Sermón Del Monte

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Mateo 5-7

Sermón Del Monte

POBRES EN ESPÍRITU
Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. (5:3) El estudio de esta
primera bienaventuranza exige verla desde cinco perspectivas: significado de ser pobres en espíritu,
ubicación de esta virtud en la lista, manera de lograr esa actitud, cómo saber si tenemos dicha actitud, y el
resultado prometido por tenerla.

SIGNIFICADO DE SER POBRES EN ESPÍRITU


Ptōchos (pobres) viene de un verbo que significa “encogerse, acobardarse, o rebajarse”, como a menudo
hacían los pordioseros en esa época. El griego clásico usa la palabra para referirse a una persona reducida
a la miseria total, que mendigaba agachado en una esquina. Mientras estiraba una mano para implorar las
limosnas a menudo ocultaba el rostro con la otra mano, porque estaba avergonzado de ser reconocido. El
vocablo no significa simplemente hombre pobre, pordiosero pobre. Se usa en Lucas 16:20 para describir
al mendigo Lázaro.

La palabra que comúnmente se usaba para pobreza normal era penichros, y se usa para la viuda que Jesús
vio dando una ofrenda en el templo. Ella tenía muy poco, pero contaba con “dos blancas” o monedas
pequeñas de cobre (Lc. 21:2). La mujer era pobre pero no mendigaba. Alguien que es pobre penichros
tiene al menos algunos recursos escasos. Sin embargo, quien es pobre ptōchos depende completamente de
otros para su sustento. No tiene absolutamente ningún medio de ayuda personal.

Debido a una declaración similar en Lucas 6:20 (“Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es
el reino de Dios”), algunos intérpretes han sostenido que la bienaventuranza de Mateo 5:3 enseña pobreza
material. Pero la buena hermenéutica (interpretación de las Escrituras) requiere que cuando dos o más
pasajes son parecidos, pero no exactamente iguales, el más claro explica a los demás, el más explícito
clarifica a los menos explícitos. Al comparar la Biblia con la Biblia vemos que el relato de Mateo es el
más explícito. Jesús está hablando de una pobreza espiritual que corresponde a la pobreza material de
alguien que es ptōchos.

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Si Jesús estuviera defendiendo aquí la pobreza material habría contradicho muchas otras partes de su
Palabra (incluso el mismo Sermón del Monte [5:42]) que nos enseñan a dar ayuda económica a los
pobres. Si Jesús estuviera enseñando la bienaventuranza innata de la pobreza material, entonces la tarea
de los cristianos sería ayudar a que todos, incluso ellos mismos, no tuvieran ni un solo centavo. Jesús no
enseñó que la pobreza material fuera el sendero hacia la prosperidad espiritual.

Aquellos que son materialmente pobres sí tienen algunas ventajas en asuntos espirituales por no tener
ciertas distracciones y tentaciones; y los materialmente ricos tienen algunas desventajas por tener ciertas
distracciones y tentaciones. Pero las posesiones materiales no tienen necesariamente alguna relación con
las bendiciones espirituales. Mateo deja en claro que Jesús está hablando aquí acerca de la condición del
espíritu, no de la billetera.

Una vez iniciado su ministerio público, a menudo Jesús no tenía “dónde recostar su cabeza” (Mt. 8:20),
pero Él y sus discípulos no eran indigentes y nunca mendigaron pan. Pablo resultó golpeado, encarcelado,
naufragado, apedreado, y con frecuencia estuvo económicamente en apuros; pero tampoco mendigó pan
alguna vez. En realidad, para él fue una insignia de honor trabajar para pagar sus propios gastos en el
ministerio (Hch. 20:34; 1 Co. 9:6-18). El Señor y los apóstoles fueron acusados de ser ignorantes,
alborotadores, irreligiosos, e incluso desquiciados; pero nunca fueron acusados de ser indigentes o
mendigos.

Por otra parte, a ningún creyente del Nuevo Testamento se le condena por ser rico. Nicodemo, el
centurión romano de Lucas 7, José de Arimatea, y Filemón eran todos ricos y fieles. El hecho de que no
“muchos poderosos, ni muchos nobles” sean llamados (1 Co. 1:26) no se debe a que sean rechazados
debido a sus posiciones o posesiones, sino debido a que muchos de ellos confían únicamente en esas
cosas (1 Ti. 6:6-17).

Ser pobres en espíritu es reconocer la pobreza espiritual al margen de Dios. Es verse como realmente se
es: perdidos, sin esperanza, indefensos. Toda persona apartada de Jesucristo es espiritualmente indigente,
cualquiera que sea su educación, su riqueza, su posición social, sus logros o su conocimiento religioso.

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Ese es el planteamiento de la primera bienaventuranza. Los pobres en espíritu son los que reconocen su
total indigencia espiritual y su plena dependencia en Dios. Perciben que en ellos mismos no hay recursos
salvadores, y que solo pueden implorar misericordia y gracia. Saben que no tienen mérito espiritual, y que
no pueden ganar ninguna recompensa espiritual. Su orgullo ha desaparecido, su confianza en sí mismos se
ha desvanecido, y se hallan con las manos vacías delante de Dios.

En espíritu también transmite la sensación de que el reconocimiento de la pobreza es verdadero, no una


actuación. No se refiere a actuar externamente como un mendigo espiritual, sino a reconocer lo que
realmente se es. Se trata de humildad verdadera, no de humildad fingida. Describe a la persona acerca de
la cual el Señor habla en Isaías 66:2: “Pero Yo miraré al pobre y humilde de espíritu, Y que tiembla ante
mi Palabra”. Describe a los individuos que están “quebrantados de corazón” y “contritos de espíritu” (Sal.
34:18), que tienen un “corazón contrito y humillado” delante del Señor (Sal. 51:17).

Jesús contó la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos “a unos que confiaban en sí mismos
como justos, y menospreciaban a los otros”. Mientras el fariseo oraba en el templo recitaba lleno de
orgullo sus virtudes y daba gracias por no ser como los pecadores, en especial como el publicano que
estaba cerca. No obstante, “el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se
golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” Jesús afirmó que el recaudador de
impuestos “descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece, será
humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc. 18:9-14). El fariseo era orgulloso en espíritu; el
publicano era pobre en espíritu.

Cuando Dios llamó a Moisés para sacar a Israel de Egipto, Moisés declaró su indignidad y Dios pudo
usarlo de modo poderoso. Pedro aún era agresivo, engreído y orgulloso, pero cuando Jesús proveyó
milagrosamente la gran pesca, el discípulo quedó tan intimidado que confesó: “Apártate de mí, Señor,
porque soy hombre pecador” (Lc. 5:8). Aun después de convertirse en apóstol, Pablo reconoció “que, en
mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Ro. 7:18), y también reconoció que era el peor de los
pecadores (1 Ti. 1:15) y que las mejores cosas que podía hacer por sí mismo eran basura (Fil. 3:8).

En sus Confesiones, Agustín admite claramente que el orgullo fue su mayor barrera para recibir el
evangelio. Estaba orgulloso de su intelecto, riquezas y prestigio. Cristo no podía hacer nada por él hasta

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que Agustín reconoció que tales cosas eran menos que nada. Hasta que Martín Lutero comprendió que
todo su sacrificio, rituales y mortificación personal no contaban para nada ante Dios, no pudo encontrar
ninguna manera de llegar a Dios ni de agradarlo.

Incluso en el Sinaí, cuando fue dada la ley, se hizo evidente que el propio pueblo escogido de Dios no
podía cumplir por su cuenta las demandas de esa ley. Cuando Moisés recibía la ley en el monte, abajo en
el valle Aarón guiaba al pueblo en una orgía pagana (Éx. 32:1-6).

Los israelitas que eran espiritualmente sensibles sabían que necesitaban el poder de Dios para guardar la
ley divina. En humildad confesaron su impotencia y abogaron por la misericordia y la fortaleza de Dios.
David comenzó su gran salmo penitencial con la súplica: “Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu
misericordia; conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones… Porque yo reconozco mis
rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí” (Sal. 51:1, 3).

Sin embargo, algunos israelitas le dieron otro enfoque a la ley. Al saber que no podían cumplir con sus
demandas, simplemente rebajaron la ley a un nivel más manejable y aceptable. Apilaron interpretación
sobre interpretación, creando tradiciones de confección humana que pudieran guardarse en la carne. Tales
tradiciones llegaron a conocerse como el Talmud, un comentario a la ley que los rabinos dirigentes
desarrollaron durante muchos siglos y que finalmente sustituyó a la ley en las mentes de la mayoría de
judíos. Intercambiaron la Torá (ley revelada de Dios) por el Talmud (modificación humana de la ley). En
aras de interpretar y proteger la ley, la contradijeron y debilitaron. Rebajaron las normas de Dios a reglas
humanas que podían cumplir sin la ayuda de Dios. Luego enseñaron como doctrina esos preceptos de
hombres (Mt. 15:9).

Y en vano me reverencian, Enseñando como doctrinas preceptos de hombres.

Cometieron el fatal error de creer que Dios era menos santo de lo que es y que ellos eran más santos de lo
que eran. El resultado fue la ilusión de que eran suficientemente justos para agradar a Dios.

Las tradiciones tienen que ver con lo que podemos ver y medir. Abarcan solamente al ser exterior,
mientras que la ley de Dios abarca todo el individuo. Los Diez Mandamientos no pueden cumplirse

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realizando, o no, simples actos externos. No solo prohíben hacer ídolos, sino que también exigen amar a
Dios (Éx. 20:4,6). Honrar a padre y madre es ante todo una actitud, una cuestión del corazón, como lo es
la codicia (vv. 12, 17).

Todo judío prudente sabía que la ley de Dios estaba muy por encima del propio poder humano para
obedecer. Los orgullosos y autosatisfechos respondieron diluyendo la ley. Los humildes y arrepentidos
respondieron clamando ayuda a Dios.

Si las normas divinas en el Antiguo Testamento son imposibles de cumplir para el hombre por sí mismo,
cuánto menos alcanzables por el propio poder humano son las normas del Sermón del Monte. Jesús
enseña aquí no solo que los seres humanos deben amar a Dios, sino que deben ser “perfectos, como [su]
Padre que está en los cielos es perfecto” (5:48), y que a menos que la justicia de ellos sea mayor que la
justicia externa originada en el hombre que defendían “los escribas y fariseos, no [entrarán] en el reino de
los cielos” (5:20).

¿POR QUÉ LA POBREZA DE ESPÍRITU ES LO PRIMERO?


Jesús pone en primer lugar esta bienaventuranza porque la pobreza de espíritu, o humildad, es la base de
todos los demás dones, y un elemento fundamental para llegar a ser cristiano (Mt. 18:3-4). El orgullo no
tiene parte en el reino de Cristo, y una persona no puede entrar al reino a menos que rinda su orgullo. La
puerta de ingreso al reino del Señor es baja, y nadie que se mantenga erguido entrará jamás por ella. No
podemos estar llenos a menos que nos vaciemos; no podemos ser dignos hasta que reconozcamos nuestra
indignidad; no podemos vivir a menos que admitamos que estamos muertos. Así como no podríamos
esperar que crezca fruta sin un árbol, tampoco podemos esperar que los otros dones de la vida cristiana
crezcan sin pobreza de espíritu. No podemos comenzar la vida cristiana sin humildad, y no podemos vivir
la vida cristiana con orgullo.

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 y dijo: De cierto os digo: Si no fuerais transformados y llegarais a ser como niñitos, de ningún modo
entraréis en el reino de los Cielos. 4 Por tanto, cualquiera que se humilla como este niñito, ése es el mayor
en el reino de los Cielos Mt. 18:3-4

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Pero en la Iglesia de hoy se hace muy poco énfasis en la pobreza de espíritu, muy poca mención a
vaciarse del ego. Vemos muchos libros cristianos sobre cómo ser felices, cómo tener éxito, cómo
solucionar problemas, etc. Pero vemos muy pocos libros sobre cómo vaciarnos, cómo negarnos, y cómo
tomar nuestra cruz y seguir a Jesús, en la forma en que Él nos dice que lo sigamos.

A menos que un alma esté humillada, a menos que el ser interior sea pobre en espíritu, Cristo nunca podrá
llegar a ser apreciado porque estará ensombrecido por nuestro yo. A menos que estemos conscientes de
cuán impotentes, indignos y pecadores somos en nosotros mismos, nunca podremos ver cuán poderoso,
digno y glorioso es Cristo en sí mismo. A menos que veamos cuán perdidos estamos, no podremos ver
cuán Redentor es el Señor. A menos que veamos nuestra propia pobreza no podremos ver las riquezas de
Dios. Solo cuando admitimos nuestra propia muerte, Cristo puede darnos su vida. “Abominación a
YHVH es todo altivo de corazón, Tarde o temprano, no quedará impune.” (Pr. 16:5).

Ser pobres en espíritu es la primera bienaventuranza porque la humildad debe anteceder a todo lo demás.
Nadie puede recibir el reino a menos que reconozca que es indigno del reino. La iglesia en Laodicea decía
pletórica de orgullo: “Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes
que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Ap. 3:17). Quienes se niegan a
reconocer que están perdidos e indefensos son como la esclava romana ciega que insistía en que ella no
era ciega, sino que el mundo estaba en oscuridad permanente.

Donde el ego está exaltado, Cristo no puede estar. Donde nosotros mismos somos los reyes, Cristo no
puede entronizarse. A menos que los orgullosos en espíritu se vuelvan pobres en espíritu, no pueden
recibir al Rey ni heredar su reino.

CÓMO OBTENER HUMILDAD


¿Cómo entonces llegamos a ser pobres en espíritu? Casi por definición, esto no puede comenzar con
nosotros, con algo que podamos hacer o lograr en nuestro propio poder. Tampoco implica tirarnos al
suelo. Ya estamos en el suelo; la humildad simplemente reconoce la verdad. Y es obvio que tan solo estar
sin esperanza, indefensos y en necesidad no es una virtud. Esa no es la voluntad de Dios para cualquier
persona. Su voluntad es sacarnos de esa condición y bendecirnos. Lograr esa meta depende de su obra
soberana y misericordiosa de hacernos humildes.

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La humildad no es una obra humana necesaria para hacernos dignos, sino una obra divina necesaria para
hacernos ver que somos indignos y que no podemos cambiar nuestra condición sin Dios. Por eso es que el
monaquismo, el ascetismo, el sacrificio físico, la mutilación, y otras formas de esfuerzos propios son
ridículos e inútiles. Alimentan el orgullo en lugar de someterlo, porque son obras de la carne. Le dan al
individuo una razón para jactarse de lo que ha hecho o no ha hecho. Tales esfuerzos autoimpuestos son
enemigos de la humildad.
Sin embargo, aunque la verdadera humildad es producida por el Señor como un elemento de la obra de
salvación, también es algo que se manda a los hombres. Hay numerosos mandatos divinos de humillarnos
(Mt. 18:4; 23:12; Stg. 4:10; 1 P. 5:5), que el Señor armoniza perfectamente con su obra soberana de
hacernos humildes. La obra soberana de salvación nunca sucede sin cooperación personal. Debido a eso
es útil dar una mirada a algunos de los pasos que conforman la parte humana de la paradoja divina.

El primer paso en experimentar humildad es quitar la mirada de nosotros mismos y ponerla en Dios.
Cuando estudiamos su Palabra, buscamos su rostro en oración, y deseamos con sinceridad estar cerca de
Él y agradarle, nos movemos hacia ser pobres en espíritu. Es la visión del Dios infinitamente santo en
toda su pureza y perfección sin pecado lo que nos permite vernos como pecadores. A fin de buscar
humildad no debemos mirarnos para encontrar nuestras faltas, sino que debemos ver al Dios
todopoderoso a fin de contemplar su perfección.

Segundo, debemos matar de hambre a la carne eliminando lo que la alimenta. La esencia de la


naturaleza carnal es el orgullo, y matar de hambre a la carne es eliminar y evitar aquellas cosas que
promueven orgullo. En lugar de buscar alabanza, elogios y popularidad debemos tener cuidado con eso.
No obstante, debido a que nuestra naturaleza pecaminosa tiene una manera de cambiar incluso las
mejores intenciones para su beneficio, debemos tener cuidado de no crear un problema rehuyendo los
elogios y el reconocimiento. El mal no está en que nos alaben sino en buscarlo y gloriarnos en ello.
Entonces, cuando sin haberlo buscado nos elogian o nos honran, rechazar sin razón el reconocimiento
podría ser un acto de orgullo en lugar de humildad.

El tercer y equilibrador principio para llegar a la humildad es pedírsela a Dios. Debemos orar junto con
David: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51:10).

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La humildad, como cualquier otro don bueno, viene solo de Dios. Y al igual que con otro don bueno, Él
está más dispuesto a darlo de lo que estamos dispuestos a pedirlo, y está dispuesto a darnos ese don
mucho antes de que lo pidamos.

CÓMO SABER CUÁNDO SOMOS HUMILDES


¿Cómo podemos saber si somos realmente humildes, si somos pobres en espíritu? Thomas Watson nos
ofrece siete principios que podemos aplicar para determinar humildad (The Beatitudes [Edinburgh:
Banner of Truth Trust, 1971], pp. 45-48).
Primero, si somos humildes nos destetaremos de nosotros mismos. Podremos decir con David: “Como un
niño destetado está mi alma” (Sal. 131:2). Aquel que es pobre en espíritu pierde su obsesión por sí
mismo. El yo es nada, y Cristo es todo. En ninguna parte la humildad de Pablo se expresa de modo más
hermoso que en sus palabras: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo
en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Gá. 2:20). A los creyentes en Filipos les escribió: “Para mí el vivir es Cristo, y el morir
es ganancia” (Fil. 1:21).

Segundo, la humildad nos llevará a perdernos en la maravilla de Cristo, “mirando a cara descubierta
como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2
Co. 3:18). Nuestra satisfacción estará en la expectativa de que un día seremos plenamente semejantes a
nuestro Señor.

Tercero, no nos quejaremos de nuestra situación, por mala que pueda llegar a ser. Por cuanto sabemos
que merecemos algo peor que cualquier cosa que podamos experimentar en esta vida, no consideraremos
injusta ninguna circunstancia. Cuando la tragedia viene, no diremos: “¿Por qué a mí, Señor?”. Cuando
nuestro sufrimiento sea por el nombre de Cristo no solo no nos quejaremos ni nos sentiremos
avergonzados, sino que glorificaremos a Dios por eso (1 P. 4:16), sabiendo “que juntamente con Él
[seremos] glorificados”, y comprendiendo “que las aflicciones del tiempo presente no son comparables
con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:17-18).

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Cuarto, veremos con más claridad las fortalezas y virtudes de otros, así como nuestras propias
debilidades y nuestros pecados. “Con humildad” estimaremos “cada uno a los demás como superiores a
[nosotros mismos]” (Fil. 2:3) y “en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (Ro. 12:10).

Quinto, pasaremos mucho tiempo en oración. Así como el mendigo físico pide sustento material, el
mendigo espiritual pide alimento espiritual. Tocaremos a menudo la puerta del cielo porque consideramos
que siempre estamos en necesidad. Así como Jacob luchó con el ángel, nosotros tampoco lo dejaremos ir
hasta que seamos bendecidos.

Sexto, aceptaremos a Cristo en sus términos, no en los nuestros ni en los de alguien más. Nunca
trataremos de tener a Cristo al mismo tiempo que conservamos nuestro orgullo, nuestros placeres, nuestra
codicia, o nuestra inmoralidad. No modificaremos las reglas del Señor por tradiciones eclesiásticas o por
nuestras propias inclinaciones o persuasiones. Solamente su Palabra será nuestra norma.

Watson afirmó: “Los moradores de un castillo que han estado sitiados por mucho tiempo y que están
listos para ser tomados se entregarán bajo cualquier condición a fin de salvar la vida. Aquel cuyo corazón
ha sido una fortaleza para el mal y que se ha mantenido por mucho tiempo en oposición a Cristo, una vez
que Dios lo lleve a una pobreza de espíritu y se vea condenado sin Cristo estará listo para suscribirse a
cualquier artículo que Dios le ofrezca como alternativa. Señor, ¿qué deseas que yo haga?” (p. 47).

Séptimo, cuando somos pobres en espíritu alabaremos y agradeceremos a Dios por su gracia. Nada
caracteriza más al creyente humilde que la abundante gratitud hacia su Señor y Salvador. Este creyente
sabe que no posee bendiciones ni felicidad propias, sino lo que el Padre le concede en amor y
misericordia. Sabe que la gracia de Dios es “abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús” (1 Ti.
1:14).

Pero la gracia de nuestro Señor sobreabundó con la fe y el amor que hay en CRISTO JESÚS.

RESULTADO DE SER POBRES EN ESPÍRITU


Quienes acuden al Rey con esta humildad heredan su reino, porque de ellos es el reino de los cielos. Dios
ha decidido gustosamente dar el reino a los que de manera humilde vienen a Él y confían en Él (Lc.

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12:32). Cuando el Señor lo llamó para que liberara a Israel de los madianitas, Gedeón contestó: “Ah,
Señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la
casa de mi padre. YHVH le dijo: Ciertamente yo estaré contigo, y derrotarás a los madianitas como a un
solo hombre” (Jue. 6:15-16). Cuando Isaías vio “al Señor sentado sobre un trono alto y sublime”, clamó
con desesperación: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando
en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, YHVH de los ejércitos. Y voló
hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas
tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y
limpio tu pecado” (Is. 6:1, 5-7). Los que llegan al Señor con corazones quebrantados no salen con
corazones quebrantados. “Porque así dice el Alto y Excelso, Morador eterno, cuyo Nombre es Santo: Yo
habito en la altura sagrada, Pero estoy con los de espíritu humilde y quebrantado, Para reanimar al de
espíritu humilde y vivificar el corazón quebrantado.” (Is. 57:15). Dios quiere que reconozcamos nuestra
pobreza para poder enriquecernos. Quiere que reconozcamos nuestra bajeza para poder levantarnos.
Santiago declara: “Humillaos delante del Señor, y Él os exaltará” (Stg. 4:10).
Al renunciar a su propio reino, el pobre en espíritu hereda el reino de Dios.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. 5.4

En el Salmo 55 David clama: ¡Quién me diese alas como de paloma! Volaría yo, y descansaría.
Ciertamente huiría lejos; moraría en el desierto. Me apresuraría a escapar del viento borrascoso, de la
tempestad” (vv. 6-8).

Ese clamor viene de los labios de casi todo el mundo en un momento u otro. David repite el grito de la
humanidad: un clamor por liberación, un clamor por libertad, un clamor por escapar de lo que pesa

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demasiado sobre nosotros. Cuando enfrentamos gran sufrimiento, desilusión, tragedia o fracaso
anhelamos poder escapar de los problemas como escapamos de una tempestad refugiándonos en el
interior. Pero encontrar consuelo a los problemas de la vida es mucho más difícil que encontrar refugio de
la lluvia. Cuanto más profunda la pena, más dura la presión; mientras peor sea la desesperación, más
escurridizo parece el consuelo.

Tal como señalamos en el capítulo anterior, todas las Bienaventuranzas son paradójicas, porque lo que
prometen con relación a lo que exigen parece incongruente y al revés a los ojos del hombre natural. La
paradoja de la segunda bienaventuranza es obvia. ¿Qué podría ser más contradictorio en sí que la idea de
que los tristes son felices, de que el sendero a la felicidad es la tristeza, de que la manera de alegrarse está
en llorar?

La idea parece absurda en la rutina de la vida común del día a día. Toda la estructura de la mayoría de los
seres humanos vivos (sea para los sencillos o refinados, los ricos o pobres, los cultos o incultos) se basa
en el principio al parecer incontrovertible de que el camino a la felicidad es hacer que las cosas vayan
según nuestros parámetros. El placer produce felicidad, el dinero trae felicidad, la diversión provoca
felicidad, la fama y los elogios originan felicidad, la autoexpresión causa felicidad. En el lado negativo,
evitar el dolor, la angustia, la desilusión, la frustración, las dificultades, y otros problemas trae felicidad.
Dejar de lado dichas cosas es necesario antes que las otras cosas puedan provocar felicidad plena. A lo
largo de la historia un axioma fundamental del mundo ha sido que las cosas favorables ocasionan
felicidad, mientras que las desfavorables producen infelicidad. El principio parece tan evidente que la
mayoría de personas no se molestaría en debatirlo.

Pero Jesús dijo: “Bienaventurados los que lloran”. Él incluso llegó tan lejos como para decir: “¡Ay de
vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis” (Lc. 6:25), la bienaventuranza recíproca de
Mateo 5:4. Jesús puso exactamente al revés los principios del mundo. Invirtió la senda hacia la felicidad.

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A fin de descubrir lo que Jesús quiso decir, y lo que no quiso decir, en esta bienaventuranza veremos el
significado de llorar como se usa aquí, el resultado de llorar, la manera de llorar como Jesús enseña, y el
modo de saber si estamos llorando de veras.

EL SIGNIFICADO DE LLORAR

Ciertas clases de sufrimiento son comunes a toda la humanidad, y los experimentan igualmente creyentes
e incrédulos. Algunos son normales y legítimos, se trata de sufrimientos que le interesan al Señor y para
los que Él sabe cuál es nuestra necesidad. Otros son anormales e ilegítimos, causados únicamente por
pasiones y objetivos pecaminosos.

ANGUSTIA INADECUADA
La angustia inadecuada es el dolor de aquellos que están frustrados en lo que tiene que ver con cumplir
planes malvados y alimentar lujurias, o el dolor de quienes tienen lealtades y afectos equivocados. Para
quienes se lamentan de este modo el Señor no ofrece ayuda o consuelo.

Amnón, el hijo de David, estaba “angustiado hasta enfermarse por Tamar su hermana, pues por ser ella
virgen, le parecía a Amnón que sería difícil hacerle cosa alguna” (2 S. 13:2). El dolor del joven era
causado por la lujuria incestuosa insatisfecha.

Otros llevan el dolor legítimo a extremos ilegítimos. Cuando por la pérdida de un ser amado una persona
se aflige de tal manera y durante tanto tiempo hasta el punto de no poder actuar normalmente, su dolor se
vuelve pecaminoso y destructivo. Tal dolor depresivo suele estar relacionado con culpa, esencialmente
egoísta, y para un cristiano esto es señal de infidelidad y falta de confianza en Dios.

David lloró de ese modo, en parte para tratar de expiar su culpa. Cuando al rebelde Absalón, otro de los
hijos del rey, lo mataron, su padre entró en una angustia inconsolable (2 S. 18:33—19:4). Joab finalmente
reprendió al rey, diciéndole: “Hoy has avergonzado el rostro de todos tus siervos, que hoy han librado tu
vida, y la vida de tus hijos y de tus hijas, y la vida de tus mujeres, y la vida de tus concubinas, amando a

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los que te aborrecen, y aborreciendo a los que te aman; porque hoy has declarado que nada te importan
tus príncipes y siervos; pues hoy me has hecho ver claramente que si Absalón viviera, aunque todos
nosotros estuviéramos muertos, entonces estarías contento” (19:5-6). El malvado y ambicioso Absalón
había levantado un ejército rebelde, había sacado al rey (su propio padre) de Jerusalén, y se había
apoderado del palacio.

El amor de David por su hijo era comprensible, pero su juicio se había pervertido. Tal vez debido a su
gran sentimiento de culpa por haber sido tan mal padre, y porque sabía que la tragedia de Absalón era
parte del juicio que Dios enviara a causa del romance adúltero y asesino de David con Betsabé, la
angustia del rey por Absalón era anormal. El juicio que cayó sobre Absalón era totalmente merecido.

ANGUSTIA ADECUADA
También hay, desde luego, otros tipos de dolor, dolores legítimos que son comunes a toda la humanidad y
por los cuales es razonable una angustia apropiada. En estos casos expresar tristeza y llorar abre una
válvula de escape que impide que nuestras emociones y nuestra propia vida se enconen y envenenen. Esto
proporciona un camino para la curación, así como lavar una herida ayuda a evitar la infección.

Un proverbio árabe reza: “Si todo es luz solar causa un desierto”. La vida libre de aflicción es probable
que sea una vida superficial. A menudo aprendemos más y maduramos más en los momentos de tristeza
que en los tiempos en que todo está yendo bien. Un conocido poema de Robert Browning Hamilton
expresa la verdad:

Anduve con el Placer,


y no hizo más que charlar,
pero no me hizo más sabio
lo que me llegó a contar.

Anduve con el dolor,


y no pronunció palabra;

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¡y hay que ver lo que aprendí
en una breve jornada!

La muerte de Sara hizo llorar a Abraham (Gn. 23:2). Pero el “padre de la fe” no lloró por falta de fe sino
por la pérdida de su amada esposa, lo cual tenía todo el derecho de hacer.

La soledad por haberse apartado de Dios, de quien el salmista se sintió separado por un tiempo, hizo que
declarara: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía.
Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios? Fueron mis
lágrimas mi pan de día y de noche, mientras me dicen todos los días: ¿Dónde está tu Dios?” (Sal. 42:1-3).

La derrota y el desaliento hicieron que Timoteo llorara, llevando a Pablo, su padre espiritual, a escribir:
“Doy gracias a Dios, al cual sirvo desde mis mayores con limpia conciencia, de que sin cesar me acuerdo
de ti en mis oraciones noche y día; deseando verte, al acordarme de tus lágrimas, para llenarme de gozo”
(2 Ti. 1:3-4).

La angustia y la preocupación por los pecados de Israel y por el juicio inminente de Dios sobre su pueblo
hicieron que Jeremías clamara: “¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para
que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo!” (Jer. 9:1).

La preocupación por el bienestar espiritual de los creyentes efesios hizo que Pablo expresara: “Velad,
acordándoos que por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno”
(Hch. 20:31). Debido al gran amor que los ancianos de la iglesia en Éfeso tenían por Pablo, mientras él
oraba con ellos en la orilla de la playa cerca de Mileto, estuvieron “doliéndose en gran manera por la
palabra que dijo, de que no verían más su rostro” (v. 38).

El amor sincero de un padre lo llevó a estar desconsolado por su hijo endemoniado, aun cuando se lo
llevó a Jesús para que lo sanara. Sin duda, lágrimas bajaban por el rostro de hombre mientras imploraba la
ayuda de Jesús y confesaba: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Mr. 9:24).

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Fervor con arrepentimiento y adoración hicieron que una mujer llorara por sus pecados cuando entró a la
casa de un fariseo y lavó los pies de Jesús con sus lágrimas, enjugándolos con el cabello. Al vanidoso
anfitrión que se sintió molesto porque ella le contaminó la casa y le interrumpió la cena, Jesús le advirtió:
“Te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona
poco, poco ama” (Lc. 7:47).

