Guerra Profunda

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Guerra profunda

En agosto de 1941 Roosevelt y Churchill se encontraron en aguas de la


isla de
Terranova con el fin de intercambiar opiniones acerca del transcurso de
la
guerra y su futuro desarrollo. La implicación norteamericana en el
conflicto en
apoyo a Gran Bretaña había dado un paso decisivo con la aprobación de
la
Ley de Préstamo y Arriendo en marzo de 1941. Durante el encuentro,
ambos
mandatarios firmaron una declaración conjunta que pasó a denominarse
la
Carta del Atlántico, que reflejaba el deseo de que no se produjera ningún
cambio territorial, salvo si este se hacía con el asentimiento de los
pueblos
afectados; el respeto al derecho de todos los pueblos a elegir su propia
forma
de gobierno; la promoción de un acceso igual de todos los estados al
comercio
y las materias primas tras la derrota del Eje; que se aprobara una paz bajo
la
que las naciones pudieran vivir con seguridad dentro de sus fronteras.
Esa paz
garantizaría la libertad de navegación en los mares y, a la espera de la
consecución de una seguridad colectiva basada en la renuncia a la fuerza,
los
potenciales agresores tendrían que ser desarmados. La Carta del
Atlántico
recordaba al idealismo de los Catorce Puntos de Wilson y fue
posteriormente
incorporada a la Declaración de las Naciones Unidas aprobada el 1 de
enero
de 1942.
A partir de 1942, las fuerzas del Eje sufrieron derrotas significativas en
el
Norte de África, en el Mediterráneo y el Atlántico. En octubre de 1942,
el
general Bernard Law Montgomery derrotó a las fuerzas alemanas de
Rommel
en El Alamein, lo que provocó una larga retirada hasta Túnez. Los
británicos
mostraron una gran audacia cuando, a la par que defendían Egipto,
actuaban
para contrarrestar las amenazas alemanas en Oriente Medio. En Iraq se
puso
fin a un golpe de Estado favorecido por los alemanes y las autoridades de
Vichy en Siria y el Líbano fueron depuestas. Junto con los rusos, los
británicos
invadieron Irán. Oriente Medio quedaba asegurado frente al
nacionalismo
árabe proalemán y Alemania, sumida en el frente ruso, no podía hacer
nada
para evitarlo, por lo que cualquier atisbo de unir los frentes alemán y
japonés
resultaría imposible. En el verano de 1943, los tres líderes aliados
exigieron
la rendición «incondicional» de Alemania. El desembarco aliado en el
Norte
de África fue el primer paso para la rendición del Afrika Korps y la
pérdida
de 250 000 hombres, hechos prisioneros.
En el mar, la guerra también se inclinó del lado de los aliados. El 30 de
enero de 1943 Hitler cesaba al almirante Raeder como comandante en
jefe de
la Marina y nombraba a Karl Dönitz, defensor del submarino, lo que
implicó
un cambio de prioridades. Con el abandono de la Flota de Alta Mar
alemana,
la Royal Navy británica iba a lograr el equivalente a una gran victoria
que
afectaría sensiblemente al equilibrio de fuerzas en el Mediterráneo, en el
océano Índico y en el Pacífico. Hitler consideró que solo el submarino
podía
cortar las arterias vitales del enemigo. La batalla del Atlántico, es decir,
el
intento alemán por acabar con los suministros a Inglaterra y Rusia, llegó
a su
punto álgido en 1943. En marzo de ese año, los grupos de submarinos
alemanes que se lanzaban sobre los convoyes aliados lograron grandes
éxitos
al hundir 476 000 toneladas. Durante un breve periodo de tiempo, el
hundimiento de buques aliados superó al número de barcos construidos,
pero
la suerte de los submarinos alemanes no duró mucho tiempo. El vacío
que
existía en el Atlántico, donde no existía cobertura aérea, fue cubierto por
los
nuevos bombarderos de largo alcance y se introdujeron nuevos
portaaviones
para escoltar a los convoyes, además Portugal permitió, en 1943, el uso
de las
Azores como base, lo que llevó a un control más efectivo de la ruta
trasatlántica. La aparición de nuevos sistemas para interceptar señales de
los
submarinos alemanes y un nuevo radar hacían muy difícil la labor de las
tripulaciones alemanas. En mayo de 1943 Dönitz confesaba: «Hemos
perdido
la batalla del Atlántico». El esfuerzo por estrangular el comercio de Gran
Bretaña y evitar que las tropas norteamericanas llegasen a Europa había
fracasado.
