Juan Gabriel Borkman PDF
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La acción tiene lugar, una noche de invierno, en la casa solariega de los Rentheim, en los
alrededores de la capital
ACTO PRIMERO
Piso bajo. Muebles antiguos y deslustrados. Una puerta de corredera comunica el e l salón con una
estancia acristalada, al fondo, que da al jardín por una puerta ventana, a cuyo través se distingue,
bajo el crepúsculo, la nieve que cae en copos menudos. A la derecha, puerta del vestíbulo. Más
cerca, una vieja estufa encendida. En segundo término, a la izquierda, una puertecita. En primero,
al mismo lado, una ventana con las cortinas corridas. Entre la puerta y la
ventana
ventana un canapé
canapé tapizado
tapizado de pelo de cabra.
cabra. Delante
Delante del canapé
canapé una mesa cubierta con tapete.
tapete.
Encima, una lámpara
de pantalla, encendida. Junto a la estufa, un sillón de respaldo alto. La señora Borkman, sentada
en el canapé, hace
crochet. Es una señora de edad madura, de facciones impasibles de aire un poco rígido, noble,
pero frío, cabellos espesos y cenicientos, manos transparentes y finas. Lleva un traje oscuro de
seda gruesa, de una elegancia un tanto añeja, y sobre los hombros un chal de lana. Al cabo de un
instante de silencio y de inmovilidad se oyen los cascabeles de un trineo que pasa. La señora.
Borkman hace ademán de escuchar y le brillan
brillan de alegría los ojos
MAGDALENA, — Sí señora,
BORKMAN.— ¿Por
SEÑORA BORKMAN.— ¿Por la señora Borkman?
SEÑORA BORKMAN, — (Con — (Con voz breve y resuelta.) Está bien; que pase. (Magdalena abre la
puerta y se retira. Entra Ela Rentheim. Se parece a su hermana;,
hermana;, pero su rostro delata más
sufrimiento que dureza, y conserva aún las huellas de una
una belleza expresiva, Su espesa cabellera,
de un blanco plata, se riza naturalmente sobre su frente ancha. Lleva un sombrero de terciopelo y
un traje y un abrigo forrado de la misma tela. Ambas hermanas observanse un instante de silencio.
Se ve que las dos esperan que la otra hable primero.)
ELA.— (Junto a la puerta, sin adelantar.) Sí, soy yo, Gunhilda. ¿Te extraña verme aquí?
ELA.— (Junto
SEÑORA BORKMAN. — (En — (En pie, inmóvil, entre el canapé y la. mesa.) ¿No te habrás equivocado
de puerta? El administrador vive al lado.
ELA.— Que no nos hemos hablado. Es cierto, Tú me veías de tarde en tarde, cuando venía a ver al
administrador. Una vez al año.
SEÑORA BORKMAN. — ¿A través de las cortinas? ¡Qué buenos ojos! (Con voz dura y cortante.)
Pero la última vez que nos hablamos fue aquí, en este mismo cuarto.
BORKMAN.— (Cogiendo la tarjeta.) Veamos... (Lee el nombre, se pone en pie
SEÑORA BORKMAN.— (Cogiendo
bruscamente y mira con fijeza a Magdalena.)
a Magdalena.) ¿Está usted segura de que esa señora pregunta por
mi?
MAGDALENA, — Sí señora,
BORKMAN.— ¿Por
SEÑORA BORKMAN.— ¿Por la señora Borkman?
SEÑORA BORKMAN, — (Con — (Con voz breve y resuelta.) Está bien; que pase. (Magdalena abre la
puerta y se retira. Entra Ela Rentheim. Se parece a su hermana;,
hermana;, pero su rostro delata más
sufrimiento que dureza, y conserva aún las huellas de una
una belleza expresiva, Su espesa cabellera,
de un blanco plata, se riza naturalmente sobre su frente ancha. Lleva un sombrero de terciopelo y
un traje y un abrigo forrado de la misma tela. Ambas hermanas observanse un instante de silencio.
Se ve que las dos esperan que la otra hable primero.)
ELA.— (Junto a la puerta, sin adelantar.) Sí, soy yo, Gunhilda. ¿Te extraña verme aquí?
ELA.— (Junto
SEÑORA BORKMAN. — (En — (En pie, inmóvil, entre el canapé y la. mesa.) ¿No te habrás equivocado
de puerta? El administrador vive al lado.
ELA.— Que no nos hemos hablado. Es cierto, Tú me veías de tarde en tarde, cuando venía a ver al
administrador. Una vez al año.
SEÑORA BORKMAN. — ¿A través de las cortinas? ¡Qué buenos ojos! (Con voz dura y cortante.)
Pero la última vez que nos hablamos fue aquí, en este mismo cuarto.
ELA.— (Evasivamente.) Sí, Gunhilda; me acuerdo.
ELA.— (Evasivamente.)
BORKMAN.— (Con voz sorda, pero firme.) Una semana antes de que soltaran al
SEÑORA BORKMAN.— (Con
director Borkman...
ELA.— (Avanzando hacia el primer término.) ¡Sí, sí! No he olvidado nada. Pero es demasiado
ELA.— (Avanzando
doloroso...
ELA.— ¡Ah Gunhilda! No ha sido la nuestra la única alcanzada Otras muchas han sido heridas con
nosotros.
SEÑORA BORKMAN.—Sí; pero ¿qué me importan los demás? ¿De qué se trataba, al fin y al
cabo, para ellos? ¡De un puñado de dinero, de unos cuantos valores! ¡Mientras que nosotros!... ¡Yo,
Erhart; Erhart, que no era aún más que un niño! (Exaltándose más y más.) ¡La vergüenza y el
deshonor sobre cabezas que eran inocentes! ¡Y por si fuera poco, la ruina!
BORKMAN.— (Mirándola con asombro.) ¿El qué? ¿No te figurarás que hago vida
SEÑORA BORKMAN.— (Mirándola
común con él, ni que le veo para nada?
nada?
SEÑORA BORKMAN.—Pero ¿quién sino él empujaba a esos gastos? Nada le parecía bastante
magnífico.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Acaso sabía yo que el dinero que él me daba a derrochar no era suyo?
Sin contar que él ha derrochado diez veces más que yo.
ELA.— (Con dulzura.) Ten en cuenta que su posición así lo exigía.. hasta cierto punto.
ELA.— (Con
ELA. — (Con
ELA. — (Con fuego.) Sí; en aquel tiempo era grande. Bien lo sabes.
SEÑORA BORKMAN. ---Por lo menos, lo parecía. El caso es que todo se vino a tierra. Todo. De
tanto esplendor no quedó nada.
SEÑORA BORKMAN._ ¡La rehabilitación del nombre, del honor, de la fortuna! La rehabilitación
de todo mi ser, hecho pedazos! ¡Y tengo a alguien que realizará todo eso, Ela…; que lavará todo lo
que fue manchado por el director Borkman!
SEÑORA BORKMAN. — (Con — (Con una exaltación creciente.) Sí; un vengador que sabrá reparar todo
el daño que su padre me hizo.
SEÑORA BORKMAN. — Si; a Erhart, al hijo mío! Él sabrá levantar la familia, la casa, el nombre
que lleva, todo lo que puede ser levantado, ¡Y quién sabe si todavía irá más allá!
SEÑORA BORKMAN. —Ya veremos. Todavía no lo sé... Lo único que sé es que es preciso,
absolutamente preciso... (Mirándola.) Oye, Ela, ¿no se te ha ocurrido también a ti la misma idea
alguna vez desde la infancia de Erhart?
ELA. - Nunca.
SEÑORA BORKMAN. — Sí, es cierto... No lo estaba... Y su padre tenía una excusa legal, ¿no es
eso? (Con expresión venenosa.) ¡Decir que no vacilaste en encargarte de un hijo de Juan Gabriel!
Lo mismo que si hubiera sido tuyo... ¡Que no temiste quitármelo y llevártelo contigo!... Y
conservarlo durante años! Casi era ya un hombre cuando se separó de ti (Mirándola con
desconfianza.) ¿Por qué hiciste eso, Ela? ¡Di! ¿Por qué lo conservaste tanto tiempo?
— (Evasivamente.) No
ELA. — (Evasivamente.) No sé. Además,
Además, Erhart tuvo una infancia
infancia un tanto enfermiza...
enfermiza...
ELA.—Sí...; por lo menos lo parecía entonces... Y el aire, como tú sabes, es mucho más benigno en
la costa occidental que aquí.
BORKMAN.— (Con sonrisa amarga.) ¿Sí? ¿De veras? (Con voz seca.) Es justo. Tú
SEÑORA BORKMAN.— (Con
hiciste mucho por Erhart. (Cambiando de tono.) Tú tenías los medios para ello. (Sonriente.) Si; tú
tuviste mucha suerte, Ela. Todo lo tuyo so salvó del naufragio.
ELA.— (Herida.) Nada
ELA.— (Herida.) Nada hice para
para ello, te lo juro. Hasta
Hasta mucho después
después no supe que
que mi depósito
estaba en seguridad.
SEÑORA BORKMAN.—No; si yo lo único que te digo es que tuviste mucha suerte. (Con mirada
interrogante.) Pero, dime, cuando más tarde, por tu propia voluntad, te encargaste de la educación
de Erhart..., ¿qué móvil te guió a ello?
— (Lentamente.) Quería hacer de él un hombre dichoso, conducirle por el camino que lleva a
ELA. — (Lentamente.)
la felicidad.
SEÑORA BORKMAN. — (Con — (Con la mirada grave, dilatados los ojos.) Erhart debe, ante todo, brillar
de tal modo que nadie en el país vea ya la sombra que su padre arrojó sobre él y sobre mí.
— (Con mirada escrutadora.) Y oye, Gunhilda, ese objetivo a su existencia, ¿también Erhart
ELA. — (Con
se lo propone a sí mismo?
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento de triunfo mal disimulado.) ¡Sí; a Dios gracias, estoy
segura de él!
ELA . — (Cambiando de tono.) Oye... Casi es preferible que hablemos do ello en seguida..., ya que
para esto he venido...
ELA. —De algo de que es preciso hablemos... Dime, ¿Erhart, no vive aquí..., con vosotros?
SEÑORA BORKMAN.— (Duramente.) De sobra sabes que Erhart no puede vivir aquí conmigo, y
que tiene que vivir en la ciudad.
SEÑORA BORKMAN. —Sus estudios lo exigen. Pero viene a verme un momento todas las
noches.
