su fama se
extendió por todas partes al punto de que venían de un lugar a otro para
conocerlo y tocarlo. Para sustraerse de este acoso de las gentes decidió subirse
a una columna. Empezó con una columna de seis codos, terminó en una de
treinta seis codos (unos 17 metros). Y ahí vivió por espacio de 37 años entre el
cielo y la tierra.

San Simeón supo encontrar un equilibrio admirable entre la vida solitaria y la


apostólica. Su columna se convirtió en una auténtica cátedra de enseñanzas
evangélicas, con las cuales consiguió la conversión de muchos al cristianismo.
Evangelizaba al pueblo por la mañana y por la tarde. Murió el 27 de
septiembre del 459 y fue sepultado al pie de su misma columna;
posteriormente, sus restos se trasladaron a Antioquía para sepultarlos en la
Iglesia de Constantino, y al final terminaron perdiéndose. En torno a su
columna sus seguidores construyeron una gran basílica, concluida en el 490,
aún hoy se conservan sus ruinas.

90
No es fácil calcular el número de estilitas, ya que no son muchos los nombres
que han sobrevivido a la historia. Se sabe que este modo de vida sobrepasó los
límites de Siria, llegando a Palestina, Egipto y Constantinopla, aunque sin la
popularidad alcanzada en tierras sirias. En Occidente no floreció el estilitismo
debido a que la jerarquía nunca vio con buenos ojos estas estridencias
ascéticas, que fueron suprimidas del todo.

Para los estilitas no era fácil encontrar columnas adecuadas para su propósito,
de manera que casi siempre tenían que mandarlas a construir exclusivamente
para tal función. Se sabe de emperadores que encargaron a sus arquitectos la
construcción de varias columnas para estilitas famosos que gustaban cambiar
de columna. P. e., de las cuatro columnas diferentes en las que vivió San
Simeón el Grande, las tres últimas se las construyeron sus fieles. Pero la
mayoría de estos penitentes se contenta con la misma columna para toda la
vida.

Se trataba de columnas fuertes, con amplia base. Sobre el capitel se colocaba


una plataforma con amplitud variada; algunas con capacidad de recibir hasta
dos visitas a la vez. (San Simeón el joven fue ordenado sacerdote en su misma
plataforma, gracias a que tenía suficiente campo para recibir al obispo). Se a la
plataforma se accedía mediante una escalera movible. Estas columnas siempre
se construían cerca de centros habitados, y esto facilitaba la atención
sacramental de los estilitas por parte de los sacerdotes de la ciudad, quienes
celebraban la misa a los pies de la columna, y en el momento de la comunión
el monje arrojaba la cestilla con la que subía la fórmula consagrada; en
ocasiones el sacerdote subía por la escalera. Si el estilita era sacerdote,
celebraba arriba y los fieles subían a comulgar.

91
La mayor parte de los estilitas estaban siempre a la intemperie (v. gr. Simeón
el Grande), y se cubrían de la lluvia y del sol con una capucha de piel; aunque
hubo algunos que construyeron sobre la plataforma una pequeña celdita. Con
una cuerda subían la alimentación que le donaban sus bienhechores; y para la
higiene (tema que no les preocupaba demasiado a los monjes) contaban con un
tubo endosado al fuste que llegaba hasta el pozo negro cavado en el suelo.

Y si parece extraño y extravagante el tenor de vida de los estilitas, los monjes


sirios, en su libertad de expresión penitencial, se idearon otras formas de
anacoretismo aún más impensables e insólitas. Mencionamos a continuación,
brevemente, sólo aquellas que fueron verdaderos movimientos, es decir,
practicadas por grupos de monjes durante períodos de tiempo más o menos
prolongados, y dejamos por fuera un sinfín de prácticas excéntricas propias de
monjes particulares, que cayeron incluso en la heterodoxia:

Los reclusos: práctica penitencia también muy extendida en Occidente. En


Siria revistió muy diversas modalidades: en casas de barro, en grutas
naturales, en templos paganos abandonados, en cisternas vacías. En cuanto
lugar les pareciera óptimo para encerrarse entre cuatro paredes y no salir
nunca más. ¿Qué hacían allí? La reclusa Melania la Vieja responde así:
«Después de maitines hasta nona, oro. Después de esto, hilo un poco de lino;
releo la vida de los santos Padres, de los Patriarcas, de los Apóstoles y de los
mártires. Al atardecer alabo al Señor, tomo un poco de pan, y consagro a la
oración varias horas de la noche». Los más famosos recibían visitas, pero
hubo otros y otras que por años no hablaron palabra alguna.

Los Idiotas: hubo monjes que fingían extrema locura para recibir el desprecio
agravio del pueblo. P. e., San Simeón el Idiota.

92
Ascemetas: esta palabra evoca a aquellos que nunca duermen; sobre sale entre
ellos San Alejandro el Ascemeta, que fundó un monasterio en vigilia
permanente, interpretando literalmente aquella máxima lucana “es preciso
orar en todo tiempo y no desfallecer”. Este monasterio se rotaba en turnos de
manera que se aseguraba la oración ininterrumpida. Jamás podía estar toda la
comunidad durmiendo.

Destechados: parecidos a los reclusos, pero más radicales: su celda estaba


desprovista de techo para poder así ser abrazado por el calor y/o congelado
por el frío. Teodoreto de Ciro51 menciona a Marana y Cira, mujeres que
abrazaron este estilo de penitencia y que, no contentas con vivir sin techo,
quisieron también cargar sobre sus hombres pesadísimo hierros.

Estacionarios: estos eran los monjes que decidían permanecer por el resto de
su vida en pie, sin ni siquiera acostarse para dormir. Algunos de ellos (p. e.,
Abraham de Carres) se imposibilitaron para caminar. Algunos más osados se
ataban con cadenas a un poste o viga y así permanecer de pie mientras
dormían.

Dendritas: en griego dendrón significa árbol. Los monjes dendritas fueron


aquellos que vivieron permanentemente en los árboles; generalmente
construían su cabaña entre las ramas. En realidad, este modo era una variante
del estilitismo.

Pastores: considerados por muchos como verdaderos salvajes, estos


anacoretas vivían a la intemperie, caminando a cuatro patas y alimentándose
de hierbas (lo de pastores no tiene nada que ver con el pastoreo de ovejas).
Algunos de ellos llegaron a ser obispos.
51
Todos estos datos los encontramos en la obra del mismo autor titulada: “Historia Religiosa”, escrita en el
444

93
Itinerantes: como lo indica el término, se trataba de monjes que se mantenían
siempre en camino. Los hubo tanto en Oriente como en Occidente. Estos
monjes que jamás aceptaban morada desaparecieron tan pronto como San
Benito anatematizó a los monjes giróvagos (vagabundos).

Los cenobios en Siria

Los orígenes de la vida comunitaria siria los encontramos en torno a las


grandes figuras anacoretas de esas tierras; p. e., San Julián Saba, muerto entre
366-367. A su alrededor se formó una colonia de discípulos que iniciaron un
estilo de vida intermedio entre el semianacoretismo y la vida cenobítica,
viviendo en cuevas cercanas a la cueva de su maestro. Se reunían en la
mañana y en la tarde. Su monasterio llegó a los 100 monjes.

La vida monacal comunitaria tuvo un floreciente incremento en Siria, pero no


todos los monasterios contaban con gran número de monjes: iban desde los 7
miembros hasta los 30, e incluso algunos con mucha mayor cantidad de
monjes; se sabe del monasterio de Teleda que, según Teodoreto, contaba con
150 monjes, superado con el de Basos, en el monte Corifeo, con 200. Pero los
más poblados de todos los monasterios sirios fueron los que fundó el monje
Agapito, que albergaban hasta 400 hombres. Hubo también monasterios
femeninos, Teodoreto menciona uno ubicado cerca de Antioquía.

Hubo en la Iglesia de Siria quienes se opusieran a la vida cenobítica por


considerarla relajada respecto al heroísmo de aquellos primitivo monjes
anacoretas que se consumían en penitencias. Esos nuevos monasterios
contrastaban con aquella extrema pobreza de los orígenes. Por lo mismo Isaac
de Antioquía recriminaba: «los delicados herederos [de aquellos monjes de

94
los comienzos] descendieron de las alturas de su primeros padres y se
enredaron en cosas del mundo».

Lo que no podía reprochárseles a estos monjes sirios era su espíritu de trabajo:


su jornada transcurría entre los rezos y trabajos. Había monasterios que tenían
oración común hasta siete veces al día. La máxima forma de oración era la
salmodia. Sólo una vez por semana acudían a la Eucaristía.

En cuanto al trabajo manual, hubo monjes que –llegados a nivel muy alto de
perfección– lo hacían a un lado, como consecuencia de su total rechazo al
mundo material, porque –según dice el Libros de los Grados–: «el perfecto
debe apartarse de la tierra, de su cultivo y de todo trabajo y preocupación
material». Esto contrastaba con el monacato egipcio que prescribía el trabajo
manual siempre y en toda circunstancia. No obstante, también hubo muchos
monjes sirios que recomendaban el trabajo duro y cotidiano como medio de
purificación y de propio sustento, tal y como siempre sucedió en el
cenobitismo egipcio.

En un primer momento, la ciencia y, por consiguiente, tampoco los monjes


intelectuales fueron bien vistos en el monacato sirio, que fue por tradición
anti-intelectualista. Lo único que se exigía a los monjes era arar la tierra y
rezar sus padrenuestros. No era de confianza aquel monje con ansias
constantes de saber y de discutir proposiciones dogmáticas. Pero ya en un
segundo estadio el monacato de Siria también se abrió a la ciencia y a la
formación intelectual de sus monjes, hasta el punto de que se admitían a la
vida monacal aquellos que no fuesen alfabetos.

Debido a su incursión en las ciencias teológico-escriturísticas se cayó en


errores doctrinales. Con las controversias nestorianas (niega la unión

95
hipostática) y monofisitas (Jesús posee una única naturaleza) se dividió no
sólo la Iglesia de Oriente, sino también la vida monástica: hubo monasterios
que abrazaron el monofisismo52 y otros que se abrieron a la doctrina
nestoriana53. Estos monasterios nestorianos ejercieron una enorme actividad
apostólica en todo Oriente.

Entre los monasterios sirios hubo también otros que se desviaron hacia el
mesalianismo: doctrina herética que proponía que el demonio y el Espíritu
Santo cohabitaban juntos en el alma del bautizado, esto porque había una raíz
de pecado que el Bautismo no podía borrar. Los monasterios mesalianistas
tuvieron una prolongada supervivencia.

Estructura jurídica del monacato sirio

Como ya dijimos, al principio los monjes de Siria no contaban con más


legislación que la Escritura y las sentencias de los sabios. Para Reglas esta la
Biblia, y no faltaron monjes que rechazaran cualquier otra regla. Pero como
sucede siempre, la afluencia de tantos que pedían ingreso al monasterio, y los
ya muchos que estaban dentro exigía poner orden en los monasterios, de lo
contrario se seguirían presentando algunos abusos que estaban escandalizando
al pueblo y al clero.

52
El Concilio de Calcedonia (451) afirma la unidad de las personas en la distinción de las naturalezas: son dos
naturalezas, pero una sola persona divina. Contrarresta el monofisismo de Eutiques, que decía en Cristo sólo
existe la naturaleza divina, porque después de la unión hipostática la divina absorbió a la humana.

53
Éfeso (431) es el primer Concilio ecuménico. Afirma la perfecta unidad en la única persona divina del
Verbo. Rebatió principalmente a Nestorio, patriarca de Constantinopla, que niega la comunicación de
idiomas, la unión hipostática y el título Theotokos a María. Nestorio llegó a afirmar no sólo dos naturalezas,
sino dos personas en Cristo. El documento más importante de este Concilio es la II Carta de Cirilo de
Alejandría a Nestorio en donde, entre otras cosas, defiende el título Theotokos.

96
A pesar de todo, el monacato sirio no logró dar con una única Regla que
sujetase a todos sus monjes, tal y como sucedió con la benedictina aquí en
Occidente. De todas las reglas monásticas surgidas en Siria, la más conocida
es la de Rabbula, un monje que fue elegido obispo en el 411. Es una
legislación muy incompleta comparada con las Reglas monásticas de
Occidente, que regulan toda la vida de un monasterio.

Las legislaciones sirias muestran, en general, un carácter más prohibitivo; esto


porque fueron pensadas más para frenar y castigar las desviaciones ya
cometidas, que para acrecentar la santidad del monje; y por lo mismo ninguna
de estas reglas pretendió nunca reglamentar la entera jornada del monje sirio,
acostumbrado como estaba a vivir libremente su ascetismo.

Los monjes de Persia

Fue a lo largo del siglo IV cuando el cristianismo alcanzó un gran desarrollo


en Persia, y con rasgos comunes a los monjes de Siria. Raspo propio del
monacato persa fue su itinerancia; muchos monjes emprendieron largas
caminatas a lejanas regiones. Pero también hubo monjes de otras latitudes que
arribaron a Persia, sobre todo huyendo de la apostasía de Justiniano; con lo
cual el monacato persa se vio influenciado por estilos monásticos de otras
regiones.

La vida cenobítica apareció tardíamente en Persia. Lo que siempre identificó a


estos monjes fue el apostolado directo; fueron siempre eximios misioneros,
especialmente en India. Gracias a esta labor misionera-extranjera de los
monjes persas recibió el cristianismo de la India un gran empuje en su
desarrollo. Con las misiones también fundaban los monjes persas nuevos
monasterios en tierras indias.

97
Otra particular característica del monacato persa fue su formación cultural; a
diferencia de los monjes sirios y palestinos, los de Persia buscaron siempre
instrucción y se dedicaron, además, a instruir a otros. Fundaron verdaderas y
reconocidas escuelas monásticas en las que también tenían cabida los seglares.

El monacato en otras regiones: Asia Menor, Armenia, Georgia y


Constantinopla

Asia Menor

El más grande maestro de ascetismo de estas regiones fue Eustacio de Sebaste,


que pisó la línea heterodoxa debido a su rigorismo. Ha sido conocido como un
“camaleón dogmático”, por lo controvertida que fue su persona, tanto de
obispo como de teólogo. Algunos opinan que hubiese sido un gran Santo, si
San Basilio –en el calor de la polémica– no hubiese hecho tan repugnante su
nombre54.

La piedra de toque de Eustacio radicó en que se propuso propagar un


ascetismo tan riguroso como puritano, para contrarrestar el relajo del
episcopado que había caído –después de la cristianización de Constantino– en
un escandaloso compadrazgo con el mundo. Como era de esperarse, los más
mundanizados obispos se encargaron de dejar a Eustacio y sus seguidores muy
mal parados, aún y cuando fue él quien introdujo el monacato en el Asia
Menor, y promulgó también prescripciones relativas a la estricta disciplina
que se ha de observar en la vida monástica.

54
En un primer momento Basilio fue discípulo de Eustacio, pero romperá después por cuestiones
doctrinales.

98
San Basilio de Cesarea (329/330 - 379): Se le llama “el segundo Atanasio”.
Padre del monacato oriental y reformador de la liturgia; se interesó por los
temas sociales. Escribió la Filocalia55 junto con Nacianceno, también redactó
2 reglas monásticas. Fundó varios monasterios. Luchó mucho contra el
arrianismo y enfrentó grandes problemas con los emperadores. Dentro de sus
obras están: Contra Eunobio, 2 reglas monásticas (es la regla más importante
de Oriente), Homilías, Cartas. Él es uno de los Padres Capadocios56. De los
nueve hermanos que tuvo, otros dos también fueron santos: Gregorio de Nisa
y Pedro Sebaste.

Tuvo una educación eminente. Sabía prácticamente toda la Biblia de memoria.


Antes de ingresar definitivamente a la vida monástica, San Basilio decidió
visitar los más importantes centros de vida monacal para informarse
personalmente. Por este mismo tiempo debió conocer al célebre Eustacio de
Sebaste, quien tuvo un papel importantísimo en el origen y desarrollo de las
ideas ascéticas de Basilio57. Una vez de regreso a Cesarea de Capadocia, junto
con otros compañeros, renuncia a todos sus bienes y se retira a la soledad, para
lo cual se construyó un pequeño monasterio. Cuando en el 370 murió el
obispo de Cesarea, Eusebio, le sucedió Basilio.

En su viaje a las profundidades del ascetismo monacal, San Basilio no sólo le


debe mucho a Orígenes, sino también a la filosofía griega (sobre todo al
platonismo). Fue un gran admirador del monacato egipcio, pero no copió las

55
Es una hermosa antología de las obras de Orígenes. Gracias a la Filocalía conocemos el contenido de
algunos escritos origenistas ya perdidos.
56
Todos vivieron en Capadocia y se conocieron entre sí, o eran familiares: S. Basilio de Cesarea (hermano
de) S. Gregorio de Nisa 56 (ambos amigos de) S. Gregorio Nacianceno. Continuaron la obra de S. Atanasio, y
los tres estaban unidos por una gran amistad.
57
San Basilio nunca tuvo nada que reprochar a Eustacio respecto a las doctrinas ascéticas de éste, el
conflicto se dio en el campo dogmático: Eustacio se negó confesar explícitamente la fe de Nicea.

99
extravagancias ascéticas de Egipto; ni siquiera reproducirá el cenobitismo
pacomiano, sino que lo asume después de haberle impuesto no pocos
correctivos en vista a suavizar aquella excesiva austeridad que contradecía el
humanismo basiliano.

Las reglas de San Basilio: sin duda, su obra legislativa es la producción


literaria más importante del Santo. El contenido de estas reglas lo encontramos
en dos cartas que dirigiese Basilio: una a su amigo Gregorio Nacianceno y
otra sus superiores de comunidad.

Basilio entiende la vida del monje como una vida nueva, revelada por la
Sagrada Escritura y fundada sobre la ortodoxia de la fe; implica una renuncia
al mundo y a la propia voluntad como medios de purificación del pecado y las
pasiones. Como fundamento de todo pone San Basilio la penitencia. Escribió
nuestro Santo también el Ascetikon, que constituye su obra fundamental sobre
la vida monástica. Y muchos se preguntan si ese Ascetikon no es, al fin de
cuentas, una inteligente adaptación de las ideas y enseñanzas prácticas del
antiguo maestro heterodoxo: Eustacio de Sebaste.

Lo que realmente importa es que se nota en Basilio una cierta nostalgia por la
Iglesia naciente, y él entiende su comunidad monástica como una renovación
de aquella primitiva Iglesia dibujada en los Hechos. La comunidad basiliana
está compuesta por un grupo pequeño de monjes, que realizan toda su jornada
juntos. Prevalece en el seno comunitario un ambiente familiar asentado sobre
el amor, la edificación y la corrección fraterna.

San Basilio no pretendió nunca crear un tipo nuevo de vida monástica dentro
de la Iglesia, ni tampoco fundó una Orden propiamente dicha, como sí lo hizo
San Pacomio; pero su fama de santidad y de ciencia hizo que se impusiera en

100
todo Oriente y también en los países eslavos la observancia monástica ideada
por él. El ideal monástico basiliano sobrepasó los límites de la Capadocia;
incluso el monacato occidental no escapó al influjo monacal de San Basilio,
cuya presencia espiritual en todas las reglas monásticas occidentales ha sido
constante y decisiva.

Armenia

Según un dato de San Atanasio, para principios del siglo IV el cristianismo ya


estaba completamente arraigado en tierras armenias. El evangelizador de estas
regiones fue San Gregorio el Iluminador. En cuanto al monacato de Armenia
debe aclararse que no fue estrictamente contemplativo: los monjes realizaron
una extenuante labor evangelizadora y de asistencia social.

En los inicios del siglo V aparecen dos de los más ilustres personajes eclesial
y socialmente: San Mesrop Varpet y San Sahak. Ellos inventaron el alfabeto
armenio y tradujeron a esta lengua la Sagrada Escritura y las obras patrísticas.
En cuanto al monacato, su principal logro fue el moldear una nueva línea de
apóstoles: los vartapets (= doctor o maestro, pero en el sentido evangélico).
Ambos santos fundaron muchos monasterios, que se dedicaban también a la
instrucción del pueblo. Los vartapets representaban los más selecto entre el
clero debido a su afamada educación y a su vida célibe, frente a un clero
casado y muy poco culto.

Una vez muerto Sahak (439), sus hijos monjes se esparcieron por toda
armenia y fundaron monasterios por doquier, y así fue como la vida monástica
armenia experimentó un privilegiado florecimiento (aprox. 460 monasterios),
y sus monjes constituyeron la categoría clerical más preparado y querida para
el apostolado.

101
Georgia

Hacia el año 337 esta región, que antiguamente era conocida como Iberia, se
convirtió al cristianismo. Cuando se habla del monacato en Georgia debe
hacerse la distinción entre los monjes georgianos que viven en su patria, y
aquellos otros que permanecen fueran de esas fronteras. De los monjes de
Georgia, el más conocido fue Evagrio Póntico (345-349) que –aunque se
estableció entre los monjes egipcios de Nitra– parece ser que era oriundo de
Georgia. Otro monje georgiano que se hizo célebre fuera de su tierra fue Pedro
el Ibero (409-488), que había fundado un monasterio en Jerusalén, y parece
que construyó otro para los monjes georgianos residentes en Egipto. Así pues,
en el siglo V se encontraban muchos monjes georgianos entre las multitudes
que circundaban la columna de Simeón el Grande (el Estilita). Existen muchas
otras fuentes que hablan de estos monjes de Georgia que vivían fuera de su
patria, pero ninguna habla del monacato dentro del territorio georgiano.

La expansión del monacato propiamente en Georgia inicia con la historia de


los Trece Padres Sirios, que llegan a estas tierras en el 550 58. Estos monjes
pueden ser considerados, si no como los fundadores, al menos sí como los
organizadores del monacato georgiano. Al igual que en los demás escenarios
cristianos, en Georgia también la primera forma monástica fue el
anacoretismo sin regla ni superior. Esta vida monacal georgiana recibió
grande influjo de los monjes sirios, pero los de Georgia eran aún más
proclives al apostolado.

Constantinopla y el Monte Athos

58
Antes de esta fecha ninguna fuente habla de la vida monástica dentro de las fronteras de Georgia.

102
Es a finales del 300 cuando se constata la presencia de monjes novacianos en
Constantinopla. San Isaac fundó el primero monasterio ortodoxo en
Constantinopla en 382, y ya para finales del imperio de Justiniano había en
Constantinopla 80 monasterios, de entre los cuales los dos más importantes
fueron el de los rufianes y el de los ascemetas.

El monacato constantinopolitano fue cenobítico, aunque no por eso


desprovisto de algunas otras manifestaciones (reclusos y solitarios p. e.); se
conoce la presencia de un estilita, San Daniel, quien conociera a San Simeón
Estilita. Daniel vivió sobre una columna durante 33 años. Los monasterios de
Constantinopla estaban estrictamente organizados con una fuerte disciplina, a
la cual contribuyó también Justiniano dictando algunas leyes. Este emperador
consideraba a los monjes como de utilidad pública, ya que ellos oraban por el
pueblo. Por lo mismo se castigaba a los inobservantes.

Estos monasterios –aunque comúnmente contaban con pocos monjes– tenían a


su cargo hospitales, asilos y orfanatos. No obstante, se tiene noticia de
monasterios que contaron con 500 y hasta 700 monjes. El monacato
constantinopolitano se caracterizó por permanecer siempre dentro de la
ortodoxia, a diferencia de Egipto, donde muchos monasterios abrazaron el
monofisismo, p. e. En Constantinopla la vida monástica llegó a su máximo
esplendor entre los siglos X y XIV.

Ahora bien, en la Santa Montaña del Athos, y en sus profundas y ricas


soledades, se instalaron los monjes a finales del siglo V. Vinieron monjes de
otras regiones a fundar aquí monasterios propios. Este monte constituye una
república monástica sometida al Patriarca de Constantinopla; se trata de una
federación entre diversos monasterios. Actualmente, existe un estatuto que
regula el régimen interno: el órgano mayor lo conforma un Consejo formado
103
por los Superiores de los veinte monasterios principales, que su vez elige al
Superior Mayor que gobierna a los monjes según las Reglas y tradiciones, que
se remontan a más de un milenio59.

Se prohíbe, p. e., la entrada de mujeres a la Montaña, y en la medida de lo


posible también se prohíbe la entrada a los turistas. La espiritualidad del Athos
es la misma del Tabor: se tiende a la metamorfosis divina, al silencio absoluto,
al aislamiento en la propia celda. Se repite más de mil veces al día: Jesús, hijo
de Dios, ten piedad de mí.

La vida monástica de San Agustín: el monacato agustiniano

Sería amputar una parte medular de la vida monacal antigua si al hablar de ella
se obvia toda la empresa agustiniana. Al menos en lo que toca a África, por
mucho tiempo se consideró a San Agustín como el que dio origen al monacato
en esas latitudes; hoy se sabe que antes de él ya habían monjes cristianos en
varias regiones africanas, tal vez provenientes de Egipto o del Mediterráneo.
También en la Iglesia norafricana el ascetismo preparó el nacimiento del
monacato.

Desde el siglo III hubo grandes y sabios cristianos –como Tertuliano y


Cipriano– que se preocuparon por dirigir la vida de los creyentes en Cristo por
el camino de la ascesis. En África la profesión de la virginidad fue monopolio

59
Según datos, hoy residen en el Athos 2100 monjes, cuya vida discurre allí centrada en la oración, el
estudio y el trabajo. Por la tarde tiene lugar la liturgia de las vísperas que dura una hora y media. A
medianoche se reúnen nuevamente para la oración al estilo de los monjes occidentales. Finalmente al
principio del día tiene lugar la eucaristía con una duración también de hora y media.
En este Monte de gran tradición para los ortodoxos, hay diversas comunidades según las lenguas: rumanos,
búlgaros, macedonios, griegos etc. A lo largo del año tienen actos comunes, pero la vida monástica se
desarrolla en monasterios menores según el idioma. En la actualidad existen numerosas vocaciones de
jóvenes. No se trata sólo de un fenómeno masculino, sino que existen igualmente monasterios femeninos
con buen número de mujeres.

104
de las mujeres. Tiempo más tarde el mismo Agustín se lamenta de que en su
tierra «nadie se maravilla de ver tantos miles de jóvenes vírgenes que,
renunciando al matrimonio, abrazan la vida casta». Aunque no hay fuentes
que lo confirmen, parece verosímil que este incipiente monacato africano,
simultáneo, pero distinto del de Agustín, acabó siendo incorporado a la
espiritualidad y la Regla agustiniana.

Agustín no se preocupó nunca por teorizar directamente sobre la vida


monástica, aunque en su prolija obra hay bastas alusiones a ésta y una clara
evidencia de que al Santo le apasionaba la vida monacal: «la vivió
profundamente y trabajó por expandirla por todo el Norte de África»60.
Aunque no fue el inventor de la vida monacal, Agustín introdujo una nueva
comprensión del monacato: desde sus categorías de pensamiento el Santo de
Hipona introdujo en la vida monástica la importancia de la interioridad, del
servicio a la Iglesia y de la necesidad de un solo corazón y una sola alma hacia
Dios.

El estilo de vida monástico agustino se expandió con gran rapidez por todo el
Norte de África y acogió entre sus muros a grandes intelectuales y a cristianos
de muy buena posición social; esto puede explicarse debido al gran prestigio
del que gozaba el Santo en todo el orbe cristiano. De hecho, sus monasterios
pasaron a ser germen de sacerdotes para toda la Iglesia Africana, aunque,
después que los musulmanes tomaran el Norte de África, fueron
disminuyendo paulatinamente.

Agustín y su itinerario hacia la vida monacal

60
Mora Amador, Jorge, op. cit., p. 336

105
Es más que conocida toda la aventura humana que vivó San Agustín antes de
hacerse cristiano, aunque –como dice él mismo– había recibido la fe cristiana
con la leche materna. En su conversión tuvo mucho que ver la lectura de la
Vida de San Antonio, de Atanasio; y por eso cuando se convierte desea hacerlo
radicalmente. Se retira a una casa de campo en Casiaco para llevar allí vida en
común con su mamá, su hijo Adeodato, amigos, alumnos y algunos primos.
Después regresa a Milán se hace bautizar en 387 por San Ambrosio.

Una vez muerta su madre, Agustín permanece en Roma hasta el 388, y allí
entra en contacto con los monasterios romanos, de los que aprenderá algunas
cosas que incluirá en sus monasterios. El Santo transforma su casa paterna en
algo parecido a un monasterio (aunque no lo es en sentido estricto) entre los
años que van del 388-391. Tres elementos se han fusionado en este programa
de vida: el ideal de la comunidad primitiva, el recuerdo de lo visto en los
monasterios de Roma y Milán y la tendencia de fusionar el ascetismo con un
retiro estudioso. Oración, ayuno, estudio y enseñanza constituyen el programa
de esta pequeña comunidad de Tagaste.

Cuando fue ordenado obispo en Hipona, fundó ahí un monasterio laical junto
a la Iglesia catedral; se exigía para ingresar la renuncia a todos los bienes y
llevar vida comunitaria. Este monasterio de Hipona se terminó convirtiendo en
una especie de Seminario de que se egresaron no pocos obispos. En Cartago
también fundó Agustín otro monasterio, tarea para la cual envió unos monjes
de Hipona. Junto a estos monasterios monjes, el Santo de las Confesiones
fundó otros tantos para mujeres; el más famoso de ellos fue el de Hipona.

La Regla de San Agustín: la conocemos tanto en su versión masculina


(conocida como Praeceptum), como femenina (llamada Regularis informatio),
y son prácticamente idénticas. El Praeceptum, o Regla de San Agustín, es
106
muy breve. La Regularis informatio es un tanto más extensa: ambas son tan
idénticas en su contenido, que aún se discute cuál de las dos habría sido el
primero, honor que actualmente se le confiere al Praeceptum.

En toda su obra literaria se evidencia que San Agustín fue un apasionado de la


vida monástica; incansable en sus esfuerzos para expandirla por el Norte de
África. Aunque no fue él quien inventó el ideal monástico, sí que le dio un
matiz nuevo y constitutivo, que podemos resumir en tres puntos:

--Interioridad: Agustín descubre que para ser hombre auténtico es necesario


retornar a la propia interioridad, porque la verdad reside en nuestro interior.
Este conocimiento de sí mismo abre necesariamente al conocimiento de Dios.

--Un solo corazón y una sola alma hacia Dios: aquí se sintetiza el ideal
comunitario de los monasterios agustinianos; la comunidad es una
consecuencia / extensión de la interioridad. En la ascesis comunitaria la
caridad fraterna juega un papel central.

--El servicio a la Iglesia: a San Agustín se le debe el ingenio de unificar la


vida del clérigo con la del monje. El apostolado es una consecuencia lógica de
la inserción del monje en la Iglesia. Considera el Santo de Hipona que –si lo
exige la necesidad de la Iglesia– el monje debe abandonar su retiro
contemplativo para ponerse al servicio de la pastoral. Otro favor que se le
debe a San Agustín fue la simbiosis entre estudio-contemplación-apostolado.

Estas características tan peculiares –unidas al prestigio pastoral e intelectual


del Santo– hicieron que los monasterios agustinianos se expandieran
rápidamente; y esto porque muchos cristianos con buen dinero contribuyeron a
la fundación de nuevos monasterios, de los cuales –muy pronto– empezó a
salir el clero de la Iglesia. Pero lamentablemente –como se dijo supra–
107
después de la caída del Norte de África en manos musulmanas, los
monasterios agustinianos fueron desapareciendo progresivamente, fenómeno
que también estaba experimentando la cristiandad en general. Según Mora
Amador61, para el siglo XI quedaba solamente uno de estos monasterios de
espiritualidad agustiniana.

Con todo, el ocaso de la institución monástica de San Agustín no significó la


pérdida de validez de la Regla que él había escrito; todo lo contrario: la Regla
agustiniana seguirá ejerciendo una influencia determinante en la historia de la
vida religiosa, debido a que servirá de inspiración a otros fundadores, e
incluso ya bien entrada la edad media algunas órdenes mendicantes profesarán
como suya la Regla escrita siglos antes por el ilustre Santo de Hipona, y esto
porque el IV Concilio Lateranense consideró la Regla de San Agustín como
una de las más apropiadas para ser acogida por las Órdenes de nueva
fundación62.

Los inicios del monacato en España

Como sucedió en otras regiones cristianas, en España la vida monástica


dependió primeramente de la espontaneidad: un impulso de interior de
hombres y mujeres que deseaban una vida cristiana más perfecta y radical. De
estas formas eremíticas y solitarias se fue pasando gradualmente a
experiencias comunitarias. Y ya sabemos que la vida en comunidad exige una
institucionalización más estable y la presencia de una figura de autoridad, para
mantener el orden temporal y espiritual del monasterio. En España se le

61
Ibíd. p. 341-342
62
Así lo hicieron los Siervos de María, los Dominicos y –por supuesto– también los Agustinos. Cada una de
estas Órdenes redactará sus propias Constituciones.

108
llamará a esta figura Padre del monasterio, que responderá ante Dios por cada
uno de los miembros de su comunidad.

El monje es entendido como un soldado cuyas armas son la penitencia y la


oración (especialmente la salmodia y la Eucaristía). El trabajo era igualmente
imprescindible, porque todo aquel que haya renunciado a sus bienes necesita
trabajar para ganarse el sustento. No obstante, se sabe de monjes españoles
que rechazaban el trabajo manual como obstáculo para la unión con Dios.

Con todo, en España también encontramos quienes impugnaban la vida


monacal; sabemos, p. e., de Vigilancio: un sacerdote que viajó a Tierra Santa
en donde pudo entrevistarse con San Jerónimo; visitó también a los monjes de
la Tebaida y los escandalizó con sus opiniones contrarias al monacato. Lo
mismo hizo una vez vuelto a Barcelona. En 406 San Jerónimo escribió un
libro para refutar los ataques de Vigilancio a los monjes.

No obstante, con todo lo equivocado que podría haber estado Vigilancio 63, ha
de reconocerse que no todos los monjes españoles fueron tan edificantes y
santos como se hubiese querido: se sabe que hubo no pocos giróvagos,
amantes del dinero y ávidos de una vida lujosa y confortable, que se escondían
bajo una hipócrita apariencia de un rostro demacrado y unos hábitos raídos.

Pero estos monjes indecorosos fueron la excepción, la mayoría fueron figuras


intachables y ejemplares; para mencionar sólo un ejemplo hablemos de los
monjes y monjas itinerantes, entre los cuales encontramos a dos
verdaderamente relevantes: el monje Baquiario y la monja Egeria. Esta última
es muy conocida gracias a su importante Itinerario, en el cual relata una
63
En todo caso tenemos que matizar lo que sabemos sobre él por que lo sabemos únicamente por ese libro
que escribiera Jerónimo, que no fue precisamente amigo de este sacerdote español; y ya sabemos también
como condena enérgicamente San Jerónimo a todos aquellos que osen alzarse contra la institución
monástica.

109
peregrinación que ella habría realizado allá por el 380 aprox. Egeria inició su
peregrinación hacia Oriente en compañía del Emperador Teodosio, con el cual
parece ser que tenía un importante parentesco y amistad, que le valieron el que
fuese en todas partes bien vista y recibida por monjes y obispos.

Egeria siendo muy joven ingresó a un monasterio de monjas de cuya


organización monástica nada se sabe. Como muchos otros monjes inició su
viaje hacia Oriente para estar en la misma tierra de Cristo. Toma nota de todo
lo que ve en los diferentes lugares a los que visita, y pregunta a obispos y
monjes. No hay duda que el Itinerario lo compuso entre el 381- 384. No se
sabe si al final de su viaje regresó a España o si murió en Oriente.

Respecto al monje Baquiario, parece que –al igual que Egeria– era gallego. De
sus escritos se deduce que era muy instruido en Sagrada Escritura y en vida
monástica; vivió entre el último tercio del siglo IV y el primero del V. Tuvo
que abandonar su monasterio y su patria debido a las acusaciones de hereje de
las que fue objeto. Según San Basilio, Baquiario fue un gran defensor de la
vida monástica comunitaria, aún y cuando esto implicara oponerse a la vida
eremítica.

Este gran impulso que caracterizó al monacato español durante la transición


de los siglos IV al V pronto se vio frenado por las invasiones germánicas y por
la fuerte presencia del arrianismo en la Península Ibérica. Quizás debido a
tantas dificultades, obispos y monjes se manifiestan muy unidos durante este
período. Los obispos salían constantemente en defensa del ideal monástico.

Galicia fue una tierra propicia para el monacato; de aquí era nativa la virgen
Egeria. En esta región galaico-portuguesa sobresale el gran evangelizador San
Martín de Dumio, que llegó a ser obispo. Él se avocó a la reorganización de

110
los monasterios femeninos y masculinos; buscó siempre la manera de conectar
a sus monjes con la espiritualidad monástica oriental que tanto había admirado
cuando estuvo de viaje por Palestina. Murió en el 580. Hubo, por supuesto,
otras muchas figuras monásticas sobresalientes en esta región, pero sería
tedioso traerlas a colación. Tal vez al único que podemos dejar por fuera es a
San Isidoro de Sevilla, Padre de la Iglesia y monje. Isidoro brilla con luz
propia como maestro y legislador de monjes. Escribió una regla monástica con
el fin de unifica y resumir las enseñanzas tradicionales de la vida monástica,
aunque también aporta cosas nuevas en cuanto a penas y castigos para los
monjes delincuentes. Se le reconoce a él también la idea de señalar en su
Regla un día para la conmemoración de todos los difuntos 64. Es curioso que –a
pesar del mucho prestigio que acompañó siempre a San Isidoro– su Regla
nunca sobrepasó las fronteras de España en el sentido de que sólo los
monasterios españoles la utilizaron como instrumento de gobierno. Con todo,
no puede negarse su importancia e influencia; un documento tan determinante
como lo fue el Decreto de Graciano contiene varias sentencias directamente
tomadas de la Regla isidoriana.

San Fructuoso: el Padre de los monjes españoles: a la par de la luminaria


que fue San Isidoro de Sevilla brilla otra igualmente radiante, que reluce desde
los valles silenciosos de Bierzo: San Fructuoso. Después de terminar su
formación académica, decidió internarse en solitario; vendió todo lo que tenía
y repartió el dinero entre los pobres, dejándose para sí únicamente lo necesario
para las fundaciones monásticas que tenía pensadas.

Uno de los primeros y más sobresalientes monasterios fundados por Fructuoso


fue el de Compludo, para el cual redactó una Regla de los Monjes. La

64
Aunque la paternidad de esta idea se le ha atribuido a los Cluniacenses.

111
majestuosidad y población del monasterio acrecentó la fama del Santo, fama
que vino a dar al traste con el silencio y regocijo de Compludo; por lo mismo
Fructuoso decide renunciar a su cargo de Abad del monasterio para internarse
en las soledades de la montaña, en una cueva; cuando sus discípulos
descubrieron su escondite ermitaño acudieron por él.

Fructuoso continuó fundando monasterios, hasta el punto de que él mismo se


convenció de su vocación de fundador y decide, entonces, no huir más. Y
valla monasterios los que construía este Santo: la Iglesia de San Fructuoso de
Montelios, el último monasterio que fundara, es la única que puede ofrecer
una muestra bastante aproximada de lo que fueron las construcciones
fructuosianas. Es muy probable que él diera a todos sus monasterios la misma
Regla que escribiera para el de Compludo.

En sus escritos legislativos muestra San Fructuoso su espíritu ascético y cuán


exigente era para con sus monjes: comida pobre y escasa una vez al día;
vestido rústico y sólo el imprescindible; ayunos extremos; castigos
severísimos; oración casi continua; pero también una exquisita ternura para
con los hermanos enfermos, los ancianos, los niños y los peregrinos que
arriben al monasterio. El candidato que desease ingresar al monasterio
fructuosiano debía primero pasar diez días en la puerta y soportar toda clase
de injurias inducidas; si pasaba la prueba entraba al noviciado a continuar con
pruebas más duras, pero ahora por todo un año.

A pesar de su estricta disciplina, estas Reglas fueron también muy influyentes


–y tenemos bastante evidencia histórica de ello– hasta que aparece la
benedictina, que terminará apoderándose de todos los monasterios europeos.

El monacato en Francia durante los siglos V y VI

112
Es cierto que en Francia también se dio un cierto ascetismo premonástico,
pero hasta la llegada de San Martín de Tours a Ligué en el 360 ó 361, la vida
monástica era desconocida en tierras francesas. Se sabe que
independientemente del monacato que iniciara San Martín de Tours en las
Galias, hubo otro movimiento monástico anterior: se trata de unos monjes que
son mencionados por San Agustín en sus Confesiones. Es por tanto plausible
pensar que el monacato de Francia tuvo unos orígenes anteriores a la llegada
de San Martín que, de todos modos –y con justa razón–, será siempre
calificado como el Gran Patriarca del monacato en las Galias.

Martín nació en Sabria, en Polonia (Hungría), hacia el 316 ó 317. Su biógrafo


(Sulpicio Severo) dice que desde muy niño mostró inclinación hacia la vida
solitaria. A los 18 años se convirtió a la fe en Cristo, pero continuó en el
Ejército del Emperador Constante; de aquí que Sulpicio se esfuerce siempre
por justificarlo diciendo que fue soldado sólo de nombre65. Pero en el 356, a
causa de su fe cristiana, se niega a seguir combatiendo; desde entonces se puso
bajo la dirección de San Hilario de Poitiers.

Tiempo más tarde, con un ardiente deseo de soledad, San Martín se instala en
la Isla Gallinara. Se convirtió así en el primer anacoreta insular de Occidente.
Su fama de santidad corrió como el viento por todas las Galias, y en el año
370 Martín es nombrado obispo por la comunidad cristiana de Tours. Fue con
él que se inició verdaderamente la conversión al cristianismo de toda esta
región.

65
Recuérdese que para entonces había una corriente eclesial muy fuerte que rechazaba el ser cristiano y
militar al mismo tiempo; según se decía, en el servicio militar reinaba la corrupción y se tenía que estar
dispuesto a matar a otros.

113
Como su deseo de una vida solitaria no disminuyó con su consagración
episcopal, entonces Martín se construyó una pequeña cabaña a tres kilómetros
de la ciudad. Como sucede comúnmente, pronto acudieron varios que también
deseaban imitar al monje-obispo, y para hacerlo se construyeron unas cabañas
cercanas a la del Santo. Este fue el origen del gran monasterio de Marmoutier,
que era laical y clerical a la vez. En realidad no se trataba de un monasterio en
cuanto tal, sino más bien de una Laura. Sus monjes eran más anacoretas que
cenobitas: se reunían únicamente para orar y comer.

San Martín fundó varios monasterios antes de su muerte, acaecida en 397.


Dice Sulpicio que a su funeral acudieron más de 2000 monjes. Para entonces
ya era considerado un verdadero santo. Sin embargo, los monasterios y Lauras
fundados por él no le sobrevivieron debido a la carencia de una buena
organización. El talante carismático de Martín le hacía ignorar los reglamentos
monásticos necesarios para dar estabilidad a una fundación. No obstante, la
obra monástica de San Martín tuvo sus propagandistas; p. e., Sulpicio Severo,
aunque éste nunca llegó a ser monje.

Dentro de la historia del monacato en Francia es imprescindible la figura de


Juan Casiano, quien realizó una peregrinación a Palestina con el fin de hacerse
monjes en esas tierras de Jesús; allí, en el año 378, ingresó a un monasterio
betlemita. Después viajó a Egipto en donde conoció a Evagrio Póntico, de
quien recibirá vasta influencia.

Cuando por motivo de las persecuciones de Teófilo de Alejandría tuvo que


viajar a Constantinopla, tuvo la oportunidad de conocer a San Juan
Crisóstomo y ponerse al servicio de éste; de hecho, Casiano permanecerá
siempre fiel al Crisóstomo.

114
Se tiene noticia de que en Marsella fundó dos monasterios (uno de mujeres, el
otro masculino), era más o menos el año 417. En esta misma ciudad, pero en
el año 435, murió San Juan Casiano. Antes de su muerte escribió valiosas
obras monásticas, cuya primera fuente es la Sagrada Escritura. La intención
del Santo era la de reformar la vida monástica de Occidente con una ascesis
más discreta y unos ideales más elevados que sintetizaran lo mejor del
cenobitismo y del anacoretismo.

Casiano conoce dos formas de vida monástica: la activa, que consiste en la


práctica de las virtudes cristianas; esto es tarea principal de los principiantes al
monacato; la contemplativa, es la ciencia espiritual que busca ponerse
permanentemente en la presencia de Dios, es preanuncio de la vida celeste.

Gracias a la influencia de San Juan Casiano (sobre todo con la llamada Regula
Cassiani), el monacato occidental conocerá un estilo de vida más equilibrado
y disciplinado. Todos los legisladores monásticos posteriores se inspirarán en
estas obras de Casiano; el mismo San Benito recomendaba la lectura de las
Instituciones y de las Colaciones casianas. Se le deberá siempre a Casiano el
enorme ingenio de lograr una síntesis perfecta entre el anacoretismo y la vida
en los cenobios. Esta nueva y sólida plataforma será la base sobre la que San
Benito de Nursia edificará su monumental obra, pero todo esto gracias a que
tuvo por precursor a San Juan Casiano.

Los monjes en Irlanda e Inglaterra

Por coyunturas propias Irlanda siempre permaneció al margen del Imperio


Romano. En estas tierras irlandesas en donde debemos ubicar la gran figura de
San Patricio, considerado como el apóstol de Irlanda; se cree que nació en el
País de Gales a finales del siglo IV, pero llegó a Irlanda en el 432 cuando ésta

115
era todavía pagana en su totalidad. Dato importante fue el hecho de que los
irlandeses no tuvieron que romanizarse para hacerse cristianos, de modo que
para ellos Roma no era el Imperio, sino la Iglesia.

San Patricio no fundó monasterios, pero sí impulsó grandemente la vida


monástica. Esta época monacal inicia a mediados del siglo IV. En Irlanda
floreció también el monacato femenino que, unido al masculino, sumaban
cientos de monasterios en los siglos VI y VII. La mayor parte de los monjes
eran laicos y el Abad casi siempre sacerdote. Después del Abad, el cargo más
importante recaía sobre el Prior que se encargaba de la administración de los
bienes del monasterio. Aunque la mayoría de los monjes provenían de la
nobleza, dentro de los muros monacales el trabajo manual era la norma para la
subsistencia de todos los miembros.

Rasgo común del monacato irlandés fue la tonsura de sus monjes: rapado de la
parte frontal de la cabeza, de oreja a oreja. La arquitectura de estos
monasterios consistía en una gran multitud de pequeñas cabañas dentro de un
inmenso recinto. Estos monjes influyeron notablemente en la sociedad
irlandesa, ya que ellos eran quienes educaban al pueblo a nivel cultura y
religioso; pero esta inserción tan profunda en las esferas civiles pronto se
tradujo en relajamiento interno, que provocó a su vez –como reacción– el
surgimiento de algunos grupos observantes reformados, que reforzaban la
contemplación, la liturgia y la clausura por encima de la pastoral y de las
letras.

Inspirados en la gran tradición monástica egipcia, los monasterios de Irlanda


dependían del talante espiritual de su fundador que, si bien no constituía una
Regla, por el peso de la costumbre terminaba convirtiéndose en ley. A pesar

116
de la ausencia de una Regla escrita, la disciplina 66 siempre fue una
característica de estos monjes.

En los monasterios irlandeses se hizo norma el trabajo intelectual:


especialmente la copia de manuscritos litúrgicos, de la Sag. Esc. y de la
Patrística. Pero igualmente dedicaban mucho tiempo a la oración, y además
celebraban tres cuaresmas: Pascua, Navidad y Pentecostés.

La universalización del monacato irlandés se aceleró cuando los benedictinos


llegaron a Irlanda, pero sobre todo cuando –en 1142– el arzobispo de Armagh
(Malaquías) trajo a los Cistercienses para los cuales fundó varios monasterios.
En fin, el monacato irlandés representará para siempre un momento estelar en
la Historia de la Iglesia porque sus monjes dieron un ilustre ejemplo de
ascetismo, celo apostólico, contemplación y praxis en favor de la Iglesia.

El monacato en Inglaterra

Los Anglosajones tuvieron sus primeros contactos con el cristianismo a causa


del matrimonio del rey Etelberto de Kent con Berta, hija de Cariberto I de
Paris (así que estos primero pasos por la fe cristiana les llegaron desde las
Galias). Al igual que Irlanda, Inglaterra se convirtió rápidamente al
cristianismo, a lo cual contribuyeron las misiones realizadas por los monjes
romanos. Tan exitosa fue la inculturación de la fe cristiana en esas tierras que,
para el siglo VIII, Inglaterra fue religiosa y culturalmente el centro más activo
de toda la Cristiandad. Incluso se tradujo la Biblia al inglés, y es tan bien

66
Sobresalen esto monjes por su gran austeridad: abstinencia de carne perpetuamente, ayunos frecuentes,
poco sueño, largas horas de rezo litúrgico, y diversos tipos de disciplinas (p. e., sumergirse en aguas
congeladas mientras se recita un salterio, o la llamada oración de la cruz: orar por horas con los brazos
extendidos en forma de cruz y sin moverse). A todo esto habría que anejar las durísimas penitencias para los
relajados.

117
significativo que desde el siglo VII al XI, 33 reyes y reinas acabaron sus días
en un monasterio; y 23 reyes y 63 reinas han sido canonizados.

Con todo, no es fácil precisar cuándo apareció el monacato en Gran Bretaña y


si fue importado o no. Se sabe que San Germán de Auxerre sembró la semilla
monástica en sus dos visitas a Inglaterra (430 y 437), cuando fue enviado por
el Papa Celestino para que luchara contra la herejía pelagiana.

En todas regiones floreció el monacato celta, que pronto entró en contacto con
el monacato irlandés. Le monasterio inglés con tradición celta y más antiguo
de todos fue el de Glastonbury67. Es importante recalcar que entre las dos
tradiciones monásticas anglosajonas (monacatos ingleses de tradición romana
y los celtas), hubo significativos roces debido a las divergentes costumbres
eclesiásticas.

Los monasterios de tradición romana se instauran en Inglaterra gracias a los


monjes enviados por San Agustín, que fundaron su monasterio junto a la
Catedral de Canterbury, y lo dedicaron a Pedro y Pablo. Hubo asimismo otros
monasterios de capital importancia, como el de York, célebre por su escuela
en la que destacará Alcuino: gran impulsor del renacimiento carolingio en ese
Continente; el de Malmesbury, el Peterborough, etc.

Entre los monjes anglosajones no hubo eremitismo, ni tampoco monasterios


exclusivamente femeninos (al menos no en un principio). Característica –
aunque no única– de estas tierras son los llamados monasterios dobles. Ya
para el siglo VII sobresalen las figuras de grandes abadesas, con mucha
veneración e influencia en lo político y religioso. La más célebre de ellas fue
Santa Hildegarda, princesa de familia real. Hildegarda fundó un monasterio

67
Leyendas posteriores lo remontan a José de Arimatea.

118
doble (hombres y mujeres) del cual ella era la abadesa. Es evidente que las
monjas inglesas no se limitaban a la oración y al trabajo de la rueca, sino que
fueron también mujeres cultas, artistas, poetas, etc.

Los monasterios ingleses dieron un gran aporte a la cultura. En el último tercio


del siglo VII los monasterios de Canterbury, Malmesbury y Linchfiel fueron
los focos más luminosos en el centro y sur de Inglaterra. Los máximos
representantes de la cultura monástica inglesa fueron San Beda el Venerable
(673-735) y Alcuino (735-804). Los mismo que en tierras irlandesas, en
Inglaterra se produjo una amplia literatura en las lenguas vernáculas.

Pero los monjes anglosajones no son sólo intelectuales, son también


enteramente misioneros. Gracias a su carácter misionero se logró –en el siglo
VIII– el resurgimiento religioso en las Galias y Alemania. El verdadero
apóstol de Alemania fue San Bonifacio, monje y fundador de monasterios y
mártir. Después de su muerte sus discípulos continuaron su obra misionera
evangelizando el Continente.

La obra evangelizadora de los monjes ingleses fue un éxito total, en


contraposición con la de los irlandeses, que fue más bien un fracaso tal vez
porque ellos se aferraron demasiado a sus tradiciones propias.

El monacato italiano

La vida monástica surgida en Italia hunde sus raíces en el ascetismo cristiano


de las comunidades primitivas. Ya sabemos que en Roma había ascetas desde
el siglo II; pero en el monacato fue descocido en el resto de Italia hasta finales
del siglo IV. Entre los nombres más conocidos sobre sale la figura de la noble
romana Marcela, quien al quedar viuda abrazó la vida monástica; causó gran
escándalo en la aristocracia.
119
En Roma, a lo largo de la segunda mitad del siglo IV, se organizan
comunidades de mujeres al lado de lagunas basílicas o en casas particulares,
como la de Marcela. Estos comienzos monásticos romanos experimentarán un
notable impulso con la llegada de San Jerónimo, nacido en 347. Jerónimo se
educó en Roma hasta los 19 años, edad a la que se bautizó. En Aquileya
abrazó la vida monástica junto a su amigo Rufino.

Impulsado por su deseo de conocer mejor la Sagrada Escritura, decidió


iniciarse en el hebreo junto con los monjes de Calcis, y al lado de Apolinar
estudia exégesis bíblica. Una vez ordena sacerdote viaja a Constantinopla y
ahí perfecciona sus estudios bíblicos y sus conocimientos del griego, junto a
Gregorio Nacianceno, quien también lo inició en el estudio de Orígenes.

En la casa de Marcela se reunía Jerónimo con las matronas para instruirlas en


los caminos del ascetismo monástico y enseñarles Biblia. El Papa San Dámaso
siempre fue su protector, y en Roma le confió la tarea de revisar la versión
latina de los Evangelios. Cuando murió este Pontífice, Jerónimo se vio
obligado a encaminarse a Palestina, porque el nuevo Papa (Siricio) no era muy
favorable al ascetismo monástico, y menos aún a aquel monje advenedizo
llamado Jerónimo, que se había atrevido a decir de los curas romanos que «no
tienen más preocupación que sus vestidos, andar bien perfumados y llevar
zapatos justos…los dedos echan rayos de anillos. Cuando vieres a gentes
semejantes, tenlos antes por novios que clérigos».

En Roma el monacato experimentó un notable crecimiento, pero le faltaba


todavía organización: no existía una vida comunitaria encauzada por una
Regla; los monjes y monjas caminaban por la libre. Los Papas aún no habían
querido hacerse cargo de este incipiente movimiento monacal. Será después –
en la segunda mitad del siglo V– cuando los mismo Papas funden algunos
120
monasterios junto a las basílicas más importantes. Pero esta organización
pontificia no suministró tampoco una Regla.

Esta carencia legislativa se suplió con la traducción al latín de mucha literatura


monástica oriental. Aquí también fue loable la tarea de Jerónimo, que tradujo
al latín la Regla pacomiana. Con todo, las críticas al monacato romano nunca
cesaron del todo; y a este descrédito de los monjes de Roma contribuía la
presencia en la Ciudad Eterna de gran cantidad de falsos monjes, «soberbios e
inquietos, que desprecian a los sacerdotes y se glorían de injuriarlos», se
quejaba el Papa León Magno.

El monacato en Italia no sólo se asentó en Roma, también en otras regiones


arraigaron los monjes. San Jerónimo, p. e., habla de coros de monjes que
pueblan las islas del mar Etrusco. Hubo también eremitismo a lo largo de toda
la península italiana, aunque después evolucionó hacia la vida cenobítica.
Entre estos monjes italianos sobresale por mucho San Severino, que fundó
varios monasterios. La región natal de San Benito ya conocía los monjes antes
de que naciera éste, que se convirtió en el Padre de los monjes de Occidente.

San Benito de Nurcia y el monacato benedictino

A modo de pequeña introducción empecemos diciendo que del mismo modo


que San Atanasio nos permitió conocer a San Antonio, así también San Benito
nos es conocido gracias a San Gregorio Magno, que escribiera una vida sobre
él. La regla monástica escrita por San Benito puede ser considerada como un
punto culminante dentro del proceso histórico del monacato, sobre todo

121
occidental68; él, junto con Pacomio y Agustín, son considerados las verdaderas
columnas de la vida monástica cristiana.

Debe mencionarse que no faltan hoy algunos que pongan en duda no ya la


paternidad de Benito sobre el monacato de Occidente, sino su misma
existencia histórica; sin embargo, aunque son muy pocos los testimonios
acerca de su vida y obra, los hechos están ahí: un Regla que, después de mil
quinientos años, continua guiando la vida de miles de personas que desean
caminar tras las huellas de Cristo; una Regla que ha tenido un poderos influjo
en la estructuración de la vida religiosa. Sin duda, la biografía que nos dejó
San Gregorio no es mito, tiene un innegable valor histórico, aunque no
encontremos en ella datos cronológicos precisos como los deseáramos, pero
nos basta la Regla.

La Regla benedictina69 gozó (y aún hoy) de una fama inigualable, que le


ayudó a imponerse en casi todo occidente. Los más innovador de esta Regla es
la concepción de gobierno monacal que presenta: se declara que el abad 70 debe
ser elegido por la comunidad, y éste delegará las demás funciones, p. e., la del
maestro de novicios (debe ser una anciano), encargado de examinar las
profundas intenciones del candidato y, si en verdad busca la unión con Dios,
entonces lo presentará al resto de la comunidad para que, ante ésta, efectúe la
profesión de los tres votos de estabilidad (stabilitas loci), conversión de
costumbres y obediencia. Así, la comunidad benedictina se erige como un

68
San Benito fue declarado el Padre del Monacato de Occidente. El Papa Pablo VI lo declaró, también,
patrono de toda Europa.
69
Más abajo la abordaremos con mayor detalle.
70
El abad estará siempre al lado de los monjes (Regla c. 3) y hará las veces de Cristo (Regla cc. 22 y 63)

122
cenobio en donde se forma al monje para su encuentro con Dios. La
comparación con los cenobitas aparece en la misma Regla de San Benito71.

Junto a las reglas agustiniana y basiliana, la benedictina inspirará constitutiva


y notablemente el porvenir monacal Europeo. Su influencia se dejará sentir
con más fuerza a lo largo de toda la Edad Media, cuando regirá nuevas formas
de comunidades monásticas masculinas y femeninas. Pero la influencia de la
experiencia monacal benedictina no se limita a los muros intraeclesiales, toda
la sociedad medioeval sentirá, de diversas formas y en muchos contextos, el
influjo de lo que vivían, hacían y pensaban los monjes de San Benito. Por
ejemplo, la stabilitas loci tendrá un peso importante en la configuración de las
sociedades de la Edad Media, y ni qué decir tiene la máxima benedictina del
«ora et labora».

Elementales datos biográficos: Benito nació en Nurcia, en la Italia central72,


en el año 480. Parece que su familia tenía buena posición económica. La
época de su nacimiento fueron tiempos difíciles: el último Emperador Romano
de Occidente (Rómulo Augusto) había sido ya derrotado en el 476. Roma ya
no es la cabeza de ningún Imperio. Eclesialmente la situación es también
convulsa: el cisma se ha abatido sobre Italia; la Iglesia de Rávena ha roto con
Roma; dos Papas (Símmaco y Lorenzo) ostentan el único solio de Pedro; y ya
quedan de aquellas lumbreras que brillaban en santidad y ciencia, como un
Ambrosio, un Jerónimo o un Agustín. Sin duda eran tiempos duros aquellos.

La primera formación la recibió Benito en su propia casa, y cuando el


gramaticus no tuvo ya nada más que enseñarle, sus padres lo enviaron a Roma
para que continuase ahí sus estudios. De esta ciudad salió en torno al año 500.

71
Regla c. 1
72
A 110 km al nordeste de Roma; en la Sabina.

123
Las etapas de la vida de San Benito después de su decisión de abandonar el
mundo se van orientando progresivamente hacia una vida comunitaria; pero
también conoció la vida solitaria: en una gruta de Subiaco pasó tres largos
años en soledad y penitencia, tres años de desierto en donde fue también
tentado por el demonio. Dirá el propio Benito en su Regla que la soledad no se
debe abrazar sino después de haber combatido al diablo en la vida de
comunidad (Reg. c. 1).

Debido a su fama de santidad, cuando se descubre su lugar de retiro empiezan


a confluir discípulos, como eran tantos los dividió en grupos de 12, en 12
monasterios. Él, junto con algunos discípulos, se estableció en el monasterio
de San Clemente. Probablemente, la Regla que Benito diera a estos primeros
monasterios sería un combinado de las Reglas de Basilio y de Pacomio. Anejo
al monasterio de San Clemente Benito abrió un centro de estudio en el cual él
mismo se hacía cargo de la formación de los jóvenes que le enviaban las
familias nobles de Roma.

Después de que un sacerdote envidioso intenta envenenarlo, Benito entiende


que ha llegado el momento de dejar Subiaco. Se aleja de ahí dejando a uno de
sus discípulos (Mauro) como superior. Finalmente llega a un lugar situado
sobre la Vía Latina que conduce a Nápoles, llamado Montecasino.

El Santo llega a Montecasino en torno al año 529; yacían allí todavía las
ruinas de los templos a Apolo y Júpiter que habían sido levantados por los
romanos. Esas ruinas fueron convertidas en un oratorio cristiano, después
inician la construcción de lo que será el gran monasterio de Montecasino, que
se convirtió en modelo para todos los demás monasterios benedictinos.

124
Cerca de Montecasino Benito fundó otro monasterio para su hermana
Escolástica, a quien visitaba una vez al año. No obstante, sería equívoco
pensar que la importancia histórica de San Benito radica en la fundación de
monasterios, suceso que es meritorio por supuesto; pero el determinante y
gran mérito está en la composición de su Regula Monachorum.

La Regla de los benedictinos: se desconoce la fecha de redacción, pero


supone una larga y madura reflexión. Se trataba de una única Regla, cuyo
manuscrito original del Santo se conservó en Montecasino hasta que en el 580
ese monasterio fue destruido por los lombardos; entonces el manuscrito fue
llevado a Roma y de ahí a Teano, en donde fue consumido por un incendio en
el año 896. Existían para entonces varias copias idénticas.

Actualmente la Regla de San Benito es considerada como una síntesis que han
que situar en el conjunto de las Reglas monásticas anteriores. No es un escrito
totalmente original, sino que tiene como substrato otras fuentes: las
Collationes y las Institutiones de Casiano, la Regla de San Agustín, la de
Basilio, la de Pacomio, la de Cesáreo de Arlés, también algunas referencias a
los Santos Padres. Pero sobre todo Benito se apoya en la llamada Regla del
Maestro, de autor desconocido.

San Benito compuso su Regla en la lengua que para entonces hablaba la Italia
Central: sermo vulgaris. No es un latín muy elegante y pulido, lo que
pretendía el Santo era ser entendido por sus monjes, que no eran precisamente
latinistas clásicos. Se trataba de una Regla idéntica para todos los monjes del
monasterio, de este modo se evitan las rivalidades competitivas en cuanto a
grados de ascetismo: lejos de procurar sobresalir, el monje benedictino busca
desaparecer haciendo sólo lo que prescribe la Regla.

125
Para mejor entender la Regla benedictina debe también comprenderse el
contexto en el que fue escrita, y ya dijimos que aquella era una época difícil y
convulsa. La respuesta que San Benito da a las necesidades de su necesidad y
de su Iglesia fue ciertamente una respuesta monástica. La Regla que escribió
para sus monjes evidencia la respuesta que él da a los más apremiantes
problemas de su tiempo. Destacamos enseguida los más significativos y
particulares elementos de esta Regla.

La “stabilitas loci”: la estabilidad constituye uno de los pilares fundamentales


del monacato benedictino; se trata de permanecer con los miembros de un
monasterio tal, practicando con ellos la obediencia al abad, que representa a
Cristo. En el siglo VIII es cuando aparece la expresión stabilitas loci, pero en
la Regla sólo se habla de stabilitas in congregatione. Lógicamente, para un
monje el ingreso en la orden implicaba la estabilidad en un lugar.

Esta estabilidad benedictina no sólo fue útil a nivel monástico, lo fue también
en la esfera social: la ruralización de Europa –característica de la época
medieval– se hizo posible en gran medida gracias a la estabilidad de las
abadías benedictinas, que contradijo aquel andar de un lado para otro propio
del incansable nomadismo y que no permitía una verdadera organización
social.

La fraternidad en el trabajo y en la oración: en ninguna parte de la Regla


benedictina aparece el famoso principio “ora et labora”; pero ilustra
perfectamente lo que eran las abadías de San Benito, en donde la vida estable
de cada monje supone necesariamente el trabajo y la oración, porque el
monasterio debe ser siempre una síntesis entre cielo y tierra: una oración que
se hace trabajo y un trabajo que hace oración.

126
En su Regla Benito organizó minuciosamente el Oficio divino, y con ello
ayudó a acabar con aquel mundo lleno de supersticiones y mitos propio de la
religiosidad popular. De esta manera, por siglos y siglos el Oficio litúrgico se
convirtió –a ejemplo de los monjes benedictinos– en la ocupación más noble
del creyente.

Después de la capilla, los monjes continuaban su oración comunitaria en el


trabajo, porque este es también una alabanza a Dios. Dentro de los muros de la
abadía benedictina el trabajo tiene un doble dimensión: el trabajo intelectual,
la lectio divina a la que debe aplicarse todo monje mínimo tres horas diarias;
el trabajo manual, se debe trabajar duramente con las propias manos para
ganarse el sustento del día. A la espiritualidad benedictina se le debe también
la hazaña de –en medio de una sociedad que consideraba el trabajo como un
castigo y algo aborrecible– haber elevado la dignidad del trabajo como medio
eficaz de santificación; esto contradecía la perspectiva romana que
despreciaba el trabajo manual por considerarlo propio de esclavos y siervos.
Pero para Benito el trabajo es fuente de alegría; cuenta San Gregorio Magno
que un día el Padre monje le recomendó a uno de los suyos: «trabaja y no te
entristezcas».

Por la riqueza y santidad que encierra, la Regla benedictina estaba llamada a


dominar toda la vida monástica de Occidente. Prácticamente en la Edad Media
decir monje equivalía a decir benedictino. Su expansión fue rápida y
progresiva gracias también a varios factores externos. El período de mayor
expansión es el que abarca el tiempo que va de San Gregorio Magno a
Carlomagno (604-814). Durante esta época la Regla de San Benito se infiltra
en los monasterios de fundación anterior y acapara los de nueva fundación.
Pronto se empiezan a redactar una serie de normas y observancias que adapta

127
esta Regla a los distintos lugares; así lo harían después los Cluniacenses y los
Cistercienses, por ejemplo.

El monacato español en la época de la reconquista

La invasión que hicieron los musulmanes en España a inicios del siglo octavo
arrasó prácticamente con la totalidad de los monasterios. Muchos monjes
tuvieron que emigrar para poder seguir llevando su tenor de vida, y con ellos
se fueron sus tradiciones monásticas allende los Pirineos. Pero para el período
de reconquista la nota más sobresaliente es la abundancia de fundaciones
monásticas. De hecho, la repoblación de nuevas tierras se inicia casi siempre
con la fundación de uno o varios monasterios, los colonos vienes después.
Florecieron en este tiempo muchos ejemplos de santidad monacal, aunque
hubo también algunos monjes díscolos, y esto probablemente debido a que la
escasa selección de los candidatos era ocasión de faltas graves contra los votos
y no pocos escándalos en materia de castidad.

En el monacato español de la reconquista abundaron los monasterios dobles


bajo una misma autoridad, pero separada la comunidad femenina de la
masculina. La elección de los abades estaba exclusivamente en manos de los
monjes, aunque hubo casos en que intervenían los obispos y hasta los laicos.
Los monjes españoles de estos tiempos no brillaron por su trabajo intelectual,
sino más bien por el ejercicio de la caridad.

Los monasterios de la reconquistas se rigen todavía por reglas mixtas. La


Regla benedictina no ha aparecido decisivamente en España aún. La
espléndida cultura monástica de la España del siglo VII opuso una fuerte
barreta a toda influencia exterior, incluida Regla de los benedictinos. Fue

128
gracias a los monjes de Cluny que las puertas españolas se abrieron para la
famosa Regla escrita por el ilustre y santo Benito de Nurcia.

La reforma monástica de San Benito de Aniano: nacido en torno al año 750,


Benito se dedica con ahínco a estudiar la Regla benedictina y a compararla
con toda la legislación monástica anterior. Recopiló todas las Reglas en su
Codex Regularum, y compuso una Concordia Regularum sólo para comprobar
que no hay nada en la Regla benedictina que se oponga a las anteriores.

Con su trabajo concluyó Benito de Aniano que una de las causas más
importantes de relajación monástica era la diversidad de observancias: cada
monasterio era un pequeño mundo autárquico sin relación con los demás.
Pensaba San Benito de Aniano que la única manera posible de lograr una
reforma duradera y profunda de la vida monástica era que todos los
monasterios retornasen a la observancia de la auténtica Regla de San Benito
de Nurcia.

Esta reforma se puso en marcha en el monasterio de Aniano y de ahí salieron


muchos monjes reformadores para otros monasterios que deseaban unirse al
cambio. Cuando muere Carlomagno, Ludovico Pio se erige protector de la
reforma de Aniano y entonces ésta experimenta un carácter verdaderamente
oficial. El monasterio en el que residía San Benito de Aniano, ubicado en
Inden, fue elevado a la categoría de modelo para todos los demás monasterios,
que estaban obligados a enviar allí dos monjes para que se formaran en la
observancia oficial y aplicarla después en sus respectivas comunidades.

Todas las innovaciones de esta reforma fueron aceptadas por la totalidad de


los monasterios y produjo muchas consecuencias positivas, una de las cuales
es que los monasterios alcanzaron un esplendor no conocido hasta entonces.

129
Sería injusto, sin embargo, no mencionar que también hubo quienes no
concordaban con el ideal reformista, incluso existen actualmente
investigadores para quienes Benito de Aniano habría introducido en el
monacato un ritualismo y un formalismo ajenos al ideal benedictino primitivo.

El monacato en la Edad Media

Para esta época la institución monástica era una de las instituciones


eclesiásticas más importantes, influyentes y tan antigua como el mismo
cristianismo; su importancia radica, entre otras cosas, en que la estructura de
la vida monástica –específicamente la abadía benedictina– había configurado
la ordenación de la sociedad medieval europea que se había visto sumamente
influida (como se mencionó supra) por la stabilitas loci de los monjes, lo
mismo que por la manera de trabajar y orar propia de los monasterios 73. La
abadía, tal y como ésta se estructuraba en la Edad Media, daba a los monjes
todo cuanto estos necesitaban material y espiritualmente, a cambio de que el
monje donara su trabajo (y su vida entera) al servicio del monasterio. En estas
mismas centurias, y en paralelo a la rígida y estructurada vida benedictina,
habían ido surgiendo otras formas de vida monástica, algunas de ellas como
reforma de la familia benedictina; buscaban más austeridad o una vida más
eremítica. Todo esto hizo que se ganaran la simpatía del pueblo. Tenemos
entre estas órdenes: la Camáldula (1012), Vallumbra (1028), la Cartuja
(1084), Grandmont (1099) y Fontevrault (1101).

Los canónicos regulares, por su parte, fueron adoptando –en su mayoría– la


Regla de san Agustín; igualmente, los ermitaños también elegían cuál de las
reglas vigentes deseaban vivir. Lo que debe rescatarse es que, aunque había

73
Iriarte, Lázaro. Historia Franciscana, Valencia: Editorial Asís: 1979, pp. 43-47

130
variedad de opciones en cuanto a vida monástica se refiere, todas estas formas
priorizaban la vida en común (vita communis); es decir, compartir un techo, un
trabajo y la oración en comunidad. Ha de recalcarse la importante labor de la
Orden Premonstratense (1119), que marca el paso de una vida eminentemente
monástica a otra que se abre a la posibilidad de un trabajo apostólico fuera de
la abadía, sin abandonar, por eso, la estructura interna propia de un
monasterio.
La reforma de Cluny

A pesar de la vitalidad que aportó, la reforma de San Benito de Aniano


adolecía de una debilidad: un excesivo formalismo de las observancias
monásticas que chocaba de frente con la moderación característica de la Regla
del primer San Benito. Varios factores explican el fracaso de la reforma
aniana:

o No era una reforma que naciese del interior del monacato, sino que fue
impuesta desde fuera en la mayoría de los monasterios.
o Con la división del Imperio (843) muchos monjes volvieron a mezclarse
en asuntos mundanos que sembraron desorden en el interior de los
monasterios.
o Los nobles que ambicionaban las riquezas de los monasterios
empezaron a inmiscuirse de nuevo en la vida intra-monacal.
o Hubo reyes y emperadores que –para recompensar a sus vasallos por
servicios prestados, y al no tener ya tierras que darles– entregaban
algunas abadías sobre las que ellos tenían el derecho de nombrar el
abad. Otro tanto hicieron los obispos con sus monasterios. Esto provocó
situaciones tan desviadas como el caso de algunos monasterios –que

131
tenían como abad a un laico– en donde los monjes, a semejanza de su
abad, tomaron esposa y vivían a expensas de los bienes monásticos.
o La decadencia monástica alcanzó límites insospechados con las
invasiones de los normandos y los musulmanes. Muchos monasterios
fueron arrasados. Parecía que la vida monástica había llegado a su fin.
Muchos monasterios ni siquiera tenían una Regla para observar, con un
laico por abad, con mujeres, hijos, vasallos y perros de caza, y –para
colmo de males– ni siquiera sabe leer.

Era más que sombrío el panorama, pero pronto surgiría una nueva primavera
que pondría fin a todos esos males: la reforma de los cluniacenses, que se
extenderá por todo Europa y recuperará lo más puro del espíritu de Benito de
Aniano.

La vida monástica de los siglos X y XI sufrió una entera reforma gracias a esta
influyente abadía francesa, que arrastró tras de sí a decenas de abadías y
monasterios que se afiliaron a ella, aunque otros muchos no dieron el paso de
afiliación. Varios de los monasterios que fueron reformados por Cluny
quedaron en total libertad, y se convirtieron ellos también en centros de
reforma.

Esta nueva reforma buscaba (y lo logró) un mayor entusiasmo por observar de


manera más pura y fiel el ideal primigenio de San Benito. Este deseo contagió
a otros monasterios de otras latitudes (Alemania, p. e.), en donde Cluny no
había penetrado del todo, pero su empresa sirvió de catapulta para que estas
comunidades monásticas también lucharan por adecuar, de manera más radical
y fiel, su vivencia monacal con los primitivos orígenes benedictinos.

132
La reforma iniciada por los monjes cluniacenses no se limitó a los ámbitos
espirituales, sino que –aparte de la Iglesia en general– Cluny repercutió
notablemente en diferentes sectores sociales y, de una manera especial, en la
reafirmación de los proyectos ideados por el papa Gregorio VII. Así pues,
aunque la Reforma Gregoriana no fue obra de esta abadía francesa, los monjes
cluniacenses sí le dieron el impulso que ésta necesitaba para afianzarse e
imponerse en toda la Iglesia. Sin Cluny, en definitiva, las ideas reformadoras
de Gregorio VII no hubiesen pasado a la historia como la Reforma
Gregoriana74.

Todo esto logró que la Orden Cluniacense adquiera un desarrollo


verdaderamente sorprendente, y esto gracias principalmente a la capacidad
organizativa y espiritual de sus primeros abates: Bernón (+927), Odón (+942),
Amardo (+954), Mauro (+993), Odilio (+1048) y Pedro el Venerable (1112-
1156). Con todo, podemos afirmar que el mayor logro de Cluny fue lograr que
el propio pueblo cristiano los considerara a ellos como hombres avocados a
una vida de santidad y, por eso, dicho pueblo terminó identificando su propio
pensamiento y sus ideales con el pensamiento y el ideal de los monjes
cluniacenses.

