BACON
BACON
BACON
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Franck Maubert
ePub r1.1
Primo 20.04.2017
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Título original: L’odeur du sang humain ne me quitte pas des yeux. Conversations avec Francis Bacon
Franck Maubert, 2009
Traducción: F. G. F. Corugedo
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El olor a sangre humana no
se me quita de los ojos.
ESQUILO
Orestíada. Las Euménides
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RESIDENCIA DEL CAOS
Una imagen, la secuencia previa a los títulos de crédito de un film entre la vida y la
muerte, El último tango en París. En la penumbra del cine Victoria surge en la
pantalla una figura —un cuerpo, ¿el de George Dyer?— como una deflagración. Te
sientes inmediatamente atrapado. Experimentas algo físico. ¿Serán las notas
desgarradas del saxofón de Gato Barbieri? O quizá, ¿será a causa de ese cuerpo, sólo
a causa de ese cuerpo que se retuerce, ese cuerpo enroscado sobre sí mismo que grita
su dolor? Colores de sangre y de vida, los de las carnes venenosas de un cadáver
maquillado. De un cuerpo desnudo y aislado. Me parece que fue así como descubrí
por primera vez una imagen de Francis Bacon. Empecé percibiéndola como tal
imagen, antes de captar su aspecto puramente pictórico. Sin duda había visto otros
cuadros suyos, en alguna otra parte, antes de recibir un segundo impacto. Fue en la
galería Claude Bernard, espacio bajo y sombrío donde experimenté la curiosa
sensación de entrar en los cuadros mismos y fundirme con ellos. La pintura
encontraba allí toda su intensidad, ejerciendo su poder de apabullar hasta el
paroxismo. Como una llamada paralizadora. Era sin duda la manifestación de lo que
el propio artista denominaba «the brutality of fact» [la brutalidad de los hechos]
cuando hablaba de Picasso.
En adelante, a mis ojos, Francis Bacon iba a encarnar la pintura más que ningún
otro artista. Una evidencia. Desde esos tiempos de juventud, su pintura ya nunca me
abandonaría. Porque se engancha a ti, vive en ti, contigo. Un tormento que se aferra y
no te suelta más. Sus «personajes en crisis generalizada» —crisis moral, crisis física
—, como escribe el crítico inglés John Russell, viven a tu lado y te recuerdan sin
cesar que la vida es esa cuerda tensa tendida entre el nacimiento y la muerte. Esa vida
que te aporta visiones exacerbadas, un vecino de hospital, de asilo, a veces de sí
mismo. La pesadilla está cerca: dolores, gritos, un cuerpo replegado sobre sí mismo,
concentrado en las contorsiones, en el sufrimiento incluso. El terror se mantiene ahí,
instalado en esos personajes que aúllan en silencio. Una crueldad desplegada y
visible, revelada por esos hombres tapiados en un cuadro espacial. Siempre es
momento de bordear lo atroz, un accidente te reduce a un paquete de músculos
abiertos. En la espera, posible, de una resurrección.
Durante la década de 1980, mi trabajo de periodista en la sección de arte de
L’Express puso a mi alcance la oportunidad de encontrarme con el artista.
Conseguirlo no fue fácil. Tras cursar la petición de entrevista a su galería de Londres,
la Marlborough Gallery, tuve que esperar pacientemente durante casi tres años antes
de recibir una invitación —remitida por Miss Valerie Beston, a la que el artista llama
«Miss B»— con la que ya no contaba. En esas circunstancias, pues, me reuní con
Francis Bacon en su taller londinense, en Reece Mews, 7, South Kensington.
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Seguirían otras visitas. Los primeros encuentros se convirtieron, poco a poco, a lo
largo de los años, en conversaciones, diálogos ininterrumpidos, que proseguíamos en
París o en Londres, en función de nuestros desplazamientos y nuestros viajes.
Bacon me había advertido: «El timbre no funciona; dejaré la puerta del taller
entreabierta». Se accedía a aquel antiguo pajar y vivienda del cochero, situados
encima de la caballeriza transformada en garaje, por una escalera estrecha y
empinada que era mejor trepar en ayunas. Cosa que, a priori, no molestaba al artista.
No era raro, por lo demás, que te diera la bienvenida en el descansillo con una de sus
famosas carcajadas y un vaso en la mano. Es un hombre elegante: botines negros de
cordones, pantalón de franela gris, una cazadora de cuero, camisa rosa, corbata de
punto oscura, y tiene algo de estrella de rock. Los ojos 3 azul claro y los cabellos
planchados, de un caoba sabio. Aquel ser tan terriblemente vivo sabía hacerte
compartir su agudo sentido de la tragedia y la comedia mezcladas, como uno de sus
autores favoritos, William Shakespeare. Francis Bacon también podía dejarte
desconcertado con su simplicidad y su lucidez, uniendo con naturalidad delicadeza y
violencia, mesura y desmesura.
En mi primera visita, en 1982, Bacon me avisó: «He dormido mal, he tenido
ataques de asma». Aun así estuvo de buen humor y mostró una cortesía exquisita.
Quedé sorprendido al ver el confort elemental y familiar con que vivía desde
comienzos de los años sesenta. Del precario alojamiento inicial, Francis Bacon había
conservado los cordajes a guisa de rampa y el suelo de listones de madera. Las tres
habitaciones se dividían así: dormitorio-rincón del despacho, cocina-aseo y, por
supuesto, el taller, conforme a los clichés aparecidos aquí y allá en la prensa.
En cuanto llego me empuja hacia el rincón del despacho, me ordena sentarme y
desaparece en la cocina, de donde regresa con café. Tengo el tiempo justo de fijarme
en el cubrecama bordado, recuerdo de una de sus estancias en Tánger, una
desvencijada cómoda Luis XIV de Boulle y un canapé de terciopelo descolorido y de
estilo improbable sobre el que se amontonan camisas guardadas en sus fundas de
plástico de la lavandería. Y, por todas partes, libros y más libros. Escritos de
Giacometti, Georges Bataille, Picasso, obras de arte egipcio… Sobre la repisa de la
chimenea están las obras completas de Proust en una edición francesa y, en un marco
dorado, una fotografía de George Dyer, su compañero, que se suicidó en París en
1971. A la escasa, casi íntima luz del cuarto, el artista lee, duerme y recibe visitas.
Detrás de nosotros, un espejo estrellado ocupa todo un paño de pared y devuelve la
imagen difractada de los armarios empotrados de la entrada. Sus brillos concéntricos
son el rastro de un cambio de humor de mi anfitrión, que un día lanzó un cenicero
contra un invitado poco delicado… No me contará más que eso. No insisto.
Conmigo es un hombre afable, atento, accesible, como pocas veces. De vez en
cuando asoma un furor secreto.
En el curso de esas conversaciones, cuando, según el momento, había que ir a
buscar una botella de vino o unas tazas de café, me arrastraba a la cocina-aseo donde
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se distinguía un lavabo pintado y repintado, un tendedero encima de un polibán,
utensilios de cocina junto a los de tocador… Clavadas en las paredes, reproducciones
de sus obras: «Es para vivir con ellas, impregnarme de ellas y, por otro lado, ¿qué
otra cosa puedo poner?».
Finalmente, la habitación importante, el taller. El antro. Un lugar protegido con
celo. La realidad supera con creces lo que hasta entonces había entrevisto en
catálogos y revistas. Cierto que no es el primero ni será el último artista en acumular
tantas cosas: una foto del pintor Walter Sickert acompañado de su mujer en su estudio
muestra el suelo cubierto de estratos de periódicos y de detritos diversos… Sobre el
entarimado de Bacon hay residuos de todo tipo que forman una especie de compost
de sedimentos, una costra rugosa: lo opuesto a la limpieza «clínica» de sus cuadros,
que sin embargo nacen aquí, y cuya anchura no puede exceder la diagonal de la
ventana. Zapatos desparejados, guantes de goma rosa, platos, esponjas viejas, libros
abandonados con páginas rasgadas, fotografías arrancadas… y pirámides de pinceles.
Se disculpa: «Es que toda mi vida no ha sido más que un vasto desorden».
Regueros de colores —anaranjado, violáceo, amarillo vivo, rosa estridente—
corren por el suelo y trepan por la puerta y las paredes. El taller, iluminado por una
claraboya en el techo y una bombilla desnuda, no es sino una paleta inmensa. Y una
invitación a pintar. Este desbarajuste es el centro mismo de la imaginación pictórica
de Bacon. Lo he visto engancharse a un tríptico dedicado al torero Ignacio Sánchez
Mejías, muerto en combate, a partir de un poema de García Lorca. Más adelante
sabré que sólo conservará el cuadro de la derecha del tríptico. El artista no revela
todas sus fuentes, no cuenta sus secretos de fábrica, algunos de los cuales se han
descubierto después de su desaparición al investigar los documentos amontonados en
su taller.
En una de mis visitas —¿fue en la primera?— le propuse sacarle algunas fotos
con una modesta cámara desechable adquirida en el aeropuerto. Son, creo, las únicas
fotos que he hecho en mi vida. Él se prestó al juego, se divirtió posando y me
permitió sacar algunas indiscretas fotos del lugar. Clichés que no tienen más valor
que el testimonial.
Las «conversaciones» que siguen se mantuvieron en francés, lengua que Bacon
dominaba con la picardía de un dialéctico antiguo. Reúnen la mayoría de los grandes
temas que el artista no dejó de abordar, a los que dio vueltas con obstinación durante
toda su vida: el arte, la vida, la muerte, las pasiones, los grandes temas universales…,
pero también su trabajo, sus amistades, sus viajes, sus lecturas, el alcohol, Picasso,
Giacometti, Velázquez, of course, e incluso su interés por el videoarte… Hablar le
divertía. Hablar le excitaba. Hablar era también un arte para él. No dudaba en volver
y volver sobre un tema, desmenuzar una idea, cebarse con una palabra para
desnudarla mejor, armado de varios diccionarios si era preciso…, predicando,
también, a su manera, un discurso sabiamente meditado hasta la más mínima
evocación, como si quisiera, una vez más, dejar a la vista sus demonios familiares.
