Libro Completo Las Tres Tazas

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 46

Las tres tazas

Ver libro
José María Vergara y Vergara
Podría decirse que la pequeña obra maestra del costumbrismo bogotano es Las tres tazas,
cuadro de Vergara que retraza el tránsito de la aldehuela colonial (Santafé) al tráfago de la
urbe cosmopolita (Bogotá). He de hablar de costumbrismo, aun a conciencia de la
inevitable torpeza que se comete al encuadrar cualquier manifestación artística dentro de un
ismo. Profeso, como Voltaire, la creencia de que todos los géneros y escuelas son buenos,
salvo los aburridos. Todas esas clasificaciones arbitrarias han quedado atrás a partir de la
Estética de Croce. Pero son cómodas y se han mostrado eficaces para edificar sobre ellas
una historia que no puede sostenerse sobre un pilar de miles de hechos particulares.
De costumbrismo, pues, podemos hablar a mediados del siglo XIX. Digamos, con Jaime
Posada, que es costumbrista todo encuentro, sin adulteración, con la realidad de una época,
con sus sentimientos y sus pequeños quehaceres. Con esta definición, arbitraria como todas,
estamos aceptando que el cuadro de costumbres no abarca un período determinado, y aún
menos un lugar. Costumbrista es entonces, por ejemplo, la descripción de la Santafé del
siglo XVII que hace Piedrahíta: "Santafé de Bogotá está en las faldas de dos montes por
donde pendientemente extiende su población [...]; sus calles son anchas, derechas y
empedradas de presente todas, con tal disposición que ni en invierno se ven lodos, ni
fastidian polvos en el verano". Tras la minuciosa descripción de sus cuatro plazas, sus
puentes en arco, sus acequias y sus molinos, Piedrahíta describe los usos y formas de vida
de los habitantes. La pura descripción no ahorra el comentario moralizador del escritor ni la
imaginación creadora, pues la precisión histórica no es esencial al ámbito literario... Un
cronista de Indias, para citar un caso, supuso que en Santafé los muchachos andaban
"registrando los caños de las calles en que hallan no pocas veces punticas de finísimo oro
que deben de despedirse de los cerros que dominan la ciudad". Era, claro, la época del
Dorado y de las minas fabulosas de Jauja y del Potosí, que hizo mella en la imaginación
calenturienta de los que jamás visitaron las Indias o que no quisieron ver lo que en verdad
había.
LAS TRES TAZAS
Jose María Vergara y Vergara

Descarga el libro gratis en todos los formatos. En Freeditorial tienes más de 50.000 libros
para descargar y leer online gratis.
LAS TRES

TAZAS

José María Vergara y

Vergara

Al Señor Ricardo Silva

Mi querido Ricardo: Te dedico estas tres tazas, llenas la una de chocolate, la

otra de café y la tercera de té. Tómate la que quieras; lo dejo a tu elección;

pero no creo que seas ecléctico hasta el punto de tomarte todas tres. Debes

escoger una y vaciar las otras dos.

Tu paisano, AREIZIPA

(Postdate (en latín). ¡Hombre! no derrames las otras: ofrécele la una a tu

esposa y la otra a Manuel Pombo). (Fecha ut supra, igualmente en latín.)

TAZA PRIMERA
SANTAFÉ

Soy coleccionador, bibliómano o anticuario; no sé cuál de las tres

cosas será; pero, sea lo que fuere, le confieso con rubor, porque no se
me oculta el ridículo que sigue a estos oficios serviles en nuestra

tierra. Si en lugar de eso fuera revolucionario como don N... que está

graduado ya de doctor en revoluciones, y que es muy bien recibido

en la sociedad; o si fuera militar, profesión que imprime carácter; o

agiotista, profesión que idealiza al individuo, lo confesaría en alta

voz y andaría con la frente tranquila y la conciencia erguida… como

dicen algunos que se retiran a la vida privada. Creo que como dicen

es "con la frente erguida y la conciencia tranquila", y si yo he dicho

al revés, no te afanes. Sería equivocación del cajista, que de ésas he

visto yo.

Pues iba diciendo que yo soy bibliófilo o cosa parecida; y por esta

razón poseo impresos en abundancia y variedad. Una de estas

variedades es la de esquelas de convites a entierros y bautismos: de

ofrecimiento de nuevo estado y de despedida. ¡Qué cosas he visto!

Sobre cuántas boletas han caído lágrimas que se me han saltado a

traición e impensadamente! "Dionisio Rodríguez y Zoila Díaz se

ofrecen a usted en su nuevo estado", dice una esquela fechada en

1841. "Dionisio Rodríguez y su señora ofrecen a usted un nuevo

servidor", dice otra, fechada en 1842. "Ha muerto la señora Zoila

Díaz, dice otra. Su inconsolable esposo y sus huérfanos suplican a

usted que asista a las exequias mañana a las once". La fecha es 1853.

Estas esquelas recibidas a largos intervalos no causan sino una

impresión sencilla; ¡pero unidas así en un libro! sin más distancia


entre el matrimonio y la muerte que una hoja de papel, ¡y sin más

tardanza que la necesaria para volver una foja! Así, amigo mío, la

impresión es completa y el sabor que queda en el alma, es un sabor a

asco de la vida. La vida es una canallada, es un robo cuatrero, ¡es

una miseria! Esaú vendió su derecho de primer nacido por un plato

de lentejas; si hubiera sido su nacimiento el que vendía debiera

haberlo vendido por el plato solo: darlo como lentejas hubiera sido

un despilfarro horrible.

¿Quieres que sigamos fojeando? Mira lo que sigue. Un amigo mío

me convida en 1849 a comer en su tornaboda, ¡y en la foja siguiente

me convida su esposa a acompañar el cadáver de mi amigo al

cementerio! Yo acepté ambas cosas: brindé en el convite y lloré en el

entierro. ¿Quieres que sigamos fojeando? ¡Mira lo que sigue! Es un

convite para unos certámenes de niñas. Una de las sustentantes es

Clementina Forero, de edad de ocho años. ¿Sabes quién era la abuela

de esta niña? Zoila Díaz, a quien vi casar yo, que, según mi fe de

bautismo y mis barbas negras que peino, soy joven todavía; pero

que según el estudio de estas boletas soy un Matusalén detestable. Y

yo mismo, ¿qué seré mañana para el que me herede estas

colecciones, sino una antigualla curiosa, un ente mitológico que

existió? ¿Quién hará vivir mis ideas, mis sentimientos? ¡Nadie!

¡nadie! "Un hombre al agua" gritan en un buque cuando cae por

descuido un marinero. Se ve a la víctima debatiéndose con las olas,


se ven sus movimientos, se oye su voz, que invoca a Dios, que

nombra a su madre, a su esposa, que ofrece el oro que tiene en tierra

al que lo salve. Pasa un momento; ¿qué hay sobre el mar? Nada. El

buque se aleja: ¿qué deja atrás? Nada. Un hombre es nada después

de que se consume. ¡Las generaciones son buques! de ellas se

desprende un hombre que iba con ellas, y cae a la tumba. Las

generaciones siguen: ¿qué dejan atrás? ¡Nada!

