Desarrolla Tu Cerebro
Desarrolla Tu Cerebro
Desarrolla Tu Cerebro
DESARROLLA TU CEREBRO
La ciencia de cambiar tu mente
Traducción Concepción Rodríguez González
Palmyra
Primera edición: marzo de 2008 Segunda edición: mayo de 2008
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bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por
cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la
distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Título original: Evolve your brain: The science ofchanging your mind, publicado por
HEALTH
No obstante, es natural que dichos obstáculos nos pongan nerviosos, ya que en algún
lugar de nuestro interior sabemos que lo único que debemos vencer es el escollo que supone la
visión limitada de nosotros mismos. Es todo un proceso y, sin lugar a dudas, hay ciertos ato-
lladeros a lo largo del camino. Debo decir que este libro ha sido un magnífico y maravilloso
maestro para mí. Hoy en día soy diferente porque continué hasta el final, a pesar de las muchas
razones que tenía para dejarlo. Ahora comprendo mejor por qué lo escribí. Mi único y
esperanzado propósito era ayudar a la gente a cambiar su vida. Si este libro consigue alguna
mejora en la vida de una sola persona, entonces todo ha merecido la pena. No escribí Desarrolla
tu cerebro para los científicos, los investigadores o los académicos de primera instancia, sino
para la gente normal que quiere comprender cómo la ciencia apoya nuestra capacidad de cambiar
y que, como seres humanos, disponemos de un gran potencial.
Claro está que no sé todo lo que hay que saber acerca del cerebro. Mis descubrimientos,
experiencias, investigaciones y conclusiones personales son sólo puertas de acceso a mayores
conocimientos. Algunos podrían preguntarme por qué no he incluido ciertos temas en mi libro.
La razón es bien sencilla: he elegido no apartarme del campo que comprende la ciencia de
cambiar nuestra mente y las implicaciones que esto tiene en nuestra salud y bienestar. Podría
haber tratado otros muchos temas sobre la energía, la mente, la física cuántica y nuestras
capacidades superiores, pero eso habría convertido mi trabajo en un libro demasiado extenso
como para resultar útil.
Tengo mucho que agradecerle a la gente que me ha apoyado, animado y motivado para
completar este libro. En primer lugar, quiero darles las gracias a mis editores de HCI, Peter
Vegso y Tom Sand, por creer en mí. Y quiero hacerle un agradecimiento especial a Michele
Matrisciani, mi editora en radio y televisión. También desearía expresarles mi aprecio a Carol
Rosenberg, por ser una editora general tan concienzuda, y a Dawn von Strolley Grove y a Lawna
Patterson Oldfield, por su experta producción.
También a Tere Stouffer, mi editora gráfica, que me ayudó con la perspectiva, y a Sara
Steinberg, mi editora de contenidos, quien me contó la fábula de la tortuga y la liebre y me
brindó todo su cariño y su afecto... estoy muy agradecido. A Gary Brozek, cuya contribución a
mi trabajo tengo en alta estima. Y a Larissa Hise Henoch, mi diseñadora, que mostró su
verdadero talento con este libro.
También quiero darle las gracias a mi plantilla, por mantenerse a mi paso. Gracias a Bill
Harell, Jackie Hobbs, Diane Baker, Patty Kerr, Charlie Davidson y Brenda Surerus; vuestra
sinceridad ha tenido un valor incalculable para mí. Deseo dedicarle un agradecimiento especial a
Gabrielle Sagona por su ayuda, sus ánimos y su inagotable energía; gracias por todo. A Jowanne
Twining, doctora en Filosofía, que me ha dejado anonadado con su capacidad, sus conocimientos
y su paciencia. A Hill Arntz, a James y a Rebecca Capezio, por su inestimable colaboración con
el manuscrito. A Marjorie Layden, Henry Schimberg, Linda Evans, Arme Marie Bennstrom, Ken
Weiss, Betsy Chasse y Gordon J. Grobelny por su aliento y su apoyo. Mil gracias también a Paul
Burns, que me ha ayudado de innumerables maneras.
Vaya también mi gratitud para Amit Goswami, por su brillante inteligencia, su compasión
y su voluntad de ser un individuo único. ¡Eres un auténtico inconformista! Gracias, una vez más,
a Nick Pappas, doctor en Medicina, a Margie Pappas, enfermera y licenciada en Ciencias, y a
John Kucharczyk, doctor en Filosofía, que han jugado un papel muy importante a la hora de
informarme sobre el cerebro, la mente y el cuerpo.
Quiero darles las gracias a John y a Katina Dispenza, a mi madre, Fran Dispenza, por
proporcionarme unos hombros fuertes sobre los que apoyarme. Y por fin, mi más profundo
agradecimiento a mi adorable lady Roberta Brittingham, por comportarse de manera natural y
vivir todo lo que he tratado de explicar en este libro; siempre me he sentido inspirado por tu
humildad y tu grandeza.
Prefacio del editor
La verdad es que cuando Daniel Chumillas y yo comenzamos a soñar lo que podía ser
PALMYRA nunca pensé que llegaríamos tan lejos. Porque lo que hoy ponemos en tus manos es
uno de los secretos más buscados por la Humanidad: la fórmula de la eterna juventud.
Por eso, quiero dedicar este libro a mis padres y a su generación e invitarles a que no
renuncien a la posibilidad de cambiar sus cerebros.
PEDRO ESPADAS,
EDITOR DE PALMYRA
Prólogo
Puesto que estás sujetando este libro en la mano, puede que ya te hayas dado cuenta del
cambio paradigmático que está sufriendo la ciencia. En las viejas teorías, la conciencia de uno
mismo se consideraba un epifenómeno del cerebro. Hoy en día, tu conciencia es la esencia del ser
y tu cerebro, el epifenómeno. ¿Te sientes mejor? En ese caso, estás preparado para sacar
provecho de este libro.
La paradoja no hace más que aumentar cuando uno se considera un ser dual, una entidad
doble, desligada de las leyes cuánticas y diferenciada del cerebro. Sin embargo, si eres un ser
inmaterial, ¿cómo es posible que interactúes con tu cerebro, con el que no tienes nada en común?
Esto es el dualismo, una filosofía insoluble como ciencia.
Existe una tercera línea de pensamiento, y es ésta la que conduce al cambio
paradigmático. La conciencia es la estructura primaria de la realidad, y la materia (que incluye al
cerebro y al objeto que estás observando) existen siempre dentro de esa estructura como
posibilidades cuánticas. La observación no es más que la elección de las posibilidades de una
faceta que se convierte en la realidad de tu experiencia. Los físicos denominan a este proceso «el
colapso de la curva de posibilidades cuánticas».
Una vez que comprendas que tu conciencia no es tu cerebro, sino que va mucho más allá;
una vez que reconozcas que tienes el poder de elegir entre muchas posibilidades, estarás
preparado para poner en práctica las ideas y las sugerencias de Joe Dispenza. Supondrá una
ayuda adicional saber que el «yo» que elige es un «yo» cósmico, un estado de conciencia que
sólo nos es accesible en situaciones extraordinarias. Uno alcanza dicho estado cuando llega a un
entendimiento intuitivo. En esas ocasiones, uno está preparado para realizar cambios en los
circuitos de su cerebro. Y el doctor Dispenza nos enseña cómo hacerlo.
Hay otra razón por la que creo que el libro del doctor Joe Dispenza es una bienvenida
incorporación a la creciente literatura sobre el nuevo paradigma de la ciencia, y es que enfatiza lo
importante que es prestar atención a las emociones. Ya habrás oído hablar de la «inteligencia
emocional». ¿Qué significa ese término? En primer lugar, significa que una persona no tiene por
qué caer presa de sus emociones. Lo hace porque se siente apegado a ellas o, como diría Joe
Dispenza, «Te sientes apegado a los circuitos cerebrales conectados a las emociones».
Hay una anécdota que cuenta que cuando Albert Einstein abandonó la Alemania nazi para
marcharse a América, a su esposa le preocupaba mucho tener que dejar atrás tantos muebles y
enseres de su hogar. «Me siento apegada a ellos», se quejaba a un amigo. Ante esto, Einstein
bromeó: «Pero, querida, ellos no sienten apego por ti».
Ésa es la cuestión. Las emociones no están ligadas a ti, porque tú no eres tu cerebro y no
necesitas identificarte con tus circuitos cerebrales.
Pero ¿cómo has llevado a cabo todas estas acciones? Podemos comprender de un modo
racional que el cerebro se encargue de regular muchas y diversas funciones en el resto del cuerpo,
pero ¿en qué medida somos responsables del trabajo que realiza nuestro cerebro como director
ejecutivo del cuerpo? Tanto si nos gusta como si no, una vez que el cerebro idea un pensamiento,
el resto es historia. Todas las reacciones corporales que se producen a causa de nuestros
pensamientos, tanto conscientes como inconscientes, tienen lugar entre bastidores. Cuando te
pones a pensarlo, resulta sorprendente descubrir lo influyentes y extensos que pueden llegar a ser
un par de pensamientos conscientes o inconscientes.
Por ejemplo, ¿es posible que los pensamientos en apariencia inconscientes que atraviesan
nuestra mente a diario y de forma repetida hayan creado una cascada de reacciones químicas que
dé como resultado no sólo lo que pensamos, sino también lo que sentimos? ¿Podemos admitir
que los efectos a largo plazo de nuestra línea de pensamiento habitual pueda ser la causa del
estado de desequilibrio corporal al que llamamos enfermedad? ¿Es posible que, poco a poco,
estemos entrenando a nuestro cuerpo para la enfermedad mediante reacciones y pensamientos
reiterativos? ¿Qué ocurriría si el mero hecho de pensar alterara la composición química de
nuestro organismo tan a menudo que, a la postre, el sistema de autorregulación de nuestro cuerpo
considerara el estado anormal como el normal y regular? Es un proceso de lo más sutil, pero
quizá jamás le hayamos prestado tanta atención como en estos momentos. Mi deseo es que este
libro te ofrezca algunas sugerencias que te permitan controlar el universo de tu interior.
Ya que estamos con el tema de la atención, ahora quiero que prestes atención, que tomes
conciencia, y que escuches lo que te rodea. ¿Oyes el zumbido de la nevera? ¿El ruido de un
coche que pasa cerca de tu casa?
No eres más que un proyecto en curso. La organización de las neuronas cerebrales que te
hace ser como eres sufre cambios constantes. Olvida la idea de que el cerebro es un órgano
estático, rígido e inmutable. Las células cerebrales se reajustan y se reorganizan constantemente
en función de nuestros pensamientos y nuestras experiencias. A nivel neurológico, cambiamos
una y otra vez ante el más minúsculo de los estímulos. En lugar de imaginarte las neuronas como
células sólidas e inflexibles, como diminutas ramas que se unen en tu cerebro para conformar tu
materia gris, te invito a que las veas como patrones en movimiento de delicadas fibras eléctricas
que se agitan en una red animada, conectándose y desconectándose sin cesar. Eso se acerca
mucho más a lo que eres en realidad.
El hecho de que puedas leer y comprender las palabras escritas en esta página se debe a
las muchas interacciones que has sufrido a lo largo de tu vida. A la gente que te ha enseñado, que
te ha instruido, y que, en esencia, ha cambiado la distribución microscópica de tu cerebro. Si
aceptas la idea de que tu cerebro sigue cambiando mientras lees estas páginas, no tendrás
problemas para comprender que tus padres, profesores, vecinos, amigos, familiares y la cultura
en la que vives han contribuido en la formación de la persona que eres ahora. Son nuestros
sentidos, a través de nuestras diversas experiencias, los que escriben la historia de quiénes somos
en el pergamino de nuestra mente. Nuestra responsabilidad consiste en ser un buen director de
esta extraordinaria orquesta cerebral; y, tal y como acabamos de ver, tenemos la capacidad
necesaria para dirigir los asuntos de nuestra actividad mental.
Ahora vamos a cambiar nuestro cerebro un poquito más. Quiero enseñarte una nueva
habilidad. Las instrucciones son las siguientes. Mira tu mano derecha. Tócate el dedo meñique
con el pulgar y después el dedo índice. A continuación, lleva el pulgar hasta el dedo anular y
después hasta el dedo corazón. Repite el proceso hasta que puedas realizarlo de manera
automática. Ahora, hazlo más deprisa y consigue mover los dedos con rapidez sin equivocarte.
Tras pasar unos minutos concentrado en la tarea, deberías ser capaz de dominar los movimientos
sin problemas.
Para aprender bien los movimientos de los dedos, has tenido que abandonar el estado de
reposo que mantenías mientras leías para ascender hasta un nivel superior de percepción
consciente. De forma voluntaria, has activado un poco tu cerebro; has aumentado tu nivel de
conciencia por propia voluntad. Para conseguir memorizar esta habilidad, también has
incrementado el nivel de energía de tu cerebro. Has girado el botón de esa bombilla que siempre
luce débilmente en tu cerebro y has hecho que brille con más intensidad. Te has motivado, y el
hecho de haber elegido hacerlo ha logrado que tu cerebro se ponga en marcha.
Aprender y llevar a cabo esta actividad ha requerido que amplíes tu nivel de conciencia.
Al aumentar el flujo sanguíneo y la actividad eléctrica en distintas áreas de tu cerebro, eras más
consciente de lo que estabas haciendo. Has evitado que tu cerebro se concentrara en ningún otro
pensamiento para poder aprender una nueva serie de movimientos, y ese proceso requiere
energía. Has cambiado la estructura de millones de células cerebrales, que han adoptado nuevos y
diversos patrones. Ese acto deliberado precisaba voluntad, concentración y atención. El resultado
final es que has cambiado a nivel neurológico una vez más, y no sólo por pensar en algo, sino
también por realizar un nuevo movimiento o aprender una nueva habilidad.
Quiero que dentro de un momento cierres los ojos. En esta ocasión, en lugar de realizar
físicamente el ejercicio de los dedos, quiero que lo practiques en tu mente. Es decir, quiero que
recuerdes lo que has hecho hace unos momentos y que muevas mentalmente cada dedo tal y
como te lo pedí antes: pulgar hasta el meñique, pulgar hasta el índice, pulgar con anular y pulgar
con corazón. Practica los movimientos en tu cabeza sin realizarlos a nivel físico. Repítelos unas
cuantas veces y después abre los ojos.
¿Has notado que mientras practicabas los movimientos en tu mente, tu cerebro parecía
imaginar la secuencia completa como si los hicieras de verdad? De hecho, si has concentrado
toda tu atención en lo que ensayabas en tu mente y has visualizado los movimientos de los dedos,
has logrado estimular la misma parte de tu cerebro que se activó cuando los realizaste en
realidad. En otras palabras, tu cerebro no reconoce diferencia alguna entre realizar el movimiento
o recordar cómo se realizan. El repaso mental es un poderoso medio para fortalecer y moldear
nuevos circuitos en tu cerebro.
Estudios neurológicos recientes demuestran que podemos cambiar nuestro cerebro con el
mero hecho de pensar. Así que hazte la siguiente pregunta: ¿qué es lo que repasas, meditas y
realizas con más frecuencia? Todos los pensamientos y actividades, tanto conscientes como
inconscientes, afirman y reafirman tu «yo» neurológico. No debes olvidar que aquello en lo que
piensas con más frecuencia determina lo que eres y en lo que te convertirás. Mi esperanza es que
este libro te ayude a comprender por qué eres como eres, cómo has llegado a ser así y qué
necesitas para cambiar tu forma de ser a través de pensamientos y actos conscientes.
Puede que a estas alturas te preguntes: ¿qué es lo que nos permite modificar de manera
voluntaria el funcionamiento del cerebro? ¿Dónde se localiza exactamente el «yo»? ¿Qué es lo
que nos permite activar o desactivar los distintos circuitos cerebrales encargados de nuestro grado
de atención? El «yo» al que me refiero reside en una parte del cerebro denominada lóbulo frontal,
y sin esta parte, tú ya no seguirías siendo «tú». El lóbulo frontal es la región cerebral que más
tarde apareció en el desarrollo evolutivo y se encuentra justo detrás de la frente, sobre los ojos.
Retienes la imagen de ti mismo en el lóbulo frontal, y lo que hay en ese lugar especial es lo que
determina el modo en que te relacionas con el mundo y la forma en que percibes la realidad. Este
lóbulo controla y regula otras partes más antiguas del cerebro. Dirige tu futuro, controla tu
comportamiento, sueña nuevas posibilidades y te conduce a través de la vida. Es el asiento de tu
conciencia. El lóbulo frontal es el regalo que te ha hecho la evolución, la región cerebral que más
se adapta a los cambios y la que te permite desarrollar tus actos y pensamientos. Mi mayor deseo
es que este libro te ayude a utilizar esta nueva parte de la anatomía cerebral para dar una nueva
forma a tu cerebro y a tu destino.
Para nosotros existe una respuesta evidente. Decidimos permanecer en la misma situación
porque nos hemos vuelto adictos al estado emocional que generan y a las sustancias químicas que
provocan dicho estado. Por supuesto, sé por experiencia propia que a la mayoría de las personas
les resulta difícil llevar a cabo cambios de este tipo. Muchos de nosotros permanecemos en
situaciones que nos hacen infelices creyendo que no nos queda más remedio que sufrir. También
sé que muchos elegimos permanecer en situaciones que producen esa clase de problemas
mentales que luego nos acosan durante toda la vida. Una cosa es cómo elegimos vivir y otra muy
distinta por qué lo elegimos. Decidimos mantenernos apegados a una mentalidad y a una actitud
determinadas, en parte, a causa de nuestra genética, y en parte porque una región de nuestro
cerebro (una región estructurada por pensamientos y actos repetidos) limita nuestra percepción de
lo que es posible y lo que no lo es. Al igual que un rehén a bordo de un vuelo secuestrado, nos
sentimos atrapados en el asiento y conducidos a un destino que no hemos elegido; y no logramos
ver el resto de posibilidades disponibles.
Recuerdo que cuando era niño, mi madre solía decir que una de sus amigas era de ese tipo
de personas que no es feliz a menos que sea infeliz. No ha sido hasta estos últimos años, después
de estudiar de manera intensiva el cerebro y el comportamiento, cuando he llegado a comprender
de verdad, a un nivel bioquímico, neurológico y fundamental, lo que ella quería decir. Y ésa es
una de las razones por la que he escrito este libro.
Podemos cambiar (y por tanto, evolucionar) nuestro cerebro a fin de no volver caer en
esas reacciones repetitivas, habituales y poco saludables que se producen como resultado de
nuestra herencia genética y nuestras experiencias pasadas. Es probable que hayas cogido este
libro porque te atrae la posibilidad de romper con la rutina. Tal vez quieras aprender a utilizar la
neuroplasticidad natural del cerebro (la habilidad de reestructurarse y crear nuevos circuitos
neurales a cualquier edad) para realizar cambios sustanciales en tu calidad de vida. Este libro
pretende ayudarte a desarrollar tu cerebro.
Los descubrimientos que he realizado en más de veinte años de estudio sobre el cerebro y
sus efectos sobre el comportamiento han conseguido que albergue una enorme esperanza sobre
los seres humanos y nuestra capacidad para cambiar. Esto va en contra de la corriente imperante
desde hace mucho tiempo. Hasta hace poco, la literatura científica nos inducía a creer que
estamos condenados por la genética, que estamos trabados por el condicionamiento, y que
debemos aceptar que el viejo dicho sobre perros viejos y trucos nuevos tiene validez científica.
Eso es a lo que me refiero. En el proceso evolutivo, la mayoría de las especies que se ven
sometidas a duras condiciones medioambientales (depredadores, clima y temperatura,
disponibilidad de alimentos, la ley social del más fuerte, oportunidad de procrear, etcétera)
consiguen adaptarse a lo largo de millones de años superando los cambios y los desafíos del
medio externo en el que se desenvuelven. Tanto si desarrollan un sistema de camuflaje como
patas más rápidas para dejar atrás a los depredadores carnívoros, los cambios en el
comportamiento se reflejan en la biología genética y física a lo largo de la evolución. Nuestra
historia evolutiva está codificada en nuestro interior desde el momento del nacimiento.
Así pues, la exposición a condiciones diversas y cambiantes origina sin lugar a dudas
criaturas más adaptables, capaces de aclimatarse al entorno; el hecho de sufrir un cambio a nivel
congénito les asegura la continuidad como especie. A lo largo de muchas generaciones de prue-
bas y fracasos, la exposición reiterada a condiciones difíciles ocasiona que estos organismos
biológicos que no se han extinguido se adapten lentamente y, a la postre, cambien su código
genético. Éste es el lento proceso de evolución lineal inherente a todas las especies. El entorno
cambia; el comportamiento se adapta a las nuevas circunstancias; los cambios efectuados se
codifican en los genes y la evolución conserva esos genes por el bien del futuro de la especie. La
descendencia de esos organismos estará más preparada para soportar los cambios en su mundo.
Como resultado de miles de años de evolución, la expresión física de un organismo es
equivalente o superior a las condiciones del medio. La evolución almacena los recuerdos
permanentes de incontables generaciones. Los genes codifican la sabiduría de una especie
manteniendo un registro de sus cambios.
La recompensa de dichos esfuerzos consistirá en la creación de patrones de
comportamiento congénitos tales como los instintos, las habilidades naturales, las costumbres, los
impulsos innatos, las conductas rituales, el temperamento y un sentido de la percepción muy
agudizado. Tendemos a creer que la herencia genética que recibimos activa un programa
automático que nos obliga a vivir de una cierta manera. Una vez que nuestros genes se activan,
ya sea porque le ha llegado la hora a algún programa genético o a causa del condicionamiento del
medio (herencia versus medio), no nos queda otro remedio que comportarnos de una manera
determinada. Es cierto que nuestra herencia genética tiene una poderosa influencia sobre quiénes
somos, y que actúa como una mano invisible que nos conduce hacia hábitos predecibles y
predisposiciones innatas. Por lo tanto, para superar los desafíos del medio no sólo debemos
demostrar una voluntad más fuerte que nuestras circunstancias; también debemos romper con las
viejas costumbres y eliminar la información codificada de experiencias pasadas que podría estar
anticuada y que ya no se puede aplicar a nuestras condiciones actuales. Evolucionar, pues, es
romper con los hábitos genéticos y utilizar lo que hemos aprendido como especie como un punto
de partida desde el que seguir avanzando.
Cambiar y evolucionar no son procesos agradables para ninguna especie. Vencer nuestras
inclinaciones innatas, alterar nuestros programas genéticos y adaptarnos a las nuevas condiciones
ambientales requiere voluntad y determinación. Afrontémoslo, el cambio es un inconveniente
para cualquier criatura, a menos que se considere una necesidad. Renunciar a lo antiguo y aceptar
lo nuevo conlleva un gran riesgo.
La evolución, no obstante, debe comenzar con el cambio del propio individuo. Para
considerar la idea de comenzar contigo mismo, piensa en la primera criatura (por ejemplo, un
miembro de una comunidad con una conciencia de grupo estructurada) que decidió no seguir el
comportamiento habitual de su grupo. De alguna manera, esa criatura debió de intuir que actuar
de forma diferente y romper con el comportamiento normal de la especie podría asegurar su
propia supervivencia y, posiblemente, el futuro de su raza. ¿Quién sabe?, tal vez especies nuevas
aparecieran de este modo. Dejar atrás lo que las convenciones sociales consideran normal y crear
una mente nueva requiere comportarse como un individuo, en cualquier especie. Aferrarse con
firmeza a lo que uno cree mejor y abandonar la antigua manera de ser también podría servirle de
algo a las futuras generaciones; la historia recuerda a los individuos que se comportan con
semejante valentía. La verdadera evolución, pues, consiste en utilizar los conocimientos
genéticos de pasadas experiencias como materia prima para nuevos desafíos.
Lo que ofrece este libro es una alternativa de base científica a esa idea que nos dice que
nuestro cerebro es un órgano inmutable... que poseemos o, mejor dicho, que estamos poseídos
por una especie de neurorigidez que se refleja en la clase de conductas habituales e inflexibles
que tan a menudo podemos contemplar. Lo cierto es que somos un portento de flexibilidad, de
adaptabilidad y de neuroplasticidad, lo que nos permite reformular y rediseñar nuestras
conexiones neurales y generar el tipo de comportamiento que deseemos. Por increíble que
parezca, poseemos el poder necesario para cambiar nuestro cerebro, nuestro comportamiento,
nuestra personalidad y a fin de cuentas, nuestra realidad. Sé que esto es cierto porque lo he visto
con mis propios ojos y he leído acerca de individuos que se han alzado por encima de sus
circunstancias, le han plantado cara a los ataques de la realidad tal y como la concebían y han
realizado cambios muy importantes.
Por ejemplo, el movimiento a favor de los Derechos del Ciudadano no habría conseguido
unos efectos tan duraderos si un individuo como el doctor Martin Luther King Jr. no hubiera
creído en la posibilidad de otra realidad, a pesar de todas las evidencias que lo rodeaban (la ley de
Jim Crow, alojamientos separados pero semejantes, el ataque de perros agresivos y poderosas
mangueras contra incendios). Aunque el doctor King lo calificó en su famoso discurso como un
«sueño», lo que en realidad estaba auspiciando (y viviendo) era un mundo mejor en el que todas
las personas disfrutaban de las mismas oportunidades. ¿Cómo logró hacer eso? Decidió albergar
una nueva idea en su mente sobre su propia libertad y la de la nación, y esa idea era más
importante para él que las condiciones del entorno en el que vivía. Se aferró a esa visión de
manera inquebrantable. El doctor King no estaba dispuesto a cambiar sus ideas, sus actos, su com-
portamiento, su discurso ni el mensaje que quería transmitir por nada del mundo. Nunca cambió
su imagen interior de ese nuevo entorno, ni siquiera si eso significaba un ultraje para su propio
cuerpo. Fue el poder de su visión lo que convenció a millones de personas de la justicia de su
causa. El mundo cambió gracias a él. Y no es el único.
Muchos otros han cambiado la historia con proezas similares. Y millones más han
alterado sus destinos personales de una forma semejante. Todos podemos crearnos una nueva
vida y compartirla con los demás. Tal y como hemos aprendido, tenemos esa clase de equipo en
nuestro cerebro que nos permite unos privilegios únicos. Podemos mantener un ideal o un sueño
en nuestra mente durante extensos períodos de tiempo, a pesar de las circunstancias del medio
externo. También tenemos la capacidad de reestructurar nuestro cerebro, ya que somos capaces
de convertir una idea en algo más real para nosotros que cualquier otra cosa del universo. Éste es
el objetivo del libro, al fin y al cabo.
La carrera no empezó muy bien. Puesto que había más del doble de participantes de los
que se esperaban, los organizadores no pudieron permitir que todos empezáramos al mismo
tiempo y dividieron el campo en dos grupos. Para el momento en que llegué a la zona de ins-
cripción, ya había un grupo que estaba en el lago con el agua hasta los tobillos, poniéndose las
gafas y los gorros para prepararse para la salida.
Examiné todo mi cuerpo con la mente para asegurarme de que mis piernas y mis brazos
seguían estando presentes y móviles, y así era. Después de veinte minutos que parecieron cuatro
horas, una ambulancia me llevó ál Hospital John F. Kennedy para que me hicieran una evalua-
ción. Lo que más recuerdo del viaje en ambulancia son los vanos intentos de los tres técnicos por
encontrarme las venas para colocarme un gotero intravenoso. De todas formas, me encontraba en
estado de shock. Durante el proceso, la inteligencia corporal trasladaba enormes cantidades de
sangre hacia los órganos internos y lejos de las extremidades. Con todo, me daba cuenta de que
tenía una importante hemorragia interna, ya que podía sentir cómo se acumulaba la sangre a lo
largo de mi columna. Tenía muy poca sangre en las extremidades en ese momento, de modo que,
en esencia, me convertí en un alfiletero para los técnicos sanitarios.
La mañana siguiente, a través de la niebla que provoca los analgésicos y los somníferos,
me di cuenta de que todavía estaba en el hospital. Cuando abrí los ojos, vi al doctor Paul Burns,
mi antiguo compañero de habitación en la facultad de quiropráctica, sentado frente a mí. Paul,
que ejercía en Honolulú, se había enterado de lo que me había ocurrido y había abandonado la
consulta para tomar un vuelo hasta San Diego, había conducido hasta Palm Springs y estaba allí
conmigo antes de que me despertara esa mañana.
Paul y yo decidimos que sería mejor trasladarme en una ambulancia desde Palm Springs
hasta el La Jolla's Scripps Memorial Hospital a fin de estar más cerca de mi hogar en San Diego.
El viaje fue largo y doloroso. Yacía atado a la camilla mientras los neumáticos de la ambulancia
convertían cualquier imperfección de la carretera en un ramalazo de dolor localizado en cualquier
parte de mi cuerpo. Me sentía impotente. ¿Cómo iba a poder soportar aquello?
Entendí por qué debía tomar la decisión en menos de cuatro días. La inteligencia
instintiva de mi cuerpo llevaba corrientes de calcio hacia el hueso para comenzar el proceso de
curación lo antes posible. Si esperábamos más, los cirujanos tendrían que vérselas con la
calcificación propia del proceso de curación natural. El doctor me aseguró que si elegía realizar la
intervención en menos de cuatro días, podría estar caminando en menos de dos meses y de vuelta
en la consulta con mis pacientes.
Por alguna razón, no pude apresurarme a firmar para dar mi consentimiento y confiarle
irreflexivamente mi futuro.
En aquel momento, me sentí atrapado y muy abrumado. Parecía un hombre muy seguro
de sí mismo, como si no existieran más opciones. No obstante, le pregunté: «¿Qué ocurriría si
decidiera no operarme?». Él me respondió con mucha calma: «Yo no se lo recomiendo. Pasarán
de tres a seis meses antes de que el cuerpo se recupere lo bastante como para que pueda caminar.
El procedimiento normal sería reposo absoluto en decúbito supino durante todo el proceso de
recuperación. Después tendríamos que ponerle un aparato corrector de cuerpo entero que tendría
que llevar de seis meses a un año. Mi opinión profesional es que, sin la cirugía, en el momento en
que trate de levantarse se quedará paralizado. La inestabilidad de la D8 causará un incremento de
la curvatura hacia delante y seccionará la médula espinal. Si usted fuera mi hijo, estaría en la
mesa de operaciones en estos mismos momentos».
Me quedé allí tendido en compañía de ocho quiroprácticos, todos muy amigos míos, y de
mi padre, que había volado hasta allí desde la Costa Este. Nadie dijo una palabra durante un buen
rato. Todos esperaban a que yo dijera algo. Jamás lo hice.
Al final, mis amigos sonrieron, me estrecharon el brazo o me dieron una palmadita en el
hombro y salieron respetuosamente de la habitación. Cuando todo el mundo se hubo marchado
salvo mi padre, fui consciente del alivio unánime que sentían mis amigos al saber que no se
encontraban en mi posición. Su silencio había sido demasiado atronador como para que yo lo
pasara por alto.
Durante los tres días siguientes me vi atormentado por el peor de los sufrimientos
humanos: la indecisión. Contemplé sin cesar las placas diagnósticas, volví a hablar con todo el
mundo y al final decidí que una opinión más no me vendría mal.
Al día siguiente, esperé con anticipación hasta que llegó el último cirujano. De inmediato,
el hombre se vio asediado por mis colegas, que tenían veinticinco preguntas que hacerle cada
uno. Desaparecieron durante cuarenta y cinco minutos para consultar al doctor y regresaron con
las radiografías. Este último médico me dijo básicamente lo mismo que los anteriores, pero me
ofreció un procedimiento quirúrgico diferente: colocarme unas barras de quince centímetros en la
columna que retiraría después de un año para colocar otras permanentes de diez centímetros.
En esos momentos tenía la posibilidad de dos opciones quirúrgicas en lugar de una.
Permanecí allí tendido como en trance, contemplando sus labios mientras hablaban, pero tenía la
atención puesta en otro lugar. En realidad no quería simular que me interesaban sus pronósticos
asintiendo de manera inconsciente para aliviar su incomodidad. De hecho, no tenía percepción
del tiempo en esos momentos. Estaba como hipnotizado, y mi mente estaba muy lejos de esa
habitación de hospital. Pensaba en lo que sería vivir con una discapacidad permanente y, muy
posiblemente, con un dolor constante. Las imágenes de los pacientes que había atendido durante
mis años de residencia y de práctica que habían optado por la cirugía de Harrington a una edad
temprana no dejaban de rondar mi cabeza. Esos pacientes vivían cada día de su existencia adictos
a la medicación, siempre tratando de escapar de ese tormento brutal que jamás los abandonaba.
No obstante, comencé a hacerme algunas preguntas. ¿Qué habría ocurrido si yo tuviera un
paciente en mi consulta con radiografías y hallazgos similares a los que yo tenía? Era muy
probable que hubiera aprobado la cirugía, ya que era la opción más segura si el paciente quería
caminar de nuevo. Pero en ese caso se trataba de mí, y no podía imaginarme lo que sería la vida
con una discapacidad semejante y teniendo que depender en parte de otros. Esa idea hizo que me
sintiera enfermo en lo más hondo de mi ser. La inmortalidad natural que viene dada con la
juventud, la fuente inagotable de salud y ese período particular de la vida comenzaban a alejarse
de mí como una rápida ráfaga de viento que recorre un pasillo. Me sentía vacío y vulnerable.
Me concentré de nuevo en la situación que me traía entre manos. El doctor se irguió
frente a mí con su metro ochenta y cinco de estatura y sus ciento treinta y cinco kilos de peso. Le
pregunté: «¿No cree que colocar las barras de Harrington en la columna torácica y gran parte de
la lumbar limitaría los movimientos normales de mi espalda?». Sin pensárselo un instante me
respondió que «no me preocupara» porque, según él, por regla general no había movimientos en
la columna torácica y por tanto mi movilidad no se vería afectada por las barras.
Todo cambió para mí en ese momento. Había estudiado y enseñado artes marciales
durante muchos años. Mi columna era muy flexible y móvil. Durante parte de la carrera y durante
la mayor parte del tiempo que había pasado en la facultad de quiropráctica, había practicado dos
o tres horas de yoga al día. Me levantaba cada mañana a las 3.55 de la madrugada, antes de que
saliera el sol, y participaba en clases de yoga intensivas antes de que comenzaran las clases.
Tengo que admitir que durante esas sesiones de yoga aprendí más sobre la columna y el cuerpo
que durante todas las horas de clases de anatomía y fisiología. Tenía incluso un estudio en el que
enseñaba yoga en San Diego. En el momento en que me lesioné, el yoga formaba parte de un
programa de rehabilitación física para mis pacientes. Yo sabía que tema mucha más flexibilidad
en esa parte de la columna de la que creía ese último doctor.
También sabía por haber experimentado con mi propio cuerpo que tenía bastante
movilidad en la columna dorsal. Mientras el médico hablaba, miré al doctor Burns, que había
estudiado yoga y artes marciales conmigo mientras estábamos en la facultad. Mi colega movió su
columna en seis serpenteantes planos diferentes mientras permanecía de pie a espaldas del
cirujano. Al ver su demostración, me di cuenta de que ya sabía las respuestas a lo que estaba
preguntando, ya que era un experto en la columna, tanto por mi aprendizaje académico como por
el ejercitamiento personal.
Decidí que necesitaba un plan de acción si quería curarme de esa lesión completamente.
Comería sólo una dieta de alimentos crudos, y sólo en pequeñas cantidades. De esa forma, la
energía requerida para la digestión de grandes cantidades de alimentos cocinados sería destinada
a la curación. Después del sexo, la digestión es el proceso corporal que más energía consume.
Además, el hecho de que las enzimas necesarias ya estuvieran presentes en la mezcla nutricional
de alimentos crudos aceleraría la digestión y consumiría menos energía para procesarlos y
eliminarlos.
A continuación, pasé tres horas al día (mañana, tarde y noche) practicando autohipnosis y
meditación. Visualicé, con la alegría que conlleva estar completamente curado, que mi columna
estaba reparada por completo. Reconstruí mentalmente mi columna, reconstruyendo cada
segmento. Estudié centenares de imágenes de columnas a fin de ayudar a perfeccionar mis
imágenes mentales. El hecho de concentrar mis pensamientos me ayudaría a dirigir esa sabiduría
interna que ya trabajaba en mi curación.
Antes y después de estudiar en la facultad de quiropráctica, me sentía fascinado por el
estudio de la hipnosis. Este interés fue desencadenado por el hecho de tener dos compañeros de
habitación que a menudo hablaban y se levantaban mientras dormían. Presencié un montón de
estos incidentes. Ellos despertaron mi curiosidad sobre los poderes del subconsciente y, a la
postre, sobre la hipnosis. Leí todo libro sobre hipnosis que cayó en mis manos. Mis intereses
también eran auto-motivados: deseaba ir a clase y recordarlo todo sin tener que tomar apuntes.
Durante dos años, asistí a una academia llamada Hipnosis Motivation Institute (Instituto para la
motivación mediante la hipnosis) en Norcross, Georgia, los fines de semana y muchas noches.
Para el momento en que me gradué en la facultad de quiropráctica, ya había estudiado unas
quinientas horas de hipnosis clínica impartidas por el «padre de la hipnosis moderna», el doctor
John Kappas.
Así pues, comencé mi régimen de recuperación con la sencilla idea de que sanar mis
lesiones era algo posible, ya que había presenciado de primera mano hasta dónde llega la
capacidad del subconsciente. Me había llegado el turno de ponerlo a prueba.
También hice un horario para que la gente me visitara dos veces al día durante períodos
de una hora, una vez por la mañana antes de comer y otra antes de la cena. Les pedí que
colocaran las manos sobre la parte dañada de mi columna. Amigos, pacientes, médicos, familia-
res e incluso gente que no conocía contribuyeron de manera intencionada colocando las manos
sobre mi espalda y compartiendo los efectos curativos de su energía.
Al final, me di cuenta de que si quería conseguir la cantidad de calcio necesaria para
reparar los huesos rotos, necesitaba aplicar un poco de presión gravitacional sobre los segmentos
dañados. Durante el proceso de desarrollo o de curación de un hueso, la fuerza natural de la
gravedad actúa como estímulo para cambiar la carga eléctrica del exterior del hueso, de manera
que gracias a la polaridad, la carga positiva de la molécula de calcio se vea atraída por la carga
negativa de la superficie del hueso. Este concepto tenía muchísimo sentido para mí. Sin embargo,
no pude encontrar en ningún sitio algún texto que aplicara ese razonamiento al tratamiento y
manejo de las fracturas por aplastamiento.
Me habían educado como católico, pero nadie habría podido considerarme una persona
particularmente religiosa ni espiritual. Creía en la sabiduría innata del cuerpo. Sabía que existía
una fuerza animadora en todos y cada uno de nosotros, y sabía que esa fuerza/inteligencia era
mucho mayor que la de ningún humano. Creía en la existencia de un elemento espiritual dentro
de todos nosotros, pero no me sentía atraído por ninguno de los rígidos y jerárquicos tipos
eclesiásticos ni por ningún dogma. Creo que los humanos somos mucho más competentes de lo
que pensamos. No podría decir que fuera un creyente formal de ningún tipo de práctica espiritual.
No pertenecía a ninguna iglesia con ningún tipo de denominación, pero sí que creía que algo
tangible, real, y activo trabajaba en mi vida diaria.
Así pues, en cierto modo estaba más predispuesto que la mayoría a mostrar una mente
abierta ante lo que pronto leería en Ramtha: El libro blanco. Comencé a leerlo por curiosidad,
pero después de las primeras páginas, mi mente subconsciente estrujó mi intelecto para decirme
que prestara atención a lo que estaba leyendo. Las palabras tenían sentido a muchos niveles
diferentes. Para el momento en que llegué a la parte del libro en la que se explica cómo los
pensamientos y las emociones crean nuestra realidad, la idea de la superconsciencia, ya me tema
completamente enganchado. Lo terminé treinta y seis horas después. Yo era un hombre en medio
de un cambio y el libro aceleró mucho la velocidad de ese cambio.
Ramtha: El libro blanco fue el catalizador perfecto, un libro que plasmaba gran parte de
lo que yo había pensado y experimentado durante casi toda mi vida adulta. Respondió muchas
preguntas que me hacía sobre el potencial humano, la vida y la muerte, y la divinidad de los seres
humanos, por nombrar unas cuantas. El libro refrendó muchas de las decisiones que había
tomado, en particular la arriesgada disyuntiva de renunciar a la cirugía. El texto desafiaba los
límites de lo que yo consideraba racionalmente cierto y me elevó hasta el siguiente nivel de
conciencia y comprensión de la naturaleza de la realidad. Comprendí mejor que nunca que
nuestros pensamientos no sólo afectan a nuestro cuerpo, sino también a toda nuestra vida. El
concepto de superconsciencia no era únicamente la ciencia de la mente sobre la materia, sino
también la idea de una mente que influye sobre la naturaleza de toda la realidad. ¡No está mal
para un libro que estaba en una estantería vacía cogiendo polvo!
A menudo me pregunto dónde estaría hoy si no hubiera optado por la curación natural.
Algunos de vosotros os preguntaréis si mereció la pena correr semejante riesgo. Cuando miro
atrás e imagino las consecuencias de haber tomado una decisión diferente en el pasado, doy
gracias por mi libertad actual. Durante ese breve período de mi vida, creo que llegué a estar más
inspirado por el proceso de curación de la mente y el cuerpo de lo que jamás me habría llegado a
imaginar si hubiera optado por la cirugía convencional.
Para ser sincero, en realidad no sé si lo que me pasó fue un milagro. Pero he cumplido mi
promesa de explorar cuanto me fuera posible el fenómeno de la curación espontánea. El concepto
de «curación espontánea» hace referencia a las ocasiones en las que el cuerpo se regenera por sí
solo o se deshace de una enfermedad sin la ayuda de una intervención médica convencional,
como la cirugía o los fármacos.
A lo largo de los diecisiete años como estudiante y los siete que pasé como profesor en la
Escuela Ramtha de Iluminación Espiritual, he ido mucho más allá de los límites de esa
investigación. Me he sentido inspirado y enriquecido por esas experiencias. No me habría sido
posible escribir este libro sin los conocimientos y las experiencias que tuve en la RSE. Para mí la
escuela ofrece el conocimiento más completo del cuerpo al que jamás he tenido acceso. Desarrolla
tu cerebro es, así pues, un intento por exponer un relato detallado de mis experiencias, algunas
derivadas de las enseñanzas de Ramtha y otras de mi propia investigación.
En los últimos siete años, Ramtha me ha indicado con sutileza que compartiera esta
información, mis experiencias y mi investigación personal; en otras ocasiones, me persuadió, me
convenció y me empujó a tomar esta dirección. Este libro representa mi asimilación de todas las
influencias que he tenido en la vida, una mayor comprensión de los conceptos científicos de hace
siete años y mi compromiso de devolver en la medida que me sea posible la bendición que recibí.
A decir verdad, no podría haber escrito Desarrolla tu cerebro hace siete años... sencillamente, la
investigación fundamental para la esfera de acción de este libro no estaba acabada. No estaba
preparado entonces, pero lo estoy ahora.
También sé que la decisión de renunciar a la cirugía hace tantos años fue lo que me
condujo hasta donde estoy ahora. Mi investigación, mis intereses científicos y mi medio de vida
están centrados en la curación en todas sus formas. He pasado los últimos siete años
reflexionando sobre cómo el hecho de creer en un solo pensamiento, independientemente de las
circunstancias, apela a una mente más sabia y conduce a la gente hacia un futuro inmenso y
maravilloso. Cuando doy una conferencia sobre los ingredientes necesarios para que una persona
cambie sus condiciones de vida, me siento realmente bendecido por poder contribuir a que las
personas normales y corrientes lleguen a comprender mejor el cerebro y el poder que tienen los
pensamientos a la hora de dar forma a nuestra vida.
Aparte de las referencias a las dolencias físicas, este libro también pretende hacer
hincapié en otro tipo de aflicción: la adicción emocional. En los últimos años, he viajado mucho,
he dado muchas conferencias y he dirigido investigaciones independientes sobre los más recien-
tes descubrimientos en neuropsicología, y he llegado a comprender que lo que una vez no fue
más que una teoría tiene ahora aplicaciones prácticas que nos permiten curarnos las heridas
emocionales que nos hemos infligido nosotros mismos. Los métodos que sugiero no son castillos
en el aire, cosa de magia o milagros de la autoayuda. Te aseguro que este libro está basado en la
más pura vanguardia científica.
Todos hemos experimentado algún tipo de adicción emocional en algún momento de
nuestra vida. Entre sus síntomas se cuentan la apatía, la incapacidad para concentrarse, un intenso
deseo de continuar con la rutina de nuestra vida diaria, la imposibilidad de completar ciertas
acciones, la falta de nuevas experiencias y respuestas emocionales y una constante sensación de
que un día es igual a otro.
¿Cómo se puede acabar con este ciclo de negatividad? La respuesta, por supuesto, reside
en tu interior. Y en este caso, en una parte muy específica. A través de la comprensión de los
temas que exploraremos en este libro y la voluntad de aplicar algunos principios específicos,
puedes resolver tus problemas emocionales mediante la alteración de las redes neurales de tu
cerebro. Durante mucho tiempo, los científicos han creído que el cerebro tiene una estructura
inmutable, lo que significa que es imposible cambiarlo y que el sistema de reacciones e
inclinaciones que has heredado de tu familia configuran ahora tu destino. Pero en realidad el
cerebro posee una elasticidad, una capacidad de desconectar antiguas rutas de pensamiento y de
crear rutas nuevas, a cualquier edad y en cualquier momento. Más aún, puede hacerlo con relativa
rapidez, en especial si se compara con los modelos evolutivos en los que el tiempo se mide en
generaciones y en eones, y no en semanas. Tal y como yo he empezado a comprender y como la
neurociencia comienza a reconocer:
Por ejemplo, imagina que, de niño, tenías miedo a las alturas. Tus amigos y tú vais de
excursión y cerca de las tiendas hay un lago con un saliente de piedra cerca de la orilla. Todos los
demás se lo pasan en grande saltando desde allí hasta el agua. Tú te contentas con nadar y
disfrutar del efecto refrescante del agua hasta que alguien, probablemente uno de tus amigos
mayores o algún pariente, le comenta a todo el mundo que eres el único que no ha saltado desde
la piedra.
Incluso el más pequeño de los acompañantes lo ha hecho. Al final, acicateado por sus
bromas y a fin de escapar a las constantes salpicaduras de agua en la cara, decides salir del agua y
recorres temblando el camino hasta el saliente.
El sol te quema los hombros, el viento te pone la piel de gallina y parpadeas una y otra
vez para evitar que el agua que escurre de tu cabello se te meta en los ojos. Mientras tanto, tu
mente funciona a toda velocidad y te dice: «De ninguna manera». Te castañetean los dientes y los
aprietas mientras das un cuidadoso paso para apartarte del borde. Los gritos y los silbidos se
intensifican. Miras hacia abajo y la cabecilla de tus torturadores se ha convertido en tu mayor
animadora; sus «¡Vamos!» ya no son una pulla, sino un mantra. Impulsado por una corriente de
adrenalina que te aprieta la vejiga y hace temblar tus rodillas, das un tambaleante salto lejos del
borde hacia el vacío.
Emerges del agua resoplando y das un grito de triunfo, a sabiendas de que algo
fundamental ha cambiado dentro de ti. Todas las dudas, los miedos y las incertidumbres han
quedado atrás. Permanecen en esa roca y se evaporan tan rápido como tus huellas mojadas. Todos
los horrores que imaginabas se han disipado y han dejado en su lugar una realidad mucho más
positiva.
Utilizo este ejemplo común y corriente a propósito. Tanto literal como metafóricamente,
mucha gente se queda paralizada ante algo que les impide alcanzar las cumbres de su existencia,
algo que les impide experimentar la libertad y la alegría de una vida sin los problemas causados
por el miedo o las dudas.
Estoy seguro de que, a estas alturas de tu vida, ya has tenido alguna experiencia en la que
tu mente se ha impuesto sobre la materia. Yo he experimentado muchas en mi vida, pero ninguna
tan llamativa como la curación de las lesiones sufridas en aquel triatlón. Siempre he estado
interesado en impulsarme, en mejorar como persona, y siempre me ha fascinado el potencial que
poseen la mente y el cuerpo humanos.
Me interesaba en especial lo que sucede cuando la mente y el cuerpo trabajan al unísono
de verdad. Por supuesto, sabía que mente y cuerpo no están en realidad separados, pero a menudo
me preguntaba cuál de los dos llevaba el volante. ¿Cuál llevaba realmente el control? ¿Estamos
predestinados genéticamente a ciertas enfermedades y dolencias corporales y mentales? ¿Estamos
sometidos a los caprichos del entorno, del ambiente que nos rodea?
Dean: un guiño y un sí
La primera vez que vi a Dean sentado en mi sala de espera, él me sonrió y me guiñó un
ojo. Tenía dos tumores en el rostro del tamaño de limones grandes. Uno estaba bajo la barbilla, al
lado derecho, y el otro crecía sobre la frente, al lado izquierdo. Durante la exploración, Dean me
explicó que tenía leucemia. Le pregunté qué medicación y qué terapias utilizaba para mantener la
enfermedad bajo control. «Nunca he utilizado nada», respondió. Continué el examen tratando de
concentrarme en lo que hacía, pero deseaba preguntarle muchísimas cosas. Yo había superado
una lesión, pero aquello era completamente distinto. La leucemia, en especial la leucemia
mieloide aguda sin tratamiento, era una enfermedad debilitante y dolorosa. No era una herida
corporal que podía sanar sin más con el tiempo, como un hueso roto.
Los médicos que diagnosticaron la enfermedad de Dean le dieron seis meses de vida.
Justo entonces, Dean se hizo la promesa de llegar a ver la graduación de su hijo, que estaba en el
último curso del instituto. Ese momento crucial había ocurrido veinticinco años atrás. En esos
momentos, mientras me miraba sin parpadear tumbado en la mesa de exploraciones, Dean
anunció que unos meses después asistiría a la ceremonia de graduación de su nieto. Yo me quedé
asombrado.
Tras nuestro primer encuentro, Dean regresó a mi consulta para las dos visitas de
seguimiento. Un día, cuando terminé de tratarlo, me atreví a preguntarle por fin: «¿Cómo lo
conseguiste? Deberías haber muerto hace veinticuatro años, ¡pero has conseguido sobrevivir sin
medicación, sin cirugía y sin ningún otro tipo de terapia! ¿Cuál es el secreto?». Dean sonrió de
oreja a oreja, se apoyó en la mesa de exploración para acercar su rostro al mío y, señalando su
frente, respondió: ¡lo único que hay que hacer es tomar la decisión!». Me dio un fuerte apretón de
manos, se giró para marcharse y, antes de irse, me guiñó el ojo una vez más.
Sheila: el pasado como precursor maldito
Sheila sufría una multitud de síntomas debilitantes, entre los que se encontraban las
náuseas, la fiebre, el estreñimiento y un intenso dolor abdominal. Su médico le había
diagnosticado diverticulitis crónica, una dolorosa inflamación infecciosa consistente en la
formación de pequeños fondos de saco a lo largo del intestino. Aunque Sheila recibía tratamiento
médico, no dejaba de experimentar episodios agudos cada vez más frecuentes.
Un día, Sheila oyó hablar de la conexión existente entre las emociones malsanas y las
dolencias físicas y se decidió a dar un nuevo rumbo a su vida. Aunque ya había cumplido los
treinta, Sheila se consideraba una víctima de su infancia. Sus padres se habían divorciado cuando
ella era joven. Se había criado junto a su madre, que trabajaba mucho y la dejaba sola gran parte
del tiempo. Tras haber crecido sin la mayor parte de las posesiones materiales y las experiencias
sociales de las que disfrutaban otros niños, se sentía estafada.
Cuando Sheila decidió prestar atención a sus emociones, se vio obligada a admitir que
debían ser calificadas como malsanas. Día tras día durante veinte años, había creído y dicho que,
a causa de su infancia, nunca podía hacer nada satisfactorio, ni a nivel de trabajo ni a nivel
personal. No había dejado de recordarse a sí misma que su vida era un sinsentido, que jamás
podría cambiar y que sus padres tenían la culpa de todas las desgracias que le habían ocurrido. En
esos momentos, se dio cuenta que la mayor parte del tiempo transcurrido durante esos años, sus
pensamientos habían sido una mera repetición de esa letanía de culpa, excusas y quejas. Puesto
que la intervención médica no le había proporcionado una cura permanente, Sheila comenzó a
reflexionar sobre la posibilidad de que el resentimiento que albergaba contra sus padres estuviera
directamente relacionado con su enfermedad. Tomó conciencia de todas las personas y
situaciones que le habían permitido creerse y comportarse como una víctima, y reconoció que
había utilizado a esas personas y circunstancias para excusar su renuencia a cambiar.
De forma gradual, mediante la práctica de la percepción consciente y la fuerza de
voluntad, Sheila renunció a su antigua forma de pensar y a los sentimientos relacionados con esos
pensamientos repetitivos que la convertían en una víctima. Logró despojarse de la parte de su
identidad relacionada con los pensamientos negativos sobre su infancia y perdonó a sus padres.
Sheila ya no tuvo ninguna razón para sufrir.
Sus síntomas comenzaron a remitir. En poco tiempo, todos los síntomas físicos
relacionados con su enfermedad desaparecieron. Sheila había logrado curarse de una enfermedad
debilitante. Y, lo más importante, también se había liberado de las cadenas con las que ella
misma se había aprisionado.
Sin embargo, si el mismo tipo de suceso aparece una tercera, cuarta o incluso una quinta
vez, debemos descartar la posibilidad de que sea una coincidencia. Debe haber alguna razón
consistente que genere esas reapariciones. Con la suposición de que debía de haber una relación
causa-efecto, me pregunté: «Si los efectos de los que estamos hablando son la curación
espontánea, ¿qué causó los cambios físicos en todos estos individuos?».
Comencé a pensar que, puesto que estos individuos no atribuían su recuperación a ningún
tratamiento o terapia relacionada directamente con el cuerpo, tal vez algún proceso mental
interno hubiera producido la mejoría clínica. ¿Podía la mente ser de verdad tan poderosa? La
mayoría de los médicos reconoce que la actitud de un paciente influye en su capacidad para
beneficiarse del tratamiento. ¿Sería posible que esas personas se hubieran curado de su
enfermedad por el mero hecho de cambiar su mente, su forma de pensar?
También estudié si existía una relación verificable científicamente entre lo que había
ocurrido en estos casos y la mente humana. Si aplicáramos el método científico para probar casos
como estos, ¿descubriríamos que algunos procesos que han tenido lugar en la mente (y, por tanto,
en los tejidos cerebrales) son los causantes de estas curaciones? ¿Podríamos repetir esos procesos
para obtener el mismo efecto? ¿Podría servirnos de ayuda estudiar las curaciones espontáneas
para descubrir leyes científicas que expliquen la conexión mente-cuerpo?
Intrigado por lo que había aprendido en la RSE (la Escuela Ramtha de Iluminación
Espiritual, ver Capítulo 1), cuyo credo es el poder de la mente sobre la materia, seguí esta línea
de razonamiento como punto de partida en mi empeño por estudiar las remisiones y las
curaciones espontáneas y su posible relación con la función de la mente. Estaba predispuesto a
creer que estaban relacionados, ya que Ramtha me había enseñado que es muy posible que la
mente pueda sanar al cuerpo de cualquier enfermedad. De hecho, mucha de la gente a la que
entrevisté a lo largo de los años era estudiante de la RSE a quien se le había enseñado cómo curar
su propio cuerpo.
Hay un componente muy interesante en los milagros. Una persona que busca las llamadas
experiencias milagrosas y sus resultados, que estudia ideas que van más allá de las creencias de la
sociedad, probablemente tenga en consideración actuar en contra de las convenciones médicas,
sociales e incluso religiosas. Imagina a un hombre al que le han diagnosticado hipertensión
arterial y colesterol elevado en sangre. Su médico alopático (convencional) realiza un pronóstico
y un plan de tratamiento, que tal vez incluya medicamentos, restricciones dietéticas, un régimen
de ejercicios y una lista de normas con lo que puede y no puede hacer. Si el paciente responde:
«Gracias, doctor, pero me encargaré de este asunto yo mismo», el médico probablemente llegue a
la conclusión de que el individuo está poniendo en peligro su salud por no aceptar el
procedimiento de rutina. Cualquiera que se aferré a la esperanza de un resultado milagroso en su
vida tendrá que derribar la fortaleza de las creencias convencionales y arriesgarse a que lo tachen
de equivocado, irracional, fanático o incluso loco.
Antes de describir las cuatro características comunes a estos casos, me gustaría resaltar
algunos de los factores no constantes entre las personas que estudié. No todos practicaban la
misma religión y muchos de ellos no pertenecían a ningún culto religioso. Muy pocos habían sido
párrocos, rabinos, pastores, monjas o cualquier otro tipo de cargo religioso. No todos pertenecían
a la cultura New Age. Tan sólo algunos afirmaban adorar a algún ser divino o seguir a un líder
carismático. Se diferenciaban en edad, sexo, raza, cultura, estudios, profesión y nivel económico.
Solamente unos cuantos realizaban ejercicio diario y no todos seguían el mismo régimen
alimenticio. Su constitución corporal y su estado físico eran muy diferentes. Tenían distintos
hábitos en relación con el alcohol, el tabaco, la televisión y otros medios de comunicación. No
todos eran heterosexuales ni sexualmente activos. Mis entrevistas no tenían causas externas en
común que pudieran causar cambios cuantificables en su estado de salud.
Coincidencia número 1: una elevada inteligencia innata nos da vida y puede curar el cuerpo
La gente con la que hablé que había experimentado una remisión espontánea creía que
una inteligencia o fuerza superior habitaba en su interior. Tanto si lo calificaban de divino, como
de espiritual o subconsciente, aceptaban que ese poder interior les daba la vida a cada momento y
que sabía mucho más de lo que ellos, como humanos, llegarían a saber jamás. Más aun, cuando
llegaban a conectar con dicha inteligencia, ésta se ponía a su servicio.
He llegado a darme cuenta de que no hay nada místico en esta mente superior. Se trata de
la misma inteligencia que organiza y regula todas las funciones corporales. Esta fuerza logra que
el corazón lata ininterrumpidamente unas cien mil veces cada día sin que nosotros pensemos
siquiera en ello. Eso suma más de cuarenta millones de latidos al año, casi tres mil millones de
pulsaciones en una vida de setenta u ochenta años. Todo esto ocurre de manera automática, sin
atenciones ni limpiezas, sin reparaciones ni sustituciones. Esa conciencia superior demuestra una
voluntad mucho más fuerte que la nuestra.
De la misma forma, ni siquiera tenemos en cuenta que nuestro corazón bombea unos seis
litros de sangre por minuto, unos trescientos sesenta por hora, a través de un sistema de
conductos vasculares de alrededor de cien mil kilómetros de longitud, más de dos veces la cir-
cunferencia de la tierra1. Con todo, el sistema circulatorio no supone más que un 3 por ciento de
nuestra masa corporal. En un período de tiempo que oscila entre los veinte y los sesenta
segundos, cada célula sanguínea recorre un circuito completo a lo largo del cuerpo, y cada hema-
tíe realiza entre setenta y cinco mil y doscientas cincuenta mil vueltas a lo largo de su vida. (Por
cierto, si todos los hematíes que recorren tu torrente sanguíneo se alinearan, la cadena alcanzaría
una altura de cincuenta mil kilómetros). Durante el segundo que dura una inhalación, pierdes
unos tres millones de glóbulos rojos; y en el segundo siguiente, se genera el mismo número.
¿Durante cuánto tiempo podríamos vivir si tuviéramos que concentrarnos en hacer todo esto?
Una mente mayor (más extensa) debe orquestar todo esto en nuestro lugar.
Deja de leer durante un segundo, por favor. Justo en este momento, unas cien mil
reacciones químicas tienen lugar en el interior de cada una de tus células. Multiplica esas cien mil
reacciones por los setenta a cien billones de células que componen tu cuerpo. El resultado tiene
más ceros de los que la mayoría de las calculadoras pueden mostrar, y sin embargo cada segundo
esa abrumadora cantidad de reacciones tiene lugar en tu interior. ¿Acaso piensas en realizar
siquiera una de esas reacciones? Muchos de nosotros ni siquiera podemos hacer un balance de
nuestro talonario o recordar más de siete artículos de la lista de la compra, de modo que es una
suerte que esa inteligencia más lúcida que nuestra mente consciente se encargue de dirigir los
asuntos.
En ese mismo segundo, mueren alrededor de diez millones de células y en el instante
siguiente, casi diez millones de nuevas células ocupan su lugar.2 El páncreas regenera casi todas
sus células en un solo día. No obstante, nosotros no dedicamos ni un segundo de nuestro tiempo a
pensar en la eliminación de esas células muertas, ni en todas las funciones que forman parte de la
mitosis, el proceso que da origen a nuevas células necesarias para las reparaciones tisulares y el
crecimiento. Cálculos recientes estiman que la comunicación entre las células viaja a más
velocidad que la luz.
Es muy probable que en este momento estés pensando en tu cuerpo, pero no es tu mente
consciente la que está ordenando la secreción de enzimas en la cantidad exacta para digerir los
alimentos que has consumido y extraer los componentes nutricionales. Un mecanismo de un
orden superior está filtrando litros de sangre a través de los riñones cada hora para formar la orina
y eliminar los desperdicios. (En una hora, los métodos de diálisis más avanzados sólo filtran un
15 o 20 por ciento de los desechos corporales de la sangre). Esta mente superior se encarga de las
sesenta y seis funciones del hígado, aunque la mayoría de la gente ni siquiera sabe que ese órgano
realiza tantas tareas.
La misma inteligencia puede conseguir que unas diminutas proteínas lean la sofisticada
secuencia de la hélice de ADN mejor que ninguna de las tecnologías actuales. Eso es toda una
proeza, teniendo en cuenta que si pudiéramos desenrollar el ADN de todas las células de nuestro
cuerpo y unir sus extremos entre sí, la cadena podría recorrer la distancia que nos separa del sol
unas ciento cincuenta veces. 3 De algún modo, nuestra mente superior dirige a las minúsculas
proteínas enzimáticas que examinan los tres mil doscientos millones de secuencias de ácidos
nucleicos que forman los genes de cada célula en busca de mutaciones. Nuestra propia versión
interior de la Seguridad Nacional sabe cómo destruir miles de bacterias y virus sin necesidad de
que nos demos cuenta de que estamos siendo atacados. Llega a memorizar incluso quiénes son
los invasores, de manera que si vuelven a atacarnos de nuevo, el sistema inmunológico esté mejor
preparado.
Lo más maravilloso de todo es que esta fuerza vital sabe cómo generar todo a partir de
dos simples células, un espermatozoide y un óvulo, y crear nuestros casi cien billones de células
especializadas. Después de darnos la vida, se dedica sin descanso a prolongarla y a regular un
increíble número de procesos. Puede que no nos demos cuenta de que nuestra mente superior está
en funcionamiento, pero en el momento de nuestra muerte, nuestro cuerpo comienza a
descomponerse debido a que esa fuerza interior lo ha abandonado.
Al igual que la gente a la que entrevisté, yo me vi obligado a reconocer que existe una
fuerza inteligente en funcionamiento dentro de nosotros que supera en mucho nuestras
habilidades conscientes. Es algo que da vida a nuestro cuerpo en cada momento, y sus activida-
des, asombrosamente complejas, tienen lugar sin que nos demos cuenta siquiera. Somos seres
conscientes, pero por lo general sólo prestamos atención a los sucesos que consideramos
importantes para nosotros. Esas cien mil reacciones químicas que se producen cada segundo en
nuestros cien billones de células son una expresión milagrosa de la fuerza vital. Sin embargo, la
única ocasión en la que se convierten en importantes para la mente consciente es cuando algo va
mal.
Este aspecto del ser es objetivo e incondicional. Cuando estamos vivos, esta fuerza vital
se expresa a través de nosotros. Todos compartimos este orden innato, independientemente del
sexo, la edad y la dotación genética. Esta inteligencia va más allá de la raza, la cultura, la
posición socioeconómica y las creencias religiosas. Le otorga la vida a todo el mundo, tanto si
pensamos en ello como si no, tanto si estamos despiertos como si estamos dormidos, tanto si
somos felices como si estamos tristes. Esa mente más profunda nos permite creer en lo que
queramos, tener aficiones y aversiones, ser permisivos o críticos. Esta creadora de vida le da
poder a cualquier cosa que hagamos; nos confiere el poder de expresarnos en la vida de la forma
que elijamos. 4
Esta inteligencia sabe cómo mantener el orden entre las células, los tejidos, los órganos y
los sistemas corporales, porque ha sido ella quien ha creado el cuerpo a partir de dos células
individuales. Una vez más, el poder que da origen al cuerpo es el poder que lo mantiene y lo
sana.
Las enfermedades de mis pacientes ponen de manifiesto que, en cierta medida, estas
personas han perdido contacto o se han distanciado de este orden superior. Tal vez su propia
forma de pensar haya dirigido de alguna manera a esta inteligencia hacia la enfermedad y lejos de
la salud. Pero todos llegaron a comprender que si contactaban de nuevo con esa fuerza y
utilizaban sus pensamientos para guiarla, ella sabría cómo curar sus cuerpos por ellos. La mente
superior sabría cómo encargarse de todo si ellos lograban llegar hasta ella.
Coincidencia número 2: los pensamientos son reales; los pensamientos afectan directamente
al cuerpo
Nuestra forma de pensar afecta tanto a nuestro cuerpo como a nuestra vida. Tal vez hayas
oído esta idea alguna vez, expresada de distintas formas, como por ejemplo en la frase «la mente
sobre la materia». La gente a la que entrevisté no sólo compartía esta creencia, sino que también
la utilizaba todos los días para realizar cambios conscientes en su mente, en su cuerpo y en su
vida personal.
Para comprender cómo llegaron a hacer esto, comencé a estudiar el creciente número de
investigaciones sobre la relación existente entre los pensamientos y el cuerpo físico.
A la postre, este bucle crea un cierto estado corporal que determina la naturaleza general
de nuestros sentimientos y nuestro comportamiento. Esto es lo que llamamos un «estado del ser».
Por ejemplo, imagina a una mujer que vive la mayor parte de su vida en un ciclo repetitivo de
pensamientos y sensaciones relacionadas con la inseguridad. Desde el momento en que ella tiene
un pensamiento sobre no ser lo bastante buena, o lo bastante inteligente, o lo bastante nada, su
cerebro libera sustancias químicas que le provocan una sensación de inseguridad. De modo que
se siente insegura, tal y como estaba pensando. Una vez que se siente de esta manera, comenzará
a pensar de la forma en que se siente. En otras palabras, su cuerpo ahora es la causa de su forma
de pensar. Estos pensamientos conducen a una mayor sensación de inseguridad, de manera que el
ciclo se perpetúa. Si los pensamientos y las sensaciones de esta persona continúan de la misma
forma, años tras año, y generan el mismo circuito de retroalimentación entre su cerebro y su
cuerpo, la mujer vivirá en un estado del ser denominado inseguridad.
Cuantas más veces conjuramos los mismos pensamientos, que producen las mismas
sustancias químicas que a su vez provocan en el cuerpo las mismas sensaciones, más
modificaremos nuestro físico a través de los pensamientos. De esta manera, según lo que
pensemos o sintamos, crearemos nuestro estado de ser. Lo que pensamos y la energía o
intensidad de esos pensamientos influyen directamente en nuestra salud, en las elecciones que
hacemos y, a la postre, en nuestra calidad de vida.
Teniendo esto en cuenta, consideraron que a fin de cambiar su estado de salud física
debían reencauzar sus actitudes: los conjuntos de pensamientos agrupados en secuencias
habituales.5 La actitud de cada uno crea un estado del ser que está directamente conectado con el
cuerpo. Así pues, una persona que desea mejorar su estado de salud debe cambiar por completo
sus patrones de pensamiento, y esta nueva forma de pensar o actitud logrará cambiar al final su
estado del ser. Para lograr esto, debe de romper los bucles continuos de pensamientos y
sentimientos negativos, y remplazados con otros nuevos y beneficiosos.
Por ejemplo: desarrollar una dolencia digestiva tras otra y vivir con un dolor constante en
la columna fue lo que llevó a Tom a replantearse su vida. Al reflexionar, se dio cuenta de que
había estado suprimiendo los sentimientos de desesperación originados por el estrés de un trabajo
que lo hacía sentirse miserable. Se había pasado dos décadas sintiéndose furioso y frustrado con
su jefe, con sus compañeros de trabajo y con su familia. Hay mucha gente que experimenta a
menudo los ataques de mal genio de Tom, pero a lo largo de todo ese tiempo, sus pensamientos
secretos se habían transformado en una sensación de autocompasión y victimismo.
Experimentar repetidamente estos rígidos patrones de pensamiento, de sensaciones, de
creencias, de sentimientos, y vivir esas perjudiciales actitudes fue algo que el cuerpo de Tom no
pudo digerir.
Su curación comenzó, según me dijo Tom, cuando reconoció que su actitud inconsciente
era la base de su estado del ser, de la persona en la que se había convertido. La mayoría de los
casos de las personas a las que estudié tuvieron resultados parecidos a los de Tom.
Para empezar a cambiar su actitud, estos individuos comenzaron por prestar una atención
constante a sus pensamientos. En particular, realizaron un esfuerzo consciente por examinar sus
procesos de pensamiento automático, sobre todo los que eran perjudiciales. Para su sorpresa,
descubrieron que la mayor parte de sus creencias internas no eran ciertas. En otras palabras, el
hecho de tener cierta idea no significa necesariamente que tengamos que creer que es cierta.
De hecho, la mayoría de los pensamientos son ideas que se nos ocurren y que al final
acabamos por creer. El creer se convierte en una costumbre. Por ejemplo, Sheila, con todas sus
alteraciones digestivas, notó que muchas veces se consideraba una víctima incapaz de cambiar su
vida. Vio que esos pensamientos desencadenaban sentimientos de impotencia. El mero hecho de
cuestionarse lo que creía logró que admitiera que su tan ocupada madre no había hecho nada por
impedir o disuadir a Sheila de ir en busca de sus sueños.
Algunos de los individuos que estudié comparaban sus pensamientos repetitivos con
programas de ordenador que funcionan durante todo el día, todos los días, en un segundo plano
de sus vidas. Puesto que esta gente era la que hacía funcionar esos programas, podía elegir
cambiarlos o incluso borrarlos.
Entender eso fue crucial. En algún momento, todos aquellos a quienes entrevisté tuvieron
que luchar contra la idea de que los pensamientos son incontrolables. Se vieron obligados a elegir
ser libres y a tomar el control de sus reflexiones. Todos decidieron interrumpir los procesos de
pensamiento negativo antes de que provocaran reacciones químicas dolorosas en su cuerpo. Estos
individuos estaban resueltos a controlar sus pensamientos y a eliminar las formas de pensar que
no les fueran útiles.
Los pensamientos conscientes, si se repiten lo bastante a menudo, se convierten en
pensamientos inconscientes. Un ejemplo bastante frecuente de esto es que debemos pensar de
manera consciente en todas y cada una de nuestras acciones mientras aprendemos a conducir.
Después de mucha práctica, podemos recorrer cien kilómetros desde el punto A hasta el punto B
sin recordar parte alguna del viaje, porque nuestro subconsciente es quien está al mando. Todos
hemos sentido alguna vez un estado de automatismo durante un viaje de rutina, cuando la mente
consciente sólo emerge si aparece un ruido raro en el motor o se escucha el golpeteo rítmico de
un neumático pinchado. Así pues, si damos vueltas a las mismas ideas sin cesar, los
pensamientos que comenzaron como conscientes acabarán siendo inconscientes, programas de
pensamiento automáticos. La neurociencia tiene una explicación muy clara de por qué ocurre
esto. Cuando acabes de leer este libro comprenderás cómo tiene lugar desde el punto de vista
científico.
Puesto que la neurología nos dice que los pensamientos provocan reacciones químicas en
el cerebro, tiene bastante sentido pensar que nuestros pensamientos tendrán cierto efecto sobre
nuestro cuerpo, ya que cambian nuestro estado interno. Los pensamientos no sólo influyen en el
modo en que vivimos nuestra vida, sino que también se convierten en materia en el interior de
nuestro cuerpo. Pensamientos... materia.
