Bloch Ernst - Sujeto Objeto El Pensamiento de Hegel I
Bloch Ernst - Sujeto Objeto El Pensamiento de Hegel I
Bloch Ernst - Sujeto Objeto El Pensamiento de Hegel I
SUJETO-OBJETO
El pensamiento de Hegel
Traducción de
WENCESLAO ROCES (edición original)
JOSÉ MARÍA RIPALDA (capítulo vi)
GUILLERMO HIRATA y JUSTO PÉREZ DEL CORRAL
(adiciones de 1951 y 1962)
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
MÉXICO
Primera edición (en español), 1949 Primera edición en alemán
(corregida y aumentada), 1951 Segunda edición en alemán
(con nuevas adiciones), 1962
Segunda edición en español, 1983
Título original:
Subjekt-Objekt. Erlauterungen zu Hegel
© 1962, Suhrkamp Verlag, Frankftirt/Main
D. R. © 1983, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Av. de la Universidad, 975; 03100 México, D. F.
ISBN 968-16-1361-9
Impreso en México
A mi mujer, Carola, con agradecimiento por su fidelidad y ayuda.
ERNST BLOCH
ERNST BLOCH
Tubinga, julio de 1962.
PARTE PRIMERA
EL ACCESO
I. PREGUNTAR
TAMBIÉN DE la nada sale algo. Mas, para esto, tiene que estar dentro de algún
modo. No es posible dar a nadie lo que ya no tiene de antemano. Al menos,
como deseo, sin el cual no recibirá como un regalo lo que se le entregue. Es
necesario que lo apetezca o haya apetecido, aunque sólo sea de un modo vago.
Para que algo valga como respuesta, hace falta que previamente exista la
pregunta. He aquí por qué tantas cosas claras permanecen sin ser vistas, tal
como si no existiesen.
TEXTOS
«Lo primero que hay que aprender aquí es a estar de pie.» (Werke, t.
VII1, p. 94.)
TEXTOS
Inténtalo de nuevo.
1. TODA SU vida Hegel se expresó bastante mal por lo que a las meras buenas
intenciones se refiere. Y tenía razón en lo que atañe a su propia voluntad de
claridad, pues no llegó a ser un hecho, como él, aunque parezca raro, lo
deseara. Este pensador, bastante arisco, por lo demás, para el sano sentido
común, reconocíale, sin embargo, el derecho de exigir, por lo menos, que no se
le entorpeciera artificiosamente la inteligencia de las cosas. Derecho evidente
por sí mismo, aunque es lo cierto que aún no ha existido ningún pensador
honrado que haya entorpecido artificiosamente, es decir, deliberadamente, la
inteligencia de lo por él expuesto. Para esto hace falta no sólo deshonestidad,
sino una deshonestidad que sepa por qué y para qué lo es. Tiene que ir
asociada, en efecto, necesariamente, a una clase de superficialidad que habla
con voz tonitruante y, al mismo tiempo, desea pasar inadvertida. Hegel, en una
carta escrita a J. H. Voss en temprana época, llamaba a esto la moda que
consiste en «dar a la vulgaridad la apariencia de la profundidad».
2. En esta misma carta, dirigida a tan ilustrado destinatario, repudia
también Hegel la «torre de marfil». He aquí como escribe (desde Jena, en 1805)
al traductor de Homero: «Lutero ha hecho hablar alemán a la Biblia, usted a
Homero, el mayor de los regalos que a nuestro pueblo podía ofrecerse...
Olvídese de estos dos ejemplos, y le diré, hablando de mis aspiraciones, que
estoy empeñado en la obra de hacer hablar alemán a la filosofía.»
Este empeño lo habían acometido, en el campo de la filosofía, cien
años antes, un Thomasius y, sobre todo, un Christian Wolff (de quien proceden
términos filosóficos como los de «relación», «representación», «conciencia» y
«continuidad», expresados todos ellos en perfecto alemán). Pero aquí tratábase
simplemente de traducir del latín y del francés, no pocas veces con invención
propia, términos técnicos acuñados y pensados ya por otros.
Por el contrario, Hegel tenía la conciencia de que, después de la
revolución operada por Kant, le tocaba crear de por sí, en rigor, las ciencias
filosóficas que estaba encargado de explicar en cátedra. El empeño
terminológico a que Wolff se entregara cobraba ahora una gran dificultad, e
incluso puede afirmarse que los términos inventados por Hegel en alemán
sonaron durante mucho tiempo como algo verdaderamente desacostumbrado.
Es el caso de expresiones como
las del «ser en sí», el «ser fuera de sí» y el «ser en y para sí», que son, por otra
parte, fundamentales en Hegel.
Además, la mayor parte de la terminología tradicional no sólo se
quedó sin traducir, sino que en muchísimos casos se la descoyuntó, haciéndole
perder su sentido usual. Una especie de adivinanza que, poco después de la
muerte de Hegel, tuvo gran predicamento entre los que escuchaban las
lecciones de cátedra del semihegeliano Braniss en la universidad de Breslau,
preguntaba: «¿Qué es la negación parcial del "ser en sí" y "ser en torno" de la
causalidad pasiva de lo infinito?» He aquí ahora la respuesta: «Un agujero
abierto en la camisa de la Madre de Dios.» En realidad, este chiste debe más
bien aplicarse a esas esfinges sin enigmas que tanto abundaban entre los
hegelianos. Pues Hegel jamás había hablado de «la camisa de la Madre de
Dios» y, de haberlo hecho, se habría expresado en lengua suaba.
