San Ambrosio y Cantalamessa

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SAN AMBROSIO (www.iveargentina.

org) Testimonio de Pedro Y díjoles: ¿quién


decís vosotros que soy yo? Respondió Simón Pedro: El Cristo de Dios. La opinión
de las masas tiene su interés: unos creen que ha resucitado Elías, que ellos
pensaban que había de venir; otros que era Juan, que reconocían había sido
decapitado; o uno de los profetas antiguos. Pero investigar más sobrepasa
nuestras posibilidades: es sentencia y prudencia de otro. Pues, si basta al apóstol
Pablo no conocer más que a Cristo, y crucificado (1 Co 2,2), ¿qué puedo desear
conocer más que a Cristo? En este solo nombre está expresada la divinidad, la
encarnación y la realidad de la pasión. Aunque los demás apóstoles lo conocen,
sin embargo, Pedro responde por los demás: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Así ha abarcado todas las cosas al expresar la naturaleza y el nombre, en el cual
está la suma de todas las virtudes. ¿Vamos nosotros a solucionar las cuestiones
sobre la generación de Dios, cuando Pablo ha juzgado que él no sabe nada fuera
de Cristo Jesús, y crucificado, cuando Pedro ha creído no deber confesar más que
al Hijo de Dios? Nosotros investiguemos, con los ojos de la debilidad humana
cuándo y cómo Él ha nacido, y cuál es su grandeza. Pablo ha reconocido en esto el
escollo de la cuestión, más que una utilidad para la edificación, y ha decidido no
saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro ha sabido que en el Hijo de Domingo XXI
del Tiempo Ordinario (A) 6 Dios están todas las cosas, pues el Padre lo ha dado
todo al Hijo (Jn3,35). Si dio todo, transmitió también la eternidad y la majestad
que posee. Pero ¿para qué ir más lejos? El fin de mi fe es Cristo, el fin de mi fe es
el Hijo de Dios; no me es permitido conocer lo que precede a su generación, pero
tampoco me está permitido ignorar la realidad de su generación. Cree, pues, de la
manera en que ha creído Pedro, a fin de ser feliz tú también, para merecer oír tú
mismo también: Pues no ha sido la carne ni la sangre la que te lo ha revelado, sino
mi Padre que está en los cielos. Efectivamente, la carne y la sangre no pueden
revelar más que lo terreno; por el contrario, el que habla de los misterios en
espíritu no se apoya sobre las enseñanzas de la carne ni de la sangre, sino sobre la
inspiración divina. No descanses tú sobre la carne y la sangre, no sea que
adquieras las normas de la carne y de la sangre y tú mismo te hagas carne y
sangre. Pues el que se adhiere a la carne, es carne y el que se adhiere a Dios es un
solo espíritu (con El) (1 Co 6,17). Mi espíritu, dice, no permanecerá nunca más con
estos hombres, porque son carnales (Gn 6,3). Más ¡ojalá que los que escuchan no
sean carne ni sangre, sino que, extraños a los deseos de la carne y de la sangre,
puedan decir: No temeré qué pueda hacerme la carne! (Sal 55, 5). El que ha
vencido a la carne es un fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar a Pedro, al
menos puede imitarle. Pues los dones de Dios son grandes: no sólo ha restaurado
lo que era nuestro, sino que nos ha concedido lo que era suyo. Sin embargo,
podemos preguntarnos por qué la multitud no veía en El otro más que Elías,
Jeremías o Juan Bautista. Elías, tal vez, porque fue llevado al cielo; pero Cristo no
es Elías: uno es arrebatado al cielo, el otro regresa; uno, he dicho, ha sido
arrebatado, el otro no ha creído una rapiña ser igual a Dios (Flp 2,6); uno es
vengado por las llamas que él invoca (1 R18,38), el otro ha querido mejor sanar a
sus perseguidores que perderlos. Mas ¿por qué lo han creído Jeremías? Tal vez
porque él fue santificado en el seno de su madre. Pero Él no es Jeremías. Uno es
santificado, el otro santifica; la santificación de uno ha comenzado con su cuerpo,
el otro es el Santo del Santo. ¿Por qué, pues, el pueblo creía que era Juan? ¿No
será porque estando en el seno de su madre percibió la presencia del Señor? Pero
Él no es Juan: uno adoraba estando en el seno, el otro era adorado; uno bautizaba
con agua, Cristo en el Espíritu; uno predicaba la penitencia, el otro perdonaba los
