Estudios Sociales 7mo Grado EGB

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Educación General Básica

Séptimo grado
Estudios Sociales
Educación General Básica
Séptimo grado
Estudios Sociales
La bondad
Braulio Arenas

El mendigo ciego:
—¡Una limosnita, por amor de Dios!
Pero no es ciego porque ahora ha abierto un ojo.
La señora —enfurecida porque el ciego ve— no le da limosna.
—Has pretendido engañarme, ¡miserable!
—Pero, señora, cálmese usted —responde el limosnero—, ¿no es
mucho mejor que haya pretendido engañarla que ser ciego ver-
daderamente?

Tomado de https://bit.ly/2CwnZkG (02/07/2018)

Braulio Arenas (1913-1988). Poeta, dramaturgo y novelista chileno de la vanguardia del


siglo XX, fundador del grupo surrealista Mandrágora, y Premio Nacional de Literatura
1984.

La casa del “Puro”


Hans Behr Martínez

Hoy tocamos su puerta. Aunque lo hemos espiado una y otra vez


por la ventana. A veces, se sienta con su esposa, una señora del-
gada y sonriente, que usa vestidos largos, y toman café con ros-
quitas, ríen; otras, se acomoda en el mueble con el diario de la
tarde.

Casi siempre, bueno no debo exagerar, al menos en estas últimas


dos semanas, a la salida del colegio, y cuando las golondrinas le-
vantan vuelo hacia el estero, recorremos las calles del cerro, has-
ta llegar a su casa. Desde la esquinita de una de sus ventanas po-
demos contemplar la sala y el comedor. Allí lo observamos. Todo
esto porque la profesora nos impuso una tarea de lo más curiosa.
“Deben encontrar un héroe, alguien que haya hecho algo valioso
y entrevistarlo”. Al parecer era una tarea sencilla, pero la maestra
puso una condición que nos complicó la vida: “No pueden escoger
a ningún familiar, tiene que ser alguien que no conozcan”.

Sus palabras dejaron de lado padres, hermanos, tíos, etc. Y es que,


por más normales que seamos, siempre, algún conocido ha hecho
algo heroico. Por ejemplo, el tío de Enalmiro salió una vez en el
diario porque rescató a una familia en un incendio, o el abuelo
de Pepelote (no sé por qué tiene ese apodo tan feo), quien había
estado en la primera misión ecuatoriana a la Antártida, lugar in-
hóspito donde sólo los valientes pueden llegar. Héroes.

En esa estábamos, en la búsqueda. Alguien dijo que visitaría al


único astronauta ecuatoriano, otro que a Jefferson Pérez, otro que
al alcalde; fue cuando Kam Cheong, mi amigo chino me dijo, en
voz bajita, que sabía dónde vivía el “Puro”, que lo había escuchado
una vez de su padre cuando conversaba con sus amigos.

Como podíamos hacer grupo de a dos o de a tres, me entusiasmé


a unirme con él, pero no sabía ni jota de quién era el “Puro” y por
qué le decían así.
—Vaya a saber por qué —me dijo molesto—. Fíjate en “Pepelote”,
por ejemplo.
—Hummm —respondí—. ¿Y qué fue que hizo el “Puro”?
Kam Cheong me relató la historia.

