Siglo de Oro Pintura
Siglo de Oro Pintura
Siglo de Oro Pintura
Pérez Méndez
Primera mitad que podemos considerar de transición del manierismo al barroco, marcada por un realismo muy
tenebrista. Rivalta y Ribera.
Años centrales del XVII: Velázquez, Zurbarán, Alonso Cano e incluso Murillo y Juan de Valdés Leal.
Finales del XVIII: agotamiento del estilo y para algunos historiadores “periodo de decadencia”. Que no se
disipa hasta que llega otro gran maestro, Goya.
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Arte Moderno y Contemporáneo en España Irene M. Pérez Méndez
FOCO VALENCIANO
Francisco Ribalta, se forma en el Escorial y regresa a Valencia al carecer de encargos. Logra aquí un éxito importante,
convirtiéndose en el gran artista de la escuela valenciana. Se decanta por una estética profundamente tenebrista, con
gran influencia de Navarrete y Caravaggio.
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clásica. Ribera da la vuelta por completo a la pintura española; tanto en sus temas sacros como en los mitológicos, el
Spagnoleto se dirige a la realidad cotidiana, a la copia del natural. Cuando, a partir de 1630, la paleta del artista se
aclare y de paso a un neovenecianismo, la forma de tratar la figura humana y la realidad seguirá siendo la misma. El
Sueño de Jacob o el Martirio de San Felipe no son tenebristas, pero lo verídico de las figuras y de las carnes, la
inmediatez de los rostros, gestos y vestimentas indica que el concepto de naturaleza y decoro se hallan en un ámbito
nuevo. La pasión por el cuerpo humano hace que éste sea siempre el eje de sus composiciones. El paisaje y los marcos
arquitectónicos tienen escasa importancia, aunque se revaloricen a partir de 1630 y su etapa neoveneciana.
La serie de los Sentidos (1611-1615), hoy dispersa, pintada seguramente en Roma para Pietro Cussida, es quizás la
que mejor traduce la situación del arte de Ribera en estos años. Representación usual en el Medievo y Renacimiento
pero con un planteamiento muy singular, atribuyendo cada sentido a un personaje. Cada uno se presenta tras una mesa,
otorgando así profundidad, con toques muy tenebristas. El tema es llevado a lo más terrenal (pueblo llano), que se
relaciona con las primeras pinturas de Velázquez. Para expresar de modo alegórico los sentidos, no recurre a la
acumulación de elementos, en una atmósfera paganizante, como se hacía en la tradición del manierismo nórdico que
llegaría hasta Rubens, sino que elige, aislados, modelos de la vida cotidiana de una ruda presencia, interpretados bajo
la luz del tenebrismo caravaggista y con una técnica de pincelada prieta y delimitación que lo emparentan con lo que
en las mismas fechas hacían los caravaggistas nórdicos como Terbruggen, Baburen o Honshorst con los que
probablemente hubo de mantener contacto. En Nápoles debió encontrarse con el ambiente artístico renovado por el
paso de Caravaggio. Su propio suegro pinta en tono caravaggiesco y los artistas más jóvenes y prometedores
(Battistello, Sellito) se hallan inmersos en el mismo gusto.
La protección del virrey de Osuna determina la pintura de los lienzos de Santos que hoy se hallan en la colegiata de
Osuna; son las primeras versiones de temas que luego desarrollaría y repetiría múltiples veces (San Bartolomé, San
Pedro, San Jerónimo, San Sebastián). Hay en ellos la precisión ya advertida en los Sentidos, el mismo uso dramático
de la luz y la complacencia por los tipos inmediatos y vulgares, aunque en el San Sebastián (1626) puede advertirse
también un cierto homenaje a los modelos y a la estética boloñesa, que tendrá ocasión de repetir en otras ocasiones.
Relación con Guido Remi. Tímida presencia del paisaje, que ganará importancia a medida que el siglo avance. El gran
Calvario (1618) conservado también en Osuna y obra de estos primeros años napolitanos es ya una obra maestra de
extraordinaria potencia emocional, donde los recursos de Reni se avivan y dramatizan con el uso de la luz dirigida,
que hace emerger rostros y cuerpos de la sombra, con vigor alucinante. Concepto de pintura religiosa que evoca el
sentido realista y e efecto tenebrista del tono general. Cristo que emerge como una escultura. Diagonales. Plástica
cromática.
La composición de estos años muestra una absoluta maestría en la representación de las cosas, con una pasta pictórica
cada vez más espesa y grasa, modelada con el pincel, y subrayada por los efectos de la luz, con una casi obsesiva
búsqueda de la verdad material, táctil, de la realidad y su relieve.
En 1629, el virrey duque de Alcalá va a ser el nuevo mecenas del pintor. Hay constancia de frecuentes encargos
durante los años que duró su virreinato. Obras singulares como el retrato de la Mujer barbuda (1631) o la primera
serie de Filósofos (Demócrito, 1630), responden a iniciativa del duque, hombre culto y curioso, coleccionista de
antigüedades y pinturas. Ribera deja en esos lienzos quizás las más dramáticas interpretaciones del naturalismo
radical: modelos de una vulgaridad casi hiriente, traducidos con una increíble severidad. El retrato de la desventurada
Barbuda, portando en brazos al niño, acompañada de su esposo, asustado y dolorido, es – a pesar del desagrado físico
que impone y de su intención analítica, casi de ilustración de tratado patológico – una obra maestra de intensidad
inigualada en su género. Simbólica de la caracola, a la que se atribuían valores hermafroditas.