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Siempre exigente, alguna vez con lagunas. Provocaba —adoraba provocar— y
seducía, no sin humor. Entre las charlas grabadas y las notas que tomé durante
nuestras entrevistas, he tratado de escoger las frases que expresan mejor la
proximidad, sencillez y complejidad —y también la extrema ambigüedad— de un
hombre entregado a su pasión, a la pintura.
F. M.
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CONVERSACIONES CON FRANCIS BACON
El artista me enseña la casa.
FRANCIS BACON: Aquí había dos habitaciones, hice que quitasen un tabique.
FRANCK MAUBERT: Vaya, no hay pantallas, sólo bombillas desnudas como en los
talleres de antaño y… como en sus cuadros.
F. B.: Prefiero las iluminaciones más violentas y no me gustan demasiado las
pantallas, es lo que ponen en los salones de billar. No me gustan las decoraciones
en las casas, es algo inútil.
F. M.: Sin embargo usted fue decorador.
F. B.: ¿Qué vas a hacer cuando eres joven? Cuando eres joven avanzas sin saber
demasiado adonde vas. Así que… por qué no iba a hacer decoración… Pero no
hice nada original.
F. M.: Entonces, antes de consagrarse a la pintura, ¿qué hacía usted?
F. B.: Muchas cosas. ¡De todo, lo que fuese! Empecé muy tarde, ¿sabe usted?
Recuerdo haber sido ayuda de cámara. Que, por otra parte, era muy divertido.
Luego tuve que ser también secretario particular, e incluso vendedor de ropa
interior de señoras… Y luego, como usted ha recordado, decorador. Es gracioso
que yo, que aborrezco la decoración, haya creado muebles y diseñado
alfombras… ¡Qué horror!
F. M.: Así que diseñaba muebles, sillas, mesas, alfombras, espejos… ¿Se pueden ver
en algún sitio?
F. B.: Quizá en Alemania, no sé muy bien dónde; se los llevaron durante la guerra…
Una mujer alemana lo compró todo.
F. M.: ¿De qué estilo era aquel mobiliario?
F. B.: Se parecía más que nada a los muebles cromados de Le Corbusier y de
Charlotte Perriand. En aquella época su trabajo me parecía interesante. Yo
diseñaba mesas, escritorios, sillones con ese espíritu y hasta me había comprado
una de aquellas sillas, que me gustaba como escultura. Pero como silla no era
nada cómoda, en absoluto. Eran objetos bellos, muy «clínicos».
F. M.: ¿De ahí le viene el gusto por lo que usted llama una pintura «clínica»?
F. B.: Yo quería hacer una pintura «clínica» en mi opinión, ¿comprende? Los objetos
de arte más grandes son «clínicos».
F. M.: ¿Podría precisar ese término, por favor?
F. B.: En inglés se dice «clinical». De modo que cuando empleo la palabra «clínico»
quiero decir el realismo más total. Como hoy día es imposible de definir, es
imposible hablar de él.
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F. M.: Clínico ¿es algo frío, distante?
F. B.: Una especie de realismo, pero no tiene por qué ser frío. Ser «clínico» no es ser
frío, es una actitud, es como cercenar alguna cosa. Pero es verdad que todo eso
está relacionado con la frialdad y la distancia. A priori, no hay sentimientos. Pero,
paradójicamente, puede provocar un enorme sentimiento. «Clínico» es estar lo
más cerca posible del realismo, en lo más profundó de uno. Algo exacto y tajante.
El realismo es algo que te turba…
F. M.: ¿Una relación directa entre su vida y su pintura quizá?
F. B.: Sí, sin la menor duda lo primero es trabajar sobre uno mismo… Yo querría
lograr una pintura «clínica», en el sentido en que Macbeth es clínica. Los grandes
poetas son unos formidables activadores de imágenes. Sus palabras me resultan
indispensables, me estimulan, me abren las puertas del imaginario.
F. M.: Tengo la impresión de que le atrae la poesía, desde luego, pero sobre todo las
tragedias. ¿Son esos textos los que actúan como disparadores de imágenes o son
las palabras las que le ayudan y le impulsan a ir más allá?
F. B.: No lo sé. ¿Quién incita a quién? Una imagen lleva a otra, sugiere otra. Los
poetas me ayudan a ir más allá, sin duda, como dice usted. Me gusta la atmósfera
en la que me sumergen. Pueden conducirme hasta el éxtasis. A veces basta una
sola palabra. A este respecto Esquilo no tiene rival. Los poetas me ayudan. A
pintar, sí, y sobre todo a vivir. Shakespeare puede decir cosas muy agudas… Pero,
a veces, hay demasiada palabrería, muchos vuelos líricos. Me gusta, por encima
de todo, Macbeth… Nada más terrorífico, más horrible que Macbeth. Es un
concentrado del mal.
F. M.: Parece que para pintar necesita el choque de unas palabras o unas imágenes.
¿Le resulta verdaderamente indispensable?
F. B.: Yo soy así. Las cosas corrientes, ordinarias, no cuentan para mí. No me gustan
las cosas anodinas. Es algo más fuerte que yo. Cuando leo los versos de «The
Second Coming» de Yeats me siento más conmovido que ante cualquier pintura
histórica o imagen de guerra.
Se levanta, coge de un estante la recopilación de Yeats y lee con una voz casi
neutra, sin énfasis:
And what rough beast, its hour come around at last Slouches towards
Bethlehem to be born.
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F. M.: Lo que le conmueve ahí es el arte de Yeats, la intensidad dramática de sus
versos, no sólo la brutalidad de la imagen.
F. B.: Exactamente. El poder y la fuerza de sus palabras, y también su dimensión y
visión profética.
F. M.: ¿Cómo se las arregla en la leonera que es este taller? Toda esta «suciedad» está
en oposición a su idea de la pintura «clínica», ¿no cree?
F. B.: Es verdad, todo está un poco asqueroso, pero eso no es lo esencial. A veces
hasta me ayuda… Lo esencial está en otra parte.
F. M.: Sus «detonadores» pueden ser también fotografías o imágenes, ¿no?
F. B.: Sí, por supuesto, imágenes animadas, como las del ojo cortado de Un perro
andaluz, de Buñuel y Dalí. ¡Es fantástico! La foto me echa una mano, me sirve de
apoyo, me recuerda y me provoca imágenes. La fotografía me permite arrancar;
después borro, resto, hago desaparecer. Al final de todo ya no queda gran cosa de
la fotografía del principio. De hecho, me libera de la necesidad de exactitud. Es
un disparador maravilloso. ¿Sabe usted?, desde que se inventó, la fotografía ha
transformado totalmente la pintura y la visión de los pintores. La fotografía
engendra otras imágenes. ¿Quién puede ignorarla? Hay instantáneas que ningún
pintor hubiera podido captar. Movimientos…
F. M.: ¿Está pensando en los clichés de Eadweard Muybridge, cuyo trabajo fue
precisamente la descomposición de los movimientos, o incluso en los de Marey?
F. B.: Hacia finales de los años cuarenta un amigo me enseñó las láminas de Human
and Animal Locomotion y de The Human Figure in Motion: eso fue un
descubrimiento valiosísimo para mí, para el enfoque del movimiento de los
cuerpos, pero faltaba la emoción… Intento siempre ir más allá de la fotografía.
F. M.: La imagen le resulta necesaria, pues, es un punto de partida…
F. B.: Sí, la imagen es una fuente, y más todavía un detonador de ideas, pero
considero que la palabra aún es más fuerte. Sugiere, es aún más violenta. Me
gusta la fuerza de las palabras. ¿Quién puede sustituir a Yeats, a T. S. Eliot,
Shakespeare, Racine, Esquilo? La lectura de Esquilo me impone y hace surgir de
mí imágenes. Nunca me cansaré de ello. Esos autores me excitan. Su poder sigue
siendo irreemplazable para empujar a la realidad y hacerla todavía más cruda.
F. M.: Comprendo que la pintura negra de Esquilo, con todos sus crímenes y su
horror, le haya seducido, a su lado Macbeth es casi insignificante…
F. B.: Sí, la Orestíada es considerable, hay en ella una belleza, un vigor y una
profundidad incomparables. E incluso humor…
F. M.: El otro día me confesó haber acudido, de todas maneras, al Museo de Ciencias
para observar de cerca imágenes científicas…
F. B.: Es verdad, ando siempre al acecho: quería pintar un grupo de retratos. Buscaba
una especie de parrilla sobre la que colocar los retratos. Y no se me ocurrió nada.
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Todas esas teorías no valen gran cosa. Salvo lo que se puede hacer con ellas, claro
está.
F. M.: Creo que el impacto de la niñera en El acorazado Potemkin de Einsenstein
también fue importante…
F. B.: Sí, Potemkin… Esa niñera que grita, que llora, me ha perseguido, obsesionado,
no lo sabe usted bien… Intenté utilizar esos clichés para la boca, claro, pero la
cosa no funcionaba, nunca funcionó. La imagen de Einsenstein es mejor. También
encontré un libro, cuando estaba en París, con láminas sobre las enfermedades de
la boca, unas láminas en color magníficas… Del mismo rojo que la sotana del
papa. Todo eso me obsesionaba.
F. M.: ¿Le han interesado otros cineastas?
F. B.: Me gusta el primer Buñuel o, en otro género, el cine de Antonioni al que me
siento próximo, el de El desierto rojo, La notte… En Francia, Jean-Luc Godard.
Pero se me olvidan los títulos: ¿Alphaville? ¿Pierrot el loco? ¿Algunas cosas que
sé de ella? No he visto todas sus películas, pero me gustan sus imágenes brutales
y la atmósfera de sus películas. Hay algo que conmueve en el rostro de Anna
Karina. También es autor de una historia del cine que se desarrolla como una
historia de imágenes sucesivas. Los cineastas son unos grandes inventores de
imágenes, pero a menudo se pierden un poco por culpa de los problemas de
dinero.
F. M.: ¿Hay alguna película que le haya marcado más recientemente?
F. B.: Esa película de un realizador húngaro, István Szabó, Colonel Redl, con ese
actor tan magnífico, Klaus Maria Brandauer, en el pellejo de un homosexual
reprimido. Tiene la magia de los negros, los rojos y las iluminaciones en tonos
cobrizos… Creo que en gran parte está inspirada en una historia real. También
hay una obra de teatro sobre esa historia, Un patriota para mí, de John Osborne.
