Hay Que Deshacer La Casa 1a 0M 2F

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SEBASTIÁN JUNYENT

HAY QUE DESHACER LA CASA


Personajes:
Ana
Laura

Cajas, tratos, adornos, libros y papeles esparcidos por toda la escena. También es necesario un
retrato de señor severo, vestido de etiqueta; el retrato debe estar trucado, para aguantar que
lo "escachifollemos" en cada representación. Hace falta un asiento; sofá o similar, para
poder descansar las nalgas de cuando en cuando...

Al comenzar la acción, todo tiene que tener aspecto de una casa que se está levantando o
deshaciendo; papeles, fotos, libros, cajas llenas o vacías, ayudarán a conseguir el efecto.
Algunos candelabros con velas repartidos por la habitación, que será el salón de la casona.
Dos puertas, una comunica con las habitaciones interiores, la otra, está entreabierta y nos
deja ver la luz de un descansillo de escalera de la calle. La habitación está en semipenumbra,
las únicas fuentes de luz proceden de esa puerta, ya mencionada, y de la pared que da al
público, donde suponemos que hay dos amplios ventanales, invisibles para el público, pero
que manejarán las actrices con su mímica y los iluminadores con su pericia. Una de las
grandes cortinas que se suponen en los ventanales, está algo entreabierta y de allí procede el
otro punto de luz.

ACTO ÚNICO

(En el descansillo, vemos a ANA, golpea en la puerta, ve que está abierta y pasa, intenta encender el
interruptor, pero no se enciende la luz, a tientas, va tropezando con diversos objetos, hasta
llegar al primer ventanal, corre la cortina y entra una luz fuerte, de tarde soleada. Se vuelve
y mira la habitación.)

ANA.—¡Laura! ¡Laura!

(Al no obtener respuesta, va al otro ventanal y descorre las cortinas, la luz queda fija, va hacia la
puerta interior y sigue llamando, desaparece de escena, oímos su voz en off. Aparece de
nuevo y se para delante del retrato, lo rehúye, saca un cigarrillo, lo enciende y se desabrocha
el abrigo. Se sienta, pasea, finalmente, localiza un teléfono viejo de pared, se acerca a él y
marca un número.)

ANA.—¿Jorge? Ya he llegado... No, no la he visto aún... Ha debido salir un momento... La puerta


estaba abierta... ¿Cómo? ¡Mal! Me siento muy mal... Todo esto es muy incómodo... En cuanto
la vea, me voy... Sé muy bien lo que hago... ¡Me da igual! Sí... De todas formas hay un tren
dentro de una hora, es muy posible que me vaya en él... No te preocupes, en caso contrario te
avisaría, pero no creo... ¡Oye! No te olvides de recoger el abrigo del tinte... El resguardo está
en la mesilla... ¡No! Lo puse en el mueble de la entrada... De acuerdo... Te llamaría... Está
bien... ¡Hasta luego! (Cuelga, pasea de nuevo por la habitación mira superficialmente los

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objetos; luego, se acerca a un ventanal, mira a través de los cristales, decide abrirlo, entra
ruido bullicioso de calle, coches, voces, inmediatamente cierra el ventanal, permanece tras
los cristales.)

(Por la puerta exterior, vemos aparecer a LAURA, viste un elegante abrigo de pieles y trae algunos
paquetes: comida y botellas; al entrar, por la luz que hay en la habitación, busca a ANA, con
la mirada; deja los paquetes.)

LAURA.— ¡Ana! (Va hacia ella, ambas se miran un momento, luego se abrazan. ANA corta el
abrazo.)
ANA.— Imaginé que vendrías pronto, como estaba la puerta abierta...
LAURA.— Estaba segura que venías... Como tenía que comprar comida, dejé la puerta abierta... ¿En
qué tren has venido? No te imaginas la alegría que tengo de verte aquí. (Se quita el abrigo que
deja sobre una silla.)
ANA.— Vine en el tren de las dos... Laura, yo...
LAURA.— (Tomando una muestra de polvo con el el dedo.) ¡Uf! Esto está que pringa... Voy a
cambiarme... Me pondré el traje de faena... ¿Quieres cambiarte tú también?
ANA.— No, gracias... Oye, yo...
LAURA.— ¡En seguida estoy...! (Saliendo.) Vete buscando unas tazas... En alguna caja debe haber...
En el termo hay café recién hecho, una tacita nos animará, hace mucho frío...
ANA.— (Indecisa, por fin, se anima a buscar, busca en las cajas, donde localiza unas tazas. Las
mira.) He encontrado las de vajilla, parecen limpias...
LAURA.— (Off.) Sí, las fregué antes de guardarlas... Yo sigo con mi manía de la limpieza... No te
puedes imaginar la paliza que me he dado estos últimos días... Estaba todo tan abandonado...
(Aparece con una especie de bata o guardapolvo, se ha quitado los zapatos de tacón, lleva
zapatillas.) El termo está aquí... (Lo saca y sirve en las tazas.) ¿Quieres comer algo?
ANA.— No, gracias, con el café tengo bastante...
LAURA.— (Haciendo sitio para poder sentarse juntas.) ¡Espera! ¡Cuánto trasto! Estaba deseando que
vinieras... Son demasiadas cosas para mí sola... Ahora que estás aquí, todo será más sencillo...
ANA.— De eso quiero hablarte... En cuánto me tome este café, me iré.
LAURA.— ¿Que te vas? ¿Estás loca? ¿Y la casa? ¿Y los trastos? Hay un montón de cosas que
solucionar... No puedes marcharte... No dejaré que te marches después de que te has dignado
aparecer...
ANA.— Ha sido una tontería por mi parte el hecho de venir... Desde que he llegado me he dado
cuenta... No soporto esta casa... Me siento muy mal...
LAURA.— ¿Y cómo te crees que me siento yo? Ya que has venido, debes quedarte; las cosas conviene
afrontarlas cuanto antes... No se pueden dilatar indefinidamente...
ANA.— No te estoy pidiendo que dilates nada... Sólo te pido que me dejes marchar y que tú resuelvas
las cosas como quieras... Yo no pinto nada aquí...
LAURA.— ¡Claro que pintas! ¡Fue la voluntad de mamá...! Ella decidió que las dos fuésemos
iguales...
ANA.— ¡Pues a la mierda la voluntad de mamá! Yo me largo...
LAURA.— Espera... Será mejor que te tranquilices... Escúchame: Para mí es igual de desagradable que
para ti tener que remover todo esto... Yo también estoy deseando marcharme, pero alguien
tiene que encargarse de hacer las cosas. Estoy harta de tener que solucionar siempre las cosas
yo... Has vuelto a España... Has tenido valor para coger un tren y llegar hasta aquí, ahora sólo
tienes que aguantar un poco más... Unas horas y todo se habrá acabado... Así que prepárate a

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trabajar porque te vas a quedar te guste o no te guste...
ANA.— ¿Es una orden?
LAURA.— Es un ruego... Creo que esta vez puedes ayudarme... Me lo merezco... Por favor, Ana, es
poco lo que te pido... Unas horas... Si nos apresuramos... Esta misma noche, puedes volver a
Madrid...
ANA.— Pero es que no sé qué es lo que pretendes que hagamos... Cuando me llamaste, dijiste: Hay
que deshacer la casa... Y yo... yo no sé qué es eso exactamente...
LAURA.— ¿Me vas a decir que con todo lo que has viajado por el mundo, no sabes lo que significa
deshacer una casa...?
ANA.— Yo no he deshecho ninguna casa... vivía en pequeños apartamentos... Dejar un apartamento
no es lo mismo... No es deshacer...
LAURA.— Es lo mismo... Deshacer, dejar, levantar, quitar, alquilar, vender, regalar... todo es lo
mismo, es deshacerse de algo... Unas veces se hace contenta y otras a disgusto, como hoy...
ANA.— ¡Pues deshaz tú! ¡Vende! ¡Regala! ¡Alquila! Pero no cuentes conmigo...
LAURA.— Si por mí fuera, te aseguro que no hubiese contado contigo... No hubiese sido difícil...
Llevo muchos años tomando decisiones sola... Pero esta vez es diferente, hay intereses
económicos... Hay cosas que habrá que repartir... Hay papeles... Son cosas de papá, de mamá,
tuyas... Yo no puedo decidir por las dos... Además, mamá quería que lo hiciésemos juntas...
ANA.— (Mirando los objetos.) ¿Y yo que sé lo que hay que hacer con todas estas cosas? Muchas de
ellas ni las conozco... Han sido muchos años lejos de aquí... Todo esto, me es ajeno...
LAURA.— ¿Estás segura? ¡Vamos! Coge cualquier cosa, esto, esto otro... Dime, ¿te es ajeno? Nada
de lo que hay aquí te puede ser ajeno... Es nuestro pasado... Son nuestras cosas...
ANA.— Fueron nuestras cosas... Tuvieron su valor entonces... Ahora no valen nada,.. El tiempo es lo
único que nos queda...
LAURA.— Hace un momento, decías que te sentías mal desde que has entrado en la casa, si te fuese
ajeno, no sentirías nada... Tienes que ser fuerte y enfrentarte de una vez por todas... No creo
que sea mucho pedir... Comprendo que para ti es muy difícil... Volver aquí después de tanto
tiempo y encontrarte con todo patas arriba, es muy desagradable, pero no tienes más remedio
que hacerlo... Termínate el café... Hay mucho trabajo... (Buscando entre los papeles.) ¡Mira!
Tu libro de escolaridad... (Se lo ofrece.) Quién sabe si lo necesitarás para algo...
ANA.— (Hojeándolo.) ¡A estas alturas...!
LAURA.— (Mostrando una foto.) ¡Mira lo que hay aquí! La foto de ingreso...
ANA.— No quiero ver nada... No te das cuenta de que nada es importante para mí... Han pasado
demasiadas cosas en mi vida desde que vi este salón por última vez... Solamente... el retrato
de papá... ese maldito retrato que siempre me asustaba... Todavía me hace efecto...
LAURA.— Si ves esta foto, te impresionarás... Vas a ver lo que puede hacer el tiempo sobre una niñita
monísima y rubia...
ANA.— (Tomando la foto.) No podía estar monísima... Recuerdo que me faltaba un diente y no quería
posar...
LAURA.— (Mirando el retrato con ella.) ...Estabas preciosa... Lo que luchábamos mamá y yo con
esas coletas...
ANA.— ...Y posé... Menuda era Sor Encarnación...
LAURA.— (Imitando una voz.) Niñas, el retrato es obligatorio, lo hacemos obligatorio, porque
ninguna de vosotras debe perder la oportunidad de guardar tan grato recuerdo de su niñez...
ANA.— (Igual.) Vuestros papas, tendrán que abonar la cantidad de siete pesetas por cada retrato... Si
queréis copias para los abuelitos, decidles a vuestros papas que son a cinco pesetas...
LAURA.— ...Y posaste... Con tus labios apretaditos... pero posaste... ¡Mira el mapa! ¡Prusia!

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ANA.— (Rompiendo el retrato lentamente.) Para las monjas aquella mancha enorme, siempre seguirá
siendo Prusia... Yo misma tarde quince años en enterarme de que Prusia no existía ya...
LAURA.— ¿Por qué lo has roto? Yo guardé el mío... Podías habérmelo dado... A Yoli, le hubiese
encantado conservarlo... Le encantan las antiguallas...
ANA.— ¿Yoli? Tu hija Yolanda... Pero si apenas me ha visto una vez... Hace ya seis años...
LAURA.— Te tiene absolutamente idealizada... Sus padres, según ella, somos unos reaccionarios, en
cambio tú, eres la tía progre... La libertad personificada...
ANA.— Se ve que no me conoce... ¿Cómo es?
LAURA.— Se parece mucho a...
ANA.— Te he preguntado cómo es, no a quién se parece.
LAURA.— Pues... es... es como papá en muchas cosas... No sabría decirte cómo es sin buscar un punto
de referencia. Es muy exigente... Muy absorbente... El chico es diferente... Es más
despreocupado... le importan menos las cosas...
ANA.— Entonces, no se parece a nadie de la familia... ¿Qué edad tiene?
LAURA.— Diecisiete años... Una edad muy difícil...
ANA.— Todas las edades son difíciles... A esa edad me fui yo de casa... Hace una eternidad...
LAURA.— ¿Me ayudas con esta caja?
ANA.— ¡Cómo pesa! ¿Qué hay?
LAURA.— Los libros de papá. Los buenos, los que están encuadernados en piel. Los guardé en
seguida para que no se arañasen. Échales una ojeada... Quédatelos tú todos... Agustín tiene
una biblioteca enorme, pero ya no cabe ni un fascículo...
ANA.— (Mirando.) ¡El Espasa! ¿Te acuerdas cuándo buscábamos las palabras?
LAURA.— Unas palabras te remitían a otras y cada vez te liabas más...
ANA.— Puta... Prostituta... Ramera... Mujer que comercia con su cuerpo... ¿Que comercia? ¿Lo
vende? ¿Lo alquila? No había forma de enterarse de nada, pero por lo menos aprendíamos
vocabulario... (Pausa.) Quizás me quede con algún libro... Papá tenía ediciones muy inte-
resantes... A mí, me siguen interesando los libros, con los años, se han ido convirtiendo en un
vicio...
LAURA.— Te pasabas las horas leyendo... Mamá siempre decía que serías escritora.
ANA.— Yo, en cambio, quería ser médico... Al final, ni lo uno ni lo otro... Trabajo de bibliotecaria.
LAURA.— ¿De bibliotecaria? No me habías dicho nada, cuando hablamos por teléfono.
ANA.— Llevo poco tiempo trabajando y aún no estoy fija... Me dedico a rellenar carnets en una
biblioteca pública...
LAURA.— ¿Te gusta?
ANA.— No, pero el dinero me viene bien, por lo menos, hasta que Jorge vaya consiguiendo trabajo...
Para él es más difícil, como no está nacionalizado...
LAURA.— Sólo le he visto el día de vuestra llegada, me pareció muy agradable... Muy dulce... No sé
si es por el acento... ¿En qué trabaja?
ANA.— En Chile, era abogado; pero luego, mientras vivimos en París, después del exilio, trabajaba en
lo que le salía... Igual tendrá que hacer ahora...
LAURA.— ¿También es comunista?
ANA.— ¿También? ¿A quién te refieres?
LAURA.— Mujer... Juan también era comunista...
ANA.— No... Ninguno de los dos son comunistas...
LAURA.— Pues Juan... Sus ideas...
ANA.— No creo que tuviese muchas... y las pocas que tenía, no eran comunistas, te lo aseguro...
LAURA.— ¿Has sabido algo de él?

