Romeo y Julieta

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Charles y Mary Lamb Shakespeare cuenta...

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Romeo y Julieta

C APULETOS y Montescos eran los nombres de dos familias ricas y


principales de Verona entre las cuales existían antiguas discordias que se
extendían a todos los parientes, amigos y criados de las dos casas, y llegaban a
tal grado de mortal enemistad que no podían encontrarse un Capuleto y un
Montesco sin cruzarse fieras palabras y, a veces, derramamiento de sangre. Esos
choques eran tan frecuentes que vinieron a perturbar gravemente la plácida
tranquilidad de Verona.
El anciano señor Capuleto dio un baile al que fueron invitados muchos
nobles caballeros y admiradas damas de la ciudad. Todos los que llegaban eran
bien recibidos con tal que no fueran del otro bando.
A esta fiesta de los Capuletos asistía Rosalinda, la desdeñosa amada de
Romeo, el hijo y heredero de los Montescos. Aunque era muy peligroso para un
Montesco ser visto en tal reunión, Benvolio, amigo de Romeo, le persuadió para
que asistiera de máscara, así podría ver a su Rosalinda y compararla con otras
damas, las cuales le harían pensar que su adorada Rosalinda no era perfecta.
Poca fe tenía Romeo en las palabras de Benvolio; mas, por amor a Rosalinda, se
dejó persuadir y allá fue. Era Romeo un sincero y apasionado amante, de tal
modo que por amor perdió el sueño y huía de la sociedad para pensar a solas
en su Rosalinda, mientras ella, por su parte, le desdeñaba y no correspondía a
su amor con la más leve señal de afecto o cortesía. Por esto deseaba Benvolio
curar de este amor a su amigo, haciéndole ver mucha gente y a muchas damas.
Fueron, pues, a la fiesta de los Capuletos, Romeo y Benvolio con su amigo
Mercucio, los tres de máscara. Los recibió amablemente el señor Capuleto, y les
aseguró que disfrutarían de la velada bailando con alguna de las damas
invitadas. El anciano estaba festivo y alegre, y añadió que cuando era joven
también él se había disfrazado para susurrar un cumplido al oído de una mujer.

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Mientras bailaban, Romeo quedó súbitamente asombrado de la soberana


hermosura de una invitada, cuya belleza podía fulgurar en la noche como una
rica joya resplandeciente. Era una joven demasiado angelical para andar por la
tierra, y le pareció entre las otras mujeres como una blanca paloma entre
cuervos.
Como Romeo hacía esas alabanzas en voz alta, fue oído por Tibaldo,
sobrino de los Capuletos, el cual le reconoció por el timbre de su voz. Tibaldo,
con su iracundo y feroz temperamento, no pudo sufrir con paciencia que un
Montesco, aun bajo máscara, viniese a hacer burla y desprecio de sus fiestas;
rabió, y tronó, y quiso dar una paliza a Romeo hasta dejarle muerto. Pero su tío,
el anciano señor Capuleto, le refrenó vivamente en aquel momento, ya por
respeto a sus huéspedes, ya porque Romeo se había portado como un perfecto
caballero y toda Verona se hacía lenguas de sus buenas prendas. Forzado a la
paciencia contra su voluntad, Tibaldo se contuvo; pero juró que en otra ocasión
aquel vil Montesco pagaría cara su intrusión.
Terminado el baile, Romeo vigiló a la joven que tanto le había maravillado,
y, escondiéndose tras su máscara, se acercó a ella y le tomó cortésmente la
mano, diciéndole que aquella mano era un relicario y que si la profanaba con
tocarla, expiaría su falta, como ruboroso peregrino, besándola.
—Buen peregrino —respondió la dama—, tu devoción se muestra fina y
cortés en demasía: los santos tienen manos que pueden los peregrinos tocar,
mas no besar.
—¿No tienen labios los santos, y los peregrinos también? —dijo Romeo.
—Sí —replicó la dama—, labios para la oración.
—¡Oh!, pues, santita mía —exclamó Romeo—, oye mi oración y concédeme
lo que pido, no sea que me desespere.