El inmenso amor divino hizo que nuestro Señor llorara ante la muerte de Lázaro (Jn. 11:35), y por los
habitantes pecadores de Jerusalén a quienes habría querido reunir bajo su cuidado como una madre reúne
a sus polluelos (Mt. 23:37).

¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que le han sido enviados! ¡Cuántas veces
quise juntar a tus hijos, como la gallina junta sus polluelos bajo las alas, y no quisisteis!

TRISTEZA SEGÚN DIOS

Sin embargo, el llanto del que Jesús está hablando en la segunda bienaventuranza no tiene nada que ver
con los tipos de dolor que acabamos de analizar, ya sea el adecuado o el inadecuado. Al Señor le
preocupan todos los llantos legítimos de sus hijos,
y promete consolarnos y fortalecernos cuando vamos a Él en busca de ayuda. Pero esos llantos no
constituyen el tipo de tristeza que aquí se trata. Jesús está hablando del llanto o tristeza según Dios, del
lamento que solo pueden experimentar aquellos que desean pertenecerle sinceramente o que ya le
pertenecen.

Pablo habla de esta tristeza en su segunda carta a los corintios: “Porque la tristeza que es según DIOS,
produce arrepentimiento para salvación sin remordimiento, pero la tristeza del mundo produce muerte.

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Porque mirad, esto mismo de ser entristecidos según DIOS, ¡cuánta solicitud produjo en vosotros!” (2 Co.
7:10-11). El único dolor que produce vida y crecimiento espiritual es la tristeza según Dios, tristeza por el
pecado que lleva al arrepentimiento. La tristeza piadosa está ligada al arrepentimiento, y el
arrepentimiento está ligado al pecado.

Como deja en claro la primera bienaventuranza, la entrada al reino celestial empieza con ser “pobres en
espíritu”, con el reconocimiento de la bancarrota espiritual total. La única manera en que cualquier
persona puede llegar a Jesucristo es con las manos vacías, totalmente indigente y suplicando misericordia
y gracia de Dios. Sin un sentido de pobreza espiritual nadie puede entrar al reino. Y cuando entramos al
reino nunca debemos perder esa sensación, sabiendo que nada bueno mora en nosotros, es decir, en
nuestra carne (Ro. 7:18)

La pobreza espiritual lleva a la tristeza según Dios; los pobres en espíritu se convierten en los que lloran.
Después de su gran pecado que implicó a Betsabé y Urías, David se arrepintió y expresó tristeza piadosa
en Salmo 51: “Yo reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra Ti, contra Ti
solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (vv. 3-4). Job era un creyente modelo, “perfecto y
recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job. 1:1); pero aún tenía que aprender algo acerca de la
grandeza de Dios y de su propia indignidad, acerca de la sabiduría infinita de Dios y de su propia
comprensión imperfecta. Solo después que Dios permitió que todo lo que Job amaba le fuera quitado, y
luego de hablarle a su siervo sobre su soberanía y majestad, finalmente Job llegó a la experiencia de la
tristeza según Dios, de
arrepentimiento y lamento por el pecado. Job confesó: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven.
Por tanto, me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (42:5-6). Dios ama y honra una vida
moralmente recta, pero esta no sustituye un corazón humilde y contrito, el cual Dios ama y honra aún más
(Is. 66:2).

16
Según vimos en el estudio de la primera bienaventuranza, makarios (bienaventurados) significa ser feliz,
dichoso. Esa felicidad es un pronunciamiento divino, el beneficio asegurado de quienes cumplen las
condiciones que Dios requiere.

La condición de la segunda bienaventuranza es llorar: Bienaventurados los que lloran. Nueve palabras
griegas distintas se usan en el Nuevo Testamento para hablar de llanto, y que reflejan su carácter común
en la vida del hombre. El llanto está entretejido en la tela de la situación del ser humano. El historial de la
historia se resume en lágrimas. Y la situación de la tierra empeorará en lugar de mejorar. Jesús nos dice
que antes de que regrese, “se levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y
hambres, y terremotos en diferentes lugares. Y todo esto será principio de dolores” (Mt. 24:7-8). Hasta el
regreso del Señor, la historia está destinada a ir de una tragedia hacia una tragedia más grande, de tristeza
hacia una tristeza aún mayor.

De los nueve términos usados para llanto, el usado aquí (pentheō, lloran) es el más fuerte, el más severo.
Representa el dolor más profundo y la pena más sincera, y por lo general se reservaba para el sufrimiento
por la muerte de un ser querido. Se usa en la Septuaginta (Antiguo Testamento griego) para el dolor de
Jacob cuando creyó que su hijo José fue matado por un animal salvaje (Gn. 37:34). Se usa para el duelo
de los discípulos por Jesús antes que supieran que Él había resucitado de los muertos (Mr. 16:10). Se usa
en el lamento de los líderes empresariales del mundo por la muerte de sus negocios debido a la
destrucción del sistema mundial durante la tribulación (Ap. 18:11, 15).

La palabra transmite la idea de profunda agonía interior, la cual externamente podría expresarse o no por
lloriqueo, lamento o clamor. Cuando David dejó de ocultar su pecado y empezó a lamentarlo y a
confesarlo (Sal. 32:3-5), pudo declarar: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y
cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien YHVH no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu
no hay engaño” (vv. 1-2).

17
La felicidad, o dicha, no viene en el llanto mismo; viene de lo que Dios hace en respuesta al llanto, con el
perdón que tales lamentos traen. La tristeza según Dios produce el perdón de Dios, lo que trae la felicidad
de Dios. Llorar no es tan solo una experiencia psicológica o emocional que hace sentir mejor a las
personas. Es una comunión con el Dios vivo y amoroso que responde a quien llora con realidad objetiva,
¡la realidad del perdón divino!

David experimentó y expresó muchos tipos de tristeza humana comunes, tanto adecuadas como
inadecuadas. Se entristeció por la soledad, por ser rechazado, por estar desanimado o desilusionado, y por
perder un bebé. También lloró de modo excesivo por la muerte de Absalón, a quien Dios había eliminado
para proteger a Israel y al trono mesiánico de David.

Pero nada quebrantó el corazón de David como su propio pecado. Ninguna angustia fue tan profunda
como la angustia que sintió cuando finalmente vio el horror de sus ofensas contra el Señor. Fue entonces
cuando David llegó a ser feliz, cuando llegó a estar realmente triste por sus transgresiones.

El mundo declara: “Empaca tus problemas en tu mochila, y sonríe, sonríe y sonríe”. Oculte sus problemas
y finja ser feliz. La misma filosofía se aplica al pecado. Sin embargo, Jesús manifiesta: “Confiesa tus
pecados y llora, llora y llora”. Cuando lo hacemos, nuestras sonrisas pueden ser genuinas, porque nuestra
felicidad será auténtica. El llanto según Dios produce felicidad piadosa, que no puede producirla ninguna
cantidad de esfuerzo humano o fingimiento optimista, ninguna cantidad de pensamiento positivo.

Solo quienes lloran por su pecado son felices, porque los que lloran por su pecado consiguen que sus
pecados sean perdonados. El pecado y la felicidad son totalmente incompatibles. Donde el uno existe, el
otro no existe. A menos que el pecado esté perdonado y sea eliminado, la felicidad estará bloqueada.
Llorar por el pecado trae perdón de pecado, y el pecado perdonado produce una libertad y un gozo que no
puede experimentarse de ninguna otra manera.

18
Santiago nos declara: “¡Acercaos a DIOS y Él se acercará a vosotros! ¡Limpiaos las manos, oh pecadores,
y purificaos los corazones, los que sois de doble ánimo! ¡Afligíos, y lamentad y llorad! ¡Vuestra risa
conviértase en lamento y vuestro gozo en desaliento! ¡Humillaos en la presencia del Señor, y os exaltará!”
(Stg. 4:8-10).

Hay una gran necesidad en la Iglesia de hoy día de llorar en lugar de reír. La frivolidad, la necedad y la
insensatez que se dan en nombre del cristianismo deberían hacernos llorar. El consejo de Dios para la
felicidad frívola, para la felicidad autosatisfecha e indulgente es: “Sean desdichados, lloren y laméntense;
dejen que su risa se convierta en llanto, y su gozo en tristeza”.

El hijo fiel de Dios está constantemente quebrantado por su pecaminosidad, y mientras más maduro se
vuelva en el Señor más difícil le resulta ser frívolo. Ve más del amor y la misericordia de Dios, pero
también ve más de su propio pecado y del pecado del mundo. Crecer en gracia también es crecer en
conciencia de pecado. El profeta Isaías declaró en cuanto a Israel: “Aquel día YHVH Sebaot os convocó
al llanto y al lamento,
A raparse el cabello y a vestirse de saco, Pero, he aquí gozo y alegría, Matanza de bueyes, degüello de
ovejas, Y hartazgo de carne y de vino, Y dijisteis: ¡Comamos y bebamos, porque mañana moriremos!”
(Is. 22:12-13).

De manera indirecta, y tal vez real, seguimos esa filosofía cuando reímos de los chistes vulgares e
inmorales del mundo, aunque no los contemos, cuando nos entretenemos con un pecado, aunque no nos
complazcamos en él, cuando sonreímos ante una conversación impía, aunque no repitamos las palabras.
Bromear acerca del divorcio, tomar la brutalidad a la ligera, estar intrigados por la inmoralidad sexual, es
regocijarnos cuando deberíamos estar llorando, es reír cuando deberíamos estar tristes. Regocijarse “en
las perversidades del vicio” se compara con alegrarse “haciendo el mal” (Pr. 2:14). Complacerse “en la
injusticia” (2 Ts. 2:12) es participar de la maldad, sea que cometamos o no el pecado específico.

19
De los que gozan haciendo el mal, Y se alegran en las perversidades del vicio, Pr. 2:14

y sean juzgados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacieron en la injusticia. 2 Ts.
2:12

Gran parte de la Iglesia de hoy tiene un sentido incorrecto del pecado, lo cual se refleja en este incorrecto
sentido del humor. Cuando incluso sus propios miembros hacen de la iglesia el blanco de bromas, toman
a la ligera las creencias y ordenanzas, caricaturizan a sus líderes como ineptos y tontos, y hacen las
normas elevadas de pureza y justicia tema de comentarios humorísticos, la Iglesia tiene gran necesidad de
que su risa se convierta en llanto.

La Biblia reconoce un apropiado sentido del humor, humor que no es a expensas del nombre de Dios, de
la Palabra de Dios, de la Iglesia de Dios, o de alguna persona, excepto quizás de nosotros mismos. Dios
sabe que “el corazón alegre constituye buen remedio” (Pr. 17:22), pero un corazón que se regocija en el
pecado está tomando veneno, no remedio. El camino de la felicidad no está en hacer caso omiso al
pecado, mucho menos en tomarlo a la ligera, sino más bien en el dolor por el pecado que clama a Dios.

Podemos reaccionar ante la bancarrota espiritual en una de varias maneras. Al igual que los fariseos,
podemos negar la indigencia espiritual y fingir que somos espiritualmente ricos. O como monásticos y
defensores del rearme moral podemos admitir nuestra condición y tratar de cambiarla con nuestro propio
poder y por nuestros propios esfuerzos. O podemos admitir nuestra condición y luego desesperarnos por
ella a tal grado que tratemos de ahogarla en la bebida, de escapar usando drogas o por medio de
actividades, o cediendo por completo y suicidándonos como hizo Judas. Al no hallar respuesta en
nosotros mismos o en el mundo, estaríamos llegando a la conclusión de que no hay respuesta. O, tal como
el hijo pródigo, podemos admitir nuestra condición, llorar por ella, y volvernos al Padre celestial para
remediar nuestra pobreza (véase Lc. 15:11-32).

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Llorar por el pecado no es estar inmerso en la desesperación. Incluso el individuo que ha sido gravemente
disciplinado por la iglesia debe recibir perdón, consuelo y amor, “para que no sea consumido de
demasiada tristeza” (2 Co. 2:7-8). Tampoco la tristeza piadosa es revolcarse en autocompasión y falsa
humildad, que en realidad son insignias del orgullo.

La verdadera tristeza por el pecado no se enfoca en nosotros mismos, y ni siquiera en nuestro pecado,
sino en Dios, quien es el único que puede perdonar y quitar nuestro pecado. Se trata de una actitud que
empieza cuando entramos al reino y que dura mientras estemos en la tierra. Es la actitud de Romanos 7.
Contrario a alguna interpretación popular, Pablo no está hablando aquí tan solo de su antigua condición.
Los problemas del capítulo 7 no fueron experiencias de alguna vez que se reemplazaron completamente
por las victorias del capítulo 8. El apóstol dice con toda claridad: “Lo que hago, no lo entiendo; pues no
hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (7:15). Él usa aquí el tiempo presente, tal como hace
a lo largo del resto del capítulo: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien…. Porque no
hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (vv. 18-19); “Así que, queriendo yo hacer el
bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” (v. 21); “¡Miserable de mí!… Así que, yo mismo con la mente
sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (vv. 24-25).

Pablo escribió estas palabras en el apogeo de su ministerio. Pero la justicia y el pecado aún estaban
librando una batalla en su vida. Según el apóstol reconoce en el versículo 25, el camino de la victoria es
“por Jesucristo Señor nuestro”, pero el resto del versículo deja en claro que en ese tiempo la victoria aún
no era completa. Pablo sabía dónde estaba la victoria, y la había saboreado muchas veces. Pero también
sabía que en esta vida nunca se tiene una victoria permanente. La presencia de la carne se encarga de eso.
La victoria permanente está asegurada ahora para nosotros, pero hasta ahora no la hemos recibido.

Pablo no solo habló de que la creación anhela con ansias la restauración, sino de su propio anhelo de
restauración completa. “Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del
Espíritu, nosotros también - gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de
nuestro cuerpo” (Ro. 8:19, 22-23). Pablo estaba cansado del pecado, cansado de luchar por sí mismo,

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tanto en la iglesia como en el mundo. Anhelaba alivio, así que manifestó: “Y por esto también gemimos,
deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial”, y en gran manera prefería que
estuviéramos “ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Co. 5:2, 8).

La característica de la vida madura no es la falta de pecado, lo cual está reservado para el cielo, sino la
creciente conciencia de pecaminosidad. Juan advierte: “Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel
y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1Jn. 1:8-9). Los súbditos del reino
de Dios (los perdonados, los hijos de Dios y coherederos con el Hijo) se caracterizan por la continua
confesión de pecado.

—He sido liberado —me comentó hace varios años un estudiante universitario—. Alguien me explicó el
verdadero significado de 1 Juan 1:9, y ahora me doy cuenta de que ya no tengo que confesar mis pecados.
—Bien, ¿confiesas todavía tus pecados? —le pregunté.
—Le acabo de decir que ya no tengo que hacerlo nunca más —respondió.
—Sé que dijiste eso —concordé—, sin embargo, ¿confiesas aún tus pecados?
—Sí, y eso es lo que me molesta —fue la respuesta del joven.
—Me alegra mucho oír eso —le aseguré, dejando yo de estar molesto.
Entonces le hice saber que yo sabía que a pesar de la falsa enseñanza a que había sido expuesto, él era un
verdadero cristiano. Su naturaleza redimida se negaba a estar de acuerdo con la falsa enseñanza que su
mente había aceptado de manera temporal.

Penthountes (lloran) es un participio presente que indica acción continua. En otras palabras, aquellos que
están llorando continuamente son los que serán consolados continuamente. En sus noventa y cinco tesis
Martín Lutero dijo que toda la vida del cristiano es un acto continuo de arrepentimiento y contrición.
David escribió en sus salmos: “Mis iniquidades se han agravado sobre mi cabeza; como carga pesada se
han agravado sobre mí” (38:4) y “reconozco mis rebeliones, y mi pecado está siempre delante de mí”
(51:3).

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No hay constancia en el Nuevo Testamento de que Jesús riera. Se nos dice que lloró, que se enojó, que
tuvo hambre y sed, y de otras varias emociones y características. Pero no sabemos si rió. Sí sabemos que,
tal como Isaías predijo, Jesús fue un “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3). Sin
embargo, hoy día oímos hablar a menudo de otro Jesús que ríe, persuade y atrae personas al reino por
medio de su espíritu libre de prejuicios y su manera encantadora de atraer a la gente. El mundo escapista
y amigo de las diversiones de comediantes se halla ejerciendo su comercio incluso en la Iglesia, y
hallando pronta aceptación.

EL RESULTADO DE LLORAR

El resultado del llanto según Dios es el consuelo: ellos recibirán consolación. Por eso son
bienaventurados. No es el llanto lo que bendice sino el consuelo que Dios ofrece a quienes lloran de
manera piadosa.

El pronombre enfático autos (ellos) indica que solo aquellos que se entristecen por el pecado recibirán
consolación. La bendición del consuelo de Dios está reservada para los de corazón contrito. La amorosa
mano de Jesucristo enjugará las lágrimas solo de aquellos que se lamentan por su pecado.

Consolación viene de parakaleō, la misma palabra que como sustantivo se traduce Consolador en Juan
14.16, donde se nos dice que Jesús fue el primer Consolador, y que el Espíritu Santo es “otro
Consolador”.

El Antiguo Testamento también habla de que Dios consuela a los que lloran. Isaías nos dice que el Mesías
viene, entre otras cosas: “a consolar a todos los enlutados; a ordenar que a los afligidos de Sion se les dé
gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado”
(Is. 61.2-3). David fue consolado por la vara y el cayado de su Pastor divino (Sal. 23.4).

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Cuando nuestro llanto sube hasta el trono de Dios, su consuelo inigualable e incomparable desciende de
Él por medio de Cristo y llega hasta nosotros. El nuestro es el “Dios de toda consolación” (2 Co. 1.3), que
siempre está dispuesto a suplir nuestras necesidades, amonestando, compadeciéndose, alentando y
fortaleciendo. Dios es un Dios de consolación, Cristo es un Cristo de consolación, y el Espíritu Santo es
un Espíritu de consolación. ¡Como creyentes tenemos el consuelo de toda la Trinidad!
El tiempo futuro en recibirán no se refiere al final de nuestras vidas o al final de la era. Al igual que otras
bendiciones de Dios, esta se completará solo cuando veamos cara a cara a nuestro Señor. En el estado
celestial eterno “enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más
llanto, ni clamor, ni dolor” (Ap. 21:4).

Pero la consolación de Mateo 5:4 es futura solo en el sentido de que la bendición viene después de la
obediencia; el consuelo viene después del llanto. A medida que lloremos continuamente por nuestro
pecado, seremos continuamente consolados, ahora, en esta vida actual. Dios no es solamente el Dios de la
consolación futura sino también del consuelo presente. “Dios nuestro Padre” ya “nos dio consolación
eterna y buena esperanza por gracia” (2 Ts. 2:16).

Incluso la Palabra escrita de Dios es un regalo consolador que se nos entrega para animarnos y darnos
esperanza (Ro.15:4). Al igual que el mismo Dios nos ofrece consuelo y su Palabra también nos lo brinda,
somos llamados a consolarnos unos a otros con las promesas de su Palabra (1 Ts. 4:18; cp. 2 Co. 1:6;
7:13; 13:11).

La felicidad viene a los tristes, porque su tristeza según Dios conduce al consuelo de Dios. Jesús declaró:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt. 11:28). Él levantará
la carga de aquellos que lloran por el pecado, y dará descanso a los que están cansados de pecar. Tantas
veces como confesemos nuestro pecado, Él es fiel para perdonar, y mientras lloremos por el pecado, Él es
fiel para consolar.

CÓMO LLORAR

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¿Qué implica el verdadero dolor por el pecado? ¿Cómo podemos llegar a ser dolientes según Dios?

ELIMINEMOS OBSTÁCULOS
El primer paso requiere quitar los obstáculos que nos impiden llorar: aquello que nos mantiene contentos
con nosotros mismos, lo que nos hace resistir el Espíritu de Dios y cuestionar su Palabra, y lo que
endurece nuestros corazones. Un corazón de piedra no solo no llora, sino que es insensible a Dios, y el
arado de la gracia divina no puede quebrantarlo. Un corazón así tan solo almacena ira hasta el día de la
ira.

El amor al pecado es el principal obstáculo para llorar. Aferrarse al pecado inmoviliza y petrifica
un corazón. La desesperación obstaculiza el llanto porque significa renunciar a Dios y negarse a creer
que Él puede salvar y ayudar. La desesperación significa ponernos fuera de la gracia de Dios. De
tales personas Jeremías escribe: “Pero ellos responderán: Es inútil, porque seguiremos andando en pos
de nuestros propios designios, y cada cual seguirá tras la obstinación de su malvado corazón.” (Jer.
18:12). El que se desespera cree que está destinado a pecar. Puesto que cree que Dios ha renunciado a él,
él renuncia a Dios. La desesperación excusa al pecado pues elige creer que no hay alternativa. La
desesperación oculta la misericordia de Dios detrás de una nube de duda creada por uno mismo.

Otro obstáculo es la arrogancia, que trata de ocultar el pecado mismo y elige creer que no
hay nada por lo cual llorar. Es la contraparte espiritual de un médico que trata un cáncer como si
fuera un resfriado. Si fue necesario que Jesucristo derramara su sangre en la cruz para salvarnos
de nuestro pecado, ¡nuestro pecado debe ser realmente algo grande!

La vanagloria obstaculiza el llanto porque realmente es una forma de orgullo. Reconoce la


necesidad de la gracia, pero no de mucha gracia. Se satisface con gracia barata, esperando que Dios
perdone poco porque ve que es poco lo que debe perdonarse. La vanagloria cree que los pecados
son malos, pero no tanto como para tener que confesarlos, arrepentirse de ellos y abandonarlos. No
obstante, el Señor declaró por medio de Isaías: “¡Deje el malo su camino, Y el inicuo sus pensamientos, Y
conviértase a YHVH, que se apiadará de él; A nuestro Elohim, que es grande en perdonar!” (Is. 55:7).
Ningún perdón se le ofrece al individuo vanaglorioso que no se arrepiente y que se niega a
abandonar su pecado. El evangelio que enseña lo contrario siempre ha sido popular, como claramente
sucede en nuestros días. Pero es un evangelio falso, “un evangelio diferente” (Gá. 1:6), una distorsión y
contradicción del evangelio de las Escrituras.

El aplazamiento obstaculiza el llanto piadoso simplemente aplazándolo. Declara: “Uno de estos


días, cuando las cosas estén bien, echaré una mirada seria a mis pecados, los confesaré, y pediré perdón y
limpieza a Dios”. Pero el aplazamiento es insensato y peligroso, porque no sabemos “lo que será mañana.
Porque ¿qué es [nuestra] vida? Ciertamente es neblina que se aparece por un poco de tiempo, y luego se
desvanece” (Stg. 4:14). Cuanto antes tratemos con la enfermedad del pecado, más pronto llegará el

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consuelo. Si no tratamos con él no tenemos seguridad de que alguna vez llegue el consuelo, porque no
tenemos certeza de que tendremos tiempo de confesarlo más adelante.

El paso más importante que podemos dar con la finalidad de deshacernos de los obstáculos para el
llanto, cualesquiera que sean, es mirar la santidad de Dios y el gran sacrificio de llevar el pecado en la
cruz. Si ver a Cristo morir por nuestros pecados no derrite un corazón duro o no quebranta un corazón
endurecido, tal corazón está más allá del derretimiento o el quebranto. En su poema “Viernes Santo”,
Christina Rossetti nos ofrece estos conmovedores pensamientos:

¿Soy acaso una piedra y no una oveja,


que pueda permanecer, Oh Cristo, bajo tu cruz,
para contar gota a gota tu agónica pérdida de sangre
y sin embargo, no llorar?

No así esas mujeres que amaron,


quienes con gran dolor te lloraron;
no así el caído Pedro que amargamente lloró;
no así el ladrón que fue conmovido;
no así el sol y la luna
que ocultaron sus rostros en un cielo sin estrellas.
Un horror de gran oscuridad en pleno mediodía…
Yo, solamente yo.

Sin embargo, no renuncies


busca a tu oveja, Pastor verdadero del rebaño;
Tú que eres más grande que Moisés, gira y mira una vez más
y con firmeza golpea esta roca.

ESTUDIEMOS LA PALABRA DE DIOS

El segundo paso hacia el llanto según Dios es estudiar el pecado en la Biblia, a fin de aprender lo
malo y repulsivo que le resulta a Dios, y lo destructivo y condenatorio que es para nosotros. De
David debemos aprender a mantener nuestro pecado siempre delante de nosotros (Sal. 51:3), y de Isaías a
exclamar: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque [soy] hombre inmundo de labios” (Is. 6:5). De Pedro
debemos aprender a reconocer: “Soy hombre pecador” (Lc. 5:8) y de Pablo a confesar que somos los
principales pecadores (1 Ti. 1:15). Así como oímos que aquellos grandes hombres de Dios hablaron
de su pecado, estamos obligados a enfrentar la realidad y lo profundo de nuestra propia maldad.

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El pecado pisotea las leyes de Dios, pasa por alto su amor, contrista su Espíritu, desprecia su
perdón y bendición, y en todo sentido se resiste a su gracia. El pecado nos debilita y nos hace
impuros. Nos roba el consuelo y, mucho más importante, le roba la gloria a Dios.

OREMOS
El tercer paso hacia el llanto según Dios es orar por contrición de corazón, lo cual solo Dios puede
otorgar, pues Él nunca se niega a concederlo a quienes se lo piden. Siempre debemos reconocer que la
humildad depende de la obra del Señor. La senda del llanto piadoso no yace en obras humanas de
presalvación, sino en la gracia salvadora de Dios.
CÓMO SABER SI LLORAMOS COMO CRISTO MANDA

No es difícil saber si nuestro llanto es según Dios o no. Primeramente, debemos preguntarnos si
somos sensibles al pecado. Si reímos ante él, si lo tomamos a la ligera o lo disfrutamos, podemos
estar seguros de que no estamos llorando por el pecado, y que nos hemos salido de la esfera de
bendición de Dios.

El simulacro de justicia de los hipócritas que hacen todo lo posible por parecer santos por fuera (véase
Mt. 6:1-18) no muestra sensibilidad hacia el pecado, solo sensibilidad hacia el prestigio y la reputación
personal. Tampoco la presenta el simulacro de gratitud de quienes dan gracias a Dios por ser mejores que
otras personas (Lc. 18:11). Saúl sintió
remordimiento por haber desobedecido a Dios al no matar al rey Agag y haber mantenido con vida a los
mejores animales de los amalecitas; pero él no estaba arrepentido, ni lloró por su pecado. En lugar de eso
trató de excusar sus acciones afirmando que salvó los animales para que pudieran ser sacrificados a Dios,
y que fue el pueblo el que lo llevó a hacer lo que hizo. Dos veces admitió que había pecado, e incluso
pidió perdón a Samuel. Pero su preocupación real no fue la honra del Señor sino la suya propia. “Yo he
pecado; pero te ruego que me honres delante de los ancianos de mi pueblo y delante de Israel” (1 S.
15:30). Saúl mostró remordimiento impío, no llanto según Dios.

El doliente según Dios tendrá verdadera tristeza por sus pecados. Su principal preocupación es por
el daño que su pecado hace a la gloria de Dios, no por el daño que su exposición al pecado pudo haber
traído a su propia reputación o bienestar.

Si nuestra pena es según Dios sufriremos por los pecados de compañeros creyentes y por los pecados del
mundo. Clamaremos junto con el salmista: “Ríos de agua descendieron de mis ojos, porque no guardaban
tu ley” (Sal. 119:136). Igual que Jeremías desearemos que nuestras cabezas fueran fuentes de agua que
pudieran tener suficientes lágrimas para derramar (Jer. 9:1; cp. Lm. 1:16). Junto con Ezequiel
buscaremos a nuestro alrededor creyentes fieles “que gimen y que claman a causa de todas las
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abominaciones que se hacen en medio de ella” (Ez. 9:4; cp. Sal. 69:9). Miraremos hacia la comunidad
donde vivimos y lloraremos, tal como Jesús miró hacia Jerusalén y lloró (Lc. 19:41).

La segunda manera de determinar si tenemos llanto genuino por el pecado es revisar nuestro
sentido del perdón de Dios. ¿Hemos experimentado la liberación y la libertad de saber que nuestros
pecados están perdonados? ¿Tenemos la paz y el gozo del Señor en nuestra vida? ¿Podemos señalar la
verdadera felicidad que Él nos ha concedido en respuesta a nuestro llanto? ¿Tenemos el consuelo divino
que Dios promete a aquellos que ha perdonado, que ha limpiado y cuyas vidas ha purificado?

Los dolientes según Dios “que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán. Irá andando y
llorando el que lleva la preciosa semilla; mas volverá a venir con regocijo, trayendo sus gavillas” (Sal.
126.5-6).

Bienaventurados los mansos

Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. (5:5)

Al igual que las primeras dos bienaventuranzas, esta debió haber sido impactante y desconcertante para
los oyentes de Jesús, quien enseñaba principios que eran totalmente extraños a la manera de pensar de
ellos.

Los oyentes de Jesús sabían cómo actuar espiritualmente de manera orgullosa y autosuficiente. Eran
expertos en mostrar una fachada piadosa. Ellos creían de veras que el Mesías estaba a punto de llegar y
que los felicitaría por la bondad que mostraban. Por ser el pueblo escogido de Dios al fin daría al pueblo
judío el lugar que le correspondía en el mundo: una posición por sobre todas las demás naciones.

Los judíos anticipaban con impaciencia que el Mesías los trataría con ternura a ellos y con dureza a sus
opresores que por casi cien años habían sido los romanos. Después de la revolución macabea que los
liberó de Grecia, los judíos tuvieron un breve período de independencia. Pero el gobierno de Roma,
aunque no tan cruel y destructivo, era mucho más poderoso que el de Grecia. Desde el año 63 a.C.,
cuando Pompeyo anexó Palestina a Roma, la región había sido gobernada principalmente por reyes títeres

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de la familia herodiana y por gobernadores romanos, o procuradores, el más conocido de los cuales para
nosotros fue Pilato.

Los judíos despreciaban tanto la opresión romana que a veces llegaban incluso a negar que existiera. Un
día mientras Jesús enseñaba en el Monte de los Olivos tuvo uno de sus más fuertes intercambios con los
fariseos. Cuando dijo “a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra,
seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”, la respuesta de
los fariseos fue extraña, pues reclamaron: “Linaje de Abraham somos, y jamás hemos sido esclavos de
nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?” (Jn. 8:31-33). Por supuesto, la realidad de la historia de Israel era
de conquista y opresión reiteradas: por parte de los egipcios, los asirios, los medas y persas, los griegos, y
en esa misma época, los romanos. Al parecer el orgullo no permitía a esos fariseos reconocer uno de los
hechos más evidentes de la historia de su nación y de la situación en que se hallaban.

