Aguirre Manuel Benito - Los Niños Pintados Por Ellos Mismos
Aguirre Manuel Benito - Los Niños Pintados Por Ellos Mismos
Aguirre Manuel Benito - Los Niños Pintados Por Ellos Mismos
Desde luego advertí, que para la más extensa difusión de la obra, cuyo mérito se da a
conocer desde luego con la sola lectura de la «Advertencia preliminar», era indispensable
disminuir un poco su volumen para poder hacer más general su adquisición; así como
también evitar algunos provincialismos, frases y palabras que harían poco inteligibles
algunos pasajes a la generalidad de nuestros niños.
Refundida así, y hasta cierto punto nacionalizada la obrita, he dispuesto darla por
suscripción, bajo el concepto de que si mereciese la aceptación de los padres de familia
interesados en la educación de sus hijos, habrá quedado satisfecho completamente el anhelo
de
Advertencia preliminar
La necesidad de difundir la instrucción por todas las clases de la sociedad, está ya
afortunadamente demasiado reconocida para que nadie se atreva a contrariarla, ni tenga que
ser comprobada. Pero la base de toda instrucción es la enseñanza primaria, y extender ésta,
prodigarla y hacerla fácil en todas sus partes, es un deber imperioso del gobierno y una
obligación de todos los que a ello contribuir puedan. Uno de los medios para lograr tal fin, es
sin duda la publicación de libros que reuniendo a las lecciones de la más pura moral, la
sencillez y el halago de inocentes entretenimientos, puedan entregarse a los niños con la
seguridad de que les inspirarán buenos ejemplos y cautivarán su atención, mientras les sirvan
para aprender y ejercitar la lectura. Tales son las consideraciones que me han movido a
publicar esta obra, como una feliz realización del pensamiento indicado, y como una de las
más capaces de producir el resultado apetecido. Describir la niñez en una serie de rasgos o
artículos, cada uno de los cuales considera un niño en determinada profesión o clase de la
sociedad; demostrar en ellos y hacer comprensible a la infantil inteligencia que en todos los
estados es fácil, debido y útil observar las reglas de la sana moral, de la religión y de la buena
crianza; presentar estos artículos como escritos por otros niños, y con la sencillez, candor y
estilo de tales, y acompañar cada uno de los rasgos con una elegante lámina representando al
protagonista de él; tal es el plan y desempeño de la presente obra, que por sí sola se
recomienda, y cuya utilidad para las escuelas de primera educación nadie puede poner en
duda.
La linterna mágica
Terminadas las vacaciones de Semana Santa, los alumnos de cierta escuela pública
volvían a ponerse de nuevo bajo las órdenes de su director, que era un hombre de aquellos a
quienes, en escaso número por desgracia, ha dispensado la naturaleza los dotes especiales,
mejor dicho, el verdadero genio de la educación.
La apertura de un establecimiento de esta especie, después de vacaciones tan largas, es
un acontecimiento de mucha importancia para el entendido maestro, que quiere dar señales
de paternal afecto a sus queridos discípulos.
De este modo discurría el filósofo director de nuestro colegio, cuando rodeado otra vez
de todos los alumnos, les indica que ha pensado solemnizar el día de su regreso a la escuela
con un espectáculo agradable y sorprendente para ellos. La alegría que produce aquella
gozosa impaciencia, tan propia de los niños, y que se aumenta por grados a proporción que
se acerca el momento de satisfacer sus deseos inocentes, se veía pintada con claridad en los
semblantes de los discípulos, convirtiéndose en regocijo general luego que oyeron de boca
de su maestro que era la Linterna mágica el entretenimiento preparado. Algunos empero que
entre ellos se preciaban de juiciosos y reflexivos, hubieran dado la preferencia tal vez a otro
género de distracción menos pueril, porque ignoraban aún, que bajo la ilusión quimérica de
una Linterna mágica, pudiera hallar su inteligente maestro un recurso eficaz para deleitar e
instruir a la vez, a sus amados discípulos: Julio, José y Adolfo eran de este dictamen; mas
sin embargo no osaban manifestarlo, y esperaban con cierto género de disgusto el principio
de la fiesta: por el contrario los demás, impacientes hasta el extremo, contaban por minutos
el -6- tiempo que debía transcurrir hasta la hora en que apareciese en escena la Linterna
mágica. Uno de los salones destinados a la enseñanza, estaba en este caso especial dispuesto
al objeto de la función: los personajes representados por la Linterna mágica, debían aparecer
sobre un gran lienzo colocado en un testero del local. Llega la hora, y los alumnos
precedidos de su maestro entran en la sala brincando de gozo, y van a colocarse en los
asientos al efecto preparados. De allí a poco, al bullicio y alboroto ocasionado a la entrada,
sucede el más profundo silencio; suenan tres palmadas, que era la señal convenida; apáganse
las luces, y el director del espectáculo principia de esta manera.
«Caballeritos: Voy a tener el honor de enseñaros una Linterna mágica, que en nada se
parece a las que suelen servir de diversión en las tertulias y en los teatros: no creáis que
vamos a tratar del señor don Sol, ni de la señora doña Luna, ni de las señoritas Estrellas; por
el contrario, otros personajes del todo diferentes, y mucho más interesantes, van a
presentarse a vuestra vista: estoy seguro que no tendré necesidad de anunciarlos con sus
nombres, porque los reconoceréis mejor que yo, puesto que vosotros me los habéis
prestado».
EL DIRECTOR.- Señores: Ved aquí un personaje que os es ya conocido.
(Aparece de repente sobre el lienzo una figura muy bien representada.)
(Desaparece EL COLEGIAL.)
JOSÉ.- Sin duda, pues ¿no has oído cómo nos elogia?
EL DIRECTOR.- Atención: ¿observáis la mar embravecida, cómo juega con aquel
navío, lanzándolo de una a otra parte con la velocidad y ligereza que lleva la pelota o el
volante en vuestros juegos?
EDUARDO.- En efecto, ¡una vista de mar! Pero tú no eres hijo, ni sobrino, ni el
pariente más lejano de un marinero.
EL DIRECTOR.- Ya el navío está desamparado de toda la tripulación; el furor de la
tempestad se aumenta, es imposible que lo resista; el naufragio es eminente. ¡Cielos, mirad
cómo se sumerge en el abismo de las aguas!
JULIO.- Yo creo que no es exacta esa pintura.
EL DIRECTOR.- ¿Por qué no? No es tan difícil la descripción de una tempestad: para
presentarla bien, sólo se necesita un poco de memoria, y esto se encuentra en cualquier
parte.
ADOLFO.- Tendrás tus razones.
EL DIRECTOR.- El equipaje se ha sumergido sin duda; mas no, yo creo ver, alguna
persona nadando: sí, ¡helo allí! Mirad cómo avanza, ya se acerca: ¿lo conocéis por su traje?
TODOS LOS ALUMNOS.- ¡El grumete! ¡el grumete!
EL GRUMETE.- Ese soy yo, ¿y qué tiene de particular? ¿dónde está ese picaruelo de
Julio que se propasa a hablar de la mar y a hacer mi retrato? Tengo que decirle dos palabras
y...
JULIO.- Aquí estoy, ¿qué me quieres?
GRUMETE.- Dime, ¿dónde has visto la mar? ¿has saludado por ventura la ciencia del
pilotaje? Marinero de agua dulce, ¿cuándo has visto el aparejo de un navío?
JULIO.- Podrá ser que me haya equivocado al usar de una palabra, al pronunciar un
nombre, pero creo que este no sea un gran crimen.
JULIO.- (Resentido.) Entre las reconvenciones de inexactitud que me diriges, hay
una que olvidas, esta es, que he dejado de decir que te encuentras dotado de un desembarazo
tal, que toca en grosería e insolencia.
LOS ALUMNOS.- ¡Bravo! ¡bravo! Bien respondido.
EL DIRECTOR.- Vean ustedes otro muchacho fuerte y ágil al mismo tiempo; el vigor
natural parece que da impulso a todos sus movimientos, están impresas -8- en su cara las
señales de la salud más completa. Su traje, el cayado que lleva en la mano, el mastín que
duerme a sus pies y las ovejas que le rodean, todo, todo anuncia la clase a que pertenece.
ESTEBAN.- Este es el pastor, le conozco muy bien, así como a Manuel y Andrés que
vuelven la espalda.
EL PASTOR.- ¡Oh! están sorprendidos de oír alabar con tanta eficacia una conducta
que les parece simple y natural, porque en su concepto el autor de ese discurso ha exagerado
las penas y los placeres de nuestra situación, que en general es más enojosa que fatigante, y
más monótona que poética. El amor a su patria ha conducido por este camino la pluma del
escritor novel, quien movido de tan noble sentimiento, se ha entregado sin duda al placer de
hablar ventajosamente de su país y de sus compatricios. Por lo demás, le somos deudores de
la exactitud con que ha pintado el carácter brusco, aunque generoso y casi indomable de los
montañeses.
JOSÉ.- Yo creo que el aprendiz no es el diamante de los artesanos.
JULIO.- Sin embargo, yo opino que hay muebles más inútiles.
EL DIRECTOR.- He allí un bosque magnífico poblado de grandes árboles: la
frondosidad de sus ramas hace que entrelazadas mutuamente no puedan penetrar en él los
rayos brillantes del sol; la oscuridad reina todo el día en las entrañas del monte: preciso es
conocer bien todos sus senderos y revueltas, para no perderse en medio de ese fragoso
laberinto. En el invierno la noche se anticipa extraordinariamente en este sitio: entonces los
lobos salen de sus cuevas en busca de la presa ¡Desgraciado el montañés a quien anochece
entre esos matorrales! Justamente dos niños se ven vagar a lo lejos por entre pino y pino ¿Si
se habrán descarriado y marcharán los pobrecitos solos y sin guía al través de las malezas,
rodeados de tantos peligros? No, que se dirigen hacia aquí.
EL LEÑADOR.- En nombre de todos los leñadores de estos bosques, yo vengo a
manifestar nuestra gratitud al caballerito Andrés, que ha conocido tan bien nuestra
infelicidad y nuestros padecimientos, y que ha sabido describir con tanta propiedad nuestro
carácter y nuestros trabajos. ¿Será posible que hayáis estado sin embargo demasiado
lisonjero?
ANDRÉS.- Tú eres el primero que se queja de esa falta.
LEÑADOR.- Nosotros somos unos pobres pastores, señor, no tenemos reparo en
decirlo, pero no podemos explicarnos con la claridad y buenas maneras que ustedes lo
hacen.
ANDRÉS.- Ya lo conozco; mas como nosotros escribimos para los niños de las
poblaciones, hemos creído deber presentar vuestros propios sentimientos en el idioma más
usual, a fin de no imprimir en su imaginación el recuerdo de expresiones, que aunque
disculpables y -9- propias de vosotros, no lo serían tanto para ellos. La experiencia nos ha
hecho conocer que los niños adquieren y se apropian con cierto afán de la idea de todo lo
que les era antes desconocido, o que les parece notable y singular.
EL DIRECTOR.- Así como el aspecto de tristeza y resignación que designan el
carácter de ese niño que se presenta a vuestra vista.
EL EXPÓSITO.- Es que me encuentro solo sobre la tierra; Dios me privó de mi padre
y de mi madre el mismo día que nací, y el camino de la vida es bien triste, bien largo y
espinoso cuando es preciso marchar por él siempre solo.
EUGENIO.- ¿Por qué te desconsuelas?
EL EXPÓSITO.- Ya comprendo cuáles son vuestros sentimientos hacia a mí, y el
interés que os tomáis en mi triste suerte. Pero con la mejor conducta y la más sana intención,
no es posible encontrar todos los días un caballero de vuestras circunstancias.
EUGENIO. Cierto, mas si no siempre se presenta la fortuna, no es difícil poner los
medios para encontrarla: se busca el aprecio, la consideración, la benevolencia de las gentes;
en fin, nada debe dejarse de hacer en todo cuanto contribuir pueda a endulzar las amarguras
de la vida.
EL DIRECTOR.- ¡Mirad, mirad otro nuevo personaje!
EL MENDIGO.- ¡Señor! ¡una caridad por Dios!
LOS ALUMNOS.- ¡Este es el pobrecito!
EL DIRECTOR.- ¿Por qué pides limosna, picaruelo? ¿Por qué no buscas en qué
trabajar?
EL MENDIGO. Porque me fastidia el trabajo, porque me gusta más correr a mi
libertad por las calles y jugar con los otros muchachos las limosnas que recojo.
TEODORO.- ¿Y no te avergüenzas de hablar de esa manera? Me arrepiento ya de
haber querido tomar tanto interés por ti.
EL DIRECTOR.- No habréis podido señalar con la marca de vituperio, que
ciertamente merece la holgazanería y vagabundez que por desgracia es tan propia a la mayor
parte de estos desgraciados; sin embargo, no os reprendáis por vuestra bondad de corazón:
más vale disculpar a diez criminales, que condenar a un solo inocente.
UNA VOZ.- ¿No es verdad, joven volatín?
VOLATÍN.- De seguro habéis hablado como un libro, y tal debe ser sin duda el
principio sobre el que Adolfo ha bosquejado el cuadro de mis costumbres.
ADOLFO.- ¿Y qué os parece? ¿He comprendido vuestro carácter? ¿He descrito bien
vuestras ocupaciones y vuestro género de vida?
VOLATÍN.- Bastante bien en lo general; pero debo deciros que me parece que hay
algo de exageración, mirándolo por el lado festivo o de ridículo.
ADOLFO.- Está bien, mirad, pues recargando -10- el cuadro, apenas encontraba la
verdad.
VOLATÍN.- Corto es el cumplimiento; mas en cambio nada tiene de adulación: por lo
demás podéis decir todo cuanto os dé gana; todo será poco en este día. Siento no poder
hacer igual concesión al caballerito Julio: encuentro que ha recargado de verdad el retrato
del cómico, principalmente cuando describe su carácter y sus costumbres.
JULIO.- ¿Creéis que he cargado de verdad ese retrato, cuando digo que por lo general
el cómico es amable y de una conversación que no cansa?
VOLATÍN.- Yo creía que en esta parte estaríais enteramente en el centro de la verdad.
JULIO.- No corre peligro que vos os lastiméis. Ello es natural: solemos hallar siempre
exageradas y picantes las críticas más justas que se hacen de nosotros, al paso que apenas
nos parecen justas las alabanzas más exageradas que se nos prodigan.
EL DIRECTOR.- Ea, aquí tenemos al aprendiz de pintor.
EL APRENDIZ.- ¡Dios mío! Sí, el aprendiz, la víctima del taller, el ridículo de los
discípulos, el hazmerreír de los oficiales y de las criadas: para él son todos los enojos, todos
los regaños, todas las cargas, todas las burlas que terminan desagradablemente; así es que yo
os aseguro que los progresos artísticos son bien pequeños, bien diminutos, casi
imperceptibles: a propósito, tengo que advertir al autor de mi historia, que ha unido de tal
manera las épocas, que me hace pintar retratos en algunos meses, y se olvida que para
entonces ya habían pasado más de dos años sin fruto. ¡Oh! la pintura no es un arte tan fácil
cono se quiere suponer.
EL DIRECTOR.- Ya que el autor del artículo en cuestión guarda silencio, y no trata de
defenderse, le condenamos. ¿Quién será aquel picaruelo que avanza tan ufano con su gorro
de papel?
JOSÉ.- ¡Hola! Ya te conozco, es mi aprendiz de imprenta, mi héroe.
APRENDIZ.- Por cierto que habéis tratado con mucha consideración a vuestro héroe:
si os parece que os habéis hecho acreedor a mi reconocimiento por la manera con que
habláis de mí, os aseguro que estáis muy equivocado.
JOSÉ.- ¿Continúas haciendo estragos en la tienda del pobre comerciante?
APRENDIZ.- Yo creo ahora que no se trata de eso: de lo que yo me quejo es, de los
apodos ridículos con que me habéis designado, con una prodigalidad excesiva.
JOSÉ.-. Y qué, ¿no he dicho la verdad acaso?
APRENDIZ.- Sí, ya; pero es que todas las verdades no pueden decirse.
JOSÉ.- Vean ustedes un argumento sin réplica.
EL DIRECTOR.- Escuchad lo que dice este otro personaje.
EL HIJO DEL LABRADOR.- Coles, lechugas, nabos, alcachofas y cebollas, ¿quién
compra, señores? Que las traigo como manteca. ¡Más qué es esto! Si no me engaño, aquí se
encuentra el que nos ha retratado: sí, gracias por vuestras advertencias, que serían dignas de
gratitud, si no las hicieseis pagar a un precio tan subido.
JOSÉ.- ¿Y qué queréis decir con eso? No os entiendo.
EL HIJO DEL LABRADOR.- Verdad que somos generalmente rústicos, insolentes y
avaros, ¿qué otras cualidades más de esta especie queréis adjudicarnos?
JOSÉ.- Hay labradores para todo, y yo no dudo que vos entraréis en el número de
aquellos campesinos que carecen de alguno de los defectos que he designado como
familiares a sus costumbres.
EL DIRECTOR.- He aquí dos niños dignos de compasión: un sordomudo y un
cieguecito; el primero, caballero Enrique, os mira con una sonrisa inocente y con la mano
puesta sobre el corazón. Sin duda quiere manifestaros su gratitud y reconocimiento. El
segundo se dispone a manifestar sus sentimientos, que serán seguramente los que ha
inspirado en su alma el infortunio de su pobre compañero.
EL CIEGUECITO.- He oído leer el artículo en que habéis retratado todos los
pormenores de nuestra desgracia. ¡Ah! ¡Que no pueda yo veros! Mas sin duda observaréis
en mi semblante las señales de la más tierna gratitud que habéis sabido inspirarnos. ¡Infeliz
de mí! Estoy privado de tan grande dicha... Continuad, pues, por el camino que habéis
emprendido; sed siempre lo que habéis sido ahora, el amigo de los seres que padecen;
compartid con ellos los rigores del infortunio. ¡Hay tantos escritores imprudentes que se
ocupan de sembrar el germen de la insensibilidad en el corazón de los hombres, para
hacerlos sordos a los lamentos de su hermano, que es preciso pagar un tributo de justa
gratitud a aquel que acostumbra usar palabras de consuelo y de esperanza para los
desdichados, y admirar y bendecir los actos filantrópicos de los protectores de la
humanidad! ¡Oh! ¡qué dulce es eso de amar a sus semejantes y proporcionarse a la vez la
íntima satisfacción de ser amado de ellos.
EL DIRECTOR.- También es muy bella la modestia, y yo estoy seguro de que el
caballero Enrique no habrá dejado de hallar motivo de complacencia sin orgullo en las
expresiones dictadas por el reconocimiento de su héroe. Mas ¿quién será este muchacho que
con una varita en la mano está enseñando las letras del alfabeto estampadas en aquel cartel?
Pues es el Instructor o Repetidor.
EL REPETIDOR.- Repetidor, instructor, monitor, inspector y todo lo que vos queráis;
sin embargo, a pesar de que mi empleo en la escuela tiene tantos dictados, debo advertiros
que yo no merezco otro que el de enredador, distraído, y acaso el de más ignorante de todos
mis condiscípulos.
-12-
JOSÉ.- No debierais haberos acusado a vos mismo, y de este modo no me hubieseis
privado tampoco del placer de manifestar a estos señores la ligera equivocación que yo he
padecido, sin duda, al describir vuestras cualidades; os habéis permitido la libertad de hablar
mal de vos mismo, esto es, lo que se llama humillarse para ser ensalzado.
REPETIDOR.- Yo no me alabo de mis defectos; lo que quiero decir es, que creo no
deber aceptar los elogios que no me corresponden.
