¿Nueva Monarquía de Los Reyes Catolicos

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 14

¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLICOS?

J. Ángel Sesma Muñoz


Universidad de Zaragoza

Al inicio del último tercio del siglo XV y como consecuencia del matri-
monio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, se produjo la unión
dinástica de las dos monarquías más poderosas de la península Ibérica;
desde ese momento, la unidad de los reinos españoles deja de ser un
recuerdo, un lamento o un deseo, para convertirse en una posibilidad cer-
cana y verosímil. Esta posibilidad, que es expresada por los pensadores
coetáneos, por los cronistas castellanos y hasta por las autoridades muni-
cipales barcelonesas, es difícil hallarla durante el reinado de los Reyes
Católicos, cuya monarquía en sentido estricto, no puede considerarse
como hispánica ni su ejercicio desplegado unitariamente ni con senti-
miento nacional.
El horizonte teórico al que está abocada la unión y las primeras prue-
bas palpables alcanzadas, se captaron antes y mejor por las cortes euro-
peas y los observadores forasteros2, que desde el interior de los territorios
hispanos, donde la vertebración y articulación del gobierno —y de la
sociedad— sólo se sostiene si se admite una estructura horizontal, similar
a la que desde el siglo XII se había desarrollado en la Corona de Aragón,
modificada y adaptada a las nuevas dimensiones de los dominios de la
monarquía. Y aun así, se suceden en la época de los Austrias las expre-
siones de resistencia en contra de la integración —o de alguna de sus

1. Una primera versión de este trabajo se presentó al Congreso Internacional Isabel la Cató-
lica y su época, Valladolid, Barcelona, Granada, nov. 2004.
2. Entre los muchos ejemplos citables, quiero incluir aquí, por ser inédito y tremendamente
expresivo, la presentación que de sí mismo hace un mercader genovés que acude al notario
de Tortosa Jaime Serra (11 abril 1496) para nombrar procuradores: «Noverint universi quod
ego Pantaleonus Ytaliano, mercator genuensis nunch vero curiam serenissimorum et poten-
tissimorum dominorum Ferdinandi et Elisabetis, Regis et Regine Hispanie...» (A.H.Comar-
cal de les Terres de l’Ebre, Jaume Serra 1496. Registro, s/d).

521
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

manifestaciones— surgidas en los reinos de la Corona de Aragón (Ger-


manías de Valencia, las alteraciones en Aragón en tiempos de Felipe II, la
sublevación de Cataluña), que culminan con su alineamiento en el bando
contrario al candidato Borbón en la guerra de sucesión. De hecho, sólo la
decisión de ruptura de Felipe V y la política centralista borbónica llega-
ron a cambiar en el fondo y en la forma el esquema de reinos (Estados)
heredado de la Edad Media y mantenido durante los siglos XVI y XVII
con buen provecho, al menos si admitimos la consideración de Siglos de
Oro de la historia de España con que se los califica.
El viejo interés por asignar la máxima antigüedad a la unidad política
en España condujo a fijar su arranque al comienzo del reinado de los
Reyes Católicos. Es difícil encontrar argumentos en defensa de una autén-
tica fusión en las dos coronas regidas por los reyes y hasta resulta muy
complicado asignarles una monarquía común. Parece evidente que en
Castilla la sucesión de Enrique IV estableció una monarquía nueva, pero
no tanto por estar apoyada en un concepto diferente de la autoridad, sino
porque disponía, y utilizó convenientemente, condiciones distintas a las
que con anterioridad habían servido a sus predecesores para ejercer el
poder. En la Corona de Aragón los cambios, ni siquiera en las formas,
resultaron tan ostensibles.
De señalar que la monarquía no es tan nueva, se encargó desde el prin-
cipio la reina Isabel, celosa conservadora de las esencias de los viejos
monarcas castellanos, incapaz de alterar la tradición y la costumbre, aun-
que ello significara arriesgar la continuidad de la unión, como hizo, por
ejemplo, en su proclamación en ausencia de su marido el rey y en su tes-
tamento, especialmente en este último, apartando del trono al rey Fer-
nando y dejándolo en una situación de inestabilidad frente a la oposición
nobiliar. En ese momento, 1504, quedan patentes que los recelos antiara-
goneses, comprensibles en 1469 en plena guerra de Cataluña, pero total-
mente injustificables desde 1475, se proyectaron en la mente de la reina
más allá de su muerte a pesar de que Fernando cumplió escrupulosamen-
te todo cuanto había firmado, lo que no evita que todavía la historiografía
isabelista siga sin creerle y exhiba de él un perfil torvo y oscuro3.
Pero no serán éstas las únicas pruebas de que la mirada política de la
reina se orientaba sólo hacia los intereses de Castilla, sin tener clara la
concepción unitaria, estatal, de todos los reinos, porque a lo largo de su
reinado fue incapaz de cambiar su criterio patrimonial (la conquista de

3. Para la historiografía castellana hace poco tiempo que Fernando perdió su numeral, V,
que lo identificaba como rey de Castilla y que lo incorporaba, además, a la lista conti-
nuada de la monarquía española. Es un rasgo, quizás el más anecdótico, del proceso de
borrado histórico del rey para lanzar la figura de la reina emprendido por historiadores
excelentes embarcados en un proyecto de santificación a cualquier precio.