Como en mi casa no hablaban de fútbol, y no teníamos ningún


equipo preferido, no lo sabía. Pero ocurrió antes de que naciéra-
mos. Resulta que el gran equipo amarillo, el que había ganado
muchos trofeos (una de sus hazañas había sido ganar, y en la
mismísima Argentina, al famoso Estudiantes de la Plata, cam-
peón de América), y el más querido en el país, estrenaba nuevo
estadio. Ningún equipo del Ecuador tenía estadio propio. Una no-
vedad. El equipo amarillo formó un cuadro poderoso. Contaba con
un arquero que saltaba tres metros, defensas fuertes, jugadores
esmeraldeños que cabeceaban con los ojos cerrados, un delantero
con nombre aterrador y hasta un masajista medio mago que los
recuperaba rápidamente cuando eran golpeados. Para organizar
la fiesta se invitó a dos grandes del mundo. Nada menos que al
Barcelona de España y al Peñarol uruguayo. Y claro, a los azules
del “Puro”. Contra todo pronóstico los azules se instalaron en la
final, contra los amarillos. Esa noche el escenario se llenó por
completo. Se diría que los habitantes de una ciudad estaban allí
reunidos.
—Entiendo que nadie creía que los azules podrían ganar —mur-
muré.
—Por supuesto —afirmó Kam Cheong—.
Se confiaba que los amarillos golearan, que hicieran su noche
de alegría. Pero no contaba con que el “Puro” estuviera inspirado
y les hiciera el gol con que su equipo ganó la copa. Fue más o
menos como matar a un dragón en su propia casa. Y, como dije
antes, había llegado el momento de tocar su puerta. Estábamos
decididos. Y lo hicimos. Fue la señora delgada quien nos abrió.
—Ah, ustedes son los chicos que espiaban desde la ventana —afir-
mó.
Yo me quería morir de la vergüenza. Pero al instante la mujer nos
tranquilizó.
—No se preocupen, ocurre de vez en cuando. Chicos que se en-
teran que aquí vive el “Puro”. Imagino que quieren hablar con él.
¿No es así?
Hicimos un ademán con la cabeza. Y al instante estábamos en el
cuarto secreto del héroe. Una habitación llena de fotos e imáge-
nes colgadas en la pared.
Imágenes que hablaban de goles, de campeonatos y buenos mo-
mentos. En el ambiente se aspiraba un delicioso aroma a mentol.
—Siempre me gusta que huela así, a camerino —nos dijo.
Esa tarde fue única. Por suerte a Kam Cheong no se le olvidó
llevar la cámara de fotos. El “Puro” era más pequeño de lo que
creíamos, además hablaba lento ya que nos contó que tenía una
enfermedad en el cerebro, pero que luchaba contra ella, así como
luchó con los adversarios en las canchas.
—¿Y cómo enfrentabas a defensas grandes y fuertes?
—Hay que ser veloz para dejar atrás a los grandotes.
—¿Y tu gol más famoso? —preguntó mi amigo.
—Ya te imaginarás. Fue el de aquella noche en el estadio amarillo.
Al principio nos dio un poco de temor saltar a la cancha, escu-
char el griterío, pero luego controlamos los ataques del rival y
agarramos fuerza. Cuando faltaban 20 minutos para que acabara
el partido me dieron pase cerca del arco. Sólo recuerdo que no me
tuve que acomodar porque la bola venía justo en dirección a mi
pie izquierdo. El secreto de un buen delantero es estar donde se
debe estar. Y pateé con fuerza. Gol. Aún recuerdo el sonido que
hizo el balón al estremecer las mallas. “Chukkk”. No lo creía. Lo
grité como lo más hermoso de mi vida, como un amanecer, aque-
llo me sigue dando fuerza, incluso ahora que estoy enfermo.

Anotamos sus palabras, como grandes periodistas. No nos quería-


mos ir por la conversación agradable y el aroma mentolado. Pero
la señora sonriente ingresó al cuarto y nos dijo que el campeón
necesitaba descansar. Nos despedimos.

Kam Cheong y yo sentimos esa nostalgia en el pecho cuando


ocurre algo que no se podría olvidar. Y creo que él tampoco lo
olvidaría. Esto lo supe porque a las dos cuadras giré para ver su
casa. Me pareció ver su figura pequeña, acompañándonos con su
mirada desde la ventana.

Tomado de Martínez, H. (2014). La casa del “Puro”. Quito: Girándula, Asociación ecua-
toriana del libro infantil y juvenil, filial de la IBBY.

Hans Behr Martínez (1962). Escritor ecuatoriano que ganó con su obra Las luces de
la felicidad la decimoquinta edición del Concurso Nacional de Literatura Dr. Ángel F.
Rojas, organizado por la Casa de la Cultura del Guayas en 2013.
Almita en pena
Mario Conde

Según la creencia popular, el alma de un niño va directo al cielo


por su pureza. Sin embargo, se dice que hay casos en que es tan
tierna que no nota la muerte y se queda vagando por la casa
donde vivió.