pecados. Por eso Pedro no ha seguido el juicio del pueblo, sino que ha expresado
el suyo propio al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El que es, es
siempre, no ha comenzado a ser, ni dejará de ser. La bondad de Cristo es grande
porque casi todos sus nombres los ha dado a sus discípulos: Yo soy, dice, la luz del
mundo (Jn 8, 12); y, sin embargo, este nombre, del que Él se gloría, lo ha dado a
sus discípulos cuando dijo: Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5,14).Yo soy el pan
vivo (Jn 6,51); y todos nosotros somos un solo pan(1 Co 10,17). Yo soy la
verdadera vid (Jn 15,1); y Él te dice: Yo te planté de la vid más generosa, toda
verdadera (Jr2, 21). Cristo es piedra —pues bebían de la roca espiritual que los
seguía, y la roca era Cristo (1 Co 10,4)—,y Él tampoco ha rehusado la gracia de
este nombre a su discípulo, de tal forma que él es también Pedro, para que tenga
de la piedra la solidez constante, la firmeza de la fe. Esfuérzate también tú en ser
piedra. Y así, no busques la piedra fuera de ti, sino dentro de ti. Tu piedra es tu
acción; tu piedra es tu espíritu. Sobre esta piedra se edifique tu casa, para que
ninguna borrasca de los malos espíritus puedan tirarla. Tu piedra es la fe; la fe es
el fundamento de la Iglesia. Si eres piedra, estarás en la Iglesia, porque la Iglesia
está fundada sobre piedra. Si estás en la Iglesia, las puertas del infierno no
prevalecerán sobre ti: las puertas del infierno son las puertas de la muerte, y las
puertas de la muerte no pueden ser las puertas de la Iglesia. Pero ¿qué son las
puertas de la muerte, es decir, las puertas del infierno, sino las diversas Domingo
XXI del Tiempo Ordinario (A) 7 especies de pecados? Si fornicas, has pasado las
puertas de la muerte. Si dejas la fe buena, has franqueado las puertas del
infierno. Si has cometido un pecado mortal, has pasado las puertas de la muerte.
Más Dios tiene poder de abrirte las puertas de la muerte, para que proclames sus
alabanzas en las puertas de la hija de Sion (Sal 9,14). En cuanto a las puertas de la
Iglesia, éstas son las puertas de la castidad, las puertas de la justicia, que el justo
acostumbra a franquear: Ábreme, dice, las puertas de la justicia, y, habiendo
pasado por ellas, alabaré al Señor (Sal 117,19). Pero como la puerta de la muerte
es la puerta del infierno, la puerta de la justicia es la puerta de Dios; pues he aquí
la puerta del Señor, los justos entrarán por ella (ibíd., 20). Por eso, huye de la
obstinación en el pecado, para que las puertas del infierno no triunfen sobre ti;
porque, si el pecado se adueña en ti, ha triunfado la puerta de la muerte. Huye,
pues, de las riñas, disensiones, de las estrepitosas y tumultuosas discordias, para
que no llegues a traspasar las puertas de la muerte. Pues el Señor no ha querido
al principio ser proclamado, para que no se levantase ningún tumulto. Exhorta a
sus discípulos que a nadie digan: El Hijo del hombre ha de padecer mucho, ser
rechazado de los ancianos y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas,
ser muerto, y resucitar al tercer día (Lc 9,22). Tal vez el Señor ha añadido esto
porque sabía que sus discípulos difícilmente habían de creer en su pasión y en su
resurrección. Por eso ha preferido afirmar El mismo su pasión y su resurrección,
para que naciese la fe del hecho y no la discordia del anuncio. Luego Cristo no ha
querido glorificarse, sino que ha deseado aparecer sin gloria para padecer el
sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el camino
que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es reconocerle, esto
es imitarle en la ignominia y en la buena fama (cf.2 Co 6, 8), para que te gloríes en
la cruz, como El mismo se ha gloriado. Tal fue la conducta de Pablo, y por eso se
gloría al decir: Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de
nuestro Señor Jesucristo (Ga 6,14). Pero veamos por qué según San Mateo
(16,20), nosotros encontramos que son avisados los discípulos de no decir a nadie
que Él es el Cristo, mientras que aquí se les increpa, según está escrito, de no
decir a nadie que Él ha de padecer mucho y que hade resucitar. Advierte que en el
