La Piedra Lunar

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Wilkie Collins

La Piedra Lunar

Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez


Título original: The Moonstone

Primera edición: 2015


Segunda edición: 2020

Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto


Turégano y Lynda Bozarth
Diseño cubierta: Manuel Estrada
Ilustración de cubierta: Ingres: La Gran Odalisca (detalle). Museo del Louvre, París.
© ACI / Bridgeman
Selección de imagen: Carlos Caranci Sáez

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PPAPEL DE FIBRA
CERTIFICADO
R

© de la traducción: Miguel Ángel Pérez Pérez, 2015


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2015, 2020
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15;
28027 Madrid
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-9181-765-9
Depósito legal: M. 36.054-2019
Printed in Spain

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Índice

9 Prefacio
11 Prefacio a la presente edición
13 Prólogo. El asalto de Seringatapam (1799)

LA HISTORIA

25 Primer periodo. La desaparición del Diamante (1848).


El relato de los hechos a cargo de Gabriel Betteredge,
mayordomo al servicio de lady Julia Verinder

263 Segundo periodo. El descubrimiento de la verdad


(1848-1849). La narración de los hechos por medio de
varios relatos

265 Primer relato. A cargo de la señorita Clack, sobrina del


difunto sir John Verinder
357 Segundo relato. A cargo de Mathew Bruff, abogado de
Gray’s Inn Square
388 Tercer relato. A cargo de Franklin Blake
514 Cuarto relato. Extraído del diario de Ezra Jennings
558 Quinto relato. En el que Franklin Blake retoma la
historia
580 Sexto relato. A cargo del sargento Cuff
594 Séptimo relato. En forma de carta del señor Candy
597 Octavo relato. A cargo de Gabriel Betteredge

7
Í d
Índice

601 Epílogo. La recuperación del Diamante

603 1. La declaración del subordinado del sargento Cuff


(1849)
605 2. La declaración del capitán (1849)
607 3. La declaración del señor Murthwaite (1850)

8
Prefacio

En algunas de mis anteriores novelas, mi propósito era analizar


la influencia de los hechos en el carácter de los personajes. En
ésta, el proceso es a la inversa. Aquí he intentado analizar la in-
fluencia del carácter de los personajes en los hechos. El com-
portamiento de una joven ante una emergencia inesperada es
la base a partir de la cual he construido este libro.
He tenido muy presente el mismo propósito al crear a los
demás personajes que aparecen en estas páginas, en las que se
muestra que lo que piensan y hacen según las circunstancias
que los rodean es a veces lo correcto y otras no, como muy pro-
bablemente hubiese ocurrido en la vida real. Sea el correcto o
no, su comportamiento es el que asimismo siempre rige la evo-
lución de las partes de la historia en las que ellos están directa-
mente implicados.
En el caso del experimento fisiológico que ocupa un lugar
destacado en las escenas finales de La Piedra Lunar, de nuevo
me he guiado de acuerdo con el mismo principio. Después de
haber determinado –no sólo consultando libros, sino también
a autoridades en la materia en ejercicio– cuál sería verdadera-
mente el resultado de ese experimento, no he querido aprove-

9
Prefacio

charme de la prerrogativa del novelista de imaginarse lo que


podría haber sucedido, y, en su lugar, he planeado la historia
de manera que se desarrolle a partir de lo que de verdad habría
sucedido, y puedo asegurar a los lectores que eso es lo que se
narra en estas páginas.
En cuanto a la historia del Diamante, tal y como aquí se pre-
senta, he de reconocer que en algunos detalles importantes está
basada en lo que se cuenta de dos de los diamantes que perte-
necen a la realeza europea. La espléndida piedra que adorna la
parte superior del cetro imperial ruso fue en su momento el ojo
de un ídolo hindú1. También se cree que el famoso Koh-i-Noor2
era una de las gemas sagradas de la India, y, lo que es más, que
pesa sobre él la maldición de que acaecerá alguna desgracia a
quien le dé otro uso que no sea el suyo ancestral.

Gloucester Place, Portman Square


30 de junio de 1868

1. Se trata del diamante Orloff, del que se dice que era el ojo de una
estatua de un templo hindú que un francés robó hacia mediados del
siglo XVIII y vendió al conde Orloff, quien se lo regaló a Catalina la
Grande de Rusia.
2. Diamante indio que pasó a formar parte de las joyas de la corona
británica cuando fue regalado a la reina Victoria en 1850.