SEÑORA BORKMAN. — Así se pasa el día, caminando de arriba abajo. Todos los días del año,
desde que se levanta hasta que se acuesta. Sí, Ela... esta es nuestra existencia..., desde que le dejaron
en libertad..., durante ocho largos años.
SEÑORA BORKMAN. — ¡Sí, Ela, horrible! No sé cómo tengo fuerzas... ¡Oír sonar sus pasos, sin
cesar, sobre mi cabeza!... ¡Desde que amanece hasta bien entrada la noche! Me parece, a veces,
como si ahí arriba viviese un lobo enfermo que no parase de dar vueltas por su jaula...
ELA . — (Con precaución.) Y... ¿no podrá esto cambiar algún día, Gunhilda?
ELA. —Me ahogo. Hace aquí un calor sofocante. Con tu permiso, me voy a quitar el abrigo.
SEÑORA BORKMAN. —Ya te dije antes que lo hicieras. (Ela deja el abrigo y el sombrero sobre
una silla, junto a la puerta de entrada.)
SEÑORA BORKMAN. —Así parece. Ahí, en el armario del recibimiento están su capa y su
sombrero. Algunas noches le oigo bajar la escalera... Pero se detiene a la mitad y vuelve sobre sus
pasos. Y vuelta a andar de arriba abajo.
ELA. — (Con dulzura.) ¿No viene nunca a verle ninguno de sus antiguos amigos?
SEÑORA BORKMAN.—ASÍ parece. Sin embargo, me han hablado de un viejo escribiente que
viene a verle de cuando en cuando.
ELA.— ¡Ah! ¿Sin duda un tal Foldal? Sé que en su juventud fueron muy amigos.
SEÑORA BORKMAN. — Eso creo. Yo no le conozco. No era de nuestro círculo... En los tiempos
en que teníamos un círculo.
SEÑORA BORKMAN. — (Sonriendo.) Que no debía de ser mucho No vale siquiera la pena de
hablar de ello.
SEÑORA BORKMAN. — Por otra parte, te diré que Erhart le ha compensado con creces esa
insignificancia
SEÑORA BORKMAN. — Ya lo ves. En su habitación tiene el piano que nos enviaste… antes de
que le pusieran en libertad.
ELA. —La infeliz tiene bastante que andar para venir de la ciudad hasta aquí y volverse.
SEÑORA BORKMAN.—No; Erhart ha conseguido que la invite a pasar una temporada una señora
que vive aquí cerca. Una tal señora Wilton.
ELA. —Erhart me ha hablado de ella en muchas de sus cartas. Entonces, ¿ha venido a instalarse
cerca de aquí?
EIA. —Si; pero, según parece, se habían divorciado... Ella fue la que pidió el divorcio.
SEÑORA BORKMAN. —Las culpas no eran suyas. Fue su marido quien la abandonó.
SEÑORA BORKMAN. — Sí, bastante. Vive muy cerca de aquí y viene a verme de cuando en
cuando.
SEÑORA BORKMAN,— ¡Lo has dicho de un modo!... ¡Tú querías decir algo más Ela!
ELA. —. (Mirándola fijamente.) Pues bien: si, Gunhilda, algo más quería decir.
ELA.—Ante todo, quiero declararte que yo también creo tener ciertos derechos sobre Erhart. ¿Estás
conforme?
ELA. — ¡No se trata de eso, Gunhilda! Quiero a Erhart todo lo que aún puedo querer a un ser
humano.
ELA.—Y eso es lo que hace que me inquiete cada vez que le veo correr algún peligro.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Un peligro? ¿Y qué peligro puede correr ahora? ¿De dónde podría
provenir?
ELA. -- Pero ¿crees tú realmente que un joven de la edad de Erhart..., fuerte y sano..., va a
sacrificarse así a… a una misión?
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento firme y convencido.) Erhart lo hará; estoy segura.
ELA. — Sí; no pasa de ser un sueño. Si no lo tuvieses para sostenerte, pronto caerías en la
desesperación.
SEÑORA BORKMAN. — (Con acento amenazador.) ¿Quieres interponerte entre nosotros? ¿Entre
mi hijo y yo?
ELA. — ¡Yo lo reconquistaré entonces! (Bajando la voz con tono sordo.) No sería la primera vez,
Gunhilda, que luchásemos a muerte por un hombre.
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándola de arriba abajo con aire de triunfa.) ¡ Fui yo quien venció!
ELA. — (Con sonrisa irónica.) ¿Y crees haber ganado mucho con tu victoria?
ELA. — (Con fuego.) Yo, en cambio, lo que quiero tener es su cariño, su alma..., ¡su corazón
entero!
SEÑORA BORKMAN. — (Sonriendo.) Sí. He sabido aprovechar estos ocho años que le he tenido
entre mis manos.
ELA. — Habla.
SEÑORA BORKMAN. — Le he dicho simplemente la verdad.
ELA.—Dila.
SEÑORA BORKMAN. —Le he educado en la idea de que a ti te debemos el poder de vivir como
vivimos..., y hasta el poder vivir. Pero le he preguntado también cómo se explicaba que tía Ela no
viniese nunca a vernos.
SEÑ0RA B0RKMAN.--Ahora lo sabe mejor. Tú le habías hecho creer que era por delicadeza con
ese que camina ahí arriba.
SEÑORA BORKMAN. — Cree, y hace bien en creerlo, que tú te avergüenzas de nosotros y nos
desprecias. ¿No es acaso la verdad’? ¿No pensaste tú en separarle por completo de mí? ¡Recuerda,
recuerda bien! Tu memoria te lo dirá.
ELA,— (Vivamente.) Si lo hice, fue en los momentos más duros, cuando el escándalo y el proceso..
Pero hace ya tiempo que se me pasaron esas ideas.
SEÑORA BORKMAN. —Que, por otra, parte, no te servirían de nada. ¿Qué sería entonces de su
misión? ¡No, yo soy ahora la necesaria a Erhart, y no tu!
ELA. — Sí.
ELA . — No es eso.
SEÑORA BORKMAN.—Si; todo te pertenece aquí; la silla en que me siento, la cama en que me
retuerzo durante mis noches de insomnio. Hasta el pan que comemos.
ELA. —Bien sabes que no puede ser de otro modo. Legalmente, Borkman no puede poseer nada.
Le despojarían en seguida.
SEÑORA BORKMAN. —Lo sé. No hay más remedio que vivir de tu caridad. ¿Cuando quieres que
nos vayamos?
SEÑORA BORKMAN. — (Exaltándose.) ¿Es que crees que voy a vivir bajo el mismo techo que
tú? ¡No y no! ¡Antes el asilo o el camino real!
SEÑORA BORKMAN. — (Con voz firme, después de un instante de reflexión.) Que él mismo
elija.
SEÑORA BORKMAN. — (Riendo con dureza.) ¿Si me atrevería?.., ¿A dejar a mi hijo que escoja
entre su madre y tú? ¡Ya lo creo que me atrevería!
SEÑORA BORKMAN. — (Con tono un poco seco.) Buenas noches. (A la doncella, señalándole la
habitación del fondo.) Traiga la lámpara de ahí.
(La doncella sale en busca de la lámpara.)
SEÑORA BORKMAN. — es mi hermana, que acaba de llegar. (Erhart Borkman empuja la puerta
entreabierta del vestibulo y se precipita en la estancia. Es un mozo elegante, de ojos claros y
llenos de vida, y barba incipiente.)
ERHART. — (Radiante de alegría... ¡Qué sorpresa! Tía Ela! (Se dirige a Ela y le coge las manos.)
¡Tía! ¡Tía! ¡Si parece un sueño! ¿Eres tú de verdad?
ELA.— (Echándole los brazos al cuello.) ¡Erhart, hijo mío! ¡Cómo has crecido! ¡Qué felicidad
volver a verte!
SEÑORA BORKMAN. — (Bruscamente.) Pero ¿qué quiere decir esto, Erhart? ¿Te escondías en el
recibimiento?
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándola fijamente.) ¿Es cierto, Erhart? ¿Antes de venir a saludar a tu
madre?
ERHART.—Tuve que pasar primero por casa de la señora Wilton para recoger a Frida.
SEÑORA BORKMAN. —Ah: ¿Ha venido esa señorita Foldal con ustedes?
(Un silencio. Ela examina a Erhart. Este parece un poco turbado y ligeramente impaciente. Sus
facciones se inmovilizan, su expresión se hace más fría. La doncella trae la lámpara encendida, la
deja en la habitación del fondo y sale cerrando la puerta tras si.)
SEÑORA BORKMAN. — (Con una cortesía forzada.) Siéntese usted, señora Wilton..., si quiere
usted hacernos compañía.
SEÑORA WILTON. — Muchísimas gracias, mí querida amiga. Tenemos otra invitación. Nos
esperan en casa de los Hinkel.
SEÑORA WILTON.— (Riendo.) A decir verdad, a mí sola. Pero esos señores me rogaron que les
llevase a Erhart, si por casualidad le veía.
SEÑORA WLTON. — Sí. Una casualidad. Ha sido tan bueno, que ha pasado por casa... a recoger
a Frida.
SEÑORA BORKMAN, — (Secamente.) No sabía, Erhart, que conocieses a esos..., a esa familia
Hinkel.
ERHART. — (Un poco confusa.) ¡Pero si no los conozco! (Con cierta impaciencia.) De sobra
sabes tú, mamá, la gente que conozco.
SEÑORA WILTON , — ¡Bah! Es una gente alegre y hospitalaria, con, la que en seguida se hacen
amistades. Y tienen siempre llena la casa de muchachas bonitas.
SEÑORA WILTON.— ¿Y por qué no, señora? Al fin y al cabo, también es joven.
SEÑORA BORKMAN.—A Dios gracias!
ERHART.— (Disimulando su impaciencia.) Vamos, vamos, mamá... Inútil decirte que no pienso ir
a casa de esos Hinkel. Pasaré la velada contigo y tía Ela. No hay más que hablar.
ERHART. — Por Dios, tía, no faltaba más. (Con cierta vacilación y mirando a la señora Wilton.)
Pero ¿cómo vamos a hacer? No es tan fácil como parece. Usted aceptó la invitación... en mi
nombre.
SEÑORA WILT0N.—Claro que no. ¿Cómo iba usted a dejar a su tía en el momento que acaba
de llegar? Eso sería indigno de un buen hijo.