JOSÉ.- Vaya, vaya, que tenéis una conciencia demasiado estrecha.
El DIRECTOR.- Ha respondido con mucha mesura, y como pudiera hacerlo el
muchacho más sincero y mejor educado.
LOS ALUMNOS.- ¡Qué lástima! Ya se ha concluido.
EL DIRECTOR.- Aún no, mirad todavía: ¿conocéis al niño que se presenta?
LOS ALUMNOS.- No le conocemos.
EL HILANDERO.- Yo soy el hilanderito de quien os habéis olvidado, aunque creo que
puedo presentarme entre vosotros, como digno de entrar en el número de los niños pintados
por sí mismos.
LOS ALUMNOS.- Tiene mil razones, nos habíamos olvidado de él injustamente.
EL HILANDERO.- Sin embargo, no me quejo de vuestro olvido. Mi suerte es bien
desgraciada en este arte, que en tiempos más felices proporcionaba abundante sustento a
infinidad de familias. Los tornos, los telares, todo está paralizado en el día, y el pobre hijo
de un miserable hilandero se ve precisado a ir pidiendo un pedazo de pan de puerta en puerta
a los ricos señores, que se presentan vestidos con telas extranjeras. ¡Ojalá que nuestros
infortunios hallen un pronto término en el patriotismo y la buena fe de los hombres que
dirigen el Estado!
EL DIRECTOR.- Caballeritos: mirad bien el último personaje que aparece a vuestra
vista. Aquel joven gallardo que lleva dos alas a su espalda, una llama resplandeciente en la
cabeza, y un manojo de flores en la mano, es el genio de la infancia. Escuchad:
EL GENIO DE LA INFANCIA.- Vuestra obra, mis queridos amigos, es aún bastante
imperfecta; pero aun cuando ofrece materia abundante de crítica, es preciso hacer justicia al
colorido de pureza y de virtud con que se halla ordenada; es, por decir así, un conjunto de
bellos pensamientos. Creo que habéis hecho una cosa útil: preparaos a continuar vuestra
obra, para que el segundo volumen de los niños pintados por ellos mismos, sea todavía
mejor escrito, y que en él os ocupéis también de vuestras hermanitas, esa mitad del todo de
la infancia, a quien no podéis negar un sitio de predilección a vuestro lado.
TODOS LOS AUTORES DE LOS CUADROS.- ¡Genio benéfico! Con tu auxilio y tus
inspiraciones podremos llevar dignamente a cabo nuestra empresa.
EL GENIO.- Pues para conseguir mis auxilios, es preciso merecerlos.
El aprendiz
Si hay bienes en este mundo, bienes que se tocan, que son realidades, es uno el disfrutar
de la compañía de un hermano!... ¡dichoso el que puede decir tengo un hermano!... Un
hermano, el amigo a quien se está asociado desde los primeros años, con el que se han
balbuciado las primeras palabras, los dulces nombres de la familia... los nombres de padre y
madre... Este confidente último y partícipe de las primeras impresiones, de los primeros
conceptos; que desde que principió a discurrir y aun antes, lloraba cuando os veía llorar, reía
cuando os veía reír, y compartía con vosotros las caricias, los besos de una madre, vuestros
juegos inocentes, y hasta vuestros pequeños disgustos: aquel hermano que de buena voluntad
tomaba sobre sí alguna vez la responsabilidad de alguna travesura por evitaros el castigo, y
os regalaba además para mitigar la aflicción la mitad de su almuerzo, y con voz dulce y
penetrante, y con sonrisa que revelaba el interés cordial, puro y candoroso que sólo es capaz
de inspirar el fraternal afecto, os decía: «Toma, Enrique, toma, que yo tengo bastante».
¡Deliciosa oferta, poderoso resorte puesto en acción para obligaros a aceptar tan costoso
sacrificio!... Un hermano es el espejo fiel donde podéis considerar a cada instante los efectos
de vuestras multiplicadas vicisitudes. Claro y limpio como el agua de un arroyo cristalino, o
bien turbio e inquieto como las ondas de un torrente despeñado, según que vuestras miradas y
vuestras acciones manifiesten la alegría o la tristeza. ¡Oh, con qué pasión amaría yo a un
hermano, si me fuese dada la posibilidad de tenerlo! Puedo decir, no obstante, que conozco
uno; pero es un hermano -14- de leche a quien amo también, aunque, no con la decisión
que amaría a un hermano carnal...
El hermano de leche es, respecto del hermano carnal, lo que es un tutor respecto de un
padre; es, valiéndome de una comparación más sensible, lo que la luz que se desprende del
gas inflamado respecto a la luz del sol... Una y otra alumbran; pero la del sol se extiende por
toda la tierra y la fecundiza... Un hermano de leche es pues algo más que un amigo, algo
menos que un hermano.
Francisca, la madre de Luis, es quien ha hecho para conmigo los oficios de una madre,
ha cuidado de mi lactancia, y desde los primeros días de mi existencia ella se encargó de
conservarla y de robustecerla con el delicioso néctar de su pecho: las caricias que sólo
correspondían a su hijo, las compartía gustosa conmigo, y a veces era para esta buena mujer
un ente privilegiado, jamás estaba contenta sino cuando yo lo estaba también. ¡Qué mucho
que me muestre reconocido alguna vez al cariño maternal de mi nodriza, y que por un
impulso de afinidad y de gratitud, dé pruebas de amor fraternal al hijo de sus entrañas!
Pasaron los primeros años, y sin embargo, hasta cuando yo concurría en clase de externo
a un colegio, las horas que me permitía el estudio, todas estaban consagradas a la amistad de
mi hermano de leche... jugábamos, comíamos y dormíamos juntos todavía... pero llegó un
tiempo en que ya fue preciso separarnos. El padre de Luis le anunció decididamente que era
llegado el caso de escoger oficio, y mi padre me previno que había resuelto dejarme de
colegial, para que de este modo entrase formalmente en el curso de la carrera literaria a que
pensaba dedicarme. ¡Fatal insinuación! Ya se deja conocer que para nosotros sería un
verdadero conflicto... así es que hicimos cuanto estaba de nuestra parte para dilatar lo posible
el momento de nuestra separación... Convenimos en aplazarlo para dentro de un mes:
suplicamos, rogamos a nuestros padres, y éstos accedieron por fin. El de Luis dejó a éste en
libertad de escoger oficio; circunstancia que nos dio bastante en que entender por el pronto.
¿Qué arte será aquel, en que el aprendizaje ofrezca menos trabajo y más distracciones?
¿Cómo adquirir tan importante noticia, sobre la cual debe fundarse una resolución decisiva y
de inmensas consecuencias? Una idea feliz me ocurrió por el pronto. Muchos jóvenes de
nuestra edad, compañeros de nuestros juegos, se hallaban a la sazón de aprendices de varios
oficios... consultar su opinión era el mejor recurso para proceder con acierto.
En efecto, Luis tomó este partido... uno por uno fue interrogando a los aprendices, y
cada cual pintó su oficio como el más lucrativo, el más excelente -15- y el menos
fatigante... Estos informes aumentaron la dificultad de la elección, y confusos e indecisos no
sabíamos qué hacer... Cuando el padre de Luis preguntaba a éste qué oficio había escogido, y
le decía: Vamos, ¿qué quieres ser mejor, sastre o carpintero? Luis respondía, yo quiero mejor
ser sastre y carpintero. Ni más ni menos que si le hubiera preguntado qué escogería entre
una manzana y una pera, Luis hubiera contestado también, yo quiero mejor la pera y la
manzana. Mas en el presente caso la dificultad era insuperable, porque un niño puede
comerse una manzana y una pera, mas no puede ser aprendiz a un tiempo de carpintero y de
sastre.
El padre de Luis se empeñaba cada vez más en hacerle conocer la necesidad de decidirse
prontamente. Luis no tenía demasiada prisa; pero llegaba ya el término del plazo prefijado, y
no había remedio.
El padre de Luis sólo deseaba descubrirlo, y así es, que por último, con ánimo resuelto,
dijo una tarde a su hijo, cansado ya de ver que el tiempo había transcurrido en vano... quiero
aun dejarte en libertad de escoger el arte a que debes dedicarte... toma tu sombrero, coge un
pedazo de pan, compra en la calle manzanas (y al efecto le daba una cuartilla) y mientras
meriendas, en vez de jugar al toro o a la pelota, recorre los talleres y acaba de decidirte,
porque esta noche ha de quedar resuelto por ti mismo el problema difícil de tu aprendizaje.
El padre de Luis quedó muy complacido; le explicó a su hijo las ventajas que podía
sacar de este arte, si se aplicaba con esmero; y pasando enseguida a hablar y tratar de ajuste
con el maestro de más nota, Luis principió al siguiente día a ejercer las funciones de su nuevo
estado.
El aprendiz de sastre
Ya tenemos al pobre Luis colocado sobre una gran tarima, con las piernas cruzadas,
ensayándose con afán en el manejo de la aguja. Costosa es para él esta posición violenta;
pero ya se acostumbrará hasta el punto de sentirse incomodado cuando haya de sentarse en
una silla regular como los demás hombres. El aprendiz de sastre por el pronto encuentra
obstáculos que vencer en los rudimentos de este oficio enojoso, como todos; sin embargo, si
le preguntáis qué le parece de su nuevo destino, dirá que es bien agradable, y que sólo tiene
el contratiempo de algún pinchazo de aguja. Ahora sólo se trata de desbaratar costuras y
aprender la posición y los giros de la aguja. Ni el cuerpo ni la imaginación se fatigan, no
obstante que el arte en que está iniciado es de los más productivos e indispensables. Además,
los oficiales que le rodean, hacen la pintura más bella del porvenir de aquel oficio. Después
de esta operación de que te ocupas, le dicen, habrás de emplearte en hacer botones de tela, en
unir y planchar las costuras. Luego pasado algún tiempo, se confiará a tu aguja la cintura de
un pantalón y las costuras de las mangas. Si durante la primer semana te portas bien, el
maestro te entregará el sábado una pesetilla para que el domingo puedas gastarla. Aquí todos
hacemos fortuna; y si no, repara como los sastres principales han hecho su caudal, han
edificado sus casas, y con el producto de la aguja se han colocado al nivel de los hombres
más opulentos. Luis oía y callaba, forjándose allá en su imaginación los planes más
ventajosos: los primeros días de aprendizaje no hubiera él cambiado su situación por la del
muchacho más feliz del mundo; pero luego que fue entrando de lleno en el cumplimiento de
los deberes de un verdadero aprendiz de -17- sastre, conoció que este oficio tiene, como
todos, su trocito de mal camino. En efecto, aquello de levantarse el primero y acostarse
siempre el último, era insoportable para un muchacho naturalmente dormilón. El haber de
hacer todas las mañanas la limpieza del taller, ir a la compra, encender los hornillos para las
planchas, limpiar las vidrieras y el mostrador, y poner cada cosa en su lugar antes de la hora
en que debía principiar el trabajo de los oficiales, era demasiado penoso para un chicuelo
apenas iniciado en el manejo de la aguja, y luego ser por precisión el perpetuo corre-ve-y-dile
de éstos, del maestro, y aun de los parroquianos, aumentaba hasta lo infinito la enojosa
condición del estado de aprendiz. Y el violento compromiso de renunciar el nombre que
recibió en el bautismo para admitir el mote ridículo con que fue designado por los
dependientes del taller. ¡Oh! esta abnegación exigía demasiado desprendimiento, demasiada
resignación por parte de nuestro aprendiz de sastre, Pincha uvas. Cada vez que en el día se
pronunciaba este mal nombre, se desesperaba y se enfurecía; pero sin otro resultado que el de
conseguir que se lo repitieran mil veces. Por último, resolvió no responder cuando por este
nombre fuese llamado; pero si tal acontecía estando en el interior de la casa, bien pronto se
destacaban uno o dos oficiales, y le llevaban de la oreja repitiendo sin cesar, ya está aquí el
picaruelo Pincha uvas. No hay remedio, es preciso seguir la broma, y no darse por sentido de
semejantes indirectas. Así raciocinaba el aprendiz al poco tiempo de experiencia; y
mostrándose jovial en vez de severo y disgustado, consiguió que cesaran de martirizarle, y
con una regular aplicación y la fidelidad más austera, logró también captarse el cariño del
maestro.
Luis hacía progresos en el arte, y sus padres estaban muy contentos de su proceder,
prometiéndose que él sería algún día el apoyo de su vejez, y el amparo de dos hermanitas de
menor edad que tenía. Con efecto, pasados algunos años mereció la más completa confianza
de su maestro. Este le encargaba siempre de llevar la obra a casa de los parroquianos,
ocupación que sobre valerle la utilidad de algunas propinas, le proporcionaba relaciones que
más adelante podrían serle ventajosas. Luis era ya un muchacho afable, cortés y nada
entremetido, no gustaba de juegos ni de estar ocioso, y procuraba dar las muestras más
positivas de su aplicación, de su apego al trabajo, y de ser un buen hijo y un buen cristiano.
Una enfermedad que poco a poco fue adquiriendo el carácter de crónica e incorregible,
vino por último a postrar en cama a su buen padre, en cuyo caso Luis socorría con todo su
jornal a su miserable familia, y aun facilitaba a aquel las medicinas de que hubiera carecido
de otro modo... Luis era un -18- buen hijo... Cuando cogía entre manos para trabajar
cualquier prenda de vestir, siempre se acordaba del estado de infelicidad de su madre y
hermanitas, y de la penosa situación de su padre desgraciado; de suerte que con el afán de
proporcionarse mayor suma de dinero para socorrerlos, adelantaba en su obra doble
respectivamente que los otros en las suyas... ¡Quién sabe si al tomar en la botica con el
producto de este trabajo el medicamento que haya dispuesto el facultativo, habré logrado
arrancar a mi amado padre de las puertas de la muerte! Que las medicinas sean de la mejor
calidad, y cuesten lo que quieran... acaso una puntada más... al dejar concluido este pantalón,
sí, esta chaqueta, podrá ser de la mayor influencia en la salud de mi padre, y por consiguiente
en la suerte de mi familia... adelante, adelante, y no cesaba de trabajar de día ni de noche.
Pero la enfermedad había tomado tan gran incremento, que los recursos del arte no bastaron
para evitar la catástrofe que Luis temía. Murió su padre después de haber echado la bendición
a aquel hijo tan digno de ser querido. Y quedó este, a pesar de sus pocos años, encargado del
cuidado de la familia.
La madre de Luis murió poco después del sentimiento, y nuestro aprendiz solo con sus
dos hermanitas, y al cuidado de su sustento y educación. Grande responsabilidad era la de su
delicado encargo para un joven de tan pocos años y escasa experiencia; pero Luis lo aceptaba
con entusiasmo, y en el fondo de su corazón sentía el vigor necesario, para superar los
inconvenientes que la edad y otras circunstancias le oponían. Luis llegó a ser oficial, y con
este carácter salió de hecho de la esfera miserable de aprendiz. No transcurrió mucho tiempo
sin que manifestase a su maestro el proyecto que había concebido... Suplicó a éste que no le
retirase su protección, pues deseaba establecer un taller en su propio cuarto, donde al lado de
sus hermanitas pudiera trabajar diariamente.
Planteó su taller como lo había imaginado: su maestro le proporcionó obra sin cesar en
términos que el nombre de Luis iba siempre asociado al de las prendas mejor construidas, así
como su reputación artística a la reputación de su maestro. Su constante laboriosidad, su
inteligencia y buenos modales confirmaban más y más cada día la buena opinión que del
sastre Luis había formado el público.
Luis era ya el maestro Luis, sastre de la moda, buscado y apetecido por todos los
elegantes; circunstancias que proporcionaban para sí y sus hermanitas cómoda y decente
subsistencia, hasta que habiendo fallecido su maestro, le quedaron todos sus parroquianos y
llegó a ser rico y feliz en su clase; premio seguro que la fortuna prepara a todo el que con
celo y honradez trabaja sin cesar en la perfección de cualquier arte u oficio.
El aprendiz de pintor
Diez o doce somos siempre los que trabajamos en el taller; y como yo sea el más
moderno y más joven, estoy encargado de los servicios mecánicos del mismo. El director me
ha advertido que por estas razones debo siempre manifestarme afable y complaciente con los
otros, y respetar en ellos la edad y la inteligencia. Todos son muy buenos muchachos, dignos
de la consideración y el afecto de cualquiera que les trate. No es violenta para mí la
obligación de servirlos. ¿Creerás que mientras dura el trabajo reina el silencio en el taller, y
sólo se nota la aplicación? Pues mira, te equivocas, porque aquí se canta, se ríe y se silba
cuando a uno le acomoda, se refieren historias alegres y se pronuncian palabras picantes: mis
compañeros en esta parte, como en todo, se encuentran más adelantados que yo, pues algunas
veces no me es dada comprenderlos. Cuando llega la ocasión de que revestido de toda mi
formalidad les presento alguna idea o algún objeto que me parece debe excitar la admiración,
ellos callan, se ríen, se miran, y se vuelven a reír, de lo que yo infiero que deben agradarles
mis amistosas excitaciones. Ya te acordarás de aquella hermosa cabeza de Andrómaca que el
año pasado me valió el premio de dibujo en el colegio. Pues se las he enseñado, creyendo que
me colmarían de elogios... y nada, para ellos es un pequeño mascarón, hecho sin reglas ni
método. Escuso decirte que esa declaración me ha parecido poco caritativa; pero es preciso
callar, y así me he propuesto no contrariarlos en su determinación, y tomar la de no
enseñarles en adelante ninguno de mis antiguos dibujos. Es la vez primera que me han dado
motivo de queja sus buenos modales y fina educación; porque por lo demás me tratan con
tanta confianza y tan buen afecto, que todo lo parten conmigo como buenos hermanos, a
cuyas insinuaciones he procurado corresponder, pagándoles hoy mismo el almuerzo con el
auxilio de unas cuantas pesetas que me quedaron de mi viaje. De entonces acá nuestros
intereses son más recíprocos, y tratamos de ellos con más franqueza. Varias veces me han
dicho que soy un excelente chico, que tengo muy buenas disposiciones y que haré grandes
progresos. Yo creo que aciertan en su pronóstico, porque me encuentro capaz de cualquiera
cosa. ¡La pintura, mi querido León! ¡La pintura! Este arte prodigioso, mediante el cual se da
vida a un lienzo, grabando en él la expresión más sensible así de las pasiones fuertes como de
las más dulces. ¡Oh Miguel Ángelo, Ticiano, Velázquez, Cabrera, Rodríguez Juárez!
¡Hombres inmortales, genios sublimes! -21- ¡Oh! si un día pudiera yo conseguir que mi
nombre brillase al lado de vuestro... pero esto está muy distante; sin embargo, sería dichoso,
León, si pudiera partir contigo la felicidad a que aspiro actualmente. Adiós, acuérdate de mí y
escríbeme.- Tu apasionado.
Enrique Zendejas.
Señor don Enrique Zendejas.
León.
¡Si no debe fiarse en las apariencias, ni dar crédito a los delirios de la imaginación!
¡Cuánto me equivocaba! ¡Qué error tan funesto! En medio del dolor y de la tristeza de mi
corazón me dirijo a ti, León querido, para desahogar en el seno de la amistad las amarguras
de mi pesadumbre. He leído y vuelto a leer repetidas veces tu apreciable carta, llena de
verdades y dictada por el cariño que conozco me profesas. ¡Ah! Tú eres sin duda mi mejor
amigo, y por eso voy a hablarte con el corazón en la mano, para que comprendas bien lo
aciago de mi situación. Atúrdete. Desde el siguiente día al en que hice el obsequio a mis
camaradas de convidarlos a un almuerzo, todos cambiaron con respecto a mí de costumbres y
de modales. Dejando a un lado las palabras de buena educación con que se hace suave y
llevadero cualquier servicio penoso, me tratan ya con el desprecio y la inconsideración de
que jamás es digno el más miserable esclavo. En vez de decir como antes: «¡Enrique, quieres
hacerme el gusto de aproximar tal o cual color!», ahora sólo usan de la imperativa fórmula
de: «Enrique, trae esto o lo otro». Si entablan una conversación y a mí me ocurre pronunciar
una palabra, «Calle, replican todos al momento, y hable sólo cuando le pregunten». Además,
no me dejan sosegar un solo instante: cada cual y todos a una mandan cosas diferentes.
