Pavel, Ota - Como Llegue A Conocer A Los Peces
Pavel, Ota - Como Llegue A Conocer A Los Peces
Pavel, Ota - Como Llegue A Conocer A Los Peces
"Cómo llegué a conocer a los peces" es un libro mágico en el que el célebre escritor y
periodista deportivo checo Ota Pavel rememora distintos episodios de su vida ligados a su gran
pasión: la pesca. Con su padre y su tío Prošek —los dos mejores pescadores del mundo—, aprende a
pescar, descubre la belleza de la naturaleza y se deleita sumergiéndose en los ríos y estanques de su
país. Pero cuando los nazis invaden Checoslovaquia, prohíben la pesca y envían a su padre y a sus
dos hermanos a campos de concentración. El pequeño Ota se ve obligado a desobedecer la
prohibición de pescar, y delante de las narices de los alemanes, se juega la vida para alimentar a su
madre. Repleto de humorísticas vivencias tanto en momentos de prosperidad, libertad y bonanza
como en periodos de terribles persecuciones, "Cómo llegué a conocer a los peces" es un apasionante
relato de aprendizaje, amor y pesca.
Ota Pavel
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reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
ISBN: 978-84-939076-3-1
Depósito legal: B. 15191-2012
Cómo llegué a conocer
a los peces
Infancia
El concierto
Lo mejor para cualquier pescador es empezar con los peces siendo aún crío. Que lo inicie en
los misterios de la pesca su padre, su tío o un balsero. En nuestro caso fue el balsero Karel Prošek,
de la aldea de Luh, en la municipalidad de Bránov, que con el tiempo se convirtió en nuestro tío.
Fue él quien enseñó a pescar no solo a mis hermanos Hugo y Jirka y a mí, sino también a nuestro
astuto padre. El tío Prošek seguramente nació en el río Berounka como genio de las aguas y llegó a
Luh con una crecida. Tenía un hermoso mostacho, como el de un dragón, una voz sonora y una buena
planta. Era capaz de cualquier cosa: arar y sembrar, ordeñar las vacas, cocinar patatas revueltas,
encontrar setas fuera de temporada, barquear durante una crecida, trenzar cestos, cazar corzos,
rescatar a gente y a animales transidos de frío, romperle los morros a los idiotas, reír. Durante las
crecidas barqueó un par de veces a la comadrona Flýbertová con su indispensable maletín. Y
también sabía de peces. Los ensartaba desde la barca en las noches de luna con un tridente llamado
«grondle», interponía nasas en su camino, echaba el palangre y, en público, los pescaba con caña,
como un señorito.
Todo esto sucedía aún en tiempos del Imperio Austrohúngaro, cuando en el castillo de Křivoklat
todavía señoreaba el príncipe Max Egon Fürstenberg, comiendo gulash al estilo del cazador y
sorbiendo cerveza de Rakovník. A Prošek, puesto que era el mejor pescador de la región, le estaba
permitido capturar presas con cualquiera de las artes posibles a lo largo de todo el río. Tan solo
debía llevar a palacio las anguilas, con su carne semejante a las flores de loto. Disponía para ellas
de un morral que su esposa Karolina le había tejido de cañamazo. Las transportaba vivas por la
orilla del Berounka hasta el castillo. Sus puertas se abrían solas ante él, como ante un paladín. Vertía
las anguilas en una tina de madera embreada llena de agua y de cuando en cuando recibía una pieza
de oro con la imagen del emperador. La pieza entera se asemejaba al sol.
Después de que el príncipe se marchara en carruaje tras cuatro colinas lejanas y tras cuatro ríos
lejanos, prohibieron a Prošek capturar presas con cualquiera de las artes posibles, asegurándole que
le bastaba con una sola, a saber: la caña.
Prošek tenía una caña de bambú larga, ambarina. Un rebenque sin carrete. Avanzaba a
contracorriente para que los peces no lo advirtieran, chasqueando de cuando en cuando el rebenque y
sus bigotes de dragón, razón por la que a esa arte se la denominaba «al chasquido».[1] Por aquella
época llegamos nosotros en nuestro vehículo: nuestro padre Leo, nuestra madre Herma, mis hermanos
Hugo y Jiří y yo. Esta era toda nuestra familia. Atisbamos a Prošek desde los chopos de la orilla
opuesta del río. Se movía por las resbaladizas rocas como una nutria pescadora. La veleta de la caña
volaba con precisión hasta los lugares señalados. ¿Y los peces? Era como si saltaran fuera del agua
por sí mismos. Plateados bagres con el rojo timón de la aleta en el trasero y elegantes comizas con
bigote. Panzudos cachuelos de los remansos y leuciscos de los torrentes. Se deslizaban hacia el
interior de la red: se acabó la libertad, había llegado su amo y señor, el rey de los furtivos.
Mi padre exclamó entusiasta:
—¡Herma! ¡Menudo concierto! ¡Como Kubelík![2]
Y, de golpe, crecieron como setas en mi cabeza, a lo largo de toda la orilla, filas de butacas en
las que se aposentaban caballeros con bombachos ingleses a cuadros y damas vestidas con crinolinas
rosas, suspirando y aplaudiendo con cada pez:
—Messieurs, mesdames, esto es auténtico arte.
Prošek apresó en su red al último de los peces, encendió un pitillo e hizo una reverencia.
La platea desapareció y él vadeó el río, poco profundo, hasta mi padre. Se cayeron en gracia al
instante, porque papá era también una buena pieza. Sabía partirle los morros a los idiotas igual de
bien que Prošek. Y todo lo que no sabía se lo enseñó Prošek. A papá le caía bien el patán de Prošek,
ya que de toda la vida había asegurado que los finolis no valían una mierda. Acordó con Prošek que
iríamos con él de veraneo a la cabaña del balsero, a ninguna otra parte.
El lucio negro
Tendría yo unos seis años. Mis hermanos no me admitían demasiado en su compañía. No era
digno de ellos. Observaba sus diversiones desde la distancia. La mayor parte del tiempo lo único que
hacía era chuparme el dedo a orillas del río Berounka. Lo que más les gustaba a Hugo y Jirka era ir
hasta un islote a atrapar con las manos peces ocultos entre las algas verdes. Hugo era apuesto y
delicado. Jirka era un forzudo y un bribón dispuesto a medirse con quien se le pusiera delante.
En el islote crecían unas largas algas verdes, fascinantes, parecidas a los cabellos del genio de
las aguas del río, Oskar. Los cabellos ondeaban en la corriente, como si yaciera ahogado en la arena
dorada. De vez en cuando en las algas crecían florecillas, ya no recuerdo de qué color, quizá de un
blanco rosado, como las de las novias. Había poca profundidad y en las algas pastaban, como en un
prado, los copépodos y las cochinillas. Las comizas y el resto de los peces solían acudir a chapotear
en busca de bichos, mascando como gorrinos. Era entonces cuando mis hermanos se metían en
calzoncillos para, hundiendo las manos entre las algas, palpar a tientas hasta echar mano al frío
cuerpo de un pez. El pez se quedaba pasmado, después salía pitando, mi hermano reaccionaba y
saltaba en su busca, erraba el blanco, salpicaba el agua, mi hermano chillaba. Como un rodeo.
En una ocasión se toparon entre las algas con un pez gigantesco; al principio pensaron que era
un tronco flotante. Se trataba, en cambio, de un lucio negro: se había adentrado hasta allí tras los
pececillos y no podía salir. Cuando arrancó como un torpedo, el agua voló en todas direcciones.
Hugo vociferaba:
—¡No te quedes ahí mirando y ven a ayudarnos!
De golpe les parecía bueno. Pero no tenía ni la más mínima gana de meterme allí. Avancé
despacio entre las algas. El lucio giró, se dirigió hacia mí y se detuvo. Vi cómo boqueaba mientras
me observaba con ojos despiadados, las fauces entreabiertas, llenas de dientes. Quería devorarme.
Empecé a alargar los brazos. Se puso en marcha. Saltó. Salvó sin esfuerzo el tablazo y desapareció
en las profundidades. Jirka me dijo:
—¡Idiota! ¡Lo tenías al alcance de la mano! ¡No tenías más que estrujarlo por el pescuezo!
En realidad todos suspiramos aliviados de que se hubiera largado. Mis hermanos tampoco
habrían intentado agarrarlo. Y esta anécdota fue una especie de predestinación, como si aquel enorme
lucio fuera nuestra parca. ¿Pescaría alguno de nosotros alguna vez en su vida un pez grande de
verdad? Tal vez no nos hubiera sido concedido, al no haber sido valientes entonces.
Mi primer pez
Así corría el tiempo. Recibí mi primer carrete y empecé a meterme la camisa por dentro del
pantalón. Papá nos compró un balón de fútbol, igualito al que usaba el Arsenal londinense, ese
equipo de gloriosos cañoneros. Con él disputábamos en la plazoleta innumerables batallas y
contiendas hasta que una mañana los chavales me descoyuntaron un dedo y el tío Prošek me lo tuvo
que colocar de nuevo en su sitio de un tirón.
El río seguía estando repleto de peces.
Mamá los empanaba, los asaba en filetes y después los ponía en vinagre intercalando rodajas de
cebolla. El pescado se almacenaba en la bodega más fría, bajo la ladera, en una cubeta de piedra.
Delicioso. Cuando alguno de los aldeanos enfermaba, acudían a nuestra casa a buscar pescado en
conserva. Los sanos también. Y los que más frecuentaban nuestra casa en busca de pescado en
conserva eran los que tenían una buena resaca. Había pescado de primavera a otoño, se dejaba
sazonar en la cubeta y las raspas quedaban en su punto. En la canícula estaba fresco y en invierno
tibio.
La diversión no tenía fin, como si toda la vida hubiera de ser un carnaval. Sobre el dique, desde
el río, se alzaba una elevada roca arcillosa, rojiza, a la que se llamaba Roca de Šíma.
Quizá porque en las aldeas vivía infinidad de gente apellidada Šíma. Cuando pasábamos por
delante de aquella roca, cantábamos:
Junto a la roca de Šíma
dos vagabundos había.
Como no tienen tarea,
tan solo guitarrean.
Lailailailarará,
lailailailarará,
lailailailarará,
yupi, yupi, yup.
Solíamos rodear la Roca de Šíma por las noches, bajo el dique, cuando íbamos a pescar barbos.
El tío Prošek encabezaba la expedición con su sombrero de paja, después iba papá con su mata
de pelo, luego Hugo, Jirka y yo. Llevábamos cañas largas: llegaban hasta las estrellas que habían
aparecido en el firmamento. Con semejante vara quizá se podrían encender estrellas, igual que las
lámparas de gas de la Ciudad Vieja. El cielo era añil y ante nosotros caía un torrente de agua del
dique. El dique borbotaba, debajo se formaban remolinos blancuzcos. Enfrente tableteaba su faena
diaria el molino del pueblo de Nezabudice. En el centro refulgía una gran estrella blanca, la ventana
del molinero Čech. Y sobre todo aquello se arqueaba como una bóveda el firmamento con sus
dimensiones cósmicas.
Prošek se giró:
—Aquí está bien.
Habíamos llegado hasta la corriente de agua, donde estaba el desnivel y permanecían los
barbos. Nadando sin descanso a contracorriente, viven casi siempre en los torrentes y son por ello
resistentes y robustos. Vuelcan las piedras con el hocico para buscar bajo ellas cangrejos y manjares
que llevarse a la boca. Tienen unas recias aletas y un cuerpo cilíndrico que hacen que parezcan un
avión supersónico.
Desembalamos los trastos. Fijamos a las largas varas, en lugar de sedal, alambres largos y
delgados que cortaban las torrenciales aguas como una cuchilla. En los anzuelos colocamos
lombrices de tierra.
Nos sentamos en la mullida hierba sujetando las cañas. Tío Prošek fue el primero en sacar un
barbo. Se revolvía sobre la hierba restallando sus cuatro bigotillos y silbando como si gimiera; a
ojos vista, estaba que trinaba.
El siguiente barbo mordió mi anzuelo. Al principio sentí solo un golpecillo proveniente del
agua, como una llamada desde las insondables profundidades acuáticas. Y después un tirón, como
cuando algo se enreda en la caña, por ejemplo una zostera flotante. Enrollé sedal. En el extremo del
anzuelo había un barbo. Su cuerpo salió a flote sobre la superficie del río en el preciso instante en el
que la luna, desde lo alto, desvelaba la escena. Era como plata fundida, o como el balde de estaño
con el que se escancia el vino de las viñas reales. Un pez aguerrido: luchó por su vida sin medida,
sin cesar de tirar hacia la corriente, introduciéndose a la fuerza en las aguas más torrenciales, del
mismo modo que los audaces en el mar. El hilo era como de acero. Batallamos cada centímetro. Por
fin, sucumbió: se trataba de un combate desigual.
Tras arrastrarlo hasta la hierba, cubierto de rocío, lo acaricié, como se hace con un perro o un
gato. Su cuerpo, sin embargo, permaneció ajeno, frío, ictíneo. De inmediato, ensarté el cuchillo en su
cabeza, pues incluso los valientes pagan a veces sus errores con la muerte. Lo maté porque había
visto cómo lo hacían el tío Prošek y papá, y ellos a su vez lo habían visto hacer a sus antepasados.
Sus poderosas aletas cayeron inertes y su cuerpo, parecido a un hermoso avión plateado de larga
distancia, se apagó.
Cómo papá y yo les servimos
un banquete a las anguilas
Mi avezado padre me llevó un día a tender palangres. Había urdido un plan excelente y, sobre
todo, audaz para capturar anguilas de manera infalible: colocaríamos palangres a gran profundidad
en la corriente que baja de Palouk; echaríamos el cebo hacia las zonas por las que las anguilas
remontan la corriente y les serviríamos un festín al que, según papá, no podrían resistirse.
Capturaríamos tantas anguilas que tendríamos que encargarle al carnicero que las ahumara. Papá me
aseguró:
—Las anguilas ahumadas son lo mejor del mundo. Se pueden comer durante todo el año.
Papá también me explicó que habría que esperar al momento propicio: cuando desapareciera la
luna, y el cielo se encapotara, y las estrellas durmieran. Además, las aguas del río tendrían que
crecer y, a poder ser, enturbiarse hasta formar un pequeño lodazal.
Entretanto nos embarcamos en preparativos febriles. Hicimos pedazos dos cuerdas de tender la
ropa nuevecitas y afilamos con una lima la punta de los anzuelos para que se introdujeran sin
problemas en las diminutas bocas de las anguilas. Hicimos acopio de cebos: marchamos hasta un
arroyo y capturamos unos pececillos preciosos, unos foxinos; los machos de esta especie, con sus
hocicos de color rojo sangre y un cuerpo sobre el que jugueteaba el verdor de la esmeralda con la
negrura del terciopelo, parecían pececillos de acuario. Partíamos de la idea de que debíamos ofrecer
a las anguilas algo extraordinariamente único que no se pudiera encontrar en el río. Papá incluso
llegó a sentenciar que las anguilas se iban a cagar del gusto. En Luh por poco le destrozamos a tío
Prošek la huerta entera con una laya para dar con unas cuantas lombrices. Pero estábamos preparados
y pertrechados a la perfección.
Cuando comenzaron a caer aguaceros densos y torrenciales mi padre se empezó a frotar las
manos. El agua de lluvia encharcó campos y prados, arrastrando consigo al río lombrices ahogadas,
saltamontes empapados y pulgones abotargados. En el río los peces ya estaban a la espera de
llenarse la barriga. Se formó un lodazal, a lo largo de la orilla corrían los primeros regueros de lodo.
Por aquel entonces acudieron a la balsadera unos visitantes que, calados hasta los huesos, intentaban
entrar en calor junto a la estufa. Papá evitaba hablar delante de ellos y tan solo me guiñaba el ojo de
vez en cuando, dando a entender que había llegado el momento adecuado.
Con el crepúsculo salimos a hurtadillas: botas en los pies, chubasqueros encima y esperanza en
el corazón. Avanzamos contra la corriente, a una decena de metros del río, por un vericueto más
adecuado para las cabras montesas que para los humanos. No sé durante cuánto tiempo estuvimos
caminando, pero fue horrendo: rocas resbaladizas y repechos escarpados, ramas golpeando nuestros
rostros y lluvia diluviando. Yo me iba enfadando cada vez más con mi padre, que, de cuando en
cuando, se giraba para mascullar algo como:
—Ha llegado el momento.
Palouk está en el quinto pino, incluso a plena luz del día; eso es algo que os puede confirmar
cualquiera en Luh, hasta los Vlk, hasta los Pavlíček. No me entraba en la cabeza por qué razón no
habíamos tendido los palangres justo enfrente de la balsadera cuando, con semejante temporal, a
nadie se le ocurriría asomar las narices por la ribera. Únicamente a papá, que quería asegurarse las
aguas más profundas y caudalosas.
Después de largo rato montamos el campamento en Palouk. Papá puso en el suelo el cubo vivero
abarrotado de foxinos y sacó el palangre de la mochila. Se giró hacia mí y dijo:
—Hermosa noche. Les prepararemos un banquete que se lo harán encima.
Era presa de genuino ardor y apasionamiento furtivos. Fue alternando los cebos, ensartando ora
una lombriz, ora un pececillo, ora otra lombriz. No prestaba la menor atención a lo que yo anduviera
haciendo, me ignoraba por completo. A mí, allí plantado y estremecido de frío, me importaban un
bledo todas aquellas anguilas. Incluso las ahumadas. Una vez hubo terminado la operación, me
ordenó:
—¡Desvístete!
Mientras me desvestía, eché un vistazo al río. En las márgenes, y bajo el resplandor de la luna,
pude ver cómo crecía, cómo los tallos de la hierba se bañaban y sumergían en las aguas, cómo las
cañas se combaban, cimbreaban y se precipitaban corriente abajo. Me quité los pantalones y dije en
voz baja:
—Papá, el río está creciendo.
No sé si me llegó a escuchar, pero desde luego no reaccionó en modo alguno ante mis palabras.
De pie en la orilla de semejante guisa, tal y como mi madre me había traído al mundo, dios sabe por
qué razón me dio por taparme mis partes pudendas. Papá dijo:
—Agarra el palangre y arrea con él al río. Cuando esté tenso, deja caer la piedra.
No me moví. Escuché el rugido en medio del río. Me entró miedo. Me quedé ahí plantado como
un mulo al que se obliga a avanzar hacia donde no quiere, pero no encontré el valor para decir que no
iba a meterme allí adentro. Papá insistió:
—Ve sin miedo. Eres hijo mío. Por algo has salido a mí. Cogí la piedra y lo miré: también
estaba, a ojos vistas, asustado; sin embargo le podía la idea de desperdiciar lo invertido. Si
habíamos capturado a duras penas los foxinos, nos faltó poco para destrozar el huerto e hicimos
pedazos dos cuerdas del tendedero... No paraba de dar la tabarra con las anguilas, sin querer darse
por vencido. Ante todo, no quería reconocer que habíamos llegado al río demasiado tarde, cuando ya
se había producido la crecida.
Me introduje en el río. La primera impresión no fue del todo mala. El agua me hacía cosquillas
en las pantorrillas y, después, en las rodillas. Fluía con suavidad a lo largo de la orilla para
apresurarse después hacia raudales mayores. Solo al alcanzarme la cintura fui consciente de lo
mucho que arreciaba la corriente. Me vi obligado a hincar cada vez más los pies entre las rocas para
hacer frente a las aguas, sujetando a la vez entre las manos la enorme piedra atada a una cuerda
desmayada. Aún alcancé a divisar la silueta de papá en la orilla y a entreoír cómo me animaba a
gritos, como cuando jugaba al fútbol o, años más tarde, al hockey. Pero no sirvió de un carajo: me
sentía solo y abandonado. El agua me llegaba al ombligo y, luego, hasta el pecho, empeñada en
desaferrarme del fondo. Y él vociferaba:
—¡Sigue! ¡Ya casi está!
Cuando miré hacia atrás ya no lo vi: se había fundido con los árboles y la ribera. ¿Con qué
derecho me metía en ese berenjenal, si él ni siquiera sabía nadar? Eso me lo había soplado mamá
ante mi pregunta de por qué papá nunca se bañaba con nosotros. Tenían que ser aquellas anguilas las
que lo cegaban como para pretender que me adentrase aún más.
El río me llegaba hasta los hombros. Y poco después hasta el cuello. Podía sentir su fuerza. Este
río no era como el de ayer. Se trataba de otro río. Sanguinario. La corriente se apoderó de mí, sus
olas me zarandeaban y rugían: «¿A qué has venido, insolente?». Saqué fuerzas de flaqueza para un
único grito:
—¡Papá!
Se me metió el agua en la boca, perdí tierra firme bajo los pies. Sabía perfectamente que no
podía soltar la cuerda, porque entonces las aguas me arrastrarían y me despedazarían corriente abajo
entre piedras y torrentes. Desamarré la piedra de la cuerda y la dejé caer al fondo. Convulso, me
agarré a la cuerda; sentí cómo algo tiraba de mí, muy lentamente, hacia la orilla. Papá me estaba
arrastrando hacia aguas poco profundas. Resulté ser la criatura más grande que jamás hubiera
pendido de una de sus cuerdas o anzuelos.
Tambaleándome entre los matorrales, fui liberándome del pánico y el agua gélida. Oí cómo mi
padre guardaba la cuerda, soltaba a los pececillos, levantaba el campamento y refunfuñaba:
—Mis pececillos dorados. No era exactamente la noche más adecuada. Pero la próxima vez les
serviré un festín de cagarse.
Sentado en cuclillas, se me pasó por la cabeza que aquel día, por el contrario, los que nos
habíamos cagado encima éramos nosotros. Probablemente porque al auxilio de las anguilas había
acudido su madre: el río.
Las setas blancas
Fuimos a por leña. Los bosques de Křivoclát son profundos, hasta el punto de que algunas
personas temen adentrarse en ellos. En cualquier instante pueden aparecer, a caballo y arcos en
ristre, los bandoleros de Týřov. Y, sobre todo, allí nos podemos encontrar con los bravos reyes
checos, acompañados de su séquito. Mis respetos, su majestad, provengo de Luh junto a Bránov. Me
llaman Mequetrefe.
En cualquier momento puede uno escuchar el llanto de una persona o el lamento de una presa
herida. Puede asomar una manada de jabalíes salvajes o el legendario ciervo con un crucifijo entre
los cuernos.[5]
Avanzaba en silencio a la cola de la comitiva familiar para verlo todo y no perder detalle. Mi
hada madrina de la maravillosa ciudad de la fantasía me agarraba de la mano. El follaje ya
amarilleaba, se avecinaba el otoño. En lo alto de los robustos árboles se encontraban los nidos de
los comandos de asalto aviares. Allí, en alguna parte, mora el pájaro Noh.[6] Si me quedara rezagado,
descendería y me llevaría.
Nos hundíamos en el valle. Jirka, con su sonora voz, rompió a cantar:
Con unos cazadores nos topamos,
de unos perros acompañados, ados,
uno hacía ¡guau, guau, guau!
y el otro ¡ñau, ñau, ñau!
Al llegar al guau, guau, guau, y en especial al ñau, ñau, ñau, se meneaba a más no poder y hacía
todo tipo de muecas. Nos unimos a él. Habíamos llegado ya a la linde del bosque:
Cuando, vagabundo, me marche de aquí,
le echaré un nudo al hato:
tan rápido, mocita mía,
tan rapidito te cansaste de mí.
En Buštěhrad había dos estanques. Los estanques estaban separados entre sí por un dique, y
álamos, y una calzada. El estanque nuevo nunca me atrajo. Sus orillas eran frías, en su mayoría de
piedra y ladrillo. El viejo estanque era distinto. Parte de sus orillas estaba recubierta de argentina.
Conservaba el olor del riachuelo que desembocaba en él tras pasar junto a la taberna de Oplt y
apestaba al orín que desaguaba de las casas de labranza. Olía a sauces añosos y al barro en el que
las carpas se rebozaban la barriga, y olía a la cerveza que borboteaba en la fábrica de cerveza
cercana.
En el centro de mi atención nadaban las carpas, recién implantadas en la zona. No podía olvidar
a la perca de Křivoklát ni a los combativos barbos que capturé en su día. Llevaba los peces en la
sangre, ardía en deseos de volver a pescar. En Buštěhrad no tenía dónde. Ni un arroyo ni un río
decentes discurriendo en kilómetros a la redonda. Tan solo estanques con la advertencia de que la
pesca de peces estaba prohibida.
Observé las carpas, su despreocupado divagar por el agua, evidentemente sin darle demasiadas
vueltas a la cabeza. Se trasladaban de un punto a otro del estanque marchando en tropel, como un
ejército. Se movían en círculos y comían. Cuando las sombras de los álamos se inclinaron sobre mi
estanque, trepé a un sauce para narrarles historias en voz baja. Me pareció que aguzaban los oídos y
prestaban atención. Hermosas, doradas como el latón, cuando hacían el pino o daban una voltereta
podía ver sus carnosas panzas amarillas. Los empleados de la fábrica de cerveza las cebaban con
bagazo.
Por aquel entonces necesitábamos la suculenta y apetitosa carne de las carpas, para consumo
propio y para el estraperlo. A cambio de harina, de pan y de los cigarrillos de mamá. Vivía ya solo
con mi madre; los demás habían sido internados en un campo de concentración. Seguía sin conocer lo
suficiente a las carpas. Debía averiguar cuándo estaban de buen y de mal humor, cuándo tenían
hambre y cuándo, por el contrario, la tripa llena, y cuándo tenían ganas de retozar. Debía saber dónde
nadaban y dónde era inútil esperarlas. Ya me había agenciado una caña rígida y corta, sedal, veleta y
anzuelo. No podía ponerme manos a la obra hasta conocer al dedillo al enemigo. Los enemigos no
eran las carpas, sino, sobre todo, los seres humanos. A través de la ventana del castillo se oía la
almibarada canción alemana Lili Marleen saliendo de un gramófono. En sus banquetes se servían,
precisamente, carpas. En la ciudad había varios delatores que mantenían las ventanas abiertas de par
en par para no pasar nada por alto ni perder comba. También vivía en Buštěhrad el señor František
Záruba, que custodiaba las carpas. El fue el primer estanquero que conocí en mi vida. Debía
conocerlo igual de bien que a las carpas. Cuándo estaba de buen y de mal humor, cuándo marchaba a
comer, cuándo al estanque y cuándo no asomaba siquiera la nariz por allí. Tenía que familiarizarme
con él. Me encasquetaba hasta las cejas la vieja gorra del abuelo, vestía su ajado traje y renqueaba:
no podía dejar huella en su memoria. Cuando lo divisé por primera vez, me quedé tieso del susto: era
jorobado, con una joroba comparable a la del campanero de Notre-Dame de París, el infeliz
Quasimodo. Y era bajito. Incapaz de dar pasos largos ni saltos, no podía correr rápido: jamás me
alcanzaría. Pero por mamá sabía que algunas de estas personas podían llegar a ser muy malvadas,
que pagaban con los demás el hecho de que Dios los hubiera estigmatizado.
En el bosquecillo frente al barrio de Dříň, solía ir a entrenar por si Záruba me pillaba. Después,
por la noche, acudía a observar las carpas, a comprobar si habían cambiado sus costumbres. Cada
tanto aparecía una sombra oscura bajo el sauce.
Al segundo día ya fui con la caña bajo el abrigo.
En la represa estaba el tabernero Josef Oplt, que me recorrió de los pies a la cabeza con su
único ojo (el otro lo tenía muerto, de cristal). Lo saludé educadamente mientras rezaba para mis
adentros, muerto de miedo: «Padre Nuestro que estás en los cielos, no me traiciones. Señor Oplt, no
me vaya a traicionar usted tampoco. Que nuestro abuelo Ferdinand iba a su cantina a echar la partida
de tute y se dejó en su local una barbaridad de dinero. Al menos eso es lo que decía la abuela
Malvina. Amén».
Me encaramé al sauce y saqué la caña. Moldeé masa para hacer una carnada. Los alrededores
del estanque estaban en calma y era difícil que me vieran en mi escondrijo. La fábrica de cerveza
humeaba, con la cerveza macerándose en los calderos. El arroyo desprendía su olor y los sauces su
rumor. Los alemanes cerraron las ventanas del castillo, puesto que ya refrescaba. František Záruba
daba buena cuenta de su cena. Fue entonces cuando picó la primera carpa. La veleta primero se
cimbreó como una bailarina para zambullirse inmediatamente bajo el agua y, a continuación, bajo el
sauce. Pegué un respingo al sentir un tirón tan fuerte. Era una carpa intrépida. Zarandeó mi caña
recortada, pero al final, boqueando en busca de aire, se rindió. Una belleza. Dorada como el latón y
con una barriga cervecera de color azufrado, atiborrada de bagazo. Saqué una más y me largué a la
chita callando, como un gato con su sardina. Debía permanecer junto al estanque el menor tiempo
posible; cada minuto aumentaba el peligro. Dejé atrás al señor Oplt, que fumaba su cigarrillo sin
decir esta boca es mía.
Una vez en casa mamá me dio un beso por haber capturado aquellas dos carpas; era el cuarto
año de guerra y la comida escaseaba. La pobre ni se imaginaba que aquello no podía acabar de otro
modo que no fuera con un tremendo embrollo.
Muy pronto supieron de mi existencia. Alguien dio el soplo. Alguno de los que se ocultaban tras
aquellas ventanas colaboracionistas me delató a Záruba. Me olía que se tendía una tela de araña a mi
alrededor, divisaba nubarrones sobre mi viejo estanque, que últimamente, me parecía un lugar
maléfico: el viento lo agitaba y las olas rompían amenazantes contra sus orillas cubiertas de hierba.
Incluso la fábrica de cerveza me resultaba inhóspita, con aquel hedor a cerveza en lontananza.
Pesqué unas cuantas carpas más, hasta que me entró miedo. Todos los miembros de nuestra
familia estaban ya en un campo de concentración o muertos. A la abuelita Malvina, la que le
reprochaba al abuelo Ferdinand que fuera a jugar al tute, por lo visto la gasearon en Auschwitz.