Cuentan que un día, en un pueblo, la desgracia visitó una casa, y


el más pequeño de los niños, uno de tres años, murió ahogado en
una poza de agua. La madre lloraba y gritaba de la pena. Quería
vestir a su hijo para el velorio, pero, como es costumbre, los fami-
liares nunca visten a un difunto, porque podría llevárselos; así que
la curandera del pueblo fue quien arregló al niño para el entierro.
Lo vistió con un traje blanco, que dieron los padrinos, y también
le peinó la cabecita que estaba llena de algas.

Una vez que el cuerpo estuvo listo, ató una cinta blanca a las
manos del niño, que estaban en posición para rezar, y dejó los
extremos sueltos; pues, según otra creencia de la serranía, cuando
los padrinos del niño mueran, sus almas se aferrarán a esta cinta
y el ahijado, convertido en angelito, los jalará al cielo.

La noche del velorio hubo una gran celebración por el alma del
niño que fue a gozar del paraíso. Mientras el padre bailaba con la
madrina, el hermano mayor, un chico de unos nueve años, tomó
unos caramelos de una bandeja y fue a ponerlos en las manos del
difunto.

Su abuelo lo miró y le preguntó por qué había hecho eso. Con


naturalidad, el chico dijo que a su hermano le gustaban los ca-
ramelos. El viejo lo sacó del cuarto del velorio y lo llevó al patio,
donde le explicó que su hermano había muerto y que los muertos
no necesitan ni comer ni beber. El chico se quedó pensando y al
rato preguntó: “¿Cómo se deja de estar muerto?” El abuelo no res-
pondió inmediatamente, sino que, luego de reflexionar, le dijo que
no había forma de volver a la vida, porque cuando una persona
muere su alma se separa del cuerpo y se va al cielo.

El anciano continuó su explicación y le dijo a su nieto que, como


su hermano había muerto tan de repente, su alma aún debía estar
en la casa penando y era posible verla, aunque ella ya no pudiera
verlos. El chico pidió ver el alma de su hermano. El abuelo lo tomó
de la mano y le acercó a un perro que aullaba. Puso los dedos en
los ojos del animal para sacarle unas lagañas, que untó en los ojos
del niño y en los suyos. Entonces explicó que los perros pueden
ver seres del más allá y que, al untarse las lagañas del perro, sus
ojos serían como los del animal y podrán ver el almita en pena.
Ambos entraron en la casa.

Sobre la mesa donde estaba el ataúd vieron una pequeña forma,


como una sombra blanca, que flotaba por el lugar. El anciano re-
cordó al chico que el alma no podía verlos. Pese a que no tenía una
silueta definida y no se le distinguían rasgos humanos, se notaba
agitación en sus movimientos, como si el almita se preguntara
qué ocurría. Una y otra vez descendía como tratando de entrar
en el pequeño cadáver. Luego la vieron cerca de los caramelos,
pero esas manitas de aire no atinaban a cogerlos. Al abuelo y al
nieto se les fueron las lágrimas. El almita penaba; parecía buscar
a sus padres o a sus hermanos y no encontraba a nadie. Pasada la
medianoche, el almita descendió a ras del suelo y salió del cuarto,
por entre las piernas de los asistentes al velorio, huyendo como si
estuviera asustada.

Al día siguiente, las campanas de la iglesia empezaron al doblar


desde las seis de la mañana. Los padrinos y familiares llegaron a
la casa en duelo para llevarse al difunto. El hermano mayor qui-
so ir al traslado, pero el abuelo se lo impidió, porque luego de la
iglesia iban al cementerio, un lugar pesado para los niños. Antes
de salir de la casa, los padrinos sacaron el cuerpo del ataúd y lo
tendieron sobre una banca, en el centro del patio. El padre tomó
a sus tres hijos pequeños y los llevó ante el cadáver del hermano.
El chico mayor vio que el alma en pena estaba allí. Los adultos
levantaron a los pequeños de ambos brazos y, uno a uno, los ayu-
daron a saltar sobre el fallecido, como cuando se salta las llamas
de la chamiza. De esta manera, los niños no lo extrañarían y no
se enfermarían de la pena. Con tristeza, el chico mayor miró que
el alma se movía agitada, como si pudiera observar que estaban
diciéndole adiós. Los adultos metieron el cadáver en el ataúd y se
lo llevaron.

