Viñao - Sistemas Educativos, Cu - Res y Reformas - Cap. 1 y 2
Viñao - Sistemas Educativos, Cu - Res y Reformas - Cap. 1 y 2
Viñao - Sistemas Educativos, Cu - Res y Reformas - Cap. 1 y 2
ESCOLARES Y REFORMAS:
CONTINUIDADES Y CAMBIOS
Antonio Viñao
Contenido
BIBLIOGRAFÍA
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CAPÍTULO PRIMERO
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Respecto de los sistemas educativos nacionales, los procesos de
descentralización pueden debilitar su carácter estatal, pero no, por sí mismos,
su índole nacional. Un sistema educativo regulado y gestionado por
organismos públicos, ya se trate de estados federados, regiones o municipios,
puede ofrecer una mayor diversidad territorial y exigir mecanismos de
coordinación y cooperación, pero no por ello deja de ser nacional. Otra cosa
sucede cuando un determinado país se halla inmerso en un proceso de
unificación supranacional, como la Unión Europea, y dicho proceso implica
un cierto acercamiento en las políticas educativas nacionales, o la progresiva
configuración de políticas y programas de alcance supranacional o tendentes
a facilitar el intercambio de alumnos, profesores, estudios y titulaciones. En
tal caso podríamos decir, con independencia de su evolución futura, que lo
que está en germen es un proceso de formación a largo plazo de un sistema
educativo supranacional, próximo, en su concepción, al que existe en un
estado federal. Lo mismo podría decirse de los procesos de mundialización.
Al fin y al cabo la configuración de los sistemas educativos nacionales
ofrece, a escala mundial, tal serie de aspectos y elementos comunes y
estandarizados que en ocasiones se ha hablado, y con razón, de la existencia
de procesos y tendencias de alcance mundial, más o menos similares, en los
sistemas educativos nacionales o, incluso, de la formación y existencia de un
sistema educativo mundial (Ramírez y Ventresca, 1992). Un sistema mundial
reforzado por el número creciente de organizaciones internacionales,
gubernamentales o no, en el ámbito educativo, así como de sociedades y
consultores asimismo internacionales (Meyer, 2000; Meyer y Ramírez,
2002), pero que, como expresión de una serie de tendencias y rasgos
estandarizados, existe desde el mismo inicio del proceso de formación de los
sistemas educativos nacionales. Sólo desde esta perspectiva cabría hablar,
como se ha hecho, de una mayor “porosidad” de los sistemas educativos, de
una creciente atención en los currículos nacionales por la dimensión
internacional de los mismos, o de las también crecientes transferencias,
acercamientos e interpenetraciones transnacionales de dichos sistemas
(Green, 1997, p. 171).
Por otra parte, las políticas privatizadoras aplicadas en algunos países
por gobiernos neoliberales no deben inducir a engaño. Primero, porque
suelen ir acompañadas de políticas centralizadoras e intervencionistas en el
ámbito del currículum, en las cualificaciones profesionales (un sector en el
que la globalización económica, y sus exigencias en relación con la
productividad de la mano de obra, han reforzado el papel desempeñado por
los poderes públicos nacionales en la formación cualificada y flexible de
destrezas y habilidades), en la organización escolar e incluso en la
configuración y funcionamiento de los sistemas educativos. Y segundo,
porque las políticas privatizadoras sólo son posibles dentro de un marco legal
aprobado desde una instancia política y gubernativa –son, pues, políticas
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públicas-, requieren el apoyo e intervención de los poderes públicos, y no
ponen en cuestión la existencia del sistema educativo en sentido estricto o
sistema escolar. No sólo no lo ponen en cuestión, sino que su existencia,
como tal sistema, es una condición indispensable para la consecución de los
objetivos de dichas políticas. Al igual que “la globalización ‘necesita’ de los
Estados y éstos ‘necesitan’ sistemas educativos” (Dale, 2002, p. 87), también
las políticas educativas neoliberales necesitan a ambos. Los necesitan hasta el
punto de apropiarse de ellos, de patrimonializarlos y utilizarlos de un modo
favorable a los intereses, a corto plazo, de las clases o grupos sociales que se
benefician de dichas políticas al ver reducida su presión fiscal, recibir
financiación pública directa o indirecta para sufragar sus gastos en educación,
conferir un carácter asistencial a buena parte de la red escolar de titularidad
pública, y limitar la comprehensividad, o escuela común, al mínimo de años
posible. Lo que se aprecia en dichas políticas no es tanto el debilitamiento
del Estado o de los sistemas educativos, cuanto un cambio en el papel
desempeñado por los mismos en el juego de relaciones entre los
diferentes grupos y clases sociales y, de un modo más específico, en los
procesos de dominación, hegemonía y legitimación social. Un cambio
históricamente apreciable cuando se compara, como recientemente ha hecho
Manuel de Puelles (2002), el papel del Estado liberal en la formación de los
sistemas educativos, del Estado del bienestar en la configuración de la
educación como un derecho social, y del Estado neoliberal en el
desmantelamiento de las políticas sociales anteriores y en la
patrimonialización de lo público y de los sistemas educativos.
Otra cosa distinta sucede, podría decirse, cuando las funciones de
socialización, formación y transmisión de conocimientos se asignan, cada vez
con más amplitud e intensidad, a agencias, empresas o instancias privadas
ajenas al sistema educativo formal. En este caso, cabría distinguir, como
acertadamente han hecho Vincent, Lahire y Thin (1994), entre la institución
escolar y la forma escolar. Su tesis es que, al contrario de lo que en ocasiones
se mantiene, lo que está acaeciendo es una progresiva “escolarización” o
“pedagogización” de aquellos ámbitos de socialización y formación ajenos al
sistema educativo formal. La forma escolar de socialización, de relacionarse
socialmente en una actividad de enseñanza y aprendizaje, configurada a partir
de los siglos XVI y XVII y caracterizada por la codificación de una serie de
saberes y prácticas, la escriturización y la sujeción de los profesores y
alumnos a unas reglamentaciones impersonales, ha invadido, según estos
autores, otros ámbitos de socialización, enseñanza y aprendizaje. Las
actividades formativas a cargo de las familias ocupan cada vez más el tiempo
no escolar. Estas actividades, organizadas por instituciones públicas o
privadas, y dirigidas por especialistas, adoptan en su configuración formas
escolares. Lo mismo sucede con las actividades de apoyo extraescolares, y
con las de índole formativa llevadas a cabo desde el mundo empresarial. Las
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salidas al exterior de la escuela (visitas, excursiones, etc.) acaban
materializándose en actividades típicamente escolares (informes, redacciones,
respuestas por escrito a unas determinadas preguntas elaboradas de
antemano, etc.). En síntesis, no están surgiendo nuevos modos de
socialización y educación, sino que, antes al contrario, lo que está sucediendo
es que las formas escolares han sido adoptadas por las agencias educativas no
escolares como las únicas formas posibles y legítimas de configurar
socialmente las actividades formativas. Este proceso expansivo de las formas
escolares, y su condición hegemónica como modo de socialización
dominante, junto a la propensión a hacer de cada instante un instante
educativo y de cada actividad una actividad educativa, y al creciente
reconocimiento social de las clasificaciones, jerarquizaciones y divisiones
escolares, serían, en opinión de dichos autores, los elementos constitutivos de
esa escolarización o academización que caracteriza a las sociedades
postindustriales. No hay que confundir pues, dicen, institución escolar y
forma escolar. Esta última no se circunscribe a la primera, sino que opera
cada vez con más fuerza en otros ámbitos sociales
Los planteamientos anteriores dejan en el aire varias cuestiones. Por
ejemplo, si dicha transferencia de las formas escolares a ámbitos no escolares
supone o no cambios importantes en las mismas. O sea, si podemos, en tales
casos, seguir hablando de formas escolares. O, por ejemplo, si no estamos
también asistiendo a una progresiva adopción, por los sistemas educativos, de
términos y categorías mercantiles, bancarias y empresariales de valoración y
gestión. O, por último, si dicha tesis es asimismo aplicable a los cada vez más
poderosos, por influyentes, ámbitos de socialización y formación generados
en torno a la televisión, la publicidad, los videojuegos y el mundo de la
música infantil y juvenil. Unos ámbitos que sí entran en competencia y se
oponen, por antitéticos, a la institución y forma escolares.
