Durkheim. Pedagogía y Sociología.

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III.

PEDAGOGÍA Y SOCIOLOGÍA

Señores,

Representa para mí un gran honor, de cuyo valor soy consciente, suplir en esta
cátedra al hombre preclaro y de voluntad indomable a quien Francia debe, en tan
gran medida, la renovación de su enseñanza primaria. Por haber estado en
estrecho contacto con los maestros de nuestras escuelas desde hace quince
años, durante los que he profesado la pedagogía en la Universidad de Burdeos,
be podido contemplar muy de cerca la obra a la que el nombre de M. Buisson
quedará vinculado para siempre, y, por ende, conozco toda su grandeza. Sobre
todo cuando nos trasladamos con el pensamiento al estado en el que se
encontraba dicha enseñanza en el momento en que se emprendió su reforma,
resulta imposible no admirar la importancia de los resultados obtenidos y la
rapidez de los progresos realizados. Las escuelas multiplicadas y materialmente
transformadas, métodos racionales sustituyendo las viejas rutinas de antaño, un
verdadero auge dado a la reflexión pedagógica, un estimulo general de todas las
iniciativas, todo ello constituye, ciertamente, una de las mayores y más oportunas
revoluciones que se hayan producido jamás en la historia de nuestra educación
nacional. Resultó ser por tanto para la ciencia una feliz circunstancia el que M.
Buisson, considerando su tarea rematada, renunciara a sus absorbentes funciones
para comunicar al público, por vías de la enseñanza, los resultados de su
experiencia sin par. Una práctica tan extensa de las cosas, ilustrada por demás
por una amplia filosofía, a la vez prudente y curiosa de todas las novedades, tenía
necesariamente que prestar a sus palabras una autoridad que venían a resaltar
aún más el prestigio moral que rodea su persona y el recuerdo perenne de los
servicios prestados en todas las grandes causas a las que M. Buisson ha
consagrado su vida entera. Yo no puedo presumir de aportarles nada que se
asemeje a una competencia tan particular. Por tanto, debería sentirme sumamente
atemorizado ante las dificultades que entrañará mi tarea, si no fuese porque me
tranquiliza algo el pensar que problemas tan complejos pueden ser estudiados
útilmente por mentes diversas y desde puntos de vista diferentes. Siendo como
soy sociólogo, es sobre todo en mi calidad de sociólogo que les hablaré acerca de
la educación. Por demás, muy lejos de que al proceder de esta guisa se expone
uno a ver y a mostrar las cosas a través de un prisma que las deforma, estoy, al
contrario, plenamente convencido de que no existe método más adecuado para
resaltar su verdadera naturaleza. En efecto, considero como el postulado mismo
de toda especulación pedagógica que la educación es un ente eminentemente
social, tanto por sus orígenes como por sus funciones, y que, por ende, la
pedagogía depende de la sociología más estrechamente que de cualquier otra
ciencia. Y puesto que este criterio mío está destinado a influenciar toda mi
enseñanza tal como ocurrió ya en el pasado en otra Universidad, me ha parecido
que convenía aprovechar este primer contacto con ustedes para evidenciarlo y
precisarlo con el fin de que puedan seguir mejor sus ulteriores aplicaciones. No es
que quepa la posibilidad de que pueda llevar a cabo una demostración formal en
el curso de una sola y única lección. Un principio tan general, y cuyas
repercusiones son tan dilatadas, no se puede aquilatar más que progresivamente,
a medida que va uno adentrándose en el detalle de los hechos y que se ve cómo
dicho principio se aplica a éste. Ahora bien, lo que sí es posible desde este mismo
momento es el trazarles un esbozo a grandes rasgos; es el indicarles las
principales razones que deben hacerlo aceptar, desde los inicios de la
investigación, a título de presunción provisional y bajo reserva de las oportunas
verificaciones; es, finalmente, el señalar el alcance al propio tiempo que las
limitaciones, y éste será el tema de esta primera lección. I Resulta tanto más
necesario el llamar de inmediato la atención de ustedes sobre este axioma
fundamental, que, por lo general, no es reconocido. Hasta estos últimos años —y
las excepciones pueden contarse con los dedos de una mano—Los pedagogos
modernos estaban casi unánimemente de acuerdo para ver en la educación una
cosa eminentemente individual y para hacer, por consiguiente, de la pedagogía un
corolario inmediato y directo puramente de la psicología. Tanto para Kant como
para Mill, para Herbart como para Spencer, la educación tendría ante todo por
objeto el realizar en cada individuo, pero llevándolos hasta su mayor grado de
perfección posible, los atributos constitutivos de la especie humana en general. Se
planteaba como una verdad de evidencia que existe una educación, y tan sólo
una, que, con exclusión de cualquier otra, conviene indiferentemente a todos los
hombres sean cuales sean los condicionamientos históricos y sociales de los que
dependen éstos, y es este ideal abstracto y único que los teorizantes de la
educación se proponían determinar. Se admitía que hay una naturaleza humana,
cuyas formas y propiedades son determinables de una vez para siempre, y el
problema pedagógico consistía en investigar de qué forma la acción educacional
debe ejercerse sobre la naturaleza humana definida de esta suerte. Sin ningún
lugar a dudas, jamás nadie había pensado que el hombre sea de rondón, desde el
momento en que nace a la vida, todo cuanto puede y debe ser. Es demasiado
evidente que el ser humano no se constituye más que progresivamente, en e]
curso de un largo devenir que se inicia con el nacimiento para no acabar hasta la
madurez. Pero se suponía que ese devenir no hace más que actualizar
virtualidades, que sacar a relucir energías latentes que existían, ya completamente