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En esas alusiones y requiebros de amor estaban enredados, cuando la dama


fue llamada por su madre. Indagó Romeo quién era esta, y supo entonces que la
joven cuya belleza le había herido era Julieta, la hija y heredera de los
Capuletos, los grandes enemigos de los Montescos, y que así había entregado
su corazón sin saberlo a su enemiga. Igual desasosiego experimentó Julieta al
saber que el caballero con quien había conversado era Romeo el Montesco,
porque también se había encendido en ella la súbita y fulminante pasión y le
pareció el colmo del amor amar a su enemigo y poner su amor donde por su
cuna debía poner sus odios.
A medianoche salió Romeo con sus compañeros, pero éstos le perdieron
pronto de vista. No sabiendo alejarse del palacio donde había dejado el corazón,
Romeo escapó y saltó los muros del huerto de la casa de Julieta. Al poco de
estar allí escondido, pensando en su nuevo amor, apareció Julieta en una
ventana. Su celestial hermosura pareció asomar como un sol en el oriente, y aun
creyó Romeo que la luna se ponía más pálida ante el nuevo sol. Al ver que
Julieta apoyaba la mejilla en su enguantada mano, deseaba Romeo ser el guante
de aquella mano para tocar esas mejillas. Entretanto, Julieta, que pensaba estar
sola, dio un suspiro, exclamando: «¡Ay de mí!» Se extasió Romeo al oír aquella
voz, y dijo para sí: «¡Oh!, habla otra vez, ángel rutilante, porque tal me pareces
como un alado mensajero del cielo a quien no pueden los mortales mirar sin
deslumbrarse.» Y ella, no sabiendo que la oía, llena de la nueva pasión nacida
aquella noche, llamaba por su nombre al amante que suponía ausente, y decía:
«¡Oh, Romeo, Romeo!, ¿por qué has de ser Romeo? Niega a tu padre, deja su
nombre por mi amor; o si no quieres, júrame amor y yo dejaré a los Capuletos.»
Animado por estas palabras, quiso Romeo contestar pero, deseoso de oír más,
se contuvo, y la dama continuó su apasionado soliloquio, riñendo a Romeo por
ser Montesco, deseándole otro nombre, y que a cambio de este sacrificio la
tomase a ella toda entera. Ante esa explosión de amor, ya no pudo Romeo
contenerse y, entablando un diálogo, le dijo que no le llamase por su nombre,
que le llamase Amor o con cualquier otro nombre, ya que el suyo le
desagradaba. Julieta se alarmó al oír una voz de hombre en el jardín, y no
conoció al principio quién sería el que en las tinieblas de la noche había
descubierto su secreto; pero cuando oyó de nuevo aquella voz, aunque sólo la
había oído antes en unas pocas palabras, el amor le hizo comprender que era
Romeo. Le reprendió Julieta por haberse expuesto a un gran peligro saltando
los muros del huerto, pues si algunos de sus parientes le hallasen allí, siendo
Montesco, le harían pagar con la vida su atrevimiento.
—¡Ah! —dijo Romeo—; hay más peligro en tus ojos que en veinte de sus
espadas. Mírame amorosamente, Julieta, y estoy a prueba de su enemistad.
Preferible sería que terminase mi vida por su odio a que se prolongase sin tu
amor.
—Y ¿cómo viniste aquí? —dijo Julieta—, ¿quién te guió?

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—El amor —respondió Romeo—; no soy marino, pero si tú estuvieras más


