Narrativa Juvenil El Corazon en Braille
Narrativa Juvenil El Corazon en Braille
Narrativa Juvenil El Corazon en Braille
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el corazón en braille
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pascal ruter
El corazón en braille
pascal ruter
el corazón en braille
ISBN: 978-84-698-3494-7
Depósito legal: M-22670-2017
Impreso en España - Printed in Spain
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley,
que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes
indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren,
distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada
en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio,
sin la preceptiva autorización.
A Delphine
1
S
onó el despertador y, poco después, oí a mi padre su-
biendo las escaleras. Cuando llegó a mi habitación
abrió la puerta de par en par.
—¡Venga, arriba! ¡Ha llegado el gran día!
Yo seguía en la cama y mi padre me zarandeó para que
me despertara.
—¡Date prisa! ¡Vas a llegar tarde!
Luego, rebosante de energía, bajó de nuevo por las es-
caleras. La verdad es que, por culpa de las vacaciones, las
prisas matinales me pillaban desentrenado. Aquella maña-
na, al margen de la vuelta a clase, mi cerebro estaba atur-
dido, como envuelto en la niebla. Oía cierto ajetreo en el
piso de abajo. Mi padre debía de estar muy ocupado pre-
parando el desayuno y yo me sentía acunado por aquellos
ruidos familiares. Ya iba a sumergirme de nuevo en el sue-
ño cuando gritó:
—¿Vas a levantarte ya o tengo que llamar a la grúa?
Di un brinco y, dudando como si estuviera a punto de
zambullirme en el agua fría, decidí correr el riesgo de sa-
car un pie fuera de la cama. Luego, a ciegas, agarré unos
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pantalones y una camiseta. «Lo siento por la coquetería»,
pensé. Mientras bajaba las escaleras tenía la sensación de pe-
sar una tonelada.
Mi padre, en la cocina, me había preparado un tazón de
chocolate caliente cuyo aroma se propagaba por la casa y la
niebla que envolvía mi cerebro empezaba a despejarse.
—¿Listo? —me preguntó mientras yo me bebía el cho-
colate. Arqueaba las cejas mientras movía la mano derecha
desde la distancia como si estuviera dándome un masaje
para despertarme. Yo aparentaba tener la situación bajo
control.
—Creo que sí, pero nunca se sabe, ¿no?
Se puso a lavar los platos y, antes de volver a meterse
en la cama, me dijo:
—Límpiate esos bigotes de chocolate. ¡La apariencia es
importante!
Yo, encogiéndome de hombros, me senté en el salón.
Estaba comenzando a salir el sol y ya había luz en el patio.
Las hojas de los árboles, que empezaban a caerse, parecían
mariposas secas sobre la tierra. Se hacía tarde, así que fui a
buscar la mochila. Me pareció pequeña, como si hubiera
encogido, y me dije que no debía de ser demasiado peli-
grosa: no tenía intención de que los problemas que conte-
nía me intimidaran durante aquel curso. La abrí y le eché
un vistazo. Lo primero que vi fue la lista del material y me
dije, con gesto de fastidio, que no se la había dado a mi pa-
dre. Un olvido. Aunque él, por su parte, también tendría
que haberse dado cuenta. Así es como funcionan los equi-
pos.
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Ya iba a pasar por su habitación para recordárselo
cuando me di cuenta de que tampoco era para tanto… Em-
pecé a vaciar la mochila para ver qué había dentro y hacer
una especie de inventario. Saqué varios lápices reducidos
al mínimo y uno de los extraños dibujos que hacía el hono-
rable Haissam: un manzano con un montón de manzanas
rojas alrededor del tronco. Hecho un mar de dudas, decidí
colgar el dibujo en la pared. ¿Qué habría querido decir con
ese dibujo? Casi nunca entiendo nada de lo que pinta ni de
lo que dice. Y si le pido explicaciones entiendo menos toda-
vía. En la mochila había también un ejercicio de quinto, ca-
lificado con un tres y el comentario «Tiene que mejorar»,
así como una foto, arrancada de una revista. Era una mujer
muy delgada, con un traje de baño muy corto. Puse la mo-
chila boca abajo y la sacudí para vaciarla, diciéndome a mí
mismo que la sensación de novedad infunde ánimos.