Con independencia de ello, no está de más precisar, para responder a la
pregunta inicial y a otras relacionadas con ella, de qué hablamos cuando
utilizamos las expresiones sistema educativo o cultura escolar, y qué relación
existe entre ambas o entre ellas y el cambio en la educación, las reformas
educativas o las innovaciones. No sea que estemos, más que ante el fin de
los sistemas educativos, ante una transformación más de los mismos e,
incluso, ante el reforzamiento de algunas de sus características y
funciones –por ejemplo, de los procesos de segmentación horizontal y
vertical de los mismos- bajo el disfraz de una crisis encubierta,
provocada y utilizada en provecho de determinados grupos sociales
hegemónicos y privilegiados. De un modo u otro, este libro no pretende
responder a la pregunta inicial. Su objetivo es otro. Sólo busca sentar las
bases para plantear dicha pregunta de modo que pueda ser contestada. Para
ello será necesario, primero, indagar acerca del origen, consolidación y
articulación de los sistemas educativos, así como sobre su evolución,
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características, tendencias y fuerzas internas. Después, la atención se
desplazará hacia la cultura o culturas escolares, las reformas y las
innovaciones, es decir, hacia las continuidades y los cambios en educación.
De este modo se mirarán, desde dentro y por dentro, tanto los sistemas
educativos como las instituciones docentes y el mundo académico.
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CAPÍTULO SEGUNDO
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exterior, de una forma sesgada o simplificada, a partir de las referencias y
significados que comparten. En este sentido, el sistema, en cuanto
articulación de subsistemas e intereses de los individuos y grupos que lo
integran, se convierte en una forma de ver el entorno del sistema y el
sistema mismo, de entender la realidad y de reaccionar ante las demandas y
requerimientos que proceden del exterior.
La formación de un sistema educativo no es algo instantáneo.
Supone unos antecedentes o inicios –incluso intentos fallidos−, una génesis
más o menos dilatada en el tiempo según los países, y una fase, asimismo
dilatada, de configuración y consolidación. Es decir, una serie de cambios
durante un período de tiempo prolongado (Albisetti, 1992a, p. 302). No es,
además, un proceso anónimo e inevitable, sino más o menos intencional,
buscado, pero en el que se producen efectos no queridos e imprevistos de
tal modo que los resultados, en un momento determinado, no suelen
coincidir –e incluso a veces se oponen− a los propósitos de quienes los
promovieron.
*
Esta caracterización, más que definición, amplía la ya clásica de Margaret S. Archer (1979, p. 54): “un
conjunto, a escala nacional, de instituciones diferenciadas de educación formal, cuyo control y
supervisión general es al menos en parte gubernamental, y cuyas partes y procesos integrantes están
relacionadas entre sí”.
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sucería por ejemplo, como ha indicado Manuel de Puelles (1995, p. 59), en
relación con el liberalismo gaditano promotor de un sistema nacional de
educación, y el liberalismo doctrinario moderado, el verdadero
configurador del sistema educativo español en los años 1834-1857,
partidario de un sistema de educación al servicio formalmente del Estado y,
de hecho, “de la clase política” que lo dirigía.
Elementos o aspectos básicos del proceso de configuración de dicho
sistema nacional serían:
• La consideración de la educación como un asunto de interés o
competencia de los poderes públicos, como una cuestión más de su
campo de acción e intereses.
• El consiguiente desplazamiento hacia organismos públicos de funciones
o tareas hasta entonces ejercidas, de modo no integrado o con un grado
de sistematización débil, por instituciones eclesiásticas, societarias o
privadas, y, correlativamente, un cierto control o inspección sobre los
establecimientos educativos a cargo de grupos o individuos particulares
a fin de asegurar su inserción en el sistema establecido.
• La configuración de una administración –central y periférica en el caso
del Estado− de gestión, ejecución e inspección. Elementos de dicha
configuración serían un presupuesto estable para el mantenimiento del
sistema o red de instituciones, un boletín o publicación periódica para la
difusión de la legislación, de las ideas en cada momento dominantes y
de la gestión efectuada, y un sistema periódico de recogida de
información cuantitativa y cualitativa sobre el estado y situación de
dicha red.
• La renovación e introducción desde los poderes públicos, mediante
planes de estudio u otras regulaciones semejantes, de unos determinados
contenidos, disciplinas, métodos y modos de organización escolar.
• La profesionalización de los docentes del sector público mediante su
selección, nombramiento y pago por organismos públicos, la creación
de unos establecimientos específicos para su formación (academias,
escuelas-modelo, escuelas normales), la exclusión legal de la docencia
de quienes careciesen del título correspondiente, la dedicación exclusiva
a la función docente, y la difusión, entre los profesores, de un ethos o
conjunto de normas y valores acordes con su estatus social y profesional
de agentes públicos o sociales y mediadores culturales.
• La configuración de una red de establecimientos docentes con arreglo a
criterios al menos en parte uniformes, pero a la vez diferenciada y
jerarquizada internamente por sus planes de estudio y destinatarios, con
la pretensión de alcanzar –o sea, encuadrar y clasificar− al menos a toda
la población infantil y adolescente. La estructura articulada, en la que se
inserta dicha red, de niveles educativos, ciclos y etapas, con sus
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requisitos de entrada en cada uno de ellos y grados o títulos finales,
constituye el sistema educativo en un sentido estricto.
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de enseñanza en las mismas aulas en las que se aplicaba, por la formación
en instituciones docentes –Escuelas Normales u otras instituciones
similares− creadas al efecto en las que se combinaba, en una relación nunca
bien avenida, la formación en determinadas materias con la pedagógica y
ambas, a su vez, con la práctica en unas escuelas anejas. Fijaron un sistema
uniforme de formación, selección y nombramiento para quienes se
incorporaran a la docencia pública. Al convertirles en servidores públicos,
sentaron las bases para sustraerles de las influencias de la población del
lugar donde trabajaban y de las Iglesias. Excluyeron legalmente de la
actividad docente a quienes no poseyeran los requisitos exigidos para el
ejercicio de la misma (es decir, atribuyeron a quienes sí los poseían el
monopolio legal sobre un campo profesional concreto), y aseguraron a
estos últimos, en ocasiones con carácter forzoso, una clientela. En aquellos
países en los que llegaron a crearse cuerpos docentes estatales se les
sometió a la disciplina y control estatal, aunque con una relativa autonomía
e independencia en comparación con el resto de funcionarios públicos. Una
autonomía e independencia exigidas por la misma tarea y reforzadas allí
donde el asociacionismo docente se desarrolló antes y con más fuerza, lo
que explica en parte las ambigüedades del estatuto de los docentes y facilita
la formación de una cultura escolar propia.
La existencia, entre los profesores, de categorías más o menos
relacionadas y articuladas ha sido una constante a lo largo de su historia.
