Negro, Dalmacio - Historia de Las Formas Del Estado
Negro, Dalmacio - Historia de Las Formas Del Estado
Negro, Dalmacio - Historia de Las Formas Del Estado
Negro
UNA INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE. EL ORDEN POLÍTICO Y EL ESTADO
Capítulo I. Cuestiones previas
1. El orden político
2. La historicidad de la política
3. El Estado, problema político
Capítulo II. Lo Político
Capítulo III. Las formas de la vida política
1. Formas histórico-políticas
2. Formas políticas
3. Formas de gobierno
a. Formas puras
b. Formas impuras
c. Algunas observaciones
d. Forma mixta
4. Formas de régimen
5. La República
6. La Monarquía
7. La decisión política
Capítulo IV. El Estado
Capítulo V. Origen histórico del Estado
Capítulo VI. Antecedentes italianos de la estatalidad
1. El Papado
2. Otros precedentes. La Señoría
Capítulo VII. Elementos estructuradores del Estado
Capítulo VIII. La Iglesia
Capítulo IX. Fases de la estatalidad
SEGUNDA PARTE. LA ÉPOCA DE LAS MONARQUÍAS ESTATALES
Introducción
Capítulo X. Las Monarquías y el Estado
Capítulo XI. El Estado de Poder
Capítulo XII. El Estado Soberano
Capítulo XIII. El Estado Absoluto
Capítulo XIV. El Estado Despótico
Capítulo XV. Formas no estatales de lo Político
1. La Monarquía Hispánica
2. Otras formas no estatales
3. El Gobierno bajo el Imperio de la Ley
4. La República Federal Norteamericana
TERCERA PARTE. LA ÉPOCA DEL ESTADO MODERNO
Introducción
Capítulo XVI. La Gran Revolución
Capítulo XVII. El giro ateiológico político
1. Del mito contractualista al laicismo
2. La moralización de lo Político o el Estado Moral
3. La emancipación
4. El modo de pensamiento secular inmanentista y la ideología
5. El mito de la Ciudad Perfecta
Capítulo XVIII. El Estado-Nación
Introducción
1. Patria, Pueblo y Nación
2. La Nación Política
3. La Nación como sujeto político
4. Nacionalismo
5. La ideocracia
6. Reificación de la estatalidad
Capítulo XIX. Primeras formas concretas del Estado-Nación
Introducción
1. El Estado Napoleónico
2. El Estado Romántico
Capítulo XX. El Estado de Derecho
Capítulo XXI. El Gobierno Representativo
Capítulo XXII. El Estado Liberal Burgués de Derecho
Capítulo XXIII. El Estado Social
Capítulo XXIV. Del Imperialismo a la Gran Guerra
A. Durante la guerra
B. Después de la guerra
CUARTE PARTE. LA ÉPOCA DEL ESTADO TOTALITARIO
Introducción
Capítulo XXV. Sobre el espíritu totalitario
Capítulo XXVI. El Estado Soviético
Capítulo XXVII. El Estado Social y Democrático de Derecho
Capítulo XXVIII. El Estado Corporativo
Capítulo XXIX. El Estado Fascista
Capítulo XXX. El Estado Total
Capítulo XXXI. El Estado Totalitario NacionalSocialista
Capítulo XXXII. El Estado de Bienestar
Capítulo XXXIII. El Estado Minotauro
EPÍLOGO
1. El Estado no es lo Político sino una de las formas de lo Político. Lo Político, una
esencia, está detrás del Estado. Originariamente, lo Político estaba integrado en lo Sagrado
-localización de lo Divino, el poder por el que existe todo- y custodiaba la verdad eterna
del orden divino inscrito en la Naturaleza, cuyas reglas eran el Derecho. Lo Político era la
forma en que lo Sagrado cuidaba la unidad y seguridad de la comunidad haciendo
prevalecer el Derecho. Su finalidad era administrar el ius vitae ac necis.
Con la distinción griega entre lo Sagrado y lo Profano, lo Político se diferenció de lo
Sagrado como una comunidad profana, la Polis, no obstante sagrada, pues no se rompió el
cordón umbilical, el Derecho, que la religa con aquél. En Roma, lo Político era ya una
asociación o persona jurídica, también religada, empero, a lo Sagrado, que inspiraba al
Derecho: la maiestas populus significaba que el pueblo no muere. De ahí el ius vitae ac
necis para protegerlo con imperium. En la Edad Media, lo Político se distinguió de lo
Sagrado como lo temporal diferenciado de lo eterno, institucionalizándose en el Gobierno.
Entonces, la política, el tipo de acción propio del orden político, era una actividad libre,
sin más cortapisas que las del éthos y el Derecho Natural custodiados por la Iglesia. A la
Iglesia, custodia de la verdad del orden natural por creación divina, le correspondía la
directio de las almas y al Gobierno la correctio de los cuerpos.’
2. En la época renacentista, al aparecer y consolidarse el Estado, el orden político empezó
a independizarse del orden natural como un orden artificial con su propia verdad, y lo
Sagrado empezó a dejar de legitimar lo Político y la política. La estatalidad atrajo hacia sí
toda la actividad propiamente política, que tendió a concentrarse en torno suyo. Siguiendo
su propio camino influyó sobre el éthos social y el Derecho natural tradicionales. Y a
medida que crecía, también sobre la actividad social. En su etapa final, todas las
actividades se concentran prácticamente en torno al orden artificial del Estado,
autolegitimado por su Poder.
Esto plantea en toda su crudeza el tema de la legitimidad, pues la legitimidad, el
reconocimiento o aceptación social, se fundamenta siempre, en último análisis, en una
instancia distinta a la de lo legitimado, en que se cree y Y lo Político y la Política, que
proceden de lo Sagrado, la localización de lo Divino, sólo pueden legitimarse a partir de
una instancia religiosa, pues la religión se refiere a lo Divino, que como la última realidad,
la realidad de realidades, es por tanto la fuente decisiva de las legitimaciones. Por eso la
legitimidad, que justifica la exigencia de obediencia por parte del que manda en nombre
del poder, va de abajo hacia arriba, del éthos del pueblo, como depositario del poder, hasta
llegar al Gobierno o Estado. Si se rompe la conexión, los actos del poder político son o
pueden ser ilegítimos. Esto sucede cuando se considera el poder, todo el poder, propiedad
del pueblo. En este caso se atribuye a la democracia, sacralizándola, la capacidad de ser la
fuente de las legitimaciones. Pero atribuirle semejante capacidad no significa que la tenga.
En rigor, se pervierte la democracia.
3. En la realidad histórica, cada Estado es distinto de los demás. Su forma o idea -la forma
es una idea de ideas- depende de las ideas creencia vigentes que configuran el éthos de los
pueblos y de las nuevas ideas ocurrencia. Cabe tipificar las principales formas históricas
estatales atendiendo a las ideas esenciales que las configuran.
Odo Marquard pensaba, con cierta razón, que las tipificaciones históricas son filosofías
de la historia encubiertas? Las filosofías de la historia son secularizaciones o
politizaciones cientificistas de la teología de la historia en las que el Estado, como
depositario y propietario del poder, es el actor principal. Puesto que creen firmemente en
el triunfo final del bien sobre el mal, prevalece en ellas el continuismo sobre la
discontinuidad, las variaciones o rupturas en que sin embargo es pródiga la historia. El
continuismo, que omite o doblega la diversidad de lo histórico, hace de la historia el gran
truchi mán, diría Ortega, una esencia, decía Zubiri. Tal es el meollo del historicismo, cuya
regla operativa fundamental consiste en considerar idénticos lo incondicionado moral y lo
necesario material. Impone así la interpretación histórica continuista o determinista que
permite profetizar el futuro como un proceso de progresiva perfección moral.
Sin embargo, aunque puede haber cambios en las formas de la moralidad, jede Epoche
ist unmitelbar zu Gott, cada época se relaciona directamente con Dios, decía
expresivamente Ranke contra el historicismo.’ La filosofía de la historia sólo puede aspirar
a cierta legitimidad si, diferenciando los hechos ocurridos en un espacio que configuran la
Historie, de los acontecimientos que modifican el tiempo al introducir nuevas
posibilidades configurando la Geschichte (lo acontecido), asienta las continuidades en el
espacio mediante claras conexiones temporales de sentido entre los acontecimientos.
La diferencia entre la interpretación propiamente histórica y la filosofía de la historia
consiste en que aquélla no es esencialista. Ve la historia como un repertorio de
posibilidades abiertas por el tiempo pasado y, distinguiendo entre los hechos y los
acontecimientos que abren tal vez nuevas posibilidades históricas, concede tanta
importancia a las continuidades como a las discontinuidades. Sin primar absolutamente las
discontinuidades, acepta que el acontecimiento pueda ser el resultado de hechos anteriores
y simultáneos, condicionando a su vez sin determinarlos los hechos posteriores.
4. Humboldt, inspirándose posiblemente en la necessitá, la virtú y la fortuna de
Maquiavelo, resumía los principios que configuran lo histórico en la Notwendigkeit, la
necesidad, la Menschlichefreiheit, la libertad humana, y la Zufiilligkeit, la casualidad o lo
azaroso.5 En rigor, el único continuismo o determinismo de la historia es el cronológico.
La tarea del historiador consiste pues en rastrear y descubrir datos dispersos en el
espacio, quizá contradictorios entre sí, e interpretarlos a la luz de los acontecimientos, que
alteran la continuidad temporal wie es eigentlich gewesen, tal como han sido, según la
también muy conocida fórmula de Ranke6, convirtiendo en ideas aquellos hechos y
acontecimientos que cree que tienen un significado colectivo. Pues los acontecimientos y
los hechos -vero quia factum, decía G. B. Vicoque atraen la atención del historiador
reflejan acciones humanas, y los actos humanos están regidos por ideas. Seleccionando los
acontecimientos-hechos-ideas que juzga significativos, el historiador construye con ellos
conexiones temporales de sentido aplicando los conceptos teóricos de las ciencias de la
acción humana.’ Con este modo o método, la interpretación de lo histórico se asemeja a
una obra de arte, sugería asimismo Ranke.
Las formas históricas son interpretaciones sintetizadoras, ideas de ideas, cuya
ordenación sistemática, incluso forzando prudentemente la cronología o sin hacer hincapié
en ella, tiene una función ilustrativa y en cierto modo pedagógica.
En todo caso, se pueden atender esas conveniencias sin hacer filosofía de la historia.
Tal es el sentido de la clasificación de las formas estatales que se intenta en este libro
desde el punto de vista de la historia de las ideas.
1. EL ORDEN POLÍTICO
a) La libertad humana despliega sus potencias y posibilidades en espacios concretos, en
los que introduce desequilibrios creando inestabilidad. Mantener el equilibrio entre las
instituciones, los intereses, las creencias, y las diversas tendencias da lugar a formas
específicas de orden: uno de ellos es el orden político con su particular modo de
pensamiento centrado en la libertad política. La actividad política es una forma de acción
colectiva, y el orden político es «la piel de todo lo demás», decía Ortega, la piel del orden
social. Presupone la existencia de desigualdades, discrepancias, conflictos y contiendas
entre los hombres a causa de la diversidad de opiniones sobre la cosa pública, el bien
común, y el modo de conseguirlo o perfeccionarlo.
La política es una parte principal de la ética. Pero no consiste en imponer un orden
social justo según una idea absoluta de la justicia, sino en mantener la armonía o el
equilibrio del orden social como un todo de manera que la acción humana se oriente hacia
el bien común, de todos y de nadie en concreto, como principio regulador, mediante
compromisos colectivos conforme al éthos del pueblo. Tales compromisos sólo son
posibles gracias a la amistad civil de la que hablara Aristóteles. La amistad civil crea la
concordia dando lugar al consenso social sobre lo que es bueno y justo, recto, y, por tanto,
conforme al Derecho, suscitando la confianza colectiva. Los compromisos pueden adoptar
la forma de leyes que plasman lo que es debido, según los criterios del éthos particular de
cada pueblo o grupo político sobre lo recto y justo. El orden político vela por la
estabilidad, la continuidad y la permanencia del régimen en un orden social establecido
impidiendo la degeneración o corrupción que desequilibra el orden del todo.’
El ámbito de la política es, pues, el espacio y por ende, la visión estrictamente política
de la realidad es espacial y concreta. De ahí que el fin fundamental del modo de
pensamiento político consista en armonizar mediante el orden político los demás órdenes
pragmáticos o de acción en que se subdivide el orden social como un todo, cada uno de
ellos con su específico modo de pensamiento, preservando su unidad. Ésa es la causa de
que el modo de pensamiento político sea un pensamiento abarcador, envolvente del orden
social en lo externo, igual que la religión en lo interno. Pues el orden político refleja la
unidad de los hombres libres en un espacio concreto en el que existe un orden social
articulado por la dialéctica propia del Derecho, cuyo modo de pensamiento es
exteriormente el más abarcador, pues abarca el orden religioso y el político. Por eso los
conflictos entre el modo de pensamiento religioso sobre la verdad eterna de lo Divino inter
pretando su sentido y el modo de pensamiento político sobre la verdad temporal son
siempre jurídicos.
Lo Político, el Gobierno, se instituye para garantizar la permanencia del orden social
instituido por el concreto modo de ser del pensamiento jurídico: garantizar el Derecho con
su imperium.
b) La parte no específicamente política del orden social se suele designar como lo
prepolítico o antepolítico. Lo prepolítico es el ámbito de la acción humana que no le
pertenece al orden político, pero cuya custodia constituye precisamente su razón de ser. Lo
prepolítico es, pues, el orden social existente en un espacio concreto excepto el orden
político. Es el lugar de lo interindividual o interpersonal, en el que la libertad de acción se
despliega como relación entre personas -relaciones morales- y relación de las personas con
las cosas -relaciones jurídicas-, o de cualquier otro orden en tanto no tengan consecuencias
morales ni jurídicas.
Las principales formas de la acción interindividual son la libertad de asociación y, si se
refiere a cosas, la libertad de poseerlas, la propiedad, que separa pero vincula. Por eso
constituye otra función esencial del orden político, que justifica la anterior, el paliar las
incertidumbres fundamentales que afectan a la vida colectiva, la vida social o civil, dentro
de su espacio. Sustancialmente, proteger la vida y la propiedad particulares, dando así
seguridad al grupo social entero, y garantizar la aplicación justa, conforme al éthos, del
Derecho. El éthos es el espíritu de la vida social de cada conjunto humano particular,
fundado en la moral universal. Existe un tercer ámbito, el de las libertades personales o
individuales: la libertad de la conciencia y del pensamiento. Es el ámbito de lo espiritual,
del que dependen las demás libertades y, por ende, el que anima el éthos del orden social
entero.
Los principales órdenes naturales en que se estructura lo prepolítico son: en sentido
horizontal y jerárquico, el orden religioso (directamente relacionado con el orden de lo
sobrenatural o divino), el moral, el jurídico, el económico y el cultural. En sentido vertical
y transversal, los órdenes principales son el estético, el intelectual, el técnico y el
científico.
Respecto al todo social, el orden político es, pues, un orden superficial, auxiliar, pero
indispensable, del orden global, y el orden social en sentido amplio es la síntesis, basada
en la confianza o concordia civil, de todos los órdenes específicos, incluido el político.2
Ahora bien, como las libertades se despliegan en diversos órdenes o campos
pragmáticos, de acción, sus conceptos y realidades son históricos. Pues el orden social,
cuyo motor son las libertades personales, evoluciona continuamente al compás de sus
órdenes parciales. Lo normal es que el orden político, en tanto auxiliar, superficial, se
acomode al ritmo del orden prepolítico. Puede ocurrir que no suceda así o que el orden
social se altere gravemente al adquirir especial intensidad los antagonismos, las
alteraciones o los cambios en alguno o varios de los órdenes parciales prepolíticos,
suscitando desigualdades excesivas y conflictos. En ambos casos se trata de una quiebra
mayor o menor de la confianza en que descansa el orden social entero.
En el primero, el orden social se enfrentará al orden político desfasado alcanzando
quizá la intensidad de una revolución política. En el segundo, la función del orden político
consiste en restablecer la armonía interna del orden conflictivo o entre ellos, para facilitar
su desenvolvimiento normal; si no puede hacerlo mediante el Derecho vigente, hace de
juez, adoptando decisiones políticas para restaurar la confianza o concordia social, que
pueden alcanzar la intensidad de una revolución social.
2. LA HISTORICIDAD DE LA POLÍTICA
a) El orden político es formalmente un concepto y empíricamente una realidad histórica.
Tal como está configurado en cada momento, es una posibilidad histórica realizada que
pudo no haberse dado o no haberse consolidado, pues depende de la libertad sin descartar
el azar.3 El Estado, según su concepto y realidad, él mismo una posibilidad histórica, no
es, pues, eterno, intemporal. Es sólo una de las innumerables formas de gobierno o
histórico políticas que han existido, existen y existirán. Su idea sólo es, pues, inteligible
históricamente, igual que todos los conceptos políticos, que son prácticos. Una
particularidad destacada por J. G. A. Pocock consiste en que con el Estado se introdujo un
nuevo tipo de política basado en la innovación frente a la política natural basada en la
tradición, es decir, en la
No abundan, empero, los estudios sistemáticos sobre la historia de las formas de los
órdenes políticos en general ni sobre las formas del Estados en particular. Las formas del
or den político se subsumen o confunden con frecuencia con las formas históricas, más
amplias ya que abarcan todos los órdenes parciales, con las formas políticas, las de
gobierno, o las de régimen.
El Gobierno es la forma institucional natural, espontánea, de dirigir y administrar,
regir, lo Político, la cosa común, la República, res publica, en la tradición occidental. El
Gobierno ostenta el mando supremo dentro de su espacio, que ordena dando órdenes. Los
romanos resumían sus competencias en la fórmula ius vitae ac necis, el derecho a proteger
y perdonar la vida y el derecho de dar la muerte en defensa de la res o cosa pública.
El Gobierno no necesita del Estado, dado que su finalidad consiste en cuidar de lo
común y custodiar la vida social dejándola fluir libremente, limitándose a mantener el
equilibrio entre las instituciones, las creencias y las diversas tendencias. O sea, la
estabilidad, la permanencia, la continuidad del régimen u orden establecido impidiendo su
degeneración o corrupción. Hacer posible que los hombres vivan habitualmente, guiados
por sí mismos. Mantener el consenso social y la amistad civil, la concordia. En contraste,
el Estado es una forma de control político monopolizador de la cosa común, y
eventualmente de lo social’, que como máquina de poder necesita de un Gobierno que la
dirija’ en su tendencia a aumentar el volumen de la res publica y acumular todo el poder
posible. Por eso es innovador e introduce la discordia al quebrantar el consenso social.
En Europa, no todas las naciones evolucionaron hacia el Estado como la forma del
gobierno; pero la mayoría adoptaron como forma de gobernarse la Monarquía apoyada en
la estatalidad. De ahí que el proceso no fuese uniforme y que en algunas naciones, como
Inglaterra, no llegara a consolidarse el Estado, por lo que permaneció hasta hoy la forma
de gobierno tradicional (Government) en esa República (res publica, Commonwealth)
monárquica. Por derivación del modelo inglés, ocurre lo mismo en Norteamérica, una
república presidencialista -forma monárquica no hereditaria del Gobierno-, muy influyente
en Europa.’ En los demás, a medida que crecía el Estado concentrando más poder y
aumentado el ámbito de la cosa pública, el Gobierno se fue quedando como el director o
gerente del Estado, que llegó a convertirse en la forma histórica política de la época
contemporánea al sustituir la Nación a la Monarquía. Hoy, los Estados se han quedado
generalmente solos, sin la Nación.
b) La ambigüedad en el uso de la palabra Estado tiene mucho que ver con la falta de
estudios sistemáticos sobre la historia de las formas estatales. El Estado es sólo una forma
de gobierno -más tarde la forma política e histórica-política específica de Europa-, desde
finales del siglo XV. Sin embargo, a pesar del famoso artículo de Carl Schmitt mostrando
que la estatalidad pertenece a la concreta época moderna-contemporánea9 de la historia
europea, tanto la palabra Estado como su concepto se siguen aplicando unívocamente y,
por ende, ambiguamente, como la forma de lo Político. Se da por sentado que lo Político y
el Estado son idénticos en cualquier tiempo y lugar? Ahora bien, lo Político, que Julián
Freund, discípulo de Schmitt, definió como una esencial”, está detrás de cualquier forma
política con Estado o con Gobierno, como subrayara Schmitt.12
Gobierno es seguramente la palabra universal adecuada, por lo menos en Europa desde
Platón, para designar la forma natural en que se institucionalizan la custodia y la dirección
de lo Político, aunque el Estado conserva el Gobierno. En este caso, la palabra gobierno
sólo es comprensible como la parte pensante, directiva, de la estatalidad.
Si el Estado no es una forma política universal en el tiempo, tampoco lo es
geográficamente. Instituido en Europa, llegó a ser la forma política de la mayoría de las
naciones europeas. Y por inercia, contagio, imitación, o por la ambigüedad en el uso de la
palabra, se empezó a difundir por todo el globo desde el siglo xix, para referirse al aparato
o la máquina que contiene o encapsula el poder político. No obstante, el Estado es una de
las grandes creaciones de la cultura europea cuyo espíritu está enraizado en la historia de
Europa. Sólo puede ser imitado como una obra de arte.
3. EL ESTADO, PROBLEMA POLÍTICO
a) El Estado refleja la actitud del hombre europeo moderno ante la naturaleza. En cierto
modo, su origen es la astronomía: los hechos obligaron a revisar las teorías astronómicas y
de la revolución astronómica resultó, frente a la creencia ancestral, la muerte del cosmos y
la probable muerte del cielo. «El cosmos moderno», escribe Rémi Brague, «es éticamente
indiferente. La imagen del mundo que sale de la física según Copérnico, Galileo, Newton,
es la de un juego de fuerzas ciegas en el que no hay lugar para la consideración del
Bien».” Esta idea subyace a la del Estado como un ente neutral, capaz de controlar y
eliminar la fortuna o el azar. Considerado en sí mismo, como el Gran Artificio que
construyó Hobbes como un deus mortalis, el hombre hizo del Estado un arma para
dominar la naturaleza y, a la vez, su casa o su castillo frente a las incertidumbres del azar.
De ahí que, en comparación con otras culturas y civilizaciones en las que sólo hay
gobiernos, en Europa, los problemas políticos, religiosos, morales, jurídicos, económicos,
culturales y de civilización tendieran a pasar cada vez más por el Estado.
b) Para entenderlo, es pertinente utilizar los criterios de Montesquieu al clasificar las
formas de gobierno. Pues tiene la mayor importancia distinguir su propia naturaleza -su
ser, aquello que es- y su soberanía -su principio de acción-, por lo que actúa políticamente.
La soberanía, que impersonaliza las relaciones entre el poder y los súbditos, impregna de
neutralidad todo lo que cae dentro de su ámbito. Con el tiempo, la neutralidad estatal ha
devenido un gran peligro, al utilizarla el Estado como arma moral contra la moral.
El Estado empezó siendo un aparato técnico del Gobierno que mostró su eficacia como
máquina de poder al servicio de las monarquías, durante la época que se suele designar
cronológicamente como Moderna. En la Contemporánea, devino la forma política de
Europa, elevada a histórico política con Monarquía hereditaria o como mera República.
El interés de una historia de las formas del Estado, no radica sólo en la comprensión de la
estatalidad. En el presente momento de profundos cambios históricos, que en definitiva
son cambios estéticos, de la sensibilidad, la estatalidad parece estar disolviéndose material
y formalmente, como si se hubiera agotado el ciclo del Estado. Una causa puede ser el
hecho de su pertenencia al ciclo de la época Moderna-Contemporánea concluido con el
derribo del Muro de Berlín en 1989, para fijar una fecha. Mas no se disuelve únicamente,
como anunciara hace tanto tiempo Schmitt, quien siempre tenía en men te el Estado
Leviatán de Hobbes (siglo XVII), por la crisis de la soberanía, su principio, sino, porque al
extenderse a todo la neutralidad del Estado, su naturaleza, ha degenerado en estatismo,
signo de declive y de
c) El estatismo genera incertidumbres que le incapacitan para cumplir el fin esencial del
Gobierno de dar protección y seguridad política y jurídica dentro de un territorio,
circunscribiéndose en lo demás a custodiar la manera de vivir en lugar de condicionarla o
transformarla.
El concepto de seguridad política se relaciona con la unidad del grupo, por lo que
incluye las relaciones con otros grupos o unidades políticos; de estas relaciones
interpolíticas se encarga la diplomacia, y en las situaciones límite, cuando ya no cabe el
compromiso, se continúan mediante la guerra. De la seguridad política interna se ocupa la
fuerza al servicio del Gobierno o Estado, la policía y, sólo en casos excepcionales, el
ejército, cuyo cometido es la defensa frente a otros gobiernos o Estados; la seguridad
jurídica es tarea de los jueces -la autoridad social o civil- respaldados por el Gobierno o el
Estado, que garantizan con su fuerza la ejecución de sus decisiones o sentencias. El Estado
antes que poder es fuerza. Passerin d’Entréves recordaba lo que había escrito Maquiavelo:
«Quien tiene el poder (imperio) y no tiene a la vez fuerza (forze) está condenado a la
ruina». Sin la fuerza, el poder del Estado se reduce a la nada.”
Por otra parte, a su creciente incapacidad para dar seguridad política afrontando las
incertidumbres naturales de índole política de la vida colectiva, se une que, como sucede
cuando decae una forma política, genera también inseguridad jurídica, contraviniendo la
finalidad de lo Político al suscitar nuevas incertidumbres.16 Esto es natural en el
estatismo.
El estatismo opera en círculo vicioso, tanto por la tendencia inherente a la estatalidad,
como centro de concentración del poder, a regular toda la vida, como por la crisis de sus
presupuestos fundamentales: las relaciones de mandoobediencia -el tema político
fundamental-, las relaciones entre lo público y lo privado, y las que determinan la amistad
y la enemistad política entre los diversos órdenes políticos.` En suma, por la
despolitización de la estatalidad, cuya soberanía politiza y cuya neutralidad neutraliza lo
que politiza.
La crisis es debida, pues, por un lado, a la intensificación de tipo tumoral de su propia
neutralidad en el interior del orden social, ya que su expansión metastásica por la acción
de la soberanía paraliza, neutralizándola, la vida natural de la que el Estado extrae su
vitalidad; por otro, a que su capacidad de decisión, en definitiva su soberanía política y
jurídica, está sometida por la misma causa a la presión de innumerables poderes indirectos
suscitados como anticuerpos por su misma extensión; tales poderes indirectos operan en
su seno de un modo que hace que el Estado acabe perdiendo los monopolios inherentes a
la sustancia de lo Político estatal y los monopolios o semimonopolios históricos
acumulados. En suma, al extenderse la neutralidad a ámbitos prepolíticos ajenos a la
esencia de lo Político, politizándolos en una mezcla de lo Político y lo social, al mismo
tiempo que los neutraliza destruye los presupuestos materiales y espirituales de la
confianza en que, como toda institución, descansa la estatalidad.
d) El Estado consiguió la aceptación general por la seguridad política que daba frente a los
poderes medievales, que, decadentes, eran incapaces de cumplir su función tuitiva y
protectora18, generando en cambio incertidumbre e inseguridad, desconfianza. No
obstante, el Estado, máquina para concentrar y asegurar el poder, es revolucionario por
naturaleza, como destacó Jouvenel; sobre todo en tanto neutralizador?
A esto se une que Europa está en revolución permanente desde la Edad Media, como
observó Tocqueville, debido a las ideas cristianas y su proyección en el mundo con su
nueva visión de lo Divino, que orienta el sentido de la vida, y de lo Sagrado como
plasmación de la Ley de Cristo. Por sus efectos sociales y políticos, la revolución cristiana
consiste, de acuerdo con la interpretación de Tocqueville, en la transformación del
ancestral estado aristocrático de las sociedades, en el estado social democrático. Debiera
ser obvio que, como decía Bergson, el sentimiento y la filosofía democrática tienen sus
raíces en el Evangelio, aunque los griegos aportasen la palabra democracia.
En medio de esa revolución permanente basada en la tradición, se cruzó la política de
innovación inherente al Estado, que introdujo otra forma de revolución permanente. De
ahí que se diga, desde el punto de vista estrictamente político, que, «sin revolución
permanente no hay Estado y no se hubiese dado un Estado». Si las estructuras en que
descansa el Estado son democráticas, «el Estado democrático es idéntico con la revolución
permanente»20. Esto parece indiscutible pero introduce una complejidad. El Estado
facilitó, ciertamente, la seguridad indispensable en el tránsito del estado aristocrático de la
sociedad al estado democrático. Sin embargo, al asentar la Revolución francesa la
democracia en Europa, el Estado, fundamentado en el principio de inmanencia, continuó a
su modo su propia revolución permanente enfrentada a la suscitada por el cristianismo,
asentado en la Trascendencia. El cristianismo no interpreta la democracia como el
advenimiento de un hombre nuevo. Éste parece ser, en cambio, el meollo de la visión
estatal. Tal vez se podría caracterizar la confusa situación actual por la decidida oposición
entre esas dos revoluciones permanentes.
e) Si el Estado es una gran construcción científico-técnica destinada a concentrar el poder,
la creciente tecnificación general de la vida política y social, a la que se someten los
gobiernos, trasciende con sus métodos burocráticos securitarios a la vida interindividual y
a la personal. Las exigencias de la técnica son de suyo neutrales e incrementan la
sacralidad del poder estatal ínsita en su neutralidad. Así, si bien todavía se alude
formalmente a la «santidad» de la ley, el Derecho que produce continuamente su
legislación, tiende a ser cada vez más un conjunto de reglas técnicas -medidas-, destinadas
a fijar las conductas para hacerlas más ciertas; o sea, más seguras y más públicas, más
coincidentes con la neutralidad inherente a la estructura del poder del Estado, que pugna
por introducir su sacralidad en la sociedad. Con ello, «el Derecho ha perdido su alma y se
ha convertido en jungla», escribía ya Jouvenel en 1945. Pues lo más grave es que tales
leyes-medidas afectan a la moralidad de la opinión. Decía San Isidoro en sus Etimologías
que la ley «debe ser posible, tanto con respecto a la naturaleza como a la costumbre de la
patria». Es decir, conformes con su objeto y con el éthos del pueblo. De otra manera,
aprisionada por las estructuras del poder y la jungla legal, la opinión pública consiente en
entregar la responsabilidad personal al Estado y su burocracia renunciando a la libertad. El
viejo ideal del Gobierno de leyes en lugar del gobierno de hombres ha sido pervertido por
el gobierno del enjambre de leyesmedidas. El Estado, al ser neutral, no puede ser definido
como el Gobierno por sus fines, sino por sus medios y los fines a que se aplican.
En efecto, la detallista legalidad técnica que constriñe la acción humana neutraliza la
conducta a medida que penetra en la esfera prepolítica: al mismo tiempo que revoluciona
la sociedad politizándola, la neutraliza paralizando la vida natural, lo que contraviene el
concepto mismo de lo Político: dar se guridad en su territorio o espacio sin inmiscuirse en
la vida social o controlar directamente a las personas. Giacomo Marramao se pregunta si
el Estado Social, que es el resultado, no será un típico oxímoron.2l
Sin perjuicio de lo que corresponde a la revolución permanente de las sociedades, que
están siempre evolucionando aunque sea imperceptiblemente por efecto incluso de la
Naturaleza, su intensificación constituye el resultado de que la ideocracia, habiéndose
apoderado de la dirección de la estatalidad, pone la tecnicidad al servicio de fines, tal vez
loables pero extra políticos, puesto que la política concierne a lo facticio, a lo que es
posible, no a lo deseable o imaginado. El fin de la política no consiste en dominar la
historia o en realizar fines históricos, fines ilimitados, como pretende la política de la fe
guiada por la utopía: los fines propios de la política son limitados, los determina la finitud
de las situaciones concretas; por eso la clave de la política natural son los medios, no los
fines.
La creciente parálisis de Europa atestigua recíprocamente la politización-neutralización
de la sociedad, que es la que sustenta el Estado -la política como Medusa-, y la
despolitización de la estatalidad. La burocracia es incapaz de suplir a lo Político y a la
política.
1. Lo Político salió del seno de lo Sagrado, de lo religioso, para velar por el orden social.
Temporalmente es eterno y la politicidad es inherente a la naturaleza humana. Los griegos,
que idealizaban la asphaleia, la seguridad, dentro de sus pequeñas ciudades, las Poleis,
para poder moverse en ellas a voluntad, identificaron lo Político con la Polis, descubriendo
así la posibilidad de la Política, la forma de acción relativa a la Ciudad, como una forma
de acción diferenciada de las demás. Y desde los tiempos griegos, se convirtió en un lugar
común que el ciudadano de la Polis es un animal político, que la politicidad es una
propiedad de la naturaleza humana y, por tanto, inseparable de la libertad.
Lo mismo pasa con lo Social, puesto que el hombre también es ontológicamente el
animal social necesitado de seguridad: el hombre es un ser social y político, estableció
Santo Tomás de Aquino completando a Aristóteles. Es Social porque co-existe con otros
hombres de manera parecida a los miembros de las diversas especies. Sin embargo, se
diferencia de ellas por ser más dependiente de los demás hombres (MacIntyre), por el
mayor desarrollo de la inteligencia y por la libertad. Es Político porque al ser libre con-
vive con la plura lidad de hombres que habitan en un mismo espacio, necesitándose
protección y seguridad en relación a las tensiones, rivalidades, conflictos o antagonismos
que surgen entre ellos a causa de la libertad.` René Girard diría que a causa de los deseos
miméticos.
Seguridad y libertad no son incompatibles. La cuestión estriba en los límites de la
seguridad, no en limitar las libertades, pues la seguridad no la da exactamente lo Político
como una instancia formal, sino el Poder de lo Político. El Poder es el nudo gordiano de la
Política, actividad cuya posibilidad descubrieron los griegos. La Política persigue
equilibrar, armonizar, la seguridad que da el poder de lo Político, el poder político, con la
libertad mediante compromisos colectivos.
El compromiso es la manera de solucionar equilibrada o equitativamente un conflicto
entre opiniones o actitudes contrapuestas. Si no es posible el compromiso o se ignoran,
disimulan, encubren o enmascaran los conflictos eludiendo el compromiso, pueden
incrementar su grado de intensidad haciéndose explosivos.
2. En cuanto ser libre, una «esencia libre» (Zubiri), el hombre no está sujeto a las rígidas
leyes de la Naturaleza. Entre las dimensiones de la naturaleza humana, un compositum de
naturaleza y espíritu, lo más próximo a la Naturaleza es lo Social en sentido estricto, como
categoría sociológica. De ahí que, sin ser tan rígido como lo natural, las maneras y pautas
de la vida social sean más recurrentes, más constantes, que las maneras y pautas de
ejercitar las potencias, las libertades, inherentes a la politicidad. Las formas de vida social
vinculadas al espacio por su proximidad a la Naturaleza, suelen ser más duraderas que las
formas de vida política al ser las libertades sociales menos dinámicas. Por eso, las formas
de vida política pueden variar dentro de un mismo orden social. Ortega decía en este
sentido que lo Social es retrógrado y la sociedad tardígrada.
El ser libre vive en cambio, por decirlo así, en el tiempo, es histórico, siendo esto la
causa de que debido a la libertad, las formas de lo Político estén más sometidas a la
historicidad que las de lo Social. En este sentido, las formas históricas de lo Político son
una tipificación de las formas de la politicidad humana, igual que cabe tipificar las formas
de lo Social. Pero al no ser las únicas formas colectivas de la vida humana, sugería Ortega
que la tarea de una historiología debiera consistir en articular las formas históricas de vida,
todas las formas colectivas de la vida humana, entre ellas las de lo Político, formando un
sistema.
3. A este respecto, la natalidad no sólo es la categoría central de la vida humana, sino muy
específicamente, en lo que ha insistido Hannah Arendt, de lo Político y la Política. El
hombre, ser libre, es conflictivo al existir pluralidad de hombres, cada uno de ellos distinto
a los demás. Siendo la condición humana irremisiblemente conflictiva al ser el hombre un
ser libre, se necesita el Gobierno para resolver, encauzar o prevenir los conflictos que se
suscitan en una colectividad humana. El Gobierno es la institución social que manda en el
grupo, lo unifica y garantiza la seguridad compatible con la libertad haciendo respetar el
Derecho. Pues, en una pluralidad de hombres, la rivalidad que nace de la libertad, y de los
deseos a que alude el décimo mandamiento -la violencia mimética de Girard-, siempre
suscitará conflictos y la finalidad de lo Políti co como poder ejecutivo, consiste en
aplacarlos o encauzarlos para mantener la convivencia haciendo que impere el Derecho
dentro del espacio concreto que ordena.
El Derecho es al orden social como la matemática a las ciencias naturales. A diferencia
de lo Político no es una esencia sino una Metafóricamente, se podría decir que es la lógica
del orden social. Ésa es la causa de que siempre que hay un conflicto surja la cuestión de
Derecho. El orden político presupone, pues, un orden jurídico, determinado en su origen
por el acto político fundacional de la toma de tierra (Landnahmme) y la distribución de la
posesión de las tierras en el espacio en que se asienta lo Político24 Éste es el sentido de la
frase de Hugo Krabbe: «lo Político era originariamente una comunidad jurídica»25. O sea,
todo orden político es un orden concreto dentro del orden social determinado por el
Derecho, la idea de lo recto. Si se destruye el Derecho o se pervierte su idea, lo Político
deja de ser un orden.
4. El objeto del orden político no es, pues, la dominación de hombres; esto sería tiranía y
no un orden. Consiste en custodiar y administrar la cosa pública o común, apaciguando o
encauzando los conflictos en torno a ella mediante la discusión política para llegar a
compromisos que son como normas jurídicas; si se plasman en leyes, éstas son
compromisos garantizados formalmente por el Derecho.
El compromiso entre la pluralidad de hombres libres acerca del orden político
constituye el objeto de la política y lo confirma el El compromiso es, según Simmel, uno
de los grandes artefactos civilizadores: «La cultura occidental», decía Heidegger,
«descansa en el diálogo».
Si los conflictos prepolíticos religiosos, ideológicos, morales, económicos o de otro
orden, o con otros grupos políticos, rebasan su propio orden haciéndose intensamente
políticos y no cabe el compromiso, el orden social corre el riesgo de transformarse en una
situación u orden precario. En esta perspectiva, lo Político tiene la peculiaridad de que
todo sector humano es potencialmente político, pasando a ser político en el acto cuando
los conflictos y cuestiones decisivos «se agolpan» (C. Schmitt), en el orden político.
Si es imposible el compromiso al ser ineficaz el Derecho, se apela directamente a lo
Político buscando una solución. Lo Político sustituye entonces el compromiso
imponiendo, como una especie de juez, su decisión. De este modo, la solución de un
problema político ya no es política, pudiendo ser incluso impolítica o antipolítica si omite
la prudencia que es propia de la decisión jurisprudencial: la solución de un problema
político es jurídica, pues la única forma de «solucionar» políticamente los problemas o
conflictos políticos es el compromiso.
Así pues, resulta evidente que, desde un punto de vista natural, es propio del hombre el
ser político, en tanto vive con otros hombres, y que los problemas políticos no tienen
solución, puesto que la única «solución» política posible es el compromiso y, cuando no es
posible, la decisión.
5. Los griegos descubrieron así que la Política es la forma exclusivamente humana de con-
vivir asentada en el éthos, ya que el Derecho impregna el éthos. De ahí que viesen en la
Polis o Ciudad una comunidad ética. Si no prestaron especial atención a la sociabilidad es
por ser común a todas las especies y para ellos el hombre era sólo un animal, si bien
dotado de razón y lenguaje. Reiterando lo anterior, por su sociabilidad, los hombres co-
existen con los miembros de su especie; por su politicidad, exclusiva del hombre, con-
viven humanamente.
De ahí que la Política sea la raíz del humanismo clásico. Ahora bien, precisamente
gracias a la convivencia, el hombre en su dimensión estrictamente humana es un ser
histórico, y sus modos, formas y estilos de vida colectivos varían continuamente como
efecto de la libertad. Y conviene recalcar que su historicidad presupone que la naturaleza
humana es permanente, universal, algo cuyas posibilidades son un misterio, pues apenas
se las conoce salvo por la experiencia histórica. La historia magister vitae. La naturaleza
humana no es un artificio moldeable como sostienen las ideocracias de moda inspirándose
en la ciencia, para la que, sin embargo, metodológica y legítimamente los misterios sólo
son problemas a resolver.
La libertad, el hecho y a veces la voluntad de convivir, es la causa de que las formas
históricas de lo Político sean infinitas comparadas con las de lo Social, ya que, como se
indicó, las formas sociales de vida, al estar más próximas a la naturaleza, a la mera
coexistencia, obedecen a tendencias más recurrentes y constantes, evolucionan más
lentamente, duran más. Según esto, cabría decir que la politicidad condensa la
dinamicidad de la naturaleza humana en tanto humana y la sociabilidad su estática en
tanto naturaleza.
Así pues, toda Política, fruto de la convivencia, es histórica, lo mismo que el Derecho,
aunque por su raíz social éste sea mucho más lento, pues se asienta en las costumbres, y es
más rígido. No obstante, en sí mismos son propiedades de la naturaleza humana en tanto
existe una pluralidad de hombres que se relacionan entre sí; descansan en principios
inmutables.
Sin embargo existe una diferencia entre lo Político y el Derecho. Lo Político es lo
formalmente permanente, igual que la Política; se distinguen porque aquél es como el ser
y ésta se refiere a la acción. El Derecho, el vínculo que une lo Sagrado con lo Político por
ser la concepción de lo recto, de lo real, de lo veraz, según la idea de justicia conforme al
orden natural establecido por la divinidad, es materialmente tan permanente como lo
Político. Pero no es propiamente una esencia, si no una relación dialéctica con fundamento
in re, es decir, asentada en la condición humana, por ser el cordón umbilical que une lo
Sagrado y lo Político.
La Política tiende, pues, a ser conservadora conforme a la función securitaria de lo
Político. Pero una peculiaridad del Estado como lugar en el que se asienta el poder,
consiste en que, al pertenecer a la naturaleza de la estatalidad el monopolizar la libertad
política para crear su propia forma de orden -es decir, independiente del orden natural o
sagrado-, no es posible otra actividad política que la que tolera el Estado y en la forma que
la tolera. Y el Estado, pese a las apariencias, no es conservador, todo lo contrario, pues la
política estatal es la dinámica del poder, siendo ésta, justamente, la razón de que el Estado
monopolice la actividad política.
Una consecuencia consiste en que, al estar monopolizada la libertad política, la
legitimidad, que descansa en la tradición, se convierte en un problema en las formas
estatales, pues, ciertamente, «el gobierno de los hombres sólo es posible de manera
duradera si están suficientemente de acuerdo sobre lo que es legítimo y lo que no lo es»27.
La consideración de la historicidad de la vida humana y sus consecuencias políticas es
relativamente reciente. A veces, las diversas formas e instituciones de la vida política se
confunden entre sí y, además, algunas nomenclaturas se utilizan en varios sentidos. Un
ejemplo obvio es la Monarquía, que puede ser una forma histórico-política, una forma
política, una forma de gobierno o una forma de régimen.
