Los Celos en Las Masculinidades Heterosexuales

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 8

Los celos en las masculinidades heterosexuales

Por Pablo Black

Seguro conocen el inicio de “La metamorfosis”: “Cuando Gregorio Samsa despertó


aquella mañana, luego de un sueño agitado, se encontró en su cama convertido
en un insecto monstruoso.” Es un comienzo perfecto, no vamos a decir nada
nuevo, precisamente porque empieza demasiado tarde, cuando la metamorfosis
es un hecho consumado y ya han tenido lugar los acontecimientos que condujeron
a ella. Gregorio, digamos, llega a destiempo de su propia trama, ya convertido en
un bicho, y entonces es lógico que no entienda nada, que frente a semejante
desfasaje, lo invada la perplejidad. ¿Qué ha pasado?, se pregunta, ¡por dios, qué
ha pasado!

Visto desde una perspectiva de género, a veces imagino que Gregorio


Samsa es un varón tradicional, un típico machirulo digamos, que despierta en el
mundo actual donde ya no encaja, donde, tal como el insecto de Kafka, ha
quedado dado vuelta, pataleando en el aire.

Pero también es cierto que todes en algún momento fuimos o seremos


Samsa. Antes o después, la revolución feminista y la crítica de género ajusta
cuentas con cada quien, y una vez que esto sucede no hay vuelta atrás: uno, una,
une, se encuentra de buenas a primeras lanzado al vértigo de reverlo todo, de
desmontar una realidad que, ingenuos de nosotros, creíamos cuestionar, pero que
no supimos lo que era cuestionar realmente hasta el afianzamiento del paradigma
de género.

Y el psicoanálisis no iba a quedar al margen de la volteada. Se oye el


derrumbe de algunas de sus construcciones más veneradas, y también podemos
ver a ciertos psicoanalistas aguantar fachadas caducas, desentendidas del
malestar de la cultura, fachadas que terminarán por aplastarlos. Allá ellos... Por lo
demás, se trata de una excelente noticia, para alegrarse y festejar. Si bien la crítica
de género, particularmente dura y perspicaz con los presupuestos teóricos y
prácticos del psicoanálisis, exige también nuestra deconstrucción como analistas
(y como trabajadoras y trabajadores de la salud mental en general), también,
decía, la crítica de género conlleva una reinvención histórica del psicoanálisis, del
calibre del retorno a Freud de Lacan pero más radical todavía, más colectiva,
menos ligada a un nombre propio, una de esas pateadas de tablero que le
restituyen su vitalidad, su poder corrosivo, su vocación de peste.

Pero nos fuimos un poco de tema. Hablábamos de Gregorio Samsa y de su


condición de varón tradicional que un día despierta a un mundo que, a paso firme,
se configura bajo un nuevo paradigma. Entonces quizás lo primero que haya que
aclarar es qué entendemos por “varón tradicional”. Desde ya, advierto que no se
trata de una clasificación, sino, a lo sumo, de una manera de entendernos.
Aclaremos, pues: llamamos varón tradicional a las subjetividades moldeadas
según los parámetros de la masculinidad heteronormada. Seguramente, aquí y allá
encuentren formas mejor definidas de observar los tipos de masculinidad. La
psicoanalista Débora Tajer (Heridos corazones), por ejemplo, distingue tres
modos: las masculinidades tradicionales, las transicionales y las innovadoras.
Pero para nuestro propósito será suficiente con hablar de masculinidades
heterosexuales, que, para no ir más lejos, digamos que son aquellas que durante
mucho tiempo, y aún hoy en buena medida, fueron sinónimo de varón normal o
varón hegemónico.

Bien. Las psicoanalistas y los psicoanalistas con perspectiva de género


realizaron una operación de base que consistió en devolver a la fase preedípica su
función decisiva. Volvieron al vínculo temprano con la madre y entre otras
problemáticas que hicieron visible, cabe mencionar el laborioso periplo que debe
atravesar el niño, es decir, el que tiene pito, para cumplir con las expectativas de la
heteronorma. Para acceder a la masculinidad, el niño tiene que realizar dos arduas
maniobras, a saber: debe, por un lado, repudiar las identificaciones producidas en
el vínculo con la madre, un vínculo, ya sabemos, signado por la dependencia y los
deseos pasivos; y, por otro lado, esos aspectos que repudia, que escinde de sí,
debe depositarlos en sus compañeras niñas, marcando así a la feminidad como un
conglomerado de dependencia, vulnerabilidad y deseos pasivos. De ahí que la
feminidad, dice Jessica Benjamin (Lazos de amor y La sombra del otro), sea más
bien la niña, y no la madre, cuya omnipotencia el niño conoce bien.