SEÑORA WILTON.—Yo, por mi parte, creo que una buena madre de adopción tiene más derechos
a nuestra gratitud que una madre.
SEÑORA WILTON. — ¡Oh, no! ¡Conocí tan poco a mi madre! Todo lo que sé es que si yo
hubiese tenido, como su hijo de usted, una buena madre adoptiva, no sería tan aturdida como me
acusan de ser. (Volviéndose hacia Erhart.) ¡Vamos, señor estudiante, no hay más remedio que
quedarse a tomar el té con mamá y con tía! (A las dos señoras.) ¡Adiós, mi querida señora! Adiós,
señorita!
SEÑORA WILTON. — (En el umbral de la puerta, negándose con e1 gesto.) ¡De ningún modo!
¡Se lo prohíbo! ¡Estoy tan acostumbrada a andar sola! (Se detiene. antes de irse y mira a Erhart
ladeando un poco la cabeza.) ¡Pero tenga usted cuidado, señor estudiante!... ¡No le digo más!
SEÑORA WILTON. — (Riendo.) ¡Vaya si lo cogerá! Sin perder un minuto. Luego diré: ¡Erhart
Borkman, póngase usted su abrigo y sus zuecos y sígame! ¡Vamos, obedezca!
ERHART.— (Con una risita forzada.) ¡Sí, sí, puede usted estar tranquila!
ERHART.—Qué disparate! ¿No comprendes que es una broma? (Cambiando de tono.) Bueno, no
hablemos más de la señora Wilton. (Obliga a Ela a sentarse en el sillón, junto a la estufa, y, en pie,
la contempla un instante.) ¿De modo que al fin te has decidido a hacer este largo viaje, tía Ela? ¡Y
con este tiempo! ¡En pleno invierno!
ELHART. —Cuando yo estaba contigo, más de una vez te aconsejé que fueras a ver a un médico.
ELA.—No había ninguno en la comarca que me inspirase confianza. Sin contar que en aquellos
tiempos no me sentía tan mal.
SEÑORA BORKMAN.— (Sin levantar los ojos de su labor, que ha vuelto a coger.) Sí; tu tía
piensa instalarse aquí, en su casa.
ERHART. — (Mirándolas alternativamente.) ¿Aquí? ¿En casa?... ¿Es cierto eso, tía?
SEÑORA BORKMAN. — (En el mismo tono.) Ya sabes que todo esto pertenece a tu tía.
ELA,—SÍ, Erhart, me quedo aquí. Provisionalmente..., hasta nueva orden. Me instalaré en la otra ala
de la casa, donde vive el administrador.
ERHART. —Perfectamente. Allí hay cuartos de sobra. (Animándose de pronto.) Pero, ahora que
pienso, tía... debes de estar muy cansada del viaje.
Et. — Verdad. Me siento un poco cansada. ERHART. — En ese caso deberías acostarte temprano.
EI..4.,— (Mirándola y sonriendo.) Eso pienso hacer.
ERHART.— (Vivamente.) Mañana podremos hablar a nuestras anchas los tres; ¿no te parece, tía
Ela?
ERHART.— (A pesar suyo,) ¡Otra vez! (Conteniéndose.) ¿Prefieres que impida a tía Ela que se
vaya a la cama? Ten en cuenta mamá, que está enferma.
ERHART. — (Con impaciencia.) ¿Y aunque así fuera, mamá?... Me parece que sería una grosería
el no ir... ¿Verdad, tía?
SEÑORA BORKMAN. — (En tono amenazador, volviéndose hacia ella.) ¡Tu lo que quieres es
separarle de mí!
ELA.— (Levantándose.) ¡Ah! ¡Ojalá pudiera, Gunhilda! (Se oye una música en el piso de arriba.)
ERHART.— (Que parece sobre ascuas.) ¡Ah! ¡No puedo más! (Paseando en torno suyo los ojos; a
Ela.) ¿Conoces eso que están tocando?
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándole con dureza.) ¿Lejos de tu madre? ¿Tanto interés tienes?
SEÑORA BORKMAN. — (Levantando el dedo.) ¡También hay música ahí arriba, Erhart!
ELA.— ¿No te alegra que tu padre tenga ese instante siquiera de olvido?
SEÑORA BORKMAN. — (Exhortándole con la mirada.) Sé fuerte, Erhart! ¡Sé fuerte, hijo mío!
No eches nunca en olvido tu gran misión.
ERHART. — ¿A qué todas esas frases, mamá? Yo no he nacido misionero... ¡Buenas noches, tía!
¡Hasta mañana, mamá! (Sale precipitadamente por la puerta del vestíbulo.)
SEÑORA BORKMAN. — (Después de un breve silencio.) Tenías razón, Ela. No tardaras mucho
en reconquistarlo.
ELA. —Por primera vez están de acuerdo las hermanas gemelas. Buenas noches, Gunhilda. (sale
por la puerta del vestíbulo. Suena más fuerte la música en el piso de arriba.)
SEÑORA BORKMAN. — (Queda un instante inmóvil, se estremece, se crispa, y dice con voz
queda.) ¡Cómo aúlla el lobo enfermo! (Permanece en pie un instante; luego se arroja sobre la
alfombra, se retuerce y se lamenta quedamente.) ¡Erbart! ¡Erhart no me abandones! ¡Vuelve a mí!
¡Sostén a tu madre!... ¡No puede soportar más esta vida!
TELÓN
ACTO SEGUNDO
En el primer piso: Antiguo salón de fiestas. Paredes revestidas con tapices de colores marchitos,
representando cacerías y escenas pastoriles. A la izquierda, puerta de dos hojas. Más acá, un piano.
Al fondo, izquierda, puerta disimulada en la pared. A la derecha, en el centro, un bureau de encina
tallada, arrimado a la pared y cargado de libros y papeles. Más cerca, un sofá, una mesa y sillas.
Todo el mobiliario es de estilo Imperio. Lámparas encendidas sobre la mesa y el bureau. Junto al
piano, escuchando los últimos compases de La danza macabra, de Saint-Sans, tocada por Frida
Foldal, está Juan Gabriel Borkman, en pie, con las manos a la espalda. Es un hombre de unos
sesenta años, de estatura mediana, de aspecto recio, aire señorial, perfil fino, ojos agudos, cabellos y
barba rizados y canosos. Viste traje negro un poco pasado de moda y corbata blanca. Frida Foldal es
una rnuchachita de quince años, pálida y bonita, cuyas facciones revelan cierta fatiga. Va
pobremente vestida con un trajecito
claro. Al concluir la pieza, un silencio
BORKMAN. — ¿A que no adivinas dónde of por primera vez una música semejante a ésta?
BORKMAN.—SÍ, soy hijo de minero. Algunas veces mi padre me llevaba a la mina a oír el canto
del mineral.
BORKMAN. — (Moviendo afirmativamente la cabeza.) Sí, cuando lo extraen. Los martillazos que
le arrancan es la campana de medianoche que lo despierta, la hora de la libertad que suena. Y su
canto es entonces un canto de alegría...
BORKMAN. - Porque va a ver la luz y a servir a los hombres. (Pasea de arriba abajo con las
manos cruzadas a la espalda.)
FRIDA.— (Aguarda unos momentos, luego mira su reloj y se levanta.) Usted me dispensará, señor
Borkman, pero no tengo más remedio que irme.
BORKMAN.— (En pie, mirándola.) ¿Y te gusta ir así, de casa en casa, tocando para que bailen?
FRIDA.— (Poniéndose el abrigo.) Sí, señor, siempre le dan a una algo, y hay que ganarse la vida.
BORKMAN.— Que tienes diez veces más música en ti que todos esos bailarines juntos.
FRIDA. — Sí.
BORKMAN. — (Con una sonrisa envenenada.) ¿De modo que ese hombre encuentra gente que
vaya a su casa?
BORKMAN. —- (Con arrebato.) Sí, pero ¿qué gente? ¡A ver, dime nombres!
FRIDA.— (Con cierta inquietud.) No, yo no sé nada en particular. ¡Ah, sí! Su hijo de usted irá esta
noche.
BORKMAN. — (Con acento indagador.) ¿Y sabes si ha venido también aquí? ¿Si ha hablado abajo
con alguien?
FRIDA. —Pero la señora no estaba sola. Me parece que había otra señora con ella.
FRIDA.— ¿Quiere usted que cuando vea a su hijo le diga que suba a verle?
BÓRKMAN.— (Con tono duro.) ¡No! No le digas nada. Te lo prohíbo. Quien quiera verme que
venga por sí mismo. Yo no invito a nadie.
FRIDA.—Bien, señor Borkman... No diré nada... Buenas noches, señor Borkman; que usted lo pase
bien.
FRIDA. — ¿Me permite usted que baje por la escalera de caracol? Es más corto.
FRIDA. — Buenas noches, señor Borkman. (Sale por la puerta disimulada. Borkman, preocupado,
se acerca maquinalmente al piano y hace ademán de cerrarlo, pero lo deja abierto. Pasea en torno
suyo la mirada y se pone a pasear, inquieto, de arriba abajo, desde el ángulo donde está el piano
al ángulo izquierdo del fondo. Al fin va a sentarse delante de su bureau. Tiende el oído hacia la
puerta grande. Toma un espejito de mano, se contempla en él y se arregla la corbata. Llaman a la
puerta grande. Borkman oye los golpes y se vuelve con viveza hacia la puerta, pero no dice nada.
Al cabo de un instante llaman de nuevo, más fuerte.)
(Entra Guillermo Foldal, con precaución. Es un viejecito encorvado, raído, de ojos azules y mirada
dulce, de cabellos grises y ralos, que le caen sobre el cuello de la levita. Lleva una carpeta bajo el
brazo, un sombrero flexible en la mano y gafas de concha, que se sube sobre la frente. Borkman
cambia da actitud y mira a Foldal con aire mitad de decepción, mitad de satisfacción.)
FOLDAL. — ¡Qué quieres! El camino es bastante largo, sobre todo para hacerlo a pie.
BORKMAN.- Pero ¿por qué vienes siempre a pie, Guillermo? ¿No tienes un tranvía que pasa por
delante de tu casa?
FOLDAL. — Es más sano caminar. Y siempre se ahorran quince céntimos... ¿Hace muchos días
que no viene Frida por aquí?
FOLDAL. No. Hace tiempo que no la veo... Desde que está con esa señora Wilton,
BORKMAN — (sentándose en el sofá y señalando una silla a Foldal.) Puedes sentarte, Guillermo.