1. FORMAS HISTÓRICO-POLÍTICAS
Las formas históricas se refieren a las formas del orden social como un todo, existentes en
un espacio y en un tiempo acotados por circunstancias y acontecimientos significativos.
Las formas histórico políticas o de lo Político son las formas históricas consideradas desde
el punto de vista del orden político. Así como las formas históricas concretas son muy
variadas, pero pueden reducirse a tipos, igualmente han existido, existen y existirán
diversas formas concretas del orden político en los distintos lugares y culturas del hábitat
humano. Como normalmente coinciden estas formas con las primeras, pues la historia
política es como la síntesis de lo histórico del mismo modo que el orden político refleja el
orden social, las formas histórico políticas, suelen dar su nombre a las formas históricas.
En el caso de Occidente, las grandes formas históricopolíticas son usualmente la Polis
griega, la Monarquía helenística -demasiado olvidada-, la Urbs romana, la Civitas
christiana, y, de acuerdo a lo que dice Pierre Manent, la Nación.` Ciertamente, sería
discutible si se puede añadir el Estado como sexta forma histórico-política una vez
independizado de la Nación, como parece ocurrir actualmente, o si no sería mejor poner al
Estado como la quinta forma en lugar de la nación. Y desde luego, también es un
problema la inclusión o no de la Iglesia como una forma paralela o una meta o supra
forma histórica política, dado que, si bien no es política en sí misma, condiciona a la
Civitas cristiana (o Res publica christiana), a la Nación y al Estado. Después de todo,
como escribe Manent en otro lugar, los problemas políticos de Europa son una
consecuencia de los problemas planteados por la Iglesia.
En las formas histórico políticas es posible distinguir variadas subformas.
2. FORMAS POLÍTICAS
Las formas políticas son tipologías o conceptos abstractos del orden político.
Lo Político se concreta en el mando sobre un territorio, del que se excluye a los demás
como adversarios potenciales.` Desde este punto de vista espacial cabe reducir sus formas
a tres naturales y una artificial. Las formas políticas «espontáneas», «orgánicas»,
naturales, de lo Político son la Ciudad, el Reino y el Imperio; el Estado es una forma, la
cuarta, artificial. Pierre Manent pone aquí la Nación en vez del Estado. Sin embargo esto
parece ser una confusión, puesto que la Nación no es una forma abstracta en el tiempo ni
en el espacio, como sí lo es en cambio el Estado, aunque su realidad empírica sea reciente.
Cabe pensar si no habría que incluir aquí a la Iglesia, al menos en Europa, en realidad
allí dónde esté, en el caso de que no sea una forma histórica política, puesto que
condiciona la Política y lo Político. Condicionó al Imperio, luego a los Reinos que se
emanciparon del Sacro Imperio y relativamente de la propia Iglesia configurados como
Naciones, a las monarquías que estructuraron las Naciones como Estados y a la Nación-
Estado.
Aparte de la cuestión de la Iglesia, otro problema de la tipología de las formas políticas
planteado por la clasificación de Manent, consistiría, como se indicó antes, en que el
Estado, aparato técnico, parece haberse emancipado a su vez de la nación y acaba con ella.
Esto es perceptible en el Estado totalitario, cuyo concepto sobrepasa y supera al Estado-
Nación.
Ilustrativamente, también según Manent, la Ciudad y la Nación -piensa seguramente en
su mixtura con el Estado-, son las dos formas más políticas. La Ciudad, que suele ser el
modelo clásico de la reflexión política, significa la libertad y la guerra, mientras el
Imperio significa la paz -la pax romana-, la propiedad y el derecho privado. Siempre con
la reserva de que las decisiones del Gobierno son personales, con independencia de a
quién pertenezca la titularidad jurídica del mando, la ciudad se diferencia de las otras dos
formas naturales en que la titularidad del mando puede corresponderle a uno sólo, a varios
o al pueblo. En cambio en las otras dos, la titularidad del mando es directamente
monárquica, pues el rey o emperador es el responsable del mando y la decisión. En el caso
del Estado, éste fue monárquico en la primera fase y al fundirse con la Nación pasó a ella
la titularidad del mando, reservándose la decisión al gobierno en nombre del Estado.
En las formas políticas, lo Político es un uso social, el uso social del Poder encajado en
el éthos empírico allí donde estas formas abstractas cobran realidad. Sin embargo, las tres
primeras no son el resultado de una creación calculada, planeada, inventada, de los
poderes políticos e impuesta por su voluntad, que irrumpe en lo social y en el éthos. Esto
es lo que sucede, en cambio, con el Estado, una forma política artificial. En otro aspecto,
la Ciudad puede ser republicana, en cambio el Estado en su plenitud lo es por definición,
pues no respeta ningún derecho específico al mando, que impersonaliza. Esto ha hecho
pensar que la Monarquía es incompatible con la República, confundiéndose la forma del
gobierno con la forma del régimen. Ni siquiera el Reino o el Imperio serían incompatibles
con la República, al menos como res publica.
3. FORMAS DE GOBIERNO
Si la finalidad del Gobierno como institución natural, espontánea, consiste en mantener el
equilibrio del orden social, como dice Pocock, el término italiano governo es próximo a
Constitución y de hecho, antes de la Revolución francesa la Constitución sólo se refería al
Gobierno. Las formas del Gobierno son los tipos en que se institucionaliza el gobierno del
orden político desde un punto de vista formal. Vienen a ser las categorías del orden
político.
Desde sus orígenes griegos, la tradición política clasifica en tres las formas de
gobierno, atendiendo al número de los que mandan, de los titulares formales del poder
político. Se parte de sus formas puras, presumiendo que el gobernante sirve al bien común,
para deducir de cada una de ellas otras formas menos puras o impuras.
a) Formas puras
La idea de las formas puras consiste, efectivamente, en que el Gobierno debe ser un
servicio al bien común. Estas formas naturales, basadas en la moralidad según el éthos y
en el saber como experiencia de la vida, implican los correspondientes procedimientos
adecuados a la selección del gobernante o los gobernantes. Las formas puras son tres.
La Monarquía es el mando de uno solo ordenado al bien común cuyo ideal es el
filósofo-rey de Platón; la Aristocracia es el mando de varios, los mejores, los aristoi, los
virtuosos; y la Democracia es el mando del pueblo en su conjunto. La democracia siempre
ha sido vista con prevención por la mayoría de los pensadores políticos. Por una parte,
porque es imposible que el pueblo entero gobierne; por otra, porque como incluye a los
mejores, los mediocres y los peores, casi inevitablemente tiende a alejarse del cuidado de
la cosa pública y del bien común desembocando en la demagogia. Sin embargo, tenía
razón Maritain al afirmar que «es el único camino para conseguir una racionalización
moral de la política». Lo que no impide que pueda degenerar y corromperse. De hecho, los
griegos desconfiaban de la Democracia al ver que en esta forma de gobierno prosperan los
sofistas, las gentes inmorales, los arribistas y los dementes, que, practicando la demagogia,
acaban apoderándose de lo Político. Esa desconfianza, transmitida por los pensadores
griegos, se perpetuó en la época moderna. Una de las perversiones con temporáneas del
concepto de democracia consiste en suponer que produce la libertad, cuando sólo es una
posibilidad de la libertad política, que es anterior a cualquier forma de gobierno. De ahí el
mito de que las mayorías democráticas son las portadoras de la verdad.
La demagogia más bien que un régimen es una situación política, por lo que en
realidad puede darse en cualquier forma de gobierno cuando no la impiden, controlan o
limitan las costumbres, las tradiciones y la libertad política. Según Pocock, toda situación
política es consecuencia, al menos en parte, de la innovación o del deseo de innovar. En
las situaciones políticas, los demagogos -demagogós significa el seductor del pueblo-
excitan los instintos, los deseos y las pasiones inventando conflictos, exagerando los
existentes, mintiendo o proponiendo fines desmesurados, utópicos. El método de la
demagogia es la mentira unida a la innovación mediante la política apelando a las
emociones.
Finalmente, la Demagogia desemboca en la Anarquía, que carece de forma. No
obstante, la anarquía también puede ser consecuencia del mal gobierno o el desgobierno
que dan lugar a una especie de anarquía permanente.
A diferencia de las tres formas naturales (y sus variantes) del Gobierno, el Estado es
una forma de gobierno artificial, calculada, lo que plantea problemas específicos, entre
ellos, el de que subsume las formas naturales subordinándolas a su artificialismo.
b) Formas impuras
A las formas puras les corresponden sus respectivas variaciones, modificaciones,
degeneraciones o perversiones según los casos; en general, aunque puedan ser legítimas,
se trata de aquellos casos en que el gobernante se desvía en un grado va riable del cuidado
de la cosa pública y la atención al bien común sirviéndose del mando para sus intereses
particulares y los de los suyos.
Entre las variantes de la Monarquía se cuentan la Absoluta, la Constitucional, la
Parlamentaria, el Principado, el Presidencialismo, la Dictadura, el Cesarismo, el
Despotismo, la Tiranía.
Entre las de la Aristocracia: la Oligarquía u Oligocracia, la Timocracia, gobierno de los
hombres de honor o los guerreros, la Plutocracia o gobierno de los ricos, la Tecnocracia,
gobierno de los técnicos que administran las leyes; también puede ser Despótica; quizá
podría agregarse la Burocracia, pero ésta es más bien una forma de régimen.
Entre las de la Democracia, la Oclocracia, gobierno de la plebe, próxima a la
demagogia o confundida con ella, en la que predominan los sofistas y la mentira;
modernamente, la Democracia social, la Democracia económica y la Democracia
totalitaria.
La Anarquía suele seguir a la degeneración demagógica de la democracia cuando
mandan francamente los peores y ponen el bien común, la cosa pública, a su servicio.
Políticamente, consiste en la ausencia de gobierno con capacidad de decisión política, lo
que implica la falta de forma del régimen. Es siempre una situación política, un desorden,
como opuesto al régimen (orden). La situación política es inestable, desequilibrada; el
régimen es estable, predominando el equilibrio. Sin embargo, las situaciones estrictamente
políticas no suelen ser gravemente anárquicas mientras no afecten a lo prepolítico o tengan
en él su causa.
Por supuesto, también pueden sobrevenir situaciones políticas en cualquiera de las
formas de gobierno. El grado de la intensidad con que la opinión pública percibe la
situación en relación con las libertades suele determinar su verdadero carácter?’
c) Algunas observaciones
Hay que precisar, por ejemplo, que el Presidencialismo no se diferencia sustancialmente
de la Monarquía. De hecho es una monarquía en que el mando -en realidad del poder de
decisión, el propiamente político-, o es vitalicio o está limitado en el tiempo; en todo caso
no es hereditario. El Principado es una forma monárquica conceptualmente republicana.
Las formas de gobierno contemporáneas tienden a ser Principados por la preeminencia del
líder o la jefatura del gobierno.
Algo parecido puede decirse en principio de la Dictadura comisaria. Esta Dictadura es
la clásica, cuya finalidad consiste en contener el desequilibrio interno del régimen o
amenazado desde el exterior. Su peculiaridad consiste en que, por la excepcionalidad de
las circunstancias, se suspende temporalmente la libertad política, incluso por la vía legal
como ocurría en Roma, o en la Inglaterra contemporánea donde se coaligan los partidos
para formar una mayoría: salus populi suprema lex esto, la salvación del pueblo es la ley
suprema. El dictador asume junto con la responsabilidad del mando la de la decisión al
objeto de proteger la cosa pública y las libertades civiles o sociales y, si llega el caso, las
personales, en peligro por causas internas a la forma política, por causas exteriores a la
misma o ambas a la vez. Por otra parte, la supresión de la libertad política, aunque en sí
misma no ataca la libertad de pensamiento, suele limitar su expresión pública. La
Dictadura comisaria no debe confundirse con la Dictadura soberana, una forma de
despotismo o tiranía según los casos.
El Despotismo, monárquico o aristocrático (o en alguna de sus respectivas variantes),
aunque también se habla del Despotismo democrático, es una forma muy común, casi la
más normal -las monarquías absolutas son despóticas-, aunque esto tiene que decidirlo el
análisis de la forma del régimen. Lo importante aquí es que, en principio, es inconfundible
con la tiranía, pues el Despotismo respeta el Derecho mientras no se modifique
formalmente. Es decir, el déspota se atiene al Derecho, pero puede modificarlo cuando las
circunstancias o las conveniencias lo aconsejen. Habría que distinguir entre el despotismo
occidental y el despotismo llamado «oriental». El primero no es incompatible con el bien
común y el cuidado de la cosa pública, por lo menos totalmente, si es paternal, y el
segundo más bien los desconoce.
En cuanto a la Tiranía, incompatible con el principio del bien común, se distinguen en
ella dos formas principales: la clásica y la contemporánea. La Tiranía clásica se basa
abiertamente en la violencia y miedo, en la incertidumbre; el tirano no se atiene al
Derecho y si lo reconoce, conserva o legisla, no se atiene a él cuando le interesa; nada está
seguro, pues todo depende de los caprichos del tirano o su camarilla. La Tiranía moderna
la caracterizó Tocqueville como la tiranía de la opinión pública propia de la democracia.
Esta tiranía es más difícil de percibir, salvo que emplee como recursos normales la
violencia y el terror, pues, formalmente respeta el Derecho; más aún tiraniza utilizando el
Derecho -la Legislación- e incluso se llega a establecer la tiranía a través de las
formalidades jurídicas, principalmente en el caso de la democracia. Otra forma de
nombrarla es tiranía totalitaria.
La Democracia, generalmente cuando degenera en demagogia, plantea un problema
especial con su pretensión de considerarse autoridad, fuente de legitimación, tal como
sugirió Max Weber al hablar de la legitimidad racional, es decir, acorde con la verdad,
atribuyéndosela a la democracia. En este caso, la democracia sustituye a la religión como
si fuese una religión o, si se prefiere, a la tradición o incluso al Derecho en tanto formas de
expresión de lo que percibe el pueblo como real y verídico. Siendo la legitimidad externa
a lo legitimado, la religión es, en rigor, la única fuente de autoridad y legitimidad racional
en tanto refleja la verdad del orden natural del universo, al que debe acomodarse el orden
humano. De hecho, lo que da el «sentido de la vida» es la atracción de lo divino y la
verdad se refiere a lo real, siendo lo divino la realidad de realidades. De ahí la búsqueda
del sentido de la vida cuando ésta no se asienta sobre creencias firmes. La sacralización de
la democracia como autoridad, fuente de legitimación, en definitiva, del procedimiento de
mayorías, como el modo en que se manifiesta la verdad, aunque sólo se trate de la verdad
política, legitima únicamente la verdad del orden político, no la del orden social, por lo
que pueden entrar en contradicción. Además, las mayorías únicamente tienen opiniones y
la opinión no es la verdad; sólo es indicio de veracidad si no es contraria al éthos, las
tradiciones y el Derecho en tanto no infrinjan la verdad del orden natural.
Políticamente, la democracia no es ninguna autoridad. Sólo es una forma más entre las
del Gobierno, con su correspondiente procedimiento para seleccionar a los gobernantes o
descartarlos según las preferencias de la opinión. Y toda forma de gobierno necesita ser
legitimada.
Hoy, partiendo de la democracia como único horizonte posible, predomina la tendencia
a estudiar las formas de gobierno concretas como sistemas políticos.`
d) Forma mixta
La Forma mixta de gobierno, que Ortega llamó «la triaca máxima», consiste,
teóricamente, en una mezcla constitucional de dos o tres formas puras (o sus variantes)
con la intención de que el Gobierno sea más estable, duradero y el mejor posible; bien
porque recogen las distintas posibilidades morales del Gobierno, bien porque representan
fuerzas sociales que se contrapesan, o bien por ambas.
Su origen es griego. Como los griegos no concebían que pudiera existir un auténtico
orden político fuera de la Polis, las formas de gobierno eran para ellos las formas políticas
de la Ciudad.
Por otra parte, puesto que consideraban la Polis un ser natural, un organismo con vida
propia, estaban convencidos -en gran parte por experiencia-, de que las formas de
gobierno, políticas para ellos, estaban sometidas al ciclo de la Naturaleza; por tanto, se
corrompían y degeneraban hasta la anarquía, el caos, volviendo a reiniciarse un nuevo
ciclo. Es decir, para superar el caos, la anarquía, aparece la monarquía; ésta se corrompe
en alguna de sus variantes negativas y aparece la aristocracia, que, al corromperse del
mismo modo, da paso a la democracia; ésta degenera en anarquía y comienza un nuevo
ciclo. Por eso pensaron que combinando las formas, el ciclo sería al menos más lento. Para
ellos era muy importante, pues consideraban la forma política -la forma de gobierno, la
Constitución- el alma de la Polis. De ahí la forma mixta como mecanismo para conservar
el equilibrio y con él la amistad civil, fundamento de la vida colectiva.
Las combinaciones clásicas, a las que suelen atenerse todas las especulaciones sobre la
forma mixta, son: la de Platón, para quien la mejor forma mixta era la combinación de la
monarquía pura, cuyo principio es la sabiduría, y la democracia, cuyo principio es la
libertad; la de Aristóteles, más realista, una mezcla de la oligarquía y la democracia; y por
cierto que Aristóteles distinguía con gran perspicacia entre el carácter urbano o rural de
ambas; la de Polibio es una combinación de monarquía (cónsules), aristocracia (senado) y
democracia (la asamblea popular o comicios), inspirada en su interpretación de la
constitución romana, en la que se contrapesan las fuerzas sociales. Cicerón añadió a la
forma mixta de Polibio el príncipe, como una suerte de poder moderador; para Santo
Tomás la mejor forma de gobierno era la mezcla de monarquía, aristocracia y democracia,
todas ellas por elección.
En la práctica, es raro que cualquiera de las formas empíricas del gobierno no contenga
alguna mixtura.32
Hobbes quiso solucionar el problema de la forma mixta viendo en el Estado la
posibilidad de establecer un equilibrio permanente que asegurase la inmortalidad de la
forma política, «el dios mortal». El Estado fue la gran innovación moderna.
4. FORMAS DE RÉGIMEN
a) La política no es una ciencia exacta. En ella son fundamentales los matices y
distinciones puramente empíricos: las formas de gobierno designan la estructura formal
del mando en el orden político y las formas de régimen aluden a la realidad material o
efectiva del orden político, a cómo opera de verdad el gobierno. O sea, a la
correspondencia en la práctica entre la denominación formal o nominal de la forma de
gobierno y la realidad del orden político concreto; a su veracidad o autenticidad según el
grado de cumplimiento de las funciones de custodia y dirección de la cosa pública o
común. Si la diferencia entre las formas del orden político y su realidad efectiva es muy
intensa, entonces, el régimen, en lugar de un orden polí tico, garantía de la unidad y
seguridad del orden social, puede transformarse en una situación política.
Las situaciones políticas se caracterizan por la inestabilidad y la confusión. En ellas, la
unidad, la seguridad y la libertad colectivas están más o menos en entredicho. La
diferencia entre las formas de gobierno y las del régimen es una causa principal del
pesimismo del pensamiento político.
b) En relación con la denominación formal del Gobierno y la realidad del régimen, es
frecuente utilizar determinados calificativos descriptivos. Así, Autocrático, Autoritario,
Burocrático, Clerical, Teocrático, Ateo, Nihilista, Partitocrático, Plutocrático para indicar
que en las relaciones políticas propias del orden político manda el dinero, Crisocrático
(mando del oro), Ideocrático (mandan las ideas), Cleptocrático (mandan los ladrones), etc.
c) Entre las formas del régimen habría que incluir, quizá mejor que entre las formas de
gobierno, el desgobierno. Formalmente es un gobierno según alguna de sus formas, pero
en la práctica es un antigobierno. El desgobierno no es el mal gobierno; éste puede dar en
una situación política si se prolonga, pero no implica necesariamente desgobierno.
El desgobierno lleva consigo, escribe Alejandro Nieto, que ha elaborado esta categoría,
«la nota de intencionalidad y no la mera ignorancia o incapacidad que provocan un mal
gobierno o una mala administración». Está ligado a un sistema de corrupción estructural?’
Más que un régimen, al ser materialmente la negación del régimen, es una situación
política establecida de modo calculado, en la que los gobernantes definen arbitrariamente
el Bien Común o la cosa pública y el orden político está organi zado para satisfacer sus
intereses. Hoy en día es común en los partitocráticos regímenes europeos formalmente
democráticos. Las diferencias entre ellos son cuantitativas: algunos son descaradamente
corruptos y otros todavía procuran guardar las formas. Depende del grado en que la
corrupción tenga un fundamento legal.
Un criterio para discernir entre las formas de desgobierno puede ser que, en las más
corrompidas, los políticos, protegidos por inmorales inmunidades legales, que separan
drásticamente la moral pública y la moral privada, nunca dimiten, o sólo dimiten si se ven
obligados a ello. En contraste, por ejemplo en los países anglosajones, donde no existe tal
distinción, la inmoralidad privada tiene consecuencias políticas directas.
El desgobierno es más antipolítico que impolítico. Es una especie de «mafiosidad»
cuyo objetivo consiste en crear amplias clientelas políticas. Recuerda al «despotismo
oriental».
5. LA REPÚBLICA
La República es en Occidente la figura por antonomasia del orden político, de lo Político
como res publica, la cosa pública como concreción del bien común, en tanto el hombre,
todo hombre, es político por naturaleza. Sin embargo, en la práctica no está tan claro. No
sólo a causa de la contraposición entre Monarquía y Estado, sino por la establecida desde
Maquiavelo con la Monarquía y, después, por su identificación con la democracia.34
Siendo lo Político la esencia del orden político, los griegos llamaban politeia a lo
común, por ser la Polis, la Ciudad, su forma visible, y los romanos lo llamaban res
publica, la cosa común. Según Cicerón, la res publica es «lo que pertenece al pueblo»
como «el conjunto de una multitud asociada por un mismo Derecho que sirve a todos por
igual». Sin embargo, existe una importante diferencia. La Polis tenía ciudadanos: los
politai, hombres libres con derecho a participar en la dirección de la cosa común; el polités
era parte o propiedad de la Polis, concebida como un ser vivo; los ciudadanos eran algo así
como sus células vitales. Inversamente, la Urbs o Civitas romana pertenecía a los cives,
hombres libres con derecho a la ciudadanía, propietarios de la cosa pública, un concepto
jurídico. Aunque en ambos casos la República era la figura de lo Político en el que el
objeto de la libertad política consiste en el fondo en liberar al individuo de lo colectivo, la
concepción griega, más arcaica, y la romana eran antitéticas. Europa es en este punto,
como en otros, heredera de Roma, no de Grecia. Sin embargo, la introducción del Estado
potenció los conceptos políticos griegos.
Ahora bien, en todo caso, desde los griegos, el mando político, monárquico,
aristocrático, democrático o cualquiera de sus variantes, se instituye para el gobierno de la
Politeia o República. Es falsa, pues, la oposición entre la República y la Monarquía como
si fuesen dos formas políticas, de régimen, radicalmente contradictorias. En la tradición
occidental, la República es la forma natural del régimen, del orden político, y la oposición
entre Monarquía y República hay que entenderla en la perspectiva de las formas europeas
en contraste con las de otras culturas y civilizaciones.
Así pues, también es inexacto identificar la República con la democracia, ante la que
los antiguos eran muy reticentes y que de hecho ha existido o existe en otras culturas y
civilizaciones.35 Ciertamente, como recuerda Rémi Brague, el origen de la democracia
occidental hay que buscarlo en los monasterios, que se organizaban como una suerte de
repúblicas democráticas presidencialistas.
Por lo pronto, los antiguos, cuya cultura descansaba en la esclavitud o instituciones
parecidas, jamás concibieron la posibilidad de que el estado normal de las sociedades
fuese democrático, pues, en éste, todos los hombres son libres con la posibilidad, al menos
en principio, de disfrutar plenamente de la libertad política y ejercitarla. La democracia
era, en cambio, para ellos una forma de gobierno y régimen político aristocrático
circunscrito a los que eran ciudadanos según el Derecho.
Para los europeos, bajo la influencia de las ideas romanas y cristianas, el estado
democrático de la sociedad es en cambio el natural: la cosa pública, lo Político y la
responsabilidad en relación con el Bien Común, es de todos. Otra cosa es que la forma
concreta del Gobierno y del régimen sea democrática, aristocrática o monárquica (o
mixta), pues la titularidad del gobierno de la cosa pública no se confunde con su forma
ejecutiva. Montesquieu lo entendió muy bien.
En Europa, la figura de lo Político, que pertenece constitutivamente a todos, se
entiende, pues, como la República, la cosa de uso común del pueblo, cualquiera que sea la
extensión de esta palabra en cada momento. Si se toma como base la libertad política, la
República, decía Hegel, «vale comúnmente como la única constitución justa y verdadera».
En la República, la opinión pública, la voz del pueblo, inspira lo que debe hacer el
Gobierno acerca del Bien Común, en lugar de hacerlo directamente el pueblo por una
razón elemental de división del trabajo en relación con la cosa pública. El Gobierno,
cualquiera que sea su forma, es el instrumento ejecutor de la voluntad del pueblo en el
sentido romano, de los cives, no de los politai. Ahora bien, esto significa que en la
tradición política europea las formas propias del orden o régimen político son todas
republicanas. De ahí que la virtud política, los hábitos políticos buenos, sea consustancial
al mismo, que la función de gobernar se conciba como un servicio y que las formas
concretas del Gobierno sean opcionales, libres.
Sin embargo, el hecho de que la forma de gobierno más común en Europa ha sido la
Monarquía y que ésta se haya configurado modernamente como Absoluta, ha fomentado
la creencia en que Monarquía y República son formas opuestas de gobierno y, en
definitiva, de régimen. Pues, ciertamente, la República es la forma del orden político que
presupone la libertad política, inexistente bajo el absolutismo.
Marco Bruto es un símbolo del republicanismo porque reivindicaba la libertad política
en relación con la cosa pública como cosa de uso común a la que tenían derecho todos los
ciudadanos, los cives, frente a César, a quien se acusaba de querer apropiársela. César
pensaba seguramente que, en aquel momento de anarquía -la res pública, la cosa pública,
disputada por tantos-, el servicio al Bien Común no inspiraba la voluntad ni la virtud
política, y era necesaria otra forma de gobierno. César la concebía seguramente a la
manera de la Monarquía teocrática helenística, que había conocido en Egipto. Bruto
ejemplifica la virtud política, republicana, que obliga a anteponer a los sentimientos e
intereses privados la defensa del derecho de los cives, con sus obligaciones, a la propiedad
y el uso común de la res publica.
Es decir, en Europa, el orden político ideal es un orden o régimen republicano. Los
principales problemas que surgen en torno a la libertad política versan siempre sobre el
grado en que la cosa pública y la dirección del bien común son de uso común. Por eso se
discute sobre la forma del Gobierno más apropiada, más libre, justa y beneficiosa para lo
común, la res publica.
Así pues, cualquier forma de gobierno puede ser en principio la adecuada con tal de
que cuide la res pública, el orden político, sin perjuicio de que su denominación formal
coincida o no con la real. Incluso puede ser bueno o tolerable el régimen y detestable la
forma del gobierno, como sucede con frecuencia en casos que se consideran puramente
republicanos. El análisis sociológico es el que tiene que decidir.
6. LA MONARQUÍA
La Monarquía plantea muchos problemas. La opinión general puede resumirse
concisamente con la frase de Georg Jellinek en su clásica Teoría general del Estado: «La
división del Estado en Monarquía y República es la división En realidad dice lo mismo
que Maquiavelo. Pero las circunstancias del pensador italiano eran muy distintas: su
preocupación era la defensa del vivere civile, del republicanismo enfrentado a la aparición
de innovadores príncipes nuevos, que ya no eran reyes. Esta contraposición se debe a que
la Monarquía Absoluta, al contar con el poder del Estado, ha desviado en Europa, es otra
observación de Manent, el curso natural de la política, introduciendo la confusión entre
ideas orientales e ideas occidentales.
a) Decía Hegel, en su Filosofía de la historia, que mientras en Oriente, donde no se tiene
consciencia de la libertad, únicamente el déspota es libre, en Grecia se llegó a esa
consciencia al ser jurídicamente los libres una pluralidad y en Europa, con el cristianismo
-la libertad de la conciencia-, todos.
En efecto, en las demás civilizaciones, por lo menos en las grandes civilizaciones, la
forma más común del gobierno es la Monarquía despótica, de carácter divinal. El rey era
como una emanación de la naturaleza divina. Los monarcas se conside raban seres
divinos, cualidad que compartían, según los casos, sus familiares o dinastas. En estas
monarquías37 coinciden la forma política, la de gobierno y, por lo general, la de régimen,
salvo que en la práctica el monarca sea un tirano. Son teocracias, en las que la religación
entre lo Sagrado como localización espacial de lo Divino y lo Político es estricta, por lo
que desconocen la libertad política -tan inseparable de la libertad religiosa que pueden
confundirse- y su concreción en la ciudadanía.
En cambio, en la civilización occidental la libertad política es una constante desde que
descubrieran los griegos su posibilidad, aunque en la práctica sólo la tengan los hombres
libres que son ciudadanos por derecho o sufra altibajos. Su correlato es, por ende, la
libertad de resistencia, el derecho de resistencia al poder: éste puede ser legal, pero
ilegítimo si atenta contra la libertad política o la religiosa cuando no están identificadas.
De ahí que Occidente no sólo rechace -o rechazaba- la tiranía, sino el despotismo (la
Monarquía Absoluta). Por eso Montesquieu consideraba sinónimos ambos términos en la
primera mitad del siglo xvüi, pues, al no tenerse en cuenta la opinión del pueblo ni poder
participar éste en el poder, no existía libertad política.
b) Monarquía significa etimológicamente mando de uno sólo. Para evitar equívocos, a
veces se prefiere decir, sin mucho éxito, Monocracia, con objeto de neutralizar la
significación del término monarquía, ya que ésta, como forma de gobierno hereditaria, ha
monopolizado la palabra en cuanto concepto.
En puridad, la Monarquía en sentido «fuerte», la Absoluta, una suerte de teocracia -
conceptualmente no podría ser ateocrática-, es la verdadera Monarquía. Según Aristóteles,
pensando en el filósofo rey de Platón, ésta es la Monarquía auténtica, y las demás -la
Constitucional o la Parlamentaria- no lo son: formas precarias de la Monarquía, están más
interesadas en sostenerse a sí mismas y defender sus intereses que los del pueblo. Quizá
tenía razón Comte cuando decía de estas dos últimas formas u otras parecidas que son una
solución provisional previa a la República. Al mismo tiempo, Aristóteles negaba que la
Monarquía Absoluta, fuerte, fuese conveniente, pues no todos los reyes son sabios o
filósofos y menos por herencia (lo mismo que la aristocracia, puesto que la herencia no
garantiza la virtud), ni que fuese plenamente política debido, en el mejor de los casos, a su
carácter paternal, semejante al de la autoridad doméstica.
Ahora bien, el mando político entraña la suprema posibilidad de decidir, y la decisión
es siempre personal, monárquica. Y esto significa que el auténtico mando político, igual
que toda forma de mando, es siempre personal en tanto entraña esa responsabilidad. De
ahí que sea la prudencia la virtud política capital, y de ahí la consiguiente importancia del
consejo, de los consejeros -figura que no hay que confundir con la de los modernos
«asesores»-, para que la decisión se ajuste prudentemente a la vida colectiva, a la opinión,
ya que afecta al orden jurídico concreto en que descansan el orden político y todas las
formas o subformas del orden. El Derecho concreta la concepción del orden vigente en un
pueblo.38
7. LA DECISIÓN POLÍTICA
Así pues, es importante distinguir la titularidad jurídica del mando político de la
titularidad política de la decisión. La decisión sustituye a la discusión cuando es imposible
el compromiso. La decisión es un concepto que, en puridad, pertenece al Derecho. Lo que
hace el juez al sentenciar, al decir el sentido (sentium dire) del Derecho en el caso
concreto, es decidir la litis, la cuestión de derecho sobre la que los litigantes no se ponen
de acuerdo. La decisión es siempre jurídica, y cuando se habla de una decisión política se
está aludiendo a sus consecuencias jurídicas, pues toda decisión de ese orden tiene, o debe
tener, presente la totalidad del orden jurídico39 dado que la decisión política implica
innovación, una de las mayores preocupaciones de Maquiavelo, quien la considera una de
las acciones más difíciles que puede emprender el hombre enfrentado a la fortuna.
Maquiavelo, que no conoció la nueva ciencia, cuyo supuesto es lo que llama Brague la
muerte del cosmos y probablemente del cielo, creía en la vieja concepción de la naturaleza
como algo vivo, un complejo de fuerzas ciegas.
Significativamente, los reyes medievales eran soberanos políticos porque eran los
jueces supremos del reino. En el parlamentarismo, la titularidad jurídica del poder político
le pertenece al jefe del Estado -republicano o monárquico-, mientras que la política, del
poder de decisión, le pertenece al jefe del Gobierno. A ese respecto, pueden darse
situaciones mixtas un tanto ambiguas, como en el caso de la Monarquía Constitucional, o
entre el Presidencialismo y el Parlamentarismo, como actualmente en el caso de Francia.
a) La decisión política es una interpretación de la situación que conlleva implicaciones
jurídicas por la íntima relación existente entre la Política y el Derecho.
El decisionismo político es una de las bestias negras del humanitarismo y sus hijuelas:
el pacifismo y el igualitarismo que potencia el resentimiento. Sólo tienen acaso razón si se
refieren al voluntarismo moderno en el que la decisión descansa en la nada, en realidad en
el puro poder, careciendo de legitimidad según el éthos. Por lo demás, hay que distinguir
dos clases de decisiones: las que no traspasan el orden político concreto y las que influyen
o alteran el orden jurídico concreto. La distinción entre derecho de relaciones o posiciones
(derecho privado) y derecho de situaciones (derecho público) tiene aquí su causa.
En el primer caso, se trata de las decisiones habituales, conforme a Derecho o al éthos,
en cualquier forma de orden, incluido el jurídico. Son como las decisiones judiciales, cuya
finalidad consiste en que funcione el orden jurídico restaurándolo si ha sido alterado, para
hacer posible que las relaciones jurídicas se desenvuelvan normalmente; es decir
excluyendo las relaciones morales, políticas, económicas, culturales, de cortesía y en
general todas aquellas que no pertenezcan a la esfera jurídica o no tengan efectos legales.
Por ejemplo, la sentencia penal más grave concebible, la de pena de muerte, no altera el
orden jurídico sino que restablece la normalidad de las relaciones jurídicas (Derecho de
relaciones) y sociales quebrantadas por el delito. Puede ser discutible por otros motivos,
pero no por razones políticas o jurídicas.
En cambio, las decisiones propiamente políticas determinadas por la intensidad de la
alteración en cualquier orden inciden en el orden jurídico concreto. Por ejemplo, la famosa
sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos legalizando el aborto alteró seriamente
las relaciones del orden político-jurídico al crear nuevas situaciones (derecho de situacio
nes) fundamentales, puesto que la protección incondicional de la vida es una de las causas
del Gobierno y del Derecho, siendo por eso compatible con el ius vitae ac necis del poder
político. Ésa es la causa de la especie de guerra civil entre abortistas y antiabortistas. Y en
política ocurre lo mismo; por ejemplo, una declaración de guerra o la aprobación o
modificación de una Constitución son actos políticos que alteran el orden jurídico, lo
mismo que una sentencia contra derecho, con la diferencia de que en este caso se puede
apelar. Ésas, u otras parecidas, son las auténticas decisiones políticas, pues por su
intensidad alteran las relaciones constitutivas, en contraste con las decisiones habituales
dentro de la esfera de las relaciones normales, previsibles en cualquier orden, incluso
reguladas explícitamente en el caso de las
b) Lo anterior se traduce en la importancia de distinguir el mando personalizado del
mando despersonalizado, ya que las decisiones son siempre personales. La titularidad
jurídica del mando puede corresponder a uno o varios titulares del mando político, como
en las formas de gobierno; siempre con la reserva de que el pueblo es el depositario
natural del poder y del Derecho. Pero en puridad, dado el carácter personal de la decisión,
el titular efectivo de esta última será siempre, de hecho o de derecho, una persona. Ésta
será la que verdaderamente manda políticamente. Pues mandar es el ejercicio de una
potestad, es ejecutar. De ahí que, si el titular jurídico y político del mando es uno sólo, la
forma de gobierno sea monárquica. O sea, que desde el punto de vista de quien decide
tampoco cabe distinguir entre formas monárquicas y formas republicanas.
Toda decisión siempre es, pues, monárquica y el auténtico mando político es
monárquico.41 Es decir, que la Monarquía puede ser «monárquica» en su sentido fuerte,
teocrática, como en las monarquías absolutas o despóticas -autoinstituidas en Europa
gracias a disponer del Estado-, cuando la plenitud de la soberanía jurídico-política encarna
en una persona y pertenece legal y legítimamente por un supuesto Derecho divino a una
familia (dinastía); lo que implica que el que manda absolutamente puede elegir o designar
con libertad a su sucesor, una típica decisión política; también con la mencionada reserva
de que despotismo no es idéntico a absolutismo y que ninguno de estos términos implica
necesariamente tiranía.
La Monarquía puede ser republicana si conserva el pueblo la soberanía jurídica, sea
por Derecho Divino como depositario del poder o por autodivinización del pueblo, como
ocurrió al heredar la Nación el exclusivo y excluyente derecho divino de los reyes
(«nacionalismo»). Así, las Monarquías Constitucionales y Parlamentarias, vinculadas a
dinastías, son velis nolis residuos del carácter divinal de la Monarquía Absoluta.
Precisamente ese carácter pasó a la Nación concebida como idéntica a la democracia, en
vez de concebirse la democracia como la forma del Gobierno de la Nación. Ésta es la
causa principal de los ingentes problemas de la democracia europea, empeñada en
identificar el estado democrático de la sociedad con la democracia como forma del
gobierno, lo que excluye por definición la posibilidad de jerarquizar el mando; con el
peligro añadido de hacer de la democracia en abstracto una religión, como ocurre desde
hace tiempo.
Ni el Presidencialismo, ni el Principado, ni la Dictadura, ni la Monarquía, si no es
absoluta o dinástica, se legitiman directamente por el derecho divino. En esos casos, lo
normal es que la soberanía política le corresponda a una persona designada al efecto -en el
de la dictadura es corriente que se autodesigne-, como representante político del pueblo
con derecho a decidir en el orden político. Por su parte, el pueblo, representado por los
jueces, conserva la soberanía o poder jurídico sin perjuicio de nombrar representantes
(Parlamentos o Asambleas) para que la ejerzan en su nombre, como depositario del
Derecho, a fin de controlar al poder político y descubrir de lege ferenda el Derecho ínsito
en la realidad social. Es decir, al menos formalmente, el titular del poder de decisión, del
ejecutivo, está sometido al Derecho. Corromper la vida parlamentaria fue y es un deporte
de las Monarquías para conservar o afirmar su poder absoluto directa o indirectamente.
c) En suma, es preciso tener en cuenta que, desde el punto de vista de la forma de régimen,
como la decisión es ineludiblemente personal, la forma propiamente política del mando es
siempre monárquica. La cuestión es quién decide políticamente; puede serlo un valido o
un grupo que sugieren las decisiones al monarca. De ahí que se diga que la Monarquía es
la forma natural de gobierno, y no sólo porque haya sido históricamente la forma de
gobierno más común o por un supuesto Derecho divino. En la misma Biblia, Yahwé era
refractario a la Monarquía, como se ve en el Libro de los jueces.
Ahora bien, lo que estaba diciendo también Aristóteles al hablar de la Monarquía, es
que un auténtico orden político -para él la Polis-, un orden bueno, natural, basado en la
libertad política, es republicano, no doméstico, pues descansa en la virtud de la opinión
pública. Y por eso, como la opinión (doxa) no es idéntica a la verdad (aletheia), ya que se
refiere a aspectos contingentes y discutibles, no a la verdad del orden universal, la
tradición política de Occidente es republicana desde los tiempos griegos.
La contraposición Monarquía-República tomada como absoluta es, pues, bastante
ingenua: simplemente ignora el papel in politicis de la decisión; pues la decisión
propiamente política afecta a todo el orden jurídico, dando lo mismo que sea adoptada por
un rey o por un jefe de otro origen.
Efectivamente, los griegos de los tiempos clásicos, concretamente los atenienses y
Aristóteles, rechazaban la Monarquía. De la tradición romana no hay que hablar. El
Imperio fue siempre formalmente republicano, incluso cuando al establecerse el
Dominado (206-212) con el que comenzó el Bajo Imperio, los emperadores fueron de
hecho una suerte de monarcas absolutos divinizados.
La Edad Media, la época de la omnipotentia iuris y del autogobierno, fue republicana.
Las mismas monarquías germánicas, origen de las europeas, tenían, a pesar de todo, ese
carácter. Basta recordar las luchas entre las dinastías visigodas. El Papado, cuyo fin es la
custodia y administración de los bienes espirituales, de la res publica spiritualis, al no ser
hereditario y ser su autoridad y su potestad derivadas de Cristo, y por tanto sometidas al
Derecho divino -el propio derecho canónico-, podría considerarse una forma de
presidencialismo, por cierto con autogobierno, puesto que a los obispos les pertenece en
propiedad la autoridad y potestad del orden, y las órdenes religiosas también se
autogobiernan. La infalibilidad papal no significa nada a este respecto. Los reyes
medievales eran primus inter pares -entre sus pares o iguales en el reino-, miembros
destacados o cualificados de la aristocracia. Dependían de las Cortes, Dietas, Parlamentos
o Asambleas, titulares por representación del Derecho, para asegurar la sucesión familiar,
pues la Corona pertenecía al reino. La Corona, símbolo de la res publica, es «el centro
jurídico-político ideal que integra gentes, tierras, derechos y poderes en una unidad
política autárquica simple (de un solo reino) o compleja (de varios reinos)»42. Los reyes
recabaron el título de Majestad para significar la pervivencia de la Corona (A. d’Ors).
1. En Europa, el Gobierno era así, en su origen, el titular de una suerte de asociación
regida como quien administra un patrimonio familiar y decide sobre lo justo como un
juez.43 Como dice J. R. Strayer, en la Edad Media «el rey existía para ocuparse de
emergencias, no encabezando un sistema legal o administrativo»”. Con el tiempo, se sirvió
del invento de la estatalidad para ampliar su patrimonio mediante los impuestos, acumular
los poderes políticos dispersos de la poliarquía medieval y conseguir el mando absoluto
uniendo la titularidad del poder político a la de la decisión.
A medida que los gobiernos aumentaron la concentración del poder político, se aplicó
la idea de lo Stato, aparecido en las Signorie italianas de los siglos XIV y XV, que eran
gobiernos de ciudades, a territorios más vastos, a reinos. La palabra Es tado empezó a
utilizarse para referirse al Gobierno, y según crecía el poder de la estatalidad, la palabra
Gobierno fue quedando relegada a designar los hombres que dirigen la potentia y la ratio
de la máquina estatal.
El Estado evolucionó adoptando variadas formas o subformas, a medida que
concentraba más poder, cuya naturaleza es de suyo Decía el pesimista Hobbes: «La
inclinación general de toda la humanidad es el deseo perpetuo y sin tregua de adquirir
cada vez más poder, deseo que sólo cesa con la muerte». «Es una experiencia eterna -
escribió Montesquieu- que todo hombre que tiene poder tiende a abusar del mismo, y no
se detiene mientras no encuentre una barrera».