«Enrique, limpia mi paleta. Enrique, llégate a mi casa, y tráeme el almuerzo. Enrique, lava
mis pinceles. Ve a devolver este modelo». Este es cuento de nunca acabar, amigo mío; no me
queda tiempo para nada. El otro día cansado de sufrir, me propuse no responder fingiendo
que no entendía las órdenes, impertinentes de uno de ellos. «Calla, ¿no está aquí el ratón?» -
exclama el uno; «el ratón es sordo», respondió el otro; «no, que el ratón estará dormido»,
añadió el tercero. «Ea, despertadlo. ¡Ola! ¡Eh! Ratón, ratón!» Como yo siguiese haciéndome
el sordo, un alboroto general se levantó contra mí en el taller, hasta que por fin desesperado y
lleno de coraje, me presenté ante ellos para decirles que hasta entonces había estado muy
contento, porque no me habían faltado a las consideraciones regulares, y me habían tratado
con cierto género de decoro; -23- pero que desde el momento en que ellos se habían creído
dispensados del deber de ser políticos conmigo, también yo me consideraba dispensado de
servirles en cosa alguna. Esta contestación irritó nuevamente el ánimo de mis camaradas,
hasta el punto de que uno de ellos (el de más edad), cogiéndome fuertemente de la oreja me
puso en medio del círculo que entre todos habían formado, y me dijo: «Sin duda que el
chicuelo cree que se halla todavía en la escuela, donde reina el principio de igualdad; pues te
equivocas, amiguito (dándome suaves palmadas sobre el hombro), aquí el último que llega
no es tratado como un estudiante, aunque lo sea en realidad, porque sólo es considerado
como el más ínfimo aprendiz de nuestro taller. Sin duda has creído que nosotros debíamos
tratarte con cumplimiento y con etiqueta; pero este es un error de que debes salir
prontamente: tú estás obligado a ejecutar todo cuanto nosotros te ordenemos». «¿Y por qué?
¿Soy yo por ventura algún criado vuestro? -No: eres tan sólo nuestro ratón el ratoncillo del
taller. -¡Ratón! ¿Qué quiere decir eso? -Eso quiere decir que podemos ordenarte todo cuanto
se nos antoje en cosas que tengan relación con los asuntos del taller; así que debes estar
sumiso y obediente, limpiar nuestras paletas, lavar nuestros pinceles, preparar los caballetes y
los cuadros, arreglar las vasijas de los colores, y en fin, poner en orden la parte interior del
taller, a cuyo fin es preciso que seas el primero que entre en él y el último que salga. -Me
parece demasiado humillante el papel que exigís de mí. -Por ahora nada tiene de extraño;
pero tú te habituarás a este nuevo género de vida, por el que todos hemos pasado, y con un
poco de resignación, fidelidad y aplicación, a fuerza de oír hablar de pintura, de verla
ejecutar a los otros, y de estudiar sus producciones, llegarás a adquirir conocimientos
importantes en este arte prodigioso, y él vendrá a ser tu elemento natural, porque identificarlo
con todo lo que la pertenece por mucho tiempo, te serán familiares el carácter y las
costumbres de los que lo profesan. Trabaja, pues, por desterrar ese orgullo imprudente, que
es quien te tiraniza; sé complaciente y dócil, y entonces verás cómo la bondad y el trato más
afable suceden a la persecución, de que ahora te lamentas».
Justos y razonables eran sin duda estos consejos; pero mi imaginación se hallaba tan
preocupada, y mi amor propio tan resentido, que lejos de escucharlos con interés, me
parecieron una narración fastidiosa de la parte más lamentable de mi historia, con el solo
objeto de hacer más grave y más sensible el estado de mi situación. Así es que cada día se iba
haciendo más insoportable: mis camaradas continuaban sus burlas y sus pesadas crianzas, en
las que era yo siempre la víctima. Uno con un recado fingido me manda al opuesto extremo
-24- de la ciudad, y no contento con darme este chasco, dispone con los otros camaradas
que un cubo lleno de agua, colocado de cierta manera sobre la puerta derrame sobre mi
cabeza todo el líquido al tiempo de entrar en el taller. Los denuestos y las injurias se
reproducen en este caso, y de nada sirven mis lamentos y mis quejas. Todo se convierte en
broma y alboroto, sin que me quede otro recurso que llorar mi desventura... Has de saber, mi
querido León, que rodeado de pinceles y colores, ¡sólo puedo disponer del lápiz y el papel
que me regaló mi tía! ¡Ah! ¡Por qué habré gastado yo mis pesetas! ¡Pintura! ¡Arte sublime!
Mucho afecto es necesario profesarte para llegar hasta ti al través de tan crueles ensayos. La
vocación más decidida, la inteligencia más perfecta, todo puede estrellarse y aun extinguirse
en el continuado choque de tan contrarios elementos. Aquella decisión, aquel entusiasmo con
que yo había abrazado los primeros días los rudimentos de este arte tan difícil, van
desapareciendo poco a poco al impulso de los contratiempos, de las arbitrariedades y de las
injusticias que me hacen sufrir mis inconsiderados camaradas. ¡Oh, divino Rafael, sabio
Murillo: los rayos luminosos de vuestra resplandeciente gloria no alcanzan a penetrar en la
oscuridad en que tiene sumergida mi alma la tristeza y el dolor! Ten compasión de mí,
querido León, porque estoy disgustado de todo cuanto me rodea: no creo ya más que en una
sola cosa: en tu amistad.
Enrique Zendejas.
¡Cuánta pena me ha causado tu última carta, querido amigo! ¡Tú padeces sin que me sea
posible compartir contigo la aflicción y los pesares, como en otro tiempo compartía la alegría
y los recreos! ¡Tú sufres, y yo no puedo hacer por ti otra cosa que compadecerte inútilmente!
¡Oh! Comprendo bien las causas de tu pesar y de tus amarguras, y te confieso con franqueza
que al leer tus lastimosas quejas hubiera deseado estar ahí para tomar tu defensa contra tus
nuevos compañeros, como en otras ocasiones sabes que lo hacía en la escuela. Mas después,
al día siguiente, leí tu carta otra vez; reflexioné sobre ella, y ya me parecieron menos
culpables. Habiendo pasado todos ellos por los mismos trámites que tú, creo que adquirieron
el derecho de seguir el ejemplo de sus antecesores, como tú lo harás probablemente con el
mísero aprendiz que te reemplace. Podrá ser que ellos hayan abusado; mas sin duda la
necesidad de formar tu carácter y de modificar tu genio les habrá obligado alguna que otra
vez a excederse; pero aun esto no me parece del todo reprensible, porque de esta manera
adquirirás aquella elasticidad -25- de carácter, y aquella docilidad vigorosa que distante de
lo débil, se parece más bien a la condición de un muelle templado, que se dobla con facilidad
para desplegar mayores fuerzas. No falta quien imagina que el interior de un colegio, o sea
taller, es un pequeño simulacro de la sociedad en general del resto del mundo; y que viviendo
entre nosotros se aprende a vivir entre los hombres: tú sabes que este es un error. En la
escuela reina el principio de igualdad: allí somos lo mismo los unos que los otros, y todos
iguales a la vez delante de nuestros maestros. El oficio que tú has emprendido es cosa muy
diversa; sembrado de obstáculos y de escollos, son muy frecuentes en él los reveses y los
disgustos; pero la gloria es el fruto del árbol del dolor. Has de saber que Shakespeare dijo:
«que la planta de laurel si ha de crecer y robustecerse, es preciso que sea regada con
lágrimas». Conque así, amigo mío, es necesario que aprenda a sufrir el que aspire a ceñir su
frente con las palmas de la gloria...
Creo que yo no hago los mayores adelantos en la carrera de las letras; me ocupo de la
retórica, y me encuentro todavía a la mitad de su estudio. Háblame alguna cosa del género de
pintura a que piensas dedicarte: yo sé que para hacer grandes progresos en arte tan difícil, es
preciso escoger una especialidad. ¿Te dedicarás al paisaje, a los retratos, a los cuadros
históricos, o a la pintura fantástica o de imaginación? Tu maestro te habrá dejado ver y aun te
instruirá más adelante de las particularidades de cada uno de estos géneros: escucha con
atención sus consejos y sus advertencias facultativas; aprovéchalas oportunamente, y hazte
digno de sus elogios: estos te darán consideración entre tus camaradas, y acabarán con sus
burletas. He aquí una venganza bien noble y bien digna de mi amigo Enrique: aventajar en el
arte a sus antiguos compañeros. A Dios, actividad y constancia. Tu invariable amigo
León de La Puente.
He recibido la última carta de León y vuestra apreciable posdata. ¡Oh, mis queridos
amigos! ¡Cómo habéis sabido -26- inspirar en mi alma los sentimientos generosos que os
animan, y hecho renacer la esperanza que había perdido, de llegar a ser útil un día en el arte
que había abrazado. No me es posible explicaros el placer que me han causado vuestros
obsequios. ¡Con qué delicadeza y con qué gracia me los habéis ofrecido!... ¡Ah! Ya
comprendo bien vuestras intenciones; habéis querido darme un aviso: deseáis que redoble
mis esfuerzos, que trabaje sin cesar: pues bien, así lo haré. Desde el día siguiente al en que
recibí vuestra carta, cambié enteramente de conducta, y los resalados corresponden a vuestros
deseos. Mis compañeros ya son más amables: a proporción que yo hago progresos en la
pintura, ellos me respetan y me tributan consideraciones. El director también se ocupa ya de
mis obras, y las corrige con interés; y creo que pronto pasaré a ocuparme de los trabajos al
óleo. ¡Cuánto deseo el momento de extender sobre mi paleta los colores que me habéis
remitido! Tiemblo de placer cuando considero que ese instante está muy cercano. ¡Pero qué
dificultades ofrece el arte de la pintura! Tan pronto el color si es un poco subido, exagera los
tonos del natural, como si es claro los atenúa infinitamente. ¿Pues y las combinaciones para
designar la graduación de la luz y de la perspectiva, las medias tintas y el claro obscuro? Pero
qué placer cuando ha llegado uno a formar sobre el lienzo con algunas pinceladas una
imagen exacta! ¡Qué triunfo aquel, cuando una cosa que sólo existe en la imaginación
adquiere su forma, su figura, se va animando, poco a poco hasta que parece que ya habla con
el mismo pintor que la ejecuta! Ignoro cuál sea el género de pintura a que podré dedicarme
con especialidad; por ahora sólo trato de estudiar: para escoger uno, es preciso conocerlos
todos. Mis compañeros de taller me ayudan en cuanto pueden. Conozco que habían tratado
sólo de cambiar mi carácter: sin duda que han contribuido a conseguirlo; pero vuestra
amistad ha sido el talismán que me ha proporcionado la dicha que experimento, el aprecio de
mis camaradas, y el cariño de mi maestro. Adiós, a todos os abraza afectuosamente vuestro
amigo
Enrique Zendejas.
P. D.: Si os resolvéis a venir durante las vacaciones próximas, tal vez hallaréis alguna
cosa en vuestros lienzos: al menos pondré por mi parte los medios, y de todos modos me
proporcionaréis mucho contento.
Algunos meses después los cinco amigos acompañados del padre de uno de ellos
cumplieron su palabra, y vinieron a México con el fin de visitar al aprendiz de pintor; mas
por desgracia lo encontraron sumergido en el mayor dolor y tristeza. El pobre muchacho,
huérfano -27- de madre anteriormente, acababa de perder a su buen padre, quedándose
sólo y sin ningún apoyo en el mundo. La entrevista de los amigos fue por tanto bastante
melancólica, y mezclaron sus lágrimas con las de aquel joven desgraciado. ¿Pero qué podían
hacer por él? Buscando en su imaginación algunos medios de consuelo, acordándose por
último de que Enrique debía tener un tío en Puebla rico y bien relacionado. Con efecto, este
tío de Enrique era también muy amante de la pintura y aun artista en realidad, y tenía
fundado su orgullo en no vender ninguno de los cuadros de su colección, como no estuviera
firmado con su nombre. Esta idea les hizo formar un plan que pusieron en práctica
prontamente. Enrique había cumplido también su palabra: los retratos estaban hechos; los
países acabados, y el álbum lleno de pinturas alegres. Los condiscípulos de Enrique
recibieron estas obras con aprecio y entusiasmo; y después de haber consagrado algunos días
a los solaces de la amistad, pusiéronse en marcha para Puebla, donde llegaron prontamente.
Su primer cuidado fue suplicar cada cual a su padre respectivo que les diese el gusto de
mandar pintar su retrato, y obtenido el permiso, presentaron sin demora las manufacturas de
Enrique. Los parientes de los niños recibieron con afabilidad los indicados trabajos, y
pagaron profusamente la habilidad del joven pintor.
-28-
El aprendiz de imprenta
Este pequeño personaje a quien algunos designan justamente con el título de Diablillo
de la imprenta, es por cierto un pequeño Barrabás en su figura y en sus costumbres.
Enredador, holgazán, embustero y maldiciente cual ninguno. Por la cosa más insignificante
es capaz de andar a cachetes con cualquiera. Su traje contrasta ridículamente con la viveza de
su genio y su natural travesura. La levita, el sombrero, son para él objetos enteramente
desconocidos. Una camisa ordinaria, un pantalón que después de haber servido a un militar
inválido, le ha sido acomodado por su madre, sin más que cortarle media vara de las piernas,
una faja encarnada y raída con la que da dos vueltas a su cuerpo, y unos zapatos de munición,
forman el conjunto de su traje, que con el semblante tiznado del muchacho y sus cabellos
descompuestos, hacen el todo de la figura que representa el Diablillo de la imprenta.
Parecerá natural a primera vista que un muchacho destinado a estar entre letras y a
manejar letras, haya de hacer progresos en su ilustración; pues es cabalmente lo contrario,
porque el aprendiz de imprenta jamás tiene la ocasión de leer un párrafo. Limpia las cajas,
recoge las letras esparcidas por el suelo, y cuando ejerce la más sublime de sus funciones es
en el acto de distribuir o sea descomponer, que es la operación que reclama más cuidado de
su escasa inteligencia. Por lo demás, continuamente ocupado de traer y llevar las pruebas a
los autores, de ir en busca del original y servir al regente y los cajistas, se halla en perpetuo
movimiento y entregado casi siempre a la libertad de sus travesuras. Cualquiera de estos
encargos le entretiene largas horas, porque nunca le falta en el camino un motivo que a su
sabor le detenga: ya que pasa mi regimiento o un batallón, y entusiasmado se deja llevar del
atractivo de la música; ya que se encuentra con otros muchachos con quienes traba una -29-
riña, o ya toma por su cuenta la paciencia de un cachazudo portero. El aprendizaje del
impresor dura generalmente cuatro años, en los cuales es preciso que su familia cuide de
alimentarle y vestirle. Durante este tiempo sus funciones son, como queda dicho, puramente
mecánicas: además él debe ser el primero que se presente en la imprenta para barrer y
limpiar, y para lavar las formas, operación que le entretiene por lo menos hasta las ocho de la
mañana. Llegada esta hora, debe emplearse en la tarea de los almuerzos. Un cajista le
encarga de comprar pan y queso, otro de que le traiga manzanas, otro de que le lleve
chocolate, que es por lo general a lo que suele reducirse el desayuno de esta clase de
operarios. El aprendiz, bajo la responsabilidad de sus orejas, tiene buen cuidado de no
equivocar los encargos que le producen cierto género de utilidad, porque el tendero y el
frutero, tratan de obsequiarlo con el fin de no perder las ventajas que les proporciona tan
constante parroquiano. Concluidos los almuerzos es el momento de traer y llevar las pruebas,
como hemos dicho, en lo que pasa el resto del día.
En la misma casa donde habitaba la familia de Víctor vivía también un joven, cuyas
costumbres y modales llamaban la atención por la singularidad que ofrecían a la vista de los
vecinos. Juan, que así se llamaba el joven de que hablamos, salía todas las mañanas a las
nueve de su cuarto, volvía a las cinco de la tarde, y se encerraba en él hasta las nueve de la
mañana siguiente. Grave y silencioso sin dejar de ser atento, rehusaba al parecer el trato
familiar de los vecinos, circunstancia que aumentaba la curiosidad de los mismos y en
particular la de Víctor, que no perdía ocasión de entablar conversaciones con el joven
misterioso. Si éste alguna vez se asomaba a la ventana, Víctor le saludaba en el momento, y
otro tanto hacía, cuando por casualidad lo encontraba en la escalera o en la calle. «Buenos
días, señor don Juan, ¿cómo está usted? ¡Hace un día hermoso! ¿Irá usted a dar un paseo,
eh?» El joven contestaba con pocas palabras, pero con sonrisa agradable a las insinuaciones
amistosas de Víctor, y se separaba de él tan luego como le era posible. Don Juan estimaba en
bien poco sin duda el trato con la vecindad. Víctor había observado más de una vez a deshora
de la noche y al través de las cortinas de muselina que don Juan escribía sin cesar a la luz de
una vela. No faltaba otra cosa para aumentar en el bello corazón de nuestro aprendiz el
sentimiento del interés generoso que aquel joven le había inspirado desde un principio. Este
pobre hombre (decía Víctor) se está matando en trabajar, y ciertamente que le luce bien poco;
¿qué será lo que día y noche le ocupa? Si yo pudiera averiguarlo... mas no es fácil. Víctor a
pesar de su imperfecta educación, sentía el respeto que merecen los secretos de los hombres,
y respetaba también el sagrado del domicilio. Su curiosidad crecía por instantes, y ya iba
perdiendo la esperanza de satisfacerla, cuando que las circunstancias decidieron lo contrario.
Hubo un día en que don Juan no salió de su cuarto: al siguiente sucedió lo mismo, y otro
tanto observaron los vecinos tres días consecutivos, de modo que llegaron a recelar alguna
desgracia. Víctor sobre todo estaba impaciente y afligido. Al fin llegada la noche del cuarto
día, se resolvió salir por sí mismo de la cruel incertidumbre. Cuando todo estaba en silencio y
la obscuridad reinaba en los diversos -31- tránsitos de la casa, Víctor encendió una vela y
se dirige a la puerta del cuarto del vecino. Llama por primera vez, y nadie le responde...
vuelve a llamar... y tampoco... mira por el agujero de la llave, y observa que ésta se halla
colocada por dentro. ¿Qué habrá sucedido? Forcejea y mueve con violencia la puerta, cuya
madera vieja y carcomida, cede a los primeros impulsos, y se abre al fin. Víctor se avanza
precipitadamente hacia el interior de la habitación... un espectáculo lastimoso se ofrece a su
vista. Don Juan tendido sobre su lecho y privado de conocimiento, apenas da señales de vida:
la palidez de su semblante, la frialdad de su cuerpo, todo indica que hace algún tiempo que se
encuentra en tan lastimoso estado. Víctor conoce que en tan críticos instantes la situación del
infeliz don Juan reclamaba algunos más auxilios, que los que puede ofrecerle su buena
voluntad; corre con precipitación, avisa a su padre, y de acuerdo con él, principian a tomar
disposiciones. A pocos minutos hicieron venir en médico, que declaró después del examen
facultativo que la enfermedad de su vecino había sido producida por una suma debilidad, por
inanición... ¡Inanición! -exclamó Víctor-, ¡y sin embargo se hubiera dejado morir entre cuatro
paredes, sin llamar en su socorro a ninguno de los vecinos! Tal vez el orgullo... Al cabo de
una hora y a consecuencia de los remedios que se le aplicaron, don Juan recobró el uso de sus
sentidos; pero no tardó mucho en caer en un delirio espantoso: he aquí algunas expresiones
que articulaba sin orden ni concierto en el incremento de la fiebre. «La gloria... sueño fugaz...
morir tan joven... sin haber hecho nada... sin hallar un editor... una obra tan útil... el fruto de
tantos desvelos... perecer conmigo... sin haber visto la luz pública...». Víctor cree haber
comprendido la situación de aquel infeliz. Don Juan es sin duda uno de aquellos jóvenes
amantes de la gloria que la buscan a toda costa; un autor, un poeta tal vez de aquellos que
mueren de hambre, por carecer de un nombre ilustre en la carrera de las letras, sin el cual no
habrá un impresor que se tome la pena de leer su obra, ni se atreva a correr el riesgo de
imprimirla...