Ahora me parecía muy ligera. Y es que una mochila
sin material pierde su utilidad por completo. Entonces re-
cuperé dos o tres cuadernos del año anterior que estaban
dando vueltas en el fondo de un cajón.
Mi situación escolar no mejoraba en absoluto a pesar
de los cambios organizativos. Tuve que ajustar también los
tirantes de la mochila y aflojarlos un poco porque me ha-
cían daño en los hombros. Me dije que había crecido, y
para comprobarlo fui a mirarme en el espejo que había
dentro del armario: efectivamente, me veía alto y la mo-
chila parecía menos voluminosa.
Estaba contento, pues ser ancho de espaldas es impor-
tante en la vida.
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Antes de salir grité un escéptico «¡Hasta luego!». Papá,
por supuesto, no me respondió.
No era culpa suya. Seguramente habría vuelto muy
tarde de la ciudad y, como siempre, había intentado no
despertarme. Necesitaba recuperarse.
Era una mañana gris, aunque no hacía frío. El Panhard
estaba aparcado en el patio. El día anterior, papá se había
pasado todo el tiempo ajustando los balancines de su co-
che predilecto y los tubos de engrase le dieron unos pro-
blemas terribles. Yo le sugerí que desmontara todo el cir-
cuito del aceite, lo que resultó ser la solución. Ya estaba en
la cama cuando papá salió a hacer el reparto. Pude oír el
motor M10S rugiendo a todo meter, como Dios manda, y
me adormecí acunado por su sonido.
Cuando llegué al colegio había gente por todas partes.
Pasé por delante de la portería donde trabajaba el padre
de Haissam, pero no había nadie. Entonces me dirigí al pa-
tio, donde teníamos que reunirnos todos a la espera de la
directora.
Aquello estaba a rebosar. Los padres observaban cómo
se desarrollaba aquel primer día de clase desde detrás de
la verja. Con la cabeza entre los barrotes, a los que se aferra-
ban con las dos manos, parecían prisioneros buscando ai-
res de libertad, y pensé que habían elegido una forma un
tanto extraña de ver las cosas. La directora empezó a pasar
lista. Nos pusimos en fila delante de nuestros tutores, y
una vez que habían nombrado a todos los alumnos de la
clase, nos conducían dentro del edificio. De este modo, las
filas fueron desapareciendo del patio, que se vaciaba poco
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a poco. Ya me estaba preguntando dónde se habría metido
Haissam el honorable cuando una mano se posó sobre mi
hombro. No hacía falta que me diera la vuelta: sabía que
era él.
—Honorable egipcio —murmuré—, espero que este-
mos en la misma clase.
—Por supuesto.
Por fin me di la vuelta, pues tenía muchas ganas de
verle la cara. Comprobé que había vuelto a engordar du-
rante las vacaciones. Su enorme barriga estaba aprisiona-
da dentro de una camisa a cuadros totalmente pasada de
moda. Llevaba un pantalón de franela que le quedaba cor-
to y dejaba al descubierto sus calcetines, cada uno de un
color. Sus ojos sonreían tras las sempiternas gafas de con-
cha.
Tenía el aire tranquilo y sereno del que sabe hacer
bien las cosas. Nunca entendí por qué Haissam resultaba
tan impermeable a las modas, pero, a fin de cuentas, eso
era asunto suyo. Entonces me dio un codazo egipcio en el
costado.
—¡Victor! ¡No está! ¡Conque faltando a clase el primer
día! —gritaba la directora por megafonía.
Realmente no era el momento de pasar por un deser-
tor; no tenía ganas de llamar la atención el primer día de
curso. Era mejor esperar un poco.
—¡No, no! ¡Estoy aquí! —grité, gesticulando—. ¡Ya ve
que me estoy poniendo en la fila!
Poco después, Haissam se puso detrás de mí. «Por su-
puesto», había vuelto a decir. Era el único chico de la clase
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con el que me trataba, y mientras avanzábamos por los pa-
sillos detrás del profesor, me dije que era la mejor forma
de pasar desapercibido.