522
¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLIOS?

Granada o incluso el descubrimiento americano, no fueron concebidos ni


tratados como empresas hispánicas)4, ni intentó entender la fórmula de
organización del poder en la Corona de Aragón y, en consecuencia, no
sólo se mantuvo al margen del gobierno del patrimonio de su marido, sino
que únicamente creyendo en la superioridad castellana permitió la convi-
vencia con los reinos aragoneses.
Esta exclusiva atención hacia Castilla por parte de Isabel, ignorando
los reinos aragoneses y sin dar la debida dimensión a la unión, contrasta
con la voluntad de Fernando y su renuncia a potenciar sus dominios fren-
te a Castilla, buscando el interés del conjunto, es decir de la monarquía5.
La parcialidad política de Isabel se ve todavía más resaltada por su empe-
ño de atraer al rey Fernando al gobierno castellano y absorber su dedica-
ción a las actividades de este reino, impidiendo en muchas ocasiones que
atendiera sus deberes en los territorios de su corona. Es bastante claro,
desde el principio, que el objetivo de Isabel con su matrimonio no era tan-
to reunir sus territorios con los de la Corona de Aragón, como contar con
su rey como apoyo a sus pretensiones al trono. Las capitulaciones matri-
moniales, la concordia de Segovia y multitud de situaciones concretas, al
menos hasta 1492, buscan fijar al monarca aragonés en las cuestiones
castellanas de su esposa, adquiriendo en ellas más compromisos que en
los propios, renunciando incluso a cumplir obligaciones derivadas de su
calidad real en Aragón, como que él y sus hijos pudieran trasladarse a tie-
rras aragonesas o que el primogénito se educase en sus reinos patrimo-
niales. Una situación aceptada por Fernando, seguramente por su con-
cepción política de cara a la unión y su convicción de ser la cabeza de la
casa Trastámara, algo que luego no se verá reconocido en el testamento
de la reina y su falta de confianza en su marido.

¿Dos reyes en el trono?

El cambio más visible de la nueva organización monárquica estable-


cida en la Península con el matrimonio radica, posiblemente, en el hecho
de que se introduce una monarquía doble, sobre todo en Castilla, con la
presencia de dos monarcas, eso que algún autor llamó diarquía, con Fer-

4. Incluso puede pensarse que si la inquisición y la expulsión de los judíos se acabaron de


aplicar en los reinos aragoneses fue porque lo contrario hubiera sido un enorme perjui-
cio para Castilla.
5. No es ni medianamente válido el argumento de las dificultades experimentadas en sus
reinos, porque tampoco lo era tan fácil en Castilla. La única razón debe de relacionarse
con su proyecto de España, tal como lo declara en expresión muy conocida y citada ya
cerca de su muerte, de que con su trabajo y la ayuda de Dios había levantado España tras
setecientos años de postración.

523
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

nando e Isabel ejerciendo como reyes, con unas capacidades y unas actua-
ciones que mutuamente se reconocen y ejercitan. Tras más de un siglo en
que la intervención del monarca en el ejercicio del gobierno había sido
muy débil, se pasa a una situación en que son dos las personas reales que
actúan directamente en los aparatos de gobierno. No es este el lugar para
plantear en función de qué mecanismos legales, si por la concordia de
Segovia o por las capitulaciones matrimoniales, seguramente por la sim-
ple imposición de las circunstancias, se llegó a establecer una distribución
de funciones y capacidades, que determinada historiografía interesada-
mente ha llevado más allá y ha presentando como armoniosa y modélica
hasta el punto de permitir, al menos mientras vivió la reina, que se desa-
rrollara un gobierno practicado por los dos soberanos, con la autoridad y
poder reales compartidos; y que además, no surgieran discrepancias ni
enfrentamientos graves entre ambos. Aunque es una visión muy simple
que sería necesario analizar con mayor realismo, lo cierto es que esta
situación supuso, como mínimo, que se ampliara el control y se intensifi-
cara la presencia de la monarquía en todos los órganos de decisión, limi-
tando muchísimo la posibilidad de intromisión de otros poderes alterna-
tivos. En cierta medida, ese poder real absoluto del que conceptualmente
disponen, está también ejercido en la práctica de manera directa, porque
son ellos en persona los que lo ejercen, desterrando la figura de los vali-
dos que tanto papel habían desempeñado en los reinados anteriores (y
también en los posteriores).
No debe olvidarse que es la visión personal del príncipe la que orienta
el comportamiento de lo que llamamos estado en esos momentos y que en
el juego establecido desde el siglo XIII entre el peso de la nobleza feudal
sobre la política y la pretensión real de definir las normas de gobierno, la
clave radica en la concentración de diferentes formas de poder y de recur-
sos materiales y simbólicos. Es decir, el poder regio ejercido como una
fuerza de estructuración social y territorial y no tanto como un instru-
mento de dominación. Por primera vez durante mucho tiempo ambos
condicionantes están en Castilla reunidos casi en exclusiva en manos de
la monarquía. Y para ello la doble presencia es determinante, lo que sin
duda significa el punto crucial para enjuiciar el cambio experimentado.
Bien es cierto que a pesar de lo difícil que resulta negar una evidencia
expresada en la documentación, tratando siempre con cuidado las subje-
tivas manifestaciones cronísticas castellanas, no siempre la historiografía
está dispuesta a aceptar la intervención de Fernando de manera general y
abierta, como rey de Castilla. Es más, a raíz de la propaganda isabelista
alentada con motivo del proceso para la beatificación y canonización de
Isabel por la Iglesia Católica iniciado en 1957 y nuevamente revitalizada
por la conmemoración del quinto centenario del fallecimiento de la reina,