Sucedían los días a los días, las semanas a las semanas, y los meses a los -32- meses,
sin que el pobre don Juan pudiera levantarse de la cama. Llegó por fin el día apetecido, en
que el facultativo le permitiera dar algún paseo por el cuarto. Los vecinos que durante su
enfermedad le habían dado tantas muestras de aprecio, fueron a visitarle en el momento que
supieron que iba a ponerse en pie. Don Juan débil como estaba, el primer paso que dio fue en
dirección de la mesa de su escritorio... siéntase en una silla, y principia a registrar con
impaciencia sus papeles: la agitación y el sobresalto se pintan de una manera lastimosa en su
pálido semblante... continúa aún sus investigaciones, y luego que se convence de que el
objeto de ellas ha desaparecido, dejando caer la cabeza sobre el pecho, prorrumpe en
abundante llanto, exclamando entre sollozos con el acento de la desesperación: «Yo había
compuesto una obra que era toda mi esperanza; mas durante mi enfermedad el manuscrito ha
desaparecido; me lo han robado sin duda...». Al pronunciar estas palabras, Víctor que entra,
le dice: «Nadie os ha robado el manuscrito, señor don Juan; yo lo he llevado para imprimirlo,
y ya está; miradle encuadernado; forma un volumen regular. -¡Impresa! ¡Mi obra impresa! -
¿Y cuál es el ángel consolador a quien debo tan grande beneficio? -Ninguno, señor don Juan;
es obra de vuestro servidor. -¡Cómo! Yo te debo dos veces la vida, y quién sabe si mi
celebridad. -Bien pudiera ser, señor don Juan. -¿Qué quieres decir con eso? -Que hay un
cierto personaje que va con frecuencia a la imprenta y habiendo examinado ligeramente
vuestra obra, dice que es de un mérito singular». Mientras don Juan examinaba una por una
las hojas de su libro, los vecinos tenían fija su atención en Víctor, a quien su padre dirigió así
la palabra. «-Ya conozco la causa que de dos meses a esta parte te ha detenido en la imprenta
dos horas más de lo regular cada día. -Cierto, padre mío. -¿Y el papel? -Los tres reales que
gano diariamente han sido destinados a este fin: la cantidad que faltaba, se ha cubierto por
medio de una suscripción en el taller, a la que han contribuido todos los operarios». Al
pronunciar estas palabras, un caballero entra, y dice a don Juan: «He tenido el gusto de leer
vuestra obra, y vengo a proponeros la venta de ella». Don Juan aceptó inmediatamente...
Luego que se hubo retirado, dijo a Víctor: «¿Cómo podré explicarte mi reconocimiento?: yo
sé que no puedo ni debo hablarte de recompensa... -Tenéis razón, señor don Juan».
Esta primera producción colocó a don Juan en un lugar preferente entre los literatos;
adquirió celebridad y está rico en el día: su amigo Víctor ha llegado a establecer una
imprenta, donde se imprimen con elegancia y exactitud las obras que don Juan va dando
sucesivamente al público. Víctor trabaja como para un amigo.
-33-
El colegial
Madrecita mía: ¡dos meses y medio sin verte ni recibir carta tuya! Sin duda que debes
estar muy enfadada conmigo cuando me haces sufrir un castigo tan terrible. Razón tenía mi
maestro cuando se compadecía de mí, al oír tus amenazas de mandarme a un colegio; sin
embargo, mi primo durante las vacaciones hacía una pintura tan bella de la vida del colegial,
que yo deseaba por instantes que llegase el día de tus amenazantes promesas. Ahora conozco
bien que el colegio no es una cosa capaz de inspirar horror, ni tampoco digna de las
alabanzas que Eduardo describía. Trabajo mucho más que cuando estaba en casa, y también
como con menos frecuencia. Nuestro director dice, que esto es muy provechoso y casi
indispensable para hacer progresos en el estudio; pero yo creo que ha de haber alguna otra
razón que mi penetración no alcanza para tratarnos de esta suerte... Considera, madre mía que
a las cinco de la mañana ya todos estamos en pie. Aquí todo se hace al toque de campana,
levantarse, acostarse, entrar y salir de las clases en las salas de estudio y de repaso. El tiempo
está dividido matemáticamente: un cuarto de hora se destina para el acto de levantarse,
lavarse y peinarse, otro para el desayuno, otro para la merienda... todo se cuenta por cuartos
de hora: mas en cuanto a las clases y al estudio no se escatima tanto el tiempo, la más
pequeña es de hora y media. Por esta razón no he podido escribirte antes; sin embargo, tú no
me creerás, yo bien lo veo, juzgarás que enredo tanto como en casa y que me he olvidado de
ti. ¡Ah, no! Tenemos un profesor en extremo severo porque nada nos perdona, y no obstante,
le aprecio y todos le apreciamos. Cuando digo que todos le apreciamos, -34- podrá ser que
me equivoque, porque has de saber que las clases del colegio se hallan divididas en dos
bandos que mutuamente se hacen la más cruda guerra. En el uno se encuentran afiliados los
muchachos de más aplicación, y que merecen la nota de buenos discípulos, a los cuales nos
designan los contrarios con el nombre de fulleros; en el otro los holgazanes y revoltosos, a
quienes nosotros llamamos bordoneros. Cuando por primera vez un alumno cualquiera
verifica su entrada en el colegio, cada partido espera contarlo entre el número de sus adeptos,
y emplea al efecto los medios necesarios. Los buenos discípulos le aconsejan y le dan avisos
amistosos; los otros le hacen las promesas más lisonjeras, y si éstas no bastan, emplean las
amenazas y le intimidan; entonces es cuando el nuevo colegial se ve precisado a figurar por
el pronto en el partido de los revoltosos, y para no ser entre ellos el objeto de sus fiestas y sus
burlas, tiene que pasar por ciertas pruebas que, dándole la reputación de valiente y travieso,
sirvan a acreditar que es capaz de dar siempre un bofetón en cambio de un puñetazo, y de no
ceder el campo a la razón en cualquier pelea. Entonces el nuevo alumno tiene ya derecho de
alternar con los bordoneros, y es considerado como uno de ellos. Yo he pasado estos mismos
trámites, pero si he adquirido la fama de muchacho de valor, ha sido a costa de ocho días de
encierro, porque fuimos sorprendidos por el celador en el acto de la contienda.
Lo que es curioso y digno de observación, es un día de salida general del colegio: desde
bien temprano presenta su interior un aspecto del todo diferente al de otros días. No hay más
que ver un colegial para saber al instante, si es de los que salen o de los que se quedan. Los
señoritos cuyos padres habitan la misma población, se dejan conocer, porque lo primero que
se procuran por medio de un colegial externo, es, un bote de pomada, y uno pequeño de bola
para dar lustre a los zapatos. El uno se improvisa una almohadilla de papel, que sirva de base
a su corbata, el otro busca aquel mismo papel poco después inútilmente para limpiar en él las
tenacillas con que ha de rizarse sus cortos cabellos. Los semblantes se observan o bien
alegres o bien tristes... alegres los de aquellos que deben salir al instante; tristes los que sin
estar castigados no -38- pueden salir del colegio, porque los infelices muchachos no tienen
en la ciudad parientes ni amigo alguno. Cuando el cerbero se presenta en la puerta de la sala
para pronunciar un nombre, todas las miradas se dirigen hacia él. En aquel instante no es ya
el cerbero: es Juan, el buen Juan, y Juan sabe aprovechar la ocasión para darse importancia:
este día es el de su desquite, el de su revancha; porque has de saber que es indispensable
tener contento a Juan en un día de salida. Se puede muy bien pasar sin dilación el recado
competente, y también puede, que es lo más atroz, contestar a la madre que va por su hijo:
«Señora, el pobre niño está castigado con la pena de retención»; y de esta manera convertir
en tristeza y pesar la alegría de un pobre colegial, que espera la llegada de su madre. Este
proceder de nuestro portero, se había hecho ya notorio, y Juan ha sido relevado en este día
del cargo que ejercía. Creyó que los actos de venganza podrían presentarse siempre como
muestras de su celo, pero se engañó, ya vez, era un error.
Madrecita mía: por mí, por tu pobre hijo, que hace ya dos meses te espera inútilmente, y
siente palpitar su corazón, cada vez que el cerbero se presenta. Ven ya, cada día que pasa, me
hago la ilusión de que habrás perdonado ya mis errores, y que es mi nombre el primero que
se va a dejar oír. Mas ¡ah! ya hace cuatro días que no me es posible contener las lágrimas,
cuando llegan las dos de la tarde, porque cuatro días de salida han pasado sin que te haya
llegado a abrazar. ¡Oh! yo daría cuanto hay en el mundo por verte pasar por la calle siquiera.
Dilo, madre mía, ¿no es verdad que el domingo próximo te podré abrazar? ¡Día de ventura!
¡Dios mío! Me parece que no podré separarme de tu lado ni un solo paso. ¡Con esta idea
tiemblo de alegría! Ven, ven, madrecita, tú no querrás que muera de inquietud y de
pesadumbre, un hijo que tanto te ama; y al que estoy seguro amas tú también al mismo
tiempo, con el afecto más cordial y sincero.
Tu hijo Luis.
-39-
El instructor
Ya se sabe que en las escuelas públicas suele confiarse la instrucción de una sección o
de una clase a cualquiera de los niños perteneciente a la inmediata superior, y que este niño
es conocido entre nosotros con el título de Instructor, Inspector o Monitor, según los diversos
sistemas establecidos en ellas. De todos modos este es un cargo honorífico debido sólo al
mérito y a la aplicación. El niño que escucha con cuidado las advertencias y los consejos de
su maestro, que aprende bien su lección, que constantemente asiste a la escuela, que por su
afabilidad, su modestia y su buen carácter, así como por el aseo y limpieza en el cuerpo y en
el vestido, se distingue de los demás, puede esperar verse condecorado un día con el cargo
envidiable de Instructor. Verdad es que no por esto se exime del estudio que le corresponde
según el grado de instrucción en que se encuentra; antes bien debe redoblar sus esfuerzos
para presentarse siempre a sus condiscípulos como modelo de laboriosidad y de constancia
en el estudio. En recompensa de este doble trabajo disfruta de la consideración y del aprecio
de su maestro: ejerce las funciones de éste cuando no se encuentra delante, como que le
representa, y es en realidad su inmediato delegado.
Teodoro a quien vosotros conocéis, entró en una escuela a los diez años de edad, porque
la ignorancia de sus padres que pertenecían a una clase infeliz, les había hecho desconocer
hasta entonces los bienes que su hijo pudiera reportar de su primera educación, y -40-
porque en aquella época no era conocido todavía el establecimiento de las escuelas
lancasterianas, a las que concurren en el día infinidad de niños de tierna edad, que sin ellas
vagarían abandonados por las calles y expuestos a la intemperie y otras muchas
contingencias de que el patriotismo y la filantropía de muchos particulares y de una
corporación ilustre, les han precavido con la instalación de los asilos indicados.
Teodoro por tanto había pasado los primeros años de su infancia entregado, por decirlo
así, al cuidado de la naturaleza. Desatendida absolutamente su educación física, viciada por
el mal ejemplo de sus ignorantes padres su educación moral, entorpecido por ambas razones
el desarrollo de su entendimiento, había llegado a la edad de diez años como queda dicho, y
avocado a otra edad en que necesariamente la ignorancia y el error le hubieran lanzado en la
carrera del crimen, continuaba hecho un holgazán, sin ejercitarse sino sólo en ciertas
travesuras que sus incautos padres aplaudían.
El alcalde del pueblo en que habitaba había fijado su atención en esta familia, y desde
luego creyó que haría un gran servicio a ella y al estado, procurando entregar al dominio de
la educación aquel niño que de otro modo sin duda hubiera sido víctima de la ignorancia y
del infortunio. Amonestó y reconvino a los padres para que mandasen a su hijo a la escuela,
lo que se verificó en efecto. Teodoro no obstante tenía un fondo de honradez, que explotada
hábilmente por su maestro, produjo los resultados más ventajosos. Las máximas de sana
moral, los principios de verdadera religión, las reglas de urbanidad y de política, todo se iba
grabando en su corazón y en su memoria a proporción que hacía progresos en su instrucción
literaria. Bien pronto tan recomendable conducta le proporcionó el más distinguido aprecio
del profesor, y fue elegido por el mismo para el cargo de Instructor con destino a la clase de
los principiantes. Teodoro sin embargo pertenecía ya a otra más adelantada en que se
ejercitaba con esmero diariamente antes de la hora de emplearse en enseñar el alfabeto y las
sílabas a sus pequeños condiscípulos. Causaba no menos admiración que entusiasmo ver
aquel muchacho que antes era el más enredador y travieso, ejerciendo entonces, aunque en
línea muy inferior, el magisterio de primeras letras. La afabilidad con que trataba a los niños
más pequeños confiados a su cuidado, la paciencia con que repetía las sílabas que
equivocaban, la dulzura con que les corregía y el interés que se tornaba en su instrucción,
hacían en la clase que se confiaba a su cuidado inútil la presencia del maestro, que a cada
paso le colmaba de elogios y premiaba distinguidamente su mérito y aplicación.
De instructor de la primera clase pasó a ser Repetidor, a la vez que adelantaba -41- en
las clases de sus particulares estudios. Teodoro era en realidad el Instructor perpetuo de la
escuela. Inútil es advertiros que jamás fue reprendido ni castigado públicamente, porque ya
sabéis que los niños investidos de este carácter, deben conservar inalterable su prestigio, a
cuyo fin son tratados con cierta consideración hasta por el profesor mismo: de suerte que la
primera falta que cometen basta a privarlos del honroso cargo de Instructor, imponiéndoles
después la pena a que se hayan hecho acreedores.
Teodoro había adquirido a los tres años de estar en la escuela los conocimientos
elementales más necesarios en el trato social, y sobre todo una forma de letra gallardísima,
que llamaba la atención de cuantos habían visto sus planas.
Los padres, siempre pobres, carecían de los medios de proporcionarle una carrera
análoga a la instrucción preliminar que había adquirido y a las buenas disposiciones con que
contaba; ni se hubieran tomado mucha pena por ello, aunque los tuvieran, porque no habían
tocado todavía los beneficios materiales de la instrucción primaria.
Cierto día vieron entrar en su humilde habitación un caballero que por la elegancia de su
traje y nobles maneras daba a conocer la distinguida clase a que pertenecía. Preguntó desde
luego por Teodoro, y manifestó deseos de llevarlo en su compañía para proporcionarle en su
misma casa una decente colocación, con cuyo producto podría atender por el pronto a sus
primeras necesidades, y aun a contribuir a mejorar la infeliz suerte de su familia. Si
sorprendidos estaban los padres de Teodoro al oír de boca del desconocido tan lisonjera
oferta, no lo quedaron menos al ver que al despedirse de ellos llevándose al muchacho, les
entregase un bolsillo con algunas monedas, diciéndoles: «Teodoro es un niño muy apreciable
por su aplicación y sus virtudes; lee y cuenta muy bien, y sobre todo tiene una gallardísima
letra. La educación es quien ha producido estos beneficios; por ella vendrá a ser Teodoro un
día el consuelo de su familia, la delicia de sus amigos y quién sabe si el apoyo de su patria de
otro modo; acaso el infeliz hubiera perecido de miseria, y ustedes tendrían que llorar toda su
vida.
-42-
El escribiente
Desde el instante en que Teodoro tomó posesión de su nuevo empleo, fue más bien que
el dependiente de la casa del conde, el amigo del mismo. El trato afable y cortés del conde le
hacían apreciable aquel género de vida, al mismo tiempo que su gratitud, su actividad y su
celo le aseguraban cada vez más en la posesión de la confianza de su protector. Teodoro
estaba encargado de la correspondencia privada del conde, y del curso de los diversos
expedientes, que relativos a sus intereses pendían en los tribunales. En una palabra, era el
escribiente, el secretario y el agente general del conde.
Con el sueldo pequeño que desde luego le fue señalado, socorría las necesidades de sus
infelices padres, y se equipaba de cuanto era preciso para presentarse en la calle con un traje
decente.
Todas las mañanas entraba temprano en el despacho del conde, y después de escribir
algunas cartas que él mismo le dictaba, salía a averiguar el estado de los expedientes, y
llevaba los atrios a -43- recoger la firma, unas veces del procurador y otras del abogado,
con lo que activaba notablemente el curso de los negocios. Si algún rato le quedaba
desocupado en leer y en estudiar cosas que pudieran serle de grande utilidad, cuya
calificación era hecha previamente por su principal, como hombre entendido, y tan entusiasta
por los progresos de la educación, como habréis podido inferir de su noble comportamiento.
Cuantos conocimientos eran aplicables a la edad y al estado de Teodoro, otros tantos le
procuraba el conde, pagando los maestros que le enseñaban, y dándole los libros
indispensables. Estudió gramática latina y luego filosofía... graduose después de bachiller,
haciendo los ejercicios literarios más brillantes que se habían visto hasta entonces en la
universidad, y en seguida emprendió la carrera de leyes, bajo los mismos auspicios de su
protector, y sin desatender, por supuesto, las obligaciones de escribiente. Cuando el estudio
se toma con afición, no es molesto ocuparse de alguna otra cosa a la vez: ya sabéis vosotros
que muchos estudiantes cuyas familias no pueden suministrarles los recursos necesarios para
vivir, adoptan el de ponerse a servir en cualquier casa principal, con la condición de que les
permitan emplear en el estudio de su carrera las horas indispensables. Pues bien, estos
infelices que a tanta costa adquieren su instrucción, y que tantos malos ratos y tantos
sacrificios hacen por obtenerla, son por lo general los que más adelantan. Conocen que la
educación es su único patrimonio, y como no tienen padres ni hermanos que los cuiden y
acaricien como vosotros, redoblan sus esfuerzos de una manera prodigiosa, hasta salir con el
auxilio de la educación, del estado de dependencia en que se encuentran.
Llegó al término de su carrera, habiéndose hecho cada día más digno del aprecio de su
principal. Los conocimientos que había ido adquiriendo durante sus estudios en la ciencia del
derecho, le sirvieron de mucho para el manejo de los negocios contenciosos del conde, quien
conocía palpablemente las ventajas que le resultaban de haberlos fiado desde un principio al
celo, actividad e inteligencia de Teodoro.
No tardó mucho Teodoro en ser nombrado -44- juez de la audiencia, porque sus
méritos particulares y las relaciones del conde le proporcionaron en breve el elevado carácter
de magistrado. Entonces le fueron más que nunca útiles las ideas provechosas de sana moral
que había adquirido siendo niño, en la escuela de primeras letras.
