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AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

"El atractivo del conocimiento


sería harto débil si no hubiera
que vencer tanto pudor para
alcanzarlo".
Friedrich Nietzsche, Más allá del
bien y el mal.

LA ADEMÁS:

PERSISTENCIA
GLORIA Y HAMBRE (Carlos
Diviesti)

ALREDEDOR DEL

DE LAS ÉLITES
MATRERO (Martín Bentancor)

El comportamiento de las elites (Ramiro


Castro)
Estado y religión (Matías Calero)
ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

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ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

SUMARIO
EL COMPORTAMIENTO DE LAS ÉLITES. Augurios de un Estado
peligroso (4-18) Ramiro Castro

ESTADO Y LIBERTAD RELIGIOSA.


Algunos comentarios sobre dos proyectos presentados por la Senadora
Asiaín (19-29) Matías Calero

GLORIA Y HAMBRE. Cuando Hollywood fue de izquierdas (30-40)


Carlos Diviesti

ALREDEDOR DEL MATRERO (41-42) Martín Bentancor

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ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

EL COMPORTAMIENTO DE LAS
ÉLITES. Augurios de un Estado
peligroso
Ramiro Castro

Clases conservadoras o acomodadas; aristócratas u oligarcas, son


términos que generalmente utilizamos como sinónimos para referirnos a
las minorías selectas y dirigentes, que por su poder económico y/o
político ocupan importantes cargos en instituciones públicas y/o
privadas al punto de ser determinantes a la hora de tomar o echar para
atrás decisiones que nos afectan a todos. Sin embargo, la historia da
cuenta de que la preeminencia de éstas no ha sido uniforme, puesto
que por la acción de caudillos, movimientos obreros y sociales, o por
algunos integrantes de la misma clase, han tenido que replegarse. Por
ejemplo, si nos remontamos a principios del siglo XIX podremos
observar cómo las clases dominantes tomaban rumbos diferentes frente
a la Revolución Rioplatense, habida cuenta que algunos de sus
componentes se sumaban a los caudillos en las luchas por la
independencia, mientras que otros se exiliaban o replegaban dentro de
las murallas de alguna ciudad como pasó en Montevideo por allá, por
1811.

De la derrota de la Revolución Oriental nació la Provincia


Cisplatina y con ella una nueva oportunidad para que las élites se
reacomodaran, esto es: hacerse de cargos importantes dentro de la
nueva estructura gubernamental que le permitieran recuperar los
bienes o privilegios que el repliegue en tiempos de revolución les había
quitado. En este sentido, en la derrota del Imperio del Brasil y en el
surgimiento por acuerdo del Estado Oriental del Uruguay en la

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Convención Preliminar de Paz de 1828, no fue excepcional el reacoplo a


la nueva forma de gobierno de las clases dirigentes para mantener o
mejorar su posición. Por supuesto que no sucedió solamente en estas
márgenes del Plata, sino que el reacomodo y la consolidación de las
élites criollas fue un problema transversal a todas las repúblicas
sudamericanas luego de haber atravesado un proceso independentista.1

Por estas razones en la presente edición de ContraArgumento,


intentaremos reflexionar sobre ciertas continuidades de formas y
actores que pese al paso del tiempo, vuelven a aparecer cada vez que las
clases conservadoras dejan de replegarse para salir a hacerse de viejas
y nuevas conquistas. No obstante, en estos tiempos infectados de
literalidad, que como un cáncer carcome al lenguaje hasta dejarlo inerte
y desprovisto de toda la vitalidad que halla en los ricos desdobles de las
expresiones que embellecen a la palabra, insistimos en que este
ejercicio se intentará reflexionar, y no de trazar una especie de historia
lineal del comportamiento los sectores conservadores de las clases
acomodadas.

Constantes

El Estado Oriental del Uruguay demoró en consolidar su


funcionamiento democrático, debido a que a partir de 1836 lo
excepcional fue la paz: ya sea porque los partidos políticos nacidos de la
Batalla de Carpintería se plegaban a los unitarios y los federales
argentinos, o porque los caudillos apoyados por distintos personajes de
la élite encausaban sus intereses a través de la guerra y no de las
urnas. Sin embargo, las deplorables condiciones económicas derivadas

1
Por ejemplo, en Perú este problema es identificado por José Carlos Mariátegui como el gamonalismo al
analizar la posición social del indígena en la nueva estructura republicana. (Véase: Mariátegui José
Carlos, «Siete ensayos sobre la realidad peruana», Ed.: Biblioteca Amauta, Lima, año 2005, págs. 27, 39
y 48.

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de los habituales enfrentamientos bélicos movilizaron a los


terratenientes, comerciantes y hombres de estado a intentar asegurarla
paz y con ella la república, puesto que la tierra sin cultivar, el ganado
devorado por los ejércitos y los puertos sin materia prima (pecuaria)
para exportar, amenazaban seriamente sus intereses patrimoniales.

En los comienzos de la década de 1870 se formó la Asociación


Rural del Uruguay, que junto a la Iglesia Católica fue un actor
importante para el afianzamiento de la paz y la propiedad privada,2
cuyo medio consistió en apoyar el gobierno del Coronel Lorenzo Latorre
que, pese a robustecer el poder estatal, reformar la educación pública
primaria y aplacar las posibles revueltas, no escatimó en el uso de la
fuerza y la persecución política, inaugurando la etapa que se extendió
hasta la década siguiente, que finalizó 1890 con la elección de Julio
Herrera y Obes como presidente por parte de la Asamblea General. Por
lo tanto, la constitución de una asociación civil integrada por los
terratenientes fue trascendente para dar el primer impulso de la
formación del Uruguay como un estado liberal.

La labor del militarismo para la estabilidad del país fue


significativa pero no consiguió abolir las revueltas encabezadas por los
caudillos, habida cuenta que la transgresión del pacto que en 1872
había culminado con la guerra por parte de Julio Herrera y Obes, que
consistía en darle participación política a las minorías mediante la
asignación de Jefaturas Departamentales, volvió a generar
inconformidades que culminarían con el levantamiento de Aparicio
Saravia en 1897 y posteriormente, por la misma causa, Saravia volvió a
levantarse en armas en 1904 contra el gobierno liderado por José Batlle
y Ordóñez.3

2
Barrán José Pedro, «Los conservadores uruguayos (1870-1933)», Ed.: Ediciones de la Banda Oriental,
Montevideo, año 2004, págs., 11 y 67.
3
Frega A., Rodríguez Ayçaguer A.M., Ruiz E., Porrini R., Islas A., Bonfanti D., Broquetas Magdalena y
Cuadro I., «Historia del Uruguay en el Siglo XX (1890-2005)», Capítulo I, Ed.: Ediciones de la Banda
Oriental, Montevideo, año 2007, págs. 25-27.

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Por otra parte, ante la aguda crisis económica que atravesó el


Uruguay en la última década del siglo XIX, una minoría de la clase
dirigente criticaba los beneficios del modelo económico agroexportador a
la vez que proponían el desarrollo industrial de bienes de consumo que
permitiera sustituir las importaciones.4 El intento de transformación de
la matriz productiva del país les generó a los gobiernos batllistas
problemas con el resto de la clase dirigente y los inversores extranjeros,
ya sea por la política para combatir el latifundio, las leyes sociales que
limitaban la jornada laboral, la nacionalización y estatización de los
servicios públicos o el fortalecimiento del movimiento sindical que había
surgido en la década de 1890. Las consecuencias del descontento
generado por estas decisiones, los sectores más conservadores de la
élite formaron asociaciones civiles como la Unión Industrial Uruguaya,
la Cámara Mercantil de Productos del País, la Federación Rural o la
Liga de Defensa Comercial, cuya misión fue convertirse en grupos de
presión que defendían sus intereses sectoriales y cuestionaban las
políticas impulsadas por el Batllismo, que sufrió una importante derrota
electoral en 1916 dando paso a una nueva etapa que se denomina: de
«la república conservadora».5

En el alba de los años 20 el Uruguay miraba de lejos el fin de la


Primera Guerra Mundial y sufría las consecuencias del deterioro del
Imperio Británico a manos de los Estados Unidos, que por su
importante producción agropecuaria no se complementaba con
nuestras principales actividades productivas como lo hacía Inglaterra.
Sin embargo, los problemas suscitados no impidieron la promulgación
de leyes electorales que garantizaban el sufragio (todavía exclusivo de
los hombres), leyes de pensiones a la vejez, la creación de la Caja de
Jubilaciones y Pensiones de los funcionarios públicos, la legislación
descanso semanal obligatorio y el salario mínimo rural ― que fue letra

4
Frega A., Rodríguez Ayçaguer A.M., Ruiz E., Porrini R., Islas A., Bonfanti D., Broquetas Magdalena y
Cuadro I., ob., cit., págs. 17-19.
5
Conforme a: Frega A., Rodríguez Ayçaguer A.M., Ruiz E., Porrini R., Islas A., Bonfanti D., Broquetas
Magdalena y Cuadro I., ob., cit., págs. 27-30, 33, 35 y 49.

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muerta puesto que no se aplicó, la construcción del Estadio Centenario


o las celebraciones del centenario de la Independencia, donde además
promover interesantes detalles acerca de cuándo debía conmemorarse
(1925 o 1930), dio lugar a la elaboración de un nuevo relato sobre los
orígenes de la República, como ya lo había hecho el militarismo de las
décadas de 1870 y 1880.