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ANA.— No. Voy a llamar a Jorge, si me tengo que quedar, le avisaré para que no me espere. (Va al
teléfono.)
LAURA.— Si quieres te dejo sola...
ANA.— No, no hace falta, es sólo un momento... (Marca.) ¡Hola! Soy yo otra vez. No me esperes...
Me quedaré todo el día... No... Sí... Bien... No, te aseguro que no. Claro... Esta misma noche...
Tomaré el último tren... No te preocupes... Además no sé a qué hora sale... De acuerdo... No
te olvides de recoger eso... Hasta mañana. (Cuelga y se va quitando el abrigo.)
LAURA.— ¿No quieres quedarte a dormir?
ANA.— ¡Por nada del mundo! Además, mañana tengo que ir a trabajar... Tenemos que apresurarnos
en acabar con todo... Tengo sólo unas horas para asumir mi condición de heredera...
LAURA.— Ya verás como no te arrepientes... Hace tanto tiempo que no estamos juntas... Otra vez
solas las dos... como cuando papá y mamá salían y nos quedábamos como dueñas de la casa...
ANA.— ¿Qué hay que hacer?
LAURA.— Deberías cambiarte de ropa, con tanta porquería, te vas a manchar... Por ahí dentro, hay
algún vestido de mamá...
ANA.— (Rápida.) ¡No! No... déjalo... estoy bien así, no te preocupes...
LAURA.— Yo estoy terminando de guardar los cubiertos, si quieres puedes ver las mantelerías, están
en esa caja... Son muy viejas... quizás alguna se pueda usar. Revísalas y tira lo que no sirva.
ANA.— Veré lo que puedo hacer...
LAURA.— ...Que amable... quería recogerte en la estación... (Haciendo un gesto al teléfono.)
ANA.— ¿Quién? Ah, mi marido...
LAURA.— (Cortándola.) ¿Te casaste?
ANA.— Sí, en París, hace un año... Estos manteles están viejísimos, no aguantarían ni un lavado.
LAURA.— ¡Déjate de manteles! ¿Cómo es posible que te casaras sin avisarnos?
ANA.— ¿Para qué? Fue una boda civil... Un mero trámite... Nos venía bien para venirnos a España...
A mamá no le hubiese gustado...
LAURA.— ¡Tú que sabes! Estoy segura que hubiese ido... Me habría pedido que la llevase... Yo
también hubiera ido... Nunca comprenderé esa maldita independencia tuya...
ANA.— No pensé que os interesase... No nos hemos escrito demasiado en estos años... Además si
hubierais venido, se hubiesen producido una serie de reacciones en cadena que yo no habría
sabido afrontar... Decididamente, todo lo que hay en esta caja se puede tirar. No sirve ni para
hacer trapos... ¿Qué puedo hacer? ¿Te ayudo con eso?
LAURA.— No... Ya estoy acabando... Mira, en esa carpeta, donde el libro de escolaridad, hay un
montón de documentos... Certificados y todo eso... Vete revisándolo y separando los que sean
tuyos... El resto ya los iré clasificando yo otro día.
ANA.— (Lo hace en silencio. Tras un larga pausa.) A mí me bautizaron en la ermita, ¿no?
LAURA.— Sí, claro, como a mí. Ahí lo dirá. ¿Por qué?
ANA.— Simple curiosidad... Me he acordado mucho de la ermita estos años... ¿Cómo está? Se caerá a
pedazos...
LAURA.— No creas, se ha hecho cargo de ella el Patronato y la están revocando... Hasta el órgano
funciona... De vez en cuando viene un belga y da unos conciertos preciosos... Agustín y yo
estuvimos en uno el verano pasado... Fue mara...
ANA.— ¿Cómo está Agustín?
LAURA.— Muy bien... Si no fuese por el ácido úrico... Pero cuando vigila la dieta...
ANA.— Me refería a su carácter... La última imagen que tengo de él, es la de un chico con bombachos
y la cara llena de granos... Eso sí, muy serio... ¿Te acuerdas? Tú siempre decías que tenía cara
de conejo asustado...

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LAURA.— Pues ya ves, al final me casé con el conejo... Sigue siendo igual de serio... Sólo que ya no
tiene granos y no lleva bombachos. Es... fuerte, muy estricto con los chicos. Muy seguro de sí
mismo... Y siempre enfrascado en sus negocios. No puedo decir que haya sido mi ideal de
hombre, pero estoy contenta. ¿Y tú eres feliz con Jorge?
ANA.— ¿Lo eres tú?
LAURA.— (Remedando.) ...«Es de mala educación, res...
ANA.— (Siguiéndola.) ...Responder con otra interrogación...»
LAURA.— ¡Todavía te acuerdas!
ANA.— Siempre he tenido las frases de papá revoleteándome por aquí... (Señala su frente, claro.) Y
esa frase... Siempre me la repetía. Ya desde pequeña me molestaban los interrogatorios...
Siempre los he evitado... Papá debió de notarlo.
LAURA.— Era un hombre maravilloso...
ANA.— ¿Lo sigues creyendo? A mí siempre me pareció terrible. Me asustaba.
LAURA.— ¿A ti? No digas tonterías, eres la única persona que siempre supo enfrentarse a él.
ANA.— Te equivocas: nunca conseguí enfrentarme a él. Ni siquiera hace un momento. Cuando entré
de nuevo aquí y vi su retrato, me entró miedo... el mismo miedo que le tenía a él. El maldito
miedo. Por eso me fui de casa.
LAURA.— Te fuiste porque estabas enamorada de Juan...
ANA.— Juan fue el pretexto que utilicé para salir de aquí, nada más...
LAURA.— En tu carta explicabas que estabas enamorada, que te fugabas con él, porque le querías.
Estoy segura de que no mentías.
ANA.— No, no mentía. Era una cría y pensé que estaba enamorada. Era un reto. Escaparme de casa
con diecisiete años con un hombre de treinta y divorciado...
LAURA.— ¡Separado!
ANA.— Tienes razón, separado; eso aumentaba las proporciones del escándalo... Una aventura ro-
mántica a la que fui de cabeza tratando de escaparme del clima de esta casa...
LAURA.— Todavía se me ponen los pelos de punta, cuando recuerdo a papá leyendo tu carta...
ANA.— Me imagino la que se organizaría. Debió ser un melodrama grandioso...
LAURA.— (Frotando un tenedor con una gamuza.) No... Más bien, fue algo lamentable... Papá leyó la
carta, y sin decir una sola palabra comenzó a llorar, primero en silencio, luego jadeando y a
gritos, abrazado a la cintura de mamá; cuando se fue calmando, se quedó allí, en su sillón de
orejas, aplastado, sin fuerzas para moverse... Daba pena verle... A mí me sorprendió, fue la
primera vez que vi llorar a papá... Y sentí algo muy extraño... como asco... Le tuvimos que
acostar mamá y yo, entre las dos lo llevamos a la cama... Aquél día dejé de tenerle respeto...
El, que siempre era tan duro... Tan fuerte... ¿Sabes?, para mí papá siempre fue una mezcla de
Spencer Tracy y de Bogart... Y aquel día... ¡Bueno! Estos cubiertos ya están listos. ¿Has
encontrado algo ahí?
ANA.— Varios certificados y mi diploma de Bachillerato... Me los llevaré, quizás me sirvan para
algo... Me cuesta creer lo que acabas de contarme. No me imagino llorando al ilustre señor
notario...
LAURA.— Eres injusta hablando así de él... Sufrió mucho...
ANA.— Puede que tengas razón... Seguramente la tendrás, tú siempre has sido más razonable que
yo...
LAURA.— ¿Lo dices con sorna?
ANA.— No, no me hagas caso. Últimamente hablo de forma muy irónica. Es un hábito; deben ser los
años. ¡Anda! ¡Pero si es Santiaguito! ¿Cómo es que no has guardado esta foto?
LAURA.— ¡Déjame verla! (Riendo.) ¡Santiaguito de comunión! ¿Recuerdas como nos peleábamos por

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él? Las dos estábamos enamoradísimas. Cuando salió del templo, le esperábamos en la
puerta...
ANA.— ...Nos temblaban las piernas por saber a cual de las dos daría el primer recordatorio... Con
aquellos abrigos inmensos que nos regaló tía Susana...
LAURA.— ...De color guinda... Eran crecederos... En aquella época todo nos lo compraban crecedero
y nunca nos estaba bien, cuando lo estrenábamos siempre era grande y a la temporada
siguiente ya nos estaba pequeño...
ANA.— Pero por lo menos estrenábamos... Acuérdate de las Díaz, siempre andaban heredando y
dando vuelta a los paños... (Por el retrato.) Era muy guapo de pequeño... Con tanto rizo rubio,
parecía un angelito... ¿Sigue en la India?
LAURA.— Murió hace dos años, poco después que papá.
ANA.— ¿De qué murió?
LAURA.— ¡Ya ves! Toda la vida en las misiones y se muere aquí en España, en una visita que hizo a
sus hermanas. Un infarto.
ANA.— Tu primer amor...
LAURA.— ¡Que bobada! Aquello fue una chiquillada de críos...
ANA.— Estoy segura de que te hubieses casado con él...
LAURA.— Ya ves: el destino...
ANA.— ¡Qué destino! Los curas de su colegio, las huchitas de las misiones, el apostolado con los
chinitos; que maldita falta les hacía... Siempre hay cosas que se interponen, no se puede
culpar sólo al destino... ¡Oye! ¿Esta tapicería es la misma?
LAURA.— Más vieja, pero la misma.
ANA.— Hubiese jurado que era más clara, más alegre... La verdad, es que he encontrado todo muy
cambiado... Todo es más pequeño, más triste... Incluso el ventanal... Siempre costaba abrirlo y
hace un momento lo conseguí sin el menor esfuerzo...
LAURA.— Mamá mandó cepillar todas las ventanas de la casa, no encajaban bien...
ANA.— ¡Ah! Por un momento creí que la distancia me había hecho perder todas las perspectivas...
Puede que todas estas cajas por medio, hagan más pequeña la habitación... (Acercándose al
ventanal.) La calle sí que ha cambiado... El tráfico... (Mirando.) Hasta los soportales... Ya no
está aquél retrato de Franco... Siempre pensé que era indeleble...
LAURA.— (Acercándose.) Han cambiado tantas cosas... Yo creo que para peor. ¡Mira! ¡Allí! ¿Ves
aquel rótulo naranja?
ANA.— ¡«Vídeo-Sex»! ¿Aquí en el pueblo? Pero... ¿No es...?
LAURA.— Sí, hija, sí... La papelería de doña Higinia. Cuando murió ella sus hijos traspasaron la
tienda y ya ves...
ANA.— ¡Cómo era aquella mujer! Con sus ondas al agua, tan cursi... Nos vendía el papel azul para
forrar los libros...
LAURA.— También los pliegos de papel azul celeste para el nacimiento y las estrellas...
ANA.— ...El papel cebolla para calcar los bordados de realce...
LAURA.— ...Y el papel pinocho para hacer las flores de María...
ANA.— ¡Vamos! Menos el papel higiénico, nos tenía bien surtidas... Hemos debido comprar el papel
por toneladas... Y que mal lo hemos utilizado...
LAURA.— ¡Mal! ¿Por qué?
ANA.— ¿No te das cuenta? ¡Hemos pasado doce años en el colegio! ¡Doce años inútiles! Rellenando
cuartillas y cuartillas con las mismas frases, hasta conseguir una primorosa letra inglesa...
Hemos forrado cientos de libros y cuadernos que no decían nada real... ¡Y flores a María!
¿Cuántas flores a María habremos hecho tú y yo en doce años? ¿Y los calcos? Todas las