FOLDAL.— (Sentándose en el borde la silla.) Gracias, (Con una mirada triste.) ¡Ay! No puedes
figurarte lo solo que me siento desde que se ha ido Frida.
FOLDAL. Sí, es cierto, otros cinco... Pero Frida era la única que me comprendía un poco.
(Meneando dolorosamente cabeza.) Ninguno de los demás me comprende.
BORKMAN, — (Sombrío, mirando anta sí y tamborileando con los dedos sobre la mesa.) Sí, ése
es nuestro mal: la maldición que pesa sobre nosotros los solitarios, los elegidos. La masa, la
multitud, la mediocridad no nos comprende Guillermo.
FOLDAL.— (Resignado.) ¡Si no fuese más que eso, aún! Pero ni siquiera tienen un poco de
paciencia con uno. (Con lágrimas en la voz.) Eso, eso es lo más duro!
FOLDAL. — Sí, Juan Gabriel, hay algo peor. Precisamente antes de salir he tenido una escenna de
familia...
FOLDAL.— (Sin poderse contener más.) Me desprecian..., me desprecian los míos, Juan Gabriel.
FOLDAL, (Secándose los ojos.) Hace tiempo que lo he observado, y no puedo ya dudar de ello.
FOLDAL.— ¡como si yo hubiera podido elegir!... Además, cuando se hace uno viejo hay que
pensar en establecerse lo mejor posible. Sobre todo cuando se está, como yo estaba, el agua al
cuello.
FOLDAL.—Por otra parte, no creas que es de mi mujer de quien me quejo. La infeliz no es muy
educada que digamos, pero no es mala. No, Juan Gabriel; mis hijos son los que...
FOLDAL. — (Encogiéndose de hombros.) Caramba! Hay que reconocer que no he sabido abrirme
camino.
FOLDAL.— (Cuyo rostro se ilumina.) ¿Verdad que sí, Juan Gabriel? ¡Ah, si consiguiese que lo
estrenaran! (Abriendo la carpeta y ojeando febrilmente su contenido.) ¡Mira, voy a enseñarte
algunas modificaciones que se me han ocurrido!
FOLDAL.— Si. ¡Hace tanto tiempo que no lo leo!... He pensado que un acto o dos podrían
distraerte.
FOLDAL.—Bueno. Como tú quieras. (Borkman vuelve a pasear de arriba abajo. Foldal vuelve a
guardar el manuscrito.)
BORKMAN.— (Parándose delante de él.) Tienes razón en lo que decías hace un momento. No has
sabido abrirte camino. Pero yo te juro, Guillermo, que cuando haya sonado la hora del desquite...
BORKMAN.— (Con aire de triunfo ) ¡Pero vendrán!... ¡Ya lo creo que vendrán! ¡Tú lo verás! A
cada momento se me figura verles entrar. Y ya ves que estoy preparado para recibirles.
BORKMAN.--Es cierto, Guillermo; el tiempo y los años pasan; la vida... ¡ah!, no, no quiero pensar
en ello. (Mirando a Foldal.) ¿Sabes tú cómo me siento a veces?
FOLDAL. —No.
BORKMAN.—Como un Napoleón al que una bala hubiese dejado fuera de combate en su primera
batalla.
FOLDAL. — (Con dulzura.) Mi pequeño mundo de poesía tiene un gran valor para mí, Juan
Gabriel.
BORKMAN. — (Arrebatadamente.) ¡ Sí, pero yo hubiera podido crear millones! Dueño de minas,
de canteras, de saltos de agua, de mil explotaciones nacientes bajo mi mano, yo habría abierto al
comercio caminos nuevos a través del mundo, por la tierra y por el mar!... ¡ Sí, yo solo habría
realizado todo eso!
BORKMAN. — (Retorciéndose las manos.) ¡ Y ahora me veo aquí como un águila herida,
viéndome robar por los otros mis ideas,., una a una!
BORKMAN. — (Sin prestarle atención.) ¡Pensar que he estado tan cerca de la meta!... ¡Con sólo
ocho días que hubiese tenido para rehacerme!... Todos los depósitos habrían sido reembolsados,
Todos los valores que yo tuve la audacia de emplear habrían vuelto a su lugar. Las formidables
compañías que yo había soñado estaban casi constituidas. Nadie habría perdido un solo céntimo.
FOLDAL. — ¡Ah! ¡Ya lo creo que estuviste cerca del fin que te proponías!
BORKMAN.— (Con una cólera sorda.) ¡Y en ese momento, la traición! ¡En el mismo instante en
que todo iba a realizarse! (Mirando a Foldal.) ¿Sabes tú cuál es para mí el crimen más infame que
pueda cometer un hombre?
FOLDAL. — ¿Cuál?
BORKMAN.— (Recalcando las palabras.) Sí, lo más infamo que hay en el mundo es el abuso de
confianza cometido por un amigo a expensas de un amigo.
BORKMAN. — (Con violencia.) ¡Sé lo que vas a decir! Pero eso no tiene nada que ver con la
cuestión... Las personas que tenían depósitos en el Banco habrían recuperado todo su dinero. ¡Hasta
el último céntimo! ¡Sí! ¡El acto más vil que pueda cometer un hombre es abusar de las cartas de un
amigo..., iniciar a todo el mundo en lo que se había confiado a uno solo, en la intimidad, como un
secreto. El hombre que recurre a medios semejantes está corrompido hasta la medula por una moral
de bandido. Y yo tuve un amigo de esa especie... el fue quien me hizo pedazos.
BORKMAN. — ¿Qué suposiciones? ¡Dímelas! Nada sé. Poco tiempo después me... me alistaron.
¿Qué es lo que supieron, Guillermo?
BORKMAN. —-Lo más mínimo, y no fue ésa la causa de que me hiciera traición.
FOLDAL.—Pues no comprendo...
BORKMAN.— (Cambiando de tono.) Sí, sí...; pero basta de historias viejas... El caso es que
ninguno 4e los dos llegamos al ministerio.
BORKMAN.— (Afirmando con la cabeza.) Casi tan terrible como el tuyo, si nos fijamos bien.
BORKMAN. (Sonriendo.) Pero, considerado desde otro punto de vista, había también en él un buen
argumento de comedia.
FOLDAL.—;A ver!
FOLDAL. — No.
BORKMAN. --Pues bien: mientras nosotros estamos aquí, ella está tocando para que bailen en casa
del traidor que me ha arruinado.
BORKMAN. — Pues sí, señor. Ha cogido sus papeles de música y me ha dejado para ir... al
castillo.
FOLDAL.—,Quién?
BORKMAN.— ¡Mi hijo!
FOLDAL.—Tu hijo?
BORKMAN.—De qué?
FOLDAL.—No sabe que ese hombre,. Estoy seguro, Juan, de que tu hijo ignora lo ocurrido.
BORKMAN. — (Con acento sombrío, tamborileando sobre la mesa.) Lo sabe todo. Tan cierto
como que estoy aquí.
FOLDAL.— ¿Pero tú crees que entonces iba a querer frecuentar esa casa?
BORKMAN.— (Inclinando la cabeza.) Mi hijo no ve las cosas como yo. Juraría que está de parte
de mis enemigos. Piensa, corno ellos, que al hacerme traición el abogado Hinkel no hacía más que
su maldito deber.
FOLDAL. — ¿Y quién hubiera podido presentarle las cosas desde ese punto de vista?
BORKMAN.—i,Y lo preguntas? ¿Olvidas quiénes le han educado? Su tía primero..., desde los siete
años. Y más tarde, ¡su madre!
BORKMAN. — (Con ira.) ¡Ah, esas mujeres! ¡Nos estropean y nos deforman la existencia!
Rompen nuestro destino, nos hurtan la victoria!
BORKMAN.— (Con un gesto desdeñoso.) ¿Qué importa, entonces, que haya otras, si no las
conocemos?
FOLDAL. — (Con fuego.) ¡ Sí, Juan Gabriel, si importa, a pesar de todo! Es tan bueno, tan dulce,
pensar que puede existir, cerca o lejos de nosotros, ¡qué importa!, la verdadera mujer.,.
BORKMAN.— (Con impaciencia, dejándose caer en el sofá.) ¡Bah! ¡Déjame en paz con todas esas
vaciedades poéticas!
FOLDAL. — (Mirándole con aire lastimado.) ¿Llamas vaciedades a mis creencias más sagradas?
BORKMAN.— (Con dulzura.) ¡Naturalmente! Ellas son las que te han impedido abrirte camino. Si
te dejases de todas esas majaderías, todavía podría yo hacer algo de ti.
BORKMAN.— (Levantándose frío e imponente y señalándole la puerta.) ¡En ese caso, nada tienes
que hacer aquí!
BORKMAN.—Si no crees que mis destinos tienen que cambiar, alguna vez..
FOLDAL. —. ¡Pero yo no puedo creer contra todo sentido común! Antes sería preciso una
sentencia de rehabilitación...
BORKMAN.— (Cortando en seco, sin contestar.) Los dos estamos perdiendo nuestro tiempo. Es
preferible que no vuelvas por aquí.
FOLDAL.— ¿Quieres entonces, que te abandone?
FOLDAL.— (Con dulzura, cogiendo su carpeta.) ¡Está bien, está bien, no hablemos más!
BORKMAN. —Veo que nos hemos engañado uno a otro. Y puede que también cada uno se 1aya
engañado a sí mismo.
FOLDAL. — Sí, pero, después de todo, ¿no es eso la amistad, Juan Gabriel?
BORKMAN. — (Con una sonrisa amarga.) Sí, sí, tienes razón; saber engañar..., en eso consisto la
amistad. No es la primera vez que hago la experiencia.
FOLDAL. — (Con dulzura.) ¡Que yo no soy poeta!... Y has tenido el valor de decírmelo así, sin
más ni más.
BORKMAN. — (Con voz más dulce, ¡Qué quieres, soy poco experto en esas cosas!
BORKMAN. — ¿Yo?
FOLDAL.— (Con dulzura.) Sí, ¡Ah, si tú supieras las horas que yo he tenido de duda, perseguido
por la idea espantosa de haber sacrificado mi vida a una quimera!...
FOLDAL.—Mi único consuelo era venir aquí, donde tu fe me serviría de puntal. (Cogiendo su
sombrero.) Pero ahora no eres ya más que un extraño para mí.