Todos los judíos esperaban liberación de alguna manera y por alguna vía. Muchos esperaban que la
liberación llegara a través del Mesías. Dios había prometido directamente al piadoso Simeón “que no
vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor”, es decir, al Mesías (Lc. 2:26). La expectativa de
Simeón se cumplió cuando recibió el privilegio de ver al Mesías verdadero como un bebé. Sin embargo,
otros como los fariseos, esperaban que el Mesías llegara con gran fanfarria y una poderosa demostración
de poder sobrenatural. Suponían que de modo milagroso Él quitaría de encima el yugo de Roma y
establecería un estado judío, una teocracia revivida y una nación santa que gobernaría el mundo. Otros,
tales como los materialistas saduceos, esperaban el cambio por medio de arreglos políticos, lo cual les
traía desprecio de muchos compañeros judíos. Los esenios monásticos, aislados física y filosóficamente
del resto del judaísmo, vivían en gran manera como si Roma y el resto del mundo no existieran.

Los zelotes, como su nombre indica, eran los defensores más francos y activos de la liberación. Muchos
de ellos esperaban que el Mesías viniera con un poderoso e irresistible líder militar que conquistaría a
Roma de la misma manera que Roma los había conquistado. Sin embargo, no esperaban con pasividad a
su Libertador, sino que estaban decididos a que, cuandoquiera y comoquiera que Él pudiera venir, ellos
harían su parte para hacerle más fácil el trabajo. Su número, influencia y poder siguieron creciendo hasta
que Roma intentó brutalmente aplastar la resistencia judía. En el año 70 d.C. Tito destruyó totalmente
Jerusalén y masacró a más de un millón de judíos. Tres años después Lucio Flavio Silva finalmente
triunfó en su prolongado sitio contra la fortaleza en Masada. Cuando la rebeldía judía siguió frustrando a
Roma, Adriano arrasó con toda Palestina durante los años 132-35 y destruyó de modo sistemático la
mayoría de ciudades, masacrando a los judíos que vivían en ellas.

En la época de Jesús los agresivos y rebeldes zelotes no eran muchos en número, pero tenían la simpatía y
el apoyo moral de gran parte del pueblo que quería el derrocamiento de Roma, por cualquier medio que se
lograra.

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En consecuencia, cualquiera que fuera la forma en que los variados grupos de personas esperaban que el
Mesías llegara, no anticiparon una venida en humildad y mansedumbre. Pero estas fueron las mismas
actitudes que Jesús, Aquel a quien Juan el Bautista había anunciado como el Mesías, estaba enseñando y
practicando. La idea de un Mesías manso que guiara a un pueblo manso estaba muy lejos de cualquiera de
los conceptos que tenían del reino mesiánico. Los judíos entendían el poder militar y el poder milagroso,
y aunque era poco popular, entendían incluso el poder del compromiso; pero no entendían el poder de la
mansedumbre.

Los judíos al final rechazaron como un todo a Jesús porque Él no les cumplió sus expectativas
mesiánicas. Incluso predicó en contra del medio en que ellos habían puesto su esperanza. Primero lo
rechazaron, después lo odiaron, y finalmente lo mataron porque en lugar de aprobarles su religión Él la
condenó, y en lugar de guiarlos a la independencia de Roma desdeñó las acciones revolucionarias y
ofreció un camino de incluso mayor sumisión.

En sus mentes Jesús no podía ser el Mesías, y la evidencia final de esto fue la crucifixión. El Antiguo
Testamento enseñaba que cualquiera que colgaba de un madero era “maldito por Dios” (Dt. 21:23), pero
así es exactamente como terminó la vida de Jesús: ignominiosamente en una cruz, y en una cruz romana.
Mientras Él colgaba agonizante, algunos de los líderes judíos no pudieron resistir una última burla contra
la afirmación que Jesús hacía de ser el Salvador y Mesías: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar;
si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en Él. Confió en Dios; líbrele ahora si le
quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios” (Mt. 27:42-43).

En los primeros días de la predicación apostólica, la muerte y resurrección de Cristo eran los más grandes
obstáculos para creer en el evangelio. Las ideas eran locura para los gentiles y tropezadero para los judíos
(1 Co. 1:23). El evangelio era locura para aquellos gentiles que consideraban que el cuerpo era
intrínsecamente malo, y creían que era absurdo que el Salvador del mundo no solo hubiera permitido que
lo mataran; sino que había regresado de los muertos en forma corporal.

Para los judíos el evangelio era tropezadero porque la idea de que el Mesías muriera, y peor incluso en
una cruz, era totalmente impensable. ¿Cómo era posible que un Mesías que enseñó por unos pocos años,
sin lograr absolutamente nada que cualquiera pudiera ver, y que luego fue rechazado y matado por los
maestros religiosos, fuera digno que se creyera en Él? (cp. Hch. 3:17-18).

Pero el rechazo a Jesús comenzó mucho tiempo antes de su crucifixión. Cuando en el Sermón del Monte
empezó a enseñar pobreza de espíritu, llanto y mansedumbre, el pueblo sintió que algo andaba mal. Este
extraño predicador difícilmente podía ser el libertador que estaban esperando. Las grandes causas las
pelean los orgullosos, no los humildes. No se pueden obtener victorias mientras se llora, y sin duda
alguna nunca se podría vencer a Roma con mansedumbre. A pesar de todos los milagros del ministerio de
Jesús, el pueblo no creyó realmente en Él como el Mesías porque no actuó con poder

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militar o milagroso contra Roma.

Los judíos no esperaban el Mesías que Dios les había dicho que iba a venir. Hicieron caso omiso a partes
de la Palabra de Dios tales como Isaías 40—60, que de modo claro y vívido describen al Mesías no solo
como el Siervo Sufriente sino como el Señor conquistador. No podían aceptar la idea de que pudieran
aplicarse al Mesías, al venidero gran liberador de los judíos, descripciones tales como: “No hay parecer
en Él, ni hermosura…. Despreciado y desechado entre los hombres… Angustiado Él, y afligido… como
cordero fue llevado al matadero… fue cortado de la tierra de los vivientes”, y “se dispuso con los impíos
su sepultura” (Is. 53:2-3, 7-9).

Delante de Él anunciamos acerca de un niño que crecerá como una raíz en tierra seca,
En el cual no hay hermosura ni gloria, Y nosotros lo vimos, pero no tenía atractivo ni hermosura. 
Despreciado y desechado entre los hombres, Varón de dolores, experimentado en quebranto, Escondimos
de Él el rostro, fue menospreciado, y lo tuvimos por nada. Is. 53.2-3

A causa de su aflicción, no abrió su boca; Como oveja fue llevado al matadero, Como un corderito mudo
delante del que lo trasquila, Así no abre su boca; Mediante juicio fue quitado con violencia, Y su
generación, ¿quién la contará? Porque su vida es quitada de la tierra, Y por la transgresión de mi pueblo
fue llagado.  Dispusieron su sepultura con los impíos, Pero con el rico fue su tumba, Y aunque no hizo
pecado ni fue hallado engaño en su boca, Is. 53. 7-9
La piedra que desecharon los edificadores Ha venido a ser cabeza del ángulo. Sal 118:22

La enseñanza de Jesús pareció nueva e inaceptable a la mayoría de sus oyentes simplemente porque el
Antiguo Testamento fue rechazado y malinterpretado en gran manera. Ellos no reconocieron al humilde y
abnegado Jesús como el Mesías, porque no reconocieron al Siervo Sufriente de Dios como el Mesías. Esa
no era la clase de Mesías que deseaban.

SIGNIFICADO DE MANSEDUMBRE

Mansos viene de praos, que básicamente significa suave o blando. A veces el término se utilizaba para
describir un medicamento relajante o una brisa ligera. Se usaba para potros y otros animales cuyos
espíritus naturalmente salvajes eran domesticados por un domador, de tal modo que pudieran realizar un
trabajo útil. Como actitud humana significaba ser de espíritu apacible, dócil, sumiso, tranquilo,
misericordioso. Durante su entrada triunfal en Jerusalén, Jesús fue aclamado como el Rey venidero,
aunque era “manso, y [estaba] sentado sobre una asna” (Mt. 21:5). Pablo se refirió con cariño a “la
mansedumbre y ternura de Cristo” (2 Co. 10:1) como el modelo para su propia actitud.

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La diferencia esencial entre ser pobres en espíritu y ser sumisos, o mansos, podría ser que la pobreza en
espíritu se enfoca en nuestra pecaminosidad, mientras que la mansedumbre se centra en la santidad de
Dios. La actitud básica de la humildad subyace en ambas virtudes. Cuando nos miramos con sinceridad
somos humildes al ver lo pecadores e indignos que somos; cuando miramos a Dios nos volvemos
humildes al ver lo justo y digno que Él es.

De nuevo podemos ver la lógica secuencia y progresión en las Bienaventuranzas. La pobreza en espíritu
(lo primero) es negativa, y da como resultado el llanto (lo segundo). La mansedumbre (lo tercero) es
positiva, y resulta en buscar justicia (lo cuarto). Ser pobres en espíritu hace que nos volvamos de nosotros
mismos en llanto, y la mansedumbre nos hace volvernos hacia Dios en busca de su justicia.

Las bendiciones de las Bienaventuranzas se conceden a aquellos que son realistas en cuanto a su propia
pecaminosidad, que se arrepienten de sus pecados, y que responden ante Dios en justicia divina. Los que
no tienen bendición, los infelices y que están fuera del reino son los orgullosos, los arrogantes, los que no
se arrepienten; es decir, los autosuficientes y santurrones que no ven en sí mismos ninguna indignidad y
no sienten necesidad de la ayuda y la justicia de Dios.

La mayoría de oyentes de Jesús, al igual que los hombres caídos a lo largo de la historia, estaban
preocupados por justificar sus propios caminos, por defender sus propios derechos, y por servir a sus
propios fines. El camino de la sumisión no era su camino, y por tanto el reino verdadero no era su
verdadero reino. Los orgullosos fariseos querían un reino milagroso, los vanidosos saduceos querían un
reino materialista, los engreídos esenios querían un reino monástico, y los altivos zelotes querían un reino
militar. El humilde Jesús les ofreció un reino manso.

La mansedumbre siempre ha sido el camino de Dios para el hombre. Se trata del camino del Antiguo
Testamento. En el libro de Job se nos dice que Dios “pone a los humildes en altura, y a los enlutados
levanta a seguridad” (5.11). Moisés, el gran libertador y dador de la ley de los judíos, “era muy manso,
más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Nm. 12.3). David, el gran rey de los judíos, el
supremo héroe militar que tuvieron, escribió que el Señor “encaminará a los humildes por el juicio, y
enseñará a los mansos su carrera” (Sal. 25.9).

La mansedumbre es el camino del Nuevo Testamento. Es la enseñanza de Jesús en las Bienaventuranzas y


también en otros lugares, y continuamente la enseñaron los apóstoles. Pablo suplicó a los efesios: “Os
ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y
mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor” (Ef. 4.1-2). A los colosenses les

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exhortó a vestirse “de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
paciencia” (Col. 3.12). A Tito le dijo que recordara a quienes estaban bajo su liderazgo “que se sujeten a
los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie
difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los
hombres” (Tit. 31-2).

La mansedumbre no connota debilidad. La palabra se usa en mucha literatura extra bíblica para referirse a
la domesticación de un animal. Mansedumbre significa poder puesto bajo control. Una persona sin
mansedumbre es “como ciudad derribada y sin muro” (Pr. 25:28). “Mejor es el que tarda en airarse que el
fuerte; y el que se enseñorea de su espíritu, que el que toma una ciudad” (Pr. 16:32). Un potro sin domar
es inútil; la medicina que es demasiado fuerte dañará en vez de curar; un viento descontrolado destruye.
La emoción fuera de control también destruye, y no tiene lugar en el reino de Dios. La mansedumbre usa
sus recursos de modo apropiado.

Mansedumbre es lo opuesto a violencia y venganza. Por ejemplo, la persona mansa acepta con gozo la
incautación de sus bienes, pues sabe que tiene posesiones infinitamente mejores y más permanentes
esperándole en el cielo (He. 10:34). El individuo manso ha muerto a sí mismo, y por tanto no se preocupa
por agravios que le hagan, o por pérdida, insultos o abusos en su contra. No se defiende, primero porque
esa es la orden y el ejemplo del Señor, y segundo porque sabe que no merece defenderse. Al ser pobres en
espíritu y haber llorado por su gran pecaminosidad, los individuos mansos sufren humildemente delante
de Dios, sabiendo que no tienen nada por qué elogiarse.

Mansedumbre no es cobardía ni debilidad emocional. No es falta de convicción ni simple simpatía


humana, sino que su valor, su fortaleza, su convicción y su amabilidad vienen de Dios, no del yo. El
espíritu de mansedumbre es el espíritu de Cristo, quien defendió la gloria de su Padre, pero se entregó en
sacrificio por otros. Dejándonos un ejemplo que debemos seguir, Cristo “no hizo pecado, ni se halló
engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no
amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:21-23). Aunque no tuvo pecado
y, por tanto, nunca mereció crítica o maltrato, Jesús no se reveló contra la calumnia, no correspondió a la
injusticia, ni amenazó a sus atormentadores. El único ser humano que no hizo algo malo, el único que
siempre tuvo una defensa perfecta, nunca se defendió.

Cuando la casa de su Padre fue profanada por cambistas y vendedores de sacrificios, el Señor, “haciendo
un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes; y esparció las monedas de
los cambistas, y volcó las mesas” (Jn. 2:14-15). Jesús denunció de manera mordaz y reiterada a los
hipócritas y malvados dirigentes religiosos; dos veces limpió el templo a la fuerza; y sin temor alguno
pronunció juicio divino sobre los que abandonaban y corrompían la Palabra de Dios. Sin embargo, Jesús
ni una sola vez levantó un dedo o dio una respuesta ingeniosa en su propia defensa. Aunque en cualquier

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tiempo pudo haber llamado legiones de ángeles que se pusieran a su lado (Mt. 26:53), se negó a usar
poder natural o sobrenatural para beneficio propio. La mansedumbre no es debilidad, pero no usa su
poder para su propia defensa o propósitos egoístas. La mansedumbre es poder rendido por completo al
control de Dios.

LA MANIFESTACIÓN DE LA MANSEDUMBRE

La mejor manera de describir la mansedumbre es ilustrarla, a fin de verla en acción. La Biblia está llena
de relatos instructivos sobre mansedumbre.

Después que Dios llamara a Abraham de Ur de los caldeos a la tierra prometida, y luego de haber hecho
el maravilloso e incondicional pacto con él, surgió una disputa sobre las tierras de pastoreo entre los
siervos de Abraham y los de su sobrino Lot. Toda la tierra de Canaán se le había prometido a Abraham.
Este era el elegido de Dios y el padre del pueblo escogido de Dios. Por otra parte, Lot era esencialmente
un parásito, un pariente político que en gran manera dependía de Abraham para su bienestar y seguridad.
Además de eso, Abraham era el tío de Lot y mucho mayor que este. No obstante, Abraham dejó de buena
gana que Lot tomara cualquier tierra que quisiera, cediéndole por tanto sus derechos y prerrogativas por el
bien del sobrino, por el bien de la armonía entre las dos casas, y por el bien del testimonio que tenían
delante del “cananeo y el ferezeo [que] habitaban entonces en la tierra” (Gn. 13.5-9). Esas cosas eran
mucho más importantes para Abraham que defender sus propios derechos. Él tenía tanto el derecho como
el poder para hacer como le agradara en el asunto, pero en mansedumbre renunció con gusto a sus
derechos y puso a un lado su poder.

José fue maltratado por sus celosos hermanos y finalmente vendido como esclavo. Cuando por el
misericordioso plan de Dios, José llegó a ser en Egipto el segundo al mando solo debajo de Faraón,
estuvo en condiciones de vengarse de forma severa de sus hermanos. Al venir estos a Egipto en busca de
alimento para sus hambrientas familias, José fácilmente pudo haberse negado y en realidad pudo haber
puesto a sus hermanos en esclavitud más grave que la de aquellos a quienes lo vendieron. Pero él solo
tenía perdón y amor por sus hermanos. Cuando finalmente les reveló quién era “se dio a llorar a gritos; y
oyeron los egipcios, y oyó también la casa de Faraón” (Gn. 45.2). Entonces les anunció: “Ahora, pues, no
os entristezcáis, ni os pese de haberme vendido acá; porque para preservación de vida me envió Dios
delante de vosotros” (vv. 5, 8). Más tarde les declaró: “No temáis; ¿acaso estoy yo en lugar de Dios?
Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para
mantener en vida a mucho pueblo” (50.19-20). Con mansedumbre José entendió que la función de Dios
era juzgar, y que el suyo era perdonar y ayudar.

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Moisés mató a un egipcio que estaba golpeando a unos esclavos hebreos; se enfrentó al faraón para exigir
la liberación de su pueblo; y se enojó a tal grado por la orgía que Aarón y el pueblo celebraban alrededor
del becerro de oro, que estrelló contra el suelo el primer juego de tablas con los Diez Mandamientos. Sin
embargo, fue llamado “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Nm. 12.3).
Moisés descargó su ira contra quienes dañaron y esclavizaron a su pueblo y se rebelaron contra Dios, pero
no descargó su ira contra los que lo maltrataron o exigieron derechos y privilegios personales.

Cuando Dios lo llamó a sacar a Israel de Egipto, Moisés se sintió totalmente inadecuado y suplicó:
“¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?” (Éx. 3.11). Después que
Dios le explicó el plan para que Moisés confrontara al faraón, Moisés volvió a rogar: “¡Ay, Señor! nunca
he sido hombre de fácil palabra, ni antes, ni desde que tú hablas a tu siervo; porque soy tardo en el habla y
torpe de lengua” (4.10). Moisés defendería a Dios delante de cualquiera, pero no se defendió delante de
Él.

David fue escogido por Dios y ungido por Samuel para reemplazar a Saúl como rey de Israel. Pero
cuando en la cueva de En-Gadi tuvo la oportunidad de quitarle la vida a Saúl, tal como este a menudo
había tratado de quitarle la suya, David se negó a hacerlo. Él tenía tan gran respeto por el cargo de rey, a
pesar de la maldad y el maltrato que este monarca en particular le había ocasionado, que “Y después de
esto, aconteció que el corazón de David lo remordió por haber cortado la orilla del manto de Saúl. Y dijo
a sus hombres: ¡Líbreme YHVH de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de YHVH, que yo extienda
mi mano contra él, pues es el ungido de YHVH!” (1 Sam. 24.5-6).

Muchos años más tarde, después que Absalón el hijo rebelde de David hiciera huir a su padre de
Jerusalén, un miembro de la familia de Saúl llamado Simei maldijo a David y le tiró piedras. Cuando uno
de los soldados de David quiso cortarle la cabeza a Simei, David se lo impidió diciendo: “He aquí, mi hijo
que ha salido de mis entrañas, acecha mi vida; ¿cuánto más ahora un hijo de Benjamín? Dejadle que
maldiga, pues YHVH se lo ha dicho. Quizá mirará YHVH mi aflicción, y me dará YHVH bien por sus
maldiciones de hoy” (2 Sam. 16.5-12).

No injuriarás a los jueces, ni maldecirás a un príncipe de tu pueblo. Éx. 22:28

Por el contrario, el rey Uzías, que comenzó a reinar a los dieciséis años de edad y que “hizo lo
recto a ojos de YHVH, conforme a todo lo que había hecho su padre Amasías. Y persistió en buscar a
Elohim en los días de Zacarías, entendido en visiones de Elohim. Y en los días en que buscó a YHVH,
Ha-Elohim lo hizo prosperar.” (2 Cr. 26.4-5), confió demasiado en sí mismo luego que el Señor le diera
grandes victorias sobre los filisteos, amonitas y otros enemigos. “Sin embargo, cuando llegó a ser fuerte,
su corazón se enalteció hasta corromperse, y fue infiel a YHVH su Elohim, pues llegó a entrar en la Casa
de YHVH para quemar incienso sobre el altar del incienso.” (v. 16). Uzías pensó que no estaba haciendo

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nada malo, y con gran arrogancia realizó un ritual que sabía que estaba restringido a los sacerdotes. Se
preocupó tanto en exaltarse y glorificar su grandeza, que desobedeció al Dios que lo había engrandecido y
hasta profanó el templo del Señor. En consecuencia, “Y el rey Uzías fue leproso hasta el día de su muerte,
y habitó leproso en una casa aislada, pues había sido excluido de la Casa de YHVH. Y su hijo Jotam
quedó a cargo de la casa real, juzgando al pueblo de la tierra.” (v. 21).

De los muchos ejemplos de mansedumbre en el Nuevo Testamento, el más grande después del
mismo Jesús fue Pablo. Él era el más educado de los apóstoles y aquel que, hasta donde podemos saber,
Dios usó más amplia y eficazmente. Sin embargo, se negó a poner cualquier confianza en sí mismo, “en
la carne” (Fil. 3:3), sabiendo que podía hacer todas las cosas, pero solo “en el que me fortalece!” Fil.
4.13.

EL RESULTADO DE LA MANSEDUMBRE

Al igual que con las otras bienaventuranzas, el resultado general de la mansedumbre es ser
bienaventurados, ser divinamente felices. Dios da a los mansos su propia alegría y felicidad.

Sin embargo, más específicamente los mansos… recibirán la tierra por heredad. Después de crear
al hombre a su imagen, Dios le entregó el dominio sobre toda la tierra (Gn. 1.28). Los súbditos de su
reino algún día entrarán a esa heredad prometida, largamente perdida y pervertida luego de la caída. De
ellos será el paraíso recuperado.

Un día Dios reclamará por completo su dominio terrenal, y aquellos que se han convertido en sus
hijos por medio de la fe en el Hijo gobernarán ese dominio con Él. Además, los únicos que se convierten
en sus hijos y súbditos del reino divino son aquellos que resultan ser bienaventurados, quienes son
mansos porque comprendieron su indignidad y pecaminosidad, y confiaron en la misericordia de Dios. El
pronombre enfático autos (ellos) vuelve a usarse (véase vv. 3, 4), indicando que solo aquellos que son
mansos recibirán la tierra por heredad.

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Casi todos los judíos creían que el gran reino venidero del Mesías pertenecería a los fuertes, de los
cuales los judíos serían los más fuertes. Pero el Mesías mismo dijo que el reino pertenecía a los mansos,
judíos y gentiles por igual.

Klēronomeō (heredad) se refiere a recibir la parte asignada a alguien, la herencia legítima de esa
persona. Esta bienaventuranza es casi una cita directa de Salmos 37.11: “Los mansos heredarán la tierra”.
Por muchas generaciones los judíos fieles se habían preguntado, así como el pueblo de Dios hoy día a
veces se pregunta, por qué los malvados e impíos parecen prosperar y los justos y piadosos parecen sufrir.
A través de David, Dios le aseguró a su pueblo: “De aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar,
y no estará allí” (v. 10). La hora del juicio del individuo malvado iba a llegar, así como la hora de
bendición para la persona justa.

Nuestra responsabilidad es confiar en el Señor y obedecer su voluntad. El ajuste de cuentas, sea en


juicio o bendición, está en sus manos y se logrará exactamente en el tiempo correcto y en la manera
correcta. Mientras tanto, los hijos de Dios viven en fe y esperanza basadas en la promesa segura, el
pronunciamiento divino, de que recibirán la tierra por heredad.

Pablo advierte y asegura a los corintios, expresando: “Ninguno se gloríe en los hombres; porque
todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente,
sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Co. 3.21-23). Puesto que
pertenecemos a Cristo, nuestro lugar en el reino es tan seguro como el de Él.

También es seguro “que los injustos no heredarán el reino de Dios” (1 Co. 6.9). Un día el Señor
quitará la tierra de las manos de los malvados y se la dará a su pueblo justo, al cual usará “para ejecutar
venganza entre las naciones, y castigo entre los pueblos; para aprisionar a sus reyes con grillos, y a sus
nobles con cadenas de hierro; para ejecutar en ellos el juicio decretado” (Sal. 149.7-9).

Para tomar venganza entre las naciones, Y dar el castigo a los gentiles. Para aprisionar a sus reyes
con grilletes, Y a sus nobles con cadenas de hierro. ¡Ejecutar la sentencia será la honra de todos sus
santos! ¡Aleluya!

No obstante, nuestra herencia de la tierra no es totalmente futura. La promesa de la herencia futura


nos ofrece en sí esperanza y felicidad ahora. Y podemos apreciar muchas cosas, incluso terrenales, en
maneras que solo aquellos que conocen y aman al Creador pueden hacerlo.

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Así declaran las bellas palabras de Wade Robinson:

Arriba el cielo es de un azul más suave,


La tierra alrededor es del verde más hermoso;
Algo vive en cada tonalidad
¡Que los ojos sin Cristo nunca han visto!
Abundan las aves con canciones más alegres,
Brillan las flores con belleza más profundas,
Ya que sé, como ahora sé,
Que suyo soy y que mío es Él.

Hace casi un siglo George MacDonald escribió: “No podemos ver el mundo como Dios quiere que
fuera en el futuro, a menos que nuestras almas las caracterice la mansedumbre. En la mansedumbre
somos sus únicos herederos. La mansedumbre por sí sola hace más pura la retina espiritual para recibir las
cosas de Dios como son: sin ninguna mezcla de imperfección ni impureza”.

LA NECESIDAD DE MANSEDUMBRE

La mansedumbre es necesaria en primer lugar porque se requiere para ser salvos. Solamente los mansos
heredarán la tierra, porque solo ellos pertenecen al Rey que gobernará el reino futuro de la tierra. El
salmista expresa: “Porque YHVH ama a su pueblo,
Y con su salvación corona a los oprimidos.” (Sal. 149.4). Cuando los discípulos le preguntaron a Jesús
quién era el más grande en el reino, “llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De
cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que,
cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mt. 18.2-4).

La mansedumbre también es necesaria debido a que está ordenada. “¡Buscad a YHVH,


Humildes todos de la tierra! ¡Buscad la justicia y buscad la humildad, Para que seáis escondidos en el día
de la ira de YHVH!” (Sof. 2.3). Santiago manda a los creyentes: “Por lo cual, desechando toda
inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede
salvar vuestras almas” (Stg. 1.21). Aquellos que no tienen un espíritu humilde no pueden ni siquiera
escuchar correctamente la Palabra de Dios, mucho menos entenderla y recibirla.

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La mansedumbre es necesaria porque no podemos ser testigos eficaces sin ella. Pedro declara: “Santificad
a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con
mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pe.
3.15). El orgullo siempre se interpondrá entre nuestro testimonio y aquellos a quienes testificamos. Ellos
nos verán a nosotros en lugar de ver al Señor, por ortodoxa que sea nuestra teología o refinada que sea
nuestra técnica.

La mansedumbre es necesaria porque solo ella da gloria a Dios. El orgullo busca su propia gloria,
pero la mansedumbre busca la gloria de Dios. La mansedumbre se refleja en nuestra actitud hacia otros
hijos de Dios. La humildad en relación a compañeros cristianos da gloria a Dios. “Y el DIOS de la
paciencia y de la consolación os conceda sentir lo mismo unos para con otros, según CRISTO
JESÚS, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al DIOS y Padre de nuestro Señor JESUCRISTO. Por
tanto, aceptaos los unos a los otros, como también CRISTO os aceptó para gloria de DIOS.” (Ro. 15.5-7).

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Mt. 5.6

Esta bienaventuranza habla de un fuerte deseo, de una búsqueda impulsora, de una fuerza
apasionada dentro del alma. Tiene que ver con ambición —una ambición sana— cuyo fin es honrar,
obedecer y glorificar a Dios al participar de su justicia. Esta ambición santa está en gran contraste con las
ambiciones comunes de los hombres para gratificar sus propias lujurias, lograr sus propias metas y
satisfacer sus propios egos.

Como ninguna otra criatura, Lucifer se deleitaba en el esplendor y el resplandor de la gloria de


Dios. El nombre Lucifer significa “estrella de la mañana” o, más literalmente, “el que brilla”. Pero él no
estaba satisfecho con vivir en la gloria de Dios y dijo en su corazón: “Subiré al cielo; en lo alto, junto a
las estrellas de Dios, levantaré mi trono, y en el monte del testimonio me sentaré, a los lados del norte;
sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo” (Is. 14.13-14). Su ambición no era
reflejar la gloria de Dios sino usurpar el poder soberano de Él, mientras renunciaba a la justicia. Por tanto,
cuando Satanás declaró su intención de hacerse como el Altísimo, Dios respondió declarando a su
adversario: “Tú derribado eres hasta el Seol, a los lados del abismo” (v. 15).

Como rey de Babilonia, Nabucodonosor gobernaba el más grande de todos los imperios. Un día
mientras caminaba por la terraza del palacio real de Babilonia, “habló el rey y dijo: ¿No es ésta la gran
Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad?” (Dn.
4:29-30). Nabucodonosor deseó alabanza, así como Lucifer anheló poder. La reacción de Dios fue

39
inmediata: “Aún estaba la palabra en la boca del rey, cuando vino una voz del cielo: A ti se te dice, rey
Nabucodonosor: El reino ha sido quitado de ti; y de entre los hombres te arrojarán, y con las bestias del
campo será tu habitación, y como a los bueyes te apacentarán; y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que
reconozcas que el Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien Él quiere” (vv. 31-
32).

Jesús contó una parábola acerca de un granjero rico cuyas cosechas fueron tan abundantes que no
tenía espacio suficiente para almacenarlas. Después de planificar la demolición de sus viejos graneros y
construir unos más grandes, expresó: “Diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para
muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu
alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios”
(Lc. 12:16-21).

Lucifer estaba hambriento de poder; Nabucodonosor estaba hambriento de alabanza; y el rico


necio estaba hambriento de placer. Puesto que ellos ansiaron las cosas equivocadas y rechazaron lo bueno
de Dios, perderán lo uno y lo otro. Jesús declara que el deseo más profundo de toda persona debería ser
tener hambre y sed de justicia. Ese es el deseo provocado por el Espíritu que llevará a una persona a la
salvación y la mantendrá firme y fiel una vez que se encuentre en el reino. Es también la única ambición
que, cuando se cumple, produce felicidad perdurable.

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos afirma que los ciudadanos tienen derecho
a buscar la felicidad. Los padres fundadores no presumieron que podían garantizar que todos los que
buscan felicidad la encontrarían, porque eso
está más allá del poder que cualquier gobierno puede proporcionar. Cada persona es libre para buscar el
tipo de felicidad que quiera y en la manera que quiera dentro de la ley. Tristemente, la mayoría de
ciudadanos estadounidenses al igual que la mayoría de personas a lo largo de toda la historia, han
preferido buscar la clase errónea de felicidad en maneras que no proveen ningún tipo de felicidad.

Jesús afirma que el camino hacia la felicidad, el camino para ser de veras bienaventurados, es el camino
del hambre y la sed espiritual.

