Delumeau Jean - El Caso Lutero
Delumeau Jean - El Caso Lutero
Delumeau Jean - El Caso Lutero
El caso Lutero
Título original: Le cas Luther[*]
«No hay más que la clásica historia de los frailes decepcionados» y mostraba
a Lutero atrayendo «a su teología todo cuanto en la Alemania de su tiempo existía
de avidez, de sensualidad impaciente, de fermentación pútrida, mezcladas con
esperanzas de Reforma, nutridas de humanismo y erudición más que de la fe
sobrenatural».
Pese a todo, a partir del siglo XVIII, se conceden nuevos méritos al fundador
de la Reforma, aun devaluando muchas veces su labor puramente religiosa.
Federico II, que lo califica como un «pobre diablo», le reconoce el mérito de haber
establecido una religión sumisa al Estado y haber sacudido la tutela sacerdotal.
Herder y Fischte identifican a Lutero como un campeón del nacionalismo alemán y
a la Reforma como «el único acto de resonancia mundial del pueblo alemán». Este
punto de vista nacionalista fue naturalmente adoptado por los defensores del
pangermanismo a finales del siglo XIX y principios del XX. Se exaltó al
«superhombre» que un día exclamó: «¡Nada me atropellará mientras viva, si Dios
quiere!» Por su parte, Lessing, Hegel, Novalis y, en Francia, Michelet, celebran la
rebelión del doctor Martín como la victoria de la libertad de conciencia.
Por parte de los católicos, Imbart de la Tour fue, tal vez, el primero que, en
1914, hizo justicia a Lutero en ese aspecto.
Aún fue más clara la toma de posición de Kieff en 1917, en la revista católica
Hochland. Para Kieff, si Lutero logró tal éxito entre la élite alemana fue porque su
mensaje tenía un contenido moral y religioso convincente.
En fechas recientes se ha realizado un gran esfuerzo para la comprensión de
Lutero por parte de muchos historiadores católicos, y especialmente por J. Lortz, a
partir de 1939, quien ha tomado como punto de partida la afirmación de Cl.
Hofbauer: «La Reforma ha tenido lugar porque los alemanes tenían, y tienen
todavía, la necesidad de ser piadosos». Lortz ha reconocido: «No se puede dudar
de que en el claustro Lutero haya luchado por la salvación de su alma con una
austeridad inflexible». Y añade: «Lutero fue un personaje eminentemente religioso.
Los años decisivos de su evolución y de su aparición en la escena histórica son
extraordinariamente ricos en vida religiosa, cualesquiera que hayan sido sus
errores dogmáticos».
Respecto a la misa, Lutero lamenta que se prive a los fieles del cáliz. Señala
que la misa en latín es incomprensible para la mayoría de los asistentes. Rehúsa la
transubstanciación (el pan y el vino permanecen al lado del cuerpo y la sangre de
Cristo). Sobre todo, el sacerdote, según Lutero, no renueva el sacrificio de la Cruz
que tuvo lugar en el Calvario de una vez para siempre. La Cena es la
conmemoración de la muerte del Salvador. No se trata de un ofrecimiento hecho a
Dios mediante el cual nosotros podamos ejercer una presión sobre Él. De acuerdo
con ello escribe: «La misa es una promesa divina que no le sirve a nadie, de la que
no se puede aprovechar nadie, salvo quien cree en ella». De ahí su rechazo de los
sufragios, misas de aniversario y otros medios espirituales de los que la Iglesia saca
dinero.
A estas cifras hay que añadir otra estadística. Se calcula que entre 1517 y
1525 se vendieron más de dos mil ediciones de los escritos del Reformador
redactados entre esas dos fechas. Y entonces Lutero no se hallaba más que en el
principio de su carrera, puesto que falleció en 1546.
No es exagerado afirmar que ha sido el hombre del siglo XVI más impreso
en su tiempo. Por otro lado, Lutero no hubiera podido quizás abrirse paso sin la
imprenta. (Ningún hombre es independiente de la coyuntura.) El éxito de Lutero
prosiguió después de su muerte. Ya en 1906 se enumeraban dos mil libros sobre su
persona, sin contar los artículos y los ensayos.
Actualmente los estudios «luteranos» prosiguen a un ritmo de varios
centenares de publicaciones anuales.
«Estoy muy cerca de jurar que no hay un solo teólogo escolástico que haya
comprendido un solo capítulo del Evangelio o de la Biblia».