(Sale Foldal por la puerta izquierda. Borkman queda un 4natanta inmóvil, con los ojos fijos en la
puerta cerrada. Luego hace un movimiento como si fuera a llamar a Foldal, pero se domina y
vuelve a pasear de arriba abajo por el salón, con las manos a la espalda. Detiénese al fin ante la
mesa, junto al sofá, y apaga la lámpara. Queda sumido el salón en penumbra. Un momento
después llaman a la puerta disimulada.)
BORKMAN. — (Estremeciéndose, se vuelve y pregunta en voz alta.) ¿Quién es? (No contestan y
llaman de nuevo.) ¿Quién es? ¡Adelante!
(Ela Rentheim, con una bujía encendida en Za mano apa rec en la puerta. Lleva traje negro, con
capa sobre los hombros.)
ELA.— (Cerrando la puerta tras de si y adelantando.) Soy yo, Borkman. (Deja la bujía encima del
piano y queda in móvil.)
BORKMAN.— (Como petrificado, la mira largamente y dice a media voz.) ¿Eres tú..., tú, Ela?
¿Ela Rentheim?
ELA. — Sí, tu Ela»..., como tú la llamabas.., en otros tiempos... hace muchos años...
ELA.—.Me reconoces?
ELA.—Ya no tengo aquellos rizos negros que te gustaba enroscar a tus dedos.
ELA.—Acabo de llegar.
ELA.—Voy a decírtelo.
ELA.—También a ti. Pero para explicártelo todo tendré que remontarme unos cuantos años.
ELA.—Sí, lo estoy.
BORKMAN.— (Con aire sombrío, Sí, mucho tiempo. Un abismo de horror nos separa de ese
último día.
ELA.—. ¿Y la mía?
ELA. — (Con acento de amargura.) Sí; otro hombre estaba dispuesto a recogerme.
BORKMAN. — Y tú le rechazaste...
ELA.— ¿Tú?
BORKMAN.—É1 me atribuía tus negativas..., creía que yo era el responsable. Y un día se vengó.
¡Le era tan fácil! Tenía el arma al alcance de la mano: mis cartas, en que yo, sin reservas, sin
desconfianzas, le contaba todo. Hizo uso de ellas..., ¡y me perdió! De momento, se entiende. ¡Ya
ves que todo fue culpa tuyas Ela!
ELA. — Sí. Realmente, Borkman, echando bien las cuentas, resultará que soy yo tu deudora.
BORKMAN. —- Según y cómo. De sobra, sé todo lo que te debo. Cuando la subasta, te hiciste
adjudica: esta propiedad, la pusiste en estado de albergarnos a mí y a tu hermana. Recogiste a
Erhart, le criaste, le instruiste. Lo repito; sé todos los sacrificios que has hecho por tu hermana por
mi. Pero tú estabas en estado de hacerlos, Ela. Y si le estabas, recuerda que a mí me lo debías. Tú
no habrías podido hacer lo que hiciste si no te hubiese suministrado los medios.
BORKMAN.— (Con fuego.) ¡SI, los medios! Cuando iba a sonar la hora, la hora de la batalla
suprema y decisiva; cuando no podía tener en cuenta ni parientes ni amigos; cuando tuve que
apoderarme, como me apoderé, de los millones que me habían sido confiados..., sólo contigo hice
excepción, con tu porvenir, con todo lo que te pertenecía. ¡Y, sin embargo, yo habría podido
cogerlo..., servirme de ello.., como del resto!
ELA.-— (Con los ojos fijos en el.) Más de una vez me he preguntado la causa de ello.
BORKMAN.—¿La causa?
BORKMAN.— (Con acento duro y sarcástico.) ¿Crees acaso que fue con objeto de reservarme un
apoyo si las cosas sallan mal?
BORKMAN.— (Con impaciencia.) Los hombres son así, Ela. Lo mismo que es para ellos objeto de
fe lo es también de duda. (Mirando ante sí.) Ésa debe de ser la razón que me impidió tomarte
conmigo a ti y tus bienes.
BORKMAN. — (Sin mirarla.) Cuando se embarca uno para un viajo semejante no lleva uno
consigo lo que tiene de más querido.
ELA.—Pero ¿no llevabas tú a bordo lo que tenias de más querido, tu porvenir, tu vida?
ELA— ¡Sin embargo, hacía pocos años que me habías hecho traición para casarte con... otra!
BORKMAN. — ¿Hecho traición? Tú debes comprender que me vi obligado a ello, por motivos de
orden superior..., o de otro orden, si quieres. Yo no podía hacer nada sin él.
ELA. — (Dominándose.) ¿De modo que me hiciste traición por.., motivos de orden superior?
ELA.— (Con la voz trémula, fijos lo ojos en él.) ¿Y es cierto eso que dices? ¿No tenías realmente
en aquel tiempo nada más precioso que yo?
ELA. — ¿Y eso no te impidió hacer el trato, vender a otro tu derecho de amor..., canjear mi amor
por un puesto de director de Banco?
BORKMAN,— (Con voz sombría, inclinando la cabeza.) Una necesidad absoluta pesaba sobre mí,
Ela
BORKMAN. — (Estremeciéndose, pero dominándose.) No es la primera vez que oigo esa palabra.
ELA.— ¡ Oh, no se trata d: lo que hayas podido cometer contra las leyes de tu país! ¡ Qué tengo yo
que ver con el uso que hiciste de las accionas demás valores que te fueron confiados! Si yo hubiese
podido estar a tu lado en el momento en que todo se vino a tierra...
ELA. — ¡Ah, puedes estar seguro de que todo lo habría portado con alegría! ¡Todo lo habría
compartido: tu vergüenza, tu ruina...; todo, todo... Yo te habría ayudado a llevar el peso!
BORKMAN.—. ¿Tú habrías hecho eso? ¿Tú habrías tenido fuerza para ello?
ELA.—Fuerza y voluntad; nada me habría faltado. Yo, entonces, ignoraba tu horrendo crimen.
BORKMAN. — ¿A qué crimen te refieres?
ELA.—Has matado en mí la vida de amor! (Yendo hacia él) ¿Comprendes lo que esto quiere decir?
Las Escrituras hablan de un pecado misterioso para el cual no hay remisión. Hasta ahora no he
comprendido qué pecado podía ser ése. Hoy lo sé. ¡ El pecado que no tiene perdón... es matar la
vida de amor en un ser!
ELA.—SÍ. Hasta esta noche no he comprendido lo que ocurrió. ¡Pero ahora lo comprendo todo!
¡Hiciste traición a la mujer a quien querías! ¡A mí, a mí!... No temiste sacrificar a tu codicia lo que
tenias de más querido en el mundo. ¡Fuiste dos veces criminal! ¡Asesinaste tu propia alma y la mía!
BORKMAN.—Pero ten en cuenta que yo soy hombre. Como mujer, tú eras lo que yo tenía de más
querido en el mundo. Pero una mujer, después de todo, puede reemplazarse, si es preciso, por otra...
ELA.- (Mirándole con una sonrisa.) ¿Es tu casamiento con Gunhilda lo que te ha hecho llegar a esa
conclusión?
BORKMAN.—No; pero la misión que veía ante mí me ayudó a soportar esa prueba, y todas. Se
trataba de adueñarse de todo lo que constituye la fuerza en este país; de someter a mi ley la tierra y
el mar, los campos y los bosques, haciendo de ellos una fuente de prosperidad para miles de seres
humanos.
ELA.— (Sumida en sus recuerdos.) ¡Sí, sí, lo sé! ¡Cuántas noches me hablaste de tus proyectos!
ELA.- jugaba con tus ideas. Te preguntaba si querías despertar a los espíritus dormidos del oro.
ELA. — Y tú las tomabas en serio. Sí, sí, Ela — me decías—.. esa es justamente mi intención.
ELA.— (Después de un momento de meditación.) Dime, Borkman... ¿No te parece que había sobre
nuestro amor como una especie de maldición?
BORKMAN.— (Con tono de impaciencia.) Sí; pero ¿por qué?... (Gritando.) ¡Ah, Ela!.... ¡Y no sé
quién de nosotros dos tiene razón!
BORKMAN.— (Anhelante.) ¡No digas eso, Ela! por lo menos, todas las alegrías de la mujer. Desde
el momento en que tu imagen comenzó a borrarse en mí, toda luz se eclipsó. Durante estos largos
años, cada vez me ha sido más imposible querer a ningún ser vivo, ni hombre, ni animal, ni planta.
Sólo uno hacía excepción.
BORKMAN.- ¿Quién?
BORKMAN. — ¿Erhart?...
ELA. — ¿Por qué, si no, le habría recogido y tenido conmigo todo el tiempo que pude?
BORKMAN.—YO atribuí ese acto a un móvil de caridad, como todos los demás.
ELA.— (Con una violenta emoción interior.) ¡Un móvil de caridad! Desde que me hiciste traición
he perdido toda caridad. Sin embargo, yo en mi juventud era muy distinta,.. Tú fuiste quien hizo en
mí el desierto... y en torno mío.
ELA.—Sí, tu hijo..., sólo él. Tú me privaste de los goces maternales, y también de los dolores y las
lágrimas de la maternidad. Esta última fue, acaso, mi pérdida más cruel
BORKMAN.— (Con un resplandor maligno en los ojos.) ¡Bah! No creo que le hayas perdido, Ela.
No es ahí abajo sitio donde se pueda conquistar corazones.
BORKMAN. — Posible es si te empeñas en ello. Tú tienes más derechos sobre él que nadie.
BORKMAN.—Ten en cuenta que Erhart ha cumplido ya los veinte años. Me parece que no podría
ser por mucho tiempo completamente tuyo.
ELA. — (Con una sonrisa triste.) No se trata de que sea por mucho tiempo.
BORKMAN.—,De veras? Creí que tus exigencias durarían tanto como tu vida.
ELA.— ¿No sabes cuál ha sido mi estado de salud todos estos últimos años?
BORKMAN.—Sí; me parece que sí. Pero le veo tan de tarde en tarde... Casi nunca.. Hay abajo
alguien para impedírselo..., para alejarle de mí. (Cambiando de tono.) Entonces, ¿no te encuentr4s
bien de salud, Ela?
ELA.—No. Y, este otoño, tanto he empeorado, que no he tenido más remedio que venir a consultar
a un buen médico.
ELA. Una enfermedad que no perdona. Los médicos no conocen ningún remedio para curarla. A lo
sumo, si pueden aliviarla un poco. Y ya es mucho.