La vida, si no es más que este tutilimundi, en que pasan y repasan

figurillas, no vale ni el plato vacío de Esaú. No vale nada,

absolutamente nada. Cualquier negocio es a pura pérdida, mientras

no haya negociantes que garanticen la perpetuidad. Lo que más

humilla al hombre es la muerte; es vivir de arrendatario de la vida;

es no tener nada propio. Cuando menos lo piense, viene el dueño y

le pide lo que posee. Esta es una humillación por excelencia…

Dichosos los que dicen, quitando así a la muerte su humillación sin

nombre: "La vida es una prueba, es un recodo del camino, es un

tambo en la ruta para descansar a su sombra un momento. Nadie se

va a vivir a un tambo; pues bien, la vida no ha sido nunca de cal y

canto tambo. Venimos de Dios, hacemos un viaje alrededor de la

tierra y nos volvemos a Dios. ¿No hay franceses que salen de París,

viajan, y vuelven a los diez o doce años a París? Pues así sucede al

hombre respecto de Dios". ¡Oh! esta sed de inmortalidad del

hombre, si no hubiera Dios, sería un veneno delante del cual el ácido


prúsico sería un caramelo pectoral y calmante. Si los volcanes rugen

como rugen y braman como braman, será porque se les ha figurado

que no hay Dios. Yo en pellejo de ellos, y con tal idea, no me estaría

ni una hora sin un terremoto: me divertiría en matar al mundo a

salen de París,

viajan, y vuelven a los diez o doce años a París? Pues así sucede al

hombre respecto de Dios". ¡Oh! esta sed de inmortalidad del

hombre, si no hubiera Dios, sería un veneno delante del cual el ácido

prúsico sería un caramelo pectoral y calmante. Si los volcanes rugen

como rugen y braman como braman, será porque se les ha figurado

que no hay Dios. Yo en pellejo de ellos, y con tal idea, no me estaría

ni una hora sin un terremoto: me divertiría en matar al mundo a

fuerza de estrujones.

¡Pero hay Dios! Aguantemos humildes la prueba de la vida.

Padezcamos la prueba de las boletas y déjame divertir un poco la

imaginación, porque allí alcanzo a ver al principio del tomo una

esquela en papel florete que me sonríe. Mírala, ¡qué cuca! E1 papel

es un florete, español de lo más florete que puede hacer el hombre,

criatura nacida para hacer siempre papel. E1 largo de la esquela es

una cuarta, medida española: el ancho, media; y el margen tiene

cuatro dedos. ¿Quieres que la lea?

Doña Tadea Lozano


saluda a Ud. y le ruega que venga esta noche a tomar en ésta su casa

el refresco que ofrece en obsequio de algunos amigos.

Señor don Cristóbal de Vergara.

Santafé y mayo 13 de 1813.

He oído contar en casa que este refresco fué de lo sonado, de lo

grande. Asistieron cincuenta personas de lo más escogido que había

en la ciudad: Nariño, Baraya, Torres, Madrid y otros personajes por

el estilo. Nariño estaba en vísperas de marchar al Sur con su valiente

ejército; y la marquesa de San Jorge quería darle por despedida, lo

que se llamaba entonces un refresco, es decir, una taza de chocolate.

E1 palacio de la marquesa, era, tú lo sabes, la misma hermosa sólida

y opulenta casa que queda en la esquina de Lesmes, y en que vive

hoy don Ruperto Restrepo. Era y es una casa cien veces mejor que lo

que hoy se usa, estas casuchas que se vengan en altura de techos de

lo que pierden en extensión de terreno; fábricas de tifos y de

tristezas; copia exacta de la generación actual; casas de gran fachada

y sin huertas ni jardines: con salas de veinte mil varas de alto y

corrales de vara en cuadro; casas que, en lugar de aquellas

andaluzas y espaciosas albercas en que corría a chorros la rica agua

del Boquerón, tienen bombas que pujan y brotan por la fuerza una

agua que sabe a magnesia y sédlitz. La casa de la marquesa ahí está

a la vista: es cien veces mejor que las de hoy. Su dueño no debe

cambiarla si no le dan doscientas casuchas de éstas que la moda


levanta.

Pues en uno de sus salones fué donde se reunió la sociedad que iba

a tomar un refresco la noche del 13 de mayo de 1813. Treinta

caballeros y veinticinco señoras y señoritas, asistían. Era el traje de

los caballeros, zapato de hebilla, media de seda, pantalón rodillero

con hebilla de oro, chaleco blanco y casaca sin solapas, según la

última moda, y que era llamada Bonapartina. El traje de las

señoritas consistía en camisón de seda de talle muy alto y descotado,

mangas corridas, falda estrecha.

La gran sala estaba colgada de tela de seda recogida en profusos

pliegues. El mobiliario consistía en tres canapés con prolija obra de

talla dorada, y cuyos brazos semejaban culebras que mordían una

manzana. Fuera de los canapés había unas cincuenta sillas de

brazos, también doradas y forradas como aquéllos, de damasco de

Filipinas. Del techo colgaban tres grandes cuadros dorados en que

se veían los retratos del conquistador Alonso de Olaya, fundador

del marquesado; de don Beltrán de Caicedo, último marqués de San

Jorge, por la rama de Caicedos; y de don Jorge de Lozano, poseedor

del marquesado en 1813.

El refresco tuvo lugar a las ocho de la noche, en el vasto comedor. La

mesa, cubierta con un mantel de alemanisco de resplandeciente

blancura, soportaba el enorme peso de los platos de colaciones, las

botellas de aloja y los botellones de vino español. Sobre las


servilletas dobladas reposaban grandes platos: entre éstos había

platos pequeños; y entre los pequeños había pozuelos en que hacía

visos azules y dorados la espuma de un chocolate que estaba

guardado en pastillas hacía ocho años, en grandes arcones de cedro.

El cacao había venido desde Cúcuta, y para molerlo se habían

observado todas las reglas del arte, tan descuidadas hoy por

nuestras cocineras. Se había mezclado a la masa del cacao canela

aromática, y se había humedecido con vino. En seguida

cada pastilla

había sido envuelta en papel, para entrar en el arcón en que iba a

reposar ocho años. Para hacer el chocolate no se habían olvidado

tampoco las prescripciones de los sabios. E1 agua había hervido una

vez cuando se le echaba la pastilla; y después de esto se le dejaba

hervir otras dos, dejando que la pastilla se desbaratara suavemente.

E1 molinillo no servía para desbaratar la respetable pastilla a

porrazos como lo hacen hoy innobles cocineras; no, en aquella edad

de oro el molinillo no servía sino para batir el chocolate después de

un tercer hervor, y combinando científicamente sus generosas

partículas, hacerle producir esa espuma que hacía visos de oro y

azul, que ya no se ve sino en las casas de una que otra familia que se

estima. Preparado así el chocolate, exhala un perfume…¡un

perfume…! ¡Musa de Grecia, la de las ingeniosas ficciones, házme el

favor de decirme cómo diablos se pudiera hacer llegar a las narices


de mis actuales conciudadanos el perfume de aquel chocolate

colonial ! Esto en cuanto al olfato; ¡pero en cuanto al sabor…! Es de

advertir que la regla usada entonces por aquellas

venerables

cocineras, era la de echar dos pastillas por jícara, y ninguna de

aquellas sabias cocineras, se equivocaba. Si los convidados eran

diez, se echaban veinte pastillas. Hoy… ¡llanto cuesta el decirlo!

¡quis talia fando temperet a lacrymis! Hoy… hay cocineras que

echan a pastilla por barba. ¿Qué digo? ¡Hay casas en que con una

pastilla despachan tres víctimas!

Pero el sabor de aquel chocolate era igual a su perfume; la cucharilla

de plata entraba en el blando seno de la jícara con dificultad. No se

hacían buches de chocolate como ahora, no; ni se tomaba de prisa, ni

con los ojos abiertos y el espíritu cerrado. Cada prócer de aquéllos

cerraba un poquillo los ojos, al poner la cucharita de plata llena de

chocolate en la lengua: le paladeaba, le tragaba con majestad; y don

Camilo de Torres dijo al gran Nariño al acabar de vaciar su jícara:

digitus Dei erat hic.

—Bene dixisti, contestó el presidente de Cundinamarca,

depositando respetuosamente su pocillo sobre el plato. Es sabido

que Torres y Nariño eran hombres de muchísimo talento.

Con tales jícaras de chocolate fué que se llevó a cabo

nuestra
gloriosa emancipación política. Si hubiera sido el té su bebida

favorita, el acta del 20 de julio de 1810 no hubiera tenido más firmas

que la del Virrey Amar, que nunca quiso firmarla.

Olvidaba decir que la vajilla en que se sirvió aquel chocolate de que

vengo hablando, era toda de plata de martillo y que no era prestada.