Por otra parte, ese gran oxímoron que fue la década de 1920, por
un lado afianzaba el sufragio y producía legislación social, mientras que
por el otro era el escenario del fortalecimiento de los sectores
conservadores que tejían alianzas entre las distintas vertientes dentro
de los partidos tradicionales, simpatizaban con Mussolini por compartir
una acerada posición anticomunista y creaban su propio partido
político: la Unión Democrática, que fue a posteriori un fracaso electoral.
No obstante, el tropezón partidario, las distintas fracciones
conservadoras organizadas en la Unión Industrial Uruguaya, la Cámara
Mercantil de Productos del País, la Asociación Rural del Uruguay, la
Federación Rural y la Liga de Defensa Comercial lograron construir un
frente conservador en lo que se conoce como el Comité de Vigilancia
Económica que, inspirados en la «Marcha sobre Roma» y «Marcha sobre
Río de Janeiro», amenazaban al gobierno con movilizar a las «Fuerzas
vivas» hacia Montevideo, con la resistencia al pago de impuestos y con
la realización de un lock-out patronal.

Hacia el fin de la década de 1920, los sectores conservadores se


habían organizado en un frente que terminó por apoyar el golpe de
Estado de Gabriel Terra en 1933, donde la persecución política, la
censura, las torturas, los destierros y las resignificaciones de los
símbolos e historia patria no estuvieron ausentes. También fue
reformada la Constitución: que reconoció los derechos económicos y
sociales como la educación o la vivienda, a la vez que excluyó a los
opositores políticos mediante la reestructura de la Cámara de
Senadores que se conoció como el Senado del «medio y medio», que

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estaba integrado por mitades con políticos de los sectores mayoritarios


de los partidos tradicionales que, claramente eran afines al dictador.

La dictadura de Terra finalizó en 1938 cuando asumió como


presidente Alfredo Baldomir, durante la transición que supuso su
mandato fue nuevamente reformada la Constitución a través de un
nuevo golpe de Estado, conocido como el «Golpe bueno», habida cuenta
que por la conformación institucional que la Reforma de 1934 había
impuesto, no era posible realizarla. Tras finalizar el mandato del
General Baldomir, la presidencia fue ocupada por Juan José Amézaga,
cuyo mandato atravesó el fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio
de la Guerra Fría, el Estado se constituyó en el gran empleador
absorbiendo una importante cantidad de mano de obra, fueron
aprobadas importantes leyes que reflejaban las conquistas de los
trabajadores, como por ejemplo: la Ley de Consejos de Salarios, a la vez
que se dirimían conflictos sociales recurriendo a las medidas prontas de
seguridad, como sucedió en 1946 ante la huelga de las patronales de
las panaderías.

El repliegue de los sectores conservadores de la clase dirigente


ante la derrota del Terrismo, la nueva constitución de 1942, la vuelta y
la consolidación del Batllismo en el gobierno, se reorganizó en los
gremios patronales como la Asociación Rural del Uruguay o la
Federación Rural que, luego de la irrupción política de Benito Nardone
impulsado por Domingo Bordaberry mediante la prensa escrita y radial
(Diario Rural y Radio Rural), se escindió de aquéllas para formar «El
Movimiento Popular Ruralista» y «La Liga de Acción Ruralista»,6 que
consistió en un movimiento popular y (en principio) a-partidario que
nucleaba a los habitantes de la campaña, pequeños y medianos
productores que reivindicaban que la ganadería debía ser el modelo
económico del país en desmedro del industrial impulsado por los
gobiernos batllistas y sin menospreciar al sector agrícola que era

6
Conforme a. Jacob Raúl, «Benito Nardone. El ruralismo hacia el poder (1945-1958)», Ed.: Ediciones de
la banda Oriental, Montevideo, 1981, págs. 21-23.

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funcional al pecuario y capaz de abastecer el consumo interno de


alimentos y también exportar, al mismo tiempo que criticaba el
intervencionismo estatal haciendo foco en el gasto público, la legislación
social y la política impositiva, que después de muchos años llevaría al
ruralismo al poder tras la alianza con uno de los sectores conservadores
del Partido Nacional: el liderado por Luis Alberto de Herrera.

La movilización de la Liga de Acción Ruralista y su crítica feroz al


Batllismo y al comunismo en un contexto de Guerra Fría, se mantuvo
durante las siguientes legislaturas que tuvo como presidente a Tomás
Berreta y, tras su muerte a Luis Batlle Berres, luego de la reforma
constitucional de 1952 al Poder Ejecutivo Colegiado, hasta finalmente
conseguir el gobierno en las elecciones de 1958, que para nada supuso
el freno al movimiento conservador que se desarrollaría durante toda la
década de 1960 y encontraría su zenit en los primeros años de los 70.

El final de la prosperidad o la época de las vacas gordas halló en


el gobierno a al Partido Nacional que había triunfado gracias al apoyo
del ruralismo, las medidas económicas tomadas entre 1959 y 1963
como por ejemplo la Ley de Reforma Cambiaria y la sustitución del
modelo industrial por el ganadero, entre otras, desembocaron en la gran
crisis que debió atravesar el segundo gobierno colegiado del Partido
Blanco, que culminó derrotado en las elecciones de 1966 con el triunfo
de la fórmula Colorada: Gestido-Pacheco y la reforma naranja, que
consistió en la modificación de la Constitución, la vuelta al Poder
Ejecutivo unipersonal y su fortalecimiento institucional frente a los
demás poderes estatales. Simultáneamente, la crisis económica convivía
con la crisis política que se tradujo en violencia política, donde se
destacan conatos golpistas, el anticomunismo y la acción de
agrupaciones armadas de izquierda y derecha, así como la habitual
aplicación de las medidas prontas de seguridad para dirimir conflictos
sociales, como por ejemplo sucedió con la adopción de éstas en 1963

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ante la paralización de los servicios públicos de electricidad y


telecomunicaciones.7

Por su parte, el gobierno Colorado que asumió la dirección del


Ejecutivo en 1967, no fue la excepción en cuanto a la adopción de
medidas prontas de seguridad como las tomadas en su breve mandato
por el General Gestido en octubre del mismo año tras el conflicto con
los trabajadores bancarios, así como también la clausura de medios de
comunicación y la proscripción de algunos partidos políticos que, en
diciembre (también de 1967) adoptó el nuevo presidente: Pacheco Areco,
apenas tomó posesión del cargo luego de la muerte de aquél. No
obstante, el punto álgido del avance conservador en la década del 60
fue a partir de junio de 1968, cuando se adoptaron nuevamente medias
prontas de seguridad de carácter casi permanente.

Para la década siguiente, en los primeros años fueron reconocidas


las acciones militares del MLN Tupamaros, los escuadrones de la
muerte y la represión estatal de los primeros que, entre otras cosas,
sirvieron de excusa para impulsar leyes como la Ley de Seguridad
Nacional de 1972 y las conocidas manifestaciones de febrero de 1973 de
los militares que meses después, conjuntamente con el presidente de
cuño ruralista y conservador: Juan María Bordaberry, dieron el golpe de
estado que se prolongaría hasta 1985, siendo una de las etapas más
duras y nefastas que al país y a la región les tocó vivir en el siglo XX.

La salida de la dictadura y la transición democrática no fue nada


fácil, los militares habían entregado el poder pero no lo habían perdido,
ya que los conservadores civiles y militares lo siguieron utilizando para
borrar lo sucedido y evitar las responsabilidades inherentes a ello:
además de amnistías recíprocas entre militares y combatientes u
opositores perseguidos y encarcelados, los conservadores lograron la
sanción de la Ley de Caducidad y en buen romance con el gobierno de

7
Iglesias Mariana, «La excepción como práctica de gobierno en Uruguay, 1946-1963», Contemporánea
Historia y Problemas del Siglo XX, Vol. II, Montevideo, 2011, pág. 141.

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Sanguinetti, lograron censurar campañas contrarias a sus intereses,


como sucedió con el Voto verde y el spot protagonizado por Sara Méndez
en ocasión del Referéndum en contra de la ley que proclamaba la
caducidad de la pretensión punitiva del Estado en 1989.8

Ya para los años 90, y con el regreso del Partido Nacional al Poder
Ejecutivo de la mano del Herrerismo, las sectores conservadores de la
clase dirigente continuaron operando a nivel de inteligencia mediante el
espionaje a políticos, sindicatos y sindicalistas, mientras que en lo
económico se dio una enorme privatización que alcanzó hasta el
régimen jubilatorio, que aún en nuestros días obliga a los uruguayos
que ganan determinado salario, a volcar la mitad de sus aportes a las
instituciones privadas que conocemos como AFAPs. Además, en lo que
refiere a la situación de los trabajadores, era bastante precaria: salarios
bajos, falta de voluntad del Poder Ejecutivo a convocar los Consejos de
Salarios y una constante movilización de obreros, estudiantes y
funcionarios públicos que se tradujo en huelgas y ocupaciones.

La vorágine de los 90, tras una nueva presidencia de Julio María


Sanguinetti (1995-2000) y la asunción de Jorge Batlle ― ambos
colorados y afines a los gobiernos de Gestido-Pacheco y luego
Bordaberry de los años 60 y 70 ―, desembocó en la peor crisis que se
dice tuvo nuestro país en su historia, donde no faltaron grandes
especuladores, estafas por medio de bancos, altísimos niveles de
desocupación y pobreza, un gigantesco nivel del endeudamiento
público, entre otras duras consecuencias sociales y económicas, cuya
recuperación llevó varios años y fue protagonizada a partir del 2005 por
el frente de izquierda fundado en los 1971 y en aquel entonces llamado:
Encuentro Progresista, Frente Amplio, Nueva mayoría.