No obstante, sería falso silenciar el esfuerzo que Hegel impone al
lector al esforzarse él mismo por condensar en una sola frase artificiosa
fórmulas lo más apretadas que le es posible conseguir. Así, principalmente, en
la Enciclopedia, obra que abunda en concisas definiciones por el estilo de la
siguiente, que versa sobre el sonido:
1 Es una frase del Fausto de Goethe, muy conocida y citada en Alemania. (N.
del T.)
dar a entender, un poco capciosamente tal vez, tras la vieja firma conceptual.
Los trucos de los abogados, a los que se da falsamente el nombre de trucos
«dialécticos», son, en realidad, lo contrario de eso, pues permanecen estables.
Con eso del buho que se contiene ya en el ruiseñor se relaciona algo
todavía más peregrino, con que el lector de Hegel necesita familiarizarse. Nos
referimos a la unión de lo aparentemente contrapuesto, más aún, a la igualdad
de los términos. Es lo que en la juiciosa literatura se conoce, desde hace mucho
tiempo, por el nombre de «paradoja», y no hay quien no se ponga en guardia
contra lo que así se llama. Pueden incluirse designaciones incompatibles, como
si se hablara de «disciplinada fertilidad» o «blanda pedantería», frases en las
que es maestro J. V. Jensen.
Oscar Wilde y Bernard Shaw nos ofrecen a cada paso uniones de cosas
incompatibles entre sí, ya en forma de verdaderas sentencias; lo que ocurre es
que, en estos casos, la incompatibilidad es, con frecuencia, realmente tal, es
decir, no una contradicción, sino simplemente una antítesis o algo
completamente dispar, con lo cuál no se hace más que dar brillo a las ideas. El
maestro de la verdadera paradoja dialéctica en la literatura —una inesperada
escuela preparatoria para los lectores de Hegel— es Chesterton, uno de los
hombres más inteligentes que jamás hayan existido.
Una verdadera paradoja dialéctica, y no sólo brillante, es la que se
contiene, por ejemplo, en la siguiente frase: «Su gran agudeza envolvíale en
una nube de sanas dudas acerca de este problema.» O esta otra: «Los que
escriben artículos editoriales marchan siempre a la zaga de su tiempo, pues
siempre andan con prisa. Vense obligados a echar mano de sus opiniones
pasadas de moda acerca de las cosas; todo lo que se hace de prisa se halla,
positivamente, superado.» O ésta: «Shaw, en cuanto amigo de la humanidad, es
como Voltaire, el más frío y duro luchador, en torno a cuya afilada espada
merodean como gusanos los miserables defensores de una viril brutalidad.» O
ésta: «Llamamos al siglo xil un siglo ascético y decimos que el nuestro está
lleno de voluntad de vivir. Ahora bien, en la época del ascetismo el amor por la
vida era tan manifiesto y tan enorme, que había que ponerle coto. En una época
hedonística el goce cae siempre y se hace necesario estimularlo. Es curioso que
haya que imponer las fiestas como si fuesen días de ayuno y espolear a las
gentes para que acudan a los banquetes.» (Chesterton, Bernard Shaw, pp.
101,236,75,239 s.)
De los libros de Chesterton podrían sacarse cientos de estos
argumentos a contrarío (y, concretamente, de lo contrario contenido en la cosa
misma); el método de este escritor es, desde luego, el de reducir a una igualdad
lo contrapuesto, cancelando de este modo y superando un esquema establecido
y satisfecho de sí mismo.
Pero el prototipo de esta clase de equiparaciones —que en él jamás
buscan la brillantez, sino que buscan siempre la verdad— es el propio Hegel;
en él, la paradoja (contra la tendencia del sano sentido común a aislar las cosas)
es la voz del objeto mismo. He aquí algunos ejemplos de lo que decimos (todos
ellos habrán de ser explicados aún): «Lo qué es interior existe también
exteriormente, y a la inversa. Lo que es solamente algo interior, es también algo
exterior, y lo que solamente es algo exterior es también algo interior.»
{Enciclopedia, §§ 139, 140.) O bien: «La necesidad externa es, propiamente,
una necesidad casual. Si una teja cae al suelo y mata a un hombre, la caída de la
teja y su colisión con el cuerpo humano puede darse o no darse, son hechos
casuales. En esta necesidad externa, sólo el resultado es necesario, las
circunstancias son fortuitas.» (Werke, t. XII, p. 15.) Finalmente: «La
desaparición y la propia recreación del espacio en el tiempo y del tiempo en el
espacio, por virtud de la cual el tiempo se pone espacialmente como lugar, pero
esta simultánea especialidad se pone no menos inmediatamente como tiempo,
es el movimiento. Una teja por sí sola no mata al hombre, sino que produce este
resultado solamente por efecto de la velocidad adquirida, lo que vale tanto
como decir que son el espacio y el tiempo los homicidas.» (Enciclopedia, §
261.)
Por donde lo interior y lo exterior, por lo menos en cuanto vacíos, son
una y la misma cosa, como lo son la casualidad y la necesidad, al menos en
cuanto manifestaciones externas, y el espacio y el tiempo, por lo menos; en el
lugar del movimiento.
Pero el centro de las más grandes paradojas de Hegel reside allí donde
aún no existe ninguna clase de lugar ni de movimiento, porque es precisamente
allí donde éste nace: en el comienzo. Es aquí donde encontramos esta
fundamental afirmación: «Ser y nada son lo mismo... Pero tan exacto como la
unidad del ser y la nada es el que ambos son, sencillamente, distintos. Sólo que
como la diferencia aquí no se halla aún determinada, precisamente porque el ser
y la nada son lo inmediato, esa diferencia, tal como en ellos existe, es lo
inefable.» (Enciclopedia, § 88.)