preformadas, en el organismo físico y mental del niño. El educador no ten-di-la,
por tanto, nada de esencial que añadir a la obra de la naturaleza. No crearía nada
nuevo. Su papel se limitaría a impedir que esas virtualidades existentes se atrofien
debido a la inacción, o se desvíen de sus causas normales, o se desarrollen con
demasiada lentitud. Partiendo de esta base, los condicionamientos de tiempo y de
lugar, el estado en el que se encuentra el medio social pierden todo interés para la
pedagogía. Puesto que el hombre lleva dentro de sí todos los gérmenes de su
desarrollo, es a él y únicamente a él a quien se tiene que observar cuando se
emprende determinar en qué dirección y en qué forma debe ser dirigido dicho
desarrollo. Lo que realmente importa es saber cuáles son sus facultades innatas y
cuál es su naturaleza. Y la ciencia que tiene por objeto describir y explicar el
hombre individual, es precisamente la psicología. Parece, pues, que deba
satisfacer todas las necesidades del pedagogo. Desgraciadamente, este concepto
de la educación se encuentra en total contradicción con todo cuanto nos enseña la
historia: en efecto, no hay pueblo alguno en el que haya sido puesto jamás en
práctica. Como primera providencia, muy lejos de que exista una educación
universalmente válida para todo el género humano, no existe, por así decirlo,
sociedad alguna en la que sistemas pedagógicos diferentes no coexistan y no
funcionen paralelamente. ¿Que la sociedad está formada de castas? La educación
varía de una casta a otra; la de los patricios no era la misma que la de los
plebeyos, la del brahmán no es la misma que la del sudra. De igual forma, en el
Medioevo, ¡qué abismo mediaba entre la cultura que recibía el joven paje,
debidamente impuesto de todas las artes de la caballería, y la del villano que iba a
aprender a la escuela de su parroquia algunos rudimentarios elementos de
cómputo, de canto y de gramática! ¿Acaso incluso hoy en día no vemos cómo la
educación varía según las clases sociales o también según los lugares de
residencia? La de la ciudad no es la misma que la rural, la del burgués que la del
obrero. ¿Acaso se dirá que dicha organización no es moralmente justificable, que
no se puede ver en ella más que una supervivencia destinada a desaparecer? La
tesis es fácilmente defendible. Resulta evidente que la educación de nuestros hijos
no debería depender del azar que les hace nacer aquí y no allá, de tales padres y
no de tales otros. Pero, aun cuando la conciencia moral de nuestro tiempo hubiese
recibido sobre este punto la satisfacción que espera, la educación no se tornaría
por ello más uniforme. Aun cuando la carrera de cada niño no quedara ya más
predeterminada, al menos en gran parte, por más de una inexorable herencia, la
diversidad moral de las profesiones no dejaría de arrastrar en pos suyo una gran
diversidad pedagógica. En efecto, cada profesión constituye un medio sui generis
que recaba para sí aptitudes particulares y conocimientos especiales en el que
imperan determinadas ideas, determinadas costumbres, determinadas maneras
de ver las cosas; y dado que el niño debe ser preparado con vista a la función que
será llamado a desempeñar, la educación, a partir de determinada edad, no puede
seguir siendo la misma para todos los individuos a los que se aplica este es el
motivo por el cual vemos cómo en todos los países civilizados tiende cada vez
más a diversificarse y a especializarse: y dicha especialización se torna más
precoz a cada día que pasa. La heterogeneidad que se produce de esta suerte no
se asienta, al igual que aquélla de la que constatábamos anteriormente la
existencia, sobre injustas desigualdades; pero no es menor. Para hallar una
educación completamente homogénea e igualitaria, tendríamos que remontarnos
a las sociedades prehistóricas en cuyo seno no existe diferenciación alguna, y así
y todo, esas clases de sociedades no significan otra cosa más que una etapa
lógica dentro de la historia de la humanidad. Ahora bien, es obvio que esas
educaciones específicas no están en forma alguna enfocadas con miras a fines
individuales. Desde luego, a veces sucede que tienen por efecto el de desarrollar
en el individuo aptitudes especiales latentes en él y que tan sólo esperaban la
oportunidad de manifestarse: en este sentido, se puede decir perfectamente que le
ayudan a realizarse. Sin embargo, sabemos cuán excepcionales son esas
vocaciones marcadamente definidas. Las más de las veces, nuestro
temperamento intelectual o moral no nos ha predestinado a una función bien
determinada. El hombre medio es un ser eminentemente maleable; puede ser
indistintamente utilizado en cometidos muy variados. Así pues, si se especializa —
y si se especializa en una rama con preferencia a cualquier otra—, no es debido a
razones que le impulsan desde lo más recóndito de su ser; no es incitado a ello
por necesidades Inmanentes a su naturaleza. Pero, es la sociedad la que, para
poder subsistir, necesita que el trabajo se reparta entre sus miembros y se reparta
entre ellos de tal forma y no de tal otra. Este es el motivo por el cual la sociedad se
preocupa de preparar, a través de la educación, los trabajadores especializados
de quienes está necesitada. Por consiguiente, es para ella y también es por ella
que la educación se ha ido diversificando de esta guisa. Aún hay más. Muy lejos
de que esa cultura especializada nos aproxime necesariamente a la perfección
humana, por añadidura comporta cierta decadencia parcial, y eso que se halla en
armonía con las predisposiciones naturales del individuo. En efecto, no podemos
desarrollar con la intensidad necesaria las facultades que implica nuestra función
específica, sin dejar que las demás se entumezcan en la inacción, sin abdicar, por
consiguiente, de toda una parte de nuestra naturaleza. Por ejemplo el hombre, en