Regresaron del traslado en la tarde. El padre y la madre llegaron


cabizbajos: parecían más viejos. Se repartió papas y chicha para
los acompañantes. El alma en pena, después de deambular por
toda la casa, permanecía sobre unos leños de la cocina, junto al
jalo de los cuyes que chillaban y correteaban espantados.
Luego de ayudar a repartir la comida, el abuelo se acercó al her-
mano mayor y le dijo que era tiempo para que el alma se fuera al
cielo. Por eso, abrieron la caja donde la madre guardaba la ropa
del fallecido, recogieron las pertenencias en un costal y salieron
de la casa. Aunque la sombra no podía ver al niño ni a su abuelo,
sí reconoció sus prendas, se apartó de los leños y salió detrás de
ellos, flotando.

El abuelo llevó el costal al río y empezó a botar las pertenencias


en el agua; así los recuerdos se irían y el alma podría descansar
en paz. Cuando el abuelo terminó de arrojar las últimas prendas,
las botas de caucho que el niño se ponía para ayudar a regar los
sembríos, el alma empezó a flotar más alto. Abuelo y nieto obser-
varon hacia arriba: una sombra blanca ascendía al cielo.

Tomado de Conde, M. (2012). Cuentos ecuatorianos de aparecidos. Quito: Grupo Editorial


Norma.

Mario Conde (1972). Catedrático universitario y escritor. En su producción destacan


cuatro importantes temáticas: la tradición oral, el amor, el miedo y los cuentos infantiles.
Los niños que salvaron al país pequeñito
Francisco Delgado Santos

Había una vez un país pequeñito y hermoso, donde el sol brillaba


fuertemente y las mariposas bailoteaban alegres alrededor de los
jardines. Aunque no todo era bueno, porque existían niños que
andaban descalzos y personas mayores que no sabían leer. Pero
el aire era puro, el suelo fértil y el paisaje fascinante. Las olas del
mar arrojaban a la playa conchas luminosas que recogían los hi-
jos de los pescadores, y a lo lejos se divisaba el ballet multicolor
de los pececillos que hacían piruetas sobre el tapete azul de las
aguas saladas.

Pues sucedió que un día el presidente de este país pequeñito or-


denó a sus trabajadores que perforasen la tierra para saber lo que
guardaba en sus entrañas. Y los hombres cavaron y cavaron días
enteros, y al séptimo día, luego de haber encontrado centenares
de animalillos, raíces y piedras, escucharon que de lo más pro-
fundo de las entrañas de la tierra salía un ruido monstruoso que
sonaba así:
¡B U R U U U M - B U N N N - B U N N N!
¡B U R U U U M - B U N N N - B U N N N!

Aterrorizados, los trabajadores trataron de subir y ponerse a sal-


vo, imaginando que la tierra se había enojado a causa del enorme
hueco que le habían abierto y que, en castigo, les mandaba un
temblor o quizás un terremoto. Pero en esto, sintieron que un río
de agua negra y espesa brotaba bajo sus pies, incontenible, expul-
sándolos a la superficie con la fuerza de una tromba.

Los jefes de los trabajadores corrieron a dar aviso al presidente


y este llamó a sus ministros para que lo acompañasen hasta el
sitio del suceso. El presidente y sus ministros probaron de aquel
líquido extraño y quedaron adormecidos. La noticia se difundió
rápidamente y no tardaron en llegar, de varios países del mundo,
embajadores que se bañaron en el río de agua negra y se queda-
ron a vivir en el país pequeñito.
Poco a poco, el aire fue tomando una coloración negruzca; y el sol,
oculto bajo densas humaredas, se marchó lagrimeando. El agua
negra avanzó sobre los campos y ensombreció los sembríos; in-
vadió cauces de arroyos y de acequias; contaminó el agua de los
ríos y los mares, de donde huyeron los cardúmenes y las conchas
luminosas. Y cuando ennegreció los árboles y las flores, las ma-
riposas —enfermas de tristeza— dejaron de bailotear y murieron.