Diferentes denominaciones (leccionista, institutriz, profesor, maestro,
catedrático, agregado, pasante, auxiliar, ayudante, adjunto, titular,
numerario, no numerario, sustituto, contratado, interino, asociado, etc.) han
reflejado divisiones, jerarquías, situaciones o la dedicación a una tarea,
sector o actividad docente específica. La configuración de los sistemas
educativos nacionales y de los sistemas escolares supuso el establecimiento
de cuerpos o categorías por niveles (en ocasiones también por etapas o
ciclos) y su profesionalización por disciplinas o materias de un
determinado nivel educativo, sobre todo en las enseñanzas secundaria y
superior, y, en la primaria, por grados o etapas (la aparición de maestros
especialistas de algunas materias en este nivel es un hecho reciente). La
articulación inicialmente dual de dichos sistemas, con una enseñanza
primaria totalmente separada del bachillerato por sus objetivos,
organización y formas de llevar la clase, propició la configuración de dos
mundos divergentes, sin relación y con culturas académicas en muchos
aspectos contrapuestas. Hasta tal punto contrapuestas que sus docentes
recibían denominaciones diferentes: maestros en un caso y profesores o
catedráticos en el otro. El fin del sistema dual y la introducción de la
enseñanza integrada o comprehensiva, desde los 11 a los 14, 15 o 16 años,
en la segunda mitad del siglo XX, supuso, por lo general, un conflicto entre
ambas culturas y docentes que afectaba a la naturaleza o concepción que se
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tenía del nuevo nivel o etapa: bien, en unos casos, como una prolongación
o ampliación de la escuela básica primaria, bien, en otros, como una
antesala preparatoria del ciclo superior de la educación secundaria. Un
conflicto agudizado en aquellos casos en los que, como ha indicado Prost
(1990, pp. 46-47) en relación con Francia, ambos tipos de docentes tenían
que trabajar juntos, por necesidades materiales o institucionales, en el
mismo establecimiento o edificio, o colaborar para facilitar el tránsito de
los alumnos de uno a otro nivel educativo.
Por otra parte, el establecimiento de divisiones y jerarquías en un
mismo nivel educativo ha provocado disfunciones, tensiones y conflictos,
en especial cuando dicha división se ha producido o se ha visto agudizada
por el incremento, en dicho nivel, de la escolarización, por el consiguiente
crecimiento del número de profesores, y por la resistencia de aquellos
cuerpos o categorías más elevadas a ampliar de manera proporcional el
número de sus componentes. La lógica –por humana− resistencia del
cuerpo de catedráticos del bachillerato tradicional a incrementar el número
de sus miembros en proporción correlativa al crecimiento de los alumnos,
en la España de los años 60 y 70 del siglo XX, fue por ejemplo el origen no
sólo de la creación del cuerpo de profesores agregados de bachillerato (una
estrategia diversificativa que permitía hacer frente a la avalancha de
alumnos sin alterar fundamentalmente el carácter minoritario del cuerpo de
catedráticos), sino también del elevado número de profesores interinos y
contratados. La disfuncionalidad (en relación con la calidad de la
enseñanza, no, como es obvio, de determinados intereses corporativos) que
representa el hecho de que en el curso 1972-73 sólo el 23,3 % del
profesorado de bachillerato poseyera la condición de numerario, y de que el
76,7 % restante fuera profesor interino, contratado o de materias especiales,
se explica a partir tanto de motivaciones financieras inconfesables como
del control que dicho cuerpo de catedráticos ejercía sobre el número de
plazas ofertadas en las oposiciones y, sobre todo, sobre el porcentaje de
plazas cubiertas*. Dicha resistencia a integrarse en un cuerpo único para
todo el nivel educativo ha llegado incluso a dar un sesgo corporativo a
determinadas políticas o reformas educativas. Así, la reforma
recientemente planteada en España por el gobierno del Partido Popular
aparece teñida, sesgada, por el destacado papel desempeñado en su
elaboración por determinados profesores de educación secundaria que
tienen reconocida la condición de catedráticos de este nivel educativo.
Nada tiene de extraño, por ello, que uno de los elementos clave de dicha
reforma sea la creación de un cuerpo de catedráticos de educación
secundaria, integrado por quienes tuvieran reconocida dicha condición, un
*
Como es obvio, lo dicho puede también aplicarse, con algunos matices y variantes, a la enseñanza
universitaria tras el fuerte incremento del número de sus alumnos en la España de los años 80 y 90 del
siglo XX.
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cuerpo al que, en los planes de reforma, se le reconoce cierta preeminencia
y distinción académica sobre el resto de los profesores de educación
secundaria.
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“Al abrir los ojos un niño debe ver la patria, y hasta su muerte no debe ver otra
cosa [....].
[.....] A los veinte años un polaco no debe ser otro hombre; debe ser un polaco.
Quiero que, aprendiendo a leer, lea las cosas de su país; que a los diez años conozca
todos sus productos; a los doce, todas las provincias, todas las carreteras, todas las
ciudades; que a los quince conozca toda su historia, a los dieciséis todas las leyes; que
no haya habido en toda Polonia una bella acción ni hombre ilustre alguno que no le
llenen la memoria y el corazón y de los que no pueda dar cuenta al instante [....]. Sus
enseñantes serán únicamente polacos” (Rousseau, 1988, pp. 68-69).
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entienden mejor cuando se sabe que dichos discursos fueron pronunciados
tras la derrota de Jena de 1806, en un Berlín donde todavía retumbaban las
botas de los soldados del ejército napoleónico. Las reformas educativas y la
expansión de la escolarización llevadas a cabo en la Francia de la III
República –en especial las leyes de Jules Ferry de 1882− fueron en parte
una respuesta a la derrota sufrida en 1870 por los ejércitos franceses frente
a los alemanes. El llamado “desastre” de 1898 provocó en España una
reacción que condujo a la creación, muchas veces pedida con anterioridad,
del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, y a una serie de
reformas efectuadas en los primeros años del siglo XX, tales como la
creación de escuelas graduadas, la ampliación del currículum de la
enseñanza primaria o el paso del pago de los haberes del magisterio
primario desde los presupuestos municipales a los estatales. Detrás de la
Education Act inglesa de 1870 hubo, como se verá, diversas motivaciones,
pero la pobre imagen ofrecida por Inglaterra en el ámbito de la educación,
de la ciencia y de la tecnología, en comparación con otros países, en la
Exposición universal de París de 1867 constituyó un argumento en favor de
la misma hábilmente utilizado por sus promotores. Por último, el
lanzamiento del Sputnik soviético en 1957 produjo tal impacto en los
Estados Unidos que reforzó el ya creciente intervencionismo federal en
educación, mediante una serie de programas para la reforma y mejora del
sistema educativo generados por la Defense Education Act de 1958, así
como la expansión de la escolarización en la educación secundaria. En
todos estos casos –y en otros que pudieran señalarse− una derrota militar, el
declive o pérdida de la supremacía industrial o científica o una crisis
nacional, hicieron volver los ojos hacia el sistema educativo y promovieron
reformas intervencionistas fortalecedoras del poder y papel de los poderes
públicos, en especial del Estado, en los asuntos educativos, así como, según
los casos, nuevos impulsos en los relacionados procesos de escolarización y
sistematización.