tanto que individuo, no está menos hecho para actuar que para pensar. Incluso,
puesto que es ante todo un ser viviente y que la vida significa acción, las
facultades activas le resultan, quizá, más esenciales que las demás. Y sin
embargo, a partir del momento en que la vida intelectual de las sociedades ha
alcanzado un determinado grado de desarrollo, hay y debe haber necesariamente
hombres que se consagren exclusivamente a dicha vida, que se dediquen
únicamente a pensar. Ahora bien, el pensamiento no puede desarrollarse más que
apartándose del movimiento, más que replegándose sobre sí mismo, más que
alejando de la acción al sujeto que a ésta se entrega. De esta suerte se forman
esas naturalezas incompletas en las que todas las energías de la actividad se han
convertido, por así decirlo, en reflexión, y que, aun cuando truncadas en cierta
manera en determinados aspectos, constituyen los agentes imprescindibles para
el progreso científico. Jamás el análisis abstracto de la constitución humana
hubiese permitido prever que el hombre era susceptible de alterar de esta guisa lo
que pasa por ser su esencia, ni que una educación era necesaria para preparar
esas provechosas alteraciones. Sin embargo, sea cual sea la importancia de esas
educaciones especiales, no se podría rebatir el hecho de que no constituyen toda
la educación. Incluso, se puede decir que no se bastan a sí mismas; en cualquier
parte que se las encuentre, no divergen las unas de las otras más que a partir de
un cierto punto más acá del cual se confunden. Se asientan todas ellas sobre una
base común. Efectivamente, no hay pueblo en el que no exista un cierto número
de ideas, de sentimientos y de prácticas que la educación deba inculcar
indistintamente a todos los niños, sea cual sea la categoría social a la que
pertenezcan éstos. Es, incluso, esa educación común la que pasa generalmente
por ser la verdadera educación. Únicamente ella parece merecer con toda
propiedad el ser designada bajo dicho nombre. Se le concede sobre todas las
demás una suerte de preeminencia. Por tanto, es de ella sobre todo que importa
saber si, tal como se aduce, está implicada por completo en la noción del hombre
y si puede ser deducida de ésta. A decir verdad, ni tan siquiera se plantea la
cuestión para todo cuanto respecta a los sistemas educacionales que nos da a
conocer la historia. Están tan obviamente vinculados a sistemas sociales
determinados que resultan inseparables de ellos. Si, pese a las diferencias que
separaban al patriciado de la plebe, había así y todo en Roma una educación
común para todos los romanos, dicha educación tenía como característica la de
ser esencialmente romana. Implicaba toda la organización de la urbe al propio
tiempo que constituía su base. Y lo que decimos de Roma podría muy bien
aplicarse a todas las sociedades históricas. Cada tipo de pueblo tiene una
educación que le es propia y que puede servir para definirlo al mismo título que su
organización moral, política y religiosa. Es uno de los elementos de su fisionomía.
Ésta es la razón por la cual la educación ha variado tan prodigiosamente a través
de los tiempos y según los países; la razón por la cual, en tal país se acostumbra
al individuo a abdicar por completo de su personalidad sometiéndose al Estado, en
tanto que en tal otro, al contrario, se aplica a convertirlo en un ser independiente
legislador de su propia conducta; la razón por la cual era ascética en la Edad
Media, liberal en el Renacimiento, literaria en el siglo XVII, científica hoy en día.
No es que, como consecuencia de aberraciones, los hombres se hayan
equivocado con respecto a su naturaleza de hombres y con respecto a sus
necesidades, sino que sus necesidades han variado, y han variado porque los
conocimientos sociales de los que dependen las necesidades humanas no siguen
siendo los mismos. Pero, debido a una inconsciente contradicción, lo que
fácilmente se acepta para el pasado, se niega uno a admitirlo para el presente y,
aún más, para el futuro. Todo el mundo está presto a reconocer que en Roma, en
Grecia, la educación tenía como único objetivo el de formar griegos y romanos y,
consecuentemente, era solidaria de todo un conjunto de instituciones políticas,
morales, económicas y religiosas. Pero nos gusta hacemos la ilusión de creer que
nuestra educación moderna se zafa de la ley común, que, de ahora en adelante,
es menos directamente dependiente de las contingencias sociales y que está
destinada a librarse por completo de ella en el futuro. ¿Acaso no repetimos una y
otra vez que queremos hacer de nuestros hijos hombres antes incluso que hacer
de ellos ciudadanos, y acaso no parece que nuestra calidad de hombre esté
naturalmente protegida de las influencias colectivas, puesto que es lógicamente
anterior a éstas? ¿Y, sin embargo, no resultaría como una suerte de milagro el
que la educación, tras haber ofrecido durante siglos y en todas las sociedades
conocidas todas las características de una institución social, haya podido cambiar
tan radicalmente de naturaleza? Semejante transformación parecerá aún más
sorprendente si se para uno a pensar que el momento en que se habría realizado
es, precisamente, aquel en que la educación empezó a convertirse en un
verdadero servicio público: en efecto, es desde finales del siglo pasado que se la
ve, no tan sólo en Francia sino en toda Europa, tender a colocarse cada vez más
directamente bajo el control y la dirección del Estado. No cabe la menor duda de
que los fines que persigue la educación se apartan cada día más de los
condicionamientos locales o étnicos que los singularizaban antaño; se tornan más
generales y más abstractos. Sin embargo, no dejan de ser por ello menos
esencialmente colectivos. ¿Acaso no es la colectividad la que nos los impone?