La organización y libertad de Cluny: en setiembre de 909 el duque de


Aquitania donó sus tierras de Cluny para que se fundara ahí un monasterio. El
fundador quiso que, desde su inicio, el monasterio quedara en plena libertad,
para evitar así las abusivas injerencias de sus propietarios en la vida interna de
los monjes. Para dirigir el monasterio –que inicialmente contaba con doce
hermanos– el piadoso duque designó como abad a San Bermón, monje
reformado y reformador. El abad Bermón y sus hermanos se acogían a la

74
Mora Amador, Jorge, o. c., pp. 522-528

133
"inalienable propiedad de los Santos Pedro y Pablo", es decir, a la directa
protección de la sede de Roma. Esta directa ligazón que fue confirmada en
932 por Juan XI, implicaba la independencia del monasterio respecto de
cualquier poder laico o eclesiástico, lo que unido a la santidad de este primer
abad y de sus sucesores haría de Cluny un éxito arrollador y el principal de los
monasterios europeos hasta bien entrado el siglo XII. La importancia del
privilegio de autonomía radica en el hecho de que el monasterio se sustraía
tanto a la autoridad de la diócesis correspondiente como a la del rey de
Francia, sentando así las bases de una verdadera supranacionalidad.

Discípulo de Bermón fue el monje Odón, que también fungió como abad de
Cluny reafirmando y propagando la reforma no sólo en Aquitania, sino
también en Roma. Y así todos los abades de Cluny fueron celosos
propagadores del ideal reformista.

En Cluny se consideraba a los monasterios reformados como ramas de un


mismo árbol. Su abad era el abad supremo de todos los demás monasterios.
Los monjes se reclutaban de entre los niños que frecuentaban. Pero también se
admitían jóvenes y hombres maduros. La comunidad monástica se dividía en
tres categorías: oblatos, novicios y profesos.

La vida de estos monasterios era la vida benedictina tal y como la había


ordenado el Padre San Benito, aunque matizada por las costumbres
cluniacenses que introdujeron notables cambios en la liturgia y el trabajo
manual; éste último fue reducido al mínimo debido a las muchas horas de
oración litúrgica, que abarcaba la mayor parte de la jornada del monje en
Cluny.

134
Algunas cosas cambiaron respecto a las austeridades de la Regla benedictina:
el trabajo manual pierde valor frente al trabajo intelectual; la comida deviene
más variada y aderezada; cada monje tiene su propia celda (no existe ya el
dormitorio común); además de su hábito casi negro, tenían otros hábitos
complementarios; si en la antigua ordenación legislativa el monje era ante
todo un penitente, para Cluny el monje es primero un contemplativo, que no
huye del mundo, sino que se sabe ocupando una de las partes de aquella triple
dimensión mundana: los que rezan, los que trabajan y los que luchan. Él,
indudablemente, ocupaba el primero de los puestos.

Los cluniacenses: su vínculo con la Reforma Gregoriana: no es exagerado


afirmar que la vida monástica se reformó por entero en los siglos X y XI
gracias a la abadía de Cluny; aunque bien es cierto que no todos los
monasterios quisieron afiliarse a este monasterio francés, sí se vieron tocados
por el altísimo ejemplo de piedad y observancia que irradiaba la abadía
cluniacense y que suscitó por todas partes vocaciones deseosas de una entrega
absoluta e incondicional al ideal más puro de San Benito. Muchos de los
monasterios reformados por Cluny se convirtieron –a su vez– y foco de
reforma para otras abadías.

Durante estos mismos siglos X y XI la Iglesia tuvo que luchar a lo interno de


sí misma contra la creciente corrupción moral que la estaba carcomiendo, y
cuyos lados más visibles eran el concubinato del clero y la simonía. Es a estos
males buscará una solución el Papa Gregorio VII con su Reforma, que
buscaba –primero que todas las demás cosas– la libertad de la Iglesia, pues
solo mediante ella se podría lograr la regeneración del clero, cosa que
resultaba imposible mientras los laicos tuviesen el poder de nombrar obispos y
otros cargos del clero (siempre sucedía que se seleccionaba a gente que –

135
verdaderamente– no tenían vocación, y terminaban relajando aún más la vida
clerical). Había que luchar contra estas investiduras laicales.

¿Cómo ayudó Cluny en esto? No precisamente desde el campo político-social;


su respuesta fue enteramente religiosa, pero cuya influencia sobrepasó los
límites eclesiales para afectar otras esferas sociales: los cluniacenses lograron
interpretar adecuadamente las exigencias espirituales de la nueva plebe, que
buscaba una vida más libre y una religiosidad más íntima.

Gregorio VII y los cluniacenses trabaron fuerte amistad, pero la Reforma de


aquel no fue obra exclusiva de éstos. En lo que ayudó grandemente la abadía
francesa fue en la distinción entre el poder temporal y el espiritual, entre lo
eclesiástico y lo político. La conducta de los monjes de Cluny –y también su
forma de gobierno– atacaba de frente el sistema de las investiduras laicales,
porque los abades de cluniacenses no eran nunca nombrados por un señor
feudal ni por un laico, sino únicamente por los mismos monjes del monasterio:
son ellos los que se dan sus propias autoridades, y esta autoridad (el abad) es
la que distribuye los demás cargos de decisión en la abadía. Algunos arguyen
que, a pesar de esta desvinculación externa con los señores feudales, Cluny
no se desvinculó a lo interno de la mentalidad feudalista de su época:
intramuros se seguían utilizando conceptos feudales; por ejemplo, la relación
de cada monje con el abad de Cluny seguía en muchos aspectos el modelo del
vasallaje.

¿Qué es lo que le debe la Reforma Gregoriana a la Orden de Cluny?


Ciertamente mucho: los ideales de Gregorio VII no hubiesen tenido éxito si el
pueblo y la nobleza no estuvieran ya educados con el ejemplo cluniacense
para comprender y sentir las exigencias espirituales implicadas en la lucha
contra las investiduras laicales. Cluny era el modelo concreta y vivo de lo que
136
Gregorio VII buscaba: esa libertad e independencia de los cluniacenses
respecto a los señores feudales, era una muestra de lo que podría ser la Iglesia
si se independizaba también. Pero Cluny nunca tuvo un protagonismo directo
en esta lucha contra las investiduras, aunque algunos de sus monjes se
implicaron de lleno.

A pesar de que la mayoría de sus abades provenían de la nobleza, los monjes


de Cluny fueron muy amados por el pueblo, que se maravillaba del esplendor
litúrgico de esos monasterios. Los cluniacenses expandieron por toda Europa
un culto especial a María, cargando las tintas sobre el tema de la Asunción; a
ellos también se debe el culto a los difuntos y la fijación de una fecha para
conmemorarlos. El importante papel concedido en concreto a las preces por
los bienhechores desaparecidos favoreció las donaciones y otras continuas
muestras de favor por parte de los poderosos del siglo, muchos de cuyos
herederos eran parte de la orden.

Con el objetivo claro de volver al espíritu y a la letra de la regla benedictina


Cluny potenció el rezo litúrgico por encima de cualquier otra consideración.
El "opus Dei", según le llamaban al oficio divino monástico, centrado en la
celebración coral de la eucaristía, se convirtió pronto casi que en la única
actividad del monje. Esta predilección por lo litúrgico se plasmaba en los
rezos y cantos, que encontraban en la misa conventual su verdadero cenit. A
tales rezos se añadían los denominados "psalmi familiares", o preces por los
protectores laicos, vivos o difuntos.

En cuanto al arte tampoco se quedaron atrás: lo consideraban como una vía


para llegar a Dios. La perfección y majestuosidad de sus iglesias se explica
desde su esplendor litúrgico. Los arquitectos, escultores y vidrieros deben
esforzarse por crear un espacio que conduzca a la contemplación; la
137
espléndida basílica de Cluny –concluida por el abad San Pedro el Venerable
en 1130– es la máxima prueba de ello. Esta imponente basílica era sinónimo
de la fuerza e influencia de la Orden de Cluny, pero fue también el inicio de su
fin: cuando se terminó su construcción ya había surgido la reacción
cisterciense y de otros movimientos pauperísticos que –lejos de anhelar
majestuosas obras arquitectónicas como las de Cluny– exigían más bien el
pronto retorno a la pobreza de la Iglesia primitiva.

Lo hermoso y rico de aquella basílica era para los pauperes itinerantes el


signo más evidente de que “el pobre Señor Jesús no habita en los palacios de
los canónicos ni en las confortables mansiones de los monjes”.
Vislumbramos, en lontananza, el espíritu que movería más tarde a las Órdenes
mendicantes.

Pero el pueblo amaba a Cluny, y los monjes lo sabían y se autocomplacían en


ello; sabían perfectamente que jamás un monasterio había sostenido durante
tres largos siglos una supremacía espiritual, social y cultural como sólo la
familia cluniacense lo había logrado; quizá el Papa Urbano II, que había salido
de Cluny, pensaba en eso cuando dijo que «penetrada más profundamente que
las demás por la gracia divina, la Congregación de Cluny brilla sobre la
tierra como un nuevo sol».

El aporte del monacato a la cultura

Tanto le debe Europa a los monjes que uno de ellos, San Benito, ha sido
proclamado Patrono de ese Continente, precisamente porque fue el hombre
que más contribuyó a la creación y afianzamiento de la cultura europea. Esto
demuestra que los monjes, aunque vivían apartados de su siglo, no dejaron de
ser hombres de su tiempo; no podían dejar de influir, desde su especificidad de

138
monjes, en la sociedad y en la Iglesia. Eran miembros muy vivos y muy
activos. La constante crítica y admiración de la que son objeto es muestra
clara de su influencia y de su importancia.

El primero en acercar el monacato a la cultura fue San Basilio. Con él inicia


una especie de monacato sabio. El monasterio basiliano opta por un estilo de
vida centrado en la cultura humanista greco-latina, pero con el matiz cristiano.
Los monjes basilianos están abiertos al contacto con la sociedad y con el
mundo en que viven. San Basilio es el primero en abrir una escuela monástica,
con lo cual sus monasterios se convirtieron en semilleros de cultura y
civilización. Totalmente opuesto a Tertuliano que pensaba que entre Atenas y
Jerusalén no hay nada en común. Por el contrario, San Basilio piensa que los
autores clásicos, griegos y latinos, constituyen un monumento de la cultura
que no debe ser despreciado, ya que pueden ser instrumento muy apto para la
misma formación del monje y del cristiano.

El gran aporte cultural del monacato eremítico a la cultura viene de San


Jerónimo, que supo compaginar el ascetismo corporal con la ascesis y el
estudio. Fue traductor de la Biblia y traductor de Orígenes, lo mismo que
traductor de las Reglas de Pacomio. Era realmente un obsesionado por las
letras latinas; y buscó la forma de “bautizar” a Cicerón, Horacio y Virgilio.
San Jerónimo hizo escuela, y tendrá muchos seguidores entre sus monjes
latinos, y de todos hizo una raza de monjes eruditos.

El gran maestro del Occidente medieval fue San Agustín, “monje y maestro
del humanismo cristiano” (Decarreaux). En la vida monacal ideada por él el
amor a los libros y a la cultura en general ocupará un puesto determinante. San
Agustín y sus monjes están muy lejos de la “piadosa ignorancia” propia de los

139
monjes antiguos; ellos saben que la contemplación de Dios encuentra una
poderosa ayuda en el estudio de la verdad.

Sobresale en este aspecto también San Isidoro de Sevilla: sus Etimologías


serán una fuente inagotable ala que irán en busca de erudición y de cultura
generaciones y generaciones no sólo de monjes, sino de todo hombre culto
ansioso de saber. Supo apreciar, también, a los autores clásicos. E. Gilson
afirma que en las bibliotecas medievales las Etimologías de Isidoro ocupaban
el lugar que en las nuestras ocupa, p .e, la Enciclopedia Larrouse u otra
similar.

También los monjes irlandeses, además de sus humildes tareas habituales, se


dedicaron a los estudios. Aunque su mayor empeño estaba en la Sagrada
Escritura, ésta no ocupaba su única preocupación intelectual. Estudiaban
griego y latín clásico y eclesiástico; pero usaban perfectamente el idioma
nativo: el gaélico.

Por todo lo dicho resulta en demasía limitado definir la aportación cultural de


los monasterios como “una cultura de la hoz y del arado”. Claro que la vida
monacal se desarrolló en un ambiente rural y agrícola; pero naturalmente la
cultura monástica iba más allá: tenía, y tiene, otros elementos constitutivos.

El escritor romántico Chateaubriand, queriendo defender a la Iglesia de las


acusaciones de oscurantismo propagadas contra ella por los filósofos de la
Ilustración del siglo XVIII, evocaba la labor cultura de los monasterios
medievales calificándolos de fortalezas donde se guareció la cultura. Se
necesita un gran nivel de ignorancia para no reconocer el gran papel cultural
desempeñado por los monjes del Medioevo.

140
Sin duda que hasta siglo XII podríamos decir la cultura fue patrimonio
exclusivo de la Iglesia porque, en definitiva, solamente los hombres de Iglesia
se preocupaban del cultivo de su inteligencia, hasta el punto de que la palabra
clérigo durante la Edad Media se convirtió por igual en sinónimo de “hombre
de Iglesia” y “hombre culto”.

Debemos caer en la cuenta de un hecho importante: los monjes y monasterios


no buscaban la cultura por ella misma, sino que cuando ellos trabajaban –ya
fuese con la hoz o con la inteligencia– lo hacían para la glorificación de Dios;
es decir, no se cultivaba la inteligencia por el mero placer de la realización
personal, sino para una mayor comprensión de la Sagrada Escritura.
Precisamente, porque todo giraba en torno al culto y a la Palabra de Dios, era
necesario que el monasterio benedictino dedicara algún tiempo al cultivo de la
inteligencia; además, el estilo de vida que prescribía la Regla de San Benito –
que monopolizó la vida monástica de Occidente desde el siglo IX– implicaba
una mínima base de cultura general en sus monjes.

Todo esto hacía necesaria una biblioteca para el servicio del culto y de la
lectio divina. También resultaba necesaria una escuela interna para la
formación de los novicios, lo cual comportaba la tenencia de algunas
manuales y libros de texto. El orden del monasterio implicaba la existencia de
archivos para custodiar documentos o títulos de propiedad; se requería
también algún tipo de catálogo con el nombre de los monjes vivos y difuntos;
y –por supuesto– sin duda también se contaba con algún tipo de libro de
crónicas en el que se narraban los acontecimientos más relevantes de ese
monasterio.

Se va viendo, pues, como el gran centro de civilización de la temprana Edad


Media es el monasterio rural, aislado, con sus talleres, que conservan técnicas
141
artesanales y artísticas, su scriptorum-biblioteca, su actividad productora-
económica y su irradiación como lugar de peregrinación y veneración de
reliquias.

Los copistas: transmisores de cultura: La Regla benedictina en ninguna parte


menciona el trabajo de la copistería75, pero esto no impidió que los monjes
dedicasen mucho tiempo a esta tarea, que resultaba entendible debido a la
necesidad de códice y libros para el oficio litúrgico y la lectura espiritual.

Igual que el oficio del copista, la escuela tampoco aparece mencionada en la


legislación de San Benito76, pero hay que dar por un hecho que casi todos los
monasterios contaban con una; sobre todo teniendo en cuenta que la mayoría
de jóvenes que pedían el ingreso a la abadía medieval era analfabetos.

Las escuelas monásticas se orientaban al aprendizaje de la cultura necesaria


para el desempeño del culto y de la lectura espiritual. Es por eso que los
monasterios se convirtieron en los transmisores de los tesoros de la cultura
cristiana –p. e., toda la Patrística–. Esto implica que, al menos en la primera
parte de la Edad Media, los monjes sólo transmitían lo que recibían, y no se
dedicaron a crear obras originales, y las pocas veces que lo hicieron fueron
obras de carácter devocional. Pero si no hubiese sido gracias a su trabajo
copista el mundo no conocería hoy una gran parte de las obras de los Santos
Padres ni tampoco a los autores latinos, los cuales –aunque algunos
despertaban sospecha– eran siempre leídos a lo interno de los muros

75
Pero por supuesto que este trabajo (el del copista) se encontraba comprendido dentro del trabajo manual
que sí está muy bien ordenado dentro de la Regla.
76
Se menciona únicamente una vez, pero no en el sentido cultural y académico, sino más bien cultural: “el
monasterio es una escuela del servicio del Señor”. Regla, Prólogo.

142
claustrales. Bien dijo Justo Pérez de Urbel77: estos autores clásicos constituían
“el entusiasmo de unos, el escándalo de otros y la ocupación de todos”.

El arte monacal: otra gran contribución a la cultura: todavía a finales del


siglo X la creación artística era monopolio de las cortes reales, pero cuando
surge la poderosa abadía de Cluny el monopolio cambia de manos: los
monasterios se convirtieron en talleres artístico con la única pretensión de
hacer visible lo invisible. Los campesinos ofrecían gustosos sus donaciones
pecuniarias a las iglesias abaciales a las cuales ellos acudían para obtener la
salvación eterna –y sobre todo para librarse del temido infierno–. Los monjes
correspondían a tanta generosidad con sus oraciones y con sus ceremonias
litúrgicas, celebradas con esplendor en sus ricas iglesias. Pero también las
abadías correspondían a las donaciones generosas cuidándose del arte.

El arte de estas espléndidas basílicas abaciales tiene sólo un objetivo:


garantizar el desarrollo de los oficios litúrgicos. Todas las iglesias se orientan
hacia el sol naciente, porque de allí procede la luz: símbolo del Cristo
Resucitado.

El tiempo de las catedrales: si el anterior fue el tiempo de los monasterios,


éste es el de las catedrales, cuyo florecimiento coincide con el de las ciudades.
Las naves catedralicias ofrecen el único gran espacio dentro de la ciudad, en
ellas se celebran las más diversas reuniones; no sólo de carácter religioso.
Todos consideran la catedral como algo suyo y, por ende, ella es un reflejo del
catolicismo popular. Un lazo de unión entre el monasterio cisterciense y la
nueva catedral es el arte, concretamente el gótico78. San Bernardo (monje
cisterciense) también influye mucho en esta arquitectura: por ser tan cercano

77
En Historia de la Orden Benedictina, Madrid, 1941, p. 145
78
Fue el abad Suger (†1151) el creador del arte que llamamos gótico

143
al pensamiento del Pseudo-Dionisio, vemos que el gótico se impregna
igualmente del platonismo dionisiano. El arte cisterciense coincide con el
gótico de San Denis (abadía Benedictina) en dos aspectos: la luz y su aspecto
mariano. Estas figuras de María esculpidas durante los comienzos del gótico
catedralicio son aún figuras hieráticas en todo el sentido de la palabra.

La humanización de Cristo y de María: La conciencia de la encarnación se va


haciendo más intensa; esto hace que el arte sea más terreno, menos abstracto.
Del Dios distante se pasa al Dios humano-sufriente de Cimabue o Gioto
(responsables de los frescos en el Sacro Convento de Asís). El arte de las
catedrales representa la imagen de un Dios encarnado, unido pacíficamente a
sus criaturas. Este Cristo hombre, reflejado en el arte, no es más que la
proyección del sentimiento del pueblo. Es importante recalcar que los
cruzados al llegar de Bizancio se traen consigo una serie de modelos
iconográficos que representan el sufrimiento de Dios; así, el predominio de
Cristo sufriente se integra en el movimiento general. Al mismo tiempo, María
empieza a ser contemplada en su maternidad humana, transida de dolores. Por
esta misma época Jacopone de Todi compuso el Stabat Mater; María pasa a
ser la madre de todos, no sólo la theotokos. En este respecto, san Bernardo
ejerció una gran influencia en la devoción popular, tan es así que la mayoría
de los primeros santuarios marianos estaban patrocinados por el pueblo
sencillo. Surge también el “Salve regina” (compuesta por Ademado Monteil);
en este mismo siglo XII nacen las letanías marianas, al igual que el rosario:
versión mariana (y para el pueblo) del salterio; cada salmo es sustituido por un
padrenuestro. Se le llamaba salterio de Nuestra Señora. Posteriormente se
hace la conexión con episodios de la vida de Cristo.

144
Nueva imagen del hombre: el ser humano se percata de que Dios le ha
colocado en el vértice de toda la creación y -por ende- se da una nueva visión
del hombre como destinado a gobernar la naturaleza, así, la Iglesia misma se
convierte en el elogio del trabajador. En las fachadas de las iglesias se
muestran hombres y mujeres dueños y señores de sí mismos, con rasgos
individuales. La encarnación libera al universo de su culpabilidad, sólo Jesús
puede salvar al hombre, y éste debe seguirle. Pero también en este tiempo los
pobres se percatan de que la prosperidad de algunos no elimina la miseria de
otros; se siente más agudamente la miseria. La escatología empieza a tener
una vertiente política: la liberación de los pobres.

Simbolismo último del gótico: el nuevo sentimiento místico halla su


plasmación en la catedral gótica. Suger –su creador– es discípulo del Pseudo-
Dionisio, cuya teología se centra en Dios como Luz increada y creadora. Esta
doctrina de la Luz Divina se ve reflejada en la arquitectura de las catedrales,
cuyas torres se van haciendo más trasparentes; dentro de la nave principal se
construyen una secuencia de capillas en semicírculo; en fin, la iglesia
resplandece como una esplendorosa luminaria. El templo se convierte en un
símbolo de la creación. El simbolismo de la luz se expresa también en las
joyas, pedrería, esmaltes y las vidrieras dispuestas para ennoblecer la luz de
Dios. Teología y arquitectura tienen su punto de encuentro.

Los monjes le dan simbolismo a todo. Todo lo que los teólogos y exégetas
decían en sus Sumas los artistas lo han expresado en el arte (escultura, pintura,
arquitectura, canto). Por este motivo se llamaba, y con justa razón, a las
iglesias, a las catedrales y a las esculturas la Biblia de los pobres, porque ellos
sabían descifrar en todo ello un mensaje de salvación. De este modo, las
grandes catedrales, basílicas e iglesias abaciales, con sus espléndidas fachadas,

145
sus hileras de santos perfectamente tallados, sus cristos de piedra, sus ábsides
coloridos eran una permanente enseñanza para los campesinos que vivía en las
inmediaciones de los monasterios o que acudían a ellos desde lejos atraídos
por sus imponentes bellezas.

Lo específico de la cultura monástica: se trata de una cultura homogénea,


que tiene su origen en una fe profundamente vivida que se manifiesta también
en obras de arte y de cultura general; todo nace de una íntima unión con Dios,
de ahí que toda la cultura medieval tenga una fuerte componente de
sacralidad. En este sentido, toda la cultura de la Edad Media es en gran
medida deudora de la cultura monástica, hasta el punto de que se puede decir
que sólo a partir del siglo XII la cultura se diversifica en dos grandes bloques:
la monástica y la secular. La cultura monástica, idéntica en todos los
monasterios, siguió conservando, por muchos siglos más, sus principales
peculiaridades: lo bíblico, lo litúrgico, lo patrístico. Y por eso la cultura
monacal fue tan decisiva en el Medioevo, porque las personas medievales eran
personas creyentes, y nada –o casi nada– de lo que el hombre de la Edad
Media hizo tiene una explicación suficiente al margen de la fe cristiana.

Los canónigos regulares

Los canónigos son una institución exclusiva de la Iglesia Católica Occidental;


la Iglesia Oriental no tiene nada semejante. Los Canónigos Regulares son
producto típicamente medieval. Resulta muy difícil la investigación sobre los
orígenes de los Canónigos debido a la gran variedad de formas del
movimiento canonical y la falta de una terminología uniforme que permita
individualizar las formas homogéneas, porque no pocas veces se ha
confundido la vida canonical con la monacal. Solamente a partir de la Regla

146
de San Crodegango quedarán bien definidos y diferenciados los estilos de vida
de los Canónigos Regulares y de los monjes.

Sin duda el representante más cualificado de la vida común del clero en la


antigüedad fue San Agustín, hasta el punto de que se le ha llegado a
representar no como fraile agustino, sino como canónigo regular. El
monasterio que fundó el Santo en Hipona era un monasterio de clérigos, de
monjes dedicados a la cura pastoral, y para ellos escribió una Regla. Las
disputas entre los Canónigos Regulares y los frailes agustinos sobre sus
sendos orígenes ha impulsado a algunos historiadores a dudar en atribuirle la
paternidad de las comunidades canonicales, porque resulta difícil establecer
una línea de demarcación entre monacato e institución canonical.

Con todo, el precedente más genuino de la nueva forma de vida religiosa que
serán los Canónigos Regulares fue el monasterio clerical de Hipona fundado
por San Agustín, cuyo tenor de vida pronto se propagó por otras latitudes. Al
fin de cuentas, son muchos los testimonios que demuestran la vida común era
considerada como el ideal al que debían aspirar todos los clérigos.

En 747 San Crodegango de Metz fundó el monasterio de Gorze bajo la Regla


de San Benito; con la ayuda de San Bonifacio, Crodegango se propuso la
reforma del clero de la diócesis de Metz, para el cual compuso una Regla. Se
convierte así en el primer autor de una regla canonical propiamente dicha,
puesto que en ella se contienen las normas concretas que han de regular la
vida diaria de los canónigos y sus funciones litúrgicas.

Crodegango dispone que sus clérigos han de vivir juntos, participar de una
mesa común y dormir también en dormitorio común; se imponen tiempos de
silencio y de trabajo manual. Esta Regla era muy rigurosa respecto a los

147
ayunos y clausura, y deja la puerta abierta para aquellos que deseen renunciar
completamente a sus bienes. La Regla de San Crodegango ejercerá una amplia
influencia debido a su gran difusión en todo Occidente.

El Sínodo de Aquisgrán promulgó una nueva Regla para l vida canonical,


deslindando definitivamente el Ordo saecularis del Ordo regularis, de los
Canónigos y de los Monjes, respectivamente. La Regla de Aquisgrán impone
a los Canónigos el asegurar la oración pública, común y cotidiana. Toda la
disciplina canonical estaba orientada a esta finalidad por encima, incluso, de
cualquier otra actividad pastoral. Esta Regla, gracias al apoyo mancomunado
de reyes y obispos, se mantuvo en vigor por mucho tiempo (durante todo el
siglo IX).

Es necesario tener en cuenta que la aparición de los canónigos regulares


debemos encuadrarla en el contexto de la Reforma Gregoriana, cuya
implantación entre los canónigos revistió caracteres muy distintos; por
ejemplo, en gran parte de Europa los capítulos catedralicios aceptaron la vida
común estricta. Las comunidades de canónigos regulares estaban compuestas,
por definición, por clérigos; pero también abundaban en ellas los laicos
conversos, que muchas veces eran familiares de los canónigos, y otras eran
niños, hombres o mujeres que se entregaban voluntariamente a los canónigos
(también a los monjes). En algunas comunidades canonicales los conversos y
conversas sobrepasaban por mucha el número de los canónigos. La economía
de estas comunidades dependía, casi en su totalidad, del trabajo de los
conversos. Para el momento de su máximo esplendor (siglo XII) la institución
canonical llegó a contar con unas 2500 comunidades y cinco papas: Honorio II
(1124-1130), Inocencio II (1130-1143), Lucio II (1144-1145), Adriano IV
(1154-1159) y Gregorio VIII (1187).

148
Aunque en un principio cada comunidad era autónoma, pronto los Canónicos
sintieron la necesidad de establecer vínculos entre ellos; surgió así una
fraternidad que sobrepasaba los muros de la propia Canónica y abarcaba a
sacerdotes seculares y laicos, que eran agregados a la comunidad mediante
lazos espirituales, de modo que participaban de las oraciones y de las obras
buenas de la comunidad. Existía también la fraternidad entre diversas casas,
que comportaba tres factores esenciales: la intercomunicación en las buenas
obras, el sufragio por los difuntos y la hospitalidad recíproca. Entre las más
sobresalientes comunidades de Canónigos Regulares están: Congregación de
San Rufino, Congregación San Víctor, Congregación del Gran San Bernardo
y los Premostratenses (esta es la más reconocida de todas; Premontré fue
fundada por San Norberto, y tuvo una rápida expansión por todos los países
europeos, con unos mil monasterios afiliados. Dentro de los monasterios había
cuatro clases de miembros: canónigos, clérigos, novicios y conversos. Desde
el inicio Premontré adoptó la Regla de San Agustín con unos Estatutos
propios. San Norberto permitió a las mujeres formar parte de su Orden. Dentro
de las innovaciones premostratenses está la Tercera Orden laical, fundada por
el mismo Norberto en 1123. Debido a su mucha influencia cisterciense, la
máxima autoridad dentro de la Orden Premostratense la ejercía el Capítulo
General, y dentro de los monasterios el gobierno recaía sobre un Abad
vitalicio elegido por la abadía y bajo la vigilancia del Abad General y de otros
tres abades elegidos por él. El Abad gobierna su comunidad con una autoridad
casi absoluta).

La supremacía de la Regla de San Agustín sobre todas las demás, hizo


necesarias algunas modificaciones sobre el ideal de la vida apostólica: la vida
común y pobre que abrazaban ahora los canónicos no tiene una finalidad

149
meramente ascética como sucedió con los monjes, sino que se trata de una
vida común y de una pobreza que tienen un carácter liberador en un doble
sentido: a) remover los obstáculos del Nicolaísmo y de la Simonía; lo cual, a
su vez, implica la liberación de las ataduras de la investidura laical; b) esta
vida común y pobre significaba la liberación más radical para dedicarse al
ministerio apostólico.

De este modo empieza a transformarse el sentido de la vida apostólica. Con


los Canónicos el apostolado se constituye por primera vez en un elemento
integrante de una forma específica de vida religiosa. Tan convencidos estaban
de ello los Canónicos que llegaron a afirmar que su forma de vida era más
perfectamente evangélica que la de los monjes, porque ellos (los Canónicos)
no sólo imitaban a los monjes en la vida común y en la pobreza, sino también
en el ministerio apostólico.

Cuando los Canónigos asumieron la dimensión de regulares (e. d., como


forma de vida religiosa) no fue para renunciar a su sustantividad de clérigos
que estaba ligada al servicio ordinario en una iglesia; servicio que comportaba
fundamentalmente tres dimensiones: 1) El servicio a Dios por medio del culto
divino; 2) el servicio del prójimo por medio de la administración de los
sacramentos y la predicación de la Palabra (la cura animarum propia del clero
secular); 3) unos rasgos de espiritualidad.

En cuanto a este último punto de la espiritualidad, ha de decirse que la


espiritualidad canonical es deudora de la monacal; pero existe una diferencia
fundamental: el monje se separa de los hombres para estar unido a Dios, de
modo que su orientación es eminentemente escatológica; en cambio, el
canónico vive la comunión con Dios no distanciado de los hombres, sino en
un compromiso efectivo en el ministerio pastoral.
150
Por otra parte, pronto empezó a gestar un problema sobre todo para los monje
que miraban en los Canónigos Regulares a hombres que no quieren ser
simplemente clérigos, pero tampoco se conforman con ser monjes ¿Es
legítima una Orden así? ¿Cuál Orden es más digna: la de los Canónigos o la
de los monjes? Así fue como entre ambos grupos se entablaron verdaderas
controversias; p. e., los Canónigos acusaban a los monjes de defender su
supremacía y perfección únicamente para hacer proselitismo. Las acusaciones
de corrupción, hipocresía y falsedad iban de un lado y venían de otro.

Así las cosas, un acuerdo entre Canónigos y Monjes resultaba imposible. Pero
gracias a estas contiendas entre Canónicos y Monjes se logró clarificar la
noción de una vida religiosa en la que el Monje no quedaba confinado entre
las cuatro paredes de su claustro, sino que también salía de él para ponerse al
servicio de la comunidad cuando era necesario; y en la que el Canónigo
Regular, apoyado en la Regla de San Agustín, se dedicaba al ministerio
pastoral, pero se retiraba a la soledad de su claustro canonical como una
exigencia de su propia misión apostólica. Poco a poco llegaron a comprender,
de un lado y de otro, que –dentro de la única Iglesia de Cristo– ellos no son
grupos opuestos, sino distintos y complementarios.

Volver al desierto

Las transformaciones socioeconómicas del año mil (en donde las ciudades, el
dinero y la moneda son los impulsores de una nueva civilización) dieron paso
a profundas transformaciones intelectuales. El desarrollo de las
comunicaciones promovido por el comercio acrecentó la curiosidad del
hombre occidental, que sintió que se le abrían nuevos horizontes
epistemológicos cuando entraba en contacto con las culturas antiguas. Este
progreso tan vivo que se está gestando produce una ebullición tal, que
151
repercute sobre todos los aspectos de la civilización y especialmente sobre la
visión que los hombres tienen del mundo y del mismo cristianismo.

Ya no se trata de una sumisión pasiva a los dictados del clero, sino que
empieza a surgir en el pueblo fiel el sentimiento de que la religión es un
asunto que ha de quedar más recluido en la dimensión personal. El
movimiento comunal dirigía también sus dardos contra el sistema eclesial, y
no solo por el afán de independizarse de su dominio temporal, sino también a
causa del mismo evangelio, cuyas enseñanzas contrastaban con aquella Iglesia
poderosa y rica.

Por otra parte, la cultura tradicional, elaborada y transmitida por los


monasterios, y ano respondía a las nuevas exigencias derivadas de las
transformaciones operadas en la iglesia y en la sociedad. La cultura monástica
se basa en el estudio de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres, y tenía
una finalidad eminentemente litúrgica. La cultura monacal pretendía
reconducir todas las cosas hacia Dios. Ahora bien, igualmente los intelectuales
del nuevo siglo XI parten de Dios, pero con pretensiones más científicas y con
un mejor manejo del razonamiento.

En este despertar de las inteligencias no había nada peligroso ni extraño. La


razón empieza a plantear lo más acuciantes problemas al misterio revelado (e.
d., la fe). Pero la fe sigue siendo la base de la sociedad y cultura medievales,
con la diferencia de que el centro de esa cultura ya no lo constituye el
monasterio (aun y cuando surgen monjes de la talla de Anselmo de
Canterbury79). Los monasterios cierran sus puertas a los alumnos externos y se

79
San Anselmo Sobresale principalmente por afirmar el deber de entender lo que se cree (intellectus
fidei), es decir, -y en esto retoma a San Agustín- una vez aceptadas, con libre voluntad, las
verdades de la fe, el hombre puede y debe tratar de comprender eso que ha asentido ya desde la
fe. Cf.: Proslogium.

152
concentran en la formación de sus propios candidatos. A esto contribuyó la
actitud de las Escuelas catedralicias que preanuncian las futuras
universidades.

La Escolástica será el resultado el resultado más específico de esas nuevas


Escuelas de las que estarán ausentes los monjes. Los maestros del futuro serán
los Canónigos Regulares y los Mendicantes. El fracaso de las escuelas
monásticas, a pesar de sus esfuerzos por mantenerse, es una señal evidente de
la incapacidad de los maestros monásticos para adaptarse a las nuevas
exigencias de la cultura.

Las transformaciones espirituales fueron también consecuencia de las


socioeconómicas y culturales. Estas nuevas corrientes espirituales no se
avienen con el monacato tradicional, que se sigue autodefiniendo como una
ruptura radical con el mundo, mientras que en este tiempo la piedad impulsaba
hacia el servicio a los hermanos sin abandonar el mundo; es decir, se pretende
integrar la piedad cristiana explícitamente en el entramado mismo de la
sociedad.

Hasta ahora quienes ambicionaban una verdadera renuncia al mundo como


modo de santificación personal, ingresaban en un monasterio, pero con los
nuevos cambios las opciones ya no van por ahí; se orientan hacia el desierto,
hacia la soledad; esto implica que esos hombres con deseos de consagrarse a
Dios ya no tocan a las puertas de los monasterios.

Es por eso que el monacato tradicional desde finales del siglo XI experimenta
una gran decadencia que no tiene sus causas, como en el pasado, en un
relajamiento de tipo moral, sino en una falta de adaptación a las nuevas
circunstancias del mundo y de la Iglesia. La sociedad y la Iglesia estaban

153
pidiendo otra cosa. Así como los monjes habían dado respuestas adecuadas en
otro tiempo, las nuevas circunstancias estaban exigiendo otro tipo de
respuestas. Eso sí, el monacato nunca dejó de tener una plena vigencia en la
Iglesia.

El poder económico de los monasterios cayó estrepitosamente, debido a que


los monjes no se preocuparon por aprehender las nuevas estructuras
comerciales. Y como en la Edad Media la pérdida de poder económico
implicaba la pérdida de poder político y social, el gran influjo que habían
tenido los monasterios en la vida monacal empezó a decaer. También la
pobreza monástica es cuestionada por la reaparición del dinero. Recuérdese
que los monasterios lo único que condenaban era la tenencia personal de
bienes; de modo que los monjes aniquilaban dentro de sí todo afán de poseer
cosas, pero les parecía natural esforzarse para que el monasterio acumulase
todos los bienes temporales posibles.

Los intelectuales de la época (poetas p. e.) se preguntaban: “¿Cómo se ha de


practicar la pobreza evangélica en la dorada mediocridad en la que viven los
monasterios en los que los monjes no poseen nada personalmente, pero a los
que tampoco les falta nada?” Todo esto dio origen a la aparición de reformas
más estrictas con el tema de la pobreza dentro del monacato benedictino. Pero
hubo también quienes hicieron una opción aún más radical y asumieron una
vida verdaderamente pobre al margen de cualquier institución monacal.

Este eremitismo del siglo XI presenta un carácter de ruptura no sólo respecto


del mundo, sino también respecto a la Iglesia institucional, en lo cual coincide
con el primer eremitismo del siglo IV.

154
Espiritualidad del eremitismo medieval: dice Jean Leclercp que en la Edad
Media no hay eremitismo, sino eremitas, y cada uno individualmente va en
busca de la perfección cristiana y llegan tan lejos como se lo permiten sus
posibilidades; pero todos coinciden en la búsqueda de la soledad y en la falta
de una organización específica. A pesar de amplia diversificación, podemos
clasificar a estos eremitas en cuatro rubros:

a) Eremitismo monástico: incluye a todos aquellos monjes que (y sin


violentar la Regla, ya que ésta lo permitía) después de haberse
entrenado en la vida comunitaria, abandonaban el monasterio para
abrazar la vida solitaria en algún lugar alejado de su comunidad
monástica.
b) Eremitismo independiente: son los que no dependen de ninguna
institución monástica; se trata de una ruptura con las instituciones
eclesiásticas. Caminan de una parte hacia otra, como peregrinos.
c) Reclusos: es una forma más severa de eremitismo en la que el eremita
vive recluido en una celda o en un eremitorio de donde no sale jamás.
Con frecuencia estas celdas se encontraban contiguas a una iglesia que
tenía una apertura en la pared por donde el eremita podía seguir los
oficios litúrgicos. Se conoce el caso de algunas comunidades enteras
que vivían en reclusión como los Eremitas de San Ambrosio.
d) Congregación de eremitas: se parecen a las lauras palestinas; se trata de
un eremitismo matizado con cenobitismo, en donde siempre el eremita
tenía la ocasión de encontrarse con otras personas pasaran por aquellos
parajes inhóspitos.

Todo esto evidencia que el eremitismo medieval no expresa un concepto


unívoco, sino más bien equívoco. Es tan grande la pluriformidad que resulta

155
imposible reducirlo a una unidad coherente. Con todo, existen ciertas
constantes en este eremitismo del Medioevo:

--Ellos no quieren saber nada del confort monástico, ni de la instalación de la


Iglesia institucional, ni de aquella sociedad cimentada sobre la desigualdad
porque el cristiano de verdad, tal como se lo muestra ahora el evangelio
redescubierto, es un viajero, un exiliado, un itinerante, un soldado, que se
marcha de nuevo al desierto para luchar contra el demonio.

--Quieren una vida solitaria. El desierto para estos eremitas es el bosque o la


floresta. No se trata de una soledad tan estricta como la del siglo IV. Están
incluso aquellos que mendigan de puerta en puerta, o los que pretenden
conjugar su soledad con el cenobitismo.

--El apostolado. La pastoral de los eremitas se realiza al margen de la Iglesia


jerárquica, es decir, sin una misión canónica. Pero ellos siempre aprovechaban
su encuentro con las gentes para evangelizarlas. La predicación itinerante de
los eremitas era algo desusado en la Iglesia, hasta que Gregorio VII, con su
Reforma, la impuso como nuevo género de ministerio sacerdotal; pero el Papa
estaba pensando en un sacerdote predicador itinerante, no en un eremita. Más
tarde los Mendicantes asumirán la prédica itinerante como algo específico
suyo.

--La pobreza. Este eremitismo polemiza con la pobreza monástica, sobre todo
la de Cluny: critican los edificios suntuosos y las rentas, los grandes
latifundios y la pomposidad del culto en aquellas majestuosas iglesias
abaciales. Los eremitas, en cambio, practican un absoluto despojo de los
bienes materiales. Se rechazan las formas tradicionales de pobreza. Frente a la
pobreza radical del monje y a la riqueza de su comunidad, se exige ahora la

156
pobreza personal junto a la comunitaria. Se pide un culto mucho más sencillo
–desde los utensilios sagrados, hasta la liturgia– en pleno contraste con las
solemnes ceremonias realizadas en la Basílica de Cluny, la más grande y
magnífica de toda la cristiandad.

Se retoma nuevamente el valor del trabajo manual, que había entrado en


desuso en las abadías cluniacenses. En ocasiones se considera al trabajo como
más importante que la soledad y que la vida litúrgica, porque refleja la
verdadera pobreza de estos eremitas independientes, que se llaman a sí
mismos pauperes Christi (los pobres de Cristo).

Este estilo de pobreza adquiere ya un carácter franciscano; preanuncia a las


Órdenes Mendicantes, las únicas que darán una solución satisfactoria y
original al problema de la pobreza individual y comunitaria.

Por otra parte, en lo que toca a legislación debemos decir que el eremitismo
medieval también tuvo su regla: La Regula solitarium, compuesta por un tal
Grímlico del cual nada se sabe. No es una obra original, sino que se limita a
entresacar algunas enseñanzas de los autores monásticos antiguos (sobresale
por supuesto Benito).

El autor de esta Regula, sea quien fuere escribe para los monjes que quieren
vivir en la soledad o en la reclusión, pero no se descarta la posibilidad de que
los candidatos vengan directamente del mundo, aunque siguiendo la tradición
monástica occidental se estaba implantando la idea de que el eremitismo era
sólo para los monjes bien experimentados en la vida monástica.

Esta Regla de los solitarios no sólo tolera algunos contactos con el mundo,
sino que incluso les impone el apostolado directo, aunque no sistemático, sino

157
más bien ocasional. Se admite también la aceptación de ministerios
eclesiásticos.

Este rebrotar del eremitismo medieval se expandió por toda Europa durante
los siglos XI y XII. Por todas partes surgen pequeñas ermitas, diseminadas
sobre las montañas, en los bosques, en las islas y, también, cerca de las
ciudades. Hay eremitas que viven en completo anonimato, pero otros se
convirtieron en personajes influyentes y populares. A mediados del siglo XI
existen eremitas por todas partes, pero sus hagiógrafos decepcionan porque no
transmiten de ellos más que sus aventuras ascéticas.

Congregaciones eremíticas

Ya sabemos que el eremitismo con tendencia a la agrupación y a la formación


de pequeñas comunidades tuvo muchos adeptos en toda la Europa de los
siglos XI y XII. Mencionemos ahora a las más representativas de la época,
muchas de las cuales aún continúan con una gran vitalidad.

San Nilo de Rosando y la abadía de Grottaferrata: a pesar de que él fundó


varios monasterios, vivió la mayor parte de su vida en la completa soledad.
Incluso la Regla de San Basilio que impuso a sus monasterios (incluido el de
Grottaferrata) está matizada por su amor al ascetismo, que se manifestaba en
una tendencia ascética sumamente rigurosa con una fuerte tonalidad eremítica.

La abadía de Grottaferrata, que no la pudo terminar San Nilo, sino un


discípulo suyo (San Bartolomé), está edificada sobre las ruinas de lo que, al
parecer, fue la villa de Marco Tulio Cicerón (a tan solo unos 20 km de Roma);
y recibe su nombre (Grottaferrata) de una gruta sepulcral adornada con dos
verjas de hierro forrado; se supone que esta fue la tumba de Tuliolla, hija de
Cicerón. El Papa Juán XIX consagró esta abadía en 1024 en honor a Santa
158
María Madre de Dios. Hasta el día de hoy sus monjes, siendo fieles a San
Nilo, se han dedicado al estudio de la Sagrada Escritura y de los Santos
Padres, y a la reconstrucción y conservación de manuscritos antiguos. Varias
veces la Santa Sede ha echado mano de los abades de Grottaferrata para limar
las asperezas surgidas entre las Iglesias de Oriente y Occidente. Los monjes de
Grottaferrata son llamados “Basilios”, indicando con ello que son “monjes
griegos”, pero viven en Italia.

San Romualdo y los Camaldulenses: siendo muy joven Romualdo ingresó a


la abadía benedictina de San Apolinar de Classe, en Rávena; pero no encontró
allí los medios que él buscaba para saciar su sed de austeridad y ascetismo,
que chocaba de frente con la vida pomposa y cómoda de aquellos monjes.
Decidió, entonces, abandonar la vida monástica para abrazar eremítica en un
bosque de las cercanía de Venecia bajo la dirección del anacoreta Marino, que
fue un durísimo maestro para él: le obligaba a recitar de memoria el salterio, y
a cada error cometido le mandaba un garrotazo en la oreja izquierda. Tantos
fueron los errores y tantos los golpes que Romualdo un día le pidió a su
maestro: «golpeadme en el lado derecho, porque del izquierdo ya estoy
completamente sordo80».

La fundación que ha transmitido el recuerdo imperecedero de San Romualdo


es la de Camaldoli (Campus Maldoli), cerca de Arezzo, en los Apeninos.
Camaldoli es un conjunto de celdas rodeadas por un muro para vivir en
solitario como ermitaños, pero con alguna matización comunitaria. San
Romualdo también fundó monasterios en los que se practicaba la vida
cenobítica estricta. La agrupación de esto eremitorios y monasterios constituye
la Congregación camaldulense (existente aún hoy). El prior de Camaldoli es,

80
La nota la recoge San Pedro Damián en la Vita Sancti Romualdi.

159
al mismo tiempo, el superior general de la Congregación. Es el elegido de por
vida por los monjes de la Casa Madre, pero debe ser confirmado por el
Capítulo General que –en votación secreta– puede rechazarlo.

Para los tiempos de su mayor esplendor, la Camáldula contó con 100


eremitorios y 400 abadías y prioratos; actualmente cuenta con cinco
eremitorios y cuatro monasterios. Romualdo dio a sus monasterios la Regla de
San Benito, con hábito blanco; pero lo que configura la legislación
camaldulense son las Costumbres o interpretaciones prácticas de la Regla; y
las Constituciones, cuya última revisión se realizó en 1968-1969. En cuanto a
la espiritualidad del Yermo camaldulense, leamos cómo la define San
Bonifacio, uno de los primeros discípulos de San Romualdo: «para los
novicios que vienen del mundo, el deseado cenobio; para los maduros
sedientos de Dios, la dorada soledad del eremitorio; para los que desean
liberarse y estar con Cristo, el evangelio entre los paganos». El menologio
camaldulense cuenta con más de 400 santos.

San Romualdo también fundó dos monasterios de monjas, de los cuales no se


conserva ningún recuerdo histórico, ni siquiera el lugar. Pero sus hijos después
fundaron otros, entre los cuales sobresale el de San Juan Evangelista de
Arezzo, cuya abadesa tenía jurisdicción espiritual sobre el clero. En el
menologio camaldulense también se recuerda a varias santas.

San Pedro Damián y la Fuente Avellana: él nació en Rávena en 1007 y


murió en 1072. En 1035 ingresó en la abadía benedictina de Fonte Avellana,
en la Umbría. Se caracterizó siempre por sus extremas maceraciones. Cuando
fue elegido Prior (1043) implantó en su monasterio un estilo de vida idéntico
al de la Camáldula. Fundó después otros monasterios y formó con todos ellos
la Congregación de Fuente Avellana. Llegó a contar hasta con 30 monasterios
160
y 8 eremitorios, hasta que en 1569 el Papa Pío V decretó su fusión con la
Congregación Camaldulense.

La identidad espiritual entre ambas familias se evidencia en la magnífica


biografía que escribiera San Pedro Damián sobre San Romualdo. Pedro fue
elegido cardenal. Ayudó incansablemente a la reforma de la Iglesia y del
clero, trabajo que llevó a cabo con el archidiácono Hildebrando, que pronto
subiría al solio petrino con el nombre de Gregorio VII: el mismo de la Gran
Reforma Gregoriana.

San Juan Gualberto y los Vallumbrosianos: nació en torno al 985. Ingresó a


un monasterio de la reforma cluniacense, pero se retiró de allí después de ver
la corrupción de uno de los monjes que, con dinero, logró comprar el título de
Abad. No muy lejos de Camaldoli una abadesa le donó unas tierras para que
fundara un monasterio, el cual contaba –al principio– con 30 cabañas en torno
a una capilla.

Juan impuso la observancia estricta de la Regla benedictina, pero armonizando


eremitismo y cenobitismo, a semejanza de Camaldoli. Entre los monasterios
fundados por el mismo Juan Gualberto y los que se afiliaron a su forma
monástica, se constituyó la Congregación de Vallumbrosa, muy parecida en su
organización a los Camaldulenses, pero con más énfasis en el cenobitismo.

Roberto d’Abrissel y la Congregación de Fontevrault: Roberto nación en


1045, hijo de un sacerdote de la parroquia del pueblo. Fue ordenado sacerdote
muy joven; desde entonces se dedicó a la predicación con grande éxito, al
punto de que lo seguían muchas personas. Fue así como dio origen a una
comunidad mixta y errante que iba de pueblo en pueblo detrás de él. Tuvo
que justificar su estilo de vida en el Concilio de Poitiers, el cual le sugirió

161
organizarse de una manera estable; se le señaló para ello el bosque de
Fontevrault. Era el año 1101. Estableció en ese lugar varias comunidades bajo
la Regla de San Benito.

Todos estos monasterios constituía una sola comunidad bajo la autoridad de la


priora, incluso el prior de los monjes le estaba sometido. La abadesa daba el
permiso de admisión a los monjes y destinaba ella misma quienes podían
acceder al sacerdocio; estaba a su cargo, también, recibir los votos religiosos.
Todos los nuevos monasterios que se fundaban seguían el estilo del
monasterio-madre de Fontevrault.

Esta Congregación recibió la aprobación pontificia en 1106. Se difundió


ampliamente debido a la protección de los reyes de Francia. Entre 1150 y
1220 fue el tiempo de máximo apogeo con más de 100 monasterios y unos
cinco mil miembros, mayormente mujeres. En el siglo XVII tuvo lugar una
escisión, que tuvo como consecuencia el nacimiento de la Orden de
Benedictinas de Nuestra Señora del Calvario, aún vigente.

La Congregación de Fontevrault, propiamente dicha, fue dispersada por la


Revolución Francesa, y sus monjas ya no pudieron regresar nunca a
Fontevrault, desapareciendo la Congregación en cuanto tal.

Esteban Thiers de Muret y la Congregación de Grandmont: desde muy


joven Esteban se expatrió voluntariamente a Calabria para llevar allí vida
eremítica. Una vez regresado a Francia se retiró a la soledad de Muret, cerca
de Grandmont. Allí estuvo por espacio de cincuenta años entregado a la
oración y a la penitencia en el más absoluto despojamiento de los bienes
materiales, hasta que murió en el año 1124.

162
Debido a los muchos discípulos decidió organizar una comunidad eremítica,
centrada principalmente en una espiritualidad bíblica, que quedará muy bien
plasmada en la Regla escrita por el cuarto sucesor en la dirección de la
Congregación de Grandmont (Esteban de Liciac). Se lee en su Regla:
«…Porque hay una solo Regla de las Reglas primer y principal, de la que
todas las otras derivan como de su fuente: El Santo Evangelio…».

Grandmont sobresalió principalmente por la práctica de la pobreza personal y


comunitaria, será superada al respecto sólo por las Órdenes Mendicantes. Las
comunidades de Grandmont no puede poseer iglesias ni terrenos fuera de los
límites de su “desierto”. Sus edificios han de ser arquitectónicamente
sencillos, con lo cual se adelantaron a los Cistercienses.

Durante la Reforma Protestante la Congregación de Grandmont experimentó


una gran merma material y espiritual. Se pudo recuperar relativamente en el
siglo XVII, pero el rey Luis XV decretó, en el siglo XVIII, su extinción; ante
esto, algunos de sus miembros se integraron a otras Órdenes monásticas y
otros se secularizaron.

Los cartujos

Hacia el año 1030 nacía San Bruno en Colonia, pero la mayor parte de su vida
no la pasó en Alemania, sino en Francia. Con sólo 26 años fue nombrado
maestro de la escuela de Reims, sobresaliendo en la exposición de la Sagrada
Escritura. Actualmente se conservan sus comentarios a los Salmos y a las
Cartas de Pablo. Entre sus alumnos en Reims estuvo el que más tarde llegó a
ser el Papa Urbano II (1088-1099).

Más o menos por el 1080, junto con otros dos compañeros (Pedro y
Lamberto), decide abandonar la cátedra de Reims para instalarse en la Séche-
163
Fontaine, un bosque del monasterio de Molesme, dirigido por el abad Roberto,
quien más tarde sería el fundador del Císter. La amistad entre ambos
permanecerá, aunque Bruno nunca quiso ser benedictino, él aspiraba a una
mayor austeridad y a un mayor alejamiento del mundo.

La Gran Cartuja: Bruno seguía cosechando la idea de un eremitismo personal


que satisficiera las exigencias personales de oración y recogimiento.
Necesitaba un lugar adecuado para empezar; para esto encontró una gran
ayuda en el obispo Hugo I, amante de la vida monástica. Por indicación del
obispo, Bruno y sus compañeros se establecieron en el macizo de La
Chartreuse: eran unos montes que pertenecían a dos grandes abadías (Saint-
Chey y La Chaise-Dieu). El abad de esta última abadía concedió a San Bruno
los terrenos necesarios.

La fundación de la Cartuja se presenta como una estrecha relación entre la


jerarquía eclesiástica, un abad, un eremita y el pueblo. Como indicativo de que
el obispo seguí siendo el dueño de esas tierras se exigió a los cartujos la
simbólica retribución de unos kilos de mantequilla y de queso blanco. Esto no
figura en el acta fundacional.

El obispo Hugo de Grenoble les construyó un eremitorio de madera, y el 2 de


setiembre de 1084 (a los dos meses de la llegada de San Bruno) les consagró
la Iglesia. El lugar respondía a lo ideado por San Bruno. El paisaje es
hermoso. Las montañas parecen arañar el cielo. Su difícil acceso convierte a la
Cartuja en un verdadero desierto, que rememora las aventuras de los grandes
Padres del monacato egipcio, sirio y palestino.

Inicialmente, los cartujos vivían de a dos en sus celdas y con un abstinencia


perpetua de carne, ayunos frecuentes y frío extremoso. Los domingos podía

164
comer pescado y queso. Se reunían únicamente para el rezo del Oficio y la
Misa que, al principio sólo se celebraba domingos y días festivos. Su jornada
estaba determinada por la oración y el trabajo manual e intelectual. San Bruno
nunca quiso que sus monjes fueran ignorantes.

Su labor intelectual se centraba, especialmente, en el estudio bíblico y


patrístico y en la copia de libros. Esto explica por qué, a pesar de su pobreza
extrema, siempre poseyeron una magnífica biblioteca. Pero hubo inicialmente
una crisis que casi manda todo al suelo: la provocó la partida repentina del
fundador hacia la Santa Sede. ¿Por qué?

Cuando fue elegido papa en 1088 Odón de Chatillon, que escogió llamarse
Urbano II, se acordó de inmediato de su maestro en Reims, y pensó que le
podía ser de gran ayuda en favor de la Reforma de la Iglesia. El Pontífice lo
mandó a llamar para que fuese a Roma, y Bruno obedeció, dejó al frente de
los cartujos a uno de los hermanos (Landuino), y se puso en marcha
acompañado por unos compañeros.

Ante la ausencia del líder, los monjes se dispersaron y la Cartuja volvió a las
manos del abad de Chaise-Dieu. Ante esto, San Bruno pidió ayuda al Papa, el
cual se comunicó con el abad de Chaise para que se interesara en el asunto y
reorganizara la comunidad de la Cartuja. El abad logró reagrupar a los monjes
bajo la dirección de Landuino y reconfirmó la donación de esas tierras al
monje cartujo en 1090. Desde entonces la comunidad prosiguió su vida con
toda normalidad.

Con la ayuda de Urbano II, San Bruno fundó otro monasterio: el de Santa
María de la Torre, y poco después fundó el de San Esteban del Bosque (ambos
en Italia). San Bruno no regresó nunca más a Francia y pasó sus últimos años

165
en el monasterio de la Torre, y allí murió el 6 de octubre de 1101.
Primeramente fue enterrado en el monasterio de San Esteban, pero luego
fueron reconducidos sus restos a la Iglesia de Santa María de la Torre.

Bruno nunca escribió una Regla, y ni siquiera un libro de espiritualidad que


pudiera servir de base para el gobierno y organización de la Cartuja. Sus hijos
tuvieron que vivir los primeros años sin Regla; se valían de las costumbres
que la experiencia de cada día enseñaba. Fue San Guido, uno de los priores de
la Gran Cartuja, quien –debido a las nuevas fundaciones de otras cartujas, y al
creciente número de personas que pedía ingreso en ella– se vio en la necesidad
de poner por escrito en 1127 las Consuetudines (las Costumbres), y esto a
petición de las demás abadías.

Actualmente, su legislación ha recibido una nueva modificación para


acomodarla a las disposiciones de renovación puestas en marcha por el
Vaticano II y por el Nuevo Código de Derecho Canónico de 1983. Aún hoy el
eremitismo de la Cartuja es una perfecta síntesis de anacoretismo y
cenobitismo. Sus casas tienen todas más o menos la misma estructura. Ellos
viven en celdas construidas en torno a un claustro, son verdaderas casitas
autónomas: cada celda consta de un aposento para dormitorio, otro para
trabajo, un corredor y un jardincito para el esparcimiento.

En su celda pasa la casi totalidad de su jornada; se reúne con los otros sólo
para maitines, laudes y vísperas, y la misa. Los alimentos se consumen en la
propia celda, excepto los domingos. El silencio es absolutamente riguroso, a
excepción de algunos momentos especiales.

Su extremosa austeridad ha sido la principal causa de que la Cartuja no haya


logrado nunca una expansión numérica significativa. La admisión al

166
monasterio se ha regido siempre por unas pautas muy exigentes a nivel
espiritual, físico y psicológico. Estos filtros de selección vocacional han
hecho de la Cartuja una verdadera clase de élite entre las Órdenes religiosas.

Su mayor expansión la alcanzó en el siglo XVI con 196 comunidades. Han


existido en toda la historia de la Cartuja 271 comunidades, de las cuales 22
han sido femeninas. El origen de las cartujas para monjas se remonta al 1145
cuando el beato Juan de España, prior de la Cartuja de Montrieux, adaptó las
Consetuidines para el monasterio de monjas de Prébayon. En la actualidad las
cartujas forman una sola Orden con los varones, pero ellas tienen su propio
Capítulo General; y también se han dado un estatuto específicamente
femenino, es decir, eliminando todos los puntos que eran más propios de la
rama masculina de la Orden; pero siguen dependiendo del Superior General
Cartujo. Las funciones sacerdotales en los monasterios de monjas son
desempeñadas por dos hermanos sacerdotes cartujos que residen, juntamente
con otros dos hermanos conversos, en cada Cartuja femenina. En toda la
historia han existido solamente 25 comunidades femeninas y no todas
simultáneamente.

Espiritualidad: en distintas ocasiones y por distintos autores se ha afirmado


que los cartujos son benedictinos especiales; esto en el sentido de que ellos
solo habrían añadido las Consuetudines a la Regla benedictina. Ahora bien,
aunque es dato cierto que los cartujo tienen en muy alta estima y veneración a
San Benito, debemos aclarar que su espiritualidad no coincide con la
benedictina. Sin duda, hay más rigor en la Cartuja que en las abadías
benedictinas. La estabilidad cartuja difiere con la de la Regla de Benito, y lo
mismo ha de decirse de la soledad y del silencio cartujos: la celda es la

167
soledad en la que Dios habla al Cartujo y en donde se encuentra el reposo
contemplativo.

Ellos se caracterizan también por el despojamiento de sí mismos; se les puede


llamar perfectamente pauperes Christi. El despojo se aplica a todo y a todos:
el alimento, el vestido, la habitación y la liturgia deben evidenciar la sobriedad
y evitar la suntuosidad. Esta pobreza sincera conduce al cartujo al silencio
contemplativo. La espiritualidad cartuja busca siempre el equilibrio en
aquellos elementos preparatorios que conducen gradualmente a la
contemplación.

En toda su espiritualidad los cartujos, antes incluso que los Cistercienses, han
puesto de relieve la importancia de la figura de María, aunque de manera muy
sobria. Ya en las primeras profesiones religiosas de los monjes aparecía en
nombre de la Madre de Dios.

Todo este talante y riqueza espiritual se ha plasmado en innumerables obras


escritas (todas firmadas “por un cartujo”). Desde los orígenes de la Cartuja ha
existido una vasta producción literaria sobre los más diversos temas de
espiritualidad. Esto ha dado lugar no sólo a una Escuela Cartujana, sino
también a una Biblioteca Cartujana, que cuenta con más de 800 títulos, dentro
de los cuales se descubre siempre una nota característica de humanismo y
contemplación de las cosas creadas.

Los Cistercienses

Una de las consecuencias de la Reforma Gregoriana fue que originó una


contundente y bien fundada crítica contra muchos entramados de la Iglesia; a
veces se ha querido creer que las críticas tocaban sólo al clero simoníaco y

168
concubinario; pero no fue así: se cuestionó también la estructura tradicional
del monacato y, de manera especialísima, a los cluniacenses.

A los monjes de Cluny se les acusaba de todo: de llevar una vida de grandes
señores, de excesiva influencia en asuntos políticos y públicos (se llegó
incluso a equiparar al abad de Cluny con el Rey), y –por supuesto– se les
acusa también de acumular excesivamente riquezas. Todas estas y otras
críticas hacia los cluniacenses venían no sólo del laicado o del clero secular,
sino también de otras formas monásticas surgidas a lo largo del siglo XI. Uno
de estos críticos fue San Pedro Damián.

Para Cluny la situación se agravó cuando las críticas empezaron a fluir a lo


interno de la Orden misma; como fue el caso de las condenas lanzadas por
Roberto de Molesme, que acabará abandonando el monasterio para dar origen
a una forma monástica diferente. El Císter, en efecto, surge como una reforma
expresamente querida y buscada para contrarrestar a Cluny. San Roberto de
Molesme, hastiado de todo de muchos aspectos del monacato cluniacense,
busca la forma de retornar a la esencia originaria de la Regla de San Benito.

San Roberto nació en torno al año 1028. De joven ingresó a un monasterio


benedictino, y después se pasó a la abadía cluniacense de Saint-Michel de
Tonnerre; allí fue elegido abad. Tiempo después, en busca de mayor quietud,
se retiró con un grupo de eremitas a los bosques de Collan; allí vivió un
tiempo como eremita hasta que decidió fundar un monasterio en Molesme, al
que le dio unas normas directamente inspiradas en las costumbres de Cluny.
Debido al gran número de monjes y a su organización interna, Molesmes se
empezó a parecer cada vez más a las prósperas abadías de Cluny, de las cuales
Roberto –precisamente– había tratado de escapar.

169
Con todo, una vez que la comunidad logró una sabia combinación entre la
soledad y la comunitariedad benedictina, Molesme se convirtió en un punto de
referencia para el monacato reformado de finales del siglo XI, hasta el punto
de que reformas como la de San Bruno se acogieron en sus comienzos a este
monasterio.

No obstante, las dificultades a lo interno de los muros abaciales continuaron;


nunca cesaron los choques entre los que buscaban un estilo de vida más
estricto (estos tenía como líder a San Roberto) y los que pretendían una vida al
estilo cluniacense. A principio de 1098 Roberto y otros monjes abandonaron
Molesme, y el día de San Benito de ese mismo año fundaron un nuevo
monasterio en unos terrenos despoblados que le fueron entregados por un
vizconde en Citeaux.

La fundación del Císter no fue como tantas otras: no se trataba de una


comunidad tradicional que se reformaba convirtiéndose en la célula inicial de
una orden monástica; no era tampoco un líder religioso con un grupo de
adeptos; se trataba de un grupo de monjes que se escindía de un monasterio
para dar inicio a una nueva aventura. De hecho, los monjes que quedaron en
Molesme llevaron el asunto a la Santa Sede porque lo consideraron una
apostasía contra la estabilidad benedictina.

El Papa envió a un legado (el arzobispo Hugo de Die) para invitar a los
monjes a regresar al monasterio madre; de todos, sólo San Roberto decidió
volver a Molesme, en donde siguió fungiendo como abad hasta su muerte en
1111. Este abandono de Roberto lo resentirán siempre los monjes que
quedaron en el Císter y, por eso, en sus anales no presentaban a San Roberto
como fundador y primer abad del Císter.

170
Roberto fue canonizado en 1120, y dos años más tarde su culto fue aceptado
en el Císter, lo cual indica un cambio de opinión de los cistercienses que, con
el paso del tiempo, llegaron a aceptar sin obstáculos a San Roberto como el
verdadero fundador de la Orden Cisterciense.

La expansión del Císter: San Roberto fue sucedido por San Alberico en el
cargo de abad cisterciense, y a éste le correspondió la consolidación jurídica
de la nueva fundación. Alberico consiguió del papa Pascual II el Privilegio
romano, con el cual se concedía la aprobación pontifica. Para distinguirse de
los cluniacenses, San Alberico impuso a sus monjes un hábito blanco con
escapulario negro. En las Instituta monachorum cisterciensium de Molismo
venientium se hace más rígida la observancia de Regla benedictina: se rechaza
el sistema feudal de los monasterios, se impone el trabajo manual, se
admitieron los hermanos conversos, y los edificios debían ser austeros:
carentes de todo lujo y comodidad.

A la muerte de San Alberico le sucedió San Esteban, a quien le correspondió


lidiar con una situación monacal no tan halagüeña. Pero todo iba a cambiar
con el ingreso en el Císter de un joven de familia noble llamado Bernardo de
Fontaine, a quien la posteridad conocerá como San Bernardo de Claraval. Se
discute la fecha de ingreso de Bernardo al Císter; algunos dicen que ingresó en
el 1112. Lo cierto de todo es que con la llegada de Bernardo y los jóvenes que
le siguieron se desató una oleada de entusiasmo expansionista, debido a la
abundancia de vocaciones que va despertando el prestigio de San Bernardo.
Para la muerte de San Bernardo (1153) existían ya 343 abadías; y así fueron
en aumento hasta que en 1500 contaban con 738, pero ya se habían suprimido
70 (de hecho el Císter nunca llegó a tener más de 700 abadías simultáneas).

171
El número de monjes en cada abadías era muy variable: iba desde 12, que era
el número mínimo permitido por las legislaciones, hasta más de 100 en los
monasterios grandes. Uno de los golpes más duros para el Císter lo representó
la Reforma Protestante que acabó con 220 monasterios.

Organización monástica cisterciense: cabe destacar que todos los


monasterios debían estar dedicados a Nuestra Señora. La gran preocupación
de estos monjes fue mantener la uniformidad en todo, y para ello se establecen
dos medios fundamentales: a) el Capítulo General anual bajo la presidencia
del abad, pero que participa como un primus inter pares. En el Capítulo
General toman parte todos los abades con poderes legislativos y judiciales
supremos; aunque ciertas causas debían ser juzgadas sólo por los Definidores
elegidos por el abad del Císter: b) la visita canónica disciplinar que cada año
debía hacer el abad del Císter a todas las abadías.

Los abades son vitalicios y elegidos por los monjes de cada monasterio; a su
vez, los abades eligen a los priores. El monasterio del Císter es visitado
conjuntamente por los llamados protoabades, es decir, los abades de los
cuatro monasterios fundados después del Císter (y que junto con éste forman
las cinco abadías-madre de los cistercienses): La Ferté, Pontigny, Claval y
Morimond.

Como los cistercienses no tenían siervos al estilo de los monjes de Cluny,


entonces aceptaron hermanos conversos (que existían desde antes en los
Vallumbrosianos, los Cartujos y los Premostratenses). Pero los cistercienses
hicieron de estos hermanos conversos verdaderos religiosos, ya que les dieron
una participación muy activa dentro de la comunidad: después de hacer el año
de noviciado eran admitidos a la profesión religiosa.

172
La Orden cisterciense se caracterizó por una interpretación más literal de la
Regla de San Benito, y esto hizo que los monjes blancos empezaran a chocar
con los monjes negros (Cluny). Incluso San Bernardo, como abad del Císter,
tuvo fuertes polémicas con el último gran abad de Cluny: San Pedro el
Venerable. Al fin de cuentas, la disputa la ganaron los blancos (Císter), y esto
quedó patentado cuando Pedro el Venerable, en un significativo acto de
humildad, introdujo en Cluny algunos usos y costumbres de los cistercienses.
La culminación de esta victoria se materializó cuando unos de los hijos del
Císter fue elevado a la cátedra de San Pedro con el nombre de Eugenio III
(1145-1153).

San Bernardo, lumbrera espiritual del Císter: no sólo fue un personaje


decisivo para su Orden, sino también para su tiempo, sobre todo en cuestiones
pontificias; p. e., fue el gran impulsador de la segunda Cruzada (1144), aunque
acabó siendo un total fracaso. Fue consejero de reyes y emperadores, de
obispos y de papas, en especial de Eugenio III, su discípulo.

San Bernardo ofrece una espectacular síntesis de vida espiritual a través de un


itinerario que parte del conocimiento de sí mismo a la posesión de Dios; de la
humildad al éxtasis; del pecado a la gloria; del conocimiento de la propia
miseria a la misericordia de Dios en el Verbo. Bernardo entendió la vida
mística como vida de amor entre la esposa y el esposo, siguiendo a Orígenes y
a San Gregorio de Nisa. Al igual que todos los cistercienses, San Bernardo
destacó por su amor a la Virgen; aunque su espiritualidad es completamente
bíblica. Aparte del gran Bernardo, la Escuela espiritual del Císter ha dado
grandes maestros a la Iglesia: Guillermo de Saint Tierry (1148), beato
Guerrico (1157), Isaac de Estella (1169), etc.

173
Las monjas cistercienses: en un principio los monjes no procuraron fundar la
rama femenina de su Orden, aunque los abades de los primeros monasterios,
empezando por San Esteban Harding, contribuyeron a la fundación de algunos
monasterios femeninos, con el de Tart (1120), que más tarde pasará a
depender directamente de la Orden. Pero el primer abad general del Císter que
se preocupó expresamente por la promoción del Císter femenino fue Guido de
Paray (1194-1200). Ya para 1500 el número de monasterio de monjas
cistercienses se elevaba a 650, y en algunas partes (Bélgica, Alemania, Suiza)
su número era superior al de las abadías masculinas.

El Císter y la cultura: contrario a lo que muchas veces se ha dicho, en los


monasterios cistercienses se cultivaban los estudios; prueba de ello es la
abundancia de escritores. Aunque no puede hablarse de una escuela filosófica
ni teológica cisterciense, no por ello debe obviarse la labor de grades doctores
que vistieron ese hábito. Otra aportación del Císter a la cultura es su
arquitectura; el llamado estilo cisterciense: un arte que procede tanto de sus
hábiles manos como de su mente. Ha sido definido como una arte de
transición entre las supervivencias románicas y las audacias ojivales. Es un
estilo sobrio, austero; pero majestuoso; más bello en su línea que en sus ricos
decorados. El resultado han sido iglesias y claustros bellísimos, aunque con
una gran debilidad: su excesiva uniformidad.

Pero ya estaban surgiendo nuevos retos a la vida religiosa: los movimientos


comunales, cada vez más afianzados; el comercio creciente; la circulación de
grandes sumas de dinero; las herejías antieclesiales y antisociales; etc. La
respuesta a todos estos problemas no podía venir del monacato tradicional. Se
necesita una nueva forma de vida religiosa. Serán las Órdenes Mendicantes
quienes responderán, aunque también el monacato intentará actualizarse,

174
renovarse para seguir ofreciendo a esos hombres nuevos los medios para
colmar su sed de Dios.

Órdenes hospitalarias medievales

La necesaria atención a los enfermos, que hoy nosotros consideramos tan


elemental, no fue siempre fue entendida como un deber de justicia social. Las
sociedad pre-cristianas no tuvieron nunca una preocupación pública por los
enfermos; por eso, aparte de la atención brindada a los soldados heridos o
enfermos, nunca se organizó un establecimiento hospitalario. En el Imperio
Romano la atención a los enfermos era considerada como una actividad
despreciable, propia sólo de esclavos.

Por lo mismo el cristianismo representó una verdadera revolución. De hecho,


Jesús dio como señal de que habían llegado los tiempos mesiánicos el que los
enfermos quedaran sanos. De ahí que para todo discípulo de Jesús la asistencia
a los enfermos se convierta en una obligación sagrada (Mt 25). Con la
aparición de los monacatos urbanos surgieron las primeras Casas de Caridad
para el cuidado de los pobres y enfermos.

En torno al 360 San Basilio fundó junto a su monasterio de Cesarea de


Capadocia un hospital bajo la advocación de San Lázaro; era atendido por los
propios monjes. Y así se multiplican los ejemplos semejantes. Lo cierto es que
durante la Edad Media, la fundación de un monasterio implicaba siempre la
construcción de un edificio anejo destinada a hospedería en la que se atendía a
los peregrinos, a los pobres y a los enfermos que llamaban a la puerta.

Fraternidades hospitalarias: desde el año 1000 se inicia en Europa una


verdadera evolución en el campo hospitalario motivada por varias causas:
epidemias extendidas por todo Occidente debido al contacto con Oriente, esto
175
provocó la creación de hospitales. Lo mismo ha de decirse del crecimiento
demográfico, la aglomeración en las ciudades, la incipiente organización de la
industria y el comercio, que incrementaron la preocupación por los pobres
vergonzantes, los enfermos y los inválidos.

Las Cruzadas también avivó el cuidado por los peregrinos que viajaban a
millares hacia Tierra Santa, para los cuales se crearon varias Hermandades
hospitalarias, algunas de las cuales llegarán a ser Órdenes Militares.

Aunque todo esto es importante, existe una razón que es más determinante
para explicar la aparición de estas Órdenes hospitalarias: la espiritualidad
creada por la Reforma Gregoriana, que promovió en redescubrimiento de
Cristo pobre. El amor a la humanidad doliente de Cristo se concretó después
en el amor a los pobres y débiles. Esto se materializó en innumerables
fraternidades hospitalarias. Incluso los Premostratenses estaban obligados por
sus estatutos a erigir un hospital al lado de sus monasterios.

Pero el incremento de hospitales necesitaba también de personal


especializado. En la Edad Media los hospitales eran un lugar sagrado, y todo
el personal que laboraba en ellos, aunque no fuesen monjes o canónigos
regulares, vivía en comunidad y hacía votos de pobreza, castidad y obediencia,
más un cuarto voto de asistir a los enfermos. Y usaban hábito.

En esta misma línea están las comunidades de Beguinas, que fueron las
primeras Comunidades de vida común sin votos. Muchas de estas
comunidades evolucionaron hacia la institución de las Terceras Órdenes. Estas
fraternidades de Beguinas adoptaron casi siempre la Regla de San Agustín, y
algunas de estas comunidades se convirtieron en Órdenes que comúnmente se
denominaban Oblatas hospitalarias o Agustinas Hospitalarias.

