Cuento de Vampiros. Dharma Maite Martínez

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Universidad Autónoma de Bucaramanga

Facultad de Ciencias Sociales, Humanidades y Artes


Programa de Literatura
Tarea: Cuento.
Estudiante: Dharma Maité Martínez Vargas
Docente: Nicolas Cadavid Caceres
Curso: Terror, cultura y sociedad.

La directora.
Me levanté temprano como siempre, pero hoy la rutina iría dictada por el nerviosismo de
los nuevos comienzos. El uniforme del nuevo colegio reposa en mi cama desde la noche
anterior y la hora en la que me llaman a desayunar llegó sin aviso, pero yo aún no me he
atrevido a vestir la tela planchada porque cada que me acerco a ella se me contrae el
estómago causando un terrible dolor. Antes de bajar me observo en el espejo de la escalera, el
vestido azul es oscuro casi negro, me cuelga el cuello exageradamente grande de la blusa
blanca y el ruedo soso más abajo de la rodilla. El retrato en el espejo es de alguien que no
reconozco. Estoy aquí en Armenia muerta de nervios porque no conozco a nadie, vine porque
mi abuela murió hace poco, vivió toda su vida aquí. Por nada más.

Tres mitades de hora después, estoy en el patio central de la institución.El recorrido a ese
lugar es inhóspito, una calle disfrazada de avenida con cafes perpendiculares y colillas de
cigarros arrumbadas en la acera. En el patio, los estudiantes nuevos miran hacia todos lados y
yo solo miro al frente, con miedo de encontrarme con los ojos de un estudiante de otros años.
Cuando mis ojos ya se han cansado del excesivo reflejo del sol sobre el cemento, sale una
señora en capa desde una puerta al lado derecho en el segundo piso y camina muy rápido
hacia el lado frontal del ejército de estudiantes. A ese piso se accede por dos escaleras que
forman un trapecio, allí se ubica la directora, vestida con el mismo uniforme horroroso que
yo tengo puesto, más una capa negra que le llega hasta los tobillos; es una señora menuda a la
que se nota que los profesores le guardan reverencia.

La reunión doctrinal se ha sentido como una iniciación, los miembros de este colegio
tienen códigos secretos que corresponden con los movimientos y las palabras de la directora.
Quizás el desacomodo de mis órganos ante el evento no sea una premonición con valencia,
sino la desgracia de no saber ninguna de las oraciones católicas en un colegio adscrito a un
convento, esos son los códigos de los que hablo. Apenas acabó la alineación todos los
estudiantes antiguos se dirigieron a los salones con pasos coordinados, los nuevos en cambio,
somos árboles acicalados en el centro del colegio eclesial. Particularmente, la directora se ha
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esfumado antes de que todos los relegados nos ubicamos en un grupo tembloroso. En su lugar
quedó una profesora muy alta que tomó el micrófono y nos dijo:

- Bienvenidos a La institución de La palia- se hizo alrededor un silencio brisado en susurro.

-Esperamos que su paso por este lugar los instruya para un futuro muy largo y prometedor,
que logren desprenderse de todos sus vicios y sobre todo a que aprendan cómo comportarse.
Tengan en cuenta, que este colegio es muy disciplinado y no aceptamos ningún tipo de
rebeldía, si no siguen las humildes recomendaciones de la directora, tendrán que enfrentarse
al castigo del mismo Dios- hizo énfasis en la ese, como si de esa letra viniera la brisa
susurrante.

Los días transcurrieron muy lento. Los profesores hablaban con una misma voz ronca y
cansada, como si llevaran años atrapados en las mismas cátedras estáticas, porque las monjas
no dejaban que se actualizaran. En ese claustro se sentía que no pasaba el aire y por eso el
tiempo fluía muy poco. Mis compañeros de clase no hablaban en el salón más allá de lo
estrictamente necesario y cuando el profesor de religión explicaba la biblia se miraban entre
ellos como si supieran escuchar entre líneas, rayas que yo no veía. Las que sí veía eran las
líneas de los omoplatos de todas las chicas, que se marcaban incluso debajo de la tela oscura
de lino grueso, al igual que las pelotas protuberantes alineadas en la espalda cuando se
cansaban de estar erguidas. Todas eran excesivamente blancas, no era un blanco grisáceo sino
un blanco amarillento.