En los últimos 15 años, el gobierno progresista volvió a convocar a


los Consejos de Salario, creó el Sistema Integrado de Salud, bajó el
desempleo, expandió la educación terciaria como nunca antes, creó

8
https://www.youtube.com/watch?v=hq8tXI7TeT8

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universidades (UTEC), apostó a las grandes inversiones industriales,


impulsó la búsqueda de los desaparecidos por el terrorismo de Estado,
entre otras iniciativas. Sin embargo, continuó la política de
extranjerización de la tierra que habían comenzado sus predecesores,
sancionó leyes a medida de los inversores, obligó a la población a la
bancarización obligatoria, fortaleció y profesionalizó el aparato represivo
estatal, hizo razias y no gravó al gran capital, como hace poco le
reclamaba al actual gobierno como medida para afrontar la pandemia.
A todo esto, el repliegue de los conservadores operó como en otras
ocasiones mediante la actividad de las organizaciones gremiales
agropecuarias y empresariales, pero además a través de ciertas
fidelidades castrenses y policíacas, que se mantuvieron operando
también dentro del aparato represivo como se ha dado a conocer en los
últimos tiempos por políticos e intelectuales.9 Sin embargo, en estos
años los sectores más conservadores de las élites salieron del
ostracismo y será nuestra tarea intentar reflexionar sobre ciertas
continuidades de las formas y los actores que pese al paso del tiempo
parecen persistir.

Augurio de un Estado peligroso II

En este intento de esbozar algunos rasgos de poco más de 200


años de nuestra historia, pudimos apreciar que dentro de las clases
dirigentes existen sectores conservadores que periódicamente
accedieron y fueron desplazados de los cargos de poder en el Estado.
Más allá de qué hicieron estos grupos cuando alcanzaron el poder,
intentamos destacar cómo se organizaron cuando fueron apartados y de
qué medios se valieron para volver a cooptarlos. En este sentido,

9
El ex Ministro de Defensa: José Bayardi, declaró en La Letra Chica (el programa de TV Ciudad) que
hay una maniobra de inteligencia para dejar llegar a los investigadores de las causas sobre los Derechos
Humanos a los documentos que los altos mandos militares querían dar a conocer. Lo mismo sostuvo la
en el mismo espacio la Lic. en Ciencias Políticas: Susana Larrobla. (En:
https://www.youtube.com/watch?v=g5ioRUjrPWs).

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observamos que las habituales oscilaciones e inestabilidad política en el


siglo XIX fueron condiciones a veces propicias para el reacomodo de los
conservadores, mientras que otras significó una grave amenaza para
sus intereses económicos; de cualquier manera, sean a favorables o
adversas las condiciones, los conservadores recurrieron a la
organización y la fuerza: primero nucleándose a partidos políticos y
apoyando revueltas caudillescas, luego agremiándose para formar
grupos de presión que forjaron habitualmente alianzas con las
instituciones represivas del Estado.

El primer grupo de presión de peso que fue la ARU, se valió del


ejército y del liderazgo del Coronel Latorre para pacificar el país y
acabar con la causa que devastaba cultivos, devoraba ganado y no
permitía la consolidación y el goce inherentes al derecho de propiedad.
En otras palabras, era necesario terminar con la inestabilidad política
que tenía inmerso al Uruguay entre revuelta y revuelta, puesto que
estaba afectando gravemente los intereses económicos de las clases
acomodadas.

Ya en las primeras décadas del siglo XX, los sectores


conservadores alineados en la ARU, la Federación Rural, la Unión
Industrial Uruguaya, la Cámara Mercantil de Productos del País y la
Liga de Defensa Comercial, lograron paulatinamente desplazar al
Batllismo a mediados de la década de los años 20 para luego formar un
frente conservador conocido como Comité de Vigilancia Económica,
crear acuerdos dentro del Partido Colorado para que la fracción
conservadora: el Riverismo, accediera a los principales cargos de
gobierno alcanzando menos de una quinta parte de los votos recibidos
por el lema y, ya a principios de los años 30, tras la desestabilización
política a partir de diagnósticos de crisis y amenazas con marchar sobre
la capital evocando acciones similares de partidos políticos como el de
Mussolini, los conservadores apoyaron el golpe de estado de Gabriel
Terra, acciones que nuevamente fueron respaldadas por las
instituciones represivas, traducido en la colaboración de la Policía y la

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pasividad de las Fuerzas Armadas. No obstante, en estos años se agrega


una nota distintiva en la formas organizativas de los conservadores,
habida cuenta que fue la primera vez que decidieron formar un partido
político por fuera de los tradicionales.

El fin del período dictatorial de los años 30 abrió paso la


democracia en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, que fue
beneficioso para nuestra economía exportadora de productos
agropecuarios y que inmediatamente de su finalización, reorganizó de
manera bipolar al Mundo, donde la amenaza del comunismo
internacional y su infiltración en nuestro país y el continente se
constituyó en un terreno fuerte para la prédica conservadora que la
protagonizó (entre otros) Benito Nardone que, al igual que sus
predecesores conservadores salió a la cancha desde instituciones
gremiales como la Federación Rural, luego el Movimiento Popular
Ruralista y La Liga de Acción Ruralista, que a posteriori se convertiría
en un partido político que aliado con el Herrerismo devolvería a los
conservadores al poder e inauguraría una etapa caracterizada por la
violencia política, intentonas golpistas, la tolerancia o intolerancia de
las fuerzas represivas estatales dependiendo de si se trataba de
organizaciones de derecha o izquierda, entre otras acciones poco
democráticas que culminaron en los años 70 con el golpe de estado
civil-militar.

La vuelta de la democracia no alcanzó para replegar del todo a los


conservadores que desde el gobierno llevaron adelante políticas
económicas favorables a sus intereses, mientras que desde las fuerzas
represivas se trabajaba principalmente a través de la inteligencia y el
espionaje que no sabemos cuándo cesó o si alguna vez lo hizo. Sin
embargo, la derrota electoral de los partidos tradicionales en octubre de
2004 y la asunción de la izquierda al gobierno derivó en el repliegue de
los conservadores que, mientras los precios internacionales de la carne
y los demás productos de exportación del Uruguay gozaban de buena
salud, se aguantaron en el molde mostrando esporádicamente sus

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intenciones represivas, ya sea queriendo bajar la edad de imputabilidad


o impulsando reformas tendientes al recorte de garantías individuales
de los ciudadanos.

Sin embargo, de forma paralela los conservadores se


reorganizaban nuevamente, puesto que si bien trabajaban desde las
gremiales ya mencionadas en este trabajo, lograron como en los años
del Comité de Emergencia Económica crear un frente conservador: «Un
solo Uruguay», que actuó como grupo de presión, se congregó en
distintos puntos del país y llamó a estas convocatorias, así como lo
hacía el movimiento ruralista liderado por Nardone y Bordaberry:
«Cabildos abiertos». He aquí otra constante que indica ese ánimo
refundador y revisionista que todos los gobiernos y grupos de presión
liderados por los sectores conservadores efectuaron de nuestro pasado.
Consecuentemente, los invitamos a conocer los apellidos de sus
protagonistas que, como ya los identificamos en otros artículos de
ContraArgumento y Esferas,10 los remitimos a su lectura, pues este
artículo lleva como diez páginas de tedio que no pretendemos extender
mucho más.

Volviendo a los frentes conservadores como el ruralista o Un solo


Uruguay y sus modus operandi, se destaca la reiteración de sus
convocatorias como cabildos abiertos en clara alusión a lo que sucedía
en tiempos de la Revolución Artiguista, pero además es imposible no
caer en la tentación de catalogar al nuevo partido político nacido en
enero de 2019: Cabildo Abierto, como un partido netamente
conservador, debido a que a cooptado dentro de sus filas no solo a
militares sino a los sectores más conservadores de todos los partidos,
así como a colectivos con claras simpatías neofascistas.11 Pese a las

10
Ver las ediciones 12ª de ContraArgumento y 1ª de Esferas: «El campo no aguanta más» y «Las M.P.S.
de Pacheco: piedra angular de la construcción autoritaria», respectivamente:
https://contraargumento.home.blog/2019/06/11/el-campo-no-aguanta-mas/ y
https://contraargumento.home.blog/2019/09/30/simpatias-sucitadas/
11
https://www.elobservador.com.uy/nota/convencional-de-cabildo-abierto-integro-grupo-catalogado-
como-neonazi--201981918535

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profundas similitudes de nomenclatura, este partido político que


rápidamente se hizo de aproximadamente de un 12% del caudal
electoral en tan solo 10 meses, usó viejos trucos como el revisionismo
histórico autoproclamándose los representantes de algo así como una
conciencia histórica que los reclama e impulsando una visión represiva
del Estado, pues de la lectura de su programa no se desprende otra
cosa,12 sin perjuicio de otras posturas hostiles y compartidas con sus
predecesores, como por ejemplo la postura antisindicalista declarada
abiertamente por alguno de sus integrantes.13