En un señorial palacio, mientras tanto, el presidente y sus mi-


nistros danzaban con los embajadores especiales. Pero cada vez
había más niños descalzos, desnudos y hambrientos; enfermos
que no tenían medicinas y personas mayores que no sabían leer.
El paisaje ya no fascinaba a nadie, mas bien entristecía el espíritu
horriblemente. El país pequeñito había dejado de ser hermoso.

¿Y saben qué? Un día, todos los habitantes, excepto los niños,


cayeron en un permanente estado de adormecimiento, cual si hu-
biesen sido encantados por la varita mágica de algún duende
travieso. Entonces, los pequeños se congregaron en las aldeas y
ciudades para discutir la situación. Hablaron todos sin excepción,
y sus voces, convertidas en palomas, se elevaron por el aire puri-
ficándolo nuevamente:
—¡Se muere nuestro país!
—¡Hagamos algo para salvarlo!
—¡Pintémoslo de blanco!
—No. El blanco no es un color que debe pintarse: aparece por sí
solo cuando se diluyen las sombras.
—¡Dejémoslo como estaba antes!
—¡No! También antes estaba mal.
—Ahora que parecen dormir los mayores, hagamos un país dife-
rente, un país lindo…
—¡Hagámoslo ahora!
—¡Sí! ¡Todos a trabajar!
Y se reunieron los niños descalzos con los que tenían diez millo-
nes de pares de zapatos; los rubios, los morenos, negros, cobrizos,
mulatos, zambos, verdes, amarillos… Y se dedicaron a devolverle
sus colores originales al país pequeñito. Y a sembrar las semillas
de los frutos y las flores que habían muerto. Pintaron de verde los
campos, y de azul los cielos y los mares. El sol brilló otra vez, más
esplendoroso que nunca, y sus rayos devolvieron el color del cris-
tal a las aguas de arroyos y de ríos. Y retornaron peces y conchas
luminosas a un mar, de nuevo limpio y majestuoso.

Plantaron eucaliptos y sauces, encinas, robles y hayas; manzanos,


perales y naranjos; maíz, caña de azúcar, trigo… Sembraron rosas
y alelíes, jazmines y tulipanes, pensamientos y violetas; azucenas,
acacias y claveles; margaritas, nardos y nomeolvides; retamas y
siemprevivas. Y sobre esa polícroma floración, volvieron a posar-
se las mariposas y a trinar las aves.

Pero entonces despertaron de su letargo los mayores y, alegres


unos y enfurecidos otros, pero asombrados todos, exclamaron a
la vez:
—¡¿Qué le ha sucedido a nuestro país?!

Y observaron que los diez millones de niños tenían zapatos, ali-


mentación y vestido, que estaban robustos, risueños, esperanza-
dos; que no solo habían aprendido a leer, sino a escribir su propia
historia. Y se percataron, no sin un dejo de horror, de que habían
dormido demasiado tiempo. Habían envejecido sin sentirlo en
aquel breve paréntesis de sueño.
—¿Qué será de mi país ahora? —vociferó el ya anciano presidente.
—¡Querrás decir nuestro país! —le corrigió uno de los viejos que
nunca había aprendido a leer. Y exclamó luego con sorpresa:
—¡Los niños, miren! ¡Los niños han crecido!

Tomado de Varios. (1996). ¿Quieres que te lo cuente otra vez? Antología de cuentos
infantiles latinoamericanos. Quito: Ministerio de Educación y Cultura-UNICEF.

Francisco Delgado Santos (1950). Destacado escritor y promotor ecuatoriano. Estudioso


de la literatura infantil y ganador de varios premios literarios.
El bautizo de los cuyes
Cristian Patricio Yucailla

Cuando tenía cinco años de edad hice varias travesuras. Les voy
a contar una de ellas. Un día mis papás nos llevaron a un bau-
tizo en el río de Llinllín y Guagrabamba, donde observé cómo el
pastor, con el presidente de la Iglesia, bautizaban a los chicos que
habían recibido el curso y que eran mayores de quince años.

