El Cuento Tradicional y Moderno
El Cuento Tradicional y Moderno
El Cuento Tradicional y Moderno
En el foro, tendrán que escribir una caracterización de estos distintos relatos atendiendo a los
aspectos que Rest destaca al momento de definir al cuento tradicional, por un lado, y al cuento
moderno, por otro.
Además, les dejo la lectura del ensayo de Edgar Allan Poe, «Método de composición», para
ampliar la definición de Rest en torno al cuento moderno, y las definiciones de Tzvetan Todorov
sobre lo fantástico. Estos últimos dos textos los retomaremos en la clase próxima, donde
continuaremos profundizando sobre el relato breve.
En Santiago había un deán que tenía codicia de aprender el arte de la magia. Oyó decir que don
Illán de Toledo la sabía más que ninguno, y fue a Toledo a buscarlo.
El día que llegó enderezó a la casa de don Illán y lo encontró leyendo en una habitación apartada.
Éste lo recibió con bondad y le dijo que postergara el motivo de su visita hasta después de comer.
Le señaló un alojamiento muy fresco y le dijo que lo alegraba mucho su venida. Después de
comer, el deán le refirió la razón de aquella visita y le rogó que le enseñara la ciencia mágica. Don
Illán le dijo que adivinaba que era deán, hombre de buena posición y buen porvenir, y que temía
ser olvidado luego por él. El deán le prometió y aseguró que nunca olvidaría aquella merced, y
que estaría siempre a sus órdenes. Ya arreglado el asunto, explicó don Illán que las artes
mágicas no se podían aprender sino en sitio apartado, y tomándolo por la mano, lo llevó a una
pieza contigua, en cuyo piso había una gran argolla de fierro. Antes le dijo a la sirvienta que
tuviese perdices para la cena, pero que no las pusiera a asar hasta que la mandaran. Levantaron
la argolla entre los dos y descendieron por una escalera de piedra bien labrada, hasta que al deán
le pareció que habían bajado tanto que el lecho del Tajo estaba sobre ellos. Al pie de la escalera
había una celda y luego una biblioteca y luego una especie de gabinete con instrumentos
mágicos. Revisaron los libros y en eso estaban cuando entraron dos hombres con una carta para
el deán, escrita por el obispo, su tío, en la que le hacía saber que estaba muy enfermo y que, si
quería encontrarlo vivo, no demorase. Al deán lo contrariaron mucho estas nuevas, lo uno por la
dolencia de su tío, lo otro por tener que interrumpir los estudios. Optó por escribir una disculpa y la
mandó al obispo. A los tres días llegaron unos hombres de luto con otras cartas para el deán, en
las que se leía que el obispo había fallecido, que estaban eligiendo sucesor y que esperaban por
la gracia de Dios que lo elegirían a él. Decían también que no se molestara en venir, puesto que
parecía mucho mejor que lo eligieran en su ausencia.
A los diez días vinieron dos escuderos muy bien vestidos, que se arrojaron a sus pies y besaron
sus manos y lo saludaron obispo. Cuando don Illán vio estas cosas se dirigió con mucha alegría al
nuevo prelado y le dijo que agradecía al Señor que tan buenas nuevas llegaran a su casa. Luego
le pidió el decanazgo vacante para uno de sus hijos. El obispo le hizo saber que había reservado
el decanazgo para su propio hermano, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen
juntos para Santiago.
Fueron para Santiago los tres, donde los recibieron con honores. A los seis meses recibió el
obispo mandaderos del Papa que le ofrecía el arzobispado de Tolosa, dejando en sus manos el
nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió
ese título para su hijo. El arzobispo le hizo saber que había reservado el obispado para su propio
tío, hermano de su padre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos para
Tolosa. Don Illán no tuvo más remedio que asentir.