¿Acaso no es ella la que nos manda desarrollar ante todo en nuestros hijos
cualidades que tienen en común con todos los hombres? Aún hay más. No tan
sólo ejerce sobre nosotros por vías de la opinión una presión moral para que
interpretemos de esta suerte nuestros deberes de educadores, sino que presta tal
trascendencia a éstos que, así como acabo de recordarlo, se encarga ella misma
de la tarea. Resulta evidente que, si tanto se preocupa por esta cuestión, es que
se siente interesada por ella. Y, efectivamente, tan sólo una cultura con amplios
ribetes humanos puede proporcionar a las sociedades modernas los ciudadanos
que tanto necesita. Debido a que cada uno de los principales pueblos europeos
ocupa una inmensa extensión territorial, debido a que su población se recluta
entre las razas más diversas, debido a que el trabajo queda repartido al infinito, los
individuos que lo componen son tan diferentes los unos de los otros que casi nada
tienen ya en común entre ellos, excepción hecha de su calidad de hombre en
general. Por consiguiente, no pueden conservar la homogeneidad indispensable a
todo consensus social más que con la condición de ser tan semejante entre sí
como posible sea, a través del único punto de afinidad que tienen, es decir, el
mero hecho de ser todos ellos seres humanos. Dicho en otros términos, en
sociedades tan diferenciadas, no puede haber prácticamente otro tipo colectivo
más que el tipo genérico del hombre. Caso de que pierda algo de su generalidad,
caso de que ceda ante algún retorno del antiguo particularismo, se verá cómo
esos grandes Estados se disgregan en una multitud de pequeños grupos
parcelarios y se descomponen. Así es como nuestro ideal pedagógico se explica a
través de nuestra estructura social, de la misma manera que el de los griegos y de
los romanos no podía interpretarse más que a través de la organización de sus
urbes. Si nuestra educación moderna ha dejado de ser celosamente nacional, es
en la constitución de las naciones modernas que se debe ir a buscar la razón de
ello. Y esto no es todo. No tan solo es la sociedad la que ha elevado el tipo
humano al rango de modelo que el educador debe esforzarse en reproducir, sino
que también es ella la que lo modela y lo modela según sin necesidades. Pues, es
un error pensar que esté incluido par entero en la constitución natural del hombre,
que tan sólo baste descubrirlo en ésta a través de una observación metódica, aún
cuando tengamos que embellecerlo luego mediante la imaginación, aupando con
el pensamiento hasta su punto culminante de desarrollo todos los gérmenes que
en él se encierran. El hombre que la educación debe plasmar dentro de nosotros,
no es el hombre tal como la naturaleza la ha creado, sino tal coma la sociedad
quiere que sea; y la quiere tal como lo requiere su economía interna. Lo que
prueba tal hecho es la manera en que nuestro concepto del hombre ha ida
variando según las sociedades. En efecto, los antiguos, también ellos, creían
hacer de sus hijos unos hombres, al igual que nosotros. Si se rehusaban a ver a
su semejante en un extranjero, es precisamente porque a sus ojos tan sólo la
educación impartida en su urbe podía dar seres verdadera e intrínsecamente
humanos. Ahora bien, ellos concebían a la humanidad a su manera que ya no es
la nuestra. Todo cambio de alguna importancia que se produzca en la
organización de una sociedad origina como contrapartida un cambio de igual
importancia en la idea que se hace el hambre de sí mismo. Dado que baja la
presión de la competencia cada vez mayor el trabajo social se fragmenta más y
más, dado que la especialización de cada trabajador es, a la par, cada vez más
acentuada y más precoz, el circula de cosas que abarca la educación común
deberá necesariamente restringirse y, consecuentemente, el tipo humano se
empobrecerá en conocimientos. Otrora, la cultura literaria era considerada como
un elemento esencial de toda cultura humana; y he aquí que se acerca el día en
que ésta no será, quizá, más que una especialidad más. De igual forma, si bien
existe una jerarquía reconocida entre nuestras facultades, si bien hay algunas a
las que atribuimos una suerte de superioridad y que debemos, por dicha razón
desarrollar mas que las demás, no es que dicho rango les venga per se; no es que
la propia naturaleza les haya, desde tiempos inmemoriales, asignado ese rango
preeminente, sino que representan para la sociedad una mayor importancia. Por
tanto, dado que la escala de valores cambia forzosamente con las saciedades,
dicha jerarquía no ha permanecido jamás igual en dos momentos diferentes de la
historia. Ayer, era la valentía la que tenía la primacía, con todas las facultades que
implican las virtudes militares; hoy en día, es el pensamiento y la reflexión;
mañana, será, tal vez, el refinamiento del gusto, la sensibilidad hacia las cosas del
arte. Así pues, tanto en el presente como en el pasado, nuestro ideal pedagógico
es, hasta en sus menores detalles, obra de la sociedad. Es ella quien nos traza la
imagen del hombre que debemos ser, y en esa imagen se reflejan todas las
particularidades de su organización. II En resumidas cuentas, muy lejos de que la
educación tenga par objetivo único o principal al individuo y sus intereses, ante
todo es el medio a través del cual la sociedad renueva de continuo los
condicionamientos de su propia existencia. La sociedad no puede vivir más que si
existe entre sus miembros una homogeneidad suficiente. La educación perpetúa y
refuerza dicha homogeneidad inculcando por adelantado en la mente del niño las
similitudes esenciales que supone la vida colectiva. Ahora bien, por otra parte, de
no existir una cierta diversidad, toda cooperación resultaría imposible. La
educación asegura la persistencia de esa diversidad necesaria diversificándose
ella misma y especializándose. Consiste, pues, bajo uno u otro de esos aspectos,
en una socialización metódica de la joven generación. En cada uno de nosotros,
se puede decir, existen dos seres que, aun cuando inseparables, si no es par
abstracción, no dejan de ser distintos. Uno está hecho de todos los estados