LA NECESIDAD DE HAMBRE ESPIRITUAL

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Hambre y sed representan necesidades de la vida física. La analogía de Jesús demuestra que se
requiere justicia para la vida espiritual, así como para la vida física se requiere alimento y agua. La
justicia no es un complemento espiritual opcional sino una necesidad espiritual. No podemos vivir
espiritualmente sin justicia más de lo que podemos vivir físicamente sin comida y agua.

Desde la gran hambruna en Egipto durante la época de José, y tal vez mucho antes de eso, el mundo ha
estado periódicamente plagado con hambres. Roma experimentó una hambruna tan severa en el año 436
a.C., que miles de personas se arrojaron al río Tíber para ahogarse en vez de morir de hambre. El hambre
golpeó Inglaterra en el año 1005, y toda Europa sufrió grandes hambres en los años 879, 1016 y 1162. A
pesar de los adelantos en agricultura, en nuestro propio siglo muchas partes del mundo aún experimentan
hambres periódicas. En años recientes África ha visto algunas de las hambrunas más devastadoras en la
historia mundial. En los últimos cien años diez millones de personas en todo el mundo han muerto de
hambre o por las muchas enfermedades que acompañan la malnutrición severa.

Una persona hambrienta tiene una pasión única y devoradora por comida y agua. Nada más tiene la
menor atracción o interés; nada más puede incluso llamar su atención.

Aquellos que están sin la justicia de Dios están muertos de hambre por vida espiritual. Pero
trágicamente no tienen el deseo natural por la vida espiritual que sí tienen por la vida física. La tendencia
de la humanidad caída es volverse hacia sí misma y hacia el mundo en busca de significado y vida, así
como el “perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno” (2 P. 2:22; cp. Pr. 26:11).

El corazón de cada persona en el mundo fue creado con una sensación de vacío y necesidad
interior. Pero aparte de la revelación de Dios, los hombres no reconocen cuál es la necesidad ni saben qué
la satisfará. Al igual que el hijo pródigo, comerán alimento de cerdos, porque no tienen nada más. Dios
pregunta: “¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia?” (Is. 55:2).
La razón es que los hombres han olvidado a Dios, la “fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas,
cisternas rotas que no retienen agua” (Jer. 2:13). A pesar de que Dios creó a los hombres con una
necesidad de Él mismo, ellos tratan de satisfacer esa necesidad por medio de dioses sin vida de su propia
creación.

Una vez más como el hijo pródigo, los hombres son propensos a tomar las cosas buenas que Dios
ha dado (tales como posesiones, salud, libertad, oportunidades y conocimiento) y gastarlas en placer,
poder, popularidad, fama y todas las demás formas de satisfacción personal. Pero a diferencia del hijo
pródigo, a menudo se conforman con permanecer en el país lejano, lejos de Dios y de las bendiciones que
Él ofrece. A los seres humanos se nos advierte: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo.

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Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos
de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el
mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn. 2:15-17).

Buscar satisfacción solo en Dios y en su provisión es una característica de aquellos que entran en
su reino. Quienes pertenecen al Rey tienen hambre y sed de la justicia del Rey. Desean que el pecado sea
reemplazado con virtud y que la desobediencia sea reemplazada con obediencia. Están dispuestos a servir
a la Palabra y la voluntad de Dios.

El llamado de Jesús a tener hambre y sed espiritual también sigue de manera lógica la progresión
de las Bienaventuranzas. Las tres primeras son en esencia negativas, mandatos de abandonar cosas malas
que constituyen obstáculos para el reino. En pobreza de espíritu nos alejamos del materialismo; en llanto
nos alejamos de la autosatisfacción; y en mansedumbre nos alejamos del egoísmo.

Las tres primeras bienaventuranzas también son costosas y dolorosas. Volverse pobre en espíritu
implica morir al yo. Lamentarse por el pecado implica enfrentar nuestra pecaminosidad. Volvernos
mansos implica rendir nuestro poder al control de Dios.

La cuarta bienaventuranza es más positiva y es una consecuencia de las otras tres. Cuando
ponemos a un lado el yo, los pecados y el poder, y nos volvemos al Señor, recibimos un gran deseo de
justicia. Mientras más hacemos a un lado lo que tenemos, más añoramos lo que Dios tiene.

Martyn Lloyd-Jones afirma: “Nuevamente, esta bienaventuranza es consecuencia lógica de las


anteriores; es una declaración hacia la cual llevan todas las demás. Es la conclusión lógica a la cual llegan
las demás bienaventuranzas, y es algo por lo cual todos deberíamos estar profundamente agradecidos a
Dios. No conozco una prueba mejor que alguien pueda aplicar a sí mismo en todo este asunto de la
profesión cristiana, que un versículo como este. Si para usted este versículo es una de las declaraciones
más bendecidas de toda la Biblia, puede estar seguro de ser cristiano. Si no es así, entonces debe examinar
mejor los fundamentos otra vez” (Studies in the Sermon on the Mount [Grand Rapids: Eerdmans, 1971],
1:73-74).

La persona que no tiene hambre y sed de justicia no tiene parte en el reino de Dios. Tener la vida
de Dios en nuestro interior a través del nuevo nacimiento en Jesucristo es desear más de su semejanza
dentro de nosotros al crecer en justicia. Esto se evidencia de inmediato en la confesión de David en
Salmos 119:97: “¡Oh, cuánto amo yo tu ley!”. Pablo repite la pasión de David por la justicia en Romanos

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7:22, donde atestigua: “Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios”. El verdadero creyente
desea obedecer, a pesar de que lucha con la carne no redimida (cp. Ro. 8:23).

SIGNIFICADO DE HAMBRE ESPIRITUAL

La mayoría de nosotros nunca hemos enfrentado hambre y sed que pongan en riesgo la vida.
Pensamos en el hambre como saltarnos una o dos comidas seguidas, y en la sed como tener que esperar
una hora en un día caluroso para conseguir una bebida fría. Pero el hambre y la sed de la que Jesús habla
aquí pertenecen a una clase más intensa.

Durante la liberación de Palestina en la Primera Guerra Mundial, una fuerza combinada de


soldados de Gran Bretaña, Australia y Nueva Zelanda persiguió de cerca a los turcos que se retiraron del
desierto. Cuando las tropas aliadas se movían hacia el norte más allá de Beerseba comenzaron a
distanciarse de su caravana de camellos de transporte de agua. Cuando se acabó el precioso líquido, se les
resecaron las bocas, les dolió la cabeza, y se marearon y debilitaron. Los ojos se les llenaron de sangre,
los labios se hincharon y se amorataron, y los espejismos se volvieron comunes. Sabían que si no llegaban
a los pozos de Sheriah al caer la noche miles de ellos morirían, así como centenares ya habían muerto.
Literalmente, luchando por sus vidas lograron expulsar a los turcos de Sheriah.

Mientras se distribuía el agua desde las grandes cisternas de piedra, los más sanos tuvieron que
permanecer firmes y esperar a que los heridos y los que harían guardia bebieran primero. Pasaron cuatro
horas para que el último hombre bebiera. Durante ese tiempo los soldados estuvieron a no más de siete
metros de distancia de miles de galones de agua, para beber de lo que había sido su pasión consumidora
por muchos agonizantes días. Se dice que uno de los oficiales que estaban presentes reportó: “Creo que
todos aprendimos nuestra primera lección real bíblica sobre la marcha desde Beerseba hasta los pozos de
Sheriah.

Si así fuera nuestra sed por Dios, por su justicia y su voluntad en nuestras vidas, un deseo
consumidor, universal y preocupante, ¿cuán ricos seríamos en el fruto del Espíritu?” (E. M. Blaiklock,
“Water” Eternity (agosto, 1966), p. 27).

Ese es el tipo de sed y hambre de la que habla Jesús en esta bienaventuranza. Los impulsos más
fuertes y profundos en el reino natural se usan para representar la profundidad del deseo que los llamados

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y redimidos de Dios tienen por justicia. El participio presente se usa en cada caso y significa ansias
continuas, búsqueda continua. Quienes llegan realmente a Jesucristo hambrientos y sedientos de justicia,
y quienes están en Él, conocen ese profundo anhelo por santidad.

El pasaje paralelo en Lucas declara: “Bienaventurados los que ahora tenéis hambre” (6:21). El
deseo de justicia debe caracterizar nuestra vida ahora y en el resto de nuestra existencia terrenal.

Cuando Moisés estaba en el desierto, Dios se le apareció en una zarza ardiente. Al regresar a
Egipto para liberar a su pueblo, Moisés vio la fuerza y el poder de Dios en los milagros y en las diez
plagas. Vio a Dios dividir el Mar Muerto y tragarse a sus perseguidores egipcios. Moisés vio la gloria de
Dios en la columna de nube y en la columna de fuego que guiaron a Israel en el desierto. Además, el
patriarca construyó un tabernáculo para Dios y vio la gloria del Señor brillando en el Lugar Santísimo.
Una y otra vez él había buscado y visto la gloria de Dios. “Y hablaba YHVH a Moisés cara a cara, como
habla cualquiera a su compañero” (Éx. 33:11). Sin embargo, Moisés nunca estuvo satisfecho y siempre
quería ver más. Continuó suplicando: “Te ruego que me muestres tu gloria” (v. 18).

Moisés nunca tenía suficiente del Señor. Pero de esa insatisfacción vino satisfacción. Debido a su
continuo anhelo por Dios, Moisés encontró favor a la vista del Señor (v. 17), quien le prometió: “Yo haré
pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de YHVH delante de ti” (v. 19).

David declaró: “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, mi carne
te anhela, en tierra seca y árida donde no hay aguas” (Sal. 63:1).

Pablo tuvo grandes visiones y grandes revelaciones de Dios, pero no estaba satisfecho. Había
renunciado a su propia justicia “que es por la ley” y estaba creciendo en “la justicia que es de Dios por la
fe”. Sin embargo, aún añoraba “conocerle, y [conocer] el poder de su resurrección, y la participación de
sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:9-10). Pedro expresó su propio gran
deseo y su gran hambre cuando aconsejó a aquellos a quienes escribió: “Creced en la gracia y el
conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 P. 3:18).

John Darby escribió: “Tener hambre no es suficiente; debo estar realmente muriéndome de
hambre por saber lo que hay en el corazón de Dios hacia mí. Cuando el hijo pródigo tuvo hambre se
alimentó de algarrobas, pero cuando estaba muriéndose de hambre se volvió a su padre”. Esa es el hambre
de la que habla la cuarta bienaventuranza, el hambre de justicia que solo el Padre puede satisfacer.

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Hace varios años alguien me contó de una amiga que había comenzado a asistir a un estudio
bíblico pero que pronto renunció, explicando que deseaba ser religiosa pero que no quería hacer el
compromiso que la Biblia exige. Ella tenía poca hambre por las cosas de Dios. Quería escoger y elegir,
mordisquear cualquier cosa que se adaptara a su fantasía, porque básicamente estaba satisfecha con el
modo en que era. Según ella, tenía suficiente, y por tanto se convirtió en uno de los que se declaran ricos
a sí mismos a quienes el Señor envía con las manos vacías. Solo a los hambrientos Él llena con cosas
buenas (Lc. 1:53).

LA META DEL HAMBRE ESPIRITUAL

Al igual que las otras bienaventuranzas, el objetivo de quienes tienen hambre y sed de justicia es
doble. Para el incrédulo el objetivo es la salvación; para el creyente es la santificación.

SALVACIÓN

Cuando una persona tiene inicialmente hambre y sed de justicia está buscando salvación; esta es la
justicia que viene cuando alguien se vuelve del pecado para someterse al señorío de Jesucristo. En
pobreza de espíritu ve su pecado; en llanto lamenta y se vuelve de su pecado; en mansedumbre somete a
Dios su propio camino pecaminoso y su poder; y en hambre y sed busca que la justicia de Dios en Cristo
reemplace su pecado.
En muchos pasajes del Antiguo Testamento se usa la justicia como sinónimo de salvación. El
Señor afirmó a través de Isaías: “Cercana está mi justicia, ha salido mi salvación” Isaías (51:5). Daniel
escribió de la época en que “los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que
enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dn. 12:3).

Cuando los seres humanos abandonan toda esperanza de salvarse por sí mismos, es decir toda
confianza en su justicia propia, y empiezan a tener hambre por la salvación que trae la justicia de Dios y
la obediencia que Él requiere, serán bienaventurados, serán divinamente felices.

El mayor obstáculo de los judíos para recibir el evangelio fue su propia justicia, su confianza en su
propia pureza y santidad, las cuales creían que se originaban por buenas obras. Debido a que eran linaje
escogido de Dios, y guardianes de la ley (o más a menudo, guardianes de las interpretaciones que los
hombres hacían de la ley) creían tener el cielo asegurado. Sin embargo, el Mesías les dijo que el único

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camino hacia la salvación era tener hambre y sed de la justicia de Dios para que reemplazaran su justicia
propia, que en realidad era injusticia.

SANTIFICACIÓN

Para los creyentes el objetivo de tener hambre y sed es crecer en la justicia recibida al haber
confiado en Cristo. Ese crecimiento es la santificación, que más que cualquier cosa es la marca de un
cristiano.

Ningún creyente “llega a su destino” en su vida espiritual hasta que llegue al cielo; y reclamar
perfección de cualquier tipo antes de esa fecha es el colmo del atrevimiento. Los hijos del reino nunca
dejan de necesitar, o tener hambre, de que más de la justicia y la santidad de Dios se manifiesten en ellos
a través de la obediencia que muestren. Pablo oró por los creyentes en Filipos que su “amor abunde aun
más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que [aprueben] lo mejor, a fin de que [sean] sinceros e
irreprensibles para el día de Cristo” (Fil. 1:9-10).
En el lenguaje griego los verbos como tener hambre y tener sed normalmente tienen sujetos que
están en genitivo partitivo, un caso que indica inconclusión o parcialidad. Una traducción literal en
español sería: “Tengo ansias por comer” o “Tengo ansias por tomar agua”. La idea es que un individuo
solo tiene hambre de algo de comida y algo de agua, no de toda la comida y el agua del mundo.

Pero Jesús no usa aquí el genitivo partitivo sino el acusativo, y justicia es por tanto el objeto no
calificado e ilimitado de hambre y sed. El Señor identifica a quienes desean toda la justicia que existe (cp.
Mt. 5:48; 1 P. 1:15-16).

Jesús también usa el artículo definido (tēn, dhh, tla) indicando que no se refiere tan solo a
cualquier justicia, sino a la justicia, la única justicia verdadera, esa que viene de Dios y que en realidad es
la justicia muy propia de Dios, que es la que Él posee en sí mismo.

Se vuelve evidente entonces que en esta vida tal vez no podamos tener satisfecho nuestro anhelo
de santidad, nos quedamos, por tanto, continuamente con hambre y sed hasta el día en que estemos
vestidos por completo con la justicia de Cristo.

LA CONSECUENCIA DEL HAMBRE ESPIRITUAL

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El resultado de tener hambre y sed de justicia es ser saciados. Chortazō se usaba con frecuencia
para alimentar animales hasta que ya no querían más. Se les permitía comer hasta que estuvieran
totalmente saciados.

La declaración divina de Jesús es que a quienes tienen hambre y sed de justicia se les dará
satisfacción plena. El otorgamiento de satisfacción es obra de Dios, según indica el tiempo futuro pasivo:
ellos serán saciados. Nuestra parte es buscar; la parte de Dios es saciar.

Una vez más hay una maravillosa paradoja, porque aunque los santos buscan continuamente la
justicia de Dios, siempre quieren más y nunca la consiguen toda, no obstante serán saciados. Podemos
comer carne o nuestro pastel favorito hasta. que ya no podamos comer más, pero nuestro gusto por esas
cosas continúa e incluso aumenta. Es la misma satisfacción la que nos hace querer más. Queremos comer
más de esas cosas porque son muy satisfactorias. La persona que realmente tiene hambre y sed de la
justicia de Dios la encuentra tan satisfactoria que quiere más y más.

La saciedad divina para quienes buscan y aman al Señor es un tema repetido en los Salmos.
“Porque Él sacia al alma sedienta, Y colma de bienes al alma hambrienta.” (Sal. 107.9). “Los leoncillos
necesitan y tienen hambre, Pero los que buscan a YHVH no tendrán falta de ningún bien.” (Sal. 34.10). El
más querido de todos los salmos empieza: “YHVH es mi pastor, nada me falta.”, y después declara:
“Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores, Has ungido mi cabeza con aceite, Mi
copa está rebosando.” (Sal. 23.1, 5).

Al predecir las grandes bendiciones del reino milenial de Cristo, Jeremías aseguró a Israel que en
ese día “Y mi pueblo será saciado con mi benevolencia, dice YHVH.” (Jer. 31.14). Jesús dijo a la mujer
samaritana en el pozo de Sicar que “el que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el
agua que Yo le daré se hará en él una fuente de agua que brota para vida eterna.” (Jn. 4.14). A la multitud
de personas cerca de Capernaúm, muchas de las cuales habían estado entre los cinco mil que Jesús
alimentara con los cinco panes de cebada y los dos peces, Él declaró: “¡Yo soy el pan de la vida; el que a
Mí viene nunca tendrá hambre y el que cree en Mí no tendrá sed jamás!” (Jn. 6.35).

LA EXPERIENCIA DEL HAMBRE ESPIRITUAL

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Hay varias marcas de la verdadera hambre y sed de la justicia de Dios. Primero está la
insatisfacción con uno mismo. La persona que está satisfecha con su propia justicia no verá necesidad de
la justicia de Dios. El gran puritano Thomas Watson escribió: “El que más necesidad tiene de justicia es
quien menos la quiere”. Sin importar lo rica que sea su experiencia espiritual o lo avanzada que sea su
madurez espiritual, un cristiano hambriento siempre dirá: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este
cuerpo de muerte?” (Ro. 7:24).

Segundo, está la libertad de la dependencia en cosas externas para saciarse. Un hombre


hambriento no puede satisfacerse con un arreglo de flores preciosas, hermosa música, o una conversación
agradable. Todo esto es bueno, pero no tiene la capacidad de saciar el hambre. Tampoco cualquier cosa
que no sea la justicia de Dios puede satisfacer a la persona que tiene verdadera hambre y sed espiritual.

Tercero, está el deseo por la Palabra de Dios, el alimento espiritual básico que Dios proporciona a sus
hijos. Un individuo con hambre no tiene que estar suplicando comida. Jeremías se regocijó: “Tus palabras
fueron halladas, y las comí; Tu palabra fue para mí el gozo y la alegría de mi corazón, Porque tu Nombre
es invocado sobre mí, ¡Oh YHVH, Elohim Sebaot!” (Jer. 15:16). Mientras más busquemos la justicia de
Dios, más querremos devorar la Biblia. Alimentarnos de la Palabra de Dios aumenta nuestro apetito por
ella.

Cuarto, está lo agradable de las cosas de Dios. “El alma saciada pisotea el panal,
Pero al alma hambrienta, hasta lo amargo le parece dulce.” (Pr. 27:7). El creyente que busca la justicia de
Dios por sobre todo lo demás encontrará satisfacción y saciedad hasta en aquellas cosas que
humanamente son desastrosas. Thomas Watson comenta que “el que tiene hambre y sed de justicia puede
alimentarse de la mirra del evangelio, así como de la miel”. Hasta los reproches y la disciplina del Señor
producen satisfacción porque son señales del amor de nuestro Padre. “El Señor al que ama, disciplina, y
azota a todo el que recibe por hijo” (He. 2:6).

Una última característica de quien tiene verdadera hambre espiritual es la incondicionalidad.


Cuando nuestra hambre y sed espiritual son genuinas no ponemos condiciones; buscaremos y
aceptaremos la justicia de Dios en cualquier manera que Él elija proveerla, y obedeceremos sus mandatos
por exigentes que puedan ser. Lo mínimo de la justicia de Dios es mucho más valioso que lo más
grandioso de cualquier cosa que poseamos por nosotros mismos o que el mundo pueda ofrecer. El joven
rico solo quería la parte del reino de Dios que calzaba con sus propios planes y deseos, y por tanto no era

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apto para el reino. Ansiaba más de otras cosas que de las cosas de Dios. Sus condiciones para recibir las
bendiciones de Dios no le permitieron recibirlas.

Los que están espiritualmente hambrientos no piden a Cristo y éxito económico, a Cristo y
satisfacción personal, a Cristo y popularidad, o a Cristo y cualquier otra cosa. Quieren solo a Cristo y lo
que Dios en su sabiduría y amor provee de manera soberana por medio de Cristo, sea lo que sea o no sea.

Los espiritualmente hambrientos claman: “Mi alma se quebranta anhelando Tus preceptos en todo
tiempo.” (Sal. 119:20), y confiesan: “Mi alma te anhela de noche, Y por ti madruga mi espíritu dentro de
mí, Porque cuando tus juicios se manifiestan en la tierra, Los habitantes del mundo aprenden justicia.”
(Is. 26:9).

Bienaventurados los misericordiosos

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos recibirán misericordia. (Mt. 5.7)

Las cuatro primeras bienaventuranzas tratan totalmente con principios internos, principios del
corazón y la mente. Están relacionadas con el modo en que nos vemos delante de Dios. Las cuatro últimas
son manifestaciones externas de dichas actitudes. Aquellos que en pobreza de espíritu reconocen su
necesidad de misericordia son llevados a mostrar misericordia a otros (v. 7). Los que lloran por su pecado
son llevados a pureza de corazón (v. 8). Quienes son mansos siempre tratan de hacer la paz (v. 9). Y
aquellos que tienen hambre y sed de justicia están dispuestos a pagar el precio de ser perseguidos por el
bien de la justicia (v. 10).

El concepto de misericordia se ve a lo largo de toda la Biblia, desde la caída hasta la consumación


de la historia en el regreso de Cristo. La misericordia es un regalo muy necesario de la obra providencial
y redentora de Dios a favor de los pecadores, y el Señor exige que su pueblo siga su ejemplo al extender
misericordia a otros. A fin de descubrir su esencia veremos tres aspectos básicos de la misericordia: su
significado, su fuente, y su práctica.

EL SIGNIFICADO DE MISERICORDIA

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En su mayor parte, los días en que Jesús vivió y enseñó no se caracterizaban por misericordia. Los
mismos religiosos judíos no estaban inclinados a mostrar misericordia, porque la misericordia no es
característica de quienes son orgullosos, arrogantes morales, y críticos. Para muchos —quizás la mayoría
— de los oyentes de Jesús, mostrar misericordia se consideraba una de las virtudes más insignificantes, si
es que se creía que era una virtud en absoluto. La misericordia estaba en la misma categoría del amor:
reservado para aquellos que nos habían mostrado esa virtud. Amamos a quienes nos aman, y mostramos
misericordia a quienes nos han mostrado misericordia. Tal actitud fue condenada por Jesús más tarde en
el Sermón del Monte. “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo” (Mt.
5:43). Pero esa clase de amor tan egoísta y superficial, que hasta los marginados recaudadores de
impuestos la practicaban (v. 46), no era aceptable para el Salvador, quien expresó: “Amad a vuestros
enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os
ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos…. Porque si
amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis?… Y si saludáis a vuestros hermanos
solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?” (vv. 44-47).

Sin embargo, muchas personas han interpretado esta bienaventuranza en tal forma que
simplemente es tan egoísta como humanista: sostienen que nuestro ser misericordioso hace que quienes
nos rodean, en especial aquellos a quienes mostramos
misericordia, sean misericordiosos con nosotros. La misericordia dada significará misericordia recibida.
Para tales personas, la misericordia se muestra a los demás puramente en un esfuerzo hacia el egoísmo.

Al antiguo rabino Gamaliel se le cita en el Talmud afirmando: “Siempre que tienes misericordia,
Dios tendrá misericordia de ti, y si no tienes misericordia, Dios tampoco tendrá misericordia de ti”. La
idea de Gamaliel es correcta. Cuando Dios está implicado, habrá misericordia por misericordia. Jesús
declaró: “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro
Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os
perdonará vuestras ofensas” (Mt. 6.14-15).

Pero como un cliché aplicado en medio de los hombres, el principio no funciona. Un escritor dice
de modo sentimental: “Esta es la gran verdad de la vida: si las personas ven que nos interesan, se
interesarán por otros”. Pero ni la Biblia ni la experiencia corroboran esa idea. Dios actúa de este modo,
pero no el mundo. Con Dios siempre hay adecuada reciprocidad, y con intereses. Si honramos a Dios, Él
nos honrará; si mostramos misericordia a otros, especialmente a los hijos de Dios, Él nos mostrará aún
más abundante misericordia. Pero esa no es la manera del mundo.

Un popular filósofo romano llamó a la misericordia “la enfermedad del alma”. Para él era la
característica suprema de debilidad. La misericordia era una señal de que no se tenía lo que se requiere
para ser un hombre verdadero y en especial un romano verdadero. Los romanos glorificaban

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principalmente el valor, la justicia estricta, la disciplina firme, y por sobre todo el poder absoluto.
Menospreciaban la misericordia, porque para ellos era debilidad, y la debilidad era despreciada
por sobre todas las demás limitaciones humanas.

Durante gran parte de la historia romana un padre tenía el derecho de patria opitestas, de decidir si
su hijo recién nacido viviría o moriría. Cuando levantaban al bebé para que el padre lo viera, este
giraba el pulgar hacia arriba si deseaba que el niño viviera, hacia abajo si quería que muriera. Si el
pulgar se doblaba hacia abajo, el niño era ahogado de inmediato. Los ciudadanos tenían el mismo
poder de vida o muerte sobre los esclavos. En cualquier momento y por cualquier razón podían matar y
sepultar un esclavo, sin temor de ser arrestados o de sufrir represalias. Incluso los maridos podían
condenar a muerte a sus mujeres por la menor provocación. Hoy día el aborto refleja la misma actitud
despiadada. Una sociedad que desprecia la misericordia es una sociedad que glorifica la brutalidad.

El motivo subyacente de egolatría ha caracterizado a los hombres y las sociedades en general


desde la caída. La vemos expresada hoy día en dichos tales como: “Si no velas por ti mismo, nadie más lo
hará”. Proverbios tan populares son generalmente ciertos porque reflejan la naturaleza egoísta básica del
ser humano caído. Los hombres no están naturalmente inclinados a devolver misericordia por
misericordia.
El mejor ejemplo de esa realidad le ocurrió al Señor mismo. Jesucristo fue el ser humano más
misericordioso que jamás ha vivido. Se acercó a los enfermos para curarlos, para restaurar a los inválidos,
dar vista a los ciegos, y hasta dar vida a los muertos. Encontró prostitutas, recaudadores de impuestos,
libertinos y borrachos, y los atrajo a su círculo de amor y perdón. Cuando los escribas y fariseos le
llevaron a la adúltera para ver si Él estaba de acuerdo con que la apedrearan, Jesús puso al descubierto la
despiadada hipocresía que tenían: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra
contra ella”. Cuando nadie dio un paso adelante para condenar a la mujer, Jesús le comentó: “Ni yo te
condeno; vete, y no peques más” (Jn. 8.7-11). Jesús lloró con los afligidos y ofreció compañía a los
solitarios. Tomó en sus brazos a niños pequeños y los bendijo. Fue compasivo con todos. Él fue tanto la
misericordia encarnada como el amor encarnado.

Sin embargo, ¿cuál fue la respuesta a la misericordia de Jesús? Él avergonzó a los acusadores de la
mujer impidiéndoles actuar, pero ellos no se volvieron misericordiosos. Para cuando los relatos de Juan 8
terminaron, los enemigos de Jesús “tomaron entonces piedras para arrojárselas” (v. 59). Cuando “los
escribas y los fariseos, viéndole comer con los publicanos y con los pecadores”, preguntaron a los
discípulos de Jesús por qué su Maestro se asociaba con personas tan indignas (Mr. 2.16).

Cuanta más misericordia mostraba Jesús, más se notaba la falta de misericordia de los dirigentes
religiosos judíos. Mientras más mostraba misericordia, más decididos estaban ellos a sacarlo del camino.

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El resultado final de la misericordia de Jesús fue la cruz. En la crucifixión, dos sistemas despiadados
(gobierno inmisericorde y religión inhumana) se unieron para matarlo. La totalitaria Roma se unió al
intolerante judaísmo para destruir al Príncipe de misericordia.

La quinta bienaventuranza no enseña que la misericordia a los hombres traiga misericordia de


parte de los hombres, sino que la misericordia hecha a los hombres trae misericordia de parte de Dios. Si
somos misericordiosos con los demás, Dios será misericordioso con nosotros, sea que los hombres lo sean
o no. Dios es el sujeto de la segunda cláusula, así como de las otras bienaventuranzas. Es Dios quien da el
reino del cielo a los pobres en espíritu, consolación a quienes lloran, la tierra a los mansos, y saciedad a
quienes tienen hambre y sed de justicia. Los que son misericordiosos… alcanzarán misericordia de Dios,
quien da las bendiciones divinas a quienes obedecen sus normas divinas.

Misericordia viene de eleēmōn, de donde obtenemos la palabra limosnero, pero que también
significa beneficencia o caridad. Hebreos 2.17 habla de Jesús como nuestro “misericordioso y fiel sumo
sacerdote”. Cristo es el ejemplo supremo de misericordia y el dispensador supremo de misericordia. Es de
Jesucristo de donde proviene la misericordia redentora y sustentadora.

Por lo cual, convenía que en todo fuera semejante a sus hermanos, para que les fuera un
misericordioso y fiel sumo sacerdote ante DIOS, para expiar los pecados del pueblo; Hebreos 2.17

En la Septuaginta (el Antiguo Testamento griego) se usa el mismo término para traducir el hebreo
hesed, una de las palabras más usadas comúnmente para describir el carácter de Dios. Por lo general se
traduce como misericordias, piedades, compasión o amor inconmovible (Sal. 17.7; 51.1; Is. 63.7; Jer.
9.24). El significado básico es dar ayuda a los afligidos y rescatar a los indefensos. Es compasión en
acción.

Jesús no está hablando de sentimientos de desapego o impotencia que no estén dispuestos o no


pueden ayudar a aquellos para los que hay simpatía. Tampoco está hablando de falsa misericordia, o
piedad fingida, que brinda ayuda solo para tranquilizar una conciencia culpable o para impresionar a los
demás con su apariencia de virtud. Tampoco es preocupación pasiva y silenciosa que, aunque real, no
puede ofrecer ayuda tangible. Se trata de compasión verdadera expresada en ayuda genuina, preocupación
desinteresada expresada en acciones generosas.