En el fondo de cada plato estaba grabado el blasón de aquella ilustre

casa con el nombre de "Marqués de San Jorge", que diez años más

tarde había de cambiar su dueño por el título de "Say Bogotá",

haciendo así de sus blasones un bodoque y tirándoselos a la cara a

Fernando VII al través de esos mares, que recorrieron sus altivos

antepasados armados de todas sus armas.

El aristocrático refresco había terminado. Los agraciados volvieron

al salón precedidos por el gran Nariño que daba el brazo a la

marquesa de San Jorge.

Apenas llegaron al salón rompió la música de cuerda que estaba

prevenida, con una alegre contradanza que hizo saltar de alegría a

todos los que la escuchaban. Puso la contradanza el elegante Madrid

con la hermosa doña Genoveva Ricaurte. Las figuras fueron paseo,

cadena y triunfo, en la primera parte; y en la segunda alas cruzadas,

paso de Venus y ruedas combinadas. Tras de la contradanza se

bailaron un capitusé, un zorongo, un ondú y dos cañas.

Eran las doce de la noche, dadas en el gran reloj de cuco que sonaba

en la recámara, y los convidados se prepararon para retirarse. Los


hombres pidieron a sus pajes sus ricas capas de paño de grana, su

espada y su sombrero de castor: las mujeres pidieron a los caballeros

sus mantos y sus pastoras, y salieron precedidos de sus lacayos que

llevaban grandes faroles para alumbrar las calles solitarias por

donde se retiraban los elegantes tertulianos.

Cuatro años después todos los hombres de aquella tertulia, menos

dos, habían sido fusilados: todas las mujeres, menos tres, habían

sido desterradas.

Morillo hizo su cosecha de sangre. Pasó aquella tempestad y vino

Bolívar. Con Bolívar vinieron los ingleses de la legión británica, y

con ellos, ¡cosa triste! el uso del café, que vino a suplir la taza de

chocolate.

SEGUNDA TAZA
SANTAFÉ DE BOGOTÁ

"Juan de las Viñas saluda a usted y le ruega que concurra

esta noche a su casa a tomar una taza de café"

Esta boleta, en papel azul, de carta, con una viñeta que representa

un amor dormido, tiene, como lo ves, la fecha 1848. La impresión es

de Cualla: los tipos no dejan duda.

El café me era conocido como un remedio excelente, feo como todo

remedio; mas no lo conocía bajo la faz de bebida tan deliciosa que

mereciese un convite. En un jueves santo, día de ayuno y de


abstinencia, había solido tomar una tacita de café; y en una que otra

indisposición de estómago, se me había propinado una tacita de

agua en que se habían hervido tres granos de café. Me parecía que

aquella solución de calamaco, que aquella agua de cúbica, que aquel

cocimiento de filaila no se podía prestar a gran cosa para los

placeres de la amistad y de la reunión. No comprendía, cómo mi

amigo el señor de las Viñas y sus convidados, mozos de excelente

humor y mejor salud, que de seguro no habían ayunado ese día, ni

se habían abstenido de carnes, fueran a gastar una noche tomando

café. Mi estómago sollozaba con la idea de renunciar esa noche a mi

chocolate de media canela, aromático y alimenticio; pero mi espíritu

novelero se exaltaba con la idea siempre mágica de ir a penetrar lo

desconocido. El chocolate era para mí un amigo de infancia; pero me

halagaba la idea de ir a conocer aquel extranjero a la moda. ¡Perra

naturaleza humana! ¿Qué necesidad tenía yo de nuevas amistades?

Sea como fuere, yo no renuncié al convite. A las siete de la noche me

dirigí a la casa de Viñas, armado de punta en blanco. E1 traje de

baile que se usaba en aquel tiempo, y era el que yo llevaba, consistía

en zapato sin tacón, pantalón con ancha trabilla, lleno de pliegues en

la cintura y sumamente angosto en su parte inferior. Presencié una

vez el caso de que un dandy tuviera que colgar sus pantalones sobre

una viga, y meterse en ellos para que el peso del cuerpo hiciera

entrar las piernas en aquellos tarros. E1 chaleco era de seda y tenía


enormes solapas. La casaca de paño negro era tan angosta y

puntiaguda que cuando el caballero se inclinaba para ponerse a los

pies de una dama, la falda se levantaba recta y formaba un ángulo

de setenta y un grados con las piernas del héroe. La corbata era muy

ancha y se echaba con doble vuelta, y los cuellos de la camisa, muy

anchos también, volteaban, dando a las caras un aire de candor que

engañó a muchos y a muchas. No hay que fiarse en el candor de las

caras que tienen cuellos volteados, ni en la gravedad que ostentan

las que usan cuellos parados: uno y otra son engañosos y falaces.

La sala del señor y la señora Viñas era de una sencillez patriarcal.

Las blancas paredes no tenían más adorno que el que le ponen a los

difuntos cuando su inconsolable viuda, sus afligidos huérfanos y sus

inconsolables amigos les dicen: quede usted con Dios. Ya se

entiende que hablo de la cal.

La cal, triste presente

Que el hombre rinde al hombre,

Como un lauro postrer que da a su frente.

De esto nadie se asombre.

Que al decir los poetas lloradores:

"Yo regaré de flores,

Dulce amigo, tus restos adorados

Entre la negra y triste sepultura,

Usan de una figura


Retórica, de un tipo así tal cual:

Lo que riegan no es flores sino cal.

Sobre la blanca cal de las paredes (que el papel no era de lo más

común en esa época) había láminas que nada tenían de homogéneas:

eran San José al óleo, obra de Figueroa; un cuadro que representaba

la muerte de Napoleón y dos láminas en cristal: la una figuraba a

Cleopatra escondiéndose en el seno un lagarto y la otra a Matilde

cerrándose un ojo con un dedo para indicar que lloraba a Malek

Adel. ¡Pobre Malek Adel! ¡Cuánto lloré por tu suerte entonces, que

me creía yo tan rico de lágrimas! Y cuando llegó la hora de llorar

sobre mi mismo, no encontré ni una en mis ojos: todas habían caído

sobre tu sepulcro, sobre Corina, sobre Atala y otros personajes que

no eran de mi parroquial. ¡Las cosas que uno hace de muchacho! ¡Y

el interés que se toma por Óscar y Amanda, Numa Pompilio y otros

sin generales! Pero, a decir verdad, esta sensibilidad no está por

demás: ello se debe a que uno debe aprender la historia romana y la

griega al dedillo y obtener una calificación de "sobresaliente con

aclamación", como la obtuve yo en un certamen en que recité de pe a

pa todas las guerras púnicas. ¡Qué tal si entonces me examinan en la

historia de mi misma patria, que nunca me enseñaron en la

universidad! Indudablemente me habrían calificado réprobo

sobresaliente, porque hasta hace poco fué que supe que habían

existido un tal Gonzalo Jiménez de Quesada y otros varones. Esto lo


supe mucho después que aprendí a tomar café. Y a propósito del

café, me había olvidado de que estaba describiendo una sala.

Los canapés forrados en zaraza, los taburetes de vaqueta, las mesas

pintadas de mala mano, todo indicaba una medianía de esas que se

llaman con el adjetivo decentes. Para mi no hay ni puede haber

medianía que no sea indecorosa. Un lujo había en la sala, y eso no

pertenecía al amigo Viñas: las parejas. Veinte muchachas que ni

bajaban de los diez y ocho ni pasaban de los veinticuatro años:

veinte muchachas rollizas, de caras ovaladas llenas de hoyuelos, de

mejillas pintadas por la salud y la juventud, de ojos pícaros pero

inocentes, amorosos pero señoriles, de bocas frescas que se perecían

por hablar, pero que callaban modestas; de cuerpos rollizos vestidos

con humildes camisones de zaraza, y sin más adornos en las cabezas

que dos trenzas de abundante pelo; veinte doncellas listas para ser

buenas esposas y buenas madres; con ausencia total de lectura de

novelas de Dumas y de romanticismo y de jaranas; tales eran las

parejas con que se puso una contradanza que hizo estremecer la

tierra en sus ejes, y se bailaron unos sendos valses que hicieron

estremecer los ejes entre sus bocines.