176
Este movimiento hospitalario ya generalizado en Occidente dio origen al
surgimiento de nuevas Órdenes religiosas con finalidad específicamente
hospitalaria. Todas las Órdenes Militares también tuvieron su origen en la
fundación de un hospital para asistir a los peregrinos de Tierra Santa, y este
componente hospitalario se mantendrá en ellas aunque después se conviertan
netamente en Órdenes Militares, algunas de las cuales establecerán la rama
femenina para que se encargue de los hospitales. De entre las Órdenes
específicamente hospitalarias sobresalen dos: Hospitalarios del Espíritu Santo
(fundada por Guido de Montpellier entorno al 1175. Aún subsisten en España)
y Hospitalarios de San Antonio (conocida también como Canónigos
Regulares de San Agustín de San Antonio de Vienne. Su fundación se remonta
al 1095 cerca de una ciudad de Vienne en la que existía un monasterio que
contenía reliquias de San Antonio Abad, de ahí el nombre. En 1787 Pio VI
decretó su supresión y ordenó que todos sus miembros [211 sacerdotes y 11
conversos] se incorporaran a la Orden de Malta, a la cual pasaron también los
bienes de la Orden extinguida).

Órdenes Militares

Algunos historiadores han esbozado la hipótesis del “ribat”, es el modelo


exacto de las Órdenes Militares. El ribat es la institución islámica de la cual
deriva el topónimo (=nombre propio de un lugar) rábida que significa
convento. Los ribat eran una especia de castillos-conventos situados en las
fronteras de los reinos cristianos y defendidos por unos caballeros de la fe o
monjes islámicos que hacían voto de consagrarse a al guerra hasta la muerte
contra los cristianos. Los ribat son una consecuencia inmediata de la “guerra
santa” predicada por el Corán.

177
Con todo, no es del todo plausible que el surgimiento de las Órdenes Militares
haya sido influenciado por instituciones y prácticas islámicas. Incluso ya antes
de la aparición de Mahoma, San Agustín (430) tiene argumentos de sobra para
la declaración de la “guerra santa” y la aparición de unos cristianos entregados
profesionalmente a la lucha militar para la defensa de la fe. Sin embargo, no
podemos negar totalmente que las Órdenes Militares hayan sufrido algunas
influencias de la mencionada institución ribat, aunque de seguro no
determinantes.

Basados en la máxima evangélica de la no violencia, a pesar de expresiones


como «No he venido a traer la paz, sino la guerra» (Mt 10,34-36), los
cristianos de los tres primeros siglos de la Iglesia prefirieron morir por la
causa de Jesús a matar por ella, y esto en evidente contraste con las famosas
guerras de exterminio del Antiguo Testamento.

Para la mayoría de los cristianos siempre existió una insuperable


incompatibilidad entre el militarismo belicoso-expansionista del Imperio
Romano o el enrolamiento en los ejércitos militares y la profesión de la fe en
Cristo, pues él había dicho: «Vuelve tu espada a la vaina, porque todos los
que empuñan la espada, a espada morirán» (Mt 26,55).

Pero ya Tertuliano es el primero en constatar con gozo la presencia de


cristianos en los ejércitos imperiales «lo hemos llenado todo…, incluso los
campamentos militares», dice. No obstante, una vez pasado al Montanismo se
convertirá en el adversario más furibundo del servicio militar por considerarlo
incompatible con la fe cristiana.

Lo cierto del caso es que, junto al antimilitarismo cristiano, existió desde


temprano un enrolamiento de algunos cristianos en los ejércitos imperiales. La

178
Iglesia oficial no tomó, por mucho tiempo, una posición definida al respecto.
Es con la conversión de Constantino que se opera un cambio de mentalidad,
porque al grabar él, en los escudos de su ejército, el anagrama 81 cristiano,
trocó un ejército pagano en ejército cristiano. De modo que las guerras del
Emperador quedaban así elevadas a la categoría de “guerras santas”.

Esta actitud benevolente hacia el servicio militar encontró un eco en la


liturgia, que creó bendiciones para el tiempo de guerra, para los soldados, para
las armas y para las banderas; y en el culto tributado a aquellos santos que
habían sido soldados como San Sebastián y San Gerardo. Este culto se inició
en la Iglesia Oriental, pero encontró un gran arraigo en la Iglesia Occidental,
la cual experimentó la necesidad de “bautizar”, en cierto modo, la guerra a
causa el espíritu eminentemente belicoso de los pueblos germánicos que
habían invadido en Imperio Romano de Occidente; y, sobre todo, porque fue
preciso dar unos motivos religiosos a las luchas defensivas contra las
invasiones de pueblos paganos, como los normandos, húngaros, eslavos y
musulmanes.

Fue a partir de esas “guerras religiosas” contra los invasores paganos como el
concepto “militas Christi”, es decir, el combate espiritual dejó de significar la
ascesis cristiana para significar Iglesia Militante.

Efectivamente, el concepto de militas Christi era de uso muy antiguo en la


Iglesia. Ya en el AT la vida del hombre sobre la tierra es equiparada al
servicio militar (Job 7, 1; 14,14); pero será, sobre todo, San Pablo quien
identifique la vida cristiana como la milicia: “nadie que se dedica a la milicia

81
Del griego ἀνάγραμμα. Símbolo o emblema, especialmente el constituido por letras. También indica la
transposición de las letras de una palabra o sentencia, de la que resulta otra palabra o sentencia distinta.
Palabra o sentencia que resulta de esta transposición de letras; p. ej., de amor, Roma, o viceversa.

179
se enreda en los negocios de la vida, si quiere complacer al que le ha
alistado” (2Tim 2,4; cf.: 2Cor 10, 3-4). También otros autores de NT aluden a
la vida cristiana como lucha y combate (1Pe 2,11; Sant 4,1). Esta terminología
militar era de uso frecuente entre los autores cristianos primitivos cuando se
referían a la vida ascética.

Entre todos los cristianos, quien merece de verdad el nombre de asceta y, por
tanto, de soldado de Cristo, es el mártir, auténtico vencedor en el combate de
la fe. Ahora bien, si los monjes son sucesores de los mártires, es lógico que el
aperitivo de miles Christi, se haya transferido del ámbito martirial al ámbito
monástico. San Agustín consideraba el monacato como una “milicia espiritual
cristiana” y clasificaba a los monjes como “soldados de Cristo”.

Todo este sentido religioso de la guerra se incrementó con las Cruzadas:


guerras santas, predicadas y puestas bajo la dirección del papa con el fin de
rescatar del dominio de los musulmanes los Santos Lugares de Palestina, por
cuya liberación se escuchan clamores en todo el Occidente Cristiano. Fue el
papa Urbano II quien lanzó la idea de la Cruzada, aunque ya Gregorio VII
había querido intervenir, a petición del Emperador Miguel VII de
Constantinopla. El Papado hizo suyo este movimiento político-religioso-
militar de las Cruzadas, que por dos siglos entusiasmará a toda Europa. Es en
este contexto en el que nacen las Órdenes Militares.

Lo original de las Órdenes Militares y su organización interna: las Cruzadas,


con sus promesas de indulgencia plenaria, se convertirán en una especie de
seguro colectivo de salvación y una forma privilegiada de imitar a Cristo.
Morir en la Cruzada importaba más que regresar a casa…porque el cruzado
moría para conquistar la Jerusalén celestial.

180
Ahora bien, después de la conquista de Jerusalén por la primera Cruzada
(1099) había que asegurar a los peregrinos frente al peligro musulmán. Se
hacía necesaria la presencia de unos Caballeros consagrados permanentemente
a esa tarea. Protección militar y asistencia sanitaria de los peregrinos pobres y
enfermos apuntan a la finalidad de las Órdenes Militares. Estos caballeros
religiosos no son monjes, aunque sus Reglas tendrán vasta influencia de
Benito y Agustín. San Bernardo dice de los Templarios que son monjes y
soldados, porque no les falta ni la mansedumbre del monje ni la fortaleza del
soldado.

El esplendor de las Órdenes Militares coincidió con el siglo XII, aunque sus
hazañas también se dejaron sentir en el siglo XIII, si bien en este mismo siglo
iniciará su decadencia, ante todo por el movimiento pacifista suscitado por
San Francisco de Asís que, presentándose sin armas para dialogar con el
Sultán de Egipto, señala una alternativa diferente al espíritu belicoso de la
Cristiandad medieval82.

Al igual que todas las demás, las Órdenes Militares estaban sometidas a una
Regla, que puede ser propia (Temple y Sanjuanistas) o una ya preexistente,
por lo general la de San Agustín o la del Císter, claro que añadiendo unos
estatutos específicos. Aparte de los tres votos comunes, ellos hacían un cuarto
de servicio perpetuo a la guerra santa. Este voto obligaba a los caballeros a no
rehuir jamás el combate, aunque los enemigos fuesen muy superiores en
número83. La pobreza era sobre todo individual, porque las Órdenes Militares

82
También es cierto que el poderío de las Órdenes Mendicantes empezó a decaer debido a las rivalidades
internas y a los frecuentes recelos de los reyes de Francia, España y Portugal contra ese poder militar y
económico.
83
La Regla de los Templarios dice hasta tres contra uno.

181
fueron por lo general muy poderosas económicamente. Los Templarios, p. e.,
llegaron a ser los más grandes banqueros de toda Europa.

Órdenes Militares son Órdenes centralizadas. Al frente de ellas estaba un gran


Maestre vitalicio; pero las decisiones más grave las tomaba el Capítulo
General. Como corresponde a los militares, a lo interno de ellas se regían por
una disciplina muy estricta. Estos caballeros religiosos tenían los mismos
grados y cargos correspondientes a los ejércitos de la época. Los que de entre
ellos eran sacerdotes se ocupaban únicamente de la asistencia espiritual, y los
hermanos legos de la asistencia doméstica. Los únicos que se dedicaban las
armas eran los hermanos soldados y los sirvientes de armas o escuderos.

En algunos lugares como España algunas Órdenes Militares fundaron la rama


femenina, que también vestían el hábito y cruz propios de los cruzados. Como
las Órdenes Militares aceptaban también hombres casados (que hacía todos los
votos, pero el de castidad entendido como fidelidad conyugal), en los
conventos femeninos podían internarse las esposas de éstos mientras ellos
estaban de combate. Las que eran religiosas consagradas recibían el nombre
de comendadoras.

Órdenes Militares palestinenses:

San Juan de Jerusalén: se originó antes de la primera Cruzada cuando unos


caballeros fundaron en Jerusalén un hospital bajo la protección de San Juan
Bautista para asistir a peregrinos enfermos 84. El papa Pascual II los aprobó
(1113) como Orden Religiosa bajo la Regla Agustina. La Orden de los
sanjuanistas tuvo una notable expansión. En 1530 Carlos V les concedió a los
sanjuanistas la isla de Malta.
84
Es lógico suponer la debilidad o enfermedad de los peregrinos después de esos viajes larguísimos y en
condiciones totalmente contrapuestas a nuestra acostumbrada comodidad al viajar.

182
Los Templarios: nacen como una Orden estrictamente militar. Su nombre
deriva de su primera morada en unas dependencias que les cedió el su propio
palacio el rey de Jerusalén Balduino II, edificado en el emplazamiento del
Templo de Salomón. Inicialmente profesaban la Regla de San Agustín. Fueron
aprobados en el Concilio de Troyes (1128); el papa Eugenio III les concedió la
cruz roja octogonal sobre túnica y manto blanco.

San Bernardo les escribió una Regla. La organización definitiva de la Orden la


plasmó Inocencio II en una bula de 1139. Aunque fueron muchos los
privilegios concedidos por los posteriores papas, lo que más impulsó su
expansión y fama fue el hecho de que el reconocidísimo monje Bernardo de
Claraval escribiera para la Orden del Temple un precioso librito: En alabanza
de la nueva milicia. Este librito ejerció también mucha influencia en las demás
Órdenes Militares afiliadas al Císter (Teutónicos, Calatravos, Alcantarinos).

Por su inigualable valor en los campos de batalla se les llegó a identificar con
los célebres caballeros del Grial. Pero llega un momento en que los
Templarios, a fuerza de enriquecerse (terminaron siendo banqueros), pierden
el espíritu guerrero primitivo. Ya en el siglo XIII Inocencia III los acusaba de
cometer graves abusos, sobre todo de desobediencia a los legados pontificios.
Pero fue Felipe IV el Hermoso el que se propuso acabar con la Orden del
Temple; y lo consiguió.

Este rey francés temía a los más de dos mil templarios esparcidos por todo su
reino, porque representaban una fuerza muy peligrosa. En realidad, la
intención de fondo era apoderarse de su envidiable e inmensa riqueza. Lo
cierto es que Felipe el Hermoso orquestó la más perfecta campaña difamatoria
contra los Templarios, con las más terribles acusaciones. El rey francés logró

183
que el papa Clemente V (elegido en 1305) entablara un proceso judicial contra
la Orden.

En Francia los Templarios fueron sometidos a espantosas torturas para


obligarlos a confesar crímenes imaginarios. Después de un proceso civil
humillante 54 templarios fueron quemados vivos. Clemente V no tuvo nada
que ver en las torturas, pero tampoco en la defensa de los inocentes religiosos.
Fue el proceso más injusto que conocen los siglos, en el que no faltaron ni
testigos falsos ni templarios traidores.

No obstante, aunque Felipe IV no logró demostrar absolutamente nada contra


los Templarios ante el papa, Clemente V, si bien estaba convencido de la
inocencia de la Orden, también tenía claro que esta ya no podía aportar ningún
bien para los fieles debido a la mala fama que los aplastaba; por todo esto
decretó su supresión con la bula Vox in excelso (22 de marzo de 1312). Los
bienes de la Orden fueron asignados por el papa a la Orden de los
Hospitalarios de San Juan. La mayor parte de los templarios residentes en
Francia acabaron sus días condenados a cadena perpetua; y los principales
responsables de la Orden (los maestres Jacobo de Molay y Godofredo de
Chaney) fueron pasto de las llamas.

En todas las demás naciones en donde residían los Templarios su inocencia


quedó absolutamente demostrada. La situación personal de 4000 caballeros
templarios fue muy diversa después de la supresión de su Orden: los 2000 que
había en Francia tuvieron que soportar los injustos procesos legales
manipulados por Felipe IV el Hermoso; en otros lugares o se desperdigaron o
entraron a otras Órdenes Militares.

184
Aún hoy, muchos siglos después de su supresión, la Orden de los Templarios
sigue siendo objeto de leyendas y fábulas acerca de los supuestos tesoros
escondidos por la Orden, y las artes ocultas que habrían aprendido los
templarios en Oriente y que transmitían a sus iniciados. Este fue el
desgraciado fin de una Orden que nunca fue merecedora de semejante
tragedia.

Caballeros Teutónicos: tienen su origen en el hospital militar fundado por


unos caballeros de Bremen y Lübeck en el asedio de la ciudad de San Juan de
Acre (1190) durante la Tercera Cruzada, para atender a los soldados y
peregrinos enfermos de lengua alemana. El papa Clemente III le concedió la
aprobación eclesiástica en 1191, y les dio una Regla inspirada en la de los
sanjuanistas.

Federico de Suabia la transformó en Orden Militar, asemejándose a los


Templarios y olvidando un poco su origen hospitalario. Su hábito, como el del
Temple, constaba de túnica y capa blancas, pero con una cruz negra. El 1237
se fusionaron con la Orden Teutónica los Caballeros Portaespadas. La
Reforma Protestante tuvo consecuencias desastrosas para los Caballeros
Teutónico. El 1525 el gran maestre Alberto de Brandeburgo se pasó al
protestantismo y secularizó los territorios de la Orden, convirtiéndolos en un
ducado laico y protestante.

Caballeros del Santo Sepulcro: surgió en Jerusalén a raíz de la conquista de


la Ciudad Santa en la primera Cruzada. Fue aprobada como Orden por el papa
Calixto II (1122). Usaban como hábito una túnica negra con un cinturón de
cuero y la cruz patriarcal de color rojo, sobre el pecho; y otra cruz roja sobre
el manto. Como Orden canonical se propagó por toda Europa, agregándose
una rama femenina que aún perdura. Se asimiló a las Órdenes Militares por los
185
cuidados que prestaban a los peregrinos y porque, por disposición de
Inocencio VIII fue agregada a los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén
(1498).

Órdenes Militares españolas: el detonante de éstas fue sin duda la explosión


de las Órdenes Militares fundadas en Palestina con ocasión de las cruzadas.
España es el país en donde más Órdenes de este tipo se han fundado; y esto
porque España tenía las Cruzadas dentro de sus propias fronteras (recuérdese
las luchas permanentes de todos los reinos cristianos con el Islam). De modo
que la Reconquista y la necesidad de asistir a los peregrinos que afluían a
Santiago de Compostela impulsó la necesidad de repetir, en tierras españolas,
aquel mismo modelo implementado por las Órdenes Militares en Tierra Santa.
Dentro de las más notorias Órdenes Militares españolas tenemos: Orden de
Catalabra, Orden de Santiago, Orden de Alcántara, Orden de Montesca, Orden
del Monte Gaudio, Orden de Santa María de España, Orden de San Jorge de
Alfama, etc.

Órdenes para la redención de cautivos

Orden de la Santísima Trinidad: es muy difícil el encuadre de esta Orden


religiosa. Así hay quienes la colocan dentro de los Canónigos y otros la
identifican como Militar. En realidad, unos y otros tienen razón, porque los
Trinitarios son todo eso, pero a la vez algo diferente. Su fundador, San Juan de
Mata, nació en 1154 (en los Bajos Alpes). Una vez ordenado sacerdote tuvo
cierto día un éxtasis en el que vio al Jesucristo que liberaba a dos esclavos
(uno negro y otro blanco); en la misma visión Jesús le pedía a Juan la
fundación de una Orden que se ocupase de la redención de los cautivos.

186
Recolectó dinero y viajó hacia Oriente para realizar la primera liberación de
cautivos. De regreso se estableció en Aisne bajo la dirección del ermitaño San
Félix de Valois; estando allí se le unieron otros compañeros para la fundación
de la Orden. En marzo de 1198 San Juan y San Félix se dirigieron hacia Roma
para convencer a los canonistas romanos sobre la necesidad de la nueva Orden
Trinitaria, que presentaba evidentes innovaciones que contrastaban con la vida
estable y contemplativa del monje, pero también con el apostolado restringido
de los Canónigos Regulares.

Pero ambos santos toparon con la suerte de que la Orden de la Santísima


Trinidad encajaba perfectamente en los planes del nuevo papa (Inocencio III:
1197 - 1216). De modo que, con la bula Cum a nobis (16 de mayo de 1198),
Inocencio aceptaba la propuesta de la nueva Orden. Con la aprobación
pontifica quedaba inaugurado un nuevo Ordo religiosus, que se diferenciaba
de todos los anteriores: monásticos, canonicales, hospitalarios y militares.

El elemento más característico de la Regla Trinitaria 85 consiste en que es la


primera en explicitar los tres votos, que desde ahora entrarán en todas las
demás Reglas, empezando por de la Francisco de Asís, hasta que el Derecho
Canónico llegará a considerar esa trilogía de votos como elemento constitutivo
en la fórmula de profesión de todas las Órdenes e Institutos religiosos.

Otros rasgos característicos de esta Regla es la distribución en tres partes


iguales de todos los ingresos: redención de cautivos, hospitales y culto-
sostenimiento de la comunidad. En cada comunidad no podían vivir más de
siete; no podían montar a caballo86, que es el medio de transporte de la gente

85
Que fue aprobada por Inocencio III el 17 de diciembre de 1198, después de que los asesores curiales del
papa la retocaran en lo necesario.
86
Se nota que este aspecto no era original de la Regla Franciscana.

187
noble, de los mayores. La Orden se dividió en provincias cuando aún vivían
sus fundadores; al frente de ellas estaban los ministros provinciales con sus
respectivos Capítulos. Los Trinitarios estaban centralizados en la persona del
Ministro General y su Capítulo. Todos los Trinitarios están en estrecha
dependencia del Papa.

Su hábito consistía de una túnica blanca con capa negra y una cruz de tramos
iguales sobre el pecho: el tramo transversal de color azul y el vertical, rojo. La
tonsura será igual a la de los Victorianos, lo mismo que su liturgia. Los
Mendicantes (Franciscanos principalmente) tomarán al pie de la letra muchas
de estas innovaciones de la Regla Trinitaria.

La Regla escrita por Juan de Mata es el principio y fundamento de la Orden


Trinitaria. Adaptada a través de ochocientos años por la tradición, y
principalmente por el espíritu y la obra del Reformador Juan Bautista de la
Concepción, se desarrolla en las Constituciones trinitarias aprobadas por la
Santa Sede.

La tradición trinitaria considera a san Felix de Valois cofundador de la Orden


y compañero de Juan de Mata en el desierto de Cerfroid, en las cercanías de
París. En Cerfroid se estableció la primera comunidad trinitaria y se la
considera casa madre de toda la Orden. La Orden de la Santísima Trinidad
tampoco quedó exenta de la decadencia de la vida religiosa, que pronto suscitó
a lo interno los deseos de Reforma. Hubo varios trinitarios que llevaron a cabo
reformas con más o menos éxito. Entre los más entusiasta en reforma de la
Orden Trinitaria estaba san Juan Bautista de la Concepción (1561-1613). En
Valdepeñas (Ciudad Real - España) él establece la primera comunidad de
trinitarios descalzos. Con el breve Ad militantes Ecclesiae (1599) el papa
Clemente VIII da aprobación eclesial a la Congregación de los hermanos

188
reformados y descalzos de la Orden de la Santísima Trinidad, instituida para
observar con todo su rigor la Regla de San Juan de Mata.

Juan Bautista de la Concepción fundó 18 casas de religiosos y un convento de


monjas. Vivió y transmitió a sus hijos un intenso espíritu de caridad, oración,
recogimiento, humildad y penitencia, poniendo especial interés en mantener
viva la entrega solidaria a los cautivos y a los pobres. La relación de los
trinitarios con la Santa Trinidad, como centro vital y fuente de la caridad que
redime, es un tema central en sus vivencias y enseñanzas.

Los Trinitarios Calzados se fueron extinguiendo paulatinamente a medida que


se imponían las leyes de supresión de las Órdenes religiosas por toda Europa.
Cuando el 1894 muere el último Superior General, de los últimos trinitarios
calzados que aún existía, algunos se secularizaron y los demás se pasaron a los
Trinitarios Descalzos. Actualmente cuentan con unos 60 conventos, la mayor
parte en Italia y España.

La Orden de nuestra Señora de la Merced: Pedro Nolasco nació hacia 1180,


parece ser que en un Barrio de Barcelona. Según una tradición mercedaria fue
la Santísima Virgen la que lo impulsó a cambiar todo su éxito capital y
comercial a favor de la redención de los cristianos cautivos. Su decisión de
fundar una nueva Orden con esta finalidad fue aprobada por su confesor San
Raimundo de Peñafort; y el rey Jaime I también le ayudó ofreciéndole unas
dependencias.

El 19 de agosto de 1218, Pedro Nolasco y trece caballeros más recibieron el


hábito religioso en la catedral de Barcelona. Sobre el hábito blanco llevan el
escudo de la Merced, que consta de una corona real y una cruz blanca.
Gregorio IX les concedió la confirmación pontificia en 1235.
189
Los Mercedarios surgieron como una Orden Militar, pero no lo era en
realidad, porque estos religiosos no tuvieron nunca como finalidad específica
el luchar con las armas contra los enemigos de la Cristiandad, al estilo de los
Templarios, p. e. Pero también es cierto que los caballeros mercedarios podían
verse expuestos a ofrecer su vida a causa de la fe; no sólo de su propia fe en
tierras musulmanes, sino en defensa de la fe de los cristianos cautivos. Para lo
cual, mediante un cuarto voto, se comprometían incluso a entregarse ellos
mismo como rescate de algún cristiano cautivo, cuya fe peligrase en el
cautiverio.

Se rigen por la Regla de San Agustín, pero desde sus comienzos (1272)
pusieron por escrito sus propias Constituciones. En sus comienzos la Orden
era gobernada por un Maestro general vitalicio. Por disposición de Alejandro
VIII (1690), los Mercedarios gozan de los privilegios de todas las Órdenes
religiosas y, por confirmación de Benedicto XII (1725), especialmente de los
privilegios de las Órdenes Mendicantes.

La Orden de la Merced trabajó con gran entusiasmo en las misiones del Nuevo
Mundo, recién descubierto: fundaron conventos y provincias a lo largo del
siglo XVI en Santo Domingo, Guatemala, Perú, Chile, Argentina, Uruguay y
Paraguay; en el siglo XVII en México y Ecuador.

En 1603 surgió en Madrid una reforma: los Mercedarios Descalzos, que en sus
inicios estuvo siempre inscrita a la única Orden Mercedaria, peo en 1621 se
separaron para constituir una Orden independiente que subsiste todavía hoy.
Al constituirse la Orden masculina de los Mercedarios Descalzos, muy pronto
apareció también su rama femenina. El primer monasterio de Mercedarias
Descalzas fue el de Lorca del Río (Sevilla, 1617), pero luego se expandieron
exitosamente.
190
En cuanto a la espiritualidad mercedaria, debe decirse que el carisma de San
Pedro Nolasco no desapareció cuando terminó el fenómeno social de los
cristianos cautivos en tierras de musulmanes; sino que tiene y tendrá vigencia
mientras haya un cautivo, de cualquier condición que sea, al que haya que
devolverle la libertad. Por eso el carisma mercedario ha revivido también en
varios institutos religiosos que profesan este mismo ideal: Mercedarias
Misioneras de Barcelona (1860); Mercedarias de la Caridad (1878), etc.

Otro signo visible de la eficacia de la espiritualidad mercedaria son sus


miembros canonizados por la Iglesia, empezando por su fundador, San Pedro
Nolasco (1180-1249); San Ramón Nonato (1200-1240); San Serapio Scott
(1175-1240); San Pedro Pascasio (1227-1300); San Pedro Armenguadio
(1238-1304). Siguiendo el título que diera San Antonio María Claret a la
biografía que él escribió sobre San Pedro Nolasco, podríamos decir que todos
eso son testimonio elocuente de “El egoísmo vencido”.

Las Órdenes Mendicantes

El contexto histórico en el que nació esta nueva forma de vida religiosa fue
especialmente convulso, porque chocaron entre sí todos los componentes
sociales, religiosos y culturales, que antes habían coexistido pacíficamente.
Las tensiones que se advierten en la Iglesia y en la sociedad de finales del
siglo XII son la señal más clara de que las cosas han empezado a cambiar. Y
el origen de este cambio se encuentra en la Reforma Gregoriana.

Los primeros siglos medievales estuvieron marcados por la ruralidad y la


agricultura; la mayoría de la población vivía en el campo, centro de toda
actividad y vida diaria para los habitantes de aquella época. Los campesinos se
organizaban entorno a unas pocas tierras propias y otras comunes, que

191
compartían con sus vecinos. En grupos reducidos, imponían sus leyes y
justicia, organizaban las cosechas y los recursos que de ellas obtenían. Pero
con el paso del tiempo estas comunidades fueron absorbidas por señores, que
podían ser laicos o religiosos (por ejemplo, los abades), a los que habían sido
entregadas esas tierras87. Así da comienzo un nuevo modo de organización y
estratificación social: el feudalismo.

La sociedad medieval estaba organizada de acuerdo a un sistema feudal


(entrega de bienes a cambio de servicios). La persona con potestad para
otorgar tierras era el Rey, los nobles, obispos, abades, etc., a cambio los
campesinos le ofrecían su ayuda con soldados en tiempos de guerra. Y
empezaba una rígida e inquebrantable estratificación: estos nobles,
generalmente los más importante, juraban fidelidad al Rey, en un acto llamado
homenaje, en el cual el noble se arrodillaba ante el Rey, y a raíz del cual se
convertía en vasallo (servidor del Rey). Estos a su vez repartían las tierras
entre otros nobles más inferiores o caballeros, que se convertían en vasallos
suyos. Por último, en el escalón más bajo se encontraban los campesinos que
trabajaban la tierra y estaban vinculados a ella (siervos de la gleba) con pocos
derechos, escasa propiedad y ningún vasallo88.

En medio de este panorama social es que se empieza a realizar una nueva


lectura del Evangelio. Se quiere leer el Evangelio con ojos nuevos, a la luz de
las grandes aspiraciones, miedos y esperanzas de la época. Este encuentro
entre el mensaje evangélico y las más profundas aspiraciones sociales de una
época concreta es lo que da a la experiencia evangélica mendicante su más

87
Cf.: http://www.arteguias.com/sociedadmedieval.htm
88
Cf.: http://antropos.galeon.com/html/sociemedieval.htm

192
importante talante: la vinculación del mensaje de Jesús con las más poderosas
fuerzas creadoras de la historia.

En busca de un cambio: era esta una sociedad rígidamente dividida en


estamentos: en la base encontramos, como siempre, a los campesinos, (podía
ser libres o siervos, en todo caso constituía la inmensa mayoría de la
población); en el escalafón intermedio se encuentran los militares y los nobles,
(que podía ser laicos o eclesiásticos; en este estrato no todos tenían la misma
categoría: el status dentro de estos dos grupos variaba). Por último, ostentando
el puesto de cabeza principal encontramos al Rey y su familia. De esta forma,
sólidamente estructurada de arriba abajo, la sociedad feudal ofrecía a cada
individuo y a cada categoría un puesto bien definido y no intercambiable.

Hacía ya cuatro siglos que el mundo vivía bajo este régimen feudal. La masa
rural del pueblo bajo no podía halla lo necesario para su subsistencia y su
seguridad a no ser convirtiéndose en vasallo de un “señor”, o sea,
subordinándose a él. Así pues, el señor feudal era quien explotaba las tierras
de su feudo y los campesinos y/o vasallos hacían ante él un juramento de
sumisión económica y social. A esta sociedad la caracterizaba la estabilidad,
que era una consecuencia del arraigo a la tierra. Todos estaban atados a la
tierra y nadie podía desprenderse; tampoco el señor tenía derecho de venderla.
Encerrada entre sus muros y castillos, la sociedad medieval no conocía otro
movimiento que el de las cuatro estaciones anuales.

En medio de este panorama histórico empieza la génesis de un nuevo


fenómeno: nace el mundo de las ciudades y va quedando atrás la vida
netamente rural-agraria; se trata de una nueva esfera de comerciantes, quienes
–contrario a la estabilidad anterior– tienen la necesidad de circular para

193
ganarse la vida y –como supremo valor– enriquecerse. Necesitan pasar su vida
viajando; surcan Europa de norte a sur buscando las mejores ferias. No sólo
circulan personas, también lo hacen con ellas las mercancías y las ideas.

Emerge un espíritu nuevo, atrevido, ansioso, que busca una nueva sociedad
con nuevas relaciones humanas y más rural. La sociedad feudal estaba
fundada sobre la servidumbre y sobre las relaciones subordinadas de vasallos
a soberanos. Ese mundo nuevo que aparece con las ciudades rechaza ese
sistema de relaciones por considerarlo totalmente inadaptado a una economía
de mercado y de libre circulación. Había llegado la hora de la comuna libre.

Siglo XII: el surgimiento de un nuevo mundo comercial: para finales del


siglo XII los comerciantes están disfrutando su época de oro; en realidad, todo
Europa experimentó un notable despertar del comercio durante el siglo XII, y
esto debido a unas condiciones que confluyeron: la vuelta de la paz, el arreglo
de las rutas comerciales, los progresos de la producción agrícola y artesanal.
Como es lógico, se empiezan a entablar fuertes vínculos entre las principales
ciudades comerciales (Inglaterra, Flandes, Italia). Este surgimiento comercial
toca de manera especial el mercado textil. La industria del paño y de la tela es
una de las más pujantes: da lugar a un mercado europeo, es decir, desborda los
límites de la mera producción local.

Una consecuencia de este crecimiento del comercio fue la génesis de una


nueva clase social: los mercaderes. En un principio representan un gremio
pequeño, anclados todavía a la tierra y con apariencia marginal, pero pronto
aumentarán en número y poder; sin duda el porvenir está en sus manos, y se
irán apoderando de él cuando sean plenamente comerciantes profesionales.

194
Estos mercaderes, que en sus inicios llevaban una vida ambulante, empiezan
ahora a asentarse en lugares fijos y favorables a su estilo de vida, como
puertos o cruces de rutas; es decir, en zonas estratégicas en donde puedan
encontrarse con otros mercaderes. Conforme el mundo comercial crece, se
afianza y se desarrolla, los mercaderes empiezan a asociarse: ya no viajan
solos, sino en caravanas (esto con el fin de protegerse de los bandidos y
también para obtener descuentos en las tarifas de peaje). Con el paso del
tiempo estas asociaciones se organizan y estructuran de mejor manera, nacen
las confederaciones (o ansas). Una vez confederados, los mercaderes tienen la
ventaja de comprar en común, a mejor precio y de emprender empresas más
osadas. Cuando estos comerciantes se empiecen a conglomerar en
determinadas regiones es cuando surge el imponente mundo urbano.

Las ciudades: su nacimiento y renacimiento: todo este cambio que matiza los
siglos XI y XII está ligado también la nacimiento o re-nacimiento de las
ciudades: aparecen unas nuevas, se reaniman otras antiguas; y todo es obra de
los comerciantes, quienes a las orillas de las vías y calles abren tiendas y
almacenes con las más variados productos. El nuevo estilo de vida
emprendido por los comerciantes atrae, a su vez, una multitud de personas que
se ven beneficiadas de los primeros a causa de que éstos les proporcionan
empleos (banqueros, carreteros, cargadores).

Estos nuevos burgos, poblados de todo tipo de comerciantes y artesanos, dan


nacimiento a las ciudades, que pronto se van convirtiendo en centros cada vez
más importantes, no sólo por el tipo de actividad mercantil que desarrollan,
sino también por la cantidad de población que albergan. Sin que pase mucho
tiempo estas ciudades –que en un principio eran netamente comerciales–
pasarán a ser centro de producción para todos los gremios artesanales. Este
195
nuevo mundo urbano –que desde que surgió no ha parado de crecer–
representa una verdadera revolución en el seno de la vieja sociedad feudal-
rural, porque se trata de un mundo nuevo que se instala dentro del antiguo, y
esto siempre supone un trastoque de los valores, costumbres y modos de vida.
Es lógico el contraste: en medio de gentes que viven de la tierra, ligados a un
trabajo regular y estable, se levante el mundo de los comerciantes, que
desentona desde varios ángulos: por su movilidad, su actividad libre, su afán
de lucro y de empresa y por su nuevo señor: el dinero.

La gran revolución del dinero: como muy bien lo dijo Vivet: «Se hizo sin
ruido, sin clamores, ni estrépito de armas. Y sin embargo esta es la gran
revolución que va a quebrantar la Edad Media». Con el surgimiento y
crecimiento de los comerciantes crece también la importancia que se le da al
dinero, que ahora empieza a circular de nuevo. Por su actividad de
intercambio y consumo, las ciudades necesitan del dinero: recurren a las
monedas de plata primero, y a las de oro después. Con razón sobrada se le ha
llamado al siglo XIII «el siglo del retorno al oro».

Las mercancías se valoran ahora en moneda metálica, circunstancia que se ve


favorecida debido a la explotación de minas de oro y plata en Europa central.
Como fruto de este cambio, también se transforma la idea de riqueza: no es
rico ya el que posee mucha tierra, sino que tiene a su haber bastante dinero.

Los que mejor y primero se benefician de esta economía cambiaria son los
comerciantes que –progresivamente– van gestando en sí un espíritu de lucro
cada vez más ávido: buscan cómo acumular más dinero de forma más rápida y
fácil. Tenemos una nueva figura del rico: aquel que amasa grandes fortunas y,

196
con ellas, preciosos inmuebles; y frente a éstos tenemos a los otros: los
antiguos ricos: propietarios de bienes raíces.

La riqueza económica significa también poderío e influencia: el poder señorial


debe –de ahora en adelante– contar con los comerciantes, concederles
privilegios, exonerarlos de algunos impuestos, asegurarles la libre circulación,
proteger sus desplazamientos, etc. Pero estas regalías no eran gratis: los
señores también obtenían sus buenos beneficios, como las sustanciales rentas
y los altos peajes. Pero las relaciones de señores y comerciantes no caminaban
bien. El mundo urbano se siente cada vez más asfixiado en medio del viejo
mundo feudal; no tardará en querer liberarse para siempre de esa incómoda
tutela feudal.

Las comunas: la emancipación de las ciudades dio como consecuencia la


aparición del movimiento comunal. Dentro de la estructuración feudalistas las
ciudades estaban sometidas a los señores feudales, y dentro del territorio de
esto es donde se construyen; así pues, las ciudades son propiedad de un abad,
de un obispo o de un conde. De esta forma, los burgueses 89 no son más que
vasallos del señor propietario de la tierra en la cual vive. Pero ser vasallo
implicaba una serie de obligaciones indeseadas: pagar impuestos, pagar
peajes, obtener salvoconductos para sus desplazamientos, soportar las
arbitrariedades y caprichos de los señores, etc. Pero ya vimos que esta
estructura social implicaba un gran obstáculo para la economía de mercado,
para la circulación de mercancías y para la urbanización.

Efectivamente, el modelo antiguo de sociedad bloqueaba las iniciativas


económicas, porque frenaba los intercambios y los desplazamientos debido a

89
Así se les llamaba los habitantes del nuevo burgo

197
una reglamentación harto minuciosa que lo convierte en un modelo tan
obsoleto como repugnante, tan opresivo como retrógrado. Los burgueses –que
no viven ya en los campos, sino en las ciudades– se convencen de que es
urgente una estructura nueva que responda a las exigencias nacientes; a ellos
les cuesta cada vez más soportar las cargas fiscales y las restricciones jurídicas
y políticas del feudalismo.

Con sobradas razones empiezan a sentir la necesidad y el deseo de una mayor


libertad: la necesaria para administrar por sí mismos sus negocios y sus
variados intereses. Y es así como empiezan a luchar, entonces, por crear sus
propios tribunales, sus propias leyes y su propia autonomía política.

La única forma que ellos veían plausible para lograr sus reivindicaciones era
agrupándose en una asociación. A este agrupamiento se le dio el nombre de
comuna. El movimiento comunal, que pronto se extenderá por toda Europa,
tiene como primer objetivo liberar a las ciudades del pesado poder señorial.
Algunas comunas obtendrán esta prerrogativa más fácilmente que otras,
obligadas a recurrir a la violencia; no obstante, en la mayoría de los casos era
plausible entablar un diálogo que culminaba en el otorgamiento de una carta
de libertad, mediante la cual se aseguraba a la ciudad su autonomía municipal
y su personalidad jurídica. Esto implica que –de ahora en adelante, y sin que
nadie se lo impida– podrá administrarse por sí misma, con su propio consejo
comunal y su tribunal, con su fortaleza propia, su torre vigía el sello particular
para legitimar los actos municipales. Por supuesto que las comunas también
podrán acuñar monedas.

Un nuevo tipo de relaciones – un nuevo tipo de sociedad: Así las cosas, el


fenómeno más importante durante la génesis de las Órdenes Mendicantes fue

198
la creación de las comunas libres. Este acontecimiento da lugar a un nuevo
tipo de sociedad. Los hombres –mediante la asociación en comunas– logran
emanciparse; y esta emancipación es decisiva porque tiene una doble
vertiente: los habitantes de la comuna no sólo se emancipan del poder feudal,
sino también de todo el régimen social existente hasta entonces. Quieren
establecer nuevos lazos de interrelación humana: unos lazos sociales
adaptados a una economía de mercado y de libre circulación. Únicamente
unos lazos de esta índole podrían responder a las nuevas aspiraciones y
posibilidades de los hombres.

Sin duda que estas nuevas relaciones humanas estarán matizadas por la
ideología comunal; es decir, se tratará de relaciones fundadas sobre la
aspiración profunda de la libertad, que no era sólo una libertad enfocada al
derecho de administrase por sí mismos o de hacer circular libremente los
bienes y personas; se tratan –también y ante todo– de una libertad que implica
igualdad en las relaciones humanas. Ya dijimos arriba que en la sociedad
feudal eran imposibles las relaciones humanas igualitarias debido a la
jerarquización social; la única manera de relacionarse era de vasallo a señor,
de inferior a superior, no más. No podía obviarse el hecho de que todos los
que vivían en la tierra de un determinado señor eran vasallos suyos, y este
mismo seño venía a ser vasallo de otro señor más poderoso que él. Desde una
perspectiva antropológica, podemos decir que en el feudalismo el hombre
siempre pertenece a otro hombre.

Esta jerarquía social basada en la servidumbre fue enérgicamente rechazada


por las comunas, y más bien tratan de sustituir las relaciones verticales de
dependencia por otras horizontales de solidaridad. A esta sociedad fundada
sobre la subordinación, la comuna opone una sociedad fundada sobre la
199
asociación. Los comerciantes –que fueron quienes llevaron adelante el
movimiento comunal– descubren, debido a las exigencias de su misma
profesión, descubrieron las ventajas de la unión común. La toma de conciencia
de esta realidad provocó en ellos el movimiento de las comunas.

Las comunas se sostenían gracias a un juramento: todos los habitantes de una


comuna específica se unen entre sí por un juramento de mutua ayuda que los
vincula a todos. Este juramento era una copia del que se hacía en la sociedad
feudal: así como el vasallo juraba fidelidad a su señor, de igual modo los
burgueses se prestan juramento entre sí. Pero respecto al juramento feudal, el
comunal presenta importantes diferencias: a distinción del primero, que era un
lazo de hombre a hombre, el juramento comunal vincula la persona a un grupo
y compromete enteramente a este mismo grupo. Y podría decirse que lo más
importante de este juramento es que vincula a quienes son iguales; si se ve
necesario imponer un impuesto para el bienestar de la comuna, pobres y ricos
jurarán igualmente pagar dicho impuesto de acuerdo a sus posibilidades. Este
carácter igualitario de juramento comunal es precisamente el factor más
revolucionario de las comunas.

Un hecho de importancia capital para el franciscanismo es que, con la llegada


del movimiento comunal, la idea y modelo de fraternidad puede decirse que
está ya en el ambiente. Es ilustrativo que el término “fraternitas” conoce un
gran auge, sobre todo porque las nuevas formaciones sociales todas
“cofradías”, “comunidad” o “fraternidad”. Pero ¿fueron realmente las
comunas un espacio fraternal para todos? ¿Cumplió el movimiento comunal
con aquel sueño primitivo que le dio su origen? ¿Es cierto aquel refrán de que
“el aire de la ciudad hace libre”?

200
La tiranía del dinero: aunque con muy buenas y justas intenciones, las
comunas tampoco fueron el sueño ideal: con todos y sus muchos logros (el
principal de ellos el anhelo de libertad y fraternidad), también hubo fuerzas
turbias y oscuras que produjeron desgarros irreparables. Era el dinero –y la
ciega ambición por él– el que estaba a la base de todo esto. El mundo
mercader y comerciante estaba locamente apasionado por el dinero.

Examinando la situación a fondo y desprejuiciadamente podremos entrever


que lo que estaba a la base del surgimiento comunal no era en realidad un
ideal de progreso social; las comunas –nacidas del enriquecimiento de los
comerciantes– buscan, antes que todas las cosas, asegurar el crecimiento y
posesión de esta riqueza. Están dominadas por el dinero, que tiene cada vez
más un papel determinante tanto en la economía como en la vida política de la
ciudad. Pronto el dinero comprará no sólo bienes y alimentos, sino también
prestigio, estatus, poder y la capacidad de dictar leyes.

Sin darse cuenta tal vez, las comunas hicieron del dinero un rey, y entonces
todo se echó a perder. Pronto las comunas se enfrentaron unas a otras por
rivalidades e intereses. Tan pronto como una ciudad se erige en comuna lo
primero que hace es levantar murallas; ejemplo de ello fue Asís: sus habitantes
cercaron la ciudad con una enorme muralla construida con las piedras de la
antigua fortaleza feudal destruida por ellos mismos. Todas las ciudades
comuna hacían lo mismo, y se desafiaban entre ellas: ¿cuál de nosotras tiene
las murallas más fuertes y las torres más altas?

Todo aquello que en principio rechazaron y que las llevó a luchar por su
autonomía, pronto se empezó a repetir dentro de las mismas comunas: a su
interno aparecieron nuevas desigualdades sociales y nuevas formas de

201
opresión. Como siempre sucede: esta revolución comunal no fue beneficiosa
para todos, ni mucho menos. Los ricos comerciales se llevaron la mejor parte,
y al pueblo bajo las migajas. Y sucedía que a menudo los ricos aportaban
menos impuestos de lo que debían y exoneraban de estos a otros ricos. Las
comunas estaban siendo gobernadas por malos amos. Por supuesto que los
pobres no estaban dispuestos a tolerar tal situación y –desconociendo otra
manera para reclamar sus derechos– terminaron lanzándose contra los
poderosos.

Estas tensiones sociales son particularmente fuertes en las ciudades de


industria textil, como Italia y Flandes, en donde grandes comerciantes, dueños
de préstamos, de los salarios y de los precios tienen bajo su dependencia
(arbitraria a veces) a una turba de artesanos y tejedores. Esta situación era un
caldo de cultivo para que se desencadenasen huelgas y revueltas.

Como se evidencia a simple vista, este paso del mundo feudal hacia las
libertades comunales estaba dando origen a un profundo cambio social.
Mencionemos las principales características que lo definen:

 Transición de un mundo rural a uno urbano.


 Paso de una sociedad estable y afincada en la tierra a otra en
movimiento.
 Se pasa de un mundo fundado en el vasallaje y la subordinación a otro
cimentado sobre el espíritu de asociación.
 Este espíritu asociativo pronto cae en el afán de lucro y en la pasión por
el dinero y el poder.

202
 Ese proceder de los comerciantes que es contrario al espíritu de las
comunas engendrará nuevas desigualdades y nuevas formas de
opresión.

En medio de este contexto social, rico en aspiraciones humanas y lleno de


contradicciones es donde aparece Francisco de Asís que –como cualquier
ciudadano perteneciente a una comuna– compartía también los ideales de
libertad y asociación. La misma familia Bernardone pertenecía a aquella clase
comerciante que había iniciado la revolución comunal. Pero él, con aquellos
ojos nuevos, pronto se percató la ambigüedad del sistema comunal, dominado
por el imperio del dinero y –por lo mismo– lleno de tiranías y angustias.

En medio de esta encrucijada histórica es cuando el Evangelio le revela a


Francisco el camino para instaurar una verdadera fraternidad humana, ya no
cimentada sobre el poder y el dinero, sino sobre el ejemplo del Cristo pobre y
humilde. Desde su opción evangélica, Francisco retomará nuevamente las
aspiraciones de los hombres de su tiempo, pero las purificará y les dará otra
dimensión; de modo que todo aquello que las comunas no fueron capaces de
realizar a causa de su ambición por el dinero, lo alcanzará enteramente
Francisco por el camino contrario: el de la pobreza. Será así como conseguirá
crear una sólida fraternidad, que esta vez sí será un espacio abierto para todos
en donde personas de cualquier condición –y sin el menor derecho de ejercer
dominio sobre unos sobre otros– podrán convivir juntas. Una fraternidad
humilde y evangélica: este fue el secreto para el éxito de la empresa iniciada
por Francisco90.

90
Lecrerc, Eloi. Francisco de Asís, p. 30

203
El retorno a la Iglesia pobre: ya desde los primeros decenios del
franciscanismo se representó a San Francisco como deseoso de retornar a la
Iglesia pobre de los orígenes. Así también lo interpreta Dante: «La pobreza
privada de su primer marido (Jesucristo), vivió más de mil cien años
desaparecida y oscura, sin que nadie la invitase hasta entonces». El poeta
florentino le negaba a la Iglesia de entonces la virtud de la pobreza, que debía
ser imperativo de la jerarquía eclesiástica. Pero no era así.

Francisco fue, sin duda, el representante más eximio del retorno a la Iglesia de
los orígenes, pero no fue el iniciador, sino más bien un continuador de aquel
movimiento pauperístico que tan profundamente conmocionó a la Iglesia de
los siglos XII y XIII.

Ya sabemos que en las primitivas comunidades cristianas prevalecía el modelo


de la pobreza itinerante a ejemplo de Jesús y sus Apóstoles (Mt 8,28; Hch
4,34). Pero ese seguimiento a Cristo pobre y predicador itinerante sufrió un
cambio con la era constantiniana, y de ser un precepto obligatorio para todo
aquel que confesaba la fe en Cristo, se convirtió ahora en un consejo reservado
para los monjes. Aunque algunos Santos Padres seguirán predicando la
obligación cristiana de una vida pobre y sencilla, sus prédicas caerán en tierra
estéril, y no sólo respecto a los fieles laicos, sino también dentro de la misma
jerarquía eclesial.

Así las cosas, elevada la pobreza a la categoría de consejo solo para monjes, se
inicia una larga etapa en la que la pobreza y la riqueza constituyen un
estridente contraste en las comunidades cristianas. Y se fue levantando la
imagen de una Iglesia poderosa y rica, respetada por toda aquella sociedad
medieval. Pero era una Iglesia en la que esa misma sociedad medieval no

204
lograba identificar a la comunidad heredera y seguidora del Cristo pobre del
Evangelio. Ni siquiera los monjes, profesionales del voto de pobreza, lograban
transmitir una imagen coherente con la verdadera pobreza evangélica.

Fue así como algunos movimientos empezaron a redescubrir el valor de


aquella pobreza primitiva y, entonces, promovieron el retorno a la Iglesia
pobre. Pero la mayoría de estos grupos terminaron herejes o, en el mejor de
los casos, en actitudes ciegamente anticlericales; recuérdese el ejemplo de
varios de esos grupos de reformadores religiosos, que promulgaban un retorno
radical al Evangelio, la estricta comunidad de bienes, la vivencia de una
pobreza extrema, y otras normas de acción que se aunaban a su rechazo de la
Iglesia Romana. Dentro de estos grupos (la mayoría heréticos) los más
destacados son:

Los humillados
Inició como una agrupación de personas sencillas y humildes, originarias de
Lombardía. Este movimiento se empezó a gestar allá por el 1178. Tenían
como principio unirse en el trabajo cotidiano (no profesaban votos ni ningún
otro vínculo fraternal-comunitario). Como se arrogaron el privilegio de la
predicación sin el debido permiso, fueron excomulgados en 1184. Sin
embargo, el inteligente papa Inocencio III, con el fin de utilizar en pro de la
Iglesia todo cuanto podía, reencausó a los humillados y les dio una regla en el
año 1201. Ya con la aprobación pontificia los humillados se dividieron en tres
ramas, de las cuales la más grande e importante era la compuesta por clérigos
y laicos de vida común.

Los cátaros o albigenses


Este grupo se extendió a lo largo de Francia y Lombardía. Tenían como
ideología una fe muy marcada por el dualismo maniqueo; es decir, su
205
fundamento era filosófico-teológico. El dualismo maniqueo -Dios crea las
cosas espirituales, el demonio el mundo material- cristalizó en la secta de los
cátaros produciendo una visión pesimista de la creación que se tradujo en el
desprecio del cuerpo, de las cosas materiales, de los alimentos y de la
sexualidad, incluso en el matrimonio. Por otro lado, un espíritu excesivamente
crítico contra la institución de la Iglesia, juzgada erróneamente a la luz de esas
ideas, llevó a los cátaros a rechazar algunos sacramentos, el culto a los santos,
el purgatorio, etc., y a una oposición abierta al magisterio y ministerio de la
Iglesia, con la excusa de la relajada vida de los eclesiásticos.

puros,
limpios” (empezaron a denominarse así a partir de 1163); o sea, los albigenses
se consideraban a sí mismos como los verdaderos creyentes a causa de su
pureza y perfección. Para asegurarse su pureza de vida practicaban estrictas
normas morales, así como un ascetismo caracterizado por su austeridad.
Aparte de los desvíos doctrinales ya mencionados, también fueron declarados
herejes por otros varios motivos: rechazan la totalidad del Antiguo
Testamento, no aceptaban ninguna forma de culto externo, también
rechazaban varios dogmas cristianos. En fin, lo cierto es que los cátaros
alimentaban un odio feroz contra la Iglesia católica, odio que en muchas
ocasiones se mostraba en el saqueo de templos y hasta asesinato de clérigos y
fieles. Además de esto, resultaban peligrosos para la sociedad en general por
su doctrina contraria al matrimonio y a la procreación de la especie humana.

San Francisco no podía ignorar este fenómeno social, tan extendido en su


tiempo y entre los de su clase. Si los biógrafos hablan poco de este tema se
debe, tal vez, a que cuando ellos escriben las herejías habían dejado de ser una
grave amenaza, gracias precisamente a la eficaz labor de los frailes Menores y,

206
sobre todo, a los Predicadores de santo Domingo de Guzmán, que lograron
encauzar en favor de la Iglesia católica aquellas fuerzas religiosas centrífugas
que amenazaban con desintegrarla91.

Los valdenses
Originarios de Lyon. Iniciaron como un grupo dentro de la Iglesia. Alejandro
III les había concedido la aprobación en 1179. Hacían voto de pobreza, pero
no podían predicar sin el debido permiso. Esta última norma no la observaron
y pronto empezaron a predicar a su antojo, incluso con interpretaciones
torcidas de las Sagradas Escrituras. Enseñaban que todo hombre que esté
verdaderamente en concordia con el Evangelio es, en todo el sentido del
término, sacerdote; por el contrario, aquellos sacerdotes ordenados cuya
rectitud de vida sea cuestionada o indigna no pueden ejercer válidamente su
ministerio (sus actos no son válidos).

Este grupo arrastró a hombres y mujeres que iban de dos en dos, vestidos de
sayal, practicando la pobreza y predicando la penitencia, como los apóstoles.
Valdo fue rechazado por su obispo porque predicaba sin autorización y
utilizaban una Biblia traducida en lengua vulgar, y por adoptar posturas cada
vez más heréticas y radicales. Éstos y otros fueron los motivos por los que él
y sus seguidores fueron excomulgados por el papa Lucio III en el sínodo de
Verona (1185), junto con los cátaros y otras sectas menores. Años después de
su condena, específicamente en 1218, se unieron con los pobres lombardos
que, desde tiempo atrás, venían denunciando la doble moral del clero.
Convertidos en secta clandestina, formaban dos categorías: los creyentes o
simpatizantes, que les daban alojamiento, y los perfectos, que rechazaban el
trabajo manual y profesaban los tres consejos evangélicos.

91
Cf.: http://www.fratefrancesco.org/hist/10.htm

207
No todos los valdenses estaban de acuerdo con el rumbo que había tomado su
obispo mayor y fundador (Pedro Valdo). Por tales divergencias, en 1207
Durán de Huesca y un grupo de seguidores se separó de Valdo para iniciar un
nuevo movimiento llamado los pobres católicos.

Los pobres católicos


En 1218 fueron aprobados por Inocencio III. Formaban dos grupos: uno
fundado por Durando (o Durán) de Huesca, que anteriormente había sido
valdense pero después fue convertido por santo Domingo, y el otro fundado
por Bernardo Primo, la regla del grupo dirigido por este último fue aprobada
en 1210. La bula de aprobación de los Pobres Católicos contiene una
profesión de fe católica y una retractación de todos los errores de los
valdenses, así como una declaración de principios de la nueva forma de vida:
"Hemos renunciado al siglo; lo que teníamos lo hemos dado, según el consejo
del Señor, y hemos decidido ser pobres, de modo que no estemos preocupados
por el mañana y no recibamos de nadie oro ni plata ni nada semejante para el
alimento y el vestido. Nos hemos propuesto observar como preceptos los
consejos evangélicos (de pobreza, obediencia y castidad)”92

(Como puede observarse, existen muchos puntos de encuentro entre todos


estos movimientos medievales con la Orden que fundará Francisco en Asís; al
menos la pobreza, la vida en común y la penitencia son elementos comunes a
todos estos grupos. Quizás la diferencia que mantuvo a los menores dentro de
la ortodoxia eclesiástica fue la manera en que vivieron todos estos preceptos
evangélicos: ellos (los franciscanos) nunca pretendieron ser un grupo
subversivo y/o reaccionario contra la jerarquía de la Iglesia, si bien su
coherente y radical estilo de vida contradecía al de ésta).

92
Cf.: Ibíd.

208
La Iglesia acepta oficialmente el movimiento de retorno a la Iglesia pobre:
fue el papa Inocencio III quien marcó nuevos rumbos a la vida religiosa
medieval (había salida en defensa de los Trinitarios, los Hospitalarios del
Espíritu Santo, los Cistercienses, etc.). Pero el gran mérito de Inocencio III en
cuanto a la vida religiosa se refiere, radica en el hecho de haber sido capaz de
intuir y aprobar la novedad carismática de las Órdenes Mendicantes.

El Papa se percató de que no podía oponerse a esos grupos que reivindicaban


la adhesión literal a los dictados del Evangelio como si estos estuviesen en
contraposición con la Iglesia. Esta actitud papa hizo posible el nuevo
surgimiento de asociaciones laicales y de Órdenes religiosas, en las que los
movimientos pauperísticos encontraron sus formas plenamente ortodoxas.

Con la aprobación de estos grupos la Iglesia no sólo reabsorbía a una parte de


los movimientos pauperísticos, sino que, y principalmente, reconocía la
legitimidad de una religiosidad y de una corresponsabilidad nuevas por parte
de los laicos, dándoles la posibilidad de concretizar el ideal evangélico en
formas asociativas; y al mismo tiempo les quitaba las armas de las manos a
aquellos grupos pauperíticos que tenían una misma raíz evangélica, pero no
querían someterse a la jerarquía eclesiástica.

La sinceridad de las intenciones de Inocencio se puso a prueba con el caso del


Francisco de Asís y sus compañeros penitentes, un grupo que tenía mucho de
parecido con aquellos otros movimientos de predicadores itinerantes que
estaban excluidos de la Iglesia por la jerarquía. Pero el grupo de Francisco
presentaba una diferencia capital: obediencia y sumisión eclesiásticas. No se
trata, pues, de reconquistarlo para la ortodoxia (cf.: Sabatier), sino de legitimar
algo que surge del seno de la misma Iglesia.

209
Así como Pedro Valdo se había presentado ante el Alejandro III en 1179,
ahora Francisco se presenta ante Inocencio III, pero las circunstancias son
distintas, principalmente porque la Santa Sede había comprendido que con las
constantes prohibiciones no estaba consiguiendo nada positivo.

La cuestión era muy importante, porque se trataba de si el papa debía o no


garantizar al ideal de pobreza evangélica y predicación itinerante, un libre
desarrollo dentro de la Iglesia; es decir, el Pontífice debía decidir si era posible
institucionalizar ese estilo de vida como enteramente ortodoxo. Con todo,
según nos lo han transmitido las Fuentes Franciscanas, Inocencio III no tomó
respecto a Francisco y su grupo una decisión definitiva, sino que más bien se
limitó a concederles una aprobación oral. Sin duda que ésta era una
aprobación menos comprometida que la que se otorgaba a los grupos
readmitidos en la Iglesia después de una etapa de marginación.

Cabría suponer la hipótesis de que el Papa Inocencio no quiso comprometerse


de un modo definitivo con aquel primitivo grupo franciscano para que no se
tomase su caso como un precedente y un modelo a seguir en la Iglesia. Una
aprobación oral, tal y como lo fue aquella, dejaba abierta la posibilidad de
revisar o reexaminar el caso una vez que se hubiese consolidado también
aquel otro movimiento de las reconciliaciones de los grupos anteriores.

Esta actitud de la jerarquía eclesial encuentra una confirmación en la


aprobación dada a Domingo de Guzmán y a su grupo, aunque en este caso no
fue una aprobación oral, sino escrita en la Bula Justis petentium desideriis;
pero con ello, tampoco se estaba tomando un decisión definitiva por parte de
la Santa Sede, sino que únicamente Inocencio III le concedía la protección
papal a la comunidad dominicana de Prouille, retrasando así la aprobación

210
oficial de la Orden hasta que Domingo de Guzmán y sus predicadores
hubieran adoptado una de las reglas vigentes en la Iglesia. Esta última medida
se explica completamente enmarcándola dentro de la decisión del Concilio IV
de Letrán (1215), convocado por Inocencio III, respecto a la fundación de
nuevas Órdenes religiosas.

En lo que toca a este importante Concilio, XII ecuménico93, fue fruto de una
profunda meditación del Papa Inocencio sobre la situación de la Iglesia en
medio de aquella convulsa coyuntura histórica. Puede decirse que este
Concilio era el culmen de la Reforma Gregoriana, iniciada hacía ya más de
ciento cincuenta años.

El IV Concilio de Letrán tenía entre manos un ambicioso programa de


Reforma general de la Iglesia, además de la preparación de una nueva cruzada
y de una serie de disposiciones tendentes a reprimir los movimientos heréticos
que no habían aceptado la mano reconciliadora que les habían tendido el papa.
Todo esto buscaba un único objetivo: la salvación de las almas.

En total participaron 404 obispos. De la Iglesia oriental estuvieron presentes el


patriarca94 de los Maronitas y un delegado del patriarca de Alejandría. No
trataremos todos los temas abordados en este Concilio, sólo tengamos en
cuenta que, al buscar una Reforma general de la vida religiosa, el IV

93
Concilios Ecuménicos = Universales, porque ya deliberan sobre asuntos que interesan a toda la Iglesia y al
que asisten representantes de todas las latitudes. En estos casos el Sumo Pontífice asiste en persona y preside
las sesiones o bien se hace representar por Legados.
94
Un Patriarca es el obispo que preside una sede, en principio de fundación apostólica, o una parte de ella
que practica un determinado rito. Este título es utilizado por varias denominaciones cristianas, entre ellas las
Iglesias Ortodoxas, la Iglesia Católica, las Iglesias orientales o la Iglesia Husita Checoslovaca, en la que los
obispos de mayor rango han sido denominados patriarcas.
Estas Iglesias particulares, tanto del Oriente como del Occidente, aunque difieren algo entre sí por sus ritos,
como suele decirse, a saber, por su liturgia, disciplina eclesiástica y patrimonio espiritual, sin embargo, están
encomendadas por igual al gobierno pastoral y la dirección del Romano Pontífice (Cf.: Decreto Orientalim
Ecclesiarium)

211
Lateranense no podía dejar por fuera la situación de la vida religiosa. De los
70 cánones aprobados, sólo dos trata sobre el tema de las órdenes religiosas.

El canon 12 impone la organización de los monasterios en provincias con un


capítulo trienal (se nota en esto el modelo del Capítulo General del Císter); y,
por último, el canon 13 establece una disciplina peculiar para la aprobación de
las nuevas Órdenes y comunidades religiosas. Aunque siempre se dice que
este treceavo canon prohíbe la fundación de nuevas Órdenes religiosas, no es
exactamente así. Lo que en realidad se prohíbe es la creación de nuevas
formas de vida regular. Esta decisión no era del todo nueva: ya se había
tocado el tema en otros concilios (Aviñón, 1209; París, 1213); pero ahora la
decisión toma es vinculante a nivel universal.

Literalmente, el canon 13 afirmaba que: «a fin de que la excesiva diversidad


de religiones no induzca a confusión en la Iglesia, prohibimos firmemente que
nadie funde ninguna nueva religión, sino que quien quiera convertirse a la
religión, asuma una de las ya aprobadas: lo mismo quien quiera fundar una
nueva casa religiosa, que tome una Regla e institución de las religiones ya
aprobadas».

Esta prohibición se explica perfectamente dentro del contexto de los planes


del Inocencio III respecto a los movimientos de religiosidad popular, como los
Humillados. Debemos tener presente que, cuando se celebra el Lateranense
IV, estaban en curso muchos intentos de crear nuevas formas de vida religiosa,
pero ninguna de ellas se conforma en todo con la estructura canónica vigente.

En realidad, el canon 13 del IV Concilio lateranense no es tan rígido como


tantas veces se dice, no sólo porque ofrece una gran posibilidad de elección
entre todas las formas de vida religiosa existentes, sino porque la fundación de
212
nuevas Órdenes permanece abierta en cuanto que todo fundador es libre para
dar a su comunidad unos estatutos u observancias que signifiquen la
concreción de su propia identidad frente a la religión anterior, cuya Regla se
asume. El caso más típico, en este sentido, fue el de la Orden de los
Predicadores de Santo Domingo de Guzmán, que adoptó la Regla de San
Agustín.

El caso de la Orden de los Frailes Menores de San Francisco, que fue


aprobada como una Orden nueva sin que tuviese necesidad de afiliarse a
ninguna Regla anterior, es decir, con una Regla propia, no está del todo claro.
Lo más lógico parece ser que Inocencio III, aunque no haya constancia de ello
en ninguna fuente, hubiese concedido una aprobación definitiva antes de 1215,
quizá en 1214, porque el hecho es que los franciscanos no tuvieron problema
alguno con el canon 13 del Concilio Lateranense IV; y la aprobación oral de
1209 había sido solamente temporal (pero precisamente tal vez fue gracias a
esta aprobación primitiva que la Orden se vio libre de lo estipulado en Letrán
por los obispos).

Ahora bien, lo que consiguió este canon 13, dentro de los planes de
unificación general de la Iglesia que tenía Inocencio III desde su ascensión al
pontificado, fue la desaparición de todas aquellas pequeñas comunidades y
grupos espontáneos que no estaban encuadrados dentro de la legislación
canónica vigente, aunque hubieran sido aprobadas por los Ordinarios del lugar
más o menos explícitamente. Y esta desaparición de tantos grupos
espontáneos redundó, sin duda, en beneficio de las grandes Ordenes
Mendicantes que, en su desarrollo, se vieron libres de los continuos conflictos
que esos grupos, más o menos marginales, causaban de continuo en la Iglesia

213
y que podían afectarles a ellas por provenir del tronco común de los
movimientos de pobreza y predicación itinerante.

Por otra parte, el canon 13 del Concilio IV de Letrán fue aplicado con mucha
amplitud por los papas y por los obispos a 1o largo del siglo XIII. Lo cual dio
ocasión a la aparición de muchas Órdenes nuevas, pero sin mayor relevancia.
El Concilio II de Lyon (1274) con la dura constitución Religionum
diversitatem renovó la prohibición lateranense, pero en un contexto diverso
del existente en 1215. Buena parte de los obispos presentes en el II Concilio
de Lion estaban movidos por una fuerte animosidad contra el creciente influjo
de las Órdenes Mendicantes en sus diócesis. Este Concilio de Lyon decretó la
supresión de todas las Órdenes religiosas fundadas después de 1215 que no
hubieran obtenido la aprobación del papa.

También las Ordenes Mendicantes que habían recibido la aprobación de la


Santa Sede quedaban en una situación precaria, puesto que se les prohibía
recibir nuevos candidatos y fundar nuevas casas. Pero la disposición lionense
no se aplicaba, citándolos expresamente, a los Dominicos y a los Franciscanos
por la «evidente utilidad» que reportan a la Iglesia. Los Carmelitas y los
Eremitas de San Agustín que se consideran fundados antes del Concilio IV de
Letrán, quedan como están hasta que se dé una disposición en contra. El papa
se reserva el tomar nuevas decisiones sobre esas Órdenes como sobre todas las
demás, incluidas las no Mendicantes.

214
A los religiosos afectados por estas disposiciones de supresión del II Concilio
de Lyon se les concedía la posibilidad de pasar a otras Órdenes religiosas
aprobadas, pero no se podía dar el paso en de una Orden suprimida a otra
aprobada, o de un convento a otro. Algunas Órdenes extendidas ya en gran
medida, amo los Siervos de María, los Carmelitas y los Eremitas de San
Agustín quedaban en una grave situación; pero lograron poco después la
reconfirmación por parte de la Santa Sede. Los Eremitas de Pedro Morrone,
futuro papa Celestino V, adoptaron la Regla de San Benito, con lo cual
dejaban de ser Orden Mendicante. Pero muchas otras Órdenes, algunas con
gran relevancia ya en Iglesia, fueron suprimidas. Entre éstas merecen citarse la
Orden de la Penitencia de Jesucristo; los Siervos de la Bienaventurada Madre
de Cristo, fundada en Marsella; los Hermanos de la Penitencia de los
Bienaventurados Mártires; los Hermanos de la Santa Cruz; los Hermanos y
Hermanas de los Apóstoles o Apostolinos y Apostolinas, fundados por
Gerardo Segarelli y continuados por fray Dolcino.

La prohibición afectó a muchas otras Órdenes que, por entonces, estaban en


sus comienzos y de las que no ha quedado una información precisa. El
resultado de la intervención del Concilio II de Lyon, respecto a los religiosos
no fue importante por lo que a la Reforma de las Órdenes religiosas se refiere.
Sí fue más eficaz respecto a los abundantes grupos pauperísticos, puesto que
desaparecieron prácticamente todos después del Concilio.

La respuesta de las Ordenes Mendicantes: El feudalismo no era una


organización social de ciudad, sino de villas y de aldeas apiñadas en torno al
castillo del señor. A esta organización social respondió de un modo perfecto el
monasterio benedictino; pero cuando la aldea feudal fue abandona por los

215
campesinos para refugiarse en las ciudades, era lógico surgiese una nueva
forma de vida religiosa que respondiese a nuevos retos planteados por la
nueva organización social representada por las formas organizativas
horizontales de la burguesía naciente. Del mismo modo que el monasterio
medieval reflejaba en su estructura interna el sistema autoritario feudal, las
formas organizativas de la Ordenes Mendicantes se parecerán más a la
organización horizontal de los municipios y de los gremios que al verticalismo
del señorío feudal.

Los Mendicantes se colocan en el plano de las clases más pobres de la


burguesía; responden más directamente a los problemas que se le plantean al
incipiente «proletariado» urbano. Los burgueses y los «proletarios» que los
burgueses crean, necesitan directores espirituales. Por eso los Mendicantes no
construyen conventos en la soledad de los campos, sino en las ciudades donde
se fraguan los hombres de aquella nueva sociedad (véase el caso de los frailes
claustrales o conventuales).

La figura religiosa del momento ya no es el hombre que huye a la soledad de


los desiertos o se oculta en la fragosidad de los bosques, sino el fraile cercano,
hermano de todos, a quien se le ha de encontrar cada día en la calle, mezclado
en las problemáticas de los hombres. Los Mendicantes configuran el contexto
urbano, hasta el punto de que su mayor o menor presencia significará el mayor
o menor esplendor económico y cultural de las ciudades. A medida de la
categoría de una ciudad, existirán en ella una, dos, tres o las cuatro Órdenes
Mendicantes más importantes: Predicadores, Menores, Carmelitas y
Agustinos. Y la razón es clara: en una ciudad económicamente débil no había

216
posibilidad de subsistencia para varios conventos que tenían que vivir de la
mendicancia diaria de puerta en puerta.

Sin embargo, la urbanización de los Mendicantes no tuvo lugar en sus mismos


orígenes, cuando aún predominaba entre ellos el elemento laical sobre el
clerical; hecho que, evidentemente, no vale para la Orden de Predicadores, que
eran clérigos desde el principio; pero sí vale para los Franciscanos,
Carmelitas, Siervos de María y Agustinos, los cuales solamente a medida que
se clericalizan, van invadiendo las ciudades, porque la urbanización va unida
al auge que entre los Mendicantes adquiere la cura pasto. Esta penetración en
las ciudades no se hizo sin dificultades, porque, por sus orígenes eremíticos,
buena parte de los Mendicantes la consideraban una relajación del espíritu
primitivo.

Esta animosidad contra las ciudades, especialmente en el franciscanismo, se


debía al hecho de que la cuestación (colecta, recolección) realizada en las
ciudades implicaba recibir dinero, lo cual contradecía la idea originaria de que
el dinero es la nueva manera de oprimir a los pobres, a los menores. Lo cual
equivalía, además, a la legitimación de las prácticas comerciales y bancarias,
si bien de una manera mitigada; y esto no tanto por intereses particulares de la
Orden, cuanto por su preocupación por los pobres, la cual les llevará a
reconocer como legítimo en la moral cristiana el préstamo a un interés muy
reducido, que el Concilio Lateranense V (1515) aceptará. Aquí ahondan sus
raíces los Montes de Piedad creados por Bernardino de Feltre. Pero la
progresiva urbanización de los Mendicantes tiene también otra raíz
proveniente del campo estrictamente monástico. El monacato había sido
entendido desde siempre como una fuga del mundo; por eso se construían los

217
monasterios en la soledad del desierto o en medio de los bosques; aunque, por
otra parte, en la Edad Media, la fundación de un monasterio implicaba el
acercamiento del mundo a los monjes, porque en torno a cada abadía surgía de
inmediato una villa o una aldea como primer germen de una futura ciudad.
También ahora los Mendicantes huyen pero no de la ciudad, sino de la
estabilidad y de la autarquía (= autosuficiencia, soberanía), propias de los
monasterios anteriores. Estos eran pequeños mundos autosuficientes; se
autoabastecían en todo; en lo espiritual y en lo económico. La fuga de los
Mendicantes es de otro tipo; no es una fuga espacial o geográfica, sino
estrictamente espiritual, en el sentido de que huyen de cualquier forma de
poder político, económico, e incluso espiritual, para situarse no en el desierto
geográfico, sino en el desierto de los sin poder, de los sin-privilegios, en una
palabra, de los menores.

Los Mendicantes forman un todo con el paisaje interior de las ciudades, en


una mutua interacción. De las ciudades recibirán ellos los medios económicos
para su subsistencia; y, a su vez, las ciudades recibirán de los frailes dirección
espiritual, e incluso cultural. Serán en muchas ocasiones un verdadero
aglutinante en medio de aquellas gentes, tantas veces divididas hasta la guerra,
por intereses contrapuestos.

Organización centralizada: por eso mismo, los conventos mendicantes no son


independientes, autónomos, sino que dependen de una organización
centralizada. Todos los frailes dependen del Guardián, del Maestro, del
Ministro, según la terminología específica de cada Orden; y cada convento
depende de un organismo superior que se llamará generalmente provincia; y
ésta del ministro o del maestro general que gobierna toda la Orden, y en cuyas

218
manos están también los destinos de todos y de cada uno de los frailes. Pero
cada una de estas autoridades, en sus distintos niveles, tendrá que responder
ante el Capítulo conventual, provincial o general, respectivamente. Estas
autoridades no serán vitalicias como los abades, sino elegidas para un tiempo
determinado, transcurrido el cual, podrán ser removidas de sus cargos o
reelegidas. Esta estructura centralizada, que será adoptada después por todas
las Órdenes y Congregaciones religiosas, es de gran utilidad, sobre todo por la
movilidad de los religiosos, tan necesaria para las urgencias apostólicas.

La cercanía de los seglares: Los Mendicantes rompen las barreras que hasta
entonces separaban a los «claustrales» de los «seglares». Esta cercanía no se
debe solamente al hecho material de que los Mendicantes vivan en medio de
las ciudades, codo a codo con los seglares, a causa del ministerio apostólico y
de la cuestación (recaudación) de puerta en puerta, sino porque ahora darán
origen a una forma intermedia entre los seglares y los religiosos: las Terceras
Ordenes Seglares, en las que ingresarán numerosos fieles deseosos de
apropiarse la espiritualidad de los Mendicantes.

Desde la segunda mitad del siglo XII había multitudes de cristianos seglares
dispuestos a dejarse evangelizar; tal era el hambre de Evangelio que había
despertado la Reforma Gregoriana en la Iglesia. Pero muchos de estos fieles
sencillos corrían el riesgo de caer en manos de aquel pulular de movimientos
heretizantes por la falta de una predicación, y, sobre todo, de un estilo de vida
que en la Iglesia reflejase con más coherencia el ideal cristiano de la primitiva
comunidad de Jerusalén. Estas eran las multitudes que los Mendicantes
estaban llamados a conducir a la comprensión ortodoxa y a la vivencia
coherente del Evangelio.