Una semana después, con mi hermano mayor, José David Yucailla


Caizaguano, llenamos una tina con agua y realizamos el bautizo
de unos cuyes recién nacidos. Mi hermano mayor era el pastor y
yo era el presidente de la Iglesia. Pero después de que mi hermano
metió a los pobres cuyes en la tina de agua, se cansaron de tanto
nadar, ya no resistieron y se ahogaron. Entonces escondimos los
cuyes muertos debajo de la cama.

Esa misma tarde, cuando mi mamá estaba cocinando, uno de los


gatos que teníamos en la casa se acercó a comerse los cuyes y mi
mamá le preguntó al David:
—¿Qué está comiendo el gato ahí adentro?
Mi hermano, asustado, respondió:
—¡No sé! Creo que ha cogido un ratón.

Yo, de inmediato, corrí hacia la cama y empecé a sacar todos


los cuyes muertos. Mi mamá, enojada, me pidió que le pasara un
balde con agua fría para bañar a mi hermano. Él me llamó por
mi apodo: “Pato tonto, pato malo”, y mientras se bañaba con agua
fría decía:
—Creo que voy a morir.

Cristian Patricio Yucailla (1987). Docente en el Centro Educativo Comunitario Inter-


cultural Bilingüe de Educación Básica Otto Arosemena Gómez. Este relato fue selec-
cionado en el concurso “Nuestras propias historias”, organizado por el Ministerio de
Educación en 2017-2018.
Cucos azules (fragmento)
Iris Rivera

Cuando yo era chiquita, algunas veces me quedaba en la casa de


mi tía Enriqueta. Lo feo de eso era comer zapallo hervido porque,
si no, podía venir el Cuco. Yo no preguntaba cómo era ni por dón-
de iba a entrar, pero me comía el zapallo por las dudas.

A la hora de dormir era cuando más podía venir. Si no te acosta-


bas, si no te tapabas, si no parabas de hablar. ¡Qué feo que es tener
una tía con Cuco! Para más, era un Cuco que hasta los domingos
trabajaba. Hasta muy tarde. Desde muy temprano. Si no te querías
lavar los dientes, ya él podía venir. A la siesta estaba de guardia.
En las comidas, a la hora de la leche. Para mí que también hacía
guardia por si me despertaba de noche. Era un castigo ese Cuco.

Menos mal que yo después me iba a mi casa. ¿Cómo harían mis


primos para vivir ahí? No sé cómo hacían, pero yo fui creciendo
y me parece que ya estaba en segundo esa vez que el Cuco me
corrió. La tía Enriqueta le dijo a mi mamá que me pasó eso por
rebelde. Porque no quise ponerme las zapatillas y andaba en me-
dias. Blancas, las medias… y la tía Enriqueta pasándole el trapo
a la cocina. Ella avisó que el Cuco estaba listo para actuar, pero
yo le hice cara de qué me importa. Entonces ¡ay!... Apareció. Alto
como la puerta. Más feo que el zapallo. Peludo como un bicho.
Malo como la peste. Y me empezó a correr.

Tomado de López, M. (2007). Artepalabra. Voces en la poética de la infancia. Buenos


Aires: Lugar Editorial.

Iris Rivera (1950). Maestra y profesora argentina. En su obra destacan ¿Quién soy?,
Llaves, El cazador de incendios, ¿Dale?, Bicho hambriento y Haiku.
Leyenda de las pirámides de Cochasquí
María Eugenia Paz y Miño

De todas las figuras geométricas, la que llamaba la atención de


Bruna era la pirámide, compuesta de un cuadrado y cuatro trián-
gulos. Así que, cuando llegó su papá, le preguntó si existían pirá-
mides en Ecuador. Él quedó por un momento pensativo y respon-
dió:
—Sí, hijita. No las conozco, pero sí hay. Son las pirámides de Co-
chasquí.
—¡Llévame a conocerlas, por favor, llévame! —insistió la niña. El
padre sonrió. A él también le gustaban las pirámides.

