Sonia Suez
Sonia Suez
Sonia Suez
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Sonia Suez
UN GRITO EN EL DESIERTO
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TITULO : SONIA SUEZ: UN GRITO EN EL DESIERTO
Prohibida su reproducción total o parcial de la presente obra, sin autorización del autor.
© Luis Goicochea Cortez.
Lima, octubre del 2009
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Esta novela está dedicada a todas las mujeres
que están sufriendo una injusticia.
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Cuanto más generoso de fondo es el individuo,
menos deja que su pasado decida su porvenir.
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SONIA SUEZ
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evidenciaban que las cosas estaban tomando un giro
insospechado. Le faltaba tiempo para lograr la claridad que le
permitiese atar cabos. Sonia aún estaba de noche. Todos, en
algún momento de nuestras cortas o largas vidas, hemos estado
de noche. Necesitamos dormir, reposar la mente; luego, el
tiempo nos develará donde estamos y hacia donde vamos. La
noche de Sonia era una de esas que se enmarañan en medio de
la selva, una de esas con pocas posibilidades de volver a casa.
Pasó por su mente los restos de la última discusión que
sostuvo con Renato. « ¿Podrá ser? No. No lo creo capaz de
tanto. Pero me lo dijo... deben ser cosas que se dicen por decir».
Pero Renato no era de los que se molestan en hablar y no hacer
nada. Además, lo que Sonia escuchó le había llegado con esas
palabras suavecitas, pero profundas, que salen del hígado y
suelen ocultar un odio feroz.
- Te vas a arrepentir toda tu vida, por lo que me has hecho.
La amenaza lanzada por Renato, a la luz del día y con la
tranquilidad de un obispo, llevaba las señas de quien se trae
rencores escondidos. Sin duda, venía de los más denso de su ser.
La frase temeraria había sido cultivada con mucha paciencia y
mucho cuidado, durante años fue preparando la tierra de la que
habría de desprenderse a la hora señalada. Ese era Renato. Día a
día fue controlándole la temperatura, el riego, la atmósfera...
Renato no había dejado al amparo del olvido los tantos
resentimientos acumulados contra Sonia en sus años de casado.
No le había perdonado, por ejemplo, que se haya adelgazado
desmedidamente y que, de una belleza moderada, haya pasado a
convertirse en una mujer desabrida y sin gracia. Tanto más valía
Sonia como esposa. Mujer abnegada. Sonia sentía una profunda
devoción por sus hijos. En sus años de matrimonio, jamás
escatimó esfuerzos en el cuidado de ellos. Renato lo sabía muy
bien y quizás era la única causa por la cual el matrimonio aún
seguía en pie. Hacía mucho tiempo que el único cariño que
sentía por ella, era el que se reflejaba a través de sus hijos.
Una voz la regresó a la realidad:
- Señora Suez.
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Sonia volteó temblorosa y con un leve ¿sí?», rompió sus
labios secos.
- Le han traído sus útiles de aseo -le contestó la enfermera con
aire de superioridad-. Luego, sacó de una bolsa un tubo grande
de pasta dental, un cepillo de dientes, una toalla, un jabón y
varios rollos de papel higiénico.
Los ojos de Sonia se posaron sobre los objetos como
queriendo rescatar algo de un mundo al que ya no pertenecía.
- ¿Quién los trajo? -preguntó con cierta timidez-.
- Fue su esposo, el señor Trevi.
Sonia se percató que habían utilizado su nombre de soltera
al dirigirse a ella. La enfermera se retiró de la habitación. Sonia
sintió alzarse un pequeño muro entre ella y su hogar. Era
evidente que Renato aprovecharía la oportunidad para alejarla
de su vida. Aunque eso no era en realidad lo que le preocupaba,
sino sus tres angelitos de ocho, diez y doce años. Por lo demás,
ya casi ni se hablaba con Renato.
- Y mis hijos... ¿Dónde estarán? ¿Cómo vivirán?
Unas lágrimas descendieron por su mejilla del lado
izquierdo y las secó mecánicamente con los nudillos de la mano
derecha.
Sonia confiaba que al salir del internamiento -según ella
duraría unas cuantas semanas, a lo mucho un mes- volvería con
sus retoños, acercarse a ellos, abrazarlos, besarlos y decirles
cuánto los amaba, que siempre los amaría a pesar de esta
maldita vida y sus decepciones. Aunque ellos todavía no estaban
al tanto de los sinsabores de la vida y otras maldades que
abundan como pulgas en el perro. Lo difícil que era encontrar
un amigo, una palabra sincera, una perspectiva espiritual, la
buena intención, el amor, la luz al final del camino.
- Debo ser fuerte –exclamó, llevándose las manos al rostro-.
Pero es tan difícil… Alzó la cabeza y suspiró.
Esas lágrimas serían las primeras, de una secuencia
interminable de sollozos, que estarían destinadas a estrellarse
contra el silencio y la soledad. También contra la indiferencia
que nunca se desprendió de ella.
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Sonia sufrió lo suficiente como para dar motivo a esta
novela. Unos años después de los sucesos a los que hemos sido
testigos, Sonia mencionaría estas palabras en la misma clínica
donde viviría los peores años de su vida:
-He sufrido tanto, que ya no tengo más lágrimas.
También cuentan que al final de sus días buscó respuestas
en la fe, acudiendo a orar diariamente a una iglesia cercana en
compañía de la auxiliar de enfermería. Le costaba creer que algo
así le estuviese sucediendo. ¿Por qué a ella? Algo tenía que
haberla arrastrado a esas cuatro paredes. Al final de un
complicado proceso de reflexiones, se encontró culpable de
haber dedicado su vida al cuidado de sus hijos, sin importarle el
resto de los mortales. Creyó conveniente también culparse de
haber ignorado la invisible, pero inexorable mirada del
Altísimo. El no haber acudido a misa durante tantos años le
resultaba algo imperdonable. Y así, todo cuanto no hubiese
estado del todo puro o transparente, se le tornaba al presente en
forma de castigo. Los viejitos que caminaban por las calles con
sus ojitos trémulos rogándole por unas moneditas o el niño
aquel que intentó tomar una galletita de sus hijos y ella lo
reprochó: ellos eran el peso de su conciencia. De alguna manera
extraña, ahora tenían el control de su vida. Cada cosa impropia,
el más pequeño gesto de indiferencia a la turbulencia de la vida,
por más insignificante que parezca, hoy la condenaba. La
paloma que desfallecía de hambre ante la ceguera humana o la
otra aquella que el invierno devoró, tenían su lugar aquí. Ellos la
estaban señalando con su dedo siniestro: culpable. Ahora ellos
tirarían de ella como quisieran y el cielo no se abriría.
¿Por qué habría de hacerlo, si ella no tuvo compasión de
nadie?
Pero dejemos de lado el surrealismo filosófico elemental
para formalizarnos una razón más terrenal por la cual nuestro
personaje se encontraba en tan singular posición.
Todo empezó unas semanas atrás cuando el padre de Renato
llegó a visitar a sus nietos. Durante la plática, Sonia le comentó
a su suegro que Renato estaba tomando demasiado. Ella no
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exageraba. Renato compartía grandes borracheras con el vecino,
empezaban jueves o viernes y podían prolongarse hasta el
domingo. Aquel comportamiento terminó por enfadar a Sonia,
quien no teniendo otra opción ni a quién recurrir, optó por
revelar a su suegro la confidencia que luego motivaría su
desgracia.
- Hola hija, ¿cómo has estado?
- Muy bien, don Marcelo. ¿Cómo ha estado usted?
- Yo como siempre, tú sabes, trabajando.
Don Marcelo percibió en la expresión de su rostro, en la
tenue fragilidad de su voz, en la rigidez esquiva de su mirada,
algo que estaba afligiendo a la dulce, a la delicada Sonia.
- Sonia, te veo algo preocupada. ¿Qué ocurre?
- No es nada, don Marcelo, todo está bien.
Don Marcelo, alisándose los bigotes, dio a entender que
estaba sospechando algo y que ella estaba ocultando otro tanto.
Luego de un ir y venir pausado, de movimientos laterales y
silencios reticentes, fue directamente al punto.
- Quiero que me digas lo que está sucediendo.
- Es Renato, don Marcelo.
- ¿Qué sucede con Renato?
- Renato está tomando demasiado.
Eso fue todo, lo suficiente para que al día siguiente, en el
trabajo, don Marcelo llamara a un costado a Renato con un
«quiero hablar contigo», que más sonó a «eres un idiota». La
actitud de don Marcelo era comprensible desde la perspectiva de
ser un hombre conservador y respetuoso de las obligaciones del
hogar. Eso lo ponía en una posición imposible de soslayar los
relajos que pretendía darse su hijo. No, en el matrimonio, no.
Renato fue reprendido por su padre y tuvo que tragarse su
orgullo. Uno, porque su padre tenía razón (no era de esperarse
que a estas alturas de la vida venga a comportarse como un
borrachín); dos, porque su padre aún llevaba la manija del
negocio y le convenía no levantar polvo si deseaba quedarse al
mando del mismo. Todo eso originó que al día siguiente Renato
le clavara las garras a Sonia con estas palabras:
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- Te vas a arrepentir toda la vida, por lo que me has hecho.
- Dios mío, ¿yo qué te he hecho? -preguntó Sonia-. Deja de ser
necio y dime qué crees que te hice.
Renato permanecía en silencio.
- Dime, Renato, ¿qué crees que te hice?
- Mejor, dejémoslo así.
- ¿Fue el comentario que le hice a tu padre?
El silencio de Renato indicaba que Sonia se había acercado a la
verdad.
- Sí, eso debió haber sido -ella misma se respondió-. Tu padre te
debe haber reprendido. Pero fue sin ninguna mala intención. Yo
lo hice por tu bien.
- Sonia, yo no necesito que a estas alturas de la vida, me digan
lo que está bien o no.
- Yo solamente quería que alguien me escuche.
- No me interesa por qué lo hayas hecho.
Renato procedió a retirarse, pero Sonia lo tomó del brazo.
-No, no te vayas, tenemos que hablar.
Renato intentó zafarse.
- Suéltame, Sonia.
Sonia lo volvió a tomar del brazo. Renato la rechazó.
- Te he dicho que me dejes en paz.
Renato se marchó dejando un malestar en el ambiente de la
casa. No pasó mucho tiempo para que la amenaza lanzada por
Renato, a la luz del día y con la tranquilidad de un obispo,
tomara los colores de la realidad.
Fue una tarde pesada de invierno. Esas que parecen cargar
malos presagios en las nubes. Sonia había llegado a casa luego
de hacer unas compras. Abrió la puerta y notó algo extraño. Los
muebles de la sala habían desaparecido. Tampoco se hallaban
las camas de sus hijos ni sus artículos personales. ¿Qué estaría
pasando? ¿Habrían entrado a robar? Posiblemente, pero al
revisar el resto de la casa comprobó que los muebles de su
dormitorio estaban en su lugar, ídem sus prendas de vestir y
otros objetos. En cambio, los cajones de Renato habían sido
removidos. Revisó los otros cuartos y los encontró vacíos.
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Habían tomado las pertenecías de sus hijos. Esto no podía ser un
robo. ¿Por qué habrían de dejar sus cosas, llevándose en cambio
las de Renato y los niños? Esto no podía ser obra del azar. Debe
haber una mano negra detrás de esta intriga. Al concluir la
inspección notó algunos artefactos como el refrigerador, la
lavadora, la cocina y la televisión (quizás con la intención que
no se aburra en su nueva soledad). Solamente una persona podía
estar detrás de todo esto: Renato.
Pasaron unos días y lo encaró. Renato se puso cínico.
- ¡Yo también tengo derecho a hacer mi vida! -exclamó con un
grito sonoro-.
- Pero, Renato…
- Ya fue suficiente. Ya estuvo bueno.
Sonia lo miró sorprendida. Nunca imaginó al enamorado de su
juventud, el hombre a quien le entregó su vida, ahora le pagara
tan mal. Y todo para largarse con la secretaria. Sonia soltó un
llanto largamente postergado. Renato se mostró inconmovible,
sin compasión, con una frialdad descarada, evidenciando una
terquedad vil. La quería fuera de su vida, a las buenas o malas.
- Está bien, pero los niños… -preguntó ella, con un ademán de
duda-.
- Los niños se quedan conmigo. No les faltará nada, ni a ti
tampoco.
- No es justo, me estás quitando a mis hijos.
- Tú qué sabes, ni siquiera trabajas.
- No seas insensato Renato, eso no tiene nada que ver.
- ¿Cómo los piensas mantener?
- Yo soy su madre.
- Pisa tierra, Sonia. Acepte mis condiciones.
- ¡Qué condiciones ni qué ocho cuartos!
-Sonia, tranquilízate.
-Son mis hijos, entiende, yo los he criado.-gritó ella, perdiendo
la calma-.
- Podrás tener razón, pero no basta para compartir toda una vida.
- Creo… eso nos prometimos al casarnos -contestó Sonia
tartamudeando-.
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- Eso ya fue.
Esas palabras atravesaron su alma como un filo de hielo. Era
inútil luchar contra Renato: él era el empresario, quien manejaba
el auto, pagaba las cuentas y llevaba las tarjetas de crédito. Hoy
en día, en un mundo tan material, poco o nada podía hacer para
luchar contra Renato. ¿De dónde sacaría dinero para alquilar un
departamento, el colegio de los hijos, la comida? Imposible,
estaba acorralada. Por un momento perdió el sentido del espacio
y se sintió trasladada a otro plano más denso y más oscuro.
¿Quizás presagió un aciago porvenir? Debió ser, porque desde
ese momento, su mundo se desplomó.
- ¿Los niños, los niños, dónde están? -preguntó Sonia, haciendo
un esfuerzo para no llorar-.
- He alquilado una casa y están viviendo conmigo; no te
preocupes de nada. Ellos están bien.
- ¿Te has vuelto loco, Renato? No puedo creerlo…
- Ya lo decidí, y así será.
- Renato te estas comportando como un hombre ruin y sin
sentimientos. Te desconozco y te repudio.
- Tranquilízate, Sonia.
- ¿Tranquilizarme? Cuando me separas de mis hijos…
Tarde o temprano, Renato encontraría motivos para
deshacerse de la pobre Sonia, quizás tomó más tiempo de lo
previsto.
Renato fue demasiado lejos… y había llegado hasta allí, por una
simple razón: Sonia no tenía quien la defienda. Su padre habñia
llegado de Europa tiempo atrás, murió sin dejar huellas de su
pasado. La madre de Sonia era una mujer enferma, asistida por
Renato, quien contrató una enfermera permanente para su
cuidado. Aunque ambas dependían de Renato, no justificaba su
actitud ni proceder. Claro que no. Alucinado por la
efervescencia de su nuevo amorío empezaba a razonar mal. Es
más, en su temeridad, llegó a pensar que estaba haciendo la
jugada de su vida, que tenía la partida ganada y ahora nadie le
impediría saborear su triunfo -quizás largamente aplazado por
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alguna que otra minucia-; menos la insignificante Sonia que
apenas podía con su vida. Esta vez nadie lo iba a detener.
Renato estaba actuando bastante mal y eso lo sabía muy
bien, pero no le importaba. Aquella noche Sonia lloró hasta que
las paredes se humedecieron y a nadie le importó. También
amaneció.
Al poco tiempo, Sonia perdió la calma y le empezaron a
temblar las manos al punto de no poder tomar los cubiertos.
Renato aprovechó los primeros síntomas que empezaban a
manifestarse en los azogados nervios de Sonia, para argumentar
que no se encontraba bien y que necesita pronta ayuda médica.
Sonia fue llevada a una clínica psiquiátrica sin demoras. Para no
romper con el protocolo, Renato se apareció con una enfermera
inyección en mano, presta a suministrarle el químico que le
produciría una absoluta sensación de paz. No está de más
mencionar que bajo ese efecto uno puede ser llevado al
mismísimo infierno con una tonta sonrisa entre los labios.
El doctor que asignaron para que se haga cargo de Sonia se
llamaba Luis Stein. Desde ese momento se le conocería como la
paciente Sonia Suez. El sería el doctor Stein, así a secas, doctor
Stein. Pero también podríamos decir que ella era la víctima y él
el verdugo. Aunque eso habría de venir más luego. Por el
momento, Sonia podía pensar que el doctor era su amigo, un
licenciado de la salud que debía proporcionarle ayuda a su
espíritu, hoy abatido por las circunstancias justas o injustas de la
vida. En fin, lo que sí quedaba claro es que no pondría un paso
fuera de la clínica, sin una orden expresa escrita por él (lo que se
conoce en el medio como permiso de salida); pero, antes de
conseguir el dichoso permiso, era menester que Renato y el
doctor Stein se pusieran de acuerdo. Poco a poco, Sonia iría
penetrándose en la mismísima boca del lobo. En pocos días
averiguaría qué injusta podía ser la vida, cuando unos rostros
aparentemente justos se esconden tras de unas máscaras para
cometer una infamia. Por aquellos días la suerte de Sonia -y el
peso del cielo caiga sobre ellos- se decidió como aquellos
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litigios en las que una de las partes se arregla con un tercero
para salirse con la suya. Pase lo que pase, sufra quien sufra.
Llegó el doctor Stein. Se presentó con toda la tranquilidad
del mundo, como si nada estuviese ocurriendo. Frases ya
gastadas y repetidas sistemáticamente quedaron regadas por el
piso para ser recogidas nunca. Empezó con el «tiene que
descansar», para luego seguir con el «no se preocupe» y
terminar con el reconfortante «se va a sentir mejor». Sonia captó
en sus movimientos cierto nerviosismo e intentó buscar sus ojos
para encontrar respuestas que pudiesen estar flotando en su
interior. Pero Stein sostenía la mirada medio segundo. En ese
medio segundo una rigidez cubría su rostro de arriba abajo,
asemejándolo a esos muñecos de cera que se exhiben en los
museos. Mientras Sonia le narraba lo acontecido con palabras
que vibraban en sus labios con emotiva inocencia, Stein la
escuchaba con el mayor cinismo y sin inmutarse por el mal
proceder de Renato. Hasta podría decirse que iba midiendo sus
palabras para no dar un paso en falso, para no decir nada que lo
pudiese indisponer con aquel que había traído a Sonia.
En el relato de este penoso y tonto incidente se escucharon
frases de parte de Sonia como «no quise hacer un problema»,
«nunca pensé que esto llegase a tanto» y otras cosas que
sonaban a disculpas como «debe haber un malentendido». En la
fragilidad de su voz se distinguía el cuerpo de la víctima. Por su
parte, el doctor Stein aguardaba a que se cumpliese un tiempo
prudencial para dar por terminada la charla y retirarse por donde
vino. Un silencio helado apareció entre ambos como una mano
extraña. Sonia palideció. Revivir aquella estúpida historia la
había agotado. Era lógico, pero eso no era todo: también logró
interceptar un destello de maldad que el doctor Stein dejó
escapar de sus cabellos mal peinados. Vientos de intriga se iban
levantando desde sus pensamientos, su aura se tornó oscura y
podía percibirse un aroma a complot flotando en el ambiente.
Ella lo miró a los ojos y él se llevó las manos a la cara
intentando controlar el flujo sanguíneo que va hacia la cabeza y
que podía delatarlo.
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Stein empezó por escribir en la receta los medicamentos que
mantendrían aturdida a Sonia durante algún tiempo. Mientras
tanto iba pensando: «Con esto me dejará tranquilo durante unos
días. La ciencia dice que estas pastillas son buenas, yo no lo sé,
pero no tomaría una de ellas ni aunque me esté muriendo. Por
último, yo no inventé este mecanismo de mentiras. Yo sólo
quería ser un profesional exitoso. Creí que con dedicación se
podía curar a los locos, qué ingenuo que fui, ¿curar a los locos?
Aquí nadie cura a nadie; cada cual se queda como vino. En
cuestiones de la mente la cosa es muy complicada, entiéndelo,
Luis, la mente es misteriosa, impenetrable, demasiado profunda,
demasiado peligrosa: demasiado para mí. Quizás si yo fuese un
filósofo, un poeta u otro loco podría entender; pero las cosas no
son así. Por eso un filósofo francés del siglo, ¿qué siglo?, no
recuerdo, pero dijo algo que me ha quedado grabado entre oreja
y oreja, sin exagerar, creo que es el pensamiento mejor
coordinado y lúcido que he escuchado: “En este mundo las
cosas son como son y suceden como suceden”. Por último,
quién soy yo para contradecir a alguien que ha encontrado una
respuesta eventual a todos los enredos de la raza humana».
Sonia se interpuso en el diálogo del doctor Stein consigo
mismo, con una pregunta certera y precisa:
- ¿Dígame, por favor doctor, cuándo voy a salir de este sitio?
- Vamos a ver...
- ¿Cómo?
- Le digo que vamos a ver.
- Le pregunto cuándo voy a salir de este sitio y usted me
responde «vamos a ver».
Volvió a su diálogo consigo mismo. «Cómo explicarle a
esta mujer que ya hablé con su esposo y bajo ningún motivo
quiere que vuelva a salir de aquí (o al menos eso fue lo que me
pareció); cómo explicarle que desea alejarla de sus hijos; cómo
decirle que la quiere lejos para que no se interponga en su nueva
relación (de la cual se siente orgulloso); cómo explicarle que me
ha propuesto un trato para retenerla a cambio de unos cuantos
billetes».
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- Doctor Stein, le estoy hablando, por favor, esto es muy
importante para mí.
- ¿Qué cosa?
- Que cuándo voy a salir de aquí.
- No lo sé.
- ¿No lo sé?
- Lo que quiero decirle es que aún es muy temprano para hablar
de eso. Necesito observar su evolución con los medicamentos
que le estoy prescribiendo.
- Y mis hijos, ¿cuándo podré ver a mis hijos?
- Déjeme conversar con el señor Renato y acordaremos el
momento oportuno.
- ¿Pero los podré ver? -preguntó Sonia, con cierta
preocupación-.
De pronto, tuvo el presentimiento de no volverlos a ver, y hasta
le vino un vértigo.
- ¿Le sucede algo señora Trevi?
- No, no es nada -respondió ella-.
Este temor, aunque sea común entre las madres angustiadas
que no ven a sus hijos, en ella tomó la forma más grave; pero
pensó que mejor era no dramatizar y esperar a ver cómo se
desarrollaban los hechos. Duro hubiera sido para ella saber que
las cosas serían mucho peor de lo que jamás se hubiese
imaginado.
- Doctor Stein, le sucede algo, lo veo muy ensimismado.
Stein estaba otra vez con su monólogo interno: «Tranquilo,
Luis, es solamente esta mujer que viene con sus problemas a
mortificarte, a intentar que desistas de tu gran oportunidad, a
procurar convencerte para que te apiades de ella. No, no lo
puedes permitir. Esta mujer ha tenido siempre de todo y por un
tiempo que no vea a sus pequeños traviesos e incorregibles
hijos, nada le pasará. Debes ser fuerte Luis, vamos, tú puedes».
- No es nada, señora Trevi, son cosas del trabajo, nada más.
- ¿Y mi madre, cómo se encuentra?
- Eso lo sabrá cuando hable con su esposo, el señor Trevi; les
arreglaré una cita lo antes posible.
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- Muy bien, doctor, se lo agradezco.
- Creo que eso es todo señora Trevi, si necesita algo me lo hace
saber con la enfermera de turno.
- Hasta luego, doctor.
- Hasta luego, señora Trevi.
El doctor Stein quiso ser prudente en su primera entrevista
con Sonia. Renato le había dejado entrever que ya no deseaba
ninguna relación con su esposa; que ya tenía un nuevo amor en
su vida. Renato estaba jugando sucio. Lo que no entendía Stein
era por qué Renato se había empeñado en separar a Sonia de sus
hijos, por qué llegar a tanto, por qué no podía conformarse con
apartarla un tiempo y luego devolverla a la normalidad. Por qué
tenía que ensañarse con ella reteniéndola de por vida en una
clínica y, lo peor de todo, sin la presencia de sus hijos. Eso
mataría a la mujer. A Renato no parecía importarle. Era evidente
que tenía sus razones para hacerla sufrir. Aunque todo eso
pondría en peligro su reputación. Ésta se vería en peligro por un
tal Renato Trevi que apareció para complicarle la vida. Eso no
debía permitirlo. Había muchas dudas y debían de esclarecerse.
¿Hasta dónde llegaría Renato Trevi? ¿Era un rencor
pasajero que lo motivaba a actuar de esa manera o aquel encono
no tenía fin? ¿Habría hecho algo realmente malo Sonia? ¿Por
qué pareciendo una criatura tan dulce se ha granjeado la
antipatía de su esposo y la posibilidad que la separen de sus
hijos para siempre? ¿Y si toda esa historia que cuenta ella sobre
el comentario que hizo a su suegro sobre su esposo, fuese
cierto? ¿Y si todo eso fuese el único motivo para armar
tremendo rollo? En ese caso, Renato sería el candidato
apropiado para ganarse un lugar en la clínica psiquiátrica, y no
Sonia. Lógico que con su dinero estaba los vientos a su antojo.
Aunque, ¿no sería demasiado? ¿No se estaría pasando de la
raya?
Era necesario despejar dudas. Tener una plática seria con el
señor Trevi y sacarle la verdad: hasta dónde quería llegar con
este asunto, en donde la única perjudicada sería Sonia. Era
comprensible que Renato desease estar un tiempo lejos de Sonia
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para pensar y así iniciar su nueva vida. Eso se podía entender.
Pero querer separarla de sus hijos por un tiempo indefinido, eso
ya era otra cosa. Asuntos mayores. Para eso había que tener
condiciones de embustero, alma de ladrón, haber nacido con el
virus de la sinvergüencería y mucho más.
Pensemos que esos pequeños, tarde o temprano, necesitarán
de su madre. Es así de simple. Tan simple como la luz que viene
con el amanecer. Y si no viene, bien puede significar que
estemos muertos y disfrutando de las delicias del alma de las
que todos creen, pero nadie está seguro. Todos creen en Dios,
pero nadie está seguro de la trascendencia del alma. A pocas
personas, contadas con los dedos de la mano, las he escuchado
hablar de tal manera que he quedado convencido que saben lo
mismo que yo sé: el alma es inmortal. La mayoría, por no decir
todos, tiene una duda aplastante. Eso no es todo, para hacerlo
más interesante aseguremos que no solamente es inmortal, sino
perfectamente única, no se transfieren, ni se olvidan los
pecados. No se olvida nada, es más, el comienzo de la otra vida,
se genera con un recuento de todos los actos de nuestra
existencia. Empezando con el primer llanto, la primera vez que
nos cargan, el primer beso de la madre, y así sucesivamente…
Cuando creemos conocer a alguien de algún lugar, sin
haberlo visto antes -y quizás entusiasmados por la escama
incierta de la reencarnación- podemos pensar que debimos
conocerlo en alguna vida pasada; no se nos ocurre pensar que la
familiaridad con esa persona se deba a la proximidad que vamos
a tener pronto con ella en la otra vida. No es que nos conocimos,
es que estaremos cerca más adelante. A un pasito.
«Esos niños, tarde o temprano, reclamarán a su madre
-pensó Stein-. Eso es algo propio de la naturaleza. Además,
tengo entendido que son apenas unas criaturas, la mayor no pasa
de doce años y son tres: tres niños que necesitan de su madre.
Yo no puedo prestarme a tremenda canallada. ¿Acaso, el señor
Trevi, cree que estamos jugando a los secuestradores? Esto me
va traer problemas. Una madre impedida de ver a sus hijos. Si se
llega a descubrir algo así, el que tendrá que dar la cara soy yo, el
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doctor Stein, el único. No, tengo que persuadirlo para que ese
anormal cambie de opinión. Será mejor que me comunique con
él lo antes posible. Me parece que por aquí tengo su teléfono,
aquí está».
- Aló, con el señor Trevi?
- ¿Quién habla?
- Soy el doctor Stein, le hablo desde la clínica.
- Un gusto de escucharlo, doctor Stein, ¿qué se le ofrece?
- Lo llamaba con respecto a su esposa.
- Qué sucede con Sonia, ¿algo grave le ha sucedido?
- No. nada de eso. Todo lo contrario se encuentra muy bien, yo
acabo de hablar con ella.
En la línea se filtró un silencio extraño.
- ¿Señor Renato?
- Sí, aquí estoy.
- Le decía que no hay de qué preocuparse, Sonia se encuentra
bien.
- Entonces, dígame a qué tengo el gusto de su llamada.
- Me preguntaba si no traería problemas el distanciar a Sonia de
sus hijos por un período largo.
- Ya le dije que yo me encargaré de eso.
- Está bien, pero uno nunca sabe, si alguien se llegase a
enterar…
- Eso no puede suceder, ¿acaso no hay seguridad en su clínica?
- Bueno…
- En realidad, yo no quiero hacerle daño a nadie, pero primero
están mis hijos. Es por el bien de ellos.
A Stein le pareció extraño que Renato le suelte, así, tan
tranquilo, una mentira tan grande.
- No entiendo, ¿qué tienen que ver sus hijos en esto? -preguntó
Stein.
- ¿Me lo pregunta usted que es doctor?
- Se lo pregunto.
- Usted, como todo psiquiatra, debe saber que Sonia es una mala
influencia para ellos.
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- Explíquese señor Trevi ¿Me está diciendo que Sonia es una
mala influencia para sus hijos? ¿Realmente cree eso?
- Por supuesto.
No se puede llegar a saber en base a qué análisis Renato
había llegado a esa conclusión, al parecer, el único análisis
consistente en aquella afirmación, era mantenerse -lo antes
posible- más lejos de Sonia y más cerca de su secretaria. Por eso
se había encargado de alquilar otra casa, despachar a Sonia a la
clínica y ahora estaba comprando al doctor Stein. Si bien la
señora Trevi está pasando por un período de depresión aguda, es
una persona inofensiva y apacible.
Renato lo interrumpió elevando el tono de su voz.
- Además, tenemos su diagnóstico, en el cual se recomienda que
Sonia no debe salir ni frecuentar personas que pongan en riesgo
su emotividad. Aunque no se diga aquello incluye a los niños,
ella podría quedar impresionada y con la angustia de volverlos a
ver. ¿Me explico, doctor Stein?
- Así como lo dice, parece muy sencillo, pero…
Pero sucede que yo le estoy pagando dos mil dólares
mensuales y eso no es sencillo para nadie; no es tan fácil
asegurarse esa cantidad con tan sólo un pequeño esfuerzo.
¿Acaso quiere que lleve a mi mujer a otra clínica?
- No quise decir eso…
- No lo diga, porque así como yo he llegado a usted por cosa del
azar, bien podría darme el tiempo para buscar alguna otra
opinión.
- Tampoco creo que tengamos que llegar a tanto.
-Perfecto, porque no estoy para perder mi tiempo. Si es todo lo
que me quería decir, creo que mejor damos por terminada la
plática.
- Muy bien, señor Trevi, hasta otro momento.
- Hasta luego doctor Stein y no descuide su trabajo.
Así quedaría cerrado el trato y Stein no haría nada para ayudar a
Sonia.
El tonto prejuicio del qué dirán, el temor a los apuros
económicos y otras flaquezas del espíritu, acabaron con la poca
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dignidad que aún llevaba dentro. Era evidente que Stein no
podía concebir el éxito con los zapatos viejos y las medias rotas.
Igualmente ignoraba que el éxito no se encontraba fuera de uno,
sino dentro de uno mismo, y que no había mayor éxito que un
espíritu fortalecido; ya sea por el amor, por la palabra de Dios o
por lo que sea, pero fortalecido. Porque eso hace que las cosas
empiecen a ocurrir como un milagro. En cambio, había vendido
alegremente su alma al diablo por un capricho (como lo
veremos más adelante). Ahora sí andaría como un ciego por la
vida. Un ciego a quien ingenuos ciudadanos le confiaban a sus
enfermos afectados de la razón. A estos enfermos todavía les
importaba a donde saldrían sus almas disparadas después de este
mundo: a él ya no.
Al salir de la clínica Stein denotaba un gran entusiasmo. Sus
pasos avanzaban casi como flotando sobre el pavimento. En su
rostro brillaba una sonrisa fingida y un fino rubor oculto de
haber cometido una fechoría. Cruzó la pista con aire apremiante.
Eran las seis de la tarde; y la luz que venía de arriba, caía en
rayos oblicuos sobre las casas ubicadas frente a la clínica.
Entrábamos en la canícula del verano y el aire caliente producía
una incómoda sensación de llevar algo pegajoso en el cuerpo,
como una viscosidad que se impregnaba en la piel.
En estos días, los más afortunados son aquellos que pueden
ir corriendo a darse un baño a las frescas aguas del Océano
Pacífico, playas en las que el tiempo parece no transcurrir entre
la belleza de sus mujeres y la plácida secuencia de sus olas. Los
menos afortunados, aquellos que no contaban con la posibilidad
de llegar hasta esas orillas por motivos de trabajo, economía o
tiempo, se veían obligados a poner sus esperanzas en una ducha
fría. Pero eso era durante los días de la semana, porque los
domingos nadie se perdonaba el faltar a la playa.
El domingo playero, en Santa Piedad, se ha convertido en
un fenómeno digno de un ensayo. Podría decirse que ese día se
perdona todo, siempre y cuando la playa esté de por medio. Por
ejemplo, no importa si existe alguna rivalidad entre los
acompañantes o si éstos no son los más apropiados, porque todo
25
quedará olvidado al mágico contacto con la brisa y el efusivo
abrazo de las olas. Siempre bajo la atenta mirada del sol.
Aunque hay días en que «el gringo», según lo llaman, se hace de
rogar, brilla por su ausencia y la frustración se ve reflejada
hasta en los rostros de los más pequeños veraneantes. Otro
atractivo es el fin de semana playero, el cual posee una rica
variedad de estilos que van desde el playazo tipo campamento a
la luz de la luna, sonrisa al viento, ron con Coca-Cola; hasta la
parrillada casera, música suavecita, todo en orden, hablemos de
negocios, «cómo está la familia» y otras cosas más. En medio
de estos dos estilos existe una infinidad de maneras de pasarla
bien.
Pero volvamos a los menos afortunados que van caminando
apresurados, con los rostros sudorosos y la mente puesta en la
ducha fría. Porque este calor pegajoso que envuelve a la ciudad,
hace que el mundo gire en torno a una ducha fría. A medida que
nos vamos acercando al objetivo, la mente entra en razón y el
cuerpo recobra su dinamismo. Luego, un descanso a la sombra,
en calzoncillo o calzón, (según sea el caso), las ventanas bien
abiertas, un refresco y si es posible una pestañadita (si no se le
hace daño a nadie).
Stein llegó a la esquina donde acostumbraba a esperar el
transporte público; una de las tres insoportables «combis» que
tomaba diariamente para llegar a su casa. Otras tantas para
regresar. Había intentado comprar un auto, pero le había
resultado sencillamente imposible (lo peor de todo era que lo
deseaba con desesperación). Aquel que ha experimentado lo que
es el trasporte público en Santa Piedad lo podrá comprender;
claro que no estamos justificando su proceder. Eso de ninguna
manera. Simplemente que queremos dejar en claro que este
servicio público oscila entra lo caótico y lo infernal. Aunque
más me inclinaría yo por lo segundo.
El negocio estaba bajo. Muchas clínicas privadas estaban
cerrando y la gente que antes corría a internar a su familiar a la
primera señal de recaída, ahora esperaba a que se recupere por
la ley de la gravedad o algún otro efecto de la naturaleza. Para
26
los que no contaban con la posibilidad de internar a su familiar
en una clínica privada, estaban los hospitales del Estado:
grandes edificaciones que acogían una cantidad incierta de
pacientes. La mayoría de ellas habían sido construidas entre
cincuenta, setenta o cien años atrás y no contaban con las
comodidades necesarias; pero el precio era módico y en algunos
casos la comida no era tan desastrosa. Digo en algunos casos,
porque aquellos que no contaban con un fino paladar no sufrían
tanto como los que sí: en este grupo tenemos a los hijitos de
papá o pacientes que venían de las zonas residenciales. El resto
era el montón, podían venir de cualquier otra parte de la ciudad,
incluyendo pueblos jóvenes o invasiones o de la provincia: a
éstos si no les agradaba la comida, se la aguantaban, muchas
veces sin ni siquiera quejarse. Es bien sabido que en el país de
El Olvido, ya era bastante comer sin haber trabajado, yo diría
que hasta mucho.
Para los menos afortunados, aquellos que andaban por las
calles sin rumbo alguno, con la cabeza llena de piojos y heridas
en el cuerpo, varios días sin comer y con serios problemas
mentales (al punto de no poder decir ni siquiera su nombre).