Entre 1631 y 1637, bajo el virreinato del conde de Monterrey, hombre de gusto, coleccionista apasionado y admirador
fervoroso del pintor, el arte de Ribera va conociendo una inflexión muy significativa, abandonando sutilmente el
tenebrismo riguroso y dando entrada a un pictoricismo extremadamente refinado, concediendo cada vez más espacio a
los celajes, tratados con tonos argentados, y dando a la pincelada, sin renunciar a su cualidad moldeadora, una mayor
ligereza y vibración atmosférica, que se ha querido relacionar con el paso por Nápoles de Velázquez en 1630, pero que
quizás responda mejor a renovados contactos con el ambiente romano neoveneciano y a un mayor y mejor
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conocimiento de la pintura flamenca, a través de obras de las colecciones del virrey y de mercantes flamencos
establecidos en la ciudad.
Las obras pintadas por encargo de Monterrey, especialmente la Inmaculada/Purísima (1633-38), retablo de las
agustinas de Monterrey recoletas de la Purísima Salamanca, o la Magdalena en gloria (1636), muestran hasta qué
punto Ribera es dueño de una riqueza de recursos sin paralelo en España ni en Nápoles. Es posible que la modelo para
esta última fuera su hija Lucía. Su pasta de color, siempre densa, se ha hecho más fluida y consigue efectos de una
suntuosidad colorista excepcional, tanto en gama cálida, con ricas tonalidades doradas, rojas y castañas, como en
gama fría, plateada y con reflejos nacarados de extraordinaria delicadeza.
Magdalena penitente (1641) Tarro de aceites señalando la voluminidad de la figura. Ubicada en una cueva, dejando
ver el paisaje. Se entretiene en un tratamiento del celaje que le permite generar empastados.
A partir de 1637, bajo la protección de un nuevo virrey, el duque de Medina de las Torres, la preocupación pictoricista
se acentúa aún más.
El sueño de Jacob (1639).
Isaac y Jacob alegoría de los sentidos (1637). Formato profundamente apaisado, inusual, justificado por la ubicación
que tendría, enel hueco superior de una puerta. Es formato le permite desarrollarla escena a modo de friso, con el
detalle del bodegón inicial.
El martirio de San Felipe (1639). Evita lo truculento del martirio y se centra en los preparativos. Contraste delos
personajes que asisten al evento, como figuras pasivas frente a la actividad de los sayones que levantan al santo para
su crucifixión. Figura de San Felipe, abandonada ya a su suerte, con piel cetrina, cerúlea, más próxima a la muerte que
a la vida. Entrecruza el efecto de las diagonales con esa cruz, generando una composición perfectamente dinámica. El
rastro tenebrista se aprecia en la parte inferior, pero ser advierte una pincelada mucho más vaporosa y colorista en el
cielo y las nubes. Pincelada mucho más amplia y expandida, menos rígida que la que veíamos en la serie de los cinco
sentidos, potenciando el efecto de las veladuras en determinadas áreas.
La década de los 40 queda traducida en buena parte por una larga y trabajosa enfermedad degenerativa, que debió
manifestarse como especialmente seria entre 1644 y 1646. No obstante, y quizás a intervalos, y desde luego con la
colaboración del taller, la actividad no decae y poseemos abundantes obras fechadas en esos años. Por otra parte, los
dramáticos episodios de la sublevación de Massaniello en 1647 y la sangrienta represión llevada a cabo por Don Juan
José de Austria al año siguiente, turbaron profundamente el ambiente napolitano y la vida privada del pintor.
El patizambo (1642). El paisaje aflora de nuevo, como interesante telón de fondo que se abrirá cada vez más hasta dar
paso a un género independiente. Lacra social, gentes muy humildes y sencillas tocadas con taras muy sensibles.
Dialéctica que desarrollará Velázquez.
Retrato del infante Don Juan José de Austria (1647-48). Hijo de Flipe IV. Enviado a Nápolesa sofocar una rebelión
antiespañola. Se enamora de Lucía, hija del artista.
Desposorios místicos de Santa Catalina (1648)
Adoración de los pastores
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FOCO MADRILEÑO
La influencia de Velázquez no se verifica en el siglo XVII sobre los demás artistas. Habrá que esperar hasta 1818, con
la inauguración del Museo del Prado.Por otra parte, hay que tener en cuenta que se negó a tener taller. El único pintor
influenciado al que acoge en su seno es su yerno Martínez del Mazo. No obstante, llamó a diversos artistas para
ayudarle enla decoración del Buen Retiro.
Adquiere la maestría a los 17 años, superando los exámenes con absoluta brillantez. Al año siguiente se casa con la
hija de su mentor. Se aseguraba de este modo la continuidad del taller. Pacheco le llevará a la corte por primera vez en
1622, regresando a Sevilla al no obtener grandes logros. En 1624, auspiciado por el Conde Duque de Olivares, se
asienta definitivamente en la corte de Felipe IV.
La aparición de Diego de Silva Velázquez en escena va a implicar un cambio completo en el proceso de la pintura
española y en la conquista y asimilación del naturalismo. Velázquez se forma en Sevilla, con Herrera el Viejo y con
Pacheco, siendo su discípulo predilecto y al cual casará con su hija, siguiendo en ello Pacheco la más pura tradición
gremial. No sabemos bien a través de qué caminos, pero Velázquez conoce tempranamente la producción de
Caravaggio y, junto con Ribera, serán los únicos caravaggistas españoles. La posición de partida de Velázquez es, por
tanto, completamente distinta a todo el gran núcleo de la Corte y al academicismo sevillano. Hereda de su suegro el
concepto de pintura, su complejidad y su nobleza. Pacheco enseña a su discípulo no sólo las alambicadas teorías
italianas y la manera de pintar de allí a través de obras, dibujos y grabados. Pacheco le induce no solo al arte sino que
le motiva a nivel teórico e intelectual.