Jesús en realidad declaró: “Las personas en mi reino no son beneficiarias sino dadoras, no son
ayudantes simulados sino prácticos. No son condenadoras sino dadoras de misericordia”. Los egoístas,
orgullosos de sí mismos, y santurrones no se molestan en ayudar a nadie, a menos que crean que al

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hacerlo hay algo para ellos. A veces incluso justifican su falta de amor y misericordia debajo del disfraz
de deber religioso. Una ocasión en que los fariseos y escribas cuestionaron por qué los discípulos de Jesús
no observaban las tradiciones de los ancianos, el Señor contestó: “Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu
madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Basta que
diga un hombre al padre o a la madre: Es Corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con
que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre, invalidando la palabra de
Dios con vuestra tradición que habéis transmitido” (Mr. 7:10-13). En nombre de la hipócrita tradición
religiosa, en un caso como ese la compasión hacia los padres estaba en realidad prohibida.

Misericordia es suplir las necesidades de las personas. No es simplemente sentir compasión sino
mostrarla, no solo es simpatizar sino dar una mano. Misericordia es dar comida al hambriento, consolar a
los afligidos, amar a los rechazados, perdonar a los ofensores, acompañar a los solitarios. Por
consiguiente, es la más amorosa y más noble de todas las virtudes. En El mercader de Venecia de
Shakespeare (4.1.180-85) Porcia declara:

La cualidad de la clemencia es que no sea forzada;


cae como la dulce lluvia del cielo sobre el llano que está por debajo de ella;
es dos veces bendita: bendice al que la concede y al que la recibe.
Es lo que hay de más poderoso en lo que es todopoderoso;
sienta mejor que corona al monarca sobre su trono.

MISERICORDIA Y PERDÓN

Podemos obtener una comprensión más clara de la misericordia al establecer algunas comparaciones. La
misericordia tiene mucho en común con el perdón, pero es diferente de este. Pablo nos dice que Jesús
“nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el
lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tit. 3:5). El perdón divino de
nuestros pecados fluye de la misericordia de Dios. Pero la misericordia es más grande que el perdón,
porque Dios es misericordioso con nosotros incluso cuando pecamos, así como nosotros podemos serlo
con aquellos que nunca han hecho alguna cosa contra nosotros. La misericordia de Dios no solo perdona
nuestras transgresiones, sino que se extiende a todas nuestras debilidades y necesidades.

MISERICORDIA Y AMOR

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El perdón fluye de la misericordia, y esta fluye del amor. “Dios, que es rico en misericordia, por su gran
amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo”
(Ef. 2:4-5). Así como la misericordia es más que el perdón, el amor es más que la misericordia. El amor
se manifiesta en muchas maneras que no implican perdón ni misericordia. El amor ama, aunque no exista
nada malo qué perdonar o algo que se deba suplir. El Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre, aunque
ambos son sin pecado y sin necesidad. Ambos aman a los santos ángeles, aunque estos son sin pecado y
sin necesidad. Cuando entremos al cielo nosotros también estaremos sin pecado o sin necesidad, pero el
amor de Dios por nosotros, en comparación con la eternidad, solamente estará comenzando.

La misericordia es el médico; el amor es el amigo. La misericordia actúa a causa de la necesidad;


el amor actúa debido al afecto, sea que haya necesidad o no. La misericordia está reservada para
momentos de tribulación; el amor es constante. No puede haber verdadera misericordia aparte del amor,
pero sí puede haber amor aparte de la misericordia.

MISERICORDIA Y GRACIA

La misericordia también se relaciona con la gracia, la cual fluye del amor, así como el perdón fluye de la
misericordia. En cada una de sus tres epístolas pastorales Pablo incluye en sus saludos las palabras
“gracia, misericordia y paz” (1 Ti. 1:2; 2 Ti. 1:2; Tit. 1:4). La gracia y la misericordia tienen la relación
más íntima posible; sin embargo, son diferentes. La misericordia y todos sus términos relacionados tienen
que ver con el dolor, el sufrimiento y la angustia, que son las consecuencias del pecado. A causa de
nuestros pecados individuales o del mundo pecaminoso en que vivimos, en última instancia todos
nuestros problemas son problemas de pecado. Es con esos problemas que la misericordia ofrece ayuda.
Por otra parte, la gracia trata con el pecado mismo. La misericordia trata con los síntomas, la gracia con la
causa. La misericordia ofrece alivio del castigo; la gracia ofrece perdón por el delito. La misericordia
elimina el dolor; la gracia cura la enfermedad.

Cuando el buen samaritano vendó las heridas del hombre al que habían golpeado y robado, mostró
misericordia. Al llevarlo al mesón más cercano y pagar por el alojamiento del hombre hasta que se
pusiera bien, mostró gracia. Su misericordia alivió el dolor; su gracia proveyó para la sanidad.

La misericordia se relaciona con lo negativo; la gracia se relaciona con lo positivo. Con relación a
la salvación, la misericordia expresa: “No al infierno”, mientras que la gracia declara: “Cielo”. La
misericordia dice: “Me apiado de ti”; la gracia dice: “Te perdono”.

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MISERICORDIA Y JUSTICIA

La misericordia también se relaciona con la justicia, aunque a simple vista parecen incompatibles. La
justicia ofrece exactamente lo que alguien merece; mientras que la misericordia concede menos castigo y
más ayuda de la que esa persona merece. Por tanto, para algunos individuos es difícil entender cómo Dios
puede ser tanto justo como misericordioso al mismo tiempo para con alguien. Si Él es completamente
justo, ¿cómo podría alguna vez no castigar totalmente el pecado? Que Dios sea misericordioso parecería
negar su justicia. La verdad es que Dios no muestra misericordia sin castigar el
pecado; y que ofrezca misericordia sin castigo negaría su justicia.

La misericordia que ignora el pecado es falsa piedad, y no es más misericordiosa que la justicia que
muestra. Es ese tipo de falsa piedad que Saúl mostró al rey Agag después que Dios había dado
instrucciones claras a Saúl de matar a todos los amalecitas (1 S. 15:3, 9). Es esa clase de falsa piedad que
David mostró a su rebelde y malvado hijo Absalón cuando este era joven. Debido a que David no trató
con el pecado de Absalón, su actitud hacia su hijo fue sentimentalismo injusto, es decir ni justicia ni
misericordia, y sirvió para confirmar a Absalón en su maldad.

Ese tipo de falsa piedad es común en nuestros días. Se cree que es falta de amor y algo cruel
responsabilizar a las personas por sus pecados. Pero esa es una gracia barata que no es justa ni clemente,
que no ofrece perdón ni castigo por el pecado. Y debido a que simplemente pasa por alto el pecado, da
licencia al pecado; y el que confía en esa clase de piedad permanece en su pecado. Cancelar la justicia es
cancelar la misericordia. Pasar por alto el pecado es negar la verdad; y la misericordia y la verdad son
inseparables, “se encontraron” (Sal. 85:10). En todo acto de verdadera misericordia alguien paga el
precio. Dios lo pagó, el buen samaritano lo pagó, y también nosotros. Ser misericordioso es llevar la carga
de alguien más. Esperar entrar a la esfera de la misericordia de Dios sin arrepentirnos de nuestro pecado
no es más que una ilusión. Y que aparte del arrepentimiento por el pecado la Iglesia ofrezca esperanza en
la misericordia de Dios, constituye un ofrecimiento de falsa esperanza a través de un evangelio falso.
Dios no ofrece más que juicio implacable a quienes no se vuelven de su
pecado al Salvador. Ni confiar en las buenas obras, ni depender de que Dios haga caso omiso al pecado,
producirá salvación. Ni confiar en la bondad personal, ni presumir de la bondad de Dios, producirá
ingreso al reino. No tienen ningún derecho a la misericordia divina aquellos que llegan ante Dios en
términos distintos a los que Él ha establecido.

La misericordia de Dios está cimentada no solo en su amor sino en su justicia. No se basa en sentimientos
sino en la sangre expiatoria de Cristo, la cual pagó el castigo por el pecado y limpia del pecado a quienes
creen en Él. Si la maldad no se castiga y elimina, hasta el más pequeño de nuestros pecados nos separaría
eternamente de Dios.

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La buena noticia del evangelio es que Cristo pagó el castigo por todos los pecados, a fin de que Dios
pudiera ser misericordioso con todos los pecadores. Jesús satisfizo en la cruz la justicia de Dios, y cuando
una persona confía en ese sacrificio satisfactorio, Dios abre las compuertas de su misericordia. La buena
noticia del evangelio no es que Dios le guiñe el ojo a la justicia, que pase por alto el pecado, y que
comprometa la rectitud. La buena noticia es que en el derramamiento de la sangre de Cristo se satisfizo la
justicia, se perdonó el pecado, se cumplió la rectitud, y se puso a disposición la misericordia. No existe
una excusa para el pecado, pero siempre hay un remedio.

Por tanto, la misericordia es más que el perdón y menos que el amor. Es diferente de la gracia y una con
la justicia. Y lo que es cierto de la misericordia de Dios debería ser cierto de la nuestra.

La misericordia llevó a Abraham a rescatar a su egoísta sobrino Lot de Quedorlaomer y sus aliados. La
misericordia llevó a José a perdonar a sus hermanos y proveerles alimento para sus familias. La
misericordia llevó a Moisés a suplicar al Señor que quitara la lepra con la que su hermana María había
sido castigada. La misericordia llevó a David a perdonar la vida de Saúl.

Los que no tienen misericordia no recibirán misericordia de Dios. En uno de sus salmos imprecatorios
David habla de un hombre perverso: “Venga en memoria ante YHVH la iniquidad de sus padres, Y no sea
borrado el pecado de su madre; Estén siempre delante de YHVH, Para que Él corte de la tierra su
memoria, Por cuanto no se acordó de tener nombre, Sino que persiguió al hombre afligido y
menesteroso, Al quebrantado de corazón, para darle muerte.”. La ira de David no era venganza ni
retaliación. Ese hombre y su familia no merecían misericordia porque no fueron misericordiosos. “Por
cuanto no se acordó de hacer misericordia, y persiguió al hombre afligido y menesteroso, al quebrantado
de corazón, para darle muerte” (Sal. 109.14-16).

Pablo caracteriza a los hombres impíos como injustos, malvados, codiciosos, malos, envidiosos, asesinos,
engañadores, maliciosos, chismosos, calumniadores, aborrecedores de Dios, insolentes, arrogantes,
jactanciosos, desobedientes a los padres, sin entendimiento, indignos de confianza y sin amor. Sin
embargo, la maldad culminante de esa larga lista es no tener misericordia (Ro. 1.29-31). No tener
misericordia es la característica final de quienes rechazan la misericordia de Dios.

“El misericordioso hace bien a su alma, Pero el cruel daña su propia carne.” (Pr. 11.17). El sendero de la
felicidad es a través de la misericordia; el camino a la miseria es a través de la crueldad. La persona
realmente misericordiosa es amable aun con los animales, mientras que la persona sin compasión es cruel

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para con todo. “El justo atiende al sustento de su bestia, Pero aun las compasiones de los inicuos son
crueles.” (Pr. 12.10).

En su sermón del Monte de los Olivos Jesús advirtió que a quienes afirman pertenecerle, pero no han
servido ni mostrado compasión por el hambriento, el sediento, el extranjero, el desnudo, el enfermo, y el
prisionero, no se les permitirá entrar al reino. Les dirá: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me
disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la
cárcel, y no me visitasteis. Entonces también ellos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos
hambriento?… Entonces les responderá diciendo: De cierto os digo que en cuanto no lo hicisteis a uno de
estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis” (Mt. 25.41-45).

Santiago escribe: “Cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de
todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No matarás. Ahora bien, si no
cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho transgresor de la ley. Así hablad, y así haced, como los que
habéis de ser juzgados por la ley de la libertad. Porque juicio sin misericordia se hará con aquel que no
hiciere misericordia” (Stg. 2.10-13).

En medio de nuestra sociedad corrupta, egocéntrica y egoísta que nos dice que agarremos todo lo que
podamos agarrar, la voz de Dios nos dice que demos todo lo que podamos dar. El carácter verdadero de la
misericordia está en dar: dar compasión, dar ayuda, dar tiempo, dar perdón, dar dinero, darnos a nosotros
mismos. Los hijos del Rey son misericordiosos. Quienes no tienen misericordia enfrentan juicio; pero “la
misericordia triunfa sobre el juicio” (Stg. 2.13).

LA FUENTE DE MISERICORDIA

La misericordia pura es un don de Dios. No se trata de un atributo natural del hombre sino de un regalo
que viene con el nuevo nacimiento. Podemos ser misericordiosos en su sentido total y con un motivo
justo solo cuando hemos experimentado la misericordia de Dios. La misericordia solo es para los que a
través de la gracia y el poder divino han
cumplido los requisitos de las cuatro primeras bienaventuranzas. Es solo para quienes por la obra del
Espíritu Santo se inclinan humildemente delante de Dios en pobreza de espíritu, que lloran por el pecado
y se vuelven de este, que son mansos y sumisos al control divino, y que tienen hambre y sed de la justicia
divina por sobre todo lo demás. La senda de la misericordia es la senda de la humildad, el
arrepentimiento, la renuncia y la santidad.

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Balaam prostituyó continuamente su ministerio tratando de mantenerse dentro de la letra de la voluntad
de Dios mientras conspiraba con un rey pagano contra el pueblo de Dios. Con gran presunción oró:
“¿Quién podrá contar la descendencia de Jacob, y quién enumerará la asamblea de Israel? ¡Muera yo con
la muerte de los justos, y sea mi descendencia como su descendencia!” (Nm. 23.10). Como observó un
comentarista, Balaam quería morir como los justos, pero no quería vivir como los justos. Muchas
personas quieren la misericordia de Dios, pero no en los términos de Dios.

Dios tiene atributos tanto absolutos como relativos. Sus atributos absolutos (como amor, verdad y
santidad) lo han caracterizado desde toda la eternidad. Fueron características de Él antes que creara los
ángeles, el mundo, o el hombre. Pero sus atributos relativos (como misericordia, justicia y gracia) no se
expresaron hasta que sus criaturas llegaron a existir. En realidad, no se manifestaron hasta que el hombre,
la criatura hecha a la propia imagen del Creador, pecó y se separó de Dios. Aparte del pecado y la maldad
no hay ningún significado para la misericordia, la justicia y la gracia.

Cuando el ser humano cayó, el amor de Dios se extendió en misericordia a sus criaturas caídas. Y solo
cuando reciben misericordia divina pueden reflejar la misericordia del Señor. Dios es la fuente de
misericordia. “Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los
que le temen” (Sal. 103.11). Es porque tenemos el recurso de la misericordia de Dios que Jesús mandó:
“Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc. 6.36).

Donald Barnhouse escribe:

Cuando Jesucristo murió en la cruz, toda la obra de Dios por la salvación del hombre pasó del reino de la
profecía y se volvió una realidad histórica. Dios ha tenido ahora misericordia de nosotros. Que alguien
ore: “Dios, ten misericordia de mí” es el equivalente de pedirle que repita el sacrificio de Cristo. Toda la
misericordia que Dios alguna vez tendrá sobre el hombre ya la tuvo cuando Cristo murió. Esa es la
totalidad de la misericordia. No podía haber más… La fuente está ahora abierta, está fluyendo, y sigue
fluyendo libremente (Romans [Grand Rapids: Eerdmans, 1983], 4:4).

No podemos tener la bendición separados del Bendecidor. Ni siquiera podemos cumplir la condición
separados de Aquel que ha puesto la condición. Somos bienaventurados por Dios cuando somos
misericordiosos con otros, y podemos ser compasivos con otros porque ya hemos recibido la misericordia
de la salvación. Y cuando participamos la misericordia recibida, alcanzamos misericordia aún más allá de
la que ya tenemos. Nunca cantamos con más sinceridad que cuando coreamos: “La misericordia fue

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grande y la gracia fue libre; el perdón fue multiplicado para mí; allí mi alma cargada encontró libertad: en
el Calvario”.

LA PRÁCTICA DE MISERICORDIA

La manera más obvia en que podemos mostrar misericordia es a través de actos físicos, como hizo el buen
samaritano. Como Jesús nos manda específicamente, debemos alimentar al hambriento, vestir al desnudo,
visitar al enfermo y al encarcelado, y ofrecer cualquier otra ayuda práctica que sea necesaria. Al servir a
otros que están en necesidad demostramos un corazón de misericordia.

Es útil tener en cuenta que el camino de la misericordia no comenzó con el Nuevo Testamento. Dios
siempre ha deseado que la misericordia caracterice a su pueblo. La ley del Antiguo Testamento enseñaba:
“Cuando haya un pobre de tus hermanos contigo en alguna de tus ciudades, en la tierra que YHVH tu
Elohim te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre.” (Dt. 15.7-8). Incluso en
el año de la remisión, cuando todas las deudas quedaban canceladas, los israelitas debían dar a sus
compatriotas pobres cualquier cosa que necesitaran. Se les advirtió: “Guárdate de tener en tu corazón
pensamiento perverso, diciendo: Cerca está el año séptimo, el de la remisión, y mires con malos ojos a tu
hermano menesteroso para no darle” (v. 9).

La misericordia también debe mostrarse en nuestras actitudes. La misericordia no guarda rencor, no


alberga resentimiento, no se aprovecha del fracaso o de la debilidad del otro, ni publica el pecado de otra
persona. Sobre una gran mesa en la que alimentó a muchos cientos de personas, Agustín inscribió:

Quien piense que es capaz, de chismear sobre la vida de amigos ausentes, debe saber que es indigno de
esta mesa.

Los vengativos, crueles e indiferentes no son súbditos del reino de Cristo. Los que pasan de largo del
necesitado, como lo hicieron el sacerdote y el levita en la parábola del buen samaritano, muestran así que
pasaron sin hacer caso de Cristo.

La misericordia también debe mostrarse espiritualmente. Primero, se muestra a través de la piedad.


Agustín manifestó: “Si lloro por el cuerpo del cual se ha separado el alma, ¿no debería llorar por el alma
que se ha separado de Dios?”. El cristiano sensible llorará más por almas perdidas que por cuerpos
perdidos. Puesto que hemos experimentado la misericordia de Dios, debemos tener gran preocupación por
aquellos que no la han experimentado.

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Las últimas palabras de Jesús en la cruz estuvieron llenas de misericordia. Por sus verdugos oró: “Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23.34). Al ladrón arrepentido que colgaba a su lado le
dijo: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). A su madre le declaró: “Mujer, he
ahí tu hijo. Después dijo al discípulo [Juan]: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió
en su casa” (Jn. 19.26-27). Al igual que su Maestro, Esteban oró por quienes le estaban quitando la vida:
“Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hch. 7.60).

Segundo, debemos mostrar misericordia espiritual por medio de confrontación. Pablo declara que como
siervos de Cristo debemos corregir con amabilidad “a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda
que se arrepientan para conocer la verdad” (2 Ti. 2.25). Debemos estar dispuestos a confrontar a otros
acerca de su pecado, a fin de que puedan llegar a Dios para salvación. Al detectar a ciertos maestros “que
trastornan casas enteras, enseñando por ganancia deshonesta lo que no conviene”, Pablo le mandó a Tito:
“Repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe” (Tit. 1.11, 13). El amor y la misericordia serán
severos cuando es necesario por el bien de un hermano que yerra y por el bien de la iglesia de Cristo. En
tales casos es cruel no decir nada y permitir que el perjuicio continúe.

Así como Judas cierra su carta con este aliciente: “Conservaos en el amor de Dios, esperando la
misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna”, también amonestó: “A algunos que dudan,
convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor,
aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne” (Jud. 21-23). Las situaciones extremas requieren un
cuidado extremo, pero debemos mostrar misericordia incluso con los que están atrapados en los peores
sistemas de apostasía.

Tercero, debemos mostrar misericordia espiritual orando. El sacrificio de orar por quienes no tienen a
Dios es un acto de compasión. Nuestra misericordia puede medirse por nuestra oración por los incrédulos
y por los cristianos que están caminando en desobediencia.

Cuarto, debemos mostrar misericordia espiritual proclamando el evangelio salvador de Jesucristo, que es
lo más misericordioso que podemos hacer.

EL RESULTADO DE LA MISERICORDIA

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Al reflexionar en el hecho de que cuando somos misericordiosos alcanzaremos misericordia, vemos el
ciclo de misericordia divina. Dios es misericordioso con nosotros al salvarnos por medio de Cristo; en
obediencia somos misericordiosos con otros; y Dios en su fidelidad nos otorga aún más misericordia,
derramando bendiciones por nuestras necesidades y reteniendo el castigo severo por nuestro pecado.

Al igual que en las otras bienaventuranzas, el pronombre enfático autos (ellos) indica que solo
quienes son misericordiosos califican para alcanzar misericordia. David cantó del Señor: “Con el
misericordioso te mostrarás misericordioso” (2 S. 22:26). Hablando del lado opuesto de la misma verdad,
Santiago declara: “Juicio sin misericordia se hará con aquel que no hiciere misericordia” (Stg. 2:13). Al
final del Padrenuestro, Jesús explicó: “Si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre
os perdonará vuestras ofensas” (Mt. 6:14-15). Una vez más, la verdad enfática es que Dios responderá
con castigo a un discípulo que no perdona.

Ni en ese pasaje ni en esta bienaventuranza Jesús habla de que nuestra misericordia nos gane la
salvación. No obtenemos salvación por ser misericordiosos. Antes de poder realmente ser misericordiosos
debemos ser salvos por la misericordia de
Dios. No podemos ganar la entrada al cielo ni siquiera con toda una vida de hechos de compasión, más de
lo que podríamos hacerlo por buenas obras de alguna clase. Dios no concede misericordia por mérito. Él
la da por gracia; la da porque las personas la necesitan, no porque se la puedan ganar.

A fin de ilustrar cómo actúa la misericordia de Dios, Jesús contó la parábola de un siervo a quien
de manera compasiva el rey le perdonó una gran deuda. El hombre fue luego donde un siervo colega que
le debía una miseria en comparación, a quien exigió que le pagara cada centavo, y luego lo hizo
encarcelar. Cuando el rey oyó hablar del incidente llamó al primer hombre y le dijo: “Siervo malvado,
toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu
consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta
que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo
corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (Mt. 18:23-35).

En esa parábola Jesús ofrece una descripción de la misericordia salvadora de Dios en relación con
perdonar a otros (vv. 21-22). El primer hombre suplicó misericordia a Dios y la recibió; el hecho de que a
cambio fuera despiadado resultó ser algo tan incongruente con su propia salvación que fue castigado hasta
que se arrepintiera. Si es necesario, el Señor castigará a un hijo testarudo hasta producir arrepentimiento.
Misericordia hacia otros es señal de salvación. Si no la mostramos podríamos ser disciplinados hasta que
la mostremos. Cuando retenemos misericordia, Dios restringe el flujo de misericordia hacia nosotros y
perdemos bendiciones. La presencia de castigo y la ausencia de bendición están presentes en un creyente
sin misericordia.

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Si de un Dios santo hemos recibido misericordia ilimitada que cancela nuestra deuda impagable de
pecado —nosotros que no teníamos justicia pero que fuimos pobres en espíritu, que lloramos por nuestra
carga de pecado en nuestra pobre e indefensa condición miserable y perdida, que fuimos mansos delante
de Dios todopoderoso, que tuvimos hambre y sed de una justicia que no teníamos y que no podíamos
obtener— lo que sigue sin ninguna duda es que nosotros debemos ser misericordiosos con otros.

Felices los santos

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. (5:8)

He aquí uno de esos pasajes de las Escrituras cuyas profundidades son inconmensurables y cuya amplitud
es imposible de abarcar. Esta increíble declaración de Jesús es una de las afirmaciones más grandes en
toda la Biblia. El tema de la santidad, la pureza de corazón, puede rastrearse desde Génesis hasta
Apocalipsis. El tema es amplísimo y afecta prácticamente a todas las otras verdades bíblicas. Es
imposible agotar su significado o importancia, y el estudio en este capítulo es nada más que introductorio.

EL CONTEXTO

CONTEXTO HISTÓRICO

Según se analizó en detalle en capítulos anteriores, cuando Jesús comenzó su ministerio terrenal Israel
estaba política, económica y espiritualmente en condición desesperada. Durante cientos de años, con solo
breves respiros, había estado bajo la opresión de conquistadores extranjeros. La nación tenía libertad
limitada para desarrollar su economía, y gran parte de los ingresos y beneficios se pagaban a Roma en
forma de impuestos. Aquellos eran problemas que todos los habitantes veían y sentían.

Sin embargo, el problema menos obvio era el peor. Por mucho que hubiera padecido opresión
política y económica, Israel había sufrido debilidad espiritual y falta de fe. Pero ese problema no lo
reconocían muchos judíos. Los dirigentes judíos creían que su religión estaba en buena forma, y que el
Mesías solucionaría pronto los problemas políticos y económicos. Pero cuando Él vino el único problema
por el que se preocupó fue el espiritual, el problema de los corazones de ellos.

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En la época de Cristo la fuerza religiosa más influyente en el judaísmo era el grupo de los fariseos.
Ellos eran los principales administradores y promotores del generalizado sistema legalista y ritualista que
dominaba la sociedad judía. Con el paso del tiempo varios rabinos habían interpretado y reinterpretado las
Escrituras judías, en especial la ley, hasta que tales interpretaciones (conocidas como las tradiciones de
los ancianos) se volvieron más dominantes que las Escrituras mismas. La esencia de las tradiciones era un
sistema de qué hacer y qué no hacer, que poco a poco se amplió hasta cubrir casi todos los aspectos de la
vida judía.

Para los judíos conscientes y sinceros era evidente que resultaba imposible la total observancia de
todos los requisitos religiosos. Puesto que no podían guardar toda la ley, es indudable que desarrollaron
fuertes sentimientos de culpa, frustración y ansiedad. Su religión era su vida, pero no podían cumplir todo
lo que esta exigía. En consecuencia, algunos de los dirigentes religiosos elaboraron la idea que, si una
persona podía guardar perfectamente solo algunas de las leyes, Dios entendería. Incluso cuando tal
arreglo resultó imposible, algunos redujeron el requisito a una ley perfectamente guardada.

Tal idea pudo haber estado en la mente del intérprete de la ley que probó a Jesús con la pregunta:
“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” (Mt. 22.36). Quizás quería ver cuál de los muchos
cientos de leyes que Jesús creía era la más importante de guardar, aquella que satisfaría a Dios incluso si
una persona fallaba en guardar las demás.

Es probable que tal sistema religioso opresivo y confuso contribuyera a la popularidad inicial de
Juan el Bautista. Él se mostraba radicalmente distinto de los escribas, fariseos, saduceos y sacerdotes, y
era obvio que Juan no se molestó en observar la mayoría de las tradiciones religiosas. Él resultaba ser un
respiro en un sistema asfixiante e interminable de exigencias y prohibiciones. Tal vez en la enseñanza de
este profeta hallarían un poco de alivio. No querían otro rabino con otra ley, sino alguien que pudiera
mostrarles cómo ser perdonados de esas leyes que ya habían incumplido. Querían conocer el camino
verdadero de la salvación, la senda real para agradar a Dios, el sendero eficaz de la paz y del alivio del
pecado. Ellos sabían que las Escrituras enseñaban de Aquel que vendría no simplemente a demandar sino
a redimir, no a añadir a las cargas que tenían sino a ayudar a que las llevaran, no a aumentar la culpa que
tenían sino a eliminarla. Sin duda, expectativas tales como esas fueron las que hicieron que muchos
creyeran que Juan el Bautista podría ser el Mesías.

El pueblo sabía por Ezequiel que algún día Dios iba a venir y que les rociaría sus almas con agua,
limpiándolas del pecado y reemplazándoles los corazones de piedra con corazones de carne (Ez. 36.25-
26). Conocían el testimonio de David, quien clamó: “¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión ha
sido quitada Y cubierto su pecado! ¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien YHVH no le imputa

63
iniquidad Y en cuyo espíritu no hay engaño!” (Sal. 32.1-2). Los judíos sabían tales verdades, y anhelaban
experimentar la realidad de ellas.

Nicodemo era una de esas personas. Era un fariseo y “un principal entre los judíos”, es decir, un
miembro del sanedrín, la corte suprema judía. No se nos dice de manera específica cuáles eran sus
intenciones al acudir a Jesús, porque sus primeras palabras no fueron una pregunta sino un testimonio. El
hecho de que llegara de noche sugiere que tenía vergüenza de que lo vieran con Jesús. Pero no hay razón
para dudar de la sinceridad de sus palabras, las cuales mostraron extraordinaria visión espiritual: “Rabí,
sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si
no está Dios con él” (Jn. 3.2). Nicodemo sabía que fuera lo que Jesús fuera, se trataba de un maestro
verdadero enviado por Dios.

Aunque no la expresa, la pregunta que estaba en su mente se encontraba implícita tanto en su


testimonio como en la respuesta de Jesús. El Señor conocía la mente de Nicodemo y le declaró: “De
cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (v. 3). Nicodemo
quería saber cómo agradar a Dios y ser perdonado, por lo que preguntó: “¿Cómo puedo ser hecho justo?
¿Cómo puedo ser redimido y convertirme en un hijo de Dios? ¿Cómo puedo llegar a ser parte del reino de
Dios?”. Si él no hubiera tenido un deseo profundo y apremiante de conocer la voluntad de Dios, no se
habría arriesgado a buscar a Jesús incluso en medio de la noche. Nicodemo fue suficientemente sincero
para admitir su pecaminosidad. Él era un fariseo, un maestro de la ley, y un dirigente del sanedrín; pero
en su corazón sabía que todo eso no lo hacía estar bien con Dios.

Después que Jesús alimentara a la gran multitud cerca del lago de Galilea, algunos de los que
habían presenciado el milagro le preguntaron: “¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de
Dios?” (Jn. 6.28). Les inquietaba la misma pregunta que preocupaba a Nicodemo: “¿Cómo puede una
persona estar a cuentas con Dios? ¿Qué debemos hacer para agradarlo de veras?”. Al igual que
Nicodemo, ellos habían pasado por todas las ceremonias y rituales. Habían asistido a las fiestas y ofrecido
los sacrificios requeridos. Habían tratado de guardar la ley y las tradiciones. Pero sabían que faltaba algo,
algo fundamental acerca de lo que no sabían, y que mucho menos habían experimentado.

Lucas nos habla de otro intérprete de la ley que le preguntó a Jesús: “Maestro, ¿haciendo qué cosa
heredaré la vida eterna?” (Lc. 10.25). Hizo la pregunta para probar a Jesús (v. 25a), y después que Él le
respondiera el hombre trató de “justificarse a sí mismo” (v. 29). Pero a pesar de su insinceridad había
hecho la pregunta correcta, la pregunta que estaba en las mentes de muchos judíos que eran sinceros.

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Un dirigente rico le hizo a Jesús la misma pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la
vida eterna?” (Lc. 18.18). Al parecer este hombre era sincero, pero no estuvo dispuesto a pagar el precio.
Quería mantener la riqueza de esta vida más de lo que quería obtener la riqueza de la vida eterna, y se
alejó “muy triste” (v. 23). Él sabía que necesitaba algo más que obediencia externa a la ley, a la cual había
sido diligente desde la infancia (v. 21). Sabía que a pesar de toda su devoción y esfuerzo por agradar a
Dios no tenía seguridad de poseer vida eterna. Estaba buscando el reino, pero no lo buscaba en primer
lugar (Mt. 6.33).

