La Escuela Como Frontera

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La escuela como frontera; Silvia Duschtzky

“La Escuela como Frontera”

Estudiar la manera en que los alumnos construyen su experiencia escolar llena de significados
para los jóvenes en su paso por la escuela, nos permite dar cuenta de los sentidos que ellos
construyen alrededor de la misma.

Cap. I

La relación simbólica entre la escuela y los jóvenes de sectores populares.

Tradicionalmente la escuela fue concebida para la transformación de las sociedades, más allá
de los contenidos que en cada época se concibieran como centrales: la educación para el
desarrollo de la agricultura, la industria o la formación ciudadana, constituyó el pilar
fundacional de los sistemas educativos modernos. La educación era capaz de producir cambios
globales que la sociedad requería. El acceso a la educación parecía ser la llave para alcanzar las
posibilidades del progreso, de la libertad y la igualdad.

Según Bordieu la educación de hoy, es un conjunto de prácticas educativas tendientes a


modelar los esquemas de percepción y comportamiento de los sujetos. Por lo tanto para
interiorizar la “exterioridad” desigual será necesario que cada grupo de la sociedad reciba
aquellos valores y saberes confirmatorios de las posiciones sociales iniciales. Afirma que la
escuela es el lugar privilegiado de consagración de la cultura legítima e insiste en que toda
acción pedagógica es la imposición de una cultura arbitraria porque pretende imponer con
carácter universal aquellos contenidos y valores que en realidad representan a intereses
particulares, los de las clases dominantes de la sociedad.

La cultura escolar, en su desarrollo histórico, podemos advertir la existencia de una variedad


de indicadores que revelan los efectos de la verdad de las operaciones discursivas de la
escuela. La violencia simbólica ,según Bordieu, son los únicos criterios en que se validizan
conocimientos verdaderos y falsos, la jerarquización de los saberes elaborados por encima de
los del sentido común, los estilos estandarizados de evaluación, consideradas las medidas
objetivas del rendimiento escolar o la supremacía de los textos escolares por encima de otros
formatos culturales. Todos estos puntos son reveladores del autoritarismo de los significados.
Para Bordieu ésta violencia simbólica, radica en las modalidades de sentido que vehiculizan. El
sistema escolar, ejerce de éste modo, una violencia simbólica, es decir, la inculcación de la
arbitrariedad cultural y la imposición del habitus – esquemas de percepción internalizados-
conforme al orden de las clases sociales.
Tanto para las perspectivas “optimistas” como las reproductivistas suponen que las
identidades de los sujetos se constituyen desde únicos referentes de sentido. (Las tramas de
sentido, bienes simbólicos, y a la dominación simbólica en las relaciones de clases según
Bordieu). En éste marco la escuela actúa consolidando posiciones originarias y reforzando la
segmentación social.

El discurso “integrador-igualitario” de la escuela como responsable de formar sujetos sociales,


no es más que una contradicción porque en un polo –la integración como homogeneización-
desde el otro, la supuesta integración no es otra cosa que la violencia simbólica y desigualdad
educativa.

Una perspectiva simbólica sobre la escuela

Cuando el autor habla de lo simbólico, se refiere a los procesos culturales mediante los cuales
se asocian a ciertos significantes, unos significados particularidades. En la escuela se ligan un
conjunto de significados socialmente sancionados, la institución representa el lugar
privilegiado de cualquier significación referente a enseñar, aprender y socializarse. Sin
embargo la escuela como todo significante no está sometida por completo al contenido que se
supone expresa. Si bien el simbolismo no es totalmente libre, sino que se aferra a lo histórico,
tampoco está anclado en un sentido homogéneo.

Cuando habla de escuelas, en plural, se refiere a diferencias visibles, en algunas de sus marcas
instituidas: currículos. Arquitecturas edilicias, procedencias sociales de los alumnos, modos de
evaluación o diversos estilos de enseñanza. Las escuelas a la que alude son las escuelas
subjetivizadas no por personas consideradas individualmente sino por grupos sociales. Los
sujetos construyen significados re funcionando los heredados e incorporando nuevos
elementos.

En las escuelas, la simbolización que en cada época o contexto realicen los sujetos se edificará
sobre los mitos fundacionales, pero no se agotará en ellos. Los contextos de inscripción
sociocultural de los diferentes grupos, las marcas epocales y las experiencias subjetivas crearán
nuevos escenarios de sentido.

Desde una perspectiva simbólica la escuela no será la misma en todas las épocas, ni para todos
los sujetos ni para los mismos sujetos en distintos períodos. La posibilidad de constituirse en
núcleo de sentido radicará en su capacidad de interpelación, en su capacidad de nombrar
interlocutores, de tal manera que se perciban reconocidos como sujetos de enunciación. La
escuela, entonces, podrá levantarse en el “horizonte de lo posible” a partir de articular todo un
campo de deseos, aspiraciones e intereses. La capacidad de interpelación de la escuela entre
los jóvenes de sectores populares debe ser concebida como un terreno frágil, por las fisuras
que atraviesan la vida cotidiana de grupos juveniles que viven en contextos de pobreza. Si la
escuela se instituye como núcleo de sentido es porque opera como un campo de posibilidad,
como sutura de profundos quiebres de la vida social.