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tardes calcando florecitas para poder pasarlas a los bordados... Con las máquinas tan
maravillosas que hay...
LAURA.— ¡El progreso! ¿Quién se iba a imaginar que apretando cuatro botoncitos te solucionabas el
ajuar.
ANA.— ¡Qué coño de progreso! ¡La mierda de educación que nos han dado...!
LAURA.— No lo parece... Dices los tacos con una naturalidad, que parece que vienes ahora mismo de
una clase en un colegio de hoy...
ANA.— Como me gustaría... ¡Volver a empezar!
LAURA.— Pues mira, puestas a decir tacos, te diré que a mí todas aquellas puñetitas de las flores y las
iniciales me gustaban. Tenían su encanto... Lo que no podía soportar eran los rezos: la oración
matinal, el ángelus, las novenas por cualquier chorrada y aquellos rosarios interminables. Tú
te has dado cuenta de las rodillas que tenemos todas las que hemos estudiado en las monjas...
son horribles. Terminé harta de misas. ¿Sabes una cosa? Hace un siglo que no voy a misa...
En Madrid esas cosas no se notan... Lo malo es cuando tengo que confesarme...
ANA.— (Riéndose.) No has cambiado en absoluto... Sigues igual que hace veinte años... Pensaba que
con los años habrías cambiado... Yo misma he cambiado tanto...
LAURA.— ¿Tú crees? Yo creo que las personas nunca cambiamos, nada puede hacernos cambiar...
Mamá siempre fue igual... Agustín sigue siendo el mismo que se sentaba a mi lado en el Cine
Nacional... Papá cambió unos días después de irte, pero en seguida volvió a ser el mismo de
siempre... Nadie cambia... Tú misma dices que has cambiado y yo te veo igual...
Atemorizada... huidiza... la misma Ana de siempre... Tú misma lo has reconocido hace un
momento, cuando hablabas del retrato de papá.
ANA.— Es que eso sí que no cambia, los muertos... Se quedan ahí... en los retratos, en las cosas... Con
la misma mirada de siempre... (Se acerca al retrato.) ¿Sufrió mucho cuando murió?
LAURA.— Sí... Se pasaba las noches gritando... Los calmantes no le hacían efecto... Fueron once
noches terribles... mamá y yo... turnándonos... deseando que aquello terminase... Solas...
ANA.— Lo siento... Me fue imposible venir... Acabábamos de instalarnos en París... Estábamos muy
mal de dinero... Yo...
LAURA.— No te disculpes... Lo entiendo... Lo que sí que sentí, fue que no vinieses cuando murió
mamá... Por lo menos al funeral... Fue muy bello, a ella le hubiese gustado...
ANA.— ¡No digas estupideces, Laura!
LAURA.— No digo ninguna estupidez. Mamá siempre quiso que su vida y su entierro fuesen dignos...
Por su vida, hice lo que pude y por su entierro hice lo que ella deseaba y me siento orgullosa...
Lo único malo, es que tuve que hacerlo yo sola también... Te necesitaba. Deberías haber
venido.
ANA.— No podía... Perdóname... Sé que es muy difícil justificarme... pero después de tanto tiempo
sin vernos mamá y yo... Después de lo de papá... Venir a su funeral, me parecía una farsa...
Además sucedió todo tan repentinamente...
LAURA.— ¡Vamos, Ana! No lo disfraces... Venir entonces te parecía una farsa... En cambio, has
podido venir hoy...
ANA.— Es diferente... Ellos ya no están.
LAURA.— No decías que eso no cambia, que ellos siguen en las cosas... Sé sincera... Nos conocemos
demasiado bien: te aterrorizan los muertos... Hemos dormido en la misma habitación muchos
años... Te he sentido llorar y has venido a mi cama temblando. Siempre soñabas con los
muertos y estoy segura de que todavía te siguen persiguiendo los mismos sueños. No te
importó lo que yo sintiese... No viniste porque esta vez el muerto era tu madre y te daba
pavor... Y me pusiste pretextos, una serie interminable de estúpidos pretextos... Igual que

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entonces, que decías que te dolía la tripa...
ANA.— No me lo has perdonado...
LAURA.— Sí, claro que te perdoné, porque te comprendía, cuando se comprenden las cosas se pueden
perdonar, pero me sentí muy sola... Era yo la que más te necesitaba...
ANA.— Tenías a Agustín, a los chicos...
LAURA.— Es diferente... Te necesitaba a ti. Ellos son otra familia... No sé explicarlo muy bien... Es la
familia de después... La otra familia, la primera, es la que más cerca está de ti y la que más
necesitas; es la que te enseña a comprender a la otra familia... De todas formas, hacía tanto
tiempo que tú nos habías abandonado, que yo tenía práctica ya... Eso hizo más fáciles las
cosas... Lo que pasa es que pensé... Bueno... que más da lo que pensé. Agua pasada no mueve
molino... Como decía papá...
ANA.— Como casi siempre que refraneaba, se estaba equivocando. Ya lo creo que mueve molino...
todo depende con la fuerza que haya llevado el agua al pasar...
LAURA.— (Tomando los paquetes.) ¿Qué tal si comemos algo? He traído varias cosas...
ANA.— La verdad es que no tengo mucho apetito.
LAURA.— Pues la empanada es riquísima. También hay sándwiches. Vete desempaquetando. Mira,
tenemos vino.
ANA.— ¡Y bien bueno!
LAURA.— La ocasión lo merece.
ANA.— (Mirando el envoltorio de la comida.) ¡La Princesita! ¿Todavía existe?
LAURA.— Sí, ahora además de la pastelería, tienen platos preparados y cafetería.
ANA.— Qué ricos eran los bartolillos...
LAURA.— Y las cocas de la Princesa. Cuando vivía mamá, los fines de semana que veníamos, nos
llevábamos el coche cargado de ellas.
ANA.— Me encantaban...
LAURA.— Pero las que hacen ahora, ya no son como antes. Son menos dulces y más pequeñas... Ya
nada es como antes...
ANA.— ...No... ¿Dónde hay copas?
LAURA.— Espera, estarán en la cocina. (Sale.)
ANA.— ¡Tráete un sacacorchos...!
LAURA.— (Off.) Eso es más difícil...!

(Pasea por la habitación buscando acomodo para la comida, tropieza con el abrigo de su hermana,
va a colocarlo en otro sitio, cuando comienza a acariciarlo y se lo superpone sobre los
hombros, comprobando como le sienta. LAURA aparece tras de ella, lleva unas copas y el
sacacorchos, la observa un instante en silencio.)

LAURA.— ¡Te queda de maravilla!


ANA.— (Algo abochornada, se lo quita rápido y lo coloca en una silla.) Perdona... Tenía curiosidad...
Nunca he llevado pieles... Creo que no me favorecen y tengo suerte, porque son tan caras...
LAURA.— Pues yo creo que te sienta de maravilla... Parece que te lo han hecho a la medida... Me lo
regaló Agustín por nuestro último aniversario. Aquí están las copas y el sacacorchos.
ANA.— La cristalería de mamá... ¿Todavía quedan algunas?
LAURA.— ¡Sí! Estas dos. (Abre la botella.) Toma sírvete.
ANA.— ¿Cuántos años habéis cumplido de matrimonio?
LAURA.— ¡Veinte! ¡Una eternidad! Prueba la empanada, verás que rica. (Tras una pausa, para
masticar.) Oye, creo que no tendrás inconveniente; la ropa de mamá, exceptuando cuatro

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pingajos, se la he enviado a las monjas.
ANA.— ¿A las nuestras?
LAURA.— Sí, ellas se encargan de distribuirlas a los pobres. Me imaginó que a ti no te interesaría. La
mayor parte era ropa de luto.
ANA.— Me parece muy bien. ¿Quieres vino?
LAURA.— Sírveme. Así entraremos en calor. Como quitamos la luz, no podemos encender los ra-
diadores.
ANA.— ¿Por qué la disteis de baja?
LAURA.— Fue idea de Agustín. Cree que es una tontería seguir pagando, si ya no venimos por aquí.
ANA.— ¿Ya no venís los fines de semana?
LAURA.— No. La única razón de venir a menudo, era mamá. Le gustaba ver a los chicos.
ANA.— ¿Por qué no la llevaste contigo a Madrid?
LAURA.— ¿Y hacerle dejar su casa? ¡Era imposible! No quería salir de aquí. Aquí estaban sus re-
cuerdos, sus amistades... Hubiese sido cruel sacarla de aquí.
ANA.— ¿Y el colegio? El nuestro. ¿Aún sigue funcionando? Como hablabas de lo de los pobres...
LAURA.— Sí, claro que sigue. Lo de los pobres, es algo que hacen de forma extraordinaria. Ahora las
niñas llevan otros uniformes. Y creo que las monjas son menos estrictas.
ANA.— ¡Menos mal! Que feas íbamos... ¿Te acuerdas de las boinas?
LAURA.— A mí me gustaban, eran muy graciosas...
ANA.— Es que a ti te quedaban bien, pero yo parecía una seta de cardo... Lo que no entiendo es como
después de casarte has seguido viniendo por aquí con tanta frecuencia. Tú odiabas este pueblo
tanto como yo.
LAURA.— Primero por papá, luego fue mamá... También la familia de Agustín... La verdad es que he
tenido una vida muy familiar... Toda la semana la pasaba sola en casa, en Madrid; los chicos
en sus colegios y Agustín trabajando, y cuando por fin llegaba el sábado, cogíamos el coche y
al pueblo a atender al resto de familia que quedaba aquí. Y si no te ríes, te diré algo...
ANA.— Dime.
LAURA.— Estaba loca porque llegase el sábado. Venir al pueblo ha sido mi única distracción durante
muchos años... Imagínate... Yo soñando toda la vida con ser tan cosmopolita como Bette
Davis y me he convertido en una pueblerina que odia Madrid. ¡Debo tener alma de paleta...!
ANA.— La que quería ser Bette Davis, era yo, no lo olvides. Tú querías ser la señora Miniver. ¿Te
acuerdas?
LAURA.— Tienes razón... Por cierto, tengo que hacer una llamada al dulce hogar de la señora
Miniver... Cuando ella no está allí, todo va patas arriba... (Va al teléfono y marca, su hermana
termina de comer y escucha la conversación.) ¿Emilia? Soy la señora. ¿Han llegado mis
hijos?... ¿El señor tampoco? No, no le prepare nada para la cena. Si no va a comer, tampoco
irá a cenar. Si va mi hijo a comer, cueza un trozo de merluza... Que no quede muy hecha...
¿Qué? ¿Y no le ha dicho donde comía? Bueno. Guárdesela para la cena. Si se retrasa mi hija
vayan comiendo ustedes, ya sabe cómo es, siempre se olvida de avisar. Yo sigo aquí. No, no
iré esta noche tampoco. Dígales que me llamen aquí. Gracias, Emilia, hasta mañana. (Cuelga,
va a la mesa y se sirve otra copa de vino.)
ANA.— Parece que hay estampida general...
LAURA.— Siempre pasa lo mismo... Y lo peor es que no se molestan, en avisar. No digo que lo hagan
por mí, que ya estoy acostumbrada... Por lo menos podrían tener consideración con el
servicio, con lo que cuesta conseguirlo... Pero esta noche me van a oír... Sobre todo el niño...
ANA.— ...Que ya no es tan niño, con diecisiete años... Me lo imagino igual que a su padre, el pelo
encrespado...

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LAURA.— ¿Pelo? Lo lleva cortado casi al cero... Y un pendiente... Bueno sólo lleva el agujero, porque
su padre lo mata si se lo pone... Y luego esa cara llena de granos, en eso sí que se parece a su
padre. Está corno una cabra. Yo no le entiendo... Pero no es mal chico. Es pacifista,
ecologista, montañista, objetor de conciencia, nudista, se apunta a todos los movimientos que
salen. Afortundamente no le ha dado por la política ni por las drogas... Tienes que venir
pronto a casa. Ahora que hemos roto el hielo...
ANA.— ¿Qué hielo?
LAURA.— Mujer... me refiero a que ya estás de nuevo aquí... Hemos vuelto a vernos... Además
viviendo en Madrid las dos, ya no hay excusas.
ANA.— Tienes razón... Ya se ha roto el hielo... (Se levanta y observa un cuadro que hay en el suelo.)
¿Qué piensas hacer con este cuadro?
LAURA.— ¿Yo? Nada. Quitando el retrato de papá y dos o tres firmas más, la mayoría son cromos.
ANA.— ¿Piensas llevarte el cuadro de papá?
LAURA.— Si tú no te opones... A mí siempre me ha gustado...
ANA.— Te lo cedo encantada. Me gusta más éste.
LAURA.— (Acercándose.) Pero si es una birria... Los pastores.
ANA.— Siempre me hizo gracia. ¿Te acuerdas? Estaba frente a la mesa de despacho de papá y él
nunca se fijó... ¡Mira!
LAURA.— (Lo hace.) No veo nada.
ANA.— ¿No ves ahí...? ¡En el fondo! En el prado del fondo.. ¡El toro subido sobre la vaca...!
LAURA.— ¿Están? (Riendo.) No puede ser. Papá no lo sabría... Nunca lo hubiese permitido...
ANA.— El, tan recto, tan moral, y fue incapaz de ver algo que se desarrollaba ante sus narices...
Nunca se fijaba en las cosas pequeñas...
LAURA.— Como en nosotras...
ANA.— ¿Qué has dicho?
LAURA.— Nada, una tontería...
ANA.— No. Has dicho algo muy cuerdo. Siempre he pensado que era obsesión mía, pero veo que tú
también lo has notado.
LAURA.— ¿El qué?
ANA.— El, nunca se fijó en nosotras... Estábamos en la casa como cualquier otro objeto... Nunca se
preocupó de hablar con nosotras, de conocernos... Éramos dos adornos nías en la casa... Nos
atendía como atendía las pequeñas cosas, superficialmente... Igual que miraba el cuadro... sin
percibir lo que pasaba en el fondo...
LAURA.— De todas formas pasaban tan pocas cosas en nuestro fondo...
ANA.— En eso llevas razón... ¿Sabes cuándo me acordé de esta escena 3' comprendí su significado?
Cuando llegué a Chile, pasé un verano en una hacienda y vi aparearse a dos caballos...
Inmediatamente, me vino a la cabeza este cuadro... Que siempre me había parecido tonto;
pensaba que eran dos animales muy grandes para andar jugueteando... Me sentí absolutamente
idiota... Tardar tantos años en ver una escena tan maravillosa y pensar que vivíamos en este
pueblo y que a menos de dos kilómetros teníamos el campo y los animales... Hubiese sido tan
bello ver eso de pequeñas... con papá al lado, explicándolo... Cuando ya te consideras una
mujer adulta y te estás acostando con un hombre sin estar casada, tener que ver la cara que te
pone ese hombre, cuando le preguntas lo que hacen los caballos... No sabes lo ridícula que te
puedes llegar a sentir...
LAURA.— Te comprendo... Si no fuese porque me muero de vergüenza, te contaría las cosas que me
pasaron en mi noche de bodas... Pero ya ves... Con la de años que han pasado y aun a ti me da
vergüenza contártelo.