Las parejas hombres, o sean parejos, eran de lo más disparejo que

puede darse en vestidos y en figuras. Unos gastábamos casaca; pero

yo vi a uno que bailó con chaqueta. Era una tertulia casera. La

contradanza, gloria de nuestros padres y gloria nuestra, de que se


han privado nuestros hijos por. . . pepitos, era y es (si se vuelve a

bailar) el más decoroso y galante, el más vistoso y caballeresco de

todos los bailes. Cuando la pareja que iba poniendo la contradanza

llegaba al fin de la hilera, era de verse aquel concertado desorden,

aquella sistemática anarquía, aquel arreglado movimiento con que

se movían cuarenta personas ejecutando a un tiempo las

se movían cuarenta personas ejecutando a un tiempo las vistosas

figuras. Y si la contradanza era obligada, es decir, compuesta de

figuras muy difíciles, había un momento, aquel en que se ejecutaba

el paso más obligado, en que hasta el espectador gozaba como no

han soñado gozar estos pepitos que corcovean hoy en las

alfombradas salas. E1 registro de los clarinetes despertaba los

corazones: el redoble en la tambora los hacía saltar, y al romper la

música con la primera parte de la contradanza, los hacía hablar. Sí,

señor, como usted lo oye; los corazones hablaban, que yo los oí. ¡A

sacar parejas! gritaban los más alegres, y todos nos precipitábamos a

sacar la que estaba comprometida. Puestos en hilera, el afortunado

mortal a quien tocaba poner la contradanza aguardaba a que la

música tocase la primera parte para romper el baile, y mientras

tanto decía algunas palabras a su compañera, que bien gratas habían

de ser, puesto que la veíamos remilgarse bajando los párpados sobre

sus alegres ojos. El que estaba de segunda pareja aguardaba con los

dedos pulgares metidos entre el chaleco, y haciendo abanico con la


mano abierta; y otros de los que habían quedado más abajo

divertían su impaciencia llevando con los pies el compás de la

retumbante música de viento, que aquella noche era de vendaval.

Unas dos contradanzas y unos tres valses redondos se habrían

bailado cuando en un interregno se apareció en la sala mi amigo el

de las Viñas, y con su misma cara de alma de cántaro que conservó

hasta la muerte, adornada en ese momento con sonrisa de gala, dijo

en voz alta: ¡Zeñores, vamoz a tomar café!

E1 golpe estaba dado, la situación era dramática. Por pronunciar dos

zetas y la palabra café había gastado Viñas cincuenta pesos

redondos. Nos lanzamos a tomar los brazos de las hermosas

convidadas, y nos dirigimos al comedor. Viñas nos precedía

llevando del brazo a su esposa, Magdalena Parra, que ya es muerta.

Un manojo de plumas se necesitarían para describir aquel comedor,

acostumbrado a ser teatro de juntas pacíficas, y que esa noche iba a

servir de campo de batalla; ¡qué digo, servir! que había servido ya

en los aprestos del refresco, pues se había removido este mundo y el

otro para ponerlo decente. Un baño de tierra blanca había

enlucido

las paredes. Donde la pared por su altura estaba incólume, corriente;

pero cómo habría sentado la blanca tierra en la zona húmeda, es

decir, en dos varas de altura, donde el verde de la humedad

atropellaba las fórmulas, saltando a la cara como un cigarrón.


¿Cómo habría quedado en todos los puntos en que se habría hecho

hoyo por las puntas de las mesas, por los palitroques de los

taburetes, por los saltos del perro Medoro a coger la pelota que

lanzaban los chicos, saltos que habían dejado en la pared una

especie de pentagramas curvilíneos formados por sus garras? La

mesa en que comía todos los días el señor de las Viñas, rodeado de

sus hijos como una viña de sus vástagos, era a propósito para

aquella parra y aquellas viñas, pero insuficiente para los

convidados, y se había tomado el partido de agregarle varias

mesitas. Las que eran muy bajas se habían alzado sobre ladrillos, y

aunque tambaleaban como Edda delante de su amado, éste no era

mucho inconveniente; pero las que habían quedado altas tenían la

ventaja de la solidez en cambio de la abominable joroba que

imprimían al mantel. Viñas me consultó sobre esta abominación un

poco antes de llamar a los convidados; y yo, viendo que no había

remedio en lo humano, le dije: el mar es lo más plano que se conoce,

y sin embargo, se desnivela cuando se agita, y así es más solemne.

Viñas quedó tranquilo con esta explicación. Había taburetes de

todas formas, platos de todos colores, gente de todas clases y niños

de todas edades; porque las señoritas convidadas habían ido con sus

padres, éstos con sus hijos chiquitos, y éstos últimos con todas las

criadas e la casa. Los convidados eran cuarenta y los asistentes

cuarenta mil. Nos sentamos, sí; aunque me pese el decirlo, nos


sentamos cuarenta personas en treinta taburetes. E1 cómo, se ignora

y se ignorará siempre. Magdalena Parra de Viñas, que no se sentaba

hacía tres días, bien hubiera querido sentarse, aunque no fuera sino

para poder llorar con descanso; pero, ¡qué sentarse en aquella

Babilonia! E1 refresco empezó por ajiaco, el modesto, el

irreemplazable ajiaco, que si figurara en algún lenguaje debería

tener por significado: mérito sólido. Tras del ajiaco siguieron unos

hermosos pollos asados, dignos de un príncipe convaleciente. Tras

de los pollos hubo vinos: vino tinto, vino dulce y vino de consagrar.

Tomamos más de lo justo, aunque no tomamos con injusticia: nos

alegramos y nos enternecimos. En esta delicada situación de ánimo

se oyó en la cercana cocina un ruido de molinillos, y acto continuo

entraron tres criadas bien vestidas, trayendo en tres grandes

azafates pastusos, muchos pozuelos blancos llenos de café.

Fué el segundo momento solemne. Todos mirábamos con

curiosidad aquel licor negro y espeso que venía entre sus sepulcros

blancos, como las almas de los fariseos. Nos pusieron por delante a

cada convidado nuestro pocillo de café hervido y batido, y cada uno

dio el primer sorbo. ¡Oh Silva! ¡oh Silva! ¡qué sorbo! ¡qué sorbo!

Si este artículo llevara números romanos, qué bien divididas

quedarían las situaciones dramáticas. Figúrate los números: Antes

de "Juan de las Viñas" un I. Después del "zeñores, vamoz a tomar

café", el II; y tras de los "pozuelos blancos llenos de café", el III. E1


drama estaría hecho; no faltaría sino ponerle un nombre bien

romántico, como el Confíteor, o Angel del crimen, o El

romántico, como el Confíteor, o Angel del crimen, o El puñal santo,

o Una borrasca en las uñas, o La segunda foja de un libro, o

cualquiera otra cosa romántica, significativa y sonora. Todavía le

faltaría algo: ponerlo en verso, y esto no sería muy difícil; por

ejemplo, este dialoguito:

¿No os parece, el de Cardona,

Que el caté está muy cargado?

—Está requetecargado

Y hace daño a mi persona.

—Que le falta azúcar creo,

¿No os lo parece, Cardona ?

—No lo nota mi persona,

Más sí lo creo de recreo.

Cuando el consolante es así, muy rebuscado y poco vulgar, sería

algo más difícil; pero echando mano de consonantes más socorridos

se andaría muy aprisa.

Pero sigamos con el café.

Apurado el primer sorbo, apartamos respetuosamente el pocillo, y

yo volví la cara, para escupir con maña y sin que nadie notara, el

puñado de afrecho que me había quedado en las fauces; pero no

pude hacer este acto de policía, porque mi vecino iba a hacer lo


mismo, y ambos nos recatamos para ocultar el secreto; es decir, cada

uno tragó lo mejor que pudo, y otro tanto sucedía a cada convidado.