El Gobierno empezó a dejar de ser un administrador o gerente del pueblo como una
asociación, a serlo de la gran empresa estatal autoerigida en personificación jurídica de la
nación; la empresa universal o suprema de la población de un territorio, una especie de
holding al que se subordinan las demás empresas, grupos o asociaciones y los individuos.
De ahí que, con el tiempo, su Constitución, los estatutos de la empresa estatal, llegara a
considerarse obligatoria para todo lo demás. Este modo de gobernar se extendió por toda
Europa y el Estado se fue convirtiendo de instrumento del Go bierno en una forma
histórica política como la Polis griega, la Urbs o Civitas romana o su precedente inmediato
la Respublica christiana46, con la duplicidad entre la estatalidad, la forma política, y el
gobierno, la forma de dirigir la razón de
2. «El Estado es mando. Quiere ser el principio organizador de la sociedad y monopolizar
esta función de la manera más completa»48. Él mismo es una innovación que permite
acometer cómodamente la innovación política y social. Mientras el Gobierno en sentido
estricto se limita a equilibrar, el Estado innova.
Históricamente, es un producto concreto del contractualismo político del racionalismo
voluntarista de tendencia mecanicista; tendencia intelectual que, en rigor, alcanzó su
mayoría de edad justamente con la estatalidad. A partir de ese racionalismo
constructivista, el pensamiento y la realidad europeos se infectaron de artificialismo. In
politicis, el artificialismo suscita el radicalismo como un hábito y una costumbre. A él
contribuyeron poderosamente el humanismo, el calvi nismo y el economicismo, cuya
síntesis, junto a otros factores, es el culturalismo característico de la cultura y lo Político
es para el culturalismo el Estado, el Gran Artificio, el Hombre Magno, el deus mortalis,
decía Hobbes al describirlo pictóricamente, como buen renacentista cuyo fin consiste en
transformar un animal -el horno horinis lupus de Plauto-, en hombre.so
El Estado comenzó siendo un instrumento o aparato al servicio del poder ejecutivo,
político, el Gobierno, en su lucha por concentrar el poder político disperso y forzar la
unidad del grupo mediante la apelación a la violencia del poder como último recurso. Los
gobiernos monárquicos consiguieron monopolizar la violencia gracias a la estatalidad.
3. La principal finalidad que justifica a cualquier Gobierno, incluido el Estado, consiste -
palabra relacionada con «coexiste»- en dar seguridad política garantizando la observancia
del orden jurídico según la justicia, una virtud moral. Sin embargo, los libertaristas
norteamericanos, aparte de confundir como es habitual Gobierno y Estado, y por lo
general demasiado economicistas, dicen del Estado que es una organización criminal. No
les falta razón en tanto a ningún gobierno le compete entremeterse en la vida social, sino
custodiar la manera de vivir, como decía Michael Oakeshott, y el Estado es consustancial
con la coerción; de modo que, apoyado en el temor que suscita al ser una máquina
coercitiva, va más lejos que los meros gobiernos.
Fue bajo el Estado, aparato violento, de mero poder, al servicio de los fines del poder,
como acabó perdiéndose la idea del Gobierno. Pues, a diferencia del Gobierno, el poder
del Estado es más capaz de modificar los modos de pensamiento y transformar el éthos
natural de los pueblos imponiendo el suyo, puesto que es por definición una forma
artificial de orden, que se impone al orden político natural desnaturalizándolo. La historia
del Estado occidental, decía Robert Nisbet, se ha caracterizado por la absorción gradual de
unos poderes y responsabilidades que anteriormente residían en otras instituciones o
asociaciones, y por una relación cada vez más directa entre la autoridad soberana del
Estado y el ciudadano individual.
Efectivamente, los gobiernos estatales se entremetieron poco a poco, en una suerte de
revolución permanente -la revolución que siempre está próxima a consumarse-, en los
entresijos del orden social, creando nuevos hábitos de obediencia nacidos del temor, y a
veces de las dádivas, hasta llegar al mega-Estado Totalitario.
4. El problema moral consiste en que el gobierno estatal monopoliza estatalmente la
violencia e, impulsado por la dinámica del poder, cuya naturaleza egoísta le impulsa a
crecer inercialmente, acaba apoderándose de todo, introduciendo el miedo como un
decisivo elemento psicológico de la vida colectiva. Por lo pronto, como miedo al ejercicio
de la libertad política al mismo tiempo que suscita el ansia de protección frente al temor,
lo que, formando un círculo vicioso, excita todavía más al poder.
En suma, la estatalidad fue utilizada inicialmente por el Gobierno como una
herramienta pacificadora de la nación. Sin embargo, el Estado creció y evolucionó hasta
absorber el Gobierno; y condicionando la vida social mediante su gran arma psicológica
para suscitar obediencia, el miedo, ha ido absorbiéndola progresivamente. Con el tiempo,
eso le llevó, para justificarse51, igual que con la seguridad política, a ampliar la función
natural del poder político de dar seguridad, a la de asegurar la vida social articulándola
según sus pautas racionalistas, dando seguridad social. Más tarde, el orden social y el
orden político han llegado a ser prácticamente casi la misma cosa al proponerse finalmente
el poder estatal, guiado por la ideocracia, alcanzar la seguridad total, definitiva,
eliminando todas las posibles incertidumbres vitales, incluidas las individuales, todas las
fuentes del
De ahí que el estudio tradicional del Estado -la teoría del Estado- esté siendo sustituido
por el estudio de los sistemas políticos en un intento de desacralizar el poder estatal pero
sacralizándolo todavía más. Pues, en el fondo, son sistemas de violencia
institucionalizada, dado que el núcleo de lo estatal sigue siendo el poder, que ha devenido
colosal, pues ya no es sólo el poder político.
En los centros académicos es ya tan normal aceptar como un hecho la inexorabilidad
del poder estatal y la burocratización de la vida social, aunque se les critique, que se suele
suprimir la teoría del Estado como parte de la ciencia política. Se sustituye acaso por el
estudio puramente sociológico del sistema político.” Niklas Luhmann se ha distinguido
por sus especulaciones constructivistas sobre el tema. Para Luhmann, resume St. Breuer,
«el Estado es sólo la fórmula para la autodescripción del sistema político de la Sin duda
aún se dice político porque hay que nombrarlo de algún modo. Sin embargo, el Estado
como forma de lo Político es una organización racional del mando decisorio para
concentrar todo el poder ejecutivo y se diferencia de los gobernados.
5. Lo Político no es idéntico a la realidad. Es un aspecto o una parte -una potestad-
violenta del poder en el sentido de que en él se manifiesta sin reservas lo que lo que
llamaba Zu biri la «poderosidad de lo real» y que los antropólogos llamarían seguramente
el poder de lo Divino.
Una nota del poder es precisamente su fuerza religativa, consustancial a lo Sagrado. Y,
en este sentido, el poder político insaculado en el aparato estatal, es un poder de origen
inmanente que lucha para recuperar la unidad del poder religando en lo Político todas las
potestades (potestad es el poder aceptado por un grupo) repartidas en la sociedad. Su
potestas, ligada al carácter sacro del poder, adopta así una forma especialmente violenta,
en tanto su finalidad consiste en conseguir la obediencia pasiva de una multitud haciendo
que las instituciones y los individuos particulares, defendidos por el Derecho, abdiquen de
su libertad y su participación en el poder, del que el pueblo es depositario, a favor del
poder político.”
Ello implica que por la masa de poder que concentra el Estado, en tanto «soporte del
poder haya de autoorganizarse jurídicamente, con su propio Derecho, a fin de funcionar
eficazmente. Y el derecho que emana del poder político, el derecho político estatal, no
pactado con nadie al estilo medieval, obliga a todos, subordinando como ius imperandi
dentro de su territorio al derecho viejo, el derecho común. Fue así como se atribuyó la
potestad legislativa en la forma de poder legislativo (comprendido el que luego se llamará
judicial), que pertenece empero a la sociedad. Pues el Derecho es un uso o vigencia social
distinto a lo Político, otro uso. En la perspectiva de la metafísica del poder, se podría decir
que el Derecho y lo Político son dos usos religantes, usos del poder, que están separados, y
que lo Político como una fracción, potestad, del poder, lucha contra la otra, el Derecho,
para unirlos de nuevo, siendo el Estado el medio más idóneo.
El Derecho es un uso del orden social como un todo. Lo Político es otro uso social,
cuya finalidad, más limitada, responde a la necesidad de mantener articulados sin
fusionarlos los distintos órdenes de la vida social, el lugar de la autonomía de la voluntad,
religándolos en una unidad. De ahí que el Derecho tenga autoridad en tanto se refiere al
orden social en su totalidad -a cuya sacralidad se refirió Durkheim y los antropólogos la
estudian-, y lo Político, circunscrito al orden político, solamente potestad. Asimismo, si el
orden político se apropia por medio del poder estatal de la creación del Derecho, se
convierte en el más importante de los órdenes, pues los somete a su mando valiéndose de
la autoridad del Derecho, que justifica o legitima la legalidad fruto del poder estatal.
Esto implica que si la obediencia pasiva al poder se compensa en las formas políticas
naturales con la posibilidad moral y legal de resistir, la estatalidad excluye en cambio el
derecho de resistencia. Sólo cabe la resistencia de hecho, como reconoció Hobbes, que
puede ser activa o pasiva. Ésa es la causa de que el utopismo político se exacerbe bajo el
Estado y aspire a eliminar la eterna dialéctica política entre el mando y la obediencia y su
ley de hierro de la oligarquía: la diferencia inevitable entre gobernantes y gobernados,
entre quien manda y quien obedece.
En definitiva, el poder se sustancia en el mando, «que existe por sí mismo» como algo
natural, de modo que el presupuesto mando y obediencia «es la condición necesaria y
suficiente para que el poder exista», decía Jouvenel limitándose al plano fenoménico, sin
entrar en el ontológico. A su supresión apunta la mítica posibilidad de construir una
Ciudad Perfecta, desde antiguo uno de los motores del pensamiento político. Su
imposibilidad fáctica da al pensamiento político un cierto aire sombrío y pesimista. Mas,
aceptada la idea del Estado, gran parte del pensamiento político de la ideocracia optimista
inspirada por el humanismo, la promesa de «un nuevo cielo y una nueva tierra» y el relato
del Éxodo57, lo convirtió en el modelo para lograr la Ciudad Perfecta, la Ciudad del
Hombre.58
Este pensamiento racionalista apunta a que entre él y los individuos no exista ninguna
otra institución, ni siquiera la familia, con posibilidad de ser un poder y por ende un
contrapoder, aunque sólo se trate de un poder social: mediante el poder político, el Estado
procedió históricamente a absorber el Derecho, haciéndolo suyo como poder legislativo y
poder judicial para formar una unidad con el poder político, el ejecutivo. Así, el ejecutivo
se justifica moral y fácticamente para someter a todas las instituciones y grupos sociales
capaces de ofrecerle resistencia.
6. La actividad inicial del Estado se concentró obviamente en los poderes propiamente
políticos. Su finalidad histórica originaria consistió en servir de herramienta técnica para
asegurar y aumentar el poder de los príncipes, sustrayéndoselo a los restos de la poliarquía
medieval. Mas, en las condiciones históricas en que se afirmó y configuró, el pensamiento
político vio en él la posibilidad de una forma de mando objetiva, neutral en tanto puro
aparato técnico, juzgando que la técnica, neutral por naturaleza, es capaz de superar los
conflictos entre las facciones o grupos de hombres susceptibles de amenazar la unidad y la
seguridad políticas. En definitiva, para impedir la guerra civil: el Estado, decía G. Miglio,
es la antítesis de la guerra civil. Ésta es una de las causas principales del prestigio de la
estatalidad.
Otra es que la auctoritas de la Iglesia, que unificaba o religaba las distintas clases de
poder, se debilitó al dividirse a consecuencia de la Reforma protestante, que arruinó el
viejo orden eclesiástico. El Estado apareció como la instancia neutral capaz de restablecer
y conservar el orden social y satisfacer la urgente necesidad de seguridad política. Y en
medio de las guerras civiles por motivos religiosos que asolaban Europa, el Estado, de la
mano de las monarquías, estableció su particular clase de orden como el orden supremo,
constituyente.
A tal efecto, el contractualismo del racionalismo político en que descansa la teoría del
Estado, una teoría científica elaborada por Hobbes, basada en la hipótesis del estado de
naturaleza, escindió doctrinalmente el orden social, segregando el estatal como
contrapuesto al resto, entendido como la sociedad.
Este contractualismo político es completamente distinto del pactismo medieval, de
naturaleza jurídica. El pactismo extendía la libertad política a través del vasallaje, mientras
aquél se basa en una concepción científica del Derecho que, interpretándolo more
geometrico, condiciona la libertad al poder.
Hobbes, el fundador del contractualismo político, fue visto durante mucho tiempo con
recelo. Pero Pufendorf difundió la idea contractualista. Se convirtió en una creencia
incontrovertible que todo Gobierno, excepto el tiránico, descansa en un contrato político
entre gobernantes y gobernados. La vigorosa reacción de Hume, algo tardía, criticando,
casi como una excepción, el contractualismo a mediados del siglo XVIII, no tuvo
consecuencias. El orden social, un todo, quedó escindido doctrinalmente entre el orden
prepolítico y el orden político estatal, del que aquél empezó a recibir una nueva
orientación a través del Derecho estatal o político.
7. De esta manera, el orden político, un orden «auxiliar», sirviéndose del Derecho para
conseguir coactivamente la religación, pasó al primer plano como un sucedáneo de la
Providencia, emprendiendo por cierto el Estado una lucha a muerte con el azar, un
enemigo del poder. Más tarde dirá Hegel, citado por Marquard en su defensa del concepto
de azar, «que la consideración filosófica… no tiene otra intención, que la de alejar lo La
supresión del azar es un presupuesto de las filosofías de la historia, gracias al cual se
pueden desprender de la teología de la historia. Las filosofías de la historia no solo
interpretan la historia prescindiendo de lo que consideran accidental, sino que luchan por
suprimirlo. En ellas todo ha de ser necesario. Idea, por otra parte consustancial el
racionalismo. De éste y de las filosofías de la historia la heredaron las ideologías
irracionalistas del siglo xix. Lo grave es que al asumir el Estado el papel de la
Providencia, se presenta a sí mismo como el destino de la humanidad.6o
Por una parte, el Estado es conceptualmente una creación imaginativa, pues por su
origen y su estructura se configura como un artificio que sustituye a la forma de mando
político natural, el Gobierno; por otra, es el contrapunto, como el anverso de una moneda,
de la sociedad, el otro gran artificio o invento moderno, en el que radican el conflicto y el
mal: la sociedad sustituyó al pueblo natural como el conjunto de familias y grupos
espontáneos por un conjunto cuantitativo de individuos iguales y abstractos
incoativamente masificados. El individualismo y el igualitarismo modernos arrancan de
ahí.
8. En resumen, es correcto afirmar que el Estado, considerado en sí mismo, no existe
espontáneamente, de forma natural, inconscientemente, como un resultado, igual que otras
formas de gobierno o de lo Político, sino por obra de la voluntad humana: es una
invención calculada para un fin, congruente con la tendencia cuantitativa mecanicista de la
cultura del racionalismo moderno.
Su objeto inmediato consiste en la monopolización del poder y la actividad política.
Con el Estado, la política dejó de concebirse como una mera función correctiva. Ahora se
presenta como una vis técnica de dominación orientada a señorear y organizar espacios,
territorios, neutralizando en ellos los ámbitos conflictivos. Por eso es el Estado una forma
de orden territorial cerrado cuyas fronteras precisas, fijadas por el Derecho político,
sustituyen al limes, los vagos límites de otras formas políticas no estatales como las
antiguas monarquías republicanas o el Sacro Imperio, en los que el Derecho era ius
commune, dependiendo los límites concretos del poder político de los pactos «privados»,
es decir puramente jurídicos, entendidos como privilegios, leyes privadas.
A la configuración del Estado contribuyeron por supuesto innumerables causas y
concausas, circunstancias de todo tipo, fuerzas y tendencias muy diversas, destacando el
ansia de paz y de superar la situación de guerra civil: se aceptó el miedo como un
principio sustentador del orden social. Por supuesto, se configuró en cada caso concreto
según las circunstancias históricas particulares de tiempo y lugar.
1. Hasta ahora, la única forma del Gobierno no natural ni espontánea, sino artificial, que
ha existido es, pues, el Estado. Pasó a ser parte esencial del Gobierno de la nación bajo las
monarquías y con el tiempo, a medida que estas últimas atraían hacia sí todas las fuerzas
gracias a él, el depositario indiscutido del mando político.
Es decir, el Estado dejó paulatinamente de ser un instrumento o aparato que fortalecía,
a medida que crecía, la natural supremacía del Gobierno como poder político. Se
transformó en una máquina cada vez más autónoma, con su particular ratio, la razón
pública, la razón del poder político, al atribuirse los príncipes la supremacía legislativa que
de modo natural pertenece al Pueblo, a la Sociedad.
El Estado es la forma política del racionalismo europeo, aunque de momento fuera
sólo una forma de gobierno o asociada al Gobierno. Poco a poco llegó a ser una forma de
mando cada vez más impersonal en tanto dirigida por la ratio status. Al principio, la ratio
status servía la voluntad y los intereses de las dinastías; más tarde encarnará la voluntad
del pueblo y los intereses de la nación; finalmente, liberada de las dinastías y de la nación,
la del propio Estado.
Según Borrelli, el imperialismo de la ratio status fue originariamente conservador del
Estado, pero desde Hobbes se hizo promotor del cambio. Hegel vio agudamente en la
voluntad de cambio el concepto filosófico que nutre todo pensamiento progresivo. Este
racionalismo intrínseco al Estado con todos sus presupuestos, es lo que hace de él la forma
europea de lo Político moderno y contemporáneo. Y en cierto sentido, Europa le adeuda
históricamente su superioridad política sobre las demás civilizaciones.
2. La estatalidad comenzó a configurarse en el «otoño de la Edad Media» U. Huizinga;
siglos xiV y xv), teniendo gran importancia al respecto la Guerra de los Cien Años (1337-
1453) entre Francia e Inglaterra.
Por entonces, las Monarquías estamentales apoyadas en interpretaciones del Derecho
romano imperial bizantino por los legistas a su servicio, en el racionalismo aristotélico, en
el que hay atisbos de la razón de Estado (la razón común o colectiva de la Polis como su
«entendimiento agente», bajo el Estado la razón pública), en el conocimiento de los textos
griegos sobre la Polis, y en el individualista voluntarismo teológico-filosófico nominalista,
empezaron a sentirse entidades territoriales particulares, nacionales. Se oponían: por un
lado, al Imperio, según la fórmula rex imperator in regno suo («el rey es emperador en su
reino») legitimada por el Papado, hostil entonces al Imperio, en un momento en que,
vencido por aquél, estaba ya en decadencia; por otro, a la misma Iglesia como entidad
universalista, que atravesaba las graves crisis internas del Cisma de Occidente y el
conciliarismo.
El orden estatal se afirmó definitivamente en el contexto de la Reforma. Ésta alentó el
particularismo territorial y lo reforzó con su antropología pesimista, que introdujo la
desconfianza como una categoría universal atisbada ya por Maquiavelo: los hombres son
«ingratos, inconstantes, falsos y fin gidores, cobardes ante el peligro y ávidos de
riquezas». Se destruyó así el carácter comunitario de la vida colectiva, pues la base de la
comunidad es la confianza, la fe en los demás compartida con ellos.61 De la aparición de
la desconfianza como una categoría daría fe Descartes, presentándola como una duda
metódica. «Con la Reforma -decía Novalis- se acabó la cristiandad… La política moderna
no nació hasta ese momento»62. Destruida la communitas o universitas christiana, la idea
del Estado resultaba apropiada para construir una comunidad al estilo de la Polis.63
La política, que era un arte, se configuró como cratología, práctica y ciencia del poder.
Maquiavelo la fundamentó en el origen inmanente del poder, Bodino lo hizo a medias al
dar a la potestas absoluta el sentido de soberanía legislativa indivisible, y rotundamente
Tomás Hobbes. Bodino aportó a lo Stato de Maquiavelo su decisiva doctrina de la
soberanía, que, de rebote, apuntaba a la independencia frente al Imperio y la Iglesia, y
Hobbes construyó la teoría del Estado para fundar su nueva ciencia de la política.
3. El Estado en la plenitud de sus posibilidades dejó de limitarse a ser un medio mejor
para proteger la vida, la propiedad, las libertades, la justicia y perseguir la realización del
bien común, al generar sus propios intereses territoriales como equivalentes a los de
nación. Receptáculo del poder, devino en una especie de ser que impone mecánicamente
sus reglas en su propio provecho, presentándolo como interés general, reduciendo el bien
común al interés público. Esto implica la reconducción de la idea de lo que es común a los
seres humanos de un grupo, de la res publica, en definitiva del bien común, a una visión
particularista y egoísta del mismo. A partir de ahí, lo Político público, inicialmente el
ámbito de la soberanía, empezó a restar a la religión su influencia pública.
Público significaba en latín lo que era del populus, del pueblo como un todo, y en este
sentido, común; la res publica, la cosa pública. En Europa, la religión representada por la
Iglesia, administradora de los bienes espirituales, era lo común hasta que lo público estatal
empezó a competir con ella como interés común particular de la nación, contrapuesto a lo
público religioso, de ámbito universal e integrador.
A la verdad, el Estado es casi desde el principio, por su estructura y vocación, un
Estado-Nación. Pero esta fórmula estatal tardó en madurar. Al principio prevalecieron las
monarquías, que utilizaban la potencia estatal para homogeneizar políticamente los
pueblos de sus territorios con su Derecho político. Retrospectivamente, estas monarquías
prepararon la afirmación del Estado-Nación, concepto inconfundible por cierto con el de
Estado nacional, que sólo connota que la Nación tiene a su servicio un Estado. Las
monarquías modernas eran sólo monarquías nacionales.
4. El Estado se consolidó, pues, como un mero utensilio o instrumento de las monarquías
territoriales, al servicio de la centralización política en la época del Renacimiento;
centraliza ción que perjudicaba a las aristocracias feudales y favorecía a las demás clases.
En primer lugar, en España con los Reyes Católicos, luego en Inglaterra, en Francia,
imitando a España, y en otros reinos y principados menores, sobre todo en los
protestantes.
El rey, el que rige, separándose de sus pares, la vieja aristocracia, devino monarca, el
único que manda, y el reino, más o menos tibiamente, según la fijeza y solidez de las
fronteras, nación. Al hecho del Estado le convenía la imagen de la Polis griega, que hizo
suya inmediatamente a través del humanismo, reapareciendo el polémico logos naturalista
heracliteano como razón de Estado, una «razón pública», contrapunto particularista del
universalismo espiritual de la ratio ecclesiae, que acoge todo menos el mal y el pecado.
La idea de esta nueva forma artificial de lo Político demostró ser muy eficaz en una
época de crisis y se difundió durante el siglo XVI a partir de la obra de Maquiavelo El
príncipe, título que alude a la forma de mando o Gobierno dictatorial de las señorías
italianas y las monarquías nacionales incipientemente estatales.
Maquiavelo era un patriota republicano que se daba cuenta de que las pequeñas
ciudades, de las que se decía en la Edad Media die Luft der Staat macht freí, «el aire de la
ciudad hace libre», eran insuficientes para la libertad en las nuevas condiciones del poder.
Y describiendo lo que veía, inmanentizó la política dando a la laicidad promovida por la
Iglesia, un sentido acorde con la naturaleza de lo estatal: desvinculó el poder de la
religión, poniéndolo fuera del alcance de la auctoritas de la Iglesia al atribuirle su propia
moralidad, la del éxito, según la cual el poder justifica al poder.
En otros términos, «el poder sólo emerge cuando se ha quebrantado la autoridad»64 y
la gran hazaña de Maquiavelo, pensador a-teológico, consistió en independizar la potestas,
la potestad de los limitados regímenes políticos medievales, transformándola en poder al
liberarla de cualquier limitación, en primer lugar, la auctoritas de la Iglesia. Mas con ello
invirtió también la sacralidad innata al poder. Ésta era hasta entonces de origen
trascendente y Maquiavelo la hizo de origen inmanente. Inconscientemente, fundamentó
así la posibilidad del laicismo absoluto o radical.
Con Maquiavelo, que a la verdad se limitaba a describir sin prejuicios, fríamente, quizá
despiadadamente llevado por la retórica, la realidad presente, en la que era normal la
presencia del mal en todas sus formas, emergió el inmanentismo como clave del
pensamiento político.6s Desde entonces, se podría describir en términos metafísicos todo
el proceso que llega hasta nuestros días, como la confrontación entre el principio de
trascendencia, representado por la Iglesia, y el principio de inmanencia, representado por
el Estado. El auge del homogeneizador principio de inmanencia de la mano del Estado, no
sólo introdujo «la revolución política permanente» en Occidente, como dice Rotermundt -
la «política de la innovación» que preocupaba a Maquiavelo-, sino que, al aliarse con el
humanismo, estaba destinado a desfigurar la revolución democrática de origen
trascendente según la explicó Tocqueville (y poco antes, a su manera, Hegel).
5. La Reforma protestante contribuyó al asentamiento de la radical laicización
maquiavélica de la política. En sí misma, era un fenómeno estrictamente religioso, al que
la conjunción de las circunstancias le dio una gran trascendencia política. Su principio del
libre examen consagró el individualismo y la autarquía del individuo, y el sacerdocio
universal de los cristia nos, concebido como desclericalización, abolió la tradición y la
autoridad encarnadas en la Iglesia. La Reforma alentó, por un lado, la transformación del
laicismo postulado por la Iglesia en la secularización «que considera que el hombre puede
sustituir a Dios como última y absoluta instancia en los factores terrenales y del aquende»
(C. Schmitt);66 por otro, legitimó, o contribuyó a legitimar, paradójicamente, la antigua
doctrina del Derecho divino de los príncipes de origen pagano -monarquías helenísticas,
Bajo Imperio y «Derecho de la sangre» germánico-67, como una suerte de religión
monárquica: si el príncipe es bueno es porque el pueblo lo ha merecido, y si es malo
también merece que el príncipe sea malo, sentenció Lutero.
Movimiento de intención puramente religiosa -«una querella de frailes», dijo el Papa al
enterarse-, la desclericalización conllevaba la mundanización de los bienes eclesiásticos,
lo que le atrajo muchos partidarios, dándole un alcance político. Introdujo la
secularización, die wichtigste Tatsache der modernen Welt («el hecho más importante del
mundo moderno»).68 Haciendo del príncipe la cabeza de la Iglesia, invirtió
revolucionariamente la antigua relación entre los dos poderes, el espiritual y el temporal,
entre la religión y la política, que Marsilio y Maquiavelo simplemente habían separado. Y
como la dialéctica religión-política es, con todo, indestructible, la teoría política devino
teología política o teopolítica.
La teología política secular iba a sustituir a la teología jurídica medieval vinculada al
Derecho Natural, al desligarse este último de la razón pública, común, omnicomprensiva,
de la ratio ecclesiae. El mismo Lutero había escindido el Derecho Natural en un Derecho
natural divino y un Derecho natural profano. Luego lo certificó Hobbes. Con ello se
afirmó la visión particularista de lo público de la ratio status ligada al nuevo Derecho
natural racionalista, prácticamente inmanente. Por otra parte, un Derecho natural
«ingenuo», dice Rotermundt69, porque en el fondo no era más que un pretexto retórico
para justificar las decisiones de legeferenda del poder político sobre lo que es bueno y lo
que es malo para el hombre salido del estado de naturaleza. Una justificación del
decisionismo nihilista del poder, que como un Yo trascendente impone los deberes, al que
Donoso Cortés opondrá en el siglo XIX el decisionismo según el Derecho Natural fundado
en la Trascendencia como fuente de los deberes.
6. Tres frases famosas sintetizan la moderna desvinculación de la trascendencia: la de
Alberigo Gentili hacia 1613, silete theologhi in munere alieno! («¡callaos teólogos, en el
ámbito ajeno!»). La de Grocio hacia 1625, etiamsi daremus non esse Deum, aut non curari
ab eo negotia humana («consideraremos que Dios no existe o no se preocupa de los
asuntos humanos»). La tercera, de 1649, es de Hobbes, el fundador del contractualismo
político y, con él, del artificialismo: auctoritas non ventas facit legem («la autoridad, no la
verdad, hace la ley»).
Habría que añadir un cuarto dictum del propio Hobbes, presupuesto del anterior:
veritas in dicto, non in re consistit (la verdad consiste en lo que se dice, no en la cosa).70
Esta frase, desplaza la autoridad hacia el Derecho natural profano según la razón del
príncipe, intérprete de las leyes de la naturaleza humana y del poder. Hobbes unió así la
auctoritas, fundada en el saber del Derecho según la visión trascendente del orden, a la
potestas del soberano estatal, haciéndola absoluta al desaparecer el límite que implicaban
la religión y la Iglesia, por otra parte escindidas. La ley, según Hobbes en su Diálogo sobre
el Common-law, no es más que un «mandato de quien posee el poder legislativo».
Lógicamente, la religión y el culto quedaban relegados a la esfera íntima, invirtiéndose
la relación dialéctica entre la religión y la política. La política era lo público y la religión
lo privado. Comenzó la politización, mezclada o confundida con la secularización,
utilizando la coerción como medio para conseguir la vinculación o cohesión social.`
7. Las revoluciones contribuyen siempre al crecimiento del poder político, sea el del
Gobierno o, en su caso, el del Estado. Y la primera de las grandes revoluciones políticas
modernas, cuya serie llega hasta la soviética (1917) y otras menores del siglo xx, fue la
puritana (1640-1648), acaudillada por Cromwell. Esta revolución evitó, ciertamente, que
Inglaterra llegase a ser una monarquía estatal absoluta, a pesar de que había progresado
hacia la estatalidad quizá más que otros reinos, debido a la concentración del poder
político en la Monarquía desde su origen. Pues la revolución confirmó la tradi ción
medieval del régimen y del Gobierno, limitado por el ius commune o Common-law, de
modo que el Government siguió siendo la forma de gobierno. No obstante, el poder
absoluto pasó al Parlamento, limitado empero por la fuerza de las costumbres y las
tradiciones. En contraste, Hobbes pensó en el contexto de esa revolución relativamente
conservadora la teoría del Estado para impedir las guerras civiles, el más grave de los
conflictos colectivos. Pero era en el Continente donde estaba destinada a influir
decisivamente.
Al mismo tiempo, los revolucionarios calvinistas introdujeron una actitud innovadora
al alterar la idea de revolución. Hasta entonces equivalía a la revolutio de los astros en su
movimiento de rotación, concepto útil para explicar la revolución inglesa como
conservadora.72
La nueva idea calvinista, insólita hasta entonces en la historia de la humanidad,
consistía en transformar el orden social utilizando la política para realizar el Reino de Dios
en la tierra.73 Seguramente por eso, Hobbes quería prevenir contra el utopismo político, al
reiterar la frase de Cristo «mi Reino no es de este mundo».
8. No sería exagerado decir que parte del pensamiento moderno y casi todo el
contemporáneo giran en torno al problema del pecado original como causa del mal. De ahí
la conversión en conceptos políticos de los conceptos teológicos relacionados con el
estado de naturaleza, que es su consecuencia, tal como lo habían utilizado los primeros
padres de la Iglesia para denominar la situación del hombre después del pecado original, la
caída relatada en el Génesis. El Reino de Dios sería como su contrapunto escatológico.
A la verdad, fuera de la teología no tiene sentido hablar de un estado de naturaleza. El
estado de naturaleza de los teólogos tiene un fundamento; no así el estado de naturaleza
desteologizado. Y aún más: incluso en una perspectiva profana, el hombre como hombre
no tiene naturaleza: es un ser histórico. Vive en el tiempo y gracias al tiempo tiene un
pasado, un presente y un futuro; es futurizo. La naturaleza, aunque necesaria e inseparable
de su humanidad, es sólo su soporte. Y, por decirlo así, es su humanidad la que la dirige.
El hombre no tiene por qué salir de ningún estado de naturaleza, salvo en sentido
escatológico, en el que también hubiera podido denominarse estado de caída, o estado de
pecado, como es corriente decir, al estado de naturaleza.
Este estado o situación, lo utilizó Hobbes solamente como una hipótesis científica para
construir su nueva ciencia de la política. En todo caso, su Estado Político parecía capaz de
neutralizar las consecuencias colectivas del pecado original y el estado de naturaleza se
mitificó por secularización o politización, a lo que contribuyó sobremanera Pufendof,
según se indicó más arriba. El estado de naturaleza desteologizado o a-teologizado,
carente de fundamento, es el gran mito en el que se asentaron cómodamente el
inmanentismo y la idea de la realización del Reino de Dios en la tierra en la versión
calvinista, para superar el estado natural de la decaída naturaleza humana.
Partiendo de estas dos mitificaciones de los conceptos teológicos estado de naturaleza
y Reino de Dios, el humanismo buscó más tarde una salida al problema del mal
potenciando el concepto jurídico romano de emancipación. La emancipación, interpretada
como concepto moral, derivó en el de la autonomía moral, que constituye la clave de las
filosofías de la historia, el último gran hallazgo del racionalismo. Detrás de ellas están
también, como es sabido, los ecos de la teología de la historia de Joaquín de Fiore, con su
profecía de la tercera época trinitaria, la del Espíritu Santo, la época de la gran
reconciliación de todas las cosas por obra del Espíritu, de la apocatástasis.74
Se sabe que la doctrina del Estado del humanista Hobbes, que descansa en el estado de
naturaleza, fue muy leída en Francia en el decenio anterior a la revolución de 1789. Al
mismo tiempo, el calvinista Rousseau, hondamente preocupado por el pecado original y el
mal e impaciente por resolver sus problemas personales, amasó la idea hobbesiana del
estado de naturaleza con la de autonomía moral, interpretándolo como el paraíso terrenal
anterior a la caída, que sería ya una suerte de Reino de Dios en la tierra. Se trataba de
recuperarlo y extender la protección del Estado, ahora como un Estado Moral, a las
personas concretas. Y, en un suelo abonado por el humanismo empirista de los idéologues,
se intensificó el carácter estructuralmente revolucionario de la estatalidad, al darle un
nuevo y gigantesco motivo a su pacificador espíritu misionero heredado de la Iglesia.
El Estado es culturalmente un producto del humanismo del Renacimiento italiano. En los
siglos xix y xx se ha extendido por imitación a otros espacios y civilizaciones, si bien
formalmente, como puro artefacto de poder, en la medida en que son ajenas a las
tradiciones culturales europeas en las que descansa la estatalidad. Por supuesto, tuvo
antecedentes, al menos estructurales, en la Baja Edad Media, en la que empezó a gestarse
superando las monarquías patrimoniales. De hecho, como todo lo decisivo en Europa,
tiene un origen eclesiástico.
1. EL PAPADO
No le faltaba razón al anarquista Proudhon al decir que el Estado es un hermano menor de
la Iglesia. En efecto, uno de los antecedentes del Estado es el Papado. El Papado era la
forma política de la Iglesia de Europa Occidental, en tanto, al poseer territorios propios,
tenía autonomía política. Al final de la larga contienda de las Investiduras, el Papado era
ya estructuralmente un Estado.
La lucha tuvo su origen en la revolución legal desencadenada por el papa Gregorio VII
en 1075 para consolidar el laicismo en la cristiandad, distinguiéndolo de lo Sagrado. El
poder temporal del Papado aumentó durante esas luchas jurisdiccionales con el Imperio;
con Bonifacio VIII incluso pretendió ser una suerte de Estado-Iglesia universal: en su
calidad de caput Ecclesiae, cabeza de la Iglesia, una comunidad universalista, y de jefe de
la forma política de los territorios o estados pontificios, el Papa reunía la autoridad
espiritual y, aparentemente, un gran poder temporal. Desde Inocencio III, el Papado ya no
era una Monarquía feudal: poseía la plenitudo potestatis, el precedente inmediato de la
soberanía moderna, y tenía los rasgos esenciales de la estatalidad.75 Apenas le faltaba la
neutralidad, pues la Iglesia, a la que está íntimamente unido el Papado, en tanto
depositaria y custodia de la verdad del orden universal, no puede ser neutral, ya que
siempre está enfrentada al mal, al pecado.76
En el siglo xiv, el jurista Marsilio de Padua había calificado de tiranía esa plenitudo
potestatis papal y el teólogo franciscano Guillermo de Ockham tomó después partido por
el Imperio en defensa de la libertad de la Iglesia. En este punto, su actitud ha sido
probablemente mal interpretada. El propósito de Ockham parece haber consistido en
luchar contra la confusión entre la Iglesia, a la que defendía, y el Papado, al que atacaba
viéndolo como un poder temporal, un Estado, aunque, por supuesto, no tuviese la menor
idea de la estatalidad.
La Iglesia es universalista, pero no como una comunidad política, temporal, sino como
comunidad espiritual de fe formada por los creyentes en torno a Cristo; es el Pueblo de
Dios. En cambio, el Papado, en tanto forma política estatal o pre-estatal de sus territorios o
estados, es particularista. Y esto era tan opuesto a la concepción medieval de la
Universitas christiana, que el teólogo Ockham defendió a la vez a la Iglesia y al Imperio,
las dos grandes formas universales medievales, frente el Papado como forma política. Lo
mismo que Dante.
Vencido el Imperio, según su concepto una especie de alter ego de la Iglesia para
defender a la Cristiandad con el poder temporal, las monarquías empezaron a configurarse
como monarquías territoriales incipientemente nacionales siguiendo el particularista
modelo papal, según la citada fórmula rex imperator autorizada por el mismo Papa.
En Inglaterra, la realeza, además de concentrar el poder político desde los tiempos de
la conquista normanda, disponía del danegeld, un tributo o renta establecido por
Guillermo el Conquistador -con la obligacion del servicio de armas- al repartir en feudo
las tierras del reino entre sus barones. Esto hacía superior su poder al de cualquier otro
dentro del reino y le permitía competir con poderes exteriores. En Francia, con ocasión de
la Guerra de los Cien Años, la realeza estableció también un impuesto, al parecer la
primera aportación económica de este carácter al poder, entonces patrimonial, de la
realeza, que se convirtió en permanente. Los reyes podían disponer así de un ejército
profesional superior a los señores feudales, acumular territorios y centralizar el poder
político. En España, también Castilla marchaba hacia la estatalidad debido a las peculiares
circunstancias de la Reconquista, que exigían la concentración del poder político.
Sin embargo, el Estado apareció en Italia, el lugar de la forma política papal, como
«una creación consciente y calculada como obra de arte», escribió Jacobo Burckhardt, de
«existencia puramente fáctica», cuyo espíritu está «entregado libremente por primera vez
a sus propios impulsos».
2. OTROS PRECEDENTES. LA SEÑORÍA
Aparte del Papado, hubo en Italia otros dos precedentes del Estado: el Reino siciliano de
Federico II de Suabia y las Señorías de las ciudades del centro y el norte de Italia.
a) El más antiguo y de menor trascendencia fue el pre-Estado que construyó Federico 11
(1194-1250) en Sicilia, centralizando el poder político. Entre otras cosas, estableció un
sistema fiscal de tipo estatal copiado de los árabes, que es al parecer el antecedente de la
mafia, una especie de desgobierno, al hacerse independientes del poder central los
recaudadores de los impuestos. Federico Hohenstaufen, escribió Jacobo Burckhardt, llevó
a cabo «la completa destrucción del Estado feudal, la transformación del pueblo en una
multitud despojada del deseo y de los medios de resistencia, pero sumamente útil para el
fisco». No obstante, ese Estado o pre-Estado, desapareció al morir el monarca.
b) El otro precedente es la forma de gobierno y de régimen aparecida a finales del siglo
xüi en las ricas ciudades republicanas del centro y norte de Italia: la Signoria. Aquí se
establecieron contractualmente, al uso medieval, regímenes dictatoriales devenidos luego
tiránicos, al menos por su origen, cuando los dictadores comisarios contratados se negaron
a abandonar el poder una vez cumplido el plazo convenido.
La finalidad del contrato consistía en garantizar la seguridad interior pacificando las
Comunas divididas en una suerte de guerra civil permanente entre güelfos, partidarios del
Papado, y gibelinos, partidarios del Imperio, o il popolo grosso e il popolo minuto, y otros
grupos. Las discordias internas o guerras civiles son el germen del Estado, o lo que lo
refuerza a fin de conseguir la concordia. En la Signoria, se ve cómo el Estado tiene un
origen burgués, un nuevo tipo de hombre distinto del campesino medieval.
En efecto, las Signorie eran una suerte de «Estados territoriales urbanos» distintos de las
monarquías y principados patrimoniales de carácter patriarcal y rural. El Estado es en
cierto modo un episodio de la dialéctica eterna entre la ciudad y el campo. La misma
Legislación, el derecho estatal, tiene un carácter urbano, en contraste con el Derecho, que
enraíza en la tierra, iustissima tellus decía el poeta Virgilio. La tierra, madre del Derecho,
según Carl Schmitt. El Derecho vinculado a la naturaleza de las cosas.
El uso político de la palabra Estado, lo Stato, que designaba la posesión de un
territorio”, viene de las Señorías. Maquiavelo, que utilizaba la palabra en varios sentidos,
como ha observado Passerin d’Entréves, difundió el término por toda Europa a través de
El príncipe. La Señoría reviste una especial importancia para la comprensión del Estado,
pues en ella se perciben nítidamente sus rasgos fundamentales. Podría decirse que la teoría
política moderna se formó buscando la fórmula para establecer y conservar el equilibrio
interno en esas ciudades republicanas, en gran parte en torno a los problemas de una de
ellas, la Señoría de Florencia.
b.l Las Señorías eran ciudades republicanas cuyo espíritu venía a reproducir la antigua
Polis griega, su particularismo, en contraste con el Imperio, universalista como la Iglesia,
era ya el del Estado al transformarse esas Repúblicas -por lo general aristocráticas- en
Señorías. No es indiferente que el Renacimiento surgiese en esas ciudades de economía
comercial expansiva, influidas por Bizancio y Oriente, especialmente el islámico, y en las
que se cultivaban los autores griegos.78
Los medievales interpretaban los textos griegos desde el punto de vista del logos
juánico. Pero según Girard, un ciudadano de una de esas repúblicas, el gibelino Marsilio
de Padua, reintrodujo su lectura según el logos griego, el logos heracliteano, y esto cambió
muchas cosas. Por ejemplo, Maquiavelo aplicó el logos naturalista heracliteano, de
naturaleza polémica, a la política, y Hobbes, el fundador del Estado, veía la política con
esas anteojeras. El espíritu de las Señorías era el de la Polis griega.
b.2 Los humanistas de las señorías italianas se inspiraron en la Polis.79 Para los griegos, la
Polis o Ciudad era una comunidad, una koinonía, cuyo ideal era que fuese autárquica y
autosuficiente. Los politai, los ciudadanos, no eran nada fuera de ella. Estaban ligados a la
ciudad por la sangre, la filfa, como las células de un gran animal. Platón la describió como
un Macroanthropos. Los ciudadanos de la Polis por derecho de estirpe, eran para los
griegos los hombres perfectos, que habían desarrollado al máximo las disposiciones o
posibilidades de la naturaleza humana. Decía Aristóteles, quien describió las clases
económicas como los órganos de un animal, que «la ciudad es por naturaleza anterior a la
casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte» y por
eso «no es lo mismo el gobierno del amo que el de la ciudad ni todos los poderes entre sí
[…], pues el gobierno doméstico es una monarquía (ya que toda casa es gobernada por
uno solo), mientras que el Gobierno político es de libres e iguales» [Política, 1253 a) y
1256 b)]. Los ciudadanos eran libres e iguales entre sí como miembros o células de la
ciudad.
