Kjell Askildsen - Un Cuento Sobre Ajedrez
Kjell Askildsen - Un Cuento Sobre Ajedrez
Kjell Askildsen - Un Cuento Sobre Ajedrez
Kjell Askildsen
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merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran
debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida
sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el
cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo
tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él
sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir.
Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está
concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar.
Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería
que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de
contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de
mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha
sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la
voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que
he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un
discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos.
Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de
estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día?
Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí
donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha
estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se
mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas
de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un
poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de
ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de
marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa.
Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y
no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me
marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener
la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir
algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que
los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por
agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.