No fueron éstas las únicas motivaciones que promovieron el proceso
escolarizador. Durante el siglo XIX hubo otras dos, de índole político-
ideológica, ampliamente argumentadas por los liberales reformistas y
radicales: la necesaria y “adecuada” educación del ciudadano exigida por la
extensión del derecho al voto, y la no menos necesaria y “adecuada”
formación de la clase obrera frente a los intentos de los sindicatos y grupos
revolucionarios de articular una red propia de centros culturales y
formativos. La conexión entre alfabetización –es decir, escolarización− y
derecho al voto era tan patente para los liberales gaditanos que en el
artículo 25 de la constitución de 1812 excluirían de dicho derecho a
quienes no supieran leer y escribir a partir de 1830. Dicha disposición
establecía en definitiva no la soberanía de la propiedad, como haría más
tarde el liberalismo doctrinario al propugnar el sufragio censitario, sino la
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de la educación y la escuela. Lo que venía a decir era que el derecho al
voto, el ejercicio de la ciudadanía, exigía la escolarización de todos los
niños y adolescentes. Algo que los liberales whigs ingleses desde Lord
Brougham hasta Kay-Shuttleworth, pasando por los utilitarios benthamitas
y los radicales, como John Stuart Mill, expresaron en repetidas ocasiones.
Incluso hasta hacerles decir, como haría este último en su autobiografía,
que
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primaria. En otro contexto muy diferente, la política escolarizadora llevada
a cabo en España en la segunda mitad de la década de los 60 y en los 70 del
siglo XX, basada en la construcción de escuelas comarcales, con transporte
y comedor, y el consiguiente cierre de cientos y cientos de escuelas rurales
de un solo maestro o maestra, no fue sino una pieza más dentro de una
política más amplia de desarrollo económico en la que el éxodo rural, el
abandono de los pequeños núcleos de población y la emigración a las
ciudades y al extranjero eran algunos de sus elementos fundamentales.
El reverso de las motivaciones e impulsos del proceso de
escolarización han sido las resistencias al mismo. Dichas resistencias han
tenido asimismo, según los países y momentos, causas muy diversas.
Muchas de las críticas efectuadas en la España del Antiguo Régimen contra
lo que se consideraba una excesiva proliferación de las escuelas de
latinidad y gramática –aquellas que abrían las puertas de la clerecía, la
docencia y la burocracia− sostenían que dichas escuelas apartaban de otras
ocupaciones consideradas más útiles, como la agricultura o el artesanado.
El problema, en este caso, no radica en la veracidad o falsedad de lo
argumentado, sino en que dichas críticas procedían, bien de quienes ya
habían superado dichos estudios u otros similares, bien de quienes
necesitaban mano de obra barata como aprendices, jornaleros,
arrendatarios, criados, etc.. El temor a que un exceso de educación apartara
a los vástagos de las clases media-baja y baja de aquellas tareas para las
que estaban por su condición predestinados, ha sido uno de los argumentos
más utilizados por determinados miembros de las clases altas para oponerse
a la difusión del proceso escolarizador en todas sus modalidades. Un temor
unido, sobre todo tras el despertar de las ideas socialistas y anarquistas en
el siglo XIX, al recelo y al miedo a un posible autodidactismo o formación
y lecturas no controladas de la clase obrera y baja, en otras palabras, a la
utilización de la educación por dicha clase como una factor de formación
societaria y concienciación social.
Pero no toda la oposición al proceso escolarizador ha procedido de
las clases y grupos sociales acomodados. La libertad de enseñanza y
descentralización educativa adoptadas en España durante el sexenio
democrático, tras la revolución de octubre de 1868, fue aprovechada por
muchos pequeños municipios de las algunas zonas rurales, sobre todo en
Galicia y los Pirineos, para cerrar sus escuelas –un cierre que, según las
estadísticas oficiales afectó al 8 % de las existentes en España− y echar a
los maestros, o para sustituirlos por personas sin formación o cualificación
alguna dispuestas a desempeñar dicha tarea por una retribución inferior. La
desescolarización fue la respuesta de dichos municipios a una institución –
la escolar- que veían como un lujo inútil: una institución impuesta por el
Estado, costosa y de escasa o nula utilidad inmediata. El mismo
movimiento socialista tuvo en principio una actitud ambivalente ante la
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escolarización pública, y el anarquismo mostró siempre su oposición a una
escuela pública, estatal o local, inclinándose por la creación de una red
propia de escuelas racionalistas o libres.
En tiempos más recientes, el movimiento más teórico que real de la
desescolarización, promovido por Ivan Illich en las décadas de los 60 y 70
del siglo XX, y el más real que teórico de la enseñanza en el hogar
(education at home), auspiciado en las últimas décadas por algunos padres
en Estados Unidos y unos pocos países de escolarización generalizada,
como reacción frente a la misma y reivindicación de la soberanía educativa
de los padres, constituyen asimismo formas de resistencia a un proceso
social cada vez más difundido y hasta ahora poco cuestionado. Este último
movimiento ofrece dos versiones, a veces coincidentes. En unos casos, se
trata de padres cuyas ideas religiosas les hacen preferir la educación
familiar a la proporcionada en las instituciones escolares públicas o
privadas. En otros, de familias en las que los cónyuges poseen un alto nivel
educativo y medios tecnológicos –Internet− para poder suministrar una
educación en el hogar que estiman de mayor calidad que la escolar. De un
modo u otro, la relativa generalización de esta opción no escolarizadora,
allí donde se ha producido, ha generado una cierta formalización de las
actividades educativas (encuentros, revistas, páginas web, planificación
conjunta de actividades formativas, padres que desempeñan el rol de
profesores) a través de las asociaciones que agrupan y ponen en relación a
quienes optan por ella. Asociaciones que, en su labor propagandística y
justificadora de su opción en favor de la educación doméstica, no dudan en
aludir, entre otras razones, a las “personas relevantes”, es decir, de las
clases acomodadas, que en su día fueron “enseñadas por sus padres o por
medio de un tutor en lugar de ir al colegio”, o al hecho de que dicha
educación “evita el fracaso educativo y ciertas influencias negativas de la
cultura juvenil” y “tiene como resultado un buen nivel de conocimientos
académicos”*.
Por último, las políticas neoliberales y privatizadoras, abogan (en un
contexto en el que las clases y grupos hegemónicos disponen de otras
formas de control y proselitismo, así como de desmovilización social,
menos costosas para sus bolsillos) por el desmantelamiento del Estado
social o del bienestar y la reducción temporal de la escolarización universal
y obligatoria. Como se dice en la ponencia “Ejes para una reforma”
educativa, presentada en 1998 en un seminario celebrado en la Fundación
para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), laboratorio de ideas del
Partido Popular, uno de dichos ejes es la reducción de la escolaridad
obligatoria desde los seis a los doce o, a lo sumo, catorce años, y, la
sustitución de la escolarización universal y obligatoria “por la acreditación
*
Párrafos tomados de la página web (www.geocities.com/crecersinescuela) del movimiento Crecer sin
Escuela.
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de los conocimientos y de los hábitos de socialización que se establezcan
como objetivos de ese período de educación básica” (Martínez López-
Muñiz, 2001, p. 332). Es decir, de unos conocimientos y hábitos adquiridos
fuera del espacio escolar, en otros espacios sociales.
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nacional que requería la intervención de los poderes públicos y, en especial,
del Estado. Una idea sólo presente, de un modo claro y consecuente, en
unos pocos ilustrados como Pascual Vallejo, Joaquín Traggia o Cabarrús.
La ausencia, entre los políticos ilustrados, de una concepción
nacional-estatal de la educación, y la paralela debilidad estructural e
institucional de los poderes públicos en relación con dicho asunto, explica,
asimismo,
• Que las reformas emprendidas estuvieran ligadas, desde sus orígenes y
en su desarrollo, a un personaje o agente circunstancial (Pérez Bayer
para los colegios mayores, Mayans para la universidad, Olavide y
Tavira para las universidades de Sevilla y Salamanca, respectivamente).