Tumbado en su cama, helada, cerré los ojos e imaginé un avión gris, modelo Heinkel, con cruces
negras en las alas, lanzando bombas. Después me calcé las babuchas y recorrí sigiloso aquella
gigantesca casa, maldita, muerta. Pasé frente a mi madre, menuda, profundamente dormida, que
penaba hasta extremos insospechados por el mero hecho de no haber querido separarse de un judío
ante los hombres una vez lo hubo tomado por esposo ante Dios. La contemplé: asomaban ya las
arrugas en su frente, se había afanado con las labores más duras en los campos. Puede que aquel día
ni siquiera hubiera cenado. Tenía el aspecto frágil de un niño, mientras que yo tenía la sensación de
ser adulto, dado que era el único y el último hombre de la casa. Descendí por las escaleras de piedra
hasta la planta baja, dejando atrás puertas tras las que no vivía nadie más que las almas de los
difuntos. Allí, una vez, vivió la señorita Hassoldová, la de Correos; ahora descansa en paz en el
cementerio de Buštěhrad. Por todas partes pululaban arañas con una cruz en el dorso y telas de araña.
Entré a la bodega. En la cuba de piedra nadaba la última carpa que había capturado. Iba de acá para
allá en tramos cortos: cuando su romo hociquillo se topaba con la pared de piedra, se daba la vuelta.
Me ignoraba, como si se hubiera dado cuenta de que le había contado un cuento en el que el mundo
era como el paraíso y después la hubiera traicionado, como hacen todos los que prometen el paraíso.
«Mañana iré de nuevo al estanque y le traeré un hermanito y una hermanita. Todos tendrán ojos
dorados que brillarán como faros dorados.»
Al día siguiente, al atardecer, cuando se cerraron las ventanas del castillo y Záruba se sentó
frente a su cena, agarré de nuevo mi caña recortada y marché hacia la represa. Pasé frente a los
álamos, de los cuales caían al suelo hojas como de lupino, y frente al señor Oplt, que estaba plantado
en el dique fumando como una chimenea. Encaramado al sauce pesqué la primera carpa. Emergió, se
tragó la carnaza y se sumergió como un submarino. La puse a buen recaudo en el fardel, cubriéndola
con un trapo para que no aleteara. Cuando me disponía a pescar la segunda, apareció Záruba. Así que
no estaba frente a su cena, sino junto al estanque, acechando. Venía corriendo desde el pozo,
vociferando:
—¡Detente! ¡Detente, barrabás!
Corría con torpeza y lentitud. Eché mano a la caña y salí disparado cual caballo de carreras.
Troté hasta la tasca de Oplt, que esperaba al pie de un árbol. Oplt, sin abrir la boca, me señaló el
portillo de su patio, abierto, y dijo:
—¡Enciérrate en el cobertizo!
Al rato entreoí a Záruba jadeando y discutiendo con Oplt. También al hermanito de la carpa,
boqueando en el fardel. Yo, por el contrario, contenía la respiración. Estaba aterrado. La gente como
Záruba es malvada. Pueden hasta matarte.
El señor Oplt me abrió más o menos transcurrida una hora; ya podía irme a casa con
tranquilidad.
Al día siguiente regresé; pensé que a nadie se le ocurriría que pudiera tener el descaro de
hacerlo. Oplt ya no estaba allí; se ve que no quería tomar cartas en el asunto.
Apenas me hube acomodado en el sauce, apareció Záruba. Llevaba en la mano una vara corta
parecida a una porra con la que se le podía partir la crisma a un cachorrillo como yo. De sopetón,
comprendí que Záruba era sesudo y astuto como Quasimodo. Se trataba de un enemigo más peligroso
que los alemanes del castillo o que los soplones de las ventanas. Conocía mis costumbres; había
entendido que por mis venas corría sangre de furtivo. Jamás lograría escapar de él; a la postre me
daría alcance con su vara, corta y rígida, y me molería a palos, si no me mataba.
Dejé que se acercara un poco más. Gritó:
—¡Detente, bastardo! ¡Detente, judío de mierda!
Ya no se me partía el alma ante los improperios; me había acostumbrado a ellos en el transcurso
de la guerra. Me bajé del sauce de un brinco, atravesé con facilidad el talud y me deslicé a la carrera
entre los álamos. Me sentía liviano como una pluma, con la seguridad de que no me atraparía. Era el
único de la familia que no tenía ni grilletes en las piernas ni argolla en el cuello. Así que corrí, libre
como un pájaro, hasta los campos de labranza, huyendo por las veredas hasta el bosque azul. Dormí
bajo los abetos, escuchando de noche a las lechuzas. Volví a casa ya de mañana. Mamá me contó que
por la noche habían venido los carabineros, armados con rifles y bayonetas caladas. Luego,
rompiendo a llorar, se arrodilló ante mí para suplicarme que no regresara jamás al estanque.
Los carabineros no volvieron a pasar por casa. El brigada Knesl, conocido nuestro, nos confió
que Záruba había estado en el cuartel de los carabineros, donde había pregonado:
—Yo ajustaré cuentas con ese bribón. Es asunto mío. Yo soy el estanquero.
Evitaba el viejo estanque con un gran rodeo; me había convencido de que en él nadaban
cocodrilos y tiburones. Y también pulpos que me arrastrarían a las profundidades expulsando tinta
azul de la marca Barock para que mamá no me encontrara y no me pudiera enterrar en una plácida
tumba junto a la señorita Hassoldová en el cementerio de Buštěhrad. El estanque, en lo que a mí
respectaba, había dejado de existir. Lo había sepultado en mi memoria. Ahora acaparaban mi
atención el fútbol y el bosque. Y además debía trabajar: recolectar las espigas de las que, con el
mayal, desgranábamos los cereales, o recoger carbón de las escombreras para tener con qué
calentarnos en invierno.
Ni siquiera sé cómo ocurrió: un día fui a la bodega y entre mis manos, de nuevo, tenía la cañita.
La cabeza me daba vueltas. «Tontaina, en el viejo estanque no hubo nunca tiburones ni pulpos, sino
centenares de hermanitos-carpa de ojillos dorados.»
No pude contenerme.
Me puse en camino con el crepúsculo. Dejé atrás los álamos y la represa, en la que no había ni
un alma. Tal vez salí algo temprano, aún se veía. Sin embargo, una vez en marcha no había vuelta
atrás. No me detuve junto al sauce, me dirigí hasta la bomba de agua a la orilla del estanque. Para
verlo de lejos si es que se acercaba. Conducían hasta mí tres vías de acceso. La primera paralela al
estanque; la segunda en el lado opuesto, también paralela al agua; y la tercera, una callejuela angosta
que ascendía hasta la escuela. Záruba podía llegar por uno de estos tres caminos, y yo podía
escabullirme por uno de los dos restantes.
Desenvolví la caña y eché el anzuelo. Experimenté una beatitud inefable con el vaivén de la
veleta sobre el agua. Esta era verde como la hierba del bosque y desprendía el aroma de los peces.
Junto al ancón croaban las ranas y de la fábrica de cerveza provenía el traqueteo regular de la
maquinaria. La veleta comenzó a zarandearse. Estaba asomado al agua cuando caí en la cuenta de que
algo no iba bien.
Al levantar la cabeza me quedé de piedra. Por una de las orillas del estanque avanzaba hacia
mí, sin decir ni pío, un tipo al que no conocía. Y por el otro extremo del estanque se acercaba otro
más. Arrojé la caña al agua. Tenía las piernas como anquilosadas. Se hizo el silencio en el estanque;
podía escuchar mi corazón tocando a rebato. Y entonces tomé impulso. Salté por encima del borde de
la bomba y salí disparado calle arriba hacia la escuela. Era mi tercera y única opción. Alargué los
pasos mientras, de nuevo, advertía el silencio que reinaba en la ciudad. Al parecer, toda la localidad
seguía atentamente mi carrera, casi toda la ciudad estaba de mi parte. Desde las ventanas del castillo,
abiertas, oteaban los alemanes con prismáticos ante los ojos. Desde las ventanas de los delatores,
también de par en par, se asomaban hombrecillos huesudos y sus prójimas.
Corría a pasos agigantados por la callejuela.
Viré en el último recodo. Ante mí apareció el mismísimo Záruba. Esparrancado en mitad de la
calle como los de la Gestapo que solían ir de vez en cuando a casa a hacer un registro. En la mano,
aquella vara corta que se asemejaba a una porra. A ambos lados de la calle se alzaban muros; era un
lugar apartado de todas las miradas.
Se me doblaron las piernas. Me agarró del brazo. Como esperaba recibir el impacto del garrote,
me encorvé. Pero no sucedió nada. Alcé la vista hacia él. Me dio una orden tajante:
—¡Grita!
Al principio no até cabos.
—¡Venga, carajo! ¡Grita!
Entonces lo entendí. Debía gritar para los alemanes de las ventanas de palacio y para los
colaboracionistas. Grité del mismo modo que una vez oí chillar a un gorrino cuando, en casa del
abuelo Ferdinand, lo intentaron matar con una Browning y no atinaron ni al primer ni al segundo
intento. Me desgañifé con todas mis fuerzas, del mismo modo que antes me había dejado el alma
corriendo. Záruba, pegado a una de las tapias, daba azotes al aire con su vara corta y dura. Luego me
zarandeó y concluyó:
—Es suficiente.
Entonces, frente a frente, nos observamos detenidamente. Eramos los últimos monos de la
ciudad: él, marcado por Dios, y yo, estigmatizado por un pueblo superior. Preguntó:
—¿Y papá? ¿Os escribe desde el campo de concentración?
Meneé la cabeza a modo de negación.
— ¿Y tus hermanos?
De nuevo, negué con la cabeza.
Después, el señor Záruba se apoyó en un muro, se encendió tranquilamente un cigarrillo, como
si estuviera en el soportal de un balneario, y me echó la siguiente perorata:
—No te asomes más al viejo estanque. El nuevo también es bonito. Puedes pescar desde las
casas de labor. Allí nadie te verá, es un lugar completamente seguro. Y las carpas del estanque nuevo
son, en mi opinión, aún más sabrosas. Pero ve solo cuando sea noche cerrada, cuando no brille la
luna.
Yo lo miraba con los ojos fuera de las órbitas, como en éxtasis. Asentí para indicar que así lo
haría.
Finalmente, añadió:
—Y ahora márchate, cojeando. Ve cojeando hasta casa, como aquella vez, la primera vez que
nos vimos, en que llevabas esa enorme gorra calada hasta las orejas y renqueabas para que no te
reconociera. ¿Recuerdas? Aquella vez en que me miraste de arriba a abajo para ver qué pinta tenía.
Le sonreí. Aquella sonrisa era lo único que podía ofrecerle. Al marcharme, escuché que me
decía:
—Y añade anís a la carnaza para las carpas. Las vuelve locas y pican enseguida.
Fui cojeando calle arriba.
Él, por su parte, se encaminó hacia abajo, hacia el viejo estanque, cimbrando entretanto la vara
y silbando aquella conocida, hermosa canción alemana sobre Lili Marleen. Era una canción hermosa
de veras; lo único que me molestaba es que les gustara tanto a los miembros de las SS.
Marché a casa, cojeé y examiné el nuevo estanque: hacia el atardecer, las carpas retozaban
cerca de la superficie en círculos, grandes como ruedas de carros o tractor. «Estas carpas seguro que
se tragan la masa con anís. No tengo más que aguardar un par de días a que comiencen las noches
cerradas.»
La larga milla
El final de la guerra flotaba en el aire como una esperanza. Habían esquilmado los dos
estanques de Buštěhrad y se habían zampado todas las carpas. No repoblaban los estanques porque
no tenían con qué. La cría de carpas se había agotado, del mismo modo que se había terminado la
munición. Pero en realidad a todo el mundo le daba ya lo mismo; en el orden del día figuraban otras
preocupaciones. Únicamente yo echaba en falta a los peces. Vagabundeaba por la región buscando
arroyos. Discurrían, lentos, a través de la llanura de chernozem;[7] no se trataba de riachuelos
argénteos como los cintillos y gargantillas de la reina, sino de regatos oscuros como el cielo de
Kladno,[8] incluso negros como el carbón de la mina Fran. Tan solo en algunos nadaban peces. Una
birria de peces. Gobios y pequeños ammodítidos, unos pececillos que se comen crudos cuando
apremia el hambre, o como los que churruscaban los buscadores de oro en los cuentos de London.
Pececillos plateados, níveos como los adornos de azúcar del abeto navideño. En ocasiones, en las
riberas cubiertas de hierba, se encontraban cangrejos parecidos a las gambas marinas. Meneaban sus
colitas, enojados conmigo, cuando los sacaba de sus guaridas, tan poco profundas. No había nada
decente que echarse a la boca, tan solo un enorme acuario cuyas paredes estaban constituidas, en vez
de por cristales, por las dos orillas del río, la arena del fondo y el cielo sobre él. A su alrededor
florecían las nomeolvides, que murmuraban: «Recuerda».
Recordaba a mi hermano Hugo y a mi hermano Jirka. Antes dormíamos juntos en un único y
gélido cuarto, en dos camas. A Jirka tenía que rascarle la espalda cada noche, de lo contrario era
incapaz de conciliar el sueño. En compensación me pagaba una corona.
Y entretanto Hugo, ese distinguido aristócrata, chascaba con la boca. Nos demostraba cómo
molía el molino de Koníček. Trabajaba allí como aprendiz, o más bien como currito de balde, a
cambio de harina y de una palabra amable. Descargaba el cereal y vaciaba los sacos. Tenía una vieja
bici y un remolque con el que repartía el pan a los labradores. Casi siempre tenía que empujar la
bici, tanto cuesta arriba como cuesta abajo, para que el remolque no se la llevara por delante. Los
labriegos entregaban centeno de calidad y recibían a cambio un pan exquisito que esparcía su aroma
allá donde fuera la bici.
Al atardecer, Hugo recibía pan, queso cervecero[9] y cerveza casera. Dormía en el molino, en
una litera.
Tiempo después, antes de marcharse al campo de concentración, inclinó su hermoso rostro
sobre mi cama, me apretó la cara con las manos, al rojo vivo, y me susurró un secreto singular:
—Cuando estéis en las últimas, acércate al molino de Koníček en busca de la anciana carpa. Se
la dejaron allí olvidada cuando vaciaron el estanque; seguramente se ocultó entre las raíces. Nadie
sabe de su existencia. Bucea allí, con sus largos bigotes, bajo el viejo sauce del extremo. La he
estado alimentando con pan casero para mí. Pero yo ya no la voy a necesitar. Arroja pan en aquel
lugar y ella acudirá.
Desde entonces había pasado una barbaridad de tiempo. ¿Qué andaría haciendo Hugo? Tal vez,
en lugar de pan con denominación de origen, llevaba un carromato de cadáveres para su incineración,
cadáveres con un número tatuado que no era ya de ninguna utilidad ni en la tierra ni en el cielo. Por
lo que dicen, Dios acoge en los cielos guiándose por otro orden.
Por el momento nosotros vivíamos en la tierra. Mamá. Yo. Por eso me dirigí al estanque del
molinero en busca de la anciana carpa. Tenía cuatro bigotes y a esas alturas sería o la mar de lista o
tonta de remate. En el bolsillo escondía un pedazo de pan casero que me había regalado la panadera,
la señora Bláhová. Le di un par de pellizcos, pero al fin me contuve y lo reservé para la carpa.
Tenía unas ganas locas de llegar al molino. En mi imaginación se trataba del fabuloso molino en
el que vivían los tres diablos Pacufrák. Me preparé durante semanas antes de ponerme en camino, y
al hacerlo iba canturreando la canción que me había enseñado mamá:
Por el arroyo caminaba,
pececillos la moza pescaba.
Los pececillos para el pescador,
las chicas guapas para el molinero son.
Aún más guapas para el cervecero,
que es un mozo altanero.
Marchaba colina arriba hacia el castillo por la linde de los campos del pueblo de Lídice.[10]
Abajo, donde antes se alzaba Lídice, se había puesto manos a la obra el NSDAP,[11] que cantaba a
pleno pulmón y con contundencia su himno:
Wir sind die Jugend
mit Hacke und Spaten.[12]
Con pico y pala removían la tierra, para que no la conociera ni su Creador. El estanque al que
solía ir con los chavales de Lídice lo habían destruido con dinamita, derramando el agua por los
alrededores, al igual que la iglesia. El regatillo que afluía desde Hřebeč había sido desviado. Con
las losas de mármol blanco del camposanto habían construido una calzada. Mientras cantaban,
pisoteaban los nombres y apellidos de las personas que descansaban en paz en aquel lugar. Luego se
callaron. Iban a trabajar. Habían dispuesto más dinamita, ya que con pico y pala era imposible borrar
aquella aldea blanca de la faz de la tierra.
Alrededor, los campos de Lídice.
Mi madre solía acudir allí a trabajar. Por doquier se criaban patateras y florecían diminutas
florecillas blancas. Las patatas crecían incluso en las tumbas de los hombres y muchachos
ejecutados; cuando las mujeres desenterraban aquellas patatas, resultaba que se asemejaban a
corazones humanos. Nadie se atrevía a llevar aquellas patatas a casa. Todos estaban atemorizados.
Unicamente la codiciosa Hanácková se las llevó en una bolsa: murió al cabo de un año.
Había tiempo de sobra para la carpa. El sol se mecía sobre el horizonte mientras yo
rememoraba los tiempos en que quería ir a la Larga Milla. La Larga Milla era un segmento de la
carretera que conducía hasta el aeropuerto, flanqueado por viejos tilos. La Larga Milla constituía
para mí un concepto indefinido. Significaba una gran carrera automovilística o una carretera sin fin, o
quizá la vida entera. El abuelo Ferdinand se sabía incluso un refrán:
Si con tesón a la meta te encaminas,
superarás incluso la Larga Milla.
Me dirigía hacia la Larga Milla dando pellizcos al pan casero reservado para la anciana carpa.
Tras salvar de un salto el arroyo, emprendí la cuesta arriba. Una vez en la cima, vislumbré que la
Larga Milla prácticamente había desaparecido. Por lo visto, un avión de combate Stuka que estaba
aterrizando se la pegó contra los tilos. Dio una vuelta de campana en el aire antes de estrellarse
contra un sembrado. Se hizo trizas y estalló en llamas antes de que llegara la bomba de incendios.
Con piloto incluido. Los frondosos tilos de la Larga Milla lo pagaron caro. Un general nazi, con
gorra de general, que había acudido en un vehículo oruga, dio in situ la siguiente orden:
—¡A todos nuestros enemigos se les corta la cabeza!
Y se les cortaron las cabezas a todos los árboles, de los que no quedaron más que unos tocones.
Las gentes del lugar lamentaron mucho el destino de aquellos árboles. Los labriegos lloraron los tilos
como si fueran sus propios hijos. Les venían a la memoria los recuerdos de cuando caminaban a su
sombra hasta Praga, con huevos y mantequilla para vender en el mercado. Adoraban la época de la
miel, cuando los tilos esparcían su aroma y se perdían en el firmamento, cuando las abejas se
elevaban hasta las copas de los árboles. Con sus flores se hervía infusión para toda la aldea, para
que nadie carraspeara cuando llegaba el invierno. Y ahora los caballos arrastraban los troncos a
campo abierto, y aun siendo vieja, su madera era nivea como el cuerpo de una virgen que no había
conocido el amor. Los aldeanos refunfuñaban: en otros tiempos ningún soldado habría podido
derribar un árbol vivo impunemente.
Caminé hasta el final de la desfigurada Larga Milla, desde la cual ya se iba divisando Praga.
A continuación regresé hasta el molino de Koníček, con las piernas doloridas.
El molino de Koníček era hermoso, casi tan hermoso como el molino de mi infancia, el molino
de Nezabudice. En la buhardilla se dibujaba, misteriosa, una rendija por la que seguramente se
colaban al molino los demonios Pacufrák cuando el molinero se largaba a la taberna. Los Pacufrák
eran buenos chicos, hacían de las suyas y entonaban su coplilla: «A la rueda, rueda de molino». El
mayor de los Pacufrák aún recordaba los tiempos del rey Jiřík[13] y cómo este dirigió sus huestes
hasta Buštěves:[14] se sentaba en la chimenea y, al graznar, el humo se le colaba por el ojete bajo la
cola de caballo. Como le daba calorcillo, estaba de fábula, pero tenía también que prestar atención
por si regresaba el molinero achispado.
Llegué al molino.
Estaba en completo silencio; el molinero, al parecer, estaba repantingado en casa. Ni rastro de
los Pacufrák. Entré al patio y llamé a la puerta de la casa de labor. ¿Cómo diablos se llamaría el
molinero? Si el molino se llama de Koníček, pues será Koníček. Al rato salió el molinero
abotonándose el pecho de la camisola. Hizo un ademán con la cabeza a modo de respuesta a mi
saludo y preguntó afable:
—¿Qué es lo que quieres, chaval?
—Señor Koníček, ¿podría echar aquí el anzuelo?
El molinero se apoyó en la pared y respondió:
—Yo no soy Koníček. Koníček era el primer molinero. Repetí mi petición, esta vez sin llamarlo
Koníček. Dijo:
—Pues echa el anzuelo. Aunque no vas a pescar nada. En este lugar no hay más que trucho-
percas. No llegan al tamaño del dedo meñique y no se las comería ni mi gata Lucie. Las trajeron los
pájaros, aún como huevas, en las patas y el pico. Ni siquiera picarán el anzuelo, porque tienen la
boca pequeña. Este es ya un estanque muerto, igual de muerto que el río y que el molino. ¿Sabes?,
mejor no vayas al estanque, pasa a la sala de estar y charlamos un rato.
Parecía un buen hombre. Sin embargo, negué con la cabeza mientras sacaba el sedal, no fuera a
ser que se lo pensara dos veces. Hizo un gesto de desdén con la mano, dándome por perdido.
—Venga, vete.
Yo sabía lo mío; al parecer era el único que conocía el secreto del estanque. Yo y mi hermano
Hugo. Cuando me dirigía hacia la represa desde el molino, escuché al molinero gritándome burlón:
—¡Todo lo que pesques es tuyo! ¡Todo tuyo!
A continuación desapareció en el interior del molino. Respiré aliviado. Llegué al estanque,
poco profundo. No era gran cosa, se podía vadear empleando como apoyo una piedra. Pero era
hermoso como un plato de porcelana para ensalada. En su margen se balanceaba un barquito con dos
remos y junto a la orilla crecían álamos y, aquí y allá, algún sauce. En el agua, verdosa y límpida,
flotaban como hojitas de saz las diminutas trucho-percas. ¿Qué les habrían dado las trucho-percas a
los pájaros para que las transportaran por el aire hasta un estanque tan bello? ¿Qué les habrían
prometido? Naranjas de la China: había sido la naturaleza la que así lo había dispuesto. Las trucho-
percas jugueteaban como críos; eran pececillos de juguete para el principito del castillo. Yo tenía
otras preocupaciones. Me dirigí hacia el viejo sauce resquebrajado del extremo, donde debía de
vivir la anciana carpa. ¿Y si ya la había capturado el molinero? Bien que se reía cuando me gritaba
que todo lo que pillara era mío. ¿No vociferó acaso que me concedería algo más? Seguramente la
mitad del molino y su agraciada hija.
El último sauce se inclinaba sobre la superficie hasta remojar sus delicadas hojas, pero no se
veía nada más en el agua. Anudé el anzuelo a un sedal largo, le enganché el cañón de un ganso al que
en tiempos había despachado papá y corté una caña. Fabriqué una bolita de miga de pan y lancé el
anzuelo al estanque.
El pan casero aún desprendía su aroma. Le tenía unas ganas terribles a aquel pan. Pero no era
para mí. Era el pan de la carpa. Lo partí como en la eucaristía y lo arrojé al estanque para atraer a la
carpa. El pan se transformó en islotes flotantes sobre el agua cristalina, pero no apareció ni un alma.
Empecé a hablar en voz baja:
—Carpita. Viejita. Nada hacia acá. Soy yo, el hermanito de Hugo, el que te cebaba con pan
casero. Carpita...
Me sentía en la gloria: de nuevo, después de tantos años, podía pescar en público. Nada de
estanqueros. Se me cerraban los ojos, la Larga Milla me había rendido. Me dormí hecho un ovillo,
como un tejón, y para cuando me desperté titilaban sobre el estanque los últimos rayos de sol. La
caña estaba tirada en el suelo y la veleta de ganso no se movía. Pero habían dejado limpia la
superficie. ¡El pan había desaparecido! Así que estaba allí, vieja zorra. Se había zampado el pan,
embadurnándose los bigotes, pero no había picado el anzuelo, la muy astuta. No le apetece abandonar
el estanque de Koníček. Imaginé para mis adentros cómo había devorado a nivel del agua mi pan,
abriendo las tragaderas.
Lancé el último pedazo de pan a la superficie verdosa y volví a caer como un cesto. Me
adormeció la Larga Milla. Ahora ardía el avión, y ardía el piloto vestido con su mono, y a mí me
daba lástima a pesar de ser alemán.
Y cuando me desperté, mi caña, que no había asegurado, navegaba sobre el agua arrastrada por
una gran carpa.
No me paré a pensar demasiado. Tenía que tirarme al estanque. Me quedé en cueros y me
adentré en el agua. Me inundó el frío: el agua estaba ya fresca en otoño. El barrillo del fondo se
filtraba entre mis dedos, se me encogió la munición.
Me encaminé hacia la anciana carpa. Las trucho-percas, con sus aletillas rojas, salieron en
desbandada como hojas de colores, enturbiando el agua. No resultó fácil. La caña corría a toda
velocidad delante de mí como un estrafalario barco sin pasajeros; al acelerar yo, aceleraba también
ella, salpicando agua sobre la superficie. No me quedó más salida que fatigarla. No cejé en la
persecución. El molinero se presentó en la represa:
—¿Qué andas haciendo?
—Persigo a una carpa con caña.
—¿Una carpa? —se sorprendió. A continuación ordenó—: ¡Sal del agua!
Salí. El volvió al molino y regresó con un gran salabre y un saco de tela de los que usaba para
la harina. Me miró, amoratado, y verdoso, y de todos los colores, castañeteando los dientes. Me tiró
el saco para la harina y me dijo:
—Sécate. Da pena verte.
Me sequé, pero entonces me quedé todo blanco de harina. Entretanto el molinero se acercó al
estanque y desamarró la barca a remo. Lanzó al interior el salabre y me indicó con la cabeza que
subiera a bordo. Yo estaba encantado de que me ayudara. Hizo fuerza con los remos y partió en pos
de la carpa. El molinero tenía una fuerza sobrehumana: la barquita casi brincaba sobre el agua, como
si el camino fuera más fácil por el aire. La carpa, también forzuda, no se quedaba atrás, atemorizada
por la caña que flotaba sobre su cabeza, atemorizada por la barca y atemorizada, sobre todo, por el
molinero. De cuando en cuando emergía a la superficie su poderosa aleta dorsal. El molinero hincaba
las rodillas, sudaba a mares, invocaba la ayuda de Dios y del Diablo, se quitó la camisola. Entonces
la carpa cometió un error: se adentró en un rinconcillo del estanque del que no había forma de huir.
Sujeté la caña y la carpa, agotada, se echó sobre un costado jadeando. El molinero la recogió y la
metió en la barca.
Una vez en la orilla la colocó sobre la hierba otoñal; solo entonces tuve oportunidad de
examinarla. Tenía un mostacho digno de un genio del agua; no le faltaba más que la pipa. Y tenía
unos ojos peculiares, sabios, parduzcos, que me parecieron hogazas de pan casero reducidas. Por lo
demás era dorada como un lechoncillo. En aquel preciso instante se estaba poniendo el sol, con lo
que el oro se fundía en sus costados; daba la sensación de que el oro lloraba y se deslizaba de vuelta
a su balsa natal. Tenía las aletas algo ajadas de hurgar y buscar en el estanque algo a lo que hincar el
diente cuando no tenía a tiro pan casero. El molinero también la observaba detenidamente, si bien, al
parecer, con ojos diferentes a los míos. Exclamó:
—Quién lo habría dicho. Semejante pieza en mi estanque.
Luego la cogió en brazos, como se sujeta a un bebé, y se marchó con ella al molino. Comprendí,
de sopetón, que quería quedársela.
—Señor Koníček, esa carpa es mía.
Girándose, contestó:
—Eres demasiado pequeño para una carpa así de grande.
Entró en el patio, y yo, en cueros e in albis, detrás de él. No quería renunciar a la carpa, porque
no me pertenecía solamente a mí, sino también a mi hermanito Hugo, que la cebó con pan casero. El
molinero la colocó sobre una tabla bajo el cobertizo y se fue. Agarré la cabeza de la carpa entre mis
manos y le dije:
—Carpita. No tenía que haber venido.
El molinero regresó, maza y cuchillo en ristre. Le reventó la cabeza y le cortó las agallas para
desangrarla. A continuación le raspó el cuerpo para eliminar aquellas grandes escamas doradas, que
volaban y salpicaban en todas direcciones, cayendo como una lluvia áurea sobre el suelo y
adhiriéndose a la madera, pegándose a mi cuerpo desnudo y enharinado. Luego el molinero la abrió
en canal; del intestino cayó al suelo mi muy preciado pan, embadurnado y sin digerir. El molinero se
lo lanzó de una patada a las vigilantes y mendicantes gallinas y yo me eché a llorar. Se dio la vuelta
para preguntar:
—¿Aún estás aquí?
Le supliqué si podía llevarme las escamas.
—Recoge las escamas y lárgate. Pronto se hará de noche. Arrodillado en el barro, recogí
escamas a manos llenas. Fui hasta el montón de ropa y las embutí en los bolsillos. Entonces se me
vino encima. Una intensa tristeza y un intenso pesar. Una intensa ira contra aquel injusto molino, en el
que la chimenea humeaba mientras se cocinaba en su interior una cena preparada con mi gran pez. Me
acerqué al sauce de la anciana carpa. Empezaba a oscurecer, pero de su tronco podrido surgía luz,
como si diera la bienvenida o se despidiera de alguien. Ya no me sentía tan solo. Los aldeanos
estaban en lo cierto: los árboles están vivos e indefensos como los niños o la caza huidiza.