219
Durante la Edad Media, la Iglesia había canonizado la división de la sociedad
apuntada ya por Alfredo el Grande de Inglaterra a principios del siglo IX, el
cual, traduciendo muy libremente el libro De Consolatione, de Boecio,
asignaba a cada categoría de personas una función específica: Los clérigos
deben orar por los guerreros y por los campesinos; los guerreros deben luchar
para defender a los clérigos y a los campesinos; los campesinos deben trabajar
para alimentar a los clérigos y a los guerreros. Es una concepción sagrada de
la sociedad. Pero, a lo largo del siglo XII, como consecuencia de los
sentimientos antifeudales y antijerárquicos popularizados por los
«movimientos de liberación» de las ciudades y por los movimientos de retorno
a la Iglesia pobre de los orígenes, se inicia un proceso de secularización de la
sociedad que culminará a comienzos del siglo XIII, aunque no sin resistencia,
cuando se dio el paso de una sociedad organizada en órdenes, clérigos,
caballeros y campesinos, a una sociedad estructurada en estados de vida. A la
sociedad sacralizada de los órdenes, le sucede una sociedad laica organizada
en estados de vida o en estados profesionales.

A esta nueva concepción laical de la sociedad corresponde una nueva


espiritualidad laical. Anselmo de Havelberg en sus Diálogos, escritos en 1145,
establece las bases para una teología de los distintos estados de vida,
criticando la doctrina que concede la exclusiva de la perfección cristiana a los
monjes y a los clérigos, y afirmando la unicidad del bautismo, de la fe y de la
Iglesia, como punto de partida para la perfección de todos los cristianos. Y el
autor anónimo del Liber de diversis ordinibus et professionibus da un paso
más, afirmando que la vocación laical no es simplemente una manera más de
vivir el único Evangelio, sino que tiene más mérito que la vocación monástica

220
y clerical, porque tiene que desarrollarse en contacto permanente con el
mundo.

Poco a poco se va abriendo camino la idea de que la vocación cristiana no


excluye ningún oficio. Gerhoch de Reichesberg (muerto en 1167) reivindica el
valor netamente cristiano de cualquier profesión laical, con tal de que siga la
única regla fundamental de toda vida cristiana que es el Evangelio. No
importa que el cristiano sea soldado, mercader, agricultor, jurista o clérigo.
Todos pueden y deben, cada uno desde su propia condición de vida, colaborar
en la edificación de la Iglesia. En cambio, anteriormente, se creía que no todos
los oficios podían conducir a Dios. Entre éstos estaba el oficio de comerciante,
porque los hombres de negocios en aquel tiempo no estaban encasillados en la
estructura sacralizada del ordenamiento social, sino que vivían por libre.

Ahora bien, aunque los comerciantes no constituyan un grupo reconocido en


el ordenamiento de aquella sociedad, sin embargo, los tiempos nuevos apuntan
hacia ellos como a los hombres del futuro. Es más, del estamento de los
comerciantes provienen los dos hombres más representativos del momento;
Francisco de Asís y Pedro Valdés. Ambos alimentados en el mismo humus
social; ambos integrados en el mismo cauce de los movimientos de reclamo a
la Iglesia pobre (en esto debe matizarse el papel de Francisco: ¿pretendía él un
reclamo a la Iglesia?) y de la predicación itinerante; pero cada uno de ellos
desembocará en playas distintas, tan distintas como la santidad oficialmente
reconocida y la herejía, respectivamente.

Desde la Reforma Gregoriana, pero especialmente desde la maduración


definitiva de los movimientos pauperísticos con la aprobación ya mencionada

221
de Inocencio III concedida a los Humillados y a algunos otros grupos
provenientes del Valdesismo, el movimiento penitencial se traduce en una
actitud frente a la vida que no solamente es religiosa, sino incluso cultural.

Fue San Francisco quien dio un fuerte impulso a la penitencia voluntaria de


los seglares, porque él mismo fue desde el principio de su conversión un
hombre de la penitencia, y laico. Se trata no de una penitencia circunstancial,
sino de un verdadero estado de vida. Y cuando empieza su actividad
apostólica, después de reconstruir la iglesia de San Damián, Francisco predica
únicamente la penitencia: «... empezó a anunciar la perfección del Evangelio,
predicando a todos con sencillez la penitencia». Ahí está el origen de las
Terceras Ordenes que, a imitación de Francisco, irán fundando todas las
demás Ordenes Mendicantes.

Su vida pobre y penitente y su predicación ejercieron sobre las masas italianas


una impresión tan fuerte que las arrastraba irresistiblemente hacia su mismo
ideal de vida. Como dice Celano, hombres y mujeres de toda clase y condición
acudían a oír al nuevo apóstol que los seducía a pesar de su palabra
escasamente adornada, pero dulce y fascinante palabra (1C 27). Los primeros
trazos de una Regla para estos seglares que se convertían con la predicación
de Francisco pueden verse en la Carta a todos los fieles, cuya primera
redacción, según Fr. Cayetano Esser, sería el manuscrito 225 de la Biblioteca
de Volterra, por él mismo publicado con el título de Exhortación a los
hermanos y hermanas de la Penitencia.
.
La idea de unir asociaciones laicales a una Orden religiosa, tiene un
precedente en los monasterios visigodos (=ibérico, español) españoles y en los

222
monasterios benedictinos, cuando algunos seglares, e incluso familias enteras,
ansiosas de asegurar su salvación eterna, se entregaban «en cuerpo y alma» al
abad, a fin de participar de las obras espirituales y materiales de los monjes.
Algo más cercano a lo que serán las Terceras Ordenes afiliadas a las Ordenes
Mendicantes está en aquellos hombres y mujeres que se asociaban a los
Premostratenses; y más cercana aún, la asociación laico-religiosa de los
Humillados que, bajo la Regla benedictina se ocupaban en la industria de la
lana, que si bien después se desvió, fue definitivamente recuperada, como se
deja dicho, por Inocencio III. Hay ahí un precedente bastante parecido a lo que
será la Tercera Orden Franciscana Seglar.

Pero la paternidad de las Terceras Ordenes Seglares propiamente dichas, no se


le puede disputar a San Francisco, a pesar de que, antes y después de él, hayan
existido distintas asociaciones de seglares en inmediata dependencia de
Órdenes y Congregaciones religiosas. Las Terceras Ordenes Seglares están
llamadas a vivir y a hacer penetrar el espíritu de las respectivas Ordenes
Mendicantes en las realidades del mundo.

Las Ordenes Mendicantes y la cultura: la progresiva urbanización de los


Mendicantes fue también una consecuencia de la necesidad que tenían de una
adecuada formación cultural para el desempeño del ministerio pastoral. Era
preciso frecuentar los centros universitarios en los que se impartía esa cultura;
y estos centros estaban en las grandes ciudades. En la división tripartita de la
sociedad, característica del período en que floreció el monacato medieval, no
había un lugar para la función del intelectual; pero desde el momento en que
se abandonó la división de la sociedad en órdenes para pasar a una división en
condiciones o funciones, surge la función del intelectual.

223
El florecimiento de las ciudades y de los municipios y, sobre todo, la nueva
estructura de una economía de comercio, exigían la presencia de hombres
cultos. La creación de escuelas y de Universidades, por otra parte, hacía
necesaria la existencia de unos hombres dedicados a la función de la docencia.
Surge así el intelectual como profesional de la cultura y de la ciencia. Estos
hombres nuevos, estos intelectuales, plantean unos retos nuevos a la Iglesia, a
los que ella responderá a través de las Órdenes Mendicantes.

Ya se ha dicho anteriormente que el movimiento penitencial no es solamente


una cuestión religiosa, sino más bien una actitud global ante la vida que se
traduce en manifestaciones culturales. Se trata de una visión global del mundo
y de la vida que se manifiesta culturalmente en complejas y articuladas
instituciones religiosas y sociales. Es ahí donde ejercen un papel
preponderante los Mendicantes.

Las masas populares, privadas enteramente de una palabra iluminadora,


cedían fácilmente ante cualquiera que les hablase. Son, precisamente, las
clases más humildes las que más participaron en los movimientos
pauperísticos y penitenciales. El pueblo llano se sumó gozosamente, con
entusiasmo, a todos esos movimientos religiosos, tanto heréticos como
ortodoxos, porque no siempre estaban en condiciones de distinguir entre la
herejía y la ortodoxia.

La abundante predicación popular llevada a cabo por los Mendicantes


respondió adecuadamente a las expectativas de los movimientos penitenciales
y de predicación itinerante. El franciscanismo respondía más directamente a

224
este movimiento penitencial surgido de los estamentos humildes, porque él
mismo no es sino una rama del frondoso árbol del movimiento penitencial. En
cambio, el dominicanismo, aunque también se sumó a esta predicación
popular, por su origen canonical, tenía un carácter más docto. Santo Domingo
tuvo muy clara, desde los orígenes mismos de la Orden, la idea de
proporcionar, por una parte maestros para la enseñanza de las ciencias
sagradas, y -por otra- predicadores populares que hicieran frente al
expansionismo de los movimientos heréticos.

Una de las bases del gran éxito de la predicación popular de los Mendicantes
estuvo en el empleo de las lenguas vulgares a1 etilo de lo que hacían también
los predicadores ambulantes de los movimientos heréticos. Con los
Mendicantes, la predicación se hace cada vez más frecuente. En realidad, con
ellos el sermón se convirtió en una parte importante del servicio religioso.
Hasta entonces, la predicación era casi exclusivamente oficio de los obispos.
Pero los Mendicantes recibieron del Papa el privilegio de predicar por todas
partes, incluso sin permiso del obispo. Es más, con ellos la predicación salió
de los templos para invadir las calles y plazas.

No era solamente cuestión de espacio para aquellas grandes masas, sino


también cuestión de método. La calle, como lugar profano, permitía al
predicador una mayor agilidad y una mayor sencillez, e incluso desenvoltura
en el modo de tratar los temas, aduciendo ejemplos y anécdotas que no
parecerían apropiadas para un lugar sagrado.

El hambre de la palabra de Dios y el deseo de una mayor información


religiosa y profana se hacen tan patentes en las masas populares, que los

225
predicadores se sienten en la obligación de convertir los sermones en un
vehículo de información del pueblo sobre temas que van desde la política
hasta la ciencia y el arte; desde la moral cristiana hasta los usos y costumbres
de la vida familiar y ciudadana. Con los Mendicantes, la predicación popular
alcanzó el culmen de su desarrollo y de su eficacia. Los predicadores, para la
preparación de sus sermones, contaban ya con enciclopedias históricas y
teológicas, con colecciones de citas bíblicas y patrísticas; con colecciones de
cuentos y leyendas, e incluso de chistes. Hubo predicadores famosos como
Juan de Vicenza, Venturino de Bérgamo, Bernardino de Siena, Bernardino de
Feltre, Vicente Ferrer, Savonarola, que congregaron en torno a sí a
muchedumbres incalculables.

Los Mendicantes al asalto de las cátedras universitarias: junto a esa


aportación cultural, a través de la predicación popular, los Mendicantes,
empezando por los Dominicos, se sumaron de lleno a la cultura en su
expresión más elevada, a través de la presencia de sus grandes Maestros en las
aulas universitarias. Su actividad docente no sólo consiguió grandes méritos
en la formación de innumerables alumnos, sino también en la producción de
grandes obras que constituyen un hito en la historia de la cultura occidental,
tanto en teología como en filosofía y en el campo de las ciencias
experimentales.

En el apostolado de la cultura tomaron la iniciativa los Dominicos, a la que se


sumaron después los Franciscanos, cuando San Buenaventura reconcilió al
franciscanismo con la cultura, y también los miembros de las demás Órdenes
Mendicantes: Agustinos y Carmelitas. Por su rápida expansión por toda
Europa, la cultura experimentó un notable incremento, no sólo por la

226
presencia de los doctores en las aulas universitarias, sino, sobre todo, porque
la fundación de un convento mendicante, especialmente dominico, en
cualquier ciudad de Europa, comportaba necesariamente la apertura de una
escuela de teología, que con el correr del tiempo se convertía en centro
universitario. Esto contribuyó a descentralizar también la cultura y la
enseñanza.

El célebre predicador Giordano Rivalto resumía así, a comienzos del siglo


XIV, el progreso experimentado por el estudio de la Teología, gracias al
impulso dado por los Mendicantes: «En cada convento hay escuela De
Divinitate, lo cual es de tanta utilidad, que nunca se podrá ponderar
suficientemente».

Polémica entre los Maestros Mendicantes y Seculares: la presencia masiva


de Maestros Mendicantes en las Universidades de renombre, como París y
Bolonia, empezó a ser mal vista por parte de los doctores provenientes de
otros estamentos eclesiásticos, dando lugar a una dura polémica que enfrentó,
entre otros, a Guillermo de Saint-Amour con Santo Tomás de Aquino y con
San Buenaventura. En realidad, esta polémica universitaria no carecía de
fundamento. Los adversarios de los Mendicantes alegaban que la Universidad
era una corporación exenta y los Mendicantes, miembros de otra corporación
exenta por privilegio apostólico, no podían ser miembros simultáneamente de
dos corporaciones.

La disputa empezó cuando los dominicos abrieron una cátedra pública de


teología en su convento de la calle Saint-Jacques de París con rango
universitario; el descontento aumentó cuando el maestro parisino Juan de

227
Saint-Gilles se hizo dominico (1228) y continuó enseñando, en una segunda
cátedra en el mismo convento. Aún pasarían algunos años sin mayores
complicaciones; pero el recelo aumentaba, a medida que los Mendicantes
ocupaban cátedras en la Universidad, porque disminuían las oportunidades de
los Maestros seculares. Fue en 1252 cuando estalló verdaderamente el
conflicto. Una decisión de la Universidad de París prohibió a los colegios de
los religiosos tener más de una cátedra magistral; y los religiosos que no
pertenecieran a ningún colegio no podrían enseñar en la Universidad. Y, sobre
todo, cuando lo Maestros Mendicantes, dos dominicos y un franciscano,
rehusaron tomar parte en la huelga organizada en 1253 para protestar por la
por la lesión hecha a sus privilegios; se les reprochó su actitud, pero como los
mencionados profesores permanecían en su actitud inicial de no participar en
la protesta, los expulsaron de la Universidad. Después de varios intentos
inútiles para solucionarlo pacíficamente, el asunto fue elevado al papa.

Guillermo de Saint-Amour, como portavoz de los Maestro seculares, llevó la


representación de éstos a la Curia pontificia (1254). El papa Inocencio IV que,
inicialmente, se había declarado a favor de los Mendicantes, cambió de
repente de actitud a favor de los seculares; pero su inmediato sucesor,
Alejandro IV (1254-1261), replanteó de nuevo la cuestión. Guillermo de
Saint-Amour compuso, probablemente en el mismo año 1254, un tratado
furibundo contra los Mendicantes, titulado Liber de Antichristo et eiusdem
ministris. Evidentemente, Guillermo de Saint-Amour no estaba sólo en esta
lucha contra los Maestros Mendicantes; tenía a su lado a maestros célebres,
como Sitger de Bravant, Lorenzo Langlais, Nicolás Lisieux, Gerardo de
Abeville.

228
La cuestión se complicó al aparecer el libro lntroductorius in Evangelium
aeternum, del franciscano Gerardo de Borgo San Donnino, que comentaba
erróneamente las teorías del abad Joaquín de Fiore. Guillermo de Saint-Amour
quiso envolver a todos los franciscanos en la condena, e incluso a todos los
Mendicantes como fautores de herejía. Sus ataques no se limitaron a los
verdaderos errores apocalípticos del mencionado libro, sino que se atrevió a
condenar el ideal mismo de perfección cristiana de las Órdenes Mendicantes
en cuanto tales, queriendo demostrar que el pedir limosna, lejos de ser una
virtud, implicaba un gravísimo peligro para la misma Iglesia.

En defensa de los Mendicantes salieron las dos máximas lumbreras que éstas
tenían entonces, San Buenaventura, con sus lecciones bíblicas Sobre la
pobreza de Cristo, y, poco después, Santo Tomás de Aquino, con su libro
Contra los impugnadores del culto de Dios y de la religión. Guillermo de
Saint-Amour, no sólo no se calló, sino que salió de nuevo a la palestra con
otro libelo incendiario contra las Ordenes Mendicantes, Libelo sobre los
peligros de los últimos tiempos.

El papa Alejandro IV, que había condenado el libro de Gerardo de Borgo de


San Donnino, le asestó ahora un duro golpe a Guillermo de Saint-Amour al
condenar su libelo por injusto, execrable y de doctrinas falsas (1256); y tomó,
al mismo tiempo, una actitud resuelta en favor de las Ordenes Mendicantes,
obligando a la Universidad de París, bajo amenaza de excomunión, a recibir
romo maestros a los Dominicos y Franciscanos, revocando la decisión
contraria de Inocencio IV. Los maestros parisinos prefieren disolver la
Universidad antes que readmitir a los Mendicantes. La componenda del rey,
San Luis, para salvar la Universidad, que solucionaba la cuestión, admitiendo

229
las dos cátedras de los Dominicos, pero separándolos del gremio de la
Universidad, fue declarada nula por el papa; el cual, para acabar de una vez
por todas con la cuestión, privó a Guillermo de Saint-Amour y a otros tres
maestros, cabecillas de la rebelión, de todo oficio y beneficio; y pidió al rey
que expulsara de Francia a Guillermo de Saint-Amour, instigador de toda la
animosidad contra los Mendicantes.

El triunfo sonrió definitivamente a los Mendicantes, porque San Buenaventura


y Santo Tomás pudieron reemprender la tarea docente en las cátedras de sus
respectivos colegios incorporados definitivamente a la Universidad de París.

Las escuelas filosófico-teológicas de los Mendicantes: a través de las


Ordenes Mendicantes, la Iglesia ejerció una influencia tan decisiva en la vida
intelectual y religiosa, a lo largo de los siglos XIII y XIV, como la que había
ejercido anteriormente a través de los monasterios, aunque de otra manera.
Cada una de las principales Ordenes Mendicantes tuvo, dentro del sistema
general de la Escolástica, sus propias y original escuelas filosófico-teológicas.
Los Dominicos encarnaban prácticamente la doctrina oficial de la Iglesia; y
gozaban de una posición dominante en la vida espiritual de la burguesía. Las
clases medias y superiores aceptaron la corriente cultural preferida por la
Iglesia oficial, el Tomismo: una especie de racionalismo progresista, al
principio, pero bastante conservador después. La ideología oficial del
dominicanismo quedó plasmada en la Suma Teológica, la obra monumental de
Santo Tomás de Aquino, la cual se adaptaba mucho mejor que las demás
corrientes contemporáneas a las condiciones del momento sociocultural y
sociorreligioso, lo mismo que a las necesidades de la «burguesía ilustrada»
que estaba consolidando su posición. El Tomismo partía de una

230
fundamentación agustiniana, pero matizada con elementos extraídos de
Aristóteles. Santo Tomás de Aquino levantó un edificio cultural imperecedero,
en el que se hallan bien cimentados la sobriedad, 1a seguridad y el
compromiso entre la Iglesia y el mundo, que tan necesarios se hacían a los
hombres del siglo XIII, sobre todo de la alta burguesía.

El franciscanismo tuvo más dificultades para aclimatarse en el contexto


cultural de la escolástica. Esta dificultad estuvo originada por la actitud del
propio San Francisco, el cual concedió más importancia a la piedad sencilla
que a la piedad culta. Esta actitud colocó al franciscanismo naciente en
desventaja intelectual en relación al dominicanismo; y tuvo que pagar un
precio muy alto en disensiones internas por llegar a alcanzar una situación de
normalidad frente a los estudios y frente a la cultura. Fue San Buenaventura
quien reconcilió al franciscanismo con el estudio y con los libros. San
Buenaventura es, dentro del franciscanismo, lo que Santo Tomás, su
contemporáneo, fue dentro del dominicanismo; el Doctor Seráfico es el que
mejor representa la postura de la teología oficial de la Orden, con un sistema
que viene a ser una mezcla de misticismo agustiniano-platónico y de
racionalismo aristotélico, con prevalencia del primero sobre el segundo.

De este modo, el franciscanismo no podía ofrecer a la Iglesia y a la burguesía


la solidez y claridad que caracterizaban al tomismo. Sin duda, los
Franciscanos tuvieron algunos exponentes de su escuela, de una categoría
indudable, como Duns Escoto y Guillermo de Ockam, creadores de unos
sistemas filosófico-teológicos que, inicialmente al menos, no fueron bien
vistos por la Curia Romana (está otros como Raimundo Llull, Rogerio Bacon,

231
Mateo de Aquasparta, y más), pero que acabaron imponiéndose dentro de las
corrientes del pensamiento.

Sin duda, las Ordenes Mendicantes, primero los Dominicos, después los
Franciscanos y, finalmente, los Agustinos y los Carmelitas, crearon sus
propias escuelas e hicieron aportaciones decisivas a la historia de la cultura.

De la pobreza individual a la pobreza comunitaria: la pobreza de los


Mendicantes hay que entenderla también como una respuesta a los retos
planteados por la nueva economía monetaria propia de la sociedad urbana y
comercial. La pobreza de los monasterios, encarnados en el sistema
económico feudal, afectaba a los monjes en tanto que individuos particulares;
los cuales se despojaban radicalmente de toda propiedad; pero los monasterios
podían poseer toda clase de bienes materiales y, con frecuencia, eran
extraordinariamente ricos y poderosos.
Ahora bien, las Ordenes Mendicantes se han separado del orden social feudal
para encarnarse en el orden social de las ciudades libres. Su pobreza es no sólo
individual, sino también comunitaria. No sólo el fraile mendicante ha
renunciado, como el monje a toda propiedad material, sino también la
comunidad mendicante ha renunciado a toda posesión y a cualquier clase de
renta característica de los monasterios.

Hasta la Reforma Gregoriana, ningún movimiento reformador había planteado


jamás la existencia de la pobreza comunitaria. La Reforma cluniacense no sólo
no se había hecho cuestión de la pobreza comunitaria, sino más bien todo lo
contrario, porque aspiraba a la riqueza y al poder económico, e incluso al
poder político. Los cluniacenses consideraban el bienestar económico de sus

232
monasterios, dentro de la más pura línea veterotestamentaria de las
bendiciones de Dios, como la justa recompensa divina por la pobreza
individual de los monjes y la observancia regular de la comunidad monástica.
Nunca se le había ocurrido a ningún monje pensar que pudiese existir una
contradicción entre vida cristiana y riqueza monástica, sino que aquella
justificaba a ésta. El ejemplo más claro es la teoría de Raul Glaber, el cual
llegó a afirmar: «Aquellos que se entregaron incesantemente a las obras de
Dios, es decir, a las obras de la justicia y de la piedad, merecieron ser
colmados de todos los bienes».

Sin duda, crecieron las críticas contra la excesiva riqueza de los monasterios
después de la Reforma Gregoriana. Ante esta desazón espiritual por encontrar
en los monasterios un camino de seguimiento de Jesús en pobreza radical, las
vocaciones religiosas ya no se orientan hacia ellos, sino que emprenden de
nuevo el camino del desierto, dando origen, como ya se ha visto, a algunas
Órdenes monásticas que realizaron los primeros ensayos de pobreza
comunitaria, como fue el caso de la Orden de Grandmont. Pero la respuesta
definitiva a los planteamientos de los movimientos pauperísticos que exigían
la pobreza colectiva de la Iglesia, no se plasmará hasta las Ordenes
Mendicantes.

Los Mendicantes, y el primero entre todos ellos, Francisco de Asís, en medio


de una sociedad que debía todo su bienestar al dinero amasado rápidamente en
el comercio, se desprenden de él, para vivir en pobreza comunitaria absoluta.
Se colocan así -no sólo fuera del sistema feudal- sino también fuera de las
nuevas clases socio-económicas creadas por el sistema monetario y comercial.
Ahora bien, aunque todas las Ordenes Mendicantes tendrán en común la

233
pobreza colectiva, sin embargo, cada una de ellas vivirá este ideal de una
manera peculiar, a través de la cual se puede ver incluso la evolución del
concepto mismo de pobreza:

Mientras en los orígenes de las Órdenes Mendicantes el ideal de la pobreza es


estrictamente religioso, y es considerada como ocasión para santificarse y no
como problema social, se pasará más tarde, como consecuencia de las luchas
pauperísticas suscitadas por los Espirituales y por los Fraticelli, a una
desestima de la pobreza, y esto no dejará de influir en la evolución de las
mismas Ordenes Mendicantes».

La pobreza comunitaria implicaba para los Mendicantes el tener que pedir


limosna de puerta en puerta, aunque no fuese éste el único medio de
subsistencia, porque contaban también con el trabajo de las propias manos,
especialmente los Franciscanos. Ya se ha visto también, anteriormente, cómo
éste sistema de atención a sus necesidades materiales les obligaba a establecer
sus conventos en medio de las ciudades.

Los Mendicantes, con su pobreza comunitaria y con su predicación itinerante,


acabaron, de una vez por todas, con las críticas que los movimientos
pauperísticos habían dirigido a la Iglesia poderosa, rica y cómodamente
instalada; y -por lo mismo- alejada del ideal de vida de los Apóstoles y de los
primeros cristianos. Se puede sintetizar la respuesta de los Mendicantes a los
movimientos de predicación pobre e itinerante, los cuales, en sí mismos eran
el fiel reflejo de una nueva sociedad que luchaba por salir del viejo sistema
socio-religioso anterior, recurriendo a lo dicho por Rafael Morghen: «... una
apretada fila de predicadores difundió entre el pueblo europeo que salía del

234
Medioevo, los ideales de la vida cristiana y el retorno al Evangelio, en la
obediencia a la Iglesia administradora de los carismas necesarios para la
salvación. La influencia ejercida por estos predicadores populares, para la
formación de la nueva religiosidad del mundo moderno, constituye un
fenómeno histórico de gran relieves».

Historiografía Franciscana: Francisco de Asís y sus Menores

La vida de San Francisco de Asís, el hombre que amó todo lo que vive y
alienta, el santo amado y admirado por los hombres de todos los tiempos, y
canonizado por los credos religiosos más dispares, resulta muy difícil
interpretarla, no tanto escribirla, porque es muy lineal, muy abierta y muy
corta. Apenas cuarenta y cuatro años de vida, pero intensamente vividos. Luigi
Salvatorelli ha escrito sobre él las palabras más elogiosas:

«Francisco de Asís es, después de Jesús, el máximo héroe del Cristianismo.


De ningún otro se puede constatar una influencia tan directa, eficaz, que
todavía se manifiesta, a la distancia de ocho siglos de su vida mortal; una
influencia que también se ejerce, y quizá prevalentemente más allá de los
confines de la Iglesia a la que él pertenece confesionalmente, e incluso más
allá de los límites de la civilización cristiana. No sería aventurado decir que
cuanto queda hoy de espíritu cristiano en el mundo se remonta, en su mayor
parte, después de los Evangelios, al franciscanismo originario».

Francisco de Asís es, en efecto, una persistencia gozosa en la memoria


histórica de la humanidad; y ha despertado siempre una gran simpatía en todos

235
los que se han acercado a él. Precisamente, el primero que se esmeró en
escribir una biografía crítica del santo fue un protestante: Paul Sabatier.

Son muy pocos los escritos que se conservan del santo: Dos Reglas, un
Testamento, algunas cartas, algunas poesías, algunas exhortaciones y algunas
oraciones. Estos escritos constituyen la fuente principal para comprender el
misterio de Francisco; porqué él fue un misterio para sus contemporáneos y lo
sigue siendo en la actualidad. Lo cierto es que hay algo que resulta evidente: a
pesar de los siglos transcurridos la figura del Santo de Asís continúa tan viva e
influyente como lo fue en el siglo XIII. Francisco, todo lo que él representa,
sigue ejerciendo una impresionante fascinación que resulta aún más
impresionante al constatar que excede los amplios límites del catolicismo,
incluso del cristianismo: el Poverello es, sin duda, paradigma para hombres y
mujeres de todas las razas, culturas y credos; él –según el decir de Eloi
Leclerc– posee un encanto que acalla todas las diferencias95.

Por esto, y muchas otras circunstancias que confluyen, la historia de la


persona y acción de aquel hombre italiano medieval que fue Francisco
Bernardone deviene una historia tan importante como decisiva. Y no es sólo
importante por cuanto sea necesaria para redireccionar el presente del
movimiento franciscano, sino que se trata de una historia importante por sí
misma, porque descubre la originalidad de la experiencia personal de
Francisco y su capacidad de expansión, de comunicación, de atracción, de
influjo en la sociedad y la cultura del siglo XIII.

95
Leclerc, Eloi. Francisco de Asís. Editorial Franciscana Aranzazú. Guipúzcoa, 1993, p. 7

236
Es una historia que reviste singular importancia también porque, a lo largo de
ocho siglos, ha dado lugar a una historiografía, investigación científica,
reflexión crítica, expresión artística y experiencia espiritual sin iguales, que no
pueden ser reducidos a los estrechos muros de la historia eclesiástica y
religiosa.

Surge, entonces, una pregunta: ¿de dónde esa gran irradiación, esa fuerza de
seducción que se brinca las fronteras? Es la misma cuestionante que le lanzaba
a Francisco el hermano Maseo en el cap. X de las Florecillas: «¿Por qué a ti?
¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?... Me pregunto ¿por qué todo el mundo va
detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte?
Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y
entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?...»

Su primer biógrafo, Tomás de Celano, ya experimentó la insuficiencia de las


palabras humanas para desvelar ese misterio, porque el Francisco total, el
Francisco profundo, solamente es, aproximativamente alcanzable. Para un
acercamiento a Francisco de Asís, existen también otras fuentes biográficas,
aunque la crítica histórica las considera tendenciosas en buena parte. Su
primer biógrafo, Tomás de Celano, escribió dos biografías: la primera, a los
tres años de la muerte del santo (1226), y la segunda (Memoriale) en 1247. Él
fue testigo ocular de muchos de los acontecimientos que narra, pues fue
recibido por el propio Francisco en 1214; pero es sospechoso de pretender
conciliar el ideal franciscano de los orígenes con el modo de vivirlo en el
tiempo en que escribe, sobre todo la segunda biografía.

San Buenaventura, su segundo biógrafo más importante, está ya mucho más


alejado de los acontecimientos. Su obra principal, La Leyenda Mayor, escrita

237
en 1263 fue aprobada como biografía oficial del fundador por el Capítulo
General de París (1266), el cual ordenó, al mismo tiempo, la destrucción de
todas las demás «leyendas». También esta obra es sospechosa, porque San
Buenaventura y el mencionado Capítulo General intentaron conciliar todas las
disidencias existentes en la Orden respecto a la interpretación de la vida del
Santo Fundador, y justificar la situación vigente entonces en el
Franciscanismo.

Otro documento de importancia es la Leyenda de los tres compañeros (que


fueron fray León, fray Ángel y fray Rufino. Esto debe ser matizado por los
últimos aportes de la crítica histórica). Esta obra fue compuesta para que
sirviera a Tomás de Celano para redactar su segunda biografía; pero hoy se
duda de su autenticidad en su estado actual96. La Leyenda está precedida por
una Carta que envían los Tres compañeros al General Crescencio de Jesi,
fechada en Greccio el 11 de agosto de 1246.

Existe también una Leyenda antigua que tiene como autor probable a fray
León (dato no comprobable), y que parece más segura (en realidad no tanto).
Con todo, ninguna de estas fuentes biográficas debe ser aceptada sin gran
prudencia en todas sus afirmaciones, porque cada una de ellas adolece de un
gran defecto. Celano es demasiado conformista; fray León excesivamente
rigorista en la interpretación del Francisco de los orígenes; y San
Buenaventura demasiado conciliador de las diversas corrientes en que estaban

96
La Carta enviada por los Compañeros aclara explícitamente: No va escrito en forma de leyenda, puesto que
ya existen leyendas de su vida y de los milagros que Dios ha obrado por él; lo que hemos hecho es recoger,
como de un ameno jardín, las flores más hermosas, según nos parecía, sin seguir un orden histórico...» (TC 1).
Ahora bien, esta noción de florilegio se aplica muy bien al texto de la Leyenda de Perusa, como veremos,
pero no a la titulada Leyenda de los tres compañeros, que es verdadera «leyenda», es decir, una biografía
estructurada según la sucesión de los hechos.

238
divididos entonces los seguidores del Pobre de Asís (debe también matizarse
esta aseveración gratuita del autor).

Asís, ciudad libre y comercial: esta ciudad umbra está inmersa en la dinámica
del tiempo. En 1174, apenas ocho años antes del nacimiento de Francisco, fue
arrasada por Cristian de Maguncia, un eclesiástico de armas tomar que,
además de arzobispo de Maguncia era también canciller del Imperio. Desde
1177, Asís queda sometida al duque imperial de Espoleto; pero no se resigna a
su suerte. En 1200 los asisienses se sublevan de nuevo; y ahora sí, consiguen
arrasar la fortaleza, la Rocca Maggiore, que desde la altura del Sasso Rosso
sombreaba las 255 casas que albergaban a los dos mil habitantes que
componían toda la vecindad. Se estableció un gobierno comunal, aunque la
carta definitiva de su libertad no la recibirán los ciudadanos asisienses hasta el
año 1210, después de algunas batallas perdidas en las que intervendrá el
propio Francisco.

En esta ciudad, fiera de su libertad y próspera por las crecientes relaciones


comerciales con las ciudades vecinas, e incluso con el extranjero, nació
Francisco de Asís a finales de 1181 o principios de 1182. Sus padres, Pedro
Bernardone y Donna Pica, pertenecían a la nueva clase burguesa, dedicada a la
industria y al comercio de paños. En la pila bautismal le pusieron a su hijo el
nombre de Juan, pero su padre le llamará cariñosamente Francisco,
«francesito», por el amor que le tenía a Francia, donde había encontrado
riquezas y esposa; o quizás porque el niño aprendió a hablar muy pronto el
francés provenzal, el idioma de la madre, con miras al comercio.

239
Los clérigos de la iglesia de San Jorge, muy cercana a su casa, le enseñaron a
leer y a escribir un poco de latín, que seguía siendo el idioma habitual en la
Umbría; aprendió también algo de música y de poesía, porque cuando se
sentía alegre cantaba canciones que él mismo componía (¿sí?), y,
posiblemente, las tres reglas de cálculo, imprescindibles, después de todo, para
quien se iba a dedicar al comercio, como su padre (nada de esto es
comprobable por medio de las Fuentes, aunque puede suponerse).

Ya joven, elegante y rico, Francisco frecuenta los ambientes juveniles de la


ciudad. Malgasta el tiempo y el dinero de su padre en banquetes y juergas con
los jóvenes de su edad, y entre los cuales él es el líder. Era amigo de sus
amigos, generoso, casi derrochador (TC 2). Sus padres se lo consentían todo.
Su padre estaba orgulloso de él; su madre lo amaba más a que sus otros hijos
(TC 9). Francisco tuvo, al parecer dos hermanos. Uno de ellos se llamaba
Ángel. Su madre le perdonaba todas sus locuras juveniles a pesar de que ella
era muy piadosa (2C 3). No obstante, Francisco no fue jamás un libertino ni
un mal educado; fue caballero con todos, especialmente con las mujeres (2C
3).

La conversión de Francisco: los nobles, partidarios del emperador, que


después del asalto y destrucción de la Roca, habían huido a la vecina ciudad
de Perusa, lograron levantarla en guerra contra Asís. Una guerra que va a
durar varios años. Francisco participa en ella; pero en la primera batalla en
Ponte San Giovanni, el ejército asistente fue completamente derrotado por los
perusinos. Hubo muchos muertos y prisioneros. Francisco fue uno de estos
últimos. Durante un año permaneció en la cárceles de Perusa, siendo devuelto
a Asís gravemente enfermo. Era el año 1203. Se repone lentamente; es una

240
enfermedad grave; pero no es solamente una enfermedad corporal, la
tuberculosis (¿?), que lo acompañará ya siempre hasta su muerte, sino también
una especie de enfermedad del espíritu, una depresión, una apatía, que ahora
le tornaba amargas todas las cosas que antes le atraían: «Ni la belleza de los
campos, ni la frondosidad de los viñedos, ni todo lo que de más delicioso haya
los ojos pudo, en modo alguno, deleitarle. Se maravillaba de tan repentino
cambio y juzgaba necios a quienes amaban tales cosas» (1C 3,4).
Era el Señor que empezaba a trabajarlo desde dentro. No obstante, él sigue
empeñado en ser un caballero, un guerrero de fama, al estilo de Gualterio de
Brienne, jefe de los ejércitos pontificios que luchan en el sur de Italia contra
las tropas del emperador. Una vez repuesto, Francisco se enrola en el ejército
pontificio y se encamina hacia el sur; pero el Señor lo espera a mitad de
camino. En Espoleto cae de nuevo enfermo. Es el comienzo de la conversión.
Regresa a casa. Sus amigos de siempre le preparan una gran fiesta. Francisco
está tan alegre que sus amigos piensan que ha encontrado esposa y se va a
casar. Y era cierto, se iba a desposar, pero con una esposa muy especial:
«Estoy pensando en tomar una esposa tan noble, rica y hermosa como jamás
hallan visto otra» (TC 7; 1C 7). Francisco ha descubierto a Madama Pobreza,
la pobreza de Cristo que lo invita a abandonarlo todo y a entregase a ella como
a una mujer querida.

Los sufrimientos de Cristo en un leproso a quien besa, venciendo una


repugnancia infinita, y la decadencia de la Iglesia, cuando se siente llamado
por el crucifijo bizantino de la ruinosa iglesita de San Damián a «reparar su
casa», que él interpreta primero materialmente, pero después descubre que se
trata de una reconstrucción espiritual, constituyen el punto de partida para el

241
encuentro definitivo con su identidad profunda, la identidad del Poverello de
Asís.

En su obra de ayuda a los pobres y de reparación de las iglesias ruinosas de las


cercanías de Asís, gasta el dinero de su padre el cual, como hombre de
negocios deseoso de amasar fortuna, no puede soportar la prodigalidad de su
hijo ni, menos aún, comprender el extravagante género de vida que lleva. Le
cita ante el tribunal municipal; pero Francisco no acude; le cita ante el tribunal
del obispo, y entonces sí acude; pero, en un gesto profético, se despoja por
completo de sus vestiduras que, serena, pero enérgicamente, devuelve a su
padre con estas palabras: «Hasta ahora he llamado padre mío a Pedro
Bernadone..., desde ahora quiero decir: Padre nuestro que estás en los
cielos...» (TC 19,20; 1C 15; 2C 12).

Ahora si que se hizo realidad literal la ambición más profunda de todos los
movimientos de pobreza voluntaria que se venían sucediendo en la Iglesia
desde hacía más de un siglo: Seguir desnudos a Cristo desnudo, que tan
bellamente cantará un discípulo del propio Francisco, Iacopone da Todi:
«Povertil é nulla avere e nulla cosa poi volere e onne cosa posedere en spiritu
de libertate»

«Después que el Señor me dio hermanos (Test 14)»: Francisco continúa


reparando iglesias; pero asistiendo una mañana a la celebración de la
Eucaristía en la iglesita de la Porciúncula o de Santa María de los Ángeles 97

97
La Porciúncula pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio, la cual la cedió más tarde a San
Francisco. Este, en señal de reconocimiento y casi como signo de vasallaje, mandó que sus frailes enviasen,
cada año, a los monjes una cesta de peces; pero éstos, en razón de la humildad de Francisco, le enviaban a él y
a sus hermanos una cántara de aceite. Cf. Leyenda de Perusa, 56; Espejo de perfección, 55. El nombre de

242
que él había restaurado y elegido como residencia habitual, cuando el
sacerdote leyó el pasaje del Evangelio de Mateo (10, 7-13) en el que Jesús
envía a sus discípulos a predicar y a curar enfermos, yendo pobremente
vestidos y mendigando el sustento, lo consideró como una llamada dirigida a
él personalmente; entonces descubrió su vocación definitiva: «Esto es lo que
yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que, en lo más íntimo de mi
corazón, deseo poner en práctica» (1C 22; TC 25; LM 3,1). Había descubierto
su vocación de pobreza en predicación itinerante, que para él era sinónimo de
una vida plenamente evangélica: «El Altísimo mismo me reveló que debía
vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14).

Los compañeros no tardan en llegar. Provienen de todas las clases sociales.


Los hay ricos, como Bernardo de Quintavalle; Gil, de extracto campesino;
Silvestre, el sacerdote. Empiezan de inmediato la predicación pobre e
itinerante. Francisco y fray Gil se van a las Marcas. Las gentes que, después,
lo idolatrarán, se ríen de él ahora, al verlo tan pobremente vestido. Había que
fraguarse en la humildad y en el fracaso para poder soportar después los
elogios (TC 33). Cuando llegaron a ocho, Francisco los dispersó de dos en
dos. Pronto llegan a ser doce, el número mítico de los compañeros de Jesús.
Todos venden lo que tienen y dan el dinero a los pobres. Viven de su trabajo;
trabajan como jornaleros por el alimento diario; y cuando no hay trabajo,
piden limosna. Este estilo de vida impresiona en Asís. Hasta el obispo se
preocupa por su futuro, porque no es la manera habitual de constituir un grupo
monástico. Pero es que Francisco no quiere ser monje ni quiere poseer bienes,

Porciúncula, le viene de un trozo de terreno: «porcioncola». Y el apelativo de Santa María de los Ángeles, se
debe a que el pueblo creía que los ángeles bajaban allí a cantar las alabanzas del Señor.

243
porque entonces sería preciso tener armas para defenderlos (Tres
Compañeros, 35).

Ante el Señor Papa Inocencio III: Francisco se da cuenta de que hay que
escribir una Regla que defina los ideales y aglutine al grupo. Será la Regla
primitiva. Se· desconoce su texto porque se ha perdido, pero se sabe que era
apenas una recopilación de textos del Evangelio; entre los cuales estarían sin
duda: Mt 19,21; la respuesta de Jesús al joven rico; Lc 9,2-3, y Mt 10, 9-10: el
envío de los discípulos «a predicar el Reino de Dios y curar enfermos»; Mt
16,24: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame». Y añadió, como dice Celano: «algunas pocas cosas más,
absolutamente necesarias para poder vivir santamente» (1 Celan o, 32; Tres
Compañeros, 29).

Pero un grupo como el suyo puede ser fácilmente confundido por el pueblo, e
incluso por los obispos, con muchos otros grupos que caminan por ahí sin
sujeción a la Iglesia y sospechosos de herejía. Francisco, en cambio, quiere ser
un hijo fiel de la santa Madre Iglesia. Para que todo quede claro ante el
pueblo y ante los señores obispos, es preciso pedir la aprobación del señor
papa Inocencia III. Podría pedir la aprobación al obispo de Asís que lo conoce
y acepta su estilo de vida, pero Francisco quiere una aprobación, no para una
iglesia local, sino para la Iglesia universal (1 Celano, 30, 31). Era el año 1209.

Zefirelli, en su film Hermano Sol, Hermana Luna, ha descrito en bellas


imágenes lo que pudo significar el impacto de Francisco y de sus compañeros
en el ánimo de la Curia romana, y especialmente de aquel papa, Inocencio,
que a sí mismo se llamaba Dominus mundi, señor del mundo. El hecho es que,

244
según aparece narrado en las biografías antiguas, el señor papa intuyó en aquel
pobre mendigo la respuesta a un sueño en que veía la Basílica de San Juan de
Letrán, a punto de derrumbarse, y a un hombrecillo insignificante que
arrimaba el hombro para sostenerla. En consecuencia, aprobó, aunque sólo
oralmente, la Regla y el estilo de vida que Francisco le explicó en pocas
palabras, porque realmente pocas palabras se necesitan para decir que se
quiere vivir sencillamente, «según la forma del santo Evangelio» (Test. 14).

El papa le había dado facultad para predicar; pero también había ordenado que
les hicieran la tonsura; con lo cual, en cierto modo, los sacaba de la condición
de seglares y los preservaba del peligro de confusión con cualquier otro grupo
de predicación pobre e itinerante, pero por libre. Ellos quedaban así
enmarcados dentro de la santa Madre Iglesia Católica. Francisco será
ordenado después de diácono (un dato que nos del todo seguro: ¿por qué
ninguno de los biógrafos menciona la dicha ordenación, habiendo sido, como
tuvo que serlo, un acontecimiento tan significativo para la fraternidad? ¿Será
porque nunca se dio?).

Después de la aprobación pontificia, Francisco y sus Hermanos Menores


pasaron un tiempo delicioso en Rivotorto; fue un tiempo dedicado a la
convivencia y a la oración en medio de la más estricta pobreza; pero no era la
pobreza de los monjes sirios, ni siquiera la pobreza de los desiertos de Nitria o
de Escete, donde se establecían auténticos campeonatos de la maceración.
Francisco no quiere ese estilo de vida. El dispone que los hermanos, «tanto en
el comer y dormir como en remediar otras necesidades, deben dar con
discreción lo suficiente al cuerpo, para que el hermano cuerpo no pueda
quejarse... Pero si el hermano cuerpo quiere ser negligente, perezoso y

245
soñoliento en la oración, vigilias y otras obras buenas, entonces lo deberán
castigar como a un jumento malo» (EP. 97; 2C 129). Tampoco entre los
seguidores de Francisco faltaron, es verdad, algunas extravagancias como las
de fray Junípero o las de fray Juan el Simple, pero llenas siempre de dulzura y
de simpatía. Es una pobreza vivida en la alegría y en la entrega generosa al
servicio de la misma fraternidad, de los pobres y de los enfermos,
especialmente de los leprosos, porque éstos eran los últimos, los menores de
entre los enfermos. Otros Cristos nuevamente crucificados.

Una multitud de menores: la Orden crece como la espuma. La razón de


semejante crecimiento, como muy bien lo entendió Jacobo de Vitry, estaba en
el hecho de que la Orden de los Hermanos Menores respondía a una profunda
inquietud religiosa de aquel tiempo y de todos los tiempos «porque busca
expresamente imitar la forma de la primitiva Iglesia y llevar en todo la vida
de los Apóstoles» (a decir verdad, el modelo de pobreza que busca imitar
Francisco no fue el apostólico ni el de la primitiva Iglesia; antes que esto su
Modelo no fue otro que Cristo pobre). Han surgido fraternidades por toda
Europa. El propio Jacobo de Vitry veía un serio peligro en aquella expansión
tan rápida: «... A mi juicio, esta Orden incurre en un serio peligro, porque
envía a través del mundo de dos en dos no solamente a los hermanos ya
formados, sino también a los jóvenes todavía imperfectamente formados,
quienes además debieran ser probados y sometidos durante algún tiempo a la
disciplina conventual» (Jacobo de Vitry, Carta segunda).

También a Francisco le parece que crecen en demasía (2C 70). Cada año, el
Santo reunía en Asamblea a sus Hermanos Menores para exhortarlos al
cumplimiento de la Regla y para hacer los destinos de predicación itinerante.

246
En 1217 se celebró una asamblea especial; se puede decir que es el primer
Capítulo verdaderamente tal. Se le conoce como el «Capítulo de las Esteras»
(¿el primer Capítulo de las Esteras no fue celebrado en Pentecostés de 1221?),
porque los hermanos construyeron unos cobertizos de cañizo y de esteras.
Tomaron parte en él unos cinco mil Hermanos Menores.

Se tomaron decisiones importantes para el futuro como la organización de las


comunidades y la división de la Orden en provincias, cada una con su propio
«ministro provincial». De ellas, seis pertenecían a Italia: Lombardía, Tuscia,
Marcas, Campania, Apulia y Calabria con Sicilia. Y fuera de Italia, otras seis,
aunque algunas son de fundación posterior: España (1217), Francia (1217),
Alemania (1221), Inglaterra (1224), Hungría (1224). A finales del siglo XIII
se habían fundado en toda Europa más de 1.200 conventos, con cerca de
30.000 Hermanos Menores (es exagerado el número para esa fecha ¿finales
del siglo XIII?).

Francisco y el Islam: después de la aprobación oral de Inocencio III, y en


espera de mayores favores suyos, la Orden de Hermanos Menores tenía el
camino expedito. Y Francisco era un itinerante. Había caminado por diversas
regiones de Italia antes y después de su conversión. Caminó después, si hemos
de dar fe al capítulo IV de las Florecillas, a Santiago de Compostela, de donde
regresó, por inspiración del Señor, con la identidad de la Orden bien perfilada.

Después que Inocencio III dio su aprobación oral a la Orden, Francisco quiere
horizontes más amplios. «En el sexto año de su conversión», probablemente
en 1212 (1C 55), decide embarcarse para Siria, pero la Providencia se muestra
desfavorable a la expedición en forma de unos vientos contrarios que

247
devuelven la nave a las costas de Dalmacia. De nuevo en Italia, dice
bellamente Celano, el santo «se dedicó a recorrer la tierra, y surcándola con
el arado de la palabra de Dios, sembraba la semilla de vida» (1C 56). En otro
intento de evangelizar a los musulmanes, y ansioso del martirio, hacia 1213-
1214, se dirige a Marruecos (1C 56-57), pero al llegar a España, una
enfermedad le obliga a regresar a su cuartel general de la Porciúncula, después
de visitar Compostela.

A la tercera va la vencida. «En el décimo tercer año de su conversión», es


decir, en 1219 (1C 57) se embarca de nuevo camino de Siria. Ahora lo hace
con los Cruzados que conquistaron Damieta (1219). Pero los ideales cruzados
de Francisco no coinciden con los de los grandes señores y caballeros. Hace
algún tiempo que está emergiendo una nueva idea de Cruzada, la Cruzada de
los niños que, es cierto, ha experimentado ya dos fracasos sucesivos, pero no
importa. Después de más de cien años de fracasos militares, de sangrientas
carnicerías entre cristianos y musulmanes, la Cruzada toma un nuevo carácter
en el corazón de las gentes sencillas, de las que Francisco es, sin duda, el
mejor prototipo: lo que no han conseguido los violentos, lo conseguirán los
niños, lo conseguirá la fuerza del amor. Esta nueva alma entiende la Cruz no
como el signo de una victoria cruenta, sino como emblema victorioso de un
amor sin violencia. Esta es la actitud de Francisco cuando se presenta con todo
el candor de un niño ante el Sultán de El Cairo, Mekek-el-Kamel, el cual «lo
miraba como a un hombre diferente de todos los demás», y lo colmó de
regalos (1C 57). Francisco no consiguió ni la conversión del sultán ni el
martirio de manos de sus esbirros, pero el Señor, dice Celano, «le reservaba el
privilegio de una gracia singular», aludiendo con toda probabilidad al milagro
de los estigmas con el que Francisco suplirá los sufrimientos y la gloria del

248
martirio. No obstante, el camino del Islam será una preocupación franciscana
de todos lo, tiempos.

Francisco podía marchar tranquilo a Oriente, porque la Orden había recibido


una nueva garantía pontificia mediante la bula Cum dilecti (1218) que
reconocía la universalidad de los Hermanos Menores. Antes de embarcarse,
Francisco nombró dos vicarios que gobernaran la Orden en su ausencia, fray
Mateo de Narni y fray Gregorio de Nápoles. Pero la prolongada ausencia del
fundador, es fatal para la Orden. Los vicarios no han estado a la altura de las
circunstancias, y han sucumbido ante aquellos hermanos que, descontentos
con la sencillez de los orígenes, quieren una evolución de la Orden al estilo de
las poderosas Órdenes monásticas y canonicales.
Paul Sabatier ha intuido muy bien el problema (¿?). Se trataba, en último
término, de la confrontación entre carisma e institución que, antes o después,
tendría que plantearse en el franciscanismo:

«La Orden era demasiado numerosa para no contar con un grupo de


descontentos; algunos hermanos que antes de su conversión habían estudiado
en las universidades comenzaban a criticar la extrema simplicidad que se les
imponía como un deber. A hombres ya no sostenidos por el entusiasmo, los
castos preceptos de la Regla les resultaban una carta muy insuficiente para
una vasta asociación; así volvían sus miradas con envidia hacia las
monumentales abadías de los Benedictinos, de los Canónigos Regulares, de
los Cistercienses, y hacia las antiguas legislaciones monásticas»98.

98
Sabatier, P. San Francisco de Asís.

249
La Regla Franciscana: durante su ausencia en Oriente, los vicarios generales
en Italia, introdujeron modificaciones importantes: Ayunos y abstinencias más
frecuentes, estricta disciplina, construcción de iglesias y grandes conventos; y,
sobre todo, crearon casas de estudios. Evidentemente, no todo era
objetivamente malo; pero se desviaba notablemente de la sencillez de los
orígenes.

Avisado de lo que pasaba, por un hermano que había ido expresamente para
ello (creo que de nombre Esteban), Francisco regresa rápidamente a Italia
(1220). Antes de volver a Asís, se entrevista en Roma con Honorio III, el cual,
por la bula Cum secundum concilium, revocó las innovaciones introducidas
por los vicarios, impuso un año obligatorio de noviciado para los nuevos
candidatos (según lo había sugerido anteriormente Jacobo de Vitry), prohibió
el abandono de la Orden después de la profesión y exigió a todos los hermanos
la obediencia a los superiores para ir de una parte a otra. Francisco le pidió al
papa la designación de un cardenal protector. Fue nombrado para este cargo el
cardenal Hugolino de Ostia, futuro Gregorio IX, el cual encomendó a
Francisco la redacción de una nueva Regla que fuese apta para gobernar una
Orden tan numerosa ya.

A fin de entregarse por completo a la tarea de redactar la nueva Regla,


Francisco renunció al cargo de ministro general y propuso en su lugar, a uno
de los primeros Hermanos, fray Pedro Cattani, «a quien obedeceremos todos:
vosotros y yo» (2C 143). Pero el nuevo ministro general falleció al poco
tiempo (10 marzo 1221). El cardenal Hugolino designó entonces a fray Elías
Bombarone (o de Cortona), que regirá los destinos de la Orden desde 1221
hasta 1239 con excepción del período 1227-1232. Era un hombre muy

250
impuesto en derecho, y de un talante muy autoritario, que antes de su ingreso
en la Orden (1211) había desempeñado cargos de gran responsabilidad en el
gobierno de la ciudad de Asís. Su modo de gobernar creará graves problemas
a la Orden, hasta el punto de tener que abandonarla; y será excomulgado por
el papa (¿?); pero no hay que adelantar acontecimientos. Todo su afán
consistirá en hacer de la Orden franciscana una institución poderosa e
influyente en la Iglesia y en la sociedad (esto es una visión parcializada sobre
Elías, al mejor estilo espiritual).

Para redactar la nueva Regla, Francisco tomó como ayudante a fray Cesáreo
de Espira, gran conocedor de la Sagrada Escritura. Es de suponer que esta
Regla de 1221 toma como punto de partida la selección de textos evangélicos
de la primera Regla de 1209 pero, sin duda, contiene muchos más, pues llegan
a cerca de un centenar. Como no podía ser de otro modo, Francisco ha
incorporado en la nueva Regla las disposiciones de la Bula de Honorio III
relativas al año de noviciado y al no girovagar de una parte a otra sin licencia
de los superiores. La pobreza y la sencillez evangélicas de los primeros
tiempos campean en todo su esplendor en el nuevo texto. Francisco ha hecho
aquí su propio autorretrato. No era, ciertamente, un texto de medias tintas con
el que contentar a los dos grandes bloques en que se hallaba dividida la Orden.

La nueva Regla fue presentada por Francisco en el Capítulo General de 1221,


en el que tomaron parte más de tres mil frailes. No pudo presidirlo el cardenal
protector, Hugolino de Ostia, pero envió como sustituto suyo al cardenal
Rainiero Capocci. El ascendiente de Francisco sobre la mayor parte de los
Hermanos Menores era más que suficiente para que el Capítulo, en contra de
la opinión de los innovadores que pretendían reducir el radicalismo evangélico

251
de los orígenes, impusiera la Regla, pero no quiso actuar así. Ellos querían una
Regla menos exhortativa y más concreta, más disciplinada (es decir, más
legislativa). Y, de hecho, prevaleció esta opinión, porque la misma Curia
romana le pidió a Francisco que redactase una nueva versión; él aceptó sin
rechistar la insinuación de Roma.

En la nueva redacción le ayudaron fray León y fray Bonicio de Bolonia, que


era un gran conocedor del derecho canónico. Una vez concluida la Regla, le
fue entregada a fray Elías. Tampoco esta versión debió de ser de su agrado,
porque la perdió «por descuido» (LM 4,11. Ya hoy se sabe que, muy
probablemente, este extravío no es más que un invento para oscurecer aún más
la imagen de Elías. En todo caso, ¿no existía ni una sola copia de la Regla
escrita por el Santo? ¿O es que también las copias las perdió Elías?).
Evidentemente, se trataba de un nuevo intento de bloquear el radicalismo
evangélico del fundador (¿evidentemente un intento de quién?). Era preciso
reconstruir el texto perdido.

La leyenda de Perusa (n° 17) hace mención de un hecho que, de ser verdadero,
preanunciaría las tribulaciones que le esperaban a Francisco a causa de la
Regla que estaba redactando. Fray Elías, capitaneando a un grupo de ministros
o superiores de los conventos, se presenta ante Francisco para decirle: «Son
ministros que, habiendo oído que estás componiendo una nueva Regla y,
temen que la hagas demasiado estrecha, dicen y reafirman que no quieren
obligarse a ella; que la hagas para ti, no para ellos».

Esta Regla, sometida al Capítulo General de 1223 y cribada (criba= selección


rigurosa) por Hugolino de Ostia, fue, finalmente, aprobada por la bula Solet

252
annuere (“solemos conceder”) de Honorio III (1223), por lo cual, es conocida
como Regla Bulada. Hugolino fue providencial para la Orden en aquellos
momentos. Supo conciliar las posturas tan divergentes entre los hermanos
fieles estrictamente a los orígenes franciscanos, y los innovadores, sobre todo
en lo referente a la necesidad de abrir la Orden a los estudios (según como está
esta redacción parece ser que los innovadores eran -por necesidad- infieles a
los orígenes), entre los cuales había, sin duda, espíritus generosos, como
Antonio de Padua, el primero que enseñará teología entre los Franciscanos (y
no se olvide que lo hizo con el permiso explícito de Francisco), y Cesáreo de
Espira. El cardenal Hugolino permaneció siempre fiel al espíritu de Francisco,
a quien apreciaba sobre manera; pero no siempre comprendía lo que hacía el
Santo. Era tal su confianza en él que, aunque esperando siempre algo
imprevisible, optó por decirle: «Hijo mío, haz lo que mejor te parezca, pues
veo que el Señor está contigo» (EP 23: 2C 23; LM 7). Cuando llegó a ocupar
el solio de San Pedro, canonizará a su amigo solamente dos años después de
su muerte.

Esta Regla salvaguarda, sin duda, lo más esencial del espíritu originario; pero
tampoco cabe duda de que es un triunfo de lo jurídico y de lo institucional
sobre lo carismático (¿podía ser de otra manera?). La «prudencia» que la
Curia romana le había exigido a Francisco en la primera visita realizada a
Roma, había ganado definitivamente la partida a la sencillez y a la frescura de
los movimientos de pobreza itinerante. Pero de los labios de Francisco no
saldrá un reproche contra quienes le han obligado a filtrar de tal modo su
espíritu en la materialidad de esa letra (¿sería que él no lo entendió de esa
manera?). Hasta tal punto obedece las decisiones de Roma que, para no
decantarse por un bando ni por otro, «se aislaba de la compañía de los

253
hermanos, para no oír contar de uno o de otro algo malo, que le renovase el
dolor» (2C 157).

A pesar de todo, la Regla bulada salvaba el gran principio, el indiscutible


principio, de que los Hermanos Menores han de vivir siempre según la forma
de vida del santo Evangelio. Este será siempre su única Regla de vida.

Una imagen viviente del Crucificado: Francisco, cansado hasta la muerte,


enfermo, muy enfermo, casi ciego, se retira del gobierno de la Orden. Inicia
nuevas corrías apostólicas por la Umbría y por las Marcas, exhortando a todos
a la paz. Esa paz que él desearía ver en su Orden. Es por este tiempo cuando
tiene lugar, según las Florecillas, el episodio del lobo de Gubio (Flol 21).

Entre él y algunos ministros de la Orden no existe una comunicación fluida.


Tan deprimido se halla, que, en cierta ocasión, según los autores del Espejo de
perfección, un escrito salido de los ambientes más tradicionales de la Orden,
pero de lo que hay vestigios también en Celano y en la Leyenda Mayor,
Francisco llega a temer que los innovadores acabarán echándolo de la Orden.
El Santo, en medio de tanta tiniebla, busca el consuelo en la providencia de
Dios. Él sabe que Dios Padre lo dirige y gobierna todo; pero quiere tener
alguna señal. Acude a la Sagrada Escritura, como era frecuente en aquel
tiempo: «Tomó el libro del altar y lo abrió con reverencia y temor. Lo
primero con que dieron :-'11 ojos al abrir el libro fue la pasión de nuestro
Señor Jesucristo, en ésta, el pasaje que anunciaba que había de padecer
tribulación Para que no se pudiera pensar que esto había sucedido por
casualidad, abrió el libro por segunda y tercera vez y dio con el mismo pasaje
u otro parecido» (1C 98). Era el preanuncio de su mística crucifixión.

254
La Crucifixión presupone la encarnación. Y así, Francisco empieza por
representar al vivo el misterio del nacimiento del Verbo de Dios hecho
hombre. Tuvo lugar en Greccio. Constituía una novedad litúrgica. Por eso
pidió expresamente permiso al papa Honorio III. Era un grito dirigido a todos
los cristianos y a todos los hombres en general: Ved ahí a vuestro Dios como
un niño pobre e indefenso entre el buey y el asno; ved a vuestro Dios en cada
prójimo, en cada pobre y desvalido. Se dirige contra los cátaros, porque Dios
no es solamente espíritu puro, sino también hombre de carne y hueso. Es
también el más duro correctivo contra aquella Iglesia poderosa y rica, dueña
del mundo, en aquella hora estelar del Pontificado: Cristo no vino a dominar,
sino a servir a todos los hombres. Pero Francisco no protesta contra nada ni
contra nadie; es más bien una sonrisa que acaricia al mundo entero, a los
hombres, a los animales, a las plantas, al sol, a la luna, a las estrellas, al
universo entero.

En 1224, Francisco se retira al monte Alvernia acompañado por los hermanos


León, Rufino y Ángel. Allí tuvo las máximas experiencias místicas que
culminaron en los estigmas de la Pasión del Señor. Francisco se convierte así
en el rostro viviente del Crucificado. Era también algo nuevo en la Historia de
la Iglesia. El Santo fue consciente de ello (Consideraciones sobre las llagas 3;
1C 91). El hecho tuvo lugar en torno al día 14 de septiembre, fiesta de la
Exaltación de la Santa Cruz (LM 13). Francisco será siempre el santo de los
estigmas. Después vendrán otros; pero él fue el primero y el prototipo. La
iconografía lo representa siempre así, porque hubo incluso un papa, Alejandro
IV, que decretó la pena de excomunión a quien representase al santo sin los
estigmas.

255
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la Muerte corporal: le queda
poco tiempo de vida, pero quiere aprovecharlo al máximo. Emprende una
última correría apostólica. Como ya no puede caminar, a pesar de las sandalias
especiales que le ha confeccionado Hermana Clara para sus pies llagados, lo
llevan de ciudad en ciudad montado sobre un borriquillo. Su entrada en cada
ciudad se asemeja mucho a la entrada de Jesús en Jerusalén. Predicaba; pero,
sobre todo, era testimonio viviente con todo su cuerpo, «pues había
convertido en lengua todo su cuerpo», dice bellamente Celano 97. Regresa a
Asís extremadamente débil; está ya casi ciego. Pero no lo llevan a la
Porciúncula, sino a San Damián, donde le prepararon una choza, a fin de que
Hermana Clara lo pudiera cuidar. Volvía también a su raíz primera; a donde el
Señor lo había llamado para que reconstruyera su Casa.

Para pagar la hospitalidad de las hermanas pobres de Asís compuso Francisco


el Cántico al hermano sol llamado también Alabanzas del Señor por las
criaturas. Francisco ha fijado de una vez para siempre la apertura de aquella
hora estelar de Europa en este Cántico. Este es el sentido histórico de su
alabanza al Altísimo en hermandad con «nuestro noble hermano sol»; y con la
«hermana Luna»; con el «hermano viento» y la «hermana agua» con el
«hermano fuego»; con nuestra «hermana la tierra materna»; en unión con
todos los hombres «que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y
prueba».

En San Damián se recuperó un tanto de su enfermedad. Y de nuevo peregrina


por algunas ciudades. Pasa una buena temporada en Rieti y en Siena.
Presintiendo su hora, pidió que lo llevaran Asís; y lo hospedaron en el palacio
episcopal. Le faltaba aún algo importante que realizar antes de morir. Tenía

256
que hacer su Testamento. Lo redactó en abril o mayo de 1226. Escribió
también una larga Carta al Capítulo General (1226) al que ya no pudo asistir.

El Testamento empieza volviendo a los orígenes de su propia vocación:


Recuerda su conversión, la reconstrucción de iglesia, los orígenes de la
Fraternidad, la composición de la Regla. Su voluntad última se concentra en
estas palabras que sintetizan toda la identidad franciscana: «Sean menores...».
No quiere privilegio de nadie, ni siquiera de la Curia romana, porque entonces
ya no serán de verdad menores, sino mayores. En el Testamento, Francisco
retorna a los orígenes, pero no rechaza la Regla Bulada, ni compone ninguna
Regla nueva. Es simplemente la última exhortación del padre a los hijos para
que éstos permanezcan unidos y fieles a la identidad familiar más profunda.
No se entendería bien el Testamento, como ocurrirá desgraciadamente
después, si se interpreta como un rechazo de la institucionalización de la
Orden establecida en la Regla Bulada de 1223.

Cuando se sintió morir, Francisco pidió que le cantaran el Cántico del


hermano Sol al que él le añadió la estrofa de la «hermana Muerte corporal».
Y, como previendo las tribulaciones de la Orden, bendice a todos los
hermanos en la persona de fray Elías; y se despidió de todos: «Adiós, hijos
míos, vivid en el temor de Dios y permaneced siempre en El, porque vendrá
sobre ustedes una terrible tentación y la tribulación está cerca. Dichosos los
que perseveren en las obras que comenzamos...» (1C 108).

Desde el palacio episcopal, como si de una auténtica procesión religiosa se


tratase, trasladaron a Francisco sobre unas parihuelas a la Porciúncula. Se hace
un alto en el camino. Francisco contempla por última vez la ciudad de Asís, a

257
la que bendice: «… para que ella sea siempre morada y estancia de quienes te
conozcan y glorifiquen tu nombre bendito y glorioso en los siglos de los
siglos. Amén» (EP 124).
Como signo de pobreza total, quiso morir desnudo sobre la tierra desnuda;
pero el guardián del convento lo convenció de que la ropa que le
proporcionaba no menoscababa su pobreza radical: «Reconoce que, por
mandato de santa obediencia, se te presta esta túnica, los calzones y la
capucha. Y para que veas que no tienes propiedad sobre estas prendas, te
retiro todo poder de darlas a nadie» (2C 106). En este sentido, iba también la
misiva que Francisco dirigió a la Hermana Clara: «Yo, el hermano Francisco
el pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro Altísimo Señor
Jesucristo y de su Santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os
ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima
pobreza. Y estad muy alerta para que, de ninguna manera, os apartéis jamás
de ella por la enseñanza o consejo de quien sea» (Regla de Santa Clara 6)

Francisco había cumplido su misión. Y así se despidió de sus hermanos: «He


cumplido mi tarea; Cristo les enseñe la vuestra» (2C 214). Murió un sábado, 3
de octubre de 1226, tal como había predicho (3C 38).

Todavía no habían transcurrido dos años, cuando el 16 de julio de 1228 el papa Gregorio
IX, su gran amigo Hugolino de Ostia, se apersonó en Asís para tributarle el máximo honor
que la Iglesia Católica puede conceder a uno de sus hijos: Inscribirlo en el catálogo de los
santos. Fray Elías mandó construir, paradójicamente (¿?), en honor del santo enamorado de
la pobreza, una espléndida basílica, decorada por los mejores artistas del momento, a la que
trasladó el cuerpo de Francisco el 25 de mayo de 1230.

258
«Hermano Sol, hermana Luna»: el ejemplo y la predicación de Francisco,
«el rey de la juventud de Asís», convertido ahora en «juglar de Dios», tuvo
también una gran resonancia entre el mundo femenino de Asís. Entre las
mujeres que oían complacidas las palabras de Francisco, cuando predicaba en
las iglesitas de los alrededores o en la misma catedral, había una que estaba
pendiente de sus palabras. Era Clara de Favarone, que pertenecía a una de las
más nobles familias de la ciudad. Sus padres eran Favarone Scifi99 y
Ortolana100 (ella era la hija mayor de los prestigiosos Scifi). Esta era una chica
profundamente religiosa como lo demostraba el hecho de que hubiese
realizado varias peregrinaciones de especial dificultad en aquel tiempo: Roma,
Monte Gargano y, sobre todo, Tierra Santa. Cuenta la leyenda que el nombre
de Clara se debió a un sueño que habría tenido su madre cuando estaba
encinta: el fruto de su vientre habría de ser una clara luz que alumbraría el
camino de muchas gentes.

Su educación había sido muy esmerada. No sólo era una maestra consumada
en el bordado, como lo atestigua el alba que confeccionó para Francisco que
todavía se conserva, sino que conocía la música, hablaba con elegancia la casi
ya formada lengua de la Umbría, e incluso leía y escribía con corrección el
latín que cada día estaba más en desuso en la ciudad. Era una asidua lectora de
romances y canciones caballerescas. En cierto modo, era el modelo de la
juventud femenina de Asís, como Francisco lo había sido de la juventud

99
Parece ser que fue conde de Sasso-Rosso, representante acaudalado de una antigua familia romana, a quien
pertenecía un gran palacio en Asís y un castillo en las faldas del monte Subasio. Eso es, al menos, lo que
cuenta la tradición.
100
Ella pertenecía a la noble familia de los Fiumi.

259
masculina. Era trece años más joven que Francisco. Según parece nació en
Asís el 16 de julio de 1194.

En 1212, cuando tenía dieciocho años, Clara da un giro completo a lo que


parecía su futuro. A los doce años había sido prometida ya a un noble joven
asisiense. Pero ella tiene proyectos propios para su vida. En connivencia con
Francisco, el día 18 de marzo de 1212, el Domingo de Ramos, siendo ya de
noche, Clara, en compañía de su prima Pacífica de Guelfuccio, abandona la
casa paterna para dirigirse a la Porciúncula. Allí le esperan Francisco y los
Hermanos. En una ceremonia improvisada, las dos jóvenes consagran su
virginidad al Señor por manos de Francisco, que les corta la cabellera y las
viste con un hábito parecido al de los Frailes Menores. A continuación, las
conducen al monasterio de San Pablo, de las monjas benedictinas.

Lo mismo que a Francisco, también a Clara intentaron sus familiares


disuadirla de la locura que la había conducido hasta allí. Pero todo fue inútil.
A fin de darle un cobijo más seguro, Francisco trasladó a las dos Damas
Pobres de Asís al monasterio del Santo Ángel de Panso, en las laderas del
monte Subasio. Pero la Intención de Clara no era ser monja benedictina, sino
imitar en todo el estilo de vida de Francisco: vivir en casa pobre, cuidar a los
enfermos, especialmente a los leprosos y, posiblemente también, caminar de
ciudad en ciudad predicando el evangelio; pero lo último no era tan fácil en un
tiempo en el que la mujer contaba muy poco en la esfera social; ella era una
persona con una posición socialmente subordinada, políticamente nula y
económicamente relativa. Su lugar era siempre secundario y de inferioridad
respecto al hombre (o al marido si estaban casadas). En una cultura como la
que circundaba a Francisco y Clara era del todo normal que fuese el varón

260
quien estableciera los estándares de conducta aceptables para una mujer; y
estos límites de acción para ellas quedaban prácticamente reducidos a los
oficios domésticos y, en el mejor de los casos, a la reclusión en un monasterio.

Por eso, las Damas Pobres de Asís tuvieron que aceptar un estilo de vida más
semejante al de las monjas de San Benito, al parecer por disposición de la
misma Curia romana. Jacobo de Vitry establece en 1216, apenas cuatro años
después de la «conversión» de Clara, un paralelismo entre la vida de los
Hermanos Menores y las Hermanas Menores:

«Tuve el consuelo de ver a numerosos hombres y mujeres que dejan sus


bienes y salen al mundo por el amor de Cristo: les llaman «Hermanos
Menores» y «Hermanas Menores». Durante el día, los Hermanos van a las
ciudades y pueblos, dedicándose a actividades apostólicas. De noche vuelven
a sus ermitas o se retiran a la soledad para dedicarse a la contemplación. En
cuanto a las mujeres, residen en varios hospicios y asilos cercanos a las
ciudades, viviendo comúnmente del trabajo manual sin aceptar ningún
rédito»101.

Clara y sus Damas Pobres complementaban así algo que Francisco llevaba
muy dentro de sí: el afán por la contemplación. Sin embargo, por las
exigencias del Evangelio, cuya forma de vida quería cumplir a rajatabla, tuvo
que vivir siempre un poco escindida entre la soledad de los eremitorios y el
tumulto de multitud en las ciudades. La Leyenda mayor informa cómo fueron
Clara y sus Damas Pobres, junto con el hermano Silvestre, quienes

101
Jacobo de Vitry, Carta a los Canónigos de Lyón, octubre de 1216.

261
consiguieron de Dios con sus oraciones la clarificación de las vías apostólicas
de la predicación del Evangelio a los hombres (LM 12; Flor 16)
.
Lo mismo que en el caso de Francisco, que recibió de los benedictinos la
iglesia de la Porciúncula, también Clara recibió de ellos la iglesita de San
Damián, donde Francisco había recibido de labios de Cristo la orientación
definitiva de su vida. En San Damián nació la Orden segunda de San
Francisco, la Orden el las Clarisas. Se trataba de un nuevo género de vida
religiosa, distinto de las monjas tradicionales de la Edad Media, a pesar de
que, como consecuencia del Decreto lateranense (1215) que obligaba a las
nuevas Órdenes religiosas a tomar una de las Reglas ya existentes, Clara tomó
la de San Benito; pero esto no significa que la Clarisas fuesen Benedictinas.
Era simplemente una manera de poder declarar auténtica a la Orden, como le
decía el papa Inocencio IV (1243) a la beata Inés de Praga.

La comunidad empezó a crecer. A los ocho días del escándalo producido por
la fuga de Clara, se fuga también su hermana Inés; más tarde su hermana
Beatriz y, andando el tiempo, incluso su propia madre Ortolana se les juntará;
y asimismo dos sobrinas, Balbina y Amada. Y muchas otras, hasta el punto de
que pudieron enviar Hermanas a fundar otras fraternidades por Italia, e incluso
fuera, como fue el caso de las cinco Damas Pobres de Asís que, a petición de
Inés de Praga, hija del rey de Bohemia y prometida de Federico II de
Alemania, fueron a fundar un nuevo convento en aquella ciudad.

Para ellas escribió también Francisco una Forma de vida a imitación de la


compuesta para los Hermanos Menores, en la que se establece la pobreza
absoluta, viviendo del trabajo de las propias manos. Como esto no era lo

262
habitual entre las monjas del tiempo, Clara hubo de conseguir del papa
Inocencio III (seguramente de forma oral), el «privilegio de pobreza
radical102» (1215-1216), que garantizaba la seguridad para la nueva Orden.
Pero el papa Gregorio IX, que se lo había reconfirmado en 1228, precisamente
durante su viaje a Asís para canonizar el santo fundador, intentó revocarles el
privilegio, que Clara defendió a rajatabla. Inocencio IV en 1247, les impuso
una nueva Regla con la cual quedaba eliminada la profesión, según la Regla
benedictina, y también la pobreza radical; pero fue tal la tenacidad de Clara
por mantener el primitivo ideal franciscano que, por bula de Inocencio IV, del
9 de agosto de 1253, quedaba definitivamente aprobado el «privilegio de la
pobreza radical» para las Hermanas Clarisas en la Regla por ella redactada y
en la que introducía algunos párrafos literales de la primera Regla escrita para
ellas por Francisco. Por primera vez era aprobada por un papa una Regla
presentada por una mujer.