524
¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLIOS?

se recuperó el viejo cliché6 de una reina elevada a la perfección como


gobernante y dotada de las más altas cualidades humanas, capaz por sí
sola de todo lo bueno que los años de reinado desarrollaron y proyectaron
hacia el futuro y dejando a la todavía hermética figura de Fernando el
papel de mero consejero, no siempre escuchado, de su esposa, de ejecutor
de las ordenes de la reina o de encargado de tomar las decisiones en los
aspectos peor considerados por los analistas posteriores7.
Con mayor o menor grado de autoridad, es incuestionable esta doble
participación en el gobierno, pero sólo en Castilla, porque no deja de ser
una realidad, y es uno de los puntos débiles de la monarquía de Isabel y
Fernando, que en ningún momento se produjo la equiparación de funcio-
nes en los reinos aragoneses. Es decir, que esa situación de compartir el
trono y el gobierno en Castilla no se da en Aragón, donde Isabel tiene muy
escasa actuación como reina, a pesar de lo que la concordia de Segovia
preveía cuando todavía vivía el rey Juan. Salvo en representación de su
marido el rey y eso en muy contadas ocasiones, Isabel nunca actúa como
reina en la Corona aragonesa, ni apenas su nombre acompaña al del rey
en las intitulaciones de los documentos de la cancillería y seguramente
nunca llegó a encabezar ella sola un escrito emanado del gobierno de
estos reinos8.
Es posible que ello sea debido a que en la Corona de Aragón el poder
real no está reconocido en las mujeres, si bien pueden transmitir los dere-
chos a sus descendientes, aunque no debió ser sólo por eso. Isabel se mos-
tró, al menos oficialmente, muy distante de los acontecimientos de la
corona aportada por su marido. El empeño de Isabel desde el comienzo
fue Castilla y quizá con una visión más limitada, menos «nueva» en el sen-
tido que Maquiavelo atribuía a la nueva monarquía, no intentó actuar en

6. Se ha llegado a reeditar, con honores casi de novedad, la hagiografía de Diego CLEMEN-


CIN, Elogio de la Reina Católica Doña Isabel (Granada, 2004), que en 1811 inició la línea
argumental de ensalzamiento de la reina por medio, sobre todo, de distorsionar la actua-
ción de Fernando.
7. A este respecto, no deja de ser elocuente que en estudios de alta calidad científica se sigan
forzando las fuentes y las opiniones para satisfacer ideas preconcebidas que persiguen
intereses determinados. Casos como el de H. R. OLIVA HERRER, en su magnífico libro Jus-
ticia contra señores. El mundo rural y la política en tiempos de los Reyes Católicos (Univ. de
Valladolid. Instituto Universitario de Historia Simancas, Salamanca, 2004), en cuyo títu-
lo evidentemente falta la precisión de que sólo se refiere a Castilla, frente a la presenta-
ción de textos concretos que aluden y documentan la intervención de Fernando en la toma
de decisiones, apostilla, a todas luces innecesariamente, «es interesante comprobar como
el reconocimiento se apoya en la conciencia popular sobre la figura de Fernando, por más
que en Castilla quien en efecto reinaba era Isabel» (el subrayado es mío) (p. 76).
8. Emilia SALVADOR ESTEBAN, «La precaria monarquía hispánica de los Reyes Católicos:
reflexiones sobre la participación de Isabel I en el gobierno aragonés», Homenaje a José
Antonio Maravall, t. III, Madrid, 1986, pp. 315-327.