ETAPA SEVILLANA
La precocidad del joven Velázquez es evidente. El mismo año de su boda con la hija de su maestro, 1618 (19 años),
está fechada la Vieja friendo huevos, obra maestra de un realismo preciso y analítico, pintada en gama cálida de tonos
castaños predominantes e intensa iluminación tenebrista que atestigua su conocimiento de modelos derivados del
caravaggismo. Se advierte una calidad dibujística excepcional, así como magistral naturalidad compositiva. Se trata de
un estilo inserto dentro de los cauces tenebristas caravaggiescas. Será precisamente Velázquez el primero en
abandonar este planteamiento, obteniendo resultados nuevos a través de procedimientos alejados de esa gradación
tonal.
Las obras inmediatas, en buena parte de carácter profano, son en su mayor parte bodegones con figuras de intensidad
prodigiosa. Hay también lienzos de carácter religioso presentados, de modo sorprendente, como escenas de bodegón
de cocina, en cuyo segundo término se introduce el asunto evangélico. Cristo en casa de Marta y María (1618),
Cristo en Emaús (1617-18). Este artificio era habitual en el manierismo flamenco de fines del siglo XVI, que en
Sevilla se conocía bien, pero Velázquez lo reinterpreta de modo nuevo, bajo la luz del tenebrismo caravaggista.
Ambas se muestran precursoras de las Hilanderas al subvertir la escena principal a la parte más alejada del primer
término.
Velázquez no quiere dejarse seducir por los monasterios y las obras religiosas, evitando tal temática (a excepción de
algunas obras) y mostrándose transversal al juego de la Contrarreforma que coartaba la libertad del artista. Bascula,
así, en general, hacia una obra más de género. No obstante, también hay en esos primeros años sevillanos algunos
lienzos de asunto religioso compuesto a la manera tradicional, pero interpretados en ese mismo sentido de naturalismo
extremo e iluminación tenebrista. Purísima (1618). Convento de las Carmelitas descalzas, Visión de San Juan
Evangelista en Patmos (1618).
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Simultáneamente a estos lienzos religiosos y de género, Velázquez hubo de cultivar desde muy pronto el retrato, para
el cual se hallaba excepcionalmente dotado. El de La venerable madre Jerónima de la Fuente (1620), es obra de una
increíble intensidad, proyectando sobre el espectador no sólo los rasgos físicos de la retratada, sino también toda su
energía psicológica, tensa y fanática, captados e interpretados con una inigualable carga de verdad que se mantendrá
ya a lo largo de toda su vida posterior.
Retrato de Pacheco (1619-1622). Luminosidad del cuello blanco que conduce la mirada hacia el rostro.
La conciencia de su propia maestría llevó al joven artista a intentar la aventura de la Corte, donde sin duda encontraría
un marco más adecuado a su trabajo. La subida al trono de Felipe IV (1621) y el creciente poder del ministro Olivares,
tan vinculado a Sevilla y sus gentes, propició el traslado. En 1622 realiza un primer viaje, en principio fallido, aunque
tuvo ocasión de retratar a Góngora (retrato de 1622) por encargo de su suegro, en un soberbio retrato muy copiado
con posterioridad, que agudiza aún más sus cualidades de profundo analista de la personalidad humana, a la vez que
parece iniciar – seguramente como eco de la impresión causada en él por las pinturas de la colección real – un ligero
aclaramiento de la paleta y una levísima abreviación de la técnica, que no es ya tan severamente analítica y prieta, y
parece dirigir los pasos hacia la sutil ligereza del Velázquez maduro.
¿Autorretrato? O retrato de joven caballero (1623). Velázquez será en este momento uno de los pintores que más se
retratan, siendo muy interesante el hecho de autorreafirmarse como artista, que comienza precisamente a partir de
estas fechas (1623). Su intensa ambición de ennoblecerse puede relacionarse con esta práctica.
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Retrato de Felipe IV con coraza y banda de general (1625-27)
El cuadro de los Borrachos/El triunfo de Baco (1629-31), es el único lienzo de composición que nos informa de la
evolución del pintor en estos años claves, y de su habilidad para composiciones complejas de muchos personajes. Da
también, por vez primera, testimonio de una manera de entender el mito por parte del artista, que ha de tener después
otros ejemplos soberbios. Velázquez se acerca a la mitología con el mismo espíritu con que la Contrarreforma invitaba
a acercarse al hecho religioso, es decir, a partir de la más inmediata cotidianidad, eludiendo cualquier tono retórico,
heroico o grandioso. Las mitologías, si se trataban, eran presentadas con un sentido desmitificador, buscando el efecto
crítico de personajes deformes y destruyendo su sensualidad y belleza. Baco es un mozo vulgar, de rústica belleza
sensual, rodeado de un grupo de gentes humildes y vivaces, poseídas de la alegría del vino. Pincelada larga. Dibujo
casi no presente en la obra. Deseo de iluminar la obra, planteada ya en 1629, aunque con un carácter tenebrista y
buscando el efecto dibujístico. Al regresar de Italia su paleta se ha aclarado, con efectos tornasolados e importancia de
los blancos. Todas las entonaciones se acaban modificando.
Rubens, que había arribado a España para realizar obras para Felipe IV, le aconseja el viaje a Italia, donde
permanecerá hasta 1631, cuando el Conde Duque de Olivares le pide que regrese para ocuparse de la decoración del
palacio del Buen Retiro.
Velázquez visita Génova, Milán, Venecia, Bolonia, Cento, Roma y Nápoles, en pleno auge de la corriente
neoveneciana. Redescubre y asume a Tiziano y a otros venecianos, componentes fundamentales de una pintura nueva,
donde la luz y el color, en toda su vibración atmosférica, se integran en una única unidad expresiva.