Dejé de lloriquear y emprendí el camino de vuelta, mucho más penoso que el que no tiene
regreso. Llegué a casa. Mamá estaba ya dormida. Sobre la mesa me tenía preparado un tazón de leche
de cabra y una rebanada de pan negro.
Esparcí las escamas sobre la mesa de mi alcoba. Primero dibujé con ellas la cara de la anciana
carpa. Luego las alineé en filas y columnas, cornetas y batallones, para capitanearlas: derecha, ¡ar!,
izquierda, ¡ar! A mis ojos, las escamas se meneaban y refulgían. Conformaban un magnífico ejército
que había acudido para instaurar la justicia en el mundo entero. Luego me quedé frito bajo el edredón
y, dormido, como monarca concedí el perdón a los injustos. En mis sueños las escamas se
transformaron en preciosas monedas doradas del rey de las carpas. En cada una de las monedas
aparecía un emperador, con patillas y condecoraciones en la pechera del uniforme, bajo el cual
rezaba: Romanum imperarum. De nuevo ordené: media vuelta, ¡ar! Las monedas se giraron dejando
a la vista el escudo de Lorena y el león checo. Soñé, además, con la época de la miel, con la fiesta de
los árboles y la fiesta de las abejas. Divisé a una hermosa virgen de cuerpo blanco e inmaculado
como el cuerpo de los tilos en la avenida a la que se llamaba, de toda la vida, la Larga Milla.
Un joven valiente
En casa de Prošek después de la guerra
Los viajes más bellos del mundo se hacen en canoa. He recorrido los ríos Lužnice y Vltava en
cinco ocasiones; en muchas más enfermé en el intento. Navegar por un río es hermoso y, para un
pescador, fantástico. Como cuando se come pan fresco con mantequilla y se unta por encima con
miel. Sencillamente, un sinfín de placeres de una tacada. Estar en tu amado río pescando peces cada
día. Detenerse en los remansos más bellos y en los parajes con más encanto, a los que el resto de los
pescadores jamás llegaría ni siquiera a pie, tanto menos en automotor. El agua te lleva. Basta con
remar un poco.
Y en lo referente a remar somos grandes. Sin lugar a dudas. Mi primer compañero fue Honza el
Largo. Un tipo formidable, de cabello rizado y pelo en pecho, piernas larguiruchas como las de un
jugador de baloncesto y brazos como palas de minero. Soltaba el trapo con gusto y tenía una bonita
voz para cantar. Y atraía a las mujeres mucho más que yo.
Acordamos que zarparíamos juntos en canoa por el río que, entre nosotros, llamábamos Ontario
Lužnice. Un río que desconocíamos.
El medallista de plata de piragüismo en las olimpiadas de Berlín, Bóža Karlík, nos aseguró que
no debíamos albergar ningún temor, que aprenderíamos todo sobre la marcha. Además nos relató las
más extrañas anécdotas. Como la del piragüista cuatro ojos que volcó dos veces y otras dos se le
hundieron las gafas. A la altura de Sobéslav le pegó unos tapones de corcho a las gafas para que, si
volcaba, flotaran. Al tercer vuelco, sin embargo, aunque las gafas flotaron gracias a los corchos por
el Lužnice, el piragüista desapareció.
Muy gracioso, señor Karlík.
A pesar de todo, nos lanzamos de cabeza al asunto como aquel que, sin saber nadar, tiene la
esperanza de aprender una vez que se ha tirado al agua. Una temeridad. Especialmente porque no
teníamos tienda de campaña y ni siquiera éramos dueños de una barca. No logramos agenciarnos una
tienda y la embarcación nos la procuramos en el último momento. Nos salvaron la vida unas tías en
pelotas. Al ofrecerle al señor Leopold Danda cien coronas por el alquiler de su canoa, se hizo de
rogar, pero cuando añadimos cinco fotos de jovencitas ligeras de ropa del calendario de Playboy, se
ablandó. Era un hombre de gran sensibilidad artística. De modo que pudimos partir.
Escribimos a máquina, con papel carbón, una nota que dejamos en nuestras mesas de trabajo:
REGRESAREMOS DENTRO DE UN MES O NUNCA.
Partimos en tren hacia el pueblo de Suchdol Ontario, donde nos aguardaba nuestra decrépita
canoa de alquiler, que habíamos enviado por anticipado en un tren de mercancías. Jóvenes,
estábamos en edad de no tener ni dinero ni demasiadas pertenencias, apenas un talego medio vacío
con alguna que otra lata de bazofia incomible. Confiábamos en una única caña plegable, rajada, en un
único carrete y en una única imitación. Y en el pico de oro de Honza. Como antiguo presentador,
tenía la habilidad de venderle un peine a un calvo de un modo que haría reventar de envidia incluso
al que es capaz de dar gato por liebre. Como más tarde se demostraría, era este un talento esencial,
puesto que no habíamos reservado albergue por teléfono y teníamos pocas provisiones. Ante todo,
nos llevamos tres botellas de becherovka. La becherovka, al parecer, sirve lo mismo para un roto
que para un descosido. Para entrar en calor, para salvar los rápidos, para untar bajo cuerda.
Con la piragua a rastras desde la estación, llegamos a Suchdol, la lanzamos al agua y nos
metimos dentro. Es una sensación muy peculiar, pero hermosísima. Como si navegaras en una cáscara
sobre cristal. Por todas partes se alcanza a ver el fondo. Te conviertes en el viejo indio que ideó esa
canoa y regresas a un río genuinamente americano. Te deslizas sobre el dorso de los peces, que no se
espantan, dado que te consideran un pez inofensivo. El curso superior del trayecto es tan bello como
la cumbre de una montaña nevada. Cuanto más cercano está el río a la civilización y a Praga, con más
frecuencia lagrimeará la porquería con la que lo llenamos nosotros, los hombres.
Remamos con las palas, sin demasiado éxito. La fuerza de la corriente nos lanzaba hacia las
raíces de los árboles, hacía girar nuestra canoa como una peonza. Honza el Largo iba delante, en el
asiento de proel, mientras que yo, como popel, timoneaba. Honza estipuló que nos turnaríamos cada
día; no estaba dispuesto a quedarse mirando cómo yo destrozaba la canoa alquilada.
Tras un par de horas de navegación empecé a pillarle el tranquillo. Al remontar revueltas,
rápidos, canales, gritaba ufano a Honza:
—Qué barbaridad, ¿no? ¿Qué me dices, camarada? ¿Qué tal soy como compañero?
Él gruñía como un oso.
A la par que cogía velocidad, el río iba desprendiendo el olor de los peces: me martilleaban la
nariz los vapores de agua, impregnados del aroma dulzón del cálamo.
Atravesaba el río un árbol muerto. Algún piragüista concienzudo había abierto a hachazos un
paso, lo justo para una canoa. A ambos lados de la abertura confluían las recias ramas coniferas,
henchidas de agua. Iba a tener que atinar en aquel luminoso túnel, de lo contrario tendríamos
problemas. Las ramas nos hundirían bajo la superficie. Honza se volvió hacia mí para preguntarme:
—¿Acertarás, amigo?
—Tranquilo, camarada.
Apunté hacia el hueco, que me parecía diáfano y amplio como la Torre del Polvorín.[15] Sin
embargo, cuanto más nos aproximábamos a él, más pequeño resultaba. Y entonces nos atraparon unas
corrientes de fondo —lo cual, a posteriori, nunca llegaría a creerse Honza— que nos arrastraron
bajo las ramas del abeto. Estas cedieron, tragándonos y oprimiéndonos bajo el agua, de tal manera
que nos vimos obligados a navegar según el sistema de los submarinos de la Marina Real inglesa.
Canoa volcada, talegos flotando. De detrás del abeto emergió del agua la cabeza de Honza,
cabreada:
—¡Pues parece que no has acertado en el agujero, macho!
Resignados, pescamos las cosas y nos escurrimos. Y seguimos navegando. Muy pronto nos
pusimos de uñas, como si fuéramos amantes. ¿Acaso se podía enojar uno al ver esos hermosos
viveros de lucios? ¿Al ver nadar a las truchas, a las que solo les faltaba, en medio de aquella paz,
cogerse de las aletas como las personas de la mano? ¿Acaso podía uno enfadarse cuando, desde el
firmamento, caía el sol de pleno sobre la embarcación, rodando sobre ella y caldeando el asiento
bajo nuestros traseros? ¿Acaso no estábamos recorriendo el río Ontario? Si entornábamos los ojos,
se podía divisar hasta una amazona, y aquel pájaro multicolor posado en una rama era una cacatúa.
Al atardecer Honza iba a mendigar albergue a las casas de labor en la ribera. Con éxito.
Dejábamos la canoa boca abajo en la margen del río y con los macutos a la espalda nos metíamos,
como vagabundos, en el pajar. No teníamos más que una vieja tienda de campaña remendada con la
que un soldadito alemán partió a conquistar el mundo, aunque al final no conquistara con ella nada de
nada. De modo que nos tumbábamos en su interior, con heno debajo. Se dice que desprende un aroma
tan intenso que hace que te duela la cabeza. Y antes de conciliar el sueño se acercaba el labrador a
pegar la hebra.
Por la mañana nos despertaban el canto del gallo y el gruñido de los gorrinos.
Al bajar encontrábamos bajo la escalera, en tazones, leche fresca y rebanadas de oloroso pan.
En la casa ya no había un alma: en el sur de Bohemia se madruga.
En estos parajes las mañanas son bellísimas. De buena mañana, en el río, todo es hermoso: el
día aún no se ha banalizado y nosotros no hemos tenido tiempo de emponzoñarlo. La naturaleza,
después de toda la noche, tiene la cara lavada y los peces son confiados. Solía pescar un caldero de
rútilos para desayunar. Cuando están churruscados, crujen.
Completaba la agradable paz matutina con mi canto, lo cual suponía para Honza un sufrimiento
atroz. Canto tan desafinado como gustoso. Tengo repertorio para horas enteras. Le había cogido
afición a una cancioncilla de la Espartaquiada. Al son bailaban y ejecutaban sus ejercicios niños de
azul, amarillo, rojo y blanco, y se titulaba La puerta dorada:
Gordos ratones el gato cazaba
hasta donde la ratonera estaba.
¡Adentro! ¡Tras!
Un ratón del agujero asomó
y del gato corriendo huyó.
Ñeñeñé, ñeñeñé, ñeñeñé,
ahora, ratitas, os va a hacer correr,
jojojó, jojojó, jojojó,
el gato multicolor.
Tenía su encanto que fuera tan inocentemente boba. No es que rimara muy allá, pero se remaba
la mar de bien al ritmo, en especial cuando en el río retumbaba aquel jojojó. Honza el Largo se
mordía la lengua y permanecía en silencio.
Así llegamos hasta la pasarela de U Tikalských. Hacia la derecha discurre el Río Nuevo y hacia
la izquierda el Río Viejo.
El Río Viejo es la jungla checa. Avanzamos algo más de diez kilómetros. Bosque y selva, dos
en uno. Tierra de nadie. Millones de mosquitos y de zanjas pantanosas. Árboles caídos al agua que
nadie había retirado y nadie había trozado. Fieras más salvajes que en cualquier otra parte. Antes
vivía en aquellos parajes el castor, que pretendían introducir de nuevo. Una reserva. No se permitía
vivaquear ni acampar. Estaba prohibido encender hogueras. Tal vez hubiera en el lugar incluso
forajidos. Las posibilidades de supervivencia de los seres humanos decrecían: si desembarcabas,
podías desaparecer tragado por el lodo.
Navegábamos bajo los troncos de los árboles. En otras ocasiones acarreábamos la embarcación
y el petate. Honza el Largo, por el momento, era mejor popel que yo. Sus brazos eran como los
tentáculos de un pulpo, capaces de abarcar de una palada un gran tramo de río. Todo un currante.
Pronto estaríamos empapados del salado sudor de los voluntarios que, sin tener la obligación, se
comprometen a algo. Habíamos dejado atrás la mitad del Río Viejo y estábamos, cada vez más, hasta
la coronilla de él.
Sin embargo, no sabíamos que, desde su torre de vigilancia, nos había avistado un mosquito.
«¡Ajá! ¡Carne! ¡Sangre a la vista!» Así resonaba su zumbido. Voló a pregonar la buena nueva de los
dos bípedos a sus hermanas y hermanos alados. Nos atacaron a millones. Como bombarderos y
cazas. Con lanzas por aguijones, que hundían en nosotros. Nos picaban solo las hembras mosquito,
mientras que los machos, nada sedientos de sangre, revoloteaban alrededor haciendo cundir el pánico
con su agudo ¡bzzzzz! Sencillamente se repartían las tareas. Con posterioridad he recorrido el Río
Viejo unas cuantas veces más, sin embargo nunca he vuelto a sufrirlos en tal cantidad. Frenaron
nuestros cuerpos y nuestra embarcación. Nos vestimos cual capuchinos, pero no surtió ningún efecto.
Se colaban por todas partes. Y, sobre todo, sabían lo que ha de saber todo estratega: que debían
romper nuestras filas. Muy pronto Honza y yo empezamos a ponernos de los nervios mutuamente. No
éramos más que dos: en efecto, cada uno nos convertimos en el pararrayos del otro. No servía de
nada matar a cien, puesto que un centenar más se colaba en el espacio liberado. Eran como la
langosta bíblica, como termitas. La canoa avanzaba a duras penas, como un barco de guerra
acribillado. No había adonde huir. ¡Aquel era su territorio! Bochorno, humedad y lodazales, el
cultivo ideal para estos bichos. Prendimos cigarros de junco para clavarlos en los laterales del
barco. Por el humo se sabía por dónde navegábamos.
Se nos abotargó la cara. Se nos hincharon además las manos, que tanto necesitábamos para
remar. Ya no navegábamos. Ni siquiera nos hablábamos. Nos encaramamos a la orilla. Y entonces,
queriendo romper el hielo, dije una tontería. Llegamos a las manos. El tenía más fuerza y zarpas más
largas. Me arrojó al Lužnice y, desde la orilla, comenzó a dar brincos, a reír como loco y a
vociferar:
Ahora, ratitas, os va a hacer correr,
el gato multicolor.
Jojojó, jojojó, jojojó!
En aquellos instantes temía por nosotros dos: era consciente de que aquello no era cosa de risa.
Era frecuente que muchos deportistas que habían resultado derrotados se partieran los morros; otros,
en situaciones críticas, habían llegado incluso a perder el juicio.
Ir a parar al agua, sin embargo, no cayó en saco roto. Mientras nadaba, solamente me asomaba
la cabeza, de modo que los mosquitos no podían acercarse demasiado a mí. Honza el Largo apuró la
becherovka y remó como el mismo diablo para poner pies en polvorosa cuanto antes de aquel río de
mosquitos, envuelto en trapos y atado con la sirga.
Desapareció la jungla. Quedó atrás la tierra de los mosquitos. El río fue a desembocar en medio
de prados regados por sus aguas. Nos quedamos en calzoncillos y, poco a poco, volvimos a
hablarnos como un matrimonio.
Entonces avistamos algo extraño: en los prados anegados ondeaban, haciéndonos señales, una
especie de banderolas. «¡Deteneos! ¡Deteneos!» Eran banderines como hongos. Aunque también
podían ser becadas o fochas. Debíamos acercarnos. Solo entonces le dije a Honza:
—Son carpas. Carpas enormes. Pacen en los prados inundados, haciendo el pino, como en el
circo, y agitando la aleta caudal como banderolas. ¡Desata la caña!
Honza no llevaba en las venas sangre de furtivo, por lo que protestó:
—¡No hagas locuras! Hay ahí una carretera. La vas a liar.
Pero me entregó la caña. Era mediodía. Todos estarían comiendo. Honza observaba cómo
preparaba la caña. Aún desconocía la pasión del anzuelo, nunca había pescado. Armé la caña sin que
me temblara el pulso y ensarté en el anzuelo un gusano, reservado para semejantes casos en una
bolsita de lienzo con hierba y musgo. Fijé un gran plomo para que volara lejos. Lancé, trazando un
gran arco, hacia el regato, el cual arrastró la veleta hasta el prado de las carpas. Una carpa picó de
inmediato y yo, al instante, comencé a enrollar sedal. En aquellas aguas poco profundas tuvo lugar
una batalla, como cuando se transforman los prados en labrantías. Eché una ojeada a la carretera. No
pasaba nadie. Honza, con los ojos como platos, sudaba la gota gorda. El pobre carecía de
experiencia.
Metí la carpa en el barco y saqué una más.
Y entonces empecé a forcejear con la tercera. Era grande a rabiar. Se resistió ferozmente, hasta
tronchar la caña. Y luego me volvió a tronchar lo que restaba de la caña, que ya estaba medio
podrida, puesto que había llevado para el agua la más vieja. Con los vestigios de la caña arrastré la
carpa hasta la embarcación. Cuando conseguí meterla dentro, ordené:
—¡Coge el portante! ¡Nos vamos!
Pero Honza no reaccionaba. Petrificado, miraba fijamente hacia la carretera, por la que se
aproximaba un hombre. Sin dejar de mirarlo, dijo entre dientes:
—¡Imbécil! ¡Te lo dije!
Qué le íbamos a hacer. Las canoas tienen para la pesca furtiva la desventaja de que en ellas
resulta imposible huir a ninguna parte. A contracorriente ni de guasa, y a favor te pillan sin remedio.
De modo que aguardamos a que aquel hombre llegara hasta nosotros mientras se nos pasaban por la
cabeza cientos de ideas. Tenía una pinta algo andrajosa, pero no parecía mal tipo. Se asomó a la
orilla para observar con atención las carpas que estaban en el interior del barco. Luego dijo:
—Buenas piezas.
Y tras un instante de silencio añadió:
—Dadme una. Tengo a mi esposa enferma.
Honza el Largo se inclinó para, con sus fuertes manos, atrapar al más grande de los mininos, al
que me había partido la caña, y se lo entregó como si fuera un bebé:
—Cójalo. A nosotros también nos ha salido gratis. Respiramos aliviados y nuestros corazones,
que se habían detenido, volvieron a latir. Al pasar el puente ambos nos desgañifábamos con la
cancioncilla de los ratones gordos. En un bosquecillo encontramos setas. Al atardecer atravesamos el
mayor vivero del mundo, el Rožmberák. Por la noche rehogamos en aceite las setas troceadas, que
retiramos para preparar las carpas en la misma sartén. Luego volvimos a añadir las setas, que
aderezamos además con rodajas de pimiento en conserva. A continuación huimos cada uno a un
rincón distinto de la orilla, como perros que temen por su hueso, resoplando sin cesar y sin decir
palabra, para saborear las tan afamadas carpas del sur de Bohemia. Nos zampamos una carpa de dos
kilos por cabeza, sin patatas ni pan. Aquella noche pernoctamos en casa de unos parientes de Honza,
en camas talladas. A través de la pared escuchaba el viejo reloj de madera con una muñequita
pintada, su tic-tac y, después, su ding-dong para que a los habitantes de la casa no se les pegaran las
sábanas, puesto que la hierba aguardaba la guadaña y las ovejas el pasto.
Atravesamos rápidos y ciudades del sur de Bohemia. Como no teníamos caña, mendigábamos
pescado como gatos glotones, al conocido grito de:
—¿Pican? ¿Pican?
Los pescadores a menudo caían en la trampa y respondían. La mayoría nos mostraba plateadas
bremas y carpas de poco tamaño que cumplían con las medidas por los pelos. Por aquella época no
navegaban muchas canoas; de hecho, durante el tiempo que duró nuestro viaje no vimos más que tres
canoas y una tienda de campaña, por lo que éramos para ellos una rara avis. Y por aquel entonces
proliferaban en el Lužnice peces en abundancia. Los pescadores nos llenaban la embarcación de
peces, casi siempre dichosos de que alguien mostrara interés por ellos e incluso por el pescado, que
por lo general ellos no daban abasto a comer. Les hacíamos preguntas ingenuas, cómo se llamaba tal
pez, si era astuto o poco avispado, y ellos nos aseguraban que todos los peces son de lo más ladinos
y que embaucarlos es cuestión de práctica, maña y oficio. Nos deteníamos junto a la orilla y ellos nos
contaban historias acerca de los peces o del río, dignas por su belleza de un poeta o del bardo de una
corte real. La naturaleza, la cual frecuentaban, les había proporcionado la escuela del respeto y del
amor, como una segunda madre. Por las revistas y los libros sabía que eran capaces de escribir con
sentimiento, pero ahora ya sabía que además tenían la habilidad de contar historias fascinantes. Y
también que, en ocasiones, le echaban inventiva, con lo que sus relatos adquirían las dimensiones de
cuentos de hadas que escuchábamos sin perder palabra y que nos rondaban la cabeza antes de que
nos venciera el sueño.
Tras pasar una revuelta nos hicimos amigos del señor Robejsek. En tiempos fabricaba máquinas
de café expreso, ahora era un jubilado dedicado a la pesca. Sentado a la solana con la cabeza
descubierta, ojeaba las cañas. Aminoramos la marcha y Honza se dirigió a él:
—¿Pican? ¿Pican?
El se rió y dijo:
—Chicos, yo ya soy perro viejo. Venid a la orilla, os prepararé un café. Pero será un café
acojonante.
Honza el Largo estaba enganchado al café, así que trepó a la orilla acojonantemente rápido. El
señor Robejsek permanecía en aquella plazuela desde la llegada de la primavera hasta la llegada del
invierno. Tenía allí una tartana parcheada y apañada de todos los modos posibles, además de un
toldo para dormir que parecía un comedero para corzos. Comenzó a moler el café. Activó un motor
de gasolina que, a su vez, puso en marcha el sistema de molido. Aquello golpeteaba, y traqueteaba, y
desprendía su aroma, mientras Honza el Largo se relamía los labios.
Nos sentamos frente a una mesita hecha de resecos y tabloncillos a sorber aquel fragante elixir
tostado que no habíamos catado en una eternidad. Callados, porque en momentos semejantes hay que
callar, puesto que son tan solemnes como el primer beso o la primera boda. Ante nosotros discurría,
perezoso, el Lužnice Ontario, pero el café olía como en Brasil. Podíamos ver los cuerpos de ébano
de los negros en las plantaciones, recolectando café de los arbustos para el señor Robejsek y
aquellos dos jóvenes. Obsequié al señor Robejsek con mi sombrero de paja, para que el sol no le
chamuscara la cabeza y, tras pimplarnos la mitad de la becherovka, lo nombramos caballero
cafetero. Vació de peces su vivero en nuestra canoa y adjuntó dos imágenes de la Virgen de Svatá
Hora[16] para que no nos ocurriera nada por el camino. Echó unas cuantas lagrimillas por no poder
acompañarnos, si bien un poco por cubrir el expediente. Se había habituado a aquel lugar. Cuando
atravesamos aquellos parajes un año después, estaba sentado en el mismo sitio; no se había movido
ni un palmo. Sus máquinas seguían golpeteando y traqueteando, y el café desprendiendo su aroma, y
los brasileños de ébano afanándose en las plantaciones. Así que se repitió la historia. Seguramente
siga allí sentado hasta hoy; sagaz, dio con el rinconcito del mundo en el que era feliz, mientras otros
confiaban en alcanzar ese rincón en el cielo.
Quieres la canción del Norte aprender,
quieres junto a mí en silencio escuchar
el salmón blanco los rápidos remontar...
El que cantaba esto, respetado público, era Honza el Largo. Tenía una voz de veras hermosa.
Les gustaba a todos: a la gente, a los pájaros, tal vez hasta a los peces.
Nuestra travesía duraba ya una eternidad. No nos afeitábamos, puesto que no había mujeres en
el horizonte; nos había crecido barba de chivo. Los aldeanos balaban a nuestro paso.
Ya fogueados, un día se sentaba detrás Honza y al siguiente yo. Y llebávamos la cuenta, como
en el fútbol, de quién atravesaba como popel más compuertas, de esas que se llaman esclusas.
Nos precipitábamos hacia esclusas poco o en absoluto transitadas. Nos regíamos por lo que
afirmaba Savrola [17] sobre el valor:
¿Ansiáis alcanzar la fama por vuestro arrojo?
Debéis arriesgar vuestra vida.
Nos lanzamos hacia una de aquellas peligrosas esclusas como posesos. Las olas nos bañaron,
nos arrancaron los remos de las manos, arrojaron la canoa al aire, como si fuera una pluma. Fuimos a
parar al agua, que no nos daba tregua. Me ahogaba. Cuando logré salir de los remolinos y las olas,
había perdido de vista a Honza. A la velocidad del rayo, tomé aire. El río tiraba otra vez de mí hacia
las profundidades y yo tan solo podía esperar a que me escupiera. Bendije haber invertido miles de
horas en aprender a nadar y bucear. No debía sucumbir al pánico. Al fin las aguas me escupieron.
Cuando asomé la cabeza, Honza el Largo seguía sin aparecer. Estaba al borde del llanto. Bobadas,
en semejante trance uno piensa, ante todo, en ponerse a salvo. Y en lo que iba a suceder. Y en las
consecuencias que tendría todo aquello. Ni rastro de Honza. Ni un alma que pudiera echarnos una
mano. Todo a la mierda. Su madre, que era un sargento, me mataría. No en vano decía de sí misma:
«¡Yo no soy severa, soy desalmada!». Me interrogarían: por qué no lo había socorrido y quién fue el
causante de la desgracia. Me sumergí de nuevo. Al salir a superficie, vi su jeta sonriente frente a mí
gritando:
—¡En peligro estamos en nuestro elemento!
Gracias a Dios. Resultó que, cada vez que uno estaba en la superficie, el otro lo estaba bajo el
agua.
En el siguiente dique, un aviso:
16 AHOGADOS OS ADVIERTEN
ESTA PRESA ES TRAICIONERA
NOSOTROS LO PAGAMOS CON LA VIDA
Y allá fuimos nosotros, no porque lo dijera el señor Savrola, sino porque éramos jóvenes y
necios. Porque aún no sabíamos que el coraje se demuestra en la vida en lugares distintos a los
diques traicioneros plagados de rocas o travesaños salientes. Íbamos allá porque todavía no
habíamos estado nunca muertos. Porque no conocíamos el significado de estar muerto. Porque lo
subestimábamos e incluso bromeábamos con ello. Porque nos sobrevalorábamos y envanecíamos de
ser excelentes nadadores. Porque no creíamos en los muertos. Nosotros habíamos sobrevivido, y
había sido hermoso. Y había sido de una hermosura loca. No estaban allí nuestras madres para, en
los más traicioneros diques, bajarnos los pantalones, azotarnos en el trasero y mandarnos rodear por
el sendero por el que iban los niños, acompañados de la señora maestra, a buscar nenúfares
amarillos.
En Tábor compré, con el dinero de emergencia, el carrete más barato para Honza y dos cañas de
bambú amarillas, como aquellas con las que pescaba el tío Prošek. Pagué dos licencias para el
criadero de lucios.
—Vas a probar qué tal con los peces —le anuncié a Honza el Largo.
No dijo nada, pero me percaté de que, extático, comenzó a temblar. A decir verdad, también
quería saber qué sería de él cuando tuviera que pescar como un adulto. Quería que conservara la
calma al pescar y, sobre todo, que no temiera que lo fueran a sacar de allí agarrado por el cuello. Y,
por último, en cierto modo pretendía compensar los peces que nos habíamos jamado antes en el
Lužnice ilegalmente, sin licencia. Algo así como una indulgencia. Como cuando uno comete un
pecado y luego atiborra de monedas el cepillo de la iglesia para que se le perdone.
Nos acercábamos a Příběnice. Era este, por aquel entonces, un hermoso pedazo de tierra checa,
y la tierra checa es mi hogar:[18] las ruinas del castillo de los adamitas, bosques profundos y una
taberna en la que servían cerveza. Con las licencias en nuestro poder, nos comportamos como los
amos del río: buceábamos en busca de almejas a las que abríamos la concha y cuya escurridiza carne
empleábamos como cebo para pescar peces.
Observé a Honza el Largo. Le temblaron las manos la primera vez que la caña le comunicó: toc,
toc, toc... Pegó un par de tirones y no atrapó más que las hojas de un chopo. Luego tironeó de la
almeja que se había tragado un gran bagre de aletas color carmín. Tras una larga pugna, jadeando por
la emoción, lo arrastró hasta la orilla, donde lo acarició y yo recordé el momento en el que, siendo
niño, hice exactamente lo mismo. Luego no hacía más que sonsacarme cuánto creía yo que pesaría el
bagre. Dejé mi caña casi desatendida; tan solo prestaba atención a Honza. No me había equivocado.
Tan pronto como tuvo su primer encuentro con un pez, picó él mismo el anzuelo. La mayoría de la
gente necesita iniciarse en la pesca en la infancia, pero su caso, al parecer, era la excepción a la
regla. Atrapamos un saco entero de bagres y rútilos. Pasamos varios días pescando en Příběnice.
En una ocasión, tumbados sobre el heno y contemplando las viejas vigas agrietadas del granero,
Honza comenzó a hablar sobre los peces con sorprendente erudición:
—No es como disparar a las liebres. Ves a una liebre y haces ¡bang! Pero pescar un pez... Eso
es, obviamente, algo arcano. Imaginación. Misterio. La imitación se sumerge en el agua, donde no
alcanza la vista. No puedes ver lo que está ocurriendo ahí abajo, no puedes ver qué tipo de pez la
ronda. Es un mundo ignoto...