El mismo año escribía a su amigo Spalatin:
«Si me preguntas las razones por las que la lógica es necesaria a la teología te
contestaré: por ninguna, porque Cristo no tiene necesidad de creaciones humanas.
La ciencia y la sabiduría de este mundo son tonterías a los ojos de Dios y el alma ha
de despojarse del prestigio de la filosofía si quiere ver a Cristo».
«Lo que los otros hayan aprendido en la teología escolástica es asunto que
sólo a ellos les concierne. Por mi parte sé y proclamo que sólo he aprendido en ella
la ignorancia del pecado, de la justicia, del bautismo y de toda la vida cristiana y
nada sobre el poder de Dios, la obra de Dios, la Gracia de Dios, la justicia de Dios,
la fe, la esperanza y la caridad».
Con este prisma, Erasmo veía las cosas como Lutero, pero éste no pretendió
jamás ser un humanista. No se presentó nunca como un letrado. No jugaba a
hacerse el docto. Se dirigía, siguiendo su expresión al «señor Todo-el-mundo», con
la fuerza de su convicción. Su ambición era la de ser un predicador del Evangelio.
De aquí el rigor de unas palabras que se separaban de las demasiado frecuentes
sutilezas de los humanistas cristianos, como Brigonnet.
«Dice Isaías que un niño nos ha nacido, que nos ha sido dado un hijo
(Isaías 9, 6). Si nos ha sido dado es para que sea nuestro y lo hemos de recibir como
algo que nos pertenece».
Y además:
«¿Cómo no nos daría Dios todas las cosas de su Hijo?» (Romanos, 8, 32).
Un texto como este rehúsa el juicio prematuro y, sin embargo, siglo tras siglo
se le niega a Lutero la condición de teólogo. Cierto es que no es el autor de la
Summa Teológica ni de La institución cristiana, pero sí ha formulado —en
numerosos escritos de un estilo penetrante— una doctrina religiosa que ha nutrido
después a numerosos cristianos. Uno puede oponerse a esa doctrina; lo que nadie
está capacitado es para negarla. Lutero es un gran teólogo al que acuciaba un ansia
pastoral profunda. También predicó mucho. Al mismo tiempo le gustaba redactar
textos cortos (meditaciones o panfletos) que, una vez impresos, llegaban a un vasto
público. Él fue el inventor del catecismo dialogado, que rápidamente obtuvo un
gran éxito, tanto en el campo católico como en el protestante. Su Gran y su
Pequeño catecismo fueron impresos en 1529. El prefacio del segundo texto permite
comprender las aspiraciones pastorales del Reformador y, al mismo tiempo,
adivinar el estado de la cristiandad de la época, especialmente en los medios
rurales:
Al principio Lutero creyó que sus tomas de posición darían lugar a una libre
confrontación teológica, pero tuvo que rendirse a la evidencia: Roma lo citaba a
comparecencia. En cuanto a los enviados del papa a Alemania, el Maestro del
Sacro Palacio, Prierias y, sobre todo, el cardenal Cajetan —dos canonistas—,
acudían a recibir su sumisión, no para discutir, sin condiciones previas, lo fundado
o no de su doctrina. De hecho, León X deseaba que el Elector de Sajonia, en cuyo
territorio se encontraba Wittenberg, entregase a Lutero a las autoridades romanas,
pero Federico el Sabio protegió a fray Martín.
Teniendo en cuenta el descrédito del papado a principios del siglo XVI y los
sentimientos antirromanos entonces muy expandidos en Alemania, es probable
que si Lutero hubiera sido deferido a un obispo alemán en 1519, éste no lo hubiera
condenado. También se puede pensar que si hubiese defendido sus primeras tesis
—las que hacen referencias a las indulgencias— ante un concilio alemán, no habría
sido rechazado. Si, por último, un concilio ecuménico se hubiese reunido a tiempo,
es decir, antes del endurecimiento de las posiciones antagonistas, sin duda el
conflicto se hubiera suavizado. Y mucho más si se piensa que tal concilio habría
contado con una importante delegación germánica. Con el paso del tiempo, queda
claro que no podía tener solución amigable —partiendo de Roma— un debate que
en su origen era alemán.