nombre de Cristo se encierra todo. Pues El mismo es el Cristo que ha nacido de
una Virgen, que ha realizado maravillas ante el pueblo, que ha muerto por
nuestros pecados y ha resucitado de entre los muertos. Suprimir una de estas
cosas equivale a suprimir tu salvación. Pues aun los herejes parecen tener a Cristo
con ellos: nadie reniega el nombre de Cristo; pero es renegar a Cristo no
reconocer todo lo que pertenece a Cristo. Por muchos motivos Él ordena a sus
discípulos guardar silencio: para engañar al demonio, evitar la ostentación,
enseñarla humildad, y también para que sus discípulos, todavía rudos e
imperfectos, no queden oprimidos por la mole de un anuncio completo.
Examinemos ahora por qué motivo manda callar también a los espíritus impuros.
Nos descubre esto la misma Escritura, pues Dios dice al pecador: ¿Por qué
cuentas tú mis justicias?(Sal 49,16). No sea que, mientras oye al predicador, siga
que yerra; pues mal maestro es el diablo, que muchas veces mezcla lo falso con lo
verdadero, para cubrir con apariencias de verdad su testimonio fraudulento.
Consideremos también aquí: ¿Es ahora la primera vez que Él ordena a sus
discípulos no digan a nadie que Él es el Cristo? ¿O lo ha recomendado ya cuando
envió a los doce apóstoles y les prescribió : No vayáis a los gentiles, ni entréis en
ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel;
curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los
demonios, e informaos de quien hay en ella digno y quedaos allí hasta que partáis
(Mt 10,5ss). No se ve en esta ordenación que predicasen a Cristo Hijo de Dios.
Domingo XXI del Tiempo Ordinario (A) 8 Hay, pues, un orden para la discusión y
un orden para la exposición; también nosotros, cuando los gentiles son llamados
a la Iglesia, debemos establecer un orden en nuestra actuación: primero enseñar
que sólo hay un Dios, autor del mundo y de todas las cosas, en quien vivimos,
existimos y nos movemos, y de la raza del cual somos nosotros (Hch17,28); de tal
modo que debemos amarle no sólo por los beneficios de la luz y de la vida, sino,
más aún, por cierto parentesco de raza. Luego destruiremos la idea que ellos
tienen de los ídolos, pues la materia del oro, de la plata o de la madera, no puede
tener una energía divina. Habiéndoles convencido de la existencia de un solo
Dios, tú podrás, gracias a Él, mostrar que la salvación nos ha sido dada por
Jesucristo, comenzando por lo que Él ha realizado en su cuerpo y mostrando el
carácter divino, de modo que aparezca que Él es más que un hombre, habiendo
vencido la muerte por su fuerza propia, y que este muerto ha resucitado de los
infiernos. Efectivamente, poco a poco es como aumenta la fe: viendo que es más
que un hombre, se cree que es Dios; pues sin probar que Él no ha podido realizar
estas cosas sin un poder divino, ¿cómo podrías demostrar que había en El una
energía divina? Más, si, tal vez, esto te parezca de poca autoridad y fe, lee el
discurso dirigido por el Apóstol a los atenienses. Si al principio Él hubiera querido
destruir las ceremonias idolátricas, los oídos paganos hubieran rechazado sus
palabras. El comenzó por un solo Dios, creador del mundo, diciendo: Dios que ha
hecho el mundo y todo lo que en él se encuentra (Hch17,24). Ellos no podían
negar que hay un solo autor del mundo, un solo Dios, un creador de todas las
cosas. El añade que el Dueño del cielo y de la tierra no se digna habitar en las
obras de nuestras manos; puesto que no es verosímil que el artista humano
encierre en la vana materia del oro y de la plata el poder de la divinidad; el
remedio para este error, decía, es el deseo de arrepentirse. Luego vino a Cristo y
no quiso, sin embargo, llamarlo Dios más que hombre: En el hombre, dice, que Él
ha designado a la fe de todos resucitándole de la muerte. En efecto, el que
predica ha de tener presente la calidad de las personas que le escuchan, para no
ser burlado antes de ser entendido. ¿Cómo habrían creído los atenienses que el
Verbo se hizo carne, y que una Virgen ha concebido del Espíritu Santo, si se reían
cuando oían hablar de la resurrección de los muertos? Sin embargo, Dionisio
Areopagita ha creído y creyeron los demás en este hombre para creer en Dios.