Estas personas, sin exagerar, están más en la otra vida que en
ésta. Algunas veces, al entregarle una moneda a estas pobres
almas no hacen más que lanzarlas al vacío, como queriendo
demostrar que ya todo se acabó y que todo en lo cual el hombre
apoyó su desarrollo, ha fracasado. El capitalismo, el
imperialismo, el comunismo era una farsa, no existía más que
una única política, la política del amor. Pero no; también tenían
que acabar con nuestra fe, con mi fe. Miren cómo estoy, como
he terminado por creer en ustedes, no son más que unos
mentirosos y corruptos. Miren como lanzo esa moneda, miren
como me río del mundo, de ustedes, de su maldita hipocresía.
Para estas personas tenemos el manicomio de la ciudad,
construido tiempo atrás por un filántropo que se identificó con
esta causa a raíz de la enfermedad de una hermana, la mujer
enfermó de la mente y eso lo motivó a reflexionar sobre la
necesidad de levantar un hospital que albergara a todos los
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indigentes con problemas mentales. El hospital sobrevive hasta
la fecha, pero lo que al principio se pensó sería una edificación
capaz de contener a todos los enfermos mentales de la ciudad;
finalmente y con el paso del tiempo no se dio a basto,
considerando el crecimiento acelerado de la población. Pero la
cosa sí tomó color de hormiga cuando en las últimas décadas,
cientos de miles de drogadictos se sumaron a los ya copiosos
pacientes, atiborrando el nosocomio con una gama espeluznante
de locos.
Stein vio venir su transporte. En esta oportunidad era un
ómnibus grande, aquellos que andan echando humo en
cantidades y con la carrocería destartalándose a cada bache.
Subió. El vehículo estaba repleto. No tuvo más opción que
sentarse sobre el motor. El calor que producía la máquina,
sumándose al bochorno que reinaba en el exterior, hacía
insoportable el viaje. Buscó alguna ventana para abrirla, pero ya
estaban todas abiertas. En eso sintió que algo le quemaba el
trasero, el motor estaba recalentando. Tuvo que pararse.
Empezó a sentirse ridículo. Primero me siento, después me paro.
¿Qué es esto? ¿Acaso no se puede estar tranquilo en esta
ciudad? ¿Por qué debo de padecer esta incomodidad?
Desde que tenía uso de razón, Santa Piedad había sido así,
pero en los últimos años la congestión vehicular había
empeorado y era una pesadilla transitar por sus calles.
Sobretodo durante las horas punta, donde la consigna de los
cobradores parecía ser llenar «el barco» hasta que reviente. Era
difícil creer que el gobierno de El Olvido les permitiera brindar
un servicio en tales condiciones. Hacía tiempo debieron haber
renovado el transporte, pero no, seguro que alguien sacaba
provecho con esta irregularidad y les importaba un comino que
los olvidados habitantes del país de El Olvido, se fastidiaran día
a día para movilizarse. Lo peor es que los chóferes no contaban
con la preparación adecuada para dar un servicio óptimo y los
accidentes eran cosa de todos los días, provocando muertes y
toda clase de desgracias. Algunas veces los pasajeros tenían la
impresión de ser conducidos como ganados al matadero. Salvo
28
cuando el chofer y el cobrador daban muestras de poseer un
poco de urbanidad. Eso no era lo común, y los pasajeros se
quedaban con la sensación de haber sido maltratados. Stein no
fue la excepción. Empezó con su monólogo morboso, esa
comunicación consigo mismo que se había vuelto una constante
en su cerebro y que algunas veces no lo dejaba dormir. «¿Para
esto has venido al mundo, tú, Luis, que te has esforzado tanto
por salir adelante? Primero, cuadro de honor en el colegio;
luego, paso libre a la universidad, dedicación esfuerzo y todo lo
que obliga la norma. ¿Para estar ahora sentado aquí como un
imbécil? ¡Para ser tratado como cualquier cosa por estos
serranos! Pero esto se va a acabar, se tiene que acabar. Con el
dinero que saques con el asunto de la señora Suez; esto va a
cambiar, te lo prometo, esto va cambiar. No más micros ni
combis ni taxis; la mierda, me compro mi carro. Nos
compramos un carro, Luis, ¿qué te parece? Luis, ¿me estás
escuchando?»
De pronto, se le acercó un zambito gracioso -de unos
dieciocho o veinte años, que bien podía ser el señor cobrador- y
apuntándole con el dedo, le dijo:
- ¡Su pasaje!
Stein, se encontraba en su diálogo consigo mismo, cuando el
mozalbete lo regresó a la realidad con su voz ronquita.
- ¿No me ha escuchado? He dicho, su pasaje.
- ¿Qué tienes imbécil? -le contestó Stein irritado por su actitud-.
El zambito lo miró sorprendido.
- Qué... ¿Te pones sabroso? ¡Su pasaje!
- ¿Y si no quiero pagarte? -añadió Stein, desafiante-.
- Te bajas.
- ¿Qué has dicho?
- Lo que has escuchado, te bajas.
- ¿Y si no quiero?
- Me pagas.
- Y si tampoco quiero.
- No hagas problema colorado, que para ti también hay.
- Me bajo.
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Stein caminó algunas cuadras mientras que el sol caía
lánguido sobre el horizonte, la luna llena aparecía por el este
(los últimos bañistas del día estarían observando el movimiento
de los astros y quizás dando gracias por disfrutar de ese bello
espectáculo). Todo este asunto de la señora Suez y la
obstinación de su esposo por no permitirle ver a sus hijos lo
tenían estresado. Una parte de él deseaba sacarse de encima a
Renato, de una vez por siempre; pero, la otra, estaba en duda;
una parte quería gritar y la otra permanecía en silencio. Le
faltaban los arrestos para detener esa injusticia que estaba por
empezar.
Los primeros meses para Sonia fueron bastante difíciles,
aunque la costumbre se encargaría de domesticar al tiempo.
Cada día era una copia idéntica del anterior, igual al siguiente y
así sucesivamente. En estos espacios es muy común que los
pacientes se desplacen en movimientos circulares concéntricos
donde el punto central es la inercia. En otras palabras nunca
pasa nada. Las pastillas las dan a las mismas horas y los
alimentos también y siempre se habla de las mismas cosas. En
algunos casos solía darse una amistad o un enamoramiento
fugaz a consecuencia de la misma soledad, pero que no llegaba
a trascender. Sonia ya tenía suficientes problemas como para
andar buscando relaciones en una clínica psiquiátrica, así que
optó por quedarse tranquila hasta que las cosas cambiaran. Lo
peor de todo es que las cosas nunca cambiarían.
- Doctor, ¿cuándo voy a ver a mis hijos?
- Pronto, señora Suez, no se preocupe. Eso lo estamos viendo.
- No hay nada que ver, doctor, yo necesito ver a mis hijos. ¿Por
qué no los puedo ver?
- Es una cuestión familiar.
- No entiendo.
- Luego se lo explico.
- No hay nada que explicar, doctor; esta situación me tiene muy
angustiada
- Ya se lo dije, vamos a ver.
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El doctor Stein utilizaba un mecanismo de defensa, parecido
a un juego de palabras. Si Sonia decía «me prohíben»,
inmediatamente él respondía «yo no le prohíbo» y lo decía hasta
con cierto tono de amonestación que parecía verdad. Pero claro
que no, Stein, se estaba embolsando dos mil dólares mensuales,
ya se había acostumbrado a ello y no haría nada por cambiar la
suerte de Sonia. Sonia no debía de ver a sus hijos, porque sino
ellos empezarían a inquietar a Renato. Stein tenía ordenado
retener a Sonia. Igual sucedía con otras quejas como «esto es
injusto», «usted es un insensible», «acaso no se da cuenta». Lo
cierto es que el doctor Stein siempre encontraba la manera de
darle vuelta a las palabras para terminar saliéndose con la suya.
Como aquellos sinvergüenzas que no queriendo pagar lo que
deben, buscan una excusa para hacer pasar el tiempo y cansar al
enemigo. Táctica tan ruin era la que empleaba Stein para
cumplir su cometido. Algunas veces Sonia se vio en la
necesidad de arrinconarlo para hacerle ver que estaba actuando
injustamente, pero el doctor Stein le pedía que se calme y le
aconsejaba que la desesperación no la llevaría hacia nada bueno.
Pero el asunto era que Sonia quería ver a sus hijos y para una
madre angustiada no existen razones que valgan.
Sonia tuvo que desarrollar una tolerancia a prueba de balas
y digna de cualquier fakir. No era fácil liar con el contubernio
que formaban Stein y Renato. También presintió que se le
venían tiempos difíciles. Las visitas de Renato le confirmaron
sus temores. Renato venía para decirle que todo en casa -o
mejor dicho, en su nueva casa- andaba bien y que sus hijos le
mandaban muchos saludos. En cuanto a las muy reclamadas
visitas de ellos, se harían únicamente con la autorización del
doctor Stein. En resumen, cuando Sonia preguntaba al doctor
Stein por las tan ansiadas visitas de sus hijos, él respondía que
eso era un tema familiar y que Renato pensaba que no era buena
idea que ella vea a sus hijos, que quizás ella no sea una buena
influencia para ellos. Por otro lado, cuando le hacía la misma
pregunta a Renato, le respondía que el doctor Stein era quien no
quería que ella vea a sus hijos. Era evidente que Sonia estaba
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siendo víctima del mejor juego de ping-pong al estilo chino.
Para completar la maldad, cuando preguntaba por la fecha de su
alta, le repetían el procedimiento.
Así estaban las cosas.
El doctor Stein, para no perder el sueño, prefirió creer que
cualquiera de estas mañanas vería partir a la señora Suez hacia
su casa para reunirse con sus hijos. Renato le conseguiría un
pequeño departamento con una pensión; y ella vería a sus hijos
los fines de semana. Tenía que ser así. ¿De qué otra manera
podía ser? ¿Acaso no habían terminado así todas esas historias
parecidas? ¿Por qué debía de ser diferente la de la señora Suez?
¿Acaso había alguna razón para que ésta sea diferente? ¿Había?
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EL DOCTOR NADIE
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venía en este orden. Durante los primeros cuatro meses los
iniciados eran puestos en ayuno «treinta por uno». ¿En qué
consistía esta preciada fórmula? Muy simple. Consistía en que
los pacientes comerían una vez al mes, el resto de los días el
ayuno era total (excepto por unas vitaminas en polvo que se
diluían en un generoso vaso con agua dos veces al día). Hacia el
mediodía eran obsequiados con una jarra de manzanilla caliente
y eso era todo. Esa figura se repetiría durante los primeros
cuatro meses, como quien dice «de llegadita», luego el ayuno
iría descendiendo gradualmente a cada quince días, cada
semana, hasta dejar al paciente o lo que quedaba de él,
comiendo un día sí y un maldito día no. Para despejar cualquier
duda o si el lector cree no haber entendido bien, lo vamos a
recalcar. De los treinta días del mes, exceptuando las vitaminas
en polvo que ya mencionamos y la manzanilla, el paciente no se
llevaría nada más a la boca; sí, algo que usted no se lo desearía
ni al peor de sus enemigos, lo entiendo, difícil de creer, también
lo entiendo, pero créame, así era.
Es comprensible que al comienzo las víctimas quedaban
alucinadas con el invento del doctor Nadie.
- Enfermera, ¿a qué hora me van a traer mi comidita?
- Usted ya no come.
- ¿Qué cosa?
- No hay comida usted está en terapia de treinta por uno.
- ¿Qué es eso?
- ¿No ha escuchado? ¡Treinta por uno!
- ¿Qué es eso?
- Cuando venga el doctor Nadie, se lo pregunta. Yo no puedo
decir nada. Ya dije todo lo que tenía que decir.
Inmediatamente le tiraban a uno la puerta en la cara y la
llave era girada varias veces dejando una sensación de amargura
en la habitación.
Los pacientes, si se les puede llamar pacientes, quizás sería
más acertado llamarlos desdichados o infortunados, eran
siempre traídos sedados y continuaban siendo sometidos a un
duro régimen de sueño en base a fuertes somníferos; de tal
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manera, que si alguien quería ponerse bravo le resultaba
simplemente imposible. Las pastillas las daban molidas y se las
metían en la boca, para evitar trucos. Cuestión que nadie se
salvaba de la somnolencia. La pesadilla de los somníferos
continuaba por espacio de cuatro o cinco semanas, pero en
realidad la función recién empezaba.
Este infierno artificial, no es imposible imaginar,
considerando la intolerancia de algunas familias adineradas que
no están dispuestas a permitir que alguien se pase de vivo en la
casa. Usted sabe, que se meta en la droga, que se haga el loco y
no quiera trabajar; o en todo caso que trabaje, pero no como es
debido, gracias a su conveniente adicción. ¡Qué cosa!
¿Durmiendo hasta las once de la mañana? No puede ser. No. Lo
internan una o dos veces en tratamientos convencionales. En
clínicas donde lo tratan bonito, en donde goza de sus visitas y se
da el lujo de hacer encargos, donde come rico. Donde se hace de
amistades y hasta se procura una aventura amorosa.
En consecuencia, no pasa nada. El supuesto drogadicto
rehabilitado vuelve a la calle con más bríos que nunca, luego de
haber repuesto su humanidad algo diezmada por las juergas,
llega resuelto a recuperar el tiempo perdido. La familia se viene
abajo. Grande es la desilusión que sufren sus seres queridos al
ver tanta necedad. Tampoco es para menos y empiezan a perder
la paciencia. Alguien les habla de un tal doctor Nadie, el doctor
de los casos perdidos. Creen ver en él a un santo. Y dicen: «Esto
es lo que necesita mi fulanito». Entonces acuden en su ayuda y
así tenemos material para amenizar esta novela con un episodio
completamente real. Tanto así que primero se pensó hacer una
crónica, pero luego se decidió incluirlo en este espacio para su
deleite.
No es que quiera defender al doctor Nadie, pero la verdad es
que la familia se cansa de los forajidos, los forajidos también
están cansados de sus errores, no encuentran el camino hacia la
luz; andan como en un pozo, a ciegas. Todos empiezan a perder
la serenidad, la paciencia. El doctor Nadie llega como una
opción, extrema, pero opción. «Yo lo voy a curar.» Eso era lo
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que quería escuchar la familia. Si bien no se había logrado nada
con tratamientos convencionales, esta fórmula del doctor Nadie,
con sus ayunos y un sistema de trabajo en base a la escritura,
podía resultar una bonita opción. La familia hace un breve
consenso y luego de una buena metida de pata de quien está
haciendo los problemas, deciden llevarlo con el doctor Nadie.
El doctor Nadie preparaba a los familiares para que acepten
el tratamiento. Les hacía una explicación científica del mismo,
pero sobre todo los instaba para que no se echen atrás, en este
maravilloso paso que estaban dando para cambiar al mundo. Los
hacía sentir como privilegiados al tener la posibilidad de poder
ingresar a sus «malcriados» al tratamiento. Este procedimiento
inicial, que bien podríamos llamarlo «integración al sistema»,
viene apoyado de visitas masivas a los domicilios de otros
pacientes que ya gozan de libertad restringida, lo que se conoce
como reinserción social. Supuestamente, el método ha dado
resultado en ellos y así también podría serlo con sus
«angelitos».
Volviendo al tema del internado, vamos a suponer que
alguien acaba de ingresar al mágico mundo del doctor Nadie.
- Usted ahora se encuentra en el útero de cemento.
- ¿Útero de qué?
- De cemento. Aquí se acabaron sus días de gloria, de abuso, de
placer. Hedonista infeliz, ahora aprenderá que en la vida
también se sufre.
- ¿Usted se ha vuelto loco?
- ¿Loco? ¡Treinta por uno!
- ¿Treinta por uno? ¿Qué es eso? ¿Quién es usted?
- Yo soy el doctor Nadie, y a mí nadie me habla así. Déjeme
recordarle que ha venido aquí a sufrir.
- ¿El doctor Nadie? ¿A sufrir? No puede ser. ¿Qué es esto, qué
está pasando?
- A partir de ahora no tendrá visitas de nadie y no saldrá de esta
habitación por el no breve plazo de tres años. No recibirá cartas
de nadie ni hablará por teléfono ni personalmente, con nadie: no
verá a nadie. Su mundo se reducirá al no y al nadie. Como le
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digo usted está ahora en el útero de cemento de donde volverá a
la vida como un hombre nuevo. ¿Me ha entendido?
- Creo que no.
Al pasar el tiempo y haber aguantado el treinta por uno
varios meses, el paciente va haciéndose a su nueva vida.
Pero, antes hagamos una perspectiva sobre la reacción del
paciente ante tremendo sacudón de la ciencia, porque ante todo
el doctor Nadie se consideraba un innovador en la materia.
Podemos empezar diciendo que ante tan brusca interrupción de
su libertad el infortunado entraba en una especie de amnesia
moderada en la que no recordaba absolutamente nada de sus
arbitrariedades; en cambio, veía con horror el ayuno y otras
maldades a las que estaba siendo sometido. Poco a poco iban
teniendo sentido algunas palabras que había escuchado de boca
del doctor Nadie y que al principio no había querido aceptar.
Cosas como «el sufrimiento», «aquí las vas a pagar todas» y «tu
pobre familia ya no sabía qué hacer», iban tomando forma en su
mente que empezaba a aclararse lejos de las drogas y el
desorden. Entonces, recién consideraba la posibilidad que todos
los días que llevaba sin comer no eran producto de su
imaginación, sino que cabía la posibilidad que fuese cierto y que
eran parte del tratamiento del doctor Nadie. La terapia del
sufrimiento, el útero de cemento, el enclaustro, no eran amenos
delirios del doctor Nadie, sino realidades que estaba viviendo en
carne propia. Alguien había tenido la brillante idea de matarlo
de hambre para que reniegue de su pasado, ayudado de una
buena dosis de sufrimiento.
La contraparte era que el paciente pensaba -y era la mayor
parte del tiempo- que lo estaban torturando por el simple gusto
de hacerlo. Que no era necesario. Que no era la manera. Y
quizás tenga la razón, pero el doctor Nadie y sus familiares
pensaban lo contrario. Les había llegado hasta la coronilla y
ahora estaba pagando las consecuencias. A propósito, uno de los
mandamientos del doctor Nadie, era: «Todo se paga en la vida,
nada se deja pasar».
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Como decíamos, el paciente lo acusaba al doctor Nadie de
ser un verdugo y torturador. Él era la mansa paloma que nunca
había hecho nada para merecerse tal escarmiento. Tampoco las
cosas eran así. El infortunado sí había cometido errores de más,
como para que le pongan el alto a sus desafueros. ¿Pero era
necesario, tanto así, como para dejarlo varios meses en treinta
por uno y otras calamidades? Eso era cuestión de gustos y
colores, pero en lo que a mí respecta nunca escuché que alguien
haya perdido la vida en ese tratamiento. Pero sí situaciones
desesperadas como cortarse las venas e intentar fugarse, ya sea
tirándose desde cualquier altura; digamos que en el intento de
escaparse de las manos del doctor Nadie, todo valía. Esa
conducta era sumamente reprochable para el doctor Nadie, y
significaba que el paciente no quería madurar. Esos actos al
igual que otros, como hacerse la víctima o querer presentarse de
pronto como un hombre nuevo, eran considerados como
intentos de manipulación y tenían su premio en la escala de
castigos. Porque ante todo y valga la redundancia, toda falta era
premiada con castigo. El caso es poder explicar qué cosa era
digna de castigo. Eso ya es un poco complicado. Pero podemos
adelantar que los castigos eran siempre quitando la comida. La
falta más leve era un siete por uno que significaba siete días sin
comer por uno de comida. Luego el asunto podía tomar otro
cariz pasando a un respetable quince por uno, hasta llegar a un
treinta por uno, que sin duda era el menos deseado de los
correctivos. Esos excesos fueron los que causaron su debacle -al
final el tinglado salió a la luz- y si no hubo mayor escándalo, fue
por la intervención de los familiares, quienes se apresuraron a
conseguir un abogado que los libre de los cargos. Más adelante
se hará un detalle de cómo reventó la olla de grillos.
El doctor Nadie trabajaba al acoso, a la amenaza y al susto.
Para eso se había ideado un mecanismo de tareas que mantenían
al paciente todo el día ocupado. ¿En qué consistía esa
maravilla? Muy simple: cuatro cuadernos rayados. ¿Para qué?
Muy simple: para escribir. La escritura como terapia en el
tratamiento contra las drogas. El lector se preguntará cómo
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podía una persona inspirarse a escribir metida en cuatro paredes
y siendo sometida a tales maltratos. Aquí cabe señalar que al
empezar a escribir el infortunado ya había dejado atrás su
martirio -que por momentos parecía infinito- y ahora gozaba de
un respetable uno por uno. El uno por uno vendría a ser como
una libertad condicional, en el sentido que la víctima comía un
día sí y un día no, siempre y cuando al doctor Nadie le
pareciese, es decir, mientras estuviese cumpliendo bien con sus
tareas. Haciendo un análisis comparativo de lo que había sufrido
el ingresado: varios treinta por uno, quince por uno, siete por
uno y todo cuanto termine en uno; ahora se encontraba en
mucha mejor condición de antes y era necesario que trabajase.
Su primer cuaderno será llamado Mi biografía y
comprenderá todo lo que podemos imaginar como biografía. El
otro cuaderno lleva el sugestivo título de Mi vida de drogo y en
éste los «angelitos» sí tenían mucho que contar al respecto. El
tercer cuaderno era conocido con el irónico título de Mi diario y
aunque no es fácil motivarse a escribir un diario en
circunstancias tan singulares, era menester hacerlo, so pena de
pasar ipso facto a un «riquísimo» ayuno. El último cuaderno y el
único que podría tener algún sentido llamado El comentario de
la obra. Este cuaderno consistía en el comentario que podía
hacerse sobre el libro que se estaba leyendo. Así podemos
entender que los pacientes eran obsequiados con maravillosas
novelas de la mejor literatura de todos los tiempos y que en sus
ratos libres se entregaban al sano esparcimiento de llenar la
cabeza de letras.
Podemos continuar matizando este punto con la obcecada
particularidad que tenía el doctor Nadie para hacer las cosas, y
en esto las tareas no eran la excepción. Primero, las tareas
mandaban un mínimo de cuatro hojas por cuaderno, hasta que a
un «inteligente» se le ocurrió escribir de más para echarse a
dormir un rato a la mañana siguiente. El doctor Nadie al
percatarse de la ventaja del paciente, debió haber pensado que lo
estaban tomando de tonto y mandó las tareas a cinco hojas por
cuaderno. Al poco tiempo notó que había sido harto indulgente,
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ya que sus hambrientos, en la desesperación de no perder los
alimentos, cumplían sus nuevas obligaciones a cabalidad.
Entonces, rápidamente empezó a pasar a seis, siete, ocho, nueve
y así hasta llegar a veinte hojas por cuaderno. Como podrán
imaginarse, la cosa tomó forma de maratón de escritura que
empezaba antes de las siete de la mañana y era de no parar hasta
pasadas las diez de la noche. Al doctor Nadie le importaba un
comino que uno estuviese débil porque, en su opinión, todos
habían venido a purificarse en el dulce fuego del sufrimiento.
Por otro lado, considerando que la velocidad en la escritura es
algo inherente y que todos no pueden desarrollarla por igual, se
comprenderá que unos sufrían más que otros para llenar los
cuadernos. En fin, había que cumplir como sea, porque nadie
quería ver un arroz menos en su plato; tampoco encontrarse con
la pesadilla de un siete por uno o un quince por uno, y ni hablar
de un treinta por uno, el cual podía resultar trágico. Por aquel
entonces, en esas habitaciones, sí se estaba conociendo lo que
era el hambre.
En algunos casos, al doctor Nadie se le pasó la mano y uno
que otro paciente se debilitó demasiado, al extremo de no poder
levantarse de la cama. La cara se les hinchaba y ya habían
perdido todos los vellos del cuerpo (excepto el púdico), lo que
debería de significar que aún se estaba elaborando un poco de
esperma en los genitales. En invierno las uñas se ponían negras,
y era sorprendente la cantidad de chompas que podían ponerse
para protegerse del frío, además de guantes, chalinas, chullos y
todo cuanto pudieran arrebujarse.
Entrado ya el paciente en la atmósfera del doctor Nadie, no
le quedaba más que echar para adelante duro y parejo, porque el
doctor no estaba para juegos, se había tomado muy en serio su
trabajo y no había quien lo saque de sus trece. Para realizar su
labor se había agenciado de una secretaria, por la cual, a lo lejos
se notaba que arrastraba la cobija. Ella era una mulata achinada
de buenas proporciones y estaba mejor de lo que hubiese
esperado, pero su posición de empleador lo favorecía. La
secretaria siempre estaba dispuesta para llevar a la clínica la
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ropa y los útiles de los pacientes. Al ser interrogada por ellos,
siempre respondía lo mismo: «Tus padres están bien y quieren
que te recuperes».
En una ocasión, la musa fue atacada por un paciente con un
pedazo de vidrio. Digamos que a alguien se le ocurrió
improvisar una fuga. El doctor Nadie casi pierde el juicio. Vino
indignadísimo a la clínica a mostrar su rechazo, por ese acto que
él consideraba monstruoso. Entre los pacientes que se
encontraban en las otras habitaciones y ya se habían enterado
del asunto, la constante era un cuchicheo que siempre terminaba
en lo mismo. «¿Y lo que él nos está haciendo a nosotros?» Está
de más decir que el doctor se había ganado, con todas las de la
ley, el encono de sus pacientes y como resultado de sus locuras
fue sobre bautizado con el sobrenombre de «el chancho». Les
guste o no, fue lo más despectivo que se pudo encontrar, porque
cosas como «el demonio» o «la bestia», resultaban apelativos
muy atractivos para sus formas. Por lo que el rumor unánime
esa noche fue: «¿Y lo que “el chancho” nos está haciendo?».
El rebelde fue reducido por el personal de la clínica y
sometido a un «dulce» tratamiento de inyecciones cada cuatro
horas. El mismo doctor Nadie vino para no perderse la sesión,
que sin duda no era fotográfica, sino en base a químicos que lo
llevarían al implicado a las dimensiones más remotas del sueño.
A través de la puerta del alicaído paciente, quien era preparado
para su tratamiento, y de la puerta del frente que por casualidad
también se encontraba abierta, uno de los infortunados pudo ver
claramente como «el chancho» le indicaba a la enfermera que le
hunda con fuerza la aguja en el trasero a quien había atacado a
su dulcinea. Como vemos él tampoco se salvaba de la
inmadurez, porque esa acción era innecesaria e injustificable.
Otra de las anécdotas que se dieron y de las más graciosas
durante la travesía de las víctimas del doctor Nadie, fue lo
ocurrido con un paciente norteamericano que llegó por
problemas de alcoholismo. En realidad, el señor era un «sano»,
si lo comparamos con los otros «angelitos» que estaban a un
paso de la muerte o de la cárcel. El hombre había estudiado allá
41
en su tierra y lo avalaba un título de ingeniero de minas. Claro
que siempre tuvo su problema con el alcohol y del cual ni
siquiera era consciente. Este personaje siempre estaba ideando
cosas. Una de sus últimas invenciones -por así decirlo- fue un
sistema para aprender a hablar el inglés en tres meses. Según él,
había detectado que los procedimientos para la enseñanza del
inglés a las personas de habla castellana no eran las correctas.
Quizás sí, como para aprender el inglés como idioma, pero no
para aprender a hablarlo en corto tiempo; según él, su método
era el más indicado para que los audios parlantes castellanos,
puedan defenderse hablando en el idioma del «tío Sam» lo antes
posible.
El norteamericano, quien a partir de ahora lo llamaremos,
Olsen, diseñó sus propios libros en los cuales implantaba un
novedoso método de aprendizaje. Su método de enseñanza
también era original. Él no tenía ningún local: las clases se
daban a domicilio. Y eran dirigidas especialmente para las
empresas que necesitaban que algunos de sus empleados hablen
el inglés pronto, ya sea para un viaje o cualquier otra
circunstancia. Él y su esposa dictaban los cursos, y la verdad
que les fue muy bien durante un tiempo, hasta que su esposa
decidió internarlo en el tratamiento del doctor Nadie por
problemas con la bebida.
Está de más decir que Olsen llegó completamente
desubicado. Si los pacientes habitantes del país de El Olvido,
acostumbrados a que ocurra casi cualquier cosa en su territorio,
quedaban alelados con la inventiva del doctor Nadie, bien nos
podemos imaginar que Olsen se sentiría bastante sorprendido al
escuchar cosas como treinta por uno y cosas por el estilo. La
crónica cuenta que a través de un muchacho que merodeaba por
su puerta y quien también estaba internado en la clínica, pero en
un régimen convencional, logró enviar una nota a su embajada.
No decíamos que era muy creativo el tal Olsen, porque a
cualquiera no se le hubiera ocurrido. Al parecer no perdió la fe
que de su embajada lo ayudarían. La nota era muy sencillita,
42
pero hacía ver claro que alguien necesitaba ayuda: «Stanley
Olsen secuestrado en clínica Paredes. Ayuda, please».
A los pocos días llegó un zambo grande con cara de pocos
amigos y pidió hablar con la administración para que le aclarara
el asunto. Primero averiguó si había un tal Olsen internado en la
clínica. Sí había. Segundo. Pidió verlo. Le dijeron que no podía.
Allí empezaron los problemas. Ellos no podían retener a alguien
en contra de su voluntad en ninguna clínica, por más privada
que sea ni por más tratamiento experimental del doctor Nadie.
- Me cago en el doctor Nadie o fuck doctor Nadie. Ustedes me
llevan inmediatamente donde está «mister» Olsen o van
empezar a conocer al «tío Sam» en toda su dimensión.
Llamaron de inmediato al doctor Nadie. Para esto ya el
emisario y Olsen habían platicado largo y tendido sobre el
tratamiento del ayuno, la madurez y del sufrimiento. Al
funcionario de la embajada le pareció cosa sacada de alguna
novela lo que le narraba el señor Olsen y le aseguró que de
ninguna manera pasaría un minuto más en esa habitación a
cuatro llaves contra su voluntad. A Olsen le pareció muy
conveniente su nueva posición. Digamos que ahora tenía quien
lo defienda. Pero no contaba con la astucia del doctor Nadie.
Al llegar el doctor Nadie se dirigió de frente a la habitación
de donde venía el problema. Se presentó al funcionario como el
doctor Nadie, miembro ilustre del colegio de psiquiatras, doctor
de vanguardia y otras huachaferías.
- Usted es libre de desarrollar la teoría que le venga en gana,
pero Olsen se viene conmigo.
- ¿Acaso él desea irse de aquí?
- Por supuesto. A él no le agrada para nada este tratamiento y
desea que lo liberen cuanto antes.
- Eso lo vamos a ver.
El doctor Nadie salió raudo a hacer una llamada telefónica. ¿A
quién? A quien más, a la señora Olsen.
- Su esposo se quiere evadir del tratamiento.
- ¿Qué cosa?
- Sí, venga inmediatamente.
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Al volver a la habitación, el doctor Nadie le pidió al
funcionario de la embajada que espere unos minutos. Que estaba
por llegar alguien que solucionaría el problema.
El doctor Nadie esperó en las oficinas de la clínica a la
señora Olsen. Cuando llegó hablaron unos minutos para ponerla
al tanto de las cosas. Volvieron a la habitación.
Al entrar nuevamente el rostro de Olsen había cambiado de
una relativa tranquilidad y satisfacción por sentirse vencedor y
liberado, a una expresión mucho más preocupante. ¿Qué había
pasado? Su esposa lo había mirado con esa manera que tienen
las mujeres del país de El Olvido y con la que están diciendo:
«¡Te fregaste conmigo!». Entonces, el doctor Nadie le preguntó
a Olsen si todavía deseaba irse. Él respondió que sí.
- ¿Qué has dicho? -preguntó furibunda su esposa-.
- Pero… -intentó responder Olsen-.
- Ningún pero, carajo. Te quedas.
- Yo me voy.
- Si te vas, me divorcio.
- ¿Qué?
- Lo que has escuchado, si sales de esa maldita puerta ya no me
vuelves a ver.
- Me quedo.
Por aquella época ya había intervenido la fiscalía y el ayuno
era cosa muy moderada. Quizás otra hubiera sido la reacción de
Olsen de haber sufrido las inclemencias que pasaron los otros
pacientes que lo precedieron. Pero dejémoslo ahí.
Volvamos al tema de la mansa paloma y del individuo que
no recordaba nada de sus arbitrariedades. Para él todo lo
anterior no había sucedido y si había sucedido, no lo recordaba
y si lo recordaba, no le importaba. El doctor Nadie se encargaría
de bajarlo a tierra al instante, recordándole todos los días las
injusticias que realizó por estar jugando con la droga. El doctor
Nadie se había empeñado en acercarles a los muchachos un
espejo para que contemplen su propia vergüenza. Para esto
había ideado el útero de cemento, que no era otra cosa que una
habitación con cuatro llaves de donde el paciente no saldría por
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un plazo mínimo de tres años. Con el tiempo fue mejorando el
tratamiento y el plazo subió a cuatro y hasta cinco años, según
el caso. En este útero de cemento se llevaría a cabo el
tratamiento de la maduración, que no era otra cosa que hacer
sufrir al paciente con ayuno para que madure. En otras palabras,
maduración igual a sufrimiento; ayuno igual a purificación.
Aunque parezca extraño esa era la fórmula que el doctor Nadie
había encontrado, para sacar a los drogadictos del foso al cual
habían caído. En qué momento había elucubrado dicha pócima,
no lo sabemos. En qué extraños libros lo había investigado, no
lo sabemos. Quizás sea cierto, como él decía: «Este es un
tratamiento único y experimental». Para otros se le hacía difícil
creer esto y pensaban que el doctor Nadie estaba llevado por un
sentimiento maligno hacia esos «hijitos de papá» de buenos
apellidos, y que ahora había visto una buena oportunidad para
regodearse con ellos.
En otros casos, cuando la familia no estaba en condiciones
de pagar la habitación en la clínica, el infortunado tenía la
posibilidad de ser tratado en su propia casa. ¿Cómo? Muy
sencillo, mandaban a fabricar una puerta de metal y tapiaban las
ventanas. La puerta de metal llevaba una pequeña puerta por
donde el infortunado recibiría sus alimentos (de vez en cuando)
y las vitaminas para que no se muera. Una persona de la familia
era instruida concienzudamente para el caso. El doctor Nadie y
su secretaria irían a hacer consultas dos o tres veces por semana,
para asegurarse que todo esté en orden. En este tipo de
tratamiento, útero de cemento en casa también hubo una
anécdota que pudo haber terminado en tragedia, si no fuera por
la rápida intervención de un vecino que se apresuró a ayudar a la
madre del paciente Carpio. Carpio estaba quemándose vivo.
¿Cómo sucedió?
Carpio se encontraba en su domicilio aguantando los
primeros meses de ayuno treinta por uno, cuando se le ocurrió,
quizás llevado por la desesperación, la insensata idea de
prenderle fuego al colchón. Al encontrar una caja de fósforos
dentro de una casaca que había usado en alguna de sus correrías,
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tuvo la brillante idea de prenderle fuego al colchón. Su
intención era intimidar a su mamá para que le abra la puerta y
así poder huir. Pero las cosas no salieron como las planeó.
Primero, que el fuego se levantó más rápido de lo que pensaba.
Segundo, que no pudo controlar el avance del fuego y el cuarto
empezó a arder con él adentro. Tercero, la madre de Carpio se
puso nerviosa al ver a su hijo quemándose vivo y no pudo abrir
la puerta. La puerta se había recalentado y hacía imposible su
manipulación. La madre de Carpio, desesperada, fue en busca
de ayuda y fue así como la oportuna intervención de un vecino
salvó la vida de Carpio. El audaz vecino logró abrir la puerta sin
quemarse las manos, sujetándola con una frazada.
Habían pasado unos intensos minutos desde que el fuego se
había iniciado y Carpio se encontraba con medio cuerpo
quemado. Una oreja casi mutilada, una mano en bastante mal
estado y el cuello y el rostro con heridas serias. Carpio tuvo que
ser llevado de emergencia a una clínica importante de Santa
Piedad, en donde lo intervinieron para salvarle la vida.
Pero no todo quedó allí. Luego de penosas operaciones y
seguro nada agradables, Carpio fue dado de alta. Pero a nadie se
le hubiera ocurrido lo que el doctor Nadie tenía reservado para
él. Según el doctor Nadie, la actitud de Carpio hacía ver que
estaba más enfermo de lo que se suponía, y ahora más que
nunca era necesario hacerlo madurar. Para esto tuvo una plática
muy seria con la madre de Carpio, en donde la instó a realizar
cualquier sacrificio económico con tal de salvar a su hijo de las
drogas. Fue así como vendió una de sus casas y Carpio fue
trasladado inmediatamente a la clínica Paredes.