Yo me quedé dormido y él seguía con sus historias sobre los peces, como un crío que le cuenta
a su madre los primeros días de escuela. Yo necesitaba conciliar el sueño cuanto antes, porque
quería levantarme temprano para ir de pesca sin él. Quería ir, de nuevo, solo. Cuando estoy de pesca
no soporto a nadie. Quiero estar a solas con el río. Me irrita una simple pisada, me indigna el habla
humana. Es como si no tuvieran cabida en la naturaleza. La gente, estando en plena naturaleza, a
menudo cotorrea acerca de minucias y estupideces, mientras que la naturaleza te habla, con su
lenguaje directo y claro, tan solo de la belleza, del amor, del odio, del sustento, de la muerte. Es
como si se hubiera descartado de la naturaleza todo lo superfluo. Cuando iba de pesca con mi padre
o mis hermanos, solía esfumarme en la ribera del río. Yo les otorgaba idénticos derechos, para que
pudieran hacer lo mismo, para que pudieran estar a solas en el río. De modo que me escabullí en
mitad de la noche del granero y de Honza el Largo.
Sucedió cerca del interesante molino de Suchomel. El molino era del mismo color de la harina.
Crucé en canoa al otro lado y dejé la embarcación de cualquier manera en la orilla. Era el momento
en el que languidece la noche y se despereza el día. La experiencia me había demostrado que esa
línea divisoria, ese momento crucial, es para la pesca el más propicio. El alba. Los peces andan,
después de la noche, somnolientos, pero ya más que dispuestos a hincarle el diente a cualquier cosa,
en especial cuando alguien se lo sirve en sus propias narices. Así que eso es lo que hice. Sabía que
allí, en el remanso al pie del molino, podía esconderse un lucio, de modo que puse como sedal un
cable con anzuelo simple. Y en él un pececillo esmirriado. Apenas lo lancé al agua, lo cazó un bagre
colosal. Lo coloqué suavemente en el interior de la canoa; respiraba profundamente, no se rindió con
facilidad. Después metí en la canoa otro más, y luego un tercero. Más tarde pesqué un lucio que
mediría sus buenos ochenta centímetros y una perca semejante a un gorro multicolor. En aquel lugar
los peces se amontonaban en el agua como en un criadero. Muy pronto convertí la embarcación en un
acuario. Lo dejé. Después de años había vuelto a pescar en condiciones. Y desde la canoa era un
placer. El barco se bamboleaba bajo mis pies cada vez que sacaba un pez. Era como en los
prospectos a color en papel cuché acerca de los lagos canadienses Nipigon y James Bay.
Regresé. Amarré la canoa a un arbusto junto al agua y fui a echar una cabezada.
A las seis de la mañana Honza el Largo ya me estaba zarandeando para que fuéramos a pescar.
Le dije que fuera solo. Cogió la caña y voló hacia el agua. Al llegar a la canoa, claro, comprendió el
estado de cosas. No me dirigió la palabra en toda la jornada. Y nunca jamás volvió a pedirme que
fuéramos juntos a pescar. Había empezado a convertirse en pescador.
Desde aquel día comenzamos a ir de pesca a lugares diferentes. Honza pronto entendió que su
compañero de pesca no era yo, sino el río y los astutos peces. De cuando en cuando me consultaba
algún que otro detalle técnico, pero eso era todo. En ocasiones traía un par de peces, sobre todo
percas y rútilos.
El Lužnice, poco a poco, tocaba a su fin. Seguíamos turnándonos: un día en popa Honza, al
siguiente yo. En lo referente a esclusas atravesadas, quedamos empatados.
A medida que nos acercábamos a Praga, el asunto del hospedaje pintaba cada vez peor. No en
vano los piragüistas afirmaban que en el sur de Bohemia el labrador te ofrece su cama y en el pueblo
de Slapy el pariente te manda a dormir al almiar. Era como si en los alrededores de Praga, y después
en la propia Praga, el Diablo hubiera transformado el corazón de la gente en piedra.
Se avecinaba una tormenta y el atardecer. No teníamos dónde pasar la noche. Podíamos dormir
al raso, pero ambos teníamos los huesos doloridos.
De pronto, avistamos junto al río una hermosa casa de labor, como de la época de Marketa
Lazarová.[19] Sacamos la canoa del agua y Honza se dispuso a entrar. Para que la cosa cuajara, hurgó
en el petate hasta dar con una chaqueta y una camisa arrugadas. Incluso se lavó y se peinó el pelo y la
perilla. Yo estaba molido; aquel día habíamos recorrido casi cuarenta kilómetros. Honza se portó.
Me aseguró:
—Todo irá bien, sale humo de la chimenea. Aquí nos va a tocar el gordo. Nos darán leche.
Camina despacio tras de mí. Déjame negociar primero.
Caminé detrás de él. Desapareció tras el portón, pero permaneció allí muy poco tiempo. Se oyó
un ladrido furibundo. Honza salió disparado por la puerta. Tenía el horror clavado en sus ojos.
Trotaba como un jugador de béisbol americano de primera, levantando bien alto las rodillas: se
había olvidado de que le dolían las extremidades. Al acercarse a mí a la carrera, gritó:
—¡Corre!
De inmediato avisté la causa de su carrera despavorida. Por el portón asomaron dos perros
alsacianos. Tampoco me quedé a esperarlos, galopé hasta nuestra madre-río. Por suerte no estaba
lejos. Lancé la canoa al agua y Honza saltó a ella ya en marcha. Justo a tiempo: acababan de
alcanzarnos los alsacianos. No se metieron al agua. Sentados en la orilla, jadeaban algo menos que
nosotros, sacando sus sudorosas lenguas rosadas, que se columpiaban en los morros. Se trataba de
perros valientes y, a todas luces, nobles; evidentemente tenían pedigrí.
Poco después rompió a llover a cántaros, el cielo se encapotó. Navegábamos por el río, lo cual
no era precisamente un camino de rosas: no sabíamos por dónde avanzábamos ni con qué nos íbamos
a topar. Se podía oír a los peces engullendo y sobre nosotros el susurro de las remeras de los pájaros
nocturnos. Teníamos un frío y un sueño terribles, pero no había ni rastro de casa alguna y, en
cualquier caso, tampoco nos dejarían pasar la noche en ninguna.
Y entonces vislumbramos una tienda de campaña.
Una tienda blanca, diminuta. Junto al río. No obstante, era considerablemente pequeña: una
tienda minúscula, como las que montan los escaladores en las planicies de alta montaña. Nos
quedamos hipnotizados mirándola, como un milagro. Honza el Largo dijo:
—¡Eureka!
Aminoramos la marcha, nos detuvimos y arrastramos la canoa hasta la orilla. Y luego
caminamos, aún más despacio, hacia la tienda de campaña. Al llegar a sus inmediaciones,
escuchamos un ladrido gruñón. De modo que tenían consigo un chucho. Estábamos allí plantados,
desconcertados, cuando resonó desde el interior una voz masculina:
—¿Qué quieren?
Honza respondió:
—Hace un tiempo de perros y no tenemos dónde dormir. Si pudiéramos guarecernos junto a
usted...
Durante un instante reinó el silencio, luego se oyó otra vez aquella voz masculina:
—Tengo aquí a una señorita.
Así que eran amantes, porque no tenían pinta de ser matrimonio.
Honza, ante la objeción:
—La señorita no nos estorba.
De nuevo silencio. Entonces la tienda se abrió y de ella salió, arrastrándose bajo la lluvia, un
piragüista de unos treinta años escoltado por un fox terrier blanco. Un tipo simpático que no se
complicaba la vida. Y tras él, a gatas, su novia. Encendieron una gran lámpara, de modo que
pudiéramos vernos las caras. Querían pasarnos revista. Nosotros también les hicimos un
reconocimiento. El piragüista llevaba puestos unos calzoncillos con estrellas plateadas, como
aquellos con los que, más tarde, se haría fotografiar el presidente Johnson. Su chica era guapa hasta
decir basta. Pelirroja de ojos castaños. Jamás había visto una muchacha tan espectacularmente
teñida, excepto en las películas de la Metro Goldwyn Meyer. Me encantó, y al parecer a Honza
también, porque no paraba de echarle miraditas interesantes por debajo de sus pobladas cejas.
Permanecimos en silencio. El piragüista, observando el panorama, se quedó pensativo.
Luego concluyó:
—Caballeros, esta tienda es demasiado pequeña. Les daré de beber té del termo y seguirán su
camino.
Mientras abría el termo, Honza se lanzó al interior de la tienda alegando que había dormido ya
antes en tiendas mucho más estrechas, de las llamadas «sepulturas». Los demás nos metimos detrás
de él para arañar al menos algo de sitio. Al piragüista no le quedó más remedio que apechugar. Yo
entré en último lugar. A Honza le asomaban bajo la tormenta las piernas enteras. Contando al fox
terrier, éramos cinco en la tienda. Me tumbé y el pequeño fox se acomodó sobre mí para que lo
calentara con mi cuerpo. Era de buena ralea, de cuando en cuando me pegaba un lametazo. El
piragüista, con su cuerpo, mantenía lejos de nuestro alcance a la chica pelirroja. A pesar de ello,
largo rato antes de quedarme dormido, estuve cavilando que me gustaría acariciar alguna parte de su
cuerpo. Al menos las manos, para entrar en calor y sentirme mejor. Sin embargo, no sabía cómo
lograrlo, y además me daba algo de reparo montar un escándalo. En una ocasión fui testigo de cómo
una mujer le endosaba una bofetada en la oscuridad a un tipo delante de todo el cine, por manosearle
una rodilla. Por el contrario, Honza el Largo no parecía andarse con remilgos. La primera vez, a
oscuras, se hizo un lío y metió mano al piragüista, pero luego tuvo más tino; incluso se escuchaba
cierto cuchicheo en la tienda. Pasada la medianoche el piragüista en calzoncillos con estrellas
plateadas echó de la tienda a Honza y, acto seguido, a mí, a pesar de que yo no había tocado nada de
nada. Para más inri, nos ladraba el pequeño fox que tan amigo mío se había hecho mientras
dormíamos.
Nos quedamos al raso. Apenas lloviznaba. Decidimos pescar hasta el amanecer algo más abajo
y seguir navegando con la luz del día. Al final, entre los dos, no pescamos absolutamente nada;
estábamos ateridos y la pesca no nos entretenía. Sin embargo, en medio de aquella oscuridad,
pasamos por alto una advertencia que avisaba de que en aquel tramo del río estaba totalmente
prohibida la pesca, de que, en efecto, allí no podía pescar ni el presidente, puesto que se trataba de
un desovadero en el que los peces desovavan y se deslomaban.
Al amanecer apareció en la otra orilla del río un hombre vestido con una cazadora marrón de
piel vociferando:
—¡Su número de licencia!
Para el curso bajo del río ya no teníamos licencia, cuanto menos número. Honza respondió:
—Podemos explicárselo. Me acercaré a buscarlo a usted en la canoa.
El tipo nos aclaró, con bastante severidad, que habíamos estado pescando en un desovadero y
que la broma nos iba a costar un riñón. He aquí el lío que había vaticinado Honza cuando
desempolvé la caña de las carpas junto a aquella carretera a orillas del Rožmberák.
Honza, en el ínterin, había encendido con ramitas secas una fogata entre los abetos, para que nos
calentáramos los tres. Y entonces preguntó si el caballero vivía allí, en la región, para, a
continuación, indagar a qué se dedicaban sus hijos y su esposa. No era más que un truco barato, como
cuando se le sirve una vulgar lombriz a una carpa, pero el caballero picó. Tal vez por eso merodeaba
por la ribera tan temprano, porque no podía dormir ni con su esposa ni sin ella, porque algo lo
atormentaba. Le alargamos la última botella de becherovka, que habíamos reservado para una
ocasión como esa. Empezó a echar pestes de todo y muy pronto proclamó que no quería ver nunca
más ni a su esposa ni a sus hijos, que navegaría con nosotros hacia Praga para vadear los Rápidos de
San Juan,[20] que por aquel entonces estaban ya erosionados hacía tiempo y no existían. Al final
Honza el Largo se lo llevó en brazos a la canoa y de vuelta al otro lado, es decir, a su familia. El
caballero no paraba de gritar:
—¡Ni desovadero ni desovadera! ¡Sois unos tíos legales! ¡Que vivan los Rápidos de San Juan!
¡Ni hablar de ir a casa!
Y gritando un sinnúmero de consignas diferentes, besaba a Honza. Cuando este zarpó, se acochó
a dormir en la orilla opuesta junto al cañaveral, como un cachorro. Al regresar a mi lado, Honza se
había entristecido, quizá por nuestra causa, por cómo habíamos actuado, o quizá a causa de la vida,
por cómo es. No volvimos a pescar y continuamos la singladura, con nuestra bandera Ontario a
media asta.
El sol, sin embargo, nos enmendó. Se podría decir que el sol es a menudo el medicamento
azufrado de los psiquiatras celestes, que lo administran para ahuyentar la tristeza y levantar el ánimo.
El sol es a veces más efectivo que las pastillas suizas Noveril o las americanas Aventyl HCI. El sol
es también una toalla de felpa amarilla que nos enjuga y un secador que nos seca. El sol se mete de
un salto en nuestro corazón para caldearlo cuando lo tenemos frío, como los perros el hocico.
En el Vltava, que es, como se sabe, algo más ancho que el Lužnice, subimos la canoa, con el
consentimiento de los almadieros, a unas almadías flotantes. Queríamos descansar sin dar palo al
agua durante un par de días. Se trataba, casi con toda seguridad, de las últimas almadías y de los
últimos almadieros, capitaneados por el tío Pisinger, de setenta y cinco años, al que solo le quedaban
ya dos dientes y una gorra blanca de visera chulesca. Nos comunicó:
—Chicos, en vuestro honor encenderé el saxofón.
Fumaba en una pipa curva en la que había dibujados unos ciervos bramando con las testas
erguidas. De la pipa salía una humareda como la del barco a vapor del Vltava. Encantados,
comtemplábamos el río al correr y las almadías que, chirriantes, corrían a la par. Amontonados sobre
las almadías, como las varas de Svatopluk,[21] había cuatro vagones de abetos de la región de
Šumavaque desprendían el aroma del pueblo de Kvilda y de los bosques que rodeaban Lenora y
Želnava. A uno no le quedaba más remedio que pensar en el orbe de soledades nemorosas del
escritor Karel Klostermann.[22] Pisinger, mientras tanto, nos iniciaba; yo intentaba trabajar con el
remo que llaman «inverso de ropero».[23]
En la almadía descansaba también nuestra embarcación alquilada. Tenía parches rosas de
esparadrapo, como un futbolista que ha sobrevivido a la liga de principio a fin.
En la orilla, un pescador. Reconocimos en él al otrora excepcional corredor de media distancia
Honza Novotny, periodista deportivo. «¡Eh, Honza! Honza, ¿has pescado algo?». «Tengo bremas».
Volaron hasta la almadía tres bremas como tres peces voladores. Bremas en su jugo, eso sí que es
manduca de la buena, pero tienen que cocinarse con grasa. En la almadía había un pequeño vasar,
como un altar sagrado, y sobre él arcilla con tepes. Allí cocinaban los almadieros por el camino. El
agua para la sopa de patatas la recogían directamente del río. Nos prepararon una estupenda sopa de
setas con patatas y nosotros, para corresponder, cocinamos las bremas con la manteca que llevaban
consigo en las cazuelillas de sus madres.
«Por última vez, chicos, canten con nosotros». Honza cantaba con su hermosa voz y yo con la
mía, desafinada:
¡Andulka, levanta!
El almuerzo has de preparar:
está cargado el barco
y yo debo zarpar.
Andulka se levantó,
el desayuno sirvió
y además hasta el barco
me acompañó.
Nos despedimos para siempre de los almadieros, pues nunca jamás volveríamos a verlos, y con
ellos del viejo Vltava. Remamos en silencio hacia Praga por unas aguas a las que se denomina
«aceite», ya que forman una rebalsa. Solo al llegar al barrio de Zbraslav vuelve a discurrir.
Saboreamos por última vez aquella sensación, cuando la embarcación se balancea de una ola a otra y
la proa susurra con suavidad. El sol, aquella enorme pastilla de los psiquiatras celestes, ya se
encontraba sobre la colina de Petřín.
Una vez en Praga, el señor Leopold Danda se permitió afirmar que le habíamos destrozado la
más hermosa de sus canoas. Dijo que jamás había visto una embarcación tan raspada, depauperada,
estragada, ajada y destrozada. Había alquilado unas cuantas, así que tenía cierta experiencia en el
asunto. Nos exigió por añadidura otras diez señoritas totalmente desnudas del calendario artístico de
Playboy. Los ojos se me salieron de las órbitas cuando ordenó:
—Tendrían que ser rubias, pero también acepto pelirrojas.
Así que me recorrí toda Praga en busca de aquellas mujeres de vida alegre de papel. Honza el
Largo me endilgó a mí la tarea. Tenía otras preocupaciones. Por aquel entonces salía con la pelirroja
de la tienda de campaña blanca.
De pesca en submarino
Ansiaba, al menos una vez en la vida, pescar en grandes ríos, lagos gigantescos y mares,
enormes ya por el mero hecho de ser mares. Durante largo tiempo me resultó imposible. En Estados
Unidos estuve pescando en el lago Michigan, junto a Chicago, pero no capturé más que pequeñas
percas. Pesqué lucios en el Dniéper, pero tampoco resultaron ser gran cosa. Por lo que se ve, uno
debe conocer a fondo cada país, familiarizarse con las costumbres de los peces y tener tiempo y
dinero para viajar o volar en busca de grandes peces a miles de kilómetros de distancia.
En Polonia me alumbró por primera vez la esperanza de pescar en alta mar. El almirantazgo
polaco me invitó a visitar sus submarinos de guerra. Acepté la invitación con júbilo, aun sin tener la
menor idea, sin saber siquiera a ciencia cierta si se podía pescar desde un submarino en marcha. Lo
primero que metí en el equipaje para mi viaje submarino fue mi caña de furtivo, del señor Troníček
de Braník. Estaba compuesta de cuatro segmentos cortos que permitían esconderla bajo el abrigo.
Cañas desmontables y plegables como aquella están hoy a la orden del día entre los fabricantes, pero
por aquel entonces se trataba de una pieza única. Escogí además unos cebos de cuchara giratoria
Heintz, pesados y plateados, así como un montón de cuentas de cristal y peces artificiales para burlar
a los peces marinos. Con mi caña bajo el abrigo embarqué en la lancha motora Siréna, que tenía
dibujada en una de sus bandas una gran sirena desnuda con escamas en la parte inferior de su cuerpo.
El mar estaba repleto de superficies de agua azules y verdes de mayores dimensiones que
Václavák.[24] El mar es, en definitiva, la más extensa plaza del mundo, y la vida se desarrolla sobre
todo en su subsuelo.
Rebanábamos el agua y cortábamos las olas, esas hijas del mar que renacen una y otra vez. El
jovencísimo patrón de la lancha Siréna, que hablaba un checo bastante decente, oteaba el submarino,
que debía estar situado a tal y cual longitud y latitud. La sirena chapoteaba con su escamosa cola en
las olas. Tenía unos hermosos pechos, firmes, pintados y secos, puesto que las olas no alcanzaban a
rozarlos. Me sentía de fábula.
Por fin el patrón de la Siréna hizo un movimiento: me pasó raudo los prismáticos para que
examinara el submarino. Pero con mis ojos, faltos de práctica, fui incapaz de avistar nada más que
una rayita en el horizonte que me pareció una cría de ballena en un edredón de olas, como las que
había visto en las películas. Todos los demás, no obstante, asentían, como que efectivamente se
trataba del submarino. Tomamos rumbo hacia él. Creció hasta alcanzar los ochenta metros, semejante
al gran puro del anuncio de Abadie. La parte superior era de un color azul grisáceo, mientras que la
panza era verde.
Me dio la bienvenida el mismísimo capitán del submarino Buitre [25] Czesław Obrębski. Un
tapacubos gigantesco saltó haciendo ¡rump!, ¡rump! Salieron de un brinco del submarino, como en un
cuento de Pushkin, unos valerosos mozos.
—¡Compañía! ¡Vista a la izquierda! ¡Ar!
Me recibieron como a un general del país vecino, cuyo principal mar es el pantano de
Rozmberk. En realidad, yo no era más que una personilla sin importancia que, para colmo, llevaba
bajo su abrigo abultado la caña de furtivo de Tronícek, con la cual me disponía a diezmar las
reservas de peces del Mar Báltico.
El capitán Czesław Obrębski, como la mayoría de los extranjeros, me habló, en primer lugar, de
Checoslovaquia. Había salido con una checa que lo engañó. Coleccionaba sellos checos, que no lo
engañaban. En ellos se podía percibir la cultura de los checos. Esos sellos eran el espejo que
respondía: «Sois los más bonitos». Me habló del sello de Cleopatra, arrellanada en un diván verde.
Yo no tenía ni la más remota idea de la existencia de ese sello. Una vez conocí a una Cleopatra en
nuestra calle, una verdadera zorra. Luego el capitán estuvo de cháchara acerca de otros sellos,
mientras su submarino surcaba los mares rumbo a Suecia. Suecia tenía unos sellos muchísimo más
sobrios.
A continuación me mostró el submarino de proa a popa. Estaba allí, además, cierto almirante,
por lo visto de inspección; se llamaba, creo, Romanowski. Mientras que Obrębski tenía treinta años,
Romanowski debía de doblarle la edad. Tenía pinta de criador de conejos. Casi siempre guardaba
silencio; no sentía la necesidad de pegar la hebra. Uno está acostumbrado a que la mayoría de la
gente se dé tono de inmediato: con una dicción perfecta, con el coche, con el sueldo, con la mansión,
con el chalet, con sus conocimientos, con títulos y honores, con galardones y erudición, pero también
con sus contactos o sus perros. El señor Romanowski era, obviamente, un ratón de oficina al cual
habían ascendido, a base de tiempo y enchufes, al grado de almirante.
El señor Obrębski me demostró que estaba al mando de una tripulación magníficamente
coordinada. La tripulación se esfumaba en un lapso de sesenta segundos antes de que el submarino se
sumergiera. En superficie navegaba a una velocidad de cuarenta kilómetros, bajo el agua a veinte.
Antaño, el Buitre era el submarino más moderno del mundo. Holanda lo construyó para Polonia antes
de la guerra por nueve millones de dólares. Artillería y ametralladoras. Periscopios. Teléfonos.
Lanzadores de cohetes. Diez proyectiles. Impacto certero hasta los cinco kilómetros. Maquinistas
trabajando en silencio en las bodegas. El torso desnudo, como los mineros en los estratos calurosos.
Ositos de hociquillo sonrosado y muñequitas con vestiditos rosas y patucos. Si estuvieran a punto de
morir, ¿jugarían con ellos? Y las fotografías de mujeres curvilíneas prendidas con chinchetas de las
paredes... ¿las apretarían tal vez entre sus manos? La muerte en un submarino, dicen, es la más
espantosa. Peor que en un avión en llamas o bajo las orugas de un tanque. Un submarino tocado se
hunde a menudo hasta el fondo del mar sin posibilidad de volver a superficie. Como mucho salen a
flote dos personas, disparadas como torpedos. Los demás aguardan hora tras hora hasta que se acaba
el aire y se van marchando los compañeros que tienen pulmones más débiles. Al final mueren los más
resistentes.
El submarino tronaba bajo la superficie. Rugía y temblaba, impulsado por caballos de acero.
Como si volara un gran avión bajo el agua, esa era la sensación. Solo que mucho más angosto. Sobre
ti, la presión de millares de metros cúbicos que te oprimen el alma.
Intentaba distraerme. Se ahorraba en espacio. Las camas se abatían de las paredes por las
noches, colgadas de cadenas. La mesa del comedor bajaba del techo. Y una vez había descendido:
—Prosze panów, obiad przygotowany![26]
Nos sentábamos a la mesa en sofás azules colocados en torno a ella. Yo estaba sentado entre
Obrębski y Romanowski. La cocina era pequeña y no preparaba comida caliente. Sopa de fruta fría.
Salchichón. Jamón. El señor Romanowski me sirvió té inglés mientras me preguntaba si también
había hecho el servicio militar.
—No le quepa la menor duda, señor Romanowski. Durante la guerra aún era joven. Pero
después de la guerra fui soldado. En el macizo de los Orlické incluso llegué a ganar una competición
de patrullas. Nos arrastrábamos bajo los obstáculos. Disparaban cartuchos. De fogueo. Dormíamos
en la nieve sin tienda de campaña. Fue de lo más penoso. Que si patatín, que si patatán. Una vez mi
padre me envió al servicio militar una caña de pescar, así que fui a truchas. ¿Sabe, señor
Romanowski?, mi padre cría conejos. Champagne, ¿los conoce, no?
El señor Romanowski meneó la cabeza en señal de que no los conocía, pero siguió escuchando.
Me llenó la taza de té y me pidió que le contara algo de la catedral de Kutná Hora, que había visto en
un grabado.
Le informé de que era un primor de catedral. Una joya. No sabía más.
Romanowski sonrió y yo pude observar por primera vez sus ojos: identifiqué en ellos un gran
cansancio, como si hubiera recorrido a pie el mundo entero y por el camino hubiera sufrido más que
el Cristo Nazareno. Tal vez no fuera criador de conejos.
Después el capitán Obrębski me preguntó si tenía alguna petición.
—He traído una caña y me gustaría pescar peces marinos.
Asintió mientras decía algo sobre Suecia, que allí haría escala el submarino y que yo podría
pescar:
—Kiedy będziemy zbliżali się do Szwecji, zatrzymamy się i pan sprobóje to na nowo.[27]
El submarino navegó una hora más y se detuvo. Subí a proa. Soplaba un leve viento que
encrespaba la superficie, lo cual es de lo más adecuado para la pesca con cuchara. En lugar de una
baranda había un cable de acero, así que era imposible que cayera al mar. Los soldados y los
oficiales me observaban en la distancia. Monté la caña y fijé en el extremo un refulgente Heintz con
plomo, para que la cucharilla se hundiera a cierta profundidad bajo el agua. Deseé para mis adentros
que se dejara enredar algún bicho multicolor, para no sufrir una ignominia, ya que los polacos tenían
tan buena opinión de nuestros sellos y de la catedral de Santa Bárbara en Kutná
Hora. Lancé la cucharilla hacia el infinito azul. Jugueteé con ella arrastrándola, dejándola subir
y bajar, enrollando sedal bruscamente para peces rápidos como el rayo y soltando sedal despacio
para perezosos peces peregrinos. Lancé la cucharilla una decena, un centenar de veces. La cambié,
utilicé otros señuelos. Americanos delirantes, franceses labrados con total precisión, japoneses
ligeros como plumas fabricados con el plumaje de hermosas gaviotas. El submarino entero estaba
expectante. Los polacos permanecían en silencio. Solo en una ocasión atisbé una gran sombra oscura
persiguiendo el señuelo, pero por lo visto aquel pez únicamente quería comprobar qué clase de
memez era aquella. Después de media hora recogí los bártulos. Los polacos le quitaron importancia:
seguramente no había peces rondando por allí.
Navegamos de regreso a Polonia. Fuimos todo el rato por superficie. De pie en proa, en
silencio. El Báltico era oscuro y gélido. Por doquier paz y tranquilidad.
Entonces detuvieron los motores y subió a cubierta un marinero gallardo como un boxeador con
una esfera metálica humeante. La lanzó lo más lejos posible del submarino, y al rato se escuchó una
explosión. Los marineros montaron en una lancha neumática. En sus manos llevaban un salabre y un
cesto, uno para la ropa, quizá. Al instante comenzaron a salir peces a flote, revolviéndose y
retorciéndose en medio de sus últimos estertores. Los marineros los recogían con el salabre para
meterlos en el cesto. No paraban de aparecer más y más cadáveres de peces, muchos teñidos como
florecillas rosas y violetas, o incluso como las excéntricas flores de la orquídea. Hermosos, pero
moribundos. Aquella no era la idea que yo me había hecho, no era aquella mi intención. Me pareció
que en el revoltijo había incluso caballitos de mar, con sus corazas óseas, con la cincha recién
colocada y dispuestos a lanzarse al mundo.
Los marineros pusieron la cesta llena a mis pies y el boxeador preguntó:
—Jest pan zadowolony?[28]
Asentí sin poder mirar el cesto. Algo me aterrorizaba, pero no sabía qué. Tal vez temiera los
ojos de unos peces que nunca antes había visto. Tal vez temiera que algún pez tuviera ojos humanos.
O tal vez que aquellos caballitos de mar fueran a relinchar como auténticos caballos antes de recibir
un disparo o de que los mataran con una bomba esférica.
Seguimos navegando cuando se hizo la noche. En lontananza titilaban las luces de la costa. En
popa rasgueaba la guitarra el marinero Rudolf el Francés. Los muchachos entonaban canciones sobre
la dura faena del submarinista y sobre el okręt podwodny[29] que regresaba a puerto.
Monté de nuevo en la lancha motora Siréna, peces incluidos, mientras el Buitre, tras disparar
señales luminosas verdes, enfilaba hacia el puerto militar.
El patrón de la Siréna me preguntó en checo:
—¿Había alguien más en el Buitre?
—Un tal Boleslaw Romanowski.
—¿Ha visto usted a Romanowski? ¿Ha charlado con él? ¡Menuda suerte!
—¿Por qué?
—Es una larga historia. Habían sometido toda Polonia y él seguía combatiendo. Fue el
comandante de submarino más intrépido durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando los fascistas
hundieron el submarino Aguila, nadó a superficie, gravemente herido, con la bandera polaca y sus
marineros lo envolvieron en ella para que no se desangrara. Después de aquello comandó el
submarino Dzik (el Jabalí). Hundió diecinueve barcos fascistas con sus treinta y seis mil soldados.
El patrón de la Siréna calló y a mí se me pasó por la cabeza por qué me preguntaría
Romanowski por Kutná Hora. Se me ocurrió una idea descabellada: tantos soldados ahogados suman
dos veces la población Kutná Hora. El patrón de la Siréna continuó:
—¿Sabe?, se cantan canciones sobre él.
Y comenzó a canturrear:
Toda la flota se mofa
de que se llame Jabalí,
pero detrás de ese jabalí
siempre las llamas azotan.