Nos sentamos en nuestros pupitres y el profesor nos
pidió que rellenáramos una ficha con nuestros datos per-
sonales, pues a principios de curso necesitaban informa-
ción sobre nosotros. Nunca entendí muy bien por qué,
pero en fin… A mí también me habría gustado recibir in-
formación sobre los profesores, pero nunca llegué a plan-
tearme esta necesidad; pensaba que, viniendo de mí, era
un proyecto fallido. Sin embargo, habría resultado intere-
sante saber dónde vivían, cómo eran sus familias y todo
eso. Más interesante que muchas otras cosas.
Haissam, como de costumbre, se había sentado en la
última fila. Me habría gustado que cambiara pero, al pare-
cer, le apetecía estar solo en el fondo del aula. Me decía a
menudo que era algo muy importante para él porque, du-
rante el curso, se concentraba tanto que daba la sensación
de que se había quedado dormido. Yo sabía que su gra-
do de concentración era más denso que el sirope pero, al
principio del curso, los profesores siempre caían en la
trampa y pensaban que estaba amodorrado. Se quedaba
con los ojos entreabiertos, los brazos cruzados y, a veces,
apoyaba la barbilla sobre el pecho. Él decía que, en esos
momentos, hacía «el cocodrilo del Nilo» y, aunque aparen-
temente dormitaba, absorbía toda la clase como una es-
ponja. Reaccionaba ante cualquier palabra o a los cambios
de entonación por parte del profesor igual que los cocodri-
los, que parecen ausentes pero que pueden atrapar a cual-
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quiera que se les ponga a tiro abriendo desmesuradamen-
te la mandíbula.
El año anterior, el profesor había desarrollado en la pi-
zarra un planteamiento matemático terrorífico, con un
montón de raíces y fórmulas que, más que ciencia, pare-
cían ciencia ficción. Mientras el profesor se movía de un
lado a otro de la pizarra, el bueno del egipcio, tan tranqui-
lo, seguía la explicación a su manera, es decir, dormitando
perezosamente, sin escribir nada y con la barbilla inclina-
da sobre el pecho. Hasta que abrió un ojo y, educadamen-
te, pidió la palabra.
—No es mi intención ofender, pero creo que todo eso
se puede explicar de una forma más sencilla.
Se dirigió a la pizarra tranquilamente y cogió la tiza en
medio de una expectación que parecía presagiar un mila-
gro. En una esquina escribió una breve línea y el profesor
se quedó con los ojos como platos, como si una puerta ha-
cia el infinito se acabara de abrir ante él.
—Tienes toda la razón —dijo con una voz apagada
que denotaba admiración.
Poco después se puso de baja por enfermedad, segura-
mente para volver a estudiar un montón de cosas.
Al rellenar la ficha de clase me pregunté cómo podía
responder a la pregunta «profesión del padre». Decidí po-
ner «comprador», pues me dije que aquello era lo más
adecuado. También vendía, que quede claro, pero pensé
que «comprador» era más misterioso y, sobre todo, más
noble. Luego me vino algo a la cabeza. ¿Seguro que papá
había puesto un colector de 0,15 al tubo de escape del
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Panhard? Si no, corría el riesgo de no llegar demasiado le-
jos con aquellos balancines. Aquello me dejó tan inquieto
que, por un momento, dejé de prestar atención al profesor.
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En fin, el caso es que aquel día me quedé viéndole jugar
al ajedrez con su padre mientras el colegio se vaciaba y yo
me atiborraba de gominolas. Los gestos de Haissam, lentos y
parsimoniosos, se parecían a los de un mago. Una perpetua
sonrisilla se dibujaba en los labios finos de su padre. Casi nun-
ca hablaban entre ellos. Mi compañero de clase, entre jugada
y jugada, se comía una gominola, que masticaba esperando
la reacción de su padre. Los restos de azúcar en polvo caían
sobre su camisa a cuadros y flotaban durante unos instan-
tes sobre el tablero. Una sensación de paz y de complicidad
los envolvía silenciosamente bajo aquella nube azucarada.
Me gustaba ser el último en entrar y el último en salir
del colegio, algo que Lucky Luke no lograba entender.