Álvaro d’Ors, sin aludir al predominio alcanzado por el logos griego en el pensamiento
político, al insistir en que el Estado es un producto extraño, ajeno a la tradición
verdaderamente europea, de origen romano, contraponía el espíritu de la Polis al de la
Civitas o ciudad romana. Mientras aquella era un territorio cerrado, la Urbs era un
territorio abierto en el que lo personal, vinculado a la familia -a los padres, a la patria-,
tiene prioridad sobre lo territorial: «En tanto los politai presuponen una Polis, la Civitas
romana presupone unos vives», unos ciudadanos sin los cuales no existiría. Para el modo -
método- de pensamiento romano lo primero era el civis y sólo por derivación se hablaba
de la Civitas como el conjunto de los cives, los ciudadanos. Consecuentemente, el Imperio
Romano, muy ruralista, campesino, era universalista frente a la Polis, particularista.80
Una prueba de su universalismo es la aceptación como propios de la Civitas en el Panteón
romano de los dioses de los territorios incorporados al Imperio. Seguramente, la
combinación del universalismo romano con el cristiano es lo que más singulariza la
cultura y la civilización europeas entre todas las existentes.
b.3 Las Señorías, cuyo régimen expuso muy bien Manuel García-Pelayo81, eran
monárquicas en el doble sentido de la palabra. Existía en ellas un poder político neutral
encarnado en esa especie de dictador comisario por contrato, con plenitudo potestatis
secular. El Signore, que contaba con profesionales, tenía el monopolio de las armas, el
más decisivo de los monopolios, y con él el de la política. Es un ejemplo de cómo influyen
las técnicas militares en las ideas políticas. Sin ese monopolio, lo Político no hubiese
podido neutralizar la actividad política -la libertad política-, ni monopolizar la legislativa,
asunto de los jueces, ni establecer, imponer, impuestos, que son la savia o sangre del
Estado, etc.
b.4 Los italianos utilizaron la palabra Stato en el sentido de lo que está ahí, para designar
esta forma política del estado o territorio de la ciudad, tan extraña a la tradición
republicana y comunitaria de aquellas ciudades, anteriormente típicas comunas, y a los
usos medievales. Lo Stato designaba el aparato de poder superpuesto artificiosamente,
mecánicamente, por contrato, a la vida orgánica, natural, espontánea, de la ciudad, la
antigua comuna republicana. Estatalidad e individualidad son correlativos y el pueblo se
reducía políticamente ante lo Stato, a la condición de moltitudine, a una masa
indiferenciada en la que todos los habitantes eran iguales ante el poder político.
Tal era la forma de gobierno corriente en esas ricas ciudades del centro y norte de Italia
en los siglos bajomedievales.
A fin de acabar con las luchas intestinas que corroían a las comunas republicanas
haciéndolas inseguras, idearon contra tar un podestá (juez) o un capitano del popolo (jefe
de guerra, condottiero), según los casos, cuyo prestigio redundaría en el de la ciudad. El
contrato era temporal (generalmente por un año) para que gobernase como un poder
neutral. A cambio, le juraban lealtad las partes en discordia. Sin embargo, los dictadores
comisarios, aprovechando su poder, se acostumbraron a quedarse como señores de las
ciudades al expirar el contrato. Italia plena tyrannis est, decía el glosador Bártolo en el
siglo XIV.
1. El poder político en la Edad Media era muy débil, recordaba Jouvenel; «leve», dice
Paolo Grossi. En contraste, la suma de los elementos que se pueden percibir en las
Comunas republicanas transformadas en Señorías, fortaleció en ellas el poder político,
tanto interiormente como frente al Papado y al Imperio. Ambos eran típicos poderes
políticos medievales que no se preocupaban en utilizar el Derecho como instrumentum
regni. En el caso del Papado, porque el derecho canónico, por el que se rige la Iglesia, no
se interesa por la dominación temporal.
Tomando la Señoría como modelo y generalizándolo, los elementos del Estado como
una forma política «que por primera vez -desde hacía cerca de un milenio- no se siente
miembro de Occidente, sino que vive su vida según su voluntad de acuerdo con sus
intereses individuales, con hombres dentro de él que, por primera vez también, se atreven
a “afirmar su egoísmo y a convertirlo en criterio de vida”»82, son los siguientes.
El Pueblo, el Poder, el Territorio y el Derecho, existen en cualquier forma de lo
Político. Adquirieron empero un nuevo carácter al objetivarse bajo lo Stato: el pueblo se
transformó en masa, la potestad en poder, fuerza racionalizada para los fines estatales
mediante el derecho, el territorio en un ámbito cerrado con fronteras precisas, y el
Derecho, pues «sin una organización de la vida jurídica difícilmente podríamos ahora
pensar un Estado»83, en derecho estatal como ius imperativum o eminens respecto al
tradicional o común, al organizarse la forma del poder señorial mediante el derecho,
originariamente por contrato, y arrogarse el príncipe, juez supremo, no sólo la potestad de
declarar el Derecho como juez sino de crearlo mediante órdenes en la forma de
ordenanzas. Por supuesto, los monopolios de lo Stato les permitían a los signore organizar
otros elementos específicos en torno al poder, cuya índole ejecutiva pasa al primer plano
desplazando a la judicial; elementos que son fundamentales para la estatalidad una vez
objetivados, racionalizados, «neutralizados», profesionalizados.
2. Entre esos monopolios, sometidos a reglas técnicas, los principales son el de las armas,
el del dinero, el del conflicto y el del Derecho.
a) En primer lugar, el de las armas, ya mencionado como el políticamente decisivo: el
Ejército. Formado por profesionales como una organización burocratizada de la fuerza que
sustituye a las mesnadas y milicias medievales, era el fundamento del poder dictatorial del
signore. Según el contrato entre la ciudad y el podestá o capitano del popolo, éstos tenían
que aportar su propia gente de armas, profesionales de la guerra ajenos a la ciudad. La
fuerza racionalizada jurídicamente, el ejército, es el primer plano de la estatalidad, en el
fondo el más importante de todos, puesto que el Estado es un aparato coactivo, y sin él, el
Estado no es nada.
b) En segundo lugar, el monopolio estatal del dinero. Para sostener el ejército se
organizó la Hacienda, con los impuestos que aportaban los ciudadanos, como distinta del
tesoro o patrimonio particular de los príncipes o titulares del poder político. El impuesto
(de imponere) era completamente extraño a la pactista mentalidad medieval, pues no es un
concepto de Derecho: no nace de un trato y es contrario a la propiedad. Se diferencia de
las tasas y contribuciones, también de los tributos, por ser un derecho, puramente legal, sin
otra fundamentación que la que se arroga gracias al poder la soberanía político-jurídica,
que le hace hace el amo del pueblo. Por tanto, el impuesto es consustancial con el Estado
(Schumpeter), igual que el monopolio de la acuñación de moneda. El impuesto anuncia la
quiebra del Derecho, pues presupone que el legislador hace el Derecho, cuando el Derecho
es la realización práctica de la justicia. Las discusiones sobre si los impuestos son justos o
injustos no tienen, pues, mucho sentido al tratarse de imposiciones legales. La única
discusión posible es acerca de si los impuestos concretos son útiles o dañinos. De ahí la
doctrina de que deben ser «neutros»; pero esto es un eufemismo: ningún impuesto es
neutral. La representación se inventó, sustituyendo al mandato imperativo, para darle a los
impuestos una cierta forma contractual entre el poder político y el pueblo; pero depende
de la calidad de los representantes. De hecho, los representantes son proclives a
aumentarlos, pues son como la sangre del Estado.
La nueva concepción de la soberanía implicaba el control de todo el poder, que es lo
que la justifica. Y, en rigor, dicho sea de paso, como complemento necesario la formación
del «capitalismo»: «El Estado Moderno y el capitalismo moderno del norte de los Alpes
son, de hecho, fenómenos históricos correlativos: el Estado es el sustentador y el educador
del ca pitalismo en la forma en que cubre sus nuevos países; pero el mismo se ha creado
con esta misión su estructura, su esencia y contenido»84. El Estado es homogeneizador y,
como observó agudamente Marx, lo económico, la producción, es lo que mejor
homogeneiza las sociedades. Y la medida de la homogeneidad entre los grupos y las clases
la da el dinero. De ahí su visión materialista-economicista y su propósito de completar la
obra de la burguesía.
Capital existe siempre como «ahorro» en diversas formas. Pero el Estado, ampliando el
mercado y fortaleciendo su seguridad, facilitó la expansión monetaria y el incremento del
capital, lo que beneficiaba la capacidad impositiva del Estado. Con la particularidad de
que mediante los impuestos, detraídos a la propiedad por imposición del poder y no por
pactos o contratos voluntarios, siempre imprecisos, se concentra en un punto una masa
dineraria significativa que altera el mercado, el cual ha de acomodarse a las operaciones
financieras estatales. El capitalismo, decía Otto Hintze, no ha sido creado por el Estado,
pero se ha desarrollado en conexión con el Estado, a su servicio, bajo su protección y
estímulo, hasta convertirse en la forma económica imperante.` Para Hintze eso no justifica
hacer del capitalismo un «individuo histórico» como divulgó el historicista Werner
Sombart: «la “idea” del capitalismo, decía Hintze, no es otra cosa que el “tipo ideal” del
sistema económico, deducido de la realidad por nuestro intelecto, esto es, una
construcción teórica verificada por una consideración histórica detallada»86.
Por otra parte, seguramente hay bastante de cierto en la afirmación de que «el Estado
capitalista no es eficiente y eficaz por su propio criterio, sino en la medida en que logre
universalizar la forma mercantil»87. El capitalismo, cuyo racionalismo coincide
sustancialmente con la racionalidad intrínseca a la estatalidad, es una transformación del
mercado condicionada por el Estado.
De ahí que apareciese en seguida el capitalismo de Estado en la forma de
mercantilismo, que es a la vez crematístico y político. El mercantilismo cree que en el
comercio uno gana y otro pierde (el «dogma de Montaigne»), por lo que su idea consiste
en acumular metales preciosos (metalismo) y aumentar la producción nacional
(productividad) para tener una balanza de comercio favorable. En el siglo xviii, los
fisiócratas y Adam Smith reaccionaron contra el monopolio estatal del comercio. La
riqueza de las naciones, cuyo trasfondo son las teorías de Smith sobre la moral y el
Derecho, se dirige fundamentalmente contra el monopolio o control del mercado natural
por el capitalismo del Estado. En cualquier caso, es inevitable que el Estado, sujeto a la
ley de hierro de la oligarquía, cree formal o informalmente privilegios económicos (mono
pollos, concesiones, subsidios, subvenciones, preferencias en la aplicación de los gastos,
etc.).
c) En tercer lugar, el monopolio del conflicto, mediante la Burocracia. La burocracia es
necesaria para llevar la Hacienda y la intendencia del ejército. Es una forma reglada y
jerárquica de administrar distinta a la de los ministeriales o «funcionarios» medievales,
cuya función se basa en una relación de servicio, y a la mera administración en general. La
burocracia desliga la función de la persona, puesto que el único criterio del burócrata es el
de la ley y el reglamento. El burócrata es un ejemplo de cómo el Estado politiza y
despolitiza. Politiza a personas que le representen y a renglón seguido las neutraliza
despolitizándolas.
Al funcionario no se le demanda únicamente su fuerza de trabajo, pues el Estado no es
solamente un empresario económico, sino, en cierto sentido, lo que le personifica. Está en
una posición de dependencia (Hintze). Y por cierto, que la burocratización del Gobierno,
una necesidad exigida por la concentración del poder, indica, cuando se extiende a todo,
una desconfianza universal en la naturaleza humana y cierto pesimismo. Se podría decir
que el Estado monopoliza la desconfianza neutralizándola.
Con el Estado se instituyó, pues, la burocracia como un estamento profesional para
recaudar los impuestos, administrar regularmente de forma impersonal la organización
estatal, lo público político, como distinto del ámbito de lo privado, lo del pueblo,
escindiendo así la res publica de lo privado o particular, y monopolizar la resolución
técnica de los conflictos.
d) El monopolio del Derecho. Otro elemento fundamental en las señorías eran las
ordenanzas, que el príncipe o signore podía establecer, legislar, de acuerdo con los
términos del contrato fundacional de su poder, por lo que aportaba también los jueces. No
se trataba de declarar el Derecho como en los tiempos medievales, sino de reglas técnicas
para los asun tos de interés de la ciudad como un todo, especialmente los concernientes a
los impuestos.
Las ordenanzas, órdenes, son un anticipo del derecho estatal o derecho político dados
sus fines, sustancialmente transmitir públicamente los deseos del poder. Este derecho
prevalecerá poco a poco sobre el ius commune centrado en la propiedad y los pactos o
contratos. A partir de la Revolución francesa, el ius commune, que subsistió en Inglaterra
como Common-law, quedará como derecho privado frente al derecho estatal o público, al
monopolizar el Estado lo que aún quedaba libre de esta esfera. Bajo el Estado, éste será el
verdadero derecho común al ser el derecho de la soberanía que se extiende por encima del
viejo ius commune, como superior a él. El derecho político, de la Polis o Ciudad, cumple
además la función de cerrar formalmente, jurídicamente, el territorio dentro de las
fronteras como si fuese una ciudad amurallada. Tras ellas, el Estado acumula el poder
ejerciéndolo sin oposición posible. Por otra parte, el signore legitimaba, en el caso de las
Señorías, su poder personal por el mero hecho de ser capaz de imponer y exigir su derecho
al pueblo como una masa impersonal recluida dentro del territorio.
Es así como Maquiavelo vino a decir que el poder, dado su fundamento inmanente, se
justifica por su éxito, y Hobbes, que frente al Estado no cabe el derecho de resistencia.
3. Otros elementos o notas fundamentales de la estatalidad, que se desprenden de lo
anterior, aparte de la importancia que cobra lo ejecutivo en la vida de la ciudad, son, desde
luego su carácter técnico, que, de suyo, hace neutral al poder estatal, guiándose
únicamente por sus conveniencias respecto a sus propios fines y funcionamiento. Y como
un reflejo teorético, la razón de Estado, «una máxima sociológico-política -decía Carl
Schmittque se levanta por encima de la oposición de derecho y agravio, derivada no sólo
de las necesidades de la afirmación y la ampliación del poder político»; un concepto casi
místico ligado al de arcanum político, una especie de doctrina esotérica: el secreto de
fabricación del aparato técnico.88
La ratio status como razón pública implica la exclusión de la conciencia privada en los
asuntos estatales, respecto a los cuales la ley estatal obliga en conciencia. La naturaleza de
la razón de Estado es económica: la economía, decía Schumpeter, es la matriz de la lógica,
de lo racionalmente necesario, y la lógica de la ratio status consiste en combinar los
medios de poder de que disponen los príncipes con los fines inspirados por sus intereses o
los del Estado. Eso le imprime a la razón pública el carácter de necessitá, indiferente al
bien y al mal. Por tanto, al margen de consideraciones morales o de otro orden; o sea, sin
más límites que su propia lógica. La necessitá coincide con la neutralidad inherente a la
estatalidad y la impulsa.
Todos los elementos mencionados y algunos otros menores dieron lugar a las monarquías
estatales en territorios, reinos, más amplios que la ciudad. Tendría que transcurrir mucho
tiempo hasta la despersonalización formal de la decisión política por el Estado-Nación en
su forma de Estado de Derecho. Antes, la Nación hubo de sustituir a la Monarquía. Pero
como todo poder político es personal, en último análisis, según se dijo más arriba,
monárquico, la despersonalización de la decisión siempre será más bien teórica o retórica;
en todo caso, resulta imposible eludir las situaciones excepcionales, por mucho que estas
últimas se quieran prever y regular jurídicamente. Justamente, el principal problema que
plantea la estatalidad consiste en que puede declarar excepcional cualquier hecho. Y
tampoco es posible eludir la ley de hierro de la oligarquía que, de suyo, desneutraliza la
estatalidad a favor de los gobernantes.
1. Para entender histórica y conceptualmente la estatalidad y su evolución, es preciso tener
en cuenta la Iglesia sin confundirla con el Papado como forma política. Esto se relaciona
con el hecho de la dialéctica inexorable entre la religión y la política, en tanto
correspondientes a las dos formas fundamentales de la vida: la vida eterna y la temporal. Y
no importa que el poder político se declare ateo, irreligioso o antirreligioso: en cualquiera
de estos casos, aunque rechace lo Divino, de naturaleza entitativa, exige siempre una
referencia a lo Sagrado, de naturaleza conceptual, como fuente de la legitimidad, con
independencia de que lo sacralizado sea tal vez el propio poder político o su figura, o se
postule una nueva religión mundana, enteramente secular, como la que mueve hoy al
laicismo radical”, que aspira a una «política pura».
En Europa, lo religioso siempre ha estado vinculado a la Iglesia; si se quiere y cinc
grano salis, la Iglesia monopoliza aquí lo religioso. Es empero una institución singular,
única, exclusiva del mundo cristiano. No es comparable cualitativa mente al estamento
sacerdotal de otras culturas. Sin embargo, la Iglesia como tal es universalista, por lo que
en relación con el Estado ha sido siempre su contrapunto, y por cierto en dos sentidos: el
primero por ser particularista este último, en realidad debido al laicismo propiciado por la
Iglesia; el segundo consiste en que si el Estado es revolucionario, también lo es la Iglesia:
«Es la institución permanente par excellence, y contiene un principio de revolución
permanente»90. Ésta se opone, sin embargo, a la constitución de una monarquía, un
gobierno u orden político, de tendencia universal91 que, a semejanza de las de otras
civilizaciones, monopolicen el poder temporal y el espiritual.
Por otra parte, la Iglesia, en tanto comunidad de los creyentes en torno a Cristo
formando un cuerpo místico, es doblemente politica: históricamente, al menos en lo que
respecta a Europa, es la más política de sus instituciones, pues le ha dado su unidad como
cultura informando el éthos. Al mismo tiempo, en sentido teológico político, Cristo como
hombre es un ser político, la redención y la salvación son acontecimientos mundanos y
Dios es la meta escatológica de la sociedad civil. Por eso la Iglesia es política, aunque de
una manera distinta a la política mundana: no tiene una filosofía, teoría o doctrina política
sino una teología política, o teopolítica, a pesar de las reservas de San Agustín frente a la
teología políti ca pagana.` Y esta teología política desafía permanentemente al mundo sin
entremeterse en los asuntos mundanos. Es incluso una cuestión práctica, existencial: como
ha escrito recientemente Robert Spaemann, «a una Iglesia que no desafía al mundo, éste
acaba dándole la espalda».
2. No es exagerado decir con Henri Pirenne, que hasta el siglo xvi la historia de Europa -la
Occidental y la Oriental- fue la historia de la Iglesia, a cuya auctoritas se subordinaba la
potestas de los gobiernos; y que a partir de ese momento empezó a ser la historia del
Estado, superior a la Iglesia en los países protestantes y en un plano más igual en los
católicos debido a la dependencia teológica de las iglesias particulares de la Iglesia
romana. La Iglesia es sólo mediadora en tanto portadora de los medios de la salvación; el
Estado se propone salvar a los hombres en este mundo. De ahí que pretenda ser
políticamente superior, aun cuando respete la influencia de la Iglesia en la sociedad. «Al
menos en lo que toca al mundo occidental desarrollado -escribe H. H. Hoppe- la historia
moderna no es otra cosa que la historia del Estado, del
La historia moderna y la contemporánea son, en esta perspectiva, el relato de cómo el
Estado socava la autoridad de la Iglesia en tanto depositaria de la verdad del orden natural
(de creación divina), para sustituirla por la verdad de su propio orden artificial (de
creación humana). Según esto, la historia del Estado sería en su conjunto la historia de la
oposición entre el universalismo eclesiástico y el particularismo estatal, entre la ratio
ecclesiae inspirada por el logos juánico y la ratio status inspirada por el logos heracliteano.
Escindida la Iglesia por la Reforma, dejó de ser el centro universal de la christianitas o
cristiandad y empezó a serlo el Estado en cada nación o territorio, si bien aún durante
mucho tiempo como partes de la cristiandad. Es notorio que acabó imponiéndose el
Estado.
No obstante, la oposición dialéctica entre la Iglesia y el Estado no ha terminado; da la
impresión que en este momento puede estar volviendo a adquirir una renovada intensidad,
aun cuando el Estado se esté autodisolviendo y la Iglesia, acomplejada ante la democracia
progresista, no atraviese su mejor momento.
3. La Iglesia, universalista, es una complexio oppositorum y el Estado, particularista,
simplifica las oposiciones, siendo el auge del particularismo estatal inversamente
proporcional a la decadencia (al menos en Europa) del complejo universalismo
eclesiástico. Se podría afirmar, empero, que el Estado se ha constituido, consolidado,
crecido y configurado a imitación y a costa de la Iglesia, si bien ésta se parece más como
institución al Imperio romano, y aquél a la Polis o Ciudad griega. Platón había definido la
política como la «ciencia arquitectónica» de la ciudad, lo que en el ambiente moderno se
entendió como la construcción del Estado. Es lo que hizo Hobbes. En este sentido, el
Estado es ciertamente la revancha de Grecia frente a Roma, como decía Álvaro d’Ors.
Cabría añadir, del urbanismo griego contra el ruralismo romano.
En efecto, si como se dijo más arriba lo público o común era anteriormente lo religioso
eclesiástico, el Estado tendió desde su aparición a entender lo Político como todo lo
profano y a absorber lo laico en su propio espacio público. A partir de ahí, todo lo público
se confundió progresivamente con la esfera de la estatalidad, a medida que la soberanía
extendía la neutralidad estatal por el mundo profano, identificándola como laicismo.
Comenzó a consolidarse así la esfera de lo público estatal tolerando momentáneamente lo
privado. En medio quedaba sin neutralizar una zona de lo laico, semipública, que giraba
principalmente en torno a la Iglesia. Esa zona es la que quiere dominar ahora el Estado
radicalizando su profanidad como laicismo, con lo que a veces parece, sorprendentemente,
la colaboración de la Iglesia.
4. El Estado, surgido históricamente frente a la Iglesia y el Imperio, las dos grandes
formas políticas medievales universalistas, «católicas», es, pues, reiterándolo una vez más,
de esencia particularista. Y, consecuente con su naturaleza es excluyente, monista frente al
dualismo autoridad espiritualpoder temporal y cualquier otro que le impida monopolizar el
poder, todo el poder existente dentro de su territorio; tanto el político como el social -toda
clase de poder temporaly el de la Iglesia como institución. Está enfrentado al poder social
de todas las instituciones e incluso al poder político de otras unidades o grupos políticos,
tendiendo a ser único como imitando el universalismo eclesiástico. En su etapa por ahora
final, aspira asimismo a monopolizar lo espiritual a través de la cultura.
El Estado es fácticamente un conjunto de monopolios, unos completos de hecho y de
derecho, como los de las armas, la política y el Derecho, es decir, absolutos, y otros
incoados: el poder ejecutivo, monopolizando las armas, monopolizó la libertad política y
monopolizadas la política, la justicia y la creación del Derecho, el Estado fue
consiguiendo a partir de ahí otros monopolios relativos como el de la economía en la fase
mercantilista, retrocediendo después, para volver a intentarlo más tarde.
En la última fase, la totalitaria, el Estado aspira incluso a monopolizar la conciencia.
Así monopolizaría todo. Este Estado, una vez configurado como Estado total se desdobló
en dos: el Estado Totalitario y el Estado de Bienestar y ambos abocaron finalmente a lo
que, siguiendo una sugerencia de Jouvenel94, se puede llamar el Estado Minotauro, un
mito griego contrapuesto al hebreo de Leviatán con el que representara Hobbes su Estado
Político Objetivo como un Hombre Magno artificial.
5. El hecho crucial consistió en que el Estado empezase a monopolizar la actividad
política y lo público mediante la legislación a partir del Derecho político. El antiguo
Gobierno estaba limitado por las creencias y, concretamente, por el Derecho Divino y el
Derecho Natural, custodiado e interpretado por la Iglesia, pues no es más que la ley divina
no revelada, concretada o explicitada95, in corde conscripto decía San Agustín, inscrita en
el corazón, e ínsita en los usos y las costumbres, en el éthos. En suma, estaba limitado por
la Constitución consuetudinaria, no siempre escrita: aquella parte del Derecho relativa a la
institución gubernamental. «Esa antigua Constitución del Gobierno que es nuestra única
garantía de ley y de libertad», evocaba Burke refiriéndose a la Constitución inglesa. En
definitiva, el Gobierno estaba limitado por el Derecho como las reglas del orden natural
por creación divina; de ahí la idea del Gobierno bajo el imperio de la ley, barruntada por
los griegos, de la que el Estado de Derecho es un remedo.
Apoyados en el redescubierto derecho romano en su versión griega justinianea, por
ejemplo en la máxima quod principum placuit legis habet rationem, lo que le place al
príncipe tiene fuerza de ley, los reyes empezaron a legislar y la Legislación se superpuso
progresivamente al Derecho tradicional, el ius commune, como otra especie de Derecho
común pero más abarcador en el sentido de más general.
Los medios de conocer el Derecho eran la costumbre y, en su caso las leyes viejas,
igual que en el Derecho romano o germánico, consideradas como formando parte del
Derecho Natural, de las reglas del orden establecidas por la divinidad. Esto constituía el
Derecho en el sentido tradicional, que es el propio del Derecho: Derecho jurisprudencial,
de los jueces, que surge espontáneamente de la realidad social como ius commune del
pueblo.
Con el Estado, la fuente del Derecho es la ley ordenada por el soberano. Los pactos o
contratos que contrae la autonomía de la voluntad particular quedan supeditados a ella. La
ley dejó así de ser únicamente un medio de conocimiento del Derecho, de lo recto según el
éthos, para convertirse en su origen Y con el tiempo, la legislación estatal se fue
imponiendo al derecho común de carácter consuetudinario. Se eliminó así la sensibilidad
popular sobre lo que es recto según el Derecho, como barrera contra la limitación del
poder: la ley, en su origen una forma del Derecho, se convertirá con el Estado en fuente de
producción de la Legislación, medio de conocimiento del Derecho96 e instrumento del
poder.
Decía Georges Burdeau, siguiendo a Lucien Febvre, que el Estado procede de la
institucionalización del poder a fin de regular lo que llamaba el propio Burdeau «la
dialéctica del orden y el movimiento». Ello es debido a que, consistiendo su sustancia en
intensificar el poder, impulsado por él es intrínsecamente revolucionario, como afirmaba
Jouvenel, un estado de excepción permanente. En esto se combinan el egoísmo connatural
al poder, como puso de relieve Hobbes, y el espíritu de misión heredado de la Iglesia.` El
espíritu misionero es, en último análisis, lo que justifica la soberanía y la razón de Estado,
a las que confiere su dinamismo.
El Estado de las monarquías, dueñas sin apelación posible del ius vitae ac necis,
consideró que su misión consistía en imponer la neutralidad en aquellos asuntos en que la
intensa conflictividad perturbaba la tranquilidad del orden social. Primero en el ámbito
religioso, lo que, al mostrar su superio ridad, le independizó de la religión y de la Iglesia;
luego en aquellos otros que implicasen una intensa conflictividad política.” El mismo
espíritu misionero llevó luego al Estado-Nación a neutralizar el Derecho Natural
poniéndolo a su servicio para despolitizar lo público. Y el Estado Totalitario considera su
misión neutralizar y despolitizar lo privado y, al final, la misma vida natural.
La dynamis estatal, su potencia, concebida como puramente inmanente, era para
Burckhard, amigo de Nietzsche, o más recientemente para Dolf Sternberger -mucho antes
para Reginald Pole-, la versión demoníaca del poder, que suscita, para afirmarse, la
revolución permanente. En todo caso, hace lógica la posibilidad de establecer una
secuencia temporal de sus formas principales como cualitativamente distintas.
Otto Hintze proponía en 1931 el siguiente esquema: «1. El Estado de Poder soberano
en el marco del sistema europeo de Estados. 2. El Estado comercial relativamente cerrado,
con una forma capitalista-burguesa de la sociedad y la economía. 3. El Estado liberal de
Derecho y constitucional, orientado hacia la libertad personal del individuo. 4. El Estado
nacional que abarca todas estas tendencias con orientación hacia la Carl Schmitt hacía en
1932 otra clasificación más abstracta en función del éthos determinante como fuente de
los deberes: Estado legislativo, Estado gubernativo, Estado administrativo y Estado
jurisdiccional.”’
Aquí se propone, clasificar las formas concretas del Estado en tres grandes fases: la de
la aparición y afirmación de la estatalidad, la de la Revolución francesa y la del
totalitarismo. En cada una de ellas, cabría aplicar, según casos, las tipologías de Hintze y
Schmitt.
1. La primera fase (siglos XVI-XVIII) es la de las Monarquías Estatales o del Estado
sujeto al mando del monarca, monopolizador de la interpretación racional del Derecho
Natural a la luz de la razón pública -de la conveniencia- del Estado. La estatalidad se
afirmó y consolidó al arrogarse la soberanía o supremacía política natural inherente a la
potestad política, la soberanía o supremacía jurídica como derecho a legislar, usurpándoles
al pueblo y a los jueces la creación del Derecho. Bodino elaboró el respecto la teoría de la
soberanía políticojurídica.
El rey soberano se transformó en monarca, decía Leo Strauss, según el modelo del
príncipe nuevo maquiavélico, un dictador que impone sus nuevas maneras al pueblo. Con
Hobbes, el pueblo, una unidad orgánica, se transformó en la sociedad -un artificio-, la
masa de los individuos como contrapunto de la estatalidad, que el príncipe somete y
homogeneiza mediante la soberanía. Armado con la titularidad del poder político y
jurídico, impone un modelo igualitario a la rica variedad medieval, dándole así una nueva
articulación al pueblo, el conjunto orgánico de las familias, como la multitud de sus
miembros individuales -la moltitudine de la Signoria-, en la que la economía aparece
como el principal factor homogeneizador. De ahí el auge de la burguesía en tanto clase
económica en la que se apoyan los nuevos príncipes-reyesmonarcas.
En esta fase, Hobbes construyó more scientifico la teoría del Estado, siguiendo
principalmente a Marsilio de Padua, Maquiavelo y Bodino. Un Estado de Paz remedo de
la Ciudad de Dios agustiniana, como Ciudad del Hombre, la Polis griega adaptada a los
tiempos modernos. Las Monarquías estatales se prestigiaron dando seguridad política,
sobre todo a las ascendentes clases medias, en las que se apoyaron los monarcas para
afirmar su poder.
2. La segunda etapa, consolidada y acrecida la sociedad como sociedad burguesa, es la del
Estado Moderno, el EstadoNación. En esta fase (siglo xix), la estatalidad se dio una
Constitución para garantizar formalmente la seguridad social y se sustituyó el anterior
régimen u orden monárquico por el régimen u orden republicano. No obstante, la
Monarquía subsistió inercialmente dentro del Estado como Monarquía Constitucional.
Ésta es una Monarquía sometida a la NaciónEstado, puesto que la Nación, encarnación
moral de la sociedad, sustituyó a las dinastías como titulares de la soberanía. La
Monarquía Constitucional evolucionó a medida que cobraba fuerza la democracia hacia la
forma todavía más residual de Monarquía Parlamentaria. Su utilidad política se debe a que
da cierta legitimidad a los regímenes debido al residuo emocional que conserva del
derecho divino de las dinastías.
3. La tercera etapa es la del Estado Totalitario (siglos xx-xx1), que, en pos de la
homogeneización total con el señuelo de la felicidad completa, ofrece la seguridad total a
la sociedad de masas, el objeto específico de la «politología», que reduce la política a un
mero hecho social. La consecución de la seguridad total justifica la intensificación de la
revolución permanente.
Apareció tras la primera Gran Guerra civil entre los estadosNación europeos. A la
verdad, la cuarta guerra civil europea si se cuenta la de los Treinta Años y se catalogan así
las guerras napoleónicas. La estatalidad llegó a su apogeo absorbiendo ahora lo social, a la
sociedad, el pueblo como multitud o masa, inicialmente con el propósito de atender
mediante servicios públicos, estatales, las necesidades y los conflictos sociales. El Estado
Total abrió las puertas al Estado Totalitario, que unido e identificado con la sociedad,
promete erradicar todas las causas de los conflictos estableciendo la paz perpetua.
4. En la primera fase, aún tenía relativa vigencia la idea tradicional europea de lo Político
como una suerte de asociación civil voluntaria (societas) para los asuntos comunes. Su
función consistía en dar seguridad política, corrigiendo los cuerpos en su función de
custodio de la cosa pública, común, reforzado ahora con la estatalidad. La forma del
mando político como asociación civil, según las distinciones y precisiones de
Oakeshott101 todavía era, pues, nomocrática en el sentido de que mandaban las leyes.
Pues en una nomocracia las leyes no son más que condiciones del comportamiento
indiferentes a la satisfacción de necesidades concretas.
En la segunda fase, concebida ya la cosa pública como una especie de universitas, una
suerte de asociación corporativa obligatoria y omnicomprensiva cuyo Gobierno es el
gestor de la empresa, empezó a imperar la telocracia como virtud pública esencial En
efecto, en un orden telocrático, se impone a todos los miembros, decía Oakeshott, la
misma jerarquía de fines. No obstante, el orden nomocrático, parecido a un orden
espontáneo tal como lo describía Hayek, en contraste con lo que llamaba órdenes
taxonómicos, se conservaba todavía en la sociedad, en competencia decreciente con el
orden telocrático estatal.
En la tercera, lo Político, que promete la seguridad total, «desde la cuna a la
sepultura», por lo que toda actividad debe estar estrictamente reglamentada, se hace
completamente telocrático o taxonómico. Todo es res publica, imperando los fines de
poder justificados por la búsqueda de esa seguridad. La ley y el Derecho se ponen
decididamente al servicio de la sociedad-Estado.
Desde finales del siglo xv, las monarquías, allí donde se impusieron a los demás poderes
políticos utilizando el Estado, lo fueron construyendo, consolidando y engrandeciendo
mediante la concentración del poder político. Para ello absolvieron a muchos poderes
político-sociales de sus obligaciones sociales tuitivas, entre ellos a la Iglesia, como la
asistencia hospitalaria o la educación, que la Monarquía empezó a tomar a su cargo. Esto
llevó a la pérdida de la tradición de la libertad política y del Gobierno limitado, que
presupone el autogobierno.
En la Edad Medía, la palabra libertas era prácticamente sinónima de natura. Las
libertades, entre ellas la libertad política, se consideraban connaturales, propiedades de la
naturaleza humana al ser el hombre imago Dei. El Gobierno era una institución jurídica
más a la que el pueblo le encomendaba en depósito el poder para que cuidase de la res
pública y el bien común, incluso como una aplicación del principio de la división del
trabajo. Es decir, el poder político no era propiedad del Gobierno y el pueblo podía
rescindir el pacto si aquél no se comportaba según el Derecho velando por la cosa pública
y el bien común. De ahí, en el caso extremo, el derecho de resistencia cuando el Gobierno
era ilegítimo, es decir, no se ajustaba al Derecho. Legal y legítimo significaban entonces lo
mismo -ambas palabras proceden del latín legis- y todavía la Iglesia suele utilizar la
palabra legítimo en lugar de legal. Con el tiempo, mientras se reconocía que todo poder
procede de Dios, se reservó legítimo o ilegítimo para significar la coincidencia o
discrepancia de las leyes estatales -las leyes del poder político- con la ley divina o la
natural; que en rigor son idénticas puesto que son las reglas del plan de Dios para el
universo. Esta concepción empezó a decaer cuando el poder configuró el Estado como un
orden artificial, y entró en conflicto con el orden natural.
El «derecho al mando -decía Guglielmo Ferrero- no se puede justificar más que por la
idea de superioridad»’. Y el trabajo de las monarquías bajomedievales consistió en
concentrar todo el poder político disperso apoderándose de él para justificar su
superioridad. El poder lo depositaron finalmente en el Estado, una propiedad suya. Gracias
a la concentración estatal del poder, las monarquías se independizaron del pueblo, que, por
el contrario, empezó a depender de ellas. Armadas con el poder de vida y muerte, el ius
vitae ac necis, insaculado, en el Estado que construyeron al efecto, pugnaron por hacer
coincidir territorialmente la estatalidad con los naturales límites de la nación,
configurándola como la forma política de las naciones europeas que se habían formado en
la Edad Media. Las Monarquías Estatales todavía mantuvieron un cierto equilibrio entre el
viejo orden natural eclesiástico y el nuevo orden artificial estatal, hasta que el poder de
este último comenzó a independizarse de ellas.
La primera fase de la época de la estatalidad es, pues, la del Estado Monárquico, aunque
sería preferible hablar hasta la Revolución francesa de Monarquías Estatales: los reyes
como príncipes nuevos. Éstos concentraron el mando y la decisión en la persona del
monarca o príncipe titular de la soberanía, quien, como conocedor de los arcana imperio,
aplicaba la razón de Estado. La Monarquía se consolidó como hereditaria dinástica y, si
bien se afirmó la estatalidad como un aparato de poder, la ratio status operaba de acuerdo a
los intereses de la Monarquía. La Monarquía la orientaba a sus fines, pero por la fuerza de
las cosas, la necessitá, coincidían con los nacionales y por supuesto con los estatales, pues,
a fin de cuentas, el Estado era una empresa de las familias dinásticas. Las monarquías no
se dieron cuenta del enemigo que estaban alimentando, pues Estado y Monarquía en el
sentido dinástico son incompatibles, ya que aquél es democrático conforme a su naturaleza
homogeneizadora. De hecho, la máquina estatal sólo empezó a ser relativamente
autónoma a medida que los intereses de la sociedad se disociaban de los dinásticos. O
dicho de otra manera: cuando los poderes individuales pasaron a depender de estructuras
jurídicas explícitas que regulaban las relaciones públicas y privadas. A medida que estas
instituciones jurídicas se transformaban en cotitulares del poder, se asentaba el Estado con
sus propios intereses?
Según Hintze, lo característico de la política dinástica no consiste en el afán de
expansión ilimitada del poder, sino más bien en el de un mejor redondeamiento y una más
fuerte consolidación de los Estados. De ahí que las guerras monárquicas se limitasen a la
conquista de territorios, a diferencia de las posteriores guerras ideológicas suscitadas por
la naciónEstado, que pretenden la sumisión ideológica. Apareció el ius publicum, que
define al enemigo político estatal iustus hostis en tanto soberano, para ordenar las
relaciones y la guerra entre los Estados europeos.
El Estado Monárquico, casi con aquella salvedad, fue, objetivamente, una creación ex
novo de los príncipes, actuando como dictadores comisarios aliados con las clases medias
burguesas, para establecer un nuevo orden político pacífico. Orden que duró prácticamente
todo el tiempo que abarca la época propiamente moderna, en conjunto más monárquica
que estatal.
La empresa política consistía en la provisión y creación de los medios de poder para
garantizar la seguridad y la protección jurídicas, igual que la empresa económica consiste
en la producción de bienes para satisfacer necesidades. Y lo mismo que en ambos casos se
benefician los respectivos empresarios, eso benefició a la Monarquía y a la estatalidad
prestigiándola como aparato pacificador y securitario, y relativamente igualador. Que los
príncipes se centrasen en los fines de poder persiguiendo sus intereses al utilizar el Estado
frente a los anárquicos y decadentes poderes feudales y canónicos, no se sentía como
opresivo en las nuevas condiciones económicas, sociales y políticas, salvo por parte de las
viejas aristocracias, junto a las cuales iban creando una nueva aristocracia adicta,
generalmente de extracción burguesa.
En otro sentido, el nuevo orden político consistió en la equiparación del orden natural por
creación, de carácter universal, al artificioso orden estatal particular que creaban las
monarquías en sus territorios mediante el derecho político derivado del Natural, ahora
racionalista en cuanto conocido directamente por la razón. Ésta es la causa de que lo
público religioso perdiese paulatinamente su predominio frente a lo público político.
La época estatal comenzó, pues, cuando el inicial Estado de Poder de los Príncipes tuvo
alguna sustantividad propia configurándose como una máquina con cierta autonomía,
dispuesta a hacer valer su propio orden armada con la teoría de la soberanía. Una doctrina
pensada para contrarrestar la guerra civil religiosa, cuya aplicación caracteriza a las
Monarquías Estatales distinguiéndolas de cualesquiera otras agrupaciones o formaciones
no políticas, entre ellas las Iglesias. El Estado Monárquico se desplegó históricamente en
cuatro figuras principales: el Estado de Poder, el Estado Soberano, el Estado Absoluto y el
Estado Despótico. Quizá cinco, si se tipifica un Estado Barroco entre 1610 y 1660 como
hacen algunos, por lo menos en relación con Francia, que por otra parte es el modelo que
orienta el esquema aquí seguido. Omitiendo el posible Estado Barroco en esta breve
exposición de las formas políticas del Estado según las principales ideas y actitudes
dominantes en cada caso, también cabría mencionar dentro de esta fase algunas formas en
las que, por lo menos formalmente, no existió el Estado.
1. El modo de pensamiento político del régimen medieval radicaba en la utilización no
coercitiva de la fuerza del poder, de origen trascendente, salvo como última ratio. El modo
de pensamiento político del régimen estatal radica en la fuerza o capacidad de coacción
del poder, que, al no ser propiedad del pueblo que lo recibía en depósito de Dios, es de
origen inmanente. La naturaleza de este poder dejado a su albedrío es violenta, y como
todo Estado es Estado de Poder, el poder pasó al primer plano y la política se centró en la
actividad para realizar por cualquier medio los fines del poder.
En el «otoño de la Edad Media», los príncipes, haciendo de sus intereses todavía
limitados fines de poder, empezaron a utilizar técnicas racionales, calculadas,
relativamente fáciles de manejar, aplicándolas en lo que considerasen su respectivo ámbito
territorial de intereses. Buscaban simultáneamente independizarse políticamente de la
Iglesia, discutiendo o negando su potestas en los asuntos que les importaban,
especialmente los concernientes al aumento de su patrimonio y sus rentas, y arrebatar sus
potestades jurisdiccionales a los poderes político-sociales de origen feudal. Imponiéndose
por arreglos, matrimonios o pactos y si no por la fuerza, coactivamen te, los neutralizaban
políticamente poniéndolos a su servicio. Y como el objeto de la técnica es la creación y
aumento del poder, unida el egoísmo natural del poder asentado en la inmanencia, los
príncipes configuraron los gobiernos como Estados de Poder?
Esta forma del Estado corresponde al momento de su formación, cuando la estatalidad
era todavía instrumental. No obstante, empezó a suscitar en el pueblo un interés por la
política ajeno a la mentalidad medieval. Lo refleja por ejemplo Maquiavelo, pues, por un
lado, sobre todo las clases medias burguesas se sentían favorecidas por el poder de los
príncipes, que les daba seguridad, y, por otro, sus acciones, impensables para la
mentalidad medieval, suscitaban gran expectación. Fare da se grande spettazione,
observaba Maquiavelo, era una regla que seguían los príncipes.