Permanecí en silencio. Cuántas veces en mi vida había errado el tiro. Las personas más
fabulosas son las más modestas. Solamente los idiotas y los pobres diablos necesitan hablar de sí
mismos para engrandecerse ante sus propios ojos. Yo también relaté a Romanowski cómo una vez,
heroicamente, me arrastré bajo una alambrada en medio del fuego de balas de fogueo. Seguro que se
lo pasó de lo lindo escuchándome.
Cuando vaya a Kutná Hora, fotografiaré para él, desde todos los ángulos del mundo, aquella
catedral.
Desembarqué en el muelle. El de la Siréna me gritó:
—¡Se deja los peces que ha pescado!
Me hice el sueco y eché a correr. A la carrera, pensé en el lago Michigan y en el río Dniéper,
donde pasé también sin pena ni gloria. Sin embargo aquello fue una ignominia de menor escala que la
del submarino Buitre, cuyas luces aún centelleaban en el puerto. Tal vez tenga la próxima vez más
suerte en ese monte azul que es el mar. Lanzaré al agua una baliza y clavaré en ella mi bandera. Será
por una cara blanca como la luna, que cae al mar y cabe entera en él, y por la otra dorada como el
sol, que emerge de las aguas. Y en ella habrá dibujado un pez. Un pez de un rojo singular, como la
seductora Cleopatra en su diván verde. Y tendrá los ojos del arco iris.
Los bonitos
Me encontraba otra vez junto al mar, en esta ocasión en el extremo inferior de Europa. A orillas
de un mar llamado, dios sabrá por qué, Negro, aun siendo azul como la mayoría de los mares. Ya me
había casado con Věra, que era una belleza con el cuerpo de un maniquí y a la que adoraba. Me dio
un hijo que se convertirá en pescador. Con mi hijo no me he equivocado. La mayor virtud de Věra
radicaba en que le gustaba comer pescado día y noche. Esa es la mayor de las dichas con las que
pueden bendecir a un pescador. Su esposa no renegará por pasarse la vida en el agua, sino que, muy
al contrario, lo despertará para que no remolonee y se levante temprano. Y, en vez de calcetines y
pañuelos, me regalaba por Navidades señuelos y anzuelos con los que resultaba imposible pescar,
porque no entendía de pesca.
De modo que volamos juntos al Mar Negro, sobre montes y valles, en un avioncillo a punto de
desmoronarse, en especial cuando arreciaba el viento y el mar se embravecía.
En la Riviera Búlgara lo pasamos de ensueño. Nos alojamos en un cuartito con una pared entera
de cristal, a través de la cual se podía divisar un recuadro de mar. Leíamos los maravillosos relatos
de Karel Čapek y Antón Pávlovich Chéjov hasta que nos aburrían sus personajes, y entonces
corríamos escaleras abajo por una escalinata de mármol y nos lanzábamos hacia las olas. Siempre
me aventuraba a nado mar adentro, hasta donde terminaban las aguas territoriales. Me adentraba en
las olas, buceaba bajo ellas y aparecía al otro lado. Percibía debajo de mí una profundidad
insondable que me infundía miedo, pero era capaz de dominarlo. Me sentía libre como un pez. En la
orilla me observaban con prismáticos los salvavidas, marineros y pescadores Asen, Jakim y Vaska.
Echaban al agua una lancha motora, me daban alcance, me ponían de vuelta y media todas y cada una
de las veces y yo, todas y cada una de las noches, me veía obligado a comprarles una botella en la
tasca de Akim. Nunca me dejaron nadar tan lejos como para que me fallaran las fuerzas y me
hundiera hacia el fondo.
Estos tres payasos me estuvieron prometiendo durante tres semanas que me llevarían a alta mar
en busca de peces carnívoros. Durante tres semanas se habían estado escaqueando y nosotros
regresábamos a casa al día siguiente, en aquel avioncito que a duras penas sobrevolaba los Alpes
Transilvanos.
Exprimimos aquel último día al máximo, como si no fuera a repetirse jamás. Věra y yo nos
bañamos en el mar salado y nos duchamos después con agua dulce. Yo estuve pescando en la orilla,
con pedacitos de carne de vacuno, percas de tres centímetros que regalaba después a los críos en
botellas para que jugaran. Y por la tarde escuchamos a las cigarras con su cri-cri-cri y nos
acercamos de nuevo a la orilla a robar almendras directamente del árbol, del cual nos hizo bajar un
policía.
Por la noche fuimos a bailar al bar de Akim, invitados por nuestros pescadores. La pista de
baile era diminuta, pero una delicia, porque soplaba una brisa proveniente del mar cercano que
jugueteaba con la seda de las damas, bromeando con ellas, y ellas reían felices. Asen, Jakim y Vaska
se unieron a mi mujer en un corro, y yo me dije que era hermoso, porque al fin tenía oportunidad de
bailar con hombres hechos y derechos.
No eran ricachones y uno de ellos murió de leucemia. Sin embargo, aquella noche nos
prepararon un opíparo banquete real. Estuvieron toda la tarde pescando y arrancando del fondo
almejas, cuya carne rociaron con limón y una rara salsa. Sobre la mesa había incluso esbeltas
botellas de vino y crujientes pececillos plateados, similares a nuestras lochas, que se comían con
raspa y todo. Cuando fue medianoche y la luna ya rondaba el mar, me dijeron que por la mañana
temprano iríamos en busca de peces carnívoros. Y preguntaron si sería capaz de levantarme tan
pronto.
Asentí, aunque no estaba del todo seguro. Así que esperé medio borracho a que se hiciera de
día. Mientras Věra dormía en el hotel, yo, sentado en un barril medio roto en una playa arenosa,
esperé a los pescadores. Estaba hambriento. Me entraron ganas de acudir a mi esposa a lamentarme,
como gimotean la mayoría de los hombres. Pero sabía que no podía dejar pasar aquella oportunidad
porque no se volvería a repetir.
Me caí del barril dos veces, y dos veces me volví a encaramar a él. Luego contemplé cómo
salía el sol del mar. Éste tiritaba al crecer en su interior el flameante balón anaranjado con el que
juegan los demonios. El balón naranja se transformó en una gran esfera ligada al mar por un grueso
cordón umbilical. A continuación el sol se desprendió de las olas para adentrarse a nado en el
firmamento. Había nacido el día.
Llegó Asen acarreando unos pesados remos y un manojo de sedales con anzuelo. Anzuelos
pequeños para peces pequeños. Menuda decepción. Menuda novedad. Echamos la barca al agua y
remamos hasta la Ensenada de las Conchas. Asen estaba de un humor inmejorable. Echó el ancla y
sacó las cañas. Me dio un sedal y ensartó en él un cangrejillo gelatinoso. Él, por su parte, cogió otra
caña que sostuvo en sus manos. Al sacudirse el sedal, sacó un pececillo plateado. Yo pesqué una
pequeña perca con chaquetilla roja de granadero. Sacamos un pez tras otro, pero ninguno
aprovechable. Bulgaria seguía llevando la delantera a Checoslovaquia por una ventaja de diez peces.
Pesca para niños de parvulario.
De repente, con el balanceo del mar, me empecé a encontrar mal. El cielo intercambió su sitio
con el mar y yo eché la papilla. Se me atenazaron las entrañas y caí rendido boca arriba, como
cuando yaces moribundo. Y oí que alguien me decía:
—Es el mal de mar.
Poco a poco, todo se fue calmando. No sé cuánto duró. Aún podía sentir el resabio del mar, las
almejas pasadas y el pescado podrido.
Entonces vi que se nos aproximaba una lancha de color celeste y que en ella iban Jakim y Vaska,
los dos carcajeándose por haber burlado las patrullas costeras. Solo en aquel momento empezaba la
captura de los peces carnívoros. A gatas, mientras me arrastraba hasta la lancha celeste, comprendí
que la pesca de pececillos no había sido más que un subterfugio. Arrancó el enorme motor, con el
estruendo de sus caballos. Allí, lejos de la costa, donde ya casi se veía la orilla de Turquía, todo era
distinto. El mar, el cielo, el viento. El mar no se enfurecía, las nubes se alejaban flotando y solamente
corría un vientecito. Allí, por algún lado, debía de leerse: PECES CARNÍVOROS.
Se trataba de bonitos. No éramos capaces de dar con ellos, pues en aquella época constituían
una rareza. Vaska preparó una imitación larga y fuerte de la que pendían decenas de sedales más
finos con anzuelos. La imitación debía ser blanca como la nieve, de lo contrario los pescadores no la
aceptaban. Y de cada anzuelo colgaba una pluma, como la de un sombrero. Arrastradas por las aguas,
las plumillas blancas se transformaban para los encarnizados bonitos en una especie de cebo de
cuchara giratoria, en pececillos plateados. Una especie de pez artificial en una situación en la que
saltaría a por el dinero, ya que brillaba, hasta un ser humano. Llevábamos una hora navegando rumbo
al sur cuando los avistamos. Vislumbramos un gigantesco tumulto de gaviotas. Al acercarnos,
observamos una enorme superficie de agua hirviendo. Y en aquella mezcolanza volaban por el aire
diminutos pececillos argénteos, los acerados cuerpos de los bonitos y las gaviotas. Millones de
pececillos que, al parecer, peregrinaban por la superficie marina habían sido atacados por un banco
de atunes, a la manera de salteadores de caminos. Los pececillos saltaban al aire, donde los
aguardaba la muerte encarnada en las gaviotas. Los pájaros iban a la caza de peces tanto sobre la
superfice del agua como bajo ella, mientras que los feroces bonitos, grandes como lucios de río, les
arrancaban el plumaje. Aquello era la Sodoma y Gomorra de la tragedia fugaz. Me puse en pie en la
embarcación para contemplar la acción. Vaska me ordenó:
—¡En marcha!
El sedal se desenrolló tras el barco como un pendón. Las plumillas y los anzuelos, afilados
como cuchillas, estaban preparados. Hasta aquel instante los bonitos habían sembrado la muerte,
ahora la muerte venía a segarlos a ellos. La lancha azul se dirigió al centro de la refriega. Yo
sujetaba el sedal en el agua, que seguía en ebullición. La lancha irrumpió sin piedad en el lugar. Las
gaviotas, chillando, alzaron el vuelo. El mar ya solo se ondulaba, pero los bonitos, bajo nosotros,
todavía estaban de caza, con los ojos inyectados en sangre. Sentí en mis manos el primer tirón, como
cuando atrapas con lazo un ganso y lo remolcas detrás del coche. Y de inmediato la segunda
sacudida. Perdí la cuenta. La lancha seguía surcando el mar a toda velocidad y, cuanto más
aumentaba el número de peces en los sedales, más pesada se me hacía la caña. De repente, me
percaté de que estaba llorando de felicidad, pues por primera vez en la vida estaba pescando peces
marinos carnívoros.
La caña había dejado de ondear tras la lancha. Ahora pendía perpendicular a las profundidades
azules. Me incliné sobre la banda de la embarcación y me dispuse a sacarla, con dificultad. Y
entonces vi, en las transparentes aguas, el sedal adornado como un árbol de Navidad: los bonitos
danzaban en los anzuelos, en medio de aquel singular azur, el último baile de su vida. Se estaban
despidiendo del hogar en el que habían nacido y vivido.
Los saqué por encima de la borda de la lancha. Con los ojos cobrizos fuera de las órbitas,
agitaban sus hermosos cuerpos aerodinámicos, que en el agua debían de alcanzar la velocidad del
rayo. La aleta caudal, unida al cuerpo por un hilillo estrecho, se asemejaba a las colas de los más
modernos aviones. Uno de ellos me mordió o me rasguñó la piel de una pierna, haciéndome sangrar.
Arrodillado en la lancha, manchado con su sangre y con la propia y cubierto de millones de
cristalillos de sal, parecía un pescador de mar. En un único lance capturé doce. Todos míos.
Navegamos hasta la costa y sacamos la lancha azul. La playa aún dormitaba. Me despedí de los
pescadores, en especial de Asen, aquejado de leucemia. Nunca jamás volvería a verlos.
Corrí escaleras arriba hacia el hotel como si Riera el pescador que atrapó el pececillo dorado
que concede todos los deseos.
Věra seguía durmiendo, cansada de la vida que había dejado atrás, y dormía de antemano,
preparándose para la vida que le esperaba. Es como si el sueño nunca fuera suficiente para las
mujeres. Desplegué los bonitos sobre papel. Por última vez, a través de la pared acristalada, los
iluminaba el sol que durante años los sustentó y los fortaleció. Impaciente, como todo pescador que
ha hecho una captura abundante, la besé en la frente. Abrió los párpados, vio ante sí, junto a la cama,
la pesca prematudna y dijo:
—Son unos peces muy hermosos. Parecen rayos de sol.
Me sonrió, y aquella fue toda la recompensa: se le cerraron los ojos y volvió a caer en brazos
de Morfeo. Tras la pared acristalada la adormecía la cuna marina.
Tenía un propósito con los peces. Pretendía ser pescador hasta las últimas consecuencias. No
quería regalarle a nadie los bonitos, porque nadie había merecido recibirlos gratis. Los recogí y me
fui con ellos al mercado, que olía a algas y pescado. Allí encontré una mesita vacía, sobre la que
extendí mis bonitos. Quería ser como el pescador al que no le basta únicamente con pescar peces,
sino que además tiene que venderlos para ganarse el pan, la manteca, la sal. Coloqué bien los
bonitos, los limpié con un trapito y aguardé a que llegaran clientes. Las mujeres sabían que su carne
es excelente, así que se me agotaron en unos cuantos minutos. Me dejaban los leva[30] en unos
cuenquitos de madera que había cogido en la habitación y que me había metido en el bolsillo.
A mi regreso Věra ya estaba vestida. Esparcí las monedas plateadas sobre la palma de sus
manos y ella se echó a reír. Lo comprendió todo. Compró con ellas una estera de paja para la pared
de nuestro cuarto.
En ocasiones me siento en mi mecedora frente a la esterilla y me parece que estoy surcando el
mar en la lancha azul. Ante mis ojos, arremeten contra la estera los bonitos carnívoros con sus ojos
inyectados en sangre. A la luz de la lámpara, pequeños pececillos brincan al aire, mientras que desde
lo alto los atacan las pacatas gaviotas, parecidas a las que cebamos con panecillos junto al Teatro
Nacional en las épocas en las que aún sentimos frío y en que necesitamos caldear nuestros corazones
ateridos con buenas acciones.
Regresos
El bluf
Nuestro padre, en su caminar por el mundo, estaba haciéndose mayor, lo cual se manifestaba
también en la pesca. Seguía ansiando capturar el pez de su vida. Pero los peces grandes son
complicados. Si pican con aparejos endebles, los rompen, y si empleamos aparejos resistentes, por
lo general no pican. Y luego, la mayoría de las veces, ocurre como con todo en la vida: lo que más
deseamos nunca lo logramos.
Papá logró que picaran, en la represa de Skochovice, unos cinco siluros, popularmente
conocidos como peces gato. Uno de ellos hasta lo arrastró, con barca y todo, a una distancia de un
campo de fútbol. Al final, como de costumbre, rompió el sedal.
Llegó incluso a pescar uno. Un siluro de cinco kilos con bigotes y pequeños ojos enigmáticos.
Parecía un lechón negro. Al principio le dio una alegría tremenda a mi padre. Sin embargo, al final
cayó en la cuenta de que no era un auténtico siluro y, al enseñárnoslo, dijo de él:
—Menudo bluf.
Papá nunca supo con exactitud lo que significaba esa palabra, pero le encantaba utilizarla. Por
lo visto es como cuando pasa una bella dama vestida de gala o con un abrigo de piel esplendoroso,
todos los presentes se quedan obnubilados y, de pronto, ella pisa una mierda. Era este un hermoso
ejemplar de siluro, como una dama con vestido de noche negro, pero, por desgracia, no era un gran
siluro.
Papá lo echó a la fuente que teníamos bajo un abedul. Craso error. Porque a continuación se
dirigió a la taberna Hartman para proclamar a los cuatro vientos que había capturado un siluro,
puesto que hacía ya tiempo que se estaba jugando su prestigio. Hartman estaba de bote en bote y con
un ambiente excelente. Papá se compró unos cigarrillos y dejó caer delante del tabernero:
—Pues he cogido un siluro.
—¿Cuánto?
Papá, por supuesto, se esperaba aquella pregunta. Por esa razón había anunciado en cuanto llegó
a casa:
—Menudo bluf.
Y se imaginó a aquella dama con traje de noche en la acera, limpiándose con papel los
taconcitos de los zapatos. Sin embargo, el tabernero no tenía afición por las palabras e imágenes
interesantes. Volvió a preguntar, impaciente:
—¿Cuánto mide el siluro ese?
Papá soltó:
—Veinte.
Que no era ni mucho ni poco, lo justo para infundir respeto. Y tomó asiento para echarse al
coleto un licor de cerezas, el único alcohol que bebía de cuando en cuando. En primer lugar, era
dulce como la miel, lo cual era de su gusto; y, en segundo lugar, le traía a la memoria el cerezo que
había detrás de la escuela de su Buštěhrad natal, al que solía ir siendo niño a robar cerezas. Al beber
el licor escuchaba el alboroto de los estorninos alzando el vuelo y maldiciendo por tener que ceder
el árbol a los crios, y luego los alaridos del labriego, que había acudido volando, garrote en ristre.
Entretanto, en la taberna Hartman, aquel ilustre tugurio de pescadores y vagabundos, se había
corrido la voz de que el viejo Pavel había pescado un siluro. Y como los parroquianos ya tenían
necesidad de ir a vaciar la vejiga y además les apetecía salir a tomar aire fresco, se aceptó la
propuesta de uno de los moderadamente borrachos: ir a echar un vistazo al siluro.
Papá no podía impedirlo, porque muchos de ellos eran pescadores de pura cepa y querían
comprobarlo todo con sus propios ojos. Papá consideró fugazmente la opción de comprarles un
cachorro, pero como se demostró, no los habría detenido ni un San Bernardo de mirada sanguinaria.
Con piernas de goma abandonaron la taberna y, entre gritos y cantos, se dirigieron a nuestra
cabaña, Herma, para medir y pesar a conciencia aquel espécimen de gran siluro. Papá los seguía
alicaído mientras, a saber por qué, cantaban una cancioncilla sobre carniceros:
No hay mejor obrero
que el carnicero:
de buena mañana va a la tarea,
en la mano una copichuela.
Comieron y bebieron durante una hora más, hasta que mamá consideró que había llegado el
momento. Estaban ya curda pero aún no habían vomitado. Ahora podían juzgar la medida y el peso de
aquel espécimen de gran siluro. Mamá, para asegurarse, salió afuera con Dušek, que tenía gran
ascendiente entre los pescadores, y le susurró algo al oído. Dušek respondió:
—Puede usted, gentil señora, confiar en mí sin ningún género de duda.
Salido de no se sabía dónde, se aproximó a regañadientes mi padre, lívido. La expedición
partió hacia la fuente bajo el abedul. Dušek echó un vistazo a la fuente aferrándose al tejadillo de
latón para no caerse. Después de un rato dijo:
—Si tenemos en cuenta que el agua mengua, el siluro sobrepasa con creces los veinte.
Los demás también echaron una ojeada al agua. Nadie se atrevió ya a poner en tela de juicio sus
palabras. O bien no veían el siluro en el fondo, o bien no tenían siquiera intención de verlo. Fue el
retaco de Peterka el que lo echó todo a perder, tan borracho como Věraz. Al mirar la fuente, empezó
a gritar:
—¡Eh, qué pequeñín! ¡Le voy a dar un besito!
Y se quedó en paños menores, empeñado en meterse en la fuente, como si fuera un edredón de
plumas. Se lo llevaron de allí a rastras. Regresaron todos cantando a la taberna Hartman; solo se
quedó papá, ayudando a recoger la vajilla y los vasos sucios, lo cual en circunstancias normales
nunca hacía. Y mamá no le dijo ni palabra, porque sabía que sería totalmente inútil. Muy pronto se
difundió por Skochovice la noticia de que el siluro de papá pesaba cincuenta kilos. Eso, al parecer,
se resolvió en nuestra fuente.
Para mí esta historia tuvo la única ventaja de que al menos empecé a entender el significado de
la palabra bluf. Precioso, pero no vale una mierda.
La cafetera
Mis hermanos y yo también nos hicimos algo mayores. Se nos caían los primeros cabellos a la
par que aparecían las primeras canas. Lejos quedaban los tiempos en que intentábamos cazar entre
las algas aquel enorme lucio negro. Mis hermanos se desataron en sus años mozos, se casaron, como
es habitual, y retomaron la pesca, como también es habitual. Como si fueran conscientes del
proverbio chino:
Si quieres ser feliz una hora, emborráchate.
Si quieres ser feliz tres días, cásate.
Si quieres ser feliz toda la vida, hazte pescador.
Su regreso a la pesca fue tormentoso. Yo los comprendía: sus años de juventud se vieron
truncados por los fascistas.
Cuando mis hermanos Hugo y Jirka guardaron las cañas y pasaron a engrosar las filas de las
marchas de la muerte, eran todavía chavales. Hugo, en lugar de los grandes peces plateados que se
disponía a pescar, avistó el letrero TEREZÍN. Jirka, en lugar de grandes lucios negros,
AUSCHWITZ.
Y ahora, tras la guerra, mis hermanos querían continuar, retornar a sus años jóvenes y salvar el
abismo que para muchos cavó Adolf Hitler con sus SS. Querían quedarse en calzoncillos, vestir
camisetas de manga corta con el lema «Campamento de la eterna juventud».
Celebramos un cónclave. Acordamos que todos los años iríamos juntos de acampada durante
una semana a los ríos más hermosos. Iríamos sin mujeres, legítimas o ilegítimas. Llevaríamos
suficiente comida y mares de cerveza, y competiríamos para ver quién de nosotros cocinaba la mejor
comida y pescaba más peces.
Cuando se lo comunicamos a nuestras esposas, se pusieron de morros. Después anunciaron que
ellas también irían a algún sitio, pero no tenían adonde. No pescaban. Finalmente proclamaron que
estaban la mar de contentas de librarse de nosotros. Y se pusieron manos a la obra con la colada y el
fregado a fondo: limpieza general, asunto que al parecer constituye la mayor diversión para las
mujeres. Especialmente porque a los hombres no les divierte en absoluto. Los hombres fueron
creados para la caza y la batalla.
El mayor, Hugo, o sea, Resoplidos, era el más cuidadoso con el dinero, porque siempre andaba
escaso. Y siempre lo invertía en aperos de pesca. Tenía una caña americana Noris Shakespeare, que
iba a contemplar a su vitrina, y los señuelos más hermosos colgados de las cortinas, de modo que
adornaba su casa un árbol de Navidad permanente. Jirka era codicioso con los peces, porque los
comía con agrado, y su esposa Dana también, de manera que cuando llevaba pescado a casa el
panorama doméstico era algo mejor. Enrollaban el pescado, como filetes, para introducirlos en un
fantástico adobo, igual que en casa de Prošek.
En nuestra primera reunión se habló de la comida. Lejos quedaban los tiempos en que recorría
decenas de kilómetros por la región de Křivoclát bebiendo únicamente huevos crudos salados y
mordisqueando rebanadas de pan duro. Ahora se avecinaba un banquete pantagruélico. Hicimos una
lista como si partiéramos a la montaña de las montañas, Nanga Parbat.
Hugo, que por aquel entonces vivía en Kladno, nos informaba de los preparativos. Queríamos ir
a los parajes de nuestra infancia, regresar para volver a ser niños.
El sábado salimos de Praga a buscar a Hugo en dos taxis, porque en uno solo no nos cabían
todos los trastos. En Kladno los taxistas descargaron las cañas, las tiendas, el vivero, un ganso y dos
patos, una olla de chucrut, patatas, sacos de dormir, pucheros, jamón y manteca, salami de caballo,
salami corriente, verdura, harina, aceite y otras materias primas, aliños e ingredientes. Y a nosotros.
Teníamos que continuar el viaje en el cochecito de Hugo. Se trataba de un Tatra 57, uno de los
primeros modelos de Viborilla.[32] Hugo le tenía mucho apego, pues estuvo ahorrando bastantes años
para comprarlo. Cuando vio aquella montaña de cachivaches, se le escapó un gemido. Pasamos toda
la mañana encajando cosas. Nada más ponernos en marcha, se me cayó el vivero de alambre en la
cabeza. Hugo, al volante, refunfuñaba a ratos:
—Vosotros no sois hermanos. ¡Sois imbéciles! ¡Me lo habéis sobrecargado!
La cafetera gimoteaba solo cuesta arriba; él, en cambio, lo hacía todo el rato. Pasadas tres horas
llegamos al Explorador. La señora Fraňková, viendo el equipaje, dedujo que nos íbamos a quedar
allí por los siglos de los siglos. Sin embargo, allí no picaban los peces. Decidimos que nos
alejaríamos aún más de la civilización, pero nos faltaba la cerveza. Jirka consideraba que cuatro
cajas era el mínimo imprescindible. Hugo que dos. Y yo, en el transcurso de su rifirrafe, me pimplé
dos jarras de barril. Al final Jirka impuso la moción de las cuatro cajas de cerveza de Rakovník, con
su cangrejo en el logotipo. Cargamos las cajas en el techo y las sujetamos con la antena de la
televisión. La cafetera seguía avanzando como un tanque de la Primera Guerra Mundial. Era un
automóvil fantástico, digno de disputarse un puesto en un campeonato de coches lentos. Atravesamos
el puente de Skryje para subir, pueblo arriba, la colina.
De repente, algo en el interior de la cafetera hizo ¡cras! y ¡crac!, con el consiguiente aullido de
Hugo. Nos precipitábamos de vuelta a Křivoclát y a nuestro encantador Berounka entre los alaridos
de Hugo:
—Lo sabía. Os habéis cargado mi querido, mi amado coche. ¡Os voy a matar!
No hacía falta que lo dijera: estaba claro que nos íbamos a matar todos. La antena de la
televisión se había desplazado y las botellas con el cangrejo en el logotipo rodaban también camino
de Křivoclát. Se me derramó el chucrut en la cabeza, lo que me confirió el aspecto de un ganso
rebozado.
Por suerte nos detuvimos al chocar contra un mojón de piedra.
Nos remolcaron hasta nuestro campamento de Luh, junto a Skryje, unas vacas salpicadas de
manchas a cambio de cincuenta coronas. Era un lugar maravilloso.
Jirka se puso de inmediato a pescar. Hugo y yo, a base de sorber cerveza, nos achispamos. Hugo
no podía dejar de alabar a Jirka por haber cargado aquellas cuatro cajas de cerveza, aun cuando la
cafetera, en consecuencia, hubiera pasado a mejor vida. Alrededor de la medianoche, Jirka vociferó:
—¡Una anguila!
Hugo se pegó tal susto que cayó, ya medio borracho, al río. Allí plantado, con el agua por las
rodillas, chillaba sin cesar que se ahogaba. Lo arrastramos hasta la orilla y él no paraba de
agradecernos que hubiéramos salvado la vida al padre de sus hijos. Obligamos a Jirka a freír aquella
anguila. Como más tarde fue incapaz de volver a pescar una, no hizo más que maldecirnos; quería
habérsela llevado a su esposa Dana, para que el panorama doméstico pintara algo mejor.
Aquella semana de escapada solo para hombres y vacaciones fraternales nos olvidamos del
mundo. Pescamos, sobre todo comimos, y no nos lavamos en absoluto. Había pasado una semana
cuando nos tratábamos como se han de tratar los hermanos de sangre.
El campeonato de cocina lo ganó Jirka. Se proclamó plato ganador su carpa a la judía. Entonces
no quiso desvelarnos la receta, de ninguna de las maneras. Pero cantó en sueños: rebozar en harina
los pedacitos de carpa, rehogar en aceite con cebolla, caldo de pescado, vino blanco, ajo y perejil
picado, rociar con anchoas en su jugo, chalote en conserva y champiñones hervidos. ¡Ñam!
El que más peces de todo tipo atrapó fue Hugo.
Jirka y yo tuvimos que volver en tren. Hugo estaba decidido a no abandonar su cafetera, no fuera
a ser que se la robaran. Prometimos que le ayudaríamos a correr con todos los gastos, costara lo que
costara. Al final, de todas formas, no le dimos nada. Disfrutó de lo lindo y se quedó bastante tiempo.
Después de un tiempo escribió a la fábrica para dar cuenta de todos los tornillos que se le habían
aflojado, en el coche y en la cabeza. Eran una barbaridad de ellos y no había forma de encontrarlos
para ese bichejo. ¡Recambios para una viborilla! La fábrica, su esposa Ela, el Movimiento Sindical
Revolucionario... Todo el mundo lo bombardeaba con cartas preguntándole qué debían hacer. El no
las leía: las metía en botellas vacías de ron y cerveza y las soltaba, soñador, río abajo. Flotaban,
como correo devuelto, a través de los hermosos parajes de los alrededores de Týřov y Luh junto a
Bránov, hasta Křivoclát. No tuvo que esforzarse por buscar nada: le habíamos dejado comida más
que suficiente, como en el paraíso. Lo único que compraba era ron, para el té, y cerveza, para sí
mismo. Había colocado las cañas al lado mismo de la tienda de campaña, con las imitaciones
apuntando hacia las grandes hoyas, llenas de lucios. Cuando un lucio hundía la veleta, lo sacaba a la
orilla, se lo zampaba y seguía pescando. Para él, el mundo había dejado de existir. Capturó, el muy
miserable, unos veinte lucios hermosísimos. ¡Y encima quería que colaboráramos con los gastos!
Todos los días hacía por allí su ronda una joven cartera, con la que charlaba. Pegaban la hebra,
blablablabla. Era de lo más interesante y hermoso: parloteaban del tiempo, de la hierba, del castillo
de Týřov, de setas y trilobites.
Hasta que un día apareció en la loma un gran camión de transporte de chatarra. Hugo reconoció
el camión: provenía de su fábrica. Junto al conductor iba sentada Ela, otra viborilla. Cargaron no
solo la cafetera, sino también la tienda de campaña, el vivero y unos trilobites de tiempos
inmemoriales que había hallado en el lugar, mucho antes que mi hermano Hugo, el afamado geólogo y
paleontólogo francés Joachim Barrande, hacía más de un siglo.