• Que afectaran, por separado, a establecimientos concretos (Reales
Estudios de San Isidro, Real Instituto Asturiano) careciendo de una
perspectiva global que implicara la integración de los diferentes
establecimientos docentes en una estructura de niveles educativos
básicos (enseñanzas primaria, secundaria y superior, enseñanzas
técnicas y especiales) conectados entre sí.
• Que se buscara más la promoción y el fomento que la acción directa del
Estado o corporaciones municipales.
• Que los recursos afectados procedieran, en general, de impuestos
indirectos sobre el consumo o detracciones ocasionales y específicas
sobre determinadas rentas, aportaciones familiares, bienes municipales o
de los mismos establecimientos docentes, temporalidades de los jesuitas
expulsos, y, en último término, de las aportaciones voluntarias de la
nobleza, el clero y las clases acomodadas, bien de modo particular, bien
a través de corporaciones concretas tales como las sociedades
económicas o las juntas de caridad. Que, por tanto, se tratara de recursos
de asignación específica y temporal, en ocasiones no realizables, sin que
en ningún momento llegara a existir un presupuesto estatal de educación
(el primero, al menos sobre el papel, sería el elaborado por la Dirección
General de Estudios en 1822 durante el trienio constitucional), o un
impuesto o asignación comprometida de modo general para tales fines
(como en el caso de las reformas pombalinas en Portugal, o como
proponía Floridablanca en su Instrucción reservada de 1787), o sea,
unas bases financieras estables y homogéneas en las que asentar las
reformas.
• Que la administración estatal del Antiguo Régimen se mostrara incapaz
de obtener datos e información sobre el número, estado situación y
rentas de las escuelas de latinidad existentes en el país en 1763, 1767,
1772, 1776 y 1777, y en 1790 sobre las escuelas y la enseñanza de las
primeras letras. En otras palabras, que careciera de una estructura y de
agentes territoriales y centrales propios para llevar a cabo esta tarea
previa a cualquier reforma.
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• Que las reformas, en suma, produzcan una impresión general de
dispersión e intermitencias, de avances y retrocesos, de fuerte contraste
entre lo propuesto y lo llevado a cabo.
Además, como se ha dicho, de que dichas reformas contaran, como
pieza fundamental, con las aportaciones de la nobleza, del clero y de las
clases acomodadas, y con determinadas rentas eclesiásticas, en muchas de
ellas (en especial en las relativas a la educación del pueblo llano y la
enseñanza de la agricultura y las primeras letras) se proponía la utilización,
como agentes responsables de su aplicación, del clero secular e incluso
regular. Pueden señalarse excepciones a este criterio, como la de Cabarrús
con su propuesta de una educación nacional, pública y laica, o incluso
matices, pero, como ha mostrado Jéan-René Aymes (1986), tanto Arroyal
como Floridablanca, Campomanes, Jovellanos, Sarmiento y el Olavide de
El Evangelio en triunfo, reservaban un papel fundamental al clero –y a sus
edificios y rentas− en sus programas de reforma. A estos nombres podían
añadirse los ya citados de Vallejo y Traggia, o alguna obra no incluida en
su análisis por Jéan-René Aymes, como el Discurso sobre los labradores
españoles de Campomanes. Pero es en el título del epígrafe XXVI de la
Instrucción reservada de Floridablanca, de 1787, donde mejor se resume
esta cuestión: “Necesidad de que el clero sea ilustrado”. Necesidad
inexcusable e imperiosa. Sólo de ese modo se dispondría de un agente
menos gravoso para el erario público –sostenido con rentas eclesiásticas− y
de una red institucional consolidada de parroquias, ermitas y conventos, es
decir, de edificios, recursos y personas. En definitiva las propuestas
ilustradas de reforma y mejora educativa precisaban, para llevarse a cabo,
bien la configuración de una administración estatal con sus agentes
periféricos, responsable de su ejecución, con la consiguiente supresión o
reducción del clero regular y desamortización eclesiástica de sus bienes –
como posteriormente harían los primeros gobiernos liberales−, algo que
quedaba fuera de sus planteamientos y posibilidades, bien la constitución
de una Iglesia nacional con un clero formado y al servicio de la política
gubernamental. De un modo u otro ello implicaba la configuración de un
sistema educativo nacional. En otro caso estaban abocadas al fracaso.
Si se analiza en el caso español la génesis del sistema educativo
nacional se aprecia que, tras los fracasados intentos de 1812-1814 y 1820-
1823, sería en el período 1834-1857, es decir, entre los inicios de la
revolución liberal y la culminación legal del proceso –la ley Moyano de
1857−, cuando se produjeron los acontecimientos que caracterizan, tal y
como lo hemos descrito, un proceso de este tipo. Así, en 1834 se creaban
las comisiones provinciales, de partido y de pueblo de instrucción primaria,
dependientes del Ministerio de Fomento o de lo Interior que había sido
establecido en 1832; en 1846 la Dirección General de Instrucción Pública,
en el seno de dicho ministerio, que sería el antecedente del ministerio del
22
mismo nombre creado en 1900; y en 1849 el cuerpo de inspectores de
enseñanza primaria. Como órgano de comunicación e información
educativa aparecería asimismo, en 1841, el Boletín Oficial de Instrucción
Pública. En el ámbito de la estadística escolar habría que esperar a 1846,
tras los fracasados intentos de 1835, 1836 y 1840-1842, para disponer de
datos e información medianamente fiables. En 1839 se crearía la primera
Escuela Normal para la formación de los maestros de enseñanza primaria, a
la que seguirían, hasta 1845, otras 41 más establecidas en las capitales de
provincia, y en 1846 la Escuela Normal de Filosofía para la formación de
profesores de segunda enseñanza, por desgracia suprimida en 1852. La
primera escuela de párvulos, un nuevo nivel educativo con escaso
desarrollo posterior, sería creada en 1838, y el primer Instituto de la
también recién configurada segunda enseñanza en 1835. En 1868 el país
contaba con 66 Institutos de los que 59 habían sido creados entre 1835 y
1849 y un poco más de la mitad –36− como consecuencia del plan de
estudios de 1845, obra de Gil de Zárate, por entonces jefe de la Sección de
Instrucción Pública del Ministerio de lo Interior y en 1846 primer director
general de instrucción pública, y de sus colaboradores Revilla y Guillén.
Por otra parte, los sucesivos planes de estudio de 1836, 1845, 1847, 1849,
1850, 1852 y 1857 regularon la estructura del nuevo sistema educativo y
establecieron los contenidos y organización de la enseñanza media y
universitaria, mientras que una ley y su reglamento de 1838, en cuya
elaboración intervendría Pablo Montesino –uno de los más destacados
ideólogos e impulsores del nuevo sistema−, regulaban dichos aspectos en la
enseñanza primaria. La ley Moyano de 1857, culminación del proceso,
usualmente considerada como la ley fundadora del sistema educativo
español, sólo vendría a consolidar legal y formalmente las reformas
anteriores.
Para que tales hechos se produjeran fue necesario previamente, tras
la muerte de Fernando VII acaecida en 1833, que tuviera lugar una fase de
normalización política con la amnistía y vuelta de los liberales exiliados,
unas reformas político-administrativas –el reforzamiento del recién creado
Ministerio de Fomento, la división del país en provincias y el
establecimiento de las diputaciones provinciales− y, sobre todo, la
desamortización eclesiástica, a partir de 1836, que facilitó en parte el
sostenimiento financiero y material de los nuevos Institutos de segunda
enseñanza y de las Escuelas Normales mediante la adscripción a los
mismos de unos pocos edificios, propiedades y rentas de los conventos
desamortizados.