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ANA.— A mí me pasa lo mismo... ¡Cómo fue mi primera noche!
LAURA.— ¡Ah! ¡Eso tienes que contármelo! Pues no he hecho yo pocas cábalas a cuenta de aquello!
¡Y tu primera carta después de dos meses! No decías ni una sola palabra al respecto. Me sacó
de quicio. Así que ahora no te escapas... Espera, voy a servirme un chupetín de coñac. (Lo
hace.) ¿Te apetece?
ANA.— No, con el vino ya he tenido bastante, no tengo costumbre de beber.
LAURA.— Yo tampoco bebía antes, pero últimamente me he dado cuenta de lo idiota que he sido...
Una copita de vez en cuando entona mucho...
ANA.— Sírveme otra, si quieres conseguir que hable...
LAURA.— Naturalmente que hablarás. Aunque sea después de tantos años, por lo menos me entero...
(Sirve y se sienta junto a ella. ANA enciende un cigarrillo.)
ANA.— En cambio, soy una viciosa del tabaco...
LAURA.— Pues yo no lo saco nada... ¡Vamos cuenta! ¿Cómo fue lo de Juan?
ANA.— Si no fue nada importante...
LAURA.— Pero qué dices... Todavía recuerdo los domingos cuando venía a recogerte a los
soportales... Cuántas veces os he espiado... Tú bajabas por la calle Mayor, él te seguía a una
distancia prudencial, y cuando llegabais cerca de la ermita, yo veía como se acercaba cada vez
más a ti... Pero tenía que volverme, pues desde allí podíais ver a todo el que se acercase... Y
volvía a casa imaginando que él te besaba... y te abrazaba...
ANA.— Pues hasta que nos escapamos juntos, nunca nos besamos.
LAURA.— No me lo puedo creer... Podías habérmelo dicho antes... No sabes los derroches de
imaginación que hacía yo. La primera noche... Cuando os fuisteis, no te puedes hacer una idea
de las cosas que imaginé: los dos huyendo en coche-cama... Una botella de champán, el
traqueteo del tren... ¡Cómo te envidiaba! ¿Tenía vello en el pecho?
ANA.— ¿Y eso? ¿A qué viene?
LAURA.— ¡Contéstame! Tenía mucho vello, ¿verdad?
ANA.— Sí.
LAURA.— ¡Me lo imaginaba! ¿Muy moreno?
ANA.— ¿Muy moreno? No, creo recordar que no...
LAURA.— Pero ¿cómo puedes olvidar algo así? Esas cosas no se olvidan.
ANA.— Pues si te sirve de algo, te diré que aquella noche debiste pasarla mejor que yo; porque ni
hubo coche-cama, ni champán, ni traqueteo... Pasamos la primera noche en una pensión de
Alcázar de San Juan, esperando un cambio de tren... Y estábamos tan cansados y hacía tanto
frío, que no tuve oportunidad de verle el pelo del pecho hasta dos días después... Usaba
camiseta...
LAURA.— ¡Camiseta! ¡Como papá! ¡Qué desilusión! Debió ser una noche horrible...
ANA.— Imagínate... El frío, yo sin la menor experiencia, aquél desconocido encima de mí... Sólo
recuerdo que la cama hacía mucho ruido y yo pensaba en los vecinos de cuarto, a los que
sentía roncar... Y aquel hombre encima y sin acabar nunca... Se me hizo eterno...
LAURA.— A mí me pasó todo lo contrario, se me hizo muy corto...
ANA.— ¿No me digas? Agustín... (Ríe.)
LAURA.— ¡Ves! Ya me has hecho hablar. Mujer no siempre... Yo creo que él era tan virgen como
yo... Estaba muy nervioso... Y... (Ríe.) ...total que ninguno de los dos sabíamos por dónde
era... (Ríen las dos.)
ANA.— No hay nada más triste que sentirse ridícula en esos momentos...
LAURA.— ¿Por qué terminasteis tú y Juan?
ANA.— ¡Yo que sé! Siempre se sabe por qué empiezan las cosas, pero nunca se sabe exactamente qué

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es lo que hace que acabe una relación. Puede ser que yo fuese demasiado joven... Fueron
tantas cosas las que tuve que asumir de golpe, que me vino grande todo... No lo sé...
LAURA.— ¿Te dejó en mala situación?
ANA.— Fui yo la que le dejé a él en mala situación...
LAURA.— ¿Le dejaste tú? ¿Tuviste valor?
ANA.— Bueno, valor... Verás, en aquella época, conocí a otra persona y...
LAURA.— ¿A Jorge?
ANA.— No, a Jorge fue bastante después...
LAURA.— Pero tú... ¿con cuántos hombres has estado?
ANA.— Con varios...
LAURA.— ¡Con varios! Y lo dices tan tranquila. ¡Cuéntame!
ANA.— ¡Ni hablar! Ya me has sacado bastantes cosas... Con lo que me cuesta hablar de mí misma.
Además tenemos que darnos prisa. Tengo que tomar el último tren, si no quiero perder mi
trabajo... Y me ha costado muchísimo conseguirlo...
LAURA.— Está bien, continuemos, pero siempre me dejas con la miel en los labios. De pequeña
hacías lo mismo. Te encantaba intrigarme. Lo que daría yo por saber lo que ha sido tu vida
estos últimos años.
ANA.— Ahora que estoy en Madrid, nos veremos más. Ya tendrás tiempo de irla conociendo. ¿Qué
hay que hacer?
LAURA.— Vamos a ir cerrando cajas y acercándolas hacia la puerta... Así sabremos las que están
completas.
ANA.— Lo que quieras, mientras no tenga que subir al dormitorio... Siempre me dio vértigo la
escalera...
LAURA.— Es que tú de pequeña eras un asquito: miedos, vértigo, complejos.
ANA.— Pues no creas que he cambiado mucho...
LAURA.— Teníamos que haberte tirado a la basura cuando naciste... No andaba yo descaminada de
pequeña me acuerdo que todo mi empeño era irte a descambiar; yo quería un niño. Y siempre
que íbamos a la tienda de tejidos, le decía a mamá que te cambiase allí por otra cosa.
ANA.— ¿En la tienda de tejidos?
LAURA.— ¡Claro! Mamá se pasaba la vida descambiando cosas allí. Yo creo que es la mujer que más
cosas ha paseado de la tienda a casa y de casa a la tienda.
ANA.— Siempre fue muy insegura. Lo mío debió afectarla mucho.
LAURA.— Sobre todo por la actitud de papá, mientras él vivió, se callaba y no te nombraba apenas.
Sabía que no había ninguna solución y que tú nunca volverías mientras él no te perdonase.
Pero cuando murió papá y vio que pasaba el tiempo y tú no aparecías, lo pasó muy mal,
aunque no decía nada, ya sabes cómo era...
ANA.— No, nunca dijo nada. Se limitó a vivir sin decir nada, sin molestar a nadie. Siempre tuvo la
misma actitud: un odioso silencio... ¿Cómo es posible que siendo nuestra madre nunca tuviera
nada que decirnos por ella misma? Todas sus advertencias, todos sus consejos, sus cortas
conversaciones, giraban siempre en torno a las consignas de papá. ¿Es que nunca tuvo una
idea propia?
LAURA.— Creo que no. Con las ideas, le pasaría lo mismo que con las telas: dudaría siempre. Tenía
siempre que apoyarse en el juicio de otra persona. Yo la comprendo... Me parezco a ella en
tantas cosas... ¡Pobrecilla!
ANA.— ¿Qué hay en estas cajas? Pesan una enormidad.
LAURA.— En ésa, vajilla. Y en ésta debe haber cacharros de cocina. En eso mamá siempre estaba
bien provista. Quizás te vengan bien, ahora que estás poniendo piso.

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ANA.— No. Me niego a poner piso y cocina a la vez. Odio los fogones y siempre que puedo evito la
cocina.
LAURA.— Pues de pequeña, te encantaba estar en ella.
ANA.— Porque era el sitio más caliente de toda la casa. Además, siempre estaba Ramona, que nos
contaba historias de aparecidos y de crímenes. Luego cuando me acostaba me moría de
miedo...
LAURA.— A mí, en cambio, nunca me asustaban. La que me daba pavor era tía Susana, ¿te acuerdas
de ella? Cómo vigilaba el largo de nuestras faldas. Nunca le parecían demasiado largas.
Tasaba la moralidad por los bajos de los vestidos.
ANA.— Ella siempre llevaba las faldas por los tobillos.
LAURA.— ¡Como que tenía varices! Cuando murió yo ayudé a mamá a amortajarla y fue la primera
vez que le vi las piernas, las tenía de pena...
ANA.— ¡Te has pasado la vida vistiendo muertos!
LAURA.— En España, la mujer, ya se sabe, toda la vida vistiendo a los demás: vistiendo muñecos,
vistiendo hijos, muertos, maridos, santo, a otras mujeres, vistiendo a los pobres... Es una
condena. ¡Con eso de que nos gustan los trapos! Yo por eso a Yoli, no le dejo que coja una
aguja... Claro que tampoco tengo que esforzarme mucho para que no la coja...
ANA.— Bueno, ésta es la última caja. ¿Hay más?
LAURA.— En la cocina y en la salita, pero ya están cerradas. ¿Usas cama de matrimonio?
ANA.— ¿Por qué me lo preguntas?
LAURA.— Es que Agustín y yo usamos dos camas: como él madruga mucho y yo tengo insomnio...
Mamá tenía muchos juegos sin estrenar... Si usas cama de matrimonio, tú los puedes
aprovechar...
ANA.— No es mala idea, la verdad es que me vendrían muy bien...
LAURA.— Pues ahora mismo te los bajo y vamos haciendo un paquete. En aquel rincón hay papel y
busca algo de cuerda, por ahí debe haber... (Sale.)
ANA.— (Saca un cigarrillo y lo enciende, toma la copa de coñac para beber, de pronto, se vuelve; va
hacia el retrato de su padre y alza la copa.) ¡Por ti papá! (Bebe. Luego busca el papel y las
cuerdas. Sobre el soja, se han quedado los trozos de la foto que rompió antes, los mira y los
va recogiendo con cuidado, finalmente los guarda en un bolsillo.)
LAURA.— (Aparece con un montón de prendas de cama.) ¡Ayúdame! ¡Hay que ver cómo pesan!
¡Como son de hilo! Fíjate, qué bordados... Estos no los hacen una máquina... Además están
nuevecitos...
ANA.— Lo malo del hilo, es que hay que plancharlo...
LAURA.— Pues yo hago que planchen hasta los de fibra, me encanta dormir con las sábanas recién
planchadas.
ANA.— A mí me pasa igual, lo que no me gusta es tener que plancharlas yo... ¿Te acuerdas de
nuestras colchas?
LAURA.— ¡El trabajo que daban! Había que almidonarlas, plancharlas, encañonarlas... Pero quedaban
preciosas... Aunque cualquiera se sentaba en ellas... Las broncas que nos echaba mamá...
AMA.— Todo en esta casa era intocable... Igual que nuestros cerebros... Todo estaba de adorno y para
que las visitas lo disfrutasen: no nos podíamos tumbar en la colcha ni acostarnos sin antes
dejar la ropa bien doblada...
LAURA.— Y no podíamos salir a la calle sin haber dejado hecho antes el dormitorio...
ANA.— ...¡Es verdad! Hasta en los hoteles he seguido yo haciendo camas como una idiota... Nuestra
ropa interior sólo debíamos de lavarla nosotras...
LAURA.— ...Y el salón y la salita, sólo entrábamos en ellos cuando nos pasaban revista las visitas que