El autor ofrece una argumentación para la explicación de a quiénes llama “jóvenes de sectores
populares”, comienza explicando que para entender a lo que se refiere a lo por popular hace
falta ir más allá de la situación económica (asalariado- no asalariado), además hay que tener
en cuenta el mundo de los sentidos y las significaciones que se mueve por debajo de la
realidad más real, de la más dura presencia de las cosas, y por encima de ella. Los jóvenes de
sectores populares viven en condición generacional de modo diferencial por estar sometidos a
restricciones materiales y culturales, y se vinculan empáticamente con aquellos que comparten
trayectorias semejantes y a la vez construyen estilos culturales propios a partir de una
apropiación singular de lenguajes, artefactos y espacios.

Cap.2

El escenario cotidiano de los Jóvenes

Es en la tensión entre las continuidades y las rupturas entre la vida en la escuela y la vida
cotidiana donde se anclan los significados de la experiencia escolar. Uno de los núcleos de
continuidad está en el modo en que los jóvenes se apropian de los espacios que habitan. El
lugar no es un simple territorio sino aquello que construye reconocimiento, historia e
identidades compartidas. El barrio es, para éstos jóvenes, un anclaje de identidad. Las
experiencias están cargadas de intensidad afectiva. De esta manera el barrio se dibuja como
“lugar antropológico”, como esa construcción concreta y simbólica que no podría por sí sola
dar cuenta de las vicisitudes y complejidades de la vida social pero que se constituye en el
principio de sentido para los que las habitan. El barrio define para sus habitantes un conjunto
de posibilidades y limitaciones cuyo contenido es a la vez espacial y social. Por un lado la
realidad material del hábitat constituye el límite de lo que se puede o no realizar. A su vez, el
hecho de que el barrio el barrio funcione para sus habitantes como receptáculo principal de la
vida, habla de una autorreferencialidad obligada por las dificultades de transitar por otros
circuitos que refuerza esa asignación de sentido con la que se lo inviste. Los jóvenes se
incluyen en las narraciones históricas del barrio haciéndose propias las experiencias de las
generaciones anteriores. Hablar de barrio, es actualizar las tradiciones comunitarias y
familiares. En los relatos del barrio se infiltran recuerdos biográficos personales haciendo del
lugar un sitio indiferenciado entre lo privado y lo público. La cuestión es destacar en ésta
diferenciación es que la historia barrial y las biografías particulares se funden en una única
narración, haciendo del lugar una morada de la memoria individual y colectiva.

En los barrios, la escuela resulta de una construcción colectiva, siendo además una institución
de alta depositación simbólica, tener una escuela prestigia al barrio, al igual que la sala de
primeros auxilios, la sociedad de fomento, los servicios, el transporte etc.
En el seno de la vida cotidiana se construyen valores, saberes, lenguajes, normas de
comportamiento. Pero cabe destacar que las culturas barriales no son bloques homogéneos,
sino que están atravesadas por valores encontrados. La trama barrial expone componentes
culturales “dominantes, residuales y emergentes”.

Lo “dominante”, según R.Williams difiere de aquellos procesos de principio de siglo. Estos


barrios son el resultado del empobrecimiento y la marginalidad. Más que marcar la
conformación de los comienzos de urbanización, son la cara adversa del gran desrrollo urbano
y la globalización. Lejos de representar un horizonte de integración como el que definiría
historicamente al imaginario de los sectores obreros, estos barrios contemporáneos son el
reverso de la comtetitividad y los signos patéticos de la marginalidad.

Lo “residual” está en las huellas de un tejido social comunitario y lo “emergente” podemos


encontrarlo en la construcción de nuevas significaciones y valores conformado alrededor de
ciertas instituciones sociales como la escuela. Lo “emergente” tal como lo describe R Wiliams
debe leerse en el contexto de lo dominant. Por lo tanto, estas nuevas significaciones que
remiten a la simbolización de la experiencia educativa deben ser interpretadas en el marco de
la fragmentación y deterioro de la vida social de los sectores populares.

Lo “emergente” señala la entrada de nuevas “fronteras” de significación, allí donde lo


“residual” comienza a perder eficacia simbólica y lo “dominante” afecta negativamente la vida
de los sujetos.

La escuela, en este escenario, comienza a perfilarse como una frontera de distinción, como un
espacio simbólico que si bien no repara todas las brechas existentes introduce nuevas
representaciones sobre lo social. Se trata, de la emergencia de un espacio simbólico que da
lugar a la irrupción de nuevos horizontes de sentido.

Mientras la violencia como corporización de los conflictos crece como el modo predominante
de interacción social en el barrio, el espacio escolar expresa la posibilidad de simbolizar,
instalando otros modos de procesamiento de la experiencia. Ambas lógicas, la de las
rivalidades violentas y la de la simbolización, conviven en el mismo territorio disputando
lugares de legitimación.

Solidaridades y rivalidades

El barrio se presenta como una configuración compleja de solidaridades y rivalidades.