Todo lo descrito, realizado en buena parte bajo los principios de
secularización, uniformidad y centralización, tal y como serían expresados
por Gil de Zárate en su libro De la instrucción pública en España, editado
en 1855, puede producir en el lector una impresión de consistencia y fuerza
23
en lo que se refiere a la formación del sistema educativo nacional en
España. Un análisis más detallado muestra sin embargo su debilidad y
relativo retraso, no tanto legal como de hecho, en comparación con otros
países como Francia –nuestro teórico modelo administrativo y educativo−,
Alemania, Inglaterra o Estados Unidos, así como su posición en general
ligeramente adelantada en relación, como ha destacado Gabriela Ossenbach
(2001), con los países iberoamericanos.
Dicha debilidad puede apreciarse en diversos aspectos significativos.
Uno de ellos sería el retraso o no establecimiento de las comisiones
provinciales y locales de instrucción primaria creadas legalmente en 1834.
Quince años más tarde, en 1849, muchas comisiones locales, en especial en
los pequeños núcleos de población de las zonas rurales, no se habían
constituido o, caso de haberlo hecho, no se reunían nunca. Algunas
comisiones provinciales se reunían de forma episódica. La guerra carlista,
la inestabilidad política y la oposición clerical al nuevo régimen liberal
dificultaron y retrasaron en algunas provincias –Cataluña, Castellón, País
Vasco− el funcionamiento de los nuevos organismos periféricos de la
incipiente administración educativa. De hecho ésta careció de agentes
territoriales específicos hasta la creación del cuerpo de inspectores de
enseñanza primaria en 1849 y, aun entonces, su escaso número –un solo
inspector por provincia− en relación con las funciones atribuidas, y las
dificultades que ofrecía su desplazamiento y visita a todas las escuelas de la
provincia correspondiente, hicieron que la realidad contrastara, una vez
más, con las expectativas depositadas en este cuerpo. Un cuerpo creado a
imagen y semejanza del establecido en Francia catorce años antes, en 1835,
donde, a diferencia de lo sucedido en España, ya se le había asignado en
1837 un cuerpo de subinspectores con el fin de colaborar en la realización
de las tareas que se le habían encomendado.
La carencia de información fiable y completa sobre el estado y
situación de la educación es, sin duda, uno de los aspectos donde mejor se
aprecia la debilidad comparativa del sistema educativo establecido por el
nuevo régimen liberal en España. Si la información significa poder, y el
poder se manifiesta y hace visible allí donde se pregunta e inquiere, es
decir, en aquellos ámbitos de la vida social en los que se considera
necesario intervenir y, por tanto, conocer y estar informado para actuar,
uno no puede menos que limitarse a consignar la debilidad, en este punto,
de la administración educativa liberal. Basta, por ejemplo, leer las anuales
Minutes del Committee of Council on Education londinense, de las que la
primera aparecería en 1840, los informes asimismo anuales del Board of
Education del Estado de Massachussetts, elaborados por su secretario,
Horace Mann, desde 1837 a 1848, o los de cualquiera de los secretarios de
otras juntas estatales estadounidenses de la primera mitad el siglo XIX –y
de la segunda o de los primeros decenios del siglo XX−, para percibir el
24
contraste entre el detalle de sus datos cuantitativos o la abundancia de
consideraciones críticas y propuestas de reforma que contienen, y las
incompletas y poco fiables estadísticas educativas de la España de la
primera mitad del siglo XIX o la ausencia en las mismas de análisis
cualitativos.
Ya desde sus inicios, en 1813, 1820 y 1821, el régimen liberal había
intentado conocer en España, sin mucho éxito, la situación educativa del
país. Tras la última estadística educativa del Antiguo Régimen, la de 1830-
31, realizada en los últimos años del reinado de Fernando VII, la nueva
administración liberal no estuvo en condiciones de ofrecer una estadística
similar –puramente cuantitativa y limitada a una pequeña serie de datos
básicos− hasta mediados del siglo XIX. Las estadísticas de 1835, 1836 y
1840-42 no se completaron y los datos reunidos son escasamente fiables.
Habría que esperar a 1858 para que dicha administración, tras los ensayos
imperfectos de 1846, 1848 y 1850, editara la estadística, esta vez rigurosa,
completa y más detallada, del quinquenio 1850-55 inaugurando las series
estadísticas quinquenales desgraciadamente interrumpidas en 1885
(Guereña y Viñao, 1996). De ahí que, en contraste con el caso francés
donde ya se dispone de información cuantitativa sobre el proceso de
alfabetización desde 1830 y sobre la escolarización en la enseñanza
primaria desde la década 1810-20 (aunque sólo a partir de 1833 se
considere fiable), y en la secundaria desde 1820, estos mismos datos no se
hallan disponibles, en España, hasta 1860 para la alfabetización –los datos
de 1841 son sólo globales, para todo el país− y la escolarización en
secundaria, y hasta el período 1846-1855 para la enseñanza primaria.
La interrupción en 1885 de las estadísticas quinquenales iniciadas en
1850, sería una muestra más de la debilidad y desinterés estatal por la
educación en unos años en los que la mayoría de los Estados europeos
habían regularizado ya la producción de estadísticas educativas. De nuevo
habría que esperar a 1903 para que se llevara a cabo un nuevo censo
escolar limitado a las escuelas públicas. Sólo en 1906, tras el atentado de
Mateo Morral, bibliotecario de la Escuela Moderna de Barcelona, contra
Alfonso XIII, el recién creado Ministerio de Instrucción Pública y Bellas
Artes decidiría llevar a cabo un censo de las escuelas privadas existentes
con el fin controlar y clausurar las de ideología librepensadora o anarquista,
es decir, para la represión y persecución de las mismas. Nada ilustra mejor
la debilidad de la administración educativa estatal, y su ignorancia de la
realidad educativa del país, que las palabras pronunciadas en el Parlamento,
en diciembre de 1906, por el titular de dicho Ministerio:
“La idea que presidió para la redacción de la Real Orden de Agosto [....] no era
otra que sacar a la luz todos los establecimientos docentes que, con un carácter laico,
25
con un carácter neutral diría yo, y no laico, con un carácter neutral o con carácter
religioso, se habían abierto sin autorización de nadie [....]
[....] Gracias a aquella modesta obra ministerial salieron a la luz un sinnúmero,
miles, y la estadística la tengo aquí, miles de establecimientos de todas clases que
estaban hacía tiempo abiertos y dedicados a la enseñanza, sin que el Poder público
tuviera la menor noticia, ni de los fundadores, ni de los programas, ni del profesorado,
ni de su constitución, ni de su orientación en la labor docente” (Guereña y Viñao,1996,
p. 242).