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venían... Era zona prohibida... Yo muchas veces ni me acordaba que eran parte de la misma
casa...
ANA.— ...Siempre estábamos apiñados en el odioso cuarto de estar... Nunca posábamos los pies
directamente sobre el parquet... ¡Terminantemente prohibido!
LAURA.— Teníamos que ponernos las bayetas de encerar...
ANA.— Tampoco podíamos acercar la cara a los cristales, por culpa de las malditas huellas... La de
veces que he cobrado yo, por dibujar con el vaho...
LAURA.— ...También nos pegaban si nos encerrábamos en el cuarto de baño...
ANA.— ...O en el dormitorio...
LAURA.— Y recibíamos las cartas abiertas...
ANA.— ...Tampoco podíamos salir con las de Domínguez...
LAURA.— ...Es que su padre era rojo...
ANA.— ...Pero eran las que salían con los chicos más guapos del pueblo...
LAURA.— ¡Claro, como que se dejaban besar!
ANA.— ¡Y el pick-up! ¡Estaba prohibido ponerlo en Semana Santa!
LAURA.— ¡Y pintarnos! ¡Hasta que no cumplí veinte años, no pude aparecer pintada delante de
papá...! Fumar, nunca pude llegar a hacerlo delante de él...
ANA.— El, en cambio, siempre estaba rodeado por una nube de humo producido por sus puros...
LAURA.— No nos dejaba salir con chicos...
ANA.— ...Tampoco podíamos hablar por teléfono... ¡Los teléfonos están para casos urgentes!
Nuestras charlas y chismorreos telefónicos, nunca eran urgentes...
LAURA.— En casa había que estar a las nueve... ¡Sin excusas!
ANA.— ...Los botones siempre abrochados... los domingos el velo toda la mañana...
LAURA.— ...¡Los niños no hablan con las personas mayores...! ¡Los niños sólo responden cuando se
les pregunta...!
ANA.— Eso ganábamos... Cuando preguntábamos algo, siempre nos mentían...
LAURA.— Estaba prohibido: hablar con desconocidos, hablar alto, a veces bajo también, reírse, saltar
dentro de casa, bailar...
ANA.— ...Por lo menos nos dejaban llorar, aunque no delante de ellos...
LAURA.— Los tebeos eran inapropiados...
ANA.— ...¡Igual que estudiar medicina...!
LAURA.— ¡La carrera de la mujer es el matrimonio!
ANA.— Esta casa era peor que un campo de concentración... Porque además, tenían la desfachatez de
decirnos que todas esas prohibiciones eran por nuestro bien.
LAURA.— ...Yo, les hice caso... Me casé.
ANA.— Yo al final también... Y no estudié medicina...
LAURA.— ...Tu gran ilusión... ¿Te acuerdas cuando dormíamos la siesta de verano? Mirábamos las
sombras en el techo, eran los reflejos del sol que dejaban pasar las persianas...
ANA.— ...Las hojas de los árboles, al moverse, reflejaban unos dibujos en el techo, a veces, tenían
formas humanas... Era como el cine... Dejando trabajar la imaginación convertíamos aquellas
sombras en películas, donde tú y yo éramos las protagonistas... Yo operando apéndices y
recibiendo el premio Nobel por mis investigaciones...
LAURA.— Y yo entrando en el templo, vestida con una cola muy larga... Es curioso, no me acuerdo
de la cara del novio... Pero el padrino siempre esa Spencer Tracy... Papá Tracy...
ANA.— ¡La de veces que vimos «El padre de la novia»...! ¡Cómo nos gustaba el cine! ¡Aquellas
largas carreras hasta la parroquia, rezando a San Nicolás...!
LAURA.— ¡San Nicolás, patrón de los imposibles, haz que la película no sea tres o tres erre y te hago

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una novena...!
ANA.— Pero de nada servían... Casi siempre eran tres erre... Excepto «Cantando bajo la lluvia»... Es
la película que más veces he visto en mi vida... Todavía me acuerdo de la música... (La
tararea.)
LAURA.— ...¡Es verdad! Yo también... (Tararea también, luego, sería maravilloso, que las dos
actrices cantasen en inglés macarrónico y bailasen alguna pieza de la película.)
ANA.— Desde luego lo de cantar no está hecho para nosotras... (Se sienta.)
LAURA.— (Sirviéndose coñac.) ...Nuestro inglés es perfecto... ¿quieres? (ANA niega.) Toda la vida
estudiando francés que no sirve para nada...
ANA.— Parece que hasta en eso nos querían hacer la puñeta... De todas formas, lo hubiéramos
olvidado, igual que hicimos con el francés... Yo por lo menos...
LAURA.— ¡Pues anda que yo,..! ¡Uf, cómo pesan los siglos! (Se sienta frente a ella.) (Pausa.) Bueno,
ya está casi todo listo... Nos sentaremos un ratito a descansar y mientras, si te parece,
podemos hablar de las cosas más desagradables...
ANA.— (Encendiendo otro cigarrillo.) ¿Te parece que no hemos hablado bastante de ellas?
LAURA.— Me refiero a los asuntos económicos... Hay varias cosas de las que tenemos que hablar...
ANA.— Tú dirás.
LAURA.— (Se levanta y busca una carpeta, vuelve a sentarse y la abre.) Bueno... Hay que ver lo que
hacemos con la casa... Luego están las acciones... Los objetos de valor... Las joyas... En fin,
como ves, son varios temas...
ANA.— (Acomodándose.) Empieza por donde quieras.
LAURA.— Si te parece, vemos lo de las joyas de mamá. Aquí tienes la lista. Están depositadas en el
banco. Como ves, están detalladas y englobadas en distintos lotes, según su valoración... Las
hicimos tasar por un joyero de confianza... El de mamá de toda la vida... (Le tiende una lista.)
ANA.— No sabía que mamá tuviese joyero de toda la vida... Sólo tenía cuatro chucherías...
LAURA.— No creas... Papá le regaló bastantes cosas los últimos años, algunas muy valiosas... Mira
las cantidades.
ANA.— ¿Tanto?... Con todo esto por encima, parecería La Macarena...
LAURA.— Apenas si se las ponía, tenía miedo de perderlas. Yo creo, que algunas, ni las estrenó...
Fíjate. Como verás, es demasiado dinero, como para no consultar contigo... De todas formas,
Agustín... Nosotros, hemos visto la manera de ir solucionando estas particiones de una forma
lógica y justa para las dos... Estoy segura que te avendrás a razones cuando te lo explique...
ANA.— ¿A venirme? No te entiendo...
LAURA.— Hemos pensado que como tú no tienes hijos, estarías dispuesta a ceder tu parte de las joyas
a Yoli... Como ella es la única nieta... Creemos que lo más normal es que sea ella la que las
conserve... Nosotros te compensaríamos económicamente, claro... Agustín piensa que después
de la venta de la casa, tú podrías llevarte tu parte más un tercio del total en compensación por
las joyas... Espero que te parezca bien... Hemos valorado el precio de la casa y lo que se
puede obtener por ella... Si a la mitad de eso le añades el tercio de las joyas y tu parte en las
acciones y los objetos de valor, verás que se convierte en una buena suma... Y ahora que
acabas de instalarte en Madrid, me imagino que te vendrá muy bien... A mí... por lo menos...
La verdad es que me parece una buena idea...
ANA.— (Lee detenidamente el papel, luego mira fijamente a su hermana.) De modo que a tu marido
y a ti, os parece una buena idea que ceda mi parte de las joyas a vuestra hija, por tratarse de la
única nieta y como será muy bien compensada económicamente, pensáis que debo avenirme...
¿Es eso?
LAURA.— ¡Creo que es una buenísima oferta!

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ANA.— ¡Que estáis seguros que aceptaré, ya que necesito el dinero! Y como no tengo hijos, mi
sobrina debe ser la depositaría de las joyas de su queridísima abuela... ¿Y quién te asegura que
la tía Ana no tiene hijos?
LAURA.— ¿Es que tienes hijos?
ANA.— ¡Incógnita! Después de estar dando tumbos por todos lados, podría muy bien haber traído un
crío al mundo... ¿No crees?
LAURA.— Creo que me estás tomando el pelo... Si tuvieras algún hijo, ya me lo habrías dicho...
ANA.— ¿Estás segura? Hace sólo un momento, te has enterado de mi boda... ¿Por qué razón no ibas a
enterarte ahora de que eres tía? Ya sabes que yo soy una cajita de sorpresas...
LAURA.— No sé... Estoy segura de que me lo hubieses dicho... No me habrías ocultado una cosa así...
No puedes jugar con algo tan serio... Vamos, déjate de bobadas... ¿Tienes o no tienes un hijo?
ANA.— ¡Vaya! ¡Menos mal! Por fin me concedes la posibilidad de haberlo tenido... ¡Ya era hora!
(Pausa.) Empiezo a comprender tu... o debo decir, vuestra urgencia, porque viniese a deshacer
la casa... Las cosas están prácticamente embaladas... Todo está ordenado y listo para el
traslado, pero os falta un pequeño detalle: el problema de las joyas... y la venta de la casa y
como eso es difícil de solucionar, Agustín y tú... con una extraordinaria lucidez, me preparáis
este escenario, lleno de recuerdos, y con el pretexto de recoger cuatro fotos, me ponéis a
firmar vuestras disposiciones... James Cagney y Bette Davis no lo hubieran preparado mejor...
LAURA.— Estás equivocada... Esto no es ningún plan. Yo necesitaba verte... No se trataba de
solucionar lo de las joyas o la casa... Tú misma habías dejado todo en mis manos... Sólo tenía
que haber liquidado contigo y enviarte tu parte... Con eso te habría bastado... Si te he hecho
venir, ha sido... por... Porque necesitaba verte... Era muy importante que los últimos
momentos en esta casa, los pasásemos juntas. Nunca ha sido otra mi intención... Te lo juro...
ANA.— No hace falta que me jures nada... Estoy convencida de que tu intención era esa... ¿Pero era
también la de tu marido? El es mucho más práctico que tú... Habrá pensado que así mataba
dos pájaros de un solo tiro...
LAURA.— Que estupidez... Pareces insinuar que Agustín y yo pretendemos timarte... La casa hay que
venderla... Cuando te hablé de la venta, tú estabas de acuerdo... Las joyas... están ahí...
Muchas de ellas, ni las conocías... Si nuestra intención hubiese sido timarte, no te habríamos
llamado...
ANA.— Me habría enterado de su existencia por el testamento...
LAURA.— Me parece estúpido seguir hablando de todo esto... Debes pensar que mi hija es la que
realmente tiene todos los derechos como única nieta...
ANA.— ¡Conocida!
LAURA.— ¿Quieres dejar de burlarte? Si es cierto que tienes un hijo, ¡dilo de una vez y acabemos!
ANA.— ¿Cambiarías vuestros planes si fuese cierto? ¿El reparto sería diferente?
LAURA.— Eso depende ti... Estás en tu derecho... Según el testamento, estás en tu derecho...
ANA.— ¿Y según tú? ¿Estoy en mi derecho?
LAURA.— Creo que te importa muy poco lo que yo piense... Siempre has hecho lo que te ha dado la
gana...
ANA.— Eso, por supuesto. Pero, quiero que contestes a mi pregunta. ¿Crees que tengo derecho?
LAURA.— ¿Quieres que sea sincera?
ANA.— Me gustaría mucho.
LAURA.— Pienso que no tienes ningún derecho a reclamar nada. Cuando te largaste de casa, te
importó un pimiento todo lo que aquí dejabas... En los momentos más difíciles, cuando más te
necesité, escurriste el bulto siempre. Todas las excusas eran pocas: distancia, dinero, amores,
temores... Cualquier cosa menos venir a pringarte, como he hecho yo... Explícame con qué

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derecho vienes a esta casa ahora... Has tenido mejores ocasiones para hacerlo... Por lo menos
de una forma más digna... En cambio, ahora que se baraja la posibilidad de recoger dinero,
vienes con tus manitas limpias a recogerlo... Y yo me niego a ello... ¿Te enteras? Paso, porque
no tengo más remedio, porque te lleves algo de dinero, pero las joyas de mamá... el resto de
las cosas... no consiento que te lo lleves... Eso es algo mío, algo que me he ganado a fuerza de
aguantar a papá cuando te largaste... Porque, cuando lo hiciste, me condenaste a ellos mientras
viviesen... Aquí no se quedaba otra idiota para consolarlos, si yo hubiese seguido tu camino...
He aguantado todo... Yo no he podido ir escogiendo novio... Me casé con el que tenía más
cerca... Ya que no se acercaba nadie mejor por aquí... He aguantado enfermedades...
Muertes... Yo he sido la que les he visto morir... Y no sabes lo despacito que se puede ir
muriendo un padre... Yo he sido la hermana buena de la película... La idiota... Y para remate,
nuestra querida madre, que nunca se dignaba opinar en nada, decide ser magnánima a última
hora y te hace heredera de la mitad de todo... ¿No te parece demasiado recochineo? Tengo que
jorobarme y claudicar, entre otras cosas, porque no voy a discutir contigo cuatro cochinos
cuartos. No merecen la pena... Pero por lo menos, permíteme el derecho al pataleo...
ANA.— ¡Ya era hora! Por fin te has decidido a soltar todos los gatos de la tripa... Por ahí debió
comenzar nuestra conversación hoy... Si me hubieras soltado todo eso nada más llegar, ahora
nos sentiríamos mejor las dos... Pero no... Tú misma lo has dicho... La buena de la película...
Te has pasado toda la tarde comportándote como una hermana comprensiva... Me has dorado
la píldora... Me has rodeado de toda esta mierda sensiblera y cuando me has tenido a punto de
caramelo... ¡Zas! Me presentas todo tu precioso plan de reparto... ¡Eso se llama manipulación!
LAURA.— Eso es mentira... Yo no he preparado nada... Han pasado muchos años para hacer re-
proches... Si te los he hecho ahora, es para que comprendas que yo sí me puedo considerar
utilizada... Que todo esto del testamento es una injusticia... Que de nada ha servido el que yo
me haya fastidiado media vida... Eso es lo único que me importa... Y por ese motivo te lo he
dicho... Si te he hecho venir hoy y si me he mostrado agradable y dulce contigo, es porque te
necesitaba, como las otras veces y sabía que vendrías esta vez, porque necesitas el dinero... Es
la última oportunidad que he tenido para volver a estar contigo... Tú misma me pediste que
me hiciese cargo de todo... Imagínate lo fácil que hubiese sido para mí acabar con todo y
enviarte un talón... ¿Es que no te das cuenta de que te necesito? Alguna vez tengo derecho yo
a tener miedo...
ANA.— Perdóname... Me fastidia que me programen la vida. Cuando me has hablado de tu plan, de
las joyas... He sentido que yo no pintaba nada... Y me ha dolido... Quizás porque es verdad...
Pero después de estar las dos juntas aquí... Después de tanto hablar de nuestras vidas... Creí
que yo ocupaba algo en esta casa... Hasta que me leíste la sentencia... Yo no tengo derecho a
profanar nada... Las reliquias de mamá, deben quedarse en la familia... De pronto me has
devuelto mi condición de extraña... Yo... ¿sabes?... No pensaba venir... Me avergonzaba venir
a recoger algo que como tú dices no me pertenece... Si por mí fuese, no habría venido. Ni te
hubiese pedido nada... Pero no estoy sola... Está Jorge... Necesito el dinero... El, me sugirió
que debía venir... Porque los hombres, van evolucionando: ya no mandan, ahora sugieren... El
no entiende que yo pueda tener escrúpulos para recoger esta herencia... A él no le importa... A
fin de cuentas soy yo la que tiene que dar la cara... Y el dinero bien merece un sofoco... Y yo
vengo... y aguanto el sofoco, porque no tengo más remedio... Porque necesito el dinero para
vivir... Y porque no quiero contradecirle... No quiero disgustarle... Porque tengo miedo...
Miedo a perderle... Miedo a quedarme sola... Por eso estoy aquí... Sin ningún derecho... El
único derecho que he tenido ha sido nuestra conversación de antes... Ahora ya no tengo
ningún derecho...