Hubo de conocer también la obra de los pintores «clásicos» romanoboloñeses de la generación anterior, especialmente
a Reni y Guercino, así como a la más joven generación, exactamente de su edad (Sacchi, Poussin, Cortona), y lo visto
con admiración se refleja en las obras pintadas durante el viaje. La Fragua de Vulcano (1630), con un juego de temas
completamente opuesto al que muestra Los Borrachos, y la Túnica de José (1630), con disposición en friso y
diversos puntos de luz, son el fruto de esa experiencia nueva. Se han considerado como sus trabajos más
«académicos», y efectivamente el tratamiento de los cuerpos desnudos, tan vinculados al mundo boloñés, están
marcados por el estudio de academia, pero hay en estos lienzos algo absolutamente nuevo: el ambiente y el espacio se
convierten ya en elementos decisivos, la luz se hace difusa y adquieren tanta importancia las cosas como los vacíos (el
aire) que entre ellos se interponen. El color, claro y tonal, presenta acordes muy semejantes a lo que puede observarse
en la obra de los artistas italianos antes citados. La pincelada se ha hecho suelta, ligera y vibrante, aunque se ciña
todavía a un dibujo cuidadosamente estudiado.
Su reincorporación a la vida cortesana supuso ante todo la realización de nuevos retratos de la familia real. El
bellísimo retrato de Baltasar Carlos con su enano (1632) o el del soberbio Felipe IV en traje bordado de plata
(1631-32) son maravillosos ejemplos de la transformación de su estilo en contacto con lo visto en Italia. En este
último aparece la típica cortina barroca fingiendo un espacio tras el monarca. La búsqueda espacial es otro de los
procedimientos de Velázquez, que le da la oportunidad de confrontar diversos tonos. Hay, además, sucesivas
veladuras.
La superficie de las cosas, muy especialmente de las telas, se convierte en una sucesión de toques rápidos, vibrantes y
desunidos que, vistos de lejos se integran en una admirable unidad visual. Esa misma ligereza de pincel y esa
capacidad de reconstruir en la reina del espectador la realidad, taquigráficamente representada por medio de toques
sueltos y deshechos, va a ser ya la definición misma del medio expresivo del pintor hasta su muerte.
La decoración del Buen Retiro va a proporcionar también soberbias ocasiones al pincel velazqueño en estos años
(1631-1640). El gran Salón de Reinos del nuevo palacio se enriqueció con una serie de lienzos de batallas y otra de
retratos ecuestres de la familia real. Ecuestre Felipe IV (1628-33), Retrato de Felipe IV en atuendo de cazador
(1635), donde el propósito del paisaje, un telón en la anterior obra, se hace más patente, con una posible recopilación
previa. El Príncipe Baltasar Carlos (1635) de técnica ya casi inmaterial que deja sentir la atmósfera del aire libre,
muestra un esclarecimiento de la paleta. Una de las obras más bellas, íntimas y tiernas del autor. Sentido de
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abocetamiento, con pinceladas muy amplias, que anticipa determinados estilos posteriores (expresionismo abstracto).
Ecuestre del Conde-Duque de Olivares (1638).
La rendición de Breda/Las lanzas (1635). Glorificación de la política del conde-duque de Olivares. Ejército español
glorioso y triunfante. Autorretrato en la esquina inferior derecha: seguro de sí mismo, insertándose en las
composiciones como anticipo de lo que ocurrirá en las Meninas. Inserta el efecto del paisaje, conduciendo nuestra
mirada hasta el fondo.
El Cristo crucificado, también de estos años (1632), que compuso siguiendo las indicaciones de Pacheco respecto a la
iconografía de los cuatro clavos, es otra prueba de su espíritu de hondo sentir clásico. Sereno y bellísimo en su
desnudez apolínea, con la cabeza inclinada de modo que los caídos cabellos velan el rostro, añadiendo un tanto de
misterio a la imagen y jugando además con la ambigüedad de un fondo oscuro, verdoso, como una tela de altar rica,
sobre la que se proyecta la sombrea del cuerpo y del supedáneo como si se tratase de una escultura.
Coronación de la Virgen María (c.1635)
*Durante estos años y los inmediatamente posteriores, continúa su actividad para los palacios reales, especialmente
para el citado Buen Retiro y la Torre de la Parada. En el primero se albergaron una serie de retratos de bufones, locos
y «hombres de placer» que constituyen un importante sector de la producción. En ellos – inscritos en la vieja tradición
cortesana de conservar las efigies de los seres singulares por su deformidad o por su ingenio procaz, que divertían y
acompañaban al soberano – Velázquez ha dejado una prueba soberbia de su capacidad de análisis humano.
Pinta, además, obras para su propio deleite. Probablemente para hacer mano, ensayar composición y determinar
paleta. Se trata sobre todo de bufones presentes en la Corte, algunos con sangre real. Bufón llamado don Juan de
Austria (c.1632) y Bufón don Cristóbal de Castañeda y Pernia (c.1636). Precisamente cuando la figura se aleja de la
realeza, la obra se simplifica, hasta llegar al retrato del Bufón Pablo de Valladolid (c.1634), para Manet el verdadero
hallazgo de la abstracción absoluta: Velázquez logra conseguir la simplificación absoluta del entorno para poder
admirar esa figura. Juega con el efecto de nuestra mirada.
JUAN BAUTISTA MARTÍNEZ DEL MAZO (1611-1667). Yerno. Su único discípulo. Su papel hubo de ser,
durante muchos años, el de fiel repetidor de los modelos oficiales de Velázquez, pero en las pocas obras personales
que poseemos se advierte su asimilación de la técnica del maestro, llevada incluso a un punto más blando, deshecho e
impreciso en la pincelada, que no siempre consigue sugerir la forma con la precisión con que lo hace Velázquez. Muy
notable es el Retrato de familia, eco de las Meninas, a cuyo fondo se sitúa el taller, donde un pintor (Mazo o
Velázquez) da los últimos toques a un retrato de la infanta Margarita. La disposición del grupo muestra una
complacencia por lo oblicuo y diagonal ajena a Velázquez y delatadora ya de la creciente influencia rubeniana. Mejor
definida está su producción más personal: la de pintor de amplios paisajes, a veces de carácter topográfico, poblados
de menudas y animadas figurillas vibrantes de vida.