F. M.: ¿Cuál fue la primera obra de arte que le marcó?
F. B.: Son recuerdos muy lejanos. Apenas debía de tener veinte años. Vivía cerca de
Chantilly, en casa de una familia con la que aprendía francés, y decoraba pisos.
¡Qué horror! Cerca estaba el Museo Condé, donde había visto una pintura
admirable de Nicolas Poussin, La matanza de los inocentes. Estuve mucho tiempo
impresionado… El grito más bello de toda la pintura.
F. B.: Ése lo descubrí más adelante.
F. M.: ¿Fue ese cuadro de Poussin el que le suscitó las ganas de pintar? ¿Cuál fue su
disparador?
F. B.: No, no fue eso exactamente, pero adoro las composiciones de Poussin. Y sus
azules, y sus amarillos. ¡Son magníficos! Su grito me hizo reflexionar, quise
representar el mejor grito humano. El disparo se produjo un poco más tarde, con
Picasso. Sobre todo Picasso. Su exposición en París, en la galería Rosenberg,
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donde me había llevado mi tío, fue para mí un choque visual. Era en 1928 o 1929,
no sé muy bien. En ese momento me dije: «Voy a intentar hacerlo yo también».
Era el período de Dinard, representaba a aquellas mujeres de cuerpos enormes. Ya
sabe, esas escenas de playa en las que unas mujeres de cuerpos poderosos abren y
cierran casetas de baño. En aquel momento experimenté un sentimiento extraño.
Y todavía hoy es para mí una fuente de sensaciones. Al salir de la galería tenía
auténticas ganas de pintar.
F. B.: Lo probé, me lancé a hacer dibujos, acuarelas, nada demasiado definitivo.
F. M.: Entonces, el verdadero disparador, ¿cuál fue?
F. B.: Más adelante, en Londres, hubo otro «disparador», como dice usted, ante el
mostrador de la sección de carnicería de Harrods, los grandes almacenes. No se
sabe por qué te emocionan ciertas cosas. Es verdad, adoro los rojos, los azules,
los amarillos, la grasa de la carne. Somos de carne, ¿no? Cuando voy a la
carnicería siempre me parece sorprendente no estar allí, en el sitio de los trozos de
carne. Y luego, hay un verso de Esquilo que atormenta mi espíritu: «El olor a
sangre humana no se me quita de los ojos»…
F. B.: La carne ha impresionado de verdad todos mis instintos. Fue un choque visual.
Magníficamente visual. Me dije, mira, se podría hacer algo con todas esas cosas
que te emocionan. De vez en cuando hay algo que nace de ahí y se convierte en
un material de trabajo. Y yo me lo he apropiado. Era algo que me venía muy bien.
F. M.: La carne forma parte de la historia de la pintura desde hace mucho tiempo. De
todas formas, ¿no conocía a Rembrandt, por ejemplo, antes de experimentar esas
emociones?
F. B.: No. Y no se trataba de una emoción estética, ya que nuestras emociones
raramente son estéticas… Era Rembrandt el que decía: «Echaos para atrás: el olor
de la pintura no es sano».
F. M.: ¿Por qué poner siempre los cuerpos al descubierto?
F. B.: Como le he dicho, mi pintura es, en primer lugar, instinto. Es un instinto, una
intuición que me empuja a pintar la carne del hombre como si se expandiese fuera
del cuerpo, como si fuera su propia sombra. Yo la veo de esa manera. El instinto
está mezclado con la vida. Trato de situar el objeto lo más cerca posible de mí y
me gusta esa confrontación con la carne, esa auténtica desolladura de la vida en
estado bruto.
F. M.: De todas formas, sus personajes están deformados, ¿no?
F. B.: No, yo no deformo por el placer de deformar; no están sometidos a tortura.
Pruebo, intento transmitir una realidad de la imagen en su fase más desgarradora.
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Pero puede que no lo consiga.
F. M.: Pinta con frecuencia hombres desnudos. ¿Se ha censurado usted alguna vez?
F. B.: Un artista no se censura jamás, ¿sabe? (Pausa). Bien, ¿me pregunta si tengo
obsesiones más fuertes? (Risas). Nunca he querido pintar pornografía. He
preferido sugerir, me parece algo más potente; y, después de todo, ¿acaso no
somos hombres desnudos frente a los sentimientos?
F. M.: Se podría afirmar que su pintura es autobiográfica…
F. B.: En un momento dado pensé en contar toda mi vida, como un reportaje, desde el
nacimiento. Pero luego abandoné la idea. ¿Sabe?, mi vida es un auténtico
desastre. Nunca he conseguido lo que quería.
F. M.: Practica, a su manera, un autoanálisis…
F. B.: Puede ser que, a fin de cuentas, lo que hago sea un largo análisis, permanente,
sobre mí mismo. (Ríe). Eso me recuerda el «desarreglo de los sentidos» del que
hablaba Arthur Rimbaud. Sí, puede ser que sea eso lo que pongo en práctica.
Trabajo sobre mí mismo.
F. M.: Ha dicho usted en algún sitio: «Siempre he sido un optimista, aunque no creo
en nada».
F. B.: En nada. Nada. Cuando estamos muertos, ya no servimos para nada. Ya sólo
queda que te metan en un saco de plástico y te tiren a la basura, ¿comprende?…
F. M.: Muy bien, entonces, ¿no hay perdón, fe ni religión?
F. M.: Nada de religión, vale, aun así, se ha detenido en el tema de la crucifixión. ¿No
empezó usted pintando crucifixiones, y pintó más durante la guerra?
F. B.: Sí, pero aquello no era religioso.
Silencio.
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El rostro de Francis Bacon ejerce cierta fascinación. Siempre en movimiento.
Asimétrico, da la impresión de desarticularse. Los párpados se pliegan, el ojo gira,
la boca se tuerce. Viéndole hablar, ¿cómo no pensar en uno de sus autorretratos?
FRANCK MAUBERT: Creo que era André Bretón quien decía a propósito de Marcel
Duchamp: «Hay personas que nacen extraordinarias y otras que se vuelven
extraordinarias».
FRANCIS BACON: ¿Extraordinarias? ¿Sabe usted?, mucha gente me dice que soy un
gran pintor. Pero yo no sabré nunca si soy un gran pintor… Pinto sólo con el
instinto. Pruebo apenas a recrear las imágenes que tengo en el cerebro.
F. M.: ¿Aprendió a pintar?
F. B.: En absoluto. Nunca sé cómo hacer un cuadro. La idea me viene —o no me
viene— trabajando. Si pinto, ¿sabe usted?, es un poco por casualidad. Aprendí
solo y nunca pensé que mi pintura despertaría interés. El hecho de vivir es una
oportunidad. Nunca pensé en hacer carrera, como suele decirse. He trabajado y
trabajado. Durante diez años, lo destruía todo. ¡Y todavía a veces pienso que
debería de haber seguido destruyéndolo todo!
F. M.: ¿Y por esa razón, por esa necesidad continúa?
F. B.: Continúo tal vez porque la obsesión se me va de las manos. La creación es una
necesidad absoluta que borra todo lo demás. Yo no pensaba ganarme la vida con
la pintura, sólo quería explicarme a mí mismo. La creación es como el amor, no
puedes hacer nada contra ella. Es una necesidad, eso es. En el momento no sabes
muy bien cómo llegan las cosas. Lo importante es que llegan. Para uno mismo, y
ya está. Después siempre puede divertirse uno buscando explicaciones… En lo
que a mí concierne, ante todo es para mí mismo. Por supuesto que si puedes vivir
de la pintura, mucho mejor.
F. M.: Es usted autodidacta y ha empleado técnicas que sólo son suyas…
F. B.: Nunca sé cómo hacer un cuadro. Trabajando he descubierto algunos trucos. Por
ejemplo, preparo las telas por el revés del lienzo. La técnica es necesaria, pero
para pintar lo primero que hace falta es que los músculos y el pincel se pongan de
acuerdo. Un día me divertí mucho con dos especialistas de la Tate Gallery que se
interrogaban delante de uno de mis cuadros, el retrato de Eric Hall, que el museo
acababa de adquirir. No entendían cómo había realizado sobre aquel lienzo el
material de una chaqueta de espiga, imitando la franela. Estaban convencidos de
que era pastel: se quedaron pálidos cuando les expliqué que simplemente había
metido el dedo en la costra polvorienta que cubre el suelo de mi taller. ¿Qué
mejor que el polvo como material para un traje gris? Es ideal y aquí tengo para
dar y tomar. Después lo fijé, como si fuera pastel, sobre una aguada ligera en gris.
Este tipo de cosas no te las enseñan en Bellas Artes. Así que es verdad, no he
aprendido nada en ninguna escuela de arte. Pero cuando se mira alrededor y se ve
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a los que han salido de allí… Es un desastre. No lamento nada. Bueno, sí, lamento
no haber aprendido el griego antiguo. Eso sí lo lamento. De ese modo hubiera
podido leer mis autores en los textos originales. Por desgracia, por mi falta de
cultura tengo que contentarme con las traducciones. Es un poco frustrante.
F. M.: ¿Qué consejos le daría a un joven pintor?
F. B.: ¿Consejos? Pues ninguno, ningún consejo en especial. Sólo que se acepte. Y
que acepte lo que es. Y que trate únicamente los temas que le absorben y
obsesionan, los que habitan y afirman su pensamiento. Que se aleje de todo lo que
es puramente decorativo. La decoración, ¡qué horror!
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Otro día.
Estamos sentados ante su mesa atestada de libros, de documentos diversos, de
botellas y vasos…
Francis Bacon ha preparado café.
F. B.: Perdone todo este desorden… Ya está bien de café. Hoy vamos a tomar un poco
de champán, ¿le parece?
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también ese famoso Júpiter que hizo…
F. B.: Sí, ¡magnífico! Está en Aix-en-Provence, donde también pude admirar ese
autorretrato de Rembrandt con gorra. Había ido en coche con unos amigos
haciendo una especie de gira. Luego nos fuimos a Castres a ver los Goya.
Recuerdo que a las nueve de la mañana las calles de Castres estaban desiertas.