Reunido, tras veinticinco años de interrupción, el Concilio de Trento,
ecuménico de derecho, pero no de hecho (las decisiones sobre el pecado original y
la justificación se tomaron por asambleas que reunían, como máximo, setenta y dos
votantes), ya no podía restaurarse la unidad ni apaciguar los espíritus. A esto hay
que añadir que ninguna decisión doctrinal había sido tomada sobre la difícil
cuestión de la justificación por la sola fe. En el Concilio de Trento, cuarenta y
cuatro congregaciones particulares y sesenta y una congregaciones generales se
dedicaron al examen de este problema. El decreto final que resultó de este trabajo
dio lugar a tres redacciones sucesivas. Este largo debate se explica por la
incertidumbre doctrinal anterior —incertidumbre tal que Lutero, al exponer su
punto de vista a ese respecto, no tuvo la-impresión de presentar una teología
herética o nueva—. En el inicio de las discusiones de Trento, el piadoso cardenal
Cervini —el futuro Marcelo II— «señaló, de acuerdo con los términos de la
congregación general del 21 de junio de 1546, que este artículo de la justificación
era mucho más difícil, dado que no había sido resuelto en los concilios anteriores».
Muchos obispos, al reunirse en el concilio, no tenían una clara convicción a este
respecto. Lo más acertado, en el año 1520, hubiera sido seguir el consejo de
Erasmo, que desaprobaba las Violencias de Lutero y su doctrina del «servo
arbitrio», pero que lamentó la excomunión y sugirió se dejaran pendientes los
problemas en espera de un apaciguamiento.
II
LUTERO EN SU ÉPOCA
«El libre albedrío después de la caída no es más que una palabra. Haciendo
lo que puede, el hombre peca mortalmente… El hombre ha de desesperar
absolutamente de sí mismo con el fin de ser capaz de recibir la gracia de
Jesucristo».
«…Si Cristo no está ahí, el mundo, por desgracia, y el reino del Diablo están
ahí. De lo que se deduce que todos los dones que tú posees —tanto espirituales
como corporales—, tales como la sabiduría, la justicia, la santidad, la elocuencia, el
poder, la belleza, las riquezas, son el instrumento y las armas serviles de la tiranía
infernal del Diablo. A cambio de todo ello, tú estás obligado a servirle, a promover
su reino y acrecentarlo».
Con este mismo espíritu, Zwinglio en De vera et falsa religione afirma (1525):
«La vida del cristiano se parece a la nave arrastrada sin rumbo por una terrible
tempestad. Tan pronto como los marinos logran gobernarla algo merced al timón,
ya se ven obligados a ceder ante la violencia del viento». Zwinglio añade que el
hombre es impermeable a su propia inteligencia, semejante a la sepia, la cual
segrega una nube de tinta negra para escapar a sus perseguidores: «Malo e
insondable, así es el corazón del hombre. ¿Quién puede conocerlo?» El cristiano no
puede acceder a la salvación más que reconociendo «su traición y su miseria». Es
«desesperando totalmente de sí» —esa desesperación que está en el fondo de la
teología protestante— como logrará descubrir «los vastos designios de la
misericordia divina».
Calvino, por su parte, dice que sólo se puede llegar a Dios por el camino de
la desesperación: «Dondequiera que dirijamos nuestros ojos —escribe en La
Institución cristiana— no vemos sino maldición, la cual, al estar esparcida sobre
todas las criaturas y tenerlo el cielo y la tierra como velados, debe sin duda agobiar
nuestras almas de horrible desesperación».
Y Théodore de Béze pondera más tarde en sus Meditaciónes cristianas
(escritas hacia 1560): «¡Ay! Más que miserable, acosado, oprimido, olvidado de
todos, afligido mortalmente por mi conciencia, hendido además por el sentimiento
de infinitos crímenes, quedándome sólo el profundo abismo de la desesperación…
¿qué haré? ¿Qué diré? ¿Adónde iré?… y por lo demás… ¿quién me prestará
auxilio?»
Tal vez estos textos nos sorprendan. ¿No fueron escritos en pleno
Renacimiento? ¿No se contradicen con la habitual presentación del Renacimiento,
asociado comúnmente a grandes mansiones, a fiestas brillantes, a éxitos artísticos,
a audaces viajes a ultramar, a la revolución copernicana?
«Las maravillas del espíritu son más grandes que las del cielo. Sobre la tierra
no hay nada que supere al hombre y en el hombre no hay nada más grande que su
espíritu y su alma. Cuando te elevas a su altura asciendes por encima de los
cielos».