Hallábase cierto día como juez competente en la vista de un proceso, formado contra dos
hombres criminales, acusados de haber causado fraudulentamente la ruina de una familia
respetable. Desde el momento en que el relator principió la lectura del extracto de la causa,
notose en el semblante de Teodoro la impaciencia y la agitación de que estaba poseída su
alma. Escuchó sin embargo a éste, al fiscal y a los abogados, y concluido el acto, quedó solo
con los demás jueces para pronunciar la sentencia, que fue como era de esperar arreglada a
justicia, mandando la devolución de los intereses usurpados a su dueño respectivo, y
castigando con una pena correccional, más el pago de las costas del proceso, a los
usurpadores. Teodoro se retiró a su casa con la satisfacción de haber administrado justicia,
devolviendo a una familia apreciable los bienes de su fortuna; mas todavía sentía él en su
interior una satisfacción doble, hija de algo más que de un feliz presentimiento. Al siguiente
día un anciano respetable llama a la puerta de Teodoro. Era el hombre honrado a quien en un
acto de justicia acababa de devolver los bienes de su fortuna, y con ellos el reposo de su
vejez. El deseo de dar gracias a un juez que tan bien había sabido comprender los deberes de
su ministerio, era el que le había movido a dar aquel paso de pura atención y cortesanía.
Teodoro en vez de esperar que el anciano entrase hasta su bufete, para recibirlo con la
gravedad y la etiqueta que reclamaba la dignidad de su estado, corre presuroso a su
encuentro, y le recibe en sus brazos. El anciano sorprendido de tan inesperada demostración,
no sabía qué hacer ni qué decir, hasta que Teodoro conmovido exclamó: «¿No os acordáis de
aquel Teodoro a quien con tanta afabilidad y con tanto cariño enseñasteis las primeras
nociones de su educación? Vos erais mi maestro cuando yo obtuve en la escuela el cargo de
Instructor: vos imprimisteis en mi alma los sentimientos de honradez y de virtud que me
acompañarán hasta la tumba: vos establecisteis la base de mi carrera, y haciéndome entrar en
la senda del deber, inspirándome afecto al estudio y estimulando mi aplicación, hicisteis de
mi ser que apenas tenía de racional más que la figura, un hombre moralmente perfecto: me
arrancasteis de la miseria y de la ignorancia, y tal vez de los brazos del crimen para hacerme
apreciar los conocimientos humanos, las excelencias de la religión y de las virtudes sociales:
por vos disfruto en el día de bienes y de honores: por vos viven cómodamente mis queridos
padres: por vos existo, mi amado maestro, y por vos, en fin, he tenido la dulce satisfacción de
contribuir a que se os administrase pronta y recta justicia. Nada tenéis que agradecerme; he
cumplido mi deber: ahora pensad en qué podré seros útil particularmente». Entráronse ambos
al cuarto de Teodoro, donde se reprodujeron las demostraciones de recíproco afecto, y las
consideraciones más filosóficas sobre la importancia de la primera educación, y el aprecio y
respeto que debemos siempre a los maestros de quienes recibimos tan inapreciable beneficio.
-45-
Volatín o el saltín-banqui
He aquí un ser verdaderamente indefinible: la existencia del volatín ofrece a la vista del
filósofo tanta variedad, tanta irregularidad y tanta anomalía, que casi toca en lo imposible
hacer su verdadero retrato, sin dejar escapar alguno de los accidentes notables de su vida.
¿Cómo se ha de representar con verdad la no interrumpida serie de contratiempos y reveses
que acompañan a aquel ser desgraciado y feliz a un mismo tiempo, para el cual son
familiares la miseria y la abundancia, la alegría y el dolor, el reposo y la fatiga? Para
sobrellevar tanta agitación y el singular influjo de tan contrarios efectos, es preciso haber
recibido de la naturaleza un temperamento particular, y un carácter de aquellos privilegiados
que resisten la desgracia con resignación y sin abatimiento, que se entregan con facilidad al
placer cuando la ocasión se presenta, y que sacando partido de todo, procuran que se
presente a cada paso. ¡Desgraciado el que sin una vocación formal y sin los requisitos
indicados, se ingiere como por acaso en esta carrera de tan difícil camino, y tan lejano
término! Como carezca de la facultad de amoldar sus deseos a las circunstancias, y de
aquella flexibilidad moral que tan indispensable es para el caso, los días de su vida estarán
sembrados de disgustos, sin ningún género de recompensa; porque indudablemente, todo
cuanto contribuya a satisfacer los caprichos de su principal o de sus camaradas, todo
redundará en perjuicio suyo. Voy a referiros los más singulares contratiempos de su
educación especial, porque conviene -46- que sepáis cuánto ha de trabajar en el
aprendizaje de saltín-banqui o maromero, educación que le cuesta más lamentos y más
lágrimas, que los rudimentos de latín producen a un mal estudiante cuando da con un severo
preceptor. Es verdad que aquí no hay disciplinas ni palmetas; pero en cambio el bastón del
director se hace pedazos en su espalda, o la punta de la bota le hiere más abajo. Los
maestros de esta clase de enseñanza no reparan en pelillos: a la primer falta, al primer desliz
regalan al pobre muchacho un sinnúmero de puntapiés. «-Veamos: la cabeza en el suelo y
los pies en el aire... más derecho... bien, a ver cómo andas con las manos sin variar de
posición... holgazán, el salto mortal... el salto de la trucha... ahora de pie derecho... a ver
cómo nos encorvamos hacia atrás hasta tocar con la cabeza en tierra. Garbo y limpieza
requiere esta posición. Bravo. Veamos ahora el equilibrio del candelero. Ahora el equilibrio
sobre una mano...». Considerad que el pequeño aprendiz no queda instruido en estos
pequeños ejercicios, sin haber dado antes mil porrazos, sin haberse estropeado las manos,
magulládose los miembros, y rótose alguna vez la cabeza. Pasada toda una tarde en tan
penosos ejercicios, el saltín-banqui novel estropeado, encorvado y desfallecido, obtiene por
recompensa un pedazo de pan seco, si lo hay, y la facultad de acostarse sobre el suelo para
descansar de las fatigas del día, y prepararse a dar principio a las del siguiente. Sin embargo,
el director todavía se le acerca, y en forma de plegaria le dirige un pequeño discurso: «Oye,
holgazán, acostumbrándose al trabajo y a las privaciones, es como se consigue un día
dominarlas sin violencia. Así es como yo principié mi carrera».
A la verdad, imposible parece, a no haber sido un hombre contrariado desde su
infancia, que pueda soportar con resignación y sin menoscabo de salud, el género de vida
que observan estas gentes. Creo inútil describir minuciosamente los detalles de su historia.
Casi siempre depende de la inclinación natural que le pone en el caso de elegir uno de los
muchos ramos en que se divide el principal de esta industria. Podrá muy bien escoger la
facultad de jugador de manos, la de maromero, la de director de un tutili-mundi, y podrá
también si sus facultades físicas lo permiten, ser un Hércules, o un Alcides, o un domador
de fieras, y aun si su ambición lo lleva más allá, hacer un papel brillante entre la compañía
de equitación del Circo; más si nada de esto sucede, si la desgracia le condena a ser un pobre
charlatán, un miserable fullero, entonces se verá precisado a ir de ciudad en ciudad, de
pueblo en pueblo, para mantener su infeliz existencia a costa de la ignorancia y la sencillez.
Le veréis en medio de las plazas públicas con la cara tiznada de varios colores, y adornada
de largo bigote, con su -47- sombrero de tres picos, y su vestido encarnado lleno de
galones y lentejuelas, y con sus botas de campana: o ya oiréis su voz penetrante cuando
anuncia al publico que acaba de llegar de Prusia, de Turquía o de la China. Allí es donde ha
adquirido el bálsamo maravilloso, el elixir de la vida con el que se curan todos los males y
todos los dolores... «Señores, la receta contra la muerte: el que la compre no se morirá en
toda su vida... Venid a haceros inmortales». Así es como el picaruelo con su varita de
virtudes y sus polvos de la madre Celestina, obtiene algunos medios y va ganándose la vida;
pero ya ha llegado al término de su carrera, y esta ofrece bien pequeñas ventajas: un real o
dos al día son premio muy escaso a su grande habilidad para inventar patrañas y crear
embustes. También repugna a nuestro héroe este género de vida, porque fullero y todo, tiene
sus migajas de conciencia, y dotado de gran penetración, se deja llevar de la inclinación que
le conduce a otra carrera un poco más elevada. En efecto, el Sr. Micou, director de una
compañía de saltín-banquis, admite en el seno de ella a nuestro joven fullero, y desde aquel
momento su situación y sus costumbres varían de todo punto. Aquí ya no es él sólo el
director, el autor, el protagonista de la farsa: hay otros que ejercen cada cual sus funciones
respectivas; uno que baila la sobre la cuerda floja y hace toda clase de equilibrios; otro que
desempeña las actitudes de fuerza, llevando una pieza de cañón sobre el brazo extendido,
otro en fin, presenta al público el prodigioso espectáculo de la desarticulación. Al pequeño
volatín le fueron cometidas las funciones de payaso.
Grandes progresos hizo en poco tiempo este joven caricato en el arte de hacer reír a los
espectadores; y aun cuando Micou conocía su valor, llevado alguna vez de su imprudente
cólera, lo maltrataba seriamente. Cierto día hallábanse en la posada donde habían fijado su
residencia el director Micou y el pequeño saltín-banqui. Un diálogo, sencillo en su origen,
vino a hacerse bien pronto desagradable disputa. Quería Micou que el pobre muchacho,
además de las funciones de payaso, desempeñase las de otros cargos del todo diferentes,
pero sin que por esto aumentase un real de su salario. El chicuelo negábase abiertamente, y
Micou al verse contrariado, principió a llenar de injurias y de insultos a su joven
dependiente; mas este tuvo valor para decirle con dignidad y entereza, que allí no estaban en
la escena, que ningún derecho tenía a tratarle de tal modo, y por fin, que no quería sufrir los
denuestos y las injurias que injustamente le prodigaba, a cuyo fin estaba resuelto a dejarle y
a abandonar su compañía. Micou enfurecido, exclama lleno de coraje: «-Cómo se entiende,
bribón, dices que te irás, que dejarás mi compañía; ahora lo veremos: ¡pan! ¡pif! ¡paf!...
Toma, pícaro -48- gana-pan». Y el muchacho gritaba: «Socorro, socorro». Varias voces
se oyen en el interior de la posada, que manifiestan haber en ella personas que se duelen del
triste padecer del infeliz muchacho.
UNA VOZ.- (Fuerte y nutrida.) Maese Micou, ¿por qué maltratáis a ese niño?
MICOU.- ¿Por qué? Quien quiera que seáis, eso nada os importa: dejad que me ocupe
yo de mis negocios, y pensad vos solamente en los vuestros.
LA MISMA VOZ.- ¿Cómo que nada me importa? Al hombre de bien importa siempre
proteger la debilidad contra la fuerza opresora; y desde este instante me declaro protector de
ese niño; me encargaré de él, y daré cuenta si es necesario a la policía y a su padre.
MICOU.- Repito que nada tenéis que ver con él.
UNA VOZ.- (Que parece oírse en la calle). Ya están aquí los guardas. Esta
compañía de saltín-banquis está acusada de haber robado. (Al oír esta palabra huyen en
direcciones diversas, y hasta el mismo MICOU echa a correr).
-51-
El cómico
Precisado yo a describir la historia del joven cómico, pude conseguir de mi padre, que
mediante sus relaciones obtuviese para los dos billetes de convite a la función dramática, que
la noche del segundo día de la Pascua iban a ejecutar los alumnos en un colegio: el teatro,
nada tenía de particular, porque aunque decentemente adornado e iluminado con profusión,
no pasaba de ser una sala dispuesta a este fin, con la diferencia de que no presentaba la forma
semicircular de los otros teatros públicos. La orquesta dio principio a una agradable sinfonía,
y se levantó el telón. El drama que se ejecutaba era Florentina, pieza en un acto; Bautista que
hacía el papel de don Fabián, me parecía en aquel momento tan tímido y entrecortado, que
me hizo dudar por el pronto del buen éxito de su empresa a aplaudirle estrepitosamente, y
muchos de los circunstantes que sin duda habían comprendido mi intención, hicieron otro
tanto.
Salimos del teatro muy complacidos, y como yo -52- manifestase a mi padre deseos
de dar la enhorabuena a Bautista, me condujo al vestuario de los cómicos, donde al momento
encontré al joven actor: Bautista, mirado de cerca, no parecía el mismo que acababa de salir
de las tablas. Aquel color exagerado que daba a su semblante en la escena el carácter de una
edad provecta, no era otra cosa que el resultado de una porción de líneas pintadas hábilmente
en su cara, para designar las arrugas que produce la edad en el rostro de los hombres. El
sonrosado de sus mejillas estaba sostenido por otros toques de pintura, que no eran en
realidad sino dos manchas encarnadas que contribuían a dar a su fisonomía, considerada de
tan cerca, el aspecto más ridículo. Otro tanto se observaba en los adornos de su traje. Lo que
parecía desde la luneta oro puro y resplandeciente, aquellos galones y exquisitos bordados,
eran sólo tejidos dorados de lo más ordinario que se fabrica. A pesar de todo, mi diestra no
tardó en enlazarse con la de nuestro cómico, para asegurarle la satisfacción con que había
presenciado la función en que él había tenido tan buena y acertada parte. Bautista
correspondió finamente a estas demostraciones afectuosas, y yo le repetí la enhorabuena. Le
preguntamos si estaba contento de su nueva carrera.
«Mucho más de lo que podéis figuraros, nos dijo: La dicha de que disfruto en el día me
hace conocer con toda exactitud el grado de desventura a que me habían conducido las
funciones de volatín: ¡Qué diferencia! cuando considero aquella situación y la comparo con
la presente, no puedo menos de dar gracias al cielo por haberme proporcionado un cambio de
fortuna tan apreciable. Aquí soy tratado con decoro y con dignidad: no me veo obligado a ser
el objeto de la risa estrepitosa de un público ignorante, o de los dicterios y las insolencias a
que con frecuencia se entregaba el mismo. Tampoco me mortifica el carácter brutal de aquel
Maese Micou que comerciaba tiránicamente con la delicadeza y el amor propio de los que
estaban bajo su dirección. Aquí tenemos la seguridad de ser elogiados cuando lo
merezcamos, al mismo tiempo que de reconocer nuestros errores artísticos; mediante una
prudente crítica. El público ante quien nos presentamos es circunspecto y tolerante. Para
obtener su aprecio hacemos nosotros los esfuerzos más considerables, porque ya conocéis
que nuestra corta edad ofrece dificultades casi insuperables para conocer y entender bien el
espíritu del diálogo, penetrando en la mente del autor, hasta dará sus intenciones la expresión
que él mismo ha concebido. Las inflexiones de la voz, la posición escénica, la variación del
semblante, todo está sujeto a ciertas reglas que deben tenerse presentes, y cuya aplicación
con sus correspondientes modificaciones tiene por base la inteligencia del actor. Pero con el
auxilio de nuestros maestros que nos -53- presentan a cada paso por modelo a los sabios
artistas, procuramos seguir sus pasos, y a fuerza de estudio y de trabajo adelantamos en esta
carrera. Considerad cuánto será preciso trabajar antes de conseguir que cada discípulo
comprenda bien el momento en que debe salir o entrar en la escena con arreglo a la pieza.
Por eso es tan difícil el éxito de cualquier representación, y cuesta tanto trabajo el infundir en
todos los personajes aquella unidad que forma la ilusión del teatro y el interés de los
espectadores. Hasta el apuntador ha de observar sus reglas particulares, y sobre todo no ha de
pronunciar una palabra que no sea de la relación, ni interrumpir ni alterar el orden del
diálogo. Cualquiera advertencia que haga a un actor, cualquiera expresión que le sugiera la
impaciencia, puede comprometer el éxito del drama y aun la reputación del cómico. Días
pasados uno de mis condiscípulos (continuó Bautista) se hallaba en la escena, y en lo más
interesante del diálogo le abandonó la memoria y se quedó parado. El apuntador le dio la
palabra por dos veces; pero sea que la turbación no le dejase comprender, o que no llegase a
su oído realmente, lo cierto es que el pobre muchacho permanecía sin acertar a pronunciar
una sílaba, hasta que el apuntador algo incomodado le dijo en tono más subido, "vamos
bobo", y vamos bobo repitió el muchacho en el tono de su declamación, sin reparar en que
aquellas palabras, lejos de ser de la comedia, sólo podían referirse a él personalmente. El
público prorrumpió en una carcajada estrepitosa, y el desgraciado muchacho conoció, aunque
tarde, su funesta equivocación».
Así se explicaba nuestro joven cómico acerca de la carrera que había abrazado: así
demostraba la afición con que la había emprendido y la fe que tenía en el porvenir. Acabada
esta relación que -54- habíamos escuchado con complacencia, nos condujo al interior del
escenario, cuya vista produjo en mi alma una impresión que no acertaré a explicar. Aquella
perspectiva suntuosa que yo acababa de admirar desde mi asiento en el salón, no era más que
un conjunto desordenado a mi parecer de gruesas pinceladas que hacían de cerca un efecto
desagradable; aquellas hermosas macetas del jardín, eran unos borrones asquerosos. Aquella
montaña que se divisaba en lontananza, y cuya cumbre parecía elevarse hasta el cielo al
través de un horizonte delicioso, era una línea irregular que yo tocaba con el dedo y no
pasaba de la altura de mis hombros. Todo era allí tosco e imperfecto. La maquinaria que yo
suponía un portento maravilloso, estaba reducida a una infinidad de cuerdas, poleas,
bastidores y telones de lienzo ordinario. Fuera de la escena, en la parte interior, había grande
oscuridad, algún cabo de vela de sebo suministraba escasa luz en determinado sitio; lo demás
se hallaba como en tinieblas... Tal era la vista interior del teatro. Confieso que mi ilusión
quedó desvanecida, y perdí la esperanza de volver a encontrar placer en la representación de
una comedia. Sin embargo a pocos días tuve ocasión de volver al teatro, se ejecutaba una
función nueva, en la que Bautista también hacía su papel, y no obstante quedé muy
complacido: la imaginación, preocupada de las impresiones que le eran trasmitidas por la
vista del momento, no daba acogida a la idea que había formado anteriormente, y yo
disfrutaba de la misma ilusión, del mismo efecto que la vez primera.
Por desgracia, dentro de poco tiempo aquel establecimiento donde Bautista recibía su
educación, dejó de existir. Bautista no hubiera salido jamás de la esfera de un miserable y
ridículo payaso... mas con el auxilio de una educación especial vendrá a ser un cómico de
reputación distinguida.
Cierto que México es una población hermosa, grande y rica; sin embargo,
México no es para mí otra cosa que el lugar de mi destierro.
Difícil me sería daros una idea exacta de la pena y el dolor que sufrí en el
momento en que me separaron de mis queridas montañas, en aquel momento en que
obligado a abandonar los matorrales y las rocas, me despedía con las lágrimas en
los ojos de aquellos sitios por donde había dado los primeros pasos vacilantes de mi
infancia, ¡Oh! Allí todo era contento y alegría; aquí todo es tristeza para mí.
¿Cuándo llegará el día en que vuelva a disfrutar de tantos placeres reunidos? ¡Cómo
se dilatará mi alma y palpitará tranquilo mi corazón -56- cuando me halle otra
vez sobre la altura de una colina haciendo resonar en los bosques el eco de mi
sonoro canto!