Carpio llegó una tarde nublada de invierno. Era domingo.
Lo bajaron en camilla. Sus heridas aún lucían muy mal, y
permanecerían así durante mucho tiempo; es más, tuvo que ser
intervenido varias veces y aún así llevaría las huellas de por
vida. Carpio entró en shock cuando comprobó en donde estaba.
Al parecer nadie le había dicho adonde lo llevaban. Debió haber
pensado que regresaba a su hogar, dulce hogar, Pero no fue así,
claro que no, le esperaban los peores años de su vida. Además,
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«el chancho» le había tomado un «cariño especial», pues
consideraba que ese pequeño incidente podía haberle traído
consecuencias graves a su experimento. Apenas ingresó a la
clínica Paredes, Carpio fue obsequiado con un «riquísimo»
ayuno de treinta por uno indefinido; lo que se consideraba que
el castigo se repetiría hasta que al «chancho» le viniese en gana.
Sin duda fue el que peor la pasó.
El castigo que recibió Carpio por vender unos libros a través
de la puerta, que se abría pocas veces, y no se sabe cómo se las
ingenió para hacerlo, fue ejemplar. En el sentido de que -como
ya dijimos- todos los pacientes estaban muy débiles y no podían
aguantar comer menos. Lo cierto es que el doctor Nadie se
indignó hasta lo indecible con el proceder del muchacho, según
él, Carpio venía poniéndose muy rebelde. Vender algo, y
encima un libro, era casi como volver a consumir droga. Era
algo que no se podía tolerar. Carpio fue sometido a ayunos de
treinta por uno durante varios meses y casi se vuelve loco.
Las cosas estaban así de mal, cuando llegó la fiscalía.
Esta parte de la historia es muy interesante, porque tenemos
datos previos a la denuncia en los que se refleja el miedo
demencial y unánime que se había logrado ganar el doctor
Nadie entre sus pacientes. Como es de suponer, de enterarse «el
chancho» de una conspiración contra él, a los responsables les
podía ir muy mal. «Treinta por uno indefinido», como le
gustaba decir. Eso podía ser interpretado tranquilamente por el
infortunado, como «hasta que me muera». Nadie quería tener
problemas con el doctor Nadie. Menos aún cuando eso podía
significar treinta días sin comer.
Fue entonces cuando llegó una oportunidad bajada del cielo
para los pacientes del doctor Nadie. Uno de los pacientes,
Azcorra, logró comunicarse mediante una carta, con una
enamorada del barrio. La joven estudiante de derecho había
empezado a realizar sus prácticas en la fiscalía, y se asesoró con
sus allegados, quienes la habrían informado sobre cómo hacerle
frente al problema. En una de las correspondencias, ella le
sugería a Azcorra que escribiese una carta mencionando todos
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los maltratos que el doctor Nadie se estaba dando el lujo de
cometer. También le recomendaba que al final de la misiva no
olvidara poner su nombre, número del documento de identidad,
firma y, si era posible, huella digital. Había una expectativa
bastante optimista que al llegar tal información a manos del
fiscal, éste pondría el grito en el cielo y luego querría conocer al
inventor de la terapia del sufrimiento.
Una noche Azcorra le comentó lo ocurrido, a través de una
ventana y sin mirarse las caras, a otro interno que se encontraba
en la habitación contigua y con quien solía platicar.
- Mira, he logrado comunicarme con mi enamorada y me dice
que haga una carta mencionando todos los descalabros que «el
chancho» está cometiendo con nosotros. Tengo con quien
mandar la misiva.
- ¿Qué piensas?
- No sé, hemos sufrido tanto que ya no creo en nada. Nuestra
propia familia nos ha dado la espalda. Tú te has cortado las
venas varias veces y tu madre no ha hecho nada.
- Ya lo sé, pero tenemos una oportunidad. ¿Y si resultase?
- Ya no sé qué pensar hermano, ya no quiero sufrir más. Mi
cuerpo ya no da más. ¿Y si te descubren? Seguro se va venir
contra todos.
- Es posible, pero ya no tengo nada que perder.
- No sé, si quieres hazlo tú, pero si te descubren, se va armar
tremendo lío. «El chancho» no va parar hasta dar con los
responsables. Al menos ahora comemos un día sí y un día no.
¿No será mejor dejar las cosas como están?
- ¿Y seguir así hasta morirnos de hambre? Yo creo que este loco
nos quiere matar.
- Haz lo que mejor te parezca. Yo ya depuse las armas. Me he
escapado dos veces y mi familia me ha regresado. Esperaré a
que se cumpla mi tiempo, para largarme para siempre de aquí.
- Está bien.
La misiva fue enviada, por medio del contacto, a la
enamorada de Azcorra. Tal como sugería, se detallaba todos los
maltratos que el doctor había hecho a sus conejillos de indias.
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No tuvo que agrandar nada, porque ya de por sí la verdad era
bastante cruda. La nota llegó a manos del intermediario, para
luego pasar a manos de la enamorada de Azcorra y así llegar
finalmente al despacho del fiscal. El resultado se dio más rápido
de lo que esperaba. Los abusos que se estaban cometiendo eran
graves y estaban relacionados -luego se supo- con algo que se
llama instigación al suicidio. Cualquier persona sometida a una
presión muy fuerte, como la privación sistemática de los
alimentos, es capaz de cometer una locura. Sin ir muy lejos,
dejar sin comer a un paciente de una institución médica, ya era
un delito. No había ninguna terapia del sufrimiento que avale
tales procedimientos, el código penal no conocía los avances
médicos del doctor Nadie.
Por supuesto que el doctor Nadie quiso sorprender a la
justicia con su rollo sobre su método experimental que iba a
salvar al mundo. Cuando los médicos legistas examinaron a sus
pacientes, quedaron sorprendidos por lo flaco y desnutridos que
estaban. Hasta se preguntaban qué alma despiadada había
podido dirigir tan macabro plan y con qué propósitos siniestros.
Había que tener «buen estómago» para almorzarse unos ricos
tallarines bien despachados, vaso de vino incluido, luego ir a
hostigar a unos «huesos» que apenas podían sostenerse en pie.
Cuando los pacientes del doctor Nadie vieron a los médicos
legistas acompañados de un fiscal y un policía, creyeron ver el
regreso de Jesucristo según Juan en el Apocalipsis. Alguien al
fin había escuchado sus ruegos y se estaba haciendo justicia. Era
casi imposible, pero lo era. Existían los milagros. Inefable
momento que se podría entender si alguien estuviese en los
zapatos del que intentó la fuga, por ejemplo, recibiendo una
andanada de inyecciones.
La comitiva andaba despacio y la consigna era hablar con
todos los agravados. Por el camino se fueron enterando de las
bondades del tratamiento. La aparición del hombre nuevo
purificado en la medicina del sufrimiento, se les hacía difícil de
concebir. Castigos por cualquier tontería, hostigamiento,
ensañamiento y otras especialidades. Por supuesto que «el
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chancho» les dijo a los justicieros que no les crean nada a los
pacientes.
- Ellos son unos manipuladores. Yo soy único que les puede
hablar del tratamiento.
- Antes de hablar del tratamiento. ¿Nos puede decir, por qué
están tan flacos? ¿No les da de comer?
- Eso tiene su explicación.
- Estoy seguro que el juez va querer escuchar su explicación.
- ¿A qué se refiere?
- Que aquí tengo documentación suficiente para hacerle un
juicio por lo penal, y no le va a ir bien.
- Pero, déjeme explicarle...
- Estos muchachos están a punto de morirse de hambre, cómo
pueden haber resistido, no lo sé. Pero usted va tener que
explicar muchas cosas.
- ¿No entiende que es un tratamiento innovador?
- Lo que entiendo, es que si usted no les da de comer sobre la
marcha, yo lo pongo a disposición de la justicia. ¿Qué le
parece?
- De acuerdo. Haré que le suban sus alimentos.
- Es lo mejor.
Fue así como los azafates, servidos como nunca antes, bien
llenitos, entraron triunfalmente por las puertas de las
habitaciones, para ser devorado por los hambrientos pacientes.
El regocijo era unánime. Era la primera vez que se le vencía al
«chancho» y encima se le había restregado su tratamiento por la
cara. Era el triunfo con el que los infortunados soñaban
despiertos, alucinando mil formas de vencerlo, de acabar con él
y con su maldita terapia del ayuno. El rostro del «chancho»,
sobresaltado ante la autoridad, que le decía: «Hasta aquí no más.
Usted es un abusivo». Era la prueba de su soberbia, la más digna
muestra de su error. Para el doctor Nadie el método del ayuno,
sin ayuno, era como comer arroz con huevo todos los días: no
había gracia. Su castillo se le desmoronaba y no lo podía
remediar.
- Estás viendo lo que yo veo.
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- Sí.
- Al cuarto de Carpio está entrando un azafate con comida.
- No lo puedo creer.
- Y hoy no le tocaba comer.
- Si el pobre estaba en treinta por uno.
- Ha sido por nuestras declaraciones. La fiscalía lo ha puesto en
su sitio al «chancho».
- ¿Cómo habrá llegado la fiscalía?
- Yo lo sé.
- ¿Cómo?
- Azcorra me confesó que había hecho un contacto con su
enamorada. La flaca estaba haciendo sus prácticas en la fiscalía.
- Ya entiendo.
- Le mandó una carta, mencionando todos los descalabros del
«chancho».
- Ya veo. No le gustaron al fiscal los abusos del «chancho».
- Para nada.
Al momento llegaron las auxiliares de enfermería con los
azafates de comida para los interlocutores.
- Muchachos, llegó la comida.
- ¿Para siempre?
- Parece que sí.
Aunque algunas auxiliares de enfermería detestaban al
doctor Nadie, tenían que seguirle la corriente para evitar
represalias, pero por lo bajo comentaban sus atrocidades y de lo
mucho que estaban padeciendo los infortunados. Ellas también
se prestaban a ayudarlos esporádicamente dándoles una
comidita furtiva. Parecía poco, pero en realidad era bastante,
porque se estaban jugando su trabajo. Ya sabemos que en el país
de El Olvido, las cosas estaban muy difíciles y conseguir trabajo
se podía tornar complicado. A propósito, una auxiliar de
enfermería fue quien se prestó para llevar la carta de Azcorra, la
cual llegaría a manos del fiscal. Con aquella carta se inició el
ocaso del «chancho» y todo lo relacionado con su disparatada
terapia del sufrimiento.
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A partir de entonces, el doctor Nadie empezó a organizar
paseos al zoológico y otros lugares para recrear a los
muchachos. Al igual, el respeto que se le tenía seguía siendo
importante, aunque ya no podía quitarles la comida, aún se
encontraban en sus manos y de él podía esperarse cualquier
cosa. Lo mejor era estar en buenos términos con él, mientras
pasaba el tiempo para desaparecer de su vista para siempre.
Con el tiempo fueron conociéndose anécdotas que
resultaban jocosas, pero que en su momento no lo fueron. Por
ejemplo, se supo que el paciente Flores se comió más de cien
crayones que debían ser utilizados para pintar, ante el hambre
demencial que lo invadiera, se tragó la caja entera. Al rato
empezó a defecar de todos los colores. El mismo sujeto, no
contento con pintarrajear sus intestinos, se comió una buena
parte de la esponja con que llenan las almohadas. Otros
pacientes se comían la pasta dental, algo un poco más
comprensible. Al momento el doctor Nadie les quitaba la crema
dental y punto. Azcorra se comía las cucarachas. Decía que no
podía más con el hambre y que unos bichitos no iban a hacerle
daño, aplicando muy bien el axioma: lo que no mata engorda.
Otro de los pasatiempos que se dio entre los pacientes -que
no veían la hora de volver a comer-, fue el de conversar
largamente sobre todo tipo de comidas con las que disfrutaron
en sus momentos de libertad. Como se podrán imaginar la
cantidad de nombres de platos que amenizaba el juego era
extenso. No contentos con los platos principales, también se
hacía un recuento detallado de los postres y las entradas,
incluyendo sopas y picadillos. Era como una competencia de
quién había comido más, más rico y quién sabía más de
comidas. Al final lo que se buscaba, además de matar el tiempo,
era «llenarse» un poco con el recuerdo. Cada vez que liberaban
la imaginación la cosa tomaba síntomas de realidad, y el que
menos juraba que apenas terminase su tratamiento, iría
corriendo en busca de esa patita con maní o ese lomo saltado
que se le hacía agua a la boca.
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Otros preferían soñar con el día de su revancha. Inventaban
mil métodos con los cuales torturar al «chancho» cuando lo
encontrasen fuera. Hasta se escucharon inescrupulosas promesas
de darle muerte de un modo truculento. Ninguna de esas
amenazas se cumplió, con el tiempo todo quedó olvidado (o casi
todo) y además ninguno de los afectados quería más problemas.
En el momento, cuando el tratamiento estaba picando duro,
llegó un paciente llamado Altaza. Este muchachón de unos
treinta años se convirtió en uno de los más populares de los
sufridos. Venía de una familia que recién en las últimas décadas
había alcanzado situarse entre lo que se conoce la categoría de
«los nuevos ricos». Provenientes de un pueblo netamente
pesquero, habían hecho fortuna con la exportación de la harina
de pescado. Se sabía que Altaza había estudiado en los Estados
Unidos, y, aunque no terminó de estudiar, se jactaba de hablar
muy bien el inglés y de poseer una casa en una zona residencial
de Los Ángeles (California).
En su niñez, Altaza había sufrido las escaseces de cualquier
otro pequeño de su pueblo, incluso se rumoreaba que en el
terremoto que asoló el norte del país de El Olvido, años atrás, su
casa quedó derrumbada, teniendo la familia que pernoctar a la
intemperie. Aunque los tiempos habían cambiado y se
encontraba ahora en una posición harto privilegiada con relación
a la mayoría de los habitantes de Santa Piedad (los cuales con
las justas podían comer y se llenaban con las promesas de los
gobiernos corruptos); eso no lo eximía de haber caído en las
drogas, peor aún, más bien contaba con todas las facilidades
para moverse a su antojo. La gracia se acabó cuando cayó en
manos del doctor Nadie. De donde nadie lo iba a salvar.
Altaza -al igual que los otros- quedó pasmado al comprobar
lo que le tenían reservado. Igual tuvo que aguantar su ayuno lo
mejor que pudo. El paciente Altaza rápidamente se volvió el
preferido del doctor Nadie, porque hacía todo bien. Escribía
como ninguno; y él fue el único responsable de que aumenten la
cantidad de hojas que tenían que escribirse hasta ochenta.
Igualmente, sus dibujos eran bien hechos y se llevaba los
53
aplausos del doctor cada vez que pasaba revisión. Se le veía una
persona muy hábil y con mucha rapidez de pensamiento.
También fue el único que tuvo una relación amorosa con una de
las auxiliares de enfermería, con acto consumado y todo, cosa
que le significó comer un poco más y a ella el puesto de trabajo.
Al conocerse el affaire la mujer quedó separada de la institución
por encargo de «el chancho».
Al doctor Nadie se le escuchó decir, varias veces, que
Altaza era el único que estaba madurando, el único que iba por
buen camino. ¿Pero qué tanto era eso de cierto? Nada. Altaza
estaba fingiendo, estaba haciendo todo lo que el doctor le pedía
y mucho más y, sobre todo, diciendo lo que el doctor quería
escuchar. Siempre limpio, siempre diligente para cualquier
actividad, se fue ganando la simpatía del enemigo. La ciencia
necesitaba demostrar a los familiares que alguien estaba
madurando y el doctorcito no tuvo mejor idea que promover a
Altaza. Qué decepción se hubiese llevado si lo hubiéramos
puesto en la máquina del tiempo y llevado años después, donde
hubiese visto con sus propios ojos (a través de un noticiero
televisivo) como Altaza era conducido a prisión acusado de ser
el cabecilla de una banda de secuestradores.
Las cosas empezaron a resultar un tanto sospechosas al
escucharse rumores que si Altaza quería podía abandonar
inmediatamente el tratamiento; que bastaba una llamada suya
para que vengan sobre la marcha una cofradía de maleantes,
tomen la clínica y se lo lleven; que él era jefe de una banda
muy peligrosa de Santa Piedad. ¿Hasta qué punto se tomaron
por verdad esos rumores? No se puede saber, porque Altaza
mostraba todo lo contrario. Hasta se había dejado una barbita
que le quedaba muy bien y le daba cierto tono distinguido. Con
jóvenes como Carpio, Azcorra y otro más no cruzaban más que
una o dos palabras, por considerarlos que no estaban a su altura.
Él iba viento en popa en el tratamiento y era el más voceado
para cruzar la barrera hacia la libertad. Mezclarse con esa gente
le podía traer problemas. Más de una vez se quejó del
54
comportamiento de alguno de sus compañeros y el acusado fue
puesto en otra habitación de inmediato.
En consecuencia, si alguien hubiese llevado a cabo un ajuste
de cuentas con el doctor Nadie, quizás hubiese sido Altaza.
Pero, al parecer, a nadie le importó tomarse el trabajo de
buscarlo después de haber quedado en libertad y las cosas
quedaron “olvidadas”.
Para terminar con Altaza podemos mencionar que a su
llegada se originó un hecho sin precedentes en el tratamiento del
doctor Nadie. Sucedió que Altaza fue llevado completamente
dormido (consecuencia de la inyección que le deben haber
aplicado para reducirlo) y amarrado a una cama portátil por
cinco bravucones empleados del servicio de ambulancia,
quienes eran los encargados de traer a los infortunados a la
terapia del sufrimiento. La nueva víctima fue ingresada en vilo
hasta la misma habitación donde se encontraban Carpio y
Azcorra. Aquella era la única habitación triple, otras eran dobles
o individuales. Una vez adentro lo desataron y lo echaron sobre
una cama, bajo la atenta mirada de los dos compañeros, que no
se perdían ni un detalle de lo sucedido. Al retirarse los
invasores, Azcorra y Carpio se acercaron a Altaza, quien
murmuraba palabras inteligibles.
- ¿Y éste quién será?
- No lo sé, pero ya se jodió. No sabe lo que le espera.
- No, no sabe. Ahora sí que la va a pagar todas.
- ¿Qué te parece si lo revisamos?
- ¿Para qué?
- Uno nunca sabe qué puede traer. Quizás tenga dinero o algo.
Carpio lo empezó a revisar de pies a cabeza.
- Nada por aquí, nada por acá.
Hasta que llegó a los calcetines.
- A ver qué tenemos por aquí.
Grande fue la sorpresa de ambos cuando encontraron varios
paquetitos con cocaína de la más alta pureza.
- ¿Y ahora qué hacemos?
- No lo sé, la podríamos vender…
55
- Te has vuelto loco -respondió Azcorra-. Imagínate el
escándalo si nos pescan.
- ¿Por qué habrían de pescarnos?
- Porque sí sonso; aquí todo se sabe.
- ¿Y si nos la metemos?
Azcorra se quedó mirándolo en silencio a Carpio, mientras
éste abría el paquetito y con una pequeña cucharita (que a veces
utilizaban para comer lentamente y así poder disfrutar la comida
al máximo) introducía la primera dosis en su orificio nasal.
- Está buena -dijo Carpio-. Mientras sus ojos brillaban
nuevamente al volver a recibir sus neuronas el elixir tanto
tiempo esperado.
Azcorra no tenía costumbre con la cocaína. Sus drogas
siempre habían sido los opiáceos: morfina, codeína y heroína.
Aún así no pudo evitar sentir curiosidad por la sustancia.
- A ver, qué tal si pruebo un poquito.
- ¿Quieres?
- ¿Por qué no?
- Pensé que no te agradaban este tipo de drogas.
- He probado.
- Bueno, entonces toma la cucharita y jala.
- ¿Cuántos paquetitos hay?
- Seis.
- ¿Seis de esos paquetitos?
- Así es. Sigo pensando que podemos vender un poco de droga
para conseguir comida.
- No hables tonterías.
Azcorra elevó una pizca de la droga con la cucharita a su nariz y
absorbió.
- Está buena.
A los pocos minutos, empezaron a sentir los efectos.
Dejaron de ser por unos momentos los afligidos, para volverse
una especie de superhombres. Parecían ser capaces de cualquier
hazaña, no había quien detuviera sus ímpetus de grandeza; pero
eso era por dentro, en sus estimuladas mentes; por fuera seguían
56
siendo los mismos prisioneros del doctor Nadie. Empezaron a
exaltarse. Se les secó la boca.
- ¿Un poquito más?
- Bueno.
Así pasaron los minutos. De pronto:
- Carpio, creo que me estoy sintiendo mal.
- Te dije, tú no estás acostumbrado.
- ¿Y si nos sorprendieran?
En eso empezó a ser manipulada la cerradura. Alguien estaba
por entrar.
- Maldita sea.
- ¿Qué hacemos, Azcorra?
- A la cama, a hacernos los dormidos.
Inmediatamente se metieron en sus camas, cubriéndose el
rostro con las frazadas. Rezaban que a la enfermera no se le
ocurriera despertarlos para hablar con ellos. Cuando la
enfermera le preguntó algo a Azcorra, éste le respondió como si
recién lo hubieran despertado y dijo:
- No sé.
La enfermera se tragó el anzuelo. Pero a uno de los
ayudantes que la acompañaba, le pareció que algo no andaba
bien y prefirió volver a preguntar, pero esta vez a Carpio. A lo
cual él respondió:
- Estoy con sueño, no recuerdo.
- Vámonos, dejémoslos dormir. Ya mañana veremos qué
sucede.
Cerraron la puerta. Se retiraron.
- ¿Se fueron?
- Sí.
- ¿A qué vinieron?
- A ponerle su inyección al imbécil ese.
- ¿No te dije que nos podían sorprender? Felizmente dio
resultado mi idea.
- Por el momento. Para mí, que «el chancho» ha llamado para
ver cómo van las cosas. No te digo que es una rata…
57
- Posiblemente. Yo ruego que no vuelvan a venir. Porque si nos
encaran vamos a tener problemas.
- ¿Tú crees que vuelvan a venir?
- No lo sé.
- Como que no lo sé.
- No lo sé, pues imbécil. ¿Cómo crees que lo puedo saber?
- Tú lo sabes todo.
Era evidente que Carpio estaba siendo víctima del efecto de la
droga y en realidad quería escuchar la voz de aliento de
Azcorra.
- Esperemos que no. Pero si escuchamos llaves, a la cama.
- Entonces seguimos con la fiesta.
- Si ya empezamos, seguiremos, pues. No creo que tengamos
nada que perder.
- ¿Cómo que no? ¿Ya no tienes miedo?
- No -respondió Azcorra- Ya no le tengo miedo a nada. Con
todo lo que hemos pasado… Qué se puede esperar de nosotros,
lo mínimo es que hagamos una locura.
- Tienes razón, Azcorra, nosotros estamos permitidos de
cometer cualquier locura.
- Es una locura estar en el estado en que estamos y aún así
consumir toda la cocaína que trajo este infeliz.
- Tú lo has dicho, Carpio, estamos locos.
58
ÉRICA
59
finalizaré mis novelas y me haré famoso; con mis poemas haré
una antología», solía decir, indiferente a la realidad. Los poemas
andaban empolvándose por los rincones de la casa y en cuanto a
las novelas, quedaron sin acabar. «No te preocupes hija que con
la computadora terminamos la novela en un ratito», su voz
optimista aún vagaba por la casa. Don Jacinto parecía
desconocer que no era suficiente con tener una computadora y
que más bien era necesario tener un argumento claro y
preestablecido.
Como nunca quiso invertir, el dinero fue entrando por la
puerta y saliendo por las ventanas. Tampoco se alejó de su casa
en la playa. Según él, todo escritor debía vivir cerca al mar, para
calmar los demonios que lleva dentro. Padre e hija eran felices
viviendo a la deriva, pero no la madre, a quien nunca le
entusiasmó la idea de verse arrinconada a un balneario antiguo y
descuidado, el cual más parecía un pueblo fantasma.
«Larguémonos de aquí y compremos una casa en un balneario
moderno», se quejaba constantemente Margarita. Sus reclamos
no hicieron eco, porque según Jacinto, no debían hacerse
cambios en la administración, mientras él ascendía en su camino
hacia la inmortalidad. Cosas así fueron las que motivaron que a
Margarita se la llevara el viento. Ella no quiso participar más de
las locuras de ellos, y mucho menos compartir una pobreza -que
se veía venir- y de la cual nadie le había pedido su opinión.
Tampoco esperaría que se hunda el barco para quedar
mirándose las caras. Ella no le veía sentido al hecho de tener
que sacrificarse por unas novelitas que le habían fregado la vida.
En cambio, veía con indignación, cómo su única hija iba
creciendo con la misma inclinación demencial que tenía el padre
hacia los libros.
Al quedarse solos, ese remolino literario fue a parar a la
cabeza de la pequeña Érica quien, en ese entonces, contaba con
catorce años. Pasaban horas leyendo toda clase de novelas,
especialmente los clásicos (porque en cambio Jacinto sí era un
gran lector). Barrieron con todos los escritores del boom
latinoamericano y dieron cuenta con una buena cantidad de los
60
contemporáneos europeos. No olvidaron llevarse a los ojos toda
la lucidez de los diálogos socráticos. De la filosofía romana,
Cicerone, Séneca y otros. Hasta literatura yaddish pasó por sus
manos, felizmente bien traducida.
En las tardes de verano leían poesía frente al mar; en las
noches la recitaban contra la luz de la luna, bajo el suave
embrujo de las olas. Ambos gustaban poco de las amistades.
Preferían quedarse leyendo en casa antes que asistir a alguna
reunión, donde las conversaciones, según ellos, carecían de
estilo. Qué difícil se les había tornado encontrar alguien que
abarcase sus expectativas. Existía una escasez de cultura
tremenda y las personas brillaban por su falta de personalidad.
«Para qué tanto conocimiento papá, para alejarnos cada vez más
de esta sociedad y vivir incomprendidos». Pero Jacinto le hacía
ver que ya llegaría su momento y, que tarde o temprano, todo lo
que ella sabía saldría a relucir.
En ellos existían dos mundos: el literario y el propio.
Érica había nacido con una marcada inclinación a los
pensamientos profundos, a las palabras que tienden los puentes
del corazón. A veces soñaba con ser ella misma la escritora que
su padre no podía ser. Pero tomaba el lapicero y no sabía qué
escribir. Se preguntaba cómo harían aquellos escritores para
componer tan bellas historias. ¿De dónde les brotaba esa magia
cautivadora? ¿Qué clase de misterio tenía la literatura? ¿Acaso
no estaría permitida para ella?
Érica, con la cabeza perfumada por los vientos de la
fantasía, creció avivando un concepto bastante erróneo de la
realidad. Pensaba que todos eran buenos. Valoraba los
sentimientos nobles y no cuestionaba la importancia de la
honestidad. Para ella la sinceridad era motivo de orgullo y la
sensibilidad un síntoma de grandeza, nunca de debilidad. La
mentira jamás formó parte de su vida. La contemplación de la
naturaleza era de necesidad vital. En general, todos sus
movimientos registraban un aire de virtud.
Jacinto, cegado por un amor desaforado hacia las letras,
había pintado un mundo diferente para su hija. Un mundo en
61
donde podía verse el alma de las personas a través de las
miradas; un mundo en donde podían darse los más
conmovedores testimonios de amor, y, donde cada paso que se
daba, iba acompasado por los ritmos del destino. Un mundo
donde la pequeña jamás dudó en posar sus pies.
La soledad que encontró su alma cuando murió su padre, la
hizo aferrarse con uñas y dientes a esas arenas donde siempre
brilla el sol: sus libros. Le bastaba girar una página para
perderse entre sus líneas y olvidarse de todo. Érica no
escatimaba obra alguna, siempre y cuando la trasladase a otros
planos, donde la vida transcurría como una suerte de magia. Le
era posible llegar a tantos lugares y ver tantas cosas, que no se
explicaba cómo el resto de los mortales no consumían su tiempo
como ella, leyendo. Hacía suya la historia y la vivía con
sorprendente intensidad.
Con los años, fue abstrayéndose del mundo exterior, para
dedicarse cada vez más a su pasatiempo favorito: los libros. A
pesar que nuca le faltaron pretendientes que merodeasen su
casa. Érica era muy bella. Sus grandes ojos azules contrastaban
con su pelo azabache. Su cuerpo bien dotado y de curvas
perfectas era la envidia de otras jovencitas que luchaban por
controlar sus kilitos de más.
No obstante, en su mirada habitaba una nostalgia congénita,
la misma que se apoderó de Jacinto el día que vio morir a su
madre bajo los rieles de un tren. La mujer se suicidó sin motivo
aparente y el acto fue interpretado por los vecinos como un
preludio de locura. Jacinto no volvió a ser el mismo, tampoco su
mirada. Aquel suceso lo marcó para siempre y dio origen a sus
excentricidades: como hablar solo, señalar al cielo, escribir en
las paredes de su casa, echarse a dormir en cualquier lugar de la
calle y otras gracias que no merecen mayor comentario.
Aquella misma mirada aún se mantenía viva en los ojos de
la pequeña Érica. Pasaba horas mirando el mar y los vecinos del
balneario acostumbrados a su indiferencia, pasaban junto a ella
sin molestarla. Parecía haber caído en una especie de trance e
interrumpirla, más que incomodidad, causaba temor. Al tiempo
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fue perdiendo el interés hacia el resto y un día no volvió a
hablar con nadie (a menos que fuera muy necesario).
Antes de cumplir los veinte años, ya se había desentendido
de las vanidades del mundo y se había consagrado por completo
a sus libros. Un día, luego de terminar de leer la última novela
que había en su biblioteca, tomó el maldito televisor (como lo
solía llamar ella) y lo vendió. Luego, fue a la librería y dio
rienda suelta a sus deseos largamente contenidos por la falta de
dinero. También aprovechó el dinero para ir al teatro, a la ópera
y al ballet; artes que tenía en mucha estima por su estrecha
relación con la literatura. Más adelante, se deshizo de los
muebles y demás objetos que consideraba inútiles, como la
refrigeradora, la licuadora y la lavadora. Era evidente, que si en
algún momento de su vida se posó sobre su cabecita el
espejismo de los bienes materiales, eso ya era historia. Para ella
nada podía resultar más saludable que alimentarse de los relatos
que se desprendían de la muñeca de aquellos escritores que
idolatraba. Érica había alcanzado un concepto bastante
particular del valor de las cosas, anteponiendo su amor por las
letras, incluso a sus propias necesidades. Finalmente,
traspasando los límites de la cordura, vendió su cama para
quedarse «colchón al suelo». No fue su intención sacrificar su
cama, pero quedó hechizada al tener en sus manos un precioso
ejemplar de la inmortal obra del gran Dostoievski: El Idiota.
Las cosas se desenvolvieron como figuran a continuación.
- Es realmente Dostoievski el genio que decían -murmuraba ella
mientras apuraba la lectura-. Solamente un genio puede escribir
así. Dios mío, qué placer, no lo puedo creer. Ahora, ahora, otra
palabrita más, qué rico. Esto es lo máximo, no lo puedo creer.
De pronto, su éxtasis se vio interrumpido por el vendedor de
la librería, quien al verla tan abstraída no tuvo reparos en sacarla
de su enajenación.
- Señorita, los libros son para la venta, y no para ser leídos a su
gusto. Veo que usted lee rapidísimo, y a esa velocidad, si la dejo
se va terminar de leer la novela aquí paradita y calladita. Nunca
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había visto leer a alguien con tanta pasión y tan rápido como a
usted. ¿Es escritora?
- No, no lo soy. Soy una simple lectora.
- Ya me lo imaginaba, usted es muy, pero muy linda, y pocas
veces una belleza se dedica a algo tan cerebral.
- ¿Por qué cree usted eso?
- Es lo que pienso.
- Bien, digamos que tiene la razón. Pero siempre hay
excepciones.
- Por supuesto, y esas excepciones son casualidades de la vida.
- Ya lo creo.
Érica aprovechó el descuido para volver a la lectura, pero el
vendedor la miró con apercibimiento y ella tuvo que dejar el
libro.
- Lo siento, pero los libros son para la venta...
- Entiendo.
- Gracias.
- Me distraje, es tan interesante... Me creerá que es la única
novela que me falta leer de Dostoievski. Tengo todas. Pero justo
ésta fue la que mi madre quemó por un incidente. Una noche mi
padre y yo no bajábamos a almorzar, pues estábamos leyendo.
Mi madre se enojó mucho con nosotros y se la desquitó con la
pobre novela.
- ¿Llegó la noche y no bajaron a almorzar, por estar leyendo?
- Hasta las diez de la noche. Eso solía suceder.
El vendedor de libros entendió que estaba con una personita
especial. También le echó una mirada al «material». Pensó.
«Está buenaza, qué lindo rostro, qué cintura, tiene buenas
caderas. No más le falta un poco de senos, pero qué importa; es
linda».
- ¿Usted haría cualquier cosa por tener el libro?
- Sí.
- ¿Está segura? -volvió a preguntar el vendedor de libros-.
- Sí -respondió Érica, dejándose llevar por el momento-.
Entonces, Érica sintió la respiración del vendedor de libros que
se acercaba a ella. Lo miró y sospechó a dónde quería llegar.
64
- Si es así podemos hacer un trato.
- ¿Qué clase de trato?
- Pasaríamos unos minutos juntos y en retribución yo le
entregaría el libro.
- No, gracias.
- Pensé que le gustaba el libro.
- Me gusta, pero no es para tanto. Esas cosas no van conmigo.
- Ya veo.
- Pero si quiere le propongo otro negocio.
- ¿Cuál?
- En mi casa está sobrando una cama.
- En mi casa está faltando una.
- Perfecto. La cama por el libro y esos otros libros de Borges y
la biografía de Gauguin. ¿Qué le parece?
- Trato hecho.
- Trato hecho.
- ¿Me daría un besito para sellar el trato?
- Claro que no.
Al año siguiente, Érica se aseguró de haber pisado fondo al
encontrarse con su casa vacía y su colchón al suelo (a excepción
de la gran cantidad de libros apilados en la habitación que
alguna vez perteneció al espíritu intranquilo de Jacinto). En la
habitación de Margarita tampoco había nada, pues tomando sus
precauciones, arrimó su cuerpo a otro lado para huir de los
delirios literarios de su esposo. Con el tiempo Érica fue
descuidando su aspecto personal y dos ojeras aparecieron sobre
su rostro para confirmar el abandono en el que vivía. Su
almuerzo consistía en un menú barato en cualquier restaurante.
Su desayuno era tostadas sin mantequilla, y un café sin leche,
pocas veces con azúcar. Poco a poco, la mala alimentación fue
causando estragos en esa frágil criatura, que alguna vez se
proyectó como la chica más bella de Punta fe.
Antes de cumplir los veintitrés años, Érica ya se había
convertido en una flacucha con el pelo horquillado, los pómulos
salidos, las zapatillas gastadas y los jeans rotos. En invierno
acostumbraba a usar los sacos de su padre (ya sea por alguna
65
cábala o por puro sentimentalismo). En verano agarraba
cualquier polo, al derecho o al revés, y salía a perderse por los
rincones más recónditos de la playa. En esa excursión solía
encontrarse con toda especie de animales muertos que el mar
lanzaba a la orilla: gaviotas, pelícanos, patillos y hasta lobos
marinos. Otro de sus pasatiempos favoritos era tirar piedritas al
mar, y en eso era muy buena, haciéndolas saltar muchos metros
sobre el agua.
Otras veces recogía maderitas que venían flotando con la
corriente y se quedaba pensando -con el objeto en mano- sobre
los muchos días, los muchos kilómetros y las muchas mareas
que debían haber sorteado para llegar a sus manos. También le
gustaba jugar con la idea de que podían ser restos de antiguos
navíos que alguna vez (cientos de años atrás) cruzaron los
océanos y que pertenecieron a grandes navegantes, piratas o
conquistadores.
Todo estaba muy bien, pero aún no sabía definir para quién
escribía.
¿A quién se refería cuando decía «por ti»?
A partir de entonces tomó conciencia de su soledad. La
carencia prolongada de compañía no le era buena y estaba
inventándose pasiones, amores imaginarios. Durante las noches
se sentía muy sola y aquel vacío ya no se llenaba con los libros.
Además, había leído mucho desde muy pequeña y ahora casi no
tenía qué leer.