Con respecto a la solidaridad la que juega un rol importante es la mujer porque es interpelada
desde el lugar doméstico. Son las mujeres las encargadas de llevar a adelante programas de
distribución de leche y cereales, comedores infantiles, dan de comer en las escuelas, en estos
contextos es la mujer la articuladora del tejido social. Ellas son también las que defienden a sus
hijos de frecuentes intervenciones policiales y las que nuclean a los pibes del barrio. Las
mujeres son convocadas desde las instituciones para apoyar tareas de asistencia,
configurándose un imaginario local que sanciona lugares cristalizados de inclusión social. Las
mujeres aparecen como el lugar residual de una red solidaria que caracterizaba a un estilo
espontáneo de interacción social. En el flujo de estas prestaciones se van tejiendo procesos de
reciprocidad desinteresados y vínculos que favorecen la constitución de un imaginario
colectivo.

El perfil barrial vinculado a las redes subterráneas de ligazón social está fuertemente inscripto
en la cultura juvenil. El grupo de pares cumple un rol altamente significativo entre los jóvenes
ya que funciona como soporte social- afectivo. Las características de las redes juveniles, en
estos barrios, poco tienen que ver con la categoría de tribus acuñada por Maffesoli (1990). La
metáfora de la “tribu” le ha permitido a Maffesoli y a otros autores explicar las nuevas formas
de agrupamiento juvenil características de los centros urbanos contemporáneos, son
comunidades emocionales. Se formalizan más allá de toda motivación racional o finalista. Las
modalidades de relación entre los jóvenes de los barrios periféricos nos permite constatar
importantes diferencias: mientras las “tribu urbanas” emergen en el escenario del consumo y
se manifiestan como una reacción subcultural, las redes de socialización entre los jóvenes de
los barrios populares se anclan en textos de empobrecimiento de las ofertas culturales y no
aparecen como un signo específicamente generacional.

Rivalidades: una de las características de lo9s procesos de construcción de las identidades es la


marcación de diferencias. Nombrar las diferencias es también confirmar, delimitar la propia
posición. En el caso de los barrios, es posible establecer dos tipos de diferenciaciones. Una
asociada a la posición social con respecto a otros lugares. La otra diferenciación se juega en el
interior de los barrios y revela en una dimensión microscópica un imaginario social que
posiciona al otro en lugar de la amenaza. En relación con las distinciones internas, aquellas que
se operan en la cotidianeidad de los barrios, es de destacar el papel que juega el lugar de
residencia como marcador de distancias sociales. Los que viven en los “fondos” son más
pobres que los que habitan en el centro. La presencia de instituciones públicas junto con
señales de urbanización constituye signos de diferencias entre barrios de igual situación. Este
proceso de diferenciación se torna más crucial en épocas de crisis social aguda en los que las
pérdidas progresivas de derechos sociales vulneran los soportes básicos de la dignidad
humana. Si bien estas diferenciaciones no producen dicotomía entre “nosotros” y “ellos”,
revela una búsqueda personal por escapar de un deterioro creciente de las condiciones de
vida.

Las rivalidades interbarriales se expresan entre los grupos de jóvenes y se expresan cada vez
más en el terreno de la violencia, siendo ellos los protagonistas centrales. Los embarazos
adolescentes, la drogadicción, las agresiones físicas son las formas de vida en el barrio y los
jóvenes aparecen simultáneamente como las víctimas: drogadicción, embarazos, maltrato
familiar, agresiones policiales y son victimarios la mayoría de los robos y las agresiones son
producidas por los jóvenes.

Cap3

Los jóvenes y la violencia

La problemáticas de la violencia merece ser abordada desde una doble dimensión. El lenguaje
y como fracaso del lenguaje. La primera nos convoca a analizarla desde sus componentes
enunciativos. En cada acto violento se pone de manifiesto una relación conflictiva con
alteridad y con la ley, y las formas de expresión así como las motivaciones pueden ser
múltiples. Hay violencias individuales y violencias colectivas, violencias precursoras y violencias
meramente destructivas. La diferencia con la mera violencia, con la violencia que se sitúa fuera
del lenguaje es que no pretenden eliminar al otro, sino desautorizar su palabra.

Los tiempos contemporáneos parecen enfrentarnos a otro tiempo de violencia que podemos
definir como el fracaso del lenguaje. Se trata de una violencia sin objeto, difuminada en la
trama del tejido social que no distingue destinatarios. El autor la define como fracaso del
lenguaje porque se ancla en el cuerpo, propio o del semejante, no tiene finalidad y no refiere a
una disputa de valores o posiciones discursivas. La cuestión no es impugnar, resistir, enfrentar
la palabra del otro sino eliminar al otro. Aceptar que la conducta anómica (la que se despliega
quebrando los límites de las normas establecidas) puede constituir un lenguaje, permite
plantearse la violencia en términos dialécticos: la violencia es una respuesta de urgencia a una
situación de emergencia. Implica una relación difícil con la Ley y con el otro. Opera
directamente sobre la materialidad de un cuerpo como una acción en sí misma habla de un
quiebre en la posibilidad de simbolizar el malestar o el rechazo que los sujetos perciben frente
a ciertas instituciones.