No se pueden recusar estos textos, que son documentos que deben tomarse
en cuenta. Tampoco se pueden olvidar las imágenes festivas que nos ha dejado el
Renacimiento. También constituyen documentos. Pero ¿puede y debe resumirse el
Renacimiento —en tanto hito cronológico— como una prolongada fiesta y olvidar
el Apocalipsis grabado por Durero, los Simulacros de la Muerte de Holbein, el
Juicio Final de la capilla Sixtina, los procesos a la brujería y las Guerras de
Religión?
Respecto al tema del Juicio Final, nunca estuvo tan presente como en el siglo
XVI. Por una parte inspira obras de gran categoría, no solamente en la Sixtina, sino
también en Orvieto (Luca Signorelli), en Salamanca, en Albi, etc. Por otro lado, y
sobre todo, dio lugar a gran cantidad de obras menores.
No solamente el hombre era en general malvado, sino que, durante los siglos
XV y XVI, se creía a menudo que se había vuelto peor que antes. Ya en la época de
la guerra de los Cien Años y del Gran Cisma son muy frecuentes los juicios severos
sobre esos tiempos de miseria, como lo atestiguan especialmente los escritos de
Eustache Deschamps, Christine de Pisan y Nicolás de Clamanges. Pero un siglo
más tarde, los mismos temas pesimistas continúan siendo de actualidad.
Para Lutero, no cabe la menor duda: «el tiempo de angustia» anunciado por
San Juan, «tal como no lo ha habido desde que existen las naciones», es el siglo
XVI, época que califica —en una carta de 1544— como «tiempo y siglo satánicos».
Un siglo más tarde, Thomas Adams, «el Shakespeare de la prosa entre los
puritanos», definirá su época como el punto de encuentro «de todas las costumbres
viciosas de los tiempos anteriores… a la manera de las alcantarillas de una ciudad
que confluyen en una cloaca común». Antes había predominado una forma u otra
de perversidad, pero ahora, «como tantas aguas corrientes que descienden de las
montañas, se reúnen en un solo curso y forman un único torrente en esta abyecta y
última época».
Jean-Claude Margolin constata: «El siglo XVI es, en mayor grado que ningún
otro, a causa de su crisis de valores y de su crisis de conciencia, el de los ritos
invertidos o del mundo al revés». Lo que era o debiera ser imposible se convierte
en real.
Igualmente Sajonia, «desde que se opuso a Cristo por el fraude del pérfido
Lutero, gime bajo la proliferación de innumerables monstruos».
«En cuanto a mí, me siento más bien inclinado a pensar que el último día ha
empezado a decaer y que el mundo se encuentra ya en su declive; que es en verdad
viejo y carece de sentido, que indica, presagia y anuncia su próximo fin y su
ruina».
Lutero, por su parte, expresaba una opinión muy parecida a la de Budé, pero
señalando, aún más claramente que aquél, el siguiente punto: dado que la
humanidad ha alcanzado la «cima», el día del Juicio se halla necesariamente
próximo. «Cima», en efecto, en todos los aspectos: jamás se había edificado ni
planteado tanto; nunca el lujo había sido mayor. «Jamás se había oído hablar de
una actividad comercial como la que hoy abarca al mundo entero. Las artes no
habían alcanzado nivel parejo desde el nacimiento de Cristo, los conocimientos
crecen a paso de gigante, y actualmente un muchacho de veinte años sabe más
cosas que antes veinte doctores» —nos parece escuchar a Rabelais—. De esta
forma, se ha alcanzado una especie de fin de trayecto.
El doctor Martín, cada vez que chocaba con un obstáculo, que combatía a un
adversario o a una institución, creía tropezar con el Diablo. Leyendo su obra se
advierte que es Satanás quien inventó el comercio del dinero, quien «imaginó la
perversa frailería» y dio al culto divino «formas abominables» —léase las
ceremonias de la Iglesia romana—; es él quien inspiró a Johann Eck (principal
adversario de Lutero en Alemania) un «deseo irresistible de gloria», es él quien
«miente a través de la voz y la pluma» del papa; él también, quien reina en
Müllhausen —la ciudad de Müntzer—, «donde comete latrocinios, asesinatos y
efusiones de sangre». Asimismo la lucha contra los campesinos sublevados no es
un combate «contra la carne y la sangre, sino contra los malos espíritus que están
en el aire…». En este «diabólico asunto» (la sublevación de los campesinos), el
Demonio «apuntaba a devastar totalmente Alemania porque no existía otro medio
de obstaculizar el Evangelio». El Reformador escribió en el Comentario a la
Epístola a los gálatas:
Estos textos nos sorprenden, pero nuestra sorpresa disminuye cuando los
situamos al lado de otras afirmaciones paralelas, procedentes en tal caso de autores
y teólogos católicos.