¡Ven! ¡Vas a pescar de fábula!
Me había telefoneado mi hermano Hugo: «¡Ven! ¡Vas a pescar de fábula!». A pesar de que
llovía, convencí a mi mujer para ir con él a Zbečno, al Berounka. Aun sabiendo que había allí pocos
peces. Mi principal argumento contra la parienta, contra el viento y contra la lluvia era que por fin
haríamos una buena pesca y que para la cena tendríamos pescado fresco.
—Tal vez una carpita. Quizá un lucio. ¡Incluso una lucio-perca!
Sonaba de maravilla. Desde el barrio de Vinohrady hasta el Berounka hay un buen trecho y, para
colmo de males, nosotros nos perdimos con el MB.[33] Es algo que nos ocurre por norma. De modo
que acabamos en una cuneta más allá del pueblo de Lány, en la Ratonera,[34] que en medio de la
niebla y bajo la lluvia parecía el descenso de la cumbre del Großglockner.
Encontramos la cabaña después de estar buscando un buen rato. Mi hermano, naturalmente, no
se encontraba en su interior. Al parecer ya estaba sacando un pez tras otro sin mí. Cuando di con él,
me entraron mil ganas de darle una buena leche: sentado en un taburete, con cuentas de colores en los
anzuelos, pescaba a fondo. Y no carpas, sino filetes. ¡Filetes! Esos pececillos de acuario. No se
pueden comer, no se pueden adobar, tampoco se pueden hacer en aceite, como para hablar de
freírlos. Así que aquella era la fabulosa pesca por la que me había pegado la paliza de viajar hasta
aquellos andurriales y por la que casi me mato en Lány con mi mujer y con mis hijos Jan, Petr y Jirka,
en mitad de la niebla y la tormenta. En silencio, contuve mi colosal cabreo. Junto a mi hermano, un
perro vagabundo, un chucho al parecer incapaz de hacer siquiera ¡guau! o ¡grrr!, que se reía
exactamente igual que él. En cuanto un pececillo meneaba la imitación que pendía de la caña, el
perro meneaba el rabo. El muy truhán sabía cuándo un pececillo zarandeaba el sedal. En la vida
había visto un perro semejante. Un gato sí, eso sí; pero un perro... Mi hermano sacaba pececillos del
agua y le echaba uno de cada diez. El perro se volvía loco de alegría. Le lanzó uno más al aire, que
el perro se tragó crudo. ¡Como un número de circo! Un dúo de lo más logrado. Yo seguía cabreado a
más no poder, pero mi hermano no me hacía ni caso e incluso murmuraba:
—Una pesca fabulosa. ¡Se pesca de fábula!
Se reía cada vez que sacaba un pececillo, alegre y dichoso, lo mismo que el perro. Tuve que
observarlos durante mucho tiempo para, al fin, empezar a comprender la situación: estaba tan a gusto
porque no paraban de picar, porque estaba junto al agua, porque alrededor corría el río, porque más
allá del río había un bosque, y porque en el bosque gritaban los faisanes, también de gusto, al cazar
lombrices en la húmeda arcilla.
Me senté en el taburete que quedaba libre, me eché a reír y le grité:
—¡La que nos has preparado! ¡Nos la has pegado pero bien!
Y entonces le dije:
—¡Préstame una caña!
Y, sentado junto a él, empecé a pescar. Filetes. No se pueden comer, no se pueden adobar,
tampoco se pueden hacer en aceite, como para hablar de freírlos. Y también mis hijos Jan, Petr y
Jirka se sentaron junto a mí y se pusieron a pescar filetes. Parece que había dejado de importarnos
que no fueran peces grandes. A la única que le importaría sería a mi esposa. Le gusta comer pescado
guisado a la francesa. Lucio a la papillote o carpa mechada con beicon. Cada dos por tres se
asomaba al porche de la cabaña para, anhelante, esperanzada, agitar un pañuelo blanco. Qué
confundida estaba al pensar que aquel día habría pescado. Por otra parte, se había confundido ya con
anterioridad muchas veces al pensar qué clase de marido era yo. Sentados en los taburetes, nos
reíamos a carcajadas mientras pescábamos filetes. Nos lo pasamos pipa, mejor que en el parque de
recreo y cultura. Devolvíamos los pececillos al río para que siguieran viviendo y retozando. Solo de
vez en cuando, alguno un poco más grande que ya había nadado lo suyo en aquel universo líquido, se
lo lanzábamos por gusto al chucho, que en realidad se llamaba Carda. Y Carda también sonreía. Si
entonces nos hubiera sorprendido alguien, habría dicho que estábamos como cabras. Y no se habría
equivocado.
El ladrón de cañas
En el rio Ohře nos sucedió algo extraño. Estábamos allí de pesca con Walda Freund, de
Podbořany, y con el marinero Půhoný, de Praga. El marinero Půhoný había navegado hacía tiempo en
nuestros barcos de ultramar por Osaka y Tokio, de donde se había traído unas hermosas cañas
japonesas. Le gustaban tanto que apenas las utilizaba: las dejaba apoyadas en la tienda para
enseñárselas a todo el que pasara. Eran unas cañas preciosas de veras, con rabizas de recambio y
ataduras rojas, finas como rayos de sol provenientes de algún punto del mar del Japón.
Pasé horas sentado en su tienda y viajando con él. Él me contaba amenas historias sobre sus
viajes y yo, mientras tanto, admiraba aquellas cañas de pesca, igual que cuando estás charlando y, a
la vez, escuchando música. Y por las noches hasta soñaba con aquellas cañas: pescaba con ellas
enormes peces plateados en las cristalinas aguas de un río azul. Una vez, mientras soñaba con ellas,
me desperté y me incorporé. A un par de pasos de distancia fluía, quedo, el río. Eso es lo más
hermoso de las tiendas de campaña, que las puedes levantar directamente a orillas del río. Este te
acuna por la noche y te despierta por la mañana. Eché un vistazo afuera: era de noche, una noche
oscura como la boca del lobo. Dormía en la tienda con Jirka —Hugo pernoctaba en el coche—, que
no paraba de resoplar; seguramente estaba soñando con el magnífico gulyás que había guisado Hugo
aquel día, con serias opciones a conseguir el primer puesto en la competición por la mejor comida
que, al final de la semana, concedíamos siempre junto con la Medalla al Mérito Culinario. Jirka, en
resumen, no tenía sueños tan líricos como los míos.
Mientras contemplaba el río, me dije que iría por la mañana en busca de aquellos grandes
bagres junto a la presa; siempre picaban uno o dos con un filete como cebo: era una pesca hermosa.
Entonces vi a Hugo, y estoy seguro de que él también a mí. Se empezó a lavar las manos a la orilla
del río. Como estaba algo somnoliento, no me pareció extraño. Pero según se me iban abriendo más y
más los ojos, me pregunté: «¿Qué anda haciendo en plena noche?». Salí de la tienda y me acerqué
despacio al río y a él. Cuando me encontraba a unos tres metros de distancia, le dije:
—Hugo, ¿qué estás haciendo aquí?
Balbució algo como:
—Ya sabes...
Y, riéndose sin control, se apartó de mí mientras sacudía los brazos como un pato que se
dispone a alzar el vuelo del bajío. De repente fui presa del pánico: recordé la predicción astrológica
que, hacía años, había vaticinado que alguien de nuestra familia enloquecería, y se me metió en la
cabeza que Hugo había perdido el juicio. A carcajadas, se adentraba cada vez más en el agua,
dirigiéndose a las profundidades. Me planté de un salto en la tienda y le pegué un meneo a Jirka:
—Jirka! Hugo ha perdido la chaveta. ¡Rápido! ¡Se va a ahogar!
Jirka pegó un respingo. Dormía desnudo, así que volamos a la orilla del río. Jirka estaba a unos
tres metros de Hugo cuando se giró hacia mí para gritar, con vehemencia y reprobación:
—¡Pero si este no es Hugo!
En aquel instante se me pasaron miles de cosas por la cabeza. Primero se me ocurrió que sería
un ladrón o un asesino. Jirka estaba más próximo a él que yo, lo cual era bueno, porque Jirka no
temía a nada ni a nadie, como nuestro padre. Lo había visto derribar al suelo a hombres más grandes
que lo habían herido, a él o a aquello por lo que peleaba, y machacarlos con sus puños. Así que
estaba bien que él fuera primero. Avanzó hacia aquel tipo, robusto, que efectivamente se parecía a
Hugo. Aguardó. Caí en la cuenta de que tenía una mano bajo el agua. Me entró aún más miedo y dije
en voz baja:
—¡Puede tener un hacha en la mano!
Eso detuvo a Jirka. Se quedaron de pie en el río, frente a frente, largo rato. Jirka no reculó;
obviamente, ninguno de los dos quería portarse como un cobarde. Y entonces el tipo dio dos o tres
pasos hacia atrás. Luego soltó una extraña risotada y se marchó a nado al otro lado del río. En la
orilla opuesta desapareció, seguramente entre la maleza.
Jirka, mosqueado, dijo:
—¡Hala! ¡Todo a tomar por culo!
Fuimos a despertar a los pescadores. En el lugar en el que se erguían las cañas japonesas no
había más que un espacio vacío.
El día siguiente fue muy triste, como si hubieran mancillado la pesca: no pescamos, no
cocinamos, comimos restos... Una mañana después la señora Freundová encontró todas las cañas
apoyadas en un árbol cercano a la tienda. Nos llamó y nosotros nos quedamos mirando pasmados,
como si se hubiera producido un milagro divino y las cañas hubieran caído del cielo. Las observé:
me parecieron más limpias, como si el hombre en cuestión las hubiera purgado de autoconocimiento
o de aquello que hubiera de vivir a lo largo de aquella noche y aquel día. Y, al mirarlas más de
cerca, me percaté de que estaban cubiertas de gotas de rocío, semejantes a lágrimas.
Este no es un cuento sobre un ladrón honrado y sobre mi valeroso hermano. Es la verdad.
Podéis preguntarle al señor Půhoný, si es que no está surcando las aguas de Osaka y Tokio. Y podéis
venir a echar una ojeada a una de esas cañas japonesas: el señor Půhoný me dio una de recuerdo.
Pesco con ella, aunque con más frecuencia lo que hago es contemplarla mientras pongo en el
tocadiscos al americano Frank Sinatra con su canción I love Paris y reflexiono sobre la naturaleza
humana. Y por la noche sueño que vuelvo a pescar peces plateados en aquel río azul con la caña
japonesa y que tengo por compañero al «ladrón». Me gustaría descubrir su identidad, pero eso es
algo que jamás se hará realidad. Le preguntaría por qué diablos devolvió aquellas cañas. Y también
le prestaría gustoso la mía, inlcuso se la regalaría, para que pescara también con ella alguna vez en
condiciones. Y no solo una noche...
No volví a ir así de pesca con mis hermanos durante una buena temporada. Se cumplió la
predicción. El que perdió la chaveta fui yo, de modo que pasé cinco años en una institución para
enfermos mentales.
Allí no hay peces.
Únicamente reyes, emperadores, napoleones, cristos, afroditas, princesas Libuse y doncellas de
Orléans.
Cómo nos matamos de pesca
Durante una de nuestras escapadas para hombres, muy posterior, nos dirigimos al sur de
Bohemia, donde, como sabéis, el firmamento es vasto y azul y la atmósfera húmeda. No había estado
allí en años; tan solo soñé con el Lužnice y el sur de Bohemia mientras estuve gravemente enfermo.
Entonces el Lužnice y el sur de Bohemia me parecían tan lejanos e inalcanzables como, por ejemplo,
Honolulu. Y sin embargo nunca ansié ir a Honolulu con tanta intensidad como al sur de Bohemia,
puesto que allí lo había pasado siempre de maravilla y tenía la sensación de encontrarme a orillas
del mar checo, cercano al cielo.
Los tres tomamos la determinación de que debíamos capturar el pez más grande de nuestra vida.
Yo, además, deseaba ver una vez más el Lužnice a su paso por Tábor, donde el río discurre
formando un arco hasta Příběnice. Al entornar los ojos, puedes ver correr por el lugar a los checos
más audaces, los husitas, que le dieron a todo hijo de vecino en los morros o en partes más bajas.
Tampoco se me iba de la mollera aquel molino donde en tiempos lo pasé de miedo y donde atrapé
tantos peces. Se llamaba algo así como Mlýnomel. Allí, en un prado, tenía por aquel entonces una
casita el señor Kotalík, que en Praga conducía tranvías. Cuando pasamos Honza y yo por el lugar,
tenía una cabra blanca que ordeñamos sin que se enterara.
Aquellos eran los hermosos recuerdos que pretendía revivir cuando me dirigía hacia allí en la
kombi[35] con mis hermanos.
Viajamos a ver al señor Zeman, que se conocía al dedillo la región. Embarcamos al señor
Zeman en una casa de labor y nos dirigimos a un molino. Era aquel en el que pensaba a veces
mientras agonizaba. No era Mlýnomel —menuda estupidez—, sino Suchomel.[36] «El que muele
aunque no corra el agua.» Mis hermanos me llamaron para que abreviara; quedaba poco para llegar.
Pero yo no podía despegar los pies del suelo: me había quedado allí como encolado con un
pegamento especial, al borde del llanto por haber visto mi particular Honolulu, que pensaba que
jamás volvería a avistar.
Por la mañana fui a pescar a aquel paraíso pesquero. En aquella ocasión sí tenía licencia. Sin
embargo, los peces no pican por tener licencia. Pican por un gusano o por un filete. Lancé un filete al
agua, pero ni una dentellada; podría viajar hasta Praga y tal vez hasta el Mar del Norte. Sentado en la
orilla, observé la contraria: de cuando en cuando acudía a ella de pesca el tranviario Kotalík, con
chaleco y tirantes. Y la red al hombro. Y maldecía entre dientes, como cuando sopla un vientecillo.
Nunca pescaba nada; regresaba sin más a decirle a su parienta:
—Otra vez que no pican.
Ya no pescaba ni barbos rosados, pues le temblaban las manos. No obstante, había sido buen
pescador. Hasta la cabra estaba en las últimas, y no quedaban más que girasoles en torno a la cabaña.
¡Si capturara al pececillo dorado y pudiera con sus tres deseos procurarse una barca nueva, una
cabaña nueva y una cabra nueva! Pero eso solamente sucedía en los cuentos, y en el Lužnice no
atraparía un pececillo dorado ni el mejor de los pescadores.
El sol brillaba, empañado y desamparado, como suele hacerlo en otoño. En la casita de enfrente
hacía la colada una bella joven en sujetador blanco. Me tumbé en una roca caldeada. Me excitaba
imaginar que vadeaba el río, me acercaba a ella empapado y le quitaba el sujetador mientras le decía
que era una estupidez estar lavando la ropa, con el día que hacía y ya que había venido hasta
Suchomel... Pero no lo hice. No tenía el valor ni la planta para hacerlo. Podía incluso pegarme un par
de bofetadas. Y encima estaba empezando a refrescar. Ni un pez. La lavandera se esfumó. Kotalík fue
a decirle de nuevo a la parienta que los peces no picaban. Adormilado, observé las ventanas del
molino, oscuras: cada ventana un ojo. El miedo se apoderó de mí y entendí el porqué.
Molino:
—¿Dónde están los peces que proliferaban en este lugar? ¿Quién derribó aquella hermosa
presa? ¿Quién ha permitido levantar aquí tantas cabañas?
Guardé silencio: aquellos peces también pesaban sobre mi conciencia. Miré las ventanas como
si entreoyera:
—¡Vete al diablo!
Tras cada una de las ventanas podía esconderse un diablo, tras cada una de las ventanas podía
sacarme su lengua de fuego. Me apresuré hacia el coche, que me seguía esperando, y partimos en
busca de otros molinos que aún tabletearan. Hasta el río Nezárka no encontramos uno. El molinero
nos dejó una pieza sin estufa y sin camas en la que durante una semana fuimos felices hasta lo
indescriptible.
Nos abalanzamos hacia el río: seguro que habría mares de peces en aquellos parajes.
El río casi discurría por el patio. Había abundancia de leche de cabra y de vaca que se servía
directamente de las ubres. Las aguas eran insondables, misteriosas: de las profundidades ascendían
burbujas. El ganador de todos nuestros campeonatos de pesca, Hugo, afirmaba que había allí carpas
grandes como lechones. Permanecimos sentados en el dique mientras caían las hojas esquivando los
sedales, que cortaban el agua. Mis hermanos a veces atrapaban una brema que sacaban del agua a la
luz del día. Plateada, como si la hubieran fundido. Sacar una brema del agua no es por lo general una
brega, muy al contrario: es hermoso, pues se trata de un pez elegante, como a la moda, como cuando
una dama se dirige a un baile. No se resiste, no monta un espectáculo ni perturba la paz.
Al día siguiente ya estaba harto de sentarme en el patio del molino junto a mis hermanos y a las
gallinas, así que me marché a la aldea de Hamr a pescar lucios. Decían que había allí una gran presa,
a sus pies un remanso, y en el remanso lucios. Pero estaba a gran distancia. Jirka me encargó comprar
cigarrillos.
Caminé río arriba. En la corriente, plata y follaje dorado. Caminaba solo; de repente me di
cuenta de que no resonaban los bocinazos de los coches para que me apartara, de que no rechinaban
los tranvías para que retrocediera. Y aquella era la razón principal por la que me había largado a
pescar lucios: perder de vista a mis hermanos sacando bremas, perder de vista al mundo entero; ver
solamente faisanes, en el bosque a un corzo y en el aire a un pájaro que volaba silencioso. Evalué el
río, dónde podría ocultarse un bagre y dónde acechar un lucio. Pero no lancé la caña ni una sola vez.
Vagué durante horas. Cuando alcancé Hamr, me tambaleaba de cansancio. La taberna estaba cerrada:
«No habrá cigarrillos, hermanito, ni apagaré mi sed». De modo que marché hacia el remanso. Estaba
a unos dos kilómetros largos. Para cuando llegué tenía la sensación de que iba a morir. Me senté
junto al remanso, tan exhausto por la fatiga que me flaqueaban las fuerzas para poner la caña. Así que
me di un respiro y emprendí el camino de regreso, que, como es sabido, resulta siempre mucho más
largo.
Junto al camino se alzaba un humilladero, en su interior una Virgen María de porcelana y a sus
pies una fuentecilla. Un campesino me dijo que aquella era la mejor agua de la comarca. Pero, por lo
que decían, a los mentirosos se les caía la mano al cogerla. Yo de cuando en cuando suelto alguna
trola, y no quería quedarme sin mano. Por si las moscas, utilicé la izquierda, que me era menos
necesaria. Me temblaba. No sucedió nada: al parecer no miento tanto. Tragué un vaso tras otro, el
agua goteando sobre el jersey y la camisa. Era un agua fabulosa, casi embriagadora, la mejor de la
comarca. Me había bebido de una sentada diez vasos, de manera que lo mínimo que podía hacer era
agradecer con la mirada a la virgen de porcelana que me hubiera conservado la mano antes de
reemprender el camino. Canturreando cancioncillas de navegantes y pescadores, llegué ya al
atardecer al molino. Mis hermanos, que seguían sentados, como tarados, en la ribera del molino con
los talegos a rebosar de bremas, me preguntaron con soberbia:
—¿Qué has pescado?
—Nada. No picaban los lucios.
Otra vez mintiendo. No iba a decirles que no había estado de pesca. Y por la noche pensé en lo
extraño y hermoso que había sido aquel día.
Nos marchamos a casa. Estaba buscando setas en un bosquecillo algo más allá del molino y
recogiendo hojitas doradas cuando escuché un grito. Corrí hacia el molino, pero llegué demasiado
tarde. En la orilla del molino, una carpa grande como un lechón. Las burbujas no mentían. La había
atrapado Jirka. Siempre que tira de un gran pez, grita pidiendo ayuda. Esta vez habían acudido en
barco a echarle una mano el molinero y su hijo Eman. Se calaron, por poco se van a pique, dejaron
abierta la puerta de casa, entraron las cabras, se zamparon el grano para los cerdos, la molinera
montó un cirio y, mientras tanto, Jirka recorría el molino entero para pesar la carpa. Como no
encontró una balanza, invitó a todos a slivovice.[37] El macho cabrío del pueblo, víctima de sus
fuertes inclinaciones sexuales, huyó del establo. Jirka nos besaba, no cabía en sí de gozo. Nosotros
esbozamos una sonrisa amarga sin compartir su alegría: en lo más recóndito del subconsciente nos
corroía la envidia por haber capturado semajante carpa. La metió viva en el vivero, pero para que
cupiera tuvo que soltar las bremas.
Estaba claro que quería llevársela viva a Praga.
Lo tenía todo pensado. Se la llevaría a Praga y planificaría un horario de visitas a su domicilio,
como si fuera médico, para que todos sus amigos y, sobre todo, sus enemigos pudieran acudir a
admirarla. Los primeros de la cola serían los pescadores, después los no iniciados. Tenía
programación como mínimo para tres días. Se cogería unas vacaciones. Hugo debía asegurarse de
que la carpa llegara viva a la capital. Eran más de cien kilómetros. Jirka prometió a Hugo cien
coronas si la carpa no estiraba la aleta.
A la mañana siguiente todo estaba dispuesto.
El molinero, la molinera y Eman aguardaban en fila. La molinera ya se había olvidado del grano
que se habían zampado las insaciables cabras. A la hora de las fotografías la carpa debe estar lo más
cerca posible del objetivo, para que parezca mayor de lo que es en realidad, lo cual no conseguimos
y por lo que Jirka, más tarde, no hacía más que ponernos de vuelta y media.
Todos los cachivaches a bordo; en último lugar embarcó la carpa. Hugo, a causa de las cien
coronas prometidas, adoptó medidas especiales: le metió en el hociquito un azucarillo impregnado
de slivovice. La carpa mascaba: la slivovice era genuina de Vizovice.[38] Al parecer es lo mejor para
que las carpas aguanten fuera del agua. Cuando nos dimos la vuelta, Hugo la levantó en brazos, como
a un retoño, y le echó al coleto parte de una botella de ron. Y la tranquilizó antes del viaje con las
siguientes palabras: «Nuestro pequeñín».
La carpa iba envuelta en un trapo húmedo y enrollada en una mantilla que nos había prestado un
paisano. A mí me pareció que ya iba beoda del todo y dispuesta a bailotear por el patio del molino
sobre su cola mientras cantaba: «Yo soy la carpa del río Nežárka».
Pero, de momento, nada de eso. La colocaron a mi lado en el asiento trasero. Se me confió su
custodia y su riego ocasional con agua dulce. Todo había sido planificado hasta el último detalle. Se
calcularon los tiempos según el horario de trenes para no toparnos con ninguna barrera bajada.
Comeríamos y beberíamos por el camino. Orinaríamos también en marcha, en una lata de pepinillos.
Jirka, como conductor que era, tendría que aguantar hasta Praga sin mear.
Nos pusimos en marcha.
Eran palabras mayores y en absoluto un viaje, sino el Grand Prix. Jirka, sin decir palabra, no
apartaba la vista de la carretera; se había puesto unos guantes de piel blancos como los de los
pilotos. Junto a él iba sentado Hugo, que a ratos ondeaba por la ventana entreabierta un pañuelo
blanco anudado a una de las cañas de pesca más resistentes. Yo, de vez en cuando, rociaba con agua
a la carpa, aunque me daba la sensación de que prefería el alcohol. Jirka tocaba el claxon; hasta el
momento avanzaba a la perfección, adelantando un coche tras otro. Dejábamos atrás incluso
automóviles con matrícula extranjera.
Cuando nos dimos un rasponazo contra un camión y nos estampamos contra un grueso poste de
telégrafos, quedamos hechos trizas. Al cabo de unos segundos, morimos.
Los ocupantes de un coche azul tan solo alcanzaron a ver una maraña de carrocería, alambres y
cañas de pescar. En su cúspide flameaba la bandera blanca de los vencidos.
Luego llegaron los de los sopletes con bombonas de gas para sacarnos de la kombi. En vano.
Cuando ya llevaban media hora de suplicio, el alférez se asomó al asiento y gritó alborozado:
—Venid. Al final no todo ha sido inútil. Hay uno que respira.
Levantó la manta y vio al chiquitín. Cuando lo cogió en brazos, casi se desmaya. Dijo:
—Esta carpa está como una cuba. Si el pez iba así de mamado, a saber cómo irían esos de ahí.
Y luego preguntó a los caballeros de los sopletes que estaban presentes:
—¿Alguien la quiere?
Nadie quería una carpa beoda. Les traería a la memoria la catástrofe sucedida en las cercanías
del río Lužnice, en el que desemboca el Nežárka. De modo que el alférez la cogió, la llevó al río y la
arrojó al agua. La carpa, tras titubear un instante, echó a nadar. Después de un momento de confusión
por la borrachera, partió contracorriente hacia el hermoso molino de Krkavec, donde tenía su hogar.
Como el camino era largo, canturreaba:
—Yo soy la carpa del río Nežárka...
Cuando llegó, contó al resto de las carpas que había estado en una taberna ambulante genial en
la que se servía gratis slivovice y hasta ron.
Cómo no nos matamos de pesca
Solo que el final de la historia no fue como se describe en el capítulo anterior. Yo estaría
requetemuerto, de modo que no habría llegado a terminar este libro. El final fue distinto. Esquivamos
aquel poste de telégrafos por los pelos. Proseguimos nuestro viaje a Praga, ondeando la bandera
blanca y orinando de cuando en cuando en la lata de pepinillos. En las afueras de Praga Jirka llamó
por teléfono a su mujer para pedirle que limpiara la bañera con un producto especial y que la llenara
de agua hasta los topes, que llevaba una carpa como un ternero.
Aparcamos frente a la casa justo a tiempo: la carpa ya agonizaba y Hugo, temiendo por las cien
coronas apalabradas, le aplicaba una especie de respiración artificial: le abría y le cerraba las
agallas y le hacía el boca a boca. Luego la soltaron en la bañera, limpia como los chorros del oro. La
carpa se giró panza arriba; nadie sabía si estaba moribunda o curda. Dana y Jirka se turnaban para
sujetarla bien. Cuando se enderezó por sí misma y dio un par de aletazos —no más, porque la bañera
se le quedaba corta—, Jirka sacó el billete de cien coronas y se lo entregó a Hugo.
Jirka pintó un cartel sobre la bañera:
CAPTURADA CON CAÑA LÁTIGO CON CARRETE
DURANTE LA PESCA DE BREMAS
CON SEDAL DE 0,15 Y CUCHARILLA GIRATORIA
Solo un verdadero pescador reconocería que semejante carpa tenía su justo valor. Y luego se
dispuso a telefonear a Tonda, Jarda, Petr... Telefoneó a todos sus amigos del alma, pero también a
amigos que eran en realidad enemigos confesos. Llamó a su vecino Jarda Mirko:
—He pescado una carpita. Ven a echar una ojeada.
Todos la admiraban en público y la envidiaban para sus adentros. Sin embargo, todavía no la
habían visto todos: aún no la había visto todo el barrio de Šárka, no la habían visto los compañeros
del trabajo. Jirka abría la ventana, ventilaba y cambiaba el agua. Recordó que debía alimentar a la
carpa y se acordó de que en Vinohrady había un cartel:
¡EMPLEAMOS A CAZADORES DE PULGAS DE AGUA!
Y marchó a Vinohrady. Pero no tenían pulgas, puesto que no se había presentado hasta el
momento ningún cazador. Llevó a revelar la foto del molino. Pero descubrió que en aquellas tomas la
carpa parecía más pequeña de lo que era en realidad. A mí me echó una bronca y a Hugo le envió una
carta de lo más grosera afirmando que sacó la foto mal de forma intencionada, porque él jamás había
pescado una carpa tan grande.
Una carpa así de grande la pescó nuestro padre en Braník, si bien en un contexto muy diferente.
De pesca en Praga, no conseguía pescar nada, así que le dio dinero a mamá para que comprara una
carpa viva gigantesca en Vaňha. [39] Cuando no había nadie mirando, la colgó de la caña, para así
demostrar a esos idiotas del Vltava cómo eran los peces praguenses. Al día siguiente el río entero
estaba sitiado por los pescadores.
La carpa de Jirka hizo grandes avances. Trabó amistad con Niké, la perra de Jirka, parecida a
una oveja, que se erguía sobre sus patas traseras y seguía con sus sabios ojos los majestuosos
movimientos del pez. Pero pronto la carpa fue de mal en peor. Seguramente Jirka le cambiaba el agua
demasiado a menudo y ella no estaba acostumbrada al agua potable; tal vez debería haber vertido en
ella un chorrito de ron.
Un día, cuando Jirka fue al baño, vio que la carpa había pasado a mejor vida. No movía las
agallas ni meneaba el hocico. Pero lo más interesante era que flotaba como cuando aún estaba viva y
coleando. Así se quedó durante dos horas, con las aletas apoyadas en el fondo para darle una alegría
más a Jirka. Se habían hecho amigos. Jirka agarró un cuchillo y la degolló, para poder comérsela y
para que el panorama con Dana pintara de este modo algo mejor. La filetearon. No le dijeron a nadie
que aquellas lonchas provenían de una carpa asfixiada. Le mandó a todo el mundo excepto a Hugo.
Seguía teniendo un enfado atroz porque la carpa parecía más pequeña en las fotos. En realidad era
bastante grande y con el paso del tiempo ha ido creciendo sin parar a ojos de Jirka. Hoy es ya tan
enorme que no cabría en ninguna cámara fotográfica ni en ninguna bañera del mundo entero. Tendrían
que fabricar para ella una piscina especial y para tomar fotografías habría que hacerlo con carrete
panorámico.
Cuando mi hermano Jirka lea estas líneas, dirá que por mi boca habla la envidia. Aún no he
capturado el pez de mi vida. Pero Hugo estará de mi parte. A ese, de momento, todas las carpas se la
traen al pairo.