Un día, Érica caminaba hacia el muelle de piedras que se
encontraba frente a su casa; el sol caía lentamente como una
mancha de fuego sobre el horizonte. Avanzó a saltos,
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balanceando su cuerpo sobre las piedras que ofrecían un apoyo
seguro para sus pies; llegó hasta las enormes piedras que
estaban al borde del escollado, las cuales servían de asiento a los
bañistas. Desde allí los veraneantes podían mirar el mar o
conversar mientras esperaban un tanto para darse otro baño. Se
paró sobre una gran piedra y elevó su cabeza al cielo, su sonrisa
golpeaba la brisa sin ninguna preocupación que obstruyera su
pensamiento. Todo su cuerpo empezó a cubrirse de una
exquisita sensación de libertad. Se recostó sobre una roca y por
un momento olvidó dónde estaba y quién era; olvidó que
pertenecía a este mundo; olvidó su pasado y su presente y su
futuro (si fuera necesario); olvidó que tenía que sufrir para vivir;
olvidó que había sufrido, que sufría, que seguiría sufriendo. La
vida no la estaba tratando bien. Hacía pocos días se había
gastado las últimas monedas del dinero que le dejó su padre.
Nunca pensó en ahorrar y menos en buscar trabajo. Había
pasado los años leyendo como una loca. Pero ahora había
llegado el momento de tomar las cosas en serio.
A la sazón, un papel fue lanzado por el viento muy cerca a
ella. Estaba doblado en cuatro. Parecía que llevaba algo escrito.
Era una nota o algo así. Pensó no abrir el papel, al fin y al cabo
no estaba dirigido para ella. Lo que pudiese estar escrito no le
incumbía. Pero su curiosidad pudo más y, sin lograr contenerse,
lo abrió. Un poema apareció, como aparecen las gaviotas sobre
el mar: majestuoso, imponente, con todo el encanto de la
naturaleza.
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-que es la misma con la que emigran las aves y crecen las
flores-
será suficiente para cambiar al mundo.
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aún el papel en la mano. No, no había sido un sueño. Volvió a
leer el contenido. Magnífico poema, era como un regalo de
Dios. Las olas impactaban contra las piedras con vehemencia, la
marea había subido y el mar perfumaba alegremente su rostro.
Por la emoción, olvidó leer el nombre del autor del poema, el
cual se encontraba al reverso del papel. Las letras estaban
carcomidas por la brisa. Casi no se podía leer. Pero haciendo un
gran esfuerzo, logró develar el misterio: Carlos Roel.
La siguiente semana procuró no pensar en el poema ni en el
autor del mismo. Pero fue en vano. El poeta, sin permiso
alguno, había entrado en su vida. Porque si había una forma de
tocar a Érica, era a través de un poema. Más aún, cuando nunca
antes le habían escrito uno, ahora le llegaba el más hermoso de
todos. Un poema que parecía haber sido escrito para ella. ¿Pero,
quién era Carlos Roel? ¿Por qué había escrito aquello? ¿Para
quién? ¿Cuándo? ¿Cómo?.
Durante algunos días dejó de leer y se dedicó a buscar
respuestas en el vuelo mágico de las gaviotas; en las puestas del
sol; en los amaneceres perfumados con la agradable brisa del
mar; en el paso de la luna que arremetía en su corazón como una
lágrima de fuego, como una larga historia de amor. Soñaba con
poder abrazar algún día al autor del poema y así sacudirse, de
una vez por siempre, esa soledad que por momentos la
asfixiaba.
Poco a poco, Érica comprendería que se había enamorado
de una ilusión sin rostro. Carlos Roel era un poema y un poema
no pasaba de ser un espejismo; un pedazo de papel que sólo
cobraba vida en su tierno corazón. Otra jugarreta del destino.
Ella nunca conocería al autor del misterioso poema.
Érica pensó que sería bueno buscar apoyo en sus familiares
y así acabar con estos vacíos espirituales que la estaban
acosando. Se acercó a sus parientes por línea paterna, un primo
de su papá, llamado Anselmo. Olvidábamos mencionar que
Jacinto fue hijo único, por lo tanto no tuvo la obligación ni la
intención de compartir su herencia con nadie. Razón suficiente
para que sus familiares se encontrasen muy molestos con su
69
fantasma. Además, poco los frecuentó y el único presente que
recordaban (sin ninguna estima) eran unos tontos libros. Libros
que nunca fueron leídos, por lo que su buen propósito quedó
flotando en el sucio ambiente de la ciudad de Santa Piedad; que
cada vez estaba más sucia y contaminada. Estos libros -novelas
en su mayoría- fueron escogidos con mucho cariño por Érica y
Jacinto, mientras imaginaban las emociones que habrían de
reproducirse en los corazones de sus parientes. Pero los
desdichados odiaban la lectura. Les bastaba mirar un libro para
sentirse aburridos. A estos individuos Érica los fue a visitar, en
busca de apoyo espiritual.
La tía Elenita, esposa del tío Anselmo, fue quien la recibió.
Grande fue su sorpresa al ver a la sobrina lunática después de
algunos años. La mujer no tuvo reparos en recordarle que su
padre había sido muy egoísta, al encerrarse en su mundo de
fantasías que finalmente terminaron con su vida; porque, según
ella, Jacinto debió de haber estado alucinado para internarse en
el mar olvidando la distancia que lo alejaba de tierra. Érica notó
un tono irreverente en la voz de su tía al hablar de su padre.
Entonces buscó atacar con la intención de resarcir la ofensa,
recurriendo al tema que mejor dominaba: los libros. Iniciándose
así un diálogo arisco sin consecuencias mayores.
- Qué pena que no hayas tenido la suficiente visión como para
procurarte una biblioteca.
- ¿Una biblioteca?
- Sí, tiíta, hace tiempo debieron de haber refrescado su casa con
el aroma celestial de ese tesoro incalculable que son los libros.
- Me sales otra vez con lo mismo. Tú, no cambias, ¿verdad?
- ¿Por qué?
- Cualquier mujer de mi edad daría lo que sea por estar en tu
pellejo. ¡Eres lindísima sobrina! Busca a alguien que tenga la
billetera bien gorda y así te libras de las penurias que te puede
brindar esta vida. Olvídate de los malditos libros que solamente
han traído desgracias a tu familia. Bien podría decirse que
fueron los culpables de la separación de tus padres, ¿no?
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- Son lindos, tía, no sabes lo bien que adornan los anaqueles;
pareciera que están hechos para acoplarse a la madera, se
acomodan solitos; así como las palomas buscan las ramas altas y
floridas. Si quieres yo misma te puedo traer algunos...
Érica se sorprendió de su incipiente retórica y hasta le
pareció haber pincelado un verso.
- ¡No, no, muchacha del demonio, no quiero saber nada de tus
malditos libros. Ya te dije lo que debes estar haciendo. Te estoy
hablando de la vida, de la realidad. Me han contado que no
tienes ni para comer; que andas leyendo todo el día; duermes en
el suelo y te vistes como una loca.
- Bueno…
- Eso no va conmigo sobrina, has perdido la clase.
- ¿Clase? Me hablas de clase cuando me acabas de proponer que
busque alguien por interés... Por favor, tía, ¿estás perdiendo el
juicio?
- Solamente quería ayudarte.
- Yo vine en busca de compañía, te necesito para conversar.
- ¿Conversar? Yo no estoy para perder el tiempo. Además, no
nos comprendemos.
- No tienes de qué conversar, porque no lees. ¿Sabías?
- ¡Estúpida! No me digas eso. ¿Quién te has creído?
- No me insultes.
- Tú no vas a cambiar nunca. Ya quiero ver cómo vas a
terminar. No, no tenemos nada de qué hablar, somos muy
diferentes.
- La diferencia es que cada día me haré un mejor ser humano, a
través del fortalecimiento de mi espíritu. Mientras que tú nunca
saldrás de la mediocridad que te rodea, la cual es propia de
individuos que viven de la ignorancia y del placer.
- ¿Quieres que te meta una cachetada?
- ¿A ver inténtalo?
La tía Elenita se quedó con la mano en el aire. Por unos
segundos se miraron fijamente a los ojos y luego bajó la mano.
Comprendió que estaba enfrentándose a alguien que sabía de la
importancia de las cosas; alguien que estaba muy preparada;
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alguien que sabía de la fuerza de la razón, alguien que sabía el
valor de los sentimientos; alguien que no entendía de
ambiciones ni egoísmos, alguien que estaba viajando hacia la
luz.
Ese alguien tenía nombre: Érica
La conversación no daba para más. Érica salió de la casa
lanzando un portazo con toda la furia de su juventud y la tía
Elenita se quedó echando espuma por la boca.
Érica no quiso darse por vencida e intentó acercarse a sus
familiares por línea materna. Pero las cosas fueron aún peores.
La culparon de complicidad directa en los desatinos que
cometió su padre.
- Solamente a una señorita torpe como tú, se le pudo ocurrir
seguirle el juego al aturdido de tu padre. ¿Acaso no te diste
cuenta que le «patinaba la azotea»?
Érica permanecía callada mientras la fría mirada de la hermana
de su madre le caía con truenos y relámpagos.
- ¿Sabes dónde se encuentra mi madre? -preguntó Érica-.
- ¿Tú mamá?
- Sí.
- Sucede que ahora sí es tu mamá. Pero antes no te importó si
era feliz o no. Solamente te interesaba pasar el tiempo leyendo
como tu padre. No creas que no estoy al tanto de tus maldades.
- Pero, ¿de qué maldades me estás hablando?´
- Tú sabes, no te hagas la tonta.
- De cuándo aquí leer es una maldad.
- Leer, no. Pero pasarse la vida leyendo y olvidarse de los
demás, sí.
- Dime, ¿tienes enamorado?
- No.
- Claro, si andas como una loca, vives como una ermitaña. Hasta
te has descuidado, estás puro hueso.
- Tía, te pregunté si sabías sobre mi madre.
- Sí, pero ella ya no quiere saber nada de ti. ¿Qué te parece?
- No lo creo.
- Sí, es verdad, ya te olvidaron sonsa.
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- Tú, eres una mentirosa.
- ¿Acaso pensabas que estaban echando de menos tus ojitos
azules, mosquita muerta? Ya te olvidaron. ¿No entiendes?
- No es cierto.
- Sí lo es, mi hijita.
- No me llames hijita.
- Por qué, ¿me vas a pegar?
Érica, no pudiendo contenerse más, se lanzó sobre su tía y
tomándola del pelo la tiró al piso.
- Suéltame desgraciada o me voy a encargar que no salgas viva
de aquí.
La tía vociferaba amenazas mientras intentaba defenderse. Pero
Érica estaba incontenible y le despachó unos buenos golpes en
el rostro. Entonces la mujer empezó a pedir auxilio y vinieron
sus hijas a sujetar a Érica.
- ¿Qué hacemos con ella mamá? Se ha vuelto loca.
- Traigan agua hervida; esta desgraciada no sale viva de aquí.
Al escuchar esas fulminantes palabras, Érica salió a la
carrera por la puerta trasera, que por suerte se hallaba sin seguro
ni candado.
Érica llegó a su casa con la camiseta rota y un deseo
insuperable de desaparecer para siempre. Reflexionó acerca de
lo acontecido. «Pensar que hemos pasado tantos cumpleaños
juntos, es cierto, no fueron muchos, pero hemos compartido
momentos. Cuánto odio me tenían. ¡Hipócritas! Por un
momento, pensé que me mataban. ¿Hubieran sido capaces? No
lo sé, pero con cada cosa que ocurre a diario. Cada día matan,
violan, envenenan y se suicidan. La gente está como loca. No
sé, pero me han dado el susto de mi vida. Será mejor dar un
paseo por la playa, como que despejo mi mente».
Érica caminaba con su pensamiento entre las olas. El
ambiente era apacible. Las gaviotas volaban en círculo lanzando
sus graznidos salvajes. ¿Me querrán decir algo, me estarán
diciendo algo? No lo sé. ¿Habrá el hombre descifrado el
lenguaje de las gaviotas? Recordó que unos meses atrás vio algo
muy interesante con respecto a estas aves. Ocurrió una mañana
73
cuando se estaba retirando de la playa. Un grupo de estas aves
se encontraban reunidas formando un círculo, incluso una de
ellas -que parecía ser la acusada- se encontraba al centro. De
pronto una gaviota la atacó y la mordió en el cuello. La gaviota
la tenía del cuello a la otra y no la soltaba. Todo indicaba que no
la soltaría nunca. El tiempo transcurría y el animal no era
liberado. ¿Hasta cuándo resistiría? ¿Moriría? A todo esto se
sumaban los fuertes graznidos de las otras gaviotas que parecían
alentar a la «verdugo». Érica pensó que mejor intervenía para
salvarle la vida a la gaviota, no quería verla morir. Le lanzó
unas cuantas piedras y la gaviota que atacaba soltó a la otra.
Luego se fue pensando en cuál habría sido la causa del
tremendo enfado de las gaviotas con su compañera. ¿Qué habría
hecho? ¡Qué interesante sería descubrir el origen de lo
sucedido!
- Aprenderíamos un poco más sobre nosotros mismos.
En un punto alejado de la playa, pero dentro de la
convulsionada Santa Piedad, ciudad de poetas, pintores, locos y
otras especies, se estaba realizando una huelga masiva. Empezó
con los maestros que reclamaban un aumento urgente porque no
alcanzaba para la olla. Luego se sumaron los médicos, los
transportistas, los agricultores y otros gremios que andaban con
urgencias similares. La situación en Santa Piedad se estaba
complicando. Lo peor es que estas paralizaciones afectaban
seriamente el mercado y miles de olvidados (habitantes del país
de El Olvido), pasaron del suculento y sabroso almuerzo con su
presa y entrada, al efímero, pero eficaz recurso de la empanada
con gaseosa
Érica desconocía estos hechos, pero eso no hacía menos
crítica su situación. A partir de ahora se encontraría en ese
valeroso grupo humano de los que «la luchan», es decir: de los
que viven para trabajar y trabajan para comer y comen para
vivir. Círculo pesado que no deja opciones y no entiende de
treguas. «No hay tiempo» es la frase que está más de moda,
aunque esto nos mande al mismísimo infierno y reste hojas a
nuestro calendario de vida.
74
El dinero se había acabado. Quizás se fue esfumando en
horas y horas de intensa lectura. Quizás se fue perdiendo en las
noches, con los sueños. Jacinto nunca pensó que dejaría a su
hija sola y sin un centavo en el bolsillo. Triste, pero así se
vislumbraba el panorama para Érica. Un padre irresponsable
que la dejaba a la deriva, sin oficio ni beneficio. El momento
para salir a buscar trabajo había llegado. No había otra opción
para ella. Mendigar no estaba en sus planes. Ya tenía suficiente
con el panorama sombrío que se le iba presentando, como para
derrotarse tan rápido: iba a dar lucha. Además, estaba muy
centrada, quizás un poco excéntrica, misteriosa y hasta
enigmática, pero lúcida.
- Así que ahora tenemos el problema del sistema.
Ella ya había analizado que el sistema había fracasado, que
los dueños del «circo» se lo querían ocultar al mundo, para que
el rebaño siga su caminito hacia el abismo. Eso estaba claro.
Piense no más unos minutos en los beneficios que se obtienen
alejándonos del sistema. Empezando que nos libramos de
volvernos unas máquinas de trabajo y unas máquinas de
consumo. Nada más lindo que consumir lo menos posible.
¿Quién nos ha hecho creer que debemos de vivir comprando
cuanta estupidez lanzan al mercado? Falso. Nada mejor que
disfrutar el mar, el campo, el aire puro y de otros placeres que
no cuestan ningún dinero, y que no lo disfrutamos porque
estamos ocupados haciendo el dinerito que se embolsicarán los
fabricantes de «juguetes»: celulares, video juegos, autos, y
otros. La misma educación es un cuento. Analice cómo se han
educado los genios y grandes artistas. No creo que alguien haya
escuchado decir a Salvador Dalí, Picasso, Víctor Hugo,
Rousseau o Edison «yo me hice pintor, escritor, inventor o
filósofo en el colegio». Nunca. Ellos se hicieron antes, desde
siempre, porque tuvieron libros a la mano, porque sus padres les
despertaron el interés por las artes y la cultura. Si el colegio
resultó en algún momento, eso fue antes, cuando la vida era más
sana. No más respóndame una pregunta: ¿Usted cree que su hijo
va a salir culto del colegio? Usted sabe que no. En mi humilde
75
opinión yo jamás mandaría a mi hijo al colegio, porque
simplemente, y según veo, muchos de los jóvenes salen hechos
unos forajidos del colegio. Hace poco, un estudiante de uno de
los «mejores colegios» de la ciudad agarró a martillazos a una
joven y la mató. Horrible. Otra señorita estudiante de una
prestigiosa escuela femenina para educadores le clavó una
cantidad escandalosa de cuchillazos a su madre, porque según
ella le hacía la vida imposible. Pienso que si están sucediendo
estas barbaridades entre estudiantes de «buenas instituciones»,
significa que hay un gran número -para no hablar de miles- de
jóvenes con graves desequilibrios sicológicos, y de pérdidas de
valores, mejor ni hablar. Asimismo, significa que contamos con
una «respetable» cantidad de jóvenes pertenecientes a un «buen
colegio» o a una «buena» universidad, que estarían propensos a
cometer una locura.
(Quizás usted, padre de familia debería de darle una
repasada al libro del escritor francés, gran filósofo del siglo
dieciocho, Jean Jacques Rousseau, El Emilio: Tratado sobre La
Educación.)
Empiece a educar usted mismo a su hijo, si hoy en día
tenemos hermosos libros ilustrados que empiezan enseñándonos
los valores. Si no hay dinero, no es pretexto, porque los
fascículos los regalan con la compra de un diario. ¿Me va a
decir que no tiene para un diario? Entonces, suprima el papel
higiénico. Límpiese el poto con las hojas del periódico, igual las
va a tener que botar y quédese con sus lindos fascículos para
que arme sus libros. A la larga le será más provechoso que su
potito manchado. Y sus hijos no irán por la vida confundidos.
Ahora, el amor a la naturaleza. ¿Quién se lo va enseñar a sus
hijos? ¿Los profesores? Nada. Usted tiene que ser quien lo haga.
¿Quién le va a enseñar lo que es el amor? Usted mismo. Y si no
lo sabe, empiece por cambiar, porque si bien la vida es difícil y
complicada, mucho más difícil es sin amor y sin valores. Un día
alguien me dijo: «Sin amor no se puede hacer nada». Nunca más
que hoy es cierta esa cita. Si el amor es el más bello de los
sentimientos. Aunque el sistema se haya encargado de hacer
76
desaparecer esta realidad: cuánto tienes, cuánto vales. Cosas así
viene de gente confundida, sin valores, sin amor. El amor está
en uno, pero siempre está entregando; nunca está jalando,
pegando, robando, fastidiando. Abramos un poco los ojos,
siempre estamos a tiempo.
Érica sabía que lidiar con el sistema era complicado.
Primero, porque éste no acepta contradicciones. Segundo por lo
mismo y tercero por lo mismo.
Entonces, decidió actuar rápido.
Al día siguiente, periódico en mano, se dio a la difícil
misión de buscar trabajo. Empezó por los avisos clasificados.
«Se busca niñera». Ni hablar. Yo no sé cuidar niños. «Se busca
enfermera». Menos. «Elegante restaurante busca camarera.
Buen salario, más comida y propinas». Esto parece que está
bueno. Yo no me hago problemas con servirle a la gente. Me
gusta ver comer a las personas. También me darán mis
alimentos. Yo que no sé cocinar y mientras aprendo bien podría
morirme de hambre. Teléfono: 4467-467
- Aló.
- Sí, ¿qué desea?
- Llamo por el anuncio del periódico.
- ¿El de camarera?
- Así es.
- ¿Qué desea saber?
- En realidad, resumiendo, yo necesito el trabajo.
- Ya veo. Preséntese mañana con sus papeles.
- ¿Dirección?
- Restaurante El Lechuzón- Pardo 245 Mirasoles.
- Muchas gracias.
- Hasta mañana.
- Hasta mañana.
Érica había dado el primer paso. Hasta el momento todo
parecía ir bien, pero era sólo el comienzo. Aún no se sabía qué
había detrás de esa voz tan servicial del administrador. Pero el
paso estaba dado y eso era bueno. Para disipar la emoción que
implicaba el momento colocó un CD, uno de esos que
77
escuchaba su padre y que a ella tanto le gustaba. The Rolling
Stones: Sticky Fingers. Perfecto, aquí salen unos blue
sensacionales. La música fue esparciéndose por el ambiente con
notable firmeza, al ritmo elegante de Mick Taylor. Era una
melodía muy triste que expresaba una pena profunda. I got the
blues: Me puse triste. Era como una de esas crisis de llanto, pero
hecha arte. Solamente alguien con una genialidad
extraordinaria, podía haber compuesto algo así. La letra era
profundamente bella; no dejaba dudas de la sensibilidad del
artista. Érica pensó que nadie debería intentar de interpretar esa
melodía, porque sencillamente haría el ridículo. Aquello llevaba
mucho sentimiento, mucho sufrimiento, mucha droga. Érica no
podía entender por qué siempre esa canción hacía que se le suba
la emoción a la garganta, y luego a los ojos. ¿Sería por el
carácter bisexual de la letra?
78
ahora... ¿Cómo hallarla?», pensaba. Para Érica no eran
suficientes las desavenencias entre sus padres, para abandonar el
barco. Ella necesitaba de su madre y la extrañaba mucho. Dejó a
su mente volar: «Cómo quisiera que todo esto fuese un sueño
horrible del que no puedo despertar y que una mañana ella
venga y me diga: Despierta hijita, aquí estoy yo».
Luego cogió un lapicero y se puso a escribir lo que le
brotaba del corazón:
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pequeño cuestionario, en donde le preguntaban sobre su
pasatiempo preferido, pero titubeó al responder y prefirió
escribir: «Nadar». Pensó que eso de lectura le estaba trayendo
problemas y que en lugar de verse como una rutina saludable,
más bien le estaba creando mala imagen. Sino que alguien se lo
pregunte a sus tías: una la botó de su casa y la otra intentó
echarle agua hervida.
Para su cita de presentación, Érica se dio una retocadita,
suficiente como para disimular los kilos de menos y resaltar los
atributos de más. Esos kilitos de menos, eran lo único que le
impedía estar parada en un concurso de belleza. Érica era una
chica sencillísima y humilde; jamás se le ocurriría alardear de su
belleza ni compararse con nadie. Mucho menos sacar provecho
de ello, como otras calabacitas que apenas descubren que atraen
las miradas de los demás no reparan en sacar ventaja. Ese caso
es muy triste y raya en lo patológico. El gentío parece haber
olvidado que existen cualidades, como la inteligencia, la
honestidad o la misma bondad que hace de la mujer un tesoro.
Estos y otros valores tan esenciales son relevados por un buen
trasero, unas buenas piernas o unos buenos senos, y lo peor de
todo, sin ningún remordimiento. Tal criterio, parece venir
inspirado por una larga cadena de publicidad que manipulan los
medios de comunicación, en su afán irresponsable de llevar
agua para su molino.
En fin, las cosas en El Olvido y en todo el resto del planeta
parecían estar regidas por la misma constante. A la cultura se le
había puesto de lado y nadie se explicaba por qué las cosas iban
tan mal, al punto de estallar guerra por aquí y por allá; al punto
de que alguien entrase en un salón de clase de universidad,
escuchó bien, universidad, y disparase sobre sus compañeros. Al
punto de ir quemando nuestras últimas defensas ecológicas y
ver con estupor que las cifras nos demostraban que hemos
embarrado nuestro planeta in extremis.
Por eso digo, que este asunto de la cultura no es cuento
chino ni para tomarlo a la ligera. No, la cultura es una ventana al
conocimiento, vitaminas para el espíritu, luz para el
80
pensamiento; pero, sobre todo, es un arma para no dejarnos
arrastrar por el río de la vida (léase huaico). Para terminar con
esto y no seguir cayendo pesado, solamente quiero reflejar un
pensamiento que a veces me quita el apetito y otras, las ganas de
salir a la calle. Hay tres cosas en la vida que no son juego y de
un tiempo a esta parte se está tomando como si lo fueran, quizás
por candidez, ignorancia o estupidez, no lo sé. Pero hay que
ponerle freno. Estas tres cosas son el amor, las drogas y el arte.
Jacinto, muy al tanto de esos peligros, pensó en llevar a
Érica por el camino de la virtud y, para eso, nada mejor que
introducirla al mundo del arte. Le compraba revistas ilustradas
con la obras de los más grandes pintores de la historia y en las
cuales se narraban sucesos de sus vidas. Fue así como Érica se
enteró de cómo habían sido aquellos artistas y de los
inconvenientes que habían tenido que sortear para lograr sus
objetivos. Se quedaban hasta altas horas de la noche
comentando acerca de lo leído y solía hacerle muchas preguntas
a Jacinto, que él sabía responder con mucho tino. Fue así como
aprendió que la virtud y el arte iban de la mano; que la
inteligencia y la sensibilidad eran complementos; que para
levantar una obra era importante tener una personalidad propia.
Bien sea díscola o excéntrica; buena o mala; fea o bonita, pero
propia. De ahí surgen algunos comentarios acerca de los artistas:
«mientras más rebeldes, mejor». Eso es relativo. Toda la
rebeldía del mundo no vale nada, si no viene del propio ser. Para
eso hay que tener mucho conocimiento de uno mismo y eso sólo
se puede lograr en base a la reflexión y la meditación. La
palabra de un escritor -siempre lo he dicho- carece de fuerza si
no se tiene un buen conocimiento de uno mismo. Para eso ya
cada uno tiene que meterse en su propio laberinto e intentar
poner las cosas en orden. Cuando nos aflige una preocupación,
sea cual sea, empezamos a tener un desgaste de energías. Las
preocupaciones de origen material no son las únicas, aunque sí
pueden llegar a ser las peores. También existen los dilemas de
origen espiritual y éstos no se arreglan con un plato de lentejas.
En este caso, la cosa no es tan sencilla, porque una barriga llena,
81
ya no significa un corazón contento. El espíritu se ha perturbado
y necesita tranquilizarse. Se ha perturbado en el sin fin de afanes
que nos rodea.
Uniendo ahora el tema del espíritu y el arte: el no poder
resolver un dilema existencial nos va a acarrear un mayor
desgaste a nivel mental, aquello hará cualquier labor más difícil,
incluso la artística. Lo mejor será que la persona resuelva su
problema -existencial o material- de una forma madura lo
antes posible. Ojo: que mientras más profunda sea la
problemática que nos aqueja, mayores serán las dificultades que
encontraremos para realizarnos; porque la conciencia es prima
hermana del alma y si ella no está tranquila no deja descansar a
nadie.
Ahora la tenemos a Érica en su primer día de trabajo. Su
jefe se llamaba Emilio y era el prototipo del conquistador latino.
Está de más decir que llevaba el pelo corto, bien a la colonia y
las uñas limpias. Iba vestido a la moda. En sus actitudes había
un aire vano y presumido que no reflejaba decencia. A veces
proyectaba una sonrisita que a Érica se le hacía insufrible. En
resumen: era el tipo de persona que no podría albergar en su
corazón. La antítesis de Jacinto.
Emilio intentó buscarle conversación.
- ¿Érica Reiss?
- Sí.
- Bonito apellido.
La observación le pareció insulsa, sin sentido.
Érica lo quedó mirando sin atinar a qué responder. Él
también la miraba. Ella no supo qué hacer y le sonrió para salir
del paso. Emilio pensó que ella se le estaba insinuando. En esos
momentos en su cabecita giraban, como lucecitas de colores, los
cambios que a su vida traería este nuevo trabajo. «Ahora tendré
menos tiempo para leer, pensaba. En las noches al amparo de un
foco de luz o al amanecer, bajo la tímida claridad del alba.
También, en los días libres. ¿Reconocerán las vacaciones?»
82
La imagen de Emilio fue perdiendo nitidez a medida que los
pensamientos avanzaban por su mente. Entonces, dijo algo que
sorprendió al mismo Emilio.
- No tengo alternativa.
- ¿Qué dijo? -preguntó Emilio-.
- No, no fue nada.
- Sí, usted, según me parece dijo, «no tengo alternativa».
- ¿Eso dije?
- Sí.
- Olvídelo, estaba muy distraída.
Érica aprovechó la oportunidad para desaparecer.
Al restaurante El Lechuzón acudía un público de clase
media y media-alta. Aunque todo eso de los niveles ya olía a
cuento. Era bien sabido que la clase media se había hecho polvo
tiempo atrás, y no por un arte de magia, sino por la ambición
insensata de los gobernantes de El Olvido. El país de El Olvido
no tenía porqué estar pasando por tan mala situación, pero ahí
estaba, todo por culpa de algunos irresponsables que más
pensaron en su bolsillo que en el amor a la patria. Al margen de
las clases sociales, entraba el que podía pagar y punto. Por
ejemplo: usted es un pintor, acaba de terminar un cuadro esa
mañana, se lo muestra a un amigo, quien le retribuye la amistad
adquiriendo la obra. ¿Su precio? Ochenta soles. Usted que es el
pintor y llevaba dos días y varias horas a pan y agua, decide
darse un gusto: un bistec con papas. Va caminando por las calles
de Santa Piedad y encuentra un restaurante y dice:
- Aquí me como mi bistec con papas, antes que me desmaye.
Entra al restaurante El Lechuzón y es atendido por una tierna
jovencita de ojos azules. Esto le puede pasar a usted, a mí o a
cualquiera.
- ¿Qué desea?
- Un bistec con papas, que me desarmo.
- ¿Desarmo?
- Está bonita.
- ¿Qué cosa?
- La expresión.
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- ¿La expresión?
- Sí, muy original. ¿Es usted escritor?
Érica observó que el cliente llevaba un libro en la mano.
- ¿Qué es lo que ve?
- Estoy viendo que trae un libro de poesía consigo.
- ¿Se refiere a éste?
- Sí.
El pintor le mostró el poemario La palabra que viene del viento,
por Carlos Roel.
- ¿A usted le gusta la poesía? -preguntó el joven-.
- Usted dice, ¿si me gusta? ¡Me fascina!
- Entonces, vamos con el primer poema:
Inspiración Poética
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- No lo puedo creer -dijo Érica-.
- ¿Qué es lo que no puede creer?
- Es un poema muy hermoso.
- Pero, señorita, está llorando.
- No se preocupe, es sólo de emoción.
- ¿La emoción que le causó la poesía?
- Digamos que sí.
- ¿Digamos que sí?
Ambos se miraron y no pudieron contener la risa.
Al escuchar algunos ruidos, Emilio se acercó a indagar.
- ¿Qué está sucediendo aquí?
- Nada -contestó Érica, avergonzada-.
El pintor intentó interceder.
- Yo le puedo explicar.
- No, usted no tiene nada que explicarme.
- Señorita Reiss, la quiero en mi oficina.
Emilio se retiró.
- ¿Ahora qué va a suceder? -preguntó él-.
- No lo sé.
Emilio se encontraba en su oficina. Tocaron la puerta.
- Pase.
Érica entró algo asustada.
- Quisiera explicarle, señor Emilio…
- Usted no me explica nada. Usted dijo que realmente necesitaba
el trabajo, ahora veremos…
- Por supuesto, lo necesito, pero a qué viene eso. ¿Me va a
despedir?
- Ahora se lo explico.
El hombre arrancó con un aire de hipocresía de alto calibre.
- Como usted sabe hay cosas que uno no puede aceptar y menos
en un restaurante de lujo. Una de esas cosas es el escándalo.
- ¿El escándalo?
- Por supuesto señorita Reiss, ¿Cómo cree que haré mi informe
sobre su rendimiento? No rebajaré ni puntos ni comas en cuanto
a lo sucedido.
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- ¿Lo sucedido? Me temo que debe haber un error. Aquí sólo
hay un malentendido.
- Ningún malentendido, señorita. Usted ha cometido una falta
grave: escándalo. Y, para que eso no trascienda, tenemos que
dialogar.
- ¿Dialogar?
- Siéntese, ¿desea un vaso de whisky?
- No bebo.
Érica empezó a sospechar lo que se venía. Con la diferencia que
su jefe se le hacía mucho más antipático que el vendedor de
libros.
- Vayamos al grano, señor Emilio, no quiero perder mi tiempo.
- Yo tampoco.
- Entonces, hable.
- Sucede que si yo hago mi informe usted queda despedida. Es
más, yo mismo la despido.
- Usted me está chantajeando.
- Estamos tratando de ponernos de acuerdo.
- ¿Qué quiere de mí?
- Eso ya lo debe saber.
- No, aquí hay un error, usted me está confundiendo. Yo no
tengo nada qué ofrecerle.
- No esté tan segura.
Emilio se fue acercando a ella dándole una mirada
penetrante a sus largas piernas. Érica se bajó la falda algo
nerviosa. Él le tomó la mano.
- No sabe cuánto la deseo, desde el primer momento que la vi.
Seamos amigos…
Ella le sacó la mano y le dijo.
- No gracias, con lo que he escuchado...
- Entonces, estás despedida.
- Ya lo sabía, cobarde, homosexual.
- ¿Qué has dicho?
- Lo que ha escuchado. ¿No le da vergüenza aprovecharse de mi
situación?
Emilio se acercó, la tomó del brazo y la besó a la fuerza.
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Érica lo mordió en la cara.
- Estúpida, mira lo que me has hecho.
La sangre brotaba de su cachete. Érica se asustó.
- No fue mi intención.
Emilio se tomaba el rostro con signos de estar padeciendo
un intenso dolor.
- No fue mi intención, señor Emilio, usted me provocó.
- Yo solamente quería ser su amigo. ¡Desaparezca! ¡No quiero
volver a verla!
Érica se retiró. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué en menos de
una semana volvía a salir esa Érica violenta que nunca antes se
había manifestado? ¿Acaso andaba algo mal en ella o es que la
estaban provocando demasiado? Con el vendedor de libros
ocurrió un hecho similar, pero no reaccionó de la misma
manera; tampoco él se sobrepasó, incluso cerraron el negocio en
buenos términos. Con su tía sí perdió los papeles, pero la habían
tocado en su punto débil, Margarita. Concluyó que cada día se
le estaba haciendo más difícil lidiar con la soledad y eso se
estaba volviendo insoportable.
Al salir del restaurante vio el cielo más oscuro que nunca.
Un aire espeso de melancolía envolvía la ciudad de cabo a rabo.
Unas aves sobrevolaron por su cabeza, pero sus alas se batían
lentas, muy lentas, cual si llevasen un gran peso. Las imágenes
empezaron a sucederse como en cámara lenta y casi no sentía su
respiración. En los árboles que estaban al borde de la calle ella
empezó a ver monstruos que la miraban, no quería voltear por
temor a que le hiciesen algo. Caminaba cada vez más rápido,
pensando que alguien la perseguía. La bocina de los autos la
asustaron todavía más, entró en pánico. Empezó a correr.
Corrió durante unos minutos. Eso la tranquilizaría. Llegó a una
banca. Se sentó.
Estaba viendo la gente pasar. Una muchacha pelirroja iba
abrazada con su novio, se le veía muy feliz. El hombre era
moreno, alto, apuesto; bordeaba los treinta, aunque un poco
menos, quizás unos veintiocho o veintisiete. Ella tenía unos
veinticinco años, aunque parecía mayor. Iban riendo de pura
87
felicidad. Ella estaba vestida con un abrigo escocés a rayas,
botas a la rodilla y una larga chalina al viento le cubría el cuello.
Él llevaba un saco de cuero negro que le asentaba muy bien con
su pelo ondulado y del mismo color. Pantalón muy ceñido y al
tubo, de cuero negro; botines de la misma naturaleza. Al parecer
le estaban recitando unos versos al oído. ¿O sería sólo su
imaginación? Pero afinó el oído y escuchó:
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- Qué interesante, un pintor de verdad. Mi nombre es Érica. Me
puedes tutear.
- ¿Tú qué haces?
- Me gusta leer. De hecho, he leído mucho. La verdad que
muchísimo.
- No lo puedo creer. Hoy en día que alguien diga eso... Tú una
chica tan bella y tan culta...
- Bueno... Ante todo, gracias por el cumplido.
- Es la sencilla verdad.
- No creo que sea para tanto.
- Es para eso y mucho más.
Érica soltó una sonrisa que tenía guardada hacía mucho tiempo.
- Gracias, ¿cómo dices que te llamas?
- Almanzo.
- Muy bien.
- ¿Estás segura que no ha sucedido nada?
- No, todo está bien.
- ¿Qué hacías allí sentada?
- Pensando.
- Dime, Almanzo, ¿es difícil dedicarse al arte?
- Con decirte que mi padre ni me habla. Él siempre quiso que yo
fuera un prestigioso abogado. Se podría hasta decir que soy su
decepción.
- Nada de eso. Lo importante es que creas en ti mismo. Que
creas en lo que haces.
- Yo lo hago.
Érica notó que el joven empezaba a hablarle con un poco de
tristeza. Aquello le agradó, porque siempre se había sentido
atraída por los espíritus abatidos, pero no por sus propias
torpezas: sino por el destino.