En un par de semanas estaban listos para viajar. El papá de Bru-


na llevaba un mapa y llegaron al atardecer. Sin embargo, a sim-
ple vista solo había un enorme pastizal lleno de lomas. Por más
que caminaron no hallaron nada. Muy tristes resolvieron regresar,
cuando un señor se les acercó y les dijo:
—No se vayan. Estas mismas son las pirámides, pero están cu-
biertas de pasto y son pirámides truncadas, es decir, que están
cortadas en la parte superior. Vengan, que yo les guiaré.

Algo sorprendidos, Bruna y su papá siguieron al señor, quien les


mostró las quince pirámides de Cochasquí y les explicó que eran
muy antiguas. Los llevó hacia lo alto y les señaló varios nevados
de los Andes que podían divisarse con claridad. Por la noche les
invitó a su casa y en el cielo pudieron observar las estrellas. Des-
pués les brindó té caliente y les indicó una habitación con hama-
cas para dormir.
A la mañana siguiente despertaron en medio de las pirámides.
No había la casa ni el señor. Extrañados por lo acontecido, em-
prendieron el regreso a su pueblo, y cuando contaron la aventura,
nadie pudo dar una explicación.
—¡Qué raro! —exclamaban todos. Y hasta hoy se cuenta esta le-
yenda durante las noches de luna llena.

María Eugenia Paz y Miño (1959). Escritora, ensayista y antropóloga ecuatoriana. Ha


publicado Siempre nunca, Golpe a golpe, El uso de la nada, Tras la niebla, entre otras
obras.

Quiteña ilusión
Ulises Estrella

Anita,
color de banderilla
sin toro
ni hacienda
ni casa,
toreando
—paraguas en mano—
todos
los
cuadrados humanos
que voltean la esquina…

Ella
de lo real,
sacaba lo soñado,
así,
su muerte
es vida
vivida
en poesía.

Tomado de https://bit.ly/2WexpIQ (08/07/2017)

Ulises Estrella Moya (1939-2014). Poeta tzántzico quiteño.


Domingo por la mañana
Gianni Rodari

El señor César era muy rutinario. Todos los domingos por la ma-
ñana se levantaba tarde, daba vueltas por casa en pijama y a las
once se afeitaba, dejando abierta la puerta del baño.

Aquel era el momento esperado por su hijo Francisco, que tenía


solo seis años, pero manifestaba ya una inclinación por la medici-
na y la cirugía. Francisco tomaba el paquete de algodón hidrófilo,
la botellita de alcohol desnaturalizado, el sobre de los esparadra-
pos, entraba al baño y se sentaba en el taburete a esperar.
—¿Qué hay? —pregunta el señor César, enjabonándose la cara.
Los otros días de la semana se afeitaba con la máquina eléctrica,
pero el domingo usaba todavía el jabón y las cuchillas. Francisco
se torcía en el pequeño asiento, serio, sin responder.
—¿Entonces?
—Bien —decía Francisco— puede ser que tú te cortes. Entonces
yo te curaré.
—Ya —decía el señor César.
—Pero no te cortes a propósito, como el domingo pasado —decía
Francisco severamente—, a propósito no vale.
—De acuerdo —decía el señor César.
Pero cortarse sin hacerlo a propósito no lo lograba. Intentaba
equivocarse sin quererlo, pero era difícil y casi imposible. Hacía
de todo para estar distraído, pero no podía. Finalmente, aquí o
allá, el corte llegaba y Francisco podía entrar en acción. Secaba
el hilo de sangre, desinfectaba, pegaba el esparadrapo. Así cada
domingo el señor César regalaba un hilo de sangre a su hijo, y
Francisco estaba convencido de ser útil a su distraído padre.

Tomado de https://bit.ly/2A5H8v1 (01/07/2017)

Gianni Rodari (1920-1980). Comunicador y escritor italiano. Sus cuentos infantiles se


caracterizan por el humor, la fantasía y la imaginación.

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