Zapatos Made in Italy
Yo quería mucho a Emil y estuve prometiéndole largo tiempo que lo llevaría a pescar anguilas.
Capturar anguilas implica todo un rosario de experiencias emigmáticas: pesca nocturna,
depredadores desconocidos de los que sabemos poco o nada, una carne excepcional para Emilka y
para su esposa. Estuve preparando a Emil durante una eternidad, más o menos como si me lo llevara
en cohete a la Luna.
—Emil, salimos el jueves —le anuncié en secreto y en confianza, para que no se nos acoplara
algún otro conocido. Quería ir solo con Emil.
A bordo de un Fiat, nos dirigimos de cabeza a nuestra infancia. Emil conducía despacio, como
la mayoría de los médicos, que no tienen intención de aumentar las tasas de mortalidad con un
accidente más.
—Fuma. Fuma ahora que puedes. En toda la noche no vas a pegar ni una calada. Cuando
lleguemos allí no podremos encender ni una cerilla para que nadie nos vea. Repítelo.
—En toda la noche no voy a pegar ni una calada.
Añadió:
—¡Ni un Lucky Strike!
Eso me bastaba. Las anguilas las conseguiría yo. Emil nunca había catado una anguila de las
buenas, recién sacada del río.
Emil pasaba de los cuarenta y no era precisamente un figurín. No obstante, de su buena
presencia y discreta elegancia se ocupaba su esposa. Aquí una chaquetita nueva con sutiles y
decorosos cuadros, allá un esmerado jersey de lana, apropiado para caballeros de cualquier edad. Lo
más aparente que llevaba puesto aquel día, unos mocasines nuevos Made in Italy, tenía el color de
las naranjas maduras y unas hebillas dignas del propio César.
El balsero, conocido mío, se sonreía: sabía que íbamos en busca de anguilas. Aún se acordaba
de mí siendo niño. En cuanto le di un cartón de cigarrillos se volvió mudo: jamás revelaría a nadie
que nos había balseado al paraíso anguílido.
¡Qué hermoso era aquel tramo del río! Al fondo se recortaba la Roca de Šíma, donde antaño
llegué a pescar once anguilas en una hora. «¿Ves, Emil...? ¿Cómo iba a poder describírtelo?»
Ya estaba oscureciendo; sobre el río asomaba, solo a medias, la luna, lo cual era muy adecuado.
Sacamos las cañas. Teníamos grandes posibilidades de capturar algo. Comenzaba la abstinencia de
cigarrillos Lucky Strike.
Ensarté pececillos destinados a las anguilas grandes, mezclándolos con lombrices, a por las que
se abalanzan las pequeñas. La noche estaba en una especie de duermevela. Coloqué un montón de
carnadas impecables. Pero las cañas permanecían inertes. Los pescadores saben bien de lo que
hablo: ni un meneo, ni un movimiento.
Hacia medianoche Emil empezó a mendigar cigarrillos.
¡Carajo! ¡Siendo tan buen médico! ¡Por qué no iba a poder encenderse un cigarrillo!
Así que le di permiso.
Con el transcurso del tiempo me fui atontando. No picaban. Emil seguramente se había
imaginado la pesca de un modo completamente distinto. Recogió leña para encender una fogata. ¡Y
pensar que antes temíamos siquiera encender un cigarrillo! Ahora junto al río ardía una hoguera. Una
osadía. Pero Emil no entendía del asunto y a mí me importaba un bledo. Emil se escabulló para
arrimarse al fuego, se calentó los pies y se quedó dormido.
No atrapé ni una anguila. Dios sabe adonde habrían emigrado. Me mosqueé —quizá por vez
primera— con los peces. Por no haber pescado nada. Por haber traído a Emil a rastras desde el
sanatorio, donde lo necesitaban, ya que escaseaban los médicos. Y aún más los buenos, como él. Así
que empecé a echar pestes:
—Hemos tenido una mala pata impresionante, no han aparecido. ¡A hacer puñetas! ¡Malditos
bichos! ¡Pues sí que me confundieron aquel día que pesqué once aquí mismo! ¡Justo ahora, víboras
acuáticas! ¡Víboras!
Regresamos al Fiat por la orilla. Emil le dio al balsero su última cajetilla de Lucky Strike, así
que se quedó sin reservas. En la otra orilla se giró hacia mí y me espetó:
—No digas tonterías, no seas histérico. Cuando éramos críos llevábamos las ocas a pastar a
orillas del Malše. De eso hace casi cuarenta años. Y también pescábamos anguilas. Y también
volvíamos con las manos vacías. Y hoy lo he revivido. Y ha sido hermoso.
Eso es lo que dijo Emil, que había recorrido el mundo entero, América y Borneo, Honduras y
Venezuela. Tras contemplar la noche bajo el firmamento y las estrellas checos, se convirtió de nuevo
en aquel niño junto a una fogata crepitante. Se había deshecho de sus últimos Lucky Strike, de manera
que a la vuelta no fumó: conducía circunspecto, guardando la calma y dejando adelantar a los locos
de las autopistas. Miré sus pies. Quise morirme en ese mismo instante. De las puntas chamuscadas de
sus maravillosos zapatos asomaban los calcetines. Hacía rato que sabía que se le habían churruscado
los zapatitos que le había regalado su mujer. Pero había entre nosotros una gran diferencia: yo sabía
aceptar los éxitos y él sabía aceptar las derrotas. Por eso comprendió que aquella noche las anguilas
nos habían vencido, como se alcanza la victoria en el deporte. Hizo una parada en una estación de
servicio y preguntó a una camarera de largas piernas:
—¿Tienen Lucky Strike?
Ella, observando las punteras de sus zapatos, por las que asomaban los calcetines, le espetó:
—¡Tenemos Marica![40]
Le dio una buena propina y su agradecimiento:
—Fantástico.
Y se encendió un marica. En el coche se sonreía. Se encontraba otra vez junto a la fogata,
siendo niño, con el cielo sobre su cabeza, esforzándose en vano por contar las estrellas. Eran
tiempos en los que aún no tenía que responder por la vida de niños y adultos, en las que las madres
no acudían a él entre llantos para que salvara su único tesoro, a su hijo.
Los coches nos dejaban atrás. Algunos domingueros nos pitaban e insultaban:
—¡Gilipollas! ¡Acelera!
Sin embargo él seguía conduciendo con la misma calma, pisando con delicadeza los pedales.
Navegábamos más que conducíamos. Durante la guerra había sido conductor de tanques y
todoterrenos. En las batallas con carros blindados se abrió paso junto con sus compañeros a través
de las Ardenas, avanzando contra los más feroces tigres fascistas. Había visto una cantidad de
cadáveres tal que sería imposible apilarlos en aquella apacible autopista blanca. Sabía que los que
adelantaban lo consideraban un cagado, que se burlaban mordaces, y, en cambio, muchos de ellos no
eran demasiado hábiles al volante. Y además tenía miedo. Tenía miedo de encontrarlos un trecho más
allá, estampados contra un árbol o un mojón de piedra, con las cabezas reventadas y las extremidades
quebradas. Deseaba, al menos por un día, permanecer alejado de los vendajes blancos, la sangre, el
llanto y las muertes sin sentido.
Quería conservar en su recuerdo únicamente aquella noche pescando anguilas, la fogatilla que
desprendía el aroma de las niveas acacias y de la infancia.
Las anguilas doradas
Una vez me traje de Ámsterdam un manojito de anguilas ahumadas. Eran delgadas como
espárragos tempranos o varas de mimbre y, dado que eran jóvenes, doradas. Cogí una cinta para atar
con ella las anguilillas. Luego fui repartiendo anguilas doradas entre las personas a las que tenía
aprecio. Al que no le llegó el turno se quedó sin ellas.
A las anguilas ahumadas, en casa siempre las habíamos denominado «doradas», a pesar de no
haberlo sido nunca. Cuando tenían mayor tamaño y pasaban por el horno, adquirían el color de las
noches oscuras y de las profundidades abisales.
—¿Atraparé alguna vez anguilas doradas?
Papá quería decir con esto: «¿Cuándo pescaré tantas anguilas de una tacada como para que
merezca la pena ir al carnicero Franci Janouch a pedirle que prenda leña de acacia y ciruelo, que
eche flores blancas, y que le añada bayas de enebro?». El vizco Franci nos prometió que dejaría con
toda seguridad la leña en nuestro patio para uso personal. A estas alturas, tanto papá como Franci
peinaban canas, y cuando me encontraba con Janouch se burlaba de mí y me preguntaba dónde
habíamos metido aquellas anguilas de oro.
Habíamos intentado capturar anguilas honradamente, solo que con caña. Sentados en el filo
entre el día y la noche, cuando hay mayores probabilidades de atrapar anguilas, contemplábamos las
hermosas señales, banderines blancos, hasta que nos dolían los ojos; aguardábamos a que tiritaran,
como una membrana, y se dirigieran hacia el mástil de la caña. Por lo general esperábamos en balde:
rara vez el banderín, como un perrillo blanco, echaba a correr hacia la punta. La mayor parte de las
veces no era más que un vagabundo solitario. En alguna ocasión pescamos dos, contadas veces tres
en una noche. Eso sucedía una vez al año, como la romería.
Dormía en el suelo de la cabaña. Tapaba el ventanuco un encaje con abalorios refulgentes
propio de un carromato de circo. Desde el exterior penetraba la luz de la luna, formando en el tejado
a doble vertiente flechas que recordaban al vuelo de unos pájaros blancos.
Bajé en pijama; papá estaba tumbado boca arriba, también sin pegar ojo. Me arrodillé junto a su
cama para volver a preguntarle con insistencia:
—¿Existen en realidad las anguilas doradas?
—Existen. Yo no las he visto, pero tal vez tú lo hagas. Emergerán de las profundidades y
picarán. Se jamarán todo lo que les des.
Apaciguado, concilié el sueño.
Luego trabajé unos mil días y dormí unas mil noches.
Tiempo después, para el cumpleaños de mi padre, me resultó imposible encontrar qué regalarle,
puesto que lo había tenido todo en la vida y no ansiaba ninguna otra cosa. Ya no quería ni carretes
nuevos —los viejos todavía giraban y se enrollaban silenciosos como ruecas— ni cañas nuevas de
Troníček. De modo que se me ocurrió cumplir su sueño. Volver a tentar a las anguilas doradas. Ir al
paisaje de nuestra infancia, donde aún vivía tío Prošek el balsero, que me aconsejaría cómo abordar
el asunto.
Conque fui en tren.
Cuatro días y cuatro noches recorrí el camino de Bránov al Berounka como un imbécil, hasta
que me dije que debía rendirme, como Napoleón en la batalla perdida de Waterloo. El río estaba
muerto de un modo enervante. Más para bañarse que para pescar, caliente como un café. Y el cielo
despejado y descolorido como el jabón de Rakovník. Ni rastro de peces por ningún lado; tan solo
alevines jugando junto a la orilla a pasearse y chapotear.
«Me marcharé a casa un día antes. Basta ya de desvariar con las anguilas doradas de marras. No
existen.»
Por la mañana me levanté como un perro apaleado. Mis respetos: una buena paliza por parte de
los peces. Cuatro días junto al río y ni un renacuajo. Amontoné las cañas en los verdes frutales del
patio de Bránov. De la cocina salió tío Prošek, silbando. Me preguntó:
—¿Qué pasa, chaval?
—Tío, recojo los bártulos. Esto no tiene sentido. Se me acabó la suerte en este río.
No respondió. Salió al patio para ver mejor el cielo. Se subió los pantalones, contempló el
firmamento sobre los bosques de los alrededores de Kouřim y luego el firmamento sobre el río.
Como si estuviera leyendo en él algo de lo más interesante o como si escuchara, proveniente de aquel
lugar, una voz conocida. Después carraspeó; tenía asma, así que seguramente se había atragantado.
Tras escupir un gargajo sobre el empedrado del patio, dijo con decisión:
—Ve hoy otra vez al agua. Y después vete al diablo.
Se marchó pegando un portazo. Al parecer se había disgustado porque había algo que yo no
comprendía. Me coloqué en mitad del patio, como él. Incluso me subí los pantalones, carraspeé y
miré al cielo. Pero no vi nada. Como mucho me dio la impresión de que el cielo estaba cargado.
Saqué las cañas de su funda y me dirigí, ciegamente, hacia el río. El sol me crucificaba por el
camino; se me formaban manchas aquí y allá delante de los ojos, creando la ilusión de que caía nieve
de las alturas.
En la orilla volví a intentar, en vano, ganarme el favor de los peces de todas las maneras
posibles.
Al final me eché en la hierba algo más allá de la represa, al pie de la roca de Šíma. Estaba ya
toda herrumbrosa y demolida a base de dinamita. A mi espalda vislumbré, bajo la roca, un charco
lleno de agua.
En la caña con carrete puse un gusano y en la otra, sin carrete, ensarté una lombriz para que
picara algún pequeñajo. Las lombrices flotaban; tenía claro que hoy, de nuevo, me iría con las manos
vacías. No me cabía en la cabeza cómo Prošek se podía haber equivocado tanto como para enviarme
de regreso al agua.
Enfrente traqueteaba su vieja canción el molino de Nezabudice con su rueda parlanchina, una
canción que me parecía hablar de tiempos que ya no volverían más. En aquel lugar atrapaban las
anguilas con nasas. La nasa es un comedero de madera en el que se introducen las anguilas; caen
entonces en una caja de la que no hay manera de volver a salir. El molinero Čech pescó antes de la
guerra una anguila que pesaría alrededor de seis kilos. La metió en una artesa de escaldar cerdo y la
gente de la aldea acudía a verla, como las anacondas del circo. En estos parajes se atrapaban muchas
anguilas, pero esos tiempos han pasado a la historia. «Tenías que haberlo sabido, señor Prošek, ya
que eres el rey sin corona del río», cavilaba, dado que no me quedaba otra cosa que hacer. Y
entonces, de pronto, me pareció que el mundo empezaba a dar vueltas. Eché hacia atrás la cabeza
para mirar al cielo. Era como si fuera a reventar y abrirse en dos. Se encapotó. La roca rojiza sobre
mi cabeza se ladeó.
En la vieja iglesia de San Lorenzo de Nezabudice repicaron las campanas del mediodía.
¡Ding! ¡Dong!
Eran las doce.
¡Ding! ¡Dong!
Iba a empezar la función.
El cielo se rajó abriendo paso a la oscuridad. Se me ocurrió: «¡Se acercan los santos!».
Arqueros celestiales disparaban rayos hacia los bosques y el río. Alguien batió la tapadera: se
derramó agua del cielo. El río se onduló; flotaban en él burbujas del tamaño de un puño. Los árboles
se balanceaban, atemorizados, para no troncharse y perecer.
Y en algún rincón graznó un pájaro.
Entonces se me ocurrió mirar las cañas. El símbolo de la paz había caído, la imitación había
sido devorada por el río embravecido, como si desde el agua alguien la estuviera engullendo con
voracidad. ¡Era un pez tirando del cebo! Y la segunda caña brincaba como el brazo de la bomba de
agua que nos dejó el abuelo Novák. De un salto, agarré la cañita para aliviarla y que no se partiera.
Emergió la misteriosa cabeza de una anguila. La arrastré por la hierba hasta el charco lleno de agua.
Corté la imitación y la eché al charco, del que no tenía modo de huir. Me acerqué a la otra caña y
enrollé carrete. ¡Otra anguila! Tiré de ella hasta la orilla y, con la robusta imitación incluida, la
arrojé al charco. Anudé un anzuelo. Y otro. Me temblaban las manos de la emoción. Me chorreaba el
agua por el rostro. La tercera anguila. La cuarta ya era plateada. Había estado esperando aquel
momento durante años.
—¡Llegaron las anguilas doradas!
Una se me enganchó al fondo del río. Pepík, de los Vlk, que vino a la carrera desde Luh y que lo
vio todo, arreó en busca de una barca. Me senté a esperar a la caña principal. Perdí unos preciosos
veinte minutos. Ya no podía perder ni un segundo más. Allí abajo debía de estar nadando una
multitud de ellas. Habían emergido del fondo como una manada de antílopes. Siempre daban con mi
cebo y picaban de inmediato, como gallinas. Tal vez temían que se estuviera aproximando el fin del
mundo. Tal vez hubiera llegado y algún poder superior lo impidiera.
Siete, ocho, nueve, diez, once.
Nada dura eternamente. Ni la belleza, ni la alegría, ni el dolor. El cielo cicatrizó con un azul
sedoso y envió a la tierra un sol amarillo. La tormenta se alejó. Las anguilas desaparecieron.
¿No habría sido una alucinación?
¿No habría sido un sueño?
Me quedé plantado frente al charco, en cuyo interior se entrelazaban las anguilas. Ni grandes ni
pequeñas. Lo justo. Así que era verdad lo de las anguilas doradas. Las metí en una bolsa y me
apresuré hacia Bránov a través de una loma de tomillo. Prošek, de pie en el porche, retorcía su
bigotillo castrense y reía zorruno.
De camino a casa en el tren que pasaba por Beroun y Karlštein, pensé en cómo reconocería
Prošek el día idóneo. Sería, seguro, por el tiempo, decisivo en la pesca. Y, ante todo, la presión
atmosférica y sus cambios. Además el tic en el ojo, el asma y el dolor del ojo de gallo. Sabía por
anticipado lo que había en la atmósfera sin necesidad de la radio ni del pronóstico del tiempo. Bien
mirado, aquellas anguilas se las enviaba a mi padre por su cumpleaños el tío Prošek. Yo no hice más
que enrollar carrete y sacarlas del agua.
Le llevé las anguilas muertas al carnicero Franci, directamente al mostrador. Empezó a
bizquear.
—Así que al final las has pescado. Once, como sobre el césped del estadio de Letná. Ahumadas
serán todo un poema.
Janouch era un gran hincha del A.C. Sparta, aunque hacía tiempo que no lo veía con sus
desmejorados ojos: tan solo lo escuchaba hacer estragos en el estadio o por la radio. Adoraba sobre
todo el viejo Sparta de Hierro y los momentos en los que el rubio medio centro, la prima donna de
cabello dorado, Káďa, avanzaba con el balón en los pies y centraba con una suave «callejuela
checa»[41] a Vašek Pilát. Siempre se quedaba absorto escuchando, como si oyera la llamada de las
decenas de miles de espectadores que festejaban aquel Sparta invencible y férreo.
De modo que las anguilas serían como poemas de los más talentosos poetas checos. Habría en
ellas mar, luna, río, muerte. Y sol, al cual odian. En su interior, la enjundia del fasto, sus banquetes
en noches lúgubres. En su interior, el hambre del ayuno y de un peregrinaje sin fin.
Entretanto compré en la ferretería del señor Rousek una tersa bandeja plateada que me costó
doce pavos. Y fui a recoger las anguilas ahumadas.
19 de julio.
Todo estaba listo para el cumpleaños de papá. Rosas amarillas sobre la mesa, un mantel blanco
de encaje de bolillos y mi padre, sin mácula, al cual mamá había refrotado con un cepillo de cerdas.
Sopa de ternera con fideos y pollo con patatas. Albaricoques en almíbar y cerveza de barril traída de
Hartman. Antes de que se comenzara a servir la comida en la mesa, anuncié con modestia:
—Me gustaría ofreceros un aperitivo.
—¡Que venga! —exclamó papá como unas pascuas. Quizá se esperara un jamón o unas
salchichas encebolladas.
Sin embargo, aparecí por la puerta del cobertizo con mis once anguilas doradas sobre la
bandeja, atadas con el hermoso lazo azul, amarillo y rojo del A.C. Sparta con las que me las había
anudado el señor Franci Janouch. Para mis adentros la escena iba acompañada del bramido de las
fanfarrias, el estruendo de los platillos e innumerables aclamaciones gloriosas de mi corazón. Intuía
que papá se llevaría una alegría por haberlas pescado yo, su hijo, lo cual equivalía a haberlas
capturado él. Y no me había equivocado. Coloqué la bandeja plateada ante papá y la adorné con tres
limones del sur de España que me saqué del bolsillo. Pues las auténticas anguilas ahumadas se han
de rociar con limón, de lo contrario perderían la gracia y no serían, ni de lejos, un poema. El sol
iluminaba la mesa a través de las ventanas, de manera que no solo la bandeja, sino también las
anguilas, refulgían doradas. Súbitamente áureas, como el oro de una corona real o del tesoro de
Tutankamón. Papá se quedó atónito y llamó a mamá, que estaba en la cocina:
—¡Hermínka, nuestro chico ha pescado las anguilas doradas!
Y a continuación se echó a llorar, convencido de la regla que afirma que el llanto es tan
hermoso como la risa. Su llanto no había sido nunca de larga duración. Cortó a la mitad el limón
español para aspirar su aroma, igual que se huele una rosa. Asintió. Dio su visto bueno a los
españoles. Después se metió en la boca el primer trozo de anguila, le hincó el diente e hizo una
mueca semejante a las de la última época de Louis de Funes en Saint Tropez, poco antes de su
despido del cuerpo de policía. Ahora las lágrimas que le corrían por la cara a papá no eran de
cocodrilo. Escupió a chorro el resto de la anguila sobre el mantel de encaje y dijo:
—Esto no hay quien se lo coma. Franci es un memo. Se le ha ido la mano mientras pensaba en
su dichoso Sparta. Ha salado demasiado las anguilas.
Una vez dicho esto, se puso manos a la obra con la sopa de ternera y los fideos, mascando para
manifestar lo mucho que estaba disfrutándola.
Me fui a hurtadillas al cobertizo sin saber si debía colgar a las anguilas o a mí mismo.
Finalmente me decidí por las anguilas. Estuvieron allí largo tiempo sin que nadie les hiciera ni caso.
Su carne se echó a perder y no quedaron más que las cabezas y la piel, que se balanceaban al viento
como ahorcados en cuanto se abría la puerta del cobertizo. Decidí inhumarlas como a seres humanos.
Las enterré bajo el abedul, junto a la fuente, desde donde tenían vistas al río y a su camino acuático
hacia el Mar de los Sargazos. Y se me ocurrió que tal vez no sea mala cosa que el ser humano mate
peces. Lo horrible es que no los consuma. Como si en realidad fueran solo peces muertos y
aniquilados aquellos que se arrojan al cubo de la basura o para los que se cava una tumba.
Así que aquella era la tumba de mis anguilas doradas. Una tumba prescindible, como son a
veces no solo las de los peces y los pájaros, sino también las de las personas.
Al poco tiempo murió Franci Janouch, carnicero y charcutero de la corona K.K.[42] y, más tarde,
de la República Checoslovaca y, más tarde todavía, de la República Socialista Checoslovaca.
Janouch, al que nunca revelamos que saló en exceso las anguilas. Al contrario, en una ocasión le
comenté que eran como un poema de Fráňa Šrámek. Quiso saber qué poema en concreto tenía en
mente y respondí: «Azud».
Se nos marchó también Prošek. Transportaron su ataúd en su más preciada embarcación, bajo la
cual nadaba un séquito de peces plateados. Lloré en la orilla como nunca en la vida. El llanto aquella
vez no fue hermoso como la risa.
Solamente papá resistía aún en el jardín del mundo. Incluso, ya entrado en años, emprendió un
viaje al Oeste. Algo más allá del oeste de Praga, a Radotín, donde se compró, con la calderilla que
ganó al vender la cabaña, una casita construida apenas para que no lo quemara el sol y no lo llevara
el viento. Tenía una huerta con fresales y manzanos de los que colgaba casetas para los estorninos.
En el jardín construyó además una cabañita elevada, como sobre las patas de una gallina.[43] La
llamaba «cuchitril» o «enfurruñadero». Se escondía en su interior cuando estaba hasta la coronilla
del mundo o de mamá. Desde allí nos ponía verdes por no valorar todo lo que había hecho por
nosotros.
Por suerte, a un par de cientos de metros de la casita discurría su río, el Berounka.
Con su amigo Vašek Hájek construyó en el jardín un pequeño estanque cuadrangular de cemento
para peces. Y, como pronto me enteraría, sobre todo para anguilas. Yo pensaba que todo aquello
acabaría de nuevo como el fiasco acecinado de antaño, no obstante la cosa continuó con mucha
mayor intensidad y renovadas fuerzas.
En Radotín, junto al transformador a las afueras de la ciudad, había por aquel entonces un
ambiente pesquero bastante interesante. Sentado en una olla vieja pescaba el igualmente viejo
Braindl. Un trecho más allá iba de pesca Alois Purchart, que, entre las protestas de las mujeres del
lugar, tenía la afición de rastrear lombrices por los jardines, de noche y en calzones. Y también
acudía allí el as de la pesca Vodolán. Incluso correteaba por la zona el perro salchicha de Hájek,
Ferda, que robaba a los pescadores la masa más delicada, reservada para los peces, y la engullía. Y
lo más importante: iba allí mi padre, obsesionado con las anguilas. Con papá pescaba de vez en
cuando Vašek Hájek, que tenía un cuerpo fornido y sabía nadar que daba gloria, de modo que cuando
a los pescadores se les quedaba enganchado el anzuelo al fondo, Vašek buceaba gratis y lo soltaba.
Había en aquellos parajes muchas más piedras que peces, por lo que papá, que iba en bicicleta con
un remolque para los peces, pronto tocaba fondo, gritando sucesivamente al caer la noche:
—¡Menudo río!
—¡Asco de río!
—Joder! ¡Maldito río!
Entonces tomó una decisión:
—Tengo sedal americano USA. Arrancaré con él hasta el fondo.
Y se dispuso a arrancar, entre los gritos de ánimo de los demás presentes, piedras y fondo. De
las casas pronto empezaron a llegar llamadas de atención para que los pescadores cerraran el pico,
alegando que los que tenían que trabajar al día siguiente no podían conciliar el sueño. Si la cosa
continuaba así cada noche, irían a presentar una queja al SNB[44] o al consejo nacional.[45]
Papá no arrancó el fondo, de modo que volvió a pedir ayuda:
—Vašek, sigo atascado. Bucéamelo.
Vašek se desvistió, calentó un poco, se aclimató y ¡hop! Al instante descubrió que papá estaba
usando un sedal tan resistente que podría sacar con él vacas marinas. Así que no fue capaz de cortar
el sedal Made in USA. Vašek se sumergió como una nutria para sacar el anzuelo de debajo de la
piedra. Cuando se encontraba en el río nadando, las aguas no estaban tranquilas, así que en el ínterin
o bien no se pescaba, o bien no se tomaba la pesca en serio. Se contaban anécdotas y se lo pasaban
de fábula.
Pero la mayor parte de las veces se lo tomaban en serio.
Papá dio con una nueva teoría. Tenía que atrapar cientos, miles de lombrices. Las haría
picadillo para las anguilas, lo lanzaría al agua y pescaría en aquel batiburrillo. Así conseguiría sus
anguilas. Pero primero debía conseguir aquellas lombrices. En las noches húmedas recorría con
mamá el huerto de los Novák; los dos, encorvados, alumbrando con linternas, agarraban los gusanos
por la cabeza y tiraban de ellos. Después les dolían los riñones y los ojos. Les entraba sueño, puesto
que aquello tenía lugar a horas a las que la gente normal ya estaba en el séptimo sueño. Y, para más
inri, papá acababa de ser sometido a una operación complicada y los ojos le excretaban no sé qué
pegatoste y lágrimas. Mamá, quejándose de que ya no podía más, le aseguraba a papá que tenía que
haberse buscado una señora totalmente distinta. Papá argüía que debía resistir y le soltaba una arenga
propagandística. Mamá, de hecho, le dio largas durante un par de días y se quedó en casa mientras él
andaba deambulando solo por las noches con su luz, como el holandés errante.
Cuando consiguió lombrices en abundancia, se dirigió al río en bicicleta, el remolque a rastras.
Aunque ya no confiaba en toparse con las anguilas doradas, se dispuso a pescar anguilas solitarias.
Al rato me llegó un recado de su parte: debía ir a Radotín. Me recibió sin un pelo en la barba y
con toda ceremonia. Me ofreció asiento en el porche acristalado, donde se había extendido el mantel
de encaje de bolillos y colocado sobre este un tenedor y un cuchillo.
Papá trajo un pergamino kilométrico que había chamuscado con una vela, como el de un club
nocturno. Y en él estaban enumerados cuarenta y dos platos a base de anguilas.
A saber:
Anguila a la alemana
Anguila asada en ceniza
Anguila ahumada frita
Anguila Beaucaire
Anguila a la benedictina
Anguila Bonvalet
Anguila a la bordelesa
Anguila a la borgoñesa
Brocheta de anguila
Anguila con colas de cangrejo
Anguila a la crema
Anguila Durand
Anguila a la española
Anguila aux fines herbes
Anguila a la flamenca
Anguila a la francesa
Anguila frita
Anguila gourmet
Guiso de anguila
Anguila a hamburguesa
Anguila Helly
Anguila a la inglesa
Anguila en su jugo
Anguila a la molinera
Anguila a la normanda
Anguila a la parisina
Paté inglés de anguila
Anguila a la provenzal
Ragú de anguila
Anguila Robert
Anguila a la ruanesa
Anguila a la rusa
Anguila a la romana
Anguila Sainte-Menehould
Anguila Suffren
Anguila con salsa de bogavante
Anguila con salsa holandesa
Tartar de anguila
Anguila a la veneciana
Anguila Vilém
Anguila Villeroy
Anguila a la vinagreta
Solo entonces comprendí al fin por qué las anguilas nadan de noche y únicamente por el fondo
del río: la tienen tomada con ellas los más afamados cocineros y gourmets de todo el mundo. Llegan
a pagar su precio en oro.
Papá vino en delantal con un plato caliente, como en los restaurantes de postín. Luego trajo en
una cazuela anguila al horno trinchada, con la cortecita dorada. Sonrió como disculpándose y dijo en
voz baja:
—Se nos han acabado cuarenta y un platos de anguila. Solo la tenemos en su jugo.
Y yo respondí:
—Esa es la que más me gusta, papá.
Y ataqué el plato.