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LAURA.— (Dándole una copa.) Tómate esto... Creo que las dos nos hemos excedido... Si buscamos,
encontraremos una solución... Dime, ¿has tenido un hijo?
ANA.— No. Sólo tuve un aborto... De pocos meses... Nada más...
LAURA.— Lo siento. Puede que tengas razón en lo que dices... Estábamos tan bien... Tuvo que salir la
maldita lista de Agustín...
ANA.— ¿Te das cuenta? De Agustín... Estamos aquí las dos, partiéndonos el pecho como dos idiotas,
para que nuestros maridos perciban sus intereses... Nunca cambiaremos... Las cosas siempre
nos vendrán dispuestas y nosotras nos limitaremos a obedecer...
LAURA.— Agustín es diferente... El lo hace por mí... A él no le importa el dinero... Está dispuesto a
que nos quedemos con la casa y pagar tu parte del dinero... El quiere que conserve la casa...
Sabe lo que representa para mí...
ANA.— ¿Cómo? ¿Piensa comprar la casa para usarla vosotros?
LAURA.— Sí. En cuanto tú firmes los papeles, está dispuesto a reformarla. Quiere que la utilicemos
los fines de semana... Sabe que a mí me gusta el pueblo...
ANA.— ¿Cuándo decidió eso?
LAURA.— Desde el primer momento... Precisamente, tenía mucho interés en que tú y yo liquidásemos
esta cuestión cuanto antes...
ANA.— ¿Me estás tomando el pelo? ¿Para qué la habéis puesto a la venta entonces?
LAURA.— No la hemos puesto a la venta...
ANA.— (Se levanta rápida y busca en su bolso, saca una hoja de periódico y se la muestra a su
hermana.) ¿Y este anuncio? Lleva varios días repitiéndose... Las señas son éstas... Y son las
mismas características, aunque el precio que pide, es superior al que marca aquí... (Por la
lista.)
LAURA.— (Absorta.) No puedo creerlo... El... El no puede haberlo puesto... Es el teléfono de su
oficina... ¿Por qué ha hecho esto? Siempre me dijo... Esta casa es mía... El no tiene derecho...
Sin consultarme, no tiene derecho...
ANA.— Pues parece ser que sí...
LAURA.— Debe haberlo hecho por equivocación...
ANA.— ¡Por Dios, Laura! Mira más allá de tus narices... Por equivocación no se pone un anuncio
durante diez días. ¿Y la luz? Tú me dijiste que él la dio de baja... ¿Con qué fin? Si os pensáis
instalar aquí, dentro de poco, me parece una idiotez darla de baja...
LAURA.— ...La luz... claro... Pero... ¿No ha dado de baja el teléfono? Podría haberlo hecho también...
ANA.— Un piso con teléfono siempre se cotiza más... Si te fijas, verás que lo anuncia en las
condiciones...
LAURA.— (Leyendo.) ...Dos plantas, doce habitaciones, dos servicios, teléfono... Es ridículo... El sabe
que no puede vender sin mi convencimiento... Yo tengo que dar la autorización...
ANA.— No creo que eso le preocupe mucho... Ya encontrará la forma de convencerte cuando tenga
un comprador...
LAURA.— Ahora... que lo dices... Algo me dijo... Yo no le di importancia... Me hablaba de no sé qué
problemas de impuestos... Pero... ¿Por qué me ha estado engañando?
ANA.— Dinero... Según dices, Agustín es el perfecto hombre de negocios... Ya apuntaba de pe-
queño... ¿Te acuerdas? Siempre nos alquilaba el Pulgarcito...
LAURA.— ...¿Cómo se puede ser tan cerdo? Se ha pensado que soy un monigote que maneja a su
antojo...
ANA.— ...Desengáñate... No se lo ha pensado... Tú y yo somos dos monigotes que nos dejamos
manejar por el que sea... Piénsalo... Nosotras tenemos la culpa...
LAURA.— No, no quiero pensar. Es mejor no pensar... ¿Para qué? Para darme cuenta de que no tengo

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ninguna idea propia... Para eso es mejor no pensar... Ya ves lo bien que los demás lo hacen
por mí...
ANA.— Pero no debe ser así... Tenemos que ser nosotras las que pensemos... Somos las únicas
responsables de nuestras vidas... Ya está bien de ser cómodas... Siempre culpamos a los
demás... Ellos lo único que hacen es aprovechar las ocasiones que les damos... No hay que
bajar la guardia... Tenemos que tener criterio propio, no podemos dejar que nos manipulen
más... Estoy harta, me he pasado la vida siendo una maleta... Sí, igual que una maleta: me han
traído y me han llevado por donde les ha dado la gana. Unas veces me han tratado con mucho
cuidado, como se hace con las maletas de piel buena... Otras veces me han vapuleado más que
las maletas de mimbre de los cómicos... Han sacado y han metido dentro de mí lo que les ha
dado la gana... Me han sellado, me han puesto etiquetas, me han dado puntapiés... En el mejor
de los casos, me han facturado... Muchas veces, me han dejado en consigna... Y yo estaba
dispuesta, esperando allí, hasta que se dignaran recogerme... ¿Y cuando te registran? Eso es lo
peor... El precio con que te apartan, cuando después de registrarte, no encuentran lo que
buscan... Entonces, te quedas allí, con las piezas esparcidas, desordenadas y esperas que
alguien venga a organizarlo todo de nuevo... Somos maletas, Laura... No tenemos ni siquiera
el consuelo de ser baúles, con sus barras protectoras... Con su arrogancia, porque saben que
son casi inviolables... Sólo somos maletas...
LAURA.— ...Yo debo ser una maleta vacía...
ANA.— Siempre vendrá alguien a llenarte con sus cosas... Aprovechará cualquier rinconcito útil, para
meter sus cosas... Y si es inteligente, procurará no llenarte demasiado, para que no se te
rompan las bisagras... Y si te rompes, ya buscará una correa que te asegure... Sobre todo si la
piel es buena todavía... (Acaricia la cara de LAURA, ésta, se aparta suavemente y se sirve más
coñac.)
LAURA.— (Bebe.) Tengo entendido que las manchas de la piel se quitan con alcohol...
ANA.— ... Siempre y cuando no la empapes demasiado, deja cerco...
LAURA.— ...Es verdad, creo que eso de las maletas, nos lo podemos aplicar a todas... Mamá era como
las maletas que usaban los soldados... Aquellas de rayas: eran duras, eternas, pero
insignificantes... tan pequeñas... ¿Y tía Susana? ¿Qué tipo de maleta sería?
ANA.— Ella no era una maleta... Era una bolsa sin fondo.
LAURA.— ...Yolanda también es una bolsa... Una bolsa de red, con unos agujeros enormes por donde
se escapan las cosas... Las ves allí y cuando vas a buscarlas, han desaparecido...
ANA.— (Se sirve una copa.) ¿Qué se siente al tener un hijo?
LAURA.— ¡Miedo! Luego una gran placidez, que dura muy poco, rápidamente, vuelve el miedo y ya
nunca lo pierdes. Miedo a las enfermedades, a los accidentes, a perder su cariño, a quererlos
demasiado, miedo a perderlos... La verdad es que tener un hijo, es un acto de masoquismo
perpetuo... Por lo menos para mí... Siempre he estado asustada...
ANA.— ¿Miedo tú?
LAURA.— Sí. Un miedo diferente al tuyo... Tu temías las cosas reales... Yo, en cambio, siempre he
temido lo desconocido... El futuro me aterraba... Todavía me asusta...
ANA.— Pero siempre hablabas de tu futuro... Te pasabas la vida haciendo planes...
LAURA.— Por miedo... Trataba de prepararme un futuro, antes de que me llegase otro por sorpresa...
Lo único que me gusta es el pasado... El presente, no lo entiendo, no sé manejarme en él... Sin
embargo, el pasado es lo que realmente me queda... Me aferró a él como una lapa... Por eso
me cuesta tanto desprenderme de esta casa... de estos recuerdos... Porque lo bueno de los
recuerdos es que puedes elegirlos y siempre escoges los buenos: La tarde de mi boda... La
primera vez que Yoli se me agarró al pezón... Tú y yo, de pequeñas, escapando a la

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buhardilla... El tiempo que pasábamos recortando muñecas de papel... La primera palabra que
dijo mi hijo... ¿Sabes?, tardó mucho en hablar... Hasta los tres años... Creíamos que era
mudo... Eso es lo bueno que tengo... Todo eso que tú pareces despreciar y que quieres que
olvide... Lo de ahora no me sirve... Ya ves, Agustín me utiliza a su antojo... Y lo que es peor:
no me hace ni puñetero caso como mujer... No es que tenga otra, eso, si me apuras, hasta tiene
su encanto... La sospecha, los celos, el despecho... Todo eso distrae... Pero no, no tiene otra...
Sencillamente le importo un pito... Mis hijos... Son mis hijos, pero ya no son mis niños... Ya
no siento miedo por ellos. Sólo preocupación... Luego está la casa... El hogar, pero lo malo
del hogar comienza cuando lo acabas... Mientras lo vas construyendo, apenas si tienes tiempo
de pensar en otra cosa... Pero una vez que ya es un hogar, te das cuenta de que sólo sirve para
limpiarle el polvo y recibir visitas... Y esas visitas huyen de sus hogares después de quitarles
el polvo y vienen a ver cómo le has quitado el polvo al tuyo... Entonces te conviertes en visita
tú también... Y cuando acabas de hablar del polvo... acabas la visita y te vuelves a tu casa... y
te aburres... Buscas a alguien que se ocupe del hogar y tra-tras de escapar de allí... Entonces
comienza el largo recorrido por conciertos, exposiciones... que no te dicen nada... sólo te fijas
en los cartelitos de adquirido... Igual que miras los precios de la merluza en el mercado... A
veces entras en un cine... y ya no está allí Spencer Tracy... Y si ves a Liz Taylor, te das cuenta
de que está gorda... Ya no es aquella jovencita vestida de blanco... Y te preguntas si a ti no te
pasará lo mismo... Porque los hombres ya no se vuelven a mirarte por la calle... Te vas
derecha a un salón de belleza... Te dan golpes por todos lados, te cortan el pelo igual que a
todas las demás mujeres que ves por la calle y te hacen comprar mil potingues carísimos... Y
te entretienes tratando de ver el milagro cualquier mañana en el espejo... Pero no... Sigues
viendo tu cara aburrida... Entonces intentas trabajar... Pero no sirves para nada... Sólo sabes
llevar una casa... o bordar... Ni siquiera eres capaz de escribir una triste carta: dudas entre las
uves y las bes... Hasta los acentos han cambiado... No sabes ni encabezarla... Porque cuando
te enseñaron a hacerlo, ya era antiguo... Entonces vuelves a casa, tratas de distraerte vigilando
a las personas que la llevan... No lees, porque nadie te acostumbró a hacerlo... Y ya es
demasiado tarde... Además con la televisión... A veces, haces reuniones con otras amigas... Es
muy divertido: tú preparas la merienda para todas y una señora, os presenta un nuevo
producto de limpieza, tus amigas hacen sus pedidos y a ti te regalan una fiambrera o una
yogurtera... Que no es nada buena, los yogurts siempre se cortan... Y se van y tú te quedas
sola de nuevo... Esperando que tu familia regrese y te cuente lo que ha hecho durante el día...
Pero nadie te cuenta nada... Vienen cansados, con hambre... Ven la televisión o se ponen
música en los oídos... Con esos aparatitos, que ni siquiera te permiten escuchar su música. Es
sólo para ellos... O duermen... En la casa siempre duerme todo el mundo... Lo hacen con toda
facilidad, mientras tú tienes que atiborrarte de pastillas para conseguirlo... Y todos los días
son iguales... Tú sola y el teléfono... Se utiliza como artículo de primera necesidad... Llamas a
todas las amigas que te cuentan siempre lo mismo... O llamas a la radio... A los coloquios...
Es muy divertido... Aunque lo primero que te dicen es que bajes el volumen de tu receptor...
Y es lo que te da más rabia... Porque si llamas es porque quieres oír tu voz... Otras veces
comunica y comunica... Y cuando por fin lo coge alguien, ya se te han ido las ideas... Pero es
igual, tú hablas y hablas, que es lo que te interesa... También se llama a las anuncios por
palabras... No sabes la de cosas que puede vender la gente... Vestidos de novia sobre todo... Y
casas... Se venden cantidad de casas como éstas... Algunas con todos los muebles... Dejan
hasta los cuadros... Deben de ser de gente que se ha muerto y a nadie le interesa guardar sus
cosas... ¿Sabes? Yo aún conservo mi vestido de novia... Tenía doce metros de tul ilusión...
Que pena que no pudieses venir a mi boda... Me enviaste un telegrama desde...