¿Qué importa el orden en que cada uno cree? No se pide la perfección desde el
principio, sino que desde el principio se llegue a la perfección. Él ha instruido a los
atenienses siguiendo ese método, y éste es el que nosotros debemos seguir con
los gentiles. Más cuando los apóstoles se dirigen a los judíos, ellos dicen que
Cristo es Aquel que nos ha sido prometido por los oráculos de los profetas. Ellos
no lo llaman desde el principio y por su propia autoridad Hijo de Dios, sino un
hombre bueno, justo, un hombre resucitado de entre los muertos, el hombre del
que habían dicho los profetas : Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado (Sal 2,7).
Luego también tú, en las cosas difíciles de creer, acude a la autoridad de la
palabra divina y muestra que su venida fue prometida por la voz de los profetas;
enseña que su resurrección había sido afirmada también mucho tiempo antes por
el testimonio de la Escritura —no aquella que es normal y común a todos—, a fin
de obtener, estableciendo su resurrección corporal, un testimonio de su
divinidad. Habiendo constatado, en efecto, que los cuerpos de los otros sufren la
corrupción después de muertos, para éste, del cual se ha dicho: Tú no permitirás
que tu Santo vea la corrupción (Sal 15,10), reconocerás la exención de la
fragilidad humana, muestras que El sobrepasa las características de la naturaleza
humana y, por lo tanto, ha de acercarse más a Dios que a los hombres. Si se trata
de instruir a un catecúmeno que quiere recibir los sacramentos de los fieles, es
necesario decir que hay un solo Dios, de quien son todas las cosas, y un solo
Jesucristo, por quien son todas las cosas (1 Co 8,6); no hay que decirle que son
dos Señores ; que el Padre es perfecto, perfecto igualmente el Hijo, pero que el
Padre y el Hijo no son más que una sustancia; que el Verbo Domingo XXI del
Tiempo Ordinario (A) 9 eterno de Dios, Verbo no proferido, sino que obra, es
engendrado del Padre, no producido por su palabra. Luego les está prohibido a
los apóstoles anunciarlo como Hijo de Dios, para que más tarde lo anuncien
crucificado. El esplendor de la fe es comprender verdaderamente la cruz de
Cristo. Las otras cruces no sirven para nada; sólo la cruz de Cristo me es útil, y
realmente útil; por ella el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo
(Ga 6,15). Si el mundo está crucificado para mí, yo sé que está muerto; yo no lo
amo; yo sé que él pasa: yo no lo deseo; yo sé que la corrupción devorará a este
mundo: yo lo evito como maloliente, lo huyo como la peste, lo dejo como nocivo.