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FOCO ANDALUZ
Descubierto por los románticos franceses en el siglo XIX, ha sido consagrado por el gusto contemporáneo, en función
de su insistencia en «los valores plásticos», los rotundos volúmenes y la grave solemnidad de sus composiciones. Es
también enormemente representativo de su tiempo, pues formado en el tenebrismo más riguroso, llega a conocer el
nuevo rumbo de la pintura barroca, y aunque su temperamento le impide avanzar por nuevos caminos, termina por
eliminar su tenebrismo, evolucionando hacia formas más blandas, delicadas y coloristas que le aproximan a modelos
del clasicismo reniano.
Producción ingente de pintura, con muchísimo éxito en los monasterios. Se consagró fundamentalmente a la pintura
religiosa. Su arcaísmo logra una pureza absoluta de la representación mística. Muy celebrado desde el XIX en
adelante.
Hijo de un comerciante probablemente de origen vasco, se educó en Sevilla con Pedro Díaz de Villanueva. Como es
lógico en la Sevilla del momento, donde Pacheco era el maestro más conocido, Zurbarán hubo de tener noticia de lo
que allí se hacía y probablemente conocería tanto a Velázquez como a Cano, ambos de su misma edad.
Cumplido el compromiso de aprendizaje, y ya pintor, le encontramos cuatro años más tarde en Llerena, casado y en
plena actividad. Viudo pronto, se vuelve a casar en 1625. Debió mantener durante esos años algún contacto con
Sevilla, pues en 1626, diciéndose vecino de Llerena y residente en Sevilla, recibe un importante encargo para esta
ciudad: la realización de una nutrida serie de lienzos para el convento dominico de San Pablo. El Cristo crucificado
que pintó en 1627 para el oratorio de la sacristía de este convento, es ya una pieza de excepcional calidad, testimonio
de su maestría y de su fervorosa adhesión al tenebrismo más riguroso. Elogiadísimo por sus contemporáneos, muestra
quizás el punto de máxima tensión emocional y el más rotundo caravaggismo.
En 1628, el éxito de la serie dominica le vale un nuevo contrato sevillano, esta vez con la Merced Calzada: veintidós
lienzos con la vida de San Pedro Nolasco. Sigue siendo «vecino de Llerena», pero se compromete a ir a Sevilla con
todo su taller. “Hasta 1629 permanece en Badajoz, trasladándose luego a Sevilla debido a su éxito, donde cuenta con
un pequeño taller” (Marimar dixit).
Su labor en la Merced (1628-29) fue extensa y magistral. Los lienzos de la vida de San Pedro Nolasco, en parte
conservados, constituyen uno de los más hermosos conjuntos narrativos de su tiempo y plantean algunos problemas,
tanto respecto a sus modelos iconográficos como por la evidente colaboración de otras manos en la ejecución de las
telas. Los firmados por Zurbarán, especialmente los conservados en el Prado (Aparición de San Pedro a San Pedro
Nolasco, 1628 y Visión de la Jerusalén celeste) y la Fundación de la Orden de la Merced, de colección francesa,
muestran la severa monumentalidad y la profunda emoción características del maestro. Otros (los conservados en la
catedral de Sevilla) resultan más confusos, abigarrados y llenos de recuerdos manieristas.
Para la Merced pintó también en 1628 el prodigioso San Serapio mártir, de intensidad estremecedora, obra en la que
se muestra como gran dibujante, con sobresaliente habilidad para reflejar los blancos.
Mientras trabaja en tan complejo conjunto, acepta también la realización de cuatro grandes lienzos para el convento
franciscano de San Buenaventura. Pintados para hacer frente a otros cuatro realizados por Herrera el Viejo, estas
pinturas, fechadas en 1629, ratifican el feliz momento creador de su ejecutor y la perfecta organización de su taller,
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capaz de atender simultáneamente encargos de tan ambicioso soporte. Todos ellos muestran un intensísimo claroscuro
y una galería de rostros de vibrante individualidad. Los dos lienzos que conserva el Louvre (San Buenaventura en el
Concilio de Lyon y la Exposición del cadáver de San Buenaventura, en la que concilia ambas perspectivas frontal y
superior), de composición más desmeñada, son sin embargo soberbios ejemplos de su maestría colorista, en gama
reducida pero sutilmente matizada, y en la variedad de tipos humanos que subrayan, una vez más, su extraordinaria
capacidad para el retrato. En general, se suele criticar su composición, atestada de figuras que se confunden, en las que
se muestra con poco talento, ganando, empero, en las composiciones de figuras únicas, las más demandadas por los
monasterios. Hay también errores de perspectiva notables.
El éxito de estas series y el prestigio que le proporcionan determinan que, en junio de 1629, el Consejo Municipal de
Sevilla invite oficialmente a Zurbarán a que se traslade a esta ciudad.
En 1634, Zurbarán es invitado, probablemente a través de Velázquez, a pasar a Madrid, para tomar parte en la
decoración del palacio del Buen Retiro.