allá de los más remotos mares, me lanzaría al mar para conseguir tan gran
tesoro.
El rubor cubrió de carmín el rostro de Julieta, pero Romeo no lo vio por ser
de noche; la joven comprendió que, involuntariamente, había revelado su amor.
Hubiera querido retirar sus palabras, pero ya era imposible. Hubiera querido
guardar las formas como las señoras discretas, mantener a su amante a
distancia, mirarle con ceño, desdeñarle y mostrar indiferencia, para que así con
la dificultad de la conquista se viese aumentado el precio de la victoria; pero en
su caso no había lugar a estas artes y estratagemas para alargar el noviazgo.
Romeo había oído una confesión de amor cuando ella no imaginaba que
pudiese oírla. Así que, con noble franqueza, muy disculpable en tal situación,
confirmó Julieta su amor, y llamándole dulce Montesco (el amor endulza un
nombre amargo), le rogó que no achacase su confesión a ligereza ni malicia,
sino a la casualidad de aquella noche, que así descubrió sus pensamientos. Y
añadió que si su conducta podía parecer imprudente midiéndola por la
costumbre, no obstante sería ella más leal y constante que muchas cuya
prudencia es disimulo y cuya modestia no es más que astucia.
Romeo puso a los cielos por testigo de que nada estaba tan lejos de su alma
como el poner ni sombra de deshonor en tan alta señora; pero ella le detuvo y le
suplicó que no jurase, pues aunque dichosa de su amor, no estaba satisfecha de
su propia conducta, tan ligera, pronta y temeraria. Quiso Romeo cambiar en
aquel mismo instante una promesa de amor, y le respondió Julieta que ya se la
había dado antes involuntariamente, y que se la repetía porque su generosidad
era, como el mar, infinita, y su amor, también como el mar, profundo.
De esta amorosa conversación fue Julieta distraída por la voz de su ama,
que solía dormir en su habitación, y creyó que ya era hora de acostarse, pues
empezaba a lucir el alba. Se retiró Julieta, pero en seguida volvió presurosa y
dijo tres o cuatro palabras más a Romeo para indicarle que si su amor era en
verdad honroso y pensaba en el matrimonio, le enviaría un mensajero al día
siguiente con objeto de señalar el día de la boda, en el que pondría a sus pies su
fortuna y le seguiría como a señor por todo el mundo. Mientras determinaban
este punto, el ama llamó una y otra vez a Julieta, pero ésta entraba y salía, y
volvía a entrar y salir, porque parecía tan celosa de Romeo como la niña que
tiene un pájaro atado con un hilo de seda, que le deja saltar un poco y vuelve a
tomarlo. Y Romeo tampoco sabía irse, porque la música más dulce para los
amantes es el sonido de sus voces en la noche. Por fin se separaron, deseándose
mutuamente descanso y dulce sueño.
Amanecía y a Romeo, lleno de pensamientos de amor y de aquel bendito
encuentro nocturno, le era imposible dormir, y en vez de irse a su casa se fue al
cercano monasterio para ver a fray Lorenzo. El buen fraile, que estaba ya
levantado y entregado a sus devociones, al ver tan temprano a Romeo conjeturó
que no se habría acostado, sino que alguna inquietud amorosa le quitaba el

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sueño. Fundada era su conjetura, pero se equivocó al pensar que la causa de su