Los aliados desembarcaron en Sicilia, donde las fuerzas de George
Patton
y de Montgomery se impusieron. Los sicilianos recibieron con
entusiasmo a
las tropas aliadas, la destrucción causada por la guerra había mermado en
gran
medida el apoyo al fascismo. Posteriormente, las tropas aliadas
desembarcaron en la península itálica, iniciando una dura lucha debido a
la
tenaz resistencia alemana y a las peculiaridades de la geografía italiana.
A
pesar de los medios empleados por los aliados, la posterior lucha por
desalojar a los alemanes de Italia se convirtió en una de las campañas
más
duras de las libradas contra las fuerzas del Eje. Temiendo por sus vidas,
el 9
de septiembre el rey Víctor Manuel y los miembros del gobierno se
olvidaron
del pueblo al que gobernaban y huyeron de Roma, dejando la capital y
toda la
Italia central y septentrional en manos alemanas. Italia se convirtió en el
escenario de dos guerras yuxtapuestas: una convencional entre las
fuerzas
aliadas y los alemanes, y una amarga guerra civil entre los fascistas
radicales
y la creciente resistencia. La mayor parte de la población no se sentía
vinculada a ninguno de los bandos en guerra y lo único que deseaba era
sobrevivir. El mensaje más extendido era: «Aquí nadie cree en nada».
El 25 de julio, Mussolini era rescatado por tropas alemanas y establecía
la
fantasmagórica República de Saló en el norte de Italia. Aquellos que
trataron
al Duce durante ese periodo destacaron que se trataba de un hombre en
declive
físico y mental. Cuando Mussolini se entrevistó con Hitler en septiembre,
afirmó que había llegado la hora de retirarse de la vida política, algo que
Hitler rechazó. El Duce se vio obligado a aceptar la anexión alemana de
Tirol
del Sur, Trieste y el Trentino, y miles de italianos fueron forzados a
trabajar en
las industrias alemanas. La resistencia italiana quedaría reflejada en la
película Roma, ciudad abierta (1945), de Roberto Rossellini. Hacia
noviembre de 1943, los alemanes habían logrado un empate en Italia
similar al
de la Gran Guerra. Finalmente, los aliados consiguieron entrar en Roma
en
junio de 1944.
En el este, 1943 fue el año de la «Operación Ciudadela», destinada a
cortar el saliente que se había formado en torno a la localidad de Kursk.
Tras
la rendición del Sexto Ejército alemán en Stalingrado, el Ejército Rojo
lanzó
una serie de ofensivas, muchas de las cuales se concentraron a lo largo de
la
cuenca el Don, cerca de Stalingrado. Estos ataques se tradujeron en
ganancias
iniciales, hasta que las fuerzas alemanas fueron capaces de tomar ventaja
de la
debilitada condición del Ejército Rojo y lanzar un contraataque para
recapturar la ciudad de Jarkov y áreas circundantes. En julio, después de
reunir la concentración de poder de fuego más grande de toda la guerra,
la
Wehrmacht lanzó su ofensiva contra la URSS en el saliente de Kursk.
Aunque
hicieron ciertos avances, los alemanes no lograron romper el frente y
cercar a
las tropas soviéticas. Las bajas de ambos bandos fueron terroríficas. Sin
embargo, al final los alemanes se retiraban. Cuando el escritor soviético
Ehrenburg visitó la zona, comentó: «Todo se funde en una sola cosa: en
la
guerra profunda».