Con el mismo espíritu, Calvino declara: «Agustín es, sin réplica, superior a
todos los dogmas». En su obra se han contado 4.100 citas de San Agustín (1.700 con
referencia explícita y 2.400 sin nombrarlo).
«Si alguien dice… que existe en el reino de los cielos, o en cualquier otro
lugar, un espacio intermedio donde los niños sin bautismo viven felices… ¡sea
anatema! El señor, en efecto, ha dicho: “Quien no renace del agua y del espíritu no
entrará en el Reino de los Cielos”. Y tampoco aquel católico que dude en llamar
coheredero del Demonio a aquel que no ha merecido en absoluto ser coheredero de
Cristo. Todo el que no se encuentre a la derecha se situará, inevitablemente, a la
izquierda».
Fue tal el impacto causado por esta concepción del pecado original que, a
partir de entonces, en todo el Occidente cristiano, las reflexiones teológicas sobre
este problema se sitúan en relación con ella, ya sea para suavizarla (con Santo
Tomás, Erasmo y Molina) contó para ensombrecerla aún un poco más, como hizo
evidentemente Lutero.
Cierto es que éste insiste menos que San Agustín sobre la transmisión del
pecado original por la concupiscencia carnal. Para él, la generación produce un
individuo nuevo, que participa de la naturaleza de Adán; pero por otra parte no
cree que este hecho establezca una relación con la salvación o la condena. Ha
contribuido muy eficazmente a difundir la doctrina de la culpabilidad de la
tentación natural al escribir:
«Esos movimientos o esos apetitos, a causa de los cuales pecó Adán, nos han
sometido como a bestias brutas… la autoridad sagrada demuestra claramente que
son imputados como pecados… porque el hombre estaba hecho de tal modo que
antes de la caída no debía experimentar la concupiscencia».
Recordemos en todo caso que Lutero leyó a San Anselmo muy atentamente
y escribió al margen del texto uno de sus comentarios más sorprendentes: «Los
movimientos de la concupiscencia son pecado en aquellos que no están en
Jesucristo».
Este texto podría haber sido escrito por Lutero cuatro siglos más tarde. Pero
la concepción agustiniana del pecado dominaba ya la especulación teológica en el
siglo XII.
Aún están en período de prueba los escritos de Pierre Lombard que Lutero
practicaría más tarde. Seguramente, las Sentencias contienen elementos
moderadores que anuncian la revolución tomista, especialmente en la distinción
entre dones gratuitos de Dios al hombre y cualidades naturales del mismo y la
idea, presente también en Abelardo (y en Inocencio III), de que los niños fallecidos
sin bautismo no conocerán ni el fuego material ni el «gusano de la conciencia», ya
que ellos no son responsables de la caída de sus padres. En este aspecto se da un
indiscutible progreso en relación con San Agustín.
Una cierta aminoración del pecado original lleva a Santo Tomás, de modo
lógico, a una visión relativamente amplia sobre la salvación de los infieles opinión
también compartida por otros doctores escolásticos como San Alberto Magno y
San Buenaventura.
Con ayuda de la imprenta, las difunde en los medios laicos y las hace llegar
a todos los ámbitos culturales. Coincide —como ya he intentado demostrar
anteriormente— con que la civilización occidental se encuentra entonces dispuesta
a acogerlas en la medida que se siente pecadora y acepta, con una lucidez nueva,
todos los compromisos que atenían contra la libertad humana. Repitámoslo: los
reformadores han llegado a la justificación por la fe por el camino de la
«desesperación». Una conciencia lúcida y exigente no puede por menos que
sentirse «traspasada» —es Lutero quien habla— ante el número y la gravedad de
sus pecados. En comparación con estas faltas, las buenas obras «desaparecen como
un soplo».
«¿Qué es, pues, el pecado original?… De acuerdo con las sutilezas de los
teólogos, es la privación de la justicia original, pero según el Apóstol [San Pablo] y
el sentido de Jesucristo, no es solamente la privación de la calidad en la voluntad ni
de la luz en la inteligencia, del vigor en la memoria, sino una privación de la
rectitud en todas las potencias, tanto del cuerpo como del alma, tanto en el hombre
interior como en el exterior. Es la disposición a hacer el mal, la náusea del bien, el
disgusto hacia la luz y la sabiduría, el amor al error y a las tinieblas, el alejamiento
y el desprecio hacia las buenas obras, la desenfrenada carrera hacia el mal».