Dos días después de la aprobación de la Regla, Clara entregaba su espíritu al


Señor en el convento de San Damián. Lo mismo que Francisco, su hermano
del alma, también ella fue elevada al honor de los altares, exactamente dos
años después de su muerte, el 11 de agosto de 1255. En 1263, el papa Urbano
IV aprobó una nueva Regla que mitigaba la pobreza y reforzaba la clausura
(clarisas urbanianas, de hábito gris y bajo custodia conventual). Esta
modificación del espíritu originario de la Forma de vida de las Clarisas hará
surgir varias reformas como un retorno a la observancia primitiva de la Regla
de Santa Clara. La Segunda Orden franciscana u Orden de las Clarisas se
extendió rápidamente por toda Europa, y a lo largo de los siglos surgirán otras

102
Grau, E., El privilegio de la pobreza de Santa Clara. Historia y significado, “Seleccione de Franciscanismo”,
20 (1978), pp. 233-242

263
Órdenes afiliadas a su Regla. Fueron especialmente numerosas las vocaciones
y fundaciones de Clarisas en España. En el año de la muerte de Santa Clara
(1253) había ya 21 conventos, y en 1300 se había elevado el número hasta 49.
Sobresalen Pamplona (1228), Zaragoza (1234), Plasencia (1233), Burgos
(1234). A medida que avanzaba la Reconquista de Andalucía, las Clarisas se
hacían presentes por diversas ciudades, como Ubeda (1247) y Jaén (1253).

En fin, podemos distinguir, durante la vida de Santa Clara, tres etapas en la


complicada historia inicial. Al principio, Santa Clara y sus compañeras no
tenían regla escrita que seguir salvo una corta formula vitae dada por San
Francisco, y que puede encontrarse entre sus trabajos. Algunos años más
tarde, aparentemente en 1219, durante el viaje de San Francisco a Próximo
Oriente, el Cardenal Hugolino, protector en aquella época de la orden, y
posteriormente Gregorio IX, esbozó una regla escrita para las Clarisas de
Monticelli, tomando como base la Regla de San Benito, manteniendo sus
puntos fundamentales y añadiendo algunas constituciones especiales. Esta
nueva regla que, en efecto si no en intención, eliminaba de las Clarisas la
característica franciscana de la absoluta pobreza tan querida para el corazón de
San Francisco, e hizo de ellas, a efectos prácticos, una congregación de
Benedictinas, fue aprobada por Honorio III (Bula "Sacrosancta", 9 de
diciembre de 1219). Cuando Clara supo que la nueva orden, tan estricta en
otros aspectos, permitía la tenencia de propiedades en común, se opuso con
valentía y éxito a las innovaciones de Hugolino, por ser completamente
opuestas a las intenciones de San Francisco. Éste había prohibido a las Damas
Pobres, como lo había hecho a sus frailes, la posesión de cualquier bien
terreno, incluso en común. Al no poseer nada, dependían enteramente de lo

264
que los frailes menores pudieran pedir por ellas. Esta completa renuncia a toda
propiedad fue, sin embargo, considerada por Hugulino inviable para mujeres
enclaustradas. Por tanto, cuando en 1228 fue a Asís para la canonización de
San Francisco (habiendo mientras tanto ascendido al trono pontificio como
Gregorio IX), visitó a Santa Clara en San Damiano, y la presionó tratando de
desviarla de la práctica de la pobreza que había guardado hasta ese momento
en San Damiano , y hacerle aceptar algunos bienes para cubrir las necesidades
imprevistas de la comunidad. Pero Clara rehusó firmemente. Gregorio IX,
creyendo que su renuncia podía deberse al miedo a violar el voto de absoluta
pobreza que había hecho, ofreció absolverla de él. "Santo padre, yo anhelo la
absolución de mis pecados", contestó Clara, "pero no deseo ser absuelta de mi
obligación de seguir a Jesucristo".

El heroico desprendimiento de Clara llenó al papa de admiración, como


muestra con testimonio elocuente la carta, aún existente, que le escribió, hasta
el punto de otorgarle el 17 de septiembre de 1228 el célebre Privilegium
Paupertis, con algunas consideraciones relativas a la corrección de la regla de
1219. La copia original autógrafa de este privilegio -el primero de este tipo
solicitado, u otorgado por la Santa Sede- se conserva en el archivo de Santa
Clara de Asís; en él se lee: “Nos confirmamos como favor apostólico vuestra
resolución de la más noble pobreza y por la autoridad de estas presentes
cartas concedemos que no podáis ser obligadas por nadie a recibir
posesiones. A nadie, por tanto, le está permitido violar esta nuestra concesión
u oponerse a ella con imprudente temeridad. Pero si alguien pretende atentar

265
contra ella, hágasele saber que incurrirá en la ira de Dios Todopoderoso y de
sus Bienaventurados Apóstoles, Pedro y Pablo”103.

La Orden Tercera de San Francisco: la predicación de Francisco suscitó en


toda Italia una fuerte revitalización del movimiento penitencial entre los
seglares. Su vida pobre y penitente y su predicación ejercieron una impresión
tan viva, que los arrastraba irresistiblemente hacia el ideal de la penitencia.
Como dice Tomás de Celano, hombres y mujeres de toda clase y condición
acudían a oír al nuevo apóstol que los seducía con su palabra escasamente
adornada, pero dulce y fascinante. Todos querían ponerse bajo su dirección.
Pero no todos los cautivados por su palabra y por el ejemplo de su vida,
podían abandonar sus casas y sus familias (1C 27).

Las Florecillas narran los orígenes inmediatos de la Tercera Orden, aunque


todavía no se llamase así: «... después de haber ordenado a las golondrinas
que se callaran mientras predicaba, habló con tanto fervor, que todos los
hombres y mujeres de aquella aldea querían marcharse detrás de él»; pero él
les dijo: «No os apresuréis, no marchéis, yo ordenaré lo que tenéis que hacer
para la salvación de vuestras almas. Y entonces pensó en fundar la Tercera
Orden para universal salvación de todos. Y así, dejándolos muy consolados y
bien dispuestos a la penitencia, se marchó de allí» (Flor 16). Otro tanto
sugirió a quienes le escuchaban por los pueblos y aldeas de Toscana, y
especialmente en la ciudad de Florencia.

Hacia 1215, Francisco cumplió su palabra, y escribió la primera redacción de


la Carta a todos los fieles, destinada a todos aquellos que querían vivir el ideal
103
Consultado (16 / 10 / 11) en: http://ec.aciprensa.com/c/claraasis.htm

266
de la penitencia a su manera. Su contenido es estrictamente espiritual y
centrado en la idea de conversión, predominando en ella el mandamiento del
amor y la llamada constante a crecer y vivir conforme al Evangelio. En 1221,
con la ayuda del cardenal Hugolino de Ostia, compuso la primera Regla de la
Orden Tercera que, con adiciones posteriores, desde 1221 hasta 1289, fue
descubierta y publicada por Pablo Sabatier en 1903 con el título de Memorial
del propósito de los hermanos y hermanas de Penitencia que viven en las
propias casas, empezado en el año 1221104.

La genialidad de San Francisco de Asís, que provenía de ese ambiente


penitencial, comprendió mejor que nadie en su tiempo las aspiraciones de los
seglares hacia un estilo de vida más conforme al Evangelio en una institución
que respondiese a una urgencia de los tiempos: las Tercera Ordenes, porque
todas las demás Ordenes Mendicantes crearán con el tiempo una institución
semejante.

Pero la gran intuición de San Francisco no consistió en hacer con los seglares
una simple cofradía de gentes piadosas, sino gentes verdaderamente
comprometidas con el Evangelio en medio del mundo. En vez de ponerles
cortafuegos que los separasen del mundo, lanzó a los seglares en medio del
mundo, pero con su mismo espíritu de penitencia y de pobreza. Francisco
entendió la Tercera Orden como destinada a identificarse con todos los
hombres, por eso el título de su escrito destinado a ellos: Carta a todos los

104
Los franciscanólogos discuten acerca de si San Francisco intervino personalmente en la redacción de este
documento. Es posible que no lo hiciera, pero el escrito refleja perfectamente su espíritu. Este Memorial...,
fue la Regla observada por los Terciarios Franciscanos Seglares hasta que fue modificada por Nicolás IV en
1289 con la Bula Supra montem.

267
fieles. El ideal secular que Francisco ha impreso en el corazón de sus
Terciarios, ha sido descrito amplia y bellamente por varios autores.

La respuesta de Francisco a las urgencias históricas de su tiempo, se advierte


con mayor claridad en la Tercera Orden. No sería correcto, sin embargo,
afirmar que la Primera y la Segunda Orden -Menores y Clarisas- hubieran sido
fundadas con miras a la Tercera Orden, pero sí es cierto que el movimiento
franciscano apunta, en general, hacia las urgencias que planteaba el excesivo
afán de amasar dinero por parte de aquellos comerciantes y banqueros
incipientes, cuyo espíritu corría el peligro de asfixiarse en medio de sus
transacciones comerciales y bancarias. Los Terciarios deberían poner remedio
a eso. ¿Cómo? Santificando sus actividades comerciales e industriales,
trabajando afanosamente por acrecentar el próspero bienestar de la
Humanidad, estrechando los lazos de unión entre los diversos países que
recorren con ocasión de sus negocios.

Ahora bien, del seno de estos penitentes seglares salieron muy pronto algunos
grupos que vivían en comunidad, dedicándose a la oración, al trabajo y a las
obras de misericordia. En 1324, el papa Juan XXII, mediante la bula Altissimo
in divinis, aprueba estos nuevos grupos diseminados un poco por toda Europa,
que viven de una manera autónoma, sin ninguna conexión entre sí, al margen
de tener un espíritu franciscano común. En 1447, el papa Nicolás IV, con la
bula Pastoralis officii, unifica todos estos grupos bajo la dirección de un
ministro general. Queda constituida así la Tercera Orden Regular con
autonomía propia, puesto que hasta entonces todos esos grupos habían
dependido de la Primera Orden de San Francisco. León X, con la bula Inter

268
caetera (1521) reformuló la Regla en todo lo referente a los hermanos y
hermanas de vida religiosa propiamente dicha.

Aunque la Tercera Orden Regular no tiene a San Francisco de Asís como su


verdadero fundador en el sentido estricto del término, sin embargo, lo
reconoce como su mejor y más auténtico modelo del hombre reconciliado y
reconciliador en todas las dimensiones que llevan al hombre a su plenitud y
madurez: la relación con Dios, consigo mismo, con los demás hombres y con
todo el mundo creado. Este ideal procura llevarlo a su cumplimiento la
Tercera Orden Regular con una presencia activa en medio de los hombres. Sus
obras pueden ser' múltiples, pero a través de todas ellas ha de testimoniar la
penitencia y la reconciliación.

Los Hermanos Menores en España: a principios del siglo XIII, la Iglesia


española, especialmente la castellana, lo mismo que toda la sociedad, estaba
experimentando un cambio profundo. La batalla de las Navas de Tolosa
(1212) había abierto una brecha definitiva al poderío musulmán en Andalucía.
Desde entonces, las incursiones militares de los reyes castellano-leoneses
fueron un verdadero paseo triunfal. A mediados del siglo XIII, los
musulmanes de la Península Ibérica estaban ya reducidos prácticamente al
reino de Granada, donde lograrán, sin embargo, mantenerse hasta el año 1492.

La reconquista de la casi totalidad del territorio nacional colocaba a la


sociedad, y especialmente a la Iglesia en una situación nueva que les obligaba
a varios reajustes. La sociedad se asienta definitivamente, como en el resto de
Europa, en núcleos urbanos cada día más poderosos por el número de sus
habitantes, por su economía y por su cultura. La Iglesia, tal como se había

269
configurado desde el comienzo de la Reconquista (siglo VIII), había agotado
ya todas sus posibilidades. El régimen eclesial anterior se caracterizaba,
aunque pueda parecer una paradoja, por la estaticidad y por la movilidad. La
estaticidad era consecuencia de su configuración jurídica, de su organización
beneficial y de su economía de tipo agrario. Y la movilidad era, a su vez,
causada por las continuas reparcelaciones a que obligaba el permanente
ensanchamiento de las tierras reconquistadas.

Los monasterios participaban también de esas dos características de la Iglesia


española medieval, la estaticidad y la movilidad. La estaticidad es algo que
caracterizaba por sí mismo al monacato medieval; y la movilidad se debía a la
precariedad económica con que muchos monasterios fueron fundados. Pero
esta movilidad monástica tuvo unas consecuencias benéficas en general,
porque, como dice Sánchez Albornoz: «estos monasterios ayudaron mucho a
la repoblación y colonización del país. Pero esos cenobios fueron muchas
veces flores místicas que perduraron sólo lo que tardó en extinguirse la
congoja o la angustia de sus fundadores, o lo que tardó en volver por sus
fueros la flaqueza de la sensualidad»105.

El monacato tradicional no fue capaz de dar una respuesta espiritual nueva a


los nuevos problemas que tenían planteados la Iglesia y la sociedad en la
España del siglo XIII. Había un vacío que vinieron a llenar las Ordenes
Mendicantes. Estas se expandieron, sobre todo franciscanos y dominicos, muy
rápidamente por toda la Península. En el norte tuvieron que rivalizar en sus

105
Citado por Linage Conde, A., El monacato repoblador, en AA.VV., Historia de la Iglesia en España, II
1°, p. 149.

270
fundaciones con el monacato tradicional, pero en las tierras reconquistadas de
Andalucía tuvieron ancho campo para sí solas, ya que la presencia monástica
en estas regiones fue prácticamente nula.

San Francisco de Asís, como ya se ha visto anteriormente, viajó a España, si


hemos de dar crédito a las Florecillas, en peregrinación a Santiago de
Compostela en búsqueda de la definición de su propia Orden; y de ahí regresó
a Italia con su carisma de fundador bien perfilado. A Santiago viajaron
también sus discípulos de la primera hora, los hermanos Bernardo, Gil y
Maseo. La presencia franciscana en España se orientó en una doble dirección:
Santiago de Compostela, como meta de peregrinación y los musulmanes,
como meta de una acción apostólica. Este binomio -Santiago de Compostela y
los 1musulmanes- no explica por sí sólo la primitiva penetración franciscana
en España, pero es ciertamente una clave válida para interpretarla.

En el Capítulo de las Esteras (1217) se decretó la fundación de la Provincia de


España, pero en realidad no se sabe prácticamente nada de la existencia de
conventos franciscanos antes de 1219. En 1217 fray Bernardo de QuintavalIe
vino a España al frente de un buen contingente de hermanos, pero todo son
dudas respecto a su actividad fundacional, aunque varios conventos como el
de Santiago de Compostela, Ribadeo, Sala manca, Plasencia y también
algunos conventos portugueses, que se considerarán de fundación directa de
San Francisco, podrían deber su origen a la acción de esta primera expedición.

Fue más eficaz la segunda expedición enviada por San Francisco después del
Capítulo de 1219, y dirigida por fray Juan Parente, que fue el primer ministro

271
provincial de España. Las vocaciones franciscanas surgen pronto en España,
con las cuales fue posible la fundación de conventos. Las fundaciones se
suceden con rapidez: primero fue Zaragoza (1219), después Burgos, Santiago
de Compostela, Toledo. «En los arrabales de las ciudades, como modestos
ermitaños, ofrecieron la estampa del franciscanismo naciente... Pero, sobre
todo, fue en ambiente moro donde consiguieron acendrar su testimonio. En
Valencia y Sevilla, y poco después en Ceuta, alternaron las disputas
sapienciales con los ejemplos heroicos de caridad hacia los cautivos
cristianos y la asistencia espiritual a la numerosa población cristiana que
moraba en Berbería». Juan Parente pasó de ministro provincial de España a
ministro general de la Orden después de la muerte de San Francisco, cargo que
ocupó durante el período 1227-1232.

Disensiones en el franciscanismo: al morir San Francisco en 1226, la Orden


estaba ya lacerada en su interior, aunque todos los frailes, siguiendo su
ejemplo, habían aceptado la Regla bulada de 1223. Al desaparecer de la
escena el santo Fundador, las tensiones internas se incrementaron a causa del
modo de interpretar el testamento en el que Francisco repetía a la hora de su
muerte todo lo que habían sido las constantes espirituales de su vida: Renuncia
a toda propiedad, a los privilegios y dispensas; y fidelidad a la observancia
literal de la Regla.

Los que habían visto en la Regla bulada una especie de traición al espíritu
originario de la Orden, ven ahora en el Testamento una llamada patética de
San Francisco, el cual preveía el giro que estaba a punto de tomar su obra más
querida; y, en consecuencia, exigen una puesta en práctica del mismo,
obligante en la misma forma que la Regla. Pero la mayoría de los frailes que

272
habían optado ya decididamente por la Regla bulada, consideraban el
Testamento como una exhortación cada día más difícil de poner en práctica; lo
mismo que algunas prescripciones de la misma Regla bulada, sobre todo las
relativas al manejo del dinero.

Desde 1227, el cardenal Hugolino, ahora papa Gregario IX (1227-1241), es


quien realmente toma las decisiones. Es cierto que sus decisiones optan por
una mayor institucionalización de la Orden frente a la visión más carismática
que de la misma tenía San Francisco. Sin embargo, no se debe ver en este
talante hugoliniano una contradicción con el propio Francisco. Fue éste quien,
en definitiva, orientó las cosas en este sentido al atribuirle al cardenal
protector una función constante y decisoria sobre la Orden con la finalidad de
que se preservase en los Hermanos Menores, ante todo y sobre todo una
absoluta fidelidad a la Iglesia y a su representante, el papa.

Con Gregario IX, llegó la hora de la «fijación constitucional y de la definición


eclesiológica de la familia de Francisco. Aparecen con toda su vistosidad en
el escenario de la Cristiandad los frailes del Señor Papa.... con tanta más
fuerza cuanto que el Pontífice era amigo íntimo y se consideraba depositario
del designio de Francisco. En el futuro, la Orden será lo que el papa diga. Y
no tardó en pronunciarse» a favor de que los Hermanos Menores se
constituyeran en una Orden bien estructurada con casas e iglesias en las que
ejercer plenamente y ordenadamente el ministerio sacerdotal, lo cual
implicaba la exención, privilegio que no tardará en llegar.

La c1ericalización de la Orden se hace obligatoria por varias bulas de


Gregario IX (1239, 1241) y de Inocencio IV (1245) en las que se dispone que

273
«ninguno sea recibido en la Orden, a menos que sea clérigo y con suficiente
conocimiento de Gramática o de Lógica, y si es lego, de tal condición que su
entrada produzca mucha edificación en el clero y en el pueblo»106.

Para mantener la desapropiación radical, personal y comunitaria, tan querida


por Francisco e impuesta por la Regla, y, al mismo tiempo, para facilitar el
funcionamiento económico de las comunidades cada vez más numerosas, se
dispone que la Santa Sede será la titular de todas las posesiones y la Orden
solamente las usufructuaria. La administración de estos bienes al principio
estaba en manos de amigos seglares que actuaban como procuradores, pero
paulatinamente se fueron encargando de ella los mismos frailes.

Esta evolución del franciscanismo era inevitable. El número de seguidores de


San Francisco crecía día a día como la espuma. Esto lleva consigo el riesgo de
que no todos los candidatos estén poseídos del mismo espíritu ni estén a la
altura de los ideales de los orígenes de la Orden. Evidentemente, si se quiere
evitar la anarquía, es necesario establecer un orden, creando un sistema de
gobierno y construyendo casas que puedan albergar a tantos frailes. Por otra
parte, la dificultad para alimentar a unas comunidades tan numerosas sin poder
manejar dinero, se tornaban cada día más manifiestas.

La Orden acabó dividiéndose en dos bandos; los Rigoristas o Zelanti


(conocidos también como Espirituales) y los Moderados. Ambos bandos
contaban con hermanos verdaderamente espirituales y santos. Entre los
primeros figuraban los hermanos más íntimos del santo fundador, como fray
León; y entre los segundos, hombres tan piadosos y santos como San Antonio
106
Bullarium Franciscanum, I, 352

274
de Padua y San Buenaventura. En el Capítulo de 1230 se manifestó
abiertamente la disensión entre los dos bandos.

Gregario IX empezó por declarar nulo el Testamento de Francisco (“nulo” no


es el término más feliz; lo que decretó el papa fue que el Testamente no era
vinculante jurídicamente para los frailes; aunque siempre lo fue
espiritualmente), por la bula Quo elongati (1230). Pero los Rigoristas
consideraron esto como una traición al espíritu más genuino de San Francisco.
A incrementar el malestar dentro de la Orden contribuyó el generalato de fray
Elías (1232-1239), elegido para suceder al bondadoso fray Juan Parente, que
gobernó la Orden de 1227 a 1232 (antes de Parente también había estado de
Ministro General Fray Elías: de 1221 a 1227). La forma de gobierno
implantada por fray Elías tuvo realmente bastante poco de franciscana y
demasiado de autoritaria y triunfalista (precisamente ésa es una interpretación
rigorista-espiritual de la figura y papel del hermano Elías). Empezó por
construir una basílica suntuosa para albergar los restos mortales de San
Francisco, que a muchos no pudo menos de parecerles una contradicción con
el espíritu de extrema pobreza del Poverello de Asís.

El autoritarismo de fray Elías, que era laico, provocó la antipatía de los frailes
sacerdotes por una parte, y por otra la desesperación de los Rigoristas a causa
de la tiranía con que eran tratados (¿?). El malestar llegó a tal extremo que
Gregario IX convocó un Capítulo General (1239) que lo depuso (uno de los
líderes que movió a los frailes contra Elías fue Hymon de Faversham, y fue él
quien mal informó a Elías ante el Papa. Hymon no descansará hasta ver a Fray
Elías depuesto; curiosamente, cuando Hymon llegue al generalato de la Orden,
de 1240 a 1244 será cuando ésta alcance su más alta institucionalización e

275
inserción en el mundo académico). Y entonces se demostró el escaso talante
franciscano de fray Elías (¿quién lo demostró? ¿Sus enemigos? No podía ser
de otra manera), que se rebeló contra la decisión del Capítulo aprobada por el
papa, y se pasó al bando de Federico 11 de Alemania, que por entonces estaba
en lucha abierta con Gregario IX, lo cual le valió la excomunión y la
expulsión de la Orden (objetivo que buscaban los espirituales).

Fray Elías murió, sin embargo, reconciliado con la Iglesia en 1253. Todo esto
no debe ser óbice para que se le reconozcan también a fray Elías algunas (no
pocas, diría yo) decisiones de importancia para el futuro de la Orden como
fueron su preocupación por las misiones, el fomento de los estudios entre los
hermanos; y, en general, la gran difusión que alcanzó el franciscanismo
durante su mandato. Fray Elías fue el último hermano laico que ocupó el cargo
de ministro general.

Durante el largo generalato de San Buenaventura (1257 - 1274) tornó la paz al


seno de la Orden, porque supo conjugar armónicamente la institucionalización
emprendida ya en la Regla bulada, con el retorno al más genuino espíritu de
pobreza y la consiguiente austeridad de vida que habían sido descuidadas
durante los mandatos de fray Elías (1232-1239), de fray Alberto de Pisa
(1239-1247) y de fray Juan de Parma (1247-1257). (En realidad, el gran logro
de Buenaventura como General fue mantenerse por encima de las facciones
internas, y luchar estratégicamente por conciliarlas).

San Buenaventura quiso zanjar de una vez por todas las controversias entre
ambos bandos. Para ello, él mismo compuso una interpretación de la vida y
obra de San Francisco, la Leyenda Mayor, que fue declarada biografía oficial

276
del fundador para toda la Orden en el Capítulo General de 1266, el cual,
además, mandó destruir todas las biografías anteriores (Celano incluido).
Mientras vivió San Buenaventura, se mantuvo una cierta tranquilidad, pero al
morir mientras asistía al II Concilio de Lyon (1274), de nuevo surgieron las
controversias, centradas ahora fundamentalmente en torno a la pobreza.
Los Rigoristas, llamados también Espirituales, empiezan a moverse en contra
del rumor que corre por los eremitorios franciscanos del sur de Italia y de la
Provenza, según el cual el Papa Gregorio X querría abolir para todos los
Mendicantes la pobreza comunitaria o colectiva; llegando a afirmar que ellos
no estaban dispuestos a obedecer tal indicación, aunque el papa lo ordenase.
Por supuesto, el Concilio II de Lyon no dio ningún decreto en este sentido,
pero los Espirituales insistieron en sus diatribas contra la corrupción
introducida en la Orden. Estaban influidos por las ideas de fray Gerardo de
Borgo San Donnino y del teólogo Pedro Juan Olivi (1255), seguidores de las
teorías heréticas de Joaquín de Fiore. Olivi consideraba a San Francisco de
Asís como el nuevo Mesías que inauguraba la Edad del Espíritu Santo,
anunciada por Joaquín de Fiore. Sería la edad de los monjes, y especialmente
del franciscanismo, cuya Regla se identificaba con el Evangelio. Y, por lo
mismo, oponerse a la pobreza en ella establecida, sería oponerse al mismo
Evangelio (Esta relectura del joaquinismo aplicada al franciscanismo la puso
por escrito Gerardo de Borgo San Donnino en su obra Introducción al
Evangelio Eterno, que lógicamente fue condenada como herética).

Discípulo de Olivi fue Ubertino de Casale, autor del libro Arbor vitae
crucifixae Jesu, en el que se exalta contra la corrupción del Papado, al que
tilda de «Anticristo», «mala bestia y no papa». El ministro general dispersó a
los Espirituales por diversos eremitorios; algunos incluso fueron encarcelados

277
como herejes; y otros fueron enviados a las misiones de Armenia Menor
(Cilicia). Uno de éstos murió más tarde como mártir: el beato Tomás de
Tolentino. Entre los Espirituales tuvo una actividad preponderante Ángel
Clareno, que se convirtió en el representante principal de los Espirituales.
Escribió la Historia Septem tribulationum107, en la que la que narra sus
aventuras en defensa del espíritu franciscano originario. Otro de los
Espirituales más influyentes fue el gran poeta fray Jacopone de Todi.

Los Espirituales encontraron favor en el papa Celestino V, al que le pidieron


que los separase de la Orden. El cual, si bien no les concedió la separación de
la Comunidad, sí les permitió gobernarse con cierta independencia respecto a
la obediencia debida al Ministro General y a los superiores provinciales. Pero
después de la renuncia de Celestino V al Pontificado (1294), su sucesor,
Bonifacio VIII, anuló esas disposiciones o privilegios. Los Espirituales se
rebelaron contra el nuevo papa, al que tachaban de ilegítimo por considerar
nula la renuncia de Celestino V. A pesar de todo, Bonifacio VIII les mostró
más tolerancia de la que cabía esperar de parte de un papa que tan alto juicio
se había formado de sí mismo y del cargo que desempeñaba.

La lucha se recrudeció en tiempos de Juan XXII que no fue tan


contemporizador como Bonifacio VIII ni como Clemente V. El mismo
ministro general, Miguel de Cesena, ante las reiteradas desobediencias, los
denunció ante el papa. Los cabecillas Ubertino de Casale y Ángel Clareno, se
presentaron en la curia pontificia de Aviñón el día 13 de mayo de 1317,
acompañados de 64 frailes: todos eran acusados de ideas “espirituales” y de
difundir el pensamiento de fray Pedro de Juan Olivi. Fray Bernardo Délicieux
107
El libro trata de las Siete Tribulaciones que azotan a la Orden, según Clareno.

278
pronunció un vibrante discurso en defensa de los Espirituales al que replicaron
los representantes de la Orden, tachándolos de rebeldes. Por la bula
Quorumdam exigit (2 de octubre de 1317) el papa sometía de nuevo a la
obediencia de la Orden a todos los Espirituales y les obligaba a adaptarse a la
vida común en todo lo relativo al modo de vivir la pobreza y vestir el hábito
propio de los Hermanos Menores (color ceniza).

Las medidas tomadas contra quienes no se sometieron a la decisión del papa


fueron muy duras. Se empleó contra ellos todo el rigor propio de aquellos
tiempos: fray Bernardo Délicieux fue torturado y murió en la cárcel en 1320;
Ángel Clareno fue excomulgado, pero posteriormente fue absuelto y salió de
la Orden franciscana, ingresando en la Orden de los celestinos108; Ubertino de
Casal se quedó libre en Aviñón, pero después se pasó al bando de Luis de
Baviera en lucha contra Juan XXII. Finalmente, Ubertino fue expulsado de la
Orden de los Menores e incorporado a una abadía benedictina.

Para doblegar la resistencia de los Espirituales que no aceptaron la bula del día
2 de octubre, Juan XXII publicó el 30 de diciembre del mismo año 1317 otra
bula, Sancta Romana109, por la que se suprimían todos los conventos de los
Espirituales: esos falsos frailes “que fingen observar la Regla de San
Francisco a la letra, no prestando obediencia a los superiores de la Orden de
los Menores y aduciendo haber recibido un privilegio de Celestino V por el
que se reconocía su estado de vida”; y una tercera, Gloriosam Ecclesiam (23

108
La Congregación Benedictina de los Celestinos fue fundada por Pedro de Murrone en 1254: el nombre
deriva del de su fundador en 1294 después de su elección al papado con el nombre de Celestino V. Esta orden
se deriva de la orden de San Benito. Celestino V fue quien les dio autonomía a los fraticelli.
109
Con la publicación de esta bula Juan XXII pretende identificar, para reprimirlos, algunos componentes
mayores del abigarrado mundo de la disidencia franciscana, que hasta entonces no se había proyectado en
el ámbito de la herejía, y establecía las premisas canónicas para su heretización.

279
de enero de 1318), por la que se condenaban sus errores dogmáticos; con esta
bula Juan XXII castiga con la excomunión a los Espirituales huidos a Sicilia,
definiéndoles como “rebeldes, cismáticos y defensores de un perverso
dogma”. En Provenza, cinco espirituales pertinaces cayeron en manos del
tribunal de la Inquisición, el cual condenó a uno a ser emparedado (enjaulado),
y a los otros cuatro a morir en la hoguera (1318). Los Espirituales que no
aceptaron las decisiones pontificias abandonaron la Orden y se unieron a otros
grupos fanáticos, dando origen a una secta herética conocida genéricamente
como los Fraticelli110.

Los Fraticelli se hicieron sentir también en España. Fueron especialmente


numerosos en Mallorca y en Cataluña. Tuvieron un jefe espiritual en la
destacada figura del infante don Felipe, hijo de don Jaime II de Mallorca.
Había nacido en 1288 y estudió teología en París. Ingresó en la Orden
dominicana, cuyo hábito abandonará para vestir el franciscano, pasándose al
bando de los franciscanos radicales, y obligándose con voto a practicar la
Regla y el Testamento en todas sus exigencias. Para sacarlo de esos ambientes
extremistas, Juan XXII le ofreció la mitra de Mirepoix , pero el infante don
Felipe no la aceptó, como tampoco había aceptado la sede arzobispal de
Tarragona, que le había sido ofrecida anteriormente. A pesar de que estuvo
íntimamente comprometido con los Franciscanos más radicales, debido a su
alta alcurnia, se vio libre de procesos inquisitoriales. Dejó detrás de sí
numerosos discípulos, especialmente en la isla de Mallorca. En los últimos
años de su vida peregrinó de un lugar a otro por todo el sur de Italia; y al morir

110
el grupo de los Fraticelli originado entre algunos franciscanos de la Marca de Ancona quienes, tras su
primer exilio en Armenia (1290-93), ya se habían convertido en 1317 en una familia autóctona con el
consentimiento del Papa Celestino V y bajo la dirección del H. Liberat (Pedro de Nacerata) y de Ángel
Clareno (Pedro de Fosombrone).

280
en 1337 fray Ángel Clareno, el infante don Felipe fue el verdadero director
espiritual del grupo en Italia. No se conoce cómo ni cuándo murió.
Probablemente en 1347.

También por Castilla hubo algunos partidarios del franciscanismo radical, en


las postrimerías del siglo XIV y principios del XV, El papa aviñonés,
Benedicto XIII, los favoreció para atraerlos a su causa. No hay indicios, sin
embargo, de que cayesen en los extremismos de sus cohermanos italianos.

El problema se agravó cuando, una vez concluida la controversia de los


Espirituales, centrada más en la praxis que en la teoría, se planteó la cuestión
de un modo doctrinal en torno a la pobreza de Cristo y sus apóstoles. En
realidad era una cuestión que tenía más de medio siglo de existencia. Ya se
había planteado el tema en Universidad de París entre los Dominicos y los
Franciscanos, los cuales discutían acerca de si era más o menos perfecto el
poseer algo en común. Los Franciscanos se gloriaban de no poseer nada en
común frente a las demás Órdenes religiosas.

La antigua discusión tomó tintes de verdadera tragedia cuando, en 1321, el


dominico Juan de Beaune se apoyaba, para condenar a una beguina por esta
afirmación que se le atribuía: «Jesucristo no poseyó nunca cosa alguna como
propia, ni individual, ni colectivamente». Ante semejante propuesta, se
levantó Indignado el franciscano Berengario Tolón, afirmando que tal
proposición no sólo no era una herejía, sino un dogma definido por el papa
Nicolás III en la bula Exiit qui seminat.

281
La disputa fue llevada ante Juan XXII, el cual, de inmediato, hizo arrestar al
franciscano; y previa consulta a algunos obispos y doctores en Teología y en
Derecho canónico, publicó la bula Quia nonnunquam (26 de mayo de 1322),
en la que se declaraba discutible la opinión de Nicolás III. Esto provocó un
enorme escándalo entre los franciscanos, porque consideraban que las palabras
de Nicolás III constituían un verdadero dogma de fe. El Capítulo General,
reunido en Perusa, rogó al papa que no innovase nada. Pero no contentos con
esto, el ministro general, Miguel de Cesena, juntamente con algunos
provinciales y doctores en Teología de la Orden, publicó un escrito dirigido a
toda la Iglesia en el que, por su cuenta, decidían la cuestión doctrinal,
afirmando que ni Cristo ni los Apóstoles habían poseído nada ni personal ni
comunitariamente.

Lógicamente, el papa se sintió ofendido en lo más vivo de su ministerio


pastoral y de su dignidad personal; y, como revancha contra la Orden
franciscana, con la bula Ad conditorem canonum (8 de diciembre de 1322),
revocó las cláusulas relativas a la pobreza de Cristo de la bula de Nicolás III,
Exiit qui seminat. Y para que no pudieran vanagloriarse de su absoluta
pobreza, el papa rechazaba que la Santa Sede fuese propietaria de los
conventos, iglesias, tierras y demás bienes que usufructuaban los
Franciscanos, de manera que éstos quedaban en propiedad de la Orden,
pasando a la misma situación de todas las demás Ordenes Mendicantes. El
papa, ante las alegaciones de los Franciscanos, por medio de fray Bonagracia
de Bérgamo, a quien en un primer momento hizo encarcelar (1323), suavizó
algo el tenor de la bula. Pero por medio de una nueva bula, Cum inter
nonnullos, declaraba herética la proposición que afirmaba que ni Jesús ni los

282
Apóstoles habían poseído nada en común ni tenían derecho a vender o
cambiar sus bienes.

Esta declaración de Juan XXII fue considerada como una verdadera herejía
por buena parte de los Franciscanos. Muchos de ellos se pasaron abiertamente
al bando de Luis de Baviera, contribuyendo en buena medida a la redacción
del manifiesto de Sachsenhausen (22 de mayo de 1324), en el que se afirmaba
que el papa se había alzado contra el mismo Señor Jesucristo y contra su
sacratísima madre que vivió con su hijo en la observancia del mismo voto de
radical pobreza. Juan XXII, con una nueva bula, Quia quorundam (10 de
noviembre de 1324), ratificó su doctrina, la cual, a primera vista, parecía una
contradicción con la declaración de Nicolás III, pero en realidad, como se
desprende del contexto, solamente condenaba a los que negaban a Cristo y a
los Apóstoles el derecho a poseer bienes materiales.

El ministro general, Miguel de Cesena, que en toda la controversia había


mantenido una actitud de reservada prudencia, fue llamado a Aviñón en 1327
ante el papa. Fingió estar enfermo y tardó; pero obedeció a una llamada
posterior y asistió; tuvo un acalorado enfrentamiento verbal con el Papa Juan
XXII, quien le prohibió, bajo pena de grave censura, dejar Aviñón. Así estuvo
incapacitado para asistir al capítulo de la Orden habido en Bolonia en mayo
del año siguiente (1328); todavía, a pesar de su ausencia y la protesta del
legado papal, fue reelegido ministro general, el capítulo juzgó que las
acusaciones contra él eran insuficientes para privarlo de su cargo. Varios
prelados y príncipes escribieron al papa en nombre de Miguel; pero antes de
que estas cartas o el resultado del capítulo pudieran alcanzar Aviñón, Miguel,
con Guillermo de Ockham y Bonagracia de Bérgamo, que también estaban

283
retenidos por el papa en Aviñón, huyeron de noche (25 de mayo) en una
galera (carreta) que les envió Luis de Baviera. De esta forma se pasaron al
bando de Luis IV de Baviera, que acababa de nombrar un antipapa en la
persona del franciscano Pedro Rainalducci (1324).

Después de estos sucesos, Miguel de Cesena fue destituido del cargo de ministro
general y, posteriormente, excomulgado a causa de las furibundas campañas
denigratorias contra Juan XXII, en las que asimismo esparcía doctrinas
heréticas que fueron condenadas por una bula dirigida expresamente contra él,
con este significativo título: Quia vir reprobus (16 de noviembre de 1329).
Miguel de Cesena, ante esto, publicó otros escritos defendiéndose.

El capítulo general de París (11 de junio de 1329) que presidió el cardenal


Bertrand, condenó la conducta y las escrituras de Miguel y todos los que
tomaron parte con él contra Juan XXII; y eligió a Gerardo Eudes u Odón
como ministro general de la orden. El siguiente año (1330) Miguel y otros
cismáticos siguieron a Luís a Baviera. El capítulo de Perpiñán (25 de abril de
1331) expulsó a Miguel de la orden y lo sentenció a cadena perpetua. Durante
los últimos años de su vida fue abandonado por casi todos sus simpatizantes,
murió, sin reconciliarse con la Iglesia, en 1342, pero es probable que muriera
arrepentido.

Fue éste un episodio muy doloroso en la historia de la Orden franciscana, tan


decididamente eclesial desde sus mismos orígenes. El nuevo ministro general,
fray Gerardo Odón, tuvo que esforzarse para reconducir suavemente a los
frailes a la obediencia al Papa. Nunca una causa tan digna, como la defensa de

284
los ideales originarios de San Francisco de Asís, había sido sostenida tan
imprudentemente como lo hicieron los Fraticelli.

Santo Domingo y la Orden de Predicadores

Para conocer quién fue Santo Domingo lo más oportuno es remitirnos a sus
propios escritos, pero resulta que la mayor parte de ellos han desaparecido. Lo
único que se conserva es el Libro de costumbres o texto legislativo primitivo
de la Orden, basado en las constituciones de los Premostratenses; poseemos
también las Constituciones redactadas por fray Domingo para el monasterio de
San Sixto, y también tres Cartas.

Poseemos asimismo algunas biografías e historias de al Orden, con


información de primera mano; p. e., la que escribiera Jordán de Sajonia 111:
Orígenes de la Orden de Predicadores. Esta obra es más que importante no
sólo porque está escrita sólo diez años después de la muerte del Santo, sino
también porque el autor ha sido testigo ocular de muchas de las cosas que
narra. Junto con algunos otros documentos, esta obra de Jordán constituye la
fuente básica para escribir la historia de Domingo y su Orden, en los
comienzos.

Como sucede a menudo, el rostro de Santo Domingo fue también desfigurado


a causa de la desmedida alabanza: no fue el iniciador de la devoción a María,
no fue el fundador del Rosario, no fue tampoco el gran inquisidor del siglo
XIII (aunque sí fue delegado de los inquisidores pontificios para la
reconciliación con algunos herejes). Su luz, esa luz propia con la que aún

111
Fue sucesor de Santo Domingo en el cargo de Ministro General

285
brilla, se debe a circunstancias que fueron más decisivas para la Iglesia y la
cultura que todas esas cosas que se le atribuyen a nivel popular.

Santo Domingo nace en Caleruega (Burgos), entre 1173 y 1175; aunque


algunos historiadores adelantan su nacimiento hasta 1171. Cuando cumplió
seis o siete años fue entregado a un tío que le enseñó latín, canto gregoriano,
Sagrada Escritura y cómputo. Después fue enviado al célebre estudio de
Palencia, donde cursó gramática y dialéctica, lo que implicaba
fundamentalmente un comentario a la Sagrada Escritura.

Hacia el 1197 Domingo ingresó a la comunidad canonical del Capítulo


catedralicio de Osama; posteriormente es ordenado sacerdote, tendría unos 25
años. Este Capítulo de Osma se regía bajo la Regla de San Agustín lo mismo
que en un estilo pobre de vida. Junto con el obispo de Osama, Santo Domingo
hace ver a los legados papales la importancia que los cátaros daban a la vida
en pobreza evangélica; les advierte a los legados cómo, para dejar a los herejes
sin palabras, era preciso abandonar el boato y esplendor con que iban de
pueblo en pueblo, y realizar su predicación con su mismo estilo de pobreza.

Santo Domingo de Guzmán ha descubierto en sus viajes en sus viajes por


Europa y en su contacto con la sede romana las grandes preocupaciones de la
Iglesia de su tiempo y también las fuentes más puras de su acción apostólica.
En estos viajes termina conociendo Europa y la Cristiandad. El encuentro con
Inocencio III le ayudó a percatarse de la necesidad de incorporar a la Iglesia
Católica todos aquellos movimientos religiosos de inspiración netamente
evangélica, pero que debido a su escaza solidez doctrinal podían ser presa
fácil de aquella predicación insidiosa que se estaba gestando contra la Iglesia
jerárquica y sus sacramentos.

286
Fue así como Domingo fue descubriendo su identidad profunda y el carisma
que el Espíritu le había concedido para responder a las necesidades y
aspiraciones de la Iglesia y de la sociedad de aquella época. En realidad no era
una propuesta totalmente nueva: era el nuevo ideal de vida apostólica, que
actuaba ya en el interior de la Iglesia desde hacía algún tiempo. Domingo se
percató de todo esto mediante un suceso concreto: la predicación del obispo
Diego de Acebes a los legados pontificios. En esa predicación del obispo se
encontraba sintetizada la intuición fundamental que constituiría a la Orden de
Predicadores.

El obispo de Acebes amonestó a los legados a seguir trabajando con más ardor
que nunca en la predicación, abandonando todas las demás preocupaciones. Y
para tapar la boca a los herejes recomendaba enseñar la doctrina practicándola
con la vida, según el ejemplo del Buen Maestro y de sus Apóstoles: sin oro ni
plata, yendo a pie, etc.

Inocencio III aprobó este estilo de vida, que ya él mismo había denominado
“Predicación de Jesucristo”. El obispo de Osma se había entregado a este
estilo de predicación. Pero como lo reclamaban sus obligaciones pastorales,
entonces puso en frente a uno de los predicadores que le acompañaban: fray
Domingo. Se trataba de un ideal de vida apostólica.

En cuanto a la mendicidad, no sólo no constituía parte de la vida de un clérigo,


sino que les estaba prohibida por considerarla un deshonor.

Pues bien, Santo Domingo no solo practicó durante diez años la predicación
pobre, itinerante, sino que hace de ella un programa de vida que pueda ser
vivido por una comunidad estable.

287
Fue en Prouille donde Domingo constituyó el primer centro de predicación: la
Comunidad de Nuestra Señora de Prouille (1207). Esta comunidad estaba
conformada únicamente por mujeres, que habían sido abandonadas por sus
familias por abandonar el catarismo. Así las cosas, esta Comunidad se
convirtió en lugar de acogida para los predicadores de la zona y para aquellas
mujeres expulsadas de sus casas por haber abrazado la fe católica. Al lado del
edificio creado para ellas, se construyó también otro para los predicadores.

Pero fue en Tolouse donde Santo Domingo fundó la Orden de Predicadores.


No se trataba ya de un equipo temporal, sino de una comunidad permanente de
Predicadores sometidos a una misma Regla. Los primeros discípulos que se le
juntaron fueron fray Pedro Seila (que ofreció su casa en Tolouse como
residencia de los Predicadores) y fray Tomás. Las primeras profesiones
tuvieron lugar el 7 y 25 de marzo de 1215. Un documento firmado por el
Obispo de Tolouse (Fulco), en ese mismo año, garantizaba la existencia
jurídica de la Orden.

En este documento quedaba bien especificado cuál era la identidad y el estilo


de vida de la nueva Orden: Domingo y sus discípulos se dedicarían a exterpar
la herejía, corregir los vicios, explicar al pueblo el símbolo de la fe e inculcar
a los hombres la sana moral. Fulco les concedió el oficio de predicadores en
su diócesis a perpetuidad. Se constituyeron así en una verdadera Orden de
predicación itinerante.

Esta comunidad naciente no abraza la pobreza comunitaria, sino personal, ya


que el obispo se ha encargado de su sustento dándoles la sexta parte de los
diezmos de su diócesis. Sin embargo, en 1220 la Orden renunció a esas rentas
fijas y abrazó la pobreza comunitaria estricta. Parece ser que en esta decisión
Domingo se sintió muy influido por el ejemplo de Francisco y los Menores.
288
Con el Santo de Asís se encontró el día 3 de junio de 1218 en el Capítulo de la
Porciúncula (?).

En el abrazo de Francisco y Domingo se fusionaban dos maneras distintas,


pero complementarias, de entender la vida religioso-apostólica. La de
Francisco, centrada en la pobreza radical más absoluta con una cierta
despreocupación por la ciencia y la cultura (al menos en sus inicios); y la de
Domingo de Guzmán que ponía más énfasis en la necesidad de una buena
preparación cultural, y aunque insistía en la pobreza, no renunció desde el
principio a las rentas que se le ofrecieron, obviamente porque le servían para
poder realizar su vida de predicación. Incluso, dice Jordán de Sajonia, que
Domingo había pretendido una aprobación explícita del Papa Inocencio III
para esas rentas fijas que le había proporcionado el obispo Fulco y otras que le
estaba concediendo el conde de Montfort.

Aprobación pontifica de la O.P.: con ocasión de la celebración del IV


Concilio de Letrán (1215), Santo Domingo tuvo la oportunidad de
encontrarse con Inocencio III, y este encuentro fue decisivo para su Orden.
Acompañado del obispo Fulco, Domingo se dirigió al Papa para exponerle el
común deseo de que le confirmara su proyecto de vida. Se trataba de una
comunidad, le dijo el Fundador al Papa, que «se debía llamar y ser Orden de
Predicadores». Ahí está condensada toda la razón de ser de los Dominicos. La
prueba más paralela de esta urgencia de la O.P. está en la problemática que
abordó el IV Lateranense, puesto que el canon X subraya la necesidad de
intensificar la predicación, para lo cual los obispos deben crear en sus diócesis
una categoría de personas competentes, que instruyan con su palabra y
edifiquen con su ejemplo. Y el canon XI establece que exista un maestro de
teología encargado de explicar Sagrada Escritura a los sacerdotes. El Concilio

289
parecía haber copiado las tareas que Domingo realizaba juntamente con sus
primeros Predicadores.

Sin duda que en la aprobación pontificia de la O.P. se mira por todas partes la
influencia del canon XIII del mismo Concilio Lateranense, que establece: si
alguien quiere abrazar la vida religiosa ha de escoger laguna de las Órdenes ya
existentes; y si alguien busca fundar una nueva casa religiosa, ha de tomar una
de las reglas ya aprobadas.

Esto explica la respuesta que Inocencio III dio a Domingo: ir a reunirse con el
resto de sus hermanos para que juntos «deliberen cuál de las Reglas ya
aprobadas van a adoptar. Después de esto el obispo les asignaría una iglesia;
posteriormente volvería el Fundador a donde el Pontífice para recibir la
aprobación de todo» (Jordán de Sajonia).

Fue en el Pentecostés de 1216 cuando Santo Domingo y sus hermanos


escogieron como norma de vida la Regla de San Agustín. Sin duda que esta
elección respondía al hecho de que ya el Fundador había experimentado el
tenor de esta legislación cuando fue canónigo regular; pero también la Regla
Agustina era lo suficientemente flexible como para adaptarla al ideal de los
Predicadores.

En octubre de ese mismo año Honorio III (Inocencio ya había muerto unos
meses antes) le aprobó su Orden mediante la bula Religiosam vitam del 22 de
diciembre de 1216.

Ahora bien, puesto que la Regla de San Agustín es más un conjunto de


principios espirituales que un código detallado, fue preciso añadir un libro de
Costumbres en el que Santo Domingo expresó aquello que particulariza la

290
vida de sus hermanos, aunque sigue en mucho a las Constituciones de los
Premostratenses112.

En 1220 Domingo presidió el primero Capítulo General de su Orden, y allí los


dominicos aceptaron la propuesta hecha por el Padre Fundador de abrazar la
pobreza comunitaria estricta, de modo que los conventos, que hasta ahora
contaban con rentas fijas, renunciarían a ellas para convertirse en
comunidades mendicantes, pidiendo diariamente limosna de puerta en puerta.

La labor legislativa que suscitó este primer Capítulo General de 1220, aunque
tendrá que ser posteriormente perfeccionada, brindó a la Orden una estructura
clara y definida, evitándole así las múltiples controversias internas en que, por
carecer de ella, se vieron envueltos los Hermanos Menores.

Orgánicamente, la Orden está constituida por un Maestro General y por


conventos. El Capítulo General compuesto por frailes Predicadores elegidos
por los conventos controla, legisla y gobierna junto con el Maestro General. El
Capítulo elige al Maestro por doce años. Cada convento está constituido por
un prior elegido por su propia comunidad. La Orden se divide en Provincias
gobernadas por un prior y un Capítulo Provincial.

Desde 1220 la Orden definió perfectamente cuál era su identidad: la síntesis


entre los Canónigos Regulares y los predicadores itinerantes; pero ya se dijo
que la O.P. no es una comunidad canonical, sino mendicante.

En 1221 se celebró, para Pentecostés, el segundo Capítulo General; ya para


entonces la Orden había fundado más de 125 conventos, lo que implicaba un
crecimiento impresionante. Por lo mismo el asunto más importante de este
Capítulo fue la división de la Orden en provincias y la designación del
112
Recuérdese que al ser ellos Canónigos Regulares también profesaban la Regla de San Agustín.

291
Superior General con el título de “Maestro General”. También en 1221 Santo
Domingo viajó a Venecia para entrevistarse con el cardenal Hugolino de Ostia
(que fue tan amigo de Domingo como de Francisco de Asís). Y en ese mismo
año, el 6 de agosto, murió.

El Santo había nacido en Castilla, pero la fundación de su Orden se dio en


Francia. Por eso siempre quiso implantarla en tierra patria. En 1218 se
encaminó a la Península Ibérica, aunque ya para entonces habían ingresado a
la Orden siete españoles, entre ellos el propio hermano del fundador: Mamés
Guzmán. La expansión de la Orden de Predicadores fue a la par de las
conquistas militares hacia el sur de la península. En el norte fueron menos
abundantes las fundaciones, porque existían desde antiguo muchas
fundaciones monásticas.

La Segunda y Tercera Orden de Santo Domingo: aunque esto es una


terminología netamente franciscana, también se ha hecho común para referirse
a las monjas y hermanas dominicanas. Los historiadores no están de acuerdo
respecto a cuál fue el primer convento de monjas dominicas. La duda está en
si la comunidad de Prouille reunidas por Santo Domingo en 1207, se ha de
considerar, desde sus inicios, como un verdadero convento de Dominicas (la
mayoría de investigadores se decantan por una respuesta positiva).

Las primeras monjas de Prouille tuvieron en sus inicios una marcada vida
activa: dedicadas a la enseñanza y a la atención para con los Predicadores; y
posiblemente ellas también fueron Predicadores. Fue después cuando
evolucionaron hacia un estilo de vida más estrictamente contemplativo y en
clausura. La difusión de las monjas corrió a la par de la difusión de los frailes
dominicos, porque generalmente la fundación de un convento de Predicadores

292
llevaba casi siempre consigo la fundación de una comunidad de monjas
dominicas.

Ya a principios del siglo XIV existían 149 conventos femeninos, y las monjas
sumaban unas 7500, mientras que los frailes llegaban a 10000. Al principio en
cada convento femenino residía una comunidad de frailes para atender a la
dirección espiritual de las monjas. Y esto provocó pronto dificultades entre
ambos estamentos: los frailes creían que no podían cumplir su auténtico
ministerio de la predicación y de la lucha contra las herejías a causa del
tiempo perdido en la dirección espiritual y material de las monjas, siendo así
que más bien deberían ser éstas quienes les asistiesen a ellos en el cometido de
la predicación y de la represión de herejía.

El papa Gregorio IX dispensó a los dominicos de ese cometido asistencial en


1239. En tiempos de Inocencio IV (1246) se volvió a la situación anterior,
pero sólo respecto a la ayuda espiritual, hasta que Alejandro IV (1259) hizo
retornar las cosas a la situación de dependencia total de las monjas respecto de
los frailes, hasta que se alcanzó una solución de compromiso entre el papa
Clemente IV y el Maestro General Juan de Vercelli en 1267: se acordó que los
frailes se encargarían de la dirección de los conventos femeninos afiliados,
pero sin la obligación de tener en ellos una comunidad masculina.

A partir del siglo XV surgen algunos conventos o monasterios de Dominicas


Terciarias, se trata de un estadio intermedio entre la Segunda Orden y las
Congregaciones de vida mixta que surgirán más tarde como instituciones
fundadas por miembros de la Primera, de la Segunda o de la Tercera Orden.
En la actualidad suman 148 los Institutos femeninos afiliados a la Orden de
Predicadores, y a este número habría que añadir otros 43 que han desaparecido
a lo largo del tiempo.
293
Siervos de María

La Orden Mendicante de los Siervos de María se presenta inicialmente en


Florencia, como un grupo independiente, dentro de aquel maremágnum
(=Muchedumbre confusa de personas o cosas) de los movimientos
penitenciales de comienzos del siglo XIII. Se dice que sus Fundadores son
siete. Pero la oscuridad de los orígenes no permite identificar a cada uno de
los Siete Santos Fundadores, porque si bien el número septenario está fuera de
discusión, no sucede lo mismo respecto a los nombres de cada uno de ellos:
existen tres listas al respecto, y en las tres sólo coinciden dos nombres:
Bonfiglio Monaldi y Alejo Falconieri.

Cuando en 1256 muere el cardenal protector, los Servitas se dirigen al papa


Alejandro IV el cual, con la bula Deo grata confirma nuevamente a los frailes
«llamados comúnmente Siervos de Santa María»; les concede facultad de
fundar conventos por todo el mundo. Urbano IV (1263) confirmará la
aprobación pontificia de la Orden. Pero de repente, cuando se hallaban los
Servitas en pleno apogeo, se abatió sobre ellos una gran tormenta.

El Segundo Concilio de Lyon (1274), al que asistió el propio Superior General


de los Servitas (San Felipe Benizi), decretó -mediante la Constitución
Religionum diversitatem- la abolición de todas las Órdenes que habían sido
fundadas después del Cuarto Concilio de Letrán (1215), aunque hubiesen
recibido la aprobación pontificia, a excepción de los Franciscanos, Dominicos,
Carmelitas y Agustinos. Los Servitas entraban de lleno en la orden de
supresión. El papa Inocencio V les prohibió recibir novicios, y estaba
dispuesto a suprimirlos. Pero la muerte repentina del papa alejó de momento
el peligro. La cuestión se trató en los pontificados siguientes, hasta que el papa

294
Benedicto XI aprobó definitivamente la Orden por la bula Dum levamus
(1304).

La estructura de la Orden es centralizada al estilo de los Mendicantes.


Después del Concilio de Lyon los Servitas tuvieron que renunciar a su carácter
de Mendicantes, de modo que algunos conventos tenían propiedades; pero el
papa Martín V les devolvió ese carácter en 1418. Desde entonces su estructura
ha sido eminentemente mendicante con una clara orientación mariana.

Para el momento de la aprobación (1304), la Orden contaba ya con cuatro


provincias en Italia. Su mayor expansión la alcanzaron en 1750: 15 provincias,
225 conventos y 2731 frailes.

Segunda y Tercera Orden: parece que el primer convento de Siervas de María


fue fundado por fray Pedro de Todi en 1332 en Siena; pero la gran expansión
de las Siervas de María no empezará hasta la segunda mitad del siglo XIV.
Los conventos femeninos estuvieron en estrecha dependencia de los de los
frailes hasta el Concilio de Trento. Con la Reforma Tridentina estos
conventos pasaron a depender directamente de los obispos locales.

La Tercer Orden Regular de las Siervas de María se remonta a Santa Juliana


de Falconieri (muerta en 1341), sobrina de San Alejo Falconieri, uno de los
Siete Santos Fundadores. En la actualidad existen 21 Congregaciones
femeninas, 13 de derecho pontificio y 8 de derecho diocesano. Existen
también dos Institutos seculares de espiritualidad servita. Al igual que las
demás Órdenes Mendicantes, los Siervos de María también tienen una Tercera
Orden Seglar, cuyos orígenes se remontan 1424, fecha en que Martín V
aprobó su Regla.

295
Espiritualidad: es de una raíz eminentemente cristológica. Obviamente se
pone también muy de relieve el “servicio” de María bajo la advocación de los
Siete Dolores, considerada como Mediadora de Cristo, modelo de vida
evangélica y de servicio humilde a los pobres. De igual modo, los Servitas
siempre se han decantado por los estudios; y a lo largo de su historia han
contado con notables maestros. Pero ha sido en el ámbito mariológico donde
sus doctores y maestros han brillado con luz propia en una tradición que ha
llegado bien arraigada hasta hoy en la Facultad Teológica Marianum de
Roma.

Los Carmelitas

La problemática sobre sus orígenes: los Carmelitas hacen derivar su nombre


del Monte Carmelo. En ese Monte, desde el siglo XII, vivían algunos eremitas
que habían construido una iglesita en honor a la Virgen. Estos eremitas tenían
al profeta Elías como modelo.

Desde siempre los Carmelitas creían ser sucesores directos del profeta Elías, al
que consideraban como el iniciador de un estilo de vida eremítica en el Monte
Carmelo; este estilo de vida habría sido continuado por su discípulo Eliseo y
por los hijos de los profetas ininterrumpidamente hasta el siglo XII. Estas
leyendas surgieron muy probablemente para demostrar ante el IV Concilio
Lateranense (1215) la existencia de los Carmelitas desde tiempos muy
anteriores a la celebración de ese Concilio. Con esto se buscaba evadir el
decreto conciliar que obligaba a asumir una Regla preexistente para conseguir
la aprobación pontificia.

Pero en 1668 el bolandista Daniel Papebroch escandalizó cuando publicó su


tesis negando rotundamente el origen profético de los Carmelitas, y

296
asegurando que el primero superior de la Orden fue San Bertolo. Esto suscitó
una gran polémica entre los defensores de la tesis carmelitana por un lado, y
los bolandistas por otro. La polémica continuó hasta que el papa Inocencio
XII, con la bula Redemptoris, impuso silencio a ambas partes en 1698.

Hoy no cabe duda de que el origen de la Orden Carmelita debe ser colocado
en el contexto de las Cruzadas y en la revitalización de eremitismo que se
advertía en la Iglesia de Occidente desde el siglo XI. Las fuentes más dignas
de crédito se remontan al siglo XII y comienzos del XIII.

Jacobo de Vitry, obispo de San Juan de Acre desde 1216 a 1228, hablando
sobre el renacimiento de la vida eremítica escribe: «Unos… se retiran al
desierto de la Cuarentena; otros, a ejemplo e imitación del santo y solitario
Elías, viven anacoréticamente en el Monte Carmelo… donde en pequeñas
celdas como panales, estas abejas del Señor fabrican dulce miel espiritual».
Ahora bien, ya desde antiguo la figura de Elías fue muy cara a la vida ascética;
el propio San Atanasio en Vita Antonii dice que los ascetas tienen un modelo
en el ejemplo del gran Elías. Y lo mismo opina San Jerónimo.

Se sabe que estos antiguos eremitas occidentales del Monte Carmelo poseían
una Regla muy breve, en la cual se contenían los tres votos religiosos; se
insiste en el silencio y en la oración ininterrumpida, lo que en el ayuno
riguroso que se ha de observar desde el 14 de setiembre hasta Pascua. Esta
Regla probablemente les fue dada por un obispo de nombre Alberto. Según la
legislación canónica vigente entonces, esta aprobación episcopal era suficiente
para darle consistencia jurídica a la Orden del Carmelo. Pero ya vimos que el
IV Lateranense obligaba a las nuevas Órdenes a adoptar una regla ya aprobada
anteriormente, y también reservaba la aprobación de las nuevas Órdenes a la
Santa Sede.
297
Por petición del patriarca Rodolfo de Jerusalén los Carmelitas pidieron, en
1226, la aprobación pontificia, que les fue concedida por Honorio III, pero en
términos que no fueron satisfactorios para los eremitas del Carmelo. Por eso
acudieron posteriormente a Gregorio IX quien, con la bula Ex officii nostri,
confirmó la aprobación en 1229, considerándola una más de las Órdenes
Mendicantes: les imponía pobreza personal y comunitaria, con la única
licencia de poseer algunos animales para su alimentación o trabajo.

En cuanto a su expansión ha de decirse que la presencia de los Carmelitas en


Europa se remonta a los primeros años de la tercera década del siglo XIII, y
esto porque con la conquista de San Juan de Acre y la masacre de los
Carmelitas del Monte Carmelo en 1291 a manos de los musulmanes, la Orden
dejó de existir en Tierra Santa hasta 1631, fecha en que pudieron regresar al
Monte Carmelo.

Otra amenaza para la Orden fue el II Concilio de Lion (1274), que renovó el
canon del IV Lateranense, pero que además decretó la supresión de aquellas
nuevas Órdenes religiosas fundadas después de 1215. Los Carmelitas, en
cuanto que habían sido fundados antes de esa fecha podían subsistir hasta que
la Santa Sede hubiese determinado otra cosa.

Segunda y Tercera Orden: las noticias más remotas sobre la fundación de la


Segunda Orden se remontan a 1263, cuando se sabe de una carmelita penitente
de Mesina, que reunió en torno a sí a algunas otras hermanas penitentes. Y
unos años más tarde se sabe de una dona Buenaventura que hizo voto solemne
de castidad en manos de los venerables Hermanos de la Orden de Carmelitas.
Y así se conocen otros casos.

298
El paso de estas comunidades de conversas carmelitas a conventos o
monasterios propiamente dichos se dio con la bula Cum nulla (7 de octubre de
1452), que Nicolás IV dirigió al Superior General.

La Tercera Orden Seglar carmelitana tiene su origen en el movimiento de los


conversos y oblatos existentes desde la segunda mitad del siglo XIII. Pero fue
Sixto IV quien, con la bula Mare Mgnum (1476), concedió a los Carmelitas la
organización de la Tercera Orden Seglar, al estilo de lo que hacían las demás
Órdenes Mendicantes.

A pesar de su veta mendicante, en la Orden del Carmelo permanecerá como


una saeta de fuego el ideal contemplativo como algo a lo que no se podrá
renunciar jamás. La Orden, como todas las demás Mendicantes, es
centralizada: con un Capítulo General como órgano supremo de gobierno; con
un prior general al que están sometidos todos los frailes. La división es
provincial, y cada convento está gobernado por un prior local.

Durante el gran Cisma de Occidente (1378-1417), la Orden Carmelitana,


como acaeció con casi todas las demás, se dividió en dos grupos: los fieles a
los papas de la lista romana, y los fieles a los papas de la lista de Aviñón; pero
antes de que terminara el Cisma, la Orden se unificó en 1411.

Espiritualidad: desde el principio los Carmelitas no reconocieron a ningún


fundador en cuanto tal, pero siempre han considerado al profeta Elías como a
su verdadero padre espiritual: prototipo de los contemplativos. Toda la vida
espiritual de la Orden está impregnada del espíritu de Elías y de un ardiente
deseo de imitar su vida contemplativa.

Su espiritualidad es también esencialmente mariana; por lo mismo los


primeros ascetas que habitaron la Cueva de Elías fueron llamados Eremitas de
299
Santa María del Monte Carmelo. Y desde entonces existe una consagración
especial de los Carmelitas a la Virgen María. Ya desde el siglo XIII existía en
los Carmelitas la convicción de que su Orden fue fundada por la Santísima
Virgen. Este espíritu mariano adquirió un fuerte tinte popular con la
propaganda del Escapulario del Carmen, cuya devoción deriva de unas
supuestas apariciones de la Virgen a San Simón Stock, Superior General de la
Orden (1245-1265).

Lo cierto es que su espiritualidad nunca fue exclusivamente contemplativa, los


Carmelitas también asumieron el apostolado, aunque este sea matizado por la
contemplación misma. Por eso el apostolado carmelitano ha prestado siempre
una especial atención a aquellas actividades enmarcadas más específicamente
en el ámbito de la espiritualidad.

Los Agustinos

Ya se sabe la importancia determinante que revistió la Regla de San Agustín


para el monacato occidental y para los primeros años de la Edad Media, sobre
todo cuando los Canónigos Regulares reactivaron la legislación agustina. Pero
a principios del siglo XIII se abrió otro glorioso capítulo en la historia de la
Regla de San Agustín; y es un capítulo que aún sigue abierto.

Ya desde la segunda mitad del siglo XII se constata la existencia de diferentes


comunidades eremíticas que adoptaron la Regla de San Agustín (Guillermitas,
Juanbonitas, Montefavale, etc.). Igualmente, a todos los eremitas dispersos por
diversos lugares de Italia el papa Inocencio IV los reunió también bajo esta
misma Regla y con el nombre de Orden de San Agustín de Tuscia. El afecto y
cuidado que la Santa Sede le profesaba a esta Orden se evidencia en las casi

300
cuarenta bulas que fueron promulgadas en favor de los agustinos en tan solo
once años.

En 1256 se dará la gran unión de todos los eremitas a los que se les habían
impuesto la Regla del Santo de Hipona, dando origen así a la Orden de los
Eremitas de San Agustín, que en realidad tenía su más claro substrato en los
Agustinos de Tuscia, que además prevalecieron sobre todos los demás grupos.

El 15 de julio de 1255 Alejandro IV convocó a Roma a todos los priores de los


eremitas de San Agustín y de los guillermitas. En total asistieron a la
convocatoria unos 360 agustinos. Los fines de la asamblea fueron
principalmente dos: 1) acaba con la confusión que existía no sólo entre los
diversos grupos que observaban la Regla de San Agustín, sino también con los
Hermanos Menores, puesto que con ellos había algunos roces a causa del
hábito y de la cuestación113; 2) la unificación de todos esos grupos en una sola
Orden más vigorosa.

Así las cosas, con la bula Licet Ecclesiae Catholicae, el papa Alejandro IV
decretaba la unificación de los cinco grupos siguientes: los Eremitas de la
Orden de San Agustín de Tuscia, los Guillermitas 114, los de San Juan Bono,
los de Brectino y los de Montefavale; y a estos se deben añadir otros grupos
menores que no fueron convocados, como la provincia Lombarda de Pobres
Católicos.

Aunque los Agustinos consideran la Regla de San Agustín como el código


fundamental que define su estilo de vida; sin embargo, el propio Inocencio III
disponía la redacción de unas Constituciones que no estuvieran en

113
Los roces se dieron con los juanbonitas, es decir, los fundados por Juan Bono de Mantua.
114
Este grupo pedirá dispensa papal para separarse, y así lo hizo tan sólo un año después de la unificación,
es decir, en 1256.

301
contradicción con la Regla del Santo. Ya en el Capítulo de 1224 se realizó la
primera redacción de estas Constituciones, que fueron reiteradamente
aprobadas por Inocencio IV y Alejandro IV. Este último promulgó dos bulas
diferentes con un solo día de diferencia y con el mismo título (Solet annuere:
14 y 15 de julio de 1255), para aprobar de un modo específico las
Constituciones agustinas.

En estas Constituciones hay fuertes resonancias de las costumbres


cistercienses, lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que en su
redacción primera habían participado dos Cistercienses; con todo, es más
evidente la influencia de las Constituciones Premostratenses.

Desde la gran Unión de 1256, los Agustinos quedaron asimilados a las


Órdenes Mendicantes, por lo mismo su estructura interna y su misión
apostólica está regidas por los principios que caracterizan a los Mendicantes:
se trata de una Orden centralizada en un prior general, priores provinciales y
priores locales, con sus respectivos Capítulos y Consejos.

Con la Unión los Agustinos lograron una notable expansión, pero a partir de la
segunda mitad del siglo XIV empieza una decadencia, sobre todo a causa de la
peste negra, que arrasó con el 50 por ciento de los frailes, entre 1348-1351. El
prior general, Ambrosio Masari, afirmó que fallecieron cinco mil agustinos.

Pasado el período de la Reforma Protestante, que supuso un duro golpe para la


Orden por el hecho de haber sido Lutero Agustino, la Orden de San Agustín
experimentó un nuevo florecimiento en todos los niveles. Para esta época sólo
en Italia llegaron a existir 787 conventos.

A finales del siglo XVI, dentro del movimiento provocado por el Concilio de
Trento, surgen los Agustinos Recoletos, que fueron aprobados en el Capítulo
302
General de Toledo, España (1588); su principal inspirador fue el célebre Fray
Luis de León. Recibieron la aprobación pontificia de Gregorio XV, con la bula
Militantes Ecclesiae (1621), que les concedía autonomía propia, pero sin
desprender de la Orden. Se expandieron ampliamente por Filipinas y por la
América Española. La independencia total, por la que se convirtieron en una
Orden propiamente dicha, les fue concedida por San Pio X en 1912.

Un origen parecido tuvieron los Agustinos Descalzos en Nápoles. La reforma


fue iniciada por Fray Ambrosio Staibano y fue aprobada por el Capítulo
General celebrado en Roma en 1592. Dicha reforma la aprobó Clemente VIII
con la bula Decet romanum pontificem (1599). Tuvieron una amplia
extensión, pero no consiguieron su plena independencia como Orden hasta
1931.

Segunda y Tercera Orden: las Monjas Agustinas tienen su origen en un


período posterior a la Unión de 1256. También algunos monasterios
femeninos de Canónigas Regulares pasaron a formar parte de la Segunda
Orden Agustina, sobre todo cuando quedaban sin la asistencia y protección
inmediata de la rama masculina. Tal es el caso del monasterio de las Agustinas
de Milán, que según algunas fuentes habría sido el primero de la Segunda
Orden desde 1256.

Las Monjas Agustinas alcanzaron una gran expansión por toda Europa.
También dentro de ellas se introdujo la Reforma de los Agustinos Recoletos y
de los Agustinos Descalzos. Las Monjas Recoletas fueron fundadas por el
beato Alfonzo Orozco en Madrid (1589). Las Descalzas lo fueron por San
Juan de Ribera en Alcoy (1597), aunque bajo una forma un tanto híbrida, ya

303
que les asignó las Constituciones de Santa Teresa 115. Entre las varias beatas y
santas Agustinas ha sobresalido, por la piedad popular que la ha rodeado,
Santa Rita de Cascia (Perusa).

En la familia agustiniana existe también, como en las otras Mendicantes, la


Tercera Orden Regular y Seglar. A la primera pertenecen todos aquellos,
varones y mujeres, que emiten verdaderos votos religiosos: existen ocho
Congregaciones masculinas y 88 femeninas. La existencia de la Tercera Orden
Seglar se remonta al siglo XIII, y fue el papa Bonifacio IX quien dará la
aprobación con la bula In sinu Sedis apostolicae (1399) a la recepción de
Oblatas o Terciarias; y otro tanto hará el papa Paulo II respecto a los
Terciarios, con la bula Exposcit vestrae devotionis (1470).

En fin, la continuidad histórica de los Agustinos agrupados por Inocencio IV


en 1244 y por Alejandro IV en 1256, con los monjes agustinos dispersados o
aniquilados por los vándalos a partir del año 430, ciertamente no existe (o al
menos no puede ser comprobada críticamente). Pero sin duda los Agustinos
medievales han sido los heraldos y paladines del espíritu monástico
agustiniano más puro: interioridad, un solo corazón y una sola alma hacia
Dios y el servicio a la Iglesia.

El monacato occidental en la baja Edad Media

Decadencia de Cluny y del Císter: el primer indicio exterior de decadencia


cluniacense fue la aparición de problemas económicos y administrativos: ya se
había dicho que Cluny no supo integrarse en el nuevo mundo económico, ya
que la organización de su economía de la abadía estaba estrechamente anclada

115
Éstas no lograron expandirse más allá de España.

304
en la agricultura. Aunque de momento la cuestión económica no tuvo una
repercusión especial sobre la observancia monástica.

Pero a partir del siglo XIII el monacato cluniacense empieza a decaer cada vez
más deprisa. Los motivos fueron varios: a) la falta de sintonía con los nuevos
tiempos; b) no lograron integrarse en el movimiento comunal, porque la
mayor parte de los monjes provenía del estamento de la nobleza, y por eso
más bien optaron por defender el sistema feudal establecido; c) como
institución tampoco se sumaron a los nuevos movimientos culturales de los
laicos que luchaban por abrirse un camino propio en medio de aquel contexto
cultural dominado hasta entonces por clérigos y monjes; d) asimismo, no se
comprometieron en la lucha por las herejías antisociales y antieclesiales; e) los
monasterios cluniacenses, tan saturados de bienes materiales, no atraen ya a
unos espíritus cuyo prototipo es Francisco de Asís, y que buscan el
seguimiento de Cristo pobre y en predicación itinerante; f) buena parte en esta
decadencia la tuvo la forma en que se elegían los abates después del Cuarto
Concilio Lateranense. El IV de Letrán menciona dos formas de elección: por
inspiración, que es aquella en la que todos los votantes actúan unánimemente;
y por compromiso, reservada a un grupo reducido (de tres a doce) y que han
de actuar por unanimidad. Como la primera casi nunca se da, se impuso la
segunda. Pero resulta que este “grupo reducido” de compromisarios con
frecuencia se vio entorpecido por gentes externas al monasterio a la misma
jerarquía eclesiástica. De modo que varias veces se produjeron elecciones
dobles: una provenientes de los monjes, y otra de los seglares, que podía ser el
rey o una familia noble que se creía con derecho a intervenir en la elección; y
a esa frecuente doble elección se añadía una proveniente de la Santa Sede.
Estas intervenciones de la Santa Sede se generalizaron en los siglos XIII y

305
XIV, generando conflictos que mantuvieron a muchos monasterios en una
situación de interinidad.

En realidad, la decadencia partió de la cabeza misma. Los abades de familias


nobles, generalmente trasladaron al monasterio el fasto de su propio entorno
familiar; empiezan a llevar una vida demasiado privada, sin connotación
común. Se construyen mansiones abaciales independientes del monasterio,
con cocina y servidores propios. Y cuando lo creen conveniente se jubilan
exigiendo a la abadía una pensión que les permita llevar una vida confortable.
Lo peor de todo es que los monjes tampoco eran mejor que sus abades. Dice al
respecto Dom Cousin: «Del mismo que los abades directores de almas son
más bien raros en esta época, también los monjes que llegan al monasterio
para servir a Dios son escasos; la mayor parte han entrado para llevar una
vida tranquila, metódica, fácil y libre de preocupaciones económicas; un buen
número son hijos segundo de familias nobles que han quedado sin empleo en
el mundo y que han sido felizmente colocados en un beneficio regular».