Tales son, pues, algunas de las «terminologías» de Hegel, que, aunque
dichas en alemán, se le antojan al lector alemán no familiarizado con ellas como
abracadabras o manicomios sueltos."
Que el ser y la nada no son lo mismo es, por lo menos, algo que ..
parece perfectamente cierto y que cualquiera que abra su portamonedas puede
comprobar, al ver si hay en él dinero o no lo hay. Ahora bien, como también
Hegel estaba en condiciones de hacer lo mismo y abrió a mundo, en verdad,
bastantes más cosas que su portamonedas, nos vemos obligados a aplicar a este
«argumento del portamonedas» la paradójica tesis de Chesterton: «Su gran
agudeza envolvíale en una nube de sanas dudas acerca de este problema.»
Dudas que se manifiestan precisamente en la conclusión de que el ser y la nada
son lo mismo y no son lo mismo, es decir, en pocas palabras, que es aquí donde
se encuentra el punto de partida para todo el autoconocimiento dialéctico, tanto
del hombre como de los objetos: de lo inefable a lo expresable.
4. Más simple es el cambio de actitud del lector que reclaman los
conceptos «abstracto-concreto». Pero tiene también importancia para entender
el pensamiento de Hegel. Ello nos permitirá comprender, precisamente, el
rumbo hacia las cosas a que pone proa este pensador que, según muchos, sólo
piensa en las sombras.
Llámase «abstracto»!, en el sentido ordinario de la palabra, al objeto
que se saca de algo visible y flota sobre ello. El concepto de «fruta», por
ejemplo, es un concepto abstracto con relación a las peras, las manzanas o las
uvas, como lo es el de triángulo en general o el de humanidad. Cuando lo
abstracto coincide, así, con el nombre genérico, con un algo más alto y más
amplio, este algo más alto puede encerrar también un sentido valorativo. Es lo
que ocurre, por ejemplo, cuando se destacan, cabalmente, la humanidad o la
virtud, como conceptos abstractos, frente a las realidades concretas: lo situado
en el plano ideal se convierte, de este modo, en un ideal. Con lo concreto, por el
contrario, se tropieza continuamente en el lenguaje usual, unas veces como lo
visible, como lo que es susceptible de agarrarse con la mano, otras veces
incluso en función valorativa, como algo no tan estimable, acaso ni siquiera
estimable.
Pues bien, Hegel invierte totalmente los términos de esta jerarquía de
valores: para él, lo abstracto es, unas veces, la representación general vacía,
otras veces lo que hay de formal en el concepto, simplemente su «contenido no
desarrollado».
Lo concreto, por el contrario, lo que se despliega en especiales y
singulares determinaciones, lo general en cuanto mediado por lo individual. Lo
abstracto, por tanto, es para Hegel lo indeterminado o lo «en sí» que se
mantiene meramente en sí (en este sentido dice Hegel que toda su lógica;
aunque en sí llena de determinaciones, es abstracta, «tiene su patria en lo
abstracto», por ser la lógica del espíritu que sólo es en sí)^ Lo concreto, en
Hegel, no es ya ciertamente una individualidad cualquiera ofrecida por los
sentidos y al margen de todo concepto, sino la individualidad empapada de
razón, desplegada en su riqueza dialéctica. Lo abstracto es, con respecto a ello,
como la sombra al
cuerpo vivo o como la silueta al cuadro pintado. Además, cosa que hay que
tener también en cuenta, lo que sigue en el tiempo a lo concreto es solamente lo
abstracto de las simples representaciones (o sea, lo psicológicamente abstracto,
que para Hegel no es lo abstracto por antonomasia, en el verdadero sentido de
la palabra). Lo lógicamente abstracto es siempre, por el contrario, el prius de lo
particular-concreto, como el «en sí» no desarrollado.
Por doquier se presupone, pues, lo abstracto, como si se tratara del
punto de partida lógico de la cosa, pero por doquier también es necesario seguir
adelante por encima de él. Seguir marchando hacia lo que Hegel podría llamar,
con Gottfried Keller, «la dorada plétora del universo». Aquí no se procede,
pues, de lo concreto a lo abstracto, como quiere la acostumbrada ordenación, en
parte psicológica y en parte gramatical, de estos dos términos.
TEXTOS
¿Quién piensa en abstracto?
«Lo que se llama sano sentido común es, con harta frecuencia, muy malsano.
El sano sentido común encierra las máximas de su tiempo. Así, por ejemplo, quien,
antes de venir Copérnico, hubiese afirmado que la Tierra giraba alrededor del Sol o
hubiese sostenido, antes del descubrimiento de América, que aún había en el mundo
tierras no conocidas, habría atentado contra el sano sentido común. En China o la
India, la república es algo contrario a todo lo que el sano sentido común aconseja. El
sano sentido común es, pues, la mentalidad de una época, que encierra y resume todos
los prejuicios de esta época: la gobiernan imposiciones mentales de las que ella no se
r
da cuenta.» (Werke, t. XIV, p. 36.)
«De este modo, aunque la originalidad del arte absorbe todo lo que
sean particularidades fortuitas, lo devora solamente para que el artista pueda
entregarse por entero al impulso y al brío del entusiasmo del genio, atizado
tan sólo por la cosa misma, y para que, de este modo, pueda plasmar en su
obra, fiel a la verdad, en vez de sus personales deseos y sus vacíos caprichos,
lo que es su verdadero yo. No tener ningún estilo personal fue siempre el único
gran estilo, y en este sentido, y solamente en él, podemos llamar originales a
un Homero, un Sófocles, un Rafael, un Shakespeare.» (Werke, t. x1, p. 384.)