10
Prefacio a la presente edición

La Piedra Lunar se escribió en unas circunstancias que, a juicio


de este autor, confieren al libro un interés muy particular.
Cuando esta obra estaba todavía publicándose por entregas
en Inglaterra y en los Estados Unidos, y no había completado
más de un tercio de ella, padecí al mismo tiempo la aflicción más
triste de mi vida y la enfermedad más grave que haya sufrido ja-
más. Mientras mi madre agonizaba en su casita del campo, yo
quedé postrado en Londres por la tortura de un ataque de gota
reumático que me dejó las piernas inútiles. Pese a esa doble ca-
lamidad, no dejaba de tener presente mi obligación con el públi-
co. Mis buenos lectores de Inglaterra y los Estados Unidos, a los
que nunca había fallado, aguardaban su entrega semanal de la
nueva historia. Así pues, seguí con ésta, tanto por mi bien como
por el de ellos. Cuando me lo permitía la pena y me remitía oca-
sionalmente el dolor, dictaba desde la cama la parte de La Piedra
Lunarr que ha demostrado ser la que más entretiene al público,
el «Relato de la señorita Clack»1. No voy a decir nada del sacri-

1. Que es la parte que Collins después más revisó para la publicación


definitiva del texto en forma de libro tras las entregas originales. El

11
Prefacio a la presente edición

ficio físico que me costó ese esfuerzo. Ahora sólo recuerdo el


bendito alivio que me supuso esa ocupación, pese a ser forzada.
La creación artística, que siempre había sido el orgullo y satis-
facción de mi vida, se convirtió más que nunca en «de por sí su
mayor recompensa»1. Dudo que hubiese llegado a vivir lo bas-
tante para escribir otro libro si la responsabilidad de la publica-
ción semanal de esta historia no me hubiera obligado a recobrar
mis menguantes energías de cuerpo y mente: a enjugar mis inúti-
les lágrimas y vencer mis inmisericordes dolores.
Una vez completada la novela, aguardé a ver la acogida que
le daba el público con una inquietud que nunca había tenido
antes, ni he tenido después, por la suerte de cualquier otro li-
bro mío. Si La piedra lunar hubiese fracasado, mi disgusto ha-
bría sido en verdad muy grande. Sin embargo, la historia gozó
de un buen recibimiento, tan inmediato como generalizado, en
Inglaterra, los Estados Unidos y el continente europeo. Nunca
he tenido mejor razón que la que me ha proporcionado esta
obra para estarle agradecido a los lectores de novelas de todas
las naciones. Por todas partes mis personajes hicieron amigos
y mi historia suscitó interés. Por todas partes el favor del públi-
co hizo caso omiso de mis fallos y me recompensó con creces
por el duro esfuerzo que estas páginas me habían exigido en
esa oscura época de enfermedad y profunda pena.
Sólo me queda por añadir que la presente edición ha contado
con el beneficio de una meticulosa revisión por mi parte. Con ella
he hecho todo lo que estaba en mi mano para que el libro siga
siendo digno de la ininterrumpida aprobación de los lectores.

W. C.
Mayo de 1871

autor empezó a tomar láudano (un extracto de opio) para aliviar el


dolor, y terminó por hacerse adicto. Su gota se volvió crónica.
1. La cita es de William Hazlitt (1778-1830), literato inglés.

12
Prólogo
El asalto de Seringatapam (1799)
Extraído de un documento familiar
1

Dirijo estas líneas, que escribo en la India, a mis parientes de


Inglaterra.
Mi propósito es explicar la razón por la que le retiré el salu-
do a mi primo John Herncastle. La discreción que he manteni-
do sobre este asunto hasta la fecha ha sido malinterpretada por
algunos miembros de mi familia, cuya buena opinión de mí no
quiero perder. Así pues, les pido que pospongan su decisión
hasta que hayan leído mi relato. Y afirmo por mi honor que lo
que estoy a punto de escribir es la pura verdad.
La desavenencia entre mi primo y yo tuvo su origen en un
importante suceso en el que ambos participamos: el asalto
de Seringapatam, a las órdenes del general Baird, el cuatro de
mayo de 17991.
Para que se puedan entender los hechos con claridad, debo
retroceder un momento al periodo previo al asedio, y a las his-

1. La toma de la ciudad de Seringapatam (o Srirangapatna) fue un


paso importante en la dominación colonial británica de la India.