Espolvoreó la anguila con perejil picado de su cosecha: desprendía el aroma del huerto y de las
flores del fresal, que habían eclosionado en las cercanías del perejil. Sentado frente a mí, me
observó mientras esperaba a que acabara de rebañar el plato. Me lo zampé entero; hacía tiempo que
no comía una anguila tan fabulosa. Dije que era un verdadero poema, y él se alegró como un crío.
Siguió pescando anguilas que guardaba vivas para mí en el estanque. Yo no comprendía por qué
no invitaba también a otras personas; a mis hermanos, por ejemplo. Siempre que atrapaba una anguila
me mandaba venir. Yo acudía sin falta, y solamente una vez me llevé a un amigo, que tenía entonces
algunos problemas que las anguilas debían hacer desaparecer. Siempre el mismo ceremonial. El
menú de pergamino transcrito más arriba. Anguila en su jugo. Silencio. Elogio. Admiración.
Cigarrillo. Vino blanco fresco. Por último, apañar las fresas maduras de la mata y charlar.
Por los pescadores de Radotín me enteré de cuántas noches pasó junto al Berounka. Cientos de
horas a oscuras, aun cuando tenía mala vista y a horas a las que hasta los perros vagabundos se
habían ido a dormir a su guarida. Solo como un vagabundo. Solo atrapando, de uno en uno,
vagabundos. Sus anguilas doradas nunca llegaron; nunca tuvo esa fortuna. Tal vez se tratara de un
juego. Él tuvo fortuna en el amor. En la pesca no tuvo suerte casi nunca. Tuvo que ganarse a pulso sus
peces, duramente: la piedra en la que se sentaba se erosionó bajo él con el paso del tiempo, como
bajo una corriente de agua.
Me había vuelto a escribir una nota para que fuera a cenar. Todo como de costumbre. Pero no
absolutamente todo. Papá me pareció más ceremonioso. Cuando terminé de comer y le sonreí, no me
dejó pronunciar palabra. Dijo:
—Esta era, amigo, la undécima.
Lo entendí todo de golpe. ¿Cómo podía haber sido tan corto? Me había estado pagando y
acababa de liquidar aquellas once anguilas; no quería tener deudas de ningún tipo cuando se fuera al
otro mundo.
De Trebotov nos llegó el telegrama que nos informó de su muerte.
Insinué al oficiante del entierro que, si me hacía aquel favor, no caería en saco roto. Sé que este
tipo de cosas no se hacen. Le di al oficiante un pequeño frasco de porcelana con tapadera. Sobre su
albayalde había pintada una rosa roja trepadora, diminuta como una manzana virginal.[46] Le pedí que
vertiera en la urna un par de motas de ceniza.
Después de un tiempo me devolvió la urna. Con ella en mi poder, me dirigí al río más querido
de mi padre, el Berounka. Soplaba un leve vientecillo; por el camino correteaba el teckel Ferda, que
aguzaba las orejas. Aparte de nosotros, ni un alma. Me acuclillé junto a la hoya en la que papá pescó
mayor cantidad de anguilas. Saqué la urna con la rosa y esparcí aquella pizca en el límite entre el
remanso y el torrente. Algunas motas se hundieron hacia el fondo del río, otras siguieron flotando.
Deseé que el río lo llevara hasta mares cálidos y hermosos, que nunca sintiera frío, como lo sienten a
veces las personas en este planeta que gira como un carrusel multicolor, dando vueltas sin parar.
Alcé la cabeza y vislumbré un par de pájaros, enormes: cisnes blancos. Agitaban sus alas rumbo
al palacio de Zbraslav, en el que las lágrimas, las risas y las personas se han transformado en
estatuas.
Epílogo
La colección de cuentos Cómo llegué a conocer a los peces se publicó por primera vez en
Checoslovaquia en el año 1974, un año después de la muerte de su autor. La presente edición,
primera traducción al castellano de la obra, está basada en la reedición de la obra publicada por la
editorial Slávka Kopecká en 2004. Dicha reedición contiene un prólogo del poeta Karel Šiktank, ya
publicado en la edición original de 1974 sin su firma por motivos políticos, que hemos creído
conveniente incluir al final de esta edición.
La mitad de mi reino por una palabra
Las personas crecen larga y lentamente, como los árboles. Ciertamente, a quienes envejecemos
se nos antoja un suspiro: los críos y los arbolillos crecen como la espuma. Pero los viejos
arboricultores y los ancianos maestros saben hace ya tiempo lo suyo: la humanidad y el arbolado no
maduran sino a trocitos.
Quién sabe cuándo empieza una persona —que durante años ha otorgado el mismo valor al
idioma que a un martillo, o a un vaso, o a un cuchillo— a clasificar, pausada y minuciosamente, el
peso de sus propias palabras hasta que cree haber encontrado en ellas una norma.
Es una historia de mil años de antigüedad.
Y sin embargo siempre acontece como si fuera la primera vez: un tropel de caminantes
emprende una larga odisea y uno de ellos, a la derecha de la comitiva, se apresura sin detenerse un
par de pasos por delante, como si hubiera de dar noticia de ellos.
Tal vez se trate de una misión. Tal vez se trate de una locura. Quién sabe. Lo único seguro es
que, incluso en los tiempos que corren, en los que la humanidad está resuelta a alcanzar las estrellas
y a mantener la paz perpetua, no han desaparecido los corredores de fondo de los interminables
senderos por los que avanza, eterno, el curso del mundo.
Muchos han alcanzado la gloria. Otros muchos han sido olvidados. Pero es indiferente: ni
siquiera en este caso reside en la memoria el sentido.
¿Por qué digo todo esto?
¿Para acallar el silencio y el pesar ante la muerte de un escritor que nos ha abandonado en la
flor de la vida? ¿Para demostrar que precisamente él no será uno de los muchos sobre los que se
cerrarán las aguas de los ríos checos?... No.
Ni lo uno ni lo otro serían de utilidad alguna. Ota Pavel es escritor por la gracia de Dios, y a
estos, por lo común, el cómputo de los años y de los libros les concierne más bien poco. En efecto,
son coronados con laureles desde sus primeros balbuceos. Sin aparecer de improviso en el
firmamento como supernovas. Sin ser anunciados con redobles y salvas.
¿Quién, en las inmediaciones del castillo de Buštěhrad y en las aldeas de la parroquia, habría
imaginado que el menor de los chavales de Propper, el que merodeaba por los estanques, los
almiares y los pozos de la mina, marcado más tarde de por vida por la guerra, guardaba en el bolsillo
la mágica plumilla que conquistaría por siempre la gloria para esta nación, polvorienta a la par que
deliciosa?
¿Quién, de los colegas de las redacciones praguenses, habría imaginado que aquel ufano
periodista novato, el que se arrojaba una y otra vez a todo tipo de peregrinajes y aventuras,
traspasaría un día el acotado distrito de las secciones deportivas para hollar la «tierra sagrada» de
las bellas letras, solo, sempiterno medio niño, contra el destino?
Es una historia de mil años de antigüedad.
Desgraciada para nosotros, los que vivimos cerca de él y conocimos hasta la última letra sus (al
menos) cinco próximos libros. Pero afortunada para la literatura checa.
El deporte fue durante largo tiempo todo para él.
Olisqueaba en él el juego infantil de antaño. Olisqueaba en él el siempre enardecido drama de
las fuerzas humanas. Las gradas le eran ajenas. Lo conquistaban el panorama de los pabellones y los
campos polvorientos.
Por eso él también jugaba. Incluso entrenaba. Y anudaba cordones y planchaba un uniforme
desvaído, consumido una noche sí y otra también por la duda de si jugaría al día siguiente, puesto que
hay oportunidades que nunca se repiten.
Un juego infantil requeteviejo.
Y sin embargo, doblemente serio, pues lo juegan desde tiempos inmemoriales grandes hombres.
Héroes. Incluso, de cuando en cuando, a su pesar. Obsesionados. Incluso, de cuando en cuando, en
venta. Como casi todo el mundo.
Comenzó a escribir sobre ellos.
Pero no como los demás, los que ante todo prestan oído a la grada. No sobre lo que se ve en las
fotografías o desde el palco de tribuna.
Leía a la gentecilla famosa el futuro en la palma de su mano mientras les tendía la propia. Se
dejaba enredar en su juego. Pero también él los arrastraba al suyo, desde determinado momento
aciago, hasta otro desesperado, en el que se encontró — tan dichoso, sobre todo, en sociedad—
inopinadamente solo.
«Todos se me fueron en medio año, como cuando se corre una carrera de larga distancia. Iban
tras de mí solo mi esposa, mi madre y mis hermanos Hugo y Jiří. Nadie me daba ya esperanza alguna,
como cuando el marcador muestra el resultado tres a cero poco antes de que el árbitro pite el final
del partido. Pero entonces, cuando peor me encontraba, apareció. Aguardaba la muerte, y apareció
Borovička...»[47]
Así irrumpen en sus relatos los protagonistas.
Todos aquellos Veselý, Jindra, Kubr y Raška,[48] que el 31 de marzo de 1973 seguramente
fueron los más afectados, puesto que moría el primer escritor vivo que llamó a su puerta para crear
un libro genuino sobre ellos.[49] En el que casi todo era verdad... y casi todo un sueño.
Como suele ocurrir a veces en la vida cuando uno siente que se le ha hecho un regalo.
Hojeo sus últimas páginas, repletas de tachaduras, y su cuarto, de golpe, respira cerquita, por
encima de mi hombro, como si tras cada cuadro hubiera un secreto guardado.
Me da la risa. ¡Qué secreto ni qué ocho cuartos! ¡Si tenía siempre las puertas y las ventanas de
par en par! ¡Bastaba llamarlo por su nombre! ¡Si te abría todos sus cajones y los agujeros de sus
bolsillos! ¡Y Dios te librara de decir que te gustaba esto o aquello! Al día siguiente te lo mandaba
por correo...
Contemplo las frágiles antigüedades, las fotografías de amigos, el retrato de Chéjov. Leo los
versos que cuelgan de la pared y despego los sellos de las cartas que me envió antaño. Cada uno de
ellos es diferente. Y es que en algún momento, hace mucho tiempo, le dije que un miembro de mi
familia era filatelista.
No hay secretos. Tan solo uno: el secreto de su obra. La abrumadora sencillez que alcanzó en
sus últimos libros: un lenguaje en apariencia parco y por completo popular, rebosante sin embargo de
poesía e imágenes pintorescas, como si con cada palabra jurara que solamente en Chequia podía
sentirse como en casa.
Decían que provenía del linaje de Saroyan. Tal vez. Pero a mí siempre me ha parecido que ha
sido el único prosista que, obstinada, casi programáticamente, se ha afanado por emular la poética de
la canción popular. No en vano se veía obligado a citarla una y otra vez. No en vano disfrutaba en
especial de los lugares en los que podía explayarse acerca de «cómo le creció el pico».[50]
Quizá se debiera a que buscaba sin cesar entre las gentes el habla más espontánea, más
comprensible.
Sí. Habría dado la mitad de su reino por una buena palabra. Por una buena palabra en el lugar
adecuado. Por una buena palabra entre las personas adecuadas. Todos sus libros son en realidad una
más de las buenas palabras que atiborraban sus bolsillos, o que trocaba ora por una vieja postal, ora
por una taza de café, ora por un libro que era incapaz de conservar en casa por resultarle demasiado
triste.
¡Como si los suyos fueran siempre alegres!
De pie en medio de Buštěhrad, en un escabroso sendero entre dos estanques, contemplo la casa
en la que Ota Pavel vivió la mayor parte de su vida. Incalculable en años y días. Solo mediante la
limitada tabla de multiplicar de la infancia.
Aquí, en algún lugar, crecía el sauce del que tajó un trozo de su dúctil madera para su varita
mágica. Aquí, en algún lugar, caía el agua de lluvia que bailaba para él, bellísima, sobre la límpida
superficie del estanque.
Aquí, en algún lugar, fue rey. También un paria, cuando en tiempos de guerra pasaban silbando
los trenes hacia los campos de concentración.
Sí. Las viejas verdades de este rincón del mundo, que parece haber vaticinado todo lo que
estaba por venir, tienen validez incluso aquí. Pues la seguridad verbal de Pavel no radica solo en la
lengua en la que encontraba la ley milenaria. Nunca le agradó hablar por hablar. No pertenecía a la
raza de los charlatanes obsequiosos... Al contrario.
Era capaz de ver un relato en cualquier cosa fugaz y pasajera. Sin tener que fabular demasiado.
Sin tener que preparar por adelantado agudezas retorcidas a cualquier precio. Un suceso que apenas
duraba un instante se le aparecía bien como un milagro, bien como un horror... Y tan pronto como lo
empezaba a conmover con mayor deleite o dolor de lo que había esperado, lo sublimaba dotándolo
de sentido, como si hiciera un nudo con un cordel.
Más o menos así fue cómo surgieron sus más hermosos relatos. De la forma más sencilla. De la
forma más natural. Porque todos aquellos sucesos que duraban apenas un instante, que se abrían paso
hasta él, debían atravesar un puente angosto, un madero gastado tras el cual se extendía su infancia en
Buštěhrad. Y debían saber mirar directamente a los ojos a todos aquellos estanqueros, y molineros, y
balseros que se habían erigido en los amos de la región.
Entre aquellos dos mundos se interponía una gran superficie de agua cristalina. En ella, los
peces saltaban hacia el cielo y los sauces se lavaban sin cesar sus pesadas y sabias cabezas.
Pocos sabían de su existencia.
Pocos echaban un vistazo a su orilla, ya anciano, custodio de los infinitos cañaverales. Tenía
ojos tan bondadosos como astutos. Era, a su pesar pero como dios manda, un grande. Cuando lo
trasladaron al hospital, colgó en el portón de su casa un cartel que rezaba: «Vuelvo enseguida»...
Nunca regresó.
¿Quién no lo conocía? ¿Al más relevante de los protagonistas de toda la obra de Pavel?
De pie en medio de Buštěhrad, en un escabroso sendero entre dos estanques, pienso en él, en el
padre de Pavel, que sabía todo lo que se cocía en los alrededores pero no tenía ni la menor idea de
hasta dónde llegaría su hijo menor en la vida.
Lo cual no es poco.
A muchos les bastaría esa media vida para dos vidas más que largas.
Camino por los bosques de Křivoclát, en la mano su incomparable mapa de las venturas y
desventuras de los lugareños, y de las cabañas de los guardabosques, y de las balsas, y de las
tabernas. No me extravío. El camino es sintomáticamente ameno. Los bosques, oscuros, profundos.
Los árboles, como si los hubieran llamado por su nombre, dan un paso al frente para salir de sus
espesas filas y enderezar la cabeza.
Me entran ganas de llamarlo. Me apetece, en decenas de casas de labor, saludarlo por su
nombre. Mas es inútil. Los hermosos corzos,[51] de cuando en cuando, dan un respingo en la espesura,
en la humareda de la carbonera; el castillo de Týřov, enigmático, aplomado, guarda silencio... Como
si no hubiera nada que añadir a lo que ya se expresó una vez de forma inmejorable en voz alta.
Sí: sus libros no podían haber surgido en otro lugar que no fuera Chequia. En estos parajes
tienes toda la certeza. La participación de ese paisaje en su obra no caducará nunca en beneficio de
modas ni de las más originales interpretaciones. Y es que, aun ligado durante años a la ciudad, se
esforzó por conservar su alma rústica: el natural equilibrio entre el cielo y la tierra, el espontáneo
sentimiento de regularidad de tierra firme y de agua, de vuelo y de aire, de crecimiento y maduración.
Pienso en su Ermitaño violeta[52] Y en La vía de Buštěhrad. En los libros que estaban listos en
su cabeza, listos como lo está la piedra desprendida de la roca cual auténtica escultura.
Seguramente nadie me crea. Pero yo nunca transigiré con la afirmación de que esos libros no
existen, de que no fueron escritos. No en vano me ha parecido, cientos de veces, que únicamente
están ausentes en mi biblioteca. Que tal vez se me hubieran perdido. Que tal vez su autor olvidó
enviármelos.
Porque las personas crecen larga y lentamente, como los árboles. Y un árbol no es solamente
madera, y flores, y follaje, sino también los enjambres de abejas que le corresponden. También la
bandada de pájaros que no se posa en ninguna otra parte. También el relámpago que lo marcó de por
vida.
Y el creador... no es solamente aquellas cosas concretas que quedan tras él, sino también las
silenciadas. También las gritadas al vacío. También las esparcidas por los campos como las esporas
del helecho, como simiente perdida.
Ota Pavel, durante sus últimos tres años, estuvo gravemente enfermo. Tras largos meses de
enclaustramiento en un sanatorio, regresó a la vida y al mundo, siempre apresurándose más y más
allá, valorando de manera casi animal cada instante de armonía, belleza y bondad.
Estaba poseído por el ansia de encontrar la serenidad y la paz terrenales. Pero estaba cien veces
más poseído por su trabajo. Sabía que era incapaz de escribir a pizcas. Sabía que solo era capaz de
dar todo o nada. Y siempre con la certeza de que, entregado a fondo, se encontraría de nuevo al
límite de sus fuerzas frente a la entrada del sanatorio. No podía hacerlo de otro modo... Cortaba una
varita y seguía adelante.
Una historia de mil años de antigüedad.
Que, en realidad, nunca acaba de otro modo.
Cuando, un par de días después del entierro, su esposa fue a buscar la partida de defunción, en
el apartado referente a la profesión estaba escrito (en vez de escritor): obrero. Todos los que lo
leyeron quedaron perplejos: ¿cómo pudieron pasar esto por alto durante veinte años? Sin embargo,
en esencia, no se trataba de un error tan grave. Un obrero y un escritor genuinos, por su afán, su
bregar incansable, su enconado revolver en las profundidades y su sacar los dones de la tierra a la
luz, tienen más en común de lo que los burócratas y esnobs por los cuatro costados podrían creer.
Leo este su último libro acerca de peces, estos límpidos, cristalinos relatos acerca del ansia
humana por la dicha más cotidiana, en medio de buenas gentes, y árboles, y presas, y peces, en medio
de una naturaleza primitivamente pletórica y justa... Y asiento cientos de veces suscribiendo sus
palabras, que, como traídas del cándido arroyo de Oupoř, son mondas y tersas cual piedra.
Tan solo ante una única frase, escrita en uno de sus relatos manuscritos en mayúsculas, con
firmeza, sin lugar a dudas, me siento reacio a asentir, NUNCA LLEGUÉ AL NACIMIENTO DE
ARROYO, reza la frase impresa en versalitas. Y, a decir verdad, me suena como la única mentira
hermosa de toda su vida, tan auténtica.
Pues la hermosa lengua checa no es sino un arroyo sin fin que nace en algún lugar, tal vez solo a
partir de una lagrimilla en el estentóreo pedrisco de la tierra.
Y Ota Pavel conocía aquel lugar.
Y solo, sempiterno medio niño, contra el destino, golpeaba esa roca con sus puños, día tras día,
y aguardaba con las manos de par en par, noche tras noche, para recoger de la fuente gota tras gota.
No podía hacerlo de otro modo.
Como todos los que darían la mitad de su reino por una buena palabra, por una palabra
auténtica.
En el año 1974, cuando se publicó por primera vez este libro, yo ya no estaba en la editorial
Mladá Fronta. No se me permitía estar allí... y yo mismo no tenía la más mínima intención. De lo que,
lógicamente, se deducía que no podía firmar ni siquiera el prólogo que los más cercanos me habían
pedido. Ladislav Ducháček —apasionado y sacrificado editor del libro— ofreció su nombre de
manera espontánea. Me agradó la idea. Al menos de este modo, de incógnito, podría apuntar lo que
significaban para mí Ota Pavel y su magnífica obra.
Al leerlo hoy, casi treinta años después, en su primera edición, puede que lo que más me
conmueva sea esa coma olvidada antes de la letra «y» en la página 164...[53] Todo lo demás ya está
libre de toda emoción. Resta únicamente el placer de la lectura.
Karel Šiktank
notes
[1] El autor hace referencia al lanzado de la pesca con mosca. (A no ser que se especifique lo
contrario, todas las notas son de la traductora.)
[2] Se refiere al afamado compositor y violinista checo Jan Kubelík (Praga, 1880-1940).
[3] Uno de los equipos de fútbol praguenses.
[4] Así se denomina en checo a la mezcla de ron con licor de guinda.
[5] Se refiere, probablemente, a la visión que se apareció a San Juan de Mata y San Félix de
Valois, fundadores de la Orden Trinitaria, representados (ciervo incluido) en uno de los conjuntos
escultóricos del puente de Carlos en Praga.
[6] Gigantesco pájaro mitológico que aparece, por ejemplo, en las Antiguas leyendas checas
(Staré pověsti české) del escritor Alois Jirásek (1851— 1930) y en diversos cuentos populares
eslovacos.
[7] Del ruso чернозëм, literalmente «tierra negra», terreno negro rico en humus.
[8] La ciudad de Kladno, situada en Bohemia central, es la cuna histórica de la industria pesada
checa y fue sede de la fábrica de aceros Poldi, de ahí la referencia a la contaminación del aire.
[9] Pivní syr, queso tierno o cremoso, ligeramente picante por estar condimentado con cebolla,
mostaza y otras especias, que se unta en pan.
[10] Aldea que fue totalmente destruida por los alemanes durante la segunda Guerra Mundial en
represalia por el asesinato de Reinhard Heydrich, protector de Bohemia y Moravia, en 1942. Sus
habitantes fueron bien ejecutados (en el caso de los hombres), bien enviados al campo de
concentración de Ravensbrück (la mayoría de las mujeres). Los niños fueron confinados en la fábrica
textil del gueto de Łódź, a excepción de los pocos que fueron considerados aptos para su arización en
orfanatos o familias alemanas.
[11] Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, Partido Nacionalsocialista Obrero
Alemán.
[12] «Somos la juventud/con pico y pala». Probablemente se refiera a la canción popular El
pequeño trompetista (Der kleine Trompeter).
[13] Se refiere al rey de Bohemia y líder husita Jorge de Podiebrad (Podébrady, 1420—
Praga,1471).
[14] Nombre primitivo de la ciudad de Buštěhrad, cuando todavía era una aldea (ves).
[15] Prašná brána, uno de los símbolos de la ciudad de Praga. Se trata de una torre gótica que
se alza en la confluencia de la calle Na příkopě; con la Plaza de la República, junto al edificio de la
Casa Municipal.
[16] Svatá Hora («Monte Sagrado»), cerca de la ciudad de Pribram, es uno de los principales
centros de peregrinación y culto mariano de Bohemia.
[17] Protagonista de la novela homónima escrita por Winston Churchill, Savrola: Un relato
sobre la revolución en Laurania (Savrola: A Tale of the Revolution in Laurania, 1899).
[18] Referencia a los versos del himno nacional checo Kde domov múj? (¿Dónde esta mi
hogar?): «Y es esta hermosa tierra,/la tierra checa, mi hogar,/ la tierra checa, mi hogar».
[19] Se refiere a la novela del escritor, dramaturgo y director de cine checo Vladislav Vancura
(Háj ve Slezsku, 1891-Praga, 1942) Marketa Lazarová (1931), ambientada en la Edad Media.
[20] Svatojánské proudy, tramo del Vltava entre las localidades de Stéchovice y Slapy, en las
que el río transcurre por terreno rocoso formando rápidos.
[21] Svatopluk (¿830?-894), en eslovaco Svätopluk, también conocido como Sventopluk o
Zwentibald, fue monarca del Principado de Nitra y, entre los años 871 y 894, rey de la Gran
Moravia. El autor se refiere a la leyenda que cuenta cómo, en su lecho de muerte, Svatopluk llamó a
sus tres hijos, entre los cuales había repartido su imperio. Les dio un haz de tres varas y les pidió,
uno por uno, que lo troncharan, cosa que les resultó imposible a todos ellos. Después separó el haz y
entregó a cada uno una vara que, esta vez, rompieron con facilidad.
[22] Karl Faustin Klostermann (Haag am Hausruck, 1848-Štěkeň, 1923) fue un autor realista
checo de origen austríaco. Escribió sus primeras obras en alemán pero pronto se decidió por el
checo para sus prosas de ambientación rural. En este caso, Ota Pavel hace referencia a la primera de
sus novelas del llamado «ciclo de Šumava», Del orbe de soledades nemorosas (Ze světa lesních
samot, 1894), del cual se realizó una adaptación cinematográfica en 1933.
[23] Las almadías están compuestas de tres tramos: el primero o de punta, el segundo o ropero
y el tercero o de coda. Los dos almadieros punteros marcaban la dirección, atrás iba el codero con
otro remo y en el ropero había un remo inverso.
[24] Denominación coloquial para la Plaza de Wenceslao (Václavské náměstí), en el centro de
Praga.
[25] Probablemente esté hablando del modelo de submarino polaco orp Sęp («Buitre» en
polaco), que sirvió a la Marina polaca durante la Segunda Guerra Mundial.
[26] En polaco: «¡Caballeros, la cena está lista!».
[27] En polaco: «Cuando nos estemos acercando a Suecia, nos detendremos y podrá volver a
intentarlo».
[28] En polaco: «¿Está usted satisfecho?».
[29] En polaco: «Submarino».
[30] Divisa de Bulgaria.
[31] Salami húngaro tradicional hecho de carne de cerdo mangalica y similar al salchichón.
[32] El cabriolé Tatra 57 era llamado popularmente Hadimrška, palabra inventada por el
cómico Vlasta Burian (1891-1962) y compuesta por had («culebra») y mrška («granuja, pillo, bicho,
pieza»). En este caso hemos optado por traducirlo como viborilla para mantener al menos parte del
significado.
[33] Denominación popular para el modelo de coche Škoda 1000 MB.
[34] Myší díra, una de las canteras abandonadas de la región.
[35] Se trata de la furgoneta Volkswagen T2, Transponer, conocida como Volkswagen Bus o
Kombiwagen.
[36] Mlýnomel, compuesto por mlýn («molino») y mlít («moler»), significaría algo así como
«el molino que muele».
[37] Licor de ciruelas.
[38] Ciudad en la que se encuentra la famosa destilería Rudolf Jelínek.
[39] Jindřich Váňha era dueño de un restaurante en la Plaza de Wenceslao y de una cadena de
pescaderías de gran renombre durante la época de la Primera República Checoslovaca. Su libro
Cocina con pescado, que incluía unas 2.400 recetas, se convirtió en un clásico de la gastronomía
checa.
[40] Marca de cigarrillos baratos que se vendió en Checoslovaquia hasta mediados de la
década de los setenta.
[41] Pase lento y raso entre dos jugadores a la carrera, popularizado por el jugador de fútbol
Karel Pešek (Káďa).
[42] Kaiserliche Königliche («real imperial»), denominación del gobierno del Imperio
Austrohúngaro en los territorios de la corona de Austria
[43] El autor hace referencia a los cuentos protagonizados por Baba Yagá, personaje de la
mitología eslava que vive en una choza con patas de gallina con la que recorre Rusia.
[44] Sbor Národní Bezpečnosti («Cuerpo de Seguridad Nacional»), denominación oficial del
cuerpo de policía durante la República Socialista Checoslovaca.
[45] Národní výbor («Consejo Nacional»), órgano de gobierno a nivel municipal, comarcal,
provincial y regional durante la República Socialista Checoslovaca.
[46] Pavel se refiere a una de las variedades tradicionales de manzana checas, panenské české.
[47] Jaroslav Borovička (Praga, 1931-Praga, 1992), futbolista del Dukla Praha, con el que ganó
seis títulos de liga, y miembro de la selección checoslovaca, con la que quedó en segundo lugar en el
Campeonato del Mundo de Chile de 1962. Ota Pavel le dedica el relato Yo soy el rey, tú eres el rey,
para los dos la perra gorda, incluido en la colección de relatos El hijo del rey del apio (1972).
También aparece en el libro Dukla entre rascacielos (1964), sobre el éxito de dicho equipo en
Estados Unidos.
[48] Jan Veselý (Plástovice, 1923-Praga, 2003), ciclista, campeón de Checoslovaquia en
veintiséis ocasiones y galardonado con el título de ciclista checo del siglo. Ota Pavel lo convierte en
protagonista de su relato El error, en el que describe su retirada de la Carrera de la Paz en el año
1957. Alfred Jindra (Praga, 1930-Praga, 2000), canoista ganador de una medalla de bronce en los
Juegos Olímpicos de 1952, afectado posteriormente por la poliomelitis. Gran amigo de Ota Pavel,
éste escribió un relato homónimo sobre su vida. Jan Kubr (Krásny Dvur, 1936), apodado Clifton,
ciclista, miembro del equipo vencedor de la Carrera de la Paz en los años 1955 y 1956. En 1957,
debido a problemas físicos, abandonó la competición en la tercera etapa, junto con Jan Vesely;
ambos fueron acusados de provocación política y expulsados de la selección. Jirí Raška (Frenstát
pod Radhostém, 1943— Novy Jicín, 2012), medallista olímpico (1968) y campeón del mundo (1970,
1972) de salto de esquí, considerado esquiador checo del siglo. Ota Pavel escribió, inspirado en él,
el Cuento sobre Raška (1974).
[49] Todos estos relatos están incluidos en el libro que lleva por título El ascenso al Eiger
(1989).
[50] Referencia al refrán checo «Zpívá pták, jak mu narost zobák» («Canta el pajarito tal y
como le creció el pico»).
[51] Se refiere a la que es quizá la obra más conocida de Ota Pavel, sus memorias de infancia
La muerte de los hermosos corzos (Smrt krásných srnců,1971)
[52] Así es como se titulaba el libro al que Ota Pavel dedicó sus tres últimos años de vida y que
fue publicado postumamente (Fialoiy poustevník, 1977). El título está tomado del sobrenombre con
el que los lugareños de Skryje y Týřov apodaban a Václav Matousek, original filósofo y pintor naïve
que en la década de 1930 decidió retirarse a vivir junto al castillo de Týřov en una mísera tienda
hecha de harapos, sobreviviendo mediante el trueque de sus cuadros por huevos y hortalizas.
[53] Referencia a la edición original del libro. (N. del E.)