Pasado el primer momento, hablamos todos para engañarnos.

Juliana, la señorita que estaba a mi derecha, y que pretendía tener

un gusto muy delicado y estar siempre a la moda, quiso hacerme

creer que aquella bebida que tomaba por primera vez, no le era

extraña. ¡Me gusta tanto el café! decía haciendo gestos de horror.

Clotilde, que estaba un punto más adelante, decía también: ¡Es tanto

lo que me gusta el café! Pero no puedo tomarlo sin que se me

resientan los nervios.

Yo estaba excitado por el vino de consagrar que había tomado, y no

pude contenerme:

—Juan de las Viñas, dije en voz alta, ¿cuánto te abonan por útiles de

escritorio en tu oficina?

—Poca cosa, contestó con sorpresa el interpelado; ocho pesos al año;

pero ¿por qué me lo preguntas?

—Porque no puedo explicarme el despilfarro que haces de tinta,

hombre.

—¿Qué quieres decir?

—Que nos has dado tinta de uvilla con tártaro en este impúdico

brebaje que acabas de propinarnos.

—Caballero, me parece que. . .

—Que me debes dar chocolate. Ahora no soy caballero, no soy sino


un hombre herido en lo más caro que tiene, en su guargüero; soy un

león enfurecido; y si no me das chocolate, te despedazo aquí en

presencia de tu tierna esposa y de tus tiernos hijos.

—Eres un hombre sin civilizar, un bárbaro, un indio bravo. No sabes

tomar café, la bebida de moda.

—¡Cómo! ¿Me llamas indio bravo después de tomar café batido,

servido con queso y retoritas? Te despedazo.

—Caballero, mire usted en qué casa está, dijo Magdalena Parra de

Viñas.

—Mi señora, estoy en una casa donde se bate el café: pido chocolate.

—Sí, ¡chocolate! ¡chocolate! clamaron todos los hombres, insolentes

por el vino, e incitados por mi mala crianza.

La escena se convirtió rápidamente en una escena de confianza.

Todos se reían, todos gritaban, Juan de las Viñas me pidió una

satisfacción.—Como quieras, le contesté. Estoy dispuesto no sólo a

satisfacerte, sino a probarte que el café ha sido hecho en

satisfacerte, sino a probarte que el café ha sido hecho en chorote. . .

Viñas estaba un poco serio; pero otro de los conmilitones propuso:

bauticémoslo con café y pongámosle otro nombre.

Por no recibir el café en la crisma y también porque vio que todo el

pueblo estaba contra él, se echó a reír al fin, y dijo subiéndose sobre

un cajón, y tomando el pocillo de chocolate que estaba apurando su

inocente esposa. ¡Pido la palabra!—La tiene Viñas, con tal que no


hable de café, contestó el insolente.

—Señores, dijo sin zeta ninguna y en el más puro castellano el buen

Viñas, que había estado a la moda, durante un momento, y que por

un accidente volvía a su lenguaje, a su tono y a su felicidad habitual:

señores, propongo un brindis con chocolate contra el café.

—¡Bravo, bravo! ¡Bien! ¡Magnífico! ¡Admirable! ¡Hurra! ¡Hucha

perro! gritamos todos enternecidos, sorprendidos, vencidos,

conmovidos, mientras que Viñas aguardaba parado, encajonado,

encantado, admirado, ruborizado.

Y en nuestra feroz alegría palmoteábamos, y bajábamos a Viñas de

su cajón en nuestros brazos, y lo estrechábamos, y llorábamos sobre

su faz. Hubo alguno que, no pudiendo moderar su entusiasmo, le

hacía tambora en la cabeza.

Viñas quedó resarcido de sobra con aquel triunfo oratorio y aquella

ovación fraternal, del fracaso de su café.

Tomamos buen chocolate improvisado y nos fuimos a la sala para

que vinieran a cenar los músicos. La mitad de los hombres se volvió

con ellos, y la otra mitad se dividió por mitades: una que se quedó

en la sala, y la otra que se vino con los músicos. De la mitad que

quedó en la sala, una mitad se apareció a pocos momentos en el

comedor. Comimos más, bebimos más, y fumamos con un furor

homérico. A los músicos los cuidamos con un furor intermitente: los

hacíamos tomar ajiaco después del dulce, o interrumpir una jícara


de chocolate, para contestar a un brindis con vino seco. Les

alcanzábamos cigarro encendido cuando empezaban a tomar frito, y

les hacíamos tomar agua después de tomar aguardiente.

Concluyeron al fin, volvieron sumamente complacidos a tomar sus

instrumentos musicales y tocaron con una fuerza descomunal

durante dos horas seguidas. A las tres de la mañana gritábamos

durante el baile: ¡oído! ¡viva mi pareja! ¡viva el buen humor! ¡viva

quien baila! Los peinados de las mujeres, que se mantenían

modestas y tolerantes, era lo único descompuesto que había en ellas,

porque cada media cadena obligada les hacía una borrasca sobre el

cráneo, al revés de lo que dice Víctor Hugo.

Hubo un momento sublime de reposo y de respetuoso silencio,

durante el cual acezamos. Habíamos bailado tres horas seguidas sin

intermisión, y era la una y media de la mañana. Dejar acabar el baile

hubiera sido delito: prolongar el interregno, atrocidad; seguir

bailando, suicidio. ¿Qué hizo el buen de Viñas? Fue e inventó una

cosa que no estaba en el programa de la fiesta; sacó una guitarra,

mudo testigo de sus ex-amores con su esposa cuando ésta no lo era

aún, y propuso a Juliana que cantara.

¡Pero si yo no canto! exclamaba aquella adoradora del café.

—¡Cómo no ha de cantar! le decíamos todos; y sin más razón que

ésta, y una vaga sospecha que circuló a ese tiempo de que

efectivamente cultivaba aquel arte encantador, le dejamos la


guitarra en el regazo. Media hora se pasó en templarla, y en

registrarla, al cabo de la cual tosió disimuladamente y empezó en

voz baja, algo acatarrada, aquella canción que entonces era de moda:

Hermosa, ven, y sulcaremos juntos

El mar inmenso de la triste vida.

Hermosa, ven, y mi fatal herida

Ciérrala ya por el eterno Dios.

Tin, pin, tin, pin, pin, pin, pin.

¡Ciérrala yaaaaay, por el eterno Dioooos !

La, ra, la, ra, la, ra, la,

Hermosa, ven, y sulcaremos juntos . . .

Iba a repetir la romántica cantora todo el convite a navegar; iba ya a

llegar a la curación de la herida, cuando al hacer un trino en la voz y

un arpegio en la guitarra, ¡pao! hizo la prima, reventada en el quinto

traste. La pobre prima, adelgazada durante los amores de Viñas con

su Parra, no pudo empezar con salud la segunda época de sus

glorias. ¡Ay, qué difícil es que una prima alcance para dos amores!

Dicen que las primas limeñas resisten hasta cuatro; pero las nuestras

quedan exhaustas en el primero. No habiendo otra prima a mano,

fué menester renunciar al placer de oír por tercera vez el convite a

"sulcar" juntos, y pasamos a otra cosa.

Esa otra cosa no podía ser sino volver a bailar, y lo hicimos con gozo

hasta las cuatro de la mañana, en que empezamos a despertar a los


chiquitos que dormían en los canapés, a rebullir a las criadas que

dormían en el corredor para que encendieran las linternas, y a

buscar los pañolones perdidos o confundidos.

Las madres se cobijaron la cabeza con el pañolón y se pusieron los

sombreros amarrándose el barboquejo. Las señoritas buscaron los

brazos de sus galanes, y salimos bien arropados todos a la fría

atmósfera de la calle, cantando a voz en cuello los hombres:

Hermosa, ven, y sulcaremos juntos.

Hoy son huérfanos de padre y madre los hijos de Viñas; de aquellas

hermosas jóvenes con quienes tomé o iba tomando una taza de café,

once han muerto; una (Juliana) está hace años loca; tres son ricas y

felices; seis piden limosna vergonzante; dos son monjas y están

expatriadas.