Mi padre, que desde pequeñito me había destinado a la vida de pastor sólo con
el fin de robustecer mi naturaleza, había comprendido perfectamente lo sensible que
me era abandonar el hogar doméstico y las costumbres campestres, y por eso quiso
mitigar este mismo sentimiento y atenuar el pesar que me causaba ofreciéndome el
permiso de volver a casa en la época en que los rebaños pasan de la montaña para
dirigirse al valle durante la temporada del verano. Excusado es manifestaros cuán
poco se apartaría de mi memoria la idea de tan halagüeña promesa. Llegó por fin la
época en que principian a aproximarse al valle de Toluca los mencionados rebaños,
y ni una mañana siquiera dejaba yo de llegarme -57- al bosque de Chapultepetl,
donde encontraba siempre alguno, pero no cabalmente los que buscaba, hasta que
cierto día un pastor me reconoce, viene hacia mí, me saluda con expresión y me
dice con cándida sencillez: «Ya estamos aquí, mañana continuamos nuestra ruta.
¿Usted vendrá con nosotros? Tenemos orden de su padre para conducirlo a caballo
en una buena yegua que traemos en el hato». Estas insinuaciones me hicieron saltar
de gozo y prorrumpir en otras demostraciones de alegría. José era tan bueno, el
pobre José jamás me había parecido tan amable. En fin, llegó la noche y fue preciso
que yo me proveyera de un traje análogo al de los pastores con quienes iba a
emprender mi viaje. Al día siguiente no hubo necesidad de avisarme. Media hora
antes de la que tenía por costumbre levantarme de la cama, me había arrojado de
ella, y antes que el zagal viniera a darme aviso ya estaba yo dispuesto a montar a
caballo. Fiel mi compañero inseparable, seguía todos mis pasos dando muestras de
alegría y de contento. Este precioso animal, no sólo por la fidelidad que le distingue
sino también por la belleza de sus formas que le hacían el más hermoso mastín de
cuantos llevan carlancas en la sierra, movía la cola sin cesar y saltaba a mi rededor
continuamente.
Los rebaños estaban reunidos, y los pastores colocados al frente, a los costados
y detrás de sus manadas respectivas. Cada una de estas se distinguía por la marca
especial de su dueño, y cada rebaño tenía su dotación correspondiente de perros
guardadores y de caballerías para conducir el hato.
Al salir el sol emprendimos de nuevo nuestro viaje y otro tanto se repetía los
demás días, hasta que llegamos al fin al monte de las Cruces donde estaba el pueblo
de la residencia de mis padres. Salieron estos a recibirnos, y ya podéis figuraros
cuál sería mi satisfacción. En aquel momento no hubiera yo trocado mi felicidad
por todas las riquezas del mundo. La vida pastoril tenía para mí muchos más
atractivos que la vida del colegio, y es que me ofrecía más libertad, más
independencia, y que yo ignoraba los beneficios que debía reportarme la carrera de
las letras, aun cuando algún día llegase a ser también, como mi padre, un pastor
propietario.
La vida de los pastores tiene más de monótona que de fatigante. Desde el día
en que vuelven con sus ganados al país hasta la época de esquileo, y lo mismo
cuando los conducen pasado el calor a otro clima más templado, sólo deben
ocuparse en dirigir los rebaños a las paredes inmediatas hasta la hora de la siesta,
repitiendo igual operación por la tarde. Por la mañana cuecen la leche y la preparan
a la fabricación de los quesos. Nada importa que se separen algún tanto del ganado
con tal que no le pierdan de vista para recorrer las montañas vecinas. Este constante
ejercicio y la pureza del aire que respiran, así como la frugalidad de sus alimentos
dan a su naturaleza un vigor extraordinario que acelera el completo desarrollo de
sus físicas. A los quince o catorce años se encuentran por lo general con las fuerzas
y la estatura del hombre más robusto que habita en las ciudades o ranchos. Los
domingos bajan alternativamente a las aldeas, y se mezclan alegres en los bailes y
las danzas con los jóvenes del pueblo. Esta diversión es para ellos el privilegiado
objeto de sus afanes, y la distracción más completa a que se entregan.
Cierto día de los más calorosos del mes de junio se encontraba el rabadán José
pasando la hora de la siesta a la sombra de un frondoso pino, los otros pastores
estaban sentados a su rededor, y él les dirigió la palabra de esta manera: «Mirad
aquella cabaña, al pie de la cumbre se encuentra en medio de aquel matorral espeso.
Ella es el patrimonio del anciano Rivaroz, y la única herencia de sus dos hijos
Manuel y Andrés. La historia de estos pastores es bien interesante, y yo voy a
referírsela».
Manuel y Andrés
Un día en que Manuel se había alejado cazando por la montaña más de lo que
tenía de costumbre, se encontró con una cuadrilla de hombres armados y entabló
conversación con ellos. Ésta fue haciéndose cada vez más interesante, y duró hasta
una hora avanzada de la noche. Al día siguiente Manuel había desaparecido.
Pasaron otros días después sin que nada se supiese de este joven, cuya imprevista
ausencia tenía llena de dolor y consternada a su desgraciada familia... ¿Qué será del
pobre muchacho? Manuel, el sostén y la esperanza de su anciano padre, el director
y el apoyo de su querido hermano, ¡el objeto del amor de entrambos! Nadie lo sabe.
Andrés, abatido y lleno de sentimiento, se acerca a nosotros para referirnos la causa
de su pesar, indicando al mismo tiempo la triste posición de su querido padre.
Corrimos al socorro del anciano facilitándole algunos auxilios, y si hubiéramos sido
ricos le hubiésemos dejado nadando en la abundancia. «¿Y Manuel? ¿Dónde está
Manuel?» Repetía a cada instante con un acento que era la expresión del dolor y de
la inquietud más amarga. Andrés había resuelto buscar a su hermano por todas
partes. Decidido con este objeto a recorrer las montañas y no parar hasta
encontrarle, aunque fuera preciso salir de ellas, llena su morral de provisiones, toma
su cayado y emprende su camino. Rivaroz no había intentado detenerle porque
lloraba sin cesar la ausencia misteriosa de su hijo Manuel. Andrés no podía vivir sin
su hermano, y partió acompañado de las bendiciones de su padre y de las alabanzas
de sus amigos. Algunos días pasaron sin recibir la menor noticia del uno ni del otro.
Hasta que una mañana vimos pasar por el camino próximo una cuerda de
prisioneros, y escoltada por una partida de caballería. La curiosidad nos hizo
descender de la montaña para examinar de cerca aquellos desgraciados, pero cuál
sería nuestra admiración y nuestra sorpresa cuando reconocimos entre los
prisioneros al pobre Andrés, aquel infeliz muchacho que días antes había salido en
busca de su hermano. ¿Qué habrá hecho -61- este infeliz para ser tratado de tan
cruel manera? Nuestra imaginación vagaba en conjeturas, cuando de repente oímos
un gran grito, y vimos que un hombre a todo correr se dirigía hacia la cuerda, y
precipitándose entre los caballos de la escolta gritaba con desesperación: «¡Andrés!
¡Andrés! ¡Hermano mío, dejad a mi hermano, volvédmele!». Este hombre era
Manuel, en efecto, que reclamaba a su hermano. Los soldados le rechazaron con
fiereza, continuaron su camino, mientras que del interior del grupo salía una voz
que decía: «Manuel, vuelve a casa de nuestro padre, ocúltale mi situación, y procura
el alivio de la suya: prolonga los días de su existencia: él necesita de ti, Adiós».
Manuel que veía alejarse la cuerda sin esperanza de abrazar a su hermano, cayó en
el suelo privado de sentido, nosotros corrimos a su socorro, y dentro de pocos
instantes le volvimos a la vida.
«Yo había abandonado el cuidado de los rebaños, porque veía que este trabajo
lejos de bastar a cubrir las necesidades de nuestra familia, daba lugar a que la
miseria se apoderase de nuestra cabaña, y que mi pobre padre arrastrase una
existencia penosa, cuando su edad y sus achaques reclamaban la tranquilidad y el
reposo que no puede existir donde prevalece la indigencia. ¿Qué había yo de hacer?
Aquí no había medio de mejorar de situación: estaba desesperado cuando me
encontré con una partida de contrabandistas, que haciendo la pintura más
interesante de su vida y sus costumbres, me ofrecieron las seguridades más
completas de una utilidad prodigiosa. Acepté sus insinuaciones con el fin de
contribuir prontamente a mejorar la suerte de mi desgraciada familia, y desde luego
me hice contrabandista. El contrabando no es reputado entre ellos como una
profesión vergonzosa, ni aun tiene entre nosotros el concepto de criminal, que en
todo caso hubiera bastado a separarme de la compañía de aquellos hombres; sin
embargo, la vida del contrabandista está llena de riesgos, porque las leyes del país
prohíben esta especie de comercio, y los que a él se dedican, sin un momento de
reposo, se hallan precisados a hacer uso a cada instante de sus armas poniendo en
riesgo la vida. Los primeros días pasaron sin contratiempo: pero en el momento de
coger el fruto de nuestros afanes, con el que ya me prometía hacer la felicidad de mi
familia, fuimos sorprendidos por el resguardo. Trabose una pelea terrible entre una
y otra parte, y aunque nosotros éramos menos en número, no cedimos hasta apurar
los cartuchos. Yo acababa de disparar el último tiro, cuando me sentí herido y tuve
que echar a correr. -62- En este instante oigo un acento que penetra hasta lo
interior de mi corazón: era la voz de Andrés que había salido al encuentro; de
Andrés, que me buscaba, y cuya sorpresa al verme herido, no podré yo pintaros
exactamente: "Andrés -le dije sin parar mi carrera- déjame huir que me persiguen:
¡soy contrabandista! -¡Dejarte marchar! ¡No, no es posible, abandonarte así cuando
tú sufres, cuando estás herido! ¡Ah! No, no, de ninguna manera"; yo le rogaba, le
suplicaba que me dejase marchar, pero todo era inútil. Entre tanto yo sentía que mis
fuerzas se debilitaban con la sangre que derramaba la herida; los objetos se
oscurecían a mi vista, y caí sin sentido en los brazos de mi hermano, y cuando volví
de mi desmayo me encontré solo en el centro de un barranco. Una camisa hecha
pedazos y rodeada al cuerpo, oprimía la herida y había restañado la sangre. Un
morral con algunas provisiones se hallaba a mi lado y un cayado también. ¡Ah! era
la camisa y el cayado de mi hermano. Le llamé varias veces, y nadie me respondía...
¿Dónde estará Andrés? -me preguntaba a mí mismo. Quise incorporarme y no me
fue posible, la debilidad me había dejado sin fuerzas... Una semana entera pasé en
tal estado sin poder dar un paso por la montaña. ¡Qué largos me parecían los días!
¡Qué noches tan eternas!... En fin, aunque con trabajo, al cabo de este tiempo
conseguí trepar por aquellos cerros, pregunté por mi hermano a unos pastores, y
supe que había sido conducido preso por contrabandista!» Escuchamos, no sin
derramar lágrimas, la precedente historia que Manuel acaba de referir con la
expresión del sentimiento.
«Tú me preguntas, querido niño, cuál ha sido la suerte de Andrés Rivaroz, pues
mira: Los buenos modales, la dulzura de su carácter y las demás circunstancias
recomendables, le dieron un lugar preferente entre los demás prisioneros. El juez de
la causa le cobró un interés decidido, y trató de disminuir el grado de la
criminalidad que se le imputaba, exhortándole a que declarase las circunstancias
atenuantes del desliz en que había incurrido tomando parte con los contrabandistas,
y confesase los verdaderos motivos que le habían hecho comparecer en el acto de la
derrota. -63- Pero todo era en vano. Aunque nadie hubiera podido probarle la
ejecución de una falta que no había cometido, persistía sin embargo en declarar que
él era el verdadero contrabandista, y hablando como hubiera hablado su hermano,
manifestaba ante el tribunal la necesidad en que se había visto de hacer el
contrabando para impedir que su anciano padre pereciese de miseria. Esta
declaración sencilla, pero altamente expresiva y significante, excitaba en el corazón
de los jueces el sentimiento de la compasión, y contribuyó un poco a dulcificar la
pena que imponen las leyes del país al que escogido con las armas en la mano con
perjuicio de los intereses de la hacienda pública. Fue sentenciado a una corta
reclusión, que era el castigo menor que se podía imponer en tal caso. Ahora ya está
en libertad, vive en el seno de su familia, y es el consuelo de su padre y la delicia de
su hermano. Aquí hemos admirado todos la conducta de este joven virtuoso hasta el
heroísmo; los mejor acomodados le hemos hecho algún obsequio: cada cual le ha
regalado un par de ovejas y alguna cabra. Andrés hace prosperar su rebaño, que se
aumenta considerablemente, y produce lo bastante para atender a la cómoda
subsistencia de su familia. Rivaroz es ya dueño de más de cien cabezas de ganado
merino, y todo lo debe a la generosa acción de su virtuoso hijo. En la cabaña
paternal resplandece la alegría. La abundancia y la felicidad han reemplazado en
ella la miseria y el disgusto. En cuanto pone su mano Andrés, otro tanto prospera y
prevalece, porque la Providencia divina vela por la conservación de los hombres
justos, y bendice los pasos de los buenos hijos.
-64-
El leñador
Pedro no deseaba sin embargo otra cosa que llevar a su lado a su querido
hermanito. Abrazaron ambos a su padre y partieron llenos de gozo con la idea de
hacer alguna cosa en provecho de su familia. Estimulábanse mutuamente al trabajo,
y el pequeño decía con frecuencia al mayor: «-Descansa un poco, hermano, estás ya
muy fatigado y lleno de sudor. -Es preciso hacer algún esfuerzo, si no jamás
concluiría el trabajo. -Sí; pero ya sabes que, padre te ha dicho que no hagas más de
lo que puedas; si trabajas demasiado, se lo diré y te regañará». Pedro descansaba un
poco por dar gusto a su hermano, y emprendía de nuevo su trabajo con doble coraje.
Esta escena se repetía muchos días seguidos: el padre y la madre estaban admirados
de los progresos que Pedro hacía en el trabajo. Este, abrazando a su padre alguna
vez, le decía: «-Ya veis cómo voy creciendo, mis fuerzas además se aumentan cada
día, ¡ah! ¡no os dé cuidado!»
Los que habitaban aquella casa apenas podían comprender lo que el infeliz
niño quería decirles entre los sollozos que le ahogaban; sin embargo, se deciden a
seguirle y encuentran al pobre Pedro tendido sobre el suelo, sin conocimiento aún, y
le conducen al palacio, (porque éste era un palacio) y mientras que suministran a
Pedro los auxilios -69- necesarios, su hermanito Gerónimo refiere la historia que
acabáis de oír. La condesa de S. B. a quien pertenecía el dominio de aquel territorio,
no pudo contener las lágrimas al escuchar de la boca del niño tan interesante
relación, y se manifestó en extremo compadecida de la suerte del infeliz Pedro.
Cuando éste hubo recobrado sus fuerzas, la condesa le ofreció cuidar de su
educación y de su suerte si quería permanecer en su compañía; mas Pedro no era de
aquellos hijos que prefieren la abundancia y las comodidades a las tiernas caricias
de su padre y de su madre; manifestó su gratitud a la condesa, y la dijo que él
quería mejor comer un pedazo de pan negro en el seno de su familia, que bizcochos
lejos de ella.
-70-
El hijo del labrador
El hijo del labrador sigue por lo común las costumbres de su padre, y sus
trabajos, aunque en miniatura, son iguales enteramente. Hasta la edad de siete años
sin embargo, sirve como de estorbo a su familia, inútil para todo, ocupa alguna vez
la atención y el cuidado de su madre, y eso que casi siempre se le ve arrastrarse por
el corral o por el patio, y revolcarse sobre el estiércol. De este modo llega a los
cuatro o cinco años, y su naturaleza se desarrolla maravillosamente: nada ha hecho
todavía, pero está acostumbrado a ver practicar las mismas cosas cada día. Así es
que conoce -71- perfectamente cuál sea el pienso que se debe dar a las mulas,
cuál el de los caballos, cuál el alimento que conviene a los cerdos, a los pollos y a
las gallinas. Los enseres de la labranza los conoce y distingue de la misma manera,
y aun sabe el nombre propio de cada uno. También conoce las épocas de la
sementera, de la siega y de la vendimia. Nacido y creado entre las faenas de la
labranza, le son familiares estos conocimientos. Cuando llega a la edad de trece o
catorce años, se encuentra dispuesto a auxiliar a su padre en las fatigas del campo.
El aire libre que respira, los sencillos alimentos con que se nutre, y su ejercicio
puramente material, han acelerado el desenvolvimiento de sus facultades físicas,
proporcionándole una envidiable robustez; pero sus trabajos no siguen un sistema
fijo e invariable; debe sujetarse a las circunstancias de la estación, y sobre todo, a la
voluntad de su padre, que le emplea en todo aquello en que puede ser más útil por el
momento. Levantarse a las cinco de la mañana para recorrer el establo, barrer el
estiércol, limpiar los pesebres, examinar si alguna bestia se ha puesto mala y
renovar a todas el pienso. En seguida se dirige a la cocina, ayuda a su madre a
mondar las cebollas y a disponer los almuerzos. Luego saca agua del pozo, echa de
comer a los cerdos y barre los portales. Al hijo del labrador corresponde también el
cuidado de los mastines, guardianes de la granja, que le salen al encuentro y le
colman de caricias: es un gusto ver a estos animalitos cómo demuestran a su manera
el afecto que tienen al muchacho. Los bueyes y las vacas conocen hasta su voz y sus
pasos. Cuando entra por las mañanas en el establo, se mueven como con
impaciencia y le reciben con suaves mugidos, volviendo hacia él sus grandes ojos.
Los animales más bravos de esta especie se dejan aproximar sin resistencia del hijo
del labrador. El caballo de su padre relincha, cuando se acerca y golpea el suelo con
sus pies. El muchacho le habla, y el animal que le comprende, sale detrás, y sin
brida y sin ramal se deja dirigir y aun castigar de este niño de doce años. No es de
temer que el caballo se ensoberbezca ni se resista; tal vez haría uno u otro con un
hombre; pero se dejaría guiar dócilmente de un niño, porque la obediencia en este
caso no es un yugo que se le impone, sino una autoridad que él acepta. Si la alquería
o la granja se halla situada cerca de alguna gran población, el hijo del labrador
habrá de ir una vez al menos cada semana a vender los productos de sus campos;
pero antes es preciso que arregle y limpie dichos objetos; que quite la tierra a las
batatas, los tronchos y las malas hojas a las berzas, las raíces a las cebollas, y esta
ocupación, sobre las que tienen ya de ordinario, hace su posición más difícil y
enojosa, porque se acuesta a las doce de la noche, para levantarse -72- a las dos
de la madrugada y emprender su camino hacia el mercado. Su padre queda entre
tanto dirigiendo y auxiliando los trabajos de la labranza. No bien ha salido de la
granja el hijo del labrador, cuando rendido del sueño y de la fatiga, deja caer las
riendas sobre el cuello del caballo, y duerme tranquilo sirviéndole de almohada las
berzas de la carga. El caballo sigue no obstante su bien aprendido camino, y
continúa sin parar hasta la entrada de la población, donde hace alto por costumbre.
Entonces los dependientes del resguardo se acercan para ver si dentro de la carga
viene algo de contrabando, y el muchacho se despierta, permite registrar su serón, y
penetra después hasta el mercado.
Veréis como es cierto que no hay regla general sin excepción, y que los
defectos morales pueden corregirse cuando el individuo pone de su parte los
esfuerzos de su voluntad. Así es que aun cuando un joven aparezca de mala índole,
todavía puede ofrecer esperanzas de un cambio favorable. Bajo las apariencias más
desagradables existe alguna vez un buen corazón.