«El hombre está hasta tal punto corrompido por la caída de Adán que la
maldición es innata en él», y la siguiente: «… la carne está encendida y corrompida
por los malos deseos. La obra natural de la carne, la concepción, no puede
realizarse sin pecado. Quien es sembrado y fecundado por la obra de la carne
produce un fruto carnal y pecador. Por esta razón San Pablo declara en I
Efesios (2,3): “nosotros somos por naturaleza hijos de la ira”».
«Está claro que Dios lo hace todo, no permitiendo sino actuando. Lo que
quiere decir que la traición de Judas es tan obra suya como la vocación de Pablo».
Esta fórmula del Loci Communes, Melanchthon la suprimió más tarde en las
ediciones posteriores a 1525, pero Lutero no modificó nunca la posición que había
adoptado, precisamente en 1525, en su tratado del Servo arbitrio y que resumen
algunas fórmulas célebres:
«La voluntad humana se halla situada entre Dios y Satán y se deja guiar y
espolear como un caballo. Si es Dios quien la guía va donde Dios dispone y como
Él lo quiere; tal como dice el Salmo 73, 22: “Porque era un necio y no sabía nada”.
Si es Satán quien se apodera, va donde él quiere y como quiere. En todo esto la
voluntad humana no es libre para elegir un dueño: los dos caballeros combaten y
pelean para saber quién vencerá».
Algunos años más tarde, Calvino califica de «locuras» los «sueños» que
muchos «se han forjado para derrotar la predestinación».
Cierto es, por el contrario, que Él endureció el corazón del faraón. «Es uno
de los secretos de la Majestad Divina —prosigue Lutero—, pero ¿por qué ha
permitido la caída de Adán? ¿Por qué permite que nosotros nazcamos con esta
mancha del pecado original?… Yo respondo: Él es Dios. No puede asignarse a su
voluntad ni causa ni razón, ni ley ni regla, porque nada es igual o superior a Él».
Dirigiéndose a los que se atreven a «ladrar como perros» contra la
predestinación, Calvino los ataca igualmente: «¿Quiénes sois vosotros, pobres
miserables, que intentáis lanzar una acusación contra Dios…?» El reformador de
Ginebra aconseja, sin embargo, como Lutero, no perderse en un misterio capaz de
descorazonar y considerar en cambio que, para quienes han escuchado la Palabra,
ella ya constituye una certidumbre de elección.
III
LA NECESARIA PERSPECTIVA HISTÓRICA
EN RELACIÓN CON LUTERO
Pese al enorme legajo que fácilmente se puede reunir sobre los indiscutibles
abusos y escándalos que afeaban a la Iglesia, no cabe la menor duda de que, en
sentido inverso, se estaba produciendo una larga Pre-Reforma en el curso de la
cual tenía lugar una fecunda fermentación religiosa, no sólo dentro de los medios
eclesiásticos, sino también —y eso era nuevo— en círculos laicos cada vez más
amplios. Esta vitalidad religiosa, cristiana, evidentemente se encuentra sobre todo
en las ciudades y entre las gentes que tienen acceso al lenguaje escrito, pero
también se desbordaba cada vez más por los medios rurales, como lo atestiguan la
multiplicación de las capillas en los pueblecitos (por ejemplo en Bretaña) y la
extensión de ciertas cofradías exclusivamente espirituales (como la del Rosario) en
distritos no urbanos.
El legajo correspondiente a esta fermentación cristiana de los siglos XV y
XVI también resultaría muy voluminoso. Y destacan, en lugar preferente, el
desarrollo de la mística flamenca y renana, el desarrollo del humanismo religioso
(con su exigencia del regreso a las fuentes) y el crecimiento de una piedad más
personal y menos litúrgica que la de la Edad Media clásica.
Los historiadores polacos que han estudiado los siglos XIV y XV sostienen,
de modo unánime, que se trata de una época de gran desarrollo de la Iglesia en su
país, con acusada proliferación de las parroquias.
«Tanto las mujeres como los hombres frecuentan mucho las iglesias, donde
cada familia dispone de un banco propio. Todas las iglesias están entarimadas y
los bancos se alinean uno tras otro con un pasillo central, como en las escuelas. El
coro está reservado a los sacerdotes. Allí no se habla de negocios ni se bromea
como en las iglesias de Italia. Se sigue con devoción la misa y el oficio divino.
Todos permanecen arrodillados durante la oración».