¡Triste campo es el de los recuerdos! Cada vez que entra uno entre

su triste memoria, se espanta de ver tantas lápidas. Aquí yace…

aquí yace… es lo que va leyendo. Como en el cementerio, no se

mide un paso sin que uno vea la boca de una bóveda.

TAZA TERCERA
BOGOTÁ

¡Todo ha variado! decía yo no hace muchos días, reclinado de codos

sobre mi mesa, y teniendo por delante una esquela de convite.

Amigos, costumbres, esquelas, alimentos; ¡todo ha variado! ¡Qué


triste es quedarse uno poco a poco atrás! ¡Qué triste y qué desolador

es encontrarse uno de extranjero en su patria!

Tales reflexiones las hacía yo sobre un cuadro de papel porcelana,

duro como los corazones de hoy, frío como las almas de hoy,

inmaculado como los corazones de antes, que decía así en lindísimos

y pequeñísimos tipos:

Los marqueses de Gacharná hacen sus cumplimientos a José María

Vergara, caballero, y le avisan que el 30 del mes entrante, siendo el

cumpleaños de señora la marquesa, se hará música en el hogar y se tomará

el té en familia.

(Traje de etiqueta.)

¿Qué demonios es esto? repetía yo, aludiendo a un estribillo de

bambuco, y llorando sobre mí y sobre mi patria: ¿qué demonios es

esto? Yo que he jurado no salir de Bogotá y morir aquí

encerrado

entre las retrógradas costumbres de mis cariñosos amigos, ¿cómo

me encuentro de repente trasladado a un puerto de mar?

¿Quiénes son estos marqueses? ¿Qué idioma es éste? ¿Por qué hacen

música? ¿Por qué toman el té en familia y no en taza? Y sobre todo,

¿por qué toman el té en lugar de tomar agua de borraja, que era de

sudorífico que enantes se usaba? Y gabán (en lugar de decir otra vez

y sobretodo) ¿por qué sudan o quieren sudar?

¡Ay, mi Bogotá! ¿Dónde estás, arrabal de mis entrañas? ¿Quién me


diera que en vez de este té fuera un chocolate en casa de Samper,

con asistencia de Carrasquilla, Marroquín, Quijano, Valenzuela,

Pombo, Guarín, Salvador Camacho y otros que no sudan?

Y esta lista la hacía yo por buscar algunos de esos nombres entre la

lista de convidados que me acompañaban los marqueses,

seguramente para que viera yo con quién tenía que habérmelas,

pues no había de ser para que escogiera, como quien escoge plato en

la carta de un hotel. Los convidados eran:

Señor el Duque de la Peniere, correo de gabinete de S. M. el

Emperador Napoleón.

Señor el barón Planagenet Dikswhy, cónsul de Inglaterra.

Señor el general Patricio Can de Lero.

Señor Béndix Matallana, artista.

Señor A. Bedghilmnpqrst, dilitantti alemán.

¡Todos son por el estilo, Dios eterno! exclamaba yo cuando, después

de veinte nombres más entre los que había algunos de mujeres,

divisé éste:

Señor Casimiro de la Vigne, caballero.

—¡Un paisano! grité alborozado.

Mis lectores no saben quién es Casimiro de la Vigne; pero si

recuerdan mi artículo de la taza de café, recordarán igualmente al

hijo mayor de Juan de las Viñas que se llamaba Casimiro. En 1848,

época en que empezamos a tomar café, era niño de ocho años; en


1865, en qué pasaba la escena de la taza de té, tenía veinticinco.

Cuando él tenía ocho y yo veinte, él era un niño y yo un joven y él

me llamaba de usted y señor don.

Ahora que él tiene veinticinco y yo treinta y siete, ambos somos

jóvenes y el me trata de tú y me llama José María a secas, como

conviene entre personas de una misma edad. La edad, pues, nos ha

apartado y nos ha juntado: esos doce años de diferencia que le llevo

se acortan o se alargan. Hoy somos iguales; pero volverá otra época

en que vuelvan a aparecer los doce años en cuestión; cuando él

tenga cincuenta y yo sesenta y dos, él será apenas un hombre

maduro y yo un viejo achacoso. Quién sabe si entonces vuelva a

llamarme señor y don y a tratarme de usted. Pero como ahora

somos de la misma edad, al encontrar su nombre sentí grande

alborozo; iba a tener un compañero, y por eso grité ¡un paisano!

Falta explicar por qué siendo hijo del señor de las Viñas, se llama de

la Vigne. En el colegio, en que se ponen apodos todos los

muchachos, apodos que a veces se inmortalizan, Casimiro, que no

tenía ninguno, entró a la clase de francés. Los muchachos que

aprendían entonces el bonjour, traducían al francés todo lo que

encontraban por delante: tradujeron al catedrático, al pasante y se

tradujeron así mismos.

E1 doctor Herrera Espada se convirtió en Mr. La Forgue de l'Espée;

el pasante, Mateo Castillo, se transfiguró en Mathieu Chateau, y


andando el tiempo vino a quedar con el nombre de Chato, como

corruptela de Chateau; y Chato Castillo se llama y se llamará hasta

el día del juicio, a pesar de que tiene unas narices descomunales.

Casimiro Viñas fue llamado Casimiro de la Vigne, y como no tenía

antes sobrenombre alguno, le quedó éste para saecula saeculorum.

E1 mozo era de talento y se hizo el bobo; se estuvo un semestre

enfadándose cada vez que le quitaban su ridículo apellido y le

daban su elegante apodo. Los otros muchachos por llevarle la

contraria no le llamaban sino de la Vigne. Al fín del semestre fingió

el bribón de Casimiro que aceptaba el apodo por darles gusto, y

comenzó a firmar con él. Hé aquí cómo logró bautizarse a su gusto.

Provisto de aquel apellido, de una buena figura y de un carácter

simpático, ha penetrado en todos los salones de lo que se llama

entre nosotros alta sociedad y que no es alta de ninguna manera. Por

estos motivos, su nombre estaba inscrito en la carta de los

marqueses, y por eso iba yo a tener un amigo, un paisano, en

aquella tierra de moros.

E1 marqués de Gacharná es un francesito, natural de Sutamerchán.

De edad de veintiún años, logró ir a París; vivió en un quinto piso,

devorando escaseces dos años mortales; volvió a Bogotá,

donde se

casó con una inglesa nacida en el barrio de Santa Bárbara, y que

tenía su dote consistente en dos casas que le dejó su padre ñor Juan
de Dios Almanza. Ella era vana y él vano; ella amaba lo extranjero, y

él se perecía por lo europeo: ella era flaca y él flaco; ella tenía dos

casas y él no tenía ninguna; pero en cambio él había hecho un viaje a

París y ella no había salido de la calle del Rodadero.

Ella se estremeció de amor cuando Miguel le presentó su primer

homenaje en francés, y él se turbó de gozo cuando ella le tendió en

respuesta, su mano, que por lo blanca, lo flaca y lo transparente,

parecía un pisapapeles de pasta de arroz. Una vez casados, fue

vendida una de las casas, y con su valor abrió Miguel un hermoso

almacén de ropas, introduciendo en el comercio el nombre de

Gacharná and Company, y a las pocas vueltas fue introductor por

mayor con buen crédito. Se pasaron a la otra casa y empezaron una

vida a lo extranjero. No recibían a nadie, porque así no se

vulgarizaban; porque así podían romper con algunos parientes y

antiguos amigos, cuya sociedad muy cordial no les convenía; y

últimamente porque así podían vivir con suma economía,

padeciendo hambres para poder ahorrar; y cuando a fuerza de

privaciones habían ahorrado trescientos pesos, daban un té, o una

soirée, no convidando sino muy pocas personas de lo más extranjero

que les era posible, y uno que otro nacional que les sirviera de

intérprete. Siendo tan raras las soirées que daban, y siendo tan

refinada su elegancia, todos deseaban concurrir a aquella casa que

no se abría sino tres veces al año; por este motivo sus convites eran
recibidos con gratitud. Tal sistema de vida, además de hacerlos

felices, influía notablemente en los negocios. Cuando uno entra en el

almacén de un paisano que habla y ríe, a buscar camisas y el paisano

lo recibe cordialmente, se siente uno irritado y muy dispuesto a

pedir rebaja. Encuentra uno allí camisas de lino a cuatro pesos,

ofrece a dos, rebajan a tres, y se sale el comprador indignado.