Al siguiente día al salir la aurora, se levantó sin hablar palabra, recorrió los
establos y la caballeriza, dio de comer a las bestias; luego se dirigió al campo y
puso en orden los trabajadores; después fue a vender las legumbres a la ciudad,
entregando por fin religiosamente a su madre el producto de su mercancía. Hablaba
a los trabajadores con tal gravedad y tal juicio, que todos obedecían sin
contradecirle. El orden más perfecto, la disciplina más rigurosa se observaba en
todo lo relativo a la labranza de la casa. Los ingresos se verificaban con regularidad
y con método, y los pagos se hacían todos con extraordinaria puntualidad. Causaba
admiración la nueva conducta de Luis a cuantos le habían conocido antes. Su madre
veía con no menos sorpresa cómo las labores -74- seguían un orden admirable, y
todo lo relativo al gobierno interior de la granja marchaba con actividad y en buena
disposición, sin que se viese obligada a tomar parte alguna. Luis protegía los
intereses de su familia hasta el punto de que no se echase de ver en ella la falta de
su jefe. Su conducta fue siempre la misma en adelante: no había llorado ciertamente
la muerte de su padre, pero en honor o por respeto a su memoria, había arrancado
con un solo esfuerzo hasta las raíces de los vicios que crecían en su corazón, para
ocupar su lugar en el instante con el sentimiento enérgico de las más grandes
virtudes. Si os place saber el secreto de transformación tan maravillosa, yo os lo
presentaré en el siguiente diálogo que tuvo lugar poco después entre Luis y su
madre.
-75-
El mendigo
Cierto día hizo el voto formal a san Martín (santo de su devoción) de regalarle
un capote si obtenía por su mediación el favor de que Dios hiciese en el corazón de
su hijo el cambio apetecido.
-80-
Pero Mateo, aunque más tarde será lo que su padre desea, seguía cada vez a
peor, entregándose a los actos más remarcables de perversidad, y olvidándose de sí
mismo hasta el grado de robar a su padre una cantidad considerable de dinero. Al
día siguiente de su fechoría, saliose de casa muy temprano para unirse con una
cuadrilla de vagabundos... Alegres y contentos emprendieron su camino, insultando
a todos los que pasaban. Llegaron a una especie de ventorrillo distante de la
población, donde comieron y bebieron abundantemente, entregándose los pilluelos
a una excesiva alegría; pero Mateo no dejaba de estar un tanto conmovido, de modo
que sus camaradas le sorprendían de vez en cuando pensativo y caviloso; una voz
interior le decía que había cometido un crimen, y se había hecho digno de la cólera
de los hombres y de la ira del cielo; en vano se esfuerza a tomar parte en los juegos
de sus camaradas; la idea de su falta, que se presenta siempre amenazante a su
imaginación, emponzoña sus placeres. Sin embargo, hace un esfuerzo, y como en
un acceso de frenesí se entrega a toda clase de locuras. El sol se encontraba ya cerca
del ocaso, los camaradas le anuncian que se va haciendo hora de volver al pueblo;
él desecha su proposición, y les contesta con ironía que todavía tiene dinero, y que
no piensa volver a su casa mientras le quede un cuarto: sus amigos se marchan y lo
dejan solo. ¿En qué pensará entretenerse? ¿Qué hará de su dinero? En este
momento pasa un pobre ciego que con voz triste y doliente le pide una limosna para
continuar su camino. «Vaya usted enhoramala, ciego tonto, le responde el
bribonzuelo: ¿Cree usted que yo puedo entretenerme en considerar su miseria, y que
tengo mi dinero para dárselo así graciosamente? Pues no señor; que yo quiero
gastarlo en comer y en divertirme. -Dios se lo pague a usted señorito» -contestó el
ciego alejándose, y Mateo discurre todavía qué es lo que podrá hacer del tiempo que
pasa y del dinero que le queda, cuando un pobre gotoso con el aspecto del
sufrimiento y los ojos anegados en lágrimas, se acerca a él y le dice: «Tenga usted
compasión de un pobre estropeado que se dirige en romería al pueblo vecino a
cumplir una promesa. -Siga usted su camino, buen hombre, vaya donde quiera, y
déjeme en paz» -le contesta el insensible muchacho con aire de incredulidad y el
tono del desprecio. «Dios se lo pague a usted», dice el gotoso, y se marcha
resignado. Mateo se pone a reflexionar, y no encuentra por más que discurre nada
en qué invertir su dinero. En este instante pasa un anciano con su barba blanca y su
semblante lleno de majestad, que expresa claramente el dolor y la tristeza que
padece; lleva sobre sus brazos un nido de tres años. «-Tened compasión de este
miserable anciano y de este pobre niño, dice a Mateo mirándole con atención,
nuestra casita ha sido incendiada, -81- nuestro único amparo se halla reducido a
cenizas: ¡Piedad señor, piedad! -Bah, parece que todos los pobres se han citado para
venir a incomodarme -exclamó Mateo con aire de mal humor-; no se puede estar
aquí, me voy». «No te irás», dijo una voz fuerte y severa que acababa de oírse a su
espalda: el muchacho vuelve la cabeza asustado, y se halla conque el anciano ha
desaparecido, y se encontraba en su lugar un antiguo guerrero montado a caballo y
rodeado de una nube resplandeciente. Mateo reconoce a san Martín; este soldado,
que llegó a ser santo por su extraordinaria caridad, porque jamás había rehusado
socorrer al pobre, habiendo llegado su virtud hasta el extremo de que repartidos sus
bienes entre estos, no le quedaba otra cosa que una capa, cuya mitad dio a otro
pobre más desnudo que él todavía.
«-Yo he venido antes que tú, y este sitio me corresponde. -No señor, que hace
un mes que yo lo ocupo y me pertenece de derecho. -Haber madrugado más, señor
mío». Este diálogo entre dos muchachos que vendían fósforos el uno y quincalla el
otro, había excitado la curiosidad de muchas gentes que formaban un gran círculo
en medio de la puerta de la Catedral. La disputa se iba formalizando, hasta que al
fin vinieron a las manos... el quinquillero echó una zancadilla al fosforero, y este
cayó en tierra con su cajoncillo... Al golpe se inflaman los fósforos, y casi todos
quedaron reducidos a ceniza en un instante... Por el pronto sólo trató de vengarse de
quien tan innoblemente le había ofendido; pero después era la ruina de su mercancía
lo que él deploraba... ¡Volver a casa sin un maravedí y sin los efectos de su
comercio!... La reprensión y el castigo que le esperaba aumentaba su desconsuelo.
Por otra parte, los que se interesaban en su desgracia, se le acercan, y todos le echan
en cara su falta de cordura. «Un muchacho que vende por la calle debe ser muy
prudente -le decían-; si se mezcla en disputas, en vez de cuidar de despachar su
género, le sucede la desgracia que experimentas u otra semejante: adquiere mala
fama y sus amos no le ocupan ya fácilmente, porque nadie quiere fiar su caudal,
aunque sea en pequeño, a quien no ofrece la confianza necesaria...». El fosforero
escuchaba apenas aquellas advertencias; mil ideas a cual más tristes se agolpan a su
imaginación al contemplar el estrago que había producido su caída... No falta quien
se burle de su situación, y él afligido -84- hasta el extremo, duda si volverá o no a
casa de su amo. Las lágrimas corren en abundancia por sus mejillas, y sus lamentos
no dejan de excitar la compasión de otras almas caritativas... Algunos de los que
habían presenciado su desgracia y escuchaban sus sollozos, se acercan y le dan
algunos cuartos... pero sin embargo, aquel dinero no igualaba con mucho a la
cantidad que debía importar la venta de sus fósforos; el no reunirla por completo en
nada disminuiría la gravedad de aquel funesto acontecimiento, porque siempre su
amo hubiera dudado de su conducta, y atribuido al juego u otros vicios la falta que
sólo era debida a la casualidad o a la inadvertencia. Un caballero pasaba a la sazón
por aquel sitio: llevaba de la mano un niño como de diez años de edad... La inocente
criatura, conmovida por los lloros del fosforero, manifestó a su padre deseos de
averiguar la causa de la aflicción de aquel pobre muchacho, y se acercaron ambos a
informarse por sí mismos: no tardaron mucho en conocer cuanto queda dicho,
porque cien personas se lo referían a la vez. El niño, cada instante más interesado en
la desgracia del infeliz fosforero, no perdía ocasión de insinuar a su padre con sus
miradas y sus ademanes, la satisfacción que tendría de proporcionarle algún
consuelo: el padre lo había comprendido. «-¿Eres tú el único dueño de ese pequeño
comercio? -No señor, por mi desgracia: la hacienda destruida que veis pertenecía a
mi amo que ha de recibirme cuentas a la noche de lo que me ha dado y de lo que le
entrego... Ya ve usted, señor, añadió llorando fuertemente, que no pudiéndolo hacer
en este día, soy la criatura más desgraciada del mundo. -Vamos, no te desconsueles;
ya te sugerirá tu imaginación algún ardid para engañar a tu amo a fin de que él
ignore la causa verdadera de tan desgraciado lance. -¡Ah! no señor, eso no; mi amo
podrá castigarme, despedirme... pero yo no mentiré... La cosa que más me encargó
mi padre al tiempo de morir, fue que jamás ocultase la verdad, aunque fuera en
contra mía. -¿Conque no tienes padre, y sin embargo consentirás quedar del todo
abandonado, antes que echar una mentira?» El otro niño enternecido con esta
relación, muestra cada vez mayor impaciencia... «-¿Y a cuánto asciende la pérdida
de ese caudal? -Unos treinta reales sería el importe de todo: la caridad de estos
señores ha producido diez reales, conque son veinte los que faltan... ¡Veinte reales!
-¡Ah! en un año no me es posible ahorrar esa cantidad de mi escaso salario! Pero si
mi amo no me despide esta noche, yo le iré pagando poco a poco esta suma, aunque
sea minorando mi ración -¡Pobre niño! No; tú pagarás ahora mismo a tu amo el
importe de sus efectos... Toma» -y le puso en la mano un duro. El fosforero lleno de
alegría no sabía cómo expresar su gratitud -85- a aquel bondadoso caballero, y
sobre todo a aquel sensible niño que tanto se había interesado por su bien... Ambos
habían ya desaparecido, pero sus facciones quedaban grabadas en el corazón y en la
memoria del fosforero. Este fue a casa de su amo y contó su aventura, pero el amo
sólo hizo caso de que aquel día le había llevado a la mitad de la mañana el importe
de la venta que siempre concluía al llegar la noche. Otro tanto hubiera hecho en
sentido inverso, a no ser porque la casualidad, o la Providencia más bien, que
siempre vela en favor de los niños que aborrecen la mentira, le libertó por tan
extraño medio de una grande responsabilidad y de sus terribles consecuencias. A la
mañana siguiente ya se oía otra vez por las calles la voz del fosforero que con
agradable cadencia decía: «Fósforos finos, de cartón y de cerillo, fósforos, papel de
Alcoy».
El fosforero se encuentra en todas partes... allí donde hay una funcioncita, una
reunión cualquiera, allí está él llamando la atención con su cajoncito colgado del
cuello. A larga distancia se le oye, y él se mezcla fácilmente entre todos los
círculos, porque en todos hay quien esté dispuesto a fumar su cigarro. El ejercicio
de fosforero no es de aquellos que ofrecen grandes ventajas; pero él es un medio
honesto de procurarse la subsistencia, y de huir de la mendicidad... Por lo general
los muchachos que se dedican a este género de industria, son muy enredadores y
algo viciosos, con sus ribetes de fulleros; pero sin embargo, también puede haber
entre ellos jóvenes dignos de mejor suerte, dotados de un bello corazón y de las
mejores disposiciones.
-87-
El expósito
Cierto día un tal Reicebal, rico comerciante de vinos, que había quedado viudo
y sin hijos, vino a visitarme, y como deseaba pasar al colegio de S. Ildefonso, le di
una recomendación para el rector de aquel establecimiento. La fisonomía alegre y el
aire de franqueza de uno de nuestros huerfanitos le chocó vivamente, y desde luego
principió a hacerle proposiciones de cambiar de vida y de estado... Habló en
seguida al rector y a los individuos de la Junta de beneficencia, y obtuvo el permiso
de llevarse al niño a su propia casa... Pablo descubría las mejores disposiciones; se
aplicaba, y sobre todo no perdonaba ocasión de manifestar su gratitud a su
bienhechor. Este tampoco escaseaba nada de cuanto podía contribuir a la felicidad
del joven expósito. En la escuela hacía grandes adelantos, y no tardó muchos años
el señor Reicebal en ponerlo a la cabeza del comercio de su casa. Pablo tenía
entonces 17 años; pero su celo y aplicación, estimulados por el deseo de mostrarse
siempre reconocido a los beneficios de su protector, le distinguía entre el número de
los dependientes de la tienda, y suplía con acierto e inteligencia las ausencias de
Reicebal. Cada día estrechaba más y más los lazos que le unían al huerfanito, y en
verdad que él era digno de tan marcadas distinciones. El menor deseo de su
bienhechor era para Pablo un deber que trataba de llenar al momento. Así es que se
había adquirido la amistad de cuantos le trataban. Los criados que a su llegada le
miraban con cierto género de desprecio, mudaron prontamente de concepto, y no
podían menos de apreciar la conducta de Pablo, que también se hacía acreedor al
cariño de los dependientes de la casa. Los trataba con dulzura, jamás les reprendía
con enfado, y nada les decía mientras no observase alguna cosa en perjuicio de los
intereses de Reicebal, quien los confiaba ya todos al cuidado de nuestro huérfano.
Un acontecimiento que hace demasiado honor a éste para dejárosle de referir, dio
nuevo impulso al entrañable afecto que Reicebal le profesaba.
-90-
Marchaban los dos en su carruaje a visitar una quinta que a nueve leguas de la
ciudad Reicebal trataba de comprar. Una legua antes de llegar a ella, debían dejar la
carretera para tomar el camino único que conduce a la referida posesión, y este
camino no era tan bueno que dejase de estar rodeado de derrumbaderos espantosos.
La mañana había sido hermosa, y a la mitad del día hacía un calor insufrible, tanto
que los viajeros deseaban el momento de llegar a la quinta para refrescarse. Mas de
repente se forma una tempestad asombrosa, y al momento el horrísono estrépito de
los truenos y de los relámpagos sonaba sobre sus cabezas. Los caballos espantados
emprenden la carrera, y las bridas se hacen pedazos en las manos de Pablo que
quiere refrenarlos con todas sus fuerzas. Este era un momento terrible: el carruaje
conducido al arbitrio de los animales desbocados, a cada instante parecía irse a
precipitar en aquellos profundos barrancones. La tempestad iba en aumento: toda
tentativa para salir de tan horrible situación, era inútil; saltar en tierra desde el
carruaje, era imposible; parecía que las ruedas apenas tocaban en el suelo, tal era la
rapidez y violencia con que escapaban los caballos. Una de las ruedas al chocar con
un peñasco se rompe, y los pedazos hieren a un caballo, con lo que el animal
furioso aumenta la velocidad de su carrera y cambia la dirección del camino. Los
infelices viajeros ven el fondo del abismo, que se encuentra ya a sus pies. Pablo, de
un golpe de vista, comprende lo crítico de su posición, y por salvar la vida de su
protector y salvarse, salta precipitadamente al camino a riesgo de ser hecho pedazos
por las ruedas; y agarrándose con un esfuerzo incomprensible a la cabeza de uno de
los caballos, logra detenerlos, cuando sólo faltaban cuatro dedos para que una
rueda, perdiendo tierra, cayese en el fondo del precipicio... Gracias a este atrevido
rasgo de valor en que el cariño y el reconocimiento habían tenido tan buena parte.
Reicebal, estropeado por los golpes que había recibido con el veloz y desconcertado
movimiento del carruaje, pudo saltar en tierra, arrojándose en seguida en los brazos
de Pablo, a quien él llamaba su salvador, su hijo...
Rico y apreciado de todos cuantos le conocían, Pablo nada tenía que envidiar, y
su felicidad era completa; sin embargo, la suerte hubo de exponer a otras pruebas su
generosidad y sus buenos sentimientos. Acosado Reicebal por algunas bancarrotas
que las vicisitudes del comercio le proporcionaron, viose, a pesar de su buena fe y
sin poderlo remediar, seriamente comprometido: el caudal que tenía ahorrado y el
producto de -91- la venta de algunas fincas, apenas bastó a cubrir los pagos que
su mala fortuna había hecho caer sobre los intereses de su casa. Reicebal se vio
pues, reducido a la miseria: al cabo de algunos meses, una pequeña suma que con
gran trabajo había podido salvar de aquel terrible contratiempo, era todo cuanto le
restaba de su anterior opulencia. Con bien vengas mal, si viene solo, dice el adagio.
La pena y los disgustos que le habían ocasionado tan inesperadas pérdidas,
produjeron una alteración notable en su salud, y Reicebal cayó gravemente
enfermo. Los cuidados de Pablo y el auxilio de las medicinas le proporcionaron
notable alivio; mas cuando ya estaba en disposición de levantarse de la cama, un
accidente de perlesía puso a nuevo riesgo su existencia, y le dejó baldado de pies y
manos. Esta desgracia concluyó de afectar el ánimo de Reicebal hasta el punto de
privarle de su inteligencia. Sentado en una silla de respaldo, donde le colocaban por
la mañana, allí se estaba con el semblante melancólico sin hablar una palabra ni
lanzar un suspiro, ni mover ninguno de sus miembros: comía, si le daban, como a
un niño... jamás pedía cosa alguna... había quedado de todo punto insensible... El
estado de Reicebal era el más desgraciado que puede imaginarse: pero en esta
dolorosa situación fue cuando el bello carácter y las brillantes cualidades de Pablo
resplandecieron heroicamente. En todo el tiempo que duró la enfermedad de
Reicebal, Pablo no se separó un instante de lado de su antiguo protector; a nadie
confiaba la administración de los medicamentos, y él se lo daba todo por su propia
mano... ni las privaciones, ni las incomodidades bastaron a hacer variar la conducta
de Pablo. Su hermoso corazón en nada se desvirtuó ni un solo instante, y puede
asegurarse que a la solicitud y cuidados de su ahijado, debió Reicebal más que a
otra cosa, la salud que recobró después.
En fin, Dios puso término a tan crueles pruebas; un recurso inesperado vino a
restablecer parte de la fortuna que en otro tiempo constituía la opulencia de
Reicebal.
-92-
Cierto día el factor remite a Pablo un gran legajo de papeles... los abre... ¡Oh
fortuna! El reembolso de sumas considerables pertenecientes a su bienhechor, suma
que ascendía a unos ocho cientos mil reales. Pablo, loco de contento, contemplaba
feliz aquel instante; que ya su protector no sufriría los efectos de la miseria, otros
medios de curación se ensayarían, y ¿quién sabe si recobraría del todo la salud?...
Pablo nada omitió por conseguirlo, y si posible fuera hubiera dado toda aquella
cantidad por volver a su bienhechor al estado de sanidad en que antes se encontraba,
aunque hubiera tenido que mantenerle luego con el producto de su ordinario trabajo.
Ya era tarde; la tía de Enrique nos hizo grandes instancias porque nos
quedásemos, pero nos encargó mucho que volviésemos otro día, y nos despedimos
al fin prometiendo complacerla.