«No cabe la menor duda de que se reformó en la iglesia alemana más que en
cualquier otro sitio. Si los acontecimientos tomaron después otro cauce, la razón de
ello no estriba en que el ministerio pastoral se hallara más abandonado, la clerecía
fuese peor, el pueblo más ignorante y menos piadoso que en otros países; es
precisamente todo lo contrario: los laicos, la burguesía de las ciudades y la clase
alta de los intelectuales tenían para sus sacerdotes mayores exigencias, se resentían
más vivamente de la separación entre el ideal y la realidad y, sobre todo, se
hallaban decididos a corregir radicalmente todos los abusos, pretendidos o reales».
«¡Que se les estrangule! Al perro loco que se lanza sobre ti hay que matarlo;
si no, te matará a ti».
Y sigue:
«… Queridos señores, desencadenaos, salvadnos, ayudadnos, tened piedad
de nosotros; exterminad, degollad y quien tenga el poder, que actúe».
En el panfleto Contra los judíos y sus mentiras (también de 1543) Lutero invita
a la destrucción de las sinagogas:
Hay que decir que los excesos de lenguaje de Lutero fueron señalados por
sus contemporáneos. Bullinger —que sucedió a Zwinglio en la jefatura de la iglesia
de Zurich—, defendiendo la memoria de su predecesor, habla de «injurias
groseras, salvajes e indecentes, de las que ese viejo [Lutero] es culpable».
«Es la Palabra de Dios la que tiene que llevar la batalla. Si ella no obtiene
nada, el poder temporal conseguirá aún menos, aunque bañara al mundo en
sangre. La herejía es un fenómeno de orden espiritual. No se la puede atacar por el
hierro, quemarla con el fuego, ahogarla en el agua».
«Para los cabezas duras y los groseros atrevidos hay que recurrir a Moisés y
a su Ley, al maestro Juan y a sus vírgenes».
Y añade:
«No es lícito preguntar por qué Dios nos ordena esto o lo otro. Se ha de
obedecer sin palabras».
b) Lutero, como todos sus contemporáneos, no tenía la más mínima idea del
volumen de los archivos de la humanidad. Aceptaba la cronología de la Biblia y
creía que el hombre y la mujer habían sido colocados, semejantes a semidioses, en
el Paraíso Terrenal. No podía siquiera imaginar los millones de años que han
precedido al nacimiento de la civilización, ni imaginar el lento ascenso a través de
los siglos de un hombre que, en principio, tuvo dificultades para mantenerse
simplemente de pie. La idea de una responsabilidad progresiva y creciente de la
humanidad ante el bien y el mal se le escapaba totalmente, y no existía nadie en su
época que pudiera tenerla.
Quien crea en el perdón del Salvador será salvado; mejor, ¡ya está salvado!
¿Llega Lutero después de este «descubrimiento de la misericordia» a una constante
serenidad? No; ciertamente, no. Pasa por recaídas en la inquietud. En su lecho de
muerte murmuró: «¡Dios mío! ¡Con qué sufrimientos y con qué angustias
abandono este mundo!»
Pero, sobre todo, Lutero había formulado una doctrina preñada de posibles
implicaciones traumatizantes y, ante todo, la oposición entre la Ley y el Evangelio,
que se encuentra en el centro de su teología y que, consecuentemente, muchas
veces señorea en la predicación en los países que se separaron de Roma a partir del
siglo XVI.
La ley, muchas veces, nos desespera con sus exigencias y al mismo tiempo
hace aparecer la fuente de nuestra corrupción y la condenación eterna a que da
lugar. El necesario horror hacia sí mismo y la certidumbre del merecido castigo
deben lanzar al creyente a los brazos de la misericordia divina. Es imposible ir
hacia el Salvador sin un previo peregrinaje al país del miedo.
«Porque cada uno de sus semejantes es tan malo como su vecino y nadie es
mejor (excepto la persona que cree), nos encontramos rodeados por todas partes
por la envidia, el odio, la cólera, las querellas, los engaños, los robos, las rapiñas,
los insultos, las calumnias, los atentados, las mentiras, la duplicidad, el fraude, la
guerra y todo tipo de iniquidades. Pecados tan atroces no pueden dejar de ser
castigados por Dios».