mentales que no se refieren más que a nosotros mismos y a las contingencias de
nuestra vida personal. Es la que se podría denominar el ser individual. El otro, es
un sistema de ideas, de sentimientos, de costumbres, que expresan en nosotros,
no nuestra personalidad, sino el grupo a los grupos diferentes a los que
pertenecemos; tales son las creencias religiosas, las creencias y las prácticas
morales, las tradiciones nacionales o profesionales, las opiniones colectivas de
todo tipo. Su conjunto constituye el ser social. Crear ese ser en cada uno de
nosotros, ésta es la meta de la educación. Por cierto, es así como quedan mejor
patentizadas la importancia de su papel y la fecundidad de su acción. En efecto,
no tan solo este ser social no surgió ya hecho en la constitución primitiva del
hombre, sino que no ha sido fruto de un desarrollo espontáneo. Espontáneamente,
si hombre no estaba predispuesto a someterse a una autoridad política, a respetar
una disciplina moral, a entregarse, a sacrificarse. Nada había en nuestra
naturaleza congénita que nos predispusiese a convertirnos en fieles servidores de
divinidades, emblemas simbólicos de la sociedad, a rendirles culto, a privarnos
para glorificarlos. Es la propia sociedad quien, a medida que se ha ida formando y
consolidando, ha extraído de su seno esas ingentes fuerzas morales ante las que
el hombre ha acusado su inferioridad. Y si hacemos abstracción de las confusas e
inciertas tendencias que pueden deberse a la herencia, el niño, al entrar en la
vida, no aporta más que su naturaleza de individuo. Por tanto, la sociedad se
encuentra, por así decirlo, a cada nueva generación, en presencia de una tabla
casi rasa sobre la que se ve obligada a edificar partiendo de cero. Es preciso que,
por las vías más rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer superponga
otro capaz de llevar una vida social y moral. En pocas palabras, ésta es la misión
de la educación y pueden ustedes percatarse de toda su grandeza. No se limita a
desarrollar el organismo individual en el sentido señalado por la naturaleza, a
poner de manifiesto fuerzas recónditas que no pedían más que revelarse. Crea en
el hombre un ser nuevo y éste está hecho de todo lo que de mejor hay en
nosotros, de todo cuanto presta valor y dignidad a la vida. Esa virtud creadora es,
por demás, un privilegio especial inherente a la educación humana. Muy diferente
es la que reciben los animales, si es que de esta forma se puede denominar el
adiestramiento progresivo al que son sometidos por parte de sus padres. Lo único
que puede conseguir es el activar la evolución de determinados instintos
aletargados en el animal; ahora bien, no lo inicia a una vida nueva. Facilita el
juego de las funciones naturales, pero no crea nada. Instruida por su madre, la
avecilla aprende a volar antes o a hacer su nido; pero no aprende casi nada de
sus padres que no hubiese podido ella descubrir a través de su experiencia
personal. Es que los animales o bien viven al margen de todo estado social, o bien
forman sociedades bastante simples que funcionan merced a mecanismos
instintivos que cada individuo lleva dentro de sí, ya constituidos, desde el
momento de su nacimiento. Por tanto, la educación no puede aportar nada
esencial a la naturaleza, puesto que ésta provee a todo, tanto a la vida del grupo
como a la del individuo. En el hombre, muy al contrario, las aptitudes de todas
clases que exige la vida social son demasiado complejas para poder encarnarse,
para así decirlo, en nuestros tejidos, materializarse bajo forma de predisposiciones
orgánicas. Es por esta razón que no pueden transmitirse de una generación a otra
por vía hereditaria. Es a través de la educación como se realiza la transmisión.
Una ceremonia que se acostumbra a celebrar en un sinfín de sociedades pone
sobradamente de manifiesto ese perfil peculiar de la educación humana y muestra
incluso que el hombre muy pronto tuvo conciencia de ello: es la ceremonia de la
iniciación. Ésta tiene lugar una vez que se ha dado la educación por finalizada;
inclusive, por lo general cierra una última fase durante la cual los ancianos
rematan la instrucción del joven revelándole las creencias más fundamentales y
los ritos más sagrados de la tribu. Una vez finiquitada, el individuo a quien le ha
sido impartida ocupa un rango en la sociedad; abandona el ámbito de las mujeres
al amparo de las cuales se ha desarrollado toda su infancia; ocupa a partir de este
momento el lugar que le corresponde entre los guerreros; al propio tiempo, toma
conciencia de su sexo del que tiene desde entonces todos los derechos y todos
los deberes. Se ha convertido en un hombre y en un ciudadano. Ahora bien, es
una creencia universalmente extendida en todos esos pueblos el que el iniciado,
por el mismo hecho de su iniciación, se ha convertido en un hombre
completamente nuevo; cambia de personalidad, adopta otro nombre y es bien
sabido que el nombre no es considerado entonces como una simple manifestación
verbal, sino como un elemento esencial de la persona. La iniciación es
considerada como un segundo nacimiento. Esa metamorfosis, el espíritu primitivo
se la representa simbólicamente imaginando que un principio espiritual, una suerte
de alma nueva, ha venido a encarnarse en el individuo. Más, si se hace
abstracción en esta creencia de las formas míticas en las que se arropa, ¿acaso
no se encuentra bajo el símbolo esa idea, confusamente presentida, de que la
educación ha tenido por efecto el crear en el hombre un ser nuevo? Es el ser
social. Sin embargo, se dirá, si efectivamente se puede concebir que las
cualidades propiamente morales, dado que imponen privaciones al individuo y
dado que constriñe sus arranques naturales, no pueden ser suscitadas en
nosotros más que a través de una acción de procedencia externa, ¿acaso no
existen otras que todo hombre desea adquirir y busca espontáneamente? Tales
son las cualidades variadas de la inteligencia que le permiten adecuar mejor su
línea de conducta a la naturaleza de las cosas. Tales son también las cualidades
físicas y todo cuanto contribuye a la fortaleza y a la buena salud del organismo.