Otros estaban preguntando “¿Qué debo ser para pertenecer al reino de Dios? ¿Cuál es la norma
para la vida eterna?”. Todos esos individuos sabían, en varios niveles de comprensión y sinceridad, que
no habían encontrado lo que buscaban. Muchos sabían que no habían guardado a la perfección ni siquiera
una ley. Si eran sinceros, se convencían cada vez más que no podían guardar perfectamente ni siquiera
una sola ley, y que eran impotentes para agradar a Dios.

Fue para contestar esa necesidad que Jesús vino a la tierra. Fue para contestar esa necesidad que
entregó las Bienaventuranzas. Él muestra de manera simple y directa cómo el hombre pecador puede ser
justo con el Dios santo.

CONTEXTO LITERARIO

A primera vista esta bienaventuranza parece fuera de lugar, insertada de modo indiscriminado en
un desarrollo de verdades de otra forma ordenada. Debido a la suprema importancia del tema, podría
parecer más apropiado un lugar más estratégico, ya sea al principio como la base, o al final como la
culminación.

Pero la sexta bienaventuranza, al igual que cada parte de la Palabra de Dios, está en el lugar
correcto. Es parte de la hermosa y maravillosa secuencia de verdades que están colocadas aquí según la
mente de Dios. Es el clímax de las Bienaventuranzas, la verdad central a la cual llevan las cinco
anteriores y de la cual fluyen las siguientes dos.

EL SIGNIFICADO

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. (5:8)

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La palabra bienaventurados implica la condición de bienestar que resulta de la salvación, la posición de
aquel que tiene una relación correcta con Dios. Ser aceptado por Él es un asunto de transformación
interna.

Corazón se traduce de kardia, de donde obtenemos el término cardíaco y otros similares. A lo largo de las
Escrituras, así como en muchos idiomas y culturas en todo el mundo, corazón se usa de forma metafórica
para representar al ser interior, el asiento de los motivos y las actitudes, el centro de la personalidad. Pero
en la Biblia representa mucho más que emoción y sentimientos. También incluye el proceso de
pensamiento y particularmente la voluntad. En Proverbios se nos dice que “cual es su pensamiento en su
corazón, tal es [el hombre]” (Pr. 23.7). Jesús preguntó a un grupo de escribas: “¿Por qué pensáis mal en
vuestros corazones?” (Mt. 9.4; cp. Mr. 2.8; 7.21). El corazón es el centro de control de la mente y la
voluntad, así como de la emoción.

En total contraste con la religión externa, superficial e hipócrita de los escribas y fariseos, Jesús afirmó
que es en el ser interior, en el centro del mismo ser del individuo, que Dios requiere pureza. Esa no era
una verdad nueva, sino una antigua largamente olvidada entre la ceremonia y la tradición. “Sobre toda
cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida”, había advertido el escritor de Proverbios
(Pr. 4.23). Lo que hizo que Dios destruyera la tierra en el diluvio fue un problema del corazón. “Y vio
Adonai Elohim que la maldad del hombre había sido multiplicada en la tierra, y su corazón maquinaba de
continuo sólo el mal.” (Gn. 6:5).

David reconoció delante del Señor: “He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me has
hecho comprender sabiduría”; y luego oró: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un
espíritu recto dentro de mí” (Sal. 51.6, 10). Asaf escribió: “Ciertamente es bueno Dios para con Israel,
para con los limpios de corazón” (Sal. 73.1). Jeremías declaró: “Engañoso es el corazón, más que todas
las cosas, Incurable, ¿quién lo conocerá? Yo, YHVH, Yo escudriño el corazón y sondeo los riñones
(alude el subconsciente más profundo del ser humano), Para dar a cada uno conforme a su camino,
Conforme al fruto de sus obras.” (Jer. 17.9-10). Las acciones perversas y los malos caminos comienzan
en el corazón y la mente, que aquí se usan de modo sinónimo. Jesús expresó: “Del corazón salen los
malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios,
las blasfemias” (Mt. 15.19).

Por sobre todo lo demás Dios siempre ha estado preocupado con el interior del hombre, con la condición
de su corazón. Cuando el Señor llamó a Saúl a ser el primer rey de Israel, “mudó Dios su corazón” (1 S.
10:9). Hasta entonces Saúl había sido bien parecido y atlético, pero nada más. Sin embargo, el nuevo rey
no tardó en volver a sus antiguos patrones de corazón. Decidió desobedecer a Dios y confiar en sí mismo.
Entre otras cosas, actuó de forma impertinente al asumir por sí mismo el papel sacerdotal de ofrecer

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sacrificio (13.9) y se negó a destruir a todos los amalecitas y sus posesiones como Dios había ordenado
(15.3-19). En consecuencia, el Señor quitó el reino de Saúl y se lo dio a David (15.23, 28). Las acciones
de Saúl fueron erradas porque su corazón se rebeló, y es por nuestros corazones que el Señor nos juzga
(16.7). Del liderazgo de David sobre Israel se dijo: “Los pastoreó conforme a la integridad de su corazón,
Y los guió con la destreza de sus manos.” (Sal. 78.72).

Una ocasión en que David huía de Saúl fue a Gat, una ciudad filistea, en busca de ayuda. Cuando
se dio cuenta de que allí también estaba en peligro su vida, “se fingió loco entre ellos, y escribía en las
portadas de las puertas, y dejaba correr la saliva por su barba” (1 S. 21.13). Creyéndolo desquiciado, los
filisteos lo dejaron ir, y David fue a ocultarse en la cueva de Adulam. Entró en razón y comprendió lo
necio e infiel que había sido al confiar en los filisteos y no en el Señor en busca de ayuda. Fue allí cuando
escribió el Salmo 57, en que declaró: “Pronto está mi corazón, oh Elohim, mi corazón está dispuesto” (v.
7). David volvió a dedicar su corazón, su ser más íntimo, firmemente a Dios. Este hombre falló a menudo,
pero su corazón estaba fijo en Dios. La evidencia de su sincero compromiso de corazón hacia Dios se
halla en todos los primeros 175 versículos del Salmo 119. El hecho de que a veces su carne dominaba su
corazón es la admisión final del versículo 176: “Anduve errante como oveja descarriada, ¡Busca a tu
esclavo, porque no ha olvidado tus mandamientos!”.

Limpio se traduce de katharos, una forma de la palabra de la que obtenemos catarsis. Su


significado básico es hacer puro al limpiar de suciedad, inmundicia y contaminación. Catarsis es un
término usado en psicología y consejería para una limpieza de la mente o las emociones. La expresión
griega se relaciona con el latín castus, de la que obtenemos casto. El vocablo relacionado, castigo, se
refiere a disciplina dada con el fin de limpiar de conducta equivocada.

El término griego se usaba a menudo para metales que habían sido refinados hasta que todas las
impurezas quedaran eliminadas, dejando solamente el metal puro. En ese sentido, pureza significa sin
mezcla, sin aleaciones, no adulterado. Aplicada al corazón, la idea es de motivo puro: un solo ánimo,
devoción no dividida, integridad espiritual, y justicia verdadera.

El doble ánimo siempre ha sido una de las grandes plagas de la Iglesia. Queremos servir al Señor y
al mismo tiempo seguir al mundo. Pero Jesús advierte que eso es imposible. “Ninguno puede servir a dos
señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro” (Mt.
6.24). Santiago pone la misma verdad de otra manera: “¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad
del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye
enemigo de Dios” (Stg. 4.4). Luego ofrece la solución al problema: “Pecadores, limpiad las manos; y
vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones” (v. 8).

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Los cristianos tienen el motivo recto de corazón con relación a Dios. Aunque a menudo fallamos
en ser de un solo ánimo, nuestro deseo profundo es serlo. Confesamos igual que Pablo: “ 15 Porque no
comprendo lo que hago, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. 21 Así que,
queriendo yo hacer lo bueno, hallo la ley de que lo malo está presente en mí. 25 ¡Gracias a DIOS por
JESUCRISTO, el Señor nuestro! De manera que yo mismo, por un lado, con la mente sirvo a la ley de
DIOS, y por otro, con la carne, a la ley del pecado.” (Ro. 7.15, 21, 25). Los deseos espirituales más
profundos de Pablo eran puros, aunque el pecado que moraba en su carne a veces los dominaba.

Aquellos que pertenecen realmente a Dios estarán motivados hacia la pureza. El Salmo 119 es el
ejemplo clásico de ese anhelo, y Romanos 7.15-25 es la contraparte paulina. El deseo más profundo de
los redimidos es por santidad, aunque el pecado frena el cumplimiento de ese deseo.

La limpieza de corazón es más que sinceridad. Un motivo puede ser sincero, pero puede llevar a
cosas sin valor y pecaminosas. Los sacerdotes paganos que se opusieron a Elías demostraron gran
sinceridad cuando se laceraban los cuerpos a fin de inducir a Baal a que les enviara fuego que consumiera
los sacrificios que le estaban haciendo (1 R. 18.28). Pero su sinceridad no produjo los resultados
deseados, y no les permitió ver la maldad de su paganismo porque su confianza sincera estaba puesta en
ese mismo paganismo. Devotos sinceros caminan sobre clavos para demostrar su poder espiritual. Otros
se arrastran de rodillas por cientos de metros, sangrando y haciendo muecas de dolor, para mostrar su
devoción a un santo o a un santuario. Pero su devoción sincera está claramente equivocada y es
totalmente inútil delante de Dios.

Los escribas y fariseos creían que podían agradar a Dios por medio de prácticas superficiales tales
como diezmar “la menta y el eneldo y el comino”; pero descuidaban “lo más importante de la ley: la
justicia, la misericordia y la fe” (Mt. 23.23). Eran muy cuidadosos en cuanto a lo que hacían de modo
externo, pero no prestaban atención a lo que eran por dentro. Jesús les expresó: “¡Ay de vosotros, escribas
y fariseos, hipócritas! porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de
robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo
de fuera sea limpio” (vv. 25-26).

Incluso acciones realmente buenas que no vienen de un corazón realmente bueno carecen de algún
valor espiritual. Thomas Watson manifestó: “La moral puede ahogar a un individuo tan rápido como el
vicio”, y “un barco puede hundirse sea que transporte oro o estiércol”. Aunque podemos ser sumamente
religiosos y estar muy comprometidos a hacer cosas buenas, no podremos agradar a Dios a menos que
nuestros corazones estén a cuentas con Él.

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La norma definitiva de pureza de corazón es la perfección de corazón. En el mismo sermón en que
Jesús enseñó las Bienaventuranzas declaró: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está
en los cielos es perfecto” (Mt. 5.48). Cien por ciento de pureza es la norma de Dios para el corazón.

La tendencia del hombre es poner la norma opuesta. Nos inclinamos a juzgarnos por lo peor en
lugar de lo mejor. El fariseo que oró en el templo agradeciendo a Dios porque no era como los otros
hombres se consideraba justo simplemente porque no era ladrón, adúltero o recaudador de impuestos (Lc.
18.11). Todos estamos tentados a sentirnos mejor acerca de nosotros mismos cuando vemos que alguien
hace algo terrible que nosotros nunca hemos hecho. El individuo “bueno” menosprecia al que parece
menos bueno que él, y a su vez esta persona menosprecia a quienes son peores. Llevado a su extremo, esa
espiral de juicio baja y baja hasta que alcanza al individuo más podrido en la tierra, y esa última persona,
la peor de la tierra, ¡sería la norma por la cual el resto del mundo se juzgaría!

Sin embargo, la norma de Dios para los hombres es Él mismo. Estos no pueden agradar a Dios a
menos que sean puros como Él es puro, a menos que sean santos y perfectos como Él es perfecto. Solo
quienes son puros de corazón pueden entrar al reino. David pregunta: ¿Quién subirá al Monte de YHVH?
¿Y quién podrá estar en pie en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón” (Sal. 24. 3-4).
Es la impureza de corazón lo que separa de Dios al hombre. “He aquí que no se ha acortado la
mano de YHVH de modo que no puede salvar, Ni su oído se ha endurecido de modo que no puede
oír. Son vuestras transgresiones las que se interponen entre vosotros y vuestro Elohim; Son vuestros
pecados los que os ocultan su rostro, e impiden que os oiga” (Is. 59.1-2). Y así como la impureza de
corazón separa de Dios a los hombres, solamente la pureza de corazón a través de Jesucristo reconciliará
a los hombres con Dios.

Básicamente solo hay dos tipos de religión: la religión de logros humanos y la del logro divino.
Existen muchas variaciones de la primera clase, que incluye a toda religión menos al cristianismo bíblico.
Dentro de las religiones de logros humanos hay dos enfoques básicos: la religión de la cabeza, que confía
en los credos y en el conocimiento religioso, y la religión de las manos que confía en las buenas obras.

No obstante, la única religión verdadera es la religión del corazón que se basa en la pureza
implantada de Dios. Por fe en lo que Dios ha hecho a través de su Hijo, Jesucristo, “tenemos redención
por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Ef. 1.7). Cuando Dios nos imputa su
justicia, también nos atribuye su pureza.

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Al leer la Biblia descubrimos seis tipos de pureza. Una podría ser llamada pureza primordial, de la
clase que existe solamente en Dios. Esa pureza es tan esencial para Dios como la luz es para el sol o la
humedad para el agua.

Otra forma es la pureza creada, la pureza que existía en la creación de Dios antes que se
corrompiera con la caída. Dios creó a los ángeles en pureza y creó al hombre en pureza. Trágicamente,
algunos de los ángeles y toda la humanidad cayeron de esa pureza.

Un tercer tipo es la pureza posicional, la pureza que se nos da el momento en que confiamos en
Jesucristo como Salvador. Cuando confiamos en Él, Dios imputa en nosotros la propia pureza de Cristo,
la propia justicia de Cristo. “pero al que no obra, sino que cree en el que declara justo al impío, su fe le es
contada como justicia.” (Ro. 4.5). “y sabiendo que un hombre no es declarado justo por las obras de la
ley, sino ciertamente por la fe de CRISTO JESÚS, también nosotros creímos en CRISTO JESÚS, para
que fuéramos declarados justos por la fe de CRISTO y no por las obras de la ley, porque por las obras de
la ley ninguna carne será declarada justa”. (Gá. 2:16). Desde ese día el Padre nos ve tal como ve al Hijo:
perfectamente justos y sin mancha. (2 Co. 5.21; He. 9. 14).

Cuarta, la pureza imputada no es tan solo una declaración sin sustancia; con la pureza imputada
Dios concede pureza real en la nueva naturaleza del creyente (Ro. 6.4-5; 8.5-11; Col. 3. 9-10; 2 Pe. 1.3).
En otras palabras, no hay justificación sin santificación. Cada creyente es una nueva creación (2 Co.
5.17). Pablo afirma que cuando un creyente peca, esto no lo causa el nuevo yo puro sino el pecado en la
carne (Ro. 7.17, 19-22, 25).

Quinta, existe la pureza práctica. Por supuesto, esta es la parte difícil, la parte que sí requiere
nuestro esfuerzo supremo. Solo Dios posee o puede poseer pureza primordial. Solo Dios puede conceder
pureza creada, pureza definitiva, pureza posicional, y pureza real. Pero la pureza práctica, aunque también
viene de Dios, exige nuestra participación en una manera que las otras clases de pureza no lo hacen. Por
eso es que Pablo implora: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda
contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”
(2 Co. 7.1). Por eso es que Pedro declara: “Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que
antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros
santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pe. 1. 14-
16).

No somos salvos para pureza celestial futura sino también para pureza terrenal actual. A lo sumo
será oro mezclado con hierro y barro, una prenda blanca de vestir con algunos hilos negros; pero Dios

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quiere que ahora seamos tan puros como podamos ser. Si la limpieza no caracteriza nuestra vida, significa
que no pertenecemos a Cristo o le estamos desobedeciendo. Tendremos tentaciones, pero Dios siempre
dará una salida (1 Co. 10.13). Caeremos en pecado, pero “si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y
justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Jn. 1.9).

Por último, para los creyentes un día también habrá pureza definitiva, la pureza perfeccionada que
el pueblo redimido de Dios experimentará cuando sea glorificado en la presencia del Señor. Todos los
pecados son lavados de modo total y permanente, y “seremos semejantes a Él, porque le veremos tal
como Él es” (1 Jn. 3. 2).

EL CAMINO A LA SANTIDAD

La gran bendición de los que son limpios de corazón es que verán a Dios. El griego está en tiempo
futuro indicativo y voz media, y una traducción más literal sería: “Ellos continuamente estarán viendo a
Dios por sí mismos”. Solamente ellos (el enfático término autos), los de limpio corazón, son los que verán
a Dios. El conocimiento íntimo y la comunión con Dios están reservados para los limpios.

Cuando nuestros corazones son purificados en la salvación comenzamos a vivir en la presencia de


Dios. Empezamos a verlo y comprenderlo con nuestros ojos espirituales. Al igual que Moisés, quien vio
la gloria de Dios y pidió ver más (Éx. 33.18), aquel que es purificado por Jesucristo ve una y otra vez la
gloria de Dios.

Ver a Dios era la mayor esperanza de los santos del Antiguo Testamento. Al igual que Moisés,
David quiso ver más de Dios y expresó: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama
por ti, oh Dios, el alma mía” (Sal. 42.1). Job se alegró cuando pudo declarar: “De oídas te había oído; mas
ahora mis ojos te ven” (Job 42.5).

La pureza del corazón limpia los ojos del alma de tal manera que Dios se vuelve visible. Una señal
de un corazón impuro es la ignorancia, porque el pecado obscurece la verdad (Jn. 3.19-20). La maldad y
la ignorancia vienen en un paquete. Otras señales de un corazón impuro son el egocentrismo (Ap. 3.17),
complacerse en el pecado (2 Ti. 3.4), la incredulidad (He. 3.12) y el odio a la pureza (Mi. 3:2). Aquellos
que pertenecen a Dios cambian todas esas cosas por integridad y pureza.

71
F. F. Bullard escribió:

Cuando al fin en justicia


vea tu rostro glorioso;
cuando toda la fatiga de la noche haya pasado,
y yo despierte contigo,
para ver las glorias que esperan,
entonces y solo entonces estaré satisfecho.

(Citado en William Hendriksen, The Gospel of Matthew [Grand Rapids: Baker, 1973], p. 278)

Dichosos los que procuran la paz

Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de DIOS. (5.9)

El Dios de paz (Ro. 15.33; 2 Co. 13.11; Fil. 4.9) ha hecho hincapié en que la preciosa, pero
elusiva realidad de hacer la paz es una de las ideas dominantes de su Palabra. Las Escrituras contienen
cuatrocientas referencias directas a la paz, y muchas más indirectas. La Biblia empieza con paz en el
huerto del Edén y termina con paz en la eternidad. La historia espiritual de la humanidad puede trazarse
en base a la paz. Aunque la paz terrenal en el huerto fue interrumpida cuando el hombre pecó, en la cruz
Jesucristo volvió a hacer de la paz una realidad, y Él se convierte en la paz de todos los que ponen su fe
en Él. La paz puede reinar ahora en los corazones de quienes son suyos. Algún día Él vendrá como el
Príncipe de Paz y establecerá un reino mundial de paz, el cual resultará en paz final, la era eterna de paz.

Pero uno de los hechos más obvios de la historia y de la experiencia humana es que la paz no caracteriza
la existencia terrenal del hombre. No existe paz hoy día por dos razones: la oposición de Satanás y la
desobediencia del ser humano. La caída de los ángeles y la caída del hombre establecieron un mundo sin
paz. Satanás y el hombre están lidiando una batalla por la soberanía contra el Dios de paz.

La escasez de paz ha llevado a alguien a sugerir que “la paz es ese glorioso momento de la historia en que
todos se detiene para recargar las armas”. En 1968 un importante periódico reportó que hasta esa fecha
había habido 14,553 guerras conocidas desde treinta y seis años antes de Cristo. Desde 1945 ha habido

72
más o menos setenta guerras y casi doscientos brotes de violencia de importancia internacional. Desde
1958 casi un centenar de naciones han participado en alguna forma de conflicto armado.

Algunos historiadores han afirmado que los Estados Unidos han tenido dos generaciones de paz,
una de 1815 a 1846 y la otra de 1865 a 1898. Pero esa afirmación solo puede hacerse si se excluyen las
guerras indias durante las cuales nuestra tierra fue bañada en sangre india.

Con todos los esfuerzos declarados y bienintencionados por la paz en tiempos modernos, pocas personas
afirmarían que el mundo o alguna parte importante de él es más pacífico ahora que hace cien años. No
tenemos paz económica, paz religiosa, paz racial, paz social, paz familiar, ni paz personal. Parece que hay
un sinfín de marchas, plantones, mítines, protestas, demostraciones, alborotos y guerras. Desacuerdos y
conflictos están a la orden del día. Ninguna época ha tenido más necesidad de paz que la nuestra.

Tampoco el mundo honra la paz tanto por sus normas y acciones como lo hace con sus palabras. En casi
toda era de la historia los más grandes héroes han sido los más grandes guerreros. El mundo alaba a los
poderosos y a menudo exalta a los destructivos. El hombre modelo no es el manso sino el macho. El
modelo de héroe no es altruista sino materialista, no es generoso sino egoísta, no es amable sino cruel, no
es sumiso sino agresivo, no es manso sino orgulloso.

La filosofía popular del mundo, reforzada por la enseñanza de muchos psicólogos y consejeros, es
ponerse uno mismo en primer lugar. Pero cuando estamos en primer lugar, la paz está en el último. El ego
precipita conflicto, división, odio, resentimiento y guerra. Es el gran aliado del pecado y el gran enemigo
de la justicia y, por lo tanto, de la paz.

La séptima bienaventuranza pide al pueblo de Dios que sea pacificador. Él nos ha llamado a una misión
especial de ayudar a restaurar la paz perdida en la caída.

La paz de la que Cristo habla en esta bienaventuranza, y acerca de la cual el resto de la Biblia también
habla, es diferente de lo que el mundo conoce y de aquello por lo que lucha. La paz de Dios no tiene nada
que ver con política, ejércitos ni fuerzas armadas, foros de naciones, o incluso consejos de iglesias. No
tiene nada que ver con el arte de gobernar de alguien, por grande que sea o grandes que sean los
arbitrajes, el compromiso, las treguas negociadas, o los tratados. La paz de Dios, la paz de la que habla la
Biblia, no evade los problemas; no sabe nada de paz a cualquier precio. No brilla ni se oculta, no
racionaliza ni excusa. Confronta los problemas y trata de solucionarlos, y después que están resueltos
construye un puente entre quienes estaban separados por tales problemas. A menudo trae su propia lucha,

73
dificultad y angustia, porque con frecuencia todo eso representa el precio de la sanidad. No se trata de una
paz que la produzcan reyes, presidentes, primeros ministros, diplomáticos o humanitarios internacionales.
Es la paz personal interior que solo Dios puede conceder al alma del ser humano y que solamente sus
hijos pueden ejemplificar.

Cuatro realidades importantes acerca de la paz de Dios encontramos reveladas: su significado, su


Hacedor, sus mensajeros, y sus méritos.

EL SIGNIFICADO DE PAZ: JUSTICIA Y VERDAD

El hecho esencial que se debe comprender es que la paz de la que Jesús habla es más que la
ausencia de conflicto y lucha; se trata de la presencia de justicia. Solamente la justicia puede producir la
relación que junta dos partes. Los hombres pueden dejar de pelear sin justicia, pero no pueden vivir
pacíficamente sin justicia. La justicia no solo pone fin al daño, sino que administra la sanidad del amor.

La paz de Dios no solo detiene la guerra, sino que la reemplaza con la justicia que trae armonía y
verdadero bienestar. La paz es una fuerza creativa y agresiva para lo mejor. El saludo judío shalom desea
“paz” y expresa el deseo de que a quien se le saluda tenga toda la justicia y bondad que Dios puede
otorgar. El significado más profundo del término es “el bien más elevado de Dios para usted”.

Lo más que la paz del hombre puede ofrecer es una tregua, el cese temporal de hostilidades. Pero
en una escala internacional o en una escala individual, una tregua nunca es más que una guerra fría. A
menos que los desacuerdos y los odios se resuelvan, los conflictos simplemente pasan a la clandestinidad,
donde tienden a enconarse, crecer y estallar de nuevo. Sin embargo, la paz de Dios no solo detiene las
hostilidades, sino que resuelve los problemas y junta a las partes en mutuo amor y armonía.

Santiago confirma la naturaleza de la paz de Dios cuando escribe: “La sabiduría que es de lo alto
es primeramente pura, después pacífica” (Stg. 3:17). El camino de Dios hacia la paz es a través de la
pureza. No puede obtenerse paz a expensas de la justicia. Dos personas no pueden estar en paz a menos
que reconozcan y resuelvan las malas actitudes y acciones que ocasionaron el conflicto entre ellas, y
entonces llegar ante Dios para limpieza. La paz que ignora la limpieza que produce pureza no es la paz de
Dios.

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El escritor de Hebreos vincula paz con pureza cuando instruye a los creyentes: “Seguid la paz con
todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). La paz no puede separarse de la
santidad. “La justicia y la paz se besaron” es la hermosa expresión del salmista (Sal. 85:10). Bíblicamente
hablando, entonces cuando hay verdadera paz hay justicia, santidad y pureza. Tratar de producir armonía
al comprometer la justicia hace que se pierdan ambas.

Las palabras de Jesús: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer
paz, sino espada” (Mt. 10:34) parecen ser la antítesis de la séptima bienaventuranza. Sin embargo, su
significado era que la paz que Él viene a traer no es paz a cualquier precio. Habrá oposición antes que
haya armonía; habrá lucha antes que haya paz. Ser pacificadores en las condiciones de Dios requiere ser
pacificadores en las condiciones de la verdad y la justicia, a las cuales el mundo está en feroz oposición.
Cuando los creyentes traen verdad para influir en un mundo que ama la mentira, hay antagonismo.
Cuando los creyentes establecen estándares divinos de justicia ante un mundo que ama la maldad, hay un
potencial inevitable para el conflicto. Pero esa es la única manera.
A menos que la injusticia cambie a justicia no habrá paz según Dios. Y el proceso de resolución es
difícil y costoso. La verdad producirá ira antes que felicidad; la justicia producirá antagonismo antes que
armonía. El evangelio trae malos sentimientos antes de que pueda traer buenos sentimientos. Una persona
que primero no se lamenta por su propio pecado nunca estará satisfecha con la justicia de Dios. La espada
que Cristo trae es la espada de su Palabra, la cual es la espada de la verdad y la justicia. Al igual que el
escalpelo del cirujano, debe cortar antes de curar, porque la paz no puede venir mientras el pecado
persista.

El gran enemigo de la paz es el pecado. El pecado separa de Dios a los hombres y ocasiona
discordia y enemistad con Él; y la falta de armonía de los hombres con Dios ocasiona la falta de armonía
de estos entre sí. El mundo está lleno de conflicto y guerra porque está lleno de pecado. La paz no
gobierna el mundo porque el enemigo de la paz gobierna el mundo. Jeremías nos dice que “engañoso es el
corazón más que todas las cosas, y perverso” (Jer. 17:9). No puede reinar la paz en el mundo mientras
reine la maldad. Los corazones malvados no pueden producir una sociedad pacífica. “No hay paz para los
malos, dijo YHVH” (Is. 48:22).

Hablar de paz sin hablar de arrepentimiento del pecado es hablar necia y vanamente. Los
dirigentes religiosos corruptos del antiguo Israel proclamaban: “Paz, paz”, pero no había paz porque
ninguno en el pueblo estaba “avergonzado de haber hecho abominación… en lo más mínimo” (Jer. 8:11-
12).

“De dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las
fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la

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maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre”
(Mr. 7:21-23). Los seres humanos pecadores no pueden crear paz, sea dentro de ellos o entre ellos
mismos. El pecado no puede producir nada más que luchas y conflicto. Santiago declara: “Donde hay
celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa. Pero la sabiduría que es de lo alto es
primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin
incertidumbre ni hipocresía. Y el fruto de justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz” (Stg.
3:16-18).

Independientemente de cuáles puedan ser las circunstancias, donde existe conflicto es a causa del
pecado. Si separamos a las partes en conflicto entre sí pero no las separamos del pecado, en el mejor de
los casos tendremos éxito solo en lograr una
tregua. La pacificación no puede venir eludiendo el pecado, porque el pecado es el origen de todo
conflicto.

Las malas nuevas del evangelio vienen antes que las buenas nuevas. A menos que una persona
enfrente su pecado, no tiene sentido ofrecerle un Salvador. A menos que una persona enfrente sus falsas
ideas, no tiene sentido ofrecerle la verdad. A menos que una persona reconozca su enemistad con Dios,
no tiene sentido ofrecerle paz con Dios.

Los creyentes no pueden evitar enfrentar la verdad, o evitar enfrentar a otros con la verdad, por el
bien de la armonía. Si alguien está en grave error acerca de una parte de la verdad de Dios no puede tener
una relación correcta y pacífica con otros hasta que el error sea confrontado y corregido. Jesús nunca
evadió el tema de la doctrina o la conducta incorrecta. Él trató a la mujer samaritana de Sicar con gran
amor y compasión, pero no titubeó en confrontarla con su vida impía. Primero la confrontó con su vida
inmoral: “Cinco maridos has tenido, y el que ahora tienes no es tu marido” (Jn. 4:18). Luego le corrigió
sus falsas ideas acerca de la adoración: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en
Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos;
porque la salvación viene de los
judíos” (Jn. 4:21-22).

La persona que no está dispuesta a trastornar y molestar en nombre de Dios no puede ser
pacificadora. Llegar a un acuerdo en cualquier cosa menos que en la verdad y la justicia de Dios es
conformarse con una tregua, la cual confirma a los pecadores en su pecado y puede incluso alejarlos más
del reino. Aquellos que en nombre del amor, la bondad, o la compasión tratan de dar testimonio
apaciguando y comprometiendo la Palabra de Dios, descubrirán que el testimonio que dan los aleja de Él,
no los lleva hacia Él. Los pacificadores de Dios no dejarán recostado a un perro que duerme si este se
opone a la verdad de Dios; no protegerán la situación existente si es impía e injusta. No estarán dispuestos

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a hacer la paz a cualquier precio. La paz de Dios viene solamente a la manera de Dios. Ser un pacificador
es en esencia el resultado de una vida santa y el llamado a que otros acepten el evangelio de la santidad.