Comparar al jefe de estudios con Lucky Luke había sido
una genialidad de Haissam: era como un Lucky Luke bre-
tón. A veces, alguna cabeza asomaba por la puerta de la
portería para pedir información al padre de Haissam, que
respondía con un gesto vago. Unos cuantos misterios envol-
vían a mi compañero de clase: ¿cómo era posible que Hais-
sam fuera tan gordo y su padre tan flaco? ¿Por qué Haissam
tenía un nombre egipcio si su padre era turco? Y, sobre todo,
¿por qué este egipcio tan honorable festejaba el sabbat, una
fiesta que no era ni egipcia ni turca? Yo no entendía muchas
cosas de mi compañero. A veces buscaba en el diccionario
que me había regalado mi padre, pero ni siquiera allí encon-
traba las respuestas. Entretanto, mientras miraba cómo ju-
gaban al ajedrez, me atiborraba de gominolas.
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—Bueno, ¿qué tal ha ido todo? —me preguntó mi padre,
asomando la cara llena de grasa bajo el capó del Panhard.
Yo suspiré.
—Todavía no, por favor…
Mi padre frunció el ceño con desconfianza. Al final del
curso anterior había prometido a las autoridades del cole-
gio, y sobre todo a Lucky Luke, que me iba a vigilar de
cerca. Para darme ánimos me había comprado Los tres mos-
queteros, de Alejandro Dumas, y el diccionario que ya he
mencionado anteriormente. Yo le pregunté:
—¿No se te ocurriría ayer ponerle un colector de 0,15
al tubo de escape? Si no, vas a fundir los balancines.
Mi padre se encogió de hombros mientras limpiaba las
herramientas.
—Oye, papá.
—Dime, hijo.
—¿Cuánto tiempo habrá tardado Alejandro Dumas en
escribir Los tres mosqueteros?
—No lo sé…
—¿Un año?
—Puede… Yo creo que un poco más.
—¿Quizá tres años? A lo mejor un año por mosque-
tero.
—Pues a lo mejor.
—Otra cosa, papá…
Él estaba sentado en el asiento delantero del Panhard.
—Dime… Bueno, espera. Me voy a sentar antes de que
dispares…
—Me gustaría saber… ¿Tú ibas bien en el cole?
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Mi padre, muy seguro de sí mismo, actuó con cierta
jactancia. Sonreía con la mirada perdida. Parecía zam-
bullirse en sus recuerdos mientras se acariciaba suave-
mente la barbilla, como si quisiera arrancar chispas de
su pasado.
—Sí, iba como un tiro.
—¿En qué asignaturas?
—En todas.
Orgulloso y triste al mismo tiempo, su sonrisa resulta-
ba un tanto extraña y el rostro aparecía ligeramente defor-
mado tras el cristal del coche.
De todas formas lo puse todo en duda, pues su deber
como padre era el de dar ejemplo. Volví a entrar en casa,
pensando que sería mejor preguntarle al día siguiente a
Haissam el honorable sobre Los tres mosqueteros y sobre
Alejandro Dumas. Antes de subir a mi habitación, que es-
taba en el segundo piso, me bebí un vaso de agua. Luego
vacié mi cartera para colocar los nuevos libros de texto en
una estantería que había montado para ellos. Colgué en la
pared el horario de la semana, pues en quinto las había pa-
sado canutas para recordarlo: confundía asignaturas, días
y horas y, además, me equivocaba con el material. Nunca me
llevaba lo que hacía falta. Por último forré mis cuadernos,
después de escribir en la portada el nombre de la asignatu-
ra y el profesor correspondiente. Todo aquello me llevó su
tiempo, pero me procuraba cierta aureola de niño bueno y
formal.
Pensé que era un paso adelante. Un paso adelante en
cuestiones de método. Y, digan lo que digan, el método es
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importante. Luego bajé al salón y le pregunté a mi padre si
podíamos preparar un arroz al estilo egipcio, según la re-
ceta que me había dado Haissam. Durante la cena, mi pa-
dre me preguntó, con un aire tan solemne que me asustó
un poco:
—¿Te gustan los profesores de este curso?