Por su parte, Nancy Chodorow ( El ejercicio de la maternidad) dice que la


masculinidad se define negativamente y reactivamente. Negativamente porque su
leimotiv es el no ser mujer, ni mujer ni nada que remita a aspectos feminizados,
como el varón pasivo, por ejemplo, o el varón aniñado, o el varón homosexual. Y
reactivamente porque se organiza contra la identificación primaria con la madre,
como un intento de borrar del mapa esa identificación. Por eso, como apunta
David Gilmore (Hacerse hombre) con toda razón, para el caso de las
masculinidades heterosexuales, tanto o más temida que la castración, es la
amenaza del retorno a la dependencia. La masculinidad, concluye Gilmore, es una
batalla contra los deseos regresivos, una ‘revuelta contra la infancia’.”

Y pensar que nos llenábamos la boca hablando de los rodeos de la


feminidad, del complejo y artificioso proceso del devenir mujer, y ahora nos
encontramos con que llegar a ser varoncito era un quilombo igual o peor, más
artificioso y siempre fallido.

Y ahora metamos a Judith Butler (El género en disputa, Mecanismo


psíquicos del poder, Cuerpos que importan), esa preciosa estrella y la mejor amiga
del psicoanálisis. Vamos con ella.

Butler, ya se sabe, habla del tabú de la homosexualidad. Dice que en


nuestras sociedades androcéntricas y heteronormadas, el tabú de la
homosexualidad es más primordial que el del incesto, y para mostrarlo, recurre a
una suerte de laguna teórica del psicoanálisis. Se pregunta Judith: ¿qué pasó con
la bisexualidad constitutiva, que pasó para que de ésta se salte directamente al
Edipo, cuya estructura es ya ostensiblemente heterosexual, pues supone
identificaciones al mismo sexo y elecciones de objeto cruzadas? ¿Qué pasó en el
medio para que, de una predisposición bisexualidad o incluso polimorfa, los
sujetos emerjan en la conflictiva edípica con deseos ya prefigurados de modo
heterosexual? ¿qué paso entre? Qué otra cosa, dice Butler: el tabú de la
homosexualidad.
“El conflicto edípico, leemos en Mecanismos psíquicos del poder ,
presupone que el deseo heterosexual ya se ha alcanzado, que la distinción entre
lo heterosexual y lo homosexual ya ha entrado en vigencia…; la prohibición del
incesto jamás puede ser la prohibición primera porque presupone una prohibición
previa: la prohibición de la homosexualidad que habilita a la heterosexualidad del
deseo.”

G., un joven de veinticuatros años que viene a análisis, me hace pensar en


esta diferencia de grado, incluso de intensidad, entre el tabú de la homosexualidad
y el del incesto. Después de algunas sesiones, habla por fin de un tema que le
genera mucha ansiedad. Más o menos desde los catorce años, dice, tiene sueños
y fantasías eróticas con su hermana, dos años menor. En el transcurso de diez
años más o menos, estos sueños y fantasías fueron alternado su intensidad, pero
nunca llegaron a desaparecer. Cuando las ideas eróticas en relación a su hermana
se tornan perturbadoras, procura conjurarlas viendo videos pornos, y elije, por
supuesto, aquellos que escenifican relaciones sexuales entre hermanos.
Comenzamos a trabajar este asunto con G., hasta que un par de sesiones
después relata que entre los doce y trece años supo mantener prácticas sexuales
con un primo hermano, dos años mayor que él. Descartado (al menos por ahora),
que dichas experiencias tengan connotaciones abusivas para G., es el profundo
cuestionamiento a su masculinidad lo que lo angustia, máxime al asumir que las
recuerdas como excitantes y, en algún punto, placenteras. Lo perturba pensar que
pueda ser homosexual, aunque en la actualidad no reconozca deseos de esa
índole. Seguimos trabajando con G., pero una hipótesis sobrevuela en la terapia:
frente a una elección homoerótica, discretamente incestuosa, es preferible una
heterosexualidad extrema, abiertamente incestuosa y, dios no permita más,
estrictamente imaginaria. No sería la primera vez que el homoerotismo proscripto
se resuelva con una fuga hacia la heterosexualidad.