Y bueno lectores por acá la vamos dejando porque se ha ido largo


el ensayo, pero no sin antes meter una reflexión, porque eso de hacer
toda la jugada, quedar frente al arco y no definir, es de pecho frío. Y ya
que estamos hablando en términos futbolísticos en un país que somos
todos DTs, lo que queremos expresar es que así como equipo que gana
no se toca, los conservadores han vuelto utilizar sus viejas jugadas y
estrategias que aún funcionan, no solo los llevaron a los puestos de
poder sino que se vanaglorian de la mano dura y de las leyes
indiscutibles como la de urgente consideración que, por si quedaba
alguna duda, vino a modificar entre otras cuestiones trascendentes, a la
seguridad pública alentando la represión policial, haciendo
allanamientos voluntarios, criminalizando la protesta y desplazando a
docentes y alumnos de los organismos de la educación para incluir a
las instituciones represivas.14 En fin lectores, los conservadores están
en sus cargos, llegaron valiéndose de los mismos mecanismos que sus
antecesores que, para mayor abundamiento, muchos son ascendientes
de civiles, militares y policías que estando hoy en el poder van a hacer
lo mismo: recuperar el terreno y los beneficios concedidos con el

12
Estas apreciaciones sobre Cabildo Abierto y su programa, se encuentran argumentadas en
https://contraargumento.home.blog/2019/09/30/simpatias-sucitadas/
13
https://ladiaria.com.uy/articulo/2020/9/subdirector-de-empleo-asegura-que-a-uruguay-le-va-mal-porque-
tiene-muchos-sindicatos/
14
https://contraargumento.home.blog/2020/04/06/reflexiones-sobre-la-tercera-seccion-del-proyecto-de-
ley-de-urgente-consideracion-la-educacion/

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respaldo de gorras, cascos, lacrimógenos, honrado su tradición


represiva.

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ESTADO Y LIBERTAD RELIGIOSA


Algunos comentarios sobre dos proyectos presentados por la Senadora Asiaín

Matías Calero

La Senadora Carmen Asiaín, mediante dos proyectos de su


autoría, pone en la agenda pública a la laicidad, su alcance y su valor.
En el presente trabajo se analizarán tales proyectos: el primero
pretende derogar el artículo 84 del Código Civil, disposición que
actualmente le impide a los sacerdotes católicos y a los pastores
protestantes celebrar matrimonios religiosos sin corroborar la previa
celebración del matrimonio civil; el segundo, de una extensión
considerablemente más amplia, tiene como objetivo crear el derecho de
observancia de las festividades religiosas.

Religión, matrimonio y Código Civil

El 12 de marzo de este año, la Senadora Asiaín presentó un


proyecto de ley cuyo objetivo es derogar el artículo 84 del Código Civil y
modificar la redacción del artículo 85 del mismo cuerpo legislativo, sin
alterar su sentido normativo. En las líneas siguientes sólo nos
ocuparemos de la citada derogación puesto que es, al final del día, lo
medular de la iniciativa.

El artículo 84 del Código Civil establece, actualmente, lo


siguiente:

«Efectuado el matrimonio civil a que se refiere el artículo 83, los


contrayentes podrán libremente solicitar la ceremonia religiosa de la
Iglesia a que pertenezcan, pero ningún ministro de la Iglesia Católica o
pastor de las diferentes comuniones disidentes en el país, podrá proceder

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a las bendiciones nupciales sin que se le haya hecho constar la


celebración del matrimonio civil, por certificado expedido en forma por el
Oficial del Estado Civil y si lo efectuase sin dicha constancia incurrirá en
la pena de seis meses de prisión y en caso de reincidencia un año de
prisión.

Exceptúase de la disposición que antecede, los matrimonios in


extremis, que no producirán, sin embargo, efectos civiles».

Esta disposición viene a prohibir la celebración de un matrimonio


religioso sin la previa constatación de que los contrayentes estén unidos
mediante un matrimonio civil. Además, castiga con 6 meses a 1 año de
prisión a aquellos ministros católicos o pastores protestantes que
procedan a las bendiciones nupciales violando tal prohibición;
estableciendo, así, un delito dentro de la ley civil más importante de
este país.

¿Están justificadas tanto la prohibición como la pena


correspondiente a su violación? La Senadora Asiaín, en la Exposición de
Motivos de su Proyecto, responde de forma negativa. Sus argumentos
son varios: a) «Se trata de un delito previsto en un contexto socio-cultural
e histórico para blindar la obligatoriedad del matrimonio civil»; b) ninguno
de los países de tradición jurídica latina o continental que en el pasado
establecieron prohibiciones similares «mantiene vigente a la fecha una
norma como la que se proyecta derogar, en punto a la penalización del
matrimonio religioso no precedido por el matrimonio civil»; c) «muchos
sistemas jurídicos han ido hacia el reconocimiento de los efectos civiles
de los matrimonios religiosos»; d) la norma establece «una discriminación
negativa injustificada contra dos grupos religiosos específicamente
determinados, es decir, contra los fieles y ministros de culto de las
confesiones religiosas mencionadas»; e) el Estado Uruguayo consagra la
libertad religiosa en el artículo 5 de la Constitución, por lo que «nada
tiene que hacer el Estado en los ritos religiosos que celebren los
habitantes en el ámbito privado o público -pues la ceremonia puede
implicar la presencia de público en el templo de que se trate-, y si lo

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hiciera estaría invadiendo la esfera de la libertad individual considerada


en forma genérica y de la libertad de conciencia y religión en sus
manifestaciones». Concluye la Senadora su Exposición de Motivos de la
siguiente manera: «A los fines de restablecer el principio de igualdad de
todos los grupos religiosos en consideración a la celebración de ritos o
sacramentos de su credo y evitar la discriminación injusta contra algunos
grupos religiosos en que incurre la norma cuya derogación se proyecta, y
al mismo tiempo, a los fines de cumplir 10 con el principio de no
inmunidad de coacción en materia religiosa coherente con la no
confesionalidad del Estado, se propone el presente proyecto de ley».

La prohibición que contiene el artículo 84 del Código Civil tiene


sentido en un sistema de Derecho de Familia en el que la institución
jurídica del matrimonio sea el eje principal. No obstante, el matrimonio
civil ha perdido relevancia en los últimos 20 años. En primer lugar, en
lo que respecta a los efectos filiatorios, el Código de la Niñez y la
Adolescencia estableció la obligación de reconocer a todo hijo habido
fuera del matrimonio. A nivel de efectos patrimoniales o económicos, el
matrimonio civil perdió, digamos, el monopolio en este campo puesto
que luego de la aprobación de la Ley de Unión Concubinaria (Ley
18.246), el régimen jurídico de la sociedad conyugal es plenamente
aplicable a los bienes adquiridos por los concubinos que obtuvieron un
reconocimiento judicial de su vínculo, siempre y cuando la sentencia
fuera debidamente inscripta.

La inconstitucionalidad de esta disposición está, en mi opinión,


fuera de toda duda. Los ritos matrimoniales de tipo religioso son, ante
todo, prácticas exclusivamente privadas (particularmente, íntimas) que
en nada afectan el orden público ni afectan a terceros y por lo tanto (en
virtud del artículo 10 de la Constitución) deben estar exentas de la
autoridad de los magistrados. De esta manera, no se explica cuál es el
bien jurídico que se pretende proteger con el citado delito ya que el
propio Código Penal protege el valor del matrimonio civil mediante el

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castigo de los delitos de bigamia (art. 263) y mediante la figura del


matrimonio ilegal (art. 264). La pena, entonces, es tan arbitraria como
innecesaria.

Además, la prohibición referida genera la obligación de recurrir al


matrimonio civil si lo que se desea es obtener la unión mediante rito
religioso, siempre que el mismo, claro está sea de tipo cristiano. Esta
solución atenta de manera directa no sólo contra el principio de
igualdad ante la ley (puesto que ella descansa en una discriminación
injustificable entre ritos cristianos y no cristianos) y la libertad religiosa,
tal como explica la Senadora Asiaín en su Exposición de Motivos, sino
contra la laicidad en tanto rasgo fundamental de nuestra forma de vida
republicana. La laicidad es uno de los rasgos característicos del Estado
Uruguayo, siendo un valor político de primer orden que refleja una
determinada concepción de la relación entre sector público y fe. En
Uruguay, ella emerge del proceso de separación de la Iglesia Católica del
Estado Uruguayo, el que culminó con la Constitución de 1919 luego de
un extenso proceso de enfrentamiento entre los que pugnaban por la
construcción del novel Estado uruguayo y por la ocupación de espacios
sociales.

Ahora bien, llama la atención que la Senadora Asiaín no haya


aprovechado la iniciativa para, de paso, reconocerle efectos civiles al
matrimonio religioso ya que el Proyecto se concentra únicamente en la
eliminación de la prohibición y del delito correspondiente. La legisladora
presenta como argumento que varios países de filiación jurídico-latina
que tenían disposiciones similares no sólo las derogaron, sino que,
además, les reconocieron efectos jurídicos a las uniones religiosas. Sin
embargo, su argumentación se detiene en la fase meramente expositiva.
¿Por qué no pensar más allá? Lo verdaderamente trascendente no es
tanto la eliminación del aspecto punitivo del artículo 84 del Código Civil
(máxime si tenemos en cuenta su nula aplicación práctica) sino más
bien rechazar su fundamento último: la pretensión de asegurar la
primacía del matrimonio civil por sobre otras formas de uniones de tipo

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afectivo. Si bien, va de suyo, la derogación de dicha disposición


supondrá un avance importante en materia de libertad religiosa,
seguirá subsistiendo esa especie de preconcepto o prejuicio en favor del
rito civil.