Su labor, realizada entre junio y noviembre de ese año, comprendía diez lienzos con episodios de la leyenda de
Hércules (Hércules y Cancerbero, 1634) para ser colocados sobre las ventanas del Salón de Reinos, y dos grandes
lienzos de batallas (de los que sólo se conserva Defensa de Cádiz contra los ingleses, 1634) para insertarse en el
conjunto del mismo salón. Del lienzo de batalla, compuesto con grave compostura, destaca la fuerza y el carácter de
los rostros de sus protagonistas y el virtuosismo de telas y accesorios. La serie de Hércules ha sido en general juzgada
con severidad. Es evidente que el espíritu del artista no era el más adecuado para la temática heroica y desde luego el
héroe mitológico es casi siempre un tosco jayán, pero sin embargo, la variedad en la disposición, los detalles
naturalistas y en ocasiones la belleza de los fondos, donde se traduce, con vivacidad, la luz atmosférica y el latir de las
aguas, prestan interés y novedad a un conjunto de fuerte carácter tenebrista.
En 1658, movido sin duda por las dificultades crecientes en el medio sevillano, Zurbarán se traslada a Madrid, sonde
parece que se dedica sobre todo a la pintura de cuadros de devoción privada, de pequeño tamaño y exquisita calidad,
que responden muy bien a la transformación de su estilo. Se trata sobre todo de lienzos de la Sagrada Familia o la
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Virgen con el Niño, y las Inmaculadas (1656 y 1661). En la primera (1656), que arranca, como Velázquez de los
prototipos de Pacheco, se inclina hacia la imagen infantil, con las manos juntas casi siempre, el manto azul sobre la
túnica rosa o blanca y un apiñado grupo de cabezas de querubines como peana
Zurbarán es el pintor monacal por excelencia. Nadie ha sabido como él traducir las vestimentas conventuales y el
carácter particular de los rostros de los monjes, impregnados de la cotidianidad de lo prodigioso. No obstante, ha
dejado admirables bodegones, algunos de los más intensos del arte español, que igualan a Sánchez Cotán: Agnus dei
(c.1635-40), Bodegón (1633) o Taza con agua, rosa y platillo de plata (c.1630) “Marimar dixit”, Bodegón con
cacharros de barco (1660). Compuestos con una simplicidad prodigiosa y una maravillosa carga de misterio que hace
de los objetos más vulgares piezas cargadas de sutil trascendencia.
Pero Zurbarán ha carecido, a la vez, de la capacidad de traducir la acción y el movimiento. Sus composiciones
complejas, resultan torpes y producen siempre la sensación de la simple yuxtaposición de sus elementos que no
aciertan casi nunca a trabarse entre sí con elegancia y lógica narrativa. Predomina en él lo estático, lo grave y lo
reposado, y ello contribuye a la severa imagen de lo religioso que sus obras transmiten.
Pintor casi exclusivamente religioso pero excepcionalmente dotado para el retrato, no parece que lo cultivase mucho
como género independiente. No obstante, destacan ciertos ejemplos singulares: el de santos y santas aislados, en pie,
en actitud estática o procesional y mirando al espectador en gesto de arrobo, alzando la cabeza. Especialmente
notables son las figuras femeninas, en las que destaca la belleza y calidad de atuendos. Santa Isabel de Portugal
(c.1635), llamada otras veces Santa Casilda, de una fuerte individualidad en el rostro que la circunscriben dentro de
los llamados «retratos a lo divino» (damas retratadas con atributos de su santa patrona). Obras muy bellas donde
Zurbarán se muestra buen maestro en la composición de figuras individuales.
Uno de los artistas con más éxito en su momento. Encargos de índole muy importante, de carácter religioso. La
pujanza comercial sevillana permite la difusión de su obra a través de buena parte de Europa, con clientela en
Inglaterra, Flandes, Francia…
Su evolución artística puede seguirse a través de sus obras, bien documentadas. La sensibilidad prerrococó que
muestran algunas de sus obras de madurez le valieron una estima profunda durante todo el siglo XVIII y buen parte
del XIX, sobre todo en el mundo británico, muy pronto coleccionista y conocedor de su arte. La dispersión de algunas
de sus mejores obras tras la guerra napoleónica y la desamortización española, hizo que sus lienzos se estimasen y
pagasen a la par de las más grandes obras italianas del renacimiento. Sin embargo, a finales del siglo XIX y buena
parte del XX, se inició un periodo de descrédito excesivo: los vanguardistas lo encontraban demasiado complaciente.
Huérfano a los 10 años. Se forma como pintor por consejo de su tía, su tutora. A los 20 años ya cuenta con encargos
de gran relevancia. Su primer gran encargo, el del claustro del convento de San Francisco, se realiza entre 1645 y
1646, y aunque cobra por él una cantidad modesta, su éxito le abre las puertas del mundo eclesiástico y, una vez
superada la crisis de los años 50, hace de él el más apreciado pintor de la ciudad.
Su viaje a Madrid en 1658 le permitiría conocer las colecciones reales y enriquecer su sensibilidad con la floreciente
situación de la pintura en la Corte.
En 1660, juntamente con Herrera el Mozo y un grupo de artistas sevillanos, intenta fundar una academia en Sevilla,
con veleidades de carácter formativo, en un intento de apartarse de la enseñanza gremial para mejorar la formación de
los pintores, especialmente de los jóvenes, reuniendo a los mejores artistas de la Sevilla del momento en torno a ese
núcleo. Destaca también su importante taller en el que trabajaba en serie.
Murillo llega a un punto de maestría técnica absolutamente excepcional, a la vez que configura unos tipos y una
sensibilidad que anticipa mucho de lo que ha de ser el siglo XVIII. Amigo del círculo de comerciantes y banqueros
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flamencos y holandeses establecidos en Sevilla, sabe interpretar con maestría la sensibilidad amable, doméstica, tierna
y familiar de estos grupos sociales, tanto en su personal interpretación de los asuntos religiosos, como en un género
nuevo: las escenas de tipo popular, con pilluelos callejeros, jugando o comiendo, que tuvieron amplia difusión fuera
de España.