- Sí, Érica, es muy duro. He tenido que renunciar a muchas
cosas. Pero hoy vendí un cuadro a un amigo y pensaba darme un
banquete para levantar el ánimo ¿Me entiendes?.
- Por supuesto. Sabes, hace poco leí una novela del escritor
alemán Heinrich Boehl: Confesiones de un payaso. En ella
narran la historia de un joven que decide ser payaso. Poco a
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poco la gente que lo conoce va dándole la espalda. Empezando
con su familia. Su mujer lo deja. Se rompe una pierna. Cuando
todo se le pone color hormiga, su padre le ofrece ayuda, pero
con la condición que estudie mimo, pero él la rechaza: era
autodidacta. Al final, termina tocando guitarra en la calle por
unas monedas, cojo y en plena lluvia. ¿Parece que eso del arte
no se puede evitar?
- Parece que no -contestó Almanzo-.
- ¿Adónde ibas?
- De regreso a mi casa, en la playa.
- Yo también vivo en la playa -dijo Érica-.
- Yo en Punta Sola.
- Yo en Punta Fe.
- Vivimos cerca.
- Caminemos al paradero.
Fueron caminando por las calles y el peso de sus cuerpos se
les hacía más liviano, se sentían más cómodos, como si fuesen
aligerando un peso que llevaban dentro desde hacía mucho
tiempo, con cada palabra que compartían, con cada mirada, con
cada paso.
Llegaron al paradero.
- Creo que hemos llegado.
A los pocos minutos arribó el ómnibus que los conduciría a
casa. Subieron.
- No te preocupes Érica, yo pago.
- Gracias.
Cuando se acomodaron en sus asientos, Érica rompió a llorar.
- ¿Qué sucede, amiga?
- Es que estoy pasando desgracias, una tras otra. No sé por qué
me va tan mal. Yo no le he hecho daño a nadie.
- No, Érica no debes llorar, las cosas tienen que mejorar.
- Tú has sido tan bueno conmigo; eso me da pena.
- ¿Por qué?
- Nunca nadie había sido tan bueno conmigo.
Érica seguía llorando, Almanzo no sabía cómo ayudarla.
90
- Yo también tengo días en los que no quisiera estar en este
mundo, días en los que quisiera desaparecer.
- ¿Verdad o me lo estás diciendo sólo para consolarme?
- Es la verdad. Esos días trato de dormir hasta que se vaya la
crisis.
- Yo lo que hago es leer como una loca.
Almanzo logró hacer que ella sonriese.
- No ves, ya estás sonriendo.
- Me da risa mi propio drama. Leo para no llorar. ¿Qué te
parece? Lindo, ¿verdad? Debes pensar que has conocido a una
loca...
- Ahora entiendo. El tanto leer te ha convertido en una persona
especial.
- Yo nunca lo había visto así. Leo porque me lo inculcaron
desde pequeña. Eso es todo. Los escritores, ellos sí son unos
seres especiales.
- Tú has recogido el pensamiento de muchos de ellos. Has
alimentado tu espíritu con su esencia.
- En cierta forma.
Érica había dejado de llorar y se le veía más serena.
- Sí, Érica, has crecido mucho por dentro, quizás eso haga un
poco difícil tu relación con el resto. Estoy seguro que te gusta
mucho pensar, razonar, meditar.
- Sí, mucho, todo el tiempo.
- Otra chica de tu edad estaría ocupada en veleidades como salir
a la discoteca o en el novio que la está cortejando.
- Tú, ¿has tenido enamorado?
- Nunca. En qué tiempo si sólo me la he pasado leyendo.
- Lo ves.
- ¿Has leído La Biblia?
- Dos veces.
- ¿En qué andas preocupada?
- En la dirección que va tomando el mundo.
- ¿Me podrías dar tu apreciación?
Siento que una fuerza que no viene de lo alto, se está
apoderando del mundo, alejándonos de la poca humanidad que
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aún queda en nuestros corazones. Me lo dice lo rápido que está
pasando el tiempo, la soledad que se respira en el mar, la
emoción enigmática con que se mira la luna, el negro silencio de
la noche, las sombras de los árboles, el llanto de los bebés recién
nacidos...
- Sigue.
- Pareciera que la naturaleza toda está llorando por un amor
perdido. Estoy segura que las personas ya no duermen con la
tranquilidad de antes y que los sueños han cambiado y que cada
vez son menos las personas que son capaces de acercarse a Dios
mediante esa extensión del pensamiento.
- ¿Adónde crees que va el mundo?
- No lo sé, quizás hacia unos cambios imprevistos.
Almanzo quedó sorprendido por las respuestas de Érica. Se
le hacía difícil aceptar que siendo tan joven pudiera abarcar
tantos pensamientos profundos y que éstos expresasen un
concepto propio de la realidad. La muchacha le estaba dando
una lección sobre el conocimiento de las cosas desde su misma
esencia. Algo que no se escucha todos los días. ¿Una filósofa?
Quizás.
Debido al cansancio por los acontecimientos de los últimos
días y por el esfuerzo que representaba la conversación en sí, la
pequeña filósofa fue cayendo en un profundo sueño que la
mantendría alejada de Almanzo, del restaurante y de todo lo
ocurrido...
Érica se encontraba en la playa. Era apenas una niña de seis
u ocho años. Caminaba por la orilla como solía hacerlo siempre.
De pronto, algo extraño empezó a caer del cielo. Al principio
creyó ver globos, pero a medida que los objetos descendían,
pudo distinguir que no eran globos, sino cartones de colores.
Cuando los objetos tocaron tierra corrió hacia el lugar donde
habían caído. Al llegar casi no podía creer lo que estaba viendo:
eran unos cuentos. Grandes y hermosas versiones de cuentos
que ella acostumbraba a leer desde pequeñita, estaban
diseminadas por toda la playa. Pulgarcito, El gato con botas, El
92
patito feo y un sinnúmero de títulos se podían leer desde el
cielo. Su emoción no tenía límites.
La niña intentó coger alguno de los cuentos, pero éstos
desaparecían al leve contacto con la yema de sus dedos. Insistía,
pero era inútil, los grandes cuentos desaparecían uno tras otro,
para su desazón.
- ¡Qué sucede! ¿Por qué están desapareciendo?
De pronto, ya no se encontraba en la playa, sino en un lugar
del bosque donde grandes árboles la rodeaban...
Era una tarde de invierno. El sol parecía fundirse entre el
frío correr del viento y las espesas nubes transeúntes. Caminó
por un sendero borrado por el tiempo. Notó que la observaban
desde la ventana de una casita. Se fue acercando con paso
tímido. ¿Qué debo hacer? ¿Quién está allí? Siguió caminando
hasta acercarse lo suficiente como para ver a una mujer que la
miraba desde la ventana. Sí, era una mujer. El pelo entrecano, su
rostro denotaba una palidez propia de los que nunca salen de
casa y parecía estar bastante delgada. La mujer la llamó con la
mano. Érica se fue acercando. La mujer abrió la ventana y le
extendió uno de esos grandes cuentos que había intentado coger
sin éxito en la playa.
- ¿Querías uno de esos cuentos? -preguntó la extraña-.
- Sí, lo deseaba mucho -contestó Érica, trémula-.
- Lo sabía.
- ¿Cómo te llamas?
- Sonia.
Al despertar, ya habían recorrido una buena parte del viaje y
Almanzo la miraba como embobado. Tenía un libro en la mano.
- ¿Ese es el libro de poesía del cual me leíste un poema?
-peguntó Érica-.
- El mismo -contestó Almanzo con alegría- ¿Quieres que te lea
otro?
- No, primero dime, ¿quién es el autor?
- Se llama Carlos Roel. Es un poeta joven.
- Así...
- Dicen que está escribiendo una novela.
93
- Qué bien.
- Dicen que es un ermitaño. Que vive sólo y que está medio
loco.
- ¿Verdad?
- Así dicen.
- Y qué más dicen.
- Dicen que anda vagando por las playas, que habla solo y que
cría unos perros sin pelo y que los trata como si fueran sus
propios hijos.
- La gente siempre habla sin saber.
- Dicen que su novia murió un poco antes de la boda y que
desde entonces se refugió en la lectura.
Érica pensó que cuánto le gustaría conocer a una persona así.
- Ese señor no es ningún loco. Es un escritor, un artista de las
palabras -puntualizó Érica-.
- Tienes razón -respondió Almanzo-.
- Préstame el libro.
Érica tomó el libro y pudo ver la foto del poeta. El hombre
estaba pensativo, mirando el mar. «Así que tú eres Carlos Roel,
el autor de El Poema Apocalíptico (cuarto movimiento). Qué
extraño, por qué habrá llegado a mí un fragmento de su
composición. ¿Tendrá algún significado?», pensó.
- ¿Me puedes leer un poema más, por favor, Almanzo?
- Claro que sí.
94
con el único propósito de arrancarte una lágrima,
una sonrisa, un reproche, cualquier cosa.
95
- Y dónde cree que la vamos a dejar. Acaso cree que la vamos a
llevar a su casa cargada.
- Pero...
- ¡Baje y no haga problema!
El chofer y el cobrador se miraron, luego ambos se rieron de
ella.
- Graciosa, la gringa.
Érica bajó.
La noche caía y el panorama se mostraba bastante solitario.
- Ahora tendré que ir caminando hasta la casa.
Los autos pasaban cerca de ella a gran velocidad. De seguro
que algunos conductores se preguntarían qué hacía esa linda
jovencita caminando sola por la carretera. Lo mismo pensaba
Érica, ¿qué hago sola yo aquí? Debe ser peligroso. Un carro se
detiene, bajan unos individuos y me hacen de todo. Eso ya se ha
visto. Debo ver la forma de salir de aquí.
Cruzó rápido la pista y llegó a los arenales que circundan los
balnearios. Ahora, debo cruzar las invasiones hasta llegar a mi
playa. De ahí todo será más fácil. Unos niños se acercaron a
ella. Eran unos mocosos de todas las edades que venían con
ganas de molestar.
- ¡Miren, miren! ¡Una gringa! ¡Una gringa loca ha caído por
aquí!
Érica los miró asustada, aunque eran pequeños eran muchos
y podían hacerle daño.
- Debe ser una de esas fumonas que la han dejado tirada.
- No, niños yo no soy ninguna fumona.
- Entonces, ¿qué haces por aquí?
- El carro me ha dejado muy lejos.
Los niños continuaban gritando y rodeándola.
- ¡La gringa, la gringa, la gringa! Miren tiene ojos azules. ¡Sí,
tiene ojos azules! Deben ser falsos. ¿Son falsos?
- No, niños, son naturales. Pero, por favor, no me hagan daño.
Érica empezó a caminar más rápido para alejarse de los
malcriados, pero éstos la perseguían. Ella se puso a correr.
Sintió un golpe en la pierna, un dolor agudo que la inmovilizó.
96
Un perro le estaba mordiendo la pierna. Reaccionó y le asestó
un puñete en el hocico. El can se puso más furioso. La volvió a
morder, ahora en la mano.
- ¡Ay, mi mano!
Los niños se asustaron.
- ¡La está mordiendo, el perro la está mordiendo, estúpido,
ayúdala! -una niña más grande le gritaba a otro pequeño-.
Al parecer el perro se había asustado con los gritos de los
niños y sin ningún motivo la atacó; al tratar de defenderse,
enfureció más al animal quien le asestó fuertes mordiscos. Al
ver la gravedad de la situación los niños huyeron corriendo.
Érica no podía moverse, estaba herida en una pierna y en las
manos.
- Era lo único que me faltaba.
Tirada sobre la tierra lloró hasta quedarse dormida.
Al despertar lejanas estrellas, tristes, la miraban desde lo
alto. «¿Qué sucedió?», se preguntó. Recordó que un perro la
había mordido. Intentó moverse, pero un dolor intenso la
paralizó. Pensó: «Dios mío, ¿por qué me está sucediendo esto?
Hoy que me levanté con toda la ilusión de mi primer día de
trabajo. Ahora me encuentro tirada en la tierra; mordida,
descalza; sangrando. ¿Eso es lo que Tú querías para mí? ¡Por
qué me mandas tanto dolor! Si a nadie le hice daño. ¿Acaso no
es suficiente con todo lo que ya pasé?». Érica no tenía cómo
salir de ésta. Le guste o no las cosas eran así y nada sacaría
reclamándole al Creador. Tenía que moverse de allí. Esperar a
que se alivie su dolor e intentar llegar a casa. No podía quedarse
así en plena calle, era por demás peligroso. Mucho más estando
herida. De los niños, ni rastro. Si al menos se hubiesen quedado
para ayudarla. Luego de muchos minutos, logró ponerse de pie.
Se daba ánimos:
- Vamos, Érica, tú puedes.
La luna subía enorme con un color melón intenso
iluminando la carretera. La noche estaba hermosa, no se podía
negar, pero a su vez estaba pasando una ingrata experiencia. Le
quedaba el consuelo de haber conocido a Almanzo, quien la
97
trató muy bien y con quien congenió de maravilla. Un dolor
intenso sentía en la mano. El perro se había ensañado con ella.
No quería llorar, estando sola no le quedaba más que ser fuerte.
Tan dulce, tan delicada, caminaba desconsolada tratando de
explicarse el porqué de los hechos.
Érica llegó a su casa con el vestido destrozado y un deseo
insuperable de dormir para siempre. Procedió a lavar sus heridas
con agua y jabón. Sabía que era lo más recomendable en estos
casos. Lo que ignoraba era si necesitaría ayuda médica. Pensó:
«Quizás no sea para tanto. Pero los perros me han mordido feo».
El corte que llevaba en la mano derecha era el más profundo.
Esa fue la respuesta del animal al puñete que le dio en el hocico.
Luego de limpiar las heridas cogió un pedazo de algodón lo
humedeció con alcohol y lo frotó sobre su piel lastimada.
- Será mejor que me bañe, estoy echa un asco.
Tomó una relajante ducha tibia que le provocó un profundo
sueño. El día había sido muy difícil y era mejor echarse a
descansar. Las cosas no estaban como para celebrar, peor aún
cuando los alimentos se le habían agotado y no contaba con
ingreso alguno. El trabajo de camarera, del cual abrigó muchas
esperanzas, no pasaba de ser un mal recuerdo. Del resto ni
hablar. Pero ante todo lo malo, algo bueno había ocurrido:
Almanzo. Sí, conocerlo le había dado un nuevo panorama a su
vida. Creía haber encontrado a su media naranja. Nunca antes se
había sentido tan bien con alguien que no fuese su padre, porque
con su mamá nunca se entendieron. Algo en su interior le decía
que si vida iba a cambiar. ¿Será? De golpe despertó de su
embeleso, y se dijo: «Pero si lo dejé pasar; no le di, ni le pedí
sus señas para llamarlo. Eso me pasa por estúpida, por ir
pensando en tonterías. Por hacerme la interesante, olvidé
mencionar quién soy, dónde vivo».
Érica durmió hasta pasada las diez de la mañana y despertó
muy fresca. El sueño reparador le había devuelto la vitalidad
para volver a la carga. Había que luchar contra esta vida que se
las traía con ella. Levantar el ánimo. Sujetar las cuerdas del
caballo y ponerlo a la carrera. Sino de qué estaba compuesto
98
todo esto. El mundo era para los persistentes; no para los
llorones. «Si a nosotras no nos gustan los hombres llorones,
entonces, ¿por qué habíamos de ser unas lloronas?», pensó. Eso
sonaba a contradicción. De ahora en adelante se acabarían las
lágrimas. No podía darse el lujo de andar con debilidades, por la
simple razón que su posición no se lo permitía. Ella tenía que
vérselas sola con la vida y el momento de actuar había llegado .
Llegó la hora de tomar desayuno. No había desayuno
alguno. Estaba herida y sin dinero. Alguien tocó la puerta.
¿Tocan? ¿Quién podrá ser? Por aquí cae alguien a la muerte de
un cura.
- Almanzo, ¡eres tú!, ¿cómo has llegado?
- El que quiere algo lo consigue.
- Eso es lo que quería escuchar.
- ¿Te sorprendí?
- Sí, pero… Pasa, pasa, no te quedes allá fuera. Dime, ¿cómo
has hecho para llegar, si no te di mis señas, quién soy, dónde
vivo?
- Pero me diste tu nombre.
- ¿Con eso fue suficiente?
- Para mí, sí.
Ambos se echaron a reír.
- Me sorprendes, ¿qué hiciste, fuiste preguntando por mí, casa
por casa?
- Cuando bajaste apurada deduje -además me lo dijiste- que
vivías en Punta Fe. ¿Dónde más podría ser? Hoy me levanté
muy temprano y vine hasta aquí preguntando por una chica
según tus descripciones. Y como tú dices, si fuera necesario
hubiera ido puerta por puerta, pero encontré a unos muchachos
surfistas y les pregunté por ti y me dijeron: «Es la chica de la
mirada lejana, la que anda mirando el mar. La que vivía con su
padre. La que ha leído desde que nació y nunca ha tenido un
enamorado: porque su única pasión son los libros».
Érica se sonrojó.
99
- Pero ya no será así. He pensado en darle un cambio a mi vida.
No más ermitaña. El refugiarme en los libros me ha traído
problemas. Yo debo darme un tiempo para vivir.
- Esa es decisión tuya Érica. A mí me gustas tal como eres.
- Continúa tu relato, Almanzo.
- Entonces, les dije cómo te conocí y que habíamos venido
conversando durante el camino muy bien.
- ¿Qué te dijeron?
- No me creyeron. Dijeron que si nunca le habías dado
confianza a muchacho alguno en Punta Fe, menos lo harías con
alguien de Punta Sola. Pero uno de los muchachos, le dijo a los
otros: «Muchachos, en este caso es diferente, Almanzo está
dedicado a la pintura; él quizás la pueda comprender». Entonces
me dijeron: «Ella vive por aquí, por allá y luego por allá». Y
aquí estoy. ¿Qué te parece?
- Un milagro.
- ¿Estás contenta?
- Feliz.
Al momento Érica cambió de rostro.
- ¿Pasa algo, Érica? -preguntó Almanzo-.
- Yo quisiera invitarte a tomar desayuno, pero no tengo dinero.
- No te preocupes, yo compro el desayuno.
- Almanzo, me dan ganas de llorar de alegría, pero he prometido
que no voy a volver a llorar. Que voy a ser fuerte.
- Tú eres muy valiente. Llorar de alegría no tiene nada de malo.
- ¿Verdad?
- Te lo aseguro, yo lo hice muchas veces.
- Mentiroso, lo dices para no hacerme sentir mal. Eres tan
bueno. No, Érica, no soy bueno, solamente soy la persona que
estabas esperando. Digo, quizás...
Ella lo miró a Almanzo con tristeza.
- No tengo ni para comer, no tengo nada. Sólo soy un espíritu
virtuoso, pero no sirvo para nada, no sé vivir en este mundo.
- No digas eso Érica, yo te ayudaré; ambos nos ayudaremos. ¿Te
parece bien?
100
- Claro que sí, Almanzo. Pero estás llorando. ¿También lloras de
emoción?
- Así es, Érica, no lo esperaba. Me has tomado de sorpresa, tus
palabras son tan sinceras, me partes el corazón. Nunca había
conocido una personita tan profunda.
Almanzo notó que Érica estaba herida en la mano.
- ¿Qué te pasó?
- Luego te cuento.
- Déjame ir a comprar las cosas para el desayuno.
Mientras tomaban el desayuno Érica lo fue poniendo al tanto de
cómo se desarrollaron los hechos en cuanto a los niños y al
abusivo perro que la mordió.
- No te puedo creer.
- Sí, Almanzo.
- Y los niños, ¿qué hicieron?
- Se fueron corriendo.
- ¿Dejándote así herida?
- Así es Almanzo, pero no hay que condenarlos, son sólo unos
niños; quizás se hayan asustado.
- Debe haber sido terrible para ti.
- Pero ya todo será diferente. Ahora nos hemos encontrado y eso
es como la intersección de dos astros en el universo.
- ¿Cómo es eso?
- Este encuentro no es uno cualquiera, este encuentro está
relacionado con todos los movimientos de los astros en el
universo. Para este momento nos hemos preparado toda la vida
y el momento ha llegado.
- Érica, tú dices unas cosas; me da miedo.
- Miedo de qué tonto, miedo tienen los que no pueden entender.
Donde hay entendimiento no hay temor, todo va fluyendo
naturalmente.
- ¿Te gustan los huevos revueltos, que te he preparado con tanto
cariño? -preguntó Almanzo-.
- Me encantan. Nunca había desayunado tan rico. ¿Cómo se
hace esto?
101
- Se hacen con un poquito de leche. Primero se baten los
huevos. Después freímos un poquito las salchichas. Echamos los
huevos, batimos y ahí viene, como te decía, el poquito de leche.
Sal y pimienta. Eso es todo.
- Qué rico, voy por el cuarto pan.
- Pero no lo frías con aceite, hazlo con mantequilla y así no
saldrá tan grasoso.
- Perfecto.
- ¿No sabes cocinar?
- No. Nunca he cocinado.
- ¿Cómo hacías para comer?
- Por aquí, por allá. No me interesa.
- Ya veo, por eso estás tan delgada. ¿Un poco más de cafecito
con leche?
- Sí, por favor, qué rico. Si hubiese sabido...
- Sabido qué.
- Que era tan rico, comer así...
- No te entiendo.
- No sé cómo explicarme. Tiene que ver con tu compañía. Creo
que me había abandonado y le fui perdiendo el gusto a la
comida.
- Yo te voy a cuidar y te voy a preparar cositas ricas a partir de
ahora.
- No te importa que no sepa cocinar.
- No, no te preocupes. Sabrás limpiar la casa.
- Tampoco.
- ¿No sabes limpiar?
- No.
- No te preocupes, tampoco te voy a pedir que laves la ropa.
Almanzo miró a su alrededor y la casa era un caos
indescriptible. Papeles y otros desperdicios arrojados en
cualquier rincón. Los vasos, las tazas todas sucias y
amontonadas en el lavadero, los platos regados por todos lados.
El piso parecía no haber sido barrido en años. Y no sólo parecía,
sino que lo era.
- ¿Nunca has limpiado?
102
- Bueno...
- Leer quita tiempo.
- Digamos que sí.
Ambos se miraron, se abrazaron. Hicieron el amor. Él tomó
sus manos; ella cerró los ojos. Puntos azules flotando en el
aire...
Almanzo se retiró. Estaba trabajando en un cuadro y
necesitaba avanzarlo. Había logrado unos cuantos clientes y
cuando veían un cuadro que les llamaba la atención no dudaban
en comprar. Incluso, hace un par de semanas, un abogado se
presentó en su casa. El señor lo había visto una vez pintando en
la plaza, y luego le confesó que desde ese entonces había tenido
en mente buscarlo para comprarle algunos cuadros. El tiempo
pasó y el abogado aprovechando sus vacaciones, lo vino a ver
para que le muestre su arte. Aunque el hombre no conocía su
casa, logró dar con él, preguntando por los alrededores. Aquello
significaba que Almanzo estaba logrando cierta popularidad y
eso era una buena señal. Indicios que no estaba pintando en
vano, que algo estaba sucediendo. Que no sólo era ruido, sino
que también había sus nueces. Las ventas se realizaban en muy
buenos términos, porque Almanzo tenía una gran facilidad de
palabra y un carácter encantador. Este abogado le compró
cuadros por valor de cinco mil soles. Almanzo no lo podía creer.
Nunca había tenido tanto dinero en sus manos. Con esa cantidad
continuó la construcción de su casa y hasta acondicionó su
galería con la que tanto tiempo había soñado. Ahora tenía dónde
exponer sus cuadros y así las cosas irían avanzando. Porque eso
de salir a exponer en la calle no era de su agrado.
Mientras Érica se hallaba soñando con lo mágico del
encuentro carnal, halló el poemario que Almanzo le había
mostrado en el restaurante. Él lo había traído para leerle algunos
poemas, pero la emoción nubló su mente olvidando mostrárselo.
Érica lo revisó: La palabra que viene del viento por Carlos Roel.
- Voy a darle una hojeada.
Fue revisando las páginas que alternaban fotografías (todas
del mar) y una pintura muy original en la carátula. Se encontró
103
con una sección que el autor había titulado Los fragmentos de la
sana demencia.
- ¿Qué cosa? Nunca había leído algo así. ¿De qué tratará este
rollo de la sana demencia?
Érica se fue internando en la lectura:
104
como un secreto del corazón.
Y ella me preguntó: ¿Qué significa eso?
Y yo le respondí:
Bajo este mundo de risas y lágrimas
un punto navega en el horizonte;
es toda la conciencia humana una gaviota
que vuela en mar impuesto a contracorriente,
por manos que ensombrecen el mundo
desde un costado de la vida y más allá del centro.
105
- ¡Pero que gracioso!, ya tengo novio. Lo había olvidado. Eso
sería una deslealtad, porque aquí sale su correo y hasta podría
escribirle, y si no me contesta, yo encontraría la manera de
entrar en su vida. Pero no, un día tarde te he encontrado,
Carlitos Roel.
Érica cayó de rodillas con el libro entre las manos, mirando
la pared como si estuviese viendo un fantasma...
106
I
Los años fueron pasando para la pareja y con el tiempo las cosas
fueron cambiando. Almanzo empezó a vender cuadros en sumas
importantes e incluso algunas de sus obras fueron a parar al
extranjero. Todo aquello motivó la necesidad de considerar un
traslado a la ciudad. Era inminente un cambio de domicilio. Ya
era tiempo que dejaran la playa y empezaran alternaran con el
ambiente artístico que se promovía en la ciudad de Santa
Piedad. De esa manera, Almanzo tendría la oportunidad de
participar en eventos, exposiciones, subastas, entrevistas y otras
actividades de las cuales se estaba ausentando. Las ideas no se
hicieron esperar y fue Érica quien tomó la iniciativa.
- ¿Qué te parece si vendemos mi casa y nos quedamos con la
tuya como casa de playa?
- Lógico, para qué tener dos casas de playa, no tiene sentido.
- Con el dinero que saquemos pagamos parte de un
departamento en Santa Piedad.
- Perfecto. Un departamento frente al mar.
- No puede ser de otra manera, Almanzo; frente al mar, siempre,
hasta la muerte.
¿Por qué hablas de la muerte?
- ¿Por qué, te asusta?
- No, pero mejor ni la menciones.
- Solamente era un decir, tontito.
- ¿Tú me quieres?
- Te amo, Almanzo.
- Entonces, la muerte no existirá para nosotros.
- Dices unas cosas, Almanzo.
107
- Sólo digo lo que siento.
- El sentir no es suficiente para detener a la muerte: Tanto amor
y no poder nada contra la muerte… ¿Acaso no lo recuerdas?
- ¿De quién era ese verso?
- Del gran César Vallejo.
- Bueno, empecemos con nuestras labores para el día de hoy
-señaló Almanzo-.
- Tú dices y yo mando, eres mi capitán -le dijo Érica,
lanzándose a sus brazos-.
- No, Érica, ahora no, es necesario que le saquemos provecho al
día. Es una norma que tengo.
- Por eso, dame un beso -le dijo Érica mostrándole el escote-.
- No. Hablo en serio, tenemos que hacer algo. Hay que
emprender el plan mudanza, sacando todas esas cosas viejas que
hay en tu casa, piensa que si no logramos venderla al menos
podemos alquilarla y nadie la va alquilar con todas las vejeces
que hay dentro.
- ¿Por qué eres tan inteligente, Almanzo?
- Bueno…
- Pero igual podemos tener un momento de placer antes de
empezar a trabajar -le dijo Érica, tomándole la mano y
llevándosela debajo de la falda-.
- Te has vuelto una malcriada; cuando te conocí no eras así.
- Claro, si cuando me conociste era virgen y muy tímida. No en
vano hemos pasado tres años de casados.
- No en vano, échate...
- Prefiero parada y contra la pared, de espaldas. Hay que
intentar algo diferente. En la cama todo el tiempo: parecemos
vacas. La rutina me aburre.
Al terminar, quedaron embelesados de su propio amor bien
llevado y sin apuros. Se compenetraban muy bien para sus
pocos años de casados. Nunca peleaban, ni discutían. Érica era
justo lo que Almanzo necesitaba para vivir feliz.
Él pintaba todas las mañanas y ella leía. De vez en cuando,
ella se paraba y le echaba un vistazo al lienzo. No decía nada. Él
le explicaba lo que intentaba hacer o el efecto que pretendía
108
lograr. Ella decía «muy bien» y continuaba leyendo. Luego
seguía dándole miradas a Almanzo y a su trabajo desde su libro;
él sabía que estaba siendo observado. Las miradas pasaban
desde la ternura hasta el deseo y de la convicción a la desazón.
- A esa pintura le falta drama, Almanzo. ¿Qué pasa? Estás
pintando con miedo. Suéltate y saca todo lo que tienes dentro.
No dejes nada en el pincel. Así, así, Almanzo, eso está mucho
mejor.
- ¿Tú crees?
- Claro, con esa pintura vas a ganar un premio.
Él la miraba de vez en cuando desde sus colores, y su sola
presencia le resultaba mágica. Ella era su inspiración.
Inspiración que había dado muy buenos resultados, porque ya
tenían más de quinientos cuadros vendidos y las últimas
pinturas estaban cotizadas en varios miles de dólares. En
realidad, para Almanzo la pintura nunca había sido un juego, y
ahora los resultados se estaban viendo. Érica tenía un gran
conocimiento del arte en todas sus amplitudes y sabía lo que
Almanzo necesitaba para lograrse.
- Almanzo, ¿qué estás haciendo?
- Estoy quitando ese azul tan cargado de los árboles.
- ¿Por qué?
- No sé.
- Entonces, ¿por qué lo quitas? No lo quites.
Con ese cuadro Almanzo ganó un premio de cinco mil dólares.
Después de liberar los suspiros y despejar el alma, ambos socios
pusieron en marcha el plan mudanza.
- Almanzo, tú sabes que la limpieza no es mi especialidad.
- Yo no pienso hacerlo solo.
- Alguien tiene que hacer las compras y preparar el almuerzo.
- ¿Acaso propones que yo avance con la limpieza, mientras tú
haces las compras y preparas el almuerzo?
- Me parece justo.
- Está bien. Pero no me dejes esperando toda la mañana.
- Puedes ir empezando con el dormitorio de mi papá.
- Está bien.
109
- Pero no botes sus escritos.
- No los voy a botar; sólo quiero sacar lo innecesario y ordenar.
- Perfecto, si es así, tienes toda mi autorización. Otra cosa.
Primero, voy a dar un paseo por la playa para despejar la mente.
- Ya veo, solo voy a tener que ordenar el laberinto.
- No. Cuando regrese y me desocupe, yo te ayudo.
- Espero que sea así, recuerda que tenemos que vender esta casa.
- Las cosas que parezcan tener alguna importancia, sea lo que
sea, las pones en una caja y luego la examinamos. Tú sabes,
pueden haber documentos, quién sabe...
- Descuida, seguiré tus órdenes.
- Muy bien Almanzo, la casa queda a tu disposición.
- Ya veo, por qué querías hacer lo que hicimos. Estabas
planeando huir.
- Almanzo, ¿cómo hablas así de mí? Soy tu esposa. Me debes
respeto.
- Bueno, bueno, anda y no demores. Recuerda que has
prometido cocinar.
- Sí, mi amor, te haré mis tallarines con atún que tanto te gustan.
- Eso es algo muy sencillo.
- Pero yo lo preparo con mucho amor.
Érica lo miró con esa sonrisa de querubín ante la cual era
imposible resistirse. Irradiaba tanta simpatía que nadie la podía
detener. En su interior había una luz que venía de no sé qué
estrellas y caía con la fuerza de las olas cuando revientan sobre
las peñas.
Érica se dirigió al muelle. Era pleno verano y la
concurrencia al muelle estaba en su delirio. Se podían ver gentes
de todas las edades que venían de diferentes lugares de la ciudad
para disfrutar de la playa. La temperatura estaba bordeando los
cuarenta grados y una gran muchedumbre se encontraba
refrescándose dentro del mar. Un poco más lejos, se podía ver a
los surfistas montados en sus tablas, acariciaban la superficie del
mar, haciendo toda clase de piruetas que recreaban la vista.
Érica llegó al muelle donde acostumbraba a bañarse con un
maletín en la mano, su toalla al hombro y con su pinta de
110
santurrona. Abrió el maletín y sacó un libro: «Perfeccione su
natación». En el contenido explicaban cómo nadar
correctamente los diferentes estilos. Ella había ido aprendiendo
de acuerdo al libro, dándole buenos resultados. Hoy le tocaba un
nuevo estilo.
- A ver, ¿qué tenemos por aquí?: estilo pecho.
Unos muchachos que estaban cerca a ella se mofaban al
verla con su libro en la mano. Ella hizo caso omiso a sus
comentarios.
Una adolescente de baja estatura, con quien había iniciado
cierta amistad, se le acercó. La jovencita debía tener unos
quince o dieciséis años. Llevaba el pelo castaño sobre el
hombro. Unos grandes ojos color miel y sus labios gruesos la
hacían verse bastante provocativa.
- Érica, ¿te puedo hacer una pregunta?
- ¿A mí?
- Sí.
- ¿Por qué a mí?
- Porque la gente dice que tú sabes cosas que otros no saben.
- Así que eso dice la gente, ¿qué más dice la gente?
- Dicen que eres muy inteligente, que has leído mucho, que eres
muy instruida en el campo de las letras.
- No me digas...
- Sí.
- A ver qué quiere saber, mi pequeña amiga.
- En realidad, es un consejo lo que te quiero pedir.
- Dime.
- Creo que me he enamorado de un hombre mucho mayor que
yo; muy mayor para mí.
- ¿Así?
- Y dime, ¿tú qué piensas?
- ¿Qué sientes cuando lo ves?
- Siento un filo que me corre por las venas y me llega al alma
como una dulce melodía.
- ¿Me estás hablando de amor?
- Sí.
111
- ¿Y quién diablos te ha dicho que el amor tiene algo que ver
con la edad?
- Yo creía…
- Creías mal, mi amor.
- Eso dices tú, porque Almanzo sólo te lleva unos cuantos años.
- Estás equivocada. Si él tuviese sesenta, igual lo amaría.
- ¿Estás segura?
- Es lo que hay dentro de él, lo que amo.
- ¿De veras?
- Por supuesto, yo lo veo por dentro.
- ¿Acaso puedes ver a las personas por dentro?
- ¿Tú no puedes ver a las personas por dentro?
- No.
- Ahora comprendo. Te lo voy a explicar de esta manera. Un día
se hizo un experimento para averiguar dónde se encontraba la
belleza. ¿Sabes a qué conclusión se llegó?
- No.
- Que la belleza estaba en los ojos de las personas y no en el
objeto que se mira.
- Qué interesante Érica, realmente eres muy inteligente.
- Nada de eso, sólo es cuestión de leer y retener lo que lees.
Mejor aún si lo analizas y lo sabes emplear en el momento
oportuno.
- ¿Sabes quién fue John Lennon?
- Algo he escuchado.
- Fue un músico que se hizo muy famoso entre los años sesenta
y setenta. Una vez lo estaban entrevistando por la televisión y el
comentarista le preguntó: «¿Qué opina acerca de la gente que
pensaba que usted se casaría con una mujer bonita?». ¿Sabes lo
que respondió?
- No, Érica, pero dime.
- Él dijo: «Si Yoko es bonita».
- ¿Quién es Yoko?
- Era su esposa.
- Ya veo; él la veía bonita.
- Así es, mi amor.
112
- ¿Y era bonita?
- Para él, lo era. Y eso es lo único que importa.
- ¿Qué sucedió después?
- El murió asesinado en el año de mil novecientos ochenta.
- ¿Y ella se quedó triste?
- De ahí en adelante a ella siempre se le ve sola, y he leído, que
hasta hace poco acostumbraba a lanzar al cielo las palabras «te
amo» mediante juegos artificiales.
- ¿Eso es amor?
- Eso es amor. El amor es lo más grande que existe.
- Érica, tú eres bonita por fuera y por dentro.
- ¿Ves que puedes mirar por dentro?
- ¿Cómo lo hice?
- Dejaste de mirar con los ojos y lo hiciste con la mente.
Venciste el temor al dejar que afloren tus sentimientos, guiada
por la estructura del lenguaje que yo empleo. Sabes que nadie en
el mundo te puede decir las mismas cosas de la misma manera
que yo lo hago: somos seres únicos. Cuando nos vamos alejando
de esta verdad, nos volvemos comunes, repetitivos, sosos.