insomnio era Rosalinda. Y cuando Romeo le reveló su nueva pasión por Julieta
y pidió al fraile que los casase aquel mismo día, el santo varón levantó las
manos y los ojos al cielo profundamente asombrado del súbito cambio de amor
de Romeo, pues ya sabía cuánto amaba a Rosalinda y sus quejas por los
desdenes de esta. Así, pues, dijo que el amor de los jóvenes, más que en el
corazón está en los ojos. Replicó Romeo que el mismo fray Lorenzo le había
reprendido su ceguera por Rosalinda, que no correspondía a su amor, mientras
que Julieta era amada y amante. Comprendió el fraile estas razones, y creyendo
que la alianza matrimonial de Julieta y Romeo podría terminar las prolongadas
discordias de Capuletos y Montescos, cosa que nadie lamentaba tanto como él,
amigo de ambas familias, movido en parte por el amor a la concordia y en parte
por su cariño al joven, consintió en bendecir la unión de la enamorada pareja.
Romeo se sintió feliz. Julieta, que recibió la buena nueva por el mensajero
enviado según su promesa, acudió temprano a la celda de fray Lorenzo y allí
celebraron el santo matrimonio, rogando el fraile al cielo que mostrara sobre
aquel acto la más dulce sonrisa y que en la unión de aquellos jóvenes quedasen
enterradas las disensiones y luchas de Capuletos y Montescos.
Terminada la ceremonia, Julieta se fue a su casa y esperó impaciente la
noche en que Romeo volvería al huerto como en la anterior. Le pareció el día
interminable y fastidioso, como al niño que espera a mañana para estrenar un
vestido nuevo.
Aquel mismo día, a primeras horas de la tarde, Benvolio y Mercucio
paseaban por las calles de Verona y toparon con Tibaldo, a la cabeza de algunos
Capuletos. Éste era el mismo irascible Tibaldo que quiso pelear con Romeo la
noche anterior en el baile. Viendo a Mercucio, Tibaldo, le acusó ásperamente de
asociarse con Romeo el Montesco. Mercucio, que tenía la sangre tan joven y
ardiente como Tibaldo, replicó vivamente a la acusación y, a pesar de cuanto
dijo Benvolio para apaciguar los ánimos, empezaba la riña cuando Tibaldo vio a
Romeo que pasaba, y le lanzó al rostro el nombre de villano. Quería Romeo
evitar riñas con Tibaldo por ser primo de Julieta y muy estimado de ella.
Además, el joven Montesco no se había inmiscuido mucho en las discordias de
familia. Era prudente y de apacible carácter, y el nombre de Capuleto, el de su
señora, era ya para él un hechizo de paz más que incentivo de furia. Así,
procuró parlamentar con Tibaldo, le saludó dulcemente con el nombre de buen
Capuleto como si él, aunque Montesco, sintiera un secreto placer en pronunciar
aquella palabra. Pero Tibaldo, que odiaba a los Montescos, no quiso escuchar
razones y sacó el arma; Mercucio, que ignoraba el motivo que tenía Romeo para
desear la paz y consideraba su paciencia como indigna sumisión, incitó a
Tibaldo con duras palabras a proseguir la lucha. Lucharon, pues, Mercucio y
Tibaldo, y a pesar de cuanto hicieron Romeo y Benvolio para contener a los
combatientes, siguieron estos furiosos hasta que Mercucio cayó muerto. Perdió

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entonces Romeo la calma, devolvió a Tibaldo el nombre de villano y riñeron a su


vez hasta que Romeo mató a Tibaldo.
La noticia de este mortal combate en las calles, al mediodía, se esparció al
momento por todo Verona y atrajo multitud de ciudadanos, entre ellos a los
señores Capuleto y Montesco y a sus señoras. Llegó luego el príncipe, el cual,
siendo pariente de Mercucio, el muerto por Tibaldo, y cansado ya de tantas
discordias, estaba resuelto a cumplir estrictamente la ley contra los
delincuentes. Ordenó, pues, a Benvolio, como testigo ocular, que refiriese el
origen del conflicto, y obedeció aquel contando la verdad, excusando a Romeo
y a sus amigos. La señora Capuleto, deseando vengar la muerte de su sobrino
Tibaldo, exhortó al príncipe a cumplir con la más rigurosa justicia contra el
asesino y a no aceptar la relación de Benvolio, amigo de Romeo y Mercucio; así,
por ignorancia del secreto matrimonio, instaba la señora contra su propio
yerno. Por otra parte, la señora Montesco pedía vivamente la vida de su hijo,
arguyendo con justicia que Romeo no había faltado al matar a Tibaldo, asesino
de Mercucio y provocador de todos. El príncipe, sin conmoverse por las
apasionadas palabras de las mujeres, después de bien examinados los hechos
pronunció sentencia desterrando de Verona a Romeo.