La escuela es percibida como amenaza, en tanto opera como una suerte de espejo de
exclusión. Ella es la prueba de un discurso que no sostiene a los que están afuera. Otra
perspectiva señala que la anomia puede marcar el paso de un sistema social que degrada a
otro que aún no tiene forma.

Cuando la ley y las instituciones dejan de “ordenar”, de funcionar como “contrato social” y
fracasan en su intento comprensivo de las mayorías, la violencia se instala en su lugar. A
medida que las instituciones sociales (trabajo, salud, Educación) dejan de albergar al conjunto
de la sociedad y al mismo tiempo se instalan discursos deslegitimizadores de las instituciones
(corrupción, clientelismo), la violencia se vuelve difusa y desborda por doquier.
Existen tres formas de violencia muy claras diferentes entre sí, se trata de embarazos
adolescentes, la drogadicción y las bandas. Se abordan como expresiones de violencia por las
siguientes razones: los embarazos por el peso que asumen ciertos condicionantes vinculados al
sometimiento de la mujer y la emergencia socio-afectiva en la que viven las adolescentes, el
consumo de drogas, porque se presenta fuertemente vinculado a las redes de tráfico, por sus
impactos en las relaciones vecinales, por el tipo de motivaciones que están en la base del
consumo y especialmente por los daños psicosociales que producen en los jóvenes afectados,
las bandas se inscriben como una modalidad juvenil de doble marginalidad, una primera dada
por la condición de pobreza y una segunda por el carácter sociocomunitaria construida en el
marco de los territorios de inscripción. En general los miembros de las bandas han roto todo
tipo de vínculo con las instituciones oficiales, escuela y familia, centran sus actividades en las
esquinas de las calles y a pesar de guardar ciertos lazos con otros jóvenes que viven en el
mismo barrio y compartieron las primeras experiencias de socialización dejan de conservar
empatías mutuas. Las bandas constituyen fuertes marcas de identidad en los jóvenes. En las
bandas los valores centrales del mundo “normal” (sobriedad, decoro, conformismo) son
reemplazados por sus opuestos: hedonismo, desafío de la autoridad, desenfado. Ellas expresan
uno de los rostros de la exclusión social y ponen al descubierto los quiebres de algunas
instituciones públicas.

El discurso religioso como intento de “sutura”.

En el marco del tejido social altamente fracturado, se detecta una creciente presencia de
instituciones religiosas que funcionan como reductos protectores de la violencia social. Los
grupos religiosos reclutan sectores juveniles escolarizados y no escolarizados; algunos de sus
miembros pasaron por el grupo de la esquina, y ya no tienen filiación con las bandas. El
fenómeno religioso se inscribe como un discurso que levanta “al caído” en la droga, en la
desocupación en la violencia familiar y social, también es una invitación a crear u7n espacio
propio contaminado de una estética juvenil. La fiesta, la música, las salidas, los encuentros, con
pares en el seno de los grupos religiosos no son sólo recursos compensatorios, sino que
responden a fuertes motivaciones grupales. La cultura religiosa no escapa a las estéticas
contemporáneas caracterizadas por la hibridación cultural. Existen diferencias en las dinámicas
de los grupos evangelistas y los católicos.

Lo religioso actúa como un antídoto frente a la desesperación, la soledad, la adversidad


cotidiana pero no se plantea actuar sobre lo imprevisto, lo indeterminado y lo innovador. La
experiencia religiosa invita a soportar mejor el presente, neutralizando algunos de los efectos
socioeconómicos coyunturales y las profundas heridas afectivas, pero no sugiere la
construcción de una nueva posición discursiva.

La escuela al igual que los grupos religiosos, los grupos de pares, de familia y los medios de
comunicación, constituyen fragmentos de la experiencia que no cierran por sí mismos todas las
expectativas y horizontes de vida. Por lo tanto, no da igual para la construcción de las
identidades sociales, establecer relaciones “totales” con alguna institución en particular o
espacio de socialización que atravesar por múltiples lazos institucionales.

Cap. 4

L a escuela como frontera

La escuela tendrá mayor o menor interpelación en la medida en que logre responder al


horizonte de expectativas de los sujetos y, dado a las redes sociales de satisfacción no son las
mismas en cada lugar, los sentidos con que se invista a la escuela serán diferentes según los
contextos de que

se trate, según las oportunidades sociales y culturales que rodee a cada grupo social. La
valoración social de la escuela es entonces una construcción parcial situacional.

