Maupassant, Guy de - Condecorado
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CONDECORADO
Guy de Maupassant
Hay personas que nacen con un instinto, una vocación o, sencillamente, un deseo
especial que despierta en cuanto principian a balbucir y a pensar.
El señor Sacrement, desde su infancia, tuvo una idea fija: ser condecorado. Muy niño
aún, prefería siempre a los quepis, a los fusiles y espadas, las cruces de la Legión de Honor,
hechas de plomo, y saludando a su mamá como un caballero, arqueaba mucho el pecho para
lucir el colgajo.
No bastándole su aplicación -o su inteligencia- para conseguir el título de bachiller y
queriendo emplear en algo su vida, siendo rico pudo casarse con una hermosa muchacha.
Vivían en París como burgueses distinguidos, pero sin trato social, orgullosos de
conocer a un diputado, a su entender futuro ministro, y a dos o tres jefes de sección.
Pero la idea fija que Sacrement concibió en su infancia no le abandonaba, y sentíase
humillado no pudiendo lucir en el ojal de su levita el menudo lazo rojo.
Los caballeros condecorados que se cruzaban con Sacrement en el bulevar le
angustiaban. Al mirar sus ojales adornados, le roía un desasosiego celoso. Algunas tardes,
mientras paseaba sus constantes ocios, se decía:
"A ver cuántos encuentro desde la Magdalena hasta la calle Drouot".
Despacio, inspeccionaba todos los pechos con ojos perspicaces, muy acostumbrados a
descubrir la cinta roja desde lejos. Llegando al fin de su camino, se asombraba siempre de las
cifras.
"¡Nueve oficiales y dieciséis caballeros! ¡Me resultan muchos! ¡Prodigan
estúpidamente las condecoraciones! A ver cuántos encuentro ahora".
Y volvía lentamente, desesperándose cuando una muchedumbre apresurada
interrumpía su minuciosa investigación, haciéndole tal vez pasar alguno por alto.
Sabía en qué barrios abundan más. En el del Palais Royal son frecuentes. En la
avenida de la Opera no hay tantos como en la calle de la Paz. La derecha del bulevar está
mejor frecuentada que la izquierda.
También era indudable que los condecorados preferían ciertos cafés y ciertos
espectáculos. Cuando el señor Sacrement veía un grupo de señores de cierta edad, parados en
las aceras, interrumpiendo el paso, imaginaba:
"Son oficiales de la Legión de Honor".
Y lanzábase al arrollo con deseo de saludarlos.
Los oficiales -había hecho esta observación mil veces- tienen otro porte que los
sencillos caballeros; yerguen la cabeza de un modo particular. A la legua se nota que su
categoría es muy diferente, que disfrutan de una consideración más elevada.
En algunas ocasiones también le acometía el furor contra todos los condecorados,
manifestando una especie de odio socialista.
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Librodot Condecorado Guy de Maupassant
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Cada ciudadano tendría derecho a que le sirvieran para su lectura diez volúmenes
mensuales, pagando cinco céntimos nada más.
"El pueblo -sostenía el señor Sacrement en su folleto- sólo se molesta para sus
placeres. Puesto que no busca la instrucción, la instrucción ha de ir a buscarle".
Nadie se ocupó de sus opúsculos. Pero el autor hizo su instancia y le contestaron
diciendo que se tomaría nota y se instruiría el expediente.
Aguardó creyéndolo cosa hecha...
Nada le comunicaban.
Dicidióse a presentarse y solicitó audiencia del ministro de Instrucción Pública. Fue
recibido por un oficial de secretaría, el cual auguró al solicitante que su pretensión era bien
acogida y que la fortaleciese con estudios nuevos y nuevas publicaciones. Así lo hizo el
señor Sacrement.
Al mismo tiempo, el diputado Rosselin-que por lo visto iba interesándose ya por su
gloria- le dio algunos consejos prácticos y excelentes. También él estaba condecorado, lucía
en el ojal un lacito rojo, sin haberse dado cuenta de los motivos que determinaron una
distinción tan apetecida.
El diputado Rosselin, frecuentando mucho la casa del señor Sacrement, le indicó
estudios nuevos, le presentó en sociedades especialmente consagradas a dilucidar oscuros
problemas científicos para obtener honoríficas recompensas. Hasta en el Ministerio lo
apadrinó.
Y un día que almorzaba con el matrimonio -lo cual era ya frecuente-, dijo el diputado
Rosselin al señor Sacrement, estrechándole una mano:
He conseguido para usted algo de mucha importancia. El Comité de trabajos
históricos le comisiona para que busque documentos relativos a un asunto en varias
bibliotecas de Francia.
El señor Sacrement, emocionado, ya no pudo seguir comiendo.
A los ocho días emprendió su viaje.
Fue de ciudad en ciudad estudiando los catálogos, rebuscando en los desvanes de las
bibliotecas atestados de librotes polvorientos, víctima de la odiosidad de los bibliotecarios.
Pero hallándose en Ruán una noche, sintió de pronto ansias de acariciar a su mujer, y
tomó el tren de las nueve, que le permitiría llegar antes del amanecer a su casa.
Llevaba una llave de la puerta. Entró con sigilo, estremeciéndose de placer, gozoso de
la sorpresa que preparaba. Su mujer se había cerrado por dentro en su alcoba. ¡Qué fastidio!
Entonces el señor Sacrement gritó, golpeando la puerta:
-¡Yo soy! ¡Juana!
Ella debió de sentir una impresión muy terrible, porque la oyó saltar de la cama y
hablar en voz alta como cuando se padece una pesadilla. Luego, entró en su tocador,
abriéndolo y cerrándolo precipitadamente, hizo muchas evoluciones por el cuarto, yendo y
viniendo con los pies desnudos.
Al fin, preguntó:
-¿De veras eres tú, Alejandro?
-Sí, mujer; yo soy. ¡Abre!
Abrióse la puerta, y la mujer se arrojó en brazos del marido, balbuciendo:
-¡Ah! ¡Qué miedo! ¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría!
El señor Sacrement, como de costumbre, comenzó a desnudarse metódicamente.
Luego descubrió, sobre una silla, el abrigo, que solía dejar en el perchero, y
cogiéndolo, se quedó asombrado al ver lucir una cinta roja en el ojal de la solapa.
Tartamudeó:
-Este.... este..., este abrigo... ¡está... condecorado!
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