5. El yo se entrega, en Hegel, al ser «otro» de las cosas, con lo que ¡ éstas dejan
de ser un «otro». El medio psicológico para conseguir esto es, en primer lugar,
la atención que se concentra por entero en la cosa. Pero no se crea que esta
atención es, de por sí, nada fácil: «Requiere, lejos de ello, un esfuerzo, ya que
el hombre, cuando trata de captar un objeto, tiene que abstraerse de las mil
cosas que se mueven en su cabeza, de sus otros intereses, incluso de su propia
persona, para dejar que impere la cosa de que se trata. La atención implica,
pues, la negación del hacerse valer a sí mismo y la entrega de uno a la cosa; dos
aspectos necesarios para la actividad del espíritu.» (Enciclopedia, § 448,
adición.)
Y esto, según Hegel, no es solamente un proceder objetivo, sino,
además, algo que permite recrearse en el universo, gozar de él, ser devoto para
con él, en un sentido absolutamente goethiano. En esta actitud se percibe en
toda la potencia del ánimo un rasgo decididamente vuelto hacia el exterior,
católico-objetivista, si se quiere: «La atención —había dicho ya Malebranche—
es la natural plegaria del alma.» En la atención, tal como Hegel la concibe, se
hunde el yo en la cosa, pero se hunde también la cosa en el yo, se incorpora a
él; de aquí que Hegel emplee desde muy pronto, para expresar esta relación, el
concepto y hasta la intuición del devorar. «Todo está ahí para ser devorado —
había dicho el joven Hegel, con motivo de un banquete celebrado en Jena,
dando a la palabra devorar un doble sentido que quienes entonces lo
escuchaban por vez primera supieron comprender perfectamente—: démosle su
destino.» Y es que los actos de comer y beber superan del modo más palpable
la llamada inaprehensibilidad del interior de la naturaleza y, por tanto, todos los
problemas agnósticos fantasmagóricos.
Hegel, con un sesgo muy robusto, invoca en contra del supuesto
abismo, insondable, entre el sujeto y el objeto el apetito de las bestias cuando se
abalanzan ágilmente sobre el objeto y lo devoran. La «cosa en sí» es captada
inmediatamente por ellas como lo que es, como «cosa para nosotros»; captada,
concretamente, con los dientes. Y si quedan, como residuos, huesos que se
resisten al diente del concepto, Hegel, orgulloso de su razón, los arroja
desdeñosamente a un lado, como carentes de valor, y no los adora como algo
impenetrable. La sed de saber y el hambre de conocimiento son siempre en
Hegel los medios de que disponemos para compartir el universo, para
explayarnos sobre él en toda su riqueza objetiva. Es así como, para decirlo con
las solemnes palabras finales de la Fenomenología, «tiene el yo que penetrar y
digerir toda esta riqueza de su sustancia». Hasta remontarse a la cancelación de
la suprema antítesis, lo que el viejo místico silesiano Angelo Silesio expresa
así, en un sentido completamente hegeliano: «Amigo, ya es bastante. Si quieres
leer más, sé tú mismo la Escritura, sé tú mismo la Esencia.»
El «devorar» es, pues, el nexo entre el yo y la cosa, entre lo interior y
lo exterior, mediante el cual ambos términos pierden lo que tienen de abstracto.
Lo interior y lo exterior no ofrecen, uno y otro, más que la «apariencia del ser»;
al entrelazarse, surge lo real, pues lo real es «la unidad de lo interior y lo
exterior». La actividad del espíritu, en Hegel, es, pues, como actividad
creadora, una actividad que, al mismo tiempo, se apodera del contenido creado,
lo mismo que éste se apodera del sujeto. La finalidad de la conjunción del
conocer consiste «en destruir también la apariencia de que el objeto es algo
exterior al espíritu» (Enciclopedia, § 447, adición). Hasta que todo esté
dispuesto para «ser para sí» en el autoconocimiento, hasta que este privilegiado
hijo de los dioses pueda remontar los escalones de la conciencia, los escalones
del mundo mediado por ella. El yo y la cosa coinciden aquí, en el laconismo de
la dicha y de la reconciliación (teóricamente señalada). En esto consiste, para
Hegel, el auto-conocerse como autodevenir; y, según la creencia de este
pensador optimista y hasta apologético, todas las cosas deben redundar en su
favor.
Este conocimiento de sí mismo no es, pues, como corresponde a los
anchos comienzos y también a la marcha en avenida, un proceso psicológico-
individual, ni tiene, en general, nada de psicológico, pero sí se hace pasar por
un proceso de la conciencia que se indica como activa en todos nosotros y hasta
en todo el universo que es mediado para nosotros. Este conocimiento es, por
tanto, como en el título de la primera obra de Hegel, en la Fenomenología,
historia de la aparición del espíritu; pues el yo no es, aquí, otra cosa que el
espíritu que se comprende a sí mismo. Lo cual significa concretamente (puesto
sobre los pies): el yo es el hombre trabajador que, a la postre, comprende su
producción y la arranca a su autoenajenación.