La frontera como horizonte de posibilidad

La escuela como “frontera” es la escuela del pasaje, que no implica borramiento de referentes
históricos de identificación sino apertura de la cadena de significantes, es la escuela del “otro
lado”, pero invertido. El otro lado desde el punto de vista del pensamiento moderno es la
cultura de la periferia, la de la proxemia, la “no autorizada”. Pero para los sectores del margen,
el “otro lado” son todos esos lenguajes y soportes que no participan de su cotidianeidad pero
sí en un imaginario con el que quisiera fundirse; es la escuela portadora de la variación
simbólica, es decir la escuela que introduce una diferencia. No obstante hay que entender esta
diferencia en dos sentidos: como contingencia y como componente no excluyente. La
diferencia como contingencia se opone a la idea de institución como la expresión neutra o
adecuada de una funcionalidad esencial en cambio refiere a las construcciones de sentido
como fijaciones parciales, resultantes de una compleja articulación entre diversas esferas de
experiencia. Desde aquí la valoración de la escuela se trata una asignación de sentidos
inscriptos en una relación particular.

La escuela como “frontera” es un horizonte. Al entrar a dialogar con el discurso localista pone
de manifiesto su carácter inconcluso y la brecha por donde se cuelan nuevos significantes. Da
cuenta de una subjetividad plural y polifónica. Su presencia en la vida de los jóvenes supone la
irrupción de una condición fronteriza en la que se mezclan distintos territorios de significación.
Cuando el autor habla de variación simbólica alude a la entrada de nuevos soportes de
sentidos.
Frente a la primacía del “cuerpo” (drogadicción, robos violencia), la restricción de experiencias
diversas, el vacío institucional y la legitimidad del “cara a cara” como única fuente de
moralidad, la escuela opone la validez de la “palabra”. Participar del universo de la palabra
supone abrirse a la pluralidad semántica del lenguaje y operar en consecuencia en el terreno
de la simbolización plena. Entrar en la escuela implica participar de un universo que nombra a
los jóvenes como sujetos sociales y por lo tanto portadores de derechos.

La escuela como “frontera” remite a la construcción de un nuevo espacio simbólico que


quiebra las racionalidades cotidianas. Esquemáticamente, la autora, sitúa dos dimensiones: el
tiempo y el espacio. En relación con el tiempo lo que se produce es la irrupción de la
discontinuidad frente a un tiempo reiterado y constante que se despliega al margen del
“proyecto”, concebido como aquel orden imaginario que permite pensar otro presente. La
escuela implica, más allá de su rutina, un cambio de temporalidad presente. Por un lado, la
sola participación institucional coloca a los chicos frente a la exigencia de la anticipación y la
previsión. La organización que establece tiempos de trabajo y de descanso, de atención y
producción, una sucesión de materias diferentes y de demandas altera el carácter regular de la
vida diaria y sitúa a los jóvenes frente a una cuota de imprevisibilidad y responsabilidad que
quiebra la inercia de lo cotidiano. Por otro lado, la experiencia escolar va asociada a la
formulación de proyectos. Desde el pequeño e inmediato surgido de la imaginación colectiva
del grupo de pares que comparte la jornada escolar, hasta el más ambicioso y lejano , tal vez
de horizonte borrosos, pero revelador de la posibilidad de imaginar un cambio en el presente.

Un pasaje a “otro lado”

La valoración que los jóvenes de los contextos relatados hacen de la escuela es el resultado del
contraste de sentidos entre dos esferas de experiencia, la barrial y la institucional. La escuela
les posibilita producir aberturas, traspasar fronteras simbólicas. Participar de la cultura escolar
se convierte en la oportunidad de reconocimiento que tiene dos caras, la cara de la distinción
en el interior de la propia comunidad y la cara de la articulación con la sociedad global.
Además de los cambios de posición imaginaria que se producen respecto de los pequeños
grupos como la familia o el vecindario, ir a la escuela es símbolo de articulación social.

La escuela se presenta como la institución proveedora de derechos, del derecho a participar


del “progreso” y a recibir la confianza del otro. La idea de progreso tiene aquí un sentido
particular, es entendido como la posibilidad de despegue de la fatalidad de origen. Participar
de la cultura escolar implica apropiarse de los códigos necesarios para dialogar con el mundo.
La escuela funciona también como soporte afectivo que viene a saturar relaciones primarias
profundamente quebradas (violencia familiar, padres sin trabajo, abandonos etc.). La autora
refiere que en circuitos de pobreza y en los umbrales del siglo XXI los grupos de jóvenes buscan
en la escuela el lugar de la reparación de vínculos primarios fracturados.
Cabe destacar, que los chicos que asisten a la escuela, se produce una irrupción de nuevos
parámetros de relación entre los géneros. Para las mujeres ir a la escuela significa salir del
lugar de lo doméstico. Para los varones, asistir a la escuela implica en primer término, la
ruptura del estereotipo masculino. Compartir las jornadas escolares pone de manifiesto la
igualdad de posiciones entre varones y mujeres y se convierte en una oportunidad de construir
espacios comunes y relaciones horizontales. Ambos descubren las ventajas recíprocas de
ocupar posiciones más flexibles. La escuela les ofrece un espacio diferente de constitución de
lo juvenil. Para uno y otros la escuela es vivida como la oportunidad de construir otro modo de
ser jóvenes, tanto en relación con los esterotipos de género como con los estereotipos
juveniles que en los barrios periféricos nombran a los peligrosos e indeseables. La escuela es
vivida por ellos como el espacio fundador de una nueva socialidad marcada por la posibilidad
de simbolizar las diferencias y despojarlas de un tono amenazador, lo interesante es el “uso”
que de ella hacen sus actores. Este uso del espacio a veces responde a valores explícitos
compartidos por docentes y alumnos otras veces, en cambio asume el modo de una
producción “no legalizada”, silenciosa. De un modo u otro, lo cierto es que hablar “usos”
supone admitir la existencia de prácticas y significaciones previstas y prescriptas por las
instituciones.