EL HACEDOR DE LA PAZ: DIOS

Los hombres no tienen paz porque no tienen a Dios, la fuente de paz. El Antiguo y el Nuevo
Testamentos están repletos de declaraciones de que Dios es el Dios de paz (Lv. 26:6; 1 R. 2:33; Sal.
29:11; Is. 9:6; Ez. 34:25; Ro. 15:33; 1 Co. 14:33; 2 Ts. 3:16). Desde la caída, la única paz que los
hombres han conocido es la paz que han recibido como regalo de Dios. La venida de Cristo a la tierra fue
la venida de la paz de Dios a la tierra, porque solo Jesucristo podía quitar el pecado, el gran obstáculo
para la paz. “ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos
cercanos por la sangre de Cristo. Porque él es nuestra paz” (Ef. 2:13-14).

Una vez leí la historia de una pareja en una audiencia de divorcio que discutían de un lado al otro
ante el juez, acusándose mutuamente y negándose a aceptar cualquier culpa. El hijo de cuatro años de la
pareja estaba muy angustiado y confundido. Sin saber qué más hacer, tomó la mano de su padre y la mano
de su madre y tiró de ellas hasta que finalmente juntó las manos de ambos.

En una manera infinitamente superior, Cristo vuelve a unir a Dios y al hombre, reconciliando y
trayendo paz. “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar
consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz
mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:19-20).

¿Cómo podría la cruz traer paz? En la cruz todo el odio y la ira del hombre se ventilaron contra
Dios. En la cruz el Hijo de Dios fue escarnecido, maldecido, escupido, traspasado, vilipendiado y matado.
Los discípulos de Jesús huyeron atemorizados, del cielo salieron rayos, la tierra tembló violentamente y el
velo del templo se partió en dos. Sin embargo, por medio de esa violencia Dios trajo paz. La justicia más
grande de Dios confrontó la maldad más grande del ser humano, y la justicia ganó. Y debido a que la
justicia ganó, la paz ganó.

En su libro Peace Child (Glendale, Calif.: Regal, 1979), Don Richardson narra su larga lucha para
llevar el evangelio a la tribu sawi de caníbales y cazadores de cabezas de Irian Jaya, Indonesia. Por
mucho que trató, no pudo hallar una manera de hacer que la gente entendiera el mensaje del evangelio,
especialmente el significado de la muerte expiatoria de Cristo en la cruz.

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Los pueblos sawi estaban constantemente peleando entre sí, y debido a que se tenía en alta estima
a la traición, la venganza y el asesinato, allí parecía no haber esperanza de paz. Sin embargo, la tribu tenía
una costumbre legendaria de que si un pueblo entregaba un bebé varón a otro pueblo prevalecería la paz
entre los dos pueblos mientras el niño viviera. Al bebé se le llamaba un “hijo de paz”.

El misionero aprovechó esa historia como una analogía de la obra reconciliadora de Cristo. Les
contó que Cristo es el divino Hijo de Paz de Dios que Él ha ofrecido al hombre, y que debido a que Cristo
vive eternamente, su paz nunca terminará. Esa analogía fue la clave que abrió el evangelio para los sawi.
En una obra maravillosa del Espíritu Santo muchos de ellos creyeron en Cristo y pronto se desarrolló una
iglesia fuerte y evangelística, y la paz llegó a los sawi.

Si el Padre es la fuente de paz, y el Hijo es la manifestación de aquella paz, entonces el Espíritu


Santo es el agente de esa paz. La paz es uno de los elementos más hermosos que el fruto del Espíritu
Santo concede a aquellos en quienes reside (Gá. 5.22). El Dios de paz envió al Príncipe de Paz que envía
al Espíritu de paz para dar el fruto de la paz. No es de extrañar que a la Trinidad se le llame YHVH-
salom, “YHVH es paz” (Jue. 6.24).

El Dios de paz desea la paz para su mundo, y un día restaurará la paz en el mundo que Él creó. El
Príncipe de Paz establecerá su reino de paz durante mil años en la tierra, y por toda la eternidad en el
cielo. “Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice YHVH, pensamientos de paz, y no de
mal, para daros el fin que esperáis” (Jer. 29:11). Jesús declaró: “Estas cosas os he hablado para que en mí
tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16.33). Aquel
que no pertenece a Dios a través de Jesucristo no puede tener paz ni ser un pacificador. Dios puede
conseguir paz a través de nosotros solo si ha conseguido paz en nosotros.

Algunos de los más violentos climas de la tierra ocurren en los mares. Pero mientras más profundo
el mar, más serena y tranquila se vuelve el agua. Los oceanógrafos reportan que las partes más profundas
del mar son absolutamente serenas. Cuando se excavan esas áreas se descubren restos de plantas y vida
animal que han permanecido en reposo durante miles de años.

Esa es una descripción de la paz del cristiano; el mundo a su alrededor, incluso sus propias
circunstancias, podrían ser de gran confusión y lucha, pero en su ser más profundo tendrá paz que
sobrepasa todo entendimiento. Nunca pueden hallar paz aquellos que están en las mejores circunstancias,
pero sin Dios; no obstante, los que están en las peores circunstancias, pero con Dios no tienen por qué
carecer de paz.

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LOS MENSAJEROS DE PAZ: LOS CREYENTES

Los mensajeros de paz son creyentes en Jesucristo. Solo ellos pueden ser pacificadores. Solo
quienes pertenecen al Hacedor de paz pueden ser mensajeros de paz. Pablo nos dice “que a paz nos llamó
Dios” (1 Co. 7.15) y que “todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y
nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Co. 5.18). El ministerio de la reconciliación es el ministerio
de la pacificación. Aquellos a quienes Dios ha llamado a paz también los ha llamado a hacer la paz. “Dios
estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y
nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo,
como si Dios rogase por medio de nosotros” (2 Co. 5.19-20).

Al menos cuatro aspectos caracterizan a un pacificador. Primero, él mismo es quien ha hecho paz
con Dios. Todo el evangelio tiene que ver con paz. Antes de llegar a Cristo estábamos en guerra con Dios.
Sin importar lo que conscientemente hayamos pensado acerca de Dios, nuestros corazones estaban contra
Él. Fue mientras éramos “enemigos” de Dios que “fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
Hijo” (Ro. 5:10). Cuando recibimos a Cristo como Salvador y Él nos imputó su justicia, nuestra batalla
con Dios terminó, y nuestra paz con Dios comenzó. Puesto que hemos hecho la paz con Dios podemos
disfrutar la paz de Dios (Fil. 4.7; Col. 3.15). Y debido a que se nos ha dado la paz de Dios estamos
llamados a participar la paz de Dios. Tenemos “calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz”
(Ef. 6.15).

Debido a que la paz siempre está corrompida por el pecado, el creyente pacificador debe ser un
creyente santo, un creyente cuya vida sea continuamente limpiada por el Espíritu Santo. El pecado rompe
nuestra comunión con Dios, y cuando la comunión con Él se rompe, la paz se destruye. El cristiano
desobediente y autocomplaciente no es adecuado para ser un embajador de paz. Segundo, un pacificador
lleva a otros a hacer paz con Dios. Los cristianos no son un cuerpo élite de aquellos que han llegado
espiritualmente a una meta y que miran con menosprecio al resto del mundo. Son pecadores limpiados
por Jesucristo y comisionados para llevar su evangelio de limpieza al resto del mundo.

Los fariseos eran la encarnación de lo que no deben ser los pacificadores. Eran presumidos,
orgullosos, autocomplacientes, y decididos a hacer su propia voluntad y defender sus propios derechos.
Tenían poco interés en hacer la paz con Roma, con los samaritanos, o incluso con compañeros judíos que
no seguían su política partidaria. En consecuencia, creaban conflicto dondequiera que iban. Cooperaban
con otros solo cuando era para su propio beneficio, como hicieron con los saduceos en oposición a Jesús.
El espíritu de pacificación es lo opuesto a eso. Se construye sobre humildad, tristeza por el pecado propio,

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mansedumbre, hambre y sed de justicia, compasión y pureza de corazón. G. Campbell Morgan comentó
que la pacificación es el carácter propagado del hombre que, ejemplificando a todo el resto de
bienaventuranzas, lleva por tanto paz adondequiera que va.

El pacificador es un mendigo que ha sido alimentado y que está llamado a ayudar a alimentar a
otros. Después de haber sido llevado a Dios, lleva a otros a Dios. El propósito de la Iglesia es predicar “la
paz por medio de Jesucristo” (Hch. 10.36). Predicar a Cristo es promover paz. Llevar a una persona al
conocimiento salvador de Jesucristo es el acto más pacificador que un ser humano puede realizar. Está
más allá de lo que cualquier diplomático o estadista puede lograr.

Tercero, un pacificador ayuda a otros a hacer la paz con otros. El momento en que una persona
llega a Cristo, llega a estar en paz con Dios y con la Iglesia, y se convierte en un pacificador en el mundo.
Un pacificador construye puentes entre los hombres y Dios, y también entre los hombres y otros hombres.
Por supuesto, el segundo tipo de construcción de puentes debe comenzar entre nosotros mismos y otros.
Jesús manifestó que si llevamos una ofrenda a Dios y un hermano tiene algo contra nosotros, debemos
dejar nuestra ofrenda en el altar y reconciliarnos con ese hermano antes de dar la ofrenda a Dios (Mt.
5:23-24). Pablo dice que hasta donde sea “posible, en cuanto dependa de [nosotros]”, estemos “en paz con
todos los hombres” (Ro. 12.18). Incluso debemos amar a nuestros enemigos y orar por aquellos que nos
persiguen, “para que [seamos] hijos de [nuestro] Padre que está en los cielos” (Mt. 5.44-45).

Por definición, un puente no puede ser de un solo lado. Debe extenderse entre dos lados o nunca
funcionará. Una vez construido, sigue necesitando apoyo en ambos lados o caerá. Por eso, en cualquier
relación nuestra primera responsabilidad es ver que nuestro propio lado tenga una base sólida. Pero
también tenemos la responsabilidad de ayudar a que aquel en el otro lado construya bien su base. Ambos
lados deben construirse sobre justicia y verdad, o el puente caerá. Los pacificadores de Dios primero
deben ser justos ellos mismos, y luego deben ser activos en ayudar a que otros se vuelvan
justos.

El primer paso en el proceso de construir el puente a menudo es reprender a otros acerca de su


pecado, que es el obstáculo supremo para la paz. Jesús declara: “Si tu hermano peca contra ti, ve y
repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún
contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos,
dilo a la iglesia” (Mt. 18.15-17). Eso es algo difícil de hacer, pero obedecer dicho mandato no es más
opcional que obedecer cualquiera de los otros mandatos del Señor. El hecho de que adoptar tales medidas
a menudo suscite controversia y resentimiento no es excusa para no hacerlo. Si lo hacemos en el modo y
en el espíritu que el Señor enseña, las consecuencias son responsabilidad de Él. No hacerlo no solo evita
preservar la paz, sino que a través de la desobediencia se establecerá una tregua con el pecado.

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Obviamente, hay la posibilidad de un precio que pagar, pero cualquier sacrificio es pequeño a fin
de obedecer a Dios. Con frecuencia la confrontación traerá más confusión en lugar de menos
malentendidos, así como sentimientos heridos y resentimiento. Pero el único camino hacia la paz es el de
la justicia. El pecado con el que no lidiamos es pecado que desbaratará y destruirá la paz. Así como vale
la pena pagar cualquier precio por obedecer a Dios, vale la pena pagar cualquier precio para librarse del
pecado. Jesús advirtió: “Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti… Y si tu mano
derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros,
y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mt. 5.29-30). Si no estamos dispuestos a ayudar a que
otros confronten su pecado, seremos incapaces de ayudarles a encontrar paz.

Cuarto, un pacificador se esfuerza por encontrar un punto de acuerdo con los demás. La verdad y
la justicia de Dios nunca deben comprometerse o debilitarse, pero difícilmente habrá una persona tan
impía, inmoral, rebelde, pagana o indiferente con la que no encontremos absolutamente algún punto de
acuerdo. La teología equivocada, las normas erradas, las creencias equivocadas y las actitudes erróneas
deben enfrentarse y tratarse, pero no suelen ser los mejores lugares para comenzar el proceso de ser
testigos o pacificadores.

El pueblo de Dios debe contender sin ser polémico, discrepar sin ser antipático, y confrontar sin
ser abusivo. El pacificador habla la verdad en amor (Ef. 4.15). Empezar con amor es el inicio hacia la paz.
Comenzamos la pacificación empezando con cualquier punto pacífico de acuerdo que podamos hallar. La
paz ayuda a engendrar paz. El pacificador siempre da a otros el beneficio de la duda. Nunca supone que
otros resistirán el evangelio o rechazarán su testimonio. Cuando encuentra oposición trata de ser paciente
con la ceguera y la obstinación de otras personas, así como el Señor fue con él, ya que Dios seguirá
siendo paciente con la ceguera y obstinación de dicho creyente.

Los pacificadores más eficaces de Dios son a menudo las personas más sencillas y desconocidas.
No atraen la atención hacia sí mismos. Casi nunca ganan títulos o premios por establecer la paz, porque
por sus mismas naturalezas los verdaderos pacificadores son discretos y prefieren pasar desapercibidos.
Debido a que llevan justicia y verdad adondequiera que van, a los pacificadores frecuentemente se les
acusa de agitadores y perturbadores de la paz, tal como Acab acusó a Elías (1 R. 18.17), y como también
los líderes judíos acusaron a Jesús de serlo (Lc. 23. 2, 5). Pero Dios conoce los corazones de ellos y honra
la obra que llevan a cabo porque lo hacen para la paz y en el poder del Señor. Los pacificadores de Dios
siempre dan fruto y reciben recompensa. Esta es una característica de un verdadero ciudadano del reino,
quien no solo tiene hambre de justicia y santidad en su propia vida, sino que posee un deseo apasionado
de ver esas virtudes en las vidas de los demás.

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El MÉRITO DE LA PAZ: CONDICIÓN ETERNA DE HIJOS EN EL
REINO

El mérito o resultado de la pacificación es bendición eterna como herederos de Dios en el reino


celestial. Los pacificadores serán llamados hijos de Dios.

La mayoría de nosotros estamos agradecidos por nuestra herencia, nuestros antepasados, nuestros
padres, y nuestro apellido. En particular es gratificante haber recibido la influencia de abuelos piadosos y
haber sido criados por padres piadosos. Pero la más grande herencia humana no puede igualarse con la
herencia del creyente en Jesucristo, porque somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Ro.
8.17). Nada se compara con ser un hijo de Dios.

Tanto huios como teknon se usan en el Nuevo Testamento para hablar de la relación de Dios con
los creyentes. Teknon (hijo) es un término de tierno afecto y cariño, así como de relación (véase Jn. 1.12;
Ef. 5.8; 1 Pe. 1.14). Sin embargo, hijos viene de huios, que expresa la dignidad y el honor de la relación
de un hijo con sus padres. Como pacificadores de Dios se nos promete la gloriosa bendición de la
condición eterna de hijos en su reino eterno.

La pacificación es un sello distintivo de los hijos de Dios. Un individuo que no es pacificador, o


no es cristiano o es un cristiano desobediente. Quien continuamente es perturbador, divisivo y
pendenciero tiene buena razón para dudar por completo de su relación con Dios. Los hijos de Dios (es
decir, todos sus hijos tanto hombres como mujeres) son pacificadores. Solo Dios determina quiénes son
sus hijos, y Él ha determinado que son los humildes, los que lloran por el pecado, los mansos, los que
buscan justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, y los pacificadores.

Serán llamados está en tiempo futuro pasivo continuo. En toda la eternidad los pacificadores
adoptarán el nombre de “hijos de Dios”. La forma pasiva indica que todo el cielo llamará a los
pacificadores hijos de Dios, porque Dios mismo ha declarado que son su descendencia.

Jacob amó tanto a Benjamín que toda su vida llegó a estar ligada a la vida de ese hijo (Gn. 44.30).
Cualquier padre digno de ese título ama a sus hijos más que a su propia vida, e infinitamente más que a
todas sus posesiones juntas. Dios ama hoy día a sus hijos igual que amó a Israel de viejo, como “la niña
de su ojo” (Zac. 2:8; cp. Sal. 17:8). La expresión hebrea “la niña del ojo” se refería a la córnea, la parte

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más expuesta y sensible del ojo, la parte que tenemos más cuidado de proteger. Eso es lo que los hijos de
Dios son para Él: aquellos acerca de los cuales es más sensible y desea proteger más. Atacar a los hijos de
Dios es como meter un dedo en el ojo de Dios. La ofensa contra los cristianos es ofensa contra Dios,
porque ellos son sus propios hijos.

Dios pone las lágrimas de sus hijos en una botella (Sal. 56:8), una ilustración que refleja la
costumbre hebrea de colocar en un frasco las lágrimas derramadas por un ser querido. Dios se preocupa
tanto por nosotros que almacena hasta sus recuerdos de nuestras tristezas y aflicciones. Los hijos de Dios
le importamos en gran manera, y no es poca cosa que lo podamos llamar Padre.

Los pacificadores de Dios no siempre tienen paz en el mundo. Así como Jesús deja en claro en la
última bienaventuranza, la persecución sigue a la pacificación. En Cristo hemos abandonado la falsa paz
del mundo, y en consecuencia a menudo no tendremos paz con el mundo. Pero como hijos de Dios
siempre podemos tener paz incluso mientras estamos en el mundo, la paz de Dios, que el mundo no puede
dar y que el mundo no puede arrebatar.

Felices los perseguidos

Bienaventurados los que han sido perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino
de los Cielos. Bienaventurados sois cuando os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra
vosotros por causa de Mí. Alegraos y gozaos, pues vuestro galardón es grande en los Cielos, porque así
persiguieron a los profetas antes de vosotros. *Mt. 5.10-11*

De todas las bienaventuranzas, esta última parece la más opuesta al pensamiento y la experiencia del ser
humano. El mundo no asocia felicidad con humildad, llanto por el pecado, mansedumbre, justicia,
misericordia, pureza de corazón, o pacificación santa. Aun menos asocia felicidad con persecución.

Hace algunos años una popular revista nacional realizó una encuesta para determinar lo que hace
feliz a la gente. De acuerdo con las respuestas recibidas, las personas felices disfrutan de los demás, pero
no son sacrificadas; se niegan a participar en sentimientos o emociones negativas; y tienen una sensación
de logro basada en su propia autosuficiencia.

El individuo descrito por tales principios es totalmente contrario al tipo de persona que el Señor
afirma que será auténticamente feliz. Jesús declara que los bienaventurados no son los autosuficientes
sino los que reconocen su propio vacío y su propia necesidad, que llegan a Dios como pordioseros,

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sabiendo que no tienen recursos en sí mismos. No confían en su propia habilidad, sino que están muy
conscientes de su incapacidad. Jesús dice que tales personas no son para nada positivas acerca de sí
mismas, sino que lloran por su propia pecaminosidad y su separación de un Dios santo. A fin de estar
realmente contento, un individuo no debe ser egoísta sino abnegado. Deberá ser manso, misericordioso,
puro de corazón, deseoso de justicia, y buscará hacer la paz en los términos de Dios, incluso si esas
actitudes lo llevan a sufrir.

La idea central inicial del Señor en el Sermón del Monte culmina con esta gran y solemne verdad:
aquellos que viven fielmente según las siete primeras bienaventuranzas tienen garantizado que en algún
momento experimentarán la octava. Los que viven de manera justa inevitablemente serán perseguidos por
ello. La dedicación a Dios genera hostilidad y antagonismo de parte del mundo. ¡La característica
suprema de la persona feliz es la persecución! Quienes pertenecen al reino son personas rechazadas. Los
individuos santos son bienaventurados de manera única, pero pagan un precio.

La última bienaventuranza es realmente dos en una, es decir una sola bienaventuranza repetida y
ampliada. Bienaventurados se menciona dos veces (vv. 10, 11), pero solo se da una característica
(persecución), aunque se la menciona tres veces y solo se promete un resultado (porque de ellos es el
reino de los cielos). Al parecer, bienaventurados se repite para hacer hincapié en la generosa bendición
dada por Dios a quienes son perseguidos. Pareciera que Jesús está diciendo: “Son doblemente bendecidos
aquellos que son perseguidos”.

Tres aspectos diferentes de la fidelidad del reino se mencionan en esta bienaventuranza: la


persecución, la promesa y la postura.

LA PERSECUCIÓN

Los que padecen persecución son los ciudadanos del reino, aquellos que viven las siete
bienaventuranzas anteriores. En la medida en que cumplan las siete primeras podrán experimentar la
octava.

“Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución (2 Ti. 3.12).
Antes de escribir esas palabras Pablo acababa de mencionar solo algunas de sus propias “persecuciones,
padecimientos, como los que me sobrevinieron en Antioquía, en Iconio, en Listra”(v. 11). Como alguien
que vivía la vida del reino, el apóstol había sido perseguido, y todos los demás que viven la vida del reino
pueden esperar un trato similar. Lo que se aplicó al antiguo Israel se aplica hoy, y será cierto hasta que el
Señor regrese. “Como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el
Espíritu, así también ahora”(Gá. 4.29).

Imaginemos a un hombre que aceptara un nuevo empleo en el que tuviera que trabajar con
personas especialmente inmorales. Cuando al final del primer día su esposa le preguntara cómo se las

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había arreglado, él contestaría: “¡Fenomenal! Nunca supusieron que yo era cristiano”. Mientras las
personas no tengan razón para creer que somos cristianos, al menos cristianos obedientes y justos, no
debemos preocuparnos en cuanto a persecución. Pero cuando manifestamos las normas de Cristo
participaremos del oprobio que Cristo padeció. Los nacidos solo de la carne perseguirán a los nacidos del
Espíritu.

Vivir para Cristo es vivir en oposición a Satanás en su mundo y su sistema. La semejanza a Cristo
en nosotros producirá los mismos resultados que la semejanza a Cristo tuvo en los apóstoles, en el resto
de la iglesia primitiva, y en los creyentes a lo largo de la historia. Que Cristo viva en su pueblo hoy día
produce la misma reacción del mundo que el mismo Cristo causó cuando vivió en la tierra como hombre.

La justicia es antagónica, y aunque no se predique con tantas palabras, confronta la maldad por su
mismo contraste. Abel no le predicó a Caín, pero la vida justa de Abel, tipificada por su apropiado
sacrificio al Señor, fue un reproche constante para su perverso hermano, quien finalmente lo mató.
Cuando Moisés eligió identificarse con su propio y despreciado pueblo hebreo en lugar de comprometerse
con los placeres de la pagana sociedad egipcia, pagó un gran precio. Sin embargo, él consideró “mayores
riquezas el vituperio de Cristo que los tesoros de los egipcios” (He. 11.26).

El escritor puritano Thomas Watson dijo de los cristianos: “Aunque nunca sean tan mansos,
misericordiosos y puros de corazón, su piedad no los protegerá de sufrimientos. Ellos deben colgar sus
arpas en los sauces y tomar la cruz. El camino al cielo es a través de espinos y sangre…. Se establece
como una máxima que si seguimos a Cristo debemos ver las espadas y los palos” (The Beatitudes
[Edinburgh: Banner of Truth Trust, 1971], pp. 259-60).

Savonarola fue uno de los más grandes reformadores en la historia de la Iglesia. En su poderosa
condena del pecado personal y de la corrupción eclesiástica, el predicador italiano allanó el camino para
la Reforma Protestante, la cual empezó pocos años después de su muerte. Un biógrafo escribió: “Su
predicación fue una voz de trueno, y su denuncia del pecado fue tan terrible que las personas que lo
escuchaban iban por las calles medio aturdidas, desconcertadas y silenciosas. A menudo sus
congregaciones lloraban tanto que todo el edificio resonaba con sollozos y lamentos”. Pero las personas y
la iglesia no pudieron tolerar mucho tiempo a tal testigo, y por predicar justicia no comprometida
Savonarola fue declarado culpable de “herejía”, ahorcado, y su cuerpo quemado.

La persecución es una de las evidencias más seguras y tangibles de la salvación. La persecución


no es incidental para la vida del cristiano fiel, pero es segura evidencia de ella. Pablo animó a los
tesalonicenses enviándoles a Timoteo, “a fin de que nadie se inquiete por estas tribulaciones; porque
vosotros mismos sabéis que para esto estamos puestos. Porque también estando con vosotros, os
predecíamos que íbamos a pasar tribulaciones, como ha acontecido y sabéis” (1 Ts. 3. 3-4). Sufrir
persecución es parte de la vida cristiana normal (cp. Ro. 8.16-17). Y si nunca experimentamos burlas,
críticas o rechazo a causa de nuestra fe, tenemos motivo para examinar la autenticidad de esa fe. “A

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vosotros os es concedido a causa de Cristo, no sólo que creáis en él, sino también que padezcáis por él,
teniendo el mismo conflicto que habéis visto en mí, y ahora oís que hay en mí” (Fil. 1.29-30). La
persecución por causa de Cristo es una señal de nuestra propia salvación, así como es una señal de
condenación para los que llevan a cabo dicha persecución (v. 28).

Ya sea que los cristianos vivan en una sociedad relativamente protegida y tolerante, o bajo un
régimen impío y totalitario, el mundo encontrará maneras de perseguir a la Iglesia de Cristo. Vivir una
vida redimida al máximo es invitar y esperar resentimiento y reacción de parte del mundo.

El hecho de que muchos creyentes profesos sean populares y elogiados por el mundo no indica que este
haya elevado sus normas, sino que muchos que se hacen llamar por el nombre de Cristo han bajado los
suyos. A medida que se acerca más el momento de la aparición de Cristo podemos esperar que aumente la
oposición del mundo, no que disminuya. Cuando los cristianos no son perseguidos en alguna manera por
la sociedad, esto significa que están reflejando esa sociedad en lugar de estar confrontándola. Y cuando
complacemos al mundo podemos estar seguros de que afligimos al Señor (cp. Stg. 4.4; 1 Jn. 2.15-17).

Cuando (hotan) también puede significar siempre. La idea que el término transmite no es que los
creyentes estarán en un estado constante de oposición, burlas o persecución, sino que no debemos
sorprendernos ni resentirnos cada vez que esas cosas nos vengan debido a nuestra fe. Jesús no siempre
encontró oposición ni fue escarnecido constantemente, y tampoco sucedió así con los apóstoles. Hubo
tiempos de paz e incluso de popularidad. Pero todo creyente fiel a veces tendrá alguna resistencia y
ridículo por parte del mundo, mientras que otros, debido a los propósitos de Dios, soportarán sufrimiento
más extremo. Pero cuandoquiera y comoquiera que la aflicción venga al hijo de Dios, su Padre celestial
estará allí con él para animarlo y bendecirlo. Nuestra responsabilidad no es salir a buscar persecución,
sino estar dispuestos a soportar cualquier tribulación que nuestra fidelidad a Jesucristo pueda traer, viendo
esto como una confirmación de verdadera salvación.

La manera de evitar persecución es obvia y fácil. Vivir como el mundo, o al menos “vivir y dejar
vivir”, no nos costará nada. Imitar las normas del mundo, o no criticarlas, no nos costará nada. No nos
costará nada mantener silencio acerca del evangelio, en especial en cuanto a la verdad de que aparte del
poder salvador del mensaje de Cristo los hombres permanecen en sus pecados y están destinados al
infierno. No nos traerá persecución estar de acuerdo con el mundo, reír sus chistes, disfrutar su
entretenimiento, sonreír cuando se burlan de Dios y toman su nombre en vano, y avergonzarse de adoptar
una posición por Cristo. Tales son los hábitos de cristianos farsantes.

Jesús no toma a la ligera la falta de fe. “El que se avergonzare de Mí y de mis palabras, de éste se
avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles”
(Lc. 9.26). Si nos avergonzamos de Cristo, Él se avergonzará de nosotros. Cristo también advirtió: “¡Ay
de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los

86
falsos profetas” (Lc. 6.26). Ser populares con todo el mundo significa o haber comprometido la fe o no
tener absolutamente ninguna fe verdadera.

Aunque fue a inicios de su ministerio, para cuando Jesús predicó el Sermón del Monte ya había
enfrentado oposición. Después que curó al hombre el día de reposo, “salidos los fariseos, tomaron consejo
con los herodianos contra Él para destruirle” (Mr. 3.6). Nos enteramos por Lucas que en realidad los
fariseos estaban esperando que Jesús curara al enfermo en el día de reposo “a fin de hallar de qué
acusarle” (Lc. 6.7). Ya odiaban la enseñanza de Cristo y querían que cometiera una acción bastante grave
como para justificar su arresto.

Nuestro Señor dejó en claro en su enseñanza inicial, y sus oponentes dejaron en claro por sus
reacciones iniciales, que seguir a Jesús era costoso. Aquellos que entraban a su reino sufrirían por causa
de Él antes que pudieran reinar con Él. Esa es la dura honestidad que todo predicador, evangelista y
testigo de Cristo debería ejemplificar. Si escondemos o minimizamos el costo de seguirlo, no damos
honor al Señor ni hacemos ningún bien a quienes testificamos.

El costo del discipulado lo pagan los creyentes de muchas maneras diferentes. A un cantero
cristiano en Éfeso en la época de Pablo pudieron haberle pedido ayuda para construir un templo o
santuario pagano. Puesto que no podía hacerlo en buena conciencia, su fe le habría costado el empleo y
posiblemente su trabajo y su carrera. Podría esperarse de un creyente hoy día que pusiera en riesgo la
calidad de su trabajo a fin de aumentar los beneficios de su compañía. Seguir su conciencia en obediencia
al Señor también podría costarle su trabajo o al menos una promoción. Un ama de casa cristiana que se
niegue a escuchar chismes o a reírse de los chistes sucios de sus vecinos podría verse sometida al
ostracismo. Algunos costos los conoceremos por adelantado y otros nos sorprenderán. Ciertos costos
serán grandes y otros menores. Pero por las promesas reiteradas de Jesús y los apóstoles, sabemos que la
fidelidad siempre tiene un precio que los cristianos verdaderos están dispuestos a pagar (comparar con
Mt. 13.20-21).

Y el que fue sembrado en los pedregales, este es el que oye la Palabra y al momento la recibe con
gozo, pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta duración, y llegada una tribulación o persecución por
causa de la Palabra, al momento se escandaliza.

están dispuestos a pagar (comparar con Mt. 13. 20-21).

A Tertuliano, un líder cristiano del siglo II, una vez se le acercó un hombre que le comunicó:
—He venido a Cristo, pero no sé lo que debo hacer. Tengo un trabajo que no creo que sea coherente con
lo que enseña la Biblia. ¿Qué puedo hacer? Yo debo vivir. —¿Debe usted vivir? —contestó Tertuliano.

87
La lealtad a Cristo es la única decisión verdadera del cristiano. Estar preparados para la vida del
reino es estar preparados para sufrir soledad, incomprensión, escarnio, rechazo y todo tipo de tratos
injustos.