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Tristes noticias llegaron a Julieta, pocas horas antes novia de Romeo, ahora
casi esposa divorciada. Al principio pensó mal de Romeo, que había matado a
su querido primo, y le llamaba hermoso tirano, angélico demonio, paloma-
cuervo, cordero con garras de lobo, corazón de serpiente con cara de flores, y
otros nombres igualmente extravagantes que denotaban sus luchas entre el
amor y el resentimiento. Pero al fin venció el amor, y las lágrimas que
derramara porque Romeo había matado a Tibaldo se convirtieron en gotas de
alegría porque vivía su esposo, a quien su primo quería matar. Vinieron
después nuevas lágrimas, y éstas ya sólo eran por el destierro de Romeo.
Después de la lucha, Romeo se refugió en la celda de fray Lorenzo, donde
recibió aviso de la sentencia del príncipe, sentencia que le pareció más terrible
que la muerte. Se figuraba que para él no había más mundo fuera de los muros
de Verona, ni más vida fuera de la vista de Julieta. Donde estaba Julieta, allí
estaba el cielo, y todo lo demás era purgatorio y tormento. El buen fraile quería
aplicar el consuelo de la filosofía a sus dolores, pero aquel frenético joven no
quería oírle, sino que, como loco, se tiraba de los cabellos y se revolcaba por
tierra para tomar, según decía, la medida de su sepulcro. Un mensaje de su
esposa amada calmó un tanto su desesperación, y el fraile aprovechó la ocasión
para reprenderle por su debilidad tan poco varonil. Había matado a Tibaldo,
pero ¿iba también a matarse a sí mismo y a matar a su dulce señora, que sólo
vivía por su vida? El hombre, decía fray Lorenzo, no es sino un montón de
polvo si le falta valor para sostenerse. La ley había sido blanda para con él, ya
que en vez de la pena de muerte, en que había incurrido, solamente le imponía
el destierro. Había matado a Tibaldo; pero éste quería y podía haberle matado a
él: esto era una buena suerte. Julieta vivía, y contra toda esperanza era su
esposa; esto era una felicidad. Todos estos razonamientos los desechaba Romeo
portándose como una niña mimada y revoltosa. Y el fraile hubo de reprenderle,
diciéndole que fuese con cuidado, pues los que se entregan a la desesperación
suelen morir miserablemente. Cuando Romeo se hubo calmado un poco, le
aconsejó el fraile que fuese aquella noche a despedirse en secreto de Julieta, y
que luego se fuera inmediatamente a Mantua, donde residiría hasta que él
hallase ocasión de hacer público su matrimonio, lo cual podría ser un medio de
reconciliar a las familias, y entonces no dudaba que el príncipe concedería el
indulto y Romeo podría volver con un gozo veinte veces mayor que el dolor
presente. Romeo se convenció por estos consejos del fraile y se despidió para ir
a ver a su señora, proponiéndose estar con ella toda la tarde y partir para
Mantua al rayar el alba. El fraile le prometió que allí le mandaría cartas de
cuando en cuando para que supiera el estado de cosas en Verona.
Pasó la noche Romeo con su querida esposa, pudiendo entrar secretamente
en su aposento desde el huerto en que habían conversado la noche anterior. Fue
una noche de alegría y delicias, pero los placeres de esa noche de amor estaban
mezclados de tristeza y amargura por la tragedia del día anterior y por el
destierro del siguiente. Les pareció que la aurora venía demasiado pronto, y

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cuando Julieta oyó el canto matutino de la alondra quiso persuadirse de que era
el canto del ruiseñor en la noche; pero en verdad era la alondra quien cantaba, y
a Julieta le pareció que su canto era desagradable y discordante. Los primeros
resplandores del día aparecieron también por el oriente, y todo indicaba a los
amantes que ya era la hora de partir y separarse. Se despidió Romeo con el
corazón dolorido, prometiendo escribir a Julieta desde Mantua cada hora del
día. Cuando hubo ya bajado por la ventana al jardín, le miró Julieta, y en aquel
triste y fatal momento le pareció verle muerto en el fondo de una tumba.
Iguales pensamientos tuvo Romeo, pero se vio forzado a desecharlos y a partir
presurosamente, porque le esperaba la muerte si le encontraban después de
amanecer por las calles de Verona.
Esto fue sólo el principio de la tragedia de estos infortunados amantes.
Pocos días después de haber salido Romeo para el lugar de su destierro, el
anciano señor Capuleto propuso un novio a Julieta: el conde Paris, joven, noble,
valiente, dotado de las mejores prendas que pudiera ambicionar Julieta si no
hubiera conocido a Romeo.
Aterrorizada ante tal proposición, Julieta se encontró en la más triste
perplejidad. Alegó que aún era muy joven para el matrimonio; que estaba de
luto por la reciente muerte de Tibaldo, la cual no le dejaba humor para recibir al
novio con alegría, y que hasta parecía indecoroso en la familia celebrar una
boda cuando aún no habían terminado los funerales. Alegó contra el
matrimonio todos los motivos que pudo menos el mayor, el de estar ya casada.
Pero el señor Capuleto se hizo el sordo a todas las excusas, y de forma
autoritaria mandó a su hija que se preparase, porque al jueves siguiente se
casaría con el conde Paris. Habiéndole hallado un marido rico, joven, noble, tal
que podría aceptarle con gusto la más orgullosa doncella de Verona, no podía
soportar el padre que por timidez (como suponía) pusiera ella obstáculos a su
buena fortuna.