Pregunte en el vasto y solitario almacén de Gacharná and Company:

¿tiene usted camisas? Un hombre pequeño y muy flaco provisto de

unas patillas cuyas puntas se le enredan en las rodillas, arropado

con un enorme gabán de paño color de cobija, se

desprende de su

escritorio y llega al mostrador, con un lapicero de oro en la mano. Se

hace repetir la pregunta de si hay camisas: se dirige sin contestar el

saludo a un estante y baja una caja de camisas de algodón.

—¿A cómo?

—A seis pesos chemise.

—¿No da menos?

El señor Gacharná se encoge de hombros, vuelve a cerrar la caja y se

dirige a su escritorio.

Aguarde usted: las tomo. El señor Gacharná tira la caja sobre el

mostrador.

—¿Cuántas tiene esta caja?

—Una media docena.


—Tome usted la plata.

—No admito sino moneda fuerte.

—Pero, señor, estas pesetas son de 0,900…

—Moneda fuerte.

—Pues si no le gustan, tome usted oro, dite el comprador, abriendo

otro bolsillo del portamoneda.

Mr. de Gacharná cuenta dos cóndores y medio, y tres fuertes; para el

pico de ochenta centavos alarga uno cuatro pesetas, y él las rechaza

diciendo con aspereza:

—Moneda fuerte.

El comprador alarga un fuerte, escandalizado; Monsieur de

Gacharná devuelve una peseta, guarda su plata, vuelve la espalda,

sin despedirse y se dirige a su escritorio. El comprador repasa sus

seis camisas de finísimo algodón ordinario, que le costaron $ 28.80

moneda fuerte y se sale más contento que si hubiese comprado a su

cordial paisano seis camisas de ordinario lino fino, que le hubiesen

costado $ 14.40 en pesetas.

Monsieur de Gacharná es el hombre que más vende en toda la calle

real.

A las cinco de la tarde en que los mortales nos dirigimos a pasear los

pies por el camellón y los ojos por el campo, Monsieur de Gacharná

cierra su vasto almacén y se va solo y todo morno a pasearse de

prisa en el altozano, porque a los inmortales se les enfrían mucho los


pies. Allí camina solo y de prisa hasta las seis de la noche, en que es

hora de comer, y se va a su casa a comer papas asadas en el horno,

que ese no es alimento vulgar como las papas cocidas que comemos

los hijos de los hombres. A veces se le junta en el altozano algún

valiente que no le tiene miedo a su grave aspecto y se toma la

libertad de conversarle. E1 otro, que es un joven talentoso, y

espiritual hablador, despilfarra su rica imaginación; y Monsieur de

Gacharná contesta de vez en cuando ¡Oh! - ¡Si! ¡Bah! - ¡Yes! - ¡Pues!

¡Of-Not!

Hé aquí cómo Monsieur de Gacharná ha adquirido la fama de

hombre profundo en economía política.

Viéndolo tan inofensivamente bestia, un cónsul de Noruega lo

propuso para sucesor suyo cuando tuvo que regresar a Europa; y el

gobierno de Noruega, teniendo informe de que era tan bestialmente

inofensivo, le acreditó cónsul noruego en esta ciudad. Monsieur de

Gacharná contestó aceptando el destino, renunciando el sueldo que

pudiera tener, pidiendo su carta de naturaleza en Noruega y

ofreciendo comprar un título, si tenían a bien dárselo. E1 gobierno

de Noruega le contestó remitiéndole un título de marqués y la

condecoración del Aguila Coja, que consiste en una cinta negra con

puntadas de seda azul. E1 gozo de Monsieur de Gacharná

al saber

que ya no era colombiano, fue limitado, como su entendimiento,


pero profundo como su gravedad. Hé ahí cómo Monsieur de

Gacharná logró hacerse extranjero en su misma patria .

Tal era el hombre de quien decía una tía suya, cuando le vio recién

llegado de Europa: "Miguel no ha crecido; pero ha enflacao".

Por lo que hace a la señora marquesa, pasaba su vida encerrada para

no vulgarizarse. Gastaba las mañanas en estropear un piano de buen

carácter y en alarmar a la vecindad cantando la casta diva. Leía

francés y le hacía piedad ver procesiones u oír hablar español.

La estirpe originaria de Sutamerchán y aclimatada en Noruega no

debía extinguirse. Nació un angelito bello como todos los niños, hijo

de aquel par de cucarrones; y aunque nació robusto, se iba

debilitando porque estaba encerrado todo el día en un cuarto

interior, en los brazos de su bona, que era una india a quien aquella

vida sedentaria había hechizado. La bona Claudia se aprovechó de

aquel interregno de su suerte para desquitarse de sus madrugadas

en el campo; dormía todo el día y descansaba toda la noche

pero

como tenía mal dormir, único defecto de que se había acusado

cuando se presentó de postulante; unas veces dormía sobre el niño y

otras le quedaba de cabecera. Es decir, su defecto no era

precisamente mal dormir sino buen dormir, y hasta en esto mintió la

india, amén de otros defectos que ocultó, siendo uno de ellos la

creencia que se había arraigado en su alma de que el hombre ha


nacido para beber chicha y la mujer para acompañarlo.

Servía de compañero a la india y al niño un lebrel de casta, que

dormía, sin exageración, tanto como la india. A la hora de comer se

dirigía a la cocina con un trotecito zurdo; la cocinera le ponía

mazamorra en un tiesto y él la despachaba en un santiamén. Si la

mazamorra estaba caliente, le ladraba al tiesto mientras se enfriaba.

Todos estos pormenores y algunos otros más, los tenía yo de la

Vigne, que era muy amigo de los marqueses; y algo había visto yo

en las pocas visitas que tenía hechas en aquella casa sutanoruega.

Llegó por fin el 30 del mes entrante. A medio día me hice afeitar y

peinar por Saunier, y a las ocho de la noche comencé a vestirme.

Calcé botín de cabritilla: siete centímetros más angosto que la planta

de mi pie, vestí pantalón negro de satín, camisa de holán batista,

chaleco y corbata blancos y casaca negra abrochada de un botón.

Eché violette en mi pañizuelo que no resistía incólume un

estornudo; suspendí de un cordón de oro un French, parado por

costumbre, y me calcé unos guantes tan blancos, que delante de

ellos se hacía negro el marfil y morenita la nieve. Me abstuve de

refrescar, puesto que iba a tomar té y en familia nada menos, que así

debía tocarme gran cantidad. Eran las diez de la noche y me dirigí a

la casa de señores los marqueses, sita en el boulevar del Cuartillo de

Queso, abajo del malecón de la Carnicería. E1 zaguán estaba de par

en par, y entré hasta la galería de cristales, en donde encontré un


ujier que recibió mi carta. Penetré al salón e hice tres saludos: uno en

la puerta, otro en la mitad del camino y el tercero al tomar asiento.

Había diez o doce convidados; pero los demás no acabaron de

entrar hasta las doce de la noche. Estuvimos dos horas en una

tertulia deliciosa; nadie hablaba. Los hombres estábamos en medio

taburete esterilla, el cuerpo echado hacia adelante y el

sombrero

sobre las rodillas, todo a la última moda. Las señoras y señoritas

conservaban igual postura, y habían dejado sus boas en la galería.

Cada hora decía por turno una palabra algún convidado, y todos

nos reíamos de prisa para volver a quedar en silencio. La palabra

que se decía y que hacía reír era ésta u otra semejante: esta noche

hace frío. A1 cabo de una hora decía otro convidado: no ha llegado

el paquete; y volvíamos a reírnos en tres notas: do, re y sol.