Más, ciertamente, no pueden creer inmediatamente que la salvación ha sido dada
a este mundo por la cruz. Muestra, pues, por la historia de los griegos que esto
fue posible. También el Apóstol, con ocasión de persuadir a los incrédulos, no
rehúsa los versos de los poetas para destruir las fábulas de los poetas. Si se
recuerda que muchas veces legiones y grandes pueblos han sido librados por el
sacrificio y la muerte de algunos, como lo afirma la historia griega; si se recuerda
que la hija de un jefe ha sido ofrecida al sacrificio para hacer pasar los ejércitos de
los griegos; si consideramos, en nosotros, que la sangre de los carneros, de los
toros y la ceniza de una ternera santifica por su aspersión para purificar la carne,
como está escrito en la carta a los Hebreos (9,13); si la peste, atraída a ciertas
provincias por tales pecados de los hombres, ha sido conjurada, se dice, por la
muerte de uno solo, lo cual ha prevalecido por un razonamiento o resultado por
una disposición, para que se crea más fácilmente en la cruz de Cristo, estará
propenso a que los que no pueden renegar su historia confirmen la nuestra. Más
como ningún hombre ha sido tan grande que haya podido quitar los pecados de
todo el mundo —ni Enoc, ni Abrahán, ni Isaac, que aunque fue ofrecido a la
muerte, sin embargo, fue dejado, porque él no podía destruir todos los pecados,
¿y qué hombre fue bastante grande que pudiese expiar todos los pecados?
Ciertamente, no uno del pueblo, no uno de tantos, sino el Hijo de Dios, que ha
sido escogido por Dios Padre; estando por encima de todos, Él podía ofrecerse
por todos; Él debía morir, a fin de que, siendo más fuerte que la muerte, librase a
los otros, habiendo venido a ser, entre los muertos, libre, sin ayuda (Sal 87,5),
libre de la muerte sin ayuda del hombre o de una criatura cualquiera, y
verdaderamente libre, puesto que rechazó la esclavitud de la concupiscencia y no
conoció las cadenas de la muerte. Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.6,
93-109, BAC Madrid 1966, pág. 334-44
4 de agosto de 2014.- (P. Raniero Cantalamessa, ofmcap / Camino
Católico) Existe, en la cultura y en la sociedad de hoy, un hecho que
nos puede introducir a la comprensión del Evangelio de este
domingo, y es el sondeo de las opiniones. 
Se practica un poco por todas partes, pero sobre todo en el ámbito
político y comercial. También Jesús un día quiso hacer un sondeo de
opinión, pero con fines, como veremos, muy diversos: no políticos
sino educativos. Llegado a la región de Cesarea de Filipo, es decir,
la región más al norte de Israel, en una pausa de tranquilidad, en la
que estaba solo con los apóstoles, Jesús les dirigió a quemarropa la
pregunta: «¿Quién dice la gente que es el hijo del Hombre?»
Parece como si los apóstoles no esperaran otra cosa para poder
finalmente dar rienda suelta a todas las voces que circulaban a
propósito de él. Responden: «Algunos que Juan el Bautista, otros
que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas». Pero a
Jesús no le interesaba medir el nivel de su popularidad o su índice
de simpatía entre la gente. Su propósito era bien diverso. A renglón
seguido les pregunta:

¿Vosotros quién decís que soy yo?»


Esta segunda pregunta, inesperada, les descoloca completamente.
Se entrecruzan silencio y miradas. Si en la primera pregunta se lee
que los apóstoles respondieron todos juntos, en coro, esta vez el
verbo es singular; sólo «respondió» uno, Simón Pedro: «¡Tú eres el
Cristo, el hijo del Dios vivo!»
Entre las dos respuestas hay un salto abismal, una «conversión». Si
antes, para responder, bastaba con mirar alrededor y haber
escuchado las opiniones de la gente, ahora deben mirarse dentro,
escuchar una voz bien distinta, que no viene de la carne ni de la
sangre, sino del Padre que está en los cielos. Pedro ha sido objeto
de una iluminación «de lo alto».