26
las ya citadas Minutes del Committee of Council of Education londinense, o
en los informes anuales de las administraciones educativas estatales en
Estados Unidos, contrastan asimismo con la casi total ausencia de
referencias al tema en la literatura pedagógica e informes oficiales de la
España del siglo XIX. Los dos primeros libros sobre el particular
publicados en España serían obra de dos arquitectos, Francisco Jareño y
Alarcón y Enrique María Repullés y Vargas, y aparecerían respectivamente
en 1871 y 1878. Asimismo, si Francia y Bélgica contaban ya desde 1850 y
1852, respectivamente, con una reglamentación específica sobre el
emplazamiento y construcción de los edificios escolares, habría que esperar
a 1905, tras el fracasado intento de 1869, para encontrar en España una
disposición similar. El que los primeros Institutos de segunda enseñanza y
Escuelas Normales se ubicaran por lo general en edificios eclesiásticos
desamortizados o universitarios puede explicar este desinterés por el tema
en lo que a la segunda enseñanza y las Escuelas Normales se refiere, pero
también puede entenderse como un síntoma de la incapacidad de los
poderes públicos estatal y provinciales para construir edificios de nueva
planta que sirvieran de símbolo y expresión material del nuevo sistema
educativo. Sólo así se explica, por ejemplo, que hasta 1900 no se pusiera,
gracias a iniciativa municipal, la primera piedra, en Cartagena, del primer
edificio construido en España para albergar una escuela graduada cuando
dicha organización escolar contaba ya con edificios específicamente
construidos para ella desde 1847 en Estados Unidos y desde 1872 en
Inglaterra. O que hasta 1912 no se publicaran, por la administración
educativa estatal, los primeros modelos oficiales para la construcción de
escuelas, y que no se creara hasta 1920, en el Ministerio de Instrucción
Pública y Bellas Artes, una Oficina Técnica de Construcción de Escuelas.
O, por último, que en 1935, treinta años después de la introducción en
España de la escuela graduada, sólo el 17 % de las unidades escolares
pertenecieran a este tipo de escuela.
La debilidad comparativa del Estado liberal configurado en la
España de mediados del siglo XIX y, en especial, del sistema educativo
generado por el mismo no pueden explicarse a partir de un solo factor o
causa. La situación heredada no era, desde luego, la más propicia. En 1831
los niveles de escolarización alcanzaban, tras el descenso provocado por la
guerra de la Independencia, los del año 1797 (Guereña y Viñao, 1996, pp.
100-101). La guerra supuso el cierre y en algunos casos la desaparición o
ruina de la práctica totalidad de las instituciones educativas. El exilio
afrancesado y el liberal afectaron a los intelectuales, escritores, científicos
y profesores más abiertos a las ideas revolucionarias y reformistas. La
depuración del profesorado y del magisterio llevada a cabo tras el trienio
constitucional (1820-1823) abortó cualquier conato de renovación, reforma
o introducción de las ideas, métodos e instituciones educativas que en aquel
27
momento estaban difundiéndose en Europa tales como la enseñanza mutua,
el método pestalozziano, las escuelas de párvulos o las Escuelas Normales.
La situación de partida era pues muy deficitaria.
El hecho de que desde 1831 a 1855 se duplicara el número de
alumnos asistentes a las escuelas de enseñanza primaria elevando la tasa de
escolarización de la población de 6 a 13 años del 24,7 % al 40,6 %, explica
que, incluso desde posiciones ideológicamente cercanas al incipiente
socialismo, se dijera, hacia 1860, que la creación de las Escuelas Normales
y el incremento del número de escuelas habían sido, en el ámbito de la
instrucción primaria, “la gran obra de la revolución” (Garrido, 1865-67, II,
p. 1170). Este esfuerzo escolarizador, que prueba la relativa eficacia del
nuevo sistema implantado, era no obstante insuficiente para situar el país al
nivel de los países del Norte y Centro de Europa. La desfavorable situación
de partida, junto con las debilidades de dicho sistema y la
contrarrevolución ya en marcha cuando las anteriores palabras fueron
escritas, no hicieron posible la continuidad del impulso innovador de los
primeros años tras el advenimiento del régimen liberal. La guerra civil y el
carlismo foralista dificultaron en un principio la consolidación en el país
del nuevo sistema educativo. La derrota militar del carlismo constituiría el
objetivo político prioritario ante el que cualquier otro –el educativo entre
ellos− quedaba en un segundo plano. La política educativa excesivamente
centralista y uniforme –siguiendo el modelo francés− de los años 40 del
siglo XIX, hizo que buena parte de la burguesía periférica siguiera
manteniendo o creara sus instituciones educativas propias –las Juntas de
comercio− al margen del sistema que se estaba estableciendo, o que
determinadas poblaciones con cierta tradición histórico-educativa se
opusieran al nuevo sistema al ver suprimidos sus establecimientos docentes
en provecho de otros nuevos que se establecían en la capital de la
provincia.
Todo ello puede ser cierto, pero la causa fundamental de la debilidad
del Estado liberal, y del sistema educativo por él creado, fue su
contemporización y alianza, tras el enfrentamiento inicial, con la Iglesia
católica, la institución clave en el semiarticulado y diversificado modo
anterior de organizar la enseñanza. Que de ello fueron conscientes algunos
cualificados espectadores contemporáneos de lo que estaba sucediendo, lo
muestran dos citas. La primera de ellas, ya casi clásica en la historia de la
educación española, corresponde a las palabras finales de un artículo –
Education in Spain- de Blanco White publicadas en 1831 en la revista The
Quarterly Journal of Education:
“El sistema de educación en España tiende pues a ensanchar, año tras año, la
brecha que ya divide al país en dos partes completamente irreconciliables [....]. Si
cualquiera de estos dos bandos tuviera suficiente poder para subyugar al otro, la fiebre
28
intelectual del país sería menos violenta y cabría esperar alguna crisis en fecha no muy
lejana; pero ni la Iglesia ni los liberales (pues tales son, en realidad, los dos bandos que
se enfrentan) tienen la más remota posibilidad de desarmar al adversario. La contienda
continuará, desgraciadamente, por tiempo indefinido, durante el cual los dos sistemas
rivales de educación que existen en ese país proseguirán la tarea de convertir a una
mitad de la población en extraña, extranjera y enemiga de la otra” (Blanco White, 2002,
p. 283).
29
revolucionarias –en especial, la desamortización− había llegado el tiempo
de la moderación y el orden. El sistema educativo sería diseñado según los
esquemas e intereses de esas clases altas enriquecidas con la
desamortización, el crecimiento urbano, la especulación financiera y las
obras públicas. De ahí que, en el contexto de un proceso de
desmantelamiento de los iniciales fervores revolucionarios, tras una serie
de disposiciones de índole moderada aprobadas en los años 1845 a 1848 –
leyes de culto y clero, ayuntamientos y electoral, reforma tributaria y
código penal−, tras la implantación del sufragio censitario, la supresión de
la milicia nacional, y la creación de la guardia civil, se optara más por los
medios tradicionales de control social –ley y orden, policía y justicia,
Iglesia católica− que por el recurso a la educación como instrumento de
moralización, adoctrinamiento y disciplina de las clases trabajadoras. El
resultado final sería un sistema educativo débil e insuficiente, aunque a
algunos les pareciera excesivo lo realizado.
El nuevo orden político, y con él el nuevo sistema educativo,
necesitaba ser bendecido y santificado. En especial, tras los fenómenos
revolucionarios europeos de 1848. El concordato de 1851 se encargaría de
ello. Con el concordato la Iglesia, en un momento de contrarreforma
educativa –planes de 1850 y 1852, reconocimiento de los Seminarios como
establecimientos de enseñanza secundaria, pase de las cuestiones
educativas al Ministerio de Gracia y Justicia, freno del proceso de creación
de Institutos, intentos de supresión o reducción de las Escuelas Normales,
supresión de la Dirección General de Instrucción Pública−, y tras el
restablecimiento en 1848 de las relaciones diplomáticas con el Vaticano,
consideraba la desamortización un hecho consumado, para tranquilidad de
los nuevos propietarios de los bienes recién adquiridos. A cambio
establecía las bases que aseguraban a la Iglesia la subsistencia parcial a
costa del presupuesto estatal y una posición social y económica
privilegiada. Por lo que respecta al ámbito educativo, reconocía el control
eclesiástico sobre la definición de la ortodoxia religiosa de cualquier
enseñanza, así como el derecho de inspección correspondiente sobre toda
ella. La alianza entre el moderantismo, las nuevas clases medias altas
enriquecidas con el nuevo orden liberal y la Iglesia católica, en interés de
ambas partes, estaba sellada. La posterior expansión de los colegios de
órdenes y congregaciones religiosas durante la Restauración monárquica,
en la segunda mitad del siglo XIX, y sobre todo en las primeras décadas del
siglo XX tras la leyes anticongregacionistas francesas de Waldeck-
Rousseau (1901) y Combes (1902), fortalecería dicha alianza al precio de
crear, dentro del sistema nacional de educación, un subsistema
independiente y privilegiado por los poderes públicos y las clases alta y
media-alta, que minaba los fundamentos y la expansión de dicho sistema.