525
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

la Corona de Aragón. Pero también es cierto que al comienzo del reinado,


Isabel aparecía en el horizonte de los aragoneses como había estado antes
la reina María, la esposa de Alfonso V. Es el caso, por ejemplo, de los dipu-
tados de Aragón, que al principio de la década de 1480 le enviaban emba-
jadas «a la magestat de la senyora reyna» para que interviniera en asun-
tos internos en cuya resolución creían que ella podía influir, como el
establecimiento del tribunal inquisitorial, si bien tuvieron tan escaso eco
en la soberana que a partir de 1485 la reina prácticamente dejó de ser
informada y su actuación en cuestiones propias de los reinos de la Coro-
na fue casi nula9. De hecho, los pocos momentos en que los contactos con
sus súbditos aragoneses fueron más prolongados o intensos, el resultado
fue poco alentador, de incomprensión mutua. En una ocasión, el enfren-
tamiento que presenció en las Cortes de Aragón entre los estamentos y el
rey, le llevó a reflexionar en voz alta, diciendo que «sería preciso volver a
conquistar estos reinos»; en otro momento, al que más tarde habrá que
volver a aludir, el atentado sufrido por Fernando en Barcelona, en diciem-
bre de 1492, estando la familia real presente, le hizo temer por la vida de
todos, creyendo estar ante una sublevación contra el monarca y la dinas-
tía y estuvo a punto de salir huyendo por mar10.
De la misma manera, la presencia de Isabel en suelo de la Corona de
Aragón fue muy escasa, sólo acompañando a su esposo y no siempre que
éste viajaba a sus tierras patrimoniales, algo que tampoco hacía con
mucha frecuencia, pues el rey Fernando también se mantuvo muy a
menudo en la distancia. La presencia de Fernando fue muy irregular y
escasa en sus territorios patrimoniales, algo que tampoco perturbaba
demasiado, pues la experiencia durante el reinado de Alfonso V, instalado
en Nápoles durante treinta años, era reciente y la ausencia real estaba per-
fectamente regulada, existiendo mecanismos que la solucionaban, pues
tradicionalmente, mientras el rey permanecía en uno de los reinos, en los
otros gobernaba un lugarteniente o un gobernador en su nombre. Un
monarca tan viajero, que recorrió durante su vida muchos miles de kiló-
metros, espació mucho la presencia en sus propios reinos; de los 37 años
que duró su reinado, incluidos los doce que sobrevivió a Isabel, no llegó
ni a media docena los que transcurrió en ellos, y además muy irregular-
mente repartidos, sobre todo en Cataluña, en donde después de las dos
estancias en los dos primeros años, hasta 1481, tardó once años en volver,
en diciembre de 1492, momento en que sufrió el atentado, lo que quizás

9. Los ejemplos aragoneses en J. Ángel SESMA MUÑOZ, La Diputación del reino de Áragón en
la época de Fernando II (1479-1516), Zaragoza, 1977.
10. J. Ángel SESMA MUÑOZ, Crónica de un atentado real. Barcelona, 7-XII-1492, Colección Boi-
ra, Zaragoza, 1993 y, sobre todo, Los idus de diciembre de Fernando II. El atentado del Rey
de Aragón en Barcelona, col. Mancuso, Zaragoza 2006.

526
¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLIOS?

contribuyó a que prácticamente no volviera a Barcelona, y al territorio


catalán sólo de paso por Tortosa y Gerona —camino de la guerra con
Francia— y unas cuantas semanas en 1503. Quizá en Aragón y Valencia,
debido a la cercanía de Castilla, las visitas reales fueron algo menos espo-
rádicas, pero igualmente cortas.
Resulta, sin embargo, elocuente comprobar que la reina está incluida
en el horizonte sentimental de los súbditos de la Corona de Aragón. En las
no muy abundantes manifestaciones iconográficas y epigráficas oficiales
en Aragón, Fernando está acompañado de Isabel11, algo que puede ser
protocolario, por lo que adquiere especial relieve el que también en inven-
tarios de bienes muebles llevados a cabo en el siglo XVI en viviendas de
Zaragoza, se reseñan la existencia de retratos del rey y de la reina, como
es el caso del domicilio de Jerónimo de Insausti, canónigo del Pilar, en
donde se hace constar la existencia de «un retrato pequeño redondo (pin-
tado sobre tabla) del rey Catholico y (otro) de la reyna donya Ysabel»12.

La unión de dos Coronas

La otra gran novedad que puede observarse durante el reinado de los


Reyes Católicos y que sin duda condiciona el desarrollo posterior de la
monarquía y de la consiguiente organización política de España, radica
en el hecho incuestionable de que las Coronas de Castilla y de Aragón
pasan a estar regidas por una misma voluntad política. Es evidente que el
nexo de unidad es el matrimonio y el proyecto mantenido por el rey y la
reina, es decir, se trata de una unión dinástica que aporta una monarquía
que si bien institucionalmente no es común, comparte los mismos intere-
ses políticos.
Retomando en buena medida el argumento planteado en el epígrafe
anterior, para valorar esta situación habría que revisar los considerandos
mantenidos en los inicios del proyecto político de Fernando e Isabel. Tras
la boda, en la que se diga lo que se diga los dos jóvenes de 17 años cum-
plieron el papel asignado por las fuerzas políticas de los reinos, los acon-
tecimientos fueron delimitando las posibilidades y alargando los objetivos