TEXTOS
Acerca del yo, del que Hegel no dice que sea falso, en su filosofía:
4 Trad. esp. Hegel: Escritos de juventud. Fondo de Cultura Económica. 1978, p. 242. En lo sucesivo,
esta edición se denominará [HEJ].
hasta tal punto «la fuerza de la unión en la vida de los hombres; las antítesis
han perdido su relación e interacción vivas y ban cobrado independencia». Por
tanto, para el dialéctico en ciernes no se trata de que no haya antítesis, sino de
que las antítesis se han petrificado y sobre todo se enfrentan al sujeto con una
positividad muerta y, en este sentido, objetiva. Como ya queda indicado,
incluso el imperativo ético en su última versión, la kantiana, le parecía al joven
Hegel proceder aún de la muerta contraposición «positiva». Por eso, «se podría
decir que el mismo hecho de considerar la ley moral como algo que es dado a
los hombres es ya una característica de la religión positiva» (Nohl, p. 212 [:
HEJ, 142]). De este modo se volvió Hegel contra la oposición kantiana entre lo
sensible y lo ético, contra un postulado que se oponía a la vida a partir de lo
ético como de una especie de más allá interno. Tensa seguía siendo la relación
del joven Hegel con su mundo, pero aún no rechazaba la dignidad del deber
(del postulado); lo que en cambio distinguía con precisión era un «deber vivo»
del deber muerto, es decir, de un ideal enajenado, meramente opuesto a nuestra
vida. La «Vida» tenía que dar la unidad, no como mare mágnum o —al estilo
de la interpretación actual de Hegel por interesadas falsificaciones— como algo
místicamente incomprensible sin más. No, la Vida quería decir lo sin cesar
cambiante, la constante articulación de sí en la unidad, la consonancia de lo
articulado. Para Hegel era una terrenalidad helénicamente diáfana, un manar sin
desgarramiento de asuntos e intereses en unidad con nosotros.
Pero el camino hacia este ser para sí mismo seguía cubierto de nubes;
pronto se haría a ratos casi intransitable. La época de Francfort, después de la
de Berna, fue el Sturm undDrang de Hegel, el pupitre de Fausto. Fue un Sturm
und Drang asaltado, para colmo, también desde el exterior, por rutas de
pensamiento extremadamente contradictorias debido a motivos reales de
carácter objetivo. Esto se añadió a las dificultades internas y a la vez aumentó
en el propio sujeto las nacientes tinieblas entre sujeto y objeto. Años más tarde
Hegel rememoró este tiempo atormentado y sus vericuetos en una carta de 1810
(Briefe von und an Hegel 1,1887, p. 264): «Por propia experiencia conozco este
estado de ánimo o, por mejor decir, de la razón, en que uno se ha internado con
interés, pertrechado con sus atisbos, en un caos de fenómenos, y (...) pese a
estar seguro en su interior del objetivo, aún no ha llegado a la claridad y
precisión del todo. (...) Todo hombre pasa por este momento decisivo en su
vida, el punto nocturno en que se concentra su ser, por cuya angostura se ve
obligado a atravesar, confirmado y cerciorado en la seguridad de sí mismo; de
ahí proviene también la seguridad en la vida diaria y, si ya ha llegado a hacerse
incapaz de ser satisfecho por ella, la seguridad de una noble existencia
interior.» Claro que la existencia interior de Hegel siempre se halló en un
estado de amor feliz-infeliz para con la existencia del universal social que le
rodeaba y sostenía. Sólo que el conjunto social en que se hallaba, el de la
antigua ciudad imperial del viejo imperio en sus últimas boqueadas,
seguramente era incluso menos adecuado que el bernés para mediársele con
satisfacción. Por eso, el Hegel de Francfort parte con todo radicalismo de lo
individual, quizá aullando con los lobos, pero con las categorías Amor y Vida
unidas casi extraterritorialmente. Hegel huyó de los hombres hacia la
naturaleza, «para protegerme bajo su égida del influjo de aquéllos». Huyó a la
mística, no solo a la auténtica de Eckhart y Taulero, sino también a la que con
derecho se puede llamar turbia: la cabala, que es además la más simple. En
1800 escribe «Sobre el triángulo divino»; pero esta tríada no es dialéctica, su
especulación tiene una motivación gnóstica en el ensayo de Baader, dos años
anterior, «Sobre el cuadrado pitagórico». Y por todas partes, durante este
período, Dios se halla al fin como salida de todos los desgarramientos: la
contradicción entre sujeto y objeto, sobre todo la discordancia en el mismo
objeto, tiene que disolverse en unión divina. Una voluntad orientada al objeto,
completamente desgarrada en sí misma, es característica general de la época de
Francfort. Así, Hegel ha retomado el escrito bernés sobre la Positividad y lo ha
reelaborado: lo «positivo» ya no es concebido sólo como rígidamente opuesto
al sujeto. Surge el intento atormentado (por tanto, extremadamente distinto de
todo «compromiso») de incorporarlo a la relación entre sujeto y objeto.
Resultado importante es que en la versión francfortiana de la Positividad
aparece por primera vez el germen del concepto hegeliano posterior de
«enajenación». Otro signo del nuevo asalto a la positividad es el escrito
francfortiano El espíritu del cristianismo y su destino (probablemente de 1799).