Un subsistema que, además, tendía a situarse al margen del marco legal
30
general y a buscar una posición privilegiada dentro del mismo. De este
modo no sólo se configuraba un subsistema educativo a la medida de las
necesidades e intereses de dichas clases sociales, sino que también se
remodelaba el conjunto del sistema en el seno del cual aquél se afirmaba
como el modelo a imitar y seguir. Es decir, como el subsistema que con el
tiempo, con una relativa modernización y acomodación a las características
de una sociedad cada vez más secularizada, llevada a cabo en las primeras
décadas del siglo XX y tras el concilio vaticano II, ya en las décadas de los
60 y 70 de dicho siglo, y con la ayuda de subvenciones estatales, se
presentaría ante el imaginario social, en los años finales del siglo XX,
como la clase de establecimiento –privado, concertado, confesional− que
aseguraba una “buena” educación y el éxito social.
Las pruebas de la incompatibilidad entre el desarrollo de un sistema
educativo nacional y de un subsistema, en el seno del mismo, de índole
eclesiástica –todo lo diversificado y modernizado que se quiera, pero
eclesiástica- fueron ya evidentes desde los inicios del primero. Los
conflictos entre los Institutos de segunda enseñanza y los Seminarios
eclesiásticos por acoger a la población estudiantil de este nivel de
enseñanza fueron mucho más allá de lo educativo. La identificación entre
dichos Institutos y el régimen liberal, y la índole relativamente secularizada
de los mismos, constituía a los ojos de buena parte del clero un peligro
moral que sólo los Seminarios y más tarde los colegios confesionales
podían evitar. Los continuos intentos y forcejeos posteriores de estos
colegios por no someterse a exigencias o requisitos sobre el profesorado u
otros aspectos, o por conceder cursos y grados con independencia y sin
sujeción a control alguno, por configurar, en suma, no un subsistema dentro
del sistema nacional, sino un sistema independiente del mismo, fueron
causa de buena parte de los debates –libertad de enseñanza, polémica del
Estado docente− y conflictos político-religiosos de la segunda mitad del
siglo XIX y del siglo XX.
En el ámbito de la enseñanza primaria la estrategia eclesiástica fue
diferente. Aquí de lo que se trataba, en principio, era de que las Escuelas
Normales no proliferaran -como se estableció en 1847 −o desaparecieran –
como se aprobaria en 1868 por el partido neocatólico−, de que sus planes
de estudio ofrecieran una formación exigua –como establecía el
Reglamento de 1843−, de que los maestros y maestras no tuvieran un
estatus social superior al de los párrocos, de que estuvieran sometidos al
mismo y de que fueran de hecho sus auxiliares en todo lo relativo a la
catequesis, asistencia a la misa dominical y otras prácticas religiosas de la
infancia y adolescencia. Más tarde dicha estrategia se completaría, bien con
la dirección y control de algunas Escuelas Normales por una determinada
congregación religiosa (como sucedería con las de Huesca y Palma de
Mallorca), bien con la creación de centros de formación propios para los
31
profesores de sus centros docentes, una vez que estos quedaban exentos de
la posesión del título estatal correspondiente. Esto último es, por ejemplo,
lo que harían los escolapios a partir de 1848, con el apoyo y financiación
estatal. Sus colegios “normales” provinciales, coronadas por unas “casas
centrales” de formación durante la Restauración, serían el antecedente de
posteriores Escuelas Normales de naturaleza privada congregacional, sobre
todo femeninas, desde las que formar al magisterio público o privado. Todo
ello combinado con la expansión, en la enseñanza primaria, de las escuelas
y colegios dependientes de los párrocos o, sobre todo, a cargo de las
órdenes y congregaciones religiosas.
Desde una perspectiva comparada, más amplia, la posición y el papel
desempeñado por las iglesias protestantes o católica en cada país y
momento, fue uno de los elementos que condicionaría, junto con el papel
del Estado y el juego de relaciones de fuerza entre las distintas clases y
grupos sociales, la configuración de los sistemas educativos nacionales y el
proceso de escolarización. Allí donde hubo una Iglesia más o menos
oficial, sostenida por el Estado, como en Inglaterra, Francia, Italia y
España, el sistema educativo ofreció un menor grado de desarrollo, al
menos en lo que a la escolarización de las clases trabajadoras y bajas se
refiere, que allí donde, como en Nueva Inglaterra (después Estados Unidos)
o los Países Bajos, las distintas confesiones religiosas tuvieron que
competir entre sí para conseguir adeptos y el apoyo de las autoridades
civiles. Ambas situaciones de monopolio ideológico y control, con el apoyo
estatal, o de competencia, explican asimismo la diferente adopción por la
Iglesia católica, según los países y circunstancias, de estrategias
respectivamente maximalistas o minimalistas (también calificadas estas
últimas de pluralistas). En el primer caso, como sucedió en España, dicha
Iglesia defendió, con mayor éxito que la Iglesia anglicana en Inglaterra o
que la misma Iglesia católica en Francia, el control eclesiástico sobre el
sistema educativo en su conjunto, o sea, sobre la red pública y la privada,
así como la mayor independencia operativa posible respecto de cualquier
poder público, dentro de dicho sistema, para sus establecimientos docentes.
Sin embargo, allí donde no gozaba de supremacía social y política, como
en los Países Bajos o en los Estados Unidos, defendió la pluralidad, la no
intervención estatal y la libertad de enseñanza (Swaan, 1991, pp. 243-246).
Algo no extraño en una institución que ya durante los siglos XVI al XVIII
se había opuesto terminantemente, con el apoyo inquisitorial, a la lectura de
la Biblia en lengua vulgar, allí donde era la Iglesia oficial, como en España,
al mismo tiempo que promovía dicha práctica, siguiendo el ejemplo de las
iglesias protestantes, allí donde, por imperar el pluralismo religioso, como
en Bohemia u otros países, tuvo que competir con ellas para ganar adeptos.
En todo caso, la tesis de Swaan debe ser completada con la de
quienes, como Andy Green (1990), destacan el papel y fortaleza del
32
Estado, como elemento impulsor de la génesis y configuración de los
sistemas educativos y del proceso escolarizador, y la incapacidad de la
iniciativa privada para llevar a cabo la generalización de la educación
elemental o básica sin el apoyo estatal. En este caso, el inferior desarrollo
de la educación de base en Inglaterra o España durante el siglo XIX, en
comparación con Prusia o Francia, se explicaría también, en el caso inglés,
por la inhibición estatal en dicha cuestión, al optar por la escolarización
privada de iniciativa en general eclesiástico-filantrópica, y en el español,
por la debilidad, asimismo comparativa, del Estado nacional.
33