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En esta situación, Julieta acudió al fraile amigo, siempre su consejero en la


desgracia. Le preguntó fray Lorenzo si tendría bastante valor para adoptar un
remedio desesperado, y respondiendo ella que antes bajaría viva al sepulcro
que casarse con Paris viviendo su querido esposo, le aconsejó el fraile que se
fuese a su casa, se mostrase alegre y diera su consentimiento al nuevo
matrimonio según deseos de su padre, y en la noche siguiente, la anterior al
matrimonio, que se bebiera el contenido de un frasco que le entregó. Aquello la
haría dormir profundamente, con todas las apariencias de la muerte, durante
cuarenta y dos horas. Cuando el novio fuera por ella a la mañana, la hallaría
muerta; y entonces la llevarían descubierta en el féretro (según costumbre del
país) para enterrarla en el panteón de la familia. Si pudiese vencer el miedo y
consentir en esta terrible prueba, a las cuarenta y dos horas exactas después de
bebido el líquido se despertaría como de un sueño. Entretanto él habría avisado
a Romeo, el cual vendría y se la llevaría consigo a Mantua durante la noche. El
amor, por un lado, y el miedo a casarse con Paris, por otro, dieron a Julieta el
ánimo para someterse a tan terrible aventura. Así, tomó el frasco y prometió al
fraile que seguiría sus indicaciones.
Al salir del monasterio encontró al joven conde Paris, y con modesto
disimulo le prometió que sería su esposa. Alegres nuevas fueron estas para el
señor Capuleto y su mujer, y el anciano pareció rejuvenecer ya que Julieta
aceptaba al conde Paris. Todo en la casa estaba revuelto por la próxima boda, y
no se reparó en gastos para las fiestas, que habían de ser de las más sonadas de
Verona.
El miércoles por la noche, Julieta iba a tomar el bebedizo. Tuvo recelos de
que fray Lorenzo, para evitar las murmuraciones por su matrimonio, le hubiera
dado un veneno, pero pensó que todos le tenían por santo. Luego le asaltó el
pensamiento de que podía despertar antes de la llegada de Romeo, y quizá se
volviera loca al encontrarse en la tumba, entre huesos de muertos y cerca del
cadáver ensangrentado de Tibaldo. Y aun pensó en los cuentos que había oído
sobre las almas que vagan por esos lugares. Pero pudo más el amor a Romeo y
la aversión a París; tomó, pues, la bebida y quedó insensible.
Cuando el joven Paris vino por la mañana con músicos para despertar a su
novia, se encontró que el aposento nupcial se había convertido en capilla
ardiente. ¡Qué confusión reinaba en todo el palacio! El pobre Paris se lamentaba
de su mala fortuna y maldecía a la muerte, que le había divorciado de su esposa
ya antes del matrimonio. Pero todavía eran más lastimeros los gemidos del
señor Capuleto y su esposa, que, no teniendo más hijos que aquella amantísima
niña para alegrarse, la muerte, ¡cruel!, se la arrancaba de los brazos poco antes
de un ventajoso y brillante casamiento. Todo lo que estaba dispuesto para las
fiestas nupciales se dedicó a las fiestas fúnebres. Las alegrías de la boda
sirvieron para un triste entierro, los himnos de amor se trocaron en cantos
mortuorios, los instrumentos de baile en melancólicos campaneos, y las flores
de la novia adornaron su cadáver. En vez de un sacerdote para desposarla, vino