Cuando ves a uno, estás viendo a todos. Entonces, todo se
vuelve aburrido. Pero si conservas tu esencia y la vas
perfeccionando en el espíritu, todo lo sientes diferente y de tu
interior brota una luz.
- Realmente; hoy si he aprendido algo- dijo la pequeña-.
- ¿Tú crees?
- Yo nunca había escuchado esas cosas. Creo que mejor me voy.
- ¿Qué sucede, pequeña?
- Nada, sólo quiero irme, no debiste decirme todas esas cosas;
no estaba preparada: me has confundido.
- ¿Por qué? Yo no tuve esa intención.
- Ahora me pareciera que nada tiene sentido. Que somos una
sarta de hipócritas. Que nadie vive para realmente ser alguien y
que el mundo es una porquería.
- Tampoco lo tomes así.
- ¿Y cómo quieres que lo tome?
- El mundo es amplio, todo lo amplio que tú lo quieras ver.
113
- Eso lo dices tú porque te has tragado miles de libros. ¡Tienes
de donde agarrarte!
- Eso no es un defecto, mamita. No es ningún pecado haberme
desarrollado en el espíritu. Creo que te estás confundiendo,
amiga.
- Cállate, no me llames amiga, si fueras mi amiga no me
hubieras dicho todas esas cosas.
- Pero yo...
- No quiero volverte a ver.
La muchacha se fue corriendo. Érica la intentó detener, pero
fue inútil. Era consciente que la jovencita se había encontrado
ante un dilema existencial, ecuación que no estaba dispuesta a
asumir. ¿Qué cosa tenemos en nuestro interior? ¿Cómo el
mundo actual estaba minimizando esa luz que llevamos dentro?
De la cual Érica habló e intentó explicar. Qué podría saber una
pequeña como ella que apenas estudiaba en el colegio…
Mientras tanto, Almanzo se encontraba en la casa haciendo
la limpieza. Había empezado ordenando todos los papeles y
cachivaches que el papá de Érica había guardado durante tantos
años en su armario. Por lo que sabía, el viejo tenía un meollo en
la cabeza y nadie lo comprendía, excepto Érica. Algunas veces
esas personas nos dan sorpresas. Aunque no haya llegado a
formarse como escritor, el haber instruido a Érica de la manera
que lo hizo, ya era un mérito. Difícilmente alguien de su edad
podía dominar las letras como ella lo hacía. Empezó a dejarse
llevar por su imaginación. «Y si algún día se decidiese a
escribir... No sé lo que podría pasar. Yo no quisiera perderla. O
si se volviese escritora, ya no la tendría sólo para mí. Las
entrevistas, los viajes, las publicaciones, me la arrancharían. O
si se hiciese famosa… eso no quisiera ni pensarlo.»
Dejó de torturarse y empezó a poner las cosas en orden. Entre
las vejeces encontró un disco de vinilo, esos que se escuchaban
antiguamente: Jimi Hendrix, The Singles Collection.
- Ese es el hombre que hacía llorar a la guitarra.
El tocadiscos se hallaba cerca, era una de las cosas que
Érica quiso conservar como recuerdo de su padre. Escuchar la
114
música que él quería tanto, era como tocar un pedazo de su
alma. Lo puso. Una mística psicodélica apareció en el aire. Su
voz lenta y acompasada no dejaba dudas del aplomo del artista.
The wind cries Mary, decía el guitarrista, hablaba de personajes
que vivían en un circo, mencionaba a Mary como un amor
perdido entre las drogas y los vagabundeos en el Greenwich
Village. La reclamaba con la guitarra, lanzándole una melodía
espacial, desde lo más profundo de su ser. Luego vino Hey Joe,
un blues marcado a punta de redobles que salían de los brazos
del genial Mitch Mitchel. Los golpes volvían una y otra vez, con
firmeza, golpes a la vida, golpes al amor... Más atrás, un coro
celestial bajaba por no sé qué ondas eléctricas. Joe había matado
a su mujer al encontrarla con otro hombre. Ya no volvería a
creer en el amor. No le quedaba más que huir, huir hacia
México. No dejaría que le pongan una soga al cuello. Era una
composición tradicional la que Hendrix escogió para darse a
conocer; cargada de muy buen sentimiento, por supuesto.
Cuentan -y me lo dijo alguien que vivió el momento- que
cuando se escuchó esta canción por primera vez en Europa, la
gente comentaba que nunca antes habían escuchado algo así.
Era algo diferente, algo nuevo. Algo que cambiaría la forma de
ver las cosas.
Almanzo fue a buscar una caja para echar las vejeces que no
servían. Había una gran cantidad de papeles, que al parecer no
tenían ninguna importancia.
- Dios mío, ¿qué es esto? ¡Qué cantidad de papeles!
Almanzo se puso a recoger los folios que estaban tirados por
el piso y los iba colocando dentro de una gran caja. De vez en
cuando leía los títulos: La vida privada de Mr. Smith y los
duendes del callejón. «¿Qué cosa es eso? ¿Un cuento?» Otro:
La faena de los verdugos en el manto del sueño. Se puso a
leerlo. Era un relato sobre los sueños y pesadillas de Jacinto, por
momentos con gran ironía y otras veces con un espíritu que
rayaba en la locura.
- Debo admitir que mi suegro tenía su muñeca. Quizás si
hubiese vivido un poco más...
115
Almanzo seguía revisando.
- Un momento. ¿Qué dice aquí? Estoy leyendo bien o me he
contagiado de las fantasías de Jacinto.
No. No se estaba contagiando de ninguna fantasía, era la
total realidad: La infructuosa vida de Sonia Suez o un grito en
el desierto. ¿Qué cosa? ¿Tenía que ser un error. No era un
error, tampoco podía ser una broma. Era el nombre de soltera de
su madre: Sonia Suez ¿Cómo había llegado el nombre de soltera
de su madre al relato de Jacinto Riess?
Tiempo atrás, cuando Margarita aún vivía con ellos, y para
nadie es un secreto, se vio en la angustia de no poder
comprenderlos. Érica había tomado todas las formas de su
padre, la misma inclinación demencial por las letras; por su
parte, no había quien sacara a Jacinto de su obsesión por ser
escritor. Pero hubo un suceso que terminó por hacerle perder la
paciencia a Margarita: debido a un fuerte stress, provocado por
la insistencia en querer culminar sus novelas, Jacinto, quien se
había dado a largas horas de trabajo sin descanso, terminó por
perder el poco sueño que aún conservaba.
Esto provocó que empezara a caminar a altas horas de la
noche por la casa hablando solo y sin dejar dormir a nadie.
Margarita fue a consultar a un psiquiatra, quien la aconsejó
internar a Jacinto en una clínica. Así tendría el descanso que
necesitaba, lejos de libros, papeles, lapiceros y otros juguetes
que le perturbaban la mente.
Así fue como Jacinto llegó a la misma clínica donde alguna
vez estuvo Sonia. Fue así como llegó a conocerla. Ella misma le
relató la tremenda injusticia de la que estaba siendo víctima,
todita, con sus puntos y comas. En el entuerto, Jacinto vio una
buena oportunidad de sacar un relato, pero cometió el error de
ceñirlo demasiado a la realidad. En todo caso, ya parecía una
crónica. Sea lo que haya querido hacer Jacinto, el folio ya se
encontraba en manos de Almanzo.
Almanzo apuraba la lectura y su rostro se iba contrayendo
con la gravedad que iban tomando los hechos. A Renato no le
había temblado la mano para engañar a sus tres pequeños hijos,
116
diciéndoles que su madre se hallaba muy enferma y que el
doctor no permitía que la vieran. Era sorprendente la sangre fría
que había mostrado su padre para salirse con la suya y escaparse
con la secretaria. Mientras que su madre estaba siendo víctima
de un sucio teatro que terminó con su vida.
Así estaban las cosas en Punta Fe, más precisamente en casa
de Érica. El fantasma de Jacinto había vuelto y nada menos que
como mejor lo hubiese deseado: envuelto en una narración que
llevaba matices de tragedia. Eran cosas del destino. La verdad
salía a la luz luego de casi veinte años de permanecer oculta en
la cochina conciencia de Renato.
Almanzo no dudó que se encontraba frente a la mismísima
verdad; además, eso explicaba muchas cosas. Ahora entendía
por qué su padre se casó al poco tiempo de la desaparición de su
madre. Ahora entendía por qué a él y a sus hermanos nunca les
habían permitido verla. Entendió por qué nunca se supo el
nombre de la enfermedad que atacó a su madre. Nunca se supo,
porque Sonia nunca estuvo enferma. Su mal no pasó de ser un
estrés nervioso provocado por su padre, cuando se lo llevó a él y
a sus hermanos a otra casa, para vivir con la secretaria.
Pudiendo ver más claro y más profundamente las cosas,
recordó los días cuando su padre lo llevaba a dar una vuelta.
«Ven, acompáñame, tengo algo que hacer.» Entonces subían al
Mercedes Benz y se iban a un distrito céntrico de Santa Piedad.
Su padre cuadraba el auto unos cuantos metros antes de llegar a
una esquina. Luego caminaba hasta doblar la calle y
desaparecía. Antes de bajar le decía: «Espérame un rato; ahora
vuelvo». Para eso ya había tomado un sobre. En ese sobre había
dinero; Almanzo lo sabía. Un día hurgando en su interior lo
había comprobado. No tomó nada, dejó el dinero en su
totalidad. ¿Sería ese el dinero que su padre le entregaría al
doctor Stein para que mantenga a su madre presa, para que
nadie pueda verla? ¿A tanto había podido Renato en el afán de
meterse entre las piernas de Carmela? hoy su respetable esposa,
en antaño su secretaria.
117
No, esto no podía estar sucediendo. Pero el chillido de la
vieja puerta de madera le dijo que sí, la brisa que llegaba desde
la playa entrando por la ventana y la chismosa luz de la mañana,
le dijeron que sí. Una mosca que flotaba frente a él y parecía
burlarse de lo acontecido, le dijo que sí. Que durante años él y
sus hermanos habían sido víctimas de un cruel y vil engaño: el
peor de todos. Hubiera dado cualquier cosa por no tener esos
malditos papeles entre las manos. Pero, ya lo había dicho el
chillido de las bisagras, la luz melosa del verano, la brisa que
entraba por la ventana y la mosca: sí.
Siguió leyendo. El relato se desenvolvía tal cual aparece en
la primera parte de la novela. Las pesadas tardes (interminables)
que Sonia tuvo que soportar en esa horrible clínica; sus
angustias, sus sinsabores brillaban como un espejo a través de la
pluma de Jacinto. También, había rescatado Jacinto las
expresiones que Sonia literalmente había dicho. Cosas como
«he llorado tanto, que ya no tengo más lágrimas», punzaron el
corazón de Almanzo. En otra, Sonia le reclamaba a Renato el no
haberle querido hacer ningún daño, pero el necio le respondía:
«Te vas a arrepentir toda tu vida, por lo que me has hecho».
Pero ella no le había hecho nada, solamente quería
protegerlo, prevenirlo a través de su suegro para que no tome
tanto. Pero el muy necio lo tomó como una traición. Claro, esa
fue su excusa perfecta para deshacerse de su madre.
De pronto, sus ojos estaban llenos de lágrimas y su voz se
quebró para siempre.
- ¿Cómo ha sido capaz mi padre? ¿Cómo pudo haber llegado a
tanto? -decía en voz baja-.
Si el lector quiere revivir los sucesos de los que Sonia fue
víctima puede volver a las primeras páginas, pero nosotros
proseguiremos con el final del relato que Almanzo tenía entre
las manos...
“... al final yo volví a casa con mi hija, con mis libros y con
mis gaviotas. A mi esposa preferí nunca más dirigirle la
palabra, porque su decisión de internarme en una clínica la
118
tomé como un abuso de poder. Lo digo, por el hecho de que
cuatro matones irrumpieron en mi habitación, me tomaron a la
fuerza y una enfermera de pacotilla me inyectó su maldito
somnífero. Me trataron como a cualquier cosa. La verdad es
que hirieron mi sensibilidad de hombre iluminado por las
letras, de hombre destinado a difundir su obra por el mundo.
Amén. Sea como sea, volví, volví para quedarme.
Caminaba una mañana por la playa intentando poner en
orden el desorden que reinaba en mi cerebro. Otra vez habían
vuelto las voces y no me dejaban tranquilo. En otras personas
que yo sabía que eran ciudadanos comunes y corrientes, yo
empezaba a ver policías, y todos ellos estaban fraguando un
complot contra mí. Pero intenté serenarme y lo fui logrando
gracias al paso calmado de las olas y al armonioso vuelo de
mis gaviotas. ¡Cuánto las extrañé, gaviotitas lindas!
Estaba hablando yo solo, cuando sentí una voz conocida
que me llamaba desde el mar.
- ¡Jacinto, Jacinto Reiss!
Poco a poco fui reconociendo la imagen de un surfista que
venía hacia mí con su tabla bajo el brazo y su mirada alegre.
- ¿No te acuerdas de mí? Soy Javier, tu compañero de cuarto
en esa maldita clínica psiquiátrica.
Todavía seguía escuchando las voces y pensé que Javier
podía estar confabulado en un plan internacional para
entregarme a los extraterrestres, para no sé qué experimentos.
Por aquel entonces no quería tomar mis pastillas; luego fui
conciente que debía tomarlas y todo eso pasó. Pero le contesté:
- Sí, te recuerdo, tú estabas en la clínica conmigo.
- ¿Qué ha sido de tu vida?
- Yo aquí, como siempre, caminando por la playa -le contesté,
algo aprensivo-. ¿Y tú cómo has estado?
- Bien, Jacinto. Por último pude superar ese problema de
depresión que me sumergió en un marasmo total. Aunque nunca
hay que confiarse. Siempre sigo yendo a mis controles médicos.
¿Y tú?
119
- Yo no necesito ningún maldito control médico -le respondí
enérgico, hasta con un poco de rabia-. Fue la tonta de mi mujer
quien se encaprichó en internarme. La ignorante que no puede
entender a un escritor como yo.
- Ya veo.
- En la que no dejo de pensar es en Sonia, aquella pobre mujer
que me contó toda su historia, por cierto muy triste y muy
injusta. Y me caía tan bien. Hasta quisiera volver a verla.
- ¿Te refieres, a la que no le dejaban ver a sus hijos?
- A esa misma.
- Murió.
- ¿Cómo que murió?
- Murió. Un día se armó un alboroto en la clínica. Que Sonia se
siente mal. No sé. Tú sabes como es esa gente. Sacaron a todo
el mundo del piso para que nadie vea nada. Al poco rato
empezó a correr el rumor que había muerto. Luego el rumor
tomó matices de realidad: Sonia Suez había muerto. ¿No te
parece indignante?
- Por supuesto. Estoy seguro que la culpa toda recae en el
imbécil de su esposo, ese que nunca permitió que viera a sus
hijos. Es evidente que no lo pudo tolerar. ¿Cuéntame cómo fue?
- Dicen que cada vez comía menos y que ya no podía con la
pena.
- Así que el tal Renato se salió con la suya.
- ¿A qué te refieres?
- Tú sabes que yo tenía mucha confianza con Sonia. En una
oportunidad en la que platicábamos, me confesó que su esposo
le había prometido que se iba a arrepentir toda su vida, por lo
que le había hecho.
- No, no entiendo. ¿Qué le había hecho? ¿Qué podría hacerle
Sonia? Una persona tan indefensa y tan buena.
- Nada. Simplemente hizo un comentario sobre él. Le dijo a su
suegro que estaba tomando mucho. Tú sabes, con los amigos,
reuniones, nada del otro mundo.
- Ya veo, eso fue lo que enojó a su esposo; por eso la internó en
la clínica.
120
Entonces, todo empezó a tener sentido en mi mente de
escritor. La amenaza de Renato había tomado formas de
venganza y la venganza se había vuelto una absurda realidad.
«Te vas a arrepentir toda tu vida, por lo que me has hecho».
Renato no se contentó con apartar a Sonia de su vida, con
frialdad, sino que tuvo que encerrarla en una clínica y
separarla de sus hijos para siempre. Era lógico que la mujer no
soportara más. Había reventado de pena.
En ese preciso instante fue cuando decidí escribir este
relato. Renato había hecho efectiva su venganza; yo cumpliré la
mía mediante esta narración. El silencio no cubrirá al mundo,
sino que a través de mis palabras mágicas se sabrá la verdad.
Sonia Suez no había muerto de un ataque al corazón o cosa por
el estilo; sino que fue asesinada por dos desalmados, resultante
de esta sociedad donde todo lo mueve el dinero. Al punto de no
podernos mirar a la cara (las personas para quienes todo es el
dinero, no miran a la cara). ¿Se sentirán delatados? No lo sé.
Pero qué bajo hemos caído. Hemos perdido la esencia.
Por eso hago esta pinturita. Por justicia a una pobre mujer
que no tuvo quien la defienda. Porque he sido testigo, como el
mundo se olvidó de ella. Y yo tampoco pude hacer nada por
ella. Por eso te dedico este relato, Sonia, por lo mucho que
sufriste al soportar en silencio la ausencia de tus hijos.
Pero volvamos al encuentro que tuve con Javier, aquel
muchachón risueño que aún tenía un misterio que develarme.
- Dime, ¿y qué fue de los muchachos esos que estaban siendo
torturados por un doctor loco que los quería curar de las
drogas matándolos de hambre? ¿Supiste algo de ellos, se
murieron, viven? ¿Qué sabes de ellos?
- Aunque te parezca mentira los muchachos fueron liberados.
- Cómo así, si según tengo entendido, tenían la partida perdida,
no podían ver a nadie, no podían hablar con nadie, no podían
salir en fin, ni comían…
- Para que veas, ellos ahora la están pasando bien. Mientras
que Sonia está bajo tierra. ¿Cómo es la vida, no?
121
- Pero, cuéntame, cómo se libraron de aquel que llamaban «el
chancho».
- La verdad que fue un golpe de suerte. Al parecer, uno de los
infortunados logró hacer contacto con su enamorada y ella lo
instó a escribir una carta mencionando todas las barbaridades
de su lindo doctor.
- Ya veo, y luego...
- Y luego la carta fue llevada a la fiscalía.
- ¿Por quién?
- Por ella misma.
- Pero tú sabes, a veces esas cosas no hacen eco.
- Ahí viene lo del golpe de suerte. La joven estaba haciendo sus
prácticas en la fiscalía, como buena estudiante de derecho.
- Ya veo. Fue realmente un golpe de suerte.
- Un golpe de suerte de los que se dan pocas veces. Pero si
consideramos que Jesucristo hizo tantos milagros y nadie le
creyó, entonces podríamos comprender que la vida está llena
de milagros y nadie los ve.
- Para Sonia se acabaron los milagros.
- Ella está viviendo el milagro de la otra vida.
- ¿Dónde has leído tantas tonterías?
- ¿Conoces a Carlos Roel?
- ¿El poeta?
- Ese mismo. Aunque ahora es escritor. Hace poco leí un
avance de su segunda novela El rayo de luz. En ella relata una
experiencia sobrenatural que tuvo y que está relacionada con
la vida después de la muerte.
- Tendré que leer a Carlos Roel; antes, nada puedo decirte.
Para opinar hay que leer; al igual que es necesario conocer a
las personas antes de hacernos ideas equivocadas…”
Al terminar de leer, Almanzo salió raudo de su casa. Necesitaba
explicaciones. Aquello que había empezado como una broma
pesada del destino, no podía quedarse así, algo le decía que esta
vez iba a llegar hasta las últimas consecuencias. En la mano
llevaba la crónica escrita por Jacinto -la cual le había caído
como un baldazo de agua fría-: Sonia Suez o un grito en el
122
desierto. Un grito era lo que carcomía por dentro a Almanzo. Un
grito que estuvo dormido por muchos años en su interior y que
ahora despertaba a la realidad.
Tomó su auto y emprendió la marcha hacia la ciudad para
ver a su padre.
Al llegar fue a buscarlo a su habitación. La doméstica lo
dejó entrar sin reparos.
- Papá, quiero hablar contigo.
- Pero, ¿qué te sucede Almanzo? Traes una cara...
- Mejor será que hablemos en privado.
La esposa de Renato, Carmela, se encontraba cerca e intentó
calmar la situación.
- Almanzo, serénate, será mejor que hablemos con calma.
- Es con mi papá con quien quiero hablar y no contigo -le
respondió Almanzo, lanzándole una mirada amenazadora que
terminó por intimidarla-.
Carmela lo miró de arriba abajo y antes de retirarse le dijo:
- Está bien, si tú lo dices, pero que conste que no quiero
problemas. Te lo advierto.
- ¿Qué sucede hijo? ¿Qué puede ser tan grave?
- Mejor vayamos a tu escritorio.
- Bueno, si tú insistes.
- Creo que es lo mejor.
Al ingresar al escritorio de su padre, Almanzo sacó la crónica
que Jacinto Reiss (el padre de Érica) había escrito, y
mostrándosela le preguntó.
- ¿Sabes lo que es ésto?
- ¿A qué has venido? ¿Para hacerme acertijos?
- No, no es una broma papá, y si alguien en el mundo quisiese
que esto fuese una broma, ese sería yo.
- ¿Qué pasa hijo, estás llorando?
- Me he enterado de algo horrible que tú hiciste tiempo atrás con
mi madre. Una injusticia. Una canallada. Casi un crimen.
El rostro de Renato empezó a tomar los colores de la
culpabilidad.
- ¿De qué estás hablando, hijo, podrías ser más claro?
123
- Esto no te parece lo suficientemente claro.
Almanzo le volvió a mostrar el relato, para que Renato
pueda leerlo, pero el título lo paralizó y no quiso abrir el folio.
El título brillaba enorme en letras negras: La infructuosa vida de
Sonia Suez o un grito en el desierto.
- Tu madre... ¿Qué tiene que ver tu madre en todo esto?
- ¿Y me lo preguntas a mí? ¡Tú eres quien lo sabe todo! Y ahora
yo.
- No te entiendo, hijo.
- Ya lo sé todo, papá; sé lo que sucedió con mi madre y por qué
lo hiciste.
- No, creo que estás en un error.
- Ningún error, papá, aquí está todo escrito, día a día lo que
sucedía con mi madre.
- ¿Te refieres a estos papeles? ¿Qué es lo que ha escrito ese
viejo loco?
- El padre de Érica estuvo en la misma clínica donde estuvo mi
madre, fue así como escribió este relato que más parece una
crónica. La debió haber conocido. No puede haber sido de otra
manera. ¿Te suena algo el nombre de Luis Stein? ¿Te recuerda
algo esas malditas palabras: «Te vas a arrepentir toda tu vida,
por lo que me has hecho». ¿Ahora entiendes, papá, la verdad
salió a flote? Hoy, después de veinte años, ¿no es gracioso?
Almanzo soltó una risa que llevaba ribetes de locura.
- Hijo, debes comprenderme.
- Ahora me dices que te comprenda. ¿Qué es lo que debo
comprender?
Almanzo estaba furioso, temblaba de la rabia, porque sin
darse cuenta había hecho confesar a su padre. Lo que al
principio era sólo un relato, él, llevado por su instinto y afán de
justicia lo había convertido en la mismísima verdad, verdad de
verdades.
- Debes comprenderme...
Renato no dejaba de murmurar algo ininteligible.
- ¡Qué es lo que debo comprender! ¡Explícame; estoy
esperando!
124
- Yo también tenía derecho a hacer mi vida.
- Y tú crees que eso es suficiente para justificar lo que hiciste.
Tú crees que eso es suficiente para destruir otra vida: la vida de
mi madre. No, no tienes perdón de nadie.
- Pero, hijo, compréndeme. Tu madre tampoco ponía de su
parte; se abandonó.
- Pero si le quitaste lo más querido: a sus hijos. Nosotros éramos
su existir. ¿Cómo pudiste ser tan malo?
Los gritos de Almanzo se escuchaban por toda la casa,
llamando la atención de Carmela, quien empezó a tocar la
puerta con insistencia, pero ambos le dijeron que estaba todo
bien y que esperase afuera.
- Quédate tranquila, Carmela, esto no es contigo. ¡Aunque tú
debes haber estado al tanto de toda esta patraña!
- Por favor, hijo, no te metas con ella. Arreglemos las cosas
entre nosotros.
Almanzo empezaba a desesperarse.
- No hay nada que arreglar, ¿acaso no te das cuenta? Me
malograste la vida. Ahora que empezaba a ser feliz...
- Déjame salir, hijo, déjame abrir la puerta.
Los gritos de Carmela se hacían cada vez más intensos.
- ¡Abre Almanzo! ¿Qué pasa, Renato, estás bien?
- Déjame pasar, hijo, déjame abrir la puerta. Ya hemos hablado,
hijo, por favor, no me sigas acosando.
Almanzo se había colocado frente a su padre impidiéndole
llegar a la puerta; del otro lado, Carmela también había perdido
la paciencia y tocaba la puerta dando fuertes golpes.
- Evangelina, las llaves, trae los duplicados. Almanzo se ha
vuelto loco. Corre, hija, que no hay tiempo.
- No me he vuelto loco, estúpida, esto es entre mi padre y yo. Tú
sólo fuiste la manzana, la tentación, aquella que tomó el lugar
de mi madre, mientras ella moría de pena.
Renato caminó hacia la puerta:
- Déjame pasar, hijo, sé razonable, me estoy sintiendo mal.
- Tú no sales.
Renato cogió a Almanzo del cuello.
125
- Suéltame, papá, me estás ahorcando.
- Quiero que termines con esto, ya no quiero seguir escuchando.
- Suéltame, me estás ahorcando.
Almanzo en su intento de desprenderse de su padre le dio un
empujón, con el cual logró que lo soltara, pero Renato se dio un
resbalón chocando su cabeza contra la pared.
- Papá, ¿estás bien?
- Sí, hijo, no es nada.
Almanzo lo ayudó a levantarse. El accidente provocó que
olvidara toda la rabia que sentía y más bien se preocupó por la
integridad de su padre.
Del otro lado, se escuchaban los gritos de Carmela:
- ¡Qué está pasando! -preguntó angustiada-.
- Nada, Carmela, todo está en orden -respondió Almanzo-.
- No le cuentes nada del golpe; ella es una histérica, ya la
conoces -le sugirió Renato-.
- Pero, ¿estás seguro que estás bien, papá?
- Sí, hijo, no es nada, ya pasó. Abre la puerta salgamos.
Olvidemos el incidente.
- Sí, padre, tienes razón, será mejor que lo olvidemos. No es
bueno traer cosas del pasado para arruinarnos la vida, basta con
malestares que el día a día nos trae.
- Al fin, hijo, qué bueno que así lo comprendas. No sé como
demostrarte mi admiración hacia ti, mi arrepentimiento, mi
cariño.
- No tienes nada que demostrarme -le dijo Almanzo con voz
suave-.
Carmela abrió la puerta y los encontró abrazados llorando
uno en los brazos del otro. La escena tan emotiva la dejó muda.
Era evidente que todo había pasado, las cosas se habían resuelto
como se resuelven tantos otros problemas entre hijos y padres.
Pero, en este caso, Almanzo era una persona muy equilibrada,
de hecho el incidente no se había originado por una
intrascendencia, algo grave había tenido que suceder para
armarse tremendo alboroto. Pero si estaban decidiendo dejarlo
todo en el pasado... ¿Quién era ella para contradecirlos?
126
- Está bien, ya pasó todo -dijo Almanzo-.
- Vamos, Renato, vamos a tu habitación para que descanses
-añadió Carmela-.
Carmela se llevó a Renato.
Almanzo se quedó unos minutos en el escritorio de su padre
y donde se había producido la escena. Buscó el lugar donde
Renato se había dado el golpe. Fue palpando centímetro a
centímetro la pared, hasta llegar al punto mismo del impacto.
Una gota de sangre. El golpe no había sido tan leve. Su padre se
había dado un golpe fuerte. Eso lo hizo sentirse bastante mal. Él
no había querido hacerle daño. Se había dejado llevar por un
arrebato del momento causado por el relato de Jacinto; aunque,
claro, develaba una trayectoria a seguir. Tampoco implicaba que
se tome la justicia en sus manos y haga un escándalo. Mil veces
era mejor dejar todo en el pasado. Tomó el relato y lo guardó.
Pensó en desaparecerlo. Ni a Érica creyó conveniente hablarle
del asunto. De esa manera todo volvería a la normalidad y él
seguiría con su vida como si nada. Olvidar el asunto era lo
mejor.
La empleada regresó al escritorio a buscar a Almanzo.
- Señor Almanzo, ¿quiere tomar una taza de manzanilla?
- Sí, Evangelina, por favor.
- La señora dice que suba.
- Ya voy, ¿me subes la manzanilla a la habitación de mi papá?
- Claro, señor.
- No me digas señor: Almanzo.
- Está bien, Almanzo.
- Gracias, Evangelina.
Almanzo sacó el folio que trajo de la casa de Érica y que
había causado todo el lío.
- Llévate esto, por favor y quémalo. No lo leas ni me preguntes
nada. Simplemente haz lo que te digo.
- Está bien -respondió la empleada-.
A la mañana siguiente Almanzo recibió una llamada
telefónica: era Carmela. Le comunicaba que su padre no había
amanecido bien y que había sido internado en una clínica de
127
Santa Piedad. Almanzo sintió un sobresalto, porque sabía que
eso no era común. Su padre gozaba de buena salud y sus males
no pasaban de algún resfrío o de uno que otro desorden
estomacal. En una oportunidad había sido intervenido por una
hernia inguinal: nada grave; en otra, fue operado de las
amígdalas, eso era todo.
Después de recibir la llamada, Almanzo le comentó a Érica
la noticia.
- Yo voy a ver qué sucede. No creo que sea nada grave. Tú
quédate aquí, apenas sepa algo te lo hago saber.
- Está bien, Almanzo, espero noticias tuyas. Dale mis saludos a
tu padre.
- Muy bien, Érica, pierde cuidado.
Érica ignoraba por completo lo sucedido en la víspera,
aunque advirtió cierta preocupación en Almanzo que no era
habitual. Había estado moviendo los dedos, como hacen los
nerviosos. Cierto brillo en su cara apareció evidenciando estrés.
Sus ojos, un tanto saltones, lo delataban. Escondía alguna
preocupación.
- Sería bueno que cuando regrese le prepare una manzanilla
caliente y un baño de agua tibia; quizás hasta le haga unos
masajes. Qué suerte para Almanzo es tener a alguien como yo,
que lo quiere y lo cuida, que haría cualquier sacrificio por él.
Érica se puso triste al pensar en la aflicción de su esposo, y
pensó en mil cosas que en el futuro podrían hacer juntos para
olvidar estos momentos de preocupación.
Al llegar a la clínica Almanzo encontró un ambiente hostil.
Su padre había sido trasladado a cuidados intensivos por las
convulsiones que presentaba. Carmela estaba con cara de pocos
amigos. Ya sabía lo del golpe provocado por el empujón de
Almanzo. Renato le había tenido que contar. Antes de acostarse
ya se sentía un poco mal, una especie de náuseas y mareos lo
invadieron; incluso vomitó una manzana que había comido un
poco antes. Luego dijo:
- Me duele la cabeza; no me siento bien.
Entonces, fue cuando Carmela empezó a hacer preguntas:
128
- ¿Cómo que fue sin querer?
- Como te digo, Carmela, yo lo agarré del cuello y él tuvo que
zafarse; me empujó y yo resbalé. Choqué contra la pared.
- ¿Y por qué no me lo dijiste antes?
- No pensé que fuera necesario.
- Me va a escuchar Almanzo. Pobre de él, que te pase algo.
- No seas así, Carmela, no te la agarres con el muchacho. Mejor
vamos a dormir.
Mientras dormían, Renato presentó serios trastornos
neurálgicos: se agitaba, se movía de un lado a otro de la cama,
balbuceando palabras ininteligibles. Carmela se asustó e intentó
despertarlo, pero Renato no despertaba.
¿Qué estaba pasando?
El golpe le había producido una aneurisma. Una vena del
cerebro se le dañó irreversiblemente.
A Renato le quedaba poco tiempo de vida.
Carmela llamó al médico de cabecera y éste dispuso el
inmediato traslado de Renato a una conocida clínica de Santa
Piedad. Pero ni aun así salvarían a Renato: cuando las cosas
están para suceder, no hay quien las cambie. Se hicieron las
preguntas de rutina. El doctor preguntó si Renato se había
golpeado la cabeza y Carmela contestó que sí. Luego las cosas
siguieron su curso: exámenes, observaciones, análisis. A las dos
horas se supo la verdad: Renato estaba en coma.
- Quiero verle la cara de culpable -hablaba sola Carmela-. Este
no se va salir con la suya. Yo no me quedo así.
Luego pensó: «Tantos años luchados para nada. Ahora que
una espera tener una tranquilidad, vivir los últimos años de su
vida viajando, no sé... o al menos disfrutar los momentos que la
madurez nos brinda: escuchando alguna música, recordando,
saboreando algún buen plato, un paseo por el mar; cosas que nos
quedan a nosotros, los mayores. Entonces, viene el hijo bonito y
empuja al papá y adiós sueños y paseos y todo. Lo manda al
otro mundo, así, sin pedirle permiso a nadie. Ahora tengo a mi
esposo en coma y Almanzo está por venir. ¿Qué se supone que
debo hacer? ¿Abrazarlo y llorar en su hombro? Nada. Al diablo
129
con el joven pintor, yo lo hundo. Te fregaste, al menos unos
cuantos años en la cárcel te vas a soplar. Te lo prometo, desde el
fondo de mi corazón. ¿Acaso, pensaste que puedes ir causando
estragos por el mundo, así, como si nada? No. Eso se acabo, ésta
me la pagas».
Por su parte, Almanzo no podía creer lo que estaba pasando
Todo así tan de pronto, y ya, al otro mundo, al otro lado. El
silencio sesgado de Carmela, no le agradaba para nada. Era
evidente que sabía lo del golpe. Nadie le creería que lo hizo sin
querer. Esa tarde él había estado muy alterado y propenso a
cometer cualquier locura; aquello lo tomarían como una locura.
Qué pena, causar la muerte de su padre por una locura, por un
momento de rabia que no supo controlar. Pensar que ya habían
dejado las cosas atrás, que habían resuelto olvidar y perdonar;
en fin, que todo volvería a la normalidad.
Murió Renato.
Al poco tiempo Carmela le «echó los perros» a Almanzo.
Contrató un abogado para que -según ella- pusiera las cosas en
orden. Uno de esos que hacen cualquier cosa por plata. Ella
quería vengarse. Digamos, unos cuantos años en prisión, no
estarían nada mal. Tampoco pedía mucho, con unos cinco años
se daba por bien servida. Si el juez le daba más años, eso ya no
estaba en sus planes, pero no movería ni un dedo para sacarlo.
Lo que no quería es que le vieran la cara de tonta. Aunque sentía
un poco de lástima por Érica, a quien graciosamente llamaba «la
sonsita».
130
II
131
o lo que sea tenía que agenciárselos uno mismo. Lo único bueno
de encontrase aquí y no en el penal de Santa Piedad, es que
Almanzo no tenía que vérselas con delincuentes mayores que
gustan imponer su voluntad en las cárceles y hacer de las suyas.
No, Almanzo se encontraba en un lugar mucho más tranquilo,
pero igualmente horrible.
A las pocas semanas de haber llegado, Almanzo empezó a
mostrar una delgadez impresionante; sus ojos se hundieron.
Hasta se diría que el rostro le había cambiado. Tomó la
costumbre de mantener la boca abierta por largos minutos y
llevaba la mirada perdida. Su aspecto fue tornándose tétrico.
Tenía otro semblante. Desde el día en que empujó a su padre y
sucedió lo que sucedió, algo en él se apagó para siempre. Ya no
volvió a ser el Almanzo de los cuadros, ese que capturaba la
belleza de un paisaje o de una flor y sabía plasmarla a su manera
sobre una superficie.
El incidente en sí lo había transformado y daba la impresión
de no querer saber nada con la vida. Cargar con la muerte de su
padre, era algo que no se había imaginado ni en sus más
terribles pesadillas. Lógico, quién va a pensar en ese
imponderable: nadie. Pero las cosas se habían dado así, de
pronto y esto había reventado la bolsa de su resistencia. La
arena estaba esparcida por todo el suelo y no había quien la
recoja.
Con Almanzo llegó el invierno, y empezó a vestir un
poncho negro -que no se sabe de dónde lo sacó- y un pantalón
de cuero del mismo color, que no se lo quitaba ni para dormir.