15
La Piedra Lunar

torias que circulaban en nuestro campamento sobre el tesoro


en joyas y oro que albergaba el palacio de Seringapatam.

Una de las historias más estrambóticas era sobre un Diamante


Amarillo, una gema famosa en los anales de la India.
De acuerdo con la crónica más antigua que se conoce, la pie-
dra estaba colocada en la frente del dios hindú de cuatro bra-
zos que representaba a la luna. En parte por su peculiar color,
y también por una superstición que afirmaba que sentía el in-
flujo de la deidad a la que adornaba, por lo que ganaba o per-
día brillo según la luna estuviera en fase creciente o menguan-
te, recibió el nombre por el que se le sigue llamando en la India
a día de hoy, «la Piedra Lunar». Tengo entendido que una su-
perstición similar existió en su momento en las antiguas Grecia
y Roma, aunque no se refería a un diamante consagrado al ser-
vicio de un dios como en la India, sino a una piedra semitrans-
parente del orden inferior de las gemas que se creía que tam-
bién estaba sometida al influjo de la luna, de la que asimismo
tomaba el nombre por la que todavía la conocen los coleccio-
nistas de nuestra época.1
Las peripecias del Diamante Amarillo empiezan en el si-
glo XI de la era cristiana.
Por aquel entonces, el conquistador mahometano Mahmud
de Gazni atravesó la India, tomó la ciudad santa de Somnath y
despojó de sus tesoros a su famoso templo, que era desde hacía
siglos santuario de la peregrinación hindú y maravilla del mun-
do oriental.
De todas las deidades a las que se adoraba en el templo, sólo
el dios de la luna se salvó de la rapacidad de los conquistadores

1. Dichas piedras son las selenitas o espejuelos.

16
Prólogo

mahometanos. Tres brahmanes protegieron a la deidad intoca-


ble que llevaba el Diamante Amarillo en la frente y, de noche,
se la llevaron a la segunda de las ciudades sagradas de la India,
Benarés.
Allí se dispuso y se adoró al dios de la luna en un santuario
nuevo; en una gran estancia cuyas paredes estaban incrus-
tadas con piedras preciosas y el techo descansaba sobre co-
lumnas de oro. Allí, la noche que se terminó de construir ese
templo, Visnú el Preservador se apareció en sueños a los tres
brahmines.
Ese dios infundió su aliento divino en el Diamante de la
frente del ídolo. Y los brahmines se arrodillaron y ocultaron
sus rostros en sus túnicas. El dios les ordenó que, de ahí en
adelante, la Piedra Lunar fuese vigilada hasta el fin de los tiem-
pos por tres sacerdotes que se turnarían día y noche. Y los
brahmines lo escucharon y acataron su voluntad con una reve-
rencia. El dios predijo desgracias para el mortal que osase po-
ner las manos en la gema sagrada, así como para todos los de
su casa y su sangre que la recibieran después de él. Y los brah-
mines hicieron que la profecía fuese escrita en letras doradas
sobre las puertas del santuario.
Pasaron los años y, generación tras generación, los sucesores
de los tres brahmines siguieron vigilando día y noche su inesti-
mable Piedra Lunar. Pasaron los años hasta que, a principios
del siglo XVIII de la era cristiana, llegó el reinado de Aurang-
zeb, emperador de los mogoles. Bajo su mando, se volvieron a
asolar y saquear los templos dedicados al culto de Brahma. El
santuario del dios de cuatro brazos quedó profanado por la
matanza de animales sagrados, se destrozaron las imágenes de
las deidades y la Piedra Lunar fue robada por un oficial de alto
rango del ejército de Aurangzeb.
Al ser incapaces de recuperar su tesoro perdido por la fuer-
za, los tres sacerdotes guardianes se camuflaron para poder se-
guirlo y vigilarlo. Las generaciones se sucedieron una tras otra;