El hecho de creer que las ideas son reales y que la forma de pensar de la gente influye de
forma directa sobre su salud y su vida hizo que los sujetos del estudio se dieran cuenta de que sus
propios procesos mentales habían sido los que les habían metido en problemas. Comenzaron a
examinar sus vidas de manera analítica. Una vez que se sintieron motivados y dispuestos a
cambiar su forma de pensar, fueron capaces de mejorar su salud. Una actitud nueva puede
convertirse en un nuevo hábito.
Una vez que rompieron con su rutina diaria, comenzaron a pasar tiempo solos, pensando
y observando, examinando y especulando sobre en qué clase de persona querían convertirse.
Formularon preguntas que cambiaron sus más profundas teorías acerca de quiénes eran.
Las preguntas que comenzaban con un: «¿Qué ocurriría si...?» fueron cruciales para este
proceso: ¿qué ocurriría si dejo de ser una persona infeliz, egocéntrica y atormentada y cómo
puedo cambiar? ¿Qué ocurriría si dejo de preocuparme, de sentirme culpable o lleno de rencor?
¿Qué ocurriría si comienzo a decir la verdad, tanto a los demás como a mí mismo?
Estas interrogantes: «¿Qué ocurriría si...?» les llevaron a otras preguntas: ¿a quién
conozco que sea feliz y cómo lo ha conseguido? ¿A qué personajes históricos admiro por su
nobleza y su singularidad? ¿Cómo podría llegar a ser como ellos? ¿Qué debería hacer, decir o
pensar para mostrarme de una manera diferente ante el mundo? ¿Qué es lo que quiero cambiar de
mí mismo?
Mientras estas personas exploraban nuevas posibilidades para encontrar una forma de ser
mejor, también aprendieron nuevas formas de pensar. Interrumpieron el flujo de pensamientos
repetitivos que habían mantenido durante la mayor parte de su vida. El hecho de deshacerse de
los hábitos de pensamiento que les resultaban cómodos y familiares hizo que desarrollaran un
concepto más evolucionado de la persona que podían llegar a ser y que pudieran remplazar la
antigua idea que tenían de sí mismos con un nuevo y más elevado ideal. Reservaron un tiempo a
diario para reflexionar sobre cómo sería esa nueva persona. Tal y como se explicó en el Capítulo
1, el repaso mental estimula el desarrollo de nuevos circuitos cerebrales y cambia el
funcionamiento de la mente y el cerebro.
Al segundo grupo de individuos se le pidió que tocaran el piano sin instrucción alguna y
sin conocimiento de ninguna secuencia específica. Tocaron al azar durante dos horas cada uno de
los cinco días sin aprender ninguna secuencia de notas.
El tercer grupo ni siquiera llegó a tocar el piano, pero a los individuos se les dio la
oportunidad de observar lo que se le enseñaba al primer grupo hasta que se lo aprendieron de
memoria. Después, repasaban en sus mentes los ejercicios imaginándose a sí mismos tocando
durante el mismo tiempo por día que los participantes del primer grupo.
El cuarto grupo era el grupo control; no hizo nada en absoluto. No aprendieron ni
practicaron nada en este experimento. Ni siquiera tuvieron que dejarse ver.
Al final de los cinco días de estudio, los investigadores utilizaron una técnica llamada
estimulación magnética transcraneal, además de otros sofisticados dispositivos, para cuantificar
los posibles cambios del cerebro. Para su sorpresa, el grupo que sólo había repasado mentalmente
la actividad mostraba los mismos cambios, que incluían la expansión y desarrollo de los circuitos
neuronales de la misma área específica de su cerebro, que los participantes que habían practicado
físicamente las secuencias al piano. El segundo grupo, que no había aprendido ninguna
secuencia, mostraba muy pocos cambios en su cerebro, ya que no habían practicado los mismos
ejercicios una y otra vez cada día. El carácter aleatorio de su actividad nunca estimulaba los
mismos circuitos neuronales de manera repetitiva, y por tanto no fortalecía ninguna conexión
nerviosa adicional. El grupo control, aquél que ni siquiera hizo acto de presencia, no evidenciaba
ningún cambio en absoluto.
¿Cómo es posible que los individuos del tercer grupo mostraran los mismos cambios
cerebrales que los del primer grupo sin haber tocado siquiera el teclado? Mediante la focalización
mental, el tercer grupo de participantes activó de manera repetida circuitos neuronales específicos
en zonas específicas de su cerebro. Como resultado, intensificaron la conexión de las células
nerviosas. En neurología, este concepto se denomina «Aprendizaje hebbiano». 7 La idea es bien
sencilla: las neuronas que se activan juntas, se estructuran juntas. Así pues, cuando las cuadrillas
de neuronas se estimulan de forma repetida, se establecen conexiones más fuertes y ricas entre
unas y otras.
Ahora, a Sheila le resulta más fácil imaginarse la persona que deseaba ser. Exploró
posibilidades que nunca antes había considerado. Durante semanas enteras, se concentró en cómo
pensaría y actuaría esta persona nueva y desconocida. Repasó sin cesar estas nuevas ideas sobre
sí misma a fin de poder recordar cómo iba a ser ese día. Al final, se convirtió en una persona
saludable y feliz que contemplaba su futuro con entusiasmo. Desarrolló nuevos circuitos
cerebrales, al igual que los participantes que tocaron el piano.
Es interesante resaltar aquí que la mayor parte de las personas a las que entrevisté jamás
tuvieron que disciplinarse para hacer esto. Al contrario, les encantaba pensar en la persona que
querían llegar a ser.
Al igual que Sheila, toda la gente que compartió su caso conmigo tuvo éxito a la hora de
reinventarse a sí misma. No dejaron de concentrarse en su nuevo ideal hasta que se convirtió en
su forma habitual de ser. Se transformaron en otra persona, y esa persona tenía costumbres
nuevas. La manera en que lo consiguieron nos lleva hasta el cuarto punto en común que
compartían aquellos que experimentaron curaciones físicas.
Coincidencia número 4: somos capaces de concentrarnos tanto que perdemos el sentido del
espacio y del tiempo
La gente a la que entrevisté sabía que otras personas antes que ellos se habían curado de
su enfermedad, de modo que creían que también ellos podían curarse. Sin embargo, no dejaron su
sanación al azar. Con la esperanza y el deseo no habría bastado. El simple hecho de saber lo que
tenían que hacer no era suficiente. La curación requería que estos individuos excepcionales
cambiaran su mente de manera permanente y que crearan intencionadamente los resultados que
deseaban. Cada persona debía alcanzar un estado de rotunda determinación, máxima fuerza de
voluntad, pasión interna y concentración absoluta. Tal y como lo expresó Dean: «¡Lo único que
tienes que hacer es tomar la decisión!».
Este planteamiento requiere un gran esfuerzo. El primer paso para todos ellos fue tomar la
decisión de convertir este proceso en lo más importante de sus vidas. Eso significa romper con
sus compromisos habituales, actividades sociales, programas televisivos, etcétera. De haber
continuado con su rutina, habrían seguido siendo la misma persona que manifestaba la
enfermedad. Para cambiar, para dejar de ser la persona que habían sido, no podían seguir
haciendo las cosas que hacían antes.
¿Qué es la atención?
Algunos de los más recientes descubrimientos neurológicos sugieren que para
cambiar la arquitectura cerebral debemos prestar atención a la experiencia en un
momento dado. La estimulación pasiva de los circuitos cerebrales, sin prestar atención a
los estímulos y sin ser consciente de lo que está siendo procesado, no origina cambios
internos en el cerebro. Por ejemplo, puedes escuchar a un miembro de la familia pasando
la aspiradora al fondo mientras lees este libro, pero si el estímulo no es importante para
ti, no le harás el más mínimo caso y seguirás leyendo. El libro es más importante para ti
y, por tanto, tu atención activa de manera selectiva distintos circuitos en el cerebro
mientras elimina otros datos sin importancia.
Entonces, ¿qué es la atención? Cuando prestas atención a algo, concentras toda
tu percepción en el objeto al que atiendes y pasas por alto cualquier otra información
procedente de tus sentidos o de tu cuerpo. También puedes evitar recuerdos aleatorios y
descarriados. Impides que tu mente se distraiga pensando qué hay para cenar, que
merodee por los recuerdos de las últimas Navidades o incluso que fantasee con tu
compañero o compañera de trabajo. Evitas que tu mente haga nada que no esté relacio-
nado con aquello que has calificado como un objetivo importante. En realidad, no
podrías sobrevivir sin esta capacidad para seleccionar ciertas cosas a las que prestar
atención. Tu habilidad para seleccionar una pequeña fracción de información en la que
concentrarte depende del lóbulo central del cerebro.
Otras similitudes
Aunque no son tan importantes como las cuatro coincidencias comentadas con
anterioridad, hay otros puntos de intersección en las experiencias de mis entrevistados, pero me
limitaré a dos de ellos. El primero es que estos sujetos sabían, a un nivel profundo y con un
elevado grado de certeza, que estaban curados. No necesitaban ningún tipo de prueba diagnóstica
para saberlo (aunque algunos de ellos llegaron a someterse a pruebas que demostraron que
estaban curados).
La segunda similitud es que muchos médicos creyeron que la elección de su paciente de
rechazarlos métodos de tratamiento convencional era una locura. De igual forma, los médicos no
creyeron a sus pacientes cuando éstos les dijeron lo que sabían que era cierto. Por una parte, la
reacción de los médicos es comprensible. Por otra, es de lo más lamentable.
De cualquier forma, la mayoría de los médicos, mientras revisaban los cambios objetivos,
solía decir: «No sé lo que estás haciendo, pero, sea lo que sea, no dejes de hacerlo».
La mayoría de nosotros asistió al colegio hace veinte años o más, donde nos enseñaron
que el cerebro no cambia, lo que significa que nacemos con determinadas conexiones nerviosas
que predicen nuestras predisposiciones, rasgos y hábitos, heredados de nuestros padres. Por aquel
entonces, la ciencia imperante consideraba que el cerebro es un órgano invariable y que nuestra
programación genética nos deja pocas opciones y casi ningún control sobre nuestro destino. Sin
duda, todos los humanos tenemos ciertas partes de nuestro cerebro que están estructuradas de la
misma forma, por lo que todos compartimos la misma estructura física y las mismas funciones.
No obstante, las investigaciones comienzan a constatar que el cerebro no es tan inmutable
como se creía. Ahora sabemos que cualquiera de nosotros, a cualquier edad, puede adquirir un
nuevo conocimiento, procesarlo en el cerebro y formular nuevos pensamientos, y que este
proceso dejará nuevas huellas en la masa encefálica; es decir, que se desarrollarán nuevas
conexiones sinápticas. En eso consiste el aprendizaje.
Además de los conocimientos, el cerebro también puede almacenar nuevas experiencias.
Cuando probamos algo, nuestros nervios sensoriales transmiten enormes cantidades de
información al cerebro acerca de lo que estamos viendo, oliendo, saboreando, oyendo y
sintiendo.
En contra de lo que postula el mito del cerebro inmutable, ahora sabemos que el cerebro
cambia en respuesta a cada experiencia, a cada nuevo pensamiento y a cada cosa nueva que
aprendemos. Esto es lo que se denomina plasticidad. Los investigadores están recopilando
evidencias de que el cerebro posee la capacidad de moldearse y adaptarse a cualquier edad.
Cuanto más estudiaba los nuevos descubrimientos sobre la plasticidad cerebral, más fascinado
me sentía, ya que descubrí que ciertas informaciones y habilidades parecen ser el ingrediente
crucial para cambiar de manera selectiva el cerebro.
Numerosos estudios actuales han desmentido ese mito. Los pacientes con apoplejía que
técnicamente habían superado el período de recuperación (incluso pacientes con más de setenta
años que habían estado paralizados hasta veinte años) han sido capaces de recuperar cierto
control motor del que no disfrutaban desde que sufrieron el derrame, y mantuvieron las mejoras a
largo plazo. En ciertos experimentos de investigación de finales de la década de los setenta del
Departamento de Neurología del Hospital Bellevue de Nueva York, hasta el 75 por ciento de los
pacientes conseguían una recuperación total de los miembros paralizados. La repetición era la
clave de la capacidad para restablecer las conexiones en el cerebro.16
Con la instrucción apropiada, los sujetos practicaban de buena gana la focalización mental
mientras movían en su mente el miembro paralizado. Recibieron estímulos mentales mediante
sofisticados aparatos de bioestimulación. Cuando lograban reproducir los mismos patrones
cerebrales que utilizaban al pensar en mover la extremidad afectada que cuando movían los
miembros sanos, comenzaban a revertir la parálisis. Una vez que se generaban patrones
cerebrales similares cuando se iniciaba el movimiento del miembro afectado, los voluntarios eran
capaces de incrementar la fuerza de la señal neurológica hacia el brazo o la pierna paralizada, lo
que permitía un movimiento de mayor amplitud. Con independencia de la edad o de la duración
de la lesión, su cerebro mostraba una enorme capacidad para aprender nuevas cosas y restablecer
un nivel más alto de funcionalidad corporal con el simple hecho de aplicar la fuerza de voluntad.
Después de todo, el cerebro de una persona fallecida no puede decirnos mucho. Estudiar
la anatomía de un cerebro sin vida para reunir información sobre cómo funciona es como tratar
de descubrir cómo funciona un ordenador sin encenderlo. La única manera de comprender la
mente es estudiar el funcionamiento del cerebro humano con vida.
Ahora que disponemos de la tecnología necesaria para observar un cerebro humano vivo,
sabemos por las exploraciones funcionales que la mente es el cerebro en acción. Ésta es la última
definición de la mente en neurología. Cuando un cerebro está vivo y activo, puede procesar
pensamientos, demostrar inteligencia, aprender información nueva, mejorar habilidades, evocar
recuerdos, expresar sentimientos, refinar movimientos, inventar nuevas ideas y mantener en
orden el funcionamiento corporal. El cerebro vivo también puede generar comportamientos,
sueños, percibir la realidad, discutir creencias, motivarse y, lo más importante, disfrutar de la
vida. Para que la mente exista, entonces, el cerebro debe estar vivo.
El cerebro no es, por tanto, la mente; es el aparato físico mediante el que se crea la mente.
Un cerebro sano y en funcionamiento genera una mente sana. El cerebro es una biocomputadora
con tres estructuras anatómicas individuales que generan tres aspectos diferentes de la mente. La
mente es el resultado de un cerebro que coordina impulsos de pensamiento mediante las
diferentes regiones y subestructuras. Hay muchos y diversos estados mentales, ya que podemos
conseguir sin problemas que el cerebro trabaje de diferentes formas.
Las tres últimas técnicas de exploración van mucho más allá de la tecnología fotográfica
que muestra la naturaleza muerta del cerebro en las típicas imágenes de la TAC. En cambio, las
exploraciones funcionales son como una película cinematográfica que muestra la actividad
cerebral al completo del encéfalo durante un período de tiempo. Esto tiene muchas ventajas, ya
que un cerebro activo mostrará muchas más cosas sobre la actividad normal y anormal de la
mente. Las exploraciones funcionales del cerebro nos permiten examinar y observar el cerebro
en funcionamiento. Utilizando estas técnicas podemos estudiar la mente con más precisión que
nunca antes en la historia de la neurología. Los investigadores han podido detectar patrones
repetidos en las exploraciones cerebrales en individuos con lesiones o enfermedades similares, lo
que ayuda a los médicos a la hora de realizar el diagnóstico y administrar el tratamiento.
«Lo que descubrimos es que los que habían practicado la meditación durante mucho
tiempo mostraban una actividad cerebral de un nivel que jamás habíamos visto con anterioridad»,
afirmó el doctor Richard Davidson, de la Universidad de Wisconsin, que estaba a la cabeza del
experimento. «La práctica mental debe tener un efecto sobre el cerebro similar que el que tiene
practicar tenis o golf a la hora de mejorar el rendimiento», añadió. En una entrevista posterior, el
doctor Davidson dijo: «Lo que descubrimos es que una mente o un cerebro entrenado, es
físicamente diferente a uno que no lo está». 19
Gracias a este experimento podemos afirmar que se puede mejorar el funcionamiento del
cerebro, en esencia se puede cambiar la mente. Reflexionemos sobre las repercusiones de este
estudio durante un momento. Si el cerebro es el medio de los impulsos mentales conscientes e
inconscientes y la mente es el producto final del cerebro, ¿quién o qué está cambiando el cerebro
y la mente? La mente no puede cambiarse a sí misma, porque la mente es el resultado del
cerebro. La mente no puede cambiar el cerebro, ya que es el producto de éste. Y el cerebro no
puede cambiar el funcionamiento de la mente, ya que no es más que la parte física a través de la
cual opera la mente. Por último, el cerebro no puede cambiarse a sí mismo, ya que carece de vida
sin una fuerza en marcha que influya en la mente.
Si el cerebro y la mente funcionan mejor juntos mediante la práctica y una habilidad
consciente puede llegar a cambiar el funcionamiento interno del cerebro, ¿quién o qué está
cambiando el cerebro y la mente? La respuesta es esa elusiva palabra de diez letras: la conciencia.
Este concepto ha confundido a los científicos durante muchos años. No obstante, en los diez
últimos años, los científicos han comenzado a incluir la conciencia como un factor en muchas de
las teorías relacionadas con la comprensión de la naturaleza de la realidad.
El cerebro es el órgano del sistema nervioso central que tiene un mayor número de células
nerviosas o neuronas agrupadas juntas. Cuando existe una gran cantidad de neuronas, aparece la
inteligencia. Las neuronas son extremadamente pequeñas; cabrían entre treinta y cincuenta mil en
la punta de un alfiler. En una región del cerebro denominada neocórtex, la morada de nuestra
percepción consciente, cada célula nerviosa tiene la posibilidad de conectarse con otras cuarenta
o cincuenta mil. En otra zona conocida como cerebelo, cada neurona puede unirse con otro
millón de células. Para ver estos dos tipos de neuronas, fíjate en la
A decir verdad, el cerebro está compuesto por unos cien mil millones de neuronas que
están conectadas en una miríada de patrones tridimensionales. Como ya hemos visto, las diversas
combinaciones de esos miles de millones de neuronas que se unen entre sí y se activan en
secuencias únicas conforman lo que los científicos denominan circuitos neuronales.
Cuando aprendemos algo o lo experimentamos, las células nerviosas se agrupan y
establecen nuevas conexiones que nos cambian literalmente. Puesto que el cerebro humano
soporta tantas posibles conexiones, y puesto que las neuronas pueden comunicarse directamente
unas con otras, el cerebro es capaz de procesar los pensamientos, aprender nuevas cosas, recordar
experiencias, mostrar comportamientos y especular con posibilidades, por mencionar unas
cuantas. Es la unidad de procesamiento central del cuerpo. Así pues, el cerebro es el instrumento
que utilizamos físicamente para desarrollar de manera consciente nuestros conocimientos sobre la
vida y que, de manera inconsciente, mantiene la propia vida.
Piensa en la conciencia como algo que habita y ocupa esta biocomputadora llamada
cerebro.21 Es como la corriente eléctrica que hace funcionar un ordenador y todos sus programas.
El cerebro tiene los sistemas de hardware y de software que la conciencia actualiza y utiliza
rutinariamente.
La conciencia subjetiva puede existir tanto en el cuerpo como fuera del cuerpo. Cuando la
gente tiene una experiencia extracorpórea mientras es completamente consciente, aunque pueda
ver su cuerpo tendido en la cama, es la conciencia subjetiva la que está presente en la
experiencia, sin el cuerpo. Es nuestra identidad autoconsciente. Durante la mayor parte del
tiempo, a lo largo de nuestra vida, se localiza dentro del cuerpo físico.
De hecho, este aspecto de la conciencia es lo que le da vida a todas las cosas. Es una
inteligencia real, con una energía o fuerza cuantificable que es innata a todas las cosas. Es
objetiva y constante. Se le ha llamado Campo de Punto Cero, Fuente e inteligencia universal. Es
la fuente que convierte el campo cuántico en toda forma física. Es la fuerza vital, literalmente. La
física cuántica apenas ha comenzado a tomar las dimensiones de este campo de posibilidades.
La mente, pues, es el producto de la conciencia que manipula los diversos y sutiles tejidos
neurales del cerebro. Puesto que ambos niveles específicos de conciencia dan vida al cerebro para
crear la mente, debemos tener dos dispositivos activados en el cerebro en funcionamiento.
Tenemos una mente consciente y otra subconsciente en dos sistemas cerebrales distintos.
En consecuencia, el cerebro tiene dos sistemas diferentes y generalizados con el hardware
apropiado para posibilitar la existencia de los dos tipos de conciencia. Nuestra percepción
consciente está fundamentada en el neocórtex. La «corona» de nuestro cerebro, el neocórtex, es el
asiento del libre albedrío. Éste es el centro del pensamiento consciente del encéfalo, donde se
almacena todo lo que un individuo aprende y experimenta y donde se procesa la información. La
disposición de la conexión celular en el neocórtex es lo que te diferencia de los demás individuos
y te hace único. Si observas la Figura 2.2, verás el neocórtex.
Una vez que comprendemos cómo el cerebro crea la mente, podemos ir más allá de los
cómodos límites de lo que ya sabemos. Cuando logremos unir la mente consciente a esa mente
infinita de ilimitado potencial, tendremos acceso a un mundo de nuevas posibilidades. La
conciencia es el único elemento que le da sentido al hecho de cambiar el cerebro y la mente. Es
ese elemento intangible de nosotros mismos que actúa sobre el cerebro para crear la mente. Es en
el momento en que estamos verdaderamente conscientes, atentos, lúcidos y presentes cuando
cambiamos el funcionamiento del cerebro para crear un nuevo nivel mental.
Cuando logremos utilizar la mente consciente junto con la subconsciente seremos capaces
de modificar nuestro hardware y actualizar nuestros sistemas operativos. En ese instante en el que
las conciencias se unen, el cerebro puede ser modificado.
El método general de comunicación entre las neuronas es el mismo en todos los seres
humanos. No obstante, las células nerviosas se organizan en circuitos o patrones que dan forma a
la conducta individual. Estos circuitos neuronales son los que nos otorgan esas características
únicas que todos poseemos.
Otra característica que también diferencia a una célula nerviosa del resto es su estructura
externa. Una neurona tiene dos tipos de apéndices (también conocidos como neuritas) que se
extienden desde el cuerpo celular en direcciones prácticamente opuestas, tal y como se muestra
en la Figura 3.1.
El tronco del árbol neuronal es una fibra larga denominada axón; todas las neuronas
tienen un único axón. Los axones poseen una longitud variable que oscila entré la décima parte
de un milímetro y los dos metros. Si sigues hacia abajo de este tronco neuronal, podrás ver lo que
parecen las raíces, llamadas terminaciones axonales.
Ahora, sigamos el tronco axonal hacia arriba. Imagina que las largas ramas de esta célula-
árbol se extienden tridimensionalmente en diferentes direcciones, estrechándose en ramas más
finas que más tarde se dividen en ramitas parecidas a dedos. Estas ramas y ramitas son exten-
siones flexibles similares a antenas que se denominan dendritas. Al igual que las ramas de un
árbol, cada célula nerviosa posee numerosas dendritas. Las dendritas terminan en diminutos
salientes granulares llamados espinas dendríticas. Estas extensiones similares a botones son los
receptores específicos de las dendritas y son muy importantes en el proceso de aprendizaje.
Observa una vez más la Figura 3.1.
En realidad, todas las partes de las células nerviosas son tan flexibles que se asemejarían
más a espaguetis en agua hirviendo que a las rígidas ramas de un árbol. Las neuronas vivas no
son rígidas, sino elásticas y amorfas.
Las neuronas se comunican a través del axón y de las dendritas con algo parecido a un
sistema de cableado. Mientras que el axón envía información electroquímica a otras neuronas, las
dendritas reciben mensajes de otras células nerviosas. Para compararlo con nuestra analogía del
árbol, las dendritas (las ramas) reciben mensajes de axones terminales (sistema de raíces) de
otros árboles con los que están conectadas y la transmiten a través del axón (tronco) hasta sus
propias terminaciones axonales (raíces), que están en contacto con las dendritas de otro árbol
(ramas), y así sucesivamente.
Éste es un ejemplo bastante rudimentario de cómo se produce la comunicación. ¿Que por
qué lo llamo rudimentario? Porque, para empezar, en este momento nos resultará útil hablar de
las neuronas como si estuviesen conectadas por contacto directo. Lo más asombroso es que, en
realidad, las neuronas jamás se tocan entre sí. Siempre existe un espacio entre ellas de alrededor
de una millonésima parte de centímetro de amplitud llamado sinapsis. El punto A de la Figura 3.3
te ayudará a visualizar el espacio sináptico existente entre neuronas.
También en bien de la simplicidad, aunque una neurona puede comunicarse con millares
de otras células nerviosas de manera tridimensional, comenzaré por describir una célula nerviosa
(neurona A) que envía un mensaje a otra única célula nerviosa (neurona B). De vez en cuando,
aunque la mayoría de las terminaciones axonales envía la información a las dendritas de otra
neurona, una extensión axonal conecta directamente con el cuerpo celular de una neurona de las
cercanías.
Este flujo de iones dura sólo cinco milisegundos, pero es lo bastante largo como para
propagar una corriente eléctrica, llamada potencial de acción, que viaja a través del axón. En
nuestro caso, lo único que hace falta saber sobre los potenciales de acción es que cuando se esti-
mula una célula, lo que significa que alcanza cierto umbral de carga eléctrica, se produce un
intercambio de partículas que fluye desde la membrana hasta las terminaciones axonales. Acto
seguido, el estado de los iones regresa rápidamente a la posición de reposo.
Una vez que se desencadena un potencial de acción, éste se conduce a lo largo de la
célula nerviosa en una cascada de efectos llamada impulso nervioso. Para visualizarlo, imagina
que sujetas el extremo de una cuerda. Si la sacudes como si fuera un látigo, generarás una onda
que viaja a lo largo de toda la longitud de la cuerda. De forma similar, cuando un estímulo es lo
bastante fuerte como para provocar que una célula se active, genera un impulso eléctrico
autopropagable, lo que significa que no se detiene hasta llegar al extremo del axón. La corriente
eléctrica avanza a lo largo del axón en un único pulso hasta que el impulso nervioso se descarga
por completo. Los científicos llaman a esto la ley del todo o nada o ley de Bowditch. En este libro,
nos referiremos a un potencial de acción en cualquier neurona o grupo neuronal utilizando frases
como «cuando una neurona entra en estado de excitación» o «cuando una neurona se activa».
La velocidad de la transmisión de las fibras nerviosas es impresionante. Un potencial de
acción que dura la milésima parte de un segundo puede viajar por el axón a una velocidad que
supera los cuatrocientos kilómetros por hora. Dicho de otra forma, este pulso puede avanzar a
cien metros (aproximadamente la longitud de un campo de fútbol) por segundo. Una vez que se
desencadena el impulso nervioso, su intensidad o fuerza de transmisión siempre es la misma
hasta que la transmisión termina. Dado que un impulso nervioso viaja por medio de una corriente
eléctrica que fluye a lo largo del axón, ¿podemos medir esta corriente?
El intercambio de iones entre el interior y el exterior de las células nerviosas (durante un
potencial de acción) genera un campo electromagnético. Cuando existe actividad cerebral,
millones de neuronas se activan al unísono y esto produce campos electromagnéticos
cuantificables. Si has visto alguna vez un aparato electroencefalográfico en marcha, con todos
esos electrodos que se colocan sobre el cuero cabelludo para obtener una lectura de la actividad
cerebral, habrás visto cómo se registran lo campos de inductancia. Las células nerviosas que se
activan en grupos a lo largo del cerebro pueden llegar a producir distintos tipos de campos
electromagnéticos que se asocian con diferentes estados mentales. Con la tecnología EEG, los
científicos pueden incluso llegar a correlacionar los incrementos de estos campos
electromagnéticos con regiones específicas del cerebro asociadas con distintos procesos
mentales.
Generamos impulsos eléctricos en nuestro cerebro a cada segundo, tanto si estamos
procesando información procedente de nuestro entorno como si estamos absortos en nuestros
asuntos o durmiendo. Esto ocurre en varias zonas de nuestro cerebro, en millones de neuronas
diferentes, a cada instante. De hecho, el número de impulsos nerviosos que genera el cerebro
humano en un día es mayor que el número de impulsos eléctricos de todos los teléfonos móviles
del mundo.
Ahora observemos más de cerca el intercambio de información entre una célula y otra.
Puesto que las neuronas transmiten las señales en forma de impulsos eléctricos, deben
comunicarse con otras a través del espacio que las separa. Este espacio que existe entre la
terminación axonal (emisor de la señal) de una neurona y las dendritas (receptor de la señal) de
otra vecina, se llama sinapsis o conexión sináptica. Este término deriva de uno griego que
significa conectar o unir. Con tan sólo una amplitud de milésimas de milímetro, el espacio
sináptico permite que los impulsos nerviosos sigan su ruta de una neurona a otra sin interrupción.
El lado emisor del espacio donde acaba la terminación axonal (representada como el
sistema de raíces del árbol en el punto A de la Figura 3.3) se denomina terminal presináptico, ya
que una señal que se encuentra a este lado del espacio aún no ha atravesado la sinapsis. El
extremo receptor de la sinapsis, donde las dendritas acogen la información, es el terminal
postsináptico (las ramitas finales más finas del árbol).
No olvides que las neuronas no se unen en simples cadenas, como los vagones de un
ferrocarril, en una secuencia de una tras otra. Para empezar, un axón puede enviar información a
más de una célula nerviosa al mismo tiempo, un proceso que se denomina divergencia. Cuando
esto ocurre, el mensaje de una neurona diverge o se extiende hacia la multitud de células
colindantes. En potencia, una neurona crea una cascada de información que puede transmitirse a
todo un bosque de miles de árboles neuronales. El proceso de la divergencia neuronal es similar a
lo que ocurre cuando se deja caer una piedra en el agua y las ondas se extienden en todas
direcciones.
En otro proceso que se denomina convergencia, una única célula nerviosa recibe mensajes
procedentes de todas las dendritas de las neuronas que se encuentran a su alrededor y a
continuación concentra todos estos bits de información distintos en una sola señal que se
transmite a través del axón. Imagina nuestro roble con sus ramas (dendritas) extendidas en todas
direcciones. Ahora imagina miles de robles más flotando tridimensionalmente en el aire con el
sistema de raíces (terminaciones axonales) en contacto con una pequeña parte de la copa de
nuestro primer árbol. Todos esos miles de árboles están enviando numerosas corrientes eléctricas
hacia el primer roble, y éste concentra toda la información en una única corriente que avanza a
través de su tronco hacia las raíces. La convergencia tiene lugar cuando la actividad neuronal
general confluye de manera que todos los impulsos nerviosos lleguen hasta unas pocas neuronas.
Observa la Figura 3.4 (A y B) para ver la representación de la convergencia y la divergencia.
A medida que las neuronas se ensamblaban en redes neuroló-gicas cada vez más
complejas, la comunicación neuronal se multiplicaba de manera exponencial. Es una
correlación de lo más sencilla: a medida que la comunicación entre neuronas aumenta, la
inteligencia se incrementa y los organismos son capaces de actuar dentro de su entorno de
formas cada vez más avanzadas y adaptadas. En esencia, podemos aprender, recordar, crear,
inventar y modificar nuestra conducta más rápido que cualquier otra especie a causa del
tamaño de nuestro cerebro. Los seres humanos, debido al enorme número de células nerviosas
interco-nectadas que otorgan a nuestro cerebro su descomunal tamaño y su inigualable
complejidad, estamos a la cabeza de la cadena de mando.
Los mensajeros químicos que llevan a cabo la conexión
Ahora, echemos un vistazo más de cerca a los impulsos nerviosos que viajan de una
neurona a otra. ¿Cómo logran atravesar el espacio sináptico?
Cuando un impulso nervioso avanza a través de una neurona hasta el extremo del axón,
alcanza el terminal presináptico del lado emisor del espacio sináptico. En este terminal hay
minúsculas vesículas sinápticas que contienen mensajeros llamados neurotransmisores. Estos
neurotransmisores transmiten, a través del espacio sináptico, información importante a otras
neuronas y a otras partes del cuerpo para organizar funciones específicas. El punto A de la Figura
3.5 ilustra estas vesículas llenas de neurotransmisores.
Imagina, si quieres, a estos mensajeros químicos como diminutos barcos que atraviesan el
canal y atracan al otro lado, en sus destinos adecuados. En la dendrita receptora, cada
neurotransmisor atraca (o se une) a un receptor químico específico del mismo modo que una
llave y su cerradura. La forma del neurotransmisor debe encajar con la del receptor. Los puntos B
y C de la Figura 3.5 ilustran el modelo de llave y cerradura.
En todos los puntos en los que los neurotransmisores se anclan a los receptores, los barcos
dejan a sus «pasajeros», que tienen diversos cometidos específicos. Los individuos que
abandonan los barcos deben recorrer la misma autopista, pero tienen agendas diferentes. Algunos
deben ir a casa a descansar, otros tienen que ir a trabajar, algunos están de vacaciones y tal vez
otros deban vigilar el barco.
Lo mismo pasa con los neurotransmisores. Atraviesan el espacio existente entre las
neuronas que los liberan y la célula nerviosa colindante. En el extremo receptor del espacio
sináptico, provocan la liberación de sustancias químicas específicas que alteran la actividad de la
neurona vecina. Ésta, a su vez, provoca un cambio en la que está a su lado y así sucesivamente.
El intercambio electricoquímico
¿Te has dado cuenta de que el impulso nervioso tiene al principio una naturaleza eléctrica
que después se vuelve química y más tarde vuelve a ser eléctrica? En otras palabras, los impulsos
eléctricos que generan las neuronas se transforman en impulsos químicos en la sinapsis mediante
los neurotransmisores. Estos mensajes químicos activan complejas interacciones moleculares,
entre las que se incluye el intercambio de iones, que desencadenan impulsos eléctricos en la
neurona adyacente. Cuando se alcanza cierto umbral eléctrico, éste activa a la neurona vecina y
desencadena un potencial de acción que transporta el mensaje a lo largo de la célula nerviosa
receptora.
No todas las neuronas transmiten los mensajes que reciben. Para ilustrar esto, imagina
que estás intentando animar a un amigo que se siente muy deprimido por un amor perdido. Ha
caído en la apatía y no deja de darle vueltas a su desgracia. Cuando te das cuenta de que necesita
olvidarse de sus miserias, decides estimularlo de diferentes formas. En algún momento de todas
estas actividades, es muy posible que tu amigo alcance un umbral en el que llegue a sentirse
entusiasmado y olvide su anterior estado de apatía.
Lo sacas a cenar temprano, lo invitas a comer un helado y a dar un pase por el muelle, lo
acompañas al cine y después os reunís con algunos amigos en un club nocturno donde escucháis
un monólogo muy divertido.
En algún momento de todas estas actividades, es muy posible que tu amigo alcance un
umbral en el que llegue a sentirse entusiasmado y olvide su anterior estado de apatía.
Las células nerviosas cambian el estado de reposo (de apatía) por un estado de excitación
(de entusiasmo) de la misma forma que tu amigo. Puede que alguno de los estímulos no sea
suficiente, pero si le proporcionas los estímulos suficientes para llegar al punto de excitación, se
activarán. Cuando una célula nerviosa se excita en el terminal postsináptico, se transforma de
receptor en emisor de información, y será ella quien se encargue de propagar su excitación.
Tipos de neurotransmisores
Los neurotransmisores se encuentran en concentraciones distintas en regiones específicas
del cerebro, según la función particular de cada área. Algunos de los neurotransmisores
principales son el glutamato, el GABA (ácido gamma-aminobutírico), la acetilcolina, la
serotonina, la dopamina, la melatonina, el óxido nítrico y varias endorfinas.
Los neurotransmisores pueden llevar a cabo muchos tipos de funciones diferentes. Pueden
estimular, inhibir o cambiar la actividad de una sola neurona a nivel celular. Son capaces de
decirle a una neurona que elimine su conexión con otra célula nerviosa o que se una a ésta con
más fuerza. Los neurotransmisores pueden indicar a las neuronas adyacentes que se exciten, o
enviar un mensaje a la neurona siguiente para que inhiba o detenga por completo cierto impulso
nervioso. Pueden incluso cambiar el mensaje transmitido hasta cierta neurona y enviar un nuevo
mensaje a todas las células conectadas a ella. Cualquiera de estas actividades tiene lugar en
cuestión de milisegundos.
Para ilustrar esto, piensa en lo que ocurre cuando cae un rayo sobre un estanque. Si estás
dentro de él, incluso si te encuentras a ochocientos metros de distancia, es posible que te
electrocutes, ya que la corriente eléctrica se propaga muy rápido por el agua en todas
direcciones. De manera similar, el agua de tu cerebro actúa como conductor que posibilita las
cargas eléctricas. El agua proporciona el medio perfecto para que estas partículas cargadas se
difundan con rapidez y sin trabas a través del medio interno y externo de las células nerviosas.
Y ahora, el sistema nervioso
Hay otras partes del sistema nervioso que conducen los impulsos desde y hasta el
cerebro: los nervios. Un nervio puede estar formado por uno o más paquetes de fibras nerviosas
que se reparten hacia todas las zonas del cuerpo y que forman parte de un sistema que transmite
los impulsos de las sensaciones, los movimientos, etcétera, desde el cerebro o la médula espinal
y el resto de las zonas del cuerpo. Los nervios son extensiones del cerebro. El sistema nervioso
sirve para conectar el entorno al cuerpo, el cuerpo al cerebro, y el cerebro de nuevo al cuerpo.
En esencia, el conjunto del sistema nervioso activa, controla y coordina todas las
funciones corporales mediante el mantenimiento del orden y la armonía en las múltiples y
complejas funciones de los tejidos vivos. Regula los sistemas endocrino, musculoesquelético,
inmunología), digestivo, cardiovascular, reproductor, respiratorio y los sistemas de excreción.
Sin el sistema nervioso, no existiría la vida.
Para controlar y mantener todos estos sistemas, el sistema nervioso se comunica
constantemente con el resto del cuerpo. A través de nuestros sentidos, que no son más que
extensiones de los nervios receptores que nos permiten procesar distintos tipos de datos
procedentes del entorno, el sistema nervioso recibe la información y evalúa las condiciones tanto
externas como internas. Además del oído, la vista, el olfato, el gusto, el tacto y la presión, el
sistema nervioso procesa otras sensaciones internas entre las que se incluyen el hambre, la sed, el
dolor, la temperatura y la información propioceptiva (la percepción de la posición espacial de las
distintas partes del cuerpo), kl sistema nervioso almacena la información que recibe en forma de
acuerdos.
Espero que hayas comenzado a darte cuenta de por qué empezamos nuestra exploración
del cerebro a nivel celular. Nuestras células nerviosas han sido diseñadas por la naturaleza para
permitir una comunicación exponencial. Podemos usar las mismas conexiones y rutas neurales de
nuestro cerebro para producir diferentes neurotransmisores, para crear una infinita variedad de
pensamientos, sentimientos, actos, estados de humor y percepciones. Este proceso puede motivar
acciones y reacciones, evocar emociones, regular las funciones corporales, manifestar estados de
humor y ciertos comportamientos, estimular instintos, liberar hormonas y crear las imágenes
holográficas llamadas pensamientos y recuerdos.
Ahora podemos empezar a explorar la anatomía de la actitud, apoyándonos en nuestra
sencilla lección de neurobiología y química cerebral. Una actitud es un conjunto de pensamientos
que activan un determinado grupo de células en el cerebro; éstas a su vez liberan
neurotransmisores específicos que nos hacen pensar, actuar y sentirnos de cierta manera. Por
ejemplo, digamos que te levantas por la mañana y friegas los platos que dejaste la noche antes.
Tu actitud hacia esa tarea es un resultado de estos pensamientos: «He dormido muy bien esta
noche. Me alegra muchísimo no tener que ir a trabajar hoy. Señor, qué buena estaba la pasta que
cenamos ayer... me alegro de haber enjuagado los platos anoche. No puedo creer lo azul que está
el cielo hoy». Esa misma noche, mientras lavas los platos de nuevo, tu actitud puede derivar de
estos pensamientos: «No sé por qué ha tenido que sacar el tema de nuevo. Creí que lo habíamos
dejado zanjado por fin y que no volveríamos a hablar de ello. ¿Por qué emite ese zumbido la
maldita luz? No tengo ganas de fregar esta noche. Prefiero meterme en la cama».
En base a esas dos series de pensamientos distintas, existe un contraste bastante evidente
entre las actitudes que mostrabas mientras realizabas la misma tarea (lavar los platos) en dos
ocasiones diferentes. A menudo nos referimos al libre albedrío como la capacidad de expresar
cualquier actitud que elijamos, y todo está asociado con nuestro cerebro y su química. Por
extensión, el libre albedrío es lo que hace a los seres humanos tan diferentes unos de otros. La
próxima vez que te pongas a hacer una tarea, reflexiona sobre lo mucho que tus pensamientos
afectan al baile químico que tiene lugar en tu cerebro.
Si tu cerebro es la máquina que propulsa nuestra vida diaria, es muy recomendable saber
cómo funciona y cómo podemos controlarlo a fin de poder conseguir lo que deseamos. Ésa es la
cuestión principal de este texto. El conocimiento es poder. El poder es control. Vamos a
esforzarnos para ser capaces de controlar nuestro estado químico/mental, nuestra vida y por
último, nuestra realidad personal. Lo bueno es que nuestro estado químico / mental y nuestra vida
están tan enredados que realizar cambios en uno de ellos supone que el otro cambie también.
En el Capítulo 4 explicaré cómo ha evolucionado el cerebro a este punto a lo largo de la
historia humana. También te hablaré de los distintos puntos de referencia y las diferentes
regiones y subestructuras cerebrales, para que consigas comprender mejor cómo procesas los
pensamientos internos y las reacciones externas. Y entretanto, comenzaré a ayudarte a
comprender mejor por qué eres como eres.
Capítulo 4 Nuestros tres cerebros y más
En proporción a nuestra masa corporal, nuestro cerebro
es tres veces más grande que el de nuestros parientes
más cercanos. Este gigantesco órgano resulta peligroso
y doloroso durante el parto, caro de criar y, en una persona
en estado de reposo, consume alrededor del 20 por ciento
de la energía corporal, aun cuando no suponga más que
el 2 por ciento del peso del cuerpo. Debe haber alguna
razón para todo este derroche evolutivo.
SUSAN BLAKEMORE
El autor estadounidense Kurt Vonnegut, en su novela Galápagos, utiliza una frase para
expresar su desdén por los «supuestos» avances del progreso humano y la evolución
sociopolítica. Escribió: «Gracias al voluminoso cerebro...».
Aunque Vonnegut escribía sobre la desdicha que le causaban la guerra, la pobreza, la
violencia y demás —resultado de lo que produce nuestro cerebro—, muchos de nosotros no
compartimos su cinismo. Cuando Vonnegut hablaba del «cerebro voluminoso», no lo decía
literalmente. Con un peso de unos 1.300 gramos, el cerebro humano es seis veces más grande, en
relación con el tamaño corporal, que el de cualquier otro mamífero viviente, a excepción del de
los delfines. El cerebro de los humanos y el de los delfines son muy similares en proporción al
tamaño corporal. Sin embargo, el cerebro de los delfines no ha cambiado de manera significativa
en los últimos veinte millones de años.
Hay un misterio en la evolución del cerebro humano que lleva mucho tiempo intrigando a
biólogos y paleontólogos. A medida que las especies animales evolucionan, su masa cerebral
aumenta en la misma proporción que los pulmones, el hígado, el estómago y el resto de las
estructuras físicas corporales. Hace unos doscientos cincuenta mil años, la mayoría de los
mamíferos alcanzó la cumbre de su evolución en lo que a complexión y masa cerebral se refiere.
En los últimos doscientos cincuenta o tres cientos mil años, mientras el cerebro del resto de
mamíferos alcanzaba el cénit de su talla y eficiencia, la evolución de nuestra especie humana
comenzó a diferenciarse de la de otros mamíferos de muchas e impredecibles maneras. Para
empezar, el desarrollo cerebral de los primeros humanos debería haberse estancado, al igual que
el del resto de los mamíferos, durante el mismo período. En cambio, la corteza cerebral humana
sufrió un extraordinario incremento tanto en su masa como en su complejidad en un corto espacio
de tiempo.
El Cerebro de gomaespuma
La solución de la naturaleza a la necesidad de un cerebro mayor sin un incremento
correspondiente del tamaño craneal fue sencilla y elegante. El cerebro se plegó sobre sí mismo,
de manera que alrededor del 98 por ciento de la corteza cerebral está oculta entre los pliegues.
Del mismo modo que un abanico japonés, que cuando se pliega oculta los dibujos florales
bajo la superficie, este nuevo cerebro plegado oculta la mayor parte de su materia gris. Este
diseño, que se parece extraordinariamente a una nuez, es una manera de lo más eficiente de intro-
ducir una mayor cantidad de cerebro en un espacio más pequeño.
Hace pocos años estaba ayudando a mi hija con un trabajo para el colegio sobre el
cerebro. Estábamos discutiendo cómo los pliegues del cerebro maximizan la masa y minimizan
el espacio ocupado. A ella le estaba costando un poco comprender la idea general. Después de
que se fuera al colegio la mañana siguiente, compré diez bolas de gomaespuma de unos diez
centímetros de diámetro. También encontré un frasco de cristal de tres litros y medio. Esa noche,
le pedí a mi hija que metiera dos bolas en el frasco. Ocupaban la mayor parte de la capacidad del
recipiente. «No hay pliegues, ¿verdad?», le pregunté. Ella asintió. «Ese es el aspecto que tendría
el cerebro sin pliegues», le dije. Después le pedí que metiera las diez bolas en el frasco y que le
pusiera la tapadera. Mientras lo hacía, comenzó a sonreír y después a reírse. El contenido del
frasco se asemejaba mucho a los pliegues cerebrales.
Como parte vital del salto evolutivo que sufrió el cerebro hace doscientos cincuenta mil
años, el plegamiento cerebral se ha incrementado de forma gradual hasta el nivel que vemos hoy
en día. Tal y como mi hija podría decirte, el plegamiento del cerebro sobre sí mismo fue una
adaptación que otorgó a los primeros humanos ventajas cruciales sobre el resto de las especies
de su entorno. Gracias a ese incremento del potencial de inteligencia y de la capacidad de
aprendizaje que no afectaba al cuerpo en forma alguna, el plegamiento cerebral nos concedió
una mejora evolutiva que aumentó las posibilidades de supervivencia de nuestra especie.
Según la investigación del médico Paul MacLean, el cerebro humano consta de tres
formaciones (todas con formas, tamaños, composición química, estructuras y patrones de
funcionamiento diferentes) que reflejan nuestro desarrollo durante las distintas eras. En esencia,
el cerebro humano está formado por tres cerebros independientes. La investigación de MacLean
sugiere que esos tres cerebros vienen a ser como tres biocomputadoras interconectadas. Cada uno
posee su propia inteligencia, su propia subjetividad individual, su propio sentido del tiempo y el
espacio y su propia memoria, además de otras funciones. 2
Los nombres originales que se le dieron a estas tres subestructuras fue-ron el arquipalio
(también denominado cerebro reptiliano, complejo R o complejo reptiliano y tronco del encéfalo
en conjunción con el cerebelo o cerebro posterior o rombencéfalo); el paleopalio (mesencéfalo,
cerebro mamifero o cerebro límbico) y el neopalio (el cerebro nuevo, la corteza cerebral,
neocórtex, prosencéfalo o cerebro anterior). Para simplificar, nos referiremos al conjunto
formado por el tronco del encéfalo y el cerebelo como primer cerebro, al mesencéfalo como
segundo cerebro y a la corteza cerebral como tercer cerebro o cerebro nuevo. En ocasiones a lo
largo del libro, utilizaré diferentes nombres para designar a los tres sistemas cerebrales. Observa
la Figura 4.1. Ese dibujo ha sido tomado del libro de MacLean, The Triune Brain In Evolution
(El cerebro triuno en la evolución).
El orden jerárquico de estos tres cerebros nos cuenta información importante sobre
nuestra evolución y las funciones cerebrales. El primero en desarrollarse, hace más de quinientos
millones de años, fue el tronco del encéfalo, la zona de unión en la que las fibras de la médula
espinal se introducen en la base del cerebro. Es la región cerebral más primitiva y constituye la
mayor parte de la masa cerebral de los reptiles y saurios. Los científicos de otras épocas lo
llamaban cerebro reptiliano, ya que se asemeja al de estos animales.
Situado justo detrás del tronco del encéfalo, el cerebelo comenzó a esbozarse entre
trescientos y quinientos millones de años atrás. Esta parte del primer cerebro es la responsable
de la coordinación, la propiocepción (la percepción inconsciente del movimiento y la
orientación espacial) y de los movimientos corporales, tanto los toscos como los finos. Estudios
recientes sugieren que el cerebelo lleva a cabo también otras funciones adicionales. Por ejemplo,
el cerebelo está estrechamente conectado con el lóbulo frontal, la región del neocórtex
responsable de la planificación intencionada. 3 Además, se ha demostrado que el cerebelo juega
un papel dinámico en determinadas conductas emocionales complejas.4 Las neuronas del
cerebelo son las células nerviosas con el mayor número de conexiones de todo el cerebro. Esta
elevada intercomunicación permite que el cerebelo controle muchas funciones sin tener que
servirse de la percepción consciente.
El mesencéfalo apareció entre ciento cincuenta y trescientos millones de años atrás. A
este segundo cerebro se le denomina en ocasiones cerebro mamífero, ya que es el más
evolucionado en estos animales. Situado alrededor del tronco del encéfalo, el mesencéfalo o
cerebro medio ha experimentado su mayor aumento de desarrollo y complejidad en los últimos
tres millones de años, y alcanzó su máximo desarrollo evolutivo hace unos doscientos cincuenta
mil años. Esta región comprende el sistema nervioso autónomo o involuntario.
Por último, el neocórtex («neo» significa nuevo o modificado), que comenzó a aparecer
hace tres millones de años, es el componente más importante del cerebro y cubre los dos cerebros
anteriores. Esto convierte a esta cubierta externa (que tiene un aspecto parecido al de la piel de la
naranja) en la capa más reciente y en la región cerebral más avanzada de los primates y los
humanos. Como asiento de nuestra percepción consciente, el neocórtex es la morada del libre
albedrío, de nuestros Pensamientos y de nuestra capacidad para aprender, razonar y racionalizar.
La Figura 4.2 es una sección transversal del cerebro (de oreja a oreja) que muestra el grosor y el
tamaño del neocórtex. También pueden verse la materia gris (neuronas) y la materia blanca
(células gliales).
El primer cerebro en el desarrollo: el tronco encefálico y el cerebelo
El tronco del encéfalo soporta principalmente las funciones básicas, entre las que se
incluyen el control y mantenimiento del ritmo cardíaco y la respiración. Estas funciones vitales
son comunes a todas las especies animales. El tronco encefálico también se encarga de regular
los distintos niveles de sueño y vigilia. También controla tanto la vigilia como los niveles de
alerta en mayor medida que los centros superiores de la corteza.
El cerebelo o «cerebro pequeño» también forma parte de nuestro primer cerebro o
cerebro reptiliano. Sus pliegues y arrugas le dan una apariencia característica. Es relativamente
grande en comparación con otras regiones cerebrales y tiene una estructura trilobular. Se adhiere
al tronco encefálico en la parte posterior del cráneo, por debajo del área postrema del neocórtex.
Las recientes exploraciones cerebrales revelan que el cerebelo es la región más activa del
cerebro.5 Los científicos creen que el cerebelo es el responsable del equilibrio, la coordinación,
la propiocepción y la ejecución de los movimientos controlados. A la hora de controlar los
movimientos, el cerebelo ejerce tanto una función motora (excitatoria) como una función de
freno (inhibitoria).
Es nuestro cerebro medio el que se encarga de llevar a cabo todas esas maravillas que
generalmente damos por hecho, controlando de manera automática la temperatura corporal, los
niveles de glucosa en sangre, la presión arterial, la digestión, los niveles hormonales y un sinfín
de procesos más. El mesencéfalo también ajusta y mantiene nuestro equilibrio interno para
compensar cambios en el mundo exterior. Sin el mesencéfalo, nuestro metabolismo sería como el
de un reptil de sangre fría, ya que no podríamos mantener un estado interno equilibrado con el
que contrarrestar los cambios de temperatura del exterior.
La médula espinal actúa como un cable de fibra óptica que lleva los impulsos procedentes
del cerebro hacia otras regiones del cuerpo y transmite mensajes desde el cuerpo de vuelta hasta
el cerebro. El tronco del encéfalo ayuda a regular funciones primitivas como la respiración, la
deglución, la presión arterial, los niveles de vigilia y el ritmo respiratorio.
El cerebelo es el responsable del equilibrio, de la postura y de la posición corporal en el
espacio. También coordina los movimientos y almacena recuerdos y comportamientos innatos.
El tálamo también envía señales al hipotálamo a fin de preparar las funciones corporales
relacionadas con la reacción de huida o lucha, de manera que tu cuerpo disponga de la energía y
las fuentes necesarias para responder a la amenaza. Por ejemplo, el hipotálamo se asegura de que
tus piernas estén fisiológicamente preparadas para correr, saltar y girar a toda velocidad, según lo
que decida tu cerebro consciente. Además, puesto que no necesitas sangre en el aparato digestivo
durante esta amenaza inminente, el hipotálamo prepara tu cuerpo para la acción y no para la
digestión, es decir, para la lucha o la huida, pero no para la alimentación (ni para el
apareamiento).
Hipófisis o glándula pituitaria. La hipófisis secreta sustancias químicas que activan las
hormonas corporales. Es decir, las glándulas son órganos o grupos de células especializadas que
separan ciertos elementos de la sangre y los secretan en una forma que el cuerpo puede utilizar o
eliminar con facilidad. Las hormonas son compuestos químicos, producidos en una zona o en un
órgano del cuerpo, que desencadenan o regulan la actividad de un órgano o un grupo celular en
otra parte del cuerpo. Los tejidos glandulares que liberan distintas hormonas son órganos como
las glándulas adrenales, el tiroides y los órganos reproductores, entre otros.
Imagina, por ejemplo, que vas paseando en bicicleta por el parque mientras escuchas
música en el reproductor MP3 y vas absorto en una melodía. En un momento dado, un niño sale
corriendo de los arbustos y se interpone en tu camino, justo delante de la bicicleta. Tu amígdala
recibe la información vital que no llega al neocórtex y hace que aprietes los frenos antes incluso
de que seas consciente de ello. Esta reacción precognitiva puede suponer la diferencia entre la
vida y la muerte. Puesto que el mesencéfalo es una región más primitiva que el neocórtex, tiene
sentido que su mecanismo de acción se estableciera genéticamente en nuestra especie hace
millones de años, mucho antes de que se desarrollara nuestra corteza cerebral consciente.
Una vez activada, la amígdala también crea emociones de rabia y agresividad para
ayudarnos a protegernos de las situaciones de amenaza potencialmente peligrosas. Así pues, una
madre defenderá con rabia a sus hijos o arriesgará su propia vida en cualquier situación que
implique algún daño para ellos, aun cuando las circunstancias estén en su contra.
Recientes estudios indican también que la amígdala está asociada con el almacenamiento
de recuerdos emocionales y con la percepción de ciertas situaciones relacionadas con esos
recuerdos. La amígdala etiqueta las situaciones que ponen en peligro la supervivencia como
emocionalmente espantosas, de manera que el simple hecho de recordarlas pueda ayudarnos a
evitar situaciones similares. En los humanos, las experiencias emocionales relacionadas con la
furia, el miedo, la tristeza e incluso la alegría son almacenadas gracias a la amígdala en la
memoria a largo plazo. No obstante, la amígdala no asigna ninguna región celular específica para
almacenar los recuerdos de esas sensaciones primitivas a fin de crear o facilitar los recuerdos de
una única emoción específica. Los investigadores no han podido localizar ninguna región
particular del cerebro en la que se localice, por ejemplo, la tristeza. De manera similar, los
estudios en primates no han mostrado áreas específicas de la amígdala que provoquen la alegría,
la tristeza, la rabia o el miedo.
En un novedoso estudio, los científicos de la Universidad de Gales trabajaron con un
paciente ciego que parecía poseer un sexto sentido que le permitía reconocer las caras tristes,
furiosas o felices. Este paciente (llamémoslo X), de cincuenta y dos años de edad, perdió la
vista tras recibir dos golpes que dañaron las regiones cerebrales que procesan las señales
visuales. No obstante, las exploraciones cerebrales revelaron que cuando miraba rostros que
expresaban emociones, se activaba otra región de su cerebro situada junto a la corteza visual: la
amígdala. Esta pequeña estructura responde a signos faciales no verbales (o a recuerdos)
representativos de la furia y el miedo.8
El doctor Alan Pegna, de la Facultad de Psicología de la Universidad de Gales en Bangor,
formó un equipo de investigación con colegas del norte de Gales y del Hospital Universitario de
Ginebra. Descubrieron que el paciente X era incapaz de identificar formas circulares y cuadradas.
Más aún, no podía identificar el género de los rostros inexpresivos ni establecer las diferencias
entre los rostros desordenados y los «normales». Sin embargo, cuando se le pedía al individuo
que identificara las emociones de furia o alegría en un rostro humano, acertaba en un 59 por
ciento de los casos. (La mayoría de los sujetos con los ojos vendados que realizan este tipo de
prueba aciertan por lo general en un 50 por ciento de los casos, más o menos). Este índice de
acierto es, estadísticamente, un poco más elevado que el que se espera de la casualidad y se
repetía también cuando le pedían que distinguiera rostros tristes y alegres, o asustados y alegres.
Con este experimento, los investigadores concluyeron que las emociones que muestra un
rostro humano no se registran en la corteza visual, sino en la amígdala derecha, situada en el
interior del lóbulo temporal. «Este descubrimiento es interesante para los investigadores de la
conducta, ya que la amígdala derecha se ha relacionado con el procesamiento subliminal de los
estímulos emocionales en individuos clínicamente sanos», dijo el doctor Pegna. «Lo que el
paciente X nos ha ayudado a establecer es que esta región procesa sin duda señales visuales
faciales asociadas con todo tipo de expresiones faciales emocionales». 9 La memoria almacenada
en esta región del cerebro, que también activa respuestas inmediatas, podría explicar muchas
cosas acerca de la sensibilidad de algunos individuos.
Cuando nuestro cerebro está llevando a cabo una de las llamadas funciones superiores
(razonamiento, planificación, racionalización, aprendizaje, memorización, creación, análisis,
comunicación verbal y muchas otras), nuestro neocórtex se pone en marcha. Sin el neocórtex,
nuestros sentidos seguirían siendo capaces de alertarnos de que tenemos frío, pero no irían más
allá. Es la corteza cerebral lo que nos permite interpretar la sensación de frío y elegir entre las
múltiples opciones posibles: quedarnos como estamos, cerrar la ventana, poneros un jersey (y
elegir uno entre los muchos que tenemos) o subir la temperatura del termostato; y el neocórtex
también recordará una vez en la que acampaste en el Mt. Rainier National Park en invierno y
estuviste a punto de congelarte.
Esto significa que no existen regiones específicas según el sexo que contribuyan a ese
aumento adicional en el volumen cerebral y que sería difícil descubrir una diferencia
funcional que se correspondieran con diferencias en el volumen cerebral total.
En términos sencillos, si echáramos un vistazo al cerebro de dos individuos, uno
hombre y el otro mujer, no seríamos capaces de encontrar más diferencia que la de tamaño,
ya que ambos cerebros tienen proporciones similares.
En cuanto a las diferencias entre hombres y mujeres, la estructura cerebral que
probablemente más ha llamado la atención a lo largo de los años es el cuerpo calloso. Esta
banda de materia blanca conecta los hemisferios derecho e izquierdo, y algunas de las
primeras investigaciones sugerían que podía ser más grande en las mujeres que en los
hombres. Cuando se insinuó esto por primera vez a principios de la década de los ochenta,
muchos científicos especularon acerca de que el mayor tamaño en la banda de las mujeres
significaba que éstas poseían un mayor grado de comunicación entre ambos hemisferios. Esta
idea parecía apoyar el mito de que en las mujeres el lado derecho emocional del cerebro y el
lado izquierdo analítico estaban más integrados.
Hoy en día se sabe que el cuerpo calloso de las mujeres no es más grande que el de los
hombres. En realidad, el cuerpo calloso de los hombres es alrededor de un 10 por ciento más
grande que el de las mujeres, posiblemente porque también tienen cerebros más grandes
debido al mayor tamaño de su cuerpo. No existen evidencias anatómicas sólidas que apoyen
una mayor conectividad funcional entre los hemisferios (como dice el mito), ni en los
hombres ni en las mujeres.
El origen del mito tal vez sea que el cuerpo calloso supone un porcentaje
considerablemente superior en el total de materia blanca en las mujeres (2,4 por ciento en las
mujeres frente al 2,2 por ciento en los hombres). Este hecho puede significar que las mujeres
son capaces de procesar ambos tipos de pensamiento (el emocional y el analítico) con ambos
hemisferios mucho más deprisa que los hombres. Si la mayor distribución de mielina grasa, o
materia blanca, en el cuerpo calloso de la mujer conllevara una velocidad de transmisión
neurológica superior entre los hemisferios cerebrales, esto explicaría por qué los hombres se
quedan boquiabiertos tan a menudo cuando observan la capacidad que tienen las mujeres para
resolver problemas.
El nuevo cerebro es el logro evolutivo más sofisticado hasta la fecha, como ya hemos
comentado, y apareció cuando los mamíferos comenzaron a subir en la escala evolutiva. Aunque
está extraordinariamente desarrollado en los estos animales, este cerebro nuevo alcanzó su cuota
máxima de complejidad en los humanos. Puesto que nuestro cerebro es, en proporción, mucho
mayor y más complejo que el de cualquier otra especie (comprende unos dos tercios del cerebro),
nos confiere características únicas que nos distinguen de los reptiles, de otros mamíferos y de
nuestros compañeros los primates.
En aras de la simplicidad, diré que este nuevo cerebro tiene una capa interna de soporte y
una capa externa. La capa interna del cerebro es la pulpa de una naranja mientras que la externa,
llamada corteza, sería la cáscara o la piel de esa naranja. La palabra «córtex» significa,
literalmente, corteza. Tal y como hemos dicho, la mayor parte del cerebro está estructurada en
intrincados pliegues, y no en simples capas. Sin embargo, como mi propósito es construir un
modelo mental que te permita comprender el cerebro, en ocasiones pasaré por alto algunas de las
complejidades cerebrales.
Alrededor del mesencéfalo se encuentra esa porción del nuevo cerebro denominada
materia blanca, que está compuesta mayormente por fibras recubiertas por vainas de mielina, y
también por células gliales, cuya función principal en el sistema nervioso central es conectiva y
de soporte (ver Capítulo 3). Existen muchos tipos de células gliales que llevan a cabo distintas
funciones en las diferentes regiones del sistema nervioso. Lo más importante que hay que
recordar sobre las células gliales es que facilitan la formación de conexiones sinápticas, lo que
podría explicar su abundancia. En otras palabras, cada vez que aprendes algo nuevo y estableces
una nueva conexión sináptica en el cerebro, siempre está presente un tipo específico de célula
glial llamado astrocito, que colabora en el proceso. Cada neurona tiene la posibilidad de realizar
un increíble número de conexiones con otras neuronas y tal vez la naturaleza le haya
proporcionado a los seres humanos tal abundancia de células gliales para facilitar ese potencial
de conexiones. Los investigadores han descubierto evidencias de que las células gliales tienen su
propio sistema de comunicación independiente, distinto al de las neuronas.12
La zona del nuevo cerebro a la que nos referiremos más a menudo es la capa externa, el
neocórtex o corteza cerebral, también llamada materia gris. Aunque sólo tiene de tres a cinco
milímetros de espesor, esta capa es tan rica en neuronas que el neocórtex posee más células
nerviosas que cualquier otra estructura cerebral, a excepción del cerebelo.
El cuerpo calloso
El cuerpo calloso es un puente de «fibra óptica» compuesto por centenares de millones
de neuronas que conectan los dos hemisferios del nuevo cerebro.
Como la mayoría de la gente sabe, el cerebro nuevo está dividido atómicamente en dos
secciones que guardan cierto grado de simetría anatómica. Si trazas una línea imaginaria desde la
mitad de la ente, pasando por la parte superior de la cabeza, hasta el centro de ase del cráneo,
dividirías al nuevo cerebro en sus dos mitades.
Estas mitades se conocen como hemisferios cerebrales derecho e izquierdo. Estas zonas
gemelas del neocórtex encapsulan, literalmente hablando, al mesencéfalo y al tronco encefálico.
Cada hemisferio es responsable del control de la parte contraria del cuerpo.
Los hemisferios cerebrales no son estructuras completamente separadas. Existe un puente
de fibras nerviosas llamado cuerpo calloso que conecta las dos mitades del nuevo cerebro. La
Figura 4.4 muestra una imagen del cuerpo calloso. Esta estructura es el puente fibroso de neu-
ronas más grande de todo el cuerpo, con un total aproximado de unos tres millones de fibras
nerviosas. Esta enorme banda de materia blanca posee el mayor número de haces nerviosos,
tanto del cerebro como del cuerpo. Los científicos afirman que el cuerpo calloso evolucionó
junto al nuevo cerebro y que gracias a eso ambas partes pueden comunicarse entre sí a través de
este puente. Los impulsos nerviosos viajan sin cesar hacia uno y otro lado a través del cuerpo
calloso, otorgándole a nuestro nuevo cerebro la singular capacidad de ver el mundo desde dos
diferentes perspectivas.
En general, los lóbulos frontales son los responsables de las acciones voluntarias y de
gran parte de la focalización de la atención, y coordinan casi todas las funciones del resto del
cerebro (la corteza motora y el centro del lenguaje forma parte del lóbulo frontal). Los lóbulos
parietales se encargan de las sensaciones relacionadas con el tacto y los sentimientos (percepción
sensorial), las tareas visuales espaciales y la orientación corporal, y también coordinas algunas
funciones del lenguaje. Los lóbulos temporales procesan los sonidos, la percepción, el
aprendizaje, el lenguaje y la memoria, y son los centros que interpretan los olores. Estos lóbulos
también contienen una región que nos permite elegir qué pensamientos queremos expresar. Los
lóbulos occipitales se encargan de la información visual y a menudo se los denomina corteza
visual. Tómate un minuto si quieres para observar los cuatro lóbulos de la corteza cerebral en la
Figura 4.5.
Estos lóbulos procesan información procedente del cuerpo captada por los nervios
periféricos, principalmente del medio externo y, en menor grado, de nuestro medio interno.
Recuerda que los nervios periféricos son esos nervios largos que funcionan como cables de
comunicación y transmiten información procedente del cerebro al cuerpo y viceversa. En
particular, estamos hablando de los nervios que son de naturaleza sensorial, que cada segundo
reciben y procesan millones de datos procedentes de pequeñas zonas de nuestro cuerpo y los
envían hacia el cerebro. Estos nervios convergen desde distintas áreas del cuerpo (las manos, los
brazos, las piernas, los pies, los dedos, los labios, la lengua) y se concentran en la médula espinal,
ese cable de «fibra óptica» que lleva la información recibida al cerebro (a la corteza
somatosensorial, en particular).
Cuando tienes una piedrita en el zapato, notas una brisa cálida en la cara, recibes un
masaje relajante o te duele el estómago, es el lóbulo parietal el que reúne toda esa información
sensorial y determina cómo te sientes y lo que deberías hacer al respecto. En primer lugar, este
lóbulo interpreta el tipo de estímulo que se recibe. Después, evalúa la sensación que provoca
dicho estímulo, tanto si es agradable como si supone una amenaza para el cuerpo. La corteza
somatosensorial es la región que calibra principalmente cómo te sientes de manera consciente
bajo distintas condiciones medioambientales. Una vez que la corteza sensorial procesa la
información, otras regiones, como el lóbulo frontal, toman el control y llevan a cabo el objet ivo
principal del cerebro: asegurar la supervivencia y la conservación del cuerpo.
Pongamos un ejemplo. El roce sutil de una mosca que se te posa en el brazo llama de
inmediato tu atención. Los receptores sensoriales del brazo envían al instante un mensaje a través
de los nervios periféricos, que penetran en la médula cervical y llegan hasta la corteza
somatosensorial del hemisferio opuesto al brazo. En cuanto tu cerebro interpreta el estímulo, el
mensaje se envía hacia el lóbulo frontal, donde se Procesa la respuesta motora. En este punto, el
cerebro puede estar o no implicado. Puedes responder de manera automática utilizando la corteza
motora para mover el brazo y espantar a la mosca. O puedes pensar un momento qué hacer. Tal
vez te levantes, busques un helado en el congelador y cojas el matamoscas.
Los lóbulos parietales están subdivididos y organizados en varias áreas que están
relacionadas con distintas regiones sensoriales del cuerpo. Cada centímetro de la superficie
corporal tiene un punto de correspondencia en esta delgada lámina de neuronas corticales. El
área somatosensorial es como un mapa de agrupaciones individuales de neuronas que de algún
modo están compartimentadas en regiones sensoriales específicas que se asocian a las distintas
partes del cuerpo.
A mediados de la primera década del pasado siglo, unos cuantos científicos aprendieron
cómo mapear esas regiones mediante el estudio de animales. Los investigadores utilizaban el
contacto para estimular diferentes partes del cuerpo e identificaban las neuronas activas del
cerebro que se correspondían con la región del cuerpo que se estaba tocando. El primer trabajo
que se utilizó para explorar la corteza sensorial en ratas y en monos fue llevado a cabo por
Vernon Mountcastle, de la Universidad Johns Hopkins.
En los humanos, estas áreas sensoriales específicas de los lóbulos parietales se conocen
clásicamente como zonas de representación, un nombre que les puso en esa misma época un
neurocirujano canadiense llamado Wilder Penfield. 13 Éste efectuó varios experimentos en
humanos para determinar la correlación sensorial exacta entre las distintas áreas del cerebro y las
zonas específicas del cuerpo. Mientras llevaba a cabo una intervención quirúrgica cerebral en
pacientes humanos conscientes con anestesia local, Penfield utilizaba un diminuto electrodo para
estimular distintas zonas de la corteza somatosensorial. Cuando estimulaba la superficie
expuesta de la corteza, les preguntaba a los pacientes lo que sentían. En cada caso, los pacientes
explicaban rápidamente sensaciones en las manos, en los dedos, en los pies, en los labios, en la
cara, en la lengua y en otras partes del cuerpo. De esta forma, Penfield fue capaz de explorar y
nombrar las regiones de la corteza somatosensorial que recibían datos sensoriales.
Tal y como descubrió Penfield, la superficie corporal al completo está esbozada o
dispuesta a lo largo de la corteza sensorial, tanto en los humanos como en todos los mamíferos.
Hay regiones específicas para los labios, para las manos, para los pies, para la lengua, para los
genitales, para el rostro, para los dedos, etcétera. En los humanos, estas regiones se han llamado
afectuosamente «homúnculos», que significa pequeño hombrecillo. La Figura 4.6 muestra el
homúnculo e ilustra el mapa de las sensaciones somatosensoriales en el cerebro humano.
Es curioso, no obstante, que el cuerpo tal y como está mapeado en la corteza no se
parece en nada a un cuerpo humano de verdad. Este mapa no sólo está compartimentado de
una manera muy particular, sino que tampoco guarda una correlación directa con el trazado
anatómico ni con las proporciones del cuerpo humano. Por ejemplo, la representación de la
zona facial está localizada junto a la de la mano y los dedos. Penfield también descubrió
que los pies se encontraban al lado de los genitales. En la corteza, la zona de la lengua está
fuera del área de la boca, bajo la barbilla. En esa época, él no tenía ni idea de por qué el
mapa cortical tenía una estructura tan extraña.