Para éstas, cuando menos, parece como si la educación, al desarrollarlas, no
hiciese más que ir al encuentro del desarrollo mismo de la naturaleza, que llevar al
individuo hacia un estado de perfección relativa hacia la que tiende de por si, aun
cuando lo alcance más rápidamente gracias a la colaboración de la sociedad. Pero
lo que muestra bien claramente, a pesar de las apariencias que en este caso
como en otros muchos, la educación responde ante todo a necesidades externas,
es decir, sociales, es que existen sociedades en las que dichas cualidades no han
sido cultivadas en absoluto y que, en cualquier caso, han sido interpretadas muy
diferentemente según las sociedades. Mucho falta para que las ventajas de una
sólida cultura intelectual hayan sido reconocidas por todos los pueblos. La ciencia,
el espíritu critico, que hoy tanto ensalzamos, han sido considerados durante
mucho tiempo como sospechosos. ¿Acaso no conocemos una gran doctrina que
proclame bienaventurados a los pobres de espíritu? Y hay que guardarse muy
mucho de creer que esa indiferencia para con el saber haya sido impuesta
artificialmente a los hombres yendo en contra de su naturaleza. De por sí, no
experimentaban por aquellos entonces ningún anhelo hacia el saber,
sencillamente porque las sociedades de las que formaban parte integrante no
sentían en manera alguna la necesidad de ello. Para poder seguir viviendo
necesitaban tener ante todo tradiciones arraigadas y respetadas. Ahora bien, la
tradición no despierta, sino que tiende más bien a excluir, el pensamiento y la
reflexión. Ocurre otro tanto con las cualidades físicas. Que el estado del medio
social oriente la conciencia pública hacia el ascetismo, y la educación física se
vera automáticamente relegada a segundo plano. Algo así ocurrió en las escuelas
de la Edad Media. Así también, según las corrientes de la opini6n, esa misma
educación será interpretada en los sentidos más diferentes. En Esparta, tenia
sobre todo por objeto el aguerrir a los hombres; en Atenas, su objetivo era el de
crear cuerpos armoniosos y gratos a la vista; en los tiempos de la caballería, se
esperaba de ella que formase guerreros ágiles y resistentes; hoy en día, su misión
es meramente higiénica y se preocupa sobre todo de contrabalancear los
peligrosos efectos de una cultura intelectual demasiado intensa. Así pues, incluso
esas cualidades que parecen, a primera vista, tan espontáneamente deseables, el
individuo no las persigue más que cuando la sociedad le incita a ello, y trata de
alcanzarlas de la forma en que ésta se lo indica. Como pueden ustedes apreciar,
la psicología tomada aisladamente no es más que un recurso insuficiente para el
pedagogo. No tan solo, como ya les indicaba inicialmente, es la sociedad la que
traza al individuo el ideal que éste debe realizar a través de la educación, sino
también que en la naturaleza individual, no existen tendencias determinadas,
estados definidos que sean como una primera aspiración hacia dicho ideal, que
puedan ser contemplados como su forma interior y anticipada. Desde luego, no es
que no existan en nosotros aptitudes muy generales sin las cuales dicho ideal
seria evidentemente irrealizable. Si el hombre puede aprender a sacrificarse, es
que no es incapaz de sacrificio; si ha podido someterse a la disciplina propia de la
ciencia, es que entraba dentro de su naturaleza. Por el mero hecho de ser parte
integrante del universo, nos importa algo más que nosotros mismos; hay de esta
forma en nosotros una impersonalidad inicial que prepara al desinterés.
Igualmente, por el mero hecho de que pensamos, nos sentimos inclinados en
cierta manera a saber. Pero, entre esas vagas y confusas predisposiciones,
mezcladas por cierto con toda clase de predisposiciones contrarias, y la forma tan
definida y tan particular que adoptan a influjos de la sociedad, media un abismo.
Resulta imposible incluso para el análisis más penetrante el columbrar por
adelantado en esos gérmenes indistintos lo que son llamados a ser una vez que la
colectividad los haya fecundado, pues ésta no se limita a prestarles un realce del
que estaban faltos; les brinda algo más. Les incorpora su energía propia y gracias
a esto los transforma y saca de ellos unos frutos que no existían primitivamente.