11. El Cancionero de Pedro MARCUELLO, el poíiptico de los sagrados Corporales de Daroca y la


portada principal del monasterio jerónimo de Santa Engracia de Zaragoza, retratan al
rey y la reina. Igualmente, la ornamentación del palacio real de la Aljafería de Zaragoza
repite innumerables veces el emblema del yugo y las flechas del matrimonio y en la
leyenda que recorre en friso la gran sala del trono, tras la mención gloriosa de Ferdinan-
dus, Hispaniarum, Siciliae, Corsicae etc., se incluye a Helisabeth regina.
12. A.H. de Protocolos de Zaragoza, Lucas DE BIERGE 1562, s.f. C. MORTE GARCÍA, «La icono-
grafía real», en Fernando II de Aragón el rey católico, Inst. Fernando el Católico, Zarago-
za, 1993, p. 151.

527
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

mucho más allá de los previstos inicialmente. La secuencia fue siempre


favorable a los intereses de los príncipes y de hecho el fallecimiento de
Enrique IV tuvo lugar cuando la apreciación de la princesa Isabel como
heredera de su hermano se había consolidado entre una parte notable de
la nobleza, y, además, en un momento en que la figura política de Fernan-
do, salvada la crisis padecida por su padre a causa de la sublevación de
Cataluña (1462-72), había madurado —ya tenía 22 años— y se podía pre-
sentar como el primer varón al frente, así se lo había reconocido Juan II,
de la dinastía Trastámara y, en consecuencia, un firme candidato para ocu-
par el trono de Castilla y, por tanto, soporte para el fortalecimiento de la
realeza castellana13.
Seguramente, la precipitada proclamación de Isabel como reina, en
ausencia de su marido, se debió más a una medida de control ante los
derechos que podía alegar su esposo, que contra los de su sobrina Juana,
y la prudencia que rodeaba al príncipe aragonés, rey de Sicilia, evitó que
el asunto desembocara en la ruptura del proyecto conjunto, aunque sí en
la firma de una concordia (Segovia, enero 1475) que establecía las líneas
maestras que regirían las relaciones de ambos cónyuges en la goberna-
ción de los reinos.
La estabilidad así alcanzada se puso a prueba cuando unos meses más
tarde Juana de Castilla, amparándose en sus razones como hija del rey
Enrique, reclamó el trono (30 de mayo 1475) y con su valedor Alfonso V
de Portugal inició con las armas el debate por la sucesión. La ventaja del
bando isabelista se hizo patente en el plano político, pero sobre todo tras
las sucesivas victorias militares logradas por Fernando al frente de las tro-
pas, lo que permitió llegar a una paz militar y al tratado de Alcaçovas (sep-
tiembre 1479), que zanjaba la cuestión y confirmaba en el trono castella-
no al matrimonio, con la clara y expresada voluntad de un gobierno
compartido que se prolongaría en los veinticinco años siguientes.
Pero es que para entonces, hacía un año que había nacido el príncipe
Juan, heredero de las dos coronas y, por tanto, pieza fundamental que
garantizaba la consolidación del proyecto de unión. En esos meses fina-
les del año 1479, además, el fallecimiento del viejo rey Juan II de Aragón,
ponía en la cabeza de Fernando la corona aragonesa, y con ella se incor-
poraba a los dominios de los esposos la extensión de sus reinos, la expe-
riencia de una fórmula de organización política muy peculiar, que acaba-
ba de superar la dura prueba de la sublevación catalana, y la ya secular
intervención en los asuntos del mediterráneo, espacio que los últimos
acontecimientos, incluida la expansión turca, mantenían en el centro de
la actividad política de las grandes potencias europeas.

13. J. Ángel SESMA MUÑOZ, Fernando de Aragón. Hispaniarum Rex, Zaragoza, Gobierno de
Aragón, 1992.

528
¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLIOS?