Los jóvenes hablan de asistir a las escuela para una “distracción” y este término utilizado por
ellos es el símbolo más elocuente de la idea de frontera. La distracción remite a la posibilidad
de dejar algo, suspender una cosa para entrar en otra, poner entre paréntesis la cotidianeidad
para entrar a “otro lado”, a otras formas de vínculo social.

La nueva socialidad de la que habla la autora destaca una vuelta a los valores de la comunidad,
entendida cono el re-ligar de un grupo alrededor de valores compartidos: solidaridad, ayuda
mutua. Esta nueva socialidad no es indiferente al lugar de inscripción. La primacía del espacio
como fundador de una identidad compartida viene a relativizar la idea contemporánea de
desterritorialización. El grupo de amigos, las redes sociales construidas, las experiencias
comunes tienen como escenario fundador a la escuela.

Más allá de la escuela: consumos y prácticas juveniles

La experiencia escolar, retorna nuevamente como posibilidad, en cuanto a la autogestión


detectada en nuestro universo de indagación (centros de ex alumnos, producción de revistas y
de una radio local) escapan de una determinación escolar, se arraigan en la comunidad y por lo
tanto extiende su radio de influencia hacia otros grupos de jóvenes. En este sentido, es posible
advertir que la experiencia escolar funciona como moto rizadora de proyectos.

Los consumos culturales son una fuente de distinción de la población joven de la zona. Los
consumos de los jóvenes que asisten a la escuela se circunscriben centralmente a la radio y a la
televisión. A pesar que el libro ocupe un lugar secundario en la escala de consumos, tiene
presencia entre algunos jóvenes que encuentran en la lectura una fuente de placer. En lo que
respecta a los gustos musicales, las preferencias se reparten entre la música tropical, el
folklore, los cantantes melódicos y el rock. Los grafiti también son expresiones de hibridación
musical. El consumo musical es un signo de polifonía de las identidades, en la mezcla de estilos
se juegan referentes de identificación locales y globalizados. La cumbia es el eslabón que
reactualiza los componentes territoriales de identidad, mientras que el rock agrega nexos de
identificación desterritorializados. La música tropical, así como también la folklórica, lleva
impresa la marca del lugar. Muchos de los conjuntos más conocidos como sombras y Los alfiles
pertenecen a estos barrios. La música tropical nombra las penurias cotidianas en un lenguaje
familiar. En este sentido, los esquemas de percepción y del sentir común son reproducidos en
la canción. Entre los productos y los receptores se crea una suerte de complicidad, que no hace
más que reactualizar la fuerza de “lo real” y legitimar las estructuras de significación más
profundas de la cultura popular: el lenguaje llano, el kitsch como estilo comunicativo, los
sentimientos “puros”, la primacía corporal. Por otro lado la música, y en especial el rock, se
constituyen en un signo de identificación de la condición juvenil que supera las barreras de la
clase social.

Cap. 5

Escuelas por dentro

La autora presenta dos escuelas cuyos estilos institucionales están enfrentados. La


“implicación sociocomunitaria” y el “estilo de gestión institucional” se constituyen en terrenos
semánticos de distinción, configurando dos tipos de culturas predominantes que la autora
denomina populismo incluyente en un caso, y autoritarismo expulsivo en el otro. No se trata
de tipos puro, pero sí de rasgos sobresalientes.

Populismo incluyente: la escuela se presenta, en esta categoría, como una institución de


rasgos pocos formalizados. No son los reglamentos, las jerarquías posicionales de los agentes
educativos, la rigidez de los espacios, el dispositivo curricular, los ritos escolares lo que
caracteriza a esta institución sino una “complicidad” colectiva de compromiso comunitario. Los
signos visibles de esta escuela hacia el entorno están en el crecimiento matricular constante y
en el despliegue de estrategias no convencionales de retención y recuperación de su población
escolar. También existen otros indicios como el sustrato moral que vincula a los actores y que
se vincula a la escuela como un entramado simbólico que reconoce en el llamado a la
“solidaridad “su eje articulador. Cabe señalar que la “complicidad colectiva” no se sustenta en
una sensibilidad social difusa o en una impronta asistencialista. Es posible reconocer un
sustrato “ideológico” por el cual la acción educativa es percibida como una práctica
eminentemente política, orientada a la “transformación de las conciencias”. El hábitat de la
escuela está cargado de indicios que revelan una preocupación por instalar el compromiso
ciudadano, frente a la realidad social y educativa, en la escena escolar.
La cultura escolar resuena a las voces freiristas y a un cuerpo de docentes que rompe con la
tradición normalista para identificarse claramente con el discurso del “docente trabajador”,
comprometido con la problemática socioeducativa. La identificación con los sujetos históricos
de la educación y la utopía educativa de “liberación” constituyen los tópicos de enunciación
institucional, en los que se advierten las influencias del pensamiento de Paulo Freire. El sujeto
de la pedagogía de Freire son los oprimidos por la clase dominante, todos aquellos tratados
como objetos de una relación dependiente propia del sistema capitalista. Desde la perspectiva
compartida, los docentes identifican a los sujetos de la educación como “pertenecientes a los
sectores populares”: “hijos trabajadores y desocupados”. Las marcas de identidad de este
grupo social se circunscriben a la posición de subalternidad, enfatizando las condiciones de
privación socioeconómicas.