Festividades, religión y minorías

La Senadora vuelve a incursionar en la relación entre Estado y


religión mediante el Proyecto de Ley que ingresa a la Cámara de
Senadores el 10 de julio de 2020. El texto contiene siete artículos, los
que orbitan en torno al derecho de las minorías religiosas a ser
respetadas en la celebración de sus rituales y festividades de tipo
religioso. El primero de ellos establece que el Estado «garantiza a toda
persona, el derecho a conmemorar las festividades religiosas y días de
observancia o precepto de su confesión religiosa, como concreción del
derecho fundamental de libertad de conciencia y religión, así como a
todos los grupos religiosos, incluyendo a las minorías religiosas». La
legisladora incurre aquí en una confusión profunda. La garantía que
puede brindar el Estado no se deriva necesariamente del derecho a la
libertad de conciencia y religión recogido por nuestra Constitución,
tanto en su artículo 5 como en su artículo 29. Tales libertades suponen
una esfera de no intervención (de exclusión) en la que ni el Estado ni los
particulares pueden ingresar sin el consentimiento de su titular. Por
otro lado, todo indica que lo que se pretende alcanzar con esta
disposición es algo más: un comportamiento positivo y pro-activo del
sector público orientado a garantizar una pretensión específica.
Mientras que el sistema de libertades constitucionales lo único que
puede asegurarles a los miembros de cualquier confesión religiosa es un
derecho a no ser perturbados en el desarrollo de sus festividades, este
Proyecto va más allá y pretende que el Estado le asegure a aquellos la
efectiva realización de sus celebraciones.

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El asunto aquí reside en que no queda claro qué alcance tiene el


verbo garantizar, o en otras palabras: a qué se compromete el sector
público. Si por garantizar se pretende asegurar la tranquilidad de los
fieles en el desarrollo de sus actividades conmemorativas o festivas, este
artículo nada agrega a las soluciones de orden constitucional. Ahora
bien, si lo que se pretende es que el Estado le suministre a los fieles de
cualquier religión recursos materiales para que puedan realizarlas o les
asegure la efectiva realización de la festividad (generando lo que los
civilistas llaman obligación de resultado), la cuestión cambia
radicalmente puesto que desplaza la discusión a terrenos
presupuestales, asunto particularmente espinoso si se tiene en cuenta
que los templos religiosos de cualquier tipo se encuentran amparados
por una exoneración tributaria total de raigambre constitucional lo que
ya de por sí significa estímulo fiscal importante para el desarrollo de la
fe.

De esta manera, las libertades individuales, entendidas en un


sentido negativo sólo generan pretensiones de exclusión que no pueden
traducirse en derechos a obtener los medios materiales necesarios para
realizar el objeto de tal o cual libertad. Es decir, tener libertad de
expresión no supone el derecho a obtener los medios necesarios para
poder expresarse, al igual que la libertad de circulación no genera un
derecho a obtener un medio de transporte (esta lógica puede replicarse
con la libertad de comercio, la libertad de empresa, la libertad de
trabajo, la libertad política, etc.). Así, la libertad de culto no genera un
derecho a practicar las festividades inherentes a aquél.

El artículo 2 precisa el alcance de este derecho a la observancia


de festividades religiosas, el que se le deberá respetar a todo aquel que
se hallare en una relación de trabajo o servicio (tanto en el ámbito
público como en el privado), en el ámbito educativo y, en general, «en
toda circunstancia en que exista un deber jurídico de una persona de
comparecer o de realizar alguna tarea en una fecha determinada,
independientemente de que coincida o no con el calendario oficial». La

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incertidumbre generada por el artículo 1 es aquí despejada: el derecho


creado por este proyecto no es una mera duplicación del contenido
normativo del sistema de libertades negativas previsto en nuestra
Constitución. Es una pretensión oponible a cualquier individuo u
organismo público que posea el derecho de exigir una determinada
conducta o comportamiento en una fecha determinada.

Ahora bien, ¿qué fuerza vinculante tiene este derecho? El artículo


3 del Proyecto nos brinda la respuesta: «La observancia de las
festividades religiosas se hará previo acuerdo y coordinación entre el
observante y las autoridades, empleadores o tomadores de decisión en
los diversos ámbitos donde se pretenda gozar». Entonces, la fuente
jurídica del derecho y de la obligación correlativa no será la ley sino el
acuerdo voluntario entre las partes interesantes. Si esto es
efectivamente así: ¿qué justifica este Proyecto? ¿Acaso es necesaria una
Ley? A este punto es necesario sumarle las diversas cortapisas o
requisitos exigidos para que el miembro de una determinada
comunidad religiosa pueda gozar de su derecho a la observancia de las
festividades de su credo. Los mismos son tan abundantes que cualquier
persona podrá preguntarse si efectivamente estamos ante un derecho o
ante una mera habilitación burocrática. La declaración de aquellas
personas que pretendan los días de precepto de festividad religiosa
deberá contener los siguientes requisitos: a) acreditar la pertenencia a
un grupo religioso que observa determinadas festividades; b) declarar
su voluntad de observar tales festividades; c) comunicar la fecha en que
ellas tendrán lugar en alguna de las oportunidades previstas; d) la
comunicación deberá ser realizada con una antelación mínima de
treinta días de la festividad o celebración.

Los artículos 4, 5 y 6 regulan los efectos del reconocimiento del


derecho en cuestión. A nivel laboral, «jamás implicará el goce de días de
asueto extra o de feriados no laborables pagos extra para el observante
trabajador en el ámbito privado». Una vez cumplida la comunicación
regulada en el artículo 3, y siempre que la observancia religiosa haga

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ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

necesaria la ausencia del trabajador, «el empleador queda obligado a


coordinar o acordar con el o los trabajadores, la forma en que serán
compensadas las horas o días en que el trabajador se ausente por la
observancia de las festividades religiosas referidas». Los términos en los
que está redactada esta disposición generan bastante dudas respecto a
la naturaleza del derecho a la observancia. Mientras que el artículo 3,
como ya se vio, lo condiciona al previo acuerdo y coordinación, aquí
parece ser que despliega sus efectos normativos con el cumplimiento de
la comunicación por parte del interesado. Este punto no es menor
porque no queda clara cuál es la fuente de la obligación: o es el
concurso de voluntades o es el acto unilateral del observante.

Tanto en el ámbito público como en el privado, el ejercicio de este


derecho genera, a su vez, la obligación de compensar la ausencia del
lugar de trabajo. Aquí aparece otro problema de importancia: si estamos
ante un derecho subjetivo oponible a determinadas personas y
entidades, ¿es lógico establecer que proceda alguna compensación? Si
afirmamos que A tiene un derecho y que B tiene el deber correlativo
queremos decir que A le está permitido exigir; facilitar o colaborar a que
B efectué el acto X y que B tiene el deber de realizar el acto X para A,
teniendo en cuenta que X puede ser una acción, propiamente un hacer,
o bien una omisión o un no hacer. Si A debe compensar a B por los
perjuicios que le pueda provocar la realización de X no estamos ante un
derecho subjetivo puesto que, si él existe, los daños provocados por su
ejercicio no deben ser resarcidos, salvo que estemos ante un ejercicio
abusivo. Lo mismo podríamos decir del reconocimiento y compensación
en el ámbito educativo establecidos en el artículo 6.

Por último, y esto quizás sea lo más curioso del proyecto, el inciso
final del artículo 3 crea una especie de registro público de festividades
religiosas: «La reglamentación dispondrá la confección de un Registro de
Confesiones Religiosas que llevará el Ministerio de Educación y Cultura,
que incluirá un listado de los días de precepto o festividad religiosa que
registre cada confesión religiosa y los representantes religiosos

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autorizados para acreditar documentalmente la pertenencia religiosa del


observante». ¿Acaso es necesaria la creación de ese listado? ¿Los
interesados no pueden acordar válidamente sin la existencia de un
inventario estatal de celebraciones religiosas? En cierto sentido, este
inciso refleja bastante bien la idiosincrasia estatista dominante en la
clase política de este país.

Conclusiones

Los proyectos presentados por la Senadora Asiaín nos obligan a


repensar la laicidad. Ahora bien, mientras el primero de ellos transita el
camino correcto (el retiro del Estado de las esferas privadas e íntimas de
los individuos), el segundo realiza el recorrido opuesto al establecer un
sistema de regulaciones poco claras y ambivalentes que suponen un
avance del sector público sobre los acuerdos voluntarios.