BORKMAN.—lOh, pero así puedes vivir aún mucho tiempo! Ten la seguridad...
ELA. — Quizá pase del invierno. Por lo menos, eso me han dicho.
BORKMAN.—Pero ¿cuál ha sido la causa de esa enfermedad? Tú siempre .hiciste una vida sana y
metódica...
ELA, (Con sobreexcitación creciente.) Ya no es tiempo de hablar de ello. ¡Pero necesito a tu hijo, al
hijo de mi corazón! ¡ Lo necesito antes de irme! Me es demasiado cruel pensar que tengo que
abandonarlo todo, decir adiós a la vida, al aire, y a la luz del día, sin dejar un solo ser que piense en
mí y me conserve un recuerdo dulce y cariñoso, como conserva un hijo de su madre.
BORKMAN.—. (Con aire sombrío.) Sí. Y el sacrificio no es muy grande. No soy para él más que
un extraño.
ELA,— ¡Gracias de todos modos, gracias!... Aún tengo una cosa más que pedirte, Borkman. Se
trata que algo a que concedo un gran valor.
BORKMAN. — Dila.
BORKMAN.— ¡Ah!, si... No tienes ningún pariente más cercano. Tú eres la última de tu raza.
ELA,— (Con pasión.) ¡Haz que n sea así! ¡Permite que Erhart tome mi nombre!
BORKMAN. (Mirándola duramente.) Comprendo. Quieres que Erhart no tenga que llevar el
nombre de su padre.
ELA..—Nunca se me ha ocurrido semejante idea! ¡Yo me habría sentido tan feliz y tan orgullosa de
llevar ese nombre! No, el deseo que expreso es el de una madre a punto de morir... Un nombre,
Borkman, es un lazo más fuerte de lo que crees.
BORKMAN.— (Fríamente, con orgullo.) Está bien, Ela. Sea como quieres ¡Yo puedo llevar mi
nombre yo solo!
ELA.— ¡ Gracias, gracias, Borkman! Ya has reparado, lo que estaba en tu mano, el mal que me
hiciste. ¡Yo moriré, pero Erbart Rentheim vivirá después de mí!
SEÑORA BORKMAN. — (En una violenta sobreexcitación.) Jamás llevará Erhart ese nombre!
ELA.— (Retrocediendo.) ¡Gunhilda!
BORCMAN. — (Meneando la cabeza.) Es dura, Ela. Dura como ese hierro que yo soñaba en otro
tiempo con arrancar a los montes.
ELA — ¡ Inténtalo! ¡Es el momento! (Borkman la mira sin responder, inmóvil, indeciso.)
TELÓN
ACTO TERCERO
La decoración del primer acto. La lámpara continúa ardiendo sobre la mesa, junto al canapé. La
habitación del fondo, sumida en la oscuridad. La señora Borkman, presa de viva agitación, entra por
la puerta del vestíbulo, se acerca a la ventana y aparta la cortina. Luego, atraviesa el cuarto y va a
sentarse junto a la estufa. Un instante después se levanta bruscamente y tira del cordón de la
campanilla. Aguarda, en pie, junto al sofá. Nadie acude. Vuelve a llamar más fuerte. Al cabo de un
momento, la doncella entra por la puerta del vestibi.ilo, con afro gruñón. Se ve que ha sido
despertada
bruscamente y se ha vestido a la carrera
SEÑORA BORKMAN.— (Con impaciencia.) ¿Dónde estaba usted, Magdalena? ¡Es la segunda vez
que llamo!
MAGDALENA.— (Agriamente.) En ese caso, mejor sería que vaya a despertar al cochero del
administrador.
MAGDALENA,— (Con tono sarcástico.) ¡Ah! ¿Es allí donde está el señorito Erhart?
SEÑORA BORKMAN.— ¿En casa de la señora Wilton? No va tan a menudo, que yo sepa.
SEÑORA BORKMAN.— (En voz baja, a Magdalena.) ¡Dígale usted que venga sin perder un
instante!
(Entra Ela seguida de Borkman. Magdalena se desliza por detrás de ellos, sale y cierra la puerta.
Pausa breve.)
SEÑORA BORKMAN. — (Que ha conseguido dominarse, volviendo hacia Ela.) ¿Qué viene a
hacer aquí..., en mis habitaciones?
SEÑORA BORKMAN. —La última vez que nos encontramos cara a cara fue en el tribunal, delante
de los jueces que me pedían explicaciones.
BORKMAN.—Soy yo quien vengo a darlas hoy.
SEÑORA BORKMAN, — (Con un suspiro amargo.) Tienes razón; todo el mundo lo sabe.
BORKMAN. — Lo que no se sabe son los motivos que me impulsaron..., que me obligaron a
cometer ciertos actos. El mundo no comprende que me vi obligado a hacer lo que hice simplemente
porque soy Juan Gabriel Borkman. Eso es lo que quiero explicarte.
BORKMAN.—Yo también. He tenido tiempo sobrado para ello durante mis cinco años de cárcel.
Y, más aún, durante los ocho años que he pasado ahí arriba, en el salón. He revisado el proceso
paso a paso, para mí sólo. He sido mi propio acusador, mi propio defensor, mi propio juez! Un juez
imparcial..., puedo decirlo. Ahí arriba, paseando por la sala, he pesado cada uno de mis actos. Los
he examinado desde todos los puntos de vista, sin compasión, como podría hacerlo el abogado de
un adversario. Y todos estos debates contradictorios venían a terminar siempre en la misma
sentencia..., una sentencia que no me reconoce culpable más que conmigo mismo.
BORKMAN.— (Con tono más violento.) ¡Podía hacerlo! ¡Y obedecía a una sugestión interior
irresistible! Desde todos los puntos del país, desde el corazón de las rocas y el seno de las montañas,
me llamaban los millones cautivos, implorando su libertad. ¡Nadie oía su grito.., más que yo!
BORKMAN.—Es posible. Pero es que nadie tenía mi fuerza. Y aun aquellos mismos que habrían
obrado como yo, lo habrían hecho por otro motivo. El acto no hubiera sido ya el mismo... En fin; yo
he pronunciado mi propia absolución.
ELA. — (Dulcemente, con voz suplicante.) ¿Estás muy seguro de ello, Borkman?
BORKMAN. — (Irguiéndose.) Sí; sobre este punto me he absuelto, Pero siento pesar sobre mí otra
acusación abrumadora.
SEÑORA BORKMAN. — ¿Cuál?
(Erhart abre violentamente la puerta del vestíbulo y se precipita al cuarto, con gabán y sombrero.)
ERHART. — (Pálido y anhelante.) ¡Por amor de Dios, mamá!... ¿Qué pasa? (Se queda estupefacto
al ver a Borkman contra la puerta del fondo, e quita el sombrero. Después de un momento de
silencio.; ¿Qué es lo que me querías, mamá? ¿Qué ha ocurrido?
SEÑORA BORKMAN.— ¡Ah! ¿Se tramaba un complot a espaldas mías?... ¡Erhart! ¡Erhart!
SEÑORA BORKMAN. — Quiere que te ceda a ella... Quiere que de aquí en adelante seas su hijo y
no el mío. Quiere dejarte todo lo que posee. Quiere que abandones tu nombre para tomar el suyo.
ERHART. — Es la primera vez que oigo hablar de todo eso. ¿Por qué quieres que vuelva a vivir
contigo?
SEÑORA BORKMAN,— (En tono duro.) Te lo quitaré; ¿no es eso? Te estará bien merecido.
ELA..— (Con una mirada suplicante.) Erhart, la pérdida sería demasiado cruel. Estoy sola y la
muerte me aguarda.
ERHART. — (Con viva emoción.) Tía la... Tú has sido una santa para mí. En tu casa transcurrí mi
infancia, tan feliz, que no es posible que niño alguno la haya tenido más dichosa...
SEÑORA BORKMAN.— (Triunfante.) ¡Ah! ¡Ya lo sabía yo! No será tuyo, Ela, no será tuyo!
SEÑORA B0RKMAN.—lSí!... ¡Es mío y mío será! ¿Verdad, Erhart? ¡Mucho camino tenemos que
andar juntos!
ERHART,— (Presa de una lucha interior.) Mamá... No puedo ocultártelo por más tiempo.
ELHART.—.Yo soy joven, mamá... Este olor a encierro acabaría por ahogarme.
SEÑORA BORKMAN.—lErhart!
ELHART.— ¿Y qué más da aquí que en tu casa, tía Ela? Poco más o menos, viene a ser lo mismo.
¡Un encierro con olor a espliego!
BORKMAN. — (Avanzando hacia Erhart.) ¡Vamos, quién sabe si mi hora al fin ha llegado!
BORKMAN. — (Sin turbarse.) Escúchame, Erhart... ¿No. estarías dispuesto a seguir a tu padre?
Nadie puede ser rehabilitado por nadie. Todo eso que te han enseñado aquí, en el encierro de estos
cuartos, no son más que fantasías y quimeras. ¿De qué puede, a mí servirme que tú llevases una
vida tan edificante como la de los santos en el paraíso?
BORKMAN. — Quiero levantarme yo mismo, empezar por abajo. Sólo el presente de un hombre y
u porvenir pueden rescatar su pasado. Quiero trabajar sin tregua en lo que fue para mi la vida,
cuando era joven; en lo que hoy lo es mil veces más. Erhart, ¿quieres estar conmigo y ayudarme a
rehacer mi existencia?
SEÑORA BORKMAN. — ¿Y eres tú quien le da ese consejo? ¿Tú, que hace mi momento te decías
sola y moribunda?
SEÑORA BORKMAN.—Sí qué importa, verdad, con tal de que no sea mío?
ELA.— ¿Sin sacrificar unas cuantas semanas a endulzar el fin de una pobre vida que se apaga
ERHART. — ¡ Tan cierto como que existo, tía Ela, que no me es posible!
SEÑORA BORKMAN.— (Con una mirada severa.) ¿Y tu madre? ¿Nada te une tampoco a ella?
ELHART.—Yo te querré siempre, mamá. Pero no puedo seguir viviendo exclusivamente para ti.
Yo no me siento hecho para la vida que quieres imponerme.
ERHART— (Con fuego.) ¡Oh, yo no quiero trabajar en este momento! 5oy joven! Hasta ahora no
me había dado cuenta. Pero el fuego de la juventud me corre por todas las venas. ¡No quiero
trabajar! ¡Quiero vivir, vivir!