Hoy en día existen dos modelos explicativos que, juntos, aclaran esta extraña
representación. 14 El primer modelo está relacionado con las localizaciones de las zonas de
representación. Durante el desarrollo prenatal, el feto tiene sus brazos doblados, de manera que
las manos están en contacto con la cara, y las piernas están flexionadas de forma que los pies
tocan los genitales. Durante el desarrollo en el útero, el contacto repetido de estas zonas puede
producir la activación de neuronas sensoriales en diferentes regiones de la corteza en desarrollo.
Esta activación sensorial de las neuronas corticales puede engañar al lóbulo parietal para que éste
organice sus regiones sensoriales como si las partes de ese cuerpo estuvieran juntas, cuando
únicamente están en contacto constante. Así pues, las primeras improntas del mapeo cortical
pueden sentar las bases de la localización final que tendrán las diferentes regiones sensoriales en
la plantilla somatosensorial.
El segundo modelo explicativo podría aclarar las distorsiones en el tamaño de las áreas
sensoriales individuales en comparación con la anatomía humana normal. De acuerdo con el
mapa sensorial, el homúnculo que se halla tendido sobre la corteza sensorial tiene una cara
enorme con labios descomunales, manos grandes con pulgares extralargos y órganos sexuales de
gran tamaño. ¿Qué explicación tiene esto? Podemos echar un vistazo a esas zonas exageradas del
mapa cortical en busca de una respuesta. Cuando yo era niño y me ponía enfermo, mi madre
sabía con precisión la fiebre que tenía con sólo colocar los labios sobre mi frente. Es algo lógico,
ya que los labios humanos están altamente especializados; poseen un gran número de receptores
sensoriales. De forma similar, las neuronas sensoriales del tacto de la yema del dedo índice
tienen una densidad quince veces superior a la de los receptores táctiles de la pierna. Existe una
inmensa cantidad de receptores sensoriales en los genitales de los seres humanos.
Éste es también un claro ejemplo de por qué los humanos se dejan dominar tanto por la
sexualidad. El mapa de las sensaciones corporales en la corteza sensorial del cerebro tiene
mucho más espacio consagrado a los genitales que a toda la superficie del pecho, el abdomen, la
espalda, los hombros y los brazos juntos. Estamos planificados literalmente para la procreación,
a fin de asegurar la propagación de nuestra especie. Es interesante resaltar que cuando se origina
un ataque epiléptico en estas áreas de la corteza sensorial, por lo general va precedido de
intensas sensaciones sexuales.
Lo más importante que hay que recordar en este punto es que el mapa de las sensaciones
corporales puede representarse en la corteza sensorial, específicamente en las áreas
somatosensoriales localizadas en los lóbulos parietales.
Los lóbulos temporales. Los lóbulos temporales están justo bajo la superficie de cada
oreja, un poco por encima de éstas. Son los responsables de las percepciones auditivas, es decir,
procesan lo que oímos. Los lóbulos auditivos están situados en este cuadrante para procesar todo
tipo de sonidos. Dentro de estos lóbulos parece haber miles de colonias de neuronas relacionadas
con aspectos específicos del procesamiento de sonidos. Puesto que lo que oímos está tan
estrechamente relacionado con el lenguaje, definiremos el lenguaje como una serie específica de
sonidos que son producidos para la comunicación voluntaria y para el entendimiento
comprensivo. En otras palabras, lo que llega hasta tus oídos es un torrente de sonidos constantes
cuya intención o significado se denomina lenguaje.
El tímpano vibra a consecuencia de las ondas sonoras que llegan hasta él, lo que provoca
señales eléctricas que viajan a través del nervio auditivo hasta compartimentos individuales de
los lóbulos temporales. Éstos se encargan de la comprensión del lenguaje y decodifican los
sonidos para darles significado. Este trabajo se le asigna principalmente a varias regiones del
lado izquierdo del neocórtex, a menos que estemos aprendiendo una nueva palabra, sonido o
idioma, y después es el lóbulo temporal derecho el que toma el control.
Hay diferentes agrupaciones de neuronas en la corteza auditiva que se asocian a cada
fonema individual, o unidad mínima de sonido que utilizamos para interpretar el lenguaje. Por
ejemplo, cuando escuchamos los sonidos baa, muu o suu, existen módulos individuales o com-
partimentos del complejo auditivo cuya misión es procesar estos sonidos especializados.
Mientras los niños se desarrollan mediante la interacción con el entorno, los distintos ruidos que
escuchan son almacenados en mapas geográficos de patrones de los diversos sonidos, dispuestos
para acceder a ellos a fin de procesarlos como lenguaje. El cerebro del niño también está
ocupado en eliminar conexiones sinápticas innecesarias a fin de descifrar los sonidos de su
entorno.
Nuestro cerebro es lo bastante «no lineal» como para que cuando escuchamos una serie
de sonidos, podamos comprender de inmediato lo que se comunica verbalmente. Es de destacar
que, aunque las señales eléctricas procedentes del tímpano activan múltiples agrupaciones de
neuronas de los lóbulos temporales de forma simultánea, la combinación y la secuencia, al igual
que la localización de esos circuitos neuronales, nos permiten captar el significado del estímulo
auditivo. Existen cientos de agrupaciones neuronales en el interior de los compartimientos
específicos de los lóbulos temporales que hacen esto mientras escuchamos música, vemos la
televisión, charlamos durante la cena o incluso cuando hablamos con nosotros mismos, ya sea en
voz alta o para nuestros adentros.
El lóbulo temporal también tiene un centro de asociación visual que relaciona lo que
vemos con nuestras emociones y recuerdos. Es el almacén de muchos de nuestros recuerdos
visuales emocionales. Una vez que vemos algo en el mundo exterior, nuestro cerebro utiliza esta
área asociativa para procesar lo que vemos y lo que recordamos, y cómo podría afectarnos
emocionalmente. En otras palabras, los lóbulos temporales procesan los símbolos visuales junto
con sentimientos significativos.
Cuando esta región de los lóbulos temporales se estimula eléctricamente, los sujetos
refieren haber visto imágenes vividas, tan reales para ellos como todo lo que los rodeaba.
Utilizamos la base de datos almacenada en los lóbulos temporales cuando asociamos lo que
sabemos para comprender mejor las cosas nuevas y desconocidas que tratamos de aprender. Los
lóbulos temporales también nos ayudan a reconocer estímulos familiares que ya hemos
experimentado.
Por ejemplo, pongamos que te digo que existe un tipo especial de glóbulos blancos que
persigue y ataca a agentes extraños y que después se los come como si se tratara del Comecocos
(si es que recuerdas el viejo videojuego de PacMan de la década de los ochenta). El centro de
asociación visual de tus lóbulos temporales sacará a la luz el recuerdo visual del videojuego de
PacMan a fin de que puedas identificar este nuevo concepto con lo que ya tienes almacenado en
tu cerebro como recuerdo. Te presentará imágenes rápidas que forman parte de tus recuerdos
acumulados de las pequeñas criaturas tragaldabas del PacMan y a continuación ensamblará un
recuerdo tridimensional para ayudarte a comprender la idea sobre los glóbulos blancos. La
mayor parte de los millones de asociaciones aprendidas que has experimentado a lo largo de tu
vida está almacenada en la corteza asociativa de los lóbulos temporales, y se activará cuando sea
necesario.
Así pues, los lóbulos temporales son los responsables del lenguaje, de la audición (el
procesamiento de sonidos), del pensamiento conceptual y de la memoria asociativa. Los lóbulos
temporales asocian lo que ya hemos aprendido y experimentado mediante nuestros sentidos a lo
largo de nuestra vida con personas, lugares, cosas, épocas y sucesos pasados en forma de
recuerdos. Podemos asociar lo que oímos, vemos, sentimos, saboreamos y olemos y son los
lóbulos temporales los que nos permiten hacerlo.
Los lóbulos occipitales. Los lóbulos occipitales son los centros de la visión. La corteza
visual, como se les denomina en ocasiones, tiene seis regiones distintas que procesan datos
procedentes del mundo exterior a fin de que nosotros podamos ver de manera coherente. Esta
complejidad tiene su razón de ser, ya que la vista es el sentido en el que los humanos más
confían a la hora de relacionarse con el mundo.
Una región completamente diferente de la corteza visual está organizada para procesar de
manera exclusiva los movimientos (V5). Las células nerviosas de esta área no pueden detectar un
objeto inmóvil, ya que sólo se estimulan cuando un objeto se mueve dentro del campo visual.
Estas células se descubrieron cuando averiguaron que había personas ciegas que podían ver los
movimientos. Los primeros individuos registrados que poseían la capacidad de percibir objetos
en movimiento sin verlos fueron los soldados de la Segunda Guerra Mundial. Algunos soldados
que habían perdido la visión a causa de heridas de combate podían esquivar granadas y
proyectiles, aunque no los vieran de manera consciente. Este fenómeno se denominó muy
apropiadamente ceguera cortical (blindsight).15
Cuando los estímulos visuales se integran por completo aparece una imagen similar a un
«holograma» de lo que estamos viendo. ¿Cómo tiene lugar este fenómeno? Mientras la
información sensorial se transmite a través de las distintas regiones de la corteza visual, se
produce un procesamiento organizado de los datos, capa por capa. A medida que la información
atraviesa todas estas capas de neuronas especializadas, que interpretan la luz, el movimiento, la
forma, la silueta, la profundidad y el color, se va creando una imagen continua. Esta imagen se
distribuye después hacia las áreas asociativas correspondientes de los lóbulos temporales, que
colaboran con la corteza visual para descubrir el significado de los datos recibidos.
Los lóbulos frontales. Si te preguntaran: «Como ser consciente, ¿en qué lugar piensas,
sueñas, sientes, te concentras e imaginas?», es muy probable que señalaras la zona de tu frente
que se encuentra justo por encima del puente de tu nariz, el lóbulo frontal.
Una de las palabras claves que utilizamos para describir el lóbulo frontal es «libre
albedrío». El lóbulo frontal es el asiento de nuestro libre albedrío y de nuestra
autodeterminación, y nos permite elegir nuestros actos y pensamientos y, de esta manera,
controlar nuestro destino. Cuando este lóbulo está activo, nos concentramos en nuestros deseos,
creamos ideas, tomamos decisiones conscientes, organizamos planes, seguimos una estrategia
voluntaria y controlamos nuestro comportamiento. La evolución del lóbulo frontal nos concedió
a los humanos una mente centrada, madura, creativa, voluntariosa, crítica y resuelta, que
podemos utilizar a voluntad.
Los lóbulos frontales están divididos en secciones responsables de una miríada de
funciones relacionadas. La parte posterior de los lóbulos frontales es la morada de la corteza
motora, la «rebanada» cortical adyacente que está justo delante de la corteza sensorial. La
corteza motora y la sensorial son la línea divisoria entre el lóbulo parietal y el frontal. Si vuelves
a echar un vistazo a la Figura 4.5, podrás ver la división formada por la corteza motora y la
sensorial entre las dos regiones corticales. (Algunos autores se refieren a la corteza motora-
sensorial como una única región del neocórtex; no obstante, en bien de la simplicidad, yo los
explicaré por separado).
La corteza motora activa todos los músculos voluntarios del cuerpo y participa en todos
los movimientos y acciones voluntarias. Activamos la corteza motora cuando necesitamos
realizar acciones determinadas y controlar movimientos deliberados.
Al igual que la corteza sensorial tiene áreas determinadas según su sensibilidad y su
función, la corteza motora está dividida en territorios de acuerdo con su estructura y su función.
Y también como la corteza sensorial, el mapa neurológico de la corteza motora muestra un
homúnculo bastante deforme. En este homúnculo, la mano sale de la coronilla de la cabeza, y el
brazo, el hombro, el tronco, la pierna y el pie tienen una forma desproporcionada, muy distinta a
la anatomía humana normal. La Figura 4.6 muestra las distintas subdivisiones de la corteza
motora parcelada en regiones corporales. El tamaño individual de los compartimentos se basa en
la necesidad, como pasaba con la corteza sensorial.
Más aún, la mejora del neocórtex hace posible que no nos veamos limitados por la
necesidad de asegurar nuestra supervivencia frente a un medio duro y cambiante. Gracias al
neocórtex, creamos y apreciamos la música, el arte y la literatura, y luchamos por explorar y
comprender tanto el mundo externo como nuestro mundo interior. El neocórtex creativo
proporciona a cada uno de sus poseedores una personalidad única e individual, y permite que los
humanos vivan como grandes pensadores y maravillosos soñadores.
¿Cómo es posible que la cabeza humana dé cabida no sólo al cerebro reptiliano y al
mamífero, sino también al nuevo cerebro? Para seguir con nuestra analogía de la computadora,
diré que cuando nuestra nueva biocomputadora evolucionó, conseguimos el procesador más
potente del mundo, el sistema operativo más avanzado, el disco duro de más capacidad y la
mayor cantidad de memoria posible. No deberíamos imaginar las neuronas como cables
conectados entre sí. Cada neurona debería visualizarse como un superprocesador completo e
individual que lleva a cabo millones de funciones al cabo del día. El hecho de conectar miles de
millones de neuronas entre sí hace que tengamos millones de computadoras trabajando como si
se tratara de una única y descomunal computadora con una memoria, una capacidad de
almacenamiento y una velocidad extraordinarias, entre otras asombrosas cualidades. Recuerda
que el número potencial de conexiones sinápticas del cerebro humano es virtualmente ilimitado.
Cuando la evolución trajo consigo el aumento del tamaño del nuevo cerebro, conseguimos
comprimir toda esta capacidad de procesamiento en una biocomputadora no más grande que un
melón. Disponemos de toda la maquinaria necesaria para poner de manifiesto un potencial
ilimitado. ¿Por qué los seres humanos sólo utilizamos una pequeña fracción de nuestro
potencial? En nuestra defensa he de decir que el Homo sapiens sapiens es una especie
relativamente joven y que sólo hemos tenido unos cuantos centenares de miles de años para
aprender cómo utilizar nuestro cerebro de forma eficaz. Quizá todavía seamos unos novatos y
apenas hayamos comenzado a poner a prueba nuestro cerebro. Mi esperanza es que, tras leer
este libro, puedas mejorar tu capacidad para probar los- límites de tu cerebro.
Capítulo 5 Estructurados por la herencia, cambiados por el medio
Haga lo que haga un hombre, antes debe hacerlo con la mente,
cuya maquinaria es el cerebro. La mente sólo puede hacer
aquello para lo que el cerebro esté capacitado, así que todo
hombre debe descubrir qué tipo de cerebro posee
antes de poder comprender su propio comportamiento.
GAY GAER LUCE Y JULIUS SEGAL
En comparación con muchas otras disciplinas, la neurología (la ciencia que estudia el
cerebro) está en pañales, con poco más de cien años en su haber. Eso no quiere decir, no
obstante, que los científicos y filósofos no se hayan planteado la naturaleza del cerebro, de la
mente y de los pensamientos durante mucho más tiempo. En la época de la Antigua Grecia, las
mentes privilegiadas ya postulaban grandes teorías acerca del origen y la naturaleza de la
conciencia. Tan sólo cuando el progreso de la tecnología nos ha permitido ver cómo y qué partes
del cerebro se ponen en marcha durante tareas específicas, ha florecido la verdadera neurología.
Antes de embarcarnos en una exploración más a fondo de las distintas influencias que
moldean nuestro cerebro, volvamos a esa página no tan blanca que es el cerebro de un niño.
¿Cómo se desarrolla el cerebro y qué puede enseñarnos sobre nosotros mismos?
Desarrollo cerebral
Más de la mitad de los genes que expresamos como seres humanos contribuye a dar
forma a ese complejo órgano llamado cerebro. El desarrollo del cerebro humano no tiene lugar
en etapas diferenciadas y bien definidas, pero podemos identificar períodos de crecimiento
acelerado. Por el momento, no olvides que la herencia genética es una de las fuerzas principales
que da forma al desarrollo del cerebro del bebé antes del nacimiento.
Por otro lado, también sabemos que el medio externo y el medio interno de una mujer
embarazada juegan un papel muy importante en el desarrollo cerebral del feto. Por ejemplo,
cuando una madre encinta vive en condiciones extremadamente estresantes, en el denominado
«modo de supervivencia», es muy probable que su hijo nazca con un perímetro craneal menor,
menos conexiones sinápticas en el prosencéfalo o cerebro anterior, e incluso con el cerebro
anterior relativamente más pequeño y el cerebro posterior más grande. 1 Dado lo que sabernos
hasta ahora, esto resulta de lo más lógico. El cerebro posterior es el motor del cerebro y el
prosencéfalo es el cerebro encargado de pensar, razonar y crear. Sin embargo, cuando el
embarazo transcurre en circunstancias normales, parece que el programa genético actúa con más
fuerza sobre el desarrollo neurológico y el crecimiento antes del parto. Después del nacimiento,
tanto la genética como el medio influyen en el desarrollo del cerebro del bebé.
Tercer trimestre
El segundo incremento del crecimiento comienza en el tercer trimestre de embarazo (el
séptimo, el octavo y el noveno mes) y continúa después del nacimiento, hasta los seis o doce
meses aproximadamente. Durante este período se produce un enorme incremento en el número
total de células nerviosas. A lo largo del tercer trimestre, el cerebro fetal desarrolla y perfecciona
todas las estructuras o regiones que formarán el cerebro adulto y que diferenciarán el cerebro
humano del de otras especies, incluyendo todos los pliegues y depresiones descritos en el
Capítulo 4. El entramado inicial del cerebro se establece sólidamente durante este segundo
acelerón del crecimiento neurológico. De hecho, en este período, el bebé posee más células
cerebrales y más conexiones sinápticas de las que jamás volverá a tener durante la vida adulta,
Estos son, en esencia, las materias primas con las que el niño empezara el proceso de aprendizaje
y cambio que continuaría durante toda su vida. El número y la vitalidad de las conexiones
sinápticas son más importantes que el número total de células nerviosas. Porque, como ahora ya
sabemos, la densidad y la complejidad de las conexiones dendríticas permiten un mayor
desarrollo cerebral, enriquecen el aprendizaje práctico e intelectual, mejoran las capacidades y
aumentan la memoria permanente.
Imagina que el cerebro fetal es como un nuevo negocio. Al principio, esta compañía
contrata montones de trabajadores no especializados, y nadie parece estar a cargo de decirles
dónde deben ir y qué es lo que deben hacer. Con el paso del tiempo, no obstante, empiezan a
relacionarse con otros empleados. Esas relaciones se convierten en redes de trabajadores que han
encontrado tareas específicas y útiles que llevar a cabo. La supervivencia de la compañía depende
más de la vitalidad de estos grupos de trabajadores que del número de empleados. Aquellos
trabajadores que se unieron antes a estos grupos permanecerán en la compañía. No obstante,
después de unos seis meses, la compañía comenzará a despedir a los empleados que todavía no se
hayan unido a ninguna red en particular. Esta compañía imaginaria también sigue contratando
mucha plantilla nueva, pero despide de inmediato a cualquier trabajador cuyos servicios sean
innecesarios en un futuro.
Al igual que en esta analogía, en el tercer trimestre del desarrollo del cerebro fetal existen
demasiados patrones aleatorios de tejido nervioso. El cerebro en crecimiento debe organizarse en
circuitos neuronales más estrictos, que serán los responsables de tareas específicas. Tan sólo unas
semanas después del nacimiento, y bajo el control genético, las neuronas maduras del cerebro del
niño comenzarán a competir con las vecinas para formar circuitos neuronales que se encargarán
de llevar a cabo funciones específicas. La idea es muy sencilla: los grupos de neuronas que se
unan más rápido para formar un circuito neuronal en un área específica serán los que
permanezcan y construyan el patrón necesario de conexiones sinápticas. Esto significa que
algunas neuronas morirán. Cuando las neuronas se agrupan para desarrollar estos importantes
patrones, las neuronas que no lo hacen lo bastante rápido mueren. Esta supervivencia neurológica
de las más fuertes se denomina darwinismo neural. 2
Puesto que la organización de los circuitos neuronales comienza durante el embarazo (y el
medio externo tiene poco que ver con este proceso automático), es fácil darse cuenta de que los
mecanismos genéticos son los que se encargan de dar forma al cerebro en crecimiento.
Las conexiones sinápticas del niño, recién formadas y activadas, empezarán a construir un
registro neurológico de sus experiencias con el entorno. A través de este proceso, las conexiones
entre las células nerviosas de su cerebro comenzarán a formar patrones específicos para crear
circuitos neuronales importantes que permitirán que el cerebro organice sus muchas funciones y
que almacene, recupere y procese la información de forma eficiente. A esto lo llamamos
aprendizaje, y el cerebro del niño aprende a un ritmo mucho más rápido de lo que jamás lo hará
durante el resto de su vida. Por ejemplo, desde el nacimiento, el bebé puede escuchar los mismos
sonidos que un adulto. Sin embargo, sólo las palabras que escucha repetidamente de su madre
servirán para construir los fundamentos de su idioma materno. Si su madre le habla casi siempre
en inglés, el idioma nativo del niño será el inglés, aun cuando escuche a otra gente hablar otros
idiomas de vez en cuando.
Estudios recientes han demostrado el papel crucial que juegan los padres en este proceso.
Se les pidió a los padres de un grupo de bebés que cuando sus hijos hicieran gorgoritos o
farfullaran, les recompensaran de inmediatos con sonrisas y ánimos. En un segundo grupo, los
padres deberían limitarse a sonreírles en momentos no relacionados con los intentos de los niños
por articular sonidos. Los bebés que recibieron la recompensa inmediata progresaron mucho más
deprisa en su habilidad para comunicarse que los niños que recibieron pocas o ninguna
recompensa de sus padres. Estos resultados sugieren que el apoyo inmediato y constante de los
padres tiene un papel fundamental a la hora de estimular a los bebés para que experimenten con
nuevos sonidos, y a la hora de ayudar a los niños a establecer neurológica-mente (a aprender) los
elementos del lenguaje. 3
Desde el principio, mediante un proceso de «poda» (pruning, en inglés), el cerebro se
encarga de eliminar y modificar las conexiones sinápticas de acuerdo a lo que comienza a saber, a
recordar y a reconocer. Las sinapsis que se utilizan en raras ocasiones se atrofian y al final serán
eliminadas o «podadas». Por ejemplo, se eliminarán las sinapsis asociadas a sonidos que el niño
apenas escucha. Muchos padres que han adoptado a niños menores de dos años procedentes de
otros países se han quedado atónitos al comprobar lo rápido que sus hijos aprenden el nuevo
idioma, aunque olvidarán su lengua nativa a la misma velocidad si ningún miembro de su nueva
familia la habla.4
Durante el desarrollo del cuerpo y del cerebro del niño, los acelerones del crecimiento y
los cambios en el desarrollo tienen lugar en ciertas etapas críticas independientes del entorno.
Según esto, cuando un niño muy pequeño contempla los rostros de los que lo rodean, quizá sólo
vea imágenes en blanco y negro y formas vagas. A medida que los programas genéticos llevan
más allá el desarrollo cerebral, sus circuitos neuronales se perfeccionan, y el resultado final es
una percepción visual mejorada.
Para simplificar, digamos que el proceso de desarrollo estimula el despliegue de los
circuitos neuronales, independientemente de los estímulos del medio. A medida que la genética
perfecciona nuestros sentidos y que el cerebro crece, podemos procesar mayores cantidades de
datos procedentes del entorno y, en consecuencia, aprender más cosas sobre nuestro mundo. Una
vez que un ser humano llega al mundo, su crecimiento comienza a tomar forma a través de este
complicado y equitativo baile entre la genética y el entorno... entre la herencia y el medio,
respectivamente.
Primera infancia
A la edad de dos años, el cerebro humano está cerca de alcanzar el tamaño, el peso y el
número de células que tendrá de adulto. La mayoría de las neuronas continúa multiplicándose
durante el segundo año de vida. En algunas partes del cerebro, como el cerebelo, las células
n
erviosas continúan multiplicándose y dividiéndose hasta la edad adulta. Parece que es también a
esta edad cuando se tiene un mayor número de conexiones en el neocórtex. A los dos años
comienzan a desarrollarse los circuitos del lóbulo frontal. (No obstante, el lóbulo frontal no acaba
de desarrollarse según el programa genético ¡hasta alrededor de los veinticinco años!) La
eliminación selectiva de las sinapsis comienza antes de los dos años y continúa para cambiar el
cerebro aún más, basándose sobre todo en las experiencias repetidas y en las influencias
genéticas. Cuando se alcanzan los tres años, el cerebro del niño ha formado alrededor de un
billón de conexiones sinápticas, más o menos el doble de las que existen en un adulto normal.
Desde la pubertad hasta la década de los veinte
Otro de los incrementos rápidos del desarrollo ocurre genéticamente en la pubertad,
cuando el cerebro realiza otro sprint necesario que se corresponde con el crecimiento acelerado y
los cambios corporales. En su mayoría, los cambios químicos y hormonales correspondientes
originarán cambios estructurales en el cerebro, independientemente del entorno. Durante la
adolescencia, por ejemplo, las redes neurales relacionadas con los centros emocionales del
mesencéfalo (sobre todo de la amígdala) se activan y desarrollan. En este dinámico período, es
común ver un incremento general del neocórtex que tiene lugar a los doce años en los niños, y a
los once en las niñas. También más o menos a los once años, el cerebro parece eliminar una vez
más los circuitos neuronales inútiles a un ritmo más rápido.
Tras esta explosión masiva del crecimiento neuronal, el proceso de disminución de las
conexiones nerviosas continúa hasta la década de los veinte. Teniendo en cuenta que cada vez
que el cerebro cambia se produce un incremento en la percepción consciente (es decir, en nuestra
capacidad para aprender, recordar y dar un sentido al «yo») es lógico que durante esta etapa del
desarrollo cerebral muchos adolescentes luchen con tantas ganas por sus nuevas creencias y por
su nueva identidad.
En esta etapa final, se aplica un orden jerárquico en la maduración del cerebro. Las
primeras áreas en finalizar su desarrollo son la corteza sensorial y la corteza motora, que están
relacionadas con la vista, el oído, las sensaciones y el movimiento. Después, los lóbulos
parietales terminan su período de desarrollo con el mapeo de los últimos patrones del lenguaje y
la orientación espacial. La última región del cerebro en completar su desarrollo es la corteza
prefrontal, el área responsable de todas las funciones ejecutivas, como prestar atención, formular
y actuar según determinados propósitos, la planificación del futuro y la regulación del
comportamiento. Esta es la parte del cerebro que tiene una mayor plasticidad, lo que significa que
es la que tiene una mayor capacidad para realizar nuevas conexiones y para eliminar conexiones
antiguas. Esta área tan reciente en la evolución es la que utilizamos para aprender, recordar y
cambiarnos a nosotros mismos.
La finalización del desarrollo del lóbulo frontal entre los veinte y los treinta años es el
último ingrediente necesario para que el cerebro alcance la madurez de la edad adulta. Esta etapa
de la especialización cerebral es lo que nos convierte en adultos. Durante la pubertad, tenemos
fuertes impulsos sexuales, emociones intensas, comportamientos impulsivos, obsesiones adultas
y niveles de energía por encima de lo normal. No obstante, el control de estos elementos no tiene
lugar hasta que nos adentramos bien en la veintena, y en algunas ocasiones después, ya que es el
lóbulo frontal el que controla e inhibe estos impulsos y emociones.
En pocas palabras, podemos pensar mejor y con más claridad entre los veinticinco y los
treinta años que antes de esa edad. En una observación de lo más irónica, Jay Giedd, del Instituto
Nacional para la salud Mental, resumió el dilema de la sociedad: «A los dieciocho podemos votar
y conducir un coche. Pero no se puede alquilar un coche hasta los veinticinco. En términos de
anatomía cerebral, ¡los únicos que salen ganando son los que alquilan los coches!». 5
El cerebro ni siquiera se detiene ahí en cuestión de desarrollo. Hasta hace poco, muchos
científicos consideraban esta etapa de crecimiento de la veintena como el final de la capacidad
humana para desarrollar el cerebro. Lo cierto es que no somos tan rígidos o inamovibles como la
ciencia creyó en su día. De hecho, el cerebro humano es extremadamente neuroplástico, lo que
significa que mediante el aprendizaje continuo, las nuevas experiencias y la modificación de
nuestro comportamiento, podemos volver a moldear y a dar forma a nuestro cerebro durante la
edad adulta. Esto contradice las anteriores afirmaciones de que el cerebro se vuelve estable y
completa su desarrollo en esta etapa de nuestra vida.
Con estos conocimientos básicos sobre cómo moldean el cerebro nuestra herencia
genética y las experiencias tempranas, ahora podemos profundizar más en las dos preguntas más
importantes de esta cruzada por comprender las capacidades de nuestro cerebro: ¿qué tiene en
común mi cerebro con el cerebro de otras personas? ¿Cómo expresa mi cerebro la herencia
genética que recibí de mis padres y que me convierte en un individuo único?
Las cualidades genéticas a largo plazo derivadas de nuestra herencia humana aseguran
que todos los individuos sanos y normales nazcan con un cerebro virtualmente igual en cuanto a
química y funcionamiento se refiere. Una vez más, éste es un claro ejemplo de ese concepto
científico que dice que la estructura es muy relevante para la función. Puesto que todos
compartimos una estructura cerebral idéntica, tenemos las mismas funciones cerebrales.
Puesto que también compartimos la misma estructura corporal general, el cuerpo humano
(a través de las diversas experiencias en el entorno durante la evolución de nuestra especie) ha
moldeado la estructura global del cerebro. Como compartimos los mismos órganos sensoriales
(nuestras orejas, nuestra nariz, nuestra boca, nuestra piel y nuestros ojos son parecidos); como
procesamos la información sensorial de una forma similar (todos sentimos calor al acercarnos al
fuego); y como interactuamos con el entorno utilizando las mismas partes corerales y las mismas
funciones motoras voluntarias (todos cogemos bastón de una forma parecida, ya que
compartimos el pulgar oponible), es de lo más lógico que las vivencias corporales
experimentadas durante miles de años hayan moldeado y dado forma a nuestro cerebro tanto
macroscópica como microscópicamente. Todo el hereda patrones básicos equivalentes de las
expresiones físicas, emocionales y mentales que nos hacen formar parte de la raza humana. Es
nuestro derecho de nacimiento universal.
¿Cómo llegamos a adquirir los patrones que nos hacen humanos? El cerebro es
ciertamente la memoria del pasado, moldeado por la adaptación de nuestra especie al medio
durante millones de años. Cada uno de nuestros tres cerebros nos proporciona su propia
colección de rasgos heredados, desarrollados en respuesta a las exigencias medioambientales.
Por ejemplo, como ya hemos visto, grabada en el cerebro mamífero humano está la respuesta
automática de huida o lucha, diseñada para la supervivencia del cuerpo físico y con una
estructura y una función que es bastante similar a la que se encuentra en la mayoría del resto de
los mamíferos. Este sistema de reacción evolucionó en los mamíferos como un rasgo genético a
largo plazo, ya que durante innumerables generaciones mejoró su capacidad para sobrevivir a
encuentros con los depredadores.
Durante toda la evolución posterior de nuestra especie, el neocórtex ha registrado la
totalidad de nuestras experiencias aprendidas a lo largo de una eternidad de sucesos que ha
codificado en su marco neurológico. Por ejemplo, ya hemos visto que en el interior del
neocórtex hay patrones neuronales encargados de procesar nuestra capacidad para utilizar el
lenguaje verbal. Este rasgo genético, que ha contribuido a nuestra supervivencia y al
fortalecimiento de la especie, ha moldeado la estructura y la función del cerebro de hoy en día.
Todos los seres humanos heredamos recuerdos genéticos codificados en nuestro sistema
nervioso que son, en esencia, la plataforma de aprendizaje desde la que operamos como
individuos contemporáneos.
En esta explicación sobre los rasgos genéticos heredados, nos hemos centrado en las
estructuras y características que compartimos todos los seres humanos. Puesto que todos los
humanos tenemos manos, por ejemplo, existen ciertas experiencias y habilidades que todos
tenemos en común. Si nuestras manos son un ejemplo de los rasgos genéticos a largo plazo que
nos convierten en miembros de la misma especie, entonces nuestras huellas dactilares son el
paradigma de los rasgos genéticos a corto plazo que nos otorgan la individualidad. 6
Las agrupaciones de neuronas se conectan o vinculan entre sí para formar circuitos y crear
posibles formas de pensamiento, de comportamiento, de sentimientos y de reacciones.
Heredamos de ambos padres genes que dirigen específicamente la formación de células nerviosas
en nuestro cerebro. Cuando estas células se replican, fabrican proteínas específicas que
conforman la estructura de las neuronas.
Antes de nacer, estos genes comienzan a dar órdenes para moldear los patrones iniciales
según los cuales se conectarán nuestras células nerviosas alrededor del sexto mes de desarrollo
uterino, el cerebro del niño sigue las instrucciones de la combinación genética única de sus
padres para fijar los patrones predeterminados de las conexiones sinápticas. Para explicarlo de
forma sencilla, diremos que a través de este proceso, las neuronas del niño comienzan a
ensamblarse y a organizarse según el diseño aportado por la combinación genética de los
progenitores. El diseño del mapa genético del niño se convierte en una composición única que le
permite expresar combinaciones características de rasgos a corto plazo. Por tanto, podemos
heredar algunas de las tendencias emocionales y conductuales de nuestros padres. Los patrones
de circuitos neuronales más extensos son aquellos que proceden de los pensamientos y actitudes
más comunes, que crearán los circuitos más utilizados en el cerebro. Tenemos la inclinación a
tener siempre pensamientos similares, a actuar de manera parecida y a mostrar estados
emocionales semejantes a los de nuestros padres por que tal vez hayamos heredado sus
pensamientos, sentimientos y actitudes más repetitivas. Antes de que empieces a culpar (o a
agradecérselo) a tus padres, piensa, espera. Aún nos queda mucho por descubrir.
Al parecer, es muy posible que hayamos heredado alguno de los patrones neurológicos
de nuestros padres. De ser así, la suma total de las conexiones sinápticas comprendería tan sólo
rasgos generales de la personalidad, no información específica, y puesto que cada persona recibe
una herencia genética única, nuestros genes nos proporcionan un cerebro cuyas características y
cualidades son distintas que las de cualquier otro ser humano. Los patrones de las agrupaciones
neuronales de cualquier persona son únicos, lo que nos permite a cada uno pensar de forma dife-
rente a todos los demás. En esencia, tu estructura de patrones cerebrales es lo que te hace ser
quien eres como individuo. Si tus rasgos genéticos a largo plazo tienen su ejemplo en la mano
humana que has heredado, ya que todas las personas comparten una estructura similar, es fácil
ver que tu estructura cerebral individual es como una huella dactilar única y personal. El patrón
de tus circuitos neuronales te hace único.
Como seres humanos que somos, tendemos por lo general a comportarnos, a pensar, a
comunicarnos, a movernos e incluso a procesar la información sensorial procedente de nuestro
entorno de una forma similar. Lo esencial es que, puesto que neurológica, biológica y
estructuralmente compartimos la misma anatomía, tenemos por lo tanto los distintos tipos de
información genética codificados en las mismas regiones del neocórtex y, en consecuencia,
compartimos características relativamente similares con toda la especie humana.
Ya en 1829 los científicos trataban de relacionar las regiones específicas del cerebro con
capacidades funcionales. Sus intentos iniciales Pasaron por analizar los numerosos relieves de la
superficie del cráneo. Asociaron cada protuberancia en particular con algún impulso innato o
habilidad cognitiva, y llamaron a esas áreas según los rasgos específicos que presentaban, por
ejemplo, el órgano de la alegría o el órgano de la agresividad. Si una prominencia en particular
de la superficie craneal era más grande en un individuo que en otro, estos investigadores le
asignaban a esa zona más tejido cerebral. De acuerdo con este modelo, cada individuo tenía su
propio mapa único.
Fundado por Franz Gall, este arcaico sistema de mapeo se denominó frenología. La
Figura 5.1 muestra una imagen de la cabeza humana con las muchas regiones que cubren la
superficie craneal, uno de los primeros intentos de compartimentación.
Gracias a Dios, la frenología fracasó muy pronto. En su lugar, los científicos europeos
comenzaron a estudiar el cerebro vivo mediante la experimentación en animales y la aplicación
de electrodos de bajo voltaje en las distintas regiones del cerebro humano. Los neurólogos
hicieron rápidos progresos alejados del modelo de Gall a la hora de determinar la zona del
cerebro responsable de cada función.
Alrededor de la misma época, el neurólogo francés Pierre Paul Broca estudiaba el cerebro
de los cadáveres que habían sufrido una pérdida del habla muy particular. Presentó al menos ocho
de esos casos a la comunidad científica, identificando con exactitud la lesión que se repetía en la
misma área del lóbulo frontal izquierdo. Esta región todavía se sigue llamando área de Broca.
Eran los comienzos de la verdadera ciencia, pero se produjo cierta controversia cuando algunos
dijeron que esto era una forma avanzada de frenología. No lo era.
Podemos caracterizar estas regiones y subregiones del nuevo cerebro como módulos o
compartimientos anatómicos localizados y preestablecidos. Vayamos del mayor al menor para
pasar de los rasgos a largo plazo hasta los rasgos a corto plazo en el cerebro nuevo. Los
hemisferios están divididos en lóbulos; los lóbulos a su vez están divididos en regiones o franjas;
las regiones se fraccionan en subregiones llamadas compartimientos o módulos; y los
compartimientos están constituidos por columnas de circuitos neuronales. Cuanto más des-
cendemos hacia los niveles inferiores, más aumenta la individualidad.
Para empezar, ¿por qué el cerebro está organizado en subregiones y compartimentos?
Mientras nuestra especie evolucionaba a lo largo de millones de años de experiencias diversas,
ciertas habilidades universa-s que demostraron mejorar las posibilidades de supervivencia se
codificaron en la corteza cerebral en forma de circuitos de conexiones simpáticas. A estas
comunidades neuronales se les asignaron funciones específicas comunes a todos los seres
humanos. Por tanto, las distintas regiones geográficas del neocórtex se especializaron en
funciones mentales, cognitivas, sensoriales y motoras. Nosotros procesamos los numerosos tipos
de información sensorial procedente de nuestro entorno más o menos en los mismos territorios
neuronales especializados Durante milenios, estos patrones neuronales han pasado genéticamente
a las nuevas generaciones. Organizados en las áreas corticales que denominamos subregiones y
compartimentos, estas regiones innatas y estructuradas sirven como denominador común para las
experiencias humanas y como punto de partida para nuestra propia evolución personal.
De esta manera, los humanos estamos diseñados para percibir los estímulos
medioambientales repetidos y familiares a los que, como especie, nos hemos visto expuestos
durante millones de años. Hemos sido estructurados para procesar cierto tipo de información en
compartimentos específicos del neocórtex, de manera que cada nueva generación de nuestra
especie en desarrollo pueda experimentar lo que ya fue aprendido, almacenado y codificado en
nuestras sinapsis y manifestado en nuestra expresión genética. Esto explica por qué las áreas
específicas del homúnculo sensorial y motor existan como regiones preestablecidas relacionadas
con nuestras habilidades actuales. Y también es la razón de que nuestra corteza auditiva pueda
procesar cada fonema y de que nuestra visión se procese únicamente como una jerarquía de
capacidades visuales.
En todos y cada uno de los humanos, incluso los compartimentos distribuidos en distintas
parcelas son extraordinariamente similares. Los compartimentos, como ahora sabemos, son
agrupaciones especializadas de neuronas. Son tanto universales como individuales. Lo universal
en los módulos es que todos, de manera innata, tenemos casi las mismas regiones de la corteza
acotadas como centros de procesamiento de la información. Lo individual es la forma en que
nosotros, como sujetos individuales, procesamos, retinamos y modificamos los distintos tipos de
información en los sectores modulares de nuestro neocórtex, en comparación con otra persona.
Durante el desarrollo temprano del cerebro y también después, están en marcha dos
extensos procesos simultáneos. En primer lugar, añadimos nuevas conexiones sinápticas,
creamos nuevos circuitos neuronales y «podamos» las células nerviosas y las sinapsis
innecesarias para la supervivencia y el desarrollo. La organización neuronal posterior a esta
poda tiene lugar gracias a los programas genéticos adquiridos mediante la selección natural. El
medio externo juega un papel semejante a la hora de desechar patrones de conexiones que
carecen de significado vital o que no nos sirven de nada. Son nuestra programación genética y la
información procedente del entorno lo que pone en marcha este tipo de refinamiento. A través
de la acción conjunta de la herencia y el medio plantamos, abonamos y desbrozamos nuestro
jardín neural según nuestras necesidades.
El cerebro estructurado: el cerebro plástico
Tanto la genética como la experiencia están codificadas en forma de conexiones
cerebrales. Para la mayoría de las especies, éste es un hecho fundamental para la supervivencia.
Si un animal se encuentra a un depredador cerca de la charca, su supervivencia puede depender
de su habilidad para esconderse o camuflarse. La próxima vez, esta criatura tal vez recuerde que
debe tomar una ruta diferente para dirigirse a la charca a fin de evitar la amenaza que afrontó
con anterioridad. Es este nivel de flexibilidad mental lo que le permite a una especie mostrar
patrones de conducta adaptables. Y si vamos más lejos, puede convertirse en una especie más
inteligente mediante la codificación de las conductas acertadas en su estructura neurológica, lo
que permitirá que las siguientes generaciones tengan acceso a lo que se ha aprendido y
recordado. Si se da un número suficiente de generaciones de esta especie que se comporta de
una manera similar cada vez que se enfrenta a situaciones de peligro parecidas puede que, con
el tiempo y mediante la mezcla de genes, muchos de estos animales posean programas ge-
néticos similares. A la postre, el comportamiento puede llegar a convertirse en un rasgo
genético a largo plazo que comparten todos los miembros de esa especie.
Del mismo modo, en los humanos, las experiencias grabadas que llamamos «recuerdos»
o «aprendizaje» se estructuran como el entramado sináptico que nos caracteriza como persona.
Los patrones genéticos a largo plazo de circuitos neuronales y los sistemas cerebrales
estructurados innatos en nuestra especie son el resultado de experiencias aprendidas y
codificadas que han pasado de individuo a individuo a lo largo de los años.
El sistema de circuitos neurales genéticos que heredamos también alberga recuerdos
codificados de las experiencias aprendidas por nuestros antecesores. Nuestros padres, nuestros
abuelos, e incluso nuestros bisabuelos, contribuyeron de forma directa a la conformación de
nuestra materia cerebral preestablecida genéticamente con las experiencias de su vida. (Esto
puede dar cierto sentido a la preservación del linaje que las familias reales practican desde
épocas remotas). Este es el motivo por el que la influencia de la cultura, de las doctrinas
religiosas e incluso de la raza pueden llegar a influir en nuestras características innatas.
Cada vez que aprendemos algo nuevo, el cerebro procesa la información a través de los
sentidos y establece conexiones sinápticas que codifican en las neuronas el recuerdo de lo que se
ha aprendido. Esto es muy importante, ya que pone rotundamente de manifiesto que tenemos la
capacidad de adaptarnos a los estímulos de las influencias externas y modificar nuestro
comportamiento de la forma correspondiente. Se opone de pleno a lo que yo llamo la
neuroinmovilidad.
Hasta hace quince años atrás, los científicos creían que los estímulos ambientales (medio)
podrían tener influencia sobre el comportamiento tan sólo dentro de los límites impuestos por los
patrones innatos preestablecidos en el cerebro (herencia). Ahora sabemos que, gracias a la
información que procesa del medio, el cerebro humano es lo bastante plástico como para superar
la programación genética de un módulo o compartimento destinado a la vista o el oído y
reestructurarlo para que realice nuevas funciones. Si un área del cerebro pierde información
medioambiental a causa del mal funcionamiento de uno de los órganos sensoriales, habrá otra
región cerebral que compense esa pérdida de estímulos, siempre y cuando haya otro órgano
sensorial disponible.
Por ejemplo, la mayoría de nosotros hemos oído hablar de que una persona ciega
desarrolla un oído más agudo o incrementa su percepción táctil. Lo que tal vez no sepan los que
no se dedican a la ciencia es que en el cerebro de una persona ciega, la enorme región que se
asigna normalmente a la corteza visual pasa a procesar sensaciones y sonidos.9 Los
investigadores que vendaron los ojos a un grupo de individuos durante cinco días, descubrieron
que aun cuando no habían pasado más que veinticuatro horas, las resonancias magnéticas
funcionales ya mostraban explosiones de actividad en la corteza visual cuando estos sujetos
llevaban a cabo tareas con sus dedos o incluso cuando escuchaban distintos ruidos o voces.10
Los científicos también pueden llevar a cabo una exploración cerebral en una persona con
buena visión y observar el área de la corteza sensorial asignada a las sensaciones que
experimentan con sus dedos. Cuando comparamos los resultados con la exploración de una
persona ciega mientras utiliza los dedos para leer Braille, descubrimos que los compartimentos
activos en la corteza cerebral sensorial son mucho más amplios. 11 Esto significa que, mediante la
atención consciente y la repetición, el cerebro consigue una plasticidad suficiente como para
comenzar a reasignar nuevas áreas para compensar el cambio en el tipo de estímulo. El hecho de
que el cerebro de una persona ciega establezca nuevas conexiones dendríticas en la corteza visual
para interpretar sonidos o sensaciones desafía el modelo del predeterminismo genético.
En la ya anticuada visión de la organización neurológica, los compartimentos
estructurados se consideraban territorios geográficos organizados e inamovibles. No obstante,
numerosos estudios sobre plasticidad modular han demostrado que los circuitos neuronales que
originalmente estaban confinados en una región pueden extender los límites de su campo de
acción más allá de su territorio neurológico e introducirse en otros módulos. Por lo general, debe
haber un trueque del espacio existente para que tenga lugar un cambio semejante. Cuando una
región de colonias neuronales se extiende para apoderarse de un nuevo territorio funcional, otras
áreas se minimizan.
Pongamos como ejemplo a una persona que lee Braille y que lleva ciega mucho tiempo.
Cuando esta persona lee, utiliza el dedo índice de una mano. Mientras recorre los relieves de la
superficie del papel con el dedo, sus receptores sensoriales detectan la información que sus ojos
no pueden ver. El dedo índice, que ya de por sí posee una enorme cantidad de receptores, tiene un
módulo asociado en la corteza que tiene un tamaño enorme en comparación con otras áreas.
Cuando hablábamos de la corteza sensorial y del homúnculo (referenciado en el Capítulo 4),
dijimos que ese hombrecillo tenía unas proporciones tan diferentes a las de un ser humano
normal porque representaba las zonas según su sensibilidad. Algunos de los módulos de la
corteza disponen de más espacio porque las áreas corporales con las que están relacionados
tienen más sensibilidad y más responsabilidad a la hora de detectar información sensorial de su
entorno.
Los investigadores han utilizado las exploraciones cerebrales para comparar a lectores de
Braille expertos e inexpertos según el tamaño de la corteza sensorial que se activa cuando utilizan
el dedo índice para leer. En los lectores de Braille expertos, las imágenes mostraban que el
módulo asignado al dedo índice era, cuando se activaba, mucho mayor que en los inexpertos.12
(Como podrás suponer, el módulo de corteza sensorial que aumenta de tamaño en los lectores de
Braille es mayor tan sólo en el lado del cerebro que se corresponde con el dedo índice que más
utilizan, ya sea el izquierdo o el derecho). Los estímulos repetidos aplicados en esa pequeña zona
de piel de la yema del dedo índice han creado una zona de gran tamaño en el área
somatosensorial del neocórtex. En otras palabras, puesto que la mente de un lector experto se ha
concentrado repetidamente en ese sector de apenas un centímetro de la yema del dedo, el módulo
asociado que procesa la información procedente del dedo índice se ha apropiado de los territorios
vecinos. Cuando esto ocurre, los módulos correspondientes a las partes del cuerpo que menos se
utilizan para interpretar datos sensoriales, como la palma de la mano o el antebrazo, pierden parte
de su territorio.
Los circuitos neuronales asignados a módulos específicos pueden llegar incluso a
encargarse del trabajo de otros módulos. Pongamos como ejemplo a los lectores de Braille que
utilizan tres dedos en lugar de uno para procesar los datos sensoriales. Los tres dedos reciben a la
vez los mismos estímulos sensoriales, una y otra vez. ¿Qué ocurre con los módulos que se
asignaron genéticamente en un principio a esa zona de la corteza somatosensorial? La persona
ciega que lee Braille con tres dedos concentra, focaliza y procesa los estímulos repetidos
procedentes de los tres dedos a la vez, y el mapa sensorial cerebral del cuerpo se acomoda a ello
mediante la adaptación de la red de tejido neurológico a fin de posibilitar semejante
requerimiento. Aunque cualquiera de los tres dedos tendría por lo general su propio módulo
correspondiente de neuronas en la corteza sensorial, estas células nerviosas se unen entre sí para
crear una región sensorial de mayor tamaño que engloba los tres dedos. Cuando un lector de
Braille que utiliza los tres dedos recibe estímulos táctiles de sólo uno de ellos, las células
nerviosas de la corteza sensorial asignada a los otros dos dedos también se activan. 13 El cerebro
no sabe interpretar qué dedo es el que está recibiendo el estímulo, ya que los módulos que antes
estaban separados se encuentran ahora integrados en una única zona de gran tamaño de la corteza
sensorial. Las células nerviosas que se activan juntas continuamente, al final se estructuran
juntas.
Los patrones sinápticos de las células nerviosas asignadas a un rasgo específico pueden
modificarse, incluso en el interior de áreas modulares existentes. Las conexiones neuronales del
interior de un módulo pueden volverse tan refinadas y complejas que la persona mostrará un
elevado nivel de sensibilidad o habilidades extraordinarias. Por ejemplo, cuando un afinador de
pianos desarrolla su oído a través del aprendizaje repetitivo y una instrucción experta (la
reacción precisa después de escuchar los sonidos adecuados una y otra vez), llega un momento
en el que ya no necesita de ningún instrumento para evaluar su trabajo. La repetición constante
de sus esfuerzos le permite distinguir sonidos tan agudos que la mayoría ni siquiera llegaríamos
a oírlos. El afinador de piano con muchos años de práctica, al final perfecciona hasta tal grado
los circuitos neuronales de su corteza auditiva que su entramado es muchísimo más intrincado
que el de los circuitos neuronales correspondientes del resto de la población.
Existe una enfermedad congénita conocida como sindactilia en la que los individuos
nacen con los dedos unidos entre sí. En los casos graves, a estas personas les resulta imposible
mover un dedo sin mover todos los demás. Deben utilizar sus manos sin la destreza que
proporciona tener un dedo individual como control, de manera que el placer de tener cinco dedos
queda reducido a toscos movimientos de la mano, en su mayoría de asimiento o agarre.
El tronco del encéfalo y el cerebelo (el primer cerebro), y el mesen-céfalo (el segundo
cerebro) tienen una estructura más fija que el neo-córtex. Puesto que tanto el primero como el
segundo cerebro evolucionaron antes, albergan recuerdos más antiguos que en su mayoría se han
convertido en circuitos permanentes. Sus agrupaciones neuronales tienen conexiones sinápticas
más fuertes, ya que estos patrones tienen más tiempo y se han utilizado con más frecuencia. Estos
circuitos neuronales se perpetúan para el uso de futuras generaciones, ya que han servido de
mucha ayuda durante mucho tiempo. Dado que el neocórtex es la parte del cerebro más reciente
para la mayoría de las especies, entre las que se incluye la humana, tiene pocos programas
preestructurados. El lóbulo frontal es el menos estructurado de todos, ya que es nuestro avance
evolutivo más reciente.
El neocórtex es más maleable porque sirve como plataforma para la percepción
consciente, la memoria y el aprendizaje. Nos da la capacidad de pensar, de actuar y de elegir, y
recuerda también lo que hemos aprendido. Es el área donde desarrollamos nuevas conexiones
sinápticas y modificamos los circuitos neuronales existentes. De esta manera, el neocórtex se
reestructura continuamente.
Selección e instrucción
Mientras los científicos estudiaban cómo impactan la genética (la herencia) y nuestro
entorno (medio) en el cerebro, ha surgido una discusión acerca de cómo los procesos de selección
e instrucción interactúan de manera similar e influyen en la forma en que manifestamos quiénes
somos.
El término «selección» describe cómo nos desarrollamos utilizando circuitos neuronales
que ya se encuentran en nuestro cerebro. (Con circuitos neuronales nos referimos a esos miles de
millones de neuronas situadas en el neocórtex que se organizan en centenares de miles de
patrones sinápticos heredados y preestablecidos que controlan la mayor parte del comportamiento
humano). En otras palabras, seleccionamos algunos patrones preestablecidos de entre todos los
que fueron aprendidos y registrados por nuestros progenitores.
La premisa de la selección es que nos desarrollamos cuando esos circuitos neuronales
preexistentes se activan, ya sea por causas genéticas o medioambientales. Por ejemplo, cuando un
bebé sano y normal alcanza cierta etapa del desarrollo, comienza a gatear. El bebé no necesita
indicación alguna del entorno para iniciar este proceso. Un programa genético del cerebro del
bebé activa uno o más circuitos neuronales preestructurados que le permitirán gatear. Después de
un tiempo, el hecho de gatear activa otro patrón neurológico preexistente que impulsa al bebé a
ponerse en pie y a dar sus primeros y tambaleantes pasos, para después comenzar a andar.
La selección y activación del sistema de circuitos sinápticos también se desencadena
mediante señales medioambientales. Por ejemplo, el cerebro de un bebé recién nacido ya está
estructurado de manera selectiva para captar imágenes, sonidos, movimientos, sensaciones y
otras informaciones sensoriales. No obstante, estas áreas preasignadas de circuitos neuronales
necesitan una señal del entorno para activarse.
Si recuerdas nuestro ejemplo anterior, cuando un bebé recién nacido oye un ruido, esta
señal del entorno lo incita a girar la cabeza hacia el origen del sonido. Mira hacia ese lugar para
averiguar qué es lo que causa el ruido, porque ya posee el sistema de circuitos neurológicos
necesario para procesar las imágenes y los sonidos.
Si la selección consiste en utilizar circuitos neuronales establecidos, la instrucción es el
proceso por medio del cual creamos nuevos circuitos o modificamos los existentes. La
instrucción describe cómo aprendemos y experimentamos el mundo exterior y cómo organizamos
después las conexiones sinápticas para asociarlas a lo que hemos aprendido. La instrucción es
nuestra capacidad de ser lo bastante neuroplásticos como para refinar aún más nuestra
arquitectura neurológica. Y esto lo conseguimos repitiendo viejos o nuevos pensamientos,
recuerdos, acciones, habilidades y comportamientos. Los que hacemos de manera repetida, cómo
lo hacemos, lo que aprendemos, lo que pensamos y lo que experimentamos crea y modifica las
redes neurales que conforman lo que somos. Una mente más nueva y consciente se crea mediante
la fabricación de circuitos adicionales en el cerebro. Como si de huellas se tratara, nuestros actos
y pensamientos persisten en el cerebro en forma de circuitos neuronales modificados.
Por ejemplo, si te han enseñado durante años cómo tocar el violín, aprendiendo nuevas
habilidades y después perfeccionándolas, las redes neurales preasignadas de tu cerebro que son
responsables de tu destreza y tus capacidades motoras se harán más densas e intrincadas. La
instrucción crea conexiones sinápticas más densas e intrincadas, y puede extender el territorio
designado para ciertos módulos.
Una descripción precisa de cómo nos desarrollamos debe incluir tanto la selección como
la instrucción. Para decirlo de manera sencilla, nacemos con patrones neurológicos
preestablecidos que luego seleccionamos, ya sea por influencias del entorno o por un programa
genético. A fin de modificarnos y perfeccionarnos aún más, podemos instruir a estas áreas
seleccionadas mediante el aprendizaje, la modificación de la conducta o las nuevas experiencias.
Como acabas de ver, ya tenemos áreas preasignadas en la corteza sensorial para los
circuitos neuronales que procesan los movimientos de la mano y los dedos (selección), pero
podemos mejorar esos circuitos mediante el aprendizaje y la práctica constante (instrucción).
Comenzamos nuestra vida con patrones neurológicos innatos y después activamos y modificamos
esos circuitos a través de las enseñanzas del medio, que recibimos en forma de nuevas
experiencias.
Nosotros ya nos hemos desarrollado mediante la selección y la instrucción, pero estos
procesos traen consigo una serie de intrigantes implicaciones para nuestro crecimiento futuro.
Entre los circuitos neurológicos preasignados que heredamos al nacer hay áreas de tejido cerebral
que permanecen latentes (sin utilizar). Sabemos esto porque durante la cirugía cerebral en
pacientes adultos pueden eliminarse millones de neuronas sin alterar siquiera la personalidad o la
función sensorial del enfermo. Así pues, es razonable pensar que en un paciente adulto, las
señales genéticas terminaron hace tiempo su misión de activar los patrones neuronales
preexistentes, tal y como observamos en un bebé que comienza a gatear. Así pues, las neuronas
que extirpan los cirujanos sin consecuencias obvias pueden indicar que todo cerebro humano
contiene patrones estructurados latentes de células nerviosas.
¿Representan estas redes neurales latentes regiones del potencial humano aún sin
descubrir? ¿Podría la selección activar estas áreas latentes? ¿Podríamos activar, desarrollar y
perfeccionar estas zonas neurológicas con los debidos conocimientos y la instrucción apropiada?
¿Podríamos ocupar o activar esas regiones a fin de alcanzar un nuevo y más elevado estado
mental? De ser así, podríamos estar frente a nuestro futuro evolutivo, y nuestro cerebro sería un
registro de ese futuro también, y no sólo del pasado.
Capítulo 6 Neuroplasticidad: cómo el conocimiento y la experiencia cambian y desarrollan
el cerebro
Toda mutación producida mediante una nueva combinación
de factores genéticos que otorga al organismo una nueva
oportunidad de adaptarse a las condiciones del medio significa,
ni más ni menos, que la información sobre ese entorno se ha introducido
en ese sistema orgánico. La adaptación es básicamente un proceso cognitivo.
KONRAD LORENZ, LA DECADENCIA DE LO HUMANO
A lo largo de la historia, tanto los filósofos como los psicólogos y los neurólogos han
intentado formular teorías sobre el aprendizaje, el comportamiento y el desarrollo de la
personalidad. Desde la tabula rasa de Aristóteles, pasando por la modificación de la conducta de
Skinner, hasta las recientes investigaciones que utilizan exploraciones cerebrales funcionales para
estudiar el cerebro vivo, nuestro conocimiento del cerebro y de los procesos fundamentales que
colaboran en su desarrollo han progresado muchísimo.
No hace mucho, la gente trataba de comprender mejor el funcionamiento del cerebro
comparándolo con un microprocesador. No obstante, este modelo se queda corto a la hora de
reflejar la realidad del cerebro en un punto crucial: no muestra lo cambiantes y maleables que son
el encéfalo y sus conexiones sinápticas.
Durante muchos años, los científicos han trabajado bajo la falsa creencia de que el
cerebro está ya totalmente estructurado (completo en su desarrollo) cuando alcanzamos cierta
edad. Aunque nadie podía ponerle un punto final exacto al desarrollo de los circuitos neuronales
se creía que la estructuración se completaba entre los treinta y los treinta y cinco años.
Por consiguiente, los médicos creían que si los circuitos cerebrales se dañaban a causa de
un golpe, de una enfermedad o de un accidente, los tejidos afectados jamás llegarían a repararse.
Sin embargo, si una persona sufría una lesión cerebral a una edad temprana, cuando el cerebro
aún se encuentra en fase de desarrollo, los doctores albergaban ciertas esperanzas de que pudiese
llegar a recuperar alguna de las funciones perdidas. Obsérvese que eran las funciones, y no las
estructuras, lo que consideraban hasta cierto punto recuperables.
Incluso hoy en día, los términos que usamos para describir el cerebro y su funcionamiento
(estructuras, circuitos, redes, compartimentos, etcétera) reflejan esa persistente idea de que el
cerebro es algo así como un instrumento rígido. En muchos aspectos, nuestra limitada capacidad
para idear analogías y metáforas nos hace un flaco favor a la hora de comprender lo maleable,
flexible y adaptable que es el cerebro en realidad.
A menudo utilizamos la expresión «cambiar de mentalidad». Hasta hace poco, la ciencia
no había encontrado argumentos que apoyaran que este cambio era una posibilidad literalmente
factible. Tan sólo en los últimos treinta años, las investigaciones han dado pruebas suficientes de
que el cerebro adulto continúa creciendo y cambiando, creando nuevas conexiones sinápticas y
eliminando otras. Ahora sabemos que esta capacidad para crear nuevas conexiones se la debemos
a la plasticidad cerebral. En los últimos cinco años, las investigaciones en este campo de estudio
se han incrementado de manera explosiva. No hemos hecho más que empezar a conocer la
capacidad que tiene el cerebro para cambiar, tanto funcional como estructuralmente. Ahora
sabemos que somos capaces de cambiar no sólo nuestra mentalidad, sino también el cerebro. Y
podemos hacerlo a lo largo de toda nuestra vida, siempre que queramos.
Los investigadores concluyeron: «La glía puede jugar un papel importante e inesperado
en la plasticidad neurológica de los adultos, esencial para el aprendizaje y la memoria». Esta
investigación, al igual que ciertos estudios realizados por otros científicos, está comenzando a
demostrar que los astrocitos facilitan las conexiones sinápticas durante el aprendizaje.
El aprendizaje y la memoria consisten en realidad en la creación de nuevas conexiones
sinápticas. Puesto que hay muchas más conexiones posibles entre neuronas que neuronas en sí, y
puesto que los astrocitos siempre están presentes cuando creamos nuevos circuitos, es lógico
pensar que la naturaleza nos ha otorgado tal abundancia de astrocitos para que podamos
aprender a un ritmo acelerado. En esencia, lo que somos en términos del «yo» no es más que la
suma total de nuestras conexiones sinápticas. Por tanto, cuando añadimos nuevos circuitos
sinápticos al «yo» mediante el aprendizaje, cambiamos lo que somos literalmente.
La lengua tiene más receptores nerviosos táctiles que ninguna otra parte del cuerpo, a
excepción de los labios; de ahí que se la denomine en ocasiones el órgano curioso. (Nuestra
experiencia con los problemas dentales muestra cuánto le gusta a la lengua indagar en sus terri-
torios). En su trabajo con voluntarios con los ojos vendados, el doctor Bach-y-Rita conecta una
videocámara a la cabeza de un sujeto. Los cables de datos de la cámara se derivan a un
ordenador portátil que reduce las imágenes a 144 píxeles y envía la información mediante unos
electrodos hasta una cuadrícula colocada en la lengua. Mientras las imágenes visuales se
transmiten hasta la lengua de esta forma, el individuo con los ojos vendados comienza a procesar
estos datos y le proporciona a su cerebro información sobre dónde están colocados los objetos de
su entorno. Mediante esfuerzos repetidos y concentración, por ejemplo, la mayoría de los sujetos
puede atrapar con éxito una pelota que rueda sobre la mesa hacia ellos en nueve de cada diez
ocasiones. No está mal.
Cuando se daña un área del cerebro, afirma el doctor Bach-y-Rita, se puede enseñar a
otras zonas a procesar los estímulos provenientes del órgano sensorial afectado. Uno de los
sujetos, una chica de dieciséis años ciega desde el nacimiento, es una de las cantantes principales
en el coro de su instituto. Comenzó a utilizar este aparato a fin de seguir los movimientos del
director y poder seguir el compás de su cadencia. La muchacha aprendió los gestos en menos de
media hora y al final llegó a «ver» sus movimientos desde el otro lado de la estancia. Tal vez
esto no pueda compararse con la visón verdadera, pero de todas formas, ella comenzó a percibir
o procesar lo que sentía con su lengua como imágenes sensitivas/visuales en su cerebro.
En otro experimento en el que trabajaba con pacientes de lepra que habían perdido toda
sensibilidad táctil en sus extremidades, el doctor Bach-y-Rita fabricó guantes que tenían
transductores en cada dedo que se conectaban con cinco puntos de la frente. Cuando estos sujetos
tocaban algo, comenzaban a sentir la presión relativa en la frente. En cuestión de momentos, los
sujetos fueron capaces de distinguir entre los distintos tipos de superficies y olvidaron que era su
frente lo que percibía la sensación.
Tanto si el cerebro se reestructura por sí mismo para reparar una ruta neural dañada, para
modificar circuitos existentes o para desarrollar nuevas redes neurales, la investigación pone de
manifiesto su increíble capacidad de reajustarse y readaptarse.
Lo más importante para nosotros es lo siguiente: no nos hace falta sufrir una apoplejía,
participar en un experimento en el que se compartimenta la lengua, tener dedos fusionados o
pasar diez mil horas meditando para poder emplear la neuroplasticidad de nuestro cerebro. De
hecho, lo único que tenemos que hacer es aprender y experimentar.
Por supuesto, «aprender y experimentar» no es más que el principio. A medida que
avancemos, examinaremos el papel que tienen la focalización de la atención y la práctica
repetida en el desarrollo de nuevas conexiones neuronales que cambian la estructura cerebral.
Por ahora, no obstante, nos concentraremos en cómo utilizar el conocimiento y la experiencia
para desarrollar nuestro cerebro.
Lo que nos permite llevar a cabo este proceso es la asociación. Cuando aprendemos algo
por asociación, recurrimos a lo que ya hemos aprendido, recordado y estructurado en el cerebro
para poder añadir una nueva conexión. Cuando activamos circuitos existentes, esos circuitos
estarán más estrechamente relacionados con la nueva información que intentamos aprender.
Al nacer, pues, necesitamos circuitos preestructurados en nuestro cerebro para poder crear
otros nuevos. De modo que, en contra de lo que afirmaba Aristóteles, no somos una tábula rasa o
una tablilla en blanco sobre la que el entorno deja su huella. Ahora sabemos que las conexiones
sinápticas se forman a un ritmo formidable mientras el embrión se desarrolla en el útero.
Nacemos con conexiones sinápticas que encierran memorias existentes y que sirven como
cimientos sobre los cuales comenzaremos a edificar nuestra vida. Pero ¿dónde se generan los
recuerdos que nos permiten comenzar a aprender inmediatamente después de nacer?
El factor genético, tanto a largo como a corto plazo
Como ya vimos en el Capítulo 5, son las conexiones sinápticas que heredamos
genéticamente, pero que se activan a través de la selección y la instrucción, las que nos permiten
operar en nuestro entorno. Por ejemplo, llegamos a este mundo con una tendencia a llorar ante
cualquier situación de estrés, tanto si ese estrés se debe al hambre, a la sed, al frío, al calor
excesivo o a cualquier otra experiencia sensorial que tengamos. Todos los miembros sanos de
nuestra especie nacen con compartimentos relativamente parecidos en el neocórtex y nuestros
cerebros contienen información sobre rasgos específicos y comportamientos que todos
compartimos. Estos son los rasgos genéticos universales a largo plazo, y son comunes a toda la
raza humana.
Otra fuente de esas conexiones neuronales con las que nacemos es, por supuesto, la
herencia genética de nuestros ancestros más recientes, nuestros padres y abuelos. En
consecuencia, nacemos con patrones únicos de conexiones sinápticas que se evidencian mediante
ciertas predisposiciones genéticas a corto plazo que no sólo consisten en la altura, el peso o el
color de los ojos y el cabello, sino también en comportamientos y actitudes. Llevamos con
nosotros parte del bagaje emocional y los atributos de nuestros antecesores. A menudo, los
rasgos les dieron problemas a nuestros padres se transmiten a la siguiente generación, y a la
siguiente... Esto puede darle un nuevo significado a la expresión: «Los pecados del padre
recaerán sobre los hijos».
No nos sirve de nada, sin embargo, pensar en nuestro linaje como un círculo vicioso de
malos hábitos perpetuados y cosas así. Es cierto que la manzana nunca cae muy lejos del árbol,
pero eso no significa que no podamos rodar hacia otro lugar. Ésa es la premisa básica de este
libro, después de todo. Es cierto que nuestra memoria genética proporciona las bases para nuestra
nueva vida. Tanto si se activa gracias al entorno como si es debido a algún programa genético,
esta memora comienza a construir la identidad del niño en desarrollo; es la materia prima del
«yo». No obstante, la ciencia sabe ahora que nuestros genes no tienen por qué convertirse en
nuestro destino. Heredamos alrededor del 50 por ciento de nuestros circuitos neuronales, pero el
otro 50 por ciento lo conseguimos a través de nuestros conocimientos y experiencias.
A pesar de las similitudes a largo plazo, todos somos individuos únicos. Cuando
observamos el cerebro a nivel celular, más allá de los lóbulos y los compartimentos, vemos que
es allí donde la neuroplasticidad nos ayuda a convertirnos en seres individuales con distintas
identidades. La forma en que se estructuran estas agrupaciones neuronales y las conexiones
sinápticas específicas que las constituyen son lo que nos hace verdaderamente únicos. La teoría
de Hebb nos dice que el número de conexiones, el patrón que siguen estas conexiones e incluso
la fuerza de esas conexiones de los circuitos neuronales son lo que explican cómo llegaremos a
expresar la mente en el neocórtex de manera individual.
Nuestra individualidad tan sólo está conformada en parte por aquellos que contribuyeron
a crearnos con su ADN. No eres sólo un clon que sale de una cadena de montaje, ni siquiera una
versión compleja de todos y cada uno de los parientes que te antecedieron en el árbol
genealógico. Aunque puede que compartas algunos rasgos con tus primeros ancestros, la mayor
parte de los que has heredado procede de tus padres, y fue creada, después de su nacimiento, por
las experiencias que vivieron durante su vida. Además, no olvides que eres una combinación de
la genética de dos personas. Tal vez el pesimismo de tu padre quede anulado por el optimismo de
tu madre.
Probablemente, todos nos hemos visto haciendo o diciendo algo y hemos pensado:
«Empiezo a actuar igual que mi padre/madre». No sé a ti, pero a mí me puso los pelos de punta
darme cuenta de eso. ¿Qué posibilidades hay de que a la larga acabes actuando igual que tus
padres? Es una pregunta legítima e importante.
Si nuestra percepción consciente sólo activara los circuitos neuronales de conexiones
sinápticas genéticamente predeterminados, es probable que acabáramos pensando los mismos
pensamientos, sintiendo los mismos sentimientos y actuando de las mismas formas que nuestros
padres en las distintas etapas de nuestra vida. Esos circuitos sinópticos heredados se harían tan
fuertes a causa de la activación repetida que estaríamos predispuestos por nuestras inclinaciones
genéticas a tener la misma opinión que nuestro padre y nuestra madre. Si hemos heredado de
nuestros ancestros la tendencia a la furia, al victimismo o a la inseguridad (porque nuestros
padres han recordado, practicado y perfeccionado todos esos circuitos para producir las mismas
experiencias repetidas), si esas células siguen activándose juntas, llegarán a desarrollar
conexiones sinápticas más fuertes e intrincadas.
Nuestra conciencia tiende a vivir en la parte del cerebro en la que esos circuitos
familiares llevan las riendas. La gente opera a menudo como si sólo pudiera elegir un modo de
comportarse. Todos hemos oído decir: «Oye, así soy yo. Eso es lo que soy». Para decirlo
correctamente, según lo que sabemos ahora sobre el papel que juega la genética, deberían decir:
«Oye, soy yo quien ha elegido activar los circuitos que heredé de mi madre y de mi padre. Como
mi cerebro tiene cualidades neuroplasticas, he desarrollado mis propias redes neurales. Pero por
ahora, elijo seguir con lo que estaba ahí desde el principio. Eso es lo que soy».
¿Cómo podemos aumentar lo que nos dieron? ¿Cómo podemos aumentar los billones de
posibles combinaciones, secuencias y patrones de conexiones sinápticas para actualizar el
hardware de nuestro cerebro? Matemáticamente, en base a las combinaciones y permutaciones
potenciales, el hecho de añadir unas cuantas conexiones sinápticas a la matriz existente implicaría
la creación de muchísimos patrones y secuencias nuevas de activación.
Nuestra herencia genética no es nuestro destino, tan sólo el depósito inicial de nuestro
capital neurológico. A fin de desarrollarnos (y de colaborar en el desarrollo de la especie),
debemos incrementar y modificar lo que recibimos en un principio. La capacidad para expresar
nuestra individualidad proviene de la creación de conexiones sinápticas en respuesta al entorno y
de la utilización de la plasticidad cerebral. Ambas cosas juegan un papel crucial en la creación de
estas conexiones.