En la Exposición de Motivos puede leerse lo siguiente: «Si bien la


serie de normas -de orden reglamentario, legislativo o constitucional- que
regulan estos tiempos de descanso general no fueron redactadas con el
propósito de discriminar contra los fieles de las confesiones religiosas no
católicas o no cristianas, en los hechos, las personas que pertenecen o
adhieren a confesiones minoritarias terminan padeciendo una
desigualdad en el trato de parte del orden jurídico, que resulta injusta y
además conculca sus derechos y libertades fundamentales». ¿Acaso
estamos ante un caso de discriminación? Por varias razones, lo dudo.
En primer lugar, la libertad de cultos tiene plena vigencia en nuestro
país. En segundo lugar, a nivel legal, es más que razonable que los
feriados tales como el 25 de diciembre, Semana de Carnaval, Semana
de Turismo o el 1 de noviembre coincidan con festividades católicas o
cristianas en general debido a que, a pesar del fuerte proceso de
secularización que vivió este país, Uruguay pertenece al mundo
occidental cristiano. En tercer lugar, no existe disposición legal que
impida que los miembros de otros credos puedan participar de sus

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ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

festividades. Lo que sí sucede en la práctica es que debido ciertas


obligaciones (usualmente de tipo laboral), el fiel o religioso no puede
participar de la festividad de su credo. No obstante, ello pertenece al
terreno de las decisiones individuales y el sistema jurídico no puede
crear regulaciones específicas para situaciones tan particulares.

En 1919, la laicidad encontró sustento en la Constitución de la


República, que en su artículo 5º establece que: «Todos los cultos
religiosos son libres en el Uruguay…» y que «… el Estado no sostiene
religión alguna…». La Reforma del 19, ratificada por las siguientes, le
dio a la laicidad la calidad de principio fundamental de nuestra
ideología y práctica republicana y democrática. En los términos del
artículo 5 de nuestra Constitución, la laicidad impide, por un lado la
adhesión institucional a cualquier forma de fe o credo, y por otro,
prohíbe distribuciones estatales de beneficios o tratamientos
diferenciales motivadas en consideraciones de fe o pertenencia a
determinados ritos o cultos. Pero también tiene un contenido positivo
consistente en el otorgamiento de beneficios fiscales a los distintos
credos religiosos («Declara, asimismo, exentos de toda clase de
impuestos a los templos consagrados al culto de las diversas religiones»).
La laicidad, entonces, es algo más que una característica meramente
reactiva del Estado Uruguayo (no interferir en los credos religiosos y no
adoptar ninguna fe); es, además, un compromiso con el fomento de la
religión, en tanto práctica social.

En el debate público es común observar cómo se pierde esta


dimensión positiva o proactiva del Estado en relación con los asuntos
religiosos. Pero ella tiene sus límites. Hacer de la participación en
festividades religiosas una pretensión respaldada legalmente es un
atentado contra la laicidad puesto que el Estado estaría tomando
ciertas manifestaciones de la vida privada y/o intima de los individuos
para darle una fuerza normativa que otras de su mismo género carecen
¿Por qué crear un derecho a la observancia de festividades religiosas y
no crear, a su vez, un derecho a la observancia de las actividades

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culturales? ¿Por qué una manifestación de la sociedad civil es


privilegiada por sobre las demás? Este trato diferencial, entiendo, es
violatorio del artículo 5 puesto que el Estado estaría abandonando su
neutralidad relativa con relación a los asuntos religiosos. En materia de
legislación (como en muchos aspectos de la vida cotidiana) menos, es
más.

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ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

GLORIA Y HAMBRE

Cuando Hollywood fue de izquierdas


Carlos Diviesti

La calle

Imagínense por un momento que estamos en Nueva York o en


Chicago, y piensen en cómo el mundo conocido colapsa en pocos
minutos por causas que nada le deben a los designios de la naturaleza.
Hagan el esfuerzo por observar las ruinas de esas grandes ciudades, y
préstenle atención a la intacta fisonomía de los edificios. Vean las luces
cárdenas en el alumbrado público de unas calles vacías, los destellos de
algunos rostros adustos alumbrados por el calor de un fuego exiguo, los
ojos llorosos de niños sin lágrimas. ¿Lo alcanzan a observar? ¿No? Es
comprensible. Pasaron noventa y un años del crack económico de 1929,
y esas escenas que durante un tiempo (más intenso que prolongado) se
sucedían de la mañana a la noche en la realidad de las grandes urbes
norteamericanas, con toda su urgente actualidad se perpetuaron en la
memoria intermitente del cine. Pero entonces el cine, que recién
empezaba a hablar y al que todavía no se le confería la condición de
arte con la que lo conocemos hoy, se preocupaba más por sostener la
producción de materia prima para las salas que por servirle de espejo a
la contemporaneidad.

Entre aquel terremoto que no dejó escombros en Wall Street y la


estabilización de las políticas del New Deal de Franklin Delano
Roosevelt, pasaron más o menos cuatro años. El Estado
intervencionista que propuso Roosevelt para darle alivio, recuperación y
crecimiento a la economía y a la sociedad de los Estados Unidos, puede

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considerarse como una medida de sesgo socialista, y de ahí a


considerarla como el comienzo de la amenaza roja en las tierras del Tío
Sam hubo apenas un salto de mata. Pero no contemos todavía el final
de esta historia, porque entre el crack del 29 y 1934, el cine
norteamericano vivió sus años más ricos, potentes y revolucionarios: los
años anteriores a la puesta en vigencia del Código Hays, los años en los
que el cine no tuvo censura previa, los años en los que el cielo estaba en
la vereda. Los años del Hollywood Pre-Code.

La edad peligrosa

Aunque Hollywood estuviera a miles de kilómetros de distancia, la


acción de las películas Pre-Code tiene -casi como una ley no escrita- su
epicentro en las grandes ciudades de la costa este, Nueva York y
Chicago, cuando no en las ciudades o los pueblos más pequeños que
las rodeaban. Al respecto debemos considerar dos factores: el primero
que la sanguinolenta iconografía del delito residía en Chicago, y el
segundo, que la mayor parte de los guionistas que le daban forma a las
historias y los diálogos de las películas provenían de los escenarios de
Broadway. Convengamos también que Hollywood no tenía intenciones
de establecerse como una Meca intelectual de la costa oeste; a
Hollywood su estatus de elefantiásica factoría le convenía mucho más
que el desarrollo de un pensamiento propio. Las películas, productos
generadores de montañas de dinero, cuanto más escandalosas y
subversivas resultasen, más público arrimaban a las butacas de los
cines.

Pensemos, pues, que la industria del cine norteamericano, que


hasta 1927 (año en que dejan de filmarse películas mudas) había
avanzado hasta superar incluso a cinematografías como la alemana o la
francesa (que ostentaban la vanguardia artística), debió recuperarse de
las heridas que el crack de Wall Street le había producido. Y la
recuperación económica sólo podía conseguirla filmando productos que

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ISSN: 2393-7955 AÑO III / N° 29 / NOVIEMBRE 2020

se filmaran velozmente y se vendieran mucho más rápido. Tomemos los


nombres de cuatro directores y hagamos un ejercicio del siglo XXI:
digamos King Vidor, William A. Wellman, Frank Capra y Cecil B.
DeMille y busquemos en el portal IMdB cuántas películas rodaron entre
1929 y 1934. Cecil B. DeMille filmó 7 sobre un total de 81 en toda su
filmografía (que abarcó el período entre 1914-1956); King Vidor, 9
(sobre 78 entre 1913-1980); Frank Capra, 14 (sobre 58 entre 1921 y
1964); y William A. Wellman, 28 (sobre 81 entre 1923 y 1958). Esto no
debiéramos verlo como mera estadística sino como herramienta para
comprender otra cosa, algo de lo que se dieron cuenta primero los
guionistas: el cine como industria además transmitía ideas.

Estos cuatro directores que indicamos no han sido los más


prolíficos, porque hubo artesanos que filmaban películas una detrás de
la otra y sus filmografías superan los cien títulos (por ejemplo Lloyd
Bacon o Roy Del Ruth, con 130 y 121 títulos, respectivamente), sino
que introdujeron lo que hoy podemos denominar marcas de autor en
cada uno de sus títulos. De los cuatro es probable que el más
descomprometido parezca Cecil B. DeMille, porque filmó títulos
clavados al pasado remoto como «El signo de la cruz» («The sign of the
cross», 1932) o «Cleopatra» (1934), pero soslayar que fue el primero en
indicar que el sexo y el hedonismo eran las principales herramientas del
poder sería tan parcial como imperdonable. ¿Cómo olvidar el baño de
Popea en una enorme piscina, abastecida con leche en tiempo real por
sus esclavos, en «El signo de la cruz»? O que se note, apenas de refilón
pero de forma sostenida, que nada le cubre el pecho y que se desplaza
con absoluta libertad a través de la leche en la piscina. Esas formas de
escándalo superaron las diatribas que pudieron parangonar la
persecución a los primeros cristianos con el avance creciente del
nacionalsocialismo, pero mostraron en la pantalla algo que (antes o
después) fue tan raro de encontrar en el cine de todo el mundo: que el
poder, para someter a los pueblos, se vale de la sensualidad.

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La locura del dólar

Cuando el cine comienza a hablar, se necesitaron muchas más palabras


que las que entraban en un rótulo explicativo de la acción, como esos
que se ven en mitad de una escena en las películas mudas. Esta es la
razón por la cual muchos dramaturgos de carrera promisoria en los
escenarios neoyorquinos decidieron mudarse a la costa oeste: el cine
necesitaba diálogos chispeantes, profundos, intencionados, porque los
actores debían sufrir, gozar, reírse o matar con los términos adecuados
y las sílabas suficientes. Hollywood estuvo dispuesto a pagar por una
película mucho más que lo que esos dramaturgos -consustanciados con
el hervidero social que supuso la revolución bolchevique y la caída de
Wall Street- hubieran ganado en toda la vida con toda su brillante
carrera a cuestas. Tampoco digamos que los guionistas, en Hollywood,
se hicieron millonarios; tenían un buen pasar, un pasar acomodado,
pero nada más que eso. Las ganancias de las películas que ellos
escribían (de las que los estudios cinematográficos se reservaban la
autoría) eran mucho mayores que el sueldo recibido.