ERHART. — ¡ Ya la he encontrado!
SEÑORA WILT0N. — (Levemente intimidada, interrogando a Erhart con los ojos.) ¿De veras?
¿Puedo entrar?
(Entra la señora Wilton. Erhart cierra la puerta tras ella, que se inclina con una reverencia
ponderada ante Borkman, quien contesta con un saludo mudo. Pausa breve.)
SEÑORA WILTON. — (Atenuando la voz, pero con acento resuelto.) Puesto que lo saben ustedes
todo... Me siento ante ustedes como una culpable que acaba de desencadenar la desgracia sobre esta
casa.
SEÑORA BORKMAN.— (Con lentitud, mirándola fijamente.) Ha roto usted los últimos lazos que
me ataban a la vida. (Con explosión.) ¡Pero no..., no es posible!
SEÑORA WILTON. —Y hasta diré que es absurdo. Pero, sin embargo, es…
SEÑORA BORKMAN. — (Volviéndose hacia Erhart.) Pero, realmente, ¿es en serio, Erhart?
ERHART. — Mamá, toda mi felicidad está aquí! La felicidad grande, inefable, que ilumina la vida.
Es cuanto puedo decirte.
SEÑORA WILrON.- Yo no le he atraído. Erhart vino a mí por su propia voluntad. Y por mi propia
voluntad fui yo a su encuentro.
SEÑORA BORKMAN. — (Mirándola de arriba abajo.) Sí, sí, a su encuentro, dice usted bien!
SEIORA WILTON.— (Dominándose) Señora..., hay en la vida fuerzas que parece usted ignorar.
SEÑoRA WILTON. —Las que obligan a dos seres a unir para siempre sus destinos..., pase lo que
pase.
ERHART. (Interviniendo.) Sí, mamá; para ella ha muerto, Por otra parte, ¡qué me importa ese otro!
ERHART. — (Con un soberbio desdén.) Te lo repito: no deseo más que una cosa: la felicidad. ¡Soy
joven! ¡Quiero la vida! ¡La vida!
SEÑORA WILTON.— (Con acento firme y grave.) Crea usted, señora, que le he dicho todo lo que
había que decirle. No le he ocultado nada de mi pasado. Más de una vez le he recordado que tengo
siete años más que él.
SEÑORA BORKMAN.- ¿De veras? ¿Y no podía usted dejar de recibirle, cortar toda relación con
él? Eso es lo que debería usted haber hecho!
SEÑORA WILTOW. — (La mira, y dice, apagando, la voz.) Eso me era imposible, señora.
SEÑORA WILTON. — Hasta ahora no he sabido lo que es la felicidad. Por tarde que venga, no
puedo rechazarla.
SEÑORA BORKMAN. — (Con ira.) ¡Ciego! ¿No ves adónde te llevará todo esto?
ERHART. — No me preocupa el porvenir. ¡No me preocupa nada! ¡Vivir es lo único que quiero!
SEÑORA BORKMAN. — (Retorciéndose las manos.) ¡Ah, una vergüenza más!... Ver todos los
días a mi hijo, a mi propio hijo, unido a una.. a una...
ERHART. -- (Interrumpiéndola duramente.) ¡No verás nada, mamá! ¡Puedes estar tranquila! No me
quedaré.
SEÑORA WILTON.— (En tono firme y decidido.) Sí, señora Borkman. Los dos nos vamos.
SEÑORA WILT0N.—Sí; Frida Foldal, que vive conmigo. Quiero que aprenda bien la música.
SEÑORA WILTON. — Sí. No puedo enviarla sola tan lejos; es demasiado niña.
ERHART.— (Con cierto embarazo, encogiéndose de hombros.) ¿Yo?... Nada... Puesto que Fanny
se empeña...
SEÑORA WILT0N.—Esta noche..., dentro de un momento. Mi trineo cerrado nos está esperando
ahí fuera, frente a casa de los Hinkel.
SEÑORA WILTON. — (Sonriendo.) En que sólo estábamos Erhart y yo... y Frida, naturalmente.
ERHART. — Sí; lo hubiera preferirlo. Habría sido mejor para todos. El equipaje estaba hecho.
Todo estaba arreglado. Pero fueron a buscarme y entonces. . (Tendiéndole las manos.) ¡Adiós,
mamá!
ELA. — (Estrechando entre las suyas las manos de Erhart.) ¡Adiós. Erhart! Que vivas tu vida... y
que seas muy feliz, todo lo feliz.., que puedas ser.
ERHART. — Gracias, tía! Inclinándose ante Borkman.) ¡Adiós, padre! (A la señora wilton, en voz
baja.) ¡Vamos, hay que darse prisa!
SEÑORA WIIroN.— (También queda.) — ¡ Sí, vámonos ya!
SEÑORA BORKMAN.— (Con una sonrisa maligna.) ¿Y será prudente, señora Wilton, que lleve
usted consigo a esa jovencita?
SEÑORA WILTON.— (Replicando con una sonrisa en tono medio en broma, medio en serio.)
¡Los hombres son tan inconstantes, señora!... ¡Y también las mujeres!... Cuando Erhart se canse de
mí... y yo de él..., es preciso que el pobre tenga algo con qué entretenerse. Los dos saldremos
ganando.
SEÑORA WILTON. — Oh, yo ya sabré arreglármelas! Buenas noches, señores! (Sale por la
puerta del vestibulo. Erhart parece indeciso un momento. Luego se vuelve y la sigue.)
BORKMAN._ ¡suéltame, te digo! (Se suelta y sale por la puerta del vestíbulo.)
SEÑORA BORKMAN. — (En medio de la escena, con voz fría y dura.) ¡Yo no detengo a nadie!
¡A nadie! ¡Que me abandonen todos si quieren! ¡Que se vayan lejos de aquí!.., ¡A donde se les
antoje!... (Lanzando de pronto un grito desgarrador.) ¡Erhart, no te vayas! (Se precipita hacia la
puerta con los brazos abiertos. Ela Renthejm le corta el camino.)
TELÓN
ACTO CUARTO
CUADRO PRIMERO
Patio abierto, delante de la casa Rentheitn. A la derecha se distingue una esquina de la casa. En lo
alto de algunos escalones, la puerta de entrada. Al fondo, cerrando el horizonte, una cuesta
escarpada, poblada de abetos, que avanza hasta el patio. A la izquierda, plantaciones recientes. La
tormenta ha cesado, pero una capa espesa de nieve cubre el suelo y los árboles. La noche está
oscura; el cielo atravesado de nubes, entre las cuales aparece de cuando en cuando la luna. Sólo la
nieve ilumina el paisa5e con una luz mate. En lo alto de la escalera se distingue a Borkman, la
señora Borkman y Ela Rentheim. Borkman, extenuado, se adosa al muro de la casa. Va cubierto con
una capa vieja y tiene en una mano un sombrero de fieltro grueso y en la otra un grueso garrote. Ela
lleva su abrigo al brazo. La señora Borkman va con la
cabeza descubierta
ELA.—(Cortándole el camino a la señora Borkman.) ¡No, Gunhilda, no debes correr tras de él!
SEÑORA BORKMAN.—¡No importa! ¡Déjame pasar, Ela! Voy a llamarle desde ese alto. ¡No
tendrá más remedio que oír los gritos de su madre!
BORKMAN,— (Con una risa lúgubre.) En ese caso, se puede asegurar que no oirá los gritos de su
madre.
ELA.—U otro.
SEÑORA BORKMAN.— ¡No! Es el trineo errado de ella. Reconozco el sonido de sus cascabeles
plata. ¡Escuchad!... Ahora pasa por delante de nosotros. ¡Bajan la cuesta!
ELA. — (Vivamente.) ¡ Gunhilda, si quieres llamarle, éste es el momento! Quién sabe si, a pesar de
todo... (Se oyen los cascabeles muy cercanos, en el bosque.) ¡Date prisa, Gunhilda! Están muy
cerca!
BORKMAN. — (Con una risita seca, ahogada.) ¡ Je, je!... Todavía no es por mí, por quien llora.
SEÑORA BORKMAN. — No; es por mí. Y por él, que me ha abandonado.
ELA. —• (Pensativa, inclinando la cabeza.) Quién sabe sí, al contrario, Gunhilda, no le llama,
como él dice, a la felicidad y a la vida.
SEÑORA BORKMAN.— (Fríamente.) ¡En ese caso, tu fuerza de amor es mayor que la mía!
ELA. — (Mirando a lo lejos.) Acaso sea la privación lo que mantiene esta fuerza.
SEÑORA BORKMAN.— (Fijando 1os ojos en Ela.) Si es así... pronto seré yo tan fuerte como tu,
Ela. (Volviéndose, se adentra en la casa.)
ELA.— (Queda un instante inmóvil, con la mirada preocupada, fija en Borkman. Luego le pone
suavemente la mano en el hombro.) Juan!... Hay que entrar también. Ven.
BORKMAN. — (Que parece despertar sobresaltado.) ¿Yo? ELA. — Sí. Este aire es demasiado
vivo para ti. No puedes soportarlo, Juan. Lo veo en tu cara. Entremos, Ven a guarecerte bajo tu
techo.
BORKMAN.— (Con ademán y acento de violencia.) ¡En mi vida volveré a poner los pies en esa
casa!
BORKMAN. — (Con risa entrecortada.) Oh! No se trata de un dinero robado y enterrado luego.
No temas, Ela. (Interrumpiéndose y señalando con el dedo.) ¡Mira! ¿Quién viento ahí? (Guillermo
Foldal, envuelto en un viejo gabán cubierto de nieve, el sombrero muy encasquetado, con un gran
paraguas en la mano, entra y avanza con trabajo, cojeando marcadamente del pie izquierdo.) ¿Qué
vienes a hacer aquí,
Guillermo?
FOLDAL. (Levantando la cabeza.) ¡Santo Cielo!... ¿Eres tú, Juan Gabriel? ¿Fuera de la casa?
(Saludando.) ¡Y, según veo, con la señora!
FOLDAL.—;Ay! ¡Ay!
FOLDAL. — Vengo a hablarte, Juan Gabriel. Necesitaba subir a tu cuarto, al salón... ¡Ah! ¡Ese
salón, ese salón!
BORKMAN — ¿Atropellado?
FOLDAL,—SÍ, señora..., o señorita... Se me echó encima como una flecha y me envió dando
tumbos por la nieve, don d perdí mis gafas. También el paraguas se me ha roto.