Como ya sabemos, un circuito neuronal está compuesto por millones de neuronas que se
activan juntas en distintos compartimentos, módulos, sectores y regiones del cerebro. Todos ellas
se asocian para formar comunidades de células nerviosas que actúan al unísono como si se tratara
de un solo grupo de neuronas adyacentes asociadas a un concepto, una idea, un recuerdo, una
habilidad o una costumbre en particular. Los circuitos neuronales dispersos por el cerebro se
conectan a través del proceso de aprendizaje para crear un único estado mental.
Desarrollando el cerebro
Nuestra capacidad para adquirir conocimientos hace crecer el cerebro mediante la
creación de conexiones sinápticas adicionales. En un reciente artículo publicado en el New York
Times, el doctor Anders Ericsson, un profesor de psicología de la Universidad del Estado de
Florida, hablaba de sus esfuerzos por descubrir qué factores determinaban si una persona era
buena para una determinada tarea. Les pidió a los participantes en el estudio que escucharan una
serie de números al azar, que los memorizaran y que los repitieran en el mismo orden en el que
los habían oído. Tras veinte horas de entrenamiento, uno de los participantes en la prueba había
mejorado su capacidad de memorización desde siete a veinte dígitos. Después de doscientas
horas de entrenamiento, el sujeto era capaz de escuchar y recordar... ¡ochenta dígitos! 5 Ericsson
se sorprendió al descubrir que la memoria era más un ejercicio cognitivo (de pensamiento) que
intuitivo. Suponía que la genética jugaba un papel mucho más importante en la capacidad de
memorización de una persona que otros factores. Las diferencias iniciales en la habilidad para
memorizar que demostraron los participantes en el estudio, sin embargo, se vieron superadas por
la eficacia con que cada persona codificaba la información. La práctica deliberada a la que
sometió a los individuos implicaba el establecimiento de objetivos, que obtenían una recompensa
inmediata, y la concentración en la técnica. Memorizar esos números era una tarea de aprendizaje
puramente semántico, y la práctica (el resultado de activar de manera repetida las secuencias
neurales utilizadas para almacenar los números) obtenía como resultado la mejora del
rendimiento de estos individuos.
El poder de la atención
El ingrediente clave a la hora de crear estas conexiones neurológicas para los datos
semánticos, y para recordar esos datos, es la atención focalizada. Cuando atendemos
mentalmente a aquello que estamos aprendiendo, el cerebro puede mapear la información en la
que estamos concentrados. En cambio, cuando no prestamos una total atención a lo que estamos
haciendo en el momento presente, nuestro cerebro activa una multitud de circuitos sinápticos que
pueden distraernos de nuestro objetivo original. Sin una concentración focalizada, no se crean
conexiones y no se almacenan recuerdos. En otras palabras, no creamos conexiones sinápticas a
largo plazo.
Incluso hay más, cuanto mayor sea la concentración de una persona más fuertes serán las
señales que se envían a las neuronas asociadas, lo que lleva a un mayor nivel de activación. La
atención origina una estimulación más elevada, que supera el umbral normal de la activación
neuronal e incita a unirse a nuevos grupos de neuronas.
Los recuerdos episódicos son nuestra forma de aprender de las experiencias. Por ejemplo,
podemos asociar conscientemente el recuerdo de un momento y un lugar con una persona o una
cosa, o cualquier combinación de los mismos. Estos patrones de experiencia están por tanto
grabados en el marco neurológico del neocórtex. El cerebro almacena estos recuerdos episódicos
de forma diferente, a través de un proceso neurológico distinto que el de los recuerdos
semánticos.
Nos resulta mucho más fácil almacenar nuestras experiencias sensoriales en la memoria a
largo plazo que los recuerdos semánticos. No me hace falta más que un mínimo estímulo para
recordar a Brian M, que se sentaba a mi lado en la clase de química, y su manía de retorcerse ese
cabello rubio y rizado con el lápiz. Recuerdo también el suave olor sulfuroso, vestigio de algún
experimento y los modelos atómicos (fabricados con palillos y bolas de poliestireno) que
colgaban de los tubos fluorescentes. Y cómo iba a olvidar esa vez en la que la puntuación de
Bobby O en uno de esos test de Scantron no logró «derribar al mono» (el número de la curva
graduada que nuestro malévolo y cruel profesor de química, el señor A, le asignaba
arbitrariamente a un mono pintado dentro de un círculo). Cómo odiaba esos agonizantes
momentos en los que esperaba, sentado en aquel taburete de madera y metal, a que el señor A
anunciara mi puntuación en voz alta.
Como podrás suponer por este ejemplo, aun cuando han pasado muchos años desde que
abandoné la clase de química del instituto, todavía recuerdo muchas de las cosas que ocurrían allí
(he acortado los nombres para proteger a los inocentes y a los no tan inocentes). ¿A qué se debe
esto? La clave está en ese miedo, que me retorcía las entrañas y me hacía apretar los dientes, que
experimentaba cada vez que el señor A leía los resultados de las pruebas. Cuando asociamos un
recuerdo con una emoción fuerte, creamos un recuerdo a más largo plazo que si nos limitamos a
estudiar un hecho y lo almacenamos semánticamente. En realidad, la química (la bioquímica de
la función neuronal) es en parte responsable de aquellos recuerdos que están almacenados a largo
plazo.
Gracias a nuestros cinco sentidos, registramos todos los datos procedentes de nuestras
experiencias en el entramado sináptico del cerebro. Los sentidos proporcionan la materia prima
que nos permite formar recuerdos episódicos. Si el conocimiento alimenta a la mente a través del
cerebro, entonces la experiencia alimenta a la mente a través del cuerpo. Cuando estamos
inmersos en una nueva experiencia, todos nuestros sentidos se involucran en el suceso. Lo que
vemos, olemos, oímos, saboreamos, tocamos o sentimos envía hasta el cerebro estímulos
sensoriales sincronizados a través de las cinco rutas diferentes a la vez. Cuando esos datos llegan
al cerebro, la jungla de neuronas se activa y se reorganiza, y se produce una enorme liberación de
neurotransmisores, tanto en el espacio sináptico como en otras regiones cerebrales. Los nuevos
patrones sinápticos neurológicos comienzan a moldear el cerebro para mapear esa experiencia
como nuevos recuerdos en forma de redes neuronales.
Casi todo lo que aprendemos, experimentamos y recordamos está asociado a una multitud
de datos y sentimientos almacenados en nuestro neocórtex. A ver si la siguiente experiencia te
resulta familiar. Vas conduciendo y cuando comienza a sonar una canción en la radio, recuerdas
la letra y comienzas a cantar en voz alta-Después empiezas a pensar en un antiguo amor con el
que pasaste cierta época de tu vida. Y más tarde te echas a reír cuando recuerdas las discusiones
medio en broma que manteníais sobre si tu grupo favorito era genial o sólo pretencioso en
extremo. Después te hechas a llorar al pensar en el gato abandonado que adoptasteis y en romo su
súbita desaparición pareció pronosticar el fin de vuestra relación. Otras emociones y experiencias
empiezan a rondarte la cabeza y se te viene a la mente el recuerdo de sucesos relacionados con
otra gente y otras cosas, en lugares y momentos específicos, y todo por una canción que ha
despertado un recuerdo de una experiencia anterior.
Demos un paso más allá para ilustrar cómo los recuerdos episódicos consiguen crear tan
intrincados patrones neuronales. Imagina que ves a una chica por primera vez en una fiesta,
mientras visitas a una amiga en Nueva York. La mujer de ojos verdes se acerca a ti con ese
bonito cabello rizado, una sonrisa radiante y unos dientes blanquísimos. Tu cerebro comienza a
registrar esa información visual porque prestas atención a todos esos estímulos. Después te das
cuenta de que se parece a una amiga del instituto y, de inmediato, asocias el recuerdo de esa
amiga con la imagen de esta persona a la que acabas de conocer. A continuación, ella te dice con
una voz melodiosa que se llama Diana y que es cantante en Broadway.
Como resultado de este simple encuentro, tu cerebro asocia lo que ves (la apariencia
física de Diana) con lo que oyes (la hermosa voz y el nombre de Diana). Al mismo tiempo, tu
cerebro relaciona la imagen visual de Diana con el recuerdo de tu antigua compañera de clase.
Acto seguido, la mujer te ofrece la mano. Su piel es suave, pero te estrecha a mano con fuerza y
decisión. En esta ocasión, las rutas sensoriales de tu cerebro se involucran más aún con la
experiencia. El firme apretón de manos conecta con el recuerdo de tu amiga del instituto, lo que
a su vez conecta con el nombre Diana, que ahora conecta con el sonido de su voz.
Sin embargo, lo que sucede a continuación asegura que la experiencia será memorable.
Cuando ella sonríe y te mira a los ojos, tu corazón empieza a latir a toda prisa. Sientes algo.
Cuando se inclina hacia a ti para preguntarte si te encuentras bien, te das cuenta de que huele a
jazmín, tu perfume favorito. Mientras tratas de recuperar la compostura y te aclaras la garganta,
ella estira el brazo para coger una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasa por
allí a fin de ayudarte. También coge una copa para ella y brinda a tu salud. Tú das un buen trago
del peor champán que has probado en tu vida. Ahora, todos tus sentidos están involucrados en la
experiencia.
La nueva experiencia con esta persona está comenzando a estructurar una nueva y
memorable red neuronal. Todos tus sentidos han reunido la materia prima suficiente para asociar
lo que has visto, con lo que has oído, con lo que has tocado, con lo que has sentido a nivel
sensual, con el olor agradable que has percibido y con el insoportable sabor del champán. Y
todos estos estímulos sensoriales se han conectado a un circuito neuronal que ya estaba
estructurado en tu red sináptica: los recuerdos episódicos de alguien de tu pasado. En con-
secuencia, tienes sentimientos memorables relacionados con este suceso.
Ahora pongamos que pasa un año. No has vuelto a ver a Diana después de aquel
encuentro y no sabes nada de ella desde entonces. Tu amiga de Nueva York te llama por teléfono
y mientras habláis, menciona a Diana. Tú haces una pausa y piensas en voz alta: «Diana,
Diana...» y tu amiga dice: «Ya sabes, pelo rizado, sonrisa bonita...». Lo recuerdas todo de golpe.
«Sí, en la fiesta de Manhattan de 1999, ojos verdes, firme apretón de manos, alta y esbelta, con
perfume de jazmín, voz dulce y champán asqueroso... la recuerdo». No has necesitado más que
unos cuantos estímulos asociativos para activar las conexiones neurológicas anteriores y, una vez
activadas, eres capaz de recordar la experiencia.
Todos los miembros del grupo control, que habían experimentado emociones en
respuesta a los estímulos de las películas, recordaban muchos de los detalles de los
largometrajes. El otro grupo, al que se le había pedido que observara las películas de manera
distante, demostró que sus recuerdos de los sucesos acaecidos eran mucho menores.
Estos descubrimientos sugieren que en el primer grupo, los estímulos procedentes del
entorno (la película) reforzaron las conexiones de los circuitos neuronales del encéfalo, como
si las experiencias sensoriales hubiesen captado la completa atención del cerebro. Al parecer,
los neurotransmisores adicionales que fabricó el cerebro en respuesta a la reacción emocional
activaron y estimularon aún más dichos circuitos para que se dispararan con mayor
intensidad. Un incremento en la capacidad de activar circuitos sinápticos logra una mejor
memoria.7
Lo mismo puede aplicarse a los seres humanos que creamos conexiones sinápticas
adicionales en respuesta a nuevos estímulos del entorno. De hecho, mientras creamos sinapsis
mediante estas experiencias nuevas y mejoradas, el potencial de crecimiento cerebral aumenta de
manera exponencial, ya que comenzamos con una base de corteza cerebral mucho mayor. El
mayor volumen cerebral permite tener un número de neuronas mucho mayor, lo que equivale a
un mayor número potencial de conexiones y a una mayor capacidad para aprender. Las
experiencias nuevas crean nuevas rutas en el mapa de la corteza cerebral que darán lugar a
recuerdos más fuertes y duraderos. Y cuanto más rica sea la nueva experiencia, o más experto se
haga el cerebro en una única cosa, más circuitos neuronales se interconectarán, modificarán y
desarrollarán.
Los recuerdos que creamos están asociados con lo que experimentamos a través de
nuestros sentidos mediante la interacción con distintas personas y cosas en lugares y momentos
diferentes. Cuando recordamos cómo hacer ciertas cosas, podremos hacerlas mejor o incluso de
forma diferente la próxima vez que nos encontremos en una situación similar.
Por ejemplo, recuerdas el tratamiento de la úlcera duodenal porque te acuerdas de ese
hombre (persona) de Norway (lugar) a quien conociste en las Navidades de 1999 (momento), y él
parecía sufrir tanto que nunca olvidarás la medicación específica (cosa) que lo aliviaba. Así pues,
tu experiencia enriqueció lo que habías aprendido en clase. El conocimiento sin experiencia es
filosofía, y la experiencia sin conocimiento es ignorancia. La interacción entre los dos genera la
sabiduría.
En cada situación, cada vez que se presente la oportunidad, confiarás en lo que has
aprendido semánticamente y cartografiado en tu neocórtex durante el período de estudio
como fuente de conocimiento para situaciones nuevas o desconocidas.
El proceso de interactuar tridimensionalmente con tu cuerpo en el entorno integra todo
tu conocimiento textual con una experiencia sensorial y emocional. Cuanto más practiques el
ciclismo con tu cuerpo, más sinapsis se reforzarán, ya que habrá una multitud de
neurotransmisores que activarán con más fuerza esas conexiones.
Tu percepción consciente ya puede activar todos los circuitos neuronales de
conexiones sinápticas asociados con el pedaleo de vehículos de dos ruedas, generar el
recuerdo y comprender cómo se conduce una bicicleta. Todo lo que has aprendido y
registrado como nuevos conocimientos, además de las nuevas experiencias, ya está
disponible. Has desarrollado tu cerebro. Si quieres pedalear de nuevo, recordar cómo se hace
sólo requerirá la reactivación de esos circuitos neuronales del conocimiento y la experiencia.
Fue entonces cuando Joe y Elaine vieron por fin la luz. Por turnos, realizaron los mismos
procedimientos en el ordenador. Ni siquiera necesitaron una demostración física del manejo de
«cortar y pegar» para separar los archivos mezclados de cada uno y colocarlos en las carpetas
adecuadas. La asociación del misterioso funcionamiento de su ordenador con procedimientos de
oficina corrientes y rutinarios que ya estaban estructurados como redes neurales hizo que lo
desconocido se convirtiera en conocido. Mediante la práctica diligente y con la motivación del
bienestar de los niños, Joe y Elaine han continuado construyendo el sistema de archivos de su red
neuronal. Sin lugar a dudas, su experiencia demuestra que nuestro cerebro neuroplástico puede
aprender nuevas habilidades a cualquier edad.
Los atletas profesionales practican sus movimientos miles de veces, día tras día, semana
tras semana, bajo la tutela de sus entrenadores. No quieren tener que pensar en la compleja
secuencia de movimientos necesarios para golpear una pelota de tenis, de golf o de béisbol; de
hecho, pretenden justo lo contrario. Mediante la práctica constante, enseñan a sus músculos, o
mejor dicho, crean una memoria muscular, hasta que encuentran esa escurridiza zona en la que se
puede dejar a un lado a la mente y permitir que el cuerpo lleve a cabo el trabajo. Ésta es la Ley de
la Repetición en acción.
Como muchos padres saben, los niños son máquinas de aprender. En algunas ocasiones
aprenden demasiado bien. Por ejemplo, cuando nuestro hijo aprende a caminar, nos
emocionamos muchísimo, pero también nos preocupamos. De repente, su movilidad lo expone a
un montón de peligros potenciales. ¿No da la impresión de que el vocabulario de los padres
disminuye a medida que la movilidad del niño aumenta? La palabra «no» parece surgir mucho
más a menudo. «No, no toques eso». «No, aléjate de esas escaleras». «No, vuelve aquí»-Imagina
la sorpresa de mamá o de papá cuando, pocas semanas después de la aparición de este nuevo
mundo del «no», la pequeña Sarah dice «no» cuando le piden que suelte el mando a distancia de
la televisión.
¿Dónde puede haberlo aprendido? ¿Cuántas repeticiones ha escucharlo en tan corto
espacio de tiempo para asociar la palabra dicha en un tono específico con el concepto y el poder
asociado a esa palabra en su entorno?
Mientras estoy sentado aquí escribiendo esto, me viene a la cabeza lo torpe que me sentí
cuando intenté escribir a máquina por primera vez. El simple hecho de encontrar la fila de teclas
de apoyo y colocar los dedos me resultaba extraño. Aprender la localización de cada tecla fue
una experiencia lenta y, a menudo, frustrante. Sin embargo, cuanto más practicaba, más fácil me
resultaba. Seguro que se te ocurren una docena de habilidades que has aprendido a lo largo del
tiempo y que ahora te resultan tan naturales como respirar. Y con «naturales» no me refiero a
sencillas. Una nueva habilidad se convierte primero en automática, después en subconsciente y,
por último, cuando dominamos de verdad esta habilidad en particular, en inconsciente (es decir,
no pensamos en ella en absoluto).
Una vez que ocupamos nuestra percepción consciente en un pensamiento o en una
experiencia y la meditamos de forma repetida, la probamos continuamente y la ponemos en
práctica sin cesar, las neuronas de nuestro cerebro comienzan a activarse y tratan de unirse con
otras en un intento por establecer una relación más duradera y firme. Tras una activación
continua, las neuronas comienzan a liberar sustancias químicas a nivel sináptico, lo que las
permite agruparse y crear conexiones más fuertes.
Estas sustancias químicas neurotróficas (en particular una que se denomina factor de
crecimiento neuronal) posibilitan que las sinapsis entre neuronas establezcan relaciones a largo
plazo. Al igual que el fertilizante de un jardinero, estas sustancias químicas estimulan el
florecimiento, el desarrollo y el enriquecimiento de las conexiones dendríticas, con lo que las
neuronas establecen conexiones más duraderas y vínculos más firmes entre ellas. A medida que
las células nerviosas se estructuran, el procedimiento que aprendemos se vuelve más automático,
más común, más natural y sencillo y más inconciente. Tanto si estamos conduciendo un coche,
como escribiendo máquina, montando en bicicleta, haciendo punto o realizando cual quier otra
actividad, cuanto más repitamos esa acción, y cuanto más reforcemos el pensamiento, más
fuertes se volverán las conexiones neurológicas.
Los hemisferios del neocórtex no son imágenes especulares el uno del otro. El lóbulo
frontal derecho es más ancho que el izquierdo. El lóbulo occipital izquierdo es más amplio que
el derecho. Esta asimetría es ampliamente conocida como torsión de Yakovlev, en honor a su
descubridor, el doctor Paul I. Yakovlev, un neuroanatomista de Harvard. También existe una
asimetría en la bioquímica de ambos hemisferios. Por ejemplo, el hemisferio izquierdo posee
dopamina en abundancia, mientras que en el hemisferio derecho, el neurotransmisor más
abundante es la norepinefrina (o noradrenalina). El hemisferio derecho también tiene más
receptores para las neurohormonas estrogénicas.
Tal vez pienses a estas alturas que si ambos neocórtex difieren en estructura y química,
deben de tener funciones diferentes. Y así es.
Al hemisferio izquierdo (al que abreviaremos como HI) se le considera dominante en
comparación con el hemisferio derecho (HD). El HI no sólo parece ser más activo, sino que
algunos neurólogos lo consideran superior basándose en su mayor capacidad para procesar el
lenguaje, para razonar utilizando el pensamiento analítico y para participar en la lógica
simbólica lineal. En cambio, en un principio se creyó que el HD carecía de funciones
específicas.
Además, las lesiones del HD a menudo parecen triviales. La mayoría de los pacientes
adultos con lesiones o afectación del HD (es decir, aquellos que han perdido la capacidad de
controlar la parte izquierda del cuerpo), presentan una pérdida escasa o nula de las capacidades
cognitivas. En un principio, esto llevó a algunos neurólogos a asignar papel menor al HD. No
obstante, a medida que la investigación continuaba, resultó evidente que las lesiones del HD
provocaban cambios cuantificables tanto en el cerebro como en el cuerpo. Por ejemplo,
muchos sujetos con derrames en el HD parecían ser completamente ajenos a que tenían
problemas corporales, aun cuando estaban paralizados hasta el punto de arrastrar una pierna.
Esto se denomina negligencia unilateral, y es el estado en el que una persona es
perceptivamente inconsciente de una de las mitades de su cuerpo.
Una situación desconcertante nos ha conducido a muchos nuevos descubrimientos sobre
el papel que juegan nuestros dos hemisferios. Cuando un niño pequeño sufre una lesión en el
HD, ésta se considera extremadamente grave, en tanto que las lesiones del HI se consideran
menos críticas por lo general. Esto es justo lo contrario de lo que ocurre en los adultos.
En los pacientes adultos, muchos cirujanos se lo piensan dos veces antes de intervenir el
HI, ya que es aquí donde se encuentra el centro del lenguaje y muchas otras funciones
específicas. Los cirujanos se sienten mucho más cómodos operando el HD, ya que al parecer per-
mite un margen de error mucho más amplio.
Puesto que los niños aún se encuentran en un nivel básico del aprendizaje del lenguaje,
podría ser lógico que esa lesión de su hemisferio izquierdo pudiera considerarse benigna, ya que
no existirían muchas conexiones sinápticas todavía. Sin embargo, esto no explica por qué una
lesión del HD resulta tan devastadora en los niños. ¿Es posible que el HD sea más activo en los
niños y que, a medida que nos hacemos adultos, el izquierdo se convierta en el más activo? Si
esto es cierto, ¿qué es lo que origina esta transferencia y qué objetivo tiene? Estos
planteamientos fueron formulados por el neuropsicólogo Elkhonon Goldberg.9
¿Puede intercambiarse el papel de los hemisferios a medida que los niños se convierten en
adultos?
Goldberg señaló que cuando somos niños recibimos enormes cantidades de información
nueva, mientras que cuando somos adultos, realizamos tareas rutinarias y manejamos
información que ya nos resulta familiar durante la mayor parte del tiempo. Se preguntó si la
transición desde la infancia a la edad adulta implicaba una transferencia de las funciones y la
información desde el HD al HI. En 1981, Goldberg publicó una teoría que vinculaba el HD con
las novedades cognitivas y el HI con la rutina cognitiva. Postuló que el lado derecho del
neocórtex es más activo a la hora de procesar conceptos nuevos y desconocidos, y que el lado
izquierdo procesa con más rapidez las características conocidas y familiares. Cuando un
individuo pasa de la adolescencia a la edad adulta, los nuevos estímulos podrían procesarse en el
lado derecho de la corteza y después transferirse y almacenarse en el lado izquierdo. Esto
explicaría por qué las lesiones del HD son tan graves en los niños y por qué las del lado
izquierdo resultan más devastadoras en los adultos. En ambos casos, la localización de la lesión
se encuentra en la región más activa del cerebro.
En realidad, la hipótesis de Goldberg no era más que una sencilla reflexión sobre nuestra
forma de aprender como especie evolucionada. Es decir, al igual que en el modelo microscópico
de Hebb del aprendizaje entre neuronas, estamos también estructurados a una escala mayor a fin
de poder recurrir a patrones de información para comprender mejor la información nueva y
desconocida. Lo lógico sería que estuviésemos equipados con un gran cerebro compuesto por un
hemisferio derecho experto en el procesamiento de la información nueva y por un HI igualmente
experto en el procesamiento de los patrones de información y comportamiento rutinarios,
familiares y automáticos. Nuestra relación con los estímulos familiares crea un almacén de
habilidades rutinarias que actúa como una plataforma para nuestra capacidad de aprender
conceptos nuevos. La plasticidad que nos distingue como especie es nuestra habilidad para
utilizar conceptos familares y estructurarlos junto a conceptos desconocidos.
También sabemos, gracias al modelo de Hebb, que cuando nos topamos con información
o experiencias novedosas, aprendemos mediante la asociación de los nuevos estímulos con los
recuerdos almacenados (datos conocidos, familiares) en forma de patrones sinápticos preexis-
tentes. De esta forma, creamos nuevos circuitos sinápticos mejorados que nos permiten construir
modelos superiores de entendimiento.
En las primeras etapas del aprendizaje, nos enfrentamos con las novedades. El
aprendizaje continúa en función de nuestra capacidad de observar y de prestar atención a la
nueva información. Después, revisamos e interiorizamos los nuevos estímulos y comenzamos a
convertirlos en familiares o conocidos. Al final del proceso de aprendizaje, la información
adquirida se ha convertido en conocida y familiar; y las conductas o cometidos aprendidos
pueden llegar a ser rutinarios, incluso automáticos. Nuestra capacidad para convertir lo
desconocido en conocido, lo extraño en familiar, lo novedoso en rutinario es la forma de
progresar en nuestra evolución individual.
Si la mente se basa en representaciones familiares internas (ideas conocidas) para
reconocer y crear nuevas representaciones internas (ideas desconocidas), ¿podría ser el HD el
lugar donde procesamos las experiencias novedosas, la plataforma desde la que inventamos
nuevas ideas para experiencias futuras? ¿Podría ser el HI nuestro almacén de información y de
actos que han llegado a resultarnos familiares?
De ser cierto, este paradigma comenzaría a redefinir nuestro modelo de los hemisferios
cerebrales, cuyas funciones se consideran completamente distintas en muchos textos científicos.
Por ejemplo, ahora tendría sentido el por qué durante tanto tiempo se ha mantenido la creencia
de que el centro del lenguaje se encontraba en el HI. Puesto que el lenguaje es una función
rutinaria y automática para la mayoría de nosotros, es dominante principalmente en el HI. La
idea de que el HD es el responsable de las relaciones espaciales también se entiende ahora.
Cuando los sujetos sometidos a pruebas aprenden representaciones espaciales mediante la
exposición a estos nuevos rompecabezas que utilizan los neurólogos cognitivos, en un principio
estos individuos procesan las experiencias espaciales en el HD porque son nuevas.
El procesamiento cerebral dual, es decir, el cambio del procesamiento de la información
novedosa en el HD hasta su organización como rutina en el HI, es compatible con todos los tipos
de aprendizaje, según el estudio realizado por el doctor Alex Martin y sus asociados en el
Instituto Nacional de Salud Mental. Estos investigadores utilizaron la tomografía por emisión de
positrones para estudiar el flujo sanguíneo en el cerebro humano vivo durante la realización de
cometidos nuevos que involucraban palabras y objetos. Cada vez que a los sujetos se les
presentaba un nuevo cometido, se activaba un área específica del HD. A medida que los
participantes aprendían cierto tipo de información que les permitía clasificar la materia como
familiar o rutinaria, la activación del HD disminuía. Cuando la tarea se practicaba mediante la
exposición repetida a la nueva palabra u objeto, se activaba una región específica del HI. En
todos los participantes se produjo un cambio evidente mediante el cual la información novedosa
comenzaba a procesarse como rutinaria. 10
De hecho, numerosos estudios han demostrado que los humanos aprendemos a través de
un procesamiento cerebral dual. 11 En experimentos que someten a los participantes a situaciones
nuevas que requieren la resolución de problemas complejos se apreció un incremento de la
actividad cerebral en el lóbulo frontal derecho. A medida que los individuos aprendían las
soluciones a los problemas, su lóbulo frontal izquierdo comenzaba a mostrar actividad
neurológica incrementada.
El HD procesa la información novedosa y la transmite al HI, donde transforma en
rutinaria; y, al parecer, este proceso tiene lugar independientemente del tipo de información que
se esté aprendiendo. Los circuitos neurológicos localizados en el HD están especialmente
dotados para aprender nuevas tareas de manera rápida, mientras que las redes sinápticas del HI
son más hábiles a la hora de perfeccionar una tarea (siempre que existan una práctica diligente y
la motivación suficiente).
En un principio, los científicos conjeturaron que las funciones dirigidas por el hemisferio
derecho tenían un carácter más creativo, intuitivo, no lineal, intencionado, emocional y abstracto
que las actividades del lóbulo izquierdo. Según nuestro modelo de procesamiento cerebral dual,
esto es correcto. Cuando somos creativos, nos dedicamos a la novedad. Cuando somos intuitivos,
concebimos posibilidades desconocidas. Cuando utilizamos conceptos no lineales o abstractos,
no trabajamos de manera rutinaria o con patrones familiares. Cuando intentamos darle un
significado a nuestra propia identidad proyectamos nuevas ideas en relación con antiguos
conceptos para progresar en la sabiduría del ser. Así es como funciona el cerebro.
Por ejemplo, el mito de que la música se procesa en el HD sólo es cierto para aquellas
personas que no están dedicadas a la música. La mayoría de nosotros no somos músicos y, a
causa de su carácter novedoso, procesaremos la información musical en el lado derecho del
cerebro. Las exploraciones funcionales del cerebro muestran que los músicos avezados procesan
la música en el lado izquierdo debido a que ya han estructurado los circuitos neuronales a base de
aprender y experimentar.12
Dada la naturaleza de nuestra dualidad anatómica, ahora podemos decir que el HD es en
esencia equivalente al izquierdo. Poseemos un cerebro diseñado para aprender nuevas tareas y
perfeccionarlas. Convertir en conocido lo que nos resulta desconocido es una orden
preprogramada en la estructura tanto microscópica como macroscópica del cerebro humano.
Antes de seguir avanzando, me gustaría hacer un breve resumen de lo que hemos
aprendido hasta ahora:
1. Mediante el aprendizaje de nueva información (memoria semántica) y la vivencia de
nuevas experiencias (memoria episódica), creamos nuevas conexiones sinápticas y
desarrollamos el hardware de nuestro cerebro.
En pocas palabras, hemos creado una nueva conexión porque un estímulo sensorial
bastante fuerte (el dolor causado por los picotazos) ha originado un nivel elevado de excitación
neurológica (creación de un nuevo recuerdo) a partir de un estímulo relativamente débil (pescar
con la caña nueva en compañía de nuestro amigo en un atardecer de verano cualquiera). El
estímulo fuerte desencadena la activación del estímulo débil. Por tanto, la próxima vez que
vayamos de acampada (estímulo débil) nuestras neuronas desencadenarán una señal más fuerte
basándose en nuestra anterior experiencia. Nos lo pensaremos dos veces antes de elegir el lugar
de acampada y estaremos más atentos. Se ha creado un nuevo recuerdo. Eso es lo que se
denomina aprendizaje.
Cuando asociamos algo con experiencias que son episódicas por naturaleza, nuestros
sentidos asocian al menos dos tipos de información a fin de darle significado a lo que hemos
procesado. En esencia, la asociación de experiencias episódicas es la forma en que, a través de la
evolución natural, la mayor parte de las especies han aprendido y modificado su comportamiento.
Los humanos no somos los únicos que aprenden de la experiencia. Si un perro encuentra
un trozo de comida, lo huele para determinar si es algo que le gustaría comerse. Asociará
rápidamente lo que ve con lo que huele. Si el animal saborea la comida, el sabor y la textura le
proporcionarán al cerebro más materia prima para crear recuerdos.
Pongamos ahora que el perro se va del lugar para descansar y comienza a sentirse muy
enfermo. De forma natural, el animal asociará lo que ha visto, olido, saboreado y comido con la
manera en que se siente después de haber experimentado esa comida. Como consecuencia, lo
recordará la próxima vez que huela algo vagamente similar. Ha creado un recuerdo importante.
Esa experiencia se integra como una lección valiosa para la supervivencia del animal. El perro se
comportara de manera diferente en el futuro si se encuentra en una situación similar, y eso es un
ejemplo de cómo la plasticidad influye en la evolución.
Cuando asociamos o identificamos una experiencia sensorial con recuerdos anteriores, ese
acto de identificación es, en sí mismo, un suceso que crea el nuevo recuerdo. Sabemos que
cualquier experiencia que vivamos en el mundo exterior originará un cambio en nuestro balance
químico interno, ya que el flujo de información sensorial que llega hasta nuestro cerebro
provocará nuevas reacciones químicas que alterarán la composición de nuestro organismo. Así
pues, cuando asociamos la nueva experiencia que estamos viviendo con algo que ya ha sido
sinápticamente estructurado en la mente y en el cerebro gracias a las reacciones de nuestro
cuerpo, este acto de asociación es el suceso en sí que crea la conexión en la memoria. En cierto
sentido, rememoramos lo que ya habíamos recordado (reestructurado o reconectado). Tomamos
conciencia de todos los distintos estímulos, los unimos y, en ese momento de percepción elevada,
almacenamos la información mediante la identificación. Cuanto más fuerte sea el estímulo
sensorial inicial (y, por tanto, los componentes emocionales de la experiencia), más posibilidades
habrá de que recordemos ese suceso y la creación de sus recuerdos.
Claro está que no hace falta experimentar o presenciar sucesos históricos tan dramáticos
para crear recuerdos vividos a largo plazo. Siempre que identificamos un cambio en nuestro
estado químico interno provocado por un estímulo procedente del medio externo, creamos
recuerdo episódico. Cuando la causa externa y el efecto interno, el estímulo exterior y la
respuesta interior, están unidos, generamos momento de conexión neurológica denominado
recuerdo episódico. Grabamos un momento en base a cómo nos sentimos.
Aquí puede aplicarse también otro principio. Cuando captamos un suceso mediante los
sentidos, cuando más novedosa sea la experiencia más fuerte será la señal que llegue hasta el
cerebro. Y cuanto más fuerte sea la señal, más posibilidades hay de que el recuerde se almacene a
largo plazo. ¿Qué determina la fuerza de la señal? Pues hasta qué punto la consideramos nueva,
impredecible, inusual, curiosa y desconocida. Puesto que nuestros sentidos están muy implicados
en cualquier experiencia nueva, es la combinación novedosa de la información sensorial
acumulada lo que supera el umbral del sistema nervioso y bombardea el cerebro con una multitud
de entradas nuevas. La liberación de neurotransmisores químicos en los espacios sinápticos de
los circuitos neuronales en formación provoca los sentimientos asociados con esa experiencia.
Esto es lo que crea conexiones sinápticas duraderas en forma de circuitos neuronales.
Una vez que el sello químico de la red neural ha quedado registrado y establecido como
un recuerdo episódico, cada vez que estimulemos esa red neural para traer a la memoria la
experiencia, habrá un sentimiento conectado al suceso. La razón es bien sencilla. Todos los
recuerdos incluyen un sentimiento (o sentimientos) que constituye el sello químico registrado a
partir de la experiencia pasada. Cuando activamos la memoria del suceso de manera voluntaria,
consciente y atenta, en momento en que recordamos, liberamos los mismos neurotransmisores
dentro de ese circuito neuronal y por tanto, creamos los mismos sentimientos. Una red neural
relacionada con una experiencia anterior generara un estado mental con sus neurotransmisores
correspondiente que hará que el cuerpo sienta lo mismo que cuando la experiencia tuvo lugar.
Esto explicaría por qué algunas personas siguen hablando de «los os tiempos». Tal vez sólo
deseen revivir los sentimientos de glorias pasadas porque en su momento actual no ocurre nada
nuevo o estimulante Quieren librarse del tedio y del aburrimiento.
Puesto que nuestros recuerdos de los momentos pasados están siempre vinculados a
emociones (emociones como el resultado final de la experiencia) y relacionados con gente y
cosas en momentos y lugares específicos, nuestros recuerdos episódicos están cargados de
sentimientos de asociaciones pasadas con experiencias externas conocidas. Tendemos a analizar
todas las experiencias en base a cómo nos sentimos.
En este sentido, las neuronas no se diferencian mucho de nosotros, eres que se activan
químicamente. Cuando activamos de manera da una serie de conexiones neuronales (Ley de la
Repetición), llega un momento en el que las neuronas individuales del cerebro liberan una
sustancia química para fijar esas conexiones. El potenciador químico de la sinapsis se llama
factor de crecimiento neuronal o NGF (del ingles Neural Growing Factor). Una vez liberado, el
NGF no se desplaza en la misma dirección que el impulso nervioso, sino que vía" en sentido
opuesto: se aleja del receptor dendrítico y atraviesa el espació sináptico hacia los terminales
axonales. Si observas la Figura 7.2 podrás ver cómo el factor de crecimiento neuronal atraviesa el
espacio sináptico en sentido opuesto al flujo de la transmisión nerviosa. 2
Cuando el factor de crecimiento neuronal se mueve en dirección contraria que el impulso
nervioso, estimula el desarrollo de terminales adicionales en la orilla de la extensión axonal.
Como resultado, se crean muelles más largos, más amplios y más numerosos entre las neuronas,
lo que permite que la transmisión de la información resulte más fácil y más global. 3 La Figura 7.3
ilustra cómo influye el factor de crecimiento neuronal en la creación de conexiones sinápticas
adicionales.
Las neuronas son criaturas diminutas y avariciosas que quieren y necesitan del factor de
crecimiento neuronal. Sólo pueden conseguirlo cuando se activa al unísono un número suficiente
de células nerviosas, "tomento en el que se produce una estimulación lo bastante grande en
terminal presináptico como para obligar a las neuronas a estructurarse juntas. Los grupos de
neuronas que se activan juntas absorberán el factor de crecimiento con la intención de conseguir
nuevos reclutas sinápticos. Llegan incluso a robárselo a las neuronas vecinas que no se activan.
Es como si fueran adictas a él, porque tienen un apetito insaciable en lo que se refiere a este
factor.
Las moléculas del factor de crecimiento neuronal también se denominan neurotrofinas.
Estas sustancias químicas milagrosas ayudan las neuronas a crear nuevas conexiones sinápticas y
a sobrevivir. Las neurotrofinas son como fertilizantes: logran que el árbol neuronal que recibe
una señal de otro árbol neuronal libere un fuerte brebaje que dará origen a nuevas ramas en el
árbol emisor con el fin de crear nuevas y mejoradas conexiones entre ellos.
La gente que realiza complicados movimientos manuales, como los cirujanos o los
arpistas, tiene más conexiones sinápticas en la corteza motora de su cerebro. La activación
repetida de los circuitos relacionados con el control motor de sus dedos tiene como resultado la
producción de una estructuración neuronal más enrevesada y refinada que la de las personas
normales y corrientes. Las neurotrofinas liberadas en el espacio sináptico permiten el
perfeccionamiento de esta estructuración. Ayudan a que las células menos activadas y con
señales más débiles llamen a la puerta de las que ya están activas y emiten señales fuertes para
recibir un empujón. Las neurotrofinas permiten que las neuronas aisladas se unan a la fiesta.
La activación de células también se denomina potencial de acción. En el Capítulo 3
hablamos de que el potencial de acción de una célula nerviosa viaja desde el terminal
presináptico al postsináptico, y que los neurotransmisores liberados en el espacio entre ellos
viajan en la misma dirección que el potencial. Recuerda que las neurotrofinas hacen justo lo
contrario. Cuando se produce un potencial de acción entre dos neuronas que origina su
activación, estas moléculas viajaran en contra de la corriente desde el terminal postsináptico
hacia el presináptico. La razón está bien clara: la célula más tuerte que ya está activada trata de
recibir un nuevo mensaje para ayudar a la célula débil a acercarse para realizar la conexión. Por
tanto, la célula más activa enviará ayuda en forma de una sustancia química semejante a un
fertilizante que potenciará el crecimiento de nuevas ramas dendríticas y establecerá una relación
duradera entre las nuevas conexiones creadas. Por consiguiente, este brebaje ayudaría a la célula
más débil a crear conexiones adicionales con la célula fuerte si fuera necesario. Por favor, echa
un nuevo vistazo a la Figura 7.3.
Química y repetición
El modelo de Hebb también explica cuáles son los mecanismos celulares de la Ley de la
Repetición. A fin de que la potenciación a largo plazo se complete, debemos activar las
conexiones sinápticas una y otra vez, hasta que el estímulo sea lo bastante grande como para
lograr que las dos células se agrupen. Una vez que las células nerviosas se activan repetidamente
en un intento por unirse, debe producirse un potencial de acción lo bastante fuerte como para
iniciar la producción de neurotrofinas. Cuando éstas se liberan, da comienzo la formación de
conexiones sinápticas más firmes. Ésta es la razón de que debamos experimentar algo unas
cuantas veces o repasar la nueva información de manera repetida para aprender por fin la lección.
Sólo tenemos dos formas de generar factor de crecimiento neuronal en el cerebro,
aprender y memorizar nueva información mediante la repetición y vivir nuevas experiencias. El
aprendizaje repetido de conocimientos semánticos de forma atenta y consciente desencadena una
señal lo bastante fuerte como para crear nuevos datos intelectuales que nunca hemos
experimentado antes de formar conexiones ópticas duraderas y más numerosas. El ingrediente
clave aquí es la atención focalizada. Si prestamos absoluta atención a nuestra tarea, generamos
una señal lo bastante fuerte como para crear esas nuevas conexiones sinápticas. Cuanto mayor
sea el número de conexiones del cerebro mejor operará la mente a ese nivel. Si activamos ese
circuito neuronal en particular, tendremos una maquinaria más completa, capaz de generar una
mente más poderosa. Así pues, podremos percibir más información en nuestro entorno, demostrar
una habilidad mayor facilidad o aprender más rápidamente, ya que prestamos atención al
estímulo para crear más conexiones.
Cuando vivimos una nueva experiencia, la novedad de la misma concentra toda nuestra
percepción en ese momento y genera la corriente Petroquímica necesaria para crear una señal lo
bastante fuerte como Para liberar factor de crecimiento neuronal o NGF, que ayuda en la
formación de recuerdos a largo plazo en forma de conexiones. ¿Quién de nosotros podría olvidar
el primer beso? Tanto si fue un beso apasionado como si no fue más que un picotazo, lo más
probable es que lo recordemos. Con un poco de suerte, fue uno de esos momentos tranquilos y
románticos en una playa de Tahití, con una suave y fragante brisa tropical, un atardecer
impresionista de ensueño como telón de fondo y el relajante sonido del mar como banda sonora.
Cada una de esas impresiones sensoriales se sumó al entramado de la red neural que formamos.
Ensamblando ideas
Demostramos nuestra voluntad cuando elegimos concentrar nuestra atención. A menudo,
nos encontramos a merced de los estímulos del entorno que recibimos sin comerlo ni beberlo a
través de nuestros sentidos. Cuando tomamos el control y elegimos deliberadamente
concentrarnos en uno de esos estímulos, demostramos nuestra «fuerza de voluntad» en el mejor
sentido de la palabra. Cuando estamos concentrados, aprendemos mediante la asociación de un
concepto con otro. El cerebro representa esa idea asociando una red neural con otra.
Por ejemplo, imagina que estás aprendiendo cosas sobre un nuevo objeto llamado
manzana. Si existe una red neural en tu cerebro para el color «rojo» y otra para la forma
«redonda», no tendrás más que relacionarlas para crear una nueva idea. Si te pido que imagines
este objeto redondo de color rojo, tu mente creará una nueva noción que generará una imagen de
un círculo rojo. Si después te digo que una manzana tiene más o menos el tamaño de una pelota
de béisbol, tu cerebro asociará la idea del círculo rojo con un objeto del tamaño de una pelota de
béisbol. Por tanto, comprenderás gracias a tus conocimientos previos que este nuevo objeto es
tridimensional, como la pelota. Cuando los tres circuitos neuronales se integran o conectan,
visualizarás esa nueva idea llamada «manzana».
Por tanto, la imagen de una manzana se organiza en la corteza visual, pero después debe
conectarse con la palabra asociada al objeto, con su sabor y con la sensación que provoca al tacto.
A la postre, tendremos una experiencia completa de lo que es una manzana en forma de
información sensorial que podemos relacionar. Ahora existe una red neural establecida para la
manzana que es el resultado de la suma de los circuitos neuronales individuales en una serie de
patrones neuronales que nos proporcionan un significado más global del concepto de manzana.
La importancia de la repetición
Si modificamos el hardware existente cada vez que realizamos una nueva conexión y
mantenemos esa modificación durante el tiempo suficiente, podremos activar una serie
completamente nueva de conexiones neuronales, aun cuando sólo se hayan creado una o dos
sinapsis nuevas. Si somos capaces de estimular esos nuevos circuitos a fin de activar el cerebro
en una nueva secuencia, patrón o combinación, crearemos en esencia un nuevo estado mental.
Recuerda que la mente no es más que el cerebro en funcionamiento, de modo que cuando
hacemos que el cerebro funcione de manera diferente, lo que hacemos es crear una nueva
mentalidad.
Una vez que se graban las rutas permanentes de un pensamiento o experiencia en el
cerebro, sólo hará falta un estímulo familiar del entorno o un recuerdo de nuestro pasado para
estimular esos circuitos y lograr que se activen al unísono de forma automática. Su activación
crea un recuerdo asociado que ahora se relaciona con una experiencia en particular o algún
conocimiento aprendido. Algo nos recuerda a esa persona, ese lugar, esa cosa o ese momento y
comenzamos a procesar una serie de pensamientos automáticos localizados en nuestro cerebro y
asociados con la experiencia pasada relacionada con alguna de esas cosas. Esos pensamientos son
automáticos porque, como nos dice la Ley de la Repetición, han formado un circuito neuronal
que funciona sin la intervención de nuestra mente consciente.
Los pensamientos no tienen por qué ser correctos, sanos, precisos o constructivos, pero
pensamos porque los hemos estructurado en el cerebro en primer lugar. Cuanto más estimulemos
esos circuitos neuronales establecidos, más fuertes se harán las conexiones sinápticas y, de esta
manera, más fácil nos resultará activarlos y relacionar nuevos conceptos con esos circuitos (de
acuerdo con la teoría de Hebb, según la cual la señal fuerte ayuda a la señal débil). Esto hace que
los patrones y secuencias de esas activaciones se vuelvan más complejos y organizados. Con
esto, cambiamos literalmente nuestra mente, alterando la arquitectura de sus conexiones e
incrementando el espacio físico asignado a un concepto.
Digamos que decides coger el almuerzo y comértelo en un banco del parque. Mientras
estás sentada allí, ves a un hombre que te recuerda al novio de tu compañera de habitación en la
facultad. Tiene la misma mandíbula cuadrada, esos fríos ojos azules y una mata de pelo rizado
cuyo flequillo le tapa un ojo. De repente, dejas de estar en el parque comiéndote un sandwich de
lechuga y huevo. Has vuelto a Dooley's, un bar del campus, y el olor de la cerveza rancia, el
humo de los cigarrillos y el aroma del perfume de Charlie impregnan el ambiente. La luz del sol
que entra a través de la mugrienta ventana recorta la silueta de tu compañera de habitación, y tú
sólo puedes ver sus rasgos cuando el extremo de su cigarrillo se vuelve naranja e ilumina su
rostro manchado de rímel. Ella pilló la noche antes a su novio en el descansillo de la escalera del
apartamento que compartían, bebiendo y riendo con otra mujer. Menudo capullo. Sacudes la
cabeza con tristeza y furia con él por haberle hecho tanto daño a tu amiga.
Después piensas en tu última pareja, en cómo un día te dejó sin más. Dos días más tarde
lo viste caminando del brazo con otra mujer. Te sentiste como si alguien te hubiera abierto en
canal y hubiera esparcido tus entrañas sobre la acera. De repente, vuelves a tu asiento en el
parque y te sientes como si alguien te hubiera colocado un enorme peso sobre los hombros y la
espalda. ¿Qué sentido tiene estar sentada ahí, incluso en un día tan bueno como éste? Nada va a
cambiar. Siempre serás la que se sienta sola.
Lo que comenzó como un almuerzo agradable ha acabado siendo un recital de
pensamientos automáticos, inconscientes, rutinarios, familiares, comunes y habituales que te
atormenta. Estás gafada. Arruinas todas las relaciones. No se puede confiar en los hombres.
El paso desde el punto A (ver a alguien que te recuerda a otra persona) al punto B
(sentirse despreciada y miserable) es un itinerario que mucha gente sigue a diario. Una de las
palabras claves que debemos considerar aquí es la de «recordar». Si piensas con detenimiento en
esta palabra en el contexto del ejemplo (ver a una persona que se parece a alguien de tu pasado),
te darás cuenta de que ya desde un principio tenías en mente toda una serie de sucesos
relacionados con gente y con cosas en un lugar y un momento específicos asociados a esa imagen
original. Sólo ha hecho falta un pequeño empujón para que toda esa serie de creencias, recuerdos
y asociaciones resurgieran como Monólogo interior del cerebro. Esa red neural está siempre
preparada Y a nuestra disposición; es una de las formas de pensar fáciles, comunes, naturales y
habituales a las que tenemos acceso inmediato.
Pensamientos habituales
Cuando activamos de manera frecuente pensamientos procedentes de nuestra base de
conocimientos o de experiencias pasadas, según la Ley de la Repetición, la activación continua
de esos patrones de pensamiento generará en realidad los pensamientos de nuestro día a día.
Estos son los pensamientos que tenemos más a menudo y, por tanto, los más estructurados en los
circuitos neuronales del cerebro. Estos pensamientos aparecen cuando la vocéenla que
escuchamos en nuestra cabeza nos dice qué debemos decir y pensar, cómo debemos actuar y
reaccionar, y qué emociones debemos expresar. Pero todos ellos están basados en nuestros
recuerdos, formados por circuitos neuronales codificados en el pasado.
No requiere esfuerzo alguno pensar en lo cotidiano. Generamos la misma mentalidad día
tras día porque estimulamos las mismas redes neuronales con los mismos patrones, secuencias y
combinaciones. Cuando procesamos un pensamiento en el cerebro y lo reproducimos una y otra
vez debido a estímulos repetitivos, los tractos nerviosos que se activan de forma voluntaria, como
los músculos, desarrollan y fortalecen sus conexiones.
Además, con el uso, los tractos nerviosos se vuelven más gruesos y prominentes. Imagina
que miles de personas viajan de una ciudad a otra por la misma carretera. Se ha convertido en la
ruta más habitual y hay tráfico y atascos durante todo el día. La única manera de agilizar ese
incremento de demanda es hacer la carretera más amplia, de modo que tenga capacidad para
permitir el transporte y la comunicación.
Las células nerviosas hacen algo muy parecido. Se vuelven más amplias y voluminosas
cuando aumenta el número de mensajes eléctricos de una zona a otra y se hace necesario
ensanchar sus angostas rutas para permitir el incremento del tráfico en la comunicación. La Ley
de la Repetición crea conexiones más fuertes y duraderas que también facilitan ramas neuronales
más gruesas y desarrolladas para posibilitar el incremento de la comunicación.
Nuestros pensamientos rutinarios son los más estables, ya que los practicamos a menudo.
Son estos pensamientos los que forman la base de lo que comúnmente denominamos
personalidad.
El desarrollo de la personalidad
Nuestra personalidad es el conjunto de recuerdos, comportamientos, valores, creencias,
percepciones y actitudes que presentamos (u ocultamos) al mundo. La personalidad está formada
de la misma manera que nuestro neocórtex. Esto es lógico, va que el neocórtex es la morada de la
identidad personal. Heredamos predisposiciones genéticas en forma de patrones sinápticos, entre
los que se incluyen aquellos que forman el núcleo de nuestra personalidad durante el desarrollo
fetal y la infancia. Heredamos pensamientos, actividades, rasgos y actitudes de base emocional
procedentes de nuestros padres, ya que ellos nos transmiten su memoria en forma de experiencias
repetidas y dominadas, que siempre van asociadas a sentimientos. Sin embargo, el entorno
también actúa de manera constante sobre nosotros e influye en la creación de nuestra identidad y
en la imagen que tenemos de nosotros mismos, que es en esencia lo que somos, nuestro «yo».
Llevemos esta idea a la realidad. Imagina una de esas tormentas de relámpagos de las que
hemos hablado en capítulos anteriores descargando sobre distintas áreas del neocórtex. Cuando
algún aspecto de nuestra personalidad se activa, lo que nos diferencia del resto de la gente no es
sólo nuestra estructura única, sino también los patrones, secuencias y combinaciones que sigue la
activación de las conexiones sinápticas. Cada persona posee su propio sello individual de
activación, basado en la estructuración personal. Y cada tormenta eléctrica es diferente. Cada
persona posee sus propias «condiciones climáticas» Y sabemos que esto es cierto porque en las
exploraciones cerebrales funcionales, la mayoría de la gente deja el mismo sello de
procesamiento mental, aun cuando la actividad cerebral sea parecida.
Si una persona piensa cada día en el poco dinero que tiene, los circuitos neuronales que
deben activarse para que procese esos pensamientos se dispararán con mayor facilidad y, al final,
se fortalecerán mediante las leyes que ya hemos explicado. Los pensamientos que se repiten a
diario se convierten en la forma más fácil de razonar, ya que requiere mucho menos esfuerzo
pensar siempre lo mismo sobre el mismo tema. Este proceso inconsciente dibuja su propia firma
neurologíca sobre el dinero en los pliegues del neocórtex. Construyen rutas más amplias con
sinapsis más fuertes y numerosas, lo que permite a la anatomía de sus pensamientos repetitivos
soportar su mente más consciente... que es en realidad su mente inconsciente.
Si una persona posee fuertes rasgos de personalidad (por ejemplo, si es demasiado
sociable o extremadamente organizada), en teoría, debería tener los circuitos neuronales
asociados a esas características más desarrollados. Si las idiosincrasias particulares de una
personalidad se activan, se utilizan y se disparan repetidamente en el circuito neuronal asignado,
se estructurarán con más firmeza. Las redes neuronales asociadas a estos rasgos de personalidad
tendrán conexiones sinápticas más numerosas, más ramificadas, más integradas y más complejas.
Y llegarán a convertirse en una forma fácil, sencilla, rutinaria y natural de pensar y de ser.
Realizando cambios
Así pues, podemos decir que cuando estimulamos un patrón especifico de combinaciones
neuronales que hemos desarrollado en nuestra personalidad a lo largo del tiempo, la forma
habitual de activar ese sistema de conexiones se convierte en una plantilla de lo que somos a
nivel neurológico. Según la investigación científica sobre el cerebro que yo mismo lleve a cabo y
la información que interpreté en base a las enseñanzas que recibí en la RSE, podríamos
considerar esta plantilla como la caja de la personalidad. En realidad, no es una verdadera caja o
compartimento del neocórtex, sino la configuración más habitual de sinapsis neuronales que
utiliza la mente dentro de la miríada de circuitos sinápticos que definen nuestra identidad. Es el
límite de la estructuración neurológica de la mente.
El problema reside en que esta mentalidad, por definición, determina qué pensamientos
son posibles dentro de los parámetros en los que nos hemos estructurado. Dentro de esa caja de la
personalidad existe un número finito de «mentes» que podemos generar de manera predecible a
voluntad.
El «yo», pues, sólo puede estimular habitualmente patrones neuronales que encajen con
nuestra forma individual de procesar los pensamientos. Estructuramos hábitos definidos de ser lo
que somos. Cuando la combinación de redes neuronales se convierte en habitual, se transforma
en la manera más natural de sentir, pensar, recordar, comportarse, hablar, adquirir conocimientos
y ejecutar las distintas habilidades, en función de nuestra propia filosofía o de nuestras
experiencias.
Pensar fuera de los límites de esa caja significaría estimular grupos diferentes de
conexiones sinápticas en un orden y una combinación distintos, que no están tan estructurados
como los que usamos de forma habitual. Si la mente es el cerebro en acción, crear una nueva
mentalidad implicaría utilizar de otra manera los circuitos existentes en el cerebro.
Pensar dentro de los límites de esa caja es generar nuestra mente activando los patrones
de circuitos neuronales más comunes, basados en lo que sabemos y recordamos. Por lo tanto,
pensar fuera de los límites de esta caja consiste en obligar a nuestro cerebro a activar patrones
sinápticos en un orden y una configuración diferentes a fin de crear una nueva mentalidad basada
en lo que no sabemos. Para conseguí1" esta hazaña, tendremos que romper con los hábitos
neurológicos de pensamiento común que se han convertido en circuitos permanentes duraderos
gracias a nuestro refuerzo diario. Tendremos que dejar de pensar de la forma que nos resulta más
natural. Con ello conseguiremos que nuestro cerebro abandone su patrón de activación rutinario y
establezca una nueva secuencia de circuitos y nuevos sellos neurológicos. Y esto es, por
definición, lo que entendemos como neuroplasticidad.
Los capítulos que restan del libro nos enseñarán cómo escapar de esta prisión. Somos los
únicos responsables de ser como somos. Eso significa que también tenemos el poder de cambiar
o modificar el «yo» al que estamos habituados. Requerirá un enorme esfuerzo romper con la
costumbre de ser nosotros mismos. Lo más increíble de todo es que podemos modificar nuestros
circuitos neuronales y cambiar nuestras redes neuronales para, literalmente, cambiar nuestra
mente. Con un poco más de información, podremos romper los grilletes que nosotros mismos
hemos forjado.
Capítulo 8 La química de la supervivencia
Si carecemos de inteligencia emocional, siempre que el estrés aumente,
el cerebro humano conectará el piloto automático y seguirá su tendencia innata,
que es hacer más de lo mismo, sólo que más fuerte. Y esto, en la mayoría de los
casos, es justo lo que no se debe hacer en el mundo actual.
ROBERT K.COOPER
Todos experimentamos miedo, ansiedad, depresión, hambre, deseo sexual, dolor, furia y
agresividad. Aunque tal vez los expresemos de manera distinta, los científicos actuales pueden
observar, gracias a los métodos de exploración cerebral funcional, la forma en que se generan
estos estados mentales en las estructuras del cerebro. Dicho esto, cómo, por qué y hasta qué
punto expresamos, experimentamos o percibimos estas emociones es lo que crea nuestra
personalidad o nuestro «yo» individual.
Puesto que todos estamos estructurados de forma similar, aunque diferente, y puesto que
la mente es la realidad más subjetiva de todas (piensa en lo mucho que difieren nuestros puntos
de vista, nuestras opiniones y nuestras percepciones), podemos entender por qué en el pasado la
investigación cerebral se consideraba una ciencia poco objetiva. Podemos evaluar los rasgos, los
comportamientos, las habilidades, las actividades y las funciones generales, pero necesitamos
correlaciones con patrones mentales que puedan repetirse.
Los científicos actuales estudian la fisiología cerebral de manera objetiva, ya que pueden
observar las estructuras y funciones del cerebro vivo. Los investigadores pueden anestesiar a los
sujetos, insertar diminutas sondas en ciertas partes de su cerebro y formularles preguntas para
determinar qué función lleva a cabo esa zona cerebral. De 1a misma manera, los científicos
pueden colocar electrodos en la superficie cerebral y formular esas mismas preguntas para
cartografiar las áreas del cerebro responsables de determinadas tareas.
La respuesta rutinaria
Es nuestro entorno quien dicta la mayoría de nuestras respuestas. La rutina, que nos
resulta fácil, natural, automática y cómoda, está controlada por nuestras reacciones a los
estímulos que captamos en los alrededores. Con el tiempo, esos circuitos neuronales se refuerzan
hasta tal punto — mediante la asociación en un primer momento, y después a través de la
repetición— que acaban verdaderamente estructurados. En muchos aspectos, cuando actuamos
en base a lo que estos circuitos neuronales programados desencadenan, dejamos de «pensar»
realmente.
Actuamos de manera inconsciente la mayor parte del tiempo porque, una vez que un
circuito neuronal se estructura, nos volvemos menos conscientes de su actividad. En la mayoría
de los casos no hace falta más que un solo pensamiento o un pequeño estímulo procedente del
entorno para iniciar una serie programada de respuestas y comportamientos. Cuando ese
programa está en marcha, nuestras acciones se vuelven automáticas, rutinarias y, lo más
importante de todo, inconscientes. Ya no tenemos que pensar de forma consciente en qué hacer,
qué sentir, qué decir o incluso qué pensar. Nuestras respuestas parecen naturales y normales
porque las hemos repasado muy bien durante mucho tiempo.
Afrontémoslo: la mayoría de nosotros somos perezosos. Vale, es probable que eso sea
una exageración. Pero no olvides una cosa: tanto el cuerpo como el cerebro son unos ahorradores
de energía extraordinarios. Ninguno de los dos desea actuar de una forma que acabe con los
depósitos de energía. Los pensamientos habituales apenas requieren esfuerzo; de hecho, son
como el motor de nuestro coche al ralentí. Estamos situados en un «aparcamiento» mental, sin ir
a ningún sitio, bordamos estos pensamientos habituales con tanta facilidad y tan bien porque
nuestro esfuerzo continuo por estimular los mismos patrones neuronales mantiene las conexiones
sinápticas intactas.
Lo mismo de siempre
Dado este proceso, ¿cómo es posible que estemos «dormidos» si respondemos
continuamente a nuestro medio externo de las mismas formas? A medida que avanzamos en la
vida, trabajamos en nuestro oficio, interactuamos con nuestro cónyuge durante veinte años,
llevamos a nuestros hijos al colegio, cortamos el césped o incluso vivimos en la misma casa junto
a los mismos vecinos, ¿es de extrañar que caigamos presas de los mismos hábitos neurales? Es
importante que reconozcamos que nuestra forma de pensar presente y futura está dictada por la
programación que nos ha dejado el pasado. ¿Nuestra vida se ha convertido en una serie de
reacciones inconscientes y automáticas?
Por ejemplo, cuando nos levantamos esta mañana y nos preparamos para ir a trabajar, lo
más probable es que hayamos seguido la misma rutina que hacemos todos los días laborales. No
sólo seguimos el mismo orden general de actividades (ir al baño, cepillarnos los dientes,
ducharnos, vestirnos, escuchar el informe del tráfico, seguir la misma ruta para ir a trabajar,
aparcar en el mismo sitio o muy cerca), sino que dentro de esa rutina, es casi seguro que
realizamos las tareas siguiendo los mismos pasos. Por supuesto, es importante quitarle la tapa al
tubo de pasta de dientes antes de usarlo, pero seguro que empezamos a cepillarnos los dientes por
el mismo lado de la boca (por atrás, donde las muelas) y que cambiamos al otro lado después del
mismo número de cepillados... como siempre. Lo mismo podría aplicarse a la forma en que nos
secamos después de ducharnos; llevamos a cabo nuestra rutina diaria de manera automática (nos
escurrimos bien el pelo, nos secamos la cara a golpecitos, nos secamos la parte superior del brazo
izquierdo y después la axila, cambiamos al derecho, nos pasamos la toalla por el pecho, la
agarramos con las dos manos para secarnos la espalda, apoyamos el pie izquierdo sobre el borde
de la bañera para secarnos la pierna y después hacemos lo mismo con el derecho).
Cada día, miles de veces en nuestra vida, llevamos a cabo estas acciones repetitivas.
Cientos de veces al día, elegimos comportamientos que requieren poca o ninguna concentración
por nuestra parte. Hubo una época en la que tuvimos que prestar atención para aprenderlos, pero
después de memorizarlos y dominarlos, ahora tenemos otras cosas en las que pensar. Estas tareas
son fáciles, comunes, cómodas, familiares y rutinarias; para nosotros son tan naturales como
respirar. Todos estos son ejemplos de circuitos neuronales estructurados en acción.
Una de las maravillas del cerebro es que es capaz de tomar el control en nuestro lugar. En
cierto sentido, estas rutinas son un milagro de la eficiencia y la competencia. Los humanos somos
maestros de las multitareas; mientras realizamos estas funciones rutinarias, nuestra mente está
ocupada en otras cosas. Con todo, ¿tendrá algo de malo que durante la primera media hora de
cada día llevemos a cabo todas esas actividades como si estuviéramos lobotomizados? ¿Cuánta
gente saca provecho de verdad a esa especie de piloto automático que tenemos y utiliza ese
tiempo para buscar nuevas experiencias y aprender cosas nuevas? Por lo general, supone un
esfuerzo demasiado grande quitar el piloto automático, ser consciente y tratar de hacer algo
diferente.
Piensa también en lo que ocurriría si ese «otro sitio» al que se traslada nuestra mente se
vuelve tan rutinario como las actividades que realizamos de manera subconsciente. ¿Qué pasaría
si no sólo nuestro comportamiento, sino también nuestras creencias, valores, actitudes y estados
de ánimo cayeran en ese mismo patrón predecible, inconsciente e irreflexivo? ¿Cómo
escaparíamos de la trampa que nos hemos creado nosotros mismos por el mero hecho de ser
como somos?
Lo que mantiene a la gente atrapada dentro de una misma mentalidad es que las redes
neurales que activamos de forma más común, y que por tanto son las más estructuradas, son el
resultado de nuestra manera de pensar. Son las secuencias, combinaciones y patrones neuronales
que activamos más a menudo.
Para retomar la analogía del roble que iniciamos en el Capítulo 3, diremos que estas
agrupaciones neuronales estructuradas tienen los troncos más gruesos, las ramas más enrevesadas
y las raíces más grandes de todas. Son los circuitos más refinados y perfeccionados que tenemos
y se han desarrollado a través de la interacción entre nuestros circuitos heredados y los
conocimientos y experiencias que hemos adquirido. Lo que define la «caja» de nuestra
personalidad, y cualquier otra caja, si a eso vamos, no es sólo lo que contiene. Debemos echar un
vistazo también a la parte externa o los confines de esa caja, y qué es que delimita lo que está
dentro y lo que está fuera.
Imagina, por ejemplo, que estás en una fiesta con gente que no para de hablar y de beber,
y que te lo estás pasando bien. Después de un rato, alguien sube la música un poco, se apartan
algunos muebles hasta las paredes, y la gente se pone a bailar. Lo pasas bien mirando a los
demás, pero de repente el baile se convierte en uno de esos espantosos corros que has visto en las
bodas, en los que todo el mundo sale al centro por turnos para mostrar sus movimientos.
Tú no bailas. Jamás lo has hecho. Nunca has tenido las cualidades ni el ritmo necesarios.
Siempre te ha dado vergüenza pensar en el aspecto que tendrías bailando, porque nunca sabes
qué hacer con las manos y con los brazos. De pronto, dejas de ser uno más del grupo y te apartas.
Prefieres que la gente se dé cuenta de que no bailas (y que, posiblemente, se burle un montón) a
que se dé cuenta de lo mal que bailas. Estás acostumbrado a pasar desapercibido, y no estás
acostumbrado a este nivel de atención. No eres capaz de salir a bailar por lo incomodo que te
sientes. Después de que unas cuantas personas tratan de sacarte a la pista de baile, decides
marcharte de la fiesta.
Por ejemplo, una vez viajé a Sudáfrica para una conferencia. Después de una de las
sesiones, unos cuantos salimos a comer algo juntos. Alguien se dio cuenta de que el restaurante
ofrecía cocodrilo como aperitivo. Por lo general, soy bastante receptivo a las aventuras culinarias,
pero en un primer momento no quise probarlo. Después de que algunos de mis compañeros de
mesa me animaran (me desafiaran/me fastidiaran) para que probara el cocodrilo, pensé: «¡Qué
más da!». Cuando el camarero dejó el plato frente a mí, todos me miraron atentamente. Corté un
pedazo de carne, le clavé el tenedor y me lo metí en la boca. Lo mastiqué con aire pensativo y al
ver la expresión «Y bien, ¿qué tal está?» dibujada en el rostro de todos los que me rodeaban,
anuncié: «Sabe a pollo». En el momento en el que escucharon aquello, todos se mostraron
dispuestos a disfrutar de la nueva experiencia, ya que ahora podía predecir qué sabor tendría la
comida basándose en un recuerdo familiar del pasado. Una vez que la red neural del pollo se
activó, fue fácil para los demás sentirse intrépidos, ya que aquello estaba dentro del reino de la
caja que contiene sus experiencias y sentimientos conocidos. Me pregunto que habría pasado si
les hubiera dicho que sabía a una mezcla entre salamandra y salamanquesa, si todos se habrían
mostrado tan ansiosos por probarlo.
Si las redes neuronales y las conexiones sinápticas son como las huellas de los recuerdos
pasados, entonces deberíamos paralizar nuestra forma habitual de pensar y de sentir (y de sentir y
pensar) para rediseñar e1 cerebro. Esto sacaría al cerebro de sus rutas de activación
acostumbradas y le permitiría crear nuevas secuencias de circuitos... nuevas huellas- Pero para
hacerlo, se necesitaría fuerza de voluntad y un esfuerzo mental.
Pensar fuera de los límites de la caja, pues, es obligar a nuestro cerebro a activar patrones
sinápticos en un orden y una secuencia diferentes a los habituales. La caja de nuestra identidad
personal se ha convertido en algo tan cómodo para nosotros porque hemos entrenado a nuestro
cerebro para que piense de la forma para la que ha sido diseñado neurológicamente. En lugar de
crear nuevas conexiones (aprendiendo mediante la asociación y la repetición con un nivel
elevado de atención consciente), confiamos en lo que ya hemos cartografiado en el cerebro como
información conocida y segura, y no en mucho más. Lo que está grabado en el cerebro, por tanto,
hace que pensemos y nos sintamos igual (y no mejor) que nuestro mapa cerebral.
¿Pensar dentro de los límites de la caja es malo? No es malo en el sentido más estricto,
pero limita nuestra capacidad para evolucionar, progresar o modificar nuestro comportamiento.
¿Pensar dentro de los límites de la caja es bueno? Después de todo, ¿no se han convertido
nuestros circuitos neuronales en los más comunes porque son los más acertados? Es una buena
pregunta y la respuesta que debería recibir la mayoría de la gente es un contundente «¡No!». Para
las cosas básicas como caminar, escribir a máquina, conducir, comer o atarnos los cordones de
los zapatos... sí, vivir dentro de los límites de esa caja no está mal. Pero una de las razones
fundamentales por las que esta forma de pensar se considera autolimitante es pensar como
actuaría el cerebro en modo de supervivencia.
Modo de supervivencia
Hace mucho tiempo, tanto nosotros como la mayoría de los mamíferos vivíamos en un
medio que planteaba un gran número de amenazas para nuestra supervivencia. La vida era dura,
cruel y corta Dependíamos en gran medida de los caprichos de la naturaleza y necesitábamos
estar alerta ante cualquier posible depredador, enemigo o desastre natural. Estar alerta frente a
esos peligros nos mantenía vivos y mantenía la herencia genética intacta. No sería muy
exagerado decir que aquéllos de nosotros que habitamos el planeta hoy en día somos los
descendientes de unos ancestros que o bien eran muy despiertos o bien muy afortunados... o,
probablemente, ambas cosas.
Los tiempos han cambiado y los peligros que amenazan nuestra supervivencia se han
trasformado tanto en tipo como en intensidad. Aunque algunos podrían argumentar que los
primeros humanos no tenían que preocuparse por la aniquilación nuclear ni por los grupos de
terroristas organizados, creo que todos estaremos de acuerdo en que ellos se enfrentaban a
peligros más inminentes que la mayoría de nosotros: el hambre, la enfermedad, los depredadores,
etcétera. Lo que no ha cambiado es que gran parte de las estructuras necesarias para sobrevivir en
ese medio tan duro, la mayoría de esos circuitos y regiones de la memoria neurológica, siguen
activas en nuestro cerebro. Recuerda que las células nerviosas que se activan juntas, se estructu-
ran juntas. A lo largo de la evolución de nuestra especie, a través de la asociación y la repetición,
los circuitos neuronales que sirvieron para mantenernos con vida —a los que nos referimos
generalmente como reacción de huida o lucha —, se han activado durante centenares de miles de
años.
Esas respuestas instintivas están tan estructuradas en nuestro cerebro como las que más.
De hecho, están almacenadas en nuestro sistema límbico o mesencéfalo, por debajo del
neocórtex. Este sistema reflejo es e1 que genera la mente que controla nuestro cuerpo, nuestro
cerebro y todo nuestro ser sin que nos demos cuenta. Es el que mantiene nuestro equilibrio
interno sin la participación de nuestra mente consciente.
En resumen, cuando se desencadena una reacción de supervivencia través del sistema
nervioso simpático (SNS), se incrementan el ritmo cardíaco y la presión arterial, se reduce el
aporte sanguíneo en el aparato digestivo y se aumenta el de las extremidades a fin de prepararnos
para la acción, se moviliza la glucosa del torrente sanguíneo como fuente de energía, se liberan
hormonas que le proporcionan al cuerpo un torrente de vitalidad, se activa el modo
superconsciente del cerebro, se dilatan las pupilas y se despeja el cristalino para permitir la visión
a más larga distancia, y se dilatan los bronquiolos para que llegue una mayor cantidad de oxígeno
a la sangre. Todos estos cambios preparan al cuerpo para huir o luchar, incrementan nuestro nivel
de conciencia y nuestra disposición para la acción física.