Jesús fue el reconciliador, y con todo no lo fue, pues lo muerto en la vida, el
mundo muerto objetivo, siguió presente también en él y al fin incluso lo sepultó
bajo él; Jesús, a fin de cuentas también una «figura trágica», sufrió con «su
superioridad sobre el destino, el destino sumo y más desdichado». En cambio,
una vida realmente unitaria —enseña el Hegel de aquella unión desesperada—
no conoce el destino. Sólo cuando el individuo y el criminal se salen de la
unidad crean su propio enemigo en la parte de la vida que de este modo se
contrapone como destino a sí mismos. «En el destino el hombre reconoce su
propia vida, y su súplica al destino no es la súplica a un Señor, sino una vuelta
y un acercamiento a sí mismo. (...) La posibilidad de reconciliarse con el
destino está en que lo enemigo se sienta también como vida.» (Nohl, p. 282 [:
HEJ 324].) Lo asombroso es que, de este modo, hasta el destino más duro se
vuelve a convertir en algo amistoso por la mera contemplación del todo, del
que se había escindido. «Lo que es entero puede reconstituir en sí la amistad,
(...) la visión interna de sí mismo se ha transformado y el destino se ha
reconciliado.» (Nohl, p. 284 [: HEJ, 325, nota].) Ciertamente es otra cosa lo que
Hegel saca en limpio de todo esto: por primera vez ha conseguido en la unidad
superior de la vida discernir diversos niveles de los conceptos, fluidificar las
contraposiciones, transformar lo que hasta entonces había tenido por firme,
digamos simplemente hostil. Esa «unidad de la Vida», que no permite la
oposición entre lo sensible y lo ético ni entre hombre y destino, se convirtió
para el joven Hegel en escuela de pensamiento dialéctico. Aquí adquirió Hegel
la maestría específicamente dialéctica de sus siguientes escritos, que van
madurando en Jena; para explicar esta maestría en Jena no se precisa ninguna
otra «segunda historia del joven Hegel». La misma categoría Vida, lo que
Hegel seguiría llamando aún mucho después el «pulso de lo vivo», suministró
el movimiento de conjunto (sólo en este sentido «báquico») en las referencias
sujeto-objeto, en las mediaciones buscadas del sí mismo. De ahí, pues, el
carácter creador de la «relación» en las tres versiones del sistema de Jena
(1802, 1803, 1804-1805). De ahí también la utilización «cualitativa» —es
decir, en este caso, tomada del específico «contexto vital» del sistema solar—
de Kepler contra Newton en su tesis de oposición a cátedra «De Orbitis
Planetarum» (1801). La obra es hosca y terminante, pero importante por la
decisión con que defiende los fenómenos frente a una ley abusivamente
universal, como es el caso de la ley newtoniana de la gravitación. Hegel no veía
comprendida en esta ley universal de las masas la «materia ya cualificada» del
Sol y los planetas. Más aún, el pensamiento cuantitativamente mecánico sólo
consta de «abstracciones», a diferencia del kepleriano, que presenta la unidad
vital del Sol y los planetas como movimiento cualificado. Punto, línea, elipse,
pero también espacio y tiempo, asimismo movimiento y materia, no son
magnitudes fijas, aisladas, sino momentos de una unidad dialéctica. «Sólo el
concepto de movimiento permite comprender cómo de un punto surge una línea
y de una línea una superficie, sentando previamente como idénticos tiempo y
espacio (antea tempore et spatio identice ponendis).» (Werke, t. xvi, p. 24.) Y
la elipse en la ley planetaria de Kepler no es una curva «abstracta» con dos
focos, sino una magnitud dialéctica, configurada por los dos puntos «reales» de
giro del cuerpo que
describe la rotación. La gravitación misma no es algo general que aniquila todo
lo especial, sino el todo específico en el sistema solar, que lanza los cuerpos
centrífugamente y a la vez los retiene centrípetamente. Así que aquí sigue
siendo constantemente perceptible la «unidad de la vida», en la que el joven
Hegel reconocía la fluidez de la antítesis e incluso pretendía la compenetración
entre particular y general, general y particular. Es la iniciativa de sí mismo, que
quería concebirse en la realidad verdadera y ciertamente no en la muerta: igual
entre iguales, como en el amor.
Hegel no emplea aún en sus primeras obras el mismo vocabulario que
en sus años posteriores. O denominaciones utilizadas también más tarde, como
relación, unión, éter, etc., ya no conservarán el mismo peso. Sólo a partir de la
Fenomenología del espíritu aparece la terminología de las obras principales,
para seguir desde entonces fundamentalmente inalterada. También la
Fenomenología sigue siendo antes que todo una búsqueda, pero lo que hay en
ella de hallazgo se presenta ya en lo esencial como propio de la cosa misma. Lo
que la Fenomenología ha penetrado a la fuerza, potentemente, requiere
ciertamente aún para Hegel de explanación, de precisión en la distribución de
su espacio, pero ya no de una corrección esencial. Aparte de que, en el sistema,
el arte y la religión se diferenciaron de otro modo que en la Fenomenología, la
ascensión dialéctica se hallaba decidida. De ahí que los primeros escritos de
Berna y Francfort tuviesen para los hegelianos más interés biográfico que
filosófico. En cambio, cuando ya hacía tiempo que a Hegel se lo había tragado
la tierra, fueron sobre todo estos escritos los que constituyeron un acceso a él.