Estos guionistas eran, en su mayoría, hijos de inmigrantes


europeos, de origen judío, intelectuales universitarios con ideas de
izquierda próximas al socialismo o al comunismo, lo que explica que las
temáticas de las películas Pre-Code introdujeran cuestiones inherentes
a la lucha de clases o criticaran abiertamente al capitalismo, temas
utilizados como marco a la mera fantasía. Vean por ejemplo «La locura
del dólar» («American madness», Frank Capra, 1932), escrita por un
habitual colaborador de Capra en los años 30, Robert Riskin, en la que
el banquero Thomas Dickson, un hombre bonachón que defiende los
ahorros de sus clientes, es forzado a renunciar a la presidencia del
banco Dickson porque el directorio quiere fusionarlo con el New York
Trust. En el interín, Matt Brown, un ex-convicto reformado y empleado
del banco, descubre que la esposa de Dickson lo engaña con Cluett,
otro empleado, mientras este empleado usa el encuentro con la esposa
de Dickson como coartada porque dejó liberado el tesoro de la entidad a

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una banda de asaltantes a quienes, por deudas de juego, le debe 50 mil


dólares. Brown es acusado del robo por ser él el responsable de la
apertura de las puertas del tesoro, pero todo esto es lo menos
importante de la película. Lo que vuelve a «La locura del dólar» un objeto
de estudio es el retrato de la estampida que se produce luego de que se
diseminara el rumor de la iliquidez del banco; a partir de aquí, la espiral
de locura que deriva de la infidencia de una telefonista y que amenaza
con convertirse con un nuevo Wall Street merece una revisión en estas
épocas de fake news e inestabilidad económica universal.

El éxito de estas películas estribó en la rapidez e intencionalidad


de los diálogos, que evitaban la explicitez a través de la ironía o el
sarcasmo, y también en que ninguna de ellas superaba los ochenta y
cinco minutos de duración. Si bien en estos años se filman películas de
otra envergadura, las películas Pre-Code se caracterizan por esa
brevedad de la que hablábamos, que permite estrenar más de una en
un mismo programa de matinée, por presentar actores versátiles en
roles que establecen el verosímil del ciudadano de a pie, y en hablar de
temas como la religión, el sexo, los vicios y hasta el amor, despojándolos
de la buena conducta que impulsa la moralina religiosa. Los guionistas
son los responsables de esos retratos que, si bien no pueden
encuadrarse dentro del realismo, intentan dar una respuesta a la época
que les toca vivir. Es en esta época en la que los Estados Unidos
comienzan a agremiarse para defender los derechos de los trabajadores
(trabajo y salario dignos, el gran lema), y no es casual que sean los
guionistas de Hollywood los que formen el primer sindicato de la fábrica
de sueños: el Screen Writers Guild, fundado, entre otros, por Donald
Ogden Stewart, Charles Brackett, Howard J. Green, Dorothy Parker, y
por el autor de la película que revolucionaría la pantalla en 1931, John
Bright. La película fue «El enemigo público» («The public enemy», William
A. Wellman), auge y caída de Tom Powers, el gangster que catapultara
al estrellato a James Cagney.

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El enemigo público

En «El enemigo público» encontramos, en electrizantes 83


minutos, temas como la Ley Seca y el delito devenido de la misma, el
desencanto social tras la Primera Guerra Mundial, la pobreza, la falta
de instrucción de las clases populares, la desintegración de la familia, el
dinero fácil que transforma a un desclasado en millonario en apenas
unos días, la connivencia policial, la violencia de género (en esa escena
mítica en la que James Cagney le estalla medio pomelo en la cara a Mae
Clark, por pura impotencia). John Bright se basó en escritos e
investigaciones que realizó junto a Kubec Glasmon, un escritor de
origen polaco, con quien escribió la novela «Cerveza y sangre» («Beer
and blood»), publicada tras el éxito de la película. «El enemigo público»,
mucho más que «El pequeño César» («Little Caesar», Mervin LeRoy, 1931,
a la que el tiempo no favoreció), establece al tema gangsteril como
subgénero y como referencia contracultural de aquella
contemporaneidad.

En 1930, y antes de que las películas comenzaran a mostrarle al


público que abarrotaba las salas cuáles eran las libertades no punibles
de las que podían disfrutar, quien fuera el presidente del Comité
Nacional Republicano entre 1918 y 1921, Director General de Correos
de los Estados Unidos de 1921 a 1922, y presidente de la Motion
Pictures Association of America (que él colaborara a fundar en 1922),
William Harrison Hays, establece «un código para administrar la
realización de películas»1 con el fin de estipular el buen gusto que
debían observar los trabajos filmados en territorio de los Estados
Unidos. Este código se reglamenta y se pone en vigencia a partir de
1935, fecha en la que la censura previa a los estudios se hiciera rígida e
impidiera la difusión de ciertos temas so pena de multas, recortes

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económicos a las producciones, o la clausura del estudio que levantara


el tabú.

Los conceptos generales del código Hays propugnan que «no se


autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los
espectadores; nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el
crimen, el mal o el pecado; los géneros de vida descritos en la película
serán correctos, teniendo en cuenta las exigencias particulares del drama
y del espectáculo; la ley, natural o humana, no será ridiculizada y la
simpatía del auditorio no irá hacia aquellos que la violentan».2 Es decir,
no podrán mostrarse asesinatos de forma tal que el público quisiera
luego imitarlos; no podrán indicarse las técnicas precisas utilizadas
para perforar cajas fuertes o dinamitar vías de trenes; no podrá
inducirse ni al tráfico ni al consumo de alcohol o drogas; no podrán
sugerirse aspectos cómicos o crapulosos de los ministros de cualquier
iglesia; no podrán proferirse blasfemias como «mierda», «caliente» (desde
lo sexual, y sobre todo en referencia a la mujer), «cornudo», «hijo de
puta»; no podrán exhibirse, ni siquiera sugerirse, situaciones
concomitantes con relaciones sexuales, cuestión que incluye también al
adulterio, a las elecciones sexuales aviesas, y por supuesto a los
cuerpos desnudos; no podrán representarse danzas indecentes, ni
retratarse emociones que no sean particularmente bellas, ni edificarse
decorados que sugieran intimidad entre las personas, ni dar palmadas
en el trasero sin justificación.

Este código, a todas luces anacrónico incluso en la época en la


cual fue redactado, no solamente rigió para la producción de películas,
sino también para la exhibición de las mismas, y para la exhibición de
películas no producidas en el territorio norteamericano, cuestión que

1 A code to gobern the making of motion pictures, título original del código.
2 Código Hays, en Wikipedia.

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sumada a los conflictos derivados por los totalitarismos que cada día se
establecían con mayor enjundia a escala global, modificó la forma de
observar el cine y estableció un período que se extendió mucho más allá
del final de la Segunda Guerra Mundial, y que siempre muta para estar
presente. Un período que no se percibía oscuro, porque la sombra
extensa de la censura del pensamiento era el opaco velo natural con el
que miraba la gente su reflejo en la pantalla.

El pan nuestro de cada día

Esta avanzada de las ideas de izquierda en las películas de Hollywood


fue reprimida pocos años después a través del Comité de Actividades
Antiamericanas (House of Un-American Activities -HUAC-), instaurado
por la Cámara de Representantes del Congreso de los Estados Unidos y
que funcionó entre 1938 y 1975. Su precursor, el Comité de Actividades
Antiestadounidenses autorizado a investigar la Propaganda Nazi,
investigó entre 1934 y 1937 la posible toma de la Casa Blanca por
ciertos grupos fascistas, lo que luego derivó en la investigación de la
amenaza comunista y su influencia más tautológicamente visible, la
que ejerció sobre el cine. Estos comités, queda claro, son una respuesta
a la política del New Deal de la que hablábamos al principio, política
que le permitió al demócrata Roosevelt a gobernar el país durante
cuatro períodos consecutivos, aunque el último no pudo
cumplimentarlo debido a su repentina muerte.

Durante la presidencia de Harry Truman (vicepresidente de


Roosevelt, quien cumplimentó su mandato tras su muerte desde 1945,
y electo presidente en 1948) es que se pone en vigor la virulencia del
Comité, tal vez como consecuencia -entre tantas otras cosas- de la
decisión de Truman de respaldar la integración racial en las Fuerzas
Armadas. A la par que la de Truman comenzó a notarse la presencia del
senador republicano por Wisconsin Joseph McCarthy, quien, a partir de

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sus intervenciones tanto en el Congreso como en los medios de


comunicación, comenzó una campaña para desterrar la amenaza roja
en aquellos sitios a los que la opinión pública tuviera acceso masivo. Así
es como surgen listas negras tanto en Hollywood como en la radio y en
la televisión, y las personalidades más afectadas por estas listas (y por
las delaciones de camaradas arrepentidos o jerarcas de toda laya)
fueron los guionistas. Es la época de los llamados Diez de Hollywood,
seis guionistas (Alvah Bessie, Lester Cole, Ring Lardner Jr., John
Howard Lawson, Albert Maltz y Samuel Ornitz), dos guionistas-
directores (Herbert Biberman y Dalton Trumbo), un guionista-productor
(Adrian Scott), y un director (Edward Dmytryck), que vieron truncadas
sus carreras por estar relacionados directa o indirectamente con la filial
norteamericana del Partido Comunista.