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el sacerdote para enterrarla; y la pobre Julieta fue a la iglesia no para aumentar


las esperanzas de los vivos, sino el número de los muertos.
Las malas noticias viajan más veloces que las buenas. Romeo recibió la
triste noticia de la muerte de su adorada antes de que llegase el mensajero de
fray Lorenzo para decirle que la muerte era aparente y que Julieta estaría en la
tumba sólo un breve tiempo, esperando que Romeo viniese a llevársela sana y
salva. Poco antes precisamente estaba Romeo alegre y animado. Había soñado
que él mismo estaba muerto (extraño sueño que permite al muerto estar
pensando), que llegaba Julieta y a fuerza de besos le hacía resucitar y luego
alcanzaba la dignidad de emperador. Y cuando vio llegar al mensajero de
Verona creyó que seguramente venía a confirmarle buenas noticias, según los
augurios de sus sueños. Mas cuando oyó lo contrario, que su señora había
muerto efectivamente y no podía resucitarla con sus besos, mandó ensillar
caballos para irse al momento a Verona y ver a su esposa en la tumba. Y como
el mal entra rápido en el pensamiento de los desesperados, se acordó de un
pobre boticario por cuya tienda había pasado poco antes, y por la miseria del
hombre y de su tienda se había dicho, quizá como presagio del desastre: «Si
alguien necesita un veneno, aunque el venderlo se castiga en Mantua con la
pena capital, aquí hay un pobre desgraciado a quien no le arredra el castigo.»
Le vinieron a la memoria estas palabras, se fue a la botica y, vencidos algunos
escrúpulos, ofreciendo un oro al que la pobreza no podía resistir, Romeo
obtuvo un veneno que, una vez tomado, le enviaría pronto al otro mundo
aunque tuviese el vigor de veinte vidas.
Con este veneno en el bolsillo, partió para Verona a fin de ver a su esposa
en la tumba, pensando que después de la visita ingeriría el veneno y sería
enterrado a su lado. Llegó a Verona a media noche y se fue al cementerio, en
cuyo centro estaba situado el antiguo panteón de los Capuletos. Se había
provisto de una luz, de un azadón y de otros instrumentos, y procedía a forzar
la tumba cuando fue interrumpido por una voz que, con el insulto de vil
Montesco, le mandaba desistir de aquella profanación. La voz era del conde
Paris, que a tal hora de la noche había ido a la tumba de Julieta para esparcir
flores y lágrimas. Ignoraba Paris qué interés tenía Romeo en la muerta, pero
sabiendo que era Montesco y suponiéndole enemigo jurado de los Capuletos,
creyó que iba de noche para profanar a sus muertos. Por esto, en tono airado, le
mandó desistir, y aun quería detenerle como criminal condenado por las leyes
de Verona si se le encontraba dentro de la ciudad. Romeo instó a Paris a que le
dejase y le aconsejó por el hado de Tibaldo, allí muerto, que no provocase su ira
y le pusiera otro pecado en la conciencia forzándole a matarle. Pero el conde
menospreció el consejo y sujetó a Romeo para prenderle como un criminal.
Resistió Romeo, lucharon, y Paris cayó muerto.
Cuando Romeo acercó la luz al cadáver y vio que era Paris, el que debía
casarse con Julieta según le habían dicho viniendo de Mantua, le tomó la mano
como compañero de infortunio y dijo que le haría un entierro glorioso en la

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misma tumba de Julieta, que abrió en un momento. Allí vio a su adorada tan
fresca aún que parecía como si la muerte no tuviese valor para alterar su
incomparable hermosura o como si el monstruo de la muerte estuviese
enamorado de ella y la conservase para sus delicias. Cerca de ella estaba
Tibaldo en su ensangrentado sudario, y viéndolo Romeo le pidió perdón, y por
amor a Julieta le llamó primo. Romeo se despidió de Julieta con un beso y
maldiciendo su mala estrella ingirió el veneno. Entretanto se acercaba la hora en
que Julieta despertaría de su falsa muerte para quejarse de que Romeo llegaba
tarde o había llegado demasiado pronto.