En los primeros días de la iglesia el precio que pagaban fue a menudo el más alto. Elegir a Cristo
podía significar la muerte por apedreamiento, ser cubiertos con brea y usados por Nerón como antorchas
humanas, o ser envueltos en pieles de animales y luego lanzados a crueles perros de caza. Elegir a Cristo
podía significar tortura de varias maneras muy crueles y dolorosas. Eso era lo que Cristo tenía en mente
cuando identificó a sus seguidores como aquellos que estaban dispuestos a llevar su cruz. Esa no fue una
referencia a devoción mística, sino que es un llamado a estar listos a morir, si es necesario, por la causa
del Señor (véase Mt. 10:35-39; 16:24-25).

Resentidos contra el evangelio los romanos inventaron cargos contra los cristianos, tales como
acusarlos de ser caníbales porque en la Cena del Señor hablaban de comer el cuerpo de Jesús y beber su
sangre. Los acusaron también de tener orgías sexuales en sus fiestas de amor, e incluso de prender fuego a
Roma. Calificaron a los creyentes de revolucionarios porque llamaban Señor y Rey a Jesús, y porque
hablaban de que Dios destruiría la tierra por fuego.

A finales del siglo I, Roma se había extendido casi hasta los límites externos del mundo conocido,
y la unidad se había convertido más y más en un problema. Debido a que solo el emperador personificaba
todo el imperio, los césares llegaron a ser deificados y se exigía rendirles culto como una influencia
unificadora y cohesiva. Se volvió obligatorio hacer un juramento verbal de lealtad al césar una vez al año,
para lo cual al súbdito se le daba un certificado de verificación llamado libelo. Después de proclamar en
público: “César es Señor”, la persona era libre para adorar a todos los demás dioses que quisiera. Puesto
que los cristianos fieles se negaban a declarar tal lealtad a nadie más que a Cristo, los consideraban
traidores, por lo que les confiscaban sus propiedades, perdían sus trabajos, los encarcelaban, y a menudo
los mataban. Un poeta romano habló de ellos como “el rebaño de jadeantes y refugiados cuyo único delito
era Cristo”.

En la última bienaventuranza Jesús habla de tres tipos específicos de aflicción soportada por el
nombre de Cristo: persecución física, insulto verbal y acusación falsa.

PERSECUCIÓN FÍSICA

Primero, Jesús dice que debemos esperar persecución física. Padecen persecución (v. 10), persigan (v.
11), y persiguieron (v. 12) provienen de diōkō, que tiene el significado básico de acosar, expulsar o cazar.
De ese significado se desarrollaron las connotaciones de persecución física, hostigamiento, maltrato y
otros tratos injustos.

88
Todas las demás bienaventuranzas tienen que ver con cualidades, actitudes y carácter espiritual
interior. La octava bienaventuranza habla de aspectos externos que les suceden a los creyentes, pero la
enseñanza detrás de estos resultados también tiene que ver con actitud. El creyente que tiene las
cualidades requeridas en las bienaventuranzas anteriores también tendrá la calidad de disposición para
enfrentar persecución por causa de la justicia; tendrá la actitud de abnegación por el nombre de Cristo. Es
la falta de temor y vergüenza y la presencia de valentía y audacia la que declara: “Seré en este mundo lo
que Cristo quisiera que yo sea. Diré en este mundo lo que Cristo querría que yo dijera. Cueste lo que
cueste seré y diré esas cosas”.

El verbo griego es un participio pasivo perfecto y podría traducirse “permitir que los persigan”. La
forma perfecta indica continuidad, en este caso una disposición continua de soportar persecución si tal es
el precio de la vida según Dios. Esta bienaventuranza habla de una actitud constante de aceptar lo que la
fidelidad a Cristo pudiera traer.

Es en las exigencias de esta bienaventuranza que muchos cristianos se doblegan en su obediencia


al Señor, porque aquí es donde se prueba con más fuerza la autenticidad de la respuesta que demos a las
demás bienaventuranzas. Es aquí donde somos más tentados a flexibilizar la justicia por la que hemos
tenido hambre y sed. Es aquí donde encontramos conveniente rebajar las normas de Dios para
acomodarnos al mundo, y de este modo evitar conflictos y problemas que sabemos que la obediencia
traerá.

Pero Dios no quiere que su evangelio se altere bajo la falsa pretensión de que el mensaje sea
menos exigente, menos justo, o menos veraz de lo que es. Él no quiere testigos que hagan creer a los no
salvos que la vida en Cristo no cuesta nada. Un evangelio sintético, una semilla hecha por el hombre, no
produce fruto verdadero.

INSULTOS VERBALES

Segundo, Jesús promete que los ciudadanos del reino son bienaventurados… cuando los vituperen.
Oneidizō transmite la idea de injuriar, reprochar o acusar gravemente, y de modo literal significa lanzar
en la cara. Vituperar es lanzar palabras abusivas en la cara de un adversario, burlarse con crueldad.

Ser un ciudadano obediente del reino significa atraer injurias y maltrato verbal. Cuando estuvo
ante el sanedrín después de su arresto en el huerto de Getsemaní, a Jesús lo escupieron, golpearon y
ridiculizaron con estas palabras: “Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó” (Mt. 26.67-68).
Mientras Pilato lo sentenciaba a la crucifixión, Jesús fue de nuevo golpeado, escupido y vituperado, esta
vez por parte de los soldados romanos (Mr. 15.19-20).

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La fidelidad a Cristo podría incluso hacer que amigos y seres queridos digan cosas que hieren
profundamente. Hace varios años recibí una carta de una mujer que hablaba de una amiga que había
decidido divorciarse de su esposo sin causa justa. La
amiga era cristiana profesa, pero cuando fue confrontada con la verdad de que lo que su acción estaba
bíblicamente mal, se puso a la defensiva y se mostró hostil. Se le recordó el amor y la gracia de Dios, su
poder para enderezar cualquier problema que ella y su esposo estuvieran teniendo, y las normas de la
Biblia para el matrimonio y el divorcio. Pero la mujer contestó que no creía que la Biblia fuera realmente
la Palabra de Dios sino una simple recopilación de ideas humanas acerca de Dios que cada quien tenía
que aceptar, rechazar o interpretar como quisiera. Cuando la persona que me escribió quiso leerle algunos
pasajes específicos de la Biblia, ella no quiso escucharla. Ya había decidido qué hacer y no prestaría
atención a las Escrituras ni razonaría acerca del asunto. Con odio en los ojos acusó a su amiga de invitarla
a su casa para ridiculizarla y avergonzarla, diciendo que debido a que cuestionaba su derecho a
divorciarse no era posible que la quisiera más como amiga. Cuando salió dio un portazo tras sí.

La mujer que escribió la carta concluyó manifestando: “Yo la quiero y con gran tristeza me doy
cuenta de la magnitud del rechazo que mi amiga está haciendo a Cristo. Pero por doloroso que este asunto
haya sido, le agradezco a Dios. Por primera vez en mi vida sé lo que es estar separada del mundo”.

Pablo dijo a la iglesia en Corinto cuyos miembros pasaban un momento difícil por separarse del mundo:
“Según pienso, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a
muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres” (1 Co. 4.9). Pablo
sacó la expresión “hemos llegado a ser espectáculo” de la costumbre de los generales romanos de hacer
desfilar a sus prisioneros por la calle de la ciudad, haciendo un espectáculo de ellos como trofeos de
guerra que estaban condenados a morir una vez que el general los hubiera usado para sus propósitos
orgullosos y arrogantes. Esta es la manera en que el mundo se inclina a tratar a quienes son fieles a Cristo.
En una nota de fuerte sarcasmo para reforzar su punto, Pablo continúa: “Nosotros somos insensatos por
amor de Cristo, mas vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, mas vosotros fuertes; vosotros
honorables, mas nosotros despreciados” (v. 10). Muchos miembros de la iglesia en Corinto no sufrían
ninguna de las burlas y los conflictos que el apóstol padecía porque apreciaban más su posición ante el
mundo que su posición ante el Señor. A los ojos del mundo eran prudentes, fuertes y honorables, pero aun
así se parecían mucho al mundo.

A quienes componen su pueblo Dios no los llama a convertirse en celebridades santificadas que
usan las reputaciones mundanas que puedan lograr en un esfuerzo de estilo propio para traerle gloria, y
que utilizan a la vez el poder que tienen para suplementar el poder de Él y la sabiduría propia para
enriquecer el evangelio. Como a un principio cardinal podemos rebajar este evangelio hasta el punto que
el mundo acepte la causa o la persona cristiana, o que la causa o la persona cristiana acepte al mundo.
Hasta tal punto esa causa o persona ha comprometido el evangelio y las normas bíblicas.

90
Si Pablo hubiera aprovechado sus credenciales humanas pudo haber atraído multitudes más
grandes y sin duda pudo haber recibido bienvenidas más estupendas dondequiera que iba. Sus
credenciales eran impresionantes, tal como afirma: “Si alguno piensa que tiene de qué confiar en la carne,
yo más: circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreos; en
cuanto a la ley, fariseo” (Fil. 3.4-5). Pablo “fue arrebatado hasta el tercer cielo… al paraíso” (2 Co. 12. 2,
4) y hablaba lenguas más que cualquier otro (1 Co. 14.18). Había estudiado bajo el famoso rabino
Gamaliel y hasta era ciudadano romano nacido libre (Hch. 22. 3, 29). Pero todas esas cosas el apóstol
estimaba “como pérdida por amor de Cristo… por basura, para ganar a Cristo” (Fil. 3. 7-8). Puesto que
sabía que los medios mundanos para tratar de alcanzar propósitos espirituales iban a fallar, se negó a
usarlos.

Las marcas de la autenticidad que Pablo portaba como apóstol y ministro de Jesucristo eran sus
credenciales como siervo y víctima: “En trabajos más abundante; en azotes sin número; en cárceles más;
en peligros de muerte muchas veces. De los judíos cinco veces he recibido cuarenta azotes menos uno.
Tres veces he sido azotado con varas; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y
un día he estado como náufrago en alta mar; en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de
ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el
desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en
hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez” (2 Co. 11. 23-27).

De lo único que Pablo presumía era de su debilidad (12.5), y cuando predicaba tenía cuidado de no
confiar en “excelencia de palabras o de sabiduría” (1 Co. 2.1), lo que fácilmente pudo haber hecho. Así
les manifestó a los corintios: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a este
crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi
predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de
poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (vv.
2-5).

Hoy más que nunca vivimos en una época en que la Iglesia se ha dedicado a la vanagloria y a un
intento por ganar reconocimiento mundano que debe ser inaceptable ante Dios. Cuando la Iglesia trata de
usar las cosas del mundo para hacer
la obra del cielo, solo tiene éxito en ocultar el cielo al mundo. Y cuando el mundo está agradado con la
Iglesia podemos estar seguros de que Dios no lo está. Igualmente podemos estar seguros de que cuando
agradamos a Dios no agradamos al sistema
de Satanás.

FALSA ACUSACIÓN

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Tercero, la fidelidad a Cristo atraerá enemigos del evangelio que dirán toda clase de mal contra
[nosotros], mintiendo. Mientras que vituperios son palabras abusivas lanzadas en nuestros rostros, toda
clase de mal se refiere principalmente a palabras arbitrarias dichas detrás de nuestras espaldas.

Los críticos de Jesús dijeron de Él: “He aquí un hombre comilón, y bebedor de vino, amigo de
publicanos y de pecadores.” (Mt. 11.19). Si el mundo dijo eso del Cristo que no tuvo pecado, ¿de qué
cosas pueden sus seguidores esperar que los culpen y los acusen?

La calumnia a nuestras espaldas es más difícil de soportar en parte porque es más difícil
defenderse de ella que de la acusación directa. Existe la posibilidad de que la calumnia se extienda y otros
la crean antes que tengamos la posibilidad de corregirla. Pueden dañar mucho nuestra reputación incluso
antes que seamos conscientes que alguien nos ha calumniado.

No podemos evitar que lamentemos las calumnias, pero no debemos llorar por ellas. Debemos
considerarnos bienaventurados, tal como nuestro Señor nos asegura que somos cuando la calumnia es
por… causa de Él.

Arthur Pink comenta que “es una fuerte prueba de la depravación humana que las maldiciones de
los hombres y las bendiciones de Cristo deban recaer en las mismas personas” (An Exposition of the
Sermon on the Mount [Grand Rapids: Baker, 1950], p. 39). No tenemos evidencia más segura de la
bendición del Señor que ser maldecidos por causa de Él. No debería molestarnos seriamente cuando las
maldiciones de los hombres caen sobre la cabeza que Cristo ha bendecido por la eternidad.

El tema central de las Bienaventuranzas es la justicia. Las dos primeras tienen que ver con
reconocer nuestra propia injusticia, y las cinco siguientes tienen que ver con nuestra búsqueda de justicia
y con que la reflejemos. La última bienaventuranza tiene que ver con nuestro sufrimiento por causa de la
justicia. La misma verdad se expresa en la segunda parte de la bienaventuranza como por mi causa. Jesús
no está hablando de toda dificultad, problema o conflicto que los creyentes puedan enfrentar, sino de
aquellos que el mundo trae sobre nosotros debido a nuestra fidelidad al Señor.

Es evidente de nuevo que el sello de la persona bienaventurada es la justicia. Vivir en santidad es


lo que provoca la persecución contra el pueblo de Dios. Tal persecución por causa de una vida justa es
gozosa. Pedro identifica tal experiencia como un feliz honor.

¿Y quién es el que os perjudicará si os mostráis celosos por lo bueno? Y aun si sufrís a causa de la
justicia, sois bienaventurados. No os amedrentéis por temor a ellos, ni os turbéis; sino santificad a
CRISTO como Señor en vuestros corazones, y estad siempre prestos para presentar defensa ante todo el
que os demande razón acerca de la esperanza que hay en vosotros, pero con mansedumbre y reverencia,
teniendo buena conciencia, para que en lo que sois calumniados, sean avergonzados los que ofenden

92
vuestra buena conducta en CRISTO. Porque mejor es que padezcáis obrando bien, si lo quiere la voluntad
de DIOS, que obrando mal. Porque también CRISTO padeció una vez por los pecados, El Justo por los
injustos, para llevaros a DIOS; Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu; (1 Pe. 3.13-18)

Con esas palabras el apóstol exalta el privilegio de sufrir por la santidad y de ese modo participar
en una manera pequeña en el mismo tipo de sufrimiento que Cristo soportó. En el capítulo siguiente
Pedro destaca lo mismo.

Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os
aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también
en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de Cristo, sois
bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros. Ciertamente, de parte de
ellos, él es blasfemado, pero por vosotros es glorificado… pero si alguno padece como cristiano, no se
avergüence, sino glorifique a Dios por ello…. De modo que los que padecen según la voluntad de Dios,
encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien. (4.12-14, 16, 19)

Cuando somos odiados, calumniados o afligidos como cristianos, la verdadera animosidad no es


contra nosotros sino contra Cristo. El gran enemigo de Cristo es Satanás, y él se nos opone porque
pertenecemos a Jesucristo, porque Él está en nosotros. Cuando el mundo nos desprecia y nos ataca, el
verdadero objetivo es la justicia por la que nos sostenemos y que ejemplificamos. Por eso es fácil escapar
de la persecución. Ya sea bajo la Roma pagana, el comunismo ateo, o simplemente un jefe mundano, por
lo general es fácil ser aceptados si denunciamos o ponemos en peligro nuestras creencias y normas. El
mundo nos aceptará si estamos dispuestos a poner alguna distancia entre nosotros mismos y la justicia del
Señor.

En los últimos días de su ministerio, de modo reiterado y claro Jesús advirtió a sus discípulos esa
verdad, señalando: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si
fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo,
por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su
señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también
guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha
enviado” (Jn. 15.18-21).

El mundo continuó por miles de años antes que alguna vez viera a un hombre perfecto. Hasta que
Cristo vino, todo ser humano, incluso los mejores de Dios, fueron pecadores y defectuosos. Todos
tuvieron pies de barro. Los malvados se animan cuando ven que el pueblo de Dios falla y peca. Señalan
con un dedo y declaran: “Afirma ser justo y bueno, pero mire lo que hizo”. Es fácil sentirse presumido y
seguro en la pecaminosidad de alguien cuando todos los demás también son pecadores e imperfectos.
Pero cuando Cristo vino, el mundo finalmente vio al hombre perfecto; toda excusa de presunción y
confianza en sí mismo se desvaneció. Y en lugar de regocijarse en el Hombre sin pecado, los hombres

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pecadores se resintieron por la represión que la enseñanza y la vida de Jesús trajo sobre ellos. Lo
crucificaron por la misma perfección y
justicia que mostró.

Arístides el Justo fue desterrado de la antigua Atenas. Cuando un desconocido le preguntó a un


ateniense por qué Arístides fue despojado de su ciudadanía, respondió: “Porque llegamos a cansarnos de
que siempre fuera justo”. Cuando algo o alguien resultó demasiado justo, un pueblo que se enorgullecía
en civismo y justicia se irritó.

La mayoría de apóstoles padecieron muerte de mártir debido a que en su enseñanza y en sus vidas
se negaron a comprometer el evangelio. Según la tradición, Andrés fue amarrado con cuerdas a una cruz a
fin de prolongar e intensificar su agonía. Se nos dice que por petición propia Pedro fue crucificado cabeza
abajo, porque se sintió indigno de morir del mismo modo que Jesús. Pablo presumiblemente fue
decapitado por Nerón. Aunque Juan escapó a una muerte violenta, murió exiliado en Patmos.

LA PROMESA

Pero en comparación con lo que se gana, hasta el precio de un mártir es pequeño. Cada bienaventuranza
empieza con bienaventurados y, según se sugirió antes, Jesús pronuncia una bendición doble sobre
aquellos que son perseguidos por causa de la justicia, es decir por la causa de Cristo. La bendición
específica prometida a quienes son perseguidos es que de ellos es el reino de los cielos. Los ciudadanos
del reino van a heredar el reino. Pablo expresa una idea similar en 2 Tesalonicenses 1.5-7: “Esto es
demostración del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de Dios,
por el cual asimismo padecéis. Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os
atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor
Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder”.

Creo que las bendiciones del reino son triples: presentes, milenarias y eternas. Jesús expresó: “De
cierto os digo que no hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o
mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este
tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la
vida eterna” (Mr. 10. 29-30).

Primero, se nos prometen bendiciones aquí y ahora. José fue vendido como esclavo por sus
hermanos, fue acusado
falsamente por la esposa de Potifar, y fue encarcelado. Pero el Señor lo levantó para que fuera el primer
ministro de Egipto y

94
lo usó para salvar del hambre y la extinción a su pueblo escogido. Daniel fue arrojado a un foso de leones
porque se negó a dejar de adorar al Señor. No solo fue salvada su vida sino que fue restaurado a su
elevada posición como el más apreciado representante del rey Darío. Luego el rey hizo la declaración de
que “en todo el dominio de mi reino todos teman y tiemblen ante la presencia del Dios de Daniel; porque
él es el Dios viviente y permanece por todos los siglos” (Dn. 6.26).

No todo creyente es recompensado en esta vida con las cosas de esta vida. Pero cada creyente es
recompensado en esta vida con el consuelo, la fortaleza y el gozo del Señor que vive en el corazón del
creyente. También es bendecido con la seguridad de que ningún servicio o sacrificio por el Señor será en
vano.

Como consecuencia de su libro Hijo de paz, Don Richardson escribió Lords of the Earth
(Glendale, Calif.: Regal, 1977). Allí narra la historia de Stan Dale, otro misionero a Irian Jaya, Indonesia,
quien ministró a la tribu yali en la sierra nevada. Los yali tenían una de las religiones más estrictas en el
mundo. Que un miembro de la tribu llegara a cuestionar, peor aún a desobedecer, uno de sus principios le
acarreaba muerte instantánea. No podía haber ningún cambio o modificación. Los yali tenían muchos
lugares sagrados esparcidos por todo su territorio. Incluso si un niño pequeño gateaba sobre una de esas
piezas sagradas en el suelo se le consideraba impuro y maldito. A fin de evitar a toda costa que la aldea se
involucrara en esa maldición, el niño sería arrojado a las torrentosas aguas del río Heluk para que se
ahogara y fuera lavado aguas abajo.

Cuando Stan Dale con su esposa y sus cuatro hijos llegaron a ese pueblo caníbal, el misionero no
fue tolerado por mucho tiempo. Una noche lo atacaron y sobrevivió de modo milagroso tras recibir cinco
flechas. Después de recibir tratamiento en un hospital regresó de inmediato a los yali. Trabajó sin éxito
por varios años; el resentimiento y el odio de los sacerdotes tribales aumentaron. Un día en que él, otro
misionero llamado Phil Masters, y un miembro de la tribu dani llamado Yemu enfrentaban lo que sabían
que era un ataque inminente, los yali cayeron de repente sobre ellos. Mientras los otros corrían para
ponerse a salvo, Stan y Yemu se quedaron atrás, esperando de alguna manera disuadir a los yali de sus
planes asesinos. Cuando Stan confrontaba a sus atacantes, estos le dispararon docenas de flechas. A
medida que las flechas le entraban en la carne él las sacaba y las rompía en dos. Finalmente, ya no tuvo
las fuerzas para extraer las flechas, pero permaneció de pie.

Yemu retrocedió hasta donde se hallaba Phil, y este lo convenció de que siguiera corriendo. Con la
mirada fija en Stan, quien aún estaba de pie con cerca de cincuenta flechas clavadas en su cuerpo, Phil
permaneció donde se encontraba y pronto fue rodeado por guerreros. El ataque había comenzado con
regocijo, pero se convirtió en temor y desesperación cuando vieron que Stan no caía. El temor que les
sobrevino aumentó cuando debieron usar casi tantas flechas para derribar a Phil como las que le lanzaran
a Stan. Desmembraron los cuerpos y los esparcieron por todo el bosque en un intento por evitar la
resurrección de la que habían oído hablar a los misioneros. No obstante, el fondo de su “irrompible”
sistema pagano se rompió, y debido al testimonio de los dos hombres que no tuvieron miedo de morir
para llevar el evangelio a este pueblo perdido y violento, la tribu yali y muchas otras en el territorio

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circundante llegaron a Jesucristo. Incluso el quinto hijo de Stan, un bebé en la época de este incidente, fue
salvo al leer el libro acerca de su padre.

Stan y Phil no fueron recompensados en esta vida con las cosas de esta vida. Pero parece que
fueron doblemente bendecidos con el consuelo, la fortaleza y el gozo que les dio el Señor, y con la
confianza absoluta de que su sacrificio por Cristo no sería en vano.

Hay también un aspecto milenario a la bendición del reino. Cuando Cristo establezca su reinado
de mil años en la tierra seremos corregentes con Él sobre esa tierra maravillosa y renovada (Ap. 20.4).

Por último, también está la recompensa del reino eterno, la bendición de todas las bendiciones de
vivir para siempre en el reino de nuestro Señor disfrutando su misma presencia. El fruto final de la vida
del reino es la vida eterna. Aunque el mundo nos quite cada posesión, cada libertad, cada consuelo, cada
satisfacción de esta vida física, no puede quitar nada de nuestra vida espiritual, ni ahora ni en toda la
eternidad.

Las Bienaventuranzas comienzan y terminan con la promesa del reino de los cielos (cp. v. 3). La
mayor promesa de las Bienaventuranzas es que en Cristo nos volvemos ciudadanos del reino ahora y para
siempre. Sin importar lo que el mundo nos haga, no puede afectar nuestra posesión del reino de Cristo.

LA POSTURA

Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas
que fueron antes de vosotros. (5.12)

La respuesta del creyente a la persecución y la aflicción no debería ser retirarse y esconderse. Escapar del
mundo es escapar de la responsabilidad. Debido a que pertenecemos a Cristo ya no somos de este mundo,
sino que Él nos ha enviado aquí
para servir, así como Él mismo vino a este mundo para servir (Jn. 17:14-18).

Los seguidores de Cristo son “la sal de la tierra” y “la luz del mundo” (Mt. 5:13-14). A fin de que
nuestra sal dé sabor a la tierra y nuestra luz ilumine el mundo debemos estar activos en este mundo. No se
nos ha dado el evangelio para esconderlo sino para que ilumine. “Así alumbre vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (vv.
15-16).

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Cuando nos convertimos en la sal y la luz de Cristo, nuestra sal hará arder las heridas del pecado del
mundo y nuestra luz irritará los ojos de este mundo que son usados para la oscuridad. Pero, aunque
nuestra sal y nuestra luz molesten, y sean rechazadas y arrojadas de vuelta en nuestra cara, la orden que
tenemos es: Gozaos y alegraos.

Alegraos viene de agalliaō, que significa exaltar, regocijarse en gran manera, estar muy contentos. El
significado literal es brincar y saltar con entusiasmo y felicidad. Jesús usa el modo imperativo que hace
que sus palabras sean más que una sugerencia. Tenemos la orden de estar alegres. No estar alegres cuando
sufrimos por causa de Cristo es ser desconfiados y desobedientes.

El mundo puede quitarle mucho al pueblo de Dios, pero no puede quitarle el gozo y la felicidad.
Sabemos que nada que el mundo pueda hacernos es permanente. Cuando nos atacan por causa de Cristo,
en realidad están atacándolo a Él (cp. Gá. 6.17; Col. 1.24). Y los ataques del mundo no pueden hacernos
más daño permanente del que pueden hacerle a Cristo.

Jesús ofrece dos razones para gozarnos y alegrarnos cuando somos perseguidos por su causa.
Primera, Él declara: vuestro galardón es grande en los cielos. Nuestra vida actual no es más que “neblina
que se aparece por un poco de tiempo, y luego se desvanece” (Stg. 4.14); pero los cielos son eternos. No
es de extrañar que Jesús nos diga que no nos hagamos tesoros para nosotros mismos aquí en la tierra,
“donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo,
donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan” (Mt. 6.19-20). Cualquier
cosa que hagamos ahora por el Señor, incluso sufrir por Él (en realidad, especialmente sufrir por Él)
cosecha dividendo eterno.

El dividendo de Dios no es dividendo común. No solo es eterno, sino que también es grande. Si
Dios es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o
entendemos” (Ef. 3.20), ¿cuánto más abundantemente será capaz de conceder lo que Él mismo nos
promete?

A menudo oímos, y quizás estemos tentados a pensar, que es poco espiritual y vulgar servir a Dios por las
recompensas. Pero ese es uno de los motivos que Dios mismo da para servirlo. En primer lugar, servimos
y obedecemos a Cristo porque lo amamos, así como en la tierra Él obedeció al Padre porque lo amaba.
Pero también fue debido al “gozo puesto delante de Él” que Cristo mismo sufrió la cruz, menospreciando
el oprobio” (He. 12.2). No es ni egoísta ni poco espiritual hacer la obra del Señor por un motivo que Él
mismo da y que ha seguido.

Segundo, debemos alegrarnos porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de nosotros en
la misma manera en que nos persiguen ahora. Cuando sufrimos por causa de Cristo estamos en la mejor
compañía posible. Ser afligidos por causa de la justicia es estar en las filas de los profetas. La persecución
es una señal de nuestra fidelidad, así como fue una señal de la fidelidad de los profetas. Cuando

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padecemos por causa de Cristo sabemos más allá de toda duda que le pertenecemos a Dios, porque
estamos experimentando la misma reacción de parte del mundo que los profetas experimentaron.

Cuando sufrimos por nuestro Señor nos unimos a los profetas y a los otros santos de antaño que
“experimentaron vituperios y azotes, y a más de esto prisiones y cárceles. Fueron apedreados, aserrados,
puestos a prueba, muertos a filo de espada; anduvieron de acá para allá cubiertos de pieles de ovejas y de
cabras, pobres, angustiados, maltratados; de los cuales el mundo no era digno; errando por los desiertos,
por los montes, por las cuevas y por las cavernas de la tierra” (He. 11.36- 38). Aunque el mundo no es
digno de la compañía de esos santos, todo creyente perseguido sí lo es. Ser perseguidos verifica que
pertenecemos a la línea de los justos.

Estar seguros de la salvación no viene de saber que tomamos una decisión en algún momento en el
pasado. Más bien, nuestra garantía de que la decisión por Jesucristo fue verdadera se halla en la vida de
justicia que resulta en sufrimiento por la causa de Cristo. Muchos afirmarán haber predicado a Cristo,
haber echado fuera demonios, y haber hecho obras poderosas por causa de Él, pero se les negará el cielo
(Mt. 7.21-23). Sin embargo, ninguno que haya sufrido justamente por Él quedará fuera.

El mundo no puede manipular la vida justa que caracteriza vivir en el reino. Esto no es
comprensible ni aceptable para ellos, y no lo pueden aceptar incluso en otros. La pobreza de espíritu va en
contra de la soberbia del corazón incrédulo. La disposición arrepentida y contrita que deplora el pecado
no es apreciada por el insensible, indiferente y antipático mundo. El espíritu afable y apacible que acepta
el mal y no devuelve el golpe es considerado pusilánime, y va contra el espíritu militante y vengativo
característico del mundo. Mucho tiempo después la justicia resulta repugnante para aquellos cuyos deseos
carnales son reprendidos por ella, igual que sucede con un espíritu misericordioso para aquellos cuyos
corazones son duros y crueles. La pureza de corazón es una luz dolorosa que pone al descubierto la
hipocresía y la corrupción; y solo en palabras, aunque no en el corazón, la pacificación es una virtud
elogiada por el mundo contencioso y egoísta.

Juan Crisóstomo, un líder fiel de la iglesia del siglo IV predicaba tan fuerte contra el pecado que
ofendió no solo a la inescrupulosa emperatriz Eudoxia sino también a muchos líderes religiosos. Cuando
fue citado ante el emperador Arcadio, amenazaron a Crisóstomo con el destierro si no cesaba su inflexible
predicación. Su respuesta fue:

—Señor, tú no puedes desterrarme, porque el mundo es la casa de mi Padre.


—Entonces te mataré —amenazó Arcadio.
—No puedes hacerlo, porque mi vida está escondida con Cristo en Dios —contestó Juan.
—Tus bienes serán confiscados —fue la siguiente amenaza.
—Señor, eso tampoco es posible. Mis tesoros están en el cielo, donde nadie puede entrar y robarlos.

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—Entonces te sacaré de entre los hombres, ¡y no te quedarán amigos! —fue la última y desesperada
advertencia.
—Eso tampoco puedes hacerlo —respondió Juan—, porque tengo un Amigo que ha dicho: “Nunca te
dejaré ni te desampararé”.

Crisóstomo realmente fue desterrado, primero a Armenia y luego mucho más lejos a Pityus en el
mar Negro, a donde nunca llegó porque murió en el camino. Pero ni su destierro ni su muerte refutaron ni
disminuyeron sus afirmaciones. Las cosas que él más valoraba ni siquiera un emperador pudo quitárselas.

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