Aquello le originó duras escaras entre las piernas, pero le eran
indiferentes. Lo tomó como un proceso de expiación de su larga
culpa. También agarró el hábito de fumar -cosa que no había
hecho nunca- y a beber café como un condenado. Hasta se
presume que empezó a ingerir pastillas. Esas que te sacan del
espacio real para llevarte hacia otro lugar que el inconsciente ha
registrado en la memoria, y no por un arte de magia, sino por la
gracia de una reacción química. Claro, estamos hablando de
drogas, pero eso quedó sin confirmar. La verdad y no quiero
132
minimizar el asunto, pero el abatimiento en el que cayó
Almanzo, con o sin drogas, hubiera dado casi lo mismo.
Érica iba viendo con mucha tristeza como Almanzo, su buen
Almanzo, se iba perdiendo en una neblina espesa que lo cubría
todo, quedando así ocultos esos días en que parecía que nada los
podía detener en su camino a la felicidad o la tranquilidad, que
es casi lo mismo. Érica trataba en vano de recuperarlo, pero él
se dejaba arrastrar por las cuerdas del mal, por el abandono.
Almanzo se había encontrado con un destino cruel y nada hacía
para esquivarlo; se entregaba gustoso a que se lo coman las
hormigas; panza arriba, mirando al sol, comiéndose los mocos.
El hombre había perdido las fuerzas. Todo el tiempo estaba
como idiotizado, oscilando entre la culpa que lo enervaba
dejándolo sin energías y la interrogante de cómo su padre había
sido capaz de tanta maldad con su madre. Otras veces, prefería
pensar que toda esa historia de Jacinto no había sido verdad,
sino un engaño de la mente, un desvarío de su imaginación de
escritor. Luego, entraba un poco en razón y soñaba con la
sórdida posibilidad de sacar a Jacinto de la muerte y preguntarle
los detalles sobre la desaparición de su madre (para sentirse
menos culpable). ¿Es verdad que nadie la ayudó? ¿Es verdad
que casi no comía? ¿Es verdad que murió de pena? Cosas así
rondaban por su casa. Después fue tergiversando las cosas y se
imaginaba dándole horribles muertes a su padre; sacándole los
ojos al doctor Stein. Varias veces despertaba con el grito de
quien tiene una pesadilla; justo en el momento cuando le están
clavando un cuchillo por la espalda. Pero, en su caso, era él
quien acuchillaba su padre, una y otra vez. Entonces decía:
«¿Por qué no me muero? ¿Por qué me has dejado aquí, Dios
mío?».
Para Érica no era nada fácil esta situación, e intentaba
alejarlo por todos los medios del desvarío que lo perseguía.
Recurrió a todos los medios habidos y por haber. Hasta sobornó
a los guardias para que les permitiesen tener un encuentro
íntimo. Pero el hombre no tenía ya deseos para ella. Con un
triste abrazo le dio a entender que eran otras las sirenas que
133
susurraban en sus oídos. Érica culpó al manicomio de haber
afectado la razón de su ser más querido. Un respiro. Un
alejamiento de ese maldito lugar y las cosas volverían a ser
como antes.
Mientras tanto lo visitaba casi todos los días. Se sentaba a su
lado con la intención de conversar, pero lo que recibía era un
frío silencio. De vez en cuando, le respondía con un sí y otras
veces con un no, pero era más el no que el sí.
- Cómo estás Almanzo, ¿estás bien?
- Sí.
- ¿Necesitas algo?
- No.
- ¿Quieres que te traiga algo?
- No.
- ¿Quieres que llame a algún amigo tuyo?
- No.
- ¿Algún familiar?
- No.
- ¿Qué tienes Almanzo, habla por el amor de Dios?
- Nada.
Ella se retiraba con lágrimas en los ojos, inconsolable. En
las noches apretaba duro el puño contra la almohada y se
quedaba dormida entre sollozos. En las mañanas caminaba de
un lado a otro intentando explicarse qué pudo haberle ocurrido a
Almanzo.
Sucede que Almanzo no le había mencionado lo del folio
que encontró con el relato de Jacinto. Quizás eso hubiera
cambiado el parecer de la justicia: no lo sabemos. Pero que
afectó a Érica, sí, y mucho. Ella se hallaba muy confundida. No
entendía por qué Almanzo había ido a hacerle tremendo lío a su
padre. Alguien tan tranquilo como él. ¿Agarrarse a forcejeos
con su padre? Eso no estaba muy claro. Almanzo no quería
hablar. Mencionaba el hecho como un incidente sin lógica, una
discusión sin importancia, de la cual no recordaba su origen.
Eso no ayudó al momento del juicio.
134
Para Érica esta no era la primera situación difícil de su vida,
ya antes se había topado con estos imponderables, sabiéndolas
superar con fortaleza y buen espíritu. Empezó por hacerse la
idea que tenía que aceptar el reto sí o sí. La libertad de Almanzo
estaba en juego y era lo único que importaba. Además, había
dado muestras de ir perdiéndose por el ocio o la mera
melancolía, que significaba estar en el pabellón para reos con
alteraciones mentales. Últimamente, se le había dado por hablar
solo y ya ni se bañaba, andaba oliendo mal. Tampoco quería
saber nada con sus pinturas que Érica le había hecho llegar. Las
miraba de lejos, como extrañado; como quien mira a una
antigua novia que algún día estuvo revoloteando en nuestro
corazón y ahora se confunde con la nostalgia del invierno.
Como un espejismo atrapado entre los meollos del inconsciente.
Érica intentaba que Almanzo vuelva al presente, pero su
espíritu vagaba entre las sombras del pasado. Era necesario
ponerle un alto a ese desvarío para continuar el camino. La vida
no se había acabado. Todavía quedaban sus buenos minutos de
juego. No había por qué bajar la guardia ni nada por el estilo.
Era necesario seguir jugando bonito. Pero Almanzo no lo veía
así. El hombre se había echado para atrás y no había quien lo
mueva. Esa actitud podía ser nociva para ambos.
Es bien sabido que el manicomio está lleno de personas con
recuerdos muy ingratos de sus familiares. Es necesario echarle
tierrita a algo que no se puede cambiar. Rescatarnos, construir,
mirar hacia delante. Eso se llama fortaleza. Elevarnos a la
espiritualidad de nuestro ser interior. Retomar lo positivo y
empezar aunque sea con unas pequeñas migajitas de luz. Luz
que tenemos que buscar en nuestro interior.
Tampoco somos una obra buena o mala que hayamos hecho
que, al fin y al cabo, es una acción de toda la humanidad (desde
el punto de vista que nadie es una isla); sino que somos alegría
del vivir y por vivir, que se basa en la presencia constante de
Dios en nosotros. Somos ser y cosmos que se alimenta y
realimenta de la luz que palpita en el mundo exterior, somos
135
alma invencible que perdurará en otras dimensiones, que se
acerca cada día un paso a la eternidad.
Pero Almanzo ya no podía comprender eso.
- Los poemas se pueden ir a la mierda, dijo Almanzo.
Luego, continuó con una frase que a ella se le quedaría grabada
hasta el día de su muerte y que llevaba visos de despedida:
-Ya perdí la fe, Eriquita linda; sálvate tú.
Su mente andaba en otros sitios y éstos no eran
precisamente el día de su libertad. No, él no pensaba en eso, no
le importaba en absoluto: a él le «llegaba» si se quedaba allí de
por vida; le «llegaba» si un platillo volador aterrizaba y se lo
llevaba. De hecho, había pensado muchas veces en ello y hasta
le había rogado a Dios que lo cambie por otra persona. Dios
mío, ¿por qué no soy aquella persona o la otra; por qué no soy
aquel jardinero que ahora está sembrando sus plantas; o aquel
pordiosero por quien nadie da un sol? Feliz estaría yo en su
lugar. Paseaba por los jardines del hospital, disfrutando,
mirando los árboles. Ellos sí son libres. Yo ya no tengo nada,
decía.
Por otro lado, la belleza de Érica no pasó inadvertida entre
los guardias del pabellón y se pasaban haciendo bromas acerca
del «buen material» que estaba siendo desaprovechado por
Almanzo. Comentaban, con sorna, que ella había llegado una
tarde muy arregladita con la esperanza de renovar sus votos de
amor, pero que él dio un paso al costado a sus favores.
Sorprendente. Nada más inútil. En el entender elemental de los
guardias, en sus matemáticas, había que estar loco para no
encenderse con tan hermosa criatura. Como dijimos, con el
matrimonio Érica había echado cuerpo y ya no era la escuálida
de antes. En cambio, mostraba unas buenas caderas y muy bien
formadas piernas; sus senos, aunque seguían siendo pequeños,
llevaban una forma agradable y hasta se podía decir que estaban
creciendo. La buena alimentación y el ejercicio habían
contribuido a moldear esa figura que hacía suspirar a cualquier
varón con los sentidos bien puestos. Incluido el sentido del
olfato, porque siempre iba oliendo a flores, producto de las
136
esencias que solía echarse. De ella fluía -como si fuera un
resplandor- la virtud lograda a fuerza y paciencia de cultivarse
en las letras y el arte. Lo que sabía ella no lo iba a lograr
ninguno de los guardias, así se ponga a leer de inmediato y sin
parar en veinte años. Ellos ya estaban contaminados por el ocio,
la pasión descontrolada, y otras bajezas del espíritu. Ella, en
cambio, había crecido viendo las transiciones de la luna,
dejando un capítulo de Los miserables para comentarlo con su
padre y así tomar fuerzas para seguir con el otro, acabar y
continuar con la travesía, que siempre era: «¿Y ahora qué
leemos?». Caminando junto al mar con un poema de Neruda en
la mano, indagando la profundidad de su naturaleza, la mano
abierta de su corazón, el vuelo ancestral de sus palabras, ritmos
que parecían ser sacados de una guitarra mágica.
Érica decidió que era hora de actuar, de hacer algo, había
que jugarse el todo por el todo. En definitiva, era hora de
proponer un buen plan que libere a Almanzo del suplicio de la
cárcel; quiera o no quiera, porque al parecer, a él, ya no le
importaba nada. Eso era lo peor. Había que tener la cabeza fría y
actuar con rapidez, ir derecho al grano y liberar a Almanzo lo
antes posible. Las cosas no eran tan sencillas. Almanzo había
sido juzgado y condenado. Cualquier esfuerzo que ella haga
podía terminar en un simple: «No señora». No era fácil cambiar
las cosas. Era bien sabido que en Santa Piedad la justicia se
aparecía de vez en cuando, como los cometas o como la
erupción de un volcán. ¿Valdría la pena arriesgarse por un
quizás nada?
Empezó por caminar un rato para aclarar sus ideas. Entró al
mercado. Se puso a mirar las cosas. Era bueno distraerse,
dejarse llevar un rato por la rutina externa, mientras llegaba una
alternativa de solución. Está comprobado que mezclarse con la
gente aligera la carga. Aunque era muy pronto para hablar de
soluciones. Ella tenía que empezar con algo más simple, alguien
que la asesore. Un abogado. Sí, eso era lo más sensato. Ellos
tenían algunos ahorros, lo suficiente como para contratar uno.
Siguió caminando. Cruzó la pista y se dirigió hacia el kiosco
137
donde venden los periódicos. Se puso a leer los encabezados
que llenan las primeras páginas de los periódicos. Aleluya. ¿Qué
estaba pasando en la intransigente Santa Piedad? Nada menos
que una noticia alentadora invadía la capital: Carlos Roel
presentaba su primera novela. Gran éxito del escritor, su novela
se vendía como pan caliente. ¿Carlos Roel? ¿No es ese acaso el
nombre de aquel poeta que daba lástima en las playas del sur, de
quien todos hablaban tonterías, cuando lo único que hacía era
tratar de abrirse camino en el difícil campo de las letras? Aquel
incomprendido para quien no existía otra forma de vida que el
silencio y la soledad, la contemplación del mar y los misterios
del alma. Bien, ese señor seguió su camino y había llegado
-porque el camino es largo- a escribir una novela. La novela
había impresionado a algunos curiosos que la voceaban a los
cuatro vientos. Aunque no tiene sentido echarle flores a una
obra que podía haber quedado tirada en un rincón, como todos
los escritos de Jacinto Reiss, los cuales nunca llegaron a oídos
de nadie. Eso lo sabía muy bien Carlos Roel. Él no escribía para
ganar fama o dinero, él escribía porque sentía que estaba
haciendo lo correcto. El mejor halago era que su obra se viviera
intensamente, que sus enseñanzas se transformaran en actos de
consideración al prójimo. ¿Quién es el prójimo? Cualquiera que
está a tu costado. No tienes que ir a buscar a nadie para hacer un
bien, las cosas solitas se presentan. El hambre se ve en los ojos.
- Carlos Roel, el mismo que viste y calza. Se lo tiene bien
merecido. Al fin le llegaba su recompensa en este mundo. Su
momento de descanso. Es a lo mucho que se puede aspirar
cuando se trabaja el arte en serio. Un momento de descanso.
Justo cuando pasaba el peor momento de mi vida, Carlos Roel
encontraba la paz. Yo, perturbada en mi angustia de ver a mi
esposo preso y sin poder hacer nada; Carlos Roel saliendo
adelante como un guerrero, como esos escoceses que, según
cuentan, daban la vida en cada batalla. Dame un poquito de tu
fuerza Carlitos Roel, que ahora la necesito. ¿Podrías estar
escuchándome ahora mismo, por alguna fórmula mágica, que yo
misma no puedo entender? ¿Podrían estar viajando mis palabras
138
por un túnel hacia lo desconocido, hacia un punto donde se
filtran todas las voces más angustiadas del mundo y llegar hacia
ése que llaman Dios? ¿Podría ser así? No, no, eso es mucha
imaginación y un pueril deseo de ver las cosas fáciles. Hasta me
parece que estoy desvariando. Vayamos por lo más práctico.
¿En qué estaba? Ah, sí, una salida, un abogado, alguien que me
ayude.
Compró un diario. Fue leyendo. Pasaba rápidamente las
hojas, siempre llevada por su instinto, leía un poco por aquí,
otro poco por allá. Avisos económicos. Parece que por aquí
viene la cosa. Abogado Pedro Peña: especialista en derecho
penal, seriedad, persistencia, talento. ¿Talento? ¿Podrá tener un
abogado talento? ¿Se necesita talento para tratar de salirse
siempre con la suya? Si él lo dice, habrá que creerle. Érica
tomó nota del número telefónico. Lo llamaré más tarde.
El abogado Pedro Peña venía de una familia humilde y
había logrado superarse en base a su propio esfuerzo, noches de
insomnio y mucha austeridad. Por eso veía como un acto de
justicia la oficina donde recibía a sus respetables clientes. La
vida le estaba reportando las ganancias de no haber cedido a los
espejismos de la calle. Tenía una buena casa; un buen carro.
Cosas por las cuales el doctor Stein había complicado su vida, al
punto de haber llevado a Sonia a la agonía. A él le habían
llegado por sí solas, sin contaminar su alma, sin cometer actos
vergonzosos: con un poco de paciencia y perseverancia.
Érica llegó a la dirección. Era un distrito muy popular de
Santa Piedad. Un lugar donde literalmente sucedía de todo.
Hasta se arrepintió de haber llegado hasta allí. Pasaban muchos
carros y la bulla era insoportable. Se asustó, pensó en regresar;
pero no, tenía una misión que cumplir.
Pasó por una plaza donde daba sus primeros paseos la gente
que venía de las provincias a la capital, en busca de una mejor
vida. Este procedimiento se venía dando desde hacía varias
décadas atrás, y en muchos casos, con buenos resultados.
Muchos habían logrado su propósito; pero, otras veces había
sido para peor. Venir a la ciudad no implicaba necesariamente
139
superarse, todo lo contrario, la ciudad a las personas sin
orientación las puede convertir -en poco tiempo- en seres
peligrosos.
Sucede que aquella plaza había sido tomada, sin ningún
escrúpulo, por mujeres de todas partes de Santa Piedad, quienes
vieron en la prostitución una buena oportunidad para salir del
hambre. Teniendo varios hijos que alimentar y sin ninguna
ayuda, terminaban siendo presa fácil de la desesperación. Ahora
se arrepentían de no haber estudiado a tiempo, muchas veces
por salir corriendo tras la diversión. La necesidad se había
aparecido con sus patas largas y allí estaban ellas: sonriéndole a
los clientes, mirando la hora, el celular, mascando chicle.
«¿Vendrán clientes? Está flojo el día. Hoy no almuerzo. No hay
comida en casa.» ¿Dónde estaba la justicia para estas mujeres
que habían sido abandonadas a su suerte con varios niños
pequeños? ¿Irresponsabilidad? Quizás. Pero, ¿no podía el
gobierno de El Olvido echarles unos centavitos a esos pequeños
para que coman? En cambio, venían promoviendo el programa
del vaso de leche, asistencia que consistía en un benévolo vaso
de leche (que cada día traía menos leche). ¿Dónde estaban los
millones que habían desaparecido durante los gobiernos de El
Olvido? ¿En la panza de algún cohechado?
Esta comparsa venía reforzada por otras «joyitas» que
variaba entre drogadictos, delincuentes, locos y medio locos,
quienes habían visto la plaza como una alternativa para pasar
desapercibidos.
El abogado Peña no pudo ocultar su nerviosismo, al tener
tan cerca a una joven tan bella y distinguida. Se notaba que no
era de la zona. Érica estaba lindísima. Como se «saboreaba» el
pleno invierno, llevaba un abrigo de cuero blanco y unas botas
rosadas, la bufanda en tono plata le cruzaba el cuello con
elegancia. Sus labios rosados, ceñidos -sin ninguna sonrisa,
desde hacía ya tiempo- se abrieron amablemente para decir:
- Buenos días, abogado Peña, es un gusto conocerlo. He venido
con la intención de buscar la manera de sacar a mi esposo de la
cárcel.
140
El abogado Peña pensó que su esposo era un hombre con
suerte. Mujeres así no se ven todos los días. Cuánta delicadeza,
cuánta sencillez, toda ella tan suavecita. Se le veía tan natural.
No como tantas otras que se pintan de buenas y después sacan
las garras. En Érica se percibía ese hilo dorado de la virtud que
le cubría toda la cabeza y le bajaba por el cuello hasta llegar a
los pies. Cuando estuvo unos momentos más con ella, comprobó
que estaba ante una mujer real. Si no quedase clara la expresión,
ahora recuerdo que una vez me preguntaron: «¿Qué cosa es ser
real?». En aquel momento yo sólo miré a la persona un poco
extrañado. Al día siguiente deduje que preguntar algo así, era
como preguntar: «¿Qué cosa es ser falso?». Aun así la persona
se tildaba de ser un buen pintor, ahora veo por qué sólo pintaba
abstracto.
Cuando llegó al momento de relatar el estado en que se
encontraba Almanzo, soltó lágrimas de verdadero amor, no
eran ni ruidosas ni tímidas, sino lágrimas serenas de un mundo
que se le venía abajo y no sabía como contenerlo.
- ¿Podrá usted hacer algo por mí, abogado Peña? Porque, la
verdad, ya no sé qué hacer, creo que esto me ha caído como una
maldición. ¿Por qué a mí? Si éramos tan felices. Ya queríamos
tener nuestro primer hijo...
- Entonces, todo fue casual. Su esposo se hallaba discutiendo
con su padre. De pronto, entraron en un forcejeo. De ahí vino el
empujón que le produjo la caída.
- Así es.
- Luego vino la aneurisma que le provocó la muerte.
- Así es.
- ¿Qué papel cumple la madrastra en todo esto?
- Ella fue quien hizo la acusación y metió a Almanzo en la
cárcel.
- Ya veo. Vengativa la señora...
- Así parece. Yo he tratado de convencerla que desista de sus
acusaciones, pero se rehúsa, no quiere escucharme. Hasta le
molesta que vaya a su casa. Ya ni me recibe.
-Ya veo.
141
-¿Quién es el juez que lleva el caso?
-El juez Fortunato Ángeles Del Pino.
Peña vio una oportunidad de ayudar a Érica. Conocía a
Fortunato de una época en que solían jugar billar los fines de
semana, aunque eso duró unos cuantos meses llegaron a
estrechar una relación armoniosa que continuó con esporádicos
encuentros y una que otra llamada de vez en cuando; por ahí un
cumpleaños o cualquier otra eventualidad.
Érica terminó de secar sus ojitos. Se limpió los mocos con
papel absorbente. La nariz le quedó rojita. Se le veía como una
niña indefensa.
- ¿Llegó a hablar con el juez?
- Para nada. Ni me conoce. En una oportunidad no me recibió la
llamada.
Peña pensó que si conociese a Érica cambiaría su parecer,
ya que conocía la debilidad de Fortunato por las mujeres;
además, entre Érica y las golfas que él frecuentaba, no había
punto de comparación.
- ¿Lo conoce?
- Si, fuimos amigos durante una época, de hecho, hasta hoy nos
hablamos.
Un fulgor pasó por el rostro de Érica.
- Pero no le prometo nada.
- Claro, claro, no le estoy pidiendo nada.
A Érica no se le pasaba por la mente siquiera llegar a
utilizar alguna influencia. Sabía que eso no era legal y ella era
incapaz de ir contra la ley. Pero el tiempo la haría cambiar y
reduciría ese límite hasta una distancia imperceptible a los ojos
de la justicia, mas no de su conciencia.
El abogado Peña pensaba en lo interesante que podía
resultar para el juez Fortunato conocer a tan bella criatura.
Había escuchado que varios juicios difíciles se habían resuelto
con un «encontrón» con la esposa, la hermana o la mujer del
acusado; y listo, el hombre era reducido en la pena y en algunos
casos, libre. Así de simple. No sabía hasta qué punto esos
rumores eran verdad. Pero, si el río suena...
142
- ¿Le parece si concierto una cita con Fortunato Ángeles Del
Pino y así nos informamos con mayor precisión de los detalles
del juicio?
- ¿Podría ser posible? -preguntó Érica, con cierta timidez-.
- Claro que sí.
El abogado Peña estaba yendo por el lugar indicado, según
se lo decía su instinto intelectual; sobre el cual Borges se
manifestó de la siguiente manera al ser interrogado sobre su
pensamiento: «Yo ya no pienso mucho, me dejo llevar por mi
instinto y casi nunca me equivoco». Efectivamente, el instinto
intelectual de Peña se estaba desarrollando, aunque de una
manera incipiente, obstruyéndose constantemente con las
limitaciones que la vida nos presenta. El abogado Peña estaba al
tanto de todas las maldades que se ven en el mundo, y muy
cerca a muchas de ellas, con las que tenía que lidiar día a día.
Por eso, su instinto se inclinaba por un camino donde se
avizoraban intereses de la carne. Colocar a Érica cerca al juez
Fortunato. Que se entiendan la necesidad y el hambre.
Otro era el caso de Borges, quien se había pasado leyendo
gran parte de su vida (además de escribir). Su instinto estaba
cultivado en el espíritu. Eso no se logra con uno o dos libros,
sino con la lectura de muchos libros. Y no cualquier libro, sino
con la mejor literatura universal.
Nos la pasamos diciendo «todo cambia, todo cambia»,
insinuando que lo que viene de atrás no tiene valor: grave error.
La vida viene siendo vista desde siempre por ojos captores de la
realidad y en las circunstancias más diversas que podamos
imaginar. Que venga del pasado no le quita valor, todo lo
contrario. Hay una falsa tendencia a refutar o minimizar todo lo
del pasado Nunca peor que cuando niegan a Jesucristo. Es una
soga que el hombre se ha puesto al cuello.
Solamente, al aprender del pasado podemos entender las
cosas del espíritu y sus transformaciones en la vida diaria. El
tiempo es una abstracción del olvido. Todo vuelve a repetirse en
diferentes rostros y ciudades. Lo elemental no ha cambiado. El
hombre necesita una mujer, un trabajo para lograrse un dinero,
143
una casa, un abrigo. Necesita una esperanza, creer en algo.
Necesita que lo escuchen, una compañía. Necesita mantenerse
sano, gusta de los deportes, del sexo (porque el sexo es salud).
En muchos casos, una mascotita para aflojar la soledad. Acaso
no hay nada más hermoso que tener el cariño de un animalito,
que solamente te reclama sus galletitas para no morirse de
hambre. Bien visto, desde el momento que te acompaña y te
cuida la casa, ya se las tiene bien ganadas. El hombre necesita
de la naturaleza, del mar para extender su horizonte; y, acaso no
es más libre, más completo, cuando lo atraviesa en una nave de
madera, fruto de un árbol y de una semilla.
Cometemos el error de pensar que nadie del pasado nos va a
decir lo que tenemos que hacer, porque el mundo ha cambiado y
ahora las cosas son diferentes. ¿Qué es diferente? ¿Acaso, no
trabajamos por dinero? La diferencia es que, ahora, somos
menos libres. Nos preparan para el estudio, para ir a trabajar en
una oficina: para obedecer. Porque así vamos a ganar más,
vamos a estar mejor. ¿Es cierto aquello?
Así como ése, hay muchos otros falsos argumentos que
vienen usándose vilmente para llevarnos al matadero, ya que no
existe peor negocio que el vacío espiritual. Porque no sólo lo
lamentas durante tu vida, sino sobre todo al final de ella. En
donde te ves de cara con tu realidad. Tu triste realidad, la cruda,
la única. El espíritu que está por salir, por volar a los cielos,
¿llevará esencia, estará compuesto de pequeños retoños de
ternura y amor? ¿O estará encadenado a los apetitos del mundo?
Porque hay que ser estúpido para pensar que en ese momento,
cuenten mucho unas moneditas más o unas moneditas menos.
Pero, así somos de necios.
- En ese caso, ¿espero a que me avise sobre una posible reunión
con el juez Fortunato Ángeles Del Pino?
- Claro que sí.
- Pero, ¿no será mucha molestia para ese señor, el tener que
recibirme? Ni siquiera me conoce.
144
- Ninguna molestia, estoy seguro que él estará encantado de
conocerla. Una señora tan distinguida como usted, por favor, no
faltaba más.
- En ese caso, espero su llamada.
- Tan pronto le tenga novedades sobre la cita, le doy una
llamada para encontrarnos, ¿le parece?
- Perfecto, le doy mi número del celular.
- Perfecto.
No faltó mucho tiempo para que el abogado Peña llamase a
Érica informándole que ya tenía la cita. Ésta se realizaría en el
restaurante de un lujoso hotel de Santa Piedad.
No le fue difícil llegar a concretar la reunión. Conociéndolo
como lo conocía, lo que hizo fue hablarle de las bondades de
Érica, claro, poniéndole más énfasis en los atributos físicos.
Tampoco dejó de mencionarle lo bien educada que era y lo
fascinante de su personalidad.
- Lo que sucede es que la señora está desesperada por el
problema de su esposo y no ve la manera de sacarlo de allí.
- Ya veo.
- La verdad que el mundo se le ha torcido desde que ocurrió el
incidente y por ese lado sí que está sufriendo.
- Ya veo.
- Pero si vieras lo linda que es y lo indefensa que está.
- Ya veo.
- Además, no es cualquier persona, por lo que sé su esposo es un
pintor reconocido y ella creció al lado de un padre que la
inculcó en las letras y el arte. Tú sabes, esos intelectuales que
van llenando la cabeza de libros y el alma de luz.
- Ya veo.
- Pensé que nos podíamos conocer para emprender un pequeño
diálogo, tú sabes para darle un alcance de las cosas, cosas
sencillas, levantarle el ánimo. Tú sabes...
- Ya veo.
- La pobre está tan desesperada, que estoy seguro haría
cualquier cosa con tal de ver a su pintor caminando por la playa,
besando las estrellas. Tu sabes, a esa gente le gusta esas cosas...
145
- Lo que sé, es que a una mujer tan bella, como dices tú que es
la señora...
- Señora muy joven, no lo olvides, debe pasar de veintiocho
años -corrigió oportunamente el abogado Peña-.
- Con mayor razón, a una joven así de bella no la podemos dejar
con la tristeza en el rostro, no, para nada, ¿no sabías que la
tristeza mata? Ese es el último descubrimiento de la ciencia. Y
lo que vamos hacer nosotros es llevar ese pajarito enjaulado a
una tierra de esperanza, donde vuelva a ver el sol, donde vuelva
a volar al lado de Alma... ¿Cómo es?
- Almanzo.
- Almanzo. Exacto.
Para Fortunato Ángeles Del Pino ésta era una linda
oportunidad para revigorizarse, para quitarse unos añitos menos,
para sentirse otra vez joven. Una carnecita nueva era siempre
bien recibida. Además era hermosa, inteligente. ¿Quién no
quisiera pasar una linda tarde con una mujercita así? Quizás un
almuerzo; la segunda vez, una cena. No. Ya estaba fantaseando.
Aún no la conocía y no sabía cómo era ella. Pero sí estaba
seguro de algo: por lo que había escuchado la joven parecía
estar dispuesta a todo con tal de sacar a su esposo de la maldita
cárcel. Al menos eso fue lo que creyó entender.
Fortunato Ángeles Del Pino estaba en sus cuarenta y ocho
años bien puestos y todavía quemaba sus cartuchitos. Siempre
había tenido esa debilidad por las mujeres y no en vano en su
juventud lo habían apodado «el toro». Apelativo que se ganó
cuando dejó embarazada a tres mujeres al mismo tiempo. Nunca
se supo bien los pormenores, pero se culpaba a su retórica
florida y a sus versos de mala calidad, la causa del desenlace.
Era muy bueno para hacerse pasar por cordero, cuando era un
lobo de las ligas mayores. Había frecuentado casi todos los
burdeles del país de El Olvido y conocía a mujeres de todas las
regiones. Sentía especial afecto por las selváticas, hembras que,
según él, tenían la «cosita» caliente y hacían perder la cabeza al
macho más centrado. De vez en cuando, se metía «un viaje»
146
-como le gustaba decir- con una de ellas, como para no perder la
costumbre.
Con el tiempo se acostumbró a vivir solo. Prefirió pasar
mensualidades y que lo dejen en paz. Porque después del
incidente dijo: «Nunca más». La gracia le trajo consecuencias
serias y por poco va a parar a la cárcel. De lo que no se salvó
fue de las terribles noches de insomnio, debido a las amenazas
de los hermanos de una de las víctimas. Unos serranos malos
que estaban con el orgullo herido. ¿Con quién te vas a casar?
Era la pregunta que le arremolinaba el cerebro y no sólo venía
de su interior, sino de dos hermanos indignados que le estaban
apretando un cuchillo al cuello.
- Así que te quieres pasar de listo, esto lo vamos a arreglar bien
bonito, vas a ver. Tú decides...
Fortunato decidió por el mal menor y se casó con la novia
de la familia que peor lo amenazó. Después, con el tiempo, se
separó de ella y en su soledad se dedicó a buscar amores
escondidos, amores difíciles, mujeres solitarias, algunas medio
locas, drogadictas, hasta que se sintió bien en un burdel y dijo:
«Aquí me quedo». Para qué complicarse tanto, si todo se podía
arreglar con un billetito. Era cuestión de ponerle un poco de
«cariño» al asunto. Conversar con una y con otra un poquito,
dar una vueltita; mirar por aquí y por allá. Buscar una que te
atraiga. Todas tienen algo en especial; cada mujer es un
universo. Para ir pensando en las musarañas, mejor ni ir. Según
Fortunato, uno ya tenía que ir mirando por quien regresar la
próxima vez. «Cuando la tienes en la memoria, ya puedes ir
jugueteando con ella durante la semana», solía decir.
La reunión se realizó en el restaurante de un hotel muy
conocido de Santa Piedad. Durante el almuerzo los tres
participantes conversaron cosas del entorno: el clima, el último
terremoto, lo mal que andaba el fútbol, la crisis económica
mundial. Cuando parecía que la conversación se perdía en el
desgano, Fortunato tocó el tema.
- Así que su esposo se vio perjudicado en el juicio que yo llevé.
- Así es, señor Fortunato, son cosas de la vida...
147
- Ya veo.
- Pero le aseguro que él no tuvo ninguna mala intención, creo
que ya pagó suficiente, si algo tuviese que pagar.
- Ya veo.
El abogado Peña los miraba serio, impasible, algo
sorprendido que Érica se lanzara a la piscina tan pronto. Quizás
llevada por su desesperación. «No, no sigas, hasta ahí no más,
no vaya a ser que Fortunato te detenga y nos regresemos con las
manos vacías», pensaba Peña en su interior. Érica pareció leerle
el pensamiento, se detuvo; dio la impresión de echarse para
atrás.
- Claro, pero yo comprendo que si alguna decisión tomó debió
haber sido por algo.
- No, no crea señora, algunas veces hasta nosotros los jueces nos
dejamos llevar por ilusiones, por cosas que parecen, pero que no
son, pequeños traspiés de la vida. Nada que no se pueda arreglar
con la buena voluntad.
Érica lo miró sorprendida y hasta con un poco de curiosidad.
¿Qué estaría pensando ese hombre bastante mayor que ella y
que ahora le daba una esperanza? No obtuvo la mirada
correspondiente de Fortunato, pero sí un ligero movimiento
afirmativo con la cabeza, indicándole que estaría dispuesto a
ayudarla.
Se dirigieron hacia la salida. El almuerzo había terminado.
No se sabía hacia dónde iría cada uno. Caminaron hacia el
estacionamiento. Fortunato se adelantó y le abrió la puerta
delantera de su auto a Érica.
- Suba, señora -le dijo, mientras le hacía un ademán cortés con
la mano-.
- Muchas gracias -contestó Érica, acomodándose en el asiento-.
El abogado Peña miraba como iban dándose las cosas.
Mejor de lo que había pensado. Buscó alguna excusa y se
despidió.
- Tengo que ver a mis hijos.
Al quedarse solos en el auto, Fortunato le propuso llevarla a
su casa.
148
- No es necesario; yo puedo quedarme en cualquier paradero
para tomar mi movilidad a la playa.
- De ninguna manera; la llevo a su casa. Nada más lindo que un
paseo por la playa, en este invierno que nos quiere poner triste.
¿Ha notado lo triste que se pone Santa Piedad en invierno,
señora Érica?
- Así es.
Ya estaban camino al sur, los dos solos.
Peña se había ido a casa, a ver a sus hijos. «Anda a cuidar a
tus chanchos», como solía decirle Fortunato, en son de burla.
«Yo no he nacido para eso, el hogar es para los sonsos, yo no
voy a trabajar, esclavizarme por unos desagradecidos, porque al
final es así: ingratitud. Que ellos se hagan solos».
Fortunato tenía un mal concepto de la relación entre padres
e hijos. Muchas veces había visto acabar en la miseria a
hombres que tuvieron su fortuna; repartir los bienes entre los
hijos; tirar la plata en doctores de reputación dudosa; prestar y
que no le paguen; negocios fallidos y otros deslices. A él no le
cabía la menor duda que los hijos tenían que hacerse solos. A
los quince ya debían de tener un trabajo, un oficio, algo que los
sostenga; ya sea tirar la red y sacar algunos pescados, lo que sea,
con tal de llevarse el pan a la boca. No era de la idea de criar
parásitos. No se puede llenar el mundo de inútiles. Tanto peor
hacían los padres adinerados al consentir a sus hijos. «Están
creando unos monstruos -solía decir-. Después se volverán unos
malagradecidos. Sino, pregúntele a los ancianitos que están
abandonados en un asilo cualquiera; luego de haber dado los
mejores años de su vida a la tierna tarea de allanarles el camino
a sus engreídos.»
- Agarremos por el malecón y luego el atajo hacia la playa, en
un momento ya estamos camino al sur, ¿Qué le parece?
- Está bien.
Fortunato encendió el tocador de música. Introdujo un CD.
No podía ser. Otra vez, The Rolling Stones. Aquella banda que
había puesto a volar a medio mundo, por casi medio siglo,
llegaba ahora con una canción de lo más hermosa. Tenía algo de
149
demencial y tierna. Cómo podía ser tan bella esa música y tan
loca a la vez.
- Esa canción es del estilo de Keith Richard.
- ¿Qué has dicho? -preguntó atónito, Fortunato-.
- Nada, hablaba conmigo misma.
- No, yo te entendí perfectamente, y para decir eso tienes que ser
gran conocedora de esta música, pero, si no es de tu generación.
- Quizás la conozca mejor que tú.
Sin querer ya se estaban tuteando. ¿Qué estaba sucediendo?
La música fue entrando con un pianito hermoso, algo
desolado, las notas iban cayendo lentamente pero con decisión.
Luego las guitarras acompañando al piano. La música se iba
formando. Las primeras vocales con la voz de Michael Jagger
-aunque él se haga llamar Mick- iban subiendo como un alma
herida de tantas malas noches de llevar una vida al límite entre
el amor y la locura; entre el drama y la fatalidad.
Érica se puso triste. Se estaba identificando con la letra de la
canción. Ella no era la única que sufría. Esos locos tenían que
haber sentido algo parecido, para transmitir ese blues con tanta
precisión.
Estamos en el Motel del recuerdo, sí, en el Memory motel,
la canción es la que suena en el espacio. El lamento se hacía
sentir a veces con rabia, a veces con indignación, como un
reclamo al Altísimo.