Normalmente no me gusta mucho Goya, pero, allí, ¡qué grandeza! La ]unta de
Filipinas es un cuadro sorprendente, con todos aquellos personajes, los miembros
del Parlamento, los magistrados: todas esas figuras son de una ligereza tan
grande, de una transparencia tan fluida que parecen hechas de aire y de pintura. A
continuación nos acercamos a Albi a ver a Lautrec. Sus retratos son casi
caricaturas y la caricatura se aproxima más a lo real. Adoro toda la obra de Henri
de Toulouse-Lautrec que hay en su encantador museo.
F. M.: ¿Aprecia también los Goya del Prado?
F. B.: Sus pinturas negras de la Quinta del Sordo, desde luego… Pero Velázquez…
Velázquez es otra cosa. El gran arte enriquece la vida, la existencia. Estaba en
Madrid, solo, con un amigo. En el Prado había una huelga, pero una mujer nos
dejó entrar. Y estuvimos solos delante de los Velázquez, sin todos esos
japoneses… La restauración de Las meninas ha sido un gran éxito. Fue algo
magnífico. ¿Sabe, Franck?, estoy obsesionado con Velázquez.
F. M.: Lo ha declarado usted a menudo, y se comprende. Está también el cuadro del
papa Inocencio X que se encuentra en Roma. ¿Le obsesionaba?
F. B.: Es excepcional. Y, por lo que sé, obsesiona a casi todos los pintores, ¿no?
F. M.: Sin duda, pero a usted más.
F. B.: Cuando hice mi primer papa no me salió como quería, ¿sabe…?
F. M.: ¿Quiere decir que le salió mal, que el tema en sí se le escapó?
F. B.: En aquel momento lo que quería hacer era la boca. Sólo la boca del papa
gritando.
F. M.: No obstante se detuvo sobre el tema de los papas. Y también sobre el de la
boca. Pero en cuanto a los papas… Volvió sobre el tema en varias ocasiones, con
años de intervalo.
F. B.: Velázquez es el punto de partida, y luego, después, me dejo llevar por el azar…
Velázquez me ha servido una y otra vez, es un ejemplo, ¿no?
F. M.: Dalí decía que ante las pinturas de Velázquez se veía hasta qué punto uno es
una nulidad.
Se incorpora.
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absorbe todo. ¿Qué artista no está influido por otro? Tomas de otro lo que puedes
si te hace falta. Todos los pintores hablan de otro pintor y a veces roban cosas de
otro. Es necesario intentar ir más allá. Yo lo probé con mis variaciones en torno al
retrato del papa Inocencio X, en los años cincuenta, pero no estoy contento de
esos papas.
F. M.: ¿Había visto el cuadro de Velázquez antes de emprender su serie?
F. B.: Sólo en reproducciones, y ¡en blanco y negro! La idea de un papa en
movimiento me vino de la acción. Cuando doy la primera pincelada sobre la tela,
no sé adonde voy. En fin, casi no lo sé, hay mucho de azar. Cuando se forma la
imagen me gusta el accidente. Así que he aprendido a organizar el azar. De
manera que terminé la serie ¡en menos de quince días! Trabajé muy deprisa, sin
preparación. Pero ¿sabe?, no me quedé muy satisfecho con esos papas, el
resultado no se corresponde con lo que quería.
F. M.: ¿Y qué quería?
F. B.: Al principio me interesé en la boca, sólo la boca. Todo el interior, sus formas y
sus colores. Tenía aquel libro sobre las enfermedades de la boca y quería tratarla
como una puesta de sol de Monet. El asunto fracasó, por supuesto. Quizá algún
día lo consiga…
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En su taller, a la vuelta de un almuerzo bien regado.
Se ríe.
F. B.: Por la noche siempre acabábamos en el Dean’s Bar, que regentaba Dean, mitad
inglés, mitad egipcio. Todo tenía tanta gracia, era tan divertido en aquel tiempo… Me
gustaba Tánger, la casbah se ha conservado bien y el vino no es tan malo. Desde la
desaparición de Jomeini hay muchos iraníes. ¡La colonización ha triunfado!
Marruecos es el Canadá del mundo árabe, aunque con menos árboles; {Risas).
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F. B.: Y a mí me gustan los marroquíes, son una gente encantadora. Adoran el
whisky, pero no pueden beberlo. Casablanca es una ciudad triste, prefería
Mogador, que después se llamó Essaouira, y su paseo al borde del mar, ese
precioso puertecito de pescadores de la costa atlántica al sur de Casablanca. Pero
hoy día es un país que, como muchos otros, se ha vuelto demasiado turístico… En
aquel tiempo era extraordinario y divertido. Tenía ese aroma de lo prohibido… Al
lado de la ciudad vieja han levantado una ciudad nueva: a mi modo de ver, un
desastre… Entonces me veía con muchas personas que no eran aceptadas por la
sociedad convencional.
Hoy todo ha cambiado. Está más de moda Marrakech, ¿no? Tánger se ha vuelto
demasiado sofisticada, demasiado mundana y amanerada. Van allí en jets
privados. Todo ha cambiado en Marruecos, quizá hasta los camellos…
Se ríe a carcajadas.
F. B.: «That’s all the facts when you come to brass facks: birth and copulation, and
death…» [Eso es todo cuando vas directo al grano: nacimiento, cópula y
muerte…].
Me gustan estos versos de T. S. Eliot, ¿qué más se puede añadir a eso? Nacemos
solos, morimos solos. Y si conseguimos hacer algo entre esas dos cosas, tanto
mejor. La vida es la aventura más grande de todas, ¿no?
F. M.: Y la creación…
F. B.:… y la creación. Quizá.
F. M.: En Francia el Estado suele ayudar y mantener a sus artistas. ¿Qué piensa usted
de esas ayudas?
F. B.: No es bueno ahogar a los artistas con ayudas. Eso conduce a lo convencional,
al academicismo y, en cierto modo, a una normalización del arte. Y todo el
mundo termina haciendo las mismas cosas. Actualmente hay demasiado
academicismo: ninguno de esos artistas persistirá, aunque nadie sabe lo que
pasará con el tiempo. Sucederá más o menos lo mismo que pasó con toda aquella
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pléyade de pintores pompiers del siglo XIX.
Se calma al momento.
F. B.: ¡Ah, el dinero! ¡Mi dinero! El dinero, ¿sabe usted?, me importa un bledo. ¡No
me dedico a la pintura por dinero! Doy bastante. La mayor parte de lo que gano es
para mi hermana, y para uno de mis amigos más queridos. {Risas). Mi hermana es
nueve años menor que yo y vive en Sudáfrica. Y pago impuestos, ¿sabe?, que
aquí en Inglaterra son enormes. Me quitan más de la mitad de lo que gano, pero
me importa un bledo. No me parece escandaloso. Hay que ayudar a los hospitales,
por ejemplo. Ahora los servicios de salud están cambiando…
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F. M.: Dicen que a veces reparte fajos de billetes entre desconocidos, por la calle, de
noche…
F. B.: ¿Quién le ha contado eso? Sí, es verdad, ha ocurrido alguna vez, por la noche,
en la calle… ¿Qué importancia tiene?
F. M.: De todos modos, con su dinero ayuda también a personas cercanas en
dificultades, es generoso…
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retrospectiva en la Tate Gallery. Me gustan mucho sus trabajos, sobre todo los
retratos, pero ya no nos vemos nunca. Las amistades nacen y se deshilachan. Mis
amigos están muertos. Y al envejecer cuesta mucho más hacer amistades.
F. M.: ¿Es un solitario?
F. B.: En cierta forma. Voy conociendo gente en los pubs, pero la gente no me quiere.
F. M.: ¿Y la crítica?
F. B.: ¿Qué crítica? (Una pausa; luego, adopta un tono casi jovial). Alguien escribió
a propósito de mi pintura: «La carne del reverso de la cara, que mira». Eso me
parece bastante ajustado, ¿no?
F. M.: Una cabeza-carne… Dice usted que no es querido, sin embargo disfruta de una
notoriedad internacional.
F. B.: No me puedo quejar. Mis cuadros son muy difíciles de vender. Es aberrante la
moda de comprar telas para adquirir una identidad. Es verdad, ¿no? A los
compradores eso les ayuda a existir. Hoy día la pintura se toma demasiado como
una inversión.
F. M.: Ciertos artistas contemporáneos lo han entendido perfectamente y hacen de su
trabajo una mercancía.
F. B.: Hoy día todo es tan falso, tan fabricado, tan artificial. Como Schnabel… Cito a
Schnabel, pero hay muchos otros. Yo amo la pintura de verdad, la pintura que no
miente.
F. M.: ¿Y la pintura de su compatriota David Hockney?
F. B.: Traté mucho a David, pero ya no lo veo nunca, como me ha pasado con los
demás. Su exposición en la Tate tuvo mucho más éxito que la mía. Es más
halagador, se podía ir a ver con la familia.
F. M.: ¿Y los otros pintores?
F. B.: En la pintura contemporánea no hay nada. Siempre he tenido la esperaba de que
salieran jóvenes, pero no hay nada. Lo triste es que hoy en día todo es demasiado
académico. Picasso le retorció el cuello al academicismo… En sus retratos, como
Dora Maar o Marie-Thérèse Walter, se ve el interior del ser.
F. M.: Y… ¿Balthus?
F. B.: Academicismo logrado. Mi preferido es el Tassage de Commerce Saint-André-
des-Arts, con el enano…
F. M.: ¿Y qué piensa de los artistas que utilizan el vídeo, esos que llaman
«videoartistas»?
F. B.: ¡Ah! Me gustan sobre todo las «videoesculturas» de una artista, belga, creo,
Marie-Jo Lafontaine. En particular su trabajo a partir de García Lorca. Recreó el
espacio de una plaza de toros con varios televisores. El espectador se encontraba
cercado por las imágenes. Me acuerdo también de Victoria; era interesante: dos
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mujeres que disputaban. Era extraordinaria, añadía un imposible… Y en White
Chapel, en 1986, que se titulaba, creo, Las lágrimas de acero: piensas que estás
mirando unas caras, pero son ellas las que te ven y te miran fijo.