Por todo esto, a lo largo de los siglos XIII y XIV, los cristianos que buscaban
un estilo de vida más radicalmente evangélico ya no tocaban a las puertas de
los monasterios, sino a las de los conventos mendicantes.

Y todo lo dicho de Cluny, puede afirmarse en buena medida de los


Cistercienses. Inmediatamente después de la muerte de San Bernardo (1153),
el Císter, que había surgido como una contestación al poderío y bienestar de
Cluny, empieza a entrar en la misma dinámica de poder y privilegios: acepta
mucho más tierras de las que pueden trabajar, lo que los hace entrar en el
sistema de arrendamiento propio de los cluniacenses; sus iglesias y abadías
inicialmente sencillas, se convirtieron ahora en monumentos grandiosos; y los

306
mismo monjes olvidaron aquella primitiva austeridad para instalarse en el lujo
y la molicie116.

Las reformas pontificias de los siglos XIII y XIV

Reformas de Inocencio III y de Gregorio IX: el canon 12 del IV Concilio de


Letrán impuso un Capítulo General trienal a los monasterios de cada provincia
eclesiástica, al estilo de los que se celebraban en el Císter. Los sucesores de
Inocencio III prosiguieron esta tarea de reforma monástica. Honorio III (1216-
1227) insistió en la necesidad y función de los Visitadores. Gregorio IX
estableció las Capítulos anuales en lugar de trienales; obligó a la guarda
estricta de la clausura y de la vida común, así como de una vida más
radicalmente pobre. Todas estas normas son vinculantes también para los
abades, a quienes se les obligó a permanecer en el monasterio y a abstenerse
del innecesario lujo. Gregorio también estableció la edad mínima de dieciocho
años para la profesión monástica. En 1231 Gregorio IX estableció que algunos
cistercienses asistieran a los de Cluny en la organización de los Capítulos.
Como es de suponerse, los cluniacenses protestaron por esta medida
“humillante”, por lo que Alejandro IV, más tarde, cambió a los cistercienses
por los Cartujos; hasta que, en 1289, Nicolás IV anuló esta disposición.

Con todo, estas medidas reformatorias no produjeron ningún efecto positivo


determinante. Incluso, Juan XXII elevó bastantes abadías al rango de diócesis,
pensando que con eso el espíritu de los monjes se reavivaría; pero el resultado
fue totalmente el contrario: se aceleró la decadencia.

Las Reformas de Benedicto XII: Facobo Fournier, nombre de pila de este


papa, desde muy joven había sido cisterciense, alcanzando el cargo de abad.

116
Afición al regalo, abundancia, delicadeza, afeminación.

307
En 1327 fue elegido cardenal y en 1334 papa. Empezó por frenar a los monjes
giróvagos; después se propuso eliminar los abusos en su querida Orden del
Císter: mejor administración de los bienes materiales, mejor capacitación
teológica, mayor pobreza y austeridad.

De igual forma, implantó la Reforma en los Cluniacenses la implantó con la


bula Summi magistri117 (20 de junio de 1336): agrupó todos los monasterios
benedictinos en 36 provincias; retomó la formación de los monjes (mínimo
uno de cada veinte debía estudiar teología); cada monasterio debía tener
profesores de gramática, lógica y filosofía.

Las Reformas de Benedicto alcanzaron también a los Canónigos Regulares y a


los Mendicantes. Muchos Dominicos se opusieron a estas disposiciones
papales, lo cual les costó el encarcelamiento. También a los Franciscanos les
dirigió duros reproches, sobre todo porque estos tampoco aceptaban la idea de
eliminar la pobreza comunitaria en favor de reforzar la individual. Benedicto
XII reprendió la actitud de rebeldía de los Menores y Predicadores en tiempos
de Juan XXII, y reiteró la condena hacia los fraticelli por medio de la bula
Redemptor noster (28 de noviembre de 1336).

Se trataba de un ambicioso programa de reforma de toda la vida religiosa,


pero fracasó por tres motivos: a) se estancaba en muchos detalles sin
importancia que hacían repugnante la Reforma; b) el propio papa otorgó
dispensas a las reformas que él mismo estaba promoviendo, y c) los sucesores
de Benedicto XII no sólo no favorecieron la reforma, sino que contribuyeron a
incrementar el desorden en los monasterios.

117
Esta bula es más conocida con el nombre de Benedictina

308
Nuevas Congregaciones monásticas reformadas: en 1189 Joaquín de Fiore,
antiguo cisterciense, dio origen a una reforma en el monasterio de Fiore
(Calabria), llamada Congregación de Fiore, que contaba con más de cuarenta
monasterios a finales del siglo XIII. Pero una rápida decadencia en el siglo
XV obligó a los monasterios supervivientes a incorporarse al Císter.

Surgió en 1250 una Orden llamada de los Monjes de San Pablo Primer
Eremita, fruto de la fusión de dos grupos de eremitas llevada a cabo por el
Beato Esteban; la aprobó Clemente V y la confirmó Juan XXII. Aparecieron
otros llamados los Silvestrinos, fundados por Silvestre Guzzolini (1177-1267);
fueron aprobados por Inocencio IV en 1247, llegó a contar con 56
monasterios.

Los Celestinos reciben su nombre del papa Celestino V, cuyo nombre de pila
era Pedro Morrone, y que antes de papa había sido ermitaño. En 1294
renunció al papado. Él, cuando aún no había subido al solio pontificio, fundó
un monasterio para sus discípulos ermitaños, y recibió la aprobación de
Urbano IV en 1264.

Los Oliviatos fueron fundados por Bernardo Tolomei (muerto en 1348) en


Monte Olivieto. Dentro de esta misma espiritualidad surgen las Oblatas de
María, fundadas por Santa Francisca Romana (muerta en 1440). La Orden fue
aprobada por Inocencio IV. Existieron también otros: los Guillermitas de
Guillermo de Maleval; la Congregación de Montevergine, fundada por
Guillermo de Vercelli en 1120; los Jesuatos, fundados por Juan Colombini; la
Orden del Salvador, fundada por Santa Brígida de Suecia (1302-1373) bajo la
Regla de San Agustín; las Anunciatas de Santa Catalina de Génova, muerta en
1510.

309
La Orden española de San Jerónimo: no se trata de una continuación del
eremitismo iniciado por San Jerónimo en Belén, sino más bien la
cristalización de un movimiento eremítico iniciado en Italia, España y
Portugal a mediados del siglo XIV. Por este tiempo proliferaban por toda
España grupos de eremitas que se remitían al espíritu de San Jerónimo, pero el
que estaba llamado a convertirse en el núcleo de la Orden de San Jerónimo en
España fue el eremitorio del Castañar (Toledo).

La Orden de San Jerónimo consiguió muy pronto las simpatías de los Reyes
de España, que la consideraron como su propia Orden. Esto se tradujo en la
multiplicación de monasterios por toda la geografía española, y muy pronto se
expandió por Portugal. Para el año 1998, la Orden contaba con cuatro
monasterios y 32 miembros. También existe la rama femenina: las jeromianas
prometen también la Regla de San Agustín, y para 1998 contaba con 15
monasterios y 325 monjas.

Las causas de la profunda decadencia: además de las causas ya esbozadas se


ha de señalas otra:

-La residencia de los papas en Aviñón: esto repercutió negativamente en la


vida monástica.

-La encomienda: consistía en la provisión de un beneficio regular a un laico o


clérigo con la dispensa de todas las obligaciones monásticas; era casi siempre
tempora mientras el cargo no era provisto regularmente. En el caso de una
vacante en una abadía esta era encomendada al cuidado de otro abad o de un
obispo. Pero con el tiempo se convirtió de temporal en vitalicia, y sirvió
fundamentalmente para enriquecer con las rentas y el trabajo de los monjes a
cardenales, obispos y altos dignatarios de la Iglesia.

310
-La peste negra: tuvo lugar entre 1348 y 1350, y en esos dos años acabó con la
vida de más de cuarenta millones de personas en Europa. Las comunidades
religiosas también se vieron diezmadas en sus miembros, y hubo algunas en
las que falleció toda la comunidad. Los monasterios se vieron obligados a
conseguir ayuda externa para sus faenas agrícolas. Incluso hubo casos en que
los reyes hacían entrar en los monasterios a los soldados viejos o mancos. Con
vocaciones de este tipo no podía esperarse mucho a nivel espiritual y
apostólico. La decadencia agarraba más impulso.

-La relajación de las costumbres: la relajación alcanzó por igual a monjes que
a monjas. No se distinguía de cuál bando provenían los más grandes
escándalos. Las fiestas mundanas no eran extrañas dentro de la clausura; las
monjas se asemejaban a las damas de la Corte, y algunos monasterios andaban
entre sí en competencias de belleza. En cuanto a los monjes, muchos abades
vivían en las Cortes dilapidando los bienes monacales; algunos monjes se
fugaban de la abadía; y para acabar de ajustar, la misma Curia les dispensaba
de la pobreza y de la vida común.

-El Cisma de Occidente: que va de 1378 a 1417; dividió a la Iglesia y


repercutió negativamente en la vida religiosa: cada Orden, o incluso cada
Comunidad loca, se dividió en dos bandos y posteriormente hasta en tres,
según las respectivas obediencias pontificas. A veces el abad estaba por un
lado y su Comunidad por otro.

Está de más aclarar que la situación de la vida monástica a lo largo de los


siglos XIII y XIV no podía ser más calamitosa. Y es en medio de este marullo
de donde brotan nuevas fuerzas que impulsarán la vida monástica hacia un
nuevo florecimiento. Este vigoroso impulso debía surgir del propio interior de

311
la vida monacal, ya que a nivel externo poco o nada podía esperar, ni siquiera
de la Santa Sede.

Así pues, a pesar del panorama tan triste, empezaron a surgir unos cuantos
monjes fervorosos, que iniciaban reformando algún antiguo monasterio o
fundaban uno nuevo, del cual salí después monjes para otras abadías a las que
iban ganando para su Reforma. Cuando eran ya varios monasterios
reformados se constituían, con el permiso de la autoridad correspondiente, en
una Congregación de Observancia, que tomaba el nombre del monasterio del
que había partido. Así hubo varias: Congregación de Santa Justina de Padua;
Congregación de Bursfeld (de Alemania); Congregación de Melk (en
Austria); Congregación Benedictina de Valladolid; Los Bernardos
españoles...etc.

Congregaciones de observancia en las Órdenes Mendicantes

Crítica a las Ordenes Mendicantes: Durante el siglo XIII, las Órdenes


Mendicantes habían conocido un éxito sin precedentes en la historia de la vida
religiosa, especialmente los Franciscanos y los Dominicos. Sus comunidades
se multiplicaron por toda Europa. Pero el éxito fue acompañado también de
algunas críticas. A mediados del siglo XIII tuvieron lugar las disputas con los
maestros seculares capitaneados por Guillermo de Sain-Amour. Los
Mendicantes fueron acusados de concurrencia desleal en las cátedras
universitarias. A continuación, vinieron las críticas de muchos obispos que
veían en la labor pastoral de los Mendicantes una intromisión en el campo
pastoral de los párrocos, con la consiguiente disminución de sus ingresos
económicos.

312
Pero no todo era cuestión meramente pecuniaria. Había también un problema
teológico de fondo; por lo menos, así le parecía a Guillermo de Saint-Amour,
según el cual la mendicidad no es un camino que lleve a la perfección
cristiana, siendo tan claras las exhortaciones de San Pablo, que exigía a los
cristianos de Tesalónica que vivieran del trabajo de las propias manos. Es
cierto que los Mendicantes, según se ha visto anteriormente, salieron
victoriosos de esta contienda con los maestros seculares de la Universidad de
París, pero no es menos cierto también que la pobreza voluntaria de los
Mendicantes, que vivían a expensas de la cuestación de puerta en puerta,
quedó muy desacreditada ante la sociedad, porque se consideraba que, de ese
modo, los Mendicantes arrebataban a los pobres de verdad unas limosnas que
necesitaban para vivir; tanto más, según decía Gerardo de Abbeville, que el
ideal de la pobreza no es exclusivo de los Mendicantes, sino algo que
pertenece a todos los cristianos.

Estas críticas adquirieron caracteres preocupantes para los Mendicantes en el


Concilio II de Lyon (1274), el cual cedió a las presiones de los obispos que se
lamentaban de la independencia pastoral de los Frailes. A pesar de la ardorosa
defensa que de los Mendicantes hicieron, los cardenales San Buenaventura,
franciscano, y Pedro de Tarantasia, dominico, el Concilio decretó la supresión
de todos los Mendicantes, a excepción precisamente de los Franciscanos y de
los Dominicos. Ya se ha visto también anteriormente cómo los Carmelitas,
Siervos de María y Agustinos, consiguieron después la definitiva aprobación
pontificia, pero otras Ordenes no tuvieron la misma suerte y fueron
suprimidas.

313
Las controversias ya descritas en torno a la pobreza de Cristo, que enfrentaron
a los Franciscanos con el papa aviñonense, Juan XXII, contribuyeron, a lo
largo de los siglos XIV y XV, a hacer más sospechosa aún la pobreza de las
Órdenes Mendicantes, hasta el punto de que en la literatura se hizo corriente la
sátira contra aquellos pobres voluntarios que se servían de la profesión de la
pobreza para alcanzar más fácilmente las riquezas y el confort, y que
predicaban la pobreza de Cristo, pero no la practicaban. Se consideraba como
un verdadero robo a los pobres auténticos las limosnas recogidas por los
frailes pedigüeños, especialmente a raíz de las hambres generalizadas en toda
Europa, simultáneas a la Peste Negra del año 1348.

A mediados del siglo xv, a causa, en buena medida, de que muchos pobres son
confundidos con vagabundos sembradores de falsas doctrinas, porque éstos se
presentan con frecuencia bajo las apariencias de aquéllos, la mendicidad por
parte de quienes gozan de buena salud, se considera contraria a la ley natural,
de modo que solamente se tiene por pobre de verdad a aquel que, como tal, es
conocido personalmente. Esta actitud no sólo hace que se mire de reojo a
aquellos frailes robustos que van pidiendo limosna de puerta en puerta, sino
que su misma predicación en favor de los pobres no siempre es bien aceptada
por los fieles.

Causas de la decadencia de las Ordenes Mendicantes: todas las causas


señaladas para la decadencia de las Órdenes monásticas en el capítulo
anterior, pueden aplicarse también, a excepción de la encomienda, a las
Órdenes Mendicantes. Sin duda que los Frailes Mendicantes estaban afectados
por aquella decadencia general de la Iglesia de los siglos XIV y XV. En los
Mendicantes se manifestaba en la pérdida del fervor tan característico de los

314
orígenes de cada Orden y en la relajación de la disciplina regular. Lo mismo
que en las Órdenes monásticas, las dispensas fácilmente concedidas unas
veces por superiores complacientes y otras por la misma Santa Sede para
ganarse, sobre todo, en la época del Cisma, partidarios para la propia causa,
estaban acabando con la vida común, y especialmente con la pobreza.

Entre las causas generales de decadencia de la vida religiosa en general, es


preciso señalar algunas que proceden de la peculiaridad misma de los
Mendicantes. La más importante era, sin duda, la dificultad de compaginar
armónicamente el ideal de la disciplina regular que los asemejaba a los
monjes, con la desbordante acción apostólica que emprendieron desde sus
mismos orígenes. Fue preciso acudir con frecuencia a la dispensa de la
observancia regular, cosa que estaba prevista especialmente en la Orden
Dominicana. Pero la dispensa dejaba siempre en la mente una idea
contrastante entre lo que era el ideal y lo que era la realidad misma. Y esto no
podía menos de provocar en las comunidades y en las Órdenes en general una
viva rivalidad entre quienes auspiciaban un mayor retiro, y quienes, por el
contrario, pretendían una actividad apostólica cada día más comprometida.
Fue éste un fenómeno que restó muchas fuerzas al Franciscanismo y, si bien
no tan acentuadamente, también a las demás Órdenes mendicantes. Las
disensiones entre rigoristas y moderados que fueron solucionadas, en general,
por el pontificado en favor de los más moderados, trajeron como resultado una
convivencia comunitaria difícil.

Las dispensas de la observancia regular concedidas inicialmente por razones


plenamente justificadas, como podía ser la necesidad de ausentarse de la
comunidad para realizar estudios en los centros universitarios o para

315
desempeñar determinados ministerios apostólicos, con el correr de los años se
concedían, sin justificación religiosa alguna, tanto por parte de los propios
superiores como, incluso, de la misma Santa Sede, que con ello obtenía unos
ingresos suplementarios nada despreciables. Estas dispensas y privilegios para
las ausencias de la comunidad y especialmente en materia de pobreza, dieron
lugar a una serie de abusos que la literatura satírica del tiempo no dejó de
exagerar, aunque en buena medida responden a la realidad.

La mejor confirmación de este lamentable estado de las Órdenes Mendicantes


está en los Capítulos Generales y Provinciales, en las visitas canónicas de los
Superiores, en las pláticas y conferencias que se imparten a los religiosos;
pero no hay que olvidar nunca que al lado de las cosas que se condenan,
existen siempre muchas otras cosas buenas que no se mencionan, porque la
regularidad en la observancia de la disciplina religiosa se considera lo habitual
en cualquier comunidad. La mejor prueba de ello está en que, al lado de tantos
frailes inobservantes, emerge la figura de innumerables santos y éstos son
solamente la punta del iceberg de la santidad de cada Orden.

Las diferentes interpretaciones de un mismo ideal hacían prever, a medida que


se radicalizaban, la aparición de dos ramas diferentes en cada Orden
Mendicante, según se insistiera en el rigorismo o en la moderación. De hecho,
no sólo surgieron ramas diferentes, sino que se radicalizaron de tal manera las
posturas que no hubo más remedio que reconocer la plena independencia de
cada rama, dando lugar a Ordenes distintas. Este fue el caso de los
Franciscanos, de los Carmelitas, de los Mercedarios y de los Agustinos,
aunque no todas las divisiones se produjeron al mismo tiempo ni en las
mismas circunstancias

316
.
Las dos tendencias observadas, rigoristas y moderados, reciben, de un modo
generalizado, en todas las Órdenes Mendicantes los apelativos de Observantes
y Claustrales o Conventuales, respectivamente. Ya se ha visto cómo la
palabra Claustra designaba la vida monástica y conventual tradicional en
contraposición a las modalidades nuevas surgidas del proceso de reforma. Los
Observantes, por su reiterada afirmación de retorno a los ideales primitivos de
la Orden, tienen ganada de antemano la simpatía de los fieles y de la Jerarquía
eclesiástica; en cambio, los Claustrales o Conventuales suelen recibir una
consideración despectiva o peyorativa, porque se supone que han decaído del
fervor primitivo. Otros términos equivalentes, positivos y negativos, son para
los Observantes el de Familia, y para los Claustrales el de Comunidad,
durante un tiempo que va desde principios del siglo XIV hasta la segunda
mitad del siglo XVI; es decir, hasta que se implanta definitivamente la
reforma de los Regulares decretada por el Concilio de Trento.

Los Hermanos Menores «simpliciter dicti»

Los fanáticos espirituales y las controversias en torno a la pobreza de Cristo


que, como se ha visto, concluyeron con la rebelión y consiguiente excomunión
de fray Miguel de Cesena, ministro general de la Orden, llevaron a los
franciscanos a una lamentable situación de decadencia y de indisciplina
religiosa. El nuevo ministro general, el francés fray Gerardo Odón (Guiral Ot),
que gobernó la Orden desde 1329 hasta 1342, consiguió unificar las diversas
tendencias, siguiendo las directrices provenientes de Juan XXII y de
Benedicto XII, aunque algunas de sus disposiciones contradecían, en cierta
manera, el espíritu originario respecto a la pobreza comunitaria radical.

317
Aunque a lo largo de la segunda mitad del siglo XIV y a lo largo de todo el
siglo XV, los Franciscanos mantuvieron una gran actividad apostólica, como
predicadores de grandes masas populares y con servicios especializados en
favor de la Santa Sede, sin embargo, no pudieron menos de verse envueltos en
las tinieblas generalizadas que oscurecían a las Órdenes religiosas y a la
misma Iglesia en general.

Algunos ministros generales como fray Marcos de Viterbo (1359-1366), fray


Enrique Alfieri (1387-1405) o fray Antonio Vinitti (1405-1420), se
empeñaron en la restauración de la disciplina interna de la Orden; pero en una
situación así, no bastaba con los cauces que las leyes vigentes en la Iglesia y
en la Orden proporcionaban a los ministros generales. Eran necesarios unos
cauces no transitados hasta entonces por los Franciscanos ni por los demás
Mendicantes, ni tampoco por los monjes: las Congregaciones de Observancia.
Este movimiento proliferó por todas partes entre los Franciscanos, pero
especialmente en Italia, Francia y España.

Observancia franciscana en Italia: fue su iniciador, después de algunos


intentos fallidos por parte de otros frailes, el hermano Paulo de Trinci, el cual,
con permiso del ministro general, fray Tomás de Frignano, se instaló (1368)
en el eremitorio de Brogliano, cerca de Foligno, con la finalidad de observar
en todas sus exigencias la Regla de San Francisco. Pronto se le juntaron otros
frailes, entre los cuales sobresalieron dos famosos predicadores, fray Ángel de
Monteleone y fray Juan de Stroncone, los cuales, en expresión de Wadding,
fueron «nuevos conductores de futura gran gente». A medida que esta reforma
se afianzaba, encontraba más apoyo por parte de los ministros generales, hasta

318
el punto de serles concedido nada menos que el convento de la Porciúncula,
cuna de la propia Orden. Fray Paulo de Trinci fue elevado a la categoría de
comisario general para los 35 conventos y eremitorios reformados de Umbría
y de las Marcas.

Esta observancia se extendió ampliamente por Italia, por el gran ascendiente


que tuvieron algunos de sus componentes, especialmente aquellos que fueron
llamados «las cuatro columnas de la Observancia»: San Bernardino de Siena
(muerto en 1444), el predicador de palabra arrebatadora que recorría las
ciudades y pueblos de Italia inflamando a las gentes con la nueva devoción del
nombre de Jesús; San Juan de Capistrano (muerto en 1456), el predicador de
la cruzada promulgada por Calixto III contra los turcos, que dio la victoria a
los ejércitos cristianos en Belgrado118 (1456); San Jacobo de la Marca (muerto
en 1476) y fray Alberto de Sarteano (muerto en 1450), ambos eminentes
predicadores.
En Italia existían otros grupos más reducidos de Observantes, como los
Clarenos, que eran los seguidores del antiguo jefe de los Espirituales, Ángel
Clareno, que -entre 1437 y 1439- habían entrado en la legalidad eclesial bajo
la protección de algunos obispos, y se incorporaron, finalmente, a la Orden en
1473 por concesión del papa franciscano Sixto IV; los Capreolantes,
discípulos de Pedro Capreolo, aprobados por Paulo II en 1467; y los
Amadeítas, seguidores del beato Amadeo Méndez de Sylva, aprobados por
Paulo II (1469).

Observancia franciscana en Francia: tiene su origen en la Reforma de las


Clarisas llevada a cabo por Santa Nicoleta (familiarmente Coleta) Boylet de
118
capital de la República de Serbia

319
Corbie (1381-1447). Santa Coleta había realizado un largo camino espiritual,
primero entre las beguinas de Corbie, después entre las benedictinas de la
misma ciudad; después entre las Clarisas Urbanistas de Moncel; después entre
las Terciarias Franciscanas de Hesdin, y, finalmente, llevó vida de reclusa
junto a la iglesia parroquial de su propia ciudad natal durante algunos años.
Después de haber experimentado algunas apariciones de San Francisco, salió
de la reclusión para iniciar la Reforma de las Clarisas bajo la dirección del
franciscano Enrique de Baume. El papa aviñonés Benedicto XIII aprobó su
iniciativa, recibiendo él mismo la profesión religiosa de la Santa en Niza; la
nombró abadesa general de los monasterios reformados y le concedió facultad
para recibir en sus monasterios a Clarisas provenientes de otras comunidades.
La Reforma de Santa Coleta se regía por la Regla estricta de Santa Clara con
unas Constituciones propias muy rígidas, especialmente respecto a la pobreza
y a la clausura, aprobadas por Pío II en 1458.

La Congregación de Observancia de los Franciscanos Coletanos (o Coletinos)


se remonta a la misma fecha de la Reforma de las C1arisas Coletanas, porque
la bula Quanto personas (1406), de Benedicto XIII que aprobaba a éstas,
permitía también que cuatro «Franciscanos prudentes y sabios» residieran en
los conventos de las Coletanas para su asistencia espiritual. Se dejaba en
manos de la abadesa la designación y destitución de los frailes.

Según parece, esta estrecha dependencia de Santa Coleta dio origen a que
entre los Franciscanos se llamase, despectivamente, Coletinos a los miembros
de esta nueva Congregación de Observancia, que tiene como iniciador al ya
mencionado fray Enrique de Baume, director espiritual de la santa. Ambas
Reformas, femenina y masculina, crecían –lógicamente- a la par, porque cada

320
nueva fundación de Coletinas llevaba consigo la fundación de una nueva
comunidad de frailes reformados.

Fray Enrique de Baume fue nombrado vicario general de la nueva


Congregación de Observancia por el ministro general, Antonio de Massa, en
1427, pudiendo recibir nuevos candidatos al noviciado y a la profesión, e
incluso la facultad para designar a su sucesor en el cargo de vicario general.
Todos estos privilegios le fueron confirmados por el nuevo ministro general,
Guillermo de Casale, en 1434.

Los Coletinos/Coletanos alcanzaron una gran difusión en Francia y en los


Países Bajos. En el momento de la agrupación de todos los Franciscanos
Observantes en una sola Orden (1517), la Observancia francesa constaba de
50 conventos.
En el contexto de la Observancia franciscana francesa, hay que colocar la
Orden de la Anunciación de María, fundada por Santa Juana de Valois (1465-
1510), esposa de Luis XII de Francia, de quien tuvo que separarse en 1498.
Cofundador de la Orden fue el franciscano observante fray Gilberto Nicolás,
más conocido como Gabriel-María. La Orden se había proyectado
inicialmente como mixta al estilo de los monasterios dúplices de la Edad
Media, pero no se pudo llevar a cabo nada más que en la rama femenina. Fue
aprobada por Alejandro VI en 1501.

Observancia franciscana en España: a) Varios grupos de Observancia: El


iniciador de la Reforma franciscana en España fue fray Pedro de Villacreces,
el cual en 1395, consiguió del papa aviñonés Benedicto XIII el permiso para
retirarse a la vida eremítica en una cueva de Arlanza (Burgos); después

321
trasladó su residencia a La Salceda (Guadalajara) y, poco después, en 1403, a
La Aguilera (Burgos), donde fundó el primer convento.

La idea de Pedro de Villacreces era «reformar sin dividir», por lo cual, al


principio, sus conventos estaban sujetos, no sólo al ministro general de la
Orden, sino también a los Superiores provinciales. Pero en 1418 el papa
Martín V le concedió el privilegio de elegir un vicario que gobernase sus
conventos. Fue elegido como primer vicario el futuro San Pedro Regalado
que, siendo todavía un niño de trece años, había ingresado en la Aguilera en
1403 como novicio. La Observancia villacreciana se caracterizaba por un
retorno al espíritu primitivo de la Orden, pero con un notable incremento de
las austeridades.

La Observancia española conoció una amplia expansión, merced sobre todo, a


la acción del primer compañero de fray Pedro de Villacreces, fray Pedro
Santoyo, el cual llegó, incluso, a constituir una provincia independiente de la
Observancia villacreciana, y aunque conservará hasta su muerte (1431) una
gran simpatía por ésta, sin embargo, agregó sus conventos a la disciplina de la
Observancia italiana.

El gran propagandista de la Observancia villacreciana fue fray Lope de


Salazar y Salinas, recibido por fray Pedro Villacreces en el convento de La
Aguilera cuando contaba apenas diez años. Tuvo algunos roces con los
conventos de fray Pedro Santoyo, que estuvieron a punto de costarle la fusión
de sus propios conventos con los de aquél, aunque al final todo acabó en una
buena armonía entre ambos grupos.

322
Al fallecer en 1422 fray Pedro de Villacreces, quedó como promotor de la
Observancia, San Pedro Regalado. Casi al final de la época de las
Observancias, concretamente en 1487, surgieron otros núcleos franciscanos
observantes, como el de fray Juan de Guadalupe, denominado Frailes
Guadalupenses y también Frailes del Santo Evangelio, en Extremadura; y el
de fray Juan de la Puebla, el cual había sido anteriormente monje jerónimo,
pero con aprobación de Sixto IV se pasó a la Orden franciscana, y fundó los
conventos de Santa María de los Ángeles (Sierra Morena) y de Belalcázar,
dando lugar a una Observancia que fue aprobada por Alejandro VI en 1496.

b) Reforma del cardenal fray Francisco Jiménez de Cisneros: Francisco


Jiménez de Cisneros fue el hombre providencial que implantó la Reforma de
la vida religiosa en España de un modo definitivo antes de que en Europa
estallase la Reforma protestante. Había nacido en Torrelaguna (Madrid) en
1436. Después de realizar brillantemente los estudios de derecho civil y
canónico y de teología en la Universidad de Salamanca, con miras a prosperar
en la carrera eclesiástica, en la que logró introducirse en la Archidiócesis de
Toledo, ingresó en 1484 en el convento franciscano observante de San Juan de
los Reyes de Toledo. Isabel la Católica lo nombró su confesor en 1492; y en
1495 lo elevó a la dignidad de arzobispo de la sede primada de Toledo.

Cisneros fue el instrumento de la Reforma de los Regulares que los Reyes


Católicos hacía tiempo que tenían planeada, y para la que habían conseguido
bulas y privilegios de la Santa Sede. La acción reformadora de Cisneros tuvo
efectos más sólidos y duraderos en los conventos tanto masculinos como
femeninos de la familia franciscana, aunque alcanzó también a todas las
demás Órdenes religiosas, tal como se disponía en el breve pontificio del 27

323
de mayo de 1493, que autorizaba a los Reyes Católicos para designar un
comisario que visitase y reformase todos los conventos y monasterios de
cualquier Orden religiosa existente en sus dominios. La Reforma monástica y
la mendicante estaban ya en marcha desde mucho tiempo antes en España.
Pero, sin duda, Cisneros le dio un fuerte impulso, aunque con mucha
discreción para que, como fraile ajeno, no apareciese como un intruso en los
asuntos de otras Órdenes.

Cisneros orientó su acción reformadora de un modo especial hacia la familia


franciscana. Sus intenciones eran acabar con el conventualismo, a fin de que
todos los franciscanos españoles aceptasen en la Observancia. La provincia de
Castilla ya aceptó, en principio, esta iniciativa cisneriana en 1493. De hecho,
por el Breve Dudum certis iudicibus (18-6-1496), se conceden a los
Observantes los conventos de la Comunidad que voluntariamente quisieran
abrazar la Observancia en contra de disposiciones anteriores que lo prohibían.
Paulatinamente, fueron aceptando la Reforma todas las provincias, de modo
que «en el decenio final del reinado (1506-1516) se asiste a la agonía del
conventualismo castellano y a una profunda agitación del aragonés...; y el
proyecto de Reforma asumido con tanto vigor por Cisneros y por los Reyes
Católicos, cristalizaba en el Capítulo generalísimo de 1517.

La Reforma de los conventos de Clarisas, que ya tenía un fuerte arraigo en


varios monasterios reformados en torno al de Tordesillas, que desde 1380
había dado lugar a la «Familia de Tordesillas», fue bastante más fácil.
Jurídicamente, fue suficiente con sacarlas de la dirección de los Observantes.
Pero para tranquilizar los ánimos e impulsar los espíritus hacia una aceptación
gozosa de la Reforma, fue valiosísima la ayuda prestada por la propia reina

324
Isabel la Católica, la cual visitaba personalmente muchos conventos, y
conversando y rezando con las mismas monjas, las exhortaba a observar la
disciplina regular, convirtiéndose así en la mejor colaboradora de Cisneros.

Cisneros favoreció también la nueva Orden de la Purísima Concepción o


Concepcionistas, fundada en Toledo en 1489 por la dama de compañía de
Isabel la Católica, Santa Beatriz de Silva (1426-1491), nacida en Ceuta, de
padres portugueses. La nueva Orden de las Concepcionistas no es propiamente
una rama de las Clarisas, a pesar de que la Regla aprobada por Julio II (1511)
haga mención expresa de San Francisco; del cordón, «al modo de los Frailes
Menores»; y de la sumisión al cardenal protector de los Frailes Menores de la
Observancia, porque la aprobación de Inocencio VIII, en la bula Inter
universa (30-4-1489), habla de una casa y de la Regla de la Orden del Císter,
y la Regla aprobada para ellas por Julio II no es ni la Regla de Santa Clara ni
tampoco una acomodación de la misma. Por estar bajo la dirección espiritual
de los franciscanos observantes, hubo algunos intentos para unirlas con la
Congregación de las Anunciadas francesas de Santa Juana de Valois, pero las
Concepcionistas se opusieron tenazmente. Desde 1511, se consolidó como una
Orden autónoma.

La bula «lte vos» (1517): División de la Orden de los Hermanos Menores:


una vez concluido el Cisma de Occidente, los ministros generales se
preocuparon por la unión y pacífica convivencia de las distintas familias
franciscanas reformadas. En este sentido trabajaron los ministros generales,
fray Ángel Vinitti (1415-1418), y especialmente fray Guillermo de Casal
Monferrato (1430-1442). San Juan de Capistrano redactó unas Constituciones
con esta finalidad, que fueron aprobadas por el papa Martín V, llamadas por

325
eso Martinianas, pero no se consiguió el efecto deseado de la reunificación.
Por todo ello, Eugenio IV, después del nuevo intento fallido del Capítulo
General celebrado en Padua (1443) en el que tomaron parte más de dos mil
franciscanos conventuales y algunos observantes como San Bernardino y San
Alberto de Sarteano, concedía tanto a la Observancia francesa como a la
italiana, por la bula Ut sacra (11-1-1446), una autonomía propia que equivalía
en la práctica a la independencia total respecto de los Superiores
Conventuales.

En la Segunda mitad del siglo XV y en los primeros años del siglo XVI no
faltaron nuevos intentos de salvaguardar la unidad de la Orden franciscana;
pero se habían creado ya demasiados intereses, personales unas veces y
comunitarios otras, y también demasiadas tradiciones diferentes que fueron
favorecidas por obispos, por Príncipes y reyes, de modo que la división se
hacía ya inevitable. Ni siquiera la ascensión al solio de San Pedro, del antiguo
ministro general (1464-1467), Francisco della Rovere, con el nombre de Sixto
IV (1471-1484), fue capaz de conseguir la unión.

La división se agravó aún más durante el mandato del ministro general fray
Gil Delphin (1500-1506), hombre de grandes conocimientos jurídicos y
teológicos, pero de escasa prudencia. Su acción en favor de la unión, llevada a
cabo desde una visión enteramente personalista, no consiguió nada más que
muchos conventos y frailes de la Conventualidad se pasaran a la Observancia,
entre otros el Estudio General de París.

Ante el panorama de disensiones que se habían acrecentado en el primer


decenio del siglo XVI, el papa León X ordenó la celebración de un Capítulo

326
«generalísimo», en el que tomarían parte los Conventuales y los Observantes.
Se celebró en Roma durante los meses de mayo y junio de 1517, reuniéndose
los Conventuales en el convento-basílica de los Doce Apóstoles, y los
Observantes en el convento de Santa María de Aracoeli. La doble sede
capitular evidenciaba la realidad de dos Órdenes diferentes. Por más que
jurídicamente ambas dependieran aún de un mismo ministro general, la
función de los vicarios generales de los Observantes equivalía, en la práctica,
a la de un ministro general.

Por consiguiente, el día 1 de junio ambos grupos se reunieron en sus


respectivas sedes capitulares para proceder a la elección de los respectivos
ministros generales, con la aprobación del papa. Fueron elegidos, para los
Observantes, fray Cristóbal Numai de Forlí, a quien el papa, apenas un mes
después, creó cardenal, y para los Conventuales, fray Antonio Marcelo de
Cherso, elevado dos años más tarde a la dignidad arzobispal. León X
promulgó el 12 de junio la bula Omnipotens Deus para limar asperezas entre
las dos familias franciscanas, confirmando al mismo tiempo ambas elecciones.
Esta doble elección sancionaba definitivamente la división del franciscanismo.
León X, que no ocultaba sus simpatías por los Observantes, sacrificó la unidad
jurídica en bien de la paz; aunque la decisión que tomó unos días después no
contribuyó precisamente a fomentar esta paz. Con la bula Ite vos in veniam
meam (29-6-1517), establecía la unificación de las diferentes ramas
observantes existentes en la Iglesia en una sola Orden, denominada Hermanos
Menores de San Francisco de la Regular Observancia, que, con el tiempo, se
quedará en Orden de los Hermanos Menores, sin más aditamentos; en cambio,
a la otra rama le quedará para siempre el apelativo de Hermanos Menores

327
Conventuales, casi como un sambenito (=descrédito o desprestigio), al que
sólo la reforma tridentina y el tiempo curarán de su aspecto negativo.

A la Orden de los Hermanos Menores y a su ministro general, como legítimo


representante oficial del franciscanismo, se le concedía la primacía jurídica
sobre la Orden de los Hermanos Menores Conventuales y sobre su ministro
general, al que, incluso, se le quitaba el nombre tradicional de ministro para
llamarle maestro general de los Conventuales (es decir, el papa lo que hizo
fue invertir el orden histórico a favor de la Observancia y en menoscabo de la
Conventualidad).

En el momento de la división, los Hermanos Menores contaban con unos


1.500 conventos y 30.000 frailes; y los Conventuales con 1.200 conventos y
30.000 frailes.

Observancia dominicana

La Orden de Predicadores que no había conocido disensiones internas por


diferentes interpretaciones del espíritu originario, como había acaecido en el
franciscanismo, experimentó de un modo grave la división interna a causa del
Cisma de Occidente. La Orden se dividió en dos ramas, según la obediencia a
la lista de los papas romanos o aviñoneses. Cada sector tenía su propio
maestro general. No se agotaban aquí los males de la Orden, sino que, como
los demás mendicantes y monjes, los Dominicos atravesaban en este tiempo
una grave crisis de observancia regular.

328
La Reforma fue iniciada por el beato Raimundo de Capua, confesor de Santa
Catalina de Siena y maestro general de la Obediencia romana (1380-1399).
Empezó por instituir en cada provincia un convento de Observancia, en el que
podían integrarse cuantos frailes quisieran retornar al espíritu primitivo de la
Orden. En Italia se constituyó en fervoroso impulsor de esta Reforma el beato
Juan Dominici (1347-1419), el cual, desde el convento de Santo Domingo de
Venecia, expandió la Reforma por todo el norte de la península, hasta formar
la Congregación de la Observancia de Lombardía, de la que fue nombrado
vicario general en 1393. Antes incluso que en Italia, la Observancia
dominicana se implantó en Alemania por medio de fray Comado de Prusia, el
cual, desde el convento de Colmar, la expandió por todo el país, incluso la
llevó a los conventos de Suiza, y, por medio de fray Francisco de Retz y fray
Juan Níder, también a Austria.
La Congregación de Observancia de Holanda, iniciada por fray Juan van
Uytenhove en 1464, agregó conventos del Báltico oriental, de Irlanda y de
Escocia, e incluso alguno de Francia.

En España, la observancia empezó (1423) en el convento de Escalaceli, de


Córdoba, por obra del beato Álvaro de Córdoba, a quien el papa Martín V
(1527) nombró vicario general para todos los conventos que se adhiriesen a la
Observancia; pero no consiguió un gran arraigo. Por eso, la Observancia
española de los Predicadores va a girar en torno al convento de San Pablo de
Valladolid por iniciativa de uno de sus frailes residente en Roma, el cardenal
Juan de Torquemada. La Congregación de Observancia de San Pablo de
Valladolid o de Castilla fue oficialmente instituida en 1474, al ser designado
su primer vicario general, fray Juan de San Martín. Fue tan eficaz su labor
reformadora, que en 1505 todos los conventos castellanos estaban plenamente

329
reformados, de modo que se prescindió incluso del apelativo de Congregación
de Observancia. En cambio, en los conventos aragoneses, a pesar de los
esfuerzos de San Vicente Ferrer, no arraigó la Reforma hasta bien entrado el
siglo XVI por obra de fray Domingo de Montemayor. En cuanto a la Reforma
de las Monjas Dominicas fue a la par de la Reforma de la primera Orden.

Las Observancias Carmelitana, Agustianiana y Servita

Los Carmelitas: La Observancia carmelitana tuvo su punto de partida en


Suiza, en el convento de Girone por obra de fray Tomás Connecte (1425). De
Suiza pasó a Italia, empezando por el convento florentino de las Selvas; pero
el centro de la Observancia italiana pasará muy pronto al convento de Mantua
(1430), que acabó dando nombre a la Congregación Mantuana de
Observancia, la cual tuvo vicario general propio desde 1442, siendo su gran
promotor el beato Bautista Spagnoli, que llegará a ser Superior general de toda
la Orden (1513-1516). Junto a la Congregación de Mantua, gozó de mucha
relevancia en la Orden carmelitana la Congregación de Albi, iniciada en 1499,
y difundida fundamentalmente por el mediodía francés. Menos importancia
tuvo la Congregación del Monte Olivete (Génova).

Las Congregaciones de Observancia de la Orden carmelitana no alcanzaron el


radicalismo experimentado por otras Ordenes Mendicantes, porque los propios
Superiores generales, entre los que sobresalió el beato Juan Soreth (1394-
1471), se esforzaron por promover la Reforma de todos sus conventos,
insistiendo en la pobreza, en el espíritu contemplativo a imitación del profeta
Elías, y en la devoción mariana.

330
Los Siervos de María: La Congregación de Observancia entre los Servitas
partió del convento de Monte Senario. Destruido materialmente por varios
terremotos, y también espiritualmente por las múltiples causas que llevaron a
toda la vida religiosa a la decadencia en el siglo XIV, Monte Senario fue
restaurado material y espiritualmente en 1405, convirtiéndose en el primer
núcleo observante de los Servitas. El papa Eugenio IV sustrajo en 1439 la
Observancia a la obediencia de los provinciales y la hizo depender
directamente del prior general, a través de un vicario general. Esta
Observancia se difundió con rapidez y prestó muy buenos servicios a la
Iglesia. En 1570, después de la Reforma tridentina, Pío V la suprimió a
petición del prior general, fray Azorelli, e incorporó sus 70 conventos a la
jurisdicción ordinaria de la Orden, acabando así con las denominaciones de
Observantes y Conventuales entre los Servitas.

El convento de Monte Senario se convirtió de nuevo, poco después, en germen


de un movimiento reformista de tipo eremítico, suscitado por fray Bernardo
Ricciolini y alentado por los priores generales, con la aprobación de Clemente
VIII (1593). De esta nueva Observancia brotará la Observancia alemana que
se difundió ampliamente por el Tirol y por Bohemia, hasta que en 1778 el
gran duque de Toscana, Pedro Leopoldo, suprimió la vida eremítica de la
Congregación de Monte Senario, haciendo que los frailes retornaran a la vida
comunitaria estricta.

Los Agustinos: La Orden agustiniana no había quedado tampoco indemne


frente a la decadencia generalizada de las Órdenes Mendicantes. Entre los
agustinos tenían «decisiva influencia, entre otras facetas de la vida regular, los
criterios imperantes en la interpretación y práctica de la pobreza, tanto

331
colectiva como individual». No faltaron disposiciones de los priores generales
tendentes a Corregir estos abusos. Se esforzó, en este sentido, a principios del
siglo XIV, el prior general, fray Alejandro de San Elpidio (1312-1326), pero
sin resultados positivos, de modo que el peculio (=capital), las asignaciones y
los estipendios fijos concedidos a los frailes por las funciones que
desempeñaban en el convento se hicieron práctica general en toda la Orden.
No era éste el único síntoma de la decadencia de la Orden, pero entre todos los
demás que afectaban a todas las Órdenes, era, sin duda, el más importante, por
lo que significaba de discriminación entre los frailes, y de quiebra de la vida
comunitaria.

Ante una situación así, era lógico que se iniciase una reacción en busca de la
Reforma. Y es, sin duda, la Orden Mendicante en la que más proliferaron las
Congregaciones de Observancia: Congregación de Lecceto (Siena) (1387),
San Juan de la Carbonaria (Nápoles) (1389), Santa María del Popolo, llamada
también de Perusa (1430); Monte Ortone (1436), Lombardía (1439), Alemania
o Sajonia (1422).

La observancia agustiniana de España fue iniciada por el venerable Juan de


Alarcón hacia 1438. Uno de los impulsores más activos de esta reforma
española fue el agustino San Juan de Sahagún (1419-1479) desde su convento
en Salamanca.

332
LA «DEVOTIO MODERNA»

A lo largo del siglo XIV se van fraguando los gérmenes de que Dante
Alighieri llamará Vita nuova119. Son los gérmenes que pronto harán brotar el
“mundo moderno”. Sin duda, este siglo se caracterizó por sus rupturas;
elemento que se palpa en los más ilustres personajes de la época; así por
ejemplo, Gilson dice que Ockham significó un cisma filosófico y teológico.
Petrarca (1304-1374) y Boccacio (1475) abren el camino a Erasmo (1536); así
como Wyclif (1384) y Hus (1415) constituyen el antecedente más inmediato
de la ruptura eclesial provocada por Lutero.

Y así, el edificio de la Cristiandad se resquebraja por todas partes. La Iglesia


no quiere admitir que el hombre (aquel clásico y sumiso) se ha hecho adulto,
que ya no lo puede llevar dormido en sus brazos, sino que ahora pretende ser
una persona que camina con sus propios pies y sin ninguna clase de tutela.
Para este tiempo también las Órdenes Mendicantes se enzarzan entre sí en
rivalidades doctrinales que los alejan de la creatividad intelectual de la que
habían dado espléndidas muestras en la centuria anterior mediante insignes
maestros como Tomás de Aquino y el Doctor Seráfico.

Sin temor a equivocación puede afirmarse que en la Iglesia se produjo una


psicosis colectiva de miedo; una sensación de que la Iglesia era una nave a la
deriva. Por eso se escuchaba en todas partes el grito que pedía un golpe de
timón en la nave eclesial: era el grito estentóreo que pedía una reforma en
capite et membris; uno de los primeros en lanzar ese grito fue el franciscano
Raimundo Lulio mediante un memorándum que envió al Concilio de Vienne
(1311-1312).

119
Es el título de una de sus poéticas obras. Dante murió en 1321

333
La Devotio moderna, pues, viene a ser una respuesta a su contexto. En su
forma latina, esta expresión indica lo que en ella se contiene; es decir, se trata
de una “devoción” exterior de sentimientos de piedad y fervor religiosos, que
surgió en la actualidad moderna. Fue un movimiento espiritual surgido a
finales del siglo XIV como una contraposición del nuevo hombre devoto
frente al hombre interior, representado por el maestro Eckhart y su escuela.

El adjetivo Devotio que se unió indisolublemente al de moderna dice una


relación con la vida moderna que en filosofía se acuñó para expresar la nueva
corriente del nominalismo creada por Ockam. De manera que tanto la Devotio
moderna como la vida moderna responden a una nueva situación sociocultural
y sociorreligiosa. Ambas, por supuesto, deben contraponerse a sus paralelos
antiguos, por algo ellas son modernas.

La Devotio moderna fue inicialmente un elemento más de aquel gran


movimiento de reforma interior realizado, no por la Iglesia institucional, sino
por personas concretas que, en cuanto tales trabajaron por la reforma de la
Iglesia más bien en el ámbito seglar. La Devotio moderna se expandió por
toda la Cristiandad occidental y terminó influyendo en todos los demás
movimientos reformadores de la Iglesia.

En realidad, el padre de la Devotio moderna fue Gerardo Groot, hombre de


muy buena posición social y económica, pero que experimenta una radical
conversión después de encontrarse, en 1374, con un cartujo (pero no entró en
la Cartuja). Se manifestó como un cristiano rigorista frente a la decadencia y
corrupción imperante en la sociedad y en la Iglesia de su tiempo. Pronto
reunió en torno a sí un gran número de discípulos.

334
Fue a través de los escritos de Gerardo Groot y de sus discípulos, que la
Devotio moderna se propagó rápidamente por la Cristiandad occidental. Otro
escrito que favoreció muchísimo esta propagación fue la Imitación de Cristo
(el libro más leído después de la Biblia).

La Devotio moderna es, en el fondo, una reinterpretación de la vida cristiana


en medio de aquel contexto de rupturas con todo lo que había constituido el
entramado de la cristiandad medieval. Se trata de una respuesta de urgencia
para un tiempo de emergencia y de crisis total en la Iglesia y la sociedad. El
rasgo más característico de la Devotio moderna es la interioridad. Era el
momento preciso para que rebrotaran las iniciativas privadas en un afán de
recogimiento y de silenciosa contemplación frente a una árida piedad
institucional, que se sintetizaba principalmente en el ex opere operato de los
sacramentos, contra esto reaccionará también Lutero.

La espiritualidad litúrgica y la práctica sacramental empiezan a decaer para


dejar espacio a la meditación personal y a otros ejercicios de piedad más
subjetivos y emotivos. Vuelve a tener preponderancia la tendencia al
desprecio del mundo y a considerar vanas las cosas temporales, por un lado; y,
por otro, se revalora la soledad y el silencio.

En la Devotio moderna ha tenido no poco influjo el ockamismo, en cuanto


corriente filosófica que promueve el voluntarismo; de igual modo, en la
Devotio moderna lo que cuenta es la voluntad, el corazón, la devoción y la
entrega generosa. El excesivo intelectualismo de las elucubraciones teológicas
escolásticas ya no interesa, porque se considera inútiles sutilezas
especulativas. Esto implica que se abandonan los lineamientos tomistas y se
retorna a la línea afectiva de tradición agustiniana.

335
Se trata de una contraposición entre afectividad e intelectualismo, que se
evidencia en uno de los más representativos, Juan Mombaer: «Todo lo nuestro
pase al afecto, pero santo, piadoso, casto; y reduzcamos todo entendimiento a
la cautividad, en obsequio de Cristo». Ahora bien, esta actitud encierra en sí
misma el peligro de privar a la devoción de una sólida fundamentación
teológica, abriendo así un verdadero abismo entre teología y piedad. El mejor
exponente de esta actitud antiespeculativa fue Tomás de Kempis: «es
preferible sentir la compunción a saberla definir». (Imit. de Cristo I,1,9).

La insistencia en las tendencias ascéticas por encima de las especulativas, es


una consecuencia del voluntarismo propio de la Devotio moderna, y del
ockamismo. El carácter antiespeculativo conduce a los “devotos” a
preocuparse más por la praxis ascética y por la moral práctica, que por el
misticismo. P. e., en la Imitación de Cristo, Kempis resalta más los ejemplos
de Cristo que se deben seguir que las especulaciones teológicas que se puedan
hacer al respecto.

El cristocentrismo es uno de los elementos medulares de la Devotio moderna,


como lo es también del libro de Kempis. Aunque debe aclararse que el
cristocentrismo no es algo exclusivo de los “devotos”, sino más bien una
prolongación de ese énfasis en la Humanidad de Cristo que ya se había
iniciado con la Reforma Gregoriana y que llegó a su culmen con la
experiencia de San Francisco de Asís. Sin embargo, el concepto que los
“devotos” se formaron de Jesús no fue el del Jesús histórico/real, sino en el de
un Jesús abstracto, bucólico, del que se resaltan únicamente sus virtudes.

Sin duda, uno de los autores más representativos de la Devotio moderna fue
Tomás de Kempis, nacido en Kemplen en 1379. Se hizo monje en el
monasterio de Agnetemberg, perteneciente a la Congregación de Windesheim;
336
allí su hermano, Juan Kemplis, era el prior. Ya como sacerdote Tomás
escribió muchas obras de espiritualidad; de hecho, en Dialogus novitiorum se
dedica a narrar la vida de los iniciadores de la Devotio moderna. En su haber
se cuentan muchos títulos más, pero la obra que irá indisolublemente unida a
su nombre será la Imitación de Cristo (De Imitatione Christi): es uno de los
libros que más ha influido en la espiritualidad cristiana, así lo atestigua las
más de 6200 ediciones y los 95 idiomas a los que ha sido traducido.

Aunque en épocas pasadas se puso en duda la paternidad de Tomás sobre esta


obra, hoy se aceptaba unánimemente su autoría. A pesar del título, el tema
central del libro no es la imitación de Cristo, sino más bien la vida interior
(elemento característico de los “devotos”). Cristo aparece como modelo para
el cristiano y no tanto como el Dios-Hombre inmerso en medio de la historia
humana. Tampoco la Iglesia, en su hondo misterios eclesiológico, aparece
esbozada en la obra de Kempis, lo que dio lugar a una piedad escasa o
nulamente comunitaria, encerrada en sí misma, sin afanes apostólicos por la
salvación de la humanidad. Pero este fue un fallo no imputable sólo a la
Imitación de Cristo, sino a toda la Devotio moderna en general.

Los Clérigos Regulares

Anteriormente se mencionó cómo desde los principios del siglo XIV


empezaron a alzarse diversas voces pidiendo la reforma de la Iglesia in capite
et in membris. Algunas eran voces muy interesadas y resonantes como las de
Felipe IV el Hermoso en sus disputas con Bonifacio VIII; pero otras estaban
dictadas por un genuino amor a la Iglesia. Lo cierto es que a lo largo de los
siglos XIV y XV el clamor por la reforma de la Iglesia se prolonga en un
crescendo incontenible, que sobrepasa los ámbitos de los eclesiásticos

337
haciéndolo suyo también los estamentos populares y los príncipes cristianos:
“hasta las piedras se ven forzadas a gritar reforma”.

Pero ¿cuál era la calamitosa situación de la Iglesia que provocaba tantos


deseos de reforma? Con frecuencia se ha puesto mayor relieve en la
enumeración de una serie de corruptelas que se habían introducido en la vida
de la Iglesia desde los remotos tiempos de los papas de Aviñón: fiscalismo
curial; concubinismo habitual del clero; excesos en la provisión de los
beneficios eclesiásticos; falta de radicalidad en el seguimiento de Cristo por
parte de los religiosos; la inmoralidad de la Curia Pontificia; corrupción
generalizada del clero. Pero el gran problema no era la corrupción personal
dentro de la Iglesia, sino la corrupción estructural, que conducía a su vez a los
abusos morales.

Se trataba de un descontento respecto de la Iglesia jerárquica, a causa de su


excesiva riqueza, de la mala gestión de los beneficios eclesiásticos, de su
mundanización, de su nepotismo, de su praxis política; todo ello provocado
por una estructuración eclesial que partía del centralismo iniciado en la
Reforma Gregoriana y llevado a límites jamás sospechados en la época de
Aviñón. Este descontento se había generalizado en la Cristiandad occidental.

Con todo, aunque la situación de la Iglesia en los siglos XIV y XV era


verdaderamente lamentable, sin embargo, no era la situación de un
moribundo. Todo lo contrario; y por eso fue que la Iglesia optó oficial y
definitivamente por la reforma. Pero tampoco es menos cierto que la notoria
incapacidad de la cúpula eclesial para implantar estos planes reformatorios fue
lo que dio paso a la Reforma protestante. No obstante, antes del fenómeno
luterano ya había en la Iglesia un deseo sincero de reforma interior, y esto se

338
plasmó fundamentalmente en dos instituciones: las Congregaciones de
Observancia (ya estudiados) y los Oratorios del Divino Amor.

El verdadero iniciador de estos últimos fue fray Bernardino de Feltre (1439-


1494), gran apóstol franciscano, predicador de la caridad en favor de los
pobres y enfermos. Para esto fundó por muchas partes unas cofradías cuyo
objetivo era doble: fomentar la piedad popular y acrecentar las obras de
misericordia. En 1494 fundó en Vicenza la Compañía de San Jerónimo, que es
la primera Compañía u Oratorio del Divino Amor. Estos se multiplicaron
rápidamente por toda Italia.

La organización de los Oratorios estaba tomada de la Tercera Orden


Franciscana. El número de sus miembros era limitado según sus propios
estatutos, y podían ser seglares o clérigos. Los candidatos eran rigurosamente
seleccionados y bien formados en un año de noviciado. Todos debían ser
mayores de 22 años. Estaban obligados al secreto, de modo que no se podía
revelar el nombre de los demás hermanos ni tampoco los usos y costumbres
dentro del Oratorio. Sin duda que estos Oratorios del Divino Amor fue el
trabajo silencioso llevado a cabo por el Espíritu Santo en el interior de la
Iglesia, pero alcanzará toda su resonancia cuando se funden las primeras
Órdenes de Clérigos Regulares, que en los Oratorios tuvieron su catapulta.

La respuesta de los Clérigos Regulares

Con este nombre se designa a los miembros de las nuevas Órdenes clericales
surgidas a lo largo del siglo XVI, con votos solemnes, con vida común y con
una actividad apostólica total. Aunque la expresión clérigos regulares es muy
antigua en la Iglesia: fue empleado por vez primera por San Egberto de York

339
en 748, para referirse a los clérigos que cumplían con toda exactitud las reglas
pertenecientes al estado clerical.

Los Clérigos Regulares no rompen con las líneas tradicionales de vida


consagrada, pero constituyen un paso más adelante, aún y cuando sus
fundadores nunca pretendieron innovar nada en los grandes principios
tradicionales de la vida religiosa. Inicialmente, a excepción de Ignacio de
Loyola, no serán reacios al rezo coral del Oficio divino. Sin embargo,
rechazarán de plano algunos elementos tradicionales como el hábito religioso
(ellos vestirán como los demás clérigos seculares), la clausura, las penitencias
rigurosas, el rezo de maitines a medianoche.

Estas novedades podían ser consecuencia de un nuevo espíritu humanista que


no veía con buenos ojos toda aquella animosidad monástica frente al cuerpo.
A los Clérigos Regulares lo que en verdad les interesa no es un camino de
ascesis, sino el cumplimiento de una determinada misión apostólica.

Con el surgimiento de los Clérigos Regulares el sacerdocio queda


definitivamente unido a la vida religiosa, hasta tal punto de que ésta viene a
ser identificada con lo clerical, situación menoscabó grandemente el carácter
laical de la vida consagrada.

Sin lugar a ningún tipo de duda, la génesis de los Clérigos Regulares vino a
responder a los signos de los tiempos en medio de una Iglesia que necesitaba
de una renovación. Era urgente en el mundo eclesial y social la presencia de
una asociación de clérigos que, con las mismas cualidades de los religiosos, y
sometidos como estos a los Consejos Evangélicos a través de una Regla,
permaneciesen -sin embargo- entre el mundo, unidos codo a codo con el clero
secular. Se trataba de que los primeros ayudaran -con su labor apostólica y,

340
sobre todo, con su ejemplo- a estos segundos a retornar a un estilo de vida
sacerdotal más conforme con las exigencias de la Iglesia.

El apostolado de los Clérigos Regulares abarcará la misión de la Iglesia


globalmente considerada, pero asumen tareas muy concretas: colegios,
parroquias, hospitales, etc. Su espiritualidad es deudora de la Devotio
moderna, aunque se distinguen de los devotos. Los Clérigos Regulares son
formados en la oración metódica, viviendo como los religiosos, pero viviendo
en medio del mundo, exentos del coro, enseñando en colegios, formando a la
juventud, y más. Por todo lo dicho se comprueba por qué los Clérigos
Regulares se convirtieron en el instrumento más adecuado para aquella
reforma interior e institucional de la Iglesia.

Las primeras Órdenes de Clérigos Regulares

Los Teatinos: es la única Orden de Clérigos Regulares que posee dos


fundadores bien distintos entre sí: San Cayetano de Thiene y Juan Pedro
Carafa; este último llegará a ser el temido y recio papa Paulo IV, mientras que
el primero, dicen, fue siempre toda ternura y suavidad. Lo cierto es que los
dos llegaron a un acuerdo a pesar de miles de dificultades.

Cayetano nació en Vicenza en 1480 de una familia noble. En 1504 recibe la


tonsura. Después se trasladó a Roma para progresar en sus estudios
eclesiásticos; mientras tanta iba avanzando por un camino de intensa
espiritualidad, y siempre con miras a la reforma de la Iglesia. En 1516 entró a
formar parte del Oratorio del Divino Amor, que a su vez se convirtió en el
primer núcleo de la Orden Teatina, la cual heredó del Oratorio el espíritu de
sólida piedad y de solidez apostólica. Cayetano siempre sobresalió por sus
amorosos cuidados a los enfermos, y por lo mismo fundó varios hospitales.

341
Todos sus proyectos de reforma eclesial encontraron eco en sus antiguos
compañeros del Oratorio, entre los cuales sobresalía Juan Pedro Carafa. Murió
en Nápoles el día 7 de agosto de 1547. Pio XII dijo bellamente de él que era
un “apóstol encendido en el Divino Amor y campeón insigne de la
misericordia cristiana”.

De Juan Pedro Carafa (Pablo IV) debemos decir que nació el 28 de junio de
1476 en Capriglia, Nápoles. A los 18 años recibió la tonsura y de inmediato se
encaminó hacia la Roma renacentista, que recién había visto subir al solio
pontificio al cardenal Rodrigo de Borja con el nombre de Alejandro VI.
Nombre que es suficiente por sí mismo para evocar aquella calamitosa
situación de la Iglesia del Renacimiento.

Como era sobrino del rico cardenal Oliviero, Pedro Carafa pudo muy pronto
penetrar en los intrincados caminos de la Curio Pontificia; y ya para 1500 era
camarero secreto de Alejandro VI. En julio de 1505 el papa Julio II lo nombró
obispo de Chieti, diócesis de la cual estuvo siempre muy ausente. Igualmente,
en 1518 León X le confió el arzobispado de Brindis, arquidiócesis que Carafa
gobernó siempre por medio de vicarios, porque nunca se hizo presente en ella.

A Cayetano de Thiene lo conoció Carafa a finales de 1523 en el Oratorio del


Divino Amor de Roma. Y desde entonces sus vidas permanecerán para
siempre unidas como cofundadores de la nueva Orden de Clérigos Regulares.
Cayetano se ocupará principalmente de la formación espiritual de la Orden,
mientras que Pedro de los puestos de gobierno. En 1536 Carafa fue elevado al
puesto de cardenal y en 1555 fue hecho papa con el nombre de Paulo IV. Los
cuatro años que fue Pontífice se ocupó de manifestar la asperidad de su
carácter: “es de un temperamento violento y fogoso…y no tolera que nadie lo

342
contradiga”, así se expresaba del papa un veneciano que lo conoció. Con
todo, fue intachable en su conducta abocada de todo a la reforma de la Iglesia.

Al morir en 1559, los romanos se desfogaron contra él, arrasando sus estatuas.
No obstante, su memoria se llena de claridad cuando se le contempla al lado
de San Cayetano de Thiene, quien creyó siempre que era del clero de donde
debía venir la reforma de la Iglesia. Y esta fue la idea fundamental que dio
origen a los Teatinos. Si los males de la Iglesia habían comenzado por el
estamento clerical, también por él debía venir la cura.

Esto fue lo que movió a Cayetano a fundar una compañía de clérigos que
fuesen un verdadero modelo de vida y de acción apostólica para aquellos otros
sacerdotes que se movían bajo el sello de la política y sus repliegues
corruptos. Y esto se conseguiría únicamente retornando al estilo de la
comunidad primitiva. Para esto Cayetano necesitaba compañeros decididos, y
los encontró en el Oratorio del Divino Amor. Entre ellos hubo uno que pidió,
insistentemente, ser admitido a la nueva familia religiosa: Pedro Carafa, ya
que él mismo había pensado en un proyecto semejante.

Una cosa tenía bien claro Cayetano: no se trataba de fundar una nueva Orden
de monjes ni de frailes mendicantes; aunque no despreciaba la labor de éstos
en la Iglesia, San Cayetano pensaba en algo totalmente nuevo, no vinculado
con la clausura monástica ni con la conventualidad mendicante. Por lo mismo
el Santo y sus primeros compañeros rehúsan darse el nombre de Orden y
eligen, en cambio, el de Compañía de Clérigos. No obstante, el breve
pontificio de la aprobación los denomina Orden de Clérigos Regulares. Fue el
papa Clemente VII quien, con el breve Expone nobis, firmado el 24 de junio
de 1524, aprobó esta nueva forma de vida en la Iglesia.

343
Ese mismo día el papa aceptaba la renuncia de Pedro Carafa a su sede
episcopal a favor de su incorporación a la Orden religiosa. Así, el 14 de
septiembre, fiesta de la Santa Cruz, fue la fecha elegida para la primera
profesión. La reacción del mundo clerical fue de estupor, porque resultaba
difícil de comprender cómo en medio de un clero que tenía sus ojos puestos en
los honores y en las riquezas, esos cuatro clérigos lo abandonasen todo para
entregarse a una vida de humildad y pobreza.

Por otra parte, en cuanto a su organización ha de decirse que los Teatinos no


eran una Orden religiosa al estilo de las demás Órdenes monásticas y
mendicantes. De los primeros se diferenciaban porque no usaban ningún
hábito propiamente dicho (optaron por la sotana negra y el bonete en forma
de cruz); y de los mendicantes se diferenciaban porque tenían prohibido
mendigar: debían vivir de su trabajo y sin pedir nada a cambio por su
ministerio. La organización definitiva de la Orden se remonta a los tiempos de
San Pio V, que en 1568 dispuso la elección de un prepósito general vitalicio
con residencia en Roma.

Lo cierto es que los Teatinos siguen siendo la memoria viva de aquel genio
innovador que fue San Cayetano de Thiene, y de aquellos otros caballeros
ilustres que se pusieron en seguimiento de Cristo para vivir el espíritu
sacerdotal en todas sus exigencias religioso-apostólicas.

Existen también las monjas teatinas, porque aunque San Cayetano no fundó
ninguna Orden femenina, son teatinas las Oblatas de la Inmaculada
Concepción, fundadas en 1583. En 1948 se fusionaron con ellas las Hijas de la
Providencia, inspiradas también en la espiritualidad providencialista de San
Cayetano de Thiene.

344
Los Barnabitas: fueron fundados por San Antonio María Zaccaría, nacido a
finales de 1502 en España. En 1524 se doctoró como médico, pero en lugar de
ejercer se dedicó a estudiar teología y Sagrada Escritura. En 1528 se ordenó
sacerdote, y desde ese momento su principal preocupación fue la reforma de la
Iglesia. Gana muchos adeptos dispuestos a llevar una vida espiritual más
intensa, y con ellos funda diversos grupos al estilo de los Oratorios del Divino
Amor, pero él los bautiza Amistad.

Desde muy temprano San Antonio y sus primeros compañeros empezaron a


vivir en comunidad y a trabajar apostólicamente. Fue así como nació la Orden
de Clérigos Regulares de San Pablo, que recibe su primera aprobación
mediante el breve Vota per quae (18-2-1533) del Papa Clemente VII. El
fundador se inspiró profundamente tanto en la doctrina como en las palabras
del Apóstol Pablo; y de hecho, la gran novedad de los Barnabitas consistió
hacerse presentes en todas las zonas de peligro, al estilo de San Pablo:
introducir a Cristo en todos los ámbitos de la sociedad.

Los Barnabitas son ante todo predicadores de la Palabra, a la manera paulina,


y por lo mismo han sido también siempre colaboradores de los obispos. El
nombre de Barnabitas les viene como apodo de la iglesia de S. Bernabé en
Milán. Su programa de vida quedó consignado en esta sentencia de la Primera
Carta a los cofundadores: «Pongamos, pues, mano a la obra... y echemos a
correr como locos no sólo hacia Dios sino también hacia el prójimo».

El 1530, con la ayuda de la condesa Ludovica, San Antonio fundó las Madres
Angélicas de San Pablo, aprobadas en 1533 por Paulo III. Inicialmente se
regían por la Regla de San Agustín y vestían el hábito de Santo Domingo,
pero no eran ni Agustinas ni Dominicas, sino que formaban una Congregación
nueva, que resultó muy eficaz para con el ministerio apostólico de los
345
Barnabitas. Y por el empuje que tuvieron y tienen constituyeron y constituyen
ejemplo e inspiración para otras congregaciones femeninas 120 que han querida
cimentarse sobre la espiritualidad barnabita.

Los somascos: el nombre oficial es Compañía de los Siervos de los Pobres, y


fueron fundados por San Jerónimo Emiliani, nacido en Venecia en 1486, hijo
de una familia noble, poderosa y rica. Hay un período de la vida de San
Jerónimo que presenta notables paralelismos con la de San Francisco de Asís:
ambos son jóvenes alegres y con dinero, vestidos con vistosos trajes, quieren
conseguir la gloria de las armas y divertirse locamente con sus amigos; pero
semejante a Francisco, tampoco a Jerónimo se le presenta fácil la carrera de
las armas, y, sin embargo, al igual que el Santo de Asís, también Emiliani
insiste en ser guerrero.

Para el tiempo de la gran tragedia que sacudió a Roma en 1527, cuando la


ciudad fue saqueada por las tropas imperiales, Venecia también se vio
afectada seriamente por una terrible hambruna. Ante esta situación Jerónimo
convirtió su casa en un albergue para pobres y huérfanos. No contento, y
como la peste –producto de las víctimas mortales por el hambre– sigue
arrebatando las vidas de centenares, el Santo hace construir con su dinero un
hangar para brindar cobijo a más enfermos.

Tiempo después desaparece la peste, pero no el apostolado de Jerónimo, que


ahora tiene la iniciativa de fundar una Orfanato para asistir a los niños que
perdieron sus padres. A causa de tanto trabajo y pocos voluntarios, San
Jerónimo cayó enfermo; fue entonces cuando llegaron San Cayetano de

120
P. e., Las Hermanas de la Preciosa Sangre y las Pequeñas Obreras del Sagrado Corazón.

346
Thiene y Pedro Carafa en su ayuda. Una vez recuperado no sólo continúa su
obra asistencial, sino que la extiende a otras latitudes.

La obra de Emiliani ha nacido y crecido al amor de la lumbre de la Compañía


del Divino Amor. Una aldea llamada Somasca, en Venecia, dará nombre a la
nueva familia religiosa: los Somascos. Desde ahora Jerónimo tendrá como
punto central la consolidación de su Compañía de los Siervos de los Pobres,
aunque proseguirá sus campañas en favor de los huérfanos por Milán.

Pero a finales de 1536 y principios de 1537 de nuevo se cierne el espectro


terrorífico de la peste, que esta vez ha infestado también al asilo de Somasca.
Y fue así como el 8 de febrero de 1537 San Jerónimo Emiliani cayó víctima
de la peste, como uno más entre tantos.

Benedicto XIV lo beatificó en 1747, y en 1767 Clemente XIII lo canonizó. En


1928 Pio XI le concedió, con justa razón y sobradas pruebas, el título de
Patrono universal de los huérfanos y de la juventud abandonada”.

La compañía de Jesús

Dentro del grupo que se ha denominado de Clérigos Regulares, los Jesuitas


ocupan un lugar especial por notorias particularidades: la calidad excepcional
de su Fundador; la extraordinaria influencia que la Compañía ha ejercido
durante los últimos siglos en la Iglesia; las innovaciones que sus miembros
han aportado a la evolución tradicional de la vida religiosa; etc.

San Ignacio nace en 1491, cuando está a punto de clausurarse la epopeya de la


Reconquista y cuando España está atravesando un momento de especial
florecimiento debido a la acción reformadora de los Reyes Católicos. Las tres
fuerzas católicas españolas que terminaron determinando aquella coyuntura

347
fueron: los jesuitas, Santa Teresa y la Inquisición. Pero en medio de este
entusiasta florecimiento se cernía también un peligroso fenómeno: el
iluminismo o alumbradismo, inspirad, principalmente, en el Enchiridion de
Erasmo, renacentista con el cual Ignacio tuvo algunos puntos de coincidencia.

De trece hermanos (entre los cuales había cinco hermanas), Ignacio fue el
menor. A excepción de uno, todos sus hermanos varones se iniciaron en las
armas. Ignacio fue inducido al camino clerical: muy pronto recibió la tonsura,
pero pronto olvidó su iniciación clerical para introducirse en el mundo y el
ruido de la Corte Real.

El 20 de mayo, lunes de Pentecostés, una bala le destroza la pierna derecha y


le hiere levemente la izquierda. La convalecencia fue larga y con varias
intervenciones quirúrgicas. Como se aburría grandemente en los largos días de
convalecencia, Ignacio empezó a leer libros de caballerías, pero en la casa que
estaba hospedado no había más que libros de religión. Le trajeron, entonces, la
Vita Christi (del cartujo Ludolfo de Sajonia, muerto en 1377), y la Leyenda
aurea (de Jacobo de Vorágine, muerto en 1298).

Aquellos libros, oportunamente llegados a sus manos en esas largas horas de


soledades le hicieron reflexionar sobre la heroicidad de esos espíritus que
habían entregado su vida a Cristo. Y así fue como Ignacio empezó a
preguntarse ¿qué sería si yo hiciera lo miso que hizo San Francisco o Santo
Domingo? Nació en él, pues, el deseo de imitar a los santos, deseo que se vio
aumentado con una aparición de la Virgen María, suceso que resultó ser el
último toque para la mutación que sufriría aquel soldado de Cristo.

A finales de febrero de 1522 dio inicio a una peregrinación que lo llevó hasta
Manresa, lugar en donde inició su oración metódica. Estando allí leyó algunos

348
libros propios de la Devotio moderna, tales como El ejercitario espiritual y La
imitación de Cristo. En su estancia en Manresa recibió San Ignacio las
mayores iluminaciones de Dios, y seguro que fue allí en donde recibió la idea
exacta de lo que, pasado el tiempo, llegaría a ser la Compañía de Jesús. Fue
también en una de las cuevas de ese lugar (conocida hoy como la Santa
Cueva) en donde redactó el librito de los Ejercicios Espirituales, escrito
pensando no en los ejercitantes, sino más bien en quien tiene la tarea de dirigir
los ejercicios, cuya finalidad quedaba bien aclarada en el título completo de la
obra: Ejercicios Espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida sin
determinarse por afición alguna que desordenada sea.

Ignacio continuó su peregrinaje hasta llegar a la tierra del Salvador: el 5 de


setiembre pisaban tierra jerosolimitana con el firme propósito de permanecer
allí para siempre, por lo mismo, una vez llegado a Jerusalén, se puso en
contacto con los franciscanos, pero estos no apoyaron la permanencia vitalicia
de Ignacio en su convento. Se regresó nuevamente a España y ahí inicia
estudios, llegando incluso a estudiar en Salamanca y otros prestigiosos
centros. También viajó a Francia y se instaló en París; estando allí se resintió
de salud, por lo que los médicos le recomendaron regresarse a su tierra
Azpeitia. Allí se dedicó a promover la beneficencia pública y dio origen,
también, a ciertas devociones populares que alcanzaron un gran prestigio
popular, como el toque del Avemaría tres veces al día.

El 5 de setiembre se reunieron en Vicenza Ignacio con los compañeros que lo


seguían; y el motivo de la reunió era buscar un nombre para el grupito. Fue el
propio Ignacio quien lo propuso: “el nombre es la Compañía de Jesús”. El
nombre de Compañía no tiene en sus orígenes ninguna connotación militar

349
porque al traducirla al latín en los documentos fundacionales no se emplean
palabras o expresiones castrenses como militia, legio, etc. Además, tal nombre
no era del todo novedoso: ya existían las Compañías del Divino Amor y, sobre
todo, los Somascos, cuyo nombre oficial era Compañía de los siervos de los
pobres.