Lo popular aparece como un símbolo de la privación. Por lo tanto la posición socioeconómica


se convierte en la determinación del conjunto de rasgos que definen su identidad. Sin
embargo, no se trata aquí de lo “popular negativo”. Lo popular no es equivalente a lo “vulgar”
sino a la “inautenticidad” producto de una relación dependiente de la metrópolis, diría Freire,
o con la lógica del mercado, en las versiones contemporáneas. La verdadera esencia de lo
popular sólo se realizaría mediante la acción libradora de la educación.

Por otra parte, el populismo, la otra cara del etnocentrismo de clase, no implica una valoración
per se de todo lo que emerge de los sectores populares, pero sí una concepción por la cual se
convierte a los sectores populares en los “verdaderos” agentes de la historia. El populismo se
caracteriza por poner en escena y dar forma discursiva a un discurso interpelatorio particular.
En los discursos calificados como populistas parece existir un punto en común: la apelación a
un referente básico que es el pueblo, como figura ideológica que está por encima de una clase.
Este tipo de pensamiento lo que hace es concebir la política más allá del terreno de la disputa
de ideas y en cambio anclarlo en un conflicto antagónico de carácter esencial, en la medida en
que todo lo bueno, lo genuino, lo liberador se situaría en per se – al estilo de un atributo
natural- del lado de un a priori popular. Se debe comprender que se trata de disputas
discursivas y no de contradicciones naturales o necesariamente estructurales. El discurso
populista se instala cuando lo popular aparece idealizado, ya sea por la realización de sus
potencialidades como la solidaridad, conciencia de realidad, sensibilidad, o por la deformación
de sus atributos auténticos, producto de la dominación social, violencia, sumisión, falsa
conciencia.

Con respecto a los dispositivos de control, en estas escuelas no funcionan de modo explícito.
Los actores circulan libremente por el espacio institucional, apropiándose del mismo por
ejemplos: la biblioteca y la sala de computación son espacios abiertos para la convocatoria
juvenil. Los alumnos, de las maneras más diversas, son convocados a sortear obstáculos que
los empujan hacia afuera del sistema educativo.

La creación de un Consejo de disciplina Colegiado, integrado por docentes y alumnos, agrega a


la vida institucional un dispositivo que rompe con las arbitrariedades generadas por cuerpos de
conducción de estructuras altamente centralizadas. El consejo tiene como función expedirse
frente a situaciones de conflicto protagonizadas por los alumnos.

La “democratización de la vida institucional se vuelve paradójica al tiempo que responde a un


conjunto de demandas socioeducativas se crea un mandato “participativo” en el que no
resulta sencillo dar rienda suelta a la diversidad de intereses y a la emergencia de formas
participativas que rompan con las maneras tradicionales de organización estudiantil.

La expresión de un autoritarismo expulsivo: la escuela que describe el autor se presenta como


el paradigma de lógica fuertemente autoritaria, que poco tiene que ver con las nuevas
tendencias regulatorias construidas sobre dispositivos más sutiles de control.

