Kjell Askildsen - Un Cuento Sobre Ajedrez

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Un cuento sobre ajedrez

Kjell Askildsen

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo.


Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque
no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere
desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene
nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear
seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía
más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última
vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado
un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–,
no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había
ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano
miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza.
Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se
habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría
desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de
otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba
conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena.
Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo solo unas cuentas,
y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno,
aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el
amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por
encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las
veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas
de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después
de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté
si le apetecía jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –
dijo–, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido
antes”. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría

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merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran
debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida
sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el
cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo
tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él
sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir.
Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está
concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar.
Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería
que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de
contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de
mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha
sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la
voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que
he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un
discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos.
Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de
estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día?
Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí
donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha
estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se
mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas
de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un
poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de
ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de
marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa.
Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y
no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me
marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener
la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir
algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que
los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por
agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.

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