Por desgracia, se trató de un acceso debido a un malentendido y, lo que es peor,
a la pérdida incipiente de la razón burguesa; en efecto, la filosofía vitalista,
como se ha llamado a la de Dilthey y su escuela —entonces en sus inicios—, se
sentía atraída por el uso recurrente de la palabra «Vida» en algunos de los
escritos juveniles de Hegel. Aun así era preciso un extraordinario arte de la
falsa lectura para interpretar la categoría «Vida» del joven Hegel cómo caos
sentimental y no como primera formulación de fluidez dialéctica, como en
realidad había sido. La atroz proyección del neorromanticismo rebajó
aparentemente la razón del verdadero Hegel; para los neorrománticos se trataba
de efusiones sentimentales, que hacían de él un hermano de orden con Bergson
y Rilke. De todos modos, en 1905 se descubría la Vida de Jesús, de Hegel;
luego los llamados Escritos teológicos de juventud (Nohl, 1907); la Lógica,
metafísica y filosofía la Naturaleza, de Jena (Lasson, 1923); la
Realphilosophie, de Jena (Hoffmeister, 1931), así como los Documentos para
el desarrollo de Hegel (Hoffmeister, 1936). Con todo sigue sin haber motivos
para sobre valorar al joven Hegel, tampoco desde el punto de vista
marxista. Pese a la posterior suavización de sus audacias políticas y religiosas,
el trabajo de Hegel no cayó luego casi en ningún aspecto por debajo de los
escritos juveniles; Abril y Mayo y Julio tampoco estuvieron lejos de la obra de
madurez. Lukács (El joven Hegel, 1948) ha compuesto recientemente una
magnífica guía desde el punto de vista social y de la historia bibliográfica a
través del desarrollo juvenil del filósofo; magnífica también, porque hace
añicos la sentimental y vitalicia leyenda hegeliana de Dilthey y la fascista-
irracionalista de Haering, Kroner y otros. Sin embargo, el empeño en hacer
perceptible al precursor de Marx le hace exagerar la directa precursoriedad de
Hegel y reducir fácilmente lo no tan directo, o incluso prescindir de ello. De
este modo se reduce lo instructivo en Hegel —que aún es mucho— y se corre el
riesgo de bloquear las implicaciones que encierran tanto Hegel como el
marxismo, cuyas posibilidades en modo alguno se hallan ya agotadas. Aquello
que en el Sturm und Drang de Hegel, o en su madurez, no lleva directamente al
marxismo desarrollado hasta el día de hoy, eso menos rectilíneo, que también
se encuentra en el idealismo, requiere sin duda un espacio propio de crítica, de
autonomía expositiva. Los adjetivos que Lukács emplea, ya para rebajar, ya
para disculpar el Sturm und Drang hegeliano —confuso, nebuloso, místico,
metafísico y otros semejantes—, son caracterizaciones globales que pueden
referirse a cosas muy distintas y que, además, ya han sido aplicadas a Hegel
con muy distintos resultados. A un positivista le podrá parecer místico (en el
sentido más trivial de la palabra) todo lo que tanto Hegel como Lukács hayan
podido decir sobre el concepto de destino; un marxista, en cambio, podrá
distinguir, con tanta más precisión cuanto más alto sea su nivel, entre los
diversos niveles problemáticos que se encierran bajo el nombre de mística
(confusión aquí, Eckhart allá). En cualquier caso, no se puede dejar de
antemano a la derecha todo lo que en Hegel aún no se halla en una relación
directamente funcional con el marxismo, y entregarlo así a los historiadores
burgueses de la filosofía para que sigan produciendo antimarxismo a base de
pasajes hegelianos equívocamente enfocados; su arma es precisamente una
mística realmente putrefacta —la burguesa de nuestros días—, una metafísica
realmente preocupante: la que sabe aprovecharse de posiciones abandonadas,
de cotas dejadas al enemigo. El mismo análisis, por lo demás excelente, que
hace Lukács del joven Hegel llama la atención precisamente por su calma y
detalle acerca de un Hegel que no se halla aún eliminado por la utilización
excesivamente general del término «mística», ni tampoco por el mero detalle
monográfico. Y es que la etapa mística de Hegel le abrió el acceso a muchos
problemas, a precisiones terminológicas, y no sólo terminológicas, de su
filosofía posterior. Del tiempo de su Vida de Jesús procede la frase de que el
amor es «una síntesis en la que la ley pierde su generalidad así como el sujeto
su peculiaridad, y ambos su contraposición». Envoltura mística, cierto, e
idealismo y clericalismo, desde luego; pero precisamente el «amor» hizo
madurar la conciencia de la unidad dialéctica entre lo particular y lo general, la
«Vida», la comprensión de lo fluido, el carácter «procesual» del mundo. De
modo que las discusiones religiosas per se no se pueden eliminar sin violencia
de la historia del origen y, más allá, de las implicaciones de la filosofía
hegeliana. El maestro posterior no cayó del cielo —tampoco en la semántica
habitual del término—, y menos que de ninguno, del eclesiástico.