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ANA.— Viña del Mar...
LAURA.— ...Eso... Viña del Mar... Recuerdo lo que decía: Felicidades... Tú te casas por las dos... Lo
he guardado todos estos años... Con una flor de azahar de mi ramo y con un patuco de Yoli...
En aquella caja de Capodimonti, que nos regaló tía Susana... ¿Te acuerdas? Nos la trajo
cuando fue a Roma a recoger la bendición apostólica... Con los ojos cerrados sería capaz de
reconocer cada cosa... Sé exactamente que tu telegrama está en el fondo de la caja... Allí
guardo más cosas... Muchas noches... me siento y repaso el contenido de mi caja de tesoros...
Todos duermen... Y yo bebo... Quimas más de la cuenta... Pero eso ayuda... Ayuda a recordar
las cosas buenas que me han pasado... Las revivo de nuevo... Como cuando se ve una vieja
película en televisión... En mi película siempre sales tú... papá... Nuestras viejas muñecas...
¡Espera! (Se levanta rápido y cerca del ventanal, de una caja, saca una vieja muñeca, se
sienta allí mismo, en el suelo y se la muestra a su hermana.) ¡Mira ¡Mariquita Pérez! Vestida
de ama de cría... ¡Te acuerdas?... Le falta pelo y un ojo... Nosotras la peinábamos y la
cambiábamos de vestido... (La mece.) Y la cantábamos las canciones que nos enseñaban en el
colegio... (Comienza tarareando, luego canta, según va recordando la letra.)
A Atocha va la niña
¡Carabí!
A Atocha va la niña
¡Carabí!
¡La llevan a enterrar!
¡Carabí, urí. Carabí, urá!
¡La caja era de pino!
¡Carabí!
ANA.—(Se ha ido acercando a ella y le toma la muñeca de las manos, mientras canta.)
La caja era de pino
¡Carabí!
(Cantan juntas.)
¡La tapa de cristal!
¡Carabí, urí. Carabí, urá!
¡Cuatro ángeles la llevan!
¡Carabí!
¡Cuatros ángeles la llevan!
Cara...
ANA.— (Se levanta y arroja la muñeca lejos.) ¡Basta! No quiero acordarme de esa canción...
LAURA.— Pero si no has olvidado la letra... No necesitas recordar nada... La tienes aquí dentro...
Como yo...
ANA.— Pero no sirve de nada recordarla... Aquello se acabó... Ya no somos unas niñas... Todo esto es
una trampa... ¿No te das cuenta de lo atrapada que estás?
LAURA.— ¡Claro que me doy cuenta! ¡Pero yo no soy como tú! ¡Yo no sé escapar!
ANA.— ¡Tienes que salir de toda esta basura...! ¡Eso sólo lo puedes conseguir pensando! Utiliza el
cerebro para algo más que para repasar viejas películas...
LAURA.— ¡No sé hacerlo...! No quiero pensar, porque así no me doy cuenta de nada... No quiero ver
como reviento... Ya sé que estoy destrozándome, para eso no necesito pensar... Lo que
necesito son soluciones... ¿Las tienes tú? Pues entonces, ¡déjame en paz! Déjame seguir
siendo lo que soy o sácame de aquí... No quiero filosofía barata... ¿Qué has conseguido tú?
¿Eres feliz? ¿En qué te diferencias? ¿Te hace más caso tu marido que a mí el mío? ¿O tu
trabajo? ¿Dime? ¿En qué se diferencia limpiar libros en un estante propio o ajeno? Quiero ver

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tu cambio... Y sigo viendo a la misma niña muerta de miedo que se venía a mi cama las
noches de tormenta... Aunque te cueste reconocerlo, estás tan atrapada como yo... Llevamos
dentro las mismas ideas... Nos las pusieron a la vez y seguimos arrastrándolas... En lo único
que nos diferenciamos es en los intentos de escapar; cada una utilizamos uno distinto; pero a
ninguna de las dos nos sirven de nada... Y te fastidia darte cuenta de que todas estas mierdas
como tú dices te atan tanto como a mí... Porque son lo único real que tenemos en la vida...
ANA.— ¡¡¡No!!! (Se levanta y comienza a romper papeles y a tirar objetos al suelo.) ¡¡A mí no me
ata nada!! ¡Fuera! ¡A la mierda! ¡Todo esto no es más que basura!
LAURA.— ¡Con romperlo no conseguirás nada! ¡Siguen ahí!
ANA.— (Se ha parado ante el retrato del padre.) ¿Y tú? ¿Qué haces ahí? ¿Estás disfrutando de tu
obra? (Le arroja una copa.) Omnipotente, como siempre... ¡Mirándonos de lado! ¡Tú eres el
primero que hay que romper! (Descuelga el cuadro y comienza a golpearlo.) ¡Tú eres el
culpable de todo...! ¡Tú! ¡Con tu soberbia! ¡Con tu falta de amor!
LAURA.— (Tratando de interponerse.) ¡No! ¡¡Déjalo!! ¡A papá no! ¡Por favor! ¡A papá no!
ANA.— ¡No es papá! ¡Es su maldita imagen! ¿No te das cuenta? ¡No me pegues a mí! ¡Es a él! ¡El es
el que comenzó a destrozar nuestras vidas! ¡Es a él a quien tienes que pegar! ¡Vamos! (Toma
la mano de LAURA y la fuerza a que golpee el retrato.) ¡Pégale! ¡Por todo lo que nos quitó!
¡Dale! ¡Por sus mentiras! ¡Así! ¡Acuérdate de su cinturón! ¡A él no le dolía pegarnos!
¡Vamos! ¡Más fuerte! ¡Acuérdate cuando nos encerraba!
LAURA.— ¡Papá... pap...!
ANA.— ¡El no te quería...! ¡Nunca nos quiso! ¡Sólo se quería a sí mismo...! ¡Vamos, ten valor!
¡Ahora te toca a ti! Nunca nos quiso, Laura... ¡No nos ha dejado querer...!
LAURA.— ...¡Mal... dito! ¡¡Maldito!! (Comienza a golpear de forma histérica, hasta caer extenuada.)
¡¡¡Maldito!!! ¡¡¡Maldito!!!
ANA.— (La abraza en su regazo y la mece, ¡Ya! ¡Ya! ¡Cálmate! ¡Por fin lo has hecho!... ¡Lo hemos
hecho! Ya... ya... (Le tararea algo.) Llora... Llora si quieres... Ya... (Lentamente la ayuda a
incorporarse, la sienta y le sirve una copa, que le ofrece.) Toma, te hará bien... (Va reco-
giendo los papeles que tiró antes y coloca algunas cosas.)
LAURA.— No debería beber más... Estoy muy bebida... Mira lo que he hecho...
ANA.— Has hecho lo que tenías que haber hecho hace mucho tiempo... Nada más... A fin de cuentas
era sólo un maldito retrato... Y prepárate, no hemos hecho más que empezar... Hasta ahora
sólo hemos hecho lo más duro... Ahora tiene que ser todo más fácil... Esto no merece tanta
ira... Tenemos que divertirnos... Este reparto... hay que hacerlo... Pero te aseguro que nos
divertiremos... No hay nada que se merezca tanto dolor... Además no podemos destrozar
todo... A fin de cuentas las cosas tienen un valor... Y nosotras estamos aquí por el dinero...
Por lo menos por eso nos han hecho estar aquí... (Se sienta al lado de LAURA) ¡Piensa! ¡Tienes
que haber una forma de repartir todo esto, sin que suframos más! ¡Piensa!
LAURA.— ...Lo siento, tengo demasiado coñac dentro como para pensar en nada... Además, ¿qué más
da? Tener que repartirlo ya de por sí es desagradable...
ANA.— No lo será si nos burlamos de todo este acto... Tenemos que idear algo que lo ridiculice... ¡Ya
está! ¿Tienes una baraja?
LAURA.— ¿Una baraja?
ANA.— (Se pone a buscar en las cajas.) Sí, una baraja... Unos dados... Algo así... Me parece haber
visto por aquí un juego de la oca...
LAURA.— ¿Qué vas a hacer?
ANA.—¡Dirás: qué vamos a hacer! ¡Vamos a jugarnos la herencia!
LAURA.— ¡Te has vuelto loca! Nosotras no podemos hacer eso...

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ANA.— ¡Claro que podemos! Es nuestra herencia... Podemos hacer con ella lo que queramos...
Regalarla, tirarla, jugarla... Creo que es la mejor solución. Se supone que tú y yo tenemos que
repartir a partes iguales... Y eso según tú no es justo, ¿verdad? ¡Pues juguemos! Dejamos a la
suerte que decida y así tú y yo nos mantendremos al margen... ¿Qué te parece? Mira aquí hay
un dado... ¿Te parece que lo juguemos todo al número más alto?
LAURA.— Me parece una locura... Es como... como un sacrilegio...
ANA.— No seas idiota. Atrévete. Te aseguro que no te vendrá ningún castigo del cielo. (Toma la lista
de las joyas.) Lote primero: Anillo de pedida de brillantes... Pulsera de oro blanco y
brillantes... ¿Quién tira primero?
LAURA.— No... yo no quiero hacerlo... Son las joyas de mamá...
ANA.— Olvídate de lo que son... Para poder jugar y disfrutar del juego no hay que pensar lo que se
juega... solamente se piensa en el juego... Acuérdate cuando jugábamos a las siete y media
con garbanzos; éstos son nuestros garbanzos ahora... ¡Anímate! Piensa en tía Susana... ¿Te
imaginas la cara que pondría si nos pudiese ver jugándonos el patrimonio familiar...?
LAURA.— (Sonriendo.) Hubiese sido superior a sus fuerzas...
ANA.— ¿Te das cuenta? Podemos hasta pasarlo bien... Lote primero... ¿Tiras tú o yo?
LAURA.— (Arrebatándole el dado.) ¡Déjame probar a mí!
ANA.— ¡Bravo!
LAURA.— ¡Vamos, dadito, quiero esa pulsera! ¡Un cuatro! ¡A ver tú!
ANA.— ¡Ahí voy! ¡Un uno! ¡Adjudicado el primer lote, que irá a parar a manos de mi querida sobrina
Yolanda! Segundo lo... Espera... Voy a encender velas, está anocheciendo... Vete encendiendo
ésta... (Le ofrece un candelabro y cerillas, ella trae otro candelabro y lo enciende, dejándolo
cerca de ellas, se sienta en el suelo de nuevo.) Segundo lote: Ali...
LAURA.— Mejor no lo leas...
ANA.— Hay que leerlo... Si no lo hago no tendría gracia el juego... Alianzas matrimoniales. Trece
arras de oro... Una pulsera de oro con dijes... ¿La conozco yo?
LAURA.— Sí, mujer, la de siempre... La de los chinitos de jade. Tira tú ahora...
ANA.— ¡Un seis! Me parece que me toca cargar con las arras y los chinos...!
LAURA.— ¡Un cuatro! ¡Debo estar abonada!
ANA.— Bueno, ya estamos empatadas. No te preocupes, el día que se case Yolanda, te presto las
arras...
LAURA.— (Leyendo.) Lote tercero: pendientes de zafiro y sortija a juego. Siempre me han gustado.
¿Tiro yo?
ANA.— Sí. Si nos pudiese ver Agustín...
LAURA.— Seguro que le subía el ácido úrico. ¡Un cinco! Tira tú... ¡Otro cinco! Habrá que tirar otra
vez, este lote es indivisible...
ANA.— ¡Ahí va! ¡Un tres!
LAURA.— A ver si lo supero... ¡¡¡Un cinco!!! ¡Son míos!
ANA.— Cuarto lote... A este ritmo, acabamos en seguida. Dos pendientes de perlas, un collar a juego
y un semanario de oro... ¿Quién tira? ¿Yo?
LAURA.— Tú misma... ¿Sabes? Comienzo a divertirme... (Se sirve más coñac.)
ANA.— Deberías dejar de beber... Quizás mañana, cuando estés más serena, te arrepientas de esto...
LAURA.— ¡Claro que me arrepentiré! Pero ahora estoy disfrutando y no me importa nada...
ANA.— Si prefieres, dejamos de jugar...
LAURA.— ¡Ni hablar! ¿Qué te pasa? ¿Es que te arrepientes ahora?
ANA.— No... Pero quizás tengas razón tú... Es posible que no tengamos derecho a repartir así la
herencia...