Será, pues, en torno a 1480, una vez logrado el establecimiento de


ambos cónyuges como una única dinastía en las dos Coronas, cuando Fer-
nando e Isabel, rey y reina de Castilla, León, Aragón, etc. deban adoptar
una serie de decisiones políticas, que si por un lado hace de ellos, en tan
solo dos décadas, los Reyes Católicos y los diseñadores de la Europa
moderna, por otro, en el interior de los reinos peninsulares, sientan las
bases para que, a pesar de los tremendos contratiempos padecidos al final
del reinado (no sólo las muertes de los príncipes herederos —el hijo Juan
y el nieto Manuel—, sino también el testamento de la reina Isabel y la
resistencia de la nobleza al gobierno de Fernando), se pueda considerar el
proyecto compartido que hará de los dos siglos siguientes esa época dora-
da de la historia de España.
En la guerra contra el partido de Juana, Fernando se presenta como rey
de Castilla y León defendiendo los derechos de su mujer, «reyna verdadera
y legítima sucesora dellos«. Es casi seguro que Fernando, de no haber gana-
do esa guerra, habría llegado a reinar en Aragón, como ya era rey de Sici-
lia, pero su futuro hubiera sido más oscuro y aunque siempre le quedaría
Italia para desplegar sus objetivos políticos lo habría hecho con muy limi-
tada capacidad de maniobra; es difícil intuir si Isabel hubiera llegado a rei-
nar en Castilla sin el matrimonio con Fernando, y se puede considerar
seguro que la derrota militar de la pareja la habría apartado del trono cas-
tellano. Castilla y Portugal serían entonces los componentes de la Monar-
quía Hispánica y la trayectoria de la Corona de Aragón habría sido muy dis-
tinta de la que conocemos.
Es cierto que estas suposiciones son absurdas e inútiles, porque no se
produjeron, pero no hay que olvidar que el triunfo militar y diplomático
alcanzado primero en la guerra con Portugal por la sucesión y después
durante mucho tiempo en la Península y en Europa fue consecuencia de
que el proyecto defendido, que pasaba por la unión de las dos coronas, reci-
bió más apoyos y tuvo más fuerza interior y exterior. En rigor parece, pues,
que el diseño de la monarquía nueva pasaba por la unidad de las coronas,
criterio que es el principal argumento defendido por Fernando en sus pri-
meras intervenciones, incluso por su padre al impulsar el matrimonio.
En el caso de Fernando, su primer testamento, extendido en julio de
1475, al inicio de la guerra de sucesión, constituye un documento precio-
so por lo que refleja del pensamiento político del joven monarca de tan
solo 23 años14. En el mismo, Fernando se intitula rey de Castilla y de León,
además de Sicilia y príncipe de Aragón; se presenta como paladín de su
esposa a la que declara legítima heredera de los reinos, desmarcándose él

14. El testamento está publicado ibidem, pp. 260-263. Debe verse también, J. Ángel SESMA
MUÑOZ, «Carteles de desafío cruzados entre Alfonso V de Portugal y Fernando V de Cas-
tilla (1475)», en Revista Portuguesa de Historia, XVI (1978), pp. 277-295.

529
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

del problema sucesorio. La cláusula principal del documento establece


como heredera y legítima sucesora a su hija Isabel, única nacida en el
matrimonio, también en los reinos aragoneses, a pesar de los ordena-
mientos y costumbres que, como dice, se oponen a que hija suceda al rey;
y esto, afirma textualmente, lo propone «no por cobdicia o affection
desordenada» sino por «el gran provecho que se sigue de estar asi unidos
con estos de Castilla y de León y que sea un príncipe, rey, señor y gober-
nador de todos ellos».
Este convencimiento del rey, que puede ser la base de la formulación
de la monarquía, está expresada también en las instrucciones que cursa a
su padre, el anciano rey Juan, pidiéndole su compromiso para que en caso
de morir en la guerra, forzará la decisión de las Cortes aragonesas hasta
conseguir el reconocimiento de la princesa Isabel como reina en Aragón.
Y también explica, unos años más tarde, la alegría por el nacimiento del
príncipe Juan, que consideró «la más grande cosa de la Spaña y la más
necesaria y deseada», opinión compartida por todos, como expresan los
consellers de Barcelona, porque garantizaba, dicen éstos, «la unió dels
regnes e senyories».
La unión de las dos coronas es la gran meta y el principal objetivo de los
últimos trastámaras aragoneses, el objetivo perseguido con el matrimonio
y la única explicación a todos los expedientes que Fernando asumió en for-
ma de concordias, capitulaciones y demás. Es, también, la razón de la lar-
ga y porfiada dedicación dentro y fuera de las fronteras por consolidar un
proyecto en el que creía desde el principio. Resulta cuanto menos elocuen-
te comprobar que en el planteamiento de unidad que defiende en ese testa-
mento, el joven Fernando, de 23 años, aluda a que lo importante es que un
mismo príncipe, rey, señor y gobernador actúe en todos, recorriendo una
secuencia que por otra parte definirá su trayectoria al frente de Castilla en
los siguientes 40 años.

¿Formulación de una única Corona?

La unión de las dos monarquías a través del matrimonio es conse-


cuencia de la voluntad de las familias reinantes, que proceden de una mis-
ma dinastía, y es alentada por los intereses de los grupos dirigentes, muy
vivos en Castilla y menos activos en los reinos aragoneses, incluida la Igle-
sia. La decisión es a todas luces coherente con la situación atravesada y
adecuada para superar las dificultades que en ambos territorios se arras-
traban desde hacía tiempo.
A esta realidad, cronistas e historiadores han dado durante siglos muy
diferentes interpretaciones. Ni se debe considerar como la realización de un
designio divino, como muchos aduladores hicieron en su momento y que

530
¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLIOS?