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Todo ese amor que significó tanto para mí.
Es sólo un recuerdo, nena.
Y tú significaste tanto para mí
Pero es sólo un recuerdo.
Tú eres sólo un recuerdo.
Pero ella significó tanto para mí.
Las frases se repetían una y otra vez cada vez con más
intensidad.
- ¿Por qué? -gritó Érica-
- ¿Por qué, qué? -preguntó Fortunato-.
Era evidente que Érica estaba relacionando la letra de la
canción con lo que le venía sucediendo. Se había dejado llevar
por la magia de la música.
- ¿Por qué la vida tiene que tratarme así? -dijo Érica, casi
sollozando-.
Fortunato trató de tranquilizarla. Aprovechó la oportunidad
para ganarse unos puntos con su diálogo florido y lleno de
expectativas.
- La vida es así, uno no sabe lo que va a suceder. Las cosas
pueden cambiar...
- Claro, así como en un momento dado las cosas se
complicaron, luego podemos vernos libres de la causa que
motivó nuestra desgracia.
- Exacto. No obstante siempre encontraremos nuevos escollos
en el camino, otros inconvenientes que al reducirlos van
formando nuestra personalidad. No recuerdo qué filósofo,
Séneca o Cicerone, propuso sabiamente que deberíamos dar
gracias al Altísimo por cada cosa difícil que nos manda la vida,
porque es lo mejor que nos puede pasar. Tal apreciación, aunque
parezca extraño, la fundamentó en un razonamiento filosófico
que no dejaba otra alternativa que estar de acuerdo. ¿Entiendes,
no?
- Veo que estás bien enterado del asunto.
- Algo leo.
151
- Ya veo. Y fue Séneca el que lanzó esa propuesta tan
controvertida. Respaldaba la afirmación desde la premisa que si
vamos pasando esas duras pruebas, más adelante, vamos a
reírnos de las pequeñas vicisitudes. Luego, nos explicaba que si
Dios nos quería tanto, era lógico que quisiese que estemos
preparados para ese momento. En consecuencia, nos demostraba
que cada circunstancia difícil que Dios nos manda, es porque
nos quiere de verdad; para que nos fortalezcamos en el espíritu,
en la verdad.
Érica se sintió complacida con la plática altamente
instructiva. Eso era lo que le gustaba.
- Veo que está muy instruida en el asunto. Mucho más que yo.
- No creas.
- ¿Te parece si entramos un poco hacia la costa? Así podemos
ver el mar más de cerca.
- Está bien.
Érica aceptó y Fortunato dirigió el auto hacia la playa. En
pocos minutos ya se encontraban frente al mar.
- Esta se llama la playa Al revés -dijo Érica-.
La playa tenía un extraño efecto. Una protuberancia se
erguía sobre la superficie a unos cuantos metros de la orilla.
Esto hacía que al caer las olas regresasen con igual fuerza,
nuevamente, hacia el mar.
- Ya veo. Las olas revientan del mar hacia la orilla y de la orilla
hacia el mar -comentó Fortunato-.
- Así es. Por eso la llaman la playa Al revés. Te cuento que su
ingreso no es recomendable, puede resultar muy peligroso.
Fortunato se levantó de su asiento y fue a buscar una botella
de licor que llevaba en la maletera.
Al volver Érica lo miró con asombro.
- ¿Qué traes allí?
- Es algo para tomar.
- No debiste, yo no tomo.
- Como buena lectora que eres, debes saber que la abstinencia
completa de alcohol, no es del todo bueno. El cuerpo necesita su
poquito de alcohol, aunque sea un vino, de vez en cuando.
152
- Es cierto, pero eso no es vino. Tiene un color raro y ni siquiera
tiene etiqueta.
-Tranquila; te voy a explicar. Es un licor que preparan en la
selva. Hace poco un cliente agradecido me lo obsequió; estaba
esperando una linda oportunidad para probarlo...
Fortunato le mostró los vasos y ella cogió el suyo. A partir
de ahora todo sería más fácil. Érica venía cargada de todas las
presiones que estaba pasando y su cuerpo necesita algo que la
relaje, algo que la haga olvidarse de tantas molestias que la
venían agobiando.
El licor no era otra cosa que el famoso «chuchuwasi»,
brebaje conocido por su alto poder afrodisíaco. Érica lo
examinó.
- Tiene un olorcito a hierbas.
- ¿No me estarás dando alguna droga? -preguntó ella-.
- Por supuesto que no, ¿cómo se te ocurre?
- Era una broma.
- Sucede que es un trago de la selva. Su preparación es casera,
tú sabes, esas cosas que prepara la gente de allá.
Fortunato pensó que no estaba haciendo nada malo. El licor
tenía poco tiempo en su poder y todavía no lo probaba. Aún así,
abrigaba la esperanza de tener un acercamiento físico con Érica,
un roce, algo; una tocadita de mano, no le caería nada mal.
Sobre todo para esta época del año cuando el frío entumece los
sentidos y la depresión está a la orden del día.
- Tiene un sabor agradable -dijo Érica, en son de aprobación-.
Las olas los miraban desde adentro y, como ya dijimos,
reventaban al revés. Atrás, el mar se iba oscureciendo
lentamente. El sol caía tenue, sol de invierno, pesado, sumiso,
sin ganas de salir a jugar.
- ¿Otro vasito? -pregunta Fortunato-.
- Bueno -responde Érica-.
Las cosas iban pasando con inusual rapidez en la mente de
Érica. Los pensamientos de los últimos acontecimientos, ya no
golpean con tanta fuerza a su pobre corazón. Corazón que venía
aguantando con valentía la adversidad. Érica soltó un suspiro
153
largo, profundo, algo que venía guardando hacía tiempo se
escapó con ese aliento.
- ¿Qué hago para solucionar este problema?
- Eso depende de ti -respondió Fortunato-.
- Yo hago cualquier cosa por sacar a mi esposo de la cárcel -dijo
ella-.
- Entonces, ya no hay nada más que decir.
Las palabras cayeron como un peso sobre su estómago. Estaba
llegando a su objetivo. Tenía que ser así: una con otra. ¿De qué
otra manera podía resolverse? ¿Acaso no era él un hombre y ella
una mujer?
- ¿Deseas otro trago? -preguntó Fortunato-.
- Por supuesto -dijo ella, con una sonrisa que lo decía todo-.
Érica estaba cediendo a los galanteos de Fortunato. El brebaje
estaba haciendo su parte: se le empezaron a erizar los vellos de
la piel.
- Salud.
- Salud.
No podía echarse para atrás. Era el momento del todo o
nada. ¿Se echaría ella ahora atrás para volver a lo mismo? No,
imposible. ¿Qué estaba sucediendo? Sin saber cómo ya tenía
puesta su mano sobre la rodilla de Fortunato. Fue girando
lentamente hasta llegar al pene. El miembro salió alto, grueso;
erecto. Nunca había visto un miembro tan grande. Se lo llevó a
la boca. Mientras tanto pensaba. «Me cago en todo el mundo. Si
esto es lo que tengo que hacer para liberar a Almanzo, lo hago y
lo hago bien. ¡A la mierda con las buenas costumbres! ¿Acaso,
no hacen eso muchas mujeres para sobrevivir? Un momento. ¿Y
el sida?» Un poco de semen que tenía en la boca, lo escupió por
la ventana. Le preguntó a Fortunato si tenía preservativos; él
dijo que sí. Pero que siga por favor, que faltaba poco para que se
termine de parar. ¿Qué, había más? Nunca había visto un
miembro tan grande y tan ancho. Eso debe doler. Pero ya no
tenía miedo, se había dejado llevar por la pasión. Al momento le
alcanzó el preservativo, era uno de esos con retardante (una
bonita manera de llamar a la silocaína).
154
- No sabes cuánto te necesitaba -murmuró Fortunato-.
El hombre casi no podía respirar. A pesar de todo fue muy
respetuoso, no le jaló la cabeza ni le dijo palabras soeces. Sabía
que no estaba con una prostituta; esta vez había caído una
palomita. Una cosita linda.
- Voy a sacar a tu esposo de la cárcel. No te preocupes; ya veré
como lo hago.
- Gracias -respondió ella, al momento que le ponía el
preservativo-.
- Sube -le ordenó él-.
Ahí sí fue un poco tosco Fortunato y la jaló del pelo hacia
atrás para que le entre todo. Érica gritó.
- Nunca te habían metido algo así tan grande.
- No, no, nunca -respondió ella-.
- Eso que todavía no has visto nada.
- Qué, ¿todavía hay más?
- Es tan grande que se para por partes
- Despacio, por favor. Ni siquiera he tenido hijos. Me estás
haciendo doler.
- ¿Te lo saco un poco?
- Sí, por favor.
- Para cuando dilates bien, te lo vuelvo a hundir.
- Ya, está bien.
Fortunato se sentía de lo más complacido, la yegüita se
estaba portando de las mil maravillas. Al no tener mucha
experiencia y dolerle un poco, esperaría a que se le abra bien la
cosita para que se la meta todita. Eso era tener sentido común.
- Sí, ¡carajo!, me cago en todo el mundo -pensaba Érica-. ¡Y a
quién le interesan mis problemas, quién me va sacar de este
infierno que me aprieta la garganta y se regodea al hacerlo! A
quién le interesa si me acuesto con Fortunato, que además me
parece una linda persona, mucho más lindo que todos esos
imbéciles que he conocido.
En el tocador de la música sonaba Hot stuff. Esta canción
siempre le había sugerido a Érica hacer cosas malas. La canción
estaba inspirada en las drogas y el desenfreno.
155
No logro conseguir lo suficiente.
Can´t get enough.
Decía la canción una y otra vez.
156
Durante el camino no hablaron nada. La luna amarillenta
subía lentamente sobre los cerros, grande, poderosa, y eso hacía
el pecado más grande. Era como un testigo luminoso de aquel
pacto que en silencio se había consumado. Ahora vendría la otra
parte. Fortunato liberaría a Almanzo de la prisión. ¿Cómo? Eso
era asunto de él. Pero que lo hacía, lo hacía. Aunque sea para
quedar como un buen recuerdo para Érica. Quizás algún día lo
llame para agradecerle. Recordar buenos momentos. Quién
sabe...
Al llegar a casa y antes de bajar, Érica le dijo:
- Quiero que sepas que no te guardo rencor, pero esto no puede
volver a suceder.
- Sí, lo comprendo. Nada personal.
- Cosas de la vida.
- Cosas de la vida.
Antes de arrancar el auto ella lo miró y él para verla mejor
bajó la ventana, a pesar del frío, entonces pudo ver sus grandes
ojos azules. Había un brillo en sus ojos. Ella volteó y corrió
hacia su casa.
A la semana siguiente Érica recibió una llamada telefónica
del abogado Peña. Le comunicaba que debido al carácter
fortuito de los hechos -a los cuales no se les dio la importancia
necesaria en su momento- el juez Fortunato había considerado
re-abrir el caso de Almanzo. Según le contaba, bastó que
removiese unos papeles de su escritorio, para que encontrase
una carta en la que ella le pedía clemencia. En dicha carta le
explicaba que Almanzo era un buen hombre y que ahora su
carrera de pintor se vería afectada; que él nunca había querido
hacer lo que hizo; en fin, que se encontraba atolondrado por una
mala noticia: que todo fue circunstancial. Dicha carta que en su
momento dado no tuvo ninguna resonancia, ahora regresaba
fortalecida, por un proceso de purificación.
Peña le comunicaba a Érica que el juez Fortunato Ángeles
-basado en los argumentos expuestos en la carta-, había
estudiado la propuesta inteligente de categorizar el incidente
como un accidente. Es decir, tal como Érica lo había afirmado
157
desde el principio, las cosas se habían dado sin ninguna mala
intención; Almanzo y su padre se habían dejado llevar por la
pasión del momento, y debido a un forcejeo que originó el
empujón, Renato se habría dado el golpe. Aquello cambiaba el
curso de las cosas y era muy probable que Almanzo quedara
libre en unas cuantas semanas. Así de simple.
Érica tomó la noticia con tranquilidad, no quería que el
abogado peña sospechara nada. Aunque él ya había dado con el
trasfondo del asunto y sabía que esos ojos azules y esa sonrisa
de querubín habían tenido mucho que ver en las
contemplaciones actuales del juez. Eso ya no era su problema.
«La señora quería a su esposo, y ahí lo tiene», pensó. Pero ahí
no iba a quedar todo, faltaba mucha lana por desmadejar...
A Fortunato se le había subido el bichito de la lujuria y no
quería quedarse tranquilo con un solo momento de placer; no, el
quería más, una oportunidad así era muy buena para dejarla
pasar. Además -según él- no era mucho lo que le iba a proponer.
Solamente una vez más y no la volvería a molestar. Eso era
todo. Tampoco había que dramatizar. Qué le costaba abrir una
vez más las piernas. Si lo había hecho una primera vez, bien
podía hacerlo una segunda vez. No le importó cómo lo tomaría
ella. Era verdad que él se había despedido con un hasta siempre,
decoroso, parco, pero de caballero. Pero, también era verdad
que desde aquella vez no había dejado de desear sus ojos azules,
su cuerpo tierno y tibio, sus besos. Porque hasta besos le había
dado ella, mareada quizás por aquella pócima extraña que
Fortunato le diera de beber y que, sin duda, le facilitaron las
cosas.
Al mes siguiente recibió otra llamada del abogado Peña.
Esta vez era para comunicarle que el juez Fortunato tenía todo
listo para la excarcelación de Almanzo, que era cuestión de días;
pero era imprescindible que antes él firmara un documento de
aprobación de la sentencia. Algo muy simple, pero que requería
de toda su tranquilidad. Para eso no se le había ocurrido nada
mejor que invitarla a almorzar al restaurante de un hotel lujoso
de la ciudad. El documento lo firmaría delante de ella, para que
158
no quedaran dudas de su honestidad. Fortunato se las sabía
todas.
En caso que ella denegara la invitación, Fortunato se vería
obligado a cancelar el procedimiento. Fortunato había incluido
una cláusula en la que se comprometía Érica a llevar a su
esposo, cada cierto tiempo, a una evaluación psicológica; algo
de rutina, nada serio. Así que no solamente era el documento de
la excarcelación de Almanzo lo que se firmaría, sino también el
compromiso que asumía Érica. Fortunato tomaría el desinterés
en la reunión, como un agravante para así imposibilitar la
libertad de Almanzo.
Las cosas entre Peña y el juez Fortunato, se manejaron así
en el teléfono:
- Lo toma o lo deja -amenazó Fortunato-.
- Déjame ver -respondió, un poco nervioso Peña-. Yo hablaré
con ella. No te aseguro nada.
- ¿Y cómo tomó la noticia sobre el buen cauce que están
tomando las cosas? -siguió Fortunato-.
- Te diré que no dio síntomas de alegría. La verdad que la sentí
un tanto parca a la señora.
- Qué raro...
- ¿Por qué será?
- No tengo idea -aclaró Fortunato-. Pero le dices que el
almuerzo es en el restaurante del hotel La Costa Verde y que es
el sábado a la una de la tarde. No quiero que llegue tarde.
- No seas exigente Fortunato. Dale su tiempo, déjala tranquila.
- Bueno, de ella depende. Yo ya dije.
- Está bien, yo hablo con ella -se despidió el abogado Peña-.
Al enterarse Érica de lo ocurrido no podía con la vergüenza.
Recordaba el incidente y no sabía cómo explicarse el haber
caído tan bajo. Toda su buena educación tirada por los suelos.
No le valió de nada en aquel momento sus filosofías griegas ni
toda la lectura acumulada en su cabecita. Todo aquello había
quedado olvidado en un rincón del auto, mientras se entregaban
a la pasión. Lo peor de todo era que hasta había disfrutado con
el sexo. Sabía que Fortunato lo había intuido y eso era suficiente
159
para no querer darle cara. Ahora estaba pidiendo otro encuentro.
¿Y si se volvía a entregar?
Necesitaba salir un rato para despejar la mente. Una
caminata por la playa le aliviaría ese malestar que le empezaba a
subir por la cabeza. El invierno iba despuntando y se divisaba
una claridad en el cielo. Para las doce iría aclarando el
panorama y con seguridad aparecería una resolana anticipando
la primavera.
- Caminaré un rato más y cuando caliente el clima me doy un
baño; luego veré qué hago. Estas cosas no se pueden decidir así
con la cabeza caliente.
Érica caminaba mirando la arena, por ratos levantaba la
cabeza para mirar los autos que bajaban hacia la playa. Veía que
los jóvenes con sus caras alegres llegaban de todos los rincones
de Santa Piedad para practicar el surfing; otros venían a darse
un baño, un paseo para recordar que el verano venía pronto.
Siguió rumbo hacia el final de la playa buscando la tranquilidad
que necesitaba para pensar. Ella sola con el mar inmenso y las
gaviotas en lo alto. Por aquellos parajes nadie la molestaría,
nadie que venga a ofrecerle unas golosinas u otra mercancía.
Tampoco quería ruidos.
- Así está. A mí me gusta la tranquilidad, contemplar la
naturaleza, el cielo inmenso, inmenso como mis pensamientos.
Sólo el cielo y mis pensamientos. Yo y la vida; la vida y yo. Ja,
ja.
Como tenía la mala costumbre de distraerse con cualquier
cosa, observó un titular que se leía en un diario tirado en la
playa. La noticia le llamó la atención. ¿Qué sucedía? Carlos
Roel llegaba a Chile y luego viajaría a Argentina. Su obra había
sido muy bien recibida por esas tierras y ahora requerían de su
presencia. Querían hacerle algunas preguntitas. El titular decía:
«Carlos Roel cruza las fronteras: su novela deja embelesados a
los chilenos».
Lo que tenía intrigada a la gente era ese estilo tan informal
que había utilizado para escribir su obra. Resumamos algo de la
160
entrevista que aparecía en el diario y que Érica pudo leer (por su
mala costumbre de recoger diarios tirados).
- Sí, efectivamente es un estilo informal, yo estoy fundando el
«Informalismo». Ya estoy harto de lo formal. Yo no tengo que
rendir cuentas a nadie: sólo a Dios y a mi conciencia. ¿Qué le
parece?
- Algunos críticos piensan que usted se está burlando de la
sociedad.
- Digamos que sí. Pero, si lo hago, lo hago con amor. Yo no
dejo tirado en el camino a nadie.
- Entonces, usted es el buen samaritano.
- Digamos que sí (risas).
Pasamos a otro lado de la entrevista.
- No puede ser que para escribir se necesite ser formal. Eso ya
quedó en el pasado. La seriedad de una obra se evalúa por el
amor que se le pone al escribirla y en la seriedad -valga la
redundancia- con la que se expresa una realidad que está en el
corazón de los lapiceros.
- ¿Cómo así que está en el corazón de los lapiceros?
- Es una forma de decir: es una realidad que es un misterio,
intangible, imponderable; solamente perceptible a los ojos de
Dios.
- ¿Otra vez con Dios?
- ¿Sino, quién nos cuida?
- ¿Y qué me dice de las personas que están sufriendo ataques en
la franja de Gaza? Según he escuchado son miles los muertos...
- Dios nos pide vivir con sencillez y que no perdamos la fe. Dios
no quiere que le demos explicaciones a todas las tonterías que
hace el hombre. Déjale su trabajo, ¿o acaso tú no tienes
suficiente? (risas nuevamente).
- Me dicen que te vas para Buenos Aires.
- Sí me voy a Buenos Aires a tomar otros aires y espero que
sean buenos.
- Dígame, ¿por qué escribe?
- Por una profunda necesidad.
- ¿Por una profunda necesidad de quién?
161
- Por una profunda necesidad de la naturaleza.
- ¿Cómo es eso?
- Yo tampoco sé como es (risas).
Por otro lado de la entrevista se leía:
- El problema con el informalismo es que uno debe olvidar todo
lo que le han enseñado. Volver a formar una realidad con un
poquito de amor. Escribir también con un poquito de amor. No
olvidemos que la palabra es el único camino para cambiar el
mundo. Siempre y cuando lleve un mensaje nuevo de amor.
Algo que hoy tanto necesitamos.
- ¿No cree que para eso está la iglesia?
- Los Padres repiten, repiten y repiten. La palabra de Dios tiene
vida vigente y su presencia está en cada pequeño acto
consciente o inconsciente; en cada movimiento de la naturaleza.
- La verdad que usted se me complica bastante señor Roel.
- ¿Podría definir el informalismo? Cambiando de tema.
- El informalismo se basa en el amor.
- ¿Podría explicarnos?
- El amor tiene muchas formas de expresión y una de ellas es la
palabra. Uno expresa su amor a través de las palabras, lo que yo
propongo es intentar invertir la lógica: que las palabras se
expresen con su amor. Como si ellas en sí mismas contuviesen
un sentimiento, un afán de vida, un aumento de solidaridad, un
entrelazarse para germinar, para dar luz. Como si ellas se
estuviesen moviendo solitas y nosotros, simples mensajeros de
su destino.
- Hacer algo así, ¿se puede?
- No, no se puede. Pero al menos hay que intentarlo.
Érica se preguntaba si estaría seguro Carlos Roel de lo que
estaba diciendo. ¿Podría haber alguien así, que eche por tierra
los argumentos básicos de la lógica?
Siguió leyendo y encontró otros fragmentos de la entrevista.
- La poesía que he escrito yo, la ha escrito ya alguien, en algún
momento de la historia. Algún infeliz tomó el lapicero, la pluma
o lo que sea, para aislar su pensamiento de la mente y
materializarlo sobre una superficie. Esa poesía que se escribió
162
hace ochocientos años es la misma que yo escribí hace unos
meses, pero, con otras palabras. No le digo que somos simples
transmisores de sus deseos. Ya estuvo en el mundo desde
siempre.
- ¿Está seguro de lo que está diciendo?
- Bueno. Debo confesarle que todavía sigo en mis
investigaciones.
- Y, en cuanto la novela, ¿también estuvo escrita antes?
- En la novela es diferente, porque vamos viendo un mundo
nuevo, en cierta forma. La naturaleza humana no cambia. El
entorno giratorio varía, los móviles sólo sufren alteraciones
propias de la modernidad, pero son los mismos: el amor, los
celos, el dinero, la ambición, una venganza y así otros más.
- Muy interesante.
En otros titulares prometían gran futuro a la obra de Carlos
Roel. Hasta lo comparaban con otros escritores del boom
latinoamericano.
Érica se quedó hablando sola, reflexionando en lo leído:
- Entonces mi realidad nadie la conoce. Nadie puede ir por ahí
diciendo que si hice bien o si hice mal; porque sencillamente
existe una verdad perceptible sólo a los ojos de Dios. Él me
juzgará en toda mi dimensión -pensaba-. Es cierto, mi
conciencia me acusa, pero no es suficiente para dictar una
sentencia. Si me voy a la oscuridad o a la luz, eso queda en
manos de Dios.
Siguió caminando. Le dolían los tobillos. Había empezado a
entrar en la zona de las rocas y sus zapatillas estaban gastadas.
Eso le producía un incómodo dolor que empezaba en los tobillos
y le subía por las pantorrillas.
- He olvidado de comprarme zapatillas nuevas. Con toda esta
pena que tengo por Almanzo ando muy desanimada. Ya con las
justas me cambio. Temo que si sigo así, pronto aflorará la otra
Érica. Esa que nunca limpiaba su casa y usaba la misma ropa
durante semanas. La que su vida era leer y casi ni se bañaba.
Qué tiempos aquellos...
163
Érica hizo un breve recuento en el tiempo y pudo ver cómo
había cambiado desde que Almanzo entró en su vida. De una
joven arisca, ermitaña, había pasado a ser una mujer mucho más
completa, más segura, más feliz. Recordó cómo la habían
echado sus familiares y los perros que la habían mordido. El
tiempo en que vivió con su padre. El hombre que la introdujo en
el mundo de las letras. Aquel que hizo de ella una pequeña
filósofa. Sin tomar en cuenta que ella necesitaba salir al mundo,
recrearse con el resto, compartir con sus semejantes.
Ahora comprendía que Jacinto se agarró de ella para escapar
de su soledad. Él era consciente que no podía adaptarse a ningún
medio social: ni siquiera había trabajado una vez en su vida.
Entonces, se aferró a la hija para acompañarse en su sana
melancolía, en sus sueños frustrados de escritor, en sus locuras.
Recordó que hacían pequeños teatros con las obras que leían.
Frecuentaban interpretar Los Miserables y ellos hacían de Jean
Valjean y de Cossete. Pasaban horas entretenidos con la magia
del arte. Pero eso no podía continuar. Ella tendría que crecer y
buscar su camino. Se preguntaba si al ser consciente de todo
ello, su padre no habría precipitado su muerte. Se preguntaba si
no habría una intención escondida el día que se introdujo al mar,
para nunca más salir.
Los pensamientos habían ido demasiado rápido y hasta
sintió un pequeño mareo. El dolor en el tobillo se hacía cada vez
más intenso y ahora le estaba subiendo por la pantorrilla. Salió
el sol. Tiró unas piedritas al mar. El verano se aproximaba y era
un buen momento para estar otra vez con Almanzo. Sí. Ella lo
sacaría y volverían a ser felices. Se entregaría al juez Fortunato
y luego firmaría esos papeles. Acababa de comprender que sus
días sin Almanzo estaban destinados al fracaso. Quién sabe, a la
locura.
Érica pensó que era el momento de meterse al agua: la
temperatura había subido agradablemente y con la caminata
empezaba a sentir calor. Fue acercándose a la orilla y sus pies
hicieron contacto con el agua, produciéndole una sensación de
bienestar refrescante. Luego siguió caminando, avanzó
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lentamente hasta que el agua le llegó a la cintura, entonces se
inclinó hacia delante y de un salto se introdujo de cabeza a una
ola pequeña.
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EPÍLOGO
Unos dicen que Almanzo estaba como loco. Que no veía. Que
no escuchaba. Que estaba viendo fantasmas. ¿Acaso, duendes
de otros mundos lo incitaron a lanzarse? Los que estaban allí
presentes le gritaron que no lo haga. Que siempre había otra
oportunidad. Otros pensaron que era un joven desilusionado por
el amor, con la herida abierta, dispuesto a lanzarse al vacío.
«Pobre hombre; era tan joven» decían unos. «Tan guapo»,
decían otros. Igual, nadie pudo evitar que Almanzo se tirase del
décimo piso de un edificio.
Almanzo había salido en libertad unas horas antes. Érica no
llegaba a recogerlo. Estaba demorando mucho. El tráfico
infernal de Santa Piedad, no le permitía llegar a tiempo.
Los policías, apurados por ir a sus casas a descansar,
decidieron dejarlo ir solo.
- Ya está bastante grandecito -dijeron-.
- Además, ése no mata una mosca. Hasta sonso parece.
Grave error el de los guardias: Almanzo estaba
desarrollando un serio cuadro depresivo. Algo que olvidaron
considerar o no quisieron considerar.
Al llegar Érica se dio con la ingrata sorpresa que Almanzo
había sido puesto en libertad.
- ¿Acaso ustedes son estúpidos? Mi esposo no se encuentra
bien. No debieron haberlo dejado ir solo. Si le pasa algo, ustedes
serán los únicos culpables.
Ya era tarde. Almanzo se encontraba caminando por las
calles de Santa Piedad hacía rato, con un rollo horrible en la
cabeza. Al parecer, el ruido infernal de la ciudad y otras cosas
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que vio lo perturbaron aún más. Estuvo dando vueltas durante
horas sin rumbo fijo. No se sabe dónde estuvo ni con quién. No
se sabe aún si tenía planeado suicidarse o si la idea se le
apareció en la cabeza como un ave fantasmal. Lo cierto es que
Almanzo se subió al décimo piso de un edificio y se lanzó sin
dar explicaciones.
El cuerpo de Almanzo en el suelo. Los ojos de Érica
presenciando la escena. La mudez que le sobrevino, el choque
nervioso. Todas sus esperanzas desmoronándose, como un
castillo de naipes. Y Las caras de los curiosos. La policía, con
sus estúpidas preguntas:
- Señora, ¿había discutido con su esposo?
- Señora, ¿su esposo tomaba drogas?
El estupor en su rostro y las lágrimas, fue todo lo que
consiguieron de ella. No podía decir palabra. Era el fin de todo.
La fotografía avanzaba por su mente como un rollo
kilométrico. Al deslizarse varios cientos de veces por su
proyector interno, tenía que detenerse en algún momento.
- ¿Acaso no tendrá fin esta pesadilla? ¿Hasta cuándo seguirá
corriendo por mi cerebro? -se preguntaba Érica, cuando
recobraba un poco la lucidez-. ¿Se quedará congelada en mi
mente para siempre?
Imágenes del segundo encuentro que tuvo con Fortunato
vinieron para terminar de atormentarla. En aquella ocasión el
miserable la obligó a tener relaciones contra natura. Pensar que
al principio lo consideró un buen tipo. Qué equivocada estaba.
- No niña, si no te volteas, no firmo.
Siempre había tenido en muy mal concepto esas cosas. Al
hacer eso -según ella- se terminaba con el amor; se perdía el
respeto, se perdía todo. Igual tuvo que acceder, porque
Fortunato hizo como que se retiraba de la habitación. No le
quedó otra que llamarlo y someterse.
- No; un momento, está bien. No te vayas.
Tuvo que aguantar todo el salvajismo de Fortunato, con
todas sus palabrotas y caprichos. Porque esta vez vino de lo más
malcriado.
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- ¿Te gusta mi pinga? ¿Te la meto todita? ¿Rico? -le decía
mientras la penetraba con fuerza-.
- Despacio, por favor, señor. ¿No entiende que me duele?
- Eres una llorona.
Lo que empezó como un juego, terminó siendo una
experiencia traumática. Suplicándole a Fortunato que no la siga
dañando.
- Entonces te la saco, pero te la echo en la boca.
- Ya, lo que sea; pero no más por atrás.
Érica tuvo que hacer de «tripas corazón» y someterse a los
deseos de Fortunato. Tampoco quería que la desgarren.
Al terminar se quedó arrodillada sobre la cama, mirándose
en el espejo. Mientras Fortunato firmaba el maldito documento
que significaba la libertad de Almanzo. ¿Libertad? ¿Para qué?
¿Para lanzarse de un edificio? Qué gracioso.
«Ahora veo realmente que el destino me ha jugado sucio.
Como para volverme loca. Para volverme una prostituta. Hey,
¿tú quieres gozarme? Ven, son cincuenta soles. Me haces lo que
quieras. Yo también ¿Te gusta cómo lo hago? ¿Cuándo vuelves?
Podemos ser amigos. Y en cada hombre, voy matando un poco
el odio que le tengo a esta vida, que me ha tratado tan mal. He
perdido la fe. Porque no merecía volar Almanzo. Almanzo, ¿por
qué volaste? ¿Adónde te fuiste? ¿Dónde estás Almancito de mi
corazón? Maldita sea. Me pinto los ojos y la boca y los hechizo.
Les doy mis besos. Mis abrazos, mis huesos. Me acuesto con
uno, con otro. Es mejor a morir de pena y de hambre. Incapaz de
arrostrar esta cruda realidad. Río feliz. ¿A quién le importa?»,
pensaba.
A todas luces, Érica empezaba a desvariar. No faltó mucho
para que empiece a hablar sola y pierda el interés por todo. La
casa volvió a ser un total desorden y hasta podía pasar varias
semanas sin cambiarse. Tampoco se bañaba: olía mal. Le
salieron escaras en el cuerpo. Cuando de vez en cuando salía a
dar un paseo, sentía que la estaban observando, que la estaban
persiguiendo, que estaban fraguando un plan contra ella. Sus
pensamientos fueron perdiendo la cordura y hasta elucubró un
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plan en el cual había personas interesadas en secuestrarla para
entregarla en manos de los extraterrestres. Por ese motivo salía
muy poco de su casa y cuando lo hacía siempre iba apurada y
aprensiva. También descuidó su alimentación. Bajó
considerablemente de peso. Estaba muy delgada, demasiado
para su edad y tamaño. Quizás si hubiese recibido tratamiento,
las cosas se hubiesen controlado y no hubiese sucedido lo que
sucedió. Como sabemos, Érica sufría del mal de la soledad y
ella no tardó mucho en volver para ajustar cuentas. Durante las
noches se quedaba mirando la luna, fantaseando con personas
que podían encontrarse ahora mismo con los extraterrestres, en
otros mundos, en otras galaxias. En lugares en donde el hombre
jamás pensó llegar. Personas que jamás volverían a este
mugroso mundo. ¿Acaso no sería una bendición? ¿No sería mil
veces mejor estar en otra atmósfera, donde ya no tenga sentido
nada de lo que sucedió? Donde tenga que olvidar
necesariamente la naturaleza humana y su triste existencia.
Así fue pasando el tiempo...
Lo último que se sabe de Érica es que estuvo caminando por
las playas del sur de Santa Piedad como una vagabunda. Sobre
su frágil cuerpo llevaba un vestido negro hecho jirones y sobre
éste un chal del mismo color. Sus pies descalzos. En las noches
se acurrucaba en cualquier hueco que hacía en la arena e
intentaba dormir. Su sueño era con sobresaltos. Ya habían
pasado los pensamientos que al principio la acosaron, para pasar
a una idea mucho más peligrosa: el suicidio. Había encajado tan
bien la idea en su cabeza, que el temor de llevarla a cabo le
impedía volver a su casa. Fue así como la empezaron a llamar la
loca de la playa, la que viste de negro, la que duerme en la
arena. Su rostro descarnado por los terribles ayunos, el dolor
palpante en su mirada y su espíritu abatido, la convertían en una
fuerte candidata para el suicidio. Pero, aún quería conservar una
esperanza, un pedazo de tiza para escribir una palabra en la
pared. Algo que la ayude a salir del abismo al que había sido
arrojada, por una trastada de la vida. Dicen que en su voz aún
conservaba esa dulzura que la caracterizó; que en ella nunca
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murió la niña espléndida que alguna vez conoció las flores del
amor y las fragancias del arte. Mas nunca cesó de su vertiginoso
vagabundeo de playa en playa, comiendo algo por aquí, algo por
allá; recogiendo desperdicios del suelo, de los basurales. De
milagro no la mataron ni la violaron. Pero ella no quería volver
a casa, porque estaba segura que de hacerlo, tomaría un cuchillo
y se lo clavaría fuertemente allí, donde más le dolía: en el
corazón. A ver si de una vez dejaba de sufrir...
Y así cuentan otras muchas cosas de ella. Pero lo cierto es
que, y cierto es, porque hasta las gaviotas chismosas lo vieron y
fueron corriendo a contárselo al cielo. Fue lo que sucedió una
mañana de llovizna en la que Érica literalmente desfallecía, casi
agonizaba. Su respiración era entrecortada y veía con dificultad.
Llevaba varios días sin comer.
Del otro lado del camino llegaba un personaje con el paso
rápido y la mirada erguida, muy seguro de sí mismo, como
quien ha logrado lo que se proponía. ¿Estaremos hablando de un
vencedor? No se sabe. Pero alguien venía hacia ella, mientras
entregaba sus últimos esfuerzos luchando contra la muerte.
Llegaba el caminante, aquel hombre que había bajado a la playa
para disfrutar del mar; respirar aire puro y fresco; contemplar la
atmósfera que se yergue sobre el mar: el horizonte. Los colores
que viajan sobre la luz, llevaban un brillo especial. Quizás no
era el momento para que la muerte se lleve a Érica con todos sus
sueños fallidos y su corazón roto. Había un rosado
balanceándose entre las nubes; había algo en el espacio que
decía que no. Visos de felicidad. Una sustancia etérea de mágico
rubor.
¿Será el amor?
El caminante divisó algo a lo lejos. Un ropaje negro. ¿Qué
será? Siguió caminando. Érica empezó a restablecerse del
estado crítico en el que se encontraba. Volvió a respirar con
mayor facilidad. Intentó coordinar las imágenes. Sí, empezaba a
ver mejor. El caminante se hacía preguntas. «Parece que hay
alguien allí tirado. ¿Será? Iré a ver.» En efecto, no era un
montón de basura, ni bolsas viejas o algún animal varado por el
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mar. Ahora distinguía un cabello negro. Siguió caminando. Las
olas rompían con fuerza. Empezaba el invierno. Las gaviotas
miraban desde lo alto y desde los costados. Algunas le
graznaban a Érica, anunciándole que ya venían en su ayuda.
El caminante siguió avanzando, ya se encontraba a unos
cuantos metros del objeto. Érica sintió una presencia extraña.
Volteó la cabeza.
- ¿Quién eres tú? -preguntó-.
- Carlos Roel.
Ella extendió la mano. Él la tomó y la levantó.
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