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LAURA.— ¿A qué viene esto? Primero me convences, me haces jugar y ahora eres tú la que te echas
atrás. ¡Tira!
ANA.— Está bien. Si estás decidida... ¡Un cinco!
LAURA.— ¡Un dos! ¡Es tuyo! Lote quinto: pulseras de oro, cadenas y medallas de oro. Tiro yo. ¡Un
tres! Está visto que hoy no es mi día de suerte...
ANA.— ¡Un dos! Ya ves que sí... Lote sexto: reloj de oro, de tres capas. Sortija de caballero: de oro y
con un rubí... Era la de papá...
LAURA.— ...Y su reloj... ¡Tira! ¡Un cuatro! Tengo que superarlo...
ANA.— Me encantaría... No me apetece nada llevarme ese lote...
LAURA.— Pues ya es tuyo. Sólo he sacado un dos... ¿Qué lote viene ahora?
ANA.— Oye, Laura... Si quieres lo dejamos... La suerte no te está favoreciendo y yo me siento
culpable... Quizás no tenga realmente derecho a nada...
LAURA.— ¡El juego es el juego...! ¡Olvídate de tus malditos escrúpulos! ¿Qué lote es?
ANA.— Lote séptimo: sortija de esmeraldas y broche de esmeraldas... Yo no las conozco.
LAURA.— Fue el último regalo que le hizo papá. Tiro yo. Un cinco...
ANA.— ¡Un tres!
LAURA.— ¿Te das cuenta? La suerte va cambiando.
ANA.— Lote ocho: juegos de pendientes de oro con diversas piedras semipreciosas... ¡Tiras tú!
LAURA.— No, te toca a ti.
ANA.— Un seis.
LAURA.— Un dos.
ANA.— Lote nueve: juego de pendientes, sortija y broche de platino.
LAURA.— ¡Un tres!
ANA.— ¡Un cinco!
LAURA.— (Leyendo.) Parece que se acaban las joyas... Lote diez: collares, sortijas, broches y pulseras
de plata. Un rosario de plata... ¿Te acuerdas? Cuando papá habló de regalarle a mamá el
rosario... Nosotras colaboramos...
ANA.— ...Con cincuenta y siete pesetas...
LAURA.— ...Con cincuenta céntimos... Teníamos Teníamos muchas monedas de dos reales en la
hucha. Lote diez: collares, sortijas y pulseras de plata y un rosario, valorado este último en
cincuenta y siete pesetas con cincuenta céntimos de las de antes... ¡Tira!
ANA.— Dejémoslo... ¡Ya está bien! Lo importante era demostrarnos a nosotras mismas que éramos
capaces de jugárnoslo todo...
LAURA.— Pues para demostrarlo, hay que llegar hasta el final... Date prisa, aún quedan varias cosas y
tú tienes que estar en Madrid. No puedes perder el tren...
ANA.— Es pronto. Lo que pasa es que en invierno anochece antes...
LAURA.— ¡Da igual! Tenemos que acabar de una vez con todo esto.
ANA.— ...Pero mañana...
LAURA.— ¡No importa mañana! Este momento es el que vale. Mañana tú ya no estarás aquí... Quizás
no volvamos a vernos en varios años... Yo estaré despejada y tendré que dar a Agustín una
explicación convincente... Pero ya no se podrá hacer nada... Tendrá que rendirse a la
evidencia... Acabemos cuanto antes... ¡Tira!
ANA.— ¡Un dos!
LAURA.— ¡Un seis! ¡Eso es! ¿Qué viene ahora?
ANA.— En este lote, hay diversos objetos de plata: ceniceros, bandejas, un juego de café y un juego
de té. Tiras tú.
LAURA.— ¡Un cinco!

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ANA.— ¡Un uno!
LAURA.— ¡Adjudicado! ¡Vamos! ¡Más cosas! ¡Estoy de racha ahora!
ANA.— Lote número doce: dos cuberterías de plata. ¡Un tres!
LAURA.— ¡Un cuatro! También para mí... Al final voy a ahorrarle un dinero a mi marido. Es lo único
que me fastidia.
ANA.— Eso demuestra que la idea del juego es una solemne estupidez. ¿De qué te ríes? ¿Te estás
divirtiendo?
LAURA.— El que me ría, no quiere decir que me divierta. Me río, porque pienso que este juego ha
servido para que cargues con el reloj y la sortija de papá... No me digas que no tiene gracia...
Además me río porque todo esto me sorprende... No creí que tuviera valor para hacerlo y me
pongo nerviosa, por eso me río. (Leyendo.) Lote número trece: tres cuadros de firma y varias
acuarelas... (Mira el retrato.) Bueno, debo decir: dos cuadros de firma y varias acuarelas.
¿Tiras tú o yo?
ANA.— Yo misma. ¡Acabemos de una vez! ¡Un cuatro!
LAURA.— ¡Otro cuatro! ¡Vamos, hay que desempatar!
ANA.— ¡Otro cuatro! ¡Y van tres!
LAURA.— ¡Un tres! Ya tienes para decorar la casa...
ANA.— Me vendrán bien... Aunque las acuarelas nunca me gustaron... Me parece que ya no, hay más
lotes. Este es el último: escribanía de bronce y dos manuscritos del siglo XV....
LAURA.— Sí, mujer, aquellos códices antiguos que tanto veneraba papá; parece que hoy se cotizan
mucho.
ANA.— Ya veo. Tira tú, te toca.
LAURA.— ¡Un cinco!
ANA.— ¡Un uno! Son tuyos.
LAURA.— Me alegro. Siempre me ha gustado la escribanía de papá. Con sus águilas retorcidas...
ANA.— Bueno, ya hemos acabado. ¡Por fin!
LAURA.— Aún no hemos terminado. Queda la casa.
ANA.— No... La casa no podemos jugárnosla...
LAURA.— ¿Por qué razón? Hemos decidido que nos jugaríamos todo, sin importarnos su valor... ¿Qué
te pasa? ¿Es que la casa vale para ti tanto como las joyas para mí? ¿O es que tienes miedo?
ANA.— Lo siento, la casa representa mucho dinero y yo lo necesito... No puedo permitirme más
juegos...
LAURA.— Pero si ganas la casa, todo el dinero sería para ti.
ANA.— También la puedo perder... Y yo no puedo permitirme ese lujo... Prefiero aceptar la oferta de
Agustín, es más sensato...
LAURA.— Si estás arrepentida del juego, podríamos olvidarlo... Puedes recuperar el tercio de las joyas
si quieres, además de tu parte en la casa...
ANA.— No. Déjalo. Nos lo hemos jugado y ya está... No hablemos más del asunto... En cuanto a la
casa, haremos lo que propone Agustín... Es lo mejor...
LAURA.— Está bien. Lo que tú digas. En cuanto a lo demás. ¿Qué hacemos?
ANA.— ¿Qué más queda?
LAURA.— Quedan muebles, ajuar, vajillas... Puede que te vengan bien...
ANA.— ...Sí, quizás... Pero ya es tan tarde. De todas formas tendría que hablarlo con Jorge.
LAURA.— A mí muchas cosas no me sirven de nada. Si quieres puedes quedarte esta noche aquí y
mañana lo terminábamos de solucionar... O podrías venir otro día...
ANA.— No. Prefiero acabar hoy. Ahora. Mira esa mesa; si no la necesitas, me vendría bien. Y algunas
cortinas... Varias sillas también me vendrían bien... En fin... piensa que realmente sólo tengo

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una cama y un par de butacas... Cualquier cosa que me sirva para amueblar dos habitaciones,
me vendría muy bien... Elige tú misma y mándame lo que quieras...
LAURA.— No te llevas nada ahora...
ANA.— No... Bueno, a lo mejor me llevo la litografía de los pastores... (Se levanta y la envuelve.) Sí.
Me la llevaré. Debo prepararme, si no quiero perder el último tren...
LAURA.— Deberías quedarte.
ANA.— No, no puedo. ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
LAURA.— ...Cuando te vayas, acostarme. Me he pasado un poco con la bebida.
ANA.— ¿Vas a dormir aquí? ¿Sin luz?
LAURA.— Tengo las velas... Además, duermo con la luz apagada... ¿Qué más da?
ANA.— Yo... Yo aún duermo con alguna luz encendida... Mis miedos... No sé de dónde sacas valor
para pasar la noche aquí sola... Yo sería incapaz.
LAURA.— Tampoco me hace mucha gracia... Pero estoy sola... Tú te vas... Estoy acostumbrada a
quedarme sola... Mañana, recogeré esto un poco y me iré a casa.
ANA.— Vente conmigo ahora. Podríamos viajar juntas...
LAURA.— No. Tengo que quedarme. Mañana hay muchas cosas que resolver aquí. Pero me gustaría
que tú te quedases... Sería nuestra última noche juntas aquí...
ANA.— Lo siento, es superior a mis fuerzas... Además, ya hemos tenido bastante con la tarde de
hoy... Han sido demasiadas emociones en poco tiempo... Siento dejarte sola...
LAURA.— ...Tranquila, estoy acostumbrada... Con todo lo que he bebido, no creo que tarde mucho en
dormirme. Pero me hubiese gustado verte mañana por la mañana... Más despejadas las dos...
ANA.— Sería como esta tarde cuando nos vimos... Nos trataríamos como dos desconocidas...
LAURA.— No... Eso no puede volver a pasarnos. De algo nos tiene que haber servido esta tarde...
ANA.— Para que nos demos cuenta de que nada ha cambiado... Ni nosotras... Ni nuestras vidas...
Seguimos siendo las mismas crías ignorantes y muertas de miedo que jugaban por esta casa...
Sólo hemos ganado en años y en desilusión... Esta tarde, trataremos de olvidarla las dos...
Será siempre la tarde en la que deshicimos la casa...
LAURA.— (Con sorna, mirando a su alrededor.) Dirás la tarde que la destrozamos. Eso sí que lo
hemos hecho...
ANA.— Pero no sirve de nada... Lo hicimos con las manos... Todo lo que encierra esta casa, lo
llevaremos siempre aquí. (Señala su frente.) ... Ni siquiera aquí. (Señala su corazón.) Y sé...
que hagamos lo que hagamos, eso siempre será así.
LAURA.— Siempre... Es mucho...
ANA.— Depende... A veces es tan poco...
LAURA.— Estaba convencida... Segura... De que tú... Tú por lo menos habías conseguido lo que
querías... Sin ser médico... Sin concederte el Nobel... Pero al estar lejos de aquí... Pensaba que
tú habrías escapado...
ANA.— Ya ves que te equivocabas... Estoy aquí... He viajado... he intentado escapar... Pero aquí me
tienes... Igual que tú... O peor, quién sabe... Es muy difícil cambiar... Nosotras somos como
era Mariquita Pérez... Todas iguales... Muñecas en serie... Sólo variaban sus trajes y sus
peinados... Pero por lo demás, todas son iguales... Duraderas, irrompibles, pero imposible
disfrazarlas... Siempre se sabe que son ellas... Y cuando las acercas a muñecos nuevos, a los
de ahora: de plástico, con discos que hablan, incluso con sexo... Cuando los pones juntos... Te
das cuenta de que están de más allí... Se han quedado fuera de lugar... Las Mariquitas Pérez
necesitan casas de muñecas antiguas y puntillas y encajes y tener cerca soldados de plomo y
caballitos y coches de madera... Sólo cerca de esas cosas destacan... Lejos de ellas, siempre
parecen ridículas, muertas...

27
LAURA.— Tú crees que si hubiéramos sido chicos todo habría sido diferente...
ANA.— Quizás fuésemos más felices... Los hombres tienen una gran capacidad de adaptación...
Nosotras sólo sabemos adaptar nuestros cuerpos... Ellos tienen más práctica y han aprendido a
adaptar sus pensamientos.
ANA.— Igual, Laura, igual... Todos tenemos siempre la suerte que queremos... (Se levanta y se coloca
su abrigo, recoge su bolso y el cuadro, luego se acerca a su hermana y la besa.) Adiós.
Tengo que irme. ¿No te vienes?
LAURA.— (Se levanta y toma el candelabro.) No. Te acompañaré hasta la puerta... ¿No te llevas nada
más?
ANA.— (Recordando.) ...Sí, ya me llevo algo... (De uno de sus bolsillos saca los pedazos de foto y se
los muestra a su hermana.)
LAURA.— ¡Tu foto de ingreso!...
ANA.— Ves... A fin de cuentas... a mí también me gusta coleccionar recuerdos... Me servirá de
rompecabezas en el viaje... Acuéstate en seguida... Tienes cara de cansancio...
LAURA.— Sí. Llamaré a casa y luego me acostaré. ¿Te veré pronto?
ANA.— Sí... Pronto... Nos llamaremos... Quiero ver a los chicos... (Ya en la puerta.) Acuéstate, hace
mucho frío...
LAURA.— Sí. Yo te llamaré... En cuanto te tenga preparado todo te llamo... Cuídate... Adiós.
ANA.— Adiós. Cierra, en la escalera hay luz... (Sale.)
LAURA.— Adiós...

(Se queda un rato observando el mutis, luego se vuelve y cierra las puertas. Observa las cortinas del
ventanal, se acerca, mira a través de la ventana. Ve a salir a su hermana a la calle y va a
saludarla, pero reprime el gesto, suponemos que la hermana no se ha vuelto. La ve alejarse,
luego cierra las cortinas lentamente y se acerca al teléfono, descuelga y va a llamar, pero
cuelga de nuevo, finalmente, se decide y marca un número.)

LAURA.— ¡Emilia! Soy yo, la señora otra vez. ¿Está mi marido? ¿Y mis hijos? ¿Le dijo usted a mi
marido que yo había llamado? ¿Y no dejó ningún recado? Está bien, cuando vuelva, dígale...
No, mejor no le diga nada... Ya le llamaré yo... No, que no me llamen... voy a acostarme
ahora mismo. Sí. Son los dolores de cabeza de siempre. Me están dando una tarde horrible...
Gracias, Emilia. ¡Ah! Mañana, compre algo para asar, vendrán los de Parra a cenar... Hasta
mañana... No sé a qué hora llegaré... No, no les diga nada... Gracias, Emilia, buenas tardes...

(Cuelga, va a salir, pero se acuerda de la copa de coñac y de la botella, las recoge y va a salir, pero
tropieza con algo, es una parte del retrato de su padre, lo mira y se agacha a recoger los
trozos, dejando el candelabro apoyado en el suelo. Poco a poco va reuniendo los trozos,
estira la tela del cuadro y con un pico del blusón que lleva, se dedica a limpiar el retrato, lo
hace concienzuda y lentamente, sus movimientos son mecánicos, lentamente; a la vez,
también va cayendo el telón.)

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