Sin embargo, este máximo escritor político no habla expresamente de la racionalidad
del Estado como algo propio de esta forma del gobierno, de la ratio status que sintetiza la
creciente importancia de las nuevas técnicas de dominación como contrapunto
particularista de la ratio ecclesiae.
2. El primero en utilizar la expresión ragione di stato fue su compatriota Giovanni Botero,
un ex jesuita para quien la pre servación del Estado dependía del «ejercicio de las artes
que ganan para un soberano el amor y la admiración de su pueblo». Antimaquiavélico, la
definió en 1589 como «el conocimiento de los medios adecuados para fundar, conservar y
aumentar una dominación y señorío». Mas la obra de Maquiavelo insinúa con su
involuntario inmanentismo una razón propia del Estado, atestiguando el comienzo de la
época estatal.
Maquiavelo había captado lo esencial del Estado en las Signorie, sobre todo su
Florencia natal, donde se ocupaba de las relaciones exteriores, de suma importancia para
la señoría florentina, que pugnaba por conservar su independencia; en la Monarquía de
Fernando de Aragón, de la que estaba muy bien informado nada menos que por
Guicciardini; en los actos y propósitos de César Borgia, otro hispano-italiano, fracasado
empero en su intento de construir un Estado en el centro de Italia; y, en general, en las
relaciones entre los poderes políticos europeos, cuyos secretos conocía por algunos viajes
y su posición privilegiada en la Signoria florentina. El Príncipe es en cierto modo sus
memorias, en las que relata los entresijos de la innovadora forma de gobernar de los
nuevos príncipes.
El momento del Estado de Poder es, pues, aquel en que se estaba decidiendo la
posesión sin restricciones de la supremacía ejecutiva o soberanía política: es cuando el rey
se convierte en el principal, el príncipe, el monarca, si posee la virtú, es decir, la energía y
fuerza necesarias para dominar la fortuna, de la que depende, según Maquiavelo, el
cincuenta por cierto de los avatares humanos.4 En el ámbito de la fortuna se inscribe la
concepción de la historia de Maquiavelo como una lucha entre las pasiones.
3. Sin embargo, a diferencia de Maquiavelo, mero expositor e intérprete de los hechos, la
ciencia del Estado apuntará en adelante al dominio o eliminación de la fortuna, el azar -en
rigor el espacio de la libertad-, mediante la sumisión del todo a las reglas racionales de la
estatalidad. El poder de origen inmanente, luchará contra la fortuna para reducirla a la
necessitá y el Estado se autojustificará como el realizador de lo necesario. De esa manera,
la prudencia, la virtud principal de la política, quedó relegada al cálculo correcto de la
relación entre los medios y los fines según las circunstancias, a la correcta percepción de
la necessitá.
El príncipe monopoliza a este fin la actividad política con los nuevos procedimientos y
el monarca, visto en la perspectiva de la lucha por la representación, hace el papel de un
dictador comisario.’ El Estado de Poder entraña una forma de soberanía política personal,
individualista: sencillamente, según la definición de Bodino, «la sujeción fáctica a un
soberano», a quien tiene por la fuerza el poder político supremo en un territorio.
En esa perspectiva, quien dice Estado dice súbdito, sometido, con la ventaja empero,
frente a las decadentes relaciones de vasallaje, de que ningún súbdito está obligado a
obedecer políticamente a otro súbdito. Por otra parte, en detrimento de la libertad política
a cambio de asegurar mejor las libertades sociales o civiles, que presuponen el derecho
común, y las personales, que se refieren en último análisis a la conciencia.
En adelante, hasta la revolución francesa, hablar de ciudadano allí donde existiesen
Monarquías Estatales como no sea refiriéndose al príncipe, es nostalgia o pura retórica; el
ciudadano ya no es el bautizado o el habitante de una ciudad, sino el que pertenece a un
territorio, como en la Polis griega.
La reacción de la revolución francesa consistió precisamente en hacer de los súbditos
ciudadanos, ciertamente súbditos del Estado, pero en una forma despersonalizada, pues la
lealtad se debe a la nación estatal. La revolución exaltó y mitificó al ciudadano, evocando
al polités griego confundiéndolo con el romano. No obstante, en la tradición histórica
europea, la ciudadanía, en tanto condición política, es sólo una posibilidad del hombre
libre, para el que es algo adjetivo, lo que hace esencial el tema de la representación en las
nuevas condiciones. Pues el hombre libre no es necesariamente ciudadano.
Cuando el Estado de Poder, mero soberano político por el poder del príncipe, se
transformó en soberano políticojurídico, apareció el Estado Soberano. Desde el punto de
vista político, esto es esencial para el cambio de época, el paso de la Edad Media a la Edad
Moderna, entre las que el Estado de Poder hace de intermediario.
1. Maquiavelo, preocupado por la situación de Italia, una nación desunida, a merced de los
nuevos grandes poderes europeos, había invocado un legislador omnipotente al estilo
antiguo, un Teseo capaz de unificar Italia. Pero la atribución del poder de hacer leyes, de
la soberanía jurídica, el hecho decisivo de juridificar el mando político, al soberano
político, el buen rey de los espejos de príncipes que gobernaba patriarcalmente sometido a
la omnipotentia iuris naturae, la omnipotencia del Derecho Natural, fue obra del francés
Bodino en la segunda mitad del siglo xVi, con ocasión de las guerras civiles entre
católicos y protestantes que conmovían a Francia. Bodino transformó la posesión del
poder en una propiedad del soberano.
Bodino pertenecía al grupo llamado de les politiques, los políticos, agrupados en torno
al canciller L’Hópital. Para ellos, «la paz formal frente a los horrores y sufrimientos de la
guerra civil era un bien que se justificaba por sí mismo». En realidad, no consideraban «la
diversidad de las confesiones una cuestión estatal, sino eclesiástica». Y con las miras
puestas en poner fin a la guerra civil, Bodino convirtió la omnipotencia del Derecho
Natural en omnipotentia iuris status, en la omnipotencia del Derecho De esta manera,
decía Jacques Maritain al criticar el concepto soberanía, «el soberano ya no forma parte
del pueblo y del cuerpo político: “queda separado del pueblo”, ha sido convertido en un
todo, un todo separado y trascendente que se encarna en su persona soberana, y merced a
la cual el otro todo, el todo inmanente del cuerpo político, es gobernado desde
Bodino definió la soberanía en la edición latina de su obra fundamental Los seis libros
de la República, como «el poder supremo sobre los ciudadanos y súbditos, no sometido a
las leyes» (summa in cives ac subditos legibusque soluta potestate), y en la edición
francesa como «la potencia (puissance) absoluta y perpetua de una República». Es decir,
una potencia fuente del poder perpetuo, no delegado, inalienable y no sujeto a
prescripción. El príncipe, soberano en tanto usufructuario por derecho propio de la
soberanía propiedad del Estado, es la fuente del Derecho. Bodino unió a la supremacía
natural de lo Político -la sujeción a un soberano-, la supremacía sobre lo jurídico, el
derecho a hacer leyes para crear situaciones nuevas.8
Las leyes expresaban hasta entonces las relaciones conformes con el concreto orden
natural instituido por Dios, por lo que era preciso descubrir en cada caso el sentido del
Derecho, misión encomendada a los jueces.’
Con la soberanía, la fuerza se transformó en poder racional en tanto unida al Derecho y
se hizo de la ley un instrumento del poder. De la combinación de la soberanía política y la
jurídica, a la que hay que añadir, por supuesto, la jurisdiccional, el poder de juzgar, que ya
se reconocía anteriormente a los titulares del poder político, resultó la soberanía estatal,
superior a cualquier otra soberanía y Derecho en su territorio y, en este sentido neutral,
con el complemento de la tolerancia, un concepto social convertido en concepto político y
por tanto selectivo: se tolera a quien conviene o se puede tolerar.
La soberanía es el alma del Estado, dirá luego Hobbes al construir su teoría; lo que le
hace actuar. También Aristóteles y los griegos veían en la forma del gobierno el alma de la
Polis. Sólo que las formas de gobierno quedaban ahora en un lugar secundario, respecto a
la soberanía: el Estado era la Polis modernizada, separada del pueblo. La teoría
políticajurídica de la soberanía alteró profundamente toda la tradición política.
Para la tradición política, el alma de la ciudad, o el reino o el imperio o la nación, en
tanto un orden político, era desde Grecia la Constitución (en realidad para los griegos cada
forma del gobierno tenía su propia Constitución), como Constitución interna, material,
histórica: aquella parte del Derecho -escrito o no-, que expresa el éthos popular en relación
con los deberes que obligan al Gobierno a ser un servidor del pueblo. Desde ahora, la
Constitución, aunque aún se respetase formalmente la antigua, era, por decirlo así, igual
que en las monarquías helenísticas, la Constitución in pectore del monarca, como si éste
fuese una Constitución viviente.
Carl Schmitt, jurista, definió el soberano como aquel que decide sobre el estado de
excepción. Sloterdijk, atento seguramente a lo que hace la soberanía ilimitada de los
regímenes actuales, le corrige diciendo que es soberano «aquel que define el principio de
realidad»10. Foucault afirmaba que «el poder produce lo real». La soberanía decide sobre
la realidad al crear nuevas situaciones o modificar las existentes mediante la ley Derecho
de situaciones, relativización del Derecho.
2. El Estado Soberano dependía de la Monarquía, a la que condicionaba a su vez con la
neutralidad y la soberanía inherentes a la máquina estatal, a aceptar, según Bodino, el
mínimo religioso común a todas las confesiones”, que Hobbes reducirá después a la
fórmula Jesus is the Christ. Ello obligaba a la Monarquía a ser tolerante -no lo fue siempre
en la práctica, recuérdense por ejemplo las vicisitudes del famoso Edicto de Nantes- y a
juzgar neutralmente las cuestiones religiosas, ciertamente respaldada por el poder estatal.
El Estado era una forma justificada inmanentemente por el mismo hecho de ser
soberana, y pretendidamente autolegi timada en tanto neutral y titular del Derecho
supuestamente de origen divino, como superior a los diferentes estratos de un mismo
pueblo. Por otro lado, su juridificación trazaba un círculo a su alrededor del que sólo salía,
por razón de Estado, para pacificar los conflictos políticos.
Al titular de la soberanía le correspondía indiscutiblemente la summa potestas, el
derecho absoluto al mando y la decisión políticos por encima de todas las demás
pretensiones posibles de supremacía, incluida la eclesiástica, en los asuntos temporales.
Derecho absoluto, porque mediante la atribución a la soberanía natural de lo Político de la
soberanía artificial sobre lo jurídico, se le sustrajo el Derecho al pueblo al que le pertenece
como su depositario. En cambio, el soberano quedaba exento del Derecho (legibus
solutus), de la omnipotentia iuris medieval, puesto que hace las leyes.
Fue entonces cuando la ley que hace el soberano político como legislador omnipotente,
empezó a ser la «fuente» del Derecho, al crear el soberano político el derecho estatal. Un
derecho «público», común, más «político» que jurídico en el sentido antiguo, que irá
imponiéndose poco a poco como ius eminens al Derecho común tradicional; a todo el
Derecho, antiguo o nuevo, de origen distinto al estatal. Esto implicaba formalmente la
escisión del orden social en dos partes: el Estado dentro de su círculo, el orden político, y
lo prepolítico, el pueblo. Ruptura del orden social tradicional que consagrará enseguida
Hobbes como el Estado y la Sociedad.
La revolución francesa completará la obra del Estado Soberano escindiendo
definitivamente lo público y lo privado, incluida la moral, que formaba parte del Derecho
Natural, escindida ahora en moral pública y privada: el derecho público y la moral pública
como el ámbito de lo Político, el Estado, y el derecho privado y la moral privada como el
ámbito de lo social, la sociedad; uno y otro como expresiones de la voluntad y la razón
pública y la voluntad y la razón privada de los particulares, respectivamente. Pues también
se escindió la razón rompiéndose la natural conexión entre ella y el sentimiento o sentido
común, que es el principal regulador de la vida natural, desvirtuándose la prudencia como
la virtud política por antonomasia. El sentido común empezó a quedar relegado, por
decirlo así, al ámbito de lo privado.
3. Nunca se insistirá bastante en que, hasta la innovadora doctrina política-jurídica de la
soberanía, la tradición política occidental sólo había reconocido en casos excepcionales o
de manera encubierta el derecho del soberano político a legislar. El Derecho era
consuetudinario, es decir, de origen social o popular al ser el pueblo el depositario del
Derecho por el origen divino de la ley natural. Eso hacía espontáneamente del Derecho
una barrera frente al poder, limitado así a mera potestas.
La atribución de soberanía jurídica al soberano político autorizándole a hacer leyes,
facultad reservada hasta entonces al Papa y al emperador en tanto representantes de Cristo,
y sólo para asuntos concretos y limitados de índole religiosa, de interés común puesto que
lo religioso era lo común, fue la gran innovación que realmente introdujo la época
moderna y estatal.
En la Edad Media, la soberanía, que distinguía al rey de sus pares, radicaba en la
capacidad suprema de juzgar, ser juez equivalía a ser soberano. Pero el juez no hace la ley,
únicamente la declara al sentenciar, decidiendo el sentido (sentium dire) del Derecho, lo
que es recto en el caso concreto según las costumbres, el derecho viejo, el sentido común
y, en último término, la ley divina revelada. Desde ahora, el soberano político-jurídico y
juez supremo crea la ley de alcance general, a diferencia de la ley basada en las
costumbres. Y mediante ella, el legislador reforma, transforma o crea y recrea el orden
político, al que tendrá que acomodarse el orden social.
1. Lo más peculiar de la Monarquía Absoluta no consiste en la concentración y aumento
del poder, sino en la doctrina que la hace legítima. Según Walter Ullman, existían en la
Edad Media dos teorías del poder: la ascendente, según la cual es el pueblo el depositario
del poder, que viene de Dios -vox populi vox Dei- y la descendente, según la cual el poder
lo recibe el rey directamente de Dios.12
El absolutismo adoptó la teoría descendente, que les convenía a las casas reales para
consolidarse como dinastías. Pues, aparte de la paternidad natural, la única forma posible
de legitimarlas como depositarias perpetuas del poder político por derecho propio, en el
fondo una cuestión fáctica, y más aún como titulares de lo jurídico, es la apelación a un
derecho divino de las dinastías, una cuestión moral. De ahí la importancia del ceremonial
y la etiqueta a fin de resaltar el carácter sagrado de la Monarquía, «obra de la razón y la
inteligencia», decía Bossuet, para garantizar el orden. Tal es la idea clave del Estado
Absoluto, cuyo momento culminante suele fijarse desde 1660, quizá hasta 1740.
Méchoulan y Cornette establecen la cronología entre 1652 y 1715, que consideran la
época del Estado clásico13, pues postulan la existencia de un Estado Barroco intermedio,
al menos en Francia, entre el Estado Soberano y el Estado Absoluto.14
El príncipe -palabra empleada por Maquiavelo en su sentido etimológico neutral para
designar al actor político principal-, el rey de la Monarquía Soberana, devino cotitular por
derecho divino de la plenitudo potestatis, que antes se atribuía exclusivamente la Iglesia;
de la titularidad de lo público ante el pueblo, puesto que interpretaba el Derecho como
representante de la nación que se estaba consolidando o formando según los casos, bajo su
mando.
La Monarquía Absoluta es una causa especial de innumerables dificultades, equívocos
y problemas políticos que llegan hasta hoy. El examen de la sustancia de esta forma
política equivale a describirlos.
Antes de la revolución francesa, las monarquías compartían la titularidad de lo público
con la Iglesia, autoridad espiritual en tanto comunidad de todos los fieles en torno a Cristo,
formando el Pueblo de Dios. La administración de los bienes espirituales por el Papa y los
obispos implicaba la potestad temporal inherente a cualquier institución, en este caso
sobre los fieles en su condición de bautizados; siempre como potestas, no como poder, al
estar condicionados por su propia autoridad como representantes de Cristo. La Iglesia
conservaba, pues, su superioridad religiosa en relación con el pueblo natural como Pueblo
de Dios y la correspondiente potestas. De ahí la conveniencia para la Monarquía de la
alianza del Trono y el Altar. Pero significativamente, aunque Luis XIV fue excomulgado
en 1688, el Trono -lo Político- en primer lugar, con lo que las iglesias particulares se
fueron nacionalizando, tal como ocurrió desde el principio en las protestantes.
Según esa fórmula, la Iglesia conservaba la autoridad reconocida socialmente que le da el
saber de lo espiritual, de la verdad del orden natural por creación, y, con ella, su influencia
moral sobre el pueblo, ahora la sociedad; a cambio, legitimaba al trono, a la potestad
socialmente reconocida por el pueblo. La Monarquía tenía potestas, pero al tener origen su
autoridad en el derecho divino, el pueblo estaba unido al monarca además de por la lealtad
(de legis, ley) por la fidelidad (de fides, fe): ¿no había escrito el mismo Aristóteles en su
Política (125 la) «el que es capaz de prever con la mente es naturalmente jefe y señor por
naturaleza»? En realidad, la fórmula reconocía de hecho dos autoridades y dos potestades:
las de la Iglesia, que como tal nunca puede ser poder, y las de la Monarquía en los asuntos
civiles, pero, en la práctica, un poder en los asuntos políticos, puesto que su potestas no
tenía más limitaciones en esta esfera que las que le pusiera su propia autoridad. En los
asuntos competencia de la soberanía, la Monarquía estaba desligada de la autoridad de la
Iglesia
El Estado dirigido por las monarquías dictatoriales15 era así realmente el poder
supremo, soberano político-jurídico, dentro de su territorio, una de las acepciones de la
palabra «estado»: era una Monarquía estatal Absoluta según la denominación establecida
cualquiera que sea el alcance práctico de la palabra absoluto16, que imponía libremente su
voluntad en los asuntos políticos. En relación a los asuntos propios de la sociedad, si no
eran políticos sólo tenía potestas.
2. El anglicano Jacobo 1 de Inglaterra y V de Escocia elaboró paladinamente la doctrina
del derecho divino de los reyes como una especie de monopolio. Simbólicamente, durante
su reinado fue quemado públicamente en Londres, en 1606, el Defensio fidei de Francisco
Suárez, que atacaba ese supuesto derecho divino. Pero como la revolución puritana abortó
allí las pretensiones absolutistas de la Monarquía17, el ejemplo típico del derecho divino
de los reyes es el francés, aunque también se diese en las monarquías protestantes, pues, la
Monarquía francesa era una de las grandes potencias y tenía gran influencia en todos los
aspectos. El derecho divino, que venía incoándose en Francia hacía bastante tiempo, se
solía justificar históricamente, remontando las estirpes monárquicas a algún patriarca del
Antiguo Testamento. Al efecto, se inventaron fantásticos árboles genealógicos. Éstos
tenían en la época un gran poder de convicción18 y en ellos creen todavía algunos
partidarios de las dinastías.
El derecho divino de los reyes dio origen a la especie de religiosidad o religión royale
consistente, sobre todo, en el fasto ceremonial que sacralizaba al monarca depositario del
poder divino. Religión combatida crípticamente desde un punto de vista teológico o
religioso -Fenélon, los jansenistas-, y por miembros de la aristocracia feudal como el
duque de Saint Simon y añorantes de las libertades medievales como Étienne de la Boétie,
con su famoso Discurso de la servidumbre voluntaria.
La religión royale implicaba de suyo una cierta nacionalización (estatificación más o
menos incipiente) de la Iglesia en los países católicos al estilo de las iglesias protestantes,
en las cuales corresponde directamente la jefatura al soberano político según el principio
protestante cuius regio eius religio, reconocido en la paz de Augsburgo (1555). Principio
del que se hacía eco por ejemplo el católico Bossuet, reinando Luis XIV, apoyándose en
una teología de la historia: Un rol*, unefoi, une loi. Todo eso contribuyó sin duda a
intensificar el sentimiento de pertenencia a la nación histórica, lo que facilitó la
extrapolación in the long run al Estado-Nación de la lealtad y la fidelidad debidas al
monarca, reforzadas por la abolición de la autoridad de la Iglesia.
Por la debilidad política del Papado y la pérdida de su auctoritas universal a
consecuencia de la Reforma, la alianza entre el Trono y el Altar, al legitimar la Iglesia con
su colaboración al poder ejecutivo, fortaleció al poder temporal, al mando político
monárquico que representaba a Dios y, ante Él, al pueblo natural como pueblo político, no
como Pueblo de Dios. La Iglesia conservaba a cambio su auctoritas y la potestas
correspondiente en materias religiosas y morales. No obstante, el pensamiento eclesiástico
elaboró por medio del cardenal Bellarmino la mala solución de la potestas indirecta de la
Iglesia sobre el poder civil”, que supone una cierta renuncia a la auctoritas en materias
temporales, puesto que la potestas no es la auctoritas. La Iglesia no es una sociedad, sino
una comunidad espiritual. Y el Estado tampoco es una sociedad, sino una máquina de
poder. Por un lado, con la teoría de las dos sociedades perfectas, la Iglesia se equipara al
Estado olvidando su singular naturaleza comunitaria como Pueblo de Dios; por otro, eso
implica cierta integración del pensamiento estatal -del contractualismo- en el pensamiento
eclesiástico, del que no parece haberse desprendido a pesar del Vaticano II.`
3. Los príncipes, dictadores comisarios de pleno derecho como representantes de la
divinidad -la soberanía es en último análisis un concepto teopolítico, al menos en su
origen-21, también tenían, pues, autoridad propia, ya que el derecho divino garantizado
por el Altar -en realidad una mezcolanza del antiguo paganismo helenístico-romano y
germánico, combinado confusamente con el ordenalismo medieval-, presuponía que el
príncipe era una suerte de especialista en los arcana imperii o, en un sentido más práctico,
en la ratio status. De ahí que la Monarquía, una forma del gobierno puramente política y
republicana, pudiera hacerse dinástica en un momento en que empezaba a hacerse común
como lema político que el saber es la fuente del poder («saber es poder», F. Bacon).
Se produjo así el giro hacia lo que llamaba Rodrigo Fernández Carvajal «el saber
dominativo». Pues el monarca también representaba ahora directamente la vox Dei, el
Derecho Natural deducido por la razón, frente al pueblo; era autoridad unida al poder,
tenía auctoritas y potestas, poder pleno salvo la cortapisa del Altar, al ser a la vez
representante -de arriba abajo- de la divinidad y -de abajo arriba- del pueblo
incipientemente nacional, una situación ambigua. Esto es lo esencial de la Monarquía
Absoluta, forma de gobierno extraña en Europa, en la que el monarca puede ser asimismo
una especie de dictador soberano en su calidad de comisario por derecho propio en tanto
vicario de la divinidad.
Con la revolución francesa aparecieron dictaduras comisarias de la soberanía popular,
al sustituir ésta en la titularidad de la soberanía al monarca y a Dios, que según la
concepción eclesiástica del ordo era en realidad el verdadero soberano en tanto origen del
poder. La soberanía popular así concebida es muy superior a la del monarca absoluto.
Efectivamente, si la Palabra divina entraña al mismo tiempo la autoridad y el poder y
en el mundo se diversifican, correspondiéndole la suprema autoridad a la Iglesia y el poder
temporal a lo Político como potestas, ahora vuelven a fundirse la potestas y la auctoritas,
al depender la verdad acerca del orden temporal del juicio de la propia autoridad popular
una vez desaparecido de la escena el altar. Aunque también es cierto que, al identificarse
en el monarca absoluto la soberanía política y jurídica en virtud del derecho divino, sin
perjuicio de que cediese ante el superior derecho de la Iglesia, que respetaba en materias
estrictamente religiosas y las morales pertinentes, la potestas ya no tenía límites en lo
concerniente a los demás asuntos. Derrocados los monarcas por la revolución y sometida o
abolida la Iglesia, lo Divino pasó, por decirlo así, a la soberanía popular, origen y dueña
del poder y la autoridad. Pero como la soberanía popular evidentemente tampoco es
divina, en realidad se trata de otra sacralización.
4. A pesar del confuso paganismo inherente a la religión royale, real, monárquica, el
Estado Absoluto gobernado por la Monarquía era cristiano. El mismo Hobbes concibió
como tal su Leviatán, reconociendo la supremacía temporal de Dios Padre como Creador.
No así la de Cristo, su Hijo. Al parecer, reiteró más de cuarenta veces, según J. Taubes, la
mentada frase «Jesús es el Cristo». Quería decir que al ser su reino puramente espiritual
no es de este mundo, soslayando así la confusa doctrina luterana de los dos reinos, a fin de
aplicar al cristianismo y a cualquier religión la tolerancia inherente a la neutralidad, y
confinar la religión en el fuero interno, en la intimidad personal. El objeto era despojar de
su carácter pú blico al cristianismo, quizá más al catolicismo por su dependencia del
Papado, una autoridad no nacional, y desde luego al belicoso calvinismo.
No obstante, como el soberano estatal titular de la soberanía por el derecho divino, y
en la práctica los príncipes, eran o se decían cristianos, Leviatán aún permanecía
vagamente dentro de la concepción ordenalista, sometido a la omnipotencia del Derecho.
Con la diferencia respecto a la omnipotentia iuris medieval, de que se trataba ahora del
Derecho natural racionalista, cuyo monopolio pertenecía al monarca.
Fortalecidos los monarcas con ese derecho en posesión de los dinastas, siguieron
desarrollando las técnicas estatales de dominación, hasta un punto en que la razón de
Estado, las reglas del funcionamiento de la estatalidad -de ahí que la política se hiciese
cratológica y la ciencia política cratología-22, obligaron progresivamente al titular
ejecutivo del poder estatal a tenerlas cada vez más en cuenta en sus fines dinásticos.23 El
Estado empezaba así a adquirir poder sobre el hombre, que lo había construido y
conservaba, a medida que se sustituía el orden natural por el orden artificial, capaz de
garantizar la paz en su interior mediante la coacción en todo el territorio.
5. Por otro lado, los monarcas, distanciados del pueblo por su monopolización del derecho
divino, en tanto implica la repre sentación de arriba-abajo en vez de como vox populi,
habían identificado sus intereses dinásticos con los de las clases medias. Por eso, al crecer
la potencia de la maquinaria estatal centralizadora, los intereses particulares de los
dinastas se fueron confundiendo con los estatales. En cierto momento, según cada caso
concreto, se empezó a sustituir la vieja idea del bien común, que impregna la política de la
moralidad del éthos, por la de los intereses colectivos, públicos, del Estado, de modo que
la ratio status imponía también sus reglas a los intereses particulares de los dinastas. La
máquina estatal empezó a ganar autonomía respecto a los monarcas.
Lo evidencia la comparación entre el católico Luis XIV (siglos XVU-XVIII), quien se
tomaba muy en serio lo del rey cristianísimo, y el déspota ilustrado descreído,
simpatizante empero con el calvinismo, un legalismo, y los philosophes, Federico el
Grande, en la segunda mitad del siglo XVIII. Luis todavía pudo decir (aunque
seguramente nunca se expresó exactamente así) l’État c’est moi («el Estado soy yo»).24
En realidad, dice P. Kléber Monod, lo que hizo Luis XIV fue gestionar el Estado como una
propiedad personal y podría habérsele atribuido más exactamente la frase l’état c’est á
moi, «el Estado es En cambio, Federico ya se reconoció a sí mismo der erste Diener des
Staates («el primer servidor del Estado»). Federico, amigo y confidente de Voltaire26,
sugería implícitamente que la máquina de poder ya no era propiedad de los príncipes, sino
independiente de ellos y, al menos su despótico «Estado modelo», una realidad ontológica.
6. Los reyes medievales habían aumentado su poder a costa del autogobierno republicano
del que eran expresión los parlamentos -que ya implicaban cierta dependencia del pueblo
de los reyes-, convirtiendo el derecho hereditario a título privado de sus casas en derecho
público dinástico. Es significativo que, cuando lo consiguieron empezaran a dejar de
reunirse los parlamentos para jurar el reconocimiento por el pueblo del nuevo monarca al
fallecer el anterior. Los monarcas, aliados con la burguesía, sometieron a la aristocracia
feudal y a los parlamentos, que ya habían perdido gran parte de su poder. Y ocurrió lo
mismo con las libertades municipales. En Francia, al ministro de Luis XIV conde de
Pontchartrain, se le ocurrió en 1692 poner en venta las libertades municipales, a fin de
allegar fondos para atender a los gastos de la guerra contra la liga de Augsburgo. En
cambio en Inglaterra el Parlamento aumentó su poder en la línea del absolutismo; pero
estaba autolimitado por las tradiciones, el autogobierno27 y el common-law. Es de notar
que, en el Continente se imitó el parlamentarismo inglés tras la revolución francesa. Y
como aquí no tenía ya el límite de las tradiciones, el autogobierno y el derecho común, lo
que se hizo fue importar su absolutismo, que institucionaliza la oligarquía como la forma
del gobierno.
Al alterar profundamente la tradición de la libertad política republicana, la Monarquía
Absoluta suscitó otra retahíla de problemas.
La corona, el símbolo del reino, les pertenecía de hecho y derecho a los monarcas
absolutos, al ser legítimas las dinastías por derecho divino. A este respecto, la revolución
francesa vino a ser como una devolución de la corona al reino -a la nación-, de nuevo
republicano. Pero ya estaba establecida la dicotomía Monarquía-República que, en rigor,
significa en Europa la oposición entre la Monarquía Absoluta y la tradición republicana.
Es decir, por lo pronto, además de desarraigar la tradición liberal de que el Gobierno tiene
que ser limitado, se suscitó esa falsa alternativa entre Monarquía y República como
formas irreconciliables del Estado. Eso impidió por ejemplo, la posibilidad de recurrir al
presidencialismo en vez del parlamentarismo.
Tras la crisis de las monarquías estatales a causa de la revolución, el liberal Benjamín
Constant (seguido tardíamente en España por Santa María de Paredes) le atribuyó a la
Monarquía el papel de «poder moderador», en parte para darle alguna función, como una
suerte de cuarto poder destinado a limitar a los gobiernos estatales en nombre de la nación.
Con esta idea, aunque también por razones prácticas, dada la persistencia del éthos
monárquico en muchas sociedades estatales, se arbitraron fórmulas residuales según
disminuía la importancia política de las monarquías.
La primera, la Monarquía Constitucional, un expediente de transición a la República
decía Comte, y luego la Monarquía Parlamentaria, que reduce formalmente la Monarquía
a una reliquia sólo justificable por razones de oportunidad; pues al no tener ningún poder
de mando, únicamente tiene la capacidad de intrigar o a lo sumo de ser un poder indirecto,
actuando en ambos casos en «los pasillos del poder», lo que complica las cosas. En la
práctica, la Monarquía Constitucional se justifica como representante del éthos de la
nación; la Parlamentaria renuncia a esa función representativa para conservar sus intereses
dinásticos, a cambio del consentimiento de los partidos, cuya política sanciona
cubriéndola con su sombra. Donoso Cortés resumió el fondo de la cuestión al decir en
torno a 1848, que ya no había auténticos reyes.
El problema más importante es, empero, el hecho de que la Nación heredase ab
intestato de la Monarquía Despótica que siguió a la Absoluta, todo lo que implica la idea
del derecho divino de los reyes como sacralización de la política: la opinión pública como
una suerte de persona moral, heredó el absolutismo monárquico sacralizándose así, según
se indicó antes, la soberanía popular.
7. Con todo, lo más grave fue, que, al impregnar la idea democrática de esa sacralidad, la
democracia, una forma de gobierno, se convirtió en forma política absoluta, de gobierno y
de régimen, de carácter religioso; de ahí que la democracia, sometida empero a los
vaivenes de la opinión, desempeñe el papel legitimador del derecho divino de los reyes; un
papel ciertamente precario en la perspectiva del orden político. Max Weber hablaba en
este caso, desde el punto de vista de la secularización, de legitimación racional, legal,
reconduciendo así implícitamente el problema de la legitimidad al de la legalidad, como le
reprocharía Carl Schmitt.
Como, por otra parte, siempre habrá alguien que decida políticamente en la situación
excepcional en la que nada puede el Derecho28, y la democracia como fuente de
legitimación es muy voluble, se ha intentado despersonalizar la forma de mando para
suprimir la decisión, mediante el artilugio de someter la política a la legislación: el Estado
Constitucional, cuya teoría concibe la Constitución como la decisión colectiva del pueblo
fundador del orden político tras la cual no cabe ninguna otra. Ese Estado, puro mecanismo
técnico, sólo formalmente puede ser republicano y democrático, siempre en peligro de
caer en manos de la demagogia.
Otra fórmula consiste en propugnar que el mando con capacidad de decisión sea un
comisario colectivo, como si la decisión fuese de la res publica, una cosa pública in
partibus in fidelium. Lo Político, en lo que prevalece la voluntad del que decide, estaría así
estrictamente sometido a la supuestamente despersonalizada legislación estatal, cuyo
origen último es también supuestamente impersonal en tanto democrático.
La idea de despersonalizar el poder político es una causa de graves confusiones en la
vida política, y, por otra parte, ha favorecido que el Estado, ciertamente impersonal,
alcanzase su plenitud en el siglo xx desplazando a la misma nación política como supuesta
persona moral. Mas conserva su éthos y, autosacralizándose, se atribuye a sí mismo la
triple soberanía legislativa, ejecutiva y judicial en tanto máquina de poder. La apelación a
la voluntad de las mayorías como idéntica a la democracia desempeña imaginariamente el
papel legitimador de la actividad estatal.
Se ha discutido la autonomía del Estado Ilustrado respecto al Estado de la Monarquía
Absoluta. Hoy parece fuera de
1. El Estado Despótico es en todo caso una evolución de la Monarquía Absoluta debida al
auge de la potencia de la máquina estatal combinado con un cambio en las ideas sobre el
papel del Estado. Coincidiendo con el deísmo intelectual mecanicista que sustituyó al
teísmo trinitario, el mecanicismo científico, el auge del espíritu reformista en la Ilustración
vagamente descontenta con el desbordamiento del poder, y la incipiente revolución
industrial, las monarquías absolutas, acalladas las protestas de los viejos poderes feudales
e influidas por el ejemplo de Pedro el Grande de Rusia, constructor de un «Estado
modelo» en el que la Iglesia ortodoxa era un departamento estatal, empezaron a
transformarse en el primer tercio del siglo xviii en monarquías despóticas. Una
experiencia que duró medio siglo (1740-1790), según Francois Bluche. Lo peor es que se
la elogia como la culminación de la Ilustra ción, lo que distorsiona gravemente las
interpretaciones del curso histórico. Este autor expone la causa: «Los autores de pequeños
tratados han conservado (gardé) el hábito, contraído en la Edad de las Luces por los
filósofos de París, de alabar al extranjero para criticar mejor el antiguo régimen francés.
Subsiste el resultado y confiere al “Despotismo Ilustrado” la esencia, la existencia, y mil
virtudes racionales, de mecenazgo, de lógica y de
La confusión de la revolución que le siguió con la Ilustración como su antecedente y
otras confusiones posteriores se deben principalmente a esa visión, si no idílica,
bienhechora del Despotismo Ilustrado. El Despotismo Ilustrado se puso de moda en toda
Europa. En la Monarquía Hispánica, que aún seguía su propio camino, lo introdujo Carlos
III, que venía de Italia; dijo Ortega con su buen olfato que su reinado fue uno de los más
antiespañoles.
El príncipe que se dice ilustrado no es un liberal, un reformador filántropo preocupado
por la razón, el amor a los hombres, la sed de justicia. En modo alguno es un filósofo puro
o un fisiócrata. Sin embargo, «sin la corriente racionalista de finales del siglo xvii y sin las
complicidades “filosóficas” de la Época de las Luces, es probable que el Despotismo
Ilustrado no hubiera encontrado ni su doctrina, ni su estilo, ni las formas indispensables
para un brillo
2. La Monarquía Absoluta extendía la administración con fines exclusivamente políticos,
incluidos los tributarios; en lo demás, respetaba las costumbres y los hábitos, en principio
no se oponía al derecho común ni lo destruía, respetaba la pro piedad privada, estaba
autolimitada por el Derecho Divino y el Natural y no se entrometía en el éthos, cuyo
cuidado dejaba a la Iglesia. En contraste, la Monarquía Despótica intervino decididamente
en la vida social con intenciones reformistas, desde luego pro domo sua, e incluso en la
Iglesia. En Francia, seguramente el país más característico, aunque según Bluche sería
Prusia de donde vino la idea, los intendentes repartidos por toda la nación como
recaudadores de impuestos de la Monarquía empezaron a actuar como reformadores de las
relaciones sociales, llegándose a distinguir para mayor precisión entre despotismo legal y
despotismo arbitrario. Su presunto liberalismo se apoyaba en el laissez (aire, laissez passer
de los fisiócratas, significativamente partidarios del despotismo. Sin llegar a ser una típica
situación política, en el Estado Despótico hubo algo de eso. A Luis XV, bajo cuyo reinado
se desarrolló esta forma estatal, se le atribuye la frase aprés mol*, le deluge, «después de
mí, el diluvio». El diluvio llegó, efectivamente, más tarde.
3. El despotismo legal, que muy influido por los fisiócratas penetraba en todas partes a
través de los comisarios reales fomentando la igualación y la homogeneidad social, por lo
menos en las formas y en los hábitos, empezó a suscitar confusión, resistencia y
resentimiento contra el poder ejecutivo, que, necesitado además de recursos, intervenía en
todo, dejando empero a salvo los privilegios de la aristocracia, por lo demás convertida en
cortesana, al servicio de la Monarquía, bajo el Estado Absoluto. En suma, los príncipes y
sus representantes no parecían sólo dictadores comisarios, sino soberanos. Se empezó a
desconfiar de la legitimidad del régimen y comenzó a despuntar entre la burguesía la idea
de la legitimidad democrática.32 Por otro lado, al extenderse y perfeccio narse la
maquinaria estatal, el poder del Estado se hizo más autónomo, como una especie de poder
impersonal, centro de gravedad no sólo de la vida política, sino de la vida social. Un deus
ex machina, en parangón con la imagen newtoniana del universo.
El Estado Absoluto adquirió así esta figura de un Estado Despótico. Se acostumbra a
añadirle el adjetivo Ilustrado por haber florecido en la Época de las Luces, una época de
«grecomanía» decía Egon Friedell, pretextando conseguir la felicidad de los súbditos
según la idea de las monarquías helenísticas de la Antigüedad. Y los philosophes, los
intelectuales de la época, al tener un público propio entre las clases medias empezaron a
sentirse independientes y se lanzaron a elucubrar sobre la felicidad terrenal. Sin embargo,
la mayoría eran simpatizantes o partidarios de la Monarquía Despótica, la cuarta de las
grandes formas de las monarquías estatales. Bluche se pregunta si un despotismo puede
ser «ilustrado». Y efectivamente, en el Despotismo Ilustrado se encuentran muchas de las
ideas y prácticas posteriores, sobre todo, la justificación de la reserva del ejercicio del
poder a élites supuestamente ilustradas, al parecer indicio de bondad.
No ya la Monarquía, una forma personal de mando, sino el Estado mismo, que según
Bluche laicizó el calvinista Federico el Grande, empezó a gravitar impersonalmente, como
máquina, sobre la sociedad, de la que hasta entonces sólo se habían preocupado los
monarcas con el objeto de afirmar su poder político y allegar recursos. Tocqueville y
Meinecke describieron muy bien el panorama.
4. Tras la retórica de la felicidad estaba la idea, sugerida por el ejemplo de Pedro el
Grande y aplicada por Federico de Prusia y el «tecnócrata y burócrata» José II de Austria
(Blu che), de que si la sociedad, los súbditos, progresaba, los príncipes aumentarían sus
recursos y su potencia. La centralización para tutelar y monopolizar burocráticamente la
vida social, con el objeto de aumentar la potencia del Estado todavía monárquico, alcanzó
una intensidad desconocida. Tocqueville dirá que «una gran revolución administrativa
había precedido a la revolución política».
La política, actividad reservada al ámbito de la soberanía, comenzó así a penetrar en el
seno de la sociedad y a politizarla intensamente, cobrando la opinión pública,
especialmente la de las clases medias, una importancia casi desconocida hasta entonces.
Evidentemente, no se trataba de la vox populi vox Dei en que se fundaba la opinión en la
época pre-estatal, sino de la opinión de los círculos influyentes de la burguesía sobre los
asuntos políticos, les afectasen o no. La influencia de la opinión pública se dejó sentir
sobre todo en Francia, donde los philosophes hicieron de voceros reclamando al Estado la
felicidad universal.
No faltaron voces discordantes, más bien en segundo plano, de los que añoraban las
viejas libertades y la crítica, sobre todo jansenista, a la paganizante religión royale. Pero
en ese contexto, empezó a politizarse la idea de la emancipación, concepto del derecho
romano.
El galicanismo (Francia), el febronianismo (en principados estatales del Imperio
alemán), el josefismo (Imperio austrohúngaro), el regalismo (Monarquía Hispánica),
politizaciones de la Iglesia en los países católicos, correspondientes a su politización en el
Estado de Pedro el Grande y en los protestantes, reflejan la creciente politización de la
Sociedad y el auge del modo de pensamiento estatal.
Leviatán era todavía un Estado de Paz como reflejo de la Ciudad de Dios. «Con el
Despotismo Ilustrado -concluye Bluche- el Estado se hizo dios».
A pesar del auge del Estado, importantes naciones o unidades políticas no adoptaron la
estatalidad o no llegaron a ser propiamente Estados, si bien, como es natural, utilizaron
elementos o maneras estatales, en particular, por la fuerza de las cosas, en lo relativo a las
relaciones interestatales. En ellas, se continuaba entendiendo la política más o menos al
modo medieval, como una forma de resolver problemas jurídicos mediante la libertad
política. Es decir, no había desaparecido la tradición de la razón y la naturaleza, aunque
estuviese más o menos alterada. El poder seguía perteneciendo al pueblo, que le
encomendaba su administración al Gobierno, que seguía siendo lo Político como una
institución más de la vida ordinaria, una suerte de asociación civil, aunque hacia el
exterior, imbuido por las ideas mercantilistas, actuase como una empresa. Es decir, aunque
se plantease el tema de la estatalidad, el Gobierno, la institución natural de lo Político
prevaleció, sobre aquélla. En esas formas, al no concentrarse todo el poder político en un
punto, no se afirmó el Estado y se conservaron, material o formalmente, la tradición de la
libertad política, el autogobierno y el Gobierno limitado.
Las principales formas políticas no estatales fueron las siguientes.
1. LA MONARQUÍA HISPÁNICA
Esta forma, denominada también Católica o Monarquía de España, era la más antigua de
las formas políticas no estatales en un gran
a) Ciertamente, la estatalidad había progresado mucho en Castilla. Pero el pre-Estado
construido por Fernando el Católico consistió en concentrar el poder político disperso
siguiendo fórmulas mediterráneas y aragonesas; es decir en la persona del rey, no a la
manera del Estado. Esta concentración tenía empero elementos estatales por lo que
respecta a Castilla. La construcción fernandina, débil como Estado pero muy eficaz en su
momento, sirvió de ejemplo a los grandes poderes monárquicos europeos, deslumbrados
por su éxito.