F. M.: ¿Se puede aprender a ver, a ser sensible y receptivo?
F. B.: Es difícil explicar por qué Joyce es un gran escritor. Ulises es su mejor libro,
allí ha torturado, triturado, despedazado el idioma… Inventó una técnica, un
estilo, que va bastante lejos. Me gustan los que investigan, los que desmontan, los
que deshuesan, los que inventan. De ahí mi gran interés por la obra de Picasso.
Picasso me gusta muchísimo.
F. M.: ¿Qué le apasiona tanto de Picasso?
F. B.: Todo. Todo Picasso. Como hombre es fascinante. Y su abundante obra, tan
imprevisible. Sus esculturas, sus dibujos. Si no llega a ser por él, creo que yo
jamás hubiera tocado un pincel.
F. M.: Tiene usted también una verdadera pasión por el arte egipcio.
F. B.: Adoro el arte egipcio. La estatuaria egipcia es algo que nos está gritando de
verdad.
F. B.: La estatuaria egipcia es la más grande del mundo. ¡Mire, mire! Este escriba con
los ojos perfilados en verde, por ejemplo: es de un realismo que te salta a los ojos
como un estallido. Es lo que querían hacer los surrealistas pero no lo consiguieron.
Sólo, tal vez, Picasso ha llegado a ello alguna vez.
F. B.: Lo siento mucho, pero sólo la pintura me mueve a intentar hacer alguna cosa,
sólo la pintura me incita a expresarme. He probado con la escultura, hace ya tiempo:
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no salió nada. Nada. ¿Quiere un vaso de vino blanco? Tengo un Chardonnay en la
nevera.
F. B.: Este vino es un poco dulce, ¿verdad? Es difícil encontrar buenos vinos en
Inglaterra. Los hay, pero a precios desorbitados, sobre todo el blanco. Es muy caro,
pero bueno… Muchas veces lamento no tener mi apartamento en París. Estaba en la
calle de Birague, entre la plaza de los Vosgos y la calle Saint-Antoine. Tenía un
cuarto grande en el segundo piso, la luz era buena. Mejor que aquí. Pinto siempre con
luz del día. Y adoro la luz de París. La prefiero a la de Londres. Pero ¡allí prefería
salir que trabajar! París es, para mi gusto, la ciudad más bella del mundo. Voy de vez
en cuando, como he hecho siempre. Le dejé el estudio a Michael Peppiatt. En París
me paseo, pero allí conozco muy poca gente. En el mismo inmueble de la calle de
Birague, que era muy antiguo, vivía aquel pintor de origen yugoslavo, se llamaba…
F. M.: ¿Velickovic?
F. B.: Eso es, Velickovic. Tenía un apartamento estupendo. Era encantador, pero sus
trabajos no me gustan demasiado. Puede que se inspirase un poco en lo que hacía
yo. Pero, por qué no «pillar» de los demás si así se va más lejos… Su mujer era
un poco…, ¿cómo lo diría? Intrigante.
F. M.: Creo que Velickovic utilizó flechas, como usted. Ya sabe, como cuando señala
una rodilla herida, por ejemplo. Por cierto, discúlpeme, pero nunca he
comprendido para qué sirven esas flechas.
F. B.: Es verdad, ya no tienen razón de ser, no es el primero que me lo dice. Esas
flechas son una manera de señalar, de subrayar, de insistir. Pero ahora me parecen
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más bien ridículas. Las encuentro inútiles, igual que usted. Tiene toda la razón. Si
se añadiera una flecha al rostro de este escriba, por ejemplo, sería una idiotez.
(Me señala la reproducción de un busto en el libro de antigüedades egipcias).
F. M.: Actualmente los pintores que le imitan son multitud.
F. B.: ¿Lo cree de verdad?
Silencio.
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F. M.: Quizá un poco más que la de cualquiera.
F. B.: Cuando eres joven eres un poco estúpido.
F. M.: ¿Cómo fue su infancia?
F. B.: Sufría crisis de asma, ¿sabe? Eran desastrosas, con todo el polvo que había en
las cuadras. Y no soportaba a mi madre, recuerdo la horrible cabeza de jabalí que
ordenaba hacer a los cocineros. Sobre todo odiaba a mi padre.
F. B.: No sentía nada por mí, como si yo no existiese. Sólo lo vi llorar cuando murió
mi hermano, que tenía catorce años. Pero nunca por mí.
F. M.: Era criador de caballos cerca de Dublín, ¿verdad?
F. B.: Entrenador y criador, pero sobre todo apostaba. Mi madre poseía una pequeña
fortuna.
F. M.: De ahí que le guste a usted el juego…
F. B.: Puede ser. Me gusta mucho jugar a la ruleta. Me encanta el azar en todos los
terrenos. Pero, de todas maneras, siempre se acaba perdiendo, ¿no?
F. B.: Detesto Irlanda. Nací allí, pero mis padres eran ingleses. Mi padre era
protestante y me bautizaron como protestante; en realidad él no era protestante, ni
yo tampoco. Me eximo de las religiones.
F. M.: De todos modos, ¿conserva algún recuerdo feliz de la infancia?
F. B.: Quería mucho a mi abuela, era maravillosa, se casó tres veces, daba unas fiestas
fabulosas, a las que acudió el Aga Khan. Me acuerdo de las habitaciones con
paredes redondas de su casa, Farmleigh. Yo dormía en uno de esos cuartos
redondeados.
F. M.: ¿Redondeados como las formas que pinta?
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a un amigo. Me daba tres libras al día.
F. M.: ¿Tenía usted conciencia de su homosexualidad?
F. B.: ¿Conciencia? ¡Ja, ja, ja! Me acostaba con los mozos de cuadra, adoraba la
compañía de los palafreneros, eso es todo. Era homosexual de pies a cabeza, eso
sí.
F. M.: ¿Cómo se vive la homosexualidad a los quince años?
F. B.: Como un hándicap, ¿sabe? No había nada que hacer…
F. M.: Entonces, ¿era difícil?
F. B.: Siempre amaba a personas mayores que yo. Desde esa perspectiva, era un
proscrito, y sigo siéndolo. Creo que no soy natural. Eso no es la vida. ¿Sabe?, el
amor es una enfermedad dolorosa, penosa, pero es una necesidad.
F. M.: «El amor […] un crimen para el que no se puede prescindir de un cómplice»,
decía Baudelaire.
Risas.
Risas.
F. B.: Y los padres de familia. Pero ¿sabe?, también he hecho el amor con una mujer,
Isabel Rawsthorne, una mujer muy guapa que fue la modelo de André Derain y
amiga de Georges Bataille.
F. B.: ¿Cuáles eran sus ambiciones de niño? ¿Qué quería hacer o ser?
F. B.: ¡Pues nada! Nada en absoluto. No quería hacer nada. Soñar, quizá. ¿Para qué
iba a plantearme preguntas a esas edades?
F. M.: Entonces, ¿qué sucedió cuando su padre lo encomendó a ese «amigo»?
F. B.: Quería que me educase. Era un gran seductor de mujeres. Viajamos juntos por
Europa. Nos hospedamos en hoteles de lujo y nos instalamos en Berlín. Debió de
ser en 1926. En esos momentos era la ciudad más libre del mundo. Y en cuanto a
la educación…, me vi metido en el ambiente de El ángel azul.
F. M.: ¿Y qué se hace en Berlín a los dieciséis años?
F. B.: El Berlín de aquella época era difícil, y creo que más adelante influyó en mi
pintura sin que yo fuera consciente. Todas las noches recorríamos los mismos
bares y cabarets. En la calle había pequeños espectáculos de teatro. Yo no me
preguntaba nada. Era maravilloso, me lo pasaba muy bien. Aquello debió de
marcarme enormemente. Fueron meses y meses de decadencia. A mí me
encantaba. Era muy excitante.
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F. M.: Era en plena época del expresionismo alemán.
F. B.: Sí, pero eso a mí no me interesaba en absoluto, nunca he apreciado el
expresionismo; es un estropicio, el estropicio de la pintura de la Europa Central.
No tuve ningún encontronazo. ¿Quiere un poco más de vino?
F. B.: Me gustan mucho Louis Aragón y Marguerite Duras. Esta escribió en alguna
parte: «Para crear, hay que meter la libertad en prisión».
F. M.: Es una frase… ¿De verdad la cree?
F. B.: Muchas veces sí. No sé, me parece que sí. Marguerite estuvo aquí, ¿sabe?, vino
con Sonia Orwell, las dos amigas de Michel Leiris. Sonia tradujo Días enteros en
los árboles. Se marcharon las dos a Polonia. Luego se pelearon. No tenían las
mismas ideas políticas, creo. Sonia era vecina mía en Londres. Después vendió lo
de aquí para alquilarse un piso en París, en la calle Assas, al que yo iba; también
Marguerite me invitaba a su casa de la calle Saint-Benoît.
Bacon sirve un vaso de Chablis a cada uno y después prosigue con sus recuerdos.
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F. B.: Sí, así es. Aún añadiría que entre los dos se hace lo que se puede. Pero, de todas
formas, cuando me muera estaré encantado si me encuentro con algo, y da igual si
ese algo es feo…
F. M.: ¿Cómo definiría usted la pintura?
F. B.: Pintar es la búsqueda de la verdad. Pinto sólo para mí. Sólo para mí. Van Gogh
casi lo consiguió. En una de sus extraordinarias cartas a su hermano, escribió:
«Lo que hago tal vez sea una mentira, pero eso evoca la realidad con más
precisión». Se necesita la mentira para llegar a la realidad. La verdad cambia,
¿sabe? La verdad es la mentira. Basta con observar a los políticos, a los
economistas… ¿Quién posee la verdad? Nadie posee la verdad de una vez para
siempre. Y, además, no merece la pena hablar de la pintura porque, al final, no se
dice nada en absoluto. Cuando se habla de pintura siempre me encuentro un poco
perdido.
F. M.: ¿Hablaba de ella con otros pintores?
F. B.: En cierta ocasión, hablaba con Giacometti sobre Picasso. Me dijo: «Sí, pero
¿por qué todas esas variaciones?». Yo le contesté: «Sí, pero ¿por qué no?». Es su
forma de trabajar. Nadie puede reprochárselo.
F. M.: Es verdad que desde la primera Crucifixión también su trabajo es homogéneo,
parece que cave siempre el mismo surco.