Fueron para Tolosa los tres, donde los recibieron con honores y misas. A los dos años recibió el
arzobispo mandaderos del Papa que le ofrecía el capelo de cardenal, dejando en sus manos el
nombramiento de sucesor. Cuando don Illán supo esto, le recordó la antigua promesa y le pidió
ese título para su hijo. El cardenal le hizo saber que había reservado el arzobispado para su
propio tío, hermano de su madre, pero que había determinado favorecerlo y que partiesen juntos
para Roma. Don Illán no tuvo más remedio que asentir. Fueron para Roma los tres, donde los
recibieron con honores y misas y procesiones. A los cuatro años murió el Papa y nuestro cardenal
fue elegido para el papado por todos los demás. Cuando don Illán supo esto, besó los pies de Su
Santidad, le recordó la antigua promesa y le pidió el cardenalato para su hijo. El Papa lo amenazó
con la cárcel, diciéndole que bien sabía él que no era más que un brujo y que en Toledo había
sido profesor de artes mágicas. El miserable don Illán dijo que iba a volver a España y le pidió
algo para comer durante el camino. El Papa no accedió. Entonces don Illán (cuyo rostro se había
remozado de un modo extraño), dijo con una voz sin temblor:
–Pues tendré que comerme las perdices que para esta noche encargué.
La sirvienta se presentó y don Illán le dijo que las asara. A estas palabras, el Papa se halló en la
celda subterránea en Toledo, solamente deán de Santiago y tan avergonzado de su ingratitud que
no atinaba a disculparse. Don Illán dijo que bastaba con esa prueba, le negó su parte de las
perdices y lo acompañó hasta la calle, donde le deseó feliz viaje y lo despidió con gran cortesía.
Método de composición
En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente,
refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: “¿Saben, dicho sea de
paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del
segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que
había hecho”.
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra
parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens.
Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las
ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido
trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene
continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable
apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono
general tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un
cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en
un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos
sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir
las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el
tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se
pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien
se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los
innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando
en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago
si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y
un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a
mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que
pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que
pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta
llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero
quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna
literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que
escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos
escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los
trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último
momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto
tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado
por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas
raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los
cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los
lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del
histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena
disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la
misma manera.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa
para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto,
soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones
se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la
totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún
poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso
hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad
aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso
en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves.
Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación
intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por
eso, al menos la mitad del “Paraíso perdido” no es más que pura prosa: hay en él una serie de
excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a
causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante:
totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras
literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson
Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca
será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe
hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación
que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda
impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa
duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación
que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo
una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos
aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres
verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que
no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad
no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir
para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el
auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se
pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y
esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me
pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de
mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el
de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a
las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de
los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca
de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del
poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el
sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte
conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto -entendiendo este término en su
sentido escénico-, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia
como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco
valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo
consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba
aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado
a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor
de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de
identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo,
permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la
idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas
aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su
aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de
ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de
una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la
brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única
palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo
decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario
necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que
semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y
susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a
la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más
vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra
que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la
melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante,
hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera
que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la
palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de
esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida
tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad
consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a
repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo,
dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue
reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta
infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!,
repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono
melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista
el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas
melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta
inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más
poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente:
cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa
de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca
más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un
cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino
además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible
para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para
responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía
para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse
mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el
cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la
segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta
que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su
frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación
supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente
interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la
singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la
índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir
algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel
modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa
por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso
de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que
el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror
que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran
comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones,
tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:
¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor”.
El cuervo dijo: “¡Nunca más!.”
Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo,
más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores
del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la
disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que
ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía
subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me
hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no
contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la
originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido
descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca
posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son
infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni
siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera
alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para
encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta
categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los
medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El
primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un
heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con
un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos,
consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de
ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y
medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran
aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad
de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había
intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de
esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente
nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el
cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que
debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado
que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le
presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de
concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe
confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta
penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento,
que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de
mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de
colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que
oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha
venido a llamar… Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo
buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el
interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su
plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el
ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con
la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de
Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de
profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz
fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo
penetra con un tumultuoso aleteo.
Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio,
más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que
acabo de citar:
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y
mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez
que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una
parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta
cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e
indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a
menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de
la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es
justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de
convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva
había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se
muestra por primera vez en estos versos:
Quiero subrayar que la expresión “de mi corazón” encierra la primera expresión poética. Estas
palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral
en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el
último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el
símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.
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