Sin embargo, organizada según el patrón de esas formas políticas de uniones
personales34, la influencia de la avanzada estatalidad castellana fue siempre relativa, a lo
que contribuyó seguramente el ejemplo del Sacro Imperio, por sus fuertes vínculos con la
dinastía de la Casa de Austria reinante. Además, esta Monarquía estatal tuvo a su favor la
fortuna, por decirlo en términos maquiavélicos, e inauguró la Weltpolitik3s la política
mundial anticipo de la «globalización», deviniendo en seguida un imperio universal con
amplísimos territorios dispersos.
La Monarquía católica nunca se denominó oficialmente un Imperio pero lo era de
hecho y Carlos V lo concibió conforme a los ideales medievales del prácticamente
periclitado Sacro Imperio. España, resume el historiador peruano F. AltuveFebres, «no
tenía una noción de Estado Moderno como mecanismo», y como organización, se
constituyó inmediatamente como Imperio prolongando la concepción del Imperio cristiano
Imperio, forma de mando personal no estatal auxiliada por los consejos, que era además
heredero en la parte americana de otros dos Imperios, el azteca mexicano y el inca
peruano, que adoptaron en la nueva estructura imperial la forma de virreinatos.
b) Por otra parte, la Monarquía seguía limitada por el Derecho Divino cristiano y el
Derecho Natural interpretados por la escolástica. Rechazaba, por razones teológicas, tanto
el derecho divino de los reyes, que les hacía depositarios del poder, como la razón de
Estado. Esta última no tenía sentido aquí, porque al ser la razón una participación en la
ratio divina no se escindía en la razón inmanente del poder y la razón individualista. La
escolástica seguía considerando que el titular del poder, de origen divino, era el pueblo y
éste lo cedía en fideicomiso al gobernante, por lo que no cabía pensar en concentrarlo
sistemáticamente para separarlo de aquél. A ello contribuyó que si bien la Monarquía de
los Reyes Católicos dominó a la levantisca aristocracia castellana de Enrique IV
pacificando el reino, nunca chocó frontalmente con ella, respetando el pacto tácito
contraído conforme a los usos medievales con ocasión de las revueltas comuneras.37 El
contractualismo político tampoco tuvo éxito, ya que el con cepto del estado de naturaleza
no salió del ámbito teológico, de modo que las ideas absolutistas chocaron siempre con el
Derecho Natural del orden natural por creación divina. En suma, el rey estaba legibus
alligatus, vinculado por las leyes, como muestra A. Gallego Anabitarte.38
En todo caso, la estatalidad propiamente dicha no progresó en España más allá del
Barroco, quedando estancada probablemente hacia 1610, según Díez del Corral. La
ausencia o falta de vigor de los elementos estatales, con la relativa excepción del ejército y
la marina por razones obvias, contribuyó sin duda a que la Monarquía Católica perdiese su
posición, que había sido de superioridad, en la confrontación con poderes estatales bien
establecidos, como en el caso concreto de la Monarquía Absoluta francesa.
El conde-duque de Olivares, valido de Felipe IV, intentó una cierta centralización del
poder político en la Península a fin de competir con el Estado francés, imitando ahora
precisamente a Richelieu. Esto produjo sublevaciones en diversas regiones españolas.
Fracasaron, excepto en el caso de Portugal debido a la ayuda inglesa, rompiéndose la
unidad personal peninsular lograda por Felipe II.
No se extinguió, pues, oficialmente, si vale decirlo así, la idea del autogobierno y, al no
admitirse la razón de Estado por la influencia eclesiástica tampoco se distinguió entre la
moral pública y la privada ni entre el derecho político y el derecho común. En suma, al no
aceptarse el paganizante derecho divino de los reyes ni la ratio status centralizadora e
igualadora, se conservó la concepción del orden natural por creación, aunque por las
necesidades del Imperio entrasen en franca decadencia las Cortes y el autogobierno
municipal.
c) La Casa de Borbón introdujo tibiamente el principio absolutista. Carlos III lo
transformó abiertamente en despótico. Aparte de sus efectos perturbadores en la tradición
hispánica -causa de las guerras civiles carlistas del siglo xix-, esto introdujo el descontento
en todas las partes el imperio, sobre todo en América. El Despotismo Ilustrado -al que se
redujo prácticamente la Ilustración española- fue una causa muy principal de la
independencia de los reinos Los débiles Estados hispanoamericanos son herederos
directos de la Monarquía Hispánica con mezcla del Despotismo Ilustrado, una
combinación de Monarquía y oligarquía, importado por los Borbones.40
Tras la Guerra de la Independencia, se restauró la Monarquía de España con un sesgo
marcadamente despótico. Mas, perdido lo sustancial del Imperio, se extinguió en 1834
(Estatuto Real), planteándose la conveniencia y el problema de instituir un Entre otras
razones para acabar con las guerras civiles entre los elementos tradicionales partidarios del
autogobierno (no de la independencia) y los centralizadores liberales a la francesa. El
Estado es la antítesis de la guerra civil.
d) Cánovas del Castillo consiguió organizar un Estado a finales del siglo XIX para
apuntalar la Segunda Restauración monárquica, en realidad una Instauración. Este Estado,
más monárquico que nacional, favoreció incluso el auge de tendencias nacionalistas en
Cataluña y las provincias vascongadas para contrarrestar el carlismo, partidario de otra
rama de la casa de Borbón, fuertemente arraigado en ellas. La estatalidad canovista era,
empero, demasiado endeble y al caer la Monarquía en 1931 se instauró la caótica Segunda
República. El protagonista principal fue el Partido Socialista, que, persiguiendo el poder
absoluto, quiso provocar en 1934 una nueva guerra civil, aunque sólo consiguió dividirla
nación.
El Estado canovista, demasiado débil al no ser nacional, fue, pues, incapaz de impedir
que se desencadenase en 1936 la Guerra Civil en términos mucho más radicales que las
carlistas, al sublevarse parte del ejército para restaurar el orden apoyado por gran parte de
la población. Haciendo caso omiso de la interesada propaganda izquierdista de entonces y
ahora, la responsabilidad de la Guerra Civil corresponde al Partido Socialista y a las
oligarquías separatistas vasca y catalana.
e) De la Guerra Civil salió, como en otros casos, un sólido orden político estatal
originariamente militar. No por cierto como un Estado-Nación sino como Estado nacional;
de hecho como un instrumento para modernizar la sociedad, teorizó Gonzalo Fernández de
la Mora. Puso efectivamente a España al nivel de otros Estados, llegando a figurar entre
las diez primeras potencias económicas. No existía libertad política, pero la dictadura
militar respetaba las libertades civiles y persona les, aunque para su política
modernizadora empezase a intervenir en la vida social.
La dictadura dejó un Estado nacional en forma, la nación unida, una pujante sociedad
de clases medias y un tratado comercial muy ventajoso que permitió acortar la distancia
económica con la Comunidad Europea, distancia que se mantiene todavía, si no ha
aumentado, a pesar del tiempo transcurrido, si se correlaciona con los Estados que
formaban entonces la Comunidad.
f) La Monarquía, instaurada en 1975 por la voluntad del dictador Franco, cuyos poderes
retenía, se inclinó decididamente con el apoyo de la internacionalista socialdemocracia
europea hacia el socialismo.42 Aliada con los incipientes partidos políticos, se estableció
un consenso político entre todos los partidos en torno a la Monarquía para remplazar el
Movimiento Nacional que agrupaba a las fuerzas políticas del régimen franquista. En el
consenso se incluyeron los entonces grupúsculos nacionalistas separatistas y el Partido
Comunista, adquiriendo estas tendencias una desproporcionada influencia en el Gobierno
y en la cultura, si bien el director ideológico del consenso es el antinacional Partido
Socialista, asignándosele a la derecha oficial la tarea de impedir la formación de algún
partido nacional, liberal o conservador, disconforme con el consenso.
La Carta otorgada en 1978 con el nombre de Constitución, garantiza el consenso:
desunifica el Estado al pasar la nación a un segundo plano con el reconocimiento de
nacionalidades inventadas; estableciendo un típico Estado de Partidos, considera a
partidos y sindicatos como órganos del Estado; y de clara Parlamentaria a la Monarquía, o
sea sometida al Parlamento, es decir, a los partidos. El «Estado de las Autonomías» es una
forma muy extraña y contradictoria de la estatalidad.
La Instauración se parece a una Monarquía Despótica modernizada -la propaganda
ensalza a Carlos III y abundan los philosophes-, empeñada, como los príncipes nuevos de
Maquiavelo, en transformar radicalmente la sociedad, a fin de consolidarse. Al efecto, la
dictadura consensuada de los partidos desespañoliza el éthos tradicional; en realidad
destruye toda eticidad con el pretexto de la modernización, sustituyendo el éthos por una
vaga ideología europeísta socialdemócrata que hace suya la oligarquía cultural junto con
el multiculturalismo y el nihilismo; enriquecerse como sea parece ser el único criterio
moral. Por otra parte, se estimulan el revanchismo y el resentimiento para dividir
moralmente a la Nación. El tono del sistema establecido lo da una «ley de la memoria
histórica», una suerte de damnatio memorice al estilo estaliniano, contra el franquismo, al
que se debe exclusivamente la Instauración monárquica, no a los deseos o la voluntad
popular, que no ha podido expresarse. Puesto que la historia científica investiga la verdad,
no la «memoria histórica», que puede ser errónea, en realidad, apunta a destruir la
conciencia y el éthos nacional reescribiendo el pasado a gusto del consenso político que
sustituye al natural consenso social, base de la confianza y la amistad civil. La finalidad
subyacente parece consistir en enlazar la nueva Monarquía con la Segunda República, que
sobrevino precisamente por la caducidad de la Monarquía. En términos de Jouvenel, se
trataría de afirmar que el nuevo poder no tiene pasado y se constituye ex nihilo, como un
poder nuevo, joven, progresista, señor de la historia y, a juzgar por los hechos, de la vida.
Esto explica que la famosa «transición» les parezca a muchos estar orientada por la
máxima delenda est Hispania.
g) Objetivamente, con la perspectiva de más de treinta años, la idea rectora de esta
Monarquía estatal consiste, pues, en unir a la sociedad bajo la dictadura del consenso
político de las clases dirigentes, que, al mismo tiempo que desequilibra la sociedad
separándola del poder político, desintegra el consenso social, base de la amistad civil, y
practica el divide et impera mediante una política de disenso generalizado. Es un típico
sistema de De ahí la tosquedad de la vida política, en la que casi lo único relevante son las
querellas y los arreglos entre los partidos.
En cuanto a la estatalidad monárquica, ésta evolucionó hacia un Estado de Partidos del
tipo Estado de Bienestar sin nación política, fomentando al mismo tiempo,
contradictoriamente, una politización radical que potencia las oligarquías nacionalistas
enemigas de la Nación Histórica más antigua de Europa. La extraña Monarquía estatal «de
las autonomías», la destruye formalmente, así como al Estado, dividiéndolos en pequeños
estados-nación semi soberanos, algunos de los cuales reclaman ya la soberanía. Es una
anárquica Kleinstaaterei que recuerda a la del Imperio alemán en la época moderna muy
bien descrita por Hegel.44 Pero el Estado Pluralista es un oxímoron y el pluralismo
consiste en que manden las poderosas oclocracias regionales que se han formado. Los
nacionalismos se han intensificado y extendido mediante la ingeniería social consentida e
incluso alentada desde el Estado. Hasta da la impresión que el Gobierno central, que dirige
oficialmente el consenso, quisiera sustituir el idioma español como lengua común o lingua
franca por el inglés, para satisfacer a las oligarquías locales que, fundamentando su
«nacionalidad» en sus lenguas particulares, mezclándolas con un etéreo racismo
historicista, odian el español, la lengua común.
Todo es una innovación asombrosa, que hubiera desconcertado a Maquiavelo. Hasta
ahora, las Monarquías habían unido, con mejor o peor fortuna, a los pueblos y hecho las
naciones. En último extremo se justificaban como garantes de la unidad nacional y del
éthos tradicional. Mas las Monarquías Constitucionales y Parlamentarias, al no ser
auténticas monarquías, pendientes de sí mismas no garantizan nada.
Respecto al caos autonómico, tal vez sólo un presidencialismo al estilo
norteamericano, es decir, asentado directamente en la voluntad popular, podría ya
constituir una garantía.
En relación con el éthos, este Estado, al que el consenso parece decidido a darle
finalmente a la socialdemocracia una forma totalitaria de tendencia eurocomunista del tipo
Minotauro, es hostil a la religión tradicional y a la Iglesia, que unifican el éthos peninsular
desde los tiempos visigodos; quizá por este motivo, la descristianización de la sociedad
parece ser una consigna del consenso, que intenta imponer una nueva moralidad artificial
y, por supuesto, también es hostil al ejército, la fuerza del Estado.
En fin, la libertad política la usufructúan los partidos integrados en el consenso político
organizado en torno a la Monarquía, reduciéndose para el resto a la rutina del voto; las
libertades civiles están en entredicho por las intromisiones del Gobierno en las costumbres
y los hábitos naturales, y se cuestionan las personales, estando seriamente amenazada la
libertad de la conciencia; los partidos se extienden sin freno por la cada vez más débil
sociedad civil organizando el clientelismo; la división de poderes es ficticia y, para el
ciudadano común, la misma administración de justicia puede ser, además de dudosa, lenta
y costosa, un peligro más que una garantía, de modo que las garantías jurídicas del Estado
de Derecho, que conserva formalmente la socialdemocracia normal, son bastante
precarias; se distorsionan progresivamente mediante la manipulación política de los jueces
y una serie interminable de caprichosas leyesmedidas administrativas que, por ejemplo,
permiten a la administración embargar directamente las cuentas bancarias; en
consecuencia, aumentan continuamente los controles burocráticos estatales y paraestatales
-la burocracia es gigantesca y crece sin freno- sobre la vida natural regulando todo y
frenando y distorsionando la iniciativa particular. Los sindicatos se encargan de coartar la
libertad de trabajo y la propiedad depende del fisco. Hay demasiada inseguridad jurídica.
En ese panorama, indirectos poderes informales, entre los que abundan los
relacionados con las clientelas de la oligarquía o subsidiados por ella campan por sus
respetos, explotando al pueblo. Se ha destruido prácticamente el sistema educativo, puesto
al servicio de la ideologización, la cultura oficial dominante fomenta a la vez el nihilismo
y el conformismo utilizando la sexualidad como opio del pueblo, y la democracia, que
oficia de religión civil de este Estado aconfesional, es en la práctica una plutocracia
organizada en torno a la corrupción, sin que a la bastante envilecida sociedad le importe ya
mucho.45 Todo está al servicio de la política y la ideología del consenso.
La demografía, un problema gravísimo, está por los suelos desde 1980. Pero los
gobiernos monarquicos están obsesionados con su liberadora política sexual y la
destrucción de la familia. Prefieren los inmigrantes en una sociedad en la que el paro es
endémico. El resentimiento llega quizá al extremo de un cierto odio de tipo racista a lo
español.
No existe un orden político, un régimen. La Monarquía estatal de las Autonomías es
una situación política, quizá ya histórico-política al agravarla la crisis de los demás
órdenes sociales -acentuada ahora por la crisis económica-, cuyo desenlace es
imprevisible.
2. OTRAS FORMAS NO ESTATALES
2.1. La República de las Provincias Unidas surgió en el curso de su guerra por la
Independencia contra la Monarquía Hispánica. De hecho, fue la primera revolución
burguesa. Siendo Holanda originariamente una parte desgajada del Sacro Imperio, se
instituyó allí una especie de principado calvinista, un Gobierno más bien que un Estado,
aunque lo llamase así Althusio al exponer su teoría liberal contractualista de tipo
organicista y Justus Lipsius teorizase sobre el Estado de Poder. Pues en Holanda se
conservó el autogobierno de un modo que el Gobierno no concentró la soberanía jurídica.
Napoleón extinguió la República transformándola en reino.
2.2. Napoleón también puso fin a la aristocrática República de Venecia, poderosa y famosa
en la Edad Media entre otras causas por su estabilidad y continuidad, que dieron lugar al
«mito de Venecia», que inspiró a bastantes pensadores políticos, no precisamente a
Maquiavelo. Languideció en los siglos modernos al cerrar el Imperio turco el
Mediterráneo al comercio, al que debía su prosperidad, a la vez que la actividad política y
económica se desplazaba hacia el centro de Europa y el Atlántico.
2.3. Otra República basada en el autogobierno es la Confederación Helvética. Se celebra
como su origen la paz de Rütli en 1291 entre tres cantones. Siempre en conflicto con el
Sacro Imperio, se estabilizaron las relaciones con él por la Paz de Basilea de 1499, y en
1513 se constituyó en una federación de trece cantones. Tras diversas vicisitudes, entre
ellas las de la Reforma y la Revolución francesa -en 1798 se proclamó la República
Helvética-, al caer Napoleón evolucionó hasta instituirse definitivamente en 1848, como
una Confederación. El régimen es democrático. Una peculiaridad es su rigurosa
neutralidad desde que el Congreso de Viena de 1815 la consideró fundamental para los
intereses europeos.
2.4. El Sacro Imperio Romano Germánico sobrevivió en Alemania, dividida en
estadículos, como un cascarón de la Kleinestaaterei. El título de emperador era más
nominal que efectivo y fue uno de los campos de batalla de las potencias europeas, aunque
en sus extremos se formaron dos grandes poderes, Austria y Prusia. Sobrevivió hasta
1806. En este año, el emperador del Reich hubo de renunciar, en el contexto de la presión
napoleónica, a la corona imperial de Alemania conformándose con el título más realista de
emperador de
3. EL GOBIERNO BAJO EL IMPERIO DE LA LEY
Esta forma moderna no estatal es la más evidente, estable y notable. En ella se
conservaron la libertad política y el autogobierno medievales, sirviendo de ejemplo de
Gobierno liberal al Continente.47
Inglaterra había progresado mucho en la Baja Edad Media hacia formas estatales y de
hecho llegó a ser una Monarquía estatal que quiso legitimarse como tal por el derecho
divino de los reyes. Pero las tradiciones medievales, especialmente la del Common-law, la
misma teología política anglicana (católica) y la revolución puritana de 1640-1649
confirmada por la «Gloriosa» de 1688-1689, impidieron la concentración del poder
jurídico en la Monarquía y la configuración políticajurídica de la soberanía. De la primera
de esas revoluciones, decía Tocqueville que si bien transformó la constitución política y
abolió hasta la realeza -restaurada como republicana por la «Gloriosa»-, sólo afectó
superficialmente a las leyes secundarias y apenas alteró las costumbres y los usos. Se
podría decir, que prácticamente sólo desapareció, según algunos, the Old merry England.
Locke, un hombre de negocios que creía en la necesidad en una nación unida por
intereses comunes, levantó acta del régimen resultante en ensayos ocasionales,
reanudando doctrinalmente, no sin concesiones al contractualismo, la antigua tradición
liberal de la libertad política y el Gobierno limitado como una suerte de asociación civil.
Para Locke el Gobierno es una institución social. La sociedad le otorga el poder político
en fideicomiso, por lo que la relación entre el Gobierno y los gobernados se basa en la
confianza que estos últimos le otorgan. Y esto es muy distinto de lo que ocurre con el
Estado. La sustancia del Estado es el autopoder, sin el cual se reduce a ser un instrumento
o a nada; el poder estatal es el poder como una propiedad del Estado o el Estado como la
máscara del poder. El liberalismo se apoyó desde entonces en la doctrina de Locke.48
Se conservaron, pues, el selfgovernment y el derecho común y no existió un derecho
estatal o público, ya que los jueces podían interpretar el Derecho conforme al principio
iura natura sunt inmutabilia. De ahí que no se aboliese el principio de los derechos
adquiridos y no se introdujese el derecho administrativo, ni se distinguiese entre moral
pública y moral privada. El Parlamento, en representación del pueblo, obtuvo la
supremacía sobre la corona. La famosa división de poderes admirada y copiada en el
continente no se produce allí en el Gobierno como una división del trabajo, sino en su
origen, en la sociedad. De ahí que el «poder» judicial, los jueces sean independientes del
Gobierno, pudiéndosele aplicar matizadamente a esta forma no estatal lo que decía
Schmitt sobre el Estado jurisdiccional.
No obstante, el poder del Parlamento es absoluto: «El Parlamento inglés puede hacerlo
todo, salvo convertir a un hombre en mujer». El régimen era aristocrático de tendencia
oligárquica. No obstante, moderado por las tradiciones de la conducta respetuosas con la
libertad política, se fue democratizando progresivamente. Sin embargo, ahora también
puede convertir un hombre en mujer con ayuda de la técnica, pues únicamente está
limitado por la tradición y las costumbres, la resistencia natural de lo real. Pues la
tradición, que es parte esencial del éthos de los pueblos, consiste en la concreción histórica
de la realidad vivida; lo que pervive de ella y resiste a la política futurista. Sin embargo,
las limitaciones tradicionales están muy debilitadas por la crisis del éthos debida
principalmente al socialismo.
En efecto, ha sido decisivo que Gran Bretaña emprendiera durante la guerra de 1939-
1945 el «camino de servidumbre» denunciado por Hayek en la obra que publicó con este
título en 1944.49 Los partidos políticos, si bien por la influencia socialista se parecen cada
vez más a los continentales, todavía no influyen demasiado en la vida social a cuyo éthos
procuran ajustarse, por lo que la moralidad privada rige la conducta política. Aunque, a la
verdad, la vida política está bastante muerta como en todo el continente, mientras, por una
parte, en Escocia y Gales crecen las tendencias separatistas y, por otra, Gran Bretaña se
enfrenta al problema de mantener la unidad nacional y contener el poder del Parlamento
ante el desgaste de las tradiciones por la influencia socialista. La única solución posible
sería la presidencialista; pero es incompatible con la corona, que conserva bastante
arraigo.
No existe formalmente una Constitución. La Constitución sigue siendo la parte del
Common-law y las tradiciones relativas al orden político. Por eso es del tipo flexible
según la clásica terminología de Bryce, ya que no puede ser reformada como tal
Constitución; las posibles modificaciones son una consecuencia de los cambios sociales
sobre los que ahora legisla con creciente y excesiva intensidad y detalle el Parlamento.
Aunque fracasó el intento de Cromwell de establecer formalmente la República,
Inglaterra sigue siendo una Monarquía republicana al estilo medieval, pues si bien la
Monarquía es hereditaria y tiene ciertas prerrogativas está subordinada al Parlamento -
sirvió de modelo a la Monarquía Parlamentaria continental- y, por supuesto al Common-
law. No obstante, el Government inglés, en realidad el Parlamento, siempre actuó como
soberano estatal en su política exterior y colonial.
4. LA REPÚBLICA FEDERAL NORTEAMERICANA
Esto último fue precisamente la causa de la revolución norteamericana, una revolución
acorde con el espíritu de la Ilustración: conservadora de las libertades naturales, el
autogobierno y el Common-law. De la revolución salió esta forma política, que conviene
mencionar aquí, a pesar de ser territorialmente extra europea, por su gran influencia en
Europa.
La República Norteamericana se constituyó por secesión (separación para conservar o
aumentar las libertades) invocando la tradición inglesa del selfgovernment y la
representación. Decía Pierre Mesnard, relacionándola con la doctrina de Althusio, que
Norteamérica es una democracia orgánica por la importancia que tiene en ella el
autogobierno.
El Derecho, igual que el poder, es propiedad común del pueblo, common law, y la
libertad política no tiene restricciones. Después de discutirlo, se decidió que el régimen
fuese democrático, no aristocrático, pues los norteamericanos entendieron que la
separación en la Monarquía inglesa de la Cámara de los Comunes y la de los Lores era una
ficción por su carácter oligárquico. Por ende, renunciaron también al parlamentarismo
estableciendo la separación de los poderes en su origen, la sociedad misma, titular del
poder. Excluidos el principio dinástico y la Monarquía hereditaria, se decidieron, pues, por
el presidencialismo como la forma del Government.
Es de destacar que, al adoptar inequívocamente el principio republicano por primera
vez en la época moderna en un gran territorio -contra las previsiones de Montesquieu
recogiendo el sentir común de su época-, comenzó, como señaló Ranke, la oposición
universal entre el principio monárquico y el republicano, destinada a tener amplias
repercusiones en Europa.
Su carácter federal indica de suyo que no se trata, empero, de un Estado, sino de una
fórmula asociativa de territorios en la que el Gobierno centraliza el poder político supremo
(el ejecutivo) con carácter fiduciario en representación del pueblo, del que también
proceden directamente los jueces y el poder legislativo como poderes sociales distintos del
ejecutivo. Los partidos tampoco influyen mucho en el conjunto de la sociedad, cuyo éthos
respetan formalmente sin distinguir entre la moralidad pública y la privada, aunque esta
actitud ha empezado a debilitarse, por ejemplo en el caso del presidente Clinton con
ocasión del affaire Lewinsky. Por otra parte, se ha extendido mucho y tiene una gran
influencia la ideología multiculturalista, que divide a la Nación y amenaza la democracia
al introducir con fuerza el modo de pensamiento ideológico.
La Constitución es del tipo flexible. En su origen se limitaba prácticamente a
garantizar la separación e independencia originaria de los poderes y la libertad política
conforme a la máxima vox populi, vox Dei. No obstante, Lincoln violó la Constitución y
numerosas enmiendas la actualizan. Según los comentaristas, sin modificarla
sustancialmente, si bien han introducido novedades claramente estatistas como la
progresividad fiscal. La mentalidad estatista ha penetrado mucho en la cultura política.
En relación con el estatismo, la guerra civil y necesidades de la política exterior habían
ido fortaleciendo paulatinamente el papel del presidente. El demócrata Roosevelt, inventor
del New Deal como remedio a la gran crisis económica de 1929, y la guerra mundial de
1939-1945, introdujeron el intervencionismo. Éste continuó con su sucesor Harry Truman,
escorándose el partido demócrata hacia la socialdemocracia. Hoy es un partido más
socialdemócrata que liberal en el sentido clásico. De hecho, en Norteamérica se llama
liberales a las tendencias socializantes y conservadoras a las liberales.
El republicano general Eisenhower intentó durante su mandato presidencial devolverle
al Congreso gran parte de las competencias usurpadas por sus antecesores demócratas.50
Mas el intervencionismo, que no impide la Constitución51 siguió progresando con otros
presidentes, algunos de ellos republicanos. Ahora Barack Obama, recibido casi
universalmente como un emperador romano que viniese a establecer la paz universal y
eterna, parece dispuesto a asentar en Norteamérica, aprovechando la gran crisis financiera,
la socialdemocracia estatista. Parece difícil que llegue a conseguirlo. Para ello tendría que
construir un Estado, suprimiendo por ejemplo la libertad política y el autogobierno.
La realización del ideal de granjero de la última forma, al menos hasta ahora, del Estado,
requiere abundantes recursos al mismo tiempo que destruye la vida. El Estado depende del
fisco: el Presupuesto, decía Schumpeter, es su esqueleto despojado de todas las ideologías
engañosas, entre ellas la que segrega el propio Estado como aparato técnico y a la que se
subordinan las demás. El problema consiste en que, al revés que el presupuesto familiar, el
de un empresario o emprendedor particular o cualquier acción de tipo económico, que se
calculan a partir del capital, las rentas o los ingresos previsibles, el presupuesto estatal se
calcula sobre los gastos que necesita hacer el Estado para atender sus necesidades y la
imprudencia y la demagogia hacen lo demás: los Presupuestos estatales siempre crecen a
costa de la sociedad. Mas el Estado, a la vez que ataca o descuida la demografía -tan
afectada por los impuestos-, dificulta o impide con sus reglamentaciones la vida
espontánea, natural, la libertad de trabajo, iniciativa y empresa, y mata la gallina de los
huevos de oro.
Es concebible que el incremento del gasto «social» -la justicia social-, por los
demagogos del humanitarismo, no pueda atender a los ingentes gastos sociales
improductivos, algunos necesarios, la mayoría parasitarios, que conlleva la organización
de la granja como forma de integración social, llegue a paralizar la actividad económica -
más aún si se tiene en cuenta el empuje de las economías «emergentes»-, o se produzcan
graves revueltas y el Estado acabe implosionando. En tiempos recientes, aparte del
agotamiento de la ideología y otras circunstancias, algo parecido fue una de las causas
principales de la implosión del Imperio soviético, incapaz de controlar la historia para
dominar la fortuna o el azar creando una nueva conciencia social-moral.
Concentrada la estatalidad en su aspecto material de Estado Fiscal, sólo puede ya
reducir su política a la invención de ingeniosas figuras para explotar todas las
posibilidades tributarias. Mas éstas acaban escapándosele de las manos sin arreglar nada y,
además, la «globalización» es inevitable. Lo único que se consigue es aumentar las
incertidumbres que paralizan la vida y la acción humana.
El Estado como tal, la máquina o aparato del poder, centrado en la fiscalidad, o más
exactamente en el gasto, y ahora en la nuda vida, ha devenido en la práctica un Moloch
señor de la vida y de la muerte. No precisamente en el sentido político del viejo ius vitae
ac necis, sino en el de las dos pulsiones fundamentales eternamente en pugna en el hombre
según la bioideología suscitada por Freud: la pulsión de muerte, thcínatos, y la pulsión de
vida, eros. El Estado Moloch se suicida al atacar la vida y fomentar simultáneamente los
instintos, especialmente los sexuales -el sexo y las cuestiones relacionadas con él como
opio del pueblo- como medio de distracción, a la vez que se embarca en crecientes gastos
sociales -entre los que incluye por ejemplo el aborto-‘ para dividir, distraer y atraer a la
opinión de las masas.
La procura por el Estado de Bienestar según su lógica de la servidumbre voluntaria,
que exige la «corrección política», se acentúa en el Minotauro. En la consecución de esta
suerte de servidumbre encaja la anécdota que Étienne de la Boétie contaba hace siglos,
cuando se afirmaba la estatalidad, en el librito titulado precisamente La servidumbre
voluntaria, conocido también como El contra uno, siendo el uno el tirano, jamás seguro de
su poder «si no es una vez que ha llegado al punto de que, bajo él, no haya hombre alguno
que tenga valor». Cuenta La Boétie, que Ciro, tras apoderarse de Sardes, la capital de
Lidia, a fin de mantener el orden ahorrándose una numerosa guarnición permanente,
«estableció burdeles, tabernas y juegos públicos e hizo publicar una disposición según la
cual sus habitantes debían frecuentarlos»; «y desde entonces nunca más fue necesario
utilizar la espada contra los lidios: estas pobres y miserables gentes se entretuvieron en
inventar todo tipo de juegos»… Los romanos los llamaron en latín ludi. Según La Boétie,
«como si quisieran decir Lidia». «Los pueblos, atontados, distraídos por el vano placer
que les pasaba ante los ojos, encontrando bellos esos pasatiempos se acostumbran a servir
tan neciamente como los niños pequeños (mas ello es peor), que aprenden a leer por ver
las resplandecientes imágenes de los libros La diferencia consiste en que, infantilizados
los hombres por la política de bienestar, el Estado Minotauro añade la posibilidad de
destruir fácilmente la vida para que disfruten mejor de sus placeres.
Stefan Breuer pensaba hace pocos años que el Estado no está muerto, sino sólo
desmitificado. No obstante, los indicios materiales, entre ellos la gigantesca crisis
financiera y económica que ha venido a sumarse a la demográfica, provocadas en último
análisis por los gobiernos estatales, sugieren que el Estado, al adolecer de un mando capaz
de decidir políticamente al margen de las reglas técnicas y la legislación que segrega la
ratio status, puede estar comenzando a disolverse. Lo cierto es que subsisten bien
enquistadas sus burocracias políticas y administrativas, muy fuertes por sus dimensiones.
De ahí que, en este momento de desconcierto, dado el dominio que tienen las oligarquías
de los medios de comunicación, de la cultura, de las finanzas y de la economía, están
recobrando su primacía las ideas estatistas, incluso en Estados Unidos. Y como esta
nación en cierto modo marca la pauta desde hace tiempo, las oligarquías europeas se
hacen eco de ello con entusiasmo.
Por otra parte, reproduciendo la idea de Hobbes de que el miedo mueve a los hombres
a ser racionales, los gobiernos y sus burocracias lo extienden a través de sus regulaciones
controladoras, casi siempre sancionadoras y persecutorias, y de la propaganda. Es muy
significativo que los estados europeos reduzcan o maltraten los ejércitos, odiados por el
humanitarismo pacifista, a la vez que refuerzan los efectivos policiales de todo tipo.
En esta situación, las gentes, acostumbradas ya por el Estado de Bienestar -o
domesticadas por él- a no confiar en sí mismas, vuelven sus ojos hacia el Estado como la
única instancia de la que pueden esperar seguridad. A esa política han venido a sumarse
los temores suscitados por el terrorismo -la incapacidad para hacer la guerra- y la
intensidad de la crisis financiera y económica. En realidad, la actual crisis económica,
demográfica, social y política de Europa es en el fondo el reflejo de la desorientación de
los europeos, sumidos en una gravísima crisis moral que viene de lejos, a la que en modo
alguno es ajena la estatalidad.
El Estado Totalitario era un tiránico Estado paternal. El Estado de Bienestar es un tiránico
Estado maternal. Si el Estado Minotauro, la última figura del Estado, es un tirano
andrógino, ¿significa esto el fin del Estado, anuncia el Estado del futuro o se trata de un
interregnum?
Lo único seguro es que en la Weltpolitik se están configurando grandes espacios no-
estatales, de tipo imperial, en torno a los cuales se organizará seguramente un nuevo orden
de la tierra. Habría llegado a su fin la época de la estatalidad. Europa podría ser un Gran
Espacio. Sin embargo, sus oligarquías, empeñadas en dominar la historia destruyendo la
realidad para instaurar otra nueva puramente artificial, intentan construir un súper Estado
sin nación. Europa, cuya marginación dentro de la constelación política mundial comenzó
hace tiempo, quedaría fuera de la historia. Ahora mismo, Norteamérica, que ha sido su
escudo protector, y en gran parte director, desde la primera Gran Guerra, empieza a
alejarse de Europa y quizá aislándose del resto del mundo; sorprendentemente, según las
apariencias, para seguir el camino de Europa consolidando una sociedad política
oligárquica distanciada del pueblo y procrear hombres nuevos.
El Estado, con sus defectos y sus virtudes, fue durante siglos una admirable forma de
orden, ciertamente, a costa de la libertad política, paliada por las tradiciones. El punto de
inflexión fue sin duda la Gran Revolución, que comenzó a destruirlas. En el siglo XIX, las
tradiciones de la conducta, vinculadas a las de la razón y la naturaleza, eran todavía muy
fuertes y el Estado las respetaba más o menos, aunque las fuese socavando. Sin embargo,
los políticos, confirmando que «el sofista no es mejor que el tirano», lo han ido
acomodando a sus vicios y la primera Gran Guerra mundial fue, en definitiva, una
consecuencia de aquella revolución. Debilitó gravemente todas las tradiciones y destruyó
los aspectos positivos de la estatalidad. El Estado cayó en manos de sedicentes
revolucionarios o reformadores sociales que, odiándose a sí mismos, buscan transformar
milagrosamente a su gusto la sociedad y la naturaleza humana, a las que desprecian u
odian. También desprecian u odian el Derecho: sólo aman las órdenes que dan para
conseguir sus propósitos particulares.
La innovación, generalmente beneficiosa en el vivere civile, es peligrosa en manos de
los políticos. Como advirtieron Maquiavelo y sus compatriotas florentinos, hace inseguros
los regímenes, los hombres se convierten en enemigos entre sí e introduce la corrupción,
difundiéndose el vivere corrotto. El Estado es hoy el adalid y el gestor del desorden. Por
una parte, se ha arrogado, junto a la correctio de los cuerpos, la directio de las almas; por
otra, renunciando al ius necis monopoliza el ius vitae. Es una situación antipolítica
insostenible.
La política es una actividad propia de los hombres libres. La última ratio de la política es
la opción a favor de quienes quieren la libertad frente a quienes prefieren la servidumbre.
Y la política según la artificiosa y caprichosa verdad estatal -que ya no es la de lo Político-
se basa en la servidumbre aliviada por el reconocimiento constitucional de «derechos
fundamentales» o por la corrupción. Así pues, parodiando a Alain Badiou, para los que
prefieren la libertad, la desestatización de la verdad de lo Político y la Política entraña un
programa de pensamiento. Puesto que la verdad sin adjetivos hace libres a los hombres, es
el modo de recuperar la libertad política. En la situación actual de Europa, la alternativa
es, pues, entre no estatistas, partidarios de la verdad natural, y estatistas, partidarios de la
verdad estatal.
Por eso no se trata sólo de la libertad política. La libertad política es únicamente
aquella dimensión de la libertad que la garantiza. La libertad en sí, integral, sin
calificativos, no es un bien o un valor, sino el presupuesto de la moralidad: sin libertad no
hay responsabilidad, la otra cara de la libertad. Por ende, en último término, no se trata
tanto de una cuestión política como moral: la política forma parte de la ética y no hay más
que una moral universal, la natural, no la artificial que impone el Estado.
1 Cfr. M. Senellart, Les arts de gouverner. Du regimen médiéval au concept de
gouvernement, Seuil, París, 1995. Cfr. M. Viroli, Dalla política alla ragion di stato. La
scienza del governo tra XIII e XVII secolo, Donzelli, Roma, 1994. Viroli destaca el
cambio de significación de los conceptos políticos, lo mismo que J. G. A. Pocock, El
momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana
atlántica, Tecnos, Madrid, 2002.
2 Lo legítimo es lo natural conforme a la estructura permanente del hombre. Véase C.
Martínez-Sicluna y Sepúlveda, Legalidad y Legitimidad: la teoría del poder, Actas,
Madrid, 1991. La legitimidad explica que «el gobierno legítimo sea una forma de poder en
la que no está presente el sentimiento del miedo» y no sólo «porque los gobernantes hayan
aprendido a sostenerse a partir del consentimiento activo o pasivo de los gobernados y,
consecuentemente, a reducir en proporción el empleo de la fuerza», pensaba G. Ferrero, El
poder. Los genios invisibles de la Ciudad, Tecnos, Madrid, 1991.5, p. 48.
3 Las dificultades con la filosofía de la historia, Ensayos, Pre-textos, Valencia, 2007.
5 «Betrachtungen über die bewegenden Ursachen in der Weltgeschichte» en W. ven
Humboldt, Studienausgabe, vol. 1. Fischer, Frankfurt a. M., 1971.
4 Sobre las épocas de la historia moderna, Ed. Nacional, Madrid, 1984.
6 Vid. Op. cit.
7 Cfr. L. ven Mises, Theory and History. An Interpretation of Social and Economic
Evolution, Yale University Press, New Haven y Londres, 1957. (Teoría e historia: una
interpretación de la evolución social y económica, Unión Editorial, Madrid, 2004).
1 Sobre la importancia del equilibrio como concepto político J. G. A. Pocock, El
momento maquiavélico. El pensamiento político florentino y la tradición republicana
atlántica, Tecnos, Madrid, 2008.
2 Cfr. para esto D. Negro, «En torno a la teoría del orden» en La situación de las
sociedades europeas. La desintegración del éthos y el Estado, Instituto de 1. E. y S. de la
Universidad Francisco de Vitoria/Unión Editorial, Madrid, 2008.
3 Véase el ensayo de O. Marquard en Apologie des Zufülligen, Reclam, Stuttgart,
1987. La Fortuna, el azar, era uno de los grades temas de Maquiavelo y los pensadores
políticos florentinos añorantes de la República, como muestra Pocock. Pero precisamente
porque veían la Fortuna como una constante. La política estatal se orientó después a
eliminar el azar; de ahí su carácter innovador frente a la política tradicional basada en la
experiencia.
4 Op. cit. El príncipe de Maquiavelo, dice Pocock, es un estudio de la innovación y sus
consecuencias. Véase el cap. VI.
5 Casi como una excepción, muy sugerente todavía como introducción a la historia
general de las formas histórico-políticas, no sólo las propiamente estatales, F. J. Conde,
Teoría y sistema de las formas políticas, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1948. W.
Naeff introduce a la historia de las formas estatales en La idea del Estado en la Edad
Moderna, Aguilar, Madrid, 1973. Die Epochen der neueren Geschichte. Staat und
Staatengemeinschaft von Ausgang des Mittelalters bis zur Gegenwart, también de Naeff (2
vols. Aarau, H. R. Sauerlánder & Co, 2.a ed. 1959), centrada en el Estado, ofrece una
amplia panorámi ca del desarrollo de la historia de las formas estatales europeas y es una
fuente de informaciones y sugerencias. A. Menzel escribió unos interesantes BeitrJge sur
Geschichte der Staastlehre. Wien/Leipzig, Hólder. Pichler-Tempsky, 1929. Las partes 3.° y
4.° se ocupan de las ideas sobre el Estado en diversos pensadores. Hace lo mismo R.
Zippelius, Geschichte der Staatsideen, C. S. Beck, Múnich, 1971. También en las partes
3.a y 4.a F. Berber Das Staatsideal im Wandel der Weltgeschichte, Beck, Múnich, 1978.
Sugerente, St. Breuer, Der Staat. Entstehung, Typen Organisatonsstadien, Rowohlt,
Hamburgo, 1998. Breuer, siguiendo a Weber, enfatiza el aspecto racional tipificando las
formas estatales por su racionalidad. El libro más centrado en el tema es tal vez el de E.
Bussi, Evoluzione storica dei tipi di stato, Giuffré, Milán, 2002. Muy interesante para el
concepto de forma política, O. Hintze, Historia de las formas políticas, Revista de
Occidente, Madrid, 1968. M. García Pelayo escribió una historia de las formas políticas
limitada al Antiguo Oriente: Las Formas Políticas en elAntiguo Oriente, Monte Ávila,
Caracas, 1979.
6 Interesante a este respecto, D. Melossi, El Estado del control social, Siglo XXI,
Madrid, 1992.
7 Cfr. D. Negro, Gobierno y Estado, Marcial Pons, Madrid, 2002. La idea del Gobierno
sin Estado, entendido éste en el ambiguo sentido habitual, suele reservarse para las
sociedades simples. Véase por ejemplo, la síntesis de L. Krader La formación del Estado,
Labor, Barcelona, 1972. En esos casos, algunos hablan de sociedades segmentadas.
8 Melossi estudia expresamente «el rechazo estadounidense del concepto de Estado»
en op. cit., p. 6.
9 «El Estado como concepto concreto vinculado a una época histórica», Veintiuno, n.°
39 (otoño 1998). Una interesante historia de la palabra Estado, aunque centrada en
Alemania, P. L. Weinacht, Staat. Studien zur Bedeutungsgeschichte des Wortes von
delAnfüngen bis ins 19. Jahrhundert, Dunker & Humblot, Berlín, 1968. La idea rondaba
en la teoría del Estado alemana. Véase por ejemplo lo que dice A. Weber en La crisis
moderna de la idea de Estado en Europa, Revista de Occidente, Madrid, 1932. Espec. 1, 2,
pp. 12 ss. O A. Menzel en el libro citado antes. No obstante, la utilización de la palabra
moderno aplicada al Estado como adjetivo parecía resolver las dificultades del uso que
entraña la utilización de la palabra Estado para cualquier forma de lo Político.