A diferencia de la feminidad, la masculinidad configurada al modo


tradicional, tiene su pilar fundamental en la heterosexualidad. El género femenino
no tambalea necesariamente frente a una elección homoerótica; en cambio para el
varón tradicional la homosexualidad representa un verdadero fantasma de
desgenerización. De ahí que en ellos el tabú actúe con todo rigor, pues así es
como se hacen hombres.

Los celos son un fenómeno clínico frecuente, que en casos de masculinidades


heterosexuales a veces adquieren un nivel de sofisticación sorprendente.

Como la vergüenza, la culpa o la conmiseración, los celos son sentimientos


con una fuerte carga de ambigüedad, pues si bien se trata de afectos tristes, como
diría Spinoza, no obstante, empujan o pueden empujar acciones reparatorias,
incluso nobles, a diferencia de afectos como la envidia, el odio, la soberbia…,
íntegramente al servicio de la impotencia, de la destrucción, de la mera tristeza.

Tienen, los celos, un doble componente, uno defensivo y otro erótico.


Desde luego, ambos componentes van entrelazados, y acaso sean indiscernibles,
pero a los fines de hablar de ellos, será necesario disociarlos.

En lo que respecta al componente defensivo, los celos son una reacción


frente a la amenaza de pérdida de un vínculo, por causa o participación de un
tercero. En los últimos años, precisamente gracias al abordaje de género, quedó
en evidencia el uso, el agenciamiento pavoroso que las masculinidades hacen de
este aspecto de los celos, al punto de hallar en ello la justificación y hasta el
derecho a torturar y matar. Probablemente, lo celos machistas sean la maquinaria
asesina más letal de la historia y el presente del patriarcado. Por suerte, como
dijimos, las investigaciones de género han abordado magistralmente la modalidad
machista de los celos, al punto, se podría decir, de haberle quitado hasta el último
velo. Vamos entonces por la otra faz de la cuestión, es decir, la erótica de los
celos.

En términos lacanianos, los celos tienen la estructura del deseo. El objeto


de los celos es el objeto de deseo del otro; es el deseo del Otro el que configura el
objeto de los celos. En otros términos: Para que haya celos, debe haber tres. De
ahí que mientras haya deseo, habrá celos. No hay quien esté al margen de
experimentarlos, decía Freud, y cuando alguien asegura no haberlos sentido
jamás, solo quiere decir con ello que los mantiene reprimidos. Los celos, escribió
Deleuze en un libro precioso dedicado a Marcel Proust ( Proust y los signos),
revelan la verdad del amor. ¿De qué verdad se trata? Esa que el narcisismo se
obstina en negar, a saber: que el deseo del otro, el deseo de la persona que amo,
no empieza ni termina en mí, que jamás seré suficiente para el amor del otro, que
el otro siempre ha deseado y siempre deseará más allá de mí.

En un texto de 1921, “Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos,


la paranoia y la homosexualidad”, Freud realiza una suerte de clasificación de los
celos. Menciona tres tipos, pero nosotros vamos a reducirlos a dos, pues no nos
importa más que uno. Están los celos comunes, que vendrían a ser los celos de
rivalidad, en el que aparece un tercero con el que el celoso o la celosa se
disputaría el objeto amado (de esta clase son también los celos en los que el foco
de la rivalidad no estaría puesto en el tercero, sino en el objeto amado; o sea, el
rival es el objeto amado y el tercero vendría a representar un goce del cual yo,
celoso, quedaría afuera), y están también los celos conformados por un fuerte
componente bisexual, en los que el elemento homoerótico juega un papel decisivo.
Freud no lo explicita, pero es una obviedad que se refiere a una forma de celos
padecida más que nada por varones pretendidamente heterosexuales.

Escribe Freud: “además del dolor por la pérdida de la mujer amada y el odio
contra el rival masculino, (el varón) siente tristeza por la pérdida del hombre
inconscientemente amado y odio contra la mujer considerada como rival.” Y a
reglón seguido hace una observación esencial, que dice más o menos así: la
intensidad de los celos heterosexuales del varón, está en relación al esfuerzo de
represión de la corriente homoerótica. Lo que, dicho al revés, sería: cuanto mayor
sea la intensidad del componente homoerótico reprimido, tanto más exacerbada
será la expresión de los celos heterosexuales de superficie.