Las notas esta cultura escolar, construidas sobre fuertes dispositivos de disciplinamiento,
impregnan las representaciones de los alumnos. El perfil de esta escuela es la negación del
entorno sociocumunitario. En el imaginario directivo, sólo quienes reniegan de su condición
popular o s implemente los que han logrado escapar de la mimetización con los pobres son
merecedores del prestigio simbólico que concede la cultura escolar. Aquí también sobrevuela
la idea de una educación “liberadora”, pero no liberadora de una relación social de dominación
como la reivindicada por la primera escuela, sino liberadora de la impronta popular; de
cualquier residuo que se enfrente con los valores de una superioridad investigada por gracia
de una posición arbitraria de poder y autoridad.la negación del entorno imaginario se expresa
en el imaginario y en el campo estratégico. En la dimensión simbólica/ imaginaria la alteridad
es negada ya sea a partir de una operación que pretende reducir al otro a un modelo
dominante de representación social, desde donde se le niega el derecho a la diferencia; o
mediante la ilusión pedagógica que procura el derecho a la diferencia; o mediante la ilusión
pedagógica que procura reinstalar al sujeto desviado en la órbita de los valores legítimos. El
campo estratégico, por su parte, refiere a la adopción de medidas organizacionales tendientes
a expulsar a los “restos”, a lo que no cabe en el imaginario posible de controlar. Este
excedente está comprometido tanto por aquellos estudiantes que exponen conductas
“alarmantes” (drogadictos, revoltosos) por las cuales son corridos de la escena escolar, como
por la “sobreabundancia” matricular, que comienza apenas superados los 260 alumnos.
Analizar las formas astutas de reacción de los que quedan pone de relieve los propios límites
de la acción de los sujetos en escenarios marcados por rígidos sistemas de control. Las argucias
de algunos actores institucionales no alcanzaron para quebrar la lógica de la segregación que
caracteriza a esta escuela. Los alumnos no pueden ingresar al edificio hasta el sonido del
timbre. A su vez el director se encarga de supervisar el cumplimiento del uso del uniforme, las
modalidades del habla, los recreos y las salidas de la escuela, formación mediante. Nada de lo
que aguan los alumnos puede resolverse sin mediar su visto bueno; carteles que deseen
exponer, las salidas recreativas convocatorias a encuentros estudiantiles etc. Los espacios
escolares, son custodiados y su ingreso responde a un cronograma que divide los momentos
en que cada uno puede hacer uso de ella.
Por su lado los alumnos “juegan” con las reglas establecidas pero encuentran los modos de
trampearlas. Sometidos los jóvenes hacen de las acciones rituales o de las leyes que les son
impuestas otra cosa que lo que la figura de autoridad espera obtener de ellas. Las invierten, y
las alteran poniendo las a su servicio.

Los alumnos tienen claras las reglas que rigen la cultura escolar, y ponen en juego una serie de
astucias que despliegan en los límites establecidos.

No podemos negar la influencia de las condiciones institucionales en los procesos de


simbolización de quienes transitan las instituciones. No es igual enfrentarse a sistemas duros
de control que actuar en escenarios de mayor flexibilidad, tampoco da lo mismo encontrar
autoridades y docentes sensibles a las problemáticas sociales que encontrarse con figuras que
desoyen las diferencias.

Reflexiones finales

La escuela se asoma como “frontera”, que lejos de nombrar un sitio o lugar nos habla de un
horizonte de posibilidades. La escuela representa el “otro lado” de la vida de los jóvenes del
barrio. Participar de la experiencia escolar implica un quiebre en la racionalidad cotidiana. A
pesar de la impronta disciplinadora de la cultura escolar y de la tendencia codificadora de los
conocimientos que circulan en ella, la inserción institucional coloca al interlocutor (alumno) en
un terreno discursivo que por lo menos revela que lo real puede ser nombrado de otro modo.

Por lo tanto, más allá del ejercicio de una violencia simbólica o de la eficacia de la acción
socializadora que pretende reducir las diferencias culturales y la disputa de sentido, participar
de la escuela supone, para estos jóvenes, abrir las superficies discursivas que configuran la
cotidianeidad de sus vidas. El diálogo entre las subjetividades y la cultura escolar pone de
manifiesto el carácter inconcluso de todo discurso. Desde el horizonte de la recepción, la
validez de la experiencia educativa radica en la posibilidad de erguirse en “palabra ajena”.

El valor simbólico de la escuela se inscribe en una suerte de diálogo que se establece entre la
experiencia cotidiana y la experiencia institucional. Diálogo que ni implica armonización de
sentidos sino ruptura del carácter cerrado y unilateral de cada superficie discursiva. El valor
simbólico de la escuela se viabiliza en la contratación de sentidos, en la disputa discursiva con
un mundo fuertemente atravesado, por lógicas locales de significación. De esta manera la
escuela viene a quebrar el fatalismo de la vida cotidiana.

La capacidad de interpelación de la escuela se vincula se vincula a su capacidad de nombrar a


los sujetos allí donde no son nombrados por ningún otro significante. La enunciación de la
escuela se visualiza a partir de cómo comprender cómo ésta opera en la complejidad del
contexto de inscripción sociocultural en el que habitan los jóvenes.

La escuela se revela como un discurso incompleto en la medida en que la propia experiencia


impulsa a los jóvenes a construir nuevas prácticas fuera de los límites institucionales. Al mismo
tiempo que la participación en la institución educativa posibilita la búsqueda de nuevos
espacios vitales, también revela la incapacidad de la esfera educativa de agotar todas las
aristas de constitución de identidades juveniles. Pero no debemos olvidar que en contextos de
profundo vacío institucional, la necesidad de pertenencia puede ser más imperiosa que el
contenido concreto que ésta suma.

En ámbitos caracterizados por la progresiva desafiliación social, el vínculo con la escuela podría
llegar a asumir la forma de una determinación pegada a la satisfacción de necesidades
primarias o a la ilusión de encontrar allí el lugar del complementario. Esta situación no sólo
restaría capacidad de demanda a los sujetos sociales sino que produciría un quiebre imaginario
de la educación pública, Ésta dejaría de ser una arena de intereses comunes o por lo menos
compatibles para convertirse en territorio de profundas distinciones, educación para el
reconocimiento ciudadano, para el soporte socio-afectivo, en contraposición, de la educación
para la competitividad, volviendo paradójico su histórico carácter público.

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