La esencia de lo Político, Editora Nacional, Madrid, 1962.
10 Se equivocaba E. Forsthoff al escribir que «la investigación moderna ha acabado
con el libérrimo uso del concepto “Estado”, propio de la ciencia hasta bien entrado el
presente siglo. Hoy, decía, ya no es posible hablar de un Estado de los egipcios, aztecas,
griegos y romanos, como ocurría con cierta frecuencia en los trabajos históricos del siglo
xix, en el que Mommsen pudo, por ejemplo, escribir un “Derecho del Estado Romano”».
El Estado de la sociedad industrial. Al Comienzo, Instituto de Estudios Políticos, Madrid,
1975.
12 El concepto de lo Político, Alianza, Madrid, 1991.
13 La Sagesse du monde. Histoire de l’expérience humaine de l’univers, Fayard, París,
1999, cap. XII, p. 272. Véase todo el capítulo de este libro fascinante y esclarecedor.
14 Sobre la neutralidad política en el interior del Estado, C. Schmitt, El defensor de la
Constitución, Tecnos, Madrid, 1983. II, 2, pp. 182 y ss.
16 Sobre la relación entre certidumbre y seguridad, J. Esteve Pardo, El desconcierto
del Leviatán. Política y Derecho ante las incertidumbres de la ciencia, Marcial Pons,
Madrid, 2009. El autor destaca agudamente la deriva cientificista del derecho estatal.
15 Véanse en A. Passerin d’Entréves, La noción del Estado (Suramérica, Madrid,
1970, reed. Barcelona, 2001) los tres planos del Estado: la fuerza, el poder y la autoridad.
17 Para los presupuestos de lo Político, J. Freund, La esencia de lo político, cit. y J.
Molina, Julien Freund, lo político y la política, Sequitur, Madrid, 2000.
18 Sugerente al respecto, el breve libro de D. C. North y R. P. Thomas, El nacimiento
del mundo occidental. Una nueva historia económica (900-1700), Siglo XXI, Madrid,
1980.
19 Lo Profano sale de lo Sagrado como una mundanización y todo poder profano está
impregnado de sacralidad, pues lo Sagrado se refiere a lo Divino, lo no natural en el
sentido de sobrenatural y por ende misterioso. La sacralidad del poder explica por ejemplo
la obediencia. De ahí el carácter decisivo de las teorías o doctrinas sobre el origen del
poder. La sacralidad del poder se manifiesta en el Estado bajo dos formas: la neutralidad y
la soberanía. La neutralidad es como su núcleo fuerte, estático, su naturaleza; la soberanía
la manifestación lábil, dinámica, la acción de la sacralidad del poder. Pero todo esto
pertenece a la metafísica del poder. En el lenguaje político, la sacralidad del poder se suele
representar, por ejemplo en Bodino, como la potencia (puzssance), la potencialidad del
poder. Útil en este sentido J. Baechler, Le pouvoir, pur, CalmannLévy, París,1978.
20 N. Koch, Staatsphilosophie und Revolutonstheorie. Zum deutschen und
europdischen Selbstbestimmung und Selbsthilfe, Holstein, Hamburgo, 1973, 10,1, pp. 99
y 100. El libro se centra en la visión del Estado como una revolución permanente (la
política de la innovación de que habla Pocok). Por otra parte afirma que el poder es un
«título vacío» (Leertitel), que «se llena con las condiciones dadas», lo que plantea el
problema de la metafísica del poder, que lleva al tema de su sacralidad. De hecho, el poder
político está impregnado de sacralidad. «El poder radica… andado en nuestra vida
espiritual… La majestad del poder (Gewalt), no necesita del esplendor exterior para
reconocerla». H. Krabbe, Die moderne Staatside. (1919). Scientia Verlag, Aalen, 1969. III,
VII, B, p. 63. Es una ingenuidad postular que, en sí mismo, como poder, lo Político (no
sus formas concretas) puede ser ateo, pues del poder, que conlleva religación, fuente de la
obediencia, emana religiosidad. Que en el Estado se condensa como neutralidad.
21 Dopo il Leviatano. Individuo e comunitá nella filosofia política, G. Giappichelli
Editore, Turín, 1995.
22 Conflíctus significa un golpe o choque cualquiera. J. Freund define así el conflicto:
«El conflicto consiste en un enfrentamiento por choque intencionado entre dos seres o
grupos de la misma especie, que manifiestan, los unos respecto a los otros, una intención
hostil, en general a propósito de un derecho, y que, para mantener, afirmar o restablecer el
derecho, tratan de romper la resistencia del otro eventualmente mediante el recurso a la
violencia, que puede, llegado el caso, tender al aniquilamiento físico del otro». Sociología
del conflicto, Ministerio de Defensa, Madrid, 1995. II, p. 58
25 Véase de Krabbe, op. cit. II, 1, p. 12. Cfr. C. Schmitt, Sobre los tres modos de
pensar la ciencia jurídica, Tecnos, Madrid, 1996.
26 Véase B. de Jouvenel, Teoría pura de la política, Revista de Occidente, Madrid,
1965.
23 Véase J. Freund, La esencia de lo político, cit., y L’aventure du politique. Entretiens
avec Charles Blanchet, Criterion, París, 1991. El Derecho, según Freund, es la dialéctica
entre la moral y la política.
24 Para esto C. Schmitt, «Apropiación, partición, apacentamiento», Veintiuno, n.° 34,
1997.
27 R. Polin, « Analyse philosophique de l’idée de légitimité», en Annales de
Philosophie Politique, n.° 7, Presses Universitaires de France, París, 1967, p. 18. Dedicado
a L’idée de légitimité, véanse los demás estudios sobre el tema, especialmente los relativos
a diversos pensadores.
28 Cours familiar de philosophie politique, Fayard, París, 2001. IV.
29 Interesante como introducción a la importancia de la naturaleza para la historia, D.
Arnold, La importancia de la naturaleza como problema histórico. El medio, la cultura y la
expansión de Europa, Fondo de Cultura Económica, México, 2000. Desde un punto de
vista más amplio, véase R. Brague, La sagesse du monde. Hzstoire de l’expérience
humaine de l’univers, cit.
30 Cfr. D. Negro, «Las situaciones políticas», Empresas Políticas, n.° 8, 2007 (primer
semestre).
31 A este respecto, véase para los sistemas políticos actuales, C. de Cueto y M. Buck
(coord.), Manual de sistemas políticos, Comares, Granada, 2007. Para la teoría «pura» de
la democracia, A. García-Trevijano, Frente a la Gran Mentira, Espasa Calpe, Madrid,
1996.
32 Sobre la forma mixta E. Gallego, Sabiduría clásica y libertad política. La idea de
Constitución mixta de monarquía, aristocracia y democracia en elpensamiento occidental,
Ciudadela, Madrid, 2009. Véase también la opinión sobre la forma mixta en los escritores
Florentinos, preocupados por el equilibrio, en Pocock, op. cit.
33 El desgobierno de lo público, Ariel, Barcelona, 2007, cap. 1, p. 33.
34 En realidad, ésta era la idea cara a Maquiavelo. Véase J. G. A. Pocock, op. cit.
35 Véase J. Baechler, Démocraties, Calmann-Lévy, París, 1985.
36 Albatros, Buenos Aires, 1970, XX, 1, p. 505.
37 Interesante todavía a este respecto, el estudio de K. A. Wittfogel, sobre las
sociedades «hidráulicas», Despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario,
Guadarrama, Madrid, 1966. Sin embargo, el despotismo o absolutismo oriental no es
totalitario. El totalitarismo presupone indirectamente el cristianismo y directamente el
Estado, que ocupa el lugar de la Iglesia, sustituyendo la verdad del orden divino según el
cristianismo por su propia verdad.
38 En relación con los problemas que plantea la monarquía véase R. Mousnier,
Monarchies et royautés. De la prehzstoire á nos jours, Perrin, París, 1989.
39 En cambio el juez, sin ser indiferente al ordenamiento jurídico, se ciñe al caso
concreto. Aunque prácticamente no toca el aspecto político, tiene interés para esto C.
Schmitt, Gesetz und Urteil, C. H. Beck, Múnich, 1969.
40 El idioma alemán tiene la ventaja de que hay dos palabras para relación. Una es
Beziehung, que designa cualquier tipo de relación habitual o previsible; la otra es
VerhJltnis, que significa relación constitutiva, fundadora de otras formas de relacionarse.
41 Esto se le escapa a H. H. Hoppe en su inteligente libro Monarquía, democracia y
orden natural. Una visión austriaca de la era americana, Ediciones Gondo, Madrid, 2004.
Lo mismo a A. López-Amo al reivindicar las aristocracias o élites naturales en su libro,
recientemente reeditado, El principio aristocrático, Sociedad de Estudios Políticos,
Murcia, 2008.
42 M. García-Pelayo, Del mito y de la razón en la historia del pensamiento político,
Revista de Occidente, Madrid, 1968. «La corona. Estudio sobre un símbolo y un concepto
político». Int. p. 14. Es muy interesante la opinión de García-Pelayo de que la corona es
«una idea europea precursora de la idea no menos europea del Estado».
43 E. Bussi presta atención en Evoluzione storica dei tipi di stato, al carácter patriarcal
del gobierno. Esto es tal vez una regla de todas las instituciones sociales tradicionales
corno «ampliaciones de la piedad», dice Stefan Breuer (Der Staat, op. cit., 3, 1,-p. 76).
44 On the Medieval Origins of the Modern State, Princeton University Press, Nueva
York, 1970. 1, p. 13. (Sobre los orígenes sociales del Estado Moderno, Ariel, Barcelona,
1986).
46 Cfr. M. Oakeshott, El Estado europeo moderno, Barcelona, Paidós, 2001. Sobre el
patriarcalismo en las formas de gobierno y en el Estado, E. Bussi, op. cit. Para la
Respublica chrzstiana, P. Bellini, Respublica sub Deo. Il primato del Sacro nella esperanza
giuridica Della Europa preumanistica, 13.a ed., Le Monnier, Florencia, 1994.
45 Véase B. de Jouvenel, Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento, Unión
Editorial, Madrid, 1998. En las religiones, el pecado supremo es el de soberbia, el pecado
inherente al poder. Por ejemplo, la explicación bíblica del pecado original o las tres
tentaciones de Jesús. El egoísmo del poder no contenido por la auctoritas, hace que sea
esencial al poder estatal el ser coactivo; sin poder de coacción no existe el Estado y si
existe se difumina a medida que deviene menos coactivo. Mas, por otra parte, tiene que
ser más coactivo a medida que contagia su egoísmo a los individuos al igualarlos y
separarlos. Se forma así un típico círculo vicioso: si el poder estatal, por un lado, fomenta
el individualismo dando pábulo al egoísmo, por otro, para compensar aumenta la coerción.
De este modo el poder estatal tiende a reducir la convivencia a coexistencia.
48 B. de Jouvenel, Sobre el poder, XIII, p. 317.
47 Entre la numerosa bibliografía sobre la razón de Estado, es clásico el libro de F.
Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1958. R. Schnur (ed.), Staatsráson. Studien zur Geschichte Bines
politisches Begrzffs, Duncker & Humblot, Berlín, 1975. M. Stolleis, Staat und Staatsrüson
in der frühen Neuzeit. Studien zur Geschichte des óffentlichen Rechts, Suhrkamp,
Frankfurt a. M., 1990. Chr. Lazzeri y D. Reynié, Le pouvoir de la raison d’état, PUF,
París, 1992. De los mismos, Raison d’État: politique et rationalité, PUF, París, 1992. G-F.
Borrelli, Ragione di Stato e Leviatano. Conservazione e scambio alle origini della
modernitá politica, 11 Mulino, Bolonia, 1993. También Pocock en El momento
maquiavélico.
49 Véase D. Negro, El mito del hombre nuevo, Encuentro, Madrid, 2009.
50 «El filósofo que rompió con la naturaleza como norma», decía Julián Freund, «es
Hobbes, el filósofo del artificio que se presenta como un nuevo Aristóteles. Pero un
Aristóteles que comenzaría por sentar: “la naturaleza del hombre es el artificio”».
L’aventure du politique, cit., p. 17. Y el nuevo artificio tiene dos centros de expansión,
agrega Freund: la máquina -la técnica- y la política, es decir, el contrato: «Hobbes, más
que Descartes, quería vencer a la naturaleza». La sociedad se puede deshacer y hacer o
rehacer, idea que recogió Espinosa.
51 Justificación no es lo mismo que legitimación. La justificación en una de sus
acepciones es la prueba convincente de una cosa y la legitimidad lo que prueba su verdad
(Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, DRAE). La legitimidad política
significa que el poder político -que incluye el ius vitae ac neczs- se ajusta, en tanto
potestas, a la verdad del orden social, que a su vez se ajusta a la de la justicia universal, en
definitiva a la moral de origen divino, sea la de la naturaleza o la de Dios Creador (cfr. E.
Voegelin, Nueva ciencia de la política, Rialp, Madrid, 1968. Nueva ed. de este importante
libro en Katz). Ahora bien, el poder que pretende ser más que potestas, por tanto
independiente de cualquier auctoritas, se autojustifica por su éxito. El del Estado-Nación
se legitima vagamente divinizando la nación como titular de la verdad, autoridad. El poder
de la estatalidad totalitaria, que excluye cualquier otra superioridad o autoridad que no sea
la estatal, se autolegitima autodivinizándose de facto, aunque apele retóricamente al
nacionalismo, la clase, la raza, la cultura… o al subterfugio retórico de la justicia social.
La legitimidad evoca siempre la verdad y, en último termino, lo Divino.
52 Véase la clasificación que hace Carmelo Lisón de los tipos del mal desde un punto
de vista antropológico en «El mal es el Otro… y nosotros», Anales de la Real Academia
de Ciencias Morales y Políticas, LX (2008). Según Lisón, las formas del mal son nueve.
54 Véase el comentario de Marramao sobre el pensamiento de Luhmann como un
intento de disolver la soberanía en Dopo il Leviatano, op. cit., VI
53 En parte por la influencia de la ciencia política norteamericana, que no estudia,
lógicamente, el Estado, puesto que allí no existe hasta ahora, aunque el vocabulario es a
veces impreciso. Ahora bien, como decía Jouvenel, «aun el pensamiento aparentemente
más abstracto se apoya en imágenes, y el pensamiento político está enteramente
gobernado por ellas». Y la imagen mecanicista de sistema es más simplificadora y más
cómoda que la organicista de forma, más natural o espontánea. Mecanicismo y
organicismo son metáforas (véase W. Stark, Be Fundamental Forms of Social Thought,
Routledge & Kegan, Londres, 1962). Y Hobbes, recuerda Esteve Pardo, edificó Leviatán
sobre las seguridades de la ciencia, que era entonces decididamente mecanicista. De
hecho, la visión mecanicista, geométrica, facilita el estudio de los fenómenos sociales al
que la cuantificación le da una apariencia más científica.
56 G. Burdeau, El Estado, Seminarios y Ediciones, Madrid, 1975. Más ampliamente en
los dos primeros volúmenes de su Traité de Science politique, 2.e ed., Librairie Générale
de Droit et dejurisprudence, París, 1967.
55 La obediencia puede ser activa o pasiva. La obediencia política es pasiva. Basta el
hecho de no resistir siempre que no implique conformismo. Véase J. Freund, La esencia
de lo Político, op. cit.
57 Véase G. Marramao, Dopo ilLeviatano, 3.°, 1, 2.
58 Cfr. P. Manent, La cité de l’homme, Fayard, París, 1994.
59 Apologie des ZufJlligen, op. cit., 1, p. 118.
60 Es la impresión que da la reciente Encíclica Caritas in veritate, que conmemora la
nefasta Populorum progressio de Pablo VI. La Iglesia no ha entendido nunca la naturaleza
del Estado y no parece haber aprendido nada de los excesos estatales del siglo pasado que
continúan en el xxi. Es seguramente una consecuencia de la concepción moderna de la
Iglesia y el Estado como las dos sociedades perfectas. Esa doctrina puede explicar la
rápida aceptación del Estado aunque se criticase la razón de Estado. Heinrich Lutz citaba
como una excepción al cardenal Reginald Pole, un hombre al servicio del Estado, cuyo
espíritu habría captado. Ragione di Stato und christliche Staatsethik im 16. Jahrhundert.
Anschendorf, Munster, 2.a ed. 1976. II, 3.
61 Sobre el papel social de la confianza, F. Fukuyama, Confianza (Trust). Las virtudes
sociales y la capacidad de generar prosperidad, Atlántida, Buenos Aires, 1995.
62 Al nacimiento del Estado le acompañaron, decía F. Elías de Tejada, cinco fracturas
del ordo politico medievalis: la ética del maquiavelismo, la religiosa del luteranismo, la
política del bodinismo, la jurídica del hobbesianismo y la sociológica de la paz de
Westfalia. Cit. por M. Ayuso, quien desarrolla estos puntos en ¿Después del Leviatán?
Sobre el Estado y su signo, Speiro, Madrid, 1996, pp. 21 y ss.
63 «El Estado Moderno y toda la ideología de la comunidad política, no llegaron a ser
significativos e influyentes a través de la sacralización del poder desnudo, sino por la
promesa, que parecía ligada al poder político para la salvación del hombre, de lograr los
fines morales que no alcanzó la humanidad durante miles de años». R. Nisbet, The
Questfor Community, Oxford University Press, 1976, 7, 7, p. 175.
64 Robert Nisbet, The Questfor Community, op. cit., prefacio de 1970, p. XIII.
66 Politische Romantik, Duncker & Humblot, Berlín, 1968. Prólogo.
67 Véase sobre este punto F. Kern, Derechos del rey y derechos del pueblo, Rialp,
Madrid, 1955. 1. Más ampliamente, con referencia expresa a la religión «real», D. K. van
Kley, Los orígenes religiosos de la Revolución francesa, Encuentro, Madrid, 2002.
65 Véase R. Rotermundt, Staat und Politik, Westflisches Dampfboot, Münster, 1997,
pp. 53 y ss.
68 Véase E. Troeltsch, El protestantismo y el mundo moderno, Fondo de Cultura
Económica, México, 1951.
69 Staat und Politik. P. 61. Véase lo que sigue.
70 Según A. d’Ors, lo que está detrás es el ideal pacifista del giro a la neutralización
del P. Francisco de Vitoria, al que seguían directamente Gentili y Grocio: «con la
conquista de aquel terreno neutral la teología perdió su voz en el campo de las discusiones
internacionales». «Francisco de Vitoria, neutral» y «Apostillas vitorianas». En De la
guerra y la paz, Rialp, Madrid, 1954, p. 133.
71 Véase R. A. Nisbet, The Social Bond. An Introduction to the Study of Society,
Alfred A. Knopft, Nueva York, 1970, p. 14. Para Nisbet, los mayores procesos del cambio
social se deben a la individualización, a la innovación, a la politización y a la
secularización. Los cuatro concurren en el Estado confiriéndole su naturaleza
revolucionaria, que examina en The Questfor Community, op. Cit.
72 Sobre el concepto revolución, G. Marramao, Poder y secularización, Península,
Barcelona, 1989. El cap. «Tiempo y revolución».
73 Véase M. Walzer, La revolución de los santos. Estudio sobre los orígenes de la
política radical, Katz, Buenos Aires, 2008. Cfr. E. Voegelin, La nueva ciencia de la
política, cit., y Los movimientos de masas gnósticos como sucedáneos de la religión,
Rialp, Madrid, 1966.
74 Para esto, véase por todos, H. de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de
Fiore, 2 vols. Encuentro, Madrid, 1989. Cfr. D. Negro, El mito del hombre nuevo.
75 Véase H. J. Berman, Law and Revolution. The Formation of the Western Legal
Tradition. Harvard University Press, 1983 (traducción española, La formación de la
tradición jurídica de Occidente, Fondo de Cultura Económica, México, 1996).
76 En realidad, el Estado, a pesar de la neutralidad que le atribuyeron correctamente
sus fundadores como su naturaleza en tanto máquina, no es neutral. Por una parte, no es
neutral ante lo que neutraliza y, por otra, precisamente por haber sido la Iglesia uno de su
modelos, heredó de ella el espíritu de misión, inicialmente la de establecer la paz entre los
poderes político-religiosos ubicados dentro de su territorio. Al hablar de la neutralidad
habría que distinguir la neutralidad sin más, como su naturaleza, y la neutralidad
incondicional como una actitud ideológica, por ejemplo, la del Estado de Derecho.
77 «La palabra Estado indica un orden existente para una concreta parte territorial de la
humanidad». H. Krabbe, Die moderne Staatsidee, cit., IX, 1, p. 226.
78 Véase J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico, op. cit.
79 El espíritu de la Polis revivió en las ciudades del norte de Italia. «La teoría de la
Polis y de su estructura constitucional se hizo esencial para la empresa humanista»,
escribe Pocock en ElMomento maquiavélico, II, [I1, p. 151. Entre otros efectos, se politizó
la virtud. Ibíd., [II1, p. 161.
80 «Sobre el no-estatismo de Roma», en Ensayos de Teoría Política, Eunsa, Pamplona,
1979. También, del mismo, «Autarquía y Autonomía», Revista La Ley, Buenos Aires, 29
de abril de 1981. Sobre la esencial romanidad de Europa, R. Brague, La vía romana,
Gredos, Madrid, 1992. Cfr. Ranke, op. cit.
81 Véase su descripción de estas dos formas pre o paraestatales en los ensayos
«Federico II de Suabia y el nacimiento del Estado Moderno» y «Sobre las razones
históricas de la razón de Estado». Ambos en Del mito y de la razón en el pensamiento
político, Revista de Occidente, Madrid, 1968.
82 W. Naeff, La idea del Estado en la Edad Moderna, op. cit., II, p. 35. Naeff destaca
brevemente la importancia de la Polis griega como modelo del Estado y la influencia
bizantina.
83 H. Krabbe, Die moderne Staatside, op. cit., IX, II, p. 237.
84 A. Weber, La crisis de la idea moderna del Estado en Europa, 1, 2, p. 15.
86 «Y el desarrollo histórico del capitalismo no es otra cosa, proseguía Hintze, que la
serie coherente de transformaciones que tuvo que soportar la vida económica de una etapa
anterior para poder llegar a ser el sustrato de una abstracción tal; pero, al mismo tiempo,
es la suma de otras transformaciones que, a su vez, lo alejan de este tipo ideal y lo llevan a
una etapa nueva y desco nocida. Por eso, la división en capitalismo temprano, alto
capitalismo y capitalismo tardío, que subyace a la obra [de Sombart sobre la historia del
«capitalismo»], resulta ser una consecuencia necesaria de la forma de consideración ideal-
típica que también en la historia del arte, de donde posiblemente fue tomada, se basa en
los mismos presupuestos»… El capital no es, como difundió Marx, «un poder secreto y
sobrehumano con una ley propia de desarrollo y además ley natural…». La importante
recensión de Hintze (1929), no demasiado conocida, al famoso libro de Sombart -que fue
seguramente el inventor del «capitalismo» (Marx sólo habló de capital y capitalista)-, está
traducida en O. Hintze, Feudalismo-Capitalismo (Recopilación de G. Oestreich, Alfa,
Barcelona-Caracas, 1987), «El capitalismo moderno como individuo histórico». Las citas
en 1, pp. 128-129 y 131-132.
85 Historia de las formas políticas, op. cit., 8, p. 306.
87 C. Offe, Contradicciones en el Estado de Bienestar, Alianza, Madrid, 1990, 4, pp.
127-128.
88 La dictadura. Desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta
la lucha de clases proletaria, Revista de Occidente, Madrid, 1968, 1, a), pp. 44-45.
90 O. Kallscheuer, Gottes Wort und Volkes Stimme. Glaube, Macht, Polítík, Fischer,
Frankfurt a. M., 1994. Este autor centra el carácter revolucionario de la Iglesia en la
revolución de San Agustín y el racionalismo de Santo Tomás, 3, p.51.
91 El Imperio medieval era teóricamente el brazo temporal de la Iglesia. Ahora, la
citada encíclica Caritas in veritate, parece apuntar, sorprendentemente, a un Estado
universal. Una sugerente novela sobre el Estado, Gobierno o Autoridad universal es la de
R. H. Benson, El señor del inundo, Hoino Legens, Madrid, 2006.
89 Cfr. D. Negro, «En torno a las respuestas ateopolíticas al silencio de Dios», Anales
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, n.° 86 (2009).
93 Monarquía, democracia y orden natural, op. cit., p. 34.
92 Véase A. d’Ors, «Teología política. Una revisión del problema», Revista de
Estudios Políticos, n.° 205 (1976). Cfr., recientemente, A. Adam, Politische Theologie.
Eine kleine Geschichte, Pano Verlag, Zúrich, 2006.
94 Sobre el poder, op. cit., prólogo.
95 Véase R. Brague, La loi de Dieu, Gallimard, París, 2005.
96 Véase J. Vallet de Goytisolo, ¿Fuentes normales del derecho o elementos
mediadores entre la naturaleza de las cosas y los hechos jurídicos?, Marcial Pons, Madrid,
2004.
97 Para J. Álvarez Caperochipi, el Estado es «la divinidad de un mundo que declara a
Dios escondido». Reforma protestante y Estado Moderno, Civitas, Madrid, 1986. II, II, 1,
p. 84. Afirma este autor, que es imprescindible relacionar la organización del Estado «con
la de la Iglesia» así como «su Derecho con la teología». No obstante, su causa histórica es
la Reforma.
99 Historia de las formas políticas, op. cit., 8, pp. 299 y ss.
98 Véase la descripción que hace Carl Schmitt de los ámbitos conflictivos en su
apéndice «La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones», en El concepto de lo
Político, Alianza, Madrid, 1991.
100 Legalidad y legitimidad, op. cit., Aguilar, Madrid, 1971.
101 Oakeshott, El Estado europeo moderno, op. cit.
1 El poder. Los genios invisibles de la ciudad, op. cit., 3, p. 31.
2 Cfr. J. Russ, Les théories du pouvoir, Librairie Genérale Francaise, París, 1994,11,1,
1,2 p. 72
3 G. Oestreich relacionaba el espíritu del Estado de Poder con el estoicismo romano:
en «Der rómische Stoizismus und die oranische Heeresreform», presenta ajusto Lipsio,
por cierto muy influyente en el español Quevedo, como un teórico de ese Estado: «justus
Lipsius als Theoretiker des neuzeitlichen Machtstaates». Ambos escritos y otros sobre el
influjo del neoestoicismo en Geist und Gestalt des frühmodernen Staates. Ausgewühlte
Aufsdtze, Duncker & Humblot, Berlín, 1969. H. Münkler y R. Aron veían en Tucídides el
primer teórico de la política de poder. De Münkler, In Namen des Staates. Die
Begründung der Staatsraison inn der Fhühen Neuzeit, Fischer, Frankfurt a. M., 1987. 1.
De Aron, Dimensiones de la conciencia histórica, Tecnos, Madrid, 1962, V. Véase
también, del mismo, Paz y guerra entre las naciones, Revista de Occidente, Madrid, 1963.
4 Para el humanista Maquiavelo, la virtú viene a ser una combinación de la concepción
antigua de la virtud como valor con la gracia divina. La fortuna, otro concepto de la
Antigüedad clásica, corresponde a una visión a-teológica, es decir, puramente natural, de
la Providencia.
5 Sobre las Monarquías Estatales como formas dictatoriales del gobierno (dictaduras
comisarias), C. Schmitt, La dictadura, op. cit.
8 A la verdad, Bodino, un pensador a medias medieval, seguía considerando al pueblo
el depositario y sujeto del poder. Es la puzssance del pueblo como una totalidad lo que
representa el soberano. El problema consiste en que éste se arroga la representación por
derecho propio.
6 Cfr. E.-W. Bóckenfórde, Staats, Gesellschaft, Freiheit. Studien zur Staatstheorie und
zum Vesfassungsrecht, Frankfurt a. M., 1976. «Entstehung des Staates als Vorgang der
Skularsation», II, p. 51.
7 El hombre y el Estado, Guillermo Kraft, Buenos Aires, 1962, II, III, p. 49. «El
concepto de soberanía», dice Maritain en las conclusiones de este capítulo, «es un
concepto del absolutismo». «Está claro que el pueblo no es soberano». Véanse los tres
primeros capítulos de esta obra. El tema de la soberanía plantea con crudeza si el Estado
puede ser democrático, como se afirma con frecuencia, incluso por el propio Maritain.
Podrán serlo -muy relativamente- las estructuras en que descansa, como dice Koch, pero
no el Estado en tanto forma de mando, aunque éste se presente como impersonal (lo que
sirve para eludir las responsabilidades políticas, de naturaleza personal). La realidad es
que el Estado, aunque en sí mismo es democrático en el sentido de igualador,
homogeneizador y masificador, al monopolizar la libertad política y excluir el
autogobierno constituye un fuerte obstáculo para la auténtica democracia, salvo en el
sentido de democracia «formal» o procedimental, confiando en las buenas intenciones del
Gobierno. El Estado, por muy democrático que sea, impide o falsifica la democracia.
Implica por definición que el mando esté en manos de oligarquías. No es lo mismo la
democracia con el Estado que con el mero Gobierno.
9 Véase el cap. XII de G. H. Sabine, Historia de la teoría política, Fondo de Cultura E.,
México, 1994. Para Bodino el cap. XXI.
10 A. Finkelkraut y P. Sloterdijk, Los latidos del mundo, Amorrortu, Buenos Aires,
2008. XIV.
11 Para Bocino, F. J. Conde, El pensamiento político de Bocino. En Escritos y
fragmentos políticos, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1974.
12 Principios de gobierno y política en la Edad Media, Revista de Occidente, Madrid,
1971. Véase también E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología
política medieval, Alianza, Madrid, 1985. Una historia de la expresión vox populi, G.
Boas, Vox populi. Essays in the History of an Idea, John Hopkins Press, Baltimore, 1969.
13 L’État classique. 1652-1715. Regarás sur la pensée politique de la France dans le
second XVIréme siécle, Vrin, París, 1996. Naturalmente, las cronologías varían según los
países. Entre la literatura sobre el absolutismo, H. Durchhardt, La época del Absolutismo,
Alianza, Madrid, 1992. W. Hubatsch (Ed.), Absolutismus, Wissenschafliche
Buchgesellschaft, Darmstadt, 1988. R. Bonney, L’absolutisme, PUF, París, 1989. útil,
desde una perspectiva marxista y porque lo estudia en diversos países, P. Anderson, El
Estado Absolutista, Siglo xxi, Madrid, 1979.
14 Véase H. Méchoulan y E. Le Rey Ladurie, L’État Baroque. 1610-1652. Regarás sur
la pensée politique de la France du premier XVIIéme siécle, Vrin, París, 1985.
15 Véase C. Schmitt, La dictadura…, op. cit.
16 Una historia del absolutismo en R. Mousnier, La monarchie absolue du Véme siécle
á nos jours, PUF, París, 1982. El concepto absolutismo tiene mala prensa desde la
revolución francesa. Recientemente es objeto de discusiones acerca de su expresividad; en
todo caso, se tiende a moderar su alcance. La Monarquía Absoluta (en realidad ninguna se
denominó así) tenía más limitaciones que los Estados democráticos actuales. Véase de R.
G. Asch y H. Duchhardt, El Absolutismo. ¿Un mito? Revisión de un concepto
historiográfico clave, Idea Books, Barcelona, 2000. Quizá sea una causa de la connotación
atribuida al término absoluto su indistinción del Estado Despótico, aunque tampoco se
deben cargar sobre éste las connotaciones negativas.
18 Véase G. J. Schochet, Patriarchalism in Political Thought, Blackwell, Oxford, 1975.
El texto clásico es el de R. Filmer (1640, publicado en 1680), Patriarca o el poder natural
de los reyes, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1966. Un estudio también clásico es
el de J. N. Figgis, El derecho divino de los reyes (1896), Fondo de Cultura Económica,
México, 1942.
17 Cfr. A. G. R. Smith, The Emergence of a Nation State. The commonwealth of
England. 1529-1660, Longman, Londres/Nueva York, 1984. R. Eccleshall, Order and
Reason in Politics. Theories of Absolute and Limited Monarchy in Early Modern England,
Oxford University Press, 1968.
19 Cfr. M. Herrero (ed.), Carl Schmitt und Álvaro d’Ors. Briefwechsel, Duncker &
Humblot, Berlín, 2004. 32, pp. 146-147.
20 El papa Pablo VI renunció a la tiara, símbolo del poder temporal, al clausurar el
Vaticano II. El concilio había abandonado ciertamente la definición de la Iglesia como
sociedad perfecta que aplicaba también al Estado, centrándose en cambio en las
definiciones de la Iglesia como Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. No obstante, los
efectos de un concilio suelen ser a largo plazo y la idea de la sociedad perfecta sigue
impidiéndole a la Iglesia captar el inmanentismo inherente al Estado y su incompatibilidad
con él.
Esa teoría sigue siendo asimismo un obstáculo para una clara teología política. Por
ejemplo, la reivindicación doctrinal tan frecuente de un espacio público para la religión y
la Iglesia -fundamental, por lo menos en sus inicios, en la teología política de Metz o
Moltmann-, a pesar de sus buenas intenciones equivale a entrar en el juego del
pensamiento estatal, para el que lo público es precisamente la estatalidad. Al ser la Iglesia
una comunidad espiritual, es co mún para todos, sobre todo para los fieles, y lo común no
es lo público según la jerga estatal. Lo esencial, como siempre, es la libertad. En este caso
la libertad religiosa, fundamento de todas las libertades, al implicar la libertad de la
conciencia. En el fondo se trata de la oposición entre la fe y el poder del Estado.
21 Véase N. Ramiro Rico, «La soberanía» en El animal ladino y otros estudios
políticos, Alianza, Madrid, 1980.
22 Cfr. R. Fernández-Carvajal, El lugar de la ciencia política, Universidad de Murcia,
1981. Dolf Sternberger distinguía tres etapas en el pensamiento político: la politológica
(caracterizada por el pensamiento de Aristóteles), la escatológica (por el de San Agustín) y
la demonológica (que corresponde al pensamiento moderno a partir de Maquiavelo). Drei
Wurzeln der Politik. 2 vols, Insel, Frankfurt a. M., 1978. La última es la cratológica, en la
que el poder en sí pasa al primer plano.
23 Sobre el Estado como una máquina, C. Schmitt, «El Estado como mecanismo en
Hobbes y en Descartes», Razón Española, n.° 131 (mayo-junio 2005).
24 Un estudio clásico sobre esta famosa frase es el de F. Hartung «L’État c’est moi»,
en Staatsbildende Kráfte der Neuzeit, Duncker & Humblot, Berlín, 1961.
25 El poder de los reyes, op. cit., 4, p. 259.
26 «Hacer que sirva la autoridad del príncipe para la realización de las reformas
deseables: tal es, en último término, el pensamiento político de Voltaire», «que no es ni
revolucionario, ni demócrata, ni siquiera liberal». H. Michel, en su casi olvidado libro, sin
embargo muy informativo y sugerente, L’idée de l’état. Essaie critique sur l’histoire des
théories sociales et politiques en France depuis la révolution, Scientia Verlag, Aalen, París,
1973. Intr., pp 112-113.
27 El autogobierno es el resultado de la libertad política, libertad colectiva. Implica
sobre todo el asociacionismo, y el autogobierno municipal. También, en su caso, de las
comarcas, provincias, condados, regiones, etc.
28 «La situación excepcional consiste en el estado polémico más o menos acentuado o
explosivo que el conflicto provoca, en tanto introduce una ruptura en el curso ordinario de
las cosas, dado que pone en tela de juicio, incluso en peligro, el orden existente». J.
Freund, Sociología del conflicto, cit., II, p. 80. Observa Freund que la ideología igualitaria
carga la noción de excepción con una connotación ética desfavorable.
29 Véase F. Hartung, «Der Aufgeklrte Absolutismus», en Staatsbildende Kráfte der
Neuzeit, op. cit.
31 Ibid.. Concl. p. 365.
30 Le despotisme éclairé, Fayard, París, 1969. Al comienzo, Bluche estudia
comparativamente las diversas formas europeas del Despotismo Ilustrado, acentuando la
importancia del de Federico el Grande.
32 Véase G. Ferrero, El poder, op. cit., p. 7.
33 Véase L. Díez del Corral, La Monarquía Hispánica en el pensamiento político
europeo. De Maquiavelo a Humboldt, Revista de Occidente, Madrid, 1975.
34 Véase también de L. Díez del Corral, Velázquez, la Monarquía e Italia, Madrid,
Espasa-Calpe, 1979.
35 Para este concepto, fundamental H. Gollwitzer, Geschichte des weltpolítzschen
Denkens, 2 vols., Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, 1972 y 1982.
38 Poder y derecho. Del Antiguo Régimen al Estado Constitucional de España. Siglos
XVIII a XIX: concepto, instituciones y estructuras administrativas en el nacimiento del
Estado Moderno, Marcial Pons, Madrid, 2009.
37 Cfr. sobre este discutido episodio, J. J. Jerez, Pensamiento político y reforma
institucional durante la guerra de las Comunidades de Castilla (1520- 1521), Marcial Pons,
Madrid, 2007.
36 Los reinos del Perú. Apuntes sobre la monarquía peruana, Dupla Editorial, Lima, 2.’
ed. 2001. G. Bueno coincide en un importante estudio -España frente a Europa-, en que la
idea española de forma política ha sido siempre el Imperio.
40 Esto contribuyó a que las oligarquías ilustradas hispanoamericanas se
independizasen de la Península para tener sus propios Estados, aprovechando el caos de la
guerra peninsular contra Napoleón. Desde entonces, la historia política de aquellos
territorios es una lucha entre las oligarquías. A mediados del siglo xx, muchos oligarcas
hispanoamericanos empezaron a ver en el socialismo o el marxismo el medio para seducir
a las masas e imponerse a sus adversarios consiguiendo el poder absoluto. Estas mismas
tendencias se trasladaron a la Península al perderse los restos del Imperio en 1898, donde
empezaron a prosperar los nacionalismos separatistas dirigidos por oligarquías locales. La
historia moderna y contemporánea de España es ininteligible sin Hispanoamérica.
41 Véase D. Negro, Sobre el Estado en España, Marcial Pons, Madrid, 2007. No
obstante, el eco de la Monarquía Hispánica siguió actuando, incluso en nuestros días.
39 La excepcionalidad había sido una característica de la Monarquía Hispánica con la
que intentaron terminar los Borbones. Los Borbones sustituyeron los consejos por las
secretarías de Estado organizadas según criterios técnicos estatales, militarizaron la
administración hispanoamericana y transformaron aquellos reinos en colonias al estilo
francés, es decir, al servicio de la metrópoli.
42 La socialdemocracia alemana, que fue la más influyente, había renunciado en 1959
al marxismo y al dogma de la lucha de clases en el congreso de Bad Godesberg.
44 Cfr. S. González Varas, España no es diferente, Tecnos, Madrid, 2002. Cfr F. Sosa
Wagner e 1. Sosa Mayor, El Estado fragmentado. Modelo austrohúngaro y brote de
naciones en España, Trotta, Madrid, 2006. En la génesis del absurdo Estado de las
Autonomías pueden haber influido asimismo las ideas sobre el Estado Pluralista de los
socialistas ingleses G. D. H. Cole y Harold Laski.
43 Anticipó bastantes cosas al respecto G. Fernández de la Mora en Los errores del
cambio, Plaza & Janés, Barcelona, 1986.
45 Cfr. A. Nieto, El desgobierno de lo público, op. cit., centrado en el análisis del
funcionamiento del Estado español actual.
46 Una descripción clásica de la situación histórica política del Imperio en la época
moderna es el escrito de G. W. F. Hegel, La Constitución de Alemania (1802), 2.a edición
Tecnos, Madrid, 2010. La literatura alemana al respecto es casi interminable. Véanse,
como síntesis, los artículos de los libros citados de G. Oestreich y Fritz Hartung dedicados
al tema.
47 Véase la síntesis de A. C. Pereira Menaut, El ejemplo constitucional de Inglaterra,
Facultad de Derecho de la Univ. Complutense, Madrid, 1992. Del mismo, Rule of Law o
Estado de Derecho, Marcial Pons, Madrid, 2003.
48 No obstante, esto ha tenido consecuencias. Una de ellas, que el liberalismo moderno
hizo suya la artificiosa doctrina contractualista, confundiéndola con el pactismo, a pesar
de la crítica posterior de Hume. Otra, que el liberalis mo perdió su conexión con la
tradición medieval de la que procede a consecuencia del contractualismo lockeano. Una
tercera, que, por la importancia atribuida por Locke a la opinión, con razón desde el punto
de vista estrictamente político si el Gobierno es tan sólo fiduciario, el liberalismo acabó
adscribiéndose también a la idea del Estado-Nación de que la opinión de las mayorías es la
fuente directa de la verdad política y extrapolítica.
49 Hay varias ediciones españolas de este libro, uno de los más importantes del
pensamiento político del siglo xx.
50 Cfr. todavía A. de Riencourt, Los Césares venideros, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1968.
51 Una síntesis de las críticas en este sentido a la Constitución norteamericana en H. H.
Hoppe, Monarquía, democracia y orden natural, op. cit., 13. El intervencionismo es debido
al presidencialismo, que, como todas las instituciones políticas, incluida la separación de
poderes, no es una solución perfecta al problema de las formas de gobierno. El orden
político, precisamente por su carácter superficial, está siempre a expensas a las
fluctuaciones del orden social, especialmente del éthos, en definitiva, de la naturaleza
humana. Ésta es una de las causas del pesimismo inherente al pensamiento político y del
carácter reiterativo de sus temas fundamentales.
1 Los orígenes del Estado Moderno. Historia de las ideas políticas en el siglo XIX,
Magisterio Español, Madrid, 1977.
2 Véase R. Legros, El advenimiento de la democracia, Caparrós, Madrid, 2003.
4 La palabra civilización, que comenzó a circular en el siglo XVIII, evoca la ciudad,
las maneras del ciudadano; la palabra cultura, cultivo, tiene un sentido más amplio. Es
significativo que las ciudades donde se concentra el poder estatal -o sus sucursales-
tienden inexorablemente a crecer a costa del campo.
3 El rapto de Europa, Revista de Occidente, 2.a ed., Madrid, 1964. V.
5 Cfr. E. García de Enterría, La lengua de los derechos. La formación del Derecho
Público europeo tras la Revolución Francesa, Alianza, Madrid, 1995.
6 Lecciones sobre la historia universal, Revista de Occidente, Madrid, 1953. Vol. II, 4.°
parte, III, 3, a), p. 393.
8 P. Grossi, Prima lezione di diritto, Al Comienzo, Laterza, Roma-Bar¡, 2004.
7 En la difusión de la ideología de los derechos del hombre, tuvo gran importancia el
librillo de igual título de Tom Paine Los derechos del hombre (1790), una réplica a las
Reflexiones sobre la Revolución francesa de Burke. Paine, quien había publicado en 1766
El sentido común en defensa de la revolución norteamericana, interpretaba en clave
contractualista racionalista la Declaración de derechos de 1776, relacionándola con la
francesa. El ensayo de Paine es al mismo tiempo una buena síntesis del espíritu que
animaba a los revolucionarios franceses, de los que se apartó el autor al ver el curso
contrario a la americana que tomaba su revolución al fracasar el pequeño «grupo inglés»
de la Asamblea Constituyente en la que se impuso el pensamiento de Rousseau de la
voluntad general.