Hegel no ha incorporado a su obra los primeros escritos como si
fuesen meros tanteos. Pero tampoco los libros que publicó bastan para dar
pleno conocimiento de la enjundia y momento de esta filosofía. Sus títulos son
Fenomenología del espíritu (1807), Ciencia de la lógica (1812 y 1816),
Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1817), Fundamentos de la filosofía del
Derecho (1821). La Enciclopedia nos presenta la estructura y panorámica del
todo; pero especialmente la historia, arte y religión apenas se hallan
desarrollados. Además se puede decir que en la Enciclopedia Hegel logró casi
hasta demasiado bien llevar sus pensamientos a puerto. Todos los otros libros
del sistema, entre ellos los más importantes, no fueron editados por la mano de
Hegel. Sus discípulos los compusieron tras la muerte del filósofo a partir de
cuadernos de clase y apuntes de alumnos; el ciclo mejor redactado es el de la
Estética. Hegel esperaba aún poder dar a la imprenta un compendio de
psicología, «pues apenas se encontrará otra ciencia filosófica en situación tan
desairada y lamentable como la doctrina del espíritu, que se suele llamar
psicología» (Filosofía del Derecho, § 4, apéndice VIH); no llegó a ello. Toda
su dedicación la entregó a las clases, pues, como ya en 1817 le escribía a
Niethammer desde Heidelberg, propiamente tiene que comenzar casi siempre
por construir las ciencias que enseña. Así que Hegel fue el profesor de filosofía
más activo que conoce la historia, y esto por las más altas razones; no había
tiempo para la imprenta. De ahí que post festum se formase una especie de
taller en el que los discípulos ayudaron al difunto maestro. Si el filósofo —a
quien su montón de manuscritos le tapaba ya la vista— no disfrutó en vida de
esta ayuda, sus discípulos salvaron luego incluso su obra hablada. Ciertamente
a algunos editores se les ha reprochado con razón —sobre todo a Michelet
(Historia de la filosofía)— el que quisieran conseguir un libro más legible a
base de correcciones secundarias, e incluso el que hubiesen mezclado papeles
tempranos y últimos, auténticos, dudosos y espurios. En este sentido, la edición
crítica de Lasson, aumentada además con algunos materiales nuevos, tiene
cierto mérito; al menos puede echarse mano de ella cuando hace falta.
Pero, a pesar de todo, lo editado por los «amigos del finado» no requiere una
reconstrucción; no es preciso deshacer la vieja edición clásica de 1832-1845
(por la que aquí cito constantemente). Debería ser purificada y completada
filológicamente; pero también aquí los editores coetáneos, los amigos y
discípulos directos de Hegel, pudieron in dubio ser considerados más
competentes que el tardío pastor Lasson —cuyo trabajo editor miraba además
demasiado hacia el Espíritu y Dios— y sus sucesores. Los textos transmitidos
originariamente suministran un conocimiento insustituible de las clases de
Hegel y, sobre todo, han influido además precisamente en esa forma sobre
Feuerbach y Marx. Claro que abundan en repeticiones (aún más, por cierto, las
nuevas ediciones), pero Hegel podría servirse del dicho de Voltaire —con
mucha más razón que éste mismo— de que se repetiría hasta que los hombres
comprendiesen de qué se trata. Además, las obras completas del tomo IX al
XV, compuestas por los alumnos, muestran ampliamente las huellas de un
origen hablado y no escrito, junto con el desequilibrio del mismo origen entre
diversas partes (otra vez sobre todo en la Historia de la filosofía). Pero pese a
este nacimiento a partir de un origen en ocasiones postumo, la edición completa
muestra «un procedimiento». Discreta libertad en las introducciones a cada
ciclo de clases, sobre todo en las de Filosofía de la Historia; rigor doctrinal
sobre lo adquirido tras dura juventud, en el ciclo sistemático. Desde Aristóteles
no se encuentra otro pensamiento conjuntado con tal amplitud y tan rico
contenido. Desde este punto de vista la obra se presenta no sólo como una
antigua ciudad imperial, sino también, en cuanto representación, como palacio
aderezado para la reina de las ciencias y, en cuanto valor cultural, como toda
una universidad impresa de la filosofía. Y ésta debe contener no sólo el largo
viaje de la conciencia hasta ella, sino la cosmogonía en el mundo mismo. Por
eso la obra de Hegel, pese a ese carácter de algo acabado que falsamente se
introdujo en ella, se presenta constantemente como la obra del devenir, como
incesante disposición al progreso. £1 carácter acabado, es decir, el sistema
redondo, perfecto, de Hegel, con la idea inmutable, refleja aquella base social
de su pensamiento caracterizada por la reacción conservadora contra la
Revolución francesa. Sin embargo, el método dialéctico y la disposición al
progreso en el sistema, vinculada al método (especialmente perceptible en la
Fenomenología así como en la Filosofía de la Historia), refleja una y otra vez
esa otra base del pensamiento hegeliano caracterizada por la contradicción de
una clase aún ascendente contra la Restauración y el inmovilismo. Y lo
decisivo es que la gigantesca disposición al progreso en la ciudad imperial, en
el reino universal de la filosofía hegeliana, ha quedado como la verdad creadora
de Hegel. La «liquidación» de Hegel basada
en su lado reaccionario aislado, absolutizado incluso, es, como ha notado
Stalin, anarquista, no marxista. Los anarquistas «saben que Hegel era un
pensador conservador, y entonces aprovechan la ocasión para insultar con toda
el alma a Hegel como partidario de la "Restauración" y "demostrar" con gran
celo que "Hegel es el filósofo de la Restauración, que ensalza el
constitucionalismo burocrático en su forma absoluta, que la concepción de
conjunto de su filosofía de la historia se halla subordinada a la dirección
filosófica de la época de la Restauración y le sirve", etc. (...) De este modo
quieren refutar los anarquistas el método dialéctico. Por este camino no hacen
más que demostrar su propia ignorancia» (Stalin, VVerke, 1.1, pp. 264 s.). Y en
consecuencia, entre los revisionistas, pero también entre por lo demás honrados
detractores del clásico legado cultural alemán, la «liquidación» de Hegel
correspondió siempre a un descenso del nivel filosófico, felizmente siempre a
su vez liquidado. Así que, sobre el mismo Hegel, sigue operante el método
dialéctico junto con el concepto de tendencia del mundo impregnado de ella.
Herencia de la doctrina de Hegel sigue siendo lo que abre paso al proceso,
critica la enajenación de sí mismo y fomenta el encuentro consigo mismo de lo
humano en toda la amplitud y profundidad de la realidad.
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