F. B.: Sí, no puedo hacer otra cosa, prosigo mi trabajo, la misma obsesión, no puedo
hacerlo de otro modo. Pienso que no se cambia nunca. Hasta Picasso, en el fondo,
ha hecho siempre lo mismo, a pesar de todas sus épocas, excepto el cubismo.
Seguimos nuestro camino. Eso es; eso es lo que me empuja a seguir adelante.
Sabemos que eso no es posible. Sabemos que la vida no va a continuar, pero lo
aceptamos, no tenemos otro remedio que aceptarlo. Y eso te ayuda, incluso, a
vivir.
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todos los grandes artistas, siempre se trata de un extra. La pintura es una lengua
en sí misma, es un idioma aparte. Nadie es capaz de hablar de ella. ¿Y para qué
hablar de ella? Mirémosla.
Silencio.
F. B.: Siento una gran admiración por los pasteles de Degas, sus desnudos femeninos,
esa mujer de espaldas en la que se perciben los huesos, como una arista bajo la piel.
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Sentados a una mesa del restaurante Bibendum de Londres con una botella de
Château Léoville Las Cases de 1961 delante.
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Precisión sobre el título: tras consultar varias traducciones de la Orestíada de
Esquilo, no he podido encontrar la frase que citaba Bacon: «El olor a sangre
humana no se me quita de los ojos», frase que da título a este libro. Me la dijo en
varias ocasiones, en francés, haciéndola suya. Algunas veces me pregunto si no será
una traducción del propio Bacon, más fuerte que la formulación que puede
encontrarse aquí o allá (particularmente en Leconte de Lisie) para este verso: «El
olor a sangre humana me halaga» (Las Euménides, escena V).
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BACON & BACON
DE UN INFORME CLÍNICO AL OTRO
Si no fuera pintor, Francis Bacon hubiera sido filósofo. No para discurrir mejor sobre
su trabajo, pues el artista siempre ha asegurado con firmeza: «Mis pinturas no han de
leerse más allá de lo que se ve», sino por el giro de su espíritu y lo pertinente de sus
interrogaciones y cuestionamientos. También por su consumado arte de la
conversación, como atestiguan el interés que le dedica y el placer que obtiene. Como
sus conocimientos de literatura y de poesía, que sabía compartir haciéndolos
familiares.
Curiosamente, hay un filósofo del siglo XVII —al que no leyó— cuyos escritos
tienen cierto parentesco con el discurso del pintor, como si le respondieran
haciéndole eco. Se trata de resonancias y de filiaciones. Filiación singular, puesto que
ese filósofo no es otro que el padre del empirismo, que es además homónimo exacto
suyo: Francis Bacon (1561-1626), barón de Verulam, vizconde de Saint Albans.
Añadamos, para acentuar la confusión en que se produce esta «curiosidad» y la
distancia en el tiempo entre los dos, que el pintor decía, sin presumir de ello, que era
descendiente colateral suyo. Lo que nos confirma Michel Leiris, aunque sin aportar
ninguna luz sobre sus fuentes: «Francis Bacon, el glorioso filósofo isabelino al que
los meandros de la genealogía emparentan con su homónimo actual». Así que,
¿verdadero? ¿Falso? En el fondo, qué importancia tiene puesto que los dos acaban
por encontrarse quieran o no. Por desgracia yo no había leído todavía esas páginas de
Leiris[2] y no pude comentárselas al pintor; tampoco me había detenido a reflexionar
sobre su notable antepasado.
El filósofo, que al final de sus días escribió De historia vitae et mortis, es también
autor de un texto inacabado, que permaneció inédito hasta el siglo XX y se publicó por
primera vez en 1984[3]: el fortuito descubrimiento de un legajo de unas cincuenta
páginas vino a aclarar y establecer una correspondencia entre el trabajo del pintor y el
del autor que fue su ancestro.
Se trata de un manuscrito hallado en Chatsworth House, en Inglaterra: De viis
mortis et de senectute retardando—, atque instaurandis viribus (Sobre los medios de
morir, de retrasar la vejez y de restaurar las fuerzas vitales). Es un texto corto que
apareció en francés con un título más tentador: Sur le prolongement de la vie et les
moyens de mourir (Sobre la prolongación de la vida y los medios de morir)[4]. A
priori, visto el ambicioso título, esperamos que surja de la pluma de Bacon una
promesa de inmortalidad. Pero no ocurre nada parecido. O al menos no del todo,
puesto que el «pionero del pensamiento científico moderno» se consagra en este
breve librito, bastante confuso y compuesto de notas breves, a observar y describir,
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con diligencia científica, la disolución que con el tiempo se produce en los cuerpos
inanimados y consistentes, para de ahí extraer enseñanzas sobre la edad y el devenir
de los cuerpos orgánicos. Siguen luego explicaciones sobre los movimientos de
descomposición de la materia: frutas espolvoreadas de harina, maderajes recubiertos
de vinagre, vino y cerveza sellados herméticamente en botellas con objeto de evitar
cualquier alteración. El filósofo, que por cierto fue el primero en hablar de eutanasia
(en el sentido literal de «buena muerte»), explora los confines biológicos de la muerte
en diversos cuerpos, vegetales, animales y humanos, y de ahí extrae constataciones y
aforismos.
Platón, seguido por otros pensadores, ¿no decía que «filosofar es aprender a
morir»?
Lo que en ese texto exhumado en 1978 resulta pasmoso son las descripciones y
los análisis de los cuerpos, de los que los cuadros del Francis Bacon del «siglo XX»
parecen ser ilustraciones y prolongaciones. Más allá de la ironía de la homonimia,
parece que el Bacon actual se hubiese entretenido interpretando en imágenes los
mortíferos vagabundajes del filósofo. Pero el pintor no pudo conocer ese texto y
seguramente ignoraba todo lo referente a las preocupaciones científicas y las ideas
biológicas del filósofo. Entramos aquí en lo irracional y en el razonamiento frívolo,
pero por qué no… ¿Por qué no ligar las teorías de la materia de uno con los cuadros
de la carne del otro? Aunque Bacon no llega a examinar la descomposición de los
cuerpos vivos. Fantasía arriesgada, pero divertida. Leamos pues a Bacon el Viejo y
contemplemos a Bacon el Joven. O a la inversa. Leámoslos con distanciamiento,
sentido poético y una (pequeña) dosis de humor.
En una página al azar, leo: «Bernardino Telesio buscó la causa de la muerte […]
en la superfluidez {excessus)… Así, ya que la sangre es la verdadera savia y la
irrigación de los cuerpos, y ya que la naturaleza de la sangre depende del hígado,
estimó que era evidente que el cuerpo se destruye por esa resecación del hígado». Un
Tríptico de 1981, inspirado en la Orestíada de Esquilo, parece la respuesta a esas
líneas. Exactamente igual que este otro extracto: «Vemos que los cuerpos sólidos que
no son alimentados y que sufren los estragos del tiempo y sus vicisitudes sin verse
sorprendidos por la putrefacción están primero tiernos, luego duros y a continuación
secos, e inmediatamente después porosos, agrietados, arrugados, podridos, oxidados
y, en última instancia, pútridos como si hubieran sido reducidos a cenizas por una
combustión aún más sutil que aquella de la que es capaz el fuego, y, finalmente,
pasan y, por decirlo así, se van por el aire. Y todo este proceso no es otra cosa que
una triple acción, es decir, la atenuación e, inmediatamente después, la fuga de la
parte atenuada que quedaba».
Otra visión totalmente baconiana: «Los cuerpos van haciéndose cada vez más
huecos y resonantes, o al poco, en algunas ocasiones, a consecuencia del cambio
mismo de la superficie de un cuerpo, de lo liso a lo áspero y lo abultado, donde, se
observa no tanto la fuga como la emigración […]. Ya que en esos cuerpos que no son
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apenas porosos, pero que son ligeros, y por ende más compactos, el espíritu no halla
pasos ni medios por los cuales levantar secretamente el vuelo, sino que ha de empujar
claramente delante de él las partes espesas que ha extendido y modelado, y las
rechaza con violencia hacia la superficie del cuerpo, tal como eso se produce en toda
podredumbre y también en la herrumbre de los metales».
Muchas de las obras del pintor —Tríptico, de agosto de 1972, y Desnudo
femenino de pie ante el marco de la puerta, de 1972, por ejemplo— exhiben cuerpos
que se prolongan en manchas. El pintor insiste, y el filósofo también: «En los cuerpos
de profundidad o espesor, el movimiento de contracción que llega hasta la superficie
del cuerpo queda retenido por su contacto con la materia situada bajo la superficie,
salvo en el caso de que ésta sea tan blanda que no impida el funcionamiento […]. No
obstante, si los cuerpos no son sólo de escaso espesor sino también estrechos, no
solamente se fruncen sino que se vuelven sobre sí mismos a consecuencia del
estrechamiento y se retuercen en volutas, como la membrana desecada por el fuego y
la quema del papel, en las cuales se pueden fácilmente observar no sólo el
fruncimiento sino también el retorcimiento y enroscamiento de una cosa sobre sí
misma. Y tal es el verdadero proceso por el que los cuerpos inanimados y
consistentes van hacia la disolución».
Con Bacon I, al igual que con Bacon II, nos situamos en una misma agonía
crepuscular: «La putrefacción anticipa y se adelanta a la disolución natural, la cual es
una misma cosa en los cuerpos inanimados que la muerte causada por la enfermedad
en los cuerpos animados, que no aguarda al paso del tiempo, sino que lo intercepta».
Ya se habrá comprendido: la familia Bacon cultiva las mismas tierras, trabaja en los
mismos campos operatorios, practica las mismas ejecuciones mortales. Más adelante,
hay unas pocas líneas que podrían ponerse al pie de los cuadros: «Los cuerpos están
colocados de manera que sean agitados; […] en un lugar cerrado […] los cuerpos se
exponen desnudos […] en el mismo estado y en el mismo movimiento». Tabla
experimental. Exactamente igual que en una pintura de Bacon. Cuando el artista
encierra en cajas de cristal al papa Inocencio X o unos cuerpos que fornican, o
incluso a sus amigos, no podemos evitar el recuerdo de esas jaulas de zoológico
adonde acuden los hombres para observar a los animales. El pintor nos ofrece, para
que lo observemos, al hombre, «ese gran simio infeliz», prisionero de su condición. Y
sus obras nos fuerzan a aceptar lo peor.