9 No deja de ser significativo de la continuidad de la revolución, que Sieyés colaborase
después en el golpe de 18 de Brumario de Napoleón. De Sieyés, cuyo espíritu es el de la
Revolución francesa (P. Bastid), véase es el tercer estado?, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1950 y otras eds.
13 Mitología jurídica de la modernidad, Trotta, Madrid, 2003. 1, 1.
11 La Volonté de savoir, Droit de mort et pouvoir pour la vie. Gallimard, Paris, 2006.
10 Sobre los tipos fundamentales del Derecho, cfr. C. Schmitt, Sobre los tres modos de
pensar la ciencia jurídica, cit.
12 Cfr. P. G. Grasso, El problema del constitucionalismo después del Estado Moderno,
Marcial Pons, Madrid, 2005
14 Cfr. P. Grossi, Historia del derecho de propiedad. La irrupción del colectivismo en
la conciencia europea, Ariel, Barcelona, 1986.
15 Á. d’Ors, «“Exousia” en el Nuevo Testamento» en Ensayos de teoría política, op.
cit.
16 Interesante todavía, D. Fahey, The Mystical Body of Chrzst and The Reorganization
of Society, The Forum Press, Cork, 1945, II, espec. Cap. VI.
v Véase R. Domingo, Auctoritas, Ariel, Barcelona, 1999. El autor sigue el pensamiento
de su maestro Álvaro d’Ors, de quien es discípulo. Sobre este original pensador, M. A.
Vanney, Libertad y Estado. La filosofía jurídico-política de Álvaro d’Ors,
Aranzadi/Thompson Reuters, Pamplona, 2009.
18 Apologie des Zuf illigen, 1, pp. 118-119.
19 La lo¡ de Dieu. 14, p. 411. Brague examina como ejemplos de la historificación de
la ley divina los casos de Sumner Maine, Bachofen y Fustel de Coulanges.
20 Para la evolución de la visión de la naturaleza, R. Brague, La Sagesse du monde,
Fayard, París, 1999. (Hay ed. española: La sabiduría del mundo, Encuentro Ediciones,
Madrid, 2008).
22 Algo al respecto en D. Negro, El mito del hombre nuevo, op. cit.
21 Cfr. el excelente estudio preliminar de M.’ T. González Cortés a su edición del libro
de Graccus Babeuf, El sistema de despoblación. Genocidio y Revolución francesa, Eds. de
la Torre, Madrid, 2008.
23 Cfr. J. Freund, L’aventure du politique, op. cit., p. 16.
24 Entre la literatura sobre el concepto de Constitución y su evolución sigue siendo
fundamental C. Schmitt, Teoría de la Constitución, Revista de Derecho Privado, Madrid,
1935 y edcs. posteriores. También C. J. Friedrich, Gobierno constitucional y democracia,
2 vols., Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975.
25 Véase sobre esta paradoja G. H. Sabine, Historia de la teoría política, XXIX, pp.
159 ss.
27 «Reconozcamos que la moral es una ciencia que nosotros construimos como todas
las demás, y no es más que el conocimiento de los efectos de nuestras inclinaciones y de
nuestros sentimientos sobre nuestra felicidad», escribió el idéologue Desttut de Tracy, uno
de los que importunaban a Napoleón. Cit. por B. de Jouvenel en Sobre el poder, XVI p.
402. Sin embargo, como insiste Brague, sólo existe una ley moral, la «ley natural», entre
otras causas porque la naturaleza humana es la misma en todas partes. Los intentos
actuales de fabricar éticas son en realidad una derivación del artificialismo y de la
revolución.
26 Coursfamilier de philosophie politique, Fayard, París, 2001. XVII, p. 209.
29 Véase Á. d’Ors, Revista La Ley, n.° 76, op. cit.
28 A la verdad, hay motivos para pensar con Hannah Arendt que Kant ironizaba en su
célebre escrito La paz perpetua. Aunque también estaba ya muy mayor cuando escribió
ese opúsculo.
30 G. Fernández de la Mora, El crepúsculo de las ideologías, Espasa-Calpe Austral,
Madrid, 1986. II, p. 61.
31 Véase H. Welzel, Introducción a la filosofía del Derecho, Aguilar, Madrid, 1971.
111, 4. No obstante, la historia de los derechos humanos comienza con la Declaración de
Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Asamblea Constituyente francesa de 27 de
agosto de 1790. Como dijo Robespierre, la Revolución francesa fue «la primera
revolución fundada sobre la teoría de los derechos de la humanidad».
32 Tecnos, Madrid, 2000. Para el panorama de la situación intelectual y especialmente
en relación con Saint Simon y Comte, F. A. Hayek, La contrarre volución de la ciencia.
Estudios sobre el abuso de la razón, Unión Editorial, Madrid, 2003.
33 El profético discurso de Tocqueville está incluido en la Antología Igualdad social y
libertad política, Magisterio Español, Madrid, 1978.
34 El hombre y el Estado, op. cit, III, I, p. 70.
35 Véase Rafael Gambra, El silencio de Dios, Ciudadela Libros, Madrid, 2007. Cfr. P.
Manent, La Cité de l’Homme, op. cit.
37 Ibíd., 1, p. 15. Para Bóckenfórde, el Estado es el adelantado de la secularización.
38 Véase A. Anter, Die Macht der Ordnung, Mohr Siebeck, Tubinga, 2004. VI, 4.
36 E. W. Bóckenfórde, Staat, Gesellschaft, Freiheit. «Die Enstehung des Staates…» ,
III, p. 59.
39 Georg Jellinek, Teoría general del Estado, Fondo de Cultura Económica, México,
2000, X, 5, p. 245.
40 La nueva concepción secular del tiempo que comenzó a formarse en el seno del
humanismo renacentista es un tema central de Pocock.
41 Dentro de la teología de las naciones, hay incluso una teología específica de los
ángeles de las naciones. Véase recientemente el número del Anuario Politica e Religione
(Morcelliana, Brescia, 2007) titulado Angel¡ delle nazioni. Origine e sviluppi di una figura
teologico-politica. En la colaboración de J. Bernhardt, este autor equipara los ángeles de
las naciones al «espíritu del pueblo», concepto politizado después.
42 Útil para todo esto el ensayo de G. Leibholz «Pueblo, Nación y Estado en el siglo
Xx», en Conceptos fundamentales de la política y de teoría de la Constitución, Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1964.
43 Der Staat, op. cit., VI, 4, p. 191.
44 Cfr. E. Voegelin, Die politischen Religionen, Wilhelm Fink, Múnich, 1996.
45 El Estado. La lógica del poder político, Alianza, Madrid, 1993, 2, pp. 86- 87.
Escribe Jasay un poco antes que sólo una falsa conciencia puede incitar al pueblo a aceptar
el Estado, puesto que «el más altruista de los Estados no podría perseguir otros fines que
los suyos propios», 1, p. 76.
46 Véase M. Porta Perales, La tentación liberal. Una defensa del orden establecido,
Península, Barcelona, 2009, pp. 90 y ss.
47 Véase R. Fernández-Carvajal, El lugar de la ciencia política, Universidad de
Murcia, 1981, pp. 69 y ss.
49 Sobre el poder, op. cit., XVIII, p. 440.
48 Véase J. D. Douglas, The Myth of Welfare State, Transaction Publishers,
Brunswick/Oxford, 1989.
50 Véase A. de Jasay, El Estado. La lógica, op. cit., 3, pp. 173 ss.
51 Véase B. L. Benson, The Enterprise of Law. Justice without the State, Pacific
Research Institute for Public Policy, San Francisco, 1990. (Edición española, justicia sin
estado, Unión Editorial, Madrid, 2000).
52 Cfr. B. Wi ims, Einführung in die Staastlehre, UTB Scháningh, Paderborn 1979.
53 Véase D. Carrión Morillo, Tocqueville. La libertad política en el estado social,
Delta, Madrid, 2007.
54 El poder, op. cit., 14 y ss. Este libro de Ferrero gira en torno a la legitimidad -la
falta de fundamento de la obediencia- y sus problemas a partir de la revolución francesa.
Compara la época con la situación del Imperio Romano, que vivió mucho tiempo, no en la
cuasi legitimidad, sino en franca ilegitimidad.
55 G. Ferrero, El poder, op. cit., 5, p. 51. Véase todo este capítulo.
56 Delegación y comisario se refieren a la democracia igualitaria. Así, Robespierre
definía la democracia como «un Estado en el que el pueblo soberano, guiado por las leyes
que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede hacer, y por los delegados todo lo
que no puede hacer él mismo». Cit. en J. Russ, Les théories du pouvoir, op. cit., II, 1, 3,
3,3, B, p. 98. Tocqueville le comentaba en sus cartas a Stuart Mill que el porvenir de la
democracia dependía del resultado de la lucha entre la delegación y la representación. En
los regímenes izquierdistas suelen prevalecer la delegación y el comisariado.
58 La lengua de los derechos, op. cit., 4, VI, p. 203.
57 Napoleón inventó el militarismo que, en realidad, es más propio de gobernantes
civiles que de militares, contra lo que cree ingenuamente el pacifismo. La mentalidad
militar, conocedora de la realidad de la guerra, no es propensa a las aventuras bélicas. El
militar suele ser más patriota que nacionalista. Por ejemplo, la Wehrmacht era muy
reticente ante al militarismo de Hitler.
59 «Si las limitaciones eran producto de la utilidad y/o de circunstancias históricas
determinadas, no se las podría defender como principios y dejarían de tener vigencia en
cuanto cambiaran el cálculo utilitario o las circunstancias. Por el contrario, si la limitación
era una cuestión de principios, surgía el problema de definir e imponer los principios al
Estado sin menoscabar por ello su soberanía». J. Breuilly, Nacionalismo y Estado,
Pomares-Corredor, Barcelona, 1990,p.375.
60 La expresión la empleó al parecer por primera vez con cierta precisión C. Th.
Welcker en 1813 como equivalente a «Estado de Razón»; luego Ven Aretin en 1824, como
aquel Estado en el que «se gobierna según la voluntad general racional y sólo se busca lo
mejor de modo general»; finalmente Mohl en su Staatsrecht de 1829, como «Estado del
Entendimiento».
61 La intensidad es un concepto político fundamental relacionado con el conflicto,
poco estudiado. No tiene que ver necesariamente con la cantidad. Depende en gran parte
de las emociones que suscita, aunque su importancia depende del grado con que se
produzca. Un buen ejemplo es el caso reciente de la participación, en realidad simbólica,
de España en la guerra de Irak. Hábilmente manejada, suscitó fuertes emociones,
cambiando el gobierno. Su componente psicológico es muy fuerte, sin descartar el
sociológico. Véase el comentario de Julián Freund sobre este concepto schmittiano en
Sociología del conflicto, op. cit., III, pp. 42 ss.
62 Véase El defensor de la Constitución, op. cit.
64 «Entstehung und Wandel des Rechtsbegriffs», en Staat, Gesellschaft, Frieheit. 1, p.
66 (este ensayo está traducido en Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia,
Trotta, 2 Madrid, 2000).
63 Véanse por ejemplo los sucintos estudios sobre la doctrina de sus principales
teóricos en M. J. Sattler (Ed.), Staat und Recht. Die deutsche Staatslehre im 19. und 20.
Jahrhundert, List Verlag, Múnich, 1972.
65 Según Hintze, Alemania es el país clásico de los funcionarios en el mundo europeo,
lo mismo que China en Asia y Egipto en la Antigüedad. Eso era entonces.
66 Véase P. Kléber Monod, El poder de los reyes. Monarquía y religión, 1589-1715. 2,
pp. 124 ss.
68 Bussi, Evoluzione storica, op. cit., XVI, 4. En este Estado se elaboró una teoría del
Fisco (Fiskus-Lehre) como parte del ius politiae para la tutela jurisdiccional de los
súbditos, el antecedente alemán del derecho administrativo. Ibid., XVI, 9.
69 Recht., Staat, Freiheit. Frankfurt a. M., 1991. «Der Staats als Organismus. Zur
staatstheoretisch verfassungspolitischen Discussión im frühen Konstitonalismus». 1, p.
164.
70 «El monarca, con cuya persona se identificaba el Estado, se convirtió en un órgano
del Estado como persona jurídica, con la que ya no podía identificarse. Sus derechos
señoriales se convirtieron en facultades orgánicas, definidas y limitadas por la
Constitución». El Estado de la sociedad industrial, op. cit., «Evocación del Estado», p. 13.
67 E. Bussi, Evoluzione storica dei tipi di Stato, op. cit., XIV, 4
71 A la verdad, la primera Constitución española fue la de Bayona, impuesta por
Napoleón en 1809. Replicando al modelo francés, los constitucionalistas de Cádiz,
inventaron el culto a la Constitución, de la que esperaban la solución de todos los males.
En su confusión, hasta imaginaron la existencia de un EstadoNación, la nación política
como titular de la soberanía, degradando la Monarquía Hispánica -un Imperio- a
Monarquía Constitucional, no sólo sin Estado sino sin una burguesía ni una nación
política, pues el levantamiento contra Napoleón fue obra de la nación histórica, cuya
Constitución tradicional era, por otra parte, la que, en su confusión, pretendían reivindicar
los gaditanos.
72 Staat, Gesellschaft, Freiheit. «Die Enstehung des Staates…» , III, p. 60.
73 C. Schmitt, El defensor de la Constitución, op. cit., II, 1, a), p. 136. Schmitt
examina ahí la neutralidad del Estado de Derecho en la perspectiva de la Constitución de
Weimar, propugnando como se indicó, si no un régimen, una solución presidencialista
apoyada en la propia Constitución.
75 Cit. por G. Weigel en Política sin Dios, Cristiandad, Madrid, 2005. Nota en p. 59.
74 Cfr. F. Gentile, El ordenamiento jurídico, entre la virtualidad y la realidad, Marcial
Pons, Madrid, 2001.
76 El mayor adversario de Kelsen fue Schmitt. Interesante la comparación de las
posiciones de ambos en G. Lombardi, Carl Schmitt y Hans Kelsen, La polémica
Schmitt/Kelsen sobre la justicia constitucional, Tecnos, Madrid, 2009.
78 An Essay on Government (1820), The Liberal Arts Press, sNueva York, s/f, VI, p.
67. Su hijo John Stuart Mill estudió luego más ampliamente la cuestión en sus famosas e
influyentes Consideraciones sobre el Gobierno Representativo, Tecnos, Madrid, 2007.
77 Sobre esto, Á. d’Ors, «El problema de la representación» en Ensayos de teoría
política, Eunsa, Pamplona, 1979.
79 Los principios del Gobierno Representativo, Alianza, Madrid, 1998.
80 Teoría de la Constitución, op. cit., & 24. Véase todo el parágrafo.
81 Véase D. Negro, La tradición liberal y el Estado, Unión Editorial, Madrid, 1976.
83 El libro clásico sobre esta escuela liberal y su papel en el régimen de julio es el de
L. Díez del Corral, El liberalismo doctrinario, Instituto de Estudios Políticos, Madrid,
1956.
82 «La sociedad civil -escribe Henry Michel hablando de Constant- no tiene por fin la
igualdad de todos los hombres en el goce de los derechos naturales: teniendo por fin la
libertad política, la originalidad de Benjamín Constant y de la escuela liberal,… consiste
precisamente en no admitir que ciertos bienes sean bastante preciados para que el
ciudadano se crea autorizado (fondé) a comprarlos al precio de la libertad política». L’idée
de l’état, op. cit., III, II, II, p. 209.
84 Véase, de Berlin, Four Essays on Liberty, Oxford Unversity Press, 1969, III: «Two
Concepts of Liberty». Berlin no percibe empero la diferencia entre la genuina tradición
liberal y la estatista. Esos dos conceptos de la libertad pertenecen a esta última. Schmitt y
Strauss atacaron en realidad las consecuencias del liberalismo hobbesiano,
fundamentalmente económico y progresivamente apolítico, puesto que el Estado
monopoliza la libertad política, sin comprender que ese liberalismo es una derivación
estatista opuesta a la tradición de la naturaleza y la razón. Sobre la disputa de Schmitt y
Strauss con el liberalismo, H. Meier, Carl Schmitt, Leo Strauss y el concepto de lo
político. Sobre un diálogo entre ausentes, Katz, Buenos Aires, 2008.
86 Véase de Stein, Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1879 bis auf
unsere Tage, 3 vols., Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1972.
85 Véase M. García-Pelayo, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza,
Madrid, 1977. I, 2.
87 Un libro clásico, L. Dehio, Gleichgewicht oder Hegemonie. Betrachtungen über ein
Grundprobleme der neueren Staatengeschichte, Manese Verlag, Zurich, 1996. La política
del equilibrio es característica de la política internacional, que aplica ese concepto a las
relaciones entre las potencias. Su finalidad es el status quo.
88 L’ére des tyrannies (1938), Gallimard, París, 1990. Esta reedición de la obra
incluye, junto con otros escritos del autor en torno a la Gran Guerra y sus consecuencias,
un importante comentario de Raymond Aron.
89 Cfr. G. Leibholz, «El contenido de la democracia y las distintas formas en que se
manifiesta» en Conceptos fundamentales de la política, op. cit., p. 160.
90 Véase A. García-Trevijano, Pasiones de servidumbre, Foca, Madrid, 2000.
91 Como es sabido, Jürgen Habermas ha propuesto solemnemente, sin duda como
remedio a la destrucción del sentido común, una abstracta teoría de la acción comunicativa
-la «razón comunicativa» de Habermas parece inspirarse en La esencia del cristianismo de
Fuerbach- que goza de una gran aceptación. Pero esta doctrina es, en el mejor de los casos,
una apelación rousseauniana a los buenos sentimientos. La discusión racional pública y
universal de todos los asuntos -la democracia deliberativa- no lleva a ninguna parte, salvo
a la confusión y a relativizar la verdad. Esa teoría constituye un buen ejemplo de cómo la
sofistería contemporánea elude las cuestiones de principio. En este caso, el de la natural
sociabilidad humana, la causa última del consenso social. En lugar de eso, lo que propone
la teoría habermasiana es considerar el consenso una esfera ideal, cuya concreción se deja
al arbitrio de la voluntad política. En el fondo no es más que una justificación del
consenso político del Estado de Partidos socialdemócrata. Una crítica sucinta e incisiva de
la filosofía social de Habermas en J. F. Segovia, Habermas y la democracia deliberativa,
Marcial Pons, Madrid, 2008.
92 Para antipolítico e impolítico, J. Freund, Politique et impolitique, Sirey, París, 1987.
1 Véase lo que dice Freund sobre la violencia en Sociología del conflicto. II, op. cit.,
pp. 83 y ss.
2 A. de Swaan, A cargo del Estado, Pomares-Corredor, Barcelona, 1992, Intr., p. 18.
3 The Questfor Community, op. cit. 8, pp. 198ss. Véase todo el capítulo.
4 «La destrucción de la conciencia es el verdadero presupuesto de una sujeción y de un
dominio totalitario», J. Ratzinger, «La conciencia en el tiempo», en Iglesia, ecumenismo y
política. Nuevos ensayos de eclesiología, B. A. C., Madrid, 1987, p. 183.
5 Véase J. Fueyo Álvarez, La época insegura, Ediciones Europa, Madrid, 1962.
6 El Estado de, op. cit., «La autorrepresentación del Estado y su final», p. 83.
7 Un repertorio sucinto de las principales interpretaciones del totalitarismo en M.
Grieffenhagen y otros, Totalitarismus. Zurproblematik eines poitischen Begrzff, List
Verlag, Múnich, 1972. C. Polin, Le totalitarisme. Que sais je, PUF, París, 1982. Conserva
su interés el libro más amplio de Polin, L’esprit totalitaire, Sirey, París, 1977. Tras la
implosión del Estado Totalitario Soviético se reanudaron las discusiones sobre el
totalitarismo. A esta nueva perspectiva responden los estudios recogidos en el volumen
colectivo editado por E. Jesse, Totalitarasmus im 20. Jahrhundert. Eine Bilanz der
internationalen Forschung, Bundeszentrale für Politische Bildung, Bonn, 1996.
8 Legalidad y legitimidad, op. cit., concl. p. 146.
9 Le totalitarisme., op. cit., 4, 2, p. 109.
10 Lo Stato totalitario, Ideazione Editrice, Roma, 1999.
11 R. Gambra, El silencio de Dios, op. cit., p. 67.
12 Véase ElAnticristo. Un alegato moral contra la barbarie, Península, Barcelona,
2002, espec. p. 25.
13 Véase entre otros, A. Glucksmann, La estupidez. Ideologías del postmodernismo,
Península, Barcelona, 1997. La decadencia de las sucesivas reformas educativas en
Europa ilustra sobre el progreso cada vez más veloz, de la idiotez colectiva capitaneada
por los legisladores. De hecho, el Estado de Bienestar Minotauro llena sus cargos políticos
y sus oficinas de gentes más estúpidas que perversas, que pretenden que los demás,
igualándolos, sean tan estúpidos como ellas.
14 Véase su interesante ensayo Comunismo y nazismo. 25 reflexiones sobre el
totalitarismo en el siglo xx (1917-1989), Áltera, Barcelona, 2005.
15 A. de Swaan, A -cargo del Estado, op. cit., p. 20.
16 The Servil State, Liberty Fund, Indianápolis, 1977. [El Estado Servil, Ciudadela
Libros, Madrid, 2010.]
17 El liberalismo cargó el acento en la libertad económica olvidándose de la libertad
del trabajo. Y no sólo eso. Por ejemplo, M. Porta Perales, en su notable libro reciente La
tentación liberal, da dos definiciones del liberalismo tomándolas de Adam Smith y Hayek
(2, p. 110), en las que prevalecen el aspecto económico y organizativo. Esto debilita al
liberalismo, pues la auténtica tradición liberal es la de la libertad política, cuyo corolario
es el Gobierno limitado. No basta defender el Gobierno limitado sin la libertad política,
aunque ésta se reserve, correctamente, para la democracia. La libertad política protege las
libertades personales y las civiles o sociales. Son las tres formas principales de la libertad
de acción. La libertad de trabajo y la económica, secundaria respecto a aquélla, son sólo
un aspecto de las civiles. En definitiva, centrar la discusión en la libertad económica sólo
conduce a dar meritorios golpes de mano en el corazón del campo de maniobras del
socialismo; pero las guerras no se ganan con golpes de mano. Lo que en realidad niega el
socialismo es que la libertad sea una propiedad ontológica de la naturaleza humana (en el
fondo niega la existencia de una naturaleza humana universal e inmutable). La batalla
contra el socialismo necesita una estrategia y unos medios que asalten en bloque sus
posiciones. El problema del liberalismo contemporáneo, aunque le guste citar a Aristóteles
y Santo Tomás como compañeros de viaje, consiste en que a partir de Locke rechaza la
metafísica y la ontología y con ellas la política, a pesar de Hume, un pensador casi
puramente político, para lo que tuvo que criticar la metafísica; pero ésta fue la racionalista.
Frente al apoliticismo liberal tenían toda la razón Schmitt y Strauss. La libertad económica
no significa mucho sin la libertad política.
18 Cfr. el comentario de R. Girard, La route antique des hommes pervers, Grasset,
París, 1985.
19 K. Hornung, Das totalitüre Zeitalter. Bilanz des 20. Jahrhunderts, Ulistein,
Berlín/Frankfurt a. M., 1993.
20 El socialismo. Análisis económico y sociológico, Hermes, México, 1961. Ya lo
había comprendido el filósofo idealista Fichte autor de El Estado comercial cerrado
(Tecnos, Madrid, 1991), una parte de su filosofía del Derecho, que es como la metafísica
del Estado socialista contemporáneo.
21 El totalitarismo, Paidós, Buenos Aires, 1965, pp. 99-100.
22 Cit, por B. Goodwin, El uso de las ideas políticas, Península, Barcelona, 1988. VIII,
p. 207. Véanse otras matizaciones en este mismo capítulo. Estos y otros textos de
Brzezinski pueden consultarse también en el volumen citado de E. Jesse (Ed.),
Totalitarismus.
23 La literatura sobre esta forma del Estado es muy amplia y crece continuamente. Es
clásico el libro de Hannah Arendt titulado Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid,
1974. Según Arendt, los tres grandes Estados propiamente totalitarios habrían sido el
Soviético aproximadamente desde 1935 cuando comienzan las purgas de Stalin, el
Nacionalsocialista desde 1935 y la China de Mao desde el comienzo de la famosa
revolución cultural.
24 El principe nuovo maquiavélico, que funda Estados nuevos, es el antecedente del
«revolucionario» exaltado románticamente desde la Revolución francesa. El
revolucionario típico pretende instaurar un régimen nuevo luchando contra la realidad. El
terrorista es una de sus degeneraciones. El prototipo actual del revolucionario es «Che»
Guevara, un psicópata. Precisamente el éxito internacional de la Cuba castrista, imitadora
del modelo soviético, no depende, ciertamente, de sus logros -que en lo social son nulos,
en realidad regresivos- sino, aparte del antinorteamericanismo, de la mitificación de la
idea de «revolución» nutrida de economicismo El éxito de su seguidor Chávez consiste
igualmente en explotar ese mito romántico. Su revolución «bolivariana» e indigenista
promete liberar a la humanidad entera. La Humanidad es el dios teórico del socialismo.
Con motivo del octogésimo cumpleaños de Fidel Castro se inauguró en Cuba una «Capilla
del Hombre». No suele mencionarse, pero el mito revolucionario debe muchísimo al
positivismo de Cocote.
El socialismo es revolucionario por naturaleza. Pero como demuestran los hechos, sus
revoluciones, violentas o a largo plazo, se reducen a que, invocando este mito, se instalen
oligarquías revolucionarias -nomenklaturas- que explotan a sus pueblos. Considerando a
los súbditos propiedad del Estado, los sumen en la pobreza para conseguir con su
sacrificio la victoria final. De ahí su permanente diatriba contra el « consumismo». Un
buen ejemplo actual es precisamente el cubano, que según su propaganda ha ido de
victoria en victoria a lo largo de sus cincuenta años. Sin duda hasta la derrota final, como
en el caso soviético. El socialismo sería imposible sin la propaganda.
25 El totalitarismo, op. cit., 3, p. 27.
27 Una tendencia de la sociología romántica organicista de cuño biologicista, poco
estudiada aunque fue sin duda muy influyente, sobre todo desde la publicación por Darwin
de El origen de las especies, había propuesto una Weltanschauung zoológica, sugiriendo
incluso como modelos de organización social el hormiguero o la de las abejas. Los
alemanes Lilienfeld, y Scháffle, los franceses Fouillée y René Worms, el ruso Novicow, el
belga de Greff, el escocés MacKenzie, fueron tan vez los más extremistas de esta
corriente. Sobre el organicismo biologicista sociológico son útiles todavía las
clasificaciones de D. Martindale en La teoría sociológica. Naturaleza y escuelas, Aguilar,
Madrid, 1968. Cfr. M. Heller, El hombre nuevo soviético, Barcelona, Planeta, 1985.
26 Y según Solzhenitsyn, judaico. En opinión de Solzhenitsyn, fue decisiva la
participación de los judíos en el asentamiento del bolchevismo. Véase en Razón Española
(n.° 156, julio-agosto 2009) el importante comentario-resumen de M. Soria al libro de
Solzhenitsyn Zweihundert Jahre zusammen.
28 Véase A. García-Trevijano, Ateísmo estético, arte del siglo xx. De la modernidad al
modernismo, Landucci, México, 2007.
29 Cfr. D. Negro, La tradición liberal y el Estado, op. cit.
30 Véase J. Russ, Les théories du pouvoir. II, I, 3, 3,3, B, pp. 96 y ss.
33 La crisis del Estado fiscal», revista Hacienda Pública, 1970.
32 Las transformaciones, op. cit., 1, 4.
31 Véase E. Forsthoff, El Estado de la sociedad industrial, op. cit.
34 Schumpeter ha sido muy criticado por su profecía del final del capitalismo en su f
canoso libro de 1942 Capitalismo, socialismo y democracia. Sin embargo, el capitalismo
al que se refería es el innovador, el capitalismo de los empresarios creadores de riqueza.
Mas este capitalismo, cuyas crisis son purgas de las actividades obsoletas debido a las
innovaciones, ha ido disminuyendo paulatinamente a favor del capitalismo de Estado de
cuño socialdemócrata, que, abusando del crédito, fomenta el capitalismo financiero, cuyo
objeto es el enriquecimiento, no la creación de riqueza. La crisis actual, que no es una
purga debida las innovaciones, una destrucción creadora, sino meramente destructora de
riqueza, seguramente le dará la razón.
35 De Duguit, La transformación del Estado (con un estudio de Adolfo Posada).
Francisco Beltrán, Madrid, s/f. A. Menzel dedica a Duguit un interesante capítulo de sus
BeitrJge zur Geschichte der Staatslehre enriquecido con dos importantes cartas sobre la
esencia del Estado entre el autor y el escritor francés debelador de este mito.
36 Legalidad y legitimidad. Pról., p. 13. Cfr. M. Ayuso, De la ley a la ley. Cinco
lecciones sobre legitimidad y legalidad, Marcial Pons, Madrid, 2001.
37 Monarquía, democracia y orden natural, op. cit., 4, p. 150.
38 B. de Jouvenel, La ética de la redistribución. Madrid, Encuentro, 2009. 11,p.124.
39 Cfr. el ensayo de F. A. Hayek, Los sindicatos, ¿para qué?, Unión Editorial, Madrid,
2009.
40 El Estado. La lógica del poder político, op. cit., 4, pp. 229 y ss.
41 La ética de la redistribución, op. cit., II, p. 103.
42 Se llamó inicialmente neoliberalismo a la corriente impulsada principalmente por le
Escuela Austriaca de Menger, Mises, Hayek, Kirzner, Rothbard, Friedman, etc. Véase,
sobre esta escuela, R. Cubeddu, La filosofía de la Escuela Austriaca (Unión Editorial,
Madrid, 1997) y los estudios de J. Huerta de Soto. Estos autores propugnaban la vuelta a
la tradición económica propiamente liberal frente al socialismo en general y la
socialdemocracia en particular. Pero se impuso el predominio político y cultural de esta
última, absorbiendo ideas neoliberales sin renunciar al estatismo. De hecho, éste es el
liberalismo actual, entre cuyos santones máximos figuran ¡Habermas y Rawls! Por cierto
que, según G. Fernández la Mora, los primeros en utilizar el término «neoliberal» fueron
los krausistas españoles que tenían una concepción idealista, más o menos hegeliana, del
Estado como el gran organismo de la libertad. Véase Los teóricos izquierdistas de la
democracia orgánica, Plaza & Janés, Barcelona, 1986.
43 B. de Jouvenel, La ética, op. cit., II, p. 121. Véase lo que sigue.
44 Lo Stato moderno. Lessico e percorsi, 11 Mulino, Bolonia, 1997, VI, 1, pp. 189-
190. Véase todo este capítulo del libro de Matteucci.
45 De Gierke, Teorías políticas en la Edad Media (ed. de B. Pendás), Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid, 1995. Sobre Althusio, G. Fernández de la Mora, «El
organicismo de Althusio», Revista de Estudios Políticos, n.° 71 (1991). En España,
alimentó las ideas corporativas el organicismo de los krausistas. Véase G. Fernández de la
Mora, Los teóricos izquierdistas de la democracia orgánica, op. cit.
46 Véase O. Spann y Walter Heinrich, Lo Stato Orgánico, Settimo Sigillo, Citta di
Castello, s. a. Es una selección de textos hecha por G. Franchi subtitulada 11 contributo
della scuola di Vienna a «Lo Stato» de Costamagna.
48 Véase S. Fernández Riquelme, «Técnica y Política en Gonzalo Fernández de la
Mora», Razón Española, n.° 154 (marzo-abril 2008).
47 Lo Stato moderno, op. cit., 1, 8. p. 67.
49 R. H. S. Crossmann, Biografía del Estado Moderno (1.a ed. en 1939), Fondo de
Cultura, México, 1965. IX, 4, p. 315.
50 E. Forsthoff, El Estado de la sociedad industrial, «La autorrealización del Estado y
su final», p. 82.
51 Véase de C. Schmitt, «Das Problem der innerpolitischen Neutralitát des Staates», en
VerfassungsrechtlicheAufsYtze, Duncker & Humblot, Berlín, 1973.
53 Las transformaciones, op. cit., 1, 9. En realidad, también han surgido como poderes
los partidos, los sindicatos, las organizaciones de intereses, los medios de comunicación,
etc. Es el tema de la descomposición del Estado.
52 Hay que insistir en que la «división» de poderes es un concepto contra dictorio.
Desde el punto de vista del Estado, el poder soberano, a la vez político y jurídico, es
siempre único e indivisible. Se trata a lo sumo, como ya se indicó, de una división,
separación o distinción de funciones, aunque todavía habría que objetar que el judicial no
es por su naturaleza poder, sino autoridad, si bien el Estado lo degrada al monopolizarlo a
la condición de poder. Tal división, únicamente puede tener sentido allí donde no existe el
Estado. Así, en Norteamérica, la separación de los poderes sigue produciéndose en su
origen, el pueblo como depositario del poder.
54 «Hacia el Estado Total», Revista de Occidente, mayo de 1931.
56 Desde la ciencia mecanicista «todo puede ir a mejor»; desde la ciencia darwinista
no. Véase C. Castrodeza, La darwinización del mundo, op. cit., II, p. 147.
55 Véase C. Castrodeza, La darwinización del mundo, Herder, Barcelona, 2008. Del
mismo, Nihilismo y supervivencia. Subtitulado significativamente Una expresión
naturalista de lo inefable, Trotta, Madrid, 2007.
57 Véase la anécdota, poco conocida, que cuenta Julien Freund en L’aventure du
politique, op. cit., p. 51.
58 Un ejemplo ilustrativo de la vigencia de las ideas, actitudes y métodos del
nacionalsocialismo, puede ser el siguiente: Adolfo Hitler parece haber dicho
públicamente, para justificar la aniquilación de los judíos, que «un judío,
independientemente de su edad, es, evidentemente, un ser vivo; ahora bien, no puede
afirmarse que sea un ser humano, no hay base científica para ello». Una joven ministra del
gobierno más destructivista del rey Juan Carlos 1 de España ha repetido recientemente,
también en público, esa misma frase -cuyo origen, por supuesto, ignora-, ampliando la
extensión del concepto judío a todos los seres humanos y de manera más categórica: «Un
feto de trece meses es un ser vivo, pero no puede ser un ser humano, pues eso no tiene
ninguna base científica». Lo que por otra parte, en lo que concierne a la ciencia, es falso.
59 In Namen des Staates oder Die Gefahrendes Kollektivismus, Bonn Aktuell,
Stuttgart, 1979. 1, 1, p. 23. El Estado Despótico es el origen del totalitarismo y muy
concretamente del socialismo y el Estado de Bienestar.
60 Alianza, Madrid, 1993. Luhmann subrayaba en este libro su carácter autorregulado
y que las consecuencias no deseadas del Estado de Bienestar neutralizaban ya sus buenas
intenciones.
61 Monarquía, democracia y orden natural, op. cit., 10, p. 263.
62 Decía Carl Schmitt del utópico Estado Administrativo, que, no obstante, es
«perfectamente concebible». Su expresión específica «la constituye la adopción de
medidas tan sólo en atención a la naturaleza de las cosas, a la vista de una situación
concreta y con puntos de vista puramente objetivos y prácticos». Legalidad y legitimidad.
Prólogo. Sobre la legitimidad como justificación del poder, el libro citado de G. Ferrero,
El poder. Los genios invisibles de la Ciudad. La legitimidad meramente política justifica
inmanentemente las desigualdades que implica la propiedad del poder sin legitimar
verdaderamente nada.
63 Contradicciones en el Estado de Bienestar, op. cit., 3, p. 107.
64 Cfr. el importante libro de Ch. Lasch La rebelión de las élites, Paidós, Barcelona,
1996. Vid. M. Gaggi y E. Narduzzi, El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad
de bajo coste, Lengua de Trapo, Madrid, 2007. También lo barruntaba Schumpeter en su
famoso libro Capitalismo, socialismo, democracia.
65 Guglielmo Ferrero decía del ministro de Luis XIV Pontchartrain, que fue «uno de
los mayores dementes de la historia universal». Merece un juicio más benévolo que
muchos políticos del Estado de Bienestar, si se exceptúa que, objetivamente, éstos
persiguen un fin concreto: la destrucción y sumisión de las clases medias coincidente con
la crisis fiscal del Estado, cuya base social histórica fueron esas bases.
66 Sobre el espíritu del Estado Socialdemócrata sueco, R. Huntford, The New
Totalitarians, Allen Lane. The Penguin Press, Londres, 1971.
67 Véase La euforia perpetua, Tusquets, Barcelona, 2002.
68 La envidia igualitaria, Planeta, Barcelona, 1984. Véase también, sobre las funciones
sociales de la envidia, H. Schoeck, La envidia. Una teoría de la sociedad, Club de
Lectores, Buenos Aires, 1966.
69 El constitucionalista G. Leibholz sólo consideraba «peligroso» el Estado de
Partidos: «El legislador como amenaza para la libertad en el moderno Estado Democrático
de Partidos» en Problemas fundamentales de la democracia moderna. Desde entonces, ha
devenido una suerte de Estado Terrorista Legislativo, por lo que parece tan suave y
bondadoso que casi no se advierte y apenas produce escándalo.
70 Véase todavía, pues ha ido a más y con el pretexto de la crisis financiera y
económica seguramente aumentarán, a propósito del caso norteamericano, donde la
discusión es más libre, los costes del Gobierno de Bienestar, J. McKay, The Welfare State:
No Mercy For the Middle Class, Liberty Books, Los Ángeles, 1995.
71 Algo al respecto en M. Fumaroli, L’État culturel. Essai sur une religión moderne,
Editions de Falleis, París, 1991. Desde esta fecha, la cultura europea ha caído en barrena.
Centrado el libro en la situación francesa, se puede generalizar.
72 J. D. Douglas, The Myth of the Welfare State. 6.
73 Sobre la partidocracia, fundamental G. Fernández de la Mora, La partitocracia,
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977. Cfr. A. Nieto, El desgobierno de lo público,
2
74 A. García-Trevijano, Frente a la Gran Mentira, Espasa, Madrid, 1996. 1,p.53.
75 Véase el comentario de A. Nieto en El desgobierno, op. cit., y Ph. Moreau
Defarges, La gouvernance, PUF, París, 2003.
78 A. Nieto, El desgobierno, op. cit., 4. p. 180.
76 El defensor de la Constitución, op. cit., II, 1, a), p. 136.
77 La literatura sobre el tema es muy numerosa. Un libro especialmente interesante fue
el de H. E. Richter, Die hohe Kunst der Korruption. Erkenntnisse Bines Politik-Beraters,
Hofmann und Campe, Hamburgo, 1989. Tiene todavía interés el de R. Lay, Die Macht der
Inmoral. Oder der Implosion des Westens, ECON Verlag, Dusseldorf/Wien, 1993. Antonio
García-Trevijano suele distinguir tres tipos de corrupción: la ocasional, la consecuencial y
la constitutiva. Esta última es políticamente la más grave; coincide con lo que Alejandro
Nieto llama desgobierno.
79 B. Wehner, Die Katastrophen der Demokratie. Über die notwendige Neuordnung
der politischen Verfahren, Wissenschafdiche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1992.
81 Sobre el poder, op. cit., XVIII, p. 459.
82 Acerca del multiculturalismo y la desconfianza social, I. Eibl-Eibesfeldt, La
sociedad de la desconfianza, Herder, Barcelona, 1996. Preocupado por la generalización
de la desconfianza -la desintegración social- G. E. Rusconi, se preguntaba hace pocos
años, Possiamofare a meno di una religione civile?, Laterza, Roma-Bari, 1999.
80 Cfr. D. Negro, El mito del hombre nuevo, op. cit. Eso es por cierto antimarxista:
Marx sólo pensaba que la historia verdaderamente humana sustituiría a la historia natural
del hombre, como, según él, había sido hasta ahora.
83 Véase Ch. Lasch, La rebelión de las élites y la traición a la democracia, Paidós,
Barcelona, 1996.
84 «Obama y Blair. El Mesianismo reinterpretado», Plenaria de la Pontificia Academia
de Ciencias Sociales del 1 al 5 de mayo de 2009.
85 A decir verdad, todas las religiones auténticas son trascendentes al tener por objeto
lo Divino, si bien las no bíblicas carecen de la idea de trascendencia, en definitiva, de
creación.
86 Cit. en A. Anter, Die Macht der Ordnung, op. cit., V, 6. p. 198.
87 Kafka había anticipado en El castillo lo que significa la burocratización de la
sociedad. Aunque se refiere a Estados Unidos, véase el resultado en la espléndida novela
de W. Percy, Amor en las ruinas, Ciudadela, Madrid, 2008. También el libro, todavía de
1979, del sociólogo norteamericano inconformista Ch. Lasch, Refugio en un mundo
despiadado. Reflexión sobre la familia contemporánea, Gedisa, Barcelona, 1996.
88 ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho político en la era de
la globalización, Marcial Pons, Madrid, 2005. V, 2, p. 114. Para una crítica debidamente
irrespetuosa de los derechos humanos, véase este mismo capítulo y la bibliografía que cita
el autor. Cfr. D. Negro, «¿Necesitaba el mundo una Declaración Universal de Derechos
Humanos?», en VV. AA., Los derechos humanos sesenta años después (1948-2008),
Universidad de Valladolid, 2009.
89 J. Jiménez Lozano, Advenimientos, Pre-textos, Valencia, 2006.
90 A. Anter, Die Macht, op. cit. V, 6, p. 199.
91 El desgobierno de lo público, op. cit., Intr., 3, p. 17.
92 Cfr. A. Finkelkraut y P. Sloterdijk, Los latidos del mundo… III. Sobre esta
subideología, el libro cit. de R. Gambra, El silencio de Dios.
1 En 1986. las Naciones Unidas aprobaron como corolario de los derechos humanos
una pintoresca Declaración sobre el derecho al desarrollo, como si fuese una autorización
universal para que las personas y los pueblos se desarrollasen.
3 Trotta-Liberty Fund, Madrid, 2008 (traducción ligeramente adaptada).
2 El aborto legal es ya, al parecer, la principal causa de mortalidad en la Europa de
demografía decreciente. A decir verdad, tal como están las cosas, todo lo que debilite a
Europa es legal o, por lo menos, bien acogido por los gobiernos.
4 Véase la breve nota de C. Ruiz Miguel, «¿Es la Unión Europea una dictadura?» en
Razón Española, (julio-agosto 2009). Ruiz Miguel y Havel omiten la forma en que se
reclutan los miembros del Parlamento y los funcionarios de la Unión y sus privilegios, que
merecerían otra nota.
5 Lo del cambio climático, es una subideología que inicialmente afirmaba que el
problema era el enfriamiento «global» y ahora es el calentamiento. Al margen de lo que
tenga de negocio y de arma para tener asustadas a las gentes, constituye un capítulo
fascinante de la lucha emprendida por el hombre moderno contra la Naturaleza y la
fortuna maquiavélica
6 De un desastre oscuro. Sobre el fin de la verdad de Estado, Amorrortu, Buenos Aires,
2006, pp. 67-68.