luego contribuyó a la tan manoseada durante un tiempo unidad de destino


en lo universal, ni tampoco debemos quedarnos con la complaciente sonri-
sa de los niños castellanos que cantaban eso de «flores de Aragón en Casti-
lla son», ni mucho menos pararnos en comparar tamaños y poblaciones
para concluir con la superioridad de uno de los socios y despreciar al
menor15.
La unidad efectiva está muy lejos de alcanzarse, pero desde el primer
momento los efectos de la relación se hicieron patentes. El impulso hacia
la unión y el elemento esencial de la misma es la monarquía y en ella será
donde se puedan apreciar las primeras manifestaciones. El impacto de la
unión en cada una de las Coronas fue distinto, si bien en ambas se pro-
dujeron inmediatamente la estabilización del nuevo monarca y el aumen-
to de su poder, por el mayor control de sus recursos materiales y simbóli-
cos16. Al margen de algún factor exterior, el principal argumento del
cambio radica en que la integración de los dos territorios trajo como con-
secuencia una mejora en las condiciones de seguridad y confianza en sus
políticas interiores. Al nivel más elemental, se acaban las maniobras cas-
tellanas en Aragón y las aragonesas en Castilla, lo que es fundamental en
el desarrollo inmediato, porque después de más de un siglo, desde la Gue-
rra de los Dos Pedros, las acciones de los infantes de Aragón, la acepta-
ción de Enrique IV del ofrecimiento de la Generalidad de Cataluña y otros
enfrentamientos menores, tras el matrimonio se van a ahorrar muchas
energías que se perdían en mantener una paz siempre inestable. En un
estadio más amplio, desde el momento que se pueden presentar como
reyes de Castilla y Aragón, aparecen revestidos de mayor autoridad den-
tro y fuera de sus propios espacios particulares y, por supuesto, frente a
las monarquías europeas.
Pero es que la consecución de la unión es un proyecto encerrado en
una trayectoria antigua en los reinos hispánicos, que tienden a fusionar

15. El argumento de cuantificar el número de kilómetros y de habitantes aportados puede


parecer importante, aunque demasiado simple, pues debe ser considerado al margen de
cualquier criterio determinista que apoya el éxito o el fracaso político, económico o cul-
tural de cada país en su mayor o menor vitalidades demográfica. Como ha ratificado
recientemente V. GÓMEZ MOREDA («La población española en tiempos de Isabel I de Cas-
tilla», en Sociedad y economía en tiempos de Isabel la Católica, Ed. Ámbito, Valladolid,
2002, pp. 13-38): «contra lo que han creído muchos historiadores, clásicos y modernos,
y a pesar de la insistencia con que los escritos mercantilistas de la época subrayaban la
conveniencia de un voluminoso potencial demográfico, la abundancia de súbditos no era
una condición necesaria para el éxito en la lucha por el liderazgo de las grandes poten-
cias», alertando, además, del hecho de que las densidades demográficas, no deben coin-
cidir con el óptimo demográfico y que las diferencias en aquéllas entre las Coronas de
Castilla y Aragón no eran tan marcadas ni, mucho menos, decisivas.
16. El inmediato uso de lo simbólico, en J. Ángel SESMA MUÑOZ, «Ser rey a finales del siglo
XV», en Fernando II de Aragón el rey católico, Zaragoza, 1996, pp. 109-121.

531
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

los territorios y a unir dinastías. Que haya habido fracasos anteriores no


invalida la natural propensión a reunir espacios vecinos coherentes, no
sólo por conquistas militares sino también por mecanismos políticos. No
hay nada nuevo, pero al mismo tiempo tampoco hay modelos precisos.
La referencia habitual es la vieja fórmula que desde 1137 se había apli-
cado en la Corona de Aragón, es decir, la unión dinástica en la que cada
una de las partes constituyen unidades plenamente igualadas e indepen-
dientes, encuadradas en un proyecto global, común, representado por la
monarquía, es decir una temprana manifestación de la monarquía como
principio de estructuración. La experiencia de la Corona de Aragón, a
pesar de los sucesos más recientes, garantizaba una transición tranquila
y las mínimas alteraciones internas, exigiendo un tempo y un talante. En
la Corona de Aragón la fórmula se había prolongado por más de tres
siglos y medio gracias a que continuamente había estado dotada de una
estructura capaz de mantener el equilibrio entre unidad y diversidad y
hacerlo, además, en el respeto de las diferencias17.
La larga duración, la estabilidad y la enorme actividad desarrollada no
se debió sólo a la buena voluntad de las partes y ni siquiera al sentido
común de valorar las ventajas frente a los inconvenientes, sino al sistema
institucional equilibrado y flexible que estableciera los canales de solu-
ción apropiados a los problemas surgidos. Porque la unión de las cuatro
entidades, Aragón, Cataluña, Mallorca y Valencia que constituyeron el
núcleo de la Corona de Aragón bajo una misma monarquía, no fue sólo
una empresa política, sino una organización que durante casi cuatro
siglos se abrió al desarrollo general y permitió la participación y el inter-
cambio conjunto, hasta el punto de que todas las transformaciones insti-
tucionales, sociales, económicas y mentales producidas en alguna una de
ellas, tiene una referencia simétrica y simultánea en todas18.
Esta fórmula, mucho más rica e importante de lo que a veces se quie-
re ver, se adoptó automáticamente por los Reyes Católicos para dar forma
al complejo político creado, pero sin que existiera una declaración o sim-
ple intención conjunta. Pero no se creó ningún armazón que habilitara la
unidad, ni en los intercambios económicos, ni las relaciones sociales ni
los proyectos políticos o militares. En principio, lo único realmente apli-