Y, en efecto, llegó el momento en que, según predicción de fray Lorenzo, la


muerta despertaría. Sabiendo ya que su mensajero no había podido hallar a
Romeo en Mantua, vino el fraile personalmente, con una linterna y un pico,
para sacar a Julieta de la tumba, pero quedó sorprendido y asombrado al ver
que ardía una luz en el panteón de los Capuletos, y más al ver allí sangre y
espadas, y a Romeo y Paris que yacían allí cerca sin aliento.
Antes de que pudiese formar una conjetura sobre todo aquello, despertó
Julieta y, viendo cerca al fraile, recordó lo pasado y por qué estaba allí, y
preguntó por Romeo; pero fray Lorenzo, oyendo ruido, la mandó que saliese de
aquel lugar de muerte y de sueño, porque una fuerza mayor había alterado sus
planes. Espantado por el rumor de gente que venía, el fraile escapó. Julieta vio
el frasco en las manos de su amor, y adivinando que había muerto envenenado,
hubiera querido beber la última gota si alguna hubiera quedado. Besó a Romeo
en los labios por si en ellos encontraba todavía veneno para morir con él, y al oír
ruido de gente que se acercaba, desenvainó rápidamente una daga que llevaba
consigo y la hundió en su corazón, muriendo al lado de su leal Romeo.
En esto llegó la guardia. Un paje del conde Paris, testigo de la lucha de su
señor con Romeo, había dado la alarma, que se propagó a todos los ciudadanos,
los cuales corrieron confusamente por las calles de Verona gritando: «¡Paris!
¡Romeo! ¡Julieta!», según les llegaban los rumores, hasta que el tumulto hizo
levantar de sus camas a los señores Montescos y Capuletos, y aun al príncipe,

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para saber las causas de aquellos disturbios. Fray Lorenzo había sido preso por
la guardia al salir del cementerio, pues el pobre temblaba, suspiraba y lloraba
de manera sospechosa. Se reunió gran multitud en el panteón de los Capuletos,
y el príncipe mandó al fraile que dijese cuanto sabía acerca de aquellos extraños
desastres.
Contó fray Lorenzo toda la verdad de lo que había pasado exponiendo sus
intenciones, que la fatalidad había frustrado. El paje de Paris refirió la lucha de
su señor con Romeo. Un criado de Romeo entregó cartas de éste a sus padres
que confirmaron la narración de fray Lorenzo. Así pudo el príncipe reconstruir
todos los hechos, y dirigiéndose a los Capuletos y Montescos les reprendió por
su brutal enemistad y les mostró el terrible azote que les había mandado el
cielo, que por los amores de sus hijos castigaba los bárbaros odios de familia. Y
aquellos viejos rivales, deponiendo toda enemistad, resolvieron enterrar sus
querellas en la tumba de sus hijos. El señor Capuleto pidió al señor Montesco
que le permitiese estrechar su mano y que le tuviese por hermano y amigo en
memoria de la alianza de sus hijos. El señor Montesco respondió que le daría
más que la mano, porque levantaría a Julieta una estatua de oro puro a fin de
que mientras existiese Verona ninguna otra estatua fuese más estimada por su
riqueza y hermosura que la de aquella fidelísima doncella. El señor Capuleto, a
su vez, prometió levantar otra estatua igual a Romeo. Así estos pobres ancianos,
aunque tarde, rivalizaron en cortesías cuando en pasados tiempos había sido
tan mortal su enemistad y su odio que sólo el espantoso desastre de sus hijos
pudo desarraigar los celos y rencores de aquellas nobles familias.

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