E1 traje de las señoras era muy notable. Gastaban camisón de

larguísima cola, lo que, unido al peinado, les daba aspecto de un

endriago. E1 peluquero francés había hecho aquel edificio sobre sus

cabezas vacías. Con almohadas y colchones había abultado dos

cachos que corrían por encima de la oreja, terminando en puntas

muy adelante de la frente; y detrás había otro promontorio sin

modelo conocido. Una vez que la dama está peinada, hacen caminar

por encima de su peinado un gato, para que quede despelucada y

tome la dandy un airecillo de mulata.


Esa noche cuando señora la marquesa concluyó su toilette, fue a dar

un beso a su hijo, antes de venirse a la sala; y el marquesito al ver a

mamá con aquellos cachos y aquella cola, se tapó la cara gritando:

¡el coco! ¡el coco!

A las doce se pusieron las mesas de juego: dos tomaron un ajedrez,

cuatro un dominó, que es uno de los juegos más complicados que se

conocen; y otros nos pusimos a jugar ecarté. Yo ignoraba ese juego;

pero lo afronté con valor, porque Casimiro me advirtió en voz baja

que era burro sin figuras.

A la una de la mañana entró un caballero vestido a la

última moda,

y con guantes blancos. Yo me levanté para saludarlo; pero todos los

otros se quedaron quedos, y Casimiro me dijo en voz pianísima; ¡no

seas bruto! —Yo le repliqué en pianísimo que no comprendía, y él

me contestó en flautinísimo que era el criado que entraba a servir el

té. Acabáramos, dije en do mayor. Todos volvieron a mirarme

sorprendidos de aquella inconvenence y yo me ruboricé como una

novicia. El caballero vestido de criado volvió a entrar trayendo la

tetera de plata alemana, y los marqueses se levantaron gravemente a

servir el té humeante. Un terrón de azúcar refinado, más blanco que

mis guantes, estaba en el fondo de una taza más blanca que el

azúcar; y sobre el terrón cayó un chorro de agua hirviendo y un

poquillo de leche tan blanca como el azúcar o la taza. Yo apuré mi


taza, y como el agua estaba caliente y yo en ayunas, comencé a

sudar prodigiosamente, que bien lo necesitaba, y un suave calor me

subió hasta el cerebro. Tenía un hambre tiránica, y dirigí la vista

buscando a quién comerme. Los dueños de la casa estaban muy

flacos, y me lancé sobre una bandeja que contenía

bizcochuelos

extranjeros marcados con el sello de la fábrica. Aunque sabían a

enfermedad, me comí con disimulo catorce docenas, que vienen a

ser tanto como un cuartillo de nuestros biscochuelos bogotanos. Al

rebullir el té con la cuchara tuve la imprecaución de dejarla dentro

de la taza, por lo cual el criado me la volvió a llenar en dácame estas

pajas: tomé la segunda taza sin quitar la cuchara y el criado me la

volvió a llenar mientras me limpié un ojo. No atreviéndome a

rehusar; de miedo de que me desafiaran, me tomé la tercera taza;

pero comprendiendo que en la cuchara estaba el misterio de

aquella

insistencia, la separé de la taza y para que no quedara duda, la puse

debajo del plato. El criado cesó entonces en su furor, y yo me quedé

inmoble, lleno de líquido y de bizcochuelitos que sabían a alcoba de

enfermo; todavía hambre y sin embargo lleno; con gana de arrojar

todo lo que me sobraba, y sin embargo con gana de comer todo lo

que faltaba. Tormento superior al tonel de la fábula. En seguida nos

sirvieron astillas de helados y cucuruchos llenos de llorones y


uchuvas verdes.

Monsieur de Gacharná nos sirvió en copas chatas licor de oro. Este

licor es un aguardiente de Europa, blanco, blanquísimo, en el cual

nadan unas partículas de oro que producen muy bello efecto a la

vista y ninguna diferencia en el sabor. Como el licorcillo aquel es

sabrosito, y yo estaba en ayunas y sudando, me achispé como un

quídam, y ejecuté mil impertinencias que fueron miradas con

bondad hasta por el señor duque de la Peniere, correo de gabinete

de su majestad. El alemán había cantado ya al piano; los hombres se

habían separado en corrillos a conversar con alguna

animación; y yo

recordando mis tiempos de la taza de café, le cantaba a una niña de

mi conocimiento este verso:

Hermosa, ven, y sudaremos juntos. . . !

De repente me quedé sin auditorio, porque un pepito vino a sacar a

la señorita para un strauss que ejecutoriaba en ese momento el

diletanti alemán. El espectáculo que pasó entonces por mis ojos era

sumamente animado y campesino: seis pepitos y tres extranjeros

corcoveaban un strauss, de tal manera, que yo, de acuerdo con un

autor ilustre que se oculta bajo el velo del anónimo, calculaba que

ellos solos podrían trillar veinte cargas de trigo en un día. Cuando

los bailarines acabaron de echar parva, se bailó un muy indecente

baile, cuyo nombre ignoro y que consiste en bailar extremadamente


abrazados, con otras circunstancias deplorables.

Hice algunas consideraciones científicas, entre las cuales merecen

lugar especial las siguientes:

Todas las mujeres hablaban de la guerra de Austria y de la política

de Napoleón como de una cosa familiar.

Todos los hombres hablaban de las modas de París para mujeres,

como de una ciencia conocida.

Cada tres palabras, se atravesaba algún equívoco insoportablemente

libre, y las mujeres se reían de él acaso más que los hombres.

Las noticias de la Colombí, como ellos llamaban a la patria, las

tenían de buena tinta, de los periódicos franceses que allí se leyeron.

A cada cuatro palabras en mal español, se decían tres en mal

francés.

No había ni una sola mamá ni un solo papá, si se exceptúan los

pepitos bailarines. Las señoritas habían ido solas con sus hermanitos

pepitos. Una señora casada había ido con un general de la Colombí,

muy amigo suyo y poco amigo de su marido.

Las despedidas no eran aquellas largas pero divertidas escenas que

"El Duende" ridiculizó con mucha gracia. En lugar de aquellos

cordiales abrazos de antaño, había sólo reverencias. La despedida se

limitaba a un Bonne nuit, madame Bonne nuit, monsieur -

Bonímadam - Bonímosie.

Salimos a las cuatro horas menos un cuarto de la mañana, según dijo


Monsieur de Gacharná viendo su muestra. Soplaba un remusguillo

del Boquerón, de lo más sutil que ha podido inventarse, y como yo

estaba en cuerpo, con camisa de holán batista, y las libaciones con té

me habían hecho derretir en sudor, atrapé una pulmonía que fue

considerada por los médicos como una obra maestra en su género:

llegaron hasta desear que no me salvara para ver cómo estaban mis

pulmones. Sin embargo, a despecho de la ciencia atravesé aquella

crisis con felicidad y me he alegrado de no haber fallecido, por

varias razones: una de ellas, porque así me libro de que me entierren

al son de la Bell alma inamorata, en lugar del Miserere mei, Deus,

que es lo que conviene a un difunto que no va a bailar ni a leer un

libreto muy romántico. Otra de las razones es porque tengo

curiosidad de llegar a la cuarta época de Bogotá, para ver a qué se

convida entonces.

En 1813, se convidaba a tomar una taza de chocolate, en taza de

plata. y había baile, alegría, elegancia y decoro.

En 1848, se convidaba a tomar una taza de café, en taza de loza, y

había bochinche, juventud, cordialidad y decoro.

En 1866, se convida a tomar una taza de té en familia, y hay silencio,

equívocos, indecentes, bailes de parva, ninguna alegría y mucho

tono.

Espero que así como en 1866 se me ha convidado a tomar el té en


familia, en 1880 se convidará a tomar quinina entre amigos. Están de

moda los sudoríficos y antiespasmódicos; ¿por qué no les ha de

llegar su sanmartín a los febrífugos y antihepáticos?

También podría gustarte