Por lo que se ve, se había tomado en serio la prome-
sa que le había hecho a Lucky Luke. Quería asegurarse
de que empezaba el curso por el buen camino. Y yo asen-
tí con un arrebato de sinceridad para que se quedara
tranquilo.
—Ya sabes, hijo mío, que te juegas el curso en los pri-
meros días. Todo es empezar con buen pie: sin demasia-
dos excesos, pero con esfuerzo. Claro que las cosas se
pueden ir al garete… Ten cuidado y no te quemes al prin-
cipio.
Luego me puso una mano sobre el hombro.
—La vida, hijo mío, es como una etapa de montaña, y
no como una contrarreloj. Recuérdalo siempre.
¿Cómo podía estar tan seguro de ello? Al parecer, a él
también le había entrado la manía de los símbolos.
—Hay demasiadas cuestas para mí y no hago nada
más que derrapar. Además, ya sabes que el sillín de la bici
se me clava en el culo. No es que quiera desanimarte, pero
tienes que buscarte otra manera de apoyarme y de ense-
ñarme las lecciones de la vida.
Quitamos la mesa y nos sentamos frente a frente, en
unos sillones que estaban medio desfondados. Yo empecé
el juego, pues la tarde anterior había perdido:
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—¿En qué año Panhard & Levassor patentaron la sus-
pensión sobre tres puntos de apoyo?
Se paró a pensar durante unos segundos y dijo, con
aire de indiferencia:
—Qué fácil: el 14 de febrero de 1901. Ahora me toca a
mí. ¿Cuándo salió al mercado el primer modelo de Panhard
con radiador?
Cerré los ojos para concentrarme. Primer modelo de
Panhard con radiador… con radiador…
—¡Ya me acuerdo! En 1897. En la carrera París-Dieppe.
Mi padre, tras un silbido de admiración, se levantó del
sillón: tenía trabajo.
—Parece mentira que te hayas aprendido de memoria
el manual Krebs y que luego…
Comprendí adónde quería ir a parar y, aunque tenía
razón, no era el momento de echarme la bronca.
—Ya sé lo que quieres decir, papá, pero vamos a dejar-
lo, ¿vale?
—¿Te acuerdas de cuando me dijiste que Nelson Man-
dela era el delantero centro de un equipo de segunda divi-
sión? El Auxerre, creo…
—No te rías de mí.
Estuvimos un rato de broma, recordando los piques
del pasado.
—Vas a ver la que te tengo preparada para mañana
—me dijo, blandiendo el manual Krebs—. No vas a ser ca-
paz de adivinarlo.
—Yo también te tengo otra preparada. Y seguro que no
tienes ni idea.
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Luego, en mi habitación, eché un vistazo a los horarios
que había colgado en la pared y me entró la depresión. Al
día siguiente tenía clase a las 8:30 y me acordé de lo que
me había dicho mi padre: «Lo más importante es el princi-
pio de curso: no hay que empezar de forma brusca, pero
conviene ir rápido desde el primer momento». El libro de
Alejandro Dumas estaba sobre la mesilla de noche. Segu-
ramente yo iba a tardar más tiempo en leerlo de lo que ha-
bía tardado el autor en escribirlo, pues iba todavía por la
página cuatro. Así que preferí hojear un poco el manual
Krebs, que es algo así como la Biblia del Panhard, porque
quería pillar a mi padre en un renuncio.
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V ictor vive con los sentimientos a flor de piel.
Artesano de las palabras, es un apasionado del
rock. Le gusta, además, hincharse de gominolas con
su mejor amigo, y le divierte esconder el papel hi-
giénico del baño de las chicas.
El colegio siempre ha sido para él como hacer puen-
ting pero sin cuerda. Hasta que un día, Marie-José,
que padece una enfermedad degenerativa, irrumpe
en su vida.
Ella es un auténtico cerebrito; él, algo vago y mal es-
tudiante. Ella quiere disimular su enfermedad hasta
conseguir su sueño: entrar en una de las mejores es-
cuelas de música; él necesita orden en su vida.
Cuando se encuentran, un universo totalmente nue-
vo se abre ante ellos.
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