17
La Piedra Lunar

el guerrero que había cometido el sacrilegio pereció de forma


lamentable; la Piedra Lunar fue pasando de una mano maho-
metana infiel a otra (llevando su maldición consigo), y aun así,
pese a todas las vicisitudes y cambios, los sucesores de los tres
sacerdotes guardianes continuaron su vigilancia mientras es-
peraban que llegase el día en que Visnú el Preservador tuviese
a bien devolverles su gema sagrada. Pasó el tiempo hasta llegar
a finales del siglo XVIII de la era cristiana. El Diamante cayó en
poder de Tipu, sultán de Seringapatam, quien mandó que lo
añadieran como adorno a la empuñadura de una daga y que
ésta se guardase entre los tesoros más selectos de su armería.
Incluso entonces, en el propio palacio del sultán, los tres sacer-
dotes guardianes siguieron velándolo en secreto. Había tres
oficiales al servicio de Tipu, de los que nadie sabía nada, que se
habían ganado la confianza de su señor al abrazar, o fingir que
abrazaban, la fe musulmana; y, según se decía, esos tres hom-
bres eran los sacerdotes disfrazados.

Ésa era la descabellada historia sobre la Piedra Lunar que co-


rría por nuestro campamento. No es que nos impresionara
mucho a ninguno, si exceptuamos a mi primo, cuya pasión por
lo portentoso lo indujo a creerla. La noche anterior al ataque a
Seringapatam, se enfadó de la manera más absurda conmigo y
unos cuantos más porque considerábamos que se trataba de
una mera fábula. Hubo entonces una riña estúpida, en la que
Herncastle se dejó llevar por su desafortunado temperamento.
Afirmó, a su modo jactancioso, que veríamos el Diamante en
su dedo si el ejército inglés conseguía tomar Seringapatam. Esa
salida suya fue recibida con sonoras carcajadas, y ahí quedó la
cosa, o eso pensamos todos esa noche.
Pasemos al día del asalto.

18
Prólogo

Al principio mi primo y yo íbamos cada uno por nuestro


lado. No lo vi en ningún momento mientras vadeábamos el
río, ni cuando plantamos la bandera inglesa en la primera bre-
cha que abrimos o cruzamos el foso que había a continuación
y, combatiendo metro a metro, entramos en la ciudad. Ya ano-
checía cuando nos apoderamos del lugar y cuando, después
de que el propio general Baird hallase el cadáver de Tipu de-
bajo de una pila de otros caídos, nos encontramos Herncastle
y yo.
Nos asignaron a los dos a un destacamento que envió el ge-
neral para frenar el saqueo y el caos que siguieron a la conquis-
ta. Los civiles que acompañaban a nuestra tropa cometieron
todo tipo de excesos deplorables, y, lo que es peor, hubo solda-
dos que consiguieron acceder por una puerta sin vigilancia al
tesoro de palacio y arramblaron con montones de oro y joyas.
Mi primo y yo coincidimos en el patio del exterior del tesoro,
donde debíamos imponer disciplina a nuestros soldados. Me di
cuenta enseguida de que el exaltado temperamento de Hern-
castle se había ido desquiciando hasta caer en una especie de
delirio frenético como consecuencia de la terrible matanza que
acabábamos de vivir. En mi opinión, no se hallaba en condicio-
nes de desempeñar la tarea que le había sido encomendada.
Había bastante descontrol y confusión en el tesoro, pero no
vi violencia. Los hombres se deshonraban con jovialidad, si se
me permite la expresión. Intercambiaban entre ellos toda clase
de bromas de mal gusto y muletillas, y de pronto volvió a sur-
gir la historia del Diamante en forma de chanza maliciosa.
«¿Quién tiene la Piedra Lunar?» era el grito burlón que hacía
que, en cuanto deteníamos el saqueo en un sitio, comenzara al
momento en otro. Mientras yo seguía inútilmente intentando
restablecer el orden, oí unos alaridos espantosos procedentes
del otro lado del patio y de inmediato fui corriendo hacia allá,
temiéndome que se hubiera iniciado un nuevo pillaje en esa di-
rección.