-93-
El grumete
¡El mar! ¡Oh! ¿quién no desea ver el mar? ¡Yo le he visto! Durante las últimas
vacaciones mi padre quiso llevarme en su compañía a la ciudad de Barcelona,
donde le llamaban algunos asuntos de comercio para volver desde allí a Granollers,
pueblo de nuestra naturaleza. Os referiré, pues, una aventura bien extraña que nos
aconteció en la capital de Cataluña, y me facilitó los medios de poderos hablar de la
mar. Si yo fuera a manifestaros la impresión que me causó la vista de aquel
magnífico puerto, todo lleno de barcos de diversos tamaños y de diferentes
naciones, iría acaso más allá del término que me he propuesto al principiar este
artículo. Mi imaginación se fijó especialmente en un hermoso navío que al parecer
se disponía a hacerse a la vela; por el pronto yo nada veía ni en nada me paraba más
que en el referido bajel: mi imaginación trasportada al recinto del mismo, me
representaba en medio de los marineros, preguntándoles el nombre y el uso de las
partes que constituyen un navío. Mi padre, apercibido sin duda de mi imaginación,
comprendió mi deseo y me dijo: «-¿Quieres que vayamos a bordo de aquel barco? -
Sí, papá, me alegraré mucho. -Ya lo veo, es necesario que prestes atención a todo
cuanto allí observes y oigas, porque quiero que después lo repitas exactamente
cuando yo te pregunte. -Os lo prometo, papá mío, yo aplicaré toda mi atención». Mi
padre hizo señal al patrón de una lancha que se hallaba próxima a la orilla, atracó la
pequeña embarcación, saltamos en ella, y en pocos golpes de remo nos hallamos a
la orilla del navío, y dentro de un instante subimos a bordo del mismo. Hallándose
-94- ausente el capitán fue el contramaestre el que nos recibió. Después de los
primeros cumplimientos y saludos de etiqueta, mi padre le manifestó mi deseo, y el
buen marinero nos admitió con suma bondad, principiando desde luego a hacerle
conocer la estructura de la embarcación; me habló de todas y cada una de sus
partes, cuyos nombres tienen semejanza con los de las del cuerpo humano; así es
que se dice: el costado del bajel, sus carrillos, su frente, su vientre, su cintura etc.,
también me habló de la quilla, de la cala, de los puentes, de los entrepuentes y de
otra porción de cosas cuyos nombres olvidé al instante, convenciéndome de que era
imposible que yo pudiese dar cuenta exacta a mi padre de cuanto veía y oía como le
había ofrecido. Luego nos hizo relación de los grados de los oficiales de marina y
de los destinos de los marineros. El principal, la primera autoridad de un navío, es
el capitán, a este sigue el teniente, los subtenientes y los guardias marinas: ¡qué
uniforme tan bonito! En el equipaje es el jefe el contramaestre, luego el timonero,
los gavieros, los marineros de puente, los caleros y los grumetes. El contramaestre
me dijo todavía otras cosas que yo apenas entendí porque estaba preocupado, y
tenía fija mi atención en seguir los movimientos de un muchacho de diez a doce
años que con admirable velocidad trepaba por las escalas de cuerda de la arboladura
del navío. «¿Creo que desearéis saber, me dijo el contramaestre, quién es ese
muchacho? Pues bien, ese es un grumete».
El grumete forma parte del equipaje de un bajel: desde la edad de diez años
principia su penoso aprendizaje, se mantiene con galleta, y su lecho es una hamaca:
sólo cuatro horas de las veinte y cuatro del día, se le concede para su reposo.
Entonces no es la dulce voz de su madre ni el movimiento de la cuna quien te
duerme, es el vago, tumultuoso y monótono balanceo de las olas; no es el acento
amoroso de su querido padre quien le da la señal de levantarse, ¡pobre niño! es el
eco brutal de un marinero, o el desagradable pito del contramaestre que
violentamente le arrebata del apacible sueño, en cuyas ilusiones él ha creído verse
bajo el techo paternal, al lado de sus padres y de sus hermanos, y participar de sus
halagos y de sus caricias. Otras veces le despierta la tempestad con su horrísono
estrépito, o el huracán terrible, que vomitando rayos y centellas descarga su ímpetu
sobre el navío, y levantando montes de agua y abriendo -95- insondables
abismos, eleva y sumerge a aquel con espantosa violencia. ¡Adiós ilusión grata,
adiós sueño encantador! ¡Levántate grumete, levántate y defiende tu vida! He aquí
la mar que cual leona indomable se enfurece cuando otra fuerza quiere oprimirla;
mira cómo sacude su larga crin, cómo se esparcen por el viento sus rugidos
espantosos; está loca de furor, ¡vamos grumete a la jarcia, a la verga, al palo mayor!
El viento y las olas juegan con el barco como dos niños con un volante: las drizas se
rompen, la arboladura se desbarata, el velamen es hecho pedazos; allá va sin miedo
con la cabeza derecha, el pie firme, la cara al viento y al granizo, la frente serena al
deslumbrante resplandor de los relámpagos... ¡Allá va a encoger una vela, a tomar
un rizo a la altura de una verga! Si cae a la mar... ¡Adiós! nadie le ve, nadie irá en
su socorro... su cuerpo desaparecerá en el abismo de las aguas; mas si esto no
sucede y el casco del navío ha quedado solo, sin velas y sin rizos, el brazo fatigado
del marinero rehúsa el trabajo, el gobernalle se ha perdido. ¡Oh, entonces sí que
sufre el grumete, se deshace en gemidos lastimosos, llama a gritos a su madre, y su
madre no le oye; su madre, aquella madre que desea todavía abrazarle... ¡Tan joven,
morir tan joven! ¡Dios mío! ¡ah, esto sí que es horrible!... Al pronunciar estas
palabras el buen contramaestre se quedó pensativo y absorto: su semblante había
adquirido de repente un aire de tristeza y de melancolía que excitaba a compasión;
yo esperaba conmovido que él continuase su discurso; mi padre también había
observado con impaciencia aquella interrupción. «-No os asombréis, amiguito -
añadió al instante-, no puedo recordar sin emoción los primeros años de mi carrera
marítima. Oh ¡cuántas veces durante estos largos años he suspirado por volver bajo
el techo paternal! Mis remordimientos y mis trabajos han sido una cruel expiación
de mis faltas: he cometido algunas graves de que debo arrepentirme y cuyas
consecuencias amargas estoy sufriendo todavía. Escuchad, pues, que mi confesión
debe ser para la juventud un ejemplo admirable de las desgracias que acarrea un
carácter indócil y obstinado.
Cierto día en que había cometido un delito bastante grave, mi padre me declaró
con toda seriedad que a pesar del cariño que me profesaba, me haría conducir al día
siguiente a Barcelona, donde me encerraría en un colegio, sin volverle a ver hasta
que mis maestros le avisasen de que mi carácter había cambiado enteramente. Yo
comprendí desde luego que encerrado una vez en el colegio, me vería por precisión
sujeto a las leyes de un reglamento severo: que allí mi voluntad estaría
rigurosamente sujeta a otras cien voluntades, y en fin, que iba a quedar sumido en la
más dura esclavitud. Esta idea desencadenó mi orgullo, y, no, dije para mí, mil
veces mejor es ganarse la vida con el más penoso trabajo: pero ¿qué medio? Yo
nada sé hacer..., nada puedo... Oh, yo lloraba de rabia al considerar mi impotencia,
iba ya a ceder... mas me acordé de repente haber oído hablar de los muchachos que
sirven en la marina; ha, ¡bien! soy fuerte, estoy ágil, no tengo miedo, yo seré
grumete. ¡Fatal determinación, funesta idea! ¡cuántas lágrimas me ha costado! En
efecto, aprovecho la primera ocasión, y tomando un lío de mi ropa debajo del brazo,
diríjome al puerto, pero a hurtadillas; y guardándome hasta de mi sombra como el
criminal que se esconde a la vista de los demás hombres, como el facineroso que
huye de las pesquisas de la justicia, de este modo abandoné la casa paterna...».
Mi tío terminó así esta parte de su historia. Yo debo añadir, que al momento
solicitó licencia ilimitada para restituirse al seno de su familia: de entonces acá
reside a nuestro lado, y en las largas noches de invierno se complace en repetir esta
narración, que yo escucho siempre con gusto; así es que la sé de memoria.
-101-
El cieguecito
Más de una vez habréis admirado la desigualdad con que se hallan repartido los
bienes y los males de la tierra: confusos e impacientes ante esta aparente injusticia,
habréis tratado de inquirir en vano la causa que la produce, y en vano habréis
preguntado a la naturaleza por qué ha colmado de beneficios materiales a unos
hombres y dotándolos con profusión de privilegios morales, mientras se ha
mostrado con otros tan avara de su felicidad, sumergiéndoles en la mayor miseria y
dándoles todos los males de que ha privado a aquellos. El velo misterioso que cubre
los decretos de la Providencia, es impenetrable a nuestra vista... guardaos bien de
intentar rasgarlo... vuestro deseo sería tan inútil como criminal... Entretanto, si
echáis una ojeada sobre todos los desgraciados que abundan en nuestras
poblaciones numerosas... ¡Ah! Si consideráis esos ciegos, esos cojos, esos
paralíticos, horrible conjunto de enfermedades, casi siempre producto de la
incontinencia o de la miseria, ¿no asaltara a vuestra imaginación una grande idea?
Dios, que así lo ha resuelto en sus altos e incomprensibles juicios, ¿no puede hacer
caer sobre vosotros los mismos males que afligen a esos desgraciados? Provechoso
aviso que no debéis olvidar, que debe enfrenar vuestro orgullo y aumentar el interés
que inspira la desgracia de aquellos infelices.
Entre todos ellos dos clases son principalmente las más dignas de compasión.
Hablo de los sordomudos y de los ciegos. Unos y otros no han podido recibir más
que una idea imperfecta y tardía de las impresiones del mundo exterior. En efecto,
el niño que oye los sonidos, ensaya -102- su voz para repetirlos, y bien pronto la
representación continua del objeto y la repetición del nombre con que se designa, le
obligan a ejercer las funciones del pensamiento. Sus ojos se acostumbran a
reconocer la forma de los objetos que se presentan a su vista, y a distinguirlos poco
a poco con todas sus variaciones; pero los sordomudos jamás han recibido la
impresión de un sonido, ni pueden ejercitar su voz para imitarlo; mucho después de
la época en que por lo general los otros niños han adquirido el uso de la palabra,
principian los sordomudos a concebir alguna idea distintiva de las cosas que se
ofrecen a sus ojos, y ni aun entonces les es dado expresarla, ni entienden lo que se
les quiere significar, ni pueden rectificar su juicio por este medio, ni alcanzan de
manera alguna que los otros niños de su edad tengan un grado más de perfección, ni
posean por último las facultades que hacen a aquellos observadores, y ayudan
maravillosamente al desarrollo de las funciones del entendimiento. Si los ciegos
consiguen establecer entre sí mismos estas relaciones, es a costa de mucho tiempo,
y mediante la experiencia, luego que están en comunicación directa con el mundo
exterior. No llegan a aprender los nombres de los objetos, ni se conseguirá que los
repitan hasta que conozcan su forma por medio del tacto; sentido que aun cuando se
perfecciona en ellos más pronto que en los demás niños, permanece algunos años en
el estado de la imperfección, durante cuya época no conocen si no indistintamente
lo que les rodea. Si el cieguecito reconoce a alguno por la voz en sus primeros años,
es después de haber examinado antes varias veces con sus manitas la estructura del
cuerpo del que habla, para comparar con la estructura del ente moral que su
imaginación les ha trazado. Así es que en los unos y en los otros, el conocimiento
de los objetos tan imperfecto como sea, no puede adquirirse sino después del
desarrollo de su inteligencia y mediante una serie larga de observaciones. Durante
su infancia se encuentran los infelices en un estado fatal de embrutecimiento.
Nacidos comúnmente de entre las clases más oscuras de la sociedad, en el seno de
la pobreza y de la miseria, no han recibido de sus padres aquella educación física
que tanto contribuye al desenvolvimiento de las facultades intelectuales.
Es lástima que los institutos en que los sordomudos y los ciegos reciben su
educación, no estén establecidos entre nosotros. Sin embargo, no deja de ser notable
el ingenio natural de los ciegos, y merece que nos ocupemos de ellos
separadamente. Aun cuando no hayan recibido enseñanza alguna especial, ellos
buscan arbitrios para ganarse la vida, y pocos hay a quienes falta una guitarra o un
bandolón para proporcionarse su sustento. En la corte y en las demás poblaciones
suelen reunirse los ciegos de la comarca, y se ocupan en recitar coplas y romances.
La multitud los escucha, la multitud les atiende, -103- la multitud les paga...
Como que el sentido del oído es en los ciegos tan perfecto, fácilmente hacen valer
esta ventaja que la naturaleza les ha concedido sobre los demás, en cambio del
defecto principal de que adolecen. La vista... ¡qué desgracia es la de estar privado
de los goces del primero de los sentidos! Tener un hijo y no tenerlo, porque un
ciego no sabe que su hijo vive si no te toca, si no le oye hablar, y aun oyéndole y
tocándole, puede equivocarse... Tener un padre, y no saber lo que es una sonrisa
paternal, no poder contemplar la afabilidad de su semblante, y no poder decir,
¡Padre! sino después de habérsele acercado y reconocido por el tacto y por la voz,
¡la voz y el tacto que pueden ser tan equívocos!... Una madre ciega no podrá decir
entre cinco niños que están jugando, aquel es mi hijo... si antes no lo reconoce de
igual manera. ¡Ah! y el no haber visto jamás el sol, ni la luna; tú las estrellas, ni el
agua, y tener una idea vaga, incierta, indeterminada, absurda tal vez, de lo que es el
mundo en que habita! ¡y los contratiempos a que está siempre expuesto el pobre
ciego! ¿De qué le sirve tener un corazón fuerte y un valor acaso envidiable, si en
sus manos la espada mejor templada sólo puede servir de báculo, y el más brioso
corcel de peligroso lazarillo?... ¡Guardaos bien de ofender al pobre ciego! La
naturaleza le ha privado de los medios de defenderse, porque la naturaleza regida
por la Providencia divina, nada ha hecho que no debiera hacerse. ¿Y queréis saber
por qué? ¿Queréis saber por qué el infeliz ciego carece de los recursos necesarios a
su propia defensa? Pues yo os lo diré; no se puede comprender que haya un hombre
tan depravado que se deleite en maltratar a quien sólo inspira compasión. Con este
motivo os referiré la siguiente historia.
«Yo soy ciego de nacimiento -decía el uno-, pero mi suerte hubiera sido menos
desgraciada, si mi padre... -y un hondo suspiro salió del centro de su pecho. -¿Qué,
tenéis padre? -No, lo he perdido. -Pues estamos iguales: yo también he perdido el
mío y de la fecha de su muerte data la de mis principales desgracias. -Al menos las
vuestras serán sin embargo de aquellas que Dios envía por los medios ordinarios;
pero yo me quedé sin padre porque una mano criminal me causó una herida terrible
en la cabeza cuando yo salía a ganar lo preciso para atender a su subsistencia y
curación... en vez de volver a casa, fui trasladado al hospital, y mi padre murió
durante mi ausencia sin recibir los socorros que le llevaba, y sin decir adiós a su
querido hijo. -¡Qué habéis dicho, Dios mío! ¡justos cielos! ¿Soy vos el cieguecito de
que tanto se ha hablado? - Sí, el mismo. -Pues aquí está el criminal autor de vuestra
desgracia... aquí me tenéis expiando mi culpa... ¡Oh! ¡pero qué expiación tan
horrible...! ¡Dios mío! Ahora conozco el supremo poder de vuestra inflexible
justicia... ¡Perdón! ¡Señor, Perdón! -¡Desgraciado! ¡sois vos! ¡y estáis ciego
también! ¡y también pobre! -Perdonadme, amigo mío... estoy arrepentido de aquella
falta. ¡Ah! dadme la mano... juremos no separarnos nunca... Yo seré tu esclavo
desde hoy, yo besaré donde pongas tus plantas... yo seré tu mejor amigo... Si el
cielo me volviera la vista, aun podría reparar también tu desgracia... Un famoso
cirujano oculista acaba de llegar, y ofrece curar a los ciegos que no sean de
nacimiento o tengan destruida completamente la materia cristalina de los ojos; yo
sin embargo de que nací ciego, como ya sabéis, me he puesto bajo su dirección, y
creo que gastaré tiempo en balde; pero él ha hecho curaciones maravillosas». En
efecto, el cieguecito acompañó poco después al otro ciego a la casa del oculista;
éste enterado de su situación y de que podría tal vez pagarle un día ventajosamente
su trabajo, hizo sus operaciones, entabló su método, y dio vista al ciego arrepentido.
Éste recobró más tarde con el uso de su apreciable sentido los bienes que el infame
doméstico le había usurpado, porque los tribunales le hicieron justicia. Jamás separó
de su lado al infeliz cieguecito; vivieron después como hermanos, y el joven
arrepentido no cesaba de manifestar el respeto que se debe a la desgracia, ni de
repetir un solo día los actos de generosidad que las almas caritativas ejercen
naturalmente siempre con los pobres ciegos.
-107-
El hilandero
La mala fe, la envidia, o tal vez la casualidad hizo que una noche apareciera
incendiada la fábrica referida: el primer movimiento de todos fue acudir a cortar el
fuego, que progresaba horriblemente: pero todos los esfuerzos eran ya en vano,
porque las llamas rompían con violencia por los techos, que pronto quedaban
reducidos a cenizas... Unos gritos descompasados imploraban el socorro de los
vecinos y de los trabajadores. Era el dueño de aquel establecimiento que suplicaba a
todo el mundo, y ofrecía grandes recompensas al que se atreviera a salvar a su hija,
que postrada en cama, había quedado sola en una habitación rodeada ya de llamas:
tenía diez años esta criatura, y la enfermedad que le aquejaba le impedía huir y aun
reclamar auxilio... Nadie empero se determinaba a exponerse a una muerte casi
cierta por salvar la vida de un enfermo. El padre, desconsolado, ya no sentía la
pérdida de su hacienda... era la de su hija de su corazón la que él lamentaba...
¡inútiles clamores! la consternación y el espanto se veían pintados en todos los
semblantes; aquel hombre iba a quedar arruinado... y los que antes le servían más
por interés que por afecto, le abandonaban en tan crítico lance... Un joven se ve
atravesar por entre las llamas... un bulto blanco trae a su espalda... ¿lo veis? Él se
acerca trepando por entre las encendidas ruinas... Mirad, ahora desaparece entre el
humo y el polvo de aquel paredón que se ha desprendido... ¡Qué horror! ¡si habrá
perecido entre los escombros!... ¡Ah! no... ya se acerca a -109- paso acelerado -ya
está aquí... «-¡Francisco! ¡Hija mía! ¡ah! ¿vives aún?» La criatura no podía
responder, estaba medio accidentada... había consentido morir... lloraba solamente,
y señalaba a Francisco como su único libertador. «-Ven, Francisco, ven a mis
brazos, ¡oh! tú que eres un modelo de heroísmo y de virtud, tú que me has vuelto un
bien que todos me negaban, tú que has salvado mi hija... ¡ven, ven!» Lo abrazaba
con delirio. «-¿No os parece que he cumplido mi deber? ¿Si pudiendo salvar a
vuestra hija la hubiera dejado perecer entre las llamas, no hubiera sido digno de
amarga reprensión? Además, ya os tengo dicho que os debo grandes favores, y que
soy naturalmente agradecido. -¡Grandes favores! Os despedí de mi taller donde
ganabais al torno vuestro pequeño jornal; más agradecidos pudieran estar otros a
quienes en aquel caso di la preferencia; pero ya veo que es preciso experimentar a
los hombres para poder conocerlos. Mi casa se desploma, mis talleres desaparecen;
pero todavía soy rico, y todavía soy feliz porque conservo mi hija».