Los Bacon, amantes del azar, grandes experimentadores, contemplan la
posibilidad de que haya accidentes; están al acecho de lo raro y de lo nuevo. A su
manera, el pintor interpreta la descripción de un proceso. Su experiencia consiste en
pintar sin método, en entregarse a su trabajo sin ataduras, buscar lo aleatorio, dar
rienda suelta a la espontaneidad. El artista no vacila en violentar su lienzo, en
agredirlo; no teme degradarlo, incluso destruirlo, si el resultado no le sirve.
«La acción del espíritu es de tal suerte que si las partes más espesas de la cosa se
han relajado o se han vuelto blandas o flexibles, como en los líquidos, el espíritu no
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sólo se atenúa y reblandece sino que también, a veces, repara o divide o, muy al
contrario, une las cosas y las mezcla». Y el pintor responde: «Me esfuerzo por
distorsionar la cosa mucho más allá de su apariencia normal; pero al tiempo que la
distorsiono quiero obligarla a dar testimonio de la apariencia que es realmente suya».
Carcasa de carne y ave de rapiña, de 1980, con su pieza de carnicería sacrificada,
y la Crucifixión, tríptico de 1965, con sus fragmentos de carne despedazada y sus
defecaciones, como tantas otras obras, afectan directamente al sistema nervioso.
Busto informe sin cabeza, horror de un grito humano, vísceras, cuello prolongado por
una boca desdentada… El cuadro se ceba en el espectador, no quiere ahorrarle
crudeza alguna y le impone esa violencia como una necesidad. La excitación
convulsiva de la carne es extrema. La segunda versión de un tríptico de 1944,
realizada en 1988, ataca directamente los nervios. Sus criaturas innombrables
traicionan, sobre un fondo de hemoglobina, una capacidad de odio sin contención.
«Las partes exangües en particular —como los nervios, las membranas, las
túnicas, las aguas y otras partes semejantes— difícilmente pueden recuperarse una
vez que han perdido su flexibilidad, su blandura y su sustancia, y se sumen en la
atrofia». Más adelante, este otro pasaje de Sobre la prolongación de la vida y los
medios de morir: «Una vez que el espíritu ha emigrado o que ha sido sofocado, las
partes individuales regresan a su estado fluido o caótico. Esto se ve en la sangre que,
cuando se ha exhalado el espíritu, se disuelve en agua, en posos y en espuma. La
misma cosa se produce en la orina». En Bacon, el pintor, se encuentran rastros de
fluidos corporales —sangre, esperma, excrementos…—, y esas marcas parecen ser
las de un tejido en contacto con el cuerpo. «La naturaleza dulce y pacífica de ese
movimiento o de esa agitación se manifiesta en los seres vivos con bastante nitidez en
la supuración de los abscesos. Ya que cuando la supuración empieza a producirse, los
dolores y los picores que son excitados antes de la lucha del espíritu ahí mezclado,
unos dolores que, por simpatía, torturan el espíritu del animal mismo, se calman y se
debilitan, y sólo subsisten un suave y ligero dolor y un calor».
Para Bacon el Joven, lo mismo que para Bacon el Viejo, hay un juego de doble
sentido, un vocabulario obsesivo. Leamos al filósofo: «En cuanto a los deseos y los
apetitos de las partes más espesas y a las acciones fundamentales de su naturaleza,
cinco grandes diferencias son dignas de ser señaladas: el reposo, la atracción hacia lo
semejante, la huida del vacío, la huida ante un cuerpo contrario y la evitación de la
tortura. Cada ser tangible y espeso está marcado pues por una torpeza innata». Los
luchadores —cuadro realizado en 1980—, nacidos en la imaginación del pintor y
extraídos de los grabados de Muybridge, ignoraban que tenían otro padrino, más
antiguo y filósofo.
¿Quién habría osado, antes de Bacon II, exponer la flagrante y cruda realidad de
las anatomías enloquecidas, retorcer los cuerpos hasta la repugnancia, entre una
violencia muda? Cuatro siglos antes Bacon I escribía en su «Aforismo 6»: «El
espíritu que ha escapado deseca el cuerpo; el espíritu retenido lo licúa; pero ni el que
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ha escapado ni el que permanece retenido lo vivifican ni producen miembros […].
Sale de allí y la masa de la cosa se contrae, se espesa y se endurece». Cuando el
pintor interviene sobre un rostro es a la vez el cirujano y el psiquiatra de aquel a
quien representa. Lleva a cabo el trabajo de uno y otro de un modo que ni uno ni otro
podrá practicarlo nunca. El arte permite esta transgresión; el arte alcanza lo
inaccesible. De una manera distinta que su «antepasado», también él experimenta la
progresión de los cuerpos.
«Todas las cosas que conciernen a los cuerpos inanimados, a saber: la atenuación,
la huida, la contracción, la unión de los semejantes y el resto, son también
consideradas como si estuvieran presentes en la carne, la sangre, las membranas, los
huesos y la masa entera del cuerpo vivo mientras vive (y esas partes tienen un espíritu
mezclado y extendido por todos lados, tal como el que nosotros hemos atribuido a las
cosas inanimadas). […] De hecho, después de la muerte toda esta naturaleza continúa
y persiste en el cadáver». Pido excusas por haber citado aquí con tanta extensión al
filósofo, pero sus palabras me parecen más pertinentes que cualquier otro comentario
que se haga de la obra pictórica de Bacon.
En las imágenes del pintor, unas manchas representan vómitos, excrementos, que
resultan de los espasmos que se escapan del cuerpo humano. Y esas manchas no sólo
se escapan, se dejan ir, se desbordan, sino que forman parte del cuerpo del hombre,
son sus pujos, su prolongación en cierta forma. Nacen de un movimiento interno y lo
deforman, lo conforman, provisionalmente, de otra manera. De un modo distinto. El
cuerpo ya no es cuerpo. Se convierte en otro sin dejar de permanecer inmóvil. El
cuerpo se licúa, inseparable de lo que de él fluye hasta una estasis. El líquido
orgánico deja entonces de progresar; detenido el flujo, se paraliza. En la inmovilidad,
ya no sabemos si el cuerpo se animaliza, se mineraliza, se abotarga, con sus
excrecencias, sus «gemas». La cara «estropeada» da la impresión de un sufrimiento
interior, como una reacción de los nervios, de los músculos, tras una serie de
contracciones. Las formas del hombre se deforman, viven en sordina, por otra parte
reposan. En esas extensiones, en esa inmovilidad aparente, da la impresión de
constituirse otra vida. «Sin embargo la naturaleza de los seres animados tiene alguna
cosa en común con la de los seres inanimados y alguna otra que le pertenece como
propia. […] Todas las cosas vivas aguantan y sufren pues esa clase de tormento
concebido por Mezentius[5]: a saber, que lo vivo perece con el abrazo de la muerte
[…]», replica el ancestro.
Tanto el filósofo como el pintor experimentan, parten ambos de lo conocido y se
dejan guiar hacia lo desconocido y, esperando encontrar algo, hacen probaturas hasta
que llega el accidente. Ese «accidente» es al mismo tiempo el «derrapaje» de la
materia y el del hombre, su principal sujeto. Tanto para una como para otro, se pasa
de lo visible a lo invisible. Buscan sin obtener respuestas. Nunca están satisfechos,
juegan con lo imposible. Las pinturas de uno, al igual que las prácticas con
pretensiones teóricas del otro, se aventuran por territorios inexplorados y se quedan
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con apenas unos trocitos de respuestas a sus interrogantes. Los dos Bacon titubean,
andan a tientas, se rehacen, siempre insatisfechos, hasta el final, conducidos por su
obsesión.
Los cuerpos resbalan, se anudan, se arrugan hasta formar una materia distinta que
ya no es del todo un cuerpo. Fragmentos, muñones, miembros atrofiados se fijan,
atrapados en un movimiento, en un efecto de torsión. (Según Muybridge. Estudios del
cuerpo humano en movimiento. Mujer vaciando un cuenco de agua y niño-paralítico
andando a gatas, 1965). Incluso sorprendidos en plena detención, esos elementos de
cuerpos vivos aún respiran, como si una circulación invisible moviera los órganos.
Los vemos aquí, como equilibristas desplazándose sobre un alambre; allá, como
acróbatas, esbozando una gimnasia secreta {Estudio del cuerpo humano, 1970,
tríptico). Ya no se reconoce el modelo, la figura es humana, simplemente humana,
hecha de carne y de sangre. Interviene Bacon, el cirujano, el carnicero. El que
repiensa la anatomía, el que trabaja la carne, el que cuenta toda su plasticidad en su
masa, con la medida de un espacio sideral. Esos hombres-carne misteriosos ejecutan
sus piruetas de la desesperación en el vacío y evolucionan, atraídos por no se sabe
qué imán, en un cielo sin horizonte. ¿Dónde estamos? ¿En qué reino? ¿En qué
universo? ¿Dónde debe mantenerse el cuerpo? Se propaga por esos cuadros un
onirismo de crueldad (Tres estudios para el cuerpo humano, 1967, por ejemplo), un
enigma de drama, un «olor a muerte». El pintor exhibe sus criaturas en toda su
brutalidad implacable. Representa su teatro de tragedia sin pathos del mismo modo
que el filósofo experimenta sin una pizca de sentimiento.
Y hasta la muerte del filósofo, que podría ser una imagen escenografiada por el
pintor: «Me ocupaba con ardor de uno o dos experimentos sobre el endurecimiento y
la conservación de los cuerpos, y todo iba saliendo a mi satisfacción cuando, mientras
recorría el camino que hay entre Londres y Highgate, me invadió un vómito tan
grande que no sé si debo atribuirlo a la piedra, a una indigestión, al frío o a los tres
juntos».
F. M.
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REFERENCIAS BIOGRÁFICAS
1909-1923
1924-1928
Debido a sus crisis de asma desde la más tierna infancia, el joven Francis no
puede seguir la escolarización tradicional. Interno en Dean Close, en Cheltenham,
vive sus primeras amistades amorosas. Sus compañeros le llaman «cobardica».
