Romeo y Julieta
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Tristes noticias llegaron a Julieta, pocas horas antes novia de Romeo, ahora
casi esposa divorciada. Al principio pensó mal de Romeo, que había matado a
su querido primo, y le llamaba hermoso tirano, angélico demonio, paloma-
cuervo, cordero con garras de lobo, corazón de serpiente con cara de flores, y
otros nombres igualmente extravagantes que denotaban sus luchas entre el
amor y el resentimiento. Pero al fin venció el amor, y las lágrimas que
derramara porque Romeo había matado a Tibaldo se convirtieron en gotas de
alegría porque vivía su esposo, a quien su primo quería matar. Vinieron
después nuevas lágrimas, y éstas ya sólo eran por el destierro de Romeo.
Después de la lucha, Romeo se refugió en la celda de fray Lorenzo, donde
recibió aviso de la sentencia del príncipe, sentencia que le pareció más terrible
que la muerte. Se figuraba que para él no había más mundo fuera de los muros
de Verona, ni más vida fuera de la vista de Julieta. Donde estaba Julieta, allí
estaba el cielo, y todo lo demás era purgatorio y tormento. El buen fraile quería
aplicar el consuelo de la filosofía a sus dolores, pero aquel frenético joven no
quería oírle, sino que, como loco, se tiraba de los cabellos y se revolcaba por
tierra para tomar, según decía, la medida de su sepulcro. Un mensaje de su
esposa amada calmó un tanto su desesperación, y el fraile aprovechó la ocasión
para reprenderle por su debilidad tan poco varonil. Había matado a Tibaldo,
pero ¿iba también a matarse a sí mismo y a matar a su dulce señora, que sólo
vivía por su vida? El hombre, decía fray Lorenzo, no es sino un montón de
polvo si le falta valor para sostenerse. La ley había sido blanda para con él, ya
que en vez de la pena de muerte, en que había incurrido, solamente le imponía
el destierro. Había matado a Tibaldo; pero éste quería y podía haberle matado a
él: esto era una buena suerte. Julieta vivía, y contra toda esperanza era su
esposa; esto era una felicidad. Todos estos razonamientos los desechaba Romeo
portándose como una niña mimada y revoltosa. Y el fraile hubo de reprenderle,
diciéndole que fuese con cuidado, pues los que se entregan a la desesperación
suelen morir miserablemente. Cuando Romeo se hubo calmado un poco, le
aconsejó el fraile que fuese aquella noche a despedirse en secreto de Julieta, y
que luego se fuera inmediatamente a Mantua, donde residiría hasta que él
hallase ocasión de hacer público su matrimonio, lo cual podría ser un medio de
reconciliar a las familias, y entonces no dudaba que el príncipe concedería el
indulto y Romeo podría volver con un gozo veinte veces mayor que el dolor
presente. Romeo se convenció por estos consejos del fraile y se despidió para ir
a ver a su señora, proponiéndose estar con ella toda la tarde y partir para
Mantua al rayar el alba. El fraile le prometió que allí le mandaría cartas de
cuando en cuando para que supiera el estado de cosas en Verona.
Pasó la noche Romeo con su querida esposa, pudiendo entrar secretamente
en su aposento desde el huerto en que habían conversado la noche anterior. Fue
una noche de alegría y delicias, pero los placeres de esa noche de amor estaban
mezclados de tristeza y amargura por la tragedia del día anterior y por el
destierro del siguiente. Les pareció que la aurora venía demasiado pronto, y
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cuando Julieta oyó el canto matutino de la alondra quiso persuadirse de que era
el canto del ruiseñor en la noche; pero en verdad era la alondra quien cantaba, y
a Julieta le pareció que su canto era desagradable y discordante. Los primeros
resplandores del día aparecieron también por el oriente, y todo indicaba a los
amantes que ya era la hora de partir y separarse. Se despidió Romeo con el
corazón dolorido, prometiendo escribir a Julieta desde Mantua cada hora del
día. Cuando hubo ya bajado por la ventana al jardín, le miró Julieta, y en aquel
triste y fatal momento le pareció verle muerto en el fondo de una tumba.