Como recordarás, el sistema parasimpático (SNP) hace justo lo contrario. Ralentiza las
respuestas de nuestro cuerpo, disminuye el ritmo cardíaco y la presión arterial, reduce el ritmo
respiratorio, incrementa el aporte sanguíneo en el aparato digestivo y en la piel, constriñe las
pupilas y el cristalino, etcétera. Imagina estos procesos como nuestra respuesta de descanso y
digestión.
El SNS utiliza la energía para emergencias inminentes, así que podemos considerarlo
como una especie de pedal acelerador. El SNP conserva la energía para proyectos a largo plazo,
como la reparación y desarrollo; al igual que el embrague, nos permite ir en punto muerto y
conservar la energía vital.
Uno de las tareas principales del neocórtex (aparte de la intelectual, cognitiva, la
capacidad de resolver problemas, la de aprender y la de comunicar) es utilizar los cinco sentidos
para permanecer consciente y atento al mundo exterior. Además de sus habilidades innatas
(aprender, razonar, analizar, concentrarse, soñar, recordar, utilizar el lenguaje, inventar y abarcar
conceptos abstractos), está la capacidad de percibir el entorno a través de los cinco sentidos.
Cuando el neocórtex no esta aprendiendo o procesando datos para la reflexión y el razonamiento
cambia su naturaleza innata y pone en marcha mecanismos que evalúan constantemente el medio
externo a fin de reunir información importante que le permita determinar qué estímulos del
entorno pueden resultar potencialmente peligrosos o amenazadores. Todas las criaturas utilizan
sus receptores sensoriales para interactuar con el mundo exterior a fin de sobrevivir y
evolucionar. La regla es sencilla: cuando nos sentimos amenazados, el cuerpo es lo primero.
Reconocimiento de un modelo
El neocórtex busca patrones de estímulos familiares para saber qué debe anticipar y cómo
debe prepararse para lo que pueda ocurrir. Por tanto, utiliza siempre lo que en términos
científicos se denomina «reconocimiento de modelos»: utilizamos nuestras redes neurales de
memoria asociativa para relacionar lo que hemos aprendido y experimentado con los estímulos
procedentes del mundo exterior. Cuando alguno de nuestros sentidos percibe una señal en nuestro
entorno, ese estímulo activará un recuerdo asociativo de experiencias anteriores estructurado en
nuestro neocórtex en forma de circuito neuronal.
Además, cuando percibimos un cambio en nuestro entorno, el cuerpo reacciona
inmediatamente. Por ejemplo, si entramos en una habitación oscura, nuestras pupilas se dilatan al
instante. Esto se conoce como reacción de orientación o reflejo de orientación. Este reflejo no se
desencadena sólo cuando percibimos un cambio en el entorno, sino también cuando encontramos
alguna novedad.
Si existe alguna coincidencia entre los datos que recibimos del medio externo y nuestras
representaciones internas, y esa coincidencia se reconoce como un recuerdo conocido que no
representa ninguna amenaza, el neocórtex decidirá que el cuerpo está a salvo. Así pues, el cuerpo
se relaja y su percepción se traslada hacia el siguiente peligro potencial del mundo exterior.
La supervivencia siempre consiste en estar preparado para lo que está por venir en base a
las experiencias pasadas; nunca se centra únicamente en el momento presente. Si el neocórtex
reconoce un modelo en el medio externo que se corresponde con la red neural de nuestra
memoria asociada a un depredador familiar o a un peligro conocido, en el momento en que se
percibe ese estímulo, el cerebro comenzará a responder mediante los mecanismos de
supervivencia naturales y primitivos.
La respuesta de supervivencia hará que el cerebro active la reacción de huida o lucha del
sistema nervioso autónomo. Cuando esto ocurre, todo el aporte sanguíneo y la energía suficiente
se encontraba en el neocórtex se traslada al mesencéfalo a fin de suministrar al cuerpo la energía
suficiente para reaccionar al agente amenazador. Dejamos de pensar razonar; sólo reaccionamos.
Ahora nuestro cuerpo está preparado para enfrentarse a la amenaza, bien preparándose para una
buena lucha o bien corriendo como si le persiguiera el demonio. Las únicas opciones son huir o
luchar. En la mayoría de los casos, cualquier especie reaccionará alejándose del depredador o del
estímulo desagradable. Huir es a menudo una opción mejor que luchar.
Algunos miedos se conocen bien: cuando nos enfrentamos a un oso enorme durante una
acampada, nadie cuestionaría la reacción de huida o lucha. Sin embargo, ¿qué ocurriría si te
encuentras en una boda con una amiga y uno de los tipos sentados a tu mesa te pone los pelos de
punta? No paras de darle codazos a tu amiga para decirle que quieres marcharte. Ella te ignora
sin problemas mientras sigue hablando con unos cuantos hombres guapos. Durante la
conversación, permaneces callada, distante, casi hosca. Al final, mientras tu amiga y tú, os dirigís
al lavabo de señoras, ella te sujeta del codo y te dice: «¿Se puede saber qué te pasa? ¿Por qué te
has portado de una forma tan arisca y desagradable?». A la postre, admites lo que te ocurre: «No
lo sé. El tío que está a mi izquierda me recuerda a mi ex marido, y me hace sentir muy
incómoda».
En este caso, podemos decir que el estímulo del caballero sentado a tu lado ha activado la
red neural asociativa del recuerdo de tu ex marido. En consecuencia, has reaccionado frente a una
persona a quien no conoces en base a una asociación familiar pasada, como si se tratara de tu ex.
Los rasgos de su rostro, su voz o cualquier otro modelo que hayas reconocido han sacado a
relucir la representación interna de un acuerdo habitual y toda la multitud de emociones químicas
relacionadas con el circuito neuronal de tu ex marido, y eso te hace sentir lo bastante incómoda
como para querer salir pitando de allí. Has utilizado tu memoria pasada para determinar tu
momento presente. Has basado evaluación de la situación en un sentimiento. ¿Por qué? Porque
todos tus recuerdos están asociados a sentimientos. La supervivencia es en realidad un modo
operativo emocional.
Así pues, además de desencadenar una reacción de huida o lucha cuando percibimos una
amenaza pasada conocida, también podemos entrar en ese modo cuando existe una perturbación
en la monotonía de una circunstancia familiar. Por ejemplo, si algo agita los arbustos, el
neocórtex centrará toda su atención en el mundo exterior y se concentrará en aquello que puede
resultar un peligro potencial. Si no podemos relacionar el estímulo inusual con un modelo
neurológico aprendido mediante experiencias anteriores, esta señal externa se etiquetará como
desconocida, y el cerebro enviará un mensaje de huida o lucha al cuerpo a través del sistema
nervioso autónomo a fin de que se prepare para el peligro. En otras palabras, cuando el mundo
exterior deja de ser un modelo o patrón familiar, nuestros patrones neurológicos estructurados
nos instan a prepararnos para todo aquello que pueda suceder.
Al igual que el resto de las especies, tenemos un mecanismo de defensa innato para
protegernos de los estímulos desconocidos. Las situaciones inusuales activan la reacción
automática de nuestro mesencéfalo, con todos sus instintos de supervivencia, y respondemos de
la misma manera que todas las demás formas de vida. El miedo o la agresión suelen ser las
respuestas predominantes en la supervivencia. Cuando respondemos mediante alguna de estas
cosas, no hacemos más que poner en práctica nuestras inclinaciones animales naturales. Y, lo más
portante, nuestra percepción se encuentra focalizada en el cuerpo, en el entorno y en el momento.
En el reino animal, este miedo a lo desconocido es un mecanismo de preservación.
Cualquier cosa que se salga de lo normal hace que una especie en particular preste atención y se
prepare. Por ejemplo, cuando un ciervo ve una máquina taladora que atraviesa el bosque,
reacciona de inmediato y se aleja a la carrera de ese estímulo desconocido. El enorme tamaño de
la máquina, el ruido que hace, su colorido y su olor son estímulos extraños que asaltan los
sentidos del animal y, en un solo instante, esos estímulos inusuales hacen que la criatura
incremente su nivel de percepción ambiental. Percibe el olor gasóleo que se desprende de la
máquina, oye el rugido de su motor y el penetrante bip-bib de los indicadores de la marcha atrás,
y siente el temblor del suelo cuando el árbol se derrumba sobre la tierra. Hay tantos datos nuevos
en el estímulo que el ciervo no es capaz de predecir qué es lo que hará esa cosa a continuación, de
modo que huye del lugar. Este mecanismo es inherente a la mayor parte de los seres vivos.
Los humanos poseemos el mismo mecanismo de supervivencia. Tememos lo
desconocido. Estamos químicamente preparados para lo que nuestro cerebro no puede predecir,
ni química ni neurológicamente. Y todo lo desconocido activa nuestra respuesta de
supervivencia. En la mayoría de los casos, esa respuesta de supervivencia será la huida. El lema
es: «Más vale prevenir que curar».
Así pues, si tenemos miedo de aventurarnos en lo desconocido, lo más probable es que
vivamos en un estado mental semejante al de la supervivencia. En el modo de supervivencia, si
no podemos predecir qué sentiremos con determinada experiencia (porque carecemos de todo
recuerdo relacionado que haya sido vivido como un grupo de sentimientos), evitaremos esa
experiencia. Por lo tanto, ¿cómo podremos experimentar algo realmente desconocido sin sentir
miedo?
La gente se reprime a menudo cuando ha vivido experiencias sobrenaturales, religiosas o
paranormales. Por ejemplo, si una persona dormida se ve por primera vez flotando sobre su
cuerpo, separada de su «yo» físico, puede que en ese momento de percepción carezca del equi-
pamiento neurológico apropiado para asociar la experiencia con algo que le resulte vagamente
familiar, salvo tal vez la muerte. Puesto que carece de patrones o modelos que encajen con lo que
le sucede, su reacción inmediata será el pánico y la activación del sistema nervioso simpático.
Una vez que ocurre esto, puesto que es el objetivo principal, la conciencia regresará al cuerpo y la
persona despertará. Se sentará, jadeante y asustada, y pensará que estaba muerta o, al menos, a
punto de morir. La experiencia le resulta tan desconocida y novedosa porque no existe nada en su
interior que encaje con ese momento, así que el cuerpo se siente amenazado y el suceso llega a su
fin.
Ahora bien, si esa persona sabe algo de las experiencias extracorpóreas porque ha leído
unos cuantos libros al respecto, podría comenzar a crear nuevas e importantes conexiones
sinápticas para fabricar un nuevo circuito neuronal; así, si volviera a ocurrirle lo mismo, estáis
más preparada para la experiencia y dejaría de sentir amenazada si supervivencia. El
conocimiento elimina el miedo a la supervivencia
Tentando al entorno
Cuando el neocórtex está ocupado evaluando el entorno para determinar el estado del
mundo exterior y asegurarse de que puede predecir lo que sucederá a continuación, este estado de
vigilancia hace que nos inclinemos hacia nuestras predisposiciones de supervivencia innata. Ese
afán por estar preparado tiene su origen en la supervivencia. Cuando nuestro neocórtex anticipa
peligros potenciales y nuestra conciencia está centrada en el entorno y en el estado corporal
futuro, la función de la corteza cerebral está alterada. Ya no se utiliza para aprender ni para
procesos de pensamiento superiores. En cambio, se dedica a recordar y reconocer situaciones
conocidas anteriores y a relaciona1"' las con la situación presente. Cuando recordamos, activamos
circuito-cerebrales existentes que han sido desarrollados a partir de experiencias pasadas. Éste es
el sustrato químico de la respuesta de supervivencia que activa los circuitos neuronales existentes
para que pensemos automáticamente de esta manera. Al activar los circuitos de manera repetida
estamos activando una reacción de estrés, y sólo con nuestros pensamientos.
El mensaje químico de la hipófisis (la ACTH) se abre camino hasta las glándulas
suprarrenales, donde estimula la producción celular de varias sustancias químicas llamadas
glucocorticoides, que alterarán aún más el equilibrio interno corporal. Los glucocorticoides son
hormonas esteroideas secretadas por las glándulas suprarrenales, que también segregan
testosterona y estrógenos equivalentes a los que se producen en las glándulas sexuales. Al igual
que en la respuesta neurológica, en el cuerpo se producen cambios químicos en respuesta a la
presencia de estas sustancias que han sido liberadas. La respuesta química o vía lenta se lleva a
cabo a través del eje hipotálamo-hipofisariosuprarrenal, y su acción tarda minutos u horas en
producirse.
Una de las formas de imaginarse las dos respuestas diferentes es visualizar la primera, que
es más inmediata y directa, como el carril rápido de una autopista. La segunda tiene más carriles
de entrada y de ida, y en consecuencia se parece más a las vías interurbanas. Ambas van hasta la
Ciudad Supervivencia, pero una de ellas (relativamente hablando) lo hace mucho más rápido. La
Figura 8.2 ilustra la vía lenta.
Definición de estrés
Cuando vivimos en modo de supervivencia, nuestro neocórtex se organiza para funcionar
como una especie de radar que explora el entorno. Cuando percibe una amenaza, nos ponemos
inmediatamente en alerta. Entramos en un estado agudo de anticipación (incluso de expectación),
a la espera de que nos ocurra algo potencialmente perjudicial. A diferencia de la mayoría de los
demás vertebrados, podemos desencadenar esta respuesta a través de una reacción al medio o a
través de la expectación, con un solo pensamiento.
Hay algo que debemos recordar, y es que cuando nos vemos expuestos a cualquiera de
estas tres categorías de estrés, el cuerpo responde a cada tipo de la misma manera exactamente,
igual que una reacción automática (vuelve al Capítulo 3 para repasar el sistema nervioso autó-
nomo).
En su mayoría, casi todas las demás especies (a excepción de algunos primates sociales)
experimentan estrés principalmente frente a una amenaza física que pone en peligro su
supervivencia: depredadores hambre, falta de compañeros sexuales y heridas incapacitantes,
principalmente. Nosotros también padecemos estrés físico, además del estrés químico que puede
manifestarse como físico.
A diferencia de otros animales, sin embargo, los humanos percibimos como agentes
estresantes no sólo las amenazas físicas, sino también una multitud de experiencias complejas
que podemos clasificar como psicológicas o emocionales: fechas de entrega límite, problemas
con el coche, altercados con los compañeros de trabajo o con el jefe y los problemas económicos
y de familia, por nombrar unas cuantas. Estas amenazas no físicas son tan potencialmente
peligrosas para nuestra supervivencia como las físicas. La diferencia reside en que las amenazas
no físicas a las que nos enfrentamos son más complejas y no pueden controlarse con la reacción
de huida o lucha, como los peligros a los que se enfrenta la mayoría de los animales. Cuando
llegue el día 15 de abril, por ejemplo, y haya que pagar los impuestos, ni la huida ni la lucha
servirán de mucho para reducir el nivel de estrés que nos generan nuestras finanzas, aunque, por
ilógico que parezca, a menudo la gente utiliza una de esas dos opciones inútilmente.
Estrés agudo y crónico
Los tipos de estrés físico, químico y psicológico o emocional a lo que los humanos nos
enfrentamos aún se diferencian en otra cosa. Los animales casi siempre se enfrentan a una forma
de estrés agudo, e1 tiene un principio y un final rápidos. Si un perro que merodea entre los
árboles encuentra a una cerda con sus crías, tiene sólo un instante para decidir qué hacer. El
problema es, relativamente hablando, fácil de resolver En estas situaciones de estrés agudo, el
cuerpo del animal se alarma y cuando finaliza la reacción de huida o lucha, vuelve a recuperar el
equilibrio homeostático, por lo general en cuestión de horas. Los efectos del estrés agudo
terminan por lo común en un corto espacio de tiempo. El cuerpo es capaz de regresar a un estado
más relajado mientras cede el estado de emergencia y vuelve a ocuparse de los procesos
rutinarios de renovación, reparación y reproducción celular. La mayoría de los mamíferos tienen
cuerpos extraordinariamente diseñados para las emergencias físicas a corto plazo.
No obstante, en algunas situaciones, como por ejemplo cuando el jefe nos confiesa que va
a despedir a uno de nuestros compañeros dentro de unas semanas sin saber que ese compañero es
amigo nuestro, tal vez el comienzo sea agudo, pero su resolución llevará demasiado tiempo como
para recuperarse pronto. Si elegimos huir para no pagar los impuestos, las consecuencias de esa
elección, y nuestra preocupación, podrían durar años.
Los humanos tendemos a vivir en esas situaciones de estrés crónico. Nos vemos
sometidos a diario a factores estresantes (tanto físicos, como químicos o emocionales), casi a
cada instante. Dadas nuestras costumbres sociales, la huida o la lucha no son socialmente
aceptables, cambio, nos preocupamos, anticipamos, razonamos, ocultamos, racionalizamos y
transigimos en determinadas situaciones. Con nuestros billones de conexiones sinápticas,
tenemos una capacidad de recordar tan extraordinaria que podemos activar la respuesta al estrés
sin que el agente estresante esté presente. En otras palabras, el mero hecho de pensar en el agente
estresante origina la misma respuesta al estrés. Esto es lo que comienza a crear el resultado más
perjudicial, llamado estrés crónico.
Además, el estrés físico (una herida, por ejemplo) provoca estrés químico, y ambos llevan
al estrés psicológico /emocional. Por ejemplo, en la zona más afectada se produce una hinchazón,
que es el resultado un proceso químico. Esta herida y el estrés químico resultante indican que el
cuerpo ya no se encuentra en homeostasis y deriva en un estrés psicológico. ¿Podré ir a trabajar?
¿Cómo podré concentrarme? ¿Seré capaz de dormir cuanto necesito? En los humanos, todos los
tipos de estrés, independientemente de su origen, parecen acabar en estres psicológico o
emocional.
Estudios recientes indican que casi el 90 por ciento de la población que acude al médico
lo hace a causa de una alteración relacionada con el estrés. 3 Cada vez con más frecuencia, los
investigadores establecen vínculos entre las enfermedades físicas y las alteraciones y reacciones
emocionales extremas.
No todo el mundo responde de la misma manera al estrés, y no todo el mundo sufre las
consecuencias de la misma forma. Por ejemplo, en su día conocí a dos profesores de instituto.
Dos veces al año, su supervisor acudía a las aulas para realizar una evaluación del rendimiento. A
decir verdad, las evaluaciones eran más bien superficiales; el aumento de sueldo de los profesores
no venía determinado por esas visitas y, una vez obtenida la titularidad, era casi imposible que
los despidieran, a menos que mostraran una conducta sumamente grosera. De cualquier forma,
Bob era un manojo de nervios en las semanas previas a la evaluación. Le ponía nervioso decidir
qué lección impartiría, fantaseaba con la idea de sobornar a ciertos alumnos para que faltaran a
clase ese día y dormía poco la noche antes. A Beverly, por el contrario, le encantaba que su jefe
(o cualquier otra persona, ya que estamos) entrara en su clase. Adoraba el aumento en la atención
y la reacción que se generaba y consideraba todo un desafío impresionar a la persona que la había
contratado. Para ella, los días de evaluación no tenían nada de especial; no se esforzaba por elegir
una lección en particular que la hiciera quedar mejor y, desde luego, dormía muy bien la noche
anterior.
No debería sorprendernos que cada persona muestre una respuesta diferente al estrés, ya
que todos somos diferentes gracias a nuestra herencia genética, nuestras experiencias y nuestro
aprendizaje. Sin embargo, los humanos solemos mostrar los típicos efectos corporales del estrés,
entre los que se incluyen las sobrecargas de adrenalina, que dejan el cuerpo agotado y alteran la
secreción acida del tracto digestivo, lo que limita nuestra capacidad para descansar e impide la
absorción de nutrientes esenciales, como las proteínas. Como quiropráctico, he visto el efecto del
estrés sobre el sistema musculoesquelético en forma de contracciones, tensión muscular, rigidez
y dolor articular que aparecen a medida que la energía de nuestros órganos se agota. No sé si tú
podrás identificarte con alguna de estas alteraciones, pero yo sí. Otra manera de ver el estrés sería
considerarlo la consecuencia que resulta de comprender que ya no tenemos el control sobre los
elementos de nuestro entorno, porque no podemos predecir el desenlace deseado. No podría
decirte el número de veces que me he quedado atrapado en un atasco, detrás de lo que parecía
una interminable fila de luces rojas, y he notado cómo se incrementaba mi nivel de estrés.
El estrés de la anticipación
El ejemplo de los dos profesores durante la evaluación del rendimiento ilustra otra
diferencia crucial que separa a los humanos de nuestros amigos cuadrúpedos: podemos mirar
hacia delante y anticipar situaciones estresantes. En realidad, podemos experimentar el estrés aun
antes de que el suceso por el que nos estresamos tenga lugar. Aunque los animales se ven
afectados por el estrés inmediato, no tienen que enfrentarse al estrés de la anticipación. Debido al
pequeño tamaño de su neocórtex, los animales pueden almacenar información sobre un agente
estresante presente en sus vidas, pero no se preocuparan porque esa misma circunstancia vuelva a
sucederles a corto plazo. Los humanos, sin embargo, activamos la respuesta al estrés con la anti-
cipación de complejas situaciones psicológicas y sociales que jamás se le han pasado por la
cabeza a un perro. Tal vez ésa sea una de las cosas que admiramos en nuestras mascotas. Parecen
vivir plenamente el momento, libres por completo del estrés anticipatorio.
Por otro lado, los humanos podemos activar la respuesta al estrés pensando en una
situación estresante pasada o futura, y puede ser una respuesta al estrés psicológico tan intensa
como si nos enfrentáramos a la circunstancia en sí. Sin siquiera mover un músculo, podemos
hacer que nuestro páncreas produzca hormonas, alterar la secreción de nuestras glándulas
suprarrenales, hacer que nuestro corazón lata más rápido dirigir el flujo sanguíneo hacia nuestras
piernas, cambiar el ritmo de nuestra respiración e incluso hacernos más propensos a la infección.
Los humanos somos seres poderosos en este respecto. Con el simple hecho de pensar en un
agente estresante podemos prepararnos psicológicamente para enfrentarnos a él, igual que si
estuviera presente.
¿Esto es bueno o malo? En fin, ¿cuántas veces nos hemos dado unas palmaditas en la
espalda por haber adivinado cuándo aparecería un agente estresante? Cuando logramos predecir
con éxito esa aparición y prepararnos de la forma adecuada para ello, por lo general nos sentimos
entusiasmados con el resultado. A ninguno de nosotros nos gustaría ser como Charlie Brown y
lanzarnos a la carrera hacia Lucy, creyendo con todo nuestro corazón y todas las neuronas de
nuestros circuitos que ésta será la ocasión en la que ella no aparte el balón justo cuando estamos a
punto de darle una patada. Sin embargo, ¿cuántas veces hemos depositado nuestra confianza en
alguien que no lo merecía?
En cierto sentido, lo que nos concede a los humanos una ventaja evolutiva es nuestra
capacidad para predecir lo que podría llegar a suceder. Lo que reduce el valor de esa ventaja son
las ocasiones en las que fracasamos a la hora de predecir correctamente el resultado. Las
consecuencias en ese caso son el aumento de la ansiedad, la depresión, las fobias, el insomnio,
las neurosis y muchas otras enfermedades innecesarias. Nos preparamos para un agente
estresante y alteramos nuestro medio interno, pero a menudo no podemos controlar el resultado y
o bien estamos demasiado preparados para lo que consideramos una eventualidad (que después
no se materializa) o bien nos sorprendemos ante la aparición de otro factor estresante que no
habíamos previsto.
En cualquier caso, estar constantemente alerta, siempre atentos nuestro entorno, puede
costamos caro. El estrés crónico, el manten1' miento repetido de la respuesta al estrés, es lo que
en realidad hace daño. Nuestros cuerpos no están diseñados para situaciones de estrés duradero.
Cuando la respuesta al estrés se activa de manera continua, vamos de cabeza hacia la
enfermedad.
La mayoría de las personas que sufre estrés duerme menos que cuando estaba relajada, ya
que sus niveles de adrenalina en sangre las mantienen preparadas y vigilantes. El sueño es el
período en el que s llevan a cabo muchos de los procesos de reparación. Cuanto meno tiempo
durmamos, menos tiempo tendremos para regenerando-Cuanto menos durmamos, más
estresados estaremos. Casi cualquiera podría contarte lo que es estar tendido en la cama
ensimismado en mitad de la noche, preocupado por todo, desde la salud hasta el futuro. Todos
esos pensamientos alteran aún más el equilibrio homeostático.
Y no se trata de que estemos involucrados en actos de procreación con nuestra pareja
cuando deberíamos estar durmiendo. El proceso reproductivo también se ve afectado por el
estrés. La ovulación, la producción de esperma y el crecimiento del feto tienen poca importancia
en relación a la reacción de huida o lucha, tanto si lo que nos pisa los talones es un tigre de
verdad como si es metafórico (como un divorcio inminente). La impotencia, la infertilidad y los
abortos son efectos secundarios comunes del estrés crónico.
Entre otras funciones primarias que pueden verse afectadas por el estrés, una de las más
importantes es la de nuestro sistema inmunológico. Cuando ese sistema se ve afectado o anulado
por completo, somos incapaces de luchar contra invasores como las bacterias o los virus, de
modo que nos vemos asolados por las infecciones y asediados por la enfermedad. En particular,
podemos padecer enfermedades relacionadas con el sistema inmunológico, como las alergias, la
gripe o la artritis reumatoide. ¿Cómo va a ser capaz nuestro sistema inmuno-lógico de detectar la
aparición de células tumorales y de eliminarlas cuando estamos luchando contra una emergencia
que requiere todas nuestras energías? Las células cancerígenas pueden reproducirse impunemente
cuando el sistema inmunitario está bloqueado por la respuesta al estrés. Para decirlo en pocas
palabras, cuanto más estrés haya en nuestra vida, con más frecuencia nos pondremos enfermos, y
los efectos de un sistema inmunológico comprometido se manifiestan e muchas maneras. De
repente tenemos más problemas acuciantes que la situación estresante que originó esos
problemas.
La gente piensa: «Me encargaré de ello cuando se calme la situación». Muchas veces, la
situación de estrés no se calma y nos vemos atrapados en un círculo vicioso en el que el estrés
genera más estrés.
Con el tiempo, la respuesta al estrés nos hace más daño que cualquiera de las
enfermedades que la iniciaron o a las que dio inicio. Siempre presuponemos que es la pescadilla
quien se muerde la cola, pero en e1 caso del estrés y de nuestra respuesta ante él, resulta difícil
decir quién muerde a quién. En los humanos, la respuesta al estrés que resulta de nuestros
pensamientos y sentimientos a menudo causa daños mayores a largo plazo que el propio agente
estresante.
Todos sabemos que es como correr y correr sin llegar a ninguna parte, salvo a la
extenuación. La extenuación es el punto en el que nuestro cuerpo ya no puede seguir luchando
contra los invasores; nuestras hormonas y el sistema inmunológico están tan afectados que nos
ponemos enfermos. Y esa enfermedad empeorará aún más nuestro cuerpo.4
Los estudios han demostrado que una cantidad demasiado elevada de CRH (la sustancia
química producida durante la respuesta al estrés) en sangre reduce la producción y la secreción de
la hormona del crecimiento. Los niños que sufren estrés crónico crecen más lentamente. En los
adultos, esto significa que la producción de músculo y hueso está inhibida. Además, el exceso de
CRH afecta a la digestión, de manera que puede aparecer un síndrome de colon irritable. Si el eje
hipotálamo-hipofisario-suprarrenal es hiperactivo, las células corporales pueden dejar de absor-
ber glucosa en respuesta a la insulina, con lo que aparecería una diabetes. Y no es sólo nuestro
cuerpo el que puede sufrir. Estudios recientes señalan que el exceso de CRH juega un papel
importante en las alteraciones mentales, en las fobias y en los ataques de pánico.5
Un grupo de investigadores rusos llevaron a cabo un experimento con ratas que demostró
hasta dónde pueden llegar los efectos del estrés. Realizaron una prueba de aversión al sabor en la
que se administraba a las ratas fármacos inmunosupresores aderezados con sacarina, el
edulcorante artificial. El fármaco inmunosupresor les provocaba náusea a las ratas. Después de
muchas pruebas en las que se administraba a ratas distintas combinaciones entre fármaco y
sacarina, dejaron de administrarles el medicamento que les provocaba las náuseas y les dieron
sólo la sacarina. Las ratas siguieron poniéndose enfermas. Estaban condicionadas por el sabor de
la sacarina que lo asociaban con el síntoma físico. Muchas de las ratas murieron. Aun cuando ya
no tomaban e1 fármaco que les provocaba las náuseas, los pensamientos de anticipación
debilitaron tanto su sistema inmunológico que se quedaron indefensas frente al medio. Sus
pensamientos las mataron, literalmente.6
El corazón en un puño
En la época en la que vivíamos a merced de los sigilosos depredadores, para nosotros los
humanos suponía una enorme ventaja tener un sistema cardiovascular que respondiera a la
primera de cambio cuando divisábamos a ese tigre dientes de sable dirigiéndose hacia nosotros.
Era una maravilla que se incrementara la presión sanguínea y aumentara el ritmo cardíaco para
proporcionar un aumento de energía a nuestros brazos y nuestras piernas. Sin embargo, si se
incrementa la presión arterial y se acelera el ritmo cardíaco cuando conducimos nuestro
Chevrolet Impala y alguien con un Jaguar nos impide girar a la izquierda desde el carril derecho,
ya no es tan maravilloso.
Y admitámoslo, aunque puede que el Jaguar que está girando delante de nosotros sea un
ejemplo exagerado, cada día nos enfrentarnos a todo tipo de situaciones de estrés. Nuestro
sistema cardiovascular aunque extraordinario, no fue diseñado para soportar ese tipo de estrés
psicológico/emocional tan constante. Como han demostrado estudios recientes, más que
permitirnos huir de una carrera, el estrés constante puede provocarnos a largo plazo una
enfermedad cardíaca. 7 Si el estrés crónico continúa, las señales adrenérgicas harán que el corazón
lata más rápido y que la presión arterial aumente. Pero no podemos hacer nada para reaccionar al
agente estresante, no podemos luchar ni huir. En consecuencia, acostumbraremos a nuestro
corazón a latir a un ritmo acelerado. Sería algo así como subir el termostato mantener esa
temperatura elevada a todas horas. Nuestro corazón se encuentra en un continuo estado de alerta.
¿Qué efecto tiene colocar el listón cardíaco a esta nueva altura? Las arritmias, la taquicardia y la
presión arterial elevada son el resultado de pisar el pedal del acelerador y el del embrague al
mismo tiempo.
Si el estrés agudo provoca un incremento rápido de la presión arterial durante un corto
período de tiempo, el estrés crónico causará un aumento de la presión que se mantendrá
continuamente. La hipertensión resultante hace que nuestro flujo sanguíneo sea turbulento y que
los vasos sanguíneos se vuelvan rígidos. El flujo de sangre se encuentra con miles de
bifurcaciones arteriales que se convierten en las arteriolas cada vez más estrechas que irrigan los
tejidos y, finalmente, las células. Ninguna célula de nuestro cuerpo se encuentra a más de cinco
células de distancia de un vaso sanguíneo. En cada una de las miles de bifurcaciones, la sangre a
presión se ve obligada a chocar contra la zona donde se dividen los vasos, y es esto lo que daña
su suave superficie interna. En todos los puntos donde el sistema circulatorio se divide en arterias
más pequeñas, se produce un remolino de esta sangre a presión que a la larga genera una lesión
en el vaso. Una vez dañado, otro tipo de células se apresuran a llegar al lugar de la herida para
detener la laceración e impedir la inflamación. Como resultado, se produce una aglomeración en
el interior del vaso. Y así es como comienza a formarse la placa. Además, el estrés crónico
moviliza los depósitos de grasa hacia el torrente sanguíneo y se elevan los niveles de colesterol
en sangre. Las cosas se vuelven cada vez más complicadas para nuestro sistema vascular, y las
posibilidades de que se atasque o explote son cada vez mayores.
Así pues, sería mejor que utilizáramos un poco la cabeza cuando enfrentamos a los
agentes estresantes que nos encontramos a diario y que pueden llegar a dominar nuestra vida si se
lo permitimos.
Pero nuestra cabeza tampoco anda muy bien. La respuesta al estrés inhibe nuestras
funciones cognitivas básicas. Cuando padecemos estrés crónico, la mayor parte del flujo
sanguíneo cerebral se desvía hacia el cerebro posterior y el mesencéfalo, lejos del cerebro
anterior, que es nuestro centro cognitivo superior. Reaccionamos de manera inconsciente en lugar
de planear deliberadamente nuestras acciones. A menudo decimos que hay personas que pierden
la cabeza y otras que la mantienen en situaciones de estrés. Está claro que lo que queremos decir
es que esas personas piensan o no piensan con claridad bajo presión. La mayoría de la gente que
padece estrés no piensa con claridad.
Estudios recientes sugieren que el cortisol, una de las sustancias químicas producidas
durante la respuesta al estrés, es el responsable de la degeneración de las células cerebrales del
hipocampo. Esta región cerebral es la que nos ayuda a generar nuevos recuerdos y a adquirir
nuevos conocimientos. Si dañamos la maquinaria neurológica que ansia cosas nuevas,
acabaremos deseando cosas rutinarias en lugar de novedades. No podremos aprender, crear
nuevos recuerdos ni embarcarnos en nuevas aventuras, ya que la región que se encarga de hacer
todo esto está averiada.8
¿Qué implicaciones tiene esto para los humanos? Es muy probable que nuestro
hipocampo no quede inutilizado por las radiaciones. Sin embargo, las sustancias químicas como
los glucocorticoides, que se liberan cuando sufrimos una reacción emocional en respuesta a algún
estímulo ambiental o durante el estrés crónico, sí que destruyen las neuronas de nuestro
hipocampo. Como es típico en el comportamiento de los humanos, cuando estamos estresados,
hacemos aquello que nos resulta más familiar; es decir, buscamos lo rutinario, lo habitual, lo
cotidiano. Con todo, para muchos de nosotros, lo habitual es estar estresados y responder
emocionalmente. Comportarse de esta manera genera más hormonas del estrés, lo que daña aún
más el hipocampo, lo que nos hace desear todavía más experiencias rutinarias y evitar las
novedades.
Estudios recientes han demostrado que existe una correlación entre el estrés crónico, el
deterioro de las neuronas del hipocampo y la depresión clínica. 10 Si alguna vez has estado cerca
de una persona depresiva, sabrás que salir a la calle y vivir nuevas experiencias son cosas que por
lo general no se encuentran en su agenda.
No obstante, hay buenas noticias. A pesar de lo que puedan habernos dicho, el cerebro
puede regenerarse y producir nuevas células. Así que todas esas historias acerca de que beber
tequila disminuye el número de células cerebrales pueden ser incorrectas. De hecho, la
neurogénesis (la producción de nuevas neuronas) es muy activa en el hipocampo. 11 La
regeneración del hipocampo implica que cuando dejemos de vivir en modo de supervivencia,
podremos disfrutar de una segunda oportunidad. Es muy posible que si la maquinaria necearía
para crear nuevos recuerdos puede repararse a sí misma, nuestro gusto por las aventuras regrese.
La región que se encarga de crear nuevos recuerdos podría motivarnos a vivir nuevas
experiencias y no a desear las cosas familiares y rutinarias.
Los antidepresivos han demostrado ser eficaces a la hora de estimular la neurogénesis en
animales de laboratorio. Por raro que parezca, un estudio reciente ha demostrado que el
antidepresivo Prozac tarda alrededor de un mes en mejorar el estado de ánimo en los seres
humanos, y ése es más o menos el tiempo que lleva la neurogénesis. 12
El estrés duele
De un tiempo a esta parte, se ha empezado a achacar al estrés crónico gran parte de los
dolores y trastornos que padecemos. Nuestras células musculares se ahogan en la adrenalina
producida por la reacción de huida o lucha. La adrenalina en pequeñas cantidades se comporta
como energía líquida en todo el cuerpo, en especial en los músculos. En exceso, la cantidad que
no se utiliza acaba depositándose en los tejidos. Eso provoca que los músculos se pongan tensos,
se endurezcan, sufran contracturas y duelan.
No podría decirte cuántas veces ha llegado alguien a mi consulta con el cuello tan
agarrotado que parecía que tenía una de las orejas cosida al hombro. Como de costumbre, yo
escuchaba la historia y después preguntaba: «¿Ha hecho algo que pueda haber causado esto?».
Casi siempre escuchaba la misma respuesta: «No. Creo que he dormido en mala postura».
Entonces, yo preguntaba: «¿Ha dormido en condiciones diferentes? ¿Ha dormido en una cama a
la que no está acostumbrado o ha cambiado de almohada?». La respuesta era negativa, de modo
que seguía con las preguntas: «¿Cuántos tiempo lleva durmiendo en esa misma cama?». «Llevo
durmiendo en esa misma cama los diez últimos años», me respondían.
«Cuénteme que ha sucedido en su vida en los últimos tres meses», les pedía yo. Y la
mayoría me respondía con una lista de cosas similar a ésta: «Bueno, me despidieron del trabajo
hace dos meses; a mi madre le han diagnosticado un cáncer y se está muriendo; me quedé en la
ruina dos semanas atrás y están a punto de quitarme la casa por no pagar la hipoteca; mi esposa y
yo nos hemos divorciado y ahora, a mis cincuenta y cuatro años, me dedico a abrir zanjas con
una pala durante ocho horas al día para ganarme la vida». Después de esto, yo preguntaba: «¿De
verdad cree que ha dormido en mala postura?».
La frecuencia importa
El estrés es inevitable. La clave está en limitar el tipo de estrés que experimentamos al
estrés agudo, que es mucho menos perjudicial para el cuerpo que el crónico. El estrés agudo
empieza y termina, lo que nos deja tiempo para recuperarnos. El estrés crónico no le deja tiempo
a nuestro cuerpo para recuperarse. Y es entonces cuando el organismo empieza a hurtarle energía
a otros procesos vitales. Si nuestro sistema de protección externa trabaja horas extra, como ocurre
siempre que damos en modo de supervivencia, el sistema de protección interna no funciona tan
bien. Ambos se alimentan de la misma fuente y cuando conectamos sin cesar la energía de
emergencia, al final sobrecargamos el sistema. Si tuviéramos un señor Scott (el Scotty de Star
Trek), al final gritaría: «Lo siento, capitán, ¡la nave está dando todo lo que tiene!» A diferencia
del señor Scott y de la Enterprise, puede que nosotros no seamos capaces de encontrar una
manera de compensar nuestra fuente de energía. El estrés continuo actúa de la misma forma que
la activación repetida de neuronas. Cuantas más veces activamos esa respuesta, más difícil
resultar desconectarla. Y esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué querríamos
desconectarla?
Hay una cosa que no debemos olvidar sobre la homeostasis, y es que no tiene valores
determinados. En otras palabras, con el tiempo, el nivel que se considera normal cambiará. Si
aumentamos continuamente el nivel de las sustancias químicas del estrés en el organismo, el
mecanismo homeostático se recalibrará para considerar normal ese nivel elevado. Si activamos
sin cesar la respuesta al estrés o si no podemos desconectarla durante largos períodos de tiempo,
el cuerpo se recalibrará en un nuevo nivel interno de homeostasis. Este nuevo equilibrio se
convertirá en el balance normal homeostático. Es como si subiéramos nuestro termostato interno
a un nivel superior. A partir de ese momento, operaríamos siempre desde ese nivel elevado.
En pocas palabras, no es nada bueno. Como es obvio, se necesitarán niveles cada vez
mayores de estas sustancias químicas del estrés para que alcancemos el estado elevado de
percepción y la energía necesaria en una respuesta al estrés. Con el tiempo, nuestras células se
acostumbrarán a los incrementos de adrenalina que reciben y necesitarán mas para estabilizarse
en el nivel apropiado. A mí se me parece mucho a lo que sucede en la adicción. Además, cuanto
más elevada sea la cantidad de esas sustancias químicas del estrés que circulan por nuestro
cuerpo, con menos frecuencia se utilizarán para la reacción de huida o lucha S, en consecuencia,
se almacenarán en los tejidos y causarán aún mas daños.
Los primero que aprendí en la RSE (y más tarde investigué mucho esa idea) es que cada
vez que desencadenamos una respuesta al estrés en reacción a nuestro entorno, nuestro cerebro
comienza a asociar el cambio químico interno con una causa exterior. Por lo tanto, tendemos a
asociar a la gente, los lugares, las cosas, los momentos y los sucesos con las descargas de
adrenalina, ese «colocón» que nos hace sentir vivos.
Ésa es la segunda etapa en nuestra transformación en adictos a nuestro entorno o a las
circunstancias estresantes. Recuerda que cuando experimentamos la descarga y relacionamos los
estímulos externos con el cambio químico interno, esa identificación es un acontecimiento en sí
misma. Nos damos cuenta de que hay una persona relacionada con la situación estresante y
asociamos la descarga de adrenalina y la sensación de vitalidad con ella. A la postre,
comenzamos a asociar casi todo lo que hay a nuestro alrededor con esa vitalidad o colocón.
Empezamos a buscar esa excitación en el entorno o en la gente, los lugares, las cosas, los
momentos y los sucesos que conforman nuestra vida.
Al principio, sueltas un suspiro de alivio, pero un momento después ves un destello por el
espejo retrovisor. Sales del carril izquierdo y aminoras la velocidad un poco con la esperanza de
que el coche de policía vaya a atender alguna emergencia y no tu loca pasada en el cruce. Notas
esa sensación en la boca del estómago y agarras el volante con más fuerza para obligarte a clavar
la vista al frente y no volver a mirar por el retrovisor. El corazón martillea en tu pecho y tu
respiración se ha vuelto entrecortada. No necesitas nada de eso, y mucho menos ahora.
Desde el instante en que percibes por primera vez el agente estresante (los destellos de las
luces a través del retrovisor) se inicia una respuesta química al estrés. Las sustancias y las
reacciones químicas que se producen pertenecen a uno de estos tres tipos: neurotransmisores,
péptidos o las reacciones típicas del sistema nervioso autónomo (SNA).
Neurotransmisores
Como sin duda ya habrás integrado en la memoria semántica, los neurotransmisores son
mensajeros químicos que transmiten información importante entre las células nerviosas y otras
partes del cuerpo a fin de coordinar una función específica. Entre los más importantes se
encuentran el glutamato, el GABA, la dopamina, la serotonina y la melatonina. No son más que
unos cuantos de la enorme familia de neurotransmisores producidos en el cerebro. Los
neurotransmisores se fabrican fundamentalmente en las neuronas y se liberan en el espacio
sináptico.
Cuando tus sensores visuales captaron las luces de las sirenas y estableciste la asociación
con el coche de la policía, los neurotransmisores hacían su trabajo en el espacio sináptico y
enviaban señales a otras células nerviosas del cerebro. Aquí, todas tus asociaciones con los
destellos de las luces y los coches de policía, todas las redes neurales que contenían esos
recuerdos y conocimientos, se activaron y liberaron los neurotransmisores en el espacio
sináptico. Tus neurotransmisores activaron cierto estado mental y un grupo específico de
circuitos neuronales. Estas sustancias sólo pueden llevar a cabo su trabajo en el espacio sináptico,
gracias a los receptores que existen en la superficie de cada célula.
Los receptores son moléculas bastante grandes y móviles. Cada célula tiene miles de
receptores, y las células nerviosas tienen millones de ellos que funcionan como sensores. Están
aguardando la señal química correcta para ponerse en marcha. La analogía clásica es que estos
receptores proteicos son como cerraduras, y las sustancias químicas que se unen a ellos son las
llaves. Sólo una cierta llave encaja en una cerradura específica.
Las sustancias químicas que actúan como llave se denominan ligandos. La palabra
ligando deriva de la raíz latina ligare, que significa unir. Ahora, hablemos de los péptidos.
Tal vez, una analogía más adecuada que la de la llave y la cerradura para explicar el
comportamiento de los péptidos y los receptores sería decir que las células tienen una especie de
departamento de recepción que se encarga de todos los paquetes que nos envían las muchas
compañías navieras. Del mismo modo que en la mayoría de las compañías la dársena de
recepción se encuentra en un lugar fácilmente accesible desde el exterior del edificio, los
receptores se encuentran en el exterior de las células. Y esto facilita el proceso de recepción.
Para seguir con nuestra analogía, diremos que cada receptor tiene un código de barras»
específico mediante el cual se empareja con su paquete correspondiente. Mientras los paquetes de
mensajería llegan en fila los receptores emplean una especie de lector de códigos para identificar
el código de barras que encaja con el suyo. Una vez que lo encuentran ejercen una fuerza que
atrae al paquete en cuestión hacia ellos. A continuación, envían ese paquete inmediatamente a
otro lugar del interior celular. Allí, abrirán el paquete que contiene el mensaje, leerán sus
instrucciones y pondrán en marcha las diminutas máquinas que llevan a cabo ese trabajo en
especial. Cada receptor es responsable de un único código de barras específico. Y a esto nos
referimos cuando hablamos de la especificidad de los receptores. Sin ese nivel de especificidad,
los mensajes no llegarían a su destino apropiado y las instrucciones no se llevarían a cabo de la
forma correcta. En algunos casos, los mensajes y sus instrucciones indican que el trabajo debe ser
repartido en otras localizaciones, y los buques navieros se ponen en funcionamiento.
El papel de la hipófisis
La mayoría del tiempo, la hipófisis actúa como una especie de camarera que sirve
sustancias químicas. Sabe qué quieren los parroquianos habituales y les sirve su bebida
favorita. Pero es una camarera de lo más arrogante: sabe, mejor que nosotros, lo que
queremos y necesitamos, y nos da sólo eso. Gracias a esa capacidad, a la hipófisis también se
la ha denominado glándula maestra o glándula principal. Reina sobre todas las demás glán-
dulas de nuestro organismo. Puesto que trabaja en el único bar de la ciudad, por decirlo de
alguna manera, las glándulas no se quejan. No conocen otra cosa. Ésta es una forma de ver las
cosas.
La otra sería decir que la glándula maestra es en realidad el cerebro. El cerebro
supervisa todos los sistemas corporales, y también los glandulares. Cuando se inicia la
respuesta al estrés, las señales proceden del cerebro; es él quien regula la producción y el
flujo de sustancias químicas. Ahora sabemos que el hipotálamo contiene una enorme
colección de hormonas liberadoras e inhibidoras que indican a la hipófisis qué
neurohormonas debe empezar a producir o cuál debe dejar de liberar. En algunos casos, las
hormonas hipofisarias son controladas tanto por hormonas liberadoras como por hormonas
inhibidoras procedentes del cerebro, algo que se llama control dual. Por lo tanto, por más que
nuestra camarera crea que es ella quien dirige el negocio, también debe aceptar órdenes de
sus clientes y de su jefe.
La ACTH viaja de inmediato hasta las glándulas suprarrenales, donde sus receptores
realizan la comprobación del código de barras y obedecen la orden de producción de
glucocorticoides, de los que el más común es el cortisol. Utilizando el SNS y el eje hipotálamo-
hipofisario-suprarrenal obtienes resultados más rápidos. La adrenalina y e1 cortisol son los
principales responsables de la mayor parte de las sustancias químicas generadas durante la
respuesta al estrés. Si el estrés se vuelve crónico, la presencia de los glucocorticoides induce la
producción de noradrenalina (la hermana de la adrenalina), que se comunica con la amígdala para
que ésta produzca más CRH y el ciclo comience de nuevo.
El ciclo de retroalimentación
Durante la reacción de huida o lucha, los péptidos producidos en el cerebro activan el
cuerpo. Una vez que ese proceso está en marcha, se establece una especie de impulso cuesta
abajo que es difícil detener. Cuando el cuerpo toma el control del proceso, nos encontramos en
medio de un ciclo de retroalimentación. Piénsalo de esta forma: percibimos un factor estresante;
nuestro mesencéfalo insta al cuerpo a responder y le obliga a producir las sustancias químicas de
la respuesta al estrés; puesto que nuestro cuerpo quiere mantener el equilibrio homeostático, con
el tiempo llegará a exigir más cantidad de hormonas del estrés. El hipotálamo indica a la hipófisis
que produzca estas sustancias químicas relacionadas con la respuesta al estrés. Esas sustancias
llevan a cabo su efecto y consiguen que las células exijan de nuevo más cantidad al cerebro.
Parece que cuando se liberan las hormonas del estrés es el cuerpo quien toma el control y
quien ordena al cerebro que siga produciéndolas. Es este ciclo químico el que sigue provocando
el mismo estado en el cuerpo. Mientras cerebro y cuerpo se ven atrapados en este ciclo de
retroalimentación, nosotros nos mantenemos en un estado de continuidad química. Para la
mayoría de la gente, por desgracia, esta atracción de feria se parece más a una montaña rusa de
agitación y ansiedad que a la tranquila noria. Dado que las actitudes se ven tan afectadas por
estas sustancias químicas y puesto que el cerebro y el cuerpo están tapados en este baile para dos,
resulta difícil (si no imposible) cambiar de actitud.
Como ya hemos visto, todos los recuerdos tienen un componente emocional asociado. En
consecuencia, casi todos los pensamientos poseen una base emocional y cuando los recordamos,
también los asociamos a las emociones almacenadas junto a ellos. Cuando recopilamos recuerdos
combinados relacionados con personas, lugares, cosas, momento y sucesos, cada uno con su
propia asociación emocional, lo que hacemos es activar los circuitos neuronales independientes
conectados con ellos. Una vez activada, esta mentalidad produce una multitud de sustancias
químicas, tanto en el espacio sináptico como en el hipotálamo del mesencéfalo, para estimular al
cerebro y al cuerpo. Cada pensamiento tiene su propio sello químico. El resultado es que nuestros
pensamientos se convierten en nuestros sentimientos; en realidad, cada uno de nuestros
pensamientos es un sentimiento. Y hacemos esto constantemente sin darnos cuenta.
¿Cómo se relaciona esto con la adicción? La definición más sencilla de la adicción es la
siguiente: una adicción es algo que no podemos dejar de hacer. Digamos que te encuentras en un
estado de agitación elevada. Tu media naranja acaba de sacar a relucir algo que hiciste hace seis
meses (no le transmitiste un mensaje importante) y te molesta sobremanera que vuelva a
recordarte por enésima vez (a ti te parecen más de mil) el error que cometiste. Es probable que no
lo haya expresado con tono acusatorio, sino como una insinuación sutil: «¿Estás segura de que no
ha llamado nadie mientras estaba fuera?». Tú sabes leer entre líneas, así que respondes: «Sí,
estoy segura. No soy idiota. Sé cuándo suena el teléfono y sé preguntar "¿Quiere que le diga
algo?"»-Y tu compañero le echa más leña al fuego: «Nunca he dicho que no supieras quedarte
con un mensaje. De lo que no estoy tan seguro es de si sabes cómo transmitírselo a la persona
apropiada».
A partir de ese momento, os lanzáis al ataque de cabeza y desenterráis todos los
pecadillos, mayores o menores, que habéis cometido desde que os conocéis. ¿Qué ocurriría si yo
me entrometiera en este punto y os dijera: «Sé que estáis muy enfadados. Puedo verlo en vuestra
cara y escucharlo en vuestro tono de voz. Voy a pediros que paréis. Ahora mismo. Dejad de estar
enfadados»?
Vuestra respuesta sería algo parecido a esto: «¿Que paremos? ¿Estás loco? Pero ¿tú has
oído lo que acaba de decir? Él está hablan-H sobre algo que ocurrió hace seis meses, cuando
estaba en casa echando cuentas sobre lo que habíamos gastado, algo que no sabe hacer sólito.
Eran las nueve de la noche y él todavía estaba con su amiguito Phil en el bar viendo ese estúpido
partido de los Red Sox mientras yo seguía aquí, peleándome con una calculadora que tiene una
tecla del cinco que se queda atascada cada vez que la pulsas. Y entonces llama el subnormal de
su hermano para hablar de esa puñetera excursión de pesca. Sí, se me olvidó darle el recado.
¡Pero nunca me olvido de cerrar la bolsa de patatas fritas para que no se pongan rancias!».
Detener esa oleada de emociones y los recuerdos de todos los atropellos que asocias con
ellas no es tarea fácil en absoluto. Por más que tu cuerpo siga proporcionándote la energía
necesaria para luchar o huir, en esta situación no puedes hacer ninguna de las dos cosas. Las
convenciones sociales, las leyes y tu buen juicio te dicen que no deberías involucrarte en un
enfrentamiento físico, y no resulta muy divertido largarte en mitad de una buena batalla verbal.
Así pues, tienes una sobrecarga de sustancias químicas en el organismo que te instan a entrar en
acción, pero estás atrapado. Te contienes. Razonas. Te desvías. Comienzas discusiones tontas.
Sacas a relucir cualquier cosa de tu pasado. No logras salir del atolladero, ni siquiera cuando
alguien se entromete y te sugiere que lo hagas. ¿Por qué?
Antes de que te responda a eso, deja que volvamos al ejemplo del Capítulo 8. ¿Recuerdas
que presenté una situación imaginaria en la que pasabas a demasiada velocidad por un cruce para
no tener que pararte en el semáforo en rojo? Después viste las luces intermitentes de un coche de
policía por el espejo retrovisor y ese estímulo desencadeno la reacción de huida o lucha. Bien,
está claro que en esa situación no Puedes huir ni luchar.
Pero ¿por qué no? o, mejor dicho, ¿por qué algunas personas deciden huir de la policía?
En la mayoría de los casos, supongo, porque tienen otros problemas legales y no quieren regresar
a la cárcel. Pero ¿qué ocurriría si decides huir y verte involucrado en una persecución a toda
velocidad? Debo admitir que he fantaseado con eso alguna que otra vez. Alguien podría hacerlo
porque ya se encuentra en la cárcel… esa cárcel que se ha creado él mismo: la vida de cada día,
rutinaria mediocre y corriente, carente de todo entusiasmo y novedad. Ten por seguro que no te
estoy animando a que infrinjas la ley para salir de la rutina, pero a menudo me he preguntado qué
es lo que impulsa a la gente que de repente hace algo que no encaja en absoluto con su carácter.
¿Podríamos decir alguna vez que algo que hacemos, una de las decisiones que tomamos o el
camino que elegimos no es propio de nuestro carácter? Después de todo, lo hemos elegido
nosotros; es el resultado de un circuito neuronal en particular, así que, ¿dónde se ha metido esa
acción durante todos estos años?
En el caso de la pareja que discute (que, por cierto, comparte redes neurales similares) la
razón de que ambos se enreden tanto en esa discusión es bastante sencilla: se sienten bien.
«Bien» no en el sentido que le damos habitualmente, sino en el sentido de que les resulta
«familiar». Y si te estás preguntando por qué dos personas permanecen juntas cuando está claro
que tienen muchas cosas que reprocharse el uno al otro, quédate donde estás, este capítulo
responderá también a esa pregunta.
Establecerse y conformarse
Es probable que hayas oído hablar de la crisis de la mediana edad y seguro que también
has visto sus efectos. El número de matrimonios que llegan a su fin y el de coches deportivos que
se venden deben ser directamente proporcionales al del número de personas que cumplen los
cincuenta cada año. ¿Por qué tantas personas quieren hacer un cambio en su vida cuando llegan a
esta edad? Sabemos que los pensamientos y las emociones son los marcadores químicos de las
experiencias pasadas. A medida que envejecemos y vivimos nuevas experiencias en la vida, llega
un momento a finales de la veintena y principios de la treintena en el que creemos que ya hemos
experimentado todo lo que la vida puede ofrecer. Es muy probable que hayamos dejado de vivir
nuevas experiencias y que estemos repitiendo las mismas, lo que nos lleva a sentir los mismos
sentimientos. Dado que a comienzos de nuestra vida hemos vivido muchas y distintas
experiencias, podríamos decir que sabemos qué se siente al vivir cada una de ellas y que, por lo
tanto, podemos predecirlas. Al parecer, en la crisis de la mediana edad intentamos sentirnos de la
misma manera que cuando vivimos por primera vez esas emociones asociadas a las nuevas
experiencias.
Durante la infancia, la adolescencia y la edad adulta aprendemos y nos desarrollamos en
base a nuestro entorno. Después, llega un momento en la mediana edad (tanto si la mediana edad
es un fenómeno genético y natural como si se trata de un efecto adquirido medioambiental) en el
que realmente hemos experimentado muchas de las experiencias y emociones que la vida puede
ofrecer. En este momento, la mayoría de nosotros comprendemos la sexualidad y la identidad
sexual porque las hemos experimentado. Hemos conocido el dolor, el sufrimiento, el victimismo
y la compasión. Sabemos lo que es sentirse triste, decepcionado, traicionado, desmotivado,
inseguro y débil. Ya hemos reaccionado sin pensar. Hemos estado preocupados. Nos hemos
ahogado en el sentimiento de culpabilidad. Nos hemos avergonzado, quejado, excusado y
confundido. Conocemos el éxito y el fracaso. Hemos sentido envidia y celos. Hemos tenido
momentos de autoridad tota1 y reconocimiento. Hemos demostrado creencias, autodisciplina,
dedicación a algo o a alguien e integridad. Hemos sido egoístas y manipuladores. Sabemos lo que
es odiar y juzgar a otros y, lo que es más importante, sabemos cómo juzgarnos a nosotros
mismos.
Todos estos sentimientos y emociones están ahí por dos razones. La primera razón por la
que estamos familiarizados con esos sentimientos es que las experiencias de nuestra vida han
activado circuitos neuronales preexistentes que heredamos de nuestros padres y ancestros, y
hemos convertido esos recuerdos en actitudes y comportamientos. También sabemos cómo son
esas emociones porque hemos creado ciertas situaciones y experiencias en nuestra vida, y el
entorno ha instado a nuestras neuronas a establecer nuevas conexiones para esas experiencias.
Cuando experimentamos los sentimientos que acompañan a esos recuerdos, llegamos a creer que
esos pensamientos son lo que somos.
Puesto que los sentimientos nos ayudan a recordar una experiencia y puesto que a esa
edad hemos llegado a ser bastante experimentados, hemos acumulado grandes cantidades de
recuerdos a través de incontables sentimientos diferentes. Dado que hemos experimentado tantas
de las emociones de la vida a finales de la veintena o principios de la treintena, somos capaces de
predecir el resultado de la mayoría de las situaciones. 1 Nos resulta fácil imaginar qué se sentirá
en determinada situación, ya que hemos experimentado antes circunstancias similares.
De esta manera, los sentimientos llegan a ser el barómetro que determina lo que nos
motiva en la vida. Comenzamos a hacer elecciones basadas en lo que nos harán sentir. Si ese
«yo» personal sabe que una posible experiencia resulta familiar y predecible, nos sentiremos bien
eligiendo esa opción. Y sabemos que esto es cierto porque nos sentimos seguros de nosotros
mismos, y esa sensación nos dice que ya hemos experimentado esa situación con anterioridad, así
que podemos pronosticar el resultado.
Sin embargo, si no podemos predecir lo que sentiremos ante determinada situación, es
más que probable que no nos interese experimentarla. De hecho, si auguramos que una situación
potencial podría provocarnos un sentimiento desagradable o incómodo, tendemos a evitarla.
Para cuando llegamos a los veintimuchos o treinta y pocos, pues, pensamos casi
exclusivamente basándonos en los sentimientos. Ambas cosas son casi inseparables. La mayoría
de nosotros no podemos pensar más allá de lo que podemos sentir. El ciclo de retroalimentación
de los pensamientos y los sentimientos que están conectados de manera intrínseca con el cuerpo
comienza a cerrarse en torno a nosotros más o menos en esta etapa de nuestra vida, ya que
pasamos más tiempo sintiendo que aprendiendo. Los sentimientos son recuerdos de experiencias
pasadas; aprender es crear nuevos recuerdos asociados a nuevos sentimientos. A esa edad, nos
vemos obligados a dejar de concentrarnos en el desarrollo y el aprendizaje para empezar a
sobrevivir. Trabajos, casas, coches, hipotecas, finanzas, inversiones, niños, colegios, actividades
extraescolares y el mantenimiento de la relación o del matrimonio son justo los ingredientes
necesarios para comenzar a vivir en el modo de supervivencia y abandonar el modo crecimiento.
Así pues, si nos dan la oportunidad de vivir una nueva experiencia en esta época de
nuestra vida, intentamos predecir el resultado basándonos en lo que nos haría sentir. Es entonces
cuando preguntamos cosas como: «¿Qué se siente? ¿Cuánto durará? ¿Duele? ¿Hace falta que
lleve algo para comer? ¿Tendré que caminar mucho? ¿Va a llover? ¿Hará frío? ¿Quién estará
allí? ¿Podremos tomarnos vacaciones? ¿Quiénes son esas personas?». Todas estas
preocupaciones reflejan las inquietudes que nos provocan el cuerpo, el entorno y el momento. Es
una señal de que la juventud se está alejando y de que comenzamos a envejecer.
Para continuar con esta línea de razonamiento, ahora estamos más atrapados aún en los
límites de nuestra caja. Vacilamos a la hora de dar un paso fuera de lo que nos resulta familiar
para experimentar cualquier cosa nueva o desconocida, ya que no somos capaces de identificar el
sentimiento que acompañará a esa experiencia potencial. La caja que nuestros pensamientos pone
límites a nuestra mentalidad.
La explicación es sencilla. Una nueva experiencia evoca un nuevo sentimiento. Una
experiencia desconocida puede exponernos a sentimientos desconocidos, así que desencadena los
mecanismos de supervivencia de la personalidad. Dado que no hemos vivido nunca este nuevo
suceso, el «yo» revisa la base de datos de experiencias anteriores en busca de modelos y
asociaciones similares para predecir los sentimientos que dicha situación podría sacar a la luz.
Las redes neurales de los recuerdos heredados también se activan en un intento por vaticinar el
futuro. Cuando nos quedamos sin opciones, descartamos la experiencia desconocida sin más. La
activación del hardware neuronal establecido desestima la posibilidad de vivir una experiencia
novedosa. En otras palabras, esa situación está fuera de los límites en los que nos sentimos
cómodos. Por lo tanto, tememos lo desconocido.
¿Qué procesos tienen lugar en el cerebro para iniciar las respuestas químicas y
provocar la liberación de sustancias en el cuerpo?
En primer lugar, es importante comprender que somos seres químicos. Somos el producto
de nuestra bioquímica, tanto nuestras células (donde se llevan a cabo millones y millones de
reacciones químicas y operaciones mientras respiramos, digerimos, luchamos contra los
invasores, nos movemos, pensamos y sentimos) como nuestros estados de ánimo, nuestras
creencias, percepciones sensoriales, emociones e incluso que experimentamos y aprendemos.
Mientras los psicólogos, los amigos y demás profesionales discutían sobre si la herencia o el
medio son los causantes fundamentales de nuestro comportamiento, las nuevas investigaciones y
descubrimientos han dirigido el punto de mira de muchos de los estudios hacia las bases químicas
de la emoción.
Lo primordial en química
La información más básica y esencial que debemos recordar es ésta: cada vez que
conjuramos un pensamiento en nuestro cerebro, producimos sustancias químicas que, a su vez,
provocan sentimientos y otras reacciones corporales. Nuestro organismo se acostumbra al nivel
de sustancias químicas que circulan por nuestro torrente sanguíneo, rodean nuestras células o
inundan nuestro cerebro. Cualquier perturbación en la composición química constante, regular y
confortable de nuestro cuerpo dará como resultado un malestar. Haremos prácticamente todo lo
que esté en nuestra mano, tanto consciente como inconscientemente y en base a lo que sentimos,
para restaurar nuestro balance químico acostumbrado.
Cada vez que conjuramos un pensamiento ocurre algo similar a lo que sucedía en el inicio
de la reacción de huida o lucha: respondemos mediante la producción de distintas sustancias
químicas. Tenemos tres medios para comunicarnos químicamente: los neurotransmisores, los
péptidos y las hormonas.
Por lo tanto, siempre que tenemos un pensamiento, los transmisores se ponen en marcha
en el espacio sináptico y activan las redes neurales conectadas a ese concepto o recuerdo en
particular.
Cualquier recuerdo tiene un componente emocional asociado que los péptidos reproducen
químicamente. Tal y como hemos visto, la región del mesencéfalo a la que denominamos
hipotálamo se encarga de fabricar un gran número de péptidos diferentes. Esta región tiene un
laboratorio de fórmulas que toma cada pensamiento que tenemos y cada emoción que sentimos y
utiliza péptidos para generar el correspondiente sello químico. Éste es el motivo por el que tantos
y tantos textos científicos describen el sistema límbico o mesencéfalo como el cerebro emocional.
Es el que se encarga de generar la descarga de nuestros fluidos sexuales, de exprimir nuestra
creatividad y de motivarnos con néctares competitivos. Este cerebro emocional es el responsable
de generar las sustancias químicas que desencadenan nuestras reacciones emocionales y nuestros
pensamientos.
Este software y este hardware, pues, hacen que todos los miembros de nuestra especie
percibamos y nos comportemos, relativamente, con las mismas emociones. Por cierto, yo no
quiero buscarle cinco patas al gato con las diferencias entre emociones, sentimientos impulsos y
reacciones sensoriales; acordemos sencillamente que son estados mentales de base química y que
las emociones son sólo el producto final de nuestras experiencias, tanto las propias como las
comunes.
Nuestras redes neurales tienen un componente emocional asociado. Volvamos a la pareja
que discutía al principio de este capítulo para ilustrar cómo funciona esto. El compañero A llega
a casa y pregunta si le han dejado algún recado. Las redes neurales de la compañera B activan los
patrones y secuencias implicadas con este concepto de coger recados. Entre los muchos datos de
información almacenada existe un recuerdo asociativo del fallo a la hora de entregar un mensaje
importante seis meses antes. Los neurotransmisores de su cerebro se liberan en el espacio
sináptico y envían una señal desde el neocórtex hasta el mesencéfalo. Esta señal contiene tanto la
información sobre los recados telefónicos como la emoción que B ha asociado con ese recuerdo:
la vergüenza. En esencia, B está generando ahora la misma mentalidad de vergüenza, basada en
el patrón de activación de los circuitos neuronales que está llevando a cabo su cerebro. Su
mesencéfalo transmite el mensaje al cuerpo para producir las sustancias químicas asociadas con
el sentimiento de vergüenza.
La cuestión es que la vergüenza no es el único sentimiento que tiene B. En realidad, la
vergüenza provoca otra emoción: en este caso, la ira. Si queremos, podemos llamar a la emoción
que siente B «ver-güenzira». No pretendo que suene divertido; lo único que quiero es saltar que
nuestro estado emocional es a menudo una combinación de sentimientos. Los péptidos que
producen la composición química equivalente a esta mezcla de emociones son como especias
que, una vez combinadas, producen un sabor rico y con muchos matices. La receta química (los
ingredientes y proporciones) está diseñada para reproducir la emoción original asociada a la
experiencia que se ha almacenado en la red neural.
Con el paso del tiempo, si se producen las suficientes «regulaciones a la alta», el cuerpo
comenzará a pensar por nosotros y se convertirá en la mente. Ansiará seguir recibiendo el mismo
mensaje, mantener sus células activadas. El cuerpo, como el gigantesco organismo celular que es,
necesitará una dosis constante a nivel celular para mantener el equilibrio químico. ¿Empieza a
parecerse esto a la adicción?
En algunas células, las que están demasiado sensibilizadas, los receptores se vuelven
insensibles a los péptidos y se cierran sin más. En este caso, se «actualizan» de otra forma. Las
células fabrican menos receptores porque la sobreabundancia es imposible de controlar. Algunas
células pueden incluso atrofiarse, ya que no logran procesar la aglomeración de sustancias
químicas que las asaltan. Recuerda que la misión del péptido es activar la maquinaria interna de
la célula para que ésta pueda fabricar proteínas o alterar su actividad. Cuando existen niveles
exageradamente altos de péptidos que bombardean sin cesar el exterior celular, la célula es
incapaz de procesar tal cantidad de instrucciones. No puede ejecutar todas las órdenes al mismo
tiempo, así que cierra sus puertas. El teatro está lleno y no quedan asientos.
La Figura 9.3 ilustra la regulación a la alta y la regulación a la baja. En la regulación a la
alta, las células responden a las demandas del cerebro y crean receptores adicionales. En la
regulación a la baja, ciertos receptores se desconectan a causa de la sobreestimulación y se
vuelven menos activos.
Para entender la regulación a la baja, imagina que mantienes una relación con alguien que
siempre te está dando la lata y acusándote de ser una mala persona. Con el tiempo, te vuelves
menos sensible y dejas de reaccionar ante sus recriminaciones. Las células, sobre todo las
nerviosas, suelen insensibilizarse (se vuelven más resistentes a los estímulos) y por tanto, con el
tiempo, necesitan la presencia de más sustancias químicas para llegar al umbral del potencial de
acción. En otras Palabras, debemos sorprendernos más, preocuparnos más, sentir más miedo o
exasperarnos más. Se necesitan sentimientos más intensos Para activar el cerebro, ya que los
receptores se han insensibilizado debido a la hiperestimulación.
Ésta es la base de la adicción a drogas como la cocaína. Cuando alguien toma cocaína,
ésta causa una enorme liberación de dopamina que a su vez produce una increíble sensación de
placer. No obstante, esta persona tendrá que tomar una cantidad de cocaína más grande para
conseguir la misma respuesta la próxima vez. Y el ciclo se perpetúa de la misma manera que en
el caso de nuestros estados emocionales.
Existe otra manera de enfocar este fenómeno. Los receptores están formados por
proteínas, y el número de receptores en una célula diana, por lo general, no permanece constante
a lo largo del día, ni siquiera en un mismo minuto.4 Son tan plásticos como las neuronas. Cada
vez que un péptido se une al receptor de su célula diana, se altera la forma de la proteína. Cuando
esto ocurre, su función también cambia y se vuelve más activa. Cuando la célula lleva a cabo la
misma función a través del mismo receptor en numerosas ocasiones, el receptor proteico se
consume y el péptido ya no es reconocido. La unión de los péptidos a los receptores proteicos
provoca la disminución del número de receptores, ya sea por la desactivación de las moléculas
proteicas o porque la célula no puede fabricar proteínas suficientes para crear los receptores a
tiempo. Como resultado, el receptor proteico ya no funciona correctamente. La llave ya no
encajará en la cerradura. Cuando las células hiperestimuladas se dividen para generar un calco de
sí mismas con sus mismos conocimientos, éste tendrá menos receptores a fin de mantener el
equilibrio corporal. Cuando tiene lugar este tipo de insensibilización, el cuerpo parece no
conseguir nunca los péptidos que necesita para mantener el estado de equilibrio al que está
acostumbrado. Nunca estamos satisfechos.
Cuando el cuerpo toma el control de la mente y sentimos igual que pensamos (a causa del
cóctel químico que nos ha preparado la hipófisis para reproducir la emoción original), dejamos de
pensar como sentimos. Esto se debe a que nuestras células, que están conectadas mediante tejido
nervioso, se comunicarán con el cerebro a través de la médula espinal en cuanto noten que no
llegan señales desde el encéfalo.
Nuestras células también se comunican con el cuerpo a través del vicio químico cerebral
de retroalimentación (su termostato interno). Mientras las sustancias químicas que han sido
producidas se consumen, el cuerpo hace lo que está acostumbrado a hacer. Quiere preservar el
estado químico al que nos hemos habituado. Disfruta de las oleadas de vergüenza/ira, porque nos
hacen sentir más vivos y aumentan nuestro nivel de percepción y actividad. Y puesto que esos
sentimientos son tan familiares, podemos reafirmarnos a nosotros mismos como una persona que
se siente de una manera determinada. Si hemos experimentado la vergüenza y la ira durante la
mayor parte de nuestra vida, las sustancias químicas que generan llevan con nosotros casi desde
siempre. Dado que una de las funciones biológicas principales es el mantenimiento del equilibrio
homeostático, haremos todo lo que esté en nuestra mano para mantener esa continuidad química,
basada en las necesidades celulares más básicas a nivel biológico. El cuerpo se ha convertido
ahora en la morada de la mente.