Fue en 1539 cuando iniciaron las deliberaciones acerca de si constituirían o no


una congregación que perpetuara su grupo; y para esto emplearon el método
de los Ejercicios. La respuesta fue positiva unánimemente. El 15 de abril del
mismo año, en una ceremonia religiosa, todos lo miembros firmaron un
documento que los comprometía a formar parte de la Compañía de Jesús.

En sentido estricto, la Compañía de Jesús es considerada como una


congregación integrada exclusivamente por Jesuitas que, además de los tres
votos clásicos, emiten un cuarto voto de especial obediencia al papa. El 27 de
setiembre de 1540 Paulo III firmó el documento (Regimini militantes
Ecclesiae) que daba existencia jurídica dentro de la Iglesia a una Orden
religiosa que muy pronto se convertirá en bastión inexpugnable en defensa de
la institución eclesial y especialmente del papado. Al año siguiente se
redactaron las Constituciones de 1541, y se eligió el primer Prepósito y
Superior General, cargo que cayó en San Ignacio.

El ideal del religioso jesuita ha quedado definitivamente perfilado en las


Constituciones, tanto en lo jurídico como en lo carismático. El perfil de este
nuevo tipo de hombre consagrado a Dios no encontraba paralelismo en
ninguna de las formas de vida religiosa ya existentes. El actual Anuario
Pontificio encasilla a los jesuitas entre los Clérigos Regulares, pero no
coinciden enteramente con ellos. Los jesuitas no constituyen una Orden

350
Monástica, pero tampoco una Mendicante, a pesar de que Paulo III y Gregorio
XIII les otorgaran el nombre y los privilegios propios de los Mendicantes.

La Compañía, en efecto, no encierra en sí misma todas las características


propias de una Orden Mendicante, pero tampoco posee todos los rasgos de los
Clérigos Regulares. Así como San Francisco no quiso ser monje, San Ignacio
rechazó ser un mendicante; por lo mismo no asumió para su comunidad
prácticas propias de la mendicancia y del monacato: las vigilias nocturnas, el
oficio coral, las mortificaciones exteriores, y otros elementos más que
consideraba obstáculo para el apostolado.

El Concilio de Trento se refiere a los jesuitas llamándoles Religión de


Clérigos de la Compañía; pero ningún documento les llama nunca Clérigos
Regulares, aunque se engloban dentro de ellos porque es con los que guardan
un mayor paralelismo. Los jesuitas son jesuitas, y nada más.

Solamente quienes emiten los cuatro votos son jesuitas en sentido pleno.
Además de los cuatro votos solemnes, los jesuitas de la primera categoría
emiten cinco promesas más: a) no alterar lo establecido en las Constituciones
acerca de la pobreza, a no ser para estrecharla más; b) no pretender
dignidades en la Compañía; c) no pretender ninguna dignidad fuera de la
Compañía; d) denunciar a quien pretenda alguna de estas dignidades; e) si se
llega a presidir alguna iglesia seguir los consejos de Prepósito, si pareciesen
mejores que el propio parecer.

Otra novedad introducida por San Ignacio fue la de admitir en la Compañía a


sacerdotes como Coadjutores espirituales y también a laicos como
Coadjutores temporales. Estos coadjutores temporales y espirituales no
emiten votos solemnes, sino solo simples y perpetuos.

351
Ahora bien, los cargos más importantes dentro de la Compañía (Prepósito
General, Provinciales, Superiores de las Casas Profesas) están reservados a
quienes emiten los cuatro votos, aunque los profesos simples desempeñan los
mismos ministerios que los profesos solemnes. El cargo del Prepósito General
es vitalicio: al morir éste el Vicario convoca la Congregación General para
elegir un nuevo Prepósito. Toman parte en la elección los Provinciales y los
delegados de las provincias. Aunque actualmente los profesos simples forman
también parte de la Congregación General, solamente un profeso solemne
puede ser elegido Prepósito General, que será ayudado por su respectivo
gobierno general.

Obedecer como cosa muerta es una frase que ilustra justamente el concepto de
obediencia que manejan los jesuitas. Correlativa al verticalismo de la
autoridad es la obediencia ciega debida a todos los superiores, desde el
Prepósito General hasta el más joven de los Superiores locales. San Ignacio
consideraba la obediencia como el rasgo más distintivo del Jesuita. Esta
obediencia sobresale por dos rasgos: ha de ser ciega, y ha de ser como la de un
cadáver; y todo esto porque Cristo fue obediente hasta la muerte.

La obediencia jesuítica adquiere una dimensión especial con el voto de


obediencia al Papa, que fue como una respuesta al Cisma de Occidente y al
subsiguiente conciliarismo surgido en los Concilios de Constanza y Basilea
que cuestionaba la autoridad del Papa; sin mencionar que los protestantes
habían elevado a categoría fundamental su desobediencia al Papa. En medio
de este contexto es que San Ignacio quiere que sus hijos adquieran el
compromiso de fidelidad al Papa. De esta manera, la Compañía de Jesús se
volvió la más firme opositora de la Reforma Protestante, aunque no nació con
esas pretensiones.

352
En cuanto a su actividad apostólica, la Compañía sobresalió desde el principio
en cuatro formas de apostolado: los Ejercicios Espirituales; la lucha contra la
herejía, especialmente en Alemania; las misiones, sobre todo con la presencia
de San Francisco Javier en la India y Japón; y la enseñanza, acerca de lo cual
San Ignacio tuvo una gran visión de futuro al abrir el Colegio Romano.

Para cuando murió San Ignacio en Roma (el 31 de julio de 1556) la Compañía
contaba ya con más de mil miembros. Hacia 1580 llegaron a ser 5000, y en
1616 ya eran más de 13000 en 32 provincias. En 1750 ya se contaban 22500
jesuitas. Y a lo largo de la historia son muchos los hijos de San Ignacio que
han llegado a los altares o que han dado testimonio derramando su sangre en
defensa de la fe.

Nuevas Órdenes religiosas al servicio de los enfermos

A lo largo de los siglos XV y XVI los centros hospitalarios y asistenciales


experimentan un cambio notable: hasta entonces la atención hospitalaria
estaba exclusivamente en manos de la Iglesia, pero ahora inicia una progresiva
intervención hospitalaria por parte de sectores laicos; y también se construyen
grades complejos hospitalarios que hicieron de la asistencia algo más técnico,
pero con menor calor humano. Se percibe también la necesidad de la
intervención de los poderes públicos para encauzar y regular la beneficencia.

Pero toda esta asistencia a los desfavorecidos tiene de fondo una esencial
intención: hacer socialmente inofensivos a los pobres, y para esto se
implementan varias medidas a partir del primer tercio del siglo XVI: se
prohíbe la limosna callejera; se instaura una cuota municipal en favor de la
asistencia pública; los pobres son registrado en la municipalidad; se les obliga
a llevar un distintivo; reciben una distribución regular de alimentos; a los

353
pobres aptos se les obliga a trabajar en obras públicas; los considerados
inútiles se ocultan en los hospitales o en otros centros destinados a este
propósito; a las milicias se les encarga la tarea de vigilar a los pobres.

En estos nuevos centros hospitalarios que empiezan a surgir la Iglesia no


intervendrá directamente, pero aun así el espíritu cristiano se mantendrá
presente; p. e., siempre se procurará el apoyo y la aprobación eclesiástica a la
hora de abrir un nuevo hospital. Arquitectónicamente los hospitales se hacen
más grandes y detallados: era un privilegio para los mejores arquitectos y
escultores que se les pidiera trazar los planos de un hospital.

No obstante, como siempre sucede, la miseria fue en aumento; los


desempleados urbanos aumentaron y con ellos la pobreza, que trajo nuevas
enfermedades. A todo esto hubo que unirle los nuevos inventos en el arte de
hacer la guerra (p. e., las armas de fuego), que dejaron en paro a los antiguos
profesionales de la guerra: los caballeros.

Es en medio de este contexto en donde tenemos que ubicar el surgimiento del


carisma de la hospitalidad. Es cierto que algunas Órdenes hospitalarias
provenientes de la Edad Media continuaban su labor, pero de manera tan
lánguida que algunas (como los Caballeros de San Lázaro y Los Antonianos)
fueron suprimidas. En el siglo XVI las más relevantes Órdenes hospitalarias
fueron los Hermanos Hospitalarios, de San Juan de Dios, y los Clérigos
Regulares de los Enfermos, de San Camilo de Lelis.

Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios: Juan Ciudad Duarte (quien


será después San Juan de Dios) nació en Montemor-o-Novo (Portugal) en
1945. El 20 de enero de 1539, después de escuchar una prédica de un
misionero, quedó tan profundamente conmovido que pareció volverse loco

354
(era la locura de la irrupción de Dios en su vida), al punto de que enfermó y
tuvo que ser internado en el hospital. Lo que vivió y vio en ese hospital le
ayudó a descubrir los designios de Dios sobre su vida: ponerse
incondicionalmente al servicio de los enfermos.

Recogía leña para venderla en las calles y dar el dinero a los enfermos y
pobres. Pronto necesitó colaboradores. Los primeros no fueron enfermeros/as
graduados, sino gentes sencillas, necesitadas ellas mismas de ayuda material.
Lo cierto es que eran muchas las personas que acudía a al Hospital de Juan
Ciudad, a quien el obispo de Tuy (Sebastián Ramírez) le impuso un hábito y le
cambió el nombre por el de Juan de Dios. Pronto se le unieron muchos
colaboradores a los que Juan dio el mismo hábito que él vestía, dando origen
así a una pequeña comunidad sin votos.

San Juan de Dios fue un pionero de la asistencia hospitalaria, hasta el punto de


que ha sido considerado “el creador del hospital moderno”. Tuvo la genial
idea de establecer el reparto del hospital según los tipos de enfermedades, y
humanizó mucho más la asistencia sanitaria, sobre todo en el caso de los
enfermos mentales. Con San Juan también se empezó a atisbar lo que hoy se
llama asistencia social, cuyo fin no es tanto curar, sino más bien prevenir.

Antes de morir en 1550, San Juan de Dios le pidió a su hermano espiritual,


Antonio Martín, que continuase con la obra hospitalaria. Siguiendo este
consejo Antonio tuvo que construir un hospital aún más grande que el
primero. Este hospital, ubicado en Granada, obtuvo muy pronto grande fama.

Fue hasta el año 1570 que los hermanos Pedro Soriano y Sebastián Arias se
encaminaron hacia Roma para solicitar la aprobación pontifica de su género
de vida. El papa dominico San Pio V aprobó la Orden con la Bula Licet ex

355
debito (1-1-1571), poniéndola bajo la Regla de San Agustín. De ahí en
adelante se fueron sucediendo los hospitales que los hijos de San Juan Dios
fundaban en diferentes partes para atender a los enfermos.

En 1592 le sobrevino a los hospitalarios un duro golpe: el Papa Clemente VIII,


por instigación del rey de España, Felipe II, decretó (mediante el Breve Ex
omnibus) la reducción de la Orden a simple asociación piadosa de files que
viven en común bajo el gobierno inmediato de los obispos y sin superior
general; se les permitiría únicamente emitir los votos de obediencia y
hospitalidad. Pero pronto se revocó dicho Breve.

En cuanto al ordenamiento interno, debe decirse que la Orden hospitalaria


constituye una orden laical, contada entre los mendicantes. Su hubiese sido
una Orden clerical de seguro la habrían incluido entre los Clérigos Regulares;
tal y como sucedió con la Orden de San Camilo de Lelis.

Con todo y a pesar de su condición laical, los hospitalarios de San Juan de


Dios cuentan con algunos clérigos para la atención espiritual de los hospitales.
Y los Superiores de la Orden, aún y cuando sean laicos, poseen verdadera y
propia jurisdicción eclesiástica. Además de los tres votos conocidos, que en el
caso de ellos son temporales –extensibles hasta nueve años– emiten un cuarto
voto de asistir a los enfermos, incluso con peligro de la propia vida. Aunque
su Regla es la Agustina, poseen Constituciones propias y renovadas.

San Juan de Dios nunca fundó la Segunda Rama de su Orden; no obstante, en


algunos hospitales existieron unas hermanas hospitalarias que profesaban la
Regla de San Agustín y emitían votos en manos de los Superiores
hospitalarios; pero no llegaron a instituirse en una verdadera Orden, y
desaparecieron. Sin embargo, a partir del siglo XIX han surgido varias

356
Congregaciones femeninas que se han unido a los Hermanos Hospitalarios de
San Juan de Dios por vínculos de espiritualidad, una espirituales que no es
otra que el Evangelio, literalmente entendido y actualizado según lo exigen las
necesidades del mundo y de la Iglesia.

Clérigos Regulares, Ministros de los Enfermos: Camilo de Lellis nació en el


pueblo de Bucchianico (Chieti, Italia), en 1550, hijo de Juan de Lelis y
Camila. Siguiendo el ejemplo de su padre se enroló en las filas del ejército y
en la adicción al juego, que era su pasión dominante: llegó, un día, a perder
todo lo que tenía. Sin embargo, de tanto en tanto renovaba su deseo de ser
fraile franciscano; hasta que el 1 de febrero de 1575 tuvo su primer encuentro
con los Capuchinos de San Geovanni Rotondo. Más tarde ingresaría al
convento capuchino, en donde se le dio el apelativo de Fray Humilde. Pero a
los pocos meses de noviciado se le abrió otra vez la llaga en su pie derecho121,
y se vio obligado a abandonar la Orden Capuchina y reingresar, por segunda
vez, en el hospital de Santiago de Roma, donde permanecerá unos cuatro años.
Allí se percata que Dios lo quiere para servir a los enfermos.

En 1582, el día de la Asunción, una nueva luz se enciende en su mente: reunir


a un grupo de hombres que tuvieran su misma manera de entender el servicio
a los enfermos; es decir, no por sueldo, sino a pura caridad cristiana. En el
mismo hospital de Santiago se encontró con cinco hombres que pensaban
igual que él.

Camilo se ordenó sacerdote el 26 de mayo de 1584, y entonces renunció a la


administración del hospital para convertirse en capellán del mismo. El 8 de
septiembre de ese mismo año impuso el hábito clerical a dos de sus

121
Se trata de una llaga que adquirió tiempo atrás, y que ya nunca lo abandonará.

357
compañeros. De ahí en adelante el grupo irá creciendo progresivamente, y a
cambio de sus servicios no piden más que la comida necesaria para sobrevivir.

Camilo intentará legalizar canónicamente la situación de su grupo, y para eso


redacta un memorial y las Reglas de la Compañía de los Siervos de los
enfermos, que presentó al Papa Sixto V. El Pontífice lo aprobó el 18 de marzo
de 1586 mediante el Breve Ex ómnibus, y bajo el nombre de Compañía de los
Ministros de los enfermos. En ese mismo año se les permitió sobreponer al
hábito talar, al lado derecho, una cruz de paño rojo, símbolo del sufrimiento
que implicaba cuidar de los enfermos y de la salvación que le espera al
enfermo y a quien le asiste.

Cada vez son más las comunidades fundadas por los camilos debido a que las
vocaciones se agolpan en las puertas: en un solo día llegaron doce. Cuando
murió Camilo de Lelis, en 1614, la Orden contaba con 300 religiosos y 80
novicios, distribuidos en 14 casas y 10 hospitales. Durante dos siglos no
tuvieron hospitales propios, sino que servían a los enfermos en centros de
salud ajenos. Al confiarles el papa el Hospital de San Juan de Letrán, en 1836,
se inició para los camilos la recuperación de la vida hospitalaria propiamente
para la Orden. Así, en los últimos cien años han pasado a regentar más de 90
hospitales en diversas partes del mundo. Actualmente122, la Orden cuenta con
141 casas y 1026 miembros, de los cuales 639 son sacerdotes.

La Orden es reconocida como clerical, aunque compuesta también por


hermanos laicos que participaron en el gobierno general, hasta que Inocencio
XII (1697) les restringió esta participación, que fue restaurada en el Capítulo
especial de 1969. Además de los tres votos conocidos, los camilos emiten el

122
La estadística es para 2002

358
voto específico de asistir a los enfermos, incluso con peligro de la propia vida.
Profesan además cuatro votos simples perpetuos: dos que les son comunes con
todas las demás Órdenes de Clérigos Regulares (no aspirar a prelaturas ni
dignidades, dentro ni fuera de la Orden, y denunciar a quienes buscasen esto),
y otros dos que les son exclusivos: no tratar ni consentir que se cambie nada
de los escrito en el modo de servir a los enfermos en los hospitales, y no
ejercer l administración de los hospitales públicos. Estos cuatro votos simples
fueron suprimidos por la Sagrada Congregación para los religiosos, a
instancias de la propia Orden. Lo que nunca ha cambiado ha sido la esencia de
la espiritualidad camila, que parte del hecho de que Cristo está presente, de
modo particularmente sensible, en el enfermo.

Órdenes masculinas de enseñanza

La vinculación de la vida religiosa medieval con la enseñanza: si de


pedagogía se trata, deberíamos remontarnos hasta los antiguos monjes del
desierto, porque ya en ellos se atisba una cierta técnica pedagógica para la
formación de los jóvenes que aspiraban a la vida monástica. Se trataba de una
formación basa principalmente en el diálogo entre el Maestro espiritual y el
formando, cuyo objetivo era el propio conocimiento y el de Dios. Los
apotegmas del anciano buscaban centrar la atención del joven monje en la
Palabra de Dios. Así, p. e., la pedagogía basiliana influirá notablemente en el
monacato occidental, a través de la Regla de San Benito.

En lo tocante a la Alta Edad Media, los monjes occidentales han heredado los
materiales necesarios para construir su propia pedagogía. Sobre todo se han
valido de las obras de San Basilio, Casiano y San Agustín, que será el maestro
indiscutible en toda la Edad Media.

359
Es habitual atribuir a los monjes occidentales una incuestionable vocación de
educadores de la niñez y la juventud; tal y como dijo el cisterciense Balduino
Moreau allá por el 1600: “todos los monasterios eran gimnasios, y todos los
gimnasios monasterios. Aunque ciertamente ninguno de los dos extremos
coincide con la realidad histórica, sí es cierto que la identidad carismática de
la vida monástica se preocupó por abrir escuelas para la educación de la niñez
y la juventud. Amén del hecho que todas las abadías poseían su biblioteca y
muchas de ellas también un scriptorium que tenía como fin surtir a los monjes
de los libros necesarios para el culto y la lectio divina.

En fin, la indudable cultura existente en los monasterios, aunque no sea tan


elevada como a veces se dice, está presuponiendo una enseñanza específica,
como específicas fueron las características generales de la cultura monástica:
bíblica, litúrgica y patrística.

Echemos ahora un vistazo a la Baja Edad Media: debido al auge del


eremitismo que se presentó en los siglos XI y XII, la enseñanza monástica
experimentó un notable retroceso. No obstante, hubo monasterios que
siguieron brillando por sus escuelas y por algunos monjes eminentemente
cultos. Las Órdenes Mendicantes no abrieron centros propios de enseñanza
para niños y jóvenes, a no ser para la formación de los frailes que aspiraban al
sacerdocio; pero los maestros y doctores mendicantes ejercieron ampliamente
la enseñanza en las universidades. Los franciscanos y los dominicos
plasmaron métodos y escuelas propias tanto en filosofía como en teología,
liderados por San Buenaventura, en el primer caso, y Santo Tomás en el
segundo.

Para el siglo XIV los Hermanos de la vida común abrieron colegios para la
educación de la niñez y juventud. Su actividad educadora fue el precedente
360
inmediato de las Órdenes y Congregaciones dedicadas específicamente a la
enseñanza, a pesar de que sus objetivos eran más amplios.

Escolapios: la enseñanza como misión apostólica específica: San José de


Calasanz nació cuando empezaba a remontar la estrella de la Reforma de la
Iglesia con la clausura del Concilio de Trento. Vino al mundo en Peralta de la
Sal, provincia de Huesca, España, el 31 de julio de 1557. Aunque su padre (de
nombre José Calasanz) lo quería en la casa para continuar el apellido familiar,
puesto que ya no había más hermanos varones, José tomó la resolución de
hacerse sacerdote. Y así se ordenó sacerdote el 17 de diciembre de 1583.

En medio de un clero ignorante, José de Calasanz sobresalía por sus dos


carreras de teología y Derecho civil y canónico. Debido a su bagaje cultural
fue trasladado a Roma, pero allí, lejos de ocupar cargos importantes, se
entregó al humilde servicio de educar a la niñez desvalida y pobre. Durante su
estancia en Roma residió en la casa del cardenal Colonna, Calasanz visitaba
con frecuencia la contigua iglesia de los Doce Apóstoles, regentada desde
entonces como ahora, por los Franciscanos Conventuales. Y fue allí donde
conoció más de cerca la espiritualidad franciscana. Benéfico influjo ejerció
sobre él San Felipe Neri, a quien alcanzó a conocer en los dos últimos años de
la vida de éste. Durante la peste que asoló a Roma en 1596 colaboró Calasanz
con San Camilo de Lelis en la asistencia a los enfermos.

En sus constantes visitas por los barrios pobres de Roma, Calasanz constató la
falta de escolarización; y esto iba unido directamente al hecho de que los
niños ignoraban casi completamente las verdades mínimas de la fe. Esta
conmoción que experimentó Calasanz le lleva a colaborar con las instituciones
ya existentes que se dedicaban a la educación de la niñez; pero descubrió que
casi nadie se preocupaba por los niños abandonados. Y entonces empezó a
361
pensar si Dios no lo estaría llamando a él para responder a este reto. Y fue así
como llegó a exclamar convencido: “ya he encontrado, aquí en Roma, la
manera de seguir a Dios: el servicio a los niños ya os jóvenes. Y no lo dejaré
por nada del mundo”.

Viviendo y viviendo entre tantos niños pobres, Calasanz llega a la conclusión


de que él también debe vivir en pobreza, para poder servir sinceramente a
aquellos que son pobres entre los pobres. Sin embargo, no todos miraban con
buenos ojos la dedicación a educar niños marginados, pero sí elogiaban los
colegios jesuitas, abocados a educar las clases altas y poderosas.

Esta no aceptación de la que fue objeto indica que José esta ofreciendo algo
completamente nuevo original ¿Qué era eso novedoso? Pues bien, se trata del
ideal calasancio de las Escuelas Pías: alcanzar con su enseñanza a todos los
niños pobres. Una vez que José de Calasanz estaba decido a enseñar a los
niños pobres, procedió a alquilar un local nuevo perteneciente a monseñor
Vestri. Nacía así una nueva institución: Las Escuelas Pías de la Madre de
Dios. Corría el año de 1601. Junto a varios cardenales también fue protector
de esta obra el Papa Clemente VIII, que quiso recibir en audiencia al Fundador
y aprobó de viva voz lo que ya empezaba a llamarse Congregación de las
Escuelas Pías. En verdad se trata de una Congregación, porque José y sus
colaboradores desde el inicio empezaron a vivir como religiosos conforme a
unas Reglas que habían sido compuestas al efecto; pero no tenían votos.

Las Escuelas Pías se afianzan cada día más debido a que crece paulatinamente
el número de estudiantes. En las Escuelas se recibían sólo niños con
certificado de pobreza. En 1613 eran ya 11 los compañeros de José. El 18 de
noviembre de 1621 el Papa Gregorio XV la elevó a la categoría de verdadera

362
Orden religiosa con el nombre que ostenta hoy: Clérigos Regulares Pobres de
la Madre de Dios de las Escuelas Pías.

Ya como Orden de Clérigos Regulares se organizó, empezando por la


imposición del hábito. Daba inicio así el primer noviciado de la Orden. A la
aprobación pontifica le siguió un rápido crecimiento del Instituto que floreció
en muchos lugares con nuevas fundaciones. Este crecimiento espectacular de
las fundaciones fue a la par con el crecimiento del número de miembros de la
Orden que, con todo, no daban abasto para atender tal cantidad de niños.

No obstante, como le sucede a todos los justos, a San José de Calasanz


también le llovieron tantas tribulaciones como a Job, y muchas de ellas
venidas de la misma Iglesia; pero en todo el Fundador dio un altísimo ejemplo
de sumisión a las decisiones de la Santa Sede, aún y cuando éstas fueran tan
duras como el Breve pontificio publicado el 3 de febrero de 1646, que
pretendía algo más que una simple reducción de la Orden de las Escuelas Pías
a la categoría de Congregación.

En pocas palabras, se pretendía aniquilarla: 1) se permitía el paso de


escolapios a la Orden que les quisiera dar acogida; 2) se prohibía recibir más
novicios y la profesión de los que había; 3) todos los religiosos, sus casas y
escuelas quedaban sometidos a la inmediata jurisdicción de los respectivos
obispos, sin Superiores generales ni provinciales y sin lazo ninguno de unión
entre las distintas comunidades; 4) se destituí definitivamente al Padre José de
Calasanz del cargo de Superior General; 5) la Orden quedaba reducida a
Congregación sin votos. Y todo esto había sido aprobado por su Santidad
Inocencio X.

363
Todo esto fue una conspiración iniciada por monseñor Albizzi, quien nunca se
sintió contento con la labor de los hermanos escolapios. Lo cierto es que con
ese Breve Pontificio la Orden quedaba condenada a muerte por inanición. Lo
cierto es que, aunque la Orden podría quizá adolecer de algunas deficiencias,
éstas jamás justificarían semejante atropello y persecución. Lo peor es que la
gran perjudicada con estas tribulaciones no fue ni siquiera la Orden Escolapia,
sino desgraciadamente la gran población de niños pobres, urgidos de
educación. Por eso el Santo Fundador luchó denodadamente para salvar su
barca, que amenazaba con ser hundida. Y la salvó heroicamente. San José de
Calasanz vivió aún dos años más después de la debacle que cayó sobre su
comunidad religiosa.

El padre Calasanz murió el 25 de agosto de 1648, a las 2:30 de la madrugada.


Dos años después de muerto, cuando aún estaba muy reciente todo lo de la
persecución (y aún estaban vivos los persecutores), se iniciaron los procesos
para su beatificación que, como es de esperarse, toparon también con no pocos
obstáculos, sobre todo por el hecho de que había muerto con una fama para
nada envidiable ante la Curia Romana.

Con todo, el fundador de las Escuelas Pías fue beatificado por Benedicto XIV
el 18 de agosto de 1748. El Papa Clemente XIII, el 16 de julio de1767, lo
incluyó en el catálogo de los canonizados juntamente con otros santos más:
Juan Cansio, Jerónimo Emiliani, Serafín de Ascoli, Juana Fremiot de Chantal
y el gran José de Cupertino. En 1948 Pío XII proclamó a San José de Calasanz
como Patrono de las Escuelas Cristianas.

A pesar de que su fundador había sido elevado a los altares, la Orden


Escolapia permaneció en no buena posición ante la Curia durante todo el
pontificado de Inocencio X. Pero al morir el Papa renacieron las esperanzas
364
para los escolapios, porque el nuevo pontífice, Alejandro VII (Cardenal
Chigi), le dio un nuevo rumbo a la problemática que tuvo como fruto una
nueva reorganización y expansión de la Orden, incluso el surgimiento de
varias congregaciones femeninas cobijadas bajo el carisma calasancio.

Reforma de las órdenes religiosas

Antes del Concilio de Trento: las Órdenes religiosas fueron las primeras en
iniciar una gran ofensiva en favor de la Reforma. Todo daba comienzo con la
presencia en algún convento de unos cuantos religiosos deseosos de retornar a
la observancia de la Regla primitiva de su Orden. Así se iba extendiendo el
movimiento de reforma. Pero una reforma radical de las Órdenes religiosas
resultaba imposible si previamente no se reformaba la Iglesia empezando por
el mismo papado.

Por ejemplo, entre los varios los varios papas renacentistas uno de gran
importancia fue Pio II, que se preocupó especialmente por los mendicantes, y
sobre manera de la Observancia franciscana en cuyos conventos se hospedaba
indefectiblemente cuando se ausentaba de Roma. En cambio fue muy duro con
los Dominicos, porque su Maestro General (Fr. Marcial Auribelle) se mostró
remiso a la reforma de sus conventos. El sucesor de Pio II, Sixto IV (1471-
1484), mostró una solicitud sincera por la Vida Religiosa; no en vano era
conventual. Apenas subió al solio de San Pedro demostró su amor filial a la
familia religiosa a la que pertenecía con la Bula Regimini universalis
Ecclesiae (31-8-1474), popularmente conocida como Mare magnun, porque
era un verdadero maremágnum (=abundacia, muchedumbre) de privilegios
hasta límites inconcebibles; privilegios que más tarde extendió a los
Agustinos, Carmelitas, Dominicos y Siervos de María.

365
Asimismo, mediante la Bula Aurea (25-7-1479) colmó de nuevas gracias a los
Franciscanos y Dominicos. También pensó seriamente en sujetar los
Franciscanos Observantes a los Conventuales (para restablecer el orden
histórico de la Orden); incluso ya había redactado la Bula correspondiente,
pero debido a la oposición de algunos reyes –que apadrinaban al
franciscanismo observante– no llegó a publicarla.

Los viejos conflictos que desde antaño pervivían entre el clero regular y el
secular se encendieron aún más con la Mare magnum. Para limar tantas
asperezas el Papa publicó en 1478-1479 algunos decretos en los que prohibía a
los párrocos acusar de herejía a los Mendicantes; y a éstos se les prohibía
predicar al pueblo fuera de sus propias iglesias; además, se obligaba a los
fieles a cumplir el precepto dominical en la propia parroquia.

El nombre de Sixto IV también está especialmente unido a San Francisco de


Paula (1416-1507), cuya Orden de los Mínimos aprobó, y la puso bajo su
directa e inmediata jurisdicción como Pontífice. El momento de mayor
expansión de los Mínimos fue en el siglo XVII, cuando contaron con 14 000
frailes divididos en treinta Provincias en Francia, Italia y España. Sin
embargo, los avatares de la Revolución Francesa y de las leyes persecutorias
contra la Vida Religiosa en Francia, Italia y España, golpearon duramente la
Orden de los Mínimos, al punto de que para el año 2002 contaban con 41
comunidades y 199 frailes de los cuales 153 eran sacerdotes.

Lo cierto es que los pontífices Sixto IV, Alejandro VI, Julio II, León X y
Clemente VII se ocuparon con vehemencia de lograr una reforma de la Iglesia,
y más concretamente de las Órdenes religiosas, sobre todo porque la rebelión
de Lutero convulsionó de un modo trágico toda la vida de la Iglesia, afectando
muy especialmente al estamento de los monjes y frailes: fueron numerosos los
366
religiosos y religiosas que, siguiendo el ejemplo de Martín Lutero,
abandonaron sus hábitos para contraer matrimonio.

En cuanto al Papa León X, entre muchas cosas, la gran decisión por la que
sobresalió en materia de Vida Religiosa fue la división definitiva de la Orden
franciscana entre Conventuales y Hermanos Menores Observantes, esto
mediante la Bula Ite vos123 (29-5-1517).

Por lo que toca al Papa Clemente VII, su pontificado estará siempre ligado a la
aprobación de la Orden Capuchina. Aunque los Capuchino no deben ser
considerados como una Orden nueva, sino como una reforma más entre las
muchas surgidas dentro del Franciscanismo. Su iniciador fue Mateo de Bascio,
quien en 1525 se propuso como meta, en el convento de Montefalco, la
plasmación de los primeros ideales de San Francisco. A pesar de la oposición
de los Franciscanos Observantes a quienes pertenecía el mencionado
convento, obtuvo de Clemente VII los permisos pertinentes para observar en
todo su rigor la Regla de San Francisco.

Esta iniciativa de Fray Mateo encontró muy pronto un amplio entusiasmo


entre los Observantes recientemente separados de los Conventuales,
especialmente en los hermanos Luis y Rafael de Fosambrone, que será sus
mejores colaboradores. Fueron también colaboradores de los primeros tiempos
Bernardino de Asti (1554), Francisco de Jesi (1549), Juan de Fano (1539) y,
particularmente, Bernardino Ochino de Siena (1565). Ante la oposición de los
Observantes que consideraban la nueva familia franciscana como una división

123
Según esta Bula, la Orden quedó dividida en dos Órdenes diferentes, con ministros generales cada una:
los Hermanos Menores de la regular Observancia (que pasaron, por privilegio papal, a ostentar la primacía
dentro de la Orden Franciscana) y los Hermanos Menores Conventuales (que tuvieron que ceder su
precedencia histórica a los Observantes). Los primeros reunían los diferentes grupos observantes, como los
coletanos, los amadeitas, los descalzos, y otros; los Frailes Conventuales, agrupaban la corriente conventual,
que desde los inicios no presentó tanta diversificación.

367
de la Observancia, Luis de Fosambrone se presentó en Roma donde obtuvo la
protección de Juan Pedro Carafa. Con ayuda de éste obtuvo el 18 de mayo de
1526 la autorización de Clemente VII para este nuevo género de vida; y dos
años después la ratificación oficial mediante la Bula Religionis zelus (2 de
julio de 1528), confirmada por Paulo III.

Inicialmente eran conocidos como Eremitas Franciscanos a causa de su


devoción por la soledad, pero después se generalizará el apelativo de
Capuchinos que le dio el pueblo por su capucha puntiaguda por la que,
externamente, se diferenciaban, además de por las barbas, de los demás
franciscanos. Su apostolado se orientaba a los estamentos más pobres de la
sociedad, especialmente los enfermos, lo cual les proporcionó una gran
simpatía entre las gentes. Sin embargo, no poseían una plena independencia
respecto a los Observantes, puesto que sólo podía elegir un Vicario General.

Diez años después de la fundación del primer convento contaban ya con más
de 700 miembros divididos en 12 Provincias. Pero este rápido crecimiento se
vio bruscamente frenado con la revocación, por parte de Clemente VII (1530),
de algunos privilegios, sobre todo el de poder recibir nuevos miembros
provenientes de la rama Observante y la expulsión de Roma, donde habían
logrado introducirse al servicio de la iglesia de Santa María de los Milagros y
del hospital de Santiago, aunque por la mediación poderosa de algunas
matronas, como la duquesa de Camerino y de la célebre Victoria Colonna,
pudieron regresar pronto a la Ciudad Eterna.

Pero lo más pernicioso para la Orden fue la apostasía de Bernardino Ochino,


el cual en 1538, el cual había sido elegido Vicario General en el Capítulo de
Florencia. Por entonces, Ochino ya simpatizaba con las doctrinas luteranas
relativas a la justificación. Y aunque procuraba disimular sus convicciones,
368
llegó un momento en que no pudo menos que manifestarlas de alguna manera
en su predicación; lo cual le valió la denuncia ante Paulo III, quien le conminó
a presentarse en Roma. Cuando estaba de camino, sin sospechar realmente
para qué le llamaba el Papa, se encontró con su amigo Pedro Mártir de
Vermigli, canónigo regular agustino, ganado también para la causa
protestante. Este le convenció del peligro que corría si se presentaba en Roma.
Entonces decidió huir Ginebra, donde apostató de la fe católica y abrazó el
Calvinismo, siendo desde entonces hasta su muerte, acaecida en 1565, uno de
sus principales propagandistas.

Paulo III decidió en su interior la exterminación de la Orden Capuchina; pero,


merced a la intervención del cardenal San Severino de otros eclesiásticos y
laicos influyentes en el ánimo del pontífice, éste se limitó a ordenar una
exhaustiva investigación de la que resultó que el caso de Ochino no tenía nada
que ver con el resto de la Orden. No obstante, Paulo III prohibió a todos los
capuchinos la predicación, aunque poco después les devolvió las licencias.

Pero lo más doloroso fue el freno de la expansión al prohibirles fundar nuevas


comunidades fuera de Italia. Prohibición que se prolongó hasta el pontificado
de Gregorio XIII, quien se la levantó en 1587.

En el siglo XVII, sobre todo después de la Bula de Paulo V, Alias felices


recordationis (23-1-1619), por la cual se le concedía la plena independencia,
formando así, en igualdad de condiciones, una nueva familia franciscana al
lado de los Conventuales, de los Observantes y de la Tercera Orden Regular,
los Capuchinos experimentaron una rápida y extraordinaria expansión por
toda Europa. Mérito peculiar suyo fue la facilidad con que supieron adaptarse
a las características de las diversas culturas de los pueblos; con ello se ganaron
la simpatía de las gentes. Al conmemorar su primer siglo de existencia los
369
Capuchinos contaban con 1260 conventos esparcidos por 42 Provincias, y casi
17000 frailes.

Los Capuchinos observan la Regla de San Francisco juntamente con unas


Constituciones esbozadas ya en 1529 y perfeccionadas en 1536, 1575,1606.
Su organización jurídica y su espiritualidad son un eco fiel del Franciscanismo
primitivo, como pueden ser los rasgos más marcados de un cierto eremitismo,
de una pobreza radical y de un amor, filial hacia Dios y casi material hacia los
hombres; amor que es fuente de una entrega incondicional al servicio de las
gentes, especialmente de las más necesitadas.

Entre los Capuchinos han existido altísimos ejemplos concretos de este ideal
de vida: San Félix de Cantalicio (1587), San Serafín de Montegranaro (1604),
San Fidel de Sigmaringa (1622), etc. En los años 2000 contaban con 1670
comunidades y 11953 frailes, de los cuales, 8302 son sacerdotes. A lo largo de
todo el siglo XX se han fundado nueve Congregaciones religiosas masculinas
afiliadas a la espiritualidad capuchina. Fundaron también una nueva rama de
la Segunda Orden: las Clarisas Capuchinas, cuyo primer convento se fundó en
Nápoles en 1535, y tuvo como promotora a María Lorenza Richeza Longo.
Esta fundación fue aprobado por Paulo III con la Bula Debitum pastoralis
officii (19-2-1535). Desde muy temprano estas Capuchinas fueron
consideradas como una reforma de la Orden de Santa Clara. También en los
siglos XIX y XX se han fundado cerca de un centenar de Congregaciones
religiosas femeninas de votos simples afiliadas a la espiritualidad capuchina.

La reforma de las Órdenes religiosas

En el Concilio de Trento: uno de los campos de batalla de la reforma antes y


durante la primera fase de Trento habían sido las continuas quejas de los

370
obispos contra la exención de los Regulares. Se creía que sin la eliminación de
tantas exenciones no podría realizarse la reforma de la Iglesia. Con todo, en
ninguna de las dos primeras fases del Concilio se planteó la reforma de los
Regulares; esto se retomó únicamente, y casi de prisa, en la sesión XXV y
última del Concilio.

Lo cierto es que el Papa Teatino, San Pedro Carafa (=Paulo IV: 1555-1559),
temeroso de la asamblea conciliar, quiso reformar la Iglesia mediante decretos
personales. Sin duda este Papa amaba la vida religiosa; pero aun así llegó a
cometer algunos abusos fruto de su temperamento, especialmente con los
jesuitas: les impuso el rezo coral y limitó a tres años el cargo vitalicio de
Prepósito General.

El sucesor de Paulo IV fue Pio IV (1559-1565), quien inauguró la tercera y


última etapa del Concilio. Pio IV, a instancias de Felipe II, se interesó también
por la reforma de las Órdenes religiosas en España, pero las ideas del rey eran
muy excesivas por nacionalistas. Diferente fue la situación en Alemania,
donde el Emperador Fernando I hacía notar la situación de decadencia en que
se encontraban los monasterios alemanes. En cuanto a Francia, ni el rey ni el
episcopado presentaron ningún proyecto que vinculase a las Órdenes
religiosas. Sin embargo, los religiosos franceses, frente a la pugna contra los
calvinistas (que ya habían pedido la erradicación de los Regulares), ofrecieron
dos pautas de reforma importantes: selección cuidadosa de los novicios (18
años mínimo para varones y 16 para mujeres); prohibición de los permisos
para residir fuera de la comunidad.

Lo cierto es que, ante tanta diversidad de proyectos, no parecía factible que el


Concilio redujese todo a la unidad. Al fin de cuentas el proyecto de reforma
no satisfizo las expectativas de todos los Padres conciliares. Muchos obispos
371
hubiesen querido la supresión de los monasterios y conventos con menos de
cuatro o cinco religiosas. No faltó quien pidiese la eliminación de las ramas
conventuales de todas las Órdenes (esta petición la hizo el Arzobispo de
Braga); algunos abrogaban por una mayor facultad de los obispos sobre la
indisciplina de los religiosos. Pero todos terminaron aceptando la normativa
del proyecto presentado.

La reforma de las Órdenes religiosas después de Trento: después de


concluido el Concilio tridentino, el Papa Pio IV publicó la Bula Benedictus
Deus (26-1-1564), con la cual ratificó todos los decretos conciliares; pero no
dio ninguna explicación de cómo debían aplicarse los decretos de reforma de
las Órdenes religiosas. A Dios gracias llegarían más tarde dos papas religiosos
que pusieron todo su empeño en dicha reforma, ya que ambos provenían de
dos insignes familias religiosas: los Franciscanos (Sixto V) y los Dominicos
(Pio V). Éste último (Miguel Ghislieri) pertenecía al grupo de los dominicos
reformados, y su programa reformador se orientó en una triple dirección:
retorno a la Regla primitiva de las respectivas Órdenes; reforzar las Órdenes
como el mejor freno a las herejías; reformar la Vida Religiosa equivale a
reformar la profundidad de la Iglesia misma. Para ello era preciso reunificar
en una sola las diversas ramas de conventuales, observantes y reformados en
general. Este Papa, Pio V, también exigió a los Superiores la observancia de la
vida común, en contra de lo que acostumbraban los Abades; aumentó de 16 a
19 años la edad para profesar con los Franciscanos y Servitas.

A los Mendicantes les mantuvo los privilegios de tales a pesar de la


disposición tridentina que les permitía y aun obligaba a la propiedad común,
con lo cual parecía disolverse su identidad de Mendicantes. Por lo mismo
reinterpretó a favor de estos religiosos varios pasajes de Trento que parecían ir

372
en contra de la tradicional exención de los Mendicantes. Y como dominico
que era, trató con especial predilección a los frailes de su Orden: les dirigió
138 Bulas por diversos motivos. Asimismo, a los Jesuitas les concedió los
derechos de los Mendicantes y los alabó en varias ocasiones.

De igual manera Pio V se ocupó de la reforma de las Órdenes femeninas:


reforzó la libertad para entrar en religión, así como la obligación de la
clausura; con la Bula Circa pastoralis (29-5-1566) estableció la clausura para
todos los conventos femeninos, incluso aquellos que la hubiesen abandonado
desde muy antiguo o que no la prescribiesen su Regla y Constituciones.

En cuanto a Sixto V (1585-1590), ha de decirse que como religioso


franciscano conocía muy bien la situación de la Vida Religiosa de su tiempo.
Procedió con rigor contra algunos monasterios romanos que no acababan de
aceptar los decretos tridentinos; y con la misma severidad procedió en otras
partes, por ejemplo, con la Compañía de Jesús, con quien no se mostró muy
afable.

El sucesor de Sixto fue Clemente VIII (1592-1605), el cual llevó a cabo una
verdadera reforma institucional: visitó personalmente muchos conventos y
monasterios; reforzó la disciplina sobre los confesores de los religiosos;
prohibió la entrada a la religión de todas aquellas personas no movidas por
verdadera vocación (e. d., eliminó aquella vieja costumbre de mirar a los
conventos y monasterios como una solución económica para los hijos
segundones de la nobleza). Con la Constitución Nullus onmio (25-5-1599)
buscaba reformar la vida interna de las comunidades. Entre todas las Órdenes
religiosas, Clemente VIII sintió especial predilección por dos de ellas: los
Jesuitas (elevó al cardenalato a dos de sus miembros) y la reforma carmelitana

373
iniciada por Santa Teresa de Jesús, que él aprobó definitivamente el 22 de
junio de 1580.

Con Clemente VIII se llevó a término la reforma institucional pedida por el


Tridentino a las Órdenes religiosas. Los papas de los siglos XVII y XVIII
también se ocuparon de mantener en pie lo ya iniciado anteriormente por
Clemente. La fidelidad de los papas del siglo XVII a las normas de Trento
sobre la clausura de las monjas provocó en ocasiones dolorosos conflictos con
algunos espíritus clarividentes que intuyeron las posibilidades del apostolado
femenino. Tal fue el caso de Santa Juan de Lestonac, Mary Ward y San
Vicente de Paul.

Dentro de este mismo siglo sobresalen los Pontífices Gregorio XV por haber
canonizado en 1622 a dos grandes fundadores de la centuria anterior: San
Ignacio de Loyola y Santa Teresa de Jesús; Urbano VIII por suprimir la
fundación de Mary Ward y por la tragedia a la que condujo a las Escuelas Pías
y a San José de Calasanz; e Inocencio X, que formó la Congregación Super
statu Regularium, compuesta por algunos cardenales y prelados curiales.
Mediante el trabajo de esta Congregación se suprimieron 1513 conventos (con
la Bula Inter caetera) y 805 granjas y dependencias menores decretada por la
Constitución Instaurandae regularis disciplinae.

Fueron especialmente heridos por esta supresión los Agustinos con 442
conventos sobre un total de 751; los Franciscanos Conventuales con 221 sobre
506; los Dominicos con 128 sobre 520; los Siervos de María con 102 sobre
261; los Crucíferos fueron prácticamente extinguidos al serles suprimidos 22
conventos sobre un total de 25 que poseía su Orden hasta ese entonces. Sin
embargo, el suceso de más relevancia a nivel de Vida Religiosa fue el que

374
protagonizó el Papa Clemente XIV cuando proclamó la supresión de la
Compañía de Jesús (se abordará más abajo).

Por otra parte, con el surgimiento y repunte del protestantismo se abalanzó


una verdadera catástrofe sobre la Vida Regular, especialmente en Inglaterra.
La ruina de los monasterios ingleses comenzó cuando el cardenal Wolsey
consiguió de Clemente VII el permiso, en 1524, para suprimir todos los
monasterios pequeños con bajo número de monjes (12 o menos). Se salvaron
únicamente aquellos monasterios que, aun siendo pequeños, pudieron
ofrecerle al cardenal una considerable suma de dinero, ganancia que retuvo
para sí, del mismo que lo hizo con los bienes de los monasterios suprimidos.

Al producirse el cisma de la Iglesia de Inglaterra a causa del divorcio real y su


matrimonio con Ana Bolena, y al no aceptar los monjes el Acta de Supremacía
(publicada en 1534) por la cual Enrique VIII se proclamaba Cabeza de la
Iglesia de Inglaterra, la ruina de los monjes y sus monasterios no se hizo
esperar. En 1535 se ordenó una investigación sobre los monasterios, que fue
dirigida por Tomás Cronwel (muy indicativo de su labor fue el apodo que
recibió: “el martillo de los monjes).

Tomás no buscaba reformar los monasterios, sino llevarlos a la disolución. De


hecho ser ordenó a los monjes menores de veinticuatro años abandonar los
monasterios; y los que eran mayores de esa edad tuvieron que soportar
disciplinas durísimas, que tenían como fin hacerlos abandonar su vida
monástica.

En 1536 fueron suprimidos 260 monasterios, porque sus rentas eran inferiores
a las establecidas (en el caso de Inglaterra se trataba de 200 libras como
mínimo; por supuesto que esta medida preparó el camino para la supresión

375
general de la vida monacal en tierras inglesas). En 1539 el Parlamento Inglés
decretó la confiscación de los bienes de los monasterios en favor de la Corona;
y también varios abades y monjes fueron llevados a la pena capital.

Ya para 1540 no quedaba ni uno sólo de los 60 monasterios benedictinos


existentes antes del cisma; sus 1400 monjes fueron dispersados. La supresión
de los monasterios trajo consigo el más absoluto abandono para los 60 000
pobres, cuya subsistencia dependía directamente de la asistencia de esos
monasterios. Con todo, los monjes ingleses no desaparecieron; muchos
emigraron a otros lugares.

Lo cierto del caso es que de los 1500 monasterios existentes en Europa


occidental en vísperas de la Reforma protestante, más de 800 habían
desaparecido cuando, a finales del siglo XVI, el luteranismo se hallaba bien
arraigado en varias regiones europeas.

No obstante, a pesar de los estragos causados por la Reforma Protestante,


después de Trento surgieron nuevas órdenes benedictinas. Fue en Francia
donde el benedictinismo alcanzó las máximas cotas de esplendor con las
Congregaciones de San-Vannes y la de San Mauro. La primera recibe su
nombre del monasterio de San-Vannes, y su fundación se remonta al año 952.
Después del Concilio sus abades se propusieron implantar en San- Vannes la
reforma tridentina; pronto se unieron otros monasterios (p. e., el de
Moyenmoutier). La eficacia de la Congregación de San-Vannes venía
garantizada por el capítulo general anual, en que tomaban parte todos los
abades y un delegado por cada uno de los monasterios. Se introdujo también
una sustancial novedad dentro del benedictidismo: la centralización. Sus
monjes hacía voto de estabilidad para la Congregación y, por lo mismo,

376
podían ser trasladados de un monasterio a otro. Tenía también un centro único
para la formación de los monjes.

En lo referente a la Congregación de San Mauro surgió por un desdoblamiento


de la Congregación de San-Vannes: se creyó necesario crear una nueva
Congregación a fin de no sobrecargar al monasterio de San-Vannes con la
tarea de reformar otros monasterios. La nueva Congregación de San Mauro
llegó a aglutinar casi todos los monasterios de Francia. Su gran organizador
fue Dom Gregorio Tarrise, primer Superior General. La Congregación se
divide en Provincias y cada una de ellas tiene un noviciado común para todos
sus monasterios.

Los Maurinos procuraron una formación excelente para sus candidatos, que se
prolongaba incluso después de la profesión solemne con el aprendizaje de
lenguas antiguas y demás ciencias humanísticas. Los Maurinos sobresalieron
por sus aportes culturales a la Patrística, la Liturgia y la Historia. Cuando la
Revolución Francesa suprimió a todas las Órdenes monásticas, se alzaron
muchas voces pidiendo que se exceptuara a los Maurinos por los muchos
méritos contraídos con la cultura de la nación; pero aun así sucumbieron para
siempre.

Cuando Dom Guéranger restauró el benedictidismo en Francia y quiso darle el


título de Congregación de San Mauro, no le fue permitido por el papa
Gregorio XVI, debido a los devaneos jansenistas de muchos Maurinos. De
este modo, la Congregación de Solesmes fue declarada heredera de todo el
Benedictidismo francés, y más concretamente de todos los privilegios de las
Congregaciones de Cluny, San Vannes y San Mauro, destruidas
definitivamente por la Revolución Francesa.

377
Reformas cistercienses: desde el siglo XV los Cistercienses no venían
gozando de una buena salud (y esto era ya una pandemia dentro de la vida
religiosa). La causa más importante de la decadencia había sido la
introducción de la encomienda dentro de los monasterios: esto se tradujo en un
debilitamiento de los lazos que los unían con la abadía-madre del Císter.

Los Trapenses: Armando Juan Le Bouthilier de Rancé (1626-1700), fundador


de los Trapenses, nació en París el 9 de Enero de 1626, y llevaba el apellido de
su ilustre padrino el cardenal de Richelieu. Su familia está cercana al Poder y
busca promoverse y enriquecerse. Destinado en primer lugar a la carrera
militar, Armand-Jean se orientó, por autoridad, hacia la clericatura. Era hijo
del Consejero de Estado y Secretario de María de Médicis. A los nueve años
recibió la tonsura clerical y a los trece era ya canónigo de París. Años más,
siendo aún muy joven, se convirtió en abad comendatarios de tres abadías y
dos prioratos. Pero cuando todo le prometía éxitos optó por abrazar la vida
monástica y profesó en el monasterio cisterciense de Perseigne;
inmediatamente después de su profesión (1564) tomó posesión, como abad
regular, del monasterio de Nuestra Señora de la Trapa (en Sorne), del cual era
ya abad comendatario.

Doce monjes constituían la primera comunidad de la Trapa. El nuevo abad no


estaba satisfecho con la observancia de su monasterio; y por eso buscaba
cómo retomar las raíces del Císter. Fue así como, con el permiso de la Santa
Sede, Armando Juan Le Bouthilier de Rancé introdujo en su monasterio de la
Trapa una reforma más severa: prolongó los momentos de oración, implantó la
espiritualidad propia de los Padres del desierto, reforzó el silencio e hizo más
austera la alimentación.

378
Aunque Rancé habla mucho de la penitencia no hace de ella el fin de la vida
monástica, pues ese fin es la perfección de la caridad. La penitencia debe
conducir a la caridad, porque escribe Rancé: “la penitencia no es otra cosa que
la conformidad de nuestro corazón con el de Dios". Ella no tiene valor sino en
la medida en que alcanza la Voluntad Divina que es la caridad. Por otra parte,
para Rancé es la voluntad propia y no el cuerpo el verdadero enemigo. Busca
la renuncia a sí mismo por la humildad y la obediencia, pero con esa mirada
pesimista sobre la naturaleza humana propia de los convertidos de su siglo, y
de ahí ese rigorismo que se le achacaba. Las críticas a tanta dureza no se
hicieron esperar. Hubo muchos que acusaron a Ransé de proyectar en su
Reforma no los ideales cistercienses, sino su propia espiritualidad y ascetismo.
Las más duras críticas le vinieron de los Maurinos que vieron en la Trapa una
condena directa y acre a su afán por el estudio. Para defenderse de sus
acusadores Armando publicó su obra De la santidad y de los deberes de la
vida monástica.

En cuanto a organización, la Orden de la Trapa tiene su gobierno supremo en


el Capítulo General, que se reúne cada tres años el 12 de setiembre. Las
Trapas son autónomas, pero las Casas-madre tienen derecho de visita anual
sobre las Casas filiales. Su vida es contemplativa. Su jornada cotidiana está
marcada por el rezo de la Liturgia de las Horas, la Eucaristía y el trabajo
manual. A pesar de la repugnancia que sentía su fundador por lo académico,
los Trapenses no han descuidado del todo los estudios. Desde 1898 el Superior
General reside en Roma. Para inicios del año 2000 la Orden contaba con 89
Trapas, esparcidas por todo el mundo; 2834 religiosos, de los cuales 1338 sos
sacerdotes. La Reforma trapense (cuyo nombre oficial es Ordo Cisterciensis
Strictioris Observantiae: OCSO) se introdujo igualmente en algunos

379
monasterios de monjas cistercienses, contando para la misma fecha con 30
Trapas y unas 1300 religiosas.

La Reforma Teresiana

Por encima de lo que muchas veces se ha dicho o presupuesto, Santa Teresa


no rompió nunca con el pasado de la Orden del Carmelo, sino que más bien
buscó vivir con total radicalismo el ideal originario de dicha espiritualidad. Ni
Teresa de Jesús ni Juan de la Cruz fundaron nunca una Orden Nueva: ambos
querían reformar la ya existente viviendo con toda perfección la Regla de San
Alberto, aprobada por Inocencio IV: éste y no otro fue siempre el hontanar
profundo y purísimo de la vitalidad que desbordaba la Descalcez.

Para conocer las aportaciones de Santa Teresa de Jesús a la espiritualidad


carmelitana es preciso tener presente de dónde viene y hacia dónde tiende.
Para esto es necesario conocer brevemente la situación del monasterio de La
Encarnación, que gozaba con la exención respecto al Provincial de los
Carmelitas de Castilla, con el fin de evitar las abusivas injerencias de los
frailes en la vida interna del monasterio.

Esta falta de vigilancia por parte de la Orden Primera sobre el Monasterio de


La Encarnación dio paso a la intromisión de mujeres seglares a lo interno del
claustro.

Semejante situación no era reflejo de una extraordinaria vida espiritual, pero


no hay que olvidar que estas monjas no estaban sujetas ni a la clausura activa
ni a la pasiva. Cuando Teresa ingresó en La Encarnación era muy frecuente
que las monjas se ausentaran de la comunidad por cualquier motivo. Incluso,
más de cincuenta monjas (180 tenía por todas el monasterio) vivían fuera. La

380
propia Santa pasó vario tiempo en casa de su padre y en la de su hermana,
aunque fue por causa de enfermedad.

Fue viviendo en esa difícil comunidad en donde Teresa tomó la firme


resolución de obligarse a guardar algo más de lo que en aquel monasterio
estaba obligada a guardar. Para ese entonces, dice la misa Santa de
Ávila, sus monjas no estaban obligadas a más, porque “no se prometía
clausura” (Vida 7,3). Aunque sí eran religiosas en sentido estricto ya que
profesaban votos solemnes, pero sin la norma claustral.

Así estaba el monasterio de la Encarnación en vísperas de que Santa Teresa


iniciase su monumental Reforma: excesiva cantidad de monjas, extremada
precariedad económica y presencia de mujeres seglares a lo interno. Con todo,
la comunidad de allí contaba con un buen grupo de almas fervorosas para nada
relajadas. Escuchemos a Teresa: se trata “de más de cuarenta monjas que
tratan en su casa de grande recogimiento. Será por esto que la Santa siempre
puso al monasterio de la Encarnación en una posición menos desfavorable
cuando lo comparaba con las otras comunidades; solía decir: “esto no se tome
por el mío, porque hay tantas que sirven muy de veras y con mucha perfección
al Señor…”

Teresa de Jesús, monja de la Encarnación: Teresa de Ahumada nació en en la


ciudad castellana de Ávila, el 28 de marzo de 1515. Desde niña tenía ya gran
predilección por la lectura de las vidas de santos. Y a los 7 años huyó de su
casa con un hermano, para ir a buscar martirio. Cuando ella tenía 15 años
murió su madre; este percance la alejó bastante de aquellos nobles ideales
cristianos: empezó a arreglarse con un cierto rebuscamiento y a cultivar
incluso una relación con un primo.

381
Todos estos devaneos de su hija los cortó de raíz su padre internándola en el
monasterio de las Agustinas de Gracia de la misma ciudad de Ávila, lugar
donde se educaban otras jóvenes de alta sociedad. Año y medio después salió
de ese monasterio totalmente transformada y se hizo cargo de la casa paterna.
Poco después enfermó. Este tiempo de convalecencia le permitió un buen
espacio para reflexionar sobre su vocación cristiana. Fue así como decidió
ingresar en el monasterio de le Encarnación con harto dolor de su padre quien,
a pesar de ser una católico practicante, buscaba retenerla junto a sí.

El 2 de noviembre de 1535 huyó de casa y entró en el monasterio de la


Encarnación, donde estaba su gran amiga Juana Suárez. Al fin su padre aceptó
la decisión de Teresa, y el 31 de octubre de 1536 firmó la carta de dote para
que pudiera tomar el hábito el 2 de noviembre. Como asimiló muy bien la
espiritualidad carmelitana, el 3 noviembre del siguiente año, concluido su
noviciado, fue admitida a la profesión religiosa.

No había transcurrido un año cuando Teresa cayó gravemente enferma por


causas misteriosas, psicosobrenaturales al parecer. Durante esta enfermedad
padeció por espacio de tres días un colapso profundo en el que se le dio por
muerta; incluso la amortajaron y, durante día y medio estuvo abierta su tumba
en el monasterio. Se recuperó a medias; estuvo durante tres años medio
tullida, hasta que en abril 1542 se sintió repentinamente curada por intercesión
de San José, del que era profundamente devota.

La Reforma Teresiana: mientras estuvo enferma, Teresa pudo leer el Tercer


Abecedario, de Francisco de Osuna. Este libro la desbloqueó en su modo de
hacer oración. Otro momento decisivo para su vocación como reformadora fue
su encuentro con el santo Fray Pedro de Alcántara, al pasar éste por Ávila en
1560. Ese encuentro fue determinante que en setiembre, en una reunión
382
mantenida con algunas monjas en su propia celda, tomó Teresa la firme
resolución de proceder a una “reformación” del Carmelo, al estilo de la
llevada a cabo por San Pedro dentro del Franciscanismo.

Comenzaron los problemas para la Santa. Para las navidades de ese mismo
año un confesor le negaba la absolución si no desistía de sus proyectos de
Reforma. No obstante, después de consultar con Fray Pedro de Alcántara,
Teresa sabía que no podía abandonar su intención reformadora. Con todo, le
preciso superar no pocas dificultades venidas principalmente de su Orden, y
otras de la jerarquía eclesiástica, o incluso de las autoridades civiles de la
ciudad. Pero contó igualmente con colaboradores incondicionales: San Pedro
de Alcántara, San Juan de la Cruz, San Francisco de Borja, los padres Daza,
Ibáñez y Báñez.

Después de concedido el permiso de la Penitenciería apostólica, se dio


comienzo a la Reforma el día 24 de agosto de 1562, con la inauguración del
monasterio de San José. Cuatro novicias recibieron ese día el hábito. Desde el
principio el monasterio se puso bajo la Regla primitiva del Carmelo. Teresa
asumió como abadesa del monasterio hasta meses más tarde, que fue cuando
recibió el permiso del provincial carmelita Fray Ángel Salazar. Unos meses
después Santa Teresa consigue de la Penitenciería apostólica el rescripto de la
pobreza absoluta, sin posesión común ni privada de bienes (conforme a la
Regla carmelitana originaria). Con la Bula pontifica Cum a nobis (17-7-1565),
que confirmaba todos los rescriptos dados, la Reforma Teresiana quedaba así
debidamente asegurada.

Cuatro años después de la fundación del monasterio de San José, en la


primavera de 1567, Santa Teresa se encontró con el Superior General de los
Carmelitas (Juan Bautista Rossi). El Padre Rubeo (así lo llamaba Teresa)
383
visitó a las monjas de la Encarnación y comprobó personalmente la situación
de esa comunidad monástica, sobre todo las penurias económicas que allí se
vivían. Rubeo visitó también el monasterio de San José, y alentó la Reforma
que allí estaba realizando la Sor Teresa.

Incluso el General le autorizó a la Santa llevarse de la Encarnación las monjas


que quisiese para fundar otros monasterios. La benevolencia que con ella tuvo
el P. Rubeo fue el punto de partida para una carrera contra reloj que duró hasta
su muerte, y en la que cada paso de esta mujer andariega florecía en la
fundación de un nuevo monasterio de monjas reformadas124.

No tardó mucho tiempo la Reforma para brincar las fronteras españolas y


arraigarse en Francia, Bélgica, Portugal, etc. Santa Teresa se convencía cada
vez más de que la Reforma del Carmelo femenino necesitaba sin más la
Reforma del Carmelo masculino. Por medio del obispo de Ávila Teresa le
hizo ver tal necesidad al General Rubeo.

Después de varias objeciones el Fray Juan Bautista Rossi aceptó la fundación


de dos casas con iglesias a nombre de nuestra Orden. El General pidió también
que los frailes que quisiesen embarcarse en la nueva empresa lo hicieran por
su propia iniciativa, sin coacciones. Por supuesto que el P. Rubeo insistía,
asimismo, en la perentoria necesidad de mantener la unidad de la Orden; dice
este fraile literalmente una de sus cartas: «Y si en algún tiempo algún fraile
buscara apartarse de la Provincia…lo declaramos movido por mal
espíritu…Sepan cuánto más es difamar y crear división en la Orden al
apartase de los propios hermanos».

124
El detalle de estos “pasos” lo consignó la Santa en su hermoso libro Fundaciones.

384
Pero a la Madre Teresa de Jesús le faltaba encontrar frailes bien dispuestos
para su proyecto; y parecía no haberlos. Fue en el Convento de los Carmelitas
de Medina del Campo donde conoció a “fraile y medio”, según contaba la
monja a sus hermanas aduciendo a la magnífica estampa de Fr. Antonio
Heredia y la raquítica figura de Fr. Juan de Santo Matía, que después cambiará
su nombre por el de Juan de la Cruz. Este fraile había nacido en 1542 (y
morirá en 1591). Como fraile tuvo la oportunidad de estudiar en Salamanca,
que para entonces contaba con 7000 alumnos, y un innegable prestigio que le
habían heredado algunos de su recientes fallecidos profesores, como Mechor
Cano y Francisco de Victoria, o algunos de los actuales, como Francisco
Suárez.

Una vez concluidos los estudios filosófico-teológicos regresa nuevamente a


Medina del Campo, y empieza a dar clases en el Convento. Pero no había
empezado cuando irrumpió en su vida aquella monja tenaz e inquieta de
nombre Teresa, y que lo terminará convenciendo para que se aliste a los
ideales de reforma que ella impulsa. A partir de aquel momento el influjo de la
Madre Teresa y de Fray Juan será muto: ambos grandes maestros de espíritu,
grandes místicos, grandes doctores de la Iglesia, grandes reformadores y
grandes santos universales.

La primera andadura de los Carmelitas reformados la iniciaron Fray Juan de


Matía, el diácono Fray José y Fray Antonio de Heredia en una pobre alquería
(=granja) que había conseguido la Madre Teresa de Jesús en Duruelo. Ella
misma les preparó y probó el nuevo hábito a los tres frailes: túnica marrón,
capa blanca y los pies…descalzos. Todo con una pobreza al mejor estilo
franciscano.
385
Todos se reunieron para el día de la inauguración (27 de noviembre de 1568).
En la misa que celebró el Provincial sucedieron tres cosas que conmovieron a
todos: los tres renuncian a la Regla mitigada por Eugenio IV y prometen vivir
la Regla primitiva de la Orden; cambiaron su hábito y, por último, cambiaron
también sus nombres: Fran Antonio de Jesús, Fray José de Cristo y Fray Juan
de la Cruz. El Provincial designó a Fray Antonio como vicario del nuevo
convento.

Frente a todo esto surge una inevitable pregunta: ¿emitieron aquellos tres
frailes una nueva profesión? No parece lógico que así fuera, porque eso
equivaldría a fundar una nueva orden, y no fue ciertamente ésta la intención
del Provincial, ni del General, ni de los tres frailes reformados, ni de Teresa: la
Reformardora, que los pudo visitar hasta el primer domingo de cuaresma de
1569, quedando ella profundamente conmovida con la austeridad de vida que
aquel pobre convento carmelita de Duruelo se llevaba; tal y como ella misma
dejó por escrito: «A cada parte que miraba hallaba con qué me edificar».

Fue providente la cantidad de vocaciones que afloraron, hasta tal punto que
Duruelo resultó incapaz de dar cabida a tanta gente. Se necesitaba una nueva
fundación, porque a pesar de profesar una vida tan austera, el Carmelo
Descalzo se propagó rápidamente, dando cabida a no pocos estudiantes de
prestigiosas universidades. Cuando murió San Juan de la Cruz (14-12-1591)
existían ya 31 conventos reformados. Y pronto traspasarán las fronteras
españolas. Incluso, a pesar de que su carisma estaba profundamente
impregnado por la contemplación, los Carmelitas Descalzos aprobaron en
1585 la fundación de México con la cual la Orden del Carmen iniciaba su
aporte en la labor evangelizadora del Nuevo Mundo Americano.
Posteriormente, se harán presentes también en el África negra.

386
El Carmelo reformado, Orden independiente. Tan solo dos años después de la
muerte de San Juan de la Cruz, algunos carmelitas como el Padre Doria
estaban dispuestos luchar por la completa separación de la Reforma respecto
a la Orden. Y la ocasión se presentó en el Capítulo General celebrado en
Cremona en 1593. Allí se presentó la propuesta de independencia completa de
los Descalzos que, de por sí, desde hacía tiempo ya actuaban como una Orden
independiente.

El Superior General logró convencer a los capitulares 125 en favor de la petición


hecha, y así –el 10 de junio de 1593, durante el mismo Capítulo– fue aprobada
la independencia total de los Descalzos. Ahora sólo hacía falta la aprobación
pontificia, concedida el 20 de diciembre del mismo año con la Bula Pastoralis
officii, de Clemente VIII, que le daba el visto bueno a la Reforma teresiana.

De esta manera, los ideales reformistas de Santa Teresa de Jesús habían


alcanzado la meta de la unificación de todos los conventos reformados de las
dos ramas, femenina y masculina, en una Orden independiente; aún y cuando
la Santa ni la San Juan de la Cruz pretendieron nunca fundar una nueva Orden,
sino sólo vivir conforme al ideal originario del Carmelo; ideal que ellos
remontaban a la reforma implantada por el Papa Inocencio IV en la Regla
Primitiva (1247).

De todos modos, sería reduccionista definir la reforma teresiana como una


mera restauración de la observancia primitiva, ya que se trató más bien de una
adaptación a las cambiantes circunstancias de aquella España impregnada, por
doquier, de ideas reformistas. Teresa tenía un objetivo bien definido con su

125
Sobre todo recurriendo a la no tan descabellada idea de que debido al crecimiento numérico de los
Descalzos, pronto éstos dominarían los Capítulos y terminaría por imponer al resto de la Orden su propio
estilo de vida reformado.

387
Reforma: número restringido de monjas en el monasterio; la renuncia a las
rentas; la austeridad y sencillez en los edificios, en los edificios y en los
hábitos; la igualdad entre todas las monjas126; el reforzamiento de la
abstinencia; mayor soledad, oración y recogimiento.

El Carmelo reformado, tal y como era de esperarse, cultivó toda una escuela
de espiritualidad, que podría describirse con las siguientes características: a)
armonía en el funcionamiento de los sentidos y potencias ante el hecho de las
divinas comunicaciones; b) psicologismo equilibrado, que hace al hombre
tanto más humano cuanto más divino y lo transforma en su trato consciente
con Dios; c) vigencia predominante de las virtudes teologales, que cuajan en
obras estupendas de santidad. Ahora bien, huelga decir que esta Escuela
espiritual y eminentemente Teresiano-Sanjuanista, y ha dado a la Iglesia no
sólo cultivadores de la teología mística, sino también místicos excepcionales
que han sabido seguir las huellas de sus primeros padres y maestros, a quienes
–y con sobradas razones– la Iglesia los declaró santos: Santa Teresa de Jesús
fue canonizada cuarenta años después de su muerte, en 1622, y San Juan de la
Cruz en 1726. Fueron ellos dos quienes marcaron la senda para otras y otros
muchos santos que vendrían después a dar testimonio de vida interior y acción
profética, sea ya desde la soledad contemplativa de un claustro (Teresa de los
Andes, p. e.) o desde el desgarrador gripo por la justica y la libertad, tal como
lo hiciera Edith Stain en la desolación de Auschwitz.

Sociedades de Vida Apostólica

El IV Concilio de Letrán (1215) había prohibido la fundación de nuevas


Órdenes, de modo que quien quisiese entrar en religión tendría que hacerlo en

126
La Santa les recuerda una y otra vez que “las monjas no son esclavas”. Cf.: Obras Completas, p. 378

388
alguna de las cuatro ya existentes y aprobadas; sin embargo, de poco sirvió tal
prohibición, ya que inmediatamente después de clausurado el Concilio, se
fundaron varias Órdenes mendicantes, las cuales, si bien es verdad que
corrieron el grave peligro de ser suprimidas con el II Concilio de Lion (1274),
lograron sobrevivir. Y a ellas se le unieron varias más en los siglos XIV y XV,
porque la prohibición del Lateranense se refería a la fundación de verdaderas
Órdenes religiosas, pero se dejaba en libertad a los obispos para fundar en sus
diócesis nuevas Congregaciones que, con el paso terminaron también
convirtiéndose también en Órdenes.

Ya con el Concilio de Trento surgieron nueva normas para implantar la


reforma de las Órdenes religiosas. Pero la reforma Tridentina no se refería
directamente a las Congregaciones o asociaciones de vida común con votos
simples o sin ellos, bajo la denominación genérica de terciarios/as. No
obstante, la interpretación que a los decretos tridentinos dio el Papa San Pio V,
afectó también a estas agrupaciones, a las que les impuso la profesión de votos
solemnes, y a las comunidades femeninas les impuso también la clausura
como algo inherente a los mismos votos solemnes.

Al final, esta normativa no se aplicó con el mismo rigor en todas partes, ni


siquiera se puso especial empeño en darla a conocer en toda la Iglesia. De
modo que hasta los nuncios y los propios papas se hacían los despistados con
las nuevas fundaciones, en las que no siempre se emitían los tres votos
tradiciones, sino que a veces se emitía solamente uno, generalmente el de
castidad, con una promesa de permanencia en el instituto. De en medio de este
movimiento vital es de donde brotarán las Congregaciones de votos simples y
las Sociedades de vida apostólica.

389
Esta sociedades a lo largo de la historia han recibido varios nombres, el
principal de ellos fue el de Sociedades de vida común sin votos, y así entraron
al Código Canónico de 1917; sin embargo, éste era un nombre que las definía
de un modo privativo, es decir, por aquello que no tenían. Fue por ello que el
en nuevo Código, promulgado por Juan Pablo II en 1983, se les asignó el
nombre de Sociedades de vida apostólica (SA), que expresa fielmente su
razón de ser y su naturaleza socio-jurídica.

La primera SA fue el Oratorio Romano, fundado por San Felipe Neri en 1575.
Y habrá que esperar casi cuarenta años más para que surja la segunda, que en
este caso fue el Oratorio francés (1611) de Pedro de Bérulle, que no hizo más
que copiar a Felipe Neri. Lo cierto es que después de esas dos proliferaron
muchas más: desde 1575 hasta 1949 (fecha de fundación de la última SA
masculina). La primera SA femenina fueron las Nobles vírgenes de Jesús
(1615), y la última, por lo que se refiere a las SA de derecho pontificio, fueron
las Asistentes sociales misioneras (1946). En total, para la promulgación del
CIC83 existían en la Iglesia 134 SA: 28 masculinas clericales y 9 femeninas
de derecho pontificio; 12 masculinas clericales, 6 masculinas laicales y 79
femeninas de derecho diocesano.

Las SA se definen mediante tres características esenciales: apostolado: a este


apostolado se ordena todo lo demás y es el medio de santificación para los
miembros de la comunidad si se vive de acuerdo al propio espíritu y
constituciones de las comunidad; secularidad: este rasgo las distingue de los
Institutos de vida consagrada, dentro de los cuales se encuentran también las
Institutos seculares. Las SA, a diferencia de las dos anteriores, están
encuadradas dentro del estado jurídico secular; incardinación diocesana: el
CIC83 les devolvió este rasgo de su identidad, que se había ido perdiendo; de

390
modo que, desde entonces, las SA pueden incardinar a sus socios en una
diócesis; pero también actuar en sentido contrario se así lo determinan las
propias constituciones.

Las SA gozan de un notable pluralismo organizativo:

1) Hay SA que carecen de todo vínculo especial explícito (sea éste voto,
juramento o promesa), por lo cual de distancian completamente del
estado religioso en cuanto tal. El único vínculo que poseen es el que
dimana de una sociedad propiamente dicha que exige un contrato, que a
su vez implica la aceptación de unas leyes específicas. Estos miembros
viven los Consejos evangélicos no a fuerza de un voto, sino a fuerza de
la dimensión evangélica que estas virtudes poseen. Y todo con vistas a
una mayor eficacia apostólica.
2) Están también aquellos que se comprometen con un vínculo expreso
que puede ser una promesa de fidelidad (v. gr. Los Eudistas) o una
promesa de obediencia (v. gr. El Cottolengo). Pero ese vínculo no se
dirige a la práctica de los Consejos evangélicos, sino a la labor
apostólica. No se emite, pues, una consagración religiosa, sino una
consagración apostólica.
3) En estas otras SA se profesan los Consejos mediante vínculos
peculiares privados, pero sólo como un medio institucional ordenado a
un fin apostólico; de lo contrario pasarían a ser Institutos religiosos.
Entran en este subgrupo los Vicentinos/as (La Congregación de la
Misión y las Hijas de la Caridad).
4) Integran el cuarto grupo aquellas SA, sobre todo femeninas, que están
muy próximas al estado religioso. Son SA de derecho diocesano que
profesan institucionalmente los Consejos evangélicos muy

391
parecidamente a los modernos Institutos seculares, por lo que sólo se
diferencian de los religiosos en lo jurídico más que en el teológico.

El Oratorio Romano, primera Sociedad de Vida Apostólica: Felipe Neri


(1515-1595) había nacido en Florencia, cuando los Medici aún seguían
proyectando su sombra de su mecenazgo sobre literatos y artistas. Desde niño
Felipe se caracterizó por su genio bromista. Su primera formación cristiana la
recibió con los dominicos, y gracias a ellos se aficionó las lecturas del célebre
Fray Jerónimo Savonarola. Entre los hijos de Santo Domingo se imbuyó de
aquella espiritualidad combativa, pero alegre, que caracterizaba a los
dominicos del Convento de San Marcos.