Después encomiendan su educación y cuidado a un preceptor. A los dieciséis años,
tras un conflicto con su padre, lo envían a Londres, donde hará algunos «trabajillos»
—pasante de procurador, empleado de oficina—, cuyos magros estipendios son
complementados con subsidios de su madre. El padre confía su educación a un
pariente, un «tío» que se lo lleva a Berlín. La «curación» esperada obtiene el efecto
inverso: durante dos meses descubrirá todos los placeres de la capital alemana.
En la primavera de 1927 se hospeda en Chantilly, Francia, donde descubre La
matanza de los inocentes de Nicolas Poussin. La patrona de la casa le enseña francés
y le muestra las galerías parisinas, donde, en particular, descubre a Picasso.
Tremendamente impresionado, empieza a dibujar y a pintar acuarelas.
1929-1939
Vuelta a Londres, donde diseña mobiliario y alfombras que expone con el artista
australiano Roy de Maistre en su taller de Queensbury Mews. Recibe los primeros
encargos de coleccionistas, entre ellos los de Douglas Cooper y el escritor Patrick
White. Traba amistad con Eric Hall, director de unos grandes almacenes que se
convertirá en su pareja durante unos quince años. Hacia 1931 se instala en Fulham
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Road y abandona la decoración para consagrarse a la pintura. De su actividad como
decorador encontraremos en sus cuadros elementos como los tubos de acero. Se
instala en casa de su antigua nodriza Jessie Lightfoot, y vivirá allí hasta 1936, fecha
en la que presenta una obra a la Exposición Internacional del Surrealismo, que será
rechazada. Motivo: «No es lo bastante surrealista».
En 1933 realiza su primera Crucifixión, que reproducirá sir Herbert Read en Art
Now. Tras el escaso éxito de su primera exposición, en febrero de 1934 en la
Transition Gallery (Sunderland House) —en un sótano de Mayfair que pertenecía a
Arundell Clarke, un amigo decorador—, pinta menos y se da al juego. En 1937
participa en una exposición colectiva organizada por su amigo Eric Hall —Young
British Painters— en Agnew’s (Londres), en la que, entre otras, se exponen obras de
Graham Sutherland. Bacon ha perdido la esperanza de seguir pintando, destruye gran
parte de su obra y casi no pinta nada más hasta 1944. Sólo hay registro de una decena
escasa de obras recuperadas de ese período (1929-1944). Se traslada al campo, a
Peterfield (Hampshire), y después regresa a Londres, a Cromwell Place, en
Kensington, donde ocupa el antiguo taller del pintor prerrafaelita John Everett
Millais.
1939-1948
En 1941 muere su padre. A causa del asma lo declaran inútil para el servicio
militar y lo adscriben a la ARP [Air Raid Précautions], organismo de defensa pasiva,
donde forma parte de un equipo encargado de hacer respetar el black-out [apagón] y
de socorrer a las víctimas de los bombardeos. Vive con su vieja tata y con Eric Hall,
que ha abandonado esposa e hijo, formando así un trío curioso. En 1944 pinta una
obra mayor: el tríptico Tres estudios de figuras junto a una crucifixión, que en 1945
será expuesto en la Lefèvre Gallery y provocará una gran indignación. Eric Hall
compra la obra y la dona a la Tate Gallery, qué terminará aceptándola en 1953. Las
formas misteriosas de esa tela, consideradas monstruos estrafalarios, permanecerán
incomprendidas durante ese período. En 1945-1946 Bacon expone Figura en un
paisaje y Estudio para una figura en la Lefèvre and Redfern Gallery, donde figuran,
entre otros, Henry Moore y Graham Sutherland, con el que Bacon entabla amistad.
Será precisamente ese pintor, Sutherland, quien presente a Erica Brausen a Bacon.
Brausen compra Tintura, un cuadro de 1946 que venderá luego al Museum of Modem
Art de Nueva York, lo que permitirá a Bacon pasar numerosas temporadas, entre
1946 y 1950, en Montecarlo, más interesado por las mesas de juego que por la luz del
mediodía francés, que considera demasiado brutal.
1949-1954
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En 1949 inicia sus series de Cabezas, que expone en Londres en la Hannover
Gallery de Erica Brausen, quien se convertirá en su marchante durante diez años. La
Cabeza IV será, de hecho, el primero de los retratos de sus variaciones sobre los
papas, según Velázquez (Inocencio X), que a lo largo de una veintena de años
acabarán sumando más o menos cuarenta y cinco obras. La exposición recibe
comentarios diversos, desde grandes alabanzas a las críticas más acerbas, Empieza a
utilizar los estudios fotográficos de Eadweard Muybridge como fuente de imágenes
para sus telas de personajes o de animales.
En 1950 Francis Bacon imparte clases en el Royal College of Art en sustitución
de su amigo el pintor John Minton. Va a visitar a su madre a Sudáfrica y pasa por El
Cairo, donde admira la escultura egipcia. Al regresar de África pinta temas inspirados
directamente en los viajes: la serie de las Esfinges y el Elefante que cruza el río, de
1952. Tras la muerte de su querida tata en 1951, deja el taller de Cromwell Place y
cambia de vivienda constantemente sin llegar a establecerse en ningún sitio. A partir
de una foto de Kafka, pinta su primer retrato de Luden Freud. Y, a su vez, éste ejecuta
un famoso retrato de Bacon. Su amigo el fotógrafo John Deakin dirá de ese período:
«Bacon es un ser aparte formidablemente tierno y generoso por naturaleza, que sin
embargo tiene una curiosa tendencia a la crueldad, sobre todo con sus amigos».
Bacon se lanza a una relación complicada con Peter Lacy, un antiguo piloto de caza
que se convierte en tema recurrente de sus cuadros. En 1953 comparte un
apartamento con David Sylvester, que más tarde será autor de unas entrevistas
memorables con Bacon. Ese mismo año pinta una obra mayor, Los luchadores
(partiendo de un cliché de Muybridge). Erica Brausen, su marchante, encuentra la
obra muy provocadora, hasta el punto de colgarla al fondo de su galería. En 1953
celebra su primera exposición individual en el extranjero, con la firma Durlacher
Brothers de Nueva York. En 1954 realiza la serie Hombres de azul, con Ben
Nicholson y Lucien Freud, y representa el pabellón británico en la Bienal de Venecia.
1955-1958
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Tarascón, del que dirá que en él se identificó con Van Gogh. Presenta la serie Van
Gogh en la Hannover Gallery. Pinta su primer autorretrato. En 1957 celebra una
primera exposición parisina en la galería Rive Droite; más tarde expondrá en Turin,
Milán y Roma. En 1958 decide de pronto abandonar la Hannover Gallery de su amiga
Erica Brausen al no poder resistir la propuesta de contrato que le hace la galería
Marlborough Fine Art de Londres, que seguirá siendo su representante hasta el final
de su vida.
1959-1965
1964-1969
Bacon realiza el gran tríptico (que se puede ver actualmente en el Centre Georges
Pompidou de París), Tres figuras en una habitación, así como un primer retrato de
Isabel Rawsthorne, que le presentará a Alberto Giacometti. Se publica un catálogo
razonado en el que aparecen 2.21 obras terminadas. Pinta la famosa Crucifixión
(actualmente en la Pinacothek de Munich) y conoce al escritor Michel Leiris, amigo
de Picasso y de Giacometti, que escribirá textos esenciales sobre su obra. En 1966
exposición en la galería Maeght, en la calle de Teherán de París. El pintor dirá: «Si
los franceses aprecian mi trabajo, no tendré la impresión de haber fracasado en todo».
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Exposiciones en la Marlborough Gallery de Londres (1967) y en la Marlborough de
Nueva York (1968), aclamada por la prensa.
1970-1974
Adquiere una casa en Limehouse, Londres, sobre el Támesis, donde sólo recibe
visitas porque la luz del río no le va bien para trabajar. En abril de 1971 muere su
madre en Sudáfrica. Ese mismo año, una amplia retrospectiva en el Grand Palais de
París reúne un centenar de obras suyas. El texto del catálogo lleva la firma de Michel
Leiris. Unas horas antes de la inauguración, su amigo George Dyer se suicida en la
habitación del hotel. Como homenaje al amigo pintará el tríptico En recuerdo de
George Dyer, que señala el inicio de una serie. La retrospectiva parisina supone un
gran triunfo, antes de su traslado a Düsseldorf. Otro amigo, John Deakin, fallece a
consecuencia de un cáncer. Bacon se concentra en el trabajo y, al haber perdido un
buen número de personas cercanas, realiza una serie de autorretratos. Adquiere una
casa en Wivenhoe, en Essex.
1975-1979
1980-1986
1987-1992
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Bacon realiza un gran tríptico en homenaje a un torero, Ignacio Sánchez Mejías, a
partir de la poesía de Federico García Lorca. Serie de exposiciones en la
Marlborough Gallery de Nueva York, en Basilea, en la galería Beyeler… En Moscú
se muestran una veintena de obras en la galería Tretiakov, y se convierte así en el
primer pintor occidental que expone en la Unión Soviética. Retrospectiva en el
Hirshhorn Museum de Washington que va luego a Los Ángeles y a continuación al
Moma de Nueva York.
No cesarán los homenajes y retrospectivas por todo el mundo tras su muerte por
un ataque cardíaco el 22 de abril de 1992 en Madrid, donde había ido a visitar a su
joven amante español.
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Agradecimientos
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Franck Maubert es escritor y autor de varios libros consagrados a la pintura, entre los
que se encuentran Le Paris de Lautrec; Maeght, la passion de l’art vivant. Ha escrito
asimismo tres novelas, Est-ce bien la nuit?, Près d’elles y Le père de mon père.
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Notas
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[1] William Butler Yeats, «El segundo advenimiento», en Poesía reunida, trad. de
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[2] Michel Leiris publica en 1974 Francis Bacon ou la vérité criante, en 1987 Francis
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[3] Graham Rees y Christopher Upton, Francis Bacon’s Natural Philosophy: A New
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[4] Traducción del inglés y prólogo de Céline Surprenant, París, Rivages, col. Petite
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[5] Rey mítico de los etruscos que ataba personas vivas a cadáveres y las abandonaba
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