19
La Piedra Lunar

Llegué a una puerta abierta ante la que yacían los cadáveres


de dos indios, que por sus ropas supuse que eran oficiales de
palacio.
Oí dentro un grito y entré a toda prisa en la estancia, que
parecía ser una armería. Un tercer indio, herido de muerte,
caía en ese momento a los pies de un hombre que me daba la
espalda. Éste se volvió al entrar yo y vi que se trataba de John
Herncastle, que tenía una antorcha en una mano y una daga
que goteaba sangre en la otra. Al girarse hacia mí, una pie-
dra,  que era como un pomo al final de la empuñadura de
la  daga, lanzó un destello como de fuego a la luz de la tea.
El indio moribundo, de rodillas, señaló la daga que sostenía
Herncastle y dijo en su lengua:
–¡La Piedra Lunar se vengará de ti y de los tuyos!
Y después de pronunciar esas palabras, se desplomó muerto.
Antes de que yo pudiese hacer nada, aparecieron los hom-
bres que me habían seguido por el patio. Mi primo fue a su en-
cuentro como un loco.
–¡Despeja la habitación –me gritó–, y pon una guardia en la
puerta!
Los hombres retrocedieron al verlo abalanzarse sobre ellos
con la antorcha y la daga. Puse dos centinelas de mi compañía
en los que podía confiar a custodiar la entrada. El resto de esa
noche no volví a ver a mi primo.
A primera hora de la mañana, como no cesaba el saqueo, el
general Baird anunció públicamente entre redobles de tam-
bor que se ahorcaría a cualquier ladrón al que se cogiera en
flagrante, fuera quien fuese. Estaba presente el jefe de la poli-
cía militar para demostrar que el general hablaba en serio; y
después de la proclama, Herncastle y yo nos encontramos de
nuevo entre la multitud que se había congregado para escu-
charla.
Dándome los buenos días, él me ofreció la mano como siem-
pre, pero yo no se la estreché de inmediato.

20
Prólogo

–Dime primero –le pedí– cómo murió el indio de la armería,


y qué significaban esas últimas palabras suyas que dijo mien-
tras señalaba la daga que tenías en la mano.
–Supongo que el indio halló la muerte por una herida mortal
–replicó Herncastle–. En cuanto al significado de sus últimas
palabras, lo desconozco tanto como tú.
Lo observé detenidamente. Su frenesí del día anterior había
remitido por completo. Decidí darle otra oportunidad.
–¿Es eso todo lo que tienes que decirme? –le pregunté.
–Sí, eso es todo –contestó.
Le di la espalda y desde ese día no hemos vuelto a hablar
nunca.

Espero que se entienda que lo que escribo aquí sobre mi primo


(a menos que surgiera alguna vez la necesidad de hacerlo pú-
blico) es únicamente para información de la familia. Herncastle
no ha dicho nada que justifique el que yo hable con nuestro
oficial al mando. En más de una ocasión se han burlado de él
quienes recuerdan su exabrupto sobre el Diamante de la no-
che antes del asalto; pero, como es fácil de suponer, las cir-
cunstancias en las que lo sorprendí en la armería siempre lo
llevan a guardar silencio. Según dicen, ahora quiere cambiarse
de regimiento, y reconoce que es para alejarse de mí.
Sea cierto o no, me cuesta decidirme a acusarle, y creo que
me asisten buenas razones. Si lo denunciara públicamente, las
únicas pruebas de las que dispongo son de índole moral. No
sólo no tengo ninguna de que él matara a los dos hombres de
la puerta, sino que ni siquiera puedo afirmar que matase al
de  dentro, puesto que no lo vi cometer ese crimen. Cierto
es que oí las palabras del indio moribundo, pero en el caso de
que se concluyese que sólo fueron un desvarío delirante,

21
La Piedra Lunar

¿cómo podría yo contradecir ese dictamen con lo que sé? Así


pues, que nuestros parientes de ambos bandos se formen su
propia opinión a partir de lo que he escrito aquí, y decidan por
sí mismos si la aversión que le tengo a ese hombre está fundada
o no.
Aunque no le doy ningún crédito a la fantasiosa leyenda in-
dia de la gema, he de reconocer, antes de concluir, que albergo
mi propia superstición al respecto. Tengo la convicción –o el
extravío, lo mismo me da– de que el crimen trae consigo su
propia desgracia. No sólo estoy seguro de que Herncastle es
culpable, sino que incluso tengo la descabellada idea de que
vivirá para lamentarlo si se queda el Diamante, y de que, si se
lo entrega a otros, ellos también lo lamentarán.

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La historia
Primer periodo
La desaparición del Diamante
(1848)
El relato de los hechos a cargo de Gabriel Betteredge,
mayordomo al servicio de lady Julia Verinder

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