(Frotándose la rodilla.) Y la rodilla e me resiente bastante
BORKMAN.--- (Con una risa ahogada.) ¿Sabes tú quién iba en ese coche, Guillermo?
FOLDAL. -.- No. ¿Cómo iba a sabe lo? Iba cerrado y con las cortinillas corridas. El cochero ni
siquiera se paré. Pero ¿que más da?... (Con alegría.) ¡ Ah, me siento tan feliz, tan feliz!,..
BORKMAN.— ¿Feliz?
FOLDAL. — Sí, feliz... Es decir, no encuentro la palabra exacta. Pero algo por el estilo debe de ser.
Acaba de ocurrirme algo tan extraordinario!... No he podido menos de venir a contártelo, Juan
Gabriel, para que compartas mi alegría.
BORKMAN. — (Con rudeza.) ¡Venga! Aquí me tienes dispuesto a compartirla. Pero acaba pronto.
BORKMAN. — ¿Y quién no ha sido atropellado alguna vez en su vida? Pero hay que levantarse. Y.
hacer como si no hubiera ocurrido nada.
FOLDAL. — Es una frase muy profunda, Juan Gabriel. Por mí no te violentes. Puedo muy bien
contártelo todo en dos palabras,
FOLDAL. — Pues, verás: esta noche, al volver de tu casa, he encontrado una carta. Adivina de
quién era...
FOLDAL.—;Justamente! Lo has adivinado. Sí; era una carta de Frida... Una carta bastante larga,
que había llevado un criado. ¿Sabes lo que decía?
FOLDAL.— ¡Exacto! ¡Lo adivinas todo, Juan Gabriel! Si; me hablaba en ella de la bondad que le
demuestra la señora Wilton, y me dice que esta señora se la lleva consigo al extranjero, a fin de
completar su educación musical. La señora Wilton ha llevado su solicitud hasta buscar un buen
maestro quela dé lecciones durante el viaje... ¡Si vieras qué carta tan bonita me ha escrito! Larga,
cariñosa, sin el menor asomo de desprecio a su padre. Y qué idea tan delicada la de despedirse así,
por carta! (Riendo,) ¡Pero ha contado sin la busqueda!
FOLDAL.— (Riendo y frotándose las manos.) Pero yo soy más listo... Como que ahora, pian,
pianito, me voy a casa de la señora Wilton.,.
BORKMAN. — ¿Ahora?
FOLDAL — Sí, no es demasiado tarde... Si han cerrado, llamaré, Me es absolutamente preciso ver
a Frida antes de que se vaya... ¡Adiós, hasta mañana!
BORKMAN. — Espera un momento, mi pobre Guillermo!... Puedes ahorrarte el viaje. Por mucho
que hagas, no entrarás en casa de la señora Wilton.
FOLDAL. — Ya lo creo que entraré! Me colgaré de la campanilla hasta que me abran. Quiero ver a
Frida, y la veré.
FOLDAL. — (Aterrado.) ¿Que se ha ido Frida? ¿Está usted segura? ¿Quién se lo ha dicho?
BORKMAN.—Su futuro maestro.
FOLDAL— ¡Alabado sea Dios! La pobrecita está en buenas manos, Pero ¿estas seguro de que se
han ido ya?
FOLDAL.— (Juntando las manos.) ¡Pensar que mi Frida iba en un coche tan hermoso!
BORKMAN.—(Meneando la cabeza.) Sí, sí, Guillermo..., y que la llevará lejos. Y también al joven
Borkman. ¿Qué?... ¿No te fijaste en los cascabeles de plata?
BORKMAN.—Completamente de veras.
FOLDAL. — (Con una dulce emoción.) ¡Qué cosa tan extraña es la felicidad! Nunca se sabe de
dónde viene. Ha sido mi talento, mi insignificante talento poético, que se ha transformado en
música en Frida. No en vano habré sido, pues, poeta. Gracias a esto mi hija conocerá ese ancho
mundo que yo sólo he podido ver en mis sueños. Ah! ¿Conque en un trineo cerrado, con cascabeles
de plata?
FOLDAL.— (Gozoso.) ¡Bah! ¡Qué me importa, con tal de que ella...! Bueno, en vista de que he
llegado demasiado tarde, me vuelvo a casa a consolar a su madre, que se ha quedado llorando en la
cocina...
BORKMAN. — ¿Llorando?
BORKMAN.—.Y tú te ríes?
FOLDAL.— ¡Pues claro que me río! Pero ella, la pobre, no ve sino lo que tiene delante de los
ojos... ¡Bueno, adiós! Adiós, Juan Gabriel! ¡Adiós, señorita! (Sale cojeando.)
BORKMAN. — (Queda un instante inmóvil, mirando ante sí.) ¡Adiós, Guillermo! ¡No es la
primera vez que te pasan por encima!
ELA.— (A Magdalena.) El señor no se encuentra muy bien. Necesita tomar un poco de aire.
ELA. — (Alcanzándole.) Pero igua1stás de libre en tu casa, Juan. ¿No haces en ella lo que quieres?
BORKMAN.— (Quedo, como presa de temor.) ¡Jamás volveré a entrar en mi casa! Se está tan bien
aquí, en medio de la noche!... Si volviese ahora al salón, el techo descendería, las paredes so
apretarían ceno para ahogarme..., para aplastarme como a una mosca.
BORKMAN.— ¡Todo derecho ante mí! ¡Ver si puedo volver a la libertad, a la vida, al comercio de
los hombres! ¿Quieres venir conmigo, Ela?
BORKMAN.— (Con voz ronca, estrangulada.) ¡Ah! ¿La señorita temo por su salud?
BORKMAN.—Bah! ¡La salud de un muerto! ¡Me haces reír, Ela! (Da, unos pasos hacia adelante.)
ELA— (Siguiéndole de cerca.) ¿Qué dices?
BORKMAN.—He dicho «la salud de un muerto,. ¿No recuerdas las palabras de Gunhilda:
«Continúa como estás?
BORKMAN. — Sí, Ela, sí. ¡Ambos estamos hechos el uno para el otro! (Caminando.) ¡Ven!
(Llegan a las plantaciones da la izquierda y desaparecen lentamente.)
TELÓN
CUADRO SEGUNDO
Espacio descubierto, tras el cual se eleva una cuesta escarpada. A la izquierda, vasta perspectiva
sobre el fiordo y las montañas lejanas. Una capa espesa de nieve cubre el suelo. A la derecha, un
árbol muerto. A su pie, un banco de respaldo
ELA.— No.
Ei.... —No.
BORKMAN. — Yo si oigo.
BORKM.AN.— (Inflamándose más y más.) Pero todo eso, ¿sabes?, no son más que las maravillas
sembradas en las cercanías del reino.
BORKMAN.—jDel mío! Del reino que iba a conquistar en el momento..., en el momento en que
me mataron!
BORKMAN. Y ahí está, sin defensa y sin dueño..., abierto a los bandidos, al saqueo... ¿Ves, Ela,
esa cadena de montañas que se extiende, a lo lejos? Los montes trepan y se amontonan unos sobre
otros. Todo eso es mi reino, inmenso, profundo, inagotable!
ELA. — ¡Ah! Pero ¡qué soplo de hielo nos llega de ese reino!
BORKMAN.—-Para mí es un hálito do vida. Los espíritus tributarios me saludan. Ahí, ahí están los
millones cautivos. Los veo, los siento. Los filones sinuosos se entrelazan, se bifurcan y se tienden
hacia mí como otros tantos brazos suplicantes. Yo los veía en torno mío; m rodeaban como vivos
fantasmas la noche en que, linterna en mano, bajó a los sótanos del Banco... Ah! Vosotros
implorabais vuestra libertad, y yo intentó dárosla. Pero no tuve fuerzas para levantar el tesoro, y
éste cayó al abismo... (Tendiendo los brazos.) ¡Pero yo os lo digo, muy bajito, en el silencio de la
noche! ¡Yo os amo, a vosotros, que estáis sumidos en el abismo, y en las tinieblas, y en la muerte
aparente! ¡Os amo, riquezas que exigís vivir, y amo vuestro cortejo de poder y de honores! ¡Os
amo, os amo, os amo!
ELA.— (Con una indignación que es incapaz de contener) ¡Sí, ahí va de nuevo tu amor, Juan! ¡Ahí
lo enterraste, y, sin embargo, a tu lado, en la luz del día, palpitaba un corazón humano ardiente y
rebosante de vida! ¡Tú rompiste ese corazón! Peor aún, mucho peor: tú lo vendiste por.., por...
BORKMAN.— (Sacudido por un temblor mortal.) ¿Por un reino, no es eso?... ¿Por el poder..., por
los honores?
ELA.—SÍ; antes te lo dije! Tú mataste la vida de amor en la mujer que te amaba..., y que tú también
querías... todo lo que podías querer... (Levantando un brazo.) Y por ello te lo predije, Juan Gabriel
Borkman... Tú no lograrás nunca el precio de tu crimen. ¡Jamás entrarás triunfador en, tu reino de
hielos y tinieblas!
BORKMAN.— (Con un gesto, crispando la mano sobre el pecho.) ¡Ah! (Con voz débil.) ¡Ya me
soltó!
MAGDALENA. — (Bajando la linterna.) ¡ Sí, sí, señora! Aquí se ven las huellas.
SEÑORA BORKMAN.— (Buscando con la mirada.) ¡Sí ; ahí están! Sentados en el banco.
(Llamando.) ¡Ela!
MAGDALENA. — Sí, señora. (En voz baja.) ¡Santo Dios! (Desaparece. por el bosque a la
derecha.)
SEÑORA BORKMAN.— (En pie detrás del banco.) ¡Ha sido el aire de la noche lo que le ha
matado!
SEÑORA BORKMAN. (Negándose con el gesto.) No, no. (Bajando la voz.) Era un hijo de las
minas. - - No ha podido resistir el aire libre.
SEÑORA BORKMAN. --. (Meneando la cabeza.) ¿El frío, dices?... Hace mucho tiempo que el frío
le había matado...
SEÑORA BORKMAN.—Sí; el frío del corazón... ¡Ahora podemos tendernos la mano, Ela!
ELA. — Cierto.
SEÑORA BORKMAN. — ;,Que las dos hermanas unan sus manos por encima del hombre que
ambas amaron!
ELA.—Sí; las dos sombras por encima del muerto! (La señora Borkman y Ela Rentheim unen sus
manos por encima del banco.)