Se trata del primer auténtico reconocimiento, según los evangelios,
de la verdadera identidad de Jesús de Nazaret. ¡El primer acto
público de fe en Cristo de la historia! Pensemos en el surco dejado
por un barco: se va ensanchando hasta perderse en el horizonte,
pero comienza con una punta, que es la misma punta del barco. Así
sucede con la fe en Jesucristo. Es un surco que ha ido
ensanchándose en la historia, hasta llegar a los «últimos confines
de la tierra». Pero empieza con una punta. Y esta punta es el acto
de fe de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Jesús usa
otra imagen, vertical no horizontal: roca, piedra. «Tú eres Pedro y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». 
Jesús cambia el nombre a Simón, como se hace en la Biblia cuando
uno recibe una misión importante: lo llama «Kefas», Roca. La
verdadera roca, la «piedra angular» es, y sigue siendo, él mismo,
Jesús. Pero, una vez resucitado y ascendido al cielo, esta «piedra
angular», aun aunque presente y operante, es invisible. Es
necesario un signo que la represente, que haga visible y eficaz en la
historia este «fundamento firme» que es Cristo. Y éste será
precisamente Pedro, y, después del él, el que haga las veces de él,
el Papa, sucesor de Pedro, como cabeza del Colegio de los
apóstoles. 
Pero volvamos a la idea del sondeo. El sondeo de Jesús, como
hemos visto, se desarrolla en dos tiempos, comporta dos preguntas
fundamentales: primero, «Quién dice la gente que soy yo?»;
segundo, «¿Quién decís vosotros que soy yo? Jesús no parece dar
mucha importancia a lo que la gente piensa de él; le interesa saber
qué piensan sus discípulos. Les coge con ese «¿y vosotros quién
decís que soy yo?». No permite que se atrincheren tras las
opiniones de otros, quiere que digan su propia opinión.
La situación se repite, casi idéntica, en el día de hoy. También hoy
«la gente», la opinión pública, tiene sus ideas sobre Jesús. Jesús
está de moda. Miremos lo que sucede en el mundo de la literatura y
del espectáculo. No pasa un año sin que salga una novela o una
película con la propia visión, torcida y desacralizada, de Cristo. El
caso del Código Da Vinci de Dan Brown ha sido el más clamoroso y
está teniendo muchos imitadores.
Luego están los que se quedan a medio camino. Como la gente de
su tiempo, cree que Jesús es «uno de los profetas». Una persona
fascinante, se le coloca al lado de Sócrates, Gandhi, Tolstoi. Estoy
seguro de que Jesús no desprecia estas respuestas, porque se dice
de él que «no apaga el pábilo vacilante y no quiebra la caña
cascada», es decir, sabe apreciar todo esfuerzo honesto por parte
del hombre. Pero hay una respuesta que no cuadra, ni siquiera a la
lógica humana. Gandhi o Tolstoi nunca han dicho «yo soy el camino,
la verdad y la vida», o también «el que ama a su padre o a su
madre más que a mí no es digno de mí».
Con Jesús no se puede quedar uno a medio camino: o es lo que dice
ser, o es el mayor loco exaltado de la historia. No hay medias
tintas. Existen edificios y estructuras metálicas (creo que una es la
torre Eiffel de París) hechas de tal manera que si se toca un cierto
punto, o se traslada cierto elemento, se derrumba todo. Así es el
edificio de la fe cristiana, y ese punto neurálgico es la divinidad de
Jesucristo. 

Pero dejemos las respuestas de la gente y vayamos a los no


creyentes. No basta con creer en la divinidad de Cristo, es necesario
también testimoniarla. Quien lo conoce y no da testimonio de esta
fe, sino que la esconde, es más responsable ante Dios que el que no
tiene esa fe. En una escena del drama «El padre humillado» de
Claudel, una muchacha judía, hermosísima pero ciega, aludiendo al
doble significado de la luz, pregunta a su amigo cristiano: «Vosotros
que veis, ¿qué uso habéis hecho de la luz?». Es una pregunta
dirigida a todos nosotros que nos confesamos creyentes. 
P. Raniero Cantalamessa, ofmcap

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