Pero este fue el desenlace de aquella aventura. Hoy es muy difícil


ver públicamente películas a las que todas estas cuestiones (las del
código y las políticas) terminaron ocultando en los pliegues del olvido.
Donde mejor puede notarse la influencia de la izquierda en Hollywood
es en tres pequeñas obras maestras, y si decimos pequeñas es porque
no hubo en ellas grandes estrellas y enormes presupuestos. Dos son
obras dirigidas por William A. Wellman, y la siguiente es una
insuperable oda al trabajo firmada por King Vidor. Las de Wellman son
«Gloria y hambre» («Heroes for sale, Héroes en liquidación», 1933,
estrenada en el cine Rex de Montevideo el 3 de marzo de 1934) y «La
edad peligrosa» («Wild boys of the road», «Los muchachos de la calle»,
1933, estrenada en el cine Ariel de Montevideo el 13 de noviembre de
1934). En «Gloria y hambre», Richard Barthelmess interpreta a Thomas
Holmes, un veterano de la Primera Guerra adicto a la morfina, droga a
la que fue inducido siendo prisionero de los alemanes para paliar el
dolor de las heridas, que para proveerse de dosis roba pequeños montos
de la caja del banco donde trabaja. Esto lo lleva a cumplir un tiempo de
cárcel, luego del cual se aloja en una pensión de Chicago regenteada
por un padre y su hija, ambos comprometidos con la caridad hacia los
pobres, y que lo impulsan a tomar un trabajo en una lavandería.

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Thomas, curado de su adicción y siempre dispuesto a emprender


nuevos caminos, traba una relación muy fructífera con su patrón, quien
atiende de muy buen grado las sugerencias para mejorar la tarea de los
empleados. Esto lo lleva al directorio de la empresa y a poner en
práctica la lavadora que diseñara su compañero socialista de la
pensión, pero, tras la muerte súbita del patrón, Thomas se ve
involucrado en manejos turbios de la banca que lo llevan otra vez a la
cárcel por defender a sus compañeros que salieron a protestar a las
calles cuando son despedidos de la lavandería. En «La edad peligrosa»,
Frankie Darro interpreta a Eddie Smith quien, tras comprender que
siendo un adolescente se transformará en una carga para sus padres si
no se busca un trabajo (a su padre, cincuentón, acaban de despedirlo
del suyo), decide emigrar a Nueva York con uno de sus amigos en busca
de un mejor horizonte para sí y para ayudar en casa. Pero la miseria del
camino lo lleva a descubrir que no hay trabajo a la vista, y que la gente
caída del sistema sólo tiene la posibilidad de circular como fantasmas
colgados a los techos de los trenes que van de una ciudad a otra, con el
cuerpo y los sueños mutilados. Lo que hace de estas películas algo
diferente al mero entretenimiento es el retrato crudo, conciso, casi
documental, de la situación social devenida tras el quiebre del
capitalismo, situación para la que estas imágenes sugieren una única
salida, la del trabajo cooperativo.

Esa salida es la que ensaya King Vidor en «El pan nuestro de cada
día» («Our daily bread», 1934), la emocionante oda a la labor mutualista
que, incluso, supera obras de cineastas soviéticos como Lev Kulechov o
Vsévolod Pudovkin filmadas en los años previos al realismo socialista.
En esta película el matrimonio en paro conformado por John y Mary
Sims (Tom Keene y Karen Morley) aceptan una granja paupérrima como
legado de un tío de Mary, sin tener la más mínima noción de cómo se
trabaja el campo. Cuando ambos comprenden que la suya es una
empresa destinada al fracaso, John decide poner en práctica algunas
ideas pensadas como quimeras en la ciudad, y pone una serie de
carteles pintados a mano a lo largo del camino que lleva a la granja en

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los que pide mano de obra para realizar trabajo mancomunado. Así es
como en poco tiempo la granja se puebla de gente que no
necesariamente sabe trabajar el campo, sino de individuos y hasta
familias de buena voluntad que lo único que piden es la oportunidad de
trabajar para salir adelante. Y todos salen adelante, pero sin prever que
la granja había sido abandonada porque no hay agua cerca, y si se
produce una sequía, la posibilidad de prosperar queda tan lejos como el
cielo. Poco importa que en el medio haya un conato de adulterio por
parte de John, porque lo que trasciende de esta película es su clímax.
Hay que ver con los propios ojos de qué manera los hombres deciden
llevar el agua a la plantación de maíz, de qué materia poética hablamos
cuando nos ponemos a analizar las imágenes de una película. «El pan
nuestro de cada día» es una película injustamente relegada en la
historia del cine, aunque es posible que su olvido se deba a una
circunstancia muy concreta. Vidor filmó esta película con dinero de su
bolsillo, porque ningún estudio se mostró interesado en financiarla;
cuando estuvo terminada y la United Artists aceptó distribuirla, los
exhibidores se negaron a estrenarla en salas de primera línea porque no
le iban a dar pantalla a una película que ensalzaba los ideales del rojo
de Roosevelt, lo que la condenó al fracaso económico y estuvo a punto
de arruinar la carrera de Vidor. Después salió de circulación, y si no
fuera porque décadas más tarde se la proyectó y revaloró en algunos
festivales internacionales de cine, la Biblioteca del Congreso de los
Estados Unidos no la hubiese seleccionado en 2015 para el registro del
patrimonio fílmico del país por su importancia cultural, histórica y
estética. A estos finales felices nos tiene acostumbrados Hollywood, pero
de la única manera que se recupera el pasado es viendo esta clase de
películas para imaginarse cómo hubiera sido el mundo si no hubiera
pasado todo lo que pasó, y para poner en práctica otras nuevas utopías.

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ALREDEDOR DEL MATRERO


Martín Bentancor

Convertido en personaje legendario, más allá de las acciones de


su agitada y breve vida, por una extensa tradición oral que trasciende
sus departamentos de influencia (Canelones, Florida, Cerro Largo), el
matrero Martín Aquino (1889-1917), igual que los mitos y los
fantasmas, siempre está volviendo, como si el disparo con el que puso
fin a sus días, en un rancho desvencijado en el paraje Rincón de la
Urbana, se siguiera repitiendo eternamente.

La última biografía aparecida hasta la fecha del célebre matrero


se llama «Martín Aquino. Batllismo y barbarie» y fue escrita por Marcos
Hernández Desplats. Se trata de una obra por demás interesante, que
con una profusión de datos documentales discurre como una novela,
cubriendo todos los frentes del relato de una vida atravesada no solo
por las vicisitudes de la pobreza y la marginalidad, sino por los vaivenes
políticos de un país en construcción. Una de las virtudes del libro es el
entramado documental que lo sustenta, compuesto de partes policiales,
sentencias judiciales, actas notariales y una abundante cobertura
periodística, pues fue en las páginas de los variados diarios que se
editaban en aquellos años en Montevideo y el Interior donde se empezó
a consolidar el mito de Martín Aquino.

Y en el relato de las acciones no falta nada: desde la infancia


pobre en la campaña canaria a su pasaje como soldado en la guerra
civil de 1904; desde el crimen del tropero Andrés Ferreira (el episodio
que coloca a Aquino en la primera plana de los diarios) al
enfrentamiento a balazos con los hermanos Ojeda; desde su primera

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temporada en la cárcel minuana (de la que huye espectacularmente) al


enfrentamiento con las fuerzas policiales en Arroyo Arias, Florida, que
acabó con las vidas del Jefe Político de aquel departamento, Juan I.
Cardozo, y del comisario Gregorio Román; desde las andanzas con su
medio hermano Gregorio Pinela hasta la sociedad del matrero con el
misterioso Roque Franco, en un periplo criminal que culminaría en la
lluviosa madrugada del 5 de marzo de 1917, en el rancho de Juan
María Martínez, cuando Franco, Aquino y Prudencio Melgarejo
enfrentaron la encerrona policial hasta el último aliento, escapando el
primero por una ventana y muriendo los últimos: a mano propia el
matrero y cosido a balazos de la milicada el otro.

Hernández Desplats se detiene especialmente en el episodio de la


muerte de Aquino – tal vez el hecho más conocido en la biografía del
último matrero – porque encuentra allí todos los elementos que
sustentan la mística del personaje, adensando la trama en un sinfín de
matices donde parece no haber buenos y malos, como ciertos relatos
históricos se empecinan en subrayar, sino hombres comunes
enfrentando como pueden las contingencias del momento. De la
confrontación de las declaraciones de los diferentes testigos e
involucrados en la muerte de Martín Aquino, surge un relato complejo
que no descarta la manipulación policial de los sucesos, empezando por
el accionar del comisario Pedro González, quien dirigió el procedimiento
para pavonearse luego con los cadáveres de Aquino y Melgarejo y posar
para la prensa con el caballo oscuro del matrero, como particular trofeo
de caza.

«Martín Aquino. Batllismo y barbarie» es mucho más que la


biografía de un personaje legendario de la historia uruguaya; en su
conformación de relato múltiple, atento al contexto social y político de
toda una época, el libro también habla de un estado dividido entre la
capital y el resto del país, en el que la figura del matrero opera como eje
problemático y cuestionador.

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