El paradigmática de esta hipótesis, como bien sabemos, Freud lo había


verificado algunos años antes en los celos paroicos ( Schreber), donde el
componente homosexual era tan radicalmente rechazado, que solo podía
expresarse, entiéndase retornar, bajo una modalidad exterior al sujeto. Freud
traducía la operación realizada con la siguiente fórmula: “no soy yo (dice el varón
celoso) quien ama a ese hombre, es ella, mi pareja, quien lo ama”.
Se trata de una operación por de más interesante y compleja, porque el
retorno de lo reprimido (o de lo forcluido), es decir, el retorno del deseo
homoerótico, supone que el varón celoso atribuya, proyecte, en la pareja mujer su
propio deseo por un hombre, y que a menudo ni siquiera es deseo por un hombre,
sino por un pene. Pero la cosa no termina ahí, pues la operatoria del celoso no
solo reside en atribuir a la mujer la autoría de su propio deseo, sino que utiliza su
espacio subjetivo como emplazamiento identificatorio, pues necesita de ella, de
esa instancia, para experimentar de forma indirecta, fantasmática, un goce al que
no se permite acceder de forma directa.
M. tiene veinticinco años, hace terapia conmigo desde principios de enero.
M. fue directo al grano, dice sufrir muchísimo por los celos que siente por su novia,
que lo atormentan, dice, y que en ocasiones no puede contenerse y entonces la
atormenta a ella con recriminaciones y sospechas, aunque jamás olvida que solo
son ideas suyas, ideas que no puede controlar. Por ejemplo, se pregunta por qué
su novia no sigue con el novio anterior, que es más grandote y la tiene más grande
que él. Si van a tener sexo y ella pide apagar la luz, no cabe duda que es para
poder pensar en otro tipo. Ella tiene un tatuaje cerca de la vagina y entonces él
imagina la escena con el tatuador, que primero el tipo le besa en la zona para
endulzar el dolor y acto seguido se baja el pantalón y se la coge. Cualquier
situación es un signo propicio para los celos (Deleuze decía que el celoso es un
semiólogo frenético, un semiólogo desbocado). Pero si ya es suficiente tormento
esta compulsión a imaginar a su novia gozando con otro, otro que sabe hacerla
gozar mejor que él, ni qué decir de que junto a estos tormentos imaginarios, M.
experimenta una excitación sexual consecuente, al punto de que sus
masturbaciones más gloriosas son aquellas guiadas por fantasías que lo incluyen
a él, a su novia y a otro varón cuyo pene, más grande que el de suyo por supuesto,
complacería con creces a su novia. La complacencia de su novia con el pene más
grande, es la apoteosis de su propio placer. Eso sí, poco rato después del placer,
la angustia comienza a ensombrecerlo todo, y entonces su novia es una puta, una
mina a la que le alcanza un pene, pese a que él, ya lo dijimos, sabe que solo son
ideas suyas.
Creo que casos como los de M. plantean el problema de los celos
heterosexuales del varón en coordenadas ligeramente corridas de lo habitual.
Pues aquí el componente homoerótico no se expresa simplemente bajo la forma
del retorno de lo reprimido, sino que está casi explícitamente organizado, montado,
en el componente heterosexual. El deseo homoerótico se realiza de forma tan
ambigua como evidente en la estructura del celo heterosexual. Se presenta
transgrediendo todo lo que le es dado transgredir la obediencia al tabú de la
homosexualidad. Su modalidad remite más a una fantasmática que a una eventual
elaboración de retorno. Los celos como la escenificación de las condiciones de
una erótica. Flujos de deseos heterosexuales y homoeróticos. Se padece y se
goza casi por partes iguales.
Lo cual representa un desafío para la dirección del análisis. Es una forma de
deseo la que se vehiculiza por medio de los celos, de ahí que estos sean tan
tenaces, tan inconmovibles. Salvo el trabajo en la responsabilidad sobre sus
propios deseos, de contención frente a los impulsos agresivos de descargar sobre
el otro, algo que M. reconoce bien y tiene todas las posibilidades de afrontar, salvo
eso, la verdad es que voy bastante a ciegas.

Muchas gracias

También podría gustarte