Aun sometido a las limitaciones de una clientela fundamentalmente piadosa, es preciso subrayar que es el único, entre
nuestros grandes maestros, que cultiva asiduamente y con personalidad independiente la pintura de género, que
constituye buena parte de su producción, y es capaz de configurar un modo peculiar de expresión e incluso una
iconografía de ciertos temas que hicieron fortuna en la pintura sevillana posterior durante casi un siglo (Virgen con el
Niño. Desde el punto de vista artístico destaca por su dibujo minucioso, habiendo sabido intuir plásticamente la moda
de finales de siglo que entroncan con el rococó. Pincelada en arabesco. Le gustan las composiciones complejas; no
siempre las resuelve con gran atractivo, aunque suple estos problemas compositivos a través de su peculiar ejecución.
La serie del claustro chico de los Franciscanos (1645-1646), hoy dispersa, que puede considerarse su primer gran
logro, se inscribe en la tradición monástica sevillana, que iniciara Pacheco y Zurbarán. Constituida por trece cuadros
que muestran una preeminencia dibujística, algunos como San Diego dando de comer a los pobres, San Gil ante el
Pontífice o San Diego en éxtasis parecen anteriores por su más estricta relación con modelos zurbaranescos, de severa
gravedad y riguroso naturalismo tenebrista. No obstante, en San Diego dando de comer a los pobres aparece ya un
gusto por el mundo infantil que le será característico. Fray Junípero y el pobre.
Tras la dramática crisis de la epidemia de 1649, encontramos toda una serie de imágenes de devoción en las que, junto
a una interpretación delicada y muy humana de los temas piadosos, especialmente de la Virgen con el Niño, se
advierte un interés por las experiencias claroscuristas, pero de signo diverso a lo zurbaranesco, buscando una mayor
movilidad y expresividad. Algunas de las imágenes de la Virgen, jugando o en diálogo con el Niño Jesús, parecen
inspirarse en las interpretaciones de Cavarozzi, mostrando idéntica fusión de luz caravaggiesca y delicadeza boloñesa,
interpretadas de modo personal, con modelos de muy inmediata humanidad. La Adoración de los pastores (1645-50)
parece recoger su inspiración de las composiciones análogas de Ribera y la Sagrada Familia del pajarito (1650),
inspirada quizás en una estampa de Baroccio, muestra una delicadeza especial en la interpretación del juego infantil y
de la atmósfera doméstica, con una luz matizada que supera ya el estricto tenebrismo. Ambas se insertan en el
contexto de una clientela más profana, que permite a Murillo liberarse del encorsetamiento de los preceptos de la
Contrarreforma en una religión mucho menos severa que la que ésta presentaba.
De 1653 es la primera interpretación que conocemos de la Inmaculada, pintada para la hermandad de la Vera Cruz en
el convento de franciscanos, acompañada del franciscano Fray Juan de Quirós, y de fecha próxima será la llamada
«Grande» procedente del convento de San Francisco. Ambas parecen depender del prototipo de Ribera y se separan
definitivamente de los modelos de Pacheco, Zurbarán y el joven Velázquez. Adolescentes, grandiosas, dinámicas, en
movimiento ascensorial, con túnica blanca y amplio manto azul que se mueve al viento, anuncian ya las sucesivas
interpretaciones de esta advocación que vendrán a ser la creación más popular del artista, pintadas casi en serie.
Inmaculada de los Venerables (1678-1680).
Entre 1665 y 1669, y probablemente en dos etapas (1665-67 y 1668-69), pinta una importante serie de pinturas para el
convento de los Capuchinos sevillanos: el retablo mayor, de varios lienzos, los retablos de las capillas colaterales, con
un solo lienzo, y la Inmaculada del coro, amén de alguna otra obra menor. Conservadas en su mayor parte en el Museo
de Sevilla, constituyen un conjunto deslumbrante de figuras de santos, de gran nobleza y, a la vez, de una delicada
humanidad. Las figuras emparejadas de Santas Justa y Rufina (1665) y San Leandro y San Buenaventura del altar
mayor, son sin duda obras capitales de su mejor momento. Las pinturas de los altares laterales son también piezas de
importancia singular, que subrayan la evolución técnica del artista, protagonizada por un cambio de paleta que bascula
hacia colores mucho más pastel que anticipan el rococó. La pincelada es además mucho más amplia, con un
tratamiento técnico que delata a un maestro de muchísima calidad. De este momento es también la Virgen de la
servilleta (1665), que presenta, al igual que las representaciones de las Santas, un tratamiento casi de postal muy
interesante. La Adoración de los pastores (1668) trasluce también pinceladas emulsionadas y abiertas en una
representación de enorme belleza en la que destaca el estudio de las luces y sombras. Virgen muy juvenil.
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Es en las figuras infantiles donde su sentimiento de lo tierno y lo frágil encuentra mejor expresión. Quizá nadie ha
mostrado como él la gracia del San Juanito y el cordero (1660-65), de pinceladas empastadas y con una preeminencia
cada vez mayor del paisaje, que se hace dueño de la composición. Se inserta la religión en un ámbito más cotidiano y,
por ende, comprensible. Destaca también Niños de la concha (1670) que junto con la anterior parece inspirada en
motivos ajenos (Stefano Bella, Guido Reni…) a los que Murillo sabe dotar de un tono profundamente personal y
reconocible. Pero quizás son las figuras infantiles profanas las que más admiraron y sorprendieron en su tiempo y en
el nuestro. Casi sin precedentes, Murillo crea un género, hijo del naturalismo seiscentista, pero que avanza hacia
sensibilidades dieciochescas.