Cada dos semanas, el lunes se repetía la misma reunión en el patio. El sol que alumbró el
primer día nunca más volvió y desde el día siguiente el colegio fue ensombrecido por una
nube gris permanente, que no llovía, que no lloraba. De hecho, nadie lloraba en aquel lugar.
Varios días me entretuve en el recreo a observar a los únicos pequeños que corrían por ahí,
dos o tres niños se cayeron en la carrera y las rodillas se rasparon, pero ninguno lloró. A los
minutos llegaba una profesora y yo veía cómo hacía un recorrido rápido del primer piso al
segundo, y de ahí a la oficina de la directora. A esos niños jamás los volví a ver jugar. Lo
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mismo pasó con las niñas de mi grado que más luz tenían en los ojos, las que participaban un
poco más de la clase cuestionando ligeramente la retahíla vetusta de los profesores; las
llevaron castigadas dos o tres veces a la oficina de la directora, volvían en un estado terrible,
triste y con menos color, y un día ya no regresaron más. Sin embargo, nadie hablaba de eso.

Allí estaba pasando algo, quería hablar con alguien y no había ya nadie porque los otros
niños nuevos ya habían comenzado a palidecer. Tampoco podía acudir a mi familia, porque
aún no me habituaba a vivir con mis tíos en lugar de mis padres y a ellos no quería decirles
por teléfono que las cosas iban mal en el nuevo colegio. Además, mi hermanita era muy
pequeña para entender, pensé en decirle cuando me contó que estas cosas estaban pasando
también en su salón de clases, pero en lugar de eso me tragué el ácido que subía de mi
estómago y le dije con voz muy clara que para que no le pasara nada debía hacer todo lo que
los profesores le digan. Esa noche lloré de largo y el cielo atormentado inundó la ciudad. Por
eso, a la mañana siguiente el alcalde informó que no habría clases por la televisión. Aunque,
a la terminación del comunicado a mi tía le llegó un correo del colegio que decía que las
instalaciones benditas tenían buen drenaje, ante la carencia de inundación las clases no se
cancelaban. Yo sabía que en ese lugar no había llovido.

De pensar en tener que ir allí, la taquicardia deshizo mi semblante y caí desmayada.


Cuando desperté vi al frente a mi tía que me miraba con decepción, creyendo que todo había
sido fingido. Angustiada, todavía atontada pregunté por mi hermana y para la desgracia de
mis nervios mi tía me dijo que estaba en el colegio. Seguramente por mi ausencia la
castigarían a ella, habían pasado suficientes cosas como para saber que ahí buscaban
cualquier excusa para ser hostiles. Luego, no recuerdo cómo hice para que mi tía me pagara
un taxi hasta ese infierno; finalmente llegué a las enormes puertas de hierro y cuando la
portera me abrió corrí lo más rápido que pude en dirección a la oficina maldita. Entré a la
recepción y empujé con fuerzas que no tenía la puerta de la directora, ahí alterada y con los
pies mojados me ví rodeada de un cuarto gris mohoso, extremadamente frío. Frente a mí
estaba ella. Tenía la piel delgada y pegada a los huesos, toda la vestimenta le colgaba y olía a
azufre con metal oxidado. Me miraba con soberbia ansiosa en los ojos, mientras se limpiaba
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las uñas, una dentro de otra. Ya no tenía miedo porque mi hermana aún no estaba allí. La
señora notó mi atisbo de esperanza y sus ojos se cubrieron de un velo espeso y lácteo, como
de cataratas. Después hizo un leve movimiento de su mano que activó una fuerza atrayente
que me movió hacía ella contra toda mi resistencia. Cerca de ella, tocando los huesos de sus
costillas con mi estómago, el olor era insoportable. Mareada, casi desfalleciendo pude ver sus
dientes como agujas mientras me decía:

-Veamos si tu sangre es tan dulce como la de tu hermana- Cuando terminó la frase ya


estaba manipulando mi cuello para encontrar mi carótida. Se relamió los labios y suspiró, su
suspiro era muy frío y se amplió en el aire hasta convertirse en una brisa que empujó la puerta
del armario. Gracias a ella pude ver antes de que me clavara los dientes, que allí doblada
estaba mi hermanita abrazándose las piernas mientras temblaba. Los dientes me atravesaron
rápido, como una guillotina que cae enamorada de la gravedad, el dolor fue penetrante, pero
lo fue más el alarido de la directora que de repente ¡me soltó! Caí en el escritorio con
celeridad y ella espectral se refugió debajo de él.

No lo pensé dos veces, abrí el armario y salí corriendo con mi hermana, afuera no había nadie
y en la puerta del colegio tampoco. Una vez afuera pude ver dos hilos de sangre en el cuello
de mi hermana, como un reflejo palpé el lugar en dónde me había mordido, sin embargo allí
no corría nada de sangre; como cuando era pequeña y me caía y lloraba, pero no sangraba.

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