Así pues, aun cuando la conciencia individual no tuviese ya para nosotros secreto
alguno, aun cuando la psicología fuese una ciencia completa, no sabría orientar al
educador sobre los fines hacia los cuales debe tender. Tan solo la sociología
puede, bien sea ayudarnos a comprenderlos, vinculándolos a los estados sociales
de los que dependen y que expresan, bien sea ayudarnos a descubrirlos cuando
la conciencia pública, turbada y confusa, ya no sabe cuáles deben ser. III Ahora
bien, si el papel de la sociología resulta preponderante en la determinación de los
fines que la educación debe perseguir, ¿tiene acaso la misma importancia por lo
que se refiere a la elección de los medios? En este caso, no cabe la menor duda
de que la psicología recobra sus derechos. Si bien el ideal pedagógico expresa
ante todo necesidades sociales, no puede, sin embargo, realizarse más que en y
por individuos. Para que sea algo más que una simple concepción del espíritu, una
vana orden expresa de la sociedad a sus miembros, se debe encontrar la fórmula
de ajustar a éste la conciencia del niño. Ahora bien, la conciencia tiene sus leyes
propias que se deben conocer para poderla modificar, cuando menos si se quiere
uno ahorrar los tanteos empíricos que la pedagogía tiene precisamente por objeto
reducir al mínimo. Para poder estimular la actividad a desarrollarse en una
dirección determinada, aún es necesario saber cuáles son los resortes que la
mueven y cuál es la naturaleza de éstos; pues, es con esta condición que será
posible aplicar, con conocimiento de causa, la acción que más conviene. ¿Se trata
de despertar el amor por la patria o el sentido de la humanidad, pongamos por
caso? Sabremos tanto mejor orientar la sensibilidad moral de nuestros alumnos en
uno u otro sentido, que tendremos nociones más completas y más precisas sobre
el conjunto de fenómenos llamados tendencias, costumbres, anhelos, emociones,
etc., sobre los diversos condicionamientos de los que dependen, sobre la forma
que adoptan en el niño. Según que se vea en las tendencias un fruto de las
experiencias agradables o desagradables que ha podido vivir la especie, o bien, al
contrario, un hecho primitivo anterior a los estados afectivos que acompañan su
funcionamiento, deberá uno actuar de maneras muy diferentes para regular su
evolución. Ahora bien, es a la psicología y, más especialmente, a la psicología
infantil a la que compete resolver estas cuestiones. Si bien, por tanto, resulta
incompetente para fijar los fines de la educación, no es menos cierto que tiene un
papel útil por desempeñar en la constitución de los métodos. Incluso, dado que
ningún método puede aplicarse de igual forma a todos los niños, también seria la
psicología la que debería ayudarnos a orientarnos en medio de la diversidad de
inteligencias y de caracteres. Desgraciadamente, bien sabido es que aún estamos
lejos del momento en que estará verdaderamente en condiciones de satisfacer
ese desideratum. Así pues, no podría pasarnos ni remotamente por la imaginación
el volver la espalda a los servicios que puede prestar a la pedagogía la ciencia del
individuo, y sabemos reconocer el lugar que le corresponde. Y sin embargo, en
ese tipo de problemas para los que puede ilustrar inútilmente al pedagogo, mucho
dista de que pueda prescindir del concurso de la sociología. Ante todo, dado que
los fines de la educación son sociales, los medios a través de los cuales dichos
fines pueden ser logrados deben tener, necesariamente, el mismo carácter. Y, en
efecto, entre todas las instituciones pedagógicas quizás no exista ni una sola que
no sea análoga a una institución social de la que reproduce, de forma reducida y
extractada, las características principales. Existe una disciplina tanto en el seno de
la escuela coma en el de la urbe. Las reglas que fijan sus deberes al escolar son
comparables a las que prescribe su conducta al hombre hecho y derecho. Los
castigos y las recompensas que van ligados con las primeras guardan mucha
similitud con los premios y castigos que sancionan las segundas. ¿Acaso
enseñamos a los niños la ciencia ya hecha? Ahora bien, la ciencia que se hace se
enseña ella también. No queda emparedada en el cerebro de aquellos que la
conciben, sino que no es verdaderamente eficaz más que a condición de que sea
comunicada a los demás hombres. Y, esa comunicación, que pone en
funcionamiento toda una red de mecanismos sociales, constituye una enseñanza
que, aún cuando vaya dirigida al adulto, no difiere gran cosa de la que el alumno
recibe por parte de su educador. ¿Acaso no se dice que los sabios son unos
maestros para sus contemporáneos y no se da acaso el nombre de escuelas a los
grupos que se forman en torno suyo? Se podrían multiplicar los ejemplos. Es que,
en efecto, dado que la vida escolar no es más que el germen de la vida social, al
igual que ésta no es más que la continuación y la floración de aquella, resulta
imposible no encontrar en la una los principales procedimientos mediante los
cuales funciona la otra. Es natural suponer, pues, que la sociología, ciencia de las
instituciones sociales, nos ayude a comprender lo que son o a conjeturar lo que
deberían ser las instituciones pedagógicas. Cuanto mejor conozcamos la
sociedad, mejor podremos darnos cuenta de todo cuanto sucede en ese
microcosmos que es la escuela. En cambio, pueden ustedes percatarse de la
prudencia y de la mesura, incluso cuando se trata de la determinación de los
métodos, con que conviene utilizar los datos proporcionados por la psicología. Por
si sola no podría darnos los elementos necesarios para la elaboración de una
técnica que, por definición, tiene su arquetipo, no en el individuo, sino en la
colectividad. Por demás los estados sociales de los que dependen los fines
pedagógicos no limitan a esto su acción. Intervienen también en la concepción de
los métodos: pues la naturaleza de los fines implica en parte la de los medios.