17. Como visiones de conjunto, diferentes por la época de su redacción y por los enfoques
que han primado en cada una, hay que destacar: A. GIMÉNEZ SOLER, La Edad Media en la
Corona de Aragón, Barcelona, Labor, 1930; J. REGLÁ, Introducció a la història de la Coro-
na d’Aragó, Palma, Moll, 1969; Th. BISSON, The Medieval Crown of Aragon. A short His-
tory, Oxford, Clarendon Press, 1986; J. A. SESMA MUÑOZ, La Corona de Aragón. Una intro-
ducción crítica, Zaragoza, CAI, 2000.
18. J. Ángel SESMA MUÑOZ, «La compenetración institucional y política en la Corona de Ara-
gón», en Poderes públicos en la Europa Medieval: Principados, Reinos y Coronas. XXIII
Semana de Estudios Medieval de Estella, Pamplona, 1997, pp. 347-371.

532
¿NUEVA MONARQUÍA DE LOS REYES CATÓLIOS?

cable era el nivel administrativo desde el entramado de la monarquía, sin


que se generaran, al menos en una primera larga etapa, las relaciones
entre los reinos y sus sociedades. Salvo en política internacional19 y en
unas pocas intervenciones decisivas para la monarquía, en las que los
Reyes Católicos no atienden tanto los intereses individuales de los terri-
torios como los propios de su soberanía y por eso tienen como ámbito de
aplicación el conjunto de los reinos de ambas coronas; son los casos del
establecimiento de la inquisición, la expulsión de los judíos o la reforma
de la Iglesia, lo que no es desdeñable como arranque de un proceso com-
plejo y largo, pero no lo más decisivo para propiciar un sentimiento con-
junto. Difícilmente se hallan intentos de implantar un esquema común en
los reinos de las dos Coronas.
Es más, será este limitado interés por alcanzar una conexión entre los
reinos aragoneses y Castilla, en la monarquía de los Reyes Católicos y de
los Austrias, lo que permitió que se conservara el recuerdo y la vigencia
de la antigua unidad. A través de instituciones como el Consejo de Ara-
gón, creado a finales del XV y en las Cortes Generales de todos los esta-
mentos de los reinos, reunidas hasta muy avanzado el siglo XVII precisa-
mente por la monarquía para tratar los asuntos concretos que afectaban
a la Corona de Aragón, se siguió mostrando alguna realidad de la vieja
identidad común. Incluso, en ocasiones necesarias, todos sus integrantes
adoptaron posturas unitarias propias, como ocurrió, quizá por última
vez, durante la guerra de sucesión y ante la llegada de los Borbones, repre-
sentando la gran oposición al candidato francés, tradicional enemigo de
la dinastía aragonesa. Esa actitud fue, en última instancia, la que provo-
có oficialmente y por decretos impuestos por la fuerza la anulación de las
peculiaridades de los tradicionales estados de la Corona de Aragón y, en
consecuencia el final de ese proyecto medieval.
Es posible que la llamada Monarquía Hispánica, más allá de la supe-
restructura de poder montada, es decir, el caparazón político de la monar-
quía y su imagen, no llegara a cuajar y constituyera un cierto fracaso,
aunque tardará un poco en manifestarse. Resulta elocuente la reacción de
Juan II de Aragón, sin duda uno de los principales impulsores del pro-
yecto de unión, cuando al recibir la noticia del nacimiento de su nieto,
aconseja al rey Fernando que «en ningún caso el príncipe mi nieto se cria-
se en Castilla», por lo que debería lo antes posible y «con mucha cautela»,
dice, traerlo a educar a Aragón, cosa que Fernando no hizo, aunque el
consejo está en la línea de lo que se le pasará a él por la cabeza años más
tarde con su propio nieto Carlos.

19. Cuyas decisiones, no obstante, se toman al margen del impacto directo que tienen sobre
la sociedad y los asuntos internos.

533
J. ÁNGEL SESMA MUÑOZ

Ni la vieja monarquía castellana ni el largo pasado de corte federal de


la Corona aragonesa estaban preparados para asumir los cambios nece-
sarios. De hecho, la muerte de la reina y las peculiares condiciones de la
sucesión desbarataron en parte el futuro del proyecto y Fernando, ante
esas dificultades impuestas, intentó también rectificarlo buscando un
heredero para sus reinos patrimoniales. Sólo las circunstancias que no
permitieron la procreación de un hijo al nuevo matrimonio de Fernando
impidieron que la unión dinástica alcanzada se rompiera y se llegara a la
Monarquía Hispánica.

534

También podría gustarte