«¿Qué nos quiere enseñar esta parábola? Dos cosas: en primer lugar que
habrá más condenados que salvos. ¿Motivos? Sólo un pequeño grupo se conduce
de acuerdo con la Palabra de Dios… Ciertamente es espantoso pensar que sólo una
cuarta parte de la semilla cae en buena tierra y que las otras tres partes se
pierden… Pero un predicador evangélico no debe de pensar si son muchos o pocos
los que reciben la Palabra, sino en exponerla a todo el mundo, como Cristo ordena
al final del Evangelio de San Marcos».
A finales del siglo XVII, Spener, el fundador del pietismo, se expresa así
respecto a la condenación: «Todos estos irán al infierno, porque no han tenido la
verdadera fe. Pero tampoco tienen verdadera fe los que permiten que el pecado los
domine. Si permanecen en ese estado serán inexorablemente condenados. ¡Ah! Mis
bienamados: examinemos lealmente delante de Dios nuestra situación, en qué
estado nos encontramos actualmente y si, después de esta investigación, nos
hallamos entre los rechazados o entre los bienaventurados».
Por una parte, invita al laxismo a personas que consideraron que todo les
estaba permitido, puesto que creían la salvación asegurada, reprocha Sebastián
Frank, antiguo luterano que muy pronto se sintió desazonado dentro de la «nueva
ortodoxia».
Por último, esas angustias individuales han de volverse a situar, una vez
más, dentro de un clima colectivo. Lutero y la Reforma protestante dieron —ya se
ha dicho anteriormente— un nuevo impulso a las disquisiciones escatológicas. No
hay duda de que éstas conllevaban aspectos exaltantes: los justos verían el día del
Más Alto y el fin de las persecuciones; el último día del mundo sería también el de
su victoria. Pero —parte negativa de esta espera— antes de elevarse el alba de ese
día Satanás se desencadenaría, multiplicando los asaltos y las calamidades. En el
mundo todo andaría revuelto y, como anuncian Lucas y Mateo, «derrumbamientos
espantosos e inminentes» iban a preceder el fin de la historia.
La Alemania del siglo XVI —e incluso la de la primera mitad del siglo
XVII— se encuentra saturada de predicciones escatológicas traumatizantes, y
muchas de ellas proceden de los pastores luteranos. Esto condujo, en 1536, a esta
respuesta, fácil pero reveladora, de un predicador católico, Jorge Wizel:
«Lutero creyó que lanzando el miedo sobre las almas las atraería más
fácilmente hacia su nueva doctrina y por esto habla tanto del Juicio Final y de la
venida del Anticristo… Si el viento sopla con violencia, si la tempestad encrespa
las olas del mar, es el anuncio evidente del Juicio Final, de la próxima venida de
Jesucristo. Todo cuanto ha escrito Lutero se lee con avidez, con fe, con veneración,
como si se tratara de mensajes traídos por un enviado del cielo».
«No se hace otra cosa que reírse del Juicio Final y de quienes lo predicen. “Se
ha hablado tanto y con tanta frecuencia —dice la gente— ¡y nada ha sucedido!
¿Qué ha pasado con el Día del Señor? ¿Se ha perdido por el camino?”». No cabe
duda de que Lutero era sincero cuando calificaba al papa de «Anticristo» y a Roma
como «la Babilonia moderna», pero haciendo esto autentificaba los temas
escatológicos más fáciles y alarmistas y contribuía a dramatizar el clima
psicológico de Alemania y de toca la Europa de su tiempo.
CONCLUSIÓN
«… Todos los protestantes del siglo XVI están acordes en ver en Lutero al
Padre espiritual de la Reforma. No cabe duda de que, después de 1525, fue
demasiado despótico, demasiado doctoral, incluso demasiado alemán; pero había
reencontrado el acento de San Bernardo para hablar de la Omnipotencia divina.
Había insistido en la confianza que el fiel debe tener en la infinita bondad de Dios.
Había hecho los oficios divinos más inteligibles para las gentes sencillas,
contribuido ampliamente a la difusión de la Biblia y enseñado el catecismo.
Desgraciadamente, debido a su labor, la unidad cristiana quedó resquebrajada.
Pero ¿hizo Roma todo lo posible por conservar a Lutero?»
Ha quedado claro hoy en día que ésta tendrá que realizarse sin vencedores
ni vencidos. Lo cual significa que cada una de las grandes confesiones cristianas
deberá hacer notables concesiones, llegar a revisiones ciertamente desgarradoras.
Por parte de Roma, estas concesiones ¿no habrán de llevar, como lo había
deseado Lutero, a limitar el peso de las instituciones, la autoridad excesiva, la
jerarquía demasiado agobiante y la doctrina que pretende apoyarlas?