Caso de que la sociedad, por ejemplo, se oriente en un sentido individualista,
todos los procedimientos de educación que pueden tener como efecto el hacer
violencia al individuo, el hacer caso omiso de su espontaneidad interna, serán
considerados como intolerables y, consecuentemente, reprobados. Al contrario,
caso de que, bajo la presión de circunstancias duraderas o pasajeras, experimente
la necesidad de imponer a todos un conformismo más riguroso, todo cuanto puede
provocar en demasía la iniciativa de la inteligencia quedara proscrito. De hecho,
cada vez que el sistema de los métodos educacionales ha sufrido una profunda
transformación, ha sido bajo la influencia de alguna de esas grandes corrientes
sociales cuya acción ha repercutido en todo el ámbito de la vida colectiva. No ha
sido como consecuencia de descubrimientos psicológicos que el Renacimiento ha
contrapuesto todo un conjunto de métodos nuevos a los que practicaba la Edad
Media. Pero es que, como consecuencia de los cambios acontecidos en la
estructura de las sociedades europeas, un nuevo concepto del hombre y del lugar
que ocupaba en el mundo había acabado por despuntar. De igual forma, los
pedagogos que, a finales del siglo XVIII y en los albores del XIX, emprendieron la
tarea de substituir por el método intuitivo el método abstracto, eran ante todo eco
de las aspiraciones de su época. Ni Basedow, ni Pestalozzi, ni Fröebel eran
grandes psicólogos. Lo que expresa sobre todo su doctrina es ese respeto por la
libertad interna, esa repulsa a todo constreñimiento, ese amor por el hombre y,
consecuentemente, por el niño lo que constituye la base de nuestro individualismo
moderno. Así pues, sea cual sea el prisma bajo el cual se contempla la educación,
ésta se presenta siempre a nosotros con el mismo carácter. Que se trate de los
fines que persigue o de los medios que utiliza, siempre responde a necesidades
sociales; son ideas y sentimientos colectivos lo que expresa. Sin ningún género de
duda, el propio individuo queda beneficiado. ¿Acaso no hemos reconocido de
forma expresa que es a la educación que debemos lo mejor de nosotros mismos?
Pero, es que ese «lo mejor de nosotros mismos» es de origen social. Por tanto, es
siempre al estudio de la sociedad que debemos referirnos; es únicamente ahí
donde el pedagogo puede hallar los principios de su especulación. La psicología
podrá indicarle perfectamente cuál es el mejor procedimiento que se deba adaptar
para aplicar al niño esos principios una vez que han sido planteados, pero, en
cambio, lo que no podrá es hacérnoslos descubrir. Añadiré, para terminar, que si
alguna vez hubo una época y un país en que el punto de vista psicológico se
impusiera de una forma especialmente urgente a los pedagogos, es, con toda
seguridad, en nuestro país y en nuestra época. Cuando una sociedad se halla en
un estado de estabilidad relativa, de equilibrio temporal, tal como la sociedad
francesa del siglo XVII, por ejemplo; cuando, por consiguiente, se ha establecido
un sistema educacional que, también por un tiempo, no es discutido por nadie, las
únicas cuestiones apremiantes que se plantean son problemas de aplicación. No
se suscita ninguna duda grave ni sobre los fines que se pretenden lograr, ni sobre
la orientación general de los métodos; no puede, pues, existir controversia más
que sobre la mejor manera de ponerlos en práctica, y éstas son dificultades que la
psicología puede resolver par si misma. No les enseñaré nada nuevo si les digo
que esa seguridad intelectual y moral no reza con nuestro siglo; es, a la par, tanto
su infortunio como su grandeza. Las transformaciones profundas que han sufrido a
que están sufriendo Las sociedades contemporáneas exigen transformaciones
paralelas en la educación nacional. Ahora bien, si bien sentimos la necesidad de
cambios, no sabemos exactamente cuáles deben ser éstos. Sean cuales puedan
ser las convicciones particulares de los individuos a de los partidos, la opinión
pública queda indecisa y ansiosa. Por consiguiente, el problema pedagógico no se
plantea a nosotros con La misma serenidad que para los hombres del siglo XVII.
Ya no se trata de poner en ejecución ideas ya sentadas, sino de encontrar ideas
que nos guíen. ¿Como descubrirlas si no nos remontamos hasta la fuente misma
de la vida educativa, es decir, hasta la sociedad? Es, por tanto, a la sociedad a
quien se debe interrogar, son sus necesidades las que se deben conocer, puesto
que son sus necesidades las que se deben satisfacer. El limitarnos a
contemplarnos de forma introvertida, vendría a ser como desviar nuestras miradas
de la realidad misma que nos proponemos alcanzar; sería colocarnos en la
imposibilidad de comprender algo en la corriente que arrastra al mundo en torno
nuestro y a nosotros con él. Por consiguiente, no creo obedecer a un simple
prejuicio ni ceder a un amor inmoderado hacia una ciencia que he cultivado
durante toda mi vida, diciendo que jamás ha sido más necesario al educador una
cultura sociológica. No es que la sociología pueda ponernos entre las manos
procedimientos ya completamente elaborados y de los cuales tan solo nos reste
servirnos. Por demás, ¿acaso los hay de esta clase? Pero, la sociología, en
realidad, puede más y puede mejor. Puede proporcionarnos aquello de la que más
urgentemente estamos necesitados, quiero decir con ella un conjunto de ideas
directrices que sean el alma de nuestra práctica y que la apoyen, que presten un
sentido a nuestra acción, y que nos unan estrechamente a ella; la que es
condición necesaria para que esta acción resulte fecunda .

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