Iguales pensamientos tuvo Romeo, pero se vio forzado a desecharlos y a partir
presurosamente, porque le esperaba la muerte si le encontraban después de
amanecer por las calles de Verona.
Esto fue sólo el principio de la tragedia de estos infortunados amantes.
Pocos días después de haber salido Romeo para el lugar de su destierro, el
anciano señor Capuleto propuso un novio a Julieta: el conde Paris, joven, noble,
valiente, dotado de las mejores prendas que pudiera ambicionar Julieta si no
hubiera conocido a Romeo.
Aterrorizada ante tal proposición, Julieta se encontró en la más triste
perplejidad. Alegó que aún era muy joven para el matrimonio; que estaba de
luto por la reciente muerte de Tibaldo, la cual no le dejaba humor para recibir al
novio con alegría, y que hasta parecía indecoroso en la familia celebrar una
boda cuando aún no habían terminado los funerales. Alegó contra el
matrimonio todos los motivos que pudo menos el mayor, el de estar ya casada.
Pero el señor Capuleto se hizo el sordo a todas las excusas, y de forma
autoritaria mandó a su hija que se preparase, porque al jueves siguiente se
casaría con el conde Paris. Habiéndole hallado un marido rico, joven, noble, tal
que podría aceptarle con gusto la más orgullosa doncella de Verona, no podía
soportar el padre que por timidez (como suponía) pusiera ella obstáculos a su
buena fortuna.
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misma tumba de Julieta, que abrió en un momento. Allí vio a su adorada tan
fresca aún que parecía como si la muerte no tuviese valor para alterar su
incomparable hermosura o como si el monstruo de la muerte estuviese
enamorado de ella y la conservase para sus delicias. Cerca de ella estaba
Tibaldo en su ensangrentado sudario, y viéndolo Romeo le pidió perdón, y por
amor a Julieta le llamó primo. Romeo se despidió de Julieta con un beso y
maldiciendo su mala estrella ingirió el veneno. Entretanto se acercaba la hora en
que Julieta despertaría de su falsa muerte para quejarse de que Romeo llegaba
tarde o había llegado demasiado pronto.
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para saber las causas de aquellos disturbios. Fray Lorenzo había sido preso por
la guardia al salir del cementerio, pues el pobre temblaba, suspiraba y lloraba
de manera sospechosa. Se reunió gran multitud en el panteón de los Capuletos,
y el príncipe mandó al fraile que dijese cuanto sabía acerca de aquellos extraños
desastres.
Contó fray Lorenzo toda la verdad de lo que había pasado exponiendo sus
intenciones, que la fatalidad había frustrado. El paje de Paris refirió la lucha de
su señor con Romeo. Un criado de Romeo entregó cartas de éste a sus padres
que confirmaron la narración de fray Lorenzo. Así pudo el príncipe reconstruir
todos los hechos, y dirigiéndose a los Capuletos y Montescos les reprendió por
su brutal enemistad y les mostró el terrible azote que les había mandado el
cielo, que por los amores de sus hijos castigaba los bárbaros odios de familia. Y
aquellos viejos rivales, deponiendo toda enemistad, resolvieron enterrar sus
querellas en la tumba de sus hijos. El señor Capuleto pidió al señor Montesco
que le permitiese estrechar su mano y que le tuviese por hermano y amigo en
memoria de la alianza de sus hijos. El señor Montesco respondió que le daría
más que la mano, porque levantaría a Julieta una estatua de oro puro a fin de
que mientras existiese Verona ninguna otra estatua fuese más estimada por su
riqueza y hermosura que la de aquella fidelísima doncella. El señor Capuleto, a
su vez, prometió levantar otra estatua igual a Romeo. Así estos pobres ancianos,
aunque tarde, rivalizaron en cortesías cuando en pasados tiempos había sido
tan mortal su enemistad y su odio que sólo el espantoso desastre de sus hijos
pudo desarraigar los celos y rencores de aquellas nobles familias.
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