Sus primeras composiciones de niños mendigos (Niño espulgándose, 1645-50) parecen estar todavía dentro de un
cierto naturalismo riberesco, visible tanto en su iluminación como en el tratamiento de la pasta pictórica, densa y
espesa. Más significativas y famosas son sin duda las de sus años maduros, cuando la ligereza de su pincel y la
maravillosa transparencia de su colorido alcanzan su punto más alto. Niños comiendo fruta (1650-60), Niño con
perro (1650-60), Niños jugando a los dados (1670), Invitación al juego de pelota o pala (1670), Muchacha con
flores (1670), Los tres muchachos/El mendigo (1670) son piezas maestras de una manera de ver la realidad que no es
ya el dramatismo del primer tenebrismo, aunque se aprecia un mayor peso del dibujo en una factura ciertamente más
tenebrista que otras de sus obras, sino que supone una actitud que pudiéramos llamar burguesa, que elude lo trágico y
busca el lado amable de la realidad, falseando aspectos desde el punto de vista de la crítica social, pero que
corresponden perfectamente a la mentalidad de quienes pagaban las obras, y se expresan con una maestría y capacidad
para lo inmediato admirables. Se presenta la situación en clave profundamente anecdótica y pintoresca. Este tipo de
cuadros gustaban mucho a los holandeses. Por otro lado, a finales del XVII la Contrarreforma había ido perdiendo
pujanza, abriéndose el abanico temático.
Otras composiciones de carácter profano que rondan el retrato son Mujeres en la ventana (1655-60), Cuatro figuras
en un escalón (1655-60) o Niño asomado a la ventana (1675-82). Obras de gran éxito y tema fácil de vender, que
completan aspectos de esa personalidad abierta e interesada por la vida callejera, que sabe trasponer sin amargura.
Cuatro figuras en un escalón destaca por su efecto de perspectiva, conseguido a través de la colocación en escalones
o pretiles que ayudan a la construcción espacial.
*La gallega de la moneda (1690-1720). Imitador de Murillo o copia del original.
Como retratista, Murillo es testimonio claro de la influencia creciente de los modelos nórdicos, flamencos
especialmente, e incluso holandeses, sin duda bien conocidos también en Sevilla.
Poseemos un Autorretrato (1670-73) en edad madura, pintado para sus hijos, que se presenta en escorzo como un
trampantojo, dentro de un marco oval, apoyando la mano sobre él y mostrando sobre un antepecho los atributos del
pintor, de modo análogo a lo habitual en Holanda. Semblante de dignidad. Incorpora elementos de planteamiento
teórico (pergaminos). Afirmación de su identidad a través de la autorrepresentación.
También en formato oval destaca su retrato de Nicolás de Omazur (1672), que lo presenta en reflexiva gravedad
meditando sobre una calavera. Cuenta también con «retratos a lo divino» como el de Santa Catalina de Alejandría
(1650); por su parte, Retrato de caballero (1670) destaca por el empleo de una pincelada en arabesco que flota y busca
la ingravidez.
Murillo es, sin duda, el más «moderno» de los pintores de su siglo, aparte de Velázquez. Su técnica lleva a las últimas
consecuencias lo aprendido de la pintura de Flandes y de Italia, pero su admirable y casi prodigiosa intuición de puro
pintor le llevó a una técnica de ligereza y vaporosidad singurales, sin perder nunca su personal tono de delicadeza e
intimidad, sin parangón en nuestro arte.
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Contrafigura de Murillo, su casi estricto contemporáneo Juan de Valdés Leal es artista sobre el cual ha pesado largo
tiempo el prejuicio literario que hizo de él «el pintor de los muertos», a causa de los dos terribles y admirables lienzos
del Hospital de la Caridad que representan las Postrimerías. Pero en realidad es pintor de amplio registro, no
especialmente macabro, aunque sí de sensibilidad bien distinta a la de Murillo, con quien hubo de mantener rivalidad
sostenida.
Presentó el mismo problema que Zurbarán: necesidad de pintar un número amplísimo de obras para poder sobrevivir.
Fue también reivindicado por las vanguardias, especialmente francesas. A consecuencia de los viajes de
centroeuropeos (ingleses, franceses) a España, se descubren a estos artistas sevillanos.
Pensadas para dos hornacinas, las Postrimerías (1671-72) In ictu oculi y Finis gloriae mundi, de intensidad
sobrecogedora, presentan la cumbre absoluta de la pintura universal de Vanitas, en una visión morbosa y romántica de
la muerte. Si el primero (In ictu oculi) se presenta más bien como alegoría (muerte dominando el mundo), y el
esqueleto, que apaga la luz de la existencia «en un abrir y cerrar de ojos», se yergue sobre un maravilloso y suntuoso
bodegón de joyas, coronas, tiaras, armas, atributos de la ciencia, libros y ricos telas, el otro (Finis gloriae mundi),
presenta en toda su crudeza un pudridero donde se muestran los cadáveres en descomposición de un obispo y un
caballero de la Orden de Calatrava (equiparación de dos figuras ante las que muerte iguala todas las glorias y
vanidades terrenales), junto a un verdadero osario, atestado de cráneos y esqueletos, mientras la mano celeste
suspende la balanza que ajusta vicios y virtudes, en llamada al Juicio Final. Búho como signo de la inteligencia pero
relacionado también con el mundo de la noche y de la muerte.
Se trata de obras absolutamente singulares, pintadas al dictado del fundador Miguel de Mañara, pero en las que Valdés
Leal ha dejado lo mejor de sí mismo. Destaca sobre todo su sentido del color, con bermellones, rojos y carmines muy
tornasolados, con el uso de los blancos para matizar.
Esta personificación alegórica de la muerte ha de insertarse dentro del fuerte peso de la traición medieval de las
«Danzas de la muerte», así como de la influencia de las Coplas de Manrique. Por otro lado, los desastres de la peste
sevillana de 1649 estaban aún muy presentes.
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