En 1534 Felipe llegó a Roma, y allí inició sus estudios de filosofía y teología
en la Sapienza de los Agustino; pero poco después abandona los libros y
decide ponerse al servicio de los enfermos en los hospitales romanos. Y a
todos aquellos que buscan dirección espiritual con él los encamina hacia el
servicio a los enfermos. En esos mismos hospitales de Roma se encontró un
día con Camilo de Lelis.

Además, aparte de su labor en los hospitales, Felipe ejercía también el


ministerio de la Palabra al aire libre (la Roma de entonces no le hubiese
permitido hacerlo en las Iglesias). Al fin se ordenó sacerdote en 1551, y así se
convirtió en el director espiritual más buscado de toda Roma. Y nunca
abandonó esa afición personal de contar siempre un buen chiste.

Las congregaciones del Oratorio Romano: después de ordenado Felipe


comenzó a reunir a grupos de seglares para leer la Biblia y rezar juntos. A
estas reuniones les dio el significativo nombre Oratorios, con los cuales

392
buscaba simplemente una nueva forma de orar, con un método casi que
contrapuesto al de los Ejercicios Espirituales.

Llegó el momento en que algunos de los discípulos quisieron darle una


consistencia más firme a estos grupos (presididos siempre por el mismo San
Felipe, que no veía la necesidad de fundar una nueva Orden). En todo caso, el
santo mantuvo su convicción y por lo mismo no fundó una nueva Orden
religiosa, sino algo nuevo: una sociedad de vida apostólica a la que él llamaría
siempre Oratorio.

Para los inicios del 2000 el Oratorio contaba con 62 congregaciones y 435
miembros. También, ya en el siglo XIX, surgieron algunas congregaciones
femeninas con la espiritualidad de San Felipe Neri. Desde sus inicios y hasta
hoy los oratorianos no han dejado de prestar sus valiosos servicios a la Iglesia.

Cabe destacar aquí también la insigne labor de San Pedro de Bérulle (1575-
1626). Él implantó el Oratorio en Francia y con ello buscó la reforma del clero
francés. El Oratorio fundado por San Pedro de Bérulle estaba inspirado
totalmente en el modelo de Felipe, pero tenía sus peculiaridades. Lo cierto es
que la fama de Bérulle era tal que muchos obispos le confiaron la formación
de los seminaristas.

Al poco tiempo de abierto, el Oratorio de París se convirtió en centro de


atracción para clérigos y seglares, situación que se tradujo en una rápida
expansión por muchos lugares franceses. Esta forma de vida, casi calcado del
oratorio de San Felipe Neri, fue aprobada por Paulo V en 1613.

El oratorio francés fue suprimido por la Revolución francesa en 1792. Fue


nuevamente restaurado en 1852. Hace una década contaba con 13
comunidades y 92 miembros.
393
La Congregación de la misión y las Hijas de la Caridad: “el arquitecto de la
Iglesia moderna”, así definió Daniel Rops127 a San Vicente de Paúl, nacido
alrededor de 1580 en los Pirineos Gascones. De niño vivió entre la pobreza y
la miseria. De joven estudió en el Colegio de los Franciscanos de Dax; y se
bachilleró en teología en Tolouse. A los 17 años ya era diácono y a los 20
sacerdote, en 1600 (necesitó las dispensas del caso por su edad).

Como cura, San Vicente entró en contacto directo con las realidades de la
pobreza más descarnada. Sintió pronto la necesidad de evangelizar a las gentes
más sencillas del campo. A pesar de su mucho trabajo pastoral logra sacar una
licenciatura en Derecho Canónico en 1624 en la Universidad de la Sorbona.

Ya se venía fraguando en él la idea de fundar una nueva Congregación


avocada a la evangelización. Una señora adinerada, Margarita de Silly, le hace
a Vicente la propuesta de fundar la Comunidad; ella asistiría económicamente
y Vicente espiritualmente. El proyecto fue aceptado por el sacerdote y pronto
fue aprobado por el obispo en 1526. La aprobación pontificia –como sucede
siempre– significó más trabajo, pero al fin llegó cuando la Congregación de la
Misión fue aprobada por Urbano VIII mediante la Bula Salvatoris nostri (12
de enero de 1632).

En 1631 Vicente decidió trasladar la sede de la comunidad al Priorato agustino


de San Lázaro, de donde se deriva el nombre popular de Lazaristas con el que
los Vicentinos (o Paúles) empezaron a ser conocidos en Francia. Cuando
murió San Vicente la Misión contaba ya en Francia con 23 comunidades; 53 a
finales del siglo XVII y 78 en vísperas de la Revolución Francesa, que vino a

127
Álvarez Gómez, Jesús. O. c. p. 365

394
destruir la Congregación por completo. No obstante, después de la era
napoleónica, la Misión fue restaurada rápida y eficientemente.

En cuanto a su organización, los Vicentinos siguen la normativa para las


Sociedades de Vida Apostólica, pero con algunos matices peculiares. En 1927
surgió en India una Congregación masculina que también se rige por las
constituciones de los Lazaristas. Pero también estás ellas.

Las Hijas de la Caridad: santa Luisa de Marillac era hija natural, y


probablemente tampoco nunca conoció a su madre, al menos no se sabe quién
fue. Luisa nació el 12 de agosto de 1591, hija de una unión ilegítima. Con todo
nunca le faltó el afecto de su padre. Estudió en el célebre convento de las
dominicas, y después se casó el 5 de febrero de 1613 con Antonio le Gras:
secretario de la Reina María de Médicis.

Conoció un buen día a Vicente de Paúl y éste se encargó de moldearla: la obra


maestra de Vicente fue, sin duda, Luisa. Cuando ella enviudó, el Santo la
encaminó a realizar obras de caridad; y así como inicia la fundación de varias
cofradías de caridad en Francia. Es hasta en 1633 cuando, junto a San Vicente,
Luisa funda las Hijas de la Caridad a fin de asegurar un servicio permanente a
los pobres y a los enfermos. La nueva Congregación fue siempre fue siempre
de la colaboración espiritual de ambos.

Las Hijas de la Caridad, aún y cuando emite votos privados, nunca serán
religiosas. Sus votos deberán ser renovados siempre cada 25 de marzo.
Vicente siempre rechazó para sus Hijas cualquier estructura jurídica de
religiosas; nunca quiso que ellas fueran monjas ni mucho menos. Por lo

395
mismo tampoco quiso él que ellas llevasen hábito de ninguna clase (pero más
tarde asumirán un hábito como el resto de las religiosas128).

La espiritualidad vicenciana de las Hijas de la Caridad ha fructificado también


en la fundación de varias congregaciones religiosas féminas que llevan en su
propio nombre el de San Vicente de Paúl o el de las Hijas de la Caridad. No
puede negarse la fecundidad que a la Iglesia han traído las vidas de Vincente y
Luisa. En la actualidad la familia vicencia se compone de 4000 vicentinos; y
un total de 36000 hijas de la Caridad; y socios de las Conferencias de San
Vicente son 700000.

Otras sociedades de vida apostólica: las sociedades de vida apostólica clásicas


están orientadas a dos tareas fundamentales: a) la renovación interior de las
iglesias de la vieja cristiandad: dentro de este primer grupo tenemos los
Vicentinos, los de Bérulle, los Oratorianos, la Compañía de los sacerdotes de
San Sulpicio, los Eudistas (San Juan Eudes había sido primero miembro del
Oratorio berulliano. En 1643 fundó la Congregación de Jesús y de María para
la formación del clero); b) la evangelización de los pueblos que todavía no
conocían a Cristo: aquí entras todas las Sociedades de vida apostólica para las
misiones extranjeras.

Existen otras sociedades surgidas en la primera mitad del siglo XX, p. e., los
Misioneros de la Preciosísima Sangre (fundados por San Gaspar del Búfalo,
italiano muerto en 1837); la Sociedad del Apostolado Católico, conocidos
como Palotinos (fundador: San Vicente Palloti, italiano muerto en 1818); la
Sociedad de los Sacerdotes de San José Benito Cottolengo (su fundador fue
Benito Cottolengo, muerto en 1842).

128
Según dicen fue Christan Dior quien diseñó el hábito que estas religiosas adoptaron después de Vat. II.

396
Resumen de la vida religiosa en el siglo XIX: Uno de los muchos resultados
de aquellas ideas revolucionarias originadas en la Ilustración Europea fue la
proclamación de la independencia de los Estados Unidos, el 4 de julio de
1776. El caso de este nuevo país sirvió de modelo para otros pueblos de
Europa, que intentarían hazañas semejantes. Tal fue el caso de Francia cuando
en 1789 levantó su famosa y determinante Revolución; sin embargo, los
resultados fueron distintos a los de Estados Unidos, porque las circunstancias
también lo eran. Por lo pronto, la Revolución Francesa no logró sus ideales
democráticos, pero sí amontonó muchas víctimas, y la primera de ellas fue la
Iglesia Católica; sobre todo por el hecho de que, a partir de la Revolución, la
humanidad se acostumbró a vivir al margen de la intervención de la Iglesia, de
sus poderes trascendentes y de sus ministros considerados como detentores de
dichos poderes. La Revolución realizaba así una separación completa de la
Iglesia y el Estado: este último no estaba ya más dispuesto a seguir
concediendo especiales privilegios a la primera129.

La obra destructora de la Revolución Francesa que, podría decirse, gracias a


las varias victorias políticas y militares de Napoleón Bonaparte, se extendió
por todo el Continente Europeo, logró también prolongarse durante todo el
siglo XIX y se dejó sentir, ante todo, por aquellas oleadas de anticlericalismo,
que a veces no sólo venían de los gobiernos de turno, sino también del mismo
pueblo. Entre estas coyunturas, la vida religiosa es considerada un estorbo
para el desarrollo y funcionamiento de una sociedad laica, democrática,
progresista y liberal.

129
Martina, Giaccomo. La Iglesia, de Lutero a nuestros días. III. Época de la Illustración. Ediciones cristianas,
Madrid, 1974, pp. 40-41

397
Este pujante liberalismo se traduce en una positiva animadversión hacia la
vida religiosa, que es sucesivamente expulsada -de nuevo- de España,
América Latina, Polonia, Lituania, Francia, Suiza, Holanda, Alemania, etc. Y
es que los mismos gobiernos católicos tampoco estaban muy contentos con el
progreso y crecimiento de las Congregaciones religiosas, demasiado sumisas a
la Santa Sede130.

Con todo, hubo dentro de la misma esfera eclesial quienes dieron un voto de
confianza a todos aquellos ideales promovidos por la Revolución, y que
conducían a la liberación y emancipación del individuo. Está de más decir que
esos tales fueron debidamente callados por la misma Iglesia o por aquellos que
dentro de ella consideraban obra satánica la Revolución Francesa. Fue
entonces cuando se levantaron muchas voces (eclesiásticas, sobre todo) que
pedían una restauración de toda Europa, Iglesia incluida; pedían ellos una
restauración que recompusiera el panorama europeo tal y como este se
encontraba antes de la Revolución; es decir, los ideales restauracionistas
promovían una vuelta a atrás131.

En medio de todo este ambiente convulso aparece en pleno siglo XIX un


movimiento nuevo y también reaccionario, pero no se trata ya de otra fuerza
que empuje hacia atrás; se busca más bien un impulso hacia adelante. Nos
referimos al Romanticismo y su nueva visión de Mundo, que recibió un voto
de confianza por parte de la Iglesia, que tampoco fue ciega ante los riesgos

130
Codina, Víctor – Zevallos, Noe. Vida religiosa. Historia y teología. Colección Cristianismo y Sociedad.
Ediciones Paulinas, Madrid, 1987, p. 56
131
La Iglesia se la Restauración se propuso como objetivo volver a cristianizar las masas, que imbuían cada
vez más en el secularismo iniciado por los revolucionarios, y que estaba teniendo como consecuencia el
quebranto de las prácticas religiosas. Frente a este reto, las órdenes y congregaciones religiosas resultan de
muchísima ayuda a los proyectos restauracionistas de la Iglesia, porque proporcionan un personal (e. d., los
religiosos y religiosas) sumamente eficaz y preparado. Cf.: Comby, Jean. Para leer la historia de la Iglesia.
Verbo Divino, Estella (Navarra), 1987, pp. 105-106.

398
que este movimiento entrañaba132. En efecto, el sector eclesiástico miró con
buenos ojos al movimiento romanticista, ya que éste contribuyó notoriamente
en dos campos: la restauración de las Órdenes monásticas, por un lado; y la
renovación de la Liturgia, por otro. Con estas coyunturas, en el siglo XIX lo
único favorable para la vida religiosa fue el romanticismo; fuera del
movimiento romanticista, la centuria decimonónica no mostró especial interés
por la vida religiosa.

Pero a la segunda mitad del siglo XVIII y a la primera del decimonónico les
faltaba experimentar otra Revolución más, tan sonada y determinante como la
Francesa. Hablamos de la Revolución Industrial: responsable de un pujante
crecimiento económico tanto como de un mar de víctimas; ésta vez se trata de
miles de obreros –muchísimos de ellos niños– que eran inhumanamente
explotados día y noche por los señores industriales, cada vez más sedientos de
aumentar las ganancias de sus maquilas textileras. La exposición a jornadas de
trabajo tan largas, pesadas y muy mal pagadas condujo al analfabetismo, la
miseria y la enfermedad. Por doquier se encontraban ancianos desechados por
su inutilidad laboral; personas nada instruidas que apenas y tenían tiempo para
dormir poco y comer menos; niños igualmente analfabetos y abandonados:
todos ellos víctimas de una Revolución Industrial que se levantó sobre la
carencia de una verdadera justicia social.

Fue aquí donde la Vida Religiosa decimonónica, y en especial las


Congregaciones femeninas de vida activa, vinieron a socorrer a las víctimas de

132
Ante todo la excesiva y casi enfermiza exaltación de la sensibilidad y la imaginación humanas, que se
oponían, a veces, al pensamiento y la razón.

399
tantas fábricas y minas que no ofrecían más que condiciones antihigiénicas y
esclavizantes a sus desprotegidos obreros133.

No obstante, gracias a la Revolución Industrial, el siglo XIX también fue


testigo de los pasos gigantes que dio el saber científico-técnico; por ejemplo,
la Revolución Industrial –al potenciar el avance de la electricidad– allanará el
camino para la Revolución técnica, que hará su entrada en pleno siglo XX.
Como lo hicieron las anteriores Revoluciones, la Científico-técnica ha traído
consigo una nueva mentalidad: los hombres se enfrentan a la realidad y a sus
congéneres de una manera diferente; con la ciencia el ser humano cree tener
en sus manos un poder desmitologizador, se cree en la capacidad de conocer y
manipular las leyes que rigen el orden natural, considerado antes sagrado y
misterioso. La ciencia permite escrutar los secretos –hasta entonces
inescrutables– de la naturaleza, del cosmos y del hombre. Es así como la
realidad toda deviene desacralizada, es decir, como una realidad profana
regida sólo por leyes humanas bien conocidas, y no por misteriosos designios
divinos.

Esta es la génesis de la secularización: un nuevo orden de cosas en donde el


hombre –en cuanto creador de la ciencia y de la técnica– ocupará el centro de
todo. Esta autonomía notable de las actividades humanas conducirá,
necesariamente, a una también notable separación de la Iglesia y el Estado.

Es de esperar que la vida religiosa del siglo XIX sienta de muchas maneras la
repercusión de esta ola secularizante que atraviesa toda la centuria
decimonónica. Sin duda que la secularización influirá no sólo en las

133
El surgimiento de nuevas congregaciones religiosas traerá como resultado, también, un fortalecimiento
en el sistema educativo enfocado a las clases bajas. Estas nacientes congregaciones aportarán profesoras/es
que se avocarán a la enseñanza primaria municipal, e incluso iniciarán la fundación de nuevos escuelas. Cf.:
ibíd. p. 107.

400
Congregaciones provenientes de los “sacralizados” siglos anteriores, sino que
también marcará el norte de los nuevos Institutos que surgirán a futuro.

Se empieza a dibujar una nueva situación para la Iglesia, que desde la


Revolución Francesa viene experimentando una sistemática marginación, no
sólo en el ámbito socio-político, sino también en el mundo de las ideas. La
Iglesia –y en general la religión– se queda sin una palabra que decir (en el
sentido de que si la dice no se la escucha) en la política y en la producción de
pensamiento. Esta marginación civil e intelectual pronto se convertirá en
persecución134; y las Órdenes religiosas serán también testigas de ello.

Efectivamente, la convulsión religiosa provocada por la Revolución Francesa


y, como consecuencia de ésta, el proceso de secularización que se acrecienta
durante la transición de los siglos XVIII al XIX, fue experimentado por
amplios sectores de la Iglesia como algo negativo, aún y cuando esta
transición implicó también la superación definitiva de una sociedad feudal, la
autonomía de la razón y la proclamación de los derechos humanos 135; pero
trajo también la supresión del poder eclesiástico y la desamortización de los
bienes eclesiásticos136. Por todo esto, muchos de Iglesia consideraron a la
Revolución Francesa como una prolongación de la Reforma Protestante. Esto
toma más realce si tenemos en cuenta que en el nuevo tipo de sociedad que
promovían los revolucionarios los religiosos no jugaban ningún papel
significativo, y más bien se buscará la forma de desplazarlos de aquellos

134
Álvarez Gómez, Jesús. Historia de la Vida Religiosa. Vol. III. Desde la «Devotio Moderna» hasta el Concilio
Vaticano II. Publicaciones Claretianas, Madrid, 2002. pp. 503ss.
135
Lástima que la Iglesia tuvo que esperar hasta la llegada de Pablo VI para reconocer que las aspiraciones a
la libertad, la igualdad y la libertad son, evidentemente, de innegable inspiración evangélica.
136
Y fue así como surgió el deseo de una restauración, que volviese a la situación prerrevolucionaria.
Especialmente, se buscaba restaurar la autoridad papal. En este mismo contexto se insertan las críticas
durísimas que Pio IX dirigió contra el modernismo, el laicismo y el liberalismo en el Syllabus (1864).

401
servicios (asistenciales, educativos y sanitarios) que, hasta entonces, habían
estado liderados por las órdenes y congregaciones religiosas y que ahora
pasarán exclusivamente a manos del Estado.

La destrucción de no pocos conventos para dar paso, en su lugar, a nuevos


edificios o plazas; la destrucción –también– de ermitas rurales y monasterios
serán elementos que introducirán, a la sazón, cambios notables en el panorama
urbanístico. Y esta debacle recibirá nuevo impulso con las políticas de
desamortización que atravesarán todo el siglo XIX. Afirma Álvarez Gómez 137
que –como consecuencia de estas persecuciones– desapareció casi toda una
generación de religiosos, principalmente por dos razones: ya fuese porque
abandonaran su estado religioso o debido a que durante mucho tiempo a las
órdenes se les hizo imposible reclutar nuevos miembros. No obstante, a pesar
de tantos vientos contrarios, la vida religiosa ofreció una monumental
resistencia, de modo que –después de las restauraciones borbónicas, y en un
proceso que duró casi todo el siglo XIX– gran cantidad de institutos lograron
recuperar a muchos de sus miembros dispersos.

Con todo, a pesar de los esfuerzos de la Revolución Francesa para acabar con
la vida religiosa, ésta no sólo no desapareció, sino que experimentará un
crecimiento espectacular, sobre todo en las congregaciones femeninas; y será
precisamente Francia el centro de esta expansión religiosa. Los nuevos
fundadores/as, conscientes de los cambios profundos que significó la
Revolución y la era napoleónica, buscaron la forma de que sus
Congregaciones aporten una notable novedad carismática dentro de la

137
Álvarez Gómez, Jesús. Op. Cit. pp. 521-522

402
Iglesia138. Esta creatividad fundacional hace que la vida religiosa empiece a
resurgir de las cenizas.

La restauración se aplicará primero a las grades y antiguas Órdenes. En 1814


Pio VII restaurará a los Jesuitas, y en 1833 dom Guéranger restaura los
benedictinos de Francia desde la abadía de Solesmes; poco después el impulso
restaurador alcanzará a las abadías benedictinas alemanas e italianas. También
los franciscanos, en sus tres ramas, experimentarán un pujante crecimiento
misionero; igualmente, experimentan esta restauración los dominicos, que
habían sido expulsados por la Revolución Francesa de casi toda Europa. Las
tradicionales Órdenes femeninas no serán la excepción: también ellas fueron
restauradas con nuevo fulgor.

Pero aunque el siglo XIX fue un período de floración para la vida religiosa, no
estuvo por eso exento de nuevas oleadas revolucionarias e incluso de nuevas
expulsiones, que vendrán a significar no fáciles pruebas para las nacientes
familias religiosas, quienes aprovecharán esos nuevos focos turbulentos para
fortalecerse más. Y por eso el siglo decimonónico se caracterizará por el
surgimiento de una pléyade de nuevas congregaciones religiosas de hombres y
mujeres, que buscan ser testimonio y respuesta para un mundo cada vez más
descristianizado, con grande ignorancia religiosa y en donde los niños pueblan
las calles y no las escuelas.

Los palotinos, los marianistas, los maristas, los salesianos, la Sociedad del
Verbo Divino; abundantes ramas franciscanas, dominicas y mercedarias son
parte del centenar de congregaciones nacidas para esta época, especialmente
en Italia, Francia y España. Se abre también un nuevo horizonte de

138
Ibid. p. 518

403
posibilidades para las congregaciones femeninas que, en los siglos anteriores,
habían sido estrictamente limitadas por inflexibles estructuras canónicas. En
cambio ahora, con el nuevo panorama, podrán incluso fundar comunidades de
votos simples y aún de derecho pontificio139.

Como fruto de las coyunturas históricas de este siglo XIX, la vida religiosa
decimonónica presenta una fisonomía más clerical que laical, más centralista
que comunitaria, más conservadora que innovadora (de hecho, los religiosos
se terminarán alineando junto a los sectores más conservadores a nivel social y
eclesial) y con una mentalidad más asistencialista que solidaria. De igual
manera, un rasgo que caracterizará a la vida religiosa de esta centuria es el
hecho de que, si en los siglos anteriores los religiosas/as sobresalieron por su
labor profética en la Iglesia y en la sociedad, ahora aparecerán con un objetivo
más reformista que profético; en el fondo, la intención es evitar nuevos
intentos revolucionarios140.

Lo cierto fue que los religiosos tuvieron que buscar la forma de superar el reto
que les lanzaba esa nueva sociedad nacida en la Revolución Francesa; y
parecía ser que la solución no era ya –como lo fue décadas atrás– volver a las
fuentes, es decir, retomar la radicalidad de los fundadores y sus Reglas
originales, sino más bien echar a andar una pronta y decidida restauración de
la Vida Religiosa en general. Esto dio como fruto un elevado número de
nuevas fundaciones: clericales, laicales, femeninas y de vida apostólica 141.
Todos estos nuevos institutos encarnarán diversos tipos de apostolado y
distintas formas de espiritualidad (se trata de una espiritualidad que hace
constante referencia a Jesús y a María); se evidencia también en estas nuevas

139
Esto se logrará con la Bula Conditae a Christo de León XIII.
140
Codina, Víctor – Zevallos, Noe. Op. cit. P. 60
141
Álvarez Gómez, Jesús. Op. Cit. pp.536-537.

404
congregaciones la centralización romana y el hecho de que todas responden –
prácticamente– al mismo modelo fundacional.

En fin, tal y como lo menciona Tomás Rincón-Pérez142: el movimiento


anticlerical y antirreligioso, que acarreó consigo la Revolución Francesa, creó
no pocas dificultades para la supervivencia y actuación pública de las órdenes
y congregaciones religiosas; esto resultó en un fuerte impulso que provocó el
surgimiento de un nuevo fenómeno de vida consagrada: las formas seculares.
Se trataba, efectivamente, de institutos de vida consagrada, pero que
prescindían de varios elementos que a lo largo de la historia y tradición habían
venido a caracterizar la vida propiamente religiosa: el hábito, la vida común,
la actuación pública, los votos públicos. Pero por encima de todas estas
cuestiones históricas y estructurales, lo que prevalece es la constatación de
que, aún y con los avatares propios del siglo decimonónico, la Vida Religiosa
no dejó de dar testimonio de que ella pertenece esencial y constitutivamente –
tal y como lo expusiera la Lumen Gentium– a la vida y santidad de la Iglesia.

Congregaciones religiosas de votos simples


La expresión congregación religiosa se utiliza desde el siglo XVI para
calificar a aquellas asociaciones en las que se emiten votos simples, como
contrapuestas a las Órdenes religiosas en las que se profesas votos solemnes.
De ahí la primera dificultad de llamar religioso al que profesaba votos
simples, creyendo como se creía que dicho apelativo se refería únicamente a
quien profesase solemnemente. Posteriormente se asumió ese nombre sin
problemas.

142
Rincón-Pérez, Tomás. La vida consagrada en la Iglesia Latina. Estatuto teológico-canónico. EUNSA,
Pamplona, 2001. P. 39

405
La progresiva aceptación de las Congregaciones de votos simples eliminó, en
la práctica, la fundación de nuevas Órdenes de votos solemnes, considerando
que estos votos respondían cada vez menos a las exigencias de los nuevos
tiempos y de los diversos lugares. La última Orden de votos solemnes en ser
aprobada por la Iglesia fue la de los Hermanos de la Caridad (Betlemitas),
fundada en Guatemala en 1653.

Carácter religioso de los votos simples: hasta bien entrado el siglo XIX los
términos Congregación, Orden y Religión eran sinónimos de votos solemnes.
Los votos simples no conferían carácter religioso. Es aquí donde reluce la
innovación de Mary Ward: ella quería la aprobación pontificia para su
instituto de votos simples y dedicado al trabajo con la juventud femenina, en
paralelo directo con el apostolado que los jesuitas hacían con la juventud
masculina; pero ellas no dependían de estos.

Un adelanto significativo fue cuando Benedicto XIV reconoció el carácter


público de los votos simples. Más adelante, en el Pontificado de Pio IX se
declarará que también en estas congregaciones se emite la profesión de votos
en el sentido estricto del término. Será con la Constitución de León XIII
Condite a Christo que estos institutos de votos simples pasaron a ser
considerados como familias religiosas, y cada uno de sus miembros como
religiosos. Estas y otras innovaciones más fueron incorporadas al Código
Canónico de 1917; y desde entonces se les empezó a calificar como religiosos
de votos simples, para distinguirlos de los regulares, que emiten votos
solemnes.
El nuevo Código de Derecho (aprobado por Juan Pablo II en 1983) llama
Instituto a toda corporación, grupo, comunidad o sociedad de vida consagrada

406
por la profesión de consejos evangélicos; pero afirma que los derechos propios
pueden seguir utilizando aquellas otras denominaciones caras a su tradición
interna o relacionadas con el origen del Instituto: sociedad, familia,
congregación, orden, religión, fraternidad, etc.

Todas estas congregaciones fueron la respuesta que el Espíritu suscitó para


hacer frente a problema, para nada insignificante, que la modernidad le
planteaba a la Iglesia y al Evangelio. No por sí solas, sino en conjunto con
toda la otra gama de vida religiosa de larga tradición eclesiástica y con los
agentes de pastoral; con la ayuda de estos otros movimientos o instituciones
las congregaciones de votos simples lograron tejer una red de actividades
apostólicas que contribuyeron grandemente a la conservación de la fe en los
países de la vieja cristiandad y a extenderla por latitudes que jamás habían
oído hablar de Cristo.

Congregaciones religiosas clericales de votos simples: en total, según el


Anuario Pontificio de 1987, eran para entonces 117 congregaciones religiosas
masculinas: 85 clericales y 32 laicales. Mencionaremos –obviamente por
razones de espacio- sólo las de un alcance más universal:

Congregación del Espíritu Santo y del Inmaculado Corazón de María: es


fruto de la fusión en 1848 de la Congregación del Espíritu Santo y de la del
Corazón de María. Su apostolado se ha direccionado casi todo a la
evangelización del mundo negro, ya en África ya en aquellas regiones de
América en las que predomina la raza negra.

Misioneros de la Compañía de María (Montfortianos): fundados por San


María Grignon de Montfor, nacido el 31 de enero de 1673 en Francia. Sus
inicios como Congregación fueron bastante difíciles: para cuando murió el

407
Montfort no contaba más que con dos sacerdotes y cuatro hermanos
coadjutores. Fueron aprobados por Benedicto XIV en 1749. Para el año 2000
contaban con más de 1600 miembros esparcidos por 28 naciones de los cinco
continentes, pero hasta bien entrado el siglo XVIII no había podido superar el
número de 15. Antes de fundar a los Misioneros, Luis María Grignon habían
fundado en Poitiers a las Hijas de la Sabiduría, con la ayuda de María Luisa
Trichet; esto en 1703.

Los Pasionistas: Fundados por San Pablo de la Cruz, nació el 3 de enero de


1694 en Italia. Benedicto XIV le aprobó las primitivas constituciones de la
comunidad que se había ido formando alrededor de Pablo. La nueva
comunidad religiosa se llamaría Congregación de la Santísima Cruz y Pasión
de Nuestro Señor Jesucristo. Además de los tres votos simples, ellos emiten
un cuarto voto de vivir y anunciar la Pasión de Cristo. Hace una década eran
2855 miembros (de los cuales 2200 eran/son sacerdotes) residentes en 429
comunidades.

San Pablo de la Cruz también fundó una rama de monjas pasionistas, que
abrieron su primer monasterio en 1771 en Tarquinia en colaboración con
María Crucificada Constantini, muerta en 1786. La flor más bella de estas
monjas pasionistas ha sido, quizá, santa Gema Galgani. Existen también otras
congregaciones femeninas inspiradas en la espiritualidad pasionista.

Redentoristas: Alfonso María de Ligorio nació en Nápoles el 27 de setiembre


de 1696, y murió en 1787. En 1726 fue ordenado sacerdote y desde entonces
se entregó a la actividad apostólica y predicativa. Con el fin de ocuparse a
tiempo completo en sus misiones populares, dejó su casa y se fue a vivir en
una residencia sacerdotal en la que conquistó a algunos seguidores para su
futura fundación. Y así, de la noche a la mañana, devino fundador religioso
408
cuando vio afluir nuevos candidatos, sacerdotes y jóvenes en formación. Sus
constituciones fueron aprobadas por Benedicto XIV.

La teología moral de San Alfonzo es una moral de salvación; es una moral de


la benignidad pastoral. La practicidad es uno de los rasgos más propios de la
moral alfonziana. Su labor de escritor llegó al culmen con una obra de
devoción mariana, Las Glorias de María (1750): este es el libro mariano que
ha sido editado mayor cantidad de veces. De la espiritualidad redentorista
participan también, en primer lugar, las redentoristas contemplativas de la
Madre María Celeste, con 39 monasterios y más de 600 monjas.

El fundador de los Redentoristas fue consagrado obispo por mandato de


Clemente XIII, el 20 de junio de 1762; no obstante, por petición de sus hijos,
la Santa Sede concedió a los redentoristas que su fundador continuase
fungiendo como Superior General (se trató de un privilegio verdaderamente
excepcional). Después de su muerte, la Congregación empezó a expandirse
rápidamente fuera de Italia, y también lo hicieron sus obras (de las cuales se
han hecho más de 21000 ediciones). Hasta hace poco contaban con 781
comunidades y 6747 miembros.

Congregaciones religiosas masculinas laicales:

Hermanos de las Escuelas Cristianas: su fundador fue San Juan Bautista de la


Salle, nacido el 30 de abril de 1651. Después de tener contacto con el padre
Nicolás Barré, de la Orden de los Mínimos, Juan Bautista fue redescubriendo
que tenía la misión de educar humana y cristianamente a los hijos de los
artesanos, de los campesinos y de los pobres en general. Juntó así a varios
maestros que los llevó a vivir a su propia casa. Los Hermanos de las Escuelas

409
Cristianas no tenían, al principio, ningún vínculo entre sí. Se llamaban a sí
mismos hermanos¸ y rechazaban el título de maestros.

Inicialmente los hermanos no emitían votos, pero pronto San Juan quiso
introducirlos; el Superior General era vitalicio, y las casas debían ser
gobernadas por un director. Fueron aprobados por Benedicto XIII mediante la
Bula In apostolicae dignitatis solio (26-1-1725). La enseñanza espiritual de
San Juan de la Salle está toda orientada hacia la educación integral: entendida
como un verdadero ejercicio ministerial, que consagra al hermano al servicio
de la Iglesia y de los jóvenes. Se trata de una vida gastada en función de Dios
a través del servicio educativo prestado a los hermanos más pequeños.

Los Hermanos Maristas o pequeños hermanos de María: fundados por San


Marcelino Champagnat, nacido en Francia; y aprobados por la Santa Sede en
1863. Champagnat inició su obra con tres jóvenes analfabetos, que
constituyeron la primera célula del Instituto dedicado a la enseñanza. Del
noviciado de Nuestra Señora de L’Hermitage salieron generaciones y
generaciones de nuevos Maristas que poblaron Francia.

Cuando murió Champagnat (6-2-1840) la Congregación contaba con más de


300 hermanos y 50 escuelas. Lograron la expansión mundial a partir de 1903
cuando fueron expulsados de Francia por las leyes persecutorias de Combes,
que obligó a cerrar más de la mitad de las 500 escuelas que ellos regentaban.
Hoy son casi 650 hermanos con más de mil comunidades y colegios.

Otras congregaciones: Hermanos de San Gabriel (el mayor problema


histórico de esta congregación es saber quién fue su Fundador; de acuerdo a
un estudio de una comisión designada por la Santa Sede, la paternidad se
inclina a favor de San Luis María Grignion de Monfort; de hecho la

410
espiritualidad vivida por estos hermanos es esencialmente monfortiana y
centrada en la educación). Hermanos de la Doctrina Cristiana o Hermanos
Menesianos (fundador: Juan María de La Mennais. Hoy son más de 1500
hermanos en 23 naciones). Hermanos de la Sagrada Familia de Belley
(Gabriel Taborín; los aprobó la Santa Sede en 184. Educación y liturgia).
Pequeños Hermanos de Jesús y Pequeños Hermanos del Evangelio (son dos
familias religiosas asociadas a la espiritualidad del hermano Carlos Eugenio
de Foucauld, muerto en 1916, y que buscó siempre la forma de vivir el
Evangelio en medio de los más pobres).

Congregaciones femeninas de vida apostólica

La vida monástica femenina es tan antigua como la masculina, pero mientras


que los monjes poco a poco se fueron abriendo progresivamente a la actividad
apostólica, sin abandonar nunca su separatio a mundo; las mojas, por el
contrario, experimentaron el impulso inverso: cada vez se fueron cerrando
más entre los muros de sus monasterios, encerramiento que se miraba
necesario para garantizar la virginidad física de las monjas. Incluso las
órdenes femeninas que nacieron bajo el ampara de los Mendicantes no
pudieron asumir la misma actividad apostólica, ya que ésta implicaba
necesariamente “brincarse” la clausura, que la misma Iglesia hacía cada día
más estricta.

Esto no implica que las monjas carecieran de importancia o de autoridad. Se


sabe de monjas que ostentaban una autoridad casi episcopal; p. e., hasta
finales del siglo XIX algunas abadesas ejercieron, en la Cristiandad de
Occidente, verdaderos poderes episcopales: asistían a los Concilios regionales,
convocaban sínodos, recibían profesiones religiosas de monjes masculinos
dependientes de ellas, etc. Se sabe, v. gr., de una abadesa en Apulia que llegó
411
a tener como vicario suyo a un obispo, o el de la abadesa de Huelgas, que
obraba en su territorio como obispo143, excepto aquellas funciones que derivan
directamente del ministerio ordenado. Era una verdadera prelada con
jurisdicción cuasi episcopal.

Con todo, debemos admitir que, según la mentalidad del tiempo, las monjas
tenían que estar encerradas. El ministerio apostólico directo se consideraba
tarea exclusiva de los varones. No obstante, algunas monjas de clausura
realizaban algunas actividades apostólicas dentro de sus monasterios.

Mención aparte merecen las Beguinas, fueron las primeras Comunidades de


vida común sin votos. Los beguinajes eran una especie de conventos en los
que algunas mujeres piadosas vivían en comunidad, bajo la dirección de algún
sacerdote o monje o fraile de la comunidad. Se dedicaban al cuidado de los
enfermos, a la enseñanza de las niñas y a la asistencia de los pobres.

La revolución apostólica de Santa Ángela Mérici: Ángela (1474-1540) vivió


en la época del Renacimiento, y el puesto de la mujer renacentista siempre fue
el del hogar o la clausura. En este contexto debemos situar el profetismo de
Santa Ángela Mérici, que logró conquistar la calle para el apostolado
femenino. Con ayuda de algunas otras jóvenes instituyó en Brescia, en 1535,
la Compañía de Santa Úrsula. Ángela eliminó el hábito, la clausura y los
votos canónicos, sin olvidar el contenido teológico de éstos. La Compañía
recordaba a la institución de las primitivas vírgenes. Hoy existen una gran
pluriformidad de ramas que consideran a Santa Ángela Mérici como

143
Expedía letras dimisorias, otorgaba licencias para oír confesiones, celebrar misas y predicar; lanzaba
censuras; recibía profesiones de varones; encarcelaba a sacerdotes; etc. En 1873, mediante una Bula, la
Santa Sede le abolió todos estos privilegios.

412
fundadora, a pesar de que ninguna de ellas se remonta materialmente a los
tiempos de la primera fundación.

Mary Ward y el Instituto de la Bienaventurada Virgen María: en Inglaterra,


en medio de un contexto de persecución y sufrimiento generalizado para los
católicos, y en el condado de Northumberland nació en 1585 Mary Ward.
Desde niña sintió grande impulso hacia la vida religiosa, pero no la de
clausura, aún y cuando ingresó a un monasterio de capuchinas y fundó uno de
clarisas. Después de salir del primero, y una vez concluida la tarea del
segundo, empezó en Londres una incontenible actividad apostólica para
animar la fe vacilante de muchos católicos. Ahí fue descubriendo lo que
verdaderamente Dios quería para ella.

Sentía cada vez con más fuerza el deseo de fundar una Congregación
femenina con nuevas estructuras que agilizasen el apostolado de la mujer:
religiosas sin clausura, sin hábitos monásticos, dedicadas al apostolado.
Obviamente, Inglaterra no era viable para un proyecto así, de modo que Mary
se pone en camino hacia Saint-Omer en compañía de cinco jóvenes más
deseosas de entrar en su proyecto.

En 1609 funda la primera comunidad en Saint-Omer, dedicada a la educación


de la juventud. Se les empezó a llamar Damas inglesas, aunque también
Damas jesuitas, debido a que ellas se atenían al estilo de vida trazado en las
Constituciones jesuitas. Todo su proyecto era una auténtica revolución en las
estructuras de la vida religiosa y en el modo de entender el apostolado; con
todo, fue muy bien visto por el Papa Pablo V que, si bien no aprobó el nuevo
instituto, sí le daba nuevas esperanzas para una aprobación futura. Para
entonces no cabría esperar un respuesta más ilusionante.

413
No obstante, y con grade lástima, muchos hombres de Iglesia seguían
empeñados en su idea de toda mujer que aspirase a la vida religiosa no tenía
otra opción que encerrase en lo muros de un monasterio; así como también
muchos hombres de Iglesia se empeñaron en callar a Galileo de su obsesión en
afirmar que la tierra giraba alrededor del sol.

Y así como lograron callar a Galileo lograron también suprimir


completamente el proyecto novedoso de Mary Ward, a quien mandaron a la
cárcel por herética y cismática. Grande tuvo que ser el sufrimiento de aquella
mujer al verse tratada así; a los pies de Urbano VIII dijo: “Santo Padre, no soy
ni he sido nunca hereje”. A pesar de todo este Papa publicó la bula de
supresión Pastoralis Romani Pontificis (1631): once casas fueron cerradas y
300 religiosas obligadas a dispersarse y nunca más habitar juntas ni reunirse
para deliberar sobre cualquier tema. Su fundadora, Mary Ward, nunca dejó de
amar a los pobres, de vivir, morir y resucitar con ellos: esta fue su meta, y con
ella murió a los 68 años el 30 de enero de 1645. Ella, como todos los profetas
de Dios, se adelantó a su tiempo y pagó con el fracaso.

Pero fue un fracaso como el de la Cruz, es decir, fracasos que generan vida y
victoria. El Instituto de la Bienaventurada Virgen María pudo continuar, y en
1749 el papa Benedicto XIV lo aprobó definitivamente, aunque se prohibía
dar el título de fundadora a Mary Ward. Así que, podemos decir sin temor,
que el apostolado femenino está fundado sobre las luchas y sufrimientos de
esta valiente mujer, que sostuvo el combate hasta el momento de una aparente
derrota, detrás de la cual venía el triunfo. De modo que todas las
congregaciones femeninas de vida activa deben, en lo más profundo de su
esencia, un sincero y perpetuo agradecimiento a Mary Ward.

414
Compañía de María Nuestra Señora: fundada por Juana de Lestonnac, nacida
en Burdeos en 1556 y muerta en la misma ciudad en 1640. Esta fue la primera
Orden femenina fundada con una finalidad específicamente educativa. Su
espiritualidad está enteramente centrada en la herencia de San Ignacio de
Loyola, y ellas se rigen por unas constituciones que son una modificación de
las jesuitas. La Compañía de María sufrió grandes pérdidas con la Revolución
Francesa, con la desamortización española y con la revolución mexicana. En
la actualidad la fundación de Santa Juana de Lestonnac cuenta con poco más
de 264 casas y unas 2380 hermanas.

Orden de la Visitación de Santa María: fundada por San Francisco de Sales


(1567-1622) y Santa Juana Francisca Fremyot de Chantal (1572-1641). Las
mujeres que consagrasen su vida a Dios en la Visitación no harían votos
solemnes; pero su pobreza sería tan exigente como la de una clarisa de estricta
observancia. La nueva Orden se propagó con gran rapidez por toda Francia, y
fue de mucha ayuda para las visitandinas el apoyo brindado por San Vicente
de Paúl, a petición del propio San Francisco de Sales.

Otras congregaciones: a lo largo de los siglos XVII y XVIII se fundaron más


de treinta congregaciones religiosas femeninas dedicadas especialmente a la
enseñanza y a la beneficencia. Algunas de las que cuentan con más número de
miembros son: Hermanas Penitentes Recoletas de la Tercera Orden de San
Francisco (1634); Hermanas del Verbo Encarnado (1633); Congregación de
Nuestra Señora de Montreal (1863); etc.

Persecuciones contra la vida religiosa en el siglo XVIII

La filosofía ilustrada en contra de la Iglesia: contra la vida religiosa la


emprendieron varios filósofos ilustrados, manteniendo en alto una leyenda

415
negra que poco de verdad tenía: la decadencia de las Órdenes y
Congregaciones religiosas. Un exponente de esta leyenda negra fue Diderot
con su obra La Religiosa, sobresaliente por el cúmulo de adjetivos negativos
que emite contra la vida religiosa; dice p. e., “hacer voto de pobreza es
comprometerse por juramente a ser perezoso y ladrón; hacer voto de castidad
es prometer a Dios la infracción constante de la más sabia e importante de
sus leyes; hacer voto de obediencia es renunciar a la prerrogativa inalienable
del hombre, la libertad…”.

No obstante, más peligrosos fueron los escritos de Rousseau, que lograba


calentar las mentes de la gente sencilla e ignorante. Lo mismo habrá que decir
de los panfletos de Voltaire, cuyo veneno se ocultaba muy bien detrás de un
vestido de erudición partidista; decía Voltaire: “monje ¿cuál es tu profesión?
La de no tener ninguna, de empeñarte en ser absurdo y esclavo y en vivir de
espaldas a los demás”.

A esto se unía la nueva filosofía económica que empieza a preguntarse cuál es


la utilidad de las Órdenes religiosas, que retienen para su exclusivo uso una
considerable parte de la riqueza nacional, haciendo más pobres a los ya
empobrecidos. Por supuesto que estas acusaciones influían en el pueblo
sencillo mucho más que las críticas de Diderot, Voltaire y Rousseau; más aun
teniendo en cuenta que, efectivamente, muchos monasterios se habían
convertido en inmensos latifundios144.

Lo cierto es que de 1768 a 1790 los religiosos han descendido en un tercio de


sus efectivos personales. Muchas podrían ser las causas de tal decadencia,
especialmente de las masculinas; pero quizá la raíz más profunda de esto se

144
Con todo, quedaban todavía significativos bastiones de la observancia como los Trapenses y los Cartujos.

416
encuentre en la Encomienda, que hacía que los monjes vivieran sin una
autoridad propia, e incluso los abades no comendatarios vivían generalmente
separados de su comunidad, en unas mansiones lujosas exclusivas para ellos y
separadas del edificio abacial, aunque dentro de la propiedad de la Abadía.
Siguiendo el ejemplo de los abades, los monjes también eran reacios a la vida
común. Muchos religiosos parecen haber perdido el sentido de su vocación; el
claustro se ha convertido, en el mejor de los casos, en un lugar de reposo.

La supresión de los jesuitas: el signo más dramático de la hostilidad de la


Ilustración contra los religiosos fue la supresión de la Compañía de Jesús, y
que afectó a todas las Órdenes religiosas en cuanto que fue el precedente para
la supresión general todas las demás decretada por la Revolución.

A pesar de no haber entrado en aquel proceso de decadencia, desde sus inicios


la Compañía habían sido acusada de todo lo inimaginable: desde errores
dogmáticos, como el molinismo y el probabilismo, hasta asesinatos de reyes
(el de Enrique IV de Francia, p. e.). Sin embargo, el pueblo los apreciaba y
ellos le retribuían con su benéfico influjo espiritual y educativo 145. Pero no
gozaban de la misma acogida entre los magnates de la política ni entre los
Enciclopedistas.

Y es que si la Ilustración quería abrir paso, a como fuera, a las doctrinas


deístas146, habría que destruir a la Compañía, que tenía en sus manos gran
parte de la educación de la juventud. Pero para entender debidamente las
razones que movieron la supresión debemos unir al deísmo otras más: la

145
También su pedagogía fue muy cuestionada, sobre todo por el monopolio que ellos ostentaban por
medio de sus muchos colegios esparcidos por toda Europa.
146
El deísmo es una postura filosófica que acepta la existencia y la naturaleza de Dios a través de la razón y
la experiencia personal, en lugar de hacerlo a través de los elementos comunes de las religiones teístas
como la revelación directa, la fe o la tradición. Por supuesto que es contrario al cristianismo.

417
francmasonería, el enciclopedismo, los rencores jansenistas, las exigencias
galicanas y regalistas, etc. Deberíamos también sumar muchos enemigos que
los jesuitas tenían dentro de las otras Órdenes religiosas (dominicos,
escolapios, agustinos, algunas abadías benedictinas, oratorianos, etc.).

Cuando toda esta animosidad antijesuítica entró en los ambientes de la Curia


Roma, se puede decir que su causa estaba perdida, porque había varios
cardenales adversos a la Compañía de Jesús y muchos otros curiales, que
estaban contra los jesuitas y a favor de ciertas ideas jansenistas.

Ya el 19 de enero de 1979 se decretó la confiscación de todos los bienes de la


Compañía en Portugal y en sus Colonias; poco tiempo después (el 3 de
setiembre) se expulsaron los 1700 jesuitas que trabajan en ese País, con la
explícita prohibición de no volver nunca más so pena de muerte. En Francia
sucedió otro tanto: el Parlamento decretó la expulsión de la Compañía el 6 de
agosto de 1762, se les acusaba de violar la ley civil y la natural, destruir la
religión y la moralidad, fomentar el relajo y la corrupción.

Hasta la misma patria que vio nacer a San Ignacio de Loyola expulsó a los
5500 jesuitas que realizaban desde décadas una insigne labor en todo el
territorio español. Carlos III firmó el decreto que expulsaba a la Compañía de
Jesús de España el 27 de marzo de 1767; y se promulgó un decreto por el que
se condenaba a muerte a quienes realizasen cualquier demostración pública
favorable a los jesuitas. Incalculable fueron los daños causados por el exilio de
estos religiosos españoles: de la noche a la mañana quedaron abandonados
188 colegios y 31 seminarios. Ciertamente, con la idea de los jesuitas se iba de
España también una significativa parte de su patrimonio cultural.

418
Pero faltaba lo peor: una vez que las Cortes borbónicas habían conseguido la
eliminación de la Compañía de todos sus territorios, quizá para justificar su
mala conciencia por semejante hecho, pretendieron a toda costa un decreto
pontificio de supresión general de los jesuitas en toda la Iglesia. Pero los
esfuerzos mancomunados de los embajadores de Francia, España y Nápoles
ante la Santa Sede, durante el mes de enero de 1769, toparon con la resistencia
heroica del Papa Clemente XIII, pero éste murió el 2 de febrero de 1769.

El sucesor, Clemente XIV, resistió como pudo, pero el 29 de noviembre de


1772 se dio por vencido y encargó al cardenal español Francisco Zelada la
tarea de confeccionar el decreto de supresión. Este escrito se convirtió en el
Breve de supresión de la Compañía de Jesús, Dominus ac Redemptor, que fue
firmado por Clemente XIV el 21 de julio de 1773.

Paradójicamente, el Breve de supresión es el mayor elogio para la Compañía,


porque no se aduce en él ni un solo motivo que huela a corrupción o
decadencia, sino que es sacrificada por amor a la paz de la Iglesia. La pérdida
que para la Iglesia reportó esta abolición fue inmensa en todos los ámbitos:
22.589 jesuitas esparcidos en 49 provincias, con 61 noviciados, 669 colegios,
171 seminarios, 340 casas, 271 misiones y 1542 iglesias.

Clemente XIV murió solo un año después de publicado el Dominus ad


Redemptor147; rápido corrió el chisme por Roma de que había sido
envenenado por los mismos jesuitas. Nada más inverosímil.

Pero el sucesor de Clemente XIV, Pío VII, publicó un breve (Sollicitudo


ómnium Ecclesiarum 7-8-1714) con el cual restauró la Compañía de Jesús, la
cual se organizó inmediatamente y, bajo el mando de algunos prepósitos

147
Cada obispo debía velar por la aplicación del decreto en su propia diócesis

419
generales de excepción alcanzó de nuevo un extraordinario florecimiento,
llegando a contar, en vísperas de Vat. II, con más de 34.000 miembros,
esparcidos por todo el orbe terrestre.

La Revolución Francesa y la Vida Religiosa

Desgraciadamente la Revolución Francesa (RF) fue la concretización práctica


de aquel principio teórico esbozado por ella misma: “la ignorancia, el olvido o
el desprecio de los derechos del hombre son las únicas cusas de los males
públicos y de la corrupción de los gobiernos”. Y, efectivamente, como había
dicho uno de los principales hombres de la RF, Mirabeau: “cuando se hace
una revolución, la dificultad no es hacerla, sino detenerla”. Como ya
sabemos, la RF se hizo en nombre de tres principios fundamentales: libertad,
igualdad, fraternidad148. Pero resulta que la búsqueda exasperada de ese triple
fundamento condujo a su negación más absoluta, desembocando ello en una
limitación de los derechos humanos, prohibición de las asociaciones
profesionales y persecución contra las Órdenes y Congregaciones religiosas.

La Revolución Francesa contra la vida religiosa: aparte de decretar la


nacionalización de todos los bienes eclesiásticos y de abolir los privilegios
feudales y el diezmo, la Asamblea nacional francesa aprobó el 28 de octubre
de 1789 un decreto que suspendía la emisión de los votos monásticos y la
admisión de nuevos candidatos a la vida monacal. Pero quienes quisiera
permanecer en sus comunidades religiosas podían hacerlo, pero sin reclutar
nuevas vocaciones149. Pero el 4 de agosto de 1792 se ordenaba que para el 1°

148
La Iglesia siempre trató de ver en estos tres fundamentos una proyección de las enseñanzas evangélicas;
es decir, asumir esos tres principios, pero fundamentados desde el Evangelio y no desde la filosofía
ilustrada.
149
Parecía que a Francia se le olvidaba todo lo que le debía a los monjes benedictinos, así como se le había
olvidado los muchos favores que el prestaron los jesuitas, que ya habían sido completamente expulsados del
territorio galo en décadas anteriores.

420
de octubre todos los religiosos tendrían que haber abandonado sus casas, a
excepción de los hospitales.

El mismo años, 1792, pero el 18 de agosto, se decretaba la supresión efectiva


de todas las Congregaciones…todo en nombre de la libertad, porque “un
Estado verdaderamente libre no debe sufrir en su seno ninguna corporación,
ni siquiera aquellas…que han sido beneméritas de la patria”.

Con la llegada de Napoleón no cambiaron muchos las cosas respecto a la vida


religiosa, porque él estaba imbuido con las mismas ideas revolucionarias;
decía: “nada de monjes. Dadme buenos obispos y buenos párrocos. No hay
necesidad de nada más”. Durante la era napoleónica la vida religiosa
experimentó en cadi toda Europa la misma persecución que en Francia, y esto
iba en aumento a medida que los ejércitos franceses conquistaban nuevos
territorios y destituían las monarquías borbónicas. El proceso era siempre el
mismo: confiscación de monasterios y conventos, secularización de los
religiosos y supresión de las Órdenes y Congregaciones; sin embargo, no en
todas partes tuvo la misma dureza.

Ante estas coyunturas tan duras e incomprensibles de los decretos fruto de la


RF, la reacción de las religiosas fue de altísima fidelidad a sus compromisos;
de los religiosos, como siempre, no se puede hacer la misma afirmación: la
fidelidad de estos dejó bastante que desear, aunque siempre hubo honrosas
excepciones de religiosos que, después de la supresión, pasaron a desempeñar
oficios pastorales, dando muy buenos ejemplos de entrega y de fidelidad
sacerdotal. Y no debemos olvidar a tantas y tantos religiosos que continuaron
prestando su servicio abnegado a la Iglesia bajo una heroica clandestinidad.

421
La vida religiosa en los siglos XIX y XX

El denominador cultura común de casi todo el siglo XIX fue el romanticismo;


en cambio en siglo XX sobresaldrá más determinante el factor científico-
técnico; y a finales del vigésimo siglo surgirá la Posmodernidad: fuerte
reacción contra todo lo que supuso la cultura moderna. En realidad, el
Romanticismo no es sólo un fenómeno literario, sino que implicaba una forma
de ver y enfrentar el mundo.

La Iglesia apoyó el Romanticismo, porque tuvo magníficas aportaciones a la


vertiente religiosa, especialmente en la restauración de las Órdenes monásticas
y de la liturgia. Pero tuvo también sus riesgos, porque se apoyó mucho en la
dimensión más sensible del hombre, de ahí que algunos como Chanteaubriand
hayan establecido el siguiente silogismo: “he llorado, luego creo”.

En lo tocante a la Revolución Industrial, según habíamos mencionado antes,


debemos calificarla como la responsable de un pujante crecimiento
económico tanto como de una inhumana explotación laboral: ésta vez se trata
de miles de obreros –muchísimos de ellos niños– que eran cruelmente
explotados en maquilas textileras por los señores industriales. La exposición a
jornadas de trabajo tan largas, pesadas y muy mal pagadas condujo al
analfabetismo, la miseria y la enfermedad. Por doquier se encontraban
ancianos desechados por su inutilidad laboral; personas nada instruidas que
apenas y tenían tiempo para dormir poco y comer menos; niños igualmente
analfabetos y abandonados: todos ellos víctimas de una Revolución Industrial
que se levantó sobre la carencia de una verdadera justicia social.

Fueron muchas Congregaciones religiosas, especialmente féminas, en todos


los rincones de Europa, que concretaron su seguimiento de Cristo mediante la

422
práctica de la caridad, las que terminaron supliendo la carencia de esta justicia
social.

Otro aspecto importante a tener en cuenta fue es la mentalidad científico-


técnica, que sitúa al hombre de un modo distinto ante Dios, ante los demás y
ante sí mismo; esta nueva forma de situarse es lo que devino secularización.
Esta pone el acento sobre valor del hombre y del mundo, precisamente sobre
la premisa de cada vez se conocen más las leyes que rigen a ambos; se afirma
también lo profano, la autonomía de la política, la imagen del hombre como
creador de la ciencia y de la técnica, la separación Iglesia-Estado, etc.

Es así como hace su entrada la Posmodernidad, que viene a ser una reacción
en contra de la modernidad o de la confianza que ésta había depositado en la
razón. La Posmodernidad pretende ser una desmitificación de los tiempos
modernos. Se intenta, entonces, caminar por otros derroteros menos racionales
y más contemplativos, porque las cosas siempre apelan a algo más profundo
que la sola razón. No obstante, se corre el peligro de un excesivo enfoque a los
sentimientos de la subjetividad.

Situación eclesial: después de la RF la Iglesia viene experimentando una


creciente marginación tanto de lo sociopolítico como de la producción de
ideas. El postulado de la razón como base de toda clase de conocimiento,
choca contra la Iglesia que fundamenta toda su razón de ser en la Revelación
de Dios como base del conocimiento religioso: que se escapa por completo al
control de la razón.

Así pues, la Iglesia del siglo XIX ha tenido que asumir la tarea de evangelizar
a un mundo paganizado, y la no menos fácil tarea de encontrar una nueva
manera de situarse frente a la cultura para salvar la antinomia que muchos

423
intelectuales veían en las relaciones entre fe y ciencia. Pues bien, la fundación
de muchos institutos religiosos, masculinos y femeninos, ha tenido su origen
precisamente en este pavoroso reto que le ha planteado a la Iglesia la
descristianización del mundo a lo largo de los siglos XIX y XX.

Restauración o renovación de la vida religiosa: después del desbarajuste que


dejó la Revolución Francesa, Pio IX se percató muy bien de que no sólo había
que restaurar, sino renovar o actualizar las Órdenes y Congregaciones
religiosas, ya que sólo así se podría alcanzar la buscada renovación de toda la
Iglesia. Pio IX estaba convencido de lo difícil que resultaba esta tarea y, por lo
mismo, debía pensarse como un proceso a largo plazo. Y a este se unía la
convicción cierta de que si la reforma no dimana del interior de los mismos
religiosos, todas las imposiciones externas serán inútiles.

Con esta finalidad restauradora instituyó el Papa la Congregación Super Statu


Regulam, el 7 de noviembre de 1846. Aunque los primeros brotes de una
reforma de la vida monástica son anteriores a esta Congregación. Durante los
siglos XIX y XX la restauración monástica se apoyó únicamente en un retorno
al pasado y, por lo tanto, faltó la adaptación a las cambiadas circunstancias del
mundo y de la Iglesia. El pasado era un mundo agrario, el presente uno
industrial. No obstante, esta restauración monástica ejerció un notable influjo
sobre el estilo de vida de las nuevas Congregaciones religiosas, y esto
ocasionó –en no pocas ocasiones– serios conflictos entre observancia religiosa
y misión apostólica.

La restauración también alcanzó a las Órdenes Mendicantes; pero en este caso


hubo intervenciones más directas y concretas de la Santa Sede y Pio IX. El
sucesor de Pio será el Pontífice León XIII, que continuó con el mismo
esfuerzo restaurador de las Órdenes Monásticas y Mendicantes: favoreció la
424
confederación de monasterios benedictinos, nombrando en 1893 un abad
primado; promovió también un proceso de unificación entre los Franciscanos.
A esto se le llamó La unión Leonina; fue precisamente El 4 de octubre de
1897 cuando el papa León XIII, por la Constitución Apostólica "Felicitate
quadam", reunía en una sola familia a cuatro reformas franciscanas:
Observantes, Reformados, Descalzos o Alcantarinos y Recoletos, con la
simple denominación de "Hermanos Menores", título que comparten con los
Hermanos Menores Conventuales y los Hermanos Menores Capuchinos.

Los que conformaban dicha unión debían guardar las mismas constituciones,
vestir el mismo hábito (que debía ser castaño, desapareciendo la anterior
variedad de colores: gris, negro, violeta o azul) y permanecer en absoluta
unidad de régimen, con un solo General, un procurador, un secretario y un
postulador para las causas de canonización. Por su parte, León XIII nombró
general al P. Luis Lauer (1897-1901), ex procurador de los Recoletos; a la
prudencia de este fraile se debe la ejecución de la Felicitate quadam150.

Nuevas Congregaciones Religiosas

La evolución canónica de las Congregaciones de votos simples culminó con la


aparición de la constitución Condite a Christo (1900) de León XIII. Pero lo
que más llama la atención de este período es la extraordinaria proliferación de

150
Actualmente existe una enorme cantidad –centenas– de institutos religiosos (masculinos y femeninos)
que han nacido dentro del carisma franciscano o se han inspirado en él, pero la orden como tal mantiene la
misma división jurídica de antaño: son tres las Ordenes franciscanas que existen en la actualidad, como tres
ramas de un único tronco primitivo: los Hermanos Menores Conventuales, de los que se separaron las
distintas reformas; los Hermanos Menores y los Hermanos Menores Capuchinos (desgajados de la rama
Observante en el siglo XVI). En fin, quedaba así sentado que serían tres los generales que se consideran
legítimamente sucesores de San Francisco.

425
nuevas Congregaciones, sobre todo femeninas. Con frecuencia se ven surgir
hasta más diez Congregaciones en un mismo ámbito geográfico y en un
espacio de tiempo muy reducido; y casi siempre con finalidades y carismas
bastante similares. Lo cierto es que en toda Europa se multiplican las
Congregaciones y para todas hay vocaciones suficientes. En Francia, p. e.,
entre 1800 y 1880 se fundaron 400 institutos, con un promedio de cinco por
año; y en 1815 eran en Francia 30 000 las religiosas; ya para 1878 alcanzaban
el número de 135 000. Definitivamente, los siglos XIX y XX han contemplado
la aprobación pontificia de más Congregaciones religiosas que todos los
demás siglos anteriores juntos. A lo largo de estas dos centurias se han
fundado y han sido aprobadas por la Santa Sede 1.139 Congregaciones.

Entre estas nuevas Congregaciones se ha operado una diversificación del


apostolado. Y sólo un porcentaje muy mínimo abarca institutos de vida
estrictamente contemplativa; casi todos los que surgen se dedicarán al
apostolado activo. La diversificación apostólica está marcada por los dos
grandes bloques que polarizan mayormente el apostolado religioso: la
educación y la beneficencia.

La asistencia sanitaria, la enseñanza de las artes y de las ciencias, la formación


profesional, todo se convierte en instrumento para la proclamación del
Evangelio. El apostolado se torna cada día más especializado: sordomudos,
ciegos, campo editorial, medios audiovisuales, ecumenismo, relaciones con el
pueblo judío, misión, hospitales, etc. El Espíritu suscita un carisma específico
para cada necesidad concreta, sea esta eclesial o social.

Ahora bien, por supuesto que ningún fundador/ra dio origen a su


Congregación para solucionar un problema sanitario o educativo, sino para
promover en la Iglesia una concreta manera de seguimiento de Jesús de
acuerdo con una particular forma de leer el Evangelio. En este sentido, cada

426
instituto pone de relieve algún rasgo del ministerio de Jesús o alguna página
específica de los Evangelios.

La presencia de María late, sin duda, en todas las Congregaciones religiosas


fundadas en los siglos XIX y XX, pero se hace especialmente visible en la
espiritualidad de aquellas que en su origen o en su nombre tiene una especial
mención a Ella. Además, desde sus mismos orígenes la vida religiosa ha
considerado a María como modelo de vida consagrada. De hecho, muchísimas
fórmulas de profesión de votos llevan explícitamente mencionado el nombre
de María151. Jamás este amor a María pone en duda la verdad de que los
religiosos tienen como Modelo único y primero a Cristo, Verbo Encarnado;
pero es imposible pensarlo a Él sin referencia a Ella, que está siempre
totalmente unida a su Hijo.

En los últimos siglos han surgido una multitud de Congregaciones religiosas


en el ámbito espiritual de algunas familias religiosas antiguas, que han sido
punto de arranque para la fundación de nuevos carismas: Benedictinos,
Trinitarios, Mercedarios, Dominicos, Jesuitas, Carmelitas, Vicentinos y, por
supuesto, los Franciscanos. En muchos casos las mismas Reglas o
Constituciones de la antigua Orden han sido adoptadas por los nuevos
Institutos, aunque siempre con la necesidad de establecer sus propias
Constituciones.

Se dio el caso también de algún fundador/ra que diera origen a más de una
Congregación; el ejemplo más notorio fue en el siglo XX el Siervo de Dios
don Santiago Alberione (muerto en 1971), que fundó cinco Institutos

151
La nuestra no es la excepción: «Yo, fr. N.N., a gloria de Dios, con la firme voluntad de vivir más
perfectamente el Evangelio de Cristo […] Por tanto, me entrego de todo corazón a esta fraternidad […]
mediante la eficaz acción del Espíritu Santo, la intercesión de la Inmaculada Virgen María, de nuestro Padre
San Francisco y de todos los Santos, y vuestra ayuda fraterna».

427
religiosos. Más frecuente ha sido el caso del fundador que da inicio a la rama
masculina y, después con la ayuda de una mujer cofundadora, a la rama
femenina del mismo carisma. Otro fenómeno típico de las modernas
Congregaciones es que suelen extender su espíritu religioso y apostólico
también a las asociaciones de seglares que, en cierto modo, recuerdan las
Terceras Órdenes, propias de los Mendicantes.

Característico de estas nuevas Congregaciones ha sido la centralización


romana (aparte de la centralización interna que ya conocemos). Esta
centralización romana se concreta en una serie de normas dictadas por la
Congregación de Obispos y Regulares y por la Congregación de Religiosos,
con el fin de lograr una mejor uniformidad universal entre las Congregaciones.
Con este mismo fin se decretó la invitación que hizo la Santa Sede para que
los Institutos trasladaran a Roma sus Curias Generales, esto con el objetivo de
estar más en contacto con las fuentes de la normativa pontificia.

El XIX y el XX fueron siglos que vieron nacer carismas religiosos cuyos


orígenes parecían calcados de un mismo molde sociorreligioso. De Bertier
explica esto muy claramente en su libro La Restauración (París, 1962, p. 312):
el autor dice que la historia de las fundaciones del siglo XIX es prácticamente
siempre la misma, en el sentido de que responde al mismo patrón: una
muchacha piadosa decide iniciar alguna obra de asistencia social; pronto
encuentra otras seguidoras y/o bienhechoras que le dan sostén económico;
aparece después la figura de un sacerdote, que hace las veces de director
espiritual y es quien dirige el nacimiento de la nueva comunidad a la que
pronto se le busca un nombre, un patrón o patrona, un hábito y unos estatutos.
Al final viene la aprobación diocesana o pontificia. Aunque parezca muy
simplificado, esto evidencia la realidad; basta con ponerle nombres concretos
a cada historia fundacional, pero el modelo es el mismo.

428
Por supuesto que otro rasgo propio de estos Institutos decimonónicos está
relacionado con la feminización del catolicismo. Ciertamente, el catolicismo
del siglo XIX se escribe más como femenino; esto en el sentido de que la
mujer empieza ahora a ocupar un puesto más determinante en la marcha de la
Iglesia Católica. El síntoma más evidente de esta feminización es el
surgimiento de una pléyade de nuevas Congregaciones femeninas, sin que esto
signifique nunca un cuestionamiento al sacerdocio ministerial, rígidamente
ejercido sólo por varones.

La promoción de la mujer al apostolado directo es una adquisición de estas


Congregaciones, cuyas estructuras comportan la participación de la mujer en
compromisos organizativos y sociales. Han sido muchísimos los ejemplos de
Superioras Generales que, junto con sus Consejos, han dado intachable
ejemplo de agudeza, dirección y buen discernimiento en el gobierno de
Congregaciones cada vez más numerosas y comprometidas en tareas cada vez
más arriesgadas.

La vida religiosa en América Latina

El descubrimiento de América colocó a la vida religiosa española en la


situación de ofrecer a toda la Iglesia una heroica acción profética en la
predicación del Evangelio y en la defensa de los derechos humanos. Los
religiosos se hacen presentes en América Latina desde el segundo viaje de
Cristóbal Colón (1493): en la carabela venían un benedictino, un jerónimo, un
mercedario y tres franciscanos. Poco después se sumaron los agustinos y los
dominicos. Los jesuitas tuvieron permiso de sumarse a la expedición hasta
bien entrado el siglo XVI.

429
En Costa Rica, p. e., uno de los primeros evangelización fue Fr. Bartolomé de
las Cazas, dominico (1536); pero quienes llevaron el cristianismo de un modo
sistemático a toda la región fueron los franciscanos desde 1550.

Los religiosos que llegaron a América Latina lo que pretendían era edificar
una Iglesia nueva y no simplemente una Iglesia indigenista. Buscaban lo que
hoy llamamos inculturación. Justo es reconocer que fueron los franciscanos
los pioneros en esta labor de inculturación, aunque la llegada de los dominicos
abrió un nuevo cauce al profetismo liberador de los religiosos. Ellos se
percataron rápidamente de las dificultades que acarreaba a la conversión de
los indios el sistema opresor de la conquista y de la colonización,
especialmente de los encomenderos. Abrió la marcha Fray Antonio
Montesinos, pero el portaestandarte del profetismo denunciante sería Fray
Bartolomé de las Casas.

Décadas después, con la sucesiva independencia de las colonias españolas y


portuguesas, la presencia de los religiosos disminuyó en gran medida, no solo
porque muchos religiosos regresaron a España, sino también porque esos
nuevos Gobiernos, influidos por las ideas liberales, se dedicaron a perseguir la
vida religiosa. Será nuevamente a partir de finales del siglo XIX cuando se
inicia el regreso masivo de Órdenes hacia América Latina. A todo esto se une
el importante hecho de que se han fundado también numerosos Institutos
religiosos en los más variados puntos de América Latina.

Vaticano II significó para la Vida Religiosa de América Latina cambios


verdaderamente revulsivos. Todos estos planteamientos eclesiales ha intentado
llevarlos a cabo la CLAR (Confederación Latinoamericana de Religiosos), que
representa a las Conferencias de religiosos/as de 21 países latinoamericanos.

430
Aunque no tenga fuerza jurídica, la CLAR tiene la máxima autoridad moral y
doctrinal dentro del área de la vida religiosa en los países que la componen.

Vaticano II y la vida religiosa

El Vat. II se ocupó de la vida religiosa más y mejor que ningún otro Concilio
anterior lo había hecho; y lo hizo en varios de sus documentos, pero
especialmente en el capítulo VI de la Lumen Gentium, y en el decreto
Perfectae Caritatis. La vida religiosa fue el grupo eclesial más conmocionado
por el Concilio. Fruto de esos trabajos de renovación conciliar han sido unas
Constituciones renovadas en las que se expresa con mayor fidelidad y claridad
la identidad propia de cada instituto, y un Directorio actualizado conforme a la
disciplina del Código de Derecho Canónico promulgado por Juan Pablo II en
1983.

Uno de los principales retos que lanzó el Concilio a los religiosos fue la tarea
de definirse a sí mismos. Esto dio como resultado una clarificación del
carisma y del patrimonio espiritual del propio Instituto, y también originó toda
una teología sistemática sobre la vida religiosa; teología que se fundamenta en
el sexto capítulo de LG, que se había ocupado de sacar a luz la eclesialidad de
la vida religiosa, que brota de la vida y santidad de la Iglesia (LG 43).

Podemos inferir que uno de los logros más significativos de Vat. II fue el
señalarle a la vida religiosa su propio lugar dentro de la Iglesia, porque este ha
sido el punto de partida para todos los demás trabajos posteriores de
renovación y adaptación.

La primera etapa de renovación posconciliar puso su acento en la persona


concreta del religioso; esto con el fin de sacar del anonimato a los miembros
de las comunidades. Se hizo, así, hincapié en puntos como: libertad personal,
431
carismas personales, originalidad intransferible de la propia persona,
autonomía, diálogo con los superiores, etc. Con todo, este redescubrimiento de
la persona trajo también el peligro del individualismo y el particularismo.

Un segundo estadio de la renovación se ocupó de la fraternidad, en cuanto ésta


constituye la dimensión comunitaria de la vida religiosa; se descubrió que no
puede existir un solo modelo de fraternidad, sino varios; incluso dentro de una
misma Congregación pueden darse distintos modelos comunitarios. Pero
también un énfasis desmedido en la vivencia fraterna puede terminar en un
holocausto de los miembros individuales que la conforman.

Por último se ha puesto atención al aspecto misionero, y esto ha hecho que las
comunidades se tornen más creativas a la hora de reinventar nuevos caminos
para la realización de su propia misión. Han surgido comunidades insertas en
distintas realidades sociales y eclesiales; se han hecho opciones preferenciales
por los pobres y marginados. Las misiones comunitarias también ha sufrido
una reorientación hacia distintos y nuevos compromisos: el mundo de la
increencia, el ecumenismo, la drogadicción, etc. Este redescubrimiento
también encubre un peligro: la secularización de la propia misión,
convirtiendo en simple desempeño profesional lo que ha de ser siempre
misión salvífica.

Como podemos ver no todo lo realizado por la renovación de los religiosos ha


sido un acierto. Han existido también muchas experiencias negativas. De lo
que no cabe duda es de que el mundo nuevo que está emergiendo ante
nuestros ojos plantea toda una manera nueva de ser y de existir, que exige una
radical revisión de los planteamientos tradicionales que sustentan el proyecto
de vida de los religiosos. Se trata de un mundo socializado, secularizado,

432
sumergido en al injusticia. Ante este panorama los religiosos deben ofrecer
comportamientos existenciales y apostólicos diferentes.

Por otra parte, también es necesario prestar atención a los datos cuantitativos:
las estadísticas han puesto su contrapunto a la euforia de la renovación
postconciliar de la vida religiosa. El abandono masivo de religiosos/as después
del Concilio ha sido muy preocupante; y es más preocupante aún el
espectáculo que ofrecen en muchos países occidentales (sobre todo europeos)
tantos noviciados, juniorados y escolasticados, abarrotados antes del Vat. II,
pero ahora completamente vacíos.

Los números, en este caso, hablan por sí solos: de los 327.315 religiosos
existentes en todo el mundo el 1 de enero de 1964, se había descendido trece
años después (1 de enero de 1977) a 263.362. Y en el mismo espacio de
tiempo las religiosas habían descendido de 855.162 a 771.947. Por supuesto
que en las últimas décadas los números no han sido más alentadores. Con
todo, es más que evidente que, mientras en unos países caen estrepitosamente
las vocaciones, otros experimentan un verdadero florecimiento vocacional.
Sería muy arriesgado achacar tanto un fenómeno como el otro a los
planteamientos introducidos por Vaticano II; el problema vocacional es algo
mucho más complejo que todo eso.

A los religiosos hoy la cultura contemporánea les impone el desafío de


encontrar un nuevo lenguaje que haga más efectiva su inculturación. El mundo
moderno lanza muchos retos a los cuales ya no se puede responder con las
formas tradicionales de vida religiosa; y quizá a esto se debe –
inteligentemente– la diversificación de tantos carismas religiosos que trabajan
en comunión con la Iglesia.

433
Lo cierto de todo esto es que el mismo Espíritu Divino que suscitó –hace ya
más de 1500 años– aquellas primeras experiencias comunitarias del monacato
en el desierto, sigue suscitando hoy nuevas formas de vida consagrada, como
ha venido haciéndolo a lo largo de todo este itinerario histórico. Pero por
encima de todas estas cuestiones históricas y estructurales, lo que prevalece es
la constatación de que, aún y con los avatares propios de quince siglos de
historia, la Vida Religiosa no ha dejado de dar testimonio de que ella
pertenece esencial y constitutivamente –tal y como lo expusiera la Lumen
Gentium– a la vida y santidad de la Iglesia.

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