Asuntos tisulares
Sabemos que los péptidos son pequeñas proteínas que se comportan como mensajeros
químicos, que se producen en el hipotálamo y son liberados en la hipófisis. Cuando llegan al
torrente sanguíneo, se abren camino hasta los distintos órganos y tejidos del cuerpo. En el
momento en que llegan hasta la superficie celular, interactúan con los receptores, que son grandes
proteínas que flotan en la superficie de cada célula para que ésta pueda elegir qué es lo que puede
entrar en su medio interno y poner en marcha su maquinaria. Una vez que un péptido se une a su
receptor, la estructura de éste cambia y envía una señal al ADN celular.
Todas las células son máquinas productoras de proteínas. Las células musculares fabrican
proteínas llamadas actina y miosina. Las de la piel producen elastina y colágeno. Las células del
estómago fabrican enzimas y otras sustancias. El ADN celular es el que se encarga de la
producción de proteínas. Y éstas se componen de moléculas más pequeñas llamadas
aminoácidos. Cuando un péptido se une su receptor, deja instrucciones para desenrollar el ADN
celular a fin de comenzar la fabricación de las distintas proteínas relacionadas. La Figura 9.4
ilustra de manera sencilla la fabricación de proteínas en las células.
Expresamos alrededor de un 1,5 por ciento de nuestro ADN (de nuestros genes), y el 98,5
por ciento restante es lo que se ha denominado ADN basura. Cuando las células fabrican
proteínas, expresan esos genes. (Un ejemplo es la expresión genética de las proteínas que
determinan nuestro color de ojos). Nuestro ADN es como una biblioteca de secuencias
potenciales que nuestras células utilizan para la expresión proteica. Si ese y por ciento de nuestro
ADN no es en realidad basura, puede que es latente, a la espera de ser activado por las señales
químicas adecuadas. Los científicos han comenzado a descubrir que ese depósito excedente ADN
tiene funciones importantes. Es posible que tengamos un montón de genes latentes por expresar
para una evolución futura.
Aparte del 1,5 por ciento del ADN que expresamos mediante la fabricación de proteínas,
compartimos un 96 por ciento de nuestro ADN con los chimpancés. La totalidad de nuestra
expresión genética nos proporciona el aspecto que tenemos, nuestro funcionamiento a nivel
biológico y nuestra estructuración neurológica: el mal genio de papá, la autocompasión de mamá;
los hombros anchos de papá, la pequeña nariz de mamá; los problemas de la vista de papá, la
diabetes de mamá... Nuestro cuerpo produce distintas proteínas mediante la expresión de nuestros
genes, y eso es lo que nos hace ser como somos.
Cuando los péptidos transmiten sus «instrucciones» a la célula, activan el ADN para
fabricar las proteínas que han ordenado nuestros circuitos neuronales. Si las instrucciones
consisten en esas mismas actitudes asustadizas o estados de agresividad similares a los que
hemos ordenado a las células día tras día durante años y años, con el tiempo, el ADN celular
empezará a funcionar mal. En otras palabras, no hemos vivido nuevas experiencias con un nuevo
sello químico (en forma de péptidos diferentes) que pueda ordenar a la célula la activación de
nuevos genes para fabricar nuevas proteínas. Si las células reciben las mismas órdenes químicas
correspondientes a los mismos estados emocionales, nuestros genes empezarán a desgastarse;
sería algo así como llevar un coche siempre en la misma marcha. 5 Si el ADN comienza a
punzarse demasiado, las células fabricarán proteínas más «baratas» a Partir de ese ADN.
Si lo pensamos bien, este desgaste es el resultado de la producción adecuada de proteínas.
¿Qué ocurre cuando envejecemos? Nuestra piel se arruga. La piel está formada por proteínas.
¿Qué le ocurre a nuestro cabello? Pierde vitalidad. El cabello está formado por proteínas. Que les
ocurre a nuestras articulaciones? Se agarrotan. El líquido sinovial está formado por proteínas.
¿Qué pasa con la digestión? Se ve afectada. Las enzimas son proteínas. ¿Qué les pasa a nuestros
huesos? Se vuelven más frágiles. Los huesos están formados por proteínas. Cuando fabricamos
proteínas más baratas, el cuerpo comienza a debilitarse.
La expresión de la vida es la expresión de las proteínas. Si siempre les damos a las células
las mismas órdenes basadas en las mismas actitudes asociadas con los mismos sentimientos,
fabricaremos los mismos péptidos. En consecuencia, no enviaremos nuevas señales a las células
para que activen la expresión de nuevos genes. Estamos repitiendo los mismos pensamientos que
se estructuraron gracias a la herencia genética o a las actitudes emocionales relacionadas con
experiencias pasadas. Si vivimos los mismos sentimientos día tras día, ten por seguro que esas
sustancias químicas acabarán por desgastar el ADN celular y comenzarán a fabricar proteínas
alteradas. El ADN de la célula empezará a funcionar mal.
Así pues, cuando nos enfadamos, nos sentimos frustrados o tristes a causa de algo o de
alguien, ¿quién es el verdadero afectado? Todas nuestras actitudes emocionales (algunos creen
que son causadas por cosas ajenas a nosotros) no son sólo el resultado de lo que percibimos en la
realidad en base a nuestra estructura neurológica, sino también de lo adictos que somos a los
sentimientos que deseamos sentir. Algunos estudios de la Universidad de Pensilvania han
demostrado que la gente que está deprimida ve el mundo de la forma en que piensan y sienten. Si
les mostramos rápidamente dos imágenes diferentes a personas deprimidas y a un grupo control
de gente normal (una escena de gente en una mesa de banquete y una escena de un funeral) y les
preguntas cuál de ellas recuerdan, los deprimidos recordarán la escena del ataúd en un porcentaje
mayor que el debido al azar. Estas personas parecen percibir el entorno de una forma que
refuerza constantemente sus sentimientos.6
Nuestras células envían una señal de vuelta al cerebro para notificar que necesitan esas
sustancias químicas. A fin de conseguir que el cuerpo produzca las sustancias deseadas, el
cerebro activa los circuitos asociados, esas redes neurales que contienen el recuerdo pasado de
una experiencia que despierta vergüenza/ira. Así pues, en nuestro ejemplo, la respuesta furiosa de
B a la pregunta de A tiene más que ver con las necesidades químicas de B que con lo que ha
preguntado A o con cómo lo ha preguntado. Más tarde, mucho después de que haya finalizado
esta discusión, B Podría utilizar esta disputa reciente, o la original que tuvo lugar seis meses
atrás, para generar la química de la ira que necesita para mantener su estado del ser.
También mantenemos un monólogo interior que refleja con más precisión cómo nos
sentimos que lo que decimos en voz alta. Para ejemplificarlo, regresemos con nuestra pareja. Una
vez que se calman un poco, se sientan en la misma estancia a ver la televisión y esto es lo que
ocurre.
A: —¿Te importa que vea el partido?
B: —Claro que no. (¿Que si me importa? ¿Qué mierda de pregunta es esa? El y sus
estúpidos partidos de béisbol Ahí sentado como si fuera una cuestión de vida o muerte... ¿Por qué
narices iba a importarme? No va a cambiar nunca. Siempre criticando cada cosilla que hago
mal... ¿Acaso me he metido yo alguna vez con él? ¿Acaso me pongo hecha una fiera cuando él la
caga? Es igual que mi padre. Exactamente igual. No hace más que rascarse la barriga y criticar. Y
hace lo mismo con los jugadores. Si tan bien se le da ese panetero juego, ¿por qué no se va a
jugar por ahí en lugar de sentarse a ver el partido?)
Imagina las sustancias químicas que debe de estar produciendo el cerebro para alimentar
estas emociones independientes del cuerpo.
A: —Gracias. (¿«Claro que no»? Ja. ¿Crees que soy estúpido? Sí, pon los ojos en blanco,
anda. Has dicho que no te importa, así que pienso quedarme aquí sentado y disfrutar del partido.
Para que te enteres).
Las preguntas que habría que hacerle a la pareja, si de verdad está interesada en cambiar,
serían: «¿Os dais cuenta de que sois un par de adictos que conviven juntos? ¿No podéis detener el
automatismo de vuestros pensamientos, acciones y reacciones en medio de una parrafada? ¿Por
qué no os dais cuenta y tomáis las riendas de vuestro comportamiento sin cargar las culpas a
nadie por lo que sois? ¿Es el amor lo que mantiene esta relación o es un cóctel de sustancias
químicas tan abrumador que vivís, sin daros cuenta, en los recuerdos pasados y sus monólogos
emocionales? ¿Por qué no reparáis en que os utilizáis el uno al otro para satisfacer vuestras
propias y egoístas necesidades químicas7 .. Si las respuestas son negativas, esta pareja seguirá
igual durante mucho tiempo.
Química y comportamiento
A un nivel básico, las sustancias y reacciones químicas tienen una importancia
fundamental a la hora de moldear nuestra forma de actuar, de pensar y de sentir. La reacción de
huida o lucha es un buen ejemplo de la adicción que pueden crearnos las emociones. Y la
adicción emocional es uno de los conceptos más profundos y reveladores que se nos puedan
presentar.
Ahora sabemos que el cerebro se estructura neurológica y químicamente en función de
nuestras emociones. Cuando las circunstancias de nuestra vida actual no generan las sustancias
químicas que necesitamos para mantener nuestro estado habitual del ser, haremos cualquier cosa
para asegurar la presencia de esas sustancias en nuestro cuerpo. Si no nos encontramos en el
entorno ningún tipo de amenaza o factor estresante, lo buscaremos donde sea. Y si no lo
encontramos, crearemos uno, ya sea física o mentalmente. Estoy seguro de que conoces a algún
rey o alguna reina del dramatismo, alguien que convierte las situaciones más anodinas en todo un
espectáculo lleno de tensión y de emociones. Tampoco me cabe duda de que en algún momento
habrás dicho de alguien (tal vez incluso de ti mismo) que «le encanta sufrir».
Los imperativos biológicos que gobiernan el cuerpo (las misiones urgentes que lleva a
cabo para mantener el statu quo, restaurar el equilibrio, buscar alivio, evitar el dolor y responder
a los agentes estresantes reales o imaginarios) nos hacen adictos a la composición química de
nuestra entropía emocional. Teniendo en cuenta este imperativo biológico, ¿no sería más lógico
decir que no nos queda más remedio que ser adictos?
Es cierto. No podemos evitar convertirnos en adictos, pero sí podemos hacer muchas
cosas para romper ese ciclo o patrón adictivo. Antes de examinar este proceso, no obstante,
tenemos que examinar el papel que las inclinaciones bioquímicas juegan en nuestra vida.
Romper es difícil
Pongamos un ejemplo de adicción: las parejas vuelven a retomar una relación aun
sabiendo que no encajan. ¿Por qué el hecho de romper (para bien) resulta tan difícil? A lo largo
de una relación, incluso cuando mala, las dos personas activan redes sinápticas y producen
neurotransmisores y péptidos que asocian ciertos sentimientos a sus experiencias y son esos
sentimientos los que reafirman la personalidad de cada no. Se habitúan tanto a la relación que
cuando deciden dejarla no logran romper la estructuración neurológica y los vínculos químicos
que se asocian a ella. Después de la ruptura, las memorias de las experiencias que tiene cada uno
les recuerdan al cuerpo que lo han privado de su acostumbrada estimulación química. Ella o él (o
mejor dicho, el cuerpo de ella o el cuerpo de él) experimenta una sensación de pérdida. La
angustia que provocan las rupturas entre parejas puede deberse a la interrupción de un hábito
neuroquímico. Teniendo en cuenta la química de la adicción emocional, ¿de verdad te resulta
sorprendente que tantas parejas rompan, vuelvan a unirse y repitan de nuevo todo el ciclo?
Es interesante resaltar que cuando todos los aspectos de nuestra vida siguen más o menos
igual, llegan a definir cómo estamos estructurados. Según esto, la mayoría de la gente elige sus
relaciones basándose en las costumbres adquiridas con otra persona; es decir, según la estructura
sináptica que comparten. Durante las primeras citas, hablamos sobre redes neurales coincidentes.
Pero cuando las circunstancias de una relación cambian, la mayoría de gente, que ha hecho bien
poco por cambiar su interior, busca el mismo orden neural en la siguiente persona, con lo que se
repite el mismo tipo de relación una y otra vez. Puede que rompamos con una persona, pero
seguiremos siendo adictos a los sentimientos que esa relación engendraba. En el vacío causado
por la ausencia de la pareja anterior, introducimos otro candidato conocido (a nivel consciente)
que provocará esa descarga de sustancias químicas que tanto deseamos y a las que hemos llegado
a acostumbrarnos.
Aun si rompemos el orden neural que se refleja en las situaciones de nuestra vida, ese
cambio generará el reconocimiento de una pérdida de esos sentimientos familiares. La pérdida de
esos sentimientos puede interpretarse como un malestar, sin tener en cuenta la polaridad
«buenos» o «malos». El cambio en nuestra vida nos hace reconsiderar y reaccionar, en lugar de
permitirnos tener iniciativa, es decir, pensar y actuar de una forma que cree una nueva realidad
para nosotros. Reconsiderar y reaccionar no es más que volver a activar los viejos circuitos
neuronales que consideramos familiares. Este proceso crea las mismas redes neurales, que se
activan una y otra vez y dan como resultado los mismos pensamientos y reacciones que vivimos
cada día, independientemente de si consideramos la situación positiva o negativa, exitosa o
desafortunada, feliz o triste.
Todos estos sentimientos asociados con nuestro mundo exterior definen el «yo» como
«alguien» que siente de una cierta manera, y esos sentimientos son después lo que dan origen a
nuestra forma de manifestar las actitudes, los comportamientos, las opiniones, los prejuicios, las
creencias e incluso las percepciones. Nuestros sentimientos gobiernan nuestros pensamientos.
¿Qué está pasando? ¿Se trata sólo de que ahora sabemos etiquetar y clasificar mejor esas
enfermedades? ¿Habríamos despreciado en el pasado a personas que declaraban ser ansiosos o
sufrir «de los nervios» y los habríamos apartado? Sin tener en cuenta las cifras, la ansiedad y su
relación con el estrés y con las adiciones químicas del cuerpo, necesita un examen más a fondo.
En muchos aspectos, la ansiedad es una respuesta saludable a los estímulos externos. No
es malo sentirse exaltado antes de dar un discurso, de realizar una presentación o una
interpretación, o ante el encuentro de una posible amenaza. Sin embargo, cuando la ansiedad está
presente en nuestra vida diaria y se convierte en algo crónico, se vuelve muy problemática.
Un trastorno de ansiedad aparece cuando una persona, sin razón aparente, comienza a
sentir un aumento del ritmo cardíaco, dificultad para respirar, pérdida del control, miedo y
emociones intensas, dolor en el pecho, sudoración excesiva y dificultad para pensar con claridad.
A estas alturas ya sabemos que cuando se producen ataques de pánico, la rama simpática del
sistema nervioso autónomo toma el control.
Los ataques de ansiedad aparecen cuando alguien ha entrenado a la conciencia su cuerpo
para permanecer alerta y preparado, a la espera de una posible situación estresante. El agobio y la
ansiedad frecuentes o la sobreexposición a condiciones ambientales estresantes desembocan en
los ataques automáticos de pánico que sufren asiduamente algunas personas.
Más importante aún, si nos decantamos por alterar la dinámica de la relación que
mantenemos con una persona muy cercana de nuestra vida, este cambio se manifestará por una
angustia y un sufrimiento, que no son más que el resultado del cese de la activación de los
circuitos neuronales relacionados. 11 La falta de estímulos en el entorno (no ver, no sentir, no oler,
no tocar y no oír a una persona) conlleva una falta de activación de las redes neurales asociadas
(a esa persona). Y esto impide que el cerebro libere sustancias químicas específicas con las que
alimentar al cuerpo para que éste que sienta. Sin tener en cuenta si es positivo o negativo, un
sentimiento siempre es producto e la liberación de ciertas sustancias químicas. Por lo tanto, el
amor (o que nosotros creemos que es el amor), puede realmente ser cuestión de química.
¿Qué ocurriría si, mientras esa especie de demonio nos engatusa con todos esos
recuerdos, la vida nos ofreciera la oportunidad de probar un bocadito de tarta de chocolate? En el
instante en que pusierais los ojos en la tarta, nuestro cuerpo respondería de inmediato (puede que
incluso comenzara a babear). Al momento siguiente, comenzaríamos a escuchar esa vocecilla
instándonos a olvidar nuestra fisión y a comernos la tarta entera. Estos pensamientos no son
constantes; es nuestro cuerpo quien nos dice qué hacer y qué pensar. Tan pronto como el cuerpo
recibe la estimulación química de la visión de la tarta, nos hace pensar en lo que desea.
El ciclo en marcha
Cuando sucede todo esto en nuestra mente y nuestro cuerpo, lo que ocurre en realidad es
lo siguiente. Una vez que la continuidad del balance homeostático se altera debido a que ya no
pensamos de la misma manera ni reaccionamos a las mismas circunstancias, las células de
nuestro cuerpo se agrupan y comienzan a confabularse. Envían un mensaje a esa red neural
particular para activar cierto nivel mental, de manera que podamos fabricar las sustancias
químicas adecuadas para mantener el cuerpo en equilibrio, controlado y moderado. Si los
receptores no reciben los péptidos de las emociones habituales y esas células notan un cambio en
el equilibrio normal, enviarán un mensaje a través de los nervios periféricos y la médula espinal
hasta el cerebro. Te dicen algo como: «Oye, ¿qué está pasando ahí arriba? Hace ya bastante rato
que no te sientes una víctima. ¿Podrías empezar a activar esos pensamientos que producen las
sustancias necesarias para que todo vuelva a la normalidad?». De igual forma, el ciclo de
retroalimentación autorregulador entre el sistema límbico y el cuerpo, que filtra la sangre a través
del hipotálamo, detecta que los niveles están bajando y trata de reajustar la composición química
corporal de nuestro «yo» víctima mediante la creación de los péptidos de costumbre. Todo esto
ocurre en un instante y de manera inconsciente, y al momento nos damos cuenta de que
pensamos de la misma forma que nos sentimos. Vuelve a observar la Figura 9.2 para ver cómo
las células envían señales al cerebro, tanto neurológica como químicamente.
Y, al parecer, siempre que nos sentimos realmente mal (lo que, debido a nuestra
dependencia, el cuerpo podría interpretar como algo muy bueno), caemos presa de esas órdenes,
de esas voces o deseos y no podemos detener el proceso de las emociones. No podemos
comernos tan solo un trocito de tarta de chocolate, nos comemos la tarta entera. ¿ No has notado
que cuando atraviesas una tormenta emocional y te sientes frustrado, también estás furioso? Y
cuando estás furioso, odias Y cuando odias, te vuelves crítico; y cuando criticas, te sientes celoso
Cuando te sientes celoso, tienes envidia; y cuando tienes envidia, te sientes inseguro. Cuando te
sientes inseguro, te sientes despreciable; y si te sientes despreciable, te sientes mal. Y si te sientes
mal, te sientes culpable.
Eso es comerse la tarta entera, porque al igual que un adicto, no pudiste detenerte hasta
que no llevaste al cuerpo hasta un nivel químico superior que te permitiera obtener una mayor
descarga. Mientras el cerebro químico fabricaba todos sus péptidos y alteraba la composición
química interna, tú activabas todos los circuitos neuronales de los recuerdos asociados. Creaste
los niveles mentales que relacionaban cada pensamiento químico con un sentimiento. El cuerpo
se convirtió en un caballo desbocado corriendo sin control.
Aquí es donde nuestra voluntad y nuestra autodisciplina deben entrar en acción. Tenemos
que conseguir el dominio sobre nosotros mismos, pero ¿cómo? ¿Cedemos y dejamos que nos
inunde el torrente de recuerdos a largo plazo que definen y reafirman nuestro viejo «yo»? ¿O nos
mantenemos firmes en nuestra decisión de evitar pensamientos y emociones de victimismo?
¿Nos conformamos con el alivio inmediato o nos aferramos con firmeza a una visión más elevada
del yo, a pesar de lo que sentimos? En cualquier caso, la mente consciente está tratando de
consolidar su autoridad sobre el cuerpo. Puede que se estén volviendo las tornas.
Otro ejemplo. Cuando el personaje de una película nos recuerda a una persona conocida
de nuestro pasado, el largometraje activa una red neural relacionada con experiencias anteriores,
y esa red tiene asociados ciertos sentimientos en forma de sustancias químicas. Cuando estas
sustancias se liberan, somos conscientes de que echamos c menos a esa persona en nuestra
realidad, y comenzamos a sentirnos peor. En esencia, la activación del circuito neuronal nos hace
pensar en todo lo que ya no tenemos con nosotros. Como resultado, todos esos pensamientos
crean más sentimientos y una mayor conciencia de lo que no tenemos. ¡Ay!
Piensa también en esa mujer cuyo problema es que siempre, de algún modo, consigue
atraer al tipo equivocado de hombres. Lo pasa fatal tratando de descubrir por qué se enamora
siempre de tipos que acaban siendo tan malos para ella como los anteriores. Casados, con el
corazón destrozado, emocionalmente agotados, demasiado necesitados, dominantes, pasivo-
agresivos... sea cual sea su problema, ella termina por encontrarlos. Da igual que en el pajar haya
miles de buenas elecciones posibles, ella siempre consigue encontrar al tipo con la aguja
necesaria para explotar su burbuja de felicidad.
Hay que resaltar que nunca puede echarle la culpa a nadie de lo que siente, ya que si uno
de esos hombres la deja, seguirá estando estructurada de la misma manera. En otras palabras,
siempre atraerá al mismo tipo de persona porque, como se suele decir: «Dios los cría y ellos se
juntan». Elegirá continuamente opciones parecidas porque así es como está estructurada. No
puede culpar a su último amante por lo mal que terminó la cosa. Si lo reflexionara y fuera sincera
de verdad, tendría que reconocer que, a pesar de lo que hizo su ex, ella sigue siendo la misma
persona, con la misma red neural que atrae a esa clase de gente hacia ella.
Una vez conocido esto sobre el SEP, resulta obvio que el cuerpo puede activarse de
manera automática con un simple pensamiento. En esencia, cuando pensamos repetidamente
en un suceso estresante y experimentamos los sentimientos asociados a ese suceso, lo que
hacemos en realidad es condicionar al neocórtex (en el sentido pavloviano) para que active el
sistema nervioso. En este proceso, vinculamos químicamente el cuerpo y la mente. Cuando la
persona con SEP revive una y otra vez el suceso, las sustancias químicas creadas por ese
recuerdo llegan a provocar un estado de desequilibrio homeostático en el cuerpo. Y, con el
tiempo, ese desequilibrio se desencadena con un simple pensamiento.
¿Es posible que hagamos lo mismo cuando recordamos sucesos pasados relacionados
con alguna emoción? De ser así, piensa en la cantidad de mensajes que la mente envía
diariamente a nuestro cuerpo. ¿Qué entrenamiento emocional queremos que reciba nuestro
cuerpo?
Cambiar es desagradable
En todas mis investigaciones, viajes, conferencias sobre el cambio, experiencias
personales y también durante el estudio de las remisiones espontáneas, la idea que he visto
repetirse con más frecuencia en la gente que está inmersa en un cambio es que éste resulta
desagradable incómodo. Como recordarás, el cambio provoca que el cuerpo y el «yo» se vean
envueltos en un completo caos, ya que el «yo» deja de experimentar los sentimientos que lo
definían como tal. Si dejamos de pensar, sentir o reaccionar de esa determinada manera,
detenemos la producción de las sustancias químicas asociadas, y eso deja al cuerpo en un estado
de desequilibrio homeostático.
A nivel biológico, los valores químicos de la homeostasis se regulan y controlan en un
principio a través de lo que nuestra herencia genética determina como «normal» para nosotros.
Más tarde, nuestros pensamientos y reacciones mantienen nuestra composición química a raya,
por lo que, en esencia, seguimos siendo la misma persona, tanto psíquica como cognitivamente.
Así pues, cuando se altera el orden interno a causa de un cambio en la manera de pensar, no nos
«sentimos» la misma persona.
Por consiguiente, nuestra identidad quiere regresar a los sentimientos que nos resultan
familiares y nuestro cuerpo trata de hacer que el cerebro regrese a un estado del ser conocido para
reajustarse de nuevo con sentimientos pasados. Nuestro cuerpo quiere identificarse con
asociaciones conocidas. Una vez que la «mente» del cuerpo convence a una persona de que debe
regresar a lo que le resulta conocido, la persona recuperará inevitablemente la situación que
intentaba cambiar y se sentirá aliviada. Opinaría algo así de las circunstancias que quería
cambiar: «Sencillamente, no me sentía bien». En otras palabras, nuestra identidad, que se sentía
bien con el ciclo de retroalimentación anterior entre el cerebro y el cuerpo, se desequilibra
químicamente y, durante unos instantes, nos sentimos realmente mal. No nos gusta lo que
sentimos; nos gustaba más lo que sentíamos antes, así que regresamos al grupo de circunstancias
familiares de nuestra vida y comentos a sentirnos mejor.
Imagina que vives en un valle, junto a una enorme montaña. Has vivido allí toda tu vida y
jamás has subido más allá de la línea de los árboles, que se encuentra a unos seiscientos metros
por debajo de la cumbre. Vives tu vida en el valle, rodeado siempre de las mismas personas, que
no son muchas. Has llegado a un punto en el que puedes predecir con una precisión considerable
lo que harán todos ellos cada día: desde el momento exacto en que tu vecino más cercano saldrá a
dar un paseo con sus perros por la pradera, hasta el momento en que verás aparecer una voluta de
humo en la chimenea del hombre que vive al principio de la calle. Parece que nunca ocurre nada
nuevo.
Una tarde, al anochecer, ves que alguien sale del bosque que hay detrás de tu casa. Utiliza
un bastón y lleva una mochila. A medida que se acerca, notas que tiene una barba espesa, pero
esa barba te impide deducir su edad. Sales de tu casa para saludarlo. Es evidente que lleva un
tiempo viajando. Lo invitas a entrar y, durante la cena, te habla sobre su viaje. Descubres que la
cima que hay justo detrás de tu casa ofrece una magnífica vista de los territorios que te rodean,
aunque jamás has puesto un pie fuera del valle. Desde la cima de la montaña, afirma el viajero,
no sólo se ven grandes paisajes, sino que también se puede acceder con facilidad a otros pueblos
y ciudades y conocer a gente que habla otros idiomas y lleva ropa que parece exótica e
insinuante.
A la mañana siguiente, cuando tu nuevo amigo se marcha, juras que subirás a lo alto de la
montaña que hay detrás de tu casa. Durante unos cuantos días, te preparas para partir. Estás
decidido a vivir nuevas experiencias y ves ese viaje como una gran oportunidad para salir de las
sombras hacia la luz. Mientras recorres el prado de hierba que rodea tu hogar, echas un vistazo a
los conocidos alrededores: el granero desvencijado que parece adoptar una pose de oración, la
cerca que tu padre y tú habéis arreglado durante toda la vida y cuyos postes parecen centinelas
que recuerdan el paso del tiempo.
Experimentar un cambio es como abandonar todas las cosas y recuerdos conocidos. Una
vez que dejes atrás el prado de hierba que rodea tu casa y comiences a ascender, te enfrentarás a
un montón de obstáculos: un sendero cubierto de maleza, densos bosques de árboles, la
disminución de las temperaturas, los depredadores y las grandes y resbaladizas rocas cubiertas de
nieve. A nivel intelectual, comprendes que estás haciendo progresos para llegar a esas nuevas
experiencias. Al principio estás convencido de que eso es lo que quieres.
A mitad de camino, sin embargo, ya no estás seguro de haber tomado una buena decisión.
Reconoces los peligros, sientes el frío y la humedad y te das cuenta de que ahora estás muy solo.
El lugar de donde procedes era seguro, conocido y confortable.
En este momento, la mayor parte de las personas se da la vuelta y vuelve a la comodidad
de su actitud habitual. Comparan el recuerdo del pasado con su sensación de malestar presente.
Cuando los pensamientos del pasado compiten con nuestra idea de un nuevo futuro, los
pensamientos realizan más fuerza sobre nosotros, ya que no se puede comparar el futuro con
ningún sentimiento del pasado.
El futuro carece de sentimientos porque aún no lo hemos experimentado. No olvides que
todos los recuerdos episódicos se almacenan en última instancia como emociones. El pasado
tiene ese componente emocional, pero el futuro no. Lo único que tiene el futuro es esa sensación
de aventura con la que comenzamos en un principio, pero que se pierde rápidamente entre los
sentimientos de nuestro cuerpo y los recuerdos del pasado. El «yo» neurosináptico añora su hogar
y, cuando esto ocurre, quiere aquello que puede predecir y en lo que puede confiar. Por lo
general, los sueños de un futuro distinto quedan sofocados bajo los sentimientos conectados con
el ciclo de retroalimentación corporal Cuando los que gobiernan son nuestra identidad (que está
formada por recuerdos pasados) y el ciclo de retroalimentación corporal, lo normal es que nos
planteemos regresar a lo que nos resulta familiar. Creemos que ésa es la elección correcta porque
«sentimos» que es lo que debemos hacer en ese momento. Así es como nos resistimos al cambio
y volvemos una y otra vez a lo habitual.
Todas las asociaciones conectadas con el cambio han ofendido a la continuidad química
que nuestra identidad personal considera como propia, y ese «alguien» que está conectado a los
recuerdos pasados se siente insultado. La vieja identidad que definió el «yo» quiere regresar a las
circunstancias familiares y rutinarias, a los sentimientos normales que la definen. Si cedemos
ante sus peticiones, estaremos eligiendo con el cuerpo y no con la mente, y jamás cambiaremos.
Nuestra vida siempre será un espejo de lo que sentimos y de nuestra estructuración neurológica.
A fin de vivir nuevas experiencias, debemos dejar atrás los pensamientos, los recuerdos y las
asociaciones que nos resultan familiares.
De hecho, ¿no has notado alguna vez que eras verdaderamente feliz cuando estabas
enamorado, que cuando estabas enamorado te sentías motivado y esa motivación te permitía ser
más tolerante y extrovertido con todo el mundo? Cuando te muestras sin reservas, te amas a ti
mismo. Cuando te amas a ti mismo, te sientes enormemente agradecido y libre para expresarte
sin restricciones. Esta avalancha de pensamientos y sentimientos crea una oleada de actos y
pensamientos generosos que te resultan tan enriquecedores que desearías que no terminaran
nunca.
La fisiología de las emociones puede funcionar en ambos sentidos. Es posible que tu
sistema límbico y el laboratorio alquímico de tu hipotálamo sólo hayan fabricado esas
maravillosas emociones químicas en momentos contados de tu vida. Estoy seguro de que podrías
crear unas cuantas recetas para nuevas emociones posibles en el desarrollo evolutivo humano.
¿Podremos vivir la mayor parte de nuestras vidas en un estado más evolucionado cuando nos
alejemos del modo de supervivencia?
Así pues, cambiar nuestro cerebro es cambiar el futuro. En teoría, los s asuntos péptidos
de los pensamientos y experiencias más evolucionadas podrían encontrar un camino para llegar
hasta las células, enviar una nueva señal a la biblioteca de potencial genético de nuestro ADN y
activar unos cuantos genes que fabricaran una nueva expresión del «yo». Al parecer, hay bastante
maquinaria latente en nuestro código genético para la evolución futura.
Si no expresamos más que una lista corta de pensamientos y emociones predecibles y los
estados químicos habituales, sólo conseguiremos que nuestras células activen los mismos genes
que expresaron nuestros padres y nuestros abuelos. Cuando dejamos de aprender, de
desarrollarnos, de modificar nuestro comportamiento y de soñar con cosas mejores, nos
quedamos con la misma matriz de conexiones sinápticas que heredamos, y sólo podemos
alimentar a nuestro cuerpo con 1a misma información química. Sin aprender y experimentar
jamás llegaremos a actualizar nuestra arquitectura neurológica.
Vivir en el modo de supervivencia no desarrolla nuestro cerebro. Lo único que hace es
activar la parte química-neurológica más antigua de nuestra materia gris, que limita a nuestro
neocórtex consciente al grupo de comportamientos inconscientes o automáticos que contiene, de
manera que reaccionamos con el cuerpo en mente... y con la mente en el cuerpo.
En los capítulos que siguen, profundizaremos más en la manera de romper el ciclo de
sentimientos repetitivos. Anímate: aprender toda esta información nueva es el primer paso hacia
la salida de una vida rutinaria, común y conocida. Tenemos en nuestras manos, a nuestra
disposición, una isla de calma en un mar de turbulencias. Es el mayor regalo que nos ha hecho la
evolución.
Capítulo 10 Tomando el control: el lóbulo frontal en pensamiento y obra
No sé qué es ese poder, lo único que sé es que existe
y que sólo es accesible para un hombre que sabe exactamente
lo que quiere y está completamente decidido a encontrarlo.
ALEXANDER GRAHAM BELL
El lóbulo frontal es la entrada que debemos atravesar si elegimos romper el ciclo
repetitivo de pensamientos y sentimientos, sentimientos y pensamientos. Si queremos liberarnos
de esa adicción emocional de base química que se ha apoderado de nuestra vida, debemos
aprender a utilizar esta maravilla del desarrollo evolutivo llamada lóbulo frontal.
En 1848, Phineas Gage, un joven capataz de ferrocarril, lideró una cuadrilla de
demolición cuyo trabajo consistía en perforar las laderas de las montañas del centro de Estados
Unidos para facilitar la colocación de la línea férrea en esas zonas. El accidente de extrema
gravedad que dañó su lóbulo frontal les permitió a los científicos obtener datos valiosos sobre
esta zona del neocórtex.1 Desde la época de Gage, y gracias a los estudios de otros pacientes con
el lóbulo frontal lesionado, hemos llegado a comprender que esta parte del cerebro es el oficial al
mando de nuestra vida, el director ejecutivo al cargo del resto del cerebro
Puesto que en ocasiones resulta más sencillo estudiar las anomalías que la normalidad a la
hora de conocer la función de un órgano, comenzaremos con la pregunta más sencilla: «¿Qué
ocurre cuando el lóbulo frontal deja de funcionar con normalidad?». Dado que el lóbulo frontal
está conectado con todas las demás partes del cerebro, cuando este centro de mandos resulta
dañado o lesionado, nos convertimos en un misil sin el sistema de guía o, mejor todavía, en un
ejército sin general. Las demás áreas del cerebro que se coordinan a través de la corteza
prefrontal (otro de los nombres que tiene este lóbulo) se vuelven por lo tanto disfuncionales, y la
persona se ve afectada. Este tipo de lesión del lóbulo frontal se conoce como disfunción
ejecutiva. La ciencia médica ha avanzado mucho en los conocimientos de las lesiones de la
corteza prefrontal desde 1881, cuando Phineas Gage resultó herido.
Phineas, que trabajaba para la Rutland and Burlington Railroad de Vermont, poseía
muchas habilidades físicas y unos admirables rasgos de personalidad. A sus veintiséis años,
lideraba una cuadrilla de hombres que respetaba sus capacidades de liderazgo y su habilidad para
manejar explosivos peligrosos. Gage poseía una combinación única de inteligencia, buen juicio y
capacidad atlética que lo convertía en un hombre perfecto para su trabajo, que requería una
concentración constante. Según los informes oficiales, era el empleado más eficiente y capaz de
toda la compañía de ferrocarril.
Sin embargo, incluso alguien tan dotado como Gage puede pasar un mal rato cuando se
distrae. Un día, Phineas estaba metiendo pólvora en un agujero con una barra de hierro y una
chispa hizo que la dinamita explotara antes de tiempo. La barra de hierro, de algo más de noventa
centímetros de longitud, penetró en la cabeza de Gage por debajo del pómulo izquierdo y salió
por la coronilla antes de aterrizar a unos noventa metros de distancia.
Para sorpresa de todos, Gage sobrevivió a aquel terrible accidente. Los testigos afirmaron
que se desplomó en el suelo y sufrió unas cuantas convulsiones, pero que poco después del
accidente, se encontraba despierto y lúcido. Lo llevaron rápidamente al hotel más próximo,
donde el doctor Edward Williams lo examinó por primera vez. El doctor Williams consultó más
tarde con el doctor John Harlow. Gage seguía completamente consciente y lúcido en el momento
de la exploración, y respondió a muchas preguntas sobre el accidente.
En este punto, los médicos no creían que sobreviviera. Con todo, la buena salud y la
juventud de Gage le permitieron curarse sin complicaciones. Por asombroso que parezca, Gage
no mostró pérdida de habilidades motoras y su habla tampoco se vio afectada. No había perdido
la memoria y recuperó poco a poco su fuerza física. El doctor Harlow llegó a pensar incluso que
Gage había sido afortunado por haberse herido en una zona del cerebro que se consideraba sin
importancia, el lóbulo frontal.
Sin embargo, a medida que Gage recuperaba la salud, su personalidad dio un giro de
ciento ochenta grados. Todo el mundo que lo conocía decía lo mismo, que Gage ya no era Gage.
El doctor Harlow afirmó que Gage había perdido el equilibrio entre sus facultades intelectuales y
las inclinaciones animales.
El que una vez fuera el sincero y educado Gage se había convertido en un ser
descontrolado y cruel. Mostraba un comportamiento egoísta y utilizaba a menudo un lenguaje
terriblemente soez. Se convirtió en alguien impredecible en quien no se podía confiar. Se
convirtió en una persona socialmente inaceptable. Tomaba decisiones que iban en contra de sus
intereses. Tenía dificultades para completar sus planes. Dejó de pensar antes de actuar. En
muchas ocasiones, el doctor Harlow trató de razonar con él para hacerle comprender que perdería
su trabajo a menos que cambiara su comportamiento. Gage no hizo caso de sus consejos y perdió
su trabajo en la compañía de ferrocarril, no por una incapacidad física, sino porque su
personalidad había cambiado. Al doctor Harlow le costó años llegar a admitir que aunque el más
famoso de sus pacientes había sobrevivido, en realidad jamás se había recuperado.
En 1868, dos décadas después del accidente, el doctor Harlow estaba dispuesto a aceptar
el sorprendente mensaje que se deducía de la alteración de la personalidad de Gage, que el lóbulo
frontal está relacionado con la personalidad. El incidente y sus repercusiones dieron inicio a una
búsqueda del «yo» en el cerebro que estuviera relacionado con la regulación personal del
comportamiento, el control de nuestros impulsos, la toma de decisiones complejas y la
planificación del futuro. Todos estos atributos van mucho más allá de las funciones básicas de la
memoria, los procesos motores, el habla y los reflejos animales.
Dicho sea de paso, los científicos de hoy en día comprenden mejor lo que le sucedió al
cerebro de Gage. Ciento sesenta años después del accidente de Gage, algunos investigadores han
aislado las regiones cerebrales responsables de este extraño cambio de personalidad. Hanna
Damasio, distinguida profesora de neurología de la Universidad de Iowa y directora del
Laboratorio de Neuroanatomía de la Facultad de Medicina de esta misma universidad, ha
reconstruido la herida de Gage y los cambios cerebrales subsecuentes, demostrando que tenía
dañada la parte interna de ambos lóbulos frontales (Damasio sacó un video de su investigación en
1994).2
Los investigadores especularon sobre si ese tipo de cirugía podría provocar cambios
similares en los humanos. Esta hipótesis dio lugar a la infame cirugía psiquiátrica conocida como
lobotomía frontal. Innumerables pacientes con distintos tipos de psicosis se sometieron, tanto
voluntaria como involuntariamente, a esta intervención quirúrgica que pretendía dañar de forma
deliberada los lóbulos frontales con la intención de controlar y «curar» sus enfermedades.
Casi todos los pacientes con lobotomía prefrontal demostraban incapacidad para
concentrarse en tareas determinadas. Empezaban a hacer o decir algo, pero después se distraían y
jamás terminaban lo que habían comenzado. Muchos de ellos abandonaban lo que estaban
haciendo para fijarse en cualquier nimiedad que ocurriera en el entorno.
Estos pacientes tampoco conseguían sacar nada en claro de las situaciones, por lo que no
aprendían ni memorizaban información nueva. No entendían actividades o ideas complicadas.
Sus complejos patrones de comportamiento se vieron sustituidos por actitudes simples y
predecibles. Hacer planes para el futuro también quedaba fuera de sus posibilidades. No tenían
objetivos, ni siquiera a corto plazo, ya que eran incapaces de hacer planes y llevarlos a cabo.
Como es de esperar, estas personas no podían adaptarse a nuevas situaciones. Si a un paciente se
le rompía un cordón del zapato, no se le ocurría pedir uno nuevo; seguía atando el zapato con el
cordón roto.
Muchos de los pacientes lobotomizados adoptaban comportamientos infantiles e
inmaduros. Carecían de control sobre sus impulsos inmediatos. A algunos les daba un ataque de
mal genio ante el más dignificante contratiempo. Las pataletas y los pucheros eran de lo mas
frecuentes. Repetían a menudo las mismas frases. Su habilidad para comunicarse se reducía cada
vez más con el paso del tiempo, hasta que quedaba reducida a ruidos y gruñidos.
A la postre, los pacientes lobotomizados perdían la capacidad de cuidar de sí mismos, de
utilizar el lenguaje y de reconocer objetos, y no mostraban ningún signo de juicio crítico.
Experimentaban un deterioro cognitivo constante hasta que las facultades del «yo» desaparecían
por completo. Al final, se perdían en un reducido y primitivo mundo de comportamiento casi
animal.
Hoy en día ya no permitimos que este procedimiento experimental radical se lleve a cabo
de manera rutinaria con los pacientes. Aunque las lobotomías prefrontales constituyeron una
siniestra era en el cuidado de la salud mental, esos experimentos permitieron grandes
descubrimientos sobre el funcionamiento del lóbulo frontal. Todos estamos de acuerdo en que
habría sido preferible adquirir esos conocimientos de otra manera, pero ahora estamos en
posesión de herramientas que nos permiten observar mucho mejor las capacidades funcionales de
la mayoría de las regiones cerebrales. Mediante la investigación con animales, el estudio de
pacientes con lesiones cerebrales y las modernas técnicas de exploración por imágenes, los
científicos han realizado numerosos descubrimientos sobre el lóbulo frontal. Desde la época de
Phineas Gage, hemos averiguado que hay diversos grados de lesión y de disfunción en esta área
sacrosanta del cerebro.
Antes de abandonar el tema de las lobotomías, me gustaría señalar que, de varias formas y
en distintos grados, todos aquellos de nosotros que somos emocionalmente adictos (y eso nos
abarca muy probablemente a todos) padecemos cierto grado de enervamiento, anhelamos nuestra
existencia rutinaria, nos alejamos de las experiencias nuevas o desconocidas y vivimos nuestra
vida en un estado casi catatónico.
Reflexionemos un poco sobre esto. Las lesiones del lóbulo frontal provocan en los
humanos uno o más de los siguientes síntomas:
Nos mostramos perezosos, apáticos y desmotivados.
Deseamos monotonía o rutina.
Tenemos dificultad para concentrarnos en una sola tarea; iniciamos proyectos o
propósitos tales como dietas o ejercicio diario, y nunca continuamos.
No sacamos nada en claro de las situaciones. En otras palabras, apenas aprendemos nada
nuevo de las situaciones, así que no podemos modificar nuestros actos para conseguir
resultados diferentes.
Tenemos estallidos emocionales cuando aparece alguna alteración en nuestro mundo
rutinario.
No hacemos planes de futuro.
¿Estos síntomas te recuerdan a alguien?
Los daños en el lóbulo frontal parecen no inhibir ni alterar nunca las funciones básicas de
los sistemas sensoriales, motores o emocionales que se llevan a cabo en el resto del cerebro. Lo
que ocurre cuando se lesiona el lóbulo frontal es que éste parece perder su capacidad para dirigir,
integrar y coordinar el resto de regiones cerebrales que influyen más en quiénes somos.
La razón principal por la que la mayoría de la gente no puede utilizar su lóbulo frontal es
que se ha vuelto demasiado adicta a los sentimientos y emociones corporales. A decir verdad,
hemos autolobotomizado nuestros cerebros al utilizar tan sólo los circuitos estructurados que se
activan con más frecuencia y que requieren pocos pensamientos (o ninguno) para iniciarse.
Cuando Henry David Thoreau habló sobre la gente que vive «una vida de absoluta
desesperación», Podría muy bien haberse referido a nuestro inactivo e inutilizado lóbulo frontal.
Estudios recientes realizados con técnicas de exploración cerebral mediante imágenes han
demostrado que cuanto menor a la actividad del lóbulo frontal, mayor será la tendencia a los
comportamientos emocionales e impulsivos. 5 De hecho, en un estudio reciente llevado a cabo por
el doctor Richard Davidson en la Universidad de Wisconsin, los sujetos que mostraban una
actividad elevada del lóbulo frontal en las exploraciones funcionales presentaban niveles bajo de
hormonas del estrés como el cortisol.6 Así pues, cuanto mayor sea la actividad en el lóbulo
frontal, mayor capacidad tendremos para controlar de forma deliberada nuestras acciones y
nuestros comportamientos impulsivos.
El lóbulo frontal, cuando se activa por completo, nos permite controlar mucho mejor
quién queremos llegar a ser. Para liberarnos de nuestras adicciones emocionales, primero
tendremos que devolverle el trono a su rey. Vivir controlado por los impulsos corporales es vivir
con la mente del cuerpo. Cuando estamos en el modo de supervivencia, esas poderosas y antiguas
sustancias químicas ejercen su influencia sobre el resto de nuestro cerebro para que prestemos
toda nuestra atención al ambiente, al cuerpo y al momento. En cierto sentido, pues, debemos
sacar la mente de nuestro cuerpo y volver a colocarla en el cerebro. Para hacerlo, primero
tendremos que saber lo que el lóbulo frontal hace por nosotros y cómo la evolución nos ha
otorgado esta maravilla de la supervisión, el control y los razonamientos superiores.
Muchas de las representaciones del cerebro humano, al igual que el 1enguaje que
utilizamos para describir nuestra función sináptica, nos llevan a pensar que el cerebro es un lugar
muy agitado. Hablamos de la activación de millones de neuronas, y el cerebro se representa con
frecuencia como una tormenta de verano, llena de truenos y relámpagos Tendemos a creer que el
cerebro se encuentra en un constante estado de agitación y esa imagen tal vez sea la que mejor
ilustra cómo nos sentimos a menudo.
Sin embargo, piensa por un momento lo que estás haciendo mientras lees las palabras de
esta página. Espero que estés tan atrapado por la lectura que tu mente esté tranquila: es decir, que
no seas consciente del sillón en el que estás sentado, que se haya aliviado ese molesto dolor de
hombros y de cuello que tenías, que el entorno que hay más allá de las páginas del libro se haya
volatilizado, que los sonidos del tráfico o cualquier otro ruido más allá de la ventana se hayan
apagado y que lo único que oyes sea tu vocecilla interna pronunciando las palabras de esta
página. Tu lóbulo frontal ha concentrado tu atención.
El lóbulo frontal también es el responsable de las elecciones que acabas de hacer: cambiar
de postura en el asiento, apartar la mano del libro para rascarte la cabeza, consultar el reloj que
hay al otro lado de la habitación o cualquiera de las mil acciones diferentes en una hora.
Más que de ninguna otra cosa, el lóbulo frontal es el responsable de las elecciones
conscientes, voluntarias, deliberadas e intencionales que tomamos innumerables veces al día. Es
la morada de nuestro «verdadero yo». Imagina al lóbulo frontal como el director que está
enfrente de una enorme orquesta. Tiene conexiones directas con todas las demás partes del
cerebro y, por tanto, controla el funcionamiento del resto del encéfalo.
Sólo el lóbulo frontal es capaz de realizar la clase de funcionamiento de alto nivel
necesaria para llevar a cabo esas tareas. Si alguna vez llegamos a superar nuestros estados
mentales habituales y nuestra predisposición a sentir en lugar de pensar, necesitaremos establecer
una relación mucho más íntima con el lóbulo frontal y su funcionamiento.
Tan sólo cuando imponemos deliberadamente nuestra voluntad través del uso del lóbulo
frontal alcanzamos la calma y el control necesarios para romper el ciclo de respuestas químicas y
neurológicas que gobiernan y estipulan la mayor parte de nuestra personalidad, las alternativas
que escogemos y las reacciones que ponemos en marcha Si no lo hacemos, estaremos a merced
de los factores de nuestro entorno, de las necesidades o reacciones de nuestro cuerpo y de los
recuerdos de nuestro pasado. Si no logramos pensar más allá de nuestros sentimientos
emocionales, viviremos de acuerdo a lo que el entorno le ordene a nuestro cuerpo. En lugar de
pensar, innovar y crear, no haremos más que activar los recuerdos sinápticos de otras áreas del
cerebro en función de nuestra herencia genética o nuestro pasado personal; desencadenaremos las
mismas reacciones químicas repetitivas que nos hacen vivir en el modo de supervivencia.
En pocas palabras, estaremos a merced del efecto en lugar de ser los creadores de la
causa. El lóbulo frontal es la región del cerebro que cambia los llamados «rasgos humanos
normales». Pensar de manera superior a como nos sentimos requiere una voluntad que sólo está
presente en el lóbulo frontal. Esa voluntad y la capacidad del lóbulo frontal para focalizar la
atención es lo que nos separa principalmente de otras especies.
Lo que nos diferencia de las demás especies animales es el tamaño relativo del lóbulo
frontal en comparación con el resto del neocórtex. En los gatos, el lóbulo frontal supone un 3,5
por ciento de la anatomía superior de su cerebro. El lóbulo frontal de los perros comprende un 7
por ciento del total del nuevo cerebro. En los chimpancés, y en otros primates pequeños como el
gibón y el macaco, la proporción del lóbulo frontal en comparación con el resto de la corteza está
entre el 11 y el 17 por ciento. En los humanos, sin embargo, el lóbulo frontal supone entre un 30
y un 40 por ciento del volumen total del neocórtex.7
Hasta hace poco, los científicos sabían muy poco sobre el lóbulo frontal. En su día lo
consideraron «el área silenciosa», ya que cuando trataban de medir la actividad del lóbulo frontal
utilizando el consagrado electroencefalograma, no registraban signos de actividad que se
asemejaran a los obtenidos en otras partes del cerebro. Como ya sabemos, las áreas que se
encargan del pensamiento rutinario y las regiones que procesan los estímulos sensoriales en el
resto de la corteza siempre están ocupadas; los electroencefalógrafos captan la actividad de las
ondas cerebrales mediante la detección de los cambios en los campos electromagnéticos. No
obstante, esta vieja clase de instrumentos proporcionaban pocos datos sobre lo que ocurría en el
lóbulo frontal.
Por lo tanto, el flujo sanguíneo en el lóbulo frontal alcanza su máximo nivel cuando se
trata de una tarea novedosa, y el mínimo cuando la tarea resulta familiar. A medida que la tarea
se vuelve más rutinaria, el flujo de sangre en esta zona disminuye y el resto del neocórtex toma el
control. Esto sugiere que el aprendizaje y la estructuración de la nueva información requieren que
el lóbulo frontal procese en un principio los datos nuevos. Mientras la corteza prefrontal
comienza a registrar dicha información, reduce las señales procedentes del resto del cerebro para
no distraerse con estímulos extraños. Una vez que el lóbulo frontal ha aprendido la nueva tarea y
ésta se ha convertido en rutinaria, otros lóbulos de la corteza la codifican y registran como apren-
dida y familiar.
El lóbulo frontal derecho es más grande que el izquierdo. Nadie sabe con seguridad por
qué, pero los científicos están de acuerdo en que si su estructura está más desarrollada, es lógico
pensar que tenga una función más evolucionada. Dicho con otras palabras, el órgano que tiene un
mayor desarrollo tiene una mayor capacidad de actuación. Piensa en las diferencias existentes
entres nuestras manos y nuestros pies: los dedos de las manos son capaces de realizar
movimientos motores mucho más sofisticados que los de los pies, e incluso su aspecto es mucho
más refinado.
Numerosos experimentos han demostrado que los dos lados del lóbulo frontal tienen
funciones distintas e independientes. En uno de esos experimentos, los investigadores
descubrieron que esta especialización de los hemisferios del lóbulo frontal y de ambas mitades
del cerebro estaba relacionada con la información novedosa y la habitual. Utilizando la
Tomografía por Emisión de Positrones (PET) para medir el flujo sanguíneo cerebral, les
presentaron una tarea nueva a los participantes del estudio. Los investigadores notaron que el
lóbulo frontal derecho se volvía más activo que el izquierdo durante las experiencias nuevas o
desconocidas. Cuando los sujetos practicaban y se familiarizaban con la tarea, el lóbulo frontal
izquierdo cobraba más vida y requería más sangre que el derecho. Así pues, cuando aprendemos
información desconocida para convertirla en conocida, la corteza prefrontal derecha es la que
más se activa. A medida que la tarea comienza a convertirse en familiar mediante el repaso
mental y la práctica, la activación se traslada a la corteza prefrontal izquierda. En última
instancia, el flujo sanguíneo se traslada a la parte posterior del cerebro, cuando empezamos a
integrar la tarea y a grabar la experiencia en el tejido cerebral. 11
Los investigadores también han determinado que el lóbulo frontal derecho, junto con
parte del hemisferio de ese mismo lado, es el responsable de nuestra atención durante largos
períodos de tiempo. Esto se sabe porque la gente que ha sufrido lesiones en estas áreas tiene
dificultad para mantener una atención continuada. El lóbulo frontal derecho mantiene el nuevo
concepto en su lugar para poder familiarizarse con la idea desconocida e imprimirla en nuestro
tejido neurológico. Cuando la tarea se vuelve más familiar, el lado izquierdo del lóbulo frontal
toma el control para catalogarla como conocida antes de se almacenada en el resto de nuestra
materia gris. Por ejemplo, si vamos a aprender los detalles del arte culinario mandarín, nuestro
lóbulo frontal derecho mantendrá la atención en esa nueva información y la nueva experiencia.
Tendríamos que mantener nuestra concentración metódicamente para comenzar a memorizar la
información, hasta que se volviera rutinaria y se almacenara en forma de recuerdo.
En muchos aspectos, el lóbulo frontal se parece mucho a lo que pensamos sobre nuestra
personalidad. Le encanta aprender cosas nuevas y concentrarnos en lo que nos resulta novedoso y
excitante. Cuando una tarea es nueva y esencialmente «divertida», el lóbulo frontal se concentra
por completo en ella. Después de unas cuantas repeticiones, cuando toda la novedad y la
curiosidad han desaparecido, el lóbulo frontal traslada el trabajo a otra área del cerebro. Ése es el
privilegio de ser el jefe: puede dejarles a los subordinados el trabajo aburrido y rutinario. No sé si
alguna vez has trabajado para un jefe así, pero puesto que el lóbulo frontal es como el director
ejecutivo al cargo, este concepto no debería resultarte sorprendente.
Mientras sigamos motivados por una nueva actividad o idea, este centro de atención
funcionará a la perfección. No te dejes engañar por el hecho de que el jefe pase parte del trabajo a
los demás; no se trata de que el lóbulo frontal sea incapaz de concentrar la atención de manera
sostenida, pase el trabajo rutinario a sus empleados y se vaya a dormir. No, el lóbulo frontal, en
esta etapa, sigue realizando una multitud de tareas, y una de ellas es vigilar si sus empleados
están a la altura del trabajo.
De hecho, el lóbulo frontal actúa a menudo como un crítico. Nota cuando comenzamos a
aburrirnos y deja que nuestra mente comience a vagabundear por actividades extrañas en lugar de
prestar atención al asunto que nos traemos entre manos. Por ejemplo, es muy posible que alguna
vez hayas asistido a una conferencia aburrida. Aun cuando no te interesara en absoluto, tú sabías
que debías prestar atención al tema en cuestión, porque podrían ponerte un examen sobre eso más
tarde. Era el lóbulo frontal (en especial el lóbulo frontal derecho) quien mantenía la atención
necesaria para procesar la nueva información, aunque el resto de tus sistemas pidieran a gritos
que salieras a dar un paseo. Si no fuera por el lóbulo frontal, es probable que jamás
aprendiéramos mucho acerca de tema alguno.
El lóbulo frontal también posee la capacidad de estimular la actividad de determinadas
sinapsis cuando estamos utilizándolo para disparar sinapsis repetidamente para poder
estructurarlas juntas en una comunidad. Así es como creamos nuevos recuerdos. Además, puesto
que el director de orquesta del lóbulo frontal puede hacer que el resto del cerebro opere según
secuencias, combinaciones y patrones determinados, puede generar distintos estados mentales
mediante la combinación de diferentes circuitos neurológicos. Puesto que, según nuestra
definición, la mente es el cerebro en acción, y dado que existen miles de millones de neuronas
con un número de conexiones posibles casi infinito, cuando el director dirige la orquesta para
tocar una nueva sinfonía o una variación de la misma melodía, la partitura es un nuevo estado
mental.
Sin la intervención directa del lóbulo frontal, nuestros pensamientos diarios se centrarían
sobre todo en la supervivencia del cuerpo. Pasamos la mayor parte del tiempo que permanecemos
despiertos anticipando y reaccionando a estímulos externos procedentes del entorno y, como
resultado, los demás lóbulos del cerebro se mantienen ocupados. A la postre, esta preocupación
provoca que el cerebro este siempre ocupado tratando de predecir lo que ocurrirá al momento
siguiente. Dicho de otro modo, sin la intervención del lóbulo frontal, pasaríamos gran parte de
nuestro tiempo concentrados en sucesos futuros basados en nuestros recuerdos. La mayoría de la
gente no deja que sus lóbulos frontales tomen el control.
Tal vez debiéramos preguntarnos más a menudo quién esta cargo. El lóbulo frontal puede
actuar como una especie de portero, que permite la entrada de cierto tipo de información y la
coloca en un primer plano o impide el paso de otra, bien para dejarla fuera o para atenderla más
tarde.
Nuestra percepción consciente se centra en aquello que elegimos y en la información
nueva que podemos aprender. No obstante, existe una enorme diferencia entre el mero
procesamiento cerebral y nuestra percepción de esa información. Aunque el cerebro procesa unos
cuatrocientos mil millones de datos por segundo, el lóbulo frontal nos permite seleccionar
aquellos datos en los que queremos centrar nuestra atención.
Mientras estamos aquí sentados y leemos esta página, nuestro cerebro recibe información
de todos los sentidos, pero no somos consciente de ella porque nuestro lóbulo frontal se encarga
de filtrarla. De forma similar, podemos entrar en el coche un centenar de días, girar la llave,
meter la marcha y marcharnos. En noventa y nueve de esos cien días, ni siquiera escucharemos el
ruido del motor. Pero uno de ellos, escucharemos el chasquido de la correa del ventilador o
cualquier otro ruido bajo el capó. En esa ocasión sí que escucharemos el motor, ya que el lóbulo
frontal, que se encarga de vigilar los mensajes procedentes de la corteza sensorial, advierte la
novedad del sonido y nos alerta para que nos concentremos en el ruido del motor.
Piensa una vez más en todo lo que sucede a tu alrededor y en tu interior mientras lees este
libro. Piensa en los centenares de miles de células que se reproducen en tu interior, en las miles
de cosas que pasan al otro lado de la ventana y en tu pareja, que está viendo un programa de
televisión en la habitación de al lado que en un principio escuchabas pero que ya no escuchas.
¿Te detiene alguna de esas actividades cuando te sumerges en la lectura? Por supuesto que no,
porque para ti ya no forman parte de la realidad.
¿Podría ser la realidad aquello en lo que elegimos concentrarnos? ¿Podría la realidad
presentarnos opciones que sencillamente pasamos por alto? ¿Podríamos agudizar nuestra
capacidad para utilizar esa sofisticada área del cerebro a fin de elegir voluntariamente en qué
queremos concentrar nuestra atención? Y todo esto nos lleva a una nueva pregunta, ¿qué efecto
tendría eso en nuestra vida?
No deberíamos olvidar el experimento mencionado en el Capítulo 2, el de los monjes
budistas. Como recordarás, estos maestros de la meditación tenían niveles de actividad en el
lóbulo frontal que se salían de las tablas. Los monjes eran capaces de concentrarse en un único
pensamiento (la compasión) y mantenerse ahí gracias a sus lóbulos frontales. ¿Qué ocurriría si
fuéramos capaces de utilizar esa misma capacidad de concentración y focalización? Está claro
que los monjes han llegado ser expertos en acallar los demás centros cerebrales a fin de mantener
ese único pensamiento en mente. ¿Cómo han conseguí ejercitar los músculos de la
concentración?
Del mismo modo en que nosotros vamos al gimnasio con muchos objetivos y un alto
grado de compromiso, ellos han ejercitado y puesto en práctica ese poder de concentración. En
realidad se parece bastante a lo que hacemos cuando aprendemos a jugar al tenis. ¿Te has fijado
alguna vez en el antebrazo de un jugador de tenis profesional? El brazo con el que juegan es
mucho más musculoso que el otro. Y esto no se debe a ninguna anormalidad genética, sino a la
práctica constante, podemos hacer lo mismo con nuestra mente: podemos practicar la capacidad
de concentración una y otra vez a fin de desarrollar nuestro lóbulo frontal y conseguir que
funcione a un nivel más elevado. Podemos lograr que nuestro cerebro funcione mejor. Después
de todo, los tenistas no desarrollan esos músculos para mejorar su aspecto, sino para mejorar su
juego. Cuanto mayores sean sus músculos, mayor fuerza y control tendrán sus golpes. Una
persona con una mayor capacidad de atención no aumenta realmente el tamaño de su lóbulo
frontal; en realidad, tiene mayores áreas de actividad y, por lo tanto, puede operar con una mayor
eficiencia.
Así pues, ¿cómo podemos practicar de manera rutinaria para conseguir ese tipo de
desarrollo? Por suerte, nuestro lóbulo frontal ya tenía preinstalado el software necesario para
realizar ese trabajo.
Está claro que los adolescentes piensan de forma diferente que los adultos, y la razón es
bien sencilla. Todavía no poseen el hardware necesario para los razonamientos complejos.
Sus lóbulos frontales todavía están en desarrollo. Al mismo tiempo, la amígdala, que está
situada en medio del mesencéfalo y que esta implicada en las reacciones viscerales (nuestras
reacciones de huida o lucha), es más activa que los centros de razonamiento superior (como el
lóbulo frontal). Un nivel bajo de actividad en el lóbulo frontal llevará a un escaso control de las
emociones y los comportamientos impulsivos, mientras que la hiperactividad de la amígdala dará
como resultado altos niveles de reacciones emocionales y tomas de decisión impulsivas. Con
frecuencia, los adolescentes toman decisiones en base a sus sentimientos. En algunas ocasiones
no se puede razonar con un adolescente, ya que su lóbulo frontal todavía no ha desarrollado del
todo el pensamiento racional. Esto explica por qué los jóvenes son tan impetuosos; su lóbulo
frontal no lleva las riendas de su «yo» emocional. El resultado es evidente: actúan sin pensar.
El lóbulo frontal actúa de manera muy similar a como lo haría el presidente de una
empresa: dirige las actividades de otros ejecutivos a la hora de coordinar los centros neurológicos
cerebrales. Como un buen presidente, el lóbulo frontal hace mucho más que supervisar, evaluar el
trabajo de los demás y decirle a cada parte del cerebro lo que debe hacer. También es la morada
de nuestro pensamiento crítico y de nuestra capacidad de invención. Extrae recuerdos de la base
de datos almacenados en nuestra corteza cerebral y los utiliza como materia prima para crear
nuevos conceptos, y también crea nuestras aspiraciones y ambiciones. Esta área nos permite
medir la gravedad de distintas situaciones, analizar las circunstancias actuales y especular sobre
las posibles opciones. Calcula posibilidades, idea estrategias mediante la formulación de nuevas
ideas y después pronostica posibles resultados. Improvisa. Después de predecir las posibles
consecuencias, el lóbulo frontal nos permite aprender de la experiencia y decidir si debemos
actuar de forma diferente la próxima vez. El lóbulo frontal es lo que nos permite a los seres
humanos soñar con nuevas perspectivas e infinitas posibilidades. En pocas palabras, el lóbulo
frontal está implicado de manera activa en la creación.
La ciencia admite que la corteza prefrontal es crucial para que nuestra especie alcance el
nivel más alto de comportamiento voluntario e intencionado. El elevado desarrollo de nuestra
corteza prefrontal nos otorga la autonomía de las elecciones complejas y la imaginación. Como
galardón final y frente a todas las rutinas establecidas y las reacciones predecibles que son
comunes a todas las especies de la escala evolutiva, el lóbulo frontal nos ha concedido a los seres
humanos la ventaja de la elección consciente y el libre albedrío. Sin ellos, muchas de las cosas
que nos hacen humanos no existirían.
Quienes somos como individuos, lo que queremos, lo que deseamos ser en el futuro y la
clase de mundo en el que queremos vivir, dependen del uso que hagamos del lóbulo frontal.
Profundicemos un poco más en este maravilloso regalo.
Otra demostración del poder del lóbulo frontal está relacionada con la certidumbre y la
discriminación de opciones. Cuando cambiamos de opinión sobre algo, con independencia de las
circunstancias presentes, el lóbulo frontal vive su mejor momento. Cuando tomamos la decisión
firme de ser, hacer o incluso tener algo (sin tener en cuenta cuánto vayamos a tardar, qué ocurre
en nuestro entorno o cómo se siente nuestro cuerpo en ese momento en particular), nuestra
corteza prefrontal cobra vida y se pone manos a la obra. En ese instante, deja de importarnos el
mundo exterior y lo que sienta nuestro cuerpo; nos aferramos a la representación interna o al
concepto de nuestra intención. Cuando cambiamos de opinión, sin preocuparnos por cómo llevar
a cabo nuestra elección o por sus consecuencias, el lóbulo frontal se activa por completo.
Lo sorprendente de nuestro cerebro y de nuestro lóbulo frontal es que tienen la capacidad
de hacer que un pensamiento se convierta en la única cosa real para nosotros. Gracias al tamaño
de nuestra corteza prefrontal, los seres humanos tenemos el privilegio de convertir un
pensamiento en algo más real y más importante que cualquier otra cosa. La naturaleza nos ha
estructurado para ser así. Cuando convertimos nuestros pensamientos en lo único real y les
prestamos atención como si lo fueran, aunamos las funciones primarias del lóbulo frontal para
crear una fuerza tan poderosa como cualquier otra en el universo.
Cuando tenemos claro lo que queremos, el lóbulo frontal impide que nada nos distraiga
de nuestro propósito. ¿Cuántas veces hemos utilizado esta función del lóbulo frontal? Imagina tu
reacción en la siguiente situación. Un sábado a las diez de la mañana decides enviarle a tu madre
un regalo de cumpleaños. Ella vive a casi mil kilómetros de distancia y sólo faltan cinco días para
su cumpleaños. La oficina de correos cerrará el lunes por vacaciones, así que hoy es tu última
oportunidad para enviarle el regalo de manera que éste llegue a tiempo. Una vez que cumplas
esta tarea, te reunirás con tu marido para comer. Tu lóbulo frontal tiene una imagen clara de lo
que debes hacer en los próximos momentos.
De camino hacia la oficina de correos, ves que tus almacenes favoritos han puesto de
rebajas esa colección de primavera que tanto te gusta. El enorme cartel de rebajas del
establecimiento actúa como el estimulo externo que desencadena un impulso. ¿Cuál de las
siguientes cosas harías?
Opción A. Te pones tan nerviosa que olvidas tu objetivo inicial y dejas que tus
sentimientos ahoguen tu propósito. De inmediato, dejas el coche en el aparcamiento de los
grandes almacenes. Cuando por fin miras el reloj, son las dos de la tarde. La oficina de correos
está cerrada y llegas tarde a comer.
Si eliges esta opción, los resultados serán los siguientes: cuando descubres las rebajas de
tu establecimiento favorito, el estímulo externo es tan intenso que el encargado de la disciplina
cerebral ya no logra evitar que tu mente se distraiga con otros estímulos. El control de los
impulsos ha desaparecido, al igual que tu concentración en el plan original. Tus prioridades han
cambiado e ir de compras se convierte en la nueva meta de tu lóbulo frontal. En consecuencia, tu
comportamiento ya no se corresponde con tu objetivo inicial. La necesidad de satisfacer tus
sentimientos y necesidades a corto plazo superan la falta de sensaciones relacionadas con tu
objetivo a largo plazo. No tomas la decisión de cambiar la hora de la comida con tu marido y no
analizas las consecuencias futuras con respecto al regalo de tu madre; y, sobre todo, no piensas
en todas las personas que se verán afectadas por tu comportamiento despreocupado.
Opción B. Sintiendo la urgencia de echarle un vistazo a las rebajas, utilizas el lóbulo
frontal y examinas las posibilidades. Éste conjura una imagen mental de la naturaleza apremiante
del recado. Sopesas tus prioridades y decides seguir el plan de acción original. No obstante, el
lóbulo frontal te presenta otra opción que resolverá tu dilema y añadirá un nuevo objetivo a tu
lista: después de comer con tu esposo, pasaras la tarde de compras.
Esto es lo que ocurriría si eligieras la opción B: tu corteza prefrontal te permitiría seguir
con tu meta inicial para que tus actos se correspondan con tus objetivos.
De esta forma, el lóbulo frontal impide que el cerebro preste atención a los estímulos
externos que no se ajustan a tu objetivo. Además proporciona la fuerza necesaria para no
responder a los estímulos que generan sentimientos de gratificación inmediata. Así, nos otorga la
capacidad para aferramos a nuestros sueños, ideales, propósitos y objetivos a largo plazo en lugar
de a las posibles satisfacciones momentáneas. Impide que nos dejemos llevar por reflejos
impulsivos.
La opción A es típica de las personas que se distraen con facilidad con los estímulos
externos. Así es como nos conduciríamos por la vida sin el lóbulo frontal. Podemos distraernos
con oportunidades conocidas o circunstancias de nuestro mundo exterior que no coinciden con
nuestros objetivos originales. Y esto ocurre porque preferimos la gratificación inmediata a la
capacidad de elegir más allá de las sensaciones corporales desencadenadas por algo del entorno.
Alguna parte del cerebro debe ser capaz de filtrar la enorme cantidad de estímulos que
recibimos a diario y mantener nuestra atención centrada en los estímulos que nuestro libre
albedrío considera más importantes, nuestras elecciones y nuestros objetivos principales. En otras
palabras, debe haber una parte del cerebro que actúe como un departamento de clasificación y
nos permita procesar toda esa información. Por ejemplo, ahora mismo hay sonidos a tu alrededor
a los que no estás prestando atención. Si dejas de leer y te pones a escuchar, oirás algo que no
percibías momentos antes. Tu cerebro ha estado procesando esa información porque la estaba
oyendo, Pero hasta que no fijaste tu atención en ese sonido no escuchaste en realidad el estímulo
auditivo. El lóbulo frontal es el que nos otorga la capacidad de elegir a qué estímulos queremos
prestarles atención, mediante la supervisión de las diversas señales procedentes del mundo
exterior.
El lóbulo frontal también controla otras partes del cerebro para impedir que la mente se
traslade a recuerdos y asociaciones, a otros pensamientos o a estímulos externos que no estén
relacionados con lo que nos traemos entre manos. Por ejemplo, reprime el papel asociativo del
lóbulo temporal para evitar las imágenes y las emociones asociadas que no estén relacionadas
con el centro de nuestra atención.
En el caso de una persona que sufre un estallido emocional ante una complicación
insignificante, las señales que le envía su cuerpo son tan estridentes y perseverantes que el lóbulo
frontal no puede aferrarse al objetivo principal; las sustancias químicas asolan el cuerpo y el
cerebro y el sistema nervioso autónomo toma el control para satisfacer las demandas corporales.
Sin embargo, como ya hemos visto, el lóbulo frontal puede convertir un pensamiento en
algo tan importante que todo lo demás deja de existir. La imagen mental ocupa nuestra atención
consciente hasta tal punto que el mundo exterior parece desvanecerse. Si fuéramos capaces de
utilizar las habilidades de nuestro lóbulo frontal, podríamos dejar a un lado las distracciones y el
mal comportamiento de nuestra familia y llevar a cabo aquello que necesitamos. Los demás
pensamientos sobre nuestra familia y los acontecimientos recientes dejarían de existir, en cierto
modo.