Kursk confirmó lo que Stalingrado había demostrado: que el Ejército
Rojo
estaba ganando la guerra en el este. A partir de ese momento el avance
soviético fue ininterrumpido. El 18 de febrero de 1943 Goebbels
proclamó la
necesidad de una guerra total en un discurso en el Sportpalast de Berlín
ante
una audiencia seleccionada de nazis convencidos, pero la fe en Hitler
entre la
población estaba ya minada. El año 1943 marcó la pérdida irreversible de
la
iniciativa diplomática y militar que la Alemania nazi había disfrutado
desde
1933; si Stalingrado había determinado que Alemania perdería la guerra,
Kursk anunció que el conflicto acabaría irremediablemente con la
destrucción
total del Tercer Reich. Churchill, intuyendo que la guerra cambiaba de
signo,
señaló: «Esto no es todavía el final. Ni siquiera se trata del principio del
fin,
pero esto puede ser, quizás, el final del inicio».
A mediados de noviembre de 1943, Stalin, pletórico por sus victorias, se
dirigió hacia la capital iraní, donde recibió a Churchill y Roosevelt. La
Conferencia de Teherán constituyó el punto culminante de la
cooperación en el
seno de la llamada Gran Alianza, y los éxitos del Ejército Rojo, unidos a
la
inminencia de la apertura de un segundo frente en Europa Occidental,
permitieron que el primer encuentro entre «los tres grandes» se
desarrollara en
un ambiente cordial. En mayo de 1943, Stalin anunciaba la disolución
del
Komintern, la organización que había simbolizado el compromiso de la
URSS
con la revolución mundial. Stalin comenzó a exigir a sus aliados que
cumpliesen con sus compromisos de abrir un nuevo frente para absorber
parte
del esfuerzo de guerra alemán. Roosevelt parecía entusiasmado con el
proyecto de un segundo frente, mientras que Churchill procuraba
retrasarlo lo
más posible, aunque finalmente tuvo que ceder, y el desembarco en
Francia
quedó fijado para mayo de 1944. Durante el encuentro, el presidente
norteamericano propuso la creación de una organización internacional,
que
acabaría desembocando en las Naciones Unidas. Roosevelt regresó a
Washington ingenuamente convencido de que había forjado una estrecha
relación con Stalin y de que la misma sería fundamental para acabar con
la
Alemania de Hitler y reconstruir el mundo de la posguerra.
En Teherán se anunciaba ya el reparto y división del mundo en esferas de
influencia. Se hacía evidente que la URSS, después de la victoria, se
constituiría en la superpotencia dominante en Europa Central y Oriental.
Cuando Stalin y Churchill se volvieron a encontrar en Moscú en 1944, se
produjo el tristemente célebre «acuerdo de los porcentajes», en el que, a
cambio de que Stalin permitiese el mantenimiento de la influencia
británica en
Grecia «90 por ciento», Churchill dejó que la URSS controlase Bulgaria,
Hungría y Rumanía: 90, 80 y 75 por ciento respectivamente, aceptando
un
reparto equitativo en Yugoslavia: 50 por ciento. Estados Unidos no
participó
en el acuerdo, ya que condenaba ese tipo de diplomacia. Así, en unos
minutos
y gracias a un acto político de un cinismo memorable, la suerte de media
Europa quedó sellada por medio siglo. Por otra parte, en la Conferencia
de
Casablanca se decidió el bombardeo estratégico contra el Eje. El
entusiasmo
británico por esa idea hundía sus raíces en el periodo en el que había
tenido
que enfrentarse al Eje en solitario en 1940 y 1941. Incluso antes de la
guerra,
Churchill había sido un creyente en la efectividad del bombardeo. La
política
de bombardeo estratégico, en fin, obtuvo una respuesta entusiasta tanto
de
Roosevelt como de la fuerza área norteamericana

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