La religión y el cerebro
Durante mucho tiempo, el mundo espiritual y, más específicamente, las experiencias
trascendentes que experimentan muchas personas en determinados estados de éxtasis espiritual,
se han considerado ajenas al reino biológico, natural o a cualquier cosa «real». Un nuevo campo
de estudio denominado neuroteología ha experimentado un extraordinario auge en los últimos
años.
Los investigadores, entre los que destaca el doctor Andrew Newberg de la Universidad
de Pensilvania, han tratado de cuantificar esas experiencias espirituales y de descubrir, por
ejemplo, lo que ocurre en el cerebro de los monjes budistas tibetanos mientras meditan o en el
de las monjas franciscanas mientras rezan. Trabajando con sujetos inmersos en un estado
meditativo o de oración, han determinado que el grupo de neuronas de la parte superior del
lóbulo parietal (el área asociada a la orientación) se apaga durante estos períodos de
concentración intensa. Como era de esperar, el lóbulo frontal se enciende como una bombilla.
La función del centro de la orientación es localizarnos en el tiempo y en el espacio: establecer
qué colocación física tiene nuestro cuerpo en el espacio y trazar los límites de la zona que ocupa
nuestro cuerpo. Si la actividad en esta zona es casi inexistente, no es de extrañar que estas
personas experimenten una sensación de «unidad» con el universo. El director de orquesta
cerebral, a la par que permite la concentración focalizada, también acalla el centro que define
nuestros límites corporales, como si silenciara al coro de la orquesta. El lóbulo frontal también
ha suspendido la capacidad para situarnos en un lugar determinado del tiempo y del espacio, así
que no existen límites entre nosotros y los demás, ni entre nosotros y el entorno. El espacio y el
tiempo dejan de existir y, como dice el doctor Newberg: «Comenzamos a percibir el yo como
algo infinito e íntimamente vinculado con todos y con todo».15
Gracias a su trabajo con personas capaces de tal grado de concentración, de focalización
y de observación y con un sentido tan elevado de la autopercepción, estos investigadores han
demostrado que existe una correlación directa entre la contemplación espiritual y la alteración
de la actividad cerebral. Durante un estado de reflexión intensa, las experiencias mentales son
tan reales para las personas que meditan como lo que vemos a través de la ventana. La
vinculación existente entre la experiencia espiritual y la función neurológica no significa
necesariamente que los cambios neurológicos originen la experiencia. El cerebro puede estar
percibiendo una realidad espiritual.
Recuerda que siempre que experimentamos algo y lo almacenamos en el cerebro como un
recuerdo a través de la asociación podemos volver a experimentar esos sentimientos con el
estímulo ambiental adecuado. Si entramos en casa de nuestra madre y olemos su pollo frito
después vamos a la cocina y vemos el pollo que se enfría en el plato y más tarde cogemos un trozo
para probarlo nuestra corteza asociativa se activará y todos los pollos fritos que hemos comido con
anterioridad aparecerán en nuestra mente como el fantasma de Jacob Marley. En esos momentos se
producen ciertos cambios neurológicos y si algún científico nos inyectara un radioisótopo en ese
preciso instante de deleite gustativo y nos explorara el cerebro con una tomografía por emisión de
positrones vería una imagen de la influencia que tiene el pollo frito en nuestro cerebro. Eso no
significa que el pollo frito no exista en realidad. ¿Por qué iba a ser diferente una experiencia reli-
giosa o una determinada respuesta neurológica espiritual?
El mundo que se desvanece
Cuando conducimos por la carretera y pensamos en algo importante o significativo para
nosotros, podemos conducir durante cincuenta o sesenta kilómetros sin un solo recuerdo del
mundo exterior. Y eso se debe a que el lóbulo frontal inhibe todas las demás regiones cerebrales
y la imagen interna de nuestros pensamientos se vuelve más real que el mundo que nos rodea.
Cuando esto ocurre, el cerebro deja de ser consciente del paso de los minutos (porque perdemos
la noción del tiempo), del entrono (no vemos nada porque nuestra corteza visual está
desconectada) y de nuestro cuerpo. De hecho, nos sentimos como si no tuviéramos cuerpo: lo
único que vemos es ese importante pensamiento de nuestra mente. Este proceso se denomina
disociación, y tiene lugar cuando nos distanciamos de forma natural de las continuas sensaciones
del cuerpo en el mundo exterior y en el tiempo. Dejamos de asociar nuestro «yo» con el entorno.
Cuando esto ocurre, el «operador» (el lóbulo frontal) desconecta todas las líneas telefónicas para
que podamos prestar atención a los pensamientos más importantes sin que nos distraigan.
Cuando el lóbulo frontal toma las riendas, dejamos a un lado gran parte de nuestros
circuitos neuronales y de nuestras redes neurales; desconectamos el «yo» sináptico, la identidad
personal cartografiada en el resto del cerebro. Abandonamos el escenario de ese «yo», con todas
sus asociaciones sensoriales y sus asociaciones con sucesos y recuerdos sobre gente y cosas, en
un momento y en un lugar determinados. Abandonamos las asociaciones con todo lo que
conforma nuestra identidad individual. 16 Por lo tanto, no sólo nos disociamos de nuestro cuerpo,
del mundo exterior y de nuestra noción del tiempo, también nos alejamos del territorio que nos
estructura como persona con una historia. Perdemos nuestra asociación con el «yo» y pasamos de
ser «alguien», con todas sus identificaciones, a ser «nadie». Desaparecemos. Olvidamos nuestro
«yo» y lo que recordamos sobre como debería ser. Nos convertimos, literalmente, en el
pensamiento que ocupa nuestra mente. Esa habilidad natural que poseemos de hacer desaparecer
nuestra identidad cuando conducimos nuestro coche es la misma que usamos deliberadamente
para reestructurar nuestro cerebro.
No hace mucho tuve algunos problemas con el motor del coche y se lo llevé a un
mecánico del vecindario, que era conocido en la zona como un gurú de los garajes. Desde fuera,
nadie habría dicho que hubiera nada ni nadie especial en el edificio, pero cuando hablé con el
mecánico, me quedé impresionado por la intensidad de su mirada. Una vez que le describí los
síntomas, sin embargo, esa intensidad se apagó y fue sustituida por una especie de mirada vacía.
Me dio la impresión de que él y yo ya no nos encontrábamos en el mismo lugar del tiempo y del
espacio.
Cuando me dijo que pusiera el motor en marcha, me quedé a su lado mientras inclinaba la
cabeza hacia un lado de una forma muy parecida a la del perro del antiguo logotipo de la RCA.
Le pregunté si oía el mismo chasquido metálico que yo, pero no me contestó, y esa mirada vacía
apareció de nuevo en sus ojos. Me di cuenta de que estaba analizando datos, especulando sobre
las posibles causas del ruido y realizando un inventario de posibilidades y soluciones. Mi
mecánico estaba comparando ese sonido con otros similares que había escuchado a lo largo de
los treinta años que llevaba en el negocio. Todas esas experiencias habían activado una y otra vez
las células nerviosas y, como ya sabemos, «las neuronas que se activan juntas, se estructuran
juntas». Aunque el problema de mi coche no era de naturaleza eléctrica, mi mecánico tenía un
puñado de circuitos neurológicos integrados que procesaban una serie de conocimientos a fin de
diagnosticar cualquier posible problema que el automóvil pudiera tener.
Yo pensé en las experiencias que había tenido en el concesionario donde compré el coche,
donde lo primero que hicieron los técnicos fue colocar el coche en un aparato de diagnóstico. ¡En
ese taller había un aparato mucho más sofisticado y con una capacidad de memoria mucho
mayor! Ambos «aparatos» tienen una característica en común: reducen el campo de entradas a
aquéllas que pueden proporcionar la solución al problema. Mi mecánico local hizo justo eso, y el
motor ha funcionado sin problemas desde entonces.
Quizá pueda decirse lo mismo de los seres humanos. Quizá dentro miles de años de
evolución, descartemos miles de millones de datos porque no consideremos importante esa
información. De ser así, tal vez nos perdamos grandes oportunidades que van mucho más allá
de lo que creemos saber. ¿Qué ocurriría si todos esos bits de información ya existieran y lo
único que hiciera falta para que nuestro cerebro los procesara fuera prestarles atención? Puede
que la genialidad ya esté al alcance de nuestra mano.
En la zona
Hemos escuchado a algunos atletas hablar acerca del fenómeno de «estar en la zona». Un
jugador de béisbol puede llegar a decir que cuando la pelota se acerca parece del tamaño de un
pomelo. Michael Jordán afirmaba que tenía la sensación de que no podía fallar los lanzamientos,
porque la canasta le parecía del tamaño de un contenedor de basura. En ambos casos, las voces de
la multitud, los demás jugadores de la cancha o del campo, o incluso el propio recinto de juego,
parecen desaparecer. No existe nada salvo la pelota y el bate o el balón de baloncesto.
La mayoría de nosotros hemos experimentado situaciones similares, como por ejemplo
cuando aquello en lo que trabajamos se convierte en lo único que vemos y todo lo demás se
desvanece. Nos trasladamos a la zona. Estamos allí sólo temporalmente, pero si logramos
aprender cómo tomar las riendas de nuestra atención y de nuestra habilidad para estar presentes,
podemos aumentar la longitud y la frecuencia de nuestras estancias en la zona.
Cuando estamos tan concentrados que no tenemos conciencia de ningún estímulo extraño,
salvo de aquellos que consideramos vitales, comenzamos a notar que nuestra noción del tiempo
disminuye y que nuestra percepción de los objetos en el espacio se desvirtúa. Cuando para el
cerebro no existe más que una sola acción u objetivo, el futuro Y el pasado dejan de existir, no
hay éxitos ni fracasos, cosas buenas ni malas; sólo existe este momento, el ahora. Perdemos la
noción de los límites que separan nuestro «yo» del resto.
Cuando la focalización de una persona está tan centralizada y es tan móvil que esa
persona puede apartar toda la atención de su identidad para concentrarla en un pensamiento, en
una acción o en un objeto, su lóbulo frontal elimina todos los estímulos sensoriales procedentes
del entorno. El cien por cien de la atención cerebral está centrada en la relación entre el
pensamiento y el hecho. En esencia, la identidad de esa persona deja de ser el «yo» con una
historia; su nueva identidad pasa a ser el pensamiento o el objetivo que tienen en mente. Su
mente se vuelve uno, se unifica, con el objeto en el que está concentrada. El cerebro y la mente
dejan de activar los circuitos neuronales que constituyen la identidad básica; ya no repiten el
pasado en absoluto. La mente se encuentra ahora en la mejor posición para aprender, crear y
desempeñar una habilidad. El lóbulo frontal es la parte del cerebro que nos permite estar
completamente en el momento presente.
Una nueva esperanza en el Trastorno por Déficit de Atención
Hay un viejo chiste que dice algo así: «De pequeño era tan pobre que ni siquiera podía
prestar atención». Sin embargo, la incapacidad para prestar atención no es cosa de risa. Una
alteración del lóbulo frontal que ha llegado a admitirse como problema clínico es el llamado
Trastorno por Déficit de Atención (TDA). 17 Según la sólida investigación del doctor Daniel G.
Amen sobre los seis tipos de TDA, este trastorno se produce en el momento en que la corteza
prefrontal no funciona de la manera apropiada cuando la persona trata de concentrarse. La
mayoría de los estudios ha demostrado que las causas del TDA son principalmente congénitas.
En otros casos, el trastorno es el resultado de heridas en la cabeza en las que el cráneo sufre un
impacto directo. Algunas de las personas que padecen este trastorno son exdrogadictos y
consumidores habituales de alcohol; otras son hijos de alcohólicos. Además del componente
médico, algunos expertos establecen que el TDA está causado por una falta de la estructuración
social durante el desarrollo infantil.
El TDA es un auténtico problema clínico. Las últimas técnicas de exploración por
imágenes muestran el esfuerzo supremo que realizan los pacientes cuando comienzan a
concentrarse. En este trastorno, el lóbulo frontal no aumenta su actividad cuando se concentra en
algo nuevo, sino todo lo contrario. Las pruebas clínicas de los pacientes con TDA demuestran
que, cuando se concentran, se produce una disminución del flujo sanguíneo cerebral en los
lóbulos frontales. Los estudios por imágenes han demostrado con claridad que cuanto más tratan
de concentrarse estos pacientes, más disminuye la afluencia de sangre a la corteza prefrontal,
hasta que llega un momento en que se anula.
Muchos de los síntomas del TDA son prácticamente los mismos que los de un individuo
con una lesión quirúrgica o traumática del lóbulo frontal: bajo nivel de atención, dificultad para
aprender de las experiencias, poca capacidad de organización, incapacidad para concentrarse en
las tareas y para llevarlas a cabo, falta de control sobre los actos, distracción fácil, bajo grado de
planificación y una tendencia a ser tan firmes en sus actividades y opiniones que no hacen
concesiones en cuanto a su comportamiento, ni siquiera cuando saben que ese comportamiento
no les sirve de nada.
La gente que padece TDA parece normal, ya que puede operar dentro de tareas rutinarias
que ya han estructurado en el resto de la corteza. Cuando se trata de hacer coincidir sus
representaciones mentales con su comportamiento, concentrarse en tareas nuevas u organizar sus
vidas, es evidente que los pacientes de TDA tienen serios problemas. Por ejemplo, casi la mitad
de los niños hiperactivos con un TDA que no ha sido tratado serán arrestados por un delito grave.
La mitad de los internos de una prisión sufren TDA. Algo más de un tercio de los individuos con
TDA jamás llegarán a terminar el instituto. Algo más que la mitad abusará del alcohol y las
drogas. Y los padres de niños con TDA se divorcian tres veces más que las familias sin TDA.
Y aquí es donde la cosa se pone interesante. Goldberg utilizó a dos tipos de persona en el
experimento. Uno de los grupos estaba formado por individuos sanos, sin historial de
enfermedades neurológicas; el otro grupo estaba formado por pacientes con distintos tipos de
lesiones cerebrales. Lo que descubrió es que las personas que tenían lesiones en el lóbulo frontal
poseían serias dificultades para responder, mientras que los pacientes con lesiones en otras áreas
del cerebro presentaban pocos o ningún deterioro en la toma de decisiones voluntarias. En otras
palabras, a las personas con el lóbulo frontal dañado les resultaba difícil elegir lo que les gustaba.
Los pacientes con lesiones en otras regiones cerebrales, al igual que los sujetos normales, no
encontraron dificultad alguna para completar el ejercicio.
El doctor Goldberg llevó la prueba aún más allá. Les dijo a los pacientes con el lóbulo
frontal dañado que eligieran la opción «más similar al objetivo» y después les dijo que eligieran
la opción «más distinta al objetivo». Hizo lo mismo con los participantes sanos y los utilizó como
grupo control. Es una prueba de familiaridad (cosas conocidas) muy sencilla. Bajo estas
condiciones, sin posibilidad de elecciones ambiguas, los pacientes con el lóbulo frontal lesionado
llevaron a cabo las tareas tan bien como el grupo control.
Este experimento nos lleva a dos conclusiones distintas. En primer lugar, los lóbulos
frontales son de suma importancia a la hora de tomar decisiones por voluntad propia, en especial
cuando la interpretación de la situación en la que existen más de dos resultados posibles depende
enteramente de los individuos. En segundo lugar, el lóbulo frontal dejar de ser crucial cuando las
situaciones se reducen a una sencilla respuesta correcta o incorrecta. Tal vez la decisión
«correcta», pues, no requiera pensar de una manera tan evolucionada como tomar decisiones
voluntarias.
El estudio también reveló que cuando tomamos decisiones basadas en lo que sabemos y
ya hemos estructurado en nuestro neocórtex (esos circuitos neuronales tan familiares), no sólo
dejamos de activar el lóbulo frontal, sino que tampoco utilizamos el libre albedrío. En otras
palabras, cuando no activamos nuestro lóbulo frontal, creemos que actuamos libremente, pero en
realidad elegimos en base a unas cuantas opciones de datos familiares. Lo que hacemos
realmente es confiar en que se active la maquinaria existente, basándonos en nuestra capacidad
para elegir lo que ya sabemos en lugar de la información nueva que podríamos aprender con la
intervención del lóbulo frontal. Elegir una situación familiar, rutinaria, común y conocida
requiere una actividad mínima en el lóbulo frontal. Así pues, aunque tal vez creamos que
tomamos una decisión basada en el libre albedrío, no elegimos más que aquello que ya sabemos,
y eso no es verdaderamente una elección voluntaria. No es más que un reconocimiento de
modelos. Se trata de una respuesta y de una reacción, no de libre albedrío.
¿Cuántas veces hacemos eso en nuestra vida diaria? ¿Es lo correcto o lo incorrecto, lo
bueno o lo malo, lo demócrata o lo republicano, el éxito o el fracaso lo que nos obliga a
comportarnos como si tuviéramos una lesión en el lóbulo frontal? Por ejemplo, cuando
reconocemos situaciones familiares en nuestra vida, ¿activan esas situaciones las redes neurales
asociadas que nos hacen pensar y comportarnos tal y como ordena nuestra estructuración? ¿Y eso
significa que no hemos tomado la decisión libremente? ¿Hemos desencadenado una respuesta
asociada a un programa automático que procesa la información en nuestro cerebro de forma
inconsciente y automática?
Si esto es así, quizá la publicidad sea una forma de codificar repetidamente un recuerdo
sobre un producto en nuestro cerebro de una manera tan permanente que cuando aparezca una
situación en la que tengamos que tomar una decisión, recordemos el patrón neurológico más
inmediato que satisfaga nuestras necesidades. En este caso, el libre albedrío no tiene nada que
ver. No hacemos más que responder a un estímulo en base a un limitado surtido de patrones
preprogramados. Requiere esfuerzo pensar y contemplar las posibilidades que van más allá de las
decisiones correctas e incorrectas, de las conocidas y las desconocidas, y eso significa que
debemos eliminar programas integrados en nuestro cerebro.
Cuando el lóbulo frontal no está activo, sólo podemos responder a lo que sabemos y ya
está almacenado en nuestro cerebro, y siempre elegiremos lo que sabemos. Creemos que
elegimos, pero en realidad no hacemos más que utilizar mecanismos de respuesta automática
diseñados para crear un alivio y una gratificación inmediatos. En ese caso, pues, nuestras
respuestas emocionales (ésas tan repetitivas, rutinarias y predecibles; ésas a las que somos
adictos) son un producto del aletargamiento del lóbulo frontal. Si el lóbulo frontal se duerme,
nosotros también.
Otros tipos de evaluación de los conocimientos, como los exámenes de preguntas largas,
les exigen mucho más a los lóbulos frontales (y por lo tanto, también a los alumnos). Cuando se
les pide a los alumnos que respondan a preguntas abiertas, tienen que formular respuesta basadas
en lo que han aprendido. Este enfoque requiere que reúnan toda la información aprendida,
piensen en las posibilidades y repasen el material para comprenderlo mejor. En este punto, los
alumnos están utilizando el lóbulo frontal a pleno rendimiento. La utilización del método
socrático, y su confianza en las preguntas que nos sacan de lo conocido y ponen en entredicho
nuestras suposiciones, es un sistema excelente de evitar la recitación de memoria que caracteriza
a nuestro sistema educativo y que tan poco utiliza el lóbulo frontal.
Decisión.
Lucidez.
Alegría.
Capacidades disponibles.
Adaptabilidad.
Focalización.
Comportamiento disciplinado.
Capacidad de hacer que los sueños, los objetivos y los propósitos se conviertan en
algo más real que el mundo exterior y que las reacciones corporales.
Anticipación.
Individualidad.
Y ésta es una lista de las características que aparecen cuando el lóbulo frontal no funciona
a pleno rendimiento:
Apatía y pereza.
Fácil distracción.
Pasividad.
Desorganización.
Impulsividad.
Demasiada emotividad.
Desatención.
Gregario.
Supuse cuáles serían esas intromisiones. Por otras conversaciones, he sabido que John es
tan distinto de su familia como el día de la noche. Cada uno de sus cinco hermanos es tan activo
como él contemplativo, y ellos son proclives a los estallidos emocionales y al dramatismo,
mientras que él es tranquilo y estable (y todos tienen hijos). Por teléfono, me habló de que estaba
tratando de organizar una salida —algo tan sencillo como ir todos juntos a comer— y que estaba
resultando tan difícil como «reunir un rebaño de gatos». Tratar de hacer coincidir el horario de
todos los niños (estaban en plena temporada de fútbol y de T-ball) y las preferencias dietéticas
(desde vegetarianos hasta voraces y obstinados carnívoros) era bastante difícil. Tratar de lidiar
con los diferentes estados emocionales de veintiséis personas (sus padres incluidos) había sido
casi imposible... pero no del todo.
Después de cuatro días de una visita programada para seis, sin embargo, se dirigía hacia
el aeropuerto para volver a casa. Estaba harto del ruido incesante, de las conversaciones en las
que se necesitaba un hacha para meter baza y de la atención constante que exigían los niños. Me
dijo que siempre se había creído capaz de mantener la calma en medio de cualquier tormenta,
pero, azotado por el viento y calado hasta los huesos, en ese viaje se había escondido bajo la
cubierta. Conducir el coche de alquiler recién asegurado sería justo lo que necesitaba para
relajarse un poco; de otra forma, estaba seguro de que habría visto en el telediario cómo lo
sacaban arrestado del avión por haber intentado saltar desde una de las puertas de la cabina.
Ambos nos echamos a reír, a sabiendas de que nunca sería capaz de algo así. También
sonreí cuando me dijo que el trabajo con el que llevaba dos meses, con mi ayuda, le había hecho
posible sobrevivir a la visita que había hecho a su familia, al menos durante un rato. John se
había quedado intrigado con mi historia sobre la RSE y mi pasado con las artes marciales. Él
nunca se había interesado mucho por el deporte, pero le fascinaba la disciplina mental del yudo,
del karate y de las demás. Bromeó sobre convertirse en un guerrero ninja, pero un ninja escritor.
Así que le conté el planteamiento que yo había seguido años antes, cuando estaba a punto de
conseguir el cinturón negro. Realizaba combates de entrenamiento con otros miembros de mi
clase, en ocasiones con dos o tres a la vez.
Aunque realizaba algunas sesiones de entrenamiento en casa con alguno de esos
compañeros, también pasaba el mayor tiempo posible sentado en el sofá, luchando con ellos en
mi cabeza. Había trabajado con todos ellos antes, y sabía cuáles eran sus tónicas, sus puntos
fuertes y sus debilidades, de modo que sabía bastante bien lo que podía esperar de ellos. A fin de
prepararme para el examen de cinturón negro, repasé una y otra vez en mi mente cómo lucharía
con cada uno de ellos; podía ver mis bloqueos y patadas, y las secuencias y combinaciones que
usaríamos, tanto ellos como yo. También practiqué en mi mente todas mis técnicas y
movimientos para asegurarme de que mis bases eran precisas e impecables. A medida que la
sesión mental progresaba, perdí la noción del tiempo y del espacio; era como si realmente
estuviera en el gimnasio y no en casa. Cuando terminé con la sesión, me sentí preparado, y me di
cuenta, no sin cierto asombro, de que si bien me parecía que acababa de sentarme, en realidad
había pasado más de una hora.
John se moría de ganas de aprender cómo conseguir un estado mental similar mientras
escribía, y había estado practicando durante los dos meses anteriores a su viaje. Se llevó el
trabajo consigo tal y como había planeado, y me dijo que había conseguido sacar una o dos horas
al día para hacer algunas revisiones. Al principio, la cacofonía y el caos generados por sus
parientes y sus sobrinos lo habían sumergido en una nube de conmoción. Me lo imaginé sentado
en una silla mientras sus sobrinos y sobrinas corrían a su alrededor exigiendo su atención. Sus
fallidos intentos por organizar y estructurar el día yacían esparcidos por el suelo, aplastados bajo
el alboroto entusiasta de los niños. Sin embargo, durante unas cuantas sesiones matinales, e
incluso algún rato después de que los más pequeños y sus soñolientos padres se levantaran de la
cama para echar los cereales en los tazones de su progenie, John sacó tiempo para hacer parte de
su trabajo.
Sus padres todavía vivían en la misma casa donde él había crecido. Se trataba de una
enorme y extensa casa victoriana cuyo rasgo principal era el porche que la rodeaba y que se había
dividido en tres partes. Dijo que se sentía igual que cuando era un niño y se subía a un álamo que
había al otro extremo de la propiedad en busca de un momento de tranquilidad. Allí leía durante
horas, o miraba hacia arriba a través del mar de hojas para contemplar las formas de las nubes
que pasaban. Se quedaba allí hasta la hora de la cena, cuando por fin notaban su ausencia y sus
padres enviaban a una partida de búsqueda para encontrarlo.
Instigado por los recuerdos de su infancia, John salió al porche poco después del
amanecer, antes de que los demás se levantaran. En lugar de sentarse en la zona principal del
porche, eligió la que se encontraba más lejos de la cocina, una especie de escondrijo donde
colocó una silla de mimbre para sentarse.
Durante esas sesiones de trabajo a primera hora de la mañana, su familia y todas las
distracciones eran tan silenciosas e invisibles como lo era él para ellos. Me contó lo sorprendido
que se había sentido al ver que cuando por fin lo descubrieron y lo llevaron de vuelta a la locura
habían pasado tres horas. Una vez que el bullicio de los pájaros que emanaba de los árboles a esa
temprana hora de la mañana se desvaneció, John dejó de oír los golpes del tenedor contra el plato
mientras batían la masa para las tortitas, las risas de Elmo y los ruidos de Thomas, La
Locomotora. Todas las imágenes y los ruidos de la ajetreada casa se desvanecieron y lo único que
existía para él era el resplandor azulado de la pantalla de su ordenador portátil.
John me dijo que esos momentos le parecían una bendición, pero que no era capaz de
repetirlos durante el resto del día ni de mantener la sensación de paz que le proporcionaban. Le
dije a John que me impresionaba que hubiera logrado tener al menos esos momentos al día. Él
me replicó que la casa en la que todos ellos habían crecido parecía haber sido embrujada y que
sus hermanos habían vuelto a la adolescencia. Él mismo se sentía arrastrado hacia las discusiones
y las nimiedades, y cuando esas horas tranquilas de las mañanas comenzaron a disminuir, supo
que había llegado la hora de marcharse.
Veo la experiencia de John como otra metáfora de cómo funcionan nuestro cuerpo y
nuestra mente juntos... y de cómo en ocasiones también parecen estar en desacuerdo. Como ya
hemos visto, en lo que se refiere a las adicciones emocionales, el cuerpo se comunica con el
cerebro de ciertas formas que a veces resultan perjudiciales (revisa el Capítulo 9). Muchas veces,
hay tantas partes del cuerpo que reclaman nuestra atención que resulta asombroso que seamos
capaces de ponernos en pie siquiera. Recibimos tanta información de nuestro entorno y de
nuestro medio interno que nos ahogamos en un mar de datos y estímulos que compiten por llamar
nuestra atención y que muestran muy poca colaboración.
Por suerte para nosotros, y como ahora ya sabemos, también podemos encontrar una
especie de estado de gracia en medio del bullicio del entorno. Lo que John experimentó durante
esos momentos en el Porche y cómo interrumpió el caos que lo rodeaba es una lección sobre
cómo acallar el tumulto emocional que todos experimentamos con tanta frecuencia. Si John
reflexionara más a fondo sobre lo que hizo (encontrar un refugio de paz en el que poder trabajar y
perder la loción del tiempo y del espacio), descubriría que la clave está en romper con las
adicciones emocionales y con la rutina acostumbrada de nuestra vida diaria, basadas en los
recuerdos del pasado. Comprendería mejor que todos poseemos la capacidad de cambiarnos a
nosotros mismos, de alterar nuestros comportamientos, de anular los efectos de ciertos rasgos y
de romper los eslabones que nos encadenan a nuestras inclinaciones heredadas genéticamente.
Lo más sorprendente es que, al igual que John, todos somos capaces de dejar de prestar
atención a lo que nos rodea. ¿Cuántas veces nos hemos sentado a ver la televisión mientras
alguien nos hablaba y ni siquiera éramos conscientes de su presencia, y mucho menos de sus
comentarios y preguntas? ¿Qué ocurre cuando nuestra pareja nos echa la bronca por algún
motivo relacionado con nuestro comportamiento? ¿No es cierto que bajamos el volumen de la
reprimenda y desconectamos de todo lo que nos dice?
Cuando queremos, somos grandes expertos en la audición selectiva y la toma de medidas.
¿Qué ocurriría si le diéramos a esas habilidades un mejor uso? Y si ya poseemos una
rudimentaria capacidad para concentrarnos todavía sin explotar, ¿qué ocurriría si la
perfeccionáramos? Lo más importante en este punto es que comprendamos que, por más torpes e
inexpertos que seamos ahora, podemos llegar a poner en práctica esta especie de «bloqueo».
Tal vez las prácticas que realizó John antes del viaje puedan proporcionarnos algunas
respuestas. Él ya había avanzado unos cuantos pasos en el uso del lóbulo frontal para bajar el
volumen del resto de centros del cerebro. John ha aprendido a acallar su corteza sensorial, su
corteza motora y los centros emocionales del cerebro mientras escribe, y entra en una especie de
trance. Puesto que yo también escribo, me interesa el método que siguen otros escritores para
entrar en la zona de concentración necesaria para llevar a cabo su trabajo.
Por ejemplo, sé que John había tenido lo que él llama «momentos místicos» cuando se
sentaba a crear. Lo primero que hacía era poner música. No cualquier tipo de música: había
descubierto que si la música tenía letra, le costaba mucho más concentrarse, así que siempre
elegía música instrumental, ya fuera clásica, bandas sonoras o New Age. El jazz le parecía
demasiado «ajetreado». Cuando trabajaba en los primeros borradores y ni le hacía falta consultar
notas, utilizaba velas para que la iluminación fuera más suave. La combinación de la música y el
ambiente lo ayudaba a encontrar un núcleo de calma; y siempre escribía los primeros borradores
por la noche, cuando «El resto del cerebro estaba lo bastante cansado como para mandarlo a
dormir sin problemas», como él decía.
John siguió esta estrategia sin saber nada del lóbulo frontal ni de sus efectos y poderes.
Había intuido los beneficios de la concentración focalizada y diseñó su propio método para
conseguir ese estado de calma. En los últimos meses, él y yo hemos hablado de manera más
explícita sobre el lóbulo frontal y el papel que juega en la concentración y la focalización. John
decidió utilizar esta información para un propósito muy específico: quería escribir mejor y
adentrarse con más facilidad en ese estado que le permite escribir. Sufrió el llamado «bloqueo del
escritor» cuando terminó su tesis, y estaba decidido a no pasar nunca más por esa experiencia.
Comenzó a prestar atención a su entorno y a su estado mental en los días buenos, cuando el
proceso creativo le resultaba tan fácil como navegar a favor del viento en un día soleado; y
también en esos días en los que se sentía como si navegara en contra del viento y las olas
chocaran contra su proa. Al final llegó a algunas conclusiones sobre lo que funcionaba y lo que
no funcionaba, con el tiempo, perfeccionó el proceso y lo repitió tantas veces que era capaz de
concentrarse en su trabajo sin necesidad de las velas, de la música o de que fuera de noche.
Cuando me llamó por teléfono, se quejó de no haber podido reproducir esos mismos
resultados fuera del «laboratorio» de su casa. Cuando fue a la casa de sus padres, le pareció que
todo se había venido abajo. Yo le aseguré que su método era bueno y que debería pensar en las
veces que había conseguido trabajar durante el viaje y considerarlas como un éxito mayúsculo,
algo de lo que aprender. Cuando regresó a su casa y se liberó de las distracciones, pudo
reflexionar con más objetividad sobre esos buenos y malos días (en términos de trabajo), y llegar
a conclusiones firmes sobre lo que los había hecho más o menos productivos. La clave era
empezar por el principio: utilizando la capacidad de observación.
Comprometerse a cambiar
Puesto que la mayoría de la gente es mala observadora y no ve los vínculos evidentes
entre el comportamiento, la salud y los estados de ánimo, a menudo es necesario que ocurra uno
de esos sucesos que te cambia la vida para que las personas concentren la atención en sí mismas,
en sus gustos e inclinaciones. La buena noticia es que el hecho de que estés leyendo este libro
indica que sientes deseos de cambiar. La motivación adecuada es fundamental ya que nos permite
llevar a cabo cambios en nuestra vida y en nosotros mismos.
En un mundo ideal, reconoceríamos que somos adictos a nuestras emociones mucho antes
de que empezaran a manifestarse las evidencias del daño que nos hacen. Como ya vimos en los
Capítulos 9 y 10, la gran mayoría de la gente comienza a darse cuenta de su adicción emocional a
través de la manifestación física que provoca la respuesta al estrés corporal. Ese dolor de espalda
que aparece siempre que se acerca un plazo importante o el resfriado que pillamos después de
trabajar hasta tarde durante semanas para acabar un trabajo, son un resultado del estrés. El hecho
de explotar a la mínima provocación es una consecuencia de un nivel elevado de estrés y de una
disminución de la actividad en el lóbulo frontal. Y las repercusiones pueden llegar a ser
trastornos y enfermedades mucho más graves.
Por favor, echa otro vistazo al Capítulo 10 para repasar las características que proporciona
un lóbulo frontal saludable.
Sabemos lo importante que es el lóbulo frontal a la hora de iniciar y dominar el cambio.
Y, aunque este lóbulo nos ayuda a concentrarnos en un objetivo, es necesario que hagamos un
esfuerzo de voluntad para permitir que la corteza prefrontal lleve a cabo su trabajo; es decir,
debemos aunar el acto y la intención. Comprometerse a cambiar es siempre complicado. Esos
circuitos neuronales comunes y rutinarios que hemos estructurado en nuestro cerebro nos
permiten vivir una vida cómoda y fácil. Buscamos siempre la comodidad, pero cambiar resulta
incómodo. Prometemos comenzar una dieta, hacer ejercicio a diario, dejar de ver la televisión,
pasar más tiempo y dedicar más atención a nuestros hijos... pero parece que las circunstancias de
la vida van siempre en contra de nuestro objetivo.
Para cambiar hace falta mucho esfuerzo de voluntad y un alto grado de compromiso.
Recuerdo la primera vez que participé en un triatlón.
Las pruebas de atletismo y de ciclismo me resultaban bastante fáciles; llevaba
practicándolas durante tanto tiempo que ni siquiera debía pensar en lo que hacía. También
aprendí a nadar de niño y llevaba años haciéndolo, y tampoco debía prestar mucha atención a lo
que hacía en el agua. Después del primer triatlón en el que competí, me di cuenta de que sabía
mantenerme en el agua, ¡pero no sabía nadar! Me dieron una buena patada en el trasero en la
prueba de natación.
Así pues, encontré un entrenador que me enseñó a nadar, es decir me enseñó a dar
brazadas y a fortalecer la espalda con técnicas de perfeccionamiento. En la primera clase me
quedé asombrado al darme cuenta de que no me habían enseñado a nadar de la forma más
eficiente, y tampoco de una manera que me permitiera ir más rápido. Me habían enseñado el
método más recomendable para mantenerme a flote y ayudarme a sobrevivir. ¿Te suena de algo?
La mayoría de nosotros hemos aprendido a sobrevivir; de hecho, eso es lo que hacemos la mayor
parte de nuestra vida. Nos las apañamos.
Sin embargo, puesto que yo era una persona muy competitiva, quise hacer algo más que
«apañármelas». Quería ir más rápido. Así pues, busqué a alguien con más conocimientos y
experiencia que yo para que pudiera enseñarme. Fue una experiencia esclarecedora en muchos
sentidos. Tuve que deshacerme de la técnica de brazada que había utilizado durante muchos años
y aprender una forma completamente diferente de mover las piernas y los brazos. Me sentía
frustrado cuando notaba que iba más despacio (ya que tenía que pensar con detenimiento en lo
que hacía), pero con el paso del tiempo el nuevo método comenzó a resultarme más natural.
Cuando me cronometraban en una prueba de cien metros y veía que había mejorado mi
rendimiento, me sentía incluso más motivado a soportar las incomodidades.
No me hizo falta estar a punto de ahogarme para sentirme motivado. Encontré una razón
para cambiar. No estaba satisfecho con el estado de las cosas; no me gustaba terminar entre el
resto del grupo; no me satisfacía «apañármelas» sin más. Además, sólo cuando adquirí ciertos
conocimientos y estructuré una nueva red neural llamada «natación» fui capaz de observar mejor
mi técnica. Al final, conseguí corregir mis defectos.
Retomaremos estas ideas en el Capítulo 12, pero por ahora tengamos presente lo
importante que es encontrar una motivación. Una vez que lo hagamos, nos quedaremos atónitos
al ver que también mejora nuestra capacidad de observación, que nos motivará a abandonar esa
forma de vida y a encontrar una nueva y mejorada zona de bienestar.
La pregunta aún sigue sin respuesta: ¿qué podemos hacer para sacarle el máximo partido
al lóbulo frontal? Hay un viejo chiste que dice algo así: «Un hombre camina por una de las
atestadas calles de Nueva York, y le pregunta a un transeúnte: "Perdone, ¿le importaría decirme
cuál es la mejor forma de llegar a Carnegie Hall?". Sin molestarse en mirarlo, el hombre a quien
le había hecho la pregunta responde: "¡La práctica!"».
Una de las muchas cosas interesantes del proceso de repaso mental es que no necesitamos
el cuerpo para nada, o mucho menos de lo que imaginábamos, y aun así proporciona beneficios.
Si recuerdas, con el experimento del piano del Capítulo 2 aprendimos que la gente que presiona
físicamente las teclas del piano para generar los sonidos de la escala musical incrementa su
destreza (es decir, tienen la misma cantidad de circuitos neuronales en una exploración cerebral)
sólo hasta el mismo grado que los que practicaban la misma actividad mentalmente. No olvides
que uno de los grupos tenía el teclado del piano delante y realizó dos horas de prácticas al día
durante cinco días, mientras que el otro grupo se limitó a observar y a memorizar la técnica antes
de dedicar el mismo tiempo al día a la práctica, aunque sin el teclado delante; solo contaban con
su mente. Los participantes de este último grupo cambiaron la estructura física de su cerebro con
el mero hecho de activar su lóbulo frontal, de llevar a cabo un repaso mental tan real que el
cerebro creía que se trataba de una realidad tridimensional. Al cerebro le dio igual que las teclas
estuvieran o no presentes, estructuró los circuitos de misma manera. Los pensamientos de los
sujetos del grupo de repaso mental se hicieron reales. Durante el repaso mental, si eres capaz de
concentrarte, el cerebro no encuentra diferencias entre lo que se realiza físicamente en la
actividad y el recuerdo de esta actividad.
La idea de que podemos cambiar nuestro cerebro con el simple hecho de pensar tiene
extraordinarias implicaciones que afectan a todo tipo de cambios en nuestra vida. Este repaso nos
otorga la capacidad de crear un nuevo estado mental sin tener que hacer otra cosa más que
pensar.
Es interesante, como ya vimos en el Capítulo 10, que seamos bastante habilidosos a la
hora de desconectar con el ambiente. Cuando queremos, utilizamos la audición selectiva para
escuchar sólo aquello que deseamos oír. (Lo único que debemos hacer es fijarnos en lo bien que
se nos da hacerlo con nuestra pareja, con algún miembro de la familia o cualquier otra persona
que nos importe). Desconectamos, literalmente, trasladando nuestra atención lejos del mundo
exterior. Es evidente que esos pianistas mentales eran capaces de concentrar gran parte de su
atención en la tarea que se traían entre manos y de bloquear los pensamientos no relacionados
que caracterizan gran parte de nuestra actividad mental.
El silenciamiento inicial del resto de centros cerebrales y la concentración en el objetivo
son los primeros pasos que hay que dar para acabar con los patrones de pensamientos basados en
los sentimientos familiares y el apoyo en los estados emocionales. Al lóbulo frontal se le da
bastante bien esa tarea cuando le ordenamos que la lleve a cabo.
El paso siguiente es igual de sencillo: tenemos que crear un ideal en nuestra cabeza de lo
que queremos repasar. Debemos hacernos las presuntas adecuadas después de reflexionar sobre
nosotros mismos, ¿Quién quiero ser? ¿Qué debo cambiar de mí mismo para conseguirlo? quién
conozco o qué fuentes pueden ayudarme a desarrollar este modelo de trabajo en mi mente?
También es interesante resaltar lo que ocurre cuando el director de la orquesta se sube al
podio y pide que los instrumentos guarden silencio. Cuando el lóbulo frontal pide silencio, no
sólo consigue que esos centros se callen, también logra que nuestra conciencia desaparezca por
completo de esos otros circuitos. Para llevar la metáfora un poco más lejos, diremos que la
sección de viento, la de viento-madera y la de cualquier otro instrumento que el lóbulo frontal
necesite permanecerán en escena, mientras que las demás se retirarán a los bastidores. Cuando
focalizamos nuestra concentración se producen cambios poderosos en la actividad cerebral y en
nuestra percepción. Perdemos la noción del espacio y del tiempo. Y lo más significativo, nuestro
cuerpo se calma y entramos en un estado semejante al trance. Durante estos momentos en los que
estamos realmente en silencio, podemos aprender y cambiar la forma habitual de funcionamiento
del cerebro y, por lo tanto, nuestra mente.
Antes de entrar en el proceso de aprendizaje, hablemos un poco más de cómo podemos
utilizar el repaso mental para obtener los máximos beneficios posibles.
Cuestión de elección
Cuando no usamos el lóbulo frontal al máximo de su capacidad funcional, y en especial
cuando no lo usamos en absoluto, nos inundan preguntas relacionadas con la supervivencia.
¿Cuándo voy a comer? ¿A qué hora podré irme a la cama? ¿Por qué tengo los labios tan secos?
¿Cuándo bebí por última vez? ¿Qué aspecto tengo? ¿Me aceptará esta persona?
Para responder a estas preguntas, al igual que para plantearlas, se requiere muy poca
actividad en el lóbulo frontal. Sin embargo, una de las extraordinarias características del lóbulo
frontal es que puede actuar como un «portero» mental. Al igual que el portero de una discoteca,
el lóbulo frontal puede despejar el local para nosotros, de manera que aunque estemos en una sala
cerebral ruidosa y llena de humo, podamos concentrarnos en las preguntas abiertas y
especulativas del tipo de «¿Qué ocurriría si...?», que son de las que se encarga nuestro centro de
procesamiento superior. Ésas son las preguntas que logramos hacernos cuando el resto de centros
permanece en silencio. Estas preguntas de orden superior están muy relacionadas con nuestro
«yo» futuro o potencial. ¿Cómo puedo llegar a ser mejor persona? ¿Cómo puedo modificar mi
comportamiento? ¿Cómo puedo reinventarme a mí mismo? ¿Cómo sería mi vida si yo... (lo que
sea)? ¿Qué es lo que tengo que cambiar en mí mismo para conseguir este resultado en particular?
¿Cómo puedo ser diferente a como soy ahora? ¿Cuál es el más alto ideal de mí mismo que puedo
llegar a imaginar? ¿Qué es lo que quiero en realidad?
El lóbulo frontal es el asiento de nuestra imaginación y de nuestra capacidad para
inventar. Nos permite tomar lo que ya conocemos y hemos experimentado y utilizar todos esos
circuitos de memoria antiguos como la base para especular sobre nuevos resultados. El lóbulo
frontal también es capaz de silenciar a ese crítico interno que intenta recordarnos nuestros
fracasos anteriores; puede descartar lo que no funcionó en el pasado y proporcionarnos la hoja en
blanco que necesitamos para generar un nuevo estado mental. Y si podemos repetir el proceso de
bloqueo de lo viejo y concentrarnos en lo nuevo una y otra vez (al igual que el repaso que los
pianistas llevaban a cabo durante dos horas al día), conseguiremos tal grado de experiencia que
podremos generar ese nivel mental siempre que queramos. Recuerda que el repaso mental activa
esos circuitos y, como aseguran la Ley de la Repetición y el aprendizaje hebbiano, «las células
que se activan juntas, se estructuran juntas». Una vez que estas células, que se han estructurado
juntas para formar un nuevo conjunto de circuitos, se activan comenzamos a generar la mente.
Sabemos que, dada la inmensa cantidad de conexiones sinápticas que podemos crear, nuestro
cerebro puede generar a nuestro antojo un número infinito de estados mentales.
Un amigo mío que jugaba en el equipo de béisbol de la facultad me contó una historia.
Era lanzador, y su entrenador había jugado en las ligas inferiores. Este entrenador le contó la
historia de cómo llegó a jugar para un determinado equipo. Cada vez que el entrenador jugaba
contra ese equipo, los jugadores lo abucheaban: carreras completas dobles, sencillos, sólidos
lanzamientos en línea y larguísimos batazos que acababan contra la valla. Nunca tenía tantas
dificultades cuando jugaba contra algún otro equipo. Lanzaba de la misma manera contra su
archienemigo que contra los demás, así que, ¿por qué obtenía resultados tan diferentes? Después
de tres o cuatro partidos contra este equipo, se hartó y llegó a la conclusión de que debía hacer
algo diferente.
Al igual que la mayoría de los lanzadores, llevaba un registro de lo que le hacían los
bateadores contrarios: qué lanzamiento y en qué localización conseguía golpear y cuál era el
resultado. La noche antes del siguiente partido con ese equipo, el futuro entrenador se sentó en la
habitación del hotel, cogió su cuaderno y trazó un plan de ataque que utilizaría contra todos los
bateadores. Conocía tanto sus puntos fuertes como sus puntos débiles, y también sus manías. Se
sentó con su cuaderno y escribió, lanzamiento a lanzamiento, cómo iba a enfocar el partido. No
pensaba apartarse de esa lista de lanzamientos pasara lo que pasara. Permaneció allí sentado
durante horas, memorizando la secuencia de lanzamientos que iba a realizar. Después, cerró los
ojos y realizó mentalmente los lanzamientos de ese partido. Una bola rápida y con efecto hacia el
ángulo inferior interno. Bola rápida alta hacia el exterior. Cambiar de arriba abajo y hacia el
exterior. Bola rápida a las manos que se convierte en una bola débil al suelo hacia el primera
base. Hizo lo mismo con los 127 lanzamientos. Y después los repaso una y otra vez. Mientras
permanecía sentado en la habitación del hotel esa noche, repasando los lanzamientos del partido,
el tiempo y el espació se desvanecieron.
Al día siguiente siguió su plan de juego al pie de la letra. Por supuesto, no consiguió
exactamente los mismos resultados que había planeado, pero consiguió cuatro lanzamientos sin
carreras, el mejor resultado que había obtenido jamás contra ese equipo. Comenzó a hacer lo
mismo cuando jugaba contra otros equipos y empezó a ganar cada vez más. Observaba con
detenimiento la tónica de los demás jugadores y eso lo ayudaba mucho, pero lo que marcaba la
gran diferencia era su capacidad para concentrarse. Una vez que empezaba el partido, también le
resultaba más fácil concentrarse; después de todo, ya había jugado ese partido con éxito en su
cabeza; lo único que debía hacer era repetir los mismos resultados. En esencia, lo que consiguió
mediante el repaso mental de las jugadas fue «calentar» los circuitos neuronales asociados antes
de cada partido y, como resultado, ya tenía una mentalidad ganadora. Ahora imagina la clase de
cambios que podría sufrir nuestra vida si practicáramos cómo ser felices en lugar de los
lanzamientos.
¿Recuerdas que los lectores de Braille que mencionábamos presentaban una marcada
adaptabilidad en las exploraciones cerebrales? Estas personas han perdido la vista y han
aprendido a leer mediante el tacto. Lo que hay que recordar es que los centros que se utilizan para
ver en una persona con el sentido de la vista intacto se convierten en circuitos táctiles en las
personas ciegas. A la larga, muchos de los antiguos centros que la persona utilizaba para ver se
eliminan. El factor de crecimiento neuronal que los vinculaba se utiliza entonces para reforzar los
vínculos de las nuevas redes. Esto demuestra una importante consecuencia del mantra «se activan
juntas, se estructuran juntas». Cuando interrumpimos ciertos procesos mentales de manera
repetida, las células nerviosas dejan de activarse juntas y, por lo tanto, de estructurarse juntas.
La buena noticia es que esas neuronas no desean permanecer inactivas, así que buscan
nuevas conexiones y reciclan el factor de crecimiento neuronal para vincularse con otras
neuronas. No es más que un cambio de lugar. El factor de crecimiento neural de un grupo de
circuitos traslada hasta otro nuevo grupo de circuitos. Podemos eliminar antiguos patrones y
secuencias que activábamos de forma rutinaria y volver a utilizar el factor de crecimiento neural
para la creación de nuevos y mejorados patrones y secuencias, para fortalecer las nuevas
conexiones sinápticas que estamos creando.
Imaginemos, por ejemplo, que decidimos hacer un repaso mental de la paciencia que
debemos mostrarles a nuestros hijos. Después de formularnos las preguntas importantes («¿Qué
ocurriría si...?»), nuestra mente comenzará a crear un modelo de la persona que queremos ser.
Mediante el repaso mental, la atención y la repetición, y mediante la activación de los nuevos
circuitos neuronales en las nuevas secuencias, crearemos comunidades neuronales que se
estructurarán juntas en nuevas combinaciones para crear un estado mental llamado paciencia.
Una vez que las neuronas se agrupan y se estructuran juntas, los circuitos antiguos, que nos
hacían estallar verbalmente a la más mínima provocación, con el tiempo dejan de activarse y
estructurarse juntos debido a la falta de uso. Nuestro cerebro utiliza los mismos materiales y, a
través de la repetición, la asociación y el repaso mental de nuestras nuevas respuestas a
situaciones conocidas, crea nuevos circuitos de paciencia para sustituir a los antiguos de la
irritabilidad. Una red neural se sustituye con otra nueva. Lo más asombroso es que el cerebro
reubicará nuestro libre albedrío mediante la eliminación de los vestigios de las antiguas sinapsis y
la creación de otras nuevas. Esta es la verdadera biología del cambio.
Y así es como funciona. A lo largo de tres semanas, durante una hora al día, buscaremos
un lugar tranquilo cuando los niños se marchen al colegio por la mañana. Una vez que nos
sentemos en el sillón, después de desconectar el timbre del teléfono, repasaremos mentalmente
cómo será esa nueva persona paciente. Cogeremos algunos de los artículos que hayamos leído en
una revista para padres sobre una versión modificada del «contar hasta diez» (nuestros recuerdos
semánticos), recordaremos la conducta imperturbable de nuestra madre y cómo respondía ella a
nuestro comportamiento (recuerdos episódicos) y añadiremos otros ejemplos y datos
informativos, tanto antiguos como nuevos, para crear un nuevo modelo de paciencia.
Decidimos que los circuitos que empleábamos con anterioridad, el de los estallidos
maternales creados por un estado maníaco determinado por los estímulos del entorno y la
adicción química a las emociones, formaban parte de nuestra identidad melodramática. Fueron
alimentados con su dosis diaria de disgustos y enfados, seguidas de un postre de remordimientos
con una guinda de arrepentimiento. Después de unas cuantas semanas de repaso mental, esos
circuitos previos comienzan a hacer el vago. No les gusta que los ignoren y están impacientes por
ponerse a trabajar. Se han dado cuenta de que la actividad está en otro lugar del cerebro y deciden
salir de ese antro muerto y trasladarse hacia el lugar donde ocurren las cosas: la calle Paciencia.
Así pues, se desconectan de otras células del circuito neuronal y se unen a la nueva red neural de
la paciencia. Puesto que no desean que los tachen de aguafiestas, llevan consigo un regalo de
inauguración consistente en factor de crecimiento neuronal. Échale un vistazo a la Figura 11.1
para ver el traslado del factor de crecimiento cuando se forma una red neural y se elimina otra.
Ya llevamos unas tres semanas haciendo un repaso mental por la calle Paciencia. Un día,
nuestros hijos de seis y siete años llegan del colegio. Está lloviendo y el trabajo del jardín no está
terminado, de modo que el patio es un barrizal. Vemos que nuestros dos hijos y sus zapatillas
recién estrenadas van directos hacia el columpio, que está justo encima de un montón de barro.
En lugar de salir en tromba y ponernos a regañarlos como posesos, cogemos las botas viejas de
los niños, asomamos la cabeza por la puerta y les pedimos que vayan al garaje para hacer una
rápida parada en boxes y cambiarse de zapatos. La expresión de sus rostros te dice que o bien les
aterroriza la posibilidad de que alguien haya secuestrado a su madre y la haya sustituido por una
de esas «mujeres perfectas» de aquella película, o bien el repaso mental ha dado su primer fruto.
Vamos a poner a punto una parte de este proceso. Ya hemos hablado de los pianistas que
practicaban el repaso mental en el Capítulo 2. Sin embargo, en realidad había cuatro grupos en
aquel experimento. Dos de los grupos tocaban físicamente o repasaban en su mente según sus
instrucciones, que especificaban que debían realizar los mismos ejercicios. Pero otro de los
grupos de pianistas no recibía instrucción alguna; tocaron de manera aleatoria dos horas al día
durante ese período de cinco días. Puesto que no recibieron información ni instrucción alguna, no
pudieron reproducir la misma mente activando los mismos circuitos a diario. Puesto que no
recordaban lo que habían hecho el día anterior, eran incapaces de activar las mismas redes. Por lo
tanto, debemos ser precisos y persistentes a la hora de hacer nuestro repaso mental del nuevo
«yo» en el que vamos a convertirnos.
Mientras nuestra arquitectura cerebral desarrolla nuevos circuitos más evolucionados y
refinados y los viejos patrones se eliminan, enviamos nuevas señales a las células corporales.
Dado que todas nuestras células están conectadas al tejido nervioso, mientras creamos nuevos
circuitos y desconectamos sinapsis antiguas relacionadas con el antiguo «yo», el cuerpo cambia y
se modifica a nivel celular. Por lo tanto, puesto que nuestras células escuchan a hurtadillas
nuestros pensamientos, cuando la materia gris de nuestra corteza comience a sustituir las redes
emocionales indeseadas por nuevos circuitos neuronales, nuestras células recibirán señales
neurológicas distintas y empezarán a modificarse también.
Por ejemplo, si empezamos a sustituir la red neuronal de la culpa relacionada con nuestro
antiguo «yo» con nuestro nuevo ideal del «yo», modificaremos la señal del sentimiento de culpa
que enviamos a las células corporales. Cuantos menos circuitos de culpa queden, menos probable
es que enviemos esa señal al cuerpo. La eliminación de esos circuitos, pues, provocará que las
células comiencen a cambiar sus receptores para la culpa. En otras palabras, si la red neural
desaparece, las células ya no necesitarán esos receptores y generarán otros nuevos y más útiles.
De igual forma, como ya no activamos el circuito de la culpa porque su estructura se está
viniendo abajo, ya no fabricaremos los mismos péptidos que desencadenaban el flujo químico a
nivel celular.
Así es como nuestro cuerpo se cura de la enfermedad cuando superamos por fin las
adicciones emocionales. Anulamos las emociones indeseadas creando nuevos recuerdos y
dejando a un lado el territorio conocido de la mente.
La Figura 11.2 ilustra este proceso de cambio. Cuando creamos nuevas redes neurales
(paciencia) y eliminamos las antiguas (exasperación), enviamos nuevas sustancias químicas y
nueva información neurológica a las células corporales, que a su vez sustituyen sus antiguos
receptores.
Sentarse en silencio a solas con nosotros mismos puede resultar un poco abrumador, pero
es necesario. Me maravilla el número de personas que me dicen lo agobiadas y nerviosas que
están, lo mucho que desean un momento de paz y tranquilidad. Con todo, esa paz y tranquilidad
que anhelan termina sustituyéndose con algún tipo de diversión sin sentido. Lo que de verdad
necesitan es una transformación consciente, y el repaso mental es justo eso.
Está claro que el hecho de que nuestra atención esté dividida entre tantos estímulos
reduce nuestra capacidad para concentrarnos en la tarea que tenemos entre manos. Pero nuestro
mayor obstáculo son las distintas redes neurales que activan nuestro perro (una cosa), el teléfono
(un sonido), el dolor de cabeza (nuestro cuerpo) y la cita (tiempo). Esas redes neurales se activan
eléctricamente en las áreas sensorial y motora de la corteza, y también en las áreas asociativas del
neocórtex. Sin embargo, no podemos lograr que nuestro cerebro se concentre en nada mientras
todas esas redes neurales conocidas están activadas. Nuestro cerebro está prestando atención a
tantos estímulos conocidos que no tiene tiempo de integrar nueva información. Estamos
desfasados.
Analicemos más a fondo este concepto. Cuando nuestra atención se traslada a redes
neurales preexistentes (nuestro perro, por ejemplo), nuestra conciencia regresa a las experiencias
y conocimientos familiares, con todas sus asociaciones con nuestra identidad. Nuestra percepción
ocupa una vez más las redes neuronales estructuradas previamente, las que contienen todas las
asociaciones pasadas que nos definen. Así pues, nos damos cuenta de que no podemos aprender
lo necesario para manejar el sistema de altavoces; nuestra atención se ha extraviado en la sección
estructurada del cerebro relacionada con nuestra identidad.
Ésta es la razón por la que no somos capaces de aprender cálculo diferencial mientras
pensamos en la persona que va a venir a cenar y en la ropa que deberíamos ponernos. De manera
similar, estar conectado y tratar de tomar una decisión con respecto a los preparativos de 1as
vacaciones no es el movimiento más inteligente, ya que esos pensamientos compiten por nuestra
atención con la lista de cosas que hay que comprar para la cena o la enfermedad de nuestro gato.
Para estructurar nuevos circuitos a largo plazo en nuestro cerebro, debemos examinar
nuestras redes neurales para construir un modelo que podamos asociar con aquello que estamos
aprendiendo. El lóbulo frontal nos permite decidir qué redes neurales debemos activar e inhibir la
actividad del resto para que podamos prestar atención a lo que aprendemos. El problema no es
que nos adentremos en territorio desconocido, sino que no podemos mezclar los pensamientos
nuevos o las ideas originales con zonas antiguas que no tienen absolutamente nada en común con
las conexiones que estamos fabricando.
Cuando centramos nuestra mente en un único pensamiento, nuestro lóbulo frontal puede
reducir la frecuencia de activación de las conexiones sinápticas en las redes neurales de otras
áreas cerebrales. Recuerda que el lóbulo frontal posee numerosas conexiones con otras regiones
del cerebro y controla el funcionamiento de todas ellas en base dónde situamos nuestra atención.
En consecuencia, la atención completa y la focalización permiten que el lóbulo frontal mantenga
en mente la imagen que elijamos e impide cualquier posible interrupción por parte de otras redes
neuronales asociativas. Ésa es la razón por la que el repaso mental requiere que nos alejemos de
las distracciones; debe llevarse a cabo cuando estemos preparados y seamos capaces de dedicar
toda nuestra atención a los conceptos que hemos decidido convertir en reales para nosotros.
Volvamos a nuestro objetivo de aprender cómo se utiliza el mando a distancia. Si hemos
desarrollado nuestra capacidad de concentración Y hemos aprendido a usar nuestro lóbulo frontal
mejor que la mayoría de la gente, podremos aumentar la atención que ponemos a lo que estamos
haciendo hasta tal punto que olvidaremos el dolor de cabeza. Los lametones del perro en la cara
dejarán de existir, el timbre del teléfono pasará desapercibido y podremos concentrar toda nuestra
atención en lo que estamos aprendiendo, libres de distracciones.
Sin ese nivel de concentración, no obstante, jamás llegaremos a sustituir esos viejos
circuitos con otros nuevos. Y por eso, cuando estamos aprendiendo a concentrarnos, es más
efectivo encontrar un lugar tranquilo, sentarnos sin distracciones y repasar mentalmente aquello
que queremos aprender. Y por eso, en el caso de aprender a manejar el equipo de altavoces, lo
mejor sería abordar la tarea cuando estemos solos, con el teléfono desconectado y sin otras
distracciones o exigencias que reclamen nuestra atención. Queremos resultados, y la atención
focalizada y la concentración nos los proporcionarán. No hay otra manera.
Si podemos hacer eso con los dedos, ¿por qué no íbamos a poder aplicar el mismo
principio a otras áreas? ¿Por qué no íbamos a poder curarnos de una enfermedad o de una lesión?
Digamos, por ejemplo, que tenemos un esguince en el tobillo derecho. Esa lesión tardaría por lo
general unas seis semanas en curarse, tiempo en el que resultaría beneficioso mantener la
extremidad en alto, aplicar hielo y alguna medida de compresión. Pero, ¿qué ocurriría si, en su
lugar, repasáramos mentalmente cómo caminamos, saltamos y corremos con ese tobillo y nos
imagináramos flexionándolo y extendiéndolo más allá de lo que se considera normal para una
articulación lesionada? ¿Qué señal enviaría nuestro cerebro al tobillo? ¿Qué efecto tendría esa
señal sobre el proceso de curación? ¿Podrían nuestras imágenes mentales fortalecer esa
articulación para prevenir una repetición de la lesión?
El proceso no sería muy distinto al de los ejercicios de fortalecimiento del dedo. Nuestra
concepción mental de los niveles de actividad normal del tobillo derecho activaría los circuitos
motores correspondientes y las redes neuronales situadas en la corteza motora. El repaso mental
de este acto empezaría a configurar y a remodelar circuitos más avanzados de la red neurológica
cerebral asignada al tobillo derecho. La activación repetida de esos circuitos reforzaría su
integración. Si somos capaces de combinar nuestro objetivo con un esfuerzo de concentración
para enviar un mensaje a los tejidos, el tobillo debería curarse y hacerse más fuerte. La señal del
sistema nervioso autónomo (recuerda que es el sistema responsable de los trabajos de reparación
y mantenimiento) llevará un sello y un mensaje específicos que iniciarán los procesos de
curación en esos tejidos.
La activación consciente del cerebro genera un nivel mental con una energía o frecuencia
voluntaria que lleva un mensaje al cuerpo. Provoca efectos cuantificables en los tejidos y crea
nuevas y enrevesadas redes neuronales en el cerebro... y ni siquiera hemos tenido que mover un
dedo.
Einstein dijo que ningún problema podía resolverse con la misma mentalidad que lo creó.
Lo mismo puede decirse de esa gente que se curó de las enfermedades que padecía. Estas
personas crearon un nuevo estado mental en el que su cuerpo recibía señales químicas diferentes
de las que habían provocado su enfermedad. Comprendieron que si realizaban ejercicios
cognitivos mientras estaban inmersos en las mismas emociones de desesperación, dudas y miedo,
sus esfuerzos por cambiar no darían resultado. Se dieron cuenta de que su antiguo «yo» no sólo
estaba plagado de emociones que lo definían, sino que fabricaba el mismo estado mental que
había activado la genética celular que a su vez había determinado el estado de enfermedad de su
vida. En esencia, cuando repasamos, nos convertimos en otra persona hasta tal punto que, cuando
terminamos, somos esa nueva persona con pensamientos y costumbres nuevas.
¿Crees que las personas sobre las que hablé en el Capítulo 2, las que se curaron a sí
mismas de una enfermedad grave, se imaginaron a sí mismas con un tumor que se reducía el
medio centímetro necesario para dejar de comprimir un nervio o con una vida en la que no se
hubieran curado por completo de su enfermedad? Ellas se imaginaron sanas y felices, en lugar de
deprimidas y enfermas. Sin duda, podrían haber obtenido algún beneficio de pensar en un
objetivo menos elevado. Pero como colocaron el listón muy alto, su motivación era mayor, y las
recompensas se correspondieron con sus esfuerzos de concentración focalizada.
Hay otra razón por la que debemos apuntar alto: es importante ocupar nuestro lóbulo
frontal con una tarea novedosa. Ya hemos hablado mucho sobre la novedad y sobre su función a
la hora de estructurar nuevos circuitos. Cuando visualizamos un nuevo «yo», no sólo formamos
circuitos nuevos. También unimos una imagen ideal holográfica y tridimensional de nosotros
mismos a través del repaso mental. Al lóbulo frontal le encanta resolver puzles. Se crece ante los
desafíos que requieren la combinación de nueva información aprendida con antiguos
conocimientos y experiencias pasadas procedentes de diversas fuentes, y la creación posterior de
nuevos patrones y combinaciones. El lóbulo frontal es tan habilidoso que la única limitación de
su capacidad para construir estos modelos es nuestra propia capacidad para crear esa visión ideal
de nosotros mismos.
Profundicemos aún más en esto. Enamorarse de un concepto del «yo» que no hemos
experimentado todavía implica que no existen componentes emocionales previos asociados con
él (recuerda que todos los recuerdos tienen emociones asociadas). Así pues, la única emoción que
podemos relacionar con esta nueva visión del «yo» es el amor que aportamos. Deja que lo diga
de otra forma. Si amamos el concepto de nuestro nuevo «yo» desde un principio, el amor es la
única emoción que podemos relacionar con él, ya que todavía no hemos experimentado ese
nuevo «yo». Las experiencias están por llegar, y son un factor importante para desarrollar nuestro
cerebro al máximo. El efecto colateral de este proceso creativo es la alegría. 2
Ya hemos hablado del primer paso que hay que dar para desarrollar nuestro cerebro: el
repaso mental. Ahora vayamos un poco más allá para ver cómo se utiliza este proceso para
desarrollar nuestro cerebro y cambiar nuestra vida.
Preparando el terreno
Lo primero es manipular nuestro entorno. Mi amigo John ha descubierto ciertos aspectos
de este proceso al intentar maximizar su creatividad como escritor. Como recordarás, una de las
primeras cosas que hacía antes de ponerse a escribir, tanto en su casa como durante la visita a su
familia, era preparar el entorno. Por ejemplo, preparaba el terreno en su casa colocando velas y
poniendo música instrumental de piano. El hecho de hacer esas dos cosas de manera repetida
permitió que comenzara a asociarlas con los días de escritura buenos. Nuestro cerebro siempre
está creando asociaciones. Las asociaciones positivas con la música y las velas fueron
beneficiosas, pero al final John fue capaz de ponerse a escribir sin ellas.
La forma en que John manipuló su entorno demuestra que es esencial, si queremos
utilizar el repaso mental de manera eficiente, que nos alejemos de la gente, de los lugares, de las
cosas, de los momentos y de los sucesos habituales que forman parte de nuestra vida diaria.
Cualquier interacción con una de esas distracciones puede desencadenar un pensamiento
asociativo automático. Ese es uno de los motivos por los que viajar a menudo nos permite pensar
con mayor claridad sobre las circunstancias de nuestra vida, planear nuestro futuro con más
lucidez, llegar a ciertas conclusiones con más facilidad y decidir sin problemas cuáles serán
nuestros siguientes pasos a seguir. Cuando abandonamos nuestro mundo rutinario y predecible,
los estímulos del entorno dejan de activar respuestas automáticas y habituales. El repaso mental
puede ser como una excursión, siempre que alteremos nuestro entorno de manera que no
tengamos asociaciones previas con él o con el estado mental que generamos en ese nuevo medio.
Por supuesto, una vez que hayamos preparado el entorno, el siguiente paso es decidir qué
parte de nuestra vida queremos cambiar o mejorar. Además, tendremos que aprender nuevos
conocimientos para crear un nuevo concepto de nosotros mismos y dar vida a ese nuevo «yo».
A través del repaso mental, por ejemplo, podemos colocar en nuestro lóbulo frontal una
imagen de la reacción que queremos tener la próxima vez que nuestra hermana, que lleva
quejándose del inútil de su marido los últimos quince años, nos venga con la misma lista
interminable de quejas. Al crear una visión de esa nueva respuesta, dejaremos de activar los
circuitos habituales que nos enfadaban y nos hacían responderle con evasivas. Al adquirir nuevos
conocimientos sobre lo que les ocurre a las mujeres que se sienten atrapadas en una relación que
saben que no funciona, comenzaremos a fabricar un nuevo modelo de compasión, uno que se
estructurará en el cerebro utilizando las materias primas formadas por las experiencias previas,
los conocimientos anteriores y la información recién adquirida. Esta nueva reacción se
estructurará gracias al factor de crecimiento neuronal que en su día propiciaba nuestra reacción
de adicción emocional. Ahora disponemos de la maquinaria necesaria para comportarnos de un
modo diferente, ya que hemos creado nuevos circuitos a través del repaso mental.
El lóbulo frontal nos permite modificar los circuitos existentes para convertirnos en un
nuevo individuo. Lo único que hace falta para ser más compasivo (o cualquier otro atributo que
deseemos) es concentración focalizada, voluntad, conocimientos y comprensión. Después,
debemos repasar nuestro nuevo «yo» como si fuéramos una de esas personas que tocaba el piano
y dedicaban dos horas al día a la formación de nuevos circuitos (independientemente de si tenían
el teclado delante o en el lóbulo frontal). Así es como la gente del Capítulo 2 fue capaz de curarse
de las enfermedades que padecía. Así es como Malcom X dejó de ser un criminal y se convirtió
en un venerado líder de la lucha por los derechos civiles. Tenemos la capacidad de reinventarnos
a nosotros mismos y convertirnos en individuos nuevos de forma consciente utilizando las
mismas herramientas con las que construimos inconscientemente nuestro antiguo «yo». Entre
estas herramientas se encuentran la Ley de la Repetición y la Ley de la Asociación, la activación
de nuevos patrones y secuencias basados en el conocimiento y la experiencia, el silenciamiento
del parloteo interno que resulta de la concentración obsesiva en el medio externo, y la percepción
del estado emocional al que hemos llegado a ser adictos; todas ellas utilizan nuestro más preciado
regalo: el lóbulo frontal.
Levantarse temprano
Si queremos reinventarnos, examinarnos y crear un nuevo concepto sobre nosotros
mismos, tenemos que utilizar el repaso mental para activar esos nuevos circuitos a diario,
siempre que podamos. Si repasamos todos los días, en especial si es a primera hora de la mañana,
saldremos de casa con esos circuitos preparados. Puesto que ya hemos sido esa nueva persona en
nuestra mente (ya hemos tenido esa mentalidad), nos resultará mucho más fácil ser esa persona
cuando nos encontremos en una situación que ponga en tela de juicio el nuevo concepto.
Por ejemplo, nos levantamos a las cinco de la madrugada con la determinación de
practicar para ser una persona menos agresiva. Pasamos una hora manteniendo ese ideal (creado
a partir de los recuerdos, las experiencias y los nuevos conocimientos) de nuestro nuevo «yo»
más comprensivo y pacífico en el lóbulo frontal. Después, cuando nos metemos en la ducha,
nuestros familiares eligen ese preciso momento para poner la lavadora y el agua empieza a salir
fría. Puesto que hemos hecho nuestro repaso diario, sonreímos al recordar lo frágil que puede
llegar a ser nuestra resolución en ciertas ocasiones y la frecuencia con la que la ponen a prueba.
¿Qué habría ocurrido en esta misma situación si nos hubiéramos despertado, hubiéramos apagado
de un puñetazo el despertador, nos hubiéramos levantado de la cama sabiendo que debíamos
darnos prisa para no llegar tarde y después nos hubiéramos dado esa misma ducha fría? Pues lo
más probable es que hubiéramos activado esos antiguos circuitos y, después de asomar la cabeza
por la puerta, le hubiéramos gritado como posesos al culpable de tan insensible y estúpido crimen
contra la higiene. Si nuestro objetivo es librarnos de la ira, ¿cómo preferiríamos empezar el día?
Como ya sabemos, las experiencias que se repiten de forma constante redactan la historia
genética de cualquier especie. Los recuerdos implícitos, por lo tanto, son señales más fuertes que
se transmiten genéticamente y que, sin duda alguna, se convierten en el punto de partida para las
generaciones venideras. Cuando la mente se une al cuerpo con frecuencia, el cuerpo codifica lo
que ha aprendido del entorno.
Cuando a alguien se le da muy bien hacer algo y le preguntamos: «¿Cómo consigues que
hacerlo parezca tan sencillo?», casi siempre responde: «No lo sé, no puedo declarar cómo sé
hacerlo conscientemente); lo he practicado tantas veces que ya no me hace falta pensar en cómo
se hace». Se trata de un estado implícito o no declarativo: la persona ha realizado la acción tantas
veces que puede hacerla de forma «in-consciente». La habilidad se ha vuelto tan automática que
el cuerpo la conoce tan bien como la mente.
A diferencia de la memoria explícita, la memoria implícita está controlada por el
cerebelo. Como recordarás del Capítulo 4, el cerebelo controla nuestros movimientos corporales,
coordina nuestras acciones y regula muchos de nuestros mecanismos subconscientes.
El cerebelo no posee centros conscientes; sin embargo, tiene un almacén de memoria. Su
objetivo principal es poner de manifiesto lo que piensa el cerebro: memorizar el plan que formula
el neocórtex y llevar ese plan a la práctica sin implicar de manera activa al neocórtex en la
operación. Cuando podemos tomar un conocimiento y ponerlo en práctica, coordinarlo,
memorizarlo e integrarlo en nuestro cuerpo hasta que podamos recordarlo de manera automática,
el cerebelo se hace cargo de recordarlo. En este punto, el neocórtex funciona como una especie
de mensajero que envía una señal al cerebelo mediante un pensamiento para que se inicie la
actividad que el cerebelo ya conoce y recuerda.
¿Nunca te ha pasado eso de coger el teléfono y no recordar el número de teléfono que ibas
a marcar? Te quedas mirando las teclas como un bobo. Pero de repente, cuando piensas en la
persona a la que quieres llamar, tus dedos pulsan las teclas correctas como por arte de magia. Tu
mente subconsciente había almacenado la información en forma de recuerdo procedimental, y tu
cuerpo conocía cómo debía marcar los números mejor que tu mente consciente. Cuando piensas
en la persona a la que querías llamar se activa una red neuronal en tu neocórtex que envía una
señal al cerebelo, y el recuerdo procedimental subconsciente del cuerpo se encarga de marcar el
número. Algo similar ocurre cuando le pedimos a alguien que deletree una palabra; con
frecuencia no puede hacerlo a menos que escriba la palabra en el aire con un dedo o coja lápiz y
papel. El cuerpo recuerda mejor que la mente; el cuerpo se convierte en la mente.
También hemos dicho que el conocimiento facilita el camino a las nuevas experiencias.
Para aplicar conocimientos, debemos modificar nuestro comportamiento habitual a fin de crear
una nueva experiencia. La experiencia, pues, es nuestro segundo tipo de memoria declarativa. Si
aprender conocimientos es pensar, entonces vivir la experiencia es hacer.
Para almacenar a largo plazo un recuerdo, aquello que queremos recordar debe tener una
alta carga emocional, o estar relacionado con la repetición consciente de una experiencia o con la
reiteración de una idea. En su mayoría, sin embargo, las experiencias que nunca hemos vivido
con anterioridad proporcionan la cantidad de información sensorial novedosa necesaria para crear
un nuevo flujo de sustancias químicas y un nuevo sistema de circuitos. El aumento del potencial
de los estímulos combinados de la vista, el olfato, el gusto, el oído y el tacto es casi siempre
suficiente para formar recuerdos a largo plazo, debido a la implicación del cuerpo. «Hacer» es lo
que convierte las experiencias en recuerdos a largo plazo.
La primera vez que vivimos la experiencia de subir a una tabla de surf, podemos llamarla
«hacerlo», y esa experiencia permanecerá con nosotros como un recuerdo a largo plazo. Si
repetimos a menudo esa experiencia, comenzaremos a «ser» un surfista. Para crear un recuerdo
no declarativo, debemos reproducir o recrear en repetidas ocasiones la misma experiencia, hasta
que se integre en la memoria implícita.
En cierto sentido, cuando nos convertimos en expertos en cualquier área determinada
(cuando poseemos una enorme cantidad de conocimientos sobre un tema determinado, hemos
recibido la adecuada instrucción en ese tema y hemos vivido muchas experiencias relacionadas
que nos han dejado impresiones), pasamos de «hacer» a «ser». Cuando tenemos los
conocimientos y la experiencia suficientes, cuando podemos rememorar los recuerdos a corto y a
largo plazo en gran medida y de forma inconsciente, pasamos a la etapa de «ser». Es entonces
cuando podemos decir «Soy...» (ya sea un historiador, una persona muy paciente, una persona
rica o un surfista).
Cuando somos capaces de estructurar con tanta firmeza lo que hemos aprendido
intelectualmente que podemos demostrarlo sin problemas o realizar físicamente lo que hemos
practicado, demostramos de manera procedimental lo que sabemos. Puesto que poseemos un
recuerdo implícito, estamos en camino de convertirnos en expertos de ese conocimiento. En otras
palabras, podemos demostrar nuestro cono-amiento «siendo» automática y exactamente lo que
hemos aprendido. Aprender de nuestros fracasos (o de nuestros éxitos) precisa un nivel de
Percepción consciente que nos permita tener presente aquello que debemos realizar de forma
diferente o mejor la próxima vez. Al aplicar lo que acabamos de aprender, crearemos una nueva
experiencia para nosotros. Al cambiar nuestro comportamiento, crearemos una nueva experiencia
con emociones también nuevas, y así comenzaremos a evolucionar. No sólo evolucionamos
nosotros cuando seguimos este procedimiento, también lo hace nuestro cerebro. Así pues,
estaremos usando la filosofía no sólo para experimentar la verdad de lo que podemos declarar,
sino para convertirnos en el ejemplo viviente de esa filosofía. Ya está integrada de un modo
permanente en lo más profundo de nuestra mente subconsciente, de modo que no requiere ningún
esfuerzo.
Entrenamientos cognitivos
Cuando comenzamos la práctica mental consciente del repaso, estamos declarando en
quién queremos convertirnos e intentamos recordar de manera consciente el concepto de nuestra
nueva identidad personal. El repaso mental entrena a la mente para ser consciente de sí misma a
fin de evitar que se traslade a los programas inconscientes que tanto hemos practicado. Al
principio, debemos vivir en el reino de lo explícito. A medida que fabricamos nuevos circuitos y
creamos repetidamente un nuevo estado mental, empezamos a ejercer nuestra voluntad a través
del lóbulo frontal.
Cambiar los hábitos implícitos puede resultar más difícil de lo que creemos
Entonces, ¿por qué es tan difícil cambiar? Pues porque el cuerpo recuerda un
comportamiento repetido tan bien que toma el lugar de la mente. No olvides que los recuerdos
implícitos son programas integrados que requieren muy poca o ninguna participación consciente.
El cuerpo lleva las riendas de la mente y determina la mayor parte de nuestras acciones
inconscientes o estructuradas. Todo el mundo se ha planteado conscientemente cambiar un hábito
y ha sufrido después una especie de amnesia mental repentina que le hace regresar incons-
cientemente al reino de lo conocido. Volvemos a caer en la silla de ruedas mental y hacemos lo
que habíamos jurado no volver a hacer nunca. Así pues, imagina lo difícil que será romper con la
costumbre de ser nosotros mismos y vigilar constantemente los procesos mentales que derivan en
la depresión, la ansiedad, la frustración, la valoración o la falta de autoestima. Empezamos con
buenas intenciones y decisiones claras, pero nuestra mente inconsciente aniquila nuestros
pensamientos conscientes y, en cuestión de momentos, nos quedamos dormidos al volante de
nuestro antiguo «yo» una vez más.
Lo familiar resulta de lo más atractivo. Cuando nos vemos arrastrados a nuestro viejos
programas inconscientes (ya sea por un pensamiento que el cuerpo envía al cerebro en relación
con sus necesidades químicas, por algún estímulo ocasional procedente de alguien o algo de
nuestro entorno o por una reacción estructurada de anticipación al futuro basada en un recuerdo
del pasado), podemos caer presa de esa vocecilla interior que nos habla de lo cómodos y
convenientes que eran los programas de nuestra identidad anterior.
Vamos a hacer una prueba sencilla. Túmbate o siéntate con las piernas cruzadas, la
izquierda sobre la derecha. Con el pie izquierdo, traza el símbolo de infinito: ∞ y, mientras lo
haces, empieza a trazar con la mano derecha el número 6.
¿Tienes problemas? Como podrás observar, a pesar de que tienes claras tus intenciones y
piensas conscientemente en realizar estas dos acciones, es probable que no puedas romper esos
dos hábitos neurológicos. Cambiar cualquier comportamiento y modificar nuestras acciones
estructuradas requiere una voluntad consciente, un repaso mental constante y una práctica física
frecuente, además de la capacidad de bloquear la memoria corporal y de crear un nuevo sistema
de comportamiento. La mayoría de la gente hará un par de intentos para tratar de conseguir
mover la mano y el pie como se pide. Aquellos que persistan, se esfuercen y practiquen, llegarán
a dominar los movimientos y este truco, al igual que todo aquello que practicamos con la
frecuencia y la intensidad necesaria durante un tiempo lo bastante largo, llegará a cambiar
nuestro cerebro a nivel neurológico. Y una vez que haya cambiado, este peque-no truco nos
parecerá tan sencillo como montar en bici.
Buscar instrucción
Una vez aprendidos los diferentes conceptos, el paso siguiente es recibir todas las
enseñanzas posibles de mano de los expertos. Éstas pueden ser la forma de preparar la comida,
cómo equilibrar la ingesta de los distintos grupos de alimentos, ejercicios rutinarios, etcétera. Sin
la ayuda clave de la instrucción, la mayoría de las dietas (o los planes de mejora en cualquier
aspecto) fracasarán. Podemos buscar información y conocimientos por nuestra cuenta. Pero
llegado cierto punto, nuestro progreso se ralentiza y precisamos la ayuda de alguien con más
experiencia que nosotros para pasar al siguiente nivel. La instrucción, generalmente de manos de
alguien que ha experimentado lo que nosotros intentamos aprender, nos enseña cómo aplicar los
conocimientos. La instrucción nos enseña cómo hacer lo que hemos aprendido intelectualmente.
Por ejemplo, conozco a alguien (la llamaré Melissa) que aprendió a tocar la guitarra.
Aprendió por su cuenta, y su habilidad para rasguear, puntear y tocar los acordes básicos era
sorprendente para alguien que jamás había tomado lecciones. Aunque su progreso inicial fue
rápido, la curva de aprendizaje comenzó a estabilizarse con el tiempo. Empezó a sentirse
frustrada y a aburrirse, así que buscó a un profesor que pudiera enseñarle a progresar a un ritmo
más rápido del que habría conseguido por su cuenta. Uno de los ingredientes clave de la
instrucción es que alguien más experimentado que nosotros nos de las directrices para conseguir
los resultados deseados. La instrucción es la etapa de los consejos prácticos.
Lo ideal sería que pudiéramos vigilar nuestro propio comportamiento, pero no siempre es
el caso. Como podría decirse del resto de los aspectos del comportamiento humano, nuestra
forma de reaccionar ante las recompensas varía de una persona a otra. Muchos individuos
responden mejor a las recompensas negativas que a las positivas. He trabajado con mucha gente
que, durante las evaluaciones informales del rendimiento, decía: «Te agradezco mucho que me
hagas cumplidos, pero te aseguro que aprendo más de las críticas que de los halagos. Dime qué
debo mejorar. Ya sé que lo estoy haciendo bien». Por el contrario, he trabajado con sujetos que se
desmoronaban ante las críticas y necesitaban que sus valoraciones negativas se formularan con
mucho tacto. La reacción de las personas ante el momento de aparición de las recompensas
también varía. Algunos individuos prefieren recibir una recompensa inmediata; a otros les gusta
que las recompensas lleguen un poco más tarde, para que no les pillen con el entusiasmo o el
arrebato del momento. Las recompensas inmediatas son a menudo las más beneficiosas, ya que la
naturaleza causa-efecto de la acción resulta evidente.
Para las personas que siguen un régimen, sin embargo, el mecanismo de recompensa no
es tan inmediato. Muchos programas incluyen pesajes y medidas de distintas partes del cuerpo
para evaluar el progreso. Para las personas que hacen dieta, tal vez lo más importante sea el
reconocimiento de sus familiares, amigos y parejas: «¡Estás genial!» o «¿Estás haciendo
ejercicio?», o incluso «Pareces diferente». Esos comentarios suelen tener unos efectos mucho
mejores que pesar unos cuantos gramos menos que la semana anterior.
Para cualquier persona comprometida que desea cambiar, la recompensa también puede
ser el esfuerzo que realiza. Por ejemplo, un individuo que está tratando de cambiar su estilo de
vida a lo largo del tiempo puede hacer un cuadro de lo que debería comer a diario en las
cantidades apropiadas y el ejercicio que quiere hacer. Al mirar ese cuadro, irá viendo los frutos
de sus esfuerzos disciplinados. La recompensa que obtiene al ver el cuadro con los objetivos
diarios alcanzados le proporcionará una importante sensación de autosuperación. El hecho de
aunar sus objetivos con sus acciones le pone en el buen camino.
Muchas veces también recibimos recompensas de nuestro cuerpo basadas en las
respuestas físicas a los cambios que estamos realizando. Si logramos perder peso y notamos que
nuestra respiración ya no se vuelve tan agitada cuando subimos los dos tramos de escaleras que
llevan a nuestra oficina, esa recompensa interna y la sensación de: «Me encuentro bastante bien»
actúan como una poderosa motivación.
Después de un mes siguiendo estas pautas, sientes que ha llegado el momento de poner tu
nueva actitud en práctica. Así que haces una visita a tu madre. Tu madre y tú lleváis enfadados
unos cuantos meses. Ella padece unos achaques sin importancia, pero, a juzgar por lo mucho que
habla de ellos, cualquiera diría que no le queda más que un mes de vida y que tiene unos dolores
insufribles. Cada conversación se convierte en una enumeración de sus penas e infortunios. Has
intentado mostrarte comprensivo, pero todo tiene su límite.
Después de un mes sin ver a tu madre, vas a visitarla a su casa y se produce una
repetición de la misma situación. Ella no te pregunta por ti, ni por tu reciente ascenso, ni nada
que tenga que ver con tu familia, tus hermanos o con el resto del mundo. En el pasado, la habrías
reprendido por ese comportamiento, pero esta vez te limitas a sentarte y a escuchar, asientes
cuando es necesario, te muestras de acuerdo con ella y te marchas una hora después sin haber
discutido con ella. Sin embargo, de camino a casa notas que tienes los dientes apretados y que
aprietas el volante con fuerza; cuando abres la puerta, un terrible dolor de cabeza te lleva directo
a la cama. ¿Qué tal lo has hecho en realidad?
Cuando salimos a poner en práctica nuestra nueva habilidad o capacidad, confiamos en
que el entorno nos dé muestras sobre cómo lo estamos haciendo. Tanto si lo queremos como si
no, la recompensa del entorno nos informará del estado de la situación. Esto resulta sencillo
cuando se trata de mejorar una habilidad física. La primera vez que practique snowboard supe,
basándome en el número de veces que me caí, perdí el control o no giré lo rápido que quería, si lo
estaba haciendo bien o no. Si el número de palabras que tecleamos por minuto aumenta, sabemos
que nuestra capacidad para escribir a máquina está mejorando. Pero, cómo lo sabemos si lo que
queremos es mostrarnos menos agresivos?
Cuando nuestro objetivo es cambiar un hábito neural indeseado, sustituirlo con un nuevo
estado mental y mostrar nuestra nueva actitud de manera automática y natural, si la demostración
externa (la recompensa externa) no concuerda con nuestro estado corporal, es que no lo hemos
conseguido todavía.
En nuestro ejemplo, aunque te has mostrado paciente y controlado con tu madre, te has
marchado del lugar en un estado de ira reprimida y frustración. Durante el repaso mental
practicaste un ideal no agresivo, pero no practicaste el compasivo. En la visita a tu madre has
recibido algunas recompensas positivas con las que puedes trabajar, ya que conseguiste controlar
tus impulsos; sin embargo, no has alcanzado todavía el objetivo deseado. Tu estado interno no
concordaba con la manifestación exterior y, por lo tanto, no estabas «siendo» compasivo. Cuando
la manifestación de nuestras conductas modificadas produce la recompensa externa deseada y
nuestro estado interno concuerda con ese objetivo, hemos llegado a controlar la mente y el
cuerpo, tanto a nivel químico como neurológico.
¿Cómo podemos evaluar con precisión nuestro nuevo estado mental? Debemos
reflexionar sobre nosotros mismos para determinar si lo que hemos estado haciendo es
congruente con lo que sentimos. Si no lo es, tendremos que insertar un nuevo plan en nuestro
repaso mental para que la próxima vez mejoremos tanto nuestros actos como nuestros
sentimientos.
Estas funciones que producen lo que generalmente denominamos humor forman parte de
nuestro sistema límbico, que actúa como una especie de termostato subconsciente. Puesto que
también son sistemas subconscientes, el cuerpo seguirá las órdenes del cerebro, ya que lo hemos
entrenado muy bien al respecto. No hace preguntas como: «¿Está seguro, jefe?», se limita a
aceptar las órdenes y a seguir las instrucciones de la mente. Cuanto más inconscientes sean
nuestros pensamientos, más le permitimos al cuerpo que tome las riendas. Ésa es la razón de por
la que la percepción consciente detiene el proceso.
¿Durante cuánto tiempo al día le permitimos al entorno que nos provoque pensamientos?
A eso se refiere exactamente la facilitación. Cuando permitimos que el entorno gobierne nuestros
pensamientos, éste activa todos los recuerdos asociativos implícitos que hemos estructurado y
nosotros ejecutamos esos programas (monólogos interiores) sin ser conscientes de ello. Esto
significa que no somos conscientes de la mayor parte del día que pasamos despiertos. «Somos»
esos recuerdos familiares que hemos estructurado a partir de tantos hábitos inconscientes. Si no
conseguimos las sustancias químicas a las que nos hemos acostumbrado, una voz de nuestro
pasado comienza a activar nuestro cerebro. Después, comenzamos a actuar sin pensar y a crear de
forma inconsciente estados de agresividad, depresión, odio e inseguridad.
En lo que podría ser un buen ejemplo de facilitación, muchos estudios sugieren que existe
una relación entre los homicidios en centros educativos y la exposición continuada a la violencia
de los videojuegos. Aunque es difícil de demostrar, esos juegos, junto con otros muchos factores,
podrían contribuir a facilitar en determinados jóvenes en peligro la perpetración de acciones
violentas que bien podrían ser demostraciones inconscientes de agresividad.5
Volvamos al ejemplo del coche con la música a todo volumen que desencadenó nuestra
guerra interna con los vecinos. Podemos cambiar nuestra percepción de los sucesos si hemos
estado haciendo el tipo de repaso mental que hemos comentado y hemos entrenado a nuestro
lóbulo frontal para que silencie el resto de los centros que (en nuestro ejemplo) provocan
disturbios en el cerebro. En lugar de pensar: «Ese maldito crío va con el coche de un lado a otro
de la calle sólo para cabrearme», lo que haríamos sería o bien ignorar la información sensorial, o
bien pensar: «Mark debe de ir de camino al trabajo». En vez de pensar: «Rompieron mi buzón.
Todo el mundo me odia», pensaríamos: «Hay actos estúpidos y violentos por todos lados.
Debería alegrarme de que no haya sido nada peor». Ese cambio en la percepción comenzará
como explícito y llegará a convertirse en implícito.
En realidad, llevamos repasando todos esos estados de ser negativos y manifestándolos
toda nuestra vida. Nuestros pensamientos y comportamientos inconscientes son los que estipulan
lo que debemos creer y cómo debemos comportarnos. ¿Por qué nos concentramos en un pequeño
estímulo irritante hasta el punto de crear toda una red de felicidad, frustración y ansiedad? Vamos
al supermercado y, justo cuando nos acercamos a la fila más corta, el cajero dice que la persona
Sue está delante de nosotros será la última a la que atienda. Todas las demás filas están
abarrotadas de gente. Sólo llevamos quince artículos, y estamos en la caja rápida. Está claro que
la persona que tenemos delante sobrepasa con mucho el límite de artículos. Otra vez esa cons-
piración... los que juegan según las reglas se joroban al final. Y ahora, por culpa del capullo de
delante y de ese estúpido cajero que seguramente no sabe ni contar hasta quince, tendremos que
ponernos en una de las otras filas a esperar. La letanía sigue y sigue en nuestra cabeza. La
realidad siempre supera a la percepción... y parece que la mente contribuye a ello.
Las evidencias científicas muestran que el cerebro es tan cambiante como las palabras que
escribimos en nuestro procesador de texto. Lo irónico de todo esto es que la forma de salir del
embrollo que nos hemos creado implica utilizar las mismas herramientas que usamos para
enredarnos. No nos hace falta un simple giro del destino para escribir un final feliz en la historia
de nuestra vida; lo único que necesitamos es mirar las cosas desde una perspectiva ligeramente
diferente.
Todo lo que llegaremos a saber está basado en lo que percibimos. Lo que percibimos es la
base de lo que experimentamos, junto con las herramientas de interpretación que heredamos y
utilizamos una y otra vez. ¿Percibimos que el mundo está lleno de negatividad porque nos hemos
entrenado para buscarla y a la larga nos convertimos en su reflejo? Colin Blakemore y Grant
Cooper, del Laboratorio Psicológico de Cambridge, llevaron a cabo un experimento en gatos que
arrojó un poco de luz sobre esta pregunta acerca de cómo y qué percibimos. 6 Los investigadores
separaron a los gatitos en dos grupo. El primer grupo fue criado en una habitación estampada con
líneas horizontales. El segundo grupo se crió en una habitación con líneas verticales. Dado que
los gatitos se colocaron en estos entornos en una etapa crítica del desarrollo de su aparato
sensorial y dado que se vieron expuestos tan sólo a un tipo de rayas, sus receptores visuales eran
limitados. Los llamados «gatos horizontales» eran incapaces de percibir objetos verticales.
Cuando se colocaba una silla en su entorno, los gatos chocaban contra las patas como si no
estuvieran allí. Los «gatos verticales» no percibían objetos horizontales, de manera que cuando se
colocaba un tablero de mesa en su entorno, evitaban subirse encima o se alejaban del borde. Así
pues, somos capaces de percibir sólo aquello para lo que nuestro cerebro se ha organizado.
¿Sería posible, por ejemplo, que nuestro cerebro se hubiera organizado para percibir las
injusticias cometidas contra nosotros? ¿Podría haber ocurrido esto porque lo hemos heredado de
nuestros padres y después, mientras crecíamos, ellos han reforzado constantemente esa manía
persecutoria y las constantes injusticias de la vida? De ser así, entonces no seríamos capaces de
percibir la situación contraria. Careceríamos de receptores para la justicia y, sin importar lo que
hiciéramos, sólo percibiríamos las situaciones como injustas. Está claro que nuestra forma de
percibir y reaccionar al ambiente está estrechamente ligada a nuestros hábitos y al estado mental
a un nivel no declarativo.
Remisión. Segunda parte
No todo el mundo se rinde a los prejuicios perceptivos autoimpuestos o automotivados. Y
lo vimos claramente en el Capítulo 2, con esa gente que se curaba de su enfermedad. Como
recordarás, el pronóstico para cada uno de ellos no era muy bueno. Podrían haberse echado atrás
y ejecutar todos los programas estructurados en su cerebro, pero en cambio, eligieron creer en un
grupo distinto de realidades de las que cree la mayor parte de la gente en su situación. Creyeron,
por ejemplo, en la inteligencia innata que habita en su cuerpo, la que les da vida y posee el poder
de la curación. Además, estaban firmemente convencidos de que nuestros pensamientos son
reales y pueden tener una influencia directa sobre el cuerpo. También creían que todos tenemos
la capacidad de reinventarnos a nosotros mismos. Cuando prestaron atención a lo que ocurría en
su interior, adquirieron la capacidad de concentrarse con tanta intensidad que el tiempo y el
espacio parecían desvanecerse. Como resultado, fueron capaces de utilizar su mente para trabajar
de forma muy similar a como hemos visto en el repaso mental. Usaron los conocimientos, la
instrucción y las recompensas para conseguir la curación de una amplia variedad de
enfermedades y dolencias. Construyeron un paradigma de ellos mismos como personas sanas y
mantuvieron esa imagen idealizada en su lóbulo frontal con una intensidad y una concentración
que, literalmente, los curó.
Ya hemos hablado mucho sobre el cambio en los capítulos anteriores, y este modelo
debería ayudarte a entender cómo es posible el cambio. Cambiar es conseguir una nueva mente
independiente del cuerpo y del entorno, y entrenar al cuerpo para seguir esa nueva dirección.
Cuando el cuerpo ha sido entrenado, a través de las acciones y experiencias repetitivas, para
convertirse en la mente, se necesita toda nuestra fuerza de voluntad para impedir que la mente
corporal condicionada nos controle. Cambiar es romper el condicionamiento físico y mental de
ser nosotros mismos; es decir, lo que hacemos y pensamos una y otra vez. Si, a través de nuestra
mente consciente, logramos modificar nuestras acciones diarias regulares e inconscientes las
veces suficientes, orientaremos el cuerpo hacia una nueva experiencia de nosotros mismos y de
nuestra realidad. Cuando aprendemos algo nuevo y deseamos ponerlo en práctica, debemos
tomar el control de las acciones rutinarias de la mente corporal y utilizar la mente consciente
como si se tratara de una brújula. Con los conocimientos apropiados, la instrucción y las
recompensas, podemos reemplazar esos viejos patrones de pensamiento, actos y forma de ser con
otros nuevos, y desarrollar nuestro cerebro mediante la creación de nuevas conexiones sinápticas
y la reestructuración de los circuitos neuronales. Después, la misma mente subconsciente que
mantiene los latidos de nuestro corazón nos llevará hacia un nuevo futuro.
De inexperto a experto
Para aprender cualquier cosa nueva y llegar a dominarla con maestría, seguimos los
siguientes cuatro pasos básicos:
Larry siguió cierta disciplina mental para su transformación personal. Leyó bastante sobre
la depresión, sus causas y sus tratamientos. Incluso llegó a ojear algunos textos de autoayuda. Sin
embargo, en lugar de pensar en cómo controlar el funcionamiento de sus inhibidores de la
recaptación de serotonina, comenzó a pensar en la persona en la que quería convertirse. Creó un
catálogo mental de situaciones sucesos en función de su pasado y de lo que había observado que
llamó «felicidad». A continuación, Larry creó un ideal de personalidad y de lo que quería en su
vida.
Fue sencillo encontrar la motivación necesaria para unir las piezas de esta «criatura» que
estaba fabricando al estilo Frankenstein. Había admirado durante toda su vida a esas personas que
parecen pasar los días inmersas en actividades sociales. De una persona tomó el sentido del
humor; de otra, la destreza social que le permitía decir siempre lo correcto; de otra, el aplomo,
que jamás se desviaba hacia la arrogancia. Cuando ensambló todas estas partes de los donantes
reales, comenzó a pensar (hizo un montón de deberes en casa viendo la tele y películas e
imaginándose cómo se comportaría el nuevo Larry) cómo quedaría su nueva personalidad con
todas esas partes integradas.
Larry se situó mentalmente en distintas situaciones, tanto reales como imaginarias, para
practicar los comportamientos que debía cambiar. Ya tenía una buena colección de habilidades;
su vida profesional era una buena plataforma desde la que empezar a construir. El hecho de que
Larry no fuera capaz de transferir esas capacidades a su vida social fue uno de los síntomas
principales de su forma particular de depresión. Se dio cuenta de que había dos Larry diferentes.
Durante mucho tiempo, cuando estaba en algún acto social, se había preguntado: «¿Qué haría el
Larry del trabajo?».
Una vez que ensambló todos esos conocimientos, gran parte de ellos semánticos, salió a
la calle para demostrar lo que había aprendido y repasado. De manera intuitiva, Larry
comprendió que debía cambiar algunas de sus actividades habituales. Una de las primeras cosas
que hizo fue obligarse a ir de compras después del trabajo o los domingos a mediodía. También
practicó cómo ser «feliz» durante los fines de Semana. Con el tiempo, llegó a ser capaz de salir
de su apartamento siempre que quería, o cada vez que comenzaba a sentirse demasiado cómodo
con su vieja rutina. Al final, cuando iba al supermercado o a dar un paseo en bicicleta por el
vecindario, se dio cuenta de que la gente le sonreía y pudo devolver la sonrisa.
Además de asistir a clases de karate, Larry se planteó el reto de acudir a clases en un
teatro local de improvisación. No tenía intención de actuar nunca (aun cuando el proyecto final
de la clase era participar en un espectáculo), pero quería poder pensar y reaccionar con más
rapidez. En un principio, respondía más en la cabeza que en voz alta durante las clases y
ejercicios, pero su aplomo fue aumentando y salió de su capullo de una forma que ni él mismo
habría imaginado. Larry comprendió las implicaciones de sus transformaciones sobre el
escenario.
Con el transcurso del tiempo, dejó de preguntarse qué haría el Larry del trabajo en esa
situación. Cuando ponía en práctica alguna de esas habilidades sociales en su vida personal, la
gente le respondía. Una vez que esos circuitos se estructuraron con más firmeza, cuando salió al
mundo y puso a prueba su capacidad para mostrarse extrovertido y vivir nuevas experiencias,
logró llegar a un punto en el que el Larry Trabajador y el Larry Doméstico se unieron en un único
Larry. Ser esa versión nueva y modificada de sí mismo comenzaba a resultar fácil.
A la larga, Larry comenzó a quedar con Rebecca, una compañera de su clase de karate
que tenía cinturón marrón, que era una mujer dinámica y vivaz por la que cualquier hombre se
habría sentido atraído. La presencia de Rebecca le proporcionó un nuevo conjunto de
experiencias emocionales que Larry adoraba y disfrutaba.
Con todo, se encontró con algunos baches en el camino. A veces notaba que se hundía en
la vieja rutina de nuevo, pero al final aprendió a no compararse con los demás. Sabía que aún le
quedaba un largo camino por delante, pero, como él mismo me dijo, el hecho de que estuviera
contándome todas esas cosas sobre sí mismo era un buen indicativo de lo bien que se sentía.
Se había acostumbrado tanto a ser ese nuevo Larry, que el viejo Larry le parecía un
personaje de una de esas películas de alquiler que apenas recordaba. En una última y sagaz
declaración, Larry me dijo que no quería olvidarse por completo de su antiguo «yo». «es mismo
que cuando descubrí que padecía depresión clínica: el hecho de poder identificar la fuente de mi
desdicha me proporcionó una enorme sensación de alivio. Necesito recordar quién y cómo era
antes. No pienso en ello a menudo, pero de vez en cuando cojo las fotos y les hecho un vistazo
para recordarlo. Lo cierto es que puedo verlas, pero no vuelvo a sentirme así». Está claro que
Larry ha dado un giro a su vida y el hecho de que pueda reflexionar sobre su «yo» pasado y no lo
haya enterrado por completo me parece algo extraordinariamente saludable.
Vamos a ver, a nivel intelectual, Larry comprendía que el diagnóstico que le habían dado
los médicos significaba que tenía un problema de hardware en el cerebro. Había un desequilibrio
entre los neurotransmisores, las sustancias químicas y los circuitos cerebrales que le provocaba la
depresión. También tenía un problema de software que había contribuido a su depresión: las
circunstancias estresantes de su divorcio y los recuerdos que éstas originaron habían alterado su
comportamiento. Necesitaba saber que tenía esos problemas de hardware y software, pero el
hecho de saberlo no cambiaba lo que sentía. La terapia y los medicamentos podrían haberlo
ayudado en parte, pero creía que cuando dejara de tomar la medicación, volvería a la depresión.
Por esas razones tomó la decisión de cambiar por sí solo el hardware y el software de su cerebro
siguiendo el proceso de pensar, hacer y ser.
Todo lo que Larry deseaba iba en contra del equilibrio químico de la depresión. En
realidad no tenía ninguna gana de hacer esas cosas; lo más cómodo para él eran todos esos
sentimientos que le recordaban a su «yo» deprimido. Lo familiar y conocido para él era sentirse
desdichado, despreciable y desgraciado, y tuvo que realizar un enorme esfuerzo de voluntad para
sentir cualquier otra cosa. Siempre que intentaba hacer algo para cambiar lo que estaba
acostumbrado a sentir se sentía desequilibrado.
Así, Larry se sentía incómodo al principio porque ya no pensaba los mismos
pensamientos, no sentía los mismos sentimientos, no fabricaba las mismas sustancias químicas y
no era la misma persona que antes. Cuando empezó, tenía la sensación de que algo estaba
atacando su personalidad, cuando en realidad la que estaba siendo atacada era su adicción
química a la depresión. Esa vocecilla que grita y trata de convencernos aparece en nuestra cabeza
cuando el cuerpo se convierte en nuestro soberano.
Larry experimentó todas estas cosas. Antes de decidirse a cambiar, era consciente de que
el hábito de estar deprimido no era saludable, pero le resultaba difícil ver un futuro más allá de
sus sentimientos. Su madre lo llamaba todos los días y él se quejaba del fracaso de su
matrimonio. Su hermana le llevaba la cena una vez a la semana. La señora que limpiaba su casa
escuchaba todos sus lamentos y lo mucho que se quejaba de su insomnio. Todas esas cosas
dependían de la persona en la que se había convertido, así que ¿qué ocurriría si cambiaba? Nada
de cenas, nada de consuelo materno, nada de charlas con la señora de la limpieza. Toda su
identidad estaba relacionada con el hecho de estar enfermo.
Tuvo que aplicar la información que había adquirido y ver los resultados de los esfuerzos
que había realizado para personalizar esos conocimientos y generar una nueva experiencia. Larry
aprendió de sus errores y repasó en su mente cómo se comportaría la próxima vez. Cada noche,
repasó sus acciones concentrada y atentamente. Cambió de forma deliberada su comportamiento
y provocó resultados diferentes. Repitió este proceso a diario y evolucionó sus pensamientos, sus
actos y sus actitudes.
Con el tiempo, lo que hacía comenzó a corresponderse con lo que pensaba. Almacenó los
nuevos recuerdos en una red neuronal en desarrollo que formaba parte del nuevo y extrovertido
Larry. La mejor manera de librarnos de viejos recuerdos y asociaciones pasadas dolorosas es
crear nuevos recuerdos. Podemos robar el factor de crecimiento neuronal que una vez formó
parte de esos antiguos recuerdos y redistribuirlo para crear nuevos vínculos.
Es de suma importancia comprender que Larry era capaz de utilizar estos nuevos patrones
a voluntad. No activaba los patrones almacenados por azar, sino que los elegía deliberadamente
de entre la amplia selección de comportamientos que esperaba mostrar en cada situación social
que enfrentara. Con el tiempo, el nivel de conciencia necesario para activar esos patrones en
desarrollo recién formados cada vez fue menor.
El nuevo y extrovertido Larry se había convertido en un proceso inconsciente y
automático. Se deshizo de su antigua forma de ser y creó un nuevo «yo».El cerebelo jugó un
papel importante en el paso del almacenamiento consciente al inconsciente. Cuando Larry
reordenó por primera vez los conocimientos y experiencias de su pasado e incorporó los nuevos
conocimientos y experiencias, esta red neural perfeccionada se almacenó en el neocórtex. A
medida que Larry se familiarizaba cada vez más con estos circuitos y rutinas, la información
comenzó a almacenarse en el cerebelo, la región que regula las funciones de memoria corporales.
Cuando estructuramos algún rasgo o actividad y lo convertimos en implícito, el cerebelo, que
actúa como un microprocesador, envía energía a las redes neurales que contienen esas funciones,
actitudes y creencias. Sólo se necesita una pequeña cantidad de actividad cerebral para ponerlo en
marcha, y el cerebelo tiene una conexión directa con los circuitos neuronales almacenados en el
neocórtex.
Al igual que a Larry, en esta etapa ya no nos hace falta activar conscientemente el sistema
responsable de nuestra felicidad, nuestra habilidad para hacer snowboard, nuestra paciencia,
gratitud o cualquiera de las habilidades, actitudes, creencias o comportamientos que nos hayamos
esforzado por cambiar. A medida que creamos recuerdos implícitos, también enseñamos a
nuestro cerebro a desarrollar sistemas implícitos de comportamiento que son tan automáticos
como todos los demás sistemas que nos mantienen con vida. Nuestro objetivo final es desarrollar
nuestro cerebro, pero no sólo para conseguir una conciencia y un estado mental más elevados,
sino también para avanzar en el proceso evolutivo hasta un punto en el que ya no sea necesario
concentrar toda nuestra atención en ese nuevo ideal.
Por lo tanto, cualquier adaptación específica que permita la supervivencia de una especie
en unas condiciones ambientales adversas se transmitirá a la descendencia; y no sólo una vez,
sino durante incontables generaciones, hasta que se convierta en una característica de esa especie.
Lo interesante aquí es que la mayor parte de los sujetos no notaba diferencia en lo que
sentía, así que estas personas no creían haber conseguido del todo su objetivo. El cerebro no
podía estar al tanto de cómo lo estaba haciendo, pero los resultados estaban ahí: los individuos
eran capaces de hacer lo que se les pedía. Una manera de llegar a entender este
«entumecimiento» cerebral es pensar lo siguiente: si alguien estimulara la región del cerebro
encargada de mover los dedos de los pies, sentiríamos el movimiento de los dedos, pero no el
estímulo que originó ese movimiento. Así pues, ¿podemos transformar la información interior del
cuerpo en algún tipo de señal externa que el cerebro pueda utilizar para incrementar sus poderes
de autorregulación?
Puesto que toda la actividad del cerebro es electroquímica, los científicos tuvieron que
ingeniar un modo de hacer que la retroalimentación hablara el mismo idioma que el cerebro. Con
el tiempo, llegaron a idear aparatos que transformaban esas medidas de actividad y las traducían
a imágenes visuales que pudieran utilizar con los individuos del estudio. Lo que consiguieron
estaba basado en algunos estudios previos sobre la visualización del color. La doctora Barbara
Brown, del Centro Médico de UCLA, fabricó un aparato que se iluminaba en color azul claro
cuando las ondas cerebrales de los participantes en la prueba indicaban que éstos se encontraban
en un estado relajado (medidas con un aparato electroencefalográfico que detectaba entre 8 y 13
ondas alfa por segundo), y los investigadores observaban cómo se apagaba o se encendía la luz
cuando los participantes salían o entraban en el estado de reposo.7 No todo el mundo tiene acceso
a la tecnología que permite medir las ondas cerebrales. Tal vez creamos que estamos relajados,
pero esta idea de una representación visual que nos muestre si en realidad estamos o no relajados
es un tipo de respuesta definitiva que el cerebro no es capaz de generar.
El tercer estado se denomina estado theta. Nos encontramos en este estado cuando
estamos a caballo entre el sueño y la vigilia. La puerta entre los estados alfa y theta es una
especie de estado consciente adormilado en el que el cuerpo está relajado y catatónico. También
entramos en este estado cuando utilizamos el lóbulo frontal para silenciar a los demás centros
cerebrales e inmovilizar el neocórtex. Cuando el lóbulo frontal envía señales a los circuitos para
que cesen su actividad y desconecta el resto del neocórtex, las ondas de actividad cerebral
disminuyen, ya que esa región del cerebro ya no genera ningún tipo de mente. Los pensamientos
se reducen y comenzamos a deslizamos hacia regiones subcorticales más profundas, lejos del
neocórtex.
Por último, existe un nivel subconsciente denominado estado delta. Cuando disfrutamos
de un sueño reparador, nuestro cerebro genera ondas delta. En este estado estamos inconscientes
y catatónicos, y existe muy poca actividad en el neocórtex.
La capacidad de movernos entre estos cuatro estado es muy importante, ya que si
logramos permanecer conscientes y disminuir la actividad cerebral para generar ondas theta,
podremos ser conscientes en el reino de lo subconsciente. Puesto que la mayor parte de nuestros
recuerdos asociativos, nuestros hábitos, nuestros comportamientos, nuestras actitudes, nuestras
creencias y nuestros condicionamientos son sistemas implícitos y, por definición, subconscientes,
cuanto más descendamos hacia los niveles profundos de la actividad cerebral, más cerca
estaremos de los lugares donde arraigan estos elementos. Por desgracia, nuestra voluntad sólo
funciona en el reino consciente. Si queremos cambiar esos hábitos, asociaciones y
condicionamientos que son responsables de nuestra infelicidad, debemos llegar hasta ellos de
algún modo. Utilizar nuestra mente consciente y el nivel de ondas beta cerebrales logrará pocos
resultados.
Por lo tanto, si justo antes de quedarnos dormidos, logramos acostumbrarnos a dejar que
el cuerpo se relaje un poco más (como cuando dormimos, pero sin llegar a perder la conciencia)
pasaremos de un estado beta a un estado alfa y, después, al estado theta. La razón es la misma: la
mente consciente se ha ausentado del resto del neocórtex, ya que el lóbulo frontal ha silenciado
esos centros para que podamos concentrar toda nuestra atención en los pensamientos. Nuestra
mente deja de preocuparse por el entorno y por las necesidades corporales. Se centra en un estado
creativo y no reacciona a los estímulos exteriores. Cuando esto ocurre, los pensamientos se
ralentizan y cambiamos el patrón de las ondas cerebrales; si logramos permanecer en este estado
pseudoconsciente, podremos cambiar los patrones indeseados, ya que nos encontramos en el
reino donde se almacenan. Finalmente, si continuamos concentrados y convertimos nuestros
pensamientos en algo más real que cualquier otra cosa, fundiremos la mente consciente y la
inconsciente.
De forma similar, nuestra salud mental y emocional también depende de esa regulación y
de lo que se denomina disfunción. Por ejemplo si padecemos de acidez de estómago es porque
nuestro cuerpo no regula de la manera apropiada la secreción acida de nuestro estómago-El
trastorno de ansiedad generalizada es una alteración relacionada con la incapacidad del cerebro
para regular la liberación de sustancias químicas relacionadas con el estrés. La única esperanza es
poder enseñarle al cerebro a tomar medidas para acabar con esta disfunción corporal y recuperar
una vez más el control. Al principio del libro comparamos algunas de las funciones reguladoras
del cerebro con un termostato. Cuando nos adentramos en los estados cerebrales más profundos
(y se van silenciando los centros del neocórtex) nos sumergimos en los niveles subconscientes,
donde podemos ejercer una mayor influencia sobre el sistema nervioso autónomo. Ésta es la
esperanza y la promesa de la biorretroalimentación: que logremos enseñar a nuestro cerebro a
regular su propio funcionamiento para lograr el control de nuestra salud y nuestras emociones.
Lleva su tiempo
La Ley de la Repetición tiene una importancia crucial en la creación de redes neurales
estructuradas. El «dicho y hecho» no nos llevará adonde necesitamos ir; es físicamente imposible
estructurar circuitos de esa manera. Por más que me gustaría poder decir otra cosa, lo cierto es
que requiere tiempo y esfuerzo realizar el tipo de cambios neurológicos y de comportamiento que
deseamos. Tenemos que pensar y utilizar nuestro cerebro de una forma diferente y no permitir
que el entorno y los medios de comunicación nos hagan pensar de una forma predecible. Pensar
de manera predecible no requiere esfuerzo de voluntad alguno, sólo reacciones rutinarias que nos
vuelven perezosos. Debemos comenzar a ensamblar nuevos pensamientos con información que
no hemos experimentado con anterioridad. Debemos realizar un esfuerzo consciente para planear
nuestras acciones y comportamientos futuros y repasar esas acciones en nuestra mente para que
nuestro cuerpo se acostumbre a obedecer. Una vez que empecemos a cambiar el funcionamiento
rutinario de nuestro cerebro, lo obligaremos a trabajar de manera distinta y, por tanto, a producir
un nuevo estado mental. Cuando reflexionemos sobre nosotros mismos y seamos más
conscientes de lo que hacemos cada día, podremos integrar más datos sobre cómo seremos al día
siguiente y de esta forma desarrollar el ideal en el que nos estamos convirtiendo.
Al principio, necesitaremos un enorme esfuerzo consciente para alcanzar cualquier estado
mental nuevo. Estamos remplazando los hábitos neurales de nuestro antiguo «yo» con el ideal de
nuestro nuevo «yo» a fin de llegar a convertirnos en otra persona. La siguiente fase de nuestra
evolución (la sabiduría), implica ser grande, noble, feliz y cariñoso de forma subconsciente, y
que eso nos resulte tan natural y sencillo como cepillarnos los dientes.
Así pues, alinear nuestras intenciones con nuestros actos, o emparejar nuestros
pensamientos con nuestras acciones, conduce a la evolución personal. Para evolucionar, debemos
pasar de los recuerdos explícitos a los implícitos; del conocimiento a la experiencia y después a
la sabiduría; o de la mente al cuerpo y después al alma. El repaso mental prepara la mente. La
práctica física prepara el cuerpo. La unión de ambos es la fusión de cuerpo y mente en un nuevo
estado del ser. Cuando la mente y el cuerpo forman una unidad con todo, alcanzamos la
verdadera sabiduría. Y la sabiduría siempre se guarda en el alma.
Este método puede hacerte pasar de inexperto inconsciente a inexperto consciente, para
después pasar a experto consciente y, por último, a experto inconsciente; en este punto, los
sistemas implícitos estarán completamente estructurados en su lugar. Así, tu cerebro evolucionará
hasta un grado tal que tus respuestas, tus comportamientos y tus actitudes serán tan fáciles y
naturales como las de los circuitos que quisiste modificar. Al final del proceso podrás manifestar
estos nuevos comportamientos a voluntad.
Epílogo Un cambio cuántico
Así pues, queda una pregunta más:
¿qué relación existe entre el pensamiento y la realidad?
Como demuestra una atención cuidadosa,
el pensamiento en sise encuentra en un interminable
proceso de movimiento y desarrollo.
DAVID BOHM
Hasta ahora hemos hablado de que cambiar la mente de forma permanente influye sobre
el estado físico y mental. Pero ¿tiene alguna consecuencia en nuestra vida el hecho de ser una
nueva persona o de poner en práctica una nueva actitud? Si creemos que nuestros pensamientos
son los que determinan nuestro futuro y queremos evolucionar nuestro cerebro para pensar de
manera diferente, ¿no cambiaría eso nuestra vida de algún modo? En pocas palabras: si
cambiamos nuestros pensamientos, ¿cambia nuestra realidad?
Mientras los pioneros de las fronteras de la neurología nos proporcionan nuevas y
excitantes evidencias de que así es, otro campo de la ciencia se ocupa de analizar los
fundamentos de nuestra pregunta: ¿nuestros pensamientos influyen en nuestra realidad? Y, de ser
así, ¿cómo es posible? Por lo que se refiere a la evolución humana, apenas hemos comenzado a
plantearnos la posibilidad de que todo lo que hay en nuestro entorno sea una única manifestación
de una infinita variedad de posibilidades, de modo que, para responder a esta pregunta,
comenzaremos por analizar lo que la ciencia (la física cuántica en especial) tiene que decir sobre
la mente y la naturaleza de la realidad.
Después pasaremos a hacer unas últimas reflexiones sobre cómo nosotros, como
individuos, podemos vivir desde un estado mental evolucionado.
Durante centenares de años, la explicación científica sobre el orden y la naturaleza del
universo consistía principalmente en perspectivas mecanicistas de la realidad, como por ejemplo
que todo en la naturaleza era predecible y podía ser explicado con facilidad. A comienzos del
siglo XVIII, el científico, filósofo y matemático Rene Descartes, desarrolló una justificación
racional para una comprensión universal, matemática y cuantitativa de la naturaleza. Para llegar a
la idea de que el universo funcionaba como una especie de autómata, Descartes tuvo que crear
una división intelectual importante: la división entre la mente y la materia.
Puesto que Descartes consideraba que los cuerpos relativamente grandes seguían en el
espacio unos principios repetibles, decidió que toda la materia seguía leyes objetivas y que, por lo
tanto, podía agruparse bajo la categoría de ciencia. En lo que se refiere a la mente humana, sin
embargo, había demasiadas variables a las que enfrentarse; la mente era demasiado personal y
subjetiva como para poder medirla. Dado que la mente poseía tal libertad de opciones, Descartes
dejó el concepto de la mente en manos de la religión. Consideró que Dios debía hacerse cargo de
todo aquello que reside en nuestro interior; y que la ciencia debía encargarse de lo neutral, de lo
que está fuera de nosotros. En esencia, Descartes dictaminó que la mente y la materia eran dos
aspectos completamente diferentes de la realidad. La filosofía y la religión se encargarían de la
mente y la ciencia, de la materia; ambas cosas no debían mezclarse. La distinción entre la mente
y la materia, el dualismo cartesiano, ha sido la mentalidad imperante en Europa durante siglos.
Alrededor de cien años después, Isaac Newton ideó leyes matemáticas que integraban los
fundamentos mecanicistas del dualismo de Descartes en ecuaciones y constantes científicas que
convirtieron la física clásica en una ciencia respetable. Las leyes de la materia eran ya conocidas,
coherentes y predecibles. La naturaleza era en realidad una simple máquina, y el hombre podía
dar explicaciones racionales de su funcionamiento. La física newtoniana imperó hasta el siglo
siguiente, cuando Einstein y sus teorías estremecieron el mundo.
La teoría de Einstein sobre la naturaleza de la materia y la energía es uno de los grandes
logros intelectuales de la historia humana, ya que sus nuevos conceptos proporcionaron una
explicación sobre cómo contribuye la energía a la formación de la materia. La unificación de la
materia y la energía supuso un avance gigantesco en la comprensión de la naturaleza de la
realidad. El trabajo de Einstein también les abrió la puerta a nuevas áreas de investigación.
Postuló, por ejemplo, que si tomamos cuerpos grandes y les damos una aceleración, la velocidad
máxima a la que pueden moverse es la velocidad de la luz.
La relatividad, basada en el modelo de Einstein, dejó claro que las leyes físicas son
esencialmente las mismas para todas las formas de materia (objetos y partículas) y para la energía
(la luz y las ondas) que viajan a la misma velocidad. Por ejemplo, si voy conduciendo mi coche a
noventa kilómetros por hora y tú viajas a mi lado en un tren que marcha la misma velocidad,
ambos tendremos la sensación de que no nos movemos, ya que nuestra velocidad relativa crea un
tiempo relativo para ambos. Por lo tanto, el espacio, el tiempo e incluso la masa, dependen de la
velocidad a la que viajamos, de si estamos en el espacio y de si nos acercamos o nos alejamos de
un destino determinado.
Con el tiempo, los científicos se toparon con un enigma intelectual al reflexionar sobre la
naturaleza de uno de los elementos fundamentales de la vida en la Tierra: la luz. Aunque en un
principio creyeron que la luz era una onda y se comportaba como tal en todas las circunstancias,
más tarde observaron que la luz se comportaba en unas ocasiones como una onda y en otras,
como una partícula. Por ejemplo, ¿cómo explicamos que la capacidad de la luz para doblar una
esquina? A través de una serie de experimentos llevados a cabo por Maxwell Planck y Niels
Bohr, entre otros, la comunidad física llegó a la conclusión de que la luz es tanto una partícula
como una onda. Hemos llegado a una noción del pensamiento científico denominada física
cuántica, que nos dice que la luz se comporta de determinadas formas en función de la persona
que observa el fenómeno.
Así pues, el meticuloso mundo de la física clásica y sus meticulosas leyes comenzó a
desmoronarse a principios del siglo XX, cuando los innovadores físicos cuánticos notaron al
medir y observar el diminuto mundo de las partículas subatómicas que éstas no se comportaban
como los objetos grandes. Por ejemplo, los científicos descubrieron que los electrones aparecían
y desaparecían cuando se liberaba energía. Cuando la energía actúa sobre un electrón y provoca
que éste se mueva hacia el núcleo, el electrón no se mueve de una forma suave y continua (como
esa manzana que cae del árbol en la física clásica newtoniana), sino que su comportamiento se
parece más al de una bola que desciende por una serie de escalones, ganando y perdiendo
energía.
Las leyes de la física clásica y las de la cuántica se distanciaron aún más cuando los
físicos se dieron cuenta de que las diminutas partículas que componen los átomos responden a la
mente del observador. Por ejemplo, las ondas se convierten en partículas cuando se miden y se
observan. Aún más, el hecho de que el observador esté presente o no cambia el resultado de los
experimentos cuánticos. Así pues, la mente subjetiva influye en el comportamiento de la energía
y de la materia. De buenas a primeras, el mundo de la materia y el subjetivo mundo de la mente
dejan de estar separados. La mente y la materia están relacionadas, y en el mundo cuántico de las
partículas subatómicas, la mente ejerce un efecto directo sobre la materia. Ésta es una idea
poderosa e influyente que yo he simplificado en gran medida para nuestros propósitos, pero lo
más importante es comprender la naturaleza radical de este cambio en nuestra comprensión del
funcionamiento del universo.
Sin la menor duda, la mayoría de los físicos cuánticos nos dirán que el observador influye
sobre el diminuto mundo infinitesimal de las partículas subatómicas. También nos dirán que en el
gigantesco mundo de los objetos y la materia todavía reina la física clásica. El observador no
tiene influencia alguna sobre los objetos grandes y el mundo objetivo de la materia, argumentarán
de manera educada. Y esa idea de utilizar nuestra mente para controlar un resultado en nuestra
vida, según sus experimentos, es simplemente imposible.
He mantenido ese tipo de conversación con varios físicos cuánticos, y siempre rebato sus
argumentos de la misma forma: si las partículas básicas del mundo subatómico son capaces de
convertirse en energía y viceversa, y están sujetas a la influencia del observador, entonces los
humanos tenemos un enorme poder potencial para alterar la naturaleza de la realidad. Cuando
ellos me dicen que nuestra mente subjetiva y nuestra observación afectan a lo más diminuto, pero
no al gran mundo de los objetos «sólidos», yo replico que tal vez seamos malos observadores.
Quizá podamos entrenar al cerebro y a la mente para que trabajen mejor y lleguemos a
convertirnos en observadores más atentos de la realidad. Si desarrollamos nuestro cerebro y
nuestra mente, es posible que ejerzamos una mayor influencia sobre el mundo objetivo.
La teoría es simple: la mente y el observador son fundamentales para la comprensión de
la naturaleza de la realidad. Hay un campo infinito de energía que se extiende más allá de nuestro
actual concepto del tiempo y del espacio y que nos une a todo. La realidad no es un flujo
continuo y constante, sino un campo de infinitas posibilidades sobre el que podemos ejercer una
enorme influencia; siempre que nos adentremos en el estado mental apropiado, claro está. Cuanto
más poderosa sea la mente subjetiva, más influencia tendrá sobre el mundo objetivo.
En este libro hemos aprendido que podemos cambiar la mente y el cerebro. Hemos visto
que los monjes budistas, mediante la utilización del lóbulo frontal y poniendo en práctica la
focalización interior, conseguían una mente más coordinada. Sabemos que el mero hecho de
aprender conocimientos reestructurará el cerebro y le permitirá ver las cosas de una manera
completamente distintas. ¿Recuerdas el ejemplo de Monet del Capítulo 12? Unos simples datos
biográficos nos permitieron contemplar la misma imagen de la realidad desde una nueva
perspectiva. También sabemos ya que la experiencia moldea aún más el cerebro. Piensa en el
catador de vino que, después de prestar atención en repetidas ocasiones al sabor y al aroma,
percibe lo que otros nunca han sabido que existe. Quizá pueda aplicarse eso mismo, aunque a
mayor escala, a nuestra forma de percibir la vida. Cuando cambiamos nuestra mente de verdad,
cambiamos nuestra vida.
Parece que seguimos viendo las cosas de la misma forma porque hemos sido
condicionados a buscar lo mismo. ¿Quién ve, el cerebro o lo ojos? Si quien ve es el cerebro,
entonces sólo podemos percibir la realidad en función de aquello que hayamos estructurado en
nuestro cerebro. En un experimento muy sencillo llevado a cabo hace alguno años, se les pidió a
los participantes que llevaran gafas protectora" o panorámicas con lentes coloreadas durante dos
semanas. 1 Cada lente panorámica estaba dividida a la mitad. Una mitad era amarilla y la otra
azul, de manera que cuando los individuos miraban hacia la izquierda el mundo parecía azul y
cuando miraban hacia la derecha, las cosas parecían amarillas. Con el paso del tiempo, después
de llevar las gafa a diario mientras llevaban a cabo sus actividades rutinarias, los sujetos dejaron
de ver los colores del mundo de manera distinta a como lo veían antes de llevar esas gafas
especiales. El estudio demostró que e el cerebro el que ve, y no los ojos; y eso sugiere que los
individuos coloreaban la realidad en base a lo que recordaban, y ese comportamiento está
determinado por lo que se percibe. ¿Percibimos la realidad cotidiana en base a lo que
recordamos? ¿Vemos en función de nuestras experiencias anteriores y no en función de nuestras
posibilidades futuras?
Cuando mejoramos nuestra capacidad para prestar atención y seguimos un objetivo
determinado, nuestros pensamientos pueden cambiarnos la vida. A lo largo de la historia humana,
muchos de los personajes que consiguieron unificar sus objetivos y sus acciones llegaron a mover
montañas y transformaron el futuro con el mismo cerebro que tú y yo poseemos. Los estudios
que utilizan generadores de sucesos aleatorios han demostrado que la mente puede cambiar el
típico resultado objetivo de 50-50 que se obtiene al lanzar una moneda. 2 Y muchos otros estudios
en desarrollo han comenzado a explorar el casi desconocido territorio de la interacción entre la
mente y la materia.
Hemos aprendido que, durante el repaso mental, el cerebro no aprecia la diferencia entre
lo que piensa (interior) y lo que experimenta (exterior). La aplicación de estos principios hará que
el cerebro esté por delante del entorno. En otras palabras, gracias al repaso mental, podemos
cambiar nuestro cerebro antes de que la experiencia exterior tenga lugar, de modo que el cerebro
ya no es un registro del pasado, sino del futuro.
También hemos aprendido que los sentimientos y emociones no son más que el producto
final de las experiencias pasadas. Si creemos que nuestros pensamientos son los que deciden
nuestro futuro, entone vivir en base a los sentimientos familiares y las emociones pasa es vivir en
función de nuestros recuerdos. Los recuerdos pasados procesan en el cerebro como sentimientos.
Cuando los recuerdos pasan se convierten en los sentimientos para los que vive el cuerpo,
generarnos pensamientos de forma inconsciente que están conectados únicamente con el pasado.
Así pues, sentir es pensar en el pasado. Esto explica por qué tantos de nosotros elegimos siempre
relaciones difíciles, trabajos con la misma dinámica y otras circunstancias recurrentes en nuestra
vida. Cuando tenemos de manera inconsciente los mismos sentimientos cada día, creamos más de
lo mismo.
El origen de la auténtica energía de la creación pasa por superar lo conocido y lo rutinario
y por encontrar una motivación. Pensar más allá de lo que sentimos supone un gran esfuerzo para
cualquiera. Si no podemos crear un estado mental que supere lo que sentimos, jamás llegaremos a
entrar en contacto con nada desconocido o imprevisible. La mente reside en el cuerpo cuando
vivimos en base a los sentimientos. Sacar la mente del cuerpo y colocarla en el lugar que le
corresponde (en el cerebro) es un auténtico acto de voluntad. Cuando por fin conseguimos dejar
de pensar con el cuerpo y comenzamos a pensar con la mente, comenzamos a vivir una aventura
con nuevas e ilimitadas experiencias.
Uno de los factores que afectan nuestra capacidad para imaginar y crear un ideal de
nosotros mismos es nuestra visión limitada del orden y de la naturaleza del universo. Da igual
que seamos escépticos o creyentes. Lo que debemos comprender es que el universo nos ofrece
muchas más posibilidades de las que nos han enseñado y condicionado a aceptar.
Debemos recordarnos que somos mucho más que la suma de nuestros procesos
biológicos. Somos esa esencia inmaterial y autoconsciente que anima el cuerpo físico. Al mismo
tiempo, estamos unidos a una conciencia mayor que le da vida y forma a toda materia. Ambos
niveles de conciencia son inseparables y se encuentran en nuestro interior; de hecho, son esas
conciencias las que definen quiénes somos. La energía que sustenta el universo y todos sus
componentes juntos puede verse afectada por nuestras interacciones conscientes con la vida, ya
que estamos formados por esa misma energía. Por lo tanto no podemos cambiar lo que pensamos,
lo que hacemos y lo que somos sin alterar esa red infinita de energía. Cuando cambiamos de
verdad, el campo de posibilidades de nuestra vida personal cambia también. El resultado de tales
esfuerzos nos brinda nuevas y diferentes circunstancias en la vida, a la altura de la persona en la
que nos hemos convertido.
Algunos podrían decir que todo esto resulta difícil de imaginar, por no mencionar de
creer. No obstante, ¿por qué tenemos entonces esa inclinación natural a rezarle a un poder o
inteligencia superior cuando las situaciones se nos escapan de las manos? Rezar es mantener un
pensamiento o idea en mente con la intención de conseguir un resultado que se convierta en algo
más real que las circunstancias presentes. Es el pensamiento intencionado el que nos concede la
oportunidad de entrar en contacto con una mente superior. Cuando apelamos a esa inteligencia
innata que reside en nuestro interior haciendo de nuestro deseo el único objetivo real, ésta
responde a la llamada. Cuando nuestra voluntad se corresponde con la voluntad de esta mente, y
cuando nuestro amor por ese ideal concuerda con el amor que ella siente por nosotros, siempre
interviene. Podemos hacer que nuestros pensamientos sean más reales para nosotros que el
mundo exterior y cuando perdemos el hilo de las percepciones sensoriales de nuestro cuerpo, del
espacio y del tiempo, nos adentramos literalmente en este ilimitado campo de posibilidades.
Nuestro cerebro ya está estructurado para ser de esta manera gracias a nuestro enorme lóbulo
frontal.
¿Podemos mantener una relación con esta mente y este orden innatos? Yo opino que sí.
¿Cómo podría esta mente superior saber todo lo que sabe y coexistir con nuestra mente
consciente, pero no ser lo bastante inteligente como para responder a nuestra intención? Con
todo, debemos ejercitar el libre albedrío subjetivo y esforzarnos por contactar con nuestra mente
superior. Si nos tomamos tiempo para interactuar con ella, deberíamos ser lo bastante valientes
como paja buscar una respuesta en forma de recompensa en nuestro mundo. Así, actuaríamos
como los científicos de nuestra propia vida. Cuando vemos y cuantificamos que nuestros
pensamientos y objetivos evolucionan gracias a nuestros esfuerzos internos, podemos estar al
tanto de ese experimento personal llamado vida. Yo he comprobado que cuando esa mente
invisible comienza a responder, nuestras creaciones llegan hasta nosotros no en formas
conocidas, sino en formas nuevas, excitantes, impredecibles y sorprendentes. Y la alegría y el
asombro nos animarán después a llevar a cabo el proceso una y otra vez. Desarrollaremos un
circuito neural a sabiendas de que existe un poder superior en nuestro interior y que podemos
aceptar sus regalos.
Debemos motivarnos para darle una oportunidad a este experimento personal de creación.
De otra forma, nos quedaremos bloqueados en la fase de reflexión intelectual de los recuerdos
declarativos y jamás experimentaremos la alegría que el cambio puede ofrecer. Debemos
transformarnos, pasar de ser pensadores intelectuales a practicantes apasionados, hasta que
podamos «ser» lo que nos hemos propuesto mentalmente. Y cuando logremos ser cualquier cosa,
podremos observar la realidad desde un estado mental más abierto y no con la mentalidad que
asedia a la humanidad. Alinear nuestros pensamientos, nuestros actos y nuestros objetivos nos
brinda este enorme campo de posibilidades. Cuando vivimos en un futuro que todavía no hemos
experimentado con los sentidos pero que existe en nuestra mente, vivimos según lo que puede
llegar a ser la última demostración de las leyes cuánticas.
Para cambiar la mente no es suficiente un poco de tiempo y de esfuerzo. Debemos
convertirnos en esa mente hasta que nos resulte fácil y natural expresar nuestro nuevo «yo». Es
entonces cuando se abre la puerta a las nuevas e inexplicables posibilidades.
CAPÍTULO 1
1
Ramtha, El libro blanco, Arkano Books, Madrid, 2003.
CAPÍTULO 2
1
Schiefelbein, S., The poiverful river, En: R Poole, Ed. The Incredible Machine, Washington DC,
The National Geographic Society, 1986, pp. 99-156.
-Childre, D., Martin, H., The HeartMath Solution: The Institute ofHeartMath's revolutionary
prognwifor engaging the power ofthe heart's intelligence, Harper Collins, Nueva York, 1999.
2
Popp, Fritz-Albert, Biophotons and their regulatory role in cells. Frontier Perspectives,
Philadelphia, The Center for Frontier Sciences at Temple University, 7(2), 1998, pp. 13-22.
3
Medina, ]., The Genetic Inferno: Inside the seven deadly sins, Cambridge University Press, 2000.
4
Concepto enseñado en la Escuela de Ramtha de Iluminación Espiritual.
5
RSE (ver referencia 4 y Capítulo 2).
6
Pascual-Leone D., et al., Modulation ofmuscle responses evoked by transcranial magnetic stim-
ulation during the acquisition of new fine motor skills, Journal of Neuro-physiology, 74(3), 1995,
pp. 1037-1045.
7
Hebb, D.O., Organización de la conducta, Debate, Barcelona, 1985.
8
Robertson, I., Mind Sculpture: Unlocking your brain's untapped potential, Bantam Pres,
Londres, 2000.
-Begley, S., God and the brain; How we're wired for spirituality, Newsweek, Nueva York, 2001,
PP- 51-57.
-Newburg, A., D'Aquilla, E., Rause, V., Why God Won't Go Away: Brain science and the biology
of belief Ballantine Books, Nueva York, 2001.
9
LeDoux, J., The Synaptic Self How our brains become who we are, Penguin Books, Londres, 2001.
10
Yue, G., Cole, K.J., «Strength increases from the motor program-comparison of training with
maximal voluntary and imagined muscle contractions», Journal of Neurophysiology, Nueva
York, 1992, pp. 1114-1123.
11
Elbert, T, et al, «Increased cortical representation of the fingers of the left hand string Players»,
Science, 1995, pp. 305-307.
12
Ericsson, P.S, et al, «Neurogenesis in the adult hippocampus», Nature Medicine, 1998 pp.
1313-1317.
13
Draganski, B., et al., «Changes in grey matter induced by training», Nature, 2004, pp. 311-312.
14
Lazar, S.W., et al, «Meditation experience is associated with increased cortical thickness»,
Neuroreport, 16(17), 2005, pp. 1893-1897.
15
Van Praag, H., Kempermann, G., Gage, F.H., «Running increases cell proliferation and
neurogenesis in the adult mouse dentate gyrus», Nature Neuroscience, 1999, pp. 266-270.
-Kempermann, G., Gage, F.H., «New nerve cells for the adult brain», Scientific American,
280(5), 1999, pp. 48-53.
16
Restak, R.M., The Brain: The last frontier, Warner Books, Nueva York, 1979.
-Basmajian, J.V, Regenes, E.M., Baker, M.R, «Rehabilitating stroke patients with biofeed-back»,
Geriatrics, 32(7), 1977, p. 85.
-Olson, R.P., «A long-term single-group follow-up study of biofeedback therapy with chronic
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-Wolf, S.L, Baker, M.R, Kelly, J.L., «EMG biofeedback in stroke: Effect of patient character-
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17
Huxley, J., lntroduction in The Phenomenon of Man, por Pierre Teilhard de Chardin,
Traducción por Bernard Wall, Harper, Nueva York, 1959.
18
Lutz, A., et al., «Long-term meditators self-induce high-amplitude gamma synchrony during
mental practice», Proceedings of the National Academy of Science, 101(46), 2004, pp. 169-73.
19
Kaufman, M., «Meditation gives brain a charge study finds», Washington Post (A05) A43006-
2005Jan2.html Accessed 08/09/06.
20
Ramtha, Guía del iniciado para crear la realidad: una introducción a Ratntha y sus enseñanzas,
Arkano Books, Madrid, 2003.
21
Ibid.
22
Stevenson, R., Chiropractic Text Book, The Palm (School of Chiropractic), Davenport, Iowa,
1948.
CAPITULO 3
-Guyton, A., Fisiología Médica, McGraw-Hill / Interamericana de España, Madrid, 1996.
-Snell, R.S., Neuroanatomía Clínica, Editorial Médica Panamericana, 1995. -Ornstein, R.,
Thompson, R., The Amazing Brain, Houghton Mifflin, Boston, 1984.
CAPÍTULO 4
1
Restak, R., The Brain: The last frontier, Warner Books, Clayton, Australia, 1979.
2
MacLean, P.D., The Triune Brain in Evolution: Role in paleocerebra functions, Plenum Nueva
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3
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4
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5
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6
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of Memory, Academic Press, Nueva York, 1972, pp. 381-403.
-RSE (ver referencia 4, Capítulo 2).
7
Vinogradova, O.S., «Hippocampus as comparator Role of the two input and two output systems
of the hippocampus in selection and registration of information», Hippocampus, 2001, pp. 578-
598.
8
Pegna, A.J., et al, «Discriminating emotional faces without primary visual cortices involves the
right amygdala», Nature Neuroscience, 2005, pp. 24-25.
9
BBC News: UK Version: Wales, Blind man sees emotions. http://news.bbc.com/uk/1/hi/wales/4090155.stm,
2004.
10
Amen, D.G., Change Your Brain Change Your Life: The breakthrough program for conquering
anxiety depression obsessiveness anger and impulsiveness, Three Rivers Press, Nueva York,
2000.
11
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and shape of the brain have yielded fresh insights into neural development differences betvveen
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-Peters M, et al,, «Unsolved problems in comparing brain sizes in Homo sapiens», Brain and
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12
Fields, R.D., «The Other Half of the Brain», Scientific American, 2004, 290(4), pp. 54-61.
13
Penfield, W., Jasper, H., «Epilepsy and the Functional Anatomy of the Human Brain», Science,
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14
Schwartz, J.M., Begley S., The Mind & the Brain: Neuroplasticity and power of mental force,
Regan Books, Nueva York, 2002.
15
Weiskrantz, L., «Blindsight: A case study and its implications», Oxford Psychology Series, 1986.
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1
Lipton, B.H., La biología de la creencia: la liberación del poder de la conciencia, la materia y los
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-Davis, E.P., Sandman, C.A., «Prenatal exposure to stress and stress hormones influences child
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3
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4
Shreve, J., «The mind is what the brain does», National Geographic, 207(3), 2005, pp. 2-31.
5
Shreve, J., «The mind is what the brain does», National Geographic, 207(3), 2005, pp. 2-31.
6
RSE (ver referencia 4, Capítulo 2).
7
Agnes, S., Chan, Y., Mei-Chun, C, «Music training improves verbal memory», Nature, Londres,
1998, p. 128.
8
LeDoux, J., The Synaptic Self How our brains become who we are, Penguin Books, Londres,
2002.
9
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10
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11
Pascual-Leone, A., Hamilton, R., The metamodal organization of the brain, Capítulo 27, En: C
Casanova & M Ptito, Vision: From Neurons to Cognition: Progress in Brain Research, Elsevier
Science, San Diego, 2001.
12
Pascual-Leone, A., Torres, E., «Plasticity of the sensorimotor cortex representations of the
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13
Sterr, A., et al, «Changed perceptions in Braille readers», Nature, 391(6663), 1998, pp. 134-135.
14
Schiebel, A.B., et al, «A quantitative study of dendrite complexity in selected areas of the
human cerebral cortex», Brain and Cognition, 12(116), 1990, pp. 85-101
15
Jacobs, B., Scheibel, A.B., «A quantitative dendritic analysis of Wernicke's area in humans. I
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16
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3597.
CAPÍTULO 6
1
Krebs, C, Huttman, K., Steinhauser, C, «The forgotten brain emerges», Scientific American,
2005,14(5) pp. 40-43.
2
Ullian, E.M., et al, «Control of synapse number by glia», Science, 2001,291(5504): pp. 657-661
3
Abrams, M., «Can you see with your tongue?», Discover, 2003, 24(6) pp- 52-56.
4
Tulving, E., Episodic and semantic memory, En: E Tulving & W Donaldson (Eds) Organization
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5
Goleman, D., Peak performance: Why records fall, New York Time, Nueva York, 1994.
-Chase, W.G., Ericsson, K.A., Skilled